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Castoriadis, Cornelius · la sociedad instituyente y de la sociedad instituida, de lo imaginario social, de la institución 1 N°: 36 a 40. Al igual que mis otros textos de «Socialisme

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Castoriadis, Cornelius

La institución imaginaria de la sociedad – 1ª. Ed. – Buenos Aires: Tusquets Editores, 2007. 580 p.; 21x14 cm. (Ensayo) Traducido por: Antoni Vicens y Marco-Aurelio Galmarini

ISBN: 978-987-1210-56-5

1. Filosofía I. Vicens, Antoni, trad. II. Galmarini, Marco-Aurelio, trad. III. Título CDD 100

Título original: L’institution imaginaire de la societé

1.

a edición en colección Acracia : septiembre 1983 (vol. 1) / enero 1989 (vol. 2)

1.

a edición argentina en colección Acracia: agosto 1993 (2 vols.)

1.a reimpresión argentina: abril 1999 (2 vols.)

2.a reimpresión argentina: febrero 2003 (2 vols.)

1.a edición argentina en colección Ensayo: marzo 2007 © Editions de Seuil, 1975

Traducción de Antoni Vicens (Primera parte) Traducción de Marco-Aurelio Galmarini (Segunda parte) Diseño de la colección: Lluís Clotet y Ramón Ubeda

Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. – Venezuela 1664 – (1096) Buenos Aires [email protected] – www.tusquetseditores.com ISBN: 978-987-1210-56-5 Hecho por el depósito de ley

Se terminó de imprimir en el mes de marzo de 2007 en Edigraf S.A. – Delgado 834 – Buenos Aires Impreso en la Argentina – Printed in Argentina.

Índice

Prefacio …………………………………………………………………………………….. 7

Primera parte. Marxismo y teoría revolucionaria

I. El marxismo: balance provisional ……………………………………………………… 17 1. La situación histórica del marxismo y la noción de ortodoxia ……………...… 17 2. La teoría marxista de la historia ……………………………………………….. 26

3. La filosofía marxista de la historia …………………………………………….. 67 4. Los dos elementos del marxismo y su destino histórico ………………………. 90 II. Teoría y proyecto revolucionario ………………………………………………….… 113

1. Praxis y proyecto …………………………………………………………...… 113 2. Raíces del proyecto revolucionario ………………………………………...… 127

3. Autonomía y alienación ………………………………………………………. 160 III. La institución y lo imaginario: primera aproximación ……………………………… 183 Segunda parte. El imaginario social y la institución

IV. Lo histórico-social …………………………………………………………………... 269 V. La institución histórico-social: legein y teukhein ……………………………………. 351

VI. La institución histórico-social: el individuo y la cosa ………………………………. 429 VII. Las significaciones imaginarias sociales …………………………………………... 529

Prefacio

Este libro podrá parecer heterogéneo. Lo es, en un sentido, y algunas explicaciones sobre las circunstancias de su composición pueden ser útiles al lector.

Su primera parte está formada por el texto «Marxismo y teoría revolucionaria», pu-blicado en «Socialisme ou Barbarie» desde abril de 1964 hasta junio de 1965.

1 Este texto

era a su vez la amplificación interminable de una «Nota sobre la filosofía y la teoría marxis-tas de la historia», que acompañaba a «El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno» y fue difundida al mismo tiempo que éste en el interior del grupo Socialisme ou Barbarie (primavera de 1959). Cuando se suspendió la publicación de «Socialisme ou Bar-

barie», la continuación, no publicada de «Marxismo y teoría revolucionaria», en gran parte ya redactada, quedó entre mis papeles.

Escrita bajo la presión de los plazos impuestos por la publicación de la revista, esta primera parte es ya, en sí misma, no un trabajo, sino un trabajo que se hace. Contrariamente a todas las reglas de composición, las paredes del edificio son exhibidas unas tras otras a medida que son edificadas, rodeadas por lo que queda de los [9] andamiajes, de los monto-

nes de arena y de piedra, de los pedazos de viga y de las paletas sucias. Sin hacer de ello una tesis, asumo esta presentación dictada al principio por factores exteriores. Debería ser una trivialidad, reconocida por todos, al que, en el corto del trabajo de reflexión, quitar los andamiajes y limpiar los accesos el edilicio, no aporta nada al lector, sino que le quita algo esencial. Contrariamente a la obra de arte, no hay aquí edificio terminado y por terminar; tanto como, o más que, los resultados importa el trabajo de reflexión, y es quizás eso sobre

todo lo que un autor puede hacer ver, si puede hacer ver algo. La presentación del resultado como totalidad sistemática pulimentada - lo que en realidad no es jamás -, o incluso del proceso de construcción - como es tan a menudo el caso, pedagógica pero falazmente, de tantas obras filosóficas- bajo la forma de proceso lógico ordenado y dominado, no puede hacer más que reforzar en el lector esa ilusión nefasta hacia la que está, como lo estamos todos, naturalmente llevado, según la cual el edificio fue construido para él y que, si se en-

cuentra bien donde está, no le queda ya sino habitarlo. Pensar no es construir catedrales o componer sinfonías. La sinfonía, si la hay, el lector debe crearla en sus propios oídos. Cuando la posibilidad de una publicación de conjunto se presentó, me pareció claro que la continuación inédita de «Marxismo y teoría revolucionaria» debía ser retomada y re elaborada. Las ideas que habían sido ya despejadas y formuladas en la parte de «Marxismo y teoría revolucionaria» publicada en 1964-1965 de la historia como creación ex nihilo, de

la sociedad instituyente y de la sociedad instituida, de lo imaginario social, de la institución

1 N°: 36 a 40. Al igual que mis otros textos de «Socialisme ou Barbarie», publicados en esta misma colección,

«Marxismo y teoría revolucionaria» se reproduce aquí sin modificación, salvo en lo que hace a las faltas de

imprenta, algunos lapsus calami u oscuridades de expresión y a la puesta al día, si era el caso de hacerlo, de

las referencias. Algunas aclaraciones del autor añadidas al texto original para la nueva edición francesa (1975)

están indicadas entre corchetes. Las notas originales están señaladas por cifras, y las notas nuevas por letras.

de la sociedad como su propia obra, de lo social histórico como modo de ser desconocido

por el pensamiento heredado- se habían entretanto transformado para mí de puntos de lle-gada en puntos de partida que exigían volver a pensarlo todo a partir de ellas. La reconside-ración de la teoría psicoanalítica (a la que dediqué la mejor parte de los años 1965 a 1968), la reflexión sobre el lenguaje (de 1968 a 1971), un nuevo estudio, durante estos últimos años, de la filosofía tradicional, me reforzaron en esta convicción al mismo tiempo que me mostraban que todo en el pensamiento heredado se sostenía, se sostenía en conjunto y se

sostenía con el mundo que lo había producido y que había a [10] su vez contribuido a dar forma. Y la influencia ejercida sobre nuestros espíritus por los esquemas de ese pensamien-to, producidos con un esfuerzo de tres mil años de tantos genios incomparables, pero tam-bién es una de las ideas centrales de este libro en y con los cuales se expresa, se afina, se elabora todo lo que la humanidad pudo pensar desde hace cientos de miles de años y que reflejan, en cierto sentido, las tendencias mismas de la institución de la sociedad, no podría

ser sacudida, si es que pudiese serlo, más que por la demostración precisa y detallada, caso tras caso, de los límites de ese pensamiento y de las necesidades internas, según su modo de ser, que la han llevado a ocultar lo que me parece lo esencial. Esto no puede hacerse en el marco de un libro, ni siquiera en el de muchos. Había pues que eliminar o tratar por alusión cuestiones a mis ojos tan importantes como las discutidas en la segunda parte de esta obra: especialmente, sobre la institución y el funcionamiento de la sociedad instituida, sobre la

división de la sociedad, sobre la universalidad y la unidad de la historia, sobre la posibili-dad misma de una elucidación de lo social - histórico como la que se intenta aquí, sobre la pertinencia y las implicaciones políticas de este trabajo. Asimismo, el aspecto propiamente filosófico de la cuestión de lo imaginario y de la imaginación ha sido reservado para una obra, L'élément imaginare (El elemento imaginario), que se publicará próximamente. En este sentido, la segunda parte de este libro no es, tampoco ella, un edificio acabado.

Sería irrisorio intentar reemplazar aquí, con frases o párrafos, la discusión de esas cuestiones. Sobre un solo punto quisiera llamar la atención del lector para evitar malenten-didos. Lo que, desde 1964, llamé lo imaginario social –término retomado desde entonces y utilizado un poco sin ton ni son- y, más generalmente, lo que llamo lo imaginario no tienen

nada que ver con las representaciones que corrientemente circulan bajo este título. En parti-cular, no tienen nada que ver con lo que es presentado como «imaginario» por ciertas co-rrientes psicoanalíticas lo «especular», que no es evidentemente más que imagen de e ima-gen reflejada, dicho de otra manera reflejo, dicho también de otra manera subproducto de la ontología platónica (eidolon), incluso si los que hablan de él ignoran [11] su procedencia. Lo imaginario no es a partir de la imagen en el espejo o en la mirada del otro. Más bien, el

«espejo» mismo y su posibilidad, y el otro como espejo, son obras de lo imaginario, que es creación ex nihilo. Los que hablan de «imaginario», entendiendo por ello lo «especular», el reflejo o lo «ficticio», no hacen más que repetir, las más de las veces sin saberlo, la afirma-ción que les encadenó para siempre a un subsuelo cualquiera de la famosa caverna: es nece-sario que [este mundo] sea imagen de alguna cosa. Lo imaginario del que hablo no es ima-gen de. Es creación incesante y esencialmente indeterminada (histórico-social y psíquico) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales solamente puede tratarse de «alguna co-

sa». Lo que llamamos «realidad» y «racionalidad» son obras de ello. Esta misma idea, de la imagen de, es la que mantiene desde siempre la teoría como

Mirada que inspecciona lo que es. Lo que intento aquí no es una teoría de la sociedad y de

la historia, en el sentido heredado del término teoría. Es una elucidación, y esta elucidación,

incluso si asume una faceta abstracta, es indisociablemente de un alcance y de proyectos políticos. Más que en cualquier otro terreno, la idea de teoría pura es aquí ficción inco-herente. No existen lugar y punto de vista exteriores a la Historia y a la Sociedad, o «lógi-camente anterior» a esas, en el que poder situarse para hacer la teoría para inspeccionarlas, contemplarlas, afirmar la necesidad determinada de suceder así, «constituirlas», reflexio-narlas o reflejarlas en su totalidad. Todo pensamiento de la, Sociedad, y de la Historia per-

tenece él mismo a la Sociedad y a la Historia. Todo pensamiento, sea cual fuere y sea cual fuere su «objeto», no es más que un mundo y una forma del hacer histórico-social. Puede, ignorarse como tal- y es lo que le sucede las más de las veces, por necesidad, por decirlo así, interna. Y que se sepa como tal no lo hace salir de su modo de ser, como dimensión del hacer histórico-social. Pero eso puede permitirle ser lúcido sobre él. Lo que llamo elucida-ción es el trabajo por el cual los hombres intentan pensar lo que hacen y saber lo que pien-

san. Esto también es una creación social-histórica. La división aristotélica theoria, praxis, poiesis es derivada y segunda. La historia es esencialmente poiesis, y no poesía imitativa, sino creación y génesis ontológica en y por el hacer y el representar/decir [12] de los hom-bres. Ese hacer y ese representar/decir se instituyen, también históricamente, a partir de un momento, como hacer pensante o pensamiento que se hace.

Ese hacer pensante es tal por excelencia cuando se trata del pensamiento político, y

de la elucidación de lo histórico-social que implica. La ilusión de la theoria recubrió, desde hace mucho tiempo, ese hecho. Un parricidio más es aquí aún ineluctable. El mal comienza también cuando Heráclito se atrevió a decir: «Escuchando, no a mí, sino al logos, conven-ceros de que...». Es cierto, había que luchar tanto contra la autoridad personal como contra

la simple opinión, lo arbitrario incoherente, el rechazo en dar a los demás cuenta y razón de lo que se dice –logon didonai. Pero no escuchéis a Heráclito. Esa humildad no es más que el colmo de la arrogancia. Jamás es el logos lo que escucháis; siempre es a alguien, tal co-mo es, desde donde está, que habla por su cuenta y riesgo, pero también por el vuestro. Y lo que, en el «teórico puro», puede ser planteado como postulado necesario de responsabilidad y de control de su decir, ha llegado a ser, entre los pensadores políticos, cobertura filosófica

detrás de la cual habla –ellos hablan. Hablan en nombre del ser y del eidos del hombre y de la ciudad –como Platón-; hablan en nombre de las leyes de la historia o del proletariado –como Marx. Quieren abrigar lo que tienen que decir –que puede ser, y ciertamente fue, in-finitamente importante- detrás del ser, de la naturaleza, de la razón, de la historia, de los intereses de una clase «en nombre de la cual» se habrían expresado. Pero jamás nadie habla en nombre de nadie –a menos de estar expresamente comisionado para ello. Como máximo,

los demás pueden reconocerse en lo que dice –y eso tampoco prueba nada, pues lo que es dicho puede inducir, e induce a veces, a un «reconocimiento» del que nada permite afirmar que hubiese existido sin ese discurso, ni a que lo valida sin más. Millones de alemanes «se reconocieron» en el discurso de Hitler; millones de «comunistas», en el de Stalin. [13]

El político, y el pensador político, mantienen un discurso del que son únicos respon-sables. Eso no significa que ese discurso sea incontrolable –apela al control de todos- ni que es simplemente «arbitrario» –si lo es, nadie lo escuchará. Pero el político no puede propo-

ner, preferir, proyectar invocando una «teoría» pretendidamente rigurosa –ni mucho menos presentándose como el portavoz de una categoría determinada. Teoría rigurosamente rigu-rosa, no la hay en matemáticas; ¿cómo habría una así en política? Y nadie es nunca, salvo

coyunturalmente, el verdadero portavoz de una categoría determinada –y, aunque lo fuese,

quedaría aún por demostrar que el punto de vista de esa categoría vale para todos, lo cual remite al problema precedente. No hay que escuchar a un político que habla «en nombre de»; desde el momento en el que pronuncia estas palabras, engaña o se engaña, qué más da. Más que cualquier otro, el político y el pensador político hablan en su propio nombre y bajo su propia responsabilidad. Lo cual .es, evidentísimamente, la modestia suprema.

El discurso del político, y su proyecto, son controlables públicamente bajo una mul-

titud de aspectos. Es fácil imaginar, e incluso exhibir, ejemplos históricos de pseudo-proyectos incoherentes. Pero no lo es en su núcleo central, si este núcleo vale algo –no más de lo que lo es el movimiento de los hombres con el que debe encontrarse bajo pena de no ser nada. Pues uno y otro, y su reunión, plantean, crean, instituyen nuevas formas no sola-mente de inteligibilidad, sino también del hacer, del representar, del valer histórico-sociales –formas que no se dejan simplemente discutir y calibrar a partir de los criterios anteriores a

la razón instituida. Uno y otro, y su reunión, no son más que como momentos y formas del hacer instituido, de la autocreación de la sociedad.

Diciembre de 1974 [14]

Primera parte

Marxismo y teoría revolucionaria

I. El marxismo: balance provisional

1. La situación histórica del marxismo y la noción de ortodoxia

Para aquel a quien le preocupa la cuestión de la sociedad, el encuentro con el marxismo es inmediato e inevitable. Hablar incluso de encuentro en este caso es abusivo, por lo que esta palabra denota de acontecimiento contingente y exterior. Dejando de ser una teoría particular o un programa político profesado por algunos, el marxismo ha impregnado el lenguaje, las ideas y la realidad hasta el punto de que ha llegado a formar parte de la atmósfera que se respira al llegar al mundo social, del paisaje histórico que fija el marco de

nuestras idas y venidas. Pero, por esta misma razón, hablar del marxismo se ha convertido en una de las em-

presas más difíciles que haya. Primero, estamos implicados de mil maneras en aquello de lo que se trata. Y ese marxismo, «realizándose», se ha hecho imperceptible. ¿De qué marxis-mo, en efecto, habría que hablar? ¿Del de Jruschov, de Mao Tse Tung, de Togliatti, de Tho-rez? ¿Del de Castro, de los yugoeslavos, de los revisionistas polacos? ¿O bien de los trots-

kistas (y ahí también, la geografía reclama sus derechos: trotskistas franceses e ingleses, de los Estados Unidos y de América Latina se desgarran y se denuncian mutuamente), de los bordiguistas, de tal grupo de extrema izquierda que acusa a todos los demás de traicionar el espíritu del «verdadero» marxismo, que él sería el único en poseer? No está solamente el abismo que separa los marxismos oficiales de los marxismos de oposición. Está la enorme multiplicidad de las variantes, [17] entre las cuales cada una se plantea como excluyente de

todas las demás. Ningún criterio simple permite reducir de una sola vez esa complejidad. No hay

evidentemente prueba alguna de los hechos que hable por sí misma, puesto que tanto el gobernante como el preso político se encuentran en situaciones sociales particulares que no confieren como tales privilegio alguno a sus puntos de vista y hacen, por el contrario, in-dispensable una doble interpretación de lo que dicen. La consagración del poder no puede

valer para nosotros más que la aureola de la oposición irreductible, y es el propio marxismo

el que nos prohíbe olvidar la sospecha que pesa tanto sobre los poderes instituidos como

sobre las oposiciones que permanecen indefinidamente al margen de lo real histórico. La solución no puede ser tampoco un puro y simple «retorno a Marx», que pretendía

no ver en la evolución histórica de las ideas y de las prácticas de los últimos ochenta años más que una capa de escorias que disimulaban el cuerpo resplandeciente de una doctrina intacta. No es tan sólo que la propia doctrina de Marx, como se sabe y como intentaremos mostrarlo, esté lejos de poseer la simplicidad sistemática y la coherencia que algunos quie-

ren atribuirle. Ni que un tal retorno tenga forzosamente un carácter académico –puesto que no podría desembocar, en el mejor de los casos, más que en restablecer correctamente el contenido teórico de una doctrina del pasado, como se hubiese podido hacer con Descartes o Santo Tomás de Aquino, y dejaría enteramente en la sombra el problema que cuenta antes que nada; a saber, la importancia y la significación del marxismo para nosotros, y la histo-ria contemporánea. El retorno a Marx es imposible porque, bajo pretexto de fidelidad a

Marx, y para realizar esta fidelidad, se empieza ya por violar unos principios esenciales planteados por el propio Marx.

Marx fue, en efecto, el primero en mostrar que la significación de una teoría no puede ser comprendida independientemente de la práctica histórica y social a la que corres-ponde, en la que se prolonga o que sirve para recubrirla. ¿Quién osaría pretender hoy en día que el verdadero y el único sentido del cristianismo es el que restituye una lectura depurada

de los Evangelios, y que la realidad social y la práctica histórica, dos veces milenaria de las Iglesias y de la [18] Cristiandad, no pueden enseñarnos nada esencial sobre el tema? La «fidelidad a Marx», que pone entre paréntesis la suerte histórica del marxismo, no es menos irrisoria. Es incluso peor, pues, para un cristiano, la revelación del Evangelio tiene un fun-damento trascendente y una verdad intemporal, que ninguna teoría podría poseer a los ojos de un marxista. Querer reencontrar el sentido del marxismo exclusivamente en lo que Marx

escribió, pasando bajo silencio lo que la doctrina ha llegado a ser en la historia, es preten-der, en contradicción directa con las ideas centrales de esa doctrina, que la historia real no cuenta, que la verdad de una teoría está siempre y exclusivamente «más allá», y es final-mente reemplazar la revolución por la revelación y la reflexión sobre los hechos por la exé-gesis de los textos.

Eso sería ya suficientemente grave. Pero hay más, puesto que la exigencia de la con-

frontación con la realidad histórica2 está explícitamente inscrita en la obra de Marx y anu-

dada con su sentido más profundo. El marxismo de Marx no quería y no podía ser una teoría como las demás, negligiendo su arraigo y su resonancia histórica. Ya no se trataba de «interpretar, sino de transformar el mundo»,

3 y el sentido pleno de la teoría es, según la

propia teoría, el que se hace transparente en la práctica y que se inspira en ella. Los que dicen, al límite, creyendo «disculpar» la teoría marxista: ninguna de las prácticas históricas

que apelan al marxismo se inspira «realmente» en él - estos mismos, diciendo esto, «conde-nan» el marxismo como «simple teoría» y emiten sobre él un juicio irrevocable. Esto sería

2 1. Por realidad histórica no entendemos evidentemente unos acontecimientos y unos hechos particulares y

separados del resto, sino las tendencias dominantes de la evolución, después de todas las interpretaciones

necesarias. 3 2. Marx, undécima tesis sobre Feuerbach.

incluso, literalmente, el Juicio Final –pues el propio Marx hacía enteramente suya la gran

idea de Hegel: Weltgeschichte ist Weltgericht.4 [19]

De hecho, si la práctica inspirada por el marxismo fue efectivamente revolucionaria durante ciertas fases de la historia moderna, también fue todo lo contrario durante otros períodos. Y, si estos dos fenómenos necesitan interpretación (volveremos sobre ello), no deja de ser cierto que indican de manera indudable la ambigüedad esencial que era la del marxismo. No deja de ser cierto tampoco, y esto es aún más importante, que en historia y

en política el presente pesa infinitamente más que el pasado. Ahora bien, ese «presente», radica en que, desde hace cuarenta años, el marxismo ha llegado a ser una ideología en el mismo sentido que Marx daba a ese término: un conjunto de ideas que se relaciona con una realidad, no para esclarecerla y transformarla, sino para velarla y justificarla en lo imagina-rio, que permite a las gentes decir una cosa y hacer otra, parecer distintos de lo que son.

Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en tanto que dogma oficial de los poderes

instituidos en los países llamados por antífrasis «socialistas». Invocado por unos Gobiernos que visiblemente no encarnan el poder del proletariado y que no están más «controlados» por éste que cualquier Gobierno burgués; representado por jefes geniales que sus sucesores, igualmente geniales, tratan de locos criminales sin otra explicación; fundamentando tanto la política de Tito como la de los albaneses, la de Jruschov como la de Mao, el marxismo se ha convertido allí en el «complemento solemne de justificación» del que hablaba Marx, que

permite a la vez enseñar obligatoriamente a los estudiantes el Estado y la Revolución y mantener el aparato de Estado opresivo y más rígido que se haya conocido,

a que ayuda a la

Burocracia a valerse tras «la propiedad colectiva» de los medios de producción. Ideología, el marxismo lo ha llegado a ser en esa medida en tanto que doctrina de

las múltiples sectas que la degeneración del movimiento marxista oficial hizo proliferar. La palabra secta para nosotros no es un calificativo, tiene un sentido sociológico e histórico

[20] preciso. Un grupo poco numeroso no es necesariamente una secta; Marx y Engels no formaban una secta, ni siquiera en los momentos en los que estuvieron más aislados. Una secta es una agrupación que erige como absoluto un solo lado, aspecto o fase del movi-miento del que salió, hace de él la verdad de la Doctrina y la Verdad sin más, le subordina todo lo restante y, para mantener su «fidelidad» a ese aspecto, se separa radicalmente del mundo y vive a partir de entonces en «su» mundo aparte. La invocación del marxismo por

las sectas les permite pensar y presentarse como otra cosa de lo que son en realidad, es de-cir, como el futuro partido revolucionario de ese proletariado en el cual no consiguen echar raíces.

Ideología, finalmente, el marxismo lo ha llegado a ser también en un sentido total-mente distinto: el de que, desde hace decenios, ya no es, ni siquiera en tanto que simple teoría, una teoría viviente, que se buscaría en vano en la literatura de los cuarenta últimos

años; ni siquiera aplicaciones fecundas de la teoría, y menos aún tentativas de extensión y profundización.

Puede que lo que decimos aquí suscite la protesta a gritos y escandalice a los que, haciendo profesión de «defender a Marx», entierran cada día un poco más su cadáver bajo

4 3. «La historia universal es el Juicio Final.» A pesar de su resonancia teológica, es la idea más radicalmente

atea de Hegel: no hay trascendencia, no hay recurso contra lo que sucede aquí, somos definitivamente lo que

llegamos a ser, lo que llegaremos a ser. a Es sabido que la necesidad de destruir todo aparato de Estado separado de las masas a partir del primer día

de la revolución es la tesis central de El Estado y la Revolución.

las espesas capas de sus mentiras o de su imbecilidad. No nos preocupa en absoluto. Está

claro que, analizando el destino histórico del marxismo, no «imputamos», en ningún senti-do moral, su responsabilidad a Marx. Es el propio marxismo, en lo mejor de su espíritu, en su denuncia implacable de las frases huecas y de las ideologías, en su exigencia de auto-crítica permanente, lo que nos obliga a asomarnos sobre su suerte real.

Y, finalmente, la cuestión sobrepasa con mucho al marxismo. Pues, de la misma manera que la degeneración de la revolución rusa plantea el problema: ¿Es el destino de

toda revolución socialista el que está indicado en esa degeneración?, de la misma manera hay que preguntarse: ¿Es la suerte de toda teoría revolucionaria lo que está indicado en el destino del marxismo? Es la cuestión que nos retendrá largamente al final de este texto.

b

[21] No es posible, pues, intentar mantener ni reencontrar una «ortodoxia» cualquiera –ni

bajo la forma irrisoria e irrisoriamente conjugada que le dan a la vez los pontífices estalinis-

tas y los ermitaños sectarios, de una doctrina pretendidamente intacta y «enmendada», «me-jorada» o «puesta al día» por unos y otros a su conveniencia sobre tal punto específico; ni bajo la forma dramática y ultimalista que le daba Trotski en 1940,

5 diciendo poco más o

menos: sabemos que el marxismo es una teoría imperfecta, vinculada a una época histórica dada, y que la elaboración teórica debería continuar, pero, puesto que la revolución está en el orden del día, esta labor puede y debe esperar. Admisible el mismo día de la insurrección

armada, en el que es por la demás inútil, este argumento, al cabo de un cuarto de siglo, no sirve más que para cubrir la inercia y la esterilidad que caracterizaron efectivamente el mo-vimiento trotskista desde la muerte de su fundador.

No es muy posible, tampoco, intentar mantener una ortodoxia como lo hacía Lukács en 1919, limitándola a un método marxista, que sería separable del contenido y, por decirlo así, indiferente con respecto a éste.

6 Aunque marcando ya un progreso con respecto a las

distintas variedades de cretinismo «ortodoxo», esta posición es insostenible, por una razón; la de que Lukács, alimentado sin embargo de dialéctica, olvidaba que, a menos de tomar el término en su acepción más superficial, el método no puede ser separado así del contenido, y singularmente no cuando se trata de teoría histórica y social. El método, en el sentido filosófico, no es más que el conjunto operativo de las categorías. Una distinción rígida entre método y contenido no pertenece más que a las formas más inocentes del idealismo tras-

cendental, o criticismo, que, en sus primeros pasos, separa y opone una materia o un conte-nido infinitos e [22] indefinidos a categorías que el eterno flujo del material no puede afec-tar, que son la forma sin la que este material no podría ser captado. Pero esta distinción rígida está ya superada en las fases más avanzadas, más dialectizadas del pensamiento criti-cista. Pues inmediatamente aparece el problema ¿cómo saber qué categoría corresponde a tal material? Si el material lleva en sí mismo el «signo distintivo» que permite subsumirlo

bajo tal categoría, no es, pues, simple material informe; y, si es realmente informe, entonces la aplicación de tal o cual categoría se hace indiferente, y la distinción de lo verdadero y lo falso se derrumba. Es precisamente esta antinomia la que condujo, en repetidas ocasiones

b Véase infra, cap. II. 5 4. En In Defense of Marxism. 6 5. «Qu'est- ce que le marxisme orthodoxe?» en Histoire et conscience de classe, trad. K. Axelos y J. Bois,

Editions de Minuit, París, 1960, p. 18. (Hay traducción española: «¿Qué es marxismo ortodoxo?» en Historia

y de clase, trad. Manuel Sacristán, Grijalbo, Barcelona y México, 1969). C. Wright Mills parecían también

adoptar este punto de vista. Véase The Marxists Ed. Laurel, 192, pp. 98 y 129.

en la historia de la Filosofía, de un pensamiento criticista a un pensamiento de tipo dialécti-

co7.

Es así como la cuestión se plantea en el nivel lógico. Y, en el nivel histórico-genético, es decir, cuando se considera el proceso de desarrollo del conocimiento tal como se desenvuelve como Historia, es, las más de las veces, el «despliegue del material» lo que condujo a una revisión o una explosión de las categorías. La revolución propiamente filosó-fica, producida en la Física moderna por la relatividad y los cuanta, no es más que un ejem-

plo chocante entre otros.8

Pero la impasibilidad de establecer una distinción rígida entre método y contenido, entre categoría y material, aparece aún más claramente cuando se considera, no ya el cono-cimiento de la Naturaleza, sino el conocimiento de la Historia. Pues en este caso no hay simplemente el hecho de que una exploración más profunda del [23] material ya dado, o la aparición del nuevo material puede conducir a una modificación de las categorías, es decir,

del método. Hay sobre todo, y mucho más profundamente, este otro hecho, sacado preci-samente a la luz por Marx y por el propio Lukács:

9 las categorías en función de las cuales

pensamos la Historia son, por una parte esencial, productos reales del desarrollo histórico. Estas categorías, no pueden llegar a ser clara y eficazmente formas de conocimiento de la Historia más que cuando han sido encarnadas o realizadas en formas de vida social efecti-va.

Para no citar más que el más simple ejemplo: si en la Antigüedad las categorías do-minantes bajo las cuales eran comprendidas las relaciones sociales y la historia son categor-ías esencialmente políticas (el poder en la ciudad, las relaciones entre ciudades, la relación entre la Fuerza y el Derecho, etc.), si lo económico no recibía más que una atención margi-nal, no es ni porque la inteligencia o la reflexión estuviesen menos «avanzadas», ni porque el material económico estuviese ausente, o ignorado. Se trata de que, en la realidad del

mundo antiguo, la Economía no se había aún constituido como momento separado, «autó-nomo» como decía Marx, «para sí», de la actividad humana. Un verdadero análisis de la propia economía y de su importancia para la sociedad no pudo tener lugar más que a partir del siglo XVII y sobre todo del XVIII, es decir con el nacimiento del capitalismo, que eri-gió en efecto la Economía en momento dominante de la vida social. Y la importancia cen-tral concedida por Marx y los marxistas a la Economía traduce igualmente esta realidad

histórica. Está claro, pues, que no puede haber un «método», en historia, que permaneciera

indiferente al desarrollo histórico real. Y esto por razones mucho más profundas que el «progreso del conocimiento», los «nuevos descubrimientos», etc., razones que conciernen directamente la estructura misma del conocimiento histórico, y, antes que nada, la estructu-ra de su objeto, es decir, el modo de ser de la Historia. El objeto del conocimiento histórico,

siendo un objeto por sí [24] mismo significante o constituido por significaciones, el desa-

7 6. El caso clásico de este paso es evidentemente el de Kant a Hegel, por el intermedio de Fichte y Schelling,

respectivamente. Pero la problemática es la misma en las obras tardías de Platón, o en los neokantianos, de

Rickert a Lask. 8 7. Evidentemente, no hay que invertir simplemente las posiciones. Ni lógica, ni históricamente, las categor-

ías físicas son un simple resultado (y aún menos un «reflejo») de lo material. Una evolución en el campo de

las categorías puede conducir a la comprensión de un material hasta entonces indefinido (como con Galileo).

