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Ricardo Silva Romero El hombre de los mil nombres Biografía autorizada del difunto Lester Brown

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Ricardo Silva Romero El hombre de los mil nombres Biografía autorizada del difunto Lester Brown

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Para mi hermano Eduardo.

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We come on the ship they call the Mayflower We come on the ship that sailed the moon We come in the age's most uncertain hour

And sing an American tune.

PAUL S I M Ó N

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JUEVES 11 DE N O V I E M B R E DE 1 9 9 3 :

E L C U E R P O QUE FUE LESTER B R O W N

El nombre del cadáver era Lester Brown. Pero la inscripción sobre su osario, la cinta blanca en la única corona de flores y una pertinente nota fúnebre de un solo párrafo, aparecida al día siguiente en la página de notas fúnebres del Philadelphia Daily News, dieron la noticia de que había muerto un Philip Jacobs. Nadie se atrevió a publicar, ni siquiera en las entrelineas de los obituarios, que "Philip Jacobs" era sólo uno de los nombres de su vida. Se dijo —no todo era falso— que había sido el último de los grandes productores de Hollywood (la frase exacta fue "el último de los monarcas malévolos"), que sus principales decisiones en el mundo del cine parecían tomadas por un general en la mitad de alguna batalla y que vivió todos los días de sus 73 años como si estuviera pagando una condena que sólo existía en su cabeza.

Tendrían que haber dicho que la venganza que llevó a cabo cambió las reglas del mundo, que murió en nombre de todos los aficionados a las películas y que si no hubiera vivido tantas vidas no seríamos hoy las personas que somos. Pero las asociaciones de prensa reaccionaron, esa vez, como si el difunto no fuera un protagonista sino un personaje secundario.

Su secretaria, la señorita Gabriela Woolridge, lo encontró acostado en posición fetal sobre el sofá gigantesco de su despa-cho. Un pañuelo manchado de sangre le cubría la cara. La luz del

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sol entraba por partes, como una película proyectada desde el fondo de una jaula, contra el vidrio de la mesita art déco del cen-tro de la sala. Eran las nueve de la mañana del 11 de noviembre de 1993, jueves festivo en honor de los veteranos de guerra en el condado de Los Ángeles, California, pero la señorita Woolridge, soltera desde que tuvo uso de razón, había decidido ir hasta la oficina del estudio, en el 8932 de Riverside Drive, en Burbank, para ponerse al día en la escritura de un par de memorandos y en la lectura de algunos guiones cinematográficos:

Gabriela Woolridge: un pañuelo ensangrentado, si la memoria no me falla, le tapaba el rostro. Le dije "señor Jacobs, señor Jacobs, ¿se siente bien, señor Ja-cobs?", antes de llamarlo por el hombro. Pero no, no se movía. Tenía la misma cara del año nuevo de 1980. Y no daba señales de vida: no respiraba, no balbucea-ba, no me daba los buenos días de todos los días. Yo no me atreví a descubrirlo: esa es la verdad. Preferí llamar al 911. Y creo que, cuando finalmente me contestaron, no fui capaz de completar una sola frase en el auricu-lar. Ni siquiera podía sostenerlo.

Los oficiales de policía llegaron 45 minutos después. Lo pri-mero que notaron fue que las persianas verticales de madera es-taban entrecerradas. La señorita Woolridge parecía a punto de perder el conocimiento. Estaba sentada en el incómodo sillón de su jefe (los empleados de la empresa lo llamaban "el trono"), como si hubiera perdido para siempre el don del habla. Y la gran biblioteca de puertas cerradas, que vestía las paredes de aquella habitación de 38 metros cuadrados, había sido violada con unas tijeras. Los investigadores se quedaron sin palabras ante la colec-ción infinita de videos que ocupaba la estantería. No les fue ne-cesario hacer ni una sola pregunta para comprender que estaban frente al cuerpo sin vida de un hombre de cine.

Según dice la declaración juramentada del detective Mark Redfield, que cualquiera puede leer en thesmokinggun.com, en-

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trar en aquel lugar era dar un paso dentro de un cuadro espan-toso:

Detective Mark Redfield: el aquí firmante vio a la víctima volcada sobre el sofá de la oficina. Lleva-ba puestos: vestido de paño, medias grises, zapatos negros. Una corbata roja, adornada con pequeños rombos blancos, le colgaba de la mano izquierda. En su boca podía distinguirse lo que parecía ser una herida de bala. Se veían algunos dientes de la vícti-ma regados por el recinto. En el suelo, bajo la mesa del centro, había un revólver Colt de dos pulgadas, calibre 38, hierro azul, que tenía cinco cargas sin usar dentro del martillo. El aquí firmante descu-brió tres marcas, quizás hechas con una navaja, en el mango de la pistola. No había manchas de sangre en el arma de fuego.

Como consta en su informe de 42 páginas, el detective tam-bién se dio cuenta de que una de las cintas de video faltaba en la repisa que había sido forzada. En el luminoso baño del lado, sobre el lavamanos que goteaba como un reloj de mesa, vio una toalla con dos huellas de barro y una botella abierta de tequila marca José Cuervo. Un afiche en malas condiciones de una película de 1959 titulada Anatomía de un asesinato —el detective Redfield su-giere, en su declaración, lo irónico que resulta este detalle— esta-ba a punto de caer desde la puntilla en la que había sido colgado. El bombillo del techo se había quedado encendido. Todo parecía indicar que el asesino acababa de dejar el edificio.

