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Affectio Societatis Nº 14/ junio/ 2011 ISSN 0123-8884 2 Departamento de Psicoanálisis | Universidad de Antioquia http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/affectiosocietatis DE UN SENDERO SACRIFICIAL SURCADO DE GOCE Mario Orozco Guzmán 1 Flor de María Gamboa Solís 2 Resumen El presente trabajo discierne un semblante maldito del sacrificio. En nombre del amor se ha idealizado el sacrificio como paradigma de su audacia y heroísmo, mientras la cultura se ha encargado de enaltecer la proeza sacrificial como puesta en acto del amor. El destinatario de esta inmolación suprema inscribe la producción del goce divino en calidad de objeto “a”, tal como lo revelan sacrificios paradigmáticos presentes en la historia y la literatura. Palabras clave: sacrificio, amor, ideal sacrificial de maternidad, objeto “a”, goce. FROM A SACRIFICED PATH PLOW THROUGH OF PLEASURE Summary The current work discerns a cursed countenance from the sacrifice. The sacrifice has been idealized in love's name, as paradigm of its courage and 1 Psicoanalista. Doctor en Psicología Clínica por la Universidad de Valencia. Licenciatura y Maestría en Psicología Clínica por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Profesor-Investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Miembro de Espacio Analítico Mexicano. [email protected] 2 Psicoanalista. Doctora en Estudios de Género por la Universidad de Sussex, Reino Unido. Profesora- Investigadora de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH). [email protected] heroism, meanwhile the culture has taken charge of dignifying the sacrificed feat as event in the love act. The addressee of this supreme immolation registers the production of the divine enjoyment as a” object, just as it is revealed by paradigmatic sacrifices present on history and literature. Keywords: Sacrifice, love, maternity ideal sacrifice, “a” object, enjoyment. D’UN SENTIER DU SACRIFICE AU SILLON DE LA JOUISSANCE Résumé Ce travail discerne un semblant maudit du sacrifice. Le sacrifice a été idéalisé au nom de l‟amour en tant que paradigme de son audace et héroïsme, tandis que la culture s‟est chargée d‟exalter la prouesse du sacrifice comme mise en scène de l‟amour. Le destinataire de cette immolation suprême inscrit la production de la jouissance divine en qualité d‟objet « a », tel que les sacrifices paradigmatiques présents dans l‟histoire et dans la littérature le révèlent. Mots- clés: sacrifice, amour, idéal sacrificiel de maternité, objet « a », jouissance. Recibido: 10/02/11 Evaluado: 22/02/11 Aprobado :20/03/11

DE UN SENDERO heroism, meanwhile the culture has taken ......sentido de ese sacrificio en el amor; o de ese amor en el sacrificio. El sacrificio mismo de Alcestes, tan ensalzado, colinda

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    http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/affectiosocietatis

    DE UN SENDERO

    SACRIFICIAL SURCADO

    DE GOCE

    Mario Orozco Guzmán1

    Flor de María Gamboa Solís2

    Resumen

    El presente trabajo discierne un semblante maldito del sacrificio. En nombre del amor se ha idealizado el sacrificio como paradigma de su audacia y heroísmo, mientras la cultura se ha encargado de enaltecer la proeza sacrificial como puesta en acto del amor. El destinatario de esta inmolación suprema inscribe la producción del goce divino en calidad de objeto “a”, tal como lo revelan sacrificios paradigmáticos presentes en la historia y la literatura. Palabras clave: sacrificio, amor, ideal sacrificial de maternidad, objeto “a”, goce.

    FROM A SACRIFICED PATH PLOW THROUGH OF PLEASURE

    Summary

    The current work discerns a cursed countenance from the sacrifice. The sacrifice has been idealized in love's name, as paradigm of its courage and

    1 Psicoanalista. Doctor en Psicología Clínica por la Universidad de Valencia. Licenciatura y Maestría en Psicología Clínica por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Profesor-Investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Miembro de Espacio Analítico Mexicano.

    [email protected]

    2 Psicoanalista. Doctora en Estudios de Género por la Universidad de Sussex, Reino Unido. Profesora-Investigadora de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH).

    [email protected]

    heroism, meanwhile the culture has taken charge of dignifying the sacrificed feat as event in the love act. The addressee of this supreme immolation registers the production of the divine enjoyment as “a” object, just as it is revealed by paradigmatic sacrifices present on history and literature. Keywords: Sacrifice, love, maternity ideal sacrifice, “a” object, enjoyment.

    D’UN SENTIER DU SACRIFICE AU SILLON DE LA JOUISSANCE

    Résumé

    Ce travail discerne un semblant maudit du sacrifice. Le sacrifice a été idéalisé au nom de l‟amour en tant que paradigme de son audace et héroïsme, tandis que la culture s‟est chargée d‟exalter la prouesse du sacrifice comme mise en scène de l‟amour. Le destinataire de cette immolation suprême inscrit la production de la jouissance divine en qualité d‟objet « a », tel que les sacrifices paradigmatiques présents dans l‟histoire et dans la littérature le révèlent. Mots- clés: sacrifice, amour, idéal sacrificiel de maternité, objet « a », jouissance.

    Recibido: 10/02/11 Evaluado: 22/02/11 Aprobado:20/03/11

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    El goce en la apuesta sacrificial

    Un acto fallido a veces delata una mutación subjetiva, un posicionamiento de subversión de

    sujeto. En cierta ocasión una mujer con más de dos décadas de matrimonio se encontraba

    limpiando una bella pieza de joyería, una hermosa esclava que le había regalado su esposo.

