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El proceso del Geoarte
El Geoarte es un estilo de pintura en el que vengo trabajando en la última
década y que gracias a estas líneas se expande a otros campos como poesía y
literatura, y que verá la luz en una exposición en la que se darán la mano varias
artes. Nace de la pura experimentación y del más simple sentido del juego con el
color y la forma. Pero también de la búsqueda y el desarrollo personal.
Huye pues de catalogaciones, serializaciones o etiquetas y por
lo tanto del mercadeo barato imperante hoy en el arte, donde se confunde el
valor y el precio, de las ideas y de la cultura.
La definición más formal del Geoarte, son imágenes del planeta que parten de
los satélites, y a partir de esta referencia trabajo sobre ellas, o las
interpreto pictóricamente de forma directa, o me inspiro en ellas para crear una
obra completamente autónoma. También me sirven para compararlas con
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imágenes de suelos, texturas o formas biológicas, creando así un diálogo
enriquecedor entre lo micro y lo macro. Es por tanto un arte que se inspira en
una fotografía, pero que no le debe nada a ella, sino que lo trasciende, es solo
una herramienta mas en un largo proceso.
Las pinturas nos llegan con una primera apariencia de abstracción, pero
siguiendo el ejemplo de Perez Aguilera, una mirada mas detallada, nos desvela
que no se pierde la referencia de la realidad.
El Geoarte es una pintura filosóficamente y psicológicamente espiritual e
ideológicamente conservacionista. Es algo mágico, mítico y profundo, es algo
que se puede tocar, es orgánico y es natural, pero al mismo tiempo es simbólico,
es parte de nosotros, o nosotros somos parte de ello.
Al mismo tiempo la serie Geoarte que es un goce para la vista, tiene además un
mensaje profundo conservacionista y ecologista.
Es un estilo sin más pretensión intelectual que la de colocar a la tierra en el
centro de todo el mensaje humano, y que tiene como mayor exponente la obra
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del planeta tierra al completo, la esfera del planeta plasmada sobre un metro
por un metro. Esta plasmación ha implicado un sentimiento de búsqueda pero
también un juego de intuiciones y razones. Tanto los tipos de pinturas usados,
acrílicos liquidos, espátulas, geles y texturas, como los soportes, madera por un
lado y por otro, carton pluma sobre vinilo, buscan extraer las mejores
cualidades del acrílico líquido. He querido que cada medio represente y se
comporte de forma artificial de la misma forma que lo haría en el medio natural.
Es decir, los mares, ríos y lagos están representados con acrílico liquido, que se
ha ido mezclando de forma natural, esto es con pocas ayudas de pinceles y otro
tipo de herramientas. La tierra está representada con adición de algunas arenas,
o geles que la simulan y las nubes y otros elementos gaseosos, pintadas con
aerógrafo. Es decir, el agua con agua, la tierra con tierra y el aire con aire.
En fotografía, el Geoarte son fotocomposiciones asistidas por ordenador que
buscan una fusión entre el hombre y la naturaleza. El ejemplo más claro es la
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mano cuyas venas se han convertido en las bocas del rio
Missisipi.
Las fotografías acompañan en la exposición a las pinturas
para enriquecerlas.
Y por último está la palabra, la poesía y la literatura. Los
geoversos están hechos sobre un mapa, pero también sobre
una persona. Detrás de cada poema hay una persona, a la
que se retrata en el poema, siendo además, el paisaje, la
geografía del país donde nace, protagonista del hecho creativo. Siempre hay una
referencia concreta de la que se parte, por tomemos como ejemplo “Mirada
Delta” dedicada a una persona nacida en Venezuela, y que versa sobre el Río
Orinoco con muy claras referencias a lugares concretos del planeta y del mapa,
pero también a rasgos concretos de una personalidad de una persona.
Por último los relatos breves son fruto de otro largo proceso, de casi una década.
Historias de personas y lugares, repartidos por la geografía mundial, a modo de
cuentos del planeta, que bucean en las culturas, ritos, o asuntos menos
conocidos, y en épocas remotas y presentes que tiene en común la búsqueda de
la sabiduría ancestral, la que siempre ha estado más en contacto con el planeta,
con la naturaleza y con los elementos.
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Todos somos el todo
Todos los protagonistas de los relatos nos vienen a decir lo mismo, son distintas
formas de decir lo mismo. Que cada uno de nosotros está, estará o ha estado
aquí para sentir lo mismo, que no somos tan distintos y que el egoismo mal
entendido no conduce a nada.
Celebra la conexión misteriosa y el tiempo sencilla de unos con otros que aun
conservan las culturas antiguas, pero que nosotros hemos perdido.
La conciencia de que nuestro camino pasa por lugares comunes. La búsqueda de
la verdad, como una misteriosa pero profunda convicción de lo ineludible. Una
certeza que nos conduce a nuestro completo desarrollo como seres humanos en
el más pleno sentido de la palabra.
Una necesidad de ir más allá del accidental teatro artificial de plástico que se
nos ofrece cada día. Un anhelo de quitarnos de los ojos ese velo, esa venda para
olvidar lo accesorio, buscar lo más profundo en los otros, en los paisajes, entre
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las piedras.
Una pequeña rebelión individual buscando la alegría de lo cotidiano,
alejándonos de forma natural de la intransigencia, las consignas y los
dogmas, y contemplándolo todo desde una perspectiva aéreas. Tomando
elementos de todas las tradiciones y culturas. Moldeando con mirada de
alfarero, una nueva percepción de la realidad.
Los personajes de estos relatos se desatan suavemente –pero con una
convicción inquebrantable- de su destino, para buscar la belleza, la felicidad y la
paz, por encima de las ciudades, de los países, de las épocas, de los reyes, de las
ideologías, de las lenguas y las monedas.
También buscan entablar una conversación íntima con la dama negra, la que no
tiene nombre, o es el mismo en cada rincón.
Una dama que sobrevuela estas letras igual que nuestras vidas, y a la que hay
que hablarle de vez en cuando para que no se nos olvide que existe, y cuando
llegue la veamos como a una vieja amiga, y nos perdamos en la bruma
charlando con ella amenamente sobre lo divino y lo humano.
Si cuando leas alguno de estos relatos, alguien te propone una nueva forma de
abrazar el mundo, y la aceptas, éstas letras habrán cumplido sobradamente su
cometido.
Una lúcida anciana me recomendó en una ocasión sin titubear: leer mucho,
viajar mucho y conversar mucho, pues esas son las claves para mantener una
mente ejercitada al final de tu vida. A ello me entrego cuando puedo en cada
palabra, en cada letra, en cada suspiro, esperando que el destino me regale
nuevas formas de abrazar al mundo. Sabiendo que cada uno de nosotros tiene
su propia forma de abrazarlo.
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Solsticio de invierno
Sucedió en el solsticio de invierno. Era un día 24 de diciembre por la mañana y
Manuel aprovechó el único día soleado, en medio de tanta lluvia para ir a su
huerto. De camino, comprendió los estragos del cambio climático sobre su
tierra.
El agua inundaba todos los sembrados y olivares, y los improvisados riachuelos
cortaban los caminos de parte a parte con profundas hendiduras desfigurando
profundamente lo que hasta entonces había sido una plácida campiña que había
dado de comer a sus hijos durante siglos. El gris verduzco descolorido de los
olivares, ensuciaba su mirada.
El viento rugía de una forma implacable,
como nunca antes, trayendo sobre su
voz ecos de furia contenida y de
inmensidades oceánicas. Entendió que
pronto llovería y se apresuró para llegar
pronto a los huertos vecinales.
Allí labraban la tierra muchas personas
pero hoy no había nadie, por ser víspera
de un festivo como navidad. Entró y cerró
la puerta, pues no había nadie. En
medio de los huertos había una silla que alguien abandonó, así que la acercó a
su huerto y dejó allí su chaqueta colgada sobre el respaldo y sus gafas de sol, sobre el
asiento, con las patillas cruzadas
Se dispuso a trabajar sobre el huerto, a quitar las malas hierbas y a coger las
papas, rábanos, rúcula, zanahoria, y coles.
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Tan concentrado y contento estaba cuidando sus plantas que se sintió orgulloso
de su trabajo y se le pasó por la cabeza, que su difunto padre estaría orgulloso si
le viera trabajar el campo, algo que hacía por primera vez. Tanto que cuando de
repente, la mirada le traía involuntariamente la mancha negra de su chaqueta
sobre la silla, le parecía que allí había otra persona.
Se lo explicó por la falta de costumbre de aquella visión, pero no solo le pasó
una vez sino varias más. Cada vez que veía la chaqueta de soslayo le parecía que
allí había alguien más. Una sensación extraña se apoderó de él.
Cuando se acercó a la silla para soltar en un plástico las verduras se sorprendió
de que sus gafas de sol, que había soltado encima de la silla, no estaban.
Miró en derredor pero no había nadie, y encontró sus gafas en el suelo un metro
al sur de la silla. Como soplaba viento muy fuerte pensó que las gafas se habían
caído al suelo, pero reparó que estaban en la misma posición que él las había
dejado encima del asiento de la silla, como si alguien, una mano invisible las
hubiera dejado cuidadosamente sobre el suelo. No estaban volteadas, ni
doblabas, ni con una patilla abierta y otra cerrada, como habría sido lógico si se
hubieran caído.
No, estaban perfectas, cruzadas una patilla sobre la otra y en línea con el borde
de la silla, como él las dejó pero en el suelo.
Siguió trabajando como si nada y sin darle importancia al asunto. De nuevo se
sintió dichoso y feliz con su trabajo y empezó a canturrear cancioncillas
aprovechando que estaba en medio del campo y que nadie le oía.
-Granada, no tengas miedo, de que el mundo sea tan grande, de que el mar sea
tan inmenso, tu eres la novia del vaire. Granada vive en sí mismo tan
prisionera, que solo tiene salida por las estrellas.
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Curiosamente y contra todo pronóstico, ya que toda su vida se había negado a
ello, le gustaba trabajar el campo, algo que toda su familia había hecho antes,
pero que el, dedicado a la informática, nunca había hecho.
Cogió un manojo de rábanos y fue a ponerlos sobre la silla, donde nuevamente,
las gafas se habían movido de su sitio. Estaban de nuevo sobre el suelo, en la
misma posición, como si alguien las hubiera dejado cuidadosamente, mientras
que en el asiento de la silla se dibujaban sobre el mullido asiento el hueco exacto
como si alguien se hubiera sentado y casi sin tiempo a reaccionar dejó
mecánicamente los rábanos sobre el hueco del mullido asiento. No quería
pensar sobre el asunto de la silla, ya tenía demasiados problemas y a él siempre
le gustaba buscar una solución lógica para todo.
El no era Pedro Páramo, ni esto era Comala.
Por fin después de mas de cinco meses encontró una zanahoria.
–Que difícil es sacar las hortalizas adelante, pensó. Y más con este mal tiempo
mientras se secaba el sudor de la frente.
-¿Qué esperabas, que te iban a regalar la vida?. Tendrás que trabajar duro como
hacen todos.
-Eso intento, pero a veces todo se hace muy cuesta arriba. Dijo esta vez en voz
alta.
De repente cayó en la cuenta, y levantó la mirada lentamente con la certeza de
que había alguien sentado en la silla. Pero no había nadie y las gafas estaban de
nuevo sobre la silla.
Esta vez si, estaba seguro de que el la había dejado en el suelo donde estaba
antes. Sin embargo no tuvo miedo ni pena. Solo comenzó a llorar de emoción mientras
se oía una canción de fondo con la voz de su padre: comienza el llanto de la
guitarra, llora como el viento sobre la nevada. Es inútil callarla, es imposible
callarla….. Y Manuel se fue contento, camino de su casa, a preparar la cena de navidad,
ahora sabía que su padre, estuviera donde estuviera, estaba orgulloso de él.
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Los ojos de Maga
Adentro estoy oyendo el run rún de las voces en la oficina, mientras aparto los visillos de la
ventana de mi oficina y mis colegas se quejan por tonterías como si fueran las más importantes
del mundo. Hace un calor sofocante.
Afuera, Raúl, el anciano vagabundo ciego
cruza la calle sorteando los vehículos que
circulan por aquella arteria, guiado por su
perro cuya mirada nos tiene enamorados. El
perro nos llevó a querer a su dueño y gracias
a él descubrimos la verdad, su verdad.
