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G.K. CHESTERTON G.K. CHESTERTON El del Padre Brown El del Padre Brown El del Padre Brown Candor

El candor-del-padre-brown

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Son las historias de detectives del padre Brown

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G.K. CHESTERTONG.K. CHESTERTON

El

del Padre Brown

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EL CANDOR DEL PADRE BROWN

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Gilbert Keith Chesterton

El candordel padre Brown

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Publicado por Ediciones del Sur. Abril de 2003.

Distribución gratuita.

Traducción: Alfonso Reyes

Ilustraciones: George Gibbs.

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ÍNDICEÍNDICEÍNDICEÍNDICEÍNDICE

I. La cruz azul ................................................... 6II. El jardín secreto ............................................ 37

III. Las pisadas misteriosas .............................. 67IV. Las estrellas errantes................................... 95V. El hombre invisible ...................................... 116

VI. La honradez de Israel Gow......................... 141VII. La forma equívoca........................................ 163

VIII. Los pecados del príncipe Saradine ........... 189IX. El martillo de Dios ....................................... 217X. El ojo de Apolo ............................................. 241

XI. La muestra de la «espada rota» ................ 264XII. Los tres instrumentos de la muerte ......... 290

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I. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZUL

Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejoazul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich ysoltó, como enjambre de moscas, un montón de gen-te, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacersenotable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

No; nada en él era extraordinario, salvo el ligerocontraste entre su alegre y festivo traje y la seriedadoficial que había en su rostro. Vestía un chaqué grispálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja conuna cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba tri-gueño, y se prolongaba en una barba negra y cortaque le daba un aire español y hacía echar de menos lagorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsi-monia de hombre desocupado. Nada hacia presumirque aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada,que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de poli-cía, que aquel sombrero de paja encubría una de lascabezas más potentes de Europa. Porque aquel hom-bre era nada menos que Valentin, jefe de la policíaparisiense, y el más famoso investigador del mundo.Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura máscomentada del siglo.

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Flambeau estaba en Inglaterra. La policía de trespaíses había seguido la pista al delincuente de Gantea Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y sesospechaba que trataría de disimularse en Londres,aprovechando el trastorno que por entonces causabaen aquella ciudad la celebración del Congreso Euca-rístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, eldisfraz de eclesiástico menor, o persona relacionadacon el Congreso. Pero Valentin no sabía nada a puntofijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.

Hace muchos años que este coloso del crimen des-apareció súbitamente, tras de haber tenido al mundoen zozobra; y a su muerte, como a la muerte deRolando, puede decirse que hubo una gran quietuden la tierra. Pero en sus mejores días —es decir, ensus peores días—, Flambeau era una figura tanestatuaria e internacional como el Káiser. Casi diaria-mente los periódicos de la mañana anunciaban quehabía logrado escapar a las consecuencias de un deli-to extraordinario, cometiendo otro peor.

Era un gascón de estatura gigantesca y gran aco-metividad física. Sobre sus rasgos de buen humor atlé-tico se contaban las cosas más estupendas: un día co-gió al juez de instrucción y lo puso de cabeza «paradespejarle la cabeza». Otro día corrió por la calle deRivoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que ha-cerle justicia: esta fuerza casi fantástica sólo la em-pleaba en ocasiones como las descritas: aunque pocodecentes, no sanguinarias.

Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y dealta categoría. Pero cada uno de sus robos merecíahistoria aparte, y podría considerarse como una espe-cie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negociode la «Gran Compañía Tirolesa» de Londres, sin con-

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tar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro,una gota de leche, aunque sí con algunos miles desuscriptores. Y a éstos los servía por el sencillísimoprocedimiento de acercar a sus puertas los botes quelos lecheros dejaban junto a las puertas de los veci-nos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosacorrespondencia con una joven, cuyas cartas eran in-variablemente interceptadas, valiéndose del procedi-miento extraordinario de sacar fotografías infinita-mente pequeñas de las cartas en los portaobjetos delmicroscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas sedistinguían por una sencillez abrumadora. Cuentanque una vez repintó, aprovechándose de la soledadde la noche, todos los números de una calle, con elsolo fin de hacer caer en una trampa a un forastero.

No cabe duda que él es el inventor de un buzónportátil, que solía apostar en las bocacalles de losquietos suburbios, por si los transeúntes distraídosdepositaban algún giro postal. Últimamente se habíarevelado como acróbata formidable; a pesar de su gi-gantesca mole, era capaz de saltar como un saltamon-tes y de esconderse en la copa de los árboles como unmono. Por todo lo cual el gran Valentin, cuando reci-bió la orden de buscar a Flambeau, comprendió muybien que sus aventuras no acabarían en el momentode descubrirlo.

Y ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre estepunto las ideas del gran Valentin estaban todavía enembrión.

Algo había que Flambeau no podía ocultar, a des-pecho de todo su arte para disfrazarse, y este algo erasu enorme estatura. Valentin estaba, pues, decidido,en cuanto cayera bajo su mirada vivaz alguna vende-dora de frutas de desmedida talla, o un granadero

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corpulento, o una duquesa medianamente despropor-cionada, a arrestarlos al punto. Pero en todo el tren nohabía topado con nadie que tuviera trazas de ser unFlambeau disimulado, a menos que los gatos pudie-ran ser jirafas disimuladas.

Respecto a los viajeros que venían en su mismovagón, estaba completamente tranquilo. Y la genteque había subido al tren en Harwich o en otras esta-ciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un em-pleado del ferrocarril —pequeño él—, que se dirigía alpunto terminal de la línea. Dos estaciones más alláhabían recogido a tres verduleras lindas y pequeñi-tas, a una señora viuda —diminuta— que procedía deuna pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católi-co-romano —muy bajo también— que procedía de unpueblecito de Essex.

Al examinar, pues, al último viajero, Valentin re-nunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reír:el curita era la esencia misma de aquellos insulsoshabitantes de la zona oriental; tenía una cara redon-da y roma, como pudín de Norfolk; unos ojos tan va-cíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitosde papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin dudael Congreso Eucarístico había sacado de su estanca-miento local a muchas criaturas semejantes, tan cie-gas e ineptas como topos desenterrados. Valentin eraun escéptico del más severo estilo francés, y no sen-tía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir com-pasión, y aquel triste cura bien podía provocar lásti-ma en cualquier alma. Llevaba una sombrilla enorme,usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, nopodía distinguir entre los dos extremos de su billetecuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundole contaba, con una monstruosa candidez, que tenía

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que andar con mucho cuidado, porque entre sus pa-quetes de papel traía alguna cosa de legítima platacon unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza devulgaridad —condición de Essex— y santa simplici-dad divirtieron mucho al francés, hasta la estación deStratford, donde el cura logró bajarse, quién sabecómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque to-davía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuando levio volver, Valentin, en un rapto de buena intención,le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contan-do a todo el mundo lo del objeto de plata que traía.Pero Valentin, cuando hablaba con cualquiera, pare-cía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos ypobres, machos o hembras, los consideraba atenta-mente, calculando si medirían los seis pies, porque elhombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro pul-gadas:

Apeóse en la calle de Liverpool, enteramente se-guro de que, hasta allí, el criminal no se le había esca-pado. Se dirigió a Scotland Yard —la oficina de poli-cía— para regularizar su situación y prepararse losauxilios necesarios, por si se daba el caso; despuésencendió otro cigarrillo y se echó a pasear por las ca-lles de Londres. Al pasar la plaza de Victoria se detu-vo de pronto. Era una plaza elegante, tranquila, muytípica de Londres, llena de accidental quietud. Lascasas, grandes y espaciosas, que la rodeaban, teníanaire, a la vez, de riqueza y de soledad; el pradito ver-de que había en el centro parecía tan desierto comouna verde isla del Pacífico. De las cuatro calles quecircundaban la plaza, una era mucho más alta que lasotras, como para formar un estrado, y esta calle esta-ba rota por uno de esos admirables disparates de Lon-dres: un restaurante, que parecía extraviado en aquel

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sitio y venido del barrio de Soho. Era un objeto absur-do y atractivo, lleno de tiestos con plantas enanas yvisillos listados de blanco y amarillo limón. Aparecíaen lo alto de la calle, y, según los modos de construirhabituales en Londres, un vuelo de escalones subía dela calle hacia la puerta principal, casi a manera de es-cala de salvamento sobre la ventana de un primer piso.Valentin se detuvo, fumando, frente a los visillos lis-tados, y se quedó un rato contemplándolos.

Lo más increíble de los milagros está en que acon-tezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para fi-gurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces,en el fondo de un paisaje equívoco, un árbol asume laelaborada figura de un signo de interrogación. Yo mis-mo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson mue-re en el instante de la victoria, y un hombre llamadoWilliams da la casualidad de que asesina un día a otrollamado Williamson; ¡una especie de infanticidio! Ensuma, la vida posee cierto elemento de coincidenciafantástica, que la gente, acostumbrada a contar sólocon lo prosaico, nunca percibe. Como lo expresa muybien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contarsiempre con lo imprevisto.

Arístides Valentin era profundamente francés, yla inteligencia francesa es, especial y únicamente, in-teligencia. Valentin no era «máquina pensante» insen-sata frase, hija del fatalismo y el materialismo mo-dernos. La máquina solamente es máquina, por cuan-to no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y,al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos,tan admirables que parecían cosa de magia, se debíana la lógica, a esa ideación francesa clara y llena debuen sentido. Los franceses electrizan al mundo, nolanzando una paradoja, sino realizando una eviden-

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cia. Y la realizan al extremo que puede verse por laRevolución Francesa. Pero, por lo mismo que Valen-tin entendía el uso de la razón, Palpaba sus limitacio-nes. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar demotores sin petróleo; sólo el ignorante en cosas de larazón puede creer que se razone sin sólidos e indis-putables primeros principios. Y en el caso no habíasólidos primeros principios. A Flambeau le habíanperdido la pista en Harwich, y si estaba en Londrespodría encontrársele en toda la escala que va desdeun gigantesco trampista, que recorre los arrabales deWimbledon, hasta un gigantesco toastmaster* en al-gún banquete del «Hotel Métropole». Cuando sólo con-taba con noticias tan vagas, Valentin solía tomar uncamino y un método que le eran propios.

En casos cómo éste, Valentin se fiaba de lo impre-visto. En casos como éste, cuando no era posible se-guir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamen-te, el proceso de lo irracional. En vez de ir a los luga-res más indicados —bancos, puestos de policía, sitiosde reunión—, Valentin asistía sistemáticamente a losmenos indicados: llamaba a las casas vacías, se metíapor las calles cerradas, recorría todas las callejas blo-queadas de escombros, se dejaba ir por todas las trans-versales que le alejaran inútilmente de las arteriascéntricas. Y defendía muy lógicamente este procedi-miento absurdo. Decía que, a tener algún vislumbre,nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta detoda noticia, aquello era lo mejor, porque había al me-nos probabilidades de que la misma extravagancia que

*El que dirige los brindis.

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había llamado la atención del perseguidor hubieraimpresionado antes al perseguido. El hombre tieneque empezar sus investigaciones por algún sitio, y lomejor era empezar donde otro hombre pudo dete-nerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quie-tud y curiosidad del restaurante, todo aquello con-movió la romántica imaginación del policía y le sugi-rió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sen-tándose en una mesa junto a la ventana, pidió unataza de café solo.

Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las lige-ras angarillas que habían servido para otro desayunole recordaron su apetito; pidió, además, un huevoescalfado, y procedió, pensativo, a endulzar su café,sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flam-beau había escapado en una ocasión gracias a un in-cendio; otra vez, con pretexto de pagar por una cartafalta de franqueo, y otra, poniendo a unos a ver por eltelescopio un cometa que iba a destruir el mundo. YValentin se decía —con razón— que su cerebro dedetective y el del criminal eran igualmente podero-sos. Pero también se daba cuenta de su propia des-ventaja: el criminal —pensaba sonriendo— es el ar-tista creador, mientras que el detective es sólo el crí-tico. Y levantó lentamente su taza de café hasta loslabios..., pero la separó al instante: le había puesto salen vez de azúcar.

Examinó el objeto en que le habían servido la sal;era un azucarero, tan inequívocamente destinado alazúcar como lo está la botella de champaña para elchampaña. No entendía cómo habían podido servirlesal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo...; sí, allíhabía dos saleros llenos. Tal vez reservaban algunasorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azú-

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car. Entonces extendió la vista en derredor con airede interés, buscando algunas huellas de aquel singu-lar gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en lossaleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchónde líquido oscuro, derramado sobre una de las pare-des, empapeladas de blanco, todo lo demás aparecíalimpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuandoel camarero acudió presuroso, despeinado y algo tor-pe todavía a aquella hora de la mañana, el detective—que no carecía de gusto por las bromas sencillas—le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello esta-ba a la altura de la reputación de la casa. El resultadofue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.

—¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clien-tes estas bromitas? —preguntó Valentin—. ¿No les re-sulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y elazúcar?

El camarero, cuando acabó de entender la ironía,le aseguró tartamudeante, que no era tal la intencióndel establecimiento, que aquello era una equivocación

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inexplicable. Cogió el azucarero y lo contempló, y lomismo hizo con el salero, manifestando un crecienteasombro. Al fin, pidió excusas precipitadamente, sealejó corriendo, y volvió pocos segundos despuésacompañado del propietario. El propietario examinótambién los dos recipientes, y también se manifestómuy asombrado.

De pronto, el camarero soltó un chorro inarticula-do de palabras.

—Yo creo —dijo tartamudeando— que fueron esosdos sacerdotes.

—¿Qué sacerdotes?—Ésos que arrojaron la sopa a la pared —dijo.—¿Que arrojaron la sopa a la pared? —preguntó

Valentin, figurándose que aquella era alguna singularmetáfora italiana.

—Sí, sí —dijo el criado con mucha animación, se-ñalando la mancha oscura que se veía sobre el papelblanco—; la arrojaron allí, a la pared.

Valentin miró, con aire de curiosidad al propieta-rio. Éste satisfizo su curiosidad con el siguiente relato:

—Sí, caballero, así es la verdad, aunque no creoque tenga ninguna relación con esto de la sal y el azú-car. Dos sacerdotes vinieron muy temprano y pidie-ron una sopa, en cuanto abrimos la casa. Parecíangente muy tranquila y respetable. Uno de ellos pagóla cuenta y salió. El otro, que era más pausado en susmovimientos, estuvo algunos minutos recogiendo suscosas, y al cabo salió también. Pero antes de hacerlotomó deliberadamente la taza (no se la había bebidotoda), y arrojó la sopa a la pared. El camarero y yoestábamos en el interior; así apenas pudimos llegar atiempo para ver la mancha en el muro y el salón yacompletamente desierto. No es un daño muy grande,

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pero es una gran desvergüenza. Aunque quise alcan-zar a los dos hombres, ya iban muy lejos. Sólo pudeadvertir que doblaban la esquina de la calle deCarstairs.

El policía se había levantado, puesto el sombreroy empuñado el bastón. En la completa oscuridad enque se movía, estaba decidido a seguir el único indi-cio anormal que se le ofrecía; y el caso era, en efecto,bastante anormal. Pagó, cerró de golpe tras de sí lapuerta de cristales y pronto había doblado también laesquina de la calle.

Por fortuna, aun en los instantes de mayor fiebreconservaba alerta los ojos. Algo le llamó la atenciónfrente a una tienda, y al punto retrocedió unos pasospara observarlo. La tienda era un almacén popular decomestibles y frutas, y al aire libre estaban expuestosalgunos artículos con sus nombres y precios, entrelos cuales se destacaban un montón de naranjas y unmontón de nueces. Sobre el montón de nueces habíaun tarjetón que ponía, con letras azules: «Naranjasfinas de Tánger, dos por un penique» Y sobre las na-ranjas, una inscripción semejante e igualmente exac-ta, decía: «Nueces finas del Brasil, a cuatro la libra».Valentin, considerando los dos tarjetones, pensó queaquella forma de humorismo no le era desconocida,por su experiencia de hacía poco rato. Llamó la aten-ción del frutero sobre el caso. El frutero, con su caro-ta bermeja y su aire estúpido, miró a uno y otro ladode la calle como preguntándose la causa de aquellaconfusión. Y, sin decir nada, colocó cada letrero en susitio. El policía, apoyado con elegancia en su bastón,siguió examinando la tienda. Al fin exclamó:

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—Perdone usted, señor mío, mi indiscreción: qui-siera hacerle a usted una pregunta referente a la psi-cología experimental y a la asociación de ideas.

El caribermejo comerciante le miró de un modoamenazador. El detective, blandiendo el bastoncilloen el aire, continuó alegremente:

—¿Qué hay de común entre dos anuncios mal colo-cados en una frutería y el sombrero de teja de alguienque ha venido a pasar a Londres un día de fiesta? O,para ser más claro: ¿qué relación mística existe entreestas nueces, anunciadas como naranjas, y la idea dedos clérigos, uno muy alto y otro muy pequeño?

Los ojos del tendero parecieron salírsele de la ca-beza, como los de un caracol. Por un instante se dije-ra que se iba a arrojar sobre el extranjero. Y, al fin,exclamó, iracundo:

—No sé lo que tendrá usted que ver con ellos, perosi son amigos de usted, dígales de mi parte que lesvoy a estrellar la cabeza, aunque sean párrocos, comovuelvan a tumbarme mis manzanas.

—¿De veras? —preguntó el detective con muchointerés—. ¿Le tumbaron a usted las manzanas?

—Como que uno de ellos —repuso el enfurecidofrutero— las echó a rodar por la calle le buena gana lehubiera yo cogido, pero tuve que entretenerme enarreglar otra vez el montón.

—Y ¿hacia dónde se encaminaron los párrocos?—Por la segunda calle, a mano izquierda y des-

pués cruzaron la plaza.—Gracias —dijo Valentin, y desapareció como por

encanto.A las dos calles se encontró con un guardia, y le

dijo:

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—Oiga usted, guardia, un asunto urgente: ¿Ha vis-to usted pasar a dos clérigos con sombrero de teja?

El guardia trató de recordar.—Sí, señor, los he visto. Por cierto que uno de ellos

me pareció ebrio: estaba en mitad de la calle comoatontado...

—¿Por qué calle tomaron? —le interrumpió Valen-tin.

—Tomaron uno de aquellos autobus amarillos quevan a Hampstead.

Valentin exhibió su tarjeta oficial y dijo precipita-damente:

—Llame usted a dos de los suyos, que vengan con-migo en persecución de esos hombres.

Y cruzó la calle con una energía tan contagiosaque el pesado guardia se echó a andar también conuna obediente agilidad. Antes de dos minutos, un ins-pector y un hombre en traje de paisano se reunieronal detective francés.

—¿Qué se le ofrece, caballero? —comenzó el ins-pector, con una sonrisa de importancia. Valentin se-ñaló con el bastón.

—Ya se lo diré a usted cuando estemos en aquelautobus —contestó, escurriéndose y abriéndose pasopor entre el tráfago de la calle. Cuando los tres, ja-deantes, se encontraron en la imperial del amarillovehículo, el inspector dijo:

—Iríamos cuatro veces más de prisa en un taxi.—Es verdad —le contestó el jefe plácidamente—,

siempre que supiéramos adónde íbamos.—Pues, ¿adónde quiere usted que vayamos? —le

replicó el otro, asombrado.

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Valentin, con aire ceñudo, continuó fumando ensilencio unos segundos, y después, apartando el ciga-rrillo, dijo:

—Si usted sabe lo que va a hacer un hombre,adelántesele. Pero si usted quiere descubrir lo quehace, vaya detrás de él. Extravíese donde él se extra-víe, deténgase cuando él se detenga, y viaje tan lenta-mente como él. Entonces verá usted lo mismo que havisto él y podrá usted adivinar sus acciones y obraren consecuencia. Lo único que podemos hacer es lle-var la mirada alerta para descubrir cualquier objetoextravagante.

—¿Qué clase de objeto extravagante?—Cualquiera —contestó Valentin, y se hundió en

un obstinado mutismo.El autobus amarillo recorría las carreteras del Nor-

te. El tiempo transcurría, inacabable. El gran detecti-ve no podía dar más explicaciones, y acaso sus ayu-dantes empezaban a sentir una creciente y silenciosadesconfianza. Acaso también empezaban a experimen-tar un apetito creciente y silencioso, porque la horadel almuerzo ya había pasado, y las inmensas carre-teras de los suburbios parecían alargarse cada vezmás, como las piezas de un infernal telescopio. Eraaquel uno de esos viajes en que el hombre no puedemenos de sentir que se va acercando al término deluniverso, aunque a poco se da cuenta de que simple-mente ha llegado a la entrada del parque de Tufnell.Londres se deshacía ahora en miserables tabernas yen repelentes andrajos de ciudad, y más allá volvía arenacer en calles altas y deslumbrantes y hoteles opu-lentos. Parecía aquel un viaje a través de trece ciuda-des consecutivas. El crepúsculo invernal comenzabaya a vislumbrarse —amenazador— frente a ellos; pero

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el detective parisiense seguía sentado sin hablar, mi-rando a todas partes, no perdiendo un rasgo de lascalles que ante él se desarrollaban. Ya habían dejadoatrás el barrio de Camden, y los policías iban mediodormidos. De pronto, Valentin se levantó y, poniendouna mano sobre el hombro de cada uno de sus ayu-dantes, dio orden de parar. Los ayudantes dieron unsalto. Y bajaron por la escalerilla a la calle, sin sabercon qué objeto los hablan hecho bajar. Miraron entorno, como tratando de averiguar la razón, y Valen-tin les señaló triunfalmente una ventana que había ala izquierda, en un café suntuoso lleno de adornosdorados. Aquel era el departamento reservado a lascomidas de lujo. Había un letrero: Restaurante. La ven-tana, como todas las de la fachada, tenía una vidrieraescarchada y ornamental. Pero en medio de la vidrie-ra había una rotura grande, negra, como una estrellaentre los hielos.

—¡Al fin!, hemos dado con un indicio —dijo Valen-tin, blandiendo el bastón—. Aquella vidriera rota...

—¿Qué vidriera? ¿Qué indicio? —preguntó el ins-pector—. ¿Qué prueba tenemos para suponer que esosea obra de ellos?

Valentin casi rompió su bambú de rabia.—¿Pues no pide prueba este hombre, Dios mío?

—exclamó—. Claro que hay veinte probabilidades con-tra una. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿No veusted que estamos en el caso de seguir la más nimiasospecha, o de renunciar e irnos a casa a dormir tran-quilamente?

Empujó la puerta del café, seguido de sus ayudan-tes, y pronto se encontraron todos sentados ante unlunch tan tardío como anhelado. De tiempo en tiem-

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po echaban una mirada a la vidriera rota. Pero no poreso veían más claro en el asunto.

Al pagar la cuenta, Valentin le dijo al camarero:—Veo que se ha roto la vidriera, ¿eh?—Sí, señor —dijo éste, muy preocupado con darle

el cambio, y sin hacer mucho caso de Valentin.Valentin, en silencio, añadió una propina conside-

rable. Ante esto, el camarero se puso comunicativo:—Sí, señor; una cosa increíble.—¿De verdad? Cuéntenos usted cómo fue —dijo el

detective, como sin darle mucha importancia.—Verá usted: entraron dos curas, dos párrocos

forasteros de ésos que andan ahora por aquí. Pidie-ron alguna cosilla de comer, comieron muy quietecitos,uno de ellos pagó y se salió. El otro iba a salir tam-bién, cuando yo advertí que me habían pagado el tri-ple de lo debido. Oiga usted (le dije a mi hombre, queya iba por la puerta), me han pagado ustedes más dela cuenta.» ¿Ah?», me contestó con mucha indiferen-cia. «Sí», le dije, y le enseñé la nota... Bueno, lo quepasó es inexplicable.

—¿Por qué?—Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia

que había escrito en la nota cuatro chelines, y me en-contré ahora con la cifra de catorce chelines.

—¿Y después? —dijo Valentin lentamente, pero conlos ojos llameantes.

—Después, el párroco que estaba en la puerta medijo muy tranquilamente: «Lamento enredarle a us-ted sus cuentas; pero es que voy a pagar por la vidrie-ra.» «¿Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a rom-per»; y descargó allí la sombrilla.

Los tres lanzaron una exclamación de asombro, yel inspector preguntó en voz baja:

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«¿Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a romper».

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—¿Se trata de locos escapados?El camarero continuó, complaciéndose manifies-

tamente en su extravagante relato:—Me quedé tan espantado, que no supe qué ha-

cer. El párroco se reunió al compañero y doblaron poraquella esquina. Y después se dirigieron tan de prisahacia la calle de Bullock, que no pude darles alcance,aunque eché a correr tras ellos.

—¡A la calle de Bullock! —ordenó el detective.Y salieron disparados hacia allá, tan veloces como

sus perseguidos. Ahora se encontraron entre calleci-tas enladrilladas que tenían aspecto de túneles; calle-citas oscuras que parecían formadas por la espaldade todos los edificios. La niebla comenzaba a envol-verlos, y aun los policías londinenses se sentían ex-traviados por aquellos parajes. Pero el inspector teníala seguridad de que saldrían por cualquier parte alparque de Hampstead. Súbitamente, una vidriera ilu-minada por luz de gas apareció en la oscuridad de lacalle, como una linterna. Valentin se detuvo ante ella:era una confitería. Vaciló un instante y, al fin, entróhundiéndose entre los brillos y los alegres colores dela confitería. Con toda gravedad y mucha parsimoniacompró hasta trece cigarrillos de chocolate. Estababuscando el mejor medio para entablar un diálogo;pero no necesitó él comenzarlo.

Una señora de cara angulosa que le había despa-chado, sin prestar más que una atención mecánica alaspecto elegante del comprador, al ver destacarse enla puerta el uniforme azul del policía que le acompa-ñaba, pareció volver en sí, y dijo:

—Si vienen ustedes por el paquete, ya lo remití asu destino.

—¡El paquete! —repitió Valentin con curiosidad.

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—El paquete que dejó ese señor, ese señor párro-co.

—Por favor, señora —dijo entonces Valentin, de-jando ver por primera vez su ansiedad—, por amorde Dios, díganos usted puntualmente de qué se trata.

La mujer, algo inquieta, explicó:—Pues verá usted: esos señores estuvieron aquí

hará una media hora, bebieron un poco de menta,charlaron y después se encaminaron al parque deHampstead. Pero a poco uno de ellos volvió y me dijo:«¿Me he dejado aquí un paquete?» Yo no encontréninguno por más que busqué. «Bueno —me dijo él—,si luego aparece por ahí, tenga usted la bondad deenviarlo a estas señas». Y con la dirección, me dejóun chelín por la molestia. Y, en efecto, aunque yo es-taba segura de haber buscado bien, poco después meencontré con un paquetito de papel de estraza, y loenvié al sitio indicado. No me acuerdo bien adóndeera: era por Westminster. Como parecía ser cosa deimportancia, pensé que tal vez la policía había venidoa buscarlo.

—Sí —dijo Valentin—, a eso vine. ¿Está cerca deaquí el parque de Hampstead?

—A unos quince minutos. Y por aquí saldrá ustedderecho a la puerta del parque.

Valentin salió de la confitería precipitadamente, yechó a correr en aquella dirección; sus ayudantes leseguían con un trotecillo de mala gana.

La calle que recorrían era tan estrecha y oscura,que cuando salieron al aire libre se asombraron dever que había todavía tanta luz. Una hermosa cúpulaceleste, color verde pavo, se hundía entre fulgoresdorados, donde resaltaban las masas oscuras de losárboles, ahogadas en lejanías violetas. El verde fulgu-

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rante era ya lo bastante oscuro para dejar ver, comounos puntitos de cristal, algunas estrellas. Todo loque aún quedaba de la luz del día caía en reflejosdorados por los términos de Hampstead y aquellascuestas que el pueblo gusta de frecuentar y reciben elnombre de Valle de la Salud. Los obreros, endominga-dos, aún no habían desaparecido; quedaban, ya bo-rrosas en la media luz, unas cuantas parejas por losbancos, y aquí y allá, a lo lejos, una muchacha se me-cía, gritando, en un columpio. En torno a la sublimevulgaridad del hombre, la gloria del cielo se iba ha-ciendo cada vez más profunda y oscura. Y de arribade la cuesta, Valentin se detuvo a contemplar el valle.

Entre los grupitos negros que parecían irse desha-ciendo a distancia, había uno, negro entre todos, queno parecía deshacerse: un grupito de dos figuras ves-tidas con hábitos clericales. Aunque estaban tan lejosque parecían insectos, Valentin pudo darse cuenta deque una de las dos figuras era más pequeña que laotra. Y aunque el otro hombre andaba algo inclinado,como hombre de estudio, y cual si tratara de no ha-cerse notar, a Valentin le pareció que bien medía seispies de talla. Apretó los dientes y, cimbreando el bam-bú, se encaminó hacia aquel grupo con impaciencia.Cuando logró disminuir la distancia y agrandar lasdos figuras negras cual con ayuda de microscopio,notó algo más, algo que le sorprendió mucho, aun-que, en cierto modo, ya lo esperaba. Fuera quien fue-ra el mayor de los dos, no cabía duda respecto a laidentidad del menor: era su compañero del tren deHarwich, aquel cura pequeñín y regordete de Essex, aquien él había aconsejado no andar diciendo lo quetraía en sus paquetitos de papel de estraza.

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Hasta aquí todo se presentaba muy racionalmen-te. Valentin había logrado averiguar aquella mañanaque un tal padre Brown, que venía de Essex, traía con-sigo una cruz de plata con zafiros, reliquia de consi-derable valor, para mostrarla a los sacerdotes extran-jeros que venían al Congreso. Aquel era, sin duda, elobjeto de plata con piedras azules, y el padre Brown,sin duda, era el propio y diminuto paleto que veníaen el tren. No había nada de extraño en el hecho deque Flambeau tropezara con la misma extrañeza enque Valentin había reparado. Flambeau no perdía nadade cuanto pasaba junto a él. Y nada de extraño teníael hecho de que, al oír hablar Flambeau de una cruzde zafiros, se le ocurriera robársela: aquello era lomás natural del mundo. Y de seguro que Flambeau sesaldría con la suya, teniendo que habérselas con aquelpobre cordero de la sombrilla y los paquetitos, Era eltipo de hombre en quien todo el mundo puede hacersu voluntad, atarlo con una cuerda y llevárselo hastael Polo Norte. No era de extrañar que un hombre comoFlambeau, disfrazado de cura, hubiera logrado arras-trarlo hasta Hampstead Heath. La intención delictuosaera manifiesta. Y el detective compadecía al pobrecurita desamparado, y casi desdeñaba a Flambeau porencarnizarse en víctimas tan indefensas. Pero cuan-do Valentin recorría la serie de hechos que le habíanllevado al éxito de sus pesquisas, en vano se ator-mentaba tratando de descubrir en todo el proceso elmenor ritmo de razón. ¿Qué tenía de común el robode una cruz de plata y piedras azules con el hecho dearrojar la sopa a la pared? ¿Qué relación había entreesto y el llamar nueces a las naranjas, o el pagar deantemano los vidrios que se van a romper? Había lle-gado al término de la caza, pero no sabía por cuáles

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caminos. Cuando fracasaba —y pocas veces le suce-día— solía dar siempre con la clave del enigma, aun-que perdiera al delincuente. Aquí había cogido al de-lincuente, pero la clave del enigma se le escapaba.

Las dos figuras se deslizaban como moscas sobreuna colina verde. Aquellos hombres parecían enfras-cados en animada charla y no darse cuenta de adón-de iban; pero ello es que se encaminaban a lo másagreste y apartado del parque. Sus perseguidores tu-vieron que adoptar las poco dignas actitudes de lacaza al acecho, ocultarse tras los matojos y aun arras-trarse escondidos entre la hierba. Gracias a este des-agradable procedimiento, los cazadores lograronacercarse a la presa lo bastante para oír el murmullode la discusión; pero no lograban entender más quela palabra «razón», frecuentemente repetida en unavoz chillona y casi infantil. Una vez, la presa se lesperdió en una profundidad y tras un muro de espesu-ra. Pasaron diez minutos de angustia antes de quelograran verlos de nuevo, y después reaparecieron losdos hombres sobre la cima de una loma que domina-ba un anfiteatro, el cual a estas horas era un escena-rio desolado bajo las últimas claridades del sol. En

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aquel sitio ostensible, aunque agreste, había, debajode un árbol, un banco de palo, desvencijado. Allí sesentaron los dos curas, siempre discutiendo con mu-cha animación. Todavía el suntuoso verde y oro eraperceptible hacia el horizonte; pero ya la cúpula ce-leste había pasado del verde pavo al azul pavo, y lasestrellas se destacaban más y más como joyas sóli-das. Por señas, Valentin indicó a sus ayudantes queprocuraran acercarse por detrás del árbol sin hacerruido. Allí lograron, por primera vez, oír las palabrasde aquellos extraños clérigos.

Tras de haber escuchado unos dos minutos, seapoderó de Valentin una duda atroz: ¿Si habríaarrastrado a los dos policías ingleses hasta aquellosnocturnos campos para una empresa tan loca comosería la de buscar higos entre los cardos? Porque aque-llos dos sacerdotes hablaban realmente como verda-deros sacerdotes, piadosamente, con erudición y com-postura, de los más abstrusos enigmas teológicos. Elcurita de Essex hablaba con la mayor sencillez, de carahacia las nacientes estrellas. El otro inclinaba la cabe-za, como si fuera indigno de contemplarlas. Pero nohubiera sido posible encontrar una charla más cleri-cal e ingenua en ningún blanco claustro de Italia o enninguna negra catedral española.

Lo primero que oyó fue el final de una frase delpadre Brown que decía: «...que era lo que en la EdadMedia significaban con aquello de los cielos incorrup-tibles».

El sacerdote alto movió la cabeza y repuso:—¡Ah, sí. Los modernos infieles apelan a su ra-

zón! Pero, ¿quién puede contemplar estos millonesde mundos sin sentir que hay todavía universos ma-

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ravillosos donde tal vez nuestra razón resulte irracio-nal?

—No —dijo el otro—. La razón siempre es racio-nal, aun en el limbo, aun en el último extremo de lascosas. Ya sé que la gente acusa a la Iglesia de rebajarla razón; pero es al contrario. La Iglesia es la únicaque, en la tierra, hace de la razón un objeto supremo;la única que afirma que Dios mismo está sujeto porla razón.

El otro levantó la austera cabeza hacia el cielo es-trellado, e insistió:

—Sin embargo, ¿quién sabe si en este infinito uni-verso...?

—Infinito sólo físicamente —dijo el curita agitán-dose en el asiento—, pero no infinito en el sentido deque pueda escapar a las leyes de la verdad.

Valentin, tras del árbol, crispaba los puños conmuda desesperación. Ya le parecía oír las burlas delos policías ingleses a quienes había arrastrado en tanloca persecución, sólo para hacerles asistir al chismo-rreo metafísico de los dos viejos y amables párrocos.En su impaciencia, no oyó la elaborada respuesta delcura gigantesco, y cuando pudo oír otra vez el padreBrown estaba diciendo:

—La razón y la justicia imperan hasta en la estre-lla más solitaria y más remota: mire usted esas estre-llas. ¿No es verdad que parecen como diamantes y za-firos? Imagínese usted la geología, la botánica másfantástica que se le ocurra; piense usted que allí haybosques de diamantes con hojas de brillantes; imagí-nese usted que la luna es azul, que es un zafiroelefantino. Pero no se imagine usted que esta astro-nomía frenética pueda afectar a los principios de larazón y de la justicia. En llanuras de ópalo, como en

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escolleros de perlas, siempre se encontrará usted conla sentencia: «No robarás.»

Valentin estaba para cesar en aquella actitud vio-lenta y alejarse sigilosamente, confesando aquel granfracaso de su vida; pero el silencio del sacerdote gi-gantesco le impresionó de un modo que quiso espe-rar su respuesta. Cuando éste se decidió, por fin, ahablar dijo simplemente, inclinando la cabeza y apo-yando las manos en las rodillas:

—Bueno; yo creo, con todo, que ha de haber otrosmundos superiores a la razón humana. Impenetrablees el misterio del cielo, y ante él humillo mi frente.

Y después, siempre en la misma actitud, y sin cam-biar de tono de voz, añadió:

—Vamos, déme usted ahora mismo la cruz de za-firos que trae. Estamos solos y puedo destrozarle austed como a un muñeco.

Aquella voz y aquella actitud inmutables chocabanviolentamente con el cambio del asunto. El guardiánde la reliquia apenas volvió la cabeza. Parecía seguircontemplando las estrellas. Tal vez, no entendió. Talvez entendió, pero el terror le había paralizado.

—Sí —dijo el sacerdote gigantesco sin inmutar-se—, sí, yo soy Flambeau.

Y, tras una pausa, añadió:—Vamos, ¿quiere usted darme la cruz?—No —dijo el otro; y aquel monosílabo tuvo una

extraña sonoridad.Flambeau depuso entonces sus pretensiones pon-

tificales. El gran ladrón se retrepó en el respaldo delbanco y soltó la risa.

—No —dijo—, no quiere usted dármela, orgullosoprelado. No quiere usted dármela, célibe borrico.

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«Estamos solos ypuedo destrozarle a

ustedcomo a un muñeco».

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¿Quiere usted que le diga por qué? Pues porque ya latengo en el bolsillo del pecho.

El hombrecillo de Essex volvió hacia él, en la pe-numbra una cara que debió de reflejar el asombro, ycon la tímida sinceridad del «Secretario Privado», ex-clamó:

—Pero, ¿está usted seguro?Flambeau aulló con deleite:—Verdaderamente —dijo— es usted tan divertido

como una farsa en tres actos. Sí, hombre de Dios, es-toy enteramente seguro. He tenido la buena idea dehacer una falsificación del paquete, y ahora, amigomío, usted se ha quedado con el duplicado y yo con laalhaja. Una estratagema muy antigua, padre Brown,muy antigua.

—Sí —dijo el padre Brown alisándose los cabelloscon el mismo aire distraído—, ya he oído hablar deella.

El coloso del crimen se inclinó entonces hacia elrústico sacerdote con un interés repentino.

—¿Usted ha oído hablar de ella? ¿Dónde?—Bueno —dijo el hombrecillo con mucha candi-

dez—. Ya comprenderá usted que no voy a decirle elnombre. Se trata de un penitente, un hijo de confe-sión. ¿Sabe usted? Había logrado vivir durante veinteaños con gran comodidad gracias al sistema de falsi-ficar los paquetes de papel de estraza. Y así, cuandocomencé a sospechar de usted, me acordé al punto delos procedimientos de aquel pobre hombre.

—¿Sospechar de mí? —repitió el delincuente concuriosidad cada vez mayor—. ¿Tal vez tuvo usted laperspicacia de sospechar cuando vio usted que yo leconducía a estas soledades?

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—No, no —dijo Brown, como quien pide excu-sas—. No, verá usted: yo comencé a sospechar de us-ted en el momento en que por primera vez nos en-contrarnos, debido al bulto que hace en su manga elbrazalete de la cadena que suelen ustedes llevar.

—Pero, ¿cómo demonios ha oído usted hablar si-quiera del brazalete?

—¡Qué quiere usted; nuestro pobre rebaño...! —dijoel padre Brown, arqueando las cejas con aire indife-rente—. Cuando yo era cura de Hartlepool había allítres con el brazalete... De modo que, habiendo des-confiado de usted desde el primer momento, comousted comprende, quise asegurarme de que la cruzquedaba a salvo de cualquier contratiempo. Y hastacreo que me he visto en el caso de vigilarle a usted,¿sabe usted? Finalmente, vi que usted cambiaba lospaquetes. Y entonces, vea usted, yo los volví a cam-biar. Y después, dejé el verdadero por el camino.

—¿Que lo dejó usted? —repitió Flambeau; y por laprimera vez, el tono de su voz no fue ya triunfal.

—Vea usted cómo fue —continuó el curita con elmismo tono de voz—. Regresé a la confitería aquella ypregunté si me había dejado por ahí un paquete, y diciertas señas para que lo remitieran si acaso aparecíadespués. Yo sabía que no me había dejado antes nada,pero cuando regresé a buscar lo dejé realmente. Así,en vez de correr tras de mí con el valioso paquete, lohan enviado a estas horas a casa de un amigo mío quevive en Westminster. —Y luego añadió, amargamen-te—: También esto lo aprendí de un pobre sujeto quehabía en Hartlepool. Tenía la costumbre de hacerlo conlas maletas que robaba en las estaciones; ahora el po-bre está en un monasterio. ¡Oh!, tiene uno que apren-der muchas cosas, ¿sabe usted? —prosiguió sacudien-

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do la cabeza con el mismo aire del que pide excu-sas—. No puede uno menos de portarse como sacer-dote. La gente viene a nosotros y nos lo cuenta todo.

Flambeau sacó de su bolsillo un paquete de papelde estraza y lo hizo pedazos. No contenía más quepapeles y unas barritas de plomo. Saltó sobre sus piesrevelando su gigantesca estatura, y gritó:

—No le creo a usted. No puedo creer que un patáncomo usted sea capaz de eso. Yo creo que trae ustedconsigo la pieza, y si usted se resiste a dármela... yave usted, estamos solos, la tomaré por fuerza.

—No —dijo con naturalidad el padre Brown; y tam-bién se puso de pie—. No la tomará usted por fuerza.Primero, porque realmente no la llevo conmigo. Y se-gundo, porque no estamos solos.

Flambeau se quedó suspenso.—Detrás de este árbol —dijo el padre Brown seña-

lándolo— están dos forzudos policías, y con ellos eldetective más notable que hay en la tierra. ¿Me pre-gunta usted que cómo vinieron? ¡Pues porque yo losatraje, naturalmente! ¿Que cómo lo hice? Pues se locontaré a usted si se empeña. ¡Por Dios! ¿No compren-de usted que, trabajando entre la clase criminal, apren-demos muchísimas cosas? Desde luego, yo no estabaseguro de que usted fuera un delincuente, y nunca esconveniente hacer un escándalo contra un miembrode nuestra propia Iglesia. Así, procuré antes probarlea usted, para ver si, a la provocación se descubría us-ted de algún modo. Es de suponer que todo hombrehace algún aspaviento si se encuentra con que su caféestá salado; si no lo hace, es que tiene buenas razonespara no llamar sobre sí la atención de la gente. Cam-bié, pues, la sal y el azúcar, y advertí que usted noprotestaba. Todo hombre protesta si le cobran tres

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veces más de lo que debe. Y si se conforma con lacuenta exagerada, es que le importa pasar inadverti-do. Yo alteré la nota, y usted la pagó sin decir palabra.

Parecía que el mundo todo estuviera esperando queFlambeau, de un momento a otro, saltara como un ti-gre. Pero, por el contrario, se estuvo quieto, como si lehubieran amansado con un conjuro; la curiosidad másaguda le tenía como petrificado.

—Pues bien —continuó el padre Brown con pau-sada lucidez—, como usted no dejaba rastro a la poli-cía, era necesario que alguien lo dejara, en su lugar. Yadondequiera que fuimos juntos, procuré hacer algoque diera motivo a que se hablara de nosotros paratodo el resto del día. No causé daños muy graves porlo demás: una pared manchada, unas manzanas porel suelo, una vidriera rota... Pero, en todo caso, salvéla cruz, porque hay que salvar siempre la cruz. A estahora está en Westminster. Yo hasta me maravillo deque no lo haya usted estorbado con el «silbido delasno».

—¿El qué? —preguntó Flambeau.—Vamos, me alegro de que nunca haya usted oído

hablar de eso —dijo el sacerdote con una muequeci-lla—. Es una atrocidad. Ya estaba yo seguro de queusted era demasiado bueno, en el fondo, para ser un«silbador». Yo no hubiera podido en tal caso contra-rrestarlo, ni siquiera con el procedimiento de las «mar-cas»; no tengo bastante fuerza en las piernas:

—Pero, ¿de qué me está usted hablando? —pre-guntó el otro.

—Hombre, creí que conocía usted las «marcas»—dijo el padre Brown agradablemente sorprendido—.Ya veo que no está usted tan envilecido.

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—Pero, ¿cómo diablos está usted al cabo de tan-tos horrores? —gritó Flambeau.

La sombra de una sonrisa cruzó por la cara redon-da y sencillota del clérigo.

—¡Oh, probablemente a causa de ser un borricocélibe! —repuso—. ¿No se le ha ocurrido a usted pen-sar que un hombre que casi no hace más que oír lospecados de los demás no puede menos de ser un pocoentendido en la materia? Además, debo confesarle austed que otra condición de mi oficio me convencióde que usted no era un sacerdote.

—¿Y qué fue ello? —preguntó el ladrón, alelado.—Que usted atacó la razón; y eso es de mala teo-

logía.Y como se volviera en este instante para recoger

sus paquetes, los tres policías salieron de entre losárboles penumbrosos. Flambeau era un artista, y tam-bién un deportista. Dio un paso atrás y saludó conuna cortés reverencia a Valentin.

—No; a mí, no, mon ami —dijo éste con nitidezargentina—. Inclinémonos los dos ante nuestro comúnmaestro.

Y ambos se descubrieron con respeto, mientras elcurita de Essex hacía como que buscaba su sombrilla.

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II. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETO

Arístides Valentin, jefe de la policía de París, llegótarde a la cena, y algunos de sus huéspedes estabanya en casa. Pero a todos los tranquilizó su criado deconfianza, Iván, un viejo que tenía una cicatriz en lacara, y una cara tan gris como sus bigotes, y que siem-pre se sentaba tras una mesita que había en el vestí-bulo; un vestíbulo tapizado de armas. La casa de Va-lentin era tal vez tan célebre y singular como el amo.Era una casa vieja, de altos muros y álamos tan altosque casi sobresalían, vistos desde el Sena; pero la sin-gularidad y acaso el valor policiaco de su arquitectu-ra estaba en esto: que no había más salida a la calleque aquella puerta del frente, resguardada por Iván ypor la armería. El jardín era amplio y complicado, yhabía varias salidas de la casa al jardín. Pero el jardínno tenía acceso al exterior, y lo circundaba un pare-dón enorme, liso, inaccesible, con púas en las bardas.No era un mal jardín para los esparcimientos de unhombre a quien cientos de criminales habían juradomatar.

Según Iván explicó a los huéspedes el amo habíaanunciado por teléfono que asuntos de última hora leobligaban a retrasarse unos diez minutos. En verdad,

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estaba dictando algunas órdenes sobre ejecuciones yotras cosas desagradables de este jaez. Y aunque ta-les menesteres le eran profundamente repulsivos,siempre los atendía con la necesaria exactitud. Tenazen la persecución de los criminales, era muy suave ala hora del castigo. Desde que había llegado a ser lasuprema autoridad policíaca de Francia y en gran partede Europa, había empleado honorablemente su influen-cia en el empeño de mitigar las penas y purificar lasprisiones. Era uno de esos librepensadores humanita-rios que hay en Francia. Su única falta consiste en quesu perdón suele ser más frío que su justicia.

Valentin llegó. Estaba vestido de negro; llevaba enla solapa el botoncito rojo. Era una elegante figura. Subarbilla negra tenía ya algunos toques grises. Atrave-só la casa y se dirigió inmediatamente a su estudio,situado en la parte posterior. La puerta que daba aljardín estaba abierta. Muy cuidadosamente guardó conllave su estuche en el lugar acostumbrado, y se quedóuno segundos contemplando la puerta abierta haciael jardín. La luna —dura— luchaba con los jirones yandrajos de nubes tempestuosas. Y Valentin la consi-deraba con una emoción anhelosa poco habitual ennaturalezas tan científicas como la suya. Acaso estasnaturalezas poseen el don psíquico de prever los mástremendos trances de su existencia. Pero pronto serecobró de aquella vaga inconsciencia, recordando quehabía llegado con retraso y que sus huéspedes le es-tarían esperando. Al entrar en el salón, se dio cuentaal instante de que, por lo menos, su huésped de ho-nor aún no había llegado. Distinguió a las otras figu-ras importantes de su pequeña sociedad: a lordGalloway, el embajador inglés —un viejo colérico conuna cara roja como amapola, que llevaba la banda

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azul de la Jarretera—; a lady Galloway, sutil como unahebra de hilo, con los cabellos argentados y la expre-sión sensitiva y superior. Vio también a su hija, ladyMargaret Graham, pálida y preciosa muchacha, concara de hada y cabellos color de cobre. Vio a la duque-sa de Mont Saint-Michel, de ojos negros, opulenta, consus dos hijas, también opulentas y ojinegras. Vio aldoctor Simon tipo del científico francés, con sus ga-fas, su barbilla oscura, la frente partida por aquellasarrugas paralelas que son el castigo de los hombresde ceño altanero, puesto que proceden de mucho le-vantar las cejas. Vio al padre Brown, de Cobhole, enEssex, a quien había conocido en Inglaterra reciente-mente. Vio, tal vez con mayor interés que a todos losotros, a un hombre alto, con uniforme, que acababade inclinarse ante los Galloway, sin que éstos contes-taran a su saludo muy calurosamente, y que a la sa-zón se adelantaba al encuentro de su huésped parapresentarle sus cortesías. Era el comandante O’Brien,de la Legión francesa extranjera; tenía un aspecto en-tre delicado y fanfarrón, iba todo afeitado, el cabellooscuro, los ojos azules; y, como parecía propio en unoficial de aquel famoso regimiento de los victoriososfracasos y los afortunados suicidios, su aire era a lavez atrevido y melancólico. Era, por nacimiento, uncaballero irlandés, y, en su infancia, había conocido alos Galloway, y especialmente a Margaret Graham.Había abandonado su patria dejando algunas deudas,y ahora daba a entender su absoluta emancipación dela etiqueta inglesa presentándose de uniforme, espa-da al cinto y espuelas calzadas. Cuando saludó a lafamilia del embajador, lord y lady Galloway le contes-taron con rigidez y lady Margaret miró a otra parte.

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Pero si las visitas tenían razones para considerar-se entre sí con un interés especial, su distinguido hués-ped no estaba especialmente interesado en ningunade ellas. Por lo menos, ninguna de ellas era a sus ojosel convidado de la noche. Valentin esperaba, por cier-tos motivos, la llegada de un hombre de fama mun-dial, cuya amistad se había ganado durante sus victo-riosas campañas policíacas en los Estados Unidos.Esperaba a Julius K. Brayne, el multimillonario cuyascolosales y aplastantes generosidades para favorecerla propaganda de las religiones no reconocidas ha-bían dado motivo a tantas y tan felices burlas, y atantas solemnes y todavía más fáciles felicitacionespor parte de la prensa americana y británica. Nadiepodía estar seguro de si Mr. Brayne era un ateo, unmormón o un partidario de la ciencia cristiana; peroél siempre estaba dispuesto a llenar de oro todos losvasos intelectuales, siempre que fueran vasos hastahoy no probados. Una de sus manías era esperar laaparición del Shakespeare americano (cosa de máspaciencia que el oficio de pescar). Admiraba a WaltWhitman, pero opinaba que Luke P. Taner, de París(Philadelphia) era mucho más «progresista» queWhitman. Le gustaba todo lo que le parecía «progre-sista». Y Valentin le parecía «progresista», con lo cualle hacía una grande injusticia.

La deslumbrante aparición de Julius K. Brayne fuecomo un toque de campana que diera la señal de lacena. Tenía una notable cualidad, de que podemospreciarnos muy pocos: su presencia era tan ostensi-ble como su ausencia. Era enorme, tan gordo comoalto; vestía traje de noche, de negro impecable, sin elalivio de una cadena de reloj o de una sortija. Tenía elcabello blanco, y lo llevaba peinado hacia atrás, como

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un alemán; roja la cara, fiera y angelical, con una bar-billa oscura en el labio inferior, lo cual transformabasu rostro infantil, dándole un aspecto teatral y mefis-tofélico. Pero la gente que estaba en el salón no per-dió mucho tiempo en contemplar al célebre america-no. Su mucha tardanza había llegado a ser ya un pro-blema doméstico, y a toda prisa se le invitó a tomardel brazo a lady Galloway para pasar al comedor.

Los Galloway estaban dispuestos a pasar alegre-mente por todo, salvo en un punto: siempre que ladyMargaret no tomara el brazo del aventurero O’Brien,todo estaba bien. Y lady Margaret no lo hizo así, sinoque entró al comedor decorosamente acompañada porel doctor Simon. Con todo, el viejo lord Galloway co-menzó a sentirse inquieto y a ponerse algo áspero.Durante la cena estuvo bastante diplomático; perocuando a la hora de los cigarros, tres de los más jóve-nes —el doctor Simon, el padre Brown y el equívocoO’Brien, el desterrado con uniforme extranjero— em-pezaron a mezclarse en los grupos de las damas y afumar en el invernadero, entonces el diplomático in-glés perdió la diplomacia. A cada sesenta segundos leatormentaba la idea de que el bribón de O’Brien trata-ra por cualquier medio de hacer señas a Margaret,aunque no se imaginaba de qué manera. A la hora delcafé se quedó acompañado de Brayne, el canoso yan-qui que creía en todas las religiones, y de Valentin, elpeligrisáceo francés que no creía en ninguna. Ambospodían discutir mutuamente cuanto quisieran; peroera inútil que invocaran el apoyo del diplomático. Estalogomaquia «progresista» acabó por ponerse muyaburrida; entonces, lord Galloway se levantó también,y trató de dirigirse al salón. Durante seis u ocho mi-nutos anduvo perdido por los pasillos; al fin oyó la

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voz aguda y didáctica del doctor, y después la vozopaca del clérigo, seguida por una carcajada general.Y pensó con fastidio que tal vez allí estaban tambiéndiscutiendo sobre la ciencia y la religión. Al abrir lapuerta del salón sólo se dio cuenta de una cosa; dequiénes están ausentes. El comandante O’Brien no es-taba allí; tampoco lady Margaret.

Abandonó entonces el salón con tanta impacien-cia como antes abandonara el corredor, y otra vezmetióse por los pasillos. La preocupación por prote-ger a su hija del pícaro argelino-irlandés se había apo-derado de él como una locura. Al acercarse al interiorde la casa, donde estaba el estudio de Valentin, tuvola sorpresa de encontrar a su hija, que pasaba rápida-mente con una cara pálida y desdeñosa que era unenigma por sí sola. Si había estado hablando conO’Brien, ¿dónde estaba éste? Si no había estado conél, ¿de dónde venía? Con una sospecha apasionada ysenil se internó más en la casa, y casualmente dio conuna puerta de servicio que comunicaba al jardín. Yala luna, con su cimitarra, había rasgado; y deshechotoda nube de tempestad. Una luz de plata bañaba delleno el jardín. Por el césped vio pasar una alta figuraazul camino del estudio. Al reflejo lunar, sus faccio-nes se revelaron: era el comandante O’Brien.

Desapareció tras la puerta vidriera en los interio-res de la casa, dejando a lord Galloway en un estadode ánimo indescriptible, a la vez confuso e iracundo.El jardín de plata y azul, como un escenario de teatro,parecía atraerle tiránicamente con esa insinuación dedulzura tan opuesta al cargo que él desempeñaba enel mundo. La esbeltez y gracia de los pasos del irlan-dés le habían encolerizado como si, en vez de un pa-dre, fuese un rival; y ahora la luz de la luna le enlo-

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quecía. Una especie de magia pretendía atraparle,arrastrándole hacia un jardín de trovadores, hacia unatierra maravillosa de Watteau; y, tratando de emanci-parse por medio de la palabra de aquellas amorosasinsensateces, se dirigió rápidamente en pos de suenemigo. Tropezó con alguna piedra o raíz de árbol,y se detuvo instintivamente a escudriñar el suelo, pri-mero con irritación, y después, con curiosidad. Y en-tonces la luna y los álamos del jardín pudieron ver unespectáculo inusitado: un viejo diplomático inglés queechaba a correr, gritando y aullando como loco.

A sus gritos, un rostro pálido se asomó por la puer-ta del estudio, y se vieron brillar los lentes y aparecerel ceño preocupado del doctor Simon, que fue el pri-mero en oír las primeras palabras que al fin pudoarticular claramente el noble caballero. Lord Gallowaygritaba:

—¡Un cadáver sobre la hierba! ¡Un cadáver ensan-grentado!

Y ya no pensó más en O’Brien.—Debemos decirlo al instante a Valentin —obser-

vó el doctor, cuando el otro le hubo descrito entretartamudeos lo que apenas se había atrevido a mi-rar—. Es una fortuna tenerlo tan a mano.

En este instante, atraído por las voces, el gran de-tective entraba en el estudio. La típica transforma-ción que se operó en él fue algo casi cómico: habíaacudido al sitio con el cuidado de un huésped y de uncaballero que se figura que alguna visita o algún cria-do se ha puesto malo; pero cuando le dijeron que setrataba de un hecho sangriento, al instante tornósegrave, importante, y tomó el aire de hombre de nego-cios; porque, después de todo, aquello, por abomina-ble e insólito que fuera, era su negocio.

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Amigos míos —dijo, mientras se encaminaba ha-cia el jardín—, es muy extraño que, tras de haber an-dado por toda la tierra a caza de enigmas, se me ofrez-ca uno en mi propio jardín. ¿Dónde está?

No sin cierta dificultad cruzaron el césped, por-que había comenzado a levantarse del río una ligeraniebla. Guiados por el espantado Galloway, encontra-ron al fin el cuerpo, hundido entre la espesa hierba.Era el cuerpo de un hombre muy, alto y de robustasespaldas. Estaba boca abajo, vestido de negro, y eracalvo, con un escaso vello negro aquí y allá que teníaun aspecto de alga húmeda. De su cara manaba unaserpiente roja de sangre.

—Por lo menos —dijo Simon con una voz profun-da y extraña—, por lo menos no es ninguno de losnuestros.

—Examínele usted, doctor —ordenó con cierta brus-quedad Valentin—. Bien pudiera no estar muerto.

El doctor se inclinó.—No está enteramente frío, pero me temo que sí

completamente muerto —dijo—. Ayúdenme ustedesa levantarlo.

Lo levantaron cuidadosamente hasta una pulgadadel suelo, y al instante se disiparon, con espantosacertidumbre, todas sus dudas. La cabeza se despren-dió del tronco. Había sido completamente cortada. Elque había cortado aquella garganta había quebradotambién las vértebras del cuello. El mismo Valentinse sintió algo sorprendido.

—El que ha hecho esto es tan fuerte como un gori-la —murmuró.

Aunque acostumbrado a los horrores anatómicos,el doctor Simon se estremeció al levantar aquella ca-beza. Tenía algún arañazo por la barba y la mandíbu-

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la, pero la cara estaba sustancialmente intacta. Erauna cara amarilla, pesada, a la vez hundida e hincha-da, nariz de halcón, párpados inflados: la cara de unemperador romano prostituido, con ciertos toques deemperador chino. Todos los presentes parecían con-siderarle con la fría mirada del que mira a un desco-nocido. Nada más había de notable en aquel cuerpo,salvo que, cuando le levantaron, vieron claramente elbrillo de una pechera blanca manchada de sangre.Como había dicho el doctor Simon, aquel hombre noera de los suyos, no estaba en la partida, pero bienpodía haber tenido el propósito de venir a hacerlescompañía, porque vestía el traje de noche propio delcaso.

Valentin se puso de rodillas, se echó sobre lasmanos, y en esa actitud anduvo examinando con lamayor atención profesional la hierba y el suelo, den-tro de un contorno de veinte yardas, tarea en que fueasistido menos concienzudamente por el doctor, y sóloconvencionalmente por el lord inglés. Pero sus penasno tuvieron más recompensa que el hallazgo de unas,cuantas ramitas partidas o quebradas en trozos muypequeños, que Valentin, recogió para examinar uninstante, y después arrojó.

—Unas ramas —dijo gravemente—; unas ramas yun desconocido decapitado; es todo lo que hay sobreel césped.

Hubo un silencio casi humillante, y de pronto elagitado Galloway gritó:

—¿Qué es aquello? ¿Aquello que se mueve juntoal muro?

A la luz de la luna se veía, en efecto, acercarse unafigura pequeña con una como enorme cabeza; pero lo

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que de pronto parecía un duende, resultó ser el in-ofensivo curita, a quien habían dejado en el salón.