Redfield, un hombre alto de 59 años que conserva rastros de una asoladora polio infantil, se negó a correr detrás del fantasma que había asesinado a Philip Jacobs. Según me dijo hace algunos meses, en ese punto aún contemplaba la posibilidad de que se tratara del suicidio de otro hombre viejo. Las señales que daban a entender la presencia de un asesino inexperto en aquella sala en la penumbra le tenían sin cuidado (su primer mandamiento

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es, dice, "no recogerás regueros de sesos sin antes pensarlo con calma"). El televisor frente al escritorio del productor —anotó el detective en el folio número 41 de su detallada comunicación— sintonizaba el canal de noticias CNN. La señorita Woolridge, en un esfuerzo por recuperar el control de sus extremidades, lo apa-gó con el control remoto sobre el que se había sentado sin darse cuenta.

La voz del presidente Bill Clinton, de pie con el ceño frunci-do, se apagó en medio de una frase sobre el estado del mundo:

Veronica House: mi esposo Joe, mi hijo de tre-ce años y yo veíamos televisión en la cocina (Clin-ton decía "lamento que no podamos controlar a todo el mundo", ¿cómo podría olvidarlo?) cuando sonó el penetrante timbre del teléfono. Le susurré a mi marido "esto no me gusta nada", pues mi in-tuición, lo único que le heredé a mi madre, me de-cía que recibiríamos la noticia de una tragedia. Era la señorita Woolridge. Decía "han matado al jefe, han matado al jefe" como una posesa de Salem. "Lo siento, Veronica, lo siento mucho: han matado al jefe". Solté el aparato porque me estaba quemando. Entonces me quedé sin aire hasta perder el conoci-miento. Era la segunda vez que perdía a mi padre.

Dirigidos por el impasible Redfield durante esa mañana in-agotable (su compañero de trabajo, el viejo detective irlandés Frank O'Brien, había pedido el día libre), los agentes de la policía revisaron uno a uno los números que habían sido marcados desde el teléfono de la oficina en los últimos días, recorrieron objeto por objeto el lugar de los hechos e hicieron el inventario de las tarje-tas, el dinero y las fotografías que Jacobs llevaba en su billetera. Les sorprendió hallar el retrato arrugado de una joven sin ropa en el primer cajón del escritorio. La secretaria repitió la frase "está muerto" con la esperanza de que alguien le llevara la contraria. La dijo dos, tres, cuatro veces, sin soltar la fotografía que acaba-

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ban de entregarle, hasta que un agente con la boca hecha agua le preguntó quién era aquella mujer.

La secretaria no lo hizo esperar ni un segundo más. Era la actriz Angela Walker, le dijo, el amor perdido del difunto señor Jacobs, la madre de la escenógrafa Veronica House, la estrella fu-gaz de aquel Hollywood que fue testigo, en los años cincuenta, de la gloriosa decadencia de los grandes estudios. Se habría tomado esa foto en algún ático sórdido, a escondidas de su padre, cuando aún era una simple vendedora de ropa atrapada en los disturbios raciales en la ciudad de Los Ángeles. Parecía una obra perdida del retratista peruano Alberto Vargas. La fecha en el respaldo de la fo-tografía, "4 de junio de 1943", un viernes, confirmaba algunas de las palabras de la señorita Woolridge: mientras unos doscientos jóvenes mexicanos se enfrentaban a agentes norteamericanos (el titular en el diario Los Angeles Times del 5 de junio de 1943 decía: "Los mexicanos aprenden su lección en combate con la policía"), ella, la Angela Walker de dieciocho años, le entregaba el alma a la cámara por primera vez en su vida.

Así viajan las noticias El sonriente Adriano Figueroa, un puertorriqueño pasado de

kilos que fue el chofer del productor Jacobs en los últimos seis años y que se ha hecho célebre en el valle de San Fernando por coleccionar loras habladoras —todo parece indicar que la no-che anterior, desesperado ante las acusaciones permanentes, dejó escapar a una Amazona auropalliata—, recibió la llamada de la policía hacia las diez de la mañana. Su hijo menor, Charlie Boy Figueroa, lo despertó a regañadientes. Sabía de memoria que su padre odiaba que le dañaran sus sueños "cuando estaban a punto de ponerse buenos":

Adriano Figueroa: sólo pude decirle "no te creo" al agente que me dio la noticia. Me pidieron que tratara de recordar los lugares a los que había llevado al señor Jacobs la noche del miércoles. Y en-

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tonces, mientras le hablaba al poli de nuestro paseo por Sunset Boulevard, de la conversación que sos-tuvimos junto al teatro Chino, de la mirada que les dimos a las puertas cerradas de los estudios de cine, me di cuenta de que mi jefe había recogido sus pa-sos antes de irse. No era el mismo hombre de todos los días. La enfermedad parecía haberlo dejado por fin en paz. Se tomó un café conmigo. Me habló de sus padres. Me confesó que no se creía capaz de ver morir a su madre. Me dijo "Adriano, ¿no has pen-sado nunca que podrías no haber existido?", en su español, su espanglish de pocas palabras, después de contarme la historia del letrero de Hollywood. "En el principio eran trece letras", me dijo. El jefe era una enciclopedia ambulante. ¿Ya lo dije?

