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TRILBY O EL DUENDE DE ARGAIL · 2020. 12. 1. · Trilby o el duende de Argail Charles Nodier Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes Christopher Zecevich

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CHARLES NODIER

TRILBY O EL DUENDE DE ARGAIL

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Charles Nodier

Nació el 29 de abril de 1780 en Besançon, Francia. Fue un importante escritor del romanticismo.

Debido a que le tocó vivir el periodo de la Revolución francesa y una época de fracturas políticas, desde muy joven manifestó su compromiso político por la libertad, de tal forma que pronunció varios discursos a favor de la Revolución en la Sociedad de los Amigos de la Constitución. Dada su aptitud para el estudio de las lenguas, llegó a dominar el inglés y el alemán, y fue nombrado bibliotecario de la escuela de Doubs. En 1802 fue encarcelado por sus críticas a Napoleón y, al año siguiente, al salir de la prisión, marchó a París. A partir de 1813 empezó a colaborar para varios periódicos oficiales como Télégraphe officiel, Journal des Débats, La Quotidienne y Le drapeau Blanc. En su producción literaria, destacó sobre todo en narrativa. Entre algunas de sus obras más importantes figuran Infernaliana (1822), El hada de las migajas (1832), Inés de las Sierras (1837), La novena de la Candelaria (1839) e Historia del perro de Brisquet (1844). Fue, además, miembro de la Academia Francesa y fue distinguido con la Legión de Honor.

Falleció el 27 de enero de 1844 en París.

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Trilby o el duende de ArgailCharles Nodier

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Yesabeth Kelina Muriel GuerreroCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Andrea Veruska Ayanz CuéllarConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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No hay nadie entre ustedes, queridos amigos, que no haya oído hablar de los drows de Thule y de los elfs o duendes familiares de Escocia, y que no sepa que hay pocas casas rústicas en esas comarcas que no cuenten con un espíritu entre sus huéspedes. Es, por otra parte, un demonio más pillo que malo y más travieso que pillo, a veces estrafalario y revoltoso, a menudo dulce y servicial, que tiene todas las buenas cualidades y todos los defectos de un niño maleducado. Rara vez frecuenta la residencia de los grandes y las granjas opulentas que reúnen muchos criados; un destino más modesto une su vida misteriosa a la cabaña del pastor o del leñador. Allí, mil veces más alegre que los brillantes parásitos de la fortuna, se divierte contrariando a las viejas que hablan mal de él en las veladas, o turbando con sueños incomprensibles, pero graciosos, el sueño de las jóvenes. Disfruta especialmente en los establos, y le gusta ordeñar las vacas y las cabras de la choza durante la noche, a fin de gozar de la agradable sorpresa de las pastoras matinales cuando llegan al despuntar el día y no pueden comprender por qué maravilla los cuencos ordenados rebosan tan temprano de una leche espumosa y apetitosa; o bien caracolea sobre los caballos que relinchan de alegría, rueda en sus dedos los largos anillos de sus crines

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flotantes, da brillo a su grupa pulida, o lava con un agua pura como el cristal sus patas finas y nerviosas. Durante el invierno, prefiere sobre todo los alrededores del hogar doméstico y las partes cubiertas de hollín de la chimenea, o hace su vivienda en las rendijas del muro, al lado de la celda armoniosa del grillo. ¡Cuántas veces no se ha visto a Trilby, el bonito duende de la choza de Dougal, dar saltitos por el reborde de las piedras calcinadas con su pequeño tartán de fuego y su plaid ondulante, color de humo, intentando atrapar al paso las chispas que surgen de los tizones y que suben en un haz brillante por encima del hogar! Trilby era el más joven, el más galante, el más amable de los trasgos. Podrías recorrer Escocia entera, desde la desembocadura de Solway hasta el estrecho de Pentland sin encontrar uno solo que le superara en ingenio y gentileza. Solo se contaban de él cosas amables y caprichos ingeniosos. Las castellanas de Argail y de Lennox estaban tan prendadas de él que varias de ellas se morían de pena por no tener en su palacio al duende que había encantado sus sueños, y el viejo terrateniente Lutha habría sacrificado, para poder ofrecérselo a su noble esposa, hasta el claymore oxidado de Archibald, adorno gótico de su sala de armas. Pero Trilby se preocupaba poco del claymore de Archibald y de los palacios y de las

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castellanas. No hubiera abandonado la choza de Dougal por el imperio del mundo, pues estaba enamorado de la morena Jeannie, la provocadora barquera del lago Fyne, y aprovechaba de vez en cuando la ausencia del pescador para contar a Jeannie los sentimientos que ella le inspiraba. Cuando Jeannie, de vuelta del lago, había visto perderse a lo lejos, hundirse en una ensenada profunda, ocultarse detrás de un cabo adelantado, palidecer en las brumas del agua y del cielo la luz errante del barco viajero que llevaba a su marido y las esperanzas de una pesca feliz, ella seguía mirando desde el umbral de la casa, después entraba suspirando, atizaba los carbones blanquecinos por la ceniza y hacía piruetas con su huso de codeso tarareando el cántico de san Dunstan, o la balada del aparecido de Aberfoyle, y en cuanto sus párpados, cargados de sueño, comenzaban a velar sus ojos cansados, Trilby, que animaba el adormecimiento de su bienamada, saltaba ligeramente de su agujero, brincaba con una alegría de niño en las llamas, haciendo saltar alrededor de él una nube de chispas de fuego, se acercaba con más timidez a la hilandera dormida, y a veces, relajado por el aliento regular que exhalaba de sus labios a intervalos medidos, avanzaba, retrocedía, volvía de nuevo, se lanzaba hasta sus rodillas rozándolas

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como una mariposa nocturna con el batir mudo de sus alas invisibles, iba a acariciar su mejilla, a revolcarse en los bucles de sus cabellos, suspenderse, sin pesar, en los anillos dorados de sus orejas, o a descansar en su seno murmurando con una voz más dulce que el suspiro del aire casi sin inmutarse cuando muere sobre una hoja de trébol.

—Jeannie, mi hermosa Jeannie, oye un momento al amante que te ama y que llora por amarte, porque no respondes a su ternura. Apiádate de Trilby, del pobre Trilby. Yo soy el duende de la choza. Soy yo, Jeannie, mi hermosa Jeannie, el que cuida el cordero que tú quieres y que da a su lana el brillo que compite con la seda y la plata. Soy yo el que soporta el peso de tus ramas para evitárselo a tus brazos, y que repele a lo lejos la onda que apenas han tocado. Soy yo el que sostiene tu barca cuando se inclina bajo el esfuerzo del viento, y que la hace navegar contra la marea como sobre una pendiente fácil. Los peces azules del lago Long y del lago Fyne, los que hacen jugar a los rayos del sol bajo las aguas bajas de la rada los zafiros de su dorso deslumbrante, soy yo el que los ha traído de los mares lejanos de Japón, para alegrar los ojos de la primera hija que traigas al mundo

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y que verás abalanzarse entre tus brazos siguiendo sus movimientos ágiles y los reflejos variados de sus escamas brillantes. Las flores que te sorprende encontrar por la mañana a tu paso en la estación más triste del año, soy quien va a arrebatarlas a los campos encantados, cuya existencia no sospechas, y donde yo viviría, si hubiera querido, en risueñas mansiones, en camas de espuma aterciopelada que la nieve no cubre nunca, o en el cáliz embalsamado de una rosa que solo se marchita para dejar sitio a rosas más bellas. Cuando respiras una mata de tomillo arrancado a la roca y sientes de repente tus labios sorprendidos por un movimiento súbito, como el impulso de una abeja que echa a volar, es un beso que te arrebato al pasar. Los sueños que más te agradan, aquellos en los que ves a un niño que te acaricia con tanto amor, solo yo te los envío, y yo soy el niño cuyos labios oprimen tus labios ardientes en esos dulces prestigios de la noche. ¡Oh! ¡Cumple la felicidad de nuestros sueños! ¡Jeannie, mi hermosa Jeannie, encanto delicioso de mis pensamientos, objeto de preocupación y de esperanza, de turbación y de éxtasis, apiádate del pobre Trilby, ama un poco al duende de la choza!

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A Jeannie le gustaban los juegos de este ser travieso, sus halagos acariciadores y los sueños inocentemente voluptuosos que le traía en el sueño. Mucho tiempo se había complacido en esta ilusión sin confiárselo a Dougal, y, sin embargo, la fisonomía tan dulce y la voz tan quejumbrosa del espíritu del hogar se reproducían a menudo en su pensamiento, en ese espacio indeciso entre el reposo y la vigilia en que el corazón se acuerda a su pesar de las impresiones que se ha esforzado por evitar durante el día. Le parecía ver a Trilby deslizarse por los repliegues de las cortinas u oírlo gemir y llorar en su almohada. Algunas veces, incluso, había creído oír el apretón de una mano agitada, el ardor de una boca ardiente. Ella se quejó finalmente a Dougal del empecinamiento del demonio que la amaba y que no le era desconocido al pescador mismo, pues ese rival astuto había encadenado su anzuelo o liado las mallas de su red a las hierbas insidiosas del lago. Dougal le había visto por delante de su barco, bajo la apariencia de un pez enorme, seducir con una indolencia engañosa la espera de su pesca nocturna, y después zambullirse, desaparecer, rozar el lago bajo la forma de una mosca o de una mariposa nocturna y perderse en la orilla con el Hope-Clover

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en la alfalfa cosechada. Así Trilby entretenía a Dougal prolongando mucho tiempo su ausencia.

Mientras Jeannie, sentada en el rincón del hogar, contaba a su marido las seducciones del espíritu malicioso, ¡imaginen la cólera de Trilby, su inquietud y sus terrores! Los tizones lanzaban llamas blancas que danzaban sobre ellos sin tocarlos; los trozos de carbón brillaban con pequeños penachos chispeantes, el diablillo se revolcaba en la ceniza en llamas y la lanzaba alrededor de él en remolinos ardientes.

—Eso está bien —dijo el pescador—. He pasado esta tarde con el viejo Ronald, el monje centenario de Balva, que lee con fluidez los libros de la iglesia y que no ha perdonado a los duendes de Argail los destrozos que le hicieron el año pasado en su presbiterio. Solo él puede desembarazarnos de este hechizado de Trilby, relegarlo en las rocas de Inisfail, de donde proceden estos malos espíritus.

El día no había llegado cuando llamaron al ermitaño para ir a la choza de Dougal. Pasó todo el tiempo en que el sol iluminó el horizonte meditando y rezando, bajando las reliquias de los santos y hojeando el ritual y la clavícula.

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Después, cuando descendieron completamente las horas de la noche y los duendes perdidos en el espacio volvían a tomar posesión de su residencia solitaria, se arrodilló ante el hogar encendido y lanzó algunas frondas de acebo bendito que ardieron crujiendo, espió con un oído atento el canto melancólico del grillo que presentía la pérdida de su amigo y reconoció a Trilby en sus suspiros. Jeannie acababa de entrar.

Entonces el viejo monje se levantó y pronunciando tres veces el nombre de Trilby con una voz temible:

—Yo te conjuro —le dijo—, por el poder que los sacramentos me han conferido, que salgas de la choza de Dougal, el pescador, cuando haya cantado por tercera vez las santas letanías de la Virgen. Como nunca habías dado lugar, Trilby, a una queja seria y eras conocido en Argail por un espíritu sin maldad; como, por otra parte, sé que los libros secretos de Salomón, cuya inteligencia está reservada en particular a nuestro monasterio de Balva, que no perteneces a una raza misteriosa, cuyo futuro destino no está irreparablemente fijado y el secreto de tu salvación o condena está todavía oculto en el pensamiento del Señor, me abstengo de pronunciar

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sobre ti una pena más severa. ¡Pero recuerda, Trilby, que te conjuro, en nombre del poder que los sacramentos me han conferido, que salgas de la choza de Dougal, el pescador, cuando haya cantado por tercera vez las santas letanías de la Virgen!

Y el viejo monje cantó por primera vez acompañado por los responsos de Dougal y de Jeannie, cuyo corazón empezaba a palpitar con una emoción penosa. Ella no dejaba de sentir haber revelado a su marido los tímidos amores del duende, y el exilio del huésped acostumbrado al hogar le hacía comprender que ella se había encariñado de él más de lo que había creído hasta entonces.

