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Sepúlveda Morice R. Psicologia.com. 2013; 17:2. http://hdl.handle.net/10401/6149 Artículo original Modelo Cognitivo Procesal Sistémico: De la Dimensión Emocional Humana al Sentido de Identidad Personal Systemic Cognitive Procedural Model: From Human Emotional Dimension to the Sense of Personal Identity Rodolfo Sepúlveda Morice 1* Resumen En este artículo se aborda el desarrollo y evolución de la Terapia Cognitiva Procesal Sistémica a partir de la explicación de algunos aportes de la Psicología experimental, la teoría del apego, los enfoque de la Intersubjetividad y la Teoría de la Mente (mentalización), para dar cuenta de un modelo que concibe la mente como un sistema funcional dinámico, complejo y auto-organizado, que se construye activamente en una matriz dialéctica entre procesos afectivos y la emergencia de un sentido de identidad personal. Se propone a este modelo como una alternativa integradora para comprender las dinámicas psicobiológicas del desarrollo de la mente personal. Palabras claves: Apego, intersubjetividad, identidad personal, disociación, narrativa. Abstract This article discusses the development and evolution of the Systemic Cognitive Procedural Therapy from the explanation of some contributions from experimental Psychology, attachment theory, the approach of inter-subjectivity and the theory of mind (Mentalizing) to give account of a model that conceives the mind as a complex, dynamic and self-organized functional system, which is actively constructed in a dialectic matrix between affective processes and the emergence of a sense of personal identity. This model is proposed as an alternative framework for understanding the psychobiological dynamics of the development of personal mind Psicologia.com – ISSN: 1137-8492 © 2013 Sepúlveda Morice R. 1

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Artículo original

Modelo Cognitivo Procesal Sistémico: De la Dimensión Emocional Humana al Sentido de Identidad PersonalSystemic Cognitive Procedural Model: From Human Emotional Dimension to the Sense of Personal Identity

Rodolfo Sepúlveda Morice1*

Resumen

En este artículo se aborda el desarrollo y evolución de la Terapia Cognitiva Procesal Sistémica a partir de la explicación de algunos aportes de la Psicología experimental, la teoría del apego, los enfoque de la Intersubjetividad y la Teoría de la Mente (mentalización), para dar cuenta de un modelo que concibe la mente como un sistema funcional dinámico, complejo y auto-organizado, que se construye activamente en una matriz dialéctica entre procesos afectivos y la emergencia de un sentido de identidad personal. Se propone a este modelo como una alternativa integradora para comprender las dinámicas psicobiológicas del desarrollo de la mente personal.

Palabras claves: Apego, intersubjetividad, identidad personal, disociación, narrativa.

Abstract

This article discusses the development and evolution of the Systemic Cognitive Procedural Therapy from the explanation of some contributions from experimental Psychology, attachment theory, the approach of inter-subjectivity and the theory of mind (Mentalizing) to give account of a model that conceives the mind as a complex, dynamic and self-organized functional system, which is actively constructed in a dialectic matrix between affective processes and the emergence of a sense of personal identity. This model is proposed as an alternative framework for understanding the psychobiological dynamics of the development of personal mind

Keywords: Attachment, intersubjectivity, personal identity, dissociation, narrative.

Psicologia.com – ISSN: 1137-8492© 2013 Sepúlveda Morice R. 1

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Recibido: 01/06/2012 – Aceptado: 05/08/2012 – Publicado: 13/02/2013

* Correspondencia: [email protected]

Psicólogo Clínico, Magister en Psicología Clínica. Postitulo en Terapia Cognitiva Posracionalista. Acreditado como Psicólogo Clínico especialista en Psicoterapia por la Comisión Nacional de Psicólogos Clínicos de Chile. Docente Universidad Santo Tomás, sede Iquique

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Desarrollo

La enorme cantidad de teorías, enfoques y reflexiones respecto a una determinada disciplina que existen en la actualidad, dificultan de algún modo construir marcos conceptuales y/o empíricos integrados acerca de determinados fenómenos, lo que perece haber ido generando una tendencia permanente hacia la especialización y el reduccionismo. Dentro de la psicología, las consecuencias de este fenómeno es que cada vez parece hacerse más lejana la idea de hacer una gran teoría explicativa o un solo modelo integrador (Lecannelier, 2010).

La tendencia ha sido más bien acumular determinadas evidencias empíricas sin una estructura teórica que le proporcione orden, significado y coherencia a este cúmulo de datos o, por otro lado, generar propuestas conceptuales que carecen de sustento investigativo (Lecannelier, 2009). Siguiendo esta idea, la tendencia que aparece como más apropiada, sería la búsqueda de la construcción de modelos teórico-conceptuales integrados en diferentes niveles de entendimiento disciplinar y los datos emanados de la investigación científica en un marco teórico coherente y unificado. En este tema, el psicólogo Allan Schore (2009) ha planteado que una comprensión más profunda de las cuestiones fundamentales de la ciencia, no provendrá de un único o de múltiples descubrimientos en el interior de alguna disciplina en particular, sino que una integración de campos relacionados es esencial para la creación de un modelo comprensivo del desarrollo humano que permita acomodar e interpretar los datos de diversas disciplinas biológicas y psicológicas en sus diferentes niveles de análisis.

En el presente trabajo, se considera que en la actualidad existe un abundante cúmulo de investigaciones y propuestas teóricas emanadas de diferentes disciplinas y áreas del conocimiento (teoría del apego, enfoques de la intersubjetividad, neurociencias cognitivas y afectivas, psicología evolutiva, clínica y experimental, etc.) que parecen respaldar los supuestos fundamentales desarrollados ya hace décadas por el psiquiatra y psicoterapeuta italiano Vittorio Guidano en su modelo Cognitivo Procesal Sistémico. De la misma forma, se propone a este modelo como una alternativa (y no la única) en el establecimiento de un marco epistemológico o metateórico integrador que guíe la comprensión de la teoría clínica, la investigación y la aplicación práctica (praxis clínica), fundamentalmente en el entendimiento de los fenómenos mentales, su desarrollo y sus consecuencias en el malestar o bienestar biopsicosocial de las personas.

Se parte explicando los fundamentos epistemológicos del modelo cognitivo procesal sistémico en el contexto de la crisis del paradigma asociacionista que comienza a manifestarse en diferentes ciencias desde principios del siglo XX. Para sustentar estos cambios epistemológicos, se asume la perspectiva comprensiva de la epistemología evolutiva, el concepto de primacía de lo abstracto, la diferenciación entre procesos tácitos y explícito, así como de los nuevos avances de la psicología experimental, con el objetivo de articular una forma diferente de entender la construcción del conocimiento humano como un proceso complejo y dinámico de autoorganización sistémica.

En un segundo momento, se explican como los procesos vinculares tempranos permiten entender la matriz afectiva e interpersonal fundamental desde donde

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emerge un sentido de identidad personal en los primeros años de vida. Se presenta una descripción de como las complejas relaciones del infante con los cuidadores (procesos de apego e intersubjetividad) va configurando una unidad organizacional de dominio emocional que es la estructura de base para la emergencia de un sentido de unidad y continuidad personal. En este punto, se enfatiza la relevancia de considerar que esta matriz afectiva temprana es la base en la formación de mecanismos y capacidades de inferencia mental (o mentalización) que son fundamentales para la normal adaptación al mundo social en que habita el ser humano. Se incorpora en esta reflexión, el concepto de intencionalidad recursiva (metarrepresentación), como una de las características distintivas de estas capacidades.

Posteriormente, se abordará la forma en que esta unidad organizativa emocional se urde intrincadamente y en co-evolución a una estructura o trama narrativa que permite autorreferirse, explicarse y diferenciar la experiencia emocional en curso y, por lo tanto, regular y modular las oscilaciones del sistema personal a partir de un peculiar estilo de funcionamiento organizativo que proporciona un sentido coherente y unitario de si mismo a cada individuo (estilo de personalidad).

Por último, se desarrolla una breve propuesta sobre el funcionamiento del sistema de conocimiento que da cuenta de los procesos psicopatológicos que emerge desde esta perspectiva evolutiva, procesal y sistémica de la organización de la mente humana y se desarrollan algunas conclusiones relativas al texto.

Premisas Epistemológicas del Modelo Cognitivo Procesal Sistémico

Para entender el contexto específico en que surge y evoluciona el modelo cognitivo procesal sistémico, es necesario hacer referencia general a los cuestionamientos fundamentales de orden epistemológico que se estaban formulando en diferentes disciplinas científicas en el transcurso del siglo XX. Hasta los años 60 y 70, las perspectivas epistemológicas empiristas-asociacionistas, que dominaban las ciencias cognitivas, entendían que la realidad era un orden externo y objetivo, que existe en forma independiente a nuestro acto de conocimiento. Esta idea hace referencia a una consideración del conocimiento en que la representación de la realidad es una copia sensorial de aquello a lo cual se refiere.

A partir de la convergencia interdisciplinaria que tiene lugar en los años 80 y 90, se comienzan a generar una serie de cambios epistemológicos que plantean una forma radicalmente diferente de entender conceptos como “realidad”, “observador” y “conocimiento”, comenzando a cuestionar cualquier presunción de una teoría de la validez del conocimiento que excluya la influencia del sujeto que conoce en el orden de la realidad conocida (Hayek, 1952; Gadamer, 1984; Maturana y Varela, 1990; Weimer, 1977).

