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G.K. CHESTERTON G.K. CHESTERTON El del Padre Brown El del Padre Brown El del Padre Brown Candor

El candor del padre Brown - Seton Hall Universityque le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsi-monia de hombre desocupado

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  • G.K. CHESTERTONG.K. CHESTERTON

    El

    del Padre Brown

    El

    del Padre Brown

    El

    del Padre BrownCandor

  • EL CANDOR DEL PADRE BROWN

  • Gilbert Keith Chesterton

    El candordel padre Brown

    http://www.edicionesdelsur.com

  • Publicado por Ediciones del Sur. Abril de 2003.

    Distribución gratuita.

    Traducción: Alfonso Reyes

    Ilustraciones: George Gibbs.

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  • ÍNDICEÍNDICEÍNDICEÍNDICEÍNDICE

    I. La cruz azul ................................................... 6II. El jardín secreto ............................................ 37

    III. Las pisadas misteriosas .............................. 67IV. Las estrellas errantes................................... 95V. El hombre invisible ...................................... 116

    VI. La honradez de Israel Gow......................... 141VII. La forma equívoca........................................ 163

    VIII. Los pecados del príncipe Saradine ........... 189IX. El martillo de Dios ....................................... 217X. El ojo de Apolo ............................................. 241

    XI. La muestra de la «espada rota» ................ 264XII. Los tres instrumentos de la muerte ......... 290

  • I. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZULI. LA CRUZ AZUL

    Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejoazul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich ysoltó, como enjambre de moscas, un montón de gen-te, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacersenotable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

    No; nada en él era extraordinario, salvo el ligerocontraste entre su alegre y festivo traje y la seriedadoficial que había en su rostro. Vestía un chaqué grispálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja conuna cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba tri-gueño, y se prolongaba en una barba negra y cortaque le daba un aire español y hacía echar de menos lagorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsi-monia de hombre desocupado. Nada hacia presumirque aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada,que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de poli-cía, que aquel sombrero de paja encubría una de lascabezas más potentes de Europa. Porque aquel hom-bre era nada menos que Valentin, jefe de la policíaparisiense, y el más famoso investigador del mundo.Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura máscomentada del siglo.

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    Flambeau estaba en Inglaterra. La policía de trespaíses había seguido la pista al delincuente de Gantea Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y sesospechaba que trataría de disimularse en Londres,aprovechando el trastorno que por entonces causabaen aquella ciudad la celebración del Congreso Euca-rístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, eldisfraz de eclesiástico menor, o persona relacionadacon el Congreso. Pero Valentin no sabía nada a puntofijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.

    Hace muchos años que este coloso del crimen des-apareció súbitamente, tras de haber tenido al mundoen zozobra; y a su muerte, como a la muerte deRolando, puede decirse que hubo una gran quietuden la tierra. Pero en sus mejores días —es decir, ensus peores días—, Flambeau era una figura tanestatuaria e internacional como el Káiser. Casi diaria-mente los periódicos de la mañana anunciaban quehabía logrado escapar a las consecuencias de un deli-to extraordinario, cometiendo otro peor.

    Era un gascón de estatura gigantesca y gran aco-metividad física. Sobre sus rasgos de buen humor atlé-tico se contaban las cosas más estupendas: un día co-gió al juez de instrucción y lo puso de cabeza «paradespejarle la cabeza». Otro día corrió por la calle deRivoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que ha-cerle justicia: esta fuerza casi fantástica sólo la em-pleaba en ocasiones como las descritas: aunque pocodecentes, no sanguinarias.

    Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y dealta categoría. Pero cada uno de sus robos merecíahistoria aparte, y podría considerarse como una espe-cie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negociode la «Gran Compañía Tirolesa» de Londres, sin con-

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    tar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro,una gota de leche, aunque sí con algunos miles desuscriptores. Y a éstos los servía por el sencillísimoprocedimiento de acercar a sus puertas los botes quelos lecheros dejaban junto a las puertas de los veci-nos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosacorrespondencia con una joven, cuyas cartas eran in-variablemente interceptadas, valiéndose del procedi-miento extraordinario de sacar fotografías infinita-mente pequeñas de las cartas en los portaobjetos delmicroscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas sedistinguían por una sencillez abrumadora. Cuentanque una vez repintó, aprovechándose de la soledadde la noche, todos los números de una calle, con elsolo fin de hacer caer en una trampa a un forastero.

    No cabe duda que él es el inventor de un buzónportátil, que solía apostar en las bocacalles de losquietos suburbios, por si los transeúntes distraídosdepositaban algún giro postal. Últimamente se habíarevelado como acróbata formidable; a pesar de su gi-gantesca mole, era capaz de saltar como un saltamon-tes y de esconderse en la copa de los árboles como unmono. Por todo lo cual el gran Valentin, cuando reci-bió la orden de buscar a Flambeau, comprendió muybien que sus aventuras no acabarían en el momentode descubrirlo.

    Y ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre estepunto las ideas del gran Valentin estaban todavía enembrión.

    Algo había que Flambeau no podía ocultar, a des-pecho de todo su arte para disfrazarse, y este algo erasu enorme estatura. Valentin estaba, pues, decidido,en cuanto cayera bajo su mirada vivaz alguna vende-dora de frutas de desmedida talla, o un granadero

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    corpulento, o una duquesa medianamente despropor-cionada, a arrestarlos al punto. Pero en todo el tren nohabía topado con nadie que tuviera trazas de ser unFlambeau disimulado, a menos que los gatos pudie-ran ser jirafas disimuladas.

    Respecto a los viajeros que venían en su mismovagón, estaba completamente tranquilo. Y la genteque había subido al tren en Harwich o en otras esta-ciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un em-pleado del ferrocarril —pequeño él—, que se dirigía alpunto terminal de la línea. Dos estaciones más alláhabían recogido a tres verduleras lindas y pequeñi-tas, a una señora viuda —diminuta— que procedía deuna pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católi-co-romano —muy bajo también— que procedía de unpueblecito de Essex.

    Al examinar, pues, al último viajero, Valentin re-nunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reír:el curita era la esencia misma de aquellos insulsoshabitantes de la zona oriental; tenía una cara redon-da y roma, como pudín de Norfolk; unos ojos tan va-cíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitosde papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin dudael Congreso Eucarístico había sacado de su estanca-miento local a muchas criaturas semejantes, tan cie-gas e ineptas como topos desenterrados. Valentin eraun escéptico del más severo estilo francés, y no sen-tía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir com-pasión, y aquel triste cura bien podía provocar lásti-ma en cualquier alma. Llevaba una sombrilla enorme,usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, nopodía distinguir entre los dos extremos de su billetecuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundole contaba, con una monstruosa candidez, que tenía

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    que andar con mucho cuidado, porque entre sus pa-quetes de papel traía alguna cosa de legítima platacon unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza devulgaridad —condición de Essex— y santa simplici-dad divirtieron mucho al francés, hasta la estación deStratford, donde el cura logró bajarse, quién sabecómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque to-davía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuando levio volver, Valentin, en un rapto de buena intención,le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contan-do a todo el mundo lo del objeto de plata que traía.Pero Valentin, cuando hablaba con cualquiera, pare-cía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos ypobres, machos o hembras, los consideraba atenta-mente, calculando si medirían los seis pies, porque elhombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro pul-gadas:

    Apeóse en la calle de Liverpool, enteramente se-guro de que, hasta allí, el criminal no se le había esca-pado. Se dirigió a Scotland Yard —la oficina de poli-cía— para regularizar su situación y prepararse losauxilios necesarios, por si se daba el caso; despuésencendió otro cigarrillo y se echó a pasear por las ca-lles de Londres. Al pasar la plaza de Victoria se detu-vo de pronto. Era una plaza elegante, tranquila, muytípica de Londres, llena de accidental quietud. Lascasas, grandes y espaciosas, que la rodeaban, teníanaire, a la vez, de riqueza y de soledad; el pradito ver-de que había en el centro parecía tan desierto comouna verde isla del Pacífico. De las cuatro calles quecircundaban la plaza, una era mucho más alta que lasotras, como para formar un estrado, y esta calle esta-ba rota por uno de esos admirables disparates de Lon-dres: un restaurante, que parecía extraviado en aquel

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    sitio y venido del barrio de Soho. Era un objeto absur-do y atractivo, lleno de tiestos con plantas enanas yvisillos listados de blanco y amarillo limón. Aparecíaen lo alto de la calle, y, según los modos de construirhabituales en Londres, un vuelo de escalones subía dela calle hacia la puerta principal, casi a manera de es-cala de salvamento sobre la ventana de un primer piso.Valentin se detuvo, fumando, frente a los visillos lis-tados, y se quedó un rato contemplándolos.

    Lo más increíble de los milagros está en que acon-tezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para fi-gurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces,en el fondo de un paisaje equívoco, un árbol asume laelaborada figura de un signo de interrogación. Yo mis-mo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson mue-re en el instante de la victoria, y un hombre llamadoWilliams da la casualidad de que asesina un día a otrollamado Williamson; ¡una especie de infanticidio! Ensuma, la vida posee cierto elemento de coincidenciafantástica, que la gente, acostumbrada a contar sólocon lo prosaico, nunca percibe. Como lo expresa muybien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contarsiempre con lo imprevisto.

    Arístides Valentin era profundamente francés, yla inteligencia francesa es, especial y únicamente, in-teligencia. Valentin no era «máquina pensante» insen-sata frase, hija del fatalismo y el materialismo mo-dernos. La máquina solamente es máquina, por cuan-to no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y,al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos,tan admirables que parecían cosa de magia, se debíana la lógica, a esa ideación francesa clara y llena debuen sentido. Los franceses electrizan al mundo, nolanzando una paradoja, sino realizando una eviden-

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    cia. Y la realizan al extremo que puede verse por laRevolución Francesa. Pero, por lo mismo que Valen-tin entendía el uso de la razón, Palpaba sus limitacio-nes. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar demotores sin petróleo; sólo el ignorante en cosas de larazón puede creer que se razone sin sólidos e indis-putables primeros principios. Y en el caso no habíasólidos primeros principios. A Flambeau le habíanperdido la pista en Harwich, y si estaba en Londrespodría encontrársele en toda la escala que va desdeun gigantesco trampista, que recorre los arrabales deWimbledon, hasta un gigantesco toastmaster* en al-gún banquete del «Hotel Métropole». Cuando sólo con-taba con noticias tan vagas, Valentin solía tomar uncamino y un método que le eran propios.

    En casos cómo éste, Valentin se fiaba de lo impre-visto. En casos como éste, cuando no era posible se-guir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamen-te, el proceso de lo irracional. En vez de ir a los luga-res más indicados —bancos, puestos de policía, sitiosde reunión—, Valentin asistía sistemáticamente a losmenos indicados: llamaba a las casas vacías, se metíapor las calles cerradas, recorría todas las callejas blo-queadas de escombros, se dejaba ir por todas las trans-versales que le alejaran inútilmente de las arteriascéntricas. Y defendía muy lógicamente este procedi-miento absurdo. Decía que, a tener algún vislumbre,nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta detoda noticia, aquello era lo mejor, porque había al me-nos probabilidades de que la misma extravagancia que

    *El que dirige los brindis.

