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Oscar WildeCuentos

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Editorial ErasDeposito legal Mu 105/2013ISBN 841234123569Oscar wildePrimera edición 2013Diseñado y Maquetado por Jose Luis Quijada Palazón

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Indice

El crimen de lord Arthur Saville ............................................. 7

El fantasma de Canterville ....................................................... 47

La importancia de ser formal ................................................... 83

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El crimen de lord Arthur Saville

CAPITULO I

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de la Pas¬cua, y Bentinck-House estaba más concurrida que nunca.

Seis miembros del gabinete vi¬nieron directamente una vez termi¬nada la interpelación del speaker, con todas sus condecoracio-nes y bandas. Las mujeres bonitas lucían sus atuendos más elegantes y vis-to¬sos, y al final de la galería de re¬tratos, se encontraba la princesa So¬fía de Carlsruhe, una señora grue-sa, de tipo tártaro, con unos pe-queños ojos negros y unas esmeraldas mag¬níficas, hablando con voz aguda en mal francés y riendo sin mesura todo cuanto le decían. En rea-lidad aquello era una espléndida mesco¬lanza de personas: Altivas espo-sas de pares del reino charlaban cortés¬mente con violentos radi-cales. Pre¬dicadores populares se codeaban con célebres escépticos. Todo un grupo de obispos seguía, de salón en salón, a una corpulenta prima don-na. En la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, dis¬frazados de artistas, y dicen que el comedor se vio por un momento lleno de genios. En una palabra, era una de las veladas de mayor éxito de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media de la noche.

Inmediatamente después de su partida, lady Windermere regresó a la galería de retratos, donde un fa-moso economista explicaba, con aire solemne, la teoría científica de la música a un indignado virtuoso hún¬garo; y comenzó a hablar con la du¬quesa de Paisley.

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Lady Windermere lucía extraor¬dinariamente bella, con su garganta marfilina y de líneas delicadas, sus grandes ojos azules, color miosotis, y los bucles de sus cabellos dorados. Cabellos de oro puro, no de esos que tienen un tono pajizo que hoy usurpan la hermosa denominación del oro, cabellos que pa-recían teji¬dos con rayos de sol o bañados en ám-bar, cabellos que encuadraban su rostro como un nimbo de santa, con la fascinación de una pecadora. Se prestaba a un interesante estudio psico-lógico. Desde muy joven, des¬cubrió en la vida la importantísi¬ma ver-dad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como la indis¬creción y, por medio de una serie de escapatorias arriesgadas, inocen¬tes por com-pleto la mitad de ellas, adquirió todas las ventajas de una definida perso-nalidad. Había cam¬biado más de una vez de marido. En la Guía Social de Debrett, apa¬recían tres matrimonios a su cré¬dito, pero como no cambió nunca de amante, el mundo dejó de mur¬murar en sordina sus escándalos. En la actualidad con-taba cuarenta años, no tenía hijos y la dominaba aquella pasión desordenada por los placeres que cons-tituye el secreto para conservarse joven.

De repente miró ansiosa a su al¬rededor por el salón, y dijo con una voz clara de contralto:

-¿Dónde está mi quiromántico? -¿Tu qué, Gladys? -exclamó la duquesa con un estremecimiento in-

voluntario.-Mi quiromántico, duquesa. Ya no puedo vivir sin él.-¡Querida Gladys, tú siempre tan original! -murmuró la duque¬sa, in-

tentando recordar lo que era en realidad un quiromántico, y con¬fiando en que no podía ser lo mis¬mo que un pedicuro.

-Viene a verme la mano dos ve¬ces por semana, con regularidad -continuó lady Windermere- y es muy interesante lo que estudia en ella.

“¡Dios mío! -pensó la duque¬sa-. Después de todo debe ser una es-pecie de pedicuro de las manos. ¡Qué terrible! En fin..., supongo que será un extranjero. Así no re¬sultará tan atroz.

-Tengo que presentárselo. -¡Presentármelo! -exclamó la duquesa-. ¿Quieres decir que está aquí?,

y empezó a buscar su aba¬nico de carey y un chal de encaje viejo, prepa-rándose para marchar en seguida.

-Claro que está aquí. No podría dar una sola reunión sin él. Me dice que tengo una mano puramente psí¬quica, y que si mi dedo pulgar hu¬biese sido un poco más corto, sería una perfecta pesimista y ya esta-

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ría recluida en un convento.-¡Ah, sí! -exclamó la duquesa tranquilizándose-. Dice la buena ven-

tura, ¿no es eso?-Y la mala también -respon¬dió lady Windermere-, y otras co¬sas

por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peli¬gro, en tierra y por mar al mismo tiempo. De manera que tendré que vivir en globo, haciéndome subir la comida en una canastilla todas las tardes. Eso está escrito aquí so¬bre mi dedo meñique o en la palma de la mano; ya no recuerdo dónde.

-Pero verdaderamente eso es ten¬tar a la Providencia, Gladys. -Mi querida duquesa, la Provi¬dencia puede resistir ya, a estas

altu¬ras, las tentaciones. Creo que cada quien debía hacerse leer la mano una vez al mes, con objeto de sa¬ber qué es lo que no debe hacer. Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar a míster Podgers en se¬guida, iré yo misma.

-Iré yo, lady Windermere -dijo un joven alto y guapo que estaba pre-sente y que seguía la conversa-ción con una sonrisa divertida.

-Muchas gracias, lord Arthur, pero temo no le reconozca usted. -Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no se me escapa-rá. Dígame únicamente cómo es, y dentro de un momento se lo traigo.

-¡Bueno! No tiene nada de qui¬romántico. Quiero decir... que no tiene nada misterioso, nada esotéri-co, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una ca¬beza cómicamente calva y unas grandes gafas con montura de oro, un personaje entre médico de cabe¬cera y abogado rural. Siento que sea así, pero no es mi culpa. ¡La gente es tan molesta! Todos mis pianistas tienen el tipo exacto de poetas, y todos los poetas, el de los pianistas. Recuerdo que la tempo¬rada pasada in-vité a comer a un horroroso conspirador, hombre que, según se decía, hizo polvo a una infinidad de gente, y llevaba cons¬tantemente una cota de mallas y un puñal oculto en la manga de la ca¬misa. ¿Creerán que cuando vino parecía un anciano clérigo, encan¬tador, y estuvo contando chistes toda la noche? La verdad es que estuvo muy divertido, y todo eso; pero yo me sentía terriblemente disilusiona¬da. Cuando le pregun-té por su cota de mallas, nada más se rió, y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra... ¡Ah, ya está aquí míster Podgers! Bue-no, míster Podgers, desearía que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley.. . Duquesa, tiene usted que quitarse el guante... No, no, el de la izquier¬da... el otro...

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-Mi querida Gladys, realmente no creo que esto sea debido -repli¬có la duquesa desabrochando, dis-plicente, un guante de cabritilla, bastante sucio.

-Lo que es interesante nunca está bien -dijo lady Windermere- ¬On a fait le monde ainsi 3 Pero debo presentarla, duquesa de Paisley... Como diga usted que tiene un mon¬te en la luna más desarrollado que el mío, no volveré a creer en usted.

-Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano -in¬tervino la duquesa en tono so-lemne.

-Mi señora está en lo cierto -contestó míster Podgers, echando un vistazo sobre la mano regordeta de dedos cortos y cuadrados. El monte de la luna no está desarrolla¬do. Sin embargo, la línea de la vida es ex-celente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca... gracias... tres rayas clarísimas sobre su res-cette... 4 Vivirá hasta una edad muy avanzada, duquesa, y será en extremo feliz... Ambición muy mo-derada, línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón...

-Sea usted discreto míster Pod¬gers -interrumpió lady Winder¬mere.

-Nada sería tan agradable para mí -respondió míster Podgers, in¬clinándose-, si la duquesa diese lu¬gar a ello; pero siento tener que ad¬mitir que descubro una gran cons¬tancia en el afecto, combinada con un sentimiento arraigadísimo del deber.

-Siga usted míster Podgers -di¬jo la duquesa, complacida.-La economía no es una de sus menores cualidades -continuó mís¬ter

Podgers, y lady Windermere em¬pezó a reír.-La economía es un buen há¬bito -afirmó la duquesa, asintien¬do-,

cuando me casé con Paisley tenía once castillos, y ni una sola casa en condiciones de vivirse.

-Y ahora tiene doce casas, ni un solo castillo -exclamó lady Winder-mere.

-Bueno, querida -añadió la du¬quesa-, me gusta...-El confort -dijo míster Pod¬gers-. Y los adelantos modernos, y el

agua caliente instalada en todos los dormitorios. Mi señora está en lo cierto. El confort es lo único que nuestra civilización nos puede dar.

-Ha descrito usted admirable¬mente el carácter de la duquesa, mís¬ter Podgers, y ahora tiene usted que decirnos el de lady Flora -y res¬pondiendo a un gesto de cabeza de la sonriente anfitriona, una

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mucha¬cha alta, con cabellos de color de arena dorada, muy escocesa, de hom¬bros cuadrados, salió de detrás del sofá con un andar desmañado, y tendió su mano larga, huesuda, y de dedos espatulados.

-¡Ah! ¡Una pianista!, ya veo -exclamó míster Podgers-, una excelente pianista pero quizá ape¬nas mu-sical. Muy reservada, muy honrada, y con un gran cariño por los animales.

-¡Eso justamente! -exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Win-dermere-. ¡Absolutamente cier¬to! Flora tiene dos docenas de pe¬rros Collie en Macloskie, y conver¬tiría nuestra casa de campo en una mé-nagerie, si su padre se lo con¬sintiese.

-Bueno, eso es lo que hago yo con mi casa todos los jueves en la no-che -dijo riendo lady Winder-mere-, nada más que a mí me gus¬tan más los leones que los perros Collie.

-Ese es su error, lady Winder¬mere -murmuró míster Podgers¬haciendo una pomposa reverencia.

-Si una mujer no puede prestar encanto a sus errores, entonces no es más que una simple hembra -fue la contestación-. Pero deberá usted leer más manos para divertirnos. Venga acá, sir Thomas, enséñele la suya a míster Podgers. -Y un origi¬nal tipo de anciano, ataviado con un jaqué blanco, se aproximó presen¬tando una gruesa mano tosca, cuyo dedo medio era notablemente alar¬gado.

-Una naturaleza de aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y otro por venir. Se ha encontrado en tres naufragios. No, sólo en dos; pero está en peligro de un naufra¬gio en su próximo viaje. Es un con¬vencido conservador, muy puntual y con una verdadera pasión por co¬leccionar curiosidades. Padeció una seria enfermedad entre los dieciséis y los die-ciocho años. Heredó una gran fortuna alrededor de los trein¬ta. Gran aversión a los gatos y a los radicales.

-¡Extraordinario! -exclamó sir Thomas-. Debe leer también la mano de mi esposa.

-Su segunda esposa -dijo tran¬quilo míster Podgers, mientras te-nía aún la mano de sir Thomas entre las suyas-. Su segunda esposa; encan¬tado.

Pero lady Marvervel, una mujer de aire melancólico, de pelo castaño y pestañas sentimentales, se negó ro¬tundamente a exponer su pasa-do o su futuro; y pese a los esfuerzos de lady Windermere, no pudo conven¬cer a monsieur de Koloff, el emba¬jador de Rusia, ni siquiera a sacarse los guantes. La ver-dad es que mu¬chas personas parecían te-

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ner miedo a ponerse frente a aquel hombreci¬llo extraño, y de sonrisa estereoti¬pada, de ojos como cuentas brillan¬tes detrás de sus lentes sostenidos por montura dora-da; y cuando dijo a la pobre lady Fermor, frente a to¬dos los presentes, que no le intere¬saba la música en lo más mínimo, pero que le interesaban en extremo los músicos, todo el mundo se dio cuenta de que la quiromancia era una ciencia demasiado peligrosa, una ciencia que no debería alentar¬se, excepto en un téte - à - téte muy íntimo.

Sin embargo, lord Arthur Saville, que no se enteró de la triste anéc¬dota de lady Fermor, y que había estado observando a míster Podgers con gran interés, se sentía lleno de una inmensa curiosidad por que le leyesen su mano, pero al mismo tiem¬po algo avergonzado de ser él mis¬mo quien se ofreciese a ello, cruzó el salón para acercarse al lugar don¬de se encontraba lady Windermere, y encantadoramente rubo-rizado, le preguntó si creía que míster Podgers no iba a negarse a leer su mano.

-Claro que no se negará -dijo lady Windermere-, para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, son leones amaestrados, y saltan a través de aros cuando se los ordeno. Pero debo advertirle antes, que le voy a de-cir todo a Sybil. Va a venir a almorzar conmigo mañana, vamos a hablar de sombreros, y si míster Podgers encuentra que usted tiene mal genio, o tendencia a padecer de gota, o una esposa que vive bn Bays¬water,5 se lo contaré todo.

Lord Arthur sonrió moviendo la cabeza:-No temo a nada -dijo-, Sybil me concce tan bien corno la conoz¬co

yo a ella.-¡Ah!, me siento un poco decep¬cionada de oírle a usted eso.

El de¬bido fundamento, para un buen ma-trimonio, es la mutua incompren¬sión. No, no soy nada cínica, nada más he adquirido ex-periencia que, sin embargo, viene a ser lo mismo. Míster Podgers, lord Arthur Saville se muere porque le lea usted la mano. No vaya usted a decirle que está comprometido con una de las muchachas más bellas de Lon-dres, porque ya eso se publicó en el Morning Post hace un mes.

-Querida lady Windermmere -di¬jo la marquesa de Jedburgh-, per¬mita que míster Podgers se quede otro rato más. Me acaba de decir que yo debería figurar en la escena y estoy tan interesada...

-Si le ha dicho eso, lady Jed¬burgh, me lo voy a llevar de aquí. Venga acá míster Podgers, y lea la mano de lord Arthur Saville.

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-Bueno -replicó lady Jedburgh, haciendo un pequeño moue 6 y le¬vantándose del sofá-, si no me de¬jan figurar en la escena, por lo me¬nos me dejarán formar parte del público.

5 Barrio cercano a Kensigton Park, donde residían las amigas galan-tes de los aristócratas londinenses.

6 Gesto despectivo que se hace con los labios.

-Claro; todos vamos a formar parte del público -dijo lady Win¬dermere-. Y ahora míster Podgers, no deje de decirnos algo agra-dable. Lord Arthur es uno de mis favori¬tos privilegiados.

Pero cuando míster Podgers vio la mano de lord Arthur, palideció notablemente, y no dijo nada. Un estremecimiento pasó por él, y sus es-pesas cejas se fruncían nerviosas, denotando aquella irritabilidad que se apoderaba de 61 cuando se sen¬tía perplejo. Entonces aparecieron unas gotas de sudor en su frente amarillenta, semejaban un rocío malsano, y sus gruesos dedos esta¬ban fríos y pegajosos.

A lord Arthur no escaparon estos síntomas de agitación y ansiedad, y por primera vez en su vida, sintió miedo. Su primer impulso fue el de escapar de aquel salón, pero se con¬tuvo. Era mejor conocer la verdad, aunque fuese lo peor, fuese lo que fuese, que quedar en una odiosa in-certidumbre.

-Estoy esperando, míster Pod¬gers -dijo.-Todos estamos esperando -ex¬clamó lady Windermere, con aque¬lla

manera brusca e impaciente que la caracterizaba. Pero el quiroman¬tico no contestó palabra.

-Creo que Arthur también de¬bería estar en la escena -dijo lady Jedburgh y claro, eso, después de su regaño, míster Podgers teme de¬círselo.

De pronto míster Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur, y le tomó la izquierda, inclinándose tanto para examinarla, que los aros dorados de sus lentes casi la toca¬ban. Por un instante su rostro pa-reció una blanca máscara de horror, pero en seguida recobró su sang¬froid,7 y mirando a lady Winder-mere, dijo con una sonrisa forzada:

7 Sangre fría.

-Es la mano de un joven encan¬tador.

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-¡Por supuesto que sí! -replicó lady Windermere-, ¿pero será tam¬bién un esposo encantador? Eso es lo que quiero saber.

-Todos los jóvenes encantado¬res, lo son -dijo míster Podgers. -Yo no creo que un esposo deba ser tan fascinante -murmuró lady

Jedburgh con aire pensativo-, es tan peligroso. . .-Criatura querida, nunca son tan fascinantes como para eso -contes¬tó

lady Windermere- pero lo que yo quiero saber son detalles. Los detalles son lo único que interesa. ¿Qué es lo que le va a pasar a lord Arthur?

-Bueno, en los próximas meses, lord Arthur va a hacer un viaje... -¡Oh por supuesto, su luna de miel!-Y va a perder a un familiar. -¡No a su hermana! ¿Verdad? -exclamó

lady Jedburgh, con tono de voz lastimero.-Desde luego que a su hermana no -contestó míster Podgers, con un

despreciativo gesto de la mano-; se trata de un familiar lejano.-Bien, pues yo estoy muy des¬ilusionada -añadió lady Winderme¬re-.

No tengo absolutamente nada que contarle a Sybil mañana. A nadie le importan los parientes leja¬nos hoy día. Ya hace años que pa-saron de moda. No obstante, creo que será mejor que tenga a mano un vestido de seda negra; siempre es útil para ir a la iglesia; usted sabe... Y ahora pasemos a cenar. De seguro que ya se habrán comido todo; pero quizá todavía encontre¬mos algo de sopa caliente. Frangois solía hacer una sopa excelente, pero ahora está tan ocupado con la po¬lítica, que ya no estoy segura de lo que hace. Ojalá que el general Bou¬langer se esté tranquilo. Duquesa, ¿no está usted cansada?

-Para nada, querida Gladys -contestó la duquesa, dirigiéndose hacia la puerta-. Me he divertido mu-chísimo, y el quiropodista,8 quie¬ro de-cir, el quiromántico, es extra¬ordinariamente interesante. Flora, ¿dónde estará mi abanico de carey?, ¿y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, sir Thomas, muy amable-. Y la importante dama por fin bajó las escaleras, no sin haber dejado caer dos veces su pomo de sales aro¬máticas.

Durante todo ese tiempo, lord Arthur Saville había permanecido en pie junto a la chimenea, con la misma sensación de temor y ron aquel malestar del que siente aproxi¬mársele algo malo. Sonrió con tris¬teza a su hermana que pasó a su lado tomada del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa en su vestido de brocado rosa y adornada con perlas. Casi no oyó a lady Win¬dermere cuando le llamó para que la siguiese. Pensaba en Sybil Mer¬ton, y la idea de que algo pudiese interferirse en su amor, hacía que las lágrimas nublasen sus ojos.

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Podría decirse, al mirarle, que Némesis había arrebatado a Pallas su es-cudo, y le había mostrado la cabeza de la Gorgona 9 Parecía pe¬trificado y su fisonomía triste seme¬jaba tallada en mármol. Hasta en-tonces vivió una existencia llena de lujo, con los detalles dei sibarita, tal como corres-pondía a un joven de su rango y fortuna; una vida per¬fecta por verse libre de preocupa¬ciones deprimentes, amparada por su hermosa y juve-nil insouciance; 10 y era ahora cuando se daba cuenta, por primera vez, del terrible miste¬rio del destino y el horrendo signi¬ficado del mismo.

¡Todo ello le parecía enloquece,¬dor y monstruoso! ¿Sería posible que en su mano se hallase escrito, en caracteres que él no podía des¬cifrar, al-gún pecado secreto, o el signo de algún crimen sangriento? ¿No existiría la fórmula para poder esta par a todo aquello? ¿No sería posible que fué-semos superiores a las piezas de ajedrez, movidas por un poder oculto? ¿Recipientes que el alfarero moldea a su gusto para que sean alabados o despreciados? Su razón se revelaba contra esto, y sin embargo, percibía que una tragedia estaba suspendida sobre su existencia, y que inopinada-mente ha¬bía sido destinado a sopor-tar una carga intolerable. ¡Los ac-tores tie¬nen tanta suerte! Pueden elegir en¬tre aparecer en una tragedia o un sainete, entre sufrir o ser felices, reír o derramar lágrimas. Pero en la vida real es muy distinto. La mayoría de los hombres y las mujeres se ven forzados a desempeñar papeles para los cuales no están capacitados. Nuestros Guildenstern 11 desempe¬ñan papeles de Hamlet, o nuestros Hamlet tienen que hacer bufonadas como el príncipe Hal. 12 El mundo es un escenario, pero el reparto de la obra está mal hecho.

De repente míster Podgers entró al salón. Cuando vio a lord Ar-thur se detuvo, y su rostro rudo y re-don¬do se hizo de un verde amarillen¬to. Los ojos de los dos hombres se encontraron, y por un momento per¬manecieron silenciosos.

-La duquesa ha olvidado uno de sus guantes aquí, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve -dijo por fin míster Podgers-. ¡Ah, ahí lo veo, en el sofá! Buenas noches.

-Míster Podgers, le pido que conteste inmediatamente a una pre¬gunta que deseo hacerle.

-Será en otra ocasión, lord Ar¬thur, pero la duquesa está impa¬ciente. Creo que debo retirarme.

-No se irá, la duquesa no tiene ninguna prisa.

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-A las damas no se las debe ha¬cer esperar, lord Arthur -contestó míster Podgers con su sonrisa des-agradable-. El bello sexo es dado a la impaciencia.

Los labios finamente cincelados de lord Arthur hicieron un petulante gesto de desprecio. La pobre duque¬sa le parecía no tener importancia en aquellos instantes. Cruzó el sa¬lón para acercarse al lugar donde mís-ter Podgers permanecía en pie, y extendió su mano.

-Dígame lo que ha visto ahí -dijo-. Dígame la verdad. Debo saberla. No soy un niño.

Los ojos de míster Podgers pesta¬ñearon tras sus lentes dorados, y descansaba, ya en un pie, ya en otro, con un aire perplejo, mientras sus dedos jugaban nerviosos con la des¬lumbrante cadena de su re-loj.

-¿Qué le induce a pensar que he visto algo especial en su mano, lord Arthur, que no sea lo que ya le he dicho?

-Sé que es así, e insisto en que me diga lo que es. Le pagaré. Le daré un cheque por cien libras.

Los ojos verdes brillaron por un momento, y después se tornaron sombríos.

-¿Guineas? -preguntó míster Podgers en voz baja.-Claro. Le enviaré un cheque mañana. ¿A qué club pertenece? -No

pertenezco a ninguno. Bue¬no, es decir, por el momento -y sa¬cando de la bolsa de su chaleco una cartulina con borde dorado, míster Podgers la entregó a lord Arthur, con una profunda inclinación. En ella se leía: “Mr. Septimus R. Pod-gers, Professional Chiromantist,1030 West Moon Street”.

-Mi horario es de diez a cuatro -murmuró míster Podgers, mecá¬nicamente- y hago rebajas cuando se trata de una familia.

-Dése prisa -contestó lord Ar¬thur, que se veía muy pálido, ex¬tendiendo su mano.

Míster Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y corriendo el pesado portière sobre la puer-ta, dijo:

-Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente. -Dése prisa, señor -replicó lord Art-hur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.

Míster Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una peque¬ña lente de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.

-Estoy listo -dijo.

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CAPITULO II

Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos des-orbitados por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamen¬te de Bentinck House, abriéndose paso a través de los grupos de co-cheros y lacayos, envueltos en sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas que rodeaban la plaza, par-padeaban sacudidos por el viento cortante; pero las manos de lord Arthur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego. Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un bo-rracho. Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendigo que salió inclina-do del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al darse cuenta de que existía una miseria ma-yor que la suya. Por un momento, al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus labios temblorosos.

¡Asesinato! eso es lo que el qui¬romántico había visto. ¡Asesinato! Parecía como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las calle¬jas parecían desbordar aquella acu¬sación que le gesticulaba desde los te-jados de las casas. Fue primero al parque, donde el sombrío boscaje le atraía. Se apoyó exhausto contra la verja, refrescando su frente con¬tra el metal húmedo, y escuchando el trémulo silencio de los árboles. ¡Ase-sino, asesino!, se repetía, como si dirigiéndose a sí mismo la acu¬sación, pudiese disminuir el horror del vocablo. El sonido de su propia voz le hacía estremecerse, y sin em¬bargo, deseaba que el eco le escu¬chase, y

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pudiese despertar a la ciu¬dad adormecida por sus sueños. Sen¬tía un loco deseo de detener al vian¬dante, y contarle todo.

Entonces cruzó hacia la calle Ox¬ford, y estuvo vagando por callejo¬nes estrechos y llenos de ignomi-nia. Dos mujeres con los ros-tros pinta¬dos se burlaron de él cuando pasó a su lado. De un patio sór-dido y oscuro llegaban los ruidos mezcla¬dos con juramentos y golpes, a los que seguían gritos estridentes amontonados, sobre los escalones húmedos de un zaguán, vio las for¬mas de cuerpos encorvadas, venci-dos por la miseria y la decrepitud. Un extraño sentimiento de piedad le sobrecogió. ¿Habrían sido aque¬llas criaturas del pecado y de la miseria predestinadas a semejante final, como él lo era ahora al suyo? ¿Eran ellos como él, sólo títeres den¬tro de un espectáculo monstruoso?

Y no obstante, no fue ese miste¬rio, sino la comedia del sufrimiento, lo que le hería más; su total inuti¬lidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente le parecía todo!

¡Qué ausencia total de armonía! Se encontraba estupefacto ante la discrepancia reinante entre el opti-mismo superficial del momento y los hechos reales de la existencia... El era aún demasiado joven.

Al poco rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La cal¬zada silenciosa semejaba una larga cinta de plata brillante, interrumpida aquí y allá por los arabescos de las sombras que se proyectaban me¬ciéndose sobre ella. A lo lejos se veía la curva dibujada por una hile¬ra de farolas cuyos mecheros de gas parpadeaban constantemente, y dete¬nido a la puerta de una casa rodea¬da por tapias, estaba un han-son,1 con su co-chero dormido dentro.

Apresuradamente atravesó en di¬rección a la Plaza Portland, miran¬do de vez en cuando a su alrededor, como temiendo que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban dos hombres leyen-do un pequeño aviso en una cartelera. Un descono¬cido impulso de curiosidad se apo¬deró de él, y se acercó al lugar. Al aproximarse, la palabra “Asesina¬to”, impresa en letras negras, se presentó a sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de un aviso ofre¬ciendo una recompensa por cual¬quier informe que faci-litase la aprehensión de un hombre de me¬diana estatura, entre treinta y cua¬renta años, que llevaba un sombre¬ro flexible, chaqueta negra, pantalón a cuadros, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repe¬tidas veces, y se preguntaba si al fin aprehenderían al malhe-chor,

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y también se sintió perplejo por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el momen¬to en que su propio nombre se viese aparecer sobre las paredes de Lon¬dres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.

No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma impreci¬sa, haber estado vagando a través de un laberinto de casas sórdidas. Y ya era un amanecer radiante cuan¬do se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras caminaba lenta¬mente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros, con blusones blancos, sus alegres rostros tos-tados por el sol, sus hir¬sutos y rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y su¬jetándose a sus crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiqui¬llo mofletudo, que lucía en su som¬brero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo vocingle-ro, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado de una flor maravi¬llosa. Lord Arthur se sintió profun¬damente conmovido sin poder expli¬cárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le cau¬saba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus vo¬ces broncas, llenas de buen humor, y sus movimien-tos reposados, ¡qué distinta debían ver a esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado noc¬turno y del humo del día, una ciu¬dad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyec-ción, del impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre ho¬rrorosa, de todo lo que se hace y se aniquila de la mañana a la noche. Es posible que para ellos sólo repre¬sentase un mercado donde traían a vender sus frutos, donde permane¬cían, cuando mucho, unas horas, abandonando las calles toda-vía si¬lenciosas, y las casas aún dormidas.

Sintió cierto placer al verles pa¬sar. En su rudeza, con sus zapato¬nes claveteados y sus maneras tor¬pes, conllevaban en sí algo de la an¬tigua Arcadia. Los sentía cerca de la Naturaleza, y que ella les había en-señado a vivir en paz. Les envidiaba por todo lo que desconocían e igno¬raban. Cuando llegó a la Plaza Bel¬grave, el cielo tenía un pálido tinte azul, y los pájaros comenzaban a gorjear en los jardines.

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El crimen de lord Arthur Saville

CAPITULO III

Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba en su habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue a mirar por el ven¬tanal. Una neblina de calor flo-taba sobre la ciudad y los tejados de las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que el aire agitaba en la plaza, los niños co-rreteaban y se perseguían como mariposas blancas, y las ace¬ras se veían llenas de gente dirigi¿n¬dose hacia el parque. Nunca le ha¬bía parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente al mal, tan re¬moto.

Poco después su criado entró tra¬yéndole en una bandeja una taza de chocolate. Después de beberla, des¬corrió un pesado portiére 1, de felpa color durazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a través de unas delgadas lose¬tas de ónix transparente, y el agua en la bañera de mármol tenía los reflejos del ágata lunar.

Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría llegaba a su cuello y a los cabellos, -zam¬bulló completamente la cabeza bajo el agua, como queriendo borrar la mancha de algún recuerdo humi¬llante. Al salir del baño se sentía casi en paz y sereno. La deliciosa sensación físi-ca de aquel mo-mento le dominaba por completo, como ocurre frecuen-temente en las natu¬ralezas finamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, pueden purificar o destruir.

Terminado el desayuno, se exten¬dió sobre un diván y encendió un cigarrillo. En la repisa de la chi-me¬nea, revestida de un fino brocado antiguo, descansaba una gran foto¬grafía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La cabeza pequeña, de

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forma preciosa, se inclinaba hacia un lado, como si su delicado cuello, a manera de un tierno junco, no pudiese soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligera¬mente entreabiertos, y parecían es¬tar hechos para cantar las más dul¬ces melodías; y toda la tierna pure¬za de la juventud se asomaba mara¬villada en sus ojos soñadores. Con su suave vestido de crépe de Chine ysu abanico en forma de una gran hoja, evo-caba una de esas delica¬das figurillas que el hombre ha en¬contrado en los bosques de olivas cerca de Tanagra; y había algo de la gracia griega en su gesto y su actitud. Sin embargo, ella no era tan petite,2 estaba perfecta-mente proporcionada -cosa rara en una época en que tantas mujeres, o so¬brepasan las proporciones naturales o son insignificantes.

Ahora, al mirarla, lord Arthur sin¬tió que le invadía esa lástima que nace del amor. Se daba cuenta de que casarse con ella, teniendo la ame-naza del crimen sobre su cabeza, sería una traición como la de Judas, un pecado más terrible que cual¬quiera de los cometidos por los Bor¬gia. ¿Qué clase de felicidad podría existir para ellos, cuando en cual¬quier momento él iba a verse impe¬lido a cumplir la horrorosa profecía escri-ta en su mano? ¿Qué clase de vida iba a ser la suya, mientras el destino sostuviera su suerte angus¬tiosa en su balanza? El matrimonio debería posponerse, costase lo que costase. Se sentía completamente resuelto a hacerlo así. Aunque ama¬se ardientemente a esta muchacha, y el simple roce de sus dedos cuan¬do estaban sentados uno junto al otro, le cau-saba una exquisita sen¬sación de placer. Reconocía, no obs¬tante, con toda claridad, cuál era su deber y se daba perfecta cuenta de que no tenía derecho a casarse, mientras no hubiese cometido el ase¬sinato.

Una vez realizado esto, se presen¬taría ante el altar con Sybil Mer-ton, para poner su vida entre sus manos ya libre del terror de ir a co-meter una mala acción. Entonces podría tomarla en sus brazos con la seguri¬dad de que ella nunca iba a aver¬gonzarse de él. Pero primero, la rea¬lización de aquello era impe-riosa; y mientras más pronto, mejor para ambos.

Muchos hombres en su situación hubieran optado por el sendero flo¬rido del goce, que subir los abrup¬tos caminos del deber. Pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de los principios. En su amor había algo más que una simple pasión, y Sy-bil simbolizaba para él todo lo que es bueno y noble. Al pronto sintió una repugnancia natural con¬tra aquello para lo cual el destino lo había

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señalado, pero al poco tiem¬po esa sensación había desapareci¬do. Su corazón le decía que no se trataba de un pecado, sino de un sacrificio; su mente le recordaba que no le quedaba abierto otro ca¬mino. Tenía que escoger, entre vivir para sí mismo o vivir para los de¬más, y aunque para é1 la tarda a realizar fuese terrible, sabía, sin em¬bargo, que no le era dado permitir que el egoísmo triunfase sobre el amor. Tarde o temprano todos esta¬mos llamados a resolver entre lo que se debe, o lo que con-viene ha¬cer. Para lord Arthur, ese momento llegó temprano a su vida, antes de que su ser hubiese sido deformado por el cinismo calculador de la edad madura, o su corazón corroído por el superficial egoísmo tan de moda en nuestros días, y no se sentía titu¬bear’ante el cumplimiento de su de¬ber. Tam-bién por fortuna, para él, su carácter no era el de, un soñador, o un ocioso diletante. Si hubiese sido así, habría dudado como Ham¬let, y dejado que la falta de reso¬lución echase a perder sus propósi¬tos. Pero él era esencialmente práo¬tico. La vida, a su juicio, significaba acción, más que reflexión. Poseía aquello que es lo más raro; el sen¬tido común.