¡Mierda!. el pobre perro se asusta en medio
de un caos de ruedas y humo insalubre. Ha mordido a un motorista que dio propina una patada,
provocando un accidente de tráfico. ¡Hay que llamar a la ambulancia!. Grito señalando a la calle.
Mis compañeros me miran sorprendidos. Salgo corriendo a la calle.
En medio de la avenida yacen sin sentido, el viejo indigente, un motorista y su perro blanco en
medio de un caos de vehículos y sangre. Llamo a la policía, que llega a la media hora llevándose al
perro y su dueño. Cuando intento acercarme a ayudar la policía me retiene, digo que lo conozco.
Gracias a mí pudieron identificarle. Después de aquello, nunca más volvimos a verle. De vuelta a
mi mesa, me siento impotente. Un famoso escritor dice por Youtube: no hay nada nuevo que
escribir ni inventar, todo está ya creado. Me siento impotente.
-Las guerras pasadas ya no interesan a nadie. Interesa la guerra de hoy. Métetelo en la cabeza.
Dijo apuntándome con el dedo, amenazadora, mi amada directora. Tiró sobre la mesa la portada
del periódico del día, y salió del despacho con aquel típico meneo de culo embutido en falda de
cuero con olor a tabaco.
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Mis compañeros me observaban como si dijeran, “te estás jugando el cuello, chaval”. Durante el
resto el día, caminé triste por la redacción, hasta que por fin, el jefe de mi sección me dio la tarde
libre: -Es agosto, no hay noticias que contar - argumentó.
-Yo tengo una historia interesante. Quero contar la historia de Raúl, el vagabundo.- Le dije. Mi
jefe me observaba con cara de curiosidad. -Es absurdo que no contemos historias de gente
sencilla, o que repitamos los teletipos y ruedas de prensa. Argumenté. Mi jefe me indicó con el
dedo que le siguiera hasta su despacho. –No me gusta que me discutas delante de todos. Dijo. -
Comienza. Te doy una hora. Si la historia es buena, la publicamos.
Entonces empecé a contársela a mi jefe como si fuera una película. Le dije que la caravana se
movía como un animal enloquecido mientras se ponía el sol tras las montañas. El joven Raúl ya
sabía que tendría que hacerse a sí mismo, lleno de preguntas sin que nadie le ofreciese respuestas.
El odio se masticaba en su familia, en su casa, en su país. No podía soportar aquel aire, aquella
agua estancada y maloliente así que decidió irse.
-Me gusta, pero resume, no tengo todo el tiempo del mundo, ahorra detalles y adornos poéticos.
En la caravana se había formando un tapón de vehículos que impedía todo avance. Las gentes se
lanzaban entonces fuera de los coches y los camiones buscando la frontera. Muchos de aquellos
hombres miraban tristemente sus manos como si ya no quedaran batallas por luchar.
Las manos de mi jefe martilleaban el cuero de su mesa, mientras las mías volaban por el aire,
explicándose. Sonó el teléfono, lo descolgó y volvió a colgar , se aflojó la corbata, se soltó el botón
del cuello de la camisa y me miró a los ojos. -Sigue.- dijo con voz fría.
Le conté que la aviación enemiga sobrevolaba los tejados mientras cundía el pánico en la ciudad.
Escaleras de catedrales donde dormían niños y mujeres, ante inmensas y antiguas puertas
cerradas. Soldados aturdidos en busca de un líder, y lógicamente la muerte de los poetas era
ignorada. Retumbaba el monte, el mar humeaba, y la sierra era un alarido que llenaba de frío las
almas.
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Cerca de los Pirineos comenzó a nevar sin tregua, se hizo necesario cruzar a pié con la nieve hasta
las rodillas. En cabeza, los más fuertes luchaban a paladas titánicas contra la nieve y en la cola de
la caravana, rezagado por el cansancio Raúl miró atrás. Allí quedaron los días azules y el sol de la
infancia.
-Y cómo el perro salvó la vida a Raúl?. Te has adelantado, le dije. –Te recuerdo que tengo prisa,
me replicó.
Ocurrió cuando Raúl asomó a la boca de una cueva en la que habían pasado la
primera noche, ya en Francia. Todos los demás dormían, pero él no pudo pegar
ojo. Se asomó a la boca de la cueva para ver el amanecer.
Vertiginosos desniveles rodeaban el camino, desafiando a la gravedad, entre el
reino de lo horizontal y lo vertical. Vivir allí parecía un desafío.
-Sé de lo que me hablas. Mi familia es oriunda de las montañas.
-Claro. Pero la madre tierra, siempre acaba por reclamar lo que es suyo.
Hacía sol y Raúl, se sentía optimista y salió a dar un pequeño paseo. Su hermano Toni
desayunaba un poco de leche de cabra recién ordeñada e intentaba calentarse mientras oyeron
una vibración, primero imperceptible, y luego en aumento hasta convertirse en un estruendo
ensordecedor, casi como un terremoto.
-Un alud.
-Exacto.
Todos corrieron afuera para contemplar que el alud había cubierto una gran área bajo la que
probablemente se encontrase Raúl. Así que no había tiempo que perder, inmediatamente se
organizaron grupos con palas para buscarlo antes de que se congelase bajo la nieve.
En medio de la desesperación Toni encontró como salido de la nada a Joan, el mejor amigo de su
padre, que había viajado desde que salieron de Solsona con ellos sin haberse encontrado. Toni
solo supo decirle entre lágrimas:
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-Ayúdame por favor, mi hermano....
-¿Raúl está bajo la nieve?. -Creo que sí….
Inmediatamente Joan organizó grupos de búsqueda. Entre ellos había milicianos rastreadores
conocedores de la montaña, con sus perros. Los canes no tardaron en encontrar algunas pisadas
humanas, que pronto se perdían bajo la nieve. Los dos perros rastrearon cerca de una hectárea en
una media hora y de pronto encontraron una mano en medio de la nieve. Siguieron cavando y
encontraron a Raúl que estaba semi-inconsciente.
Cuando Raúl abrió los ojos por fin, vio a su hermano con lágrimas en los ojos, a un grupo de
hombres a su alrededor y un perro labrador de color blanco empezó a lamerle en la mejilla,
diciéndole “bienvenido a la vida”. -Gracias a él, estás con vida.-, dijo señalando al perro.
El director no hizo ningún comentario, descolgó el auricular, me dio la mano con una sonrisa que
yo intuí de enhorabuena y me hizo salir del despacho. Una hora después, habían decidido que la
historia de Raúl se publicaría.
El reportaje de dos páginas había quedado genial, estaba satisfecho de mí mismo. Una grata
sensación que no duró mucho. Al poco rato me llamó el director para decir que necesitaba mis
dos páginas por algo importante. La historia de Raúl nunca llegó a ver la luz.
Saqué con la impresora el reportaje, lo doblé y lo metí en un sobre. El sobre fue lo único que pude
dejarles como un silencioso homenaje en la tumba de Raúl y Maga.
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El nacimiento de Yemayá
Ah, flores en el mar. Sonaba la música del coro de negros vestidos de blanco.
En el borde de tu falda, hoy te vienen a entregar, flores blancas en el mar, una tenue claridad. Hay
flores en el mar. Las olas respondían murmurando silenciosas y rítmicas estrofas. Yemayá reina
de las aguas , agua en esplendor, a tí mi madre ésta ti oración. Era verano, y apetecía pasear por
la playa así que llevé a mi hija al anochecer.
Las barcas de Yemayá partían al ocaso llenas de flores blancas, y de gente con veleas en las manos
que luego dejaban flotando sobre la superficie del océano.
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Vos que gobernáis las aguas derramando sobre la humanidad tu protección, realizando, Oh
Divina Madre, limpia las aguas e infunde en los corazones el respeto y la veneración a la madre
tierra.
Te suplicamos Yemanjá poderosísima, Reina de las aguas este ruego a conseguir. Decía la anciana
negra, a la que llamaban Perla, que mientras hablaba, dejaba entrever veneración y respeto, casi
miedo, a la diosa naturaleza. En sus ojos se adivinaba el poder de Yemayá-.
-En un mar de naturaleza y armonía quiero vivir. Proteged a mis seres queridos de todos los
males y peligros. Salve Yemanjá, Reina del Mar.
Mi hija, Caridad, me preguntó entonces, quien era Yemayá.
Ofreced una novena de flores blancas al solicitar la gracia, llevar al mar en un día de sol y buena
mar un ramo de flores atadas con cinta celeste y lanzar sobre las aguas. Repetía mecánicamente la
vieja negra.
Y yo le conté la historia sobre Yemayá de la siguiente manera.
Hace mucho, mucho tiempo vivió un hombre llamado Paulo, que antes de morir ahogado, se dio
cuenta de que nunca supo cómo ni porqué las dos mujeres de su vida se habían unido.
Una noche, Paulo terminó el trabajo más temprano de lo habitual, fue al centro a tomar una copa.
Al pasar por un callejón de casetas de madera, se abrió una puerta y una mano lo arrastró hacia la
oscuridad y lo encerró en una habitación.
Una negra desnuda, jadeante y sudorosa lo tumbó sobre la cama y lo hizo suyo en medio de la
oscuridad sin darle la oportunidad de decir ni pío. Aquella negra se movía como un animal en
celo. Ella abrió su cuerpo para él, que se vació como en una copa. Cuando la tormenta amainó, la
mujer desconocida pareció recuperar su dimensión humana y le dijo que aquello no había
sucedido en realidad.
Paulo aún no sabía que aquella mujer sería la mejor amiga de su esposa.
Salió del camastro un poco confundido y se perdió por un dédalo de calles un poco huérfano,
como si por vez primera hubiera sabido lo que es una mujer.
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La volvió a ver un día en el mercado de los criollos brasileños, la negra Perla vendía especias
traídas desde Brasil, algunas veces al mes y el resto del tiempo deambulaba por las ciudades. Ella
le sonrió. Estuvieron toda la tarde conversando, Paulo dejó todo lo que tuviese que hacer para
más tarde, la invitó en un restaurante a la moda.
Ella no dudó un segundo en hablarle de las idas y venidas a su Cuba natal y por el Caribe. Ya de
noche fueron a tugurios de los barrios pobres de la ciudad a emborracharse y en medio de la
camaradería, él le pidió que le volviese a hacer el amor como aquel primer día. Y ella aceptó con
mucho gusto.
Fue entonces cuando Paulo le ofreció comprarle una pequeña casita de madera en las afueras y
ella aceptó.
Al día siguiente Paulo llevó a su esposa, a ver lo que sería su nueva casa, y ella quedó muy
impresionada porque lo interpretó como una demostración de amor tan grande. En medio del
jardín de su nueva casa, los dos esposos recordaron el primer día en que se conocieron hacía seis
años y su primera conversación junto al río.
Ocurrió cuando Paulo entró en un cine para curiosear y descubrió a una belleza morena de larga
cabellera, que lo miró y le guió un ojo. Después de la función fue siguiéndola por toda la ciudad,
ella caminaba con una señora mayor, probablemente, su madre. Hacía frío, había volcado el sur y
quería llover. Entraron a una casa y él dio por finalizada la persecución.
Al poco tiempo salieron de nuevo, cargadas de regalos y se pararon a esperar un taxi muy cerca de
donde él hacía lo mismo. Él le preguntó su nombre: Rita, respondió. Comenzó a llover. Paulo,
caballeroso les cedió el taxi. Doña Alejandra, madre de Rita, quedó impresionada.
-Mira que joven tan educado, hija. Podrías hacerle un poco de caso. Lleva días detrás de ti. Le
advirtió. Se llama Paulo y es de buena familia.
-Lo siento, pero no tengo ánimos para nada, respondió Rita.
Doña Alejandra estaba preocupada por su hija, que desde la muerte de su mejor amiga no paraba
de llorar por los rincones, había perdido el apetito y estaba recuperando la costumbre de la
infancia de pasarse la noche en vela mirando las estrellas y los días durmiendo. Un día que la
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descubrió llorando de nuevo, y después de muchas horas intentando hacerla razonar, le dijo
secamente:
-Hija mía, enamórate de un gran hombre y no volverás a llorar. No un hombre que solo hable de
sí mismo. Ni aquel que se pase las horas halagando sus propios logros. No busques a un hombre
que te critique y te diga lo mal que te ves... o lo mucho que deberías cambiar... y que te
abandonaría por un cabello más claro. Enamórate de un gran hombre y no volverás a llorar.