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    había llamado la atención del perseguidor hubieraimpresionado antes al perseguido. El hombre tieneque empezar sus investigaciones por algún sitio, y lomejor era empezar donde otro hombre pudo dete-nerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quie-tud y curiosidad del restaurante, todo aquello con-movió la romántica imaginación del policía y le sugi-rió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sen-tándose en una mesa junto a la ventana, pidió unataza de café solo.

    Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las lige-ras angarillas que habían servido para otro desayunole recordaron su apetito; pidió, además, un huevoescalfado, y procedió, pensativo, a endulzar su café,sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flam-beau había escapado en una ocasión gracias a un in-cendio; otra vez, con pretexto de pagar por una cartafalta de franqueo, y otra, poniendo a unos a ver por eltelescopio un cometa que iba a destruir el mundo. YValentin se decía —con razón— que su cerebro dedetective y el del criminal eran igualmente podero-sos. Pero también se daba cuenta de su propia des-ventaja: el criminal —pensaba sonriendo— es el ar-tista creador, mientras que el detective es sólo el crí-tico. Y levantó lentamente su taza de café hasta loslabios..., pero la separó al instante: le había puesto salen vez de azúcar.

    Examinó el objeto en que le habían servido la sal;era un azucarero, tan inequívocamente destinado alazúcar como lo está la botella de champaña para elchampaña. No entendía cómo habían podido servirlesal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo...; sí, allíhabía dos saleros llenos. Tal vez reservaban algunasorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azú-

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    car. Entonces extendió la vista en derredor con airede interés, buscando algunas huellas de aquel singu-lar gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en lossaleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchónde líquido oscuro, derramado sobre una de las pare-des, empapeladas de blanco, todo lo demás aparecíalimpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuandoel camarero acudió presuroso, despeinado y algo tor-pe todavía a aquella hora de la mañana, el detective—que no carecía de gusto por las bromas sencillas—le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello esta-ba a la altura de la reputación de la casa. El resultadofue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.

    —¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clien-tes estas bromitas? —preguntó Valentin—. ¿No les re-sulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y elazúcar?

    El camarero, cuando acabó de entender la ironía,le aseguró tartamudeante, que no era tal la intencióndel establecimiento, que aquello era una equivocación

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    inexplicable. Cogió el azucarero y lo contempló, y lomismo hizo con el salero, manifestando un crecienteasombro. Al fin, pidió excusas precipitadamente, sealejó corriendo, y volvió pocos segundos despuésacompañado del propietario. El propietario examinótambién los dos recipientes, y también se manifestómuy asombrado.

    De pronto, el camarero soltó un chorro inarticula-do de palabras.

    —Yo creo —dijo tartamudeando— que fueron esosdos sacerdotes.

    —¿Qué sacerdotes?—Ésos que arrojaron la sopa a la pared —dijo.—¿Que arrojaron la sopa a la pared? —preguntó

    Valentin, figurándose que aquella era alguna singularmetáfora italiana.

    —Sí, sí —dijo el criado con mucha animación, se-ñalando la mancha oscura que se veía sobre el papelblanco—; la arrojaron allí, a la pared.

    Valentin miró, con aire de curiosidad al propieta-rio. Éste satisfizo su curiosidad con el siguiente relato:

    —Sí, caballero, así es la verdad, aunque no creoque tenga ninguna relación con esto de la sal y el azú-car. Dos sacerdotes vinieron muy temprano y pidie-ron una sopa, en cuanto abrimos la casa. Parecíangente muy tranquila y respetable. Uno de ellos pagóla cuenta y salió. El otro, que era más pausado en susmovimientos, estuvo algunos minutos recogiendo suscosas, y al cabo salió también. Pero antes de hacerlotomó deliberadamente la taza (no se la había bebidotoda), y arrojó la sopa a la pared. El camarero y yoestábamos en el interior; así apenas pudimos llegar atiempo para ver la mancha en el muro y el salón yacompletamente desierto. No es un daño muy grande,

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    pero es una gran desvergüenza. Aunque quise alcan-zar a los dos hombres, ya iban muy lejos. Sólo pudeadvertir que doblaban la esquina de la calle deCarstairs.

    El policía se había levantado, puesto el sombreroy empuñado el bastón. En la completa oscuridad enque se movía, estaba decidido a seguir el único indi-cio anormal que se le ofrecía; y el caso era, en efecto,bastante anormal. Pagó, cerró de golpe tras de sí lapuerta de cristales y pronto había doblado también laesquina de la calle.

    Por fortuna, aun en los instantes de mayor fiebreconservaba alerta los ojos. Algo le llamó la atenciónfrente a una tienda, y al punto retrocedió unos pasospara observarlo. La tienda era un almacén popular decomestibles y frutas, y al aire libre estaban expuestosalgunos artículos con sus nombres y precios, entrelos cuales se destacaban un montón de naranjas y unmontón de nueces. Sobre el montón de nueces habíaun tarjetón que ponía, con letras azules: «Naranjasfinas de Tánger, dos por un penique» Y sobre las na-ranjas, una inscripción semejante e igualmente exac-ta, decía: «Nueces finas del Brasil, a cuatro la libra».Valentin, considerando los dos tarjetones, pensó queaquella forma de humorismo no le era desconocida,por su experiencia de hacía poco rato. Llamó la aten-ción del frutero sobre el caso. El frutero, con su caro-ta bermeja y su aire estúpido, miró a uno y otro ladode la calle como preguntándose la causa de aquellaconfusión. Y, sin decir nada, colocó cada letrero en susitio. El policía, apoyado con elegancia en su bastón,siguió examinando la tienda. Al fin exclamó:

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    —Perdone usted, señor mío, mi indiscreción: qui-siera hacerle a usted una pregunta referente a la psi-cología experimental y a la asociación de ideas.

    El caribermejo comerciante le miró de un modoamenazador. El detective, blandiendo el bastoncilloen el aire, continuó alegremente:

    —¿Qué hay de común entre dos anuncios mal colo-cados en una frutería y el sombrero de teja de alguienque ha venido a pasar a Londres un día de fiesta? O,para ser más claro: ¿qué relación mística existe entreestas nueces, anunciadas como naranjas, y la idea dedos clérigos, uno muy alto y otro muy pequeño?

    Los ojos del tendero parecieron salírsele de la ca-beza, como los de un caracol. Por un instante se dije-ra que se iba a arrojar sobre el extranjero. Y, al fin,exclamó, iracundo:

    —No sé lo que tendrá usted que ver con ellos, perosi son amigos de usted, dígales de mi parte que lesvoy a estrellar la cabeza, aunque sean párrocos, comovuelvan a tumbarme mis manzanas.

    —¿De veras? —preguntó el detective con muchointerés—. ¿Le tumbaron a usted las manzanas?

    —Como que uno de ellos —repuso el enfurecidofrutero— las echó a rodar por la calle le buena gana lehubiera yo cogido, pero tuve que entretenerme enarreglar otra vez el montón.

    —Y ¿hacia dónde se encaminaron los párrocos?—Por la segunda calle, a mano izquierda y des-

    pués cruzaron la plaza.—Gracias —dijo Valentin, y desapareció como por

    encanto.A las dos calles se encontró con un guardia, y le

    dijo:

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    —Oiga usted, guardia, un asunto urgente: ¿Ha vis-to usted pasar a dos clérigos con sombrero de teja?

    El guardia trató de recordar.—Sí, señor, los he visto. Por cierto que uno de ellos

    me pareció ebrio: estaba en mitad de la calle comoatontado...

    —¿Por qué calle tomaron? —le interrumpió Valen-tin.

    —Tomaron uno de aquellos autobus amarillos quevan a Hampstead.

    Valentin exhibió su tarjeta oficial y dijo precipita-damente:

    —Llame usted a dos de los suyos, que vengan con-migo en persecución de esos hombres.

    Y cruzó la calle con una energía tan contagiosaque el pesado guardia se echó a andar también conuna obediente agilidad. Antes de dos minutos, un ins-pector y un hombre en traje de paisano se reunieronal detective francés.

    —¿Qué se le ofrece, caballero? —comenzó el ins-pector, con una sonrisa de importancia. Valentin se-ñaló con el bastón.

    —Ya se lo diré a usted cuando estemos en aquelautobus —contestó, escurriéndose y abriéndose pasopor entre el tráfago de la calle. Cuando los tres, ja-deantes, se encontraron en la imperial del amarillovehículo, el inspector dijo:

    —Iríamos cuatro veces más de prisa en un taxi.—Es verdad —le contestó el jefe plácidamente—,

    siempre que supiéramos adónde íbamos.—Pues, ¿adónde quiere usted que vayamos? —le

    replicó el otro, asombrado.

  • 19

    Valentin, con aire ceñudo, continuó fumando ensilencio unos segundos, y después, apartando el ciga-rrillo, dijo:

    —Si usted sabe lo que va a hacer un hombre,adelántesele. Pero si usted quiere descubrir lo quehace, vaya detrás de él. Extravíese donde él se extra-víe, deténgase cuando él se detenga, y viaje tan lenta-mente como él. Entonces verá usted lo mismo que havisto él y podrá usted adivinar sus acciones y obraren consecuencia. Lo único que podemos hacer es lle-var la mirada alerta para descubrir cualquier objetoextravagante.

    —¿Qué clase de objeto extravagante?—Cualquiera —contestó Valentin, y se hundió en

    un obstinado mutismo.El autobus amarillo recorría las carreteras del Nor-

    te. El tiempo transcurría, inacabable. El gran detecti-ve no podía dar más explicaciones, y acaso sus ayu-dantes empezaban a sentir una creciente y silenciosadesconfianza. Acaso también empezaban a experimen-tar un apetito creciente y silencioso, porque la horadel almuerzo ya había pasado, y las inmensas carre-teras de los suburbios parecían alargarse cada vezmás, como las piezas de un infernal telescopio. Eraaquel uno de esos viajes en que el hombre no puedemenos de sentir que se va acercando al término deluniverso, aunque a poco se da cuenta de que simple-mente ha llegado a la entrada del parque de Tufnell.Londres se deshacía ahora en miserables tabernas yen repelentes andrajos de ciudad, y más allá volvía arenacer en calles altas y deslumbrantes y hoteles opu-lentos. Parecía aquel un viaje a través de trece ciuda-des consecutivas. El crepúsculo invernal comenzabaya a vislumbrarse —amenazador— frente a ellos; pero

  • 20

    el detective parisiense seguía sentado sin hablar, mi-rando a todas partes, no perdiendo un rasgo de lascalles que ante él se desarrollaban. Ya habían dejadoatrás el barrio de Camden, y los policías iban mediodormidos. De pronto, Valentin se levantó y, poniendouna mano sobre el hombro de cada uno de sus ayu-dantes, dio orden de parar. Los ayudantes dieron unsalto. Y bajaron por la escalerilla a la calle, sin sabercon qué objeto los hablan hecho bajar. Miraron entorno, como tratando de averiguar la razón, y Valen-tin les señaló triunfalmente una ventana que había ala izquierda, en un café suntuoso lleno de adornosdorados. Aquel era el departamento reservado a lascomidas de lujo. Había un letrero: Restaurante. La ven-tana, como todas las de la fachada, tenía una vidrieraescarchada y ornamental. Pero en medio de la vidrie-ra había una rotura grande, negra, como una estrellaentre los hielos.

