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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, N o 71. Lima-Boston, 1 er semestre de 2010, pp. 169-193 DESARTICULANDO EL MITO BLANCO”: INMIGRACIÓN COREANA EN BUENOS AIRES E IMAGINARIOS NACIONALES Junyoung Verónica Kim SUNY, Stony Brook Resumen A través de una serie de entrevistas e investigación de campo, este trabajo examina el fenómeno de la inmigración coreana en Argentina en las últimas décadas, destacando sus aristas culturales, que constituyen nuevas formas de desmontar la identidad argentina tradicional entendida como “blanca” o “euro- pea”. Se analizan también las distintas actitudes de coreanos y descendientes de coreanos en Argentina, así como las de argentinos, y específicamente porteños, en la construcción mutua de imaginarios colectivos que se muestran más poro- sos a la alteridad que las identidades originarias (y no menos imaginarias) de las que parten. Palabras clave: coreanos en Argentina, inmigración coreana, industria fabril core- ana, identidad argentina, mito blanco argentino. Abstract Through a series of interviews and field investigations, this work examines the phenomenon of Korean immigration in Argentina in the last decades, highligh- ting the cultural aspects which constitute new ways of dismantling the traditio- nal Argentinean identity as “white” or “European.” The paper also analyzes the distinct attitudes of Korean and Korean descendents in Argentina, as well as those of Argentineans—and especially porteños—in the construction of mu- tual collective imaginaries. These have proven to be more porous to the alterity than the native identities (which are no less imaginary) on which they are based. Key words: Koreans in Argentina, Korean immigrations, the Korean manufactu- ring industry, Argentinean identity, Argentinean white myth. El 29 de agosto de 2002, realicé una entrevista a Maximiliano Choi, un descendiente de inmigrantes coreanos en Buenos Aires. Choi, un estudiante universitario cuyos padres llegaron a la Argenti- na en la década de los 70, señala la situación precaria de los inmi- grantes coreanos en el imaginario nacional argentino:

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, No 71. Lima-Boston, 1er semestre de 2010, pp. 169-193

DESARTICULANDO EL “MITO BLANCO”: INMIGRACIÓN

COREANA EN BUENOS AIRES E IMAGINARIOS NACIONALES

Junyoung Verónica Kim SUNY, Stony Brook

Resumen

A través de una serie de entrevistas e investigación de campo, este trabajo examina el fenómeno de la inmigración coreana en Argentina en las últimas décadas, destacando sus aristas culturales, que constituyen nuevas formas de desmontar la identidad argentina tradicional entendida como “blanca” o “euro-pea”. Se analizan también las distintas actitudes de coreanos y descendientes de coreanos en Argentina, así como las de argentinos, y específicamente porteños, en la construcción mutua de imaginarios colectivos que se muestran más poro-sos a la alteridad que las identidades originarias (y no menos imaginarias) de las que parten. Palabras clave: coreanos en Argentina, inmigración coreana, industria fabril core-ana, identidad argentina, mito blanco argentino.

Abstract Through a series of interviews and field investigations, this work examines the phenomenon of Korean immigration in Argentina in the last decades, highligh-ting the cultural aspects which constitute new ways of dismantling the traditio-nal Argentinean identity as “white” or “European.” The paper also analyzes the distinct attitudes of Korean and Korean descendents in Argentina, as well as those of Argentineans—and especially porteños—in the construction of mu-tual collective imaginaries. These have proven to be more porous to the alterity than the native identities (which are no less imaginary) on which they are based. Key words: Koreans in Argentina, Korean immigrations, the Korean manufactu-ring industry, Argentinean identity, Argentinean white myth.

El 29 de agosto de 2002, realicé una entrevista a Maximiliano Choi, un descendiente de inmigrantes coreanos en Buenos Aires. Choi, un estudiante universitario cuyos padres llegaron a la Argenti-na en la década de los 70, señala la situación precaria de los inmi-grantes coreanos en el imaginario nacional argentino:

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Aunque soy argentino –nací en la Argentina; tengo un pasaporte argentino– nunca me van a aceptar como un verdadero argentino por mi cara. Ellos (los argentinos blancos), me miran y ven un “coreano”, un “chino”.

Este discurso fue repetido varias veces en las entrevistas que tu-

ve con inmigrantes coreanos nacidos en Argentina. Este tipo de ex-periencia testimonia la brecha entre ciudadanía política y pertenen-cia social y la correlación directa entre identidad nacional y configu-ración racial. Aunque son ciudadanos argentinos lícitos, son vistos como un Otro, extranjero y Oriental. ¿Cuál es el mecanismo discur-sivo que convierte a un determinado sujeto nacional en un Otro?

Los estudios de Cristina Iglesia y Julio Schvartzman, y de Susana Rotker, han destacado el rol fundamental de lo que han denomina-do “mito blanco” en la construcción histórica de la nación argenti-na. El mito blanco –Argentina como una nación de raza blanca y cultura europea– no sólo fue la base hegemónica de la identidad na-cional argentina, sino también justificó las acciones estatales contra sus habitantes no-blancos: las campañas contra los pueblos indíge-nas, la desaparición progresiva de la comunidad afrodescendiente en el siglo XIX y la obliteración de sus poblaciones mestizas trabajado-ras (éstas últimas figuradas con el epíteto de “cabecitas negras”)1. En el curso de la historia, y en la realidad actual, estos sujetos fueron rechazados, silenciados u olvidados para imponerse las condiciones de representación nacional y a la vez racial con las que habían soña-do las élites nacionales. Sin embargo, como ha señalado Rotker, lo que es obliterado de la identidad dominante argentina forma su par-te constitutiva. Por mi lado, en este ensayo, me propongo explorar cómo el mito blanco todavía sigue dictando las experiencias y las representaciones culturales de los inmigrantes no-europeos en la actualidad argentina e interrogar críticamente las relaciones contra-dictorias entre sujetos inmigrantes coreanos y su estatus material y

1 En su libro The Afro-Argentines of Buenos Aires, 1800-1900 (1980), George

Reid Andrews señala que la “desaparición” de los afroargentinos en el siglo XIX fue, en parte, una consecuencia del “blanqueamiento” de la clase media. Los afroargentinos de clase media eran vistos como no tan negros, a diferencia de sus pares más pobres. En este proceso, clase e identidad racial fueron cons-truidas en conjunción, una con la otra. También, con respecto a la nación ar-gentina y los pueblos indígenas en el contexto de fines del siglo XIX, veáse Viñas.

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simbólico dentro de la nación argentina contemporánea2..A inicios del siglo XXI, ¿cómo se imaginan estos sujetos dentro del discurso hegemónico de una nación construida alrededor de mitos de europeidad?