Rita entendió tarde que un gran hombre no es el que llega más alto, ni el que tiene más dinero, ni
mucho menos el más guapo, y consoló su dolor y el vacío que sentía dedicando su tiempo a la
búsqueda de aquel ideal, aun cuando supiera que era probable que nunca llegase a encontrarlo si
es que existía.
Meses más tarde, Paulo y sus amigos planearon desafiar a la lógica para presumir delante de un
grupo de chicas que había acampado para tomar el sol en la otra orilla del río Pilcomayo.
Pavoneándose, los chicos se despojaron de su ropa comenzaron lentamente a cruzar el peligroso
río, guardando la precaución de nadar en diagonal a favor de la corriente. Cuando Paulo legó a la
otra orilla y miró hacia el río, todos sus amigos habían cruzado menos uno, que se dejó vencer por
el miedo y se lo estaba llevando la corriente.
De nuevo tuvo que lanzarse al agua y ayudarlo a cruzar, antes de que llegara a una zona de
remolinos, justo al pie del puente.
Las chicas habían quedado impresionadas con la pericia de aquel nadador. Por si no le había
salido ya la jugada bastante redonda, acertó a pasar por allí un pescador indio amigo de los chicos
y les ayudó a pescar los peces más sabrosos, revelándole secretos de su tribu sobre cómo
prepararlos. Paulo supo definitivamente que el destino estaba de su parte, cuando tras rescatar a
su amigo medio ahogado, en paños menores, descubrió entre una de sus admiradoras a Rita,
aquella chica del cine.
-¿Salvas la vida de las personas muy a menudo?. Le preguntó ella.
Paulo, con cara de auténtica sorpresa al verla allí, pues con tanto ajetreo no había reparado con
detenimiento en el rostro de todas, dijo:
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-Sólo cuando se trata de impresionar a chicas como tú. Esa fue la primera vez que hablaron.
Al ver su nueva casa, Rita se dio cuenta que había estado tan perdida en su mundo, que no hacía
demasiado caso a su marido, siempre ocupado en sus negocios. En los últimos meses había
buscado consuelo a su soledad acudiendo a las reuniones de grupos de mujeres ricas de la
ciudad, pero resultaron acartonadas y previsibles, terminando por aburrirle.
Habría dejado de ir si no fuese porque una tarde apareció en el salón de los espejos del Casino de
los Artesanos, una mulata cubana con un brillo especial en la mirada. Perla pronto se convirtió
en el centro de las reuniones gracias a su sabiduría, a sus buenas maneras, que enseguida
sorprendieron a todos, a pesar de que se le intuía un pasado más que turbulento y un origen
ínfimo.
Sin embargo era un placer oírla evocar viajes a remotos lugares de los pantanales de la selva de
Brasil, infestados de pirañas, adonde ella acudía para recoger las plantas con que hacía sus
mezclas y cocciones para adivinar el futuro o administrar remedios naturales. Rememoraba
fiestas populares sobre las murallas de Cartagena de Indias en donde la invitaban a fiestas
privadas de algún político-narcotraficante que siempre engendraban extrañas parejas de
carcamales podridos de dinero y droga con modelos, presentadoras de televisión o cantantes de
moda. En todos esos ambientes brillaba la negra Perla, y en todos ellos era simplemente una
sagaz observadora.
Rita se dejó seducir por aquella negra, que comenzó a llevarla a los barrios del extrarradio y allí le
mostraba las miradas de la necesidad en niños hambrientos y madres solteras, maltratadas por
mil y un hombres, que chapoteaban en medio del fango de la nada. De allí le nació la necesidad de
ayudar, pues Rita se identificó tanto con aquellas mujeres, que pensó que era una cuestión de
pura suerte que ella misma no se encontrara en esa circunstancia. Todas aquellas mujeres
estaban o habían estado sujetas a la voluntad y capricho de un hombre. Y por vez primera en su
vida entendió la necesidad de que una mujer se ganase su propia independencia económica.
Quizá por eso Perla fascinaba tanto a mujeres como a hombres.
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Cuando en la placidez de la tarde soleada de la casita de madera de las afueras y después de
haberse volcado el uno en el otro, Perla contó a Paulo su amistad con su esposa, él entendió
perfectamente que su vida estaba en manos de aquella mujer.
No se alarmó porque sabía que a pesar de toda la parafernalia externa, era una mujer de
principios de la que te podías fiar. Con el tiempo, Paulo se dio cuenta de que aquella amistad
entre las dos mujeres podía beneficiarle. La Perla nunca defraudó a Paulo ni le traicionó, fue la
naturaleza la que se encargó de hacer el resto.
Paulo había acudido a una consulta y le habían administrado un tratamiento de fertilidad. De
repente Rita supo que Perla había tenido que irse de la ciudad aunque no se extrañó teniendo en
cuenta su naturaleza viajera. Luego, ya no tuvo tiempo de preocuparse más porque llegó la noticia
que cambiaría definitivamente su vida.
Supo que estaba embarazada y eso les convirtió en un matrimonio casi feliz. Durante la gestación,
vivieron los momentos más dichosos de su vida. Mientras crecía una nueva vida en el interior de
Rita, Paulo veía crecer poco a poco su sueño de tener una pequeña casa de huéspedes, que había
podido comprar gracias a su afán de ahorro.
Una madrugada lluviosa, Rita se puso de parto casi sin avisar y Paulo sólo tuvo tiempo de coger el
coche y cruzar la ciudad bajo la lluvia. Nacería una niña de cara redondita y guapa a la que
pusieron de nombre Yemayá.
Fue una niña emprendedora y traviesa, como su padre, y al tiempo soñadora y melancólica como
su madre. Pronto fue creciendo y se le conoció por si espíritu luchador, y por ayudar a todas las
mujeres en situaciones difíciles, sobre todo las maltratadas por su maridos. Por eso comenzó a
vestir de blanco, como un símbolo de la paz y siendo no más que una adolescente creó la
hermandad de las mujeres de agua, con las que empezó a hacer rituales de naturaleza en las que
todas vestían de blanco y lanzaban flores blancas a la mar.
Poco tiempo después nació en una ciudad de la selva al sur de Brasil, Faber , un niño mulato,
grande y poderosos de cuerpo y mente, que estaría destinado a dominar a sus semejantes, según
dijo el chamán de la tribu, después de ingerir gran cantidad de ayahuasca.
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Con varias típicas excusas de hombres de negocios, Paulo pudo ver a su primer hijo varón, un mes
después de su nacimiento en una choza bajo la lluvia amazónica, en los brazos de su madre. Perla
le agradeció su visita, le dio la bienvenida y no le reprochó ni le pidió nada.
Pero el desenlace estaba por llegar. Fue un accidente casual. De vuelta a su casa, Paulo tuvo un
percance en el río Pilcomayo, aquel que un día le regaló el amor de Rita. Ese día el río bajaba muy
crecido y las autoridades habían recomendado no viajar, pero él tenía que volver para disimular
ante su mujer, y por motivos de trabajo. No le quedaba otra opción. Cuentan que los indios lo
encontraron ahogado, con dos fotos de dos niños en la cartera, una niña blanco y un niño blanco.
Los dos se conocieron, por así decirlo, en el entierro de su padre, siguieron tratándose, durante
toda su vida, pues las dos madres, decidieron vivir juntas para así aprovechar la experiencia en el
comercio de la Perla negra. Así que a las madres no les sorprendió en absoluto que se
enamorasen, y que cuando cumplieron 18 años, les pidieran matrimonio. Cuando supieron la
noticia las dos mujeres se cogieron de la mano, se sonrieron y se abrazaron, orgullosas.
Igual que su padre Yemayá, murió ahogada y virgen y en el futuro, fue conocida en todo el Caribe
por los siglos de los siglos y de tanto repetir su historia de generación en generación, los mestizos
mulatos y criollos la convirtieron en diosa, y cada año en las costas la celebran como diosa de la
fertilidad, tirando flores blancas en la mar.
Mira Caridad, como se van las barcas de Yemaya. En el borde de las aguas hay un murmullo de
sal, el salado tu cantar. Caridad miró a su padre y sonrió y los dos paseantes curiosos se perdieron
en medio de la playa, camino de la nada.
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Dança de la primavera
Conocí la historia de Mar a las puertas del Ayuntamiento de Paris, -donde
habíamos ido de viaje de novios. Mar, mi mujer, no la otra, se había antojado de
un bolso blanco de Cartier, a lo Audrey Hepburn, con quien siempre la
comparaban.
Al cruzar la Rue Rivoli camino del Sena nos vimos sorprendidos al ver a
políticos y periodistas, arremolinarse al pie de las escalinatas, del imponente
edificio consistorial, cuya fachada estaba presidida por una imagen gigantesca.
Aquella famosa foto del beso de Robert Doisneau se bamboleaba con el viento
colgada del balcón, sobre las cabezas de todos. En silencio, el Alcalde, y el
resto de concejales miraban al suelo, formando un gris semicírculo sobre una foto y
unas velas en el suelo.
Aquel paisaje con figuras grises era solo roto por el azul de la imagen de la foto que
representaba a un cuadro del mar, mediterráneo y unas flores rojas,
acompañadas de un cartel en el suelo que decía “Pas plus de femmes victimes”.
Pregunté a un periodista qué era aquello. Y me contaron que un político local,
2
había asesinado por celos a su mujer, una pintora española, llamada Mar Bonet.
Todas las miradas estaban puestas sobre aquella foto, de un cuadro donde había
acantilados y un mar azul turquesa, que no hacía en nada presagiar el acto de
violencia del que sería testigo, salvo por un detalle pequeño, insignificante y al
mismo tiempo elocuente: tenía una pequeña mancha de sangre que clamaba roja, en
medio de aquella sinfonía azul.
El gris del cielo de Paris comenzó a deshacerse sobre nuestras felices cabezas de
recién casados, así que apretamos el paso hacia nuestro hotel que estaba al otro
lado del río. Mar, mi mujer ya no quería el bolso, había entristecido de repente y
solo quería llegar a la habitación del hotel para llorar.
-Que te ocurre ?.
-La pintora, Mar, era mi compañera de colegio. Siempre nos decían los dos
mares. Mar Bonet y Mar López. Parece que estoy oyendo a la profesora.
Teníamos almas gemelas.
La abracé con todas mi firmeza y le prometí que entre nosotros dos no podía
suceder nada malo, y mucho menos hacernos daño. En el equipo de música puse
la danza de la primavera, la música que sabía que le alegraba por las mañanas
cuando ella estaba triste, y dedicamos todo el día a averiguar por la prensa algo
más, qué le había podido pasar a aquella mujer asesinada. Vimos sus cuadros,
por Internet, cuadros azules cargados de luz, vida y optimismo y averiguamos
algo más. Solo tras largos años de desvelos, preguntas y casualidades, del
tiempo, pudimos averiguar mucho después qué había pasado, como si
el mar empujando restos del naufragio, nos viniera a traer hasta la playa de
nuestra memoria, la imagen de la mujer valiente, íntegra y libre que había sido.
Después de todas las pesquisas que hicimos, se podría decir que había
Misteriosas casualidades, conexiones ocultas entre el mar y la mujer muerta.
Finalmente, con todo lo aprendido, mi mujer escribió su historia, una especie de
cuento, en su homenaje y a modo de despedida. Es el siguiente.
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“La música llegaba desde el interior de la casa. Febrer m'ha duit la carta tan
Precisa vol que els lilàs s'obrin pel dits i en el cor m'hi creixi una palmera que
exigent que ve la Primavera!. Que exigent que ve la Primavera i el meu cor tan
malaltís tinc por que es cremi dintre la foguera, no puc desfer-me del seu encís.
Mar, estaba -como de costumbre- pintando un paisaje, apurando los últimos
días de vacaciones en Dalt Vila. El azul llenaba todo el cuadro, azul melancolía,
azul recuerdo, azul tiempo. De repente, Mar, vio un hombre que tomaba el sol
desnudo entre rocas. El no podía divisarla.
Abandonó el cuadro, y avisó a su marido que iba a dar un paseo y se adentró por
algunos senderos que bajaban hacia las cuevas colgadas en los acantilados.