    Inopinadamente la cadena de ornato fino se le reventó. Era su esclava, alcanzó a decir (se) pero

    dirigiendo el mensaje hacia aquél a quien había consagrado, sacrificado, como ella lo declara,

    aðos y juventud. A partir de ese acto “ella”, la pieza de joyería que su marido le había regalado

    hacía algún tiempo, y “Ella”, la del lazo sacrificial, ya no estaban más disponibles. Podríamos

    entonces evocar lo que propone Lacan acerca de la verdad: “Que la verité, vous n‟en savez

    quelque chose que quand se déchaîne; car elle s‟est dechaînée; elle a brisé votre chaîne”3

    (1971, 17.02.71). La verdad se desencadena del saber, lo demuestra el acto fallido,

    desencadenando un sujeto deseante. La ruptura de la esclava, de la cadena, es la irrupción de la

    verdad fuera del campo del saber; pero para hacer saber lo que quiere decirnos. Es el quiebre

    del sacrificio, del estatuto sacrificial, difícilmente asumible por el sujeto. El sacrificio parece

    sumamente esencial en la constitución y funcionamiento del amor. Incluso le da un carácter a

    menudo heroico al amor. El amor supone sacrificio, exige sacrificio. Para erigirse como tal

    también está dispuesto al sacrificio, a dar todo, por el ser amado. En la expansión inherente al

    amor ninguna audacia parece imposible. El amor, las pulsiones sexuales en su destinación

    sublime sobrepujan las pulsiones de vida; desafían la muerte y desbordan diferencias de género.

    Como lo propone Fedro en El Banquete: “ninguno hay tan cobarde a quien el propio Eros no le

    inspire para el valor, de modo que sea igual al más valiente por naturaleza. Por otra parte, a

    morir por otro están decididos únicamente los amantes, no sólo los hombres sino también las

    mujeres.” (Platón, 1995: p. 117)

    Pero todo tiene sus límites. Hay cadenas como las del sacrificio que no resisten todo. Por más

    amor que se declare sustentar y arropar el sacrificio, algo hace que se tambalee. El arrojo

    sacrificial en nombre del amor que encumbra a Alcestes pone por encima de la figura del amado

    la del ser amante. A tal punto que en el diálogo platónico éste adquiere los rasgos de lo divino.

    3 Traducciñn al castellano: “La verdad, ustedes no saben de ella algo sino cuando se desencadena; ya que se ha desencadenado; ha roto vuestra cadena”.

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    El asunto se cifra en la sentencia de que alguien o algo goza en esa vertiente sacrificial del amor.

    Es el goce lo que compromete el status del amor en el empeño sacrificial. Lacan lo sustenta al

    afirmar que “la jouissance de l‟Autre n‟est pas le signe de l‟amour”4 (1972, 19.12.72). Es decir, lo

    que está en la mira en este costado sacrificial del amor o este costado amoroso del sacrificio es

    el goce del Otro. Siendo aquello a lo que se apunta es también lo que interrogaría sobre el

    sentido de ese sacrificio en el amor; o de ese amor en el sacrificio. El sacrificio mismo de

    Alcestes, tan ensalzado, colinda con la intención de aplacar la voracidad, la avaricia de la

    Muerte: “Es la Necesidad fatal a cuyos altares nadie tiene acceso, y cuyas imágenes nadie

    venerar puede. Sorda es al sacrificio” (Eurípides, 1980ª: p. 39). Más allá de la sustitución del

    amante por el amado, más allá de la metáfora del amor que se construye con esta sustitución,

    está el goce. El cual se instala en el lugar tercero, en el lugar de un destinatario que no entiende

    de amores. La Muerte es eso a lo que Alcestes se sacrifica sustituyendo a su egregio y amado

    Admeto. La Muerte es personaje en escena en el drama o tragedia del amor. La Muerte es

    instancia que hace de su acto de privación gesto cruento, pero también truculento. Como si una

    vida valiera por otra. Como si fuera posible admitir que en la muerte y para la muerte se pueda

    remplazar a un ser por otro. Poniéndose de este modo en entredicho la aseveración del padre de

    Admeto: “Nuestra vida es de uno, no es la vida de dos” (Eurípides, 1980a: p. 35).

    Sin embargo, en el ámbito del sacrificio la veleidad se hace presente. No se sabe por qué

    Jehová quiere poner a prueba a Abraham poniendo a su hijo en el límite y riesgo de muerte.

    Parece una voluntad antojadiza la que dicta y exige el sacrificio de Isaac. Sobre todo tomando en

    cuenta que este Dios ha permitido que nazca esta criatura de una mujer anciana como Sara. Y

    sobre todo después de vaticinar, como se dice en el Génesis, que “será padre de naciones, y

    reyes de naciones descenderán de él”. Contra su promesa, contradiciendo lo que ha anunciado,

    demanda que este futuro padre de naciones le sea provisto como víctima de holocausto. Lo que

    se pone a prueba más que el amor es el temor de Abraham a este Dios que pide crimen.

    También lo que se prueba es el poder de este Dios para poner a cualquier sujeto en encrucijadas

    éticas. Este Dios se revela como portentoso y veleidoso en su demanda sacrificial y diestro en la

    prueba de los dilemas fundamentales. Es así como se plasma esta estructura del fondo

    4 Traducción al castellano: “El goce del otro no es el signo del amor”.

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    angustiante del dilema ético, según Kierkegaard: “[…] la conducta de Abraham desde el punto de

    vista moral se expresa diciendo que quiso matar a su hijo, y desde el punto de vista religioso que

    quiso sacrificarlo; es en esta contradicción donde reside la angustia capaz de dejarnos

    entregados al insomnio y sin la cual, sin embargo Abraham, no es el hombre que es.” (2008:

    p.35).

    Abraham no nos parece, sin embargo, angustiado. No ha cuestionado ni se ha cuestionado la

    demanda de su Dios. No tiene preguntas. El que tiene preguntas es su hijo intrigado por saber

    quién será la víctima del sacrificio. El padre sacrifica la verdad. Aunque algo de verdad tiene el

    hecho de contestarle que es Dios quien proveerá la víctima del sagrado holocausto. No se trata

    de lo que Abraham quiere. No se trata de si quiere sacrificarlo o matarlo. No importa lo que

    Abraham quiera. Lo que observamos es que Abraham es tan víctima como Isaac de lo que Dios

    quiere. Pero para que ese querer divino se cumpla, se haga efectivo, resulta que es

    imprescindible la participación de lo humano. Con su demanda sacrificial descubrimos la falta en

    Dios: “el sacrificio parece indicar que los dioses necesitan de los hombres” (Cazaneuve, 1972: p.