Hacia el final de la mañana, la noticia llegó a los oídos más sensibles del condado. La escenógrafa Veronica House, hija de Jacobs, tuvo que llamar tres veces a su madre —desde la coci-na, desde la oficina de su padre, desde un pequeño cuarto en los galpones de la morgue— para que le creyera lo que estaba pasando: la señora Walker, actriz de serie B célebre por su re-ticencia a enfrentar al público, se pasó casi tres horas ("creo que acabo de matar a una persona", gemía) bajo el chorro de agua caliente de su ducha. La señorita Woolridge, por su parte, le contó todo a la madre de Jacobs: la idea era poner al día a la anciana, una antigua profesora de literatura llamada Emily Brown ("mi niño", dijo plegada del dolor, "no quiero vivir sin mi niño"), antes de que los noticieros del espectáculo reduje-ran aquel final a una infame escena del crimen.

La señora Brown quiso darle la mala noticia a su única hija viva, la enfermiza Elizabeth, pero la madre superiora del conven-to en donde se estaba quedando, el Benedictine Sister's Convent, de Wilmington, Delaware, le informó que había escapado del lu-gar hacía unas semanas.

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Los medios de comunicación del mundo, que venden su alma al demonio de cualquier presente, se limitaron a registrar el suicidio del anónimo productor "de una pequeña película de terror titulada La cabeza'. Pero los agentes de la ley, encabezados por el descon-fiado Redfield, se dieron cuenta más temprano que tarde de que aquel cadáver había sido un hombre verdaderamente poderoso: los teléfonos no dejaban de sonar, algunas actrices de moda trataban de ingresar a los edificios del estudio para reclamar ciertas perte-nencias —sus nombres, para evitar demandas inútiles, no nos han sido revelados— y los 238 empleados de Bracket Productions, la productora con vocación de estudio que Jacobs fundó en noviem-bre de 1964, querían ver el cuerpo sin vida con sus propios ojos.

Pero ¿quién era ese productor que jamás habían oído nom-brar? ¿Qué películas había hecho? ¿Por qué un hombre con tanto poder había muerto así, de un solo disparo, en la soledad de su oficina? ¿Estaban frente a un inocente asesinado a sangre fría o ante un suicida que tenía miles de razones para seguir viviendo? ¿Podía pensarse que detrás de aquella última escena, como en las temblorosas escenas del Hollywood de los años veinte, se encon-traba alguien que necesitaba su silencio?

Es cierto que, salvo en el caso de dos o tres directores innega-bles (Hitchcock, Spielberg, Tarantino), no solemos saber cómo se llaman quienes se encuentran en la trasescena de las películas que vemos. Es verdad que todos —yo mismo mientras escribo esta sílaba— podemos morir si es ese el destino que nos espera. No cabe duda de que nuestra mente puede rogarnos que acabe-mos con nuestro cuerpo (uno mismo, en otras palabras, puede verse obligado a silenciarse) si la ansiedad no nos deja volver a dormir. Pero no había que ser un gran detective para imaginar, en aquella oficina, que hacían falta varias piezas del rompecabe-zas. La cabeza del detective Redfield se negaba a aceptar que lo que estaba viendo era lo que estaba pasando. "Otro hijo de puta sin ángel de la guarda", se decía.

La oficina del productor era, según se dio cuenta, un mu-seo de puertas para adentro. Se encontraba invadida de objetos

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que le habían pertenecido a alguna de sus mil identidades: una bicicleta azul marca Ranger fabricada en los años treinta, una bola de béisbol firmada por todos los jugadores de los Red Sox que fue-ron campeones en 1918, un par de muñecos javaneses que alguna vez llamó "mis bienes más preciados", un ícono ruso en donde debería ir la foto del presidente de turno (regalo, al parecer, de Charles Chaplin), un curioso móvil fabricado con película en colores por el artista Alexander Calder, un pequeño crucifijo de plata que lo había acompañado desde la infancia, una cari-catura dibujada por el gran Al Hirshfield, el escandaloso diario perdido de la actriz Mary Astor, una temblorosa carta a mano que el escritor Scott Fitzgerald le envió a su hija ("no frecuen-tes sitios en los que tengas que mentir", le aconsejaba), un mi-crófono Shure Unidyne 55 de 1941, una réplica sin colores del misterioso trineo Rosebud que resuelve la única pregunta de Ciudadano Kane, una pequeña máscara veneciana, un parche del escuadrón 703 de la Fuerza Aérea, una hoja rota enmarcada (con la frase "habría sido mejor pasar de largo" firmada por un tal Dexter Jordan) y una minuciosa reproducción de la caja para espiar inventada en 1657 por el pintor holandés Samuel van Hoogstraten.

