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El fantasma material - CONABIP · 2020. 5. 5. · 12 13 INTRODUCC IÓN | EL CINE Y LA FÍSICA El fantasma material Con pocos cambios y sin agregados, el libro se publicó en inglés

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  • El fantasma material

    las películas y su medio

    Gilberto Pérez

    Traducción de Luciana Borrini

  • D.R. © 2014

    Londres 547, Villa Allende, Córdoba, Argentina, cp [email protected]@gmail.com

    © 1998 The Johns Hopkins University PressAll rights reserved. Published by arrangement with The Johns Hopkins University Press, Baltimore, Maryland.

    Dirección editorial: Tamara Pachado y Matías LapezzataDirector de colección: Roger Alan KozaDiseño gráfico de colección: Ivana Myszkoroski

    Primera edición, 2019

    Prohibida su reproducción total o parcial sin el consentimiento expreso de la editorial. Hecho el depósito que indica la ley 11.723. Impreso en Argentina.

    A mi querido padre

    Gilberto Pérez Castillo

    1911-1967

    Pérez, GilbertoEl fantasma material : las películas y su medio / Gilberto Pérez ; editado por Matías Lapezzata ; Tamara Pachado. - 1a ed . - Villa Allende : Los Ríos Editorial, 2019. 576 p. ; 21 x 15 cm. - (Cine / Koza, Roger Alan, ; 3)

    Traducción de: Luciana Borrini. ISBN 978-987-46990-7-7

    1. Crítica Cinematográfica. 2. Cine. 3. Cinematografía. I. Lapezzata, Matías, ed. II. Pachado, Tamara, ed. III. Borrini, Luciana, trad. IV. Título. CDD 791.4301

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    Índice

    Introducción: el cine y la física | 9

    1. La imagen documental | 49

    2. La secuencia narrativa | 75

    3. El equilibrista desconcertado | 133

    4. El mortal espacio intermedio | 171

    5. El significado de revolución | 205

    6. Paisaje y ficción | 259

    7. La tragedia estadounidense | 311

    8. Lecciones de historia | 347

    9. Los significantes de la ternura | 441

    10. El punto de vista de un extraño | 479

    Agradecimientos | 543

    Índice temático | 545

    Índice de obras (y de autores y directores) | 561

    Índice de imágenes | 569

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    Introducción

    El cine y la física

    La gente se equivoca al comparar un director con un escritor.Si es un creador, se parece más a un arquitecto. Y un arquitecto concibe sus planos de acuerdo con circunstancias precisas.

    John Ford

    La persona que va habitualmente al cine mira las imágenes de la pantalla como en un sueño. Se puede suponer, entonces, que aprehende la realidad física en su materialidad.

    Siegfried Kracauer, Teoría del cine

    La Habana donde crecí era una gran ciudad para ir al cine. Era La Habana de los 50, durante la dictadura de Batista, por eso no era la mejor época. Pero era un buen momento y lugar para que un chico empezara a ir regularmente al cine. En las pantallas de mi ciudad se exhibían películas de todo el mundo: todas las películas de Hollywood y, además, muchas películas de Italia y Francia y Rusia, de México y España y América del Sur, de India y Japón y Escandinavia, y no solo algunas películas para entendidos. Mi cine preferi-do, el Capri, tenía regularmente un programa internacional de películas, de modo que en una misma programación podía ver El cuentero (Fellini, 1955) y Casta de malditos (Kubrick, 1956), o El oro de Nápoles (De Sica, 1954) y Un americano en París (Minelli, 1951), o Madame de… (Ophüls, 1953) y Ensayo de un crimen (Buñuel, 1955).

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    El fantasma materialIntroduccIón | El cI nE y la físIca

    Con muy pocas excepciones, las películas eran todas extranjeras, o sea que ninguna lo era: todas transcurrían en el fascinante espacio de la panta-lla. Por suerte para el público cubano, las películas no estaban dobladas, sino siempre en su idioma original. Desde muy chico me acostumbré a los sub-títulos, que para mí formaban parte del lenguaje cinematográfico. Además, crecí en una época en la que se hacían por igual películas en blanco y negro y a color, lo que hizo que no tuviera prejuicios respecto del color cuando mi-raba las imágenes. Mi educación cinematográfica era muy liberal. Aunque, naturalmente, algunas películas me gustaban más que otras y, naturalmente, notaba diferencias en cuanto a tema y estilo, carácter y enfoque, fui educado para no hacer distinciones por el idioma, el color o la nacionalidad.1

    1 En su libro sobre su carrera cinematográfica, Néstor Almendros ofrece un relato similar sobre la experiencia de ir al cine en La Habana en una época un poco anterior: “Mi padre se había establecido en Cuba. (El padre de Almendros, Herminio Almendros, un repu-blicano exiliado de la España fascista, era amigo de mi padre y yo lo conocí cuando era chico, pero solo estuve con su hijo una vez y fue muchos años después en Nueva York). Apenas pudo, mandó a buscar a los que habíamos quedado en España. En 1948 me subí a un barco para ir a La Habana. Ahí estudié Filosofía y Letras en la universidad, más para complacer a mi familia que a mí mismo, porque lo que me interesaba era el cine. Pero en La Habana no había cineclubes. No había nada parecido a los de Barcelona, y no había revistas especializadas, salvo las revistas estadounidenses para aficionados. Por otro lado, paradójicamente, Cuba era en ese momento un lugar privilegiado para ver películas. Primero, a diferencia de España, se desconocía el doblaje: todas las películas se mostraban en su idioma original con subtítulos. Segundo, como el mercado estaba abierto y tenía escasos controles estatales, los distribuidores compraban todo tipo de pe-lículas. Podía ver todas las producciones estadounidenses, incluso películas clase B, que no llegaban fácilmente a otros países. También podía ver todo el cine mexicano y mu-chas películas de España, Argentina, Francia e Italia. Se importaban cerca de seiscien-tas películas por año, incluyendo títulos de la Unión Soviética, Alemania, Suecia, etc. En esa época, antes de la dictadura de Batista, la censura, en comparación con la de España e incluso la de Estados Unidos, era muy tolerante. Recordemos que La Habana, y no Copenhague, fue la primera ciudad del mundo donde se exhibieron películas por-nográficas legalmente. Además, en las funciones dobles los cines comerciales pasaban películas viejas como Vampyr (1932) de Dreyer, que vi en una sala de barrio. La Habana era el paraíso de los cinéfilos, pero un paraíso sin ninguna perspectiva crítica”. Néstor Almendros, Días de una cámara, Seix Barral, Barcelona, 1982, págs. 37-38. Una versión bastante diferente de este pasaje puede encontrarse en la traducción al inglés del libro publicado como A Man with a Camera [El hombre de la cámara], Rachel Philips Belash (trad.), Farrar, Straus & Giroux, Nueva York, 1984, págs. 26-27.

    “Si tiene subtítulos, es arte”, dice, medio en serio medio en broma, un amigo de credo literario y formado cinematográficamente en la Nueva York de los años 40. Para mí, que había tenido una formación cinematográfica que normalmente incluía los subtítulos, las películas siempre han sido una forma de arte, sin diferenciarse de la literatura o la pintura en sus pequeñas pro-ducciones de buen arte entre lo regular y lo malo. La primera vez que fui al cine fue con mi padre y, durante mi infancia y adolescencia, él fue mi eterno compañero. Autor de un libro llamado Nuestro siglo, mi padre era médico y tenía un ávido interés por la literatura y las artes visuales, y me inculcó la idea irrefutable de que las películas pertenecen a ese universo. “En general nos interesan las películas porque las disfrutamos”, escribió Pauline Kael, “y por lo que las disfrutamos tiene poco que ver con lo que pensamos sobre el arte”.2 Ciertamente, estoy de acuerdo con la primera parte de su afirmación, pero no con la segunda. Yo crecí con el convencimiento de que las películas eran una forma de arte y que el arte no era algo tedioso y afectado, sino algo vital, como las películas.

    La primera crítica sobre artes visuales que me llamó poderosamente la atención, incluso antes de mi adolescencia, fue la columna de cine que apa-recía en Carteles. Este semanario era bastante parecido al Collier’s cubano o al Saturday Evening Post. La columna se llamaba simplemente “Cine” y, du-rante un tiempo, no tuvo firma. Sin embargo, tenía una voz inconfundible. Después, esa voz tuvo el nombre G. Caín, un seudónimo, obviamente, para el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, que más tarde se hizo famo-so por su espléndida novela sobre la vida nocturna de La Habana, Tres tristes tigres. Gracias a Cabrera Infante, por primera vez presté atención a qué es lo que hace que las imágenes tengan movimiento, de qué se trata el arte de com-binar las partes, por primera vez tomé conciencia de cómo la cámara confi-gura nuestra mirada del mundo representado en la pantalla. Sus críticas me enseñaron a mirar y pensar con los ojos. Estos artículos con la firma de G. Caín fueron reunidos en el libro Un oficio del siglo xx, publicado en 1963 en La Habana por Ediciones Revolución. En 1965 Cabrera Infante se fue de Cuba.

    2 Pauline Kael, “Trash, Art and the Movies” [“Basura, arte y las películas”], en Going Steady [Noviazgo], Little Brown, Boston, 1970, pág. 102.

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    El fantasma materialIntroduccIón | El cI nE y la físIca

    Con pocos cambios y sin agregados, el libro se publicó en inglés tres décadas más tarde con el título A Twentieth Century Job.3

    Por ejemplo, Cabrera Infante escribió una crítica sobre Las amigas de Antonioni, una película discretamente sorprendente realizada en 1955 y prácticamente desconocida en su país, incluso después de que su director se hiciera famoso en los 60. La crítica captaba los aciertos de la película y era sensible a lo que la película prometía. Como las primeras críticas de Clement Greenberg sobre Jackson Pollock, era una forma de crítica cuya conciencia del presente la ponía en contacto con el futuro, que veía tanto lo que había en la obra como lo que la obra se guardaba, tanto lo que Antonioni había logra-do con sutil originalidad como la dirección que le estaba dando a su trabajo artístico.