Las sensaciones de cruel angustia pasadas la noche anterior, ya habían desaparecido por completo, y era casi con un sentimiento de vergüen¬za que recordaba aquel vagar por las calles, y la ansiedad emo-cional que le tuvo atenazado. La misma sinceridad de su sufrimiento hizo que todo le pareciese ahora irreal. Se preguntaba cómo pudo haber sido tan tonto de disparatar y sen¬tirse tan fuera de sí por lo que era inevitable. Lo único que todavía le perturbaba era el ignorar quién iba a desaparecer, y no era tan ingenuo como para no saber que el crimen, al igual que las religiones del mun¬do pagano, exigen una víctima y un sacerdote para el sacrificio. £1, pues¬to que no era un genio, no tenía enemigos, y además se daba cuen¬ta de que éste no era el momento para satisfacer un rencor o una an¬tipatía, ya que la misión en que es¬taba comprometido era de una gran¬de y profunda solemnidad. Así pues, formó una lista con los nombres de sus amigos y parientes, en la hoja de un cuaderno de apun-tes, y ha¬biéndola examinado detenidamente, decidió en favor de lady Clementi¬na Beauchamp, una anciana encan¬tadora que vivía en la calle Curzon, prima segunda por parte de su ma¬dre. Siempre tuvo un gran afecto hacia lady Clem, como la llamaban todos; además él, por su parte, era muy rico, pues al llegar a su mayo¬ría de edad, entró en posesión de la fortuna heredada de lord Rugby, y teniendo esto en cuenta, a nadie le sería posible imaginar que él iba a obtener por la muerte de ella algu¬na

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vulgar ventaja pecuniaria. En verdad, mientras más lo pensaba, más le parecía ser la persona indi¬cada. Su conciencia le estaba dicien¬do que cualquier demora significaba una injusticia hacia Sybil. Entonces se deci-dió a arreglarlo todo en se-guida.

Lo primero que debía hacer era, por supuesto, saldar cuentas con el quiromántico. Inmediatamente se sentó frente a un pequeño escrito¬rio estilo Sharaton que estaba junto al ventanal, y extendió un cheque por ciento cinco libras, pagadero a la orden de míster Septimus Pod¬gers, y poniéndolo dentro de un so-bre ordenó a su sirviente que lo llevase a la calle West Moon. En¬tonces telefoneó a sus cocheras para que le enganchasen el hansom, y se vistió para salir. Al abandonar la habitación se volvió a mirar la foto¬grafía de Sybil Merton y juró, pa¬sase lo que pasase, que nunca le de¬jaría saber lo que hacía por su bien, sino que mantendría siempre en su corazón el secreto de su sacrificio.

Camino al club Buckingham, se detuvo en una florería, y le envió a Sybil, una cestilla con preciosos nar¬cisos de pétalos blancos . y pis-tilos que parecían ojos de faisán. Al lle¬gar al club, se dirigió en se-guida a la biblioteca y tocando el timbre, pidió al mozo que le trajese una li¬monada y un libro sobre toxicolo¬gía. Había llegado a la con-clusión de que era la mejor forma de llevar a cabo aquel enojoso asunto. Cual¬quier otra forma en que entrase la violencia personal le resultaba de pésimo gusto; además, le importaba sobremanera no matar a lady Cle-mentina en forma que pudiese atraer la atención pública. Le horrorizaba la idea de convertirse en la princi¬pal atracción de las reuniones de lady Windermere, o ver figurar su nombre en las columnas de socie¬dad, de cualquier periódico vulgar. También debía pen-sar en el padre la madre de Sybil, que eran gente astante anticuada, y quizá podrían poner obje-ciones al matrimonio si hubiese alguna sombra de escándalo sobre él, aunque se sentía seguro de que si les con-taba todas las circuns¬tancias del asunto, serían los prime¬ros en darse cuenta de los motivos que le ha-bían impulsado a hacerlo. Le asistía toda la razón para deci¬dirse por el veneno. Era lo más se¬guro y lo más cauto, se realizaba en silencio, y se llevaba a cabo sin necesidad de escenas penosas, a las que, como la mayoría de los ingle¬ses, oponía profundos, grandes re¬paros.

De la ciencia de los venenos, sin embargo, no conocía absolutamente nada, y como le pareció que al mozo no le era posible encontrar nada sobre este asunto en la biblioteca, más allá de la Guía Ruff, y la re¬vista Baily, comenzó a buscar por sí mismo en los anaqueles, y por fin dio

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con una edición de la Pharma¬copaeia, lujosamente encuadernada, y un ejemplar de la Toxicología de Erskine, editada por sir Mathew Reid, que era presidente del Colegio Real de Medicina, y uno de los más antiguos socios del club Buc¬kingham, y que había sido elegido, por equivoca-ción, en lugar de otro individuo; un contre-temps 3 que en¬fureció de tal manera al Comité, que cuando se presentó el verdadero propietario a ocupar su lugar, fue puesto en la lista negra por unani¬midad. Lord Arthur se sentía un poco confuso por los términos téc¬nicos que apare-cían en los dos li¬bros, y comenzó a lamentar el no haber puesto mayor atención en el estudio de sus clásicos en Oxford, cuando en el segundo tomo de Ers¬kine se encontró con una muy in¬teresante y completa descripción so¬bre las propiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció que era exactamente la clase de veneno que necesitaba. Era rápido, sin lugar a dudas, casi in¬mediato en sus efectos; no produ¬cía dolor, y cuando se ingería en forma de una cápsula de gelatina, lo más recomendado por sir Ma¬thew, no tenía nada de sabor des¬agradable. Desde luego anotó en el puño de su camisa la cantidad que era necesaria para una dosis fatal, y volviendo a dejar los libros en su sitio, abandonó el club dirigiéndose hacia arriba de la calle St. James, al estable-cimiento de Pestle y Hum¬bey, los famosos químicos. Míster Pestle, que siempre atendía perso-nalmente a la aristocracia, se mos¬tró bastante sorprendido ante su cliente, y con una actitud muy cor¬tés y deferente, murmuró algo acer¬ca de la necesidad de presentar una re-ceta médica. No obstante, cuan¬do lord Arthur le explicó que lo que solicitaba era para ser usado en un gran mastín noruego del que tenía que deshacerse porque presentaba ciertas manifestaciones de rabia y que ya había mordido dos veces a su cochero en la pantorrilla, se mostró completamente satisfecho, y felicitó a lord Arthur por sus maravillosos conocimientos en materia de toxi¬cología.

Lord Arthur guardó la cápsula en una bonita bonbonnière de plata que había visto en el escaparate de una tienda en Bond Street, dese¬chando así la fea caja para píldoras del establecimiento Pestle y Hum-bey, y se dirigió en seguida a la casa de lady Clementina.

-Bien, Monsieur le mauvais su¬jet 4 -exclamó la anciana señora cuando le vio entrar al salón-. ¿Por qué no me has venido a ver en tanto tiempo?

-Mi querida lady Clem, ya no me queda tiempo para nada -con¬testó lord Arthur sonriendo. -¿Tendré que creer, que tú an¬das todo el día

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con miss Sybil Mer¬ton comprando chiffons 5 y hablan¬do tonterías? No acabo de entender por qué la gente le da tanta im¬portancia a eso de casarse. En mi tiempo nunca soñamos con tanto parloteo y tanto estarse arrullando en público, ni aun siquiera en pri¬vado.

-Le aseguro que no he visto a Sybil hace veinticuatro horas, lady Clem. Por lo que sé, creo que está ahora por completo en manos de sus sombrereras.

-Y por supuesto, ésa es la única razón por la cual has venido a ver a una mujer vieja y fea como yo. Me pregunto cómo es posible que voso-tros los hombres no toméis nota. On a fait des folies pour moi,6 y aquí estoy, un pobre ser reumáti¬co, con una fachada falsa y con mal genio. Que si no fuese por la que¬rida lady Jansen, que me envía te¬das las peores novelas francesas que caen en sus manos, no creo que po¬dría pasar el día. Los doctores no sirven para nada, excepto para sa¬carnos sus honorarios. Ni siquiera pueden aliviarme el ardor de estó¬mago.

-Aquí le traigo un remedio que la curará de eso, lady Clem -dijo lord Arthur, muy serio-, es algo ex-traordinario, inventado por un america-no.

-Creo no gustar de los inventos americanos, Arthur. Estoy segura. He leído algunas novelas america-nas últimamente, y eran bastante dis-paratadas.

-¡Ah, pero esto no es dispara¬tado en lo más mínimo, lady Clem! Le aseguro que es un remedio per-fecto. Debe prometer que lo va a probar -y lord Arthur sacó de su bolsillo la pequeña caja, y se la en-tregó.

-Bueno, la cajita es encantadora, Arthur. ¿De veras me la obse-quias?, eres muy amable. ¿Y es ésta la me¬dicina maravillosa? Parece un bon¬bon. Me la tomaré ahora mismo.

-¡Cielo santo! ¡Lady Clem! -gri¬tó lord Arthur deteniéndole la ma¬no-, no debe hacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendo ese ardor de estómago, le puede hacer un daño te-rrible. Espere a tener un nuevo ataque, y entonces lo toma. Se que¬dará sorprendida por los rápidos resultados.

-Me gustaría tomarlo ahora, replicó lady Clementina, soste¬niendo contra la luz la pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante de aconitina-. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a los doctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mi pró-xima crisis.

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-¿Y cuándo cree usted tenerla? -preguntó ansiosamente lord Ar¬thur-. ¿Será pronto?

-Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muy mal. Pero una nunca sabe...

-¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque an¬tes del fin de mes, lady Clem?

-Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Arthur! De veras, Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, por-que esta noche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comen¬ta los escándalos ni las novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostum-brada ahora, no podré man¬tenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, y muchas gracias por esa me¬dicina americana.

-¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? -dijo lord Arthur levan-tándose de su asiento.

-Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te es¬cribiré para decirte si quiero más.

Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensación de inmenso alivio.

Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto se había visto envuelto en una situación terriblemente di¬fícil, y de la cual ni el honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría que pos¬ponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicados compromisos, pues no era un hom¬bre libre. Le imploró que tuviese confianza en él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero la paciencia era necesaria.

La escena tuvo lugar en el inver¬nadero de la casa de míster Merton, situada en Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybil nunca había pare¬cido ser más feliz, y por un mo-men¬to lord Arthur se sintió tentado de portarse como un cobarde, y escri¬bir a lady Clementina que le devol¬viera la píldora, y dejar que el ma¬trimonio se realizase, como si en el mundo no existiese el tal mís-ter Pod¬gers. Sin embargo, su buen juicio se impuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos. Aquella belleza que es¬tremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia. Pensó que des¬trozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses de pla¬cer, sería una mala acción.

Permaneció con Sybil hasta cer¬ca de la medianoche, consolán-

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dola y consolándose él al mismo tiem-po. Muy temprano, a la maña-na siguien¬te, salió rumbo a Venecia, después de haber escrito, en for-ma varonil, una carta muy caballerosa a míster Merton, explicándole el aplazamien¬to necesario de su ma-trimonio.

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CAPITULO IV

En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acaba¬ba de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos sema-nas deliciosas. En las maña¬nas paseaban por el Lido, o se des¬lizaban en su larga góndola negra, sobre los verdes canales; en las tar¬des reci-bían a sus visitas en el yate; y en las noches cenaban en Florian 1 y fuma-ban incontables cigarrillos en la Piazza 2 No obstante, lord Àr¬thur no se sentía feliz. Todos los días leía atentamente la columna de defunciones en el Times, espe¬rando encontrar la noticia de la muerte de lady Clem, pero también todos los días quedaba desilu-siona¬do. Empezó a temer que algún con¬tratiempo le hubiese sobrevenido, y con frecuencia la-mentaba el haberla disuadido de tomarse la aconitina en aquel momento en que se mostró tan decidida a probar sus efectos. Además, las cartas de Sybil, aunque llenas de expresiones de amor, de confianza y ternura, con frecuencia tenían un tono triste y a veces pen¬saba que se había separa-do ya de ella para siempre.

Al término de dos semanas, lord Surbiton se cansó de Venecia, y de¬cidió seguir la costa bajando ha-cia Rávena, pues había oído decir que abundaba la cacería de volátiles en Pinetum. Al pronto lord Art-hur se negó rotundamente a acompañarle, pero Surbiton, a quien estimaba pro¬fundamente, por fin le persuadió di¬ciéndole que si se quedaba en Da¬nielli 3 solo, iba a caer muerto de tedio, y en la mañana del 15 comen¬zaron a navegar con un fuerte vien¬to que soplaba del noroeste y un mar bastante picado. La travesía fue excelente, y la vida en cubierta y al aire libre, hizo volver los colo¬res a las mejillas de lord Arthur, pero

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ya cerca del día 22 comenzó a sentir ansiedad por no saber nada de lady Clementina, y a pesar de las objeciones que le hizo Surbiton, re¬gresó a Venecia por tren.

Así lo describía el escritor español Pedro A. de Alarcón: “El Café Florian tiene renombre europeo, por lo lindo, artís¬tico y lujoso. Más que un café, parece el tocador de una reina, adornado en estilo medio Médicis, medio Luis XIV. Sus muchas y pequeñísimas estancias se hallan decoradas con tanto lujo como primor. Las paredes están pin¬tadas al fresco, con cristales encima. Estatuitas doradas a fuego sostienen lu¬ces de gas en lámparas pompeyanas. Las mesas son de mármol de Carrara y descansan en preciosas columnitas bizantinas... En suma: el célebre Café Florian (que nunca se ha cerrado de noche desde los tiempos de la seño-ría, de las mascaradas, etc.), es digno de la Plaza de San Marcos, como la Plaza de San Marcos merece su destino de sala principal de Venecia.” De Madrid a Nápoles, 3” ed., I, Madrid, 1886, pp. 367-368.

Al salir de la góndola para poner pie sobre los escalones del hotel, el propietario salió a recibirle con un montón de telegramas. Lord Ar-thur casi los arrebató de su mano, abrién¬dolos precipitadamente. Todo había sucedido con éxito completo. ¡Lady Clementina había muerto de repente en la noche del día 17!

Su primer pensamiento fue para Sybil, y en seguida le puso un tele¬grama, anunciándole su regreso in¬mediato a Londres. Enton-ces le or¬denó a su ayuda de cámara que hi¬ciese su equipaje para te-nerlo listo y salir en el correo de la noche, se arregló con sus gondo-leros pagán¬doles el triple de la tarifa acostum¬brada, y subió a sus habitaciones con paso ligero y un corazón ale¬gre. Allí encontró tres cartas es¬perándole. Una era de la misma Sybil, llena de comprensión afectuo¬sa y dándole el pésame. Las otras eran de su madre, y del aboga-do de lady Clementina. Según parecía, la anciana señora cenó con la du-quesa aquella misma noche, tuvo seduci¬dos a todos por sus ocurrencias y su esprit, pero se había reti-rado a su casa, algo temprano, quejándose de ardor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su cama, aparentemente sin haber sufrido algún dolor. En seguida se había mandado llamar a sir Ma¬thew Reid, pero, por supuesto, ya no había nada que hacer, e iba a ser sepultada el día 22 en Beau¬champ Chalcote. Unos días antes de morir hizo su testamento, dejándole a lord Arthur. su pequeña casa de la calle Curzon, y todo su mobilia¬rio, sus

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objetos personales y los cuadros, excepto su colección de miniaturas, que deberían pasar a po¬der de su hermana, lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que había sido dedicado a Sybil Merton. El inmueble no valía gran cosa; pero míster Mansfield, el abo¬gado, manifestaba un deseo extremo de que lord Arthur regresase, a ser posible, en seguida, pues había que liquidar muchas cuentas, y lady Cle¬mentina nunca había llevado su con-tabilidad en forma ordenada.

Lord Arthur se sintió muy con movido al ver cómo lady Clemen¬tina lo había recordado tan bonda-dosamente, y comprendía que míster Pod-gers era responsable por todo aquello. No obstante su amor por Sybil, domaba sobre cualquiera otra emoción, y el sentirse conscien¬te de que había cumplido con su deber, le daba paz y le prestaba valor. Cuando llegó a Charing Cross,4 se sentía perfectamente feliz.

Los Merton le recibieron con gran amabilidad. Sybil le hizo prometer que ya nunca permitiría que algo se interpusiese entre ellos, y la boda se fijó para el 7 de junio. De nuevo le pareció la vida lumino-sa y bella, y su acostumbrado buen humor vol¬vió a él.

Un día, sin embargo, mientras se encontraba en la casa de la calle Curzon, acompañado por el aboga-do de lady Clementina, y de Sybil, quemando paquetes de cartas borro¬sas y vaciando cajones donde se fue¬ron guardando cachivaches viejos y otras bagatelas, de pronto la joven lanzó una exclamación alegre.

-¿Qué has encontrado, Sybil? -dijo lord Arthur levantando la vista de su tarea y sonriendo.

-Esta encantadora bonbonnière,5 de plata, Arthur. ¿No es rara? Pa¬rece holandesa. ¡Dámela! Sé que las amatistas no me favorecerán sino cuando haya pasado de los ochenta.

Era la caja que había contenido la cápsula de aconitina.Lord Arthur se estremeció, y un ligero rubor cubrió sus mejillas.Casi se había olvidado de lo que había hecho, y le pareció una

extra¬ña coincidencia que Sybil, por cuyo bien tuvo que pasar todas aque¬llas terribles ansiedades, hubiese sido la primera en traérselas a la memoria.

-Por supuesto que puedes que¬dártela. Yo se la regalé a lady Clem. -¡Oh!, gracias Arthur; ¿y puedo también quedarme con el bombón?

No sabía que a lady Clementina le gustasen los dulces. Creía que era demasiado intelectual.

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Lord Arthur se puso intensamen¬te pálido, y una idea horrible cruzó por su mente.

-¿Bombón, Sybil? ¿Qué dices? -murmuró en voz baja y ronca. -Hay uno dentro; es todo. Pa¬rece viejo, está cubierto de polvo y

no me da la más mínima gana de comerlo. ¿Qué te pasa, Arthur? ¡Qué pálido estás!

La conmoción de aquel descubri¬miento superaba sus fuerzas, y ti¬rando la cápsula al fuego, se dejó caer en el sofá con un sollozo de desesperación.

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CAPITULO V

Míster Merton se mostraba muy contrariado con este segundo apla¬zamiento del matrimonio, y lady Ju¬lia, que ya había encargado su ves¬tido para la boda, hizo todo lo po¬sible para que Sybil rompiese su compromiso. Pero aunque Sybil amaba profundamente a su madre, había entregado su vida en manos de lord Arthur, y nada de lo que lady Julia pudiese decir iba a hacer vacilar su fe hacia él. En cuanto a lord Arthur, fueron muchos los días que necesitó para reponerse de aque¬lla terrible decepción, y por algún tiempo tuvo los nervios deshechos. Sin embar-go, su excelente sentido común pronto se impuso, y su men¬te sana y práctica no le dejó titu¬bear por mucho tiempo acerca de lo que debería hacer. Ya que el ve¬neno había sido un completo fra¬caso, la dinamita, o cualquier otra forma de explosivo, era lo que de¬bería probar.

En consecuencia, volvió a exami¬nar la lista de amigos y parientes y, después de un cuidadoso exa-men, y de considerar detenidamente cada caso, llegó a la conclusión de volar a su tío, el deán de Chi-chester. Hom-bre de gran cultura y saber, te¬nía una gran afición por los relojes, y era dueño de una magnífica colec¬ción de esos contadores del tiempo, desde los más raros fabricados en el siglo xv, hasta los de nuestros días, y esto le pareció una excelente co¬yuntura para llevar a cabo su plan. El dónde con-seguir la máquina in¬fernal, ya era otra cosa. La Guía de Londres no le proporcionó nin¬guna información al respecto, y comprendía que de nada le iba a ser útil acudir a Scotland Yard en aquel sentido, pues parece que igno¬raban todo lo concerniente a las actividades de los dinamiteros hasta que no ocurría una explosión, y aún así permanecían más o menos

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en la misma ignorancia.De repente se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven raso, de

gran¬des tendencias revolucionarias, y a quien había conocido en casa de lady Windermere durante el invier¬no. Según parece, el conde Rouva-loff se dedicaba a escribir una vida de Pedro el Grande, y había venido a Inglaterra con el fin de estudiar los documentos relacionados con la residencia del zar en aquel país, como carpintero de ribera; pero exis¬tía la sospecha, muy generalizada, de que se trataba de un agente nihi¬lista, e indudablemente la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que ése era el hombre que necesitaba para llevar a cabo sus propósitos, y una maîkana se dirigió a su alojamien-to en Bloomsbury, para pedirle consejo y ayuda.

-¿Así es que usted está tomando en serio la política? -contestó el conde Rouvaloff, al terminar lord Arthur de explicarle el objeto de su visita.

Pero lord Arthur, que detestaba las baladronadas de cualquier cla¬se que fuesen, se sintió obligado a declarar que en él no existía el me¬nor interés por las cuestiones socia¬les, y que simplemente deseaba un apa-rato explosivo para un asunto privado y familar, en el cual nadie estaba implicado más que él.

El conde Rouvaloff le miró por unos instantes con asombro y, en¬tonces, viendo que la cosa iba en serio, escribió una dirección en un trozo de papel, puso sus iniciales, y se lo alargó por encima de la mesa.

-Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esta dirección, que¬rido amigo.

-Pues no la obtendrán -dijo lord Arthur riendo-, y después de estre-char efusivamente la mano del jo-ven ruso, bajó de prisa las escale¬ras leyendo lo escrito en el papel e indicando al cochero que se diri¬ese a la Plaza Soho. Al llegar allí o despidió y se fue caminando por la calle Greek, hasta llegar a una pla-zoleta llamada Bayle Court. Al pasar bajo la arcada se encontró en una especie de cul-de-sac,1 que apa-rentaba estar ocupado por una la¬vandería francesa, pues de casa a casa, una verdadera red de cuerdas cargadas de ropa blanca se mecía, en el aire matinal. Fue caminando hasta el final del callejón, tocando en la puerta de una pequeña vivienda pin¬tada de verde. Después de esperar un rato, durante el cual cada una de las ventanas se convertía en una masa infor-me de caras curiosas, la puerta le fue franqueada por un individuo de aire ordinario y extran¬jero, que en mal inglés le preguntó qué era lo que se

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le ofrecía. Lord Arthur le hizo entrega del papel que el conde Rouvaloff le había dado, y el hombre, al terminar de exami¬narlo, haciendo una reverencia, le introdujo a un cuarto del primer piso, destartalado y triste. Poco des¬pués Herr Winckelkopf, como se le llamaba en Inglaterra, entró apresu¬rado, con una servilleta al cuello, llena de manchas de vino, y un te¬nedor en la mano izquierda.

-El conde Rouvaloff me ha en¬tregado para usted estas líneas de presentación -dijo lord Arthur in-clinándose-. Y tengo gran interés en entrevistarme con usted para un negocio. Mi nombre es Smith, mís¬ter Robert Smith, y quisiera que me vendiese un reloj de dinamita.

-Encantado de conocerle, lord Arthur -dijo el genial hombrecillo ale-mán, riendo-. No se alarme us-ted, es mi obligación el conocer a todo el mundo, y recuerdo haberle visto una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Gracia se encuentre bien. ¿No le importa sentarse conmi-go mientras ter-mino de desayunar? Hay un excelente pâté, y mis amigos son tan amables que dicen que mi vino del Rhin es mejor que cualquiera de los que be¬ben en la embajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur se hubiese repuesto de su sorpresa por haber sido reconocido, se encontró sentado en la estancia del fondo, be¬biendo el más delicioso Marcobru¬ner, escanciado de un botellón don¬de se destacaba el monograma im¬perial; y hablando de la manera más amistosa con el famoso conspirador.

-Los relojes de dinamita -dijo Herr Winckelkopf- no son un buen ar-tículo de exportación extranjera, ya que aun suponiendo que haya suerte en pasar las aduanas, el ser¬vicio de ferrocarriles es tan irregular, que por lo general explotan antes de llegar a su destino. Pero, sin embargo, si usted lo que desea es para taso doméstico, le puedo pro¬porcionar un excelente artículo, y garantizarle que los resultados ha-brán de satisfa-cerle. Pero, ¿puedo preguntarle para quién es? Si es para la policía o para alguien rela-cionado con Scotland Yard,2 me temo que no voy a poder ayudarle. Los detectives ingleses son nues-tros me¬jores amigos, y siem-pre he llegado a la concusión de que tomando en cuenta su estupidez, siempre pode¬mos hacer lo que queramos. No po¬dría prescindir de ninguno de ellos.

-Le aseguro -dijo lord Ar¬thur- que el asunto no tiene nada que ver con la policía. La verdad es que. el reloj está destinado al deán de Chi-chester.

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-¡Vaya, vaya!, nunca pude ima¬ginar que fuese usted tan exaltado en cuestiones religiosas. Hoy día pocos jóvenes se ocupan de eso.

-Creo que usted me sobreesti¬ma, Herr Winckelkopf -replicó lord Arthur sonrojándose- y en verdad no sé nada de teología.

-Entonces, ¿se trata de un asun¬to personal?-Puramente personal.Herr Winckelkopf se encogió de hombros, y abandonando la

habi¬tación, regresó al cabo de unos mi-nutos, trayendo un cartucho de di¬namita, más o menos del tamaño de un centavo, en diámetro; y un pequeño reloj francés, muy bonito, rematado por una figura de la Li¬bertad, pisoteando a la hidra del Despotismo.

La cara de lord Arthur se animó al verlo.-¡Es justamente lo que quiero! -exclamó- y ahora dígame cómo se le

hace funcionar.-¡Ah!, ése es mi secreto -dijo Herr Winckelkopf, contemplando su

invento con una mirada de orgu¬llo muy justificado-; dígame cuan¬do quiere que explote, y yo ajustaré el mecanismo para el momento exacto.

-Bueno..., hoy es martes, y si lo pudiese enviar en seguida... -Eso no va a ser posible; tengo entre manos una gran cantidad de tra-

bajos importantes para algunos amigos míos en Moscú. Sin embar¬go, puedo enviárselo mañana.

-Está bien, habrá bastante tiem¬po -respondió lord Arthur cortés¬mente- si lo envía mañana en la no-che, o el jueves por la ma-ñana. Para el momento de la explosión... digamos, el viernes a mediodía exac¬tamente. El deán siempre se encuen¬tra en casa a esa hora.

-Viernes, a mediodía -repitió Herr Winckelkopf, y se puso a es¬cribir una nota en un gran libro de re-gistros, que estaba sobre un es¬critorio, cerca de la chimenea.

-Y ahora -añadió lord Arthur levantándose de su asiento- le su¬plico que me diga cuánto son sus h onorarios.

-Se trata de algo tan sin impor¬tancia, lord Arthur, que sólo le co-brar„ el costo de cada uno de los elementos: la dinamita vale siete che-lines con seis peniques; la ma¬quinaria de relojería tres libras, y el porte unos cinco chelines. Me com¬place muchísimo servir a cualquier amigo del conde Rouvaloff.

-Pero, ¿y la molestia que usted se ha tomado, Herr Winckelkopf? -¡Oh, eso no es nada!, me da mucho gusto. Yo no trabajo por di¬nero;

yo vivo por completo para mi arte.

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Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al alemán por su amabilidad, y habiendo lo¬grado declinar una invitación para conocer a algunos anarquistas en un té-me-rienda al siguiente sábado, abandonó la casa y se dirigió al parque.

Durante los dos días siguientes se sentía en un estado de agita-ción terrible y el viernes, a las doce, fue al Buckingham para esperar noti¬cias. Durante toda la tarde, el estó¬lido ujier se la pasó entregan-do te¬legramas de varias partes del país, dando los resultados de las carre¬ras, informando sobre fallos de di-vorcios, el estado del tiempo y asun¬tos por el estilo, mientras la cinta telegráfica proporcionaba de-talles te¬diosos acerca de la sesión nocturna de la Cámara de los Co-munes, y de un pánico pasajero, registrado en la Bolsa de Valores. A las cuatro de la tarde, llegaron los periódicos de la noche, y lord Arthur desa-pa¬reció en la biblioteca, llevando con¬sigo el Pall Mall, St. James Gazette, el Globe, y el Echo, provo-cando la indignación del coronel Goodchild, que deseaba leer los reportazgos so¬bre un discurso que él había pro¬nunciado durante la mañana en la Mansion House, sobre el asunto de las misiones en África del sur, y la conveniencia de contar con obispos negros en cada una de las provin¬cias, pues por alguna descono-cida razón, no se fiaba del Evetúng News. Ninguno de los periódicos, sin em¬bargo, hacía men-ción, o daba algu¬na noticia referente a Chiches-ter, y lord Arthur presentía que el aten¬tado seguramente había sido un fra¬caso. Esto resultaba para él un gol¬pe terrible, y sus nervios estaban tensos. Herr Winckelkopf, a quien fue a visitar al día siguiente, se vol¬có en mil excusas rebuscadas, y se ofreció a conseguirle otro reloj gra¬tis, o una caja de bombas de nitro¬glicerina al precio de costo. Pero ya había perdido la fe en los explo¬sivos, y el mismo Herr Winckel¬kopf reco-noció que todo estaba tan adultera-do, hoy día, que hasta la dinamita era raro encontrarla pura. El alemancillo, no obstante, aun admitien-do que algo marchó mal en el mecanismo, todavía guardaba es¬peranzas de que el reloj explotaría, y citó el caso de un barómetro que envió en cierta oca-sión al goberna¬dor militar de Odesa, el cual, aun habiendo sido puesto en la hora jus¬ta para que explotase en diez días, no llegó a realizarlo sino tres me-ses después. Cierto era también, que cuando explotó, no lo-gró más que volar en átomos a una sirvienta, ya que el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes, pero por lo menos demostró que la di¬namita, como fuerza destructora, era, bajo el control de una ma-quinaria, un agente poderoso, aunque no siempre puntual. Lord Arthur

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se sintió un poco consolado con estas reflexiones; pero también aquí su destino fue la desilusión, pues dos días después, al subir las escaleras, la duquesa lo llamó a su saloncillo privado, para mostrarle una carta que había recibido de la rectoría.

-Jane escribe cartas encantado¬ras -dijo la duquesa-; debes leer esta última. Es casi tan buena como las novelas que nos manda Mudie.

Lord Arthur la arrebató rápida¬mente de sus manos. Decía lo si¬guiente:

“Mi querida tía:”Mil gracias por la franela que me has enviado para la Dorcas

So¬ciety, y también por el percal. Estoy de acuerdo contigo en que es una tontería eso de que quieran lucir cosas bonitas, hoy día todo el mun-do es tan radical e irreligioso, que es difícil hacerles comprender que no deben tratar de vestirse como la clase alta. Realmente no sé a dónde va-mos a parar. Como dice papá, muchas veces en sus sermones, vi¬vimos una época de descreimiento.

”No hemos divertido mucho con un reloj que un admirador anóni¬mo le envió a papá el jueves pasa-do. Llegó de Londres, dentro de una caja de madera y con el porte pa¬gado; y papá cree que lo ha envia-do alguien que ha debido leer su notable sermón: “¿Es la Licencia Li¬bertad?”, porque sobre el reloj hay una figura de mujer con la cabeza cubierta, por lo que papá dice que es un goro de la Libertad. A mí no me parece nada favorecedor, pero papá dice que es un símbolo histó¬rico; supongo que así es. Parker lo desempacó, y papá lo puso sobre la repisa de la chimenea, y cuando estábamos todos sentados en la bi¬blioteca el viernes en la mañana, al momento de dar las doce, oímos un ruido como zumbido de alas, una pequeña bocanada de humo salió del pedestal, bajo la figura, ¡y la diosa de la libertad se cayó y se rompió la nariz en el borde de la parrilla! María se alarmó bastante, pero la cosa era tan divertida, que james y yo nos moríamos de risa, y hasta a papá le hizo gracia. Al exa¬minarlo vimos que se trataba de una especie de despertador, y que si se le marcaba una hora, y se ponía un poco de pólvora y un ful¬minante bajo el martillete, hacía un pequeño estallido en el momento que se qui-siese. Papá dijo que no debería quedar en la biblioteca, pues hacía mucho ruido, así es que Reggie se lo llevó al salón de cla¬ses, y todo el día se lo pasa hacien¬do con él pequeñas explosiones. ¿No crees que le habría de gustar a Arthur tener uno- igual a éste como regalo de bodas? Deben estar muy de moda en Londres. Papá dice que harían un gran bien, pues

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de¬muestran que la Libetard no puede durar, sino que debe sucumbir. Tam¬bién dice papá que la Libertad se inventó en tiempo de la Revolu-ción Francesa. ¡Me parece horrible!

”Tengo que ir ahora a la reunión de la Dorcas Society, donde leeré tu carta, que resulta ser muy ins-tructiva. ¡Qué cierta es tu opinión, querida tía, que dada la clase a que pertenecen, no deberían ponerse co¬sas que no les caen bien; y me pa¬rece, además, que su preocupación por el tra-je es absurda, cuando exis¬ten tantas cosas que son más impor¬tantes en este mundo y en el otro. Me da mucho gusto saber que la popelina floreada te haya salido tan buena, y que tu encaje no se rompie¬se. El miércoles voy a lucir, en la reunión del obispo, el vestido de satín amari-llo que tuviste la amabi¬lidad de regalarme; creo que se verá bien. ¿No tiene usted lazos, tía? Jennings dice que todo el mundo lleva ahora lazos, y que las enaguas deben teneú’volantes. Reggie acaba de hacer otra ex-plosión, y papá ha ordenado que se lleven el reloj al establo. Creo que a papá ya no le gusta tanto como le gustó al prin¬cipio, aunque sí se siente muy hala¬gado de que le hayan enviado un juguete tan ingenioso. Esto demues¬tra que la gente lee sus sermones y que sacan provecho de ellos.

”Papá te envía todo su cariño al cual se unen lames, Reggie y Ma¬ría, con la esperanza de que tío Ce-cil esté mejorado de la gota. Créeme siem-pre, tía querida, tu amante so¬brina,

”JANE PERCY. PS. Infórmame acerca de los -la¬zos. Jennings insiste en decir que

son la última moda.”

El aspecto de lord Arthur era tan serio y triste al terminar de leer la carta, que la duquesa comenzó a reír.

-¡Mi querido Arthur! -excla¬mó-, ¡ya no volveré a enseñarte cartas de ninguna joven!, pero, ¿qué le contesto sobre lo del reloj? Me parece un invento muy impor¬tante; creo que me gustaría tener uno.