En su estudio sobre las nuevas oleadas migratorias en Japón y Estados Unidos, la socióloga Saskia Sassen señala que la inmigra-ción no es solamente un proceso organizado de acuerdo con las ne-cesidades sociopolíticas y económicas de las naciones. Más bien “la contratación de mano de obra inmigrante sigue también un diseño: los inmigrantes rara vez gozan de la misma distribución ocupacional e industrial que los ciudadanos de los países receptores” (56). Kye-young Park hace eco de esta afirmación en su estudio sociológico de los pequeños comercios coreanos en la ciudad de Nueva York, cuando dice: “No hay nada sorprendente en la clase de negocios que los coreanos llevan a cabo en ciudades estadounidenses. Son los que los inmigrantes han venido haciendo en Estados Unidos por cientos de años: puestos de fruta y verdura con alta exigencia de trabajo, almacenes y fábricas de ropa” (41). Esta última –la industria de la indumentaria– se ha vuelto la principal fuente de empleo de inmigrantes coreanos en Argentina, donde actualmente al menos el 70% de la comunidad coreana se dedica de una forma u otra a esta actividad3. La industria coreana de la indumentaria comenzó con vendedores callejeros que ofrecían sus productos puerta a puerta en las villasmiseria, los cuales constituían ropa barata que les habían comprado al por mayor a fabricantes judíos. Al igual que en el caso de las ciudades estadounidenses que Park examina, la industria de indumentaria en Argentina –concentrada en Buenos Aires– había si-do desde su inicio un emprendimiento de inmigrantes a cargo en su mayoría de ciudadanos judíos provenientes de Europa del Este. A partir especialmente de los años 60 y 70, los inmigrantes coreanos

2 Veánse los estudios de Caggiano y Grimson sobre los inmigrantes boli-

vianos en Buenos Aires; y Halpern sobre la comunidad paraguaya en Argentina. 3 Este porcentaje no está oficialmente documentado. Sin embargo, de

acuerdo con una encuesta informal de la Asociación de Coreanos en Argentina, 70% es una cifra bastante modesta. Sobre la comunidad coreana en Argentina, véase el pionero estudio de Lee (1992), publicado originalmente en Seúl, en idioma coreano, bajo el título Hanin imin 25nyunsa [Argentina: 25 años de inmi-gración coreana], citado en la Bibliografía.

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comienzan a trabajar como ayudantes de estos empresarios judíos y aprenden así el oficio de fabricar ropa. Cuando los hijos de estas familias inmigrantes judías se fueron incorporando en zonas más tradicionales y acomodadas de la sociedad argentina, ejercieron otras profesiones y dejaron un lugar vacante en la industria de la indu-mentaria.

El impulso para la emergencia del negocio coreano de ropa en Argentina fue apoyado por el desarrollo de la industria de la indu-mentaria en Corea del Sur durante el gobierno de Park Chung Hee en los 70: la mano de obra barata acompañada con una rápida in-dustrialización hizo que la ropa fuera una de las mayores exporta-ciones surcoreanas. Enterados de que la industria de la indumentaria era una empresa lucrativa en Argentina, los inmigrantes que llegaron a partir de los 70 trajeron con ellos máquinas de coser japonesas y tela fabricada en Corea, facilitando así el establecimiento de sus pe-queñas empresas familiares. De esta manera, en los años 80, y “de la noche a la mañana”, la industria indumentaria se transforma de haber sido un negocio mayoritariamente judío a ser de dominio co-reano. Este giro transformó notablemente el carácter racial de ba-rrios específicos de Buenos Aires: el Once, Flores y Floresta. Allí se ubican actualmente la mayoría de los comercios –minoristas y al por mayor– y las fábricas de ropa con participación coreana.

Cuando volví a Buenos Aires el 2002, la “coreanidad” era sinó-nimo de industria textil, al punto que cuando yo declaraba ser core-ana, la gente instantáneamente me preguntaba dónde estaba mi ne-gocio de ropa o el de mis padres. Cuando les respondía que ni mis padres ni yo teníamos uno de esos negocios, seguían –dentro de la misma lógica– preguntando entonces en qué negocio de ropa traba-jaba. Ser coreana y no tener ninguna afiliación con la industria de la indumentaria parecía desconcertar a muchas personas. El sentido común que iguala coreanos con industria textil, y “coreanidad” con una “mentalidad capitalista” de pequeños comerciantes, se ha pro-yectado como parte de un esquema racializante y economizante que estereotipa al coreano como empleador “explotador”.

A partir de finales de los años 80, los medios de comunicación argentinos bombardearon al público con numerosos casos en los que propietarios de comercio coreanos habían maltratado a sus tra-bajadores bolivianos y paraguayos, además de haber evadido im-puestos. No sólo se individualiza a los coreanos como los únicos

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culpables de la explotación capitalista, sino que además esta sobre-explotación es representada como un atributo de los coreanos y se enraizaría en su cultura. Un titular en La Nación, uno de los princi-pales periódicos argentinos, en su edición del 21 de abril de 1993, explícitamente sostiene: “La esclavitud que llegó desde el Oriente se quedó en Flores Sur” (14). Otro artículo también subraya este fenómeno, supuestamente exclusivo de los coreanos, utilizando también el término “esclavitud”. Así lo ilustra el titular de una cróni-ca publicada en la edición de Clarín del 20 de agosto de 1995: “Los esclavos de fin de siglo”. En uno de sus principales pasajes, la cróni-ca asevera y revela lo que sigue:

Casi a dos siglos de la abolición de la esclavitud en la Argentina, periódica-mente se conocen nuevos casos de explotación, que afectan particular-mente a extranjeros indocumentados […]. En 1992 se conoció el caso del coreano Ju Hyon Kim, que tenía seis “empleadas-esclavas” recluidas en su casa, aprovechando su condición de indocumentadas. En 1993, en el lla-mado Barrio Chino del barrio de Floresta, se detectaron similares irregu-laridades en varias fábricas y talleres […] [los empleados estaban] en habi-taciones infrahumanas, totalmente hacinados (28). Numerosos artículos de este tipo han aparecido en los principa-

les periódicos del país en el curso de las últimas dos décadas, utili-zando el lenguaje y el tono del extracto arriba citado para dar cuenta de hechos supuestamente “objetivos” concernientes a los negocios coreanos. Otro artículo, publicado en Clarín el 22 de febrero de 2000, el periodista escribe:

“Cuando llegaron los inspectores, los dueños de los talleres intentaron esconder a los obreros-esclavos en un sótano, hasta que depusieron esa ac-titud”, dijo el funcionario que comandó el operativo denominado “Corea-town” (15).

Aunque el texto está enmarcado como una cita y así libera al au-

tor de cualquier agencia, pone de manifiesto una continuidad con el estilo de los titulares citados y publicados previamente. ¿Es mera-mente una cita o es el lenguaje del periodista? ¿O es el discurso de los medios interconectado con el discurso del público? No quiero ni quitarle agencia al que escribe esta crónica periodística ni limitar ese discurso repetido a un individuo o a un grupo de individuos. Te-

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niendo a la vista estos artículos de periódicos, quiero examinar los mecanismos de representación que intervienen en este discurso.

En los medios de comunicación argentinos y en la sociedad ar-gentina en su conjunto, el mercado de trabajo se vuelve el principal lugar de articulación de la “coreanidad”. Como vimos antes, esto no es sorprendente ya que la mayoría de los inmigrantes coreanos se dedican a un tipo de industria en particular. Con respecto a la natu-raleza de la industria de la indumentaria, ésta implica trabajo inten-sivo y necesita de seres humanos a diferencia del trabajo totalmente mecanizado4. En consecuencia, no quiero proponer una refutación simplista que justifique la explotación por parte de los dueños de empresas coreanas ni llegar a simples conclusiones relativistas como “ya que todas las fábricas de indumentaria explotan a sus obreros, es algo normal”. Sin embargo, lo que es notable en el caso argentino es cómo un problema inherente a la sociedad capitalista, especialmente endémico en la manufactura de ropa, se relega a un solo grupo cul-tural y étnico y, subsecuentemente, a una raza. En otras palabras, un problema de clase o de relaciones laborales se transforma en un problema interracial y transcultural que desborda la nación argenti-na, en la medida de que se trata de “coreanos” que explotan a “extranjeros indocumentados” (en este caso, inmigrantes bolivianos o paraguayos).