—Advierto —dijo con mesura— que este jardínno tiene puerta exterior. ¿No es verdad?

Valentin frunció el ceño con cierto disgusto, comosolía hacerlo por principio ante toda sotana. Pero erahombre demasiado justo para disimular el valor deaquella observación.

—Tiene usted razón —contestó—; antes de pre-guntarnos cómo ha sido muerto, hay que averiguarcómo ha podido llegar hasta aquí. Escúchenme uste-des, señores. Hay que convenir en que —si ello resul-ta compatible con mi deber profesional— lo mejorserá comenzar por excluir de la investigación públicaalgunos nombres distinguidos. En casa hay señoras ycaballeros, y hasta un embajador. Si establecemos queeste hecho es un crimen, como tal hemos de investi-garlo. Pero mientras no lleguemos ahí, puedo obrarcon entera discreción. Soy la cabeza de la policía; per-sona tan pública, que bien puedo atreverme a ser pri-vado. Quiera el cielo que pueda yo solo y por mi cuen-ta absolver a todos y cada uno de mis huéspedes, an-tes de que tenga que acudir a mis subordinados paraque busquen en otra parte al autor del crimen. Pido austedes, por su honor, que no salgan de mi casa hastamañana a mediodía. Hay alcobas suficientes para to-dos. Simon, ya sabe usted dónde está Iván, mi hom-bre de confianza: en el vestíbulo. Dígale usted quedeje a otro criado de guardia, y venga al instante. LordGalloway, usted es, sin duda, la persona más indicadapara explicar a las señoras lo que sucede y evitar elpánico. También ellas deben quedarse. El padre Browny yo vigilaremos entretanto el cadáver.

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Cuando el genio del capitán hablaba en Valentin,siempre era obedecido como un clarín de órdenes. Eldoctor Simon se dirigió a la armería y dio la voz dealarma a Iván, el detective privado de aquel detectivepúblico. Galloway fue al salón y comunicó las terri-bles nuevas con bastante tacto, de suerte que cuandotodos se reunieron allí, las damas habían pasado ya,del espanto al apaciguamiento. Entretanto, el buensacerdote y el buen ateo permanecían uno a la cabezay otro a los pies del cadáver, inmóviles, bajo la luna,estatuas simbólicas de dos filosofías de la muerte.

Iván, el hombre de confianza, de la gran cicatriz ylos bigotazos, salió de la casa disparado como unabala de cañón, y vino corriendo sobre el césped haciaValentin, como perro que acude a su amo. Su caralívida parecía vitalizada con aquel suceso policiaco-doméstico, y con una solicitud casi repugnante pidiópermiso a su amo para examinar los restos.

—Sí, Iván, haz lo que gustes, pero no tardes, debe-mos llevar dentro el cadáver.

Iván levantó aquella cabeza, y casi la dejó caer.—¡Cómo! —exclamó—; esto... esto no puede ser.

¿Conoce usted a este hombre, señor?—No —repuso Valentin, indiferente— más vale que

entremos.Entre los tres depositaron el cadáver sobre un sofá

del estudio, y después se dirigieron al salón. El detec-tive, sin vacilar, se sentó tranquilamente junto a unescritorio, su mirada era la mirada fría del juez. Tra-zó algunas notas rápidas en un papel, y preguntó des-pués concisamente:

—¿Están presentes todos?—Falta Mr. Brayne —dijo la duquesa de Mont Saint-

Michel, mirando en derredor.

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—Sí —dijo lord Galloway, con áspera voz—, y creoque también falta Mr. Neil O’Brien. Yo lo vi pasar porel jardín cuando el cadáver estaba todavía caliente.

—Iván —dijo el detective—, ve a buscar al coman-dante O’Brien y a Mr. Brayne. A éste lo dejé en el co-medor acabando su cigarro. El comandante O’Briencreo que anda paseando por el invernadero, pero noestoy seguro.

El leal servidor salió corriendo, y antes de que na-die pudiera moverse o hablar, Valentin continuó conla misma militar presteza:

—Todos ustedes saben ya que en el jardín ha apa-recido un hombre muerto, decapitado. Doctor Simon:usted lo ha examinado. ¿Cree usted que supone unafuerza extraordinaria el cortar esta suerte la cabezade un hombre, o que basta con emplear un cuchillomuy afilado?

El doctor, pálido, contestó:—Me atrevo a decir que no puede hacerse con un

simple cuchillo.Y Valentin continuó—¿Tiene usted alguna idea sobre el utensilio o

arma que hubo que emplear para tal operación?—Realmente —dijo el doctor arqueando las pre-

ocupadas cejas—, en la actualidad no creo que seemplee arma alguna que pueda producir este efecto.No es fácil practicar tal corte, aun con torpeza; mu-cho menos con la perfección del que nos ocupa. Sólose podría hacer con un hacha de combate, o con unaantigua hacha de verdugo, con un viejo montante delos que se esgrimían a dos manos.

—¡Santos cielos! —exclamó la duquesa con vozhistérica—; ¿y no hay aquí, acaso, en la armería, ha-chas de combate y viejos montantes?

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Valentin, siempre dedicado a su papel de notas,dijo, mientras apuntaba algo rápidamente:

—Y dígame usted: ¿podría cortarse la cabeza conun sable francés de caballería?

En la puerta se oyó un golpecito que, quién sabepor qué, produjo en todos un sobresalto; como el gol-pecito que se oye en Lady Macbeth. En medio del si-lencio glacial, el doctor Simon logró, al fin, decir:

—¿Con un sable? Sí, creo que se podría.—Gracias —dijo Valentin—. Entra, Iván.E Iván, el confidente, abrió la puerta para dejar

pasar al comandante O’Brien, a quien se había encon-trado paseando otra vez por el jardín.

El oficial irlandés se detuvo desconcertado y rece-loso en el umbral.

—¿Para qué hago falta? —exclamó.—Tenga usted la bondad de sentarse —dijo Va-

lentin, procurando ser agradable—. Pero que, ¿no lle-va usted su sable? ¿Dónde lo ha dejado?

—Sobre la mesa de la biblioteca —dijo O’Brien; ysu acento irlandés se dejó sentir, con la turbación,más que nunca—. Me incomodaba, comenzaba a...

—Iván —interrumpió Valentin—. Haz el favor deir a la biblioteca por el sable del comandante. —Y cuan-do el criado desapareció—: lord Galloway afirma quele vio a usted saliendo del jardín poco antes de trope-zar él con el cadáver. ¿Qué hacía usted en el jardín?

El comandante se dejó caer en un sillón, con cier-to desfallecimiento.

—¡Ah! —dijo, ahora con el más completo acentoirlandés—. Admiraba la luna, comulgaba un poco conla naturaleza, amigo mío.

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Se produjo un profundo, largo silencio. Y de nue-vo se oyó aquel golpecito a la vez insignificante y te-rrible. E Iván reapareció trayendo una funda de sable.

—He aquí todo lo que pude encontrar —dijo.—Ponlo sobre la mesa —ordenó Valentin, sin verlo.En el salón había una expectación silenciosa e in-

humana, como ese mar de inhumano silencio que seforma junto al banquillo de un homicida condenado.Las exclamaciones de la duquesa habían cesado des-de hacía rato. El odio profundo de lord Galloway sesentía satisfecho y amortiguado. La voz que entoncesse dejó oír fue la más inesperada.

—Yo puedo deciros... —soltó lady Margaret, conaquella voz clara, temblorosa, de las mujeres valero-sas que hablan en público—. Yo puedo deciros lo queMr. O’Brien hacía en el jardín, puesto que él está obli-gado a callar. Estaba sencillamente pidiendo mi mano.Yo se la negué, y le dije que mis circunstancias fami-liares me impedían concederle nada más que mi esti-mación. Él no pareció muy contento: mi estimaciónno le importaba gran cosa. Pero ahora —añadió condébil sonrisa—, ahora no sé si mi estimación le im-portará tan poco como antes: vuelvo a ofrecérsela.Puedo jurar en todas partes que este hombre no co-metió el crimen.

Lord Galloway se adelantó hacia su hija, trató deintimidarla hablándole en voz baja:

—Cállate, Margaret —dijo con un cuchicheo per-ceptible a todos—. ¿Cómo puedes escudar a ese hom-bre? ¿Dónde está su sable? ¿Dónde su condenado sa-ble de caballería...?

Y se detuvo ante la mirada singular de su hija,mirada que atrajo la de todos a manera de un fantás-tico imán.

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—¡Viejo insensato! —exclamó ella con voz sofoca-da y sin disimular su impiedad—. ¿Acaso te das cuen-ta de lo que quieres probar? Yo he dicho que estehombre ha sido inocente mientras estaba a mi lado.Si no fuera inocente, no por eso dejaría de haber esta-do a mi lado. Y si mató a un hombre en el jardín,¿quién más pudo verlo? ¿Quién más pudo, al menos,saberlo? ¿Odias tanto a Neil, que no vacilas en com-prometer a tu propia hija...?

Lady Galloway se echó a llorar. Y todos sintieronel escalofrío de las tragedias satánicas a que arrastrala pasión amorosa. Les pareció ver aquella cara orgu-llosa y lívida de la aristócrata escocesa, y junto a ellala del aventurero irlandés, como viejos retratos en laoscura galería de una casa. El silencio pareció llenarsede vagos recuerdos, de historias de maridos asesina-dos y de amantes envenenadores.

Y en medio de aquel silencio enfermizo se oyóuna voz cándida:

—¿Era muy grande el cigarro?El cambio de ideas fue tan súbito, que todos se

volvieron a ver quién había hablado.—Me refiero —dijo el diminuto padre Brown—, me

refiero al cigarro que Mr. Brayne estaba acabando defumar. Porque ya me va pareciendo más largo que unbastón.

A pesar de la impertinencia, Valentin levantó lacabeza, y no pudo menos que demostrar, en su cara,la irritación mezclada con la aprobación.

—Bien dicho —dijo con sequedad—. Iván, ve a bus-car de nuevo a Mr. Brayne, y tráenoslo aquí al punto.

En cuanto desapareció el factótum, Valentin sedirigió a la joven con la mayor gravedad:

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—Lady Margaret —comenzó—; estoy seguro de quetodos sentimos aquí gratitud y admiración a la vezpor su acto: ha crecido usted más en su ya muy altadignidad al explicar la conducta del comandante. Perotodavía queda una laguna. Si no me engaño, lordGalloway la encontró a usted entre el estudio y el sa-lón, y sólo unos minutos después se encontró al co-mandante, el cual estaba todavía en el jardín.

—Debe usted recordar —repuso Margaret con fin-gida ironía— que yo acababa de rechazarle; no era,pues, fácil que volviéramos del brazo. Él es, comoquiera, un caballero. Y procuró quedarse atrás, ¡y ahorale achacan el crimen!

—En esos minutos de intervalo —dijo Valentingravemente— muy bien pudo...

De nuevo se oyó el golpecito, e Iván asomó su caraseñalada:

—Perdón, señor —dijo—, Mr. Brayne ha salido decasa.

—¿Que ha salido? —gritó Valentin, poniéndose enpie por primera vez.

—Que se ha ido, ha tomado las de Villadiego o seha evaporado —continuó Iván en lenguaje humorísti-co—. Tampoco aparecen su sombrero ni su gabán, ydiré algo más para completar: que he recorrido losalrededores de la casa para encontrar su rastro, y hedado con uno, y por cierto muy importante.

—¿Qué quieres decir?—Ahora se verá —dijo el criado; y ausentándose,

reapareció a poco con un sable de caballería deslum-brante, manchado de sangre por el filo y la punta.

Todos creyeron ver un rayo. Y el experto Iván con-tinuó tranquilamente:

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—Lo encontré entre unos matojos, a unas cincuen-ta yardas de aquí, camino de París. En otras palabras,lo encontré precisamente en el sitio en que lo arrojóel respetable Mr. Brayne en su fuga.

Hubo un silencio, pero de otra especie. Valentintomó el sable, lo examinó, reflexionó con una concen-tración no fingida, y después, con aire respetuoso,dijo a O’Brien:

—Comandante, confío en que siempre estará us-ted dispuesto a permitir que la policía examine estaarma, si hace falta. Y entre tanto —añadió, metiendoel sable en la funda—, permítame usted devolvérsela.

Ante el simbolismo militar de aquel acto, todostuvieron que dominarse para no aplaudir.

Y, en verdad, para el mismo Neil O’Brien, aquellofue la crisis suprema de su vida. Cuando, al amanecerdel día siguiente, andaba otra vez paseando por eljardín, había desaparecido de su semblante la trágicatrivialidad que de ordinario le distinguía: tenía mu-chas razones para considerarse feliz. Lord Galloway,que era todo un caballero, le había presentado la ex-cusa más formal, lady Margaret era algo más que unaverdadera dama: una mujer, y tal vez le había presen-tado algo mejor que una excusa cuando anduvieronpaseando antes del almuerzo por entre los macizosde flores. Todos se sentían más animados y huma-nos, porque, aunque subsistía el enigma del muerto,el peso de la sospecha no caía ya sobre ninguno deellos, y había huido hacia París sobre el dorso de aquelmillonario extranjero a quien conocían apenas. El dia-blo había sido desterrado de casa: él mismo se habíadesterrado.

Con todo, el enigma continuaba, O’Brien y el doc-tor Simon se sentaron en un banco del jardín, y este

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interesante personaje científico se puso a resumir lostérminos del problema. Pero no logró hacer hablarmucho a O’Brien, cuyos pensamientos iban hacia másfelices regiones.

—No puedo decir que me interese mucho el pro-blema —dijo francamente el irlandés—, sobre todoahora que aparece muy claro. Es de suponer queBrayne odiaba a ese desconocido por alguna razón: loatrajo al jardín, y lo mató con mi sable. Después huyóa la ciudad, y por el camino arrojó el arma. Iván medijo que el muerto tenía en uno de los bolsillos undólar yanqui: luego era un paisano de Brayne, y estoparece explicar mejor las cosas. Yo no veo en todoello la menor complicación.

—Pues hay cinco complicaciones colosales —dijo eldoctor tranquilamente—, metidas la una dentro de laotra como cinco murallas. Entiéndame usted bien: yono dudo de que Brayne sea el autor del crimen, y meparece que su fuga es bastante prueba. Pero, ¿cómo lohizo? He aquí la primera dificultad: ¿cómo puede unhombre matar a otro con un sable tan pesado comoéste, cuando le es mucho más fácil emplear una nava-ja de bolsillo y volvérsela a guardar después? Segun-da dificultad: ¿por qué no se oyó un grito ni el menorruido? ¿Puede un hombre dejar de hacer alguna de-mostración cuando ve adelantarse a otro hombre blan-diendo un sable? Tercera dificultad: toda la noche haestado guardando la puerta un criado; ni una rata pue-de haberse colado de la calle al jardín de Valentin.¿Cómo pudo entrar este individuo? Cuarta dificultad:¿cómo pudo Brayne escaparse del jardín?

—¿Y quinta? —dijo Neil fijando los ojos en el sa-cerdote inglés, que se acercaba a pasos lentos.

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—Tal vez sea una bagatela —dijo el doctor—, peroa mí me parece una cosa muy rara: al ver por primeravez aquella cabeza cortada, supuse desde luego queel asesino había descargado más de un golpe. Y alexaminarla más de cerca, descubrí muchos golpes enla parte cortada; es decir, golpes que fueron dadoscuando ya la cabeza había sido separada del tronco.¿Odiaba Brayne en tal grado a su enemigo para estarmacheteando su cuerpo una y otra vez a la luz de laluna?

—¡Qué horrible! —dijo O’Brien estremeciéndose.A estas palabras, ya el pequeño padre Brown se

les había acercado, y con su habitual timidez espera-ba a que acabaran de hablar.

Al fin, dijo con embarazo:—Siento interrumpir a ustedes. Me mandan a co-

municar a ustedes las nuevas.—¿Nuevas? —repitió Simon, mirándole muy extra-

ñado a través de sus gafas.—Sí; lo siento —dijo con dulzura el padre

Brown—. Sabrán ustedes que ha habido otro asesi-nato.

Los dos se levantaron de un salto, desconcertados.—Y lo que todavía es más raro —continuó el sa-

cerdote, contemplando con sus torpes ojos los rodo-dendros—; el nuevo asesinato pertenece a la mismadesagradable especie del anterior: es otra decapita-ción. Encontraron la segunda cabeza sangrando en elrío, a pocas yardas del camino que Brayne debió to-mar para París. De modo que suponen que éste...

—¡Cielos! —exclamó O’Brien—. ¿Será Brayne unmonomaníaco?

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—Es que también hay «vendettas» americanas—dijo el sacerdote, impasible. Y añadió—: Se deseaque vengan ustedes a la biblioteca a verlo.

El comandante O’Brien siguió a los otros hacia elsitio de la averiguación, sintiéndose decididamenteenfermo. Como soldado, odiaba las matanzas secre-tas. ¿Cuándo iban a acabar aquellas extravagantesamputaciones? Primero una cabeza y luego otra. Y sedecía amargamente que en este caso falla la regla aque-lla: dos cabezas valen más que una. Al entrar en elestudio, casi se tambaleó entre una horrible coinci-dencia: sobre la mesa de Valentin estaba un dibujo encolores que representaba otra cabeza sangrienta: ladel propio Valentin. Pronto vio que era un periódiconacionalista llamado La Guillotine, que acostumbra-ba todas las semanas a publicar la cabeza de uno desus enemigos políticos, con los ojos saltados y losrasgos torcidos, como después de la ejecución; por-que Valentin era un anticlerical notorio. Pero O’Brienera un irlandés, que aun en sus pecados conservabacierta castidad; y se sublevaba ante aquella brutali-dad intelectual, que sólo en Francia se encuentra. Enaquel momento le pareció sentir a todo París, en unsolo proceso que, partiendo de las grotescas iglesiasgóticas, llegaba hasta las groseras caricaturas de losdiarios. Recordó las burlas gigantescas de la Revolu-ción. Y vio a toda la ciudad en un solo espasmo dehorrible energía, desde aquel boceto sanguinario queyacía sobre la mesa de Valentin, hasta la montaña ybosque de gárgolas por donde asoman, gesticulando,los enormes diablos de Notre-Dame.

La biblioteca era larga, baja y penumbrosa; unaluz escasa se filtraba por las cortinas corridas, y teníaaún el sonrojo de la mañana. Valentin y su criado Iván

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estaban esperándoles junto a un vasto escritorio in-clinado, donde estaban los mortales restos, que re-sultaban enormes en la penumbra. La carota amari-llenta del hombre encontrado en el jardín no se habíaalterado. La segunda, encontrada entre las cañas delrío aquella misma mañana, escurría un poco. La gen-te de Valentin andaba ocupada en buscar el segundocadáver, que tal vez flotaría en el río. El padre Brown,que no compartía la sensibilidad de O’Brien; acercósea la segunda cabeza y la examinó con minucia de ce-gatón. Apenas era más que un montón de blancos yhúmedos cabellos, irisados de plata y rojo en la suaveluz de la mañana; la cara —un feo tipo sangriento yacaso criminal— se había estropeado mucho contralos árboles y las piedras, al ser arrastrada por el agua.

—Buenos días, comandante O’Brien —dijo Valen-tin con apacible cordialidad—. Supongo que ya tieneusted noticia del último experimento en carnicería deBrayne.

El padre Brown continuaba inclinado sobre la ca-beza de cabellos blancos, y dijo, sin cambiar de acti-tud:

—Por lo visto, es enteramente seguro que tambiénesta cabeza la cortó Brayne.

—Es cosa de sentido común, al menos —repusoValentin con las manos en los bolsillos—. Ha sidoarrancada en la misma forma, ha sido encontrada apoca distancia de la otra, y tal vez cortada con la mis-ma arma, que ya sabemos que se llevó consigo.

—Sí, sí; ya lo sé —contestó sumiso el padreBrown—. Pero usted comprenderá: yo tengo mis du-das sobre el hecho de que Brayne haya podido cortaresta cabeza.

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—Y ¿por qué? —preguntó el doctor Simon con sin-cero asombro.

—Pues, mire usted, doctor —dijo el sacerdote,pestañeando como de costumbre—: ¿es posible queun hombre se corte su propia cabeza? Yo lo dudo.

O’Brien sintió como si un universo de locura esta-llara en sus orejas; pero el doctor se adelantó a com-probarlo, levantando los húmedos y blancos mecho-nes.

—¡Oh! No hay la menor duda: es Brayne —dijo elsacerdote tranquilamente—. Tiene exactamente lamisma verruga en la oreja izquierda.

El detective, que había estado contemplando alsacerdote con ardiente mirada, abrió su apretadamandíbula y dijo:

—Parece que usted hubiera conocido mucho a esehombre, padre Brown.

—En efecto —dijo el hombrecillo con sencillez—.Lo he tratado algunas semanas. Estaba pensando enconvertirse a nuestra Iglesia.

En los ojos de Valentin ardió el fuego del fanatis-mo; se acercó al sacerdote, y apretando los puños,dijo con candente desdén:

—¿Y tal vez estaba pensando también en dejar austedes todo su dinero?

—Tal vez —dijo Brown con imparcialidad—. Esmuy posible.

—En tal caso —exclamó Valentin con temible son-risa—, usted sabía muchas cosas de él, de su vida yde sus...

El comandante O’Brien cogió por el brazo a Va-lentin.

—Abandone usted ese tono injurioso, Valentin—dijo—, o volverán a lucir los sables.

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Pero Valentin, ante la mirada humilde y tranquiladel sacerdote, ya se había dominado, y dijo simple-mente:

—Bueno; para las opiniones privadas siempre haytiempo. Ustedes, caballeros, están todavía ligados porsu promesa; manténganse dentro de ella y procurenque los otros también se mantengan. Iván les contaráa ustedes lo demás que deseen saber. Yo voy a traba-jar y a escribir a las autoridades... No podemos man-tener este secreto por más tiempo. Si hay novedad,estoy en el estudio escribiendo.

—¿Hay más noticias que comunicarnos, Iván?—preguntó el doctor Simon cuando el jefe de policíahubo salido del cuarto.

—Sólo una, me parece, señor —dijo Iván, arrugan-do su vieja cara color ceniza—; pero no deja de tenerinterés. Es algo que se refiere a ése que se encontraronustedes en el jardín —añadió, señalando sin respeto elenorme cuerpo negro. Ya le hemos identificado.

—¿De veras? —preguntó el asombrado doctor—. ¿Yquién es?

—Su nombre es Arnold Becker —dijo el ayudan-te—, aunque usaba muchos apodos. Era un pícarovagabundo, y se sabe que ha andado por América: tales el hombre a quien Brayne decapitó. Nosotros nohabíamos tenido mucho que ver con él, porque traba-jaba, sobre todo, en Alemania. Nos hemos comunica-do con la policía alemana. Y da la casualidad de quetenía un hermano gemelo, de nombre Louis Becker,con quien mucho hemos tenido que ver: tanto que,ayer apenas, nos vimos en el caso de guillotinarle.Bueno, caballero, la cosa es de lo más extraña; perocuando vi anoche a este hombre en el suelo, tuve elmayor susto de mi vida. A no haber visto ayer con

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mis propios ojos a Louis Becker guillotinado, hubie-ra jurado que era Louis Becker el que estaba en lahierba. Entonces, naturalmente, me acordé del her-mano gemelo que tenía en Alemania, y siguiendo elindicio...

Pero Iván suspendió sus explicaciones, por la ex-celente razón de que nadie le hacía caso. El coman-dante y el doctor consideraban al padre Brown, quehabía dado un salto y se apretaba las sienes, comopresa de un dolor súbito.

—¡Alto, alto, alto! —exclamó al fin—. ¡Pare ustedde hablar un instante, que ya veo a medias! ¿Me daráDios bastante fuerza? ¿Podrá mi cerebro dar el salto ydescubrirlo todo? ¡Cielos, ayudadme! En otro tiempoyo solía ser ágil para pensar, y podía parafrasear cual-quier página del Santo de Aquino. ¿Me estallará lacabeza o lograré, al fin, ver? ¡Ya veo la mitad, sólo lamitad!

Hundió la cabeza entre las manos, y se mantuvoen una rígida actitud de reflexión o plegaria, en tantoque los otros no hacían más que asombrarse anteaquella última maravilla de aquellas maravillosas úl-timas doce horas.

Cuando las manos del padre Brown cayeron al fin,dejaron ver un rostro serio y fresco cual el de un niño.Lanzó un gran suspiro, y dijo:

—Sea dicho y hecho lo más pronto posible. Escú-chenme ustedes: ésta será la mejor manera de con-vencer a todos de la verdad. Usted, doctor Simon,posee un cerebro poderoso: esta mañana le he oído austed proponer las cinco dificultades mayores de esteenigma. Tenga usted la bondad de proponerlas otravez, y yo trataré de contestarlas.

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Al doctor Simon se le cayeron las gafas de la na-riz, y dominando sus dudas y su asombro, contestóal instante:

—Bien; ya lo sabe usted, la primera cuestión esésta: ¿cómo puede un hombre ir a buscar un enormesable para matar a otro, cuando, en rigor, le basta conuna navaja?

—Un hombre —contestó tranquilamente el padreBrown— no puede decapitar a otro con una navaja, ypara este asesinato especial era necesaria la decapita-ción.

—¿Por qué? —preguntó O’Brien con mucho inte-rés.

—Venga la segunda cuestión —continuó el padreBrown.

—Allá va: ¿por qué no gritó ni hizo ningún ruidola víctima? —preguntó el doctor—. La aparición de unsable en un jardín no es un espectáculo habitual.

—Ramitas —dijo el sacerdote tétricamente, y sevolvió hacia la ventana que daba al escenario del su-ceso—. Nadie ha visto de dónde procedían las rami-tas. ¿Cómo pudieron caer sobre el césped (véanlo us-tedes) estando tan lejos los árboles?

Las ramas no habían caído solas, sino que habíansido tajadas. El asesino estuvo distrayendo a su vícti-ma jugando con el sable, haciéndole ver cómo podíacortar una rama en el aire, y otras cosas por el estilo.Y cuando la víctima se inclinó para ver el resultado,un furioso tajo le arrancó la cabeza.

—Bien —dijo lentamente el doctor; eso parece muyposible. Pero las otras dos cuestiones desafían a cual-quiera.

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El sacerdote seguía contemplando el jardín reflexi-vamente, y esperaba, junto a la ventana, las pregun-tas del otro.

—Ya sabe usted que el jardín está completamentecerrado, como una cámara hermética —prosiguió eldoctor—. ¿Cómo, pues, pudo el desconocido llegar aljardín?

Sin volver la cara, el curita contestó:—Nunca hubo ningún desconocido en ese jardín.Silencio. Y a poco se oyó el ruido de una risotada

casi infantil. Lo absurdo de esta salida del padre Brownmovió a Iván a enfrentársele abiertamente.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿De modo que no hemosarrastrado anoche hasta el sofá ese corpachón? ¿Demodo que éste no entró al jardín?

—¿Entrar al jardín? —repitió Brown reflexionan-do—. No; no del todo.

—Pero, ¡señor! —exclamó Simon—: o se entra o nose entra al jardín; imposible el término medio.

—No necesariamente —dijo el clérigo con tímidasonrisa—. ¿Cuál es la cuestión siguiente, doctor?

—Me parece que usted desvaría —dijo el doctorSimon secamente—. Pero, de todos modos, le propon-dré la cuestión siguiente: ¿cómo logró Brayne salir deljardín?

—Nunca salió del jardín —dijo el sacerdote sinapartar los ojos de la ventana.

—¿Que nunca salió del jardín? —estalló Simon.—No completamente —dijo el padre Brown. Simon

crispó los puños en rapto de lógica francesa.—¡O sale uno del jardín o no sale! —gritó.—No siempre —dijo el padre Brown.El doctor Simon se levantó con impaciencia.

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—No quiero perder más tiempo en estas insensa-teces —dijo indignado—. Si usted no puede entenderel hecho de que un hombre tenga necesariamente queestar de un lado u otro de un muro, no discutamosmás.

—Doctor —dijo el clérigo muy cortésmente—,siempre nos hemos entendido muy bien. Aunque seaen nombre de nuestra antigua amistad, espere ustedun poco y propóngame la quinta cuestión.

El impaciente doctor se dejó caer sobre una sillaque había junto a la puerta, y dijo simplemente:

—La cabeza y la espalda han recibido unos gol-pes muy raros. Parecen dados después de la muerte.

—Sí —dijo el inmóvil sacerdote—, y se hizo así parahacerle suponer a usted el falso supuesto en que haincurrido: para hacerle a usted dar por establecidoque esa cabeza pertenece a ese cuerpo.

Aquella parte del cerebro en que se engendrantodos los monstruos conmovióse espantosamente enel gaélico O’Brien. Sintió la presencia caótica de todoslos hombres-caballos y mujeres-peces engendradospor la absurda fantasía del hombre. Una voz más an-tigua que la de sus primeros padres pareció decir a suoído: «Aléjate del monstruoso jardín donde crecenlos árboles de doble fruto; huye del perverso jardíndonde murió el hombre de las dos cabezas». Peromientras estas simbólicas y vergonzosas figuras pa-saban por el profundo espejo de su alma irlandesa,su intelecto afrancesado se mantenía alerta, y con-templaba al extravagante sacerdote tan atenta y tanincrédulamente como los demás.

El padre Brown había vuelto la cara, al fin;, pero,contra la ventana, sólo se veía su silueta. Sin embar-go, creyeron adivinar que estaba pálido como la ceni-

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za. Con todo, fue capaz de hablar muy claramente,como si no hubiera en el mundo almas gaélicas.

—Caballeros —dijo—: el cuerpo que encontraronustedes en el jardín no es el de Becker. En el jardín nohabía ningún cuerpo desconocido. Y a despecho delracionalismo del doctor Simon, afirmo todavía queBecker sólo estaba parcialmente presente. Vean uste-des —señalando el bulto negro del misterioso cadá-ver—: no han visto ustedes a este hombre en su vida.¿Acaso han visto a éste?

Y rápidamente separó la cabeza calva y amarilladel desconocido, y puso en su lugar, junto al cuerpo,la cabeza canosa. Y apareció, completo, unificado,inconfundible, el cadáver de Julius K. Brayne.

—El matador —continuó Brown tranquilamente—cortó la cabeza a su enemigo, y arrojó el sable porencima del muro. Pero era demasiado ladino para sóloarrojar el sable. También arrojó la cabeza por sobreel muro. Y después no tuvo más trabajo que el deajustarle otra cabeza al tronco, y (según procuró su-gerirlo insistentemente en una investigación privada)todos ustedes se imaginaron que el cadáver era el deun hombre totalmente nuevo.

—¡Ajustarle otra cabeza! —dijo O’Brien espanta-do—. ¿Qué otra cabeza? Las cabezas no se dan en losarbustos del jardín, supongo.

—No —dijo el padre Brown secamente, mirandosus botas—. Sólo se dan en un sitio. Se dan junto a laguillotina, donde Arístides Valentin, el jefe de la poli-cía, estaba apenas una hora antes del asesinato. ¡Oh,amigos míos¡ Escuchadme un instante antes de queme destrocéis. Valentin es un hombre honrado, si estoes compatible con estar loco por una causa disputa-ble. Pero, ¿no habéis visto nunca en aquellos sus ojos

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fríos y grises que está loco? Lo hará todo, «todo», contal de destruir lo que él llama la superstición de laCruz. Por eso ha combatido y ha sufrido, y por eso hamatado ahora. Los muchos millones de Brayne se ha-bían dispersado hasta ahora entre tantas sectas, queno podían alterar la balanza. Pero hasta Valentin lle-gó el rumor de que Brayne, como tantos escépticos,se iban acercando hacia nosotros, y eso ya era cosamuy diferente. Brayne podía derramar abundantesprovisiones para robustecer a la empobrecida y com-batida Iglesia de Francia; podía mantener seis perió-dicos nacionalistas como La Guillotine. La balanza ibaya a oscilar, y el riesgo encendió la llama del fanático.Se decidió, pues, a acabar con el millonario, y lo hizocomo podía esperarse del más grande de los detecti-ves, resuelto a cometer su único crimen. Sustrajo lacabeza de Becker con algún pretexto criminológico, yse la trajo a casa en su estuche oficial. Se puso a dis-cutir con Brayne, y lord Galloway no quiso esperar alfin de la discusión. Y cuando éste se alejó, condujo aBrayne al jardín cerrado, habló de la maestría en elmanejo de las armas, usó de unas ramitas y un sablepara poner algunos ejemplos, y…

Iván de la Cicatriz se levantó:—¡Loco! —aulló—. Ahora mismo le llevo a usted

con mi amo; le voy a coger por...—No; si allá voy yo —dijo Brown con aplomo—.

Tengo el deber de pedirle que se confiese.Llevando consigo al desdichado Brown como víc-

tima al sacrificio, todos se apresuraron hacia el silen-cioso estudio de Valentin.

El gran detective estaba sentado junto a su escri-torio, muy ocupado al parecer para percatarse de suruidosa entrada. Se detuvieron un instante, y, de pron-

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to, el doctor advirtió algo extraño en el aspecto deaquel torso elegante y rígido, y corrió hacia él. Un to-que y una mirada le bastaron para permitirle descu-brir que, junto al codo de Valentin, había una cajitade píldoras, y que éste estaba muerto en su silla; y enla cara lívida del suicida había un orgullo mayor queel de Catón.

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III. LAS PISADAS MISTERIOSASIII. LAS PISADAS MISTERIOSASIII. LAS PISADAS MISTERIOSASIII. LAS PISADAS MISTERIOSASIII. LAS PISADAS MISTERIOSAS

Si alguna vez, lector, te encuentras con un individuode aquel selectísimo «Club de Los Doce PescadoresLegítimos», cuando se dirigen al «Vernon Hotel» a lacomida anual reglamentaria, advertirás, en cuanto sedespoje del gabán, que su traje de noche es verde yno negro. Si —suponiendo que tengas la inmensa au-dacia de dirigirte a él— le preguntas el porqué, con-testará probablemente que lo hace para que no le con-fundan con un camarero, y tú te retirarás desconcer-tado. Pero te habrás dejado atrás un misterio todavíano resuelto y una historia digna de contarse.

Si —para seguir en esta vena de conjeturas impro-bables— te encuentras con un curita muy suave y muyactivo, llamado el padre Brown, y le interrogas sobrelo que él considera como la mayor suerte que ha teni-do en su vida, tal vez te conteste que su mejor aven-tura fue la del «Vernon Hotel», donde logró evitar uncrimen y acaso salvar un alma, gracias al sencillo he-cho de haber escuchado unos pasos por un pasillo.Está un poco orgulloso de la perspicacia que enton-ces demostró, y no dejará de referirte el caso. Perocomo es de todo punto inverosímil que logres levan-

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tarte tanto en la escala social para encontrare con al-gún individuo de «Los Doce Pescadores legítimos», oque te rebajes lo bastante entre los pillos y criminalespara que el padre Brown dé contigo, me temo quenunca conozcas la historia, a menos que la oigas demis labios.

El «Vernon Hotel», donde celebraban sus banque-tes anuales «Los Doce Pescadores Legítimos», era unade esas instituciones que sólo existen en el seno deuna sociedad oligárquica, casi enloquecida de buenasmaneras. Era algo de todo punto monstruoso; unaempresa comercial «exclusiva». Quiere decir que nopagaba por atraer a la gente, sino por alejarla. En elcorazón de una plutocracia los comerciantes acabanpor ser bastante sutiles para sentirse más escrupulo-sos todavía que sus clientes. Crean positivas dificul-tades, a fin de que su clientela rica y aburrida gastedinero y diplomacia en triunfar de ellos. Si hubiera enLondres un hotel elegante, donde no fueran admiti-dos los hombres menores de seis pies, la Sociedadorganizaría dócilmente partidas de hombres de seispies para ir a cenar al hotel. Si hubiera un restaurantecaro que, por capricho de su propietario, sólo se abrie-ra los jueves por la tarde, lleno de gente se vería losjueves por la tarde. El «Vernon Hotel» estaba en unángulo de la plaza de Belgrado. Era un hotel pequeñoy muy inconveniente. Pero sus mismas inconvenien-cias servían le muros protectores para una clase par-ticular. Uno de sus inconvenientes, sobre todo, eraconsiderado como cosa de vital importancia: el hechode que sólo podían comer simultáneamente en aquelsitio veinticuatro personas. La única mesa grande erala célebre mesa de la terraza al aire libre, en una gale-ría que daba sobre uno le los más exquisitos jardines

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del antiguo Londres. De modo que los veinticuatroasientos de aquella mesa sólo podían disfrutarse entiempo de verano; y esto, dificultando aquel placer, lehacía más deseable. El dueño actual del hotel era unjudío llamado Lever, y le sacaba al hotel casi un mi-llón, mediante el procedimiento de hacer difícil suacceso. Cierto que esta limitación de la empresa esta-ba compensada con el servicio más cuidadoso. Losvinos y la cocina eran de lo mejor de Europa, y la con-ducta de los criados correspondía exactamente a lasmaneras estereotipadas de las altas clases inglesas.El amo conocía a sus criados como a los dedos de susmanos; no había más que quince en total. Era másfácil llegar a miembro del Parlamento que a camarerode aquel hotel. Todos estaban educados en el másterrible silencio y la mayor suavidad, como criadosde caballeros. Y, realmente, por lo general, había uncriado para cada caballero de los que allí comían.

Y sólo allí podían consentir en comer juntos «LosDoce Pescadores Legítimos», porque eran muy exi-gentes en materia de comodidades privadas; y la solaidea de que los miembros de otro club comieran en lamisma casa los hubiera molestado mucho. Con oca-sión de sus banquetes anuales, los «Pescadores» te-nían la costumbre de exponer sus tesoros como siestuvieran en su casa, y especialmente el famoso jue-go de cuchillos y tenedores de pescado, que era, pordecirlo así, la insignia de la Sociedad, y en el cual cadapieza había sido labrada en plata bajo la forma depez, y tenía en el puño una gran perla. Este juego sereservaba siempre para el plato de pescado, y éste erasiempre el más magnífico plato de aquellos magnífi-cos banquetes. La Sociedad observaba muchas reglasy ceremonias, pero no tenía ni historia ni objeto; por

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eso era tan aristocrática. No había que hacer nada parapertenecer a «Los Doce Pescadores»; pero si no se eraya persona de cierta categoría, ni esperanza de oírhablar de ellos. Hacía doce años que la Sociedad exis-tía. Presidente, Mr. Audley; vicepresidente, el duquede Chester.

Si he logrado describir el ambiente de este extraor-dinario hotel, el lector experimentará un legítimoasombro al verme tan bien enterado de cosa tan in-accesible, y mucho más se preguntará cómo una per-sona tan ordinaria cual lo es mi amigo el padre Brownpudo tener acceso a aquel dorado paraíso. Pero en loque a estos puntos se refiere, mi historia resulta sen-cilla y hasta vulgar. Hay en el mundo un agitador ydemagogo, ya muy viejo, que se desliza hasta los másrefinados interiores, contándoles a todos los hombresque son hermanos; y dondequiera que va este revela-dor montado en su pálido bridón, el padre Brown tie-ne por oficio seguirle. Uno de los criados, un italiano,sufrió una tarde un ataque de parálisis, y el amo, ju-dío, aunque maravillado de tales supersticiones, con-sintió en mandar traer a un sacerdote católico. Lo queel camarero confesó al padre Brown no nos concier-ne, por el sencillísimo hecho de que el sacerdote se loha callado; pero, según parece, aquello le obligó a es-cribir cierta declaración para comunicar cierto men-saje o enderezar algún entuerto. El padre Brown, enconsecuencia, con un impudor humilde, cono el quehubiera mostrado en el palacio de Buckingham, pidióque se le proporcionara un cuarto y recado de escri-bir. Mr. Lever sintió como si le partieran en dos. Erahombre amable, y tenía también esa falsificación dela amabilidad: el temor de provocar dificultades o «es-cenas». Por otra parte, la presencia de un extranjero

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en el hotel aquella noche era como un manchón sobreun objeto recién limpiado. Nunca había habido ante-sala o sitio de espera en el «Vernon Hotel»; nuncahabía tenido que aguardar nadie en d vestíbulo, pues-to que los parroquianos no eran hijos de la casuali-dad. Había quince camareros; había doce huéspedes.Recibir aquella noche a un huésped nuevo sería tanextraordinario como encontrarse a la hora del almuer-zo o del té con un nuevo hermano en la propia casa.Sin contar con que la apariencia del cura era muy desegundo orden, y su traje tenía manchas de lodo, sóloel contemplarle pudiera provocar una crisis en el club.Mr. Lever, no pudiendo borrar el mal, inventó un planpara disimularlo. Según entráis (nunca entraréis) al«Vernon Hotel», se atraviesa un pequeño pasillo de-corado con algunos cuadros deslucidos, pero impor-tantes, y se llega al vestíbulo principal, que se abre amano derecha en unos pasillos por donde se va a lossalones, y a mano izquierda en otros pasillos que lle-van a las cocinas y servicios del hotel. Inmediatamen-te a mano izquierda se ve el ángulo de una oficinacon cancela de cristal que viene a dar hasta el vestíbu-lo: una casa dentro de otra, por decirlo así; donde talvez estuvo en otro tiempo el bar del hotel precedente.

En esta oficina está instalado el representante delpropietario (allí hasta donde es posible, todos se ha-cen representar por otros), y algo más allá, camino dela servidumbre, está el vestuario, último término deldominio de los señores. Pero entre la oficina y el ves-tuario hay un cuartito privado, que el propietario so-lía usar para asuntos importantes y delicados, comoel prestarle a un duque mil libras o excusarse por nopoderle facilitar medio chelín. La mejor prueba de lamagnífica tolerancia de Mr. Lever consiste en haber

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permitido que este sagrado lugar fuera profanadodurante media hora por un simple sacerdote que ne-cesitaba garrapatear unas cosas en un papel. Sin duda,la historia que el padre Brown estaba trazando enaquel papel era mucho mejor que la nuestra; peronunca podrá ser conocida. Me limitaré a decir que eracasi tan larga como la nuestra, y que los dos o tresúltimos párrafos eran los menos importantes y com-plicados.

Porque fue en el instante en que llegaba a estasúltimas páginas cuando el sacerdote comenzó a con-sentir cierta errabundez a sus pensamientos, y per-mitió a sus sentidos animales, muy agudos por lo ge-neral, que despertaran. Oscurecía; llegaba la hora dela cena;, aquel olvidado cuartito se iba quedando sinluz, y tal vez la oscuridad creciente, como a menudosucede, afinó los oídos del sacerdote. Cuando el pa-dre Brown redactaba la última y menos importanteparte de su documento, se dio cuenta de que estabaescribiendo al compás de un ruidito rítmico que ve-nía del exterior, así como a veces piensa uno a tonocon el ruido de un tren. Al darse cuenta de esto, com-prendió también de qué se trataba: no era más que elruido ordinario de los pasos, cosa nada extraña en unhotel. Sin embargo, conforme crecía la oscuridad seaplicaba con mayor ahínco a escuchar el ruido. Trasde haberlo oído algunos segundos como en sueños,se puso de pie y comenzó a oírlo de intento, inclinan-do un poco la cabeza. Después se sentó otra vez yhundió la cara entre las manos, no sólo para escu-char, sino para escuchar y pensar.

El ruido de las pasos era el ruido propio de unhotel; con todo, en el conjunto del fenómeno habíaalgo extraño. Más pasos que aquellos no se oían. La

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casa era de ordinario muy silenciosa, porque los po-cos huéspedes habituales se recogían a la misma hora,y los bien educados servidores tenían orden de serimperceptibles mientras no se les necesitase. No ha-bía sitio en que fuera más difícil sorprender la menorirregularidad. Pero aquellos pasos eran tan extraños,que no sabia uno si llamarlos regulares o irregulares.El padre Brown se puso a seguirlos con sus dedossobre la mesa, como el que trata de aprender una me-lodía en el piano.

Primero se oyó un ruido de pasitos apresurados:diríase un hombre de peso ligero en un concurso depaso rápido. De pronto, los pasos se detuvieron, yrecomenzaron lentos y vacilantes; este nuevo pasoduró casi tanto como el anterior, aunque era cuatroveces más lento. Cuando éste cesó, volvió aquella olaligera y presurosa, y luego otra vez el golpe del andarpesado. Era indudable que se trataba de un solo parde botas, tanto porque —como ya hemos dicho— nose oía otro andar, como por cierto rechinido incon-fundible que a éste le acompañaba. El padre Browntenía un espíritu que no podía menos de proponerseinterrogaciones; y ante aquel problema aparentementetrivial, se puso inquietísimo. Había visto hombres quecorrieran para dar un salto, y hombres que corrieranpara deslizarse. Pero ¿era posible que un hombre co-rriera para andar, o bien que anduviera para correr?Sin embargo, aquel invisible par de piernas no pare-cía hacer otra cosa. Aquel hombre, o corría mediopasillo para andar después el otro medio, o andabamedio pasillo para darse después el gusto de correrel otro medio. En uno u otro caso, aquello era absur-do. Y el espíritu del padre Brown se oscurecía más ymás, como su cuarto.

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Poco a poco la oscuridad de la celda pareció acla-rar sus pensamientos. Y le pareció ver aquellos fan-tásticos pies haciendo cabriolas por el pasillo en acti-tudes simbólicas y no naturales. ¿Se trataba acaso deuna danza religioso-pagana? ¿O era alguna nueva es-pecie de ejercicio científico? El padre Brown se pre-guntaba a qué ideas podían exactamente correspon-der aquellos pasos. Consideró primero el compás len-to: aquello no correspondía al andar del propietario.Los hombres de su especie, o andan con rápida deci-sión o no se mueven. Tampoco podía ser el andar deun criado o mensajero que esperara órdenes; no so-naba a eso. En una oligarquía, las personas subordi-nadas suelen bambolearse cuando están algo ebrias,pero generalmente, y sobre todo en sitios tan impo-nentes como aquel, o se están quietas o adoptan unamarcha forzada. Aquel andar pesado sin embargo,elástico, que parecía lleno de descuido y de énfasisno muy ruidoso, pero tampoco cuidadoso de no ha-cer ruido, sólo podía pertenecer a un animal en latierra. Era el andar de un caballero de la Europa occi-dental, y tal vez le un caballero que nunca había teni-do que trabajar.

Al llegar el padre Brown a esta certidumbre, el pasomenudito volvió, y corrió frente a la puerta con larapidez de una rata. Y el padre Brown advirtió queeste andar, mucho más ligero que el otro, era tam-bién menos ruidoso, como si ahora el hombre andu-viera de puntillas. Sin embargo, no sugería la idea delsecreto, sino de otra cosa —de otra cosa que Brownno acertaba a recordar—. Y luchaba en uno de esosestados de semirrecuerdo que le hacen a uno sentirsesemiperspicaz. En alguna otra parte había él oído eseandar menudo. Y de pronto volvió a levantarse poseí-

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do de una nueva idea, y se aproximó a la puerta. Sucuarto no daba directamente al pasillo, sino, por unlado, a la oficina de las vidrieras, y por otro al vestua-rio. Intentó abrir la puerta de la oficina; estaba cerra-da con llave. Se volvió a la ventana, que no era a aque-lla hora más que un cuadro de vidrio lleno de nieblarojiza al último destello solar; y por un instante lepareció oler la posibilidad de un delito, como el perrohuele las ratas.

Su parte racional. —fuere o no la mejor— acabópor imponerse en él. Recordó que el propietario lehabía dicho que cerraría la puerta con llave y despuésvolvería a sacarle de allí. Y se dijo que aquellos excén-tricos ruidos bien pudieran tener mil explicacionesque a él no se le habían ocurrido; y se dijo, además,que apenas le quedaba luz para acabar su tarea. Seacercó a la ventana para aprovechar las últimas clari-dades de la tarde, y se entregó por entero a la redac-ción de su Memoria. Al cabo de unos veinte minutos,durante los cuales fue teniendo que acercarse cadavez más el papel para poder distinguir las letras, sus-pendió de nuevo la escritura; otra vez se oían aque-llos inexplicables pies.

Ahora había en los pasos una tercera singularidad.Antes parecía que el desconocido andaba, a veces des-pacio y a veces muy de prisa, pero andaba. Ahora eraindudable que corría. Ahora se oían claramente lossaltos de la carrera a lo largo del pasillo, como los deuna veloz pantera. El que pasaba parecía ser un hom-bre agitado y presuroso. Pero cuando desapareció comouna ráfaga hacia la región en que estaba la oficina, vol-vió otra vez el andar lento y vacilante.

El padre Brown arrojó los papeles, y, sabiendo yaque la puerta de la oficina estaba cerrada, se dirigió a

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la del vestuario. El criado estaba ausente por casuali-dad, tal vez porque los únicos huéspedes de la casaestaban cenando, y su oficio era una sinecura. Tras deandar a tientas por entre un bosque de gabanes, seencontró con que el pequeño vestuario paraba, sobreel iluminado pasillo, en un mostrador de ésos quehay en los sitios donde suele uno dejar sus paraguaso sombrillas a cambio de fichas numeradas. Sobre elarco semicircular de esta salida venía a quedar unode los focos del pasillo. Pero apenas podía alumbrarla cara del padre Brown, que sólo se distinguía comoun bulto oscuro contra la nebulosa ventana de Po-niente, a sus espaldas. En cambio, el foco iluminabateatralmente al hombre que andaba por el pasillo.

Era un hombre elegante vestido de frac; aunquealto, no parecía ocupar mucho espacio. Se diría quepodía escurrirse como una sombra por donde mu-chos hombres más pequeños no hubieran podidopasar. Su cara, iluminada a plena luz, era morena yviva. Parecía extranjero. De buena esencia, era atracti-vo e inspiraba confianza. El crítico sólo hubiera dichode él que aquel traje negro era una sombra que oscu-recía su cara y su aspecto, y que le hacía unos bultosy bolsas desagradables. Al ver la silueta negra deBrown, sacó un billete con un número, y dijo conamable autoridad:

—Déme mi sombrero y mi gabán; tengo que saliral instante.

El padre Brown, sin chistar, tomó el billete y fue abuscar el gabán; no era la primera vez que hacía decriado. Trajo lo que le pedían, y lo puso sobre el mos-trador. El caballero, que había estado buscando en elbolsillo del chaleco, dijo riendo:

—No encuentro nada de plata; tome usted esto.

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Y le dio media libra esterlina, y tomó su sombreroy su gabán.

La cara del padre Brown permaneció impávida,pero él perdió la cabeza. Siempre el padre Brown va-lía más cuando perdía la cabeza. En tales momentossumaba dos y dos, y sacaba un tal de cuatro millones.Esto, la Iglesia católica, que está prendada del sentidocomún, no siempre lo aprueba. Tampoco lo aprobabasiempre el padre Brown. Pero ello era cosa de inspira-ción, muy importante en las horas críticas, horas enque lo salvará su cabeza sólo el que la haya perdido.

—Me parece, señor —dijo con mucha cortesía—,que ha de llevar usted plata en los bolsillos.

—¡Hombre! —exclamó el caballero—. Si yo prefie-ro darle a usted oro, ¿de qué se queja?

—Porque la plata es, a veces, más valiosa que eloro —dijo el sacerdote—. Quiero decir, en grandescantidades.

El desconocido le miró con curiosidad; despuésmiró todavía con más curiosidad hacia la entrada delpasillo. Después contempló otra vez a Brown, y muyatentamente consideró la ventana que estaba a espal-das de éste, todavía coloreada en el crepúsculo de latarde lluviosa. Y luego, con súbita resolución, pusouna mano en el mostrador, saltó sobre él con la agili-dad de un acróbata, y se irguió ante el sacerdote, po-niéndole en el cuello la poderosa garra.

—¡Quieto! —le dijo con un resoplido—. No quieroamenazarle a usted, pero...

—Pero yo sí quiero amenazarle a usted —dijo elpadre Brown, con voz que parecía un redoble de tam-bor—. Yo quiero amenazarle a usted con los caloreseternos y con el fuego que no se extingue.

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—Es usted —dijo el caballero— un extraño bichode vestuario.

—Soy un sacerdote Monsieur Flambeau —dijoBrown—, y estoy dispuesto a escuchar su confesión.

El otro se quedó un instante desconcertado, y lue-go se dejó caer en una silla.

Los dos primeros servicios habían transcurrido enmedio de un éxito placentero. No poseo copia del menúde «Los Doce Pescadores Legítimos», pero si la pose-yera, no aprovecharía a nadie;, porque el menú esta-ba escrito en una especie de superfrancés de cocine-ro, completamente ininteligible para los franceses. Unade las tradiciones del club era la abundancia y varie-dad abrumadora de los hors d’oeuvres. Se los tomabamuy en serio, por lo mismo que son números extrasinútiles, como aquellos mismos banquetes y como elmismo club. También era tradicional que la sopa fue-ra ligera y de pocas pretensiones: algo como una vigi-lia austera y sencilla, en previsión del festín de pesca-do que venía después. La conversación era esa con-versación extraña, trivial, que gobierna al Imperio bri-tánico —que le gobierna en secreto—, y que, sin em-bargo, resultaría poco ilustrativa para cualquier in-glés ordinario, suponiendo que tuviera el privilegiode oírla. A los ministros del Gabinete se les aludía porsu nombre de pila, con cierto aire de benignidad yaburrimiento. Al canciller real del Tesoro, a quien todoel partido Tory maldecía a la sazón por sus exaccionescontinuas, le elogiaban por los versitos que solía es-cribir o por la montura que usaba en las cacerías. Aljefe de los «Tories», odiado como tirano por todos losliberales, le discutían, y, finalmente, le elogiaban porsu espíritu liberal. Parecía, pues, que concedieran

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mucha importancia a los políticos, y que todo en ellosfuera importante menos su política. Mr. Audley, elpresidente, era un anciano afable que todavía gasta-ba cuellos a lo Gladstone: parecía un símbolo de aque-lla sociedad, a la vez fantasmagórica y estereotipada.Nunca había hecho nada, ni siquiera un disparate. Noera derrochador, ni tampoco singularmente rico. Sim-plemente, estaba en el cotarro y eso bastaba. Nadie,en sociedad, lo ignoraba; y si hubiera querido figuraren el Gabinete, lo habría logrado. El duque de Chester,vicepresidente, era un joven político en marea cre-ciente. Quiero decir que era un joven muy agradable,con una cara llena y pecosa, de inteligencia modera-da, y dueño de vastas posesiones. En público, siem-pre tenía éxito, mediante un principio muy sencillo:cuando se le ocurría un chiste, lo soltaba, y todos opi-naban que era muy brillante; cuando no se le ocurríaningún chiste, decía que no era tiempo de bromear, ytodos opinaban que era muy juicioso. En lo privado,en el seno de un club de su propia clase, se conforma-ba con ser lo más francote y bobo, como un buenchico de escuela. Mr. Audley, que nunca se había me-tido en política, trataba de estas cosas con una serie-dad relativa. A veces, hasta ponía en embarazos a lacompañía, dando a entender, por algunas frases, queentre liberales y conservadores existía cierta diferen-cia. En cuanto a él, era conservador hasta en la vidaprivada. Le caía sobre la nuca una ola de cabellos gri-ses, como a ciertos estadistas a la antigua; y visto deespaldas, parecía exactamente el hombre que necesi-taba la patria. Visto de frente, parecía un solterónsuave, tolerante consigo mismo, y con aposento en el«Albany», como era la verdad.

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Como ya se ha dicho, la mesa de la terraza teníaveinticuatro asientos, y el club sólo constaba de docemiembros. De modo que éstos podían instalarse muya sus anchas, del lado interior de la mesa, sin tenerenfrente a nadie que les estorbara la vista del jardín,cuyos colores eran todavía perceptibles, aunque ya lanoche se anunciaba, y algo tétrica, por cierto, para loque hubiera sido propio de la estación. En el centrode la línea estaba el presidente, y el vicepresidente enel extremo derecho. Cuando los doce individuos sedirigían a sus asientos, era costumbre (quién sabe porcuáles razones) que los quince camareros se alinea-ran en la pared como tropa que presenta armas alrey, mientras que el obeso propietario se inclinabaante los huéspedes, fingiéndose muy sorprendido porsu llegada, como si nunca hubiera oído hablar de ellos.Pero, antes de que se oyera el primer tintineo de loscubiertos, el ejército de criados desaparecía, y sóloquedaban uno o dos, los indispensables para distri-buir los platos con toda rapidez, y en medio de unsilencio mortal. Mr. Lever, el propietario, desaparecíatambién entre zalemas y convulsiones de cortesía.Sería exagerado, y hasta irreverente, decir que volvíaa dejarse ver de sus huéspedes. Pero a la hora delplato de solemnidad, del plato de pescado, se sentíaalgo —¿cómo decirlo?—, se sentía en el ambiente unavívida sombra, una proyección de su personalidad,que anunciaba que el propietario andaba rondandopor allí cerca. A los ojos del vulgo aquel sagrado platono era más que una especie de monstruoso pudín, deaspecto y proporciones de un pastel de boda, dondeconsiderable número de interesantísimos peces ha-bían venido a perder la forma que Dios les dio. «LosDoce Pescadores Legítimos» empuñaban sus famo-

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sos cuchillos y tenedores, y atacaban el manjar tancuidadosamente cual si cada partícula del pudín cos-tara tanto como los mismos cubiertos con que se co-mía. Y, en efecto, creo que costaba tanto. Y el serviciode honor transcurría en el más profundo silencio dela devoración. Sólo cuando su plato estaba ya casivacío, el joven duque hizo la observación de ritual:

—Sólo aquí saben hacer esto, no en todas partes.—En ninguna parte —contestó Mr. Audley en voz

de bajo profundo, volviéndose hacia el duque y agi-tando con convicción su venerable cabeza—. En nin-guna parte; sólo aquí. Me habían dicho que en el café«Anglais»...

Aquí fue interrumpido un instante por el criadoque le cambiaba el plato, pero resumió el hilo precisode su pensamiento:

—...Me habían dicho que en el café «Anglais» lohacían lo mismo. Y nada, señor mío —añadió, sacu-diendo la cabeza como un pelele—. Es cosa muy dife-rente.

—Sitio elogiado más de lo justo —observó un talcoronel Pound, a quien por primera vez oía hablar suinterlocutor desde hacía varios meses.

—No sé, no sé —dijo el duque de Chester, que eraun optimista—. Yo creo que es una cocina buena paraalgunas cosas. No es posible superarla, por ejemplo,en...

Un criado llegó en este instante, escurriéndosepresuroso junto a la pared, y después se quedó inmó-vil. Y todo con el mayor silencio. Pero aquellos caba-lleros vagos y amables estaban tan hechos a que lainvisible maquinaria que rodeaba y sostenía sus vi-das funcionara con absoluta suavidad, que aquel actoinesperado los sobresaltó como un chirrido. Y sintie-

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ron lo que tú y yo, lector, sentiríamos, si nos desobe-deciera el mundo inanimado: si, por ejemplo, se echa-ra a correr una silla. El camarero se quedó inmóvilunos segundos, y en todas las caras apareció una ex-presión inexplicable de rubor, que es producto carac-terístico de nuestro tiempo: un sentimiento en que secombinan las nociones del humanismo moderno conla idea del enorme abismo que separa al rico del po-bre. Un aristócrata genuino le hubiera tirado algo a lacabeza al triste camarero, comenzando por las bote-llas vacías y acabando probablemente por algunasmonedas. Un demócrata genuino le hubiera pregun-tado al instante, con una claridad llena de crudo com-pañerismo, qué diablos se le había perdido por allí.Pero estos plutócratas modernos no sabían tratar alpobre, ni como se trata al esclavo, ni como se trata alamigo. De modo que una equivocación de la servi-dumbre los sumergía en un profundo y bochornosoembarazo. No querían ser brutales, y temían verse enel caso de ser benévolos. Y todos, interiormente, de-searon que «aquello» desapareciera. Y «aquello» des-apareció. El camarero, tras de quedarse unos instan-tes más rígido que un cataléptico, dio media vuelta ysalió escapado.