    249).

    La adherencia del goce al sacrificio fue detectada por Freud en los prolegómenos puntualizados

    acerca del parricidio original cometido por el clan fraterno. El goce se desprende de la fiesta

    ligada al sacrificio del animal ofrecido a determinado dios: “Un sacrificio era así una ceremonia

    pública, la fiesta de un clan entero. La religión era un asunto común, y el deber religioso, una

    parte de la obligación social. Sacrificio y festividad coinciden en todos los pueblos; todo sacrificio

    conlleva una fiesta, y ninguna fiesta puede realizarse sin sacrificio. La fiesta sacrificial era una

    oportunidad para elevarse los individuos, jubilosos, sobre sus propios intereses, y destacar la

    mutua afinidad entre ellos y con la divinidad.” (Freud, 1913/ 2000: p. 136).

    La fiesta en torno al sacrificio o el sacrificio como éxtasis de fiesta hacen lazo de comunicación,

    de supuesto entendimiento, entre los individuos y con la divinidad. La elevación hacia lo divino

    indica la suprema tensión de la conexión interhumana en lo sacrificial. Lo que está en juego es la

    concordancia estrecha y entera con la aquiescencia de Dios. Se trata de estar en buenos

    términos, en buen acuerdo, con la voluntad divina por encima de los intereses y pretensiones

    personales. La tragedia de Ifigenia, sin embargo, expone el subsuelo destructivo, fatal, funesto,

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    de la festividad sacrificial. Por complacer a un dios, a la diosa Artemisa, Agamenón, un poco

    como Abraham, se ve conminado a sacrificar a su hija Ifigenia. Sólo este sacrificio conseguirá

    que las naves griegas puedan hacerse camino hacia la mar teniendo Troya por destino. Sólo

    este sacrificio aplacará los portentosos vientos del Norte emanados de la cólera de esta diosa.

    La cual se encuentra ofendida porque uno de sus animales salvajes predilectos, una liebre,

    había sido aniquilada por un miembro de la flota griega. Sólo este sacrificio apaciguará la ira de

    esta diosa soberana de la caza y de los bosques; la cual también “gusta de la negra sangre”

    (Eurípides, 1980b: p. 463). Este apetito ominoso de la diosa subraya hasta qué punto la trama

    del sacrificio está sustentada en lo vindicativo, en la furia vengativa. La misma Ifigenia salvada

    por aquella que la ha condenado al sacrificio, al ser sustituida por una pequeña cierva, se

    convertirá en sacrificadora. En Táuride ejerce como sacerdotisa de la diosa a pesar de que

    “aborrecía los sacrificios humanos, pero obedecía piadosamente a la diosa” (Graves, 2002: p.

    97). De sacrificada en sacrificadora se define un vuelco subjetivo, un vuelco identificatorio.

    Proceso donde lo que no se mueve, lo que sigue fijo en lo real, es la misión de entregar la

    víctima o de entregarse como víctima para saciar el apetito del Otro. Una especie de sortilegio

    del poder parece intercambiar redención por sacrificio o sacrificio por redención. Intercambio que

    tiende sus redes de manera preponderante sobre los niños y las mujeres. No olvidemos que uno

    de los estatutos de la cofradía de los amigos del crimen, en la obra Julieta del Marqués de Sade,

    consiste en la exigencia de que el “esposo sacrifique su esposa a la cofradía, del padre que

    sacrifique sus hijos e hijas, del hermano su hermana, del tío su sobrina o sobrino, etc.” (Sade,

    1978: p. 128). Los niños y las mujeres son primero, van primero, en la ofrenda sacrificial. La cual

    aparece dirigida al apetito de la diosa o la cofradía, al apetito insaciable del Otro.

    El apetito del Otro es lo que se localiza en el circuito repetitivo del sacrificio. Es decir, en el

    sacrificio lo que se destaca como pujante no es tanto, por lo menos no únicamente, el deber

    ritualizado hacia el otro, sino el deseo en el Otro. Lacan establece este alcance de la noción de

    sacrificio: “Muchos otros además de mi han intentado abordar lo que está en juego en el

    sacrificio. Les diré brevemente que el sacrificio no está en absoluto destinado a la ofrenda ni al

    don, que se propagan en una dimensión muy distinta, sino a la captura del Otro en la red del

    deseo.” (2008: p.299).

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    Es decir, el sacrificio invoca o evoca la dimensión de la falta en el otro. Algo que ya habíamos

    señalado cuando se despliega como demanda persistente la necesidad humana de los dioses. El

    sacrificio descubre, expone, a los dioses, flagrantemente, en estado de falta: “[…] hemos perdido

    a nuestros dioses en la gran feria civilizadora […] no eran dioses omnipotentes, sino dioses

    potentes dondequiera que estuviesen. Toda la cuestión era saber si estos dioses deseaban algo.

    El sacrificio consistía en hacer como si desearan igual que nosotros, y si desean igual que

    nosotros, a tiene la misma estructura. Esto no significa que vayan a comerse lo que se les

    sacrifica, ni que eso pueda servirles para algo, lo que importa es que lo desean, y yo diría más,

    que eso no los angustia.” (Lacan, 2008: p. 300).

    Lo que importa es la dimensión de apertura que constituye el sacrificio. Pero también la

    dimensión de anudamiento. El sacrificio humaniza a los dioses al someterlos a la cadena sinuosa

    y enigmática del deseo. Lo que se les sirve a estos dioses sirve para subordinarlos no tanto a las

    leyes naturales de supervivencia, sino a la comunidad de la falta.

    El sacrificio azteca destaca la soberbia obstinación por colmar y calmar la apetencia del Otro, de

    los dioses. Lo cual consigue reducir al ser humano, en tanto víctima, a la condición de objeto a.