El viejo monje pronunciando de nuevo tres veces el nombre de Trilby:

—Te conjuro —le dijo— que salgas de la choza de Dougal, el pescador, y para que no te vanaglories de poder eludir el sentido de mis palabras, pues no es hoy cuando he conocido su malicia, te comunico que esta sentencia es irrevocable para siempre…

—¡Ay! —dijo en voz baja Jennie.

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—A menos —continuó el viejo monje— que Jeannie te permita volver. Jeannie redobló la atención.

—Y que el propio Dougal te envíe allí.

—¡Ay! —repitió Jeannie.

—Y recuerda, Trilby, que te conjuro, en nombre del poder que me han conferido los sacramentos, que salgas de la choza de Dougal, el pescador, cuando haya cantado dos veces más las santas letanías de la Virgen.

Y el viejo monje cantó por segunda vez, acompañado por los responsos de Dougal y de Jeannie, que ya solo pronunciaba a media voz y con la cabeza medio envuelta por su negra cabellera, porque su corazón estaba hinchado de sollozos que intentaba contener y con los ojos mojados de lágrimas que intentaba ocultar.

«Trilby», se decía, «no es de una raza maldita; ese monje mismo acaba de confesarlo; me amaba con la misma inocencia que mi cordero, no podía pasar de mí. ¿Qué pasará en la tierra cuando se vea privado de su única felicidad de sus veladas? ¿Era un mal tan grande, pobre Trilby, que jugara por la tarde con mi huso cuando casi

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dormida le dejaba escapar de la mano o que se revolcara cubriéndole de besos en el hilo que yo había tocado?».

Pero el viejo monje repitiendo tres veces el nombre de Trilby y volviendo a decir sus palabras en el mismo orden:

—Yo te conjuro —le dijo—, en nombre del poder que los sacramentos me han conferido, que salgas de la choza de Dougal, el pescador, y te prohíbo que nunca vuelvas a entrar, salvo en las condiciones que acabo de prescribirte, cuando haya cantado una vez más las santas letanías de la Virgen.

Jeannie puso la mano sobre sus ojos.

—¡Y creo que castigaré tu rebelión de una manera que horrorizará a todos tus semejantes! Te ataré por mil años, espíritu desobediente y astuto, al tronco del abedul más nudoso y más robusto del cementerio.

—¡Pobre Trilby! —dijo Jeannie.

—Te juro por mi gran Dios —continuó el monje— que eso se hará así.

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Y cantó por tercera vez, acompañado por los responsos de Dougal. Jeannie no respondió. Se había dejado caer sobre la piedra saliente que bordea el hogar. El monje y Dougal atribuían su emoción a la turbación natural que debe producir una ceremonia imponente. El último responso expiró, la llama de los tizones palideció, una luz azul corrió sobre la brasa apagada y se desvaneció. Un largo grito resonó en la chimenea rústica. El duende ya no estaba.

—¿Dónde está Trilby? —dijo Jeannie, volviendo en sí.

—Se ha ido —dijo el monje con orgullo.

—¿Ido? —exclamó ella con un acento que él tomó por el de la admiración y la alegría. Los libros sagrados de Salomón no le habían enseñado esos misterios.

Apenas el duende había abandonado el umbral de la choza de Dougal, Jeannie sintió amargamente que la ausencia del pobre Trilby le había causado una profunda soledad. Ya nadie oía las canciones de la velada y segura de confiar sus canciones solo a los muros insensibles, no cantaba más que por distracción o en los raros momentos en que llegaba a pensar que Trilby, más poderoso que

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la clavícula y el ritual, había escapado quizá de los exorcismos del viejo monje y de la dura sentencia de Salomón. Entonces con el ojo fijo sobre el hogar, buscaba discernir, en las figuras extrañas que la ceniza dibuja en sombríos compartimentos sobre el horno deslumbrante, algunos de los rasgos que su imaginación habría prestado a Trilby. Solo percibía una sombra sin forma y sin vida que rompía aquí y allá la uniformidad del rojo ardiente del hogar y se disipaba con la menor agitación de la mata de brezo seco que agitaba ante el fuego para reanimarle. Dejaba caer su huso, abandonaba su hilo, pero Trilby ya no cazaba delante de él el huso que rodaba como para quitárselo a su amada, feliz entonces de traerlo hasta ella y de usar el hilo apenas recogido para levantarlo a la mano de Jeannie y dejar allí un beso rápido, después de lo cual él era tan rápido en volver a caer, a huir y desaparecer, que ella nunca había tenido tiempo de alarmarse y de quejarse. ¡Dios! ¡Cómo habían cambiado los tiempos! ¡Qué largas eran las tardes y qué triste estaba el corazón de Jeannie!

Las noches de Jeannie habían perdido su encanto como su vida y se entristecía con el secreto pensamiento de que Trilby, mejor acogido en casa de las castellanas

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de Argail, vivía allí apacible y acariciado, sin temor de sus orgullosos esposos. ¡Qué comparación humillante para la choza del lago Fyne no debía renovarse para él en cada momento de sus deliciosas veladas, bajo las chimeneas suntuosas donde las negras columnas de Staffa se elevaban en mármoles de plata de Firkin, terminando en las bóvedas resplandecientes de cristales de mil colores! Había un trecho entre este magnífico aparato y la simplicidad del triste hogar de Dougal. ¡Más penosa todavía era esta comparación para Jeannie, cuando se representaba a sus nobles rivales alrededor de una hoguera, cuya lumbre era mantenida por maderas preciosas y olorosas que llenaban con una nube de perfume el palacio privilegiado del duende! Cuando detallaba en su pensamiento las riquezas de su vestuario, los colores brillantes de sus vestidos a cuadros, el encanto y la selección de sus plumas de perdiz y de garza, la gracia rebuscada de sus cabellos, y cuando creía atrapar en el aire los conciertos de sus voces unidas en una encantadora armonía!

«¡Infortunada Jeannie», decía, «creías que sabías cantar! Y aunque tuvieras una voz más dulce que la joven del mar a la que los pescadores han oído cantar alguna

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vez por la mañana, ¿qué has hecho, Jeannie, para que se acordara? Cantabas como si él no estuviera, como si solo el eco te escuchara, mientras que todas esas coquetas solo cantan para él; tienen además tantas ventajas sobre ti: ¡la fortuna, la nobleza, tal vez incluso la belleza! Eres morena, Jeannie, porque tu frente descubierta a la superficie resplandeciente de las aguas desafía el cielo ardiente del verano. Mira tus brazos: son flexibles y nerviosos, pero no tienen ni delicadeza ni frescura. A tus cabellos les falta tal vez gracia, aunque negros, largos, rizados y soberbios, cuando flotan sobre tus hombros, los abandonas a las frescas brisas del lago; pero me ha visto tan raramente en el lago, ¿y no ha olvidado ya que me ha visto?».

Preocupada por estas ideas, Jeannie se entregaba al sueño mucho más tarde que de costumbre, y no disfrutaba del sueño sin pasar de la agitación de una víspera inquieta a inquietudes nuevas. Trilby no se presentaba ya en sus sueños bajo la forma fantástica del enano gracioso del hogar. A este niño caprichoso le había sucedido un adolescente de cabellos rubios, cuyo talle esbelto y lleno de elegancia competía en soltura con los juncos delgados de las orillas; eran los rasgos finos y suaves del duende, pero

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desarrollados en las formas imponentes del jefe del clan de los Mac-Farlane, cuando escala el Cobler, blandiendo el arco terrible del cazador, o cuando se pierde por los pastos de Argail, haciendo resonar de cuando en cuando las cuerdas del arpa escocesa; y sí debía ser el último de esos ilustres señores, cuando de repente desapareció de su castillo, después de haber sufrido el anatema de los santos religiosos de Balva, por haberse negado a pagar un antiguo tributo del monasterio. Las miradas de Trilby ya no tenían la expresión franca, la confianza ingenua de la felicidad. La sonrisa de un candor aturdido no volaba ya sobre sus labios. Observaba a Jeannie con una mirada entristecida, suspiraba amargamente y llevaba en su frente los bucles de sus cabellos, o se envolvía con largos repliegues de su abrigo; después se perdía en las vagas sombras de la noche. El corazón de Jeannie era puro, pero sufría por la idea de que ella era la única causa de las desgracias de una criatura encantadora que nunca la había ofendido, y cuya ingenua ternura la había temido demasiado deprisa. Se imaginaba, en el error involuntario de los sueños, que gritaba al duende que volviese y que, lleno de agradecimiento, se echaba a sus pies y los cubría de besos y lágrimas. Después, mirándole bajo su nueva forma, comprendía que ya no podía interesarse por él

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más que de una forma culpable y deploraba su exilio sin atreverse a desear su vuelta.

Así pasaban las noches de Jeannie desde la partida del duende; y su corazón, amargado por un justo arrepentimiento o por una inclinación involuntaria, siempre desairado, siempre vencedor, solo albergaba tristes preocupaciones que turbaban la tranquilidad de la choza. Dougal, él mismo, se había vuelto inquieto y soñador. ¡Hay privilegios unidos a las casas donde viven los espíritus! Están protegidas contra los accidentes de la tormenta y de los destrozos del incendio, pues el duende atento nunca olvida, cuando todo el mundo se ha entregado al descanso, hacer su ronda nocturna alrededor del dominio hospitalario que le da un refugio contra el frío de los inviernos. Aprieta las pajas del techo a medida que un viento obstinado las separa, o bien mete en los goznes movidos una puerta agitada por la tormenta. Obligado a alimentar para él el calor agradable del hogar, aparta de cuando en cuando la ceniza que se amontona; reanima con un soplo ligero una chispa que se apaga poco a poco en un trozo de carbón a punto de apagarse, y termina raspando toda la negra superficie. No le hace falta más para calentarse; pero paga generosamente el

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alquiler de este favor vigilando que una llama furtiva no llegue a desarrollarse durante el sueño despreocupado de sus anfitriones; escruta con la mirada todos los rincones de la casa, todas las rendijas de la chimenea antigua; vuelve a poner el forraje en el pesebre, la paja en el jergón; y su solicitud no se limita a los cuidados del establo; protege también a los habitantes pacíficos del corral y de la pajarera a los que la Providencia no ha dado más que gritos para quejarse y a los ha dejado sin armas para defenderse. A menudo, el gato salvaje, alterado por la sangre, que había bajado de las montañas amortiguando sobre el musgo discreto su paso que apenas lo pisa, conteniendo su maullido de tigre, velando sus ojos ardientes que brillan en las noches como luces errantes; a menudo la marta viajera que cae inesperadamente sobre su presa, que la atrapa sin herirla, la envuelve como a una coqueta con abrazos graciosos, la embriaga con perfumes encantadores y le imprime en el cuello un beso que da la muerte; a menudo encuentran el zorro mismo sin vida al lado del nido tranquilo de los pájaros recién nacidos, mientras que una madre inmóvil dormía con la cabeza oculta bajo el ala, soñando con la feliz historia de su pollada fuera del cascarón, donde no ha faltado un solo huevo. Finalmente, el bienestar de Dougal se había

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incrementado por la pesca de esos bonitos peces azules que solo sus redes los podían atrapar; y desde la partida de Trilby, los peces azules habían desaparecido. Por eso ya no llegaba a la orilla sin que le persiguieran con reproches todos los niños del clan de Mac-Farlen, que le gritaban: «¡Es horrible, Dougal, malo! Es usted quien se ha llevado todos los bonitos pececitos del lago Long y del lago Fyne; no los veremos más saltar a la superficie del agua fingiendo morder nuestros anzuelos, o pararse inmóviles, como las flores color del tiempo, sobre las hierbas rosas de la rada. No los veremos más nadar a nuestro lado cuando nos bañemos y dirigirnos lejos de las corrientes peligrosas, desviando rápidamente su larga cola azul». Y Dougal seguía su ruta murmurando; a veces se decía incluso: «Tal vez sea, en efecto, algo muy ridículo estar celoso de un duende; pero el viejo monje de Balva sabe de esto más que yo».