Cuando reapareció en la galería, o más bien en lapuerta, venía acompañado de otro, con quien secre-teaba algo, gesticulando con animación meridional.Después, el primer camarero se fue, dejando en lapuerta al segundo, y a poco reapareció acompañadode un tercero. Y cuando, un instante después, un cuar-to camarero se aproximó al sínodo, Mr. Audley creyóconveniente, en interés del Tacto, romper el silencio.A guisa de mazo presidencial usó de una tos estrepi-tosa, y dijo:

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—Es espléndido lo que hace en Birmania el jovenMoocher. No hay otra nación en el mundo que pue-da...

Un quinto camarero vino hacia él como una saeta,y le susurró al oído:

—¡Un asunto muy urgente! ¡Muy importante! ¿Pue-de el propietario hablar con el señor?

El presidente se volvió muy desconcertado, y conojos de pánico vio que venía hacia él Mr. Lever conaquella su difícil presteza. Aunque éste era su pasohabitual, su cara estaba muy alterada: generalmentesu cara era de cobre oscuro, y ahora parecía de unamarillo enfermizo.

—Dispénseme usted, Mr. Audley —dijo con fatigade asmático—. Estoy muy asustado. En los platos depescado de los señores, ¿se fueron también los cu-biertos?

—Sí, naturalmente —contestó el presidente concierto calor.

—¿Y lo vieron ustedes? —jadeó el amo, espanta-do—. ¿Vieron ustedes al criado que se los llevó? ¿Leconocen ustedes?

—¿Conocer al camarero? —contestó indignado Mr.Audley—. No por cierto.

Mr. Lever abrió los brazos con ademán agónico:—No lo mandé yo —exclamó—. No sé de dónde ni

cómo vino. Cuando yo mandé a mi camarero a reco-ger el servicio, se encontró con que ya lo había recogi-do alguien antes.

Mr. Audley tenía un aire demasiado azorado paraser el hombre que le estaba haciendo falta a la patria.Nadie pudo articular una palabra, excepto el hombrede palo, el coronel Pound, que parecía galvanizado enuna actitud artificial. Se levantó rígido, mientras los

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demás permanecían sentados, se afianzó el monócu-lo, y habló así, en un tono enronquecido como si se lehubiera olvidado hablar:

—¿Quiere usted decir que alguien ha robado nues-tro servicio de plata?

El propietario repitió el ademán de los brazos, to-davía con más desesperación, y de un salto todos sepusieron en pie.

—¿Están presentes todos sus criados? —preguntóel coronel con su voz dura y fuerte.

—Sí, aquí están todos. Yo lo he advertido —dijo eljoven duque adelantando la cara hacia el interior delcoro—. Yo los cuento siempre al llegar, cuando estánahí formados a la pared.

—Con todo, no es fácil que uno se acuerde exacta-mente... —comenzó Mr. Audley.

—Sí, me acuerdo exactamente —gritó el duque—.Nunca ha habido aquí más de quince camareros, y losquince estaban hoy aquí, puedo jurarlo: ni uno más,ni uno menos.

El propietario se volvió a él con un espasmo desorpresa, y tartamudeó:

—¿Dice usted..., dice usted que vio usted a misquince camareros?

—Como de costumbre —asintió el duque—. ¿Quétiene eso de extraño?

—Nada —dijo Lever con un profundo acento—, sinoque es imposible: porque uno de ellos ha muerto hoymismo en el piso alto.

¡Espantoso silencio! Es tan sobrenatural la palabra«muerte», que muy fácil es que todos aquellos ocio-sos caballeros consideraran su alma por un instante,y su alma les apareciera más miserable que un gui-

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sante marchito. Uno de ellos (tal vez el duque) hastadijo, con la estúpida amabilidad de la riqueza:

—¿Podemos hacer algo por él?Y el judío, a quien estas palabras conmovieron,

contestó:—Le ha auxiliado un sacerdote.Y entonces, como al tañido de la trompeta del Jui-

cio, se dieron todos cuenta de su verdadera situación.Por algunos segundos no habían podido menos desentir que el camarero número quince era el espectrodel muerto, que había venido a sustituirle. Y aquelsentimiento los ahogaba, porque los espectros eranpara ellos tan incómodos como los mendigos. Pero elrecuerdo de la plata rompió el sortilegio brutalmente,volviendo a todos a la realidad. El coronel arrojó susilla y se encaminó hacia la puerta.

—Amigos míos —dijo—, si hay un camarero nú-mero quince, ése es el ladrón. Todo el mundo a laspuertas para impedir la salida, y después se hará otracosa. Las veinticuatro perlas del club valen la pena demolestarse un poco.

Mr. Audley vaciló, pensando si sería propio de ca-balleros el darse prisa, aun en semejante circunstan-cia; pero al ver que el duque se lanzaba a la escaleracon juvenil ardor, le siguió, aunque con ímpetu másarreglado a sus años.

En este instante, un sexto camarero entró a decirque acababa de encontrar la pila de platos en un apa-rador, pero sin la menor huella de los cubiertos.

La multitud de huéspedes y criados, desbordadasin concierto por los pasillos, se dividió en dos gru-pos. Los más de los Pescadores siguieron al propieta-rio a la puerta del frente, para averiguar si alguienhabía salido. El coronel Pound, con el presidente y

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vicepresidente y uno o dos más, se dirigieron al co-rredor, rumbo a los cuartos del servicio; por parecer-les un camino más probable para la fuga. Y al pasarjunto a la salita o caverna que servía de vestuario,vieron una figura de hombre pequeño, vestido de ne-gro —un criado al parecer—, que estaba perdida en lasombra.

—¡Hola! ¡Aquí! —llamó el duque—. ¿Ha visto ustedpasar a alguien?

El hombrecito no contestó directamente, pero dijo:—Caballeros: tal vez he encontrado ya lo que us-

tedes buscan.Se detuvieron todos, asombrados y dudosos, y el

hombrecito se dirigió tranquilamente al interior delvestuario, y volvió de allí con las manos llenas de re-luciente argentería, que depositó sobre el mostradorcon la calma de un comerciante en plata. Y entoncesse vio que aquella plata era una docena de pares decubiertos de elegantísima forma.

—Usted..., usted... —balbuceó el coronel, perdidopor primera vez el aplomo. Y se asomó al cuartitopara observar mejor, y pudo descubrir dos cosas: laprimera, que el hombrecillo vestido de negro llevabaun traje clerical; y la segunda, que la vidriera del fon-do estaba rota, como si alguien hubiera escapado porella.

—Cosas de mucho valor para depositarlas en unvestuario, ¿no es verdad? —observó el sacerdote conplácido comedimiento.

—¿Usted..., usted robó esto? —tartamudeó Mr. Au-dley con ojos relampagueantes.

—Si así fuera —dijo el clérigo en tono burlón—,por lo menos ya lo he devuelto.

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—Pero no fue usted... —dijo el coronel Pound, sinquitar los ojos de la vidriera rota.

—Para hablar claro de una vez —contestó el cura,humorísticamente— no he sido yo. —Y, con afectadagravedad, se sentó en un taburete que tenía al lado.

—En todo caso, usted sabe quién fue —advirtió elcoronel.

—Su verdadero nombre lo ignoro —continuó elotro plácidamente—; pero algo conozco de su fuerzapara el combate y de sus problemas espirituales. Meformé idea de la primera cuando trató de estrangu-larme, y de los segundos, cuando se arrepintió.

—¡Hombre! ¿Conque se arrepintió? —gritó el jo-ven Chester con un alarde de risa.

El padre Brown se puso de pie:—Muy extraño, ¿verdad? —dijo—. ¿Es muy raro

que un vagabundo aventurero se arrepienta, cuandotantos que viven entre la seguridad y las riquezascontinúan su vida frívola, estéril para Dios y para loshombres? Pero aquí, si me permite, le advertiré queinvade mi provincia. Si duda usted de la verdad de lapenitencia, no tiene usted más que ver esos cuchillosy tenedores. Ustedes son «Los Doce Pescadores Legí-timos», y ahí tienen ya su servicio para el pescado. Encuanto a mí, a mí, Él me hizo pescador de hombres.

—¿Ha ocultado usted a ese hombre? —preguntóel coronel arrugando el ceño.

El padre Brown le miró a la cara abiertamente:—Sí —contestó—. Yo le he pescado con anzuelo

invisible y con hilo que nadie ve, y que es lo bastantelargo para permitirle errar por los términos del mun-do, sin que por eso se liberte.

Hubo un largo silencio. Los presentes se alejaronpara llevar a sus camaradas la plata recobrada, o con-

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sultar el caso con el propietario. Pero, el coronel de lacara gesticulante se sentó en el mostrador, dejandocolgar sus largas piernas mordiéndose los bigotes.

Y, al fin, dijo con mucha calma:—Ese hombre ha de ser muy inteligente, pero yo

creo conocer a otro que lo es más todavía.—Sí; ese hombre, es muy inteligente —contestó el

cura—, pero, ¿el otro a quien usted se refiere...?—Es usted —dijo el coronel sonriendo—. Yo no

tengo especial empeño en ver al ladrón encarcelado:haga usted con él lo que guste. Pero de buena ganadaría yo muchos tenedores de plata por saber cómologró hacer esto, y cómo logró usted sacarle la pren-da. Me está usted resultando más listo que el mismodemonio.

El padre Brown supo saborear el candor algo sa-turnino del soldado.

—Bueno le contestó sonriendo—. Yo no puedodecirle a usted todo lo que sé, por la confesión, sobrela persona y hechos de ese sujeto, pero no tengo ra-zones para ocultarle lo que de él he descubierto pormi propia cuenta.

Y diciendo esto, saltó con agilidad sobre el mostra-dor, y sentóse junto al coronel Pound, moviendo suspiernecitas como un niño. Y comenzó su historia contanta naturalidad como si contara cuentos a un viejoamigo junto a la hoguera de Navidad.

—Verá usted, coronel. Estaba yo encerrado en esegabinetito, escribiendo, cuando oí unas pisadas porel corredor, tan misteriosas que parecían la danza dela muerte. Primero, unos pasitos rápidos y graciosos,como de hombre que anda de puntillas; después, unospasos lentos, descuidados, crujientes, como de hom-bre que pasea fumando un cigarro. Pero ambos pro-

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venían de los mismos pies, yo lo hubiera jurado, y sealternaban: primero la carrerita, y después el paseo, yotra vez la carrerita... Me llamó la atención, y, al fin,me llenó de inquietud el hecho de que un mismo hom-bre diera las dos especies de pasos, El paseo no meera desconocido; era el paseo de un hombre comousted, coronel, el paseo de un caballero bien nacidoque está haciendo tiempo en espera de alguna cosa, yque anda de aquí para allá, más que por impaciencia,por exuberancia física. La carrerita tampoco me eradesconocida, pero no podía yo precisar qué ideas evo-caba en mi espíritu. ¿A quién, a qué extraña criaturahabía yo encontrado en mis andanzas que corrieraasí, de puntillas, de aquella manera extraordinaria?Después me pareció oír un ruido de platos, y la res-puesta a mis interrogaciones me resultó tan clara comola de san Pedro: aquél era el andar presuroso de uncriado, el andar con el cuerpo echado hacia delante yla mirada baja, de puntillas, la cola del frac y la servi-lleta flotando al aire. Medité un poco. Y creí descubriry representarme el delito tan claramente como si yomismo lo fuera a cometer.

El coronel Pound le miró con desconfianza, perolos mansos ojos grises del cura contemplaban el cieloraso con la mayor inocencia.

—Un delito —continuó lentamente— es como cual-quier obra de arte. No se extrañe usted de lo que digo:los crímenes y delitos no son las únicas obras de arteque salen de los talleres infernales. Pero toda obra dearte, divina o diabólica, tiene un elemento indispen-sable, que es la simplicidad esencial, aun cuando elprocedimiento pueda ser complicado. Así, en elHamlet, por ejemplo, los elementos grotescos: el se-pulturero, las flores de la doncella loca, la fantástica

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elegancia de Osric, la lividez del espectro, el cráneoverdoso, todo ello es como un remolino de extrava-gancias en torno a la sencilla figura de un hombrevestido de negro. Bien; pues aquí también —añadiódejándose resbalar suavemente del asiento y con unasonrisa—, aquí también se trata de la sencilla trage-dia de un hombre vestido de negro: Sí —prosiguióante el asombro del coronel—, sí; todo este enredogira en torno a un frac negro. También aquí, como enel Hamlet, hay sus excrecencias ridículas: que, en elcaso, lo son usted y sus amigos. Hay un camareromuerto, que, a pesar de muerto, se presenta a servirla cena. Hay una mano invisible que limpia la argente-ría de la mesa y después se evapora. Pero todo delitointeligente está fundado en algún hecho simplísimo,en algún hecho no misterioso por sí mismo. Y la mix-tificación ulterior no tiene más fin que encubrirlo, des-viando de él los pensamientos de los hombres. Estedelito sutil, generoso, y que en otras circunstanciashubiera resultado muy provechoso, estaba fundadoen el hecho sencillísimo de que el frac de un caballeroes igual al frac de un camarero. Y todo lo demás fueejecución y representación, —eso sí— de lo más fino.

—Alto —dijo el coronel, poniéndose en pie y con-templando, siempre con el ceño fruncido, sus relu-cientes botas—; no sé si he entendido bien.

—Coronel —dijo el padre Brown—, le aseguro austed que ese arcángel de impudor que le robó loscubiertos anduvo de aquí para allá por este corredor,y a plena luz, lo menos unas veinte veces y a la vistade todo el que quiso verle. No se ocultó en los rinco-nes donde la sospecha pudo ir a buscarle, sino queanduvo paseando en los pasillos iluminados, y don-dequiera que se le sorprendiera, parecía estar por su

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propio derecho. No me pregunte usted cómo era. Seiso siete veces le habrá usted visto, sin duda. Usted ysus amigos estaban en el salón del vestíbulo que seencuentra entre este corredor y la terraza, ¿no es eso?Pues bien; cuando nuestro hombre se acercaba a us-tedes, a los caballeros, iba con la ligereza de un cria-do, la cabeza baja, columpiando la servilleta y conpies presurosos. Entraba a la terraza, hacía algo so-bre el mantel, y volvía otra vez hacia la oficina y a lasregiones de la servidumbre. Y cuando caía bajo lamirada del empleado de la oficina y de los criados, yaera otro:, se había transformado en todas y cada unade las pulgadas que su cuerpo mide, y hasta en susademanes y gestos instintivos. Y pasaba por entre loscriados con la misma insolencia divagadora que loscriados están acostumbrados a ver en los amos. Parala servidumbre no es cosa nueva el que los elegantesde los banquetes se pongan a pasear por toda la casacomo un animal del jardín zoológico; nada es de me-jor gusto y más distinción que el pasear donde a unole da la gana. Cuando se sentía, pues, magníficamen-te aburrido de pasear por aquel lado, se volvía a laotra región, y cruzaba otra vez frente a la oficina. Y alrebasar la sombra de este arco, se metamorfoseabacomo por toque de magia y otra vez llegaba con sutrotecito menudo adonde estaban los Pescadores, con-vertido en criado solicito. Naturalmente, los señoresno reparaban en un criado. ¿Y qué podían sospecharlos criados de aquel distinguido señor que paseabade aquí para allá? Una o dos veces se dio el lujo deextremar su juego con la mayor serenidad: en los cuar-tos del propietario, por ejemplo, se asomó a pedirmuy garbosamente un sifón de agua de soda, diciendoque tenía sed. Declaró, humorísticamente, que él mis-

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mo se lo llevaría, y así lo hizo en efecto: porque lollevó al grupo de ustedes con la mayor corrección yrapidez, convertido así en verdadero criado que cum-ple la orden de un huésped. Claro que esto no podíadurar mucho, pero no era necesario que durara másallá del servicio de pescado.

—Su peor momento —agregó— fue cuando tuvoque alinearse junto a los demás criados al entrar loscaballeros a la terraza. Pero aun entonces se las arre-gló para venir a quedar en el ángulo del muro, dondelos criados pudieran figurarse que era uno de los ca-balleros, y los caballeros que era uno de los criados. Ylo demás se hizo sin la menor dificultad. Todo cama-rero que se encontró con él lejos de la mesa le tomópor un perezoso aristócrata. Y no tuvo más trabajoque acercarse a la mesa dos minutos antes de queacabaran de comer el pescado, transformarse en unactivo camarero, y levantar los platos. Arrinconó losplatos en cualquier aparador, se atiborró los bolsilloscon los cubiertos, de modo que el traje le hacía unosbultos, y corrió como una liebre (yo le oí cuando seacercaba) en dirección hacia este vestuario. Aquí setransformó nuevamente en un plutócrata, en unplutócrata a quien acaban de llamar para algún asun-to urgente. Y con dar su ficha al empleado del vestua-rio, pudo haberse escapado tan elegantemente comose había escurrido hasta aquí. Sólo que..., sólo quedio la pícara casualidad de que, en ese instante, elempleado del vestuario fuera yo.

—¿Y qué hizo usted? —preguntó el coronel consobreexcitado interés—, ¿qué le dijo usted?

—Pido a usted mil perdones —dijo, imperturba-ble, el sacerdote—, pero en este punto acaba mi histo-ria.

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—Y es donde empieza la historia interesante—murmuró Pound—. Porque creo haber entendidolos manejos profesionales de ese sujeto; pero los deusted, francamente, no los alcanzo.

—Tengo que marcharme —dijo el padre Brown.Y juntos se dirigieron, por el pasillo, al salón ves-

tíbulo, donde se encontraron con la cara fresca y pe-cosa del duque de Chester, que ruidosamente veníahacia ellos.

—Venga usted acá, Pound —gritó jadeante—. Lehe buscado a usted por todas partes. La cena se hareanudado ya a toda prisa, y el viejo Audley ha dichoun discurso en honor de la recuperación de los cu-biertos. Hay que inventar alguna nueva ceremonia paraconmemorar el caso; ¿no le parece a usted? ¿Qué se leocurre a usted?

—¡Cómo! —dijo el coronel, contemplándole concierta sardónica aprobación—. Pues se me ocurre que,en adelante, nos presentemos siempre aquí de fracverde, en lugar de frac negro. Porque nunca sabe unoa lo que se expone por parecerse tanto a los camare-ros.

—¡Calle usted! Un caballero no se parece nunca aun criado.

—Ni un criado a un caballero, ¿no es eso? —dijo elcoronel Pound con una creciente ola de risa—. ¿Sabesu paternidad que su amigote ha de ser todo un ele-gante para haber podido pasar por caballero?

El padre Brown se abrochó el humilde gabán has-ta el cuello, porque la noche era tormentosa, Y, tomósu humilde paraguas.

—Si —dijo—. Representar de caballero ha de sertarea muy ardua; pero, vea usted, yo he creído a vecesque es igualmente difícil hacer de criado.

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Y diciendo «buenas noches», empujó las pesadaspuertas del palacio de los placeres. Las puertas deoro se cerraron tras él, y él se echó a andar a todaprisa por esas calles húmedas y oscuras, en busca delautobus de a penique.

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IV. LAS ESTRELLAS ERRANTESIV. LAS ESTRELLAS ERRANTESIV. LAS ESTRELLAS ERRANTESIV. LAS ESTRELLAS ERRANTESIV. LAS ESTRELLAS ERRANTES

El más hermoso crimen que he cometido —dijo Flam-beau un día, en la época de su edificante vejez— fuetambién, por singular coincidencia, mi último crimen.Era una Nochebuena. Como buen artista, yo siempreprocuraba que los crímenes fueran apropiados a laestación del año o al escenario en que me encontraba,escogiendo esta terraza o aquel jardín para una ca-tástrofe, como se pudieran escoger para un grupoestatuario. A los grandes señores, por ejemplo, habíaque estafarlos en vastos salones revestidos de roble;mientras que a los judíos convenía dejarlos sin blan-ca cuando menos se lo esperaran, entre las luces ybiombos del café «Riche». En Inglaterra, si quería yodespojar de sus riquezas a un deán (cosa no tan fácilcomo pudiera suponerse), trataba de colocarlo, paraentender yo mismo el caso, en los verdes prados, jun-to a las torres de alguna catedral de provincia. Y cuan-do en Francia me proponía sacar dinero de algún pí-caro labriego ricachón (cosa casi imposible), me agra-daba la idea de ver destacarse su indignada cabezacontra el fondo gris de los álamos trasquilados, enesas solemnes llanuras de las Galias donde ronda elpotente espíritu de Millet.

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Digo, pues, que mi último crimen fue un Minen deNavidad; un crimen alegre, cómodo, adecuado a laclase media de Inglaterra; un crimen género CharlesDickens. Lo llevé a cabo en una antigua y cómoda casaque hay junto a Putney, una casa también de clasemedia, frente a la cual se ve la curva de un paseo decoches, una casa con establo al lado, una casa con unnombre inscrito sobre las dos puertas de la reja exte-rior, una casa a cuya entrada se ve una araucaria. Enfin: basta, ya conocen ustedes el género. Yo creo real-mente que logré imitar con talento y literatura el esti-lo de Dickens. Casi es una lástima que esa mismanoche se me ocurriera arrepentirme.

Y Flambeau se puso a contar la historia del cri-men, visto «por dentro», y aun visto por dentro resul-taba cosa extraordinaria. Que, por fuera, resultaba detodo punto incomprensible. Aunque es por fuera comodebemos examinarlo los extraños. Desde este puntode vista, puede decirse que el drama comenzó en elinstante en que las puertas de aquella casa, que da-ban al jardín donde estaba la araucaria, se abrieronpara dejar salir a una joven que iba a echar migas alos pájaros, en la tarde del día de aguinaldos. Era unamuchacha de linda cara, con fieros ojos negros; perodel resto nada se podía averiguar, porque iba tan en-vuelta en pieles oscuras, que no era fácil distinguirsus pieles de sus cabellos. A no ser por la linda cara,se la hubiera tomado por un osito saltarín.

La tarde de invierno parecía enrojecerse al aproxi-marse a la noche, y ya sobre los macizos flotaba unaluz de carmín en que parecían vivir los espíritus delas rosas marchitas. A un lado de la casa, el establo; ya otro, una avenida de laureles, que conducía al vastojardín del fondo. La muchacha, tras de arrojar las

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migas a los pájaros (por cuarta o quinta vez en sóloaquel día, porque el perro se adelantaba siempre alos pájaros), entró por la avenida de laureles y se diri-gió a un sembrado de siemprevivas. Al llegar allí lan-zó una exclamación de sorpresa, real o convencional;a horcajadas en el alto muro que circundaba el jardínhabía una fantástica figura.

—¡No, no salte usted, Mr. Crook! —dijo muy alar-mada—. Está muy alto.

El hombre que colgaba en el muro como sobre uncaballo gigantesco, era alto, anguloso, de cabellos ne-gros y erizados como cepillo, de aire inteligente y hastadistinguido, aunque algo desmedrado y cetrino, lo cualse notaba más porque llevaba una corbata de rojochillón, única prenda de que parecía cuidarse un poco.Tal vez aquella corbata era un símbolo. Sin preocu-parse de los temores de la muchacha, saltó como unsaltamontes y cayó junto a ella, a riesgo de romperseuna pierna.

—Yo creo que nací para ladrón —dijo sonrien-do—. Y lo hubiera sido, a no haber nacido en la dicho-sa casa de al lado. Por lo demás, no creo que eso ten-ga nada de malo.

—¿Cómo puede usted decir eso? —le amonestóella.

—Si usted —continuó el joven— hubiera nacido enel mal lado de esta pared, comprendería que está jus-tificado saltar sobre ella.

—Nunca entiendo lo que dice usted ni lo que hace.—Ni yo tampoco muchas veces —replicó Mr.

Crook—. Pero, por lo pronto, ya estoy del buen ladode la pared.

—Pues, ¿cuál es el buen lado de la pared? —pre-guntó la joven sonriendo.

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—Dondequiera que usted se encuentre —dijo elllamado Crook.

Cuando, juntos, se encaminaban al jardín delan-tero por la avenida de laureles, se oyó sonar tres ve-ces una bocina, cada vez más cerca, y un auto elegan-te, verde pálido, pasó a toda velocidad frente a ellos,como un gran pájaro, y se detuvo ante la puerta, ja-deante.

—Vamos —dijo el joven de la corbata roja—. Ahíllega alguno de los que han nacido del buen lado delmuro. Miss Adams: no sabía yo que el san Nicolás desu familia estaba tan a la moderna.

—Es mi padrino, sir Leopold Fischer. Todos losaños viene la víspera de Nochebuena.

Y tras una pausa, que inconscientemente revelabauna falta de convicción, Ruby Adams añadió:

—Es muy amable.John Crook, que era periodista, había oído hablar

de aquel magnate de la ciudad, y no era culpa suya siel magnate no había oído hablar de él, porque en al-guno de sus artículos de The Ciarion y The New Agehabía tratado duramente a sir Leopold. Pero no dijonada, y se limitó a ver el largo proceso de descargadel automóvil. Un chofer atlético, vestido de verde,saltó del pescante, y de atrás saltó un lacayo pequeñín,vestido de gris; entre ambos depositaron a sir Leopolden la escalinata y comenzaron a desenvolverlo cuida-dosamente. Poco a poco, fueron quitándole de enci-ma todo un bazar de mantas, toda una selva virgende pieles y bufandas de todos los colores del arco iris,al fin dejaron al descubierto un bulto vagamente hu-mano la figura de un anciano de aspecto amable, deaire extranjero, con una barbilla gris y una sonrisa plá-

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cida, que se frotaba la manos, metidas en unos guan-tes gordísimos.

Antes de que la figura humana acabara de revelar-se, los dos batientes de la puerta del pórtico se abrie-ron de par en par, y el coronel Adams padre de lajoven de las pieles salió a dar la bienvenida a su ilus-tre huésped. Era Adams un hombre alto, tostado porel sol, poco aficionado a hablar; llevaba un bonete rojoa la turca, y eso le daba aire de colonial inglés o bajoegipcio. A su lado estaba su cuñado, recién venido delCanadá: joven hacendado, de humor bullanguero ycuerpo fornido, que tenía unas barbas amarillas y res-pondía al nombre de James Blount. Y también forma-ba parte de la compañía una figura algo insignifican-te: un sacerdote católico de la parroquia vecina. Ladifunta esposa del coronel había sido católica y, comoes costumbre, los hijos habían sido educados en lamisma fe. Todo en aquel sacerdote era poco distin-guido: hasta su vulgarísimo nombre: Brown. Pero elcoronel le encontraba agradable, y solía invitarlo asus reuniones familiares.

En el amplio vestíbulo había sitio bastante para quesir Leopold acabara de quitarse sus envolturas. En pro-porción con la casa, el pórtico y el vestíbulo eran enor-mes. Era éste un verdadero salón, que por el frentedaba a la puerta de entrada, y por el fondo a la escale-ra. Frente al gran fuego de la chimenea, sobre la cualpendía la espada del coronel, sir Leopold Fischer conti-nuó desenvolviéndose, y toda la compañía, incluso elmalhumorado Crook, fue presentada al ilustre visitan-te. El venerable financiero todavía seguía luchando consus inacabables envolturas y, al fin sacó del bolsillomás escondido del chaqué una caja negra, ovalada, lacual, explicó radiante de orgullo, contenía el aguinaldo

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para su ahijada. Con inocente vanagloria que desar-maba la crítica, mostró la caja a todos; la tapa saltó aloprimir un resorte, y todos se sintieron deslumbradoscomo si hubiera brotado ante sus ojos una fuente decristal. Sobre un nido de terciopelo anaranjado, lucían,como tres huevos, tres claros y vívidos diamantes queparecían encender el aire. Fischer triunfaba benévola-mente, y bebía por todo su ser el asombro y éxtasis dela muchacha, la torva admiración y rudo agradecimientodel coronel, y el entusiasmo de todos.

—Y ahora me los vuelvo a guardar —dijo Fischer,volviendo el estuche a los faldones de su chaqué—.He tenido que traerlos con precauciones. Son nadamenos que los tres famosos diamantes africanos lla-mados «Las estrellas errantes» por la frecuencia conque han sido robados. Cuantos ladrones de nota hayen el mundo andan en pos de ellos; cuantos vagabun-dos andan por las calles y los hoteles se sienten atraí-dos por ellos. Bien pudieron escapárseme en el cami-no. No tendría nada de extraño.

—Y añadiré que hasta sería muy natural gruñó elde la corbata roja—. Tanto, que yo no censuraría alque los robase. Cuando la gente pide pan y no le danni una piedra en cambio, hace bien en tomarse por símismo las piedras.

—No me gusta oírle a usted hablar así —dijo lamuchacha, que estaba muy excitada—. Sólo eso sabeusted hablar desde que se ha vuelto un odioso yo nosé qué. Ya saben ustedes lo que quiero decir. ¿Cómose llama eso? ¿Cómo llaman al que quisiera darle unbeso al deshollinador?

—Un santo —dijo el padre Brown.—Creo —dijo sir Leopold con una sonrisa de im-

portancia— que Ruby quiere decir «un socialista».

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—Pero radical no quiere decir hombre que sólo sealimenta con raíces —observó Crook con cierta impa-ciencia—, así como conservador no significa hombreque conserva o preserva el jamón. Tampoco socialis-ta, lo aseguro a ustedes, significa hombre que deseapasarse una noche de tertulia con un deshollinador.Un socialista es un hombre que desea que todas laschimeneas sean deshollinadas, y todos los deshollina-dores recompensados por su trabajo.

—Pero —completó el sacerdote en voz baja— queno le consiente a uno ser dueño siquiera de su propiohollín.

Crook le miró con respetuoso interés.—¿Y qué necesidad tiene uno de poseer hollín?

—preguntó.—Alguna —contestó Brown, con aire pensativo—.

He oído decir que los jardineros lo usan. Y yo una vez,por Navidad, habiendo faltado el prestidigitador quehabía de divertirlos, hice la felicidad de seis niños ju-gando a tiznarlos con hollín.

—¡Espléndido! ¡Espléndido! —exclamó entusiasma-da Ruby—. ¿Por qué no lo hace usted para divertirnosa nosotros?

Mr. Blount, el ruidoso canadiense, alzó su estruen-dosa voz para aplaudir el proyecto, y también el asom-brado financiero la suya, algo cascada, cuando alguienllamó a la puerta. El sacerdote fue a abrir, y los ba-tientes plegados dejaron ver el jardín de siemprevi-vas, con su araucaria y demás encantos, destacándo-se como bultos negros sobre el opulento crepúsculovioleta. Aquel delicado fondo parecía una pintorescadecoración de teatro, y todos, por un momento, hicie-ron más caso del escenario que de la insignificantefigura que en él apareció.

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Era un hombre de aspecto descuidado, que lleva-ba un gabán raído: un mensajero, sin duda

—¿Alguno de estos caballeros es Mr. Blount? —pre-guntó alargando una carta.

Mr. Blount se levantó y lanzó un grito de asenti-miento. Rasgó el sobre y leyó el mensaje con evidenteasombro; pareció turbarse un momento, después setranquilizó y, dirigiéndose a su cuñado y huésped:

—Coronel —dijo con esa cortesía jovial propia delas colonias—, lamento tener que causar una moles-tia. ¿Le incomodaría a usted que se presentara poraquí esta noche un conocido mío a tratar de nego-cios? Es el francés Florian, famoso acróbata y actorcómico. Le conocí hace años en el Oeste (es canadien-se de nacimiento), y parece que tiene algún trato queproponerme, aunque no me imagino qué podrá ser.

—No faltaba más —replicó el coronel—. Cualquieramigo de usted tiene aquí entrada libre, querido mío.Estoy seguro de que nos resultará un compañero agra-dable.

—Quiere usted decir que se tiznará la cara paradivertirnos, ¿verdad? —dijo Blount riendo—. No lodudo, y también a los demás nos hará bromas. Yo, pormi parte, me divierto con esas cosas: no soy refinado.Me encantan las pantomimas a la antigua, en que unhombre se sienta sobre la copa de un sombrero.

—Pues que no se siente sobre el mío, ¿estamos?—dijo sir Leopold Fischer con dignidad.

—Bueno, bueno —dijo Crook alegremente—. Poreso no hay que reñir. Todavía hay burlas más pesa-das que sentarse en la copa del sombrero.

Pero Fischer, a quien le disgustaba mucho el jo-ven de la corbata roja, en razón de sus opinionesextremas y de su notoria intimidad con la linda ahi-

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jada, dijo con el tono más sarcástico y magistral delmundo:

—¿De modo que ha encontrado usted algo peor,más humillante que sentarse uno en un sombrero decopa? ¿Y qué es ello, si puede saberse?

—¡Toma! Que el sombrero de copa se le siente auno encima.

—Vamos, vamos —exclamó el hacendado cana-diense con su benevolencia bárbara—. No echemos aperder la fiesta. Lo que yo digo es que hay que inven-tar alguna diversión para esta noche.

Nada de tiznarse la cara con hollín ni sentarse enla copa del sombrero, si eso no les gusta a ustedes;pero alguna otra cosa por el estilo. ¿Por qué no unavieja pantomima inglesa, de ésas en que aparecen elclown y Colombina y demás figuras? Cuando salí deInglaterra, a los doce años de edad, recuerdo habervisto una, y desde entonces me parece que la llevoadentro encendida como una hoguera. Regresé a lapatria el año pasado, y me encuentro con que la cos-tumbre se ha extinguido; con que ya no hay sino unmontón de comedias fantásticas del género lacrimo-so. No, señor: yo pido un diablo que atice el fogón yun policía hecho salchicha, y sólo me dan princesasmoralizantes a la luz de la luna, pájaros azules y cosaasí. El Barba Azul está más en mi género, y nada megusta tanto como verle transformado en Arlequín.

—Yo también estoy por ver a un policía hecho sal-chicha —dijo John Crook—. Es una definición del so-cialismo mucho mejor que la propuesta antes. Peroserá difícil encontrar los disfraces y montar la pieza.

—¡No! —exclamó Blount, casi con transporte—.Nada es más fácil que arreglar una arlequinada. Pordos razones: primera, porque todo lo que a uno se le

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antoje hacer sale bien, y segunda, porque todos losmuebles y objetos son cosas domésticas: mesas, toa-lleros, cestos de ropa y cosas por el estilo.

—Cierto —asintió Crook, paseando por la estan-cia—. Pero, ¿de dónde sacar el uniforme de policía? Yono he matado a ningún policía últimamente.

Blount reflexionó un poco, y luego, dándose conla mano en el muslo, gritó:

—¡Sí, podemos obtenerlo también! Aquí tengo lasseñas de Florian, y Florian conoce a todos los sastresde Londres. Voy a decirle por teléfono que traiga con-sigo un uniforme de policía.

Y se dirigió resuelto al teléfono.—¡Qué gusto, padrino! —exclamó Ruby, casi bai-

lando de alegría—. Yo haré de Colombina, y usted haráde Pantalón.

El millonario, muy rígido y con cierta solemnidadpagana, contestó:

—Hija mía, creo que debes buscar a otro para Pan-talón.

—Si quieres, yo seré Pantalón —dijo el coronelAdams, por primera y última vez.

—¡Merecerá usted que le alcen una estatua! —gri-tó el canadiense, que volvía, radiante, del teléfono—.De suerte que todo está arreglado. Mr. Crook hará declown: es periodista, y conocerá todos los chistes vie-jos. Yo seré Arlequín, para lo cual no hace falta másque tener largas piernas y saber saltar. Mi amigoFlorian dice que traerá consigo el uniforme de policíay se mudará el traje en el camino. La representaciónpuede hacerse en esta misma sala. El público se sen-tará en las gradas de la escalera, en varias filas. Lapuerta de entrada será el fondo del escenario, y, se-gún esté cerrada o abierta, representará, ya un inte-

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rior inglés, ya un jardín al claro de luna. Todo, comopor obra de magia.

Y sacando del bolsillo un trozo de yeso, de esoscon que se apuntan los tantos del billar, trazó unaraya en mitad del suelo, entre la escalera y la puerta,para marcar el sitio de las candilejas.

Cómo se las arreglaron para preparar aquella mo-jiganga en tan poco tiempo, es inexplicable. Pero to-dos contribuyeron a ello, con esa mezcla de atrevi-miento e industria que aparece siempre cuando hayjuventud en casa; y aquella noche había juventud encasa, aunque no todos sabían precisar cuáles eran lasdos caras, los dos corazones de donde irradiaba, lajuventud. Como siempre sucede, la invención, a pe-sar de la mansedumbre de las conveniencias burgue-sas en que fue concebida, se fue poniendo cada vezmás fantástica. Colombina estaba encantadora con unafalda hueca que tenía un extraño parecido con la enor-me pantalla que solía verse en la lámpara del salón. Elclown y Arlequín se pusieron blancos con la harinaque les dio el cocinero, y rojos con rojo que les pro-porcionó alguna otra persona del servicio, la cual,como los verdaderos bienhechores cristianos, quisopermanecer anónima. A Arlequín, vestido con papelde plata de cajas de puros, costó trabajo impedirleque rompiera los viejos candelabros victorianos paraadornarse con cristales resplandecientes. Y sin dudalos hubiera roto, a no ser porque Ruby desenterróunas joyas falsas que había usado en un baile de más-caras para hacer de Reina de los Diamantes. Verdade-ramente, su tío, James Blount, estaba en un estado deexcitación increíble: parecía un muchacho. Hizo unacabeza de asno de papel y se la acomodó nada menosque al padre Brown, quien la aceptó pacientemente, y

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llevó su amabilidad hasta descubrir por su cuenta elmedio de mover las orejas. Al propio sir LeopoldFischer en nada estuvo que le colgara en los faldonesla cola del asno. Pero al caballero no le hizo muchagracia.

—El tío está imposible —le había dicho Ruby aCrook quitándose el cigarro de la boca y decidiéndosea hablar al tiempo de acomodarle sobre los hombros,muy seriamente, un collar de salchichas—. ¿Qué lepasa?

—Nada: que es el Arlequín de tal Colombina —dijoCrook—. Yo sólo soy el pobre clown al que toca decirlos chistes viejos.

—De veras hubiera yo querido que usted fuera elArlequín —dijo ella, dejando colgar el collar de sal-chichas.

El padre Brown, aunque estaba al tanto de todoslos secretos de entre bastidores y hasta había mereci-do aplausos transformando una almohada en un bebéque parecía hablar, prefirió sentarse entre el público,demostrando la misma expectación solemne del niñoque asiste por primera vez a un espectáculo. Los es-pectadores eran pocos: algunos parientes, uno o dosvecinos y los criados. Sir Leopold estaba en el asientode honor, al frente, tapando con su cuerpo, todavíaenvuelto en pieles, al curita, que estaba sentado de-trás de él. Pero si el curita perdió mucho con eso, nolo han decidido nunca las autoridades artísticas. Larepresentación fue de lo más caótica, aunque no poreso desdeñable. Por toda ella corrió una fecunda venade improvisación, brotada, sobre todo, del cerebro deCrook el clown. Era siempre hombre muy ingenioso;pero aquella noche parecía dotado de facultadesomniscientes, con una locura más sabia que todas las

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sabidurías: ésa que se apodera de un joven cuandocree descubrir por un instante una expresión particu-lar en un rostro particular. Aunque hacía de clown, loera todo o casi todo: era el autor (hasta donde habíaautor en aquel caos), el apuntador, el pintor escenó-grafo, el tramoyista, y, sobre todo, la orquesta. A in-tervalos inesperados con disfraz y todo, corría haciael piano y se soltaba tocando algún aire popular, tanabsurdo como apropiado al caso.

Pero el instante supremo fue cuando se abrieronde par en par los batientes de la puerta del fondo,dejando ver el lindo jardín, bañado por la luz de laluna, y dejando ver, sobre todo, al famoso huéspedprofesional: al gran Florian vestido de policía. El clo-wn se puso a tocar en el piano el coro de los alguaci-les de Los Piratas de Penzance; pero la música quedóahogada bajo los ensordecedores aplausos, porquetodos y cada uno de los ademanes del gran actor có-mico eran una reproducción exacta y correcta de losmodales corrientes del policía. Arlequín saltó sobreél y le dio un golpe en el casco. El pianista ejecutóentonces el aria ¿De dónde sacaste ese sombrero?, yel guardia miró entonces alrededor con un asombroadmirablemente fingido. Arlequín da otro salto, y vuel-ve a pegarle en el casco, mientras el pianista esboza-ba unos compases de Venga otro más. Y entoncesArlequín se arroja entre los brazos del policía y le caeencima entre una salva de aplausos. Y fue aquí dondeel actor extranjero hizo la célebre imitación del hom-bre muerto de que todavía cuenta la fama de los alre-dedores de Putney. Imposible creer que una personaviva pudiera afectar tal flacidez.

El atlético Arlequín parecía volverle del revés comoa un saco, o esgrimirle como a una cachiporra india, y

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todo esto al compás de los enloquecedores y capri-chosos acordes del piano. Cuando Arlequín levantódel suelo, con su esfuerzo, al cómico policía, el clowntocó el aire Me despierto de soñar contigo. Cuando sele echó a la espalda, el aire Con mi fardo a la espalda,y cuando después Arlequín le dejó caer con un ruidoconvincente, el lunático del piano atacó una tonadade retintines, cuya letra, era según parece, Una cartale escribí a mi amor y de camino, la dejé caer.

Al llegar a este límite de la anarquía mental, lavista del padre Brown quedó oscurecida del todo; elmagnate que estaba frente a él se había puesto depie, y hurgaba con desesperación sus muchos y re-cónditos bolsillos. Sentóse después con aire inquietoy, siempre hurgándose volvió a levantarse. Por un ins-tante pareció de veras que iba a salvar la línea de lascandilejas; después volvióse a ver con ojos de fuegoal clown, que seguía manoteando en el piano; y, al fin,sin decir palabra, salió de la habitación.

El cura pudo contemplar un rato a sus anchas ladanza absurda, pero no inelegante, del Arlequín «ama-teur» sobre el cuerpo espléndidamente inconscientede su enemigo vencido. Con un arte rudo y sincero,Arlequín danzaba ahora retrocediendo hacia la puertaque daba al jardín, lleno de silencio y de luna. El gro-tesco traje de plata y lentejuelas —demasiado resplan-deciente a la luz de las candilejas— se veía más platea-do y mágico a medida que el danzante se alejaba bajolos fulgores de la luna. Y el auditorio estalló en catara-tas de aplausos. En este momento, el padre Brown sin-tió un toquecito en el brazo, y oyó una voz que le invi-taba, cuchicheando, a pasar al estudio del coronel.

Y siguió, muy intrigado, al que le llamaba, y laescena con que se encontró en el estudio llena de so-

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lemne ridiculez, no hizo más que aumentar su curio-sidad. Allí estaba el coronel Adams, todavía disfraza-do de Pantalón, llevando en la cabeza la barba de ba-llena con la bolita en la punta que se balanceaba so-bre sus cejas, pero con una expresión tal en sus tris-tes ojos de viejo, que hubiera enfriado hasta los entu-siasmos de una fiesta saturnal. Sir Leopold Fischer,apoyado en el muro de la chimenea, jadeaba casi contoda la importancia del pánico.

—Se trata de algo muy penoso, padre Brown —dijoAdams—. El caso es que esos diamantes que todoshemos admirado esta misma tarde han desaparecidode los faldones del chaqué de mi amigo. Y como da lacasualidad de que usted...

—De que yo —completó el padre Brown con unamueca expresiva— estaba sentado justamente detrásde él...

—Nadie se ha atrevido a hacer la menor suposi-ción —dijo el coronel Adams, dirigiendo una miradafirme a Fischer, que más bien denunciaba que sí sehabía atrevido alguien a hacer suposiciones—. Yo sólole pido a usted que me proporcione el auxilio que, eneste caso, es de esperar de un caballero.

—Y que consiste, ante todo, en volverse del revéslos bolsillos —dijo el padre Brown.

Y procedió a hacerlo. En sus bolsillos se encontra-ron siete peniques y un medio chelín, el billete deregreso, un pequeño crucifijo de plata, un pequeñobreviario y una barrita de chocolate.

El coronel le miró atentamente, y después dijo:—¿Sabe usted? Más que el contenido de sus bolsi-

llos quisiera yo ver el contenido de su cabeza. Mi hija,lo sé, le interesa a usted como persona de su propia

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familia. Pues bien: mi hija, de un tiempo a esta parte,ha...

Y se detuvo. Pero el viejo Fischer continuó, rabioso:—De un tiempo a esta parte ha abierto las puertas

de la casa paterna a un socialista asesino, que declaracínicamente que no tendría empacho en robarle cual-quier cosa a un rico. Y aquí está todo el asunto: aquítiene usted al hombre rico... que ya no lo es tanto.

—Si quiere usted ver el interior de mi cabeza, nohay inconveniente —dijo Brown como con aburrimien-to—. Ya verá usted si vale la pena. Yo, lo único queencuentro en ese bolsillo viejo de mi ser es esto: quelos que roban diamantes no hablan nunca de socialis-mo, sino que más bien —añadió modestamente—, másbien denuncian al socialismo.

Sus dos interlocutores desviaron los ojos, y el sa-cerdote continuó:

—Vean ustedes: nosotros conocemos a esa gentemás o menos bien. Este socialista es incapaz de robarun diamante, como es incapaz de robar una pirámi-de. Debemos, ante todo, pensar en el desconocido, enel que hizo de policía: en ese Florian. Y, a propósito,me pregunto dónde se habrá metido a estas horas.

Pantalón se levantó entonces de un salto, y saliódel estudio. Y hubo un paréntesis mudo, durante elcual el millonario se quedó mirando al sacerdote, yéste mirando su breviario. Después Pantalón reapare-ció, y dijo con un staccato lleno de gravedad.

—El policía yace todavía sobre el suelo: el telón seha levantado seis veces, y él sigue todavía tendido.

El padre Brown soltó su breviario y dejó ver unaexpresión como de ruina mental completa. Poco a pococomenzó a brillar una luz en el fondo de sus ojos

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grises, y después dejó salir esta pregunta difícilmen-te oportuna:

—Perdone, coronel, ¿cuánto tiempo hace que mu-rió su esposa?

—¡Mi esposa! —replicó el militar asombrado—.Murió hace un año y dos meses. Su hermano James,que venía a verla, llegó una semana más tarde.

El curita saltó como un conejo herido.—¡Vengan ustedes! —dijo con extraña excita-

ción—; ¡vengan ustedes! Hay que observar a ese poli-cía.

Y entraron precipitadamente al escenario, cubier-to ahora por el telón, y rompiendo bruscamente porentre Colombina y el clown —que a la sazón cuchi-cheaban muy alegres—, el padre Brown se inclinó so-bre el cuerpo derribado del policía.

—Cloroformo —dijo incorporándose—. Apenasahora me he dado cuenta.

Hubo un silencio, y al fin, el coronel, con muchalentitud, le dijo:

—Haga usted el favor de explicarnos lo que signi-fica todo esto.

El padre Brown soltó la risa; después se contuvo, yal hablar tuvo que esforzarse un poco para no reírotra vez.

—Señores —dijo—, no hay tiempo de hablar mu-cho. Tengo que correr en persecución del ladrón. Peroconste que este gran actor francés que tan admirable-mente representó el policía, este inteligentísimo suje-to a quien nuestro Arlequín bamboleó y estrujó y arro-jó al suelo, era...

—¿Era...? —preguntó Fischer.—Un verdadero policía —concluyó el padre Brown,

y echó a correr entre la oscuridad de la noche.

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En el extremo de aquel exuberante jardín hay hue-cos y emparrados; los laureles y otros arbustos in-mortales se destacan sobre el cielo de zafiro y la lunade plata, luciendo, aun en mitad del invierno, los cáli-dos colores del Sur. La verde alegría de los laurelescabeceantes, el rico tono morado e índigo de la no-che, el cristal monstruoso de la luna, forman un cua-dro «irresponsablemente» romántico. Y por entre lasramas más altas de los árboles mírase una extrañafigura que no parece ya tan romántica cuanto imposi-ble. Brilla de pies a cabeza, como si estuviera vestidacon un millón de lunas. La luna real la ilumina a cadamovimiento, haciendo centellear una nueva parte desu cuerpo. Y el bulto se columpia, relampagueante ytriunfal, saltando del árbol más pequeño que está eneste jardín al árbol más alto que sobresale en el veci-no jardín; y sólo se detiene en sus saltos porque unasombra se ha deslizado hasta debajo del árbol menory se ha dirigido a él inequívocamente:

—¡Eh, Flambeau! —dice la voz—. Que parece ustedrealmente una estrella errante. Lo cual, en definitiva,quiere decir una estrella que cae.

La relampagueante y argentada figura parece in-clinarse, desde la copa del laurel, para escuchar a lapequeña figura de abajo, con la seguridad de poderescapar en todo caso.

—Flambeau nunca ha hecho usted cosa más acaba-da. Ya hace falta ingenio para venir del Canadá (supon-go que con un billete de París) justamente una semanadespués de la muerte de Mrs. Adams, es decir, cuandonadie estaba en ánimo de preguntarle a usted nada.Todavía es más inteligente el haber dado con la pistade las «Estrellas Errantes» y fijar el día de la visita deFischer. Pero lo demás ya es más que talento: es verda-

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dero genio. Supongo que el mero hecho de sustraer laspiedras fue para usted una bagatela. Lo pudo ustedhacer con mil distintos juegos de manos, sin contarcon ese subterfugio de empeñarse en prenderle aFischer en el chaqué una cola de papel. Pero en lo de-más, realmente se eclipsó usted a sí mismo.

La plateada figura que estaba entre las hojas ver-des parece hipnotizada, y aunque el camino de la fugaestá franco a sus pies, no se mueve: no hace más quecontemplar con asombro al hombre que le habla des-de abajo.

—¡Ah, naturalmente! —dice éste—. Ya estoy al cabode todo. Sé que no sólo nos obligó usted a represen-tar la pantomima, sino que la hizo servir para un do-ble uso. Usted no se proponía más que robar tranqui-lamente las piedras, pero un cómplice le envió a decira usted que ya estaba usted descubierto, y que aque-lla misma noche un oficial de policía le iba a echar austed la mano.

Un ratero común se habría conformado con agra-decer el soplo y ponerse a salvo; pero usted es todoun poeta. Y a usted se le había ocurrido la sutil ideade esconder las joyas verdaderas entre el resplandorde las joyas falsas del teatro. Y ahora se le ocurrió austed la idea, no menos sutil, de que si el disfraz adop-tado era el de Arlequín, la aparición de un policía notendría nada de extraordinario. El digno agente salíade la estación de policía de Putney para atraparle austed, y cayó redondo en la trampa más ingeniosaque ha visto el mundo. Al abrirse ante él la puerta, seencontró sobre el escenario de una pantomima deNavidad, donde fue posible que el danzante Arlequínle golpeara, le sacudiera, le aturdiera y le narcotizara,entre los alaridos de risa de la gente más respetable

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de Putney. ¡Oh, no! No será usted capaz de hacer nun-ca otra cosa mejor. Y ahora, de paso, conviene queme devuelva usted esos diamantes.

La verde rama en que la figura centelleante estabacolgada se balanceó, acusando un movimiento de sor-presa.

Pero la voz continuó, abajo:—Quiero que me los devuelva usted, Flambeau, y

quiero que abandone usted esta vida. Todavía tieneusted bastante juventud, buen humor y posibilidadesde vida honrada. No crea usted que semejantes rique-zas le han de durar mucho si continúa usted así. Loshombres han podido establecer una especie de nivelpara el bien. Pero, ¿quién ha sido capaz de establecerel nivel del mal? Ése es un camino que baja y bajaincesantemente. El hombre bondadoso que se embria-ga se vuelve cruel; el hombre sincero que mata, mien-te después de ocultarlo. Muchos hombres he conoci-do yo que comenzaron, como usted, por ser unospicarillos alegres, unos honestos ladronzuelos de gen-te rica, y acabaron hundidos en el cieno. Maurice Blumcomenzó siendo un anarquista de principios, un pa-dre de los pobres, y acabó siendo un sucio espía, unsoplón de todos, que unos y otros empleaban y des-deñaban. Henry Burke comenzó su campaña por lalibertad del dinero con bastante sinceridad, y ahoravive estafando a una hermana medio arruinada parapoder dedicarse incesantemente al brandy and soda.Lord Amber entró en la sociedad ilegal en un raptocaballeresco, y a estas horas se dedica a hacer chanta-jes por cuenta de los más miserables buitres de Lon-dres. El capitán Barillon era, antes del advenimientode usted, el caballero apache más brillante, y paró enun manicomio, aullando lleno de pavor contra los

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delatores y encubridores que le habían traicionado yperdido. Ya sé, Flambeau, que ante usted se abre muylibre el campo; ya sé que se puede usted meter por élcomo un mono. Pero un día se encontrará usted conque es un viejo mono gris, Flambeau. Y entonces, ensu libre campo se encontrará usted con el corazónfrío y sintiendo próxima la muerte, y entonces lascopas de los árboles estarán muy desnudas... Todopermaneció inmóvil, como si el hombrecillo de abajotuviera cogido al del árbol con un lazo invisible.

Y la voz continuó:—Ya usted ha comenzado también a decaer. Us-

ted acostumbraba a jactarse de que nunca cometíauna ruindad; pero esta noche ha incurrido usted enuna ruindad: deja usted tras de sí la sospecha contraun honrado muchacho que ya se tiene bien ganada laenemiga de los poderosos; usted le separa de la mu-jer a quien ama y de quien es amado. Pero todavíacometerá usted peores ruindades en adelante.

Tres diamantes como tres rayos cayeron sobre elcésped, lanzados desde la copa del árbol. El hombrepequeñín se inclinó a recogerlos, y cuando volvió aalzar los ojos hacia la verde jaula del árbol, vio que yael pájaro de plata la había abandonado.

La recuperación de las joyas —y le tocó realizarlaal padre Brown, de casualidad, como siempre— fue lacausa de que aquella noche acabara en jubiloso triun-fo. Sir Leopold, en un rapto de buen humor, hasta seatrevió a decirle al cura que aunque él, en lo personal,tenía miras mucho más amplias, no era incapaz derespetar a aquellos que, en razón de su credo, esta-ban obligados a vivir como enclaustrados e ignoran-tes de las cosas del mundo.

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V. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLEV. EL HOMBRE INVISIBLE

En la fresca penumbra azul, una confitería de CamdenTown, en la esquina de dos empinadas calles, brillabacomo brilla la punta del cigarro encendido. Como lapunta de un castillo de fuegos artificiales, mejor di-cho, porque la iluminación era de muchos colores yde cierta complejidad, quebrada por variedad de es-pejos y reflejada en multitud de pastelillos y confitu-ras doradas y de vivos tonos. Los chicos de la callepegaban la nariz al escaparate de fuego, donde habíaunos bombones de chocolate. Y la gigantesca tarta deboda que aparecía en el centro era blanca, remota,edificante, como un Polo Norte digno de ser engullido.Era natural que este arco iris de tentaciones atrajera atoda la gente menuda de la vecindad que andaba en-tre los diez y los doce años. Pero aquel ángulo de lacalle ejercía también una atracción especial sobre gen-te algo más crecida; en efecto: un joven de hasta vein-ticuatro años al parecer estaba también extasiado anteel escaparate. También para él la confitería ejercía unsingular encanto; pero encanto que no provenía pre-cisamente del chocolate, aunque nuestro joven esta-ba lejos de mirar con indiferencia esta golosina.

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Era un hombre alto, corpulento, de cabellos roji-zos, de cara audaz y de modales un tanto descuida-dos. Llevaba bajo el brazo una abultada cartera gris, yen ella dibujos en blanco y negro, que venía vendien-do con éxito vario a los editores desde el día en quesu señor tío —un almirante— le había desheredadopor razón de sus ideas socialistas, tras una conferen-cia pública que dio el joven contra las teorías econó-micas recibidas. Llamábase John Turnbull Angus.

Se decidió a entrar, atravesó la confitería y se diri-gió al cuarto interior —especie de fonda y, pastele-ría— y al pasar saludó, descubriéndose un poco, a ladamita que atendía al público. Era ésta una mucha-cha elegante, vivaz, vestida de negro, morena, de lin-dos colores y de ojos negros. Tras el intervalo habi-tual, la muchacha siguió al joven al cuarto interiorpara ver qué deseaba.

Él deseaba algo muy común y corriente:—Haga el favor de darme —dijo con precisión—

un bollo de a medio penique y una tacita de café solo.Y antes de que la muchacha se volviera a otra par-

te, añadió:—Y también quiero que se case usted conmigo.La damita contestó, muy altiva:—Ése es un género de burlas que yo no consiento.El rubio joven levantó con inesperada gravedad

sus ojos grises, y dijo:—Real y verdaderamente, es en serio, tan en serio

como el bollo de a medio penique; y tan costoso comoel bollo: se paga por ello. Y tan indigesto como el bo-llo: hace daño.

La joven morena, que no había apartado de él losojos, parecía estarle estudiando con trágica minucio-

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sidad. Al acabar su examen, había en su rostro comouna sombra de sonrisa; se sentó en una silla.

—¿No cree usted —observó Angus con aire dis-traído— que es una crueldad comerse estos bollos dea medio penique? ¡Todavía pueden llegar a bollos dea penique! Yo abandonaré estos brutales deportes encuanto nos casemos.

La damita morena se levantó y se dirigió a la ven-tana, con evidentes señales de preocupación, pero nodisgustada. Cuando al fin volvió la cara con aire re-suelto, se quedó desconcertada al ver que el jovenestaba poniendo sobre su mesa multitud de objetos ygolosinas que había en el escaparate: toda una pirá-mide de bombones de todos colores, varios platos debocadillos y los dos frascos de ese misterioso oportoy ese misterioso jerez que sólo sirven en las pastele-rías. Y en medio de todo ello había colocado el enor-me bulto de aquella tarta espolvoreada de azúcar, queera el principal ornamento del escaparate.

—Pero, ¿qué hace usted?—Mi deber, querida Laure —comenzó él.—¡Oh, por Dios! Pare, pare: no me hable usted así.

¿Qué significa todo esto?—Un banquete ceremonial, Miss Hope.—¿Y eso? —dijo ella, impaciente, señalando la

montaña de azúcar.—Eso es la tarta de bodas, señorita Angus —contes-

tó el joven.La muchacha le arrebató la tarta y la volvió a su

sitio de honor; después volvió adonde estaba el jo-ven, y, poniendo sobre la mesita sus elegantes codos,se quedó mirándolo cara a cara, aunque no con airedesfavorable, sí con evidente inquietud.

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—Y ¿no me da usted tiempo de pensarlo? —pre-guntó.

—No soy tan tonto —contestó él—. ¡Tanta es mihumildad cristiana!

Ella seguía contemplándole; pero ahora, tras lamáscara de su sonrisa, había una creciente gravedad.

—Mr. Angus —dijo con firmeza—; basta de niñe-rías: no pase un minuto más sin que usted me oiga.Tengo que decirle algo de mí misma.

—¡Encantado! —replicó Angus gravemente— y yaque está usted en ello, también debería usted decir-me algo sobre mí mismo.

—Ea, calle usted un poco y escuche. No es nada deque tenga yo que avergonzarme ni entristecerme si-quiera. Pero, ¿qué diría usted si supiera que es algoque, sin ser cosa mía, es mi pesadilla constante?

—En tal caso —dijo seriamente el joven—, yo leaconsejo a usted que traiga otra vez la tarta de boda.

—Bueno, ante todo, escuche usted mi historia —insistió Laure—. Y, para empezar, le diré que mi pa-dre era propietario de la posada «El Pez Rojo», enLudbury, y era yo quien servía en el bar a la parro-quia.

—Ya decía yo —interrumpió él— que había no séqué aire cristiano en esta confitería.