    En los 50 el cine parecía para muchos un arte en decadencia, si no total-mente acabado. El cine clásico de Hollywood agonizaba, el cine francés había sucumbido casi completamente al academicismo y el neorrealismo, que había revitalizado al cine italiano en los años de posguerra, también estaba desapa-reciendo. Sin embargo, a pesar del aparente empobrecimiento, los 50 fueron, en realidad, una época prolífica para el arte cinematográfico. Cabrera Infante era uno de los pocos que reconocían los logros cinematográficos del momen-to: de Antonioni y Fellini en Italia, cineastas que surgieron del neorrealismo y retrataban la realidad a través de formas novedosas de reflexión; de Becker y Bresson en Francia, uno capturaba lo tangible con pasión, el otro alcanza-ba con precisión el orden de lo irrepresentable; de Buñuel en México, donde el viejo surrealista, aunque trabajaba para la industria, hizo algunas de sus películas más incisivas y cautivantes; en Japón, de Mizoguchi, serenamente misterioso, y de Kurosawa, incansable y enérgico; en la India, de Satyajit Ray, corpóreo y contemplativo; en Hollywood, de Hitchcock, Hawks y Minelli y de estadounidenses disidentes como el expatriado Orson Welles y el joven Stanley Kubrick (después expatriado). Y –a diferencia de, por ejemplo, James Agee en Estados Unidos, un crítico de cine que añoraba casi exclusivamente las glorias pasadas– Cabrera Infante era un crítico muy atento a las nuevas posibilidades y esperaba, ansiosamente, los estrenos de un arte en desarrollo.

    3 Guillermo Cabrera Infante, A Twentieth Century Job [Un oficio del siglo xx], Kenneth Hall y G. Cabrera Infante (trads.), Faber & Faber, Londres, 1991.

    Hoy mi posición es similar a la de Agee: así como él veía en las pelícu-las de su adolescencia y juventud, el cine de Griffith y Chaplin, Eisenstein y Dovzhenko, la gran época del cine, yo veo en las películas de mi adolescencia y juventud un florecimiento que llegó a su punto más alto en los 60 y que no ha sido igualado. ¿Esa posición, que era bastante común en la época de Agee y en la mía, es meramente subjetiva, solo una cuestión de impresiones inten-sas cuando éramos más impresionables? La subjetividad, necesariamente, informa nuestra respuesta ante el arte, pero esto no necesariamente priva de objetividad nuestro juicio. En todo caso, seguramente es significativo –no solo subjetiva, sino también estéticamente– el hecho de que respondamos a las películas de nuestra juventud con un sentimiento parecido al del primer amor. Las críticas de Cabrera Infante me devuelven a la época de mi primer enamoramiento con el arte del cine.

    Poco después de llegar a este país, a principios de los 60, descubrí que los temas con los que ya estaba familiarizado gracias a las críticas de Cabrera Infante, que estaban al tanto de la crítica extranjera y participaban del espíri-tu de los Cahiers du cinéma de tapas amarillas de los 50, eran para los críticos estadounidenses un tema novedoso y muy controversial que llamaban la teo-ría del auteur. La teoría del autor ha significado diferentes cosas para diferen-tes personas. Si se toma en el sentido de que la película es obra del director –la mano específica que da forma a una película y dirige la mayoría de las mejo-res películas es la del director– se trata entonces de una idea tan vieja como la idea de que el cine es una forma de arte.

    Orson Welles, un director con un estilo inmediatamente reconocible (si existe algo así), defiende caballerosamente a los actores en las entrevistas que dos décadas atrás, cuando la teoría del autor estaba muy de moda, le hizo Peter Bogdanovich,4 partidario de la teoría del autor y aspirante a ser uno. La mayoría de la gente va al cine por los actores; el mayor placer que me dan las películas en estos días se debe a los actores; ciertamente, los actores son una razón mucho mejor para ir al cine que cualquier cosa que la mayoría de los críticos tenga para decir. Sin embargo, los detractores de la teoría del autor

    4 Orson Welles y Peter Bogdanovich, This is Orson Welles [Este es Orson Welles], Jonathan Rosenbaum (ed.), HarperCollins, Nueva York, 1992.

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    han mostrado cierta parcialidad literaria y han tendido a promover, más que al actor, al escritor, a no ser que se conformen con la idea de que las pelícu-las están hechas por muchas manos. Esta última idea, a veces, es vista con aprobación (como el abnegado trabajo colectivo en las catedrales medieva-les) pero más frecuentemente con desaprobación (como el proceso imper-sonal de fabricación en una línea de producción). Cuando la teoría del autor cayó en desgracia, no tanto entre los críticos como entre las crecientes filas de académicos, no fue por una valoración de los actores o de los escritores, que cobraron importancia, sino por el repudio a toda individualidad, entendida como una falsa conciencia inculcada por la ideología burguesa.

    A finales de 1913 D. H. Griffith renuncia a la Biograph Company y publica una solicitada de una página en el New York Dramatic Mirror, donde reclama la autoría de las películas que había realizado desde 1908, mientras trabajaba para Biograph. Durante ese período inicial, las compañías cinematográficas, y Biograph con mayor tenacidad que las otras, mantenían en el anonimato los nombres de actores y directores; las películas tenían que ser vistas como pro-ductos de la compañía. Contra esta política, Griffith reivindicaba su autoría y su arte. Su trabajo en Biograph había sido crucial por sus innovaciones. La solicitada proclamaba que él, y no la compañía, era el responsable de “revo-lucionar el drama cinematográfico y fundar la técnica moderna de ese arte”.5

    Mucho antes de que se propusiera la teoría del autor, los críticos y los his-toriadores de cine apoyaron el reclamo de Griffith. Sin embargo, desde hace varios años –en los cuales los estudios sobre cine se han establecido acadé-micamente– el pensamiento dominante en este campo se puso, en efecto, del lado de Biograph. Hace tiempo que la teoría del autor, importada de Francia a principios de los 60, ha pasado de moda. Una nueva teoría francesa ha decla-rado la muerte del autor. La concepción del arte como creación o expresión del genio individual ha caído en desgracia. En su lugar, debemos pensar cor-porativamente y admirar el “genio del sistema”6 o, por el contrario, condenar

    5 Solicitada de Griffith publicada en New York Dramatic Mirror el 3 de diciembre de 1913.6 Es el título de un libro de Thomas Schatz, The Genius of the System: Hollywood Filmmaking

    in the Studio Era [El genio del sistema: la realización cinematográfica de Hollywood en la era de los estudios], Pantheon, Nueva York, 1988. Schatz tomó el título de André Bazin: “El cine estadounidense es un arte clásico, por qué entonces no admiramos en él lo más admirable, es decir, no solo el talento de este o aquel director, sino el genio del sistema, la riqueza de su tradición siempre pujante, y su capacidad productiva cuando se pone en

    las manipulaciones de un sistema que, se cree, sirve a los intereses de una ideología opresiva y deja poco lugar para el disenso en la realización o en la recepción de una película.

    Los detractores de la teoría del autor la han acusado de ser ahistórica, y hay algo de cierto en eso. “Si los directores y otros artistas no pueden ser sa-cados de sus contextos históricos”, escribió Andrew Sarris en los primeros días de su influyente defensa de la teoría del autor, “la estética se reduce a una rama subordinada de la etnografía”.7 “¿Qué se piensa qué es?”, replicó Pauline Kael.8 Y Cristopher Faulkner toma posición “por la etnografía” en la intro-ducción de su libro El cine social de Jean Renoir donde sostiene, como otros, que la teoría del autor, con su énfasis en la creación individual y su tenden-cia a minimizar las circunstancias históricas, es solo una forma de ideología burguesa.9 Puede ser, pero también hay que reconocer que, no menos que el énfasis en la creación individual, el énfasis en las circunstancias históricas es también una forma de pensamiento burgués. Faulkner parece creer que la idea de sacar al artista de la historia ha reinado ininterrumpidamente desde el Renacimiento, pero Sarris (siguiendo en esto las American New Critics sobre el tema) reaccionaba contra un historicismo que durante mucho tiempo había

    contacto con otros elementos”. André Bazin, “La Politique des auteurs” [“La política de los autores”], Cahiers du cinéma, Nro. 70, 1957, reeditado en inglés en The New Wave [La nueva ola], Peter Graham (ed.), Doubleday, Nueva York, 1968, pág. 154. Por “genio del sis-tema” Bazin no se refiere exactamente al sistema de los estudios de Hollywood, que es el tema del libro de Schatz, sino a algo más grande, al conjunto formado por un medio, sus practicantes y su público, la coyuntura social, cultural e histórica que le permitió al arte clásico de Hollywood prosperar. El libro de Schatz es principalmente sobre el productor de Hollywood, que él ve como una figura creativa que ha sido descuidada y estudia en detalle. Como santo patrono de la clase de cine que él más admiraba, Bazin nombra a Erich von Stroheim, y resulta un tanto irónico que su frase fuera usada como el título de un libro cuyo santo patrono es Irving Thalberg, el productor que le quitó Avaricia (1924) a Stroheim y la hizo editar drásticamente.

    7 Andrew Sarris, “Notes on the Auteur Theory in 1962” [“Notas sobre la teoría del au-tor en 1962”], Film Culture, Nro. 27, invierno 1962-63, reeditado en Film Culture Reader [Cultura cinematográfica. Antología], P. Adams Sitney (ed.), Praeger, Nueva York, 1970, pág. 128.

    8 Pauline Kael, I lost it at the Movies [Lo perdí en el cine], Bantam, Nueva York, 1966, pág. 280.9 Christopher Faulkner, The Social Cinema of Jean Renoir [El cine social de Jean Renoir],

    Princeton University Press, Princeton, 1986, págs. 3-16.

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    sido el enfoque crítico dominante. La acusación misma de ahistoricismo que hace Faulkner es ahistórica.

    La tendencia del pensamiento posmoderno ha estado en contra de las ideas de unidad y totalidad. Estas ideas se consideran fabricaciones burgue-sas, constructos de la ideología reinante, aunque tienen una historia mucho más larga, y, si bien las cuestionamos, nuestro pensamiento parece necesitar-las. Pensamos en términos de las partes y el todo, aun cuando las partes no encajen exactamente en el todo. El estudio que hace Faulkner sobre Renoir cuestiona la unidad de su obra a través de los años, pero asume la unidad de situaciones históricas determinantes que produjeron un Renoir en los 30 y otro Renoir en los 50. La unidad que tradicionalmente se valora en una obra de arte, o en el conjunto de la obra de un artista, hoy está desacreditada por considerarse una falsa conciencia que promueve ese otro supuesto invento de la ideología burguesa, la unidad del ser.

