44
La concepción de Williams es como sigue. Las personas a veces convergen en sus creencias éticas y aquellas creencias a veces constituyen conocimiento. Esto puede suceder precisamente cuando las creencias en cuestión involucran un concepto ético espeso. Así, las personas que abrazan el concepto de blasfemia pudieran no tener dificultad para estar de acuerdo y, desde luego, para saber que una cierta obra de arte, digamos, es blasfema. Lo central, sin embargo, yace en lo que esté involucrado en su abrazar el concepto de blasfemia en primer lugar. Concedida la distintiva combinación de evaluación y objetividad del concepto, abrazarlo es parte de vivir en un mundo social particular, un mundo en el que ciertas cosas son apreciadas y otras aborrecidas. Las personas necesitan vivir en tal mundo social. Pero como la historia lo demuestra ampliamente, no hay tal mundo social en que las personas necesiten vivir. Ciertamente no necesitan vivir en un mundo que sustente el concepto de blasfemia. Así que, cualquier buena explicación reflexi- va acerca de por qué las personas convergen en sus creencias acerca de lo que es blasfemo, debe incluir una explicación científico-social de por qué abrazan el concepto de blasfemia en lo absoluto; por qué viven en ese mundo social. Esta explicación no puede ella misma invocar el concepto de blasfemia, porque debe ser desde un punto de ventaja de reflexión fuera del mundo social en cuestión. Así que no puede conformarse al esquema “Esas personas convergen en sus creencias En el principio era la acción FILOSOFÍA Realismo y moralismo en el argumento político Bernard Williams

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En el principioera la acción

FILOSOFÍA

Realismo y moralismoen el argumento políticoBernard Williams

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En el principioera la acción

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Sección de Obras de Filosofía

Bernard Williams

En el principio era la acción

Realismo y moralismoen el argumento político

Traducción de Adolfo García de la Sienra

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Primera edición, 2012

Williams, BernardEn el principio era la acción. Realismo y moralismo en el argumento político / Bernard Williams ;

selec., ed. e introd. de Geoff rey Hawthorn ; pref. de Patricia Williams ; trad. de Adolfo García de la Sienra. – México : fce, 2012

226 p. ; 23 × 17 cm — (Colec. Sección de Obras de Filosofía)Título original: In the Beginning Was the Deed. Realism and Moralism in Political ArgumentISBN 978-607-16-1009-6

1. Política – Ética 2. Política - Filosofía I. Hawthorn, Geoff rey, selec. II. Williams, Patricia, pref. III. García de la Sienra, Adolfo, tr. IV. Ser. V. t.

LC JA71 Dewey 320.01 W196e

Distribución mundial

Título original: In the Beginning Was the Deed. Realism and Moralism in Political Argument© 2005, Princeton University Press

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

D. R. © 2012, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.www.fondodeculturaeconomica.comEmpresa certificada iso 9001:2008

Comentarios: editorial@ fondodeculturaeconomica.comTel. (55) 5227-4672; fax (55) 5227-4640

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuereel medio, sin el consentimiento por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-1009-6

Impreso en México • Printed in Mexico

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Sumario

Prefacio, por Patricia Williams 9Introducción, por Geoff rey Hawthorn 13

I. Realismo y moralismo en la teoría política 25 II. En el principio era la acción 44 III. Pluralismo, comunidad

y witt gensteinianismo de izquierda 56 IV. La modernidad y la sustancia de la vida ética 69 V. El liberalismo del miedo 82 VI. Los derechos humanos y el relativismo 94 VII. De la irrestricción a la libertad:

la interpretación de un valor político 109 VIII. La idea de igualdad 134 IX. Confl ictos entre libertad e igualdad 154 X. La tolerancia, ¿una cuestión política o moral? 169 XI. La censura 182 XII. El humanitarismo y el derecho a intervenir 189 XIII. Verdad, política y autoengaño 199

Bernard Williams: escritos de interés político 211Índice analítico 219Índice general 225

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Prefacio

Patricia Williams

Es triste, pero apropiado, que mi gesto fi nal y práctico de aprecio y amor a Bernard sea ayudar a la publicación de las últimas tres colecciones de sus escritos fi losófi -cos. El sentido del pasado: ensayos en la historia de la fi losofía, La fi losofía como disci-plina humanista y En el principio era la acción: realismo y moralismo en el argumento político serán publicadas por Princeton University Press. Bernard me ayudó y me animó de maneras innumerables en mi carrera de editora, confi rmando mi convic-ción de que los editores en las prensas universitarias debieran ser juzgados por su elección de asesores al igual que por los autores que publican.

Como muchos que lo conocieron, pensé que Bernard era indestructible… ¡creo que él pensaba lo mismo! Pero, cuando se recuperaba de los drásticos efectos de su primera lucha de tratamiento para el cáncer en 1999, hablamos por primera y, quizá, única vez acerca de lo que debiera ocurrir a sus artículos si no pudiese termi-nar el libro Verdad y veracidad. Afortunadamente lo publicó en 2002, aunque lo hu-biera expandido de varios modos si el tiempo no hubiera sido tan apremiante. Lo que aprendí de esta conversación fue que Bernard no tenía fe en su habilidad, o en la de cualquier fi lósofo, para predecir qué trabajo sería de interés duradero para sus sucesores. Eso es algo que el futuro tendría que decidir. Así que, aunque estaba to-talmente en contra de lo que llamaba «listas de lavandería» póstumas, rehusó ex-presar cualquier otra opinión acerca de lo que debiera publicarse después de su muerte. Afortunadamente para mí, se especifi có, en cambio, que aunque me corres-pondería manejar los aspectos prácticos de la publicación como me pareciera ade-cuado, él solicitaría a «un fi lósofo joven de fi rme integridad y severidad de juicio, así como dotado de entendimiento acerca de los tipos de cosas que él había estado tratando de hacer en fi losofía», que vigilara que no me apartase del buen camino fi losófi co. Ése fue Adrian Moore. Le estoy profundamente agradecida por la cuida-

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prefacio

dosa consideración que les ha dado a los complicados asuntos generales de publi-cación y republicación, al igual que por su amistad.

Decidir sobre el contenido de este volumen particular ha sido una pesada res-ponsabilidad. Es penoso recordar cuánto quería Bernard terminar un libro sobre este tema. Trabajó sobre él hasta el fi n. Su «voz» se abre paso con fuerza en los ar-chivos y en el gran número de notas y bosquejos en su computadora. Pero la meta ha sido seleccionar del material inédito solamente aquellos artículos y confe rencias que Bernard mismo hubiera aprobado para su publicación en forma no editada, y sin incluir el crucial material «vinculado» y los tópicos adicionales que hubiera in-corporado en el libro más ambicioso que quería escribir. En particular, planeaba relacionar su obra sobre teoría política con su experiencia en la vida política en la Gran Bretaña y los Estados Unidos de la posguerra.

La contribución de Geoff rey Hawthorn a este proyecto se debe en pequeña parte a ese elemento «autobiográfi co» faltante. A lo largo de nuestros años en Cam bridge, él y Bernard pasaron muchas horas agradables discutiendo acerca de los intereses que compartían, siendo la política uno de los más importantes para ambos. Tengo una deuda enorme con Geoff rey por dedicar tanto pensamiento y tiempo a este volumen.

Debiera también agradecer a aquellos que dieron su consejo y expresaron sus comentarios sobre la selección: Adrian Moore, desde luego, y Barry Stroud, que ha sido desde hace mucho mi amigo de confi anza y asesor sobre la obra de Bernard. Th omas Nagel y Samuel Scheffl er también ayudaron a confi gurar este libro de mo-dos cruciales. Tristemente, las notas que hizo Bernard sobre sus numerosas discu-siones con Ronald Dworkin a lo largo de los años y, en particular, en los seminarios que dieron juntos en Oxford, aunque inteligibles, no se hallaban en forma publica-ble, ni tampoco lo eran las contribuciones de Bernard al seminario conjunto que dio con Robert Post en Berkeley. Pero hay muchas señales de su estímulo e infl uen-cia intelectuales.

Mi agradecimiento de corazón, también, a Walter Lippincott , el director de la Princeton University Press, y a su equipo en Princeton y Oxford, cuyo compromi-so con Bernard como autor y con los altos estándares de edición, diseño, produc-ción y mercadeo es tan valuable en un tiempo en que la publicación académica en-cara complejos desafíos fi nancieros.

Finalmente, me gustaría reconocer a los editores que amablemente han otorgado su permiso para publicar material en este volumen.

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prefacio

• «In the Beginning Was the Deed», en Deliberative Democracy and Human Rights, comp. de Harold Hongju Koh y Ronald C. Slye (Yale University Press, New Haven, 1999). © 2000 por Yale University.

• «Pluralism, Comunity and Left Witt gensteinianism», Common Knowledge, 1, núm. 1 (Duke University Press, Durham, 1992).

• «Th e Liberalism of Fear». Nos gustaría agradecer al Wolfson College, Ox-ford, por permitirnos amablemente publicar este artículo.

• «From Freedom to Liberty: Th e Construction of a Political Value», Philoso-phy and Public Aff airs, 30, núm. 1 (Blackwell’s, Oxford, 2001).

• «Th e Idea of Equality», Philosophy, Politics and Society, 2ª serie, comp. de Pe-ter Laslett y W. G. Runciman (Blackwell’s, Oxford, 1962).

• «Toleration, a Political or Moral Question?», Diogène, 44, núm. 4 (1996). El mismo artículo fue publicado por Diogène en francés, inglés y árabe.

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Introducción

Geoffrey Hawthorn

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Bernard Williams no empezó escribiendo de un modo sostenido acerca de la polí-tica sino hasta fi nales de los años ochenta. Como dice en el primero de los ensayos de esta colección, fue incitado a hacerlo de la manera más inmediata por sus en-cuentros con teóricos legales y políticos en los Estados Unidos. Pero era un movi-miento natural. Por mucho tiempo había tenido interés en los asuntos de preocu-pación pública en Gran Bretaña y se había involucrado con los aspectos prácticos de varios de ellos. La experiencia había fortalecido su convicción de que las cues-tiones de principio no podían ser consideradas aparte de las de la práctica, y que los aspectos prácticos eran en parte políticos. En su fi losofía moral, las considera-ciones sobre la pregunta de cómo debiéramos vivir que había juntado en Ethics and the Limits of Philosophy (1985) tenían claras implicaciones para la política: so-bre el lugar desde donde estábamos respondiendo y a quién, sobre la relación en nuestras respuestas entre teoría y experiencia, y sobre cómo lo que decimos es «re lativo» a nosotros.1 Pero en las conversaciones académicas de que disfrutó en los Estados Unidos acerca de la ley y la política, temas que se conectan más estre-chamente ahí que en Gran Bretaña con la fi losofía y entre sí, así como con la vida pública, se sintió desanimado. Parecía haber un «dualismo maniqueo de alma y cuer po» entre el intenso moralismo de gran parte de la teoría legal y política, y el desnudo realismo que muestra la ciencia política al concentrarse en los intereses. También lo estimularon en el trayecto los intercambios en Alemania con Jürgen Habermas. Williams tenía motivos en abundancia para elaborar su propia «ética de la responsabilidad política».