Es importante notar que en ninguno de estos artículos los auto-res discuten formas de remediar la situación de estos “obreros-esclavos”. Como Mirta Bialogorski y Daniel Bargman observan en su ensayo sobre las comunidades coreanas y bolivianas en Buenos Aires, “la imagen de los bolivianos explotados es frecuentemente manipulada por los medios para justificar un rechazo a los coreanos que son percibidos como explotadores sin ningún sentimiento de compromiso hacia Argentina” (24). Los medios también explotan a esos “bolivianos explotados”: son silenciados, su voz es usurpada ya que permanecen como subalternos que no pueden hablar. Como un trabajador boliviano, en una de mis tantas entrevistas informales, me lo hizo saber: “Hay argentinos que explotan bolivianos. Además también hay bolivianos que explotan a sus mismos compatriotas. Lo que es importante es que sigue existiendo explotación”.

4 La explotación explícita de sus trabajadores es un problema relevante,

como ya ha sido ampliamente tratado en trabajos como el de Ross.

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Cuando entrevisté a inmigrantes coreanos dueños de negocios de ropa y fábricas de indumentaria, respecto a la evasión fiscal, de-clararon unánimemente que se trata más bien de un fenómeno de la sociedad argentina: “Los impuestos son imposibles de tan altos, así que el que puede, trata de evitar pagarlo”. A partir de esto, pregunté lo mismo a dueños de negocios argentinos y éstos confirmaron lo dicho: aun los argentinos “blancos” generalmente no pagan impues-tos o al menos tratan deliberadamente de declarar menos ganancias de las que tienen. Sin embargo, los inmigrantes coreanos afirman que la agencia nacional de impuestos investiga principalmente nego-cios coreanos por fraude fiscal5. Bien puede leerse esta situación en los términos que Mirta Bialogorski y Daniel Bargman lo remarcan en su ensayo: “el Otro se vuelve el objeto en el que los conflictos estructurales y contemporáneos son proyectados” (22). Los pro-blemas sociales y económicos subyacentes en la sociedad argentina se construyen como un problema surgido de la presencia coreana en la nación. El lenguaje utilizado para describir un problema endémi-co del sistema capitalista –la explotación de los trabajadores– trata de distanciar el problema del “nosotros”, los argentinos, para des-plazarlo hacia ellos, los coreanos.

Además, al llamar “esclavitud” a la explotación de los bolivianos por parte de los coreanos (así es como es principalmente represen-tada en el discurso popular), se modela como una institución arcai-ca; el lenguaje distancia este problema de la sociedad contemporá-nea argentina. Como el articulista de la ya citada crónica “Los escla-vos de fin de siglo” subraya: “la abolición de la esclavitud en la Ar-gentina” ocurrió hace “casi dos siglos”. Implícito en el uso de la pa-labra “esclavitud” subyace el argumento de que los coreanos, con sus instituciones feudales atávicas y su mentalidad conservadora, son los que reviven esta práctica anacrónica. La importan directa-mente de Asia, como lo explicita el titular de la crónica de La Nación previamente citada: “La esclavitud que llegó desde el Oriente...”.

Esta visión parece heredera de aquel planteamiento tan común sobre los chinos circulante dentro de las élites letradas criollas en América Latina a fines del siglo XIX y principios del siglo XX: la

5 Si bien busqué datos estadísticos fiables sobre la cuestión tributaria, la ofi-

cina nacional de impuestos argentina no hace públicos sus registros. Por esto, sólo indico estos datos en su calidad de testimonios de tipo etnográfico.

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atávica raza “amarilla” contamina la nación, trayendo consigo la atrasada cultura premoderna de Asia; un discurso que, sin ir muy lejos, se puede encontrar en figuras tan disímiles como Sarmiento, Vasconcelos o Mariátegui.. Por ejemplo, ante la posibilidad de la inmigración china a Argentina, hacia la mitad del siglo XIX, Do-mingo Faustino Sarmiento escribía:

El Perú introduce los coolíes o chinos, que aventajan sin duda a los indígenas, pero que afean la fisonomía y degradan la virilidad de nuestra raza europea […]. ¿Cómo contener aquella irrupción humana y evitar que una raza inferior desaloje, quitándole el trabajo, a otra superior, y el Asia vuelva a recuperar la América, cuyos antiguos habitantes, los indios, son decididamente de la raza mongólica? (391). En el México de principios del siglo XX, José Vasconcelos, en

su afán de criticar el racismo anglosajón y diferenciar el caso lati-noamericano del caso estadounidense, en La raza cósmica (1925) es-cribía:

reconocemos que no es justo que pueblos como el chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana se multiplican como ratones, vengan a de-gradar la condición humana, justamente en los instantes en que comen-zamos a comprender que la inteligencia sirve para refrenar y regular bajos instintos zoológicos […] si lo rechazamos es porque el hombre, a medida que progresa, se multiplica menos y siente el horror del número (20-21). Tres años después de la publicación del libro de Vasconcelos,

José Carlos Mariátegui, un pensador clave en la formulación de una visión marxista e indigenista desde América Latina, paradójicamente utilizaba un discurso similar sobre el inmigrante chino y su potencial influencia en la sociedad peruana:

El culi chino es un ser segregado de su país por la superpoblación y el pau-perismo […]. La inmigración china no nos ha traído ninguno de los ele-mentos esenciales de la civilización china, acaso porque en su propia patria han perdido su poder dinámico y generador […]. El chino, en cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la apatía, las taras del Oriente decrépito (246-247). Pero volviendo a la retórica presente en las crónicas periodísticas

de Clarín y La Nación previamente citadas, podríamos preguntarnos: ¿cómo esta representación cultural de Corea, estancada en un “es-

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pacio anacrónico”, se articula con la perspectiva argentina contraria que sitúa a Corea del Sur como un país más rico que Argentina, como “casi el Primer Mundo”? ¿Cómo la “coreanidad” puede ser vista en un estatus inferior y a la vez superior a la argentinidad?

Raza/Cultura/Capital: la economía del poder

Mientras entrevistaba en febrero de 2003 a una estudiante de

medicina argentina, compañera de clase de una coreana-argentina, un argentino de mediana edad escuchó nuestra conversación e in-tervino en ella6. Soltó una diatriba que duró alrededor de media hora, concluyendo con la siguiente afirmación: “Nuestro país tiene muchos problemas. Pero tenemos una cultura superior a otros paí-ses latinoamericanos. Tenemos una cultura europea”. Luego, en un momento de su apasionado monólogo, se dirigió a mí para indicar-me que los japoneses tenían una cultura mucho más avanzada que “ustedes los coreanos”. Las citadas afirmaciones surgen tras haber declarado que, a diferencia de otros argentinos, él no era racista. Es más, para él estas eran cuestiones culturales, no de raza.