    Existían un número de ocasiones festivas para llevar a cabo los sacrificios humanos entre los

    mexicas. Las ceremonias estaban dirigidas a honrar cierto dios ofreciéndole el sacrificio de

    mujeres, niños y cautivos. Muchos niños eran sacrificados, extirpándoles el corazón, en los

    montes para honra del dios de las lluvias (Tláloc). En la fiesta dedicada a la madre de los dioses

    denominada Teteo innan o Toci, Fray Bernardino de Sahagún (2006) señala que una mujer era

    sacrificada, ataviándola y pintándola a manera de la misma diosa. Hacían que cobrará los rasgos

    de la imagen de esta diosa antes de cortarle la cabeza y desollarle. Un hombre robusto tomaba

    este pellejo por vestimenta. La diosa era honrada sacrificando su imagen. Pero algo de su ser

    continuaba, un resto de su ser, su pedazo-piel, era tomado por otro. El corazón aún palpitante y

    rebosante de sangre del individuo sacrificado, extraído del pecho rajado, a través de un cuchillo

    de pedernal, era ofrecido al “sol y a los otros dioses, seðalando con él hacia las cuatro partes del

    mundo” (De Sahagún, 2006: p. 97). El corazón es la ofrenda destinada al goce divino y el cuerpo

    arrojado gradas abajo será triturado y comido después de ser cocido. Destinos bifurcados del

    goce: El corazón para el consagrado consumo de dios y el cuerpo despedazado para el

    consumo humano.

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    La relatoría de los sacrificios humanos plasmada en la división que plantea Sahagún (2006) tuvo

    sus consecuencias. Ponía, de un lado, la mentira adscrita a los dioses aztecas, como

    encarnación virulenta del diablo. Del otro lado, colocaba la verdad, con el atributo de eterna

    inscrita en el Dios cristiano. Una de esas consecuencias fue concebir a estos dioses infernales

    como ávidos de sangre humana (Harris, 1989). La verdad se sustentó como hija de un solo Dios,

    como hija del monoteísmo. Por su parte, la mentira quedo adosada a esta multiplicidad de dioses

    a los que se honraba sacrificando niños, mujeres y cautivos, con motivo de su festividad. Pero

    existe algo que tiene relación con la concepción del mundo de este pueblo al enfatizarse cómo la

    maquinaria del universo pendía de un hilo demasiado delgado:

    El sacrificio humano entre los mexicanos no estaba inspirado por la crueldad ni por el odio. Era su respuesta —la única que podían concebir— a la inestabilidad de un mundo constantemente amenazado. Para salvar el mundo y a la humanidad se necesitaba sangre: el sacrificado no era un enemigo al que se elimina, sino un mensajero que se envía a los dioses, revestido de una dignidad casi divina. Todas las descripciones de las ceremonias, por ejemplo, las que fueron dictadas a Sahagún por sus informantes aztecas ofrecen, aun sin buscarla, la impresión de que entre víctimas y sacrificados no existe nada parecido a la aversión ni al gusto por la sangre, sino más bien una extraña fraternidad o —los textos lo establecen así— una especie de parentesco místico. (Soustelle, 2006: p. 105)

    Conviene no soslayar este planteamiento, pero si subrayar que importa mucho la modalidad de

    envío del mensajero a los dioses. En esta modalidad de envío diremos que el corazón va por

    delante. Y es por eso que vale la pena remitirnos al hecho de que Lacan (1969) se ocupa

    precisamente de este sacrificio de los aztecas en su función altamente valorizada del culto del

    goce. No se dispone de todo el cuerpo en el envío sacrificial a los dioses. Se dispone en el altar

    sagrado del corazñn en tanto objeto “a” sacado del pecho de las víctimas para donarlo como

    ofrenda al padre primordial, a ese dios solar. El cual siempre está en riesgo de ser devorado por

    las tinieblas, en riesgo de detener su marcha y de no reaparecer al día siguiente. El universo

    frágil, inestable del imperio azteca, se sustenta en el gran Padre primordial y éste, a su vez, se

    sustenta en el corazñn y la sangre del sacrificado. De este objeto “a” se sostiene y nutre “el

    pueblo del Sol” (Soustelle, 2006: p. 108).

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    El filón de goce en la defensa sacrificial del yo

    Podríamos hacer un recorrido por los historiales clínicos de Freud y localizar tal vez en algún

    rincón del cuadro histérico un rasgo o posicionamiento sacrificial. En los primeros casos quizás

    destaque la postura de poner sobre el altar del holocausto la palabra que podría haber liberado

    al sujeto de la impresión devastadora, identificada como trauma. Junto al sacrificio de la palabra

    estaría el sacrificio del deseo. Las pacientes designadas como histéricas llegan a manifestar

    oposición al mandato hipnótico del Amo Freud. Si no se hubieran opuesto a la prescripción de la

    hipnosis no habría surgido el sujeto del inconsciente. Freud inscribe la causa patógena en el

    hecho de que el sujeto se defiende de una “unverträglichen Vorstellung5” (1893-1895/2000: p.

    269), representación inasumible, intratable, para y por el Yo. En esta representación va el

    corazón del deseo por delante y será sacrificada por y para el Yo. Si se trata de algo intratable,

    incompatible con el Yo, ¿dónde estará en este proceso, en este trámite, el goce del esfuerzo

    sacrificial? Freud lo consigue descubrir o sorprender haciendo esta maniobra de ejercer presión

    sobre la frente del sujeto, la cual resulta equivalente a hacer presión sobre la palabra del sujeto.

    Lo que consigue es “das abwehrlustige Ich für eine Weile überrumpeln”6 (Freud, 1893-

    1895/2000: p. 280), sorprender por un momento al regocijantemente defensivo Yo. Lo que se ha

    sacrificado es el corazón de la verdad de lo intolerable o de la verdad intolerable en el altar de la

    defensa y para goce del Yo. Es el Yo lo que se regocija, lo que se deleita, en la postura

    defensiva, en la “Kraft der Abstossung”7 (Freud, 1893-1895/2000: p. 269), fuerza de rechazo

    contra una representación. Respecto de la cual podemos decir que sólo pensarla enferma o que

    deviene patógena sólo por el hecho de intentar pensarla, concebirla. Lo inconcebible instaura la

    raíz de lo traumático pero lleva el sacrificio de la palabra. Esta repulsa de lo inconcebible, en

    tanto fuerza, es también fuerza de presión, reproduciendo la de Freud sobre la frente del sujeto,

    fuerza de represión, que deleita al Yo, pues es fuerza de dominio, fuerza de mando.