Dougal finalmente no podía ocultarse el cambio que se había producido desde hacía tiempo en el carácter de Jeannie; hace tan poco tan serena y tan alegre, nunca se remontaba pensando al día en que había visto su melancolía desarrollarse, sin acordarse en el mismo instante de las ceremonias del exorcismo y del exilio de

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Trilby. A fuerza de reflexionar sobre ello, se persuadió de que las inquietudes que le obsesionaban en su trabajo doméstico y la mala fortuna que le perseguía en la pesca podrían ser el efecto de un maleficio, y sin comunicar este pensamiento a Jeannie en términos propios para aumentar la amargura de las preocupaciones a las que parecía estar entregada, le fue sugiriendo el deseo de recurrir a una protección poderosa contra el mal destino que le maltrataba. Pocos días después debía tener lugar, en el monasterio de Balva, la famosa vigilia de san Columbano, cuya intercesión era la más buscada por las jóvenes del país, porque víctima de un amor secreto y desgraciado, era sin duda más propicio que cualquiera de los demás habitantes de la estancia celeste para las penas ocultas del amor. Se contaban milagros de caridad y de ternura, cuyo relato Jeannie nunca había escuchado sin emoción, y que desde hacía algún tiempo se presentaban con frecuencia a su imaginación entre los sueños cariñosos de la esperanza. Aceptó las proposiciones de Dougal con más gusto, ya que nunca había visitado la meseta de Calender; y que en esta comarca, nueva para sus ojos, creía tener menos recuerdos que temer que junto al hogar de la choza donde todo le recordaba a las gracias conmovedoras y al inocente amor de Trilby. Una

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sola pena se mezclaba en la idea de esta peregrinación; es que el anciano del monasterio, ese inflexible Ronald, cuyos exorcismos crueles habían desterrado a Trilby para siempre de su oscura soledad, bajaría probablemente de su retiro de las montañas para tomar parte en el solemne aniversario de la fiesta del santo patrón; pero Jeannie, que temía con mucha razón tener muchos pensamientos indiscretos y tal vez hasta sentimientos secretos que reprocharse, se resignó rápido a la mortificación o al castigo de su presencia. Por otra parte, qué iba a pedir a Dios si no olvidar a Trilby; o más bien la falsa imagen que se había hecho de él. ¡Y qué odio podía conservar contra ese viejo, que se había limitado a cumplir sus deseos y prevenir su penitencia!

«Por lo demás», continuó para sí, sin darse cuenta de ese giro de su pensamiento, «Ronald tenía más de cien años en la última caída de las hojas, y quizá esté muerto».

Dougal, menos preocupado, porque estaba mucho más centrado en el objeto de su viaje, calculaba lo que debía reportarle en el porvenir la pesca más eficaz de esos peces azules de cuya especie creyó no ver nunca el fin; y como si hubiera pensado que el solo proyecto de

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una piadosa visita al sepulcro del santo Abad podía haber traído a ese pueblo vagabundo a las aguas bajas del golfo, las sondeaba inútilmente con la mirada, recorriendo el pequeño recodo del extremo del lago Long, hacia las deliciosas orillas del Tarbet, campos encantados cuyo recuerdo nunca ha perdido el viajero que los ha atravesado con el corazón vacío de esas ilusiones del amor que embellecen todos los países. Hacía un poco menos de un año desde el riguroso exilio del duende. El invierno no había comenzado, pero el verano tocaba a su fin. Las hojas, sobrecogidas por el frío matinal, se enrollaban en la punta de las ramas inclinadas, y sus extraños ramilletes, golpeados por un rojo deslumbrante, o jaspeados por un dorado salvaje, parecían adornar la copa de los árboles con flores más frescas o frutos más brillantes que las flores y los frutos que han recibido de la naturaleza. Se podría creer que había ramos de granadas en los abedules, que racimos de uvas maduras colgaban del pálido verdor de los fresnos, sorprendidos por brillar entre las finas divisiones de su follaje ligero. Hay en esos días de decadencia del otoño algo inexplicable que se añade a la solemnidad de todos los sentimientos. Cada paso que da el tiempo imprime entonces sobre los campos que se desnudan, o en el fondo de los árboles

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que amarillean, un nuevo signo de caducidad más grave y más imponente. Se oye salir del fondo de los bosques una suerte de rumor amenazador que se compone del grito de las ramas secas, del roce de las hojas que caen, de la queja confusa de los animales de presa que la previsión de un invierno riguroso inquieta a sus pequeños, con rumores, con suspiros, con gemidos, a veces parecidos a voces humanas que sorprenden el oído y sobrecogen el corazón. El viajero ni siquiera escapa, al abrigo de los templos, de las sensaciones que le persiguen. Las bóvedas de las viejas iglesias producen los mismos sonidos que las profundidades de los viejos bosques, cuando el pie del paseante solitario escruta los ecos sonoros de la nave, y el aire exterior que se desliza entre las ventanas mal encajadas o que agita el plomo de las vidrieras rotas, mezcla acordes extraños con el sordo resonar de la marcha. Se diría a veces que es el canto agudo de una joven virgen enclaustrada que responde a los bramidos majestuosos del órgano; y esas impresiones se confunden tan naturalmente en otoño que engañan el instinto mismo de los animales. Se ha visto lobos errar confiados, a través de las columnas de una capilla abandonada, como entre los troncos blanquecinos de las hayas; una bandada de pájaros aturdidos baja indistintamente sobre la copa de

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los grandes árboles o sobre el campanario puntiagudo de las iglesias góticas. Al aspecto de este mástil esbelto, cuya forma y materia son extrañas al bosque natal, el milano estrecha poco a poco las órbitas de su vuelo circular y se abate sobre la punta aguda de un blasón de un escudo de armas. Esta idea habría podido prevenir a Jeannie contra el error de un presentimiento doloroso cuando llegó al paso de Dougal a la capilla de Glefallach, hacia la que se habían dirigido primero porque era el lugar elegido para la cita de los peregrinos. En efecto, ella había visto de lejos un cuervo de alas desmesuradas bajar sobre la flecha antigua y detenerse con un grito prolongado que expresaba tanta inquietud y sufrimiento, que no pudo evitar tomarlo por un presagio siniestro. Más tímida, acercándose más, paseó la mirada alrededor de ella con un estremecimiento involuntario, y su oído se sobresaltaba con el débil ruido de las olas sin viento que van a morir al pie del monasterio abandonado.

Así, de ruina en ruina, Dougal y Jeannie llegaron a las estrechas riberas del lago Kattrinn; pues, en ese tiempo pasado, los barqueros eran más raros y las estaciones del peregrino más frecuentes. Finalmente, después de tres días de marcha, descubrieron a lo lejos los abetos

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de Balva, cuyo verdor sombrío se destacaba con una audacia pintoresca entre los bosques resecos o sobre el fondo de los musgos pálidos de la montaña. Por encima de su reverso árido, y como inclinados en la punta de una roca perpendicular de donde parecían precipitarse hacia el abismo, se veía ennegrecer las viejas torres del monasterio, y desplegarse, a lo lejos, las alas del edificio medio derrumbadas. Ninguna mano humana se había empleado en reparar los estragos del tiempo desde que los santos habían fundado este edificio, y una tradición universalmente extendida en el pueblo atestiguaba que cuando sus ruinas solemnes acabaran de cubrir la tierra con sus trozos, el enemigo de Dios triunfaría por varios siglos en Escocia y oscurecería con las tinieblas impías los puros esplendores de la fe. Por eso era un objeto de alegría siempre nuevo para la multitud cristiana verlo imponente en su aspecto, ofreciendo al porvenir promesas de duración. Entonces gritos de alegría, clamores de entusiasmo, suaves murmullos de esperanza y de agradecimiento llegaban a confundirse en la oración común. Entonces, en ese momento de piadosa y profunda emoción que excita la espera o la vista de un milagro, todos los peregrinos de rodillas recapitulaban los principales motivos del viaje; la mujer

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y las hijas de Coll Cameron, uno de los vecinos más cercanos de Dougal, nuevos adornos que eclipsaran en las fiestas próximas la belleza sencilla de Jennie; Dougal, un golpe de red milagroso que le enriqueciera con algún tesoro, metido en una caja preciosa que su buena fortuna habría llevado intacta al extremo del lago; y Jeannie, la necesidad de olvidar a Trilby y no soñar más con él; plegaria que su corazón no podía confesar por completo y que se reservaba para seguir meditando al pie de los altares, antes de confiarlos sin reserva al pensamiento atento del santo protector.

Los peregrinos llegaron por fin al atrio de la vieja iglesia, donde uno de los más ancianos ermitaños de la comarca estaba encargado ordinariamente de recibir sus ofrendas y proporcionarles refrescos y un refugio para la noche. De lejos, la blancura deslumbrante de la frente del anacoreta, la altura de su talle majestuoso que no había cedido bajo el peso de los años, la gravedad de su actitud inmóvil y casi amenazadora, habían impresionado a Jeannie con una reminiscencia mezclada de respeto y terror. Este ermitaño era el severo Ronald, el monje centenario de Balva.

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—Estaba preparado para verla —dijo a Jeannie con una intención tan penetrante que la infortunada no habría sentido tanta turbación al ser acusada públicamente de haber pecado—. Y usted también, buen Dougal —continuó bendiciéndole—, viene a buscar con razón las gracias del cielo en la casa del cielo, y a pedir contra los enemigos secretos, que perturban los auxilios de una protección que los pecados del pueblo han debilitado y que solo puede redimirse con grandes sacrificios.

Mientras hablaba de esta suerte, los había introducido en la larga sala del refectorio; el resto de los peregrinos descansaban en las piedras del vestíbulo, o se distribuían, cada uno siguiendo su devoción particular, en las numerosas capillas de la iglesia subterránea. Ronald se santiguó y se sentó. Donald le imitó; Jeannie, obsesionada por una inquietud invencible, trataba de burlar la atención obstinada del santo padre, dejando errar la suya sobre nuevos objetos de curiosidad que se ofrecían a su mirada en esa estancia desconocida. Observaba con una vaga curiosidad la cimbra inmensa de las bóvedas antiguas, la majestuosa elevación de las pilastras, el trabajo extraño y rebuscado de los adornos y la multitud de retratos polvorientos que se sucedían

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en los cuadros deteriorados sobre innumerables paneles de madera. Era la primera vez que Jeannie entraba en una galería de pintura, y sus ojos estaban sorprendidos por esta imitación casi viviente de la figura del hombre, animada por la voluntad del artista con todas las pasiones de la vida. Contemplaba maravillada esta sucesión de héroes escoceses, diferentes en expresión y en carácter, y cuya pupila móvil, siempre fija sobre sus movimientos, parecía perseguirla de cuadro en cuadro, unos con la emoción de un interés impotente y una ternura inútil, otros con el sombrío rigor de la amenaza y la mirada fulminante de la maldición. Uno de ellos que el pincel de un artista más audaz había adelantado, por así decirlo, su resurrección y que una combinación poco conocida, entonces de efectos y colores, parecía haber sacado fuera de la tela, asustó de tal manera a Jeannie con la idea de verle precipitarse desde su borde dorado y atravesar la galería como un espectro que se refugió temblando junto a Dougal y cayó estupefacta sobre la banqueta que Ronald le había preparado.

—Ese —dijo Ronald que no había dejado de conversar con Dougal— es el piadoso Magnus Mac-Farlane, el más generoso de nuestros benefactores y el que está más

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presente en nuestras oraciones. Indignado por la falta de fe en sus descendientes, cuya deslealtad ha prolongado durante siglos todavía los suplicios de su alma, persigue a sus partidarios y a sus cómplices hasta en este retrato milagroso. He oído afirmar que los amigos de los últimos Mac-Farlane nunca habían entrado en este recinto sin ver al piadoso Magnus separarse de la tela donde el pintor había creído fijarlo, para vengarse de ellos por el crimen y la indignidad de su raza. Los sitios vacíos que siguen a este —continuó— señalan los que estaban reservados a los retratos de nuestros opresores, y de donde han sido expulsados como del cielo.

—Sin embargo —dijo Jeannie—, el último de estos sitios parece ocupado… Hay un retrato al fondo de esta galería, y si no fuera por el velo que lo cubre…

—Le decía, Dougal —continuó el monje, sin prestar atención a la observación de Jeannie—, que este retrato es el del Magnus Mac-Farlane y que todos sus descendientes están condenados a la maldición eterna.

—Sin embargo —dijo Jeannie—, hay un retrato al fondo de esta galería, un retrato cubierto que no estaría admitido en este lugar santo si la persona que debe

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estar ahí representada cargara también con la maldición eterna. ¿No pertenecería por azar a la familia de los Mac-Farlane, como parece anunciarlo la disposición del resto de esta galería, y cómo un Mac-Farlane…?