¿Qué noción de cultura es la que se maneja en esta estructura discursiva? ¿No se trata simplemente de otra forma de racismo? En su ensayo “¿Hay un Neo-racismo?”, el teórico Etienne Balibar in-terviene precisamente en este debate en los siguientes términos:

Ideológicamente, el racismo actual […] entra en el marco del “racismo sin razas” […]. Es un racismo cuyo tema principal no es la herencia biológica sino las insalvables diferencias culturales, un racismo que, a primera vista, no postula la superioridad de ciertos grupos o pueblos en relación con otros, sino “solamente” la nociva abolición de las fronteras, la incompati-bilidad de estilos de vida y tradiciones (21). Aunque la persona que intervino en nuestra conversación estrati-

ficara jerárquicamente ciertos tipos nacionales, no lo hacía a partir de la raza biológica, sino de la cultura. Es decir, no afirmaba de un

6 A riesgo de ser caratulada de “americanizada”, uso el término coreano-argentino para referirme a los hijos de los inmigrantes coreanos nacidos en Ar-gentina. La terminología comúnmente usada en Argentina, como “hijo/ hija de coreanos” o “argentinos de ascendencia coreana”, me parece asimétrica porque o bien enfatiza la herencia coreana del individuo o bien remarca su país de ciu-dadanía.

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modo abierto que “los argentinos son superiores a los bolivianos” o que “los coreanos son inferiores a los japoneses”, sino que decía que la “cultura” establecida de una nación era superior a la de otra. Aquí quisiera examinar las implicancias de esta reconstrucción de la identidad basada en una noción de cultura. ¿Cómo las categorías de “nación” y “cultura” reemplazan la de “raza”? Además, ¿cómo estas nuevas categorías funcionan en relación con la noción previa de “raza”?

En el mundo contemporáneo, muy a menudo las limitaciones de una cultura dada están definidas por fronteras nacionales de mo-do que en nuestras conversaciones cotidianas podemos referirnos acríticamente a una “cultura argentina”, a una “cultura coreana” u otras. Al naturalizar la relación entre nación y cultura, proponemos identidades nacionales como putativamente holísticas y homogéne-as: “todos los coreanos tienen una cultura coreana”. De esta forma, las identidades nacionales actúan como una atadura sobredeter-minista que establece a priori la afiliación cultural de cada uno. Es en este sentido que Balibar afirma que “la cultura puede también fun-cionar como una naturaleza” para encerrar “a priori individuos y grupos dentro de una genealogía, de una determinación que es in-mutable e intangible en su origen” (22). Así, por definición, las cul-turas nacionales pretenden erigirse en base a una ideología de origen e identidad de carácter fijo y primordial. La cultura del estado-nación, la cultura establecida par excellence y legitimada por una red de instituciones –el estado, los medios masivos y otros aparatos ide-ológicos–, exige que las “diferentes” culturas, marcadas como amenaza u obstáculo al interior de la nación, se asimilen y sean inte-gradas dentro de la sociedad dominante. Por eso, en nuestros tiem-pos el fenómeno de la inmigración releva y a la vez contiene los asuntos de raza y etnicidad. Bialogorski y Bargman lo sugieren cuando afirman que “las categorías nacionales se vuelven étnicas en el proceso migratorio” (23).

En el contexto que nos preocupa, no se busca abiertamente “blanquear” la nación, sino proteger la cultura argentina de la inva-sión de la cultura “oriental” (en este caso, coreana). Así, la sociedad argentina establecida llama la atención sobre la problemática “co-reanización” de los vecindarios urbanos que han sido “tomados” por carteles en hangul, por el olor de la comida coreana y por el gri-terío en un lenguaje desconocido. Distinto, al menos en apariencia,

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del discurso eugenista del siglo XIX y de comienzos del XX, que advertía sobre las capacidades biológicas degenerativas de chinos e indios, el discurso racista contemporáneo se concentra en los peli-gros de erradicar las fronteras.

Rita Segato, en su estudio antropológico sobre la re-etnización de afrobrasileños en Argentina, sostiene que “cualquier minoría que amenazase con mostrarse idiosincrática, sea esta indígena o europea, había sido presionada y llevada a diluirse en un concepto unitario de ‘argentinidad’, bajo la acusación de constituirse, como mucho se habló, en ‘una nación dentro de la nación’” (150). En este sentido, los inmigrantes coreanos en Argentina son culpados por pretender preservar su cultura con un fanatismo casi espartano, de no tener la voluntad de asimilarse a la sociedad que los recibe y, por ello, de in-tentar crear otra nación en el país. Son repetidamente contrastados con los japoneses, que son vistos como “minorías modélicas” que entienden que su “comunidad” sólo puede operar como un subgru-po, enmarcado y circunscrito dentro de la totalidad de la sociedad argentina. Marcelo G. Higa describe la forma japonés-argentina de negociar sus identidades duales en los siguientes términos:

el acuerdo general fue que las relaciones interpersonales de inmigrantes y de sus descendientes inevitablemente tenía que incorporar las demandas esta-blecidas de una identidad nacional argentina. Estas demandas eran privile-giadas sobre las que eran abiertas o sutilmente “étnicas”. En consecuencia, aun dentro de la ambigüedad de las prácticas cotidianas, el discurso de iden-tificación de los descendientes de inmigrantes japoneses no admite dudas. Es por esto que en el contexto argentino ni siquiera existe un término des-criptivo como “japonés-argentino”: uno era “argentino”, un término que podía matizarse ocasionalmente agregando la aclaración “descendiente de japoneses” (262). Los miembros de la comunidad japonesa son vistos como po-

seedores de una cultura “superior”, puesta de manifiesto en la per-cepción de una economía japonesa inserta en el Primer Mundo así como de su identificación con prácticas culturales y productos am-pliamente difundidos y popularizados, como el sushi, la meditación zen o el judo. En esta perspectiva, los inmigrantes japoneses y la vo-luntad de sus descendientes de ser incorporados en la sociedad ar-gentina no hace más que probar la superioridad de éstos. Porque como sostiene Balibar:

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Ningún discurso teórico sobre la dignidad de todas las culturas compensará realmente el hecho de que para un black en Gran Bretaña o un beur en Francia, la asimilación que se les exigió antes de que pudieran ser “inte-grados” en la sociedad en la que ya vivían (y que siempre estará bajo la sos-pecha de ser superficial, imperfecta o simulada) es presentada como pro-greso, como una emancipación, una concesión de derechos. Y detrás de esta situación subyacen apenas reformuladas variaciones de la idea de que las culturas históricas de la humanidad pueden ser divididas en dos grupos principales: las que se asumen como universales y progresistas; y las que se suponen como irremediablemente particularistas y primitivas […] lo que re-introduce inmediatamente la vieja distinción entre sociedades “cerradas” y “abiertas”, “estáticas” y “emprendedoras”, “frías” y “calientes”, “gregarias” e “individualistas” (25). No es sorprendente que las divisiones binarias que Balibar sub-

raya –“cerradas / abiertas”, “estáticas / emprendedoras”, “frías / calientes”, “gregarias / individualistas”– sean utilizadas para definir a los coreanos tanto en referencia a los argentinos como a los japo-neses. Uno de los comentarios recurrentes sobre los inmigrantes co-reanos en Argentina sostiene que “los coreanos son cerrados”. Cuando les pregunté, a aquellos repetían este argumento, qué que-rían decir con el término “cerrado”, no podían explicarlo. Después de insistir con la pregunta, decían: “Pues, viste, nosotros los argenti-nos somos bastante abiertos”. Sólo podían definir la “cerrazón” co-reana oponiéndola a la “apertura” argentina. A veces, incluso trata-ban de describir el término diciendo que “los coreanos son antipáti-cos, son fríos, sólo se juntan con otros coreanos”. Cuando les pre-guntaba si los argentinos realmente se mezclaban en Buenos Aires con otros grupos “nacionales”, como bolivianos, peruanos o corea-nos, parecían pensar que no habían entendido la pregunta planteada.