    Para Lacan el sacrificio está implicado en la postura histérica. En su “évitement de la castration”8

    (1971,16.06.71). Podría ser parte de alguna de las modalidades de repulsa de la castración

    propias de dicha postura. La castración se pone de costado, se pone en el costado del

    5 Traducción al castellano: Representación inconciliable. 6 Traducción al castellano: por un momento sorprender al Yo que disfruta de la defensa. 7 Traducción al castellano: Fuerza de repulsión. 8 Traducción al castellano: “Evitamiento de castraciñn”.

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    compañero. En ese sentido es que puede entrar en relación, incluso sexual, con ese compañero.

    No es solo que “unilatéralise”9 (Lacan, 1971,16.06.71) la castración por la vía del compañero

    sino que también lo inutiliza. Y eso es lo que hace demoledoramente grotesca la afrenta de

    nuestra insigne cantante mexicana, Paquita la del barrio, con su frase “Me estás oyendo inútil”.

    Entonces, es la trama edípica la que aparece indicada, “à l‟horizon, dans la fumée, si l‟on peut

    dire, de ce qui s‟élève comme sacrifice de l‟histérique”10 (Lacan, 1971,16.06.71). Es el deseo lo

    que entra en la causa de este sacrificio, como algo que inutiliza también a la histérica en sus

    funciones tanto sociales como corporales. Freud había develado cómo cierto sector del cuerpo

    resultaba sacrificado, devenía inútil, al comprometer en su cauce su componente erógeno. De

    este modo los ojos podían sacrificarse, como lo hizo Edipo, como medida punitiva ante un ansía

    sensual-visual. La cual es atrapada por un superyñ que pronuncia su feroz y gozoso castigo: “es

    como si en el individuo se elevara una voz castigadora que dijese: ” (Freud, 1910/2000: p. 214). La voz superyoica castiga el abuso en el deseo con el abuso

    en el castigo. El castigo abusivo consiste en desemplear el órgano, en sacrificarlo, o bien en

    emplearlo para el deseo de ceguera del Otro, para el deseo ciego del Otro.

    Entonces algo difícilmente simbolizable, perturbadoramente simbolizable, puede sacrificarse

    para disfrute del Yo de la defensa repulsiva. Pero el mismo Yo puede ser sacrificado a instancias

    de una fuerza de mando superior a este poder imaginario. Igualmente voluptuoso en su afán de

    dominio. Las revelaciones de lo que postula y proclama el atentado terrorista con autoinmolación

    dan cuenta de esta situación. El terror es para los otros, para las posibles e inminentes víctimas

    y no para el Yo preparado, hasta equipado, para tal proeza sacrificial. En el sacrificio azteca

    dedicado al dios Tezcatlipoca el mancebo destinado para este propósito era honrado como un

    dios (Sahagún, 2006: p.105) pero eso no lo salvaba. Se lo honraba, se lo criaba en deleites, se le

    reverenciaba, se le ataviaba de manera ostentosa, se le regalaban cuatro doncellas. De este

    modo se pretendía engalanar y exaltar su Yo antes de ser expuesto a la extracción del corazón.

    Esta fortificación exaltada del Yo parece indispensable antes de la proeza sacrificial. Con su acto

    o a través de su ingente acto de inmolación el disfrute divino tendrá lugar. Por eso el acto de

    9 Traducciñn al castellano: “Unilateraliza”. 10 Traducciñn al castellano: “En el horizonte, en el humo, si así se puede decir, de eso que se eleva como sacrificio de la histérica”.

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    antemano parece bendecido o hasta santificado. Recordemos lo que Julia Kristeva señala

    acerca del acto suicida: “Más allá del horror del suicidio, es sabido que lo rodea una aureola

    gozosa, expresiñn del goce indecible de reunirse por fin con el objeto abandñnico” (1996: p. 66).

    Pero suicidio con terrorismo o terrorismo suicida suponen un gesto sacrificial donde el sujeto,

    reduciéndose a su mínima expresión, con la mínima expresión de su acto, desalojado de

    palabras, goza en su abandono terrible. Entroniza el disfrute en su condición de objeto que se

    abandona, en los brazos de aquel Gran Otro, que parece verse complacido por la devastación

    consumada.

    Lacan (1984) mismo había advertido lo que posee de esencialmente suicida el sacrificio

    primitivo, no sin antes haber indicado “la agresiñn suicida del narcisismo” (Lacan, 1984: p. 165).

    Lo cual permite apuntalar el compromiso identificatorio, narcisista, que se pone en juego en el

    acto sacrificial. El suicidio se puede situar como un acto sumamente justificable al sacrificar a un

    Yo que no tiene ya nada que ofrecer a la sociedad. Según los criterios tanto estrictamente

    positivistas como positivamente estrictos de aportación productiva. Si ya no tiene nada con que

    contribuir al mercado de los bienes el Yo mismo es desechable y su exterminio puede ser hasta

    plausible. Como lo sugiere David Hume: “supongamos que ya no tengo el poder de promover los

    intereses de la sociedad; supongamos que me convierto en una carga para ella; supongamos

    que el hecho de permanecer vivo impidiendo a otra persona ser más útil a la sociedad. En casos

    así, mi renuncia a la vida no sñlo sería un acto inocente, sino también laudable” (1995: p. 132).

    Es decir, se esperaría que este acto supremo de renuncia representa un alivio para la sociedad

    pues se descargaría de un ser inútil. Esto es, que el sujeto, nada inocente, dota a su acto de un

    sentido soberanamente ético. Lo hace en la medida en que tiene la expectativa de brindar un

    Bien a la sociedad con su desaparición. Ni aún en ese caso se soslaya la participación social

    mediante un acto sacrificial que lo ensalzaría. Allí se inscribe lo que Lacan llama su plus-de-

    jouir11.