1 Ethics and the Limits of Philosophy (Fontana, Londres; Harvard University Press, Cambridge, 1985).

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introducción

Tomó la frase de Max Weber.2 Estaba refl exionando sobre esa cuestión, sin em-bargo, en circunstancias muy diferentes y la acometió de un modo enteramente más persuasivo. Weber había estado defendiendo su tesis ante la Unión de Estu-diantes Libres en Múnich en 1919, cuando el «carnaval» de la revolución se hallaba en su apogeo afuera en las calles. Williams mismo era muy consciente de la amena-za perpetua en lo que él concebía como los «únicos universales seguros» de la política: el poder, la falta de poder, la crueldad y el temor. Pero estaba pensando en tiempos más calmados. También estaba pensando más cuidadosamente. Weber creía que uno tenía que contar con una causa, y que la responsabilidad consistía en pensar duro acerca de lo que podía seguirse de actuar con base en eso. Pero tenía una concepción desencantadamente arbitraria de cómo es que alguien podía llegar a dar con una causa en primer lugar; tenía poca idea de cómo, más allá de la fuerza de la personalidad, podría uno hacer que otros la compartieran, y, aparte de las ad-vertencias sobre la demoniaca fuerza de la violencia, no dijo cuál era la responsabi-lidad política de la que estaba hablando ni a quién se le atribuía. Para Williams és-tas eran las preguntas centrales.

El primer asunto de todos en la política, sin embargo, según lo deja en claro Williams, es la pregunta de Hobbes de cómo crear orden a partir del caos. Para Hobbes, quien refl exionaba sobre la Inglaterra de la década de 1640, el caos se ha-llaba en la violencia de la convicción contenciosa e intransigente. En muchos luga-res, uno u otro tipo de desorden persisten. Incluso donde no lo hace, subraya Wil-liams, nunca se puede presumir que se haya ido para siempre. La primera cuestión se halla siempre a nuestro alcance, y es fundamental a toda política. En principio, y si no hay escrúpulos, también en la práctica, poner un alto al desorden no es difícil. Requiere el uso efectivo del poder del Estado. Pero, si no hay escrúpulos, la solu-ción se convertirá en el problema. Aquellos que están sometidos al poder del Esta-do perderán su libertad, y peor aún, preguntarán cuál es la naturaleza de la protección del Estado y su precio y el porqué de su actuación, y querrán una respuesta razona-ble. Harán lo que Williams llama una «demanda de legitimación básica».

En el mundo moderno esta demanda es cada vez más encarada por el liberalis-mo. Éste es un hecho histórico. Pero los términos se tienen que elaborar, y la elabo-ración tiene que justifi carse. Aquí es donde Williams se aparta de otros teóricos políticos liberales. Sucumben a lo que él describe en Ethics and the Limits of Philos-ophy como las «tentaciones de la teoría». Quieren encontrar un término ad quem, un fundamento racional. Esto, argumenta, es un error.

2 Max Weber, «Th e Profession and Vocation of Politics», en Political Writings, comp. de Peter Lassman y Ronald Speirs (Cambridge University Press, Cambridge, 1994), pp. 309-369.

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introducción

La teoría busca característicamente consideraciones que sean muy generales y tengan tan poco contenido distintivo como sea posible, porque está tratando de sistematizar y porque quiere representar el mayor número de razones posibles como aplicaciones de otras razones. Pero la refl exión crítica debiera buscar el mayor grado de entendimiento compartido sobre cualquier asunto, y debiera usar cualquier material ético que, en el contexto de la discusión refl exiva, tenga algún sentido y demande alguna lealtad. Desde luego, eso dará las cosas por sentadas, pero en la medida en que es una refl exión seria debe saber que hará eso. La única empresa seria es vivir, y tenemos que vivir después de la refl exión; más aún (aunque la distinción entre teoría y práctica nos anime a olvidarlo), tenemos que vivir durante ella también. La teoría usa típica-mente la suposición de que tenemos demasiadas ideas éticas, algunas de las cuales muy bien podrían resultar ser meros prejuicios. Nuestro problema principal ahora es realmente que no tenemos demasiadas sino demasiado pocas, y necesitamos encarecer tantas como podamos.3

No hay términos ad quem. El liberalismo es un hecho histórico. Si fuera a haber una justifi cación teórica del mismo, argumenta Williams, tendría que explicar teó-ricamente también por qué nadie antes del liberalismo podía ver que la razón la exigiese. Pero no hay tal explicación. Los liberales carecen «espectacularmente» de una teoría del error. Dejando esto de lado, si fuese a haber una justifi cación completamente teórica, sería extremadamente general. En la palabra que usa para describir tal generalidad en «La modernidad y la sustancia de la vida ética», sería demasiado «delgada». Y, al ser delgada, no lograría lo que también le sería reque-rido: es decir, ofrecer una explicación plena y satisfactoria de cómo debiéramos proceder, como frecuentemente lo formulaba Williams, «ahora y por aquí». No estaría guiada por el mundo en que vivimos, y no sería una guía sufi ciente para nuestra acción en este mundo.4

Es, sin embargo, el caso que la mayor parte de la teoría política liberal que tene-mos procede de este modo. Empieza con una justifi cación teórica y procede a ex-plicar en qué consiste, a ojos de quienes proponen su adquisición política. El utili-tarismo, como lo menciona en el primer ensayo aquí, lo explica en Ethics and the Limits of Philosophy, y lo ha elaborado en otra parte,5 considera la política como

3 Ethics and the Limits of Philosophy, p. 116. 4 Williams da una explicación de conceptos éticos «delgados» en «La modernidad y la sustancia de la

vida ética», pp. 79-80; véanse también sus «Réplicas» en World, Mind, Ethics: Essays on the Ethical Philoso-phy of Bernard Williams, comp., de J. E. J. Altham y Ross Harrison (Cambridge University Press, Cambridge, 1995), p. 207, y Truth and Truthfulness: An Essay in Genealogy (Princeton University Press, Princeton, 2002), pp. 305-306, n. 2; su ejemplo en el segundo es el contraste entre el delgado «bien» y la espesa «castidad». Discute la naturaleza del contraste y la cuestión de si los espesos conceptos éticos pueden ser verdaderos en Ethics and the Limits of Philosophy, pp. 140-145.

5 J. J. C. Smart y Bernard Williams, Utilitarianism: For and Against (Cambridge University Press, Cam-

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introducción

simplemente el instrumento ejecutivo de la más grande felicidad del mayor núme-ro. El contractualismo, en la muy discutida Teoría de la justicia de John Rawls, ofre-ce condiciones morales para la coexistencia bajo el poder y, como explica Williams, Rawls no cambia materialmente a este respecto su tesis en su posterior Liberalismo político.6 El argumento de Ronald Dworkin a favor de los principios del derecho, con el cual se involucra Williams directamente en «Confl ictos entre libertad e igual-dad», ofrece fundamentos morales para un gobierno justo y, por ende, con auto-ridad. Otras teorías (Williams las menciona en varios ensayos, incluyendo «En el principio era la acción» y «La tolerancia») empiezan con una teoría moralmente consecuencial de la autonomía personal. Las teorías varían. Pero cada una empieza desde fuera de la política. Lo característico de la alternativa de Williams, que es trabajar a partir del hecho histórico de la «demanda de legitimación básica», es que empieza desde adentro. Sólo su principio único de crítica no puede hacerlo. Éste es que si se cuenta una historia para justifi car la ventaja de un grupo más poderoso sobre uno menos poderoso, si la historia es profesamente creída por los más pode-rosos, y si es aceptada por los desaventajados sólo debido al poder que los aventaja-dos tienen sobre ellos, entonces el hecho de que los desaventajados la acepten no la hace legítima. Al menos, si éste es un principio que ha de operar desde adentro, no solamente tenemos que contar con un modo de ver qué tanto «profesan» su creen cia los aventajados, sino también esperar que los mismos desaventajados puedan llegar a ver cómo han llegado a aceptarla.7

Al presentar los tipos de justifi cación que dan, las otras teorías liberales tam-bién ponen poca atención a la pregunta de para quién son las teorías. Si tratamos de responder esta pregunta —sugiere Williams—, no podemos quedar satisfe-chos. Los utilitaristas están dirigiéndose a un público indiferenciado que no ha sido defi nido sino por sus deseos agregados. Rawls parece estar dirigiéndose al conjunto de los redactores de la Constitución y fundadores de los Estados Unidos «que apenas se hubieran bajado del barco». Dworkin está dirigiéndose a una Su-prema Corte algo idealizada, que refl exiona manteniéndose por encima y aparte de las políticas de la sociedad para las cuales está emitiendo fallos. Los teóricos de la persona liberal, empezando quizá a partir de un argumento en favor de la «auto-nomía», pueden estar dirigiéndose a cada quien (argumentando en favor de una

bridge, 1973), ahora un clásico; y Amartya Sen y Bernard Williams (eds.), Utilitarianism and Beyond (Cam-bridge University Press, Cambridge; Maison des Sciences de l’ Homme, París, 1982).

6 John Rawls, A Th eory of Justice (Harvard University Press, Cambridge, 1971); Political Liberalism (Co-lumbia University Press, Nueva York, 1993).

7 Williams también discute el principio en Truth and Truthfulness: An Essay in Genealogy (Princeton Uni-versity Press, Princeton, 2002), pp. 221 y ss.

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introducción

noción, agrega Williams, que es producida por las fuerzas que crearon lo que ellos quieren que cada cual justifi que).

Algunos teóricos políticos, abordando el tema, han intentado identifi car al pú-blico más amplio extendiendo lo que toman como una verdad en Witt genstein. Ésta es que los conceptos atañen peculiarmente a «formas de vida», que para estos witt gensteinianos signifi can comunidades conceptualmente distintas. Los miem bros de tales comunidades sólo pueden responder a ideas que se conectan con aquellas con las que conducen sus vidas. Ellos también —argumentan estos teóricos— tie-nen la percepción de que su vida es comunal y son adversos a teorías que empiezan con la idea de individuos autónomos. Es más, deben encontrar tales ideas, y cual-quier otra que no sea la suya, incluso difíciles de aprehender. La implicación puede ser que los teóricos políticos realmente tienen que vivir las vidas de las personas a las que se están dirigiendo. Williams podía ver por qué algunas veces fue tomado como un comunitario de este tipo. Pero no lo era. Es una concepción que tiende naturalmente al conservadurismo. También es fantasiosa. Pocas comunidades del tipo que imaginan (si es que acaso hay alguna) existen todavía. (Uno puede pregun-tarse si alguna vez han existido; el tipo de sociedad «hipertradicional» que Wil liams mismo invocaba en sus argumentos acerca de la ética, «máximamente homogénea y mínimamente dada a la refl exión», era un artilugio, e hipotética.)8 Suponer que pueden existir, ciertamente suponer que pueden estar a la vista de nosotros los modernos, es completamente irreal. La vida es por doquier plural.