    —¡Al fin!, hemos dado con un indicio —dijo Valen-tin, blandiendo el bastón—. Aquella vidriera rota...

    —¿Qué vidriera? ¿Qué indicio? —preguntó el ins-pector—. ¿Qué prueba tenemos para suponer que esosea obra de ellos?

    Valentin casi rompió su bambú de rabia.—¿Pues no pide prueba este hombre, Dios mío?

    —exclamó—. Claro que hay veinte probabilidades con-tra una. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿No veusted que estamos en el caso de seguir la más nimiasospecha, o de renunciar e irnos a casa a dormir tran-quilamente?

    Empujó la puerta del café, seguido de sus ayudan-tes, y pronto se encontraron todos sentados ante unlunch tan tardío como anhelado. De tiempo en tiem-

  • 21

    po echaban una mirada a la vidriera rota. Pero no poreso veían más claro en el asunto.

    Al pagar la cuenta, Valentin le dijo al camarero:—Veo que se ha roto la vidriera, ¿eh?—Sí, señor —dijo éste, muy preocupado con darle

    el cambio, y sin hacer mucho caso de Valentin.Valentin, en silencio, añadió una propina conside-

    rable. Ante esto, el camarero se puso comunicativo:—Sí, señor; una cosa increíble.—¿De verdad? Cuéntenos usted cómo fue —dijo el

    detective, como sin darle mucha importancia.—Verá usted: entraron dos curas, dos párrocos

    forasteros de ésos que andan ahora por aquí. Pidie-ron alguna cosilla de comer, comieron muy quietecitos,uno de ellos pagó y se salió. El otro iba a salir tam-bién, cuando yo advertí que me habían pagado el tri-ple de lo debido. Oiga usted (le dije a mi hombre, queya iba por la puerta), me han pagado ustedes más dela cuenta.» ¿Ah?», me contestó con mucha indiferen-cia. «Sí», le dije, y le enseñé la nota... Bueno, lo quepasó es inexplicable.

    —¿Por qué?—Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia

    que había escrito en la nota cuatro chelines, y me en-contré ahora con la cifra de catorce chelines.

    —¿Y después? —dijo Valentin lentamente, pero conlos ojos llameantes.

    —Después, el párroco que estaba en la puerta medijo muy tranquilamente: «Lamento enredarle a us-ted sus cuentas; pero es que voy a pagar por la vidrie-ra.» «¿Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a rom-per»; y descargó allí la sombrilla.

    Los tres lanzaron una exclamación de asombro, yel inspector preguntó en voz baja:

  • «¿Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a romper».

  • 23

    —¿Se trata de locos escapados?El camarero continuó, complaciéndose manifies-

    tamente en su extravagante relato:—Me quedé tan espantado, que no supe qué ha-

    cer. El párroco se reunió al compañero y doblaron poraquella esquina. Y después se dirigieron tan de prisahacia la calle de Bullock, que no pude darles alcance,aunque eché a correr tras ellos.

    —¡A la calle de Bullock! —ordenó el detective.Y salieron disparados hacia allá, tan veloces como

    sus perseguidos. Ahora se encontraron entre calleci-tas enladrilladas que tenían aspecto de túneles; calle-citas oscuras que parecían formadas por la espaldade todos los edificios. La niebla comenzaba a envol-verlos, y aun los policías londinenses se sentían ex-traviados por aquellos parajes. Pero el inspector teníala seguridad de que saldrían por cualquier parte alparque de Hampstead. Súbitamente, una vidriera ilu-minada por luz de gas apareció en la oscuridad de lacalle, como una linterna. Valentin se detuvo ante ella:era una confitería. Vaciló un instante y, al fin, entróhundiéndose entre los brillos y los alegres colores dela confitería. Con toda gravedad y mucha parsimoniacompró hasta trece cigarrillos de chocolate. Estababuscando el mejor medio para entablar un diálogo;pero no necesitó él comenzarlo.

    Una señora de cara angulosa que le había despa-chado, sin prestar más que una atención mecánica alaspecto elegante del comprador, al ver destacarse enla puerta el uniforme azul del policía que le acompa-ñaba, pareció volver en sí, y dijo:

    —Si vienen ustedes por el paquete, ya lo remití asu destino.

    —¡El paquete! —repitió Valentin con curiosidad.

  • 24

    —El paquete que dejó ese señor, ese señor párro-co.

    —Por favor, señora —dijo entonces Valentin, de-jando ver por primera vez su ansiedad—, por amorde Dios, díganos usted puntualmente de qué se trata.

    La mujer, algo inquieta, explicó:—Pues verá usted: esos señores estuvieron aquí

    hará una media hora, bebieron un poco de menta,charlaron y después se encaminaron al parque deHampstead. Pero a poco uno de ellos volvió y me dijo:«¿Me he dejado aquí un paquete?» Yo no encontréninguno por más que busqué. «Bueno —me dijo él—,si luego aparece por ahí, tenga usted la bondad deenviarlo a estas señas». Y con la dirección, me dejóun chelín por la molestia. Y, en efecto, aunque yo es-taba segura de haber buscado bien, poco después meencontré con un paquetito de papel de estraza, y loenvié al sitio indicado. No me acuerdo bien adóndeera: era por Westminster. Como parecía ser cosa deimportancia, pensé que tal vez la policía había venidoa buscarlo.

    —Sí —dijo Valentin—, a eso vine. ¿Está cerca deaquí el parque de Hampstead?

    —A unos quince minutos. Y por aquí saldrá ustedderecho a la puerta del parque.

    Valentin salió de la confitería precipitadamente, yechó a correr en aquella dirección; sus ayudantes leseguían con un trotecillo de mala gana.

    La calle que recorrían era tan estrecha y oscura,que cuando salieron al aire libre se asombraron dever que había todavía tanta luz. Una hermosa cúpulaceleste, color verde pavo, se hundía entre fulgoresdorados, donde resaltaban las masas oscuras de losárboles, ahogadas en lejanías violetas. El verde fulgu-

  • 25

    rante era ya lo bastante oscuro para dejar ver, comounos puntitos de cristal, algunas estrellas. Todo loque aún quedaba de la luz del día caía en reflejosdorados por los términos de Hampstead y aquellascuestas que el pueblo gusta de frecuentar y reciben elnombre de Valle de la Salud. Los obreros, endominga-dos, aún no habían desaparecido; quedaban, ya bo-rrosas en la media luz, unas cuantas parejas por losbancos, y aquí y allá, a lo lejos, una muchacha se me-cía, gritando, en un columpio. En torno a la sublimevulgaridad del hombre, la gloria del cielo se iba ha-ciendo cada vez más profunda y oscura. Y de arribade la cuesta, Valentin se detuvo a contemplar el valle.

    Entre los grupitos negros que parecían irse desha-ciendo a distancia, había uno, negro entre todos, queno parecía deshacerse: un grupito de dos figuras ves-tidas con hábitos clericales. Aunque estaban tan lejosque parecían insectos, Valentin pudo darse cuenta deque una de las dos figuras era más pequeña que laotra. Y aunque el otro hombre andaba algo inclinado,como hombre de estudio, y cual si tratara de no ha-cerse notar, a Valentin le pareció que bien medía seispies de talla. Apretó los dientes y, cimbreando el bam-bú, se encaminó hacia aquel grupo con impaciencia.Cuando logró disminuir la distancia y agrandar lasdos figuras negras cual con ayuda de microscopio,notó algo más, algo que le sorprendió mucho, aun-que, en cierto modo, ya lo esperaba. Fuera quien fue-ra el mayor de los dos, no cabía duda respecto a laidentidad del menor: era su compañero del tren deHarwich, aquel cura pequeñín y regordete de Essex, aquien él había aconsejado no andar diciendo lo quetraía en sus paquetitos de papel de estraza.

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    Hasta aquí todo se presentaba muy racionalmen-te. Valentin había logrado averiguar aquella mañanaque un tal padre Brown, que venía de Essex, traía con-sigo una cruz de plata con zafiros, reliquia de consi-derable valor, para mostrarla a los sacerdotes extran-jeros que venían al Congreso. Aquel era, sin duda, elobjeto de plata con piedras azules, y el padre Brown,sin duda, era el propio y diminuto paleto que veníaen el tren. No había nada de extraño en el hecho deque Flambeau tropezara con la misma extrañeza enque Valentin había reparado. Flambeau no perdía nadade cuanto pasaba junto a él. Y nada de extraño teníael hecho de que, al oír hablar Flambeau de una cruzde zafiros, se le ocurriera robársela: aquello era lomás natural del mundo. Y de seguro que Flambeau sesaldría con la suya, teniendo que habérselas con aquelpobre cordero de la sombrilla y los paquetitos, Era eltipo de hombre en quien todo el mundo puede hacersu voluntad, atarlo con una cuerda y llevárselo hastael Polo Norte. No era de extrañar que un hombre comoFlambeau, disfrazado de cura, hubiera logrado arras-trarlo hasta Hampstead Heath. La intención delictuosaera manifiesta. Y el detective compadecía al pobrecurita desamparado, y casi desdeñaba a Flambeau porencarnizarse en víctimas tan indefensas. Pero cuan-do Valentin recorría la serie de hechos que le habíanllevado al éxito de sus pesquisas, en vano se ator-mentaba tratando de descubrir en todo el proceso elmenor ritmo de razón. ¿Qué tenía de común el robode una cruz de plata y piedras azules con el hecho dearrojar la sopa a la pared? ¿Qué relación había entreesto y el llamar nueces a las naranjas, o el pagar deantemano los vidrios que se van a romper? Había lle-gado al término de la caza, pero no sabía por cuáles

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    caminos. Cuando fracasaba —y pocas veces le suce-día— solía dar siempre con la clave del enigma, aun-que perdiera al delincuente. Aquí había cogido al de-lincuente, pero la clave del enigma se le escapaba.