¿Quién querría matar al dueño de aquellos objetos? ¿Eran objetos valiosos, herencias incalculables, mensajes cifrados del pasado? ¿Cómo habían llegado hasta esos escaparates?

El abogado de Bracket Productions, un judío de origen vienés llamado Julian Pfefferberg, llegó a ese mismo despacho al medio-día. A partir de ese momento se encargó del manejo de lo que llamó, sin ningún asomo de elocuencia, "nuestro desafortunado accidente". Venía de la morgue de la ciudad, en donde acababa de hablar con el juez de instrucción, el médico Gregory Bellows, so-bre la posibilidad de que algún funcionario de la funeraria Rose Hills Mortuary, en Burnside Avenue, reclamara el cadáver al día siguiente. Había conseguido que la autopsia se llevara a cabo esa misma tarde. Su misión, encomendada por la temblorosa hija de Jacobs en la puerta de la morgue, era relevar a la señorita Wool-

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ridge, descompuesta como una huérfana cincuentona, en el ma-nejo de los detalles relacionados con el funeral.

Pfefferberg creyó ver, en un post-it amarillo pegado sobre el escritorio (la nota decía: "No confíes nunca en un paraguas que jamás se haya mojado"), la prueba reina de que la muerte de Philip Jacobs en verdad era un suicidio. Lamentó en voz alta, no sin cierto dolor, lo que llamó "su locura de esos últimos años". Y se quedó un buen rato en completo silencio. Hecha un ser de ultratumba, la señorita Woolridge le aclaró que era una simple frase que al productor se le había ocurrido para un guión que estaba discutiendo en el comité de creativos de la Bracket. "Siem-pre incluía frases maravillosas en los libretos", declaró antes de dejarse llevar por el llanto. Fue él, dijo, quien escribió aquella famosa línea, "mi vela se quema por ambos lados", que pronuncia William Holden en La imborrable sonrisa del difunto. La señorita Woolridge dio un par de ejemplos más en los descansos de las lágrimas.

Era increíble que los relojes se movieran. La tarde se iba como todas las tardes en la historia del mundo, una noticia vieja en la noche soleada de Los Ángeles. La policía recogía los pelos, los restos de piel y las huellas de las chapas, revisaba los documentos, los vasos, los videos, los objetos privados, las superficies de vidrio, las manijas de los muebles. La pequeña familia del difunto, es decir, la familia de su hija, estaba reunida en la habitación austera de Jacobs, ubicada en la mansión de 1847 Camino Palmero (que fue, alguna vez, la majestuosa casa de Bette Davis), como si estar todos juntos, por fin reunidos, fuera a devolverle la vida al pro-ductor. Las frases se repetían hasta perder su significado ("tienes que comer algo", "tenía una salud de roble", "un suicida no trabaja hasta las once de la última noche") mientras la doctora Martha Schlessinger llevaba a cabo la autopsia:

Doctora Martha Schlessinger: el examen inicial del cadáver revelaba (transcribo palabra por palabra la exposición de la policía) a "un hombre anciano,

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caucásico, tendido sobre una mesa acerada de autop-sias". El occiso, según el informe del investigador, pre-sentaba las siguientes características: "cara sin afeitar con marcas en la barbilla, pelo blanco, ojos marro-nes, dientes naturales, leves cicatrices sobre el pecho y dedo anular prominente en la mano izquierda". No se encontraban señales de lucha en las muñecas ni golpes en el rostro. No se observaban traumas adi-cionales en aquel examen preliminar. Mi reporte con-templaba la posibilidad del suicidio, no sólo por las mismas consideraciones, sino por un pasado depre-sivo y enfermizo que todos los testigos confirmaron (en su familia varios personajes hicieron proceso de-mencial), pero no descartaba el homicidio ante cier-tas señales atípicas.

En todas las hojas del caso número 1993-07943, firmadas por el detective Redfield, se dice que el nombre del difunto es Lester Brown. El problema es, dice el mismo informe, que ciertos archivos registran su fallecimiento en 1955. Sea como fuere, las minuciosas pruebas de huellas digitales —que el propio Jacobs hizo relevantes, dicho sea de paso, en una producción titulada El sistema Bertillon— les confirmaron a las autoridades que algo raro flotaba sobre la historia de los familiares, los amigos y los directivos de Bracket Productions: ese hombre muerto, Lester Brown o Philip Jacobs, se negaba a firmar documentos para no dejar rastros de su vida por el mundo, hacía lo humanamente posible para no aparecer en fotografías ajenas y se bautizaba a sí mismo, de época en época, como si en su nombre estuviera la causa primera de su tragedia.

Su madre lo llamaba "Les". Su hija le decía "Señor". Los demás se sentían incapaces de nombrarlo.