—Ludbury es un triste soñoliento agujero de loscondados del Este, y la única gente que aparecía por«El Pez Rojo» era, amén de uno que otro viajante, delo más abominable que usted haya visto, aunque us-ted no ha visto eso jamás. Quiero decir que eran unosharaganes, bastante acomodados para no tener queganarse la vida, y sin más quehacer que pasarse el díaen las tabernas y en apuestas de caballos, mal vesti-dos, aunque harto bien para lo que eran. Pero aun

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estos jóvenes pervertidos aparecían poco por casa,salvo un par de ellos que eran habituales, en todoslos sentidos de la palabra. Vivían de su dinero y eranociosos hasta decir basta, y excesivos en el vestir. Contodo, me inspiraban alguna lástima, porque se me fi-guraba que sólo frecuentaban nuestro desierto esta-blecimiento a causa de cierta deformidad que cadauno de ellos padecía; esas leves deformidades quehacen reír precisamente a los burlones. Más que ver-dadera deformidad, se trataba de una rareza. Uno deellos era de muy baja estatura, casi enano, o por lomenos parecía «jockey», aunque no en la cara y lo demás; tenía una cabezota negra y una barba negra muycuidada, ojos brillantes, de pájaro; siempre andabahaciendo sonar las monedas en el bolsillo; usaba unagran cadena de oro, y siempre se presentaba tan ata-viado a lo gentleman, que claro se veía que no lo era.Aunque ocioso, no era un tonto; hasta tenía un talen-to singular para todas las cosas inútiles; improvisabajuegos de manos, hacía arder quince cerillas a un tiem-po como un castillo de artificio, cortaba un plátano ouna cosa así en forma de bailarina... Se llamaba IsidoreSmythe. Todavía me parece verle, con su carita tri-gueña, acercarse al mostrador y formar con cinco ci-garrillos la figura de un canguro.

El otro era más callado y menos notable, pero mealarmaba más que el pequeño Smythe. Era muy alto yligero, de cabellos claros, nariz aguileña, y tenía cier-ta belleza, aunque una belleza espectral, y un bizqueode lo más espantoso que pueda darse. Cuando mira-ba de frente, no sabía uno dónde estaba uno mismo oqué era lo que él miraba. Yo creo que este defecto leamargaba un poco la vida al pobre hombre; porque,en tanto que Smythe siempre andaba luciendo sus

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habilidades de mono, James Welkin (que así se llama-ba el bizco) nunca hacía más que empinar el codo enel bar y pasear a grandes trancos por los cenicientosllanos del contorno. Pero creo que también a Smythele dolía sentirse tan pequeñín, aunque lo llevaba conmayor gracia. Así fue que me quedé verdaderamenteperpleja y del todo desconcertada y tristísima cuan-do ambos; en la misma semana, me propusieron ca-sarse conmigo.

El caso es que cometí tal vez una torpeza; al me-nos, eso me ha parecido a veces. Después de todo,aquellos monstruos eran mis amigos, y yo no queríapor nada del mundo que se figurasen que los rehusa-ba por la verdadera razón del caso: su imposible feal-dad. De modo que inventé un pretexto, y dije que mehabía prometido no casarme sino con un hombre quese hubiera abierto por sí mismo su camino en la vida,que para mí era cuestión de principios el no despo-sarme con un hombre cuyo dinero procediera, comoel de ellos, del beneficio de la herencia. Y a los dosdías de haber expuesto yo mis bien intencionadas ra-zones comenzó el conflicto. Lo primero que supe fueque ambos se habían ido a buscar fortuna, como en elmás cándido cuento de hadas.

Desde entonces no he vuelto a ver a ninguno deellos. Pero he recibido dos cartas del hombrecillo lla-mado Smythe, y realmente son inquietantes.

—Y del otro, ¿no ha sabido usted más? —pregun-tó Angus.

—No; nunca me ha escrito —dijo la muchacha des-pués de dudar un instante—. La primera carta deSmythe decía simplemente que había salido, en com-pañía de Welkin con rumbo a Londres; pero, comoWelkin es tan buen andarín, el hombrecillo se quedó

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atrás y tuvo que detenerse a descansar al lado delcamino. Le recogió una compañía de saltimbanquisque casualmente pasaba por allí; y en parte porque elpobre hombre era casi un enano, y en parte por susmuchas habilidades, se arregló con ellos para traba-jar en la próxima feria, y le destinaron para hacer nosé qué suertes en el Acuario. Esto decía en su primeracarta. En la segunda había ya más motivo de alarma.La recibí hace apenas una semana.

El llamado Angus apuró su taza de café y dirigió asu amiga una mirada cariñosa y paciente. Ella, al con-tinuar, torció un poco la boca, como esbozando unasonrisa:

—Supongo que en los anuncios habrá usted leídolo del «Servicio silencioso de Smythe», o será usted laúnica persona que no lo haya leído.

Por mi parte, no estoy muy enterada; sólo sé quese trata de la invención de algún mecanismo de relo-jería para hacer mecánicamente todo el trabajo de lacasa. Ya conoce usted el estilo de esos reclamos: «Opri-me usted un botón, y ya tiene a sus órdenes un ma-yordomo que nunca se emborracha». «Da usted vuel-ta a una manivela, y eso equivale a una docena decriadas que nunca pierden el tiempo en coqueteos,etc.». Ya habrá usted visto los anuncios. Bueno: lasdichosas máquinas, sean lo que fueren, están produ-ciendo montones de dinero, y lo están produciendopara los purísimos bolsillos del mismísimo duendecon quien trabé conocimiento en Ludbury. No puedomenos de celebrar que el triste sujeto tenga éxito;pero el caso es que me aterra la idea de que, en todomomento, puede presentárseme aquí y decirme queya ha logrado abrirse un camino, como es la verdad.

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—¿Y el otro? —preguntó Angus con cierta obsti-nada inquietud.

Laure Hope se puso en pie de un salto.—Amigo mío —dijo—, usted es un brujo. Sí, tiene

usted razón, usted es un brujo. Del otro no he llegadoa recibir una sola línea. Y no tengo la menor idea de loque será de él, o dónde habrá ido a parar. Pero es deél de quien tengo más miedo; es él quien se atraviesaen mi camino; él quien me ha vuelto ya medio loca.No, lo cierto es que ya me tiene loca del todo; porquefigúrese usted que me parece encontrármelo dondeestoy segura de que no puede estar, y creo oírle ha-blar donde es de todo punto imposible que él estéhablando

—Bueno, querida amiga —dijo alegremente el jo-ven—, aun cuando sea el mismo Satanás, desde elmomento en que usted le ha contado a alguien el caso,su poder se disipa. Lo que más enloquece, criatura, esestarse devanando los sesos a solas. Pero, dígame¿dónde y cuándo le ha parecido a usted ver u oír a sufamoso bizco?

—Sepa usted que he oído reírse a James Welkintan claramente como le oigo hablar a usted—dijo lamuchacha con firmeza—. ¡Y no había un alma! Por-que yo estaba allí, afuera, en la esquina, y podía ver ala vez las dos calles. Además, y aunque su risa era tanextraña como su bizqueo, ya se me había olvidado surisa. Y hacía como un año que ni siquiera pensaba enél. Y lo curioso es que la primera carta de su rival(verdad absoluta) me llegó un instante después.

—Y ¿alguna vez ha hablado el espectro, o chilladoo hecho alguna cosa? —preguntó Angus con interés.

Laure se estremeció, y después dijo tranquila-mente:

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—Sí. Precisamente cuando acabé de leer la segun-da carta de Isidore Smythe, en que me anunciaba suéxito, en ese mismo instante oí a Welkin decir: «Contodo, no será él quien se la gane a usted». Tan clarocomo si hubiera hablado aquí dentro de la habitación.Es horrible: yo debo de estar loca.

—Si usted estuviera loca realmente —contestó eljoven—, creería usted estar cuerda. Pero, en todo caso,la historia de este caballero invisible me resulta untanto extravagante. Dos cabezas valen más que una(y ahorrémonos alusiones a los demás órganos) y así,si usted me permite que, en categoría de hombre ro-busto y práctico, vuelva a traer la tarta de boda queestá en el escaparate...

Pero al decir esto se oyó en la calle un chirridometálico, y un motorcito, que traía una velocidad dia-bólica, llegó disparado hasta la puerta de la pastele-ría, y paró. Casi al mismo tiempo, un hombrecito conun deslumbrante sombrero de copa saltó del motor yentró con ruidosa impaciencia.

Angus, que hasta aquí había conservado una fácilhilaridad, por razón de higiene interior, desahogó lainquietud de su alma saliendo a grandes pasos haciala otra sala, al encuentro del recién venido. La sospe-cha del enamorado joven quedó confirmada a prime-ra vista. Aquel sujeto elegante, pero diminuto, con labarbilla negra, insolentemente erguida, los ojos viva-ces y penetrantes, los dedos finos y nerviosos, no podíaser otro que el hombre a quien acababan de descri-birle: Isidore Smythe, en suma, el hombre que hacíamuñecos con cáscara de plátano y cajas de fósforos;Isidore Smythe, el hombre que hacía millones conmayordomos metálicos que no se embriagan y cria-das metálicas que no coquetean. Por un instante, los

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dos hombres, comprendiendo instintivamente el airede posesión con que cada uno de ellos estaba en aquelsitio, permanecieron contemplándose con esa gene-rosidad fría y extraña que es la esencia de la rivali-dad.

Pero Mr. Smythe, sin hacer la menor alusión a losmotivos de antagonismo que podía haber entre am-bos, dijo sencillamente, en una explosión:

—¿Ha visto, Miss Hope, lo que hay en el escapa-rate?

—¿En el escaparate? —preguntó Angus asombrado.—No hay tiempo de entrar en explicaciones —dijo

con presteza el pequeño millonario—. Aquí sucedealgo extraño, y hay que proceder a averiguarlo.

Señaló con su pulida caña al escaparate reciente-mente saqueado por los preparativos nupciales de Mr.Angus, y éste pudo ver con asombro una larga tira depapel de sellos postales pegada en la vidriera, quecon toda certeza no estaba allí cuando él estuvo aso-mado al escaparate, minutos antes. Siguiendo al enér-gico Smythe a la calle, vio que una tira de papel engo-mado, como de un metro, había sido cuidadosamen-te pegada a la vidriera, y que en el papel se leía, concaracteres irregulares: Si se casa usted con Smythe,Smythe morirá.

—Laure —dijo Angus, asomando al interior de latienda su careta roja—. No está usted loca, no.

—Es la letra de ese tal Welkin —dijo Smythe conaspereza—. Hace años que no le veo, pero no por esoha dejado de molestarme. En sólo estos quince díascinco veces me ha estado echando cartas amenaza-doras, sin que sepa yo quién las trae, como no seaWelkin en persona. El portero jura que no ha visto aninguna persona sospechosa; y aquí ha estado pegan-

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do esa tira de papel en un escaparate público, mien-tras que la gente de la confitería...

—Exactamente —concluyó Angus con modestia—,mientras que la gente de la confitería se entretiene entomar el té. Pues bien, señor mío, permítame decla-rarle que admiro su buen sentido en atacar tan direc-tamente lo único que por ahora importaba. De lo de-más, ya tendremos tiempo de hablar. Nuestro hom-bre no puede estar muy lejos, porque le aseguro austed que no había papel alguno hace unos diez oquince minutos, cuando me acerqué por última vezal escaparate. Por otra parte, tampoco es fácil darlecaza, puesto que ignoramos el rumbo que habrá to-mado. Si usted, Mr. Smythe, quisiera seguir mi conse-jo, pondría ahora mismo el asunto en manos de uninvestigador experto, y mejor de un investigador pri-vado, que no de persona perteneciente a la policíapública. Yo conozco a un hombre inteligentísimo, queestá establecido a cinco minutos de aquí, yendo en elauto de usted. Su nombre es Flambeau, y aunque sujuventud fue algo tormentosa, ahora es un hombrehonrado a carta cabal, y tiene un cerebro que valeoro. Vive en la casa Lucknow, que está por Hamps-tead.

—¡Qué coincidencia! —dijo el hombrecillo fruncien-do el ceño—. Yo vivo en la casa Himalaya, al volver laesquina. Supongo que usted no tendrá inconvenienteen venir conmigo. Así, mientras yo subo a mi cuartopor los extravagantes documentos de Welkin, ustedpuede ir a llamar a su amigo el detective.

—Es usted muy amable —dijo Angus cortésmen-te—. Bueno; cuanto antes, mejor.

Y ambos, con improvisada buena fe, se despidie-ron de la dama con la misma circunspección formal,

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y subieron al ruidoso y pequeño auto. Mientras Smythemovía palancas y hacía doblar la esquina al vehículo,Angus se divertía en ver un gigantesco cartelón del«Servicio Silencioso de Smythe», donde estaba pinta-do un enorme muñeco de hierro sin cabeza, llevandouna cacerola, con un letrero que decía: Un cocineroque nunca refunfuña.

—Yo mismo los empleo en mi piso —dijo el hom-brín de la barba negra, riendo—. En parte por anun-cio, y en parte por comodidad. Y, hablando en plata,crea usted que esos muñecones de relojería le traen auno el carbón o le sirven el vino con más prestezaque cualquier criado, simplemente con saber bien cuáles el botón que hay que oprimir en cada caso. Peroaquí inter nos, no le negaré a usted que también tie-nen sus desventajas.

—¿De veras? —preguntó Angus—. ¿Hay algunacosa que no pueden hacer?

—Sí —replicó fríamente Smythe, No pueden de-cirme quién me echa esas cartas amenazadoras encasa.

El auto era tan pequeño y ágil como su dueño. Yes que, lo mismo que su servicio doméstico, era unartículo inventado por él. Si aquel hombre era un char-latán de los anuncios, era un charlatán que creía ensus mercancías. Y el sentimiento de que el auto eraalgo frágil y volador se acentuó aún más cuando en-traron por unas carreteras blancas y sinuosas, a lamuerta pero difusa claridad de la tarde. Las curvasblancas del camino se fueron volviendo cada vez másbruscas y vertiginosas: formaban ya unas verdaderas«espirales ascendentes», como dicen las religionesmodernas. Trepaban ahora por un rincón de Londres,casi tan escarpado como Edimburgo, cuando no sea

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tan pintoresco. Las terrazas aparecían como encara-madas unas sobre otras, y la torre de pisos a que ellosse dirigían se levantaba sobre todas a una altura egip-cia, dorada por el último sol. Al volver la esquina yentrar en la placita de casas conocida por el nombrede Himalaya, el cambio fue tan súbito como el abriruna ventana de pronto: la torre de pisos se alzabasobre Londres como sobre un verde mar de pizarra.Frente a las casas, al otro lado de la placeta de guijas,había una hermosa tapia que más parecía un valladode zapas o un dique que no un jardín, y abajo corríaun arroyo artificial, como un canal, foso de aquellahirsuta fortaleza. Cuando el auto cruzó la plaza, pasójunto al puesto de un vendedor de castañas, y al otroextremo de la curva, Angus pudo ver el bulto azuloscuro de un policía que paseaba tranquilamente. Enla soledad de aquel apartado barrio no se veía másalma viviente. A Angus le pareció que expresaban todala inexplicable poesía de Londres; le pareció que eranlas estampas de un cuento.

El auto llegó, lanzado como una bala, a la casa encuestión, y allí echó de sí a su dueño como una bom-ba que estalla. Smythe preguntó inmediatamente aun alto conserje lleno de deslumbrantes, galones y aun criado diminuto en mangas de camisa, si alguienhabía venido a buscarle. Le aseguraron que nadie ninada había pasado desde la salida del señor. Enton-ces, en compañía de Angus, que estaba un poco des-concertado, entró en el ascensor, que los transportóde un salto, como un cohete, hasta el último piso.

—Entre usted un instante —dijo Smythe casi sinresuello—. Voy a mostrarle a usted las cartas deWelkin. Después irá usted, en una carrera, a traer a suamigo.

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Oprimió un botón disimulado en el muro, y lapuerta se abrió sola.

Abrióse sobre una antesala larga y cómoda, cuyosúnicos rasgos salientes, ordinariamente hablando,eran las filas de enormes muñecos mecánicos semi-humanos que se veían a ambos lados como maniquíesde sastre. Como los maniquíes, no tenían cabeza, y aligual que ellos, tenían en la espalda una gibosidadtan hermosa como innecesaria, y en el pecho una hin-chazón de buche de paloma. Fuera de esto, no teníanada más de humano que esas máquinas automáti-cas de la altura de un hombre que suele haber en lasestaciones. Dos ganchos les servían de brazos, ade-cuados para llevar una bandeja. Estaban pintados deverde claro, bermellón o negro, a fin de distinguirlosunos de otros. En lo demás eran como todas las má-quinas, y no había para qué mirarlos dos veces. Almenos, nadie lo hizo entonces. Porque entre las dosfilas de maniquíes domésticos, había algo más intere-sante que la mayor parte de los mecanismos que hayen el mundo: había un papel garrapateado con tintaroja, y el ágil inventor lo había percibido al instante.Lo recogió y se lo mostró a Angus sin decir palabra.La tinta todavía estaba fresca. El mensaje decía así:«Si has ido hoy a verla, te mataré».

Tras un instante de silencio, Isidore Smythe dijotranquilamente:

—¿Quiere usted un poco de whisky? Yo tengo an-tojo de tomar una copita.

—Gracias. Prefiero un poco de Flambeau —dijoAngus poniéndose tétrico—. Me parece que esto sepone grave. Ahora mismo voy por mi hombre.

—Tiene usted razón —dijo el otro con admirableanimación—. Tráigalo usted lo más pronto posible.

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Al tiempo de cerrar la puerta tras de sí, Angus vioque Smythe oprimía un botón, y uno de los muñecosse destacaba de la fila y, deslizándose por una ranuradel piso, volvía con una bandeja en que se veían unsifón y un frasco. Esto de abandonar a aquel hombre-cillo solo en medio de aquellos criados muertos, quehabían de comenzar a animarse en cuanto Angus ce-rrara la puerta, no dejaba de ser algo funambulesco.

Unas seis gradas más abajo del piso de Smythe, elhombre en mangas de camisa estaba haciendo algocon un cubo. Angus se detuvo un instante para pedir-le —fortificando la petición con la perspectiva de unabuena propina— que permaneciera allí hasta que élregresara acompañado del detective, y cuidara de nodejar pasar a ningún desconocido. Al pasar por el ves-tíbulo de la casa hizo el mismo encargo al conserje, ysupo de labios de éste que la casa no tenía puertaposterior, lo cual simplificaba mucho las cosas. Nocontento con semejantes precauciones, dio alcance alerrabundo policía, y le encargó que se apostara frentea la casa, en la otra acera, y vigilara desde allí la entra-da. Y, finalmente, se detuvo un instante a comprarcastañas, y le preguntó al vendedor hasta qué horapensaba quedarse en aquella esquina.

El castañero alzándose el cuello del gabán, le dijoque no tardaría mucho en marcharse, porque parecíaque iba a nevar. Y, en efecto, la tarde se iba poniendocada vez más oscura y triste. Pero Angus, apelando atoda su elocuencia, trató de clavar al vendedor en aquelsitio.

—Caliéntese usted con sus propias castañas —ledijo con la mayor convicción—. Cómaselas todas, yose lo pagaré. Le daré a usted una libra esterlina si nose mueve de aquí hasta que yo vuelva, y si me dice si

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ha entrado en aquella casa donde está aquel conserjede librea, algún hombre, mujer o niño.

Y echó un último vistazo a la torre sitiada.«Como quiera, le he puesto un cerco al piso de ese

hombre —pensó—. No es posible que los cuatro seancómplices de Welkin».

La casa Luclmow estaba en un plano más bajo queaquella colina de casas en que la Himalaya represen-taba la cumbre.

El domicilio semioficial de Flambeau estaba en unbajo, y, en todos sentidos, ofrecía. el mayor contrastecon aquella maquinaria americana y lujo frío de hoteldel «Servicio Silencioso». Flambeau, que era amigo deAngus, recibió a éste en un rinconcillo artístico y abi-garrado que estaba junto a su estudio, cuyo adornoeran multitud de espadas, arcabuces, curiosidadesorientales, botellas de vino italiano, cacharros de coci-na salvaje, un peludo gato persa y un pequeño sacer-dote católico romano de modesto aspecto, que pare-cía singularmente inadecuado para aquel sitio.

—Mi amigo el padre Brown —dijo Flambeau—.Tenía muchos deseos de presentárselo a usted. Untiempo excelente, ¿eh? Algo fresco para los meridio-nales, como yo.

—Sí, creo que va a aclarar —dijo Angus, sentándo-se en una otomana a rayas violetas.

—No —dijo el sacerdote—. Ha comenzado a nevar.Y en efecto, como lo había previsto el castafiero, a

través de la nublada vidriera se podían ver ya los pri-meros copos.

—Bueno —dijo Angus con aplomo—. El caso es queyo he venido a negocios, y a negocios de suma urgen-cia. El hecho es, Flambeau, que a una pedrada de estacasa hay en este instante un individuo que necesita

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absolutamente los auxilios de usted. Un invisible ene-migo le amenaza y persigue constantemente, un bri-bón a quien nadie ha logrado sorprender.

Y Angus procedió a contar todo el asunto deSmythe y Welkin, comenzando con la historia de Laurey continuando con la suya propia, sin omitir lo de lacarcajada sobrenatural que se oyó en la esquina delas dos calles solitarias, y las extrañas y distintas pa-labras que se oyeron en el cuarto desierto. Flambeause fue poniendo más y más preocupado, y el curitapareció irse quedando fuera de la conversación, comoun mueble. Al llegar al punto de la banda de papelpegada en la vidriera del escaparate, Flambeau se pusode pie y pareció llenar la salita con su corpulencia.

—Si le da a usted lo mismo —dijo—, prefiero queme lo acabe de contar por el camino. Creo que nodebemos perder un instante.

—Perfectamente —dijo Angus, también levantán-dose—. Aunque, por ahora, mi amigo está completa-mente seguro, porque tengo a cuatro hombres vigi-lando el único agujero de su madriguera.

Salieron a la calle seguidos del curita, que trotabaen pos de ellos con la docilidad de un perro faldero.Como quien trata de provocar la charla, el curita decía:

—Parece mentira cómo va subiendo la capa de nie-ve, ¿eh?

Al entrar en la pendiente calle vecina, ya toda es-polvoreada de plata, Angus dio al fin término a surelato. Al llegar a la placita donde se alzaba la torrede habitaciones, Angus examinó atentamente a suscentinelas. El castañero, antes y después de recibir lalibra esterlina, aseguró que había vigilado atentamentela puerta y no había visto entrar a nadie. El policía fuetodavía más elocuente: dijo que tenía mucha expe-

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riencia en toda clase de trampistas y pícaros, ya dis-frazados con sombrero de copa o ya disimulados en-tre harapos, y que no era tan bisoño como para figu-rarse que la gente sospechosa se presenta con apa-riencias sospechosas; que había vigilado atentamen-te, y no había visto entrar un alma. Esta declaraciónquedó rotundamente confirmada cuando los tres lle-garon adonde estaba el conserje de los galones.

—Yo —dijo aquel gigante de los deslumbradoreslazos— tengo derecho a preguntar a todo el mundo,sea duque o barrendero, qué busca en esta casa, yaseguro que nadie ha aparecido por aquí durante laausencia de este señor.

El insignificante padre Brown, que estaba vueltode espaldas y contemplando el pavimento modesta-mente, se atrevió a decir con timidez:

—¿De modo que nadie ha subido y bajado la esca-lera desde que empezó a nevar? La nieve comenzócuando estábamos los tres en casa de Flambeau.

—Nadie ha entrado aquí, señor, puede usted con-fiar —dijo el conserje, con una cara radiante de auto-ridad.

—Entonces, ¿qué puede ser esto? —preguntó elsacerdote, mirando con absorta mirada el suelo. Losotros hicieron lo mismo, y Flambeau lanzó un jura-mento e hizo un ademán francés. Era incuestionableque, por mitad de la entrada que custodiaba el de loslazos de oro, y pasando precisamente por entre lasarrogantes piernas de este coloso, corría la huella grisde unos pies estampados sobre la nieve.

—¡Dios mío! —gritó Angus sin poder contener-se—. ¡El Hombre Invisible!

Y, sin decir más, se lanzó hacia la escalera, segui-do de Flambeau. Pero el padre Brown, como si hubie-

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ra perdido todo interés en aquella investigación, sequedó mirando la calle cubierta de nieve.

Flambeau se disponía ya a derribar la puerta conlos hombros; pero el escocés, con mayor razón, si biencon menos intuición, buscó por el marco de la puertael botón escondido. Y la puerta se abrió lentamente.

Y apareció el mismo interior atestado de muñe-cos. El vestíbulo estaba algo más oscuro, aunque aquíy allá brillaban las últimas flechas del crepúsculo, yuna o dos de las máquinas acéfalas habían cambiadode sitio, para realizar algún servicio, y estaban porahí, dispersas en la penumbra. Apenas se distinguíael verde y rojo de sus casacas, y por lo mismo que losmuñecos eran menos visibles, era mayor su aspectohumano. Pero en medio de todas, justamente en elsitio donde antes había aparecido el papel escrito continta roja, había algo como una mancha de tinta rojacaída del tintero. Pero no era tinta roja.

Con una mezcla, muy francesa, de reflexión y vio-lencia, Flambeau dijo simplemente:

—¡Asesinato!Y entrando decididamente en las habitaciones, en

menos de cinco minutos exploró todo rincón y arma-rio. Pero, si esperaba dar con el cadáver, su esperanzasalió fallida. Lo único evidente era que allí no estabaIsidore Smythe, ni muerto ni vivo. Tras laboriosas pes-quisas, los dos se encontraron otra vez en el vestíbu-lo con caras llameantes.

—Amigo mío —dijo Flambeau sin darse cuenta deque, en su excitación, se había puesto a hablar, enfrancés—. El asesino no sólo es invisible, sino que haceinvisibles a los hombres que mata.

Angus paseó la mirada por el penumbroso vestí-bulo, lleno de muñecos, y en algún repliegue céltico

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de su alma escocesa hubo un estremecimiento depánico. Uno de aquellos aparatos de «tamaño natu-ral» estaba cerca de la mancha de sangre, como si elhombre atacado le hubiera hecho venir en su auxilioun instante antes de caer. Uno de los ganchos que leservían de brazos estaba algo levantado, y por la ca-beza de Angus pasó la fantástica y espeluznante ideade que el pobre Smythe había muerto a manos de suhijo de hierro. La materia se había sublevado, y lasmáquinas habían matado a su dueño. Pero aun eneste absurdo supuesto, ¿qué habían hecho del cadá-ver?

—¿Se lo habrán comido? —murmuró a su oído lapesadilla.

Y Angus se sintió desfallecer ante la imagen deaquellos despojos humanos desgarrados, triturados yabsorbidos por aquellas relojerías sin cabeza.

Con gran esfuerzo logró recobrar su equilibrio, ydijo a Flambeau:

—Bueno; esto es hecho. El pobre hombre se haevaporado como una nube, dejando en el suelo unaraya roja. Esto es cosa del otro mundo.

—Sea de éste o del otro —dijo Flambeau—, sólouna cosa puedo hacer, bajemos a llamar a mi amigo.

Bajaron, y el hombre del cubo les aseguró, al pa-sar, que no había dejado subir a nadie, y lo mismovolvieron a asegurar el conserje y el errabundo casta-ñero. Pero cuando Angus buscó la confirmación delcuarto vigilante, no pudo encontrarlo, y preguntó coninquietud:

—¿Dónde está el policía?—Mil perdones; es culpa mía —dijo el padre

Brown—. Acabo de enviarle a la carretera para averi-

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guar una cosa... una cosa que me parece que vale lapena averiguar.

—Pues necesitamos que regrese pronto –dijo Anguscon rudeza—, porque aquel desdichado no sólo ha sidoasesinado, sino que su cadáver ha desaparecido.

—¿Cómo? —preguntó el sacerdote. —Padre —dijo Flambeau tras una pausa—. Creo

realmente que eso le corresponde a usted más que amí. Aquí no ha entrado ni amigo ni enemigo, peroSmythe se ha eclipsado, lo han robado los fantasmas.Si no es esto cosa sobrenatural, yo...

Pero aquí llamó la atención de todos un hechoextraño: el robusto policía azul acababa de apareceren la esquina y venía corriendo. Se dirigió a Brown yle dijo jadeando:

—Tenía usted razón, señor. Acaban de encontrarel cuerpo del pobre Mr. Smythe en el canal.

Angus se llevó las manos a la cabeza.—¿Bajó él mismo? ¿Se echó al agua? —preguntó.—No, señor; no ha bajado, se lo juro a usted —dijo

el policía—. Tampoco ha sido ahogado, sino que mu-rió de una enorme herida en el corazón.

—¿Y nadie ha entrado aquí? —preguntó Flambeaucon voz grave.

—Vamos a la carretera —dijo el cura.Y al llegar al extremo de la plaza, exclamó de

pronto:—¡Necio de mí! Me he olvidado de preguntarle una

cosa al policía: si encontraron también un saco gris.—¿Por qué un saco gris? —preguntó sorprendido

Angus.—Porque si era un saco de otro color, hay que co-

menzar otra vez —dijo el padre Brown—. Pero si eraun saco gris, entonces le hemos dado ya.

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—¡Hombre, me alegro de saberlo! —dijo Angus conacerba ironía—. Yo creí que ni siquiera habíamos co-menzado, por lo que a mí toca al menos.

—Cuéntenos usted todo —dijo Flambeau con todala candidez de un niño.

Inconscientemente, habían apresurado el paso albajar a la carretera, y seguían al padre Brown, que losconducía rápidamente y sin decir palabra.

Al fin abrió los labios, y dijo con una vaguedadcasi conmovedora:

—Me temo que les resulte a ustedes muy prosai-co. Siempre comienza uno por lo más abstracto, y aquí,como en todo, hay que comenzar por abstracciones.

Habrán ustedes notado que la gente nunca con-testa a lo que se le dice. Contesta siempre a lo queuno piensa al hacer la pregunta, o a lo que se figuraque está uno pensando. Supongan ustedes que unadama le dice a otra, en una casa de campo: «¿Hayalguien contigo?» La otra no contesta: «Sí, el mayor-domo, los tres criados, la doncella, etc.», aun cuandola camarera esté en el otro cuarto y el mayordomodetrás de la silla de la señora, sino que contesta: «No;no hay nadie conmigo», con lo cual quiere decir: «nohay nadie de la clase social a que tú te refieres». Perosi es el doctor el que hace la pregunta, en un caso deepidemia «¿Quién más hay aquí?», entonces la señorarecordará sin duda al mayordomo, a la camarera, etc.Y así se habla siempre. Nunca son literales las res-puestas, sin que dejen por eso de ser verídicas. Cuan-do estos cuatro hombres honrados aseguraron quenadie había entrado en la casa, no quisieron decir queningún ser de la especie humana, sino que ningunode quien se pudiera sospechar que era el hombre en

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quien pensábamos. Porque lo cierto es que un hom-bre entró y salió, aunque ellos no repararon en él.

—¿Un hombre invisible? —preguntó Angus, ar-queando las cejas rojas.

—Mentalmente invisible —dijo, precisando, el pa-dre Brown.

Y uno o dos minutos después continuó en el mis-mo tono, como quien medita en voz alta:

—Es un hombre en quien no se piensa, como nosea premeditadamente. En esto está su talento. A míse me ocurrió pensar en él por dos o tres circunstan-cias del relato de Mr. Angus. La primera, que Welkinera un andarín. La segunda, la tira de papel pegada alescaparate. Después (y es lo principal), las dos cosasque contó la joven, y que pudieran no ser absoluta-mente exactas... No se incomode usted —añadió, ad-virtiendo un movimiento de disgusto del escocés—.Ella creyó que eran verdad, pero no era posible quefueran verdad. Un instante después de haber recibidouna carta en la calle no se está completamente solo.Ella no estaba completamente sola en la calle al dete-nerse a leer una carta recién recibida. Alguien estabaa su lado, aunque ese alguien fuese mentalmente in-visible.

—Y ¿por qué había de estar alguien junto a ella?—preguntó Angus.

—Porque —dijo el padre Brown—, excepto las pa-lomas mensajeras, alguien tiene que haberle llevadola carta.

—¿Quiere usted decir preguntó Flambeau preci-sando— que Welkin le llevaba a la joven las cartas desu rival?

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—Sí —dijo el sacerdote—. Welkin le llevaba a sudama las cartas de su rival. No puede haber sido deotro modo.

—No lo entiendo —estalló Flambeau—. ¿Quién esese sujeto? ¿Cómo es? ¿Cuál es el disfraz o aparienciahabitual de un hombre mentalmente invisible?

—Su disfraz es muy bonito. Rojo, azul y oro —dijoal instante el sacerdote—. Y con este disfraz notabley hasta llamativo, nuestro hombre invisible logró pe-netrar en la casa Himalaya, burlando la vigilancia deocho ojos humanos; mató a Smythe con toda tranqui-lidad, y salió otra vez llevando a cuestas el cadáver...

—Reverendo padre —exclamó Angus, deteniéndo-se—. ¿Se ha vuelto usted loco, o soy yo el loco?

—No, no está usted loco —explicó Brown—. Sim-plemente, no es usted muy observador. Usted nuncase ha fijado en hombres como éste, por ejemplo.

Y diciendo esto, dio tres largos pasos y puso la manosobre el hombro de un cartero que, a la sombra de losárboles, había pasado junto a ellos sin ser notado.

—Sí —continuó el sacerdote reflexionando—,nadie se fija en los carteros y, sin embargo, tienenpasiones como los demás hombres, y a veces llevana cuestas unos sacos enormes donde cabe muy bienel cadáver de un hombre de pequeña estatura.

El cartero, en lugar de volverse, como hubiera sidolo natural, se había metido, chapuzando y dando tras-piés, en la zanja que corría junto al jardín. Era unhombre flaco, rubio, de apariencia ordinaria; pero alvolver a ellos el azorado rostro, los tres vieron queera más bizco que un demonio.

Flambeau volvió a sus espadas, a sus tapices rojosy a su gato persa, porque tenía muchos negocios pen-dientes. John Turnbull Angus volvió al lado de la con-

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fitera, con quien el imprudente joven logró arreglár-selas muy bien. Pero el padre Brown siguió recorrien-do durante varias horas aquellas colinas llenas de nie-ve, a la luz de las estrellas y en compañía de un asesi-no. Y lo que aquellos dos hombres hablaron nunca sesabrá.

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VI. LA HONRADEZ DE ISRAEL GOWVI. LA HONRADEZ DE ISRAEL GOWVI. LA HONRADEZ DE ISRAEL GOWVI. LA HONRADEZ DE ISRAEL GOWVI. LA HONRADEZ DE ISRAEL GOW

Caía la tarde —una tempestuosa tarde color de acei-tuna y de plata— cuando el padre Brown, envuelto enuna manta escocesa, llegó al término de cierto valleescocés y pudo contemplar el singular castillo de Glen-gyle. El castillo cerraba el paso de un barranco o caña-da, y parecía el límite del mundo. Aquella cascada detechos inclinados y cúspides de pizarra verde mar, alestilo de los viejos chateaux franco-escoceses, hacíapensar a un inglés en los sombreros en forma de cam-panarios que usan las brujas de los cuentos de hadas.Y el bosque de pinos que se balanceaba en torno asus verdes torreones parecía, por comparación, tanoscuro como una bandada de innumerables cuervos.Esta nota de diabolismo soñador y casi soñoliento noera una simple casualidad del paisaje. Porque en aquelparaje flotaba, en efecto, una de esas nubes de orgu-llo y locura y misteriosa aflicción que caen con mayorpesadumbre sobre las casas escocesas que sobre nin-guna otra morada de los hijos del hombre. PorqueEscocia padece una dosis doble del veneno llamado«herencia»: la tradición aristocrática de la sangre, y latradición calvinista del destino.

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El sacerdote había robado un día a sus trabajos enGlasgow, para ir a ver a su amigo Flambeau, el detec-tive aficionado, que estaba a la sazón en el castillo deGlengyle, acompañado de un empleado oficial, hacien-do averiguaciones sobre la vida y muerte del difundoconde de Glengyle. Este misterioso personaje era elúltimo representante de una raza cuyo valor, locura ycruel astucia la habían hecho terrible aun entre la mássiniestra nobleza de la nación allá por el siglo XVI. Nin-guna familia estuvo más en aquel laberinto de ambi-ciones, en los secretos de los secretos de aquel pala-cio de mentiras que se edificó en torno a María, reinade los escoceses.

Una tonadilla local daba testimonio de las causasy resultados de sus maquinaciones, en estas cándi-das palabras:

Como savia nueva para los árboles pujantes,tal es el oro rubio para los Ogilvie.Durante muchos siglos, el castillo de Glengyle no

había tenido un amo digno, y era de creer que ya parala época de la reina Victoria, agotadas las excentrici-dades, sería de otro modo. Sin embargo, el últimoGlengyle cumplió la tradición de su tribu, haciendo laúnica cosa original que le quedaba por hacer: desapa-reció. No quiero decir que se fue a otro país; al contra-rio: si aún estaba en alguna parte, todos los indicioshacían creer que permanecía en el castillo. Pero, aun-que su nombre constaba en el registro de la iglesia,así como en el voluminoso libro de los Pares, nadie lohabía visto bajo el sol.

A menos que le hubiera visto cierto servidor soli-tario que era para él algo entre lacayo y hortelano. Eraeste sujeto tan sordo que la gente apresurada tomabapor mudo, aunque los más penetrantes lo tenían por

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medio imbécil. Era un labriego flaco, pelirrojo, de fuer-te mandíbula y barba, y de ojos azules casi lelos; res-pondía al nombre de Israel Gow, y era el único servi-dor de aquella desierta propiedad. Pero la diligenciacon que cultivaba las patatas y la regularidad con quedesaparecía en la cocina, hacía pensar a la gente queestaba preparando la comida a su superior, y que elextravagante conde seguía escondido en su castillo.Con todo, si alguien deseaba averiguarlo a ciencia cier-ta, el criado afirmaba con la mayor persistencia queel amo estaba ausente.

Una mañana, el director de la escuela y el ministro(los Glengyle eran presbiterianos) fueron citados enel castillo. Y allí se encontraron con que el jardinero,cocinero y lacayo había añadido a sus muchos oficiosel de empresario de pompas fúnebres, y había metidoen un ataúd a su noble y difunto señor. Si se aclaró odejó de aclararse el caso, es asunto que todavía apare-ce algo confuso, porque nunca se procedió a hacer lamenor averiguación legal, hasta que Flambeau apare-ció por aquella zona del Norte. De esto, a la sazón,hacía unos dos o tres días. Y hasta entonces el cadá-ver de lord Glengyle (si es que era su cadáver) habíaquedado depositado en la iglesita de la colina.

Al pasar el padre Brown por el oscuro y pequeñojardín y entrar en la sombra del castillo, había unasnubes opacas y el aire era húmedo y tempestuoso.Sobre el jirón de oro del último reflejo solar, vio unanegra silueta humana: era un hombre con sombreroalto y una enorme azada al hombro. Aquella ridículacombinación hacía pensar en un sepulturero; pero elpadre Brown la encontró muy natural al recordar alcriado sordo que cultivaba las patatas. No le eran des-conocidas las costumbres de los labriegos de Escocia,

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y sabía que eran lo bastante solemnes para creerseobligados a llevar traje negro durante una investiga-ción oficial, y lo bastante económicos para no desper-diciar por eso una hora de laboreo. Y la mirada entresorprendida y desconfiada con que vio pasar al sacer-dote era también algo que convenía muy bien a sutipo de celoso guardián..

Flambeau en persona acudió a abrir la puerta,acompañado de un hombre de aspecto frágil, con ca-bellos color gris metálico y un rollo de papeles en lamano: era el inspector Craven, de Scotland Yard. Elvestíbulo estaba completamente abandonado y casivacío, y sólo, desde sus pelucas negras y oscuros lien-zos, las caras pálidas y burlonas de los Ogilvie pare-cían contemplar a sus huéspedes.

Siguiendo a los otros hacia una sala interior, elpadre Brown vio que se habían instalado en una largamesa de roble, llena de papeles garrapateados, dewhisky y de tabaco en un extremo. Y el resto de lamesa lo ocupaban varios objetos, formando monto-nes separados; objetos tan inexplicables como indife-rentes. Un montoncito parecía contener los trozos deun espejo roto. Otro, era un montón de polvo more-no. El tercer objeto era un bastón.

—Esto parece un museo geológico —dijo el padreBrown, sentándose y señalando con la cabeza losmontones de cristal y de polvo.

—No un museo geológico —aclaró Flambeau—, sinoun museo psicológico.

—¡Por amor de Dios! —dijo el policía oficial rien-do—. No empecemos con palabrotas.

—¿No sabe usted lo que quiere decir psicología?—preguntó Flambeau con amable sorpresa—. Psico-logía quiere decir que no está uno en sus cabales.

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—No lo entiendo bien —insistió el oficial.—Bueno —dijo Flambeau con decisión—. Lo que

yo quiero decir es que sólo una cosa hemos puesto enclaro respecto a lord Glengyle, y es que era un maniá-tico.

La negra silueta de Gow con su sombrero de copay su azada al hombro pasó ante la ventana destacadaconfusamente sobre el cielo nublado. El padre Brownla contempló mecánicamente, y dijo:

—Ya me doy cuenta de que algo extraño le suce-día, cuando de tal modo permaneció enterrado en viday tanta prisa dio a enterrarse al morir. Pero, ¿qué ra-zones especiales hay para suponerle loco?

—Pues mire usted —contestó Flambeau—: veausted la lista de objetos que Mr. Craven se ha encon-trado en la casa.

—Habrá que encender una vela —dijo Craven—. Vaa caer una tormenta, y ya está muy oscuro para leer.

—¿Ha encontrado usted alguna vela entre susmuchas curiosidades? —preguntó Brown, sonriendo.

Flambeau levantó el grave rostro y miró a su ami-go con sus ojazos negros:

—También esto es curioso —dijo—. Veinticincovelas, y ni rastro de candelero.

En la oscuridad creciente de la sala, en medio delcreciente rumor del viento tempestuoso, Brown bus-có en la mesa entre los demás despojos, el montón develas de cera. Al hacerlo, se inclinó casualmente so-bre el montón de polvo rojizo, y no pudo contener unestornudo.

—¡Achís! ¡Ajá! ¡Rapé!Cogió una vela, la encendió con mucho cuidado, y

después la metió en una botella de whisky vacía. Elaire inquieto de la noche, colándose por la ventana

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desvencijada, agitaba la llama como una banderola. Yen torno al castillo podían oírse las millas y millas depino negro, hirviendo como un negro mar en torno auna roca.

—Voy a leer el inventario —anunció Craven grave-mente, tomando un papel—. El inventario de todaslas cosas inconexas e inexplicables que hemos encon-trado en el castillo. Antes conviene que sepa ustedque esto está desmantelado y abandonado, pero queuno o dos cuartos han sido habitados por alguien evi-dentemente, por alguien que no es el criado Gow, yque llevaba, sin duda, una vida muy simple, aunqueno miserable. He aquí la lista:

»Primero. Un verdadero tesoro en piedras precio-sas, casi todas diamantes, y todas sueltas, sin ningu-na montura. Desde luego, es muy natural que losOgilvie poseyeran joyas de familia, pero en las joyasde familia las piedras siempre aparecen montadas enartículos de adorno, y los Ogilvie parece que hubie-ran llevado sus piedras sueltas en los bolsillos, comomoneda de cobre.

»Segundo. Montones y montones de rapé, pero noguardado en cuerno, tabaquera ni bolsa, sino por ahísobre las repisas de las chimeneas, en los aparadores,sobre el piano; en cualquier parte, como si el caballe-ro no quisiera darse el trabajo de abrir una bolsa oabrir una tapa.

»Tercero. Aquí y allá, por toda la casa, montonci-tos de metal, unos como resortes y otros como rue-das microscópicas, como si hubieran destripado al-gún juguete mecánico.

»Cuarto. Las velas, que hay que ensartar en bote-llas por no haber un solo candelero. Y ahora fíjeseusted en que esto es mucho más extravagante de lo

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que uno se imagina. Porque ya el enigma esencial loteníamos descontado: a primera vista hemos compren-dido que algo extraño había pasado con el difuntoconde. Hemos venido aquí para averiguar si realmen-te vivió aquí, si realmente murió aquí, si este espanta-jo pelirrojo que lo inhumó tuvo algo que ver en sumuerte. Ahora bien: supóngase usted lo peor, imagi-ne usted la explicación más extraña y melodramática.Suponga usted que el criado mató a su amo, o queéste no ha muerto verdaderamente, o que el amo seha disfrazado de criado, o que el criado ha sido en-terrado en lugar del amo. Invente usted la tragediaque más le guste, al estilo de Kilkie Collins, y todavíaasí le será a usted imposible explicarse esta ausenciade candeleros, o el hecho de que un anciano caballerode buena familia derramase el rapé sobre el piano. Elcorazón, el centro del enigma, está claro; pero no asílos contornos y orillas. Porque no hay hilo de imagi-nación que pueda conectar el rapé, los diamantes, lasvelas y los mecanismos de relojería triturados.

—Yo creo ver la conexión —dijo el sacerdote—.Este Glengyle tenía la manía de odiar la Revoluciónfrancesa. Era un entusiasta del ancien régime, y trata-ba de reproducir al pie de la letra la vida familiar delos últimos Borbones. Tenía rapé, porque era un lujodel siglo XVIII; velas de cera, porque eran el procedi-miento del alumbrado del siglo XVIII; los trocitos metá-licos representaban la chifladura de cerrajero de LuisXVI; y los diamantes, el collar de diamantes de MaríaAntonieta.

Los dos amigos le miraron con ojos sorprendidos.—¡Qué suposición más extraordinaria y perfecta!

—dijo Flambeau—. ¿Y cree usted realmente que esverdadera?

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—Estoy enteramente seguro de que no lo es —con-testó el padre Brown—. Sólo que ustedes aseguranque no hay medio de relacionar el rapé, los diaman-tes, las relojerías y las velas, y yo les propongo la pri-mera relación que se me ocurre, para demostrarles locontrario. Pero estoy seguro de que la verdad es másprofunda, está más allá.

Calló un instante, y escuchó el aullar del viento enlas torres. Y después soltó estas palabras:

—El difunto conde de Glengyle era un ladrón. Vi-vía una segunda vida oscura, era un condenado viola-dor de cerraduras y puertas. No tenían ningún cande-lero, porque estas velas sólo las usaba, cortándolasen cabos, en la linternita que llevaba consigo. El rapélo usaba como han usado de la pimienta algunos fe-roces criminales franceses: para arrojarlo a los ojosde sus perseguidores. Pero la prueba más concluyen-te es la curiosa coincidencia de los diamantes y lasruedecitas de acero. Supongo que ustedes también loverán claro: sólo con diamantes o con ruedecitas deacero se pueden cortar las vidrieras.

La rama rota de un pino azotó pesadamente so-bre la vidriera que tenían a la espalda, como paro-diando al ladrón nocturno, pero ninguno volvió la cara.Los policías estaban pendientes del padre Brown.

—Diamantes y ruedecitas de acero —rumió Cra-ven—. ¿Y sólo en eso se funda usted para considerarverdadera su explicación?

—Yo no la juzgo verdadera —replicó el sacerdoteplácidamente—. Pero ustedes aseguraban que eraimposible establecer la menor relación entre esos cua-tro objetos... La verdad tiene que ser mucho más pro-saica. Glengyle había descubierto, o lo creía, un teso-ro de piedras preciosas en sus propiedades. Alguien

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se había burlado de él, trayéndole esos diamantes yasegurándole que habían sido hallados en las caver-nas del castillo. Las ruedecitas de acero eran algo con-cerniente a la talla de los diamantes. La talla teníaque hacerse muy en pequeño y modestamente, conayuda de unos cuantos pastores o gente ruda de es-tos valles. El rapé es el mayor lujo de los pastoresescoceses: lo único con que se les puede sobornar.Esta gente no usaba candelabros, porque no los nece-sitaba: cuando iban a explorar los sótanos, llevabanlas velas en la mano.

—¿Y eso es todo? —preguntó Flambeau, tras largapausa—. ¿Al fin ha llegado usted a la verdad?

—¡Oh, no! —dijo el padre Brown.El viento murió en los términos del pinar como un

murmullo de burla, y el padre Brown, con cara impa-sible, continuó:

—Yo sólo he lanzado esa suposición porque uste-des afirmaban que no había medio de relacionar eltabaco, los pequeños mecanismos, las velas y las pie-dras brillantes. Fácil es construir diez falsas filoso-fías sobre los datos del Universo, o diez falsas teoríassobre los datos del castillo de Glengyle. Pero lo quenecesitamos es la explicación verdadera del misteriodel castillo y del Universo. Vamos a ver, ¿no hay másdocumentos?

Craven rió de buena gana, y Flambeau, sonriendo,se levantó, y recorriendo la longitud de la mesa, fueseñalando:

—Documentos número cinco, seis, siete; y todosmás variados que instructivos, seguramente. He aquíuna curiosa colección, no de lápices, sino de trozosde plombagina sacados de los lápices; más allá unainsignificante caña de bambú, con el puño astillado:

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bien pudo ser el instrumento del crimen. Sólo que nosabemos si hay crimen. Y el resto, algunos viejosmisales y cuadritos de asunto católico que los Ogilvieconservaban tal vez desde la Edad Media, porque suorgullo familiar era mayor que su puritanismo. Sólolos hemos incluido en nuestro museo porque pareceque han sido cortados y mutilados de un modo sin-gular.

Afuera, la terca tempestad arrastraba una nidadade nubes sobre Glengyle, y de pronto la amplia salaquedó sumergida en la oscuridad, al tiempo que elpadre Brown examinaba las páginas miniadas de losmisales. Antes de que aquella onda de curiosidad sedisipara, el padre Brown volvió a hablar; pero ahorasu voz estaba notablemente alterada:

—Mr. Craven —dijo, como hombre a quien le qui-tan de encima diez años—, usted tiene autorizaciónpara examinar la sepultura, ¿verdad? Cuanto antes,mejor: así entramos de lleno en este horrible misterio.Yo, en lugar de usted, procedería a ello ahora mismo.

—¿Ahora mismo? —preguntó, asombrado, el poli-cía—. ¿Y por qué ahora?

—Porque esto es ya muy serio —contestó Brown—.Aquí no se trata ya de rapé derramado o piedras des-montadas por cualquier causa. Para esto sólo puedehaber una razón, y la razón va a dar en las raíces delmundo. Estas estampas religiosas no están simple-mente sucias ni han sido rasguñadas o rayadas porocio infantil o por celo protestante, sino que han sidoestropeadas muy cuidadosamente y de un modo muysospechoso. Dondequiera que aparecía en las antiguasminiaturas el gran nombre ornamental de Dios, hasido raspado laboriosamente. Y sólo otra cosa más hasido raspada: el halo en torno a la cabeza del Niño

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Jesús. De modo que venga el permiso, venga la azadao el hacha, y vamos ahora mismo a abrir ese ataúd.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el oficiallondinense.

—Quiero decir —contestó el curita, y su voz pare-ció dominar el ruido de la tempestad—, quiero decirque el Diablo puede estar sentado en el torreón deeste castillo en este mismo instante, el gran Diablodel Universo, más grande que cien elefantes, y aullan-do como un Apocalipsis. Hay en todo esto algo demagia negra.

—Magia negra —repitió Flambeau en voz baja,porque era hombre bastante ilustrado para no pre-tender de eso—. ¿Qué significan, pues, esos últimosdocumentos?

—Algo horrible, me parece —dijo el padre Browncon impaciencia—. ¿Cómo he de saberlo a ciencia cier-ta? ¿Cómo voy a adivinar todo lo que hay en este labe-rinto? Tal vez el rapé y el bambú son instrumentos detortura. Tal vez el rapé y las limaduras de acero re-presentan aquí la manía de un loco. Tal vez con laplombagina de los lápices se hace una bebida enlo-quecedora. Sólo hay un medio para irrumpir de unavez en el seno de estos enigmas, y es ir al cementeriode la colina.

Sus compañeros apenas se dieron cuenta de quele habían obedecido y seguido, cuando, en el jardín,un golpe de viento les azotó la cara. Ello es que lehabían obedecido de un modo automático, porqueCraven se encontró con un hacha en la mano y la au-torización para abrir la tumba en el bolsillo. Flam-beau llevaba la azada del jardinero, y el mismo padreBrown llevaba el librito dorado de donde había des-aparecido el nombre de Dios.

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El camino que, sobre la colina, conducía al cemen-terio de la parroquia, era tortuoso, pero breve, aun-que con la furia del viento resultaba largo y difícil.Hasta donde la vista alcanzaba, y cada vez más lejosconforme subían la colina, se extendía el mar inaca-bable de pinos, doblados por el viento. Y todo aquelorbe parecía tan vano como inmenso; tan vano comosi el viento silbara sobre un planeta deshabitado einútil. Y en aquel infinito de bosques azulados y ceni-zos cantaba, estridente, el antiguo dolor que brotadel corazón de las cosas paganas. Parecía que en lasvoces íntimas de aquel follaje impenetrable gritaranlos perdidos y errabundos dioses gentiles, extravia-dos por aquella selva, e incapaces de hallar otra vezla senda de los cielos.

—Ya ven ustedes —dijo el padre Brown en vozbaja, pero no sofocada—. El pueblo escocés, antes deque existiera Escocia, era lo más curioso del mundo.Todavía lo es, por lo demás. Pero en tiempos prehis-tóricos, yo creo que adoraban a los demonios. Y poreso —añadió con buen humor—, por eso después ca-yeron en la teología puritana.

—Pero, amigo mío —dijo Flambeau amoscado—,¿qué significa todo ese rapé?

—Pues, amigo mío —replicó Brown con igual se-riedad y siguiendo su tema—, una de las pruebas detoda religión verdadera es el materialismo. Ahora bien;la adoración de los demonios es una religión verda-dera.

Habían llegado al calvero de la colina, uno de lospocos sitios que dejaba libre el rumoroso pinar. Unapequeña cerca de palos y alambres vibraba en el vien-to, indicando el límite del cementerio. El inspectorCraven llegó al sitio de la sepultura, y Flambeau hincó

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la azada y se apoyó en ella para hacer saltar la losa;ambos se sentían sacudidos por la tempestad comolos palos y alambres de la cerca. Crecían junto a latumba unos cardos enormes, ya mustios, grises y pla-teados. Una o dos veces, el viento arrancó unos car-dos, lanzándolos como flechas frente a Craven, quese echaba atrás asustado.

Flambeau arrancaba la hierba y abría la tierra hú-meda. De pronto se detuvo, apoyándose en la azadacomo en un báculo.

—Adelante —dijo cortésmente el sacerdote—. Es-tamos en el camino de la verdad. ¿Qué teme usted?

—Temo a la verdad —dijo Flambeau.El detective londinense se soltó hablando ruido-

samente, tratando de parecer muy animado:—¿Por qué diablos se escondería este hombre?

¿Sería repugnante tal vez? ¿Sería leproso?—O algo peor —contestó Flambeau.—¿Qué, por ejemplo? —continuó, el otro—. ¿Qué

peor que un leproso?—No sé —dijo Flambeau.Siguió cavando en silencio y, después de algunos

minutos, dijo con voz sorprendida:—Me temo que fuera deforme.—Como aquel trozo de papel que usted recordará

—dijo tranquilamente el padre Brown—. Y, con todo,logramos triunfar en aquel papel.

Flambeau siguió cavando con obstinación. Entre-tanto, la tempestad había arrastrado poco a poco lasnubes prendidas como humareda a los picos de lasmontañas, y comenzaron a revelarse los nebulososcampos de estrellas. Al fin, Flambeau descubrió ungran ataúd de roble y lo levantó un poco sobre losbordes de la fosa. Craven se adelantó con su hacha. El

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viento le arrojó un cardo al rostro y le hizo retroce-der; después dio un paso decidido, y con una energíaigual a la de Flambeau, rajó y abrió hasta quitar deltodo la tapa. Y todo aquello apareció a la luz difusade las estrellas.

—Huesos —dijo Craven. Y luego añadió como sor-prendido—: ¡Y son de hombre!

Y Flambeau, con voz desigual:—Y, ¿no tienen nada extraordinario?—Parece que no —contestó el oficial con voz ron-

ca, inclinándose sobre el esqueleto apenas visible—.Pero espere usted un poco.

Sobre la enorme cara de Flambeau pasó como unaola pesada:

—Y ahora que lo pienso. ¿Por qué había de serdeforme? El hombre que vive en estas malditas mon-tañas, ¿cómo va a librarse de esta obsesión enloque-cedora, de esta incesante sucesión de cosas negras,bosques y bosques, y sobre todo, este horror profun-do e inconsciente? ¡Si esto parece la pesadilla de unateo! ¡Pinos y pinos y más pinos, y millones de...!

—¡Oh, Dios! —gritó el que estaba examinando, elataúd—, ¡no tenía cabeza!

Y mientras los otros se quedaban estupefactos, elsacerdote, dejando ver por primera vez su asombro:

—¿Conque no hay cabeza? —preguntó—. ¿Falta lacabeza?

—Como si de antemano hubiera contado con quefaltara otro miembro.

Y por la mente de aquellos hombres cruzaron, in-conscientemente, las imágenes de un niño acéfalonacido en la casa de los Glengyle, de un joven acéfaloque se ocultara en los rincones del castillo, de un hom-bre acéfalo paseando por aquel antiguo vestíbulo o

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aquel frondoso jardín... Pero, a pesar del enervamien-to que los dominaba, aquellas funestas imágenes sedisiparon en un instante sin echar raíces en su alma.Y los tres se quedaron escuchando los ululatos delbosque y los gritos del cielo, como unas bestias fati-gadas. El pensamiento parecía haberse escapado desus garras, cual enorme y robusta presa.

—En torno a esta sepultura —dijo el padre Brown—sí que hay tres hombres sin cabeza.

El pálido detective londinense abrió la boca paradecir algo, y se quedó con la boca abierta. Un largosilbido de viento rasgó el cielo. El policía contemplóel hacha que tenía en la mano, como si aquella manono le perteneciera, y dejó caer el hacha.

—Padre —dijo Flambeau, con aquella voz grave einfantil que tan raras veces se le oía—. ¿Qué hace-mos?

La respuesta de su amigo fue tan rápida como undisparo:

—Dormir —dijo el padre Brown—. Dormir. Hemosllegado al término del camino. ¿Sabe usted lo que esel sueño? ¿Sabe usted que todo el que duerme cree enDios? El sueño es un sacramento, porque es un actode fe y es un acto de nutrición. Y necesitamos un sa-cramento, aunque sea de orden natural. Ha caído so-bre nosotros algo que muy pocas veces cae sobre loshombres, y que es acaso lo peor que les puede caerencima.

Los abiertos labios de Craven se juntaron parapreguntar:

—¿Qué quiere usted decir?El sacerdote había vuelto ya la cara hacia el casti-

llo cuando contestó:

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—Hemos descubierto la verdad, y la verdad no hacesentirse.

Y echó a andar con un paso inquieto y precipita-do, muy raro en él. Y cuando todos llegaron al casti-llo, se acostó al instante y se durmió con tanta natu-ralidad como un perro.

A pesar de su místico elogio del buen sueño, elpadre Brown se levantó más temprano que los de-más, con excepción del callado jardinero. Y los otrosle encontraron fumando su pipa y observando la mudalabor del experto jardinero en el jardincillo de junto ala cocina. Hacia el amanecer la tormenta se había des-hecho en lluvias torrenciales, y el día resultó muy fres-co. Parece que el jardinero había estado charlandocon Brown un rato, pero al ver a los detectives clavócon murria la azada en un surco. Dijo quién sabe quéde su almuerzo, se alejó por entre las filas de berzasy se encerró en la cocina.

—Ese hombre vale mucho —dijo el padre Brown—.Logra admirablemente las patatas. Pero —añadió conecuánime compasión— tiene sus faltas. ¿Quién no lastiene? Por ejemplo, esta raya no la ha trazado dere-cha —y dio con el pie en el sitio—. Tengo mis dudassobre el éxito de esta patata.

—Y ¿por qué? —preguntó Craven, divertido con lachifladura que le había entrado al hombrecito.

—Tengo mis dudas —continuó éste—, porque tam-bién las tiene el viejo Gow. Ha andado metiendo siste-máticamente la azada por todas partes, menos aquí.Ha de haber aquí una patata colosal.