    Las dos figuras se deslizaban como moscas sobreuna colina verde. Aquellos hombres parecían enfras-cados en animada charla y no darse cuenta de adón-de iban; pero ello es que se encaminaban a lo másagreste y apartado del parque. Sus perseguidores tu-vieron que adoptar las poco dignas actitudes de lacaza al acecho, ocultarse tras los matojos y aun arras-trarse escondidos entre la hierba. Gracias a este des-agradable procedimiento, los cazadores lograronacercarse a la presa lo bastante para oír el murmullode la discusión; pero no lograban entender más quela palabra «razón», frecuentemente repetida en unavoz chillona y casi infantil. Una vez, la presa se lesperdió en una profundidad y tras un muro de espesu-ra. Pasaron diez minutos de angustia antes de quelograran verlos de nuevo, y después reaparecieron losdos hombres sobre la cima de una loma que domina-ba un anfiteatro, el cual a estas horas era un escena-rio desolado bajo las últimas claridades del sol. En

  • 28

    aquel sitio ostensible, aunque agreste, había, debajode un árbol, un banco de palo, desvencijado. Allí sesentaron los dos curas, siempre discutiendo con mu-cha animación. Todavía el suntuoso verde y oro eraperceptible hacia el horizonte; pero ya la cúpula ce-leste había pasado del verde pavo al azul pavo, y lasestrellas se destacaban más y más como joyas sóli-das. Por señas, Valentin indicó a sus ayudantes queprocuraran acercarse por detrás del árbol sin hacerruido. Allí lograron, por primera vez, oír las palabrasde aquellos extraños clérigos.

    Tras de haber escuchado unos dos minutos, seapoderó de Valentin una duda atroz: ¿Si habríaarrastrado a los dos policías ingleses hasta aquellosnocturnos campos para una empresa tan loca comosería la de buscar higos entre los cardos? Porque aque-llos dos sacerdotes hablaban realmente como verda-deros sacerdotes, piadosamente, con erudición y com-postura, de los más abstrusos enigmas teológicos. Elcurita de Essex hablaba con la mayor sencillez, de carahacia las nacientes estrellas. El otro inclinaba la cabe-za, como si fuera indigno de contemplarlas. Pero nohubiera sido posible encontrar una charla más cleri-cal e ingenua en ningún blanco claustro de Italia o enninguna negra catedral española.

    Lo primero que oyó fue el final de una frase delpadre Brown que decía: «...que era lo que en la EdadMedia significaban con aquello de los cielos incorrup-tibles».

    El sacerdote alto movió la cabeza y repuso:—¡Ah, sí. Los modernos infieles apelan a su ra-

    zón! Pero, ¿quién puede contemplar estos millonesde mundos sin sentir que hay todavía universos ma-

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    ravillosos donde tal vez nuestra razón resulte irracio-nal?

    —No —dijo el otro—. La razón siempre es racio-nal, aun en el limbo, aun en el último extremo de lascosas. Ya sé que la gente acusa a la Iglesia de rebajarla razón; pero es al contrario. La Iglesia es la únicaque, en la tierra, hace de la razón un objeto supremo;la única que afirma que Dios mismo está sujeto porla razón.

    El otro levantó la austera cabeza hacia el cielo es-trellado, e insistió:

    —Sin embargo, ¿quién sabe si en este infinito uni-verso...?

    —Infinito sólo físicamente —dijo el curita agitán-dose en el asiento—, pero no infinito en el sentido deque pueda escapar a las leyes de la verdad.

    Valentin, tras del árbol, crispaba los puños conmuda desesperación. Ya le parecía oír las burlas delos policías ingleses a quienes había arrastrado en tanloca persecución, sólo para hacerles asistir al chismo-rreo metafísico de los dos viejos y amables párrocos.En su impaciencia, no oyó la elaborada respuesta delcura gigantesco, y cuando pudo oír otra vez el padreBrown estaba diciendo:

    —La razón y la justicia imperan hasta en la estre-lla más solitaria y más remota: mire usted esas estre-llas. ¿No es verdad que parecen como diamantes y za-firos? Imagínese usted la geología, la botánica másfantástica que se le ocurra; piense usted que allí haybosques de diamantes con hojas de brillantes; imagí-nese usted que la luna es azul, que es un zafiroelefantino. Pero no se imagine usted que esta astro-nomía frenética pueda afectar a los principios de larazón y de la justicia. En llanuras de ópalo, como en

  • 30

    escolleros de perlas, siempre se encontrará usted conla sentencia: «No robarás.»

    Valentin estaba para cesar en aquella actitud vio-lenta y alejarse sigilosamente, confesando aquel granfracaso de su vida; pero el silencio del sacerdote gi-gantesco le impresionó de un modo que quiso espe-rar su respuesta. Cuando éste se decidió, por fin, ahablar dijo simplemente, inclinando la cabeza y apo-yando las manos en las rodillas:

    —Bueno; yo creo, con todo, que ha de haber otrosmundos superiores a la razón humana. Impenetrablees el misterio del cielo, y ante él humillo mi frente.

    Y después, siempre en la misma actitud, y sin cam-biar de tono de voz, añadió:

    —Vamos, déme usted ahora mismo la cruz de za-firos que trae. Estamos solos y puedo destrozarle austed como a un muñeco.

    Aquella voz y aquella actitud inmutables chocabanviolentamente con el cambio del asunto. El guardiánde la reliquia apenas volvió la cabeza. Parecía seguircontemplando las estrellas. Tal vez, no entendió. Talvez entendió, pero el terror le había paralizado.

    —Sí —dijo el sacerdote gigantesco sin inmutar-se—, sí, yo soy Flambeau.

    Y, tras una pausa, añadió:—Vamos, ¿quiere usted darme la cruz?—No —dijo el otro; y aquel monosílabo tuvo una

    extraña sonoridad.Flambeau depuso entonces sus pretensiones pon-

    tificales. El gran ladrón se retrepó en el respaldo delbanco y soltó la risa.

    —No —dijo—, no quiere usted dármela, orgullosoprelado. No quiere usted dármela, célibe borrico.

  • «Estamos solos ypuedo destrozarle a

    ustedcomo a un muñeco».

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    ¿Quiere usted que le diga por qué? Pues porque ya latengo en el bolsillo del pecho.

    El hombrecillo de Essex volvió hacia él, en la pe-numbra una cara que debió de reflejar el asombro, ycon la tímida sinceridad del «Secretario Privado», ex-clamó:

    —Pero, ¿está usted seguro?Flambeau aulló con deleite:—Verdaderamente —dijo— es usted tan divertido

    como una farsa en tres actos. Sí, hombre de Dios, es-toy enteramente seguro. He tenido la buena idea dehacer una falsificación del paquete, y ahora, amigomío, usted se ha quedado con el duplicado y yo con laalhaja. Una estratagema muy antigua, padre Brown,muy antigua.

    —Sí —dijo el padre Brown alisándose los cabelloscon el mismo aire distraído—, ya he oído hablar deella.

    El coloso del crimen se inclinó entonces hacia elrústico sacerdote con un interés repentino.

    —¿Usted ha oído hablar de ella? ¿Dónde?—Bueno —dijo el hombrecillo con mucha candi-

    dez—. Ya comprenderá usted que no voy a decirle elnombre. Se trata de un penitente, un hijo de confe-sión. ¿Sabe usted? Había logrado vivir durante veinteaños con gran comodidad gracias al sistema de falsi-ficar los paquetes de papel de estraza. Y así, cuandocomencé a sospechar de usted, me acordé al punto delos procedimientos de aquel pobre hombre.

    —¿Sospechar de mí? —repitió el delincuente concuriosidad cada vez mayor—. ¿Tal vez tuvo usted laperspicacia de sospechar cuando vio usted que yo leconducía a estas soledades?

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    —No, no —dijo Brown, como quien pide excu-sas—. No, verá usted: yo comencé a sospechar de us-ted en el momento en que por primera vez nos en-contrarnos, debido al bulto que hace en su manga elbrazalete de la cadena que suelen ustedes llevar.

    —Pero, ¿cómo demonios ha oído usted hablar si-quiera del brazalete?

    —¡Qué quiere usted; nuestro pobre rebaño...! —dijoel padre Brown, arqueando las cejas con aire indife-rente—. Cuando yo era cura de Hartlepool había allítres con el brazalete... De modo que, habiendo des-confiado de usted desde el primer momento, comousted comprende, quise asegurarme de que la cruzquedaba a salvo de cualquier contratiempo. Y hastacreo que me he visto en el caso de vigilarle a usted,¿sabe usted? Finalmente, vi que usted cambiaba lospaquetes. Y entonces, vea usted, yo los volví a cam-biar. Y después, dejé el verdadero por el camino.

    —¿Que lo dejó usted? —repitió Flambeau; y por laprimera vez, el tono de su voz no fue ya triunfal.

    —Vea usted cómo fue —continuó el curita con elmismo tono de voz—. Regresé a la confitería aquella ypregunté si me había dejado por ahí un paquete, y diciertas señas para que lo remitieran si acaso aparecíadespués. Yo sabía que no me había dejado antes nada,pero cuando regresé a buscar lo dejé realmente. Así,en vez de correr tras de mí con el valioso paquete, lohan enviado a estas horas a casa de un amigo mío quevive en Westminster. —Y luego añadió, amargamen-te—: También esto lo aprendí de un pobre sujeto quehabía en Hartlepool. Tenía la costumbre de hacerlo conlas maletas que robaba en las estaciones; ahora el po-bre está en un monasterio. ¡Oh!, tiene uno que apren-der muchas cosas, ¿sabe usted? —prosiguió sacudien-

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    do la cabeza con el mismo aire del que pide excu-sas—. No puede uno menos de portarse como sacer-dote. La gente viene a nosotros y nos lo cuenta todo.

    Flambeau sacó de su bolsillo un paquete de papelde estraza y lo hizo pedazos. No contenía más quepapeles y unas barritas de plomo. Saltó sobre sus piesrevelando su gigantesca estatura, y gritó:

    —No le creo a usted. No puedo creer que un patáncomo usted sea capaz de eso. Yo creo que trae ustedconsigo la pieza, y si usted se resiste a dármela... yave usted, estamos solos, la tomaré por fuerza.

    —No —dijo con naturalidad el padre Brown; y tam-bién se puso de pie—. No la tomará usted por fuerza.Primero, porque realmente no la llevo conmigo. Y se-gundo, porque no estamos solos.

    Flambeau se quedó suspenso.—Detrás de este árbol —dijo el padre Brown seña-

    lándolo— están dos forzudos policías, y con ellos eldetective más notable que hay en la tierra. ¿Me pre-gunta usted que cómo vinieron? ¡Pues porque yo losatraje, naturalmente! ¿Que cómo lo hice? Pues se locontaré a usted si se empeña. ¡Por Dios! ¿No compren-de usted que, trabajando entre la clase criminal, apren-demos muchísimas cosas? Desde luego, yo no estabaseguro de que usted fuera un delincuente, y nunca esconveniente hacer un escándalo contra un miembrode nuestra propia Iglesia. Así, procuré antes probarlea usted, para ver si, a la provocación se descubría us-ted de algún modo. Es de suponer que todo hombrehace algún aspaviento si se encuentra con que su caféestá salado; si no lo hace, es que tiene buenas razonespara no llamar sobre sí la atención de la gente. Cam-bié, pues, la sal y el azúcar, y advertí que usted noprotestaba. Todo hombre protesta si le cobran tres

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    veces más de lo que debe. Y si se conforma con lacuenta exagerada, es que le importa pasar inadverti-do. Yo alteré la nota, y usted la pagó sin decir palabra.