-Pues yo no creo mucho en ellos -replicó lord Arthur con una son¬risa melancólica, y después de be-sar a su madre, salió de la al¬coba.

Al llegar a su habitación en el piso alto se dejó caer en un sofá, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Había hecho todo lo posible por co¬meter aquel asesinato, pero en am¬bas ocasiones fue un fracaso, y des¬de lue-

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go no por culpa suya. Estaba empeñado en cumplir con su deber, pero al parecer el destino le había traicionado. Se sentía deprimido por una sen-sación de esterilidad en sus buenas intenciones y por la inefi¬cacia de sus esfuerzos en tratar de llevar a cabo un acto honrado. Qui¬zá fuese mejor romper de-finitiva¬mente su compromiso de matrimo¬nio. Sybil iba a sufrir, es cierto, pero el sufrimiento no podría, en reali¬dad, inutilizar para siempre una na¬turaleza tan noble como la de ella. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre habrá guerras en las cua¬les un hombre puede morir, una causa por la cual un hombre puede ofrecer su vida, y como la vida no le brindaba ya ningún aliciente, tampoco el morir le causaba terror. Sería mejor dejar que el destino de¬terminase su suerte. Él no iba a hacer nada por modificarlo.

A las siete y media se vistió y fue al club. Surbiton estaba allí con un grupo de amigos, y se vio obli¬gado a cenar con ellos. Su charla trivial y sus bromas tontas no le interesaban, y tan pronto como sir¬vieron el café, pretextando un com¬promiso anterior, abandonó su com¬pañía. Al salir del club, el ujier le entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf, pidiéndole que le visi¬tase al día siguiente, para mostrar-le un paraguas explosivo, que ope¬raba en el momento de abrirse. Era el último inven-to, y acababa de lle¬gar de Génova. Rompió la carta en pedacitos. Estaba decidido a no re¬currir ya más a nuevos experi-men¬tos.

Estuvo caminando a lo largo del parapeto del Támesis, y por mu¬cho rato descansó sentado a la orilla del río. La luna se asomaba sobre las crestas de las nubes oscuras, como el ojo de un león, e innumera-bles estrellas brillaban en la bóve¬da celeste como oro espolvoreado en una cúpula. De vez en cuando un lanchón se deslizaba sobre las aguas cena-gosas, siguiendo la co¬rriente río abajo, y las señales de los ferrocarriles cambiaban de ver¬de a rojo mientras los trenes corrían silbando sobre los puentes. Poco tiempo después se oyeron las doce desde la alta torre de Westminster, y a cada toque de su sonora cam-panada, la noche pare-cía estreme¬cerse.

Más tarde desaparecieron las lu¬ces de los ferrocarriles, Y sólo que¬dó brillando un farol solitario, co-mo un gran rubí sostenido por un poste gigantesco, y el rumor de la ciudad se fue desvaneciendo.

Al dar las dos, lord Arthur se puso en pie y fue caminando hacia Blackfriars.

¡Encontraba todo tan irreal como si fuese un sueño extraño! Las ca¬sas en la orilla opuesta parecían surgir de las tinieblas. Se podría de-

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cir que la plata y las sombras daban forma a un nuevo mundo. La gran cúpula de San Pablo flotaba como un enbrme globo en la atmós¬fera oscura.

Al acercarse a la Aguja de Cleo¬patra, vislumbró a un hombre apo¬yado en el parapeto; ya cerca de él, aquel individuo levantó la cabe-za y la luz de gas cayó de lleno en su cara.

¡Era míster Podgers, el quiromán¬tico!, no cabía equivocarse ante aquella cara regordeta y fofa, los anteojos de montura dorada, la débil sonrisa enfermiza, la boca sensual.

Lord Arthur se detuvo, una idea luminosa vino a su mente, y des¬lizándose con pasos cautos a su es-palda, en un instante tuvo su-jeto por ambas piernas a míster Podgers y le arrojó al Támesis. Se pudo es¬cuchar un soez juramento y el ruido del chapotear en las aguas; des-pués todo quedó en silencio. Lord Arthur miraba con ansia la superfi-cie de las aguas, pero no pudo descubrir al’ quiromántico, sino el som-brero de copa haciendo piruetas sobre un remolino de agua iluminado por la luna. A los pocos minutos también el sombrero se hundió, y no queda¬ba ya ninguna huella visible de mís¬ter Podgers. Por un momen-to su imaginación le hizo ver una silueta deforme que subía la escalera del puente, y la espantosa sensación de un nuevo fracaso le invadió; pero sólo se trataba de un reflejo, y al salir dé nuevo la luna de entre las nubes, todo estaba tranquilo. Por fin empezaba a creer que había rea¬lizado la sentencia del destino, lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil vino a sus labios.

-¿Se le ha caído algo, señor? -dijo de repente una voz a su es¬palda.Se volvió sobresaltado; era un policía con una linterna sorda en la

mano.-Nada importante, sargento -repuso sonriente, y deteniendo un coche

que pasaba por allí, dijo al co-chero que lo llevase a la Plaza Belgrave.Durante los días siguientes pasa¬ba de la esperanza al temor. Hubo

momentos en que casi le parecía que míster Podgers iba a entrar al cuarto, y en el instante siguiente quedaba convencido de que el des-tino no podía ser tan injusto hacia él. Por dos veces fue a la casa del quiromántico en la calle West Moon, pero le faltó valor para to¬car el timbre. Deseaba estar cierto de lo ocurrido, y al mismo tiempo el temor no le dejaba actuar.

Al fin el momento había llegado. Estaba en el salón de fumar del club, tomando té y oyendo, bastan-te aburrido, los comentarios de Sur¬biton a la última canción humorís¬tica estrenada en el Gaiety, cuando entró el

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camarero con los periódicos de la noche. Lord Arthur, tomando al azar la St. James Gazette, co¬menzaba a volver distraídamente las páginas, cuando de pronto un sor¬prendente encabezado cayó bajo sus ojos:

“SUICIDIO DE UN QUIROMÁNTICO”

Se puso pálido de emoción, y co¬menzó a leer. La pequeña noticia decía lo siguiente:

“Ayer en la mañana, a la siete, el cuerpo de míster Septimus R. Pod-gers, eminente quiromántico, fue arrojado por las aguas a las orillas de Green¬wich, frente al hotel Ship. El desgra¬ciado señor había sido echado de me¬nos durante varios días, y una gran ansiedad se había dejado sentir en los círculos quirománticos. Parece ser que se suicidó bajo el influjo de una depre¬sión mental pasajera, causada por ex¬ceso de trabajo, y el veredicto concer¬niente a este caso fue entregado esta tarde por los médicos foren-ses. Míster Podgers acababa de terminar un exten¬so tratado sobre el tema de la mano humana, que será publicado en fecha próxima y que indudablemente habrá de atraer la atención de un gran pú¬blico. El difunto tenía 65 años, y no parece que haya dejado parientes.”

Lord Arthur salió precipitada¬mente del club con el periódico aún en la mano, y provocando el asom-bro del ujier que en vano quiso de¬tenerle.

Sin perder momento fue a Párk Lane. Sybil le vio venir desde la ven¬tana y tuvo el presentimiento de que traía buenas noticias. Bajó co¬rriendo a recibirle, y al mirarle a la cara comprendió que todo mar-cha-ba bien.

-¡Mi querida Sybil! -gritó¬¡casémonos mañana!-¡Locuelo! ¡Pero si el pastel ni siquiera ha sido encargado! -excla¬mó

Sybil riendo entre lágrimas.

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CAPITULO VI

Cuando se consumó la boda, tres semanas más tarde, St. Peter estaba lleno de gente distinguida y elegan¬te. La ceremonia fue solemne y las palabras rituales leídas con un acen¬to impresionante por el deán de Chichester, y todos estuvieron de acuerdo al admitir que nunca ha¬bían visto una pareja más hermosa que la que formaban el novio y la novia. Aún más que bellos, se veían felices. Ni por un solo instante lord Arthur lamentó todo lo que había tenido que sufrir en bien de Sybil, mientras ella, por su parte, le entre¬gó lo mejor que una mujer puede entregar a un hombre: adoración, ternura y amor. Para ellos la reali¬dad no mató el romance. Siempre se sintieron jóvenes.

Algunos años después, cuando dos preciosos niños les habían na-cido, lady Windermere vino a Alton Prio¬ry para visitarles; era un lu-gar en¬cantador; fue el regalo de bodas que el duque hizo a su hijo; y una tar¬de, mientras estaba sentada en el jardín, con lady Arthur, bajo un limonero, viendo jugar a los niños en la rosaleda, como si fuesen dan¬zantes rayos de sol, tomó de repen¬te la mano de su anfitriona y le dijo:

-Sybil, ¿eres feliz?-Por supuesto, lady Winder¬mere, soy muy feliz. ¿Usted no lo es?-No tengo tiempo para serlo, Sybil. Siempre me gusta la última per-

sona que me presentan; pero por lo general, tan pronto como conoz¬co a las personas, me canso de ellas.

-¿Qué ya no le satisfacen sus leones, lady Windermere?-¡Ah, querida, ya no! Los leo¬nes son útiles sólo por una tempo¬rada;

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tan pronto como se les priva de sus manes, se vuelven los seres más in-sípidos de la existencia. ¿Re¬cuerdas aquel horroroso míster Pod-gers? Era un atroz impostor. Por supuesto que a mí eso no me impor¬taba gran cosa, y cuando me pedía dinero prestado, se lo perdonaba, pero no podía soportar que me hi¬ciese el amor. La verdad es que me hizo odiar la quiromancia. Ahora creo en la telepatía. Es mucho más divertida.

-Pues lo que es aquí, no debe usted decir nada contra la quiro¬mancia, lady Windermere; es el úni¬co tema sobre el cual Arthur no per¬mite que se burle nadie. Le aseguro que se lo toma muy en serio.

-No vayas a decirme que él cree en eso, Sybil.-Pregúnteselo, lady Windermere, aquí llega.Y lord Arthur se acercó llevan¬do en las manos un gran ramo de

rosas amarillas y sus dos hijos dan zando a su alrededor. -Lord Arthur...-Sí, lady Windermere...-De verdad, ¿cree usted en la quiromancia?-Claro que sí -dijo el joven, sonriendo.-Pero, por qué?-Porque a ella debo toda la fe¬licidad de mi vida -murmuró

de¬jándose caer en un sillón de mim¬bre.-Mi querido lord Arthur, ¿qué es lo que le debe?-A Sybil -respondió alargan¬do- el ramo de rosas a su esposa, mirán-

dose dentro de sus ojos vio¬láceos.-¡Qué tontería! -exclamó lady Windermere-. ¡Nunca en toda mi vida

había oído semejante ton¬tería!

FIN DE «EL CRIMEN DE LORD ARTHUR SAVILLE»

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El fantasma de Canterville

EL FANTASMA DE CANTERVILLE

CAPÍTULO I

Cuando míster Hiram B. Otis, mi¬nistro de los Estados Unidos de América, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran locura, porque la finca es¬taba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuan¬do llegaron a discutir las condicio¬nes.

-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en ab-soluto a vivir en ese sitio des¬de la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un ataque de nervios, del que nunca se repuso por com-pleto, motivado por el es¬panto que experimentó al sentir que las manos de un esqueleto se posa¬ban sobre sus hombros, estando vis¬tiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente; así como por el rector de la parroquia, el reverendo Au¬gusto Dampier, agregado del King’s College de Oxford. Después del trá¬gico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso que¬darse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que llega¬ban del corredor y de la biblioteca.

-Milord -respondió el minis¬tro-, también me quedaré con los mue-bles y el fantasma bajo inven¬tario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y tur¬bulentos, que recorren el Viejo Con¬tinente escandalizándolo, que se lle¬van los mejores actores de us-tedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía

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un verdadero fantasma en Europa, ven¬drán a buscarlo en seguida para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los ca¬minos como un fenómeno.

-El fantasma existe; me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resista a las ofer-tas de sus intrépidos empresarios. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mostrarse cuando está a punto de ocurrir algu¬na defunción en la familia.

-¡Bah! Los médicos de cabece¬ra hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

-Realmente -dijo lord Canter¬ville, que no acababa de comprender la última observación de míster Otis-, ustedes son muy sencillos en Améri-ca. Ahora bien, si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese única¬mente que yo le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase.

La señora Otis, que con el nom¬bre de miss Lucrecía R. Táppan, de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermo-sos y un perfil magnífico.

Muchas damas americanas, cuan¬do abandonan su país natal, adop¬tan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figu¬ran que eso es uno de los sellos de distinción europea; pero la se-ñora Otis no cayó nunca en ese error.

Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

A decir verdad, era completamen¬te inglesa en muchos aspectos y era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día excep¬to la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus pa¬dres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la di¬plomacia, dirigiendo al grupo ale¬mán en los festivales del casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcional.

Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sensato.

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El fantasma de Canterville

Miss Virgina E. Otis era una mu¬chachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con mi¬rada francamente encantadora en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al par-que, ganándole por caballo y me¬dio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un en¬tusiasmo tan grande en el joven du¬que de Cheshire, que le propuso ma¬trimonjo allí mismo, y sus tutores tuvie-ron que mandarle aquella mis¬ma noche a Eton, bañado en lá¬grimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban Estrellas y Rayas 1 porque se les encontraba siempre juntos. Eran unos niños encantadores y, con el ministro, los únicos verdaderos re¬publicanos de la familia.

1 Alude a la bandera de los Esta¬dos Unidos de América.

Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche des¬cubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullán¬dose dulcemente, o se vislumbraba entre los helechos, la pechuga de oro bru-ñido de algún faisán. Lige¬ras ardillas les espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados cubiertos de musgo, le¬vantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien. entraron en la avenida de Canterville Cha-se, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pa-reció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó callada¬mente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas de lluvia.

En los escalones se hallaba para recibirles una anciana, pulcramen¬te vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de gobierno que la señora Otis, por vehementes reque-rimientos de lady Canterville, acce¬dió a conservar en su puesto.

Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando echa¬ron pie a tierra y dijo, con la sin-gular cortesía de los buenos tiem¬pos antiguos:

-Les doy la bienvenida a Canter¬ville Chase.

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La siguieron, atravesando un her¬moso hall, de estilo Tudor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas por ma¬dera de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de cristales. Estaba preparado el té.

Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para otro.

De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pa¬vimento, precisamente al lado de la chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:

-Creo que han vertido,algo en ese sitio.-Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. En ese lugar se

ha vertido sangre.-¡Qué horror! -exclamó la se¬ñora Otis-. No quiero manchas de san-

gre en un salón. Es preciso qui¬tar eso inmediatamente.La vieja sonrió y con voz miste¬riosa repuso:-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese

mismo sitio por su propio marido, sin Simón de Canterville, en 1565. Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en cir¬cunstancias misteriosísimas. Su cuer¬po no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitarse.

-Todo eso son tonterías --excla¬mó Washington Otis-. El produc¬to quitamanchas, el limpiador in-comparable Campeón, marca Pin¬kerton, y el detergente Paragon ha¬rán desaparecer eso en un instante.

Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese in¬tervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los po-cos instantes la mancha había des¬aparecido sin dejar rastro.

-Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría -exclamó en tono triun¬fal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.

Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relám¬pago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a to¬dos, menos a la señora Umney, que se desmayó.

-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encen¬diendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden ha¬cer los ingleses es emigrar.

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El fantasma de Canterville

-Querido Hiram -replicó la se¬ñora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?

-Descontaremos eso de su sala¬rio. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba conmovida hon¬damente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contra¬tiempo iba a ocurrir en la casa.

-Señores, he visto con mis pro¬pios ojos unas cosas... que pon¬dríanoos pelos de punta a un cris¬tiano. Y durante noches y no-ches no he podido pegar los ojos a cau¬sa de las cosas terribles que pasa¬ban aquí.

A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.

La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando.

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CAPITULO II

La tempestad se desencadenó du¬rante toda la noche, pero no pro¬dujo nada extraordinario.

Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encon¬traron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.

-No creo -dijo Washington-, que tenga la culpa el limpiador Pa¬ragon; lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser cosa del fantasma.

En consecuencia, borró la man¬cha, después de frotar un poco, pero al otro día, por la mañana, había reaparecido. A la tercera mañana volvió a estar allí, y, sin embargo, la biblioteca permaneció cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave la señora Otis.

Desde entonces la familia empe¬zó a interesarse por aquello. Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas.

La señora Otis expresó su inten¬ción de afiliarse a la Sociedad Psí¬quica, y Washington preparó una larga carta a Myers y Podmore 1 basado en la persistencia de las manchas de sangre cuando provie¬nen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la exis¬tencia objetiva de los fantasmas.

La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un pa¬seo en coche. Regresaron a las nue-ve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un mo¬mento sobre los fantasmas, de ma¬nera que faltaban hasta las condi¬ciones más elementales de espera y de receptibilidad que preceden tan a menudo a los fenómenos psíqui-cos.

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El fantasma de Canterville

Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la se¬ñora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejem¬plo, la inmensa superioridad de miss Fanny Davenport sobre Sa-rah Bern¬hardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno y el hominy 2 aun en las mejores casas, ingle-sas, la im¬portancia de Boston en el desenvol¬vimiento del alma uni-versal; las ven¬tajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobre¬natural, no se hizo ni la menor alu¬sión indirecta a sir Simón de Can¬terville.

1 Autores de los Phantams of the Living. Obra que trata sobre la tele¬patía y las alucinaciones telepáticas.

2 Alimento hecho con harina de maíz, hirviéndolo en agua o leche. Muy popular en el sur de los Estados Unidos. Se toma como desayuno.

A las once la familia se retiró, y a las once y media estaban apaga¬das todas las luces.

Poco después, míster Otis se des¬pertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ‘ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.

Se levantó en el acto, encendió una luz y miró la hora. Era la una en punto. Míster Otis estaba per-fectamente ‘tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alte¬rado.

El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar dé unos pasos. Míster Otis se puso las zapatillas, cogió una acei-tera alargada de su tocador y abrió la puerta, y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible.

Sus ojos parecían carbones en¬cendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticua-do, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cade¬nas y unos grilletes herrumbrosos.

-Mi distinguido señor -dijo míster Otis-, permítame que le rue¬gue vi-vamente que engrase esas ca-denas. Le he traído para ello el en¬grasador Tammany Sol Naciente. Dicen que es eficacísimo, y que bas¬ta una sola aplicación. En la etiqueta hay varios certificados de nuestros adivinos más ilustres que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las velas, y

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tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea.Dicho lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó la aceitera

so¬bre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.

El fantasma de Canterville perma¬neció algunos minutos inmóvil de indignación.

Después tiró, lleno de rabia, la aceitera contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gru-ñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.

Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blan¬co, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente, no había tiempo que perder, así es que, utilizando como-medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa, de nuevo, recobró su tranqui¬lidad.

Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento y se puso a reflexionar para darse cuenta de su si-tuación. Jamás en toda su bri¬llante carrera, que duraba ya tres¬cientos años, fue injuriado tan gro¬seramente.

Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de te-rror, cuando estaba mirándose en el es¬pejo, cubierta de brillantes y de en¬cales; de las cuatro doncellas a quie nes había enloquecido, produciéndo¬les convulsiones histéricas sólo con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuan¬do volvía el buen señor de la biblio¬teca a una hora avanzada, y que desde entonces tuvo que estar bajo el cuidado de sir William GuW_con¬vertido en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al des¬pertarse al amanecer y descubrir un esqueleto sentado en un sillón, al lado de la lumbre, entretenido en leer su diario, tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la Iglesia y rompió sus relaciones con el seña-lado escép¬tico Voltaire. Recordó también la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado ahogán¬dose en su vestidor, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confe-sar antes de morir que por medio de aquella carta había timado la suma de cin¬cuenta mil libras a Jaime Fox, en casa de Grookford. Y juró que aque¬lla carta se la hizo tragar el fan¬tasma.

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Todas sus grandes hazañas le vol¬vían a la memoria.Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por

haber visto una mano verde tambo¬rilear sobre los cristales; y a la bella lady Steelfield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de ter-ciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como con un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.

Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres. Se de¬dicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de «Rubén el Rojo, o el niño estrangu¬lado», su debut como «Gibeón el Flaco, o el vampiro del páramo de Bexley» y el furor que causó una noche solitaria de junio jugando a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de tenis.

¡Y después de todo para que unos miserables americanos le ofrecie-sen el engrasador marca Sol Naciente y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de ma¬nera semejante. Llegó a la conclu¬sión de que era preciso tomarse la revancha y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación.

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CAPITULO III

Cuando a la mañana siguiente la familia Otis se reunió para el des¬ayuno, la conversación sobre el fan-tasma fue extensa.

El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido al ver que su ofrecimiento no había sido aceptado.

-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, era correcto tirarle una al¬mohada a la cabeza...

Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó-una explosión de risa en los gemelos.

-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engra¬sador marca Sol Naciente, nos vere¬mos precisados a quitarle las cade¬nas. No podremos dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la man¬cha de sangre sobre el piso de la biblioteca. Era realmente muy ex¬traño, ya que la señora Otis cerraba la puerta con llave por la noche, y las ventanas permanecían con las rejas cerradas. Los cambios de co¬lor que sufría la mancha, compara¬bles a los de un camaleón, produje¬ron también frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo índigo oscuro, otras veces era bermellón, luego de un púrpura intenso y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre Iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como es natural, estos cambios caleidoscópi¬cos divirtieron

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grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con en-tera tranquilidad.

La única persona que no tomó par¬te en la broma fue la joven Virgi-nia. Por razones ignoradas, sentíase siem¬pre impresionada ante la man-cha de sangre y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esme¬ralda.

La segunda aparición del fantas¬ma fue un domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos acos-tados, les alarmó un enorme estré¬pito que se oyó en el hall. Bajaron, apresuradamente y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, ca¬yendo sobre las losas, mientras, sen¬tado en un sillón de alto respaldo, el fan-tasma de Canterville se res¬tregaba las rodillas, con una expre¬sión de agudo dolor sobre su rostro.

Los gemelos, que se habían pro¬visto de sus cerbatanas, le lanzaron inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de una larga y cuidadosa práctica sobre un pro¬fesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la ame¬naza de su revólver y, conforme a la etiqueta californiana, le intimaba a levantar los brazos.

El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y pasó en medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándoles a to¬dos en la mayor oscuridad.

Cuando llegó a lo alto de la esca¬lera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de car¬cajadas satánicas.

Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el pe¬luquín de lord Raker. Y que tres su¬cesivas amas de llaves, francesas, de¬jaron su empleo antes de terminar el primer mes. Por consiguien-te, lan¬zó su carcajada más horrible, des¬pertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al extin¬guirse, se abrió una puerta y apa¬reció, vestida de azul claro, la seño¬ra Otis.

-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto y aquí le trai¬go un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indiges¬tión, podrá comprobar que éste es un remedio excelente.

El fantasma la miró con ojos lla¬meantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro.

Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía el médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable 1 Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que

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se acercaba le hizo vacilar en su cruel determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, por¬que los gemelos iban a darle alcance.

Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta.

La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba real-mente vejatorio; pero lo que más le hu-millaba era no tener ya fuer¬zas para llevar una armadura. Con¬taba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, hacerles estremecer a la vista de un espec¬tro acorazado, si no ya, por motivos razonables al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow,2 cuyas poe-sías, delicadas y atrayen¬tes, le habían ayudado con frecuen¬cia a matar el tiempo mientras los Canterville estaban en Londres. Ade¬más, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Ke¬nilworth, siendo felicitado calurosa¬mente por la Reina Virgen en per¬sona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pe¬sadamente so-bre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contu¬sionándose la muñeca derecha.

1 Título que se da a los miembros de la Cámara de los Comunes, y a aquellas personas que poseen títulos nobiliarios.

2 H. W. Longfellow, autor de El es¬queleto en su armadura, poesía inspi¬rada por el descubrimiento de un es¬queleto dentro de una coraza en New¬port, Estados Unidos.

Durante varios días estuvo malí¬simo y no pudo salir de su mora-da más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de san¬gre.

No obstante, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Esta¬dos Unidos y a su familia.

Eligió para su reaparición en es¬cena el viernes 17 de agosto, consa¬grando gran parte del día a pasar revista a sus trajes.

Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una plu-ma roja; en un sudario deshilacha¬do en las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso.

Al atardecer estalló una gran tor¬menta. El viento era tan fuerte que

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sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligi¬bles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada.

Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la fa¬mosa mancha de sangre de Can¬terville, empleando el detergente Paragon de Pinkerton. Después de reducir al temerario y despreocupa¬do joven a una condición de te-rror abyecto, entraría en la habitación que ocupaban el ministro de los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa so¬bre la frente de la señora Otis y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro temblo¬roso, los secretos terribles del osario.

En cuanto a la pequeña Virginia aún no tenía decidido nada. No le había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, lle¬garía hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis.

A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pe-chos, con objeto de producirles la sen-sación de la pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas esta-ban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el as¬pecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se queda¬sen paralizados de terror. En segui¬da, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cua¬tro patas, como un esqueleto blan¬queado por el tiempo, moviendo el globo de un solo ojo en su órbita, como el persona-je de «Daniel el mudo, o el esqueleto del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste, como en su otro papel de «Martín el demente, o el misterio enmascarado».

A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.Durante algunos instantes le in¬quietaron las estrepitosas carcajadas

de los gemelos, que se divertían in¬dudablemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama.

Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuan-do sonaron las doce se puso en camino.

La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo graz-

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naba en el hueco de un tejo cen-tenario y el viento gemía vagando al-rededor de la casa, como un alma en pena; pero la famila Otis dormía, sin sospechar la suerte que le es¬peraba. Oía con toda claridad los ron-quidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tor¬menta.

Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arru¬gada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delan¬te de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada.

Seguía andando siempre, deslizán¬dose como una sombra funesta, que hacía que hasta las tinieblas le mal¬dijesen a su paso.

Hubo un momento en que le pa¬reció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Pro¬siguió su marcha, mascullando ex¬traños juramentos del siglo xvl, y blandiendo de vez en cuando el pu¬ñal enmohecido en el aire de media¬noche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington.

Allí hizo una breve parada.El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones gri-

ses y ceñía en pliegues grotescos y fan¬tásticos el horror indecible del fú¬nebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento.

Con una risa maligna dio la vuel¬ta al ángulo del corredor. Pero ape¬nas lo hizo, retrocedió lanzando un gemido lastimero de terror y escon¬diendo su cara lívida entre sus lar¬gas manos huesudas.

Frente a él había un horrible es¬pectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pelada y reluciente; faz redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a olea¬das una luz escarlata; la boca se¬mejaba un ancho pozo de fuego, y una ves-tidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, en¬volvía con su nieve silenciosa aque¬lla forma gigantesca.

Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extra-ños caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde es¬taban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Te-nía, por úl-timo, en su mano derecha una cimitarra de acero resplande¬ciente.

Como no había visto nunca fan¬tasmas hasta aquel día, sintió un

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pá¬nico terrible, y después de lanzar rápidamente una segunda mirada so¬bre el espantoso fantasma, regresó a su habitación, enredándose los pies en el sudario que le envolvía. Cru¬zó la galería corriendo y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.

Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero al cabo de un mo-mento el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amanecie¬se. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su luz, volvió al sitio en que había visto por pri¬mera vez al horroroso fantasma. Pensa-ba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio fue para encontrarse en pre¬sencia de un espectáculo terrible.

Algo le sucedía indudablemente al espectro, porque la luz había des¬aparecido por completo de sus ór-bitas. La cimitarra centelleante des¬lizándose de su mano, estaba recos¬tada sobre la pared en una ac-titud forzada e incómoda.

Simón se precipitó hacia adelante y le cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despren¬derse la cabeza y rodar por el sue¬lo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abraza¬ba una cortina blanca de algodón grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder compren¬der aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, le¬yendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:

HE AQUÍ EL FANTASMA OTIS

EL ÚNICO ESPÍRITU AUTÉNTICOY VERDADERO

¡CUIDADO CON LAS IMITACIONES!

TODOS LOS DEMÁS ESTÁNFALSIFICADOS

Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido

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burlado, chasqueado, engañado!La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos,

apretó las encías desdentadas y, le¬vantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según la fraseología pintoresca de la antigua escuela «que cuando el gallo tocase por dos veces el cuerno de su ale¬gre llamada se perpetrarían críme¬nes sangrientos y que el asesinato, de ca-llado paso, saldría entonces de su retiro».

No había terminado de formular este juramento terrible criando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, len¬ta y amarga, y esperó. Esperó una hora y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.

Por fin, a eso de las siete y me¬dia, la llegada de las criadas le obligó a abandonar su terrible guar¬dia y regresó a su morada, con alti¬vo paso, pensando en su vana espe¬ranza y proyecto fracasado.

Una vez allí consultó varios li¬bros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas oca¬siones se tuvo que recurrir a aquel juramento.

-¡Que el diablo se lleve a ese in¬fame volátil! -murmuró-. En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi gran lanza, atravesándole el gañote y obligándole a cantar otra vez para . mi aunque reventara.

Y dicho esto se retiró a su con¬fortable ataúd de plomo y allí per¬maneció hasta la noche.

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CAPITULO IV

Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las te¬rribles emociones de las cuatro últi¬mas semanas empezaban a pro-ducir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado y tem-blaba al más ligero ruido.

No salió de su habitación en cin¬co días y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la man-cha de sangre del salón de la bi¬blioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemen¬te que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano infe-rior de vida material y era incapaz de apreciar el valor sim¬bólico de los fenómenos sensibles.

La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e in¬discutiblemente fuera de su gobier¬no. Pero, por lo menos, cons-tituía para él un deber ineludible mostrar¬se en el corredor una vez a la se¬mana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miérco¬les de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.

Verdad es que su vida estuvo lle¬na de crímenes, pero quitado eso era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo so-brenatural.

Así, pues, los tres sábados siguien¬tes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando to¬das las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas car-

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comidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no deja¬ba de usar el engrasador Sol Na¬ciente para, engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilacio¬nes se de-cidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la fa¬milia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco hu¬millado, pero después fue suficien¬temente razonable para comprender que aquel in-vento merecía grandes elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus pro¬yectos.

A pesar de todo, no se vio a cu¬bierto de molestias.No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor

para hacerle tropezar en la oscuri-dad, y una vez que se había disfra¬zado para el papel de «Isaac el Ne¬gro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el pie sobre una plancha de made¬ras enjabo-nadas que habían colo-cado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.

Esta última afrenta le dio tal -ra¬bia que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y conso-lidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche si¬guiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ru¬perto el temerario, o el conde sin cabeza».

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Mo¬dish, que ésta retiró su consenti¬miento al abuelo del actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que to-leraba los paseos de un fantasma tan horrible por la te-rraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con arma de fuego por lord Canter-ville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara murió de pena en Tum¬bridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos sentidas.

Sin embargo, fue, permitiéndo¬me emplear un término teatral para aplicarle a uno de los mayores mis-terios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mun¬do superior a la Naturaleza, una crea-ción de las más difíciles y ne¬cesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.

Por fin todo estuvo listo y él con¬tentísimo de su disfraz. Las gran¬des,botas de montar, que hacían jue¬go con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encon¬trar más que una de las dos

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pistolas de arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor.

Cuando estuvo cerca de la habi¬tación ocupada por los gemelos, y a la que se llamaba el dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entre¬abierta.

A fin de hacer una entrada efec¬tista, la abrió de par en par con vio-lencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofo¬cadas que partían de la doble cama con dosel.

Su sistema nervioso sufrió tal con¬moción que regresó a sus habitacio¬nes a toda prisa y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El único con¬suelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hom¬bros, pues de lo contrario las conse¬cuencias hubieran podido ser más graves. Desde entonces re-nunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos, y se contentó, por regla general, con va¬gar por el corredor, en zapati-llas de fieltro, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las co¬rrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.

Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Ha-bía bajado por la escalera has¬ta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos nadie le iba a molestar, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mu¬jer, hechas en casa por Saroni 1 y que ahora ocupaban el lugar de los retratos de la familia Canterville.

1 El fotógrafo más notable de In¬glaterra en esa época. Su nombre com¬pleto era Oliver Saroni. Nació en Ca¬nadá. Muchas personas ha-cían un via¬je especial a Scarborough, donde tenía su residencia, para ser retratados por él. The History of Photography... Oxford, 1955, pp. 228-229.

Iba vestido, sencilla pero decen¬temente, con un largo sudario sal¬picado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba una lin¬ternita y un azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de sus creaciones más nota¬bles y de la que guardaban recuer¬do, con más motivo, los Canterville, ya que

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fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo.Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su jui¬cio,

no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamen¬te hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rin¬cón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabe¬zas, mientras gritaban a su oído:

-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se

pre¬cipitó hacia la escalera, pero enton¬ces se encontró frente a Washing¬ton Otis, que le esperaba armado con la gran regadera del jar-dín; de tal modo, que cercado por sus ene¬migos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hie¬rro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el,, lamentable esta¬do en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones noc¬turnas. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sor¬prenderle, sembrando de cáscaras de nuez los corredores todas las no-ches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue in-útil. Su amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mos¬trarse.

En vista de ello, míster Otis re¬anudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la historia del par¬tido demócrata, obra que había em¬pezado tres años antes.

La señora Otis organizó un clam¬bake 2 extraordinario, que dejó muy impresionados a todos los de la co¬marca.

2 Especie de tarta hecha con alme¬jas. Plato típico americano que figu¬ra en el menú de los días de campo. Se cuece al aire libre, bajo bra-sas aco¬modadas entre piedras.

Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos típicos de América.

Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última se¬mana de vacaciones.

Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para

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co¬municárselo, y recibió en contesta¬ción otra carta en la que éste le tes¬timoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más since¬ras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban.El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no

estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duque de Che¬shire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canter¬ville.

A la mañana siguiente se encon¬traron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta:

-¡Seis dobles!Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a

los sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato de¬tallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe re¬gente y sus amigos.