    Ya el mito de Narciso glosa bastante bien el sacrificio del cuerpo en virtud de la imagen. Lo cual

    tiene renovada vigencia al ensayar una propuesta de la función tiránica que puede representar la

    imagen. De modo predominante en cualquiera de los trastornos relacionados con lo alimenticio,

    11 Traducción al castellano: plus de gozar.

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    exigiendo del ser corporal toda suerte de sacrificios. El personaje de Narciso sacrifica “su

    necesidad de comer” y “necesidad de descansar” (Ovidio, 1994: p. 152), para no perder de vista

    esta imagen que lo tiene arrebatado de pasión. El amor de Eco por Narciso redujo a la bella ninfa

    al estatuto de objeto “a”, de voz como resto de amor inconmensurable pero despechado. De

    Narciso quedará una mirada que languidece, una mirada perdida, una mirada como objeto “a”.

    Mirada transformada en una flor de centro amarillo y rodeado de pétalos blancos. Es una flor que

    mira, es una flor-ojo, como residuo de un amor desgastado, insatisfecho, pero sosteniendo la

    causa pérdida del deseo. Por esa imagen el cuerpo se mortifica a tal punto que el personaje

    exclama: “¡Ojala pudiera separarme de mi cuerpo!” (Ovidio, 1994: p. 153). Ese clamor es una

    impostura ya que el cuerpo está sometido al imperio de esta imagen subyugante. Las

    necesidades del cuerpo, las necesidades vitales, o insertas en lo que Freud denominaba

    pulsiones de conservación, se subordinan a este narcisismo poderoso, omnipotente de la

    imagen. Lo cual señala por qué Freud habría tenido que separar pulsiones de conservación (del

    Yo) del régimen del Yo narcisista.

    Narcisismo sacrificial, narcisismo cruento

    Es sorprendente que Freud no haya calibrado en mayor medida la dimensión mortificante del

    poder de la imagen narcisista. Sobre todo si recordamos la manera en la cual él enfoca el

    esclarecimiento del suicidio de su amigo y colega Nathan Weiss en 1883, a un mes de haberse

    casado. Es interesante cómo, en una misiva a Martha y sin poseer aún su arsenal teórico, Freud

    se refiere al componente narcisista del acto suicida y columbra sus contundentes causas: “[…] la

    tardía revelación de un enorme fracaso, la cólera inducida por su rechazada pasión, la cólera

    que sintió ante el sacrificio de toda su carrera científica, de su entera fortuna, para lograr tan sólo

    una catástrofe doméstica, y puede que también la irritación de verse privado de la prometida

    dote y su incapacidad para enfrentarse con el mundo y confesarlo todo … Lo mató la suma

    total de sus características, su narcisismo patológico aunado al anhelo de disfrutar de las cosas

    buenas de este mundo.” (1873/1984: p. 61).

    Se trata entonces de un narcisismo mortífero, asesino, que es capaz de inmolar, o exigir la

    inmolación de un ser triunfador. El cual parece sumamente ufano de sí mismo al punto de poseer

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    un “desproporcionado sentido de la propia importancia” (Freud, 1873/1984: p. 56). Narcisismo

    exultante pero cáustico que hace que el Dr. Breuer evoque, conversando con Freud en esa

    ocasión, acerca de la personalidad de Weiss, la anécdota del viejo judío sobre el destino

    sacrificial-trágico del hijo: “ Contestándole el hijo: . Weiss era también vitriolo y también

    corroía todo” (Freud, 1873/1984: p. 56). Es en esas circunstancias que se puede concebir una

    posición sacrificial, donde el sujeto deviene un objeto portador de mal, de devastación. Condición

    enaltecida en tanto opera como causa deseante y como causante de goce. El sacrificio más

    celebrado e idealizado es el que está ligado a la figura materna. De igual modo conviene señalar

    el fundamento narcisista de este sacrificio y su gravitación en el cumplimiento del deber materno.

    Ya lo había descubierto Lucien Israël: … desde luego esta dimensión narcisista del amor

    materno queda desconocida en la glorificación de las madres. Que los animales hembras se

    sacrifiquen por sus crías es posible, que los machos puedan hacerlo es probable. Que los

    hombres y las mujeres lo hacen, es seguro. El culto materno explota esta virtualidad. La mentira

    empieza con la proposición: todos los padres pueden sacrificarse por sus hijos, que se convierte

    en: todas las madres se sacrifican por sus hijos. El alcance tan grande de esta mentira se debe

    sólo a que muchas madres se la creen. El mito se refuerza así con verdaderos circuitos de

    reverberación. La sociedad asigna a la mujer la maternidad como realización de ella misma.

    Ciertas mujeres asumen la maternidad a condición de que esté marcada de heroísmo (Israël,

    1979: p. 108).

    La sociedad también se siente realizada en la mujer absorbida por la imagen materna en la

    medida en que responde al ideal reproductivo. Una leyenda como la de La Llorona se atrevió a

    sacudir los cimientos de este ideal materno de heroicidad y sacrificio. Y es que lo que propone

    este personaje legendario no es tanto una mujer que se sacrifica a ultranza por los hijos sino una

    mujer que sacrifica a los hijos como una maniobra vindicativa contra un compañero identificado

    con el falo. Por eso no sorprende que entre el público, que asiste al cadalso levantado para su

    castigo por el garrote, se haga destacar el semblante hostil de las madres. Así lo cuenta el poeta:

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    Ya comienza a impacientarse

    la muchedumbre que en mayo

    los rayos del sol abrasan

    y están las doce sonando;

    y no obstante, nadie piensa

    en retirase, que hay ánimo

    de contemplar cómo expira

    un tigre con rostro humano.

    Es en las madres más vivo

    aquel empeño y más franco

    su enojo contra la madre

    indigna del dulce encargo (Riva y Peza, 2008: p. 74).