    Se piensa que la unidad percibida de un objeto garantiza el sentido que uno tiene de su propia unidad como sujeto de percepción. Mi impresión de El acorazado Potemkin (1925) como obra unitaria, probablemente, despierta en mí la idea de que yo mismo soy una unidad. Pero El acorazado suscita en el espectador un sentido de unidad diferente, no un sentido de individualidad, sino de conciencia de clase, de solidaridad colectiva, una especie de unidad contraria al individualismo de la ideología burguesa. ¿Qué puede decirse de Eisenstein como auteur de la unidad del conjunto de su obra? Supuestamente, el hecho de que veo El acorazado Potemkin e Iván el Terrible (1944-46) como obras del mismo individuo, más que como productos de circunstancias históricas diferentes, confirma el sentido de mi propia individualidad. Pero, seguramente, la cuestión de la individualidad de Eisenstein en relación con sus circunstancias históricas, y de mi propia individualidad en relación con mis circunstancias históricas, no debe decidirse en abstracto, sino examinar-se en concreto, ya que no todos los individuos y no todas las circunstancias históricas son iguales. Aislar al individuo de las circunstancias históricas puede ser ideológico, pero no más ideológico que pensar al individuo como una invención de la ideología o un títere de la historia. Aun si fuera cierto que en nuestra posmodernidad el individuo está irreparablemente fragmentado, que cualquier idea sobre su unidad está ligada a una ilusión, esto no nos auto-riza a pensar lo mismo de cualquier otra época y lugar.

    Desde la teoría del autor, que introdujo el culto romántico del artista en el advenedizo arte cinematográfico, los vientos de la moda trajeron la idea del artista como peón de la historia, la cultura y la sociedad. Supuestamente apo-lítica, aunque originalmente una politique –una política que defiende al autor como un espíritu individual que resiste el conformismo del sistema–, la teoría del auteur exalta la figura del autor, pero favorece mucho más una dialéctica entre el autor y el sistema, entre el individuo y su situación, que una teoría que exalta el sistema al punto de considerarlo como una regla prácticamente absoluta. Sin duda, el realizador, aunque no sea empleado de un estudio, está bajo la influencia de un orden social y político, de la cultura y las circunstan-cias en las que trabaja; pero eso, aunque la afecte de varias maneras, no deter-mina totalmente la película que hace ni la respuesta del espectador. Hay un margen de libertad al hacer o ver una película, un margen para hacer la clase de película que propicie la libertad de respuesta del espectador; y ese margen de libertad hace toda la diferencia.

    Los académicos que critican el individualismo burgués creen que se en-frentan al establishment. Parecen no reconocer que el modelo individualista del capitalismo ha cedido, en gran medida, al modelo corporativo y que la crí-tica al individualismo es funcional al capitalismo corporativo dominante. La idea del director como auteur no es, claramente, funcional al Hollywood cor-porativo. Podría argumentarse que el autor individual nunca encajó en el sis-tema de estudios de Hollywood y que ese es, en primer lugar, el problema con la teoría del autor: no encaja en la lógica de la producción cinematográfica. Pero este argumento cambia el eje de discusión: de la ideología del individua-lismo a las condiciones de la industria cinematográfica; una cosa es decir que el artista individual es un producto de la ideología burguesa y otra cosa, to-talmente distinta, es decir que las condiciones de trabajo en Hollywood aten-tan contra el artista individual. La teoría del autor valora el arte individual y afirma que existe en el cine: una cosa es afirmar que no existe en Hollywood y otra, totalmente distinta, es afirmar que no existe en ningún lado y que solo una falsa conciencia puede llevarnos a valorarla. La teoría del autor es la aplicación al cine de la teoría del genio en el arte. La teoría del genio puede ser totalmente errónea: tanto de Beethoven y Miguel Ángel como de Vicente Minelli y Frank Borzage; o puede ser erróneo aplicarla al cine en general o al cine de Hollywood en particular. Hay que distinguir en cuál de estos sentidos puede ser errónea.

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    El punto central de discusión en la controversia sobre el autor en la década del sesenta no es si una película es obra del director, sino qué directores deben ser considerados artistas. Nadie discutía la capacidad artística de Eisenstein o Renoir. Los que estaban particularmente en discusión eran directores de Hollywood. Lo novedoso de la política de autor de los Cahiers du cinéma fue plantear la cuestión de la capacidad artística y la autoría de los directores que trabajaban en una industria comercial de entretenimiento que se consideraba hostil para la expresión artística personal. Howard Hawks es uno de los casos: sus notables logros recibieron escasa atención crítica antes de que los france-ses se ocuparan de él. Alfred Hitchcock es un caso interesante: su autoría fue especialmente bien publicitada (“el maestro del suspenso”), mientras que su capacidad artística no fue suficientemente reconocida hasta que los franceses lo vieron como un verdadero maestro.

    Hitchcock mismo ideó la publicidad que hizo que su firma fuera recono-cida en todas partes (y su figura obesa, ingeniosamente usada, junto con sus típicas apariciones en el mundo de sus películas). Se vendió como director y vendió sus películas como su creación. En Hitchcock: la realización de una reputación, un estudio no sobre las películas de Hitchcock, sino sobre cómo han sido valoradas, Robert E. Kapsis muestra cómo Hitchcock, durante toda su vida, trabajó en la promoción de la figura del director como el realizador (describía a los actores como “ganado”) y en la promoción de sí mismo como un director estrella.10 En Inglaterra, en 1927, consigue su primer éxito, El inqui-lino, una película donde hace su primer cameo en su propia obra. Ya ese año empezó a hacer circular la caricatura de su silueta, que se convirtió en otra marca registrada. Y ese mismo año declaró a un diario de Londres que “los directores de cine viven con sus películas, mientras las hacen. Son sus bebés como una novela es hija de la imaginación del escritor. Y esto hace que las pe-lículas realmente artísticas sean creadas enteramente por un solo hombre”.11 Preguntarse si la autopromoción de Hitchcock tenía que ver más con cuestio-nes comerciales que artísticas pierde de vista la interrelación de ambas en la carrera de un director. Seguramente, Hitchcock quería ganar dinero y tam-bién lo necesitaba para hacer arte.

    10 Robert E. Kapsis, Hitchcock: The Making of a Reputation [Hitchcock: la realización de una reputación], University of Chicago Press, Chicago, 1992.

    11 Alfred Hitchcock, citado en Robert E. Kapsis, op. cit., pág. 20.

    En la década del cincuenta, Hitchcock mostró su lado comercial más há-bil y también una notable capacidad artística, además de audacia. La primera película de Hitchcock que vi me pareció entretenida, pero no me impresionó: Para atrapar al ladrón (1955), una película vistosa y superficial que estaba de-finitivamente del lado comercial. Pero después vino la extraordinaria Vértigo (1958): en esos años ninguna película me impresionó tanto. A todos los chicos que yo conocía que iban al cine en La Habana también les encantó, y Cabrera Infante la declaró una obra maestra. En Estados Unidos, para mi sorpresa, la opinión fue otra y los guardianes de la sabiduría popular desaprobaron el gusto por Vértigo, por considerarla una aberración inexplicable del esotérico gusto francés. “Alfred Hitchcock, que produjo y dirigió esto”, escribió John McCarten en su crítica de la película en el New Yorker (del 7 de junio de 1958), “nunca antes se había permitido semejantes disparates”. Evidentemente, la opinión ha cambiado. Hoy la mayoría coincidiría en que Vértigo es una obra maestra, aunque tal vez no usarían esa expresión que ya no está de moda. La reputación de Hitchcock surgió con la teoría del autor pero no declinó con ella. La teoría feminista, que después predominó en los estudios sobre cine, puso a Hitchcock en un lugar no menos privilegiado y consideró a Vértigo no menos central en el canon.

    Vértigo cuenta la historia de un hombre (Jimmy Stewart en su típico perso-naje de hombre común y juvenil, pero un poco trastornado) preso de un amor inalcanzable. Figura de identificación para el espectador (y especialmente para el espectador que yo era en la adolescencia), el protagonista queda cau-tivado por una mujer (Kim Novak) tan hermosa y espectral como la imagen de una estrella de cine que brilla en la pantalla, cerca, pero imposiblemente lejos. Como el protagonista, llevado a perseguir la poderosa aparición de una mujer, Cabrera Infante fue a ver la película “tres noches sucesivas, obsesivas”, arrastrado por “una completa inmersión en un mar mágico”, y la declaró “la primera obra romántica del siglo xx”.12 Eso era, exactamente, lo que yo sen-tía en ese momento. Hoy, en gran medida, la película no es vista así. Según Kapsis, cuyo libro no es sobre lo que él piensa, sino sobre lo que otros pien-san y, por lo tanto, expresa presuntamente el consenso, Vértigo es “una con-dena categórica del amor romántico”.13 No es bueno estar inmerso en un mar

    12 Guillermo Cabrera Infante, op. cit., págs. 278-279, 281.13 Robert E. Kapsis, op. cit., pág. 149.

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    mágico. Las primeras teorías cinematográficas feministas consideraron el romanticismo de Vértigo como territorio enemigo, estereotipo fascinante del deseo masculino y de la mirada masculina; pero quienes no podían renunciar ni a Vértigo ni a la teoría que postula y condena la mirada masculina se empe-ñaron en “salvar la película para el feminismo”, interpretándola como una condena del romanticismo.

    Objetado al principio por muchos y admirado después por la mayoría, en Vértigo, Hitchcock va contra las reglas del misterio bien armado y revela la solución en la mitad de la película cuando, inesperadamente, cambia el pun-to de vista y se aparta del protagonista en trance, que hasta ese momento ha sido el centro de conciencia de la película. Con este audaz desplazamiento, la película desmitifica su romanticismo. La enamorada del protagonista ha sido un engaño, no solo una mujer idealizada, sino completamente ficticia, como ahora nos enteramos por boca de la mujer que encarnó la fantasía con la que el hombre se obsesiona. Con cierto horror vemos cómo el protagonista, in-sensato, la presiona obstinadamente, y ella, titubeando, accede a interpretar de nuevo el papel de sueño romántico. Y sin embargo, aunque sabemos qué pasa, de todas maneras algo en nosotros responde irresistiblemente a esa be-lla visión que, eventualmente, se materializa ante sus ojos. La interpretación de Cabrera Infante es más acertada que la de Kapsis. Vértigo desmitifica su romanticismo, pero no lo desactiva. En esto se parece a otra gran película ro-mántica, Carta de una desconocida (1948) de Max Ophüls, donde el personaje principal no es un hombre, sino una mujer enamorada de una ilusión que la realidad no puede disipar.