La realidad pasa a ser entendida como una red de procesos complejos articulados simultáneamente en múltiples niveles de interacción (Guidano, 1994), lo que hace imposible la aprensión e integración simultanea de todas sus dimensiones de entendimiento en forma objetiva. Se comienza a comprender el papel que tienen

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las propias operaciones de distinción para ordenar diferentes realidades personales posibles, proceso que permite otorgar cierta coherencia a las posibles ambigüedades percibidas.

Desde esta perspectiva, todo conocimiento, lejos de ser objetivo y referente a algo externo a nuestra experiencia, es siempre autorreferencial, es decir, responde a los propios procesos de ordenamiento y organización del sistema (Guidano, 1994). La realidad entonces, es construida en la interacción entre el medio que circunda a un sujeto dado y la discriminación o distinción de este mismo organismo entre sus propias operaciones o estados internos, lo que se denomina también como “clausura operacional” del sistema nervioso (Balbi, 1994; Maturana 1997; Maturana y Varela, 1979, 1997, 1984). El medio y sus estímulos se transforman, de esta manera, sólo en agentes gatilladores que perturban el dominio de acción del sistema nervioso humano. Así, la respuesta de cada organismo no está dada por el estímulo en sí, sino por la perturbación o activación que éste provoca, dadas las características estructurales y organizacionales propias del organismo.

El modelo Cognitivo Procesal Sistémico de Guidano, va a asumir este cuestionamiento epistemológico y a partir de una metateoría Constructivista va a plantear que la mente personal es activa y constructiva en la percepción y organización del conocimiento del sí mismo y del mundo, considerándola como un sistema autoorganizado, proactivo/intencional y personal, en el sentido de que el conocimiento está restringido a mantener la continuidad existencial del sistema individual que conoce. Esta es una mente motora1 que en su actividad es una constructora de realidades y significados más que un reflejo de un orden externo predefinido.

Para sustentar estos planteamientos, Guidano va a asumir la perspectiva explicativa de la Epistemología Evolutiva (Campbell, 1974; Popper y Eccles, 1977; Lorenz, 1972; Weimer, 1982; Piaget, 1977, 1984), entendiendo que el conocimiento es parte esencial de la evolución de la vida en el planeta y que, por lo tanto, debe ser entendido según las leyes de los sistemas biológicos. El estudio de la evolución filogenética y ontogenética del conocimiento, se instala entonces en la necesidad de considerar el tipo de animales que somos y de la senda evolutiva que ha llevado a generar los procesos de conocimiento que son característicos de nuestra especie y de la función adaptativa que les ha hecho viables.

Una explicación evolutiva del origen de la mente personal, implica buscar una perspectiva psicobiológica de los procesos de desarrollo de la especie y de sus individuos en su relación funcional y adaptativa con las circunstancias específicas en las cuales operan. Por lo tanto para estudiar la evolución hay que estudiar el

1 Las teorías motoras (o motrices) de la mente, término acuñado por Weimer (1977), plantean que el conocimiento (y la mente) aparece como un sistema activo y constructivo, capaz de producir no sólo sus salidas (outputs) sino también en gran medida sus entrada (inputs), incluyendo las sensaciones básicas que subyacen en su propia construcción. Es decir, la mente busca y crea activamente los propios datos sensoriales. A este respecto, neurofisiólogos como Pribram (1971), plantean que la mente se basa en procesos de feedback y feedforward, por los cuales una información para ser eficaz, y por lo tanto recibida, debe ser confrontada y verificada con la actividad neural central, con lo que concluye que las percepciones son más “un reflejo de patrones de respuesta evocados en el cerebro por un input, que una resultante de patrones de estimulación” (Pribram, 1971, pág., 116).En cambio, las Teorías sensoriales de la mente, van a plantear que el conocimiento viene desde fuera del organismo, en el que la mente es un sistema pasivo de recepción y jerarquización sensorial.

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desarrollo, y para estudiar el desarrollo hay que estudiar la evolución (Lecannelier, 2006).

Otra referencia metateórica que incorpora Guidano, va a ser el concepto de primacía de lo abstracto del premio novel de economía del año 1974 Friedrich von Hayek (1952), quien plantea que el orden sensorial en el cual vivimos no nos es dado de afuera como nos dice el sentido común sino que es consecuencia de reglas abstractas que nosotros le imponemos a la realidad.

Hayek (1952, 1978), al igual que las teorías motoras de la mente, cuestiona la primacía del orden sensorial, en el sentido de plantear que la mente es una estructura clasificadora muy compleja que proyecta su orden, en continua modificación, en el flujo continuo de la experiencia. Este modelo supone la existencia de procesos abstractos tácitos o inconscientes, que no son iguales al inconsciente freudiano, ya que plantea que más que procesos subconscientes comandados por la búsqueda de descarga pulsional, serían procesos supraconscientes, por que gobiernan los procesos conscientes sin aparecer en ellos (Hayek, 1978).

Esta propuesta de un supraconsciente, implica la distinción de dos niveles de conocimiento en relación funcional reciproca, uno profundo o tácito y otro más superficial o explícito (Polanyi, 1958, 1966). El principio de Hayek de primacía de lo abstracto otorga al nivel tácito el papel principal.

Se reconoce así la primacía funcional y estructural de los procesos abstractos (tácitos) sobre los concretos (explícitos) en toda experiencia emocional y consciente. Entonces, la experiencia humana está compuesta por dos niveles de procesamiento entretejidos y en interacción constante: “Un nivel de ordenamiento holístico en términos de intuiciones perceptivas de configuraciones espacio-temporales, predominantemente tácito o inconsciente" (Balbi, 1994, página 57), que es el nivel que Guidano llama “nivel de la experiencia inmediata”. El otro nivel de la experiencia humana es de “ordenamiento en términos de procesos secuenciales, semánticos y analíticos, predominantemente explícito o consciente” (ibídem), al que Guidano llama nivel explícito o de la explicación.

Al alero de la reflexión anterior, parecen importantes los trabajos actuales que desde la psicología experimental han desarrollado autores como Manuel Froufe (1997, 2000) utilizando el Paradigma de la Disociación, en los cuales se respalda con evidencia empírica la existencia de cognición sin conciencia. La conciencia es la excepción, más que la regla dirá Froufe, pues la mayoría de la actividad y representaciones mentales proceden al margen de la conciencia.

Estas investigaciones han permitido sustentar los supuestos acerca de la capacidad de la mente humana para percibir, aprender y recordar información de la cual parecemos no darnos cuenta. Como ejemplo, podemos decir que en el nivel explícito, se procesaría sólo un significado de una palabra a la vez, en tanto que esa misma palabra recibe un procesamiento automático simultáneo de todos sus significados semánticos, lo que da cuenta de que el procesamiento automático inconsciente, anterior a cualquier proceso conciente, activa operaciones

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autonómicas y afectivas relacionadas a una variada gama de significados de cada palabra (Marcel, 1980; Swinney, 1979).

Por su lado, el sistema de procesamiento consciente, aunque puede operar de forma bastante flexible en cuanto a sus contenidos, dada su propensión a la integración, consistencia interna y su capacidad atencional limitada, tiende a operar de forma serial. Por ejemplo, dada la característica selectiva y el modo operativo lineal de la consciencia, la cristalización de un contenido explícito implica siempre la exclusión selectiva de cualquier otro de significado alternativo.

La conciencia, desde este paradigma, es un fenómeno emergente de la actividad cerebral, aunque no reductible a ella, que tiene una labor o función constructiva, selectiva, organizadora y de control estratégico (Johnson-Laird, 1983) llevada a cabo mediante operaciones de inclusión e inhibición selectivas de ciertos niveles o módulos experienciales, contribuyendo de esta forma a que el sistema humano no se vea sobrepasado por la gran cantidad de información y estímulos existentes en su entorno y en su experiencia personal, muchas veces irrelevantes para la eficacia de los planes contingentes del momento. Por ejemplo, acciones tan cotidianas como escribir, caminar o hablar, son procesos de una enorme dificultad pero que nosotros efectuamos sin esfuerzo y sin consciencia más que del resultado final.

Uno de los hallazgo más importante de estas investigaciones puede ser el hecho de que se ha podido corroborar que los contenidos mentales inconscientes son, al igual que los conscientes, activos, relacionales e intrínsecamente intencionales (Balbi, 2009). Es decir, “tanto los estados mentales conscientes como los inconscientes, implican una connotación semántica o cognitiva, capaz de afectar a la conducta” (Froufe, 1997, pág. 39). Aunque tanto los procesos tácitos como los explícitos son intencionales en su esencia, la influencia de los contenidos inconscientes sobre la conducta es mayor que la que tienen los contenidos conscientes, posiblemente porque sobre estos últimos la persona tiene una percepción y, por lo tanto, posibilidades de utilizar mecanismos y estrategias de regulación y afrontamiento (Balbi, 2009).