Entre estas sociedades por doquiera plurales habrá, en la modernidad, aquellas de un tipo liberal. Dentro de éstas, sugiere Williams en «El liberalismo del mie-do», habrá dos tipos de público para la teoría política. Uno es lo que él llama «la audiencia». Ésta abarcará a aquellos con poder e infl uencia en el Estado, así como a otros teóricos. El otro son «los escuchas». Éstos serán las personas acerca de quie nes en parte trata la teoría y a quienes en parte está destinada, las personas con las que la teoría debiera conectarse. En un respecto, las teorías liberales convencio-nales bien pueden conectarse con ambas clases de público. Al ser teóricas, son ge-nerales; su generalidad se expresará en conceptos delgados; la delgadez es la cuali-dad del lenguaje de la racionalidad administrativa moderna, y como Williams subrayó en Ethics and the Limits of Philosophy 9 y lo dice nuevamente en «La mo-dernidad y la sustancia de la vida ética», la fi losofía moral y política ha entrado más bien en tratos demasiado íntimos con eso. En otro respecto, sin embargo, las personas acerca de quienes trata la teoría y para las que presuntamente está desti-

8 Ethics and the Limits of Philosophy, pp. 142-148 y 158-159. 9 Ibid., p. 197.

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introducción

nada no se conectarán con sus argumentos en lo absoluto. Conducen sus vidas con conceptos más particulares, «espesos», que son «guiados por el mundo» y «guías de la acción». Así lo hará también, cuando no esté formulando edictos administra-tivos o ella misma teorizando, «la audiencia» de Williams. En las sociedades mo-dernas todos vivimos nuestras vidas con ambos órdenes de conceptos, y cada cual puede tener una incidencia en la política. Hay estratos en nuestra sustancia ética. Vivimos en «federaciones éticas».

Si una teoría ha de «tener sentido», en la frase de Williams, para sus escuchas, debiera conectarse con los complicados y frecuentemente poco consistentes actos de autocomprensión con los cuales conducen sus vidas. En las vidas de los escu-chas, más aún (en contraste con las vidas de unos cuantos en la audiencia, que ten-drán razón para retirarse a refi nar la teoría como teoría), habrá siempre otras per-sonas. Otras personas tienen diferentes deseos y creencias, y éstos habrán de chocar. Habrá contiendas, esto es, política. Y la gente sabe, incluso si los teóricos lo olvidan, que las contiendas en la política no son fundamentalmente conceptuales. Son acerca de qué hacer, y los conceptos políticos, tanto espesos como delgados, son guiados por lo que la gente hace. Es por ello que lo que Williams llama «relati-vismo estándar» es ocioso. Ésta es la posición de que si el partido A favorece a Y y el partido B favorece a Z, Y es correcto para A y Z es correcto para B. Les dice a los partidos qué es lo correcto. Es una posición para la cual, como él lo formula, siem-pre llegamos o demasiado pronto o demasiado tarde. Llegamos demasiado pronto si no hay intercambio entre los partidos, demasiado tarde si lo hay. E «intercam-bio» aquí, como lo explica en «Los derechos humanos y el relativismo», puede involucrar de modo importante el reconocimiento político, lo cual se vuelve políti-camente importante cuando los bandos tienen que encontrar un modo de vivir entre sí. El único relativismo sensato es el de la distancia. Esto ofrece a las personas un juicio que no necesitan hacer porque no implica diferencia respecto a lo que cualquier bando hace. La verdad más importante de todas en la política, insiste Williams en una frase de Goethe, es que «en el principio» no es la palabra sino «la acción».10

Una teoría política cualquiera parecerá tener sentido, y en alguna medida reorganizará el pensa-miento y la acción políticos, sólo en virtud de la situación histórica en la que es presentada, y su relación con esa situación histórica no puede ser plenamente aprehendida o captada en la re-fl exión. (Cualquier refl exión que pretenda captarla estará ella misma enraizada en la práctica.) Aquellas teorías y refl exiones siempre estarán sujetas a la condición de que, para alguien que se

10 Faust, parte 1, 1237.

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halla inteligente e informadamente en esa situación (y no se trata de condiciones vacías), ése parezca o no parezca un modo razonable de proceder [«En el principio era la acción»].

Ninguna teoría política puede por sí misma determinar su propia aplicación.

ii

Fue la fascinación de Williams con la aplicación —más exactamente con cómo pen-samos acerca de qué hacer «ahora y por aquí»— lo que lo condujo prácti camente a involucrarse en los asuntos difíciles de la política británica. Su ensayo «La idea de igualdad», incluido aquí, condujo a una invitación a ocupar un lugar en la Comisión de Escuelas Públicas establecida por un gobierno laborista en 1965 «para acon se jar sobre la mejor manera de integrar las escuelas públicas» —es decir, independien-tes y privadas— «dentro del sistema estatal de educación». Fueron sus pensamien-tos tanto puestos en el papel como expresados en una gama de pláticas y emisiones (a escuchas) sobre cómo refl exionar acerca de los campos de valores e intereses en pugna, y cómo tratar de resolver éstos, los que condujeron a que sirviese en la Co-misión Real del Juego entre 1976 y 1978 y a que presidiese un Comité sobre la Obs-cenidad y la Censura Fílmica entre 1977 y 1979. (Los argumentos que emergieron del segundo cuerpo fueron ampliamente admirados en Gran Bretaña y se les solici-tó en otras partes.) Después del largo interludio del gobierno conservador en los años ochenta y la primera mitad de los noventa, Williams regresó en 1997 a tomar parte en una investigación independiente sobre el Acta del Mal Uso de las Drogas de 1971. Él fue también, a principios de los años noventa, un miembro infl uyente de la comisión del partido laborista sobre la cuestión que siempre le había interesado: la de la justicia «social» o distributiva.11

El hecho de que Williams sirviese en estos cuerpos cuando el laborismo se ha-llaba en el poder, y fuese un miembro de una de las propias comisiones del partido cuando no lo estaba, parecería decir algo acerca de su política. En los años sesenta y setenta, desde luego se halló cercano a quienes, ya fuesen o no miembros del par-tido, integraban las que fueron descritas variadamente como alas «socialista de-mocrática» y «social democrática» del laborismo, y después de la creación en los

11 La Comisión de Escuelas Públicas produjo dos reportes, bajo John Newsom en 1968 y bajo David Donnison en 1970. Comisión Real del Juego 1976-1978, Report, artículo predominante 7200 (hmso, Lon-dres, 1978). Bernard Williams (comp.), Obscenity and Film Censorship: An Abridgement of the Williams Report (Cambridge University Press, Cambridge, 1981). Comisión sobre Justicia Social, Social Justice: Strategies for National Renewal, El reporte Borrie (Vintage, Londres, 1994).

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años ochenta de un nuevo Partido Social Democrático (como resultaría, más bien de corta vida), tenía simpatía por él. Pero no era un hombre de partido político. Eran el interés intelectual y la importancia humana de los asuntos los que lo lleva-ron a trabajar con personas en todos los ámbitos de la vida que compartían su compromiso de encontrar el acuerdo más razonable.

Se hallaba en la naturaleza de la concepción política que tenía Williams del ar-gumento fi losófi co en la política el que no argumentara consistentemente en favor de la prioridad de ningún principio particular. Pero aunque Witt genstein no aparece (deliberadamente, incluso en la refutación) en los reportes de las investigaciones en las que se hallaba involucrado, la reacción de Williams a la línea de pensamiento de los witt gensteinianos era su precepto. Puede no haber una base incontrovertible en fi losofía para cualquier punto de partida en la política. Pero esto no signifi ca que, a fi n de poder empezar a partir de algo estable, tengamos que suponer una comunidad única, conceptualmente coherente. Ni tampoco, agregaría en respuesta a la lectura radical de Richard Rorty, nos da licencia para empezar en cualquier parte, y ciertamente no llegamos a ningún lado contemplando con asombro iróni-co hacia dónde debemos empezar. En lugar de ello,

una vez que se aplica una concepción realista de las comunidades, y las categorías que necesi-tamos para entender a cualquiera que sea inteligible en lo absoluto son distinguidas de aque-llas de un signifi cado más local, podemos seguir a Witt genstein hasta el punto de no buscar un nuevo fundacionalismo, pero aun así dejar espacio para una crítica de lo que algunos de «nos-otros» hacemos en términos de nuestro entendimiento de un «nosotros» más amplio [«Plu-ralismo, comunidad y witt gensteinianismo de izquierda»].

Qué signifi caba seguir este precepto aparece con particular claridad en los en-sayos de Williams aquí reunidos sobre la tolerancia, un tema que lo ocupó tanto como cualquiera, y la censura. En una sociedad plural hay muchos valores e intere-ses, y una variedad de conductas correspondientes. Muchos confl ictos. Se podría mostrar que algunos causan en verdad daño e inducen un miedo más amplio. Algu-nos ofenderán. Otros no harán nada de eso. Algunos serán expresados en privado, otros públicamente. Algunos pueden ser factiblemente restringidos; otros pueden no serlo. Algunos inevitablemente desafi arán la autoridad del Estado; otros, no. Más allá de lo que él consideraba como la más básica de las «demandas de legiti-mación» en el liberalismo, que el Estado debiera proteger a sus ciudadanos del te-mor, es «difícil —escribe— descubrir cualquier actitud única [ante la tolerancia] que subyazca a la práctica liberal». Si, por lo tanto, hemos de tener «un gobierno legítimo humanamente aceptable bajo condiciones modernas» («La tolerancia,

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¿una cuestión política o moral?»), condiciones que incluyen, entre otras cosas, nuestras pluralidades, necesitaremos un grado de «mentalidad abierta a las duali-dades». Tendremos que aceptar que encarados con cualquier situación particular para la cual quisiéramos encontrar una decisión razonablemente acordada, tal vez tengamos que favorecer más de un valor y hacer más de un tipo de argumento.

