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¿Cuál es el negocio de la literatura? 1 de enero de 2014 (El texto original en inglés, What Is the Business of Literature?, escrito por Richard Nash, se publicó en el número de primavera de 2013 de la Virginia Quarterly Review. La traducción es mía.) Ahora que la tecnología está alterando el modelo de negocio de las editoriales tradicionales, el sector debe idear nuevas formas de capturar el valor de un libro. I. Una de las carencias más notables de los análisis contemporáneos tanto del negocio editorial como del de internet es la falta de conciencia socio-histórica. Que esto suceda con internet no es sorprendente, dada la querencia por las teleologías triunfalistas o de progreso de tantos de los analistas tecnológicos más conocidos: una tecnología sustituye a otra, una compañía acaba con otra, el dominio de IBM es incuestionable, como después lo es el de Microsoft, y a su vez el de AOL, MySpace, Facebook, etc. La inexorabilidad de la ley de Moore se extrapola desde la capacidad de procesamiento al orden social. Análogamente, la mayoría de las discusiones actuales sobre la economía del libro rara vez se remontan más allá de la Era Dorada de la edición estadounidense, en los años cincuenta del siglo XX, o de la británica, que tuvo lugar algo antes, en la década de los treinta. Aunque muchas historias del libro incorporan una concienzuda investigación empírica The Printing Press as an Agent of Change, de Elizabeth Eisenstein, es un destacado ejemplo de ello, son indiscutiblemente tres las que destacan por su rigor al estudiar el mundo editorial contemporáneo: The Merchants of Culture, de J. B. Thompson; The Late Age of Print, de Ted Striphas, el estudio de un conjunto de casos prácticos con especial atención para la venta al consumidor final; y Reluctant Capitalists, de Laura Miller, que, igualmente, se centra casi en exclusiva en la venta al consumidor. La mayoría de los demás relatos del negocio contemporáneo de la literatura son autobiográficos, hagiográficos o historias de la literatura, y dejan completamente de lado los aspectos económicos o de negocio.

¿Cuál es el negocio de la literatura?

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El texto original en inglés, What Is the Business of Literature?, escrito por Richard Nash, se publicó en el número de primavera de 2013 de la Virginia Quarterly Review.

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¿Cuál es el negocio de la literatura?

1 de enero de 2014

(El texto original en inglés, What Is the Business of Literature?, escrito por Richard Nash, se publicó en el

número de primavera de 2013 de la Virginia Quarterly Review. La traducción es mía.)

Ahora que la tecnología está alterando el modelo de negocio de las editoriales

tradicionales, el sector debe idear nuevas formas de capturar el valor de un libro.

I.

Una de las carencias más notables de los análisis contemporáneos tanto del

negocio editorial como del de internet es la falta de conciencia socio-histórica. Que

esto suceda con internet no es sorprendente, dada la querencia por las teleologías

triunfalistas o de progreso de tantos de los analistas tecnológicos más conocidos:

una tecnología sustituye a otra, una compañía acaba con otra, el dominio de IBM

es incuestionable, como después lo es el de Microsoft, y a su vez el de AOL,

MySpace, Facebook, etc. La inexorabilidad de la ley de Moore se extrapola desde

la capacidad de procesamiento al orden social. Análogamente, la mayoría de las

discusiones actuales sobre la economía del libro rara vez se remontan más allá de

la Era Dorada de la edición estadounidense, en los años cincuenta del siglo XX, o

de la británica, que tuvo lugar algo antes, en la década de los treinta.

Aunque muchas historias del libro incorporan una concienzuda investigación

empírica —The Printing Press as an Agent of Change, de Elizabeth Eisenstein, es

un destacado ejemplo de ello—, son indiscutiblemente tres las que destacan por

su rigor al estudiar el mundo editorial contemporáneo: The Merchants of Culture,

de J. B. Thompson; The Late Age of Print, de Ted Striphas, el estudio de un

conjunto de casos prácticos con especial atención para la venta al consumidor

final; y Reluctant Capitalists, de Laura Miller, que, igualmente, se centra casi en

exclusiva en la venta al consumidor. La mayoría de los demás relatos del negocio

contemporáneo de la literatura son autobiográficos, hagiográficos o historias de la

literatura, y dejan completamente de lado los aspectos económicos o de negocio.

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¿Por qué, pues, estudiar un negocio sui generis, que ni siquiera es realmente un

negocio, que es, como Estados Unidos, excepcional?

Son los excepcionalistas, quienes reclaman para sí toda la responsabilidad de

defender el libro, quienes le hacen un flaco favor al afirmar que constituye un

mundo en sí mismo, necesitado de una protección especial, que su fragilidad

frente al mastodonte o al bárbaro de turno (Amazon, internet, los cómics, la novela,

la imprenta, el analfabetismo, o la alfabetización, por no citar más que unas

cuantas de las supuestas causas del declive cultural) hace necesario su

aislamiento, como ese chaval escuchimizado al que no se le permite salir al patio

para mantenerlo a salvo de los abusones. ¿Quiénes son estos excepcionalistas?

Creo que todos hemos leído lo que escriben, así que me limitaré a poner como

ejemplo a Sven Birkerts, quien, en su introducción a la reedición de The Gutenberg

Elegies, escribe que «la ficción sufre el asalto de la no ficción», a pesar de todos

los datos que demuestran que, en el formato digital, la ficción está floreciendo de

manera desproporcionada. Más problemática, no obstante, es su caracterización

del libro como una «contra-tecnología». Se podría contraponer el libro a muchas

cosas, pero la tecnología no debería ser una de ellas. El libro no es contra-

tecnología, es tecnología, es —como la rueda o la silla— la apoteosis de la

tecnología.

Mundo editorial es una expresión que, como el propio «libro», se utiliza casi de

manera intercambiable con la de «el negocio de la literatura». Según los recuentos

actuales del mundo editorial, el sector está tan amenazado como el propio libro, y

se da por descontado que, si perdemos la industria editorial, nos quedaremos

también sin los buenos libros. Y sin embargo, lo que tenemos ahora es un sistema

que produce gran literatura a pesar de sí mismo. Hemos acabado pensando que la

actividad editorial de formación de criterios y de detección de genios, vinculada a

la selección, empaquetación, impresión y distribución de libros a los puntos de

venta, es fundamental para el valor de la literatura. Creemos que nos protege de la

vergonzosa indulgencia del exceso de libros, al obligarnos a una dieta rigurosa y

abstemia. Las críticas al mundo editorial suelen centrarse en su naturaleza

empresarial o capitalista, y argumentan que la búsqueda del beneficio lastra

decisiones que de otra manera se basarían exclusivamente en el mérito literario.

Pero el capitalismo en sí, y las fuerzas del mercado que lo animan, al tiempo que

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lo tienen por condición previa, no son el problema sino que, muy al contrario, son

las que propiciaron la aparición de la literatura y del propio autor.