Desde entonces el fantasma de¬seaba vehementemente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que ade-más es¬taba emparentado, pues una prima hermana suya se casó en Secondes¬noces con el señor Bulkeley, del que descienden en línea di-recta, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.

Por consiguiente, hizo sus prepa¬rativos para mostrarse al joven ena¬morado de Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el bene¬dictino sin sangre».

Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio representar, es decir, la vís¬pera del Año Nuevo de 1764, em¬pezó a lanzar chillidos agudos, que le provocaron un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que deshere-dara antes a los Canterville que eran sus parientes más cercanos y legase todo su dinero a su farmacéutico de Londres.

Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su habitación y el joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Vir¬ginia.

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CAPITULO V

Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado dieron un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par en par, le pa¬reció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.

Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de Can-

terville en persona!Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas doradas,

que danzaban en el aire, desprendi¬das de los árboles amarillentos, y las hojas bermejas que bailaban loca¬mente a lo largo de la gran avenida.

Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.

Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.

Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan hon¬da, que no se dio cuenta de su pre-sencia hasta que le habló.

-Lo he sentido mucho por us¬ted -dijo-, pero mis hermanos re¬gresan mañana a Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le

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El fantasma de Canterville

ator¬mentará.-Es absurdo pedirme que me porte bien -le respondió contem¬plando

estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Per-fectamente inconcebi¬ble. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerra¬duras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.

-Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiem¬pos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su esposa.

-Sí, lo reconozco -respondió petulante el fantasma-. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.

-Está muy mal eso de matar a alguien -replicó Virginia, que a ve¬ces adoptaba una dulce actitud pu-ritana, heredada posiblemente de al¬guno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglaterra.

-¡Oh, detesto la ramplona seve¬ridad de la ética abstracta! Mi es¬posa era muy poco agraciada y sim-plona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de co¬cina. Vea usted, un día cacé un mag¬nífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno..., eso ahora no im¬porta, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus herma-nos me dejasen morir de hambre, aun¬que yo la hubiese matado.

-¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero de¬cir, don Simón! ¿Tiene usted ham¬bre? Tengo un sandwich en mi cos¬turero, ¿no lo quiere?

-No, gracias, ahora ya no nece¬sito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable. Es usted mu-cho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan ordinaria, horrorosa, vulgar, y que se condu-cen como bandoleros.

-¡Basta! -exclamó Virgina dan¬do con el pie en el suelo-. El bru¬tal, horrible y ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restau¬rar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el ber¬mellón, y ya no pude seguir pintan¬do las pues-tas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el ama¬rillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir

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que exista la sangre de color verde es¬meralda?-Bueno. en verdad -dijo el fan¬tasma, con cierta dulzura-, ¿qué iba

yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse san¬gre de verdad, y ya que su hermano empezó todo esto con su detergente Para-gon, no veo por qué no iba yo a usar sus colores para defenderme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canter¬ville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los ame¬ricanos no hacen el menor caso de esas cosas.

-No sabe usted nada, y lo me¬jor que puede hacer es emigrar y así se desarrollará su mentalidad. Mi padre tendrá un verdadero gus¬to en pro-porcionarle un pasaje gra¬tuito, y aunque haya derechos aran-celarios elevadísimos sobre toda cla¬se de cosas espirituosas a usted no le pon-drán trabas en la aduana. Y una vez en Nueva York puede us¬ted contar con un gran éxito. Conoz¬co infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasa¬dos y que sacrificarían mayor can¬tidad aún por tener un fantasma en la familia.

-Creo que no me gustaría Amé¬rica.-Quizá se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo

burlonamente Virginia.-¡Qué curiosidades ni qué rui¬nas! -contestó el fantasma-. Tie¬nen

ustedes su marina y sus moda¬les.-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una

semana más de vacaciones.-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantas¬ma-.

Estoy tan solo y soy tan des-graciado que no sé qué hacer. Qui¬siera irme a dormir y no puedo.

-Es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apa¬gar la vela. Algunas veces es difici¬lísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cam¬bio, dormir es muy sencillo, hasta los niños saben dormir admirable¬mente, y no son nada ilustrados.

-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemen¬te, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules lle¬nos de asombro-. Hace ya tres¬cientos años que no duermo, y me siento tan cansado...

Virginia adoptó un grave conti¬nente y sus finos labios temblaron como pétalos de rosa.

Se acercó y, arrodillándose al la¬do del fantasma, contempló su vie¬jo rostro marchito.

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El fantasma de Canterville

-Pobre, pobre fantasma -mur¬muró-, ¿y no hay ningún lugar donde pueda usted dormir?

-Allá lejos, pasado el pinar -respondió él en voz baja y soña¬dora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pue¬den verse las grandes estrellas blan¬cas de la cicuta, allî el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal gélido deja caer su mirada y el tejo extiende sus bra-zos de gigante sobre los durmientes.

Los ojos de Virginia se empaña¬ron de lágrimas y ocultó la cara en¬tre sus manos.

-Se refiere usted al jardín de la muerte -murmuró.-Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en la blan-

da tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silen¬cio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y los males de la vida, quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Virginia tembló. Un estremeci¬miento helado recorrió todo su ser y durante unos instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir en un sueño terrible.

Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?

-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ovos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos:

Cuando una joven rubia logre hacer brotar una oración de los labios del peca¬dor, cuando el almendro estéril dé fruto y un pequeño deje correr su llanto, entonces, toda la casa quedará tran¬quila y volverá la paz a Canterville.

Pero no sé lo que significan. -Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque

no tengo lágrimas, y que tiene us¬ted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y

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cariñosa, el ángel de la muerte se compadecerá de mí. Verá usted se¬res terribles en las tinieblas y voces malignas susurrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún da¬ño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

Virginia no contestó y el fantas¬ma retorcióse las manos en la vio¬lencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza incli-nada.

De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos.

-No tengo miedo -dijo con voz firme- y rogaré al ángel que se apiade de usted.

El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría, tomó su mano, e inclinán¬dose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó.

Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estan¬cia sombría.

Sobre el tapiz de un verde apaga¬do estaban bordados unos peque-ños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lin¬das manos le hacían señas de que retrocediese.

-Vuelve sobre tus pasos, Virgi¬nia. No sigas. ¡Vete, vete! -grita¬ban.Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más

fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían

gui¬ños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

-Ten cuidado, Virginia, ten cui¬dado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.

Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, mur¬murando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Vir-ginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una nebli-na, y abrirse una negra caverna.

Un áspero y helado viento les azo¬tó, sintiendo la muchacha que al¬guien tiraba de su vestido.

-De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto.

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CAPITULO VI

Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla.

No tardó en volver diciendo que no había podido encontrar a miss Virginia por ninguna parte.

Como la muchacha tenía la cos¬tumbre de ir todas las tardes al jar¬dín a coger flores para la cena, la señora Otis no se preocupó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranqui¬la y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.

A las seis y media volvieron los muchachos diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por parte alguna.

Entonces se inquietaron todos ex¬traordinariamente y nadie sabía qué hacer cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes había permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos.

Así pues, salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos criados de la granja.

El joven duque de Cheshire, com¬pletamente loco de ansiedad, rogó con insistencia a míster Otis que le dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo que pudiese surgir algún conflicto. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gita¬nos se habían marchado, y era evi¬dente que su partida había sido precipitada, pues el fuego ardía aún y quedaban platos sobre la hierba.

Después de mandar a Washington y a los dos hombres a registrar los alrededores, se apresuraron a regre¬sar y envió telegramas a todos

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los inspectores de policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gi¬tanos.

Luego hizo que le trajeran su’ca¬ballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se senta¬ ran a la mesa, partió con un caba¬llerango por el camino de Ascot.

Había recorrido dos millas, cuan¬do oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al joven duque que llegaba en su poney, con la cara

sofocada y la cabeza descubierta. -Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero

me es imposible comer mien= tras Virginia no aparezca. Se lo ruego, no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año pasado no habría ocurrido esto nun¬ca. ¿No me rechaza usted, verdad? ¡No puedo ni quiero irme!

El ministro no pudo menos de di¬rigir una sonrisa a aquel mozo gua¬po y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostra-ba por Virginia, e inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariño¬samente y le dijo:

-Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más reme¬dio que admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarte un sombrero en Ascot.

-¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! -exclamó el duque riendo.

Y acto seguido galoparon hasta la estación.Una vez allí, míster Otis pregun¬tó al jefe si no habían visto en el

andén a una joven cuyas señas co-rrespondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descen-dentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.

En seguida, después de comprar un sombrero para el duque en una tienda de novedades que se dispo-nía a cerrar, míster Otis cabalgó has¬ta Bexley, pueblo situado cuatro mi¬llas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gita¬nos, ya que cerca de allí había una numerosa comunidad rural.

Hicieron levantarse al guarda del lugar, pero no pudieron conseguir ningún dato de él.

Así es que, después, de atravesar y explorar los contornos, los dos ji¬netes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado

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por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperán¬doles a la puerta con linternas, por¬que la avenida estaba muy oscura.

No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fue¬ron alcanzados en el prado de Bro¬ckley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su mar¬cha diciendo que habían equi-vocado el día que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó a darse prisa.

Además parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos a míster Otis por haberles permitido acam¬par en su parque. Cuatro de ellos se quedaron detrás para tomar par¬te, en las pesquisas.

Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en to¬dos sentidos, pero no consiguieron nada.

Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella no¬che, y fue con un aire de profundo abat¡miento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes seguidos del caballerango que llevaba de las bridas los dos caballos y al poney.

En el vestíbulo se encontraron con el grupo de los criados llenos de terror.

La pobre señora Otis estaba acos¬tada sobre un sofá de la bibliote¬ca, casi loca de terror y de ansie¬dad, y is vieja ama de gobierno le humede-cía la frente con agua de colonia. En seguida míster Otis instó a su esposa para que comiese algo, y dio órdenes para que se sirviese la cena. Fue una comida triste, pues casi nadie hablaba, y hasta los ge¬melos se veían espantados y sumi¬sos, pues querían entrañablemente a su hermana.

Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del joven du¬que, mandó que todo el mundo se fuese a la cama diciendo que ya no podía hacerse nada más aquella noche, y que al día siguiente tele-grafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios de¬tectives a su disposición.

Pero en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre.

Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campa¬nada cuando oyóse un crujido acom¬pañado de un grito pe-netrante.

Un trueno estentóreo bamboleó la casa; una meiodía, ultraterrena, flo¬tó en el aire. Un lienzo de pared se desprendió bruscamente en lo

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alto de la escalera y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia llevando en la mano un cofrecillo.

Inmediatamente todos la rodea¬ron.La señora Otis la estrechó apasio¬nadamente entre sus brazos.El duque casi la ahogó con sus besos, apasionados, y los gemelos

ejecutaron una danza de guerra sal-vaje alrededor del grupo.-¡Por Dios, hija! ¿Dónde esta¬bas? -dijo míster Otis, bastante enfa-

dado, creyendo que les había querido dar una broma pesada-. Cecil y yo hemos recorrido toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromas de ese género a nadie.

-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos con-tinuando sus brincos.

-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -mur-muraba la señora Otis besando a la mu-chacha, toda trémula y acarician¬do sus cabellos de oro, que se veían despeinados.

-Papá -dijo dulcemente Virgi¬nia-, estaba con el fantasma. Ha muer-to ya. Es preciso que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho y antes de morir me ha dado esta caja de joyas. Toda la familia la contempló mu¬da y asombrada, pero ella tenía un aire muy circunspecto y muy serio. En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y bajaron por un corredor secreto y angosto.

Washington les seguía llevando una vela encendida que cogió de la mesa. Por fin, llegaron a una gran puerta de roble con clavos recios y oxidados.

Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enor¬mes y se hallaron en una habitación estrecha y con bajo techo aboveda¬do, y que tenía una ventanita enre¬’ada. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, a la cual estaba encadenado se veía un esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas.

Parecía estirar sus dedos descar¬nados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma an-tigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua induda-ble-mente, pues tenía su interior ta¬pizado de moho verde. Sobre el pla¬to no quedaba más que polvo.

Virginia, arrodillada junto al es¬queleto y, uniendo sus finas ma-

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nos, comenzó a rezar en silencio, mien¬tras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia, cuyo secreto se les acababa de revelar.

-¡Oigan! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar hacia qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Oigan! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admira¬blemente las flores a la luz de la luna.

-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.

-¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque rodeándole el cuello con el brazo y besándola.

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CAPITULO VII

Cuatro días después de estos cu¬riosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville House.

La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabe¬za con un gran penacho de plumas de avestruz, que se inclinaban como saludando.

La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville.

A cada lado del carro y de les coches marchaban los criados, lle¬vando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e imponente.

Lord Canterville presidía el due¬lo; había venido del País de Gales expresamente para asistir al entie-rro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia.

Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y de¬trás Washington y los dos mucha-chos.

En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que después de haber sido atemori¬zada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía real¬mente derecho a verle desaparecer para siempre.

Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisa-mente bajo el tejo centenario, y dijo las últi¬mas oraciones, del modo más solem¬ne, el reverendo Augusto Dampier.

Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una an*igua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.

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Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando en¬cima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas.

En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el ce-menterio con sus rayos de silen-ciosa plata, y de un bosquecillo cer¬cano se elevó el canto de un ruise¬ñor.

Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso a la casa.

A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciu¬dad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entrega-das por el fantasma a Virginia.

Eran magníficas. Había sobre to¬do un collar de rubíes, en una anti¬gua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal canti¬dad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el aceptarlas.

-Milord -dijo el ministro-, sé que en este país el concepto de va¬nos muertas, se aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tie¬rras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de fa¬milia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fue¬ra restituida en circunstancias extra¬ordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me com-place decirlo, siente poco interés por esas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmen¬te por la señora Otis, cuya autori¬dad no es desprecia-ble en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios in¬viernos en Boston cuando era una jovencita, que esas piedras precio¬sas tienen un gran valor monetario y que’si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas cir-cunstancias, lord Canterville, reco¬nocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de mi fa¬milia. Además de que todas esas ba¬ratijas y chucherías y todos esos ju¬getes, por muy apropiados y nece¬sarios que sean a la dignidad de la aristocracia británica, esta-rían fue¬ra de lugar entre personas educadas de acuerdo con los severos princi¬pios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la sen-cillez re¬publicana. Quizá me atrevería a de¬cir que Virginia tiene gran interés en que le deja usted la cajita que encierra esas joyas en recuerdo de las locuras y de los infortunios de su antepasado. Y como esa caja

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ya es muy vieja y, por consiguiente, de¬terioradísima, quizá encuentre us¬ted razonable acoger favorablemen¬te su deseo. En cuanto a mí, con¬fieso que me sorprende grandemen¬te ver a uno de mis hijos de-mostrar interés por una cosa de la Edad Me¬dia, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, a poco de re¬gresar la señera Otis de una excur¬sión a Atenas.

Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discur¬so del digno ministro, atusándose de vez. en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involun¬taria.

Una vez que hubo terminado mís¬ter Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó:

-Mi querido amigo, su encanta¬dora hija ha prestado un servicio im¬portantísimo a mi desgraciado ante¬cesor, sir Simón. Mi familia y yo es¬tamos llenos de gratitud hacia ella por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda algu¬na, y creo que si tuviese yo la su¬ficiente insensibilidad para quitárse¬las, el viejo malvado saldría de su tumba al cabo de quince días para hacerme la vida infernal. En cuan¬to a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un tes¬tamento en forma legal, y la existen¬cia de estas joyas permaneció siem¬pre ig-norada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, mís¬ter Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo in¬ventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le perte¬necía a él.

Míster Otis se quedó muy preocu¬pado ante la negativa de lord Can¬terville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el ex¬celente par se mantuvo firme y ter¬minó por convencer -al ministro de que aceptase el regalo del fantasma.

Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presen¬tada por primera vez en la recep-ción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron tema de general comentario y admira-ción. Porque Virginia fue agraciada con la diadema que se otorga como re¬compensa a todas las americanitas de buena conducta, y se casó con su novio en cuanto éste llegó a la mayoría de edad.

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Eran ambos tan simpáticos y agra¬dables, y además se amaban de tal manera, que no hubo quien no estu¬viese encantado con aquel matrimo¬nio, menos la anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por “pescar” al joven duque casarle con algu-na de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio me¬nos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva sîm¬patía personal por el duque, pero teóricamente era enemigo de los tí¬tulos nobiliarios y, se-gún sus pro¬pias palabras: “era de temer que, entre las influencias ener-vantes de una aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verda¬deros principios de la sencillez re¬publicana”.

Sus observaciones quedaron olvi¬dadas cuando avanzó por la nave central de la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo, hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgulloso en todo el territorio de Inglaterra.

El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canter¬ville Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solita¬rio del atrio de la iglesia próxima al pinar.

Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción que debería figurar en la lápida de sir Simón, pero al fin se de-cidió grabar sólo las inicia¬les del nombre de aquel caballero ylos versos que estaban escritos so¬bre la ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron dirigiéndose hacia el claustro en rui¬nas de la vieja abadía; la duquesa se sentó sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos. De pron¬to, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo:

-Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su es-poso.

-¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti.-Sí que los tienes -contestó él sonriendo-. Nunca me has contado lo

que te pasó mientras estuviste en¬cerrada con el fantasma.-Nunca se lo he contado a nadie, Cecil -dijo Virginia con una acti¬tud

reposada y seria.-Ya lo sé, pero a mí podrías de¬círmelo.-Por favor no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir

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Simón! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que am¬bas.

El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su es¬posa.

-Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón -murmuró.

-Ese siempre ha sido tuyo, Cecil. -Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad? Virginia

se sonrojó.

FIN DE «EL FANTASMA DE CANTERVILLE»

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La importancia de ser formal

La importancia de ser formalComedia trivial para gente seria

Oscar WildeTraducción de Julio Gómez de la Serna

Nota del traductor Hoy damos por primera vez en castellano La importancia de ser

formal sin deformaciones ni cortes, íntegramente, habiendo intentado paso a paso y hasta donde era posible, por respeto al autor y al lec-tor, españolizarla literalmente(1). Esta deliciosa comedia fue estrenada en Londres por la compañía que regentaba Mr. George Alexander, la noche del 14 de febrero de 1895, en el pequeño y elegante teatro de St. James. Wilde la tituló The importance of being earnest, haciendo un gracioso juego con las palabras earnest, formal, serio, y Earnest, Ernes-to, que suenan en inglés exactamente lo mismo, a pesar de su ortografía diferente. Y en realidad, como comprobará el lector en el curso de la comedia, para el protagonista (o más bien para los dos personajes cen-trales), es de suma importancia ser formales de carácter o ser Ernestos de nombre. Comedia trivial para gente seria la subtituló Wilde. Nosotros añadiríamos: para gente seria que sepa sonreír. Esta es la comedia de la sonrisa. Wilde sabía que ahí está todo, en saber sonreír. Su finura literaria se revela en que sabe buscar y hallar la sonrisa. La risa en el teatro es provocada por un exceso, casi siempre chocarrero, de especias fuertes, ordinarias. Se debe a un retorcimiento del autor o del actor. Los ani-males tienen una alegría ruidosa, aunque se dice que no ríen nunca (lo cual es una fábula), y que eso los diferencia esencialmente de los seres racionales. ¡Qué no será la sonrisa, que nos diferencia a los hombres, unos de otros! Comedia de equivocaciones o de enredo, la llamaríamos

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también clásicamente. En La importancia de ser formal todo ese grato humorismo tiene además un gran interés para nosotros. En esta obra sonrió, acaso por última vez, Wilde. A los tres meses y días de su estreno, que constituyó un éxito aparte (aun en pleno éxito general e incesante de su autor), el 25 de mayo de ese mismo año, un sábado, día del aque-larre, Wilde fue declarado culpable, en aquel proceso turbio y cenagoso, promovido por el padre de lord Alfredo Douglas, el ensañado marqués de Queensberry, y condenado, con no muy clara justicia, a dos terribles años de trabajos forzados, pena que cumplió íntegramente en la cárcel de Reading, como sabe el lector. Wilde asistió, ya en pleno desarrollo de los sucesos que iban a envolverle en una red de ignominias, a los ensayos de La importancia de ser formal. El día del estreno, las personas de la intimidad del autor, enteradas de las cartas amenazadoras que le había dirigido Queensberry, pasaron momentos de desagradable expectación. El marqués intentó penetrar en el teatro y se lo impidieron. Y el palco en que se hallaban sus amigos, una aristocrática partida de la porra, estuvo vigilado durante toda ta representación. Pudo evitarse el escándalo, aun-que lord Queensberry creyó vengarse puerilmente, mandando a Wilde al teatro un gran manojo de hortalizas. Días después del estreno, el 18 de febrero, el marqués se presentó en el aristocrático Albemarle Club (del cual eran socios Wilde y su esposa), y ausente aquél de Londres le dejó una tarjeta respaldada con un sucio insulto. Wilde pasó de escribir esta comedia regocijante, última muestra de su apogeo literario, a vivir pocos meses después, con el clownesco uniforme de recluso, la tragedia de la cárcel, que le aniquiló. Esta fue, pues, repetimos, su última sonrisa ante las cuartillas. Como dice Arthur Ransome, uno de sus biógrafos y críticos: «La importancia de ser formal, la más trivial de las comedias mundanas, es una de las que producen ese placer intelectual por el que reconocemos lo bello.» Y añade más adelante: «La risa ligera de esta co-media se debe a la radioactividad de la obra misma, y no a unos gusa-nos de luz, colocados incongruentemente en su superficie. En ella nos sentimos despojados de nuestra envoltura corporal y compartimos con Wilde el placer de retozar en el mundo de la cuarta dimensión.» Cecil Georges Bazile, otro de sus biógrafos (recientemente fallecido), escribe: «Esta comedia introdujo en Inglaterra la fórmula moderna del teatro contemporáneo. Se acabaron las groseras adaptaciones francesas o ale-manas, se acabaron los melodramas vulgares que abrumaban la escena británica. Oscar Wilde substituyó todo esto por la comedia moderna en

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el sentido más estricto de la palabra. La sátira se mezcla con un diálo-go deslumbrante en el que brotan las frases ingeniosas y las paradojas.» ¡Gran preparador del terreno teatral, gran precursor de los comediógra-fos que luego habían de florecer, Bernard Shaw entre otros! El mismo lord Alfredo Douglas, en su libro Oscar Wilde y yo, tan rencorosamente femenil, se ve forzado a reconocer que: «La importancia de ser formal fue un éxito que dio más dinero y más gloria a Wilde que ninguna otra de sus obras». «Todo Londres fue a verla», añade. El valor de esta comedia se prueba igualmente, como decíamos refiriéndonos a Una mujer sin im-portancia, por el hecho de que estas obras wildeanas no pierden nunca su aroma de modernidad, son siempre jóvenes. El lector hallará en ésta ese tono original, ese ambiente de distinción tan naturalmente conseguidos por Wilde. Verá desfilar esos dos tipos de muchachitas casaderas, Cecilia y Gundelinda, gazmoñas deliciosamente enteradas. Saboreará la cómica solemnidad de lady Bracknell con sus ideas humorísticamente singula-res, pero fijas. Conocerá a Jack y a Algernon, muchachos graciosamente abúlicos, cínicos y románticos al mismo tiempo, ex colegiales de Oxford o de Cambridge, que empiezan a vivir en el mundo. Tipos de una inteli-gencia simpática, mimados por la fortuna. ¡Qué lección la de estos perso-najes frívolos, pero finamente agudos, para la juventud aristocrática que vemos actualmente, huera y antipática la mayoría de las veces, y perdida, perdida para siempre a todo cuanto signifique agilidad mental, ejercicio artístico del pensamiento! Conocerá también el lector a Lane, el criado, tipo que destila humorismo, concentrado, lacónico. A Lane, hermano de ficción de Phipps, el otro ayuda de cámara de lord Goring el admirable, a quien ya conoce el público(2). Sólo oyendo hablar a estos personajes, que luego recordaremos ya siempre, puede uno con perfecta precisión componer sus retratos físicos y morales. Aunque también sea el teatro wildeano teatro de acción, de trama interesante; buena prueba de ello es que, precisamente en estos días, el público parisiense admira complacido y la crítica francesa señala con encomio la proyección de la película, ba-sada en El abanico de lady Windermere (incluido también en este tomo), cuyo arreglo cinematográfico ha sido hecho por un importante director artístico germano-yanqui. Y hace ya años se proyectó también en París la película de El retrato de Dorian Gray. Hay además en estas comedias una frivolidad (esa frivolidad que tanto alabó Wilde frente al efectista y serio trascendentalismo, muy siglo XIX sobre todo), que por obra mágica de su arte se eleva hasta una verdadera filosofía de la vida smart, esa vida

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que puede ser un ambiente propicio al arte, precisamente por su desco-nocimiento y su alejamiento de la fea lucha por la existencia que sofoca, adultera y deshace temperamentos. ¡Qué buen sabor de boca dejan estos tres actos optimistas, llenos de enredos y de gracia, donde entre la charla chispeante surge con naturalidad la observación certera y original! ¡Y qué modelo proporciona Wilde (haciendo desde la altura privilegiada de su personalidad polifacética un juego, pero fino y artístico, de su talento) a los confeccionadores impunes y metalizados del entontecedor y aún no fenecido astracán, que figura en algunos teatros españoles, incorporado al repertorio, estorbando la entrada de obras dignas, que orienten y vayan educando a nuestros grandes públicos!

A Roberto Baldwin Ross, con estimación y afecto. PERSONAJES DE LA COMEDIAJuan Worthing, J. P.(3)Algernon Moncrieff.El Reverendo Canónigo Casulla, D. D.(4)Merriman, mayordomo.Lane, criado.Lady Bracknell.La Honorable(5) Gundelinda Fairfax.Cecilia Cardew.Miss Prism, institutriz.DECORACIONES DE LA COMEDIAActo primero: Saloncito íntimo en el pisito de Algernon Moncrieff,

en Half-Moon Street (Londres W.)Acto segundo: El jardín de la residencia solariega, en Woolton.Acto tercero: Gabinete en la residencia solariega, en Woolton.Época: La actual. Acto primeroDecoración Saloncito íntimo en el piso de Algernon, en Half-Moon-Street. La

habitación está lujosa y artísticamente amueblado. Óyese un piano en el cuarto contiguo. LANE está preparando sobre la mesa el servicio para el té de la tarde, y después que cesa la música entra ALGERNON.

ALGERNON. -¿Ha oído usted lo que estaba tocando, Lane? LANE. -No creí que fuese de buena educación escuchar, señor. ALGERNON. -Lo siento por usted, entonces. No toco correc-

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tamente -todo el mundo puede tocar correctamente-, pero toco con una expresión admirable. En lo que al piano se refiere, el sentimiento es mi fuerte. Guardo la ciencia para la Vida.

LANE. -Sí, señor. ALGERNON. -Y, hablando de la ciencia de la Vida, ¿ha hecho

usted cortar los sandwiches de pepino para lady Bracknell? LANE. -Sí, señor. (Los presenta sobre una bandeja.) ALGERNON. (Los examina, coge dos y se sienta en el sofá.)-

¡Oh!... Y a propósito, Lane: he visto en su libro de cuentas que el jueves por la noche, cuando lord Shoreman y míster Worthing cenaron conmi-go, anotó usted ocho botellas de champagne de consumo.

LANE. -Sí, señor; ocho botellas y cuarto. ALGERNON. -¿Por qué será que en una casa de soltero son, in-

variablemente, los criados los que se beben el champagne? Lo pregunto simplemente a título de información.

LANE. -Yo lo atribuyo a la calidad superior del vino, señor. He observado con frecuencia que en las casas de los hombres casados rara vez es de primer orden el champagne.

ALGERNON. -¡Dios mío! ¿Tan desmoralizador es el matrimo-nio?

LANE. -Yo creo que es un estado muy agradable, señor. Tengo de él poquísima experiencia, hasta ahora. No he estado casado, más que una vez. Fue a causa de una mala inteligencia entre una muchacha y Yo.

ALGERNON. (Lánguidamente.)-No sé si me interesa mucho su vida familiar, Lane.

LANE. -No, señor; no es un tema muy interesante. Yo nunca pienso en ella.

ALGERNON. -Es naturalísimo y no lo dudo. Nada más, Lane; gracias.

LANE. -Gracias, señor (Vase LANE.) ALGERNON. -¡Las ideas de Lane sobre el matrimonio parecen

algo relajadas. Realmente, si las clases inferiores no dan buen ejemplo, ¿para qué sirven en este mundo? Como clases,, parece que no tienen en absoluto sentido de responsabilidad moral. (Entra LANE.)

LANE. -Míster Ernesto Worthing. (Entra Jack(6). Vase LANE.) ALGERNON. -¿Cómo estás, mi querido Ernesto? ¿Qué te trae

a la ciudad? JACK. -¡Oh, la diversión, la diversión! ¿Qué otra cosa trae a la

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gente? ¡Ya te veo comiendo como de costumbre, Algy! ALGERNON. (Severamente.)-Creo que es costumbre en la buena

sociedad tomar un ligero refrigerio a las cinco. ¿Dónde has estado desde el jueves pasado?

JACK. (Sentándose en el sofá.)-En el campo. ALGERNON. -¿Y qué haces enterrado allí? JACK. (Quitándose los guantes.)-Cuando está uno en la ciudad, se

divierte uno solo. Cuando está uno en el campo, divierte a los demás. Lo cual es extraordinariamente aburrido.

ALGERNON. -¿Y quiénes son esas gentes a las que diviertes? JACK. (Con tono ligero)-¡Oh! Vecinos, vecinos. ALGERNON. -¿Has encontrado vecinos agradables en tu tierra

del Shropshire? JACK. -¡Perfectamente molestos! No hablo nunca con ninguno

de ellos. ALGERNON. -¡De qué modo más enorme debes divertirles! (Se

levanta y coge un «sandwich».) A propósito, ¿el Shropshire es tu tierra, verdad?

JACK. -¿Eh? ¿El Shropshire? Sí, claro, es. ¡Hola! ¿Por qué todas esas tazas? ¿Por qué esos sandwiches de pepino? ¿Por qué ese loco derro-che en un hombre tan joven? ¿Quién va a venir a tomar el té?

ALGERNON. -¡Oh! Solamente mi tía Augusta y Gundelinda. JACK. -¡Qué encanto! ¡Perfectamente! ALGERNON. -Sí, está muy bien; pero temo que a tía Augusta no

le agrade mucho que estés aquí. JACK. -¿Puedo preguntar por qué? ALGERNON. -Chico, tu manera de flirtear con Gundelinda es

perfectamente ignominiosa. Es casi tan inicua como la manera de flirtear Gundelinda contigo.

JACK. -Estoy enamorado de Gundelinda. He venido a Londres expresamente para declararme a ella.

ALGERNON. -Yo creí que habías venido a divertirte... A esto lo llamo yo venir a negocios.

JACK. -¡Qué poco romántico eres! ALGERNON. -Realmente, no veo nada romántico en una decla-

ración. Es muy romántico estar enamorado. Pero no hay nada romántico en una declaración definitiva. ¡Toma! Como que pueden decirle a un que sí. Yo creo que así sucede, generalmente. Y entonces, ¡se acabó todo apa-

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sionamiento! La verdadera esencia del romanticismo es la incertidumbre. Si alguna vez me caso, haré todo lo posible por olvidar el suceso.

JACK. -Eso no lo dudo, mi querido Algy. El Tribunal de Divorcio fue inventado especialmente para la gente que tiene la memoria, tan ex-traordinariamente constituida.

ALGERNON. -¡Oh, es inútil hacer reflexiones sobre este tema! Los divorcios se elaboran en el cielo... (JACK alarga la mano para coger un «sandwich». ALGERNON se interpone en el acto.) Hazme el favor de no tocar los sandwiches de pepino. Están preparados especialmente para tía Augusta. (Coge uno y se lo come.)

JACK. -¡Bueno, pues tú te los comes todo el tiempo! ALGERNON. -Eso es completamente distinto. Es mi tía. (Coge

el plato de debajo.) Ten un poco de pan con manteca. El pan con man-teca es para Gundelinda. Gundelinda está destinada al pan con manteca.

JACK. (Aproximándose a la mesa y sirviéndose él mismo.)-Y este pan y esta manteca son igualmente buenos.

ALGERNON. -Bien, mi querido amigo; pero no es necesario que comas así como si fueras a engullírtelo todo. Te conduces como si estuvieras casado ya con ella. No lo estás aún, ni creo que lo estés jamás.

JACK. -¿Por qué dices eso? ALGERNON. -Pues bien: en primer lugar, las muchachas no se

casan nunca con los hombres con quienes flirtean. No lo consideran decente.

JACK. -¡Oh, qué tontería! ALGERNON. -No lo es. Es una gran verdad. Eso explica el nú-

mero extraordinario de solteros que se ven por todas partes. En segundo lugar, yo no doy mi consentimiento.

JACK. -¡Tu consentimiento! ALGERNON. -Mi querido amigo, Gundelinda es prima hermana

mía. Y antes de permitir que te cases con ella tendrás que aclararme por completo la cuestión de Cecilia. (Toca el timbre.)

JACK. -¡Cecilia! ¿Qué quieres decir? ¿Qué quiere decir eso de Cecilia, Algy? No conozco a nadie que se llame Cecilia. (Entra LANE.)

ALGERNON. -Traiga la pitillera que se dejó míster Worthing en el salón de fumar la última vez que cenó aquí.

LANE. -Bien, señor. (Sale LANE.) JACK. -¿Eso quiere decir que te has guardado todo ese tiempo mi

pitillera? Podías haber tenido la bondad de comunicármelo. He estado

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escribiendo furiosas cartas a Scotland Yard(7) sobre esto. Estaba a punto de ofrecer una espléndida gratificación.

ALGERNON. -Muy bien; te ruego que la ofrezcas. Casualmente, estoy más a la cuarta pregunta que de costumbre.

JACK. -No hay que ofrecer ya una espléndida gratificación, puesto que se ha encontrado la cosa.

(Entra LANE con la pitillera sobre una bandeja. ALGERNON la coge inmediatamente. Sale LANE.)