Acostado en una roca plana y levemente inclinada sobre el mar estaba un joven
de apenas treinta años con cuerpo de atleta, cabellos morenos ensortijados.
De repente el joven se sintió observado, se irguió levemente y la siguió.
Ella se avergonzó y se escondió aún más. El joven se levantó y se dirigió a ella.
Mar se quedó inmóvil y salió corriendo, presa del miedo y la vergüenza,
confundida, se perdió árboles y pequeños senderos.
Resbaló sobre unas piedras que se habían desprendido bajo sus pies del
estrecho sendero colgado sobre el precipicio y a punto estuvo de caerse al mar,
de no ser porque acertó a llegar a sus manos la rama de un árbol. Vacío, luz y
silencio. En frente Es Vedrá.
Trepó por la rama hasta alcanzar el tronco y de ahí saltó de nuevo al camino dejando
resbalar algunas piedras que minutos más tarde fueron tragadas por el océano. Mar
respiró aliviada hasta que comprobó que aquel hombre, seguía persiguiéndola.
Echó de nuevo a correr. Cerca había una imagen de Buda sonriente dibujado en la
pared. Mientras exploraba despreocupada la pared de la cueva, no se percataba
que alguien a sus espaldas estaba entrando. Se volvió de repente y gritó. Los
bañistas de las playas cercanas y los navegantes que estaban cerca pudieron oír un
lejano y estridente grito, ahogado entre el bramar de las olas, que rompían contra
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las rocas.
Maurice, su marido, había acabado de almorzar y fregado los platos.
Se cruzó con el cuadro de Mar y estuvo un rato observándolo. Había decidido
bajar a buscarla para hacer el amor, como cada día a aquella hora, a una
pequeña cala que había bajo el acantilado, rodeada de rocas y de cuevas por las
que se colaban las olas haciendo un ruido ensordecedor. La espuma saltaba por
los aires cada vez que las olas chocaban contra la rocas violentamente. Su deseo
se apagó cuando llegó a la playa y descubrió que no estaba ella.
Comenzó a preocuparse por su mujer cuando de repente escuchó un grito
ahogado por el bramar de las olas que azotaba un creciente levante. Aguzó el
oído y comenzó a seguir la pista del grito.
Durante un momento no oyó nada más que el ruido ensordecedor del mar.
Estaba metido en una cueva en la que aún entraba el mar, de una especie de
bóveda hendida por un agujero, entraba la luz del sol. Su corazón comenzaba a
latir con fuerza, sus músculos se comenzaron a tensar. Se quedó en silencio un
minuto atendiendo a su oído. Sólo oyó los latidos de su corazón. Y una voz
ahogada.
Esta vez estaba seguro de que era la voz de Mar. Ahora oía un leve rumor que no
sabía si procedía del mar ya lejano o de su mujer, era como un lamento triste, como
un leve jadeo, como un canto de sirena o quizá como el rumor del viento por entre
las rocas. Otro gemido, esta vez muy placentero, hizo vibrar su tímpano
contagiándose de una ola de tierno erotismo.
Su preocupación aumentó y también su miedo. Los gemidos se hacían cada vez
más presentes y corpóreos. De repente y tras dejar atrás un angosto corredor
desembocó en una cueva grande en la que entraba abundante luz. Sólo quería ver
para creer. Se acercó y vio tras la piedra a Mar y a un desconocido. Ella parecía
experimentar un gran placer, tenía los ojos cerrados, mientras el bocabajo la besaba.
De repente ella abrió los ojos y en ellos se dibujó el terror cuando vio a su marido.
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Dos años más tarde, Maurice encontró a Mar un domingo tomando el sol en
una de aquellas deliciosas terrazas junto al Sena, con la niña en brazos. El se
acercó muy amablemente para saludarla, pues no conocía a la pequeña y
aunque ya se habían visto y hablado en varias ocasiones.
-Qué niña tan guapa y tan morenita, se parece a su padre con el pelito rizado.
¿Cómo se llama?.
Ella le dio dos besos en la mejilla, le sonrió y respondió que el nombre de la niña
era Ibiza.
-Qué buena idea. Si tienes otra siempre puedes ponerle Formentera. Y si te
decides a tener familia numerosa, puedes seguir buscando nombres por el
Mediterráneo. Luego hizo una pausa pensativa y dijo. ¿Tiene dos años, no?.
-Efectivamente. Dijo ella sonriendo. Siguieron charlando plácidamente
mientras caminaban pausadamente, por las calles del barrio Marais, pasaron
por la iglesia de Saint Merri, en donde habían planeado casarse y entonces, él la
cogió del hombro. Y le dijo.
-Perdona que insista en esta cuestión, pero hay algo que nunca te he
preguntado, y es algo que me da vueltas en la mente, porque no puedo
encontrar una respuesta.
-Dime. Respondió ella.
-¿Porqué?. Preguntó simplemente Maurice.
Ella se quedó largos segundos en silencio y después de buscar la verdadera
respuesta en su interior, respondió con una sinceridad abrumadora: -No lo sé-.
Pocos minutos después, llegó a su casa y besó a su pareja. Maurice se alegró
de haber salido de la vida de Mar y tomó una decisión.
La misma noche la encontraron muerta en su casa, y sin que nadie se explicase
cómo ni porqué, en uno de sus cuadros que estaba en su casa de Ibiza, apareció
una mancha de sangre, que nunca pudo ser retirada.
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Lo que el rumor esconde
-¿Qué son los cátaros, Therese?. Preguntó Antonio.
-Puros, hombres buenos que intentaban seguir una vida pobre sencilla, pero fueron aniquilados,
quizá por envidia.
-Paire Nòstre qu'ei ath cèl, qu'eth tièu nòm sia sanctificat; qu'eth tièu règne
venga. Qu'era tia volontat sia hèita ara tèrra coma ath cèl.
Therese enseñó a Antonio a hablar francés correctamente y algunas palabras en lengua occitana.
Aquella cultura le pareció a Antonio impropio de sencillos agricultores, aunque fueran dueños de
un “lalot” sencillo y alegre, con flores en las ventanas, acogedor y alegre, sabia, antigua y noble,
quizá como sus dueños.
Gérard, el propietario, -un hombre fuerte y afable de 40 años, cabello rubio, sonrisa fácil y ojos
claros-, no se apartaba demasiado de su terruño, excepto los fines de semana, cuando acudía al
pueblo a realizar las compras ir a misa o a hablar con el sacerdote Sauniéres. Rennes le Chateau
era un pueblo pequeño, en la ribera del río Aude, con su pequeño hotel decadente lleno de
ancianas ricas. Un joven republicano español no podía pedir más.
-¿Y si los cátaros eran buenos, porque fueron aniquilados?. Preguntó Antonio.
-Pensaban que la Iglesia cristiana, rica y corrupta.
-Que cosas. ¿Y tú crees todo eso?.
-Es mi padre el que cuenta esas historias. Hay muchos en esta región que sí creen. A mí me da
igual, mientras me cuente historias antes de dormir.
-Y dime. Qué tipo de historias te cuenta.
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-La de un tesoro escondido. Cada día le añade nuevos datos. ¿Tu padre no te contaba historias?.
Preguntó Therese.
-Mi padre, siempre estaba muy ocupado trabajando en el campo y ahora es soldado, no sé dónde.
-Vaya, lo siento-. Antonio iba a decir algo pero Therese le cerró los labios con un beso.
Únicamente las murmuraciones rompían la paz de aquel hogar. Vecinos y familiares, le avisaban
insistentemente de que su amistad con aquel extraño cura no podría beneficiarle. Gerard no se
sorprendía, le quitaba importancia, y a continuación proponía un brindis. Antonio ya tenía sus
sospechas, pero no quiso hacer mas preguntas.
Un dia la radio anunció la noticia de que los alemanes habían entrado en París. El locutor leía un
comunicado severamente, mientras el patrón de la granja escuchaba mirando al suelo, y el resto
permanecía en silencio.
-Petain es peor que los boches. Decía Gerard, muy afectado por todo aquello y dijo a su mujer e
hija que no había que preocuparse pues en el sur estaban a salvo, que todo aquello quedaba lejos.
Gerard se llevó a una habitación aparte a Antonio y le habló largo tiempo.
-Dime Antonio, si tu tierra fuera invadida por extranjeros qué harías.
Antonio dudó por un momento la respuesta, tampoco sabía adónde quería llegar su patrón, que
fumaba en pipa pausadamente, y lanzaba al aire bocanadas de humo.
-Defenderla, sin duda. Respondió el zagal.
-Bien ¿y..... si defenderla supusiera..... peligros para ti y tu familia?.
El patrón miraba distraídamente por la ventana de su biblioteca, mientras Antonio se recostaba
en un mullido sillón de piel.
-Nadie tendría porqué saber mis opiniones. Pero mi postura sería la misma. Opinó.
Gerard inició un monólogo. Le advirtió que en tiempos de guerra suelen ocurrir cosas que
normalmente no pasan, y que aunque parezca inexplicable, todo tenía una finalidad.
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-Puede que en los próximos días veas cosas que no entiendas. -Le anunció-. Y puede que la
curiosidad te lleve a comprometerte con la verdad. Si lo haces será para siempre. Las puertas en
estas circunstancias no están entreabiertas. Están abiertas o cerradas. Y si abres una puerta, ésta
se cerrará a tus espaldas. Así son las cosas. Hay que elegir, tomar decisiones.
Antonio no estuvo seguro de haber entendido el verdadero significado de las palabras de su
patrón. Sin embargo el buen ambiente de la casa continuó inalterable.
Antonio sentía que se aburría demasiado en la granja y se hizo amigo de Pierre, un pelirrojo lleno
de pecas: malhumorado, irónico y gracioso, hijo del panadero. Era solo unos años mayor que él,
pero con aires de grandeza. Fumaba, bebía, y presumía de haber estado con muchas chicas. Las
jarras de cerveza corrían por encima de la mesa, mientras Pierre, se convertía poco a poco en
Pierre el fanfarrón. El le contó la historia del cura Saunieres, el amigo de su patrón.
Los pergaminos que encontró y su interpretación por un experto de Roma, que hablaban de la
muerta de Dagoberto, rey cátaro, casado en esa iglesia, hace siglos.
Desde entonces la vida del cura cambió iba a Paris con mucha frecuencia, se codeaba con la alta
sociedad, le habló de la restauración de toda la iglesia, la Tour Magdala, y una casa de huéspedes.
-¿Y bien?-. Preguntó. ¿Adónde nos conduce todo esto?.
-La gente del pueblo no se fía del cura. Se dice que halló la tumba de alguien importante y cobró
alguna suma importante.
-Debe haber una explicación lógica. Dijo Antonio.
-¿Lógica?. Que pinta un demonio en una pila de agua bendita. La gente del pueblo teme a este
cura.
-Mi patrón le aprecia. –Explicó Antonio. Y yo me fío de su criterio. Pero si no te fías podríamos
entrar en la iglesia, de noche, así tendremos nuestras propias respuestas.
-Por mí ahora mismo. Dijo Pierre, dando un golpe sobre la mesa con la mano.
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No le viene mal a este lugar olvidado del mundo, tanto misterio, -pensaba Antonio- antes de
entrar en uno de aquellos famosos túneles, para cumplir la etílica apuesta que había hecho con su
amigo Pierre.
La amorfa disposición de la roca en el inicio del túnel se había transformado en un perfecto
corredor hecho por la mano del hombre, un pasillo le conducía a otro y una puerta a otra. El
alcohol y su curiosidad empujaban sus pies, sin que él supiera de forma precisa en qué lugar se
encontraba.
Abrió una puerta y vio algo terrible que le causó gran impresión, por un segundo, su corazón
comenzó a latir más fuerte, hasta que logró dominarse. Era una gran escultura que sujetaba una
pila de agua bendita, representaba a un diablo de madera policromada, de piel roja, ojos saltones
y amenazadores. De repente desaparecieron todos los síntomas de embriaguez.
Sobre el umbral de entrada pudo leer la frase Terribilis est locus iste. Este es un lugar terrible.
Estaban nada más y nada menos que en el interior de la iglesia. Era noche cerrada y apenas unos
cirios iluminaban escasamente las bóvedas románicas del interior.
Le gustaba mucho el arte antiguo, por eso esta era una oportunidad única. Desde muy pequeño,
su padre la había llevado a la biblioteca pública de su pueblo natal, donde pasaba horas y horas
leyendo sobre arte.