Si esto es sencillo de ver en muchas de las cuestiones políticas que surgen den-tro de un solo Estado, es incluso más sencillo cuando consideramos aquellas que cruzan las fronteras de los Estados. Una de ellas, que se volvió urgente en los años noventa, es la de si, y si sí cómo y cuándo, intervenir para proporcionar ayuda «hu-manitaria» a otros. En un gesto característicamente penetrante al fi nal de una con-ferencia, incluida aquí, que dio sobre el tema en Oxford, bosqueja los modos en que las consideraciones inevitablemente políticas habrán de poner restricciones a una respuesta simple de un país al sufrimiento en otro, y entonces invita al escu-cha a pensar cómo eliminar las restricciones. Imaginen —sugiere— el instrumen-to ideal para aquellos que creen que debieran intervenir: una organización no gu-ber namen tal guiada por fi guras dedicadas, independientes e internacionalmente respetadas, con habilidad y buen juicio, fi nanciada por multimillonarios ilimita-damente ge nerosos, que concite fuerzas adecuadas y por estas razones sea sufi cien-temente prestigiosa y efectiva para encarar a cualquier Estado que pudiera querer resistirla. Superaría todas las difi cultades, excepto una: ¿a quién respondería tal cuerpo? Si sugerimos que a gobiernos o asociaciones de gobiernos, regresamos a la política. Si la organización puede ignorar a los gobiernos (y a unas Naciones Uni-das que tie nen compromisos con los gobiernos), podríamos sugerir que a «la con-ciencia moral de la humanidad». La implausibilidad lo dice todo. No es ninguna respuesta. Desde luego que regresamos a la política: es decir, a pugnas con otros en que el sufrimiento de aquellos que viven en otros países será en el mejor de los ca-sos un asun to entre muchos, y uno que puede no ser siempre razonable poner en primer lugar.

Williams fue bastante inusual al tomar seriamente la política en el pensamien-to político. Fue muy inusual, desde luego, al poder ver tan claramente, y luego al explicar, tan brillante y persuasivamente, dónde y en cualquier asunto qué com-binación de argumento ético y realismo político tenía sentido. Y se involucraba. Si podía a ve ces verse a sí mismo «en buena medida recordándoles a los fi lósofos morales [y polí ticos] verdades acerca de la vida humana que son muy bien conoci-das de virtualmen te todos los seres humanos adultos, con excepción de los fi lóso-fos morales [y políticos]», como «una especie de misión de vuelo para socorrer a un pequeño grupo aislado de la humanidad en el Himalaya intelectual» («El libe-ralismo del miedo»), no se sigue que muchos otros seres humanos hayan explica-

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do tan poderosamente cuáles eran estas verdades, y cuál es la verdad misma. Y, por ello, marcó una diferencia.

iii

Williams estuvo trabajando sobre su siguiente libro hasta el último momento. Iba a ser sobre política. Los pensamientos que convergían hacia él se habían desarro-llado en las conversaciones —que tan grandemente valoraba— con sus amigos en materia de fi losofía política: Th omas Nagel, Th omas Scanlon, Amartya Sen, Samuel Scheffl er y Charles Taylor, en un seminario con Robert Post en Berkeley, y en otro que condujo con Ronald Dworkin durante varios años en Oxford, ocasio-nes celebradas por su estímulo y placer intelectual. Pero, incluso en el sentido que Williams dio a la palabra, el libro no habría sido solamente de teoría. Intentaba re-fl exionar más ampliamente sobre los modos en que su pensamiento acerca de la política había sido afectado por sus experiencias en la vida política, intelectual y artística de la Europa y los Estados Unidos de la posguerra.

No serán solamente aquellos que lo conocieron quienes lamenten no tener este libro. Hubiera dicho mucho acerca del lugar de la política en la vida. Pero tene-mos las conferencias y ensayos en los que estaba extendiendo algunas de sus ideas al respecto. He incluido los textos sustanciales aquí. Sólo uno no está fechado a fi -nales de los años ochenta o en los noventa. Éste es «La idea de igualdad», que apareció primeramente en 1962; se ha reimpreso varias veces y todavía no ha sido sobrepasado. Lo incluyo para iluminar la complejidad inherente a una aspiración que, en «Confl ictos entre libertad e igualdad», Williams considera frente a la com-plejidad inherente a otra para mostrar qué es lo que se halla en juego al tener am-bas aspiraciones.

Williams dejó solamente la indicación más breve de cómo ordenaría los asun-tos más generales en el libro que tenía en mente. Al ordenar los ensayos me he ba-sado en ésta, en los juicios de otros, muy especialmente de Patricia Williams, y en los míos propios. Hay repeticiones, pero éstas desempeñan diferentes papeles en distintos argumentos, y el todo transmite la fuerza acumulada de las líneas de pensamiento de Williams de una manera que ninguna pieza sola podría hacer. Aquellos que conocen su trabajo previo sabrán qué están buscando. Aquellos que no, encontrarán una explicación generalmente accesible y con frecuencia delicio-samente ingeniosa de la confi guración y dirección del pensamiento político liberal, más generalmente de los pasados 35 años; Williams es frecuentemente breve, pero es agudo y maravillosamente lúcido sobre aquellos con los que está en desacuerdo, e incluso cuando es más divertido siempre es justo. Lo que es más importante, en-

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contrarán una voz original en la teoría política moderna: en mi opinión, la más sa-bia, la más razonable y la más atractiva de todas.

He dejado los artículos como los hizo Williams, agregando solamente algunas referencias. Solamente en dos casos he cortado algunos párrafos de uno que se re-piten en otro. «Realismo y moralismo en la teoría política», «De la irrestricción a la libertad», «La idea de igualdad» y «Confl ictos entre libertad e igualdad» están en varias medidas escritos de manera relativamente formal, fi losófi ca. «La moder-nidad y la sustancia de la vida ética», «El liberalismo del miedo», «Los derechos humanos y el relativismo» y «El humanitarismo y el derecho a intervenir» son textos de conferencias. «En el principio era la acción», «Pluralismo, comunidad y witt gensteinianismo de izquierda», «La tolerancia», «La censura» y «Verdad, política y autoengaño» fueron escritos (o reescritos) como ensayos.

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I. Realismo y moralismo en la teoría política

Dos modelos de teoría política

Empiezo con dos modelos tentativos de la teoría política (o la filo-sofía: la distinción no es importante aquí) respecto a la relación entre la moralidad y la práctica política. Uno es el modelo de la promulgación. El modelo consiste en que la teo ría política formula principios, conceptos, ideales y valores, y la política (en la medida en que hace lo que la teoría quiere que haga) busca expresar éstos en la acción política a través de la persuasión, el uso del poder, y así sucesi vamente. Esto no entraña necesariamente (aunque sí conlleva usualmente) una distinción entre personas. Más aún, hay una actividad intermedia que puede ser compartida por ambas partes: ésta confi gura las concepciones particulares de los principios y valo res a la luz de las circunstancias, y diseña programas que pudieran expresar aquellas concepciones.

El paradigma teórico que implica el modelo de la promulgación es el utilitaris-mo. A menos que asuma su desacreditada forma de Mano Invisible (bajo la cual no hay nada que tenga que hacer la política más que quitarse del camino y quitar del camino a otras personas), éste también presenta una muy clara versión de algo que está siempre implícito en el modelo de la promulgación: la visión panóptica, esto es, la perspectiva de la teoría sobre la sociedad se funda en la necesidad de supervi-sarla a fi n de ver cómo puede ser mejorada.

Contrástese esto con un modelo estructural. Aquí, la teoría asienta condiciones morales de coexistencia bajo el poder, condiciones en las que el poder puede ser justamente ejercitado. El paradigma de tal teoría es el de Rawls. En A Th eory of Jus-tice [Teoría de la justicia] (tj), la teoría también implicaba cierta cantidad de cosas acerca de los fi nes de la acción política, debido a lo que conlleva aplicar el Princi-pio de Diferencia; aunque, de modo interesante, incluso ahí era presentada menos en términos de un programa y más en términos de una estructura requerida. En

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Political Liberalism [Liberalismo político] (lp) y los escritos que condujeron a tal obra, este aspecto es menos prominente.1 Esto se debe a que Rawls quiere trazar un hiato más grande de lo que permitía tj entre dos diferentes concepciones: la de una sociedad en la que el poder es correctamente ejercido (una sociedad bien or-denada), y la de una sociedad que satisface las aspiraciones liberales de tener justi-cia social. (Esta distinción puede implicar varias otras: derechos humanos, políti-cos, económicos, etcétera.)

Las diferencias entre estos dos modelos son, desde luego, importantes. Pero lo que me concierne aquí es lo que tienen en común, dado que ambos representan la prioridad de lo moral sobre lo político. Bajo el modelo de la promulgación, la polí-tica es (muy a grandes rasgos) el instrumento de la moral; bajo el modelo estructu-ral, la moralidad ofrece restricciones (en tj, restricciones muy severas) sobre lo que la política puede correctamente hacer. En ambos casos, la teoría política es algo así como moralidad aplicada.

Esto es todavía verdadero en la obra más reciente de Rawls. Él, desde luego, dice que «en tj una doctrina moral de la justicia, de alcance general, no se distin-gue de una estrictamente política teoría de la justicia» (lp, p. 11), y se propone arti-cular una concepción política. Pero también dice, de manera reveladora, que «tal concepción es, desde luego, una concepción moral» (lp, p. 36); es elaborada para encarar una cuestión en especial, la estructura básica de la sociedad. Sus observa-ciones adicionales son que es independiente de una doctrina comprehensiva, y que reúne y ordena ideas que se hallan implícitas en la cultura pública de una so-ciedad democrática. La concepción supuestamente política, entonces, es todavía una concepción moral, la cual es aplicada a un cierto tema bajo ciertas restriccio-nes de contenido.

Rawls sostiene que la estabilidad de una sociedad democrática plural está, o debiera estar, sustentada en la psicología moral de los ciudadanos que viven dentro de un consenso traslapado (lp, p. 143). Debe haber una pregunta de si ésta es una respuesta apropiada o plausible: es una cuestión de historia o de sociología políti-ca, o alguna otra investigación empírica. Pero, en cualquier caso, Rawls no está me-ramente dando una respuesta a la pregunta sobre la estabilidad en términos de la moralidad de los ciudadanos: está dando una respuesta moral. Esto se hace patente en su repetida aserción (por ejemplo, lp, p. 147) de que las condiciones del plura-lismo bajo las cuales el liberalismo es posible no representan «un simple modus vi-vendi». En vez de ello, la base de la coexistencia, y las cualidades educidas por estas

1 John Rawls, A Th eory of Justice (Harvard University Press, Cambridge, 1971); Political Liberalism (Co-lumbia University Press, Nueva York, 1993). [Ediciones en español: Teoría de la justicia, fce, México, 1979; Liberalismo político, fce, México, 1995.]