ALGERNON. -Me veo precisado a decirte que me parece eso un poco roñoso en ti, Ernesto. (Abre la pitillera y la examina.) Sin embargo, no importa, porque ahora que veo la inscripción de la parte de dentro descubro que el objeto no es tuyo, después de todo.

JACK. -Claro que es mío. (Dirigiéndose hacia él.) Me lo has visto cien veces y no tienes ningún derecho a leer lo que hay escrito dentro. Es una cosa indigna de un caballero leer una pitillera particular.

ALGERNON. -¡Oh! Es absurdo tener una regla rigurosa e inva-riable sobre lo que debe y no debe leerse. Más de la mitad de la cultura moderna depende de lo que no debería leerse.

JACK. -Es un hecho del que estoy perfectamente enterado, y no me propongo discutir sobre la cultura moderna. No es un tema para ha-blar en privado. Yo necesito simplemente recuperar mi pitillera.

ALGERNON. -Sí; pero esta pitillera no es tuya. Esta pitillera es un regalo de alguien que se llama Cecilia, y tú has dicho que no conocías a nadie de ese nombre.

JACK. -Bueno, ya que insistes en saberlo: ocurre que Cecilia es mi tía.

ALGERNON. -¡Tu tía! JACK. -Sí. Y además, una señora vieja encantadora. Vive en Tun-

bridge Wells. Y ahora devuélveme eso, Algy. ALGERNON. -(Refugiándose detrás del sofá.)¿Pero por qué se

llama a sí misma «la pequeña Cecilia», si es tía tuya y si vive en Tunbridge Wells? (Leyendo.) «De parte de la pequeña Cecilia, con su más tierno amor».

JACK. (Dirigiéndose hacia el sofá y arrodillándose sobre él.)-Chico, ¿qué misterio hay en eso? Unas tías son altas y otras no lo son. Es ésta una cuestión sobre la cual debe estarle permitido a una tía decidir por sí misma. ¡Tú crees que todos las tías deben ser exactamente iguales a la tuya! ¡Eso es absurdo! ¡Por amor de Dios, devuélveme mi pitillera!

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(Persigue a ALGERNON alrededor de la estancia.) ALGERNON. -Sí. Pero, ¿por qué tu tía te llama tío suyo? «De par-

te de la pequeña Cecilia, con su más tierno amor, a su querido tío Jack». No hay nada censurable, lo reconozco, en que una tía sea pequeña; pero que una tía, sea cual fuere su tamaño, llame tío a su propio sobrino, es lo que no puedo comprender. Además, tú no te llamas Juan, en absoluto; te llamas Ernesto.

JACK. -No, no me llamo Ernesto; me llamo Juan. ALGERNON. -Tú siempre me has dicho que eras Ernesto: Yo te

he presentado a todo el mundo como Ernesto. Tú respondes al nombre de Ernesto. Tienes aspecto de llamarte Ernesto. Eres la persona de as-pecto más formal(8) que he visto en mi vida. Es perfectamente absurdo decir que no te llamas Ernesto. Está en tus tarjetas. Aquí hay una. (Saca una de su cartera.) «Míster Ernesto Worthing, B. 4, Albany.» La conser-varé como prueba de que tu nombre es Ernesto, si alguna vez intentas negármelo a mí, a Gundelinda o a cualquier otro. (Se guarda la tarjeta en el bolsillo.)

JACK. -Pues bien, sea; me llamo Ernesto en la ciudad y Jack en el campo, y la pitillera me la dieron en el campo.

ALGERNON. -Sí; pero eso no explica por qué tu pequeña tía Ce-cilia, que vive en Tunbridge Wells, te llama su querido tío. Vamos, chico; harías mucho mejor en soltar la cosa de una vez.

JACK. -Mi querido Algy, hablas exactamente igual que un saca-muelas, y es muy vulgar hablar lo mismo que un sacamuelas cuando no lo es uno. Hace mala impresión.

ALGERNON. -Claro; eso es; precisamente, lo que hacen siempre los sacamuelas. ¡Vaya, continúa! Cuéntamelo todo. Te advierto que siem-pre he sospechado que eras un consumado y secreto Bunburysta, y ahora estoy completamente seguro.

JACK. -¿Bunburysta? ¿Qué diablos quieres decir con eso de Bun-burysta?

ALGERNON. -Te revelaré el significado de esa expresión incom-parable, en cuanto tengas la suficiente bondad para informarme de por qué eres Ernesto en la ciudad y Jack en el campo.

JACK. -Bueno; pero dame mi pitillera primero. ALGERNON. -Aquí está. (Le entrega la pitillera.) Ahora formula

tu explicación, y te ruego que la hagas inverosímil. (Se sienta en el sofá.) JACK. -Mi querido amigo, no hay absolutamente nada inverosímil

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en mi explicación. En realidad, es perfectamente vulgar. El viejo míster Thomas Cardew, que me prohijó cuando era yo niño, me nombró en su testamento tutor de su nieta, miss Cecilia Cardew. Cecilia me llama tío por motivos de respeto que tú serías incapaz de apreciar; vive en mi casa en el campo, al cuidado de su admirable institutriz, miss Prism.

ALGERNON. -A propósito, ¿dónde está ese sitio en el campo? JACK. -Eso no te importa, querido. No vamos a invitarte... Lo

que puedo decirte con franqueza es que ese sitio no está en el Shropshire. ALGERNON. -¡Ya me lo suponía, amigo, mío! He Bunburyzado

todo el Shropshire en dos ocasiones distintas. Ahora, sigue. ¿Por qué eres Ernesto en la ciudad y Jack en el campo?

JACK. -Mi querido Algy, no sé si serás capaz de comprender mis verdaderos motivos. No eres lo suficientemente serio. Cuando se desempeñan las funciones de tutor, tiene uno que adoptar una actitud moral elevadísima en todos las cuestiones. Es un deber hacerlo. Y como una actitud moral elevada es realmente muy poco ventajosa para la salud y la felicidad, a fin de poder venir a Londres, he simulado siempre que tenía un hermano menor llamado Ernesto, que vive en Albany, y que se mete en los más horrorosos berenjenales. Esta es, mi querido Algy, toda la verdad, pura y sencilla.

ALGERNON. -La verdad, es rara vez pura y nunca sencilla ¡La vida moderna sería aburridísima si la verdad fuera una u otra cosa, y la literatura moderna completamente imposible!

JACK. -No estaría del todo mal. ALGERNON. -La crítica literaria no es tu fuerte, chico. No in-

tentes hacerla. Debes dejarla a los que no han estado en la Universidad. ¡La hacen tan bien en los periódicos! Tú eres realmente un Bunburysta. Tenía yo razón en absoluto al decir que eras un Bunburysta. Eres uno de los Bunburystas más adelantados que conozco.

JACK. -¿Qué demonios quieres decir? ALGERNON. -Tú has inventado un hermano menor utilísimo,

llamado Ernesto, a fin de poder venir a Londres cuantas veces quieres. Yo he inventado un inestimable enfermo crónico, llamado Bunbury, a fin de poder marcharme al campo cuando me parece. Bunbury es ente-ramente inestimable. Sin la mala salud extraordinaria de Bunbury, no me sería posible, por ejemplo, cenar contigo esta noche en Willis, pues estoy comprometido con tía Augusta hace más de una semana.

JACK. -Yo no te he invitado a cenar conmigo en ninguna parte

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esta noche. ALGERNON. -Ya lo sé. Eres de una dejadez absurda cuando

se trata de enviar invitaciones. Es una tontería por tu parte. Nada irrita tanto a la gente como no recibir invitaciones.

JACK. -Harías mucho mejor en cenar con tu tía Augusta. ALGERNON. -No tengo la menor intención de hacer semejante

cosa. Primeramente, he cenado con ella el lunes, y cenar con parientes una vez a la semana es muy suficiente. En segundo lugar, siempre que ceno allí, me tratan como a un miembro de la familia y me obligan a marcharme solo o con dos invitadas. En tercer lugar, sé perfectamente al lado de quién me colocaría esta noche. Me colocaría al lado de Mary Farquhar, que flirtea siempre con su marido de un extremo a otro de la mesa. Y esto no es muy agradable. En realidad, no es ni siquiera de-cente... Y es una costumbre que toma un incremento enorme. Es com-pletamente escandaloso el número de señoras en Londres que flirtean con sus maridos. ¡Hace tan mal efecto! Es, sencillamente, como lavar en público la ropa limpia. Además, ahora que sé que eres un Bunburysta consumado, deseo, como es natural, hablarte del Bunburysmo. Quiero revelarte sus reglas.

JACK. -Yo no soy Bunburysta en absoluto. Si Gundelinda me dice que sí, mataré realmente a mi hermano. Le mataré de todas maneras. Cecilia se interesa un poco demasiado por él. Es más bien una lata. Así es que voy a deshacerme de Ernesto. Y te aconsejo vivamente que hagas lo mismo con míster..., con ese amigo tuyo enfermo que tiene un nombre tan absurdo.

ALGERNON. -Nada me moverá a deshacerme de Bunbury, y si te casas alguna vez, lo cual me parece extraordinariamente problemático, te alegrarás mucho de conocer a Bunbury. Un hombre que, se casa sin conocer a Bunbury se encontrará siempre aburridísimo.

JACK. -Eso es una tontería. Si me caso con una muchacha tan en-cantadora como Gundelinda -y es la única muchacha que he visto en mi vida con la que querría casarme-, te garantizo que no tendré necesidad de conocer a Bunbury.

ALGERNON. -Entonces querrá conocerle tu mujer. Pareces no darte cuenta de que en la vida conyugal tres son una compañía y dos no.

JACK. (Sentenciosamente.)-Mi querido y joven amigo, esa es la teoría que el corruptor teatro francés ha venido propagando durante estos cincuenta últimos años.

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ALGERNON. -Sí; y eso es lo que el venturoso hogar inglés ha demostrado en la mitad de ese tiempo.

JACK. -¡Por amor de Dios! No intentes ser cínico. Es facilísimo serlo.

ALGERNON. -Hoy día, mi querido amigo, no hay nada fá-cil. Existe una competencia estúpida para todo. (Se oye sonar un timbre eléctrico) ¡Ah! Esa debe de ser tía Augusta. Únicamente los parientes o los acreedores llaman de esa manera wagneriana. Vamos, si logro entre-tenerla durante diez minutos, para que tengas ocasión de declararte a Gundelinda, ¿podré cenar contigo esta noche en Willis?

JACK. -Si te empeñas, es de suponer. ALGERNON. -Sí, pera que sea en serio. Detesto a la gente que

no se porta seriamente cuando se trata de comidas. ¡Demuestra tal trivia-lidad por su parte!

(Entra LANE.) LANE. -Lady Bracknell y miss Fairfax. (ALGERNON se adelanta

al encuentro de ellas.)(Entran LADY BRACKNELL y GUNDELINDA.) LADY BRACKNELL. -Buenas tardes, querido Algernon. Siem-

pre bueno, ¿verdad? ALGERNON. -Me siento muy bien, tía Augusta. LADY BRACKNELL. -Lo cual no es lo mismo; me refería yo a

la otra bondad. En realidad esas dos cosas van pocas veces juntas. (Ve a JACK y le hace un saludo glacial.)

ALGERNON. (A GUNDELINDA.)-¡Dios mío, qué elegante estás!

GUNDELINDA. -¡Yo siempre estoy elegante! ¿No es verdad, míster Worthing?

JACK. -Es usted absolutamente perfecta, miss Fairfax. GUNDELINDA. -¡Oh! Espero no serlo, No tendría entonces

ocasión de mejorar y procuro mejorar en muchas cosas. (GUNDELIN-DA y JACK se sientan juntos en un rincón.)

LADY BRACKNELL. -Siento haber llegado un poco tarde, Al-gernon, pero no he tenido más remedio que ir a ver a nuestra querida lady Harbury. No había estado allí desde la muerte de su pobre marido. No he visto nunca una mujer tan cambiada; enteramente parece veinte años más joven. Y ahora voy a tomar una taza de té y uno de esos exqui-sitos sandwiches de pepino que me prometiste.

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ALGERNON. -Muy bien, tía Augusta. (Se dirige hacia la mesa del té.)

LADY BRACKNELL. -¿Quieres venir a sentarte aquí, Gunde-linda?

GUNDELINDA. -Gracias, mamá; estoy aquí muy cómoda. ALGERNON. (Levantando aterrado la bandeja vacía.)-¡Dios mío!

¡Lane!, ¿cómo no hay aquí sandwiches de pepino? Los encargué espe-cialmente.

LANE. (Con gran seriedad.)-No había pepinos en el mercado esta mañana, señor. He ido dos veces.

ALGERNON. -¿Que no había pepinos? LANE. -No, señor. Ni siquiera pagando al contado. ALGERNON. -Está bien, Lane; gracias. LANE. -Gracias, señor. (Vase.) ALGERNON. -Me desconsuela muchísimo, tía Augusta, que no

hubiese allí pepinos, ni siquiera pagando al contado. LADY BRACKNELL. -No importa, Algernon. He tomado unas

pastas con lady Harbury, que me parece vive ahora dedicada en absoluto a darse buena vida.

ALGERNON. -He oído decir que se le había vuelto el pelo com-pletamente rubio de pena.

LADY BRACKNELL. -El color ha cambiado realmente. Lo que no sabría decir, como es natural, es la causa de ese cambio. (Algernon cruza la estancia y sirve el té.) Gracias. Tengo un verdadero agasajo para ti esta noche, Algernon. Pienso que hagas compañía a Mary Farquhar. Es una mujer verdaderamente deliciosa ¡y tan cariñosa con su marido! Resulta encantador verlos.

ALGERNON. -Temo, tía Augusta, tener que renunciar al placer de cenar con usted esta noche.

LADY BRACKNELL. (Frunciendo el ceño.)-Espero que no, Al-gernon. Me desbaratarías la mesa por completo. Tu tío tendría que cenar arriba. Afortunadamente ya está acostumbrado.

ALGERNON. -Es muy fastidioso, y no necesito decirle lo que me contraría, pero el hecho es que acabo precisamente de recibir un tele-grama diciéndome que mi pobre amigo Bunbury está otra vez gravísimo. (Cambiando una mirada con JACK.) Creen que debo estar allí con él.

LADY BRACKNELL. -Es muy extraño. Ese míster Bunbury padece una mala salud singularísima.

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ALGERNON. -Sí; el pobre Bunbury es un caso desesperado. LADY BRACKNELL. -Bueno, pues debo decirte, Algernon, que

a mi juicio es hora ya de que míster Bunbury se decida por fin a vivir o a morirse. Su indecisión en esto es absurda. No apruebo en modo algu-no- la simpatía moderna hacia los enfermos desahuciados. La considero morbosa. La enfermedad, sea la que fuese, no es cosa que debe alentarse en el prójimo. La salud es el primer deber en la vida. Se lo estoy diciendo siempre a tu pobre tío, pero él no parece hacer mucho caso... a juzgar por la leve mejoría que experimenta en sus dolencias. Te quedaría muy obligada si le suplicases a míster Bunbury de mi parte que hiciese el favor de no tener recaída el sábado, pues cuento contigo para preparar mi con-cierto. Es mi última recepción y necesito algo que anime las conversacio-nes, sobre todo a fines de temporada cuando la gente ha dicho, realmente todo lo que tenía que decir, lo cual no era mucho, probablemente, en la mayoría de los casos.

ALGERNON. -Hablaré a Bunbury, tía Augusta, si es que no ha perdido aún la cabeza, y creo poder prometerla a usted que estará muy bien el sábado. Claro es que el concierto ofrece grandes dificultades. Mire usted, si se toca buena música, la gente no escucha, y si se toca música mala, la gente no habla. Pero repasaré el programa que he redactado, si quiere usted tener la amabilidad de entrar en la habitación de al lado un momento.

LADY BRACKNELL. -Gracias, Algernon. Eres muy previsor. (Levantándose y siguiendo a ALGERNON.) Estoy segura de que el programa quedará encantador, después de algunos expurgos. No puedo permitir canciones francesas. La gente parece siempre creer que son in-decentes, y o ponen unas caras escandalizadas, lo cual es vulgar, o se ríen a carcajadas, lo cual es peor aún. Pero el alemán suena a idioma perfec-tamente respetable, y realmente yo creo que lo es. Gundelinda, ¿quieres venir conmigo?

GUNDELINDA. -Voy, mamá. (LADY BRACKNELL y AL-GERNON pasan a la sala de música. GUNDELINDA se queda atrás.)

JACK. -¡Qué hermoso día hace, miss Fairfax! GUNDELINDA. -No me hable usted del tiempo, míster Wor-

thing, se lo ruego. Siempre que una persona me habla del tiempo, tengo la absoluta seguridad de que quiere dar a entender otra cosa. Y eso me pone nerviosísima.

JACK. -Yo quiero dar a entender otra cosa.

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La importancia de ser formal

GUNDELINDA. -Ya me lo figuraba. Realmente no me equivoco nunca.

JACK. -Y yo quisiera que me fuese permitido aprovechar la oca-sión favorable creada por la ausencia momentánea de lady Bracknell...

GUNDELINDA. -Yo le aconsejaría, sin duda, que lo hiciese. Mamá tiene una manera de volver a entrar de repente en una habitación, que me ha obligado a reñirla muchas veces.

JACK. (Nerviosamente.)-Miss Fairfax, desde que la conocí a us-ted, la admiré más que a ninguna otra muchacha... Desde que la conocí a usted... la conocí...

GUNDELINDA. -Sí, ya estoy perfectamente enterada de eso. Y con frecuencia he deseado que hubiera usted sido más expresivo, en público, por lo menos. Ha tenido usted siempre para mí un encanto irre-sistible. Aun antes de conocerle, estaba usted lejos de serme indiferente. (JACK la mira atónito.) Vivimos, como usted sabe, míster Worthing, en una época de ideales. Es un hecho que nos recuerdan constantemente en las revistas mensuales más caras, y que ha llegado, según me han dicho, hasta los púlpitos de provincias; y mi ideal ha sido siempre amar a un hombre que se llamase Ernesto. Hay en ese nombre algo que inspira una absoluta confianza. Desde el momento en que Algernon me indicó que tenía un amigo llamado Ernesto, comprendí que estaba destinada a amarle a usted.

JACK. -¿Me ama usted de verdad, Gundelinda? GUNDELINDA. -¡Apasionadamente! JACK. -¡Alma mía! No sabe usted lo feliz que me hace. GUNDELINDA. -¡Mi Ernesto! JACK. -¿Pero no querrá usted realmente decir que no podría

amarme si no me llamase Ernesto? GUNDELINDA. -Pero usted se llama Ernesto. JACK. -Sí, ya lo sé. Pero suponiendo que me llamase de otro

modo, quiere usted decir que entonces la sería imposible amarme? GUNDELINDA. (Con volubilidad.)-¡Ah! Eso es evidentemente

una especulación metafísica, y como la mayoría de las especulaciones metafísicas tiene muy poca relación con los hechos efectivos de la vida real, tal como los conocemos.

JACK. -Personalmente, amor mío, se lo digo con toda franqueza, me tiene sin cuidado llamarme Ernesto... No creo que ese nombre me siente del todo bien.

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Oscar Wilde

GUNDELINDA. -Le sienta a usted perfectamente. Es un nom-bre divino. Tiene música propia. Produce vibraciones.

JACK. -Pues yo, la verdad, Gundelinda, debo confesar que hay, a mi juicio, una porción de nombres mucho más bonitos. Creo que Jack, por ejemplo, es un nombre encantador.

GUNDELINDA. -¿Jack?... No; tiene poquísima música ese nom-bre, si es que realmente tiene alguna. No conmueve. No produce abso-lutamente ninguna vibración... He conocido varios Jacks, y todos ellos, sin excepción, eran de una fealdad extraordinaria. Además, Jack es el nombre corriente de los infinitos Juanes, criados(9). Y yo compadezco a toda mujer que se casa con un hombre llamado Juan. Probablemente no la estará permitido conocer jamás el placer arrebatador de un solo momento de soledad. Realmente, el único nombre que merece confianza es Ernesto.

JACK. -Gundelinda, es preciso que vaya a bautizarme..., digo, es preciso que nos casemos inmediatamente. No hay un momento que perder.

GUNDELINDA. -¿Casarnos, míster Worthing? JACK. (Estupefacto.)-Naturalmente... Ya sabe usted que la amo,

miss Fairfax, y usted me ha hecho creer que yo no la era completamente indiferente.

GUNDELINDA. -Le adoro. Pero usted no se me ha declarado todavía. No me ha hablado usted para nada de casamiento. No se ha tratado ni siquiera de ese asunto.

JACK. -Bueno... ¿Puedo declararme ahora? GUNDELINDA. -Me parece que sería una ocasión admirable.

Y para evitarle toda posible desilusión, míster Worthing, creo leal ma-nifestarle con toda franqueza y de antemano que estoy completamente decidida a decirle que sí.

JACK. -¡Gundelinda! GUNDELINDA. -Sí, míster Worthing, ¿qué tiene usted que

decirme? JACK. -Ya sabe usted lo que tengo que decirle. GUNDELINDA. -Sí, pero usted no lo dice. JACK. -Gundelinda, ¿quiere usted casarse conmigo? (Se arrodilla.) GUNDELINDA. -Claro que quiero, vida mía. ¡Cuánto tiempo ha

tardado usted en decirlo! Temo que tenga usted muy poca experiencia en materia de declaraciones.

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La importancia de ser formal

JACK. -No he amado a nadie en el mundo más que a usted, en-canto mío.

GUNDELINDA. -Sí, pero los hombres se declaran muchas veces para ejercitarse. Sé que mi hermano Gerardo lo hace. Todas mis amigas me lo dicen. ¡Qué ojos azules más maravillosos tiene usted, Ernesto! Son completamente, completamente azules. Espero que me mirará us-ted siempre así, sobre todo cuando haya gente delante. (Entra LADY BRACKNELL.)

LADY BRACKNELL. -¡Míster Worthing! ¡Levántese usted, caba-llero, de esa postura semiacostada! Es muy indecorosa.

GUNDELINDA. -¡Mamá! (Él intenta levantarse; ella se lo impi-de.) Te ruego encarecidamente que te retires. Éste no es tu sitio. Además, míster Worthing no ha acabado del todo.

LADY BRACKNELL. -¿Acabado el qué, si puedo preguntarlo? GUNDELINDA. -Soy la prometida de míster Worthing, mamá.

(Se levantan ambos.) LADY BRACKNELL. -Perdona, tú no eres la prometida de nadie.

Cuando seas la prometida de alguien, yo, o tu padre, si su salud se lo per-mite, te lo comunicaremos. Es cosa que debe presentársele a una mucha-cha como una sorpresa, agradable o desagradable, según los casos. No es asunto que pueda permitírsele arreglar por su cuenta... Y ahora tengo que hacerle a usted unas cuantas preguntas, míster Worthing. Mientras se las hago, espérame abajo en el coche, Gundelinda.

GUNDELINDA. (En tono de reproche)-¡Mamá! LADY BRACKNELL. - ¡En el coche, Gundelinda! (Gundelinda

se dirige hacia la puerta. Ella y Jack se tiran besos por detrás de lady Brac-knell. Lady Bracknell mira vagamente a su alrededor, como intentando comprender qué ruido es aquél. Por último, se vuelve.) ¡Gundelinda, al coche!

GUNDELINDA. -Sí, mamá. (Sale, volviéndose para mirar a Jack.) LADY BRACKNELL. (Sentándose.)-Puede usted sentarse, míster

Worthing. (Saca de su bolsillo un cuadernito de notas y un lápiz.) JACK. -Gracias, lady Bracknell; prefiero estar de pie. LADY BRACKNELL. (Lápiz y cuadernito de notas en mano.)-

Me creo en la obligación de decirle que no está usted en mi lista de muchachos elegibles, aunque tengo la misma que mi querida duquesa de Bolton. En realidad, operamos juntas. No obstante lo cual estoy comple-tamente dispuesta a anotar el nombre de usted si sus respuestas son las

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que requiere una madre verdaderamente cariñosa. ¿Fuma usted? JACK. -Pues bien, sí; debo confesar que fumo. LADY BRACKNELL. -Me alegro saberlo. Un hombre debe siem-

pre tener una ocupación cualquiera. Hay demasiados hombres ociosos en Londres. ¿Qué edad tiene usted?

JACK. -Veintinueve años. LADY BRACKNELL. -Una edad excelente para casarse. He sido

siempre de opinión de que un hombre que desea casarse, debería saberlo todo o no saber nada ¿Cuál es su caso?

JACK. (Después de una ligera vacilación.)-Yo no sé nada, lady Bracknell.

LADY BRACKNELL. -Me alegro. No consiento la menor intro-misión de la ignorancia natural. La ignorancia es como un delicado fruto exótico; se la toca y desaparece la pelusilla. La teoría de la educación mo-derna es íntegra y radicalmente falsa. Afortunadamente, en Inglaterra al menos, la educación no produce el menor efecto. Si lo produjese, repre-sentaría un serio peligro para las clases altas, y daría lugar probablemente a actos de violencia en Grosvenor Square. ¿Qué renta tiene usted?

JACK. -De siete a ocho mil libras al año. LADY BRACKNELL. (Tomando nota en su cuadernito.)-¿En

tierras o en inversiones? JACK. -En inversiones, principalmente. LADY BRACKNELL. -Eso es satisfactorio. Entre los deberes

que la esperan a una en el transcurso de la vida y los deberes que la exi-gen a una después de muerta, la tierra ha dejado de ser en todo caso un beneficio o un placer. Le da a una posición y le impide mantenerla. Eso es todo lo que puede decirse de la tierra.

JACK. -Tengo una casa de campo con unas tierras, anejas a ella, claro es, unas novecientas cuarenta y tantas fanegas, creo yo; pero no depende de eso mi verdadera renta. En realidad, por lo que he podido comprobar, los cazadores furtivos son los únicos que sacan algo de ella.

LADY BRACKNELL. -¡Una casa de campo! ¿Cuántas alcobas? Bueno, ese punto puede aclararse después. ¿Tiene usted casa en Londres, me figuro? Una muchacha de un carácter tan sencillo y poco maleado, como Gundelinda, no hay que pensar ni por un momento, en que viva en el campo.

JACK. -Sí, tengo una casa en la plaza de Belgravia, pero está alquilada por años a lady Bloxham. Claro es que puedo disponer de ella

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La importancia de ser formal

siempre que quiera, avisando con seis meses de anticipación. LADY BRACKNELL. -¿Lady Bloxham? No la conozco. JACK. -¡Oh! Sale poquísimo. Es una señora de edad muy avan-

zada. LADY BRACKNELL. -¡Ah! En los tiempos que corren eso no

es una garantía de respetabilidad personal. ¿Qué número de la plaza de Belgravia?

JACK. -Ciento cuarenta y nueve. LADY BRACKNELL. (Moviendo la cabeza)-El lado que no está

de moda. Ya me figuraba yo que había algo. Sin embargo, eso podría modificarse fácilmente

JACK. -¿La moda o el lado? LADY BRACKNELL. (Con seriedad.)-Supongo que ambos, si es

preciso. ¿Qué es usted en política? JACK. -Pues bien, temo realmente no ser nada. Soy liberal unio-

nista(10). LADY BRACKNELL. -¡Oh! Eso le coloca entre los tories(11).

Cenan con nosotros. O vienen a hacernos la tertulia por la noche en todo caso. Y ahora, vamos a los asuntos secundarios. ¿Sus padres viven?

JACK. -He perdido a mis padres. LADY BRACKNELL. -Perder a uno de los dos, míster Worthing,

puede considerarse como una desgracia; perder a los dos parece una negligencia. ¿Quién era su padre? Evidentemente, un hombre de alguna fortuna. ¿Había nacido en lo que los periódicos radicales llaman la púr-pura del comercio, o se había encumbrado en la esfera de la aristocracia?

JACK. -Temo realmente no saberlo. El hecho es, lady Bracknell, que la he dicho que había perdido a mis padres. Estaría más cerca de la verdad diciendo que mis padres parecen haberme perdido... Actualmente no sé quién soy por mi nacimiento. Fui... bueno, fui encontrado.

LADY BRACKNELL. -¡Encontrado! JACK. -El difunto míster Thomas Cardew, anciano caballeroso, de

carácter muy caritativo y de benévolo, me encontró y me dio el nombre de Worthing, porque la casualidad hizo que tuviera en aquel momento en su bolsillo un billete de primera clase para Worthing. Worthing es un pueblo del condado de Sussex. Es una playa concurrida.

LADY BRACKNELL. -¿Dónde le encontró a usted ese caballero caritativo que tenía un billete de primera clase para esa playa concurrida?

JACK. (Gravemente.)-En un saco de mano.

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LADY BRACKNELL. -¿En un saco de mano? JACK. (Con mucha seriedad.)-Sí, lady Bracknell. Estaba yo en un

saco de mano -un saco de mano un tanto grande, de cuero negro, con asas-; en fin, un saco de mano corriente.

LADY BRACKNELL. -¿En qué punto tropezó ese míster James, o Thomas Cardew, con ese saco de mano corriente?

JACK. -En el guardarropa de la estación Victoria. Se lo dieron equivocadamente por el suyo.

LADY BRACKNELL. -¿En el guardarropa de la estación Vic-toria?

JACK. -Sí. Línea de Brighton. LADY BRACKNELL. -La línea no tiene importancia. Míster

Worthing, confieso que me siento un poco turbada por lo que acaba usted de decirme. Nacer, o por lo menos haber sido criado en un saco de mano, ya sea con asas o sin ellas, me parece una manifestación de desprecio hacia el decoro de la vida de familia, que recuerda los peores excesos de la Revolución Francesa. ¿Y supongo que sabrá usted adónde condujo aquel desdichado movimiento? En cuánto al sitio exacto en el cual fue encontrado el saco de mano, el guardarropa de una estación de ferrocarril podría servir para ocultar una indiscreción social -y realmente es muy probable que haya sido utilizado para ese fin antes de ahora-, pero no podría, en modo alguno, considerarse como una base segura para cimentar una posición reconocida en la buena sociedad.

JACK. -¿Puedo preguntarle qué me aconsejaría usted hacer? No necesito decirle que lo haría todo por asegurar la felicidad de Gundelin-da.

LADY BRACKNELL. -Le aconsejaría vivamente, míster Wor-thing, que procurase adquirir algunos parientes lo antes posible, y que hiciera un esfuerzo decisivo para presentar por lo menos a uno de los dos autores de sus días, de cualquier sexo, antes de que haya terminado del todo la temporada.

JACK. -Pues no veo cómo voy a arreglármelas para eso. Puedo presentar el saco de mano en cualquier momento. Lo tengo en mi casa, en mi cuarto de aseo. Creo que podría usted realmente darse por satisfe-cha con eso, lady Bracknell.

LADY BRACKNELL. -¡Yo, caballero! ¿Qué tengo yo que ver con eso? ¡No se imaginará usted que yo y lord Bracknell vamos a cometer la locura de casar a nuestra hija única -una muchacha educada con el mayor

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La importancia de ser formal

cuidado-, en un guardarropa ni a contraer parentesco con un bulto de viaje! ¡Buenos días, míster Worthing! (LADY BRACKNELL sale rápida-mente con una majestuosa indignación.)

JACK. -¡Buenos días! (ALGERNON, desde el aposento contiguo, toca una marcha nupcial. JACK, con aire muy furioso, se dirige hacia la puerta.) ¡Por amor de Dios, no toques esa pieza fúnebre, Algy! ¡Qué idio-ta eres! (Cesa la música y entra ALGERNON, con cara risueña.)

ALGERNON. -¿Salió todo bien, chico? ¿No irás a decirme que te dio calabazas Gundelinda? Sé que es una costumbre suya. Está siempre rechazando pretendientes. Lo encuentro muy mal en ella.

JACK. -¡Oh! Con Gundelinda la cosa marcha como sobre ruedas. Por lo que a ella se refiere, somos novios. Su madre es completamente inaguantable. No he tropezado nunca con una Gorgona semejante... En realidad, no sé a qué se parece una Gorgona, pero estoy segurísimo de que lady Bracknell lo es. De todas maneras, es un monstruo, sin ser un mito, lo cual resulta más bien injusto... Perdóname, Algy. Me parece que no debía hablar así de tu tía, delante de ti.

ALGERNON. -¡Pero, hombre, si a mí me gusta oír maltratar a mis parientes! Es lo único que me los hace soportables. Los parientes son sencillamente un hatajo de gente fastidiosa, que no tiene la más remota noción de cómo hay que vivir, ni el más ligero instinto de cuándo debe morirse.

JACK. -¡Oh, eso es un disparate! ALGERNON. -¡No lo es! JACK. -Bueno, no quiero discutirlo. Tú siempre necesitas discu-

tirlo todo. ALGERNON. -Precisamente, para eso están hechas las cosas

desde sus orígenes. JACK. -Te doy mi palabra de que si yo pensase eso me mataría...

(Una pausa.) ¿Tú crees, Algy, que hay alguna probabilidad de que Gun-delinda llegue a parecerse a su madre dentro de ciento cincuenta años?

ALGERNON. -Todas las mujeres llegan a parecerse sus madres. Esa es su tragedia. Los hombres, ninguno se parece. Y es la suya.

JACK. -¡Eso es muy ingenioso! ALGERNON. -¡Está perfectamente expresado! Y es tan cierto

como puede serlo cualquier observación en la vida civilizada. JACK. -Estoy harto por completo de inteligencia. Hoy día todo el

mundo es inteligente. No puedes ir a ninguna parte sin encontrarte con

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personas inteligentes. La cosa ha llegado a ser una verdadera calamidad pública. Le pido al cielo que deje unos cuantos tontos.