Estos dos niveles de conocimiento, el tácito y el explícito, poseen cada uno una modalidad funcional propia, por lo cual el conocimiento explícito no puede ser una traducción directa del tácito, aunque le provea de una andamiaje organizacional de base para su desarrollo. Uno de los objetivos fundamentales de la indagación del modelo procesal sistémico es estudiar y comprender las interrelaciones entre las modalidades tácitas y explícitas del conocimiento en las diferentes fases de su desarrollo que va a permitir el surgimiento de un sentido de identidad personal consistente e integrado (Reda, 1986).

A partir de las referencias epistemológicas descritas anteriormente, Guidano va a buscar la construcción de una teoría ontológica sobre la Organización de la Personalidad, es decir, de una teoría que haga comprensible el modo en que los humanos construyen y organizan su propio significado personal (Balbi, 2004). En este sentido, otorga un énfasis fundamental a describir y explicar la categoría sí mismo (Self) y le confiere suma importancia al proceso constructivo de la identidad personal integrado en ese sistema. Recalca la necesidad intrínseca de

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autoorganización del sistema personal, caracterizado por el desarrollo y el mantenimiento de una unidad y continuidad histórica (Guidano, 1994).

La importancia evolutiva de la mantención de una organización autónoma, tanto a nivel biológico como psicológico, puede explicarse a partir de la emergencia de los organismos vivos en el planeta, lo que se caracterizó por la generación de una membrana que los diferenció de lo externo (Maturana y Varela, 1984). El mantenimiento del orden relacional autoorganizado de este sistema biológico autónomo paso a igualarse al mantenimiento de la propia vida del organismo. En este sentido, el primer desafío evolutivo fue el mantener un cierto orden y estabilidad para que los cambios ambientales no destruyeran el sistema, lo cual parece haber tenido una solución viable en la mantención de una dinámica autoorganizativa interna que parte del establecimiento de estados homeostáticos compatibles con la vida (Lecannelier, 2006).

De la interacción recíproca entre el ser humano y su ecosistema, se extraen indicaciones sobre la modalidad con la cual organizar el propio desorden percibido en forma gradual durante su desarrollo ontogenético (Reda, 1986). La autoorganización, de este modo, dirige y restringe la acción, desarrollo y posibilidades de cada especie (Edelman, 1989, 1992, 1995; Damasio, 1994, 1999, 2000). En el caso del ser humano, las sendas filo y ontogenéticas pueden comprenderse como un camino evolutivo propio de los mamíferos que fueron aumentando de complejidad su ambiente social como estrategia de supervivencia básica (Humphrey, 1986; Plotkin, 1994; Lecannelier, 2006).

Desde esta perspectiva, el ser humano es un sistema vivo que se autoorganiza, como resultado de una imposición evolutiva, para preservar su identidad como sistema. Según Guidano, “la propiedad clave que subyace a la autonomía de cualquier forma de autoorganización radica en la habilidad del sistema para convertir en un orden auto-referente las perturbaciones aleatorias que provienen ya sea del ambiente o de las oscilaciones internas” (Guidano, 1987, pág. 10). De este modo se explica que en la formación de la mente personal, sean las pautas de autoorganización las que regulan que tipo de construcciones son posibles y, por lo tanto, que información de la experiencia será excluida o integrada de forma selectiva al sistema de significados de la realidad y de uno mismo (Balbi, 2004; Guidano, 1994). En este sentido, es importante aclarar que un sistema de este tipo no es cerrado a los cambios, sino que los cambios son los que permite ese sistema psicobiológico.

La búsqueda de consistencia (continuidad) constituye el proceso básico para estabilizar el orden de autopercepción y autoconciencia disponible. Por otro lado, las alteraciones emocionales que surgen por la percepción de discrepancias constituyen los principales reguladores que permiten la restructuración de la autopercepción y la autoconciencia en niveles de mayor integración (cambio) (Guidano, 1995).

Este proceso de autoorganización individual de regularidades, en términos de disposiciones a actuar y sentir (Arciero, 2009), es fundamental en la configuración de un paulatino sentido de identidad personal, estructurándose a través de procesos de organización de reglas abstractas de percepción y de conducta en el

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curso del tiempo y en relación con los otros, es decir, como una forma de condensación de la historia individual, biológica y social.

Otro concepto fundamental de este modelo, va a ser la forma de entender los procesos emocionales-afectivos. Desde la perspectiva cognitiva procesal sistémica, se entiende que las emociones son constitutivas de nuestra estructura, estando siempre presentes en cada actividad humana y, por lo tanto, no se verifica ninguna actividad humana cuyo dominio de acción no esté determinado por una emoción. Aún pensar y razonar son actividades que, para ser llevadas a cabo, requieren un cierto estado emocional.

Las emociones otorgan un sentido inmediato y global del mundo y de nuestra situación en él. En comparación con la cognición, la emoción constituye un sistema biológicamente más antiguo, de acción rápida y adaptativa, un sistema destinado a mejorar la supervivencia. Las emociones pasan a ser consideradas importantes formas de conocimiento, que otorgan el significado a cada acción y a cada proceso humano, es decir, que la matriz de los significados que procesa el pensamiento es siempre afectivo-emocional (Balbi, 1994, 2004). Investigadores y teóricos de las neurociencias (Damasio 1994, 1999, 2000; LeDeux, 1999, 2000a, 2000b; Davison, 2003, 2004), han encontrado abundante evidencia empírica sobre la estrecha coordinación entre los procesos afectivos y el pensamiento, mostrando el rol fundamental de las emociones en la organización de los procesos psicológicos superiores.

Realizada una breve aproximación a los principales fundamentos epistemológicos del modelo cognitivo procesal sistémico, se procederá en los siguientes párrafos a desarrollar una propuesta explicativa de la dinámica evolutiva de la identidad personal y de la forma singular en que se va conformando lo que denominamos como Estilo u Organización de Personalidad, para lo cual será útil tener siempre presente los dos niveles diferentes, aunque estrechamente entrelazados, de este proceso: Por un lado, a) el modo en que las interacciones estructuradas con otros específicos (procesos de apego e intersubjetividad) están implicadas en la aparición paulatina de un dominio o estilo emocional (nivel de la experiencia, Yo) que ejerce de base para la construcción de un sentido personal de diferenciación e individualización y, por otro lado, b) los procesos emocionales y cognitivos que se articulan en una estructura temporal-narrativa (pasado, presente y futuro) de complejidad creciente, que permite autorreferirse, explicarse y diferenciar la experiencia en curso de forma viable y coherente con la imagen conciente de sí mismo (nivel de la explicación, Mi), permitiendo otorgar un sentido particular al proceso de la identidad personal.

La organización de la Dimensión Emocional: apego, intersubjetividad e individuación

La matriz fundamental de la dimensión afectivo-emocional, ha logrado ser mejor entendida en la actualidad a partir de los aportes teóricos y empíricos de la Teoría del Apego y los Enfoques de la Intersubjetividad. Se plantea, desde estos modelos, una motivación evolutiva innata y embrionaria a relacionarse y vincularse a otros

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seres humanos, que es anterior al desarrollo de capacidades de comunicación simbólica de fases posteriores.

En el fondo es como que el “envoltorio vincular” lo entregara el apego y el contenido lo proporcionaran los procesos intersubjetivos no-verbales, siendo la interfaz entre vínculo de apego y procesos intersubjetivos la característica fundamental para el proceso gradual de individualización y autorreconocimiento personal. Por ende, parece adecuado plantear que es la unión entre ambos programas de investigación lo que entrega un modelo más complejo del vínculo temprano y sus funciones psicobiológicas durante el desarrollo de los primeros años de vida (Lecannelier, 2010).

Al parecer un rasgo distintivo del primate humano, ha sido que la mantención de un orden autoorganizado sea casi enteramente dependiente del establecimiento de relaciones afectivas e intersubjetivas de cooperación con otras personas (Trevarthen, 1988). Esto quiere decir que el ser humano necesita de la vinculación con los otros para poder regular sus estados psicobiológicos, siendo esto lo que restringe y motiva todo lo que realiza ese organismo. La matriz desde la cual el ser humano logra establecer esta modalidad organizacional de regulación, es el apego y la intersubjetividad (Stern, 2004; Lecannelier, 2006), que así, se constituyen en el contexto y mecanismo imprescindible para el desarrollo de la mente personal.

De este modo, los procesos de intersubjetividad (lectura de mentes y coordinación afectiva) y los de apego (búsqueda de protección y regulación), pueden ser comprendidos como sistemas motivacionales que restringen, regulan, organizan y modelan los procesos vitales y de conocimiento. En sus inicios, estos proceso implican siempre: “un componente inter-afectivo de relacionamiento pre-verbal entre el cuidador y la cría, así como un componente inter-intencional, de referencia a estados mentales en los miembros de la diada” (Lecannelier, 2006, pág. 84).