Flambeau arrancó la azada y la hincó impetuosa-mente en aquel sitio. Al revolver la tierra, sacó algoque no parecía patata, sino una seta monstruosa ehipertrofiada. Al dar sobre ella la azada, hubo un chi-

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rrido, y el extraño objeto rodó como una pelota, de-jando ver la mueca de un cráneo.

—El conde de Glengyle —dijo melancólicamenteel padre Brown.

Y después le arrebató la azada a Flambeau.—Conviene ocultarlo otra vez –dijo—. Y volvió a

enterrar el cráneo.Y reclinándose en la azada, dejó ver una mirada

vacía y una frente llena de arrugas.—¿Qué puede significar este horror?Y, siempre apoyado en la azada como un reclina-

torio, hundió la cara en las manos.El cielo brillaba, azul y plata; los pájaros charla-

ban, y parecía que eran los mismos árboles los queestaban charlando. Y los tres hombres callaban.

—Bueno, yo renuncio —exclamó Flambeau—. Estono me entra en la cabeza, y esto se ha acabado. Rapé,devocionarios estropeados, interiores de cajas demúsica y qué sé yo qué más...

Pero Brown, descubriéndose la cara y arrojando laazada con impaciencia, le interrumpió:

—¡Calle, calle! Todo eso está más claro que el día.Esta mañana, al abrir los ojos, entendí todo eso delrapé y las rodajas de acero. Y después me he puesto aprobar un poco al viejo Gow, que no es tan sordo nitan estúpido como aparenta. No hay nada de malo entodos esos objetos encontrados. También me habíaequivocado en lo de los misales estropeados; no hayningún mal en ello. Pero esto último me inquieta. Pro-fanar sepulcros y robarse las cabezas de los muertos,¿puede no ser malo? ¿No estará en esto la magia ne-gra? Y esto no tiene nada que ver con el sencillísimohecho del rapé y la colección de velas. —Y se puso apasear, fumando filosóficamente.

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—Amigo mío —dijo Flambeau con un gesto debuen humor—. Tenga usted cuidado conmigo, recuer-de usted que yo he sido en otro tiempo un bribón. Lainmensa ventaja de ese estado consiste en que yomismo forzaba la intriga y la desarrollaba al instante.Pero esta función policíaca de esperar y esperar sinfin, es demasiado para mi impaciencia francesa. Todami vida, para bien o para mal, lo he hecho todo en uninstante. Todo duelo que se me ofrecía había de serpara la mañana del día siguiente; toda cuenta, al con-tado, ni siquiera aplazaba yo una visita al dentista.

El padre Brown dejó caer la pipa, que se rompióen tres pedazos sobre el suelo, y abrió unos ojazos deidiota.

—¡Dios mío, qué estúpido soy!; ¡pero qué estúpido!Y soltó una risa descompuesta.—¡El dentista! —repitió—. ¡Seis horas en el más

completo abismo espiritual, y todo por no haber pen-sado en el dentista! ¡Una idea tan sencilla, tan hermo-sa, tan pacífica! ¡Amigos míos: nos hemos pasado unanoche en el infierno; pero ahora se ha levantado elsol, los pájaros cantan, y la radiante evocación deldentista restituye al mundo su tranquilidad!

—Declaro que ni con los tormentos de la Inquisi-ción podría yo sacar el sentido de semejante logogri-fo —dijo Flambeau, encaminándose al castillo.

El padre Brown tuvo que contener su impulso deponerse a bailar en mitad de la vereda, ya iluminadapor el sol, y gritó después de un modo casi lastimosoy como un chiquillo:

—¡Por favor, déjenme ser loco un instante! ¡Hepadecido tanto con este misterio! Ahora comprendoque todo esto es de lo más inocente.

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—Apenas un poco extravagante. Y eso, ¿qué másda?

Dio una vuelta en un pie como un chiquillo, y des-pués se enfrentó con sus amigos y dijo gravemente:

—Aquí no hay crimen ninguno. Al contrario: setrata de un caso de honradez tan extraño que es alam-bicado. Precisamente se trata quizá del único hombrede la tierra que no ha hecho más que su deber. Es uncaso extremo de esa lógica vital y terrible que consti-tuye la religión de esta raza.

La vieja tonadilla local sobre la casa de Glengyle:Como savia nueva para los árboles pujantes,tal es el oro rubio para los Ogilvie.

es al mismo tiempo metafórico y literal. No sólo sig-nifica el anhelo de bienestar de los Glengyle; tambiénsignifica, literalmente, que coleccionaban oro, quetenían una gran cantidad de ornamentos y utensiliosde este metal. Que eran, en suma, avaros con la ma-nía del oro. Y a la luz de esta suposición recorramosahora todos los objetos encontrados en el castillo;diamantes sin sortija de oro; velas sin sus candela-bros de oro; rapé sin tabaquera de oro; minas de lápizsin el lapicero de oro; un bastón sin su puño de oro;piezas de relojería sin las cajas de oro de los relojeso, mejor dicho, sin relojes. Y, aunque parezca locura,el halo del Niño Jesús y el nombre de Dios de los vie-jos misales sólo han sido raspados porque eran deoro legítimo.

El jardín pareció llenarse de luz. El sol era ya másvivo, y la hierba resplandecía. La verdad se había he-cho. Flambeau encendió un cigarrillo mientras suamigo continuaba:

—Todo ese oro ha sido sustraído, pero no robado.Un ladrón no hubiera dejado rastros semejantes: se

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habría llevado las tabaqueras con rapé y todo, los la-piceros con mina y todo, etc. Tenemos que habérnoslascon un hombre que tiene una conciencia muy singu-lar, pero que tiene conciencia. Este extraño moralistaha estado charlando conmigo esta mañana en el jar-dincito de la cocina, y de sus labios oí una historiaque me permite reconstruirlo todo:

»El difunto Archivald Ogilvie era el hombre máscercano al tipo de hombre bueno que jamás haya na-cido en Glengyle. Pero su virtud, amargada, se convir-tió en misantropía. Las faltas de sus antecesores leabrumaban, y de ellas inducía la maldad general de laraza humana. Sobre todo tenía desconfianza de la fi-lantropía o liberalidad. Y se prometió a sí mismo que,si encontraba un hombre capaz de tomar sólo lo queestrictamente le correspondía, ése sería el dueño detodo el oro de Glengyle. Tras este reto a la Humani-dad, se encerró en su castillo sin la menor esperanzade que el reto fuera nunca contestado. Sin embargo,una noche, un muchacho sordo y al parecer idiota vinode una aldea distante a traerle un telegrama, y Glen-gyle, con un humorismo amargo, le dio un cuarto depenique nuevo que llevaba en el bolsillo entre las otrasmonedas. Mejor dicho, eso creyó haber hecho, por-que cuando, un instante después, examinó las mone-das, vio que aún conservaba el cuarto de penique, yechó de menos en cambio una libra esterlina. Esteaccidente fue para él un tema de amargas meditacio-nes. El muchacho había demostrado la codicia queera de esperar en la especie humana. Porque, si des-aparecía, era un ratero vulgar que se embolsa unamoneda. Y si volvía, haciéndose el virtuoso, era por laesperanza de la recompensa. Pero a la medianoche,lord Glengyle tuvo que levantarse a abrir la puerta

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porque vivía solo y se encontró con el sordo idiota. Yel sordo idiota venía a devolverle, no la libra esterlina,sino la suma exacta de diecinueve chelines, oncepeniques y tres cuartos de penique. Es decir, que elmuchacho había tomado para sí un cuarto de penique.

»La exactitud extravagante de este acto impresio-nó vivamente al desequilibrado caballero. Se dijo que,nuevo Diógenes afortunado, había descubierto al hom-bre honrado que deseaba. Hizo entonces un nuevotestamento, que yo he visto esta mañana. Trajo a suenorme y abandonado caserón al muchacho, le edu-có, hizo de él su criado solitario y, a su manera, loinstituyó heredero de sus bienes. Esta criatura muti-lada, aunque entendía poco entendió muy bien lasdos ideas fijas de su señor: primera, que en este mun-do lo esencial es el derecho, y segunda, que él habíade ser, por derecho, el dueño de todo el oro de Glen-gyle. Y esto es todo, y es muy sencillo. El hombre hasacado de la casa todo el oro que había, y ni una par-tícula que no fuera de oro: ni siquiera un minúsculograno de rapé. Y así levantó todo el oro de las viejasminiaturas, convencido de que dejaba el resto intac-to. Todo eso me era ya comprensible, pero no podíayo entender lo del cráneo, y me desesperaba el hechode haberlo encontrado escondido entre las patatas...Me desesperaba... hasta que a Flambeau se le ocurriódecir la palabra dichosa.

Todo está ya muy claro, y todo irá bien. Este hom-bre volverá el cráneo a la sepultura, en cuanto le hayaextraído las muelas de oro.

Y, en efecto, al pasar aquella mañana por la colinadonde estaba el cementerio, Flambeau vio a aquelextraño ser, a aquel justo avaro, cavando en la sepul-tura profanada, con la bufanda escocesa al cuello,

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agitada por el viento de la montaña, y el tétrico som-brero de copa en la cabeza.

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VII. LA FORMA EQUÍVOCAVII. LA FORMA EQUÍVOCAVII. LA FORMA EQUÍVOCAVII. LA FORMA EQUÍVOCAVII. LA FORMA EQUÍVOCA

Una de las carreteras que salen por el norte de Lon-dres se prolonga hacia el campo en un remedo decalle, donde la línea se conserva, aunque haya mu-chos huecos de terreno sin edificar. Aquí aparece ungrupo de tiendas que lindan con un solar cercado ouna dehesa, y más allá una taberna famosa, y luego—tal vez— un mercado de hortalizas, o el jardín deun hospicio para niños, y después una espaciosa man-sión privada, y a continuación vuelve al campo, y lue-go otra posada, etc. El que pase por esta carretera nodejará de reparar en cierta casa que le llamará la aten-ción, sin que él mismo sepa por qué. Es una casa largay más bien baja, que corre paralela a la calle, pintadade blanco y verde pálido, con verja y persianas, y pór-tico cubierto por una de esas lindas cúpulas que pa-recen sombrillas de madera, y que suele uno ver enalgunas casas anticuadas. Y es que, en efecto, se tratade una casa anticuada, muy inglesa y muy suburba-na, en el bueno, en el viejo, en el cómodo sentido dela palabra como corresponde al barrio de Clapbam.Sin embargo, la casa tiene aire de haber sido construi-da para clima caliente. Aquel color blanco, aquellas per-sianas, hacen pensar vagamente en pugafees, y hastaen palmeras, despiertan la idea de una procedenciaque no acierto a describir. Tal vez la casa ha sido cons-truida por ingleses de la India.

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Todo el que pase por allí —he dicho—, sentirácierta fascinación ante aquella casa, sentirá que aquellacasa tiene historia. Y, como, vais a ver, no se equivo-cará al suponerlo. Porque ésta es precisamente la his-toria: la extraña historia de las cosas sucedidas en esacasa, allá por la Pentecostés, del año mil ochocientosy tantos.

Todo el que pasara por allí el jueves anterior aldomingo de Pentecostés, hacia las cuatro y media dela tarde, vería que se abría la puerta de la casa, y elpadre Brown, de la iglesia de san Mungo, salía fuman-do su enorme pipa, acompañado de un gigantescoamigo suyo, un francés llamado Flambeau, que fuma-ba también, aunque un cigarrillo diminuto. Estos per-sonajes podrán o no tener interés a los ojos del lec-tor, pero lo cierto es que no eran la única cosa intere-sante que apareció al abrirse la puerta de la verde yblanca mansión. La mansión ésta tenía otras pecu-liaridades que conviene describir, no sólo para que ellector entienda esta trágica historia, sino también paraque entienda qué fue lo que se vio al abrirse la puerta.

La planta de la casa afectaba la forma de una T,pero una T de cruz transversal muy larga y de colamuy corta. La cruz transversal formaba la fachada,con su puerta en el centro; era de dos pisos y conte-nía las salas y habitaciones más importantes. La colamuy corta, que salía precisamente del lado opuesto ala puerta de entrada, sólo era de un piso, y sólo teníados largas salas consecutivas. La primera era el estu-dio, donde el famoso Quinton escribía sus poemas ynovelas orientales. Y la segunda era un invernaderode cristales, lleno de plantas del trópico, de bellezaúnica y casi monstruosa, las cuales, en tardes comoaquélla, centelleaban bajo la espléndida luz del sol.

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De modo que, al abrirse la puerta, más de un tran-seúnte se detuvo a ver, porque se descubría una pers-pectiva de ricas habitaciones que acababa en algocomo un escenario de comedia de magia: nubes depúrpura, estrellas carmesíes, soles dorados, a la vezvivos, abrasadores, transparentes y distantes.

Leonard Quinton, el poeta, había procurado conpremeditación este efecto; y cabe dudar que en nin-guno de sus poemas haya expresado mejor que enesto su personalidad. Porque era hombre que bebíalos colores y se bañaba en los colores, y a quien la seddel color llevaba al descuido de las formas y aun delas buenas formas. Ésta era la causa de que se hubie-ra entregado tan completamente al arte y a los temasorientales, y que tuviera tanta afición a aquellos tapi-ces enloquecedores, a aquellos deslumbradores bor-dados, donde todos los colores parecen haber caídoen un caos feliz, sin ningún propósito de formar ti-pos o dictar enseñanzas. Había intentado, acaso sinun completo éxito artístico, pero con innegables do-tes de imaginación e invención, componer historiasépicas y amorosas que reflejaran el tormento del co-lor vívido y hasta cruel; cuentos en que se veían cielostropicales de oro ardiente o cobre sangriento; o enque se hablaba de héroes orientales que pasaban conunos turbantes como mitras, sobre el lomo de elefan-tes pintados de púrpura o verde pavo, o de joyas gi-gantescas que un centenar de negros no bastaba acargar, y que ardían con un brillo arcaico y de milcolores.

En suma —para decirlo desde el punto de vistacomún—: que pintaba unos cielos orientales peoresque los infiernos occidentales; unos monarcas orien-tales que parecían verdaderos maniáticos, y unas jo-

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yas orientales que un joyero de Bond Street (si loscien jadeantes negros se las trajeran hasta la joyería),probablemente declararía joyas falsas. Quinton, porlo demás, era un genio, aunque desequilibrado; y sudesequilibrio se notaba más en su vida que en su obra.Era, por temperamento, débil e irritable, y su saludestaba muy resentida a causa de ciertos experimen-tos con el opio oriental. Su esposa —una mujer her-mosa, laboriosa y evidentemente fatigada— teníamucho que objetar al uso del opio, pero más todavíatenía que decir contra cierto ermitaño indostánico,criatura de carne y hueso, que vestía siempre de ama-rillo y blanco, y a quien su marido se empeñaba enmantener en la casa meses y más meses, a título deVirgilio que guiara su alma por entre los cielos y losavernos del Oriente.

De esta casa, pues, de esta aristocrática moradasalían el padre Brown y su amigo; y a juzgar por sufisonomía, salían con una sensación de alivio. Flam-beau había conocido a Quinton en los turbulentos díasde la vida estudiantil de París, y hacía sólo una sema-na que había renovado la amistad. Pero, aparte de quela historia posterior de Flambeau fuera escabrosa, nose entendía bien con el poeta. No le parecía que, paraun caballero, la mejor manera de darse al diablo fue-ra ahogarse con opio y escribir versitos eróticos envitela. Al cruzar los dos amigos el umbral, antes dedar un paseíto por el jardín, la puerta de la verja seabrió de golpe, y un joven con un sombrero hongoechado hacia la nuca trepó a saltos la escalinata pre-cipitadamente. Era un joven de aspecto disipado; lle-vaba una corbata de un rajo chillón, muy torcida, comosi hubiera dormido con ella, y venía jugando y hacien-do chascar una de esas cañas flexibles y nudosas.

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—Necesito —dijo casi sin resuello—, necesito vera Quinton. Tengo que verle ahora mismo. ¿No está encasa?

—Mr. Quinton está en casa —dijo el padre Brownvaciando su pipa, pero no sé si podrá usted verle,porque en este momento está con el doctor.

El joven, que parecía no estar muy católico, pene-tro en el vestíbulo dando traspiés. En el mismo ins-tante, el doctor salía del estudio de Quinton, cerrabatras sí la puerta y comenzaba a ponerse los guantes.

—¿Ver a Quinton? —dijo fríamente el doctor—.No, yo creo que no es posible. Mejor dicho: no debeusted verle. Nadie debe verle. Acabo justamente dehacerle tomar un narcótico.

—Pero oiga usted, compadre —dijo el joven de lacorbata roja, tratando de coger al doctor por el brazocon la mayor confianza—. Escuche usted. Es que es-toy muy entrampado, ¿está usted...?

—No, Mr. Atkinson, no es posible —dijo el doctor,obligándole a retroceder—. Cuando usted pueda alte-rar los efectos de una droga, entonces podré yo alte-rar mi decisión.

Y, poniéndose el sombrero, salió al jardín con losotros dos. Era un hombre de cuello de toro, baja esta-tura, buen natural, bigote corto, de aparienciainexpresiva, aunque daba cierta impresión de perso-na competente.

El joven de sombrero hongo, que parecía no po-der hablar con alguien sin colgársele de la solapa, sequedó junto a la puerta, tan desconcertado como si lehubieran echado a empellones, y contempló en silen-cio a los otros tres, que se alejaron por el jardín.

—Naturalmente, acabo de soltar una honradamentira —dijo el médico riendo—. De hecho, el pobre

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de Quinton no ha de tomar el narcótico a molestarleesta bestia, que sólo viene a pedirle dinero, y dineroque no ha de restituir aun cuando pudiera. Aunquehermano de la señora Quinton, que es la mujer másbuena del mundo, es un pícaro.

—Sí —dijo el padre Brown—. Ella es una mujerexcelente.

—De modo que yo propongo a ustedes que nosquedemos por aquí, en el jardín, hasta que se vayaese tipo —continuó el doctor—, y entonces volveré yoa darle la medicina a Quinton. Como he cerrado lapuerta con llave, Atkinson no podrá entrar.

—En tal caso, doctor Harris — dijo Flambeau—,vamos a dar una vuelta por el fondo del invernadero.No hay entrada por ese lado, pero vale la pena verlodesde fuera.

—Bien: así acecharé desde aquí a mi enfermo—dijo el doctor, siempre risueño—. Porque le gustamucho tenderse en la otomana que está en el extre-mo del invernadero entre esas poinsetias encarnadas;allí hay una buena atalaya. Pero, ¿qué hace usted?

El padre Brown se había detenido, y acababa derecoger, de entre la hierba donde estaba escondido,un extraño cuchillo oriental, corvo, exquisitamentetaraceado de metales y piedras de color.

—¿Qué es esto? —preguntó el padre Brown.—Será de Quinton, supongo —dijo indiferente el

doctor Harris—. Tiene una colección de baratijas chi-nas. O será tal vez de ese suave personaje indostáni-co a quien tiene Quinton atado de una cuerda.

—¿Qué personaje? —preguntó el padre Brown, queseguía con la daga en la mano.

—Un hechicero indio —dijo el doctor con la mis-ma sencillez—. Un listo, naturalmente.

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—¿No cree usted en la magia? —preguntó el padreBrown sin mirarlo.

—¡Cómo! ¿En la magia? —exclamó el doctor.—Es muy hermoso —dijo el sacerdote con voz

suave y soñadora—. Tiene muy lindos colores; pero laforma es defectuosa, inadecuada.

—¿Inadecuada para qué? —preguntó Flambeau.—Para todo. Es la forma defectuosa, de un modo

abstracto. ¿Nunca han sentido ustedes eso con el arteoriental? Los colores son de una belleza embriagadora,pero las formas son malas, mezquinas..., deliberada-mente mezquinas y malas. En un tapiz turco, por ejem-plo, yo he descubierto malas intenciones.

—¡Mon Dieu! —dijo Flambeau soltando la risa.—Sí: había unas letras y signos en lenguaje que yo

desconozco, pero el solo aspecto de los signos es yaperverso —continuó el sacerdote con voz cada vezmás baja—. Las líneas parecen que se tuercen y seequivocan de propósito, como serpientes que se do-blan para escaparse.

—Pero, ¿qué está usted diciendo ahí? —preguntóel doctor riendo de buena gana.

Y Flambeau le contestó por él:—Es que, a veces, el padre se pone místico, ¿sabe

usted? Pero le garantizo que siempre que le he vistoponerse así es que algo malo va a suceder.

—¡Vamos, hombre! —dijo con escepticismo el hom-bre de ciencia.

—Vean ustedes, vean ustedes —dijo el padre Brownalargando el brazo con el cuchillo, que parecía unaculebra reluciente—. ¿No les parece a ustedes que esuna forma equivocada? ¿No ven ustedes que hay algoen ella como falta de decisión, de propósito? Este cu-chillo ni apunta como una pica, ni arrasa como una

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guadaña, y ni siquiera tiene apariencia de ser un arma.Más bien parece un instrumento de tortura.

—Bueno, puesto que no le gusta a usted, se lo de-volveremos a su dueño —dijo el jovial Harris—. ¿To-davía no llegamos al fondo del dichoso invernadero?Esta casa sí que tiene la forma equívoca.

—No, no lo entiende usted —dijo el padre Brownmoviendo la cabeza—. La forma de esta casa es curio-sa, y hasta risible, si usted quiere; pero no equívoca.

Al decir esto llegaron a la curva de cristales queestaba al término del invernadero, curva ininterrum-pida, porque allí no había ni puerta ni ventana. Loscristales eran transparentes; el sol, aunque declinaba,todavía claro. Y no sólo era posible ver desde fueralas flores flameantes, sino también la delicada figuradel poeta que yacía lánguidamente sobre el sofá, consu cazadora de terciopelo café y un libro al lado, comosi se hubiera quedado dormido a media lectura. Eraun hombre pálido, fino, de lacios cabellos castaños yun fleco de barba que era como la paradoja de sucara, porque le hacía aparecer menos varonil todavía.Los tres se sabían de memoria los rasgos de Quinton,y no se preocuparon mucho de contemplarle. Difícil-mente lo hubieran podido hacer, sus miradas fueronatraídas por otro objeto.

Ante ellos, al extremo de la curva de cristales, apa-reció un hombre alto, con unas blanquísimas vesti-duras que le cubrían hasta los pies, cuya cara, afeita-da, morena, color de hueso, y cuyo cuello desnudobrillaban como bronces al sol poniente. Aquel hom-bre contemplaba desde allí al poeta dormido, y esta-ba tan inmóvil como una montaña.

—¿Qué es eso? —preguntó el padre Brown, retro-cediendo con un resuello de sobresalto.

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—¡Oh, es el charlatán indio! —refunfuñó Harris—.Pero no sé qué diablos estará haciendo aquí.

—Parece cosa de hipnotismo —dijo Flambeaumordiéndose el bigote negro.

—¡Qué afición tienen a hablar de hipnotismo losque no saben de Medicina! —dijo el doctor—. Lo queparece realmente es cosa de latrocinio.

—Bueno: ya tendremos tiempo de discutirlo des-pués —dijo Flambeau, que estaba siempre por la ac-ción.

Y en dos saltos llegó al sitio en que estaba el in-dio. E inclinando entonces su enorme cuerpo, que eratodavía mayor que el del oriental, dijo con plácidodescaro:

—Buenas tardes, caballero. ¿Deseaba usted algo?Muy lentamente, como un gran barco que evolu-

ciona en la bahía, aquella gran cara amarilla se volvióa él, y hablando por encima del hombro, dijo en exce-lente inglés.

—Gracias. No quiero nada y luego, entreabriendolas pestañas y dejando ver un vislumbre de ojosopalinos, repitió—: No quiero nada y después, abrien-do completamente los ojos con una mirada tremen-da, añadió—: No quiero nada.

Y se alejó presuroso por el jardín, que ya comen-zaba a oscurecerse.

—Un cristiano contestaría con más humildad—murmuró el padre Brown—. El cristiano desea siem-pre alguna cosa.

—¿Qué estaría haciendo aquí? —preguntó Flam-beau levantando la voz y arqueando las negras cejas.

—¡Qué sé yo! —dijo el padre Brown. Aunque la luzdel sol era todavía una realidad innegable, se habíaconvertido ya en esa claridad rojiza del crepúsculo,

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contra la cual los bultos frondosos del jardín se des-tacaban cada vez más negros.

Los tres amigos, después de pasar por el fondodel invernadero, se proponían dar la vuelta la casapara entrar por la puerta del frente, cuando, al acer-carse al ángulo que formaba el estudio con el cuerpoprincipal del edificio, tuvieron la sensación que expe-rimenta el que asusta un pájaro. Y otra vez vieron alfakir de la blanca túnica, que salió de la sombra y seencaminó también a la puerta del frente. Pero, congran sorpresa suya, cayeron en que el fakir no habíaestado solo en aquel sitio, porque casi tropezaron —y se esforzaron por disimular su asomo— con la se-ñora Quinton. Ésta les salió al encuentro, a la luz in-cierta de la tarde, con su pesada cabellera de oro y surostro pálido y ancho. Aunque los abordó con la ma-yor cortesía, se notaba en ella una extraña rigidez:

—Buenas tardes, doctor Harris —dijo simple-mente.

—Buenas tardes, señora Quinton —dijo el peque-ño doctor, siempre muy efusivo—. Ahora mismo voya darle el narcótico a su marido.

—Sí —dijo ella con voz despejada—. Creo que yaes hora —y saludando a todos con una prisa desapa-reció en el interior de la casa.

—Esta mujer —observó el padre Brown— está ago-tada. Es el tipo de esas mujeres que cumplen con sudeber durante veinte años seguidos y luego hacen unaatrocidad.

El doctorcito le contempló por primera vez coninterés:

—¿Ha estudiado usted Medicina? —preguntó.—No —contestó el sacerdote—; pero así como us-

tedes tienen que saber algo del alma para estudiar el

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cuerpo, nosotros necesitamos saber algo de éste paraentender de aquélla.

—Bien, bien —dijo el doctor—. Voy a darle a Quin-ton su mejunje.

Habían ya dado vuelta al ángulo de la fachada y seacercaban a la puerta. Al penetrar en la casa se encon-traron por tercera vez con el fantasma blanco. Cami-naba éste derechamente hacia la puerta, en tal formaque se diría que acababa de entrar por la puerta quedaba del estudio al vestíbulo; pero ellos sabían bienque esta puerta estaba cerrada; la había cerrado eldoctor.

El padre Brown y Flambeau, aunque advirtieronesta singularidad, se guardaron para sí sus observa-ciones, y en cuanto al doctor Harris, no era hombrepara perder tiempo en enigmas. Dejó salir al omnipo-tente asiático y atravesó a toda prisa el vestíbulo. Perotodavía se encontró con otra persona a quien teníacompletamente olvidada: allí estaba todavía el inaneAtkinson, canturreando y pegando aquí y allá con elbastoncito. En la cara del doctor pudo verse un gestode disgusto y resolución. El doctor cuchicheó rápida-mente al oído de su compañero:

—Tendré que cerrar otra vez la puerta para queno entre esta rata. Pero no tardaré dos minutos ensalir.

Y con gran presteza, abrió la puerta y volvió a ce-rrarla con llave tras de sí, a tiempo justamente paracontener la carga del joven del billy-cock. Éste se dejócaer entonces, desesperado, en una silla del vestíbu-lo. Flambeau se volvió a contemplar una miniaturapersa que había en la pared. Y el padre Brown, queparecía algo desconcertado, se quedó mirando la puer-ta del estudio. Cuatro minutos después la puerta vol-

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vió a abrirse. Esta vez Atkinson fue más rápido. Dioun salto, se quedó un instante en el quicio de la puer-ta entreabierta y dijo en voz alta:

—Oye, Quinton, necesito...Con un tono de voz que era entre bostezo y aulli-

do de risa se oyó decir a Quinton desde el otro extre-mo del estudio:

—Si, ya sé lo que necesitas. Tómalo y déjame enpaz. Estoy escribiendo una canción sobre los pavosreales.

Y antes de que se cerrara la puerta, una moneda dea media libra cayó entre los pies de Atkinson. Éste sebamboleó y cogió la moneda con singular destreza.

—Bueno; ya está eso arreglado —dijo el doctor apa-reciendo en la puerta, a la que echó llave nuevamente.Después se encaminaron todos hacia el jardín.

—Es necesario que descanse un poco el pobreLeonard —dijo, dirigiéndose al padre Brown—, y ledejo ahí encerrado sólo un par de horas.

—Sí —dijo el sacerdote—; a juzgar por el tono desu voz, estaba muy contento, ¿verdad? Después exa-minó con la mirada el jardín y distinguió la vaga figu-ra de Atkinson que hacía sonar la moneda y se la guar-daba en el bolsillo; y más allá, en la penumbra, la figu-ra del indio sentado sobre la hierba, inmóvil, de caraa Poniente. De pronto dijo:

—¿Dónde está la señora Quinton?—Habrá subido a sus habitaciones —dijo el doc-

tor—. Vea usted su sombra en los visillos. El padreBrown levantó la vista y contempló atentamente unasilueta negra que se movía sobre la ventana, proyec-tada por la luz del gas.

—Sí, allí se ve su sombra —y anduvo unos pasos yse sentó en un banco.

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Flambeau vino a sentarse a su lado, pero el doctorera uno de esos seres enérgicos que se pasan la vidasobre sus piernas. Se alejó por el penumbroso jardínfumando, y los dos amigas se quedaron solos.

—Padre mío —dijo Flambeau en francés—, ¿quéle pasa a usted?

El padre Brown permaneció un momento mudo einmóvil, y después dijo:

—La superstición es irreligiosa: pero no sé qué hayen el ambiente de esta casa... Puede que sea ese indio.Al menos, eso es en parte.

Y se puso a contemplar en silencio la distante si-lueta del indio, que continuaba todavía rígido, comoentregado a sus oraciones. A primera vista, parecíainmóvil. Pero, observándole atentamente, el padreBrown vio que se balanceaba un poco con movimien-to rítmico, tal como se balanceaban las masas oscu-ras de los árboles con el vientecillo que había comen-zado a barrer el jardín, revolviendo nuevamente lashojas caídas.

El paisaje se ennegrecía como amenazando tor-menta. Pero todavía eran perceptibles las figuras.Atkinson estaba apoyado en un árbol con aire indife-rente, la mujer de Quinton seguía junto a su ventana;el doctor andaba paseando por detrás del invernade-ro —podía verse su cigarro como un fuego fatuo—, yel fakir continuaba rígido y balanceándose mientrasque los árboles se balanceaban también y casi empe-zaban a gritar. La tormenta se aproximaba.

—Cuando ese indio nos habló —dijo el padreBrown cuchicheando—, tuve una especie de visión,una visión de él y de su mundo. Él no hizo más querepetir tres veces la misma frase. Pues bien: a la pri-mera vez que dijo «No quiero nada», me pareció que

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quería decir que él era impenetrable, que Asia no seentrega. Cuando volvió a decir: «No quiero nada», mepareció que quería significar que él se bastaba a símismo, como un cosmos; que no necesitaba de Diosni admitía la existencia del pecado. Y cuando por terce-ra vez dijo: «No quiero nada», abriendo aquellos ojosardientes, comprendí que daba a entender literalmen-te lo mismo que decía: que no tenía ningún deseo, nin-gún hogar, que estaba cansado de todas las cosas, queel aniquilamiento, la destrucción de todo lo...

Cayeron las primeras gotas, y Flambeau se levan-tó de un salto como si le hubieran quemado. En elmismo instante el doctor apareció corriendo haciaellos y gritando algo que no entendieron.

Cuando llegó como disparado adonde ellos esta-ban, Atkinson pasaba también por allí, y el doctor lecogió convulsivamente por el cuello y se puso a gritar:

—¿Qué traición es ésta? ¿Qué le ha hecho usted,canalla?

El sacerdote se levantó, y con férrea voz de solda-do gritó:

—¡Alto! Somos aquí bastantes para sujetar a cual-quiera. ¿Qué es lo que pasa, doctor?

Y el doctor, lívido:—Que algo le pasa a Quinton. Acabo de verle a

través de los cristales, y no me gusta la postura quetiene. En todo caso, no está como yo lo dejé.

—Vamos a verlo —dijo con precisión el padreBrown—. Puede usted dejar en paz a Atkinson. Desdeque oímos por última vez la voz de Quinton, no lo heperdido de vista.

—Yo me quedaré aquí guardándole —dijo Flam-beau—. Vayan ustedes a ver qué pasa.

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El doctor y el sacerdote llegaron corriendo a lapuerta del estudio, dieron vuelta a la llave y entraronde golpe en la habitación. Casi tropezaron contra lagran mesa de caoba en que el poeta acostumbraba atrabajar, porque el estudio sólo estaba alumbrado porun fuego suave que el estado del paciente obligaba atener siempre encendido. En medio de la mesa habíauna hoja de papel que parecía puesta allí de propósi-to. El doctor la agarró nerviosamente, la miró, se lapasó al padre Brown, y gritando: «¡Dios poderoso! ¡Veausted esto!», corrió hacia el cuarto de los cristales,donde las terribles flores del trópico parecían conser-var aún, en su color carmesí, un recuerdo del crepús-culo.

El padre Brown tuvo que leer tres veces el papel.Decía así: «Muero por mi propia mano. Sin embargo,muero asesinado». Y aquello estaba escrito con la le-tra inimitable, por no decir ilegible, de LeonardQuinton.

El padre Brown, sin soltar el papel, se dirigió en-tonces al invernadero; su amigo le salió al paso conuna cara de certeza y desesperación:

—¡Muerto! —exclamó Harris.Y juntos, por entre la pompa artificial del cactos y

las azaleas, se acercaron adonde el poeta y novelistaLeonard Quinton yacía, con la cabeza colgando fuerade la otomana y los rizos rojos barriendo el suelo. Allado izquierdo tenía la extraña daga que aquella mis-ma tarde se habían encontrado en el jardín, y su mano,blanda, descansaba todavía sobre el puño.

Afuera, la tempestad había llegado; como la nocheen Carlyle, de un solo paso. El jardín y el techo decristal se habían nublado bajo el manto de lluvia. Elpadre Brown parecía hacer más caso del papel que

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del cadáver; se lo acercaba a los ojos y parecía empe-ñado en leerlo en medio de aquella oscuridad. Des-pués lo aproximó al reflejo del fuego, y en ese mismoinstante hubo un relámpago tan blanco, que el mis-mo papel pareció negro.

Después sobrevino la oscuridad llena de truenos,y cuando el ruido se apagó, se oyó la voz del padreBrown que decía:

—Doctor, este papel tiene también la «forma equí-voca».

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó muy intri-gado el doctor Harris.

—Que no es cuadrado —contestó Brown—. Que lehan cortado una esquina. ¿Qué puede significar esto?

—Y, ¿qué voy a saber? —gruñó el doctor—. ¿Creeusted que debemos quitar de aquí a este desdichado?Está muerto del todo.

—No —contestó el sacerdote—. Debemos dejarlotal como está y llamar a la policía.

Y seguía examinando el papel tenazmente.Al pasar otra vez por el estudio, se detuvo junto a

la mesa y cogió unas tijeritas de uñas que estabanallí.

—¡Ah! —dijo con un resuello de alivio—. Con estohan cortado el papel. Pero, sin embargo... Y frunció elceño.

—Vamos, déjese usted de papeles —dijo el doc-tor—. Ésa era una de sus manías. Tenía cientos dehojas así. Todas sus cuartillas las cortaba lo mismo.

Y señaló un montón de papel en blanco que habíaen una mesita de al lado. El padre Brown se aproximóa ésta y cogió una hoja de papel. Tenía el mismo corteen el ángulo.

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—En efecto —dijo—. Y aquí están los picos corta-dos.

Y, con gran escándalo del otro, comenzó a contar-los uno por uno.

—Perfectamente —dijo con una sonrisa de discul-pa—. Veintitrés hojas cortadas y sólo veintidós picoscortados... Pero veo que está usted impaciente porhablar a los otros.

—¿Quién se lo dice a su esposa? —preguntó eldoctor Harris—. ¿Quiere usted ir a decírselo mientrasque yo hago avisar a la policía?

—Como usted quiera —dijo el padre Brown conindiferencia. Y se alejó por el vestíbulo. Allí tambiéntuvo que presenciar un drama, aunque éste del géne-ro grotesco. Sucedió, pues, que su gigante amigo Flam-beau, en una actitud que durante mucho tiempo nohabía adoptado, aparecía al pie de la escalinata delpórtico lanzando por lo alto al amable Atkinson, quien,con los pies al aire, había dejado caer por cualquierlado el bastón y el hongo. Y es que Atkinson habíaacabado por cansarse de la vigilancia casi paternal deFlambeau y había intentado aporrearle, cosa algo di-fícil tratándose nada menos que del Rey de losApaches, aun después de su abdicación.

Flambeau se disponía a saltar otra vez sobre suenemigo y asirle de nuevo, cuando el sacerdote le dioun golpecito en el hombro:

—Deje usted en paz a Mr. Atkinson, amigo mío—dijo—. Pídanse ustedes perdón mutuamente y den-se las buenas noches. No debemos detenerle por mástiempo.

Y mientras Atkinson se levantaba como podía,recogía su sombrero y bastón y se dirigía a la reja, elpadre Brown dijo con voz grave:

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—¿Dónde está ese indio?Y los tres —porque el doctor acababa de reunirse

a ellos— volvieron la cabeza involuntariamente haciael sitio en que le habían dejado, sobre la hierba, entrelos árboles cabeceantes y enrojecidos a la luz del cre-púsculo, cabeceando también al compás de sus extra-ñas plegarias. Pero el indio ya no estaba allí.

—¡Demonio de hombre! —dijo el doctor, patean-do con furia—. Ahora comprendo que fue él.

—Tenía yo entendido que no creía usted en lamagia —observó el padre Brown.

—Y no creo, en efecto —contestó el doctor, revol-viendo ferozmente los ojos—, sino que ese diabloamarillo me repugna desde que sé que es un brujofingido; y ahora, como descubra que es un verdaderobrujo, mi odio será mayor.

—Bueno. En todo caso, da lo mismo que haya es-capado —dijo Flambeau—. Porque nada era posibleprobar ni hacer contra él. ¿Cómo va uno a presentar-se al puesto de policía para denunciar un suicidio pro-vocado por arte de hechicería o sugestión?

El padre Brown, entretanto, había vuelto al inte-rior de la casa, resuelto a comunicar la noticia a laviuda.

Cuando volvió a salir estaba algo pálido y trému-lo, aunque nunca se ha sabido lo que hubo entre am-bos durante aquella corta entrevista.

Flambeau, que estaba enfrascado en la charla conel doctor, se sorprendió un poco de ver que su amigoregresara tan pronto; pero el padre Brown, sin hacer-le caso, llevó aparte al doctor y le dijo:

—¿Han enviado ustedes por la policía?—Sí —contestó Harris—. No tardarán diez minu-

tos.

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—¿Quiere usted hacerme un favor? —dijo el sa-cerdote con mucha calma—. Sepa usted que yo colec-ciono las historias de sucesos que, como esta hazañadel indio, contienen elementos que difícilmente pue-den constar en un informe de la policía. Le ruego austed que redacte un informe sobre ese caso para miuso privado. El oficio de usted es delicadísimo —aña-dió, mirando al doctor a los ojos, gravemente—. Seme figura que usted conoce algunos detalles del asun-to que no ha creído usted discreto revelar. Mi oficioes también, como el de usted, un oficio confidencial, yde lo que usted me comunique guardaré impenetra-ble reserva. Pero no omita usted nada.

El doctor, que le había estado escuchando con airereflexivo y la cabeza un poco inclinada, contempló uninstante al sacerdote, y dijo después:

—Perfectamente.Y fue a encerrarse en el estudio.—Flambeau —dijo el padre Brown—, allí, bajo el

alero, hay un banco donde podemos fumar un poco,resguardados de la lluvia. Usted es, en el mundo, miúnico amigo. Necesito hablar con usted, o, tal vez,callar junto a usted.

Fueron a sentarse en el sitio indicado. El padreBrown, contra su costumbre, aceptó un buen cigarroque le ofreció el otro, y se puso a fumar en silencio ymuy a conciencia. Y en tanto la lluvia sonaba y redo-blaba sobre el alero.

—Amigo mío —dijo al fin el padre Brown—. Estecaso es muy extraño. De lo más extraño.

—¡Ya lo creo! —contestó Flambeau con un leveestremecimiento.

—Sí —continuó el padre Brown—. Usted dice quees extraño y yo digo que es extraño, pero ambos que-

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remos decir cosas opuestas. La mente moderna con-funde siempre dos ideas diferentes: misterio, en el sen-tido de lo maravilloso, y misterio, en el sentido de locomplicado. En materia de milagros, esta confusión esla mitad del problema. Un milagro es admirable, perosimple. Simple por lo mismo que es un milagro. Es larevelación de un poder que dimana directamente deDios (o del diablo) en vez de proceder indirectamentea través de la naturaleza o la voluntad humana. Aquí,usted dice que este caso es maravilloso porque es mi-lagroso, porque es una brujería obrada por ese indiomalvado. Entiéndame usted bien: yo no niego que seaun hecho espiritual o diabólico. Sólo el cielo y el infier-no conocen las extrañas influencias que determinanlos pecados humanos. Pero lo que yo digo es esto: si,como usted lo supone, es un caso de magia, claro esque será maravilloso, pero no será misterioso, es de-cir, no será complicado. La calidad del milagro es mis-teriosa, pero su procedimiento es simple. Y he aquíque, a mi modo de ver, el procedimiento de este asun-to ha sido todo lo contrario de lo simple.

La tormenta, que por un instante pareció apaciguar-se, redobló otra vez su vigor, y había en el aire unosmovimientos como de truenos leves y lejanos. El pa-dre Brown sacudió la ceniza del cigarro y prosiguió:

—En este asunto hay algo retorcido, extraño, com-plicado, que en nada se parece a los rayos que bajandirectamente del cielo o del infierno. Yo percibo aquíla huella tortuosa de la voluntad humana, como sepercibe la tortuosa huella del caracol.

En un parpadeo, el relámpago abrió sus enormesojos blancos. Cerróse otra vez el cielo. Y el sacerdotesiguió diciendo:

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—Y en este laberinto, lo más laberíntico de todoes la forma de esa cuartilla de papel. Más laberíntica,más alambicada que el cuchillo con que se mató esehombre.

—¿Se refiere usted al papel en que Quinton con-fiesa su suicidio? —preguntó Flambeau.

—Me refiero al papel en que Quinton escribió:«Muero por mi propia mano» —contestó el padreBrown—. La forma de ese trozo de papel, amigo mío,era la «forma equívoca», perversa. Era la «forma per-versa», si es que alguna vez me ha sido dado contem-plarla en este pícaro mundo.

—Pero, ¡si sólo tenia cortado un ángulo! —dijoFlambeau—. Y tengo entendido que todo el papel deQuinton está cortado de ese modo.

—Pues a fe mía que era un mal modo —dijo elpadre Brown—, muy malo para mi gusto. Mire usted,Flambeau: este Quinton (que Dios guarde) era tal vezun poco pillo, pero era un verdadero artista, tantocon el lápiz como con la pluma. Su letra era, aunqueconfusa, audaz y hermosa. Me es imposible demos-trar lo que digo, no puedo probar nada. Pero le asegu-ro a usted, con toda la fuerza de mi convicción, queno fue él quien cortó tan mezquinamente esa puntillade papel. Si él lo hubiera hecho, para cualquier obje-to, habría dado un tijeretazo muy distinto. ¿Tieneusted presente la forma del papel? El corte era mez-quino, la forma era perversa. Como éste, acuérdeseusted.

Y, en la oscuridad, se puso a trazar en el aire, conel ascua del cigarro, unos cuadrados irregulares tanrápidamente que Flambeau creyó ver, en efecto, unosjeroglíficos fantásticos: jeroglíficos como aquellos de

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que su amigo había estado hablando, y que, aunqueindescifrables, parecen sugerir ideas perversas.

—Pero —dijo Flambeau, cuando el sacerdote vol-vió el cigarro a la boca y, recostándose en el respaldodel banco, se puso a mirar al techo—, aun suponien-do que otro fue el del tijeretazo, ¿vamos a concluirque por eso sólo obligó a Quinton a suicidarse?

—El padre Brown, siempre recostado y mirando altecho, se sacó el cigarro de la boca para decir:

—Quinton no se ha suicidado. Flambeau le miró sorprendido.—Y entonces, ¿qué diablos significa esa confesión

de suicidio?El sacerdote se inclinó, apoyó los codos en las ro-

dillas, contempló el suelo y con voz baja y clara mur-muró al fin:

—Aquí no hay ninguna confesión de suicidio.Flambeau dejó caer el cigarro.—¿Quiere usted decir que ha habido una falsifica-

ción?—No —continuó el padre Brown—. Fue el mismo

Quinton quien escribió eso.—Pues ya lo ve usted —dijo el exasperado Flam-

beau—. Quinton escribió: «Muero por mi propiamano», y lo escribió con su propia mano en una hojade papel.

—En una hoja de papel de «forma equívoca» —con-cluyó el sacerdote tranquilamente.

—¡Al diablo con la forma! —exclamó Flambeau—.¿Qué tiene que ver la forma del papel?

—Había veintitrés cuartillas mutiladas —reasumióel padre Brown, inconmovible— y sólo veintidós es-quinas de papel cortadas. Así, pues, uno de los recor-

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tes fue destruido: tal vez el de la hoja en cuestión.Esto, ¿no le hace pensar a usted en nada?

La cara de Flambeau se iluminó:—Sí —dijo—: que bien pudo en este recorte haber

escrito algo como esto: «Pretenderán que muero pormi propia mano»; o bien:. «No creíais que...»

—¡Caliente, caliente!, como dicen los niños —con-testó su amigo—. Pero note usted que el recorte no esde media pulgada; no había sitio ni para una palabra.¿Es posible que el hombre infernal que le mató hayarecortado algo no mayor que una coma, por conside-rarlo como un testimonio contra su crimen?

—No, no es posible —dijo Flambeau después depensarlo un instante.

—¿Ni siquiera unas comillas, o un guión de diálo-go? —dijo el sacerdote y arrojó el cigarro, que sehundió en las sombras como una estrella errante.

Las palabras huyeron de la boca de Flambeau. Y elpadre Brown dijo, yendo al fondo de la cuestión:

—Leonard Quinton era novelista, y estaba escri-biendo ahora una novela sobre brujería e hipnotis-mo. El...

En este instante la puerta se abrió con violencia, ysalió el doctor con el sombrero puesto.

—He aquí el documento que usted desea —dijoentregando al padre Brown un sobre alargado—. Yahora, señores, tengo que irme a casa. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo el padre Brown, mientrasel doctor se dirigía presurosamente a la reja. Habíadejado abierta la puerta, de modo que la luz del gasllegaba hasta ellos. Brown abrió el sobre, y leyó lo si-guiente:

«Querido padre Brown: Yincisti Galiloe. O en otrostérminos: tiene usted unos condenados ojos que todo

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lo ven y lo penetran. ¿Será, pues, posible que haya ennosotros algo más que materia?

»Soy un hombre que ha creído, desde la infancia,en la Naturaleza y en los instintos y funciones natura-les, importándole poco que los hombres los declarenconformes o no con la moral. Mucho antes de llegar adoctor, cuando no era yo más que un chico de escuelay me entretenía en cazar ratones y arañas, ya pensabayo que lo mejor es ser un buen animal. Pero hemeaquí todo confuso: he creído en la Naturaleza, y aho-ra me parece que la Naturaleza puede traicionar a loshombres. De modo que, ¿puede haber otra cosa másallá de esta miseria? Siento que me vuelvo loco.

»Yo amaba a la mujer de Quinton. ¿Qué había enello de malo? La Naturaleza me lo ordenaba, y el amores lo que mueve al mundo. También me parecía queella podía ser más feliz con un animal equilibrado,como yo, que con ese lunático atormentador. ¿Quéhabía de malo en esto? Yo no tenía que habérmelassino con hechos, a título de hombre de ciencia. Ellahubiera sido más feliz conmigo.

»De acuerdo con mi credo, yo era libre de matar aQuinton, puesto que eso era lo mejor para todos, in-cluso para él. Pero, como animal sano, lo que menosse me ocurría era matarme de paso a mí mismo. Así,pues, decidí no obrar mientras no se presentara unaocasión favorable, en que quedara yo libre de sospe-chas. Esta mañana creí ver la ocasión.

»Para decirlo todo, hoy he estado tres veces en elestudio de Quinton. La primera vez no me habló másque de su cuento de brujería, llamado La maldiciónde un santo, cuento que estaba la sazón escribiendo,y que trataba de cómo un ermitaño indio obligó asuicidarse a un coronel inglés por sugestión. Me mos-

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tró las últimas cuartillas, y me leyó el párrafo final,que decía más o menos: “El conquistador de Punjab—verdadero esqueleto amarillo, pero verdadero gigan-te— logró incorporarse sobre un codo y cuchichear aloído de su sobrino: Muero por mi propia mano, sinembargo, muero asesinado”. Por una casualidad, es-tas últimas palabras estaban escritas al principio deuna hoja. Salí del estudio, y anduve paseando por eljardín, embriagado por la perspectiva de una oportu-nidad tan admirable.

»Comenzamos a dar, juntos, la vuelta a la casa, yhe aquí que se presentan otras dos circunstancias fa-vorables a mi proyecto. Usted tuvo sospechas del in-dio, y se encontró una daga que bien podía ser delindio en cuestión. Aprovechando la oportunidad, meguardé la daga en el bolillo, volví al estudio de Quinton,me encerré con él y le administré el narcótico. Él noquería contestar siquiera a la petición de Atkinson,pero yo volví a su lado y le insté para que hablara ydiera gusto al cuñado, porque yo necesitaba una prue-ba de que Quinton todavía estaba vivo cuando yo aban-doné la estancia por segunda vez. Quinton se quedó,pues, en el invernadero, y yo atravesé el estudio. Soyhombre de manos ágiles, y en un instante hice miprestidigitación: eché al fuego toda la primera partede la novela de Quinton, que pronto se quedó en ceni-zas. Después vi que el guión de la frase del diálogoera inconveniente, y lo corté, y para hacer la cosa másverosímil, corté del mismo modo todas las cuartillasen blanco que había a la vista. Y después salí del estu-dio, dejando sobre la mesa la confesión del suicidiode Quinton, y a éste vivo y dormido en el invernaderodel fondo.

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»El último acto fue verdaderamente desesperado:ya lo comprenderá usted. Yo fingí que acababa de vera Quinton muerto, y eché a correr para entrar en lahabitación. A usted le entretuve con ese papel y, conmi agilidad manual, di muerte a Quinton mientrasque usted se entregaba a examinar la confesión desuicidio. Él seguía adormecido, y yo puse el cuchilloen su propia mano, y doblé su mano sobre su pecho.El cuchillo tiene una forma tan equívoca, que sólo unoperador podía calcular el sitio conveniente para al-canzar el corazón. Me temí que usted lo sospechara.

»Hecho esto, sucedió la cosa extraordinaria. LaNaturaleza me abandonó, lo sentí. Sentí que habíahecho un mal. Y ahora parece que se me abre el cere-bro, y siento un extraño placer ante la idea de contar-lo todo a alguien, y me digo, confusamente, que si mecaso y tengo hijos, ya no estaré a solas con ese horror.¿Qué me sucede...? ¿Estoy loco? ¿O será posible quetenga uno remordimientos, como si viviera en lospoemas de Byron? No puedo escribir más. — JamesErskine Harris».

El padre Brown dobló cuidadosamente la carta yse la guardó en el bolsillo del pecho, en el precisoinstante en que se oyó un gran repiqueteo en la reja,y se vieron relucir en la calle los impermeables moja-dos de los guardias.

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VIII. LOS PECADOSVIII. LOS PECADOSVIII. LOS PECADOSVIII. LOS PECADOSVIII. LOS PECADOSDEL PRÍNCIPE SARADINEDEL PRÍNCIPE SARADINEDEL PRÍNCIPE SARADINEDEL PRÍNCIPE SARADINEDEL PRÍNCIPE SARADINE

Cuando Flambeau cerró su oficina de Westminsterpara disfrutar de su mes de vacaciones, decidió pa-sárselo a bordo de un bote de vela tan pequeño, quecasi siempre lo manejaba a remo. Además, Flambeaunavegaba por los ríos de las provincias orientales, ríostan pequeños, que el bote parecía una embarcaciónmágica que flotara sobre la misma tierra, sobre lasvegas y las mieses. El barco tenia sitio para dos pasa-jeros y capacidad estricta para las cosas más necesa-rias; Flambeau, pues, lo había llenado con todas lascosas que, según su filosofía eran indispensables.Reducíanse éstas, al parecer, a cuatro capítulos esen-ciales: latas de salmón, para alimentarse; revólverescargados, para caso de guerra; una botella de brandy,sin duda por si desmayaba, y un sacerdote, tal vezpara caso de muerte. Y con este ligero equipaje empe-zó a recorrer los serpenteantes y pequeños ríos deNorfolk, tratando seguramente de llegar a las anchu-ras de los Broads, pero divirtiéndose de paso con losjardines y vegas, las mansiones y aldeas, que se refle-jaban en el agua; deteniéndose a pescar en los tan-ques y recodos, y acariciando la playa en cierto modo.

Flambeau, como verdadero filósofo, no tenía nin-gún propósito para sus vacaciones; pero tenía, comoverdadero filósofo, un pretexto. O más bien, tenía un

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semipropósito, y lo tomaba lo bastante en serio paraque su éxito —si lo lograba fuera la corona de sus va-caciones, y lo bastante en broma para que su fracaso—si tal acaecía— no echara a perder las vacaciones.Hacía algunos años, cuando fue el Rey de los Ladro-nes y la figura más notable de París, solía recibir ex-traños mensajes de aprobación, denuncias y hastadeclaraciones de amor, pero uno de estos mensajes,entre todos, sobrevivía en su memoria. No era másque una tarjeta de visita, metida en un sobre que lle-vaba el sello de Correos de Inglaterra. En el dorso dela tarjeta, escrito en francés y con tinta verde, se leía:«Si alguna vez se retira usted y se vuelve persona hon-rada, venga usted a verme. Tengo deseos de conocera usted, porque he conocido a todos los grandes hom-bres de mi época. Esta jugada de usted de coger a undetective para arrestar por medio de él a los demás,es la escena más espléndida de la historia francesa». Yen el anverso de la tarjeta, con elegantes caracteresgrabados, aparecía este nombre: «Príncipe Saradine,Casa Roja, Isla Roja, Norfolk».

Flambeau no había vuelto a acordarse del prínci-pe, y sólo sabía que, en su tiempo, aquel hombre lle-gó a ser la actualidad mundana más brillante de todala Italia meridional. Según aseguraban, en su juven-tud se había fugado con una mujer casada, de su mis-mo mundo, y aunque, en tal ambiente, semejante aven-tura no tenía nada de inusitado, produjo una granimpresión por la tragedia a que dio lugar: el suicidiodel marido injuriado, que, según parece, se arrojó porun precipicio de Sicilia. El príncipe se fue entonces avivir a Viena por algún tiempo, pero se aseguraba quedespués se pasó la vida en continuos y agitados via-jes. Y cuando también Flambeau, al igual del prínci-

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pe, huyó de la celebridad europea y se estableció enInglaterra, se le ocurrió hacer una visita de sorpresaal ilustre desterrado de los Broads de Norfolk. Ciertoque no estaba seguro de dar con el sitio, harto insig-nificante y pequeño. Pero a la postre lo descubrió, ymucho antes de lo que se figuraba.

Una tarde amarraron el barco a una ribera llenade matojos y árboles podados. Tras las fatigas delmucho bogar, el sueño se apoderó de ellos muy tem-prano y, por lo mismo, despertaron al otro día antesde amanecer. Sobre ellos, sobre el bosque de arbus-tos, paseaba una ancha luna de limón, y el cielo teníaun vivo tinte violeta, nocturno, pero luminoso. Am-bos se acordaron de su infancia, de aquella era fan-tástica y misteriosa en que los montones de hierba senos figuran bosques profundos. Al destacarse sobreel disco de la luna, las margaritas silvestres parecíanmargaritas gigantes, y los amargones, amargones gi-gantes. Y ambos, contemplando esto, recordaban lascenefas del papel que tapizaba los muros del aposen-to infantil. La profundidad del lecho del río los hun-día lo bastante entre las raíces de los arbustos y plan-tas para que la hierba les resultara muy alta.

—¡By Jove! —exclamó Flambeau—. Esto parece uncuento de hadas.

El padre Brown se sentó en el bote con un movi-miento brusco y se santiguó. Tan brusco fue el movi-miento, que su amigo le preguntó qué le sucedía.

—Los que escribieron las baladas medievales —con-testó el sacerdote— entendían de cuentos de hadasmás que usted. Según ellos, en el país de las hadas nosiempre suceden cosas agradables.

—¡Ganas de hablar! —dijo Flambeau—. Bajo estaluna inocente sólo cosas encantadoras pueden suce-

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der. Estoy por seguir adelante ahora mismo, para verqué pasa. Ni en vida ni en muerte hemos de volver adisfrutar de otra ocasión y otra luna semejantes.

—Muy bien —dijo el padre Brown—. Yo no he di-cho que sea necesariamente malo penetrar en el paísde las hadas; lo único que afirmo es que siempre haypeligro en ello.

Empujaron la barca lentamente sobre el río llenode fulgores. El violeta luminoso del cielo y el oro páli-do de la luna fueron desvaneciéndose, hasta decaeren ese cosmos vasto, difuso, que precede a los colo-res del alma. Había ya bastante luz, todos los objetoseran visibles, cuando divisaron los techos en declivey los puentes de aquella aldehuela ribereña. Las ca-sas, con sus tejados largos, bajos, pendientes, pare-cían bajar a abrevarse al río, como un inmenso gana-do pardo y rojo. La aurora, cada vez más blanca yradiante, había empezado ya a difundir la luz del día,antes de que los dos amigos vieran un alma vivientepor los embarcaderos y puentes de la aldea. De pron-to descubrieron a un hombre de aspecto muy plácidoy próspero, en mangas de camisa, cara tan redondacomo la luna que acababa de desaparecer, y cruzadapor las rayas rojas de las patillas, que estaba apoyadoen un poste, contemplando la perezosa marea. Porinexplicable impulso, Flambeau se puso de pie hacien-do mecer el bote, y le gritó al hombre que si sabíadónde estaba la Isla Roja o la Casa Roja. La sonrisa desatisfacción del hombre se hizo un poco más expresi-va, y por respuesta señaló simplemente el próximorecodo del río. Flambeau, sin hablar, siguió remando.

El bote tuvo que pasar aún por muchos rinconesllenos de verdura y cruzar muchos silenciosos tra-mos del río; pero antes de que la pesquisa se pusiera

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monótona, doblaron un recodo en ángulo agudo yentraron en un remanso o lago, cuyo solo aspectoinstintivamente les atrajo. En mitad de las espaciosasaguas, rodeado de juncos, aparecía un islote bajo, alar-gado, sobre el cual se veía una casa también baja yalargada, construida al modo de las chozas indias, debambú o alguna otra caña correosa de los trópicos. Elbambú de los muros era de color amarillo pálido, y elde los techos inclinados era de un rojo café oscuro.La casa daba una impresión de uniformidad, de mo-notonía. La brisa matinal hacía cantar los cañaveralesen torno a la isla, zumbando por las costillas de lacasa como en una gigantesca flauta de Pan.

—¡Por san Jorge! —exclamó Flambeau—. Éste es elsitio que buscamos. Ésta, y no otra, es la Isla Roja, yésa tiene que ser la Casa Roja. Ese hombre gordo ypatilludo ha de haber sido el hada bienhechora de loscuentos.

—Bien puede ser —observó el padre Brown im-parcialmente—. Ojalá que no resulte un hada maléfica.