ALGERNON. -Los hay. JACK. -Me gustaría muchísimo encontrármelos. ¿De qué hablan? ALGERNON. -¿Los tontos? ¡Oh! De los listos, como es natural. JACK. -¡Qué tontos! ALGERNON. -A propósito. ¿Le has dicho a Gundelinda la ver-

dad, que eras Ernesto en Londres y Jack en el campo? JACK. (Con marcado aire de protección.)-Amigo mío, la verdad

no es en absoluto lo que se dice a una muchacha bonita, agradable e in-teligente. ¡Qué ideas más extraordinarias tienes sobre la manera de tratar a una mujer!

ALGERNON. -La única manera de tratar a una mujer es hacerla el amor, si es bonita o hacérselo a otra, si es fea.

JACK. -¡Oh! ¡Esa es una tontería! ALGERNON. -¿Y qué le has dicho de tu hermano, del perdido

de Ernesto? JACK. -¡Oh! Antes de fin de semana me habré desembarazado de

él. Diré que ha muerto en París, de apoplejía. Muchísima gente muere de apoplejía de un modo repentino, ¿verdad?

ALGERNON. -Sí, pero es hereditario, chico. Es una de las cosas que vienen de familia. Harías mucho mejor en hablar de un fuerte en-friamiento.

JACK. -¿Estás seguro de que un fuerte enfriamiento no es heredi-tario, de que no es nada familiar?

ALGERNON. -Claro que no lo es. JACK. -Entonces, muy bien. A mi pobre hermano Ernesto se le

ha llevado pateta repentinamente, en París, un fuerte enfriamiento. Ya me he desembarazado de él.

ALGERNON. -¿Pero me parece que dijiste que... miss Cardew demostraba demasiado interés por tu pobre hermano Ernesto? ¿No su-frirá ella mucho con su muerte?

JACK. -¡Oh! La cosa irá bien. Cecilia, me complace decirlo, no es una muchacha tonta, romántica. Tiene un apetito excelente, da largos paseos y no presta ninguna atención a sus lecciones.

ALGERNON. -Me gustaría realmente conocer a Cecilia. JACK. -Ya tendré yo buen cuidado de impedírtelo. Es excesiva-

mente bonita y tiene dieciocho años recién cumplidos.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. -¿Y le has dicho a Gundelinda que tienes una pu-pila, excesivamente bonita, de dieciocho años recién cumplidos?

JACK. -¡Oh! Hay que hablar a la gente con consideración. Cecilia y Gundelinda acabarán seguramente por ser íntimas amigas. Te apuesto lo que quieras a que a la media hora de conocerse se llaman mutuamente hermanas.

ALGERNON. -Las mujeres sólo hacen eso después de llamarse otra porción de cosas. Ahora, mi querido amigo, si queremos tener una buena mesa en Willis, necesitamos ir a vestirnos en seguida. ¿Sabes que son cerca de las siete?

JACK. (En tono irritado.)-¡Oh! Siempre son cerca de las siete. ALGERNON. -Bueno, pero yo tengo hambre. JACK. -Sería la primera vez que supiese que no la tenías. ALGERNON. -¿Qué vamos a hacer después de cenar? ¿Ir al

teatro? JACK. -¡Oh, no! Me molesta escuchar. ALGERNON. -Bueno, iremos al Club. JACK. -¡Oh, no! Me es odioso hablar. ALGERNON. -Bueno, podríamos dar una vuelta por el Empi-

re(12) a las diez. JACK. -¡Oh, no! Me resulta insoportable ver cosas. ¡Es tan tonto! ALGERNON. -Entonces, ¿qué hacemos? JACK. -¡Nada! ALGERNON. -Es penosísimo no hacer nada. Sin embargo, yo

no estoy dispuesto a ese penoso trabajo, cuando no tiene algún objeto... (Entra LANE.)

LANE. -Miss Fairfax.(Entra GUNDELINDA. Sale LANE.) ALGERNON. -¡Gundelinda, a fe mía! GUNDELINDA. -Algy, ten la bondad de volverte de espaldas.

Tengo que decir algo muy particular a míster Worthing. ALGERNON. -Realmente, Gundelinda, no sé si puedo permitir

eso de ninguna manera. GUNDELINDA. -Algy, tú siempre adoptas una actitud rigurosa-

mente inmoral frente a la vida. No eres aún lo suficientemente viejo para eso. (ALGERNON se retira hacia la chimenea.)

JACK. -¡Vida mía! GUNDELINDA. -Ernesto, puede que nunca nos casemos. Por

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la expresión de la cara de mamá, temo que no lo estemos jamás, Hoy día son poquísimos los padres que hacen caso de lo que dicen sus hijos. El antiguo respeto hacia los jóvenes desaparece rápidamente. Si alguna vez tuve cierta influencia sobre mamá, la perdí a los tres años de edad. Pero aunque pueda ella impedirnos llegar a ser marido y mujer, aunque pueda yo casarme con otro y casarme muchas veces, nada de lo que haga podrá alterar mi eterno amor hacia usted.

JACK. -¡Gundelinda mía! GUNDELINDA. -La historia de su romántico origen, tal como

me la ha relatado mamá, con comentarios desagradables, ha conmovido, como es natural, las fibras más profundas de mi ser. Su nombre de pila tiene un encanto irresistible. La sencillez de su carácter le hace a usted exquisitamente incomprensible para mí. Tengo sus señas de Londres, en Albany. ¿Cuáles son sus señas en el campo?

JACK. -Manor House, Woolton, condado de Hertford. (AL-GERNON, que ha estado escuchando atentamente, se sonríe para sí mismo y escribe las señas en un puño de la camisa. Luego coge la Guía de Ferrocarriles.)

GUNDELINDA. -¿Supongo que habrá un buen servicio de Co-rreos? Puede ser necesario hacer alguna cosa desesperada. Claro es que eso requeriría seria reflexión. Me cartearé con usted a diario.

JACK. -¡Alma mía! GUNDELINDA. -¿Cuánto tiempo permanecerá usted en Lon-

dres? JACK. -Hasta el lunes. GUNDELINDA. -¡Bien! Algy, ya puedes volverte. ALGERNON. -Gracias; ya me he vuelto. GUNDELINDA. -Puedes también llamar al timbre. JACK. -¿Me permitirá usted acompañarla hasta su coche, encanto

mío? GUNDELINDA. -Claro que sí. JACK. (A LANE, que acaba de entrar.)-Yo acompañaré a miss

Fairfax. LANE. -Bien, señor. (Salen JACK y GUNDELINDA. LANE

presenta a ALGERNON varias cartas en una bandeja. Puede suponerse que son facturas, pues ALGERNON, después de mirar los sobres, las rompe.)

ALGERNON. -Una copa de Jerez, Lane.

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LANE. -Sí, señor. ALGERNON. -Mañana, Lane, voy a Bunburyzar. LANE. -Bien, señor. ALGERNON. -Probablemente no volveré hasta el lunes. Puede

usted prepararme el frac, el smoking y el vestuario completo de Bun-bury...

LANE. -Bien, señor, (Deja el Jerez sobre la mesa.) ALGERNON. -Espero que hará buen día mañana, Lane. LANE. -Nunca hace buen día, señor. ALGERNON. -Lane, es usted muy pesimista. LANE. -Hago lo que puedo para agradar, señor.(Entra JACK. Sale LANE.) JACK. -¡Qué muchacha tan sensata, tan inteligente! La única mu-

chacha que me ha gustado en mi vida. (ALGERNON se ríe a carcajadas.) ¿Qué es lo que te divierte tanto?

ALGERNON. -¡Oh! Estoy un poco inquieto por ese pobre Bun-bury, eso es todo.

JACK. -Si no tienes cuidado, tu amigo Bunbury te meterá en un lío serio algún día.

ALGERNON. -Me gustan los líos. Son las únicas cosas que no han sido nunca serias.

JACK. -¡Oh! Esas son tonterías, Algy. No dices nunca más que tonterías.

ALGERNON. -Nadie hace otra cosa. (JACK le mira con indig-nación y sale del cuarto. Algernon enciende un cigarrillo, lee lo que ha escrito en el puño de su camisa y sonríe.)

CAE EL TELÓN

Acto segundoDecoración Jardín en la residencia solariega, en Woolton. Una escalinata de

piedra gris conduce a la casa. El jardín, un jardín a la antigua, está lleno de rosas. Época, el mes de julio. Unos sillones de mimbre y una mesa cubierta de libros están colocados bajo un corpulento tejo. MISS PRISM aparece sentada ante la mesa. Al fondo, CECILIA regando las flores.

MISS PRISM. (Llamando.)-¡Cecilia! ¡Cecilia! Indudablemente una

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ocupación tan utilitaria como la de regar flores es más bien obligación de Moulton que suya. Sobre todo en los momentos en que están esperán-dola los placeres intelectuales. Su gramática alemana está sobre la mesa. Tenga usted la bondad de abrirla por la página 15. Repetiremos la lección de ayer.

CECILIA. (Acercándose muy despacio.)-¡Pero si a mí no me gusta el alemán! Es una lengua que no sienta absolutamente nada bien. Sé perfectamente que parezco feísima después de mi lección de alemán.

MISS PRISM. -Hija mía, ya sabe usted el afán que tiene su tutor porque adelante usted en todo. Ayer, al marchar a Londres, insistió espe-cialmente sobre el alemán. En realidad, insiste siempre sobre el alemán cuando se va a Londres.

CECILIA. -¡Es tan serio mi querido tío! A veces lo es tanto, que llego a creer si no se encontrará del todo bien.

MISS PRISM.(Con firmeza.)- Su tutor goza de una salud inme-jorable, y la gravedad de su porte es particularmente encomiable en un hombre como él, relativamente joven. No conozco a nadie que tenga un sentido tan alto del deber y de la responsabilidad.

CECILIA. -Supongo que ésa debe ser la causa de que parezca algo aburrido, muchas veces, cuando estamos los tres juntos.

MISS PRISM. -¡Cecilia! Me sorprende usted. Míster Worthing ha tenido muchos disgustos en su vida. La alegría sin motivo y la frivolidad resultarían fuera de lugar en su conversación. Debe usted recordar la inquietud constante en que le tiene su hermano, ese desgraciado joven.

CECILIA. -Quisiera yo que el tío Jack permitiese a su hermano, a ese desgraciado joven, que viniese por aquí de cuando en cuando. Podría-mos ejercer una influencia benéfica sobre él MISS PRISM. Estoy segura de que usted la ejercería realmente. Usted sabe alemán y geología, y esta clase de cosas influyen muchísimo sobre un hombre. (CECILIA empieza a escribir en su diario.)

MISS PRISM.(Moviendo la cabeza.)-Ni siguiera creo que produ-jese yo el menor efecto en un carácter que, según confiesa su mismo her-mano, es irremediablemente débil y vacilante. A decir verdad, no estoy muy segura de que quisiera yo reformarle. No soy partidaria de esa manía moderna de convertir a personas malas en buenas, en un santiamén. Que cada cual recoja lo que sembró. Debe usted cerrar su diario, Cecilia. Real-mente, no comprendo en absoluto por qué lleva usted un diario.

CECILIA. -Lo llevo para anotar los secretos maravillosos de mi

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La importancia de ser formal

vida. Si no los apuntase, probablemente los olvidaría por completo. MISS PRISM. -La memoria, mi querida Cecilia, es el diario que

todos llevamos con nosotros. CECILIA. -Sí, pero por regla general no registra más que las cosas

que no han sucedido nunca, ni podían suceder. Yo Creo que la memoria es responsable de casi todas las novelas en tres tomos que Mudie(13) nos remite.

MISS PRISM. -No hable usted con desprecio de las novelas en tres tomos, Cecilia. Yo también escribí una en mis años juveniles.

CECILIA. -¿De verdad, miss Prism? ¡Qué prodigiosamente lista es usted! Me figuro que no acabaría bien. No me gustan las novelas que acaban bien. Me deprimen muchísimo.

MISS PRISM. -Los buenos acaban bien y los malos acaban mal. Es decir, lo que se propone la Ficción.

CECILIA. -Me lo supongo. Pero parece muy injusto. ¿Y se pu-blicó su novela.

MISS PRISM. -¡Ay, no! Desgraciadamente el manuscrito fue aban-donado. (CECILIA se estremece.) Empleo la palabra en el sentido de perdido o traspapelado. Estas consideraciones son perfectamente inne-cesarias para los trabajos de usted.

CECILIA. (Sonriendo.)-Pero aquí veo a nuestro querido doctor Casulla, que viene por el jardín.

MISS PRISM. (Levantándose y yendo hacia él.)-¡El doctor Casulla! Es para mí una verdadera satisfacción. (Entra el canónigo CASULLA.)

CASULLA. -¿Qué tal vamos esta mañana? ¿Supongo que estará usted bien, miss Prism?

CECILIA. -Miss Prism se quejaba hace un momento de un poco de jaqueca. Yo creo que la sentaría muy bien dar una vueltecita con usted por el parque, doctor Casulla.

MISS PRISM. -Cecilia, yo no he hablado para nada de jaqueca. CECILIA. -No, mi querida miss Prism, ya lo sé, pero yo he sen-

tido instintivamente que tenía usted jaqueca. Realmente en eso estaba yo pensando y no en mi lección de alemán, cuando ha llegado el rector.

CASULLA. -Espero, Cecilia, que no será usted una distraída. CECILIA. -¡Oh! Temo serlo. CASULLA. -Es raro. Si yo tuviera la suerte de ser discípulo de

miss Prism, estaría pendiente de sus labios. (MISS PRISM abre mucho los ojos.) Hablo metafóricamente... Mi metáfora estaba tomada de las

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abejas. ¡Ejem! ¿Supongo que míster Worthing no ha regresado todavía de Londres?

MISS PRISM. -No le esperamos hasta el lunes por la tarde. CASULLA. -¡Ah, sí! Generalmente le gusta pasar el domingo

en Londres. No es de los que piensan únicamente en divertirse, como parece ser el caso de ese desdichado joven, hermano suyo. Pero no debo distraer por más tiempo a Egeria y su discípula.

MISS PRISM. -¿Egeria? Me llamo Leticia, doctor. CASULLA. (Inclinándose.)-Es una simple alusión clásica, tomada

de los autores paganos. ¿Las veré seguramente a las dos en el oficio de Vísperas de esta tarde?

MISS PRISM. -Me parece, querido, que voy a dar una vueltecita con usted. Realmente noto que tengo jaqueca y un paseo puede sentarme bien.

CASULLA. -Con mucho gusto, miss Prism; con mucho gusto. Podemos llegar hasta las escuelas y volver.

MISS PRISM. -Eso resultará delicioso. Cecilia, hará usted el favor de estudiar su lección de Economía política, durante mi ausencia. El capítulo sobre la baja de la rupia puede usted saltárselo. Es demasiado sensacional. Hasta esos problemas monetarios tienen su lado melodra-mático. (Se va por el jardín con el doctor CASULLA.)

CECILIA. (Recogiendo los libros y tirándolos sobre la mesa)-¡Fuera la horrible Economía política! ¡Fuera la horrible Geografía! ¡Fue-ra, fuera, el horrible alemán! (Entra con una tarjeta sobre una bandeja.)

MERRIMAN. -Míster Ernesto Worthing acaba de llegar en coche de la estación. Ha traído su equipaje consigo.

CECILIA. (Cogiendo la tarjeta y leyéndola.)-«Míster Ernesto Worthing, B. 4, The Albany, W.» ¡El hermano del tío Jack! ¿Le ha dicho usted que míster Worthing estaba en Londres?

MERRIMAN. -Sí, señorita. Y ha parecido muy contrariado. Le he dicho que la señorita y miss Prism estaban en el jardín. Ha dicho que tenía mucho interés en hablar con usted reservadamente un momento.

CECILIA. -Dígale a míster Ernesto Worthing que venga aquí. Y creo que haría usted bien en indicar al ama de llaves que le preparase cuarto.

MERRIMAN. -Bien, señorita. (Sale, MERRIMAN.) CECILIA. -Hasta ahora no he conocido todavía a ningún indivi-

duo verdaderamente malo. Me siento un poco asustada. Mucho me temo

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que se parezca a todos los demás. ¡Y se parece! (Entra ALGERNON muy alegre y desenvuelto.)

ALGERNON. (Quitándose el sombrero.)-Seguramente usted es mi primita Cecilia.

CECILIA. -Está usted en un gran error. No soy pequeña. Ver-daderamente me parece que estoy más crecida de lo corriente, para mi edad. (ALGERNON la contempla un poco asombrado.) Pero soy la pri-ma Cecilia. Ya veo por su tarjeta que es usted el hermano del tío Jack, mi primo Ernesto, el bribón de mi primo Ernesto.

ALGERNON. -¡Oh! Yo no soy realmente un bribón ni mucho me-nos, prima Cecilia. No vaya usted a creer que soy un bribón.

CECILIA. -Si no lo es, nos ha estado usted entonces engañando indudablemente a todos de la manera más imperdonable. Espero que no habrá usted llevado una doble existencia, fingiéndose un bribón y siendo en realidad un hombre bueno siempre. Eso sería una hipocresía.

ALGERNON. (Mirándola con estupefacción.)-¡Oh! Claro es que he sido un poco atolondrado.

CECILIA. -Me alegro saberlo. ALGERNON. -Verdaderamente, ya que habla usted de eso, he

sido todo lo malo que he podido en mi breve vida. CECILIA. -No creo que deba usted envanecerse de ello, aunque

seguramente haya sido muy agradable. ALGERNON. -Mucho más agradable es estar aquí con usted. CECILIA. -Lo que no puedo comprender es cómo está usted

aquí. El tío Jack no ha de regresar hasta el lunes por la tarde. ALGERNON. -Es una gran contrariedad. Me veo en la precisión

de marcharme el lunes por la mañana, en el primer tren. Tengo una cita de negocios a la que me interesa muchísimo... faltar.

CECILIA. -¿Y no podría usted faltar a ella en cualquier sitio que no fuese en Londres?

ALGERNON. -No; la cita es en Londres. CECILIA. -Bueno, ya sé, naturalmente, lo importante que es no

acudir a una cita de negocios, cuando se quiere conservar cierto sentido de la belleza de la vida, pero, sin embargo, creo que haría usted mejor en esperar el regreso del tío Jack. Sé que desea hablar con usted de su emigración.

ALGERNON. -¿De mi qué? CECILIA. -De su emigración. Ha ido a comprarle a usted el

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Oscar Wilde

equipo. ALGERNON. -No permitiré de ninguna manera a Jack que me

compre el equipo. No tiene gusto en absoluto para las corbatas. CECILIA. -No creo que le hagan falta corbatas. El tío Jack piensa

enviarle a usted a Australia. ALGERNON. -¡A Australia! Antes la muerte. CECILIA. -Pues el miércoles por la noche, durante la cena, dijo

que tendría usted que elegir entre este mundo, el otro mundo y Australia. ALGERNON. -¡Ah! Bueno. Los informes que he recibido de

Australia y del otro mundo no son extraordinariamente alentadores. Este mundo es bastante bueno para mí, prima Cecilia.

CECILIA. -Sí, ¿pero es usted bastante bueno para él? ALGERNON. -Temo no serlo. Por eso quiero que me reforme

usted. Podría usted hacer de eso su misión, si no le parece mal. CECILIA. -Temo no tener tiempo esta tarde. ALGERNON. -Bueno, ¿le parece a usted que me reforme a mí

mismo esta tarde? CECILIA. -Sería un poco quijotesco por su parte. Pero creo que

debía usted intentarlo. ALGERNON. -Lo intentaré. Me siento ya mejor. CECILIA. -Tiene usted peor cara. ALGERNON. -Eso es porque tengo hambre. CECILIA. -¡Qué imprevisión la mía! Debía haberme acordado de

que cuando va uno a empezar una vida completamente nueva hay que hacer comidas metódicas y sanas. ¿Quiere usted entrar?

ALGERNON. -Gracias. ¿Podría llevarme antes una flor para el ojal? No tengo nunca apetito como no lleve una flor en el ojal.

CECILIA. -¿Una Mariscal Niel? (Coge unas tijeras.) ALGERNON. -No, preferiría una rosa sonrosada. CECILIA. -¿Por qué? (Corta una flor.) ALGERNON. -Porque parece usted una rosa sonrosada, prima

Cecilia. CECILIA. -No creo que esté bien que me hable usted como me

habla. Miss Prism no me dice nunca esas cosas. ALGERNON. -Será entonces una vieja miope. (CECILIA le

pone la rosa en el ojal.) Es usted la muchacha más bonita que he visto en mi vida.

CECILIA. -Miss Prism, dice que los encantos físicos son un lazo.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. -Un lazo en el que todo hombre sensato querría dejarse coger.

CECILIA. -¡Oh! Creo que a mí no me gustaría coger a un hombre sensato. No sabría de qué hablar con él. (Entran en la casa. MISS PRISM y el doctor CASULLA vuelven.)

Miss Prism. -Está usted muy solo, mi querido doctor Casulla, Debería usted casarse. Puedo comprender un misántropo, ¡pero un mu-jerántropo jamás!

CASULLA. (Con un escalofrío de hombre docto.)-No merezco, créame, un vocablo de tan marcado neologismo. El precepto, así como la práctica de la Iglesia primitiva, eran claramente opuestos al matrimonio.

MISS PRISM.(Sentenciosamente.)-Esa es sin duda alguna la razón de que la Iglesia primitiva no haya durado hasta nuestros días. Y usted parece no darse cuenta, mi querido doctor, de que un hombre que se empeña en permanecer soltero se convierte en una perpetua tentación pública. Los hombres deberían ser más prudentes; su celibato mismo es el que pierde a las naturalezas frágiles.

CASULLA. -¿Pero es que un hombre no tiene el mismo atractivo cuando está casado?

MISS PRISM. -Un hombre casado no tiene nunca atractivo más que para su mujer.

CASULLA. -Y con frecuencia, según me han dicho, ni siquiera para ella.

MISS PRISM. -Eso depende de las simpatías intelectuales de la mujer. Se puede siempre confiar en la edad madura. Se puede dar crédito a la madurez. Las mujeres jóvenes están verdes. (El doctor CASULLA se estremece.) Hablo en lenguaje de horticultura. Mi metáfora estaba tomada de las frutas. ¿Pero dónde está Cecilia?

CASULLA. -Tal vez nos haya seguido a las escuelas. (Entra JACK muy despacio por el fondo del jardín. Viene vestido de luto riguroso, con una gasa negra sobre la cinta del sombrero y guantes negros.)

MISS PRISM. -¡Míster Worthing! CASULLA. -¿Míster Worthing? MISS PRISM. -Esto es realmente una sorpresa. No le esperába-

mos a usted hasta el lunes por la tarde. JACK. (Estrechando la mano de MISS PRISM con ademán

trágico.)-He regresado antes de lo que esperaba. ¿Supongo que estará usted bien, doctor Casulla?

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Oscar Wilde

CASULLA. -Mi querido míster Worthing, ¿espero que ese traje de luto no significará ninguna terrible calamidad?

JACK. -Mi hermano. MISS PRISM. -¿Más deudas vergonzosas, más locuras? CASULLA. -¿Sigue haciendo siempre su vida de placer? JACK. (Inclinando la cabeza.)-¡Muerto! CASULLA. -¿Ha muerto su hermano Ernesto? JACK. -Del todo. MISS PRISM. -¡Qué lección para él! Espero que le servirá. CASULLA. -Míster Worthing, le doy a usted mi sincero pésame.

Tiene usted al menos el consuelo de saber que fue usted siempre el más generoso y el más indulgente de los hermanos.

JACK. -¡Pobre Ernesto! Tenía muchos defectos, pero es un golpe doloroso, muy doloroso.

CASULLA. -Muy doloroso, en efecto. ¿Estaba usted con él en sus últimos momentos?

JACK. -No. Ha muerto en el extranjero; en París, sí. Recibí anoche un telegrama del gerente del Gran Hotel.

CASULLA. -¿Indicaba la causa de la muerte? JACK. -Un fuerte enfriamiento, según parece. MISS PRISM. -Cada hombre recoge lo que siembra. CASULLA.(Levantando la mano.)-¡Caridad, mi querida miss

Prism; caridad! Ninguno de nosotros es perfecto. Yo mismo tengo una debilidad especial por el juego de las damas. ¿Y el entierro, tendrá lugar aquí?

JACK. -No. Parece ser que expresó el deseo de que le enterrasen en París.

CASULLA. -¡En París! (Moviendo la cabeza.) Temo que ese detalle indique la poca sensatez de su estado de ánimo en los últimos momentos. Deseará usted, sin duda, que haga yo el domingo próximo alguna ligera alusión a esta desgracia doméstica. (JACK le aprieta la mano convulsivamente.) Mi sermón sobre el significado del maná en el de-sierto puede adaptarse a casi todas las situaciones alegres o, como en el presente caso, luctuosas. (Todos suspiran.) Lo he predicado en fiestas de segadores, en bautizos, confirmaciones, días de penitencia y días solem-nes. La última vez que lo pronuncié fue en la Catedral, como sermón de caridad a beneficio de la preventiva contra el descontento entre las clases altas. Al obispo, que estaba presente, le causaron mucha impresión algu-

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La importancia de ser formal

nas de las comparaciones que hice. JACK. -¡Ah! ¿No ha hablado usted de bautizos, doctor Casulla?

Porque eso me recuerda una cosa. ¿Supongo que sabrá usted bautizar muy bien? (El doctor CASULLA se queda estupefacto.) Quiero decir como es natural, que estará usted bautizando continuamente, ¿no es eso?

MISS PRISM. -Siento decir que ese es uno de los deberes más constantes del rector en esta parroquia. Yo he hablado más de una vez a las clases menesterosas sobre ese asunto. Pero parecen ignorar lo que es economía.

CASULLA. -Pero, ¿hay algún niño determinado por quien se inte-resa usted, míster Worthing? Su hermano creo que era soltero, ¿verdad?

JACK. -¡Oh, sí! MISS PRISM. (Con amargura.)-La gente que vive únicamente para

el deleite lo suele ser. JACK. -Pero no es para ningún niño, mi querido doctor. Me gus-

tan mucho los niños. ¡No! El caso es que quisiera yo ser bautizado esta tarde, sí no tiene usted nada mejor que hacer.

CASULLA. -¿Pero seguramente, míster Worthing, estará usted ya bautizado?

JACK. -No recuerdo absolutamente nada. CASULLA. -¿Pero tiene usted alguna duda importante sobre eso? JACK. -Creo tenerla. Claro es que no sé si la cosa le molestará a

usted si le parezco ya un poco viejo. CASULLA. -No, por cierto. La aspersión y hasta la inmersión de

los adultos son prácticas, perfectamente canónicas. JACK. -¡La inmersión! CASULLA. -No tenga usted cuidado. Basta con la aspersión, y

es inclusive lo que le aconsejo. ¡Está el tiempo tan variable! ¿A qué hora desea usted que se efectúe la ceremonia?

JACK. -¡Oh! Podríamos quedar en las cinco, si a usted le conviene. CASULLA. -¡Perfectamente, perfectamente! Tengo además otras

dos ceremonias similares a esa hora. Han nacido recientemente dos ge-melos en una de las quintas alejadas de la finca de usted. El pobre Jen-kins, el carretero, es un hombre que trabaja de firme.

JACK. -¡Oh! No me parece muy chistoso ser bautizado en com-pañía de otros rorros. Sería infantil. ¿Le parecería a usted bien a las cinco y media?

CASULLA. -¡Admirablemente! ¡Admirablemente! (Saca el reloj.)

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Y ahora, mi querido míster Worthing, no quiero molestar más tiempo en su casa, sumida en la pesadumbre. Le aconsejaría tan solo que no se deja-se abatir demasiado por el dolor. Las que nos parecen pruebas amargas, son muchas veces beneficios disfrazados.

MISS PRISM. -Esto me parece un beneficio evidente. (Entra CECILIA, que viene de la casa.)

CECILIA. -¡Tío Jack! ¡Oh! Me alegro muchísimo de verle a usted ya de vuelta. ¡Pero qué traje tan horrible se ha puesto usted! Vaya usted a cambiar de ropa.

MISS PRISM. -¡Cecilia! CASULLA. -¡Hija mía! ¡Hija mía! (CECILIA se dirige hacia JACK;

éste la besa en la frente con aire melancólico.) CECILIA. -¿Qué ocurre, tío Jack? ¡Póngase usted alegre! Parece

que tiene usted dolor de muelas. ¡Qué sorpresa le preparo! ¿Quién cree usted que está en el comedor? ¡Su hermano!

JACK. -¿Quién? CECILIA. -Su hermano Ernesto. Ha llegado hace una media hora. JACK. -¡Qué disparate! Yo no tengo hermano. CECILIA. -¡Oh, no diga usted eso! Por mal que se haya portado

con usted anteriormente, no por eso deja de ser su hermano. No es po-sible que tenga usted tan poco corazón como para renegar de él. Voy a decirle que salga. Y le dará usted la mano, ¿verdad, tío Jack? (Corriendo, vuelve a entrar en la casa.)

CASULLA. -Estas sí que son noticias alegres. MISS PRISM. -Después de estar todos nosotros resignados a

su pérdida, ese retorno inesperado me parece singularmente calamitoso. JACK. -¿Que mi hermano está en el comedor? No sé qué querrá

decir todo esto. Lo encuentro completamente absurdo.(Entran ALGERNON y CECILIA, cogidos de la mano. Se dirigen

muy despacio hacia JACK.) JACK. -¡Santo Dios! (Con un gesto ordena a ALGERNON que

se marche.) ALGERNON. -Hermano John, he venido desde Londres para

decirte que siento muchísimo todos los disgustos que te he dado y que estoy decidido a enmendarme por completo en lo sucesivo. (JACK le mira con ojos furibundos y no le tiende la mano.)

CECILIA. -Tío Jack, ¿no irá usted a negarle la mano a su propio hermano?

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La importancia de ser formal

JACK. -Nada me moverá a estrechar su mano. Su venida aquí me parece ignominiosa. Él sabe muy bien por qué.

CECILIA. -Tío Jack, sea usted bueno. Siempre hay algo bueno en todo el mundo. Ernesto me hablaba precisamente de su pobre amigo paralítico, míster Bunbury, al que visita con mucha frecuencia. Y segura-mente tiene que haber mucha bondad en quien la tiene con un enfermo, y renuncia a los placeres de Londres para sentarse junto a un lecho de dolor.

JACK. -¡Oh! Ha estado hablando de Bunbury, ¿verdad? CECILIA. -Sí, me ha contado todo cuanto se refiere a ese pobre

míster Bunbury, y a su terrible estado de salud. JACK. -¡Bunbury! Bueno, pues no quiero que vuelva a hablarte de

Bunbury ni de nada. ¡Es para volverse completamente loco! ALGERNON. -Reconozco, naturalmente, que es mía toda la

culpa. Pero debo decir, y así lo creo, que la frialdad de mi hermanó John me es particularmente dolorosa. Yo esperaba una acogida más calurosa, sobre todo teniendo en cuenta que es la primera vez que vengo aquí.

CECILIA. -Tío Jack, si no le da usted la mano a Ernesto, no se lo perdonaré nunca.

JACK. -¿Qué no me perdonarás nunca? CECILIA. -¡Nunca, nunca, nunca! JACK. -Bueno, es la última vez que lo hago. (Le da la mano a

ALGERNON, mirándole con ojos llameantes.) CASULLA. -¿Es muy agradable, verdad, presenciar una reconcilia-

ción tan perfecta? Yo creo, que podíamos dejar solos a los dos hermanos. MISS PRISM. -Cecilia, ¿tendrá usted la bondad de venirle con

nosotros? CECILIA. -Claro que sí, miss Prism. Mi pequeño trabajo de re-

conciliación ha terminado. CASULLA. -Ha realizado usted una acción muy hermosa, hija

mía. MISS PRISM. -No debemos ser prematuros en nuestros juicios. CECILIA. -Me siento muy dichosa.(Salen todos; menos JACK y ALGERNON.) JACK. -Y tú, Algy, joven sinvergüenza, tienes que marcharte de

aquí lo antes posible. ¡No permito ningún Bunburysmo aquí!(Entra MERRIMAN.) MERRIMAN. -He puesto las cosas de míster Ernesto en la habi-

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tación contigua a la del señor. ¿Supongo que estará bien? JACK. -¿El qué? MERRIMAN. -El equipaje de míster Ernesto. Lo he desempaque-

tado y lo he puesto en la habitación contigua a la del señor. JACK. -¿Su equipaje? MERRIMAN. -Sí, señor. Tres maletas, un neceser de viaje, dos

sombrereras y una fiambrera grande. ALGERNON. -Temo no poder quedarme más de una semana. JACK. -Merriman, mande usted enganchar el coche en seguida.

Míster Ernesto tiene que regresar repentinamente a Londres. MERRIMAN. -Bien, señor. (Vuelve a la casa.) ALGERNON. -¡Qué mentiroso más tremendo eres, Jack! Yo no

tengo que regresar a Londres en absoluto. JACK. -Ya lo creo que tienes que regresar. ALGERNON. -No sabía yo que me llamaba nadie. JACK. -Tu deber de caballero te llama allí. ALGERNON. -Mi deber de caballero no se ha metido nunca para

nada en mis diversiones. JACK. -Lo comprendo perfectamente. ALGERNON. -Además, Cecilia es encantadora. JACK. -No tienes que hablar así de miss Cardew. Me desagrada

muchísimo. ALGERNON. -Bueno, y a mí no me gusta nada tu traje. Te da

un aspecto muy ridículo. ¿Por qué demonios no vas a cambiarte de ropa? Resulta una completa niñería ponerse de luto riguroso por un hombre que va a pasarse de hecho una semana entera contigo, en tu casa, en ca-lidad de huésped. Yo lo califico de grotesco. JACK. -Ten la seguridad de que no te pasas conmigo una semana entera ni como huésped ni como nada. Tienes que marcharte... en el tren de las cuatro y cinco.

ALGERNON. -Ten la seguridad de que yo no me marcho de tu casa mientras estés de luto. Sería la mayor falta de amistad. Supongo que si estuviera yo de luto te quedarías acompañándome, y si no lo hacías me parecería una gran falta de cariño.