Cabe destacar que en base a los últimos avances de los estudios con neonatos de diferentes disciplinas, Lecannelier (2010) plantea algunos postulados generales a los que se ha podido llegar en la comprensión epistemológica del ser humano, generando un modo diferente de comprender las competencias del infante. Este psicólogo e investigador va a sostener que a diferencia de lo que se pensaba anteriormente en relación a que los infantes nacen como seres pasivos, autistas y/o asociales, ahora los estudios han demostrado que los niños son seres esencialmente sociales (no egocéntricos ni autistas), vinculares (activos en desarrollar estrategias para apegarse de un modo estable y coherente con los otros significativos), intersubjetivos (altamente sintonizados a los estados afectivos y mentales de los otros) y autorregulados/autoorganizados (buscando modos adaptativos de continuar la dinámica de sus propios procesos).

En síntesis, se puede plantear el conocimiento del infante como un proceso que implica ir avanzando en estadios cada vez más organizados, flexibles y complejos de los propios procesos del desarrollo ontogenético y de las fluctuaciones específicas en sus trayectorias, en un espacio vincular que se constituye en el espacio vital de organización de estos procesos y que operan bajo las reglas evolutivas de búsqueda de continuidad y predictibilidad (Lecannelier, 2010), propuestas teóricas y empíricas asumidas por el modelo procesal sistémico.

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La matriz afectiva del apego

Comprendiendo que la mente es un sistema construido en la relación con los otros, Guidano encuentra uno de sus pilares conceptuales fundamentales en la Teoría del Apego de John Bowlby (1969; 1973; 1980; 1989) para sustentar una explicación de como organizamos un orden experiencial particular durante todo nuestro desarrollo ontogenético. Esta teoría ha sido definida como un programa de investigación más que como un modelo psicológico particular (Bowlby, 1989; Lecannelier, 2009), generando en la actualidad un sin número de investigaciones y modelos explicativos del desarrollo psicológico, social y biológico del ser humano durante todo el ciclo vital.

La teoría del apego constituye un paradigma integrador del desarrollo humano que facilita una visión comprensiva y organizada de todos los factores que contribuyen a la estructuración del autoconocimiento. Por otro lado, gracias a que la percepción de las otras personas es un regulador de tanta importancia para la autopercepción, el apego puede considerarse un proceso autorreferencial necesario para la construcción gradual de un sentido de sí mismo unitario y continuo en el tiempo (Balbi, 2004).

El apego es considerado un sistema motivacional que permite una sincronía psicobiológica entre el bebé y su cuidador. El bebé se encuentra genéticamente predispuesto a querer acceso selectivo a una figura vincular mas experimentada y busca confort particularmente cuando está asustado o requiere protección. Es decir se busca seguridad/protección y regulación del estrés en esta relación. (Crittenden, 2002; Lecannelier, 2009).

En términos evolutivos, se puede apreciar que el primate humano nace en un estado de inmadurez neurobiológica, probablemente debido al tamaño cerebral que impide que este espere hasta su maduración para nacer, por lo que esta maduración debe ser completada en la interacción con el ambiente, que fundamentalmente se estructura en el contexto de la relación vincular con la madre.

Esta inmadurez neonatal, que por un lado genera una enorme vulnerabilidad del bebé, por otro lado, parece implicar un enorme potencial de aprendizaje cognitivo y social, en la medida que los procesos de maduración psicofísicos son modelados a partir de las particularidades ambientales con las que interactúa el infante en su medio, otorgando una enorme flexibilidad, adaptabilidad y creatividad frente a los cambios (Tomassello, 1999; Lecannelier, 2006). Ahora bien, para un animal que depende en forma absoluta de la protección de un adulto, parece ser que es el ambiente relacional el que entregaría el contexto decodificador sobre que tipo de información parece más relevante para la mantención del vínculo con ese cuidador.

En la dialéctica entre procesos de apego del infante y sistemas de cuidado de los padres (parenting2), se establece una estructura relacional recursiva que posibilita

2 Desde su nacimiento, el sistema de apego del neonato entrará en interacción con el de los padres,

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el establecimiento de ciertas regularidades en la interacción, lo que ha podido ser confirmado en estudios que muestran que ya al finalizar el primer año de vida del neonato, se puede observar la manifestación de ciertos “patrones u organizaciones centrales de apego” en la relación cría-cuidador (Ainsworth, Blehar, Waters & Wall, 1978; Main, Kaplan y Cassidy, 1985; Crittenden, 2002).

Mary Ainsworth, una cercana colaboradora de Bowlby, sería la primera en proponer que las díadas madre-hijo difieren en la calidad de sus relaciones de apego y que es posible medir y clasificar estas diferencias. En 1964, Ainsworth y sus colaboradores diseñaron la llamada “situación extraña”, un procedimiento de laboratorio para estudiar la relación madre-hijo en el primer año de vida. A partir de estas investigaciones se desarrollaron las primeras clasificaciones del apego en niños, describiendo tres patrones generales de apego (Ainsworth y otros, 1978): Seguro, Evitativo y Ambivalente o resistente.

Siguiendo a los estudios de Ainsworth, Crittenden (2002) afirma que durante el primer año de vida, la sensibilidad materna es el determinante primario de la calidad de apego. Las madres sensibles tienen hijos seguros (apego tipo B); las madres inconsistentes tienen hijos ambivalentes (apego tipo C) y; las madres que interfieren y rechazan tienen hijos que evitan (apego tipo A). La presencia de organizaciones centrales de apego desde las primeras etapas del desarrollo demuestra claramente las aptitudes reguladoras y organizadoras del sí mismo que presentan los procesos del apego.

El otro aspecto fundamental del apego es que modula o regula la frecuencia, la duración y la intensidad de las emociones. De esta forma, el modo de sentirse del niño y la manera como se relaciona, pertenece a la clase de emociones básicas primarias que han sido más activadas en su ambiente familiar (Sroufe, 2000), lo que da cuenta del desarrollo paulatino desde una temprana organización del dominio emocional a la construcción de un estilo afectivo particular característico de ese sistema personal en fases más avanzadas de autonomía y autorregulación que aparecen en la adolescencia.

De esta forma, la característica básica del apego es la unicidad y la exclusividad del vínculo que construye y organiza lo que es el dominio emotivo. Esto significa que el apego es constitutivo al mismo tiempo de la identidad personal. El cómo uno establece la identidad está vinculado a la persona significativa y a la persona con la cual mantiene un comportamiento recíproco en las primeras etapas de la vida.

La Unidad Organizativa del Dominio Emocional

El apego en general tiene que ver con un sistema que regula la proximidad/alejamiento de la persona en relación a otra/s personas, en momentos de estrés y peligro. En este continuo relacional de acercamiento-alejamiento (apego-exploración) dependiente de la accesibilidad o inaccesibilidad del cuidador,

fenómeno que Bowlby (1980) denominó “sistema de cuidado” (parenting). El parenting, es un sistema preprogramado biológicamente igual que el apego y que se manifiesta de un modo individual según las experiencias que un cuidador haya tenido en sus propias relaciones vinculares.

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se van configurando patrones de anticipación en la interacción de la diada que gatillan estados de activación emotivos y fisiológicos que serán recurrentes.

En los primeros momentos luego del nacimiento, el reconocimiento facial y la imitación por parte del recién nacido son en realidad actividades ordenadoras autorreferenciales. Mediante la coordinación multimodal de orden sensorio-motor, se conectan los datos perceptuales del sistema visual con otras modalidades perceptivas (por ejemplo, realimentación propioceptiva, actividad motora, etc.) y se ordena en pautas afectivo-motrices de respuesta (Meltzoff y Borton, 1979; Meltzoff y Moore, 1985), las que son organizadas activamente por el niño en unidades recurrentes de autopercepción.

Mientras la sintonía con una fuente sincrónica de estímulos regulares (generalmente las figuras vinculares significativas) organiza el flujo sensorial en una corriente de ritmos psicofisiológicos recurrentes, los aspectos emocionales del apego transforman las tonalidades afectivas básicas e indiferenciadas en módulos emocionales específicos. Por medio de estímulos regulares derivados de la conducta y de las motivaciones de los cuidadores, el niño puede empezar a vincular ciertas emociones básicas difusas con percepciones, acciones y recuerdos, convirtiéndolos en esquemas emocionales del si mismo y los otros específicos (Guidano, 1994).

A partir de esta dinámica estructural del patrón de vinculación, se comienza a establecer un dominio emocional característico, donde ciertas emociones básicas3

tendrán mayor posibilidad de ser activadas y percibidas, dando paso a una unidad organizacional de dominio emocional (Guidano 1987).

Esta organización emocional, pasa a ser un estilo perceptivo-motor y afectivo que configura y ordena a todas las demás tonalidades emocionales, las cuales se tienden a experimentar a partir de esta unidad emocional de base, dando paso en etapas posteriores, por medio de la adquisición de niveles más autónomos de autorregulación de las oscilaciones emocionales, a un estilo afectivo que será característico en ese sistema individual por el resto de su vida.