Pero ya el impetuoso Flambeau metía el bote porentre las cañas susurrantes, y pronto estaban los dossobre aquella isla tan curiosa y tan larga, junto a aque-lla casa tan singular y tan sola.

El fondo de la casa daba al río, sobre el único des-embarcadero posible; la entrada principal daba al otrolado, sobre el jardín de la isleta. Los visitantes se ade-lantaron por una vereda que casi recorría tres ladosde la casa, al amparo de los bajos aleros. Y a través detres distintas ventanas que daban a tres muros dis-tintos, vieron desde fuera la misma sala larga, clara,revestida de madera ligera, con muchos espejos, ydispuesta como para un almuerzo elegante. La puer-ta principal, cuando al fin llegaron a ella, les pareció

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adornada con dos tiestos de flores de color azul tur-quesa. Acudió a abrir un mayordomo del tipo másseco, largo, flaco, entrecano, indiferente, quien dijoque el príncipe Saradine no estaba en casa, pero eraesperado de un momento a otro, por lo cual la casaestaba preparada para recibirle a él y a sus huéspe-des. Al ver la tarjeta escrita con tinta verde, hubo unaleteo de vida en la cara apergaminada del exangüeservidor, y con cierta cortesía indecisa manifestó quelos forasteros podían esperar en la casa.

—Su Alteza estará aquí de un momento a otro—dijo—, y sentiría mucho no haber podido ver a uncaballero a quien ha invitado. Tenemos orden de pre-parar siempre algunos fiambres para él y para susamigos y estoy seguro de interpretar sus deseos invi-tando a los señores.

Incitado por la curiosidad de esta pequeña aven-tura; Flambeau aceptó muy agradecido, y siguió alanciano, que los introdujo con toda ceremonia en elsalón artesonado. Allí lo único notable que había erala extraordinaria variedad de ventanas bajas con mul-titud de espejos bajos y oblongos, todo lo cual dabaal sitio un aspecto singular de inconsistencia y ligere-za. Almorzar allí era como almorzar al aire libre. Porlos rincones había algunos cuadros, figurando todosescenas tranquilas. Uno de ellos era la fotografía deun joven uniformado y otro era un pastel rojo querepresentaba dos niños de cabellos largos. Flambeaupreguntó si el joven militar era el príncipe, y el criadodijo al instante que no, que aquel era el hermanomenor de Su Alteza, el capitán Stephen Saradine. Y,tras de haberse dignado decir esto, el anciano parecióperder todo gusto por la conversación y quedarse muymudo y seco.

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Después del lunch, que acabó con exquisito café ylicores, los huéspedes fueron conducidos al jardín y ala biblioteca, y fueron presentados al ama de llaves:una hermosa señora vestida de negro, no poco majes-tuosa, que tenía el aire de una madona plutónica. Re-sultó que ella y el mayordomo era la único que que-daba del antiguo ménage extranjero del príncipe, yque el resto de la servidumbre era gente nueva, con-tratada por el ama en Norfolk. El ama respondía alnombre de Mrs. Anthony, pero hablaba con un ligerodejo italiano, y Flambeau no dudó un instante de que«Anthony» era una versión, para uso, en Norfolk, dealgún otro nombre más latino. Mr. Paul, el mayordo-mo, también tenía un leve acento extranjero, perohablaba y se portaba muy a la inglesa, como la mayo-ría de los criados bien educados de la nobleza cosmo-polita.

Con ser lindo y original, aquel lugar tenía ciertaextraña tristeza luminosa. Las horas allí parecían días.Las salas largas y llenas de ventanas eran muy claras,pero su luz parecía luz muerta. Y por entre todos losrumores accidentales —el murmullo de la charla, eltintineo del vidrio, el paso de los criados— podía oírseincesantemente el melancólico susurro del río.

—Hemos dado un mal paso, y hemos llegado amal sitio —dijo el padre Brown, contemplando desdeuna ventana las juncias verdes y grisáceas y la co-rriente de plata—. Pero no importa: a veces hace unobien con el simple hecho de ser la única persona bue-na en un mal sitio.

Aunque el padre Brown era de suyo silencioso, eratambién un hombrecillo de lo más simpático y, enaquellas pocas horas inacabables, logró, inconscien-temente, penetrar en los secretos de la Casa Roja

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mucho más que su amigo el profesional. Poseía esatreta del silencio amistoso que es tan indispensablepara provocar que le cuenten a uno las cosas; y, conhablar apenas una palabra, obtenía de los recién co-nocidos cuanto era posible obtener de ellos en cua-lesquiera otras circunstancias. Cierto que el mayor-domo era de natural poco comunicativo. Se adivinabaen él un afecto obstinado y casi animal hacia su amo.Su amo, decía él, había tenido que sufrir muchas in-justicias. Y el que más le había hecho sufrir era, se-gún parece, el hermano de Su Alteza, cuyo solo nom-bre le alargaba al viejo la cara y le hacía arrugar lanariz de loro, con desprecio. Por lo visto, el capitánEsteban era una mala cabeza; y le había sacado a subenévolo hermano cientos y miles, obligándole a aban-donar la vida elegante y a refugiarse tranquilamenteen aquel retiro. Esto era todo lo que Paul, el mayordo-mo, podía decir, y Paul era, evidentemente, un testigoparcial.

El ama italiana era algo más comunicativa, acaso—pensó Brown— porque estaba menos contenta consu estado. El tono con que hablaba del amo era un sies o no es ácido, aunque no desprovisto de temor.Flambeau y su amigo estaban en el salón de los espe-jos examinando el pastel de los dos niños, cuando elama entró, presurosa y callada, a cumplir alguna ta-rea doméstica. Una peculiaridad de aquel salón des-lumbrante y revestido de espejos era que, cualquieraque entrara, se reflejaba en cuatro o cinco lunas a lavez. El padre Brown, sin volver el rostro, se interrum-pió en mitad de una frase de crítica sobre la familia.Pero Flambeau, que tenía la cara pegada al cuadro,continuó en voz alta:

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—Supongo que son los hermanos Saradine. Am-bos parecen muy inocentes. Difícil sería saber cuál delos dos es el buen hermano y cuál es el malo.

Después, percatándose de la presencia de la seño-ra, compuso lo dicho con alguna trivialidad, y salió aljardín. Pero el padre Brown siguió contemplando elrojo boceto; y Mrs. Anthony se quedó, a su vez, con-templando atentamente al padre Brown.

Tenía unas cejas negras, espesas y trágicas. Su cara,aceitunada, revelaba una oscura expresión de asom-bro, como el que duda sobre los propósitos o la iden-tidad del huésped forastero. Sea que el traje y el cre-do del sacerdote despertara en ella recuerdos meri-dionales del confesionario, o sea que se figuraba queel sacerdote estaba más al tanto de lo que aparentabasobre las interioridades de aquella casa, el caso esque se dirigió a él en voz baja, como a un cómplice, yle dijo:

—No le falta razón a su amigo. Dice que sería difí-cil distinguir al buen hermano del malo. Y, en efecto,muy difícil, muy difícil sería saber cuál es el bueno.

—No la entiendo a usted —dijo el padre Browndando unos pasos para salir del salón.

La mujer se acercó a él con unas cejas tremendasy una como decisión salvaje, a la manera de un toroque baja la cornamenta.

—Es que ninguno es bueno —dijo con un cuchi-cheo silbante—. Porque si hay maldad en aquel modoque el capitán tenía de gastar el dinero, no creo quehubiera mucha bondad en las razones que movían alpríncipe a proporcionar cuanto el otro le pedía. Nosólo el capitán merece reproches.

En la cara del clérigo, que estaba vuelto a otra par-te, hubo un fulgor de interés, y su boca, en silencio,

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formuló la palabra chantaje. Pero en este instantevolvió el rostro —un rostro lívido, abierto sin ruido—y en el umbral aparecía, como un duende, el pálidoPaul. Y el juego fantástico de reflejos hizo aparecercinco Pauls por cinco puertas al mismo tiempo.

—Su Alteza —anunció— acaba de llegar.Al mismo tiempo, el bulto de un hombre pasó por

la primera ventana como por un escenario iluminado.Un instante después pasó por la segunda ventana, y lamultitud de espejos reflejó en imágenes sucesivas elmismo perfil aguileño y la figura en marcha. Era unhombre erguido y alerta, pero con el pelo enteramenteblanco y un extraño tinte amarillo marfil. Tenía esanariz romana, corta y corva, que generalmente va acom-pañada de unas mejillas enjutas y una barba alargada,aunque todo ello quedaba enmascarado, en parte, porel bigote y la perilla. El bigote era más oscuro que labarba, lo cual producía un efecto ligeramente teatral; ytambién su traje tenía algo de sainete, porque llevabaun sombrero de copa blanco, una orquídea en la sola-pa, un chaleco amarillo y unos amarillos guantes quesacudía y hacía sonar a su paso. Cuando llegó a la puertaprincipal, oyeron que el rígido Paul salía a abrirle, yque el recién venido decía alegremente:

—Bueno, ya ves: aquí me tienes.El rígido Mr. Paul hizo una reverencia y contestó

algo con aquella su imperceptible voz. No se pudo oírlo que hablaron durante unos minutos. Después elmayordomo afirmó:

—Todo está dispuesto.Y el príncipe, siempre sacudiendo los guantes,

entró alegremente en el salón para dar la bienvenidaa sus huéspedes. Y éstos presenciaron una vez más

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aquella escena espectral: cinco príncipes que entra-ban en el salón por cinco puertas.

El príncipe puso su sombrero blanco y sus guan-tes amarillos sobre la mesa y alargó la mano cordial-mente:

—Encantado de verle a usted por aquí, Mr. Flam-beau. Le conocía yo a usted mucho por la fama, si esque esta observación no es indiscreta.

—No, para nada —dijo Flambeau riendo—. Yo nosoy hombre puntilloso. Amén de que muy pocas re-putaciones se logran a costa de la virtud inmaculada.

El príncipe le disparó una mirada, preguntándosesi en aquella respuesta habría intención. Después riótambién y ofreció sillas a todo el mundo, incluso a símismo.

—Creo que éste es un sitio agradable —dijo conaire desenvuelto—. No hay mucho en que divertirse,pero la pesca es de lo mejor.

El sacerdote, que había estado observándole conla gravedad propia de un bebé, empezó a sentir quese apoderaba de él una idea indefinible. Miraba aque-llos cabellos grises cuidadosamente rizados, aquellacara amarillenta, aquella figura sutil y un tanto afec-tada. Nada de esto era extraordinario, aunque todoello algo acentuado, algo prononcé, como de persona-je que se prepara a salir a las candilejas. Pero la ma-yor curiosidad de aquel hombre estaba en otra cosa:estaba en el armazón mismo de su cara. Brown sesentía atormentado por un vago recuerdo, y le pare-cía haberle visto ya en otra parte. Aquel hombre se lefiguraba un antiguo amigo disfrazado. Pero de pron-to, pensando en los espejos, se dijo que quizá todoello era efecto psicológico de la multiplicación de lasmáscaras humanas.

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El príncipe Saradine distribuía sus atenciones en-tre ambos huéspedes con la mayor alegría y tacto. Eldetective le resultó aficionado a los deportes y dis-puesto a emplear bien sus vacaciones, y el príncipe lecondujo, con su bote y todo, al mejor sitio para lapesca, y en veinte minutos estuvo de regreso, con ayu-da de su propia canoa, para reunirse al padre Brownen la biblioteca, y sumergirse, con una cortesía ecuá-nime y perfecta, en el filosófico divertimiento del sa-cerdote. Parecía entender tanto de pesca como de lec-tura, aunque en cuanto a libros no conocía cosas muyedificantes. Hablaba cinco o seis lenguas diferentes;o, mejor dicho, hablaba el dialecto popular de todasellas. Era evidente que había vivido en muchas ciuda-des y en sociedades muy mezcladas, porque sus másdivertidas historias se referían a los infiernos del jue-go y a los antros del opio, a los campesinos de Aus-tralia o a los bandidos italianos. El padre Brown sabíaya que en el otro tiempo célebre Saradine se habíapasado los últimos años viajando, pero no tenía ideade que esos viajes hubieran sido tan inconvenienteso, por lo menos, tan divertidos.

Porque, en efecto, el príncipe Saradine, con todasu dignidad de hombre de mundo, irradiaba hacia susobservadores, y especialmente si eran tan sensiblescomo el sacerdote, una atmósfera de inquietud y has-ta de algo sospechoso. Su cara era pulcra, pero sumirada era salvaje; padecía ciertos tics nerviosos, comode hombre aficionado a la bebida o las drogas, y nitenía ni se preciaba de tener la mano sobre el timónde los asuntos domésticos. Éstos quedaban confia-dos a los dos antiguos servidores, y sobre todo almayordomo, que era sencillamente la columna cen-tral de la casa. Mr. Paul, en efecto, era, más que un

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mayordomo, un senescal o chambelán; comía aparte,pero casi con tanta pompa como el amo; era temidode los criados, y consultaba todo con el Príncipe, conmucho respeto, pero no con humildad, como si fuerael procurador del príncipe.

La oscura ama era, a su lado, una sombra; y, enverdad, pareció borrarse como si fuera tan sólo la ser-vidora del criado principal; de suerte que el padreBrown no volvió ya a oír aquellos cuchicheos volcáni-cos sobre los chantajes del hermano menor al mayor.Por lo demás, aunque no era enteramente seguro queel príncipe hubiera sido robado por el ausente capi-tán mediante el procedimiento del chantaje, lo ciertoes que ello parecía muy probable, por aquella cosaequívoca, aquella cosa sospechosa que había en lapresencia de Saradine.

Cuando volvieron al largo salón de las ventanas ylos espejos, la luz amarilla de la tarde reverberaba enel agua y las riberas llenas de mimbres; a lo lejos seoyó el zumbido de un alcaraván como el del tambor-cillo diminuto de un elfo. Y otra vez por la mente delsacerdote, como una nubecilla turbia, voló el senti-miento singular de que aquel era un sitio funesto,triste, embrujado.

—Ojalá que regrese pronto Flambeau —dijo.—¿Cree usted en los agüeros? —preguntó de súbi-

to el inquieto príncipe Saradine.—No —contestó su huésped—. Yo sólo creo en el

Juicio Final.El príncipe se volvió hacia él desde la ventana, y le

contempló de un modo extraño. Sobre la luz crepus-cular, su cara era una sombra chinesca.

—¿Qué quiere usted decir? —interrogó.

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—Quiero decir que aquí vivimos en el revés deltapiz. Que lo que aquí acontece no tiene ninguna sig-nificación; pero que después, en otra parte, todo co-bra sentido. Que en alguna otra parte el verdaderoculpable tendrá su merecido, aunque aquí la justiciaparezca equivocarse y caer sobre el inocente.

El príncipe hizo un ruido animal, inexplicable. Ensu sombría cara, sus ojos parecieron brillar de un modoinverosímil. Y en el espíritu del sacerdote estalló, si-lenciosamente, otro pensamiento funesto. ¿Qué signi-ficaba aquella mezcla de brillo y sorpresa en la con-ducta del príncipe Saradine? ¿Acaso el príncipe... noestaba enteramente cuerdo? El príncipe se había que-dado repitiendo: «¡El inocente, el inocente!», con unapersistencia algo exagerada para ser una simple excla-mación convencional.

Pero no; no era locura. Más tarde, el padre Browndescubriría la verdad.

En los espejos vio que la silenciosa puerta se abría,y en ella se dibujaba el silencioso Mr. Paul, con suimpavidez y lividez habituales.

—Creo conveniente anunciar —dijo con una ener-gía respetuosa, como de viejo abogado de la familia—que un barco de seis hombres, con un caballero en lapopa, acaba de llegar al desembarcadero.

—¿Un barco? —repitió el príncipe—. ¿Un caballe-ro?

Y se puso de pie.Hubo un silencio, punteado solamente por el ru-

mor del ave entre las juncias. Y poco después, antesde que ninguno hubiera proferido una palabra, unafigura nueva, un perfil nuevo, pasó frente a cada unade las tres ventanas, como una o dos horas antes pa-sara el príncipe. Pero, salvo por la coincidencia de que

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ambos perfiles eran aguileños, ningún parecido te-nían. En lugar del sombrero blanco de Saradine, elnuevo personaje traía un sombrero negro de formaanticuada y extraña, bajo el cual se veía una fisono-mía solemne y juvenil, una cara completamente afei-tada, algo azulada en la mandíbula —mandíbula duray voluntariosa—, y que recordaba un poco la cara deNapoleón cuando joven. Esta semejanza aumentabaaún por el aire de vejez y extrañeza del traje: se diríaque aquel joven no se había tomado el trabajo de cam-biar las modas de sus padres.

Llevaba una levita azul raída, un chaleco rojo deaspecto militar y uno de aquellos pantalones blancosque se usaban a principios de la era victoriana, peroque ya ahora resultan muy ridículos. Y de aquel con-junto de vejeces salía una cara aceitunada llena dejuventud y monstruosamente sincera.

—¡Diantre! —dijo el príncipe Saradine, y dándoseuna palmada en el sombrero fue en persona a abrir lapuerta. La puerta se abrió sobre un jardín crepuscu-lar.

El recién llegado y sus acompañantes se habíanextendido por la vereda como un pequeño ejército deteatro. Los seis remeros habían arrastrado el bote a laplaya, y parecían guardarlo con aire amenazador,embrazando como lanzas los remos. Eran unos hom-bres atezados, y algunos llevaban aretes. Uno de ellosestaba junto al joven de la cara aceitunada y el chale-co rojo, y llevaba consigo una caja negra muy sospe-chosa.

—¿El nombre de usted —preguntó el joven—esSaradine?

Saradine asintió como de mala gana.

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El recién llegado tenía unos ojos absortos y ne-gros, unos ojos de perro, antípodas de los ojitos gri-ses y relampagueantes del príncipe, y también estavez el padre Brown tuvo la fantástica idea de habervisto ya en otra parte un ejemplar de aquella cara;pero también esta vez recordó los espejos multiplica-dores como causa posible de esta ilusión.

«¡Vaya con el palacio de cristal! —se dijo—. Ve unotodo repetido tantas veces, que todo le parece un sue-ño».

—Si usted es el príncipe Saradine —continuó eljoven—, sepa usted que mi nombre es Antonelli.

—Antonelli —repitió el príncipe con languidez—.Sí..., me parece recordar este nombre.

—Permítame usted presentarme solo —dijo el jo-ven italiano.

Con la mano izquierda se descubrió cortésmente,y con la derecha descargó una bofetada tan sonora enla cara del príncipe, que el sombrero blanco de éstecayó rodando por las gradas, y uno de los tiestos deflores azules se bamboleó en su pedestal.

El príncipe podría ser persona sospechosa, perono era cobarde. Saltó al cuello de su enemigo y casi lederribó sobre la hierba. Pero éste logró desasirse conuna cortesía presurosa, y dijo jadeante y en un ingléstrabajoso:

—Perfectamente. He cometido una injuria. Ahoradebo dar satisfacción. Marco, abre la caja.

El hombre de las arracadas abrió la caja negra.Sacó de ella dos espadas italianas, de espléndida guar-da y hoja de acero, y las clavó en el suelo. Junto a lapuerta, el extraño joven, con aquella cara amarilla yvindicativa, las dos espadas que parecían cruces decementerio, y en el fondo la línea de remeros, todo

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ello producía un singular efecto de tribunal de justi-cia bárbara. Pero lo demás continuaba igual: tan súbi-to había sido el incidente. El aro del sol crepuscularrelucía aún, y el alcaraván seguía redoblando comopara anunciar alguna fatalidad.

—Príncipe Saradine —dijo el llamado Antonelli—.Cuando yo estaba en pañales, usted mató a mi padrey robó a mi madre. Mi padre fue el más afortunado.Pero usted no le mató airosamente, como yo voy amatarle a usted. Usted y mi perversa madre le condu-jeron a un solitario paraje de Sicilia, lo arrojaron porun precipicio y continuaron tranquilamente su paseo.Yo, si quisiera, podría imitar a usted; pero el procedi-miento me resulta muy vil. Le he seguido por todo elmundo: usted ha huido siempre de mí. Pero hemosllegado al término del mundo y de la existencia deusted. Ya le tengo, y le doy todavía una posibilidadque usted no concedió a mi padre. Escoja una espada.

El príncipe Saradine, fruncido el ceño, pareció va-cilar un instante, pero todavía zumbaba en sus orejasel ruido de la bofetada. De un salto empuñó una de lasarmas. El padre Brown saltó también tratando de in-terponerse en la disputa; pero pronto se convenció deque su presencia empeoraba las cosas. Saradine eraun francmasón, un feroz ateo, y la presencia del sa-cerdote le provocaba en vez de refrenarle. En cuantoal otro, ni clérigo ni laico, hubiera podido conmover-le. Aquel joven de cara a lo Bonaparte y ojos negrosera algo mucho más duro que un puritano: era unpagano. Era un matador de los que había en el alborde la Tierra; era un hombre de la Edad de Piedra unhombre de piedra.

Quedaba todavía una esperanza: acudir al ama. Yel padre Brown entró corriendo por las habitaciones.

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Y se encontró con que todos los criados se habían idode asueto por orden del autócrata Paul y sólo la som-bra de Mrs. Anthony vagaba por las desiertas salas.En el instante en que la mujer volvió hacia él el rostroazorado, el sacerdote descubrió uno de los enigmasde la casa de los espejos. Las espesas cejas y los ojosnegros de Antonelli eran una reproducción de los ojosnegros y espesas cejas de Mrs. Anthony. Y al instantecomprendió la mitad de la historia.

—Su hijo está ante la puerta —dijo sin perder eltiempo en rodeos—. Él o el príncipe van a morir. ¿Dón-de está Mr. Paul?

—En el embarcadero —dijo la mujer con desma-yo—. Está..., está haciendo señales para pedir soco-rro.

—Mrs. Anthony —dijo el padre Brown gravemen-te—. No es hora de hacer disparates. Mi amigo estácon su bote pescando en el río. El bote de su hijo estáguardado por la gente que le acompaña. No quedamás que la canoa del príncipe. ¿Qué se propone hacercon ella Mr. Paul?

—¡Santa María! ¡No lo sé! —dijo ella, y cayó desva-necida sobre la estera.

El padre Brown la levantó y acostó en un sofá, levolcó encima un jarro de agua, gritó pidiendo soco-rro, y después se lanzó a todo correr rumbo al des-embarcadero de la islita. Pero ya la canoa iba a mediacorriente, y el viejo Paul la empujaba río arriba conuna energía increíble a sus años.

—Voy a salvar a mi amo —gritó con ojos llamean-tes—. ¡Todavía puedo salvarle!

El padre Brown no pudo más que mirar de lejos ala canoa combatida por la corriente y hacer votos por

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que el viejo llegara a tiempo de dar la alarma en elpueblo.

—Mala cosa es un duelo —dijo para sí, rascándoselos cabellos color de tierra—. Pero en este duelo hayalgo todavía peor que el duelo. Lo adivino, aunqueignoro qué podrá ser.

Y mientras contemplaba el agua, convertida enagitado espejo del crepúsculo, oyó al otro lado deljardín un ruido breve, pero inequívoco: el golpe fríodel acero. Y volvió la cabeza.

Al otro lado, en el cabo o saliente mayor del islote,sobre una zona de hierba que corría más allá del últi-mo sembrado de rosas, los duelistas acababan de cru-zar los hierros. La tarde era una cúpula de oro virgen,y así, aunque estaban distantes, se podía apreciar hastael menor detalle de la escena. Los combatientes esta-ban en mangas de camisa, pero el chaleco amarillo yla cabeza blanca de Saradine, y el chaleco rojo y lospantalones blancos de Antonelli, brillaban en la luzigual, como los colores de dos muñecos mecánicosdanzantes. Las dos espadas centelleaban de la puntaal pomo como dos alfileres de diamante.

Y había algo de terrible en el hecho mismo de quelas dos figuras aparecieran tan diminutas y alegres.Se dirían dos mariposas tratando de clavarse en uncorcho.

El padre Brown corrió con todas sus fuerzas, y suspiernecitas giraban como ruedas. Pero al llegar al cam-po de combate comprendió que había llegado dema-siado tarde y demasiado pronto a la vez: demasiadotarde para detener la lucha, que se había empezadoya tenazmente al amparo de los tétricos sicilianosapoyados en sus remos; demasiado pronto para pre-ver el resultado desastroso. Porque los dos comba-

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tientes eran de igual fuerza, y el príncipe usaba suagilidad con cierta cínica confianza, mientras que elsiciliano se portaba con una minucia asesina. Pocosencuentros más hermosos hubieran podido verse ensalones y anfiteatros llenos de público, que aquel com-bate, retiñente y brillante, sobre el islote olvidado enel riachuelo. Y la vertiginosa lucha se fue alargandode tal modo, que la esperanza volvió a alentar en elcorazón del cuidado sacerdote; muy probable era, enefecto, que Paul no tardara en llegar con la policía.Tampoco sería malo que volviera de su pesca Flam-beau, porque Flambeau, físicamente hablando, valíapor cuatro hombres. Pero ni señales de Flambeau seveían; y, lo que era más extraño, tampoco de Paul y lapolicía. Y ni balsa ni leño aparecía flotando sobre lasaguas; en aquella isla perdida, en aquel lago innomi-nado, los hombres estaban tan abandonados comoen una roca del Pacífico.

De pronto, el timbreo de las espadas se transformóen un rechinido, el príncipe abrió los brazos, y la puntadisparada del arma enemiga le salió por la espalda,entre los omoplatos. El príncipe giró sobre sí mismo.La espada se escapó de su mano como una estrellaerrante, y derivó sobre el río. Y el príncipe cayó tanpesadamente, que rompió un rosal con su cuerpo ylevantó la nube de tierra roja, como el humo de unsacrificio pagano. El siciliano acababa de consumar unaofrenda de sangre ante los manes paternos.

El sacerdote se arrodilló al instante junto al cuer-po, sólo para confirmar que era ya un cadáver. Y, mien-tras todavía intentaba las últimas pruebas desespera-das, oyó unas voces en el río, y vio un bote de la poli-cía que arribaba al embarcadero, del cual salieronagentes y personas del pueblo, y con ellos el espanta-

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do Paul. El curita se levantó entonces con un gestoamargo y dudoso.

—¿Por qué —murmuró—, por qué no han podidovenir antes?

Siete minutos más tarde la isla estaba invadida dealdeanos y policías; éstos arrestaron al vencedor y lerecordaron ritualmente que ninguna de sus declara-ciones sería aprovechada en contra suya.

—No tengo nada que declarar —dijo el monoma-níaco con admirable serenidad—. Nada más he dedecir. Soy muy dichoso, y sólo deseo que me ahor-quen.

Después enmudeció, y es tan asombroso como cier-to que, al ser conducido por los agentes, no volvió aabrir la boca, salvo para decir la palabra «convicto»cuando se abrió el proceso.

El padre Brown había visto desde el jardín, tanrepentinamente poblado, el arresto del homicida y laconducción del cadáver después del examen médico,como quien asiste al desenlace de un drama repug-nante. Y estaba inmóvil, como quien ve visiones. Diosu nombre y señas para servir de testigo, pero no acep-tó el ofrecimiento de pasar el río en el bote, y se que-dó solo en el jardín de la isleta, contemplando el rosalquebrado y el verde campo de aquella súbita e inex-plicable tragedia. La luz iba muriendo en el río. Laniebla ascendía de las pantanosas riberas. Revolotea-ban los pájaros retardados.

En la subconsciencia del sacerdote —que era tanvívida—, estaba clavada la idea de que algo quedabapor explicar. Y este sentimiento de misterio, que todoel día le había dominado, no podía explicarse sólo porel efecto de los espejos. Le parecía que no había vistoun verdadero suceso, sino una máscara o simulacro.

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Con todo, no se acarrea un cadáver ni se cuelga a unhombre por mera pantomima.

Rumiaba todo esto sentado en las gradas del em-barcadero, cuando vio venir la mancha alta y negra deuna vela que avanzaba silenciosamente por el río lle-no de fulgores. Se puso en pie de un salto, poseído deuna emoción tan súbita que estuvo a punto de llorar.

—¡Flambeau! —exclamó, y con ambas manos sa-ludaba efusivamente a su amigo, con gran asombrode éste, que salía del bote con sus aparejos de pes-car—. ¡Flambeau! ¿De modo que a usted no le hanmatado?

—¡Matado! —repitió el pescador con el mayorasombro—. Y, ¿por qué me habían de matar?

—¡Ay!, porque casi han matado a todo el mundo—dijo el otro sin saber lo que decía—. Saradine hasido asesinado, y Antonelli sólo desea que le cuelguen,y su madre se ha desmayado, y yo no sé si estoy eneste mundo o en el otro. Pero, gracias a Dios, ustedestá a mi lado.

Y, como si tuviera miedo, se cogió del brazo delsorprendido Flambeau.

Abandonaron el embarcadero, y al pasar bajo losaleros de la casa de bambú, miraron por la ventanacomo lo habían hecho al llegar. Y descubrieron uninterior iluminado digno de atraer sus miradas. Cuan-do el matador de Saradine cayó sobre aquella isla comouna bomba, ya habían dispuesto la mesa para cenaren el salón largo. Y he aquí que ahora la cena habíacomenzado, plácidamente, porque a un lado de lamesa estaba sentada Mrs. Anthony, algo azorada, y alotro lado y Mr. Paul, el mayordomo, comiendo y be-biendo, con muy buen apetito, y los ojos cegatones y

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azulencos saliéndosele de la cara, con un semblanteindescifrable pero no exento, de satisfacción.

Con un ademán de poderosa impaciencia, Flam-beau llamó a la ventana, la abrió y asomó una caraindignada:

—¡Muy bien! —exclamó—. Yo comprendo que us-tedes necesiten algún alimento; pero, realmente, estode robar la cena del amo cuando el amo yace muer-to...

—Yo he robado ya muchas cosas durante mi ale-gre vida —replicó el misterioso anciano plácidamen-te—, pero esta cena es una de las pocas cosas que nohe robado. Esta cena y esta casa y este jardín son demi pertenencia.

Una idea cruzó por la mente de Flambeau:—Quiere usted decir —empezó— que el testamen-

to del príncipe Saradine...—El príncipe Saradine soy yo —dijo el viejo, mas-

ticando una almendra salada.El padre Brown, que estaba distraído con el revo-

loteo de los últimos pájaros, saltó como herido, y aso-mó también por la ventana una cara tan pálida comoun nabo.

—¿Usted es qué? —preguntó con voz chillona.—Paul, príncipe Saradine, à vos ordres —dijo el

venerable personaje muy cortésmente, levantando unvaso de jerez—. Aquí vivo muy contento, porque soyhombre de hábitos muy domésticos: y, por modestia,me dejo llamar Mr. Paul, para distinguirme de mi in-fortunado hermano Mr. Stephen. Según me han con-tado, éste acaba de morir... en el jardín. Naturalmen-te, no tengo yo culpa de que sus enemigos vengan abuscarle hasta aquí. Esto se debe a la lamentable irre-gularidad de su vida. No tenía un carácter doméstico.

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Calló, y se quedó contemplando el muro, justa-mente por encima de la cabeza inclinada de la mujer.Y los huéspedes apreciaron entonces aquel aire defamilia que ya les había impresionado al ver al otrohermano. Y de pronto el viejo comenzó a agitar loshombros, como si se asfixiara, pero su rostro perma-neció impávido.

—¡Dios mío! —exclamó Flambeau—. ¡Se está rien-do!

—Vámonos —dijo el padre Brown, que estaba com-pletamente lívido— Vámonos de esta casa infernal.Vámonos otra vez a nuestro honrado bote.

Cuando se alejaron de la isla, la noche había en-vuelto ya la tierra y el río. Se dejaron ir río abajo, ca-lentándose con dos enormes cigarros que ardían comodos rojas linternas de barco. El padre Brown dijo:

—Supongo que entenderá usted ahora toda la his-toria. Después de todo, es una historia muy primiti-va: un hombre tenia dos enemigos; era hombre pers-picaz, y comprendió que tener dos enemigos era me-jor que tener uno solo.

—No lo entiendo —dijo Flambeau.—Pues es muy sencillo —le contestó su amigo—.

Sencillo hasta la candidez. Ambos Saradines son unospícaros; pero el príncipe, el mayor, era el pícaro quellega a la cumbre, y el menor, el capitán, era el pícaroque se hunde en el abismo. Este escuálido oficial des-cendió de mendigo a chantajista, y un triste día seapoderó de su hermano el príncipe. Sin duda, la cau-sa no era leve, porque el príncipe Paul Saradine erafrancamente derrochador por una parte, y por otrano tenía ya reputación que perder en cuanto a losmeros pecados convencionales de la buena sociedad.La verdad es que la causa era causa de horca, y que

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Stephen tenía cogido a su hermano, literalmente, conuna cuerda alrededor del cuello. De algún modo, enefecto, había descubierto la verdad respecto al asun-to de Sicilia, y podía probar que Paul había asesinadoa Antonelli en las montañas. El capitán estuvo hacién-dose pagar su silencio espléndidamente durante diezaños, hasta que la fortuna del príncipe, con ser in-mensa, comenzó a escasear.

Pero el príncipe Saradine, además de este herma-no o sanguijuela, tenía otros cuidados. Sabía que elhijo de Antonelli, que era un pequeñuelo en los díasdel asesinato, había sido educado en la salvaje lealtadsiciliana, y sólo vivía para vengar a su padre, y no conla horca, porque carecía de las pruebas legales queposeía Stephen, sino con las antiguas armas de la ven-detta. El muchacho había practicado las armas hastaalcanzar una terrible perfección; y cuando llegó a laedad de usarlas, el príncipe Saradine comenzó, comodecían las crónicas sociales, a viajar. Lo cierto es, quecomenzó a huir de un lugar a otro como un criminalperseguido; pero en su busca iba siempre un hombreincansable. Tal era la situación del príncipe Paul: unasituación poco envidiable. Mientras más dinero gas-taba en huir de Antonelli, menos le quedaba para ha-cer callar a Stephen. Y mientras más le daba a Stephen,menos probabilidades le quedaban de escapar defini-tivamente de Antonelli. Y entonces fue cuando de-mostró ser un grande hombre, un genio como Napo-león.

En lugar de resistir a sus dos antagonistas, se rin-dió de pronto a los dos. Como un luchador japonés,se echó fuera, y sus dos enemigos cayeron postradosante él. Paró su arrebatada carrera por el mundo, ydio sus señas al joven Antonelli; después, hizo a su

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hermano entrega de todo lo que poseía. Le envió di-nero bastante para que se vistiera con elegancia y via-jara con lujo, y le puso una carta en estos o parecidostérminos: «Esto es todo lo que me queda. Me has des-poseído. Todavía tengo una casita en Norfolk, con cria-dos y bodega, y si todavía me pides más, sólo eso mefalta darte. Ven y toma posesión de ello, si quieres, ydéjame vivir a tu lado tranquilamente en calidad deamigo o agente, o cualquier cosa». El príncipe sabíaque el siciliano nunca había visto a los hermanos Sara-dine sino, a lo sumo, en retrato. El siciliano, pues, sólosabía que se parecían un poco y tenían ambos unabarbita gris. Entonces el príncipe se afeitó, y esperó,la trampa obró sola. El desdichado capitán, con sutraje nuevo, entró en casa en calidad de príncipe, ycaminó derecho hacia la espada del siciliano.

Pero hay siempre una dificultad, una dificultad quees la honra de la humana naturaleza. Los hombresperversos como Saradine suelen equivocarse por elsolo hecho de que no cuentan con la virtud humana.El príncipe daba por hecho que el golpe del italiano,cuando viniera, había de ser oscuro, violento y anóni-mo, como la acción que se proponía vengar; que lavíctima seria acuchillada de noche o muerta a tirosdesde un vallado, y así moriría sin proferir una pala-bra. El príncipe Paul pasó, pues, un mal rato cuandoAntonelli propuso caballerescamente un duelo, contodas sus posibles aclaraciones. En ese momento, yole descubrí a bordo de la canoa con ojos espantados:trataba de huir, sin sombrero, en un barco, antes queAntonelli averiguara quién era.

Pero, aunque temeroso, no estaba desesperado.Conocía al aventurero y conocía al fanático. Era másque probable que Stephen, el aventurero, se callara,

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sólo por el histriónico gusto de desempeñar un pa-pel, por el empeño de salir en defensa de su reciénadquirida situación de príncipe, por su confianza enel azar, propia de pícaro, y por pericia en el manejo delas armas. Era seguro Antonelli, el fanático, tambiéncallaría, y preferiría dejarse colgar a contar la historiade su familia. Paul anduvo navegando en el río hastaque comprendió que el combate había terminado. En-tonces dio la alarma en el pueblo, trajo a la policía,vio a sus dos enemigos vencidos desaparecer parasiempre, y se sentó a cenar, muy contento.

—¡Y riéndose, por Dios! —dijo Flambeau estreme-cido de ira—. ¿Le inspiraría el mismo Satanás?

—No; le inspiró usted —contestó el sacerdote.—¡Dios me libre! —gritó Flambeau—. ¿Yo? ¿Qué

quiere usted decir?El sacerdote sacó del bolsillo una tarjeta, y a la luz

del cigarro la mostró al otro. Estaba escrita con tintaverde.

—¿No recuerda usted los términos de su invita-ción? —preguntó—. ¿Y la felicitación que le hace austed por su hazaña? «Esa jugada —dice—, de cogera un policía para arrestar con él al otro, etcétera». Noha hecho más que copiar la jugada. Con un enemigo acada lado, se echó de pronto fuera del camino, e hizoasí que sus enemigos chocaran y se mataran entre sí.

Flambeau arrancó de manos del sacerdote la tar-jeta del príncipe Saradine y la hizo pedazos.

—Acabemos con ese veneno —dijo, mientras lospedazos desaparecían arrastrados por las olas delrío—. Aunque todavía me temo que envenene a lospeces.

El último trozo de la tarjeta desapareció al fin enla sombra. Un primer tinte matinal, pálido y vibrante,

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transformó el cielo. La luna, tras los arbustos de laorilla, empezó a desvanecerse. La barca derivaba ensilencio.

—Padre —dijo Flambeau de pronto—. ¿No creeusted que todo fue un sueño?

El sacerdote sacudió la cabeza, no se sabe si paranegar o dudar, pero no dijo nada. Entre las sombras,un olor a espino y a pomar llegó hasta ellos, hacién-doles comprender que el viento se había despertado.Poco después, el viento balanceó la barca, hinchó lavela, y los fue llevando sobre el río hacia sitios másventurosos donde moraban unos hombres inofensi-vos...

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IX. EL MARTILLO DE DIOSIX. EL MARTILLO DE DIOSIX. EL MARTILLO DE DIOSIX. EL MARTILLO DE DIOSIX. EL MARTILLO DE DIOS

El pueblecito de Bohum Beacon estaba tendido sobreuna colina tan pendiente, que la alta aguja de su igle-sia parecía la cima de una montaña diminuta. Al piede la iglesia había una fragua, casi siempre enrojeci-da por el fuego, y siempre llena de martillos y frag-mentos de hierro. Frente a ésta, en la cruz de doscalles empedradas, se veía «El Jabalí Azul», la únicaposada del pueblo. En esa bocacalle, pues, al romperel alba —un alba plateada y plomiza—, dos hermanosacababan de encontrarse y estaban charlando. Unode ellos comenzaba la jornada, el otro, la acababa. Elreverendo y honorable Wilfrid Bohun era hombre muypiadoso, y se dirigía, con la aurora, a algún austeroejercicio de oración o contemplación. El honorable co-ronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era pia-doso en manera alguna, y, vestido de frac, se hallabasentado en el banco que está junto a la puerta de «ElJabalí Azul», apurando lo que un observador filosófi-co podría indiferentemente considerar como su últi-ma copa del jueves o su primera copa del viernes. Elcoronel era hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las contadas familias aris-tocráticas que realmente datan de la Edad Media, y supendón había flotado en Palestina. Pero es un granerror suponer que estas familias mantienen la tradi-ción; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradi-ciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino

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de modas. Los Bohun habían sido pícaros bajo la rei-na Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, aligual de muchas antiguas casas, durante estos últi-mos tiempos habían degenerado en simples borra-chos y gomosos perversos, y, al fin, se produjeron enla familia ciertos vagos síntomas de locura. Realmen-te había algo de inhumano en la feroz sed de placeresdel coronel, y aquella su resolución crónica de no vol-ver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la ho-rrible lucidez del insomnio. Era un animal esbelto yhermoso y, aunque entrado en años, su cabello era deun rubio admirable. Era blando y leonado, pero susojos azules, a fuerza de hundidos, resultaban negros.Además, los tenía muy juntos. Tenía unos bigotazosamarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasaleshasta las quijadas, unos pliegues o surcos; de suerteque su cara parecía cortada por una risa burlona. So-bre el frac llevaba un gabán amarillo pálido, tan ligero,que casi parecía una bata, y echado hacia la nuca, unsombrero de alas anchas color verde claro, sin dudauna curiosidad oriental comprada por ahí casualmen-te. Estaba muy orgulloso de su elegancia incongruen-te, porque se jactaba de hacerla parecer congruente.

Su hermano el cura tenía también los cabellos ru-bios y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abro-chados todos los botones, completamente afeitado;era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo parala religión; pero algunos aseguraban (particularmen-te el herrero, que era presbiteriano) que aquello, másque amor a Dios era amor a la arquitectura gótica, yque si andaba siempre como una sombra rondandopor la iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto,superior sin duda, de la misma enloquecedora sed debelleza que arrojaba al otro hermano a la vorágine de

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las mujeres y el vino. El cargo no parecía justo: la pie-dad práctica del sacerdote era innegable. En verdad,esta acusación provenía de la ininteligencia por el amora la soledad y al secreto de la oración, y se fundabasólo en que solían encontrar al sacerdote arrodillado,no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías,y hasta en el campanario.

El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por elpatio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando elceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernososojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni porun momento se le ocurrió que el coronel se interesarapor la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua, y aunqueel herrero, como presbiteriano, no pertenecía a su re-baño, Wilfrid Bohun había oído hablar de ciertos es-cándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por subelleza. Miró al soportal de la fragua con desconfian-za, y el coronel se levantó, riendo, a hablar con él.

—Buenos días Wilfrid —dijo—. Aquí me tienes,como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente.Vengo a buscar al herrero.

Wilfrid, mirando al suelo, contestó:—El herrero está ausente. Ha ido a Greenford.—Lo sé —dijo el otro, sonriendo—. Por eso, preci-

samente, vengo a buscarle.—Norman —dijo el clérigo, siempre mirando al

suelo—, ¿no has temido nunca que te mate un rayo?—¿Qué quieres decir? ¿Te ha dado ahora por la

meteorología?—Quiero decir —contestó Wilfrid sin alzar los

ojos— que si no has temido nunca que te castiguenen mitad ese una calle.

—¡Ah, perdona! Ahora caigo: te ha dado por el fo-lklore.

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—Y a ti por la blasfemia —dijo el religioso, heridoen lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, note faltarán razones para temer a los hombres.

El mayor arqueó las cejas cortésmente.—¿Temer a los hombres?—Barnes, el herrero —dijo el clérigo, precisan-

do—, es el hombre más robusto y fuerte en cuarentamillas a la redonda. Y sé que tú no eres cobarde niendeble, pero él podría arrojarte por encima de esapared.

Como esto era verdad, hizo efecto. Y, en la cara desu hermano, la línea de las fosas nasales a la mandí-bula se hizo más profunda y negra. La mueca burlonaduró un instante, pero pronto el coronel Bohun reco-bró su cruel buen humor, y rió, dejando ver bajo susbigotes amarillos dos hileras de dientes de perro.

—En tal caso, mi querido Wilfrid —dijo con indi-ferencia—, será prudente que el último de los Bohunande revestido de armaduras, aunque sea en parte.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizover que estaba forrado de acero. Wilfrid reconoció enel forro de acero un ligero casco japonés o chino arran-cado de un trofeo que adornaba los muros del salónfamiliar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano—explicó Norman alegremente—. Yo estoy siemprepor el primer sombrero y por la primera mujer queencuentro a mano.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfridgravemente—. No se sabe cuándo volverá.

Y siguió su camino hacia la iglesia con la cabezainclinada, santiguándose como quien desea libertarsede un mal espíritu. Estaba ansioso de olvidar las gro-serías de su hermano en la fresca penumbra de aque-

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llos altísimos claustros góticos. Pero estaba de Diosque aquella mañana el ciclo de sus ejercicios religio-sos había de ser interrumpido constantemente porpequeños accidentes. Al entrar en la iglesia, que siem-pre estaba desierta a estas horas, vio que una figuraarrodillada se levantaba precipitadamente y corríahacia la puerta, por donde entraba ya la luz del día. Elcura, al verla, se quedó rígido de sorpresa: aquel feli-grés madrugador era nada menos que el idiota delpueblo, un sobrino del herrero, un infortunado inca-paz de preocuparse de la iglesia ni de ninguna cosa.Le llamaban Juan Loco, y parece que no tenía otronombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargadode hombros, con una carota pálida, cabellos negros ehíspidos, y siempre boquiabierto. Al pasar junto alsacerdote, su monstruosa cara no dejó adivinar lo quepodía haber estado haciendo allí. Hasta entonces na-die le había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podíanesperarse de aquel hombre?

Wilfrid Bohun se quedó como clavado en el suelolargo rato, contemplando al idiota, que salió a la calle,bañada ya por el sol, y a su hermano, que lo llamó, alverlo venir con una familiaridad alegre de tío que sedirige a un sobrino. Finalmente vio que su hermanolanzaba piezas de a penique a la boca abierta de JuanLoco como quien tira al blanco.

Aquel horrible cuadro de la estupidez y la cruel-dad de la tierra hizo que el asceta se apresurara aconsagrarse a sus plegarias, para purificarse y cam-biar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajouna vidriera de colores que tenía el don de tranquili-zar su ánimo: era una vidriera azul donde había unángel con un ramo de lirios. Aquí el sacerdote comen-zó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de

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pez. Fue pensando cada vez menos en su perversohermano, león hambriento que anda en busca de pre-sa. Cada vez se entregó más a los halagadores y fres-cos tonos del cielo de zafiro y flores de plata de lavidriera.

Una media hora más tarde le encontró allí Gibbs,el zapatero del pueblo, que venía a buscarle muy apre-surado. El sacerdote se levantó al instante, compren-diendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs abuscarle en aquel sitio. El remendón, en efecto, comoen muchos pueblos acontece, era un ateo, y su apari-ción en la iglesia todavía más extraña que la de Juanel Loco. Aquella era, decididamente, una mañana deenigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfrid Bohun, aparen-tando serenidad, pero cogiendo el sombrero con manotemblorosa.

El ateo contestó con una voz que, para ser suya,era extraordinariamente respetuosa y hasta denota-ba cierta simpatía:

—Perdóneme usted, señor —dijo—; pero nos pa-reció indebido que no lo supiera usted de una vez. Elcaso es que ha pasado algo horrible. El caso es que suhermano...

Wilfrid juntó sus flacas manos, y, sin poderse re-primir, exclamó:

—¿Qué nueva atrocidad está haciendo?—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Ya no

le es dable hacer nada, ni desear nada, porque ya rin-dió cuentas. Lo mejor es que venga usted y lo vea.

El cura siguió al zapatero. Bajaron una escalerillade caracol y llegaron a una puerta que estaba a nivelmás alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciaral primer vistazo toda la tragedia, como en un pano-

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rama. En el patio de la fragua había unos cinco o seishombres vestidos de negro, y entre ellos un inspectorde policía. Allí estaban el doctor, el ministro presbite-riano, el sacerdote católico, en cuya feligresía conta-ba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablabaaparte con ésta, en voz baja. Ella —una magníficamujer de cabellos de oro— sollozaba sentada en unbanco. Entre los dos grupos, y junto a un montón demartillos y mazos, yacía un hombre vestido de frac,abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo.Wilfrid, desde su altura, reconoció todos los detallesde su traje y apariencia, y vio en su mano los anillosde la familia Bohun. Pero el cráneo no era más queuna horrible masa aplastada, como una estrella negray sangrienta.

Wilfrid Bohun no hizo más que mirar aquello ybajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, elmédico de la familia, vino a saludarle, pero Wilfrid nose dio cuenta. Sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano muerto! ¿Qué ha pasado? Qué ho-rrible misterio es éste?

Nadie contestó una palabra. Al fin, el remendón,el más atrevido de los presentes, dijo así:

—Sí, señor; muy horrible; pero misterio, no.—¿Por qué? —preguntó el lívido Wilfrid.—La cosa es muy clara —contestó Gibbs—. En cua-

renta millas a la redonda sólo hay un hombre capazde asestar un golpe como éste, y precisamente es elúnico hombre que tenía razón para hacerlo.

—No hay que prejuzgar más —dijo nerviosamen-te el doctor, que era un hombre alto, de barba ne-gra—. Pero me corresponde corroborar lo que diceMr. Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmenteun golpe increíble. Mr. Gibbs dice que, en el distrito,

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sólo hay un hombre capaz de haberlo dado. Yo meatrevo a afirmar que no hay ninguno.

Por el cuerpo frágil del cura pasó un estremeci-miento supersticioso.

—Apenas entiendo —dijo.—Mr. Bohun —continuó el doctor en voz baja—,

me faltan imágenes para explicarlo; decir que el crá-neo ha sido destrozado como un cascarón de huevo,todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entra-do algunos fragmentos óseos, y también han entradoen el suelo, como entrarían las balas en una paredblanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Tras las gafas relumbraban susojos. Después prosiguió:

—Esto tiene una ventaja: que, por lo menos, dejalibre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo,o cualquier persona normal del pueblo fuera acusadade este crimen, se nos pondría libres al instante, comose pondría libre a un niño acusado de robar la colum-na de Nelson.

—Eso es lo que yo digo —repitió el obstinado za-patero—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo he-cho, y es también el que pudo verse en el caso dehacerlo. ¿Dónde está Simon Barnes, el maestro?

—Está en Greenford —tartamudeó el cura.—Más fácil es que esté en Francia —gruñó el za-

patero.—No; ni en uno ni en otro sitio —dijo una vocecita

descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico,que acababa de reunirse al grupo—. Evidentemente,ahora mismo viene por el camino.

El sacerdote no era hombre de aspecto interesan-te. Tenía unos cabellos opacos y una cara redonda yvulgar. Pero, así hubiera sido tan bello como Apolo,

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nadie habría vuelto la cabeza para mirarle. Todos lavolvieron hacia el camino que atravesaba el llano. Enefecto: por allá se veía venir, con sus grandes trancosy su martillo al hombro, a Simon el herrero. Era hom-bre huesudo y gigantesco; tenía unos ojos profundos,negros, siniestros, y una barba negra. Venía acompa-ñado de dos hombres, con quienes charlaba tranqui-lamente, y aunque no era de suyo alegre, parecía con-tento.

—¡Dios mío! —gritó el ateo remendón—. ¡Y trae alhombro el martillo asesino!

—No —dijo el inspector, hombre de aspecto sen-sible, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora porvez primera—. El martillo que sirvió para el crimenestá allí, junto al muro de la iglesia. Lo mismo que elcadáver, lo hemos dejado en el sitio en que lo encon-tramos.

Todos buscaron el martillo con la mirada. El sa-cerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar elinstrumento de cerca. Era uno de los martillos másligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólopor eso llamaba la atención. Pero en el hierro podíaverse una mancha de sangre y un mechón de cabellosamarillos.

Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzarlos ojos, comenzó a hablar, por cierto con voz algoalterada:

—No tenía razón Mr. Gibbs —dijo— en asegurarque aquí no hay misterio. Porque, cuando menos,queda el misterio de cómo ese hombre tan fuertepudo emplear para semejante golpe un martillo tanpequeño.

—Eso no importa —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué ha-cemos con Simon Barnes?

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—Dejarle —dijo el sacerdote tranquilamente—. Elviene aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acom-pañantes. Son buenos vecinos de Greenford. Ahoraestarán ya a la altura de la capilla presbiteriana.

Y en este momento el fornido herrero dobló laesquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, sequedó inmóvil: cayó de su mano el martillo. El inspec-tor, que había conservado una corrección impenetra-ble, fue hacia él al instante.

—Yo no le pregunto a usted, Mr. Barnes —dijo—si sabe lo que ha sucedido aquí. No está usted obliga-do a declararlo. Espero y deseo que lo ignore usted, yque pueda usted probar su ignorancia. Pero tengo laobligación de arrestarle a usted en nombre del reypor la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijoel zapatero con oficiosa diligencia—. A otros toca pro-bar. Todavía no está probado que ese cuerpo con lacabeza aplastada sea el del coronel Bohun.

—Eso no tiene duda —dijo el doctor aparte al sa-cerdote—. Este asunto no da lugar a historias detecti-vescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco elcuerpo de este hombre mejor que lo conocía él mis-mo. Tenía unas manos hermosas, pero con una sin-gularidad: que los dedos segundo y tercero, el índicey el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de queéste es el coronel.

Y echó una mirada al cadáver. Los ojos de hierrodel inmóvil maestro de fragua siguieron su mirada yfueron a dar también en el cadáver.

—¿Que ha muerto el coronel Bohun? —dijo elmaestro tranquilamente—. Quiere decir que a estashoras está ya condenado.

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—¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! —gri-tó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis deadmiración por el sistema legal inglés—, porque nohay legalistas como los descreídos.

El herrero volvió hacia él una cara augusta de lu-nático.

—A vosotros, los infieles, os está bien escurriroscomo ardillas donde las leyes del mundo lo consien-ten —dijo—. Pero a los suyos Dios los guarda. Ahoramismo lo vas a ver.

Y después, señalando el cadáver del coronel, pre-guntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?—Modere usted su lenguaje —dijo el médico.—Que modere su lenguaje la Biblia y yo moderaré

el mío. ¿Cuándo murió?—A las seis de la mañana todavía estaba vivo

—balbuceó Wilfrid Bohun.—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspec-

tor: no tengo el menor inconveniente en dejarme arres-tar. Usted es quien debe tener inconvenientes paraarrestarme. A mí no me aflige salir del juicio limpiode mancha. A usted sí le afligirá, sin duda, salir deljuicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez el robusto inspector miró al he-rrero con ojos terribles. Lo mismo hicieron los de-más, menos el singular pequeño sacerdote, que se-guía contemplando el martillo que había servido paraasestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres—continuó el herrero con grave lucidez—. Son bue-nos comerciantes de Greenford, a quienes conocentodos ustedes. Ellos jurarán que me han visto desdeantes de la medianoche hasta el amanecer, y aun

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mucho después, en la sala de sesiones de nuestraMisión Religiosa, que ha trabajado toda la noche ensalvar almas. En Greenford hay otros veinte que jura-rán lo mismo. Si yo fuera ingentil, señor inspector, ledejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cris-tiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación, y pre-guntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coar-tada antes de llevarme a juicio.

El inspector, algo desconcertado, repuso:—Naturalmente que preferiría yo absolverle a us-

ted de una vez.El herrero, con aire desembarazado, salió del pa-

tio y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que,en efecto, eran amigos de todos los presentes. Y am-bos, en efecto, dijeron unas cuantas palabras que na-die pensó siquiera en poner en duda. Cuando los tes-tigos hubieron declarado, la inocencia de Simon que-dó establecida tan sólidamente como la misma igle-sia que servía de fondo al cuadro.

Y entonces sobrevino uno de esos silencios másangustiosos que todas las palabras. El cura, sólo porhablar algo, dijo al sacerdote católico:

—Padre Brown: parece que a usted le intriga mu-cho el martillo.

—Es verdad —contestó éste—. ¿Cómo es posibleque sea tan pequeño el instrumento del crimen?

El doctor volvió la cabeza.—¡Cierto, por san Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo

servirse de un martillo tan ligero, habiendo a la manotantos martillos más pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:—Sólo una persona incapaz de manejar uno más

pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestiónde valor o fuerza, sino de robustez para levantar pe-

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sos en los músculos de los hombres. Una mujer atre-vida puede cometer cien asesinatos con un martilloligero, y ser incapaz de matar un escarabajo con unmartillo pesado.

Wilfrid Bohun se le quedó mirando como hipnoti-zado de horror; mientras que el padre Brown escucha-ba muy atentamente, con la cabeza inclinada a un lado.El doctor continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué suponen estos imbéciles que la únicapersona que odia al amante de una mujer es el mari-do de ésta? Nueve veces, de cada diez, quien más odiaal amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué inso-lencias o traiciones habrá descubierto el amante a losojos de ella...? Miren ustedes eso.

Y, con un ademán, señaló a la rubia, que seguíasentada en el banco. Al fin había levantado la cabeza,y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermo-sas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con unhilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijezaque tenía algo de idiotismo.

El reverendo Wilfrid Bohun hizo un ademán, comodando a entender que renunciaba a averiguar nada.Pero el padre Brown, sacudiéndose algunas cenizasde la fragua que acababan de caerle en la manga, dijocon su característico tono indiferente:

—A usted le pasa lo que a muchos otros médicos.Su ciencia del espíritu es arrebatadora; pero su cien-cia física es completamente imposible. Yo convengocon usted en que la mujer suele tener más deseos dematar al cómplice que los que pudiera tener el mis-mo injuriado. Y también acepto que una mujer pre-fiera siempre un martillo ligero a uno pesado. Peroaquí el problema está en una imposibilidad física ab-

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soluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastarun cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:—Esta gente no se ha dado cuenta del caso. Note

usted que este hombre llevaba un casco de hierrodebajo del sombrero, y que el golpe lo ha destrozadocomo se rompe un vidrio. Observe usted a esa mujer:vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio, y después dijo el doctor,amoscado:

—Bueno, puede ser que yo me engañe. En estemundo todo tiene su pro y su contra. Pero vamos a loesencial: sólo un idiota, teniendo a la mano estosmartillos, —pudo escoger el más ligero.

Al oír esto, Wilfrid Bohun se llevó a la cabeza lasflacas y temblorosas manos, como si quisiera arran-carse los ralos cabellos amarillos Después, dejándo-las caer de nuevo, exclamó:

—Ésa era la palabra que me estaba haciendo falta.Usted lo ha dicho.

Y, dominándose, continuó:—Usted ha dicho: «Sólo un idiota».—Sí. ¿Y qué?—Pues, que, en efecto, esto sólo un idiota lo ha

hecho —concluyó el cura.Los otros se miraron desconcertados, mientras él

proseguía con una agitación femenina y febril:—Yo soy sacerdote; un sacerdote no puede derra-

mar sangre. Quiero decir que no puede llevar a nadiea la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo bienquién es el delincuente, y es un delincuente que nopuede ser llevado a la horca.

—¿Se propone usted no denunciarlo? —preguntóel doctor.

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—No le podrán colgar aun cuando yo lo denuncie—contestó Wilfrid con una sonrisa llena de extrañaalegría—. Esta mañana, al venir a la iglesia, me encon-tré allí a un loco rezando, a ese desdichado Juan, elidiota. Dios sabe lo que habrá rezado; pero no es in-verosímil suponer en un loco que las plegarias fueranal revés de lo debido. Es muy posible que un loco receantes de matar a un hombre. Cuando vi por últimavez al pobre Juan, éste estaba con mi hermano. Mihermano estaba burlándose de él.

—¡By Jove! —gritó el doctor—. ¡Al fin! ¡Ésta es ha-blar claro! Pero, ¿cómo explicarse entonces...?

El reverendo Wilfrid temblaba casi, al sentirse cer-ca de la verdad:

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo únicoque puede explicar estos dos enigmas? Uno, es elmartillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herreropudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado esemartillo. Su mujer pudo emplear ese martillo, peronunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudohacer las dos cosas. ¿Que el martillo era pequeño? Éles un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquierotro objeto. Y en cuanto al golpe, ¿no sabe usted, aca-so, doctor, que un loco, en un paroxismo tiene la fuerzade diez hombres?