JACK. -Bueno; ¿te marcharás si me cambio de traje? ALGERNON. -Sí, con tal de que no tardes demasiado. No he

visto nunca a nadie que tarde tanto en vestirse y con tan pobre resultado. JACK. -Pues, después de todo, mejor es eso que no ir siempre tan

excesivamente elegante como tú.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. -Si algunas veces voy excesivamente elegante, lo compenso siendo siempre excesivamente educado.

JACK. -Tu vanidad es ridícula, tu conducta un ultraje y tu presen-cia en mi jardín completamente absurda. Sea como fuere, tendrás que tomar el tren de las cuatro y cinco y te desearé buen viaje hasta Londres. Este Bunburysmo, como tú lo llamas, no ha sido un gran éxito para ti. (Se interna en la casa.)

ALGERNON. -Pues yo creo que ha sido un gran éxito. ¡Estoy enamorado de Cecilia, y esto es todo! (Entra CECILIA por el fondo del jardín. Coge la regadera y se pone a regar las flores.) Pero es preciso que la vea antes de irme, y que lo prepare todo para otro Bunbury. ¡Ah, hela aquí!

ALGERNON. -¡Oh! No he vuelto más que a regar las rosas. Creí que estaba usted con el tío Jack.

ALGERNON. -Ha ido a decir que enganchen el coche para mí. CECILIA. -¡Ah! ¿Va a llevarle a usted a dar un buen paseo? ALGERNON. -Va a echarme. CECILIA. -Entonces, ¿tenemos que separarnos? ALGERNON. -Eso temo. Es una separación muy dolorosa. CECILIA. -Siempre es doloroso separarse de las personas que ha

conocido uno recientemente. La ausencia de los antiguos amigos puede sobrellevarse con serenidad. Pero una separación, aun siendo momen-tánea, de una persona que acaban de presentarnos, es casi intolerable.

ALGERNON. -Gracias.(Entra MERRIMAN.) MERRIMAN. -El coche está en la puerta, señor. (ALGERNON

mira suplicante a CECILIA.) CECILIA. -Diga usted que espere... cinco minutos, Merriman. MERRIMAN. -Bien, miss.(Sale MERRIMAN.) ALGERNON. -Espero, Cecilia, que no la ofenderé si la declaro

con toda franqueza, abiertamente, que me parece usted por todos estilos la personificación visible de la perfección absoluta.

CECILIA. -Creo que su franqueza le honra mucho, Ernesto. Si usted me lo permite, copiaré sus observaciones en mi diario. (Va hacia la mesa y se pone a escribir en el diario.)

ALGERNON. -¿Lleva usted de verdad un diario? Daría cualquier cosa por echarle un vistazo. ¿Me deja usted?

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CECILIA. -¡Oh, no! (Coloca su mano sobre el diario.) Compren-derá usted que esto es, sencillamente, la relación de los pensamientos e impresiones de una muchacha muy joven, y que está hecho, por consi-guiente, con la intención de publicarlo. Cuando aparezca en volumen, espero que pedirá usted un ejemplar. Pero continúe usted, Ernesto; se lo ruego. Me encanta escribir al dictado. Me he quedado en «perfección absoluta». Puede usted continuar. Estoy dispuesta a seguir escribiendo.

ALGERNON. (Algo cortado.)-¡Ejem! ¡Ejem! CECILIA. -¡Oh, no tosa usted, Ernesto! Cuando se dicta hay que

hablar con soltura y sin toser. Además, no sé cómo se escribe tos. (Va escribiendo a medida que habla ALGERNON.)

ALGERNON. (Hablando muy de prisa.)-Cecilia, desde que con-templé por primera vez su maravillosa e incomparable belleza, me he atrevido a amarla a usted locamente, apasionadamente, fervorosamente, desesperadamente.

CECILIA. -Yo creo que no debía usted decirme que me ama locamente, apasionadamente, fervorosamente, desesperadamente. Des-esperadamente parece no tener mucho sentido, ¿verdad?

ALGERNON. -¡Cecilia! (Entra MERRIMAN.) MERRIMAN. -Señor, el coche está esperando. ALGERNON. -Dígale usted que vuelva la semana próxima, a la

misma hora. MERRIMAN. (Mirando a CECILIA, que no le hace ningún

caso.)-Bien, señor. (Vase MERRIMAN.) CECILIA. -El tío Jack se disgustaría mucho si supiese que iba

usted a quedarse hasta la semana próxima, a la misma hora. ALGERNON. -¡Oh! Me tiene sin cuidado Jack. No me preocupa

nadie en el mundo entero más que usted. La amo, Cecilia. ¿Quiere usted casarse conmigo?

CECILIA. -¡Tontín! Claro que sí. ¡Como que somos novios hace ya tres meses!

ALGERNON. -¿Hace ya tres meses? CECILIA. -Sí, el jueves hará tres meses justos. ALGERNON. -Pero, ¿y cómo nos hemos hecho novios? CECILIA. -Pues desde que el querido tío Jack nos confesó que

tenía un hermano menor que era muy malo y muy perdido, se convir-tió usted, naturalmente, en el tema principal de las conversaciones entre miss Prism y yo. Y claro es que un hombre de quien se habla mucho

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La importancia de ser formal

resulta siempre muy atrayente. Siente una que debe haber algo en él, después de todo. Confieso que fue una necedad mía, pero me enamoré de usted, Ernesto.

ALGERNON. -¡Vida mía! ¿Y cuándo empezó, realmente, el no-viazgo?

CECILIA. -El jueves 14 de febrero último. Cansada de que igno-rase usted por completo mi existencia, decidí acabar de un modo o de otro, y después de una larga lucha conmigo misma, le dije a usted que sí, debajo de ese añoso y amado árbol. Al día siguiente compré este peque-ño anillo en nombre de usted y esta es la pulsera con el verdadero lazo del amor que le he prometido a usted llevar siempre.

ALGERNON. -¿Y se la di yo a usted? Es muy bonita, ¿verdad? CECILIA. -Sí, tiene usted un gusto admirable, Ernesto. Esa es la

disculpa que yo he dado siempre a la mala vida que llevaba usted. Y esta es la cajita en donde guardo todas sus amadas cartas. (Se arrodilla ante la mesa, abre la caja y enseña unas cartas atadas con una cinta azul.)

ALGERNON. -¡Mis cartas! ¡Pero mi encantadora Cecilia, si yo no la he escrito a usted jamás ninguna carta!

CECILIA. -No necesita usted recordármelo, Ernesto. Demasiado bien sé que he tenido que escribirlas por usted. Escribía siempre tres veces por semana y algunas veces más.

ALGERNON. -¡Oh! ¿Me deja usted que las lea? CECILIA. -¡Imposible! Se pondría usted demasiado engreído.

(Vuelve a colocarlas en la caja.) Las tres que me escribió usted después que reñimos son tan hermosas y con tan mala ortografía, que aun ahora mismo no puedo leerlas sin llorar un poco.

ALGERNON. -¿Pero es que hemos reñido alguna vez? CECILIA. -Claro. El día 22 del pasado marzo. Puede usted verlo

aquí anotado, si quiere. (Enseñándole el diario.) «Hoy he roto con Ernes-to. Comprendo que es preferible esto. El tiempo, hasta ahora, continúa encantador.»

ALGERNON. -Pero, ¿por qué demonios rompió usted conmigo? ¿Qué había yo hecho? Absolutamente nada. Cecilia, me duele muchísimo oírla a usted decir que hemos reñido. Sobre todo, estando el tiempo tan encantador.

CECILIA. -Hubiera sido un noviazgo muy poco serio si no hu-biéramos reñido una vez por lo menos. Pero le perdoné a usted antes de acabar la semana.

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ALGERNON. (Yendo hacia ella y arrodillándose a sus pies.)-¡Qué ángel de perfección es usted, Cecilia!

CECILIA. -¡Ah, qué muchacho más romántico! (Él la besa y ella le acaricia los cabellos.) Supongo que el ondulado de su pelo es natural, ¿verdad?

ALGERNON. -Sí, alma mía; con una pequeña ayuda ajena. CECILIA. -Me alegro muchísimo. ALGERNON. -¿No volverá usted nunca a reñir conmigo, Cecilia? CECILIA. -No creo que podría reñir con usted ahora que le he

conocido auténticamente. Además, hay la cuestión del nombre, como es natural.

ALGERNON. (Nerviosamente.)- Sí, sí, naturalmente. CECILIA. -No se ría usted de mí, amor mío, pero siempre fue

uno de mis sueños de niña amar a un hombre que se llamase Ernesto. (ALGERNON se levanta y Cecilia también.) Hay algo en ese nombre que parece inspirar absoluta confianza. Compadezco a las pobres muje-res casadas cuyos maridos no se llamen Ernesto.

ALGERNON. -Pero, niñita adorada, ¿no querrá usted decir que no podría amarme si me llamase de otra manera?

CECILIA. -¿Pero qué nombre? ALGERNON. -¡Oh! El que usted quiera... Algernon... por ejem-

plo... CECILIA. -Pues no me gusta el nombre de Algernon. ALGERNON. -No veo realmente, adorada mía, encanto, chiquilla

de mi alma, qué tiene usted que objetar al nombre de Algernon. Es un nombre nada feo. En realidad, es por el contrario un nombre aristocrá-tico. La mitad de los muchachos que comparecen ante el Tribunal de Quiebras se llamen Algernon. Pero en serio, Cecilia... (Acercándose a ella.) Si me llamase Algy, ¿no podría usted amarme?

CECILIA. (Levantándose.)-Podría respetarle a usted, Ernesto; po-dría admirar su carácter, pero me temo que no sería capaz de concederle mi atención íntegra.

ALGERNON. -¡Ejem! ¡Cecilia! (Cogiendo su sombrero.) ¿Supon-go que el párroco de aquí estará muy ducho en la práctica y en todos los ritos y ceremonias de la Iglesia?

CECILIA. -¡Oh, sí! El doctor Casulla es un hombre doctísimo. No ha escrito jamás un solo libro, así es que puede usted figurarse lo mucho que sabe.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. -Necesito verle en seguida para un bautizo impor-tantísimo..., digo para un asunto importantísimo.

CECILIA. -¡Oh! ALGERNON. -Estaré ausente media hora nada más. CECILIA. -Teniendo en cuenta que somos novios desde el jueves

14 de febrero, y que le he conocido a usted por primera vez, creo que sería más bien molesto que me dejase usted sola por un tiempo tan largo como media hora. ¿No podría usted dejarlo en veinte minutos?

ALGERNON. -Vuelvo dentro de nada. (La besa y sale corriendo por el jardín.)

CECILIA. -¡Qué muchacho más impetuoso es! ¡Me gusta tanto su pelo! Tengo que apuntar su declaración en mi diario. (Entra MERRI-MAN.)

MERRIMAN. -Miss Fairfax acaba de llegar y quiere ver a míster Worthing. Es para un asunto importantísimo, según dice.

CECILIA. -¿No está míster Worthing en su biblioteca? MERRIMAN. -Míster Worthing salió en dirección a la parroquia,

hace ya un rato. CECILIA. -Dígale usted a esa señora que tenga la bondad de

venir aquí. Míster Worthing volverá seguramente en seguida. Y puede usted traer el té.

MERRIMAN. -Bien, señorita. (Sale.) CECILIA. -¡Miss Fairfax! Supongo que será una de esas infinitas

buenas señoras de edad madura que colaboran con el tío Jack en alguna de sus obras filantrópicas de Londres. No me gustan mucho las mujeres que toman parte en obras filantrópicas. Las encuentro muy atrevidas. (Entra MERRIMAN.)

MERRIMAN. -Miss Fairfax. (Entra GUNDELINDA. Sale ME-RRIMAN.)

CECILIA. (Yendo a su encuentro.)-Permítame que me presente a usted yo misma. Me llamo Cecilia Cardew.

GUNDELINDA. -¿Cecilia Cardew? (Dirigiéndose hacia ella y estrechándola la mano.) ¡Qué nombre más encantador! Algo me dice que vamos a ser grandes amigas. Siento por usted un afecto indecible. Mi primera impresión ante la gente no me engaña nunca.

CECILIA. -¡Qué amable es semejante afecto por su parte, dado el poco tiempo, relativamente, que nos conocemos! Siéntese usted, se lo ruego.

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GUNDELINDA. (Sigue de pie.)-¿Puedo llamarla a usted Cecilia, verdad?

CECILIA. -¡Con mucho gusto! GUNDELINDA. -¿Y usted me llamará siempre Gundelinda,

verdad? CECILIA. -Si usted quiere. GUNDELINDA. -Entonces está convenido, ¿no es eso? CECILIA. -Tal creo. (Una pausa. Siéntanse las dos juntas.) GUNDELINDA. -Quizá sea ésta la ocasión de decirle quién soy.

Mi padre es lord Bracknell. ¿Supongo que no habrá usted oído nunca hablar de papá?

CECILIA. -No creo. GUNDELINDA. -Fuera del círculo de su familia, papá, me com-

place decirlo, es completamente desconocido. Yo encuentro que así debe ser. El hogar me parece la esfera natural del hombre. Y realmente, en cuanto el hombre empieza a descuidar sus deberes domésticos se vuelve dolorosamente afeminado, ¿no es cierto? Y eso a mí no me gusta. ¡Hace a los hombres tan atractivos! Cecilia, mamá, que tiene unas ideas muy rígidas sobre la educación, me ha enseñado a ser de una miopía extraor-dinaria, ¡es una de las partes de su sistema! ¿No la molestará a usted, por lo tanto, que la mire con mis impertinentes?

CECILIA. -¡Oh! Nada absolutamente, Gundelinda. Me gusta muchísimo que me miren.

GUNDELINDA. (Después de examinar minuciosamente a CE-CILIA con sus impertinentes.)-¿Supongo que estará usted aquí de visita?

CECILIA. -¡Oh, no! Vivo aquí. GUNDELINDA. (Con severidad.)-¿De verdad? ¿Sin duda su

madre o alguna parienta de edad avanzada reside también aquí? CECILIA. -¡Oh, no! No tengo madre, ni, en realidad, ningún

pariente. GUNDELINDA. -¿Es posible? CECILIA. -Mi querido tutor, con ayuda de miss Prism, asume la

ardua tarea de velar por mí. GUNDELINDA. -¿Su tutor? CECILIA. -Sí, soy la pupila de míster Worthing. GUNDELINDA. -¡Oh! Es raro que no me haya dicho nunca que

tenía una pupila. ¡Qué reservado es! Cada hora que pasa resulta más inte-resante. Sin embargo, no creo que la noticia me inspire un sentimiento de

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La importancia de ser formal

alegría sin mezcla. (Levantándose y yendo hacia ella.) La estimo a usted mucho, Cecilia; ¡la estimé desde el primer momento en que la vi! Pero me veo en la obligación de decirla que ahora que sé que es usted la pupila de míster Worthing, no puedo dejar de expresar el deseo de que fuese usted... vamos, un poco más vieja de lo que parece... y no tan seductora de aspecto. En resumen, y si puedo hablar con entera franqueza...

CECILIA. -¡Hable usted, se lo ruego! Yo creo que cuando tiene uno algo desagradable que decir, hay que ser siempre franco.

GUNDELINDA. -Bueno, pues hablando con entera franqueza, Cecilia, hubiera yo querido que tuviese usted cuarenta y dos años cumpli-dos y que fuera más fea de lo que se suele ser a esa edad. Ernesto tiene un carácter enérgico y recto. Es la esencia misma de la verdad y del honor. La deslealtad le sería tan imposible como el engaño. Pero hasta los hom-bres que tienen el espíritu más noble que pueda existir, son sumamente sensibles a la influencia de los encantos físicos de los demás. La Historia moderna, lo mismo que la antigua, nos proporciona un gran número de lamentables ejemplos del caso a que me refiero. Si no fuera así, realmen-te, la Historia sería completamente ilegible.

CECILIA. -Usted perdone, Gundelinda. ¿Ha dicho usted Ernes-to?

GUNDELINDA. -Sí. CECILIA. -Pero mi tutor no es míster Ernesto Worthing. Es su

hermano..., su hermano mayor. GUNDELINDA. (Sentándose de nuevo.)-Ernesto no me ha di-

cho nunca que tuviese un hermano. CECILIA. -Siento decir que durante mucho tiempo no han estado

en buenas relaciones. GUNDELINDA. -¡Ah! Eso lo explica todo. Y ahora que pienso,

no he oído nunca a nadie hablar de su hermano. El tema parecía desagra-dable por lo visto a la mayoría de la gente. Cecilia, me ha quitado usted un gran peso de encima. Empezaba a sentirme casi inquieta. Hubiera sido terrible que una nube cualquiera empañase una amistad como la nuestra, ¿no le parece? Dígame: ¿está usted segura, completamente segu-ra, de que míster Ernesto Worthing no es su tutor?

CECILIA. -Completamente segura. (Una pausa.) En realidad voy yo a ser su tutora.

GUNDELINDA. (Con tono interrogador.)-¿Me hace usted el favor de repetirlo?

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Oscar Wilde

CECILIA. (Con cierta timidez y confidencialmente.)-Mi querida Gundelinda, no hay razón alguna para que le guarde a usted un secreto. Nuestro periodiquito local recogerá seguramente la noticia la semana próxima. Míster Ernesto Worthing y yo somos novios y nos casaremos.

GUNDELINDA. (Levantándose, muy cortésmente.)-Mi querida Cecilia, creo que debe haber en eso algún pequeño error. Míster Ernesto Worthing es mi prometido. La noticia aparecerá en el Morning Post del sábado, lo más tarde.

CECILIA. (Muy cortésmente, levantándose.)-Temo que esté usted ligeramente equivocada. Ernesto se me ha declarado hace diez minutos justos. (Enseña su diario.)

GUNDELINDA. (Examinando atentamente el diario con los im-pertinentes puestos)-Es realmente curiosísimo, pues me rogó que fuese su esposa ayer tarde, a las cinco y media. Si quiere usted comprobar el hecho, hágalo, se lo ruego. (Sacando su propio diario.) No viajo jamás sin mi diario. Debe una llevar siempre algo sensacional para leer en el tren. Sentiría mucho, querida Cecilia, que esto pudiese causarla alguna decep-ción, pero creo que mi derecho es preeminente.

CECILIA. -Lamentaría de un modo indecible, mi querida Gun-delinda, tener que causarla algún dolor moral o físico, pero me creo en la obligación de hacerla notar que desde que Ernesto se declaró a usted ha cambiado de opinión evidentemente.

GUNDELINDA. (Con aire meditabundo.)-Si ese pobre mu-chacho se ha dejado coger en la trampa de alguna promesa disparatada, consideraré un deber mío librarle de ella sin tardanza y con mano firme.

CECILIA. (Con aire pensativo y melancólico.)-Sea el que fuera el desdichado enredo en que pueda haberse metido mi novio, no se lo reprocharé nunca después de casados.

GUNDELINDA. -¿Me alude usted a mí, miss Cardew, al hablar de enredo? Es usted muy atrevida. En una ocasión como ésta es más que un deber moral decir lo que se piensa. Se convierte en un placer.

CECILIA. -¿Quiere usted insinuar, miss Fairfax, que yo he cogido en una trampa a Ernesto para que se declarase? ¿Cómo se atreve usted a eso? No es éste el momento de andarse con fingidos miramientos. Cuan-do veo un azadón, lo llamo azadón.

GUNDELINDA. (Con ironía.)-Me encanta poder decir que yo no he visto nunca un azadón. Claro es que nuestras esferas sociales son muy diferentes.

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La importancia de ser formal

(Entra MERRIMAN, seguido de un lacayo. Trae una bandeja, un mantel y una mesita con el servicio. CECILIA está a punto de replicar. La presencia de los criados ejerce una influencia moderadora, bajo la cual ambas muchachas se revuelven rabiosas.)

MERRIMAN. -¿Hay que servir el té como de costumbre, miss? CECILIA. (En tono severo, pero tranquilo.)-Sí, como de costum-

bre. (MERRIMAN empieza a desocupar la mesa y a colocar el mantel. Pausa larga. CECILIA y GUNDELINDA se miran furiosas.)

GUNDELINDA. -¿Hay muchas excursiones interesantes por las cercanías, miss Cardew?

CECILIA. -¡Oh, sí! Muchísimas. Desde lo alto de una de las coli-nas cercanas se pueden ver cinco provincias.

GUNDELINDA. -¡Cinco provincias! No creo que eso me gustase nada; detesto las aglomeraciones.

CECILIA. (Con dulzura.)-Supongo que por eso vive usted en Londres. (GUNDELINDA se muerde los labios y se golpea nerviosa-mente el pie con su sombrilla.)

GUNDELINDA. (Mirando en torno suyo.)-¡Qué jardín tan bien cuidado, miss Cardew!

CECILIA. -Encantada de que le guste, miss Fairfax. GUNDELINDA. -No tenía yo idea de que hubiese flores en el

campo. CECILIA. -¡Oh! Las flores son aquí tan vulgares como la gente

en Londres, miss Fairfax. GUNDELINDA. -Por lo que a mí se refiere, no puedo compren-

der cómo se las arregla nadie para vivir en el campo, si es que hay alguien que haga semejante cosa. El campo me aburre siempre mortalmente.

CECILIA. -¡Ah! Eso es lo que los periódicos llaman depresión agrícola, ¿verdad? Creo que la aristocracia la padece mucho ahora, pre-cisamente. Es casi una epidemia entre ella, según me han dicho. ¿Quiere usted una taza de té, miss Fairfax?

GUNDELINDA. (Con refinada cortesía.)-Gracias. (Aparte.) ¡Odiosa muchacha! ¡Pero tengo hambre!

CECILIA. (Con dulzura.)- ¿Azúcar? GUNDELINDA. (Con altivez.)-No, gracias. El azúcar no está ya

de moda. (Cecilia la mira con indignación, coge las pinzas y echa cuatro terrones de azúcar en la taza.)

CECILIA. (Secamente.)-¿Tarta o pan con manteca?

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Oscar Wilde

GUNDELINDA. (Con aire displicente.)-Pan con manteca, si hace el favor. La tarta no se ve hoy día casi en las casas buenas.

CECILIA. (Cortando una gran rebanada de tarta y poniéndola en el plato.)-Pase usted esto a miss Fairfax. (MERRIMAN obedece y sale con el lacayo. GUNDELINDA bebe el té y hace una mueca. Deja enseguida la taza, alarga la mano hacia el pan con manteca, lo mira y se encuentra con que es tarta. Se levanta indignada.)

GUNDELINDA. -Me ha llenado usted el té de terrones de azú-car, y aunque he pedido con toda claridad pan con manteca, me ha dado usted tarta. Todo el mundo conoce la dulzura de mi carácter y la extraor-dinaria bondad de mi genio, pero le advierto, miss Cardew, que va usted demasiado lejos.

CECILIA. (Levantándose.)-Por salvar a mi pobre, inocente y fiel prometido de las maquinaciones de cualquier otra muchacha, iría yo todo lo lejos que fuese necesario.

GUNDELINDA. -Desde el momento en que la vi, desconfié de usted y sentí que era usted falsa y solapada. No me equivoco nunca en estas cosas. Mi primera impresión ante la gente es invariablemente cierta.

CECILIA. -Paréceme, miss Fairfax, que estoy abusando de su precioso tiempo. Tendría usted, sin duda, otras muchas visitas del mismo género que hacer en la vecindad.

(Entra JACK.) GUNDELINDA. (Al verle.)-¡Ernesto! ¡Mi Ernesto! JACK. -¡Gundelinda! ¡Encanto mío! (Va a besarla.) GUNDELINDA. (Retrocediendo.)-¡Un momento! ¿Puedo pre-

guntarle si es usted el prometido de esta señorita? (Señalando a Cecilia.) JACK. (Riendo.)-¡De mi querida Cecilita! ¡Claro que no lo soy!

¿Quién puede haberla metido a usted semejante idea en su linda cabecita? GUNDELINDA. -Gracias. ¡Ahora ya puede usted!... (Ofrecién-

dole su mejilla.) CECILIA. (Con mucha dulzura.)-Ya sabía yo que debía haber

alguna mala inteligencia. El caballero cuyo brazo rodea en este momento su talle es mi querido tutor, míster John Worthing.

GUNDELINDA. -¿Me hace usted el favor de repetirlo? CECILIA. -Que es el tío Jack. GUNDELINDA. (Retrocediendo.)-¡Jack! ¡Oh!(Entra ALGERNON.) CECILIA. -Aquí está Ernesto.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. (Yendo directamente hacia CECILIA, sin reparar en los demás.)- ¡Amor mío! (Queriendo besarla.)

CECILIA. (Retrocediendo.)-¡Un momento, Ernesto! ¿Puedo pre-guntarle si es usted el prometido de esta señorita?

ALGERNON. (Mirando a su alrededor.)-¿Qué señorita? ¡Dios mío! ¡Gundelinda!

CECILIA. -¡Sí! ¡Gundelinda! ¡Dios mío! De Gundelinda hablo. ALGERNON. (Riendo.)-¡Claro que no lo soy! ¿Quién puede ha-

berla metido a usted semejante idea en su linda cabecita? CECILIA. -Gracias. (Ofreciéndole su mejilla para que la bese.) Ya

puede usted. (ALGERNON la besa.) GUNDELINDA. -Ya sabía yo que debía haber algún error, miss Cardew. El caballero que la acaba de besar a usted es mi primo, míster Algernon Moncrieff.

CECILIA. (Separándose de ALGERNON.)-¡Algernon Moncrie-ff! ¡Oh! (Las dos muchachas se dirigen la una hacia la otra y se cogen mutuamente del talle, como para protegerse.)

CECILIA. -¿Se llama usted Algernon? ALGERNON. -No puedo negarlo. CECILIA. -¡Oh! GUNDELINDA. -¿Se llama usted realmente John? JACK. (Irguiéndose; con cierto orgullo.)-Podría negarlo si se me

antojase. Podría negarlo todo si quisiera. Pero me llamo realmente John. Y John he sido durante muchos años.

CECILIA. (A GUNDELINDA.)-¡Las dos hemos sido engañadas groseramente!

GUNDELINDA. -¡Mi pobre Cecilia, ofendida! CECILIA. -¡Mi querida Gundelinda, ultrajada! GUNDELINDA. (Pausadamente y con gravedad.)-Me llamará

usted hermana, ¿verdad? (Se abrazan. JACK y ALGERNON murmuran por lo bajo, paseándose de arriba abajo.)

CECILIA. (Con cierta viveza)-Hay precisamente una pregunta que desearía me permitiesen hacer a mi tutor.

GUNDELINDA. -¡Admirable idea! Míster Worthing, hay precisa-mente una pregunta que desearía me permitiesen hacerle. ¿Dónde está su hermano Ernesto? Ambas estamos prometidas a su hermano Ernesto; así es que tiene cierta importancia para nosotras saber dónde está en la actualidad su hermano Ernesto.

JACK. (Lentamente y con vacilación)-Gundelinda... Cecilia... Es

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muy penoso para mí verme obligado a decir la verdad. Es la primera vez en mi vida que me veo en una situación tan penosa, y realmente carezco por completo de experiencia en la materia. Sin embargo, les diré a uste-des con toda franqueza que yo no tengo ningún hermano Ernesto. No tengo ningún hermano en absoluto. No he tenido en mi vida ningún hermano ni entra realmente en mis intenciones tenerlo en lo futuro.

CECILIA. (Sorprendida.)-¿Que no tiene usted ningún hermano en absoluto?

JACK. (Alegremente)-¡Ninguno! GUNDELINDA. (Con severidad.)-¿No ha tenido usted nunca

hermano de ninguna clase? JACK. (Con jovialidad.)-Nunca, de ninguna clase. GUNDELINDA. -Me parece, Cecilia, que ninguna de las dos

estamos prometidas a nadie. CECILIA. -No es una situación muy agradable para una mucha-

cha encontrarse de repente así, ¿verdad? GUNDELINDA. -Vamos a casa. No creo que tengan el atrevi-

miento de seguirnos allí. CECILIA. -No; ¡Son tan cobardes los hombres! (Los miran des-

preciativamente y entran en la casa.) JACK. -¿Y a este horroroso lío es a lo que tú llamas Bunburysmo,

no es eso? ALGERNON. -Sí, y Bunburysmo del mejor. El Bunburysmo más

admirable que he visto en mi vida. JACK. -Bueno, pues no tienes el menor derecho a Bunburyzar

aquí. ALGERNON. -Eso es absurdo. Tiene uno derecho a Bunburyzar

donde se le antoje. Todo Bunburysta serio lo sabe. JACK. -¡Bunburysta serio! ¡Dios mío! ALGERNON. ¡Sí! Hay que ser serio para unas cosas u otras,

cuando desea uno divertirse algo en la vida. A mí se me ocurre ser serio en lo tocante al Bunburysmo. No tengo ni la más remota idea de lo que haces tú en serio. Me figuro que acaso todo. ¡Tienes un carácter tan ab-solutamente trivial!

JACK. -Bueno, la única pequeña satisfacción que tengo en todo este desdichado asunto, es que tu amigo Bunbury se ha ido a paseo. ¡Ya no podrás escaparte al campo tan a menudo como solías hacerlo, mi querido Algy! Lo cual está muy bien.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. -Tu hermano está también un poco apagado, ¿verdad, querido Jack? No podrás fugarte a Londres con tanta frecuencia como acostumbrabas. Y eso no está mal tampoco.

JACK. -En cuanto a tu conducta con miss Cardew, debo decirte que portarse así con una muchacha encantadora, sencilla e inocente, me parece completamente indisculpable. Eso sin tener en cuenta para nada que es mi pupila.

ALGERNON. -No veo justificación posible para ti después de haber engañado a una muchacha tan excepcional, tan inteligente, de tan-to mundo, como miss Fairfax. Y eso sin tener en cuenta para nada que es mi prima.

JACK. -Yo quería. casarme con Gundelinda, y eso es todo. La amo.

ALGERNON. -Pero yo deseaba únicamente casarme con Cecilia. La adoro.

JACK. -Tienes pocas probabilidades de casarte con miss Cardew. ALGERNON. -No creo que sea muy verosímil tu enlace con miss

Fairfax, Jack. JACK. -Bueno, eso a ti no te importa. ALGERNON. -Si me importara, no hablaría de ello. (Se pone a

comer pastas.) Es muy ordinario hablar de los asuntos propios. No lo hacen más que los agentes de Bolsa, y para eso únicamente en sus ban-quetes oficiales.

JACK. -No me explico cómo puedes estar ahí sentado, comiendo tranquilamente pastas cuando nos encontramos en un apuro tan terrible como éste. Me pareces completamente inhumano.

ALGERNON. -Si es que no puedo comer pastas con el ánimo agitado. Me mancharía los puños de manteca con toda seguridad. Hay que estar siempre muy tranquilo para comer pastas. Es la única manera de comerlas.

JACK. -Te digo que es inhumano comer pastas de cualquier ma-nera en las circunstancias actuales.

ALGERNON. -Cuando tengo algún apuro, lo único que me consuela es comer. En efecto, cuando tengo un verdadero apuro gordo, todos los que me conocen íntimamente podrán decirte que me niego a todo, menos a comer y a beber. En este momento estoy comiendo pastas porque soy desgraciado. Y además que me gustan especialmente estas pastas. (Se levanta.)

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JACK. (Levantándose también.) -Bueno, pero esta no es razón para que te las comas todas de esa manera voraz. (Le quita las pastas a ALGERNON.)

ALGERNON. (Ofreciéndole la tarta para el té.)-Quisiera que te comieses la tarta en lugar de las pastas. La tarta no me gusta.

JACK. -¡Pero Dios mío! ¿Supongo que podrá uno comerse sus pastas en su jardín?

ALGERNON. -¿Pues no acabas de decir que era inhumano co-mer pastas?

JACK. -He dicho que era completamente inhumano en ti comerlas en las actuales circunstancias. Lo cual es muy distinto.

ALGERNON. -Puede ser. Pero las pastas son siempre lo mismo. (Le arrebata a JACK el plato de las pastas.)

JACK. -Algy, ¿cuándo vas a tener la bondad de largarte? ALGERNON. -No es posible que quieras que me vaya sin hacer

alguna comida. Sería absurdo. Nunca me marcho sin comer. Nadie lo hace, excepto los vegetarianos y sus congéneres. Además acabo de po-nerme de acuerdo con el doctor Casulla para que me bautice a las seis y cuarto con el nombre de Ernesto.

JACK. -Mi querido amigo, cuanto antes desistas de ese disparate, mejor. Me he puesto de acuerdo esta mañana con el doctor Casulla para que me bautice a las cinco y media, y como es natural, me impondrá el nombre de Ernesto. Gundelinda lo quería así. No podemos ser bauti-zados los dos con el nombre de Ernesto. Sería absurdo. Además tengo perfecto derecho a que me bauticen si se me antoja. No hay la menor prueba de que me haya bautizado nadie. Creo muy posible que no me hayan bautizado nunca, y lo mismo opina el doctor Casulla. Tu caso es completamente distinto. A ti ya te han bautizado.

ALGERNON. -Sí; pero hace años que no lo he sido. JACK. -Sí; pero te han bautizado. Eso es lo importante. ALGERNON. -Así es. Por eso sé que mi constitución puede

resistirlo. Si tú no estás completamente seguro de haber sido bautizado alguna vez, debo decirte que me parece algo peligroso para ti arriesgarte a hacerlo ahora. Podría hacerte daño. No debes olvidar que una persona íntimamente relacionada contigo ha estado a punto de liárselas esta se-mana, a causa de un fuerte enfriamiento.

JACK. -Sí; pero tú mismo dijiste que un fuerte enfriamiento no era hereditario.

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La importancia de ser formal

ALGERNON. -Generalmente, no, ya lo sé... Pero ahora me atre-vo a asegurar que sí lo es. La ciencia está siempre haciendo maravillosos adelantos.

JACK. (Cogiendo el plato dé las pastas.)-¡Oh, eso es un disparate! Estás siempre diciendo disparates.

ALGERNON. -¡Jack, otra vez con las pastas! Ten la bondad de dejarlas en paz. No quedan más que dos. (Las coge.) Ya te he dicho que me gustaban especialmente las pastas.