En este proceso, la oscilación entre piezas básicas de esquemas emocionales prototípicos opuestos y la autorregulación por medio de la activación/desactivación rítmica de sus tonalidades emocionales, proporciona el contexto decodificador para la diferenciación posterior de todo un conjunto de emociones discretas (Solomon, 1980). Es decir, la diferenciación emocional aparece como un proceso de ensamblaje entre el patrón entre esquemas emocionales preformados y sentimientos activos. La búsqueda de coherencia interna del sistema infante, que sesga sobre todo posible patrón decodificador, actúa como el principal regulador, dando unidad y continuidad funcional en el tiempo a la totalidad del desarrollo emocional, mientras la percepción de la discrepancia actúa como desencadenante

3 Por emociones básicas, se entienden una serie de estados emocionales innatos y universales en los seres humanos que han sido estudiados por diferentes autores (Tomkins, 1962; Ekman y Friesen, 1971; Izard, 1971) y que suelen diferenciarse de las emociones secundarias o sociales. Estas emociones tiene una importancia funcional, tanto filo como ontogenéticamente para la supervivencia de la especie. Aunque hay diferentes opiniones al respecto, algunas de las emociones básicas mayormente reconocidas son la rabia, pena, alegría, asco, sorpresa y miedo. La diferencia con las emociones sociales, tiene que ver con que estas últimas necesitan de la diferenciación de un otro para ser activadas.

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esencial para la diferenciación de nuevas tonalidades emocionales (Guidano, 1987).

Así, la actividad evitativa que presentan los hijos de progenitores que los rechazan es la dinámica que equilibra (regula) a cada momento la oscilación de estados emocionales opuestos, como emociones de desamparo/tristeza e ira/rabia, en una dinámica dirigida a preservar como prioridad el nivel de reciprocidad emocional compatible con la inaccesibilidad percibida en la relación.

En este sentido, el procesamiento autorreferencial de las emociones que se disparan como procesos vinculares tempranos en términos de acercamiento-alejamiento de las figuras significativas, constituirá el principio organizador básico del desarrollo de la identidad en los primeros años de vida, a partir de la emergencia de un sentido de diferenciación, autorreconocimiento y unicidad personal (Balbi, 1994; Guidano, 1987, 1991, 2001). Así, la semejanza percibida de los otros es el requisito necesario para experimentar un sentido de ser persona, pero, al mismo tiempo, la diferenciación sobre esa similitud percibida es la condición necesaria para experimentar un sentido de sí mismo.

Los estudios de la “reparación interactiva” que sigue al desentonamiento diádico (Tronick, 1989) apoyan la idea respecto de que la figura cuidadora actuaría para regular el desequilibrio homeostático del infante. En este patrón de “disrupción y reparación” (Beebe & Lachmann, 1994), el cuidador “sensible” (coordinado y sintonizado afectivamente) que induce una respuesta de estrés mediante el desentonamiento, de manera oportuna invoca un reentonamiento, una regulación de la activación negativamente cargada del infante.

En consecuencia, los cuidadores son reguladores psicobiológicos externos que facilitan la estabilización de experiencias afectivas y actúan en niveles no-verbales por debajo de la conciencia en la regulación de las emociones y el mantenimiento de la integración del self (Schore, 1994, 2002). Entonces, el sistema de apego, puede ser entendido como un sistema evolutivo de regulación psicobiológica que equipa al individuo para insertarse en el mundo social e intersubjetivo propio de los seres humanos, constituyéndose en una estructura organizadora de la personalidad.

La Intersubjetividad y el surgimiento de las capacidades de Mentalización

La existencia de lo biológico, de lo genético, es condición necesaria pero no suficiente para la formación de los procesos psicológicos específicamente humanos, ya que es indispensable la existencia de un “otro” para que se puedan desarrollar. La biología nos hace homínidos, pero sólo la interacción con nuestros semejantes nos da la condición humana (Álvarez y Trápaga, 2005), tal como se puede inferir de algunas personas criadas desde pequeños por animales salvajes, como el caso de los niños lobo de la India de 1920.

El concepto de intersubjetividad, aunque desarrollado por una serie de disciplinas de las ciencias sociales a través de la historia, es replanteado desde la psicología como una tendencia o motivación (sea innata o aprendida) a relacionarse,

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comunicarse, coordinarse y sintonizarse afectiva y mentalmente con los otros (Stern, 1985; Tronick, 1989; Trevarthen, 1979, 1993, 1997a, 1997b; Meltzoff, 1990; Lecannelier, 2006).

Si se asume que es dentro de la matriz relacional del apego entre cuidador y cría donde se producen los procesos intersubjetivos cruciales para el desarrollo de la mente humana, la construcción de un sentido de la propia identidad implica el desarrollo de un proceso afectivo-intersubjetivo complejo de identificación y diferenciación, en que el niño construye internamente modelos operantes4 de la figura significativa y de sí mismo en relación con ésta. Para Guidano (1991) este proceso implicaría la organización de un sistema para transformar la experiencia intersubjetiva en conocimiento personal.

Es probable que estas capacidades mentales de sintonización, hayan emergido históricamente a partir de la presión evolutiva producida por el aumento progresivo de la cantidad de individuos en los grupos humanos y de la complejidad creciente en la organización social que esto implicó. En este contexto, se hizo necesario generar proceso de coordinación, individuación y comunicación social más refinados que permitieran adaptarse a las nuevas demandas relacionales del grupo (Lecannelier, 2004).

En contraste con otros primates, el infante humano no tiene que adquirir autónomamente todo el conocimiento y experiencias necesarias para sobrevivir. En cambio, el infante necesita desarrollar las habilidades para compartir con otras personas evaluaciones afectivas y estados intencionales, lo que es una condición de supervivencia tanto psicológica como biológica de nuestra especie.

Autores como Trevarthen (1979a, 1979b, 1982), ponen un especial énfasis en la relevancia que pueden tener las emociones y los afectos en las actividades mentalistas. Este autor plantea que los bebés humanos nacen con una disposición biológica para establecer contacto interpersonal de tipo afectivo. Por medio de la experiencia de contacto interpersonal y afectivo recíproco, el niño pequeño llega a captar la naturaleza de las personas como seres dotados de mente.

Lo interesante de la postura de Trevarthen, es que sitúa los fundamentos de la teoría de la mente y la intersubjetividad en una fase muy anterior al desarrollo de la capacidad de conceptualización. En este sentido, la mente del bebé parece responder a una forma de sentir (se) a través de la relación, una vivencia que aún no operaría en las dimensiones reflexivas y autoconscientes de etapas posteriores, pero que sería crucial para su configuración (Balbi, 2004).

Uno de los componentes de la intersubjetividad que más ha llamado la atención de teóricos e investigadores en los últimos años, ha sido el desarrollo del mecanismo de inferencia de estados mentales conocido como “Teoría de la Mente”. Científicos

4 Según Bowlby (1969, 1979, 1980), en base a repetidas experiencias del bebé con sus figuras de apego, los niños desarrollan expectativas en relación a la naturaleza de estas interacciones. Estas expectativas se convierten en representaciones mentales o "modelos operantes" como los llamó Bowlby (1980) que tienen la capacidad de integrar experiencias pasadas y presentes, como también esquemas cognitivos y emocionales relacionados con tales experiencias. Este autor platea que: “estos modelos operantes son un sistema interno de expectativas y creencias acerca del self y de los otros que les permiten a los niños predecir e interpretar la conducta de sus figuras de apego. Estos modelos se integran a la estructura de la personalidad y proveen un prototipo para futuras relaciones sociales…” (Bowlby, 1979, p.70).

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de diferentes disciplinas coinciden en que estas habilidades mentalistas humanas, y el lenguaje, que aquellas facilitan, constituyen el fundamento del surgimiento de la autoconciencia humana, y del extraordinario desarrollo del conocimiento de nuestra especie (Premack y Woodruff, 1978; Rivière y Núñez, 1996; Balbi, 2004).

Según Rivière, Sarriá y Núñez (1994, pág. 2) la habilidad humana para la intersubjetividad denominada teoría de la mente es: “un sistema que atribuye mente a los congéneres y al propio sujeto que lo emplea, y permite definir la vida propia y ajena como vida mental y conceptualizar las acciones humanas significativas como acciones intencionales”.

En este sentido, una Teoría de la Mente es un subsistema cognitivo, adaptativo y profundo, dedicado a atribuir, inferir, predecir, comprender y anticipar estados mentales en el curso de las interacciones dinámicas, lo que le confiere la condición de un subsistema mental muy eficaz, precoz y complejo, específicamente dedicado al razonamiento interpersonal y a la coordinación conductual de un enorme valor evolutivo y adaptativo (Rivière, Sarriá y Núñez, 1994).

Si se sigue este planteamiento, parece poco adecuado utilizar la denominación de “Teoría de la Mente” al surgimiento de estas capacidades intersubjetivas, pues no es necesario que el bebé tenga realmente una teoría de las mentes ajenas y la propia pues su utilidad no es “explicar” la mente, sino manipularla y coordinarse (es un instrumento pragmático desarrollado a lo largo de la evolución humana basado en mecanismos especializados de inferencia tanto tácitos como explícitos). El concepto de “Mentalización” (ToM) propuesto por Peter Fonagy y su equipo (1991, 1995b, 2002) parece reunir mayor consideración a la dimensión emocional-afectiva de estas habilidades mentales. Por otro lado, el concepto de mentalización hace referencia al papel central de esta operación intersubjetiva tanto en el modo en que se organiza y desarrolla el Self de forma coherente e integrada, como en la articulación y regulación emocional que permiten, aspectos compartidos por el modelo cognitivo procesal sistémico.