La historia del libro como tecnología —el libro como tecnología revolucionaria

y disruptora— debe contarse con honestidad, sin triunfalismo ni derrotismo, sin

esperanza ni desesperación, a la manera en que Isaak Dinesen nos instaba a

escribir. Al abordar ese relato nos enfrentamos a un gran escollo: la «heurística de

la disponibilidad». Se trata de un modelo de la psicología cognitiva propuesto en

1973 por el premio Nobel Daniel Kahneman y su colega Amos Tversky que

describe cómo los humanos tomamos decisiones basándonos en la información

que es relativamente fácil de recordar. Las cosas que recordamos con facilidad

son las que suceden con frecuencia, por lo que parece razonable que tomemos

decisiones a partir de las muestras que tenemos a nuestra disposición. El sol sale

cada día; de ello inferimos que el sol sale cada día. Un pavo es alimentado cada

día; de ello infiere que le darán de comer cada día. Hasta que, de pronto, no

sucede. Las heurísticas son estupendas hasta que dejan de serlo. Alguien ve

varias noticias de gatos que sobreviven tras saltar desde un árbol muy alto, y cree

que los gatos son inmunes a las caídas desde una altura considerable. Ese tipo de

noticias son mucho más habituales que aquellas en que el gato muere al caer,

cosa que sucede con más frecuencia. Pero, puesto que se nos informa de ello en

menor medida, no lo tenemos tan en mente a la hora de hacer valoraciones.

El mundo editorial es extraordinariamente susceptible a la heurística de la

disponibilidad por dos motivos. El primero es que, antes de que llegasen las

recientes innovaciones tecnológicas, no había manera de analizar los manuscritos

que no se publicaban, por lo que el espacio muestra del que disponemos en

relación con los libros, la literatura y la edición excluye todo ese universo de libros

que nunca se llegaron a publicar. Y excluye también, en su mayor parte, aquellos

libros que resultaron ser un fracaso, tanto comercial como de crítica. No vemos los

libros que no se venden, ni en las estanterías de las librerías, ni en las casas de

nuestros amigos, ni en las listas de los «top ten», ni en Twitter, ni en el Times (el

de Londres, el de Nueva York o el Irish), etcétera.

Entre los datos de los que sí que disponemos se encuentran libros, como Hojas de

hierba, que se autopublicaron, y otros, como Moby Dick, que fueron ignorados en

su día pero que, por fortuna, reaparecieron. La novelista Paula Fox publicó,

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desapareció y volvió a publicar. Su reaparición constituye un triunfo para el mundo

editorial. ¿Pero y todas las Paulas Fox a las que nadie ha redescubierto? O, ya

que estamos, ¿qué pasa con todos los libros que publiqué en Soft Skull durante la

pasada década y que habían sido rechazados por diez, veinte, treinta, sesenta

editoriales? ¿Y qué hay de los manuscritos que rechacé en Soft Skull y que

después vi publicados por editoriales prestigiosas, pequeñas y grandes? ¿Supone

esto una constatación de la eficacia del sistema actual de producción y

diseminación de literatura? Parece bastante obvio que, aunque hacemos lo que

podemos, la producción es reflejo tanto de los puntos oscuros del sistema como de

sus virtudes. Como Patty Hearst, ni siquiera se nos ocurre plantearnos que existe

una alternativa.

Cuando alguien se refería al «sistema» para hablar del negocio de la literatura,

tradicionalmente se entendía que de lo que estaba hablando era del capitalismo.

Las críticas más recientes al sistema se han centrado en la sucesión de fusiones

empresariales que comenzaron en los años sesenta y crearon, al cabo de tres

décadas, el panorama editorial que ha perdurado durante los últimos años: las

Seis Grandes. En un primer momento, fueron razones de escala las que dieron

impulso a la tendencia, y después vino la moda de las sinergias. (Que, a fin de

cuentas, no era más que un eufemismo que utilizaban los directivos para referirse

a la construcción de imperios, por lo general a expensas de los accionistas; un

fenómeno que tiene más que ver con la naturaleza humana que con el

capitalismo.) A día de hoy, solo Simon & Schuster sigue formando parte de una

estructura (CBS Corporation) concebida como una combinación de sinergias. Las

demás sinergias se han desintegrado y han sido sustituidas por una lógica de

escala, ahora a nivel internacional (de propiedad alemana, francesa y británica,

como se suele recalcar con sorna, aunque nunca queda claro por qué la actitud de

alemanes, franceses o británicos hacia las prerrogativas de la literatura habría de

ser más desdeñosa que la de los estadounidenses). De hecho, escasean las

evidencias de que alguno de estos procesos haya afectado en un sentido o en otro

a la probabilidad de que lo que se publique sea «de calidad». Se publica lo que se

publica, de entre todo eso elegimos celebrar lo que celebramos, y decimos que el

sistema ha producido las obras que celebramos sencillamente porque son las que

tenemos a nuestra disposición.

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II.

¿Cuál era entonces el negocio de la literatura antes de la era del libro? Existían las

palabras, por supuesto, y también la cultura. Había libros y había escritores. Y se

les pagaba muy bien. Pero pocos de los escritores actuales renunciarían a su vida

del siglo XXI por la de un escritor del siglo XIII.

La labor del escritor antes de Gutenberg se limitaba a transcribir. Su propósito no

era reimaginar el lenguaje (salvo destacadas excepciones, como la de Virgilio).

Los escritores no eran referentes intelectuales, invocadores de nuevos mundos,

conjugadores de emoción y estética, sino máquinas a través de las cuales se

reproducía y se diseminaba la palabra de Dios. O, como mucho, lo hacía el

conocimiento que los humanos habían acumulado hasta entonces: los mitos y

leyendas, todo eso que ahora se conoce como «sabiduría popular». Plasmaban el

conjunto del conocimiento humano hasta la fecha. El escritor era la imprenta. En

todo caso, se podría decir que el escritor era un representante de su generación

porque, en un sentido muy literal, el escritor reproducía fielmente las historias y

creencias de su época. Tales eran los compromisos que debía aceptar un escritor

entonces: tenía un trabajo de por vida, no haciendo otra cosa que escribir, pero, en

palabras de los académicos que estudian este periodo, era un «jornalero escriba

cualificado», un calígrafo.

La llegada del libro, con sus páginas compuestas y encuadernadas, supuso un

desastre económico para el escritor. Fue la historia de John Henry avant la lettre:

el trabajador manual suplantado por la máquina (aunque el vapor tardaría aún

otros 400 años en llegar). Por aquel entonces no estaba claro cuáles serían los

efectos de la imprenta sobre la religión (al acabar con el monopolio que la Iglesia

ejercía sobre la reproducción y la interpretación de la Biblia), el arte (al posibilitar la

difusión por todo el mundo de los avances en la representación de objetos

tridimensionales; en otras palabras, el Renacimiento), y la ciencia. En este último

caso, la imprenta prácticamente hizo posible la ciencia, al permitir la replicación de

los experimentos mediante la introducción del concepto de falsibilidad, la

posibilidad de demostrar que algo era erróneo. Sus efectos tardaron más cien

años en empezarse a sentir (y aún los seguimos sintiendo).

Si la demanda de escritores había desaparecido, ¿no debería atrofiarse

igualmente la oferta? Entre otros motivos, un análisis económico de la literatura

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puede resultarnos útil para identificar precisamente dónde se muestra incapaz de

explicar los comportamientos. Como suele suceder con los humanos, cuando se

trata del conocimiento, la cultura y la incipiente expresión personal, estuvimos a la

altura de las circunstancias. Con el florecimiento de la imprenta, a su alrededor se

congregaron académicos, poetas y filósofos. La oferta de escritores en modo

alguno languideció. Los talleres de impresión del siglo XVI se convirtieron en polos

de atracción para quienes tenían algo que decir, como sucedería con los cafés en

el siglo XVIII.