Cogió un gran cirio y fue a mirar las yeserias. Los añadidos de Saunieres a la iglesia no eran capaz
de transmitir ni el más mínimo simulacro de vida o emoción, mucho menos divina. Luego fue a
ver la hombruna Magdalena, de oscuros y enormes carillos hinchados, y ojos vacíos, pintada por
el párroco.
Empujó la puerta del cementerio y salió fuera aspirando con placer el aire de la campiña que
refrescaba su rostro perlado de sudor. De repente una mano, sobre su
hombro le detuvo.
-¿A donde crees que vas jovencito?. Alguien le colocó una tela sobre la cara y le tiró al suelo.
Pierre le había gastado una broma.
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-Me has dado un susto de muerte. ¿Cómo es que no está cerrado el acceso a la iglesia por los
túneles?.
-Nadie en el pueblo se atrevería a entrar en la iglesia de noche. Piensan que está maldita.
-Alguien quiere que la gente no se acerque aquí, pensó.
Dejaron la explanada del cementerio por un nuevo túnel similar al anterior. Se abrió la siguiente
puerta bajo el nervioso empuje de su mano. Vio una sencilla habitación iluminada por luz
artificial una gran mesa en el centro, planos de la región, escritos, restos de comida, bebida,
tabaco, y muchas sillas desordenadas alrededor.
El mapa tenía marcas en las minas de oro de Salsigne al norte de Carcassone, en la Montaigne
Noire. Oyó pasos y decidió salió corriendo por el oscuro pasillo, mientras escuchaba cómo la
habitación que abandonaba se llenaba de gente.
Oyó voces de hombres y mujeres se diría que era una reunión privada, sonaba música en la radio
y se hizo el silencio cuando un locutor de la BBC de Londres anunciaba un mensaje especial para
los oyentes franceses, -un poema de Paul Verlaine-, todos contuvieron la respiración, como si
aquel poema pusiese en juego sus vidas. Oyeron el poema, y cuando concluyó, todos mostraron
un gran descanso.
-Falsa alarma- comentaron aliviados algunos.
-No podemos dar un solo paso en falso, ya lo sabéis.–Dijo otra voz más autoritaria-.
-Esperar, esperar. ¡Estamos hartos de esperar!. Dijo alguien con acento español.
-No es fácil. Golpear donde más les duela en el momento justo sin que sepan de dónde salimos, ni
quiénes somos.
Una voz mucho más serena, pausada y al mismo tiempo débil, como gastada por el tiempo vino a
dar la razón al anterior comentario.
-Gerard tiene razón. Los que ahora nos miran con miedo, nos apoyarán. Debéis tener fe hijos
míos.
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Antonio contenía la respiración detrás de la puerta cerrada, cuando un fuerte golpe en la cabeza
lo dejó sin sentido.
Cuando abrió los ojos se encontró tendido en una cama, y vio a Gerard, su patrón, el dueño de la
granja junto a su amigo el cura y a otras personas influyentes del pueblo. Se frotó los ojos para ver
si estaba soñando, y luego echó un vistazo a la habitación, pero no estaban en la granja, sino en el
interior de una cueva excavada en la roca. Le dolía tremendamente la cabeza y no entendía nada.
A la mañana siguiente Antonio había decidido unirse al grupo. Caminaron
muchas horas en silencio repartiendo pasquines en el interior de tabernas. En
Couiza, Montazels, Alet les Bains y Limoux repartieron pasquines y carteles, que
pegaron sobre otros que decían “Ils asassinnet, enveloppés dans les plis de notre
drapeau”.
-Dime Gerard, ¿porqué me habéis aceptado?. Preguntó Antonio.
-Eres inteligente, comedido, fuerte, decidido y refugiado español. Tienes experiencia en luchar
contra fascistas. A Pierre le dije que te llevase cerca de los túneles. Todo misterio tiene su
explicación y sino, su finalidad.
-¿Y el cura?.
-Fue él quien lo inició todo. Nos reunió, nos habló, nos contó lo que ocurriría y
vimos con claridad que tenía razón. Petain y los nazis son la misma cosa.
-¿Y tu?. Corres muchos riesgos, tienes familia, negocios.
-Precisamente por eso. Merecen algo mejor.
Antonio se mantuvo en silencio. Tengo mis propios planes. Os ayudaré un par de semanas, luego
me iré a donde no haya guerras.
-Lo comprendo. Mi mundo es éste y tengo que hacer algo por él. Tu debes buscar el tuyo.
Antonio y Gerard se dieron la mano. Bienvenido a la resistencia francesa.
De esa forma Antonio aprendió que el rumor siempre es interesado y siempre esconde algo peor.
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Tras algunas escaramuzas con nazis en la zona del Languedoc, Antonio Fernández Ternero,
natural de La Luisiana, Sevilla, pasó muchas veces por cárceles del sur de Francia, e incluso
estuvo en algún campo de concentración, pero siempre lograba fugarse. Finalmente se las apañó
para entrar con los americanos en la toma de Paris y fue considerado un héroe de dos guerras, la
española y la mundial. Finalmente se embarcó en Marsella rumbo a Bolivia, donde fundó el hotel
Andalucía en Santa Cruz. Hace pocos años, sus descendientes se instalaron de nuevo en su
Andalucía natal.
El corazón de Africa
-Los espíritus malignos nos envían desgracias. Dijo Abendé.
El jefe preguntó entonces si alguno había molestado a algún espíritu de la
oscuridad.
-Lo sabríamos, eso siempre se sabe. Le respondieron.
Abendé decidió ir a la aldea de su hermano Abessé, donde vivía la otra mitad del
grupo, para preguntarle si ellos estaban sintiendo lo mismo.
A la mañana siguiente un grupo de diez cazadores y el jefe salieron en busca de
Abessé, pero antes recibieron la bendición de Emelé, la mujer que habla con las
plantas, que los bendijo.
El grupo vio una de aquellas chozas -un elig- de los come-hombres, brujos bantúes
que hacían ceremonias malignas con rituales. Abendé comprobó que aquella choza
había sido usada recientemente para sacrificios rituales.
-Traed el fuego, debemos quemarlo todo. Dijo Abendé. El fuego lo limpiará todo.
Salieron corriendo de nuevo con la intención de no parar en toda la noche,
pero el cansancio les pudo, y se sentaron a descansar, contemplando la luna.
-La noche suena diferente. Dijo Abendé.
-Los animales tienen miedo. Algo les pasa. Le respondió un cazador.
Llegaron al poblado casi al amanecer, despertaron a la familia de su hermano.
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Abessé sabía que estaban en peligro y quizá tendrían que marcharse de allí. -El
mundo está cambiando-. Profetizó. Los animales huyen y cazamos poco, pasamos
hambre, hay enfermedades desconocidas. Y lo peor hemos dejado de soñar.
Abendé asintió y después de ir a hablar con las mujeres, los jefes hermanos
decidieron ir a hablar con Bakú, el jefe de los bantúes que comerciaba con los
blancos y siempre sabía qué estaba ocurriendo. Abessé debía quedarse, pues al
atardecer varios niños se convertirían en hombres.
De pronto un niño distraído estuvo a punto de aplastar con el pie a un
camaleón, el animal sagrado. Abessé reunió a los niños y les explicó que estaban
allí gracias al camaleón. Un día, cuando no existían hombres, un camaleón se
acercó a un árbol que hacía extraños ruidos y lo partió en dos. Del tronco del
árbol brotó un gran río y alrededor de él surgió la selva y de entre las aguas
surgieron un hombre y una mujer, los primeros baká.
El niño despistado fue reprendido duramente por el jefe. Los baká solo
mataban para comer.
-Vosotros los niños tenéis la obligación de escuchar atentamente a los mayores
para que os enseñen cómo es el mundo. Ubangui nos alimenta y nos puede
matar.
La aldea de Bakú estaba hecha en un claro del bosque con casetas de madera, en
cuyas paredes había colgados toda clase de utensilios metálicos. Cuando Bakú vio
llegar a los pigmeos, los saludó alegremente y les ofreció la nueva mercancía que
acaba de comprar a los blancos, pues necesitaba de los productos que los pequeños
les ofrecían: hierbas-medicina, colmillos, pieles o caza.
-Solo he venido a hablar. Dijo el jefe pigmeo. No tardó en salir, para sorpresa de
todos, corriendo hacia el bosque y llamando a los suyos, alarmado por algo que Baká
le había revelado. -¡Venid, seguidme rápido!.
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-¡Están matando a Ubangui!-. Enseguida fueron a un claro del bosque adonde
pudieron comprobar cómo enormes máquinas estaban cortando los árboles
centenarios. Abendé no podía creerlo, era lo peor que les podía ocurrir. ¡Están
matando al bosque, repetía. Los bantúes manipulaban enormes motosierras
que lograban cortar limpiamente y en un segundo árboles que ya estaban en
aquel bosque cuando el abuelo del abuelo de Abendé era solo un niño.
Abendé dio la orden de atacar, pero apenas diez lanzas solo lograron asustar a
los conductores de una máquina, luego salieron corriendo ante el estruendo de
un disparo de arma de fuego.
Cuando llegaron al campamento de Abessé, las mujeres lloraban. Los come-
hombres, no solo mataban al bosque, también habían secuestrado a dos niñas del
poblado.
Los mayores decidieron enviar un grupo de tres rastreadores a buscar a las
niñas, mientras los ancianos fueron al kalambako, el lugar más sagrado,
para pedir ayuda a los antepasados.
Junto a los colmillos de marfil de los elefantes que habían matado sus
antecesores, apareció misterioso Kemé, el único que sabía qué cantidad de
la raíz de embondo había que mezclar con agua para ver más lejos, en busca del
gran espíritu de los señores de la selva y se lo dio de beber a los cinco hombres
más fuertes.
Los elegidos bailaban circularmente en torno a la hoguera animados por los rítmicos
golpes de la percusión, hasta que cayeron al suelo y empezaron a tener espasmos
musculares y temblores. Kemé, el engangui de la tribu y los mayores, los
protegieron.
Cuando volvieron en sí, dijeron que el gran espíritu les contó dónde estaban las
niñas, atadas y llorando, luego les mostró el lugar donde el hombre blanco mataba a
los árboles y de allí partía un camino muy largo hacia el corazón de Ubangui. El
mensaje era muy claro. Buscarían a las niñas y luego, viajarían al corazón de la
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selva.
Los hombres se dedicaron a preparar las armas -amarrar las puntas de flechas
con astas de antílope enano, hacer los arcos y las cerbatanas y untarlas con el
mortal estraganto, que acaba con los animales más grandes-.
Al día siguiente, la lucha era inminente. Llegó toda la gente de Abendé, y la tribu se
reunió al completo por primera vez desde hace años.
-Este lugar no es seguro, decía. Debemos defendernos y salvar a las niñas, antes de
que se las coman. Después nos iremos lejos. El gran espíritu ha hablado y así lo
quiere. La selva es nuestra y no nos van a echar.
En el cobertizo de los bantúes, se celebraba la llegada del marfil de los pigmeos, -
habían robado el kalambako. -Ya huelo a dinero, decía uno. Mientras tanto, los
exploradores baká, los observaban escondidos en la maleza, descubriendo a las dos
niñas atadas a un árbol.
Los bantúes bebían mucho y fumaron mucho banga para atraer a los
oscuros espíritus que invocaban. Les rodearon sin que se diesen cuenta y los
bantúes se asustaron mucho al verse rodeados de centenares de pigmeos que les
gritaban y les apuntaban con toda clase de armas. Los colgaron de los árboles,
dejaron que la selva se encargaran de ellos y quemaron sus chozas.
Al día siguiente, Abendé ordenó que cogieran miel, el mejor don de Ubangui, el
único alimento con el que un hombre puede vivir sano muchos años para fortalecer
las niñas secuestradas. A los dos días estaban completamente recuperadas y Abendé
dio la orden de marcha, pidiendo a todos que no miraran atrás.
Las mujeres llevaban lo más importante, el tizón del fuego. Centenares de baká
cruzaron la selva siguiendo el camino que el gran espíritu les había señalado hasta
que llegaron a donde el hombre mataba a los árboles. El jefe no quiso evitar aquel
lugar, para rodear con toda la tribu a los blancos que manejaban las máquinas, se
dirigió a un estupefacto jefe de los blancos y le pidió que no siguiera matando a
Ubangui, a la selva, pues caería sobre ellos una terrible maldición.