    Parecía que el mundo todo estuviera esperando queFlambeau, de un momento a otro, saltara como un ti-gre. Pero, por el contrario, se estuvo quieto, como si lehubieran amansado con un conjuro; la curiosidad másaguda le tenía como petrificado.

    —Pues bien —continuó el padre Brown con pau-sada lucidez—, como usted no dejaba rastro a la poli-cía, era necesario que alguien lo dejara, en su lugar. Yadondequiera que fuimos juntos, procuré hacer algoque diera motivo a que se hablara de nosotros paratodo el resto del día. No causé daños muy graves porlo demás: una pared manchada, unas manzanas porel suelo, una vidriera rota... Pero, en todo caso, salvéla cruz, porque hay que salvar siempre la cruz. A estahora está en Westminster. Yo hasta me maravillo deque no lo haya usted estorbado con el «silbido delasno».

    —¿El qué? —preguntó Flambeau.—Vamos, me alegro de que nunca haya usted oído

    hablar de eso —dijo el sacerdote con una muequeci-lla—. Es una atrocidad. Ya estaba yo seguro de queusted era demasiado bueno, en el fondo, para ser un«silbador». Yo no hubiera podido en tal caso contra-rrestarlo, ni siquiera con el procedimiento de las «mar-cas»; no tengo bastante fuerza en las piernas:

    —Pero, ¿de qué me está usted hablando? —pre-guntó el otro.

    —Hombre, creí que conocía usted las «marcas»—dijo el padre Brown agradablemente sorprendido—.Ya veo que no está usted tan envilecido.

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    —Pero, ¿cómo diablos está usted al cabo de tan-tos horrores? —gritó Flambeau.

    La sombra de una sonrisa cruzó por la cara redon-da y sencillota del clérigo.

    —¡Oh, probablemente a causa de ser un borricocélibe! —repuso—. ¿No se le ha ocurrido a usted pen-sar que un hombre que casi no hace más que oír lospecados de los demás no puede menos de ser un pocoentendido en la materia? Además, debo confesarle austed que otra condición de mi oficio me convencióde que usted no era un sacerdote.

    —¿Y qué fue ello? —preguntó el ladrón, alelado.—Que usted atacó la razón; y eso es de mala teo-

    logía.Y como se volviera en este instante para recoger

    sus paquetes, los tres policías salieron de entre losárboles penumbrosos. Flambeau era un artista, y tam-bién un deportista. Dio un paso atrás y saludó conuna cortés reverencia a Valentin.

    —No; a mí, no, mon ami —dijo éste con nitidezargentina—. Inclinémonos los dos ante nuestro comúnmaestro.

    Y ambos se descubrieron con respeto, mientras elcurita de Essex hacía como que buscaba su sombrilla.

  • II. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETOII. EL JARDÍN SECRETO

    Arístides Valentin, jefe de la policía de París, llegótarde a la cena, y algunos de sus huéspedes estabanya en casa. Pero a todos los tranquilizó su criado deconfianza, Iván, un viejo que tenía una cicatriz en lacara, y una cara tan gris como sus bigotes, y que siem-pre se sentaba tras una mesita que había en el vestí-bulo; un vestíbulo tapizado de armas. La casa de Va-lentin era tal vez tan célebre y singular como el amo.Era una casa vieja, de altos muros y álamos tan altosque casi sobresalían, vistos desde el Sena; pero la sin-gularidad y acaso el valor policiaco de su arquitectu-ra estaba en esto: que no había más salida a la calleque aquella puerta del frente, resguardada por Iván ypor la armería. El jardín era amplio y complicado, yhabía varias salidas de la casa al jardín. Pero el jardínno tenía acceso al exterior, y lo circundaba un pare-dón enorme, liso, inaccesible, con púas en las bardas.No era un mal jardín para los esparcimientos de unhombre a quien cientos de criminales habían juradomatar.

    Según Iván explicó a los huéspedes el amo habíaanunciado por teléfono que asuntos de última hora leobligaban a retrasarse unos diez minutos. En verdad,

  • 38

    estaba dictando algunas órdenes sobre ejecuciones yotras cosas desagradables de este jaez. Y aunque ta-les menesteres le eran profundamente repulsivos,siempre los atendía con la necesaria exactitud. Tenazen la persecución de los criminales, era muy suave ala hora del castigo. Desde que había llegado a ser lasuprema autoridad policíaca de Francia y en gran partede Europa, había empleado honorablemente su influen-cia en el empeño de mitigar las penas y purificar lasprisiones. Era uno de esos librepensadores humanita-rios que hay en Francia. Su única falta consiste en quesu perdón suele ser más frío que su justicia.

    Valentin llegó. Estaba vestido de negro; llevaba enla solapa el botoncito rojo. Era una elegante figura. Subarbilla negra tenía ya algunos toques grises. Atrave-só la casa y se dirigió inmediatamente a su estudio,situado en la parte posterior. La puerta que daba aljardín estaba abierta. Muy cuidadosamente guardó conllave su estuche en el lugar acostumbrado, y se quedóuno segundos contemplando la puerta abierta haciael jardín. La luna —dura— luchaba con los jirones yandrajos de nubes tempestuosas. Y Valentin la consi-deraba con una emoción anhelosa poco habitual ennaturalezas tan científicas como la suya. Acaso estasnaturalezas poseen el don psíquico de prever los mástremendos trances de su existencia. Pero pronto serecobró de aquella vaga inconsciencia, recordando quehabía llegado con retraso y que sus huéspedes le es-tarían esperando. Al entrar en el salón, se dio cuentaal instante de que, por lo menos, su huésped de ho-nor aún no había llegado. Distinguió a las otras figu-ras importantes de su pequeña sociedad: a lordGalloway, el embajador inglés —un viejo colérico conuna cara roja como amapola, que llevaba la banda

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    azul de la Jarretera—; a lady Galloway, sutil como unahebra de hilo, con los cabellos argentados y la expre-sión sensitiva y superior. Vio también a su hija, ladyMargaret Graham, pálida y preciosa muchacha, concara de hada y cabellos color de cobre. Vio a la duque-sa de Mont Saint-Michel, de ojos negros, opulenta, consus dos hijas, también opulentas y ojinegras. Vio aldoctor Simon tipo del científico francés, con sus ga-fas, su barbilla oscura, la frente partida por aquellasarrugas paralelas que son el castigo de los hombresde ceño altanero, puesto que proceden de mucho le-vantar las cejas. Vio al padre Brown, de Cobhole, enEssex, a quien había conocido en Inglaterra reciente-mente. Vio, tal vez con mayor interés que a todos losotros, a un hombre alto, con uniforme, que acababade inclinarse ante los Galloway, sin que éstos contes-taran a su saludo muy calurosamente, y que a la sa-zón se adelantaba al encuentro de su huésped parapresentarle sus cortesías. Era el comandante O’Brien,de la Legión francesa extranjera; tenía un aspecto en-tre delicado y fanfarrón, iba todo afeitado, el cabellooscuro, los ojos azules; y, como parecía propio en unoficial de aquel famoso regimiento de los victoriososfracasos y los afortunados suicidios, su aire era a lavez atrevido y melancólico. Era, por nacimiento, uncaballero irlandés, y, en su infancia, había conocido alos Galloway, y especialmente a Margaret Graham.Había abandonado su patria dejando algunas deudas,y ahora daba a entender su absoluta emancipación dela etiqueta inglesa presentándose de uniforme, espa-da al cinto y espuelas calzadas. Cuando saludó a lafamilia del embajador, lord y lady Galloway le contes-taron con rigidez y lady Margaret miró a otra parte.

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    Pero si las visitas tenían razones para considerar-se entre sí con un interés especial, su distinguido hués-ped no estaba especialmente interesado en ningunade ellas. Por lo menos, ninguna de ellas era a sus ojosel convidado de la noche. Valentin esperaba, por cier-tos motivos, la llegada de un hombre de fama mun-dial, cuya amistad se había ganado durante sus victo-riosas campañas policíacas en los Estados Unidos.Esperaba a Julius K. Brayne, el multimillonario cuyascolosales y aplastantes generosidades para favorecerla propaganda de las religiones no reconocidas ha-bían dado motivo a tantas y tan felices burlas, y atantas solemnes y todavía más fáciles felicitacionespor parte de la prensa americana y británica. Nadiepodía estar seguro de si Mr. Brayne era un ateo, unmormón o un partidario de la ciencia cristiana; peroél siempre estaba dispuesto a llenar de oro todos losvasos intelectuales, siempre que fueran vasos hastahoy no probados. Una de sus manías era esperar laaparición del Shakespeare americano (cosa de máspaciencia que el oficio de pescar). Admiraba a WaltWhitman, pero opinaba que Luke P. Taner, de París(Philadelphia) era mucho más «progresista» queWhitman. Le gustaba todo lo que le parecía «progre-sista». Y Valentin le parecía «progresista», con lo cualle hacía una grande injusticia.

    La deslumbrante aparición de Julius K. Brayne fuecomo un toque de campana que diera la señal de lacena. Tenía una notable cualidad, de que podemospreciarnos muy pocos: su presencia era tan ostensi-ble como su ausencia. Era enorme, tan gordo comoalto; vestía traje de noche, de negro impecable, sin elalivio de una cadena de reloj o de una sortija. Tenía elcabello blanco, y lo llevaba peinado hacia atrás, como

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    un alemán; roja la cara, fiera y angelical, con una bar-billa oscura en el labio inferior, lo cual transformabasu rostro infantil, dándole un aspecto teatral y mefis-tofélico. Pero la gente que estaba en el salón no per-dió mucho tiempo en contemplar al célebre america-no. Su mucha tardanza había llegado a ser ya un pro-blema doméstico, y a toda prisa se le invitó a tomardel brazo a lady Galloway para pasar al comedor.

    Los Galloway estaban dispuestos a pasar alegre-mente por todo, salvo en un punto: siempre que ladyMargaret no tomara el brazo del aventurero O’Brien,todo estaba bien. Y lady Margaret no lo hizo así, sinoque entró al comedor decorosamente acompañada porel doctor Simon. Con todo, el viejo lord Galloway co-menzó a sentirse inquieto y a ponerse algo áspero.Durante la cena estuvo bastante diplomático; perocuando a la hora de los cigarros, tres de los más jóve-nes —el doctor Simon, el padre Brown y el equívocoO’Brien, el desterrado con uniforme extranjero— em-pezaron a mezclarse en los grupos de las damas y afumar en el invernadero, entonces el diplomático in-glés perdió la diplomacia. A cada sesenta segundos leatormentaba la idea de que el bribón de O’Brien trata-ra por cualquier medio de hacer señas a Margaret,aunque no se imaginaba de qué manera. A la hora delcafé se quedó acompañado de Brayne, el canoso yan-qui que creía en todas las religiones, y de Valentin, elpeligrisáceo francés que no creía en ninguna. Ambospodían discutir mutuamente cuanto quisieran; peroera inútil que invocaran el apoyo del diplomático. Estalogomaquia «progresista» acabó por ponerse muyaburrida; entonces, lord Galloway se levantó también,y trató de dirigirse al salón. Durante seis u ocho mi-nutos anduvo perdido por los pasillos; al fin oyó la

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    voz aguda y didáctica del doctor, y después la vozopaca del clérigo, seguida por una carcajada general.Y pensó con fastidio que tal vez allí estaban tambiéndiscutiendo sobre la ciencia y la religión. Al abrir lapuerta del salón sólo se dio cuenta de una cosa; dequiénes están ausentes. El comandante O’Brien no es-taba allí; tampoco lady Margaret.