—La venganza de Dios tiene sus límites y sus condiciones —interrumpió Ronald—; y hace falta que este joven haya tenido amigos entre los santos…

—¡Era joven! —exclamó Jeannie.

—¡Y bien! —dijo con dureza Ronald—, ¿qué importa la edad de un condenado?

—Los condenados no tienen amigos en el cielo —respondió vivamente Jeannie, precipitándose hacia el cuadro.

Dougal la retuvo. Ella se sentó. Los peregrinos penetraban lentamente en la sala, y estrechaban poco a poco su círculo inmenso alrededor del asiento del venerable anciano que había retomado con ellos su discurso donde lo había dejado.

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—¡Cierto, cierto! —repitió, con las manos apoyadas en la frente inclinada—. ¡Terribles sacrificios! Solo podemos requerir la protección del Señor por nuestra intercesión para las almas que lo piden sinceramente y como nosotros, sin mezcla de miramientos y debilidad. Todo no es temer la obsesión de un demonio y rezar al cielo para que nos libre de ello. ¡También hay que maldecir! ¿Saben que la caridad puede ser un pecado?

—¿Es posible? —respondió Dougal.

Jeannie se volvió hacia el lado de Ronald y le miró con un aire más tranquilo que antes.

—Infortunados como somos —continuó Ronald—, ¿cómo resistiríamos al enemigo ensañado para evitar nuestra perdición si no usáramos contra él todos los recursos que la religión nos ha reservado, todo el poder que ha puesto en nuestras manos? ¿De qué nos serviría rezar siempre por los que nos persiguen si no cesan de renovar contra nosotros sus maniobras y sus maleficios? La penitencia sagrada y el cilicio riguroso de los santos suplicios no nos defienden por sí mismos contra los prestigios del espíritu maligno; sufrimos como ustedes, hijos míos, y juzgamos el rigor de sus combates por los

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que nosotros hemos librado. ¿Creen que nuestros pobres monjes han recorrido una carrera tan larga en esta tierra tan rica en placeres, en una vida tan buscada por ellos en austeridades y miserias, sin luchar alguna vez contra el gusto por las voluptuosidades y el deseo de ese bien temporal que llaman felicidad? ¡Oh! ¡Cuántos sueños deliciosos han asaltado nuestra juventud! ¡Cuántas ambiciones criminales han atormentado nuestra edad madura! ¡Cuántas penas amargas han precipitado la blancura de nuestros cabellos y con cuántos remordimientos llegaríamos cargados bajo la mirada de nuestro maestro si hubiéramos dudado en armarnos con maldiciones y venganzas contra el espíritu del pecado!…

A estas palabras, el viejo Ronald hizo un signo, la multitud se alineó sobre el banco estrecho que corría como una moldura a lo largo de los muros, y continuó:

—¡Midan la altura de nuestras aflicciones —dijo Ronald— por la profundidad de la soledad que nos rodea, por el inmenso abandono al que estamos condenados! Los rigores más crueles de sus destinos no están al menos sin consuelo e incluso sin placer. Todos tienen un alma que les busca, un pensamiento que les comprende, otro

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que está asociado con recuerdo o interés o esperanza a su pasado, a su presente, a su porvenir. No hay meta prohibida a su pensamiento, espacio cerrado a su paso, criatura negada a su afecto; mientras que toda la vida del monje, toda la historia del ermitaño en la tierra transcurre entre el umbral solitario de la iglesia y el umbral solitario de las catacumbas. No se trata más que, en el largo desarrollo de nuestros años invariablemente parecidos entre ellos, de cambiar de tumba, y de ir del coro de los padres al de los santos. ¿Creerían deber tener algo a cambio por una dedicación tan penosa y tan perseverante para su salvación?

«¡Pues bien! ¡Hermanos, aprendan hasta qué punto el celo que nos une a sus intereses espirituales agrava cada día la austeridad de nuestra penitencia! ¡Aprendan que no era bastante para nosotros estar sometidos como el resto de los hombres a esos demonios del corazón, de cuyos ataques ninguno de los desgraciados hijos de Adán ha podido librarse! No hay hasta en los espíritus más desgraciados, hasta en los duendes más oscuros, quienes no tengan un maligno placer por turbar los rápidos instantes de nuestro reposo y la calma tanto tiempo inviolable de nuestras celdas. Algunos de esos

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espíritus desocupados, sobre todo, de los que hemos librado, con tantos esfuerzos y al precio de tantas oraciones sus viviendas, se venguen cruelmente de nosotros con el poder que un exorcismo indiscreto nos ha hecho perder. Desterrándoles de la morada secreta que habían usurpado en sus granjas, hemos omitido indicarles un lugar de exilio determinado, y las casas de donde les hemos expulsado son las únicas que están al abrigo de sus insultos. ¿Creerían que los propios lugares consagrados no tienen nada de respetable para ellos y que su cohorte infernal solo espera, en el momento en que les hablo, el retorno de las tinieblas para esparcirse en espesos torbellinos bajo el friso del claustro?

El otro día, en el instante en que el féretro de uno de nuestros hermanos iba a tocar el suelo del panteón mortuorio, la cuerda se rompió de repente silbando como una risa aguda, y el relicario rueda, retumbando, de peldaño en peldaño bajo las bóvedas. Las voces que salían de allí se parecían a las voces de los muertos, indignados de que se haya turbado su sepultura, que gimen, se revuelven, gritan. Los asistentes más próximos al panteón, los que comenzaban a sumergir sus miradas en su profundidad, creyeron ver las tumbas levantarse

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y flotar los sudarios, y los esqueletos agitados por el artificio de los duendes surgir suspiros con ellos, perderse por las naves, agruparse confusamente en las caballerizas o mezclarse como figuras bufonas en las sombras del santuario. En el mismo momento, todas las luces de la iglesia… ¡Escuchen!».

Se apretaban para escuchar a Ronald. Solo Jeannie, pasándose los dedos por un bucle de los cabellos, con el alma fija en un pensamiento, escuchaba y ya no oía.

—Escuchen, hermanos míos, y digan qué pecado secreto, qué traición, qué asesinato, qué adulterio de acción o de pensamiento ha podido atraer esta calamidad sobre nosotros. Todas las luces del templo habían desaparecido. Las antorchas de los acólitos —dijo Ronald— apenas lanzaban algunas llamitas fugitivas que se alejaban, se acercaban, danzaban en rayos azules y delgados, como los fuegos mágicos de las brujas, y después subían y se perdían en los rincones negros de los vestíbulos y de las capillas. Finalmente, la lámpara inmortal del Santo de los Santos… Yo la vi agitarse, oscurecer y morir. ¡Morir! ¡La noche profunda, la noche completa, en la iglesia, en el coro, en el tabernáculo! ¡La noche que descendió por

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primera vez sobre el sacramento del Señor! ¡La noche tan húmeda, tan oscura, tan temible por todas partes; espantosa, horrible, bajo las cúpulas de nuestras basílicas donde se promete la luz eterna…! Nuestros monjes enloquecidos vagaban en la inmensidad del templo, más grande todavía por la profundidad de la noche; y traicionados por los muros que les negaban por todos lados la salida estrecha y olvidada, engañados por la confusión de sus voces quejumbrosas, que chocaban con los ecos y traían a sus oídos ruidos de amenaza y terror, huían espantados tomando prestados los clamores y los gemidos a las tristes imágenes de la tumba que creían oír llorar en su lecho de piedra. Uno de ellos sintió la mano helada de san Duncan, que se abría, se extendía, se cerraba sobre la suya, y le ataba a su monumento con un abrazo eterno. Lo encontraron muerto al día siguiente. El más joven de nuestros hermanos (había llegado hacía poco tiempo, y no conocíamos todavía ni su nombre ni su familia) cogió con tanto ardor la estatua de una joven santa, cuyo auxilio esperaba que la arrastró sobre él, y la estatua le aplastó al caer. Era, lo saben, la de un hábil escultor del país que la ha cincelado nuevamente, imitando a la virgen de Lothian, que murió de dolor porque la habían separado de su novio. Tantas desgracias

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—continuó Ronald buscando captar la mirada inmóvil de Jeannie— son quizá el efecto de una piedad indiscreta, de una intercesión involuntariamente criminal; de un pecado, de un solo pecado de intención…

—¡De un solo pecado de intención! —exclamó Clady, la hija más joven de Coll Cameron.

—¡De uno solo! —dijo Ronald con impaciencia.

Jeannie tranquila y distraída ni siquiera había suspirado. El misterio incomprensible del retrato velado ocupaba toda su alma.

—Finalmente —dijo Ronald levantándose y dando a sus palabras una expresión solemne de exaltación y autoridad—, hemos fijado este día para golpear con una imprecación irrevocable a los malos espíritus de Escocia.

—¡Irrevocable! —murmuró una voz quejumbrosa que se alejaba poco a poco.

—Irrevocable, si es libre y universal. Cuando el grito de maldición se levante ante el altar, si todas las voces repiten… ¡Si todas las voces repiten un grito de maldición

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ante al altar! —volvió a decir la voz. Jeannie llegó al extremo de la galería—. Entonces todo habrá acabado, y los demonios se precipitarán para siempre en el abismo.

—¡Que se haga así! —dijo el pueblo.

Y siguió en masa al temible enemigo de los duendes. Los demás monjes, o más tímidos o más severos, se habían sustraído al aparato temible de esta cruel ceremonia; pues ya hemos dicho que los duendes de Escocia, cuya condena eterna no era un punto probado por la creencia popular, inspiraba más inquietud que odio, y había corrido el rumor bastante probable de que algunos de ellos desafiaban los rigores del exorcismo y las amenazas del anatema, en la celda de un solitario caritativo o en el nicho de un apóstol. En cuanto a los pescadores y los pastores, solo podían estar contentos con relación a la mayoría de estas inteligencias familiares, de repente tan despiadadamente condenadas; pero, poco sensibles al recuerdo de los favores pasados, se asociaron con gusto a la cólera de Ronald y no dudaron en proscribir a este enemigo desconocido que solo se había manifestado a través de efectos benéficos.

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La historia del exilio del pobre Trilby había llegado, por otra parte, a los vecinos de Dougal, y las hijas Coll Cameron se decían a menudo en sus veladas que probablemente se debía a alguno de esos prestigios los éxitos de Jeannie en las fiestas del clan y las ventajas de Dougal en la pesca sobre sus amantes y su padre. ¿No había visto Maineh Cameron a Trilby, sentado en la proa del barco tirando a manos llenas, en las redes vacías del pescador dormido, miles de peces azules, despertarle golpeando el barco con el pie, y rodar de ola en ola, hasta la orilla, en una espuma de plata?

—¡Maldición! —gritó Maineh.

—¡Maldición! —dijo Feny.

—¡Ah! ¡Solo Jeannie tiene para ti el encanto de la belleza! —pensó Clady—. ¡Por ella me has dejado, fantasma de mi sueño que he amado demasiado, y si la maldición pronunciada contra ti no se cumple, libre entonces de escoger entre todas las chozas de Escocia, te establecerás para siempre en la choza de Jeannie! ¡No, definitivamente!

—¡Maldición! —repitió Ronald con una voz terrible.

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Costaba pronunciar esta palabra a Clady, pero Jeannie entró tan bella de emoción y de amor que no lo dudó más.

—¡Maldición! —dijo Clady.

Solo Jeannie no había estado presente en la ceremonia, pero la rapidez de tantas impresiones vivas y profundas había impedido al principio que se notara su ausencia. Clady se había dado cuenta, sin embargo, porque no creía tener en belleza otra rival digna de ella. Recordamos que un vivo interés de curiosidad arrastró a Jeannie hacia el extremo de la galería de los cuadros donde el viejo monje dispuso el espíritu de sus auditores para cumplir el deber cruel que impuso a su piedad. Apenas había salido la multitud de la sala, Jeannie, temblando de impaciencia, y tal vez también preocupada a pesar de ella por otro sentimiento, se lanzó hacia el cuadro velado, arrancó la cortina que lo cubría y reconoció con una mirada los rasgos con los que había soñado. Era él. Era la fisonomía conocida, la ropa, las armas, el escudo, el propio nombre de los Mac-Farlane. El pintor gótico había trazado debajo del retrato, según la costumbre de su tiempo, el nombre del hombre al que había representado: John Trilby Mac-Farlane.