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condiciones, incluyen los más altos poderes morales, sobre todo un sentido de equidad. Rawls contrasta «un simple modus vivendi» con la base dotada de princi-pios de su propio pluralismo, y supone que éste cubre no solamente un espacio neutral de tipo hobbesiano que está constituido por una cantidad igual de miedo, sino también equilibrios basados en percepciones de ventaja mutua. Que estas op-ciones estén agrupadas implica un contraste entre principio e interés, o moralidad y prudencia, el cual signifi ca la continuación de una moralidad (kantiana) como marco del sistema.2

Llamaré a las concepciones que hacen a lo moral anterior a lo político versiones de «moralismo político» (mp). El mp no implica inmediatamente mucho acer ca del estilo en que los actores políticos debieran pensar, pero de hecho sí tiende a te-ner la consecuencia de que deban pensar no solamente en términos morales, sino también en los términos morales que pertenecen a la teoría política misma. Al lector le será familiar cómo el mp puede buscar, de varias maneras, fundamentar el libera-lismo. Trataré de contrastar con el mp una aproximación que da mayor autonomía al pensamiento distintivamente político. Ésta puede ser llamada, en relación con cier-ta tradición, «realismo político». Asociada con éste se hallará una aproximación muy diferente al liberalismo. (Esto está relacionado con lo que la ya desaparecida Judith Shklar llamaba «el liberalismo del miedo», pero no desarrollo ese aspecto del mismo aquí.)3

El primer asunto político

Identifi co el «primer» asunto político en términos hobbesianos como el rela-cionado con el aseguramiento del orden, la protección, la seguridad, la confi anza y las condiciones de cooperación. Es el «primero» porque resolverlo es la condi-ción para resolver, incluso para plantear, cualesquiera otros. No es (infelizmente) el primero en el sentido de que, una vez resuelto, ya no tenga que ser resuelto nue-vamente. Esto es particularmente importante porque, dado que una solución al primer asunto es requerida todo el tiempo, está afectada por las circunstancias histó-

2 La frase misma «un simple modus vivendi» sugiere una cierta distancia respecto de lo político; la expe-riencia (incluyendo en el tiempo presente) sugiere que aquellos que disfrutan tal cosa ya son afortunados. También hay una cuestión interesante, que no confronto aquí, acerca de cómo se supone que hemos de pensar acerca de la emergencia de las condiciones del pluralismo. Rawls parece comprometido a pensar que éstas constituyen no solamente una posibilidad histórica entre otras (mucho menos, la calamidad sugerida por la nostalgia comunitaria), sino también una oportunidad providencial para el ejercicio de los más altos poderes morales.

3 Judith Shklar, «Th e Liberalism of Fear», en Liberalism and the Moral Life, comp. de Nancy Rosenblum (Harvard University Press, Cambridge, 1989), pp. 21-38, y el ensayo de Williams bajo el mismo título aquí.

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ricas; no es cuestión de llegar a una solución del primer asunto al nivel de la teoría del estado-de-la-naturaleza y luego proceder al resto de la agenda. Esto está relacio-nado con lo que podría contar como un «fundamento» del liberalismo.

Es condición necesaria de legitimidad (leg) que el Estado resuelva el primer asunto, pero no se sigue que sea una condición sufi ciente. Hay dos tipos diferentes de consideración aquí. Hobbes efectivamente pensaba, muy a grandes rasgos, que las condiciones para resolver el primer problema, al menos en circunstancias histó-ricas dadas, eran tan exigentes que bastaban para determinar el resto de los arreglos políticos. En este sentido, en verdad creía que la condición necesaria de leg era también la condición sufi ciente de la misma; alguien que está en desacuerdo con esto puede meramente estar en desacuerdo con Hobbes en este punto.

Si uno está en desacuerdo con Hobbes, y piensa que más de un conjunto de arreglos políticos, incluso en circunstancias históricas dadas, puede resolver el pri-mer asunto, no se sigue estrictamente que la cuestión de qué arreglos son seleccio-nados haga una contribución adicional a la pregunta sobre la leg, pero es entera-mente razonable pensar que esto puede hacer una contribución, y que algunos, pero solamente algunos, de esos arreglos son tales que el Estado será de leg.

Incluso Hobbes, desde luego, no pensaba que un estado de leg pudiera ser idéntico a un reino del terror; el punto entero era salvar a la gente del terror. Era esencial a su interpretación, es decir, su idea de que el Estado —la solución— no debiera convertirse en parte del problema. (Muchos, incluso Locke, han pensado que la propia solución de Hobbes no pasa esta prueba.) Ésta es una idea importan-te: es parte de lo que está involucrado en el proceso mediante el que un Estado sa-tisface lo que llamaré la demanda de legitimación básica (dlb).

La demanda de legitimación básica

Satisfacer la dlb es lo que distingue a un Estado de leg de un Estado de ileg. (No me ocupo de casos en que la sociedad está tan desordenada que no está claro si hay un Estado.) Satisfacer la dlb puede ser igualado con que haya una solución «aceptable» al primer asunto político. Diré algo más acerca de lo que cuenta co-mo «aceptable».

Es importante, primero, distinguir entre la idea de que un Estado satisface la dlb y la de que tiene virtudes políticas adicionales (por ejemplo, que sea un Esta-do liberal). Quiero decir que éstas son dos ideas diferentes, y de hecho pienso que manifi estamente ha habido, y quizá haya, Estados no liberales de leg. Sin embar-go, esto no excluye la posibilidad de que pudiera haber circunstancias en las que el

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único modo de tener leg involucrara ser liberal. Esto se relaciona con la cuestión de las condiciones extra sobre leg, y, como dije, retornaré a esto.

Afi rmaré primero que meramente la idea de satisfacer la dlb implica un senti-do en que el Estado tiene que ofrecer una justifi cación de su poder a cada sujeto.

Primero, una o dos defi niciones:

1. Para estos propósitos, se dice de un individuo cualquiera que es súbdito de un Estado cuando éste lo tiene bajo su poder, y por sus propias luces lo pue-de con justicia coercer bajo sus leyes e instituciones. Desde luego, esto no es satisfactorio para todos los propósitos, puesto que un Estado puede reclamar demasiadas personas, pero no trataré de ahondar en esta cuestión. Dudo que haya una respuesta muy general de principio a la pregunta de cuáles son los límites propios de un Estado.

2. «Lo que alguien puede temer» signifi ca algo de lo que alguien pudiera razo-nablemente tener miedo si fuera probable que le ocurriera a él o a ella en los términos hobbesianos básicos de coerción, dolor, tortura, humillación, sufri-miento, muerte (el temor no tiene que ser necesariamente a las operaciones del Estado).

3. Al estar desaventajado respecto a lo que uno puede temer, llámesele el estar «radicalmente desaventajado».

Supóngase la existencia de un grupo de súbditos del Estado —situados dentro de sus fronteras, sometido a la exigencia de obedecer a sus ofi ciales, y así consecu-tivamente— que se hallan radicalmente desaventajados respecto a otros. En el lí-mite, no tienen virtualmente ninguna protección en lo absoluto de las operaciones de los ofi ciales o de otros súbditos. No están mejor que los enemigos del Estado. Puede haber algo que cuente como una legitimación local de esto. ¿Pero es leg? ¿Es la dlb satisfecha?

Bien, no hay nada que decir a los miembros de este grupo para explicarles por qué no debieran iniciar una revuelta. Estamos suponiendo que no son vistos como un grupo de personas extranjeras capturadas dentro de las fronteras del Estado. (Los ciudadanos de la antigua Esparta consideraban a los hilotas abiertamente como enemigos y, durante al menos un periodo, los ofi ciales espartanos, al asumir su puesto, renovaban una declaración de guerra contra ellos. Las frecuentes «re-vueltas» hilotas eran, así, simplemente intentos de defenderse.) Suponemos, con-trariamente a esto, que hay un intento de incorporar a los del grupo radicalmente desaventajado como súbditos. Propongo que en estas circunstancias la dlb, en esta medida, no ha sido satisfecha.

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Así que tenemos:

i) La mera incompetencia para proteger a un grupo radicalmente desaventa-jado es una objeción al Estado, y

ii) La mera circunstancia de que algunos súbditos se hallen de facto bajo el po-der de otros no legitima que se hallen radicalmente desaventajados. Esto implica que la esclavitud está imperfectamente legitimada respecto a una pretensión de autoridad sobre los esclavos: es una forma de guerra interio-rizada, como en el caso de los hilotas.

Puede preguntarse si la dlb es ella misma un principio moral. Si lo es, no re-presenta una moralidad previa a la política. Es una aserción inherente a que haya una cosa tal como la política: en particular, porque es inherente a que haya prime-ro una cuestión política. La situación de un grupo de personas aterrorizando a otro grupo de personas no es per se una situación política: es, en vez de ello, la situación que, en primer término, la existencia de lo político está supuestamente llamada a aliviar (a reemplazar). Si el poder de un grupo de personas sobre otro ha de repre-sentar una solución al primer asunto político, y no ha de ser ella misma parte del problema, algo se tiene que decir para explicar (a los que tienen menos poder, a los transeúntes afectados, a los niños que están siendo educados en esta estructura, etc.) cuál es la diferencia entre la solución y el problema, y ésa no puede ser simple-mente una explicación de dominio exitoso. Tiene que ser algo en el modo de una explicación justifi cadora o legitimación: de ahí la dlb.

La respuesta está bien hasta aquí, pero se necesita decir más acerca de cómo es que una exigencia de justifi cación surge, y cómo puede ser satisfecha. Una cosa puede ser tomada como axioma: que el poder no implica el derecho, que el poder mismo no justifi ca. Es decir, el poder de coerción ofrecido simplemente como el poder de coerción no puede justifi car su propio uso. (Desde luego, el poder de jus-tifi car puede ser él mismo un poder, pero no es meramente ese poder.)

Este principio no determina en sí cuándo hay necesidad de justifi cación (por ejemplo, no implica que un estado de naturaleza hobbesiano viole derechos). Hace algo para determinar, cuando hay una demanda de justifi cación, qué habrá de con-tar como tal. Uno no puede decir que es una condición necesaria o sufi ciente para que haya una (genuina) exigencia de justifi cación, el que alguien exija una. No es sufi ciente, porque cualquiera que sienta que tiene una queja puede plantear una exi-gencia, y siempre hay algún lugar para la queja. Tampoco es una condición necesa-ria, porque las personas pueden ser disciplinadas por el poder coercitivo mismo para aceptar su ejercicio. Esto, en sí mismo, es una verdad obvia, y puede ser exten-

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dido a la crítica de casos menos evidentes. Lo que puede ser llamado el principio de la teoría crítica, que la aceptación de una justifi cación no cuenta si la aceptación mis-ma es producida por el poder coercitivo que supuestamente está siendo justifi cado, es un principio sólido: la difi cultad que presenta para validar aseveraciones en mate-ria de conciencia falsa y cosas por el estilo se halla en decidir qué cuenta como aquello que ha sido «producido por» el poder coercitivo en el sentido relevante.

Sin embargo, una condición sufi ciente de que haya una exigencia (genuina) de justifi cación es ésta: A coerciona a B y sostiene que B se equivocaría si se desquitara: lo resiente, lo prohíbe, recluta a otros para oponerse a ello como algo erróneo, y así consecutivamente. Al hacer esto, A sostiene que sus acciones trascienden las con-diciones de guerra, y esto da lugar a una exigencia de justifi cación de lo que A hace. Cuando A es el Estado, estas pretensiones constituyen su deseo de autoridad sobre B. Así, tenemos un sentido en el cual la dlb misma requiere que se le dé una legitima-ción a cada sujeto.