Aún más, el avance en la experimentación puede «forzar» a un nuevo material a que aparezca. Hay f inalmente

una doble relación, pero no hay ciertamente independencia de las categorías con respecto al contenido. 9 8. Le changement de fonction du matériallisme historique, l. c., en particular pp. 266 y sig.

rrollo del mundo histórico es ipso facto el desarrollo de un mundo de significaciones. No

puede pues haber ruptura entre material y categoría, entre hecho y sentido. Y este mundo de significaciones, al ser aquél en el cual vive el «sujeto» del conocimiento histórico, es tam-bién aquél en función del cual necesariamente capta, para comenzar, el conjunto del mate-rial histórico.

Ciertamente, hay que relativizar también estas constataciones. No pueden implicar que en todo instante toda categoría y todo método vuelvan a ponerse en cuestión, superados

o arruinados por la evolución de la historia real en el momento mismo en el que se piensa. Dicho de otra manera, es cada vez una cuestión concreta la de saber si la transformación histórica alcanzó el punto en el que las antiguas categorías y el antiguo método deben ser reconsiderados. Pero aparece entonces que esto no puede hacerse independientemente de una discusión sobre el contenido, no es incluso nada más que una discusión sobre el conte-nido que, si se da el caso, utilizando el antiguo método para comenzar, muestra, al contacto

del material, la necesidad de superarlo. Decir: ser marxista es ser fiel al método de Marx que continúa siendo el verdadero,

es como decir: nada, en el contenido de la historia de los últimos cien años, autoriza ni compromete a poner en cuestión las categorías de Marx, todo puede ser comprendido me-diante su método. Es pues tomar posición en cuanto al contenido, tener una teoría definida sobre esto, y al mismo tiempo negarse a decirla.

De hecho, es precisamente la elaboración del contenido lo que nos obliga a reconsi-derar el método y, por lo tanto, el sistema marxista. Si hemos sido llevados a plantear, gra-dualmente para acabar brutalmente, la cuestión del marxismo, es porque hemos sido obli-gados a constatar, no solamente –y no necesariamente- que tal teoría particular de Marx, o tal idea precisa del marxismo tradicional eran «falsas», sino que la historia que vivimos ya no podía ser comprendida con la ayuda de las categorías marxistas tal cual, o «corregidas»,

«ampliadas», etc. Nos pareció que esta historia no puede ser ni comprendida, ni transfor-mada con este método. El reexamen del marxismo que emprendimos no tiene lugar [25] en el vacío, no hablamos situándonos en cualquier lugar y en. ninguna parte. Habiendo partido del marxismo revolucionario, hemos llegado al punto en el que había que elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios; entre la fidelidad a una doctrina, que ya no anima desde hace mucho tiempo ni una reflexión ni una acción, y la fidelidad al proyec-

to de una transformación radical de la sociedad, que exige antes que nada que se comprenda lo que se quiere transformar y que se identifique lo que, en la sociedad, contesta realmente esta sociedad y está en lucha contra su forma presente. El método no puede aquí separarse del contenido, y su unidad, es decir la teoría, no puede a su vez separarse de las exigencias de una acción revolucionaria que –el ejemplo de los grandes partidos y de las sectas lo muestra- ya no puede ser esclarecida y guiada por los esquemas tradicionales.

2. La teoría marxista de la historia

Podemos, e incluso debemos, pues, comenzar nuestro examen considerando lo que ha sucedido con el contenido más concreto de la teoría marxista, a saber, del análisis económico del capitalismo. Lejos de representar de ella una contingente y accidental apl i-cación empírica a un fenómeno histórico particular, este análisis constituye la punta en la

que debe concentrarse toda la substancia de la teoría, en la que teoría muestra al fin que es

capaz, no de producir algunas ideas generales, sino de hacer coincidir su propia dialéctica con la dialéctica de lo real histórico, y, finalmente, de hacer salir de este movimiento de lo real mismo a la vez los fundamentos de la acción revolucionaria y su orientación. No en vano Marx dedicó lo esencial de su vida a este análisis (tampoco en vano el movimiento marxista siempre concedió a continuación una importancia capital a la economía), y aque-llos «marxistas» sofisticados de hoy, que no quieren oír hablar más que de los manuscritos

de juventud de Marx, dan prueba no sólo de superficialidad, sino sobre todo de una arro-gancia exorbitante, pues su actitud viene a decir: a partir de los treinta años, Marx ya no sabía lo que hacía. [26]

Se sabe que para Marx la economía capitalista está sujeta a contradicciones insupe-rables que se manifiestan tanto por las crisis periódicas de sobreproducción, como por ten-dencias a largo plazo cuyo trabajo sacude cada vez más profundamente el sistema: el au-

mento de la tasa de explotación (o sea, la miseria acrecentada, absoluta o relativa del prole-tariado); la elevación de la composición orgánica del capital (o sea, el incremento del ejér-cito industrial de reserva, es decir del paro permanente); el descenso de la tasa de beneficio (o sea, la deceleración de la acumulación y de la expansión de la producción). Lo que se expresa con ello en último análisis es la contradicción del capitalismo tal como la ve Marx: la incompatibilidad entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las «relaciones de pro-

ducción» o «formas de propiedad» capitalistas.10

Pues bien, la experiencia de los últimos veinte años hace pensar que las crisis perió-

dicas de sobreproducción no tienen nada de inevitable bajo el capitalismo moderno (salvo en la forma extremamente atenuada de «recesiones» menores y pasajeras). Y la experiencia de los últimos cien años no muestra, en los países capitalistas desarrollados, ni pauperiza-ción (absoluta o relativa) del proletariado, ni aumento secular del paro, ni baja de la tasa de

beneficio, y aún menos una deceleración del desarrollo de las fuerzas productivas, cuyo ritmo se aceleró por el contrario en proporciones inimaginables antes de ello.

Está claro, esta experiencia no «demuestra» nada por sí misma. Pero obliga a volver sobre la teoría económica de Marx para ver si la contradicción entre la teoría y los hechos es simplemente aparente o pasajera, si una modificación conveniente de la teoría no permi-tiría dar cuenta de los hechos sin abandonar lo esencial de ellos, o si finalmente es la subs-

tancia misma de la teoría lo que está en causa. [27] Si se efectúa este retorno, estamos llevados a constatar que la teoría económica de

Marx no es sostenible ni en sus premisas, ni en su método, ni en su estructura.11

Hablando brevemente, la teoría como tal «ignora» la acción de las clases sociales. «Ignora» el efecto de las luchas obreras sobre el reparto del producto social –y por ahí necesariamente, sobre la totalidad de los aspectos del funcionamiento de la economía, en especial sobre la amplia-

ción constante del mercado de los bienes de consumo. «Ignora» el efecto de la organización

10 9. Una cita entre mil: «El monopolio del capital llega a ser una traba para el modo de producción que creció

y prosperó con él y bajo sus auspicios. La socialización del trabajo y la centralización de sus resortes materia-

les llegan a un punto en el que ya no caben en su entorno capitalista. Este entorno se hace pedazos. La hora de

la propiedad capitalista ha sonado. Los expropiadores son a su vez expropiados.» (El capital, traducido aquí

de la transcripción de Castoriadis, ed. Costes, tomo IV, p. 274; ed. de la Pléiade, I, p. 1235. 11 10. Sobre la crítica de la teoría económica de Marx, véase «Le mouvement révolutionnaire sous le capita-

lisme moderne», en el n.° 31 de «Socialisme ou Barbarie», diciembre de 1960, pp. 68 a 81. [Traducción espa-

ñola: Capitalismo moderno y revolución, Ruedo Ibérico, París, 1970.] [Véase La dynamique du capitalisme,

de próxima aparición en Editions 10/18.]

gradual de la clase capitalista, en vistas a, precisamente, dominar las tendencias «espontá-

neas» de la economía. Esto deriva de su premisa fundamental: que, en la economía capita-lista, los hombres, proletarios o capitalistas, están efectiva e íntegramente transformados en cosas, reificados; que están sometidos en ella a la acción de leyes económicas que no difie-ren en nada de las leyes naturales

c salvo en que utilizan las acciones «conscientes» de los

hombres como el instrumento inconsciente de su realización. Ahora bien, esta premisa es una abstracción que no corresponde, por decirlo así,

más que a una mitad de la realidad y, como tal, es finalmente falsa. Tendencia esencial del capitalismo, la reificación jamás puede realizarse íntegramente. Si lo hiciese, si el sistema lograse efectivamente transformar a los hombres en cosas movidas únicamente por las «fuerzas» económicas, se derrumbaría, no a largo plazo, sino instantáneamente. La lucha de los hombres contra la reificación es, al igual que la tendencia a la reificación, la condición del funcionamiento del capitalismo. Una fábrica en la cual los obreros fuesen efectiva e

íntegramente simples engranajes de las máquinas que ejecutan ciegamente las órdenes de la Dirección, se [28] detendría en un cuarto de hora. El capitalismo no puede funcionar más que poniendo constantemente en contribución la actividad propiamente humana de sus su-jetos que intenta reducir y deshumanizar al máximo. No puede funcionar más que en tanto que su tendencia profunda, que es efectivamente la de la reificación, no se realice y que sus normas sean constantemente combatidas en su aplicación. El análisis muestra que es ahí

donde reside la contradicción última del capitalismo,12

y no en las incompatibilidades, de alguna manera mecánicas, que presentaría la gravitación económica de las moléculas humanas en el sistema. Estas incompatibilidades, en tanto que superan fenómenos particu-lares y localizados, son finamente ilusorias.

Se desprenden de esta una serie de conclusiones, de las que sólo más importantes nos retendrán aquí.

Antes que nada, no puede mantenerse por más tiempo la importancia central conce-dida por Marx (y todo el movimiento marxista), a la economía como tal. El término «eco-nomía» es tomado aquí en el sentido relativamente preciso que le confiere el contenido mismo de El Capital: el sistema de relaciones abstractas y cuantificables que, a partir de

cierto tipo de apropiación de los recursos productivos (ya esté esta apropiación garantizada jurídicamente como propiedad o traduzca simplemente un poder de disposición de facto) determina la formación, el intercambio y el reparto de los valores. No pueden erigirse estas relaciones en sistema autónomo, cuyo funcionamiento estaría regido por leyes propias, in-dependientes de las demás relaciones sociales. No puede hacerse así en el caso del capita-lismo, y, visto precisamente que es con el capitalismo cómo la economía tendió más a «au-

tonomizarse» como esfera de actividad social, se sospecha que aún menos puede hacerse así para las sociedades anteriores. Incluso [29] con el capitalismo, la economía sigue siendo

c Cf. los propios términos de Marx, que define así su «punto de vista»: ...«el desarrollo de la formación

económica de la sociedad es asimilable al curso de la naturaleza y a su historia...» (El capital, traducido aquí

de la transcripción de Castoriadis, La Pléiade, I, p. 550; el subrayado en el original). 12 11. Véase «Le mouvement révolutionnaire sous le capitalismo moderno», en el n.° 32 de «Socialismo ou

Barbarie», abril de 1961. [También, «Sobre el contenido del socialismo», III, en La experiencia del movi-

miento obrero, 2: proletariado y organización, publicado el vol. 1 con el n., 27 y el vol. 2 con el n.* 29 de

esta misma colección, Tusquets Editores, Barcelona, 1978.]

como una abstracción; la sociedad no es transformada en sociedad económica hasta el pun-

to de que puedan mirarse a las demás relaciones sociales como secundarias. Después, si la categoría de la reificación debe reconsiderarse, significa que toda la

filosofía de la historia subyacente al análisis de El Capital debe reconsiderarse. Abordare-mos esta cuestión más adelante.

Finalmente, se hace claro que la concepción que Marx se hacía de la dinámica social e histórica más general es puesta en cuestión sobre el terreno mismo en el que había sido

elaborada más concretamente. Si El capital toma tal importancia en la obra de Marx y en la ideología de los marxistas, es porque debe demostrar científicamente sobre el caso preciso que interesa antes que nada, el de la sociedad capitalista, la verdad teórica y práctica de una concepción general de la dinámica de la historia, a saber que «en cierto estado de su desa-rrollo, las fuerzas productivas de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que su expresión jurídica, con las relaciones de

propiedad en el interior de las cuales se habían movido hasta entonces».13

En efecto, El capital, recorrido de un extremo a otro por la intuición esencial de que

nada puede ya detener el desarrollo de la técnica y el desarrollo concomitante de la produc-tividad del trabajo, apunta a mostrar que las relaciones de producción capitalistas, que eran al principio la expresión más adecuada y el instrumento más eficaz del desarrollo de las fuerzas productivas, llegan a ser, «en cierto estadio», el freno de este desarrollo y deben por

este hecho estallar. Al igual que los himnos dirigidos a la burguesía en su fase progresiva glorificaban el

desarrollo de las fuerzas productivas de las cuales fue su instrumento histórico,14

la condena dirigida contra [30] ella, tanto en Marx como en los marxistas ulteriores, se apoya sobre la idea de que este desarrollo está para siempre impedido por el modo capitalista de produc-ción. «Las fuerzas poderosas de producción, este factor decisivo del movimiento histórico,

se ahogaban en las superestructuras sociales atrasadas (propiedad privada, Estado nacional), en las cuales la evolución anterior las había encerrado. Acrecentadas por el capitalismo, las fuerzas de producción topaban con todos los muros del Estado nacional y burgués, exigien-do su emancipación por la organización universal de la economía socialista», escribía Trotsky en 1919

15 –y, en 1936, fundamentaba su Programa transitorio sobre esta constata-

ción: «Las fuerzas productivas de la humanidad dejaron de desarrollarse... » –porque,

mientras tanto, las relaciones capitalistas se habían convertido, de freno relativo, en freno provisionalmente absoluto de su desarrollo.

Sabemos hoy en día que no hay nada de ello y que, desde hace veinticinco años, las fuerzas productivas han conocido un desarrollo que deja muy atrás todo lo que se hubiese podido imaginar en otros tiempos. Este desarrollo estuvo ciertamente condicionado por modificaciones en la organización del capitalismo, y arrastró otras –pero no puso en cues-

tión la substancia de las relaciones capitalistas de producción. Lo que parecía a Marx y a

13 12. K. Marx, Contribution à la critique de l’économie politique. P. 5, prefacio, Ed. Giard, París, 1928. Tra-

ducción española: Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón Editor, Madrid, 1978. 14 13. Véase por ejemplo la primera parte («Burgueses y proletarios») del Manifiesto comunista, Grijalbo,

Barcelona, 1977. 15 14. L. Trotsky, Terrorisme et communisme, Ed. 10/18, t Paris, 1963. Traducción española: Terrorismo y

comunismo, Júcar, Madrid, 1977. Hay que recordar que hasta una fecha reciente, estalinianos, trotskistas y

«ultraizquierdistas» de los más puros estaban prácticamente de acuerdo en negar, camuflar o minimizar bajo

todos los pretextos la continuación del desarrollo de la producción desde 1945. Aún ahora, la respuesta natu-

ral de un «marxista» es: «Ah, pero es debido a la producción de armamentos».

los marxistas como una «contradicción» que debía hacer estallar el sistema fue «resuelto»

en el interior del sistema. Lo que sucede es que, en primer lugar, jamás se trató de una contradicción. Hablar

de «contradicción» entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción es peor que un abuso de lenguaje, es una fraseología que presta una apariencia dialéctica a lo que no es más que un modelo de pensamiento mecánico. Cuando un gas calentado en un recipiente ejerce sobre las paredes una presión creciente que puede [31] finalmente hacerlas estallar,

no tiene sentido decir que hay «contradicción» entre la presión del gas y la rigidez de las paredes –ni más ni menos que no hay «contradicción» entre dos fuerzas en sentido opuesto que se aplican en el mismo punto. De la misma forma, en el caso de la sociedad, podría a lo sumo hablarse de una tensión, de una oposición o de un conflicto entre las fuerzas produc-tivas (la producción efectiva o la capacidad de producción de la sociedad), cuyo desarrollo exige a cada etapa cierto tipo de organización de las relaciones sociales, y estos tipos de

organización tarde o temprano «se quedan detrás» de las fuerzas productivas y dejan de serles adecuados. Cuando la tensión se hace demasiado fuerte, el conflicto demasiado agu-do, una revolución barre la vieja organización social y abre la vía a una nueva etapa de de-sarrollo de las fuerzas productivas.

Pero este esquema mecánico no es sostenible, incluso en el nivel empírico más sim-ple. Representa una extrapolación abusiva al conjunto de la historia de un proceso que no se

realizó más que durante una sola fase de esta historia, la fase de la revolución burguesa. Describe poco más o menos fielmente lo que tuvo lugar con ocasión del paso de la sociedad feudal; más exactamente, de las sociedades bastardas de Europa occidental de 1650 a.1850 (en las cuales una burguesía ya muy evolucionada y económicamente desarrollada topaba con la monarquía absoluta y con residuos feudales en la propiedad agraria y las estructuras jurídicas y políticas), a la sociedad capitalista. Pero no corresponde ni al derrumbamiento

de la sociedad antigua y a la aparición ulterior del mundo feudal, ni al nacimiento de la burguesía que emerge precisamente fuera de las relaciones feudales, y al margen de éstas, ni a la constitución de la burocracia como capa dominante hoy en día en los países atrasa-dos que se industrializan, ni finalmente a la evolución histórica de los pueblos no europeos. En ninguno de estos casos puede hablarse de un desarrollo de las fuerzas productivas en-carnado por una clase social creciente en un sistema social dado, desarrollo que habría «en

cierto estadio» llegado a ser incompatible con el mantenimiento de este sistema y habría así conducido a una revolución que diese el poder a la clase «ascendiente».

Aquí también, más allá de la «confirmación» o del «desmentido» aportado por los hechos a la teoría, es sobre la significación de [32] la teoría, sobre su contenido más pro-fundo, sobre las categorías que son suyas y el tipo de relación que quiere establecer con la realidad sobre lo que debemos reflexionar.

Una cosa es reconocer la importancia fundamental de la enseñanza de Marx en lo concerniente a la relación profunda que une la producción y el resto de la vida de una so-ciedad. Nadie, a partir de Marx, puede ya pensar la historia «olvidando» que toda sociedad debe asegurar la producción de las condiciones materiales de su vida y que todos los aspec-tos de la vida social están profundamente vinculados al trabajo, al modo de organización de esta producción y a la división social que le corresponde.

Otra cosa es reducir la producción, la actividad humana mediatizada por unos ins-

trumentos y unos objetos, el trabajo, a las «fuerzas productivas», es decir a fin de cuentas a

la técnica,16

atribuir a ésta un desarrollo «en último análisis» autónomo y construir una

mecánica de los sistemas sociales basada en una oposición eterna, y eternamente la misma, entre una técnica o unas fuerzas productivas que poseerían una actividad propia y el resto de las relaciones sociales y de la vida humana, la «superestructura», dotada tan arbitraria-mente como lo otro de una pasividad y de una inercia esenciales.

De hecho, no hay ni autonomía de la técnica, ni tendencia inmanente de la técnica hacia un desarrollo autónomo. Durante el [33] 99,5 % de su duración –es decir durante su

totalidad, salvo en los cinco últimos siglos- la historia conocida o presumida de la humani-dad se desarrolló sobre la base de lo que nos aparece hoy como una estagnación y que era vivido por los hombres de la época como una estabilidad que cae por su propio peso debido a la técnica; unas civilizaciones y unos imperios se fundaron y se derrumbaron, durante milenios, sobre las mismas «infraestructuras» técnicas.

Durante la Antigüedad griega, el hecho de que la técnica aplicada a la producción

haya permanecido ciertamente más acá de las posibilidades que le ofrecía el desarrollo científico ya alcanzado no puede ser separado de las condiciones sociales y culturales del mundo griego, y probablemente de una actitud de los griegos respecto a la Naturaleza, al Trabajo, al Saber. Como, a la inversa, no puede separarse el enorme desarrollo técnico en los tiempos modernos de un cambio radical –incluso si se ha producido gradualmente- en estas actitudes. La idea de que la Naturaleza no es otra cosa que terreno a explotar por los

hombres, por ejemplo, es lo que con menor evidencia se quiere, desde el punto de vista de toda la humanidad anterior y aun de hoy, de los pueblos no industrializados. Hacer del sa-ber científico esencialmente un medio de desarrollo técnico, darle un carácter de predomi-nancia instrumental, corresponde también a una nueva actitud. La aparición de estas actitu-des es inseparable del nacimiento de la burguesía –que tiene lugar al comienzo sobre la base de las antiguas técnicas. No es sino a partir de la plena expansión de la burguesía

cuando puede observarse, en apariencia, una especie de dinámica autónoma dé la evolución tecnológica. Pero tan sólo en apariencia. Pues, esta evolución no sólo es función del desa-rrollo filosófico y científico desencadenado (o acelerado) por el Renacimiento, cuyos vínculos profundos con toda la cultura y la sociedad burguesa son incontestables, sino que recibe siempre más la influencia de la constitución del proletariado y de la lucha de clases en el seno del capitalismo, que conduce a una selección de las técnicas aplicadas en la pro-

ducción entre todas las técnicas posibles.17

Finalmente, [34] en la presente fase del capita-lismo, la investigación tecnológica está planificada, orientada y dirigida explícitamente hacia las metas que se proponen las capas dominantes de la sociedad. ¿Qué sentido tiene

16 15. «...Es importante distinguir siempre entre el trastocamiento material de las condiciones de producción

económicas –que hay que constatar fielmente con la ayuda de las ciencias físicas y naturales- y las formas

jurídicas, políticas...», K. Marx, prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, Op. cit., p. 6

(el subrayado es nuestro). [También: «Darwin llamó la atención sobre la historia de la tecnología natural, es

decir, sobre la formación de las plantas y de los animales considerados como medios de producción para su

vida. La historia de los órganos productivos del hombre social, base material de toda organización social, ¿no

sería digna de investigaciones parecidas? Y ¿no sería más fácil llevar esta empresa a buena fin, pues, como

dijo Vico, la historia del hombre se distingue de la historia de la naturaleza en el hecho de que hicimos aquélla

y no ésta? La tecnología desnuda el modo de acción del hombre frente a la Naturaleza, el proceso de produc-

ción de su vida material, y, por consiguiente, el origen de las relaciones sociales y de las ideas o de las con-

cepciones intelectuales que se desprenden de él». El capital, Op. cit., I, p. 915, traducido de la transcripción

de Castoriadis.] 17 16. Véase «Sobre el contenido del socialismo», en el n.* 22 de «Socialismo ou Barbarie», julio de 1957, pp.

14 a 21, o en La experiencia del movimiento obrero, 2, Op. cit.

hablar de evolución autónoma de la técnica cuando el Gobierno de los Estados Unidos de-

cide dedicar mil millones de dólares a la investigación de carburantes de cohetes y un millón de dólares a la investigación de las causas del cáncer?

En lo que se refiere a las fases cumplidas de la historia, en las que los hombres ca-ían, por decirlo así, por azar sobre tal o cual invento o método y en las que la base de la producción (como de la guerra o de las demás actividades sociales) era una especie de pe-nuria tecnológica, la idea de una relativa autonomía de la técnica puede conservar un senti-

do –aunque sea falso que esta técnica haya sido «determinante», en un sentido exclusivo, de la estructura y de la evolución de la sociedad, como lo prueba la inmensa variedad de las culturas, arcaicas e históricas (asiáticas, por ejemplo) construidas «sobre la misma base técnica». Incluso para estas fases, el problema de la relación entre el tipo de técnica y el tipo de sociedad y de la cultura permanece intacto. Pero, en las sociedades contemporáneas, el ensanchamiento continuo de la gama de posibilidades técnicas y la acción permanente de

la sociedad sobre sus métodos de trabajo, de comunicación, de guerra, etc., refuta definiti-vamente la idea de la autonomía del factor técnico y hace absolutamente explícita la rela-ción recíproca, la remisión circular ininterrumpida de los métodos de producción a la orga-nización social y al contenido total de la cultura.

d

Lo que acabamos de decir muestra que no hay, y que no hubo jamás, inercia en si del resto de la vida social, ni privilegio de pasividad de las «superestructuras». Las superes-

tructuras no son más que un tejido de relaciones sociales, ni más ni menos «reales», ni más ni menos «inertes» que las demás –tan «condicionadas» por la estructura como ésta por ellas, si la palabra «condicionar» puede ser utilizada para designar el modo de coexistencia de los diversos momentos o aspectos de las actividades sociales. [35]

La famosa frase sobre el «atraso de la conciencia con respecto a la vida» no es más que una frase. Representa una constatación empírica válida para la mitad derecha de los

fenómenos, y falsa para su mitad izquierda. En la boca y en el inconsciente de los marxistas ha llegado a ser una frase teológica y, como tal, no tiene sentido alguno. No hay ni vida ni realidad social sin conciencia, y decir que la conciencia se retrasa con respecto a la realidad es decir que la cabeza de un hombre que camina está constantemente retrasada con respecto al mismo hombre. Incluso si se «toma conciencia» en un sentido estrecho (de conciencia explícita, de «pensamiento de», de teorización de lo dado), la frase continúa siendo tan a

menudo falsa como verdadera, pues puede haber tanto un «retraso» de la conciencia con respecto a la realidad como un «retraso» de la realidad con respecto a la conciencia –pues, dicho de otra manera, hay tanta correspondencia como distancia entre lo que los hombres hacen o viven y lo que los hombres piensan. Y lo que piensan no es sólo penosa elabora-ción de lo que ya está ahí y jadeante caminar sobre sus huellas; es también relativización de lo que es dado, puesta a distancia, proyección. La historia es tanto creación consciente co-

mo repetición inconsciente. Lo que Marx llamó la superestructura no ha sido un reflejo pasivo y retrasado de una «materialidad» social (por otra parte indefinible) más de lo que la percepción y el conocimiento humanos son «reflejos» imprecisos y revueltos de un mundo exterior perfectamente formado, coloreado y oloroso en sí.

Es cierto que la conciencia humana como agente transformador y creador en la his-toria es esencialmente una conciencia práctica, una razón operante-activa, mucho más que una reflexión teórica, a la que la práctica se hubiese anexionado como el corolario de un

razonamiento, y del cual no haría sino materializar sus consecuencias. Pero esta práctica no

d Véase también mi artículo «Technique» en la Encyclopaedia Universalis, vol. 15, pp. 803-809, París, 1973.

es exclusivamente una modificación del mundo material, es también, y más aún, modifica-

ción de las conductas de los hombres y de sus relaciones. El «Sermón de la montaña», el Manifiesto comunista pertenecen a la práctica histórica al igual que un invento técnico y pesan sobre ella, en cuanto a sus efectos reales sobre la historia, con un peso infinitamente más pesado.

La confusión ideológica actual y el olvido de verdades elementales son tales que lo que decimos aquí parecerá sin duda a muchos [36] «marxistas» un idealismo. Pero el idea-

lismo, y el más crudo y más inocente, se encuentra de hecho en esta tentativa de reducir el conjunto de la realidad histórica a los efectos de la acción de un solo factor, que es necesa-riamente abstraído del resto y, por tanto, abstracto pura y simplemente –y que, además, es del orden de una idea. Son, en efecto, las ideas las que hacen avanzar la historia en la con-cepción llamada «materialista histórica» –sólo que, en lugar de ser ideas filosóficas, políti-cas, religiosas, etc., son ideas técnicas. Es cierto que, para llegar a ser operantes, estas ideas

deben «encarnarse» en instrumentos y métodos de trabajo. Pero esta encarnación está de-terminada por ellas; un instrumento nuevo es nuevo en tanto que realiza una nueva manera de concebir las relaciones de la actividad productiva con sus medios y su objeto. Las ideas técnicas siguen siendo, pues, una especie de primer motor, y entonces una de dos: o bien uno se atiene a esto, y esta concepción «científica» aparece como haciendo descansar toda la historia sobre un misterio, el misterio de la evolución autónoma e inexplicable de una

categoría particular de ideas; o bien- uno vuelve a sumergir la técnica en el todo social, y no puede tratarse de privilegiarla a priori ni siquiera a posteriori. El intento de Engels de salir de ese dilema explicando que las superestructuras reaccionan ciertamente sobre las infraes-tructuras, pero que éstas siguen siendo determinantes «en último análisis», no tiene mucho sentido.

18 En una explicación causal no hay último análisis, cada eslabón remite indefecti-

blemente a otro. O bien la concesión de Engels queda como verbal, y nos quedamos con un

factor que determina la historia sin ser determinado por ella; o bien es real, y arruina la pre-tensión de haber localizado la explicación última de los fenómenos históricos en un fac tor especifico. [37]

El carácter propiamente idealista de la concepción aparece de manera aún más pro-funda cuando se considera otro aspecto de las categorías de infraestructura y de superes-tructura en su utilización por Marx. No es que la infraestructura tenga solamente un peso

determinante, es que de hecho sólo ella tiene un peso, puesto que es ella la que arrastra al movimiento de la historia. Es que ella posee una verdad, de la cual el resto está privado. La conciencia puede ser, y es de hecho la mayor parte de las veces, una «falsa conciencia»; está mistificada, su contenido es «ideológico». Las superestructuras son siempre ambiguas: expresan la «situación real» tanto como la enmascaran, su función es esencialmente doble. La constitución de la República burguesa, por ejemplo, o el Derecho civil tienen un sentido

explícito o aparente: el que lleva su texto, en un sentido latente o real: el que desvela el análisis marxista, mostrando, detrás de la igualdad de los ciudadanos, la división de la so-ciedad en clases; detrás de la «soberanía del pueblo», el poder de hecho de la Burguesía. El que quisiese comprender el Derecho actual ateniéndose a su significación explícita, mani-

18 17. Carta a Joseph Bloch del 21 de setiembre de 1890. [De hecho, la concesión «es verbal»: «Entre todas,

son las condiciones económicas las que son finalmente determinantes. Pero las condiciones políticas, etc.,

hasta incluso la tradición que embruja los cerebros de los hombres, desempeñan igualmente un papel, aunque

no decisivo». (Reproducido en K.M. y F.E., Études philosophiques, París, Ed. Sociales, 1961, pp. 154-155.)