A lo largo y ancho de Europa surgieron diversos regímenes de propiedad

intelectual, cuyo objetivo principal era la censura, la prevención de las «grandes

enormidades y abusos» de «personas conflictivas y alborotadoras dedicadas al

arte o misterio de la impresión o la venta de libros», tal y como dictaminó la

Cámara Estrellada inglesa. En segundo lugar, buscaban lograr el equivalente

comercial del copyright para un cártel de empresas que habían acordado no

competir entre ellas, para poder así alzar los precios que cobraban por la

reproducción de la palabra escrita. Durante buena parte del siglo XVII, las

imprentas autorizadas obtuvieron un alto retorno por su inversión gracias a un

acuerdo previo para no piratearse mutuamente sus obras. Entonces, en 1710, con

el Estatuto de la Reina Ana, el Parlamento de Inglaterra se arrogó el derecho de

regular dicho cártel. El copyright es el derecho otorgado y limitado para

monopolizar la reproducción de una determinada secuencia de palabras (y más

adelante, de imágenes y sonidos; y a día de hoy, en algunos países, de números y

movimientos). Nació para el beneficio propio de los empresarios, y más adelante el

gobierno lo reguló buscando un compromiso entre las prerrogativas de los débiles

y las de los poderosos para mantener el equilibrio social. El estatuto reconocía que

era necesario encontrar un equilibrio entre las necesidades comerciales del

propietario de la imprenta y las necesidades de la sociedad de minimizar los

monopolios, algo que también contempla la Constitución estadounidense, de

finales del mismo siglo XVIII. En ambos casos, el quid pro quo era muy evidente.

El título del estatuto de 1710 era: «Ley para el estímulo del aprendizaje y para la

concesión de derechos sobre las copias impresas de los libros a los autores o

adquirentes de las mismas durante el periodo que en ella se contempla» y la

disposición sobre copyright en la Constitución estadounidense refleja

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explícitamente que este existe «para promover el progreso de la ciencia y de las

artes aplicadas».

A día de hoy, el copyright sigue sin ofrecer respuesta para determinadas

cuestiones: ¿Existe demanda entre los lectores para la sucesión de palabras

exclusiva del autor? Es más, puede que el autor disfrute del monopolio sobre esa

sucesión de palabras, pero ¿dispone de los medios para reproducirla? Aunque se

formula en un marco conceptual en el que es un individuo el que crea las palabras,

es evidente que el objetivo del copyright sirve a la entidad que puede reproducir

las palabras, que puede crear y hacer llegar al mercado un objeto vendible. Lo que

el copyright garantiza es que existe un potencial retorno para la inversión que lleva

a cabo la imprenta o la editorial. No le ofrece al autor la garantía de que su obra se

publicará, ni de que ganará dinero con ella, sino únicamente de que puede

publicarse, de que podría haber editores dispuestos a publicarla. De hecho, la ley

en Reino Unido concede expresamente el derecho al autor o al «adquirente»,

expresión con la que hace referencia a la imprenta; cuando se escribió la cláusula

estadounidense sobre copyright, en 1787, solo se mencionó al autor. ¿Por qué no

se le concedió al autor desde el principio? Martha Woodmansee, una estudiosa de

la literatura y del derecho que ha escrito extensamente sobre la invención del

concepto de autor, señala que incluso Alexander Pope, el primer beneficiario

importante de este nuevo modelo de negocio, y la primera persona que pudo

ganarse la vida con la venta de libros, y no solo gracias al mecenazgo, continuó

viéndose a sí mismo más como un transmisor que como un genio. Woodmansee

escribe:

En un conocido pasaje de su Ensayo sobre la crítica (1711), Pope afirma que la

función del poeta «no es la de inventar novedades, sino la de recontar las

verdades consagradas por la tradición»:

El ingenio es la naturaleza vestida para su provecho

Lo que tantas veces se piensa, más nunca tan bien dicho

Algo de cuya verdad nos convencemos al instante

Que nos devuelve la imagen de nuestra mente

Pope se veía a sí mismo como un transmisor de cultura, no como un creador. Nos

inventamos el genio para dotar de un origen a la creación.

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Para consumar la transformación del escritor de escriba en Dios, y para

proporcionar cimientos tantos culturales como económicos al copyright, tuvimos

que inventar el Autor. Woodmansee ofrece un relato exhaustivo de cómo la teoría

estética del Romanticismo alemán sirvió como cimiento filosófico para la autoría;

Mark Rose, en su libro Authors and Owners: The Invention of Copyright (1993),

hace lo propio para la escritura y la edición en lengua inglesa. Rose hace hincapié

en cómo el constructo de la autoría era necesario para el mantenimiento

del copyright —«lo que en última instancia le da consistencia al sistema [de

copyright] es nuestra propia convicción de que somos individuos». Algo que

también es cierto en el sentido inverso: el valor económico que puede obtenerse

de la explotación del monopolio que supone el copyright hace necesaria la

construcción de la autoría para capturarlo.

A principios del siglo XIX, los dos elementos clave del modelo de negocio de la

literatura eran el negocio (el copyright) y la literatura (el genio). La innovación

prosiguió a buen ritmo. Los progresos en la distribución (más rápido, más alto, más

lejos) implicaban que los libros poseían una mayor capacidad de penetración en la

sociedad, entretejidos como estaban en la urdimbre del día a día. En 1930, como

muestra de sus incansables esfuerzos por encontrar demanda para su oferta, los

editores se hicieron con los servicios del primer genio de las relaciones públicas,

«el padre de la persuasión», Edward Bernays. Así lo describe Ted Striphas en su

excelente The Late Age of Print (2009), citando a Larry Tye:

«”Dondequiera que haya estanterías”, razonaba [Bernays] ”habrá libros”. Así,

primero consiguió que respetados personajes públicos respaldaran la idea de la

importancia de los libros para la civilización, y después convenció a arquitectos,

constructores y decoradores para que creasen estanterías en las que almacenar

los preciosos volúmenes.»

Señal, hace ya casi cien años, de que el libro comenzaba a lograr lo que

prácticamente ninguna tecnología consigue: desaparecer. ¿Qué vemos al entrar

en la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York? Ordenadores

portátiles. Los libros, como las mesas y las sillas, han pasado a formar parte del

fondo frente al que se desarrolla nuestra vida humana. Lo cual no tiene nada que

ver con la afirmación de que el libro es una contra-tecnología, sino con el hecho de

que el libro es una tecnología tan ubicua, que ha experimentado tantas iteraciones

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e innovaciones, tan pulido y perfeccionado por siglos de contacto con los

humanos, que ha alcanzado el estatus de naturaleza.

Algo que es particularmente importante comprender es que a los libros no se los

arrastró en contra de su voluntad hacia cada nueva área del capitalismo. Los libros

no solo son parte esencial del capitalismo de consumo, sino que prácticamente lo

desencadenaron. Forman parte del combustible que lo impulsa. La aplicación a los

libros del modelo de producción en cadena le ofreció al público del siglo XX la

oportunidad de lamentar la transformación de la librería en una tienda más, cosa

que poco o nada tiene que ver con la realidad, como señala Striphas en The Late

Age of Print —citando a Rachel Bowlby— al indicar que la librería es de hecho el

modelo en el que se basarían los supermercados:

«En la historia del diseño de la disposición física de las tiendas, fueron

curiosamente las librerías las precursoras de los supermercados. Solo estas, de

entre todos los tipos de tienda, emplearon estanterías que no estaban situadas

tras los mostradores, con los productos dispuestos para facilitar que los clientes

los hojeasen rápidamente, un sistema que más adelante se conocería como

autoservicio. Asimismo, cuando aún no era habitual que los productos y sus

paquetes se identificasen con una marca, los libros incorporaban cubiertas

diseñadas tanto para proteger su contenido como para atraer al comprador: eran

productos de marca, con un autor y un título identificables.»