    ¿Merece Hitchcock su reputación? Merece grandes elogios y hay que seguir defendiéndolo ante aquellos que se niegan a reconocer el arte del cine. En los círculos del cine, sin embargo, la respuesta a esta pregunta debe ser no, porque tendría que ser, por lejos, el mejor director para merecer la enor-me atención que la crítica y la academia le han concedido, más que a cual-quier otro director, y que no ha dado signos de deterioro después de tantos años y pilas de artículos y libros. Un artista se juzga por lo mejor de su obra y, en su mejor versión, Hitchcock es un gran artista. Su manejo de la cáma-ra –lo que los franceses llaman écriture, escribir en lenguaje cinematográfi-co– es extraordinario. Pero, por ejemplo, la no menos extraordinaria destreza

    cinematográfica de Frank Capra ha recibido mucha menos atención. “Capra tiene un toque genial con la cámara: su pantalla siempre parece dos veces más grande que la de otros, y sus cortes son tan brillantes como los de Eisenstein”, escribió Graham Greene (a quien no le gustaba mucho Hitchcock) en una de sus críticas sobre los años treinta.14 La atención que hoy recibe Capra se debe, principalmente, a la combinación de sentimentalismo y humor que ha hecho que ver en televisión Qué bello es vivir (1946) sea un ritual navideño nacional. “Nadie maneja como Capra los saltos de sentimentalismo melancólico y hu-mor cursi”, escribió Pauline Kael, “pero si alguien más aprendiera a hacerlo, mátenlo”.15 La cursilería a lo Capra que entusiasma a muchos, espanta a otros. “Enorme habilidad”, dijo Orson Welles cuando Bogdanovich le preguntó so-bre Capra, “pero siempre esa cosa melosa al estilo del Saturday Evening Post”.16

    Si Hitchcock tiene un manejo consumado de la cámara, Capra es un maestro de la textura y la luz, la textura producida por el juego con la luz pro-yectada en la pantalla. Si aplicamos al cine la dualidad que propone Heinrich Wölfflin para la historia del arte, podría decirse que Hitchcock es lineal, guía nuestra mirada a lo largo de una línea exactamente determinada por los án-gulos y movimientos de la cámara; y Capra, pictórico, un colorista del cine en blanco y negro con una paleta de brillos y destellos, de luz tenue, difusa y resplandeciente. La luz de las películas de Capra le debe mucho al trabajo de Joseph Walker, director de fotografía de Capra durante los 30. En un texto sobre Lo que sucedió aquella noche, el inesperado éxito de 1934, que fue el pri-mero de Capra –una inolvidable comedia de enredos, un romance durante la Gran Depresión que sigue siendo encantador, con Claudette Colbert como la heredera fugitiva y Clark Gable como el periodista–, James Harvey observa con agudeza:

    La fotografía de Joseph Walker le da al mundo de la película un brillo cons-tante, un resplandor interior –especialmente el mundo nocturno: la lluvia en

    14 Graham Greene, crítica de You Can’t Take It With You [No te lo podés llevar], en Graham Greene on Film: Collected Film Criticism 1935-1940 [Graham Greene sobre cine: críticas cine-matográficas, 1935-1940], John Rusell Taylor (ed.), Simon & Schuster, Nueva York, 1972, págs. 203-204.

    15 Pauline Kael, 5001 Nights at the Movies [5001 noches en el cine], Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1991, pág. 383.

    16 Orson Welles y Peter Bogdanovich, op. cit., pág. 137.

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    las ventanas de la cabaña, el arroyo bullicioso y relumbrante por el que Gable lleva a Colbert, los montones de paja arqueados y mullidos, bañados por la luz de la luna, donde los protagonistas se quedan dormidos después de bajarse del ómnibus–.17

    Durante la noche lluviosa que Colbert y Gable pasan juntos en la cabaña, separados por una manta que él cuelga entre las camas y llama “los muros de Jericó”, hay un elocuente destello, que Harvey señala acertadamente, un primer plano oscuro de Colbert en el que, cuando se da vuelta en la cama, por un instante la cámara capta en sus ojos un húmedo reflejo de luz: “un brillo tenue pero nítido” que condensa “la atmósfera de deseo” que impregna toda la película.18 Y Capra corona esta escena con un corte que establece un paralelismo entre interior y exterior: del brillo tenue en el primer plano de la heroína al plano general de la lluvia que brilla en las ventanas de la cabaña, como ojos humedecidos por el deseo del mundo.

    Lo que sucedió aquella noche de Capra, La pícara puritana (1937) de Leo McCarey y Ayuno de amor (1940) de Hawks son para mí las tres mejores co-medias de enredos, o de segundas nupcias, como las llama Stanley Cavell;19 los tres mejores ejemplos de un género que representa lo mejor del viejo Hollywood clásico. La fotografía de las tres es de Joseph Walker, que era uno de los mejores directores de fotografía del mundo. En general, no ha recibido el reconocimiento que merece, y parece especialmente injusto que el mismo Capra no lo haya reconocido como merecía. Como Hitchcock, Capra se jac-taba de ser el autor de sus películas. Estaba bien esta reivindicación frente a una industria que trataba al director como un mero empleado, pero lo hacía minimizando el trabajo de sus colaboradores. Para empezar, Lo que sucedió aquella noche arrasó con los premios de la Academia de 1934, Capra ganó en cinco años tres premios Óscar al mejor director; en 1938 fue tapa de Time. Su nombre terminó siendo “el nombre delante del título”, como le puso a la au-tobiografía que publicó en 1971 –cuando estaba de moda la teoría del autor–,

    17 James Harvey, Romantic Comedy in Hollywood, from Lubitsch to Sturges [La comedia román-tica de Hollywood, de Lubitsch a Sturges], Knopf, Nueva York, 1987, pág. 113.

    18 Ídem, págs. 112-113.19 Stanley Cavell, Pursuits of Happiness: The Hollywood Comedy of Remarriage [En búsqueda

    de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood], Harvard University Press, Cambridge, 1981.

    un libro que le devolvió algo de la fama que había perdido después de años de decadencia e inactividad.20 Cuenta la historia del pobre inmigrante siciliano que triunfa en el cine; una alegre autoexaltación que deja en segundo plano a todos los que lo ayudaron y contribuyeron a su éxito. Capra no reconoce lo suficiente su deuda con la fotografía de Walker y con los guiones de Robert Riskin en varias de sus películas, incluyendo las tres con las que ganó el Óscar al mejor director.

    En Frank Capra: la catástrofe del éxito, una biografía no autorizada que cues-tiona ampliamente la poco confiable autobiografía, Joseph McBride revisa críticamente no solo la historia de Capra, sino la idea general de que en la tierra de las oportunidades uno mismo es el artífice de su propio éxito.21 A McBride le pesa el éxito de Capra y disfruta de su decadencia (incluso de su fracaso como granjero), pero tiene razón en algo: lo que Capra hacía depen-día de lo que otros hacían; obviamente, Capra no hacía sus películas solo. Sin Joseph Walker, sin el trabajo de otros colaboradores, sin las circunstancias artísticas e históricas en las que se encontraba, Capra no hubiera sido Capra. Pero esto no significa que Capra fuera irrelevante. Lo que sucedió aquella noche, La pícara puritana y Ayuno de amor pueden considerarse películas de Joseph Walker, o películas de Columbia Pictures, o ejemplos de un tipo de comedia, o expresiones de una época y un lugar, una cultura y una sociedad. Pero tam-bién pueden considerarse obra de sus directores: puede que no nos interesen las personalidades de Capra, McCarey y Hawks como dicta la teoría del autor, pero su arte está en la pantalla.

    Las ideas políticas de Capra es otro de los temas que trata McBride. Asociado comúnmente al New Deal, Capra en realidad votó a los republicanos, por lo que McBride lo acusa de hipocresía política. Pero el hecho de reconocer que Capra no hacía las películas solo debería alcanzar para no confundir su posición política personal con la política de sus películas. El guionista que trabajó con Capra en Caballero sin espada (1939) fue Sidney Buchman, quien después estuvo en la lista negra de Hollywood por su afiliación al partido co-munista, y la “cosa melosa al estilo del Saturday Evening Post” se combina, en

    20 Frank Capra, The Name above the Title: An Autobiography [El nombre delante del título: una autobiografía], Macmillan, Nueva York, 1971.

    21 Joseph McBride, Frank Capra: The Catastrophe of Success [Frank Capra: la catástrofe del éxi-to], Simon & Schuster, Nueva York, 1992.

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    esta película, con una dura acusación de la corrupción del poder en el sistema político estadounidense: el Sr. Smith (James Stewart) puede que gane al final, pero lo hace a último momento y de milagro, y la película deja penosamente claro que en la realidad un idealista semejante hubiera sido aplastado por la maquinaria política enquistada contra la que se enfrenta el Sr. Smith. En los 70, en una de las charlas que Capra estaba dando en diferentes universidades después de la publicación de su autobiografía, le pregunté por qué había hun-dido al señor Smith en las profundidades de la derrota, antes de rescatarlo en un improbable final feliz. De haber querido, ¿no habría podido hacer más probable el final feliz? Capra sintió que mi pregunta era hostil –esa no era mi intención– y dijo algo sobre Cristo en la cruz y la victoria ganada en la derrota.

    Caballero sin espada es posterior a El secreto de vivir (1936) y anterior a …Y la cabalgata pasa (1941) y Qué bello es vivir: una serie de películas de Capra que son lo que Richard Griffith llamó “fantasías de buena voluntad” y caracterizó como “una combinación de problemas reales y soluciones imaginarias que resume el dilema de la mentalidad de la clase media durante el período del New Deal”. Comparado con el guion de Riskin de El secreto de vivir, el guion de Buchman de Caballero sin espada trata el problema de manera más realista, lo que hace que la solución sea una fantasía más evidente: “el idealismo indivi-dual no es una solución para ningún problema práctico”, sostiene Griffith, “pero es el tótem que la gente venera cuando cualquier otra opción excede su forma habitual de pensar”.22 Sin embargo, en …Y la cabalgata pasa, de nuevo con guion de Riskin, el problema termina siendo tan realista que no admite una solución satisfactoria, ni siquiera en el plano de la fantasía. En Qué bello es vivir, con un guion escrito por varios (incluyendo a Clifford Odets, Dorothy Parker y Dalton Trumbo que no figuran en los créditos), la solución, que des-de el principio es parte la historia, es en una fantasía extrema: un ángel venido del cielo.