Y, p. 155: «Así es cómo la historia hasta nuestros días se desarrolla a la manera de un proceso de la naturaleza

y es sometida también, en sustancia, a las mismas leyes de movimiento que ella».]

fiesta, estaría en pleno cretinismo jurídico. El Derecho, como la política, la religión, etc., no

puede adquirir su pleno y verdadero sentido más que en función de una remisión al resto de los fenómenos sociales de una época. Pero esa ambigüedad, este carácter truncado de toda significación particular en el mundo histórico cesaría a partir del momento en el que abordásemos la «infraestructura». Ahí, las cosas pueden ser comprendidas por sí mismas, un hecho técnico significa inmediata y plenamente, no tiene ambigüedad, alguna, es lo que «dice», y dice lo que es. Dice incluso todo lo demás: el molino de sangre dice la sociedad

feudal; el molino de vapor dice la sociedad capitalista. Tenemos, pues, cosas que son signi-ficaciones acabadas en sí, y que al mismo tiempo son significaciones plena e inmediata-mente

19 penetrables por nosotros. Los hechos técnicos no son solamente «hacia atrás»

(significaciones que fueron encarnadas), son también ideas «hacia adelante» (significan activamente todo lo que «resulta» de ellos, confieren un sentido determinado a todo lo que los rodea). [38]

Que la historia sea el terreno en el que las significaciones «se encarnan» y en el que las cosas significan, no deja ni la sombra de una duda. Pero ninguna de estas significacio-nes jamás está acabada y cerradas en sí misma, remiten siempre a otra cosa; y ninguna cosa, ningún hecho histórico puede entregarnos un sentido que estaría de por sí inscrito en ellos. Ningún hecho técnico tiene sentido asignable si está aislado de la sociedad en el que se produce, y ninguno impone un sentido unívoco e ineluctable a las actividades humanas que

subtiende, incluso las más próximas. A algunos kilómetros una de otra, en la misma jungla, con las mismas armas e instrumentos, dos tribus primitivas desarrollan estructuras sociales y culturas tan diferentes como sea posible. ¿Es Dios quien lo ha querido así, es un «alma» singular de la tribu de lo que se trata? De ningún modo, un examen de la historia total de cada una de ellas, de sus relaciones con otras, etc., permitiría comprender cómo evolucio-nes diferentes se produjeron (aunque no permitiese «comprenderlo todo», y aún menos ais-

lar «una causa» de esta evolución). La industria automóvil inglesa trabaja sobre la misma «base técnica» que la industria automóvil francesa, con los mismos tipos de máquinas y los mismos métodos para producir los mismos objetos. Las «relaciones de producción» son las mismas, aquí y allá: unas firmas capitalistas que producen para el mercado y contratan, para hacerlo, a proletarios. Pero la situación en las fábricas difiere del todo: en Inglaterra, hue l-gas salvajes frecuentes, guerrilla permanente de los obreros contra la Dirección, institución

de un tipo de representación obrera, los shop stewards, tan democrática, tan eficaz, tan combativa como era posible bajo las condiciones capitalistas. En Francia, apatía y servi-dumbre de los obreros, transformación íntegra de los «delegados» obreros en tapones entre la Dirección y los trabajadores. Y las «relaciones de producción» reales, es decir precisa-mente el grado de control efectivo que asegura a la dirección su «adquisición de la fuerza de trabajo», difieren sensiblemente por este hecho. Sólo un análisis del conjunto de cada

una de las sociedades consideradas, de su historia precedente, etc., puede permitir com-prender, hasta cierto punto, cómo situaciones tan diferentes pudieron emerger. [39]

Hasta aquí nos hemos situado, para lo esencial, en el nivel del contenido de la «con-cepción materialista de la historia», intentando ver en qué medida las proposiciones preci-sas de esta concepción podían ser tenidas por verdaderas o incluso tenían un sentido. Nues-tra conclusión es, visiblemente, que este contenido no se sostiene, que la concepción marxista de la historia no ofrece la explicación que ella quisiera ofrecer.

19 18. Inmediatamente, no en sentido cronológico, sino lógico: s in mediación, sin necesidad de pasar por otra

significación.

Pero el problema no se agota con estas consideraciones. Si la concepción marxista

no ofrece la explicación que busca la historia, ¿no habría otra que la ofreciera?, y la cons-trucción de una nueva concepción «mejor», ¿acaso no sería la tarea más urgente?

Esta cuestión es mucho más importante que la otra, pues, después de todo, que una teoría científica se revele insuficiente o errónea es ley misma del progreso del conocimien-to. Condición de este progreso es, sin embargo, el comprender por qué una teoría se reveló insuficiente o falsa.

Ahora bien, ya las condiciones que preceden permiten ver que lo que está encausado en el fracaso de la concepción materialista de la historia es, mucho más que la pertinencia de una idea cualquiera perteneciente al contenido de la teoría, el tipo mismo de teoría y aquello a lo que apunta. Tras el intento de erigir las fuerzas productivas en factor autónomo y determinante de la evolución histórica está la idea de condensar en un esquema simple las «fuerzas» cuya acción dominó esta evolución. Y la simplicidad del esquema proviene del

hecho de que las mismas fuerzas que actúan sobre los mismos objetos deben producir los mismos encadenamientos de efectos.

Pero ¿en qué medida se puede categorizar la historia de esta manera? ¿En qué medi-da el material histórico se presta a este tratamiento?

La idea, por ejemplo, de que en todas las sociedades el desarrollo de las fuerzas productivas «determinó» las relaciones de producción y, por consiguiente, las relaciones

jurídicas, políticas, religiosas, etcétera, presupone que en todas las sociedades la misma articulación de las actividades humanas existe, que la Técnica, la Economía, el Derecho, la Política, la Religión, etc., están siempre y necesariamente separados o son separables, sin lo cual esta afirmación está privada de sentido. Pero esto es extrapolar al conjunto de la histo-ria [40] la articulación y la estructuración propias de nuestra sociedad, y que no tienen for-zosamente sentido fuera de ella. Ahora bien, esta articulación, esta estructuración son preci-

samente productos del desarrollo histórico. Marx decía ya que «el individuo es un producto social» –queriendo decir con esto, no que la existencia del individuo presupone la de la sociedad; o que la sociedad determina lo que el individuo será, sino que la categoría de individuo como persona libremente separable de su familia, de su tribu o de su ciudad no tiene nada de natural y no aparece más que en cierta etapa de la historia. De la misma ma-nera, los diversos aspectos o sectores de la actividad social no se «autonomizan», como

también decía Marx, más que en cierto tipo de sociedad y en función de un grado de desa-rrollo histórico.

e Pero, si sucede así, es imposible dar de una vez por todas un modelo de

relaciones o de «determinaciones» válido para cualquier sociedad. Los puntos de sujeción de estas relaciones son fluctuantes, el movimiento de la historia reconstituye y vuelve a desplegar de una manera siempre distinta las estructuras sociales (y no necesariamente en el sentido de una diferenciación siempre creciente: en este sentido al menos, el sistema feudal

representa una involución, una recondensación de momentos que estaban netamente sepa-rados en el mundo grecorromano). En una palabra, no hay en la historia, aún menos que en la naturaleza ni en la vida, sustancias separadas y fijas que actúen desde afuera unas sobre otras. No puede decirse que, en general, «la economía determina la ideología», ni que «la ideología determina la economía», ni finalmente que «economía e ideología se determinan recíprocamente», por la simple razón de que economía e ideología, en tanto que esferas

e La posición central de las «relaciones de producción» en la vida social es una creación de la Burguesía y un

elemento de la Institución histórica del capitalismo. Véase «La cuestión de la historia del movimiento obrero»

en La experiencia del movimiento obrero, 1, Op. cit.

separadas que podrían o no actuar una sobre otra, son ellas mismas productos de una etapa

dada (y de hecho muy reciente) del desarrollo histórico.20

[41] Del mismo modo, la teoría marxista de la historia, y toda teoría general y simple del

mismo tipo, está necesariamente llevada a postular que las motivaciones fundamentales de los hombres son y fueron siempre las mismas en todas las sociedades. Las «fuerzas», pro-ductivas u otras, no pueden actuar en la historia más que a través de las acciones de los hombres, y decir que las mismas fuerzas desempeñan en todas partes el papel determinante

significa que corresponden a móviles constantes en todas partes y siempre. Así, la teoría que hace del «desarrollo de las fuerzas productivas» el motor de la historia presupone implícitamente un tipo invariable de motivación fundamental de los hombres, en líneas generales la motivación económica: en todos los tiempos, las sociedades humanas habrían apuntado (consciente o inconscientemente, poco importa) primero y ante todo al incremen-to de su producción y de su consumo. Pero esta idea no es simplemente falsa materialmen-

te; olvida que los tipos de motivación (y los valores correspondientes que polarizan y orien-tan la vida de los hombres) son creaciones sociales, que cada cultura instituye unos valores que le son propios y adiestra a los individuos en función de ellos. Estos adiestramientos son prácticamente todopoderosos,

21 pues no hay una «naturaleza humana» que pueda ofrecerles

una resistencia, pues, dicho de otra manera, el hombre no nace llevando en sí el sentido definido de su vida. El máximo de consumo, de poder o de santidad no son objetivos inna-

tos al niño, es la cultura en la cual crecerá lo que le enseñará que los «necesita». Y es inad-misible mezclar con el examen de la historia

22 la «necesidad» biológica o el «instinto» de

conservación. La «necesidad» biológica o el «instinto» de conservación es el presupuesto abstracto y universal de toda sociedad humana, y de toda especie viviente en general, y no puede decir nada sobre alguna en particular. Es absurdo [42] querer fundamentar sobre la permanencia de un «instinto» de conservación, por definición el mismo en todas partes, la

historia, por definición siempre diferente, como sería absurdo querer explicar por la cons-tancia de la libido la infinita variedad de los tipos de organización familiar, de neurosis o de perversiones sexuales que se encuentran en las sociedades humanas. Cuando, pues, una teoría postula que el desarrollo de las fuerzas productivas fue determinante en todas partes, no quiere decir que los hombres siempre tuvieron necesidad de alimentarse (en cuyo caso hubiesen seguido siendo monos). Quiere decir por el contrario que los hombres fueron

siempre más allá de las «necesidades» biológicas, que se formaron «necesidades» de otra naturaleza –y, en esto, es efectivamente una teoría que habla de la historia de los hombres. Pero dice al mismo tiempo que estas otras «necesidades» fueron, en todas partes y siempre de manera predominante, necesidades económicas. Y, en esto, no habla de la historia en general, no habla más que de la historia del capitalismo. Decir, en efecto, que los hombres siempre buscaron el mayor desarrollo posible de las fuerzas productivas, y que no encontra-

ron otro obstáculo que el estado de la técnica; o que las sociedades siempre estuvieron «ob-jetivamente» dominadas por esta tendencia, y dispuestas en función de ella, es extrapolar abusivamente al conjunto de la historia, las motivaciones y los valores, el movimiento y la disposición de la sociedad actual –más exactamente, de la mitad capitalista de la sociedad

20 19. Esto es visto claramente por Lukács en El cambio de función del materialismo histórico, Op. cit. 21 20. Ninguna cultura puede evidentemente adiestrar a los individuos a que caminen sobre la cabeza o a que

ayunen eternamente. Pero, en el interior de esos límites, se encuentran en la historia todos los tipos de adies-

tramiento que pueda imaginarse. 22 21. Como lo hace Sartre, en la Critique de la raison dialectique, p. ej. pp. 166 y sigs., Ed. Gallimard, París.

actual. La idea de que el sentido de la vida consiste en la acumulación y la conservación de

las riquezas seria locura para los indios kwakiutl, que amasan riquezas para poder destruir-las; la idea de buscar el poder y el mando sería locura para los indios zuni, entre los cuales, para convertir a alguien en jefe de la tribu, hay que apalearle hasta que acepta.

23 Unos

«marxistas» [43] miopes ríen sarcásticamente cuando se citan ejemplos que ellos conside-ran como curiosidades etnológicas. Pero, si alguna curiosidad etnológica hay en este asun-to, son precisamente esos «revolucionarios» que erigieron la mentalidad capitalista en con-

tenido eterno de una naturaleza humana idéntica en todas partes y que, charlando intermi-nablemente sobre la cuestión colonial y el problema de los países atrasados, olvidan en sus razonamientos a los dos tercios de la población del globo. Pues uno de los mayores obstá-culos que encontró, y que vuelve siempre a encontrar, la penetración del capitalismo es la ausencia de las motivaciones económicas y de la mentalidad de tipo capitalista entre los pueblos de los países atrasados. Es clásico, y siempre actual, el caso de los africanos que,

obreros durante un tiempo, dejan el trabajo en el momento, en el que han reunido la suma que tenían prevista y vuelven a su pueblo para reanudar lo que a sus ojos es la única vida normal. Cuando logró constituir en los pueblos una clase de obreros asalariados, el capita-lismo no solamente debió, como Marx lo mostraba ya, reducirlos a la miseria destruyendo sistemáticamente las bases materiales de su existencia independiente. Debió, al mismo tiempo, destruir sin piedad los valores y las significaciones de su cultura y de su vida –es

decir, hacer de ellos efectivamente ese conjunto de un aparato digestivo hambriento y de músculos dispuestos para un trabajo privado de sentido que es la imagen capitalista del hombre.

24

Es falso pretender que las categorías técnico-económicas siempre fueron determi-nantes –puesto que no estaban ahí, ni como categorías realizadas en la vida de la sociedad, ni como polos y valores. Es falso pretender que estaban siempre ahí, pero hundidas bajo

apariencias mistificadoras –políticas, religiosas u otras-, y que el capitalismo, desmitifican-do o desencantando al mundo, nos ha permitido ver las «verdaderas» significaciones de los actos de los hombres, que se escapaban a sus autores. Está claro que la técnica, o lo econó-mico, «estaban siempre ahí» de cierta manera, puesto que toda sociedad debe producir su vida y organizar socialmente [44] esta producción. Pero es esta «cierta manera» lo que constituye toda la diferencia. Pues ¿cómo pretender que el modo de integración de lo

económico a otras relaciones sociales (las relaciones de autoridad y de fidelidad, por ejem-plo, en la sociedad feudal) no influye, primero sobre la naturaleza de las relaciones econó-micas en la sociedad considerada y, al mismo tiempo, sobre la manera de actuar unos sobre otros? Lo cierto es que, una vez constituido el capitalismo, el reparto de los recursos pro-ductivos entre capas sociales y entre capitalistas es esencialmente el resultado del juego de la economía y está constantemente modificado por éste. Pero una afirmación análoga no

tendría sentido alguno en el caso de una formación feudal (o «asiática»).f Admitamos tam-

bién que se pudiese, en una sociedad capitalista de laissez faire, tratar el Estado (y las rela-

23 22. Véase Ruth Benediet, Patterns of Culture. Traducción española: El hombre y la cultura, Ed. Sudameri-

cana, Buenos Aires, 1967. [La demostración de la imposibilidad de proyectar retroactivamente las motivacio-

nes y las categorías económicas capitalistas sobre las otras sociedades, especialmente las «arcaicas», es una de

las aportaciones más importantes de ciertas corrientes de la «antropología económica» contemporánea.] 24 23. Véase Margaret Mead y otras, Cultural Patterns and Technical Change, UNESCO, 1953. f Está claro, en efecto, que en estos casos el reparto de los recursos productivos (tierra y hombres) está deter-

minado desde el comienzo, y modificado a continuación por el juego de factores esencialmente no «económi-

cos».

ciones políticas) como una «superestructura» cuya dependencia respecto a la economía es

de sentido único. Pero ¿cuál es el sentido de esta idea, cuando el Estado es propietario y poseedor efectivo de los medios de producción, y que está poblado por una jerarquía de burócratas cuya relación con la producción y la explotación está necesariamente mediatiza-da por su relación con el Estado y subordinada a éste –como era el caso de esas curiosida-des etnológicas que representaron durante milenios las monarquías asiáticas, y como es hoy en día el caso de esas curiosidades sociológicas tipo la U.R.S.S., la China, y los demás paí-

ses «socialistas»? ¿Qué sentido tiene decir que hoy en día, en la U.R.S.S., la «verdadera» burocracia son los directores de fábrica, y que la burocracia del Partido, del Ejército, del Estado, etc., es secundaria?

¿Cómo pretender también que la manera, tan diferente de una sociedad y de una época a otra, de vivir estas relaciones no tiene importancia?, ¿Cómo pretender que las signi-ficaciones, las motivaciones, los valores creados por cada cultura no tienen ni función ni

acción otra que velar una psicología económica que siempre habría estado ahí? No es éste el paradójico postulado de una naturaleza humana [45] inalterable. Es el no menos paradó-jico intento de tratar la vida de los hombres, tal como es efectivamente vivida por ellos tan-to consciente como inconscientemente), como una simple ilusión respecto a las fuerzas «reales» (económicas) que la gobiernan. Es el invento de otro inconsciente detrás del in-consciente, de un inconsciente del inconsciente, que seria, él, a la vez «objetivo» (puesto

que totalmente independiente de la historia de los sujetos y de su acción) y «racional» (puesto que constantemente orientado hacia un fin definible e incluso medible, el fin económico). Pero, si no se quiere creer en la magia, la acción de los individuos, motivada consciente o inconscientemente, es a todas luces un relevo indispensable de toda acción de «fuerzas» o de «leyes» en la historia. Habría, pues, que constituir un «psicoanálisis econó-mico», que revelaría como causa de las acciones humanas su «verdadero» sentido latente

(económico) y en el cual la «pulsión económica» tomaría el sentido de la libido. Que un sentido latente pueda a menudo ser desvelado en actos que aparentemente

no lo poseen, es cierto. Pero esto no significa que no es el único, ni que es primero, ni sobre todo que su contenido sea siempre y en todas partes la maximización de la «satisfacción económica» en el sentido capitalista-occidental. Que la «pulsión económica» –si se quiere, el «principio de placer» vuelto hacia el consumo o la apropiación- tome tal o cual dirección,

se fije en tal objetivo y se instrumente en tal conducta, esto depende del conjunto de los factores en juego. Esto depende muy particularmente de su relación con la pulsión sexual (la manera como ésta se «especifica» en la sociedad considerada) con el mundo de signifi-caciones y de valores creado por la cultura donde vive el individuo.

25 Sería finalmente me-

nos falso decir que el homo oeconomicus es un producto de la cultura capitalista, que decir que la cultura capitalista es una creación del homo oeconomicus. Pero no hay que decir ni

una cosa ni la otra. Hay cada vez homología y correspondencia profundas entre la estructu-ra de la personalidad y el contenido de la cultura, y no tiene sentido predeterminar una por la otra. [46]

Así pues, cuando, como para el cultivo del maíz entre ciertas tribus indígenas de México o para el cultivo del arroz en los pueblos indonesios, el trabajo agrícola es vivido no solamente como un medio de asegurar la alimentación, sino a la vez como momento del culto a un dios, como fiesta, y como danza, y cuando un teórico viene a decir que todo lo

25 24. Véase Margaret Mead, Male and Female y Sex and Temperament in Three Primitive Societies. Hay

traducción española de esta última obra: Sexo y temperamento, 2,• ed., Paidós, Buenos Aires, 1961.

que rodea los gestos propiamente productivos en estas ocasiones no es más que mistifica-

ción, ilusión y astucia de la razón, hay que afirmar con fuerza que este teórico es una en-carnación mucho más avanzada del capitalismo que cualquier patrón. Pues no solamente sigue atrapado en las categorías específicas del capitalismo, sino que quiere someter a ellas todo el resto de la historia de la humanidad y pretende en suma que todo lo que los hombres hicieron y quisieron hacer desde hace milenios no era más que un esbozo imperfecto del factory system. Nada permite afirmar que la carcasa de gestos que constituye el trabajo pro-

ductivo en el sentido estricto es más «verdadera» o más «real» que el conjunto de las signi-ficaciones en el cual estos gestos fueron tejidos por los hombres que los ejecutaban. Nada, si no es el postulado de que la verdadera naturaleza del hombre es ser un animal producti-vo-económico, postulado totalmente arbitrario y que implicaría, si fuese cierto, que el so-cialismo es para siempre imposible.

Si, para tener una teoría de la historia, hay que excluir de la historia poco más o me-

nos todo, salvo lo que sucedió durante unos siglos sobre una estrecha franja de tierra que rodea el Atlántico norte, el precio a pagar es realmente demasiado elevado; es mejor con-servar la historia y rechazar la teoría. Pero no estamos reducidos a este dilema. No tenemos necesidad, en tanto que revolucionarios, de reducir la historia de la humanidad a esquemas simples. Necesitamos ante todo comprender e interpretar nuestra propia sociedad. Y esto, no podemos hacerlo más que relativizándola, mostrando que ninguna de las formas de la

alienación social presente es fatal para la humanidad, puesto que no han estado siempre ahí –en todo caso, de ningún modo convirtiéndola en absoluto y proyectando inconscientemen-te sobre el pasado esquemas y categorías que expresan precisamente los aspectos más pro-fundos de la realidad capitalista contra la que luchamos. [47]

Hemos pues visto por qué lo que llamamos la concepción materialista de la historia nos aparece hoy en día insostenible. Resumiendo, porque esta concepción:

-hace del desarrollo de la técnica el motor de la historia «en último análisis», y le atribuye una evolución autónoma y una significación cerrada y bien definida;

- intenta someter el conjunto de la historia a categorías que no tienen sentido más que para la sociedad capitalista desarrollada y cuya aplicación a formas procedentes de la vida social plantea más problemas de los que resuelve;

- está basada sobre el postulado oculto de una naturaleza humana esencialmente in-

alterable, cuya motivación predominante sería la motivación económica. Estas consideraciones conciernen al contenido de la concepción materialista de la

historia, que es un determinismo económico (denominación utilizada, a menudo por otra parte, por los partidarios de la concepción). Pero la teoría es inaceptable en tanto que es determinismo sin más, es decir, en tanto que pretende que puede reducirse la historia a los efectos de un sistema de fuerzas sometidas ellas mismas a leyes comprensibles y definibles

de una vez por todas, a partir de las cuales estos efectos pueden ser íntegra y exhaustiva-mente producidos (y por lo tanto también deducidos). Como, tras esta concepción, hay ine-vitablemente una tesis sobre lo que es la historia –y por lo tanto una tesis filosófica -, vol-veremos sobre ella en la tercera parte de este capítulo. Determinismo económico y lucha de clases

Al determinismo económico parece oponérsele otro aspecto del marxismo: «La his-

toria de la humanidad es la historia de la lucha de clases». Pero parece solamente. Pues, en

la medida en que se mantienen las afirmaciones esenciales de la concepción materialista de

la historia, la lucha de clases no es en realidad un factor [48] aparte.g No es más que un

eslabón de los vínculos causales establecidos siempre sin ambigüedad por el estado de la infraestructura técnico-económica. Lo que las clases hacen, lo que tienen que hacer, les es, cada vez, necesariamente por su situación en las relaciones de producción, sobre la cual no pueden nada, pues las precede tanto causal como lógicamente. De hecho, las clases no son más que el instrumento en el cual se encarna la acción de las fuerzas productivas. Si son

actores, lo son exactamente en el sentido en el que los actores en el teatro recitan un texto dado por adelantado y realizan gestos predeterminados, y en el que, actúen bien o mal, no pueden impedir que la tragedia se encamine hacia su fin inexorable. Es necesaria una clase para hacer funcionar un sistema socio-económico según sus leyes y también lo es otra para echarlo abajo –cuando haya llegado a ser «incompatible con el desarrollo de las fuerzas productivas» y cuando sus intereses la conduzcan no menos indefectiblemente a instituir un

nuevo sistema que a su vez hará funcionar. Son los agentes del proceso histórico, pero los agentes inconscientes (la expresión vuelve muchas veces bajo la pluma de Marx y de En-gels); «son actuados» más que actúan, dice Lukács. O mejor, actúan en función de su con-ciencia de clase y ya es sabido que «no es la consciencia de los hombres lo que determina su ser, sino su ser social lo que [49] determina su consciencia». No se trata solamente de que la clase en el poder sea conservadora, y que la clase ascendiente sea revolucionaria.

Este conservadurismo, esta revolución estarán predeterminados en su contenido, en todos sus detalles « importantes»

26 por la situación de las clases correspondientes en la produc-

ción. No en vano la idea de una política capitalista más o menos «inteligente» le parece

siempre a un marxista como una estupidez que oculta una mistificación. Para que se acepte incluso hablar de una política inteligente o no, hay que admitir que esta inteligencia, o su

ausencia, pueden marcar una diferencia en cuanto a la evolución real. Pero ¿cómo podrían hacerlo, puesto que esta evolución está determinada por factores de otro orden -«objetivos»? No se dirá siquiera que esta política no cae del cielo, que actúa en una situa-

g Véase también, sobre el conjunto del problema, «La cuestión de la historia del movimiento obrero», en La

experiencia del movimiento obrero, Op. cit. He aquí lo que decía Engels sobre ello, en el «Prefacio» a la ter-

cera edición alemana (1885) de El 18 de Brumario: «Fue precisamente Marx el primero en descubrir la ley

según la cual todas las luchas históricas, ya sean llevadas al terreno político, religioso, filosófico o a cualquier

otro terreno ideológico, no son, de hecho, más que la expresión más o menos neta de las luchas de clases

sociales, ley en virtud de la cual la existencia de las clases, y por consiguiente también sus colis iones, son, a

su vez, condicionadas por el grado de desarrollo de su situación económica, por su modo de producción y su

modo de intercambio, que deriva él mismo del precedente. Esta ley, que tiene para la historia la misma impor-

tancia que la ley de la transformación de la energía para las ciencias naturales, le proporciona aquí igualmente

la clave para la comprensión de la historia de la II República francesa.» 26 25. Hablando con propiedad, hay que decir: en todos sus detalles, en absoluto. Un determinismo no tiene

sentido más que como determinismo integral, incluso el timbre de la voz del demagogo fascista o del tribuno

obrero deben desprenderse de las leyes del sistema. En la medida en que esto es imposible, el determinismo se

refugia habitualmente tras la distinción entre «lo importante» y lo «secundario». Clémenceau añadió cierto

estilo personal a la política del imperialismo francés, pero con o sin este estilo, esta política hubiese sido de

todas formas «la misma» en sus aspectos importantes, en su esencia. Se divide así la realidad en una capa

principal en la que ocurre lo esencial, en la que las conexiones causales pueden y deben ser establecidas hacia

delante y hacia atrás del acontecimiento considerado, y una capa secundaria, en la que estas condiciones no

existen o no importan. El determinismo no puede así realizarse más que dividiendo de nuevo al mundo; no es

sino en idea cómo apunta a un mundo unitario, en su aplicación está de hecho obligado a postular una parte

«no determinada» de la realidad.

ción dada, que no puede superar ciertos límites trazados por el contexto histórico, que no

puede encontrar resonancia en la realidad más que si otras condiciones se presentan –todo ello muy evidente. El marxista hablará como si esta inteligencia no pudiese cambiar nada (aparte del estilo de los discursos, grandioso en Mirabeau, lamentable en Laniel) y se dedi-cará a lo sumo a mostrar que el «genio» de Napoleón así como la «estupidez» de Kerensky estaban necesariamente «llamados» y engendrados por la situación histórica. [50]

Tampoco en vano se resiste con ahínco a la idea de que el capitalismo moderno in-

tentó adaptarse a la evolución histórica y a la lucha social, y en consecuencia se modificó. Esto sería admitir que la historia del siglo pasado no fue exclusivamente determinada por leyes económicas y que la acción de grupos y clases sociales pudo modificar las condicio-nes en las cuales estas leyes actúan y, por consiguiente, su funcionamiento mismo.

Es, por lo demás, en este ejemplo en el que puede verse con mayor claridad que de-terminismo económico, por una parte, y lucha de clases, por otra, proponen dos modos de

explicación, irreductibles uno a otro, y que en el marxismo no hay realmente «síntesis», sino aplastamiento del segundo en provecho del primero. Lo esencial en la evolución del capitalismo, ¿es la evolución técnica y los efectos del funcionamiento de las leyes econó-micas que rigen el sistema? ¿O bien la lucha de clases y de grupos sociales? Leyendo El capital, se ve que la primera respuesta es la buena. Una vez establecidas sus condiciones sociológicas, lo que puede llamarse los «axiomas del sistema», propuestos en la realidad

histórica (grado y tipo dado de desarrollo técnico, existencia de capital acumulado y de proletarios en número suficiente, etc.) y bajo el impulso continuo de un progreso técnico autónomo, el capitalismo evoluciona únicamente según los efectos de las leyes económicas que comporta, y que Marx despejó. La lucha de clases no interviene en parte alguna.

27 Que

un marxismo más matizado y más sutil, apoyándose, si falta le hace, sobre los textos de Marx, rehúse esta visión unilateral y afirme que la lucha de clases desempeña un papel im-

portante en la historia del sistema, que puede alterar el funcionamiento de la economía, pero que simplemente no hay que olvidar que esta lucha [51] se sitúa siempre en un marco dado que traza sus límites y define su sentido –estas concesiones no sirven para nada, la cabra y la col no se conciliarán por ello. Pues las «leyes» económicas formuladas por Marx no tienen, hablando con propiedad, ningún sentido fuera de la lucha de clases, no tienen ningún contenido preciso: la «ley del valor», cuando hay que aplicarla a la mercancía fun-

damental –la fuerza de trabajo-, no significa nada, es una fórmula vacía cuyo contenido sólo puede venir dado por la lucha entre obreros y patronos, que determina en lo esencial el nivel absoluto del salario y su evolución en el tiempo. Y, como todas las demás «leyes» presuponen un reparto dado del producto social, el conjunto del sistema permanece suspen-dido en el aire, completamente indeterminado.

28 Y esto no sólo es una «laguna» teórica –

«laguna» a decir verdad tan central que arruina inmediatamente la teoría. Es también un

mundo de diferencia en la práctica. Entre el capitalismo de El capital, en el que las «leyes económicas» conducen a una estagnación del salario obrero, a un paro creciente, a crisis

27 26. No interviene más que en los límites –históricos y lógicos- del sistema: el capitalismo no nace orgáni-

camente por el simple funcionamiento de las leyes económicas de la simple producción mercantil, es necesa-

ria la acumulación primitiva que constituye una ruptura violenta del antiguo sistema; no dejará tampoco lugar

al socialismo sin la revolución proletaria. Pero eso no cambia nada de lo que decimos aquí, pues hay que decir

también, para esas intervenciones activas de clases en la historia, que son predeterminadas, no introducen

nada que sea por derecho imprevisible. 28 27. Véase en el n.° 31 de «Socialisme ou Barbarie», «Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme

moderne», Op. cit., pp. 69 a 81. [También ahora, La dynamique du capitalisme, Op. cit.]

más y más violentas y finalmente a una casi imposibilidad de funcionar para el sistema; y el

capitalismo real, en el que los salarios aumentan, a la larga, paralelamente a la producción y en el que la expansión del sistema continúa sin encontrar ninguna antinomia económica insuperable, no hay solamente la distancia que separa lo mítico de lo real. Son dos univer-sos, de los cuales cada uno comporta otro destino, otra filosofía, otra política, otra concep-ción de la revolución.