Hay más ejemplos de las importantes innovaciones promovidas por los editores.

Una de las más entrañables es la máquina expendedora de libros de bolsillo,

ideada en 1937 por Allen Lane, fundador de Penguin, para mejorar la distribución

entre quienes utilizaban el transporte público para desplazarse a su lugar de

trabajo. La idea central es, pues, que los libros no ocupan, a su pesar, un asiento

en clase turista en un avión que se dirige al futuro, sino que viajan en la cabina.

III.

Ya en el siglo XX, las repercusiones sociales y políticas de los libros, más baratos

y fáciles de obtener que nunca, van mucho más allá de lo que el negocio editorial

es capaz de aprovechar y explotar. Los libros difunden ideas como la distribución

igualitaria del capital social, cultural y económico (precisamente los recursos

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necesarios para leer y escribir un libro). El mundo editorial estadounidense de los

años cincuenta estaba poblado casi en exclusiva por hombres blancos que, salidos

de las mejores universidades del país, se dedicaban a publicarse los unos a los

otros: Mad Men en tweed. Pero, a lo largo del siglo XX, fenómenos como la ley G.I.

Bill; la extensión de la educación (en general, y de la universitaria en particular); el

movimiento por los derechos civiles; la descolonización en África y Asia o el

feminismo se vieron favorecidos por el poder de la literatura, y a su vez hicieron

que aumentase espectacularmente el número de seres humanos que habían leído

un número suficiente de libros como para (a) querer leer más y (b) imaginarse que

ellos mismos podrían escribir uno.

No obstante, la mayoría de las innovaciones técnicas y relativas al modelo de

negocio en la literatura eran unilaterales: mucho más eficaces a la hora de ampliar

las formas de leer un libro que las de escribirlo. Los años setenta y ochenta

trajeron consigo la gestión de la cadena de suministro. Los libros fluían desde las

imprentas a las tiendas cada vez con menor fricción. Los distribuidores rellenaban

rápidamente sus inventarios de los libros de éxito, porque podían compartir

información con los editores y las imprentas de manera más rápida y completa; por

su parte, los vendedores podían confiar en que los editores y los distribuidores los

mantendrían bien provistos de los libros que «volaban de las estanterías».

Pero esto también dio pie a una arrogancia desmedida: Cuanto más

aparentemente eficientes eran sus sistemas, más dispuestos estaban los editores

a servirse de ellos para lograr mayores economías de escala. Sí, la gestión de

inventario estaba pensada para decirte de qué querías menos y de qué

necesitabas más, pero se utilizaba fundamentalmente para esto último (algo que

no era en absoluto exclusivo de los libros). El desarrollo histórico también ha

hecho que cada vez sea más fácil que cualquiera se compre un escritorio, en lugar

de tener que fabricárselo. De hecho, con el paso de la época medieval a la

moderna, es más fácil comprar comida que cocinarla; comprar ropa que fabricarla;

recibir asesoría legal que conocer las leyes; recibir tratamiento médico que coser

una herida con puntos.

Fue entonces cuando las cosas se dispararon. El número de títulos publicados

había crecido significativamente desde la aparición de la imprenta, pero estaba a

punto de hacerlo de manera todavía mucho más espectacular. Esta situación no

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se remonta a 2007, cuando Amazon presentó el Kindle, ni siquiera a 1993, con la

invención del primer navegador web popular. Para saber cuándo comienza el

crecimiento realmente importante, debemos remontarnos a mediados de la década

de los ochenta: en concreto, a julio de 1985, cuando una compañía llamada Aldus

(en honor del gran impresor veneciano Aldo Manucio) presenta PageMaker.

Instalamos PageMaker en un Mac, ponemos el Mac en una nueva cadena de

fotocopisterías llamada Kinkos, los alquilamos a seis dólares la hora, y ya tenemos

el Mundo Editorial 2.0. Primera prueba: Soft Skull Press, una editorial fundada en

un Kinkos en 1993, que dirigí entre 2001 y 2009. Más pruebas: los cientos de miles

de fanzines, folletos y libros producidos desde entonces, muchos de los cuales

dieron lugar a pequeñas empresas de comunicación, revistas y editoriales. En

Estados Unidos, el número de títulos en papel producidos por editoriales

tradicionales, ya fuesen de la variedad independiente, como Soft Skull, o grandes

empresas editoriales, se incrementó desde unos 80.000 al año en los años

ochenta a 328.259 en 2010.

Ahora sabemos que la abundancia es un problema mucho más difícil de resolver

que la escasez. O, en palabras de Clay Shirky: «La abundancia rompe más cosas

que la escasez». Aprendimos a gestionar la primera fase de la abundancia de

libros: inventamos el copyright, construimos un negocio viable alrededor de su

producción y distribución, inventamos el autor para facilitar la selección (No

necesitamos leer todas estas palabras, solo las de estos diez autores

importantes). Fue el primer intento por parte de la humanidad de gestionar la

escasez artificial, y nuestra solución fue lo suficientemente ingeniosa como para

hacernos olvidar no era más que un apaño. Vonnegut fue uno de los primeros en

retratar, de manera convincente, las aristas de esta fase industrial del negocio de

la cultura de cuyo final hago yo ahora doy cuenta. En Barbazul, hablando a través

de su protagonista, el pintor Rabo Karabekian, escribe:

«Era evidente que yo había nacido para dibujar mejor que la mayoría, tan evidente

como que la viuda Berman y Paul Slazinger habían nacido para contar historias

mejor que casi todo el mundo. Otra gente había nacido, evidentemente, para

cantar o bailar o explicar las estrellas en el firmamento o hacer trucos de magia o

ser grandes líderes o atletas, etcétera. Creo que el origen de esto podría

remontarse a la época en que la gente tenía que vivir en pequeños grupos con

vínculos familiares, quizá cincuenta o cien personas como mucho. Y la evolución,

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o Dios, o lo que sea, dispuso las cosas genéticamente, para hacer que las familias

perdurasen, para alegrarles la vida, para que todos pudiesen tener a alguien que

les contase historias por las noches alrededor de la hoguera, y a otra persona que

pintase dibujos en las paredes de las cuevas, y alguien más que no le tuviese

miedo a nada, y así… [Un] sistema como ese ha dejado de tener sentido, porque

la imprenta, la radio, la televisión y todas esas cosas le han quitado cualquier valor

al hecho de poseer un talento mediano. Una persona con un talento medio, que

hace mil años habría sido un tesoro para su comunidad, ahora no tiene más que

desistir y buscarse otro trabajo, ya que las comunicaciones modernas le obligan a

competir a diario nada menos que con los mejores del mundo. Al planeta entero le

basta con una docena de extraordinarios artistas en cada uno de los ámbitos del

talento humano. Una persona con un talento medio debe guardárselo todo para sí

hasta que, por ponerlo así, se emborrache en una boda y empiece a bailar claqué

sobre la mesa como Fred Astaire o Ginger Rogers. Tenemos un nombre para la

gente así. Los llamamos “exhibicionistas”.

¿Cómo recompensamos a uno de estos exhibicionistas? A la mañana siguiente le

decimos: ”¡Guau, sí que te agarraste una buena anoche!”»