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Continuaron el camino guiados por los espíritus hasta que de repente el jefe
escuchó el canto de los pájaros que volvía a ser alegre, y notó que allí nunca había
entrado antes ningún otro hombre
Aquel era el corazón del bosque, cuando colocaron el kalambako, se oyeron
los gorilas por largo espacio de tiempo, se trataba del gran espíritu que les estaba
dando la bienvenida. Al día siguiente, Abendé, salió sonriente de su tienda, todos
supieron que había vuelto a soñar y que todo iría bien allí.
El reloj de Lola
Amanecía lloviendo en los tiempos antiguos y el día gris se desplomaba sobre
los espíritus que poco a poco se sentían como aplastados contra el suelo.
Lentamente las gotas de agua resbalaban eternas por el envés de las horas hasta
que caía la noche.
El superviviente Lucas Hidalgo llegó una mañana al campo, con el lucero
matagañanes aún en el firmamento.
Desbrozó el terreno y clavó en el suelo una fila de estacas.
Luego, fue a cortar más palos para el esqueleto y los puso armando el tejado,
apoyándose en la viga maestra o cumbre. Para el cuerpo amarró cañas que
sujetarían las varetas y añadió pasto seco cosido a modo de cobertura. Lo
embadurnó todo de barro y le puso una camisa de cal.
Cavó con sus propias manos de huérfano y jornalero adolescente, el pozo,
morada del agua, y de allí brotó con generosidad el líquido elemento.
Era la casa de los tiempos antiguos, que fue estrenada con ocasión de la boda.
Cuando Lucas Hidalgo se casó con Lola Humanes, tuvo plena conciencia de que
no solo había logrado sobrevivir, sino de que se había hecho a sí mismo.
En el trabajo, el joven recién casado contaba el tiempo que le quedaba para
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terminar la jornada mirando un reloj de bolsillo, regalo de boda de su esposa,
que tenía dentro de la caja una foto de ella y por fuera llevaba grabado su
nombre. Lola, -l,o,l, a- letras que él acariciaba en la superficie de plata repujada,
como si acariciase los muslos de su amada.
Lucas se encamaba con Lola, mecánicamente, escuchando el rumor de las
sábanas de organdí. Afuera, la lluvia, el croar de las ranas eternas.
Y cuando parecía que el mundo se iba a detener de tan lenta rutina llegó un día
Lola Humanes a contarle a su marido que una nueva vida estaba creciendo en su
Interior. En ese momento Lucas se supo creador, prolífico y grande, como un
campo recién arado, justo en el momento en que una inhumana furia imparable
estaba recorriendo aquella paz de cielos, campos y vida, sin la angustia dolorosa
del pequeño fracaso cotidiano.
Al principio no supieron muy bien de qué se trataba. Comprendieron
súbitamente, cuando una mala tarde llegaron a la puerta de la choza de Lucas
tres jinetes buscando a alguien. Armaban mucho ruido, los niños se escondían,
los perros ladraban. -Señora, sujete usted a esos perros o le pegamos un tiro-.
Lola tuvo coraje para tomar las riendas de los caballos y apartarlos -casi nos
pisotean- dijo ella. Comprobaron que allí no estaba lo que buscaban.
Poco días después Lola, de tez pálida y trajes eternamente negros iba a por agua
a un pozo cercano, sujetando con una mano las riendas del mulo que soportaba
el peso de grandes cantaras y con la otra el pequeño universo que crecía en su
interior. De repente, las bestias se pararon en seco, se negaban a seguir
avanzando, no había forma humana de hacerlos avanzar.
Entonces ella cogió uno de los cántaros y fue andando hasta el pozo. No vio el
reflejo de su cara en el agua, tal y como esperaba, sino una cara blanca y azul,
unos ojos que miraban a través de la carne y las piedras, un cuerpo deformado.
Allí estaba, muerto, el hombre que andaban buscando los jinetes. Blanca parió
poco después un feto que nació muerto. Presagio de algo terrible.
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Las cosas fueron cambiando paulatinamente. La sinrazón se fue apoderando
lentamente del aire hasta viciarlo.
Una mañana llegó un señor vestido de negro con una gorra y una saca de cuero,
de la que sacó un papel con un sello, en el que se ordenaba a Lucas que fuese a
defender un polvorín.
Lo vieron partir por un camino entre olivares, con su cuerpo de niño grande y su
sonrisa luminosa, sencilla, fresca y sus ojos transparentes. Lola se quedó sola en
medio de la nada.
Pudo sobrevivir gracias a los libros, creando el milagro de las letras entre ortigas
y cerdos, entre pólvora y llanto.
Ella le escribía versos y luego los releía. Lucas no sabía leer, pero eso daba igual.
De repente apareció un niño de seis años en medio del barro, miró suplicante a
Lola, ella supo que habían matado a sus padres, que no tenía familia y que
necesitaba ayuda. -¿Cómo te llamas?, Luis, respondió.
Con el tiempo se estableció entre ellos una relación parecida a la de una madre y
un hijo.
Una mañana Lola despertó al niño antes de salir el sol y cuando hubo terminado
de vestirlo y lavarlo le dijo, hoy vamos a hacer un viaje para ver a Lucas.
A la puerta de la casa llegó un carro, con un lento traqueteo, como si no fuese a
ninguna parte. Ella parloteó tímidamente con el carretero hasta que los dejó en
la lejana estación de ferrocarril, sin demasiado interés, como a un equipaje.
Lola miraba la lluvia sobre los cristales empañados del tren, mientras acariciaba
la cabeza de Luis. A lo lejos, la sierra era una masa gris azulada que perdía
consistencia conforme el aire se iba adensando.
Lucas intentó por todos los medios disuadir a Lola de que no fuese a verle. La
tensión entre los bandos era insostenible, se temía que el más mínimo roce
pudiese desencadenar una matanza estúpida. Pero ella sentía que tenía que
verlo urgentemente. Temía perderlo en medio de la guerra o en brazos de otra.
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Al bajar del tren, un militar un militar entregó a Lola, una nota firmada por
Lucas, lo leyó y en su rostro se dibujó el terror. Sólo tuvo tiempo de oír: -no se
asuste, sólo tiene que dirigirse a la dirección que está escrita en el papel, no le
pasará nada si se dirige allí-.
Lola sintió un escalofrío de terror, cogió en brazos a Ulises y el niño sintió que
ella estaba aterrada.
Iban cruzando una calle estrecha cuando se oyó un disparo, e inmediatamente
puertas y ventanas se cerraron casi al unísono en un gesto mecánico,
sincronizado, amenazador.
Un niño jugaba en el suelo con un montón de arena. De una casa salió su madre.
Lo cogió de forma violenta lo zarandeó y lo condujo al interior a toda prisa. Al
cerrar la puerta vio a Luis y Lola. Les miró como si ya no se pudiese hacer nada
por salvarlos. Ella miró una vez más el papel con la dirección. Caminó las calles
desiertas buscando a alguien, pero no había nadie.
Una fila de soldados les prohibió el acceso a una plaza que necesitaban cruzar
para llegar al lugar apuntado en el papel y Lola lloró por vez primera, bajo la
atenta mirada de Luis, justo cuando comenzaron a oírse gritos que salían de la
iglesia. Allí había congregada una multitud de rehenes.
La plaza estaba rodeada de grandes balcones, donde se apostaban soldados
tiradores. Desde el templo unos hombres conducían e insultaban a un cura con
un ronzal al cuello calle abajo, hacia una callejuela sin salida.
Fue la primera vez que Luis vio a aquella misteriosa dama vestida de blanco que
caminaba por una calle.
Fue ella la que dijo -¡Luis corre, corre, corre!-. El niño soltó la mano de Lola y
corrió en dirección adonde le señalaba.
Lola comenzó a correr detrás del niño para darle alcance y perderse por una
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calle, hacia otra plaza donde no había nadie. Eso les salvó la vida. En represalia
por la muerte del sacerdote, el otro bando comenzó a disparar contra la
multitud y eso encendió una espiral de violencia, sangre y fuego que duró varios
días.
Lola corría calle abajo hasta que por fin pudo dar alcance al niño, justo frente a
la puerta en la que la otra madre había recogido al niño que jugaba en la arena.
Tras los disparos, se hizo un silencio sepulcral, una leve pausa que anunciaba el
gran desastre. Lola oyó muy cerca el ruido del cerrojo de una puerta que se
abría. Salió de nuevo aquella madre e invitó a Lola y Luis a que entrasen para
resguardarse antes de que comenzara la gran carnicería.
La puerta detrás de sí con un enorme cerrojo.
Estaban en la casa cuya dirección estaba apuntada en el papel que le dieron al
bajar del tren. Lola se quedó mucho más tranquila al saber que aquella mujer
era amiga de su marido. Al conocer el desastre que se avecinaba y la llegada de
su esposa al pueblo, Lucas le había mostrado a la dueña de aquella
casa una foto de Lola. Ahora las dos mujeres rezaban para que sus seres
queridos salieran ilesos de la batalla, que duró varios días en los que no cesaron
de oírse disparos y ráfagas atronadoras.
Aquella mujer hablaba muy poco y Lola se sintió abandonada a su suerte.
Durante la noche extrañas luces iluminaban la oscuridad y un silencio sepulcral
se apoderó del pueblo.
Perdieron la cuenta de cuántos días estuvieron allí encerradas. Cuando todo
hubo pasado las dos mujeres quitaron las trancas, abrieron las puertas, olieron
un aroma extraño, familiar, dulzón y descubrieron sobre los adoquines extraños
destellos de brillo intenso rojo.
Una tormenta descargó y la lluvia mezclada con sangre que corría calle abajo
era el único sonido perceptible.
Pasaron varios días más hasta que la situación se normalizó, uno de los dos
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bandos había sido aniquilado. Como Lucas no aparecía, Lola salió a buscarlo,
enseñando una foto rota a la gente, pero nadie sabía nada en medio de aquel
caos de funerales y llantos en aquel pueblo de locos.
Una semana más tarde abandonó toda esperanza de encontrarlo con vida, así
que se despidió de la mujer que le había ayudado a salvar la vida y se dirigió a la
estación de tren, de vuelta a casa.
Compró los billetes y cruzó el andén de la estación llena de soldados anónimos y
de aspecto demacrado, de familias que se reencontraban llorando y de mujeres
vestidas de negro, con niños pequeños que tenían en sus manos fotos de
soldados desaparecidos y billetes para escapar.
Lola se subió al tren lentamente, como demorándose adrede, como si en aquel
lugar se quedase para siempre algo suyo.
No dejaba de mirar atrás en busca de algo o alguien. Luis, le preguntó, -¿qué
buscas?-, ella respondió: nada. Sin embargo, mientras buscaban asiento en el
interior del tren, ella miraba las caras de cada uno de los soldados.
Sin embargo el tiempo inexorable, no iba a detenerse, todo lo contrario.
Cuando, el jefe de estación dio con su silbato la orden de salida, aquel silbido,
fue como el del agua que hirviendo bulle en el interior de un recipiente sobre el
fuego, que busca el mas mínimo resquicio para salir al exterior. El primer giro
seco de las ruedas del tren fue como un golpe en el corazón de Lola.
Vio un hombre joven, en el que no había reparado anteriormente, estaba
sentado en el suelo, tenía los ojos vendados y charlaba con otros soldados.
Lola creyó encontrar un gesto familiar, y se aferró locamente, ciegamente a su
última esperanza. Avisó a su hijo, cogió de nuevo su equipaje y bajaron de un
tren que lentamente inició su marcha para luego perderse en el horizonte.
Lola miró a aquel hombre más cerca y con más detenimiento, para comprobar
que no era lo que ella esperaba, era más viejo y moreno que su marido. Se dio la
vuelta y contempló los raíles vacíos.
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Se dio cuenta de que no tenía dinero para comprar otro billete así que tendría
que pedirlo, sólo de pensarlo se le nubló la vista y sintió una leve sensación de
mareo. Creyó que se iba a caer en medio de las vías, justo cuando se acercaba un
nuevo tren.
Le salvó la mano de Luis que se aferraba a ella con toda su fuerza. Cuando lo
miró sonreía dándole ánimos y pudo ver que el soldado de los ojos vendados
sacaba del bolsillo de su chaqueta unos cigarrillos y un plateado reloj de bolsillo
con un retrato dentro y un nombre de mujer grabado en el lomo, que él
acariciaba como si fueran los muslos de su amada.