El doctor, lanzando un profundo suspiro, contestó:—¡Diantre! Creo que ha dado usted en el clavo.El padre Brown había estado contemplando a

Bohun con tanta atención como si quisiera demos-trarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, noeran tan insignificantes como el resto de su persona.Cuando los otros callaron, dijo con el mayor respeto:

—Mr. Bohun, la teoría que usted propone es laúnica que resiste un examen atento, y como hipóte-

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sis, lo explica todo. Merece usted, pues, que le diga,fundado en mi conocimiento de los hechos, que escompletamente falsa.

Y, dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, paradedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este sujeto parece saber más de lo que le con-vendría saber —murmuró el malhumorado el doctoral oído de Bohun—. Estos sacerdotes papistas son unossocarrones probados.

—No, no —dijo Bohun con expresión de fatiga—.Fue el loco, fue el loco.

El grupo formado por el doctor y los dos clérigosse había quedado aparte del grupo oficial, en que fi-guraban el inspector y el herrero. Pero, al disolverse asu vez, el primer grupo se puso en contacto con elsegundo. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquila-mente al oír al maestro herrero que decía en voz alta:

—Creo que le he convencido a usted, señor inspec-tor. Soy, como usted dice, hombre bastante fuerte,pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desdeGreenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas paravenir volando sobre valles y montañas.

El inspector rió amistosamente, y dijo:—No; usted puede considerarse libre de toda sos-

pecha, aunque, verdaderamente, es una de las coinci-dencias más singulares que he visto en mi vida. Sólole ruego a usted que nos ayude con todo empeño abuscar otro hombre tan fuerte y talludo como usted.¡Por san Jorge!; usted podrá sernos muy útil, aunquesea para coger al criminal. ¿Usted no tiene sospechade ningún hombre?

—Sí, tengo una sospecha; pero no de un hombre—dijo, pálido, el herrero.

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Y viendo que todos los ojos, asustados, se diri-gían hacia el banco en que estaba su mujer, puso so-bre el hombro de ésta su robusta mano, y añadió:

—Tampoco de una mujer.—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el inspec-

tor, muy risueño—. Supongo que no creerá usted quelas vacas son capaces de manejar un martillo, ¿no escierto?

—Yo creo que ningún ser de carne y hueso hamovido ese martillo —continuó el maestro con vozabogada—. Hablando en términos humanos, yo creoque ese hombre ha muerto solo.

Wilfrid hizo un movimiento hacia delante, y miróal herrero con ojos ardientes.

—¿Quiere usted decir, entonces, Barnes —dijo convoz áspera el zapatero—, que el martillo saltó solo yle aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simon—. Bien pue-den ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdo-tes, que nos cuentan todos los domingos cuán miste-riosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo queAquel que ronda invisiblemente todas las casas, qui-so defender la honra de la mía, e hizo perecer al co-rruptor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza deeste martillazo no es más que la fuerza de los terre-motos.

Wilfrid, con indescriptible voz, dijo entonces:—Yo mismo le había dicho a Norman que temiera

el rayo de Dios.A lo cual el inspector contestó, con leve sonrisa:—Sólo que ese agente queda fuera de mi jurisdic-

ción.—Pero usted no queda fuera de la suya —contestó

el herrero—. Recuérdelo usted.

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Y volviendo la robusta espalda, entró en su casa.El padre Brown, con aquella su amable facilidad

de maneras, alejó de allí al conmovido Bohun:—Vámonos de esté horrible sitio, Mr. Bohun —le

dijo—. ¿Puedo asomarme un poco a su iglesia? Mehan dicho que es una de las más antiguas de Inglate-rra. Y, ya comprende usted... —añadió con un gestocómico—, nosotros nos interesamos mucho por lasiglesias antiguas de Inglaterra.

Wilfrid Bohun no pudo sonreír, porque el humo-rismo no era su fuerte; pero asintió con la cabeza,sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplen-dores del gótico a quien podría apreciarlos mejor queel herrero presbiteriano o el zapatero anticlerical.

—Naturalmente —dijo—. Entremos por aquí.Y lo condujo a la entrada lateral, donde se abría la

puerta con escalones al patio. Iba en la primera gradael padre Brown, cuando sintió una mano sobre suhombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbeltadel doctor, cuyo rostro estaba también negro de sos-pechas.

—Señor —dijo el médico con brusquedad—, us-ted parece conocer algunos secretos de este feo nego-cio. ¿Puedo preguntar a usted si se propone guardár-selos para sí?

—¡Cómo, doctor! —contestó el sacerdote sonrien-do plácidamente—. Hay una razón decisiva para queun hombre de mi profesión se calle las cosas cuandono está seguro de ellas, y es lo acostumbrado queestá a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si leparece a usted que he sido reticente hasta la descor-tesía con usted o con cualquiera, violentaré mi cos-tumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar austed dos indicios.

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—¿Y son? —preguntó el doctor, muy solemne.—Primero —contestó el padre Brown—, algo que le

compete a usted: es un punto de ciencia física. El he-rrero se equivoca, no quizás en asegurar que se tratede un acto divino, sino en figurarse que es un mila-gro. Aquí no hay milagro, doctor, sino hasta donde elhombre mismo dotado como está de un corazón ex-traño, perverso y, con todo, semiheroico, es un mila-gro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerzabien conocida de los hombres de ciencia: una de lasleyes de la Naturaleza más frecuentemente discutidas.

El doctor, que le contemplaba con sañuda aten-ción, preguntó simplemente:

—¿Y luego?—El otro indicio es éste —contestó el sacerdote—.

¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en elmilagro, hablaba con burla de la posibilidad de quesu martillo tuviera alas y hubiera venido volando porel campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el doctor—; lo recuerdo.—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa

llena de sencillez—. Pues esa suposición fantástica esla más cercana a la verdad de cuantas hoy se han pro-puesto.

Y dicho esto, subió las gradas para reunirse con elcura.

El reverendo Wilfrid le había estado esperando,pálido e impaciente, como si esta pequeña tardanzaagotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo de-rechamente a su rincón favorito, a aquella parte de lagalería que estaba más cerca del techo labrado, ilumi-nada por la admirable ventana del ángel. Todo lo vioy admiró con el mayor cuidado el sacerdote latino,hablando incesantemente, aunque en voz baja. Cuan-

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do, en el curso de sus exploraciones, dio con la salidalateral y la escalera de caracol por donde Wilfrid bajópara ver a su hermano muerto, el padre Brown, enlugar de bajar, trepó con la agilidad de un mono, ydesde arriba se dejó oír su clara voz:

—Suba usted, Mr. Bohun. Este aire le hará a ustedbien.

Bohun subió, y se encontró en una especie de ga-lería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba lailimitada llanura donde se alzaba la colinilla del pue-blo, llena de vegetación hasta el término rojizo delhorizonte, y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas.Bajo ellos, como un cuadro blanco y pequeño, se veíael patio de la fragua, donde el inspector seguía to-mando notas, y el cadáver yacía aún a modo de unamosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad?—observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio

gótico se hundían en el vacío con una agilidad vertigi-nosa y suicida. En la arquitectura de la Edad Mediahay una energía titánica que, bajo cualquier aspectoque se la vea, siempre parece precipitarse como uncaballo furioso. Aquella iglesia había sido labrada enroca antigua y silenciosa, barbada de musgo y man-chada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se lacontemplaba desde abajo, parecía saltar hasta las es-trellas como una fuente; y cuando, como ahora, se lacontemplaba desde arriba, caía como una catarata enun abismo sin ecos. Aquellos dos hombres se encon-traban, así, solos frente al aspecto más terrible delgótico: la contradicción y desproporción monstruo-sas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la

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grandeza de las cosas pequeñas y la pequeñez de lasgrandes: un torbellino de piedra en mitad del aire.Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, sedestacaban sobre campos y granjas que, a la distan-cia, aparecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado enun ángulo resultaba un enorme dragón capaz de de-vorar todos los pastos y las aldeas del contorno. Laatmósfera misma era embriagadora y peligrosa, y loshombres se sentían como suspendidos en el aire so-bre las alas vibradoras de un genio colosal. La iglesiatoda, enorme y rica como una catedral, parecía caercual un aguacero sobre aquellos campos asoleados.

—Creo que andar por estas alturas, aun para re-zar, es arriesgado —observó el padre Brown—. Lasalturas fueron hechas para ser admiradas desde aba-jo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir que puede uno caer? —pre-guntó Wilfrid.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, sele cae a uno el alma —contestó el otro.

—No le entiendo a usted —dijo Bohun.—Pues considere usted, por ejemplo, al herrero

—continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, perono un cristiano: es duro, imperioso, incapaz de per-donar. Su religión escocesa es la obra de hombres queoraban en lo alto de las montañas y los precipicios, yse acostumbraron más bien a considerar el mundodesde arriba que no a ver el cielo desde abajo. La humil-dad es madre de los gigantes. Desde el valle se apre-cian muy bien las eminencias y las cosas grandes. Des-de la cumbre sólo se ven las cosas minúsculas.

—Pero, en todo caso, él no lo hizo —dijo Bohuncon tremenda inquietud.

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—No —dijo el otro con un acento singular—. Biensabemos que no fue él.

Y, después de un instante, contemplando tranqui-lamente la llanura con sus pálidos ojos grises, conti-nuó:

—Conocí a un hombre que comenzó por arrodi-llarse ante el altar como los demás, pero que se fueenamorando de los sitios altos y solitarios para entre-garse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rinco-nes y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vezallí, donde el mundo todo le parecía girar a sus piescomo una rueda, su mente también se trastornaba, yse figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombrebueno, cometió un gran crimen.

Wilfrid tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sushuesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, sepusieron blancas y azules.

—Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar almundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocu-rrido eso si hubiera tenido la costumbre de arrodi-llarse en el suelo, como los demás hombres. Pero,desde arriba, los hombres le parecían insectos. Un díadistinguió, a sus pies, justamente debajo de él, unoque se pavoneaba muy orgulloso, y que era muy visi-ble porque llevaba un sombrero verde: ¡casi un insec-to ponzoñoso!

Las cornejas graznaban por los rincones del cam-panario, pero no se oyó ningún otro ruido. El padreBrown continuó:

—Había algo más para tentarle: tenía en su manouno de los instrumentos más terribles de la Naturale-za; quiero decir, la ley de la gravedad, esa energía locay feroz en virtud de la cual todas las criaturas de latierra vuelan hacia el corazón de la tierra en cuanto

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pueden hacerlo. Mire usted: el inspector pasea ahoraprecisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yole tiro una piedrecita desde este parapeto, cuando lle-gue a él llevará la fuerza de una bala. Si le dejo caerun martillo, aunque sea un martillo pequeño...

Wilfrid Bohun pasó una pierna por encima delparapeto, y el padre Brown le saltó ágilmente al cue-llo para retenerle.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzu-ra—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro ymiró al padre Brown con ojos de espanto.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —gritó—. ¿Es us-ted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padreBrown—. Por consecuencia, todos los diablos residenen mi corazón. Escúcheme usted.

Y, tras una pausa, prosiguió:—Sé lo que usted ha hecho, o, al menos, adivino lo

esencial. Cuando se separó usted de su hermano es-taba poseído de ira, una ira no injustificada, al extre-mo que cogió usted al paso un martillo, sintiendo undeseo sordo de matarle en el sitio mismo del pecado.Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levitaabotonada y se metió usted en la iglesia. Estuvo re-zando aquí y allá sin saber lo que hacía: bajo la vidrie-ra del ángel en la plataforma de arriba, en otra demás arriba, desde donde podía usted ver el sombrerooriental del coronel como el verde dorso de un esca-rabajo rampante. Algo estalló entonces dentro de sualma, y obedeciendo a un impulso súbito de proce-dencia indefinible, dejó usted caer el rayo de Dios.

Wilfrid se llevó una mano a la cabeza una manotemblorosa— y preguntó con voz sofocada:

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—¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía unescarabajo verde?

—¡Oh, eso es cosa de sentido común! —dijo el otrocon una sombra de sonrisa—. Pero, escúcheme ustedun poco más. He dicho que sé todo esto, pero nadiemás lo sabrá. El próximo paso es usted quien tieneque darlo; yo no doy más pasos: yo sello esto con elsello de la confesión. Si me pregunta usted por qué,me sobran razones, y sólo una le importa a usted.Dejo a usted en libertad de obrar, porque no está us-ted aún muy corrompido, como suelen estarlo los ase-sinos. Usted no quiso contribuir a la acusación delherrero, cuando era la cosa más fácil, ni a la de sumujer, que tampoco era difícil. Usted trató de echar laculpa al idiota, sabiendo que no se le podía castigar. Yese solo hecho es un vislumbre de salvación, y el en-contrar tales vislumbres en los asesinos lo tengo yopor oficio propio. Y ahora, baje usted al pueblo, y hagausted lo que quiera, que está usted tan libre como elviento. Porque yo ya he dicho mi última palabra.

Bajaron la escalera de caracol en el mayor silencio,y salieron frente a la fragua, a la luz del sol. WilfridBohun levantó cuidadosamente la aldaba, abrió la puer-ta de la cerca de palo y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi her-mano.

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X. EL OJO DE APOLOX. EL OJO DE APOLOX. EL OJO DE APOLOX. EL OJO DE APOLOX. EL OJO DE APOLO

Esa extraña bruma centelleante, confusa y transpa-rente a la vez, que es el secreto del Támesis, iba pa-sando del tono gris al luminoso, a medida que el solascendía hacia el cenit, cuando dos hombres cruzaronel puente de Westminster. Uno muy alto, otro muybajo, podía comparárseles caprichosamente al arro-gante campanario del Parlamento junto a las humil-des corcovas de la Abadía; tanto más cuanto que elhombre pequeño llevaba hábito sacerdotal. La pape-leta oficial del hombre alto era ésta: Monsieur HerculeFlambeau, detective privado, quien se dirigía a sunuevo despacho, que estaba en un rimero de pisosrecién construidos, frente a la entrada de la Abadía.Las generales del hombre pequeño eran éstas: el re-verendo J. Brown, de la iglesia de San Francisco Ja-vier, en Camberwell, quien acababa de venir dere-chamente de un lecho mortuorio de Camberwell paraconocer la nueva oficina de su amigo.

El edificio era de aspecto americano por su alturade rascacielos, y también por la pulida elaboración desu maquinaria de teléfonos y ascensores. Pero estabarecién acabado y todavía con andamios. Sólo habíatres inquilinos: la oficina de arriba de Flambeau esta-ba ocupada, y lo mismo la de abajo;: los dos pisos demás arriba y los tres de más abajo estaban vacíos. Aprimera vista, algo llamaba la atención de aquella to-rre de pisos, amén de los restos de andamios: era unobjeto deslumbrador que se veía en las venas del pisosuperior al de Flambeau: una imagen, dorada, enor-me, del ojo humano, circundada de rayos de oro, queocupaba el sitio de dos o tres ventanas.

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—¿Qué puede ser eso? —preguntó, asombrado, elpadre Brown.

—¡Ah! —dijo Flambeau, riendo—. Es una nuevareligión: una de esas religiones nuevas que le perdo-nan a uno los pecados asegurando que nunca los hacometido. Creo que es algo como la amada CienciaCristiana. Ello es que un tipo amado Kalon (no sé loque significa este nombre, aunque claro se ve es pos-tizo) ha alquilado el piso que está encima del mío.Debajo tengo dos mecanógrafas, y arriba ese viejocharlatán. Se llama a sí mismo el Nuevo Sacerdote deApolo, adora al Sol.

—Pues que tenga cuidado —dijo el padre Brown—;porque el Sol fue siempre el más cruel de todos losdioses. Pero, ¿qué significa ese ojo gigantesco?

—Tengo entendido —explicó Flambeau— que, se-gún la teoría de esta gente, el hombre puede aportar-lo todo, siempre que su espíritu sea firme. Sus dossímbolos principales son el Sol y el ojo alerta, porquedicen que el hombre enteramente sano puede miraral Sol de frente.

—Un hombre enteramente sano —observó el pa-dre Brown — no se molestaría en eso.

—Bueno; eso es todo lo que yo sé de la nuevareligión —prosiguió Flambeau—. Naturalmente, sejactan también de curar todos los males del cuerpo.

—¿Y curarán el único mal del alma? —preguntócon curiosidad el padre Brown.

—¿Cuál es? —dijo el otro, sonriendo.—¡Oh! Pensar que está uno enteramente sano y

perfecto —dijo su amigo.A Flambeau le interesaba más el silencioso

despachito de abajo que el templo llameante de arri-ba. Era un meridional muy claro, incapaz de sentirse

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más que católico o ateo; y las nuevas religiones, asífueran más o menos brillantes, no eran su género.Pero la Humanidad sí lo era, sobre todo cuando teníabuena cara. Además, las damas del piso inferior eranen su clase de lo más interesante. Dos hermanas ma-nejaban la oficina, ambas tenues y morenas, una deellas esbelta y atractiva. Tenía un perfil aguileño yanheloso, y era uno de esos tipos que recuerda unosiempre de perfil, como recortados en el filo de unarma. Parecía capaz de abrirse paso en la vida. Teníaunos ojos brillantes, pero más con brillo de acero quede diamantes; y su figura rígida y delgada conveníapoco a la gracia de sus ojos. La hermana menor eracomo una contracción de la otra, algo más borrada,más pálida y más insignificante. Ambas usaban untraje negro adecuado al trabajo, con unos cuellecitosy puños masculinos. Por este estilo hay cientos y cien-tos de mujeres enérgicas en oficinas de Londres; peroel interés de éstas estaba, más que en su situaciónaparente, en su situación real.

Porque Pauline Stacey, la mayor, era heredera deun blasón y medio condado, y una verdadera riqueza;había sido educada en castillos y entre jardines antesde que una frígida fiereza —característica de la mu-jer moderna— la arrastrara a lo que ella considerabacomo una vida más intensa y más alta. No había re-nunciado a su dinero, no: eso hubiera sido un aban-dono romántico o monástico, ajeno por completo asu utilitarismo imperioso. Conservaba su dinero, comodiría ella, para usarlo en objetos prácticos y sociales.Parte había invertido en el negocio, núcleo de un em-porio mecanográfico modelo; parte estaba distribui-do en varias Ligas y Asociaciones para el adelanto deltrabajo femenino. Hasta dónde Joan, su hermana y

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asociada, compartía este idealismo, algo prosaico,nadie lo sabía a punto fijo. Pero seguía a su mayor conun afecto de perro fiel que, en cierto modo, era másatractivo, por tener un toque patético, que el ánimoaltivo y rígido de la otra. Porque Pauline Stacey noentendía de cosas patéticas, tal vez negaba su exis-tencia.

Su rígida presteza, su impaciencia fría, habían di-vertido mucho a Flambeau cuando vino por primeravez a ver los pisos. Él se había quedado en el vestíbu-lo esperando al chico del ascensor que acompañaba alos visitantes de piso en piso. Pero la falcónida mu-chacha de ojos brillantes se había negado abiertamentea soportar aquel plazo oficial. Había dicho con mu-cha rudeza que ella sabía bien manejar un ascensor, yno necesitaba de chicos... ni de hombres. Y aunque suhabitación sólo estaba en el tercer piso, en los pocossegundos de la ascensión se las arregló para enterar aFlambeau de sus opiniones fundamentales del modomás intempestivo; opiniones que tendían todas a pro-ducir el efecto general de que ella era una mujer mo-derna y trabajadora, y le gustaba el maquinismo mo-derno. Y sus ojos negros ardían de ira contra los querechazan la ciencia mecánica y anhelan el retorno dela era romántica. Todo el mundo debiera ser capaz demanejar una máquina, tal como ella el ascensor. Yhasta parece que no le agradó que Flambeau abrierala puerta para cederle el paso. Y el caballero continuóla ascensión hacia su departamento, sonriendo conun sentimiento complejo al recuerdo de tanta inde-pendencia y fogosidad.

Sin duda, era una mujer de temperamento, un tem-peramento inquieto y práctico; los ademanes de aque-llas manos frágiles y elegantes eran súbitos y hasta

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destructores. Flambeau entró una vez en la oficina dela muchacha para encargar alguna copia, y se encon-tró con que la muchacha acababa de arrojar en mitadde la estancia unas gafas de su hermana y estabapateándolas con furia. Se despeñaba por los rápidosde una tirada ética contra las «enfermizas nocionesmedicinales» y la morbosa aceptación de la debilidadque el uso de tales aparatos supone; conminaba a suhermana a no volver a presentarse por allí con aquelchisme artificial y dañino; le preguntaba si acaso lehacían falta piernas de palo, cabellos postizos u ojosde cristal, y, mientras decía todo aquello, sus ojosfulguraban más que el cristal.

Flambeau, desconcertado ante semejante fanatis-mo, no pudo menos de preguntar a Miss Pauline, conderecha lógica francesa, por qué un par de gafas ha-bía de ser un signo de debilidad más morboso que unascensor, y por qué la ciencia, que nos ayuda para unesfuerzo, no ha de ayudarnos para el otro.

—Eso es muy distinto —dijo Pauline Stacey pom-posamente—. Las baterías, los motores y cosas por elestilo son signos de la fuerza del hombre... ¡Sí, Mr.Flambeau!, y también de la fuerza de la mujer. Ya to-maremos nuestro turno en esas grandes máquinasque devoran la distancia y desafían al tiempo. Eso essuperior y espléndido... Eso es verdadera ciencia. Peroestos miserables parches y auxilios que venden losdoctores... Bueno, son insignias de cobardía. Los doc-tores andan prendiéndole a uno los brazos y las pier-nas como si fuéramos unos mutilados o cojos de na-cimiento, unos esclavos de nacimiento. ¡Pero yo henacido libre, Mr. Flambeau! La gente se figura que ne-cesita todo eso porque ha sido educada en el miedo,en vez de ser educada en el poder y el valor; así tam-

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bién las estúpidas niñeras dicen a los niños que nomiren el sol, de suerte que los niños no pueden yamirarlo sin pestañear. Pero, ¿cuál es, entre todas lasestrellas, la estrella que yo no puedo mirar de frente?El sol no es mi señor, y yo abro los ojos y lo mirosiempre que me da la gana.

—Los ojos de usted —dijo Flambeau haciendo unareverencia completamente extranjera bien puedendeslumbrar al sol.

Flambeau se complació en dirigir un piropo a estabelleza extraña y arisca, en mucho porque estaba se-guro de que esto la haría perder su aplomo. Pero cuan-do subía la escalera para regresar a su oficina dio unresoplido y dijo para sí:

—De modo que ésta ha caído en las manos delbrujo de arriba y se ha dejado embaucar por su teoríadel ojo de oro.

Porque aunque poco sabía y poco se cuidaba de lanueva religión de Kalon, ya había oído hablar de lateoría aquella de contemplar de frente al sol.

Pronto se dio cuenta de que la liga espiritual entreel piso de arriba y el de abajo era cada vez más estre-cha. El llamado Kalon era un tipo magnífico y muydigno, en el sentido físico, de ser el pontífice de Apolo.Era casi de la estatura de Flambeau y de mejor pre-sencia, con unas barbas de oro, bellos ojos azules yuna melena de león. Era, por la estructura, la bestiablonda de Nietzsche; pero toda su belleza animal re-sultaba aumentada, iluminada y suavizada por unainteligencia y una espiritualidad genuinas. Parecía, esverdad, uno de aquellos grandes reyes sajones, perode aquellos que fueron santos. Y esto, a pesar de laincongruencia más que popular y londinense del am-biente en que vivía: el tener una oficina en un edificio

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de Victoria Street; el tener un empleado, un mucha-cho común y corriente vestido como hijo de vecino,sentado en la primera habitación entre el corredor yla que él ocupaba; el que su nombre estuviera graba-do en una placa de bronce, y el dorado emblema desu credo colgaba sobre la calle como un anuncio deoculista... Toda esta vulgaridad no podía evitar que elllamado Kalon ejerciera, con su cuerpo y su alma, unaemoción opresora, inspiradora. Para decirlo todo cual-quiera, en presencia de este charlatán, se sentía enpresencia de un gran hombre. Hasta con aquel trajede lino ligero que usaba como traje de taller, era unafigura fascinadora y formidable. Y cuando se envol-vía en sus vestiduras blancas y se coronaba con unarueda de oro para hacer sus diarias salutaciones alsol, se veía realmente tan espléndido que muchas ve-ces la gente de la calle no se atrevía a reír. Porque,tres veces al día, este nuevo adorador del sol salía albalcón, frente a la fachada de Westminster, y recitabauna letanía a su radiante señor: una al amanecer, otraal ponerse el sol y otra al toque de mediodía. Precisa-mente daban las doce en las torres del Parlamento yla parroquia cuando el padre Brown, el amigo de Flam-beau, alzó los ojos y vio al blanco sacerdote de Apoloen el balcón.

Flambeau, cansado de admirar estas salutacionesdiarias a Febo, entró en la casa sin cuidarse siquierade ver si su amigo le seguía. Pero el padre Brown, seaen virtud de su interés profesional por los ritos, o desu interés personal por las extravagancias, se detuvoa ver el balcón del idólatra, como se hubiera detenidoa ver una representación guiñolesca del Punch andJudy. Kalon el Profeta, erguido, lleno de adornos deplata, alzadas las manos, dejaba oír su voz penetran-

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te recitando las letanías solares por encima del trajínde la calle. Estaba en mitad de su letanía; sus ojosestaban fijos en el disco llameante. No es fácil sabersi veía a alguien o algo de este mundo, pero es seguroque no vio a un sacerdote pequeñín, carirredondo,que entre la multitud de la calle le miraba pestañean-do. Tal vez nunca se vio mayor diferencia entre doshombres ya de suyo tan diferentes: el padre Brown nopodía ver nada sin pestañear, y el sacerdote de Apolocontemplaba el astro del mediodía sin un temblor enlos párpados.

—¡Oh, sol! —gritaba el profeta—. ¡Oh, estrella de-masiado grande para convivir con las demás! ¡Oh, fuen-te que fluyes mansamente en los secretos del espa-cio! ¡Padre blanco de toda blancura: de las llamas blan-cas, las blancas flores y las cumbres albeantes...! ¡Pa-dre más inocente que la más inocente de tus criatu-ras! ¡Oh, pureza primitiva, en cuya serenidad peren-ne...!

En este momento hubo como una fuga y un esta-llido de cohete, entre estridencias y alaridos. Cincohombres entraban precipitadamente en la casa altiempo que otros tres salían de ella a toda prisa. Ypor un instante todos se estorbaron el paso. Un sen-timiento de horror pareció llenar de pronto la mitadde la calle con un aleteo de alarma, alarma todavíamayor por el hecho de que nadie sabía bien lo quehabía pasado. Y tras esta súbita conmoción, dos hom-bres permanecieron impávidos: en el balcón de arri-ba, el hermoso sacerdote de Apolo; abajo, el tristesacerdote de Cristo.

Por fin apareció en la puerta, dominando el tu-multo, la enorme y titánica figura de Flambeau. A vozen cuello, como una sirena, gritó pidiendo que llama-

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ran inmediatamente a un cirujano. Y como volviera adesaparecer en el interior de la casa, abriéndose pasopor entre la gente, su amigo el padre Brown se escu-rrió tras él, aprovechándose de su insignificancia.Mientras chapuzaba y se zambullía en la muchedum-bre, todavía pudo oír la salmodia magnífica y monó-tona del sacerdote solar, que seguía invocando al diosventuroso, amigo de las fuentes y flores.

El padre Brown se encontró a Flambeau y a otrosseis individuos en torno al espacio cercado del as-censor. El ascensor no había bajado, pero en su lu-gar había bajado otra cosa que debió bajar en el as-censor.

Flambeau había examinado aquello; había identi-ficado la cara sanguinolenta de la linda muchachaque negaba la existencia de todo elemento trágicoen la vida. Nunca dudó de que fuera Pauline Stacey,y aunque había pedido los auxilios de un médico,tampoco tenía la menor duda de que la muchachaestaba muerta.

Flambeau no se acordaba exactamente de si lamuchacha le había agradado o desagradado. ¡Abun-daban razones para lo uno y lo otro! Pero, en todocaso, su existencia no le había sido indiferente, y elsentimiento indomable de la costumbre le hacía pa-decer ahora las mil pequeñas dolencias de una pérdi-da irreparable. Recordaba su linda cara y susjactanciosos discursos con esa viveza secreta en queestá toda la amargura de la muerte. En un instante,como con una flecha del cielo, como con un rayo caí-do quién sabe de dónde, aquel cuerpo hermoso y au-daz se había derrumbado por el hueco del ascensorpara encontrar abajo la muerte. ¿Sería un suicidio?¡Imposible, dado el optimismo insolente de la mucha-

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cha! ¿Un asesinato? ¡Pero si en aquellos pisos casi nohabía nadie todavía! Con un chorro de palabras ron-cas, que él quiso formular con la mayor energía y re-sultaron singularmente débiles, preguntó dónde es-taba Kalon. Una voz habitualmente pesada, tranqui-la, plena, le aseguró que durante el último cuarto dehora Kalon había estado adorando a su divinidad enel balcón. Cuando Flambeau oyó la voz y sintió la manodel padre Brown, volvió la atezada cara y dijo sin ro-deos:

—Entonces, ¿quién puede haber sido?—Deberíamos subir para averiguarlo —dijo el

otro—. Antes de que la policía aparezca por ahí, po-demos disponer de media hora, cuando menos.

Dejando el cadáver de la rica heredera en manosdel facultativo, Flambeau trepó a saltos la escalera, yse encontró con que en la oficina de la mecanógrafano había un alma. Entonces subió a su despacho. En-tró, y volvió a salir con cara lívida:

—La hermana —dijo a su amigo con una seriedadde mal agüero—, la hermana parece que ha salido adar un paseíto.

—O bien —dijo el padre Brown moviendo la cabe-za— puede haber subido al piso del hombre solar.Yo, en el caso de usted, comenzaría por averiguar esto.Después podremos hablar de ello aquí en su despa-cho.

— ¡No! —exclamó—. ¿Cómo se me pudo ocurriresta estupidez? No: hablaremos de ello abajo, en laoficina de las muchachas.

Flambeau no entendió, pero siguió al sacerdote alpiso desierto de las Stacey, y allí el impenetrable pas-tor de gentes se sentó en un sillón de cuero rojo, jun-to a la puerta, desde donde podía ver la escalera, y

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descansó y esperó. No tuvo que esperar mucho tiem-po. Antes de tres minutos, tres personas bajaban laescalera, sólo semejantes en su aspecto de solemni-dad. La primera, Joan Stacey, la hermana de la muer-ta: evidentemente, Joan estaba en el templo de Apolocuando la catástrofe; la segunda era el mismo sacer-dote de Apolo, que, concluida su letanía, bajaba ba-rriendo la escalera envuelto en su magnificencia: sutúnica blanca, su barba y cabello partido hacían pen-sar en el Cristo de Doré saliendo del Pretorio; la terce-ra persona era Flambeau, con sus cejas negras y sucara desconcertada.

Miss Joan Stacey, vestida de negro, el ceño con-traído, con algunos toques grises prematuros en loscabellos, se dirigió a su escritorio y arregló los papelescon un golpe seco y práctico. Este solo acto volvió atodos al sentimiento de la realidad. Si Miss Joan Staceyera un criminal, era un criminal sereno. El padre Brownla contempló con una sonrisa extraña, y sin dejar demirarla habló así, dirigiéndose a otro:

—Profeta —probablemente se dirigía a Kalon—.Quisiera que me contestase usted algunas preguntassobre su religión.

—Muy honrado —dijo Kalon inclinando la cabeza,todavía coronada—. Pero no sé si he entendido bien.

—Mire usted, se trata de esto —dijo el padre Browncon su manera francamente recelosa—. Dicen que siun hombre tiene malos principios, es por su culpa enmucha parte. Pero conviene distinguir al que decidi-damente ofende a su buena conciencia de aquel cuyaconciencia está nublada por el sofisma. Ahora bien:¿usted cree realmente que el asesinato es un actomalo?

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—¿Es esto una acusación? —preguntó Kalon tran-quilamente.

—No —repuso el padre Brown—. Es el alegato dela defensa.

En la vasta y misteriosa quietud del salón, el pro-feta de Apolo se levantó lentamente, y se diría queaquello era el levantarse del sol. Llenó el salón con suluz y vida de tal modo, que lo mismo hubiera podidollenar con la fuerza de su presencia toda la llanura deSalisbury. Su forma, envuelta en ropajes, pareció ador-nar toda la habitación con tapices clásicos; su ade-mán épico pareció alargarla en perspectivas indefini-das, de suerte que la figurita negra del clérigo moder-no resultó allí como una falta, como una intrusión,como una mancha negra y redonda sobre la esplen-dorosa túnica de la Hélade.

—Al fin nos hemos encontrado, Caifás —dijo elprofeta—. Tu Iglesia y la mía son las únicas realida-des en esta tierra. Yo adoro al Sol, y tú la puesta delSol. Tú eres el sacerdote del Dios moribundo, y yo delDios en plena vida. Tu calumniosa sospecha es dignade tu sotana y de tu credo. Tu Iglesia no es más queuna policía negra. No sois más que espías y detectivesque tratan de arrancar a los hombres la confesión desus pecados, ya por la traición, ya por la tortura. Vo-sotros haréis que los hombres confiesen su crimen;yo los sacaré convictos de inocencia. Vosotros los con-venceréis de su pecado; yo, de su virtud.

»¡Oh lector de los libros nefandos! Una palabra másantes de que para siempre disipe tus pesadillas mise-rables: no eres capaz de entender hasta qué puntome es indiferente el que tú intentes o no convencer-me. Lo que tú llamas desgracia y horror, es para mí loque para el adulto es el ogro pintado en los libros

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para los niños. Dices que me ofreces el alegato de midefensa. Y yo me cuido tan poco de las tinieblas deesta vida, que voy a ofrecerte el discurso de mi acusa-ción. Sólo una cosa se puede decir en contra mía, y yomismo la revelaré. La mujer que acaba de morir erami amor, mi desposada, no según las frases legalesde vuestras mezquinas capillas, sino en virtud de unaley más pura y más fiera de lo que vosotros sois capa-ces de concebir. Ella y yo recorríamos órbita muy ex-traña a la vuestra, y andábamos por palacios de cris-tal, mientras vosotros movíais tráfago por entre tú-neles y pasadizos de tosco ladrillo. Harto sé yo que lapolicía, teológica o no, supone que dondequiera queha habido amor puede haber odio, y aquí está la pri-mera base para la acusación. Pero el segundo puntoes todavía más importante, y yo lo ofrezco por eso debuena gana: no sólo es verdad que Páuline me amaba,sino que es cierto también que esta misma mañana,antes de que ella muriera, escribió en esa mesa sutestamento haciendo para mí y mi nueva iglesia unlegado de medio millón. ¡Ea, pues! ¿Dónde están lasesposas? ¿Os figuráis que me afligen las miserias aque pudierais someterme? Toda servidumbre penalserá para mí como el esperar a mi amada en la esta-ción del camino. Y la horca misma será para mí comoun viaje hacia el país donde está ella, un viaje en uncarro despeñado.

Todo esto lo dijo con gran autoridad oratoria, agi-tando la cabeza, mientras Flambeau y Joan Stacey loescuchaban llenos de asombro. La cara del padreBrown sólo expresaba el más profundo dolor, y mira-ba al suelo con una angustiosa arruga pintada en lafrente. El profeta se recostó gallardamente en la chi-menea y continuó:

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—En pocas palabras le he dado a usted los ele-mentos de mi acusación, de la única acusación posi-ble contra mí. En menos palabras voy a destrozarlahasta no dejar una sola huella. En cuanto al hechoconcreto del crimen, la verdad queda encerrada enuna simple frase: yo no he cometido este crimen. Pau-line Stacey cayó desde este piso a las doce y cincominutos. Un centenar de personas podrá acudir a laprueba testimonial y declarar que yo estuve en el bal-cón de mi piso desde poco antes de las doce hasta lasdoce y cuarto, que es la hora habitual de mis oracio-nes. Mi empleado (un honrado joven de Clapham quenada tiene que ver conmigo) jurará que él estuvo sen-tado en el vestíbulo toda la mañana y que no vio salira nadie. Él jurará asimismo que me ha visto entrardiez minutos antes de la hora indicada, quince minu-tos antes del accidente, y que durante ese tiempo yono he salido de la oficina ni me he movido del balcón.Jamás pudo haber coartada más perfecta. Puedo citara declaración a medio barrio de Westminster. Quíten-me otra vez las esposas; será lo mejor. Esto se haacabado.

»Pero todavía, para que no quede ni el menor aso-mo de tan estúpida sospecha, le diré a usted todo loque usted quiere saber de mí. Creo estar al tanto decómo vino a morir mi infortunada amiga. Si ustedquiere, podrá usted echármelo en cara, o acusar porlo menos a mi religión y a mi fe, pero no encerrarmeen la cárcel por ello. Es bien sabido de cuantos se con-sagran a las verdades superiores que algunos adep-tos o illuminati han alcanzado realmente el poder dela levitación, es decir, la facultad de suspenderse enel aire. Este hecho no es más que una parte de la ge-neral conquista de la materia que constituye el ele-

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mento principal de esta nuestra sabiduría oculta. Lapobre Pauline tenía un temperamento impulsivo yambicioso. A decir verdad, yo creo que ella se figura-ba haber profundizado los misterios mucho más delo que en efecto había conseguido. A menudo me de-cía, cuando bajábamos juntos en el ascensor, que te-niendo voluntad firme podría uno bajar flotando sinmayor daño que una pluma ligera. Pues bien: yo creosolemnemente que en un éxtasis de noble arrebatoella intentó el milagro. Su voluntad, o su fe, flaquea-ron seguramente a la hora decisiva, y las bajas leyesde la materia se vengaron horriblemente. Ésta es, se-ñores, la verdadera historia; muy triste y, para voso-tros, muy llena de presunción y maldad pero no cri-minal, en manera alguna: en todo, no se trata de cosaque me pueda ser imputada. En el estilo abreviado delos tribunales de policía vale más llamarla suicidio;en cuanto a mí, yo la llamaré siempre heroico fracasoen la senda del adelanto científico y el escalamientodel cielo.

Aquella fue la primera vez que Flambeau veía alpadre Brown derrotado. Seguía éste mirando el suelocon el penoso ceño arrugado, como si estuviera llenode vergüenza. Era imposible desvanecer la impresióncausada por las aladas palabras del profeta de queallí había un tétrico acusador profesional del génerohumano, aniquilado por un espíritu lleno de salud ylibertad naturales, mucho más puro y eminente. Porfin, el padre Brown logró hablar, pestañeando y conun aire marcado de sufrimiento físico.

—Bueno; puesto que así es, caballero, no tieneusted más que tomar el testamento y marcharse. ¿Dón-de lo habrá dejado la pobre señora?

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—Debe de estar por ahí, en el escritorio, junto a lapuerta —dijo Kalon con esa sólida candidez que, des-de luego, parecía absolverle—. Ella me había dichoque hoy lo redactaría, y al pasar en el ascensor a midepartamento la vi escribiendo.

—¿Estaba la puerta abierta? —preguntó el sacer-dote mirando distraídamente el ángulo de la estera.

—Sí —dijo Kalon.—¡Ah! —contestó el otro—. Desde entonces ha

estado abierta.Y continuó estudiando la trama de la estera.—¡Aquí hay un papel! —dijo la triste Miss Joan.Se había acercado al escritorio de su hermana, que

estaba junto a la puerta, y tenía en la mano una hojade papel azul. En su rostro había una acre sonrisa, delo más inoportuno en momentos como aquel. Flam-beau no pudo menos de mirarla con extrañeza.

Kalon el profeta no manifestó curiosidad algunapor el papel, manteniendo siempre su regia indife-rencia. Pero Flambeau lo tomó de manos de la mu-chacha y lo leyó con la más profunda sorpresa. Co-menzaba el papel, en efecto, con los términos sacra-mentales de un testamento, pero después de las pala-bras: «Hago donación de todo cuanto he poseído», laescritura se interrumpía de pronto con unos trazos yrayas en seco donde ya no era posible leer el nombredel legatario. Flambeau, asombrado, mostró a su ami-go el clérigo este testamento truncado; el clérigo leechó mirada y se lo pasó, sin decir palabra, al sacer-dote del Sol.

Un instante después, el pontífice, con sus esplén-didos ropajes talares, cruzó la estancia en dos brin-cos, e irguiéndose cuan largo era frente a Joan Stacey,

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con unos ojazos azules que parecían salírsele de lacara:

—¿Qué trampa endiablada es ésta? —gritó—. Estono es todo lo que escribió Pauline.

Todos se quedaron sorprendidos al oírle hablaren otro tono de voz, tan diferente del primero. En suhabla se notaba ahora un gangueo yanqui no disimu-lado. Toda su grandeza y su buen inglés se le cayeronde encima como una capa.

—Esto es lo único que hay en el escrito —dijo Joan,y se le quedó mirando con la misma sonrisa perversa.

De pronto aquel hombre se soltó profiriendo blas-femias y echando de sí cataratas de palabras incrédu-las. Aquella manera de abandonar la máscara era real-mente penosa; era como si a un hombre se le cayerala cara que Dios le dio.

Cuando se cansó de maldecir, gritó en pleno dia-lecto americano:

—¡Oiga usted! Yo seré un aventurero, pero me estápareciendo que usted es una asesina. Sí, caballeros;aquí tienen ustedes explicado su enigma, y sin recu-rrir a la levitación. La pobre muchacha escribe un tes-tamento en mi favor; llega su malvada hermana, lu-cha por arrancarle la pluma, la arrastra hasta la rejadel ascensor, y la precipita antes de que haya podidoterminarlo. ¡Voto a tal! ¡Traigan otra vez las esposas!

—Como usted ha dicho muy bien —replicó Joancon horrible calma—, el ayudante de usted es un jo-ven muy honrado que sabe bien lo que vale el jura-mento, y jurará, sin duda, ante cualquier tribunal, queyo estaba arriba, en el piso de usted, preparando cier-tos papeles que había que copiar a máquina desdecinco minutos antes hasta cinco minutos después de

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que mi hermana cayera. También Mr. Flambeau le diráa usted que me encontró arriba.

Hubo un silencio.—¡Cómo! —exclamó Flambeau—. ¿Entonces, Pauli-

ne estaba sola cuando cayó, y se trata de un suicidio?—Estaba sola cuando cayó —dijo el padre

Brown—; pero no se trata de un suicidio.—Entonces, ¿cómo murió? —preguntó Flambeau

con impaciencia.—Asesinada.—¡Pero si estaba sola! —objetó el detective.—¡Fue asesinada cuando estaba sola! —contestó

el sacerdote.Todos se le quedaron mirando, pero él conservó su

actitud de desaliento, su arruga en la frente y aquellasombra de pena o vergüenza impersonal que parecíainvadirle. Su voz era descolorida y triste.

—Lo que yo necesito saber —gritó Kalon, lanzan-do otro voto— es a qué hora viene la policía por estahermana sanguinaria y perversa; ha matado a uno desu sangre, y a mí me ha robado medio millón que eratan sagrado y tan mío como…

—Pero oiga usted, oiga usted, profeta —interrum-pió Flambeau con ironía—. Recuerde usted que todoeste mundo es ilusión vana.

El hierofante del áureo sol hizo un esfuerzo paravolver a su pedestal y dijo:

—¡Si no se trata sólo del dinero! Aunque esa sumabastaría para propagar la causa en todo el mundo. Setrata de los anhelos de mi amada. Para Pauline todoesto era santo. En los ojos de Pauline…

El padre Brown se levantó de un salto, tan brusca-mente que derribó el sillón. Estaba mortalmente páli-

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do, pero parecía encenderlo una esperanza: sus ojosllameaban.

—¡Eso es! —gritó con voz clara—. Por ahí hay quecomenzar. En los ojos de Pauline...

El esbelto profeta retrocedió espantado ante eldiminuto clérigo y gritó:

—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué pretende hacer?—En los ojos de Pauline... —repitió el sacerdote,

con los suyos cada vez más ardientes—. ¡Continúeusted, continúe usted, en nombre de Dios! El máshorrible crimen que puedan inventar los demonios esmás leve después de la confesión. Confiese usted, selo imploro. ¡Continúe usted, continúe usted! En losojos de Pauline..

—¡Déjeme usted en paz, demonio! —tronó Kalon,luchando como un gigante amarrado—. ¿Quién esusted, usted, espía maldito, para envolverme en sustelarañas y atisbar y escudriñarme el alma? ¡Déjemeusted irme en paz!

—¿Debo detenerle? —preguntó Flambeau saltan-do hacia la puerta que ya Kalon tenía entreabierta.

—No; déjele usted salir —dijo el padre Brown conun suspiro hondo y extraño que parecía salir del fon-do del Universo.

Cuando aquel hombre hubo salido, sobrevino unlargo silencio, que fue, para la impaciencia de Flam-beau, una agonía de interrogaciones. Miss Joan Staceyse puso con la mayor frialdad a arreglar los papelesde su escritorio.

—Padre —dijo al fin Flambeau—, es mi deber, nosólo es cuestión de curiosidad, es mi deber averiguar,si es posible, quién cometió el crimen.

—¿Cuál crimen? —preguntó el padre Brown

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—El crimen de que, tratamos, naturalmente —re-plicó su amigo con impaciencia.

—Es que tratamos de dos crímenes —explicó elpadre Brown—, crímenes de muy distinta condición,Y también de dos criminales distintos.

Miss Joan Stacey, habiendo juntado sus papeles,echó la llave al cajón. El padre Brown prosiguió, ha-ciendo de ella tan poco caso como ella parecía hacerde él.

—Los dos crímenes —observó— fueron cometi-dos aprovechándose de la misma debilidad de la mis-ma persona y luchando por arrebatarle su dinero. Elautor del crimen mayor tropezó en su camino con elcrimen menor; el autor del crimen menor fue el quese quedó con el dinero.

—¡Oh, no hable usted como un conferenciante!—gritó Flambeau—. Dígalo usted en pocas palabras.

—Puedo decirlo en una sola palabra —contestó suamigo.

Miss Joan Stacey, con una muequecilla de personaocupada se puso ante el espejo su sombrero negro detrabajo, y mientras la conversación continuaba, tomósu bolsa y su sombrilla salió de la habitación rápida-mente.

—¡La verdad —dijo el padre Brown— está en unasola y breve palabra! Pauline Stacey era ciega.

—¡Ciega! —repitió Flambeau, e irguió lentamentesu enorme estatura.

—Estaba condenada a ello por nacimiento —conti-nuó Brown—. Su hermana la hubiera obligado a usargafas, si ella lo hubiera consentido, pero su filosofía osu capricho era que no debe uno aumentar estos ma-les sometiéndose a ellos. No admitía, pues, la nebulo-sidad de su vista, o trataba de disiparla a fuerza de

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voluntad. Su vista, sometida a semejante esfuerzo fueempeorando. Pero todavía faltaba el último y agota-dor esfuerzo. Y sobrevino con ese precioso profeta, ocomo se llame, que la enseñó a mirar de frente al sol.A esto llamaban «la aceptación de Apolo». ¡Ay, si estosnuevos paganos fueran siquiera antiguos paganos, se-rían un poco mejores! Los antiguos paganos sabíanque la simple y cruda adoración de la Naturaleza tie-ne sus lados crueles. Sabían bien que el ojo de Apolociega y conmueve.

Hubo una pausa, y el sacerdote continuó con vozsuave y algo quebrada:

—No es seguro que este hombre infernal la hayavuelto ciega de propósito; pero no cabe duda que seaprovechó deliberadamente de su ceguera para ma-tarla. La sencillez misma del crimen es abrumadora.Ya sabe usted que tanto él como ella subían y baja-ban en el ascensor sin ayuda del empleado. Tambiénsabe usted que este ascensor se desliza sin el menorruido. Kalon subió en el ascensor hasta este piso, ypudo ver, por la puerta abierta, a la muchacha queescribía, son toda la lentitud del que ha perdido lavista, el testamento prometido. Él, entonces, le dijoamablemente que allí le dejaba el ascensor a su dis-posición y que cuando acabara no tenía más que sa-lir. Dicho esto, oprimió el botón y subió sigilosamen-te hasta su piso, entró en su oficina, salió a su balcón,y estaba orando tranquilamente ante la muchedum-bre callejera cuando la pobre muchacha, acabada suobra, corrió alegremente adonde su amante y el as-censor habían de recibirla; dio un paso...

—¡No! —gritó Flambeau.—Con sólo haber oprimido ese botón —continuó

el curita con la voz descolorida que usaba para des-

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cribir las cosas horribles— debió haber ganado me-dio millón. Pero el negocio se frustró. Se frustró por-que dio la pícara casualidad de que otra persona co-diciara también ese dinero, persona que también co-nocía el secreto de la ceguera de Pauline. En ese testa-mento había algo de que ninguno se ha dado cuenta:aunque incompleto y sin firma de la autora, ya lo ha-bían firmado como testigos alguna empleada y la otraMiss Stacey. Joan había firmado anticipadamente, di-ciendo, con un desdén de las formas legales, típica-mente femenino, que ya lo acabaría Pauline después.Es decir, que Joan quería que su hermana firmara eltestamento sin ningún testigo en el momento de lafirma. ¿Por qué? Pienso en la ceguera de Pauline ycreo seguro que Joan lo que se proponía al desearque Pauline firmara sin testigos era sencillamenteque fuera incapaz de firmarlo, según voy a explicar.

Esta gente acostumbra siempre usar plumas esti-lográficas. Para Pauline era una verdadera necesidad.Ella, por el hábito y la fuerza de voluntad, era capaztodavía de escribir como si conservara ilesa la vista,pero le era imposible darse cuenta de cuándo habíaque mojar la pluma en el tintero. De suerte que era suhermana la encargada de llenar las plumas, y todaslas llenaba con el mayor cuidado, menos una, que dejóde llenar también con el mayor cuidado. Y sucedióque el resto de la tinta bastó para trazar una línea yluego se agotó. Y el profeta perdió quinientas mil li-bras esterlinas y cometió, por nada, uno de los asesi-natos más brutales y más brillantes que registra laHistoria.

Flambeau se dirigió a la puerta y oyó los pasos dela policía que venía por la escalera.

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—Para poder en diez minutos reconstruir el cri-men de Kalon —dijo, volviendo al lado de su amigo—habrá usted tenido que hacer un esfuerzo endemo-niado.

El padre Brown se agitó en su asiento:—¿El crimen de Kalon? —repuso—. No. Más traba-

jo me ha costado poner en claro el de Miss Joan y laestilográfica. Yo comprendí que Kalon era el criminalantes de entrar en esta casa.

—No exagere usted —dijo Flambeau.—No; lo digo en serio —contestó el sacerdote—.

Le aseguro a usted que comprendí que era él quien lohabía hecho aun antes de saber qué era lo que habíahecho.

—¿Cómo así?—Estos estoicos paganos —dijo el padre Brown,

reflexivo— siempre fracasan por su exceso de ener-gía. Hubo un ruido, hubo una gritería en la calle y, apesar de todo, el sacerdote de Apolo no se inmutó, nisiquiera miró. Yo no sabía de qué se trataba, pero com-prendí que era algo que a él no le cogía de sorpresa.

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XI. LA MUESTRAXI. LA MUESTRAXI. LA MUESTRAXI. LA MUESTRAXI. LA MUESTRADE LA «ESPADA ROTA»DE LA «ESPADA ROTA»DE LA «ESPADA ROTA»DE LA «ESPADA ROTA»DE LA «ESPADA ROTA»

Grises se veían los millares de brazos de aquella sel-va; plateados sus millones de dedos. En un cielo depizarra verde azulosa, las frías y lúcidas estrellas re-sultaban briznas de hielo. Toda aquella tierra, tan fe-raz y poco habitada, aparecía como endurecida bajola tenue escarcha. Los huecos negros que alternabancon los troncos de los árboles semejaban cavernasnegras e infinitas de aquel despiadado infierno es-candinavo, infierno de insoportable frío. Aun la pie-dra cuadrangular de la torre de la iglesia parecía sercosa de origen septentrional y de carácter pagano, cualsi fuera una torre bárbara entre las rocas marinas deIslandia. Mala noche para venir a explorar el campo-santo de la Iglesia. Pero tal vez valía la pena.

Levantábase el camposanto al lado de las cenicien-tas orillas del bosque, sobre una corcova o dorso delcésped verde que, a la luz de las estrellas, era grisá-ceo. Casi todas las sepulturas estaban en una pen-diente, y el camino que llevaba a la iglesia era tanempinado como una escalera. En lo alto de la colina,en el plano, aparecía el monumento al que debía sufama el lugar. Contrastaba con las sepulturas infor-mes: que lo rodeaban, porque era obra de uno de losmás célebres escultores de la moderna Europa. Contodo, su celebridad había pasado al olvido ante la ce-lebridad del hombre cuya imagen representaba la es-

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cultura. Al lápiz plateado de la luz estelar se veía lasólida imagen metálica de un soldado moribundo, al-zadas las manos en una perenne plegaria, la cabezasobre la dura almohada del cañón. La cara, venerabley barbada, bien patilluda, según la antigua y pesadamoda del coronel «Newcomen». El uniforme, aunquetratado: en unos cuantos toques sencillos, era el de laguerra moderna. A la derecha, una espada con la pun-ta rota; a la izquierda, la sagrada Biblia. En las lumi-nosas tardes veraniegas llegaban coches llenos deamericanos y gente culta de los alrededores que ve-nían a admirar el sepulcro. Aun entonces, todos sen-tían que aquella vasta región forestal, con su colinadel cementerio y su iglesia, era un sitio muy abando-nado y oculto. En las heladas negruras del invierno,ya se comprenderá que era el sitio más solitario bajolas estrellas. Sin embargo, en la quietud de aquellosbosques inmóviles rechinó una reja. Y he aquí quedos vagas figuras negras entraron por el camino queconducía al cementerio.

El claror frío de las estrellas era tan tenue que nadase podía saber de aquellos hombres sino que ambosiban de negro, que uno de ellos era gigantesco y elotro, como por contraste, casi enano. Se dirigieronhacia la gran tumba esculpida del guerreo histórico yla contemplaron un rato. En todo el contorno no seveía un hombre ni una cosa viviente, y aun podíadudarse en un parpadeo de fantasía, de si aquelloshombres eran hombres. En todo caso, su conversa-ción comenzó con frases muy extrañas. El hombrepequeño rompió el silencio y dijo así:

—¿Dónde esconderá una arenita un sabio?—En la playa —dijo el hombre alto en voz baja.

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El pequeño movió la cabeza, y tras corto silenciodijo:

—¿Dónde esconderá una hoja el sabio?Y el otro contestó:—En el bosque.Nueva pausa. Y luego el mayor continuó:—¿Quiere usted decir que cuando el sabio trata

de ocultar un diamante verdadero está probado quelo esconderá entre falsos?

—No, no —dijo el pequeño, soltando la risa—. Lopasado, pasado.

Pateó unos segundos para calentarse los pies, yluego:

—No estoy pensando en eso, sino en algo muy di-ferente —dijo— y muy peculiar. ¿Quiere usted encen-der una cerilla?

El gigantón se hurgó los bolsillos, y pronto se oyóun chasquido, y una llama pintó de oro todo un pañodel monumento. Allí, en letras negras, estaban talla-das las conocidas palabras que tantos americanos le-yeron con el mayor respeto:

Consagrado a la memoriadel general sir Arthur Saint Clare,héroe y mártir, que siempre venció a susenemigos y siempre supoperdonarlos, y al fin muriópor la traición a manos de ellos.Plegue a Dios —en quienél puso su confianza— recompensarley vengarle.La cerilla le quemó al fin los dedos al gigante, se

apagó y cayó. Iba el hombre a encender otra cuandosu compañero le detuvo:

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—Muy bien, amigo Flambeau. Ya he visto lo quequería. O más bien: no he visto lo que deseaba no ver.Y ahora, a caminar una milla y media hasta la próxi-ma posada. Porque sabe el cielo la necesidad de estarjunto al fuego y echar un trago de cerveza que experi-menta quien se atreve con semejante historia.

Bajaron por la escarpada senda, cerraron otra vezla rústica reja, y con paso firme y ruidoso se interna-ron por el congelado camino de la selva. Anduvieronun cuarto de milla en silencio antes de que el pequeñodijera:

—Sí; el sabio esconde un grano de arena en la pla-ya. Pero si no hay playa por allí cerca, ¿qué, hace?¿Ignora usted los trabajos que pasó ese gran St. Clare?

—Yo no sé una palabra sobre los generales ingle-ses, padre Brown —contestó el otro, riendo—. Aun-que algo sé de los policías ingleses. Yo sólo sé que,sea quien fuere ese personaje, me ha arrastrado us-ted de aquí para allá por todos los sitios donde que-dan reliquias de él. Se diría que murió, por lo menos,en seis distintos lugares. Yo he visto una placa con-memorativa del general St. Clare en la abadía de West-minster. He visto una saltarina estatua ecuestre delgeneral St. Clare en el muelle. He visto un medallóndel general St. Clare en la calle donde nació y otro enla calle donde vivió, y ahora me arrastra usted al ce-menterio de esta aldea para ver el sitio en que su ataúdse conserva. La verdad es que comienzo a cansarmede este magnífico personaje, sobre todo porque igno-ro completamente quién fue. ¿Qué anda usted bus-cando en todas estas lápidas y efigies?

—Una palabra, y nada más —dijo el padreBrown—. Una palabra que no puedo encontrar.

—Bueno —dijo Flambeau—; ¿quiere explicármelo?

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—Lo dividiré en dos partes —dijo el sacerdote—.Primero lo que todos saben, y después lo que yo sé.Lo que todos saben es muy sencillo y breve de contar.Además, es una completa equivocación.

—¡Bravo! —dijo el gigantesco Flambeau alegremen-te—. Comencemos por la equivocación, comencemospor lo que todo el mundo sabe y que no es verdad.

—Si no todo es mentira, por lo menos está muymal entendido —continuó el padre Brown—. Porqueen rigor todo lo que el público sabe se reduce a esto:el público sabe que Arthur St. Clare fue un gran gene-ral inglés victorioso. Sabe que, tras espléndidas y con-cienzudas campañas en la India y en África, mandabala expedición contra el Brasil cuando el gran patriotabrasileño Olivier lanzó su ultimátum. Sabe que en-tonces St. Clare atacó a Olivier con escasas fuerzas yque éste le opuso un ejército poderoso. Que tras he-roica resistencia cayó prisionero. Y sabe que despuésde caer en manos enemigas, y con escándalo del mun-do civilizado, St. Clare fue colgado de un árbol. Así loencontraron tras la retirada de los brasileños, con laespada rota colgada al cuello.

—¿Y es falsa esta versión popular? —preguntóFlambeau.

—No —dijo su amigo—; hasta aquí, la versión esexacta.

—Es que la historia no puede ir más allá —advirtióFlambeau—. Y si todo esto es verdadero, ¿dónde estáel misterio?

Habían pasado ya muchos centenares de árbolesgrises y fantásticos antes de que al curita le diera lagana de contestar. Al fin, mordiéndose un dedo, ex-plicó:

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—Mire usted: el misterio es un misterio psicológi-co. O mejor dicho, es un misterio de dos psicologías.En esa cuestión del Brasil, dos de los más famososhombres de la historia moderna obraron en absolutacontradicción con su respectivo carácter. Recuerdeusted que ambos, Olivier y St. Clare, eran héroes; lode siempre: la lucha entre Héctor y Aquiles. ¿Y quédiría usted de un combate en que Aquiles se portaratímidamente y Héctor como traidor?

—Prosiga usted —dijo el otro con impaciencia,viendo que su interlocutor volvía a morderse un dedoy callaba.