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—¡Trilby! —exclamó Jeannie enloquecida y, rápida como el rayo, recorre las galerías, las salas, los peldaños, los pasillos, los vestíbulos, y cae al pie del altar de san Columbano, en el momento en que Clady, temblando por el esfuerzo que acababa de hacer sobre sí misma, terminaba de proferir el grito de maldición.

—¡Caridad! —gritó Jeannie, abrazando la santa tumba—, ¡amor y caridad! —repitió en voz baja.

Y si a Jeannie le hubiera faltado el valor de la caridad, la imagen de san Columbano habría bastado para reanimarla en su corazón. Hay que haber visto la efigie sagrada del protector del monasterio para hacerse una idea de la expresión divina con la que los ángeles han animado la tela maravillosa, pues todo el mundo sabe que esta pintura no fue trazada por la mano del hombre, y que fue un espíritu que descendió del cielo durante el sueño involuntario del artista para embellecer con el sentimiento de una piedad tan tierna, y con una caridad que la tierra no conoce, los rasgos angelicales del beato. Entre todos los elegidos del Señor, solo estaba san Columbano, cuya mirada fuera triste y cuya sonrisa fuera amarga, sea porque hubiera dejado en la tierra

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algún objeto con un cariño tan querido que las alegrías inefables prometidas a una eternidad de gloria y felicidad no hayan podido hacerla olvidar, sea que, demasiado sensible a las penas de la humanidad, no haya concebido en su nuevo estado más que el indecible dolor de ver a los infortunados que le sobreviven expuestos a tantos peligros y entregados a tantas angustias que él no puede evitar ni aliviar. Esa debe ser, en efecto, la única aflicción de los santos, a menos que los acontecimientos de su vida no les hayan ligado por azar al destino de una criatura que se ha perdido y que no volverán a encontrar. Las chispas de un fuego suave que escapaban de los ojos de san Columbano, la benevolencia universal que respiraba en los labios palpitantes de vida, las emanaciones de amor y de caridad que descendían de él, y que disponían el corazón a una religiosa ternura confirmaron la decisión ya tomada de Jeannie; repitió en su pensamiento con más fuerza «amor y caridad».

—¿Con qué derecho —dijo— iría yo a pronunciar una sentencia de maldición?

¡Ah! No es el derecho de una débil mujer, y no es a nosotras a quien el Señor nos ha confiado el cuidado de

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sus terribles venganzas. ¡Quizá ni siquiera él se venga! Y si tiene enemigos que castigar, él, que no tiene enemigos que temer, no es a las pasiones ciegas de sus más débiles criaturas a quien ha debido entregar el ministerio más terrible de su justicia. ¡Como aquella con la que un día debe juzgar todos los pensamientos…! ¿Cómo iría yo a implorar su piedad por mis pecados cuando le sean desvelados por un testimonio? ¡Ay! ¿No le podría contradecir, si por pecados que me son desconocidos…, si por pecados que quizá no fueron cometidos, profiero ese grito de maldición que me piden contra un infortunado que sin duda ya ha sido castigado con excesiva severidad?

Aquí Jeannie se asustó de su propia suposición, y su mirada solo se elevó con pavor hacia la mirada de san Columbano; pero calmada por la pureza de sus sentimientos, pues el interés invencible que tenía por Trilby nunca le había hecho olvidar que era la esposa de Dougal, buscó, fijó con los ojos y con el pensamiento incierto del santo de las montañas. Un débil rayo del sol poniente roto a través de las vidrieras, que descendía sobre al altar cargado de los colores tiernos y brillantes del pincel animados por el crepúsculo, prestaba a los dichosos una aureola más viva, una sonrisa más calma,

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una serenidad más reposada, una alegría más feliz. Jeannie pensó que san Columbano estaba contento y, penetrada de reconocimiento, apretó con sus labios las baldosas de la capilla y los peldaños de la tumba, repitiendo los votos de caridad. Es posible incluso que ella se haya ocupado entonces de una oración que no podía ser atendida en la tierra. ¿Quién penetrará alguna vez en todos los secretos de un alma tierna y quién podría apreciar la abnegación de una mujer que ama?

El viejo monje, que observaba atentamente a Jeannie y que, satisfecho con su emoción, no dudaba que ella hubiera respondido a su esperanza, la levantó del santo atrio y la llevó para que la atendiera Dougal, que se disponía a partir, ya rico en imaginación de todos los bienes que fundaba en el éxito de su peregrinación y en la protección de los santos de Balva.

—A pesar de esto —dijo a Jeannie divisando la choza—, no puedo ocultar que esta maldición me ha costado mucho y que necesitaría distraerme con la pesca.

En cuanto a Jeannie, esto estaba destinado para ella. Nada podía ya distraerla de sus recuerdos.

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El día siguiente de un día en que la barquera había conducido hasta el golfo de Clyde a la familia del terrateniente de Roseneiss, volvía hacia el extremo del lago Long a merced de la marea que hacía surcar su barco a una igual distancia de los bancos de arenas movedizas de Argail y de Lennox, sin que tuviera necesidad de recurrir al juego pesado de los remos; de pie, sobre el pontón estrecho y móvil, ella entregaba a los vientos sus largos cabellos negros de los que estaba tan orgullosa, y su cuello, de una blancura que el sol había matizado ligeramente sin haberla estropeado, se elevaba con un resplandor singular por encima de su vestido rojo de las manufacturas de Ayr. Su pie desnudo, impuesto sobre uno de los lados de la frágil embarcación, le imprimía apenas un ligero balanceo que repelía y atraía la ola agitada, y la onda excitada por esta resistencia casi insensible volvía borboteando, se elevaba blanqueando hasta el pie de Jeannie y rodaba alrededor de él su espuma fugitiva. La estación era todavía rigurosa, pero la temperatura se había suavizado sensiblemente desde hacía cierto tiempo, y el día le parecía a Jeannie uno de los más bellos conservados en la memoria. Los vapores que se elevan habitualmente en el lago y se extienden por delante de las montañas bajo la forma de una cortina de

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crespón habían ensanchado los losanges flotantes de sus redes de nieblas. Las que el sol no había disipado totalmente se mecían en el occidente como una trama de oro tejida por las hadas del lago para adorno de sus fiestas. Otras brillaban con puntos aislados, móviles, deslumbrantes como lentejuelas sembradas sobre un fondo transparente de colores maravillosos. Eran nubecitas húmedas donde el naranja, el amarillo junquillo, el verde pálido luchaban según los accidentes de un rayo o el capricho del aire contra el azul, el púrpura y el violeta. Al desvanecimiento de una bruma errante, a la desaparición de una costa abandonada por la corriente, cuya disminución súbita dejaba paso libre a algún viento de través, todo se confundía en un matiz indefinible y sin nombre que asombraba al espíritu con una sensación tan nueva que se habría podido imaginar que se acababa de adquirir un sentido; y durante ese tiempo, las decoraciones variadas de la orilla se sucedían bajo la mirada de la viajera. Había dos cúpulas inmensas que corrían por delante de ella rompiendo sobre los flancos circulares todos los rasgos del sol poniente, unos brillantes como el cristal, otros de un gris mate y casi apagado como el hierro, los más lejanos al oeste rodeados en su cima de aureolas de un rosa vivo que descendían palideciendo

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poco a poco sobre las faldas heladas de la montaña, y venían a morir en su base como tinieblas débilmente coloreadas que apenas participan del crepúsculo. Había cabos de un negro sombrío que se habrían tomado de lejos por escollos inevitables, pero que retrocedían de repente ante la proa y descubrían amplias bahías favorables a los navegantes. El escollo temible huía y todo se embellecía tras él con la seguridad de una feliz navegación. Jeannie había visto de lejos las barcas errantes de los reputados pescadores del lago Goyle. Había echado una mirada a las fábricas frágiles de Portincaple. Seguía contemplando con una emoción que se renovaba todos los días sin debilitarse esta multitud de cimas que se persiguen, que se amontonan, que se confunden, o que solo se separan entre ellas por efectos inesperados de la luz, sobre todo, en la estación en que desaparecen bajo el velo monótono de las nieves y la seda plateada de los musgos, el jaspeado oscuro de los granitos y las conchas nacaradas de los arrecifes. Había creído reconocer a su izquierda, tan transparente y puro estaba el cielo, las cúpulas del Ben More y del Ben Neathan; a su derecha la punta áspera del Ben Lomond se distinguía por ciertos salientes oscuros que la nieve no había cubierto y que erizaban con crestas oscuras la cabeza

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calva del rey de las montañas. El último plano de este cuadro recordaba a Jeannie una tradición muy extendida en ese país, y que su espíritu, más dispuesto que nunca a las emociones vivas y a las ideas maravillosas, se representaba bajo un aspecto nuevo. En la punta misma del lago, sube hacia el cielo la masa enorme del Ben Arthur, coronada por dos negras rocas de basalto de las que una parece inclinada sobre la otra como el obrero sobre el zócalo, donde ha depositado los materiales de su trabajo diario. Esas piedras colosales fueron traídas de las cavernas de las montañas sobre la que reinaba Arthur, el gigante, cuando unos hombres audaces vinieron a levantar en las orillas del Forth las murallas de Edimburgo. Arthur, desterrado de sus altas soledades por la ciencia de un pueblo temerario, dio un paso hasta el extremo del lago Long, y estableció sobre la montaña más alta que se presentaba ante él las ruinas de su palacio salvaje. Sentado sobre una de las rocas y con la cabeza apoyada sobre la otra, dirigió miradas furiosas sobre las murallas impías que usurpaban sus dominios y que le separaban para siempre de la felicidad e incluso de la esperanza, pues se dice que había amado sin éxito a la reina misteriosa de esas orillas, a una de sus hadas que los antiguos llamaban ninfas y que viven en grutas encantadas, donde se anda

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sobre alfombras de flores marinas, a la claridad de las perlas y de los forúnculos del océano. Desgracia al barco aventurero que rozara navegando la superficie del lago inmóvil, cuando la larga figura del gigante, vaga como un vapor de la tarde, se elevaba de repente entre las dos rocas de la montaña, apoyaba los pies deformes sobre las cimas desiguales y se balanceaba a merced de los vientos extendiendo sobre el horizonte brazos tenebrosos y flotantes que acaban por abrazarlo con un ancho cinturón. Apenas su abrigo de nubes había mojado sus últimos pliegues en el lago, un rayo brotaba de los ojos temibles del fantasma, un bramido parecido al trueno retumbaba en su voz terrible y las aguas agitadas iban a devastar sus orillas. Su aparición, temida por los pescadores, había dejado desierta la rada, tan rica y tan graciosa de Arroqhar, cuando un pobre ermitaño, cuyo nombre se ha perdido, llegó un día de los mares procelosos de Irlanda, solo, pero invisiblemente escoltado por un espíritu de fe, un espíritu de caridad, en una barca empujada por un poder irresistible y que surcaba las aguas agitadas sin que fuera agitada, aunque el santo padre desdeñó el auxilio del remo y del timón. De rodillas sobre el frágil esquife, sostenía en las manos una cruz y miraba al cielo. Habiendo llegado cerca del término de su

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navegación, se levantó con dignidad, dejó caer algunas gotas de agua consagrada sobre las olas furiosas y dirigió al gigante del lago unas palabras de una lengua desconocida. Se cree que le ordenó, en nombre de los primeros compañeros del Salvador, que eran pescadores y barqueros, que devolviera a los pescadores y barqueros del lago Long el imperio apacible de las aguas que la Providencia les había dado. En el mismo instante, el espectro amenazador se disipó en copos ligeros como los que el soplo de la mañana rueda sobre la onda invisible y que se habría tomado de lejos por una nube de edredón sustraída al nido de los grandes pájaros que viven en sus riberas. El golfo entero allanó su vasta superficie; incluso el oleaje que se elevaba blanquecino contra la playa no descendió: perdió su fluidez sin perder su forma y su aspecto, y el ojo aún engañado por los contornos redondeados, por los movimientos ondulados, por el tono azulado y golpeado por los reflejos cambiantes de las conchas que se rompen y erizan la costa, los toma de lejos por bancos de espuma, cuyo retorno imposible espera siempre. Después el santo anciano arrastró la barca sobre el arenal, con la esperanza tal vez de que la encontrara el pobre montañés, apretó con los brazos cruzados el crucifijo sobre el pecho y subió con paso

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firme el sendero de roca hasta la celda que los ángeles le habían construido al lado del área inaccesible del águila blanca. Varios anacoretas le siguieron en esas soledades y se derramaron lentamente en piadosas colonias por los campos vecinos. Tal fue el origen del monasterio de Balva, y, sin duda, el del tributo que se había impuesto largo tiempo hacia los religiosos de ese convento, el reconocimiento muy pronto olvidado por los jefes del clan de los Mac-Farlane. Es fácil comprender por qué relación secreta la historia de este exorcismo antiguo y de sus consecuencias bien conocidas por el pueblo se vinculaba a las ideas habituales de Jeannie.