Puede haber un caso puro de guerra interna, del tipo invocado en el caso de los hilotas. No hay una respuesta general a cuáles son los límites del Estado, y supongo que puede en principio haber un Estado «espongiforme». Mientras sin duda hay razones para detener la guerra, éstas no son las mismas razones o no están relacio-nadas con la política del mismo modo, como razones dadas para una pretensión de autoridad. En términos de derechos, la situación es ésta: primero, cualquiera sobre quien el Estado reclame autoridad tiene derecho a un tratamiento justifi cado por la pretensión de leg; segundo, no hay derecho a ser miembro de un Estado si uno no es miembro —o, en cualquier caso, no se sigue tal derecho de precisamente esta explicación—; tercero, no hay pretensión de autoridad sobre los enemigos, inclu-yendo a aquellos en la situación de los hilotas. En virtud de este último punto, tales personas no tienen un derecho del tipo mencionado en el primer punto. Sin em-bargo, los delitos en contra de las personas carentes de Estado son seguramente delitos, y la esclavitud del tipo hilota seguramente viola derechos, y esto requerirá una explicación más extendida en términos de la medida en que es deseable vivir bajo la ley (y, por ende, de lo político). No obstante, los casos importantes para los problemas presentes son aquellos en los cuales se dice que los que se hallan en ra-dical desventaja son sujetos y el Estado reclama autoridad sobre ellos.

Al liberalismo

Sin embargo, esto no excluirá muchas legitimaciones que no sean satisfactorias desde un punto de vista liberal. ¿Cómo llegamos al liberalismo?

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En primer lugar, los liberales elevarán los estándares de lo que cuenta como estar en desventaja. Esto se debe a que elevan sus expectativas de lo que un Estado puede hacer; más aún, adoptan, quizá porque se hallan en posición de adoptar, es-tándares más exigentes de lo que cuenta como una amenaza a los intereses vitales de las personas, una amenaza en términos del primer problema mismo; dan pasos más sofi sticados para evitar que la solución se convierta en parte del problema. Re-conocen, por ejemplo, derechos de libre expresión; en primera instancia, porque es importante que los ciudadanos y otros sepan si la dlb está siendo satisfecha.

Los liberales también agregarán, al menos, lo siguiente:

• Las racionalizaciones de desventaja en términos de raza y género son inváli-das. Esto es parcialmente una cuestión de cómo son las cosas ahora, pero también refl eja el hecho de que sólo algunas racionalizaciones son siquiera inteligibles. Aquellas asociadas con el racismo, y cosas por el estilo, son todas falsas o irrelevantes bajo el estándar de cualquiera. Es también importante advertir que la aceptación de ellas por el partido dominante es rápidamente explicada, mientras que su aceptación por los dominados es un caso fácil para el principio de la teoría crítica; y

• las estructuras jerárquicas que generan desventajas no son autolegitimadoras. Una vez que se plantea la cuestión de su legitimidad, no puede ser resuelta simplemente por el hecho de que existan (ésta es una proposición necesaria, una consecuencia del axioma acerca de la justifi cación: si la supuesta legiti-mación es vista como carente de base, surge una situación de más poder coercitivo). En nuestro mundo, la cuestión ha sido planteada (ésta es una proposición histórica).

Podemos decir en este punto que el liberalismo impone condiciones más rigu-rosas de leg; que los Estados no liberales no satisfacen ahora en general la dlb. Esto puede ser visto a la luz del punto recién asentado, que cuando las «legitima-ciones» de los Estados jerárquicos son percibidas como míticas, la situación se aproxima a una de coerción no mediada.

Sumario de consideraciones acerca de la dlb

La pretensión es que podemos obtener de la dlb una restricción de, aproximada-mente, una aceptabilidad igual (aceptabilidad para cada sujeto), y que la dlb no re-presenta a la moralidad como previa a la política. Pero vamos más allá de esto, hacia

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cualquier interpretación distintivamente liberal, sólo dadas suposiciones adiciona-les acerca de qué cuenta como legitimación. Se verá que estas condiciones adicio-nales contienen rechazos de algunas cosas que ciertamente han sido aceptadas como legitimaciones en el pasado. Más aún, se refi eren a exigencias de legitimacio-nes en que no se hicieron tales exigencias en el pasado.

Así, se puede resumir la posición general como sigue:

a) Rechazamos el mp, el cual reclama la prioridad de lo moral sobre lo político. Esto es rechazar la relación básica de la moralidad con la política tal como la representa el modelo de la promulgación o el modelo estructural. No niega que puede haber aplicaciones locales de ideas morales en política, y éstas pueden adoptar, en una escala limitada, una forma promulgadora o estruc-tural;

b) en el nivel básico, la solución al «primer» asunto ciertamente involucra un principio, la dlb. La aproximación es distinguida de la del mp por el hecho de que este principio, que proviene de una concepción acerca de lo que po-dría contar como una respuesta a una exigencia de justifi cación del poder coercitivo —si tal exigencia genuinamente existe—, está implícito en la idea misma de un Estado legítimo, y así es inherente a cualquier política. La satisfacción de la dlb no ha adoptado siempre o incluso usual, histórica-mente, una forma liberal;

c) aquí y ahora, la dlb y, junto con ella, las condiciones históricas solamente permiten una solución liberal: otras formas de respuesta son inaceptables. En parte, esto se debe a la razón ilustrada de que otras supuestas legitima-ciones son ahora vistas como falsas y, en particular, ideológicas. No es, aun-que frecuentemente se piensa que lo sea debido a que alguna concepción liberal de la persona, que aporte la moralidad del liberalismo, sea o deba ser vista como correcta, y

d) en tanto que el liberalismo tiene fundamentos, los tiene en su capacidad de dar respuesta al «primer asunto» de un modo que es ahora visto, dando por sentadas estas respuestas a la dlb, como aceptable. En la medida en que las cosas van bien, las concepciones de lo que ha de temerse, de lo que es un ataque al yo y de lo que es un ejercicio inaceptable del poder pueden exten-derse. Esto puede, desde luego, ser explicado en términos de una aclaración éticamente elaborada de la persona según la cual ésta tiene intereses más sofi sticados que pueden involucrar, por ejemplo, una noción de autonomía. Esta explicación podría ser, o aproximarse a, una concepción liberal de la persona. Pero éste no es el fundamento del Estado liberal, porque es un pro-

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ducto de aquellas mismas fuerzas que conducen a una situación en la que la dlb es satisfecha sólo por un Estado liberal.

Esta imagen ayudará a explicar dos cosas. Primero, uno puede invocar una concepción liberal de la persona para justifi car características del Estado liberal (encajan bien juntos), pero uno no puede aceptar de cabo a rabo que los dos están plenamente vinculados y empezar desde los cimientos.4 Segundo, arroja alguna luz sobre el importante hecho de que el liberalismo tiene una pobre explicación, o en muchos casos no posee ninguna explicación, del estatus cognitivo de su propia his-toria. El mp no tiene respuesta en sus propios términos a la pregunta de por qué lo que toma como la verdadera solución moral a las cuestiones de la política, el libera-lismo, llegó por primera vez (aproximadamente) a volverse evidente en la cultura europea desde el siglo xvii en adelante, y por qué estas verdades han sido oculta-das a otras personas. El liberalismo moralista no puede explicar plausiblemente, de manera adecuada a sus pretensiones morales, por qué, cuándo y por quién ha sido aceptado y rechazado. Las explicaciones de los varios pasos históricos que han conducido al Estado liberal no muestran muy persuasivamente por qué o cómo éstos involucraron un incremento del conocimiento moral; pero desde aquí, con nuestra propia concepción de la persona, el reconocimiento de los derechos libera-les desde luego parece un reconocimiento.

La naturaleza y el objeto del concepto de leg

Puede ayudar a explicar la idea de leg que estoy usando el relacionarla brevemen-te con algunas ideas de Habermas, con quien estoy parcialmente, pero sólo parcial-mente, de acuerdo. Primero, se halla la cuestión básicamente sociológica de que las legitimaciones apropiadas a un Estado moderno están esencialmente conectadas con la naturaleza de la modernidad tal como el pensamiento social del siglo pasa-do, particularmente el de Weber, nos ha ayudado a entender a ésta. Lo anterior in-cluye características organizativas (pluralismo, etc., y formas burocráticas de con-trol), el individualismo, y aspectos cognitivos de la autoridad (Entzauberung). Ya me he referido a los últimos. Para hacer mi concepción incluso más cruda de lo que de cualquier manera lo es, podría ser expresada en el eslogan leg + Moderni-

4 La misma difi cultad se está haciendo sentir en reversa, cuando Michael Sandel (Liberalism and the Limits of Justice [Cambridge University Press, Cambridge, 1982]) no acepta la teoría liberal del Estado por-que rechaza la explicación liberal de la persona, pero, no obstante, encuentra muy difícil desprenderse de muchas características del Estado liberal.

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dad = Liberalismo, donde las ambigüedades del último término sirven para indicar una gama de opciones que tienen sentido político en el mundo moderno: todas son compatibles con el Rechtstaat, y varían dependiendo de cuánto acento se pone sobre los derechos de bienestar y similares.

Segundo, mi rechazo del mp, aunque no se da exactamente en los mismos tér-minos, es compartido con Habermas; yo, al igual que él, rechazo la derivación de la leg política a partir de propiedades formales de la ley moral, o de una explicación kantiana de la persona moral (aunque él hace más uso del concepto de autonomía que el que yo hago, y llegaré a eso, sobre el tema de la representación). Igualmente, aunque no he subrayado el punto aquí, rechazo como él lo hace lo que llama una derivación «ética», es decir, una concepción republicana cívica de la comunidad política basada en consideraciones neoaristotélicas o similares.5

Juntando estos dos asuntos —la facticidad de las sociedades modernas y el re-chazo de una mera normatividad moral— puedo estar de acuerdo con Habermas también al tratar de situar estos asuntos «Entre hechos y normas».6 Más aún, esto no es meramente un acuerdo verbal: el proyecto de tomarse en serio en teoría polí-tica un entendimiento de lo que son las formaciones sociales modernas es funda-mental. Sin embargo, claramente tenemos ideas diferentes de cómo ha de encon-trarse un espacio entre hechos y normas. Habermas utiliza la teoría del discurso; en mi caso lo que hace esta tarea es el concepto útil a todo propósito de leg (junto con la idea asociada de sus determinaciones históricas específi cas).

Sin embargo, las concepciones de legitimidad de Habermas conllevan implica-ciones universalistas más fuertes que las que tiene la noción de leg que estoy usando. Así, permítaseme decir algo más acerca de esta noción; en particular, ubi-carla entre hechos y normas.