—Sir Arthur St. Clare era un soldado religioso a laantigua, el tipo de militares que nos salvó cuando losmotines de los cipayos —continuó el padre Brown—.Siempre estaba más por el deber que por el ataque, ycon todo su valor y acometividad personales, era unjefe prudente, a quien indignaba todo gasto inútil defuerzas. Sin embargo, en esa su última batalla parecehaber intentado algo que aun a los ojos de un niñoresulta absurdo. No hace falta ser un estratega paracomprender que aquello era un disparate. No hacefalta ser un estratega para echarse a un lado cuandopasa un automóvil. Éste es el primer misterio ¿dóndetenía la cabeza el general inglés? Y el segundo enigmaes éste: ¿dónde tenía el corazón el general brasileño?El presidente Olivier habrá sido un visionario o, si sequiere, un obstáculo; pero aun sus enemigos admitenque era magnánimo como un caballero andante. Casitodos sus prisioneros quedaban libres y hasta reci-bían de él beneficios. Los que se lo figuraban de otromodo, después de tratarlo, se quedaban encantadosde su sencillez y su bondad. ¿Cómo es posible admitirque sólo una vez en la vida se le haya ocurrido ven-

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garse tan diabólicamente? ¿Y esto precisamente el díaen que ningún daño había recibido? Ya lo ve usted.Uno de los hombres más sabios del mundo obra undía como un idiota, sin ninguna razón. Uno de loshombres más buenos del mundo obra un día comoun demonio, sin ninguna razón. Y toda la cuestiónestá en eso. Conciérteme usted esas medidas, amigomío.

—No, no —dijo el otro dando un resoplido—.Conciértemelas usted. Y haga el favor de explicárme-lo todo muy claro.

—Bueno —continuó el padre Brown—. No seríajusto decir que la versión pública es tal cual yo la hedescrito, sin añadir que de entonces acá han sucedi-do dos cosas. No puedo decir que traigan nueva luz anuestro enigma, porque nadie ha acertado aún a en-tenderlas. Pero, por lo menos, traen una nueva espe-cie de oscuridad: desvían hacia otro punto la oscuri-dad. La primera cosa fue ésta: el médico de la familiade St. Clare rompió con la familia y se puso a publicaruna serie de violentos artículos, en que afirmaba queel difunto general había sido un maniático religioso,pero, según los hechos por él alegados el general re-sultaba sencillamente un hombre peligroso. Así lacampaña del médico fracasó. Todos sabían, por lodemás, que St. Clare compartía ciertas excentricida-des de la piedad puritana. El segundo incidente esmás importante. En el infortunado y desamparado re-gimiento que hizo aquel temerario ataque en Río Ne-gro había un tal capitán Keith que estaba comprome-tido por aquella sazón con la hija de St. Clare y quedespués se casó con ella. Cayó prisionero en manosde Olivier, y, como todos los demás prisioneros, conexcepción del general, parece que fue tratado muy

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bondadosamente y pronto fue puesto en libertad. Unosveinte años después, este hombre, entonces tenientecoronel, publicó una especie de autobiografía titula-da: Un oficial inglés en Birmania y en el Brasil. Y en lapágina que el lector ansioso busca afanosamente paradar con el relato del misterioso fin de St. Clare apare-cen, más o menos, estas palabras: «En todo este librohe contado todos los sucesos tal como han ocurrido,porque comparto la antigua opinión de que la gloriade Inglaterra es lo bastante adulta para cuidarse sola.Pero en este punto de la derrota de Río Negro tengoque hacer una excepción, y las razones que me obli-gan a ello, aunque de orden privado, son enteramen-te honorables y también bastante imperiosas. Sinembargo, para hacer justicia a la memoria de dos hom-bres eminentes debo decir algunas palabras. Se haacusado al general St. Clare de haberse portado contorpeza en aquella ocasión; yo soy testigo, al menos,de que aquella jornada, bien entendida, fue una delas más brillantes y sagaces de su historia. Tambiénsobre el presidente Olivier ha caído la acusación deque se portó con una injusticia salvaje. Debo al honorde un enemigo el manifestar que en esa ocasión ex-tremó, todavía más que nunca, su característica bon-dad. Y para decirlo en pocas palabras, puedo asegu-rar a mis compatriotas que ni St. Clare fue tan necioni Olivier tan bárbaro como parece. Y es cuanto pue-do decir, y ninguna otra consideración humana meobligará a añadir una palabra».

Una enorme luna de hielo, como reluciente bolade nieve, se había levantado por entre la maraña deárboles que quedaba frente a ellos y a su fulgor elnarrador pudo refrescar sus recuerdos del texto delcapitán Keith con una hoja de papel impreso que lle-

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vaba consigo. La dobló, la guardó de nuevo, y Flam-beau alargó la mano con un ademán muy francés paradecir:

—Espere un poco, espere un poco. Creo adivinaralgo al primer intento.

Y siguió caminando, resollando fuerte, con la ne-gra cabeza y cuello de toro algo doblados, como uncorredor en pos de la meta. El curita, divertido e inte-resado, tuvo que esforzarse por trotar en pos de suamigo. Frente a ellos los árboles comenzaron a abrir-se a derecha e izquierda y el camino desembocó enun valle claro y bañado de luna y después volvió aescurrirse, como un conejo, por entre los vericuetosde otro bosque. La entrada de este otro bosque seveía pequeña y redonda como la boca de un túnellejano. Pero estaba a menos de cien metros, y antesde que Flambeau volviera a hablar, se descubrió anteellos como una caverna.

—¡Ya lo tengo! —exclamó dándose en el muslo conentusiasmo—. Todo ha sido pensarlo cuatro minutosóigame usted.

—Venga —asintió el otro.Flambeau levantó la cabeza, pero bajó la voz.—El general sir Arthur St. Clare —dijo— proviene

de una familia en quien la locura era hereditaria ytodo su anhelo era ocultar esto a su hija y, a ser posi-ble, también a su futuro yerno. Con razón o sin ella,creyó un día estar cerca de la crisis fatal y prefirióantes suicidarse. Pero un suicidio ordinario hubieraprovocado sospechas de lo que él deseaba ocultar. Alacercarse el momento de la batalla, sintió que su ce-rebro se iba nublando cada vez más, y en un momen-to de desesperación sacrificó su deber público a sudeber privado. Se arrojó al combate precipitadamen-

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te, con la esperanza de caer a la primera bala. Al verque sólo había logrado el fracaso y la prisión, la bom-ba oculta en su cerebro estalló, rompió su espada, y élmismo se colgó de un árbol.

Quedóse mirando la gris fachada del bosque quese movía frente a ellos con la boca negra en el centro,como boca de sepultura por donde se precipitaba elsendero. Tal vez ese vago aspecto amenazador de unbosque que se traga un camino reforzó su visión dela tragedia del desdichado general porque se estre-meció un poco

—¡Terrible historia! —dijo.—¡Terrible historia! —repitió el sacerdote con la

cabeza ladeada—. Pero falsa.Después echó hacia atrás la cabeza con desespe-

ración y exclamó:—¡Ojalá así hubiera sido!El talludo Flambeau se le quedó mirando.—La historia que usted acaba de forjar es limpia,

por lo menos —explicó el pequeño—. Es una historiagrata, pura, honrada, tan blanca y tan franca comoesa luna. Después de todo la locura y la desespera-ción son cosas harto inocentes. Hay cosas mucho peo-res, Flambeau.

Flambeau se puso a contemplar la luna, que el otroacababa de invocar y que, vista desde allí, aparecíacruzada por la rama negra de un árbol en forma decuerno.

—Padre..., padre —dijo Flambeau, gesticulando ala francesa y apresurando el paso—, ¿dice usted quepudo ser peor?

—Peor —repitió el padre Brown como un eco. Ypenetraron en el negro túnel del bosque que a uno y

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otro lado ofrecía un tapiz corrido de troncos, como enlos confusos corredores de un sueño.

Pronto se encontraron en las más secretas entra-ñas de la selva, sintiendo que pasaban rozando suscaras unos follajes que ni siquiera podían ver. El sa-cerdote dijo otra vez:

—¿Dónde ocultará el sabio una hoja? En el bos-que. Pero... ¿si no tiene a mano ningún bosque...?

—Bueno, bueno —gritó el irritable Flambeau—.¿Qué hará entonces?

—Sembrará y formará un bosque para ocultarla—dijo el sacerdote con voz opaca—. ¡Un grave peca-do!

—¡Oiga usted! —gritó su impaciente amigo, exci-tados sus nervios por la oscuridad de aquel enigmacomo por la oscuridad del bosque—. ¿Quiere ustedexplicarme eso o no? ¿Hay algunos otros datos?

—Hay otros tres indicios de datos —dijo el otro—que he desenterrado por ahí en rincones y agujeros.Voy a presentarlos a usted en un orden lógico másque cronológico. En primer término, nuestra autori-dad, para establecer el resultado de la batalla, son losdespachos del propio Olivier que son bastante claros.Dice que se encontraba atrincherado con dos o tresregimientos en las alturas que dominan Río Negro yal otro lado del cual el terreno es más bajo y pantano-so. Más allá, el campo se levanta ligeramente, y allíestá el puesto avanzado de los ingleses, soportadopor fuerzas que se han quedado muy atrás. En con-junto, las fuerzas inglesas son muy superiores a lassuyas, pero ese regimiento avanzado se encuentra tanlejos de sus bases, que Olivier considera posible elplan de cruzar el río para cortar dicho regimiento. Alanochecer, sin embargo, se ha decidido a no abando-

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nar sus posiciones, que son singularmente ventajo-sas. Al amanecer del día siguiente ve con asombroque aquel puñado de ingleses, sin recibir auxilio nin-guno de sus reservas de retaguardia, se ha atrevido acruzar el río, en parte por un puente que hay a laderecha y en parte por un vado que hay más allá, y seencuentra ya a este lado del río y justamente debajode él.

»Es increíble que siendo tan pocos y teniendo elenemigo posiciones tan ventajosas, intenten un ata-que. Pero Olivier advierte otra circunstancia todavíamás inexplicable: que en lugar de procurarse terrenosólido aquel regimiento de locos, dejando el río a suespalda, mediante un avance desconsiderado no hacemás que meterse en el fango como un puñado demoscas que se mete en la miel. Inútil decir que losbrasileños abren grandes claros en sus filas con elfuego de la artillería, y que ellos solo pueden contes-tar con un fuego de fusilería tan ineficaz como animo-so. Con todo, no cejan. Y el breve despacho de Olivier,termina con un gran tributo de admiración por el mís-tico valor de aquellos imbéciles. “Finalmente —dice—,nuestras líneas avanzan y los impelen hacia el río.Hemos hecho prisionero al mismo general St. Clare ya varios oficiales. El coronel y el mayor han muerto enla acción. No puedo menos de manifestar que la his-toria ofrece pocos espectáculos más hermosos que laresistencia final de este regimiento extraordinario; allíse vio a los oficiales heridos arrebatar el arma a lossoldados muertos, y al mismo general enfrentarse alenemigo a caballo, descubierta la cabeza y con unaespada rota en la mano”. Sobre lo que después suce-dió con el general, también Olivier guarda silencio.

—Bueno —gruñó Flambeau—. Vengan más datos.

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—El siguiente dato —dijo el padre Brown me cos-tó algún tiempo descubrirlo, pero queda expuesto endos palabras. En un hospicio que hay entre los panta-nos de Lincolnshire me encontré con un veterano he-rido en la batalla de Río Negro y que, además, habíaasistido al coronel del regimiento en el instante de sumuerte. Era éste un tal coronel Clancy, un irlandés decepa y parece que, más que de sus heridas, murió dela rabia que tuvo. El pobre coronel, en todo caso, noera responsable de aquel avance desatentado; el ge-neral le había obligado a ello. Según el veterano, susúltimas y edificantes palabras fueron éstas: “Y allá vael asno de hombre con la espada rota; ¡así le rompie-ran la cabeza!»” Notará usted que todos han adverti-do este detalle de la espada rota, aunque todos lo hanconsiderado con más respeto que el difunto coronelClancy. Y ahora vamos al tercer indicio.

El camino comenzó a empinarse y el padre Browntuvo que callar un poco para tomar aliento. Despuésprosiguió en igual tono:

—Hará apenas uno o dos meses murió en Inglate-rra un oficial brasileño que salió de su país por cier-tas dificultades con Olivier. Era persona bien conoci-da, tanto aquí como en el continente: un español, denombre Espada. Yo le conocí también; era un viejodandy de cara amarillenta que tenía una narizganchuda. Por razones de orden privado, tuve oca-sión de examinar los documentos que dejó a su muer-te. Era católico, desde luego, y yo le ayudé a bien mo-rir. Entre sus cosas no había nada que sirviera paraaclarar el misterio del general St. Clare, salvo cinco oseis breviarios que habían sido de un soldado inglés yestaban llenos de notas. Supongo que los brasileñoslos recogieron de algún cadáver que quedó en el cam-

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po. Las notas se interrumpían en la noche anterior ala batalla.

»Pero el relato que dejó ese soldado sobre la vís-pera de la acción era digno de leerse. Lo llevo conmi-go, pero aquí no puedo leerlo; está esto muy oscuro.Le haré a usted un resumen de lo que dice. Comienzacon una colección de frases burlescas que, por lo vis-to, le dirigían todos a algún individuo apodado el Bui-tre. Pero este Buitre no parece haber sido uno de lossuyos ni siquiera un inglés. Tampoco es seguro quefuera un enemigo. Parece que fuera algún acompa-ñante, un no combatiente, quizás un guía, quizás uncorresponsal de guerra de algún periódico. Andabajunto al coronel Clancy, pero más a menudo se le veaparecer, a través de las notas, junto al mayor. Elmayor es una figura prominente en el relato del sol-dado: se le representa allí como un hombre encorva-do de cabellos negros, llamado Murray, irlandés delNorte y puritano. Y se habla mucho del contraste có-mico entre la austeridad de este hombre de Ulster yla jovialidad del coronel Clancy. También hay un chis-te sobre los colorines del traje del llamado Buitre.

»Pero todas estas insignificancias desaparecen antealgo que podemos comparar a un toque de clarín.Detrás del campamento inglés y casi paralelo al río,corre uno de los escasos caminos que atraviesan aqueldistrito. Al Oeste, el camino tuerce sobre el río y pasael puente de que ya he hablado. Al Este el camino semete por los matorrales, y a unas dos millas más allállega al otro campamento inglés. De aquel punto seoyó venir aquella tarde un ruido y tintineo de caballe-ría ligera, y hasta este simple narrador pudo compren-der, con asombro, que llegaba el general con su Esta-do Mayor. Venía en ese soberbio caballo blanco que

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habrá usted visto en las revistas ilustradas y en losretratos de la Academia. Y puede usted estar segurode que la tropa le saludó con verdadero entusiasmo.Pero él, sin gastar tiempo en ceremonias, saltó delcaballo, se mezcló en el grupo de oficiales y les endilgóun discurso solemne, aunque confidencial. Lo que másimpresionó a nuestro narrador fue el singular empe-ño que el general mostraba de discutirlo todo con elmayor Murray; sin embargo esta preferencia, con talde no ser exagerada, no tenía nada de extraño. Am-bos estaban hechos para entenderse; ambos eran genteque lee y practica su Biblia; ambos pertenecían al vie-jo tipo del militar evangelista. Ello es que cuando elgeneral montó otra vez a caballo todavía estaba dis-cutiendo sus planes muy seriamente con Murray yque al echar a andar el caballo lentamente hacia elrío, el hombre de Ulster caminaba a su lado en anima-do debate. Los soldados los vieron alejarse y, por fin,desaparecer tras una masa de árboles donde el cami-no tuerce hacia el río, el coronel volvió a su tienda; latropa, a sus puestos. El narrador se quedó por allíunos minutos, y de pronto vio algo extraordinario. Elsoberbio caballo blanco, que se había alejado a pasolento por el camino, como en las muchas paradasmilitares a que había concurrido, volvía a todo galopecomo si corriera en una pista. Al principio, la tropa sefiguró que el caballo, con el jinete encima, se habíadesbocado; pero pronto pudieron darse cuenta de queera el mismo general, gran caballista, quien lo hacíacorrer. Caballo y jinete llegaron como un huracán hastadonde estaba la tropa, y allí, refrenando al caracoleantecorcel, el general volvió hacia ellos la encendida caray preguntó por el coronel con una voz como la trom-peta del Juicio.

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»Yo me figuro que los vertiginosos sucesos de estacatástrofe se mezclaron desordenadamente en el almade aquellos hombres, como le pasó a nuestro diarista.Con sobresalto de una pesadilla cayeron todos, caye-ron literalmente en sus filas y se enteraron de que eramenester dar un ataque cruzando el río. El general yel mayor parece que habían descubierto quién sabequé en el puente, y apenas quedaba tiempo de luchara la desesperada. El mayor iba camino de la retaguar-dia para traer las reservas, pero aunque se dieranmucha prisa, era dudoso que pudieran llegar a tiem-po. Como quiera, había que cruzar el río aquella no-che y tomar las alturas al amanecer. Y el diario seinterrumpe con el barullo y la palpitación de la ro-mántica marcha nocturna.

El padre Brown caminaba ahora delante de su com-pañero, porque el camino se había hecho angosto ymás pendiente y más intrincado, al grado que ya lesparecía ir trepando por una escalera de caracol. Des-de arriba; entre las tinieblas, bajaba la voz del sacer-dote:

—Y todavía hay una circunstancia tan minúsculacomo enorme. Al azuzarlos el general a aquella cargacaballeresca, desenvainó a medias la espada, y des-pués la envainó otra vez como avergonzado de aquelademán melodramático. Ya ve usted: otra vez la es-pada.

Una semiluz comenzó a filtrarse por entre la ma-raña de arbustos, echando a sus pies la sombra deuna red. Comenzaban a subir de nuevo hacia la tenueluminosidad del campo abierto. Flambeau sintió quela verdad le rodeaba más como una atmósfera quecomo una idea. Y contestó, a tientas:

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—Y, ¿qué tiene de extraño? ¿No llevan espada ge-neralmente los oficiales?

—En la guerra moderna no es frecuente mencio-nar las espadas —dijo el otro—. Pero en esta historiatopamos a cada instante con la espada.

—¿Y qué? —gruñó Flambeau—. Eso es un inciden-te insignificante y que tiene cierto color: el viejo gene-ral rompe su espada en su último combate. Todo elque se haya asomado a la Historia caerá en ello. Poreso en todas esas tumbas y conmemoraciones le re-presentan con la espada rota. Supongo que no me haarrastrado usted a esta expedición polar sólo porquedos hombres, estudiando la manera de hacer sus res-pectivos cuadros, hayan reparado en este detalle dela espada rota de St. Clare.

—No —gritó el padre Brown con una voz como unpistoletazo—; pero, ¿quién es, de todos, el único queha visto su espada incólume?

—¿Qué quiere usted decir? —dijo el otro, detenién-dose, bajo la inciertas estrellas, porque acababan desalir del túnel del bosque.

—Digo que, ¿quién fue el que vio su espada incó-lume? —repitió, obstinado, el padre Brown—. No fueseguramente el autor del diario de guerra, porque elgeneral ocultó la espada a tiempo.

Flambeau contempló la lejanía lunar como con-templa el sol un ciego; y, por primera vez, su amigodejó ver su ansia al hablar.

—¡Flambeau! —gritó—; no puedo demostrarlo nidespués de andar hurgando las tumbas. Pero estoyseguro de ello. Voy a añadir otra cosa que corona todoel edificio de sospechas. El coronel, por suerte fatal,fue uno de los primeros blancos del enemigo. Fueherido mucho antes de que las fuerzas se encontra-

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ran. Pero él vio ya la espada rota de St. Clare. ¿Por quéestaba ya rota? ¿Cómo y cuándo se había roto? Amigomío, la espada se había roto antes de la batalla.

—¡Oh! —exclamó su amigo con lúgubre jocosi-dad—; ¿dónde habrá caído el otro pedazo?

—Puedo decírselo a usted —contestó el otro pre-cipitadamente—. Está en el ángulo nordeste del ce-menterio de la catedral protestante de Belfast.

—¿De veras? —preguntó el otro—. ¿Ha ido usted abuscarlo allá?

—No he podido —repuso el otro, lamentándolosinceramente—. Tiene encima un enorme monumen-to de mármol; un monumento del heroico mayorMurray, que cayó peleando gloriosamente en la famo-sa batalla de Río Negro. Flambeau se quedó galvani-zado.

—¿Quiere usted decir? —preguntó al fin con vozáspera— que el general St. Clare odiaba a Murray y lemató en el campo de batalla porque…

—Todavía sigue usted lleno de buenos y noblespensamientos —dijo el padre Brown—. Lo que pasófue mucho peor.

—Bueno —dijo el gigantón—; mis recursos de ima-ginación perversa se han agotado.

El sacerdote pareció vacilar, no sabiendo cómoabordar su desenlace, y al fin dijo:

—¿Dónde esconderá el sabio una hoja? En el bos-que.

El otro no contestó.—Y si no hay bosque, fabricará uno. Y si quiere

esconder una hoja marchita, fabricará un bosquemarchito.

No hubo respuesta, y el sacerdote añadió:

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—Y si se trata de esconder un cadáver, formaráun campo de cadáveres para esconderlo.

Flambeau comenzó a alargar sus zancadas, comosi quisiera a toda costa abreviar el tiempo o el espa-cio. Y el padre Brown continuó, como reanudando suúltima frase:

—Ya le he dicho a usted que sir Arthur St. Clareera un gran lector de su Biblia. Esto es lo que le pasó.¿Cuándo entenderán los hombres que a nadie le apro-vecha leer su Biblia, mientras no lea al mismo tiempola Biblia de los demás? El impresor lee su Biblia y en-cuentra erratas de imprenta. El mormón lee su Bibliay da con la poligamia. El partidario de la Ciencia Cris-tiana lee la suya, y descubre que no es verdad quetengamos brazos y piernas. St. Clare era un viejo sol-dado protestante angloindio. Hágase usted cargo delo que esto significa; y, por favor, vaya usted al fondo.Esto significa que estamos en presencia de un hom-bre formidable físicamente, que pasa lo más de suvida bajo un sol tropical, en el seno de una sociedadoriental, y que se hunde, sin ninguna guía ni prepara-ción, en el abismo de un libro oriental. Naturalmente,este hombre lee, más que el Nuevo, el Antiguo Testa-mento. Y en el Antiguo, naturalmente, encuentra todolo que quiere: lujuria, tiranía, traición. Sí; ya sé queera lo que suelen llamar un hombre honrado. Pero,¿qué bondad hay en ser honrado adorando la mal-dad?

»En cada uno de los países cálidos y lejanos enque vivió, este hombre pudo disponer de un harén,torturar a los demás, amasar oro con vergüenza; perosiempre pudo decir, con mirada altiva, que lo hacíapara la mayor gloria de Dios.

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»Y creo explicar suficientemente mi propia teolo-gía preguntando: ¿de qué Dios? Sucede con estos pe-cados, que van abriendo sucesivamente las puertasdel infierno, e internándonos en cuartos cada vez máspequeños. Éste es el principal argumento contra elcrimen: que aunque el hombre no se vaya haciendomás malo, se va haciendo cada vez más débil. St. Clarese encontró pronto embarazado en un dédalo de so-borno y chantaje, y cada vez le hizo más falta el dine-ro en efectivo. Y para la época de la batalla de RíoNegro, ya, de uno en otro mundo, St. Clare había veni-do a caer en el sitio que Dante considera como el pisomás bajo del Universo.

—¿Qué quiere decir usted?—Quiero decir esto —replicó el clérigo, y señaló

un charco congelado que brillaba a la luna—. ¿Se acuer-da usted a quiénes pone Dante en el último círculo dehielo?

—A los traidores —dijo Flambeau.Y al contemplar aquel inhumano paisaje de árbo-

les, de contornos insolentes y casi obscenos, pudo fi-gurarse que él mismo era Dante, y el sacerdote, conun hilito de voz, era un Virgilio que le conducía por lazona del eterno pecado.

La voz continuó:—Olivier, como ya usted sabe, era hombre quijo-

tesco, y no hubiera consentido un servicio secreto deespías. Pero el servicio, como tantas otras cosas, seestableció sin que él lo supiera. Y el que lo estableciófue mi amigo Espada. Era Espada, el pisaverde vesti-do de colorines, a quien la gente de tropa; por lo nari-gón, apodaba el Buitre. Habiéndose escurrido hasta elfrente a titulo de filántropo, se coló en las filas ingle-sas, y al fin dio con el único hombre corrompido que

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había en las filas. Y este hombre era —¡Dios podero-so!— el jefe. St. Clare necesitaba dinero, montañas dedinero. El desacreditado médico de la familia amena-zaba con contar, esas indiscreciones, que despuéssalieron a la luz; historias de cosas monstruosas yprehistóricas en Park Lane; actos de un evangelistainglés que más parecían sacrificios humanos y actospropios de hordas de esclavos. También hacía faltadinero para dotar a la hija; porque amaba tanto lafama de la riqueza como la riqueza misma. Rompióla última amarra, dio el soplo a los brasileños, y losenemigos de Inglaterra le colmaron de oro. Pero ha-bía otro hombre que había hablado con Espada, elBuitre, y que también tenía acceso al general. Quiénsabe cómo, el austero y joven mayor de Ulster sospe-chó la horrible verdad; y cuando paseaban lentamen-te por aquel camino, rumbo al paso del río Murray ledijo al general que debía renunciar al mando en aquelinstante, so pena de ser procesado y fusilado. El gene-ral se mostró temporizador hasta que llegaron al bos-quecillo del recodo; y en llegando allí, entre las aguasrumorosas y las palmas doradas de sol (casi veo elcuadro), el general desenvainó e hincó la hoja en elcuerpo del mayor.

Aquí el camino serpeaba un poco, costeando unacolina llena de escarcha donde aparecían crueles bul-tos negros y ramaje y maleza; pero a Flambeau se leantojó ver una luna y estrellas, parecía resplandor deuna hoguera hecha por los hombres. Y estuvo con-templándola atentamente, en tanto que la historia seacercaba a su fin.

—St. Clare era un canalla; pero de casta. Nunca,puedo jurarlo, nunca fue tan dueño de sí como cuan-do el pobre Murray yacía inerte a sus pies. Nunca en

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ninguna de sus victorias, según dijo bien el capitánKeith, fue tan grande aquel grande hombre como enesta derrota que el mundo considera desdeñosamente.Contempló fríamente su arma, limpió la sangre; vioque la punta se había roto en el pecho de su víctima.Y todo lo que había de suceder lo consideró tan sere-namente como quien ve la calle tras las vidrieras delcasino. Comprendió que aquel cadáver inexplicablesería encontrado; que aquella inexplicable punta deespada sería extraída; que se darían cuenta de la inex-plicable espada rota que él ceñía, o notarían su faltasi la ocultaba. Comprendió que había matado, perono había hecho callar. Entonces su imperioso espírituse irguió ante los obstáculos; sólo quedaba un cami-no, que era hacer menos inexplicable aquel cadáver:alzar una montaña de cadáveres para esconderlo. Yantes de veinte minutos, ochocientos soldados ingle-ses marchaban a la muerte.

El cálido resplandor fue creciendo tras el heladocortinaje del bosque, y Flambeau se apresuró otra vez.El padre Brown se esforzó por seguirle el paso. Y con-tinuó su historia:

—Tal era el valor de aquel millar de ingleses, y talel genio de su comandante, que si hubieran atacadode una vez la colina, otra hubiera sido su suerte. Peroel mal espíritu, que jugaba con ellos como si fueranpeones de ajedrez, tenía otros intentos. Era necesarioque se quedaran empantanados junto al puente, paraque la presencia de cadáveres en aquel sitio no llama-ra la atención más tarde. Y después, en la gran escenafinal, el santo soldado de cabellos de plata desenvai-naría su espada rota como para conjurar la matanza.Como espectáculo improvisado, no estuvo mal, peroyo creo (probarlo no puedo), yo creo que, precisamen-

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te, mientras estaban por ahí atascados en aquel loda-zal sangriento, hubo alguien que dudó... y sospechó.

Calló un instante, y después prosiguió:—No sé de dónde me llega una voz que me dice: el

hombre que sospechó fue el enamorado..., el que seiba a casar con la hija del viejo general.

—Pero, ¿qué pasó con Olivier y cómo colgaron algeneral? —preguntó Flambeau.

—Olivier, en parte por espíritu caballeresco, enparte por buena política, no gustaba de entorpecersus marchas con el estorbo de los prisioneros. Casisiempre daba la libertad a todos. Y así lo hizo enton-ces.

—Con todos, menos con el general —dijo el gi-gante.

—Con todos, incluso con el general —insistió elsacerdote.

Flambeau frunció el ceño:—No lo veo claro —dijo.—Hay otra escena, Flambeau —dijo el padre Brown

en un tono místico y profundo—, otra escena cuyarealidad no puedo probar, pero puedo hacer algomejor: la veo claramente. Veo un campo, de mañana,unas colinas áridas, tórridas, unos uniformes brasile-ños formados en columnas de marcha. Veo la camisaroja, la larga barba negra de Olivier, agitada por elviento: Olivier tiene el sombrero de ancha ala en lamano. Está despidiéndose del gran enemigo a quienconcede la libertad; del sencillo veterano inglés decabellos blancos que, en nombre de su gente, le da lasgracias. Detrás de él permanece, en espera, el grupode ingleses. A un lado, hay vehículos y provisionespara la partida. Redoblan los tambores. Los brasile-ños se ponen en marcha. Los ingleses están inmóviles

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como estatuas, y así permanecen hasta que el últimodestello y rumor de las columnas enemigas se borranen el horizonte tropical. Entonces se agitan todos comomuertos que resucitan, y cincuenta rostros se vuel-ven hacia el general: ¡rostros inolvidables!

Flambeau dio un salto:—¡No! —gritó—. No querrá usted decir...—Sí —dijo el padre Brown con voz profunda y

patética—. Fue una mano inglesa la que puso el nudocorredizo al cuello de St. Clare, y creo que fue la mis-ma que puso el anillo en el dedo de su hija. Manosinglesas fueron las que lo izaron en el árbol abomina-ble: las manos de aquellos que lo habían adorado yseguido en sus victorias. Y fueron almas inglesas (¡Diosnos perdone a todos!) las que, mientras él se mecía,bajo un sol extraño, en la verde horca de la palmera,pidieron, en su justa ira, que se abrieran para él losinfiernos.

Al llegar a lo alto de la colina, los deslumbró la luzescarlata de una posada inglesa llena de cortinas ro-jas en las ventanas. Se alzaba al lado del camino enamplio ademán de hospitalidad. Tres puertas se abríanpara invitar al caminante. Y hasta ellos llegó el rumory la risa de los hombres que pasaban una noche feliz.

—Inútil decirle a usted más —continuó el padreBrown—. Lo juzgaron en mitad del desierto y lo eje-cutaron; y después, por el honor de Inglaterra y de lahija del general, juraron callar para siempre la histo-ria del dinero, de la traición y de la espada asesina.Tal vez (¡Dios les perdone!) todos procuraron olvidar-la. Tratemos nosotros de hacer lo mismo. He aquí laposada. Entremos.

—Con toda el alma —dijo Flambeau, y se adelantópresuroso hacia el bar ruidoso e iluminado; cuando

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se detuvo, retrocedió y estuvo a punto de caer en mi-tad del camino.

—¡Mire usted, en nombre del diablo! —gritó, seña-lando la tabla que colgaba sobre la puerta de la posa-da. En la tablilla se veía, toscamente pintado, el puñode una espada y una hoja rota. Debajo, en caracteresanticuados, había un letrero: «La espada Rota».

—Pero, ¿no lo esperaba usted? —preguntó el pa-dre Brown—. ¡Si es el dios de la provincia! La mitad delas posadas y calles de por aquí han tomado el nom-bre de él o de su leyenda.

—Creí que habíamos acabado ya con ese leproso—dijo Flambeau, escupiendo con disgusto.

—No, no se libertará usted de él en Inglaterra —dijoel sacerdote— mientras el bronce sea duro y la piedraresistente. Sus estatuas de mármol han de entusias-mar por siglos y siglos las almas inocentes y orgullo-sas de los niños; su tumba olerá a lealtad, como huelea lirios. Millones de hombres que no le conocieronamarán como a un padre a ese hombre que fue trata-do como un andrajo por los pocos que le conocieron.Será tenido por un santo, y nunca se sabrá la verdad,porque yo estoy decidido. Hay tanto bien y tanto malen violar un secreto, que prefiero poner a prueba miconducta. Todos esos periódicos se acabarán. Ya pasóel ruido de la cuestión brasileña. Ya Olivier es honra-do por todo el mundo. Pero yo me dije que si algunavez, en palabras, en metal o en mármol que puedandurar como las pirámides, el coronel Clancy, el capi-tán Keith, el presidente Olivier o cualquiera otro ino-cente recibían el menor denuesto, entonces hablaríayo. Y en tanto que sólo se tratara de cantar equivoca-damente las glorias de St. Clare, callaría. Y así lo haréaunque me duela no poder publicar la verdad.

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Entraron en la taberna de las cortinas rojas, queno sólo era cómoda, sino casi lujosa. Sobre una mesase veía una reproducción en plata de la tumba de St.Clare, con la cabeza de plata recostada sobre el ca-ñón, y la espada de plata, rota. En los muros se veíanbonitas fotografías en colores del sitio y la explica-ción del sistema de coches para los turistas. Los dosamigos se sentaron en los confortables bancos acol-chados.

—Venga usted, que hace frío —dijo el padreBrown—. Que nos sirvan algo de vino o cerveza.

—O brandy —dijo Flambeau.

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XII. LOS TRES INSTRUMENTOSXII. LOS TRES INSTRUMENTOSXII. LOS TRES INSTRUMENTOSXII. LOS TRES INSTRUMENTOSXII. LOS TRES INSTRUMENTOSDE LA MUERTEDE LA MUERTEDE LA MUERTEDE LA MUERTEDE LA MUERTE

Tanto por profesión como por convicción, el padreBrown sabía, mejor que casi todos nosotros, que lamuerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobre-salto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que sirAaron Armstrong había sido asesinado. Había algode incongruente y absurdo en la idea de que una figu-ra tan agradable y popular tuviera la menor relacióncon la violencia secreta del asesinato. Porque sir AaronArmstrong era agradable hasta el punto de ser cómi-co, y popular hasta ser casi legendario. Era aquellotan imposible como figurarse que «Sunny Jim» sehabía colgado, o que el pacífico «Mr. Pick Wicks» deDickens había muerto en el manicomio de Hanwell.Porque, aunque sir Aaron, como filántropo que era,tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra so-ciedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera másbrillante posible. Sus discursos políticos y sociales erancataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corpo-ral era tremenda; su ética, el optimismo más comple-to. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópicofavorito) con aquella alegría perenne y aun monóto-na, que es muchas veces la señal de una absoluta yprovechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muyconocida en los círculos y púlpitos más puritanos:cómo, de niño había sido arrastrado de la teología

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escocesa al whisky escocés; cómo se había redimidode lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según élmodestamente decía) lo que era. La verdad es que subarba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafasdeslumbradoras, y las innúmeras comidas y congre-sos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sidonunca persona tan tétrica como un borrachín o uncalvinista. No: aquél era el más seriamente alegre detodos los hijos de los hombres.

Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead,en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esasmodernas torres tan prosaicas. La más estrecha desus estrechas fachadas daba sobre la verde pendientedel camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepi-daciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él de-cía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si amenudo el tren hacía trepidar la casa, aquella maña-na se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizotrepidar al tren.

La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente,paró justamente frente al sitio en que un ángulo de lacasa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Gene-ralmente los mecanismos paran poco a poco, pero lacausa viviente de aquella parada fue muy rápida. Unhombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir(como lo recordaron los testigos de la escena) el tene-broso detalle de los guantes negros, apareció en loalto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las ne-gras manos como un negro molino de viento. Esto nohubiera bastado siquiera para detener a un tren lentí-simo. Pero de aquel hombre salió un grito que des-pués todos repetían como si hubiera sido algo nuevoy sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamenteclaros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las pa-

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labras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un ase-sinato!»

Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oídoaquel grito penetrante y horrible, sin entender laspalabras, hubiera parado igualmente.

Una vez detenido el tren, bastaba un vistazo paraadvertir las circunstancias del incidente... El hombrede luto era Magnus, el lacayo de sir Aaron Armstrong.El baronet, con su habitual optimismo, solía burlarsede los guantes negros de su lúgubre criado; pero aho-ra toda burla hubiera sido inoportuna.

Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumadacerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de unanciano con una bata amarilla que tenía un forro derojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerdaenredado tal vez en la confusión de una lucha. Habíauna o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuer-po estaba doblado o quebrado en una postura impo-sible para un cuerpo vivo. Era sir Aaron Armstrong. Apoco apareció un hombre robusto de hermosa barba,en quien algunos viajeros reconocieron al secretariodel difunto, Patrick Royce, un tiempo muy célebre enla sociedad bohemia, y aun famoso en el arte bohe-mio. El secretario manifestó la misma angustia delcriado, de un modo más vago, aunque más convin-cente. Cuando, un instante después, apareció en eljardín la tercera figura del hogar, Alice Armstrong, lahija del muerto, vacilante e indecisa, el conductor sedecidió a obrar, oyóse un silbo, y el tren, jadeando,corrió a pedir auxilio a la próxima estación que noestaba demasiado lejos, por cierto, de aquel lugar.

Y así, a petición de Patrick Royce, el enorme secre-tario ex bohemio, vinieron a llamar a la puerta delpadre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y per-

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tenecía a esa casta de católicos accidentales que sólose acuerdan de su religión en los malos trances. Peroel deseo de Royce no se hubiera cumplido tan de pri-sa, si uno de los detectives oficiales que intervinieronen el asunto no hubiera sido amigo y admirador deldetective no oficial llamado Flambeau... Porque, claroestá imposible ser amigo de Flambeau sin oír contarmil historias y hazañas del padre Brown. Así, mien-tras el joven detective Merton conducía al sacerdote,a campo traviesa, a la vía férrea, su conversación fuemás confidencial de lo que hubiera sido entre dosdesconocidos.

—Según me parece —dijo ingenuamente Mr.Merton hay que renunciar a desenredar este lío. Nose puede sospechar de nadie. Magnus es un loco so-lemne, demasiado loco para asesino. Royce, el mejoramigo del baronet durante años. Su hija le adorabasin duda. Además, todo es absurdo. ¿Quién puedehaber tenido empeño en matar a este viejo tan sim-pático? ¿Quién en mancharse las manos con la san-gre del amable señor del brindis? Es como matar asan Nicolás.

—Sí: era un hogar muy simpático —asintió el pa-dre Brown—. Mientras él vivió, al menos, así fue siem-pre. ¿Cree usted que seguirá siendo lo mismo de ale-gre?

Merton, asombrado, le dirigió una mirada interro-gadora.

—¿Ahora que ha muerto él?—Sí —continuó impasible el sacerdote—. Él era

muy alegre. Pero, ¿comunicó a los demás su alegría?Francamente, ¿había en esa casa alguna persona ale-gre, fuera de él?

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En la mente de Merton pareció abrirse una venta-na, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa quenos permite darnos cuenta de lo que siempre hemosestado viendo. A menudo había estado en casa deArmstrong, para cumplir en sus funciones policíacas,ciertos caprichos del viejo filántropo. Y ahora quepensaba en ello se dio cuenta de que, en efecto, aque-lla casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos;el decorado, mezquino y provinciano, los pasillos, lle-nos de corrientes de aire, alumbrados con una luzeléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, acambio de esto, la cara escarlata y la barba plateadadel viejo ardieran como hogueras en todos los cuar-tos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sinduda aquella incomodidad de la casa se debía a lavitalidad de la misma, a la misma exuberancia delpropietario. A él no le hacían falta estufas ni lámpa-ras; llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordan-do a las otras personas de la casa, Merton tuvo queconfesar que no eran más que las sombras del señor.El extravagante lacayo, con sus guantes negros, erauna pesadilla. Royce, el secretario, hombre sólido,hombrachón o muñecón de trapo con barbas, teníalas barbas de paja llenas de sal gris —como de trapobicolor—, y la ancha frente surcada de arrugas pre-maturas. Era de buen natural, pero su bondad era tristey lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sientenfracasados. En cuanto a la hija de Armstrong, parecíaincreíble que lo fuera: tan pálida era y de un aspectotan sensitivo. Graciosa; pero con un temblor de ála-mo temblón. Y Merton a veces se preguntaba si ha-bría adquirido ese temblor con la trepidación conti-nua del tren.

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—Ya ve usted —dijo el padre Brown pestañeandomodestamente—. No es seguro que la alegría de Ar-mstrong haya sido alegre... para los demás. Usted diceque a nadie se le puede haber ocurrido dar muerte aun hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello: nenos inducas in tentatione. Si alguna vez me hubierayo atrevido a matar a alguien —añadió con sencillez—hubiera sido a un optimista.

—¿Cómo? —exclamó Merton, risueño—. ¿A ustedle parece que la alegría de uno es desagradable a losdemás?

—A la gente le agrada la risa frecuente —contestóel padre Brown—; pero no creo que le agrade la sonri-sa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muycansada.

Caminaron un rato en silencio, bajo las ráfagas,por el herboso terraplén de la vía y al llegar al límitede la larguísima sombra que proyectaba la casa deArmstrong, el padre Brown dijo de pronto, como elque echa de sí un mal pensamiento, mejor que ofre-cerlo a su interlocutor:

—Claro es que la bebida en sí misma no es buenani mala. Pero no puedo menos de pensar que, a loshombres como Armstrong, les convendría beber algode tiempo en tiempo para entristecerse un poco.

El jefe de Merton, un detective muy apuesto, depelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde lomade la vía esperando al médico forense y hablando conPatrick Royce, cuyas anchas espaldas y erizados pelosle dominaban por completo. Y esto se notaba más por-que Royce siempre andaba combado de una manerahercúlea, y discurría por entre sus pequeños deberesdomésticos y secretariles con un aire de pesada humil-dad, como un búfalo que arrastra un carro.

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Al ver al sacerdote, levantó la cabeza con evidentesatisfacción y se apartó con él unos pasos. Entretan-to, Merton se dirigía a su mayor con evidente respeto,pero con cierta impaciencia de muchacho.

—Y qué, Mr. Gilder, ¿ha descubierto usted estemisterio?

—Aquí no— hay misterio —replicó Gilder, contem-plando, con soñolientas pestañas el vuelo de las cor-nejas.

—Bueno; para mí, al menos, sí lo hay —dijo Merton,sonriendo.

—Todo está muy claro, muchacho —dijo su ma-yor, acariciando su puntiaguda barba gris—. Tres mi-nutos después de que tú te fuiste a buscar al párrocode Mr. Royce todo se aclaró. ¿Conoces a ese criado decara de palo que lleva unos guantes negros; el quedetuvo el tren?

—¡Ya lo creo! Me produce hormigueo.—Bien —articuló Gilder—; cuando el tren partió,

ese hombre había partido también. Un criminal muyfrío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va aavisar a la policía!

—Pero, ¿está usted seguro —observó el joven—que fue él quien mató a su amo?

—Sí, hijo mío, completamente seguro —replicóGilder secamente—; por la sencilla razón de que haescapado llevándose veinte mil libras en acciones queestaban en el escritorio de su amo. No: aquí lo únicoque merece el nombre de misterio es cómo cometióel asesinato. El cráneo se diría roto con un arma po-tente, pero no aparece arma ninguna, y no es fácil queel asesino se la haya llevado consigo, a menos quefuera lo bastante pequeña para no advertirse.

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—O quizá lo bastante grande para no advertirse—dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder lepreguntó al padre Brown secamente qué quería decir.

—Nada, una necedad, ya lo sé —dijo el padreBrown—. Algo que parece cuento de hadas. Pero seme figura que el pobre Mr. Armstrong fue muertocon una cachiporra gigantesca, una enorme cachipo-rra verde, demasiado grande para ser notada, y quese llama la tierra. En suma, que se rompió la cabezacontra esta misma loma verde en que estamos.

—¿Cómo? —preguntó vivamente el detective. Elpadre Brown volvió su cara de luna hacia la casa y pes-tañeó como un desesperado. Siguiendo su mirada, losotros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojoúnico, había una ventana abierta en el desván.

—¿No ven ustedes? —explicó, señalándola con unatorpeza infantil—. Cayó o fue arrojado desde allí.

Gilder consideró la ventana con arrugado ceño ydijo después:

—En efecto, es muy posible. Pero no entiendo cómohabla usted de ello con tanta seguridad.

El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.—¿Cómo? —exclamó—. En la pierna de ese hom-

bre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve ustedotro trozo allí, en el ángulo de la ventana?

A aquella altura, la cuerda parecía una brizna ouna hebra de cabello, pero el astuto y viejo investiga-dor se declaró satisfecho:

—Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.En este instante, un tren especial de un solo coche

entró por la curva que hacía la línea a la izquierda y,deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías,entre los cuales aparecía la carota de Magnus, el sir-viente evadido.

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—¡By Jove! ¡Lo han cogido! —gritó Gilder; y se ade-lantó a recibirlos con mucha precipitación—. ¿Y eldinero? ¿También lo traen ustedes? —preguntó a unode los policías.

El agente, con una expresión singular, contestó:—No. —Luego añadió—: Por lo menos, aquí no.—¿Quién es el inspector? —preguntó Magnus.Y al oír su voz, todos comprendieron que aquel

hombre hubiera podido detener el tren. Era un hom-bre de aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara des-colorida, a quien los ojos y la boca, que eran unasverdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su proce-dencia y su nombre habían sido siempre un misterio.Sir Aaron le había redimido del oficio de camarero,que desempeñaba en una fonda de Londres, y asegu-ran malas lenguas que de otros oficios más infames.Su voz era tan viva como su cara era muerta. Sea poresfuerzo de exactitud para emplear una lengua que leera extranjera, sea por deferencia a su amo (que ha-bía sido algo sordo), la voz de Magnus había adquiri-do una sonoridad, una extraña penetración. Cuandohabló Magnus, todos se estremecieron.

—Siempre me lo había yo temido —dijo en vozalta con una suavidad ardorosa—. Mi pobre amo sereía de mi traje de luto, y yo siempre me dije que coneste traje estaba preparado para sus funerales. —E hizoun ademán con sus manos enguantadas de negro.

—Sargento —dijo el inspector, mirando con furiaaquellas manos—. ¿Cómo es que no le ha puesto us-ted las esposas a este individuo, que parece tan peli-groso?

—Señor —dijo el sargento desconcertado—; no sési debo hacerlo.

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—¿Cómo es esto? —preguntó el otro con aspere-za—. ¿No le han arrestado ustedes?

En la hendida boca del criado hubo una mueca des-deñosa, y el silbato de un tren que se acercaba pareciócomentar oportunamente la intención burlesca.

El sargento, muy gravemente, replicó:—Le hemos arrestado precisamente cuando salía

del puesto de policía de Highgate, donde acababa dedepositar todo el dinero de su amo en manos del ins-pector Robinson.

Gilder contempló al lacayo asombrado.—¿Y por qué hizo usted eso? —preguntó.—¡Por qué había de ser! Para poner el dinero a

salvo del criminal —contestó Magnus.—Es que el dinero de sir Aaron —dijo Gilder—

estaba seguro en manos de la familia.La cola de esta frase pareció engancharse en el

estridor del tren, que se acercó temblando y chirrian-do. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquellatriste mansión estaba sujeta periódicamente, se oye-ron las sílabas precisas de Magnus con toda su niti-dez de campanadas:

—Tengo razones para desconfiar de la familia.Todos, aunque inmóviles, sintieron vagamente la

presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabe-za, y no le sorprendió encontrarse con la cara pálidade la hija de Armstrong, que asomaba sobre el hom-bro del padre Brown. Todavía era joven y bella, enaquel plateado estilo, pero sus cabellos eran de uncolor castaño tan opaco y sin matices, que, a la som-bra, de repente parecía gris.

—Repórtese usted —gruñó Royce—. Va usted aasustar a Miss Armstrong.

—Creo que sí —dijo el de la clara voz.

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La dama retrocedió. Todos le miraron sorprendi-dos. Y él prosiguió así:

—Estoy ya acostumbrado a los temblores de MissArmstrong. La he visto temblar muchas veces duran-te muchos años. Unos decían que temblaba de frío;otros, que de miedo; pero yo sé bien que temblaba deodio y de perverso rencor... Esta mañana los diabloshan estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horasella estaría lejos en compañía de su amante, y contodo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que el po-bre de mi amo le prohibió casarse con ese borrachobribón...

—¡Alto! —dijo Gilder con energía—. No nos im-portan las sospechas o imaginaciones de usted. Mien-tras no presente usted una prueba evidente.

—¡Oh, ya lo creo que presentaré pruebas eviden-tes! —le interrumpió Magnus con su acento corta-do—. Usted tendrá que llamarme a declarar, señorinspector, y yo tendré que decir la verdad. Y la verdades ésta: un momento después de que este ancianofuera arrojado por la ventana, entré corriendo en eldesván, y me encontré a la señorita desmayada, en elsuelo, con una daga roja en la mano. Permítasemetambién entregarla a la autoridad competente.

Y extrajo de los faldones un largo cuchillo cachi-cuerno con una mancha roja, y se adelantó para en-tregarlo respetuosamente al sargento. Después retro-cedió otra vez, y las rajas de los ojos casi desaparecie-ron de su cara en una inmensa mueca chinesca.

Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, ymurmuró al oído de Gilder:

—Habrá que oír lo que dice Miss Armstrong contraesta acusación, ¿verdad?

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El padre Brown levantó de pronto una cara tanfresca como si acabara de lavársela.

—Sí —exclamó con radiante candor—. Pero, ¿diráMiss Armstrong algo contra esta acusación?

La dama dejó escapar un grito breve y extraño.Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como para-lizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños re-saltaba un rostro animado por la sorpresa. Se diríaque acababan de ahorcarla.

—Este hombre —dijo Mr. Gilder gravemente— aca-ba de declarar que la encontró a usted empuñandoun cuchillo, e inanimada, un momento después delasesinato.

—Dice la verdad —contestó Alice.Todos quedaron deslumbrados, y al fin se dieron

cuenta de que Patrick Royce adelantaba su cabezotay decía estas singulares palabras:

—Bueno; si me han de llevar, antes he de darmeun gusto.

Y, levantando los fornidos hombros, descargó unpuñetazo de hierro en la blanda cara mongólica deMagnus, haciéndole caer a tierra más aplastado queuna estrella de mar. Dos o tres policías pusieron alinstante la mano sobre Royce; pero a los demás lespareció que la razón misma había estallado y que elUniverso todo se convertía en una pantomima insen-sata.

—Mr. Royce —gritó Gilder autoritariamente—. Learresto a usted por agresión.

—No —contestó el secretario con una voz comoun gong de hierro—. Tendrá usted que arrestarmepor homicidio.

Gilder miró muy alarmado al hombre agredido;pero como éste estaba levantándose y limpiándose

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un poco de sangre de la cara, que en rigor no habíarecibido mucho daño, preguntó:

—¿Qué quiere usted decir?—Que es cierto, como ha dicho este hombre —ex-

plicó Royce— que Miss Armstrong cayó desmayadacon un cuchillo en la mano; pero no había empuña-do el cuchillo para atacar a su padre, sino para de-fenderle.

—Para defenderle —gritó Gilder gravemente—. ¿Ydefenderle de quién?

—De mí —contestó el secretario.Alice le miró con expresión compleja y desconcer-

tada. Después dijo con voz débil:—Me alegro de que sea usted valiente.—Subamos —dijo Patrick Royce con pesadez y les

haré ver cómo pasó esta atrocidadEl desván, que era el aposento privado del secre-

tario —diminuta celda para tan enorme ermitaño—,ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario deun violento drama. En el centro, y sobre el suelo, ha-bía un revólver; por un lado rodaba una botella dewhisky, abierta, pero no completamente vacía. El ta-pete de la mesita había caído y estaba pisoteado. Yuna cuerda, como la que aparecía en la pierna del ca-dáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dosvasos rotos, y uno sobre la alfombra.

—Yo estaba ebrio —dijo Royce; y esta confesiónsencilla de aquel hombre prematuramente abatido,tenía todo el patetismo del primer pecado infantil—.Todos ustedes me conocen —continuó con voz ron-ca—. Todos saben cómo empecé la vida, y parece quevoy a acabarla de igual modo. En otro tiempo decíanque yo era inteligente, y pude haber sido feliz. Arms-trong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de

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cuerpo y a su modo, el pobre hombre fue siemprebondadoso conmigo. Sólo que no quería dejarme ca-sar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno:ustedes pueden formular las conclusiones que gus-ten, y no necesitarán que yo entre en detalles. Allí, enel rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí,sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío.La cuerda que se encontró en el cadáver es la cuerdade mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi venta-na. No hace falta que los detectives averigüen nadaen esta tragedia: es una de esas hierbas que crecen entodos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y basta,por Dios!

A una señal, que fue lo bastante discreta, la polillarodeó al robusto secretario para conducirle preso. Peroesta operación fue verdaderamente interrumpida porla extrañísima actitud que adoptó el padre Brown. Éste,a gatas sobre la alfombra, junto a la puerta, parecíaentregado a exóticas oraciones. Como era persona quejamás se daba cuenta de la figura que hacía a los ojosde los demás, conservando siempre su actitud, volvióde pronto su cara redonda y radiante, asumiendo as-pecto de cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.

—¡Vamos! —dijo con sencillez amable—. Esto secomplica. Al principio, señor inspector, decía ustedque no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos en-contrando muchas armas. Tenemos ya el cuchillo paraapuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola paradisparar; y todavía hay que añadir que el pobre señorse rompió la cabeza al caer de la ventana. Esto no vabien. No es económico.

Y sacudió la cabeza junto al suelo, como caballoque pasta. El inspector Gilder abrió la boca para deciralgo muy serio; pero antes de que pudiera articular

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una palabra, ya la grotesca figura rampante decía conla mayor fluidez:

—¡Y estas tres cosas inexplicables! Primero, estosagujeros en la alfombra, donde entraron los seis ti-ros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Unebrio dispara a la cara de su enemigo, que está accio-nando ante él. Pero no riñe con los pies de su enemi-go, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dicho-sa cuerda.

Y habiendo acabado con la alfombra, el padreBrown levantó las manos y se las metió en los bolsi-llos, pero permaneció de rodillas.

—¿En qué grado de embriaguez posible se le ocu-rre a un hombre atarle a su enemigo la soga al cuellopara desatarla después y atársela a la pierna? Royceno estaba tan ebrio para hacer semejante disparate,porque ahora estaría más dormido que un tronco. Yfinalmente, la botella de whisky, y esto es lo más cla-ro de todo: usted quiere hacernos creer que aquí hahabido un combate de dipsómano por apoderarse delwhisky, que usted ganó la botella, y que, después, laarrojó usted a un rincón, vertiendo la mitad del whis-ky y dejando el resto en la botella. Lo cual me parecepoco propio de un dipsómano.

Se irguió de un salto y, en tono de límpida peni-tencia, le dijo al presunto asesino:

—Lo siento mucho, mi buen señor, pero lo queusted nos cuenta es una sandez.

—Señor —dijo Alice Armstrong al sacerdote en vozbaja—. ¿Podemos hablar a solas?

Esta petición obligó al parlanchín sacerdote a salira la estancia próxima. Y antes de preguntar nada, ladama le dijo decidida:

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—Usted es un hombre inteligente, y trata de sal-var a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil Este asuntoes muy negro, y mientras más indicios encuentre us-ted, menos posibilidad de salvación habrá para el des-dichado a quien amo.

—¿Por qué? —preguntó el padre Brown mirándolacon fijeza.

—Porque —contestó ella con la misma expresión—yo misma le he visto cometer el crimen

—¡Ah! —dijo el padre Brown impertérrito y, ¿quéfue lo que hizo?

—Yo estaba en este cuarto —explicó ella—. Esta yaquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí unavoz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» ypoco después las dos puertas vibraron con la primeraexplosión del revólver. Hubo tres disparos más antesde que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encon-tré la estancia llena de humo; pero la pistola estabahumeando en la mano de mi pobre y loco Patrick. Yyo le vi con mis propios ojos hacer el último disparoasesino. Después saltó sobre mi padre, que lleno deterror, estaba encaramado en la ventana, y aferrándolo,trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela porla cabeza; pero la cuerda se deslizó por los hombrosestremecidos y cayó hasta los pies de mi padre, y seató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enlo-quecido. Yo cogí entonces un cuchillo que estaba so-bre la estera, y metiéndome entre ellos; logré cortarla cuerda antes de caer desmayada

—Ya lo veo todo — dijo el padre Brown con lamisma cortesía impasible—. Muchas gracias.

Y mientras la dama desfallecía al evocar tales re-cuerdos, el sacerdote regresó rápidamente adondeestaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton

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solos con Patrick Royce, que estaba sentado en unasilla con las esposas puestas dirigiéndose respetuo-samente al inspector, dijo:

—¿Puedo decir algo al preso en presencia de us-ted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas mani-llas un instante?

—Es hombre muy fuerte —dijo Merton en baja—.¿Para qué quiere que se las quite?

—Pues, mire usted —dijo el sacerdote con mal-dad—. Porque quisiera tener el honor de darle un apre-tón de manos.

Los dos detectives se miraron sorprendidos, y elpadre Brown añadió:

—¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa?El hombre de la silla movió negativamente la ma-

rañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con im-paciencia:

—Pues lo diré yo. La vida privada es más impor-tante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo, ydejar que los muertos entierren a los muertos.

Dirigióse a la ventana fatal, y se asomó:—Le dije a usted que aquí había muchas armas

para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí noha habido armas, porque no se las ha empleado paracausar la muerte. Todos estos instrumentos terribles,el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistolaexplosiva, han servido aquí como instrumentos de lamás extraña caridad. No se han empleado para matara sir Aaron, sino para salvarlo.

—¡Para salvarlo! —exclamó Gilder—. ¿De qué?—De sí mismo —dijo el padre Brown—. Era ma-

niático suicida.—¿Qué? —dijo Merton con tono incrédulo—. ¡Y su

Religión de la Alegría...!

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—Es una religión muy cruel —dijo el sacerdotemirando por la ventana—. ¡Que no haya podido él llo-rar un poco, como antes habían llorado sus padres!Sus planos mentales se endurecieron, sus opinionesse volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre másca-ra se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente,para conservar ante el público su alegría profesional,volvió a la embriaguez, que había abandonado hacíatanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terri-bles para un abstemio sincero, porque le procuranvisiones de ese infierno psicológico contra el cual tra-ta de poner en guardia a los demás. Pronto el pobreMr. Armstrong se encontró hundido en ese infierno.Y esta mañana se encontraba en tal estado, que sesentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y estocon voz tan trastornada, que su misma hija no la re-conoció. Le entró la locura de la muerte, y con la agi-lidad de mono, propia del maniático, se rodeó de ins-trumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólverde su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y,comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a interve-nir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató elrevólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos losdescargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aúnotra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por laventana. El salvador hizo entonces lo único que po-día: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda lasmanos y los pies. Entonces esa desdichada joven en-tró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató delibertar a su padre cortando la cuerda. Al principio nohizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa estoda la sangre que ha habido en este asunto. Porquesupongo que ustedes habrán advertido que, aunquesu puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la

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menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desma-yada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, elcual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eterni-dad. Hubo un silencio, y al fin se oyó el ruido metáli-co que hacía Gilder al abrir las esposas de PatrickRoyce, a quien dijo:

—Creo que debo decir lo que siento, caballero.Usted y esa dama valen más que la esquela de defun-ción de Armstrong.

—¡Al diablo con Armstrong y su esquela! —gritóbrutalmente Royce—. ¿No comprenden ustedes quese trataba de que ella no lo supiera?

—¿Que no supiera qué? —preguntó Merton.—¿Cómo qué? ¡Que es ella quien ha matado a su

padre, imbécil! —rugió el otro—. A no ser por ella,estaría vivo. Cuando lo sepa va a volverse loca.

—No; no lo creo —observó el padre Brown, toman-do el sombrero—. Al contrario, creo que debe decír-selo. Ni la más sangrienta equivocación envenena lavida tanto como un pecado. Y creo también que enadelante ella y usted podrán ser más felices. Y mevoy: tengo que ir a la Escuela de Sordomudos.

Al salir por entre el césped mojado, un conocidode Highgate le detuvo para decirle: —Acaba de llegarel médico. Va a comenzar la información.

—Tengo que ir a la Escuela de Sordomudos —dijoel padre Brown—. Siento mucho no poder asistir a lainformación.