Sin embargo, las sombras de una noche tan precoz, en una estación donde todo el reino del día se cumple en unas horas, comenzaban a remontar del lago, a escalar las alturas que lo envolvían, a velar las cimas más elevadas. El cansancio, el frío, el ejercicio de una larga contemplación o de una reflexión seria habían agotado las fuerzas de Jeannie y, sentada en medio de un agotamiento inexplicable en la popa de su barco, lo dejaba ir la deriva del lado de los pastos de Argail hacia la casa de Dougal, medio dormida, cuando una voz que salía de la orilla opuesta, le anunció la presencia de un viajero.

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La piedad única que inspira un hombre perdido en una ribera donde no viven su mujer y sus hijos y que va a dejarles contar muchas horas de espera y de angustias, en la esperanza siempre defraudada de su vuelta, si el oído del barquero se cierra por azar a su plegaria; ese interés que tienen las mujeres, sobre todo por un proscrito, un inválido, un niño abandonado, podía, él solo, forzar a Jeannie a luchar contra el sueño que la vencía para girar la proa, desde hacía tanto tiempo batida por las aguas, hacia los juncos marinos que bordean a lo largo del golfo de las montañas. «¿Quién podría obligarle a atravesar el lago a esta hora», decía ella, «si no fuera la necesidad de evitar a un enemigo, de ir junto a un amigo que les está esperando? ¡Oh, que los que esperan a los que aman nunca se vean defraudados en su esperanza; que obtengan lo que han deseado…!».

Y las ondas tan amplias y tan apacibles se multiplicaban bajo el remo de Jeannie, que las golpeaba como un azote. Los gritos se seguían oyendo, pero tan débiles y rotos que parecían más bien el lamento de un fantasma que la voz de una criatura humana, y el párpado de Jeannie, levantado con esfuerzo del lado de la orilla, no le desvelaba más que un horizonte sombrío, donde nada vivo animaba

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la profunda inmovilidad. Si hubiera creído distinguir al principio una figura inclinada sobre el lago, y que extendía hacia ella unos brazos suplicantes, no habría tardado en reconocer en el supuesto extranjero un tronco muerto que balanceaba bajo el peso del rocío dos ramas secas. Si le hubiera parecido un instante que veía circular una sombra a poca distancia del barco, entre las brumas que ya habían descendido por completo, era la suya que la última luz del crepúsculo horizontal peinaba cobre la cortina flotante, que se confundía cada vez más con las inmensas tinieblas de la noche. Su remo, finalmente, golpeó los troncos silbantes de las cañas de la orilla, cuando vio salir un viejo tan encorvado bajo el peso de los años que se habría dicho que su torpe cabeza buscaba un apoyo en las rodillas, que no mantenían el equilibrio de su cuerpo vacilante más que confiándose a un junco frágil que, sin embargo, lo soportaba sin doblarse; pues el viejo era enano, el más pequeño, según toda apariencia, que se hubiera visto en Escocia. El asombro de Jeannie se redobló cuando, por caduco que pareciera, se lanzó con ligereza a la barca, y se situó enfrente de la barquera, de manera que no le faltaba ni flexibilidad ni gracia.

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—Señor —dijo ella—, no le pregunto adónde se propone ir, pues la meta de su viaje debe ser demasiado lejana para que pudiera esperar llegar allí esta noche.

—Está en un error, hija mía —le respondió—, nunca he estado tan cerca y desde que estoy en esta barca, me parece que no tengo ya nada que desear para llegar, incluso cuando un hielo eterno atrapase de golpe la barca en medio del golfo.

—Eso es sorprendente —continuó Jeannie—. Un hombre de su estatura y de su edad sería conocido en todo el país si viviera en él, y al menos que usted no sea el hombrecito de la Isla de Man de la que he oído hablar a menudo a mi madre, y que enseñó a los habitantes de nuestros parajes el arte de trenzar con cañas largas cestas, de donde los peces (retenidos por un poder mágico) no pueden nunca encontrar la salida, respondería que usted no tiene un tejado en las costas del mar de Irlanda.

—¡Oh! ¡Yo tenía uno, querida niña, que estaba muy cerca de esta orilla, pero del que me han desposeído cruelmente!

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—Comprendo entonces, buen anciano, el motivo que le trae a las costas de Argail. Hay que haber dejado muy tiernos recuerdos para dejar en esta estación y a esta hora tan avanzada las risueñas orillas del lago Lemond, bordeadas de moradas deliciosas, donde abunda un pescado más exquisito que el de nuestras aguas marinas, y un whisky más saludable para su edad que el de nuestros pescadores y marineros. Para volver entre nosotros hay que amar a alguien en esta región de tempestades, que las serpientes mismas abandonan cuando se acerca el invierno. Se deslizan hacia el lago Lemond, lo atraviesan en desorden como un clan de rateros que vienen de recaudar el impuesto negro y buscan refugiarse bajo algunas rocas expuestas al mediodía. Los padres, los esposos, los amantes no temen, sin embargo, abordar estas comarcas rigurosas cuando esperan encontrar objetos a los que les tienen cariño; pero usted no podría pensar sin locura en alejarse esta noche de los bordes del lago Long.

—No es mi intención —dijo el desconocido—. ¡Preferiría cien veces morir!

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—Aunque Dougal sea muy cauteloso con los gastos —continuó Jeannie, que no abandonaba su pensamiento y que no había prestado más que una ligera atención a las interrupciones del pasajero—, aunque él sufra —añadió con un poco de amargura— que la mujer y las hijas de Coll Cameron, que es menos acomodado que nosotros, me superen con sus vestidos en las fiestas del clan, siempre hay en su choza pan de avena y leche para los viajeros; me agradaría mucho más verle a usted agotar nuestro buen whisky que a ese viejo monje de Balva que solo ha venido a nuestra casa a hacer daño.

—¿Qué me dices, hija mía? —continuó el viejo dando la impresión de asombrarse mucho—; precisamente hacia la choza de Dougal, el pescador, se dirige mi viaje; es ahí —exclamó ablandando aún más su voz temblorosa— donde tengo que ver todo lo que amo, si no me han confundido datos poco fidedignos: ¡la fortuna me ha ayudado haciéndome encontrar este barco…!

—Comprendo —dijo Jeannie sonriendo—. ¡Gracias sean dadas al hombrecito de la Isla de Man! Siempre ha querido a los pescadores.

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—¡Desgraciadamente yo no soy quien usted piensa! Otro sentimiento me atrae hacia su casa. Sepa, bonita dama, pues las luces boreales que bañan la cima de la montaña, esas estrellas que caen del cielo cruzándose y que blanquean todo el horizonte, esos surcos luminosos que se deslizan por el golfo y que rutilan bajo su remo; la claridad que avanza, que se extiende y viene a temblar hasta nosotros desde ese barco alejado, todo eso me ha permitido observar que usted era muy bonita; sepa, le estaba diciendo, que soy el padre de un duende que vive ahora en casa de Dougal, el pescador; y si creo lo que me han contado, si considero sobre todo su fisonomía y su lenguaje, apenas yo comprendería en la edad a la que he llegado que hubiera podido escoger otra morada. Me he enterado hace pocos días y no le he visto, a mi pobre hijo, desde el reinado de Fergus. Esto tiene que ver con una historia que no tengo tiempo de contársela, pero juzgue por mi impaciencia, o mejor por mi felicidad, pues aquí está la orilla.

Jeannie imprimió al barco un movimiento de retorno, echó la cabeza hacia atrás apoyando una mano sobre la frente.

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—¡Pues bien! —dijo el viejo—. ¿No abordamos?

—¡Abordar! —respondió Jeannie sollozando—. ¡Padre desafortunado! ¡Trilby ya no está…!

—¿Ya no está? ¿Y quién le ha podido echar? ¿Habría sido usted capaz, Jeannie, de abandonarle a esos malos monjes de Balva, que han causado todas nuestras desgracias…?

—Sí, sí —dijo Jeannie, con un tono de desesperación, apartando el barco de la costa de Arroqhar—. ¡Sí, soy yo quien le ha perdido, quien le ha perdido para siempre…!

—¡Usted, Jeannie, tan encantadora y tan buena! ¡El pobre niño! ¡Qué culpable ha debido ser para merecer su odio…!

—Mi odio —dio Jeannie dejando caer la mano sobre el remo y la cabeza sobre la mano—. ¡Solo Dios puede saber cuánto lo amaba…!

—¡Lo amabas! —exclamó Trilby, cubriendo sus brazos de besos (pues el viajero misterioso era el mismo Trilby, y me fastidia confesar que si mi lector siente algún

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placer en esta explicación, ¡no es probablemente el de la sorpresa!)—. ¡Le amabas! ¡Ah! ¡Repite que lo amabas! ¡Atrévete a decírmelo a mí, decirlo para mí, pues tu resolución decidirá mi pérdida o mi felicidad! Acógeme, Jeannie, como a un amigo, como a un amante, como a tu esclavo, como a tu huésped, como al menos acogerías a este pasajero desconocido. ¡No niegues a Trilby un refugio secreto en tu choza…!

Y hablando así el duende se había despojado del disfraz extraño que había tomado prestado la víspera a los Shoupeltinos del Shetland. Abandonaba al curso de la marea los cabellos de cáñamo, su collar variado de algas y de hinojo marino que se ataba cada cierto tramo con conchas de todos los colores y su cinturón de corteza plateada de abedul. Ya solo era el espíritu vagabundo del hogar, pero la oscuridad prestaba a su aspecto algo vago que solo recordaba a Jeannie los prestigios singulares de esos últimos sueños, las seducciones de ese amante peligroso del sueño que ocupaba sus noches de ilusión tan encantadoras y tan temidas, y el cuadro misterioso de la galería del monasterio.

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—Sí, Jeannie mía —murmuraba con una voz dulce pero débil, como la del aire acariciador de la mañana cuando suspira sobre el lago—; devuélveme el hogar donde podía oírte y verte, el rincón modesto de la ceniza que tú agitabas por la tarde para despertar una chispa, el tejido de mallas invisibles que corre debajo de las viejas molduras, que me proporcionaba una hamaca flotante en las noches tibias del verano.

«¡Ah! Si hace falta, Jeannie, no te molestaría más con mis caricias, no te diría más que te amo, no rozaría más tu vestido, incluso cuando cediera volando hacia mí con la corriente de la llama o del aire. Si me permites tocarlo una sola vez, será para alejarlo del fuego a punto de tocarlo, cuando te duermas hilando. Y te diré más, Jeannie, pues veo que mis ruegos no logran que te decidas, concédeme al menos un pequeño sitio en el establo; aún concibo un poco de felicidad con este pensamiento, besaré la lana de tu oveja porque sé que a ti te gusta enrollarla alrededor de tus dedos; trenzaré las flores más perfumadas del pesebre para hacer guirnaldas, y cuando llenes la superficie de un nuevo lecho con paja fresca, la prensaré con más orgullo y fruición que las ricas alfombras de los reyes; te nombraré en voz baja: “¡Jeannie, Jeannie!”, y nadie me

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oirá, estate segura de ello, ni siquiera el insecto monótono que golpea en la pared a intervalos medidos y cuyo reloj de muerto solo interrumpe el silencio de la noche. Todo lo que quiero es estar ahí y respirar un aire que toque el aire que tú respiras; un aire por donde tú has pasado, que ha participado de tu aliento, que ha circulado entre tus labios, que ha sido penetrado por tus miradas, que te habría acariciado con ternura, si la naturaleza inanimada disfrutara de los beneficios de la nuestra, ¡si tuviera sentimiento y amor!».

Jeannie se dio cuenta de que se había alejado demasiado de la orilla, pero Trilby comprendió su inquietud y se apresuró a calmarla refugiándose en la punta del barco.