    Feminidad y ambivalencia materna; rasgando los velos del sacrificio amoroso

    Sin embargo, hace falta un verdadero tifón para que estos cimientos de la maternidad sacrificial

    sacudidos por los lamentos legendarios de La Llorona se conviertan en verdaderos vestigios de

    archivo escudriñables sólo por la curiosidad investigativa. Pues hoy día, en la literatura

    contemporánea, el ideal materno de sacrificio asociado a la feminidad sigue resistente a

    cualquier remoción o arquitectónicamente calculada demolición. Beatriz Rivas (2009), escritora y

    periodista, comenta en una de sus novelas a propósito de los requisitos para contraer

    matrimonio, particularmente tratándose de la mujer: “En realidad el deseo no es un requisito para

    contraer matrimonio. Sí lo son, en cambio, la paciencia, la tolerancia y el sentirse dispuesta a

    sacrificar la individualidad…” (p. 32, las cursivas son mías); o en voz de Marcos Burgos, uno de

    los personajes secundarios de la novela Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza

    (1999/2008), al referirse a las virtudes femeninas que quiere inculcar a su sobrina Matilda recién

    llegada del campo veracruzano: “La educaciñn no sñlo amedrentaba el innato sentido de

    abnegación y sacrificio, las mejores virtudes femeninas…” (p. 132, las cursivas son mías).

    El combustible que energetiza esta adhesiva constelación sacrificial de la mujer, se encuentra

    disponible en los yacimientos del amor maternal, ese amor que anida de manera aparentemente

    imperturbable en la relación madre-hijo, sosteniéndola, y que le hace nido a lo que para Freud

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    supone el deseo femenino por excelencia: “La situaciñn femenina sñlo se establece cuando el

    deseo del pene, se sustituye por el deseo del hijo y este aparece en lugar del pene” (Freud,

    1933/1976: p. 119). Mediante este planteamiento, no cabe la menor duda de que la economía

    libidinal de la mujer quedaría supeditada a la maternidad, a hacer de la maternidad la situación

    auténticamente femenina de la expresión del amor de mujer. Al quedar así reducida la feminidad

    a la maternidad, se vislumbra la importancia que un hijo (sobre todo si es del sexo masculino)

    tiene en la vida psíquica de una mujer pero, también, se aprecia la que tienen otros objetos de

    amor, como sería el hombre, que hacen las veces o son sustitutos del pene del que la mujer

    carece. De tal manera que entre el hijo y el compañero sexual de una mujer no existiría un

    distingo cualitativo en términos de la significancia psíquica, sino una equivalencia libidinal

    cristalizada en el deseo de completud, de hacerse la mujer (de) un repositorio fálico.

    Uno de los componentes centrales de este amor de madre que exalta la feminidad, del amor

    maternal, es el sacrificio. De esto, el famoso juicio salomónico resulta una clara evidencia. Relata

    la biblia que un día se presentaron ante quien fuera considerado el más sabio de los reyes de

    Israel, Salomón, dos mujeres prostitutas que argumentaban ser la madre de un niño. Viviendo en

    la misma casa, ambas mujeres habían dado a luz un hijo con una diferencia de tres días, pero

    durante la noche, el hijo de una ellas muere ahogado porque la madre se había acostado sobre

    él. Al darse cuenta, la mujer que había ahogado al hijo lo intercambia por el hijo vivo de la otra,

    haciéndolo pasar como suyo y dejando al muerto en los brazos de la que dormía. Al día

    siguiente, la madre del niño vivo se da cuenta de la treta y lleva su queja ante el rey. Por el

    arbitrio de Salomón, la solución ordenada es que el niño vivo sea partido por mitad con una

    espada para después entregar una mitad a cada mujer. “La verdadera madre del niðo,

    conmovida por la suerte que iba a correr su hijo, dijo al rey: …” (Libro 1 Reyes, 3:16-28: p. 369), mientras que la otra

    mujer (la madre impostora) sostiene su acuerdo con la sentencia del rey. Las dos mujeres, pues,

    estaban dispuestas al sacrificio pero sólo la verdadera madre, como toda madre verdadera,

    estaba dispuesta a sacrificarse a sí misma, a renunciar a su hijo en nombre del amor que le

    tenía; entretanto la otra, la madre „mala‟, a lo que estaba dispuesta era a sacrificar al hijo.

    Con este tipo de relatos penetrados hasta los huesos del imaginario colectivo de las culturas

    judeocristianas como la nuestra, está por demás explicitar que el amor que la madre le prodiga a

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    la hija (o) es el paradigma del amor sacrificial y está lacrado con el mismo sello con el que una

    mujer ama a su compañero sexual. Una mujer se sacrifica por un hombre siguiendo el modelo de

    sacrificio con el que una madre ama a su hijo, o sea, anteponiendo los deseos ajenos a los

    propios. Así como la madre es capaz de dar todo y de renunciar a cualquier cosa por el hijo, así

    hay mujeres capaces de privarse hasta el consumo de sus propios anhelos, hasta que estos se

    vuelven objeto de consumo del otro, por amor al otro. El amor maternal representa el modelo de

    perfección amorosa en el cual el sacrificio hace de orificio para el advenimiento de su sentido, es

    el que le da sentido y orientación al curso de sus expresiones, de las expresiones de ese amor

    que es imaginado y vivido como perfecto.

    Esta especie de patrón sacrificial heredado de la madre, patrón/amo que la somete y le prescribe

    a la mujer el camino del amor y las voces para seguirlo, está recortado por la creencia en la

    inexistencia de impulsos destructivos en la economía subjetiva de la madre, en la mitigación al

    punto de la disolución, del otro costado del amor que es el odio, como si la madre estuviera

    privada de la pulsión de muerte y, por ende, incapacitada para engendrar también odio y

    desprecio hacia su progenie; o como si la madre no fuera un sujeto sexuado, sujeto del

    inconsciente, y, en ese sentido, determinado el vaivén de su deseo por la mezcla de Eros y

    Tánatos. En pocas palabras, se cree en la inexistencia de la ambivalencia materna.