El concepto de mentalización, como un mecanismo evolutivo complejo, ha sido definido como la capacidad cognitiva que permite “leer o inferir” estados mentales en uno mismo y los otros y que implica tanto un componente auto-reflexivo como interpersonal. Así mismo, promueve y mantiene la seguridad del apego y como permite explicar nuestra conducta y la de los otros, crea continuidad de la experiencia, la cuál es el fundamento de una estructura mental coherente (Fonagy & Bateman, 2007, Pág. 2-3).

Para explicar el desarrollo evolutivo ontogenético de las capacidades de mentalización, se pasará a describir algunas de sus fases descritas y estudiadas por los teóricos e investigadores de los enfoques de la intersubjetividad. Al mismo tiempo, se incluye e integra el concepto de intencionalidad recursiva (o metarrepresentación) como un mecanismo necesario para el total desarrollo y conformación de las capacidades mentalistas, concepto integrado al modelo cognitivo procesal sistémico por el psicólogo y psicoterapeuta Juan Balbi (2004, 2009) a partir de los planteamientos teóricos de Ángel Rivière (Rivière y Núñez, 1996; Rivière y Sotillo, 2002) sobre el desarrollo evolutivo de la mente del niño.

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Siguiendo el desarrollo del infante, desde su nacimiento extrauterino hasta los 7-8 meses de vida se comienzan a desarrollar los precursores afectivos e intersubjetivos de la ToM, considerados como ciertas capacidades innatas del bebe para coordinarse afectivamente a los otros (Gergely y Watson, 1999; Stern, 1985; Trevarthen, 1993; Tronick, 1989).

Según Trevarthen (1979b, 1982, 1984), en este período se manifiesta muy tempranamente lo que denominó “intersubjetividad primaria”, que puede observarse en las sutiles adaptaciones expresivo-motoras de los bebés desde el segundo y tercer mes de vida, cuando éstos se coordinan con sus cuidadores en las relaciones cara a cara. En esta fase, aún no existe una modalidad de subjetividad individualizada, ni una diferenciación entre lo mental o lo corporal. El bebé aún no experimenta al otro como un ser autónomo, permanente y con intenciones, aunque si establece y comparte con claridad sistemas básicos e innatos de coordinación expresiva y emocional, que posibilitan una vivencia recurrente de estar en relación con el adulto.

Ya entre los 8 y los 12 meses de edad, a la vez que se desarrolla lo que Piaget (1969, 1977) denominó “constancia objetal”, se desarrolla la capacidad que Trevarthen a denominado “intersubjetividad secundaria” y que se caracteriza por la vivencia subjetiva del niño de su propia participación en la relación. En términos relacionales, en este período ocurre una estabilización del comportamiento de apego hacia la figura significativa, apareciendo el “miedo al extraño” y las reacciones de sorpresa frente a lo novedoso.

Esta fase está marcada por lo que algunos autores (Lewis y Brooks-Gunn, 1979; Lecannelier, 2004, 2009) han denominado la “revolución mental de los 9 meses”, en donde ya se puede apreciar en los niños los rudimentos mentales para captar y percibir que los otros tienen mente e intenciones, una de las condiciones necesarias para el total desarrollo de las capacidades de mentalización y que puede ser observado a través de la presencia de habilidades tales como la atención conjunta (Carpenter, Nagell y Tomassello, 1998; Tomassello, 1999), la referencia social (Campos y Sternberg, 1981) y la capacidad de bromear (Reddy, 1991).

Es aquí, donde emerge un nuevo nivel de conocimiento que facilita la organización de un incipiente si mismo subjetivo cuyo principal contenido es la experiencia concreta y factual (contingente) del niño acerca de su capacidad para mantenerse vinculado y en buena coordinación con los otros significativos (Balbi, 2009). A los signos presentacionales del primer año de vida, se agregan los signos representacionales o símbolos. En otras palabras el infante en esta etapa opera con representaciones de segundo orden, es decir con representaciones de representaciones o metarrepresentaciones. De este modo, antes del desarrollo del lenguaje simbólico, el niño hace su temprano ingreso al mundo propiamente humano de la recursividad metarrepresentacional (Rivière y Sotillo, 2002; Balbi, 2009).

A los 18 meses se observan los procesos de simulación de escenarios hipotéticos (Leslie, 1987; Perner, 1994), entendidos como la habilidad del niño de sopesar alternativas mentales para resolver determinados juegos y tareas. Ya a los 24 meses, se desarrollan las capacidades de atribución de emociones y deseos en los

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otros y en uno mismo (Repacholi y Gopnik, 1997). A esta edad, el conocimiento sobre sí mismo se formaliza mediante representaciones verbales posibilitadas por el desarrollo lingüístico, apareciendo el uso de los pronombres personales (yo, mío, tu, mí, etc.). En este momento, ya se puede apreciar un conocimiento conciente de sí mismo en el infante, que es indicativo de que un nivel recursivo de segundo orden en que existe un conocimiento del conocimiento de sí mismo, con lo cual se opera en una dimensión más permanente y continua del self (Lewis y Brooks-Gunn, 1979). Se aprecia también a esta edad, el desarrollo de la capacidad del “hacer como si” (pretending), lo que según Leslie (1988) implica también capacidades metarrepresentacionales.

A los 36 meses, aparece la inferencia de las características de la mente (Baron-Cohen y Cross, 1992), comprendido como la habilidad del niño de distinguir que existen cosas reales que se pueden tocar, comer, jugar, etc. Y cosas mentales e internas, pero que no se pueden tocar (pero si pensar, imaginar, sentir).

Desde los 48 meses, se ha planteado el desarrollo cuasi-completo del equipo de la ToM (Wellman, 1990), inferido a través de la capacidad de superar con éxito la prueba de la falsa creencia5, una prueba que los niños autistas no pueden superar con éxito (Baron-Cohen, Leslie y Frith, 1985; Rivière y Núñez, 1996; Baron Cohen, 1995). En este período, el desarrollo de nuevas capacidades lingüísticas y cognitivas, permiten la emergencia de la operación cognitiva que constituye el fundamento estructural del conjunto de habilidades mentalistas de la especie humana que se denomina “teoría de la mente” (o mentalización): la “intencionalidad recursiva”, o de tercer orden (como mínimo). Ésta es la capacidad humana de tener procesos mentales acerca de procesos mentales, mientras se tiene la noción de que éstos pueden, a su vez, tener como contenidos otros procesos mentales (Balbi, 2009). Así, se disparan niveles de conciencia más altos en el niño como el “darse cuenta de que se da cuenta de estar sintiendo con” (Trevarthen, 1979b, 1982, 1984; Balbi, 2004, 2009; Rivière y Núñez, 1996). Se puede plantear, que el periodo comprendido entre los 2-3 a los 5 años, marca el pasaje de una actividad representacional a una actividad de tipo metarrepresentacional que es esencial en el desarrollo de un funcionamiento interpersonal que permita operar en un ecosistema social como el del ser humano.

Consecuentemente con lo anterior, aparece un aumento de la complejidad de los niveles de autorreconocimiento afectivo, al mismo tiempo que se consolida la permanencia de ciertos modelos operantes, que, espontáneamente, se revelan eficaces para el mantenimiento de una coordinación viable con los cuidadores significativos.

Para explicar este proceso, Rivière va a retomar el concepto de metarrepresentación del influyente teórico cognitivo Zenón Pylyshyn (1978), según el cual las metarrepresentaciones no son simplemente “representaciones de

5 Paradigma de la falsa creencia (por ejemplo la prueba de Sally y Ann: este lo pueden resolver niños/as normales de 4 años y ½ pero no los niños autistas) consiste en pruebas de caricaturas, donde se requiere en el niño la capacidad de representarse una representación, en su calidad de representación (y sobre todo una creencia que puede ser verdadera o falsa) como el supuesto básico de la Teoría de la Mente. El niño debe pensar que el otro piensa cosas desde el punto de vista del otro y su propia perspectiva.

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representaciones”, sino más bien, “las metarrepresentaciones son representaciones de relaciones representacionales, como tales relaciones”.

Para Rivière (1994), decir que un sistema formal posee una intencionalidad recursiva (IR) quiere decir que puede incluir activamente un elemento de cierta naturaleza dentro de otro de la misma naturaleza. Un sistema recursivo de este tipo es potencialmente infinito. En este sentido la autoconciencia humana sería un sistema recursivo, potencialmente infinito, de metarrepresentaciones (MT) de estados intencionales de sí mismo y de los otros (Balbi, 2004).

La intencionalidad recursiva, sería entonces la capacidad para tener estados mentales intencionales (I) sobre estados mentales (I), de uno mismo o de los otros, que se refieren, a su vez, a estados mentales (I), lo que define estructuras de tipo (I {I (I)}), necesarias para realizar funciones lingüísticas declarativas u ostensivas (de transmisión de conocimiento proposicional entre mentes, lo que aparece en el segundo año de vida).

Una vez que se han establecido e internalizado las pautas y los modelos operantes del self y los otros, éstos funcionan como un esquema anticipatorio que utilizamos durante todo el curso de la vida, para simular y predecir las actitudes y conductas de los demás hacia nosotros en la interacción afectiva y social, así como para organizar nuestra propia conducta con fines relacionales (Arciero, 2009; Balbi, 1994, 2004; Guidano, 1987, 1994; Reda, 1986).