—Ve, Jeannie —le dijo—, alcanza sin mí las orillas de Argail, donde no puedo penetrar sin el permiso que tú me niegas. Abandona al pobre Trilby en una tierra de exilio para vivir condenado al dolor eterno de tu pérdida; ¡nada le costará si dejas caer sobre él una mirada de adiós! ¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ¡Qué profunda es la noche!

Un fuego fatuo brilló sobre el lago.

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—¡Ahí está —dijo Trilby—, Dios mío, se lo agradezco! ¡Habría aceptado su maldición a ese precio!

—No es mi culpa —dijo Jeannie—, no esperaba esta luz extraña, y si mis ojos han encontrado los suyos… si usted ha creído leer ahí la expresión de un consentimiento cuyas consecuencias, en verdad, no preveía, usted lo sabe, la condena del terrible Ronald lleva otra condición. Hace falta que Dougal mismo le envíe a usted a la choza. ¿Y, por otra parte, su propia felicidad no se ve afectada por la negativa de Dougal o la mía? Usted es amado, Trilby, adorado por las nobles damas de Argail, y debe haber encontrado en sus palacios…

—¡Los palacios de las damas de Argail! —prosiguió con viveza Trilby—. ¡Oh! Desde que dejé la choza de Dougal, aunque fue al comienzo de la peor estación del año, mi pie no ha pisado el umbral de la morada del hombre; no he reanimado mis dedos ateridos a la llama de un hogar chispeante. He tenido frío, Jeannie, y ¡cuántas veces cansado de estar tiritando al borde del lago, entre las ramas de los arbustos secas que se pliegan bajo el peso del rocío, me he subido saltando para despertar un resto de calor en mis miembros ateridos hasta la cima

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de las montañas! ¡Cuántas veces me he envuelto en la nieve caída de nuevo y he rodado en las avalanchas, pero dirigiéndolas de tal manera para no dañar una construcción o no comprometer la esperanza de un cultivo, para no hacer daño a un ser animado! El otro día vi corriendo una piedra sobre la que un hijo exiliado había escrito el nombre de su madre; emocionado, me apresuré en desviar la horrible calamidad y me precipité con él en un abismo de hielo donde nunca ha respirado un insecto. Tan solo, cuando el cuervo marino, furioso por encontrar el golfo aprisionado bajo una muralla de hielo que le impide el tributo de su pesca habitual, lo atravesaba gritando de impaciencia para ir a arrebatar una presa más fácil en el Firth de Clyde o en el Sund del Jura, yo llegaba, feliz, al nido escarpado del pájaro viajero, sin otra inquietud que la duración de su ausencia se acortara, me calentaba entre sus pequeños del año, demasiado jóvenes aún para tomar parte en sus expediciones por el mar, y que pronto habituados a su huésped clandestino, pues nunca dejé de llevarles algún presente, se separaban cuando me acercaba para hacerme un pequeño sitio entre ellos en medio de su lecho de plumón. O bien, a imitación del ratón de campo industrioso que cava una habitación subterránea para pasar el invierno, quitaba

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con cuidado el hielo y la nieve amontonados en un pequeño rincón de la montaña que debía estar expuesto al día siguiente a los rayos del sol naciente, levantaba con precaución la alfombra de los viejos musgos que se habían vuelto blancos desde hacía mucho tiempo en la roca y, en el momento de llegar a la última capa, me ataba con sus hilos de plata como un niño con sus pañales y me dormía protegido contra el viento de la noche debajo de mis cortinas de terciopelo; feliz, sobre todo, cuando me daba cuenta de que habías podido pisarlas tú al ir a pagar el diezmo del grano o del pescado. Esos son, Jeannie, los soberbios palacios donde he vivido, esa es la buena acogida que he recibido desde que estoy separado de ti, la del escarabajo friolero al que alguna vez, sin saberlo, he molestado en el fondo de su refugio, o de la gaviota aturdida que una tormenta súbita forzaba a refugiarse cerca de mí en el hueco de un viejo sauce minado por la edad y el fuego, cuyas negras cavidades y el hogar lleno de ceniza señalan la cita habitual de los contrabandistas. Es esa, cruel, la felicidad que me reprochas. Pero ¿qué digo?

«¡Ah! ¡Ese tiempo de miseria no ha estado sin felicidad! ¡Aunque me estaba prohibido hablarte e

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incluso acercarme a ti sin tu permiso, yo seguía al menos tu barco con la mirada, y los duendes tratados con menos severidad, compasivos con mis penas, me traían alguna vez tu aliento y tus suspiros! Si el viento de la tarde había lanzado los restos de una flor de otoño, el ala de un amigo complaciente la sostenía en el espacio hasta la cima de una roca solitaria, hasta en el vapor de una nube errante donde yo estaba relegado, y la dejaba caer al pasar sobre mi corazón. Un día incluso, ¿te acuerdas de ello? El nombre de Trilby había expirado sobre tu boca; un duende lo cogió y vino a deleitar mi oído con el ruido de esta llamada involuntaria. Lloraba entonces pensando en ti, las lágrimas de mi dolor se transformaron en lágrimas de alegría: ¿me estaba reservado lamentar los consuelos de mi exilio cerca de ti?».

—Explíquese, Trilby —dijo Jeannie, que buscaba distraerse de su emoción—. Me parece que acaba de decirme, o de recordarme, que tiene prohibido hablarme y acercarse a mí sin mi permiso. Era, en efecto, la condena del monje de Balva. ¿Cómo puede ser entonces que ahora esté en mi barco, cerca de mí, sabiéndolo yo, sin que yo se lo haya permitido…?

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—¡Jeannie, perdóneme por repetírselo, si esta confesión le resulta difícil a su corazón…! ¡Usted ha dicho que me amaba!

—Seducción o debilidad, insensatez o piedad, lo he dicho —continuó Jeannie—, pero antes, hasta que creía que el barco debía ser inaccesible para usted, como la choza…

—¡Lo sé demasiado bien! ¡Cuántas veces no he intentado inútilmente que viniera junto a mí! ¡El aire se llevaba mis lamentos, y usted no me oía!

—¿Entonces cómo puedo comprender…?

—No lo comprendo yo mismo —respondió Trilby—, a menos —continuó con un tono de voz más humilde y tembloroso— que usted haya confiado el secreto que he acertado a oír por azar a corazones favorables, a amistades tutelares, que en la imposibilidad de revocar completamente mi sentencia, no han renunciado a mitigarla…

—Nadie, nadie —exclamó angustiada—, ni yo misma sabía, ni yo misma estaba aún segura… y su nombre solo

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ha llegado de mis pensamientos a mis labios en el secreto de mis oraciones.

—En el secreto incluso de sus oraciones, usted podía conmover a un corazón que me amara, y si entre mi hermano Columbano, Columbano Mac-Farlane…

—¡Su hermano Columbano! ¡Si ante él… y es su hermano! ¡Dios santo! ¡Tened piedad de mí! ¡Perdón… perdón…!

—Sí, tengo un hermano, Jeannie, un hermano bienamado, que disfruta de la contemplación de Dios, para que mi ausencia no sea más que un intervalo difícil de un triste y peligroso viaje cuya vuelta casi está asegurada. Mil años no son más que un momento en la tierra para los que no deben abandonarla nunca.

—Mil años es el plazo que Ronald le había asignado si volvía a entrar en la choza…

—¡Y qué son mil años de la más severa cautividad, qué sería una eternidad de muerte, una eternidad de dolor para un alma a la que tú habrías amado, para la criatura más privilegiada de la providencia que habría

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sido asociada durante algunos minutos a los misterios de tu corazón, para aquel, cuyos ojos habrían encontrado en tus ojos una mirada de abandono, sobre tu boca una sonrisa de ternura! ¡Ah! ¡La nada, el infierno mismo no tendría más que tormentos imperfectos para el dichoso condenado, cuyos labios habrían rozado tus labios, acariciado los negros anillos de tus cabellos, oprimido tus cejas húmedas de amor, y quien podría pensar siempre en medio de los suplicios sin fin que Jeannie le ha amado un momento! ¡Concibe esta voluptuosidad inmortal! ¡No es así como la cólera de Dios se descarga sobre los culpables a los que quiere castigar…! Pero caer, roto por su poderosa mano, en un abismo de desesperación y de aflicciones donde todos los demonios repiten cada siglo: ¡No, no, Jeannie no te ha amado! ¡Eso, Jeannie, es un horrible pensamiento, un inconsolable porvenir! Ve, mira, consulta; mi infierno depende de ti.

—Piense al menos, Trilby, que la admisión de Dougal es necesaria para el cumplimiento de sus deseos, y que sin él…

—Yo cambio todo si su corazón responde a mis súplicas. ¡Oh, Jeannie! ¡A mis súplicas y a mis esperanzas!

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—¡Usted olvida!…

—¡Yo no olvido nada!…

—¡Dios!… —exclamó Jeannie—, ¿no ves? ¿No ves que estás perdido?…

—Estoy salvado… —respondió Trilby sonriendo.

—Mire… mire… Dougal está cerca de nosotros.

En efecto, a la vuelta de un pequeño promontorio que le había escondido un momento el resto del lago, la barca de Jeannie se encontró tan cerca de la barca de Dougal que, a pesar de la oscuridad, habría advertido infaliblemente a Trilby si el duende no se hubiera precipitado en las olas en el instante mismo en que el pescador preocupado lanzaba las redes. «Aquí hay otra», dijo retirándolas y desenredando de las redes una caja de forma elegante y de una materia preciosa que creyó reconocer, en su blancura tan brillante y en su lustre tan suave, el marfil incrustado en algún metal brillante, enriquecido con grandes piedras preciosas orientales, cuyo esplendor la noche solo lo hacía más intenso. «Imagínate, Jeannie, que desde esta mañana no paro de

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llenar las redes con los peces azules más bellos que nunca haya pescado en el lago; y, para mayor buena fortuna, acabo de sacar un tesoro; pues si juzgo por el peso de esta caja y por la magnificencia de sus adornos, por lo menos contiene la corona del rey de las islas, o las joyas de Salomón. Apresúrate pues a llevarla a la choza, y vuelve deprisa a vaciar nuestras redes en el depósito de la rada, pues no hay que descuidar las pequeñas ganancias, y la fortuna que san Columbano me envía nunca me hará olvidar que nací simple pescador».

La barquera estuvo mucho tiempo sin darse cuenta de sus ideas. Le parecía que una nube flotaba delante de sus ojos u oscurecía su pensamiento o que, transportada de ilusión en ilusión por un sueño inquieto, padecía el peso del sueño y del abatimiento hasta el punto de no poder despertarse. Al llegar a la choza, dejó en primer lugar la caja con precaución, después se acercó al hogar, retiró la ceniza todavía ardiente y se extrañó de encontrar los trozos de carbón en llamas como en la velada de una fiesta. El grillo cantaba de alegría en el borde de su gruta doméstica y la llama voló hacia la lámpara que temblaba en la mano de Jeannie con tanta rapidez que la habitación se iluminó súbitamente. Jeannie pensó al principio que

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la claridad de la mañana había golpeado sus párpados después de un largo sueño, pero no era eso. Las ascuas centelleaban como antes; el grillo seguía cantando y la caja misteriosa seguía en el mismo lugar donde ella acababa de dejarla, con sus compartimentos escarlata, sus cadenas de perlas y sus rosetas de rubíes.

—No dormía —dijo Jeannie—. ¡No dormía! ¡Deplorable fortuna! —continuó diciendo mientras se sentaba cerca de la mesa, dejando caer la cabeza sobre el tesoro de Dougal—. ¿Qué me importan las vanas riquezas que encierra esta cajita de marfil? Los monjes de Balva piensan haber pagado a este precio la pérdida del desgraciado Trilby; ¡pues no puedo dudar de que ha desaparecido bajo las olas y que tengo que renunciar a volver a verle alguna vez! ¡Trilby! ¡Trilby! —dijo llorando… y un suspiro, un largo suspiro le respondió.

Miró alrededor y aguzó el oído para asegurarse que se había equivocado. En efecto, ya no había más suspiros.

—¡Trilby ha muerto —exclamó—, Trilby no está aquí! Por otra parte —añadió con una maligna alegría—, ¿qué partido sacará Dougal de esta caja que no se puede

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abrir sin romperla? ¿Quién le enseñará el secreto de la cerradura que debe girar sobre estas esmeraldas?