    Capra –no me refiero a la persona, sino a lo que se desprende de sus pelí-culas, con todos los factores y colaboradores involucrados en la realización– era un idealista que no falseaba la realidad para acomodarla a sus ideas y, por

    22 Richard Griffith, “The Film Since Then” [“El cine desde entonces”], en Paul Rotha (con una sección adicional de Richard Griffith), The Film till Now: A Survey of World Cinema [El cine hasta ahora: un estudio sobre el mundo del cine], Spring Books, Londres, 1967, págs. 452-453

    eso, dejaba que sus fantasías, literalmente, tomen vuelo. No era el populista que muchos pensaban. Su retrato de la “gente común”, que él supuestamente ama, tiende al sentimentalismo y a la condescendencia. Sus ideas políticas no tenían que ver con el populismo del New Deal, sino con una especie de noblesse oblige de clase media. George Bailey (Jimmy Stewart) en Qué bello es vivir no es un hombre común, sino un hombre superior; un idealista consagrado al bien común y el único responsable, como demuestra la pesadilla de cómo hubiera sido su ciudad natal sin él, de frenar la codicia capitalista. Y es un personaje que fracasa, que en la realidad habría terminado muerto en el fondo del río. Capra era un idealista que creía lo suficiente en sus ideales como para no to-marlos como medida del mundo existente.

    En un brillante ensayo sobre Capra titulado “Locura norteamericana”, como una de sus películas, William S. Pechter afirma que Capra se da cuenta, tal vez no conscientemente, sino en un plano más bien intuitivo, de la natu-raleza imaginaria de sus soluciones, de la improbabilidad de sus finales feli-ces.23 Los finales felices de las comedias con frecuencia son finales irónicos, abiertamente forzados y buscan provocar una sonrisa de incredulidad. “Las bodas de Fígaro de Beaumarchais termina con la clase de improbabilidad que debemos reconocer como tal y tomar irónicamente”, escribe Eric Bentley al establecer un contraste con otro estilo de comedia: “En Las bodas de Fígaro de Mozart, como en Noche de Reyes, el amor y la felicidad tienen su realidad en el arte, mientras que la cuestión de su realidad en la vida queda en suspenso, sin cinismo”.24 En Lo que sucedió aquella noche el amor y la felicidad tienen su rea-lidad en este sentido, el sentido de la comedia romántica. Pero Caballero sin es-pada y Qué bello es vivir no son exactamente comedias románticas (El secreto de vivir está más cerca). Estas películas llegan a su final feliz mediante una clase de improbabilidad que fácilmente podría pasar desapercibida, pero, en cam-bio –como cuando el ángel debe intervenir en Qué bello es vivir para salvar al héroe del suicidio–, es difícil no verla. Pero estos finales felices tampoco son exactamente irónicos. Las cosas no son así en la vida real, ya sabemos, y, sin embargo, sonreímos en una tensa e ilusionada suspensión de la incredulidad.

    23 William S. Pechter, “American Madness” [“Locura americana”] en Twenty-four Times a Second [Veinticuatro veces por segundo], Harper & Row, Nueva York, 1971, págs. 123-132.

    24 Eric Bentley, The Life of the Drama [La vida del teatro], Atheneum, Nueva York, 1966, pág. 314.

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    La carrera de Frank Capra ofrece una buena refutación de la teoría del autor. Si fue un genio, su genialidad termina con Qué bello es vivir, tan depen-diente del talento de otros, de las variables y los temas, de la energía y las con-diciones de una época y un lugar. Sin embargo, durante varios años hubo algo de genialidad, no la genialidad de un individuo, si por esto se entiende un in-dividuo autosuficiente, ni la del sistema, si por esto se entiende el sistema de un estudio cinematográfico –fue Capra el que hizo a Columbia un estudio im-portante y no Columbia la que hizo a Capra un director importante–, sino un tipo de genialidad que junta las partes en un todo y lo pone en la pantalla. Tal vez las partes se las deba a otros, pero el conjunto, la disposición de las partes en la pantalla, es inconfundiblemente suya. Más parecido a un arquitecto que a un escritor, como dijo John Ford sobre el trabajo de un director de cine.

    Llegué a Estados Unidos después del colegio secundario, y pensé que ve-nía a estudiar Ingeniería. Fui al mit25. Ahí empecé a escribir críticas de cine para el diario de la universidad. En el último año de la preparatoria escribía regularmente una columna en The Tech. No era una columna muy popular –la revista de humor la había parodiado dos veces y ridiculizaba sus pretensio-nes– aunque era bastante leída. En la universidad todos sabían quién era; tuve mi momento de fama. Aunque en ese momento no lo sabía, estaba transitan-do el camino que me llevaría a este libro.

    No duré mucho en Ingeniería; en segundo año me cambié a una carrera menos práctica que me parecía más atractiva: Física. Otros tal vez pensaban que la física era el estudio de las galaxias y las partículas subatómicas, los uni-versos exteriores de nuestra experiencia; pero lo que a mí me atraía de la física era su capacidad para explicar el mundo que me rodeaba. Era emocionante aprender por qué, gracias a la ley de conservación del momento angular y a la estabilidad que le confiere a los cuerpos en rotación, una bicicleta en mo-vimiento no se cae. Era apasionante aprender las explicaciones de Newton sobre las mareas y entender cómo la Luna, aunque es mucho más chica que el Sol, tiene un efecto mayor sobre ellas. Algunos de mis compañeros se bur-laban del nerd que, con una chica a orillas del mar y bajo la luz de la luna,

    25 N. de la T.: Instituto de Tecnología de Massachusetts (mit, por sus siglas en inglés).

    hablaba de física y no de amor; pero para mí el conocimiento de la física del mar, lejos de opacar su belleza, la realzaba. En esa época tuve un sueño que parecía probar de manera irrefutable la existencia de Dios. El razonamiento del sueño era que el Sol y la Luna tienen tamaños inconmensurablemente diferentes y, sin embargo, vistos desde la Tierra parecen tener exactamente el mismo tamaño: por lo tanto, Dios existe. Hasta que me desperté, estaba convencido de que había encontrado la prueba que buscaban los filósofos.

    Los físicos se dividen en dos campos, teórico y experimental. Los físicos teóricos tienden a menospreciar a los experimentales. Desde que Galileo re-futó las ideas de Aristóteles tirando objetos desde la Torre de Pisa y observan-do cómo caían, la física moderna se ha basado en la observación empírica; pero la física teórica, por una especie de resabio del pensamiento escolástico, sigue teniendo más prestigio. Yo era un físico teórico, como Einstein, como Maxwell y como Heisenberg. Un científico amigo de Inglaterra, más entendi-do en asuntos de clases sociales, me decía que era un “señorito de las mate-máticas” que no quería ensuciarse las manos. Yo no estaba de acuerdo; para la clase media cubana en la que había nacido, un matemático era alguien que enseñaba en la escuela y, claramente, menos que un ingeniero; pero mi ami-go no se equivocaba al percibir cierto esnobismo en mi postura de teórico. Estuve a punto de reprobar el examen doctoral por lo mal que me fue en las preguntas sobre cuestiones experimentales; no me molesté en prepararme para responder preguntas que para mí no eran parte del examen. Los exami-nadores me aprobaron, pero, como castigo, tuve que hacer un experimento durante el verano. Lo hice bien, pero en el proceso rompí accidentalmente una pieza costosa, que llevó semanas reemplazar. No estaba hecho para la ciencia empírica. Y, sin embargo, la teoría que me atraía no era una pura abs-tracción, apartada de la realidad concreta, sino la teoría que podía explicarme por qué una bicicleta no se cae.

    La teoría cinematográfica es a la crítica cinematográfica lo que la física teó-rica es a la física experimental. Hace veinticinco años –un cuarto del siglo que lleva de existencia– el cine empezó a estudiarse como una disciplina acadé-mica. Los estudios sobre cine pedían teoría. En ese momento, y durante años, la teoría que estaba de moda en las ciencias sociales era la estructuralista y posestructuralista. Esta era “la teoría” en los estudios sobre cine; la clase de teoría que le dio forma a este campo de estudio en los años de su existencia

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    académica. Es una teoría que, en gran medida, se aparta de la crítica y con fre-cuencia la desprecia, una teoría que se jacta de saber las respuestas (sabiendo “ya desde siempre” las respuestas, para usar una de sus frases preferidas) y que no quiere ensuciarse las manos con la evidencia: el esnobismo del teóri-co que, como ocurre comúnmente, crece con la inseguridad del advenedizo, del recién llegado a la academia que quiere ascender. Sin duda es una teoría idealista –en el sentido de que prioriza las ideas y espera que la realidad se acomode a ellas–, pero se considera a sí misma materialista y cree que deja en evidencia el idealismo, la ideología, de otras teorías.

    Me interesa la teoría cinematográfica como me interesaba la física teórica; creo que tanto la crítica de cine como la física experimental –lo sepan o no, y mejor si lo saben– dependen de la teoría para orientar y dar sentido a su práctica, porque la teoría aporta el enfoque y la estructura, y construye el es-quema de supuestos sobre qué buscar y qué hacer con eso. Pero también creo que la teoría que se aplica a la experiencia depende, a su vez, de la experien-cia; no debe desarrollarse en un universo propio, sino construir sus esquemas en una interacción constante con la realidad concreta. Yo no puedo estar de acuerdo con una teoría cinematográfica que rehúsa interactuar con la crítica, que no negocia y que solo quiere imponer condiciones. Este libro constante-mente presta atención a la teoría, pero también pone en duda constantemen-te lo que hoy se llama “teoría”.

    La teoría estructuralista siguió los pasos de la doctrina lingüística de Ferdinand de Saussure y trató de llevarla más allá del lenguaje, a otras for-mas de comunicación. Christian Metz hizo grandes esfuerzos para aplicarla al cine y llegó a la conclusión de que el cine no es un lenguaje en sentido es-tricto.26 Pero el sesgo lingüístico de la teoría cinematográfica persiste. Una de las consecuencias es que, aunque al espectador común le siguen interesando, naturalmente, los actores y otros aspectos dramáticos del medio, los acadé-micos ya casi no piensan en el teatro y, en cambio, consideran el cine como una forma de narración. La distinción entre narración y drama se remonta a Aristóteles: la narración es relatada, contada por un narrador; el drama es

    26 Christian Metz, “The Cinema: Language or Language System?” [“El cine: ¿lenguaje o sis-tema de lenguaje?”] en Film Language: A Semiotics of the Cinema [Lenguaje cinematográfico: una semiótica del cine], Michael Taylor (trad.), Oxford University Press, Nueva York, 1974, págs. 31-91.

    actuado, representado por actores en un escenario. El cine puede parecer una forma de representación, con actores, decorados y escenario, pero el teórico preocupado por el lenguaje considera el cine como una forma de narración que cuenta historias de manera muy parecida a la palabra escrita. John Ellis, por ejemplo, sostiene que las películas son contadas en una “modalidad his-tórica de narración” que oculta la mediación de un narrador y transmite la “idea de una realidad que se narra a sí misma”.27 Atrincherado en el mode-lo lingüístico de cine, Ellis parece ignorar que lo que describe y caracteriza como un intento solapado de hacer pasar la ficción como realidad es la ope-ración normal del drama, donde efectivamente no hay narrador, pero todos saben que lo que sucede es una ficción representada para una audiencia. Mi propia teoría de la narración cinematográfica, desarrollada en el segundo ca-pítulo de este libro, considera el cine como una forma intermedia entre dra-ma y narración, entre representación y mediación.