Washington Baker, el presidente de la junta de Silence Corp., el imperio del entretenimiento al que pertenece Bracket Produc-tions, se vio forzado a regresar de su viaje por las islas griegas en

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el avión privado de la compañía. Llegó a Los Ángeles en la ma-drugada del viernes 12 de noviembre. Venía en compañía de un afeminado fotógrafo escocés llamado Hamish O'Toole y de una enigmática pareja de ancianos que nadie se atrevió a identificar. Lo primero que hizo, después de tomar un baño de esencias en su tina, fue ordenar que sólo permitieran una corona de flores con el nombre "Philip Jacobs" en la funeraria. Le pidió a Julian Pfefferberg, el abogado, hombre clave dentro de la organización, que siguiera paso a paso el proceso en la funeraria. Y en las nue-vas oficinas de Playa Vista, aún sin inaugurar, redactó un comu-nicado de cinco líneas que el portavoz de la corporación envió a la prensa especializada:

Washington Baker: estamos horrorizados, en Silence Corp., ante las trágicas circunstancias de la muerte de nuestro fundador. Nos entristece que, aquejado por la enfermedad que lo acompañó estos últimos años, haya tomado una decisión que sólo Dios puede tomar por nosotros. Respetamos profun-damente el dolor de su familia. Rezaremos juntos, to-das estas noches, para que su alma descanse en paz.

Baker habló con Emily, la madre de Jacobs, durante varios minutos. Le dio el pésame a Veronica, la hija sin aliento, su amiga de los años en París, con las palabras "ahora me corresponde ser tu padre: tienes que hacer lo que sea mejor para tu hijo". Llamó a un importante miembro del gobierno (se dice, en ciertos círculos, que se trata de un senador republicano) para rogarle que, en nombre del dolor de la familia Brown, ante las innumerables evidencias (las huellas digitales sobre el revólver eran, en efecto, de un hom-bre llamado Lester Brown), le exigiera a la policía dar el caso por cerrado. Viajó hasta su oficina, en menos de cinco minutos, como si toda la ciudad fuera un estudio vacío. Desde ahí se comunicó con el necrologista del Philadelphia Daily News, Terence Whitman, dispuesto a dictarle la pequeña nota que copiarían los otros me-dios de comunicación en los días siguientes.

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Se dice que en aquella conversación telefónica maldijo, des-encajado, la arteriosclerosis que redujo a Jacobs a una borrosa fotocopia de sí mismo.

De quién era ese cuerpo El detective Mark Redfield, por su parte, recibió a las siete de

la mañana del mismo viernes la orden terminante de entregar su informe definitivo del caso. La familia Brown, con una larga his-toria de locura (las dos hermanas mayores del productor habían permanecido gran parte de sus vidas adultas en casas de reposo), no estaba dispuesta a pasar por interrogatorios humillantes que los llevaran al mismo lugar de siempre. Darle vueltas al suicidio de un anciano no le correspondía, ni siquiera en el peor de los mundos, a una serie de hombres uniformados que despejaban enigmas como cajeros de bancos entrenados para poner sellos sobre las huellas digitales de cualquiera.

Redfield entregó los papeles a las cinco de la tarde. El cadáver había sido cremado unos minutos antes. Las cenizas se habían depositado en un osario en el tercer piso del Calvary Cemetery.

Era como si no hubiera pasado nada. Como si la ciudad entera hubiera resuelto el misterio para comenzar una nueva semana. Como si todo pudiera reducirse a un incómodo problema de tránsito. Eso es, exactamente, lo que era: entre todos los ejecutivos de la tierra habían arreglado un semáforo que hacía lento el viaje por la populosa Sunset Boulevard, habían tapado un peligroso hueco en el camino.

Pero no, Redfield no se lo creía. No cabía duda de que las huellas eran de ese hombre, del cineasta Lester Brown, también conocido como Philip Jacobs, también conocido como Lawrence Scott, también conocido como J. W. Baxter, pero ¿quién le había cubierto la cara con ese pañuelo? ¿Por qué no había sangre en los dedos ni humo ni rastros de pólvora dentro de las uñas del cuerpo sin vida? ¿No introduce el suicida con sus propias ma-nos el cañón del revólver en su boca? ¿No comprobaba la herida de salida, en el centro del cráneo, que era físicamente imposible

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que él mismo se hubiera disparado? ¿No era extraño, teniendo en cuenta que el corazón bombea aunque el cerebro sea destrui-do, que se hubiera encontrado tan poca sangre entre sus dientes? ¿No era sospechoso, por decir lo menos, que tantas personas se empeñaran en pasar por alto esas señales?

¿Qué significaban esas tres marcas en su revólver? ¿Quiénes eran? Una vez más: ¿quién era ese hombre?

Philadelphia Daily News: a Philip Jacobs, pro-ductor de cine reconocido en todo el mundo, le gus-taba decir que era el hijo menor de su tiempo. Quería decir, con esto, que no habría podido vivir en otra era de la historia. Pero que se había sentido perseguido, ignorado e incomprendido por la gente. Nació en la ciudad de Los Ángeles, California, el 29 de febrero de 1920. Creció bajo los preceptos del cristianismo en una familia acosada por el fantasma de la esqui-zofrenia. Viajó por el mundo antes de convertirse en cineasta. Tardó más de la cuenta en aceptar su voca-ción. Sin embargo, desde el momento en que la re-conoció, nadie pudo detenerlo. Comía cine, inhalaba cine, exhalaba cine. Fue guionista, escenógrafo y di-bujante en algunos de los más importantes estudios del Hollywood de los años cuarenta. No se sabe mu-cho de su vida en los cincuenta: se dice que estuvo exiliado en tiempos del macartismo. Trabajó en los animados años sesenta junto a cineastas como Roger Corman o John Cassavetes. Su compañía productora, Bracket Productions, fundada en los años sesenta, les dio vía libre a superproducciones tan controvertidas como La cabeza, Las hijas de Lot, Los lunes en el par-que, El revés del horizonte y Revolución. Sus proyectos faraónicos trasformaron la historia del cine. Su con-tribución al arte estadounidense resulta incalculable. Si no hubiera muerto el pasado 10 de noviembre,

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víctima de la confusión de estos tiempos violentos, acosado por una asoladora arteriosclerosis cerebral, ahora mismo estaría viendo una película.