—Habría que saber las palabras mágicas del encantador que la construyó y vender su alma a algún demonio para penetrar su misterio. Habría que amar a Trilby y decirle que le quieren —dijo una voz que salía del estuche maravilloso—. Condenado para siempre si tú rehúsas, salvado para siempre si consientes, ese es mi destino, el destino que tu amor me ha hecho…

—¿Hay que decirlo?… —continuó Jeannie.

—Hay que decir: ¡Trilby, te amo!

—Decirlo… ¿y esta caja se abriría entonces?… ¿y serías libre?

—¡Libre y feliz!

—¡No, no! —dijo Jeannie enloquecida—. ¡No, no puedo, no debo!

—¿Y qué podrías temer?

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—Todo —respondió Jeannie—, ¡un perjurio atroz, la desesperación, la muerte!…

—¡Insensata! ¿Qué has pensado entonces de mí?… ¡Imaginas, tú que eres todo para el desdichado Trilby, que iría a atormentar tu corazón con un sentimiento culpable y perseguirle con una pasión peligrosa que destruiría tu felicidad, que envenenaría tu vida! ¡No, Jeannie, yo te amo por la dicha de amarte, de obedecerte, de depender de ti! Tu admisión solo es un derecho más a mi sumisión, ¡no es un sacrificio! Diciéndome que me amas, ¡liberas a un amigo y ganas un esclavo! ¿Qué relación osas imaginar entre la vuelta que yo te pido y la noble y conmovedora obligación que te liga a Dougal? El amor que tengo por ti, Jeannie, no es un afecto de la tierra, ¡ah! ¡Quisiera poder decirte, poder hacerte comprender cómo en un mundo nuevo, un corazón apasionado, un corazón que fue engañado aquí en sus afectos más caros o que fue desposeído de ellos antes de tiempo, se abre a las ternuras infinitas, a eternas felicidades que ya no pueden ser culpables! Tus órganos demasiado débiles no han comprendido aún el amor inefable de un alma liberada de todos los deberes y que puede abrazar sin infidelidad todas las criaturas de su elección, con un afecto sin

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límites. ¡Oh, Jeannie, no sabes cuánto amor hay fuera de la vida, y qué tranquilo y puro es! ¡Dime, Jeannie, dime solo que me quieres! No es difícil de decir… Solo la expresión del odio debe costar algo a tu boca. ¡Yo te amo, Jeannie, solo te amo a ti!

«¡Mira, Jeannie! ¡No hay un pensamiento de mi mente que no te pertenezca! ¡No hay un latido de mi corazón que no sea para el tuyo! ¡Mi pecho palpita tan fuerte cuando el aire que recorro es golpeado por tu nombre! ¡Mis labios tiemblan y balbucean cuando quiero pronunciarlo! ¡Oh! ¡Jeannie, cuánto te amo! Y tú no lo dirás, no osarás decirlo, tú… “¡Te amo, Trilby! ¡Pobre Trilby, te amo un poco!…”».

—No, no —dijo Jeannie, escapándose despavorida de la habitación donde estaba depositada la rica prisión de Trilby; no, no traicionaré jamás los juramentos que he hecho a Dougal, que he hecho libremente y al pie de los santos altares; es verdad que a veces Dougal tiene un humor difícil y riguroso, pero estoy segura de que me ama. También es verdad que no sabe expresar los sentimientos que experimenta, como ese fatal espíritu desencadenado contra mi descanso; ¿pero quién sabe si ese don funesto

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no es un efecto particular del poder del demonio, si no es él el que me seduce en los discursos embaucadores del duende? Dougal es mi amigo, mi marido, el esposo que yo seguiría escogiendo; ¡él tiene mi fe, y nada triunfará sobre mi resolución y mis promesas! ¡Nada! ¡Ni siquiera mi corazón! —continuó suspirando—, ¡que se rompa antes de olvidar el deber que Dios le ha impuesto!…

Jeannie apenas había tenido tiempo de afirmarse en la determinación que acababa de tomar, repitiéndosela a sí misma con una fuerza de voluntad tanto más enérgica cuanta más resistencia tenía que vencer; seguía murmurando las últimas palabras de ese compromiso secreto cuando dos voces se dejaron oír junto a ella, por debajo del camino lateral que había cogido para llegar antes al borde del lago, pero que no podía recorrer con una carga considerable, mientras que Dougal llegaba generalmente por el otro, cargado con los más bellos de sus pescados, sobre todo cuando traía a algún huésped a la choza. Los viajeros seguían la ruta inferior y andaban lentamente como hombres ocupados en una conversación seria. Eran Dougal y el viejo monje de Balva que el azar le había conducido a la ribera opuesta y que había llegado a tiempo para pasar en la barca

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del pescador para pedirle hospitalidad. Se puede creer que Dougal no estaba dispuesto a negársela al santo comensal del monasterio de quien había recibido ese día mismo tantos favores señalados, pues no atribuía a otra protección la vuelta inesperada de los tesoros de la pesca y el descubrimiento de esa caja, tan a menudo soñada, que debía contener tesoros mucho más reales y mucho más duraderos. Acogió pues al viejo monje con más presteza todavía que el día memorable en que había ido a pedirle el destierro de Trilby, y eran las expresiones reiteradas de agradecimiento y la certidumbre solemne de la continuación de las bondades de Ronald lo que había llamado la atención de Jeannie. Se detuvo, como a pesar suyo, para escuchar, pues ella había temido al principio, sin confesarlo, que ese viaje no tuviera otro objeto que la búsqueda habitual de Invenary, que no dejaba nunca de traer, en esta estación, a uno de los emisarios del convento; su respiración se había detenido, su corazón latía con violencia; esperaba una palabra que le revelase un peligro para el cautivo de la choza; y cuando oyó pronunciar a Ronald con una voz fuerte:

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—Las montañas han sido liberadas, los malos espíritus han sido vencidos: el último de todos ha sido condenado a las vigilias de san Columbano.

Ella concibió un doble motivo para tranquilizarse, pues no dudaba de las palabras de Ronald.

—O el monje ignora la suerte de Trilby —dijo—, o Trilby está salvado y perdonado por Dios como él parecía esperarlo.

Más tranquila, llegó a la bahía donde los barcos de Dougal estaban amarrados, vació las redes llenas en el depósito, extendió las redes vacías en la playa después de haber exprimido el agua con cuidado para protegerlas de una helada matinal y volvió a coger el sendero de las montañas con esa calma que resulta del sentimiento de un deber cumplido, pero cuyo cumplimiento no ha costado nada a nadie.

—«El último de los malos espíritus ha sido condenado a las vigilias de san Columbano» —repitió Jeannie—; ese no puede ser Trilby, puesto que me ha hablado esta tarde y ahora está en la choza, a menos que un sueño haya engañado mi mente. Trilby está pues salvado, y la

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tentación que acaba de ejercer sobre mi corazón no era más que una prueba que no se hubiera dado a sí mismo, pero que le fue prescrita por los santos. Está salvado y yo le volveré a ver algún día; ¡un día con toda seguridad! —exclamó—; él mismo viene a decírmelo: ¡mil años no son más que un momento en la tierra para los que no deben separarse jamás!

La voz de Jeannie se había elevado de manera que podía oírse alrededor de ella, pues creía que estaba sola. Siguió los largos muros del cementerio que a esa hora desacostumbrada solo es frecuentado por las aves de rapiña, o como mucho por los niños huérfanos que vienen a llorar a su padre. Al ruido confuso de ese gemido que se parecía a una queja del sueño, una antorcha se levantó del interior hasta la altura de los muros del recinto fúnebre y derramó sobre la larga fila de los árboles más cercanos luces aterradoras. El alba del norte, que había comenzado a blanquear el horizonte polar desde la puesta de sol, desplegaba lentamente su velo pálido a través del cielo y sobre todas las montañas, triste y terrible como la claridad de un incendio lejano al que no se puede llevar auxilio. Los pájaros de la noche, sorprendidos por sus cacerías insidiosas, apretaban sus alas pesadas y se

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dejaban caer rodando aturdidos por las pendientes del Cobler, y el águila asustada gritaba de terror en la punta de las rocas, contemplando esta aurora desacostumbrada que ningún astro sigue y que no anuncia la mañana.

Jeannie había oído hablar a menudo de los misterios de las brujas y de las fiestas que hacían en la última morada de los muertos, en ciertas épocas de la luna de invierno. Alguna vez incluso, cuando volvía cansada bajo el techo de Dougal, había creído percibir este destello caprichoso que se elevaba y volvía a caer rápidamente; había creído coger en el aire retazos de voces singulares, risas chirriantes y feroces, cantos que parecían pertenecer a otro mundo, tan débiles y fugitivas eran. Ella se acordaba de haberlas visto con sus tristes jirones sucios de ceniza y de sangre, perderse en las ruinas del cercado desigual o perderse como el humo blanco y azul del azufre devorado por la llama en las sombras de los bosques o en los vapores del cielo. Arrastrada por una curiosidad invencible, franqueó el umbral temible que solo había tocado de día para ir a rezar sobre la tumba de su madre. Dio un paso y se detuvo. Hacia el extremo del cementerio, donde solo daban sombra esa especie de tejos, cuyos frutos, rojos como cerezas caídas de la

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cesta de un hada, atraen de lejos a todos los pájaros de la comarca; detrás del lugar, marcado por una última fosa que estaba ya cavada y aún vacía, había un gran abedul que se llamaba «El árbol del santo», porque se afirmaba que san Columbano aún joven, antes de que hubiese dejado por completo las ilusiones del mundo, había pasado allí toda una noche en lágrimas, luchando contra el recuerdo de sus amores profanos. Ese abedul era desde entonces un objeto de veneración para el pueblo, y si yo hubiera sido poeta, habría querido que la posteridad conservara su recuerdo.

Jeannie escuchó, retuvo el aliento, bajó la cabeza para oír sin distracción, dio un paso más, siguió escuchando. Oyó un doble ruido parecido al de una caja de marfil que se rompe y de un abedul que explota, y en el mismo instante vio una larga reverberación de una claridad lejana correr por la tierra, blanquear a sus pies y extenderse por su vestido. Siguió con timidez hasta su origen el rayo que la iluminaba; terminaba en el árbol del santo, y delante del árbol del santo, había un hombre de pie en actitud de imprecación, un hombre prosternado en actitud de oración. El primero blandía una antorcha que bañaba con luz su frente despiadada, pero serena. El otro estaba

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inmóvil. Reconoció a Ronald y a Dougal. Había una voz más, una voz apagada como el último hálito de la agonía, una voz que pronunciaba débilmente entre sollozos el nombre de Jeannie y que se desvaneció en el abedul.

—¡Trilby!… —gritó Jeannie, dejando detrás de sí todas las tumbas, se abalanzó en la tumba que sin duda la estaba esperando, ¡pues nadie confunde su destino!

—¡Jeannie, Jeannie! —dijo el pobre Dougal.

—¡Dougal! —respondió Jeannie extendiendo hacia él su mano temblorosa y mirando a Dougal y «El árbol del santo», respectivamente—. ¡Daniel, mi buen Daniel, mil años no son nada en la tierra… nada! —dijo levantando con dificultad la cabeza, después la dejó caer y murió. Ronald, tras un momento de interrupción, continuó su oración donde la había dejado.

Habían pasado muchos siglos desde este acontecimiento cuando el destino de los viajes y quizá también algunas cuitas del corazón me condujeron al cementerio. Ahora está lejos de todas las aldeas y a más de cuatro leguas se ve flotar en la misma orilla el humo de las altas chimeneas de Portincaple. Todos los

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muros del antiguo recinto están destruidos; solo quedan raros vestigios, sea porque los habitantes del país han empleado sus materiales para nuevas construcciones, sea porque las tierras de las praderas de Argail, arrastradas por deshielos súbitos, las hayan cubierto poco a poco. Sin embargo, la piedra que coronaba la fosa de Jeannie ha sido respetada por el tiempo, por las cataratas del cielo, e incluso por los hombres. Se puede leer aún esas palabras trazadas por una mano piadosa: «Mil años no son más que un momento en la tierra para los que no deben separarse nunca». El árbol del santo ha muerto, pero algunos arbustos llenos de vigor coronaban su tronco desnudo con su rico follaje, y cuando un viento fresco soplaba entre los retoños verdes y curvaba y levantaba sus espesas ramas, una imaginación viva y tierna podía soñar aún los suspiros de Trilby sobre la fosa de Jeannie. ¡Mil años son tan poco tiempo para poseer lo que se ama, tan poco tiempo para llorarlo!

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