Los condicionantes económicos de la reproducción analógica de la cultura

condujeron inexorablemente al exhibicionista. Desde un punto de vista económico,

cuanto menor sea el número de autores y de títulos, mejor. Idealmente, solo habría

un editor con un título; llamémoslo la Biblia, por ejemplo. Aparte de que, en una

situación así, ningún otro material de lectura le haría la competencia, el beneficio

que se obtendría con la Biblia sería máximo sencillamente porque, cuando la

producción es analógica, el coste marginal siempre decrece (es decir, el coste de

imprimir cada libro adicional disminuye). Así que, si el precio no varía, cuanto más

imprimamos y más vendamos, mayores serán nuestros beneficios. El negocio

editorial de libros impresos más rentable sería aquel en que la sociedad entera

leyese el mismo libro.

El producto en formato PostScript que generaba PageMaker (que más tarde

pasaría a conocerse con el nombre más familiar de «PDF») erosionó el modelo

industrial, y con él dio comienzo la fase digital, post-industrial, de abundancia,

aunque entonces parecía que lo que hacía era reforzar el modelo al reformarlo.

Las editoriales independientes podían producir ficheros digitales y enviarlos a las

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imprentas offset. Seguían moviéndose dentro de las clásicas economías de escala

de la impresión analógica, pero ya no tenían que tratar con el arcano, complejo e

inaccesible mundo de la composición tipográfica tradicional. El número de

editoriales empezó a crecer, como también lo hizo el de títulos, y el coste de la

producción de un título (para el editor, por supuesto, no para el autor) se redujo

considerablemente y comenzó a desmontar el análisis de Vonnegut, por lo demás

tan preciso, del negocio de la cultura. La genial cantante de ópera necesitaba

sistemas para distribuir su genio tan ampliamente como fuera posible, y el sistema

de copyright, combinado con la reproducción analógica, facilitaba esa tarea. Las

cosas eran también cada vez más fáciles para las personas con gustos poco

convencionales, ya se tratase del amante de la música de vanguardia o de la

música antigua, del camp, de la música local o incluso familiar (la grabación de la

abuela cantando ópera). Todo lo ajeno a los gustos mayoritarios se vio favorecido

por la extensión del modelo de las hiperlibrerías. Las librerías independientes

tradicionales mantenían un inventario de entre 5.000 y 10.000 títulos, por lo que

solo podían gestionar las novedades y el fondo de catálogo de un número limitado

de editoriales. Pero una hiperlibrería como Barnes & Noble o Borders podían tener

50, 60 e incluso ¡70.000 títulos! De hecho, necesitaban los productos no

mayoritarios para llenar sus estanterías. Irónicamente, por mucho que las

editoriales independientes, alternativas y literarias criticaran el comportamiento

depredador de las hiperlibrerías, estas eran fundamentales para su existencia.

Esa fue la transformación digital del negocio de la literatura. Y se produjo al menos

quince años antes de la transformación correspondiente de la industria musical.

Hasta mediada la primera década del siglo XXI no era fácil que cualquiera pudiese

crear un máster digital de la misma calidad que el producido por una discográfica,

es decir, hasta entonces la industria musical no tuvo su equivalente real de la

edición electrónica. Sin embargo, el mp3, el medio para el consumo de música

digital, es muy anterior al Kindle, la primera forma viable de consumo digital de

textos largos.

En un modelo digital de edición, aunque los costes de crear el texto no varían, su

reproducción para el consumo masivo sigue un esquema completamente diferente.

El coste marginal es cero: cuesta lo mismo producir la mil millonésima copia que la

segunda. Por muy abundantes que fueran los libros y otros artefactos culturales

como consecuencia de la reproducción analógica, la digital hace que lo sean aún

Page 14: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

más. Pero no porque introduzca variaciones en los medios necesarios para la

creación, sino porque implica cambios en los recursos que se invierten en la

reproducción. El copyright, aunque formalmente se instauró para estimulaar la

creación de una obra, tiene como única finalidad lógica el fomento de

la reproducción de la misma. Lo que se constata continuamente en nuestra

sociedad es que la gente no necesita ningún estímulo para crear, pero las

empresas sí necesitan métodos mediante los que minimizar el riesgo de invertir en

la creación.

Richard Stallman argumenta que el acuerdo fundamental del copyright consiste

que el público renuncia a un derecho del que en realidad no podía disfrutar. Hasta

fechas recientes, resultaba más caro hacer una copia de un libro que comprarlo.

Así que, cuando la sociedad acordó otorgar a los autores y editores el monopolio,

el trato parecía bueno. Ahora que el público puede hacer copias de lo que sea,

está renunciando a un derecho del que sí podría disfrutar. O, mejor dicho, el

público ha procedido a hacer copias como si nada, independientemente de cuál

fuera el trato anterior, como si el acuerdo se hubiese declarado nulo. Como sucede

con cualquier ley que deja de gozar del consentimiento de los gobernados porque

ya no refleja la lógica social, la ley no se deroga, sino que simplemente se ignora.

Se convierte en algo del pasado, como las leyes que prohibían la entrada de

cerdos en los saloons, la venta de alcohol los domingos, el adulterio o el

matrimonio interracial.

¿Cuál debería ser entonces el negocio de la literatura cuando el público lector

copia a diestro o siniestro, nos guste o no?

El método de copia más utilizado durante el siglo XX —para producir, distribuir y

repartir cualquier objeto—tenía apenas doscientos años de historia. Hay motivos

de peso para pensar que este se acabará viendo como un periodo anómalo en la

historia humana, no solo para los libros y la música, sino para una amplia variedad

de creaciones humanas. Pensemos en las impresión en 3D, que actualmente se

encuentra en la fase amateur de su desarrollo, la misma en la que se encontraba

el ordenador a principios de los años setenta. Se trata de un aparato para imprimir

objetos tridimensionales, lo que hasta no hace mucho quería decir prototipos en

plástico extrudido (de cosas como cepillos de dientes, martillos o componentes

mecánicos), pero cada vez más significa el objeto real. Por una parte, es pura

Page 15: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

ciencia ficción. Por otra, no es más que una vuelta a la sociedad anterior a la

Revolución Industrial, donde las sillas, las herraduras de los caballos y la ropa se

producían localmente.

En ambos sentidos, este fenómeno, la transición de la (re)producción masiva a

una producción a medida, viene prefigurada por la del libro, con la tecnología de

impresión bajo demanda. La primera impresora en 3D fue la impresora láser. De

nuevo, podemos ver el libro no como la antítesis de la tecnología sino como su

apoteosis, a la vanguardia de la aplicación de los avances tecnológicos para

producir nuevos modelos de negocio. ¿Quieres otro ejemplo de algo que los ya

sucedió antes en el ámbito de los libros? Qué tal el crowdfunding

[micromecenazgo], cuyo más conocido exponente es la compañía Kickstarter, y

que es prácticamente idéntico al modelo de suscripción del siglo XVIII, en el que

se anunciaba la publicación de un libro pero este no se imprimía hasta que un

número mínimo de compradores hubiesen pagado por él.

¿Existe alguna razón convincente para dudar de que, una vez más, el libro y el

negocio de la literatura estarán en el epicentro de la disrupción, que serán tanto

sus inductores como sus víctimas? Por descontado, el libro no será el único

artefacto cultural reproducible, ni la única forma de narración, igual que hace

tiempo que la silla dejó de ser el único objeto sobre el que sentarse (el sofá, el

taburete, el columpio, la pelota de ejercicios). ¿Pero podemos hacernos idea de

cómo continuará teniendo relevancia cultural y cómo podría marcar el camino tanto

de su propio futuro como de una transformación cultural y social más amplia?