El detective Redfield abandonó la investigación oficial ape-nas le dieron la orden (su segundo mandamiento es, dice, "no arriesgarás el pellejo por ningún cadáver que no pueda ser el tuyo"), pero le dedicó los diez años siguientes a recopilar notas de prensa, páginas de Internet indexadas por Google y videos os-curos que tuvieran que ver con la misteriosa existencia de aquel hombre que parecía tener mil nombres. Su tercer divorcio le dejó las noches libres para ver todas las películas producidas por el señor Philip Jacobs. Su retiro de la policía, siete meses más tarde, lo obligó a perder mañanas enteras en la reconstrucción de los hechos de esa biografía. Sus mañanas en piyama comenzaban con la frase "se llamaba Lester Brown" en la cabeza.

Me lo confesó hace poco en el viaje que hicimos juntos hasta Brownsville: "no sabía cómo deletrear lo que me estaba pasando".

"Strike three", me dijo, "eso es lo único que pienso cuando me entero de que un tipo ha sido asesinado". Pero esa vez, ante las miradas esquivas de los protagonistas de aquel mundo, no tuvo el estómago para tragarse sus preguntas.

Podría decirse que Redfield se obsesionó con la figura de ese hombre, que remontar el río de su historia no le fue tan fácil como parecía en el principio. El detective averiguó muchas cosas sobre el inexplicable Lester Brown: supo que el productor rezaba todas las noches para no enloquecerse, que tenía el sistema di-gestivo de las personas extremadamente sensibles (en su mesa de noche encontraron pastillas para el colon irritable) y que nunca levantaba la voz ni tocaba nunca a nadie con las manos, pero enterarse de esas pequeñas verdades no fue, como él mismo dice, un paseo por el parque. Lo convirtió, para no ir más lejos, en un detective diferente:

Peter Bogdanovich (cineasta estadounidense): todo aquel que ha visto alguna película producida

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por Lester Brown —o Philip Jacobs, como se hacía llamar al final de su vida— sabe que no se es el mismo cuando llega el inevitable "the end". Uno se pregunta, en los créditos de sus producciones, ¿cómo pudo un solo hombre crear semejante imperio de historias? ¿Cómo hizo para desafiar la censura sin que nadie se diera cuenta? ¿Cómo convenció a tantos de que en el cine no existen los autores? Brown retó, en el fondo de los géneros creados por Hollywood, gracias a sus viajes por todo el mundo y arrastrado por su extraña fe, las bases mismas de nuestra cultura. Quizás por eso no nos gusta recordarlo. Porque fue, por decirlo de alguna manera, el único enemigo de Walt Disney. Trabajó con Disney. Pero fue el único hombre que le hizo oposición. El único capaz de decirnos "no im-porta que este mundo no sea el paraíso".

Si uno se atreve a escribir "Lester Brown" en la casilla de búsqueda de Yahoo, en la enciclopedia inabarcable de Internet, 185.000 documentos aparecen como resultado. Si tipea "Philip Jacobs", para quedarnos en sus dos nombres más frecuentes, en-cuentra 98.780 sitios que sólo un loco se atrevería a visitar uno por uno. La voz se ha echado a correr: hubo alguna vez, en algún lugar de este mismo mundo, un productor de cine que se puso a sí mismo la tarea de corrompernos.

El fantasma de todos los cines El libro que usted tiene en las manos, un libro documental

titulado El hombre de los mil nombres, parte de la base de que aquel hombre fue asesinado. Incorpora la extensa investigación que Redfield contrastó en entrevistas con los familiares desde oc-tubre de 1995. Pero no sólo pretende despejar las dudas sobre su muerte, no (la muerte es sólo el clímax de una vida), también bus-ca reunir, por primera vez en un texto, las muchas vidas que vivió. Aspira a hacer verosímil una biografía inconcebible que ocurrió

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en el corazón del siglo xx. Intenta convertirse en el primer retrato hablado —el texto que el cineasta Peter Bogdanovich escribió en 1998, The Brown Collection, se centra en sus películas— del per-sonaje más misterioso en la misteriosa historia del cine.

Los cinéfilos del mundo me detestan. Porque, en el paso de los últimos cinco años, he tenido a mi disposición los archivos personales de los Brown, he visitado un día entero la célebre oficina privada en donde fue hallado el cadáver, he podido con-versar, entre muchos otros, con la hermana que sobrevivió a los embates de la esquizofrenia, los amigos que lo perdieron de vista cuando se transformó en cineasta, la mujer de la que se enamoró a finales de los años treinta, la hija que lo descubrió en el vaivén de los setenta, la secretaria de gafas gruesas que lo cuidó durante las últimas décadas. Vi fotografías del escuadrón al que perteneció durante la segunda guerra mundial. Estuve en el restaurante de paso a donde solía ir con los amigos que tomaron la decisión de traicionarlo. Vi sus objetos.