La cueva de Xoroi
Allí estaba Yusuf, aún vivo. Libre, superviviente en el centro de sí mismo,
rodeado por un infinito azul, sólo cortado por el eterno acantilado, en la breve
lengua de arena, contemplando la peor escena que un corsario como él podía
imaginar.
El sol se ponía sobre el horizonte de su esperanza, y contra él se recortaban las
velas de su nave, que ya marchaba rumbo a la lejana Izmir, con sus bodegas
llenas de un botín compuesto por animales de granja, alimentos frescos recién
robados en las huertas de la isla, algunas armas incautadas y una decena de
esclavos.
Zeino, el despiadado jefe de aquella expedición, acordó con sus dos hombres de
confianza Devrim y Temel, desviarse hacia el norte, tras zarpar de Argel, donde
gozaron de la hospitalidad del mismísimo virrey Eludj Alí. Lograron así sortear
una tormenta, pero acabaron en aquella isla poco poblada, cuyas pequeñas
playas rodeadas de altos acantilados, al abrigo de los fuertes vientos del norte y
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de los enemigos, eran el mejor refugio.
Mientras amainaban los vientos decidieron rapiñar los pueblos y las huertas que
encontraron a su paso, pero en pocos días los isleños encendieron hogueras,
hicieron señales de humo para comunicar el peligro, y organizaron para
defenderse partidas que ya se encaminaban a la cercana playa donde fondeaban
los berberiscos.
Pero allí ya sólo quedaba Yusuf y sus brillantes ojos negros derramando
lágrimas en la solitaria arena, contemplando incrédulo un mar de olas
desoladas, murmurando nosequé desgracias.
-¿Porque?-. Preguntaba el desgraciado a las olas, que le respondían con un
desconocido lenguaje de oscuras y extranjeras espumas, devolviéndole con cada
onda que arribaba a la arena, la misma pregunta. Porqué, porqué, porqué
repetían el océano y el eco del acantilado una y otra vez ante un hombre
arrodillado, harapiento y extranjero en tierra enemiga.
Pero la fuerza del mar se fue deslizando en su alma y entonces decidió que no
sabía cómo, pero sobreviviría y no solo eso, además adoptó la firme decisión de
que sería feliz junto a una mujer que lo quisiese.
Cuando recuperó el sentido de la realidad el viento había amainado y soplaba
del noroeste, eso ayudaba la singladura de sus antiguos compañeros. -Así se los
trague el océano-. Masculló entre dientes. Pero el viento le trajo también
sonidos de perros furiosos del interior de la isla.
Entonces sus instintos más primarios le empujaron a huir hacia los caminos que
iban a los acantilados, donde recordó que había unas cuevas; guiado, -casi
salvado-, por la luna llena, que se erguía de puntillas sobre el horizonte.
Los caminos le condujeron a un callejón sin salida, pues no podía seguir
corriendo, el desnivel le cortaba el paso, miró hacia atrás y comprobó con
pavor que las luces de las antorchas se acercaban acompañadas de ladridos de
perros.
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Perdió el equilibrio y cayó al vacío, con tal suerte que pudo asirse a la rama de
un pino, luego comprobó en medio del vacío de la noche y del estruendo de
espumas que rompían contra la piedra, que había un saliente de roca por donde
podía caminar. Un pequeño camino que le conducía hacia una cueva que nada
mas ver reconoció como un lugar ideal para pasar el tiempo que fuese necesario.
No le asustaban las alturas, era fuerte y valiente, y de adolescente ya le gustaba
subirse a los acantilados de Karaburun a coger huevos de las aves que allí
anidaban, así que se encontraba a sus anchas.
Mucho más a gusto se sintió cuando se alejaron dándole por perdido.
Entonces él se inclinó de rodillas hacia el sureste y dio gracias a Alá por haber
escapado con vida de aquel trance, y se prometió que pronto estaría de vuelta en
Izmir.
Cuando abrió los ojos vio el mar en calma y un paisaje muy hermoso. Tras las
oraciones de la mañana, comprobó que la cueva era mucho más profunda de lo
que podría haber imaginado y se maravilló cuando se introdujo en ella y
comprobó su buena ventilación con varias entradas para la luz a modo de
ventanas.
Al principio no se alejó demasiado de su cueva, por precaución. Pero poco a
poco se fue adentrando hacia tierras pobladas de olivares, pinos, encinas,
algarrobos y alguna que otra palmera. Observó un gran cerro en medio de la isla
y supo por el trasiego de los carros que se trataba de un lugar rico, lleno de
pequeñas ciudades y muchas huertas.
Más por culpa de la soledad que por otra cosa, se acercaba a algunas casas
rurales a curiosear. Sin querer, aprendía algo de aquel idioma que no le era del
todo ajeno. Lo había oído en muchos barcos en los que había cruzado tantas
veces el Mediterráneo. Como buen marinero en seguida reconoció por los gestos
y las conversaciones, el nombre que daban a los diferentes vientos. Xaloc,
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tramontana, mestral, gregal, o levante, que gobernaban la vida en la isla
influyendo en el mar, en la tierra y entre sus gentes. Sobre todo la temible
tramontana del norte.
Mientras, crecía la preocupación en todo el archipiélago por el constante azote
de las incursiones de piratas berberiscos que se convirtieron en una auténtica
plaga. Se tomaron medidas inmediatas.
Se comenzaron a construir torres vigía, crearon patrullas ciudadanas y pequeñas
flotillas de galeones. En el pasado las numerosas incursiones de piratas hicieron
que las autoridades pensasen seriamente despoblar y abandonar la isla. Sus
habitantes se negaban a aceptar la pérdida de sus tierras y enviaban toda case de
cartas a las autoridades informando de la situación "andan tan señores de la
mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante que no
caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de
christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y
número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición
y assolación que han hecho en la costa. Las tierras marítimas se están incultas,
bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan
las gentes estar: y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse
en las dichas tierras".
El día en que María, -la solitaria y joven viuda con dos hijos, -objeto del
deseo y víctima de un Duque-, cuya vida fue de boca en boca por toda la isla,
vio a Yusuf bañarse desnudo en su pequeña cala, algo se movió en su interior.
Decidió espiarlo secretamente, admirando heroicamente su belleza morena.
María esperaba ya poco de la vida cuando encontró a aquel náufrago, a su vez
una tabla a la que amarrar el naufragio de su propia existencia. No tenía nada
que perder.
Al domingo siguiente después de misa, volvió a la posada en que trabajaba y se
tomó el resto del día libre. Cogió algo de comida, la puso en una cesta y se fue a
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la playa. Allí se aseguró la atención del náufrago que parecía surgir súbitamente
de las rocas y cuando estuvo segura de que la miraba se quitó la ropa y se dio un
baño. Se le insinuó con gestos y se contorneó varias veces, lo suficiente como
para conducirle a aquella escena bajo los árboles que jamás olvidaría en su vida.
Yussuf consideró aquello como un regalo del cielo y rezó más que nunca a Alá,
para que aquellos encuentros no terminasen y en segundo, para
que la mujer a la que él llamaba Azahara no revelase a nadie su paradero pues
su vida dependía de ello. Así se lo había pedido.
-Te llamaré Xoroi, -dijo ella-. Que quiere decir bello-. Y él respondió con una
sonrisa aprobatoria.
Pronto, los dos amantes alcanzaron gran confianza. Las visitas de María se
repetían cada fin de semana y el cariño fue creciendo entre ellos. El no era un
salvaje como ella podría haber pensado inicialmente, ni ella provocaba los
recelos y desconfianza del huidizo y asustado extranjero.
Yusuf le mostró el escondite de su cueva y ella se quedó estupefacta. Allí, el
náufrago había sembrado tomates, pimientos y otras plantas que le servían de
alimento, creando un sistema de riego, con aguas de lluvia. Había cerrado un
espacio con palos y cañas y allí criaba aves de corral robadas de granjas
cercanas.
Las paredes estaban adornadas con restos de redes, conchas marinas y otros
objetos hechos por el hombre que el mar acercaba hasta la playa. Trozos de
pared rocosa estaban pintadas con dibujos geométricos hechos con pinturas
naturales.
Desde el primer momento, María, -Azahara en su nueva vida- quedó encantada
con aquella improvisada casa, que decía mucho de quien la habitaba, y era
mucho mejor que el cuarto de la posada de Alaior donde malvivía casi como una
esclava con sus pequeños.
Cada vez que iba a la cueva de Xoroi vivía los mejores momentos de la semana.
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Sentía la libertad mientras nadaban desnudos por aquellas aguas cristalinas
junto a los acantilados, al abrigo de las miradas. Cogían peces frescos, mariscos
y crustáceos, huevos de aves que comían mientras veía ponerse el sol en el
océano.
Así ella comenzó a sentir aquella cueva y a aquel hombre como algo suyo. Sin
embargo, el resto de la semana discurría anónima, anhelando que llegara el
domingo para ir a visitar su pequeño tesoro secreto.
Le relación entre Azahara y Xoroi fue ampliándose con todo tipo de beneficios
Mutuos. Ella mantenía el secreto, le enseñaba algunas palabras en su lengua, le
proporcionaba herramientas para cortar y trabajar la madera, para que
construyese muebles y alguna pequeña balsa para moverse con mas facilidad
por mar y le llevaba alimentos.
A cambio, él le ofrecía la hospitalidad de su cueva, y de buen grado enseñaba a
los dos niños de Azahara, -Joan y Jordi, de ocho y diez años- a pescar con una
rudimentaria caña, a cazar, a nadar, a ser hombres fuertes, libres e
independientes. Los niños comenzaban a sentir por primera vez la figura de algo
parecido a un padre.
A pesar de la precaución extrema con que se conducían Azahara y sus hijos no
pudieron evitar levantar sospechas. Cuando les veían los dueños de la posada en
que trabajaba, coger cantidades inhabituales de comida, aquella ropa de día
especial, o aquella injustificada expresión de alegría.
Fueron poco a poco sacando la madeja por el hilo, atando cabos, levantando
sospechas, comprobando cómo desaparecían aves de corral y otros alimentos de
las granjas, haciendo preguntas a los niños.
Y la respuesta llegó un domingo de verano. Les bastó seguirla hasta la cueva de
los acantilados para comprenderlo todo. Cuando los soldados entraron en la
cueva, armados de mosquetes y espadas, la sorpresa les paralizó
Los soldados entraron, apuntaron con sus armas y solo vieron a María
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aterrorizada apretando contra sí a sus dos pequeños.
Cuando los soldados dieron el primer paso hacia la mujer, de la oscuridad salió
la mirada fiera de Xoroi que intentó inútilmente reducir a los soldados. Cuando
se cansó de luchar y se dio cuenta de que los soldados se aprestaban a disparar,
prefirió correr y lanzarse ciegamente al vacío de los acantilados ante los gritos
de Azahara. Veinte metros más abajo, solo vieron el mar pardo, oscuro, casi de
luto, pero ribeteado de espumas blancas llenas de esperanza.
Xoroi había pasado definitivamente a la leyenda. Jamás nadie en aquella isla
sabría nada más de él. Infructuosamente buscaron durante horas su cuerpo,
pero no lo encontraron. Los soldados solo pudieron llevarse a María y a sus
hijos de vuelta a la posada.
Ella cayó en un mutismo absoluto, no hablaba apenas, y respondía con
vaguedades ante las preguntas. En el siguiente mes, ella pareció olvidarse por
completo de su vida pasada y se reintegró con una pasmosa normalidad a su
nueva vida, como si Xoroi no hubiese existido jamás.
Una noche, cuando todos dormían, Azahara se levantó en su cuarto de la
posada, vistió a sus dos niños, salieron sin hacer ruido ni ser vistos por nadie y
se dirigieron hacia la playa cercana a la cueva de Xoroi.
Una vez llegó a la playa la luna llena dibujó con toda nitidez una pequeña barca
hecha a mano, y en su interior, un que hombre reamaba. Cuando la barca llegó
hasta donde estaba la mujer, el hombre puso pié a tierra y su huella quedó
grabada en la arena: Xoroi que avanzaba hacia ellos.