    Para Saussure, el signo lingüístico consta de dos partes íntimamente uni-das, un significante y un significado. El significante es una palabra, la palabra árbol, por ejemplo, y el significado es un concepto, la imagen de un árbol que la palabra evoca en la mente. Saussure invierte el viejo modelo en el que las palabras abstractas se referían a cosas concretas: para él, la palabra, el signi-ficante, es la parte sensorial del signo, la parte más material; mientras que el significado, la imagen que la palabra evoca, es la parte más abstracta.28 En la concepción de Saussure, las palabras son las que causan una impresión en los sentidos, las imágenes son evocadas en la mente. Esto está bien para un lingüista –las palabras son su material de trabajo–, pero aplicarla al estudio de

    27 John Ellis, Visible Fictions [Ficciones visibles], Routledge & Kegan Paul, Londres, 1982, págs. 59-61.

    28 Tanto el significante como el significado son para Saussure elementos psicológicos más que físicos, pero el significante es el más material de los dos y el significado el más men-tal: “El signo lingüístico une, no una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Esta última no es el sonido material, algo puramente físico, sino la impresión psicológica del sonido, la impresión que produce en nuestros sentidos. La imagen acús-tica es sensorial, y si yo la llamo ‘material’, es solo en ese sentido, y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, que en general es más abstracto”. Ferdinand de Saussure, Course in General Linguistics [Curso de lingüística general], Charles Bally y Albert Sechehaye con Albert Riedlinger (eds.), Wade Baskin (trad.), McGraw-Hill, Nueva York, 1996, pág. 66.

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    las imágenes visuales confunde las cosas.29 Jacques Lacan, que trabajaba so-bre el psicoanálisis freudiano usando el modelo de la lingüística de Saussure, puso las imágenes en el territorio de lo imaginario, que para él consiste en la ilusión de plenitud propia del narcisismo primario por la cual el niño pare-ce poseer a la madre y el “yo” parece poseer el mundo. Metz, que se volcó al psicoanálisis lacaniano después de intentar un enfoque lingüístico más direc-to de la teoría cinematográfica, declaró la imagen cinematográfica como “el significante imaginario”.30 ¿Qué puede ser un significante imaginario? Lo que plantea Metz es imposible: combinar el término saussureano para la parte sensorial del signo con el universo mental donde Saussure ubica las imáge-nes. Un significado puede ser imaginario, pero un significante no, porque el significante es precisamente la parte del signo que se presenta a los sentidos para ser registrado; pero, para Metz, el significante cinematográfico está au-sente. Según él, la imagen cinematográfica nos muestra una ilusión de ple-nitud como la que Lacan le asigna a lo imaginario, pero en realidad no nos ofrece nada más que una sombra. La ilusión de plenitud, el hecho de la ausen-cia: los lacanianos suponen que cuando vemos una película, en un momento, sentimos que poseemos el mundo y, al momento siguiente, sentimos que lo hemos perdido. Como señala Noël Carrol, un problema de esta teoría es que asume que nosotros queremos que lo que está representado en la pantalla sea la realidad.31 Esto es un error: el placer que encontramos en el cine es el placer de la representación.

    Según los lacanianos, deseamos tanto ver la realidad en la pantalla que ne-gamos el hecho evidente de que no está ahí: en vez de una voluntaria suspen-sión de la incredulidad, esta teoría propone que nos aferremos a una ilusión por miedo a la castración. ¿Castración? La ausencia del pene, según Freud, aterroriza al niño cuando ve los genitales femeninos, y el fetiche, usualmente

    29 Diane Stevenson discute sobre la inadecuación del modelo saussureano cuando se apli-ca a las imágenes en su ensayo inédito sobre Magritte y Foucault, “This Is Not a Pipe, It’s Pun” [“Esto no es una pipa, es un juego de palabras”].

    30 Christian Metz, The Imaginary Signifier: Psychoanalysis and the Cinema [El significante ima-ginario: el psicoanálisis y el cine], Celia Britton, Annwyl Williams, Ben Brewster y Alfred Guzzetti (trads.), Indiana University Press, Bloomington, 1982.

    31 Noël Carroll, Mystifying Movies: Fads and Fallacies in Contemporary Film Theory [Películas mistificadoras: modas y falacias de la teoría cinematográfica contemporánea], Columbia University Press, Nueva York, 1988, págs. 42-43.

    un objeto que acaba de ver –la ropa interior que se quita la mujer, el vello púbi-co que se transforma en terciopelo o la piel de un abrigo, un pie o un zapato si el niño espía las piernas de una mujer–, sirve como sustituto del pene ausente y permite al fetichista negar su ausencia. Para los lacanianos, en el cine todos somos fetichistas que nos aferramos a las imágenes para negar la ausencia de realidad. Lo perdí en el cine es el título del primer libro de Pauline Kael. Según los lacanianos, todos lo hemos perdido –por la ley del padre, jamás podre-mos alcanzar el objeto de deseo; por la intervención castradora del lenguaje, quedamos irreparablemente escindidos del cuerpo del mundo– y el cine es el fetiche mediante el cual creemos que lo tenemos.

    Para Freud, la cabeza de Medusa era un símbolo de los aterradores genita-les femeninos. Atenea advirtió a Perseo no mirar a Medusa directamente a los ojos, sino solamente su reflejo, y le dio un escudo reluciente para enfrentar al monstruo. “De todos los medios que existen solo el cine sirve de espejo a la naturaleza”, escribió Siegfried Kracauer en su Teoría del cine. “La pantalla de cine es el escudo reluciente de Atenea”.32 Tanto para Kracauer como para los lacanianos, la pantalla es un espejo: para Kracauer, una reproducción, un espejo que nos permite mirar la realidad como normalmente no podríamos hacerlo; para los lacanianos es una ilusión, una representación del espejo pri-mordial que postula Lacan, donde el niño percibe equivocadamente su yo y el mundo. Ni Kracauer ni los lacanianos piensan la pantalla como un espacio de representación. Las imágenes en la pantalla no son ni una reproducción de la realidad ni una ilusión de esta: son, en cambio, una construcción, derivada de la realidad pero distinta de esta, un universo paralelo que puede parecernos reconocible como realidad, pero que nadie puede confundir con ella. Estas imágenes de realidad pueden ser convincentes, pero en el sentido en el que puede serlo una ficción. No respondemos a las imágenes como lo haríamos ante la realidad, sino como lo hacemos ante una representación. Las imáge-nes en la pantalla son una representación de la realidad –una imitación o mí-mesis en el sentido aristotélico–, como una novela, una obra de teatro o una pintura.33

    32 Siegfried Kracauer, Theory of Film: The Redemption of Physycal Reality [Teoría del cine: la redención de la realidad física], Oxford University Press, Nueva York, 1960, pág. 305.

    33 En El mundo visto, Stanley Cavell hace hincapié en la diferencia entre el automatismo de la imagen fotográfica y las representaciones realizadas por el hombre de la pintura y el teatro. Teniendo en cuenta esa diferencia, él cree que deberíamos considerar el cine

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    Nadie entiende muy bien a Lacan. Tal vez resulta difícil de entender por-que es profundo (es tan oscuro que es difícil saberlo), pero parece que era su intención ser difícil de entender. Cuando era joven se lo asociaba con los su-rrealistas, y durante toda su vida parece haber sostenido deliberadamente su programa surrealista de desconcierto.34 Tal vez era un pensador importante o tal vez un charlatán y, en efecto, es surrealista que sea difícil determinarlo; probablemente era un poco de las dos cosas. Sin duda, disfrutaba de la fama que tenía entre los académicos estadounidenses como parte de esta broma surrealista. Lo que los académicos buscan al hacerse difíciles de entender es controlar un campo especializado que los de afuera no puedan cuestionar. Crean una jerga impenetrable para los legos, que ni ellos mismos entienden muy bien; y, después de un tiempo, probablemente ni siquiera saben que no saben de qué hablan, porque hablan lo que ha devenido el idioma de su cam-po, el lenguaje en el que hablan entre sí de común acuerdo.

    Lacan tuvo una gran influencia en la teoría cinematográfica académica que surgió en los 70, pero su influencia se debió principalmente a uno solo de sus textos, el ensayo sobre el estadio del espejo de 1949. A esta influencia se le sumó la de su analizante, Louis Althusser, que se empeñó en reformular el marxismo de acuerdo con el modelo lingüístico que Lacan usó en el psi-coanálisis. La influencia de Althusser, como la de Lacan, se debió principal-mente a uno solo de sus ensayos, el que trata sobre ideología y aparatos del Estado. El ensayo de Lacan sobre el imaginario y el de Althusser sobre ideo-logía fueron los dos textos fundacionales de la teoría. No era necesario nin-gún conocimiento sobre cine. Estos dos ensayos y el vocabulario apropiado eran suficientes para recibirse de teórico de cine. Se combinaba el imaginario de Lacan con la noción althusseriana de ideología; el estadio del espejo y la

    como una “proyección” de la realidad más que como una representación. Yo acuerdo con él en la importancia de señalar esa diferencia, pero no la expresaría diciendo que una imagen fotográfica es diferente de una representación. Cavell sentía la necesidad de justificar la imagen fotográfica para una forma de pensamiento (la modernidad de Clement Greenberg y Michael Fried) que entendía que el arte moderno debía renunciar a la representación; pero el arte moderno (en Manet, Cézanne, Matisse o Picasso) no renunció a la representación. Stanley Cavell, The World Viewed [El mundo visto], edición ampliada, Harvard University Press, Cambridge, 1979.