IV.

Antes dejé caer que, con los amigos que tiene, al libro no le hacen falta enemigos.

Pero por supuesto que los tiene. Siempre los ha tenido, incluso antes de que

existiese en el formato que al que estamos habituados actualmente.

Hace unos cuantos años, tuve un encuentro con el gurú de los juegos Kevin

Slavin, alguien que podríamos tomar por un enemigo, que bien podría mofarse del

inmovilismo del libro. Tras nuestro café, hizo una pausa y después me explicó que

lo que los libros tienen en común con los juegos es que recompensan la iteración.

Cuanto más juegas, cuanto más lees, mejor lo haces, mayor es la diversión. Así es

Page 16: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

como yo lo he integrado en mi manera de pensar: En los juegos, uno se pregunta

cuál de las puertas abrir; en los libros, lo que se pregunta es qué estaría pensando

el personaje al atravesar esa puerta. Uno puede imaginarse el color de la puerta,

el material, el tipo de pomo, o la sensación de frío o calor que experimentará el

protagonista al tocarlo.

La carencia de vídeo, de audio y de maneras de alterar los resultados de cada una

de las bifurcaciones en la trama (algo que suele denominarse, de manera bastante

burda, «interactividad») es una virtud de la literatura, no un defecto. Aunque, en

realidad, resulta que los libros sí que son interactivos: Son recetas para la

imaginación. Mientras que el vídeo, al decirnos qué aspecto tienen las cosas y

cómo suenan, es restrictivo.

Los libros soportaron la disrupción de las nuevas formas de narración (el cine, la

televisión). Y han sido ellos mismos, en múltiples ocasiones, los causantes de las

transformaciones, como por ejemplo la que sufrió la Iglesia Católica, la que

despojó a la aristocracia francesa de sus privilegios, o las que afectaron a la

profesión médica, primero en la época medieval y de nuevo en el siglo XIX. Por

ese motivo, la idea —muy extendida en uno de los campos que componen la

cosmología de Silicon Valley— según la cual la narrativa de largo formato y

exclusivamente textual está a punto de sufrir una profunda alteración (no hay más

que ver el escepticismo de Tim O’Reilly en su intervención en el programa de

Charlie Rose, o la insistencia en asimilar el libro con el carruaje tirado por caballos,

o la profusión de start-ups que ofrecen plataformas multimedia diseñadas para

sustituir a los libros) raya en la estupidez.

Para más inri, cuando los tecnólogos consiguieron incrustar vídeo en un texto

digital y proclamaron el fin de la letra impresa, las reglas que estaban rompiendo

eran las suyas propias. Cualquier emprendedor o inversor de capital riesgo con

una cierta experiencia nos advertirá contra el riesgo de presentarnos como una

solución en busca de un problema. Como diría Clayton Christensen, profesor de la

Escuela de Negocios de Harvard: ¿Cuál es la tarea que hay que realizar? Por lo

que se ve, muchas de las empresas que entraron en la industria editorial en los

últimos años no prestaron atención a sus propios gurús. Eran soluciones que

buscaban un problema. El libro, en la terminología de Christensen, ya era «lo

suficientemente bueno». No podía tuitear —algo de lo que se jactaba el libro It’s a

Page 17: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

Book, que llegó a la lista de más vendidos del New York Times— pero eso no

suponía ningún problema. La mesa a la que estoy sentado tampoco tuitea. La

«tarea a realizar» es transmitir una gran cantidad de palabras.

Esto no quiere decir, no obstante, que no surjan otras tareas que realizar: distribuir

cientos de conjuntos extensos de palabras en un solo objeto que permita leerlos,

hacer anotaciones en ellos y almacenarlos, distribuir esos conjuntos de palabras a

un menor coste, o instantáneamente, como sucede con la distribución digital de

libros. Como tampoco quiere decir que la tarea de producir, distribuir y repartir

esos libros la deban realizar únicamente los componentes de la cadena de

suministro agente-editor-distribuidor-vendedor. En este sentido, la disrupción que

los tecnólogos prevén parece algo muy razonable.

V.

¿Cuál es, entonces, la más importante tarea que han de realizar los editores?

Están el márketing y el descubrimiento, es verdad, pero, aunque los editores no

son hacedores de milagros que toman sus mejores decisiones sin ninguna

influencia externa, sí son fuente de gran valor en el esquema económico de la

literatura y seguirán siendo tanto o más valorados que antes, aunque gozarán de

menos privilegios.

El pensador Clay Shirky da nombre a la siguiente regla: «Las instituciones tratarán

de preservar los problemas para los cuales ellas constituyen una solución». En los

últimos cinco o diez años hemos podido asistir a un alto grado de ansiedad entre

los mandatarios de las organizaciones que publican libros, revistas y periódicos

(cabe señalar que ha sido relativamente menor entre quienes publican revistas

literarias). Esta ansiedad tiene en parte bien fundadas raíces económicas: Ha

habido despidos de editores. Pero otra parte está relacionada con la percepción de

una cierta pérdida de relevancia y de prestigio, ante lo cual la respuesta ha

consistido en una serie de odas a las valiosas cualidades del criterio editorial:

Mirad cuánta basura hay a vuestro alrededor, nos dice el editor, me necesitáis a mí

para limpiarla, para ordenarla, para hacer una criba.

Uno de los valores que aporta el editor está claro: mejorar lo escrito. Al nivel más

mecánico y menos prestigioso, esa es la labor del corrector de pruebas; en una

Page 18: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

escala intermedia se encuentra el editor de mesa o redactor, que le da al texto

consistencia, continuidad y precisión gramatical, y que, idealmente, sintoniza con

el estilo profundo del autor y lo potencia; y en la cumbre del escalafón del prestigio

está el editor, que puede intervenir o no en el desarrollo del texto, puede tener o no

editores júnior a su cargo, o puede serlo él mismo, y que es quien toma las

decisiones relativas al producto: qué publicar y cómo optimizarlo como producto, y

que, en colaboración con muchas otras personas, da a luz al texto y se lo presenta

al mundo.

Irónicamente, las dos primeras categorías, aunque son las menos prestigiosas,

aportan un valor claro, y probablemente seguirán dando trabajo durante décadas,

a medida que sean cada vez más numerosos los actores sociales y económicos

(compañías productoras de bienes de consumo, profesionales, grupos de presión,

instituciones culturales) que se conviertan de facto en editores, y produzcan

publicaciones cada vez más sofisticadas, online y offline, diseñadas para trasmitir

su mensaje (cómprelo, done aquí, créanos, contráteme, visítenos, vóteme). Lo

más probable es que busquen individuos que puedan realizar las dos primeras

tareas, junto con parte de la tercera, a los que llamarán estrategas de contenidos.

Esto es algo que está particularmente claro en el mundo de las revistas y los

periódicos. En otra época, las empresas dejaban que fuesen revistas y periódicos

los que se encargasen de agregar el público al que querían llegar, y les pagaban

por anunciarse ante él. Ahora se están dando cuenta de que mucho más efectivo

contratar a personas del perfil de las que trabajan en esas revistar para comunicar

su mensaje directamente.