Finalmente, la idea de que la acción autónoma de las masas pueda constituir el ele-

mento central de la revolución socialista, admitida o no, seguirá siendo siempre menos que secundario para un marxista consecuente –ya que sin interés verdadero e incluso sin estatu-to teórico y filosófico. El marxista sabe adónde debe ir la historia; si la acción autónoma de las masas va en esa dirección, no le enseña nada; si va por otra parte, es una mala auto-nomía, o mejor, no es en absoluto una autonomía, puesto que, si las masas no se dirigen [52] hacia las metas correctas, es que están aún bajo la influencia del capitalismo. Cuando

la verdad está adquirida, todo el resto es error, pero el error no quiere decir nada en un uni-verso determinista: el error, es el producto de la acción del enemigo de clase y del sistema de explotación.

Sin embargo, la acción de una clase particular, y la toma de conciencia por esta cla-se de sus intereses y de su situación, parece tener un estatuto aparte dentro del marxismo: la acción y la toma de conciencia del proletariado. Pero esto no es cierto más que en un senti-

do a la vez especial y limitado. No es cierto en cuanto a lo que el proletariado tiene que hacer:

29 tiene que hacer la revolución socialista, y ya se sabe lo que la revolución socialista

tiene que hacer (hablando claro: desarrollar las fuerzas productivas hasta que la abundancia haga posible la sociedad comunista y una humanidad libre). Es cierto tan sólo por lo que se trata de saber si lo hará o no. Pues, al mismo tiempo que la idea de que el socialismo es ineludible, existe en Marx y los grandes marxistas (Lenin o Trotsky por ejemplo) la idea de

una incapacidad eventual de la sociedad de superar su crisis, de una «destrucción común de las dos clases en lucha», en una palabra, la alternativa histórica socialismo o barbarie. Pero esta idea representa el límite del sistema y, en cierto modo, el límite de toda reflexión co-herente: no se excluye absolutamente el que la historia «fracase» y se revele, pues, absurda; pero, en este caso, no solamente esta teoría, sino cualquier teoría, se derrumba. Por consi-guiente, el hecho de que el proletariado haga o no la revolución, incluso si es incierto, lo

condiciona todo, y una discusión cualquiera no es posible sino a partir de la hipótesis de que la hará. Admitida esta hipótesis, el sentido en el cual la hará está determinado. La liber-tad concedida así al proletariado no es diferente de la libertad de estar [53] locos que pode-mos reconocernos: libertad que no vale, que no existe incluso, más que con la condición de no usar de ella, pues su uso la aboliría al mismo tiempo que toda la coherencia del mundo.

30

Pero, si se elimina la idea de que las clases y su acción son simples relevos; si se

admite que la «toma de conciencia» y la actividad de las clases y de los grupos sociales

29 «No se trata de lo que tal o cual proletario, o incluso el proletariado entero, se representa en un momento

determinado como la meta. Se trata de lo que es el proletariado y de lo que, conforme a su ser, será histórica-

mente obligado a hacer», dice Marx en un pasaje conocido de La Sagrada Familia, Crítica, Barcelona, 1978. 30 29. Esto vale también, y sobre todo, a pesar de las apariencias, para Lukács. Cuando escribe, por ejemplo,

«...para el proletariado, vale ... que la transformación y la liberación no pueden ser más que su propia acción...

La evolución económica objetiva ... no puede hacer más que poner entre las manos del proletariado la posib i-

lidad y la necesidad de transformar la sociedad. Pero esta transformación no puede ser más que la acción libre

del propio proletariado» (Historia y conciencia de clase), no hay que olvidar que toda la dialéctica de la histo-

ria que expone no se mantiene más que con la condición de que el proletariado cumpla esta acción libre.

(como de los individuos) hacen surgir elementos nuevos, no predeterminados y no prede-

terminables (lo cual no quiere decir ciertamente que una y otra sean independientes de las situaciones en que se desarrollan), entonces se está obligado a partir del esquema marxista clásico y a considerar la historia de una manera esencialmente diferente. Volveremos a ello en la continuación de este texto.

La conclusión que importa, no es que la concepción materialista de la historia es «falsa» en su contenido. Es que el tipo de teoría al que esta concepción apunta no tiene sen-tido, que semejante teoría es imposible de establecer y que, por lo demás, no la necesita-mos. Decir que poseemos finalmente el secreto de la historia pasada y presente (e incluso, hasta cierto punto, por venir) no es menos absurdo que decir que poseemos finalmente el secreto de la Naturaleza. Lo es incluso más, a causa precisamente de lo que hace de la His-

toria una historia, y del conocimiento histórico un conocimiento histórico. [54] Sujeto y objeto del conocimiento histórico

Cuando se habla de la Historia, ¿quién habla? Es alguien de una época, de una clase

dada –en una palabra, es un ser histórico. Ahora bien, esto mismo, que fundamenta la posi-bilidad de un conocimiento histórico (pues sólo un ser histórico puede tener una experien-cia de la historia y hablar de ella), prohíbe que este conocimiento pueda jamás adquirir el estatuto de un saber acabado y transparente puesto que es él mismo, en su esencia, un fenómeno histórico que pide ser comprendido e interpretado como tal. El discurso sobre la historia está incluido en la historia.

No hay que confundir esta idea con las afirmaciones del escepticismo o del relati-vismo inocente: lo que cada cual dice nunca es más que una opinión; hablando, uno se trai-ciona a sí mismo más que expresa algo real. Aunque parezca imposible, hay otra cosa que la simple opinión (sin la cual ni discurso, ni, acción, ni sociedad serian jamás posibles): se pueden controlar o eliminar los prejuicios, las preferencias, los odios, aplicar las reglas de la «objetividad científica». No hay más que las opiniones que valgan, y Marx por ejemplo

es un gran economista, incluso cuando se equivoca, mientras que François Perroux no es más que un charlatán, incluso cuando no se equivoca. Pero, hechas todas las depuraciones, aplicadas todas las reglas y respetados todos los hechos, sigue siendo cierto que el que habla no es una «conciencia trascendental», sino un ser histórico, y esto no es un desgracia-do incidente, es una condición lógica (una «condición trascendental») del conocimiento histórico. De la misma manera que sólo seres naturales –¡y tan naturales!- pueden plantear-

se el problema de una Ciencia de la Naturaleza, pues sólo seres de carne y hueso pueden tener una experiencia de la Naturaleza,

31 sólo seres históricos pueden plantearse el proble-

ma del conocimiento de la historia, pues sólo ellos pueden tener la historia como objeto de experiencia. Y, así como tener una experiencia [55] de la Naturaleza no es salir del Univer-so y contemplarlo, tener una experiencia de la historia no es considerarla desde el exterior como un objeto acabado y colocado ante uno –pues semejante historia jamás ha sido y jamás se brindará a nadie como objeto de encuesta.

31 30. En términos de filosofía kantiana: la corporalidad del sujeto es una condición trascendental de la posibi-

lidad de una Ciencia de la Naturaleza, y, por vía de consecuencia, todo lo que esta corporalidad implica.

Tener una experiencia de la historia en tanto que ser histórico es estar en y ser de la

historia, como también estar en y ser de la sociedad. Y, dejando de lado otros aspectos de esa implicación, esto significa:

-pensar necesariamente la historia en función de las categorías de su época y de su sociedad –categorías que son, a su vez, un producto de la evolución histórica;

- pensar la historia en función de una intención práctica o de un proyecto –proyecto que forma parte, a su vez, de la historia.

Esto no solamente lo sabía Marx, sino que fue el primero en decirlo claramente. Cuando se burlaba de los que creían «poder saltar por encima de su propia época», denun-ciaba la idea de que pudiera haber jamás un sujeto teórico puro que produjese un conoci-miento puro de la historia, que jamás pudiese deducirse a priori «las» categorías que valie-

sen para cualquier material histórico (de otra manera que como abstracciones romas y vac-ías).

32 Cuando al mismo tiempo denunciaba a los pensadores burgueses de su época, que a

la vez aplicaban inocentemente a los períodos precedentes categorías que no tienen sentido más que relacionadas con el capitalismo y rehusaban relativizar históricamente a estas últi-mas («para ellos, hubo historia, pero ya no hay», decía en una frase que parece concebida para los «marxistas» contemporáneos) y afirmaba que su propia teoría correspondía al pun-

to de vista de una clase, el proletariado revolucionario, planteaba por vez primera el pro-blema de lo que se llamó después el socio-centrismo (el hecho de que cada [56] sociedad se plantea como el centro del mundo y mira a las demás desde su punto de vista) e intentaba responder a él.

Hemos intentado mostrar más arriba que Marx no superó finalmente este socio-centrismo y que se encuentra en él esa paradoja de un pensador que tiene plena conciencia

de la relatividad histórica de las categorías capitalistas y que al mismo tiempo las proyecta (o las «retro-yecta») hacia el conjunto de la historia humana. Quede bien entendido que no se trata con esto de una crítica de Marx, sino de una crítica del conocimiento de la historia. La paradoja en cuestión es constitutiva de todo intento de pensar la historia .

33 Es necesa-

rio, es inevitable que, encaramados un siglo más arriba, pudiésemos relativizar más fuerte-mente ciertas categorías, despejar más claramente lo que, en una gran teoría, la vincula

sólidamente a su época particular y la arraiga en ella. Pero es porque está arraigada en su época por lo que la teoría es grande. Tomar conciencia del socio-centrismo, intentar reducir todos los elementos que de él sean comprensibles es el primer paso inevitable de todo pen-samiento serio. Creer que el arraigo no es más que negativo, y que se debiera y podría des-embarazarse de él en función de una depuración indefinida de la Razón, es la ilusión de un racionalismo inocente. No se trata solamente de que éste arraigo sea condición de nuestro

saber, de que no podamos reflejar la historia más que porque, siendo seres históricos noso-tros mismos, estamos atrapados en una sociedad en movimiento y tenemos una experiencia de la estructuración y de la lucha sociales. Es una condición positiva, es nuestra particulari-dad lo que nos abre el acceso a lo universal. Es porque estamos ligados a una manera de ver, a una estructura categorial, a un proyecto dado por lo que podemos decir algo signifi-

32 31. Véase por ejemplo su crítica de las abstracciones de los economistas burgueses, en la Introducción a

anta crítica de la economía política, Alberto Corazón Edito., Madrid, 1970. 33 32. De pensar seria y profundamente. En los autores inocentes no hay paradoja, nada más que la platitud

simple de proyecciones o de un relativismo no críticos.

cativo sobre el pasado. Sólo cuando el presente está fuertemente presente, éste hace ver en

el pasado otra cosa y algo más que lo que el pasado veía en sí mismo. De cierta manera, es porque Marx proyecta algo sobre el pasado por lo que descubre algo en él. Una cosa es cri-ticar, como lo hemos hecho, estas proyecciones en tanto que se dan como verdades ínte-gras, exhaustivas y sistemáticas, [57] y otra muy distinta es olvidar que, por «arbitrario» que sea, el intento de comprender las sociedades precedentes bajo las categorías capitalistas fue en Marx de una inmensa fecundidad –incluso si violó la «verdad propia» de cada una de

estas sociedades. Pues, en definitiva, precisamente, no hay tal «verdad propia» –ni la que despeja el materialismo histórico, ciertamente, pero tampoco la que revelaría un intento, cuán utópico y cuán sociocéntrico al fin, de «pensar cada sociedad por sí misma y desde su propio punto de vista». Lo que puede llamarse la verdad de cada sociedad es su verdad en la historia, para ella misma también, pero para todas las demás igualmente, pues la paradoja de la historia consiste en que cada civilización y cada época, por el hecho de que es particu-

lar y dominada por sus propias obsesiones, llega a evocar y a desvelar en las que la prece-den o la rodean significaciones nuevas. Jamás éstas pueden agotar ni fijar su objeto, aunque sólo fuera porque se vuelven, tarde o temprano, ellas mismas objeto de interpretación (in-tentamos hoy comprender cómo y por qué el Renacimiento, el siglo XVII y el XVIII vieron de manera tan diferente cada uno la Antigüedad clásica); jamás tampoco se reducen a las obsesiones de la época que las despejó, pues entonces la historia no sería sino yuxtaposi-

ción de delirios y no podríamos ni siquiera leer un libro del pasado.

Esta paradoja constitutiva de todo pensamiento de la historia, el marxismo intenta, como se sabe, superarla.

Esta superación resulta de un doble movimiento. Hay una dialéctica de la historia,

que hace que los puntos de vista sucesivos de las diversas épocas, clases, sociedades, man-tengan entre sí una relación definida (aunque sea muy compleja). Obedecen a un orden, forman un sistema que se despliega en el tiempo, de suerte que lo que viene después supera (suprime conservando) lo que estaba antes. El presente comprende el pasado (como mo-mento «superado») y por este hecho puede comprenderlo mejor que lo que este pasado se comprendía a sí mismo. Esta dialéctica es, en su esencia, la dialéctica hegeliana; que lo que

era en Hegel el movimiento del logos se convierta en Marx en el desarrollo de las fuerzas productivas y la sucesión de clases sociales que marca sus etapas no tiene, [58] en este as-pecto, importancia. En uno y otro, Kant «supera» a Platón, y la sociedad burguesa es «supe-rior» a la sociedad antigua. Pero esto toma importancia en otro aspecto –y se trata ahí del segundo término del movimiento. Porque precisamente esta dialéctica es la dialéctica de la aparición sucesiva de las diversas clases en la historia, ya no es necesariamente infinita de

derecho;34

ahora bien, el análisis histórico muestra que puede y debe acabarse con la apari-ción de la «última clase», el proletariado. El marxismo es, pues, una teoría privilegiada porque representa «el punto de vista del proletariado» y porque el proletariado es la última clase –no la última por fecha simplemente, pues entonces permaneceríamos siempre liga-dos, en el interior de la dialéctica histórica, a un punto de vista particular destinado a ser relativizado a continuación; sino que la última del todo, en tanto que debe realizar la supre-sión de las clases y el paso a la «verdadera historia de la humanidad». Si el proletariado es

34 33. La necesidad de semejante infinitud, y la necesidad de un contrario, es una de las imposibilidades del

hegelianismo y, de hecho, de toda dialéctica tomada como sistema. Volveremos más adelante sobre ello.

clase universal es porque no tiene intereses particulares a hacer valer y puede tanto realizar

la sociedad sin clases como tener sobre la historia pasada un punto de vista «verdadero».35

No podemos, hoy en día, mantener esta manera de ver las cosas, y por varias razo-

nes. No podemos otorgarnos por adelantado una dialéctica acabada, o a punto de acabarse, de la historia, aunque fuese calificada de «pre-historia». No podemos dar la solución antes de plantear el problema. No podemos darnos de una vez una dialéctica sea cual fuere, pues una dialéctica postula la racionalidad del mundo y de la historia, y esta racionalidad es pro-

blema, tanto teórico como práctico. No podemos pensar la historia como una unidad, ocultándonos los enormes problemas que esta expresión plantea a partir del momento en que se le da un sentido otro que el formal, ni como unificación dialéctica progresiva, pues Platón no se deja reabsorber por Kant ni el Gótico por el Rococó, y decir que la superiori-dad de la cultura española sobre la de los aztecas quedó probada [59] mediante la extermi-nación de estos últimos deja un residuos de insatisfacción - tanto en el azteca sobreviviente

como en nosotros que no comprendemos en qué y por qué la América precolombina incu-baba ella misma su supresión dialéctica por su encuentro con caballeros portadores de ar-mas de fuego. No podemos fundamentar la respuesta última a los problemas últimos del pensamiento y de la práctica sobre la exactitud del análisis por Marx de la dinámica del capitalismo, ahora que sabemos que esa exactitud es ilusoria, pero aún si no lo supiésemos. No podemos plantear de golpe una teoría, aunque fuese la nuestra, como «representando el

punto de vista del proletariado», ya que, como lo mostró la historia de un siglo, este punto de vista del proletariado, lejos de ofrecer la solución a todos los problemas, es él mismo un problema del cual sólo el proletariado (digamos, para evitar las argucias, la humanidad que trabaja) podrá inventar o no inventar la solución. No podemos, en todo caso, poner al marxismo como representando este punto de vista, pues contiene, profundamente imbrica-dos con su esencia, unos elementos capitalistas y que, no sin relación con esto, es hoy en

día la ideología en acto de la burocracia en todas partes y la del proletariado en ninguna. No podemos pensar que, aunque el proletariado fuese la última clase y el marxismo su repre-sentante auténtico, su visión de la historia es la visión que cierra definitivamente toda dis-cusión. La relatividad del saber histórico no es solamente función de su producción por una clase, es también función de su producción en una cultura, en una época, y esto no se deja, reabsorber por lo otro. La desaparición de las clases en la sociedad futura no eliminará au-

tomáticamente toda diferencia relativa a los puntos de vista sobre el pasado que podrán existir, no les conferirá una coincidencia inmediata con su objeto, no las sustraerá a una evolución histórica. En 1919, Lukács, entonces Ministro de Cultura del gobierno revolucio-nario húngaro, decía en un discurso oficial, con medias palabras: «Ahora que el proletaria-do está en el poder, ya no tenemos necesidad de mantener una visión unilateral del pasa-do».

36 En 1964, cuando [60] el proletariado no está en el poder en ninguna parte, tenemos

aún menos la posibilidad de hacerlo. En una palabra, no podemos mantener más la filosofía marxista de la historia.

35 34. Es Lukács, en Historia y conciencia de clase, quien desarrolló con mayor profundidad y rigor este pun-

to de vista. 36 35. Véase «El cambio de función del materialismo histórico» en Historia y conciencia de clase, Grijalbo,

Barcelona, 1978.

Observaciones adicionales sobre la teoría marxista de la historiah

Sobre la evolución tecnológica y su ritmo: cuando se discute la cuestión de la «es-

tagnación» tecnológica, aunque sea durante el período feudal o en general, deben distin-guirse claramente dos aspectos.

En primer lugar, se trata de saber cuál fue la evolución tecnológica en Europa occi-dental a partir del hundimiento del Imperio Romano (o incluso antes, a partir del comienzo

del siglo IV de, nuestra era) hasta el siglo XI o XII. Son seis o siete siglos de la historia humana insertados en este segmento extraordinariamente importante, paradigmático y hegelomarxista de la historia que es la historia «europea» (o «greco- occidental» para los filósofos). Puede llamarse paradigmático y hegelomarxista a este segmento, pues representa de hecho el único caso en el que puede construirse (al precio de innúmeras violaciones de los hechos históricos, pero ésta es otra cuestión) un desarrollo casi dialéctico», tanto en la

esfera socio-económica como en la esfera filosófico «espiritual» (Hegel). Pero esta cons-trucción no puede hacerse más que mediante el recubrimiento de estos seis o siete siglos que representan, comparados al mundo grecorromano y tomados globalmente, un periodo de regresión considerable. Los marxistas jamás hablan de estos siglos perdidos. Cuando mencionan el «progreso técnico durante la Edad Media», entienden de hecho los siglos XII, XIII o XIV. Las disputas terminológicas no tienen gran interés –salvo que aquí también,

como es habitual, la imprecisión terminológica sirve para disimular la confusión del pen-samiento o los procedimientos sofisticados. Lo que importa es que observamos en este caso no un «accidente» [61] o una «variación estacional», sino un período histórico extremada-mente largo durante el cual, incluso si hubo cambios progresivos en algunos puntos especí-ficos (por ejemplo, la sustitución del arado ligero por el arado pesado), si se considera el edificio social en su conjunto, la mayor parte de las realizaciones en su conjunto fueron

perdidas. Esto muestra que la técnica no progresa necesariamente de manera ininterrumpi-da, y que su evolución no es «autónoma» en ningún sentido, incluso en el más laxo, de ese término.

En segundo lugar, está la cuestión del cambio técnico, y de su ritmo, a lo largo de la historia en general. Lo que se constata es que la mayor parte de las sociedades atravesaron la mayor parte de su historia en condiciones técnicas estables; tan estables, que debían pa-

recer al hombre occidental de estos últimos siglos como equivalentes de una pura y simple estagnación tecnológica en el interior de las sociedades y de los periodos considerados. Este es el caso, a grandes rasgos, de largos períodos de la historia china, de la historia de la India a partir del siglo IV a.J.C. hasta las invasiones islámicas, y, después, desde éstas hasta la conquista inglesa - sin hablar de las sociedades «arcaicas». Hay toda la diferencia del mundo entre el hecho de vivir en una sociedad en la que surge un importante nuevo invento

todos los días, o incluso cada diez años (como en Occidente desde hace tres siglos), y vivir en una sociedad en la que estos inventos no aparecen más que cada tres siglos. La historia humana se desarrolló esencialmente en ese último contexto, no en el primero.

Sobre el «progreso», Marx y los griegos: ciertamente, Marx jamás afirmó explíci-tamente la «superioridad» de la sociedad y de la cultura burguesas sobre la sociedad y la

h Escritas para la traducción inglesa de la parte precedente de este texto (History and revolution, publicado por

Solidarity, Londres, agosto de 1971

cultura griegas; pero ésta es una implicación lógica inevitable de la «dialéctica» aplicada a

la historia y de la pretendida dependencia de la «superestructura» a la «infraestructura». Precisamente porque no era un filisteo, y ni mucho menos el Espíritu absoluto hecho hom-bre, Marx «se contradice» en este punto –lo cual le honra.

En el texto inédito, inacabado, de 1857 (publicado por Kautsky en la «Neue Zeit», de 1903: «Introducción a una crítica de la economía [62] política», Contribución a la críti-ca..., pp. 305-352 de la edición francesa de la Pléiade, I, pp. 233-266), Marx intenta ilustrar

la dependencia del arte a la vida real, y en particular la técnica del período considerado de una manera ligeramente criticable, mezclando las condiciones necesarias y suficientes o, más bien, condiciones negativas triviales y verdaderas razones suficientes. «La idea de la naturaleza», pregunta, «y de las relaciones sociales que alimenta la imaginación griega, y por tanto la (mitología) griega, ¿es compatible con los telares automáticos, las locomotoras y el telégrafo eléctrico? ¿Qué es Vulvano en comparación con Roberts and Co., Júpiter

comparado con el pararrayos, y Hermes al lado del Crédit Mobilier?... ¿Qué sucede con Fama, a la vista del Printing-House Square?... ¿Aquiles es posible en la era de la pólvora y del plomo? ¿O la Ilíada en general, con la imprenta, con la máquina de imprimir? Los can-tos, las leyendas, las musas, ¿no desaparecen necesariamente ante la regla del impresor?; y las condiciones necesarias para la poesía épica, ¿no se desvanecen?» Constata entonces que «la dificultad no es comprender que el arte griego y la epopeya están vinculados a ciertas

formas del desarrollo social» (afirmación trivial si significa que Aquiles no podía llevar blue-jeans y sacar el revólver, y, en cualquier otro caso, vacía, puesto que no podemos ex-plicar la correspondencia, por otra parte evidente, entre epopeya y antigüedad, o novela y época moderna, puesto que sobre todo esas mismas «formas de desarrollo social» no han producido, por otra parte, obras análogas), sino comprender por qué «nos procuran todavía un disfrute artístico y, en ciertos aspectos, nos sirven de norma, son para nosotros un mode-

lo inaccesible». Notemos que, si jamás la historia produjo en alguna parte un modelo inac-cesible (e incluso simplemente superable), toda discusión en términos de «progreso» se convierte en puro sin sentido. La solución de la dificultad ofrecida por Marx consiste en atribuir «el encanto que encontramos a las obras de arte» de los griegos al hecho de que éstos eran «niños normales»; sería «la infancia histórica de la humanidad, en lo mejor de su esplendor» lo que «ejercería el atractivo eterno del momento que ya no volverá». «Solu-

ción» en la que el gran pensador se muestra, por una vez, él mismo pueril. No puede hacer-se otra cosa que reír ante la suposición de que Edipo rey nos encantaría por su «inocencia» y su «sinceridad». [63] ¿Y qué decir de la Filosofía? ¿Estamos aún leyendo a Platón y a Aristóteles, y amontonando las interpretaciones unas sobre otras, porque estamos aún bajo el encanto de su normalidad infantil? El texto se interrumpe bruscamente en este lugar, y no hay que insistir demasiado en las expresiones de un manuscrito no publicado por su autor –

si no es para constatar que el problema subsiste, macizo, y masivamente impensable en el referencial marxiano. ¿Cómo, en efecto, es posible que la lectura de Kant y de Hegel no elimine la necesidad de leer a Platón y a Aristóteles (mientras que la lectura de un buen tratado de Física dispensa de tener que leer a Newton, salvo si se es historiador de la cien-cia), cómo puede ser que algunas frases de estos autores nos hagan reflexionar más que el 99,99 % de las frases contenidas en los volúmenes publicados hoy en día por millones? Si Platón pertenece a una infancia feliz de la humanidad, entonces Kant sería quizá menos

gracioso, pero ciertamente más inteligente que Platón. Tenía que serlo. Pero no lo es. Si la humanidad atraviesa una «infancia» y después una «mayoría de edad» (haciendo todas las concesiones que hay que hacer a las metáforas), Spinoza debería necesariamente ser más

«maduro» que Aristóteles. Pero no lo es. Éstos enunciados están privados de sentido. Kant

no es superior a Platón –ni inferior (aunque haríamos bien en recordar que un filósofo «científico» y no «literario», A. N. Whitehead, escribió que la mejor manera de comprender el conjunto de la filosofía occidental es considerarlo como una serie de anotaciones margi-nales al texto de Platón).

Sin embargo, la tecnología contemporánea, en tanto que tecnología, es infinitamente «superior» a la tecnología griega. ¿Qué es lo que Marx y los marxistas (vulgares o refina-

dos) podrían tener que decir sobre este divorcio? Nada. Como máximo, pueden hacer mala-barismos con las palabras, diciendo por ejemplo que la sociedad burguesa es más «progre-siva» que la sociedad antigua, pero no «superior» a ésta. Pero estas distinciones arruinan total e irreversiblemente el conjunto de la concepción marxista de la historia. Si «progresi-va» e «inferioridad» pueden ir emparejadas, o, inversamente, si una sociedad puede ser «materialmente» más «atrasada» que otra, pero «culturalmente» superior a ésta, ¿qué queda

de la concepción materialista de la historia, de su «desarrollo dialéctico», etc.? [64]

Sobre la «unidad de la historia», el socio-centrismo y el relativismo: Unos camara-das ingleses objetaron a lo que se dijo más arriba referente a la antinomia constitutiva del conocimiento histórico, afirmando que se niega así la unidad de la historia y que uno está

conducido hacia un eclecticismo histórico. Pero ¿qué es la «unidad» de la historia, aparte de las definiciones puramente des-

criptivas, como por ejemplo el conjunto de los actos de los bípedos hablantes? La «unidad dialéctica» de la historia es un mito. El único punto de partida claro para reflexionar el pro-blema es que cada sociedad plantea una «visión de ella misma» que es al mismo tiempo una «visión del mundo» (comprendiendo ahí las otras sociedades de las que pueda tener cono-

cimiento) –y que esta «visión» forma parte de su «verdad» o de su «realidad reflejada», para hablar como Hegel –sin que ésta se reduzca a aquélla.

No sabemos nada de Grecia si no sabemos lo que los griegos sabían, pensaban y sentían de ellos mismos. Pero, evidentemente, existen cosas tan importantes como éstas referentes a Grecia, que los griegos no sabían y no podían saber. Podemos verlas –pero desde nuestro sitio y por medio de este sitio. Y ver es esto mismo. Jamás veré nada desde

todos los lugares posibles a la vez; cada vez, veo desde un sitio determinado, veo un «as-pecto», y veo en una «perspectiva». Y yo veo significa yo veo porque soy yo, y no veo so-lamente con mis ojos; cuando veo algo, toda mi vida está ahí, encarnada en esa visión, en ese acto de ver. Todo esto no es un «defecto» de nuestra visión, es la visión. El resto es el fantasma eterno de la Teología y de la Filosofía.

Ahora bien, es este fantasma el que vuelve a surgir en la pretensión de establecer

una visión total de la historia. Visión total que los marxistas piensan poseer ya, o bien postulan para el porvenir, sobreentendiendo por ejemplo que el socio-centrismo sería elimi-nado en una sociedad socialista. Esto equivale a la absurda afirmación de que, en una so-ciedad socialista, podrá verse desde ninguna parte (ver desde alguna parte es ver en una perspectiva) –y verlo todo, rigurosamente todo, comprendido el porvenir; pues, si no se ve el porvenir, ¿cómo puede hablarse de visión total de la [65] historia? ¿Cómo puede asignar-se una significación al «pasado» si no se sabe lo que viene después? ¿Es que la significa-

ción de la Revolución rusa era «la misma» en 1918, en 1925, en 1936 y hoy? ¿O bien exis-te, en un lugar supraceleste, una idea, una «significación en sí» de la Revolución rusa, in-cluyendo, como debería ser, todas las consecuencias de este acontecimiento hasta el final

de los tiempos, y a la cual los marxistas tendrían acceso? ¿Cómo puede ser entonces que,

desde hace cincuenta años, no han comprendido nada de lo que ocurre? Reconocer estas evidencias no conduce en absoluto a un simple escepticismo o rela-

tivismo. El hecho de que no podamos explorar más que «aspectos» sucesivos de un objeto no suprime la distinción entre un ciego y un hombre que ve, entre un daltónico y un normal, entre alguien que está sujeto a alucinaciones y alguien que no lo está. No abole la distinción entre el que no sabe que el palo acodado en el agua es una ilusión óptica y el que lo sabe –y

que, por este hecho, ve al mismo tiempo el bastón derecho. A lo que apunta la verdad, ya se trate de historia o de cualquier otra cosa, no es más que a ese proyecto de esclarecer otros aspectos del objeto, y de nosotros mismos, de situar las ilusiones y las razones que los hacen surgir, de ligar todo esto de una manera que llamamos –otra expresión misteriosa- coherente. Proyecto infinito, está claro. Y, contrariamente a lo que pensaban los marxistas (y a veces el propio Marx), la «posesión de la verdad» tomada en sentido «absoluto», y por

tanto mítico, jamás fue y no es el presupuesto de la revolución y de una reconstrucción ra-dical de la sociedad; la idea de semejante «posesión» no sólo es intrínsecamente absurda (pues implica el acabamiento de ese proyecto infinito), sino que también es profundamente reaccionaria, pues la creencia en una verdad acabada y adquirida de una vez por todas (y también susceptible de ser poseída por uno o algunos) es uno de los fundamentos de la ad-hesión al fascismo y al stalinismo. [66]

3. La filosofía marxista de la historia

La teoría marxista de la historia se presenta en primer lugar como una teoría cientí-fica, así pues como una generalización demostrable o contestable al nivel de la encuesta empírica. Esto es discutible y, como tal, era inevitable que conociese la suerte de toda teoría científica importante. Después de haber producido una conmoción enorme e irreversible en nuestra manera de ver el mundo histórico, está superada por la investigación que ella mis-ma desencadenó y debe tomar su lugar en la historia de las teorías, sin que esto ponga en

cuestión la adquisición que lega. Puede decirse, como Che Guevara, que ya no es necesario decir que se es marxista; ¿qué necesidad hay de decir que se es pasteuriano o newtoniano?, si se comprende lo que esto quiere decir: todo el mundo es «newtoniano» en el sentido de que no se trata de volver a la manera de plantear los problemas o a las categorías anteriores a Newton, pero nadie es ya realmente «newtoniano», pues nadie puede ser ya partidario de una teoría que es pura y simplemente falsa.