Por primera vez en la historia de la vida un animal es capaz de simular tener un estado intencional diverso al experimentado, con el fin de generar una falsa creencia en otro. La realización de esta maniobra requiere de una compleja operación cognitiva consistente en la distinción entre el propio estado subjetivo, aquello que el individuo experimenta, y el punto de vista objetivo, la atribución que el individuo hace de como es visto por el otro. La mediación mental de las emociones en los primates, por lo tanto, cumple la función de adecuar el comportamiento a las exigencias de orden relacional y social. Dicho en otras palabras, los humanos tenemos la capacidad de regular nuestro estado intencional en función de lo que atribuimos que otra persona siente, respecto de aquello que atribuye que estamos sintiendo en relación al sentimiento que experimenta por nosotros (Balbi, 2009).

Se puede entender, entonces, que en la coevolución entre vínculos de apego, intersubjetividad e individuación, que son los rasgos distintivos de la organización de los primates, la capacidad de diferenciar entre el sí mismo y los otros aparece como la condición esencial para estructurar un autorreconocimiento estable y la base de la construcción de un sentido de identidad personal. Tal sistema afectivo metarrepresentacional comienza a operar muy precozmente y de forma tácita en el neonato humano con desarrollo normal, y es sólo con la emergencia de niveles más complejos de desarrollo cognitivo-emocional, que posteriormente pueden aparecer los fenómenos reflexivos y autoconciente de mentalización e intencionalidad recursiva (mínimo de tercer orden) que permiten mantener regulada la activación del sistema y operar con relativa autonomía y adaptación en el complejo mundo interpersonal.

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Actualmente con los conocimientos que tenemos sobre la memoria procedimental queda claro que las experiencias interactivas se almacenan y dejan huellas por fuera del recuerdo y la conciencia, son formas de estar-con como le gusta definirlas a Stern (1985; 2004) o un inconsciente bipersonal tácito como lo define Lyons-Ruth (1998, 1999), formas de organización del sí mismo al interactuar con otros que son permanentes a lo largo de la vida.

La autoconciencia, consecuentemente con este hecho, se estructura siempre sobre la base de un dominio afectivo que se organiza, en cada individuo, a partir de la autopercepción que éste tiene de cierta regularidad y recurrencia de su modo de sentirse, en relación con quienes se ocupan de su cuidado en los primeros años de vida (Balbi, 2004, 2009).

El sentido de identidad Personal: El Estilo de Personalidad

Durante la niñez, fase que comprende desde los 5-6 hasta los 11-12 años de vida, la construcción progresiva de estructuras cognitivo-afectivas personales mas complejas, da lugar a que en forma paulatina la desregulación emocional gatilladas por activaciones emotivas intensas sea regulada por la vivencia que el niño tiene de su propia capacidad para regular las condiciones de reciprocidad del vínculo dentro de unos límites coherentes con la dinámica de interacciones recurrentes estructuradas en su historia con sus cuidadores. En esta etapa del desarrollo, preoperatoria y de operaciones concretas (según las etapas descritas por Piaget), el sentido de continuidad personal del niño está aun ligado de forma estrecha al contexto relacional concurrente e inmediato (Balbi, 2009).

El despliegue gradual de aptitudes cognitivas concretas proporciona una mayor estabilidad al sentido actual del sí mismo, y las relaciones escolares y de amistad con sus coetáneos, amplían progresivamente el campo de experiencias y contextos, que promueven la articulación progresiva de ese sentido de sí mismo. De este modo, se vuelve posible un reordenamiento continuo de la propia experiencia inmediata para hacerla coherente con el sentido de sí mismo a nivel de conocimiento explícito, lo que es permitido gracias al crecimiento cognitivo paulatino en estos períodos. De esta forma, las emociones particularmente perturbadoras (por ejemplo ira o desamparo en los niños evitativos) al activarse son procesadas a través de mecanismos de exclusión selectiva de la entrada sensorial que proviene de los campos críticos de la experiencia que son discrepantes con la coherencia sistémica de la identidad construida hasta esos momentos.

Durante la infancia y la niñez, la motivación innata a establecer un vínculo afectivo e intersubjetivo, así como la dependencia psicofisiológica absoluta que tiene la cría con sus cuidadores, establecen la necesidad de que las posibilidades de percibir ambivalencia en la reciprocidad de la relación sean minimizadas, pues de lo contrario se estaría en presencia de un estado continuo y crónico de desregulación emocional. En virtud del objetivo mencionado, cualquier percepción de discrepancia en la relación con el cuidador, gatilla la utilización de una serie de

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mecanismos activos de exclusión y desatención selectiva de la información que contradiga la posibilidad de reciprocidad del vínculo.

Una de las modalidades de minimización en la percepción de falta de reciprocidad, consiste en desconectar el afecto percibido de la situación interpersonal que lo ha activado (Bowlby, 1980, 1985; Bretherton, 1985). Cuando esa desconexión (disociación) es completa, la propia experiencia (yo) parece totalmente ininteligible en los términos de las propias reacciones (mi), y se puede explicar mejor atribuyéndola a causas externas, como problemas somáticos y psicológicos. Una segunda modalidad, es impedir que la apreciación del afecto perturbador active otros sentimientos, pensamientos y conductas a partir de un cambio del foco atencional, mecanismo descrito por Bowlby (1980) como “actividades distractoras”. De este modo los niños pueden atarearse con muchas actividades diferentes (a veces observables en forma de síntomas, como rituales, fobias, ingesta excesiva, etc.) que les distraen del procesamiento posterior de una información que, aunque ha sido registrada, está siendo excluida (Bowlby, 1985).

La exclusión de información y las actividades distractoras restringen selectivamente la elaboración de una gama muy personal de tonalidades emocionales personales (las únicas que el niño puede reconocer como propias), mientras un repertorio de reacciones cognitivo-emocionales automáticas manipulan el foco de atención, permitiendo la estabilización de esa gama de emociones.

En estas primeras fases del ciclo vital, el niño operaría con una experiencia de simetría temporal prácticamente total con las contingencias personales e interpersonales en curso. Con la emergencia del pensamiento abstracto en la adolescencia, que comienza entre los 11-12 años, se origina el primer gran quiebre en la simetría del tiempo (Prigogine, 1977) en que la temporalidad se vuelve una dimensión subjetiva e interna. La irreversibilidad experimentada en la flecha de la dirección del tiempo desencadena transformaciones, también irreversibles, en el sentido de continuidad personal, obligándola a reordenar su propio significado en un nivel más abstracto, que incluye la dimensión del pasado y el futuro, variando a través de todo el ciclo vital. Así, el sentido personal, se construye y reconstruye a partir de una estructura narrativa que permite la toma de una nueva perspectiva sobre sí mismo, siendo fundamental la calidad de esta estructura en términos de los niveles de integración y abstracción en la determinación de procesos psicopatológicos, debido a que hay una relación directa entre el nivel de plasticidad de la trama narrativa de una persona para diferenciar y referirse su propia experiencia y su capacidad para la autorregulación emocional (Guidano, 1997, 1999). El proceso de especificar, en términos autorreferenciales, la propia experiencia emotiva, permite regular y mantener en ciertos márgenes de intensidad la activación afectiva. En este sentido, son interesantes algunos estudios en neurociencias que muestran la relación entre proceso atencional focalizado y regulación emocional (Álvarez y Trápaga, 2005).

A partir de las nuevas posibilidades de inferencia mental recursiva que permite el pensamiento abstracto, el adolescente comienza a relativizar la percepción de reciprocidad afectiva en las relaciones vinculares significativas establecidas hasta el momento. Por otro lado, y de forma dialéctica, se incrementa la apreciación de

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la ambivalencia, ambigüedad, engaño e inconsistencia de la imagen construida de sus cuidadores y de la incondicionalidad percibida anteriormente en la relación con estos (Kaplan, 1984; Nardi, 2004). Es necesario decir, que este proceso puede ocurrir sin ningún tipo de advertencia explícita por parte del adolescente, sobre todo cuando los cambios de la percepción de reciprocidad de la relación son demasiado drásticos para las capacidades de asimilación y autorreferencialidad de la propia experiencia en relación a la organización del sentido de viabilidad personal construida hasta el momento.

Podría ser que estos cambios evolutivos en el autorreconocimiento respecto de la relación afectiva con los cuidadores sean necesarios para que el adolescente desarrolle procesos de separación, diferenciación y autonomía personal, favorables para el establecimiento de relaciones interpersonales fuera del ecosistema familiar, facilitando así las conductas exploratoria de búsqueda de partners afectivos, lo que es consistente con los procesos de maduración sexual y reproductiva que se manifiestan a esta edad.

Así, mientras en la infancia y la niñez la idealización del vínculo es fundamental para la supervivencia psicobiológica y el desarrollo afectivo-cognitivo en base a la mantención de ciertos parámetros de reciprocidad compatibles con la vida y la continuidad autopercibida. En la adolescencia, la desilusión con respecto de la incondicionalidad, permite la separación, autonomía e individualización del contexto familiar.