Para producir libros también se necesitan editores, desde luego. Pero más allá de

sus habilidades editoriales, lo que ha hecho que se mantenga la demanda de

editores es su capacidad de establecer contactos. La habilidad que se suele

asociar con la cúspide del talento editorial, la de elegir el libro adecuado, es,

seamos sinceros, un absurdo. El éxito a la hora de elegir es una combinación de

suerte para lo que no es evidente y dinero para lo que lo es (que a menudo

también requiere algo de suerte). Esto no significa que no se invierta mucho

trabajo en los libros afortunados, pero todas las justificaciones a posteriori sobre

por qué tuvieron éxito, por ejemplo, El código da Vinci o la serie de Harry Potter

quedan desmentidas por lo que en realidad es solo una cuestión de suerte y de

saber aprovechar los efectos de red. Los libros, como la mayoría de los productos

Page 19: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

de entretenimiento, habitan en lo que Nassim Nicholas Taleb llama «Extremistán»,

un lugar donde una cantidad enorme de fracasos comerciales convive con algunos

éxitos espectaculares pero extremadamente poco frecuentes. La llegada de la

autoedición ha puesto aún más de manifiesto este fenómeno, si cabe. La inmensa

mayoría de los 28 millones de libros que están actualmente en catálogo no

obtuvieron beneficio alguno, mientras que una vez cada varios años sucede que

un autor gane más de 200 millones: antes fueron Dan Brown y J. K. Rowling,

ahora es E. L . James. Llama la atención ver cómo la gente se esfuerza por buscar

una explicación para su éxito. No la hay, como tampoco la tiene el hecho de que

una determinada persona ganase los 550 millones de dólares de la lotería

PowerBall a finales de noviembre del año pasado.

El mundo editorial no posee una especial capacidad para discernir lo que es bueno

y lo que no, lo que tiene éxito y lo que no. Esto es así no solo a la hora de predecir

el éxito comercial, sino también en relación con el éxito de crítica. Ya he

comentado los casos de grandes escritores que estuvieron a punto de

desaparecer, de libros que pasaron desapercibidos para las grandes editoriales, y

posteriormente también para las editoriales independientes. Si se pudiese predecir

quién será el ganador del premio Pulitzer, ¿cómo es posible que fuese Bellevue

Literary Press quien se hizo con Tinkers, de Paul Harding, o Soft Skull con Love in

Infant Monkeys, de Lydia Millet, que también fue finalista ese año? Si los grandes

editores pudiesen predecir los ganadores del National Book Award, ¿cómo es que

McPherson & Co. publicó Lords of Misrule? O, si los editores pudiesen predicir

quién ganará el PEN Award, ¿cómo es que Red Lemonade publicó Zazen, de

Vanessa Veselka?

Esto no pretende ser una crítica del mundo editorial. No tenemos ninguna prueba

de que los corredores de bolsa sean capaces de elegir bien las acciones con las

que comercian, o de que los charlatanes que se pasan la vida en el hipódromo

sepan escoger los mejores caballos. Esa es la razón por la que un asesor

financiero honrado nos aconsejará que invirtamos en fondos indexados,

instrumentos financieros que reflejan el comportamiento del mercado: nadie sabe

cómo ganarle al mercado. Cuando sucede, es mera suerte, combinada con la

capacidad para contar una buena historia a posteriori sobre por qué se acertó, y

con la propensión, natural entre los humanos, a creer en el poder predictivo de una

buena historia. (Sí, otra heurística).

Page 20: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

Y resulta que eso señala precisamente lo que la edición es capaz de hacer, cuál

es el negocio de la literatura. No se trata de crear arte, sino de generar cultura, que

es una conversación sobre lo que es arte, lo que es verdadero y lo que es bueno.

¿Cuál es el modelo de negocio para la producción de cultura? ¿Cuáles son sus

consecuencias para los individuos que intervienen en todo el proceso, para los

ciudadanos de la literatura de toda condición que participan en la escritura, la

lectura, la enseñanza, los trajines y los chismorreos?

El modelo existente, centrado en el producto (en contraposición con el modelo

centrado en la cultura) es algo así: Imaginemos Lorem Ipsum, un hipotético

proyecto de libro. Consiste exclusivamente en el texto comodín que usan los

diseñadores, el equivalente tipográfico del «probando, probando; uno, dos, tres».

Es un texto ininteligible (basado en un original de Cicerón), el ejemplo perfecto de

un sinsentido, y aun así sería difícil que un editor vendiese un libro que lo

contuviese por mucho menos de 10 dólares. ¿Por qué? Un diseñador debe

componerlo en la página y, aunque no se ha de revisar propiamente, sí debe pasar

por el corrector de pruebas. Lorem Ipsum necesita un diseño de cubierta. Necesita

un texto de contra. Hay que enviárselo a otros escritores para que aporten sus

citas elogiosas. Ocupa una página en el catálogo de la editorial; los comerciales lo

hojean y pierden quince segundos aguantando la mirada desconcertada de los

libreros, tras lo cual se encogen de hombros. Las ediciones anticipadas se

imprimen, se envían por correo y circulan entre los editores, el agente y los

publicistas en sus almuerzos de trabajo. El libro se imprime, se envía, se coloca en

las estanterías. Permanece allí entre seis y ocho semanas hasta que las librerías

descubren nuestro pequeño juego, momento en el cual se vuelve a meter en cajas

y se envía a un almacén, y después se convierte en pulpa de papel.

Desde el punto de vista editorial, se puede vender Orgullo y prejuicio mucho más

barato que el sinsentido de Lorem Ipsum, porque la gente ya conoce a Jane

Austen. Como mínimo, no se devolverá y se destruirá en la misma proporción.

¿Por qué es tan bajo, a veces incluso negativo, el margen atribuible a las ideas

que contiene el libro, de manera que los ingresos totales que se obtienen por él

son menores que el coste de producirlo y distribuirlo? No es porque la sociedad no

valore la literatura, algo de lo que tantos de nosotros nos quejamos, sino porque se

Page 21: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

tarda mucho en saber si el libro nos acabará gustando o no. Los editores ofrecen

al mundo un enorme descuento respecto al que debería ser el coste de su

fabricación y distribución con tal de persuadirnos para que probemos algo nuevo,

para que hagamos una apuesta. Para conseguir que nos arriesguemos a

malgastar nuestro tiempo, tratan de minimizar el riesgo de que estemos

malgastando nuestro dinero. Contra toda lógica, los editores son incapaces de

sacarle partido a la parte positiva. Si resulta que no estamos perdiendo el tiempo y

nuestra experiencia es maravillosa, la obtenemos a cambio de entre uno y dos

dólares por cada hora, un orden de magnitud más barata que el cine, el teatro, la

música en directo o grabada, la danza, un bar, un restaurante o un museo.

Pagamos tan poco porque un libro es una magnitud mucho más incierta, menos

susceptible de ser resumida.

¿Cómo podrían los editores sacar provecho de ese valor? Esa experiencia

transformadora, que nos transporta y nos subyuga, cuyo valor se asemeja más al

de un viaje al extranjero, a la asistencia a un seminario universitario, o a un

amante, ¿todo por el precio de una camiseta? Una de las líneas teóricas de las

industrias creativas ha pasado por educar al público para que entienda que el

contenido tiene un valor, y que por tanto debería pagar por él. Nos topamos con

esa idea por todas partes: en los tráilers previos a la proyección de una película y

en las páginas de las revistas, que pueden estar hablando de ellas mismas o del

negocio del libro. Por muy generosos que sean los estadounidenses, y por muy

dispuestos que estén los europeos a repartir subvenciones, quien pretenda

sustentar su negocio en la idea de que se merece que le paguen acabará

indefectiblemente fracasando. Imaginémoslo como estrategia en una cita: Me

merezco que me desees. Apple, Prada, la NFL, los suministradores de bienes y

experiencias que tanta gente desea no «educan» al público en la idea de que

merecen que les pague. Este simplemente les ofrece su dinero, agradecido. Pero

no hará lo propio a cambio de una experiencia textual básica de largo formato. Si

no podemos llegar a ser rentables a base de educar al público, o de hacerle sentir

culpable, ¿qué haremos entonces?