Me senté días enteros en la Biblioteca del Congreso. Tuve la suerte de conocer a algunos de sus compañeros de trabajo en los estudios Disney. Pude leer, releer, citar, la entrevista que concedió a mansalva en el peor año de los sesenta.

La historia es sencilla: en noviembre de 2002 escribí para la revista Resumen un perfil triste de Lester Brown que apareció en la sección "Figuras". Quería rendirle un homenaje —jamás he entendido por qué los intelectuales desprecian a los gerentes del arte— a aquel nombre que aparecía en los créditos de al-gunas de mis películas favoritas. Quería contar, en mis propias palabras, la aventura de ese señor invisible que sólo se sentía a salvo en los seudónimos, el viacrucis de ese fantasma que (eso dice la leyenda urbana) no nos dejará en paz en la oscuridad de los cines hasta que no sepamos toda la verdad. Las cartas de los lectores, el entusiasmo de los editores (que costearon, sobra decirlo, cada uno de mis viajes) y la sensación de que me había ido demasiado pronto de aquel mundo, me llevaron a aceptar la misión de convertir mi pequeña crónica en esta biografía auto-

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rizada por un hombre muerto. Dije "sí" el viernes 1° de agosto de 2003.

Una inesperada tragedia familiar, sucedida el viernes siguien-te, resultó ser el empujón que me hacía falta para esconderme en esta vida ajena. Sólo lo digo porque a veces pienso que la sem-blanza que tienen en las manos me salvó de la locura del duelo. Porque tal vez a ustedes les sirva.

Es cierto que escribir este relato me ha desviado durante los últimos tres años de mis preocupaciones esenciales. Es verdad que este trabajo a sueldo, este libro que aspira a estar a la altura de las exigencias del mercado, representa un penoso alejamiento de mis obsesiones. También lo es, sin embargo, que aquella nota de 226 palabras publicada por el Philadelphia Daily News (aque-lla nota tramposa) era una pobre homilía para un personaje que gobernó la trasescena del mundo. Si no se han escrito volúmenes enteros sobre él, si ningún canal de cable ha filmado aún una miniserie sobre la venganza paciente que fue el centro de su vida, es porque este tiempo se resiste a creer en seres extraordinarios. Opera, más que nunca, lo que Jonathan Swift llamó "la conspi-ración de los necios".

Martin Scorsese (cineasta estadounidense): Les-ter Brown escribió, en una carta enviada desde Flo-rencia al realizador Vincent Minnelli, las siguientes palabras: "los domingos, en los estudios de cine aban-donados, frente a los escenarios en donde los actores se dejaron llevar por sus miedos bajo la mirada sin palabras de los directores, he estado a punto de re-conocer la parte del silencio en donde Dios respira". Creo que Brown comprendió mejor que nadie el po-der del gran cine. El gran cine no es dueño de nada ni de nadie. No se lanza sobre el auditorio. Entiende que no puede existir sin un público, pero no nos menos-precia. Nos reúne, como en una iglesia de domingo, listo a retarnos, a afectarnos, a dialogar con nuestros

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sentidos. Brown sabía esto de memoria. Me siento afortunado de haberlo conocido.

Dicen que Philip Jacobs sostuvo en la mano la cabeza de un hombre. Que aquel joven sin nombre del museo de cera de Ma-dame Tussaud, en el centro de Londres, se encuentra basado en Lester Brown. Dicen, también, que fue de nombre en nombre para no responder por ninguno de sus actos. Que nunca se sintió cómodo en su baja estatura. Que anotaba en un cuaderno los apellidos de quienes lo traicionaban con la esperanza de tacharlos algún día y bordaba en una carpeta blanca las iniciales de todas las mujeres que pasaban por su cama. Muchos se atreven a jurar que en la vejez creyó en los extraterrestres como un niño con los ojos puestos en la luna y que contrató a un hombre, que pasaba los días encerrado en un cuarto lleno de equipos, para que le grabara de los quinientos canales de televisión estadounidenses todos los largometrajes que se perdía por ir de lunes a domingo al trabajo.

Es hora, pues, de atar todos estos cabos en la realidad. He aquí, en estas páginas, la verdad que habita los rumores.

"Lo único que prueba el chisme es el mal gusto del chismo-so", dice el poeta George Eliot. El cineasta Billy Wilder aclara que quien es acusado de vulgar está mucho más cerca de la vida. Este libro nos lleva, en ese orden de ideas, a dudar sobre mi buen gusto. Y nos hace creer, al menos por un rato, que la vida de otro es otra vida.

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Las puertas de la Bracket. Las oficinas de la productora se han vuelto silenciosas, misteriosas, escalofriantes, desde la inesperada muerte del productor Philip Jacobs: la entrada principal de los estudios, de puertas de madera revestidas de cuero, hace pensar en un cine abandonado.