Este proceso evolutivo-madurativo, permite transitar desde las primeras fases del desarrollo en que la regulación es provista externamente por los cuidadores (heterorregulación), hacia la emergencia de habilidades y mecanismo de regulación más autónomos y diferenciados (autorregulación), proceso mediado por la transición de interacciones sensomotrices inmediatas hacia niveles relacionales con características representacionales y abstractas (Lecannelier, 2009).

En los primeros años de vida del infante, la recurrencia de situaciones interpersonales significativas en las que se ve involucrado el niño da origen, por medio del operar de los distintos módulos de la memoria procedimental y declarativa (semántica y episódica), a la constitución de guiones de escenas nucleares (con carga afectiva) que operan como un conjunto de estructuras implícitas capaces de producir y asimilar la experiencia en curso (Abelson, 1981; Carlson y Carlson, 1984; Tomkins, 1978; Mahoney, 1988, 1991), permitiendo que la experiencia inmediata sea reformulada, momento a momento, en una nueva dimensión experiencial, temporal y narrativa, más estable y continua en el tiempo. Al ir aumentando la complejidad del sistema cognitivo y del lenguaje simbólico que utiliza el niño, se va complejizando también la trama de la narración que este utiliza para autorreferirse su propia experiencia en curso y de su relación con los otros (proceso co-evolutivo al desarrollo de las habilidades mentalistas).

En este tema, Jerome Bruner (1986), va a plantear que con el surgimiento del lenguaje simbólico la forma de organización que toma el autoconocimiento del propio tiempo vivido presenta una modalidad narrativa. Esta forma de pensamiento narrativo no descansa en el objetivo de verificación formal o empírica, lo que sería parte del pensamiento paradigmático, sino que se satisface a

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partir de la búsqueda de verosimilitud, semejanza y viabilidad. Es un relato intencional y emotivo, en el que la vida mental de los personajes es fundamental. En este sentido la identidad personal autoconciente es un proceso intencional e interpretativo. Al respecto, la tesis de la moderna hermenéutica es que la identidad personal se constituye como una identidad narrativa (Balbi, 2004; Arciero, 2005).

Este sentido personal se organiza a partir de un dominio intersubjetivo y relacional solo posible en el compartir nuestra mente con los otros, es decir de la representación de nuestra mente en la mente del otro y como yo me lo represento (metarrepresentación). Este proceso innato y evolutivo de intencionalidad recursiva intersubjetiva es lo que se denomina Mentalización y permite el desarrollo de un sentido de diferenciación (sí mismo, mismidad) y de vinculación con los otros (ipseidad). Así, la dimensión del sentido (que es la dimensión en que los humanos vivimos) se construye en la metarrepresentación de nosotros mismos en nuestra relación con los otros.

El sí mismo, puede ser entendido entonces como un proceso de autoorganización sistémica en que la reconstrucción narrativa del significado es un proyecto de transformación que dura toda la vida. En esta reconstrucción, son vitales los procesos de maximización de la coherencia sistémica del sí mismo y, al mismo tiempo, la minimización o aplanamiento de las discrepancias percibidas que permitan la mantención de un Estilo Personal de funcionamiento (Personalidad) que será característico de esa persona.

Para entender entonces el malestar psicológico y la emergencia de los fenómenos psicopatológicos, hay que comprender que en las coordinaciones relacionales de nuestra realidad social, todas las operaciones que realizamos para mantener una identidad estable sirven para mantener una autoestima aceptable, mediante la autoconciencia de nuestra capacidad de influir en la mente de los demás. La autoconciencia, de esta forma, está orientada a reducir las discrepancias, a manipular los datos para hacerlos consistentes con la imagen consciente de nosotros mismos. Así, “no hay autoconciencia sin autoengaño” (Guidano, 1994). Si el autoengaño es excesivo, la persona no se explica gran parte de su experiencia inmediata y la vive como extraña, generando la aparición de los trastornos psicológicos. Sin embargo, el concepto de autoengaño parece ser mejor comprendido desde los actuales modelos teóricos y empíricos de los paradigmas de la Disociación, lo que implica considerar que la disociación puede entenderse como un proceso psicológico necesario para el normal funcionamiento operativo de la conciencia, en el que la funcionalidad del mecanismo esta mediada por los niveles en que se disocian los diferentes módulos experienciales en un continuum bidimensional de mayor a menor disociación o integración.

El grado de esa disociación sería dependiente de la discrepancia que la representación conlleva respecto al sentido y continuidad de sí de la persona. Consecuentemente, a mayor discrepancia corresponde una mayor disociación entre afecto y representación, y, por lo tanto, la emoción emergente no es reconocida como parte integrante de la propia mismidad. En este dispositivo de exclusión atencional, funcional al mantenimiento de un sentido unitario, continuo y viable de uno mismo, por medio del cual la persona interpreta como ajenas las propias experiencias de orden afectivo que resultan discrepantes, radicaría el

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origen de los síntomas por los cuales las personas consultan a los terapeutas (Balbi, 2009).

De forma gradual, durante la infancia y la adolescencia se construye una trama afectiva tácita, que será la base de la organización de la identidad en cada persona. Esta es la representación, abstracta y tácita, de una trama de sentimientos de reciprocidad afectiva, construida en el curso de una relación interpersonal significativa y reformulada en cada instancia crítica del propio ciclo vital. La conciencia fenomenológica opera con la parte más fácil, la relación con el mundo físico y social, en tanto que el área crucial de las relaciones significativas, queda reservada para ser atendida por el más eficiente sistema operativo tácito de la trama afectiva tácita, que funciona en paralelo (Balbi, 2009).

Excluyendo de su foco atencional toda información que implique menor correspondencia, o mayor ambivalencia afectiva, que las contenidas en la representación de la trama previamente construida, la consciencia, trata de impedir que arribe a su dominio la discrepancia generada en representaciones tácitas de nuevos estados afectivos personales. El fracaso de la conciencia fenoménica en esta tarea de exclusión atencional, implica la inevitable emergencia a su dominio de aspectos parciales del complejo de sentimientos discrepantes. De manera sintomática, entonces, se manifiesta a nivel conciente, por ejemplo sólo el aspecto afectivo, la tristeza o la rabia, disociada de la representación de la pérdida, como en el caso de la depresión. Las sensaciones propioceptivas e interoceptivas, rasgos fisiológicos de la reacción emocional, disociada de los componentes afectivos y la representación ideativa, como en el caso del ataque de pánico y el síndrome agorafóbico. O solo la representación cognitiva, disociada de los aspectos afectivos y emocionales, como en el caso del trastorno obsesivo.

Conclusiones

El modelo cognitivo procesal sistémico entiende que en la constitución de lo humano, y de su peculiar forma de ordenar el conocimiento, van a ser fundamentales los procesos afectivos que se estructuran en las primeras experiencias vinculares del bebé y sus cuidadores. El proceso del desarrollo individual, implicará siempre una complejización de este sistema de conocimiento, pero este siempre estará delineado a partir de esta urdiembre afectiva de los primeros años en las complejas e intrincadas interacciones que se establecen a partir de los vínculos de apego temprano y los procesos de intersubjetividad. Con el arribo del pensamiento simbólico y abstracto, la dimensión temporal estabilizará los procesos conocimiento, los cuales estarán organizados siempre en la búsqueda de mantener la coherencia del sistema psicobiológico personal y el sentido de continuidad que se actualiza en cada momento del ciclo vital. Este sentido de continuidad, parece fundamental para la mantención, antes que de un presunto conocimiento lógico y racional del mundo, de un sentido de viabilidad en términos de la atribución de reciprocidad afectiva en relación a la trama afectiva que se va organizando tácitamente en la interacción con las personas significativas. Discrepancias no asimilables entre esta trama afectiva tácita y el sentido de

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continuidad personal, serían la base de la emergencia de procesos de desestabilización característicos de los llamados estados psicopatológicos.

El eje central de la regulación del sistema personal, en base a la mantención de la coherencia interna, estará dado especialmente por la posibilidad de generar capacidades de inferencia intersubjetiva tácita que permita mantener el sentido de viabilidad personal, permitiendo el normal desempeño en el las actividades relacionales y cotidianas del diario vivir.

Se concluye proponiendo al Modelo Cognitivo Procesal Sistémico como una alternativa para la comprensión del desarrollo de la mente personal, así como una forma de entender la emergencia de los estados psicopatológicos y el establecimiento de estrategias y métodos psicoterapéuticos coherentes con estos postulados.

Se parte de la convicción de que esta metateoría es útil para articular e integrar las diferentes investigaciones empíricas y desarrollos conceptuales que en la actualidad se muestran como relevantes para el desarrollo de una psicología comprensiva y compleja que asuma los desafíos multidisciplinares necesarios para una mirada abarcadora del ser humano. Este artículo busca dar un paso en la aproximación a esta tarea, entendiendo que es un camino lejano más no por eso menos fructífero.

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Sepúlveda Morice R. Modelo Cognitivo Procesal Sistémico: De la Dimensión

Emocional Humana al Sentido de Identidad Personal. Psicologia.com [Internet]. 2013 [citado 21 Oct 2013];17:2. Disponible en: http://hdl.handle.net/10401/6149

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