El problema de la lengua era citado habitualmente como un ejemplo de la “cerrazón” coreana y como una manifestación de “el problema coreano” en Argentina. Un entrevistado argentino, en la mitad de sus treinta, fue incluso más explícito al plantear que la res-puesta negativa hacia los inmigrantes coreanos no guarda relación con la raza, sino sólo con la lengua. Este giro lingüístico, dentro de determinado discurso argentino, es notable por varias razones: en primer lugar, ilustra lo que George Yúdice ha denominado una tran-sición del “bio-poder al poder cultural” (8). En segundo lugar, su énfasis en el idioma pone también en relieve la división jerárquica

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racial que Balibar sitúa entre lo universal (la nación hegemónica) y lo particular (la nación del inmigrante).

La adquisición del “castellano” es propuesta como esencial en el proceso de integración en la nación argentina. A este respecto, qui-siera enfatizar que, en el contexto de Buenos Aires, hablar un caste-llano fluido no es suficiente: se requiere hablar la adecuada variante porteña del español. Los inmigrantes de países vecinos de Latino-américa se dan cuenta rápidamente de la importancia de hacerlo, de modo que después de un corto tiempo en Buenos Aires aprenden a adoptar el “vos” en lugar de “tú”, el enfático “che”, o “birome” en lugar de “bolígrafo”, etcétera. Aquellos que no lo hacen corren el riesgo de llegar a ser percibidos (y “oídos”), por los demás y/o por sí mismos, como sujetos que se desasocian de la argentinidad y que afirman su propia identidad particular. De esta manera, la afiliación lingüística actúa literalmente en tanto un ejercicio de poder que de-termina si uno pertenece o no a la comunidad nacional imaginada.

En el contexto latinoamericano, es importante notar que la len-gua castellana ha sido históricamente utilizada para asimilar a la po-blación indígena nativa, subordinando de paso el uso de las lenguas autóctonas. Las lenguas de los pueblos originarios no se transforma-ron en herramientas lingüísticas con las que imaginar y crear una nación, más bien fueron relegadas a los márgenes de la nación crio-lla o su reificación en un dominio simbólico “ancestral” de la misma

(véanse Pavez Ojeda y Viñas). Por otro lado, el idioma de las élites coloniales y neocoloniales se posicionó como el cimiento del bildung nacional en América Latina.

En la Argentina de fines del siglo XX y el periodo actual, este cimiento cultural sirve a los discursos que aquí analizo como base para la construcción de una idea de superioridad racial y/o cultural sobre los sujetos coreanos. Como sostenía aquella persona que inte-rrumpió mi entrevista con la estudiante de medicina, aunque Argen-tina sufra de problemas económicos y políticos propios del Tercer Mundo, todavía retiene una cultura “superior” sobre sus vecinos, que serían países más indios (como Bolivia y Perú); y, consecuente-mente, aun sobre naciones no occidentales económicamente más estables como Corea del Sur. ¿Cómo entonces una identificación con un mito “civilizatorio” de origen europeo y blanco permite al imaginario hegemónico criollo de Argentina construir un sentimien-to de superioridad aún en su condición periférica?

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En este proceso de inmigración coreana a Buenos Aires, que fue impulsado por la necesidad del gobierno argentino de obtener in-versión extranjera y de generar capital nacional, la lógica de capital y raza discurre por un terreno disparejo. Por un lado, los inmigrantes coreanos son propuestos como productores de capital económico para la nación argentina. Este fue el rol que los gobiernos de Argen-tina y de Corea le asignaron al inmigrante coreano. En 1985 el go-bierno argentino firma un acuerdo con la República de Corea que establece como requisito para la obtención de la visa de inmigrante el depósito de 30,000 dólares por familia (cuyo monto ha ascendido, en la actualidad, a más de 100,000 dólares), cifra reintegrable una vez consumada la radicación en el país (Acta de Procedimientos para el Ingreso de Inmigrantes Coreanos a la Argentina, abril de 1985). La Resolu-ción de la Dirección Nacional de Migraciones No 2.340 del 26 de junio del mismo año declara que los ciudadanos de Corea del Sur son incluidos como casos dentro de las excepciones notadas por di-cha resolución: “migrantes con capital propio suficiente para de-sarrollar actividades productivas”.

Por otra parte, los coreanos son vistos como “sacando ventaja de la nación” argentina y “robando sus recursos”. Bialogorski y Bargman subrayan esta contradicción al señalar que “hay una dis-crepancia entre la imaginada idea argentina de la tasa de crecimiento de riqueza en la comunidad coreana y la real, el ritmo más lento de su integración social y simbólica” (24). A este respecto, creo perti-nente complicar este planteamiento y explorar –a partir de un ejem-plo– la compleja conexión entre capital y raza, no necesariamente como oposición, sino como una relación conflictiva.

Cuando vivía en Buenos Aires, me sorprendía encontrar nume-rosos productos electrónicos, mecánicos y tecnológicos producidos por corporaciones multinacionales coreanas: Samsung, Hyundai, Daewoo, LG y otras. Sin embargo, cuando les preguntaba a argenti-nos “blancos” si se vendían automóviles coreanos en Argentina, muchos me respondían preguntando “¿Los coreanos fabrican au-tos?”. Irónicamente, una de las personas que me hizo esta pregunta era dueña de una computadora Samsung. Cuando le pregunté si sa-bía que Samsung era una compañía coreana, pareció sorprendida por mi pregunta. Más adelante exploré este fenómeno preguntándo-le a inmigrantes coreanos y a coreano-argentinos que, por supuesto, eran todos conscientes de la proliferación de productos coreanos.

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Algunos incluso habían trabajado en las oficinas argentinas de estas chaebol (conglomerados coreanos) antes de su evacuación durante la crisis financiera argentina en 2001. Cuando les informaba de la igno-rancia que yo había constatado entre mis entrevistados argentinos respecto a esto, ninguno de ellos pareció siquiera sorprendido. “Ob-viamente, ¿qué esperabas?”, era la forma predominante en la que me respondían. ¿Por qué no existía una conexión –no importa cuán imaginaria o construida– entre los productos de marcas famosas y “Corea” cuando, por ejemplo, en Estados Unidos fue una de las principales formas en las que Corea del Sur intentó posicionarse en el mercado como una nación “casi del Primer Mundo”? Desde la perspectiva de Corea del Sur, ¿el marketing en Argentina no justifica-ba una inversión? Esto era lo que la mayoría de los inmigrantes co-reanos o coreano-argentinos parecían pensar. Si tomamos esta opi-nión seriamente, entonces estaríamos ante una paradójica duplica-ción de un punto ciego, que sería creado tanto por la percepción surcoreana de Argentina como una nación “inferior del Tercer Mundo” como por la construcción argentina de la “inferioridad” cultural coreana. Para esta última, el capital coreano es bienvenido siempre y cuando su “coreanidad” permanezca velada. Si su co-nexión con “Corea” se hiciera visible, entonces el capital se raciali-zaría, como en el caso de la industria de la indumentaria de los in-migrantes coreanos en Buenos Aires.