Si, hablando en términos muy aproximados desde luego, leg + Modernidad = Liberalismo, esto no da base para decir que todos los Estados no liberales en el pasado fueron de ileg, y sería una cosa absurda decirlo. Puede preguntarse, de he-cho, qué caso, o qué sustancia, tiene inquirirse si los órdenes políticos extintos eran de leg. El moralismo político, particularmente en sus formas kantianas, tiene una tendencia universalista que lo anima a informar a las sociedades pasadas acerca de sus fallas. No es el caso que estos juicios sean, exactamente, carentes de sentido —uno puede imaginarse a sí mismo como Kant en la corte del rey Arturo si uno quiere—, pero son inútiles y no le ayudan a uno a entender nada. La noción de

5 Uno puede rechazar la prioridad rawlsiana del derecho sin llegar hasta el fi nal en esto: compárese a Dworkin, quien trata de reescribir el procedimentalismo en términos de la buena vida.

6 Jürgen Habermas, Between Facts and Norms: Contributions to a Discourse Th eory of Law and Democracy, trad. de William Rehg (mit Press, Cambridge, 1996).

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leg, sin embargo, distinguida de la idea de qué encontraríamos ahora aceptable, puede servir al entendimiento. Es un universal humano que algunas personas coer-cionan o tratan de coercionar a otras, y casi un universal que las personas viven bajo un orden en el que una parte de la coerción es inteligible y aceptable, y puede ser una pregunta iluminadora (que es ciertamente evaluadora, pero no normativa) la de cuán lejos, y en qué respectos, una sociedad dada del pasado es un ejemplo de la capacidad humana para el orden inteligible, o de la tendencia humana a la coerción no mediada.

Podemos aceptar que las consideraciones que apoyan la leg son escalares, y el corte binario leg / ileg es artifi cial y necesario sólo para ciertos propósitos.7 La idea es que una estructura histórica dada puede ser (en un grado apropiado) un ejemplo de la capacidad humana para vivir bajo un orden inteligible de autoridad. Tiene sentido (ts) para nosotros como tal estructura. Es vital advertir que esto sig-nifi ca más que tener sentido (ts). Las situaciones de terror y tiranía ts: son del todo humanamente familiares, y lo que el tirano está haciendo ts (o puede tener-lo), y lo que sus súbditos o víctimas hacen ts. La cuestión es si una estructura ts como un ejemplo de orden autoritativo. Esto requiere, siguiendo las líneas ya ex-plicadas, que haya una legitimación ofrecida que vaya más allá de la aserción del poder, y podemos reconocer tal cosa porque a la luz de las circunstancias históricas y culturales, y así consecutivamente, ts para nosotros como una legitimación.

«ts» es una categoría de entendimiento histórico; podemos llamarla, si nos gusta, una categoría hermenéutica. Hay muchas difi cultades de interpretación aso-ciadas con ella, por ejemplo, la de si no hay algunas constelaciones históricas de creencia que enteramente dejen de ts. (Probablemente seamos sabios al resistir-nos a esa conclusión: como dice R. G. Collingwood, en referencia a la Edad Media, «las llamamos las Edades Oscuras, pero todo lo que queremos decir es que no po-demos ver».) El punto es que éstas son problemas generales en el entendimiento histórico y más ampliamente social.

Uno puede decir, como lo he dicho, que «ts» es él mismo un concepto eva-luativo; ciertamente, no es sólo «factual» o «descriptivo». Esto es parte de la teo-ría general de la interpretación, y no puedo abordarla aquí. Lo que ciertamente no es, es normativo: no pensamos, típicamente, que estas consideraciones debieran conducir nuestro comportamiento, y no tiene caso decir que debieran haber guia-do el comportamiento de otras personas, excepto en casos excepcionales donde había un choque de legitimaciones, del cual, a la luz de las circunstancias, uno ts (como nos parece a nosotros) en mayor grado que el otro.

7 En el caso contemporáneo, relacionados con (pero no idénticos a) la cuestión del reconocimiento.

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Pero cuando llegamos a nuestro caso, la noción «ts» se vuelve, en efecto, nor-mativa, porque lo que (más) ts para nosotros es una estructura de autoridad que, según pensamos, debiéramos aceptar. No tenemos que decir que estas sociedades previas estaban equivocadas acerca de todas estas cosas, aunque podemos, desde luego, pensar a la luz de nuestro Estado entzaubert que algo de lo que ts para ellos no ts para nosotros porque lo tomamos como falso, en un sentido que representa un avance cognitivo: una pretensión que conlleva sus propias responsabilidades, en la forma de una teoría del error, algo de lo cual el mp en sus formas actuales ha tendido espectacularmente a carecer.

En cualquier caso, no hay problema acerca de la relación entre el «ts» «exter-no» y no normativo que aplicamos a otros, y el «ts» que usamos acerca de nues-tras propias prácticas, que es normativo: esto es debido al principio hermenéutico, que a grandes rasgos consiste en que lo que ellos hacen ts si fuera a ts para nos otros en el caso de que fuéramos ellos. A la luz de esto, en realidad sería inconsistente negar que cuando aplicamos «ts» a nosotros, tenemos una noción normativa de lo que ts. Lo mismo se sigue para la leg; lo que reconocemos como leg, aquí y ahora, es lo que, aquí y ahora, ts como una legitimación de poder como autoridad, y habrá discusiones involucradas acerca de si ts, discusiones de primer orden que usan nuestros conceptos políticos, morales, sociales, interpretativos y de otra espe-cie. Buena parte del tiempo, en la vida ordinaria, no discutimos si nuestros concep-tos ts, aunque, de algunos particulares, podemos hacerlo. Más que nada, el hecho de que usemos estos conceptos es lo que nos muestra que ellos ts.

El concepto de lo político

No he hecho mucho para defi nir el concepto de lo «político» que he estado usan-do. En particular, puede no ser claro cómo está relacionado con una concepción realista de la acción política. Probablemente estará claro que mi concepción es en parte una reacción al intenso moralismo de gran parte de la teoría política y, desde luego, legal de origen estadunidense, el cual predeciblemente va aparejado con la concentración de la ciencia política estadunidense sobre la coordinación de inte-reses privados o de grupo: una división del trabajo que es reproducida institucio-nalmente, entre la «política» del Congreso y los argumentos de principio de la Su prema Corte (al menos como las actividades de la Suprema Corte son primaria-mente interpretadas en el tiempo presente). Esa visión de la práctica de la política y la visión moralista de la teoría política están hechas la una para la otra. Represen-tan un dualismo maniqueo de alma y cuerpo, de altos principios morales y pork

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barrel (apropiación o partida del presupuesto que se usa para el patronazgo políti-co), y la existencia de cada uno ayuda a explicar cómo es que cualquiera pudo ha-ber aceptado el otro.

Quiero una visión más amplia del contenido de la política, que no se confi ne a los intereses, junto con una visión más realista de los poderes, las oportunidades y las limitaciones de los actores políticos, donde todas las consideraciones que inci-den en la acción política —tanto los ideales como, por ejemplo, la supervivencia política— puedan llegar a un foco de decisión (lo cual no es negar que en un Esta-do moderno frecuentemente no lo hacen). La ética que se relaciona con esto es lo que Weber llamó Verantwortungsethik, la ética de la responsabilidad.

En vez de tratar de dar una defi nición de lo político, lo que ciertamente sería in-fructuoso, déjeseme terminar dando dos aplicaciones, esto es, modos en que pen sar «políticamente» cambia el acento, contraste con lo que he llamado mp. Uno se rela-ciona con la conducta del pensamiento político, y específi camente la teoría política misma; el otro, con la manera en que debiéramos pensar acerca de otras sociedades.

El mp naturalmente interpreta el pensamiento político confl ictivo en la socie-dad en términos de elaboraciones rivales de un texto moral: esto es explícito en la obra de Ronald Dworkin. Pero ésta no es la naturaleza de la oposición entre opo-nentes políticos. Ni puede la elaboración de la posición propia adoptar esta forma. (Es útil considerar la idea de los lectores «ideales» o «modélicos» de un texto político. El mp típicamente los ve como los magistrados utópicos o los padres fun-dadores, como lo hicieron Platón y Rousseau, pero éste no es el modelo más útil ahora.8 Son vistos mejor como, digamos, el público lector de un panfl eto.)

Podemos, después de todo, refl exionar sobre nuestra situación histórica. Sabe-mos que las convicciones nuestras y de los otros han sido en buen grado el produc-to de condiciones históricas previas, y de una oscura mezcla de creencias (muchas incompatibles entre sí), pasiones, intereses, y así consecutivamente. Más aún, el re-sultado conjunto de estas cosas ha sido frecuentemente que los esquemas políticos tuvieron resultados perversos. Podemos ver ahora, en alguna medida, cómo apare-cieron estas convicciones, y por qué funcionaron si lo hicieron y no funcionaron cuando no lo hicieron, y seríamos meramente ingenuos si tomásemos nuestras convicciones y las de nuestros oponentes como simplemente productos autóno-mos de la razón moral en vez de otro producto de condiciones históricas. Incluso, en el muy corto plazo, una concepción minoritaria puede convertirse en la corrien-te dominante, o viceversa, y puede haber cambios importantes en lo que cuenta

8 Dworkin está abordando una Suprema Corte de los Estados Unidos que no es agobiada por las circuns-tancias históricas que en realidad la afectan.

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como una opción concebible o creíble. Esto no signifi ca que arrojemos nuestras convicciones políticas: no tenemos razón para terminar sin ninguna, o con la de otra persona. Ni signifi ca que miremos nuestras convicciones con sorpresa irónica, como sugiere Rorty. Pero las tratamos como convicciones políticas que determi-nan posiciones políticas, lo cual signifi ca, entre otras cosas, que reconocemos que tienen causas y efectos oscuros.

También signifi ca que adoptamos ciertos tipos de concepción de nuestros alia-dos y oponentes. Incluso, si fuésemos monarcas utópicos, tendríamos que tomar en cuenta los desacuerdos de otros como un mero hecho. Como demócratas, tene-mos que hacer más que eso. Pero recordando los puntos acerca de las condiciones históricas, no debiéramos pensar que lo que tenemos que hacer es simplemente argumentar con aquellos que están en desacuerdo: tratarlos como oponentes pue-de mostrar, lo cual es bastante extraño, más respeto para ellos como actores polí-ticos que tratarlos simplemente como argumentadores —ya sea como argumen-tadores que están simplemente equivocados, o como compañeros que buscan la verdad—. Una razón muy importante para pensar en términos de lo político es que una decisión política —la conclusión de una deliberación política que aca-rrea todos los tipos de consideraciones, consideraciones de principio junto con otras, a un foco de decisión— no anuncia en sí misma que el otro partido se halle moralmente equivocado o, incluso, equivocado en lo absoluto. Lo que anuncia inmediatamente es que sus miembros han perdido.