    34 Le debo al psicólogo David Lichtenstein la asociación entre la idea de cierta oscuridad en la obra de Lacan junto a su juventud surrealista y la idea de que esa oscuridad era una táctica surrealista calculada.

    pantalla cinematográfica teorizada, como su versión adulta, se interpretaron como aparatos de ideología burguesa, patriarcal o lo que sea que se considere ideología dominante. No sabemos qué pensaba Lacan sobre esto. Mientras la teoría cinematográfica académica trabajaba sobre la relación entre el orden imaginario y el orden simbólico, Lacan, preocupado quizás porque sus teo-rías estaban siendo entendidas con demasiada facilidad (aunque sea equivo-cadamente), avanzaba sobre una noción aún más oscura, lo real.35

    El auge de la teoría lacaniano-althusseriana pertenece al pasado, pero su legado sigue vigente. En primer lugar, el legado feminista: la teoría cinemato-gráfica feminista de los 70 y 80 usaba en gran medida las expresiones propias de la teoría lacaniano-althusseriana, actuales en esa época y que cumplieron su propósito, pero no son las expresiones necesarias del feminismo. El ob-jetivo principal del emblemático ensayo de Laura Mulvey de 1975, “Placer visual y cine narrativo”, no era avanzar en la teoría cinematográfica, sino exigir una práctica cinematográfica que impugnara la posición dominante de Hollywood y el sistema patriarcal.36 Pero el ensayo de Mulvey ha sido tomado principalmente como una teoría, es más, como una teoría demostrada, una teoría lacaniano-althusseriana que afirma que la imagen cinematográfica, in-dependientemente de su contenido y de su punto de vista, es el medio de un placer visual que solo los varones pueden disfrutar, un placer hecho a la me-dida de la mirada masculina. La evidencia, sin embargo, demuestra que desde que el cine reemplazó el bar como entretenimiento principal de la gente, las mujeres han ido al cine tanto como los varones y han disfrutado tanto como

    35 En el sistema lacaniano lo imaginario nos da la plenitud, pero lo simbólico –el dominio del lenguaje, de la ley y las convenciones, del significado y también de la falta, la castra-ción–se lo lleva todo. ¿Y qué hace lo real? Lo real es definido como lo que resiste la sim-bolización, como una hiancia en el orden simbólico, un punto ciego. El concepto de lo real de Lacan parece haber sido derivado, tal vez no directamente, de algún itinerario de ideas que debe haber incluido a Peirce –porque lo real parece ser alguna clase de índice–, a partir de la noción de la cosa en sí de Kant. La teoría lacaniano-althusseriana se ocupa exclusivamente de lo imaginario y lo simbólico, pero teorías lacanianas más recientes enfatizan lo real y la relación entre lo simbólico y lo real. La figura principal de esta nueva ola lacaniana es Slavoj Zizek, quien escribió varios libros; ver, por ejemplo, Enjoy Your Symptom! Jacques Lacan In Hollywood and Out [¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood], Routledge, Nueva York, 1992.

    36 Laura Mulvey, “Visual Pleasure and Narrative Cinema” [“Placer visual y cine narrati-vo”], Screen, Vol. 16, Nro. 3, 1975, págs. 6-18.

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    ellos, aunque tal vez no siempre hayan disfrutado las mismas películas. La tarea del feminismo más reciente es distinguir los argumentos válidos de los injustificados de esta fase lacaniano-althusseriana, asegurar los conocimien-tos conquistados en nuestra situación y avanzar sobre una mejor compren-sión del tema.

    “Placer visual y cine narrativo” ha sido el ensayo sobre cine más citado y discutido; pero las discusiones han sido, en su mayoría, del estilo de argumen-taciones propias de la doctrina común, en vez de análisis críticos de la teoría y la evidencia. Casi nadie ha cuestionado la premisa fundamental, poco discu-tida en el ensayo de Mulvey pero aceptada como verdadera, que postula que el espectador está siempre en la posición de un voyerista. El placer del voye-rista se produce cuando mira furtivamente algo que él (o ella –salvo que voye-rista se teoriza como masculino–) supuestamente no debe mirar, una imagen que no está invitado a ver; pero lo que está en la pantalla es, con seguridad, algo que nosotros estamos invitados a ver, una imagen para que nosotros vea-mos. En ciertos casos, asumir la posición furtiva de un voyerista puede ser parte de la ficción de una película; pero sin duda, la mayoría de las veces, las películas no transcurren en dormitorios o se espían cosas que normalmente están ocultas a la mirada. Incluso si uno da por sentado la premisa sobre el voyerista, está el otro supuesto, que en general no se discute, que la posición del voyerista es exclusivamente masculina. En Babel y Babilonia, un estudio sobre los espectadores del cine mudo norteamericano, Miriam Hansen men-ciona el interesante caso de la película de 1897 de la pelea del campeonato de boxeo de peso pesado entre James Corbett y Robert Fitzsimmons: aunque el boxeo profesional era un tema de hombres, la película fue vista no solo por hombres, sino también, y en gran número, por mujeres.37 La concurrencia fe-menina, algo inesperado en aquel momento e incomprensible para la teoría cinematográfica feminista de ese tiempo, debía tener algo que ver con el pla-cer femenino de ver los cuerpos masculinos que se mostraban en la pantalla. El placer visual de las mujeres es sin duda diferente del de los hombres, lo que no significa que ellas no tengan uno.

    37 Miriam Hansen, Babel and Babylon: Spectatorship in American Silent Film [Babel y Babilonia: los espectadores del cine mudo estadounidense], Harvard University Press, Cambridge, 1991, pág. 1.

    No solo la teoría cinematográfica lacaniano-althusseriana, sino también la teoría posmoderna en sentido más amplio supone que en el cine hay algo que está fundamentalmente mal, mal en todo lo que hace a la práctica y al placer del arte, y considera que lo que está mal, lo que constituye una preocupación principal de la teoría, es que se trata de un arte que vende ilusiones al servi-cio del patriarcado y de la burguesía, un instrumento del orden dominante. Es irónico que desde que el cine empezó a enseñarse en la universidad, lo que parecería indicar que el arte cinematográfico empezaba a ser reconocido institucionalmente, los estudios sobre cine han puesto el acento, principal-mente, en lo que está mal en el arte. Ni la teoría ni la crítica de arte deberían limitarse a valorar sus virtudes. Pero si todo lo que me interesa del arte, del cine, fuera lo que tiene de malo, no le dedicaría tanto tiempo. Porque me gusta el cine –no todo, por supuesto, pero lo suficiente como para que valga la pena dedicarle tanto tiempo de mi vida– es que escribí este libro. Y escribí más que nada sobre películas que me gustan.

    Posteoría es el título de una colección de ensayos editados por David Bordwell y Noël Carroll con la intención manifiesta de “reconstruir los estu-dios sobre cine”, después del trabajo de deconstrucción que llevaron a cabo la teoría lacaniano-althusseriana y otras teorías posmodernas.38 Acuerdo con varias críticas de Bordwell y Carroll sobre la teoría que deseaban dejar atrás, especialmente con su objeción al desprecio de la teoría por la evidencia empírica, a su proyecto arrogante de volverse inexpugnable descartando por “empirista” cualquier intento de someter sus proposiciones al examen de la experiencia. Pero el “cognitivismo” que Bordwell y Carroll proponían como teoría superadora, un enfoque más conveniente para los estudios sobre cine, padece, si no de empirismo, de lo que podría llamarse “sentido común”; la doctrina indiscutida del sentido común que habría impedido que Galileo des-cubriera que todos los cuerpos, una pluma al igual que un objeto de plomo, caen a la tierra con la misma velocidad. Al comentario que hace Judith Mayne de que el cognitivismo de Bordwell y Carroll no tiene en cuenta el inconscien-te y deja el psicoanálisis fuera de toda consideración, Carroll responde que el cognitivismo cubre todo lo normal, explica todo lo que es explicable, y que el psicoanálisis es requerido solo cuando lo normal colapsa inexplicablemente,

    38 David Bordwell y Noël Carroll (eds.), Post-Theory: Reconstructing Film Studies [Posteoría: reconstruyendo los estudios sobre cine], University of Wisconsin Press, Madison, 1996.

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    solo se aplica cuando todo lo demás falla.39 Suelo ser escéptico respecto al psi-coanálisis, ya sea freudiano o lacaniano, pero soy más escéptico de las expli-caciones de sentido común que todo lo explican. Tal vez el psicoanálisis ha ido muy lejos con sus incursiones en la psicopatología de la vida cotidiana, pero el sentido común de Carroll lo confina al gueto de lo que de otro modo sería inexplicable.

    Una teoría no puede basarse en la idea de lo normal, porque se debería tener previamente otra teoría para decidir qué es lo normal. En relación con Bordwell y Carroll sobre el tema de la norma, el psicoanálisis como lo anor-mal y el cognitivismo como la norma, Judith Mayne sostiene que

    el psicoanálisis cuestiona de manera radical la noción de norma. Podría decir-se, además, que el psicoanálisis interpreta la norma a través de la excepción, del caso extremo, desde el supuesto de que solo en la llamada desviación cual-quier cosa que se parezca a la “norma” –concepto que no tiene sentido sin la noción de desviación– es interpretable. Porque la idea central que subyace a las formas más radicales del psicoanálisis es que cualquier noción de norma es en efecto frágil.40

    No hace falta estar de acuerdo con la idea de que el psicoanálisis es el me-jor modo de cuestionar nuestras creencias dominantes para darnos cuenta de que una teoría que le da estatuto de norma a nuestras creencias, claramente, no va a cuestionarlas, que una teoría así solo puede ratificar las cosas como son. Ni psicoanalítico ni cognitivista, mi enfoque de los estudios sobre cine se centra a menudo en películas que se desvían de la norma no solo porque son con frecuencia las más interesantes, sino también porque son con frecuencia las que mejor revelan el funcionamiento del cine, las propiedades y las posi-bilidades del medio.

    El cine nos ofrece representaciones que confundimos con percepciones de la realidad, dicen los lacaniano-althusserianos, que no ven la necesidad de ocuparse de los casos particulares, porque en esa ilusión general de la

    39 Noël Carroll, “Prospects for Film Theory” [“Perspectivas para la teoría cinematográfi-ca”], en David Bordwell y Noël Carroll (eds.), op. cit., págs. 61-67.