    Abandonó entonces el salón con tanta impacien-cia como antes abandonara el corredor, y otra vezmetióse por los pasillos. La preocupación por prote-ger a su hija del pícaro argelino-irlandés se había apo-derado de él como una locura. Al acercarse al interiorde la casa, donde estaba el estudio de Valentin, tuvola sorpresa de encontrar a su hija, que pasaba rápida-mente con una cara pálida y desdeñosa que era unenigma por sí sola. Si había estado hablando conO’Brien, ¿dónde estaba éste? Si no había estado conél, ¿de dónde venía? Con una sospecha apasionada ysenil se internó más en la casa, y casualmente dio conuna puerta de servicio que comunicaba al jardín. Yala luna, con su cimitarra, había rasgado; y deshechotoda nube de tempestad. Una luz de plata bañaba delleno el jardín. Por el césped vio pasar una alta figuraazul camino del estudio. Al reflejo lunar, sus faccio-nes se revelaron: era el comandante O’Brien.

    Desapareció tras la puerta vidriera en los interio-res de la casa, dejando a lord Galloway en un estadode ánimo indescriptible, a la vez confuso e iracundo.El jardín de plata y azul, como un escenario de teatro,parecía atraerle tiránicamente con esa insinuación dedulzura tan opuesta al cargo que él desempeñaba enel mundo. La esbeltez y gracia de los pasos del irlan-dés le habían encolerizado como si, en vez de un pa-dre, fuese un rival; y ahora la luz de la luna le enlo-

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    quecía. Una especie de magia pretendía atraparle,arrastrándole hacia un jardín de trovadores, hacia unatierra maravillosa de Watteau; y, tratando de emanci-parse por medio de la palabra de aquellas amorosasinsensateces, se dirigió rápidamente en pos de suenemigo. Tropezó con alguna piedra o raíz de árbol,y se detuvo instintivamente a escudriñar el suelo, pri-mero con irritación, y después, con curiosidad. Y en-tonces la luna y los álamos del jardín pudieron ver unespectáculo inusitado: un viejo diplomático inglés queechaba a correr, gritando y aullando como loco.

    A sus gritos, un rostro pálido se asomó por la puer-ta del estudio, y se vieron brillar los lentes y aparecerel ceño preocupado del doctor Simon, que fue el pri-mero en oír las primeras palabras que al fin pudoarticular claramente el noble caballero. Lord Gallowaygritaba:

    —¡Un cadáver sobre la hierba! ¡Un cadáver ensan-grentado!

    Y ya no pensó más en O’Brien.—Debemos decirlo al instante a Valentin —obser-

    vó el doctor, cuando el otro le hubo descrito entretartamudeos lo que apenas se había atrevido a mi-rar—. Es una fortuna tenerlo tan a mano.

    En este instante, atraído por las voces, el gran de-tective entraba en el estudio. La típica transforma-ción que se operó en él fue algo casi cómico: habíaacudido al sitio con el cuidado de un huésped y de uncaballero que se figura que alguna visita o algún cria-do se ha puesto malo; pero cuando le dijeron que setrataba de un hecho sangriento, al instante tornósegrave, importante, y tomó el aire de hombre de nego-cios; porque, después de todo, aquello, por abomina-ble e insólito que fuera, era su negocio.

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    Amigos míos —dijo, mientras se encaminaba ha-cia el jardín—, es muy extraño que, tras de haber an-dado por toda la tierra a caza de enigmas, se me ofrez-ca uno en mi propio jardín. ¿Dónde está?

    No sin cierta dificultad cruzaron el césped, por-que había comenzado a levantarse del río una ligeraniebla. Guiados por el espantado Galloway, encontra-ron al fin el cuerpo, hundido entre la espesa hierba.Era el cuerpo de un hombre muy, alto y de robustasespaldas. Estaba boca abajo, vestido de negro, y eracalvo, con un escaso vello negro aquí y allá que teníaun aspecto de alga húmeda. De su cara manaba unaserpiente roja de sangre.

    —Por lo menos —dijo Simon con una voz profun-da y extraña—, por lo menos no es ninguno de losnuestros.

    —Examínele usted, doctor —ordenó con cierta brus-quedad Valentin—. Bien pudiera no estar muerto.

    El doctor se inclinó.—No está enteramente frío, pero me temo que sí

    completamente muerto —dijo—. Ayúdenme ustedesa levantarlo.

    Lo levantaron cuidadosamente hasta una pulgadadel suelo, y al instante se disiparon, con espantosacertidumbre, todas sus dudas. La cabeza se despren-dió del tronco. Había sido completamente cortada. Elque había cortado aquella garganta había quebradotambién las vértebras del cuello. El mismo Valentinse sintió algo sorprendido.

    —El que ha hecho esto es tan fuerte como un gori-la —murmuró.

    Aunque acostumbrado a los horrores anatómicos,el doctor Simon se estremeció al levantar aquella ca-beza. Tenía algún arañazo por la barba y la mandíbu-

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    la, pero la cara estaba sustancialmente intacta. Erauna cara amarilla, pesada, a la vez hundida e hincha-da, nariz de halcón, párpados inflados: la cara de unemperador romano prostituido, con ciertos toques deemperador chino. Todos los presentes parecían con-siderarle con la fría mirada del que mira a un desco-nocido. Nada más había de notable en aquel cuerpo,salvo que, cuando le levantaron, vieron claramente elbrillo de una pechera blanca manchada de sangre.Como había dicho el doctor Simon, aquel hombre noera de los suyos, no estaba en la partida, pero bienpodía haber tenido el propósito de venir a hacerlescompañía, porque vestía el traje de noche propio delcaso.

    Valentin se puso de rodillas, se echó sobre lasmanos, y en esa actitud anduvo examinando con lamayor atención profesional la hierba y el suelo, den-tro de un contorno de veinte yardas, tarea en que fueasistido menos concienzudamente por el doctor, y sóloconvencionalmente por el lord inglés. Pero sus penasno tuvieron más recompensa que el hallazgo de unas,cuantas ramitas partidas o quebradas en trozos muypequeños, que Valentin, recogió para examinar uninstante, y después arrojó.

    —Unas ramas —dijo gravemente—; unas ramas yun desconocido decapitado; es todo lo que hay sobreel césped.

    Hubo un silencio casi humillante, y de pronto elagitado Galloway gritó:

    —¿Qué es aquello? ¿Aquello que se mueve juntoal muro?

    A la luz de la luna se veía, en efecto, acercarse unafigura pequeña con una como enorme cabeza; pero lo

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    que de pronto parecía un duende, resultó ser el in-ofensivo curita, a quien habían dejado en el salón.

    —Advierto —dijo con mesura— que este jardínno tiene puerta exterior. ¿No es verdad?

    Valentin frunció el ceño con cierto disgusto, comosolía hacerlo por principio ante toda sotana. Pero erahombre demasiado justo para disimular el valor deaquella observación.

    —Tiene usted razón —contestó—; antes de pre-guntarnos cómo ha sido muerto, hay que averiguarcómo ha podido llegar hasta aquí. Escúchenme uste-des, señores. Hay que convenir en que —si ello resul-ta compatible con mi deber profesional— lo mejorserá comenzar por excluir de la investigación públicaalgunos nombres distinguidos. En casa hay señoras ycaballeros, y hasta un embajador. Si establecemos queeste hecho es un crimen, como tal hemos de investi-garlo. Pero mientras no lleguemos ahí, puedo obrarcon entera discreción. Soy la cabeza de la policía; per-sona tan pública, que bien puedo atreverme a ser pri-vado. Quiera el cielo que pueda yo solo y por mi cuen-ta absolver a todos y cada uno de mis huéspedes, an-tes de que tenga que acudir a mis subordinados paraque busquen en otra parte al autor del crimen. Pido austedes, por su honor, que no salgan de mi casa hastamañana a mediodía. Hay alcobas suficientes para to-dos. Simon, ya sabe usted dónde está Iván, mi hom-bre de confianza: en el vestíbulo. Dígale usted quedeje a otro criado de guardia, y venga al instante. LordGalloway, usted es, sin duda, la persona más indicadapara explicar a las señoras lo que sucede y evitar elpánico. También ellas deben quedarse. El padre Browny yo vigilaremos entretanto el cadáver.

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    Cuando el genio del capitán hablaba en Valentin,siempre era obedecido como un clarín de órdenes. Eldoctor Simon se dirigió a la armería y dio la voz dealarma a Iván, el detective privado de aquel detectivepúblico. Galloway fue al salón y comunicó las terri-bles nuevas con bastante tacto, de suerte que cuandotodos se reunieron allí, las damas habían pasado ya,del espanto al apaciguamiento. Entretanto, el buensacerdote y el buen ateo permanecían uno a la cabezay otro a los pies del cadáver, inmóviles, bajo la luna,estatuas simbólicas de dos filosofías de la muerte.

    Iván, el hombre de confianza, de la gran cicatriz ylos bigotazos, salió de la casa disparado como unabala de cañón, y vino corriendo sobre el césped haciaValentin, como perro que acude a su amo. Su caralívida parecía vitalizada con aquel suceso policiaco-doméstico, y con una solicitud casi repugnante pidiópermiso a su amo para examinar los restos.

    —Sí, Iván, haz lo que gustes, pero no tardes, debe-mos llevar dentro el cadáver.

    Iván levantó aquella cabeza, y casi la dejó caer.—¡Cómo! —exclamó—; esto... esto no puede ser.

    ¿Conoce usted a este hombre, señor?—No —repuso Valentin, indiferente— más vale que

    entremos.Entre los tres depositaron el cadáver sobre un sofá

    del estudio, y después se dirigieron al salón. El detec-tive, sin vacilar, se sentó tranquilamente junto a unescritorio, su mirada era la mirada fría del juez. Tra-zó algunas notas rápidas en un papel, y preguntó des-pués concisamente:

    —¿Están presentes todos?—Falta Mr. Brayne —dijo la duquesa de Mont Saint-

    Michel, mirando en derredor.

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    —Sí —dijo lord Galloway, con áspera voz—, y creoque también falta Mr. Neil O’Brien. Yo lo vi pasar porel jardín cuando el cadáver estaba todavía caliente.

    —Iván —dijo el detective—, ve a buscar al coman-dante O’Brien y a Mr. Brayne. A éste lo dejé en el co-medor acabando su cigarro. El comandante O’Briencreo que anda paseando por el invernadero, pero noestoy seguro.