    Esta creencia, cuyo correlato es el puro amor, el amor puro, purificado del odio, que cifra el

    sacrificio como destino amoroso para la mujer, está tan arraigada en el psicoanálisis freudiano

    como en la cultura. Freud concibe la relación madre-hijo como la “más perfecta, la más exenta

    de ambivalencia de todas las relaciones humanas” (Freud, 1933/1976: p. 124), y en el escenario

    de la cultura popularizada a través de frases célebres, la proclamación del pleno amor de la

    madre es incesante. Transcribimos unas cuantas: “Jamás en la vida encontrareis ternura mejor,

    más profunda, más desinteresada y verdadera que la de vuestra madre” (Balzac, en Fernández

    Poncela, A., 2002: p. 96); “todo lo que soy o aspiro ser se lo debo a la angelical solicitud de mi

    madre” (Daudet, en Fernández Poncela, A., 2002.); y otra más: “la maternidad es la clave de

    bñveda de la felicidad matrimonial” (Boleda en Fernandéz Poncela, A., 2002). Una madre como

    la que se figura a través de estas frases, ¿no es acaso un subrogado de la divinidad? ¿No es

    Dios, la fuerza del amor y la gracia que supera y rinde todas las fuerzas del mal? ¿No es el amor

    de Dios el más desinteresado y verdadero que jamás se haya concebido?

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    Frente a la creencia de Freud, el trabajo clínico de psicoanalistas feministas como Rozsika

    Parker (1995/2005) y Estela Welldon (1988) con pacientes femeninas, muchas de ellas madres,

    prueba el carácter obtuso de ésta. Welldon, por ejemplo, postula la existencia de la perversión

    femenina a la luz de una serie de casos clínicos en los que prevalece como factor común,

    aunque manifestado a través de diferentes comportamientos (automutilación, abuso sexual del

    hijo, etc.), la experiencia de la mujer como un ser “a quien no se la ha permitido disfrutar la

    sensación de su propia independencia, de su condición de ser individual, con su propia

    identidad; en otras palabras, no ha experimentado la libertad de ser ella misma” (1998: p. 8). Y

    esto se debe, siguiendo a la autora, a que durante su infancia estas mujeres tuvieron una madre

    que las hizo sentir indeseadas, ignoradas o bien, en el otro extremo, demasiado importantes y

    sobreprotegidas (que en realidad significa total desprotección), sofocadas al punto de ser

    tratadas como una parte indiferenciada de ésta (1998: p. 9). En ambos casos, empero, el

    resultado es una sensación de indefensión y extrema inseguridad que induce un terrible odio

    hacia la figura más importante de su infancia: la madre. Esto representa una constelación

    psíquica que no constituye sino la refracción de las propias sensaciones de indefensión,

    inseguridad y odio de la madre en el ejercicio de su maternidad, es decir, efectos de su propia

    ambivalencia eclipsada, pero volcada sobre la hija.

    Parker (1995/2005), por su lado, quien define la ambivalencia materna como “la experiencia

    compartida en grados variables por todas las madres en donde existen lado a lado sentimientos

    de amor y odio hacia sus hijos” (p. 1), sitúa a la frustración y la duda como sus principales

    alimentos. Frustración y duda, tal como Parker lo señala, no constituyen el problema de la

    ambivalencia materna, sino “la manera en que la madre maneja el sentimiento de culpa y la

    ansiedad que esta provoca” (1995/2005: p. 8).

    Ahora, para comprender por qué la creencia en el amor absoluto de la madre que elide la

    representación del componente del odio, propiciando que la penumbra de la economía psíquica

    femenina, la noche de ese amor que todo lo puede y todo lo sacrifica, se vuelva día a través del

    síntoma (como en el caso de las perversiones femeninas referidas anteriormente) y además de

    manera muy fundamental, posicionamiento amoroso de una mujer frente a un hombre, es

    necesario pensar en algunos componentes particulares de la relación madre-hija en conexión

    con la cultura.

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    Luce Irigaray (1991/2004) postula que la cultura de occidente está fundada sobre el sacrificio de

    la madre, el cual resulta ser anterior al que Freud (1912) teorizara en Tótem y Tabú a partir de

    considerar el sacrificio del padre como acto fundador de la horda primordial. Este sacrificio de la

    madre, a diferencia del asesinato del padre, no se traduce en una estructura social; es un

    matricidio que queda excluido de cualquier funeral y, de ahí, desprovisto de un valor simbólico

    capaz de generar una divinidad femenina ejemplar ante quien postrarse, o bien, ante quien

    rebelarse; ante la cual igualarse o arrodillarse culposa. El sacrificio de la madre arrastra consigo

    hacia las húmedas catacumbas de los márgenes de la cultura y del inframundo, su genealogía,

    los valores y las representaciones tanto como las directrices a seguir y los deseos a atesorar

    para la construcción de una identidad propiamente femenina.

    La relación madre-hija queda expuesta así a la perturbaciñn del silencio, a “ser el continente

    negro por excelencia” (Freud, 1912: p.35) y sujeta a la prohibición del padre, del Nombre-del-

    Padre (Lacan, 1955-6) que se convierte en la prohibición de un encuentro con el cuerpo de la

    madre, el cual sería indispensable para la orientación psíquica de la hija en términos de soporte

    de su economía libidinal. La madre no le puede transmitir a la hija aquello de lo que ella misma,

    la madre, en tanto portadora del sexo femenino, ha sido privada, pero sí le transmite la privación,

    misma que no puede más que causar en la hija, como lo arguye Freud (1924), un profundo

    desprecio. La relación preedípica madre-hija termina en odio y resentimiento de la hija hacia la

    madre por no haberla dotado con el genital correcto, con el genital que sí vale, y vale mucho, por

    haberla parido atrofiada y mutilada. La mujer, entonces, como se lamentan las perversas de los

    casos clínicos de Welldon, no podrá experimentar la sensación de ser ella misma porque ser ella

    misma carece de ruta, siendo la única disponible, la única al alcance de sus pasos y de su

    marcha patituerta (por tener un sexo representado como atrofiado), aquella que la madre ha

    dejado tras de sí plagada de sacrificio. Ese es el capital subjetivo que la madre le hereda a la hija

    y que la mujer invertirá a ciegas, siempre a ciegas, en el silencio tormentoso de un amor que no

    sabe más que a sacrificio.

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