37

Pero, en la base de esta teoría de la historia, hay una filosofía de la historia, profun-da y contradictoriamente tejida con ella y contradictoria ella misma, como se verá. Esta filosofía no es ni ornamento ni complemento, es necesariamente fundamento. Es el funda-mento tanto de la teoría de la historia pasada, como de la concepción política, de la perspec-tiva y del programa revolucionarios. Lo esencial es que es una filosofía racionalista, y, co-mo todas las filosofías racionalistas, se da por adelantado la solución de todos los proble-

mas que plantea. [67]

37 36. Completamente falsa, y no «aproximación mejorada por las teorías ulteriores». La idea de las «aproxi-

maciones sucesivas», de una acumulación aditiva de las verdades científicas, es un sinsentido progresista del

silo XIX, que domina aún ampliamente la conciencia de los científicos.

El racionalismo objetivista

La filosofía de la historia marxista es, antes que nada y sobre todo, un racionalismo

objetivista. Se lo ve ya en la teoría marxista de la historia aplicada a la historia pasada. El objeto de la teoría de la historia es natural, y el modelo que le es aplicado es análogo al de las ciencias de la naturaleza. Unas fuerzas que actúan sobre unos puntos de aplicación defi-nidos producen unos resultados predeterminados según un gran esquema causal que debe

explicar tanto la estática como la dinámica de la historia, la constitución y el funcionamien-to de cada sociedad tanto como el desequilibrio y el trastocamiento que deben conducirla a una forma nueva. La historia pasada es, pues, racional, en el sentido de que todo se desarrolló según causas perfectamente adecuadas y penetrables por nuestra razón en el es-tado en que se encontraba en 1859. Lo real es perfectamente explicable; en principio, está de aquí en adelante (pueden escribirse monografías sobre las causas económicas del naci-

miento del Islam en el siglo VII, pero se verificará la teoría materialista de la historia y no nos enseñarán nada sobre ésta). El pasado de la humanidad es conforme a la Razón, en el sentido de que todo tiene en él una razón asignable y que estas razones forman un sistema coherente y exhaustivo.

Pero la historia por venir es tan racional que realizará la Razón y, esta vez, en un se-gundo sentido: el sentido no sólo del hecho, sino del valor. La historia por venir será lo que

debe ser, verá nacer una sociedad racional que encarnará las aspiraciones de la humanidad, en la que el hombre será finalmente humano (lo que quiere decir que su existencia coinci-dirá con su esencia y que su ser efectivo realizará su concepto).

Finalmente, la historia es racional en un tercer sentido: el de la vinculación del pa-sado y del porvenir, el del hecho de que llegará a ser necesariamente valor, el de ese con-junto de leyes casi naturales, ciegas, que ciegamente trabajan en la producción del estado

menos ciego de todos: el de la humanidad libre. Hay pues una razón inmanente a las cosas, que hará surgir una sociedad milagrosamente conforme a nuestra Razón.

El hegelianismo, como se ve, no está en realidad superado. Todo [68] lo que es, y todo lo que será, real es, y será, racional. Que Hegel detenga esta realidad y esta racional i-dad en el momento en el que aparece su propia filosofía, mientras que Marx las prolonga indefinidamente, comprendiendo hasta la humanidad comunista, no invalida lo que deci-

mos, más bien lo refuerza. El imperio de la Razón que, en el primer caso, abarcaba (por un postulado especulativo necesario) lo que ya está dado, se extiende ahora también sobre todo lo que jamás podrá ser dado en la historia. El que lo que pueda decirse ya desde ahora sobre lo que será se haga más y más vago a medida que uno se aleje del presente, revela unas limitaciones contingentes de nuestro conocimiento y sobre todo que se trata de hacer lo que está por, hacer hoy y no «proporcionar recetas para las cocinas socialistas del porvenir».

Pero este porvenir está ya desde ahora mismo fijado en su principio: será libertad, como el pasado fue y el presente es necesidad.

Hay pues una «astucia de la Razón», como decía el viejo Hegel, hay una razón al trabajo en la historia que garantiza que la historia pasada es comprensible, que la historia por venir es deseable y que la necesidad aparentemente ciega de los hechos está secreta-mente dispuesta para parir el Bien.

El simple enunciado de esta idea es suficiente para hacer percibir la multitud extra-

ordinaria de problemas que enmascara. No podemos abordar, brevemente, más que algunos de ellos.

El determinismo

Decir que la historia pasada es comprensible, en el sentido de la concepción marxis-

ta de la historia, quiere decir que existe un determinismo causal sin fallo «importante»,38

y que este determinismo es, en segundo grado por decirlo así, portador de significaciones que se encadenan en totalidades, ellas mismas significantes. Ahora bien, ni una ni otra de estas ideas pueden ser aceptadas sin más. [69]

Es cierto que no podemos pensar la historia sin la categoría de la causalidad, e in-cluso que, contrariamente a lo que afirmaron los filósofos idealistas, la historia es por exce-lencia el terreno en el que la causalidad tiene para nosotros sentido, puesto que en ella toma al comienzo la forma de la motivación y que, por lo tanto, podemos comprender un enca-denamiento «causal», lo cual nunca lo podemos en el caso de los fenómenos naturales. Que el paso de la corriente eléctrica imponga la lámpara incandescente, o que la ley de la grave-

dad haga que la luna se encuentre en tal momento en tal lugar del cielo, son y continuarán siendo para nosotros conexiones necesarias pero exteriores, previsibles pero incomprensi-bles. Pero si A da un pisotón a B, si B le insulta y si A responde con un bofetón, compren-demos la necesidad de este encadenamiento, incluso podemos considerarlo como contin-gente (reprochar a los participantes de haberse dejado «llevar» mientras que «hubiesen po-dido» controlarse –sabiendo, por nuestra experiencia, que en ciertos momentos uno no pue-

de evitar dejarse llevar). Más generalmente, ya sea bajo la forma de la motivación, bajo la del medio técnico indispensable, del resultado que se realiza porque se plantearon intencio-nalmente sus condiciones, o del efecto inevitable incluso si no querido de tal acto, pensa-mos y hacemos constantemente nuestra vida y la de los demás bajo el modo de la causal i-dad.

Hay lo causal en la vida social e histórica porque hay lo «racional subjetivo»: la dis-

posición de las tropas cartaginesas en Cannes (y su victoria) resulta de un plan racional de Aníbal. Lo hay también porque hay lo «racional objetivo», porque unas relaciones causales naturales y unas necesidades puramente lógicas están constantemente presentes en las rela-ciones históricas: bajo ciertas condiciones técnicas y económicas, producción de acero y extracción de carbón se encuentran entre ellas en una relación constante y cuantificable (más generalmente funcional). Y hay también lo «causal bruto», que constatamos sin poder

reducirlo a unas relaciones racionales subjetivas u objetivas, unas correlaciones estableci-das cuyo fundamento ignoramos, unas regularidades de comportamiento, individuales o sociales, que continúan siendo puros hechos.

La existencia de estas relaciones causales de diversos órdenes [70] permite, más allá de la simple comprensión de los comportamientos individuales o de su regularidad, conte-nerlos en «leyes» y dar a estas leyes unas expresiones abstractas en las cuales el contenido

«real» de los comportamientos individuales vividos ha sido eliminado. Estas leyes pueden fundamentar unas previsiones satisfactorias (que se verifican con un grado de probabilidad dada). Hay así, por ejemplo, en el funcionamiento económico del capitalismo, una multitud extraordinaria de regularidades observables y medibles, a las que puede llamarse, en prime-ra aproximación, «leyes», y que hacen que, bajo gran número de sus aspectos, este funcio-namiento parezca a la vez explicable y comprensible y sea, hasta cierto punto, previsible. Incluso más allá de la economía hay una serie de «dinámicas objetivas» parciales. Sin em-

bargo, no conseguimos integrar estas dinámicas parciales a un determinismo total del sis-

38 37. Véase nota 25.

tema, y esto en un sentido totalmente distinto del que traduce la crisis del determinismo en

la Física moderna: no es que el determinismo se derrumbe o llegue a ser problemático en los límites del sistema, o que fallos aparezcan en su interior. Es más bien lo inverso: como si algunos aspectos, algunos cortes solamente de lo social se sometiesen al determinismo, pero estuvieran ellos mismos sumergidos en un conjunto de relaciones no deterministas.

Hay que comprender bien a qué se refiere esta imposibilidad. Las dinámicas parcia-les que establecemos son, por supuesto, incompletas; remiten constantemente unas a otras,

toda modificación de una modifica todas las demás. Pero, si esto puede crear inmensas difi-cultades en la práctica, no crea ninguna de las de principio. En el universo físico también, una relación nunca vale más que con «todas las demás cosas iguales».

La imposibilidad en cuestión no se refiere a la complejidad de la materia social, se refiere a su naturaleza misma. Se refiere al hecho de que lo social (o lo histórico) contiene lo no causal como un momento esencial.

Este no causal aparece a dos niveles. El primero, el que nos importa menos aquí, es el de las distancias que presentan los comportamientos reales de los individuos en relación a sus comportamientos «típicos». Esto introduce un elemento de imprevisibilidad, pero que no podría como tal impedir un tratamiento determinista, al menos [71] en el nivel global. Si esas distancias son sistemáticas, pueden ser sometidas a una investigación causal; s i son aleatorias, son susceptibles de un tratamiento estadístico. La imprevisibilidad de los movi-

mientos de las moléculas individuales no ha impedido que la teoría cinética de los gases sea una de las ramas más rigurosas de la Física, es incluso esta misma imprevisibilidad indivi-dual la que fundamenta el poder extraordinario de la teoría.

Pero lo no causal aparece en otro nivel, y es éste el que importa. Aparece como comportamiento no simplemente «imprevisible», sino creador (de

los individuos, de los grupos, de las clases o de las sociedades enteras); no como una simple

distancia en relación a un tipo existente, sino como posición de un nuevo tipo de compor-tamiento, como institución de una nueva regla social, como invención de un nuevo objeto o de una nueva forma –en una palabra, como surgimiento o producción que no se deja seducir a partir de la situación precedente, conclusión que supera a las premisas o posición de nue-vas premisas. Ya se ha señalado que el ser viviente supera el simple mecanismo, porque puede dar respuestas nuevas a situaciones nuevas. Pero el ser histórico supera al ser sim-

plemente vivo, porque puede dar respuestas nuevas a las «mismas» situaciones o crear nue-vas situaciones.

La historia no puede ser pensada según el esquema determinista (ni, por otra parte, según un esquema «dialéctico» simple), porque es el terreno de la creación. Volveremos a tomar este punto en lo que sigue de este texto.

El encadenamiento de las significaciones y la «astucia de la Razón»

Más allá del problema del determinismo en la historia, hay un problema de signifi-caciones «históricas». En primer lugar, la historia aparece como el lugar de las acciones conscientes de seres conscientes. Pero esta evidencia se trastoca en cuanto se mira de más cerca. Se constata entonces, al igual que Engels, que «la historia es el terreno de las inten-

ciones inconscientes y de los fines no queridos». Los resultados reales de la acción históri-ca de los hombres jamás son por decirlo así aquéllos a los cuales habían apuntado sus pro-tagonistas. [72] Esto no es quizá difícil de comprender. Pero se plantea un problema central

y es que estos resultados, que nadie había querido como tales, se presentan de cierta manera

como «coherentes», poseen una «significación» y parecen obedecer a una lógica que no es ni una lógica «subjetiva» (llevada por una conciencia, planteada por alguien), ni una lógica «objetiva», como la que creemos descubrir en la Naturaleza –a la que podemos llamar lógi-ca histórica.

Centenares de burgueses, visitados o no por el espíritu de Calvino y la idea de la ascesis intramundana, se ponen a acumular. Millares de artesanos arruinados y de campesi-

nos hambrientos se encuentran disponibles para entrar en las fábricas. Alguien inventa una máquina de vapor; otro, un nuevo telar. Unos filósofos y unos físicos intentan pensar el universo como una gran máquina y encontrar sus leyes. Unos reyes continúan subordinando y debilitando a la nobleza y crean instituciones nacionales. Cada uno de los individuos y de los grupos en cuestión persigue unos fines que le son propios, nadie considera la totalidad social como tal. Sin embargo, el resultado es de un orden totalmente distinto: es el capita-

lismo. Es absolutamente indiferente, en este contexto, que este resultado haya sido perfec-tamente determinado por el conjunto de las causas y de las condiciones. Admitamos que pueda mostrarse para todos estos hechos, comprendido incluso el color de las calzas de Colbert, todas las conexiones causales multidimensionales que los vinculan unos a otros y todos ellos a las «condiciones iniciales del sistema». Lo que importa aquí es que este resul-tado tiene una coherencia que nadie ni nada quería ni garantizaba de entrada o a continua-

ción; y que posee una significación (mejor, parece encarnar un sistema virtualmente inago-table de significaciones) que hace que haya, aunque parezca imposible, una especie de enti-dad histórica que es el capitalismo.

Esta significación aparece de múltiples maneras. Es lo que, a través de todas las co-nexiones causales y más allá de ellas, confiere una especie de unidad a todas las manifesta-ciones de la sociedad capitalista y hace que reconozcamos inmediatamente en tal fenómeno

un fenómeno de esa cultura, que nos hace clasificar inmediatamente dentro de esa época unos objetos, unos libros, unos instrumentos, unas frases, de los que, por otra parte, no co-noceríamos nada, y que [73] excluye de ellos inmediatamente a una infinidad de otras. Apa-rece como la existencia simultánea de un conjunto infinito de posibles y de un conjunto infinito de imposibles dados, por decirlo así de una sola vez. Aparece además que todo lo que ocurre en el interior del sistema no sólo está producido de manera conforme a algo así

como «el espíritu del sistema», sino que concurre a reforzarlo (incluso cuando se opone a él y tiende, al límite, a trastocarlo como orden real).

Todo sucede como si esta significación global del sistema estuviese dada de alguna manera por adelantado, que «predeterminase» y sobredeterminase los encadenamientos de causación, que se los sometiese y los hiciese producir resultados conformes a una «inten-ción» que no es, por supuesto, más que una expresión metafórica, puesto que no es la inten-

ción de nadie. Marx dice en alguna parte, «si no hubiese el azar, la historia sería magia» –frase profundamente verdadera. Pero lo sorprendente es que el propio azar en la historia toma la forma del azar significante, del azar «objetivo», del «como por azar», al igual que la expresión creada por la ironía popular. ¿Qué puede dar al número incalculable de gestos, actos, pensamientos, conductas individuales y colectivas que componen una sociedad, esa unidad de un mundo en el que cierto orden (orden de sentido, no necesariamente de causa y de efectos) puede siempre ser encontrado tejido en el caos? ¿Qué da a los grandes aconte-

cimientos históricos esa apariencia, que es más que apariencia, de una tragedia admirable-mente calculada y puesta en escena, en la que unas veces los errores evidentes de los acto-res son absolutamente incapaces de impedir que el resultado se produzca, en la que la

«lógica interna» del proceso se muestra capaz de inventar y de hacer surgir en el momento

deseado todos los empujones y los puntos de detención, todas las compensaciones y todas las ilusiones necesarias para que el proceso llegue a fin –y unas veces el actor hasta enton-ces infalible comete el único error de su vida, que era indispensable a su vez para la pro-ducción del resultado «al que se apuntaba»?

Esta significación, otra ya que la significación efectivamente vivida para los actos determinados del individuo preciso, plantea, como tal, un problema propiamente inagota-

ble. Pues hay irreductibilidad [74] de la significación a la causación, puesto que las signifi-caciones construyen un orden de encadenamiento distinto y sin embargo inextricablemente tejido al de los encadenamientos de causación.

Considérese por ejemplo la cuestión de la coherencia de una sociedad dada –una sociedad arcaica o una sociedad capitalista. ¿Qué hace que esta sociedad «se sostenga en conjunto», que las reglas (jurídicas o morales) que ordenan el comportamiento de los adul-

tos sean coherentes con las motivaciones de éstos, que no solamente sean compatibles sino que estén profunda y misteriosamente emparentadas con el modo de trabajo y de produc-ción, que todo esto a su vez, corresponda a la estructura familiar, al modo de amamantar, destetar, educar a los niños, que haya una estructura finalmente definida de la personalidad humana en esa cultura, que esa cultura comporte finalmente sus neurosis, y no otras, y que todo esto esté coordinado con una visión del mundo, una religión, una manera de comer y

de bailar? Al estudiar una sociedad arcaica,39

se tiene por momentos la impresión vertigino-sa de que un equipo de psicoanalistas, economistas, sociólogos, etc., de capacidad y de sa-ber sobrehumanos, trabajó por adelantado sobre el problema de la coherencia y legisló pro-poniendo reglas calculadas para asegurarla. Incluso si nuestros etnólogos, analizando el funcionamiento de estas sociedades y exponiéndolo, introducen en él más coherencia de la que hay realmente, esta impresión no es y no puede ser totalmente ilusoria: después de to-

do, estas sociedades funcionan, y son estables, son incluso «autoestabilizadoras» y capaces de reabsorber choques importantes (salvo, evidentemente, el del contacto con la «civiliza-ción»).

Ciertamente, en el misterio de esta coherencia, puede operarse una enorme reduc-ción causal –y es en esto en lo que consiste el estudio «exacto» de una sociedad. Si los adultos se comportan de tal manera, es que han sido educados de cierta manera; si la rel i-

gión de ese pueblo tiene tal contenido, corresponde a la «personalidad [75] de base» de esa cultura; si las relaciones de poder están organizadas así, está condicionado por esos factores económicos, o inversamente, etc. Pero esta reducción causal no agota el problema, hace simplemente aparecer al final su carcasa. Los encadenamientos que despeja, por ejemplo, son encadenamientos de actos individuales que se sitúan en el marco dado por adelantado a la vez de una vida social que es ya coherente a cada instante como totalidad concreta

40 (sin

lo cual no habría comportamientos individuales) y de un conjunto de reglas explícitas, pero también implícitas, de una organización, de una estructura, que es a la vez un aspecto de

39 38. Véanse por ejemplo los estudios de Margaret Mead en Male and Female o en Sex and Temperament in

Three Primitive Societies. 40 39. Así pues, la simple remisión a la serie infinita de causaciones no resuelve el problema. [No puede expli-

carse la coherencia como producto de una serie de procesos de causación, pues semejante explicación presu-

pone la coherencia en el origen de las virtualidades del conjunto de estos procesos como tal. Del mismo mo-

do, no podría explicarse la coherencia del organismo vivo desarrollado invocando simplemente el desarrollo

de los tejidos y de los órganos, y su interacción; hay que remontarse a la coherencia ya planteada de las vir-

tualidades del germen.]

esa totalidad y otra cosa que ella. Estas reglas son ellas mismas el producto, en ciertos as-

pectos, de esta vida social y, en numerosos casos (casi nunca para las sociedades arcaicas, a menudo para las sociedades históricas), se puede llegar a insertar su producción en la cau-sación social (por ejemplo, la abolición de la servidumbre o la libre competencia, introdu-cidos por la burguesía, sirven a sus fines y son explícitamente queridas para esto). Pero, incluso cuando se las llega a «producir» así, continúa siendo cierto que sus autores no eran y no podían ser conscientes de la totalidad de sus efectos y de sus implicaciones –y que sin

embargo estos efectos y estas implicaciones se «armonizan» inexplicablemente con lo que existía ya o con lo que otros en el mismo momento producen en otros sectores del frente social.

41 Y continúa siendo cierto que, en la mayor [76] parte de los casos, unos «autores»

conscientes no simplemente existían (en lo esencial, la evolución de las formas de vida fa-miliar, fundamental para la comprensión de todas las culturas, no dependió de actos legisla-tivos explícitos, y aún menos resultaban de una conciencia de los mecanismos psicoanalíti-

cos oscuros que funcionan en una familia). Continúa siendo cierto el hecho de que estas reglas están planteadas al comienzo de cada sociedad,

42 y que son coherentes entre ellas,

sea cual fuere la distancia de los terrenos que conciernen. (Cuando hablamos de coherencia en este contexto, tomamos la palabra en el sentido

más amplio posible: para una sociedad dada, incluso el desgarramiento y la crisis pueden, de cierta manera, traducir la coherencia, pues se insertan en su funcionamiento, jamás im-

plican un derrumbamiento, una pulverización pura y simple, son «sus» crisis y «su» inco-herencia. La gran depresión de 1929, al igual que las dos guerras mundiales, son claramente manifestaciones «coherentes» del capitalismo, no sólo porque se imbrican en sus encade-namientos de causación, sino porque hacen avanzar su funcionamiento en tanto que funcio-namiento del capitalismo; en lo que es de mil maneras su sinsentido puede verse aún de mil maneras el sentido del capitalismo.

Podemos operar una segunda reducción: si todas las sociedades que observamos, en el presente o el pasado, son coherentes, no hay por qué asombrarse, puesto que por defini-ción sólo las sociedades coherentes son observables; sociedades no coherentes se hubiesen derrumbado en seguida y no podríamos hablar de ellas. Esta idea, por importante que sea, no cierra tampoco la discusión; no podría hacer «comprender» la coherencia de las socie-dades observadas más que remitiendo a un proceso de «tanteos y de errores» en el que

habrían subsistido sólo, por una especie de selección natural, las sociedades «viables». Pero ya en biología, donde la evolución dispone de miles de millones de años y de un proceso infinitamente rico en variaciones aleatorias, la selección natural a través de los tanteos y [77] de los errores no parece suficiente para responder al problema de la génesis de las es-pecies; parece muy probable que unas formas «viables» sean producidas muy por encima de la probabilidad estadística de su aparición. En historia, la remisión a una variación alea-

toria y a un proceso de selección parece gratuito y, por lo demás, el problema se plantea a un nivel anterior (¡también en biología!): la desaparición de los pueblos y de las naciones descritos por Heródoto puede en efecto ser el resultado de su encuentro con otros pueblos que los aplastaron o absorbieron, pero esto no impide que los primeros tuviesen ya una vida

41 40. Quede bien entendido que no se trata aquí de tina verdad absoluta: hay también «malas leyes», inco-

herentes, o que destruyen ellas mismas los fines a los que quieren servir. Este fenómeno parece, por otra para

curiosamente, limitado a las sociedades modernas. Pero esta constatación no altera lo que decimos en lo esen-

cial: continúa siendo una variante extrema de la producción de reglas sociales coherentes. 42 41. No decimos: «de la sociedad», no cuestionamos aquí es problema metafísico de los orígenes

organizada y coherente, que hubiese proseguido sin este encuentro. Por lo demás, vimos

con nuestros ojos, propios o metafóricos, nacer unas sociedades y sabemos que no sucede así. No se ve aparecer, en la Europa de los siglos XIII al XIX, un enorme número de tipos de sociedad diferentes de los cuales todos, salvo uno, desaparecen por ser incapaces de so-brevivir; se ve un fenómeno, el nacimiento (accidental en relación con el sistema que la precedió) de la burguesía, que, a través de sus mil ramificaciones y sus manifestaciones más contradictorias, desde los banqueros lombardos hasta Calvino y desde Giordano Bruno

hasta la utilización de la brújula, hace aparecer desde el comienzo un sentido coherente que va a ir afirmándose y desarrollándose.

Estas consideraciones permiten captar un segundo aspecto del problema. No es so-lamente en el orden de una sociedad en el que se manifiesta la superposición de un sistema

de significaciones y de una red de causas; es igualmente en la sucesión de las sociedades históricas, o, más simplemente, en cada proceso histórico. Considérese, por ejemplo, el proceso de aparición de la burguesía, que ya evocamos más arriba; o mejor aquél, tan cono-cido por nosotros, que condujo a la revolución rusa de 1917 primero, y al poder de la buro-cracia después.

No es posible aquí, y no es por lo demás muy necesario, recordar las causas profun-

das que actuaban en el seno de la sociedad rusa, la dirigían hacia una segunda crisis social violenta después de la de 1905 y fijaban a los protagonistas del drama en la figura de las clases esenciales de la sociedad. No nos parece difícil comprender [78] que la sociedad rusa albergaba en su vientre una revolución, ni que en esta revolución el proletariado iba a re-presentar un papel determinante –en todo caso no insistiremos en ello. Pero esta necesidad comprensible continúa siendo «sociológica» y abstracta; es preciso que se mediatice en

unas procesos precisos, que se encarne en unos actos (u omisiones), fechados y firmados por personas y grupos definidos que desembocan en el sentido deseado; es precisa también que encuentre reunidas al comienzo una multitud de condiciones, de las que no se puede siempre decir que su presencia estuviese garantizada por los factores mismos que creaban la «necesidad general» de la revolución. Un aspecto de la cuestión, menor si se quiere, pero que permite ver fácil y claramente lo que queremos decir, es el del papel de los individuos.

Trotsky, en su Historia de la revolución rusa, no lo desdeña en absoluto. Es a veces él mismo presa de asombro, que, por otra parte hace compartir al lector, ante la perfecta ade-cuación del carácter de las personas y de los «papeles históricos» que están llamados a re-presentar; lo es también ante el hecho de que, cuando la situación «exige» un personaje de un tipo determinado, este personaje surge (recordemos los paralelos que traza entre Nicolás II y Luis XVI, entre la Zarina y María Antonieta). ¿Cuál es, pues, la clave de este misterio?

La respuesta que da Trotsky parece también de orden sociológico: todo, en la vida y en la existencia histórica de una clase privilegiada en decadencia, la conduce a producir unos individuos sin ideas y sin carácter y, si un individuo diferente excepcionalmente apareciese en ella, no podría hacer nada con estos materiales y contra la «necesidad histórica»; todo, en la vida y la existencia de la clase revolucionaria, tiende a producir unos individuos de carácter templado y con firmes criterios. La respuesta contiene sin duda gran parte de ver-dad; no es, sin embargo, suficiente, o más bien dice demasiado y demasiado poco. Dice

demasiado, porque debiera valer para todos los casos; ahora bien, no vale más que precisa-mente para allí donde la revolución fue victoriosa. ¿Por qué el proletariado húngaro no pro-dujo a otro jefe templado que a Bela Kun por el cual Trotsky no tiene suficiente ironía des-

preciativa? ¿Por qué el proletariado alemán no supo reconocer o reemplazar a Rosa

Luxemburg y a Karl Liebknecht? ¿Dónde estaba el Lenin francés en 1936? Decir que, en estos casos, [79] la situación no estaba madura para que los jefes apropiados apareciesen es precisamente abandonar la interpretación sociológica que puede legítimamente pretender cierta comprensibilidad, y volver al misterio de una situación singular que exige o prohíbe. Por otra parte, la situación que debiera prohibir no siempre prohíbe: desde hace medio si-glo, las clases dominantes supieron a veces darse unos jefes que, fuese cual fuese su papel

histórico, no fueron ni príncipes Lvov, ni Kerenskys. Pero la explicación tampoco dice lo suficiente de ello, pues no puede mostrar por qué el azar está excluido de este asunto allí mismo donde aparece obrando de la manera más cegadora, por qué siempre se trata «en el buen sentido» y por qué no aparecen los azares infinitos que irían en sentido contrario. Para que la revolución llegue a serlo, es precisa la pusilanimidad del Zar y el carácter de la Zari-na, es preciso Rasputín y los absurdos de la Corte, son precisos Kerensky y Kornilov; es

preciso que Lenin y Trotsky vuelvan a Petrogrado y, para ello, es preciso un error de razo-namiento del Gran Estado Mayor alemán y otro del Gobierno británico –para no hablar de todas las difterias y de todas las neumonías que evitaron a conciencia esos dos personajes desde su nacimiento. Trotsky plantea resueltamente la cuestión: sin Lenin, ¿la revolución hubiese podido llevarse a cabo? Tras reflexión, tiende a responder negativamente. Estamos inclinados a pensar que tiene razón y que, por otra parte, podría decirse lo mismo sobre él.

43

Pero ¿en qué sentido puede decirse que la necesidad interna de la revolución garantizaba la aparición de individuos como Lenin y Trotsky, su supervivencia hasta 1917 y su presencia, más que improbable, en Petrogrado en el momento deseado? No tenemos más remedio que constatar que la significación de la revolución se afirma [80] y se realiza mediante los en-cadenamientos de causas sin relación con ella y que, sin embargo, le están inexplicable-mente vinculadas.

El nacimiento de la burocracia en Rusia después de la revolución permite aún ver el problema a otro nivel. En este caso también, el análisis revela la intervención de factores profundos y comprensibles, sobre los que no podemos volver aquí.

44 El nacimiento de la

burocracia en Rusia no es un azar, es cierto, y prueba de ello es que la burocratización apa-reció desde entonces siempre más como la tendencia dominante del mundo moderno. Pero, para comprender la burocratización de los países capitalistas, apelamos a tendencias inma-

nentes a la organización de la producción, de la economía y del Estado capitalistas. Para comprender la burocratización de Rusia en el origen, apelamos a procesos totalmente dife-rentes, como la relación entre la clase revolucionaria y su partido, la «madurez» de la pri-mera y la ideología del segunda. Ahora bien, desde el punto de vista sociológico, no cabe duda de que la forma canónica de la burocracia es la que emerge en una etapa adelantada de desarrollo del capitalismo. Sin embargo, la burocracia que aparece históricamente primero

es la que surge en Rusia al día siguiente ya de la revolución, sobre las ruinas sociales y ma-teriales del capitalismo; y es incluso ella la que, por mil influencias directas e indirectas,

43 42. Por supuesto, podría polemizarse infinitamente sobre ello. Podría sobre todo decirse que la revolución

no había tomado la forma de una toma de poder por el Partido Bolchevique y también que era una repetición

de la Comuna. El contenido de estas consideraciones puede parecer ocioso. El hecho de que no se las pueda

evitar muestra que la historia no puede ser pensada, ni siquiera retrospectivamente, fuera de las categorías de

lo posible y del accidente que es más que un accidente. 44 43. Véanse los textos reunidos en La sociedad burocrática, vols. 1 y 2, publicados con los n.° 8 y 10 de esta

misma colección, Tusquets Editores, Barcelona, 1976, y La experiencia del movimiento obrero, 2: Proleta-

riado y Organización, Op. cit.

indujo fuertemente y aceleró el movimiento de burocratización del capitalismo. Todo suce-

dió como si el mundo moderno incubase la burocracia –y que, para producirla, hubiese puesto toda la carne en el asador, comprendida la que parecía menos apropiada, es decir, la del marxismo, del movimiento obrero y de la revolución proletaria.