Para Corea del Sur, un marketing de su identidad cultural nacional sólo se vuelve necesaria en su relación con naciones económica-mente “superiores”. Este caso ejemplifica la incómoda relación en-tre la lógica de la dominación económica por el capital y la de la su-perioridad cultural. El encuentro entre ambas, precipitado por la globalización, produce conflictos y fisuras que no pueden ser fácil-mente comparados u opuestos. ¿Cuál es el precio de orden material y simbólico que la nación argentina paga en relación con sus flujos económicos internos cuando quienes invierten capital son aquellos sujetos inmigrantes coreanos, visibles habitantes de la ciudad –el otro en medio de nosotros–? Y, por otro lado, ¿puede Corea del Sur igno-rar la representación de sus emigrantes y de su identidad nacional como una percepción que no merece una respuesta? ¿Puede conti-nuar limitando su referencia hacia Occidente, al “Primer Mundo”? Estas son las preguntas que surgen en los intersticios críticos que emergen a partir de una contradictoria realidad, en que se entrecru-

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zan imaginarios nacionales, sujetos inmigrantes, representaciones raciales y capital económico.

El espacio liminal entre raza y cultura y entre raza/cultura y capi-tal económico en la globalización no es una superficie lisa y sin su-turas. Si los inmigrantes coreanos en Argentina tropiezan con sus fisuras, los argentinos “blancos” también resbalan y se deslizan en-tre las grietas de este camino sin pavimentar. Deben negociar cons-tantemente entre su “Tercer Mundo” y sus ficciones de europeidad y entre su privilegiados mitos de “blancura” y aquella obliterada mo-renez de las periferias de la ciudad capital o de las provincias de Ar-gentina.

Trastocando la identidad: una respuesta inmigrante al “mito blanco”

El espectro del capital no desaparece completamente del terreno

racial. Reaparece en el discurso sobre los inmigrantes coreanos en Argentina y aun en ciertas posiciones argentinas hacia los coreanos. Como me dijo el propietario veinteañero de un negocio de ropa: “sabes que los argentinos no son realmente blancos. ¿Alguna vez los miraste detenidamente? Son absolutamente una mezcla”7. En otra entrevista, un inmigrante coreano de apenas sesenta años, dueño de un negocio afirmó enfáticamente: “Cuando los argentinos son racis-tas conmigo, me dan pena. Yo gano en un año más dinero que el que ellos van a ver en toda su vida”. Las dos declaraciones cuestio-nan simultáneamente el mito de blancura argentina vis-à-vis con los coreanos. Para el primero, Argentina no es creíble en tanto nación blanca, mientras que para el segundo su capacidad económica pone en cuestión la superioridad racial y/o cultural argentina. Sin embar-go, estas posturas no cuestionan la posición de Occidente, ni criti-can el marco racial y etnocultural mayor, aquél que ubica a Occiden-te como superior; más bien lo que niegan es la percepción argentina como parte de Occidente. Para estos inmigrantes surcoreanos, que llegaron entre las décadas de los 80 y los 90, Corea del Sur parece

7 Las entrevistas con coreano-argentinos fueron realizadas en coreano, en

una mezcla de coreano y castellano, o en castellano; algunas palabras de ambos idiomas se usaban con mucha frecuencia. Para facilitar la comprensión, me tomé la libertad de traducir las entrevistas.

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“más moderna” que Argentina. En este sentido, está más cerca de Occidente que una nación latinoamericana periférica. Sin embargo, al mismo tiempo, ambos conceden que la cultura argentina es más europea. Pero esta coincidencia no repite la misma noción de “eu-ropeidad” que ha sido articulada en la construcción de la cultura dominante argentina. Para estos coreanos, “europeidad” es una ca-racterística como “coreanidad” o “chineidad”, una descripción que no es necesariamente jerárquica.

Al disociar la cultura europea de la idea de superioridad, estos inmigrantes coreanos desmontan la “blancura” de su valor, es decir, de su potencialidad. Porque como ellos enfatizan, estos inmigrantes no blancos se han provisto de un estatus de clase que muchos ar-gentinos “blancos” nunca llegarán a adquirir. La “blancura” ya no garantiza más la capacidad de movilidad económica. Se vuelve otro signo, un significante más entre otros. Los inmigrantes coreanos es-tarán de acuerdo con los “blancos” argentinos en que éstos son más “blancos” y más “europeos” que ellos. Entonces, en este proceso, si estos inmigrantes coreanos desarticulan “blancura” y “europeidad” al desconectarlas de un sentido de superioridad racial y cultural, ¿cómo enuncian su propia “coreanidad” o su “argentinidad”?

Para los inmigrantes coreanos en Buenos Aires, su condición como inmigrantes requiere de una articulación entre las identidades coreana y argentina; es esta posición la que configura el locus de su auto-representación. Aunque el discurso hegemónico argentino na-turaliza una “coreanidad” a priori así como una “argentinidad” puta-tiva, en mis entrevistas con inmigrantes coreanos noté que su cons-trucción de la “coreanidad” estaba siempre en relación con el país huésped y con su propia situación dentro de Argentina. Eran com-pletamente conscientes de que su “coreanidad” estaba sólo margi-nalmente conectada con la identidad nacional surcoreana. Como me dijo un joven coreano-argentino:

Irónicamente regresé a Argentina después de estudiar en Corea por un par de años porque extrañé a mis amigos de la colectividad coreana acá. Viste que los coreanos acá somos muy íntimos. Compartimos algo… ¿qué sé yo? Pero en Corea, a nadie le importa si sos coreano. Todo el mundo es core-ano. Ser coreano no significa nada allá. Además ser coreano en Corea es distinto. Es difícil de explicar (27/2/2003).

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Su relato testimonia la relación distintiva entre la identidad na-cional coreana en Corea del Sur y la de sus emigrantes. Esta añoran-za de la cultura inmigrante coreana y de sus amigos coreano-argentinos hizo que regresara a Buenos Aires. En un cierto sentido, Argentina, para él, no significaba la cultura argentina dominante, si-no más bien “ser coreano” en Argentina. Más que ver su “coreani-dad” como una importación del país de origen, quisiera señalar que es precisamente un producto de la relación de los inmigrantes con el país huésped, en el cual negocian y reconstruyen sus posiciones dentro de él. Al tratar de darle un sentido a sus vidas en Argentina, estos inmigrantes coreanos reinventan su idea de la cultura coreana y creativamente se apropian de ciertas formas de argentinidad.