En las últimas décadas se ha dado la ironía de que, mientras que en el sistema

capitalista el desarrollo de productos evolucionaba hacia un modo de producción

cada vez más a medida y personalizado, que empleaba sistemas de fabricación

más sofisticados, cadenas de suministro más flexibles, y ciclos de realimentación

Page 22: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

cada vez más atentos a la opinión del cliente, la cadena de suministro del libro se

ha vuelto más y más uniforme e insustancial. Ahora que empieza a remitir la

presión que recaía sobre el libro por ser el principal conducto a través del cual la

literatura llegaba a su público, también disminuye la presión de tener que

producirlos al menor coste posible. Al mismo tiempo, el carácter de los puntos de

venta que participan en el negocio de hacer llegar la literatura al consumidor se

aleja de aquellos para los que el precio y una amplia selección eran básicos, para

tender hacia los que funcionan como híbridos de agregador y custodio cultural, y

galería; esto es, hacia locales optimizados para la venta de ediciones de lujo. Más

en general, esto abre la posibilidad ampliar el abanico de precios de venta: 15

dólares para un libro de bolsillo, 35 para una elegante edición en tapa dura, 75

dólares por un estuche, 250 para un ejemplar con la huella digital del autor

marcada con sangre en la portada, etcétera. Además, estos lugares están en

mejor disposición de colaborar con otras instituciones y proveedores de ocio, como

restaurantes, bares, museos, cines de arte y ensayo, para crear conexiones

temáticas y nexos culturales.

Podemos ver ejemplos de esta tendencia por doquier en la industria, e incluso

empezamos a observar casos en que son las organizaciones editoriales

tradicionales las que formalizan el proceso. Varias de las mayores casas

editoriales estadounidenses ofrecen a los conferenciantes servicios de

representación que, tanto para los poetas como para los consultores expertos en

administración de empresas, representan fuentes de ingresos mucho más

importantes que los libros. (Aunque este a menudo refuerza el valor de la

conferencia, en la práctica no es el vehículo a través del cual se captan los

ingresos.) O’Reilly, la editorial de libros de programación, gana mucho más dinero

con las conferencias que organiza que por la venta de libros, aunque fueron su

reputación y su red de contactos como editorial las que le permitieron estar en

disposición de crear las conferencias. El complejo industrial de los MFA [Masters

of Fine Arts, cursos de posgrado en Bellas Artes] es un negocio de miles de

millones de dólares cuyo núcleo de ingresos han sido tradicionalmente las

universidades: la matrícula que pagan los aspirantes a poeta costea los

microscopios electrónicos de los físicos. En ese mismo sentido, en Reino Unido

hace ya cinco años que la editorial Faber puso en marcha su Faber Academy, que

ofrece cursos de escritura creativa que imparten sus autores. Lo único que hacen

Page 23: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

las universidades es contratar a los autores de las editoriales para dar las clases,

así que ¿por qué no habrían de hacerlo estas directamente? Las conferencias

literarias les cobran a los aspirantes a escritor miles de dólares por asistir y, aparte

de los autores, ¿quién más figura como cebo para los asistentes? Los editores.

Hemos visto cómo Penguin ha ampliado su oferta de mercadería: si Marc Jacobs

puede vender libros, ¿por qué los editores no habrían de asociarse con

diseñadores para crear zapatos inspirados en determinados personajes? Los

editores podrían también asociarse con distribuidores de vino y ofrecer clubes de

degustación, con proveedores de cátering para organizar eventos con temática

literaria, con agencias de viaje exclusivas para ofrecer tours.

Vender un libro, impreso o digital, no es ni por asomo la única manera de generar

ingresos a partir de la extraordinaria actividad cultural que se dedica a la creación

y diseminación de la literatura y las ideas. Pensemos de nuevo en todas las

charlas informales, el aprendizaje, la práctica, los trajines, las lecturas y más

lecturas que se invierten en los diversos componentes editoriales del proceso de la

edición; el reconocimiento de patrones; las historias que cuentan los editores,

comerciales y publicistas o el personal de las librerías. Pensemos en ese poeta de

modesta fama que gana más dinero en un bolo de fin de semana como escritor

invitado de lo que obtendrá en royalties en todo un año. Empezaremos entonces a

darnos cuenta de que el negocio de la literatura es el negocio de la creación de

cultura, no solo el de la producción de libros encuadernados. Esto a su

vez significa que las crecientes dificultades para vender libros a la manera

tradicional (y el menor precio medio de los libros en formato electrónico) no

supondrá a largo plazo un gran escollo, sino que permitirá que el negocio de la

literatura se libere de las restricciones que impone el hecho de producir cosas en

lugar de ideas e historias. Cultura del libro no equivale a fetichismo por la letra

impresa; es el torbellino y el borboteo de ideas y estilos para la expresión de

historias y conceptos: la conversación, la polémica, la fuerza narrativa que existe

entre los textos, y también entre quienes escriben, revisan, descubren y responden

a esos textos. Dentro de ese torbellino y borboteo tiene cabida el fetichismo por el

libro impreso, como también la tiene el fetichismo por lo digital. Esto es lo que la

literatura ha sido siempre. El hecho de que haya estado uncida a las máquinas

diseñadas para la reproducción analógica en la época de la Revolución Industrial y

a un arbitrario proceso de selección de lo que era digno de reproducirse acabará

Page 24: ¿Cuál es el negocio de la literatura?

viéndose como una anomalía en la historia de la literatura, por útil que esa fase

haya sido para la democratización del acceso a la lectura. En el mundo de la

cultura del libro, el editor es un director de orquesta, no una máquina que filtra

manuscritos y hace llegar una pequeña proporción de ellos, debidamente

mejorados y encuadernados, a un gran número de personas a través de una

cadena de suministro que desemboca en las tiendas (y que parece más apropiada

para la distribución de cereales de desayuno que de ideas).

Un negocio, nacido de la invención de la reproducción mecánica, que transforma y

transciende las propias circunstancias de su origen y recupera así la capacidad de

continuar transformándose y transcendiéndose, y poder a su vez transformar

sectores como el de la educación, servir de impulso a la industria cinematográfica

y aportar su vitalidad a la de los juegos. La cultura del libro está mucho menos

amenazada de lo que muchos quieren pensar, porque la idea de una cultura del

libro en peligro presupone que es un animal mucho más refinado, exquisito y frágil

de lo que lo es en realidad. Al definir los libros por contraposición con la

tecnología, nos negamos a nosotros mismos, negamos el poder del libro.

Restituyámosle al mundo editorial su verdadera reputación: no como parapeto tras

el que defendernos del futuro, no como balladar contra el cambio radical, no como

ciudadela asediada por los bárbaros, sino como futuro que está a nuestro alcance,

como agente del cambio radical. El negocio de la literatura consiste en volarlo todo

por los aires.