Al igual que en el problema de la coherencia de la sociedad, aquí también hay una reducción causal que puede y debe operarse –y es en esto en lo que consiste el estudio a la vez exacto y razonado de la historia. Pero esta reducción causal, acabamos de verlo, no

suprime el problema. Se crea después una ilusión que hay que eliminar: [81] la ilusión de racionalización retrospectiva. Este material histórico, en el que no podemos dejar de ver articulaciones de sentido, entidades bien definidas, de figura que podríamos definir de per-sonal –la guerra del Peloponeso, la sublevación de Espartaco, la Reforma, la Revolución francesa- es el que forjó precisamente nuestra idea de lo que es el sentido y una figura históricos. Estos acontecimientos son los que nos enseñaron lo que es un acontecimiento, y

la racionalidad que encontramos en ellos una vez ocurridos no nos sorprende porque hemos olvidado que la habíamos extraído al comienzo de ellos mismos. Cuando Hegel dice poco más o menos que Alejandro debía necesariamente morir a las treinta y tres años porque está en la esencia de un héroe morir joven, que uno no se imagina a un Alejandro viejo y que, cuando se erige así en la historia una fiebre accidental en manifestación de la Razón oculta, puede observarse que precisamente nuestra imagen de lo que es un héroe se ha forjado a

partir del caso real de Alejandro y de otros análogos y que no hay, por lo tanto, nada so r-prendente en reencontrar en el acontecimiento una forma que se constituyó para nosotros en función del acontecimiento. Debe operarse una desmitificación del mismo tipo en una mul-titud de casos. Pero tampoco así se agota el problema. Primero, porque se encuentra aquí algo análogo a lo que sucede en el conocimiento de la Naturaleza:

45 una vez efectuada la

reducción de todo lo que puede aparecerle como racional en el mundo físico a la actividad

racionalizante del sujeto que conoce, este mundo a-racional sigue teniendo que ser de tal manera que esta actividad pueda tener presa sobre él, lo cual excluye que pueda ser caótico. Después, porque el sentido histórico (es decir, un sentido que supera el sentido efectiva-mente vivido y llevado por los individuos) parece, aunque se presente como imposible, preconstituido en el material que nos ofrece la historia. Para continuar con el ejemplo cita-do más arriba, el mito de Aquiles, que también muere joven (y muchos otros héroes, que

siguen su misma suerte), no fue forjado en función del ejemplo de Alejandro (sería [82] más bien al contrario).

46 El sentido articulado, «el héroe muere joven», parece haber fasci-

nado a la humanidad desde siempre, a pesar –o a causa- del absurdo que connota, y la reali-dad parece haberle proporcionado el suficiente soporte como para que llegue a ser «eviden-te». De la misma manera, el mito del nacimiento del héroe, que presenta a través de unas culturas y de unas épocas muy diversas unos rasgos análogos (que a la vez deforman y re-

producen hechos reales), y a fin de cuentas todas los mitos, dan testimonio de que hechos y significaciones están mezclados en la realidad histórica mucho tiempo antes de que la con-ciencia racionalizante del historiador o del filósofo intervenga. Finalmente, porque la histo-ria parece constantemente dominada por tendencias, porque se encuentra en ella algo como la «lógica interna» de los procesos, que confiere un lugar central a una significación o com-plejo de significaciones (nos referimos más arriba al nacimiento y al desarrollo de la bur-guesía y de la burocracia), vincula entre ellas a series de causación que no tienen conexión

45 44. Lo que Kant calif icaba, en la Crítica de la facultad de juzgar, de «feliz azar». 46 45. Se sabe que Alejandro había «tomado como modelo» a Aquiles

interna alguna y se otorga todas las condiciones «accidentales» necesarias. El primer asom-

bro que se experimenta, al ver la historia, es el de comprobar que, en efecto, si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, la faz del mundo hubiese sido otra. El segundo, aún más fuerte, es ver que estas narices tuvieron la mayor parte de las veces las dimensiones reque-ridas.

Hay, pues, un problema esencial: significaciones que superan las significaciones inmediatas y realmente vividas y que son llevadas por procesos de causación que, por sí mismos, no tienen significación -o no tienen esa significación. Presentido desde hace tiem-pos inmemoriales por la humanidad, planteado explícita, aunque metafóricamente, en el mito y la tragedia (en la que la necesidad asume figura de accidente), fue claramente consi-derado por Hegel. Pero la respuesta que éste proporciona, la «astucia de la Razón», que se

las arregla para someter a su realización en la historia unos acontecimientos aparentemente sin significación, no es evidentemente [83] más que una frase que no resuelve nada y que finalmente participa de la vieja oscuridad de las vías de la Providencia.

Ahora bien, el problema se hace aún más agudo en el marxismo. Pues el marxismo mantiene a la vez la idea de significaciones asignables de acontecimientos y fases históri-cas, afirma más que ninguna otra concepción la fuerza de la lógica interna de los procesos

históricos, totaliza estas significaciones en una única significación, dada a partir de ahora mismo, del conjunto de la historia (la producción del comunismo) y pretende poder reducir íntegramente el nivel de las significaciones al nivel de las causaciones. Los dos términos de la antinomia se ven así empujados hasta el límite de su intensidad, pero su síntesis continúa siendo puramente verbal. De hecho no dice nada Lukács cuando afirma, para mostrar que Marx, con respecto a esto también, resolvió el problema que Hegel apenas había sabido

plantear: «"La astucia de la Razón" no puede ser más que una mitología sino en el caso de que la razón sea descubierta y revelada de manera realmente concreta. Sólo entonces pasa a ser una explicación genial para las etapas aún no conscientes de la historia».

47 No se trata

de que esta «razón real revelada de manera realmente concreta» se reduzca de hecho para Marx a factores técnico-económicos y de que éstos sean insuficientes en el plano mismo de la causación para «explicar» íntegramente la producción de los resultados. La cuestión es:

¿cómo factores técnico-económicos pueden tener una racionalidad que los supera con mu-cho?; ¿cómo su funcionamiento, a través del conjunto de la historia, puede encarnar una unidad de significación que es ella misma portadora de otra unidad de significación a otro nivel? Es ya un primer golpe de fuerza el transformar la evolución técnico-económica en una «dialéctica de las fuerzas productivas»; un segundo golpe de fuerza es el superponer a esta dialéctica otra que produzca la libertad a partir de la necesidad; y el tercero pretender

que ésta se reduzca íntegramente a aquélla. Incluso si el comunismo se limitase simplemen-te a una cuestión de desarrollo suficiente de las fuerzas productivas, e incluso si este desa-rrollo resultase inexorablemente del funcionamiento [84] de leyes objetivas establecidas con total certeza, el misterio quedaría entero: ¿cómo el funcionamiento de leyes ciegas puede producir un resultado que tiene para la humanidad a la vez una significación y un valor positivo?

De manera aún más precisa y más impresionante, vuelve a encontrarse este misterio

en la idea marxista de una dinámica objetiva de las contradicciones del capitalismo. Más

47 46. Ib., p. 185.

precisa porque la idea está sostenida por un análisis específico de la economía capitalista, y

más impresionante porque se totalizan ahí una serie de significaciones negativas. El miste-rio parece en apariencia resuelto, puesto que se muestra en el funcionamiento del sistema económico los encadenamientos de causas y efectos que lo conducen a su crisis y preparan el paso a otro orden social. En realidad, el misterio permanece entero. Aceptando el análisis marxista de la economía capitalista, nos encontraríamos ante una dinámica de las contra-dicciones única, coherente y orientada, ante esa quimera que sería una bella racionalidad de

lo irracional, ese enigma filosófico de un mundo del sinsentido que produciría sentido a todos los niveles y realizaría finalmente nuestro deseo, De hecho, el análisis es falso y la proyección que contiene su conclusión es evidente. Pero poco importa; el enigma existe efectivamente, y el marxismo no lo resuelve, al contrario. Afirmando que todo debe ser comprendido en términos de causación y que, al mismo tiempo, todo debe ser pensado en términos de significación, que no hay más que un único e inmenso encadenamiento causal,

que es simultáneamente un único e inmenso encadenamiento de sentido, exacerba los dos polos que lo constituyen hasta el punto de hacer imposible pensarlo racionalmente.

El marxismo no supera pues la filosofía de la historia, no es más que otra filosofía de la historia. La racionalidad que parece desprender de los hechos, se la impone. La «nece-sidad histórica» de la que habla (en el sentido que la expresión tuvo corrientemente, preci-samente de un encadenamiento de hechos que conduce a la historia hacia el progreso) no

difiere en nada, filosóficamente hablando, de la Razón hegeliana. En los dos casos, se trata de una alienación propiamente teológica del hombre. Una Providencia comunista, que habría dispuesto la historia para producir nuestra libertad, no por [85] ello lo es menos. En los dos casos, se elimina lo que es el problema central de toda reflexión: la racionalidad del mundo (natural o histórico), dándose por adelantado mi mundo racional como construcción. Nada está evidentemente resuelto de esta manera, pues un mundo totalmente racional sería

por este mismo hecho infinitamente más misterioso que el mundo en el que nos debatimos. Una historia racional de extremo a extremo y de parte a parte sería más masivamente in-comprensible que la historia que conocemos; su racionalidad total estaría fundamentada sobre una irracionalidad total, pues sería del orden del puro hecho, y de un hecho tan brutal, sólido y englobante que nos asfixiaría. En fin, en estas condiciones, desaparece el problema primero de la práctica: que los hombres tienen que dar a su vida individual y colectiva una

significación que no está preasignada, y que tienen que hacerlo frente a unas condiciones reales que ni excluyen ni garantizan el cumplimiento de su proyecto. La dialéctica y el «materialismo»

Cuando en el racionalismo de Marx se da una expresión filosófica explícita, se pre-senta como dialéctica; y no como una dialéctica en general, sino como la dialéctica hege-liana, a la que se habría quitado «la forma idealista mistificada».

Así es cómo unas generaciones de marxistas repitieron mecánicamente la frase de Marx: «En Hegel, la dialéctica estaba patas arriba, volví a ponerla en píe», sin preguntarse si semejante operación era realmente posible y, sobre todo, si era capaz de transformar la naturaleza de su objeto. Si es suficiente con darle la vuelta a una cosa para modificar su

substancia, el «contenido» del hegelianismo estaba, pues, tan poco ligado a su «método» dialéctico que se le podía sustituir por otro radicalmente opuesto –y eso en el caso de una

filosofía que proclamaba que su contenido era «producido» por su método o, más bien, que

método y contenido no eran más que dos momentos de la producción del sistema. Evidentemente, nada de esto; si Marx conservó la dialéctica hegeliana, conservó

también su verdadero contenido filosófico que es [86] el racionalismo. Lo que en él modi-ficó no es más que el traje, que pasó de ser «espiritualista» en Hegel a «materialista» en él. Pero, en este sentido, esto no son más que palabras.

Una dialéctica cerrada, como la dialéctica hegeliana, es necesariamente racionalista.

Presupone y «demuestra» a la vez que la totalidad de la experiencia es exhaustivamente reductible a determinaciones racionales. (Que, por lo demás, se encuentre que estas deter-minaciones coincidan milagrosamente con la «Razón» de tal pensador o de tal sociedad, que haya por lo tanto en el núcleo de todo racionalismo un antropo-centrismo o socio-centrismo, que, dicho de otra manera, todo racionalismo erija en Razón a cualquier razón particular, esto es plenamente evidente y sería suficiente ya para cerrar la discusión.) Es el

desenlace necesario de toda filosofía especulativa y sistemática, que quiera responder al problema: ¿cómo podemos tener un conocimiento verdadero?, y se da la verdad coma sis-tema acabado de relaciones sin ambigüedad y sin residuo. Poco importa en este sentido sí su racionalismo toma un aspecto «objetivista» (como en Marx y Engels), ya que el mundo es racional en sí, sistema de leyes que rigen sin límite un sustrato absolutamente neutro, y que nuestra penetración de estas leyes se desprenden del carácter (incomprensible, hay que

decirlo) de reflejo de nuestro conocimiento; o si toma un aspecto «subjetivista» (como en las filósofos del idealismo alemán, comprendiendo finalmente también a Hegel entre ellos), ya que el mundo del que puede ser cuestión (de hecho el universo del discurso) es el pro-ducto de la actividad del sujeto y garantiza a la vez su racionalidad.

48

Recíprocamente, toda dialéctica racionalista es necesariamente una dialéctica cerra-da. Sin este cierre, el conjunto del sistema se queda suspendido en el aire. La «verdad» de

cada determinación no es nada más que la remisión a la totalidad de las determinaciones, sin la cual cada uno de los momentos del sistema se queda a la vez en arbitrario e indefini-do. Hay que darse, por lo tanto, la totalidad [87] sin residuo nada debe quedar afuera, de otro modo el sistema no es incompleto, no es nada de nada. Toda dialéctica sistemática debe desembocar en un «fin de la historia», ya sea bajo la forma del saber absoluto de Hegel o del «hombre total» de Marx.

La esencia de la dialéctica hegeliana no se encuentra en la afirmación de que el Lo-gos «precede» a la Naturaleza, y aún menos en el vocabulario que forma su «vestimenta teológica». Yace en el método mismo, en el postulado fundamental según el cual «todo lo que es real, es racional», en la pretensión inevitable de poder producir la totalidad de las determinaciones posibles de su objeto. Esta esencia no puede desaparecer por el hecho de volver a poner la dialéctica «en pie», puesta que visiblemente siempre se tratará del mismo

animal. Una superación revolucionaria de la dialéctica hegeliana exige, no que se la ponga en pie, sino que, para comenzar, se le corte la cabeza.

La naturaleza y el sentido de la dialéctica hegeliana no puede, en efecto, cambiar por el hecho de que se llame a partir de ahora «materia» a lo que se llamaba hasta entonces logos o «espíritu» –si al menos por «espíritu» no se entiende a un señor con barba que mora en el cielo y se sabe que la naturaleza «material» no es una masa de objetos coloreados y sólidos al tacto. Es completamente indiferente a este respecto decir que la Naturaleza es un

48 47. Elementos de dialéctica «subjetivista» de este tipo se encuentran en las obras de juventud de Marx, y

forman la substancia del pensamiento de Lukács. Volveremos sobre ello más adelante.

movimiento del logos, o que el logos surge en una etapa dada de la evolución de la materia,

puesto que, en los dos casos, las dos entidades son planteadas de entrada como de la misma esencia, a saber la esencia racional. Por otra parte, ninguna de estas dos afirmaciones tiene sentido, puesto que nadie puede decir lo que es el espíritu o la materia fuera de las defini-ciones puramente vacías, puesto que puramente nominales: la materia (o el espíritu) es todo lo que es, etc. La materia y el espíritu en estas filosofías no son finalmente más que el Ser puro, es decir, como decía precisamente Hegel, Nada pura. Decirse «materialista» no difie-

re en nada de decirse «espiritualista», si por «materia» se entiende una entidad, por otra parte indefinible, pero exhaustivamente sometida a leyes consubstanciales y coextensivas a nuestra Razón, y por tanto desde ahora ya penetrables por nosotros por derecho (e incluso de hecho, puesto que las «leyes de estas leyes», los «principios supremos de la Naturaleza y del conocimiento» son desde ahora [88] mismo conocidos: son los «principios» o las «leyes de la dialéctica», descubiertos desde hace ciento cincuenta años y ahora incluso numerados

gracias al camarada Mao Tsé Tung). Cuando un astrónomo espiritualista, como Sir James Jeans, dice que Dios es un matemático y cuando los materialistas dialécticos afirman fe-rozmente que la materia, la vida y la historia están íntegramente sometidas a un determi-nismo del que se encontrará un día la expresión matemática, es triste pensar que, bajo cier-tas condiciones históricas, los partidarios de cada una de estas escuelas hubiesen podido fusilar a los de la otra (y lo hicieron efectivamente). Pues dicen todos exactamente lo mis-

mo, dándole simplemente un nombre diferente. Una dialéctica «no espiritualista» debe ser también una dialéctica «no materialista»

en el sentido de que rehúsa plantear un ser absoluto, ya sea como espíritu, como materia o como la totalidad, ya dada su derecho, de todas las determinaciones posibles. Debe eliminar el cierre y el acabamiento, expulsar el sistema completado del mundo. Debe apartar la ilu-sión racionalista, aceptar la idea de que hay infinito e indefinido, admitir, sin por ello re-

nunciar al trabajo, que toda determinación racional deja un residuo no determinado y no racional, que el residuo es tan esencial como lo que fue analizado, que necesidad y contin-gencia están continuamente imbricadas una dentro de la otra, que la «Naturaleza», fuera de nosotros y en nosotros, es siempre otra cosa y más de lo que la conciencia construye de ella –y que todo esto no vale solamente para el «objeto», sino también para el sujeto, y no so-lamente para el sujeto «empírico», sino también para el sujeto «trascendental», puesto que

toda legislación trascendental de la conciencia presupone el hecho bruto de que una con-ciencia existe en un mundo (orden y desorden, aprehensible e inagotable) –hecho que la conciencia no puede producir ella misma, ni real ni simbólicamente. No es sino con esta condición cómo una dialéctica puede realmente considerar la historia viviente, que la dialéctica racionalista se ve obligada a matar para poder acostarla sobre los jergones de sus laboratorios.

Pero semejante transformación de la dialéctica no es posible, a su vez, más que si se supera la idea tradicional y secular de la teoría como sistema cerrado y como contempla-ción. Y ésta era efectivamente una de las intuiciones esenciales del joven Marx. [89]

4. Los dos elementos del marxismo y su destino histórico

Hay en el marxismo dos elementos cuyos sentido y suerte históricos han sido radi-calmente opuestos.

El elemento revolucionario estalla en las obras de juventud de Marx, aparece además de tanto en tanto en sus obras de madurez, reaparece a veces en las de los más

grandes marxistas –Rosa Luxemburg, Lenin, Trotsky-, resurge una última vez en G. Lukács. Su aparición representa una torsión esencial en la historia de la humanidad. Es él quien quiere destronar la filosofía especulativa proclamando que ya no se trata de interpre-tar, sino de transformar el mundo, y que hay que superar la filosofía realizándola. Es él quien rehúsa dar por adelantado la solución del problema de la historia y una dialéctica acabada, y afirma que el comunismo no es un estado ideal hacia el cual se encamine la so-

ciedad, sino el movimiento real que suprime el estado de cosas existente; quien pone el acento sobre el hecho de que los hombres hacen su propia historia en unas condiciones siempre dadas, y quien declarara que la emancipación de las trabajadores será obra de los trabajadores mismos. Es él quien será capaz de reconocer en la Comuna de París o en los Soviets rusos no sólo unos acontecimientos insurreccionales, sino la creación por las masas en acción de nuevas formas de vida social. Poco importa por el momento si este reconoci-

miento se quedó en parcial o teórico; si las ideas evocadas más arriba no son más que pun-tos de partida, levantan nuevos problemas o pasan por encima de otros. Hay que ser ciego para no ver que hay aquí el anuncio de un mundo nuevo, el proyecto de una transformación radical de la sociedad, la búsqueda de sus condiciones en la historia efectiva y de su sentido en la situación y la actividad de los hombres que podrían operarlo, No estamos en el mundo para mirarlo o para sufrirlo; nuestro destino no es la servidumbre; hay una acción que pue-

de tomar apoyo sobre lo que es para hacer existir lo que queremos ser; comprender que somos aprendices de brujo es ya un paso fuera de la condición del aprendiz de brujo, y comprender por qué no lo somos es el segundo; más allá de una actividad no consciente de sus verdaderos fines y de sus resultados reales, más allá de una técnica que, según sus cálculos exactos, modifica un objeto sin que nada nuevo resulte [90] de él, puede y debe haber una praxis histórica que transforme al mundo transformándose ella misma, que se

deje educar educando, que prepare lo nuevo rehusando predeterminarlo, pues sabe que los hombres hacen su propia historia.

Pero estas intuiciones se quedarán en intuiciones, jamás serán realmente desarrolla-das.

49 El anuncio de un mundo nuevo será rápidamente ahogado por el esponjamiento de un

segundo elemento que será desarrollado bajo forma de sistema, que llegará a ser rápida-mente predominante, que relegará el primero al olvido o no lo utilizará –raramente- más que como coartada ideológica o filosófica. Este segundo elemento es el que reafirma y pro-longa la cultura y la sociedad capitalistas en sus tendencias más profundas, incluso si lo hace a través de la negación de una serie de aspectos aparentemente (y realmente) impor-

49 48. Salvo, hasta cierto punto, por G. Lukács (en Historia y conciencia de clase). Es sorprendente por lo

demás que Lukács, cuando redactaba los ensayos contenidos en este libro, ignorase algunos de los manuscri-

tos de juventud más importantes de Marx (especialmente el manuscrito de 1844, conocido con el título de

Economía Política y Filosofía y La ideología alemana), que no fueron publicados más que en 1925 y 1931.

[L. Goldmann y otros habían ya señalado ese hecho.]

tantes del capitalismo, que teje juntos a la lógica social del capitalismo y al positivismo de

las ciencias del siglo XIX. Es él el que hace comparar a Marx la evolución social con un proceso natural,

50 el que pone el acento sobre el determinismo económico, el que saluda en

la teoría de Darwin un descubrimiento paralelo al de Marx.51

Como siempre, este positi-vismo cientista [91] se invierte inmediatamente en racionalismo y en idealismo a partir del momento en el que propone las cuestiones últimas y que responde a ellas. La historia es sistema racional sometido a leyes dadas, de las que pueden definirse ya desde ahora las

principales. El conocimiento forma sistema, ya poseído en su principio; ciertamente hay progreso «asintótico»,

52 pero éste es verificación y refinamiento de un núcleo sólido de

verdades adquiridas, las «leyes de la dialéctica». Correlativamente, el teórico conserva su lugar eminente, su carácter primero –sean cuales fueren las invocaciones del «árbol verde de la vida», las remisiones a la práctica como verificación última.

53

Todo se sostiene en esta concepción: análisis del capitalismo, filosofía general,

teoría de la historia, estatuto del proletariado, programa político. Y las consecuencias más extremas se desprenden de ello –en buena lógica, y en buena historia también, como la ex-periencia [92] lo mostró desde hace medio siglo. El desarrollo de las fuerzas productivas rige el resto en la vida social. Desde entonces, incluso si no es un fin último en sí, es un fin último en práctica, puesto que el resto está determinado por él y se desprende de él «por añadidura», puesto que «el reino de la libertad no puede edificarse más que sobre el reino

de la necesidad»,54

que presupone la abundancia y la reducción de la jornada de trabajo y éstas un grado determinado de desarrollo de las fuerzas productivas. Ese desarrollo, es el progreso. Ciertamente, la ideología vulgar del progreso es denunciada y convertida en irri-sión, se muestra que el progreso capitalista se basa en la miseria de las masas. Pero esta miseria misma forma parte de un proceso ascendiente. La explotación del proletariado que-dará justificada «históricamente» mientras la burguesía utilice los frutos para acumular y

50 49. En el segundo prefacio de la edición francesa de «La Pléiade» de El capital, Marx cita, calif icándola de

«excelente», la descripción de su «verdadero método» por «El Correo Europeo» de San Petersburgo, que

afirmaba especialmente: «Marx considera la evolución social como un proceso natural, regido por unas leyes

que no dependen de la voluntad, de la conciencia ni de la intención de los hombres, sino que por el contrario

las determinan». 51 50. Comparación que hace varias veces Engels. No queremos decir evidentemente que pueda subestimarse

la importancia de Darwin en la historia de la ciencia, ni siquiera en la de las ideas en general. 52 51. Es la idea que expresa Engels en varias ocasiones, especialmente en el Anti-Dühring. Idea que recubre

un cripto-kantismo extraño y vergonzante, y que está en contradicción abierta con toda «dialéctica». 53 Lukács mostró muy justamente que la práctica, tal como la entiende Engels, es decir, «la actitud propia de

la industria y de la experimentación» es «el comportamiento más propiamente contemplativo» (Historia y

conciencia de clase, p, 168 de la ed. francesa). Pero, echando él también el velo de los hijos de Noé sobre la

desnudez del padre, deja entender implícitamente que se trata aquí de un error personal de Engels, que en este

punto habría sido infiel al verdadero espíritu de Marx. Ahora bien, lo que pensaba Marx, e incluso el joven

Marx, no era en absoluto diferente: «La cuestión de saber si la verdad objetiva corresponde al pensamiento

humano no es una cuestión teórica, sino una cuestión práctica. En la práctica, el que el hombre deba demos-

trar la verdad, es decir la realidad o la no realidad del pensamiento –aislado (le la práctica-, es una cuestión

puramente escolástica» (segunda tesis sobre Feuerbach). A todas luces no se trata exclusivamente, ni siquiera

esencialmente, en este texto de la praxis teórica en el sentido de Lukács, sino de la «práctica» en general,

comprendiendo en ella la experimentación y la industria, como por otra parte lo muestran otros pasajes de los

textos de juventud. Ahora bien, no solamente se queda esta práctica, como lo recuerda Lukács, en el interior

de la categoría de la contemplación, sino que jamás puede ser una verificación del pensamiento en general,

una «demostración de la realidad del pensamiento». Nunca nos hace encontrar más que otro fenómeno, no se

plantea la cuestión de que permita superar la problemática kantiana. 54 53. El capital, vol. 2, pp. 1487-1488 de la edición francesa de «La Pléiade», Op. cit.

continúe así su expansión económica. La burguesía, clase explotadora desde el principio,

será clase progresiva mientras desarrolle las fuerzas productivas.55

En la gran tradición re-alista hegeliana, no solamente esta explotación, sino todos los crímenes de la burguesía, descritos y denunciados a cierto nivel, son recuperados a otro por la racionalidad de la his-toria y, finalmente, puesto que no hay otro criterio, justificados. «La historia universal no es el lugar de la felicidad», decía Hegel.

Nos hemos preguntado a menudo cómo los marxistas habían podido ser estalinia-

nos. Pero, si los patronos son progresivos, a condición de que construyan fábricas, ¿cómo unos comisarios que [93] construían tantas, y más, no lo serán?

56 En cuanto a este desarro-

llo de las fuerzas productivas, es unívoco y está unívocamente determinado por el estado de la técnica. No hay más que una técnica en una etapa dada, tampoco hay por lo tanto más que un solo conjunto racional de métodos de producción. No tiene sentido intentar desarro-llar una sociedad por vías distintas de la «industrialización» –término en apariencia neutro,

pero que finalmente dará a luz a todo su contenido capitalista. La racionalización de la pro-ducción es la racionalización creada ya por el capitalismo, la soberanía de lo «económico» en todos los sentidos del término, la cuantificación, el plan que trata a los hombres y a sus actividades como unas variables medibles. Reaccionario bajo el capitalismo, a partir del momento en que éste no desarrolla más las fuerzas productivas y no se sirve de ellas más que para una explotación cada vez más «parasitaria», todo esto se hace progresivo bajo la

«dictadura del proletariado». Esta transformación «dialéctica» del sentido del taylorismo, por ejemplo, será explicitada por Trotsky a partir de 1919.

57 Que esta situación deje subsis-

tir algunos problemas filosóficos, puesto que no se ve en estas condiciones cómo unas «in-fraestructuras» idénticas pueden sostener edificios sociales opuestos; que deje también sub-sistir algunos problemas reales, en la medida en que los obreros poco maduros no com-prenden la diferencia que separa el taylorismo de los patronos y el del estado socialista,

poco importa. Se pasará por encima de los primeros con la ayuda de la «dialéctica» y se hará callar a tiros a los segundos. La historia universal no deja lugar a sutilezas.

Finalmente, si hay una teoría verdadera de la historia, si hay una racionalidad fun-cionando en las cosas, es claro que la dirección del desarrollo debe ser confiada a los espe-cialistas de esta teoría, a los técnicos de esta racionalidad. El poder absoluto del Partido –y, en [94] el Partido, unos «corifeos de la ciencia marxista-leninista», según la admirable ex-

presión forjada por Stalin para su propio uso- tiene un estatuto filosófico; está fundamenta-do en razón de la «concepción materialista de la historia» con mucha mayor fuerza que en las ideas de Kautsky, retomadas por Lenin, sobre «la introducción de la conciencia socialis-ta en el proletariado por los intelectuales pequeño burgueses». Si esta concepción es verda-

55 54. Correlativamente, no deja de serlo cuando frena su desarrollo. Esta idea vuelve sin cesar bajo la pluma

de los grandes clásicos del marxismo (comenzando por el propio Marx), sin hablar de los epígonos. ¿Qué

llega a ser hoy en día, cuando se constata que desde hace veinticinco años el capitalismo desarrolló las fuerzas

productivas más de lo que lo habían hecho los cuarenta siglos precedentes? ¿Cómo un marxista puede hablar

hoy en día de perspectiva revolucionaria permaneciendo marxista y, por tanto, afirmando al mismo tiempo

que una sociedad jamás desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que sea lo bas-

tante amplia para contener» (Marx, Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política)? Esto ni

Nikita Jruschov, ni los «izquierdistas» de cualquier pelaje se han tomado el trabajo de explicarlo. 56 No queremos evidentemente decir que la burguesía no ha sido «progresiva», ni que el desarrollo de las

fuerzas productivas sea reaccionario o sin interés. Decimos que entre esas dos cosas no hay relación simple, y

que no se puede sin más hacer corresponder la «progresividad» de un régimen a su capacidad de hacer avan-

zar las fuerzas productivas, como lo hace el marxismo 57 56. Terrorisme et communisme, Ed. 10/18, p. 225, París.

dera, este poder debe ser absoluto, toda democracia no es más que concesión a la falibilidad

humana de los dirigentes o procedimiento pedagógico del que ellos solos pueden adminis-trar las dosis correctas. La alternativa es en efecto absoluta. O bien esta concepción es ver-dadera –y, por la tanto es definitivo lo que hay que hacer- y lo que los trabajadores hacen no vale más que en la medida en que se conformen con ello (no es la teoría lo que podría encontrarse confirmada o negada, pues el criterio está en ella, sino que son los trabajadores los que muestran si se han elevado o no a «la conciencia de sus intereses históricos» ac-

tuando conforme a las órdenes que hacen que la teoría se concrete en las circunstancias);58

o bien la actividad de las masas es un factor histórico autónomo y creador, en cuyo caso toda concepción teórica no puede ser más que un eslabón en el largo proceso de realización del proyecto revolucionario (puede, debe incluso, encontrarse trastocada por ella). Enton-ces, la teoría no se da ya por adelantado a la historia y no se plantea ya como patrón de lo real, sino que acepta entrar realmente en la historia y ser sacudida y juzgada por ella.

59 En-

tonces también, todo privilegio histórico, [95] todo «derecho de primogenitura» es denega-do a la organización basada sobre la teoría.