    El leal servidor salió corriendo, y antes de que na-die pudiera moverse o hablar, Valentin continuó conla misma militar presteza:

    —Todos ustedes saben ya que en el jardín ha apa-recido un hombre muerto, decapitado. Doctor Simon:usted lo ha examinado. ¿Cree usted que supone unafuerza extraordinaria el cortar esta suerte la cabezade un hombre, o que basta con emplear un cuchillomuy afilado?

    El doctor, pálido, contestó:—Me atrevo a decir que no puede hacerse con un

    simple cuchillo.Y Valentin continuó—¿Tiene usted alguna idea sobre el utensilio o

    arma que hubo que emplear para tal operación?—Realmente —dijo el doctor arqueando las pre-

    ocupadas cejas—, en la actualidad no creo que seemplee arma alguna que pueda producir este efecto.No es fácil practicar tal corte, aun con torpeza; mu-cho menos con la perfección del que nos ocupa. Sólose podría hacer con un hacha de combate, o con unaantigua hacha de verdugo, con un viejo montante delos que se esgrimían a dos manos.

    —¡Santos cielos! —exclamó la duquesa con vozhistérica—; ¿y no hay aquí, acaso, en la armería, ha-chas de combate y viejos montantes?

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    Valentin, siempre dedicado a su papel de notas,dijo, mientras apuntaba algo rápidamente:

    —Y dígame usted: ¿podría cortarse la cabeza conun sable francés de caballería?

    En la puerta se oyó un golpecito que, quién sabepor qué, produjo en todos un sobresalto; como el gol-pecito que se oye en Lady Macbeth. En medio del si-lencio glacial, el doctor Simon logró, al fin, decir:

    —¿Con un sable? Sí, creo que se podría.—Gracias —dijo Valentin—. Entra, Iván.E Iván, el confidente, abrió la puerta para dejar

    pasar al comandante O’Brien, a quien se había encon-trado paseando otra vez por el jardín.

    El oficial irlandés se detuvo desconcertado y rece-loso en el umbral.

    —¿Para qué hago falta? —exclamó.—Tenga usted la bondad de sentarse —dijo Va-

    lentin, procurando ser agradable—. Pero que, ¿no lle-va usted su sable? ¿Dónde lo ha dejado?

    —Sobre la mesa de la biblioteca —dijo O’Brien; ysu acento irlandés se dejó sentir, con la turbación,más que nunca—. Me incomodaba, comenzaba a...

    —Iván —interrumpió Valentin—. Haz el favor deir a la biblioteca por el sable del comandante. —Y cuan-do el criado desapareció—: lord Galloway afirma quele vio a usted saliendo del jardín poco antes de trope-zar él con el cadáver. ¿Qué hacía usted en el jardín?

    El comandante se dejó caer en un sillón, con cier-to desfallecimiento.

    —¡Ah! —dijo, ahora con el más completo acentoirlandés—. Admiraba la luna, comulgaba un poco conla naturaleza, amigo mío.

  • 50

    Se produjo un profundo, largo silencio. Y de nue-vo se oyó aquel golpecito a la vez insignificante y te-rrible. E Iván reapareció trayendo una funda de sable.

    —He aquí todo lo que pude encontrar —dijo.—Ponlo sobre la mesa —ordenó Valentin, sin verlo.En el salón había una expectación silenciosa e in-

    humana, como ese mar de inhumano silencio que seforma junto al banquillo de un homicida condenado.Las exclamaciones de la duquesa habían cesado des-de hacía rato. El odio profundo de lord Galloway sesentía satisfecho y amortiguado. La voz que entoncesse dejó oír fue la más inesperada.

    —Yo puedo deciros... —soltó lady Margaret, conaquella voz clara, temblorosa, de las mujeres valero-sas que hablan en público—. Yo puedo deciros lo queMr. O’Brien hacía en el jardín, puesto que él está obli-gado a callar. Estaba sencillamente pidiendo mi mano.Yo se la negué, y le dije que mis circunstancias fami-liares me impedían concederle nada más que mi esti-mación. Él no pareció muy contento: mi estimaciónno le importaba gran cosa. Pero ahora —añadió condébil sonrisa—, ahora no sé si mi estimación le im-portará tan poco como antes: vuelvo a ofrecérsela.Puedo jurar en todas partes que este hombre no co-metió el crimen.

    Lord Galloway se adelantó hacia su hija, trató deintimidarla hablándole en voz baja:

    —Cállate, Margaret —dijo con un cuchicheo per-ceptible a todos—. ¿Cómo puedes escudar a ese hom-bre? ¿Dónde está su sable? ¿Dónde su condenado sa-ble de caballería...?

    Y se detuvo ante la mirada singular de su hija,mirada que atrajo la de todos a manera de un fantás-tico imán.

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    —¡Viejo insensato! —exclamó ella con voz sofoca-da y sin disimular su impiedad—. ¿Acaso te das cuen-ta de lo que quieres probar? Yo he dicho que estehombre ha sido inocente mientras estaba a mi lado.Si no fuera inocente, no por eso dejaría de haber esta-do a mi lado. Y si mató a un hombre en el jardín,¿quién más pudo verlo? ¿Quién más pudo, al menos,saberlo? ¿Odias tanto a Neil, que no vacilas en com-prometer a tu propia hija...?

    Lady Galloway se echó a llorar. Y todos sintieronel escalofrío de las tragedias satánicas a que arrastrala pasión amorosa. Les pareció ver aquella cara orgu-llosa y lívida de la aristócrata escocesa, y junto a ellala del aventurero irlandés, como viejos retratos en laoscura galería de una casa. El silencio pareció llenarsede vagos recuerdos, de historias de maridos asesina-dos y de amantes envenenadores.

    Y en medio de aquel silencio enfermizo se oyóuna voz cándida:

    —¿Era muy grande el cigarro?El cambio de ideas fue tan súbito, que todos se

    volvieron a ver quién había hablado.—Me refiero —dijo el diminuto padre Brown—, me

    refiero al cigarro que Mr. Brayne estaba acabando defumar. Porque ya me va pareciendo más largo que unbastón.

    A pesar de la impertinencia, Valentin levantó lacabeza, y no pudo menos que demostrar, en su cara,la irritación mezclada con la aprobación.

    —Bien dicho —dijo con sequedad—. Iván, ve a bus-car de nuevo a Mr. Brayne, y tráenoslo aquí al punto.

    En cuanto desapareció el factótum, Valentin sedirigió a la joven con la mayor gravedad:

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    —Lady Margaret —comenzó—; estoy seguro de quetodos sentimos aquí gratitud y admiración a la vezpor su acto: ha crecido usted más en su ya muy altadignidad al explicar la conducta del comandante. Perotodavía queda una laguna. Si no me engaño, lordGalloway la encontró a usted entre el estudio y el sa-lón, y sólo unos minutos después se encontró al co-mandante, el cual estaba todavía en el jardín.

    —Debe usted recordar —repuso Margaret con fin-gida ironía— que yo acababa de rechazarle; no era,pues, fácil que volviéramos del brazo. Él es, comoquiera, un caballero. Y procuró quedarse atrás, ¡y ahorale achacan el crimen!

    —En esos minutos de intervalo —dijo Valentingravemente— muy bien pudo...

    De nuevo se oyó el golpecito, e Iván asomó su caraseñalada:

    —Perdón, señor —dijo—, Mr. Brayne ha salido decasa.

    —¿Que ha salido? —gritó Valentin, poniéndose enpie por primera vez.

    —Que se ha ido, ha tomado las de Villadiego o seha evaporado —continuó Iván en lenguaje humorísti-co—. Tampoco aparecen su sombrero ni su gabán, ydiré algo más para completar: que he recorrido losalrededores de la casa para encontrar su rastro, y hedado con uno, y por cierto muy importante.

    —¿Qué quieres decir?—Ahora se verá —dijo el criado; y ausentándose,

    reapareció a poco con un sable de caballería deslum-brante, manchado de sangre por el filo y la punta.

    Todos creyeron ver un rayo. Y el experto Iván con-tinuó tranquilamente:

  • 53

    —Lo encontré entre unos matojos, a unas cincuen-ta yardas de aquí, camino de París. En otras palabras,lo encontré precisamente en el sitio en que lo arrojóel respetable Mr. Brayne en su fuga.

    Hubo un silencio, pero de otra especie. Valentintomó el sable, lo examinó, reflexionó con una concen-tración no fingida, y después, con aire respetuoso,dijo a O’Brien:

    —Comandante, confío en que siempre estará us-ted dispuesto a permitir que la policía examine estaarma, si hace falta. Y entre tanto —añadió, metiendoel sable en la funda—, permítame usted devolvérsela.

    Ante el simbolismo militar de aquel acto, todostuvieron que dominarse para no aplaudir.

    Y, en verdad, para el mismo Neil O’Brien, aquellofue la crisis suprema de su vida. Cuando, al amanecerdel día siguiente, andaba otra vez paseando por eljardín, había desaparecido de su semblante la trágicatrivialidad que de ordinario le distinguía: tenía mu-chas razones para considerarse feliz. Lord Galloway,que era todo un caballero, le había presentado la ex-cusa más formal, lady Margaret era algo más que unaverdadera dama: una mujer, y tal vez le había presen-tado algo mejor que una excusa cuando anduvieronpaseando antes del almuerzo por entre los macizosde flores. Todos se sentían más animados y huma-nos, porque, aunque subsistía el enigma del muerto,el peso de la sospecha no caía ya sobre ninguno deellos, y había huido hacia París sobre el dorso de aquelmillonario extranjero a quien conocían apenas. El dia-blo había sido desterrado de casa: él mismo se habíadesterrado.

    Con todo, el enigma continuaba, O’Brien y el doc-tor Simon se sentaron en un banco del jardín, y este

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    interesante personaje científico se puso a resumir lostérminos del problema. Pero no logró hacer hablarmucho a O’Brien, cuyos pensamientos iban hacia másfelices regiones.

    —No puedo decir que me interese mucho el pro-blema —dijo francamente el irlandés—, sobre todoahora que aparece muy claro. Es de suponer queBrayne odiaba a ese desconocido por alguna razón: loatrajo al jardín, y lo mató con mi sable. Después huyóa la ciudad, y por el camino arrojó el arma. Iván medijo que el muerto tenía en uno de los bolsillos undólar yanqui: luego era un paisano de Brayne, y estoparece explicar mejor las cosas. Yo no veo en todoello la menor complicación.

    —Pues hay cinco complicaciones colosales —dijo eldoctor tranquilamente—, metidas la una dentro de laotra como cinco murallas. Entiéndame usted bien: yono dudo de que Brayne sea el autor del crimen, y meparece que su fuga es bastante prueba. Pero, ¿cómo lohizo? He aquí la primera dificultad: ¿cómo puede unhombre matar a otro con un sable tan pesado comoéste, cuando le es mucho más fácil emplear una nava-ja de bolsillo y volvérsela a guardar después? Segun-da dificultad: ¿por qué no se oyó un grito ni el menorruido? ¿Puede un hombre dejar de hacer alguna de-mostración cuando ve adelantarse a otro hombre blan-diendo un sable? Tercera dificultad: toda la noche haestado guardando la puerta un criado; ni una rata pue-de haberse colado de la calle al jardín de Valentin.¿Cómo pudo entrar este individuo? Cuarta dificultad:¿cómo pudo Brayne escaparse del jardín?