JACK. -Y yo no puedo ver la tarta. ALGERNON. -Entonces, ¿por qué diablos permites que sirvan

tarta a tus invitados? ¡Vaya una idea que tienes de la hospitalidad! JACK. -¡Algernon! Ya te he dicho que te vayas. No quiero que

estés aquí. ¿Por qué no te vas? ALGERNON. -¡No he acabado aún de tomar el té! ¡Y queda to-

davía una pasta! (JACK lanza un gemido y se desploma sobre un sillón. ALGERNON continúa comiendo.)

BAJA EL TELÓN Acto terceroDecoración Saloncito íntimo en la residencia solariega de Woolton. GUN-

DELINDA y CECILIA están asomadas a la ventana, mirando hacia el jardín.

GUNDELINDA. -El hecho de no habernos seguido inmediata-mente aquí, como hubiese hecho cualquiera, demuestra, a mi juicio, que todavía les queda algún sentimiento de vergüenza.

CECILIA. -Han estado comiendo pastas. Eso parece indicar arrepentimiento.

GUNDELINDA. (Después de una pausa.)-Lo que parece es que no se preocupan de nosotras. ¿No podría usted toser?

CECILIA. -¡Pero si no estoy acatarrada! GUNDELINDA. -Nos miran. ¡Qué descaro! CECILIA. -Se acercan. ¡Eso sí que es atrevimiento! GUNDELINDA. -Guardemos un silencio digno. CECILIA. -Muy bien. Es lo único que podemos hacer por ahora.(Entra JACK seguido de ALGERNON. Vienen silbando un aire te-

rriblemente popular de opereta inglesa.) GUNDELINDA. -Este silencio digno parece producir un resul-

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tado deplorable. CECILIA. -De lo más deplorable. GUNDELINDA. -Pero no seremos las primeras en hablar. CECILIA. -Eso no. GUNDELINDA. -Míster Worthing, tengo que preguntarle algo

muy particular. De su contestación dependen muchas cosas. CECILIA. -Gundelinda, es usted de una sensatez inapreciable.

Míster Moncrieff, tenga usted la bondad de contestarme a la siguiente pregunta: ¿Por qué quiso usted hacerse pasar por el hermano de mi tu-tor?

ALGERNON. -Para poder tener ocasión de verla a usted. CECILIA. (A Gundelinda.)-La explicación parece realmente sa-

tisfactoria, ¿verdad? GUNDELINDA. -Sí, querida, si se aviene usted a creerle. CECILIA. -No le creo. Pero eso no influye lo más mínimo en la

admirable belleza de su respuesta. GUNDELINDA. -Es cierto. En cuestiones de gran importancia

lo esencial es el estilo y no la sinceridad. Míster Worthing, ¿cómo va usted a explicarme su falsa afirmación de que tenía un hermano? ¿Lo hizo usted para tener ocasión de ir a Londres a verme lo más a menudo posible?

JACK. -¿Puede usted dudarlo, miss Fairfax? GUNDELINDA. -Tengo serios motivos para dudarlo. Pero

pienso hacerlos desaparecer. No es este momento de escepticismos a la alemana. (Dirigiéndose hacia CECILIA.) Sus explicaciones parecen completamente satisfactorias, sobre todo la de míster Worthing. Posee, a mi juicio, el sello de la verdad.

CECILIA. -Yo estoy más que satisfecha con lo que ha dicho mís-ter Moncrieff. Sólo su voz inspira una absoluta confianza.

GUNDELINDA. -Entonces, ¿cree usted que deberíamos per-donarles?

CECILIA. -Sí, eso creo. GUNDELINDA. -¿Verdad que sí? Yo ya he perdonado. Están en

juego principios, que no se pueden abandonar. ¿Cuál de nosotras deberá hablarles? No es una faena agradable.

CECILIA. -¿No podíamos hablar las dos al mismo tiempo? GUNDELINDA. -¡Excelente idea! Yo casi siempre hablo al mis-

mo tiempo que los demás. ¿Quiere usted que yo le marque el compás?

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La importancia de ser formal

CECILIA. -Naturalmente. (GUNDELINDA lleva el compás levantando el dedo.)

GUNDELINDA y CECILIA. (Hablando a la vez.)-Sus nombres de pila siguen siendo una barrera infranqueable. ¡Esto es todo!

JACK y ALGERNON. (Hablando a la vez.)-¿Nuestros nombres de pila? ¿Y eso es todo? Pero si nos van a bautizar esta tarde.

GUNDELINDA. (A JACK.)-¿Y está usted dispuesto a hacer esa terrible cosa en mi obsequio?

JACK. -Lo estoy. CECILIA. (A ALGERNON.)-¿Y por complacerme está usted

decidido a arrostrar esa tremenda prueba? ALGERNON. -¡Lo estoy! GUNDELINDA. -¡Qué absurdo es hablar de la igualdad de los

sexos! Cuando se trata del sacrificio de sí mismo los hombres están infi-nitamente más adelantados que nosotras.

JACK. -Lo estamos. (Estrecha la mano a ALGERNON.) CECILIA. -Tienen ellos momentos de valor físico que nosotras,

las mujeres, desconocernos en absoluto. GUNDELINDA. (A JACK.)-¡Amor mío! ALGERNON. (A CECILIA.) ¡Amor mío! (Caen unas en brazos

de otros. Aparte Merriman. Al entrar y ver la situación, tose muy fuerte.) MERRIMAN. -¡Ejem! ¡Ejem! ¡Lady Bracknell! JACK. -¡Cielo santo! (Entra lady Bracknell. Las parejas se separan

asustadas. Sale Merriman.) LADY BRACKNELL. -¡Gundelinda! ¿Qué significa esto? GUNDELINDA. -Pues sencillamente, que míster Worthing y yo

somos prometidos, mamá. LADY BRACKNELL. -Ven aquí. Siéntate. Siéntate inmediata-

mente. La vacilación, de cualquier clase que sea es señal de decadencia mental en los jóvenes y de debilidad física en los viejos. (Volviéndose hacia Jack.) Caballero, habiendo sabido la fuga repentina de mi hija por su doncella de confianza, cuyas confidencias he comprado por medio de unos cuartos, la he seguido inmediatamente, tomando un tren de mer-cancías. Su desventurado padre está en la idea, afortunadamente, de que asiste a una conferencia de una duración extraordinaria, organizada por la junta de Ampliación Universitaria, acerca de la influencia de una renta fija sobre el pensamiento. Me propongo no sacarle de su error. Realmen-te, yo no le he sacado de sus errores en ninguna ocasión. Lo considero

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un error. Pero comprenderá usted perfectamente, como es natural, que toda comunicación entre usted y mi hija debe cesar terminantemente desde ahora mismo. Sobre este punto, como por supuesto sobre todos los puntos, soy inflexible.

JACK. -¡Me he comprometido a casarme con Gundelinda, lady Bracknell!

LADY BRACKNELL. -Eso no tiene la menor importancia, caba-llero. Y ahora, en cuanto a Algernon... ¡Algernon!

ALGERNON. -¿Qué, tía Augusta? LADY BRACKNELL. -¿Puedo preguntarte si en esta casa vive tu

achacoso amigo míster Bunbury? ALGERNON. (Tartamudeando.)-¡Oh, no! Bunbury no vive aquí.

Bunbury está no sé... dónde... en este momento. En fin, Bunbury ha muerto.

LADY BRACKNELL. -¡Muerto! ¿Y cuándo ha muerto míster Bunbury?. Su muerte ha debido de ser muy repentina.

ALGERNON. (Alegremente.)-¡Oh! Le he matado esta tarde. Digo, el pobre Bunbury murió esta tarde.

LADY BRACKNELL. -¿Y de qué murió? ALGERNON. -¿Quién, Bunbury? ¡Oh, explotó por completo! LADY BRACKNELL. -¿Que explotó? ¿Ha sido víctima de un

atentado revolucionario? No estaba yo enterada de que míster Bunbury se interesase por la legislación social. Si así era, bien castigado está por su morbosidad.

ALGERNON. -¡Querida tía Augusta, he querido decir que le des-cubrieron! Vamos, que los médicos descubrieron que Bunbury no podía vivir, esto es lo que quería yo decir..., y Bunbury, por lo tanto, se murió.

LADY BRACKNELL. -Parece ser que tuvo una gran confianza en la opinión de los médicos. Sin embargo, me alegro mucho de que se decidiese por último a adoptar una regla de conducta decisiva, se-gún prescripción facultativa. Y ahora que estamos ya libres de ese míster Bunbury, ¿puedo preguntar a usted, míster Worthing, quién es esa per-sonita cuya mano tiene cogida mi sobrino Algernon, de una manera que me parece completamente impropia?

JACK. -Esa señorita es miss Cecilia Cardew, mi pupila. (LADY BRACKNELL saluda fríamente a CECILIA.)

ALGERNON. -He dado palabra de casamiento a Cecilia, tía Augusta.

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La importancia de ser formal

LADY BRACKNELL. -¿Quieres hacer el favor de repetírmelo? CECILIA. -Míster Moncrieff y yo pensamos casarnos, lady Brac-

knell. LADY BRACKNELL. (Se estremece, y yendo hacia el sofá se

sienta.)-No sé si es que el aire de esa región del condado de Hertford, precisamente, tendrá algo especialmente excitante, pero el número de promesas matrimoniales en actividad me parece que supera considera-blemente el término medio suministrado por la estadística para gobierno nuestro. Creo que algunas preguntas preliminares por mi parte no esta-rían de más. Míster Worthing, ¿tiene algo que ver miss Cardew con cual-quiera de las grandes estaciones de ferrocarril londinenses? Lo pregunto a título de información solamente. Hasta ayer no tenía yo idea de que hu-biese familias o personas que descendiesen de una estación de término.

(JACK parece furiosísimo, pero se contiene.) JACK. (Con voz clara y fría.)-Miss Cardew es nieta del difunto

míster Thomas Cardew, Belgravia Square, 149, Londres S. O.; propietario de la finca Gervase Park, en Dorking, condado de Surrey, y del Sporran, en el condado de Fife, al Norte.

LADY BRACKNELL. -Eso parece bastante satisfactorio. Tres direcciones inspiran siempre confianza, hasta a los comerciantes. ¿Pero qué pruebas tengo yo de su autenticidad?

JACK. -He conservado cuidadosamente los Anuarios de señas de aquella época. Están a su disposición, por si quiere examinarlos, lady Bracknell.

LADY BRACKNELL. (Con aspereza.)-He notado errores pere-grinos en esa publicación.

JACK. -Los abogados y procuradores, de la familia de miss Car-dew son los señores Markby, Markby y Markby.

LADY BRACKNELL. -¿Markby, Markby y Markby? Una razón social muy bienquista en su profesión. Además, he oído decir que alguno de esos señores Markby figuraba de vez en cuando en los banquetes ofi-ciales. Hasta ahora todo eso me satisface.

JACK. (Muy irritado.)-¡Cuánta bondad por su parte, lady Brack-nell! Tengo también en mi poder, y le encantará a usted saberlo, la partida de nacimiento de miss Cardew, su fe de bautismo y sus certificados de tos ferina, empadronamiento, vacunación, confirmación y sarampión, docu-mentos tanto alemanes como ingleses.

LADY BRACKNELL. -¡Ah! Una vida llena de incidentes, por lo

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que veo; aunque tal vez demasiado excitante para una muchacha tan jo-ven. Yo no soy partidaria de la experiencia prematura. (Se levanta y mira la hora en su reloj.) ¡Gundelinda! Se acerca la hora de nuestra marcha. No podemos perder ni un momento. Y aunque sea por pura fórmula, míster Worthing, quisiera preguntarle si miss Cardew posee alguna fortunita.

JACK. -¡Oh! Unas ciento treinta mil libras esterlinas en papel del Estado. Eso es todo. Vaya usted con Dios, lady Bracknell. Encantado de haberla visto.

LADY BRACKNELL. (Sentándose de nuevo.)-Un momento, míster Worthing. ¡Ciento treinta mil libras! ¡Y en papel del Estado! Miss Cardew me parece una muchacha muy seductora, ahora que la veo bien. Pocas muchachas hoy día tienen cualidades verdaderamente sólidas, de esas cualidades que duran y se mejoran con el tiempo. Vivimos, siento tener que decirlo, en una época de cosas superficiales. (A CECILIA.) Acérquese usted, querida. (CECILIA se acerca.) ¡Preciosa muchachita! Su vestido es de una sencillez lastimosa y su pelo parece tal como le hizo la naturaleza. Pero podemos transformarle en seguida. Una doncella francesa, experta, conseguirá resultados maravillosos en poquísimo tiem-po. Me acuerdo que recomendé una a la joven lady Lancing y tres meses después, no la conocía ni su propio marido.

JACK. -Y pasados seis meses no la conocía nadie. LADY BRACKNELL. (Mira iracunda a JACK durante unos

instantes. Luego dirige una sonrisa estudiada a CECILIA.)-Tenga usted la bondad de volverse, encantadora amiguita. (CECILIA da una vuelta completa.) No, lo que quiero examinar es el perfil. (CECILIA se pone de perfil.) Sí, lo que yo esperaba, en absoluto. Hay varias posibilidades mundanas en su perfil. Los dos puntos flacos de nuestra época son su falta de principios y su falta de perfil. Levante usted un poco la barbilla, querida. El estilo depende en gran parte de la manera de llevar la barbilla. ¡Se lleva en este momento muy alta, Algernon!

ALGERNON. -¡Sí, tía Augusta! LADY BRACKNELL. -Hay varias posibilidades mundanas en el

perfil de miss Cardew. ALGERNON. -Cecilia es la muchacha más dulce, más amable y

más bonita que hay en el mundo entero. Y no doy dos céntimos por esas posibilidades mundanas.

LADY BRACKNELL. -No hables irrespetuosamente de la socie-dad, Algernon. Eso lo hace tan sólo la gente que no puede pertenecer a

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ella. (A CECILIA.) Sabrá usted, como es natural, amiguita, que Algernon no cuenta más que con sus deudas. Pero yo no apruebo los matrimonios interesados. Cuando me casé con lord Bracknell no tenía yo la menor fortuna. Pero ni en sueños admití por un momento que eso pudiera ser un obstáculo en mi camino. Bueno, supongo que tendré que dar mi con-sentimiento.

ALGERNON. -Gracias, tía Augusta. LADY BRACKNELL. -¡Cecilia, puede usted besarme! CECILIA. (Besándola.)-Gracias, lady Bracknell. LADY BRACKNELL. -Puede usted también llamarme tía Au-

gusta en lo sucesivo. CECILIA. -Gracias, tía Augusta. LADY BRACKNELL. -Yo creo que lo mejor sería que la boda se

celebrase lo antes posible. ALGERNON. -Gracias, tía Augusta. CECILIA. -Gracias, tía Augusta. LADY BRACKNELL. -Hablando con franqueza, yo no soy parti-

daria de las relaciones largas. Dan ocasión a que los novios descubran sus mutuos caracteres antes de casarse, lo cual nunca es aconsejable.

JACK. -Perdone usted que la interrumpa, lady Bracknell, pero no hay que pensar en esa boda. Soy tutor de miss Cardew y ella no puede casarse sin mi consentimiento hasta que sea mayor de edad. Y ese con-sentimiento me niego en absoluto a darlo.

LADY BRACKNELL. -¿Y puedo preguntarle por qué motivos? Algernon es un partido extraordinariamente, y hasta me atreveré a decir, que ostentosamente aceptable. No tiene nada, pero luce mucho. ¿Qué más puede desearse?

JACK. -Siento muchísimo tener que hablarle a usted con franque-za, lady Bracknell, acerca de su sobrino, pero el hecho es que a mí no me gusta nada su carácter. Sospecho que es un mentiroso. (ALGERNON y CECILIA le miran con indignado asombro.)

LADY BRACKNELL. -¡Mentiroso! ¿Mi sobrino Algernon? ¡Im-posible! Es un alumno de Oxford.

JACK. -Temo que no sea posible abrigar la menor duda sobre este punto. Esta tarde, durante mi ausencia temporal de aquí, y hallándome en Londres por un importante asunto de novela, consiguió entrar en mi casa pretextando ser mi hermano. Y al amparo de un nombre falso se ha bebido, según acaba de comunicarme mi mayordomo, una botella entera

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de un cuartillo de mi Perrier-Jouet Brut, del 89; un vino que me reserva-ba especialmente. Continuando su vergonzosa impostura, ha conseguido durante la tarde enajenarme el afecto de mi única pupila. Posteriormente se ha quedado a tomar el té, engullendo hasta la última pasta. Y lo que hace su conducta más inconcebible aún es que sabía perfectamente des-de el principio que yo no tengo ningún hermano, que no le he tenido nunca y que no pienso tenerlo de ninguna clase. Así se lo dije terminan-temente ayer mismo por la tarde.

LADY BRACKNELL. -¡Ejem! Míster Worthing, después de ma-dura reflexión he decidido no hacer caso en absoluto de la conducta de mi sobrino con usted.

JACK. -Eso demuestra una gran generosidad en usted, lady Brac-knell. Mi decisión es, sin embargo, irrevocable. Me niego a dar el con-sentimiento.

LADY BRACKNELL. (A CECILIA)-Acérquese usted, amiguita. (CECILIA se aproxima.) ¿Qué edad tiene usted, querida?

CECILIA. -Pues realmente, no tengo más que dieciocho años, pero confieso siempre veinte cuando voy a alguna velada.

LADY BRACKNELL. -Hace usted perfectamente en efectuar esa leve alteración. Realmente una mujer no debe decir nunca exactamen-te su edad. Eso da un aspecto de calculadora... (Como reflexionando.) Dieciocho años, pero confesando veinte en las veladas. Bueno, no falta mucho para que llegue usted a la mayoría de edad y se vea libre de las restricciones de la tutela. Así es que no creo que el consentimiento de su tutor sea, después de todo, una cuestión de gran importancia.

JACK. -Perdone usted, lady Bracknell, que le interrumpa de nue-vo, pero justo es decirla que, según las cláusulas del testamento de su abuelo, miss Cardew no llegará a ser mayor de edad legalmente hasta los treinta y cinco años.

LADY BRACKNELL. -Eso no me parece una grave objeción. Treinta y cinco años, es una edad muy atractiva. La sociedad londinense está llena de damas de elevadísima alcurnia, que por su propia elección se han quedado en los treinta y cinco. Lady Dumbleton es un caso de ello, por ejemplo. Que yo sepa, ha tenido treinta y cinco años desde que cumplió los cuarenta, hace ya muchos años. No veo razón alguna para que nuestra querida Cecilia no esté más atractiva aún a la edad susodicha, que lo está actualmente. Y mientras tanto sus bienes habrán aumentado considerablemente.

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CECILIA. -Algy, ¿podría usted esperarme hasta que cumpla yo los treinta y cinco años?

ALGERNON. -Claro que puedo, Cecilia. Ya sabe usted que sí. CECILIA. -Sí, lo sabía instintivamente; pero yo no podría esperar

todo ese tiempo. Detesto tener que esperar a cualquiera aunque sólo sean cinco minutos. Me pone eso siempre de muy mal humor. Yo no soy puntual, ya lo sé, pero me gusta la puntualidad en los demás y, por lo tanto, no hay ni que pensar en que yo espere, aunque sea para casarme.

ALGERNON. -¿Entonces, qué vamos a hacer, Cecilia? CECILIA. -No lo sé, míster Moncrieff. LADY BRACKNELL. -Mi querido míster Worthing, como miss

Cardew declara categóricamente que no podría esperar hasta los treinta y cinco -advertencia que, lo confieso, me parece mostrar un carácter algo impaciente-, yo le rogaría a usted que meditase nuevamente su determi-nación.

JACK. -Pero, mi querida lady Bracknell, ¡si el asunto está por completo entre sus manos! En el momento en que usted consienta en mi boda con Gundelinda, yo aprobaré gustoso el enlace de su sobrino con mi pupila.

LADY BRACKNELL. (Levantándose e irguiéndose con altivez.)-Debía usted ya saber perfectamente que no hay ni que pensar en su pro-posición.

JACK. -Entonces, un celibato apasionado es lo que podemos esperar todos nosotros en lo venidero.

LADY BRACKNELL. -No es ese el destino que le reservo a Gun-delinda. Algernon, como es natural, puede escoger por sí mismo. (Saca su reloj.) Vamos, querida. (GUNDELINDA se levanta.) Hemos perdido cinco trenes o seis. Si perdemos alguno más, nos exponemos a toda clase de comentarios en el andén. (Entra el doctor CASULLA.)

CASULLA. -Todo está preparado para los bautizos. LADY BRACKNELL. -¿Para los bautizos, caballero? ¿No será

eso algo prematuro? CASULLA. (Con aire ligeramente perplejo y señalando a JACK y

a Algernon.)-Estos dos señores han expresado el deseo de ser bautizados inmediatamente.

LADY BRACKNELL. -¿A su edad? ¡La idea es grotesca e impía! Algernon, te prohíbo que te bautices. No quiero oír hablar de semejantes excesos. Lord Bracknell se disgustaría mucho si se enterase de que mal-

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gastabas de esa manera tu tiempo y tu dinero. CASULLA. -¿Quiere eso decir que no habrá entonces ningún

bautizo en toda la tarde? JACK. -No creo que tenga mucha importancia práctica para noso-

tros, tal como están las cosas en este momento, doctor Casulla. CASULLA. -Me apena oírle a usted semejantes conceptos, míster

Worthing. Huelen a las doctrinas heréticas de los anabaptistas, doctrinas que he refutado por completo en cuatro de mis sermones inéditos. No obstante, como la disposición de ánimo de ustedes en este momento me parece particularmente profana, volveré a la iglesia en seguida. Además, acaba de decirme el encargado del cepillo eclesiástico que hace hora y media que me está esperando miss Prism en la sacristía.

LADY BRACKNELL. -¡Miss Prism! ¿Le he oído a usted, real-mente, referirse a una miss Prism?

CASULLA. -Sí, lady -Bracknell. A reunirme con ella voy. LADY BRACKNELL. -Permítame usted que le ruegue que se

detenga un momento. Es un asunto que puede tener una importancia vital para lord Bracknell y para mí. Esa miss Prism, ¿no es una mujer de aspecto repulsivo, confusamente relacionada con la enseñanza?

CASULLA. (Con cierta indignación)-Es una dama de las más cultas y la imagen misma de la respetabilidad.

LADY BRACKNELL. -Evidentemente, es la misma persona. ¿Puedo preguntarle qué situación ocupa en casa de usted?

CASULLA. (Con severidad.)-Soy soltero, señora. JACK. (Interviniendo.)-Miss Prism, lady Bracknell, es, desde hace

tres años, la reputada institutriz y la compañera inestimable de miss Car-dew.

LADY BRACKNELL. -A pesar de eso que acabo de oír sobre ella, necesito verla inmediatamente. Mande usted a buscarla.

CASULLA. (Mirando hacia afuera)-Aquí se acerca; ya llega.(Entra MISS PRISM apresuradamente.) MISS PRISM. -Me dijeron que me esperaba usted en la sacristía,

mi querido canónigo. Le he aguardado allí por espacio de una hora y tres cuartos. (Ve de pronto a LADY BRACKNELL, que fija en ella una mi-rada penetrante y petrificadora. Miss Prism se queda pálida y desfallece. Mira con ansiedad a su alrededor, como queriendo huir.)

LADY BRACKNELL. (Con la voz severa de un juez.)-¡Prism! (MISS PRISM baja la cabeza, avergonzada.) ¡Venga usted aquí, Prism!

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(MISS PRISM se acerca con aire humilde.) ¡Prism! ¿Dónde está el niño? (Consternación general. El canónigo retrocede horrorizado. ALGER-NON y JACK fingen querer evitar con inquietud que CECILIA y GUN-DELINDA oigan los detalles de un terrible escándalo público.) Hace ya veintiocho años, Prism, que salió usted de casa de lord Bracknell, calle de Uper Grosvenor, número 104, al cuidado de un cochecillo que contenía una criatura recién nacida, del sexo masculino. No volvió usted nunca. Algunas semanas después, gracias a las minuciosas pesquisas de la Policía londinense, fue descubierto el cochecillo a medianoche, abandonado y sin defensa, en un rincón alejado de Bayswater. Contenía el manuscrito de una novela en tres tomos, de un sentimentalismo más irritante que el de costumbre. (MISS PRISM se estremece con una indignación invo-luntaria.) ¡Pero el niño no estaba en él! (Todos miran a MISS PRISM.) ¡Prism! ¿Dónde está el niño? (Una pausa.)

MISS PRISM. -Lady Bracknell, confieso avergonzada que no lo sé. ¡Qué más quisiera yo que saberlo! He aquí los hechos verdaderos, tal como sucedieron. La mañana del día que usted ha mencionado, día que está grabado con letras de fuego en mi memoria, me dispuse, como de costumbre, a sacar al niño de paseo en un cochecillo. Llevaba también conmigo un saco de viaje un poco viejo, pero de gran capacidad, en el que me proponía colocar el manuscrito de una novela que había yo escrito durante mis escasas horas libres. En un momento de distracción mental, que no podré perdonarme nunca, coloqué el manuscrito en el cochecillo y metí al niño en el saco de viaje.

JACK. (Que ha estado escuchando con atención.)-¿Pero adónde llevó usted el saco de viaje?

MISS PRISM. -No me lo pregunte usted, míster Worthing. JACK. -Miss Prism, es este un asunto de grandísima importancia

para mí. Insisto en saber adónde llevó usted el saco de viaje que contenía al rorro.

MISS PRISM. -Lo dejé en el guardarropa de una de las mayores estaciones de Londres.

JACK. -¿Qué estación? MISS PRISM. (Completamente abrumada.)-En la estación Victo-

ria. Línea de Brighton. (Se deja caer en una silla.) JACK. -Tengo que retirarme un momento a mi cuarto. Gundelin-

da, espéreme usted aquí. GUNDELINDA. -Si no tarda usted demasiado le esperaré aquí

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toda mi vida. (Sale JACK, muy excitado.) CASULLA. -¿Qué cree usted que quiere decir todo esto, lady

Bracknell? LADY BRACKNELL. -No me atrevo a sospecharlo, doctor Ca-

sulla. No necesito decir a usted que en las familias de elevada posición no se admite el que puedan darse coincidencias extrañas. Se consideran muy cursis. (Óyense ruidos en el piso de encima, como si alguien fuese tirando baúles. Todos miran hacia arriba.)

CECILIA. -El tío Jack parece extraordinariamente agitado. CASULLA. -Su tutor tiene un carácter muy impresionable. LADY BRACKNELL. -Ese ruido es desagradabilísimo. Por el

estrépito, parece como si hubiese encontrado un argumento. Odio los argumentos de cualquier clase que sean. Son siempre vulgares, y muchas veces convincentes.

CASULLA. (Mirando hacia arriba.)-Ahora ha cesado. (Los ruidos aumentan.)

LADY BRACKNELL. -Desearía que llegase a alguna conclusión. GUNDELINDA. -Esta incertidumbre es terrible. Espero que

durará.(Entra JACK con un saco de viaje, de cuero negro, en la mano.) JACK. (Abalanzándose hacia MISS PRISM.)-¿Es este el saco de

mano, miss Prism? Examínelo usted minuciosamente antes de hablar. La felicidad de más de una vida depende de su respuesta.

MISS PRISM. (Sosegadamente)-Me parece que es el mío. Sí, aquí está la rozadura que sufrió cuando volcó el ómnibus en la calle de Gower, en días juveniles y dichosos. Aquí, en el forro, está la mancha causada por la explosión de un termo para bebidas, incidente ocurrido en Leaming-ton. Y aquí, en la cerradura, están mis iniciales. No me acordaba ya que las había hecho grabar aquí, por capricho. Este saco es, indudablemente, el mío. Me alegro muchísimo de encontrarlo tan inesperadamente. Su falta me ha ocasionado grandes molestias durante todos estos años.

JACK. (Con voz patética.)-Miss Prism, ha encontrado usted algo más que este saco de viaje. Yo era el niño que colocó usted dentro.

MISS PRISM. (Atónita.)-¿Usted? JACK. (Abrazándola.)-¡Sí..., madre! MISS PRISM. (Retrocediendo, con indignado asombro.)-¡Míster

Worthing! ¡Yo soy soltera! JACK. -¡Soltera! No niego que es un golpe muy serio. Pero, des-

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pués de todo, ¿quién tiene derecho a tirar la piedra al que ha sufrido? ¿No puede borrar el arrepentimiento un acto de locura? ¿Por qué ha de haber una ley para los hombres y otra para las mujeres? Madre, yo la perdono a usted. (Intenta abrazarla otra vez.)

MISS PRISM. (Más indignada aún)-Míster Worthing, aquí hay algún error. (Señalando a LADY BRACKNELL.) Ahí está la señora, que puede decirle quién es usted realmente.

JACK. (Después de una pausa.)-Lady Bracknell, me molesta mu-cho parecer curioso; pero ¿querría usted tener la bondad de comunicar-me quién soy yo?

LADY BRACKNELL. -Temo que la noticia que voy a darle no le agrade a usted del todo. Usted es el hijo de mi pobre hermana mistress Moncrieff, y, por consiguiente, el hermano mayor de Algernon.

JACK. -¡El hermano mayor de Algy! Entonces, después de todo, tengo un hermano. ¡Ya sabía yo que tenía un hermano! ¡Siempre dije que tenía un hermano! Cecilia, ¿cómo pudiste nunca dudar que tenía yo un hermano? (Cogiendo de la mano a ALGERNON.) Doctor Casulla, mi desgraciado hermano. Miss Prism, mi desgraciado hermano. Gunde-linda, mi desgraciado hermano. Algy, joven sinvergüenza, tendrás que tratarme con más respeto en lo futuro. No te has portado conmigo como un hermano en toda tu vida.

ALGERNON. -Sí, chico, hasta hoy, lo reconozco. Yo lo hacía lo mejor que podía, aunque me faltaba práctica. (Se estrechan la mano.)

GUNDELINDA. (A JACK.)-¡Dueño mío! ¿Pero quién es usted? ¿Cuál es su nombre de pila, ahora que es usted otro?

JACK. -¡Dios mío!... Me había olvidado por completo de ese detalle. La decisión de usted respecto a mi nombre es irrevocable, ¿no?

GUNDELINDA. -Yo no cambio nunca, excepto en mis afectos. CECILIA. -¡Qué naturaleza tan noble la de usted, Gundelinda! JACK. -Entonces mejor será aclarar esta cuestión inmediatamente.

Tía Augusta, un momento. En la época en que miss Prism me dejó en el saco de viaje, ¿había yo ya sido bautizado?

LADY BRACKNELL. -Todo el lujo que puede comprarse con dinero, incluyendo el bautismo, fue derrochado con usted por sus aman-tes padres, ciegos de cariño.

JACK. -¡Entonces yo estaba bautizado! Eso está ya aclarado. Y ahora, ¿qué nombre me pusieron? Dígamelo, aunque sea la cosa peor para mí.

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LADY BRACKNELL. -Siendo el primogénito, era natural que le bautizasen a usted con el nombre de su padre.

JACK. (Algo irritado.)-Sí; ¿pero cuál era el nombre de pila de mi padre?

LADY BRACKNELL. (Reflexionando.)-En este momento no puedo recordar el nombre de pila del general. Pero es indudable que tenía uno. Era excéntrico, lo confieso. Pero sólo en sus últimos años. Y lo era a consecuencia del clima de la India, del matrimonio, de las indi-gestiones y de otras cosas parecidas.

JACK. -¡Algy! ¿No puedes recordar cuál era el nombre de pila de nuestro padre?

ALGERNON. -Chico, no nos dirigimos nunca la palabra. El mu-rió antes de cumplir yo el año.

JACK. -Su nombre aparecerá en los Anuarios militares de aquella época, ¿verdad, tía Augusta?

LADY BRACKNELL. -El general era esencialmente un hombre de paz en todo menos en su vida doméstica. Pero estoy segura de que su nombre aparecerá en algún Anuario militar.

JACK. -Aquí están los Anuarios militares de los últimos cuaren-ta años. Estos encantadores cronicones debían haber sido mi estudio constante. (Se precipita hacia el estante y arranca de él materialmente los libros.) M. Generales... Mallam, Maxbohm, Magley, ¡qué nombres más espantosos tienen!... ¡Markby, Migsby, Mobbs, Moncrieff! Teniente en 1840, capitán, teniente coronel, coronel, general en 1869; nombres de pila: Ernesto John. (Vuelve a colocar el libro con mucha tranquilidad y habla sosegadamente.) ¿No le dije a usted siempre, Gundelinda, que me llamaba, Ernesto? Bueno, pues Ernesto soy, después de todo. Quiero decir que soy, naturalmente, Ernesto.

LADY BRACKNELL. -Sí, ahora recuerdo que el general se lla-maba Ernesto. Ya sabía yo que por algún motivo particular me era anti-pático ese nombre.

GUNDELINDA. -¡Ernesto! ¡Mi Ernesto! ¡Desde el principio sentí que no podías llamarte de otro modo!

JACK. -Gundelinda, es una cosa terrible para un hombre descu-brir de pronto que durante toda su vida no ha dicho más que la verdad. ¿Puedes perdonarme?

GUNDELINDA. -Sí. Porque estoy segura de que cambiarás. JACK. -¡Vida mía!

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CASULLA. (A miss PRISM)-¡Leticia! (Lo abraza.) MISS PRISM. (Entusiasmada.)-¡Federico! ¡Al fin! ALGERNON. -¡Cecilia! (La abraza.) ¡Al fin! JACK. -¡Gundelinda! (La abraza.) ¡Al fin! LADY BRACKNELL. -Sobrino mío, paréceme que empiezas a

dar señales de vulgaridad. JACK. -Al contrario, tía Augusta, acabo de darme cuenta, por

primera vez en mi vida, de la importancia suma de ser formal.

TABLEAUTELÓN FINAL

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