Azahara y los dos niños le abrazaron emocionadamente, le habían echado
mucho de menos. Tal y como habían acordado, se subieron en la
barca y remaron con destino a un futuro mejor.
En la isla, quinientos años después aún corre de boca en boca la leyenda de
Xoroi, aquel moro pirata que raptó a una mujer y la llevó a vivir a su cueva.
Cuando afuera sopla la tramontana las madres cuentan a sus hijos mientras los
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arropan en la cama, que tienen que portarse bien y dormirse. De lo contrario
podría venir Xoroi, con una oreja menos, que aún se desliza por los campos y las
huertas de la isla, sediento de sangre, enmascarándose entre las sombras.
El misterio de los ojos de la luna llena
Los que conocíamos a Marisa, -aquella mujer con pinta de adolescente, pero que
rozaba la cuarentena- no teníamos porqué temer sus reacciones en noches como
ésta, sin embargo, el resto del grupo que huyó de la ciudad a la sierra aquel fin de
semana y la conoció por vez primera jamás olvidarán todo cuanto aconteció en
torno a aquella hoguera.
Era verano y la luna llena, -luna vieja y llena de sabiduría- atraía nuestras
miradas por encima de la masa negra de árboles que cubrían los picos de la
sierra.
Yo, que la conocía desde hacía décadas, con el tiempo aprendí a amarla, y
posteriormente a olvidarla, para finalmente, aceptarla tal cual es.
Yo lo había oído relatar de sus labios en al menos un par de ocasiones, por eso no
me afectaría demasiado lo que estaba a punto de relatar. Sin embargo, los que se
sentaban con ella alrededor de una hoguera por vez primera en una noche de
luna llena quedaron tan impactados por aquella historia, como ella misma al
contarlo por enésima vez.
Una hoguera siempre alcanza un punto de misterio. Un chico reveló el espanto
que le produjo descubrir cómo un cuchillo echado al azar en una bolsa de
plástico en un viaje de verano, con el coche lleno de las típicas cosas de veraneo,
apuntaba de forma inmisericorde hacia la parte trasera de su cabeza sin que él lo
supiera.
Cualquier movimiento de cabeza, risa o gesto propio de una conversación podría
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haber tenido graves consecuencias. Su novia, a la que él siempre consideró su
ángel de la guardia, y que estaba sentada en el asiento trasero del coche fue la
que se dio cuenta, apartó el cuchillo de la sien y lo guardó en un lugar seguro,
donde aquel cuchillo de instinto asesino no pudiese hacer daño a nadie.
Cuando Marisa, escuchó la palabra ángel, dos lágrimas rodaron por sus mejillas y
sonrió:
-Así que habláis de ángeles. ¿De verdad queréis escuchar historias sobre ángeles?.
Y los demás asentimos. -No quiero ni una risa irónica. -Dijo, con aquel estilo
cortante que conocíamos, porque sabíamos que íbamos a oir algo
verdaderamente importante para ella.
-Yo tendría unos diez años. -comenzó. Lo sé porque es esa edad en la que un
relato como éste no suele pasar desapercibido y una está entre la inocencia y la
maldad. Sin embargo, hasta años después no comprendí qué había ocurrido
verdaderamente.
Mi tío Joaquín tenía apenas 30 años pero ya se había ganado en el pueblo una
sólida reputación de anarquista y antisistema.
-La verdad es que toda mi familia lo era- explicaba Marisa. Yo incluída. Por
aquellos años, la libertad estaba estallando en las calles y aunque era
relativamente frecuente encontrar gente que comulgase con ideas
revolucionarias no todo el mundo se atrevía a llevarlas a cabo o a manifestarlas
en público tan a las claras.
Sin embargo, las malas lenguas decían que mi tío iba definitivamente por el mal
camino, hablaban de las malas compañías que lo frecuentaban, de demasiado
alcohol y quizá de alguna que otra sustancia alucinógena.
Todo eso hacía que en casa lo vieran como un bala perdida, no exento de grandes
dosis de bondad, y para mí se trataba de un tipo divertido que hacía cosas que a
mí me gustaría hacer a su edad.
El tío Joaquín llegó a casa al anochecer y nos pidió que le acompañásemos hasta
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la calle para contemplar aquella hermosa luna llena que estaba saliendo. Aquella
noche el rostro de mi tío tenía una aspecto distinto cuya causa yo no lograba
identificar.
Yo sólo noté un brillo especial de sus ojos, iluminados por la luz de la luna, como
ésta de hoy.
Después se encaminó hacia una habitación, para hablar a solas con mi padre, su
hermano cerrando la puerta detrás de los dos. Estaba claro que se trataba de algo
sumamente importante.
Así que, cuando nadie me vio yo pegué el oído a la puerta, pero no se oía nada.
Finalmente, decidí escuchar la conversación por la pequeña ventana que daba al
patio, como había hecho tantas veces.
Cuando por fin llegué a tomar el hilo de conversación sólo noté que mi tío lloraba
y mi padre lo consolaba. No pude verlos, porque el hueco de la ventana era muy
pequeño y daba a otra esquina de la habitación distinta a donde ellos estaban.
Pero sí pude distinguir el tono de sus voces:
-Te juro que hoy no he tomado nada, mi mente está más clara que nunca. -Decía
mi tío.
-Pero eso es imposible, hermano, ¿no lo entiendes?, nadie excepto un Dios en el
que nosotros no creemos, puede conocer cuando ha llegado la hora de alguien.
-Dijo mi padre. A no ser que haya alguien interesado en quitarte de en medio.
-Créeme, no soy un peligro para nadie, solo vivo mi vida a mi manera. Respondió
mi tío.
-¿Tu has hecho algo para enfadar a alguien de modo que quiera matarte?.
-Créeme si te digo que no, en el fondo no le importo a nadie demasiado y menos
como para quitarme de en medio. Esto es algo distinto. Había en ese muchacho
algo absolutamente diferente. No solo era una buena persona, era además bien
parecido, agradable, amable, me hablaba con un cariño como nadie nunca lo ha
hecho antes.
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Desde el primer momento me sentí muy bien hablando con él.
-Y cómo te abordó, ¿qué te dijo exactamente?.
-Yo caminaba por la calle, tan tranquilo cuando llegó me saludó muy
educadamente y me dijo que estaba allí porque había llegado mi hora y me tenía
que poner en paz con Dios, tal y como te he dicho antes.
Luego hubo un silencio denso.
-Y qué más.
-Y nada más luego me dijo que iríamos a una iglesia, pero no porque fuera un
edificio especial, sino porque allí había más silencio. Que él sabía que yo no creía
en estas cosas, etc.....
-¿Y qué hicisteis luego?.
-Pues yo no se cómo ni porqué pero entré en la iglesia y allí estuvimos un rato en
silencio. El solo me acompañaba, mientras de repente, una lucidez extrema me
recorrió las entrañas y entonces supe qué ciego he estado todo estos años atrás a
las cosas que verdaderamente merecen la pena.
Me puse nervioso, pero el me cogió de la mano y sentí una paz especial.
-Y después.
-Después hablamos algunas pocas palabras más y de repente sin saber cómo,
desapareció en medio de la multitud. Luego llegué a casa, me acosté la siesta y
hasta ahora.
Gracias a las palabras de mi padre, mi tío se quedó más tranquilo, quizá se
debiese todo a una causalidad, al frecuente exceso de alcohol, o vete tu a saber
que explicaciones buscaría mi padre para calmarlo, pero lo cierto es que cuando
mi tío salió de mi casa, era un hombre nuevo.
Mamá le preguntó a papá qué pasaba y él le respondió que su hermano estaba
mal, que parecía que deliraba y no se qué mas.
Luego, a las dos horas llamaron por teléfono confirmando la noticia.
El entierro fue muy íntimo, apenas con unos pocos amigos, que hablaban de él
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como un alma perdida.
Ninguna de las reiterativas palabras de trámite se quedaron clavadas tanto en
memoria, como aquella de una buena amiga de mi tío:
-Qué pena, ahora que parecía que había encontrado un buen amigo, que lo llevó
esta mañana a la iglesia.
La luna llena brillaba inundaba el firmamento cuando salíamos del cementerio.
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Mirada Delta El rio se desdibuja en tu espalda Tu mirada se funde en mi océano. Esmeralda y azul, tus ojos Sencilla y grande, tu alma Como el Orinoco. El río celeste se desliza por la selva esmeralda como tu cuerpo repta por mi mente, por mis venas, camino de mi corazón. Tu voz es un violonchelo que rie al atardecer a la sombra de una Ceiba. Tu sonrisa es blanca y negra, Blanco Boyacá por las comisuras Negra por donde mas duele. Hay tantas cosas Yo solo preciso dos Mi guitarra y vos.
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El río celeste se desliza por la selva esmeralda como tu cuerpo repta por mi mente, por mis venas, camino de mi perdición camino del bello Monte. Viva el quejido valiente Del agua de tu voz Que se arroja y vuela Como ave blanca Sobre la verde espesura El Caribe desemboca en la Alhambra Mi mirada en tu voz. El Orinoco en la Esperanza. El Guadalquivir en mi corazón.
El juego de las miradas Tu mirada es la antesala del templo de tu alma La claraboya del pensamiento recogiendo los versos que quedaron esparcidos en el suelo del tiempo. Tu mirada es el planeta y tu boca la luna nueva, omnipotente, que al mirarla levanta un rumor de versos, revoloteando sobre un corazón de papel. Tu mirada es universo y si los abres la luz se hace, y si los cierras la noche cae de tus párpados invocando un estruendo de silencios. Tu mirada caza al vuelo lo que otras solo intuyen Tu mirar disparar besos, escupe risas, escudriña, busca, curiosea, la vida como deseo. Tu mirada, es el viento que mi mirar balancea, Y canta una nana, ea, ea Vuela en la cama, vuela, vuela y tiembla, aporrea. Tu mirada es adivina,
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engendra versos, Mi mirada es certera alberga proyectos. El ave de tu mirada y y el viento de mi mirar Fluyen al mismo tiempo. navegando rumbo al mar. Yo seré tú Yo seré tú Y te cantaré la vida. Te enseñaré el mundo Como por primera vez.
Tú serás corazón que tirita esperando la voz, que le diga: confía en mí, y tú, serás yo. Tú serás yo Y abrirás mis surcos, cerrarás las heridas. Te alimentarás de mi piel. Yo seré tú Y comeré de tu alma beberé de tu cuerpo: sembraré la semilla, tendré tu sed. Tú serás la llamada, que sin querer, he respondido. Estoy aquí para estrenar tu primavera y enterrar la soledad que te condena. Yo estoy aquí para gritar tu primavera. Las palabras oscuras que te nombran. Los silencios que gritan bajo tu piel. Beberme la voz que te corona, probar el sabor de tu miel. Tu viniste para amanecer, cantarme la vida bailarme las penas, y tocarme las alegrías.
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Sonrisa amazónica Llegaste de otro mundo armado con tu sonrisa amazónica. Te colaste de repente Suavemente, sin ruido En el salón de mi vida En el centro de mi ruido. Me traíste tu silencio La certeza del cóndor el secreto del fuego la aceptación de lo eterno. Desarmaste mis miedos Volaste sobre mis deseos aire de niño desvalido olor de hombre bueno. Te quedaste para siempre Pase lo que pase Siempre serás conmigo. Redescubrí de repente Lo que significa la palabra amigo.
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Nombre de Arcángel Era una tarde plomiza, sobre las tres Mirábamos el horizonte, tu bebías café, negro y dulce, tu pensamiento, espuma del ayer. Tienes nombre de arcángel, y sabor a miel, tienes mano de santo, y secretos en la piel. A los lejos tu barco, vestido de fiesta fondeado en la rada, blanco azul vaivén. Tus piernas seguían el ritmo Sin mucho que perder. Vámonos pal cielo, el cielo de tu piel Sobre tu hombro un ancla, sobre el ancla una mujer. Sobre mi mano la tuya. Ocho horas de ajedrez. Tienes nombre de arcángel, y sabor a miel. Sobre tu labio el mío, sobre el tuyo mi timón Tu quilla rompe mi espuma. Mi mástil es tu temblor. Vámonos valiente, tu proa al atardecer. El viento empuja tu vientre elegante cual bajel. Tienes nombre de arcángel, y sabor a miel. La espuma me trae tu nombre. a la boca, con la miel. La noche trae tu nombre del arcángel, de su piel.