    —¿Y quinta? —dijo Neil fijando los ojos en el sa-cerdote inglés, que se acercaba a pasos lentos.

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    —Tal vez sea una bagatela —dijo el doctor—, peroa mí me parece una cosa muy rara: al ver por primeravez aquella cabeza cortada, supuse desde luego queel asesino había descargado más de un golpe. Y alexaminarla más de cerca, descubrí muchos golpes enla parte cortada; es decir, golpes que fueron dadoscuando ya la cabeza había sido separada del tronco.¿Odiaba Brayne en tal grado a su enemigo para estarmacheteando su cuerpo una y otra vez a la luz de laluna?

    —¡Qué horrible! —dijo O’Brien estremeciéndose.A estas palabras, ya el pequeño padre Brown se

    les había acercado, y con su habitual timidez espera-ba a que acabaran de hablar.

    Al fin, dijo con embarazo:—Siento interrumpir a ustedes. Me mandan a co-

    municar a ustedes las nuevas.—¿Nuevas? —repitió Simon, mirándole muy extra-

    ñado a través de sus gafas.—Sí; lo siento —dijo con dulzura el padre

    Brown—. Sabrán ustedes que ha habido otro asesi-nato.

    Los dos se levantaron de un salto, desconcertados.—Y lo que todavía es más raro —continuó el sa-

    cerdote, contemplando con sus torpes ojos los rodo-dendros—; el nuevo asesinato pertenece a la mismadesagradable especie del anterior: es otra decapita-ción. Encontraron la segunda cabeza sangrando en elrío, a pocas yardas del camino que Brayne debió to-mar para París. De modo que suponen que éste...

    —¡Cielos! —exclamó O’Brien—. ¿Será Brayne unmonomaníaco?

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    —Es que también hay «vendettas» americanas—dijo el sacerdote, impasible. Y añadió—: Se deseaque vengan ustedes a la biblioteca a verlo.

    El comandante O’Brien siguió a los otros hacia elsitio de la averiguación, sintiéndose decididamenteenfermo. Como soldado, odiaba las matanzas secre-tas. ¿Cuándo iban a acabar aquellas extravagantesamputaciones? Primero una cabeza y luego otra. Y sedecía amargamente que en este caso falla la regla aque-lla: dos cabezas valen más que una. Al entrar en elestudio, casi se tambaleó entre una horrible coinci-dencia: sobre la mesa de Valentin estaba un dibujo encolores que representaba otra cabeza sangrienta: ladel propio Valentin. Pronto vio que era un periódiconacionalista llamado La Guillotine, que acostumbra-ba todas las semanas a publicar la cabeza de uno desus enemigos políticos, con los ojos saltados y losrasgos torcidos, como después de la ejecución; por-que Valentin era un anticlerical notorio. Pero O’Brienera un irlandés, que aun en sus pecados conservabacierta castidad; y se sublevaba ante aquella brutali-dad intelectual, que sólo en Francia se encuentra. Enaquel momento le pareció sentir a todo París, en unsolo proceso que, partiendo de las grotescas iglesiasgóticas, llegaba hasta las groseras caricaturas de losdiarios. Recordó las burlas gigantescas de la Revolu-ción. Y vio a toda la ciudad en un solo espasmo dehorrible energía, desde aquel boceto sanguinario queyacía sobre la mesa de Valentin, hasta la montaña ybosque de gárgolas por donde asoman, gesticulando,los enormes diablos de Notre-Dame.

    La biblioteca era larga, baja y penumbrosa; unaluz escasa se filtraba por las cortinas corridas, y teníaaún el sonrojo de la mañana. Valentin y su criado Iván

  • 57

    estaban esperándoles junto a un vasto escritorio in-clinado, donde estaban los mortales restos, que re-sultaban enormes en la penumbra. La carota amari-llenta del hombre encontrado en el jardín no se habíaalterado. La segunda, encontrada entre las cañas delrío aquella misma mañana, escurría un poco. La gen-te de Valentin andaba ocupada en buscar el segundocadáver, que tal vez flotaría en el río. El padre Brown,que no compartía la sensibilidad de O’Brien; acercósea la segunda cabeza y la examinó con minucia de ce-gatón. Apenas era más que un montón de blancos yhúmedos cabellos, irisados de plata y rojo en la suaveluz de la mañana; la cara —un feo tipo sangriento yacaso criminal— se había estropeado mucho contralos árboles y las piedras, al ser arrastrada por el agua.

    —Buenos días, comandante O’Brien —dijo Valen-tin con apacible cordialidad—. Supongo que ya tieneusted noticia del último experimento en carnicería deBrayne.

    El padre Brown continuaba inclinado sobre la ca-beza de cabellos blancos, y dijo, sin cambiar de acti-tud:

    —Por lo visto, es enteramente seguro que tambiénesta cabeza la cortó Brayne.

    —Es cosa de sentido común, al menos —repusoValentin con las manos en los bolsillos—. Ha sidoarrancada en la misma forma, ha sido encontrada apoca distancia de la otra, y tal vez cortada con la mis-ma arma, que ya sabemos que se llevó consigo.

    —Sí, sí; ya lo sé —contestó sumiso el padreBrown—. Pero usted comprenderá: yo tengo mis du-das sobre el hecho de que Brayne haya podido cortaresta cabeza.

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    —Y ¿por qué? —preguntó el doctor Simon con sin-cero asombro.

    —Pues, mire usted, doctor —dijo el sacerdote,pestañeando como de costumbre—: ¿es posible queun hombre se corte su propia cabeza? Yo lo dudo.

    O’Brien sintió como si un universo de locura esta-llara en sus orejas; pero el doctor se adelantó a com-probarlo, levantando los húmedos y blancos mecho-nes.

    —¡Oh! No hay la menor duda: es Brayne —dijo elsacerdote tranquilamente—. Tiene exactamente lamisma verruga en la oreja izquierda.

    El detective, que había estado contemplando alsacerdote con ardiente mirada, abrió su apretadamandíbula y dijo:

    —Parece que usted hubiera conocido mucho a esehombre, padre Brown.

    —En efecto —dijo el hombrecillo con sencillez—.Lo he tratado algunas semanas. Estaba pensando enconvertirse a nuestra Iglesia.

    En los ojos de Valentin ardió el fuego del fanatis-mo; se acercó al sacerdote, y apretando los puños,dijo con candente desdén:

    —¿Y tal vez estaba pensando también en dejar austedes todo su dinero?

    —Tal vez —dijo Brown con imparcialidad—. Esmuy posible.

    —En tal caso —exclamó Valentin con temible son-risa—, usted sabía muchas cosas de él, de su vida yde sus...

    El comandante O’Brien cogió por el brazo a Va-lentin.

    —Abandone usted ese tono injurioso, Valentin—dijo—, o volverán a lucir los sables.

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    Pero Valentin, ante la mirada humilde y tranquiladel sacerdote, ya se había dominado, y dijo simple-mente:

    —Bueno; para las opiniones privadas siempre haytiempo. Ustedes, caballeros, están todavía ligados porsu promesa; manténganse dentro de ella y procurenque los otros también se mantengan. Iván les contaráa ustedes lo demás que deseen saber. Yo voy a traba-jar y a escribir a las autoridades... No podemos man-tener este secreto por más tiempo. Si hay novedad,estoy en el estudio escribiendo.

    —¿Hay más noticias que comunicarnos, Iván?—preguntó el doctor Simon cuando el jefe de policíahubo salido del cuarto.

    —Sólo una, me parece, señor —dijo Iván, arrugan-do su vieja cara color ceniza—; pero no deja de tenerinterés. Es algo que se refiere a ése que se encontraronustedes en el jardín —añadió, señalando sin respeto elenorme cuerpo negro. Ya le hemos identificado.

    —¿De veras? —preguntó el asombrado doctor—. ¿Yquién es?

    —Su nombre es Arnold Becker —dijo el ayudan-te—, aunque usaba muchos apodos. Era un pícarovagabundo, y se sabe que ha andado por América: tales el hombre a quien Brayne decapitó. Nosotros nohabíamos tenido mucho que ver con él, porque traba-jaba, sobre todo, en Alemania. Nos hemos comunica-do con la policía alemana. Y da la casualidad de quetenía un hermano gemelo, de nombre Louis Becker,con quien mucho hemos tenido que ver: tanto que,ayer apenas, nos vimos en el caso de guillotinarle.Bueno, caballero, la cosa es de lo más extraña; perocuando vi anoche a este hombre en el suelo, tuve elmayor susto de mi vida. A no haber visto ayer con

  • 60

    mis propios ojos a Louis Becker guillotinado, hubie-ra jurado que era Louis Becker el que estaba en lahierba. Entonces, naturalmente, me acordé del her-mano gemelo que tenía en Alemania, y siguiendo elindicio...

    Pero Iván suspendió sus explicaciones, por la ex-celente razón de que nadie le hacía caso. El coman-dante y el doctor consideraban al padre Brown, quehabía dado un salto y se apretaba las sienes, comopresa de un dolor súbito.

    —¡Alto, alto, alto! —exclamó al fin—. ¡Pare ustedde hablar un instante, que ya veo a medias! ¿Me daráDios bastante fuerza? ¿Podrá mi cerebro dar el salto ydescubrirlo todo? ¡Cielos, ayudadme! En otro tiempoyo solía ser ágil para pensar, y podía parafrasear cual-quier página del Santo de Aquino. ¿Me estallará lacabeza o lograré, al fin, ver? ¡Ya veo la mitad, sólo lamitad!

    Hundió la cabeza entre las manos, y se mantuvoen una rígida actitud de reflexión o plegaria, en tantoque los otros no hacían más que asombrarse anteaquella última maravilla de aquellas maravillosas úl-timas doce horas.

    Cuando las manos del padre Brown cayeron al fin,dejaron ver un rostro serio y fresco cual el de un niño.Lanzó un gran suspiro, y dijo:

    —Sea dicho y hecho lo más pronto posible. Escú-chenme ustedes: ésta será la mejor manera de con-vencer a todos de la verdad. Usted, doctor Simon,posee un cerebro poderoso: esta mañana le he oído austed proponer las cinco dificultades mayores de esteenigma. Tenga usted la bondad de proponerlas otravez, y yo trataré de contestarlas.

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    Al doctor Simon se le cayeron las gafas de la na-riz, y dominando sus dudas y su asombro, contestóal instante:

    —Bien; ya lo sabe usted, la primera cuestión esésta: ¿cómo puede un hombre ir a buscar un enormesable para matar a otro, cuando, en rigor, le basta conuna navaja?

    —Un hombre —contestó tranquilamente el padreBrown— no puede decapitar a otro con una navaja, ypara este asesinato especial era necesaria la decapita-ción.

    —¿Po