Este estatuto sobrestimado del Partido, consecuencia ineluctable de la concepción clásica, encuentra su contrapartida en lo que es, a pesar de las apariencias, el estatuto infra-valorado del proletariado. Si éste tiene un papel histórico privilegiado, es porque, como clase explotada, no puede finalmente más que luchar contra el capitalismo en un sentido

predeterminado por la teoría. Es también porque, colocado en el corazón de la producción capitalista, forma en la sociedad la fuerza mayor y que, «amaestrado, educado, disciplina-do» por esta producción, es portador de la disciplina racional por excelencia. Cuenta no en tanto que creador de formas históricas nuevas, sino en tanto que materialización humana de lo positivo capitalista, desembarazado de su negativo: es «fuerza productiva» por excelen-cia, sin tener nada en él que pueda poner trabas al desarrollo de las fuerzas productivas.

De modo que la historia se encontró, una vez más, con que había producido otra co-sa de lo que parecía preparar: encubierta por una teoría revolucionaria, se constituyó y des-arrolló la ideología de una fuerza y de una forma sociales que estaban aún por nacer -la ideología de la Burocracia.

No es posible intentar aquí una explicación del nacimiento y de la victoria de este segundo elemento en el marxismo; exigiría retomar la historia del movimiento obrero y de la sociedad capitalista desde hace un siglo. Se puede simplemente resumir brevemente lo que, a nuestro parecer han sido sus autores decisivos. El desarrollo del marxismo como teoría se hizo en la atmósfera intelectual y filosófica de la segunda mitad del siglo XIX; ésta estuvo dominada, como en ninguna otra época de la historia, por el cientismo y el posi-

tivismo, triunfalmente llevados por la acumulación de descubrimientos científicos, su ver i-ficación experimental y, sobre todo, por primera vez a esa escala, por «la aplicación razo-

58 57. Ciertamente, las órdenes pueden ser erróneas, pues los dirigentes se equivocaron en la apreciación de la

situación, y sobre todo en la apreciación del grado la conciencia y de combatividad de los trabajadores. Pero

esto no modifica la lógica del problema: los trabajadores aparecen siempre como una variable de estimación

incierta en la ecuación que los dirigentes tienen que resolver. 59 58. De cuán extraña es esta concepción a los marxistas lo muestra el hecho de que, para los más «puros» de

entre ellos, la historia real es vista implícitamente como si hubiese «descarrilado» desde 1939, o incluso desde

1923, puesto que no se desarrolló sobre los raíles colocados por la teoría. El que la teoría hubiese podido del

mismo modo descarrilar desde mucho antes, ni se les pasa por la cabeza.

nada de la ciencia a la industria». Se «demostraba» cotidianamente que la técnica era todo-

poderosa, puesto que la faz de países enteros se transformaba debido a la extensión de la revolución industrial; la que, en el progreso [96] técnico, nos aparece hoy en día no sola-mente como ambiguo, sino incluso como indeterminado en cuanto a su significación social, aún no emergía. La economía se presentaba como la esencia de las relaciones sociales y el problema económico como el problema central de la sociedad. El medio ofrecía tanto los materiales como la forma para una teoría «científica» de la sociedad y de la historia; lo

exigía incluso, predeterminando ampliamente las categorías dominantes. Pero el lector que ha comprendido lo que quisimos decir en las páginas que preceden comprenderá también que no podemos pensar que estos factores proporcionan «la explicación» del destino del marxismo. El destino del elemento revolucionario en el marxismo no hace más que expre-sar, en el nivel de las ideologías, el destino del movimiento revolucionario en la sociedad capitalista hasta ahora. Decir que el marxismo, desde hace un siglo, se ha transformado en

una ideología, que tiene su lugar en la sociedad existente, es simplemente decir que el capi-talismo pudo mantenerse, e incluso consolidarse como sistema social, que no puede conce-birse una sociedad en la que se afirma a la larga el poder de las clases dominantes y en la que, simultáneamente, vive y se desarrolla una teoría revolucionaria. El devenir del marxismo es indisociable del devenir de la sociedad en la que vivió.

Este devenir es irreversible, y no puede haber «restauración» del marxismo en su

pureza original, ni retorno hacia su «buena mitad». Se encuentran aún a veces «marxistas» sutiles y tiernos (que, por regla general, jamás se han ocupado de política, de cerca o de lejos) para los que, de manera asombrosa, toda la historia subsecuente debe ser comprendi-da a partir de los textos de juventud de Marx –y no de, aquéllos interpretados a partir de la historia ulterior. Así, quieren mantener la pretensión de que el marxismo «superó» la filo-sofía, unificándola tanto al análisis concreto (económico) de la sociedad como a la práctica,

y que por lo mismo ya no es, e incluso jamás pudo ser, una especulación o un sistema teóri-co. Estas pretensiones (que se apoyan en una cierta lectura de algunos pasajes de Marx en el olvido de otros infinitamente más numerosos), no son «falsas»; hay en estas ideas gérmenes de los que dijimos más arriba que son esenciales. Pero lo que hay que ver no es sólo que estos gérmenes han estado recubiertos por un hielo de cien años, sino que, [97] a partir del momento en el que se supera el estadio de las inspiraciones, de las intuiciones, de

las intenciones programáticas –a partir del momento en el que estas ideas deben encarnarse, llegar a ser la carne de un pensamiento que intenta abrazar el mundo real y animar una ac-ción-, lo que era la bella nueva unidad se disuelve. Se disuelve, porque lo que debía ser una descripción filosófica de la realidad del capitalismo, la integración de la filosofía y de la economía, se descompone en dos fases: una, reabsorción de la filosofía por una economía que no es más que economía; y otra, reaparición ilegítima de la filosofía en el extremo del

análisis económico. Se disuelve, porque lo que debía ser la unión de la teoría y de la prácti-ca se disocia en la historia real entre una doctrina, congelada en el estado en que la dejó la muerte de su fundador, y una práctica a la que esta doctrina sirve lo mejor posible de cober-tura ideológica. Se disuelve, porque, con excepción de algunos raros momentos (como en 1917) cuya interpretación por otra parte está por hacer y no es en absoluto simple, la praxis se ha quedado en palabra, y el problema de la relación entre una actividad que se quiere consciente y la historia efectiva, como el de la relación entre los revolucionarios y las ma-

sas, se ha quedado tal cual, entero. Si puede haber una filosofía que sea otra cosa, y más que la filosofía, está por de-

mostrarse. Si puede haber una política que sea otra cosa, y más que la política, queda

igualmente por demostrarse. Si puede darse una unión de la reflexión y de la acción, y si

esta reflexión y esta acción, en lugar de separar a los que los practican y los demás, puede llevarlos juntos hacia una nueva sociedad, esta unión está por hacerse. La intención de esta unificación estaba presente en el origen del marxismo. Se quedó en simple intención –pero, en un contexto nuevo, continúa, en siglo después, definiendo nuestra labor.

Desde que se registra la historia del pensamiento humano, las doctrinas filosóficas se suceden, innumerables. Desde que puede seguirse la evolución de las sociedades, ideas y movimientos políticos están presentes. Y de todas las sociedades históricas puede decirse que estuvieron dominadas por el conflicto, abierto o latente, entre [98] capas y grupos so-ciales, por la lucha de clases. Pero, cada vez, la visión del mundo, las ideas sobre la organi-zación de la sociedad y del poder y los antagonismos efectivos de las clases no estuvieron

ligados entre ellos más que de manera subterránea, implícita, no consciente. Y cada vez aparecía una nueva filosofía que iba a responder a los problemas que las precedentes habían dejado abiertos, otro movimiento político hacía valer sus pretensiones en una sociedad des-garrada por un conflicto nuevo –y siempre el mismo.

El marxismo presentó, en sus comienzos, una exigencia enteramente nueva. La unión de la filosofía, de la política y del movimiento real de la clase explotada en la socie-

dad no iba a ser una simple adición, sino una verdadera síntesis, una unidad superior en la cual cada uno de estos elementos iba a ser transformado. La filosofía podía ser otra cosa y algo más que filosofía, un refugio de la impotencia y una solución de los problemas huma-nos en la idea,

60 en la medida en que tradujese sus exigencias en una nueva política. La

política podía ser otra cosa y algo más que política, que técnica, manipulación, utilización del poder para fines particulares, en la medida en que llegase a ser la expresión consciente

de las aspiraciones y de los intereses de la gran mayoría de los hombres. La lucha de la cla-se explotada podía ser otra cosa que una defensa de intereses particulares, en la medida en que esa clase apuntase, a través de la supresión de su explotación a la supresión de toda explotación, a través de su propia liberación a la liberación de todos y a la instauración de una comunidad humana –la más elevada de las ideas abstractas a las que la filosofía tradi-cional había podido llegar.

El marxismo planteaba así el proyecto de una unión de la reflexión y de la acción, de la reflexión más elevada y de la acción más cotidiana. Planteaba el proyecto de una unión entre los que practican [99] esta reflexión y esta acción y los demás, de la supresión de la separación entre una élite o una vanguardia y la masa de la sociedad. Quiso ver en el desgarramiento y las contradicciones del mundo presente otra cosa que una reedición de la eterna incoherencia de las sociedades humanas, quiso sobre todo hacer de ello otra cosa.

Pidió que se viese en la contestación de la sociedad por los hombres que viven en ella más que un hecho bruto o una fatalidad, los primeros balbuceos del lenguaje de la sociedad por venir. Apuntó a la transformación consciente de la sociedad por la actividad autónoma de los hombres cuya situación real lleva a luchar contra ella; y vio esta transformación, no como una explosión ciega, ni como una práctica empírica, sino como una praxis revolucio-

60 Hegel joven era consciente de esto cuando, después de haber criticado la filosofía de Fichte y mostrado que

su esencia era idéntica a la de la religión, en el sentido de que ambas expresan la «separación absoluta», con-

cluía diciendo «esta actitud (filosófica o religiosa) sería la más digna y la más noble s i se revelase que la

unión con el tiempo no puede ser más que vil e infame» (System fragment, 1800).

naria, como una actividad consciente que continúa siendo lúcida sobre su propia cuenta y

que no se aliena a una nueva «ideología». Esta exigencia nueva es lo que el marxismo aportó de más profundo y de más dura-

dero. Es ella la que hizo efectivamente del marxismo algo más que otra escuela filosófica u otro partido político. Es ella la que, en el plano de las ideas, justifica que se hable todavía de marxismo hoy en día, obliga incluso a hacerlo, El simple hecho de que esta exigencia haya aparecido en una etapa dada de la historia es él mismo inmensamente significativo.

Pues, si no es cierto que «la humanidad no se plantea más que los problemas que puede resolver», el hecho, en cambio, de que un problema nuevo venga a ser planteado traduce unos cambios importantes en las profundidades de la existencia humana. Es igualmente de una significación inmensa el que el marxismo haya podido, de cierta manera y por un tiem-po, realizar su intención sin quedarse en simple teoría, uniéndose al movimiento obrero que luchaba contra el capitalismo hasta el punto de llegar a ser, durante mucho tiempo y en mu-

chos países, casi indiscernible de él. Pero, para nosotros que vivimos ahora, la aurora de las promesas cedió el lugar a la

plena luz de los problemas. El movimiento obrero organizado está, en todas partes sin ex-cepción, íntegramente burocratizado, y sus «objetivos», cuando existen, no tienen relación alguna con la creación de una nueva sociedad. La Burocracia que domina las organizacio-nes obreras, y en todo caso la que reina como ama en los países llamados por antífrases

«obreros» y «socialistas», [100] se vale del marxismo y hace de él la ideología oficial de regímenes en los que la explotación, la opresión y la alienación continúan. Este marxismo, ideología oficial de Estados o credo de sectas, dejó de existir como teoría viviente; los «marxistas», sea cual fuere su definición, su pertenencia o su color específico, no producen desde hace decenios más que compilaciones y glosas, que son la irrisión de la teoría. El marxismo murió como teoría, y, cuando se mira de cerca, se constata que murió por buenas

razones. Un ciclo histórico parece así haberse acabado. Sin embargo, los problemas planteados al comienzo no están resueltos; más bien se

han enriquecido y complicado inmensamente. Los conflictos que desgarran la sociedad no se han, ni con mucho, superado. Que la contestación de la sociedad por los que viven en ella tome, por un tiempo y en algunos países, formas más larvadas y más fragmentarias no impide que el problema de la organización de la sociedad quede planteado en los hechos y

por la sociedad misma. Hoy en día, como hace cien años y de manera opuesta a como hace mil, los que levantan la cuestión social no son reformadores que quieren imponer sus obse-siones a una humanidad que no les pide su opinión; no hacen más que enredarse en un de-bate continuo, prolongar y explicitar las preocupaciones de sectores enteros de la población, discutir un problema que es mantenido constantemente abierto por el reformismo perma-nente de las propias clases dominantes. Si es así, no sólo lo es porque la explotación, la

alienación y la opresión continúen sino también porque siguen sin aceptarse y, sobre todo, porque, por primera vez en la historia, no son ya abiertamente defendidas por nadie. Pero a ese problema universalmente reconocido ya nadie pretende aportar una respuesta. La políti-ca no ha dejado de ser una manipulación que se denuncia a sí misma, puesto que continúa siendo la prosecución por capas particulares de sus fines particulares bajo la máscara del interés general y por 1a utilización de un instrumento de naturaleza universal, el Estado. El universo de la teoría está más que nunca problematizado y fragmentado, y la filosofía, si no

está muerta, no se atreve a mantener sus pretensiones de otros tiempos sin estar por otra parte en disposición de definirse un nuevo papel, de decirse lo que es y a lo que apunta. [101]

Las condiciones que habían hecho nacer la exigencia nueva del marxismo no sólo no des-

aparecieron, sino que se exacerbaron, y esta exigencia se nos plantea en términos muchos más agudos que hace un siglo. Pero tenemos ahora también la experiencia de un siglo que parece haberla mantenido en jaque. ¿Cómo hay que interpretarlo? ¿Cómo hay que interpre-tar esta doble conclusión, de que esta exigencia parece constantemente resurgir de la reali-dad y de que la experiencia muestra que no pudo mantenerse en ella? ¿Qué significa la de-gradación del marxismo, la degeneración del movimiento obrero? ¿A qué corresponden,

qué traducen? ¿Indican un destino fatal de toda teoría, de todo movimiento revolucionario? Así como es imposible hacer de ello un simple accidente y querer volver a empezar sobre las mismas bases, prometiéndose, hacerlo mejor esta vez, es también imposible ver, en una teoría y en un movimiento que pretendieron cambiar radicalmente el curso de la historia, una simple aberración pasajera, un estado de ebriedad colectivo, inexplicable pero transito-rio, después del cual nos volveríamos a encontrar feliz y tristemente sobrios.

Ciertamente estas cuestiones no pueden ser realmente examinadas más que sobre el plano de la historia real: ¿cómo y por qué el movimiento obrero fue conducido allí donde está ahora, cuáles son las perspectivas actuales de un movimiento revolucionario? Este ángulo, el más importante indiscutiblemente, no puede ser el nuestro aquí.

61 Aquí, debemos

limitarnos a concluir nuestro examen de la teoría marxista, analizando las cuestiones equi-valentes sobre el plano de las ideas: ¿cuáles fueron los factores propiamente teóricos que

condujeron a la petrificación y a la degradación del marxismo como ideología? ¿Bajo qué condiciones podemos hoy en día satisfacer la exigencia que definíamos más arriba, encar-narla en una concepción que no contenga, ya desde el principio, los gérmenes de corrupción que determinaron el destino del marxismo?

Ese terreno –el terreno teórico- es ciertamente limitado; y, según el contenido mis-mo de lo que decimos, la cuestión no es establecer de una vez por todas una nueva teoría –

una más-, sino formular una [102] concepción que pueda inspirar un desarrollo indefinido y, sobre todo, que pueda animar e iluminar una actividad efectiva –lo cual, a la larga, será su test. Pero no hay que subestimar por ello su importancia. Si la experiencia teórica no forma, desde cierto punto de vista, más que una parte de la experiencia histórica, es, desde otro punto de vista, su traducción casi íntegra en otro lenguaje; y esto se verifica todavía más cierto en una teoría como la del marxismo que modeló la historia real y se dejó mode-

lar por ella de tantas maneras. Hablando del balance del marxismo y de la posibilidad de una nueva concepción, sigue siendo, por transposición, de la experiencia efectiva de un siglo y de las perspectivas del presente de lo que hablamos. Sabemos perfectamente que los problemas que nos preocupan no pueden ser resueltos por medios teóricos, pero sabemos también que no lo serán sin una elucidación de las ideas. La revolución socialista, tal como la vemos, es imposible sin lucidez, lo cual no excluye, sino que al contrario exige, la luci-

dez de la lucidez sobre su propia consideración, es decir el reconocimiento por la lucidez de sus propios límites.

La inspiración originaria del marxismo apuntaba a sobrepasar la alienación del hombre de los productos de su actividad teórica y lo que se llamó a continuación «la regre-

61 60. Véase La experiencia del movimiento obrero, 1.

sión del acto al pensamiento».62

Se trataba de reintegrar lo teórico en la práctica histórica,

de la cual no había en realidad dejado de formar parte, pero bajo una forma lo más a menu-do mistificada, como «desplazamiento de las cuestiones» o solución ficticia de los proble-mas reales. La dialéctica debía dejar de ser la autoproducción del Absoluto, debía, a partir de entonces, incorporar la relación entre el que piensa y su objeto, llegar a ser la investiga-ción concreta del misterioso vínculo entre lo singular y lo universal en la historia, poner en relación el sentido implícito y el sentido explícito de las acciones humanas, desvelar las

contradicciones que trabajan la real, superar perpetuamente lo que está ya dado, y rehusar establecerse [103] como sistema final sin por ello disolverse en lo indeterminado.

63 Su tarea

iba a ser, no la de establecer unas verdades eternas, sino la de pensar lo real. Este real, lo real por excelencia: la historia, era pensable por cuanto era, no racional en sí o por cons-trucción divina, sino el producto de nuestra propia actividad, esta actividad misma bajo la infinita variedad de sus formas. Pero que la historia fuese pensable, que no estuviésemos

cogidos en una trampa oscura (maléfica o benéfica, poco importa en este sentido) no signi-ficaba que todo estuviese ya pensado. «A partir del momento en que hemos comprendido... que la tarea así planteada a la filosofía no es otra que ésta, a saber, que un filósofo particu-lar debe realizar lo que pueda hacer solamente toda la humanidad en su desarrollo progresi-vo, a partir del momento en que comprendemos esto, se acabó con toda la filosofía en el sentido dado hasta aquí a esta palabra».

64

Esta inspiración originaria corresponde a unas realidades esenciales en la historia moderna. Venía como la conclusión ineluctable del final de la filosofía clásica, el único medio para salir del callejón sin salida al que había desembocado su forma más elaborada, más completa, el hegelianismo. Apenas formulada, se encontraba con las necesidades y con la significación más profunda del movimiento obrero naciente. Anticipaba –si se compren-de a una y a las otras correctamente- el sentido de los descubrimientos y de los trastoca-

mientos que marcaron el siglo presente: tanto la física contemporánea como la crisis de la personalidad moderna, tanto la burocratización de la sociedad como el psicoanálisis.

Pero no eran más que gérmenes, que se quedaron sin frutos. Mezclados ya desde el origen a unos elementos de inspiración [104] contraria

65 a unas concepciones míticas o

fantásticas (el hombre comunista como el «hombre total», que es una vez más el Absoluto-Sujeto de Hegel, descendido de su pedestal y caminando sobre la tierra), dejaban en la va-

guedad o enmascaraban unos problemas esenciales. Sobre todo la cuestión central para tal concepción: la de la relación entre lo teórico y lo práctico, permanecía totalmente oscura. «No se trata de interpretar, sino de transformar el mundo»: el brillo cegador de esta frase no ilumina la relación entre interpretación y transformación. De hecho, se dejaba casi siempre entender que la teoría no es más que ideología, sublimación, compensación (lo cual debía ser pesadamente sopesado a continuación, cuando se hizo de la teoría la instancia y el ga-

62 61. S. Freud, «Análisis de un caso de neurosis obsesiva» en Obras completas, vol. II, p. 659, Biblioteca

Nueva, Madrid, 1948. 63 62. Lo que era, de hecho, el espíritu de la práctica de la dialéctica por el joven Hegel –en unos trabajos que

Marx ignoraba-, espíritu que en este caso desapareció también en la ocasión de la conversión de la dialéctica

en sistema (La fenomenología del espíritu, 1806-1807), señala el momento del paso. 64 63. F. Engels, Ludwig Feuerbach (Ed. Sociales, página 10). Esta obra es, en realidad, muy tardía (1888),

pero esto no impide que se encuentre en ella, del mismo modo que en muchas obras de la madurez de Marx y

de Engels, una multitud de elementos que continúan la inspiración originaria del marxismo. 65 64. Ya La ideología alemana (1845-1846) está llena de ellos.

rante supremo). Y, simétricamente, la praxis se quedaba en una palabra de la que nada de-

terminaba ni esclarecía su significación. La elaboración del marxismo bajo una forma sistemática tomó la dirección opuesta, de suerte que finalmente el marxismo, constituido en teoría (y no entendemos con ello las versiones de los vulgarizadores, que tienen ciertamente también una gran importancia histó-rica, sino precisamente las obras maestras de Marx y Engels en su madurez), el marxismo que precisamente pretende proporcionar unas respuestas a los problemas que enumerába-

mos hace un instante, se sitúa en las antípodas de esta inspiración originaria. Este marxismo ya no es, en su esencia, más que un objetivismo cientista completado por una filosofía ra-cionalista. Intentamos mostrarlo en las partes precedentes de este texto. No queremos aquí sino recordar algunos puntos esenciales.

En la teoría marxista acabada, lo que debía ser al comienzo la descripción crítica de la economía capitalista se convierte rápidamente en la tentativa de explicar esta economía

por el funcionamiento de leyes independientes de la acción de los hombres, grupos o clases. Una «concepción materialista de la historia» se establece, una concepción que pretende explicar la estructura y el funcionamiento de cada sociedad a partir del estado de la técnica, y el paso de una sociedad a otra por la evolución de esta misma técnica. Se postula así un [105] conocimiento acabado de derecho, adquirido en su principio, de toda la historia trans-currida, que revelaría por todas partes, «en último análisis», la acción de las mismas leyes

objetivas. Las hombres no hacen, pues, su historia más que los planetas «hacen» sus revo-luciones y, en realidad, son «hechos» por ella; más bien los dos son hechos por algo distinto –una Dialéctica de la historia que produce las formas de sociedad y su superación necesa-ria, garantiza su movimiento progresivo ascendente y el paso final, a través de una larga alienación, de la humanidad al comunismo. Este comunismo ya no es «el movimiento real que suprime el estado de cosas existente», se disocia entre la idea de una sociedad futura

que sucederá a ésta y un movimiento real que es simple medio o instrumento, que no tiene otro parentesco interno, en su estructura y en su vida efectiva, con lo que servirá para reali-zar que el que el martillo o el yunque tienen con el producto que ayudan a fabricar. Ya no se trata de transformar el mundo, en lugar de interpretarlo. Se trata de avanzar la única ver-dadera interpretación del mundo, que asegura que debe y va a ser transformado en el senti-do que la teoría deduce. Ya no se trata de praxis, sino exactamente de práctica en el sentido

corriente del término, el sentido industrial o político vulgar. La idea de la verificación por «la experimentación o la práctica industrial» toma el lugar de lo que la idea de la praxis presupone, a saber que la realidad histórica como realidad de la acción de los hombres es el único lugar en el que las ideas y los proyectos pueden adquirir su verdadera significación. El viejo monstruo de una filosofía racionalista-materialista reaparece y se impone, procla-mando que todo lo que es es «materia» y que esta materia es de parte a parte «racional»

pues está regida por las «leyes de la dialéctica», que por lo demás ya poseemos. Es apenas necesario indicar que esta concepción no podía hacer más que condicio-

nar una petrificación teórica completa. En el horizonte de un sistema así cerrado –y que hacía de su encerramiento a la vez la prueba y la consecuencia de la necesidad de pasar a otra fase histórica-, ¿qué podía haber aparte de los trabajos de aplicación más o menos co-rrectos y de complementos más o menos brillantes? Hay que recordar también que conduce fatalmente a una política «racionalista»-burocrática. Brevemente hablando, si hay Saber

absoluto en lo que concierne a la historia, la acción autónoma de los [106] hombres ya no tiene ningún sentido (sería como máximo uno de los disfraces de la astucia de la Razón); a los que están investidos con ese Saber les queda, pues, por decidir los medios más eficaces

y más rápidos para llegar a la meta. La acción política se convierte en una acción técnica,

las diferencias que la separan de la otra técnica no son de principio, sino de grado (lagunas del Saber, incertidumbre de la información, etcétera). Inversamente, la práctica y la domi-nación de las capas burocráticas que apelan al marxismo encontraron en éste al mejor «complemento solemne de justificación», la mejor cobertura ideológica. La evacuación de lo cotidiano y de lo concreto con la ayuda de la invocación de los mañanas garantizados por el sentido de la historia; la adoración de la «eficacia» y de la «racionalización» capitalistas;

el acento aplastante puesto sobre el desarrollo de las fuerzas productivas, que regiría al resto, estos aspectos, y mil otros, de la ideología burocrática derivan directamente del obje-tivismo y del progresismo marxista.

66

Haciendo del marxismo la ideología efectiva de la Burocracia, la evolución histórica vació de todo sentido la cuestión de saber si una corrección, una reforma, una revisión, un enderezamiento podrían restituir al marxismo su carácter del comienzo y hacer de nuevo

con él una teoría revolucionaria. Pues la historia hace ver en los hechos lo que el análisis teórico muestra, por su parte, en las ideas: que el sistema marxista participa de la cultura capitalista, en el sentido más general del término, y que es, pues, absurdo querer hacer de él el instrumento de la revolución. Esto vale absolutamente para el marxismo tomado como sistema, como todo. Es cierto que el sistema no es completamente coherente; que se encon-trarán a menudo, en el Marx de la madurez o en sus herederos, unas ideas y unas formula-

ciones que continúan la inspiración realmente revolucionaria [107] y nueva del comienzo. Pero, o bien se toman estas ideas en serio y hacen estallar el sistema, o bien nos atenemos a este último, y entonces esas bellas fórmulas se convierten en ornamentos que no sirven más que para justificar la indignación de las almas bellas del marxismo no oficial contra el marxismo «vulgar» o estaliniano. Lo que, en todo caso, no hay que hacer es jugar en todos los tableros a la vez: pretender que Marx no era un filósofo como los demás, invocando El

capital como depósito de ciencia rigurosa y el movimiento obrero como verificación de su concepción; enmascarar el sentido real de la degeneración del movimiento obrero apelando a los mecanismos económicos que conducirán, por las buenas o por las malas, a la supera-ción de la alienación; y defenderse contra la acusación de mecanismo, remitiendo a un sen-tido escondido de la economía y a una filosofía del hombre que no están por lo demás defi-nidos en ninguna parte.

El fundamento filosófico de la degradación

Ya indicamos, en varias ocasiones, que los factores que condicionaron lo que nos apareció como la degradación del marxismo, el abandono de su inspiración originaria, de-

ben ser buscados en la historia real, que son consubstanciales a los que trajeron la degene-ración burocrática del movimiento obrero, y que, de cierta manera, traducen los obstáculos casi insuperables que se oponen al desarrollo de un movimiento revolucionario, la supervi-vencia y el renacimiento del capitalismo precisamente allí donde se le combate con más

66 65. Una vez más, no decimos que la teoría marxista era la condición necesaria y suficiente de la burocrati-

zación, que la degeneración del movimiento obrero es «debida» a unas concepciones erróneas de Marx. Las

dos expresan, cada una en su nivel, la influencia determinante de la cultura tradicional que sobrevive en el

movimiento revolucionario. Pero la teoría representa también un papel específico, y es en esta medida en la

que el marxismo sirvió a la burocratización –y ya no puede servirnos.

encarnizamiento. Es decir que no es cuestión para nosotros de buscar el origen de la degra-

dación en un error teórico de Marx, de detectar la idea falsa de que sería suficiente con re-emplazarla por la idea verdadera para que el enderezamiento fuese, a partir de ese momen-to, inevitable.

Pero precisamente porque el mundo social es unitario en su desgarramiento, hay equivalencias; las actitudes reales tienen contrapartidas teóricas. Lo que, en el plano teóri-co, corresponde a la burocratización, en el plano real debe ser despejado, discutido como tal

y, si no «refutado», al menos elucidado en su relación profunda [108] con el mundo que se combate por otra parte. Si la revolución socialista es una empresa consciente, ésta es una condición necesaria, aunque no suficiente, de todo nuevo comienzo.

Hay que buscar el origen teórico de la degradación del marxismo, el equivalente ideológico de la degeneración burocrática del movimiento obrero, en la transformación rápida de la nueva concepción en un sistema teórico acabado y completo en su intención, en

la vuelta a lo contemplativo y a lo especulativo como modo dominante de la solución de los problemas planteados a la humanidad.

La transformación de la actividad teórica en sistema teórico, que se quiere cerrado, es el retorno hacia el sentido más profundo de la cultura dominante.

67 Es la alienación hacia

lo que ya está ahí, creado ya; es la negación del contenido más profundo del proyecto revo-lucionario, la eliminación de la actividad real de los hombres como fuente última de toda

significación, el olvido de la revolución como trastorno radical, de la autonomía como prin-cipio supremo; es la pretensión del teórico de tomar sobre sus propios hombros la solución de los problemas de la humanidad. Una teoría acabada pretende aportar respuestas a lo que no puede ser resuelto, si es que puede serlo, sino por la praxis histórica. No puede, pues, cerrar su sistema más que presojuzgando a los hombres a sus esquemas, sometiéndoles a sus categorías, ignorando la creación histórica en el momento mismo en que la glorifica de

palabra. Lo [109] que sucede en la historia no puede acogerlo más que si se presenta como su confirmación, de otro modo lo combate –lo cual resulta ser la manera más clara de ex-presar la intención de detener la historia.