Más aún, a través de la esfera económica reformulan las identi-dades culturales/nacionales coreanas y argentinas y crean un imagi-nario inmigrante coreano-argentino. Deliberadamente evité la pala-bra “identidad” ya que implícitamente conlleva una noción de dife-rencias marcadas dentro de nichos fijos y que sugieren potenciales esencias sin variación. En el caso de la población inmigrante core-ana en Buenos Aires, no hay una línea divisoria clara que articule su “diferencia” con los coreanos de cualquier otro lugar o con los otros argentinos. Esta complejidad identitaria del “ser coreano en Argentina” es la que trasluce en las palabras vertidas por un joven empresario coreano-argentino, en una entrevista que llevé a cabo el 2 de junio de 2003:

Nosotros [los coreano-argentinos de veintitantos] tuvimos una discusión bastante caliente con algunos coreanos [en Corea del Sur] en un chat. De-cían que somos afortunados porque no tenemos que cumplir el servicio mi-litar que es obligatorio en Corea. Y nosotros decimos que ellos no pueden entender ni siquiera las dificultades que nosotros tenemos que pasar acá. Viste, es recomplicado vivir afuera de su país. Pero claro, ellos no podían entender. Se calentaron re mal... los pibes en Corea viven con sus viejos hasta que se casan. No laburan como nosotros cuando son pibes, ¿viste? Tenemos que ayudar a los viejos. Y después laburar y ganar plata por nosotros mismos. Pero me parece que es imposible para ellos entendernos. Esta discusión en una sala de chat que se volvió un cyber altercado

entre hombres jóvenes en Argentina y Corea del Sur pone en evi-dencia una determinada posición inconmensurable entre ellos y sus localizaciones. ¿Cómo puede el otro entender las dificultades del

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que está al otro lado? ¿Quién puede decir qué conflicto es necesa-riamente más grande? Para el empresario coreano-argentino esta discusión también volvió a poner en evidencia la dificultad de repre-sentar la condición inmigrante. Porque si bien los coreano-argentinos tienen un cierto acceso –filtrado por las representaciones mediáticas surcoreaneas y por las historias de sus padres y de otros miembros de la familia y amigos– a la experiencia de los jóvenes co-reanos respecto al servicio militar, no sucede lo mismo con los co-reanos que viven en Corea del Sur. Sin embargo, no es simplemente la falta de una representación visible del inmigrante coreano en Ar-gentina lo que produce esta falta de comprensión. Más bien, si con-sideramos el testimonio de este coreano-argentino, hasta cierto pun-to la experiencia del inmigrante constituye su propia irrepresentabi-lidad o, al menos, presenta una dificultad de representación8.

El lenguaje con el que los entrevistados narran las típicas tribula-ciones de los inmigrantes se centran en los aspectos financieros de su vida: “hacer dinero”, “ayudar en el negocio familiar”. Si recor-damos que la inmigración coreana a Argentina fue oficialmente construida como una inmigración de empresarios, podemos ver cómo las bases históricas y legales del proceso inmigratorio se ven reflejadas y experimentadas en la vida cotidiana de los inmigrantes. En Argentina, el gobierno subraya activamente la importancia de lo económico en su apoyo a la inmigración empresarial coreana y, sin embargo, el discurso público condena a los inmigrantes coreanos como explotadores económicos. ¿Cómo negocian, entonces, estos inmigrantes, su rol en la esfera económica y cultural?

Mientras que el discurso mediático dominante en la Argentina de inicios del siglo XXI racializa y culturaliza la economía a través de la

8 El lenguaje híbrido usado por la comunidad inmigrante coreana ejemplifi-

ca este problema de representación o lo que denomino “irrepresentabilidad”. La noción de idiomas nacionales uniformes y homogéneos rigen los modos de representación que se hallan disponibles. Por ejemplo, podemos pensar la traducción transitando de un idioma putativamente uniforme a otro: del castellano al coreano o del coreano al castellano, dependiendo de la audiencia. En este marco, sin embargo, el idioma híbrido ejercido por la comunidad coreana inmigrante en Buenos Aires que fluidamente se expresa tanto en castellano porteño como coreano, entrecruzando un idioma con otro, inventando neologismos y creando diferentes significados en torno a ciertas palabras, no puede ser representado dentro de un código establecido.

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esencialización del coreano como un explotador de esclavos, los inmigrantes coreanos articulan su localización social a través de la dimensión financiera de sus vidas. En consecuencia, como el em-presario coreano-argentino atestiguaba, es a través de su ocupación que los inmigrantes coreanos articulan su noción de “coreanidad” y de “argentinidad”. La gran mayoría de inmigrantes coreanos trabaja, de una u otra manera, en la industria textil. Estos pequeños nego-cios se basan en grupos familiares en el que cada miembro tiene un rol asignado en el negocio. Los coreano-argentinos entrevistados exponen esto directamente cuando dicen que aunque la mayoría de la gente joven en Corea no “trabaja”, sus pares en Argentina tiene que ayudar a sus padres en el negocio familiar. Esto inscribe el núcleo familiar –el aparato a través del que se difunden nociones de cultura, historia y nacionalidad– dentro de la esfera económica. Más aún, las relaciones con otras familias inmigrantes coreanas se for-man a través de estos negocios familiares. La interconexión entre encuentros sociales y económicos no está limitada a relaciones dentro de la comunidad de inmigrantes coreanos, sino que también se extiende a los otros argentinos.

Cuando entrevisté a hombres y mujeres de negocios, les pre-gunté si tenían relaciones con argentinos “blancos”. La mayoría de ellos contestaron que sus relaciones con ellos se limitaban a encuen-tros comerciales, pero luego agregaban que dado que la mayoría de su tiempo estaba dedicado a llevar adelante el negocio familiar, gran parte de sus lazos sociales estaban de una forma u otra conectados con su trabajo. La distinción que elaboraban entre inmigrantes core-anos y argentinos “blancos” tenía que ver con su ética de trabajo: mientras caracterizaban a los coreanos como “trabajadores” y “de-dicados”, a los argentinos los describían como “tranquilos”, “pere-zosos” y, a veces, “incompetentes”. Sin embargo, cuando yo, aten-diendo a la lógica de estas construcciones estereotípicas, les pregun-taba si todo esto significaba que los coreanos se veían a sí mismos como cultural y racialmente “superiores”, las respuestas eran ambi-valentes. Como decía una mujer de mediana edad:

Tenés que entender que ellos [los argentinos] tienen diferentes valores y formas de trabajar. No van muy bien con nuestra forma de hacer las cosas. Pero también los coreanos pueden ser “exagerados” algunas veces. Tam-bién pienso que es diferente porque somos inmigrantes. Vinimos aquí para hacer dinero. A ellos les gusta tener tiempo libre […]. Pero también pienso

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que aquí la vida es mejor que en Corea porque tenemos más tiempo. Esta-mos más “tranquilos” (31/8/2003). Aunque al principio ella marca una diferencia entre nosotros

–los coreanos “trabajadores” y, ellos, los argentinos “tranquilos”–, luego disuelve esta distinción diciendo que “nosotros” también es-tamos “tranquilos”. La diferencia inicial no se traduce en una estruc-tura binaria. Este marco discursivo se reitera cuando ella relaciona la “coreanidad” con una supuesta “dedicación” del inmigrante. Al principio, parece sugerir que la ética de trabajo de los inmigrantes coreanos surge de su “coreanidad”. Sin embargo, más adelante ella la re-encuadra como un producto de la experiencia inmigratoria: “vinimos aquí a hacer dinero”. Así, la divergencia entre la ética del trabajo entre coreano-argentinos y los argentinos no está ligada a una diferencia cultural jerárquica, sino más bien a una posición so-cial que los diferencia. En este punto quisiera sugerir que la narrati-va incongruente de los empresarios coreanos surge de la posición conflictiva y disyuntiva de los coreanos inmigrantes, una posición que no puede traducirse en una identidad completa.

Más adelante, su afirmación –“estamos más tranquilos”– implica que la “coreanidad” misma es re-inventada y sobre todo asentada en “otra nación” en el proceso de inmigración. Esta transformación no implica una asimilación dentro de la cultura dominante argentina ni una aculturación, sino más bien la contradictoria articulación de la “coreanidad” de los inmigrantes que no puede ser rápidamente identificada con una identidad cultural oficial coreana. ¿Cómo po-demos entender este testimonio de una inmigrante coreana a la luz de la discusión sobre identidad cultural nacional que tratamos antes?