La refl exión sobre la historia debiera también afectar nuestra concepción de aquellos que están de acuerdo con nosotros, o parecen estarlo, o pueden llegar a estarlo. Una actividad política importante es la de encontrar propuestas e imágenes que puedan reducir las diferencias (precisamente como, en otras situaciones polí-ticas, puede ser necesario hacerlas más evidentes). Lo que las personas realmente quieren o valoran bajo el nombre de alguna posición dada puede ser indetermina-do y variado. Puede hacer una gran diferencia qué imágenes tenemos cada uno de lo que suponemos que todos estamos persiguiendo.

Todas éstas son trivialidades acerca de la política, y ése es justamente el punto: la teoría política liberal debiera conformar su explicación de sí misma de una ma-nera más realista de acuerdo con lo que es trivialmente política.

El mismo punto general, en una forma diferente, se aplica a nuestra actitud ha-cia otras ciertas sociedades. En alguna medida, podemos considerar algunos Esta-dos no liberales contemporáneos como de leg. Esto es diferente del punto de Rawls de que podemos reconocer como bien ordenadas algunas sociedades no li-berales (por ejemplo, teocráticas) con las cuales tenemos ciertos tipos de diferen-cias de principio que están limitadas en ciertos modos particulares (por ejemplo,

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que aceptan la libertad de religión). El punto presente tiene que ver con qué resulta al considerarlas como de leg o no. La idea de «leg» es normativa para nosotros en tanto que aplicada a nuestra propia sociedad; así que también es normativa en relación con otras sociedades que coexisten con la nuestra y con las cuales pode-mos tener o rehusar tener varios tipos de relaciones: no pueden estar separadas de nosotros por el relativismo de la distancia. Así que puede haber consecuencias prácticas de aplicar o no conceder la «leg» en el mundo contemporáneo. Puesto que estas consecuencias deben ser responsablemente examinadas, deben ser con-sideradas políticamente. Un aspecto importante del pensamiento acerca de esto se halla en las consideraciones políticas realistas acerca de la estabilidad de tales Esta-dos. Por ejemplo:

a) ¿Con quién surge la demanda de justifi cación? Será una pregunta importan-te la de quién acepta y quién no acepta la legitimación actual;

b) si la legitimación actual es bastante estable, la sociedad no satisfará de cual-quier manera las otras condiciones familiares sobre la revuelta;

c) las objeciones a los arreglos jerárquicos tradicionales están típicamente basa-das en parte en el carácter mítico de las legitimaciones. Encarados con la crítica de estos mitos, la creciente información desde fuera, y así consecuti-vamente, los regímenes liberales pueden no ser capaces de mantenerse sin coerción. Tendrán entonces que empezar a encontrar el problema de legiti-mación básico, y

d) esto también se aplicará a los que han venido a ser vistos como blancos del principio de la teoría crítica, entendimientos sociales e institucionales acepta-dos que cada vez más llegan a parecer, ahora, como formas más sutiles de coerción.

Se verá que cuanto más importantes se vuelvan los factores c) y d), más coer-ción se volverá abierta, y cuanto más ocurra esto, más razón habrá para preocupar-se en el nivel de la dlb. Así que nada tiene éxito como el éxito, en el caso de la crítica liberal tanto como en la de cualquier otra cosa. Ésta es una aplicación sólida de una verdad general (que es importante en la política, pero no solamente en la política), la verdad descubierta por el Fausto de Goethe: Im Anfang war die Tat, en el principio era la acción.

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Modernidad y representación política

El axioma de Fausto —quizá pudiéramos incluso llamarlo el axioma de Goethe— se aplica mucho más ampliamente en estos asuntos. Se aplica, por ejemplo, a la pregunta de qué tanto y en qué nivel puede ser determinado por la teoría social y política respecto a los Estados modernos: en particular, qué tanto debieran desem-peñar un papel las concepciones idealizadas de las relaciones políticas. Me gustaría terminar con una aplicación particular de esa pregunta al asunto de la represen-tación política. Esto también plantea, pienso, un área posible de desacuerdo con Habermas.

No se requiere decir que Habermas ha ofrecido un trabajo muy profundo y ampliamente elaborado sobre las posibilidades del Estado moderno y lo que pu-diera contribuir a su legitimación. Mis pocas observaciones o sugerencias de nin-guna manera buscan abordar la mayoría de los asuntos que él ha elaborado, ni soy competente para hacerlo; el papel de la ley, notablemente, en el entendimiento del Estado moderno es una preocupación central de él sobre la cual no tengo nada especial que ofrecer. Gran parte de este trabajo, me parece, encaja con el tipo de es-tructura que he sugerido. Por ejemplo, busca mostrar de qué modos las condiciones de la modernidad —la facticidad de las sociedades modernas— demandan o im-ponen ciertas condiciones sobre la leg. Muestra cómo algunos tipos de orden le-gal y no otros, y algunos entendimientos de un orden legal, ts para nosotros. Por lo tanto, tiene una posibilidad práctica y progresiva. Lo que he dicho aquí no tiene directamente tales consecuencias, excepto en la posible mejoría del modo en que nosotros, los abogados en particular, pensamos acerca de tales cuestiones. Esto es porque el mío es un bosquejo muy general en un nivel muy alto de generalidad. Pero saludo el pensamiento que arroje tales consecuencias, y estoy de acuerdo en este aspecto con una crítica que Habermas ha hecho de Rawls: que éste no identi-fi ca ningún proyecto respecto al establecimiento de una Constitución; aparece sola-mente en el papel de la preservación no violenta de las libertades básicas que ya están ahí.

Sin embargo, Habermas quiere mostrar algo más en el nivel de la teoría más básica: que hay una relación interna entre el imperio de la ley, el Rechtstaat, y la de-mocracia deliberativa.

Ahora bien, ciertamente estoy de acuerdo —es un hecho manifi esto— en que alguna especie de política democrática, participativa en algún nivel, es una caracte-rística de leg para el mundo moderno. Uno no necesita mirar más allá del éxito mundial de la exigencia de ella. Cualquier teoría de leg moderna requiere una ex-plicación de la democracia y la participación política, y desde luego tal explicación

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puede tomar su lugar en un programa de mejoramiento. Podemos tener la capaci-dad de decir: el punto de la participación política democrática en relación con nuestra concepción de leg es tal y tal, y desarrollar nuestras instituciones y prácti-cas en tales y tales modos es lo que habrá de promover el ts en términos de lo que en esta área ts para nosotros.

Ahora bien, Habermas desarrolla esta parte de su explicación en un nivel muy profundo, en relación con la teoría del discurso. No viene al caso presente para mí tratar de involucrarme en los detalles de su argumento. Mi pregunta tiene que ver con el tipo de argumento que esto arroja; específi camente, si no se sitúa mucho más cerca —demasiado cerca incluso— de lo moral y no de los hechos. Habermas escribe: «Debe ser razonable esperar [que los participantes en el proceso político] desechen el papel del sujeto privado […] La combinación [de facticidad y validez] requiere un proceso de elaboración de leyes en el que no [él subraya] se les permite a los ciudadanos participativos tener simplemente el papel de actores orientados al éxito».* Así, el concepto de ley moderna acoge el ideal democrático, y derivamos, más o menos, un ideal asociado con Kant y Rousseau, mientras que vamos más allá del formalismo meramente moral de Kant y —hablando a grandes rasgos— el ex-cesivo entusiasmo ético y comunitario de Rousseau.

Pero ¿qué es esto de que «no se les permite»? No puede ser normativo sin más. Supóngase, uno está inclinado a decir, ¿que se les permite? Se puede replicar: ello anularía el punto. Pero ¿qué si esto así ocurre? ¿Y cómo podemos estar seguros, a la luz de la posibilidad, de cuál es realmente el punto? Se puede decir, alternativamen-te: no puede funcionar; en otras palabras, el sistema se derrumbará, y el proceso político empezará a perder importancia en relación con otras actividades y el mun-do de la vida.

Quiero decir en este punto dos cosas: si eso es así, entonces se mostrará como tal, y contaremos con un problema social o político manifi esto para el cual tendre-mos que movilizar ideas que ya ts para el público y que pudieran moverse hacia la posible acción política. Segundo, será solamente uno de muchos confl ictos acerca de lo que se puede esperar que arrojen los procesos de participación política bajo las condiciones de la modernidad. Hay necesidades que tienen las personas que pueden aparentemente ser satisfechas sólo por estructuras más directamente parti-cipativas; pero, igualmente, hay objetivos que son notoriamente frustrados por és-tas, y otras metas que al menos se hallan en competencia con ellas, y consideracio-nes que plantean dudas acerca de la medida en que cualesquiera procedimientos pueden ser realmente participativos de cualquier modo.

* Williams no dio la referencia para esta cita, y yo no he podido encontrarla. [E.]

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Ningún argumento trascendental o parcialmente trascendental —uno pudiera decir, más generalmente, argumento teórico— podría servir para resolver estos confl ictos.

Mi propia concepción es que los requerimientos mínimos de la democracia participativa como parte esencial de la leg moderna son provistos en un nivel bas-tante directo y virtualmente instrumental en términos de los daños e indefendibili-dad de hacerlo sin ella. Lo que se provee en ese nivel sólo puede ser aparentemente representado en términos kantianos o rousseaunianos o ya sea como expresiones de autonomía o de autogobierno. Representarlo como tal puede conducir al cinis-mo: mientras que puede ser no más que utópico elaborar ambiciones más grandes que pudieran satisfacer estas descripciones, y dudo que el «autogobierno» pueda ser satisfecho en lo absoluto: que es por lo cual Rousseau tenía razón de imponer condiciones imposibles sobre el mismo.

Desde luego, debiéramos explorar qué formas más radicales y ambiciosas de democracia participativa o deliberativa son posibles, que es por lo que estoy de acuer-do en que las condiciones de leg en los Estados modernos presentan un proyecto progresivo. Pero qué tanto más es realmente posible, me parece una pregunta que pertenece al nivel del hecho, la práctica y la política, no una que se encuentre más allá de éstos en las mismas condiciones de legitimidad.

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Esta nueva colección de ensayos de uno de los filósofos más

brillantes y originales de los últimos 50 años aborda muchos

de los temas nucleares de la filosofía política: justicia, libertad

e igualdad; la naturaleza y el significado del liberalismo; la

tolerancia, el poder y el miedo al poder; la democracia y

la naturaleza de la filosofía política misma. Williams plantea

que los filósofos políticos necesitan involucrarse más directa-

mente con las realidades de la vida política, no simplemente

con las teorías de otros filósofos. El autor elabora este argu-

mento en parte a través de un examen acucioso de dónde

debiera originarse el pensamiento político, a quién debiera

estar dirigido y qué efectos debiera tener. Quienes conocen

la obra de Bernard Williams encontrarán aquí el sello fami-

liar de sus escritos. Aquellos que no están familiarizados o

convencidos de una aproximación filosófica a la política

descubrirán que ésta es una introducción cautivadora. Ambos

encontrarán una voz enteramente original en la teoría política

moderna y una acuciosa aproximación a la configuración y a

la dirección del pensamiento político liberal actual.

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