    40 Judith Mayne, Cinema and Spectatorship [El cine y los espectadores], Routledge, Nueva York, 1993, pág. 58.

    realidad están, supuestamente, todos los engaños de la ideología.41 En mi opi-nión, no es así: el cine nos ofrece representaciones de percepciones, repre-sentaciones que tal vez son convincentes, pero convincentes como ficción, como representaciones de la realidad, no como la realidad percibida directa-mente. Y es necesario ocuparse de los casos particulares no solo por su inte-rés intrínseco, sino por lo que pueden revelarnos sobre lo general. Bordwell y Carroll responden acertadamente a las arrogantes generalizaciones de la teoría lacaniano-althusseriana, pero también parecen creer que las teorías no tienen mucho que ver con los casos particulares. Según Carroll,

    La teoría cinematográfica habla del caso general, mientras que la interpreta-ción cinematográfica se ocupa de los casos problemáticos o confusos, o del caso excepcional de las obras maestras del cine. La teoría cinematográfica si-gue la regularidad y la norma, mientras que la vocación de la interpretación

    41 En dos ensayos sobre el aparato cinematográfico que han sido centrales para la teoría lacaniano-althusseriana, Jean-Louis Baudry defiende el aparato mismo, su maquinaria de ilusión, generalmente responsable de los efectos ideológicos del cine. Los efectos ideológicos están supuestamente incorporados en el aparato, sin importar qué haga uno con él. Los dos ensayos de Baudry, “Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus” [“Efectos ideológicos del aparato cinematográfico básico”] (1970) y “The Apparatus: Metapsychological Approaches to the Impression of Reality in Cinema” [“El aparato: aproximaciones metapsicológicas para la impresión de realidad en el cine”] (1975), han sido reeditados en Narrative, Apparatus, Ideology: A Film Theory Reader [Narración, aparato, ideología: una antología sobre teoría cinematográfica], Philip Rosen (ed.), Columbia University Press, Nueva York, 1986, págs. 286-318. Judith Mayne escribe: «Cerca del final del ensayo de 1975 “The Apparatus” [“El aparato”], Baudry presenta una entre tantas declaraciones generalizadoras sobre los deseos materializados en el cine. Un deseo prepara, dice Baudry, “la larga historia del cine: el deseo de construir una máquina de simulación capaz de ofrecer a un sujeto percepciones que en realidad son representaciones interpretadas como percepciones”. Si el aparato cinemático logra que el sujeto permanezca en un estado de fascinación hipnótica, de fantasía controlada, en-tonces uno de los indicadores más decisivos del poder de la institución cinematográfica es precisamente esta confusión de percepción y representación. Esta supuesta equipa-ración señala no solo un poderoso sistema de representación, sino un espectador tan atrapado en las ilusiones de este sistema que cualquier actividad perceptiva, si no está suspendida, como mínimo está subyugada a los deseos regresivos instigados por la má-quina». Judith Mayne, op. cit., pág. 55.

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    cinematográfica es lidiar con la desviación, con aquello que viola la norma o la excede o la reinventa.42

    Lo que Carroll llama interpretación cinematográfica es lo que yo llamo crítica de cine. No creo que la teoría tenga que ser separada de la crítica o de la interpretación, en este sentido o en cualquier otro. Los casos problemáticos o confusos, los casos excepcionales, nos permiten, precisamente, cuestionar la vieja teoría y formular una nueva. La desviación, lo que viola la norma o la excede o la reinventa constituye, precisamente, el material más frecuente de este libro que combina crítica y teoría.

    Las representaciones dependen de las convenciones. Convención es un tér-mino problemático, pero necesario para una práctica con frecuencia proble-mática pero siempre necesaria. Una convención es algo aceptado, acordado, establecido. La palabra convencional, como observa Raymond Williams, se ha usado negativamente desde que los románticos enfatizaron el derecho del artista de romper las reglas establecidas. Pero un artista, escribe Williams, “solo deja una convención para seguir o crear otra”.43 Porque una convención en el arte no es solamente una regla establecida –la luz roja del semáforo que indica parar, por ejemplo–, sino un acuerdo con el público, un consentimien-to sobre qué hace la obra, sobre una forma de hacer las cosas que la obra nos propone. Ya sea una forma bien establecida o audaz y novedosa, debe ganar-se el consentimiento del público –debe ser aceptada como convención– si la obra quiere comunicarse con ese público. Ni la obra más “convencional” puede simplemente asumir que sus convenciones ya están establecidas, sino que cada vez debe lograr que funcionen para el público; ni la obra más inno-vadora puede simplemente ignorar las convenciones, sino debe negociar la aceptación del público de sus innovaciones –aun cuando sea una aceptación improbable, una aceptación que deba renegociarse constantemente–. Las teorías que sostienen que el espectador asume una posición preestablecida

    42 Noël Carroll, “Prospects for Film Theory” [“Perspectivas para la teoría cinematográfi-ca”], en David Bordwell y Noël Carroll (eds.), op. cit. págs. 42-43.

    43 Raymond Williams, Drama from Ibsen to Brecht [El teatro de Ibsen a Brecht], Oxford University Press, Nueva York, 1968, pág. 13.

    inscripta en la película no tienen en cuenta el hecho de que el espectador no necesita estar de acuerdo con la película, tal vez incluso se va de la sala –la pe-lícula propone una transacción para la cual debe ganarse el consentimiento del espectador–.

    Saussure dice que el signo lingüístico es arbitrario. “Yo digo que no es ar-bitrario sino convencional”, le responde Raymond Williams, “y las conven-ciones son el resultado de un proceso social”.44 Pero para Saussure toda con-vención, aun cuando sea social o humanamente motivada, es esencialmente arbitraria, está fijada por reglas; y la lengua, para Saussure, es el sistema de expresión más característico, ideal por ser, según él, totalmente arbitrario.45 La arbitrariedad del signo, el punto de vista según el cual toda convención y toda expresión es una cuestión de “códigos” fijados por reglas, ha sido un artículo de fe entre estructuralistas y posestructuralistas. Cualquier intento de exponer la motivación del signo –el hecho de que la imagen visual, por ejemplo, es un signo motivado por la semejanza con el objeto que representa– es para ellos una forma de encubrir su arbitrariedad. Reconocer su arbitrarie-dad nos llevaría, supuestamente, a pensar que las cosas pueden modificarse. ¿Pero modificarse en qué sentido? No para mejor, ya que no hay nada mejor, sino solo más arbitrariedad si todas nuestras convenciones y sistemas de ex-presión, todas nuestras transacciones humanas, solo pueden ser arbitrarias.

    Los románticos se rebelaron contra las convenciones en nombre de la na-turaleza. Un pensador clásico como Aristóteles no veía ninguna oposición entre naturaleza y cultura, y pensaba que no había nada de malo con las con-venciones, que para él eran naturales por ser humanas. Los románticos opu-sieron naturaleza y cultura, pero veían al individuo, y especialmente al artis-ta, como un puente entre ambas, alguien que podía acercar la naturaleza a la cultura. Los estructuralistas y posestructuralistas retomaron vengativamen-te la oposición romántica entre naturaleza y cultura y la idea romántica de que las convenciones son arbitrarias. Pero no veían un puente, una solución o una alternativa. Extendieron la idea de arbitrariedad a todas las cosas huma-nas. Claramente, no veían al individuo como alguien que acerca la naturaleza

    44 Raymond Williams, Politics and Letters: Interviews with New Left Review [Política y letras: entrevistas con la nueva crítica de izquierda], nlb, London, 1979, pág. 330.

    45 Ferdinand de Saussure, op. cit., pág. 68.

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    a la cultura y mucho menos al artista: más bien lo veían como el producto de una cultura completamente arbitraria.

    Para refutar la idea de la arbitrariedad del signo es importante distinguir entre código y convención. Un código es una norma que debe respetarse, una convención es un acuerdo que debe garantizarse; un código siempre es una convención, pero una convención no siempre es un código. Las convenciones del arte a veces son códigos –la aureola que simboliza la santidad en las pintu-ras religiosas, el bigote oscuro que representa la maldad en los melodramas de antes–, pero la mayoría de las veces no lo son. Carroll se equivoca al hacer esta distinción; crítico de los estructuralistas y posestructuralistas, no obstante, comparte con ellos la idea de que las convenciones son completamente arbi-trarias. La perspectiva lineal, sostiene, no es una convención porque

    una convención es algo adoptado en un contexto donde hay formas alterna-tivas de alcanzar el mismo efecto y es indiferente cuál de estas alternativas se adopte, como por ejemplo manejar en el carril izquierdo o en el carril derecho. Pero si la perspectiva lineal es la más precisa espacialmente, entonces no es el caso de una alternativa entre muchas otras para representar la apariencia del espacio en un dibujo.46

    En el teatro, un monólogo es claramente una convención. Pero no es ar-bitrario: está motivado por su parecido con la forma en la que, en la vida real, alguien que conocemos nos llevaría a un costado y nos contaría lo que piensa. Y no es una cuestión indiferente si los pensamientos de Hamlet se expresan en un monólogo que le dio Shakespeare o si están escritos en código morse en el fondo del escenario. De manera similar, la perspectiva no es arbitraria: está motivada por su parecido con la forma en la que percibimos las cosas en la vida real desde la posición particular que en cada momento ocupamos en el espacio. Pero esto no significa que la perspectiva no es una convención. Un monólogo es más fácil de reconocer como convención porque ya no se usa. La perspectiva fue concebida en el Renacimiento, pero sigue vigente como convención y por eso nos parece natural, hasta el día de hoy.

    46 Noël Carroll, Películas mistificadoras, op. cit., pág. 248.

    La norma que nos indica detenernos cuando el semáforo está en rojo, o manejar en el lado derecho de la calle, está reforzada por la policía. Pero el arte no tiene policías que hagan respetar sus normas: nos pide que las acep-temos como convenciones y las motiva para lograr nuestra aceptación. Una pintura hecha de acuerdo con las reglas de la perspectiva le pide al espectador que acepte una representación de las cosas desde la perspectiva de un punto particular en el espacio. ¿Por qué es necesaria la aceptación? ¿No es así como se ven las cosas en la vida real? Pero una pintura no es la vida real. En la vida real nuestra perspectiva se limita al lugar donde estamos parados, pero una pintura puede representar cosas de muchas otras maneras: una pintura elige circunscribirse a la percepción de un individuo y debe lograr que el espec-tador acepte esa elección. La perspectiva fue aceptada en el Renacimiento porque expresaba la visión de una humanidad llena de confianza: desde un único punto de vista, la pintura ofrecía una visión dominante de la escena que transmitía la idea de un mundo que estaba siendo revelado, que