A través de mis contactos con el presidente de la Asociación Universitaria de los Coreanos en Argentina (AUCA), tuve la opor-tunidad de entrevistar al autor del libro Argentina: 25 años de inmigra-ción coreana, Lee Kyo Bum. A diferencia de la mayoría de los inmi-grantes coreanos, sus razones para emigrar no fueron económicas. Su visita a Latinoamérica veinte años atrás le despertó un fuerte de-seo de dejar Corea por Argentina. Cuando le pregunté qué aspecto de Latinoamérica le había producido esta inspiración respondió: “No estoy seguro de poder expresarlo en palabras. Una sensación, una cierta belleza que tenía este lugar” (4/9/2002). Me dijo que para inmigrar había tenido que esperar unos pocos años para que sus

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hijos se volvieran independientes financieramente, ya que habían rechazado acompañarlos a él y a su esposa a Argentina.

De todos los inmigrantes coreanos que entrevisté, Lee fue el más abiertamente crítico a la idea hegemónica de la sociedad argentina de raigambre blanca-europea. Sus comentarios aludieron a la cons-trucción de la nación argentina asentada en “el genocidio de su po-blación indígena” y “el actual ataque racial contra los inmigrantes coreanos”. Al mismo tiempo, Lee refuta la noción de una unidad nacional putativa coreana cuando la ubica como el factor determi-nante de la relación jerárquica de la nación surcoreana respecto a la diáspora y a la consecuente estratificación de comunidades de inmi-grantes coreanos:

El estado-nación de Corea del Sur en su aspiración a convertirse en una nación del Primer Mundo ha dado la espalda a los inmigrantes coreanos en países que no sean Estados Unidos. Los considera una vergüenza, un re-cordatorio del pasado de Corea cuando solía ser pobre y subordinado a los poderes imperiales. Para dejar este pasado atrás, los ha expulsado de su imaginario, repudiando su existencia, o los ha relegado a los márgenes. Por ejemplo, la forma en la que los coreanos-chinos son vistos como inferiores a los coreanos en Corea del Sur (4/9/2002).

Lee subraya así el desinterés del Estado de Corea del Sur en la

diáspora coreana, algo puesto en evidencia por la falta de estudios e instituciones productoras de conocimiento que analicen la inmigra-ción coreana en otro lugar que no sea Estados Unidos. Esto es un resultado directo de la formulación que hizo Corea del Sur de sí misma como un poder global emergente moderno. Corea del Sur parece, de este modo, sustituir e intentar “superar” su propia histo-ria colonial, como país que fue colonizado, dominado, pobre o “atrasado”, para establecer la ruptura entre su presente y ese pasado. Sin embargo, los cuerpos reales de los inmigrantes coreanos apare-cen como la prueba viviente de la existencia de una historia coreana con fisuras presentes que le recuerdan algo de la conflictividad de su pasado. El desplazamiento de estos inmigrantes coreanos causado por situaciones históricas coloniales y neocoloniales de Corea sirve para recordarle a Corea del Sur la precariedad de la supuesta discon-tinuidad con ese “pasado”. En lugar de examinar y confrontar esta historia como parte del presente, Corea del Sur simplemente la es-quiva ya sea por la disociación de la identidad nacional con la de los

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inmigrantes coreanos o a través de la desvalorización de esta última como una realidad insignificante.

Además, la circunscripción de esa “identidad nacional coreana” dentro de los límites del estado-nación propicia un discurso que presenta la “coreanidad” como una esencia que no se mueve. Este discurso interpela a los inmigrantes coreanos, a sus hijos y sus des-cendientes como coreanos “de segunda clase”. Por derecho de “sangre” son todavía coreanos, sin embargo, adulterados por otras culturas, no son “totalmente” coreanos. En lugar de proponer una identidad cultural y racial coreana que integre estos otros tipos de “coreanidad”, Lee afirma que es necesario re-pensar la identidad co-reana. Si presentamos a los inmigrantes coreanos y a sus descen-dientes como iguales a los coreanos del Corea del Sur, entonces re-situaríamos la cuestión de la “coreanidad” misma. Porque como Lee expresa elocuentemente:

Ya no es más viable, si alguna vez lo fue, pensar que la identidad coreana continuará y se perpetuará con las futuras generaciones. Dado que los hijos, los nietos, los bisnietos y sus hijos continuarán su vida fuera de las fronteras de Corea del Sur, serán influenciados por su entorno, probable-mente se casarán con no coreanos y probablemente no hablarán coreano ni llevarán adelante prácticas culturales “coreanas”. Por supuesto, la identidad coreana está permanentemente en estado de cambio. Aun en Corea del Sur. Lo que quiero decir es que la “coreanidad” que iremos viendo no tendrá una forma reconocible. Tendrá otra cara, otro cuerpo, etcétera. Simple-mente, no seremos capaces de identificarla. Pero eso es bueno. Es la histo-ria (4/9/2002). Cuando a partir de esto le pregunté cómo, entonces, podemos

identificar una “coreanidad”, respondió que sería tal en la medida en que fuera una manifestación de “nuestra” historia.

El concepto de “coreanidad” que propone no es una identidad real, una esencia (racial o cultural), o aun una diferencia que pueda ser enunciada. Más bien, es un tipo de comunicación con la historia coreana, es decir, Corea como historia. La noción de historia de Lee, sin embargo, no se iguala con la noción hegemónica de Histo-ria que se postula como una representación factual de un pasado fijo y deificado, sino que más bien está basada en una concepción de la historia como las articulaciones múltiples de las relaciones del presente con el pasado. La importancia de la historia se hace eviden-te en la manera en que sabemos, en el momento presente, negociar y

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comunicar con nuestro pasado. Sin embargo, esta relación no es transparente ni está predeterminada. Las interrupciones y los malen-tendidos son parte de la comunicación, nuestras relaciones con el pasado son parciales, incompletas, conflictivas, remendadas y, a ve-ces, oscuras e ilegibles.

El testimonio de Lee sugiere que el desbaratamiento y la impug-nación del “mito blanco” –esto es, de la identidad cultural/racial ar-gentina– no puede simplemente reconstituir una identidad cultural y/o racial coreana en oposición. La experiencia del inmigrante core-ano en Argentina avala la no viabilidad de la formulación de una contra-identidad desde la que pueda articular y negociar su posición. Al mismo tiempo, no podemos estar seguros de lo que esta comu-nicación con la historia va a acarrear para estos sujetos, o en qué forma(s) tendrá lugar, o qué resultados sociopolíticos, económicos y culturales directos producirá. Como Lee sugiere, todo esto puede hasta no ser “reconocible” y, por lo mismo, tenemos aún que espe-rar para ver qué nos depara este presente.

Las experiencias y los discursos de los sujetos inmigrantes core-anos en Argentina interrogan así las narrativas nacionales hegemó-nicas, re-imaginan naciones e invitan a repensarlas en sus correlatos raciales, étnicos y culturales. ¿Cuál es la Argentina o las Argentinas que emergen en estas contiendas de pertenencia y no-pertenencia de los sujetos inmigrantes? ¿Cómo pensar los sujetos inmigrantes core-anos en Buenos Aires ya no como un Otro –“Oriental”– sino como sujetos que articulan nuevas formas de ciudadanía y nacionali-dad(es)? BIBLIOGRAFÍA Andrews, George Reid. The Afro-Argentines of Buenos Aires, 1800-1900. Madison,

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