La sala privada. Quizás sea mejor no entrar a la pequeña sala de cine en donde Jacobs sobrevivió los últimos años de su vida: para acercarse a su secreto basta quedarse acá, ante la luz de la habitación, lejos de la mirada de la máscara veneciana, en el pasillo decorado con un Pollock desconocido, un Rothko del que nadie quiere hablar y uno de esos afiches franceses que tanto le gustaban al productor.

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La oficina. Esta detallada imagen del despacho personal de Philip Jacobs, semejante a una pintura de Edward Hopper, se encuentra aún en poder del detective Mark Redfield. Si se observa con atención, objeto por objeto, pueden narrarse todas las vidas de Jacobs: ahí, en ese museo sin guías, están sus nombres, sus viajes, sus reveses de fortuna.

Los objetos perdidos. Frente a la silla vacía de Jacobs, en donde ningún ejecutivo de la Silence Corp. se atreve a sentarse, todavía hoy se encuentran souvenires de su pasado, como el parche del escuadrón 703 de la Fuerza Aérea, el ícono ruso regalado por Charles Chaplin y una carta escrita a mano en la que puede leerse la frase "habría sido mejor pasar de largo".

Tres marcas en su revólver. El detective Redfield descubrió, en un rincón de la oficina, un revólver Colt de dos pulgadas, calibre 38, hierro azul, que tenía cinco cargas sin usar dentro del martillo. Más que cualquier otra cosa, le sorprendió hallar tres marcas (al parecer hechas con las uñas) en el mango del arma de fuego. Pensaba, hasta ese momento, que esas cosas sólo sucedían en las películas. Y que los grandes productores de Hollywood no cargaban sus propias pistolas.

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Las notas de prensa. Los principales diarios de Occidente reseñaron la muerte de Jacobs como un posible suicidio. Pronto, sin embar-go, dejó de hablarse del tema.

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El suicidio imposible. Este gráfico de-tallado, cortesía del investigador D. D. Godrich, compara uno de los dibujos de la autopsia con una ilustración del corte transversal de la cabeza humana. Prueba que, para conseguir que la bala saliera a esa altura del cráneo, Jacobs tendría que haber abierto la boca mucho más de lo físicamente posible.

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La melancolía de Adriano Figueroa. Todo parece indicar que este es el lugar favorito, en todo Hollywood, del conductor puertorriqueño Adriano Figueroa. Ahí, dice, suele recordar los atardeceres de la isla en la que nació y las conversacio-nes que sostenía con el productor Philip Jacobs mientras recorrían Los Ángeles en el automóvil de todos los días. Hoy, más de diez años después de la tragedia, Figueroa sigue siendo uno de los choferes de la Bracket, pero hace lo que puede para alimentar su verdadera pasión: el cuidado de loras habladoras.

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La señorita Woolridge. La fiel secretaria del señor Jacobs, una mujer irónica, maternal, de una prudencia a prueba de todo, ha vivido con el torturado fantasma de su jefe desde aquel día de 1993 en que lo encontró sin vida sobre un sofá de la oficina de siempre. Según dicen las personas que la conocen bien, siempre se ha sentido culpable por no haber ima-ginado la desgracia que vendría.

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i. IJ Absol Lite ly corrí pulsory readirg

-New Vtvíí Times Book Review

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i The Brown Collection

j The Dark Side Of American Cinema

PETER BOGDANOVICH

The Brown Collection. El cineasta Peter Bogdanovich, conocido entre los espec-tadores del mundo por haber dirigido producciones tan buenas como La última película, Luna de papel y Noises O f f , fue (quizás con Martin Scorsese) el primer hombre de cine que se animó a escribir un texto sobre la obra de aquel Lester Brown que fue por la vida cambiando de nombre. Tienen ustedes, en esta página, una reproducción de la carátula de la edición original, publicada en 1998 por Dyslexia Books.

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La habitación vacía. El detective Redfield conserva, de sus pesquisas de aquellos días que siguieron al asesinato del productor, esta fotografía del austero cuarto del difunto Philip Jacobs. Asegura que durante años la habitación fue conservada así, tal cual la vemos, con un crucifijo de madera sobre la discreta cama, hecha a imagen y semejanza de la que sirvió al narrador norteamericano O. Henry para olvidar cada día vivido.

El fantasma de todos los cines. Los creadores de un cineclub en Dillsboro, Indiana, han echado a rodar la leyenda de que su fantasma susurra "soy yo" en la oscuridad de las salas de cine del mundo. Y han puesto pequeños carteles con la leyenda "Philip Jacobs was here" en los sitios que alguna vez pisó el cineasta. Arriba, el letrero frente al Desert Gem de Mezquite, Nevada.

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La última película. Con los años, gracias al auge de los DVD, la figura de Brown ha recobrado su lugar en la historia de las películas. El 29 de febrero de 2004, el día en que Lester Brown o Philip Jacobs habría cumplido 84 años, salió a la venta una edición restaurada (en la colección Kino Video) de sus primeras películas en la Bracket. La cubierta de la colección es una obra de arte: la ilustración, firmada por un artista llamado Luis Carlos Cifuentes, describe la última vez que Jacobs pisó un set de filmación.