68

El sistema teórico cerrado debe obligatoriamente plantear a los hombres como obje-tos pasivos de su verdad teórica, pues debe someterles a ese pasado al que está él mismo sometido. Es que, por una parte, queda casi ineluctablemente la elaboración y la condensa-

67 66. Para demostrar que nuestra crítica del sistema era «existencialista», un licenciado en f ilosofía movilizó

los recuerdos de cuando preparaba sus oposiciones y quiso confundirnos con esta cita de Kíerkegaard: «..Ser

un sistema y ser cerrado se corresponden uno a otro, pero la existencia es precisamente lo opuesto... La exis-

tencia es ella misma un sistema –para Dios, pero no puede serlo para un espíritu existente». ¡Lástima que

Engels nunca esté inscrito en el programa de licenciatura! Quizá nuestro filósofo marxista hubiese tenido

entonces la suerte de tropezar con la siguiente cita: «En todos los filósofos, el “sistema” es precisamente lo

que es perecedero, porque salió de una necesidad imperecedera del espíritu humano la necesidad de sobrepa-

sar todas las contradicciones» (Ludwig Feuerbach, página 19). [Es Jean-François Lyotard el licenciado en

cuestión. Y sigue siéndolo.] 68 67. La expresión empírica, pero necesaria, de este hecho se encuentra en la increíble capacidad de los

marxistas de todos los matices, desde hace decenios, de renovar su reflexión al contacto de la historia viva, en

la hostilidad permanente con la que han acogido lo que la Cultura moderna produjo de mejor y más revolu-

cionario, ya se trate del psicoanálisis, de la física contemporánea o del arte. Trotsky es en este sentido la única

excepción y lo poco típico que es lo muestra el ejemplo opuesto de uno de los marxistas más fecundos y más

originales, G. Lukács, quien siempre continuó siendo, frente al arte, un digno heredero de la gran tradición

clásica «humanista» europea, un «hombre de cultura» profundamente conservador y extraño al «caos» mo-

derno y a las formas que ven la luz en él.

ción de la experiencia ya adquirida69

que, incluso si prevé un «nuevo», éste es siempre en

todos los aspectos la repetición a un nivel cualquiera, una «transformación lineal» de lo que ya tuvo lugar. Pero la razón principal por la cual una teoría acabada no es compatible sino con un mundo esencialmente estático se sitúa en un nivel más profundo, el de la estructura categorial o de la esencia lógica de un sistema cerrado. ¿Cómo puede definirse una teoría como teoría completa si no plantea unas relaciones fijas y estables que comprendan la tota-lidad de lo real, sin agujeros y sin residuos? Hemos intentado demostrar ya que una teoría

de la historia como aquélla a la que el marxismo apuntaba, un esquema explicativo general que despeje las leyes de la evolución de las sociedades, no puede ser definido más que pos-tulando una relaciones constantes entre unas entidades, a su vez constantes. Entiéndase [110] bien, el material histórico con el que se encuentra, que tiene que «explicar», es emi-nentemente variable y cambiante; esto lo reconoce al comienzo, es incluso la primera en proclamarlo. Pero esta variabilidad, este cambio, la finalidad misma de la teoría así conce-

bida es reducirlos, eliminarlos lógicamente, conducirlos al funcionamiento de las leyes mismas. El vestido fenoménico multicolor debe ser arrancado para que pueda finalmente percibirse la esencia de la realidad, que es identidad –pero, evidentemente, identidad de las leyes. Esto sigue siendo verdad incluso cuando se reconoce la variabilidad de las leyes a cierto nivel. Marx dice con razón que no hay leyes demográficas en general, que cada tipo de sociedad comporta su demografía; y lo mismo vale, en su concepción y en realidad, para

las «leyes económicas» de cada tipo de sociedad. Pero la aparición del subsistema dado de leyes demográficas o económicas correspondiente a la sociedad considerada es también regulada de una vez por todas por el sistema general de leyes que determinan la evolución de la historia. A este respecto, poco importa si la teoría saca estas leyes, consciente o in-conscientemente, del pasado, del presente, o incluso de un porvenir que construye o «pro-yecta». A lo que apunta es, en todo caso, a un intemporal que es de sustancia ideal. El

tiempo no es para ella lo que nos enseña tanto nuestra experiencia más directa como la re-flexión más avanzada: el perpetuo rezumar de lo nuevo en la porosidad del ser, es lo que, altera a lo idéntico incluso cuando lo deje intacto, es medium neutro de desarrollo, condi-ción abstracta de coexistencia sucesiva, medio de ordenar un pasado y un porvenir que se preexistieron idealmente siempre a sí mismos. La necesaria doble ilusión de la teoría cerra-da es que el mundo está hecho ya desde siempre, que es poseíble por el pensamiento. Pero

la idea central de la revolución radica en que la humanidad tiene ante sí un verdadero por-venir y que este porvenir no debe pensarse simplemente, sino que debe hacerse.

Esta transformación del marxismo en teoría acabada70

contenía [111] la muerte de su inspiración revolucionaria inicial. Significaba una nueva alienación de lo especulativo, pues transformaba la actividad teórica viviente en contemplación de un sistema de relacio-nes dadas de una vez por todas; contenía en germen la transformación de la política en

69 68. Tomamos evidentemente «experiencia» en el sentido más amplio posible –en el sentido por ejemplo en

el que Hegel podía pensar que su filosofía expresaba toda la experiencia de la humanidad, no solamente teóri-

ca, sino práctica, política, artística, etc. 70 69. Cuando hablamos de teoría acabada, no entendemos evidentemente la forma de la teoría; poco importa

si puede o no encontrarse una exposición sistemática «completa» de ella (de hecho, puede hacerse con el

marxismo), o si los partidarios de la teoría protestan y afirman que no quieren constituir un nuevo sistema. Lo

que importa es el tenor de las ideas, y éstas, en el materialismo histórico, fijan irrevocablemente la estructura

y el contenido de la historia de la humanidad. El prefacio de la Contribución a la crítica de la economía polí-

tica (1859) formula ya completamente, a pesar de su brevedad, una teoría de la historia tan llena y cerrada

como un huevo.

técnica y en manipulación burocrática, puesto que la política podía ser, desde entonces, la

aplicación de un saber adquirido a un terreno delimitado y con fines precisos. La alienación no consistía, está claro, en la teorización, sino en la transformación de esta teorización en absoluto, en pretendido conocimiento completo del ser histórico, tanto en cuanto que ser dado como en cuanto que sentido (como realidad empírica y como esencia). Este pretendi-do conocimiento completo no puede basarse más que sobre un desconocimiento completo de lo que es lo histórico, ya lo vimos y lo veremos aún. Pero se basa también sobre un des-

conocimiento completo de lo que es lo teórico verdadero; pues, por una dialéctica evidente y que se repitió cien veces en la historia, esta transformación de lo teórico en absoluto es lo que más puede traerle perjuicio, aplastándolo bajo unas pretensiones que no puede realizar. Sólo un emplazamiento de lo teórico puede restaurarlo a su verdadera función y dignidad. Pero este emplazamiento de lo teórico es inseparable del emplazamiento de lo práctico; no es sino en su relación correcta cómo pueden, uno y otro, llegar a ser verdaderos. [112]

II. Teoría y proyecto revolucionario

1. Praxis y proyecto Saber y hacer

Si lo que decimos es verdad, si no sólo el contenido específico del marxismo como teoría es inaceptable, sino que la idea misma de una teoría acabada y definitiva es quiméri-ca y mistificadora, ¿puede aún hablarse de una revolución socialista, mantener el proyecto

de una transformación radical de la sociedad? Una revolución, como aquélla a la que apun-taba el marxismo y como aquélla a la que seguimos apuntando, ¿acaso no es una empresa consciente? ¿No presupone a la vez un conocimiento racional de sociedad presente y la posibilidad de anticipar racionalmente la sociedad futura? Decir que una transformación socialista es posible y deseable, ¿no decir que nuestro saber efectivo de la sociedad actual garantiza esta posibilidad, que nuestro saber anticipado de la sociedad futura justifica esta

elección? En los dos casos, ¿no hay la pretensión de poseer con el pensamiento la organiza-ción social, presente y futura, como unas totalidades en acto, al mismo tiempo que un crite-rio que permita juzgarlas? ¿Sobre qué puede fundamentarse todo esto, si no hay y si no puede haber una teoría e incluso, detrás de teoría, una filosofía de la historia y de la socie-dad?

Estas cuestiones, estas objeciones pueden ser formuladas, y lo son efectivamente,

desde dos puntos de vista diametralmente opuestos, pero que finalmente comparten las mismas premisas.

Para unos, la crítica de las pretendidas certezas absolutas del marxismo [113] es in-teresante, quizás incluso verdadera –pero inadmisible porque arruinaría el movimiento re-volucionario. Como hay que mantener a éste, hay que conservar cueste lo que cueste la teoría, con el riesgo de rebajar las pretensiones y las exigencias y de necesitar cerrar los

ojos. Para los demás, puesto que una teoría total no puede existir, se está obligado a

abandonar el proyecto revolucionario, a menos de plantearlo, en plena contradicción con su contenido, como la voluntad ciega de transformar, a cualquier precio, una cosa que no se conoce en otra que se conoce aún menos.

En los dos casos, el postulado implícito es el mismo: sin teoría total, no puede haber

acción consciente. En los dos casos, el fantasma del saber absoluto sigue siendo soberano. Y, en los dos casos, se produce el mismo trastocamiento irónico de los valores. El hombre que se considera de acción concede el primado a la teoría: erige en criterio supremo la po-sibilidad de salvaguardar una actividad revolucionaria, pero hace depender esta posibilidad del mantenimiento, al menos en apariencia, de una teoría definitiva. El filósofo que se con-sidera radical permanece presa de lo que criticó: una revolución consciente, dice, presu-

pondría el Saber absoluto; eternamente ausente, éste permanece de todas maneras como la

medida de nuestros actos y de nuestra vida. Pero este postulado no vale nada. Se sospecha ya que, si se nos requiere elegir entre

la geometría y el caos, entre el Saber absoluto y el reflejo ciego, entre Dios y el Bruto, estas objeciones se mueven en la pura ficción y dejan escapar una brizna, todo lo que nos es y jamás nos será dado: la realidad humana. Nada de lo que hacemos, nada de aquello con lo que nos enfrentamos es jamás del tipo de la transparencia íntegra, ni tampoco del desorden

molecular completo. El mundo histórico y humano (es decir, bajo reserva de un punto en el infinito, como dicen los matemáticos, el mundo sin más) es de otro orden. No se le puede siquiera llamar «lo mixto», pues no está hecho de una mezcla; el orden total y el desorden total no son componentes de lo real, sino conceptos límite que abstraemos de ello, más bien puras construcciones que, tomadas absolutamente, se hacen ilegitimas e incoherentes. Per-tenecen a ese prolongamiento mítico del mundo creado por la filosofía desde hace veinti-

cinco [114] siglos y del que debemos deshacernos, si queremos dejar de influenciar lo que queda por pensar de nuestros propios fantasmas.

El mundo histórico es el mundo del hacer humano. Este hacer está siempre en rela-ción con el saber, pero esta relación está por elucidar. Para esta elucidación, vamos a apo-yarnos sobre dos ejemplos extremos, dos casos limite: la «actividad refleja» y la «técnica».

Puede considerarse una actividad humana «puramente refleja», absolutamente no

consciente. Semejante actividad no tendría, por definición, relación alguna con un Saber cualquiera. Pero también está claro que no pertenece al terreno de la historia.

71

Puede, en el extremo opuesto, considerarse una actividad «puramente racional». Ésta se apoyaría sobre un saber exhaustivo o prácticamente exhaustivo de su territorio; en-tendemos por prácticamente exhaustivo el que toda cuestión pertinente para la práctica y que pudiese emerger en este terreno sería decidible.

72 En función de este saber y en conclu-

sión de los razonamientos que permite, la acción se limitaría a plantear en la realidad los medios de los fines a los que apunta, a establecer las causas que traerían los resultados que-ridos. Semejante actividad está aproximadamente realizada en la historia, es la técnica.

73

Aproximadamente, porque un saber exhaustivo no puede existir (sino solamente fragmen-tos de semejante saber), incluso en el interior de un terreno recortado, y que el [115] recor-tado de los terrenos nunca puede ser estanco.

74 Puede comprenderse bajo este concepto de

71 1. Hablamos, está claro, de actividades que superan el cuerpo del sujeto y modifican substancialmente el

mundo exterior. El funcionamiento «biológico» del organismo humano es evidentemente otro asunto; com-

prende una infinidad de actividades «reflejas» o no conscientes. Se convendrá que su discusión no puede

esclarecer el problema de las relaciones del saber y del hacer en la historia. 72 2. Es suficiente con que sea decidible a partir de consideraciones de probabilidad; lo que decimos no presu-

pone un conocimiento determinista completo del terreno considerado. 73 3. La técnica, en la medida en que se aplica a objetos. La técnica, en el sentido más general utilizado co-

rrientemente –la «técnica militar», la «técnica política», etc., y más generalmente las actividades que Max

Weber englobaba bajo el término zweckrational-, no entra en nuestra definición en la medida en que se ocupa

de hombres, por las razones que serán explicadas en el texto. 74 4. No se trata de conocimiento exhaustivo en lo absoluto. El ingeniero que construye un puente o una presa

no tiene necesidad de conocer la estructura nuclear de la materia; le basta con conocer la estática, la teoría de

la elasticidad y de la resistencia de los materiales, etc. No es el conocimiento de la materia como tal lo que le

importa, sino el conocimiento de los factores que pueden tener una importancia práctica. Esta existe en la gran

mayoría de los casos; pero las sorpresas (y las catástrofes), que suceden de vez en cuando, muestran sus lími-

tes. Unas respuestas precisas a una multitud de preguntas son posibles, pero no a todas. Dejamos, está claro,

de lado el otro límite –esencial- de esta racionalidad de la técnica, a saber que la técnica jamás puede dar

cuenta de los fines a los que sirve.

«actividad racional» una multitud de casos que, sin pertenecer a la técnica en sentido estric-

to, se aproximan a ella y que englobaremos a partir de ahora bajo este término. La actividad repetitiva de un obrero en la cadena de montaje; la solución de una ecuación algebraica de segundo grado para aquel que conoce su fórmula general; la derivación de nuevos teoremas matemáticos con la ayuda del formalismo «mecanizado» de Hilbert; muchos juegos sim-ples, etc., son ejemplos de actividad técnica en sentido amplio.

Ahora bien, lo esencial de las actividades humanas no puede ser comprendido ni

como reflejo ni como técnica. Ningún hacer humano es no consciente; pero ninguno podría continuar un segundo si se le plantease la exigencia de un saber exhaustivo previo, de una elucidación total de su objeto y de su modo de operar. Esto es evidente para la totalidad de las actividades «triviales» que componen la vida corriente, individual o colectiva. Pero lo es igualmente para las actividades más «elevadas», más pesadas en consecuencia, las que comprometen directamente la vida de los demás como las que apuntan a las creaciones más

universales y más duraderas. Criar a un niño (tanto si se es padre como pedagogo) puede hacerse con dosis de

conciencia y lucidez más o menos notables, pero por definición queda excluido que esto pueda hacerse a partir de una elucidación total del ser del niño y de la relación pedagógica. [116] Cuando un médico, o, mejor todavía, un analista

75 comienza un tratamiento, ¿se pien-

sa solicitarle que ponga previamente a su paciente en conceptos, que trace los diagramas de

sus estructuras conflictivas, el curso ne varietur del tratamiento? Aquí, como en el caso del pedagogo, se trata en efecto de otra cosa que de una ignorancia provisional o de un silencio «terapéutico». La enfermedad y el enfermo no son dos cosas que se contengan una a la otra (al igual que el porvenir del niño no es una cosa contenida en la cosa niño), de las que podría definirse, bajo reserva de una encuesta más completa, las esencias y la relación recí-proca; es un modo de ser del enfermo cuya vida entera, pasada, pero también por venir, está

en causa, y cuya significación no puede fijarse y cerrarse en un determinado momento, puesto que continúa y, con ello, modifica las significaciones pasadas. Lo esencial del trata-miento, como lo esencial de la educación, corresponde a la relación misma que va a esta-blecerse entre el paciente y el médico, o entre el niño y el adulto, y a la evolución de esta relación que depende de lo que uno y otro harán. Ni al pedagogo ni al médico se les pide teoría completa alguna de su actividad, que serían por lo demás muy incapaces de propor-

cionar. No se dirá por ello que éstas son actividades ciegas, que criar a un niño o tratar a un enfermo es jugar a la ruleta. Pero las exigencias a las que nos confronta el hacer son de otro orden.

a Ocurre lo mismo con las demás manifestaciones del hacer humano, incluso aquéllas

en las que las demás no están explícitamente implicadas, en las que el sujeto «aislado» afronta una tarea o una obra «impersonales». No solamente cuando un artista comienza una

obra, sino incluso cuando un autor comienza un libro teórico, sabe y no sabe lo que va a decir –y sabe aún menos lo que querrá [117] decir. Y lo mismo ocurre con la actividad más «racional» de todas, la actividad teórica. Decíamos más arriba que la utilización del forma-lismo de Hilbert para la derivación de alguna manera mecánica de nuevos teoremas es una

75 Mejor todavía, pues en gran parte la Medicina actual se practica de manera a la vez trivial y fragmentaria,

puesto que el médico se esfuerza casi en actuar como un «técnico». a He intentado precisar esta idea a propósito del psicoanálisis, definido como actividad práctico-poética, en

«Epilegómenos a una teoría del alma que se ha podido presentar como ciencia», en «L'Inconsciente», nº 8, pp.

47-87, París, octubre de 1968.

actividad técnica. Pero el intento de constituir este formalismo en ella misma no es en abso-

luto una técnica, sino decididamente un hacer, una actividad consciente, pero que no puede garantizar racionalmente ni sus fundamentos, ni sus resultados; la prueba, si nos atrevemos a decirlo, es que fracasó estrepitosamente.

76 Más generalmente, si la aplicación de resulta-

dos y de métodos «a toda prueba» en el interior de tal o cual rama de las matemáticas es asimilable a una técnica, la investigación matemática, a partir del momento en el que se aproxima a los fundamentos, o a las consecuencias extremas de la disciplina, revela su

esencia de hacer sin reposar sobre ninguna certeza última. La edificación de la matemática es un proyecto que la humanidad persigue desde hace milenios y en el curso del cual la consolidación del rigor en el interior de la disciplina conllevó ipso facto una creciente in-certidumbre, a la vez en cuanto a los fundamentos y en cuanto al sentido de esta actividad.

77

En cuanto a la Física, no es siquiera un hacer, es un western en el que las sorpresas se suce-den a un ritmo constantemente [118] acelerado que deja estupefactos a los propios actores

que las desencadenan.b

La teoría como tal es un hacer, el intento siempre incierto de realizar el proyecto de una elucidación del mundo.

78 Y esto vale igualmente para esa forma suprema o extrema de

teoría que es la filosofía, intento de pensar el mundo sin saber ni por adelantado, ni des-pués, si el mundo es efectivamente pensable, ni siquiera lo que pensar quiere decir con cer-teza. Por esto, además, es por lo que no hay que «superar la filosofía, realizándola». Que la

filosofía es «superada» a partir del momento en que se «realizó» lo que es: es filosofía, es decir a la vez mucho y muy poco. La filosofía se «superó» –a saber: no se olvidó, ni mucho menos se despreció, sino que se emplazó- a partir del momento en el que se comprendió que no es más que un proyecto, necesario pero incierto en cuanto a su origen, su alcance y su destino; no exactamente una aventura, quizás, pero tampoco una partida de ajedrez ni mucho menos que la realización de la transparencia total del mundo para el sujeto y del

sujeto para sí mismo. Y, si la filosofía viniese a poner a una política que se pretendiese lúcida el requisito previo del rigor total y le pidiese que se fundara íntegramente en la

76 6. Cuando se demostró que es imposible demostrar la no contradicción de los sistemas así constituidos, y

que pueden aparecer unas proposiciones no decidibles (Gödel, 1931). 77 7. La incertidumbre era, con mucho, menor entre los griegos, cuando el fundamento del rigor matemático –

para ellos «racional»- era de una naturaleza netamente «irracional» para nosotros (esencia divina del número

o carácter natural del espacio como receptáculo del cosmos), de lo que lo es entre los modernos, para quienes

el intento de establecer íntegramente este rigor condujo a hacer estallar la idea de que pudiese haber un fun-

damento racional de la matemática. No es inútil, para lo que tratamos, recordar a los nostálgicos de las certe-

zas absolutas el destino propiamente trágico del intento de Hilbert, al proclamar que su programa consistía en

«eliminar del mundo de una vez por todas las cuestiones de fundamento» («die Grundlagenfragen ein für

allenmal aus der Welt zu schaffen») y poner en marcha con ello un trabajo que iba a mostrar, e incluso a de-

mostrar, que la cuestión de los fundamentos será siempre de este mundo como cuestión insoluble. Una vez

más, la hubris provocaba la némesis. b Para una justificación de estas ideas véase «Le monde moralé» en «Textures», n° 4-5, 1972, pp. 3-40, y en

«Science moderne et interrogation philosophique», Encyclopaedia Universalis-Organum, vol. 17, pp. 43-73. 78 8. El momento de la elucidación siempre está necesariamente contenido en el hacer. Pero no resulta de ello

que hacer y teoría sean simétricos, que estén en el mismo nivel, que cada uno englobe al otro. El hacer consti-

tuye el universo humano del cual la teoría es un segmento. La humanidad está comprometida en una actividad

consciente multiforme, se define como hacer (que contiene la elucidac ión en el contexto y a propósito del

hacer como momento necesario, pero no soberano). La teoría como tal es un hacer específico, emerge cuando

el momento de la elucidación se convierte en proyecto para sí mismo. En este sentido, puede decirse que hay

efectivamente una «primacía de la razón práctica.» Puede concebirse, y hubo durante milenios, una humani-

dad sin teoría; pero no puede existir humanidad sin hacer alguno.

Razón, la política estaría en el derecho de decirle: ¿acaso no tenéis espejos en vuestra casa,

o es que vuestra actividad consiste en establecer patrones que valgan para los demás pero según los cuales ella misma es incapaz de medirse? [119]

Finalmente, si las técnicas particulares son «actividades racionales», la técnica mis-ma (utilizamos aquí esta palabra con su sentido restringido corriente) no lo es en absoluto. Las técnicas pertenecen a la Técnica, pero la misma técnica no forma parte de lo técnico. En su realidad histórica, la Técnica es un proyecto cuyo sentido permanece incierto, su por-

venir oscuro y la finalidad indeterminada, entendiéndose evidentemente que la idea de hacernos «amos y poseedores de la naturaleza» no quiere estrictamente decir nada.

Exigir que el proyecto revolucionario esté fundamentado sobre una teoría completa es, pues, de hecho, asimilar la política a una técnica y proponer su campo de acción –la

historia- como objeto posible de un saber finito y exhaustivo. Invertir este razonamiento y concluir que la imposibilidad de semejante saber imposibilita a su vez toda política revolu-cionaria lúcida es finalmente rechazar por insatisfactorias todas las actividades humanas y la historia en bloque según un standard ficticio. Pero la política no es ni concretización de un Saber absoluto, ni técnica, ni voluntad ciega de no se sabe qué; pertenece a otro campo, el del hacer, y a ese modo específico del hacer que es la praxis.

Praxis y proyecto

Llamamos praxis a ese hacer en el cual el otro, o los otros, son considerados como seres autónomos y como el agente esencial del desarrollo de su propia autonomía. La ver-

dadera política, la verdadera pedagogía, la verdadera medicina, puesto que han existido alguna vez, pertenecen a la praxis.

En la praxis hay un por hacer, pero este por hacer es específico: es precisamente el desarrollo de la autonomía del otro o de los otros (lo cual no es el caso en las relaciones simplemente personales, como la amistad o el amor, en las cuales esta autonomía es reco-nocida, pero su desarrollo no está planteado como un objetivo aparte, pues estas relaciones

no tienen finalidad exterior a la relación misma). Podría decirse que, para la praxis, la auto-nomía del otro, o de [120] los otros, es a la vez el fin y el medio; la praxis es lo que apunta al desarrollo de la autonomía como fin y utiliza con este fin la autonomía como medio. Esta manera de hablar es cómoda, pues es fácilmente comprensible. Pero es, estrictamente hablando, un abuso de lenguaje, y los términos «fin» y «medio» son absolutamente impro-pios en este contexto. La praxis no se deja conducir a un esquema de fines y medios. El

esquema del fin y de los medios pertenece precisamente a la actividad técnica, pues ésta tiene que tratar con un verdadero fin, un fin que es un fin, un fin finito y definido que puede ser planteado como un resultado necesario o probable, a la vista del cual la elección de los medios se remite a una cuestión de cálculo más o menos exacto; con este fin, los medios no tienen relación interna alguna, simplemente una relación de causa a efecto.

79

79 9. «Mi oficio, mis niños ¿son para mí fines, o medios, o una cosa y otra alternativamente? No son nada de

todo esto: ciertamente no son medios de mi vida, que se pierde en ellos en lugar de utilizarlos, y mucho más

aún que unos fines, puesto que un fin es eso que se quiere y puesto que quiero mi oficio, mis niños, sin medir

por adelantado hasta dónde me arrastrará esto y mucho más allá de lo que puedo conocer de ellos. No es que

Pero, en la praxis, la autonomía de los otros no es un fin, es, sin juego de palabras,

un comienzo: todo lo que se quiera menos un fin; no es finita, no se deja definir por un es-tado o unas características cualesquiera. Hay relación interna entre aquello a lo que se apunta (el desarrollo de la autonomía) y aquello por lo que es apuntado (el ejercicio de esta autonomía): son dos momentos de un proceso; finalmente, mientras se desarrolla en un con-texto concreto que la condiciona y debiendo tomar en consideración la red compleja de relaciones causales que recorren su terreno, la praxis jamás puede reducir la elección de su

manera de operar a un simple cálculo, no porque éste fuera demasiado complicado, sino porque dejaría por definición escapar el factor esencial –la autonomía. [121]

La praxis es, ciertamente, una actividad consciente y no puede existir más que en la lucidez; pero es algo del todo distinto a la aplicación de un saber previo (y no puede justifi-carse por la aplicación de semejante saber –lo cual no quiere decir que no puede justificar-se). Se apoya sobre un Saber, pero éste es siempre fragmentario y provisional. Es fragmen-

tario, porque no puede haber una teoría exhaustiva del hombre y de la historia; y es provi-sional, porque la praxis misma hace surgir constantemente un nuevo saber, pues hace hablar al mundo en un lenguaje a la vez singular y universal . Es por ello por lo que sus relaciones con la teoría, la verdadera teoría correctamente concebida, son infinitamente más íntimas y más profundas que las de cualquier técnica o práctica «rigurosamente racional» para la que la teoría no es más que un código de prescripciones muertas que no puede jamás

encontrarse, en lo que maneja, con el sentido. La constitución paralela por Freud, de la práctica y la teoría psicoanalíticas, de 1886 a su muerte, proporcionan probablemente la mejor ilustración de esta doble relación. La teoría no podría ser dada previamente, puesto que emerge constantemente de la actividad misma. Elucidación y transformación de lo real progresan, en la praxis, en un condicionamiento recíproco. Y es esta doble progresión lo que constituye la justificación de la praxis. Pero, en la estructura lógica del conjunto que

forman, la actividad precede la elucidación, pues, para la praxis, la instancia última no es la elucidación, sino la transformación de lo dado.

80

Hablamos de saber fragmentario y provisional, y esto puede dar la impresión de que lo esencial de la praxis (y de todo el hacer) es negativo, una privación o una deficiencia en relación con otra situación, la cual sí sería plena, dispondría de una teoría exhaustiva o del Saber absoluto. Pero esta apariencia corresponde al lenguaje, sometido [122] a una manera

varias veces milenaria de tratar los problemas y que consiste en jugar o en pensar lo efecti-vo según lo ficticio. Si estuviésemos seguros de hacernos comprender, si no tuviéramos que tener en cuenta los prejuicios y los presupuestos tenaces que dominan los espíritus, incluso los más críticos, diríamos simplemente la praxis se apoya en un saber efectivo (limitado, sí, provisional, también –como todo lo que es efectivo) y no hubiésemos sentido la necesidad

me dedique a no sé qué: los veo con el tipo de precisión que suponen las cosas existentes, los reconozco entre

todos, sin saber del todo de qué están hechos. Nuestras decisiones concretas no apuntan a significaciones

cerradas.» Esta frase de Maurice Merleau-Ponty (Les aventures de la dialectique, p. 172, Ed. Gallimard,

1955), contiene implícitamente la definición más próxima dada hasta ahora, por lo que sabemos, de la praxis.

[Traducción española: Las aventuras de la dialéctica, Leviatán, Buenos Aires, 1957.] 80 10. En una ciencia experimental o de observación, puede parecer igualmente que la «actividad» preceda la

elucidación; pero no la precede más que en el tiempo, no en el orden lógico. Se procede a una experiencia

para elucidar, no a la inversa. Y la actividad del experimentador no es transformadora más que en un sentido

superficial o formal: no apunta a la transformación de su objeto como tal y, si lo modifica, es para hacer apa-

recer en él otra capa más «profunda» como «idéntica» o «constante». [La obsesión de la ciencia son los «inva-

riantes».]

de añadir: siendo una actividad lúcida, no puede evidentemente invocar el fantasma de un

saber absoluto ilusorio. Lo que fundamenta la praxis no es una deficiencia temporal de nuestro saber, que podría ser progresivamente reducida; es aún menos la transformación del horizonte presente de nuestro saber en límite absoluto.

81 La lucidez «relativa» de la praxis

no es algo para salir del paso, un si no hay nada mejor –no solamente porque semejante «mejor» no existe en parte alguna, sino porque es la otra cara de su sustancia positiva: el objeto mismo de la praxis es lo nuevo, lo que no se deja reducir al simple calco materiali-

zado de un orden racional preconstituido, en otras palabras lo real mismo y no un artefacto estable, limitado y muerto.

Esta lucidez «relativa» corresponde igualmente a otro aspecto de la praxis tan esen-cial como aquél: el de que su sujeto mismo es constantemente transformado a partir de esta experiencia, en la que está comprometido y que hace, pero que también le hace a él. «Los pedagogos son educados», «el poema hace a su poeta». Y se comprende sin más que de ello

resulta una modificación continua, en el fondo y en la forma, de la relación entre un sujeto y un objeto que no pueden ser definidos de una vez por todas.

Lo que se ha llamado aquí político fue, casi siempre, una mezcla en la cual la parte de la manipulación, que trata a los hombres como cosas a partir de sus propiedades y de sus

reacciones supuestamente [123] conocidas, fue dominante. Lo que llamamos política revo-lucionaria es una praxis que se da como objetivo la organización y la orientación de la so-ciedad con miras a la autonomía de todos y reconoce que ésta presupone una transforma-ción radical de la sociedad que no será, a su vez, posible sino por el despliegue de la activi-dad autónoma de los hombres.

Se convendrá fácilmente (en beneficio del inventario de algunas breves fases de la

historia) que semejante política no ha existido hasta ahora. ¿Cómo y por qué podría existir ahora? ¿Sobre qué podría apoyarse?

La respuesta a esta cuestión remite a la discusión del contenido mismo del proyecto revolucionario, que es precisamente la reorganización y la reorientación de la sociedad por la acción autónoma de los hombres.

El proyecto es el elemento de la praxis (y de toda actividad). Es una praxis determi-

nada, considerada en sus vínculos con lo real, en la definición concretada de sus objetivos, en la especificación de sus mediaciones. Es la intención de una transformación de lo real, guiada por una representación del sentido de esta transformación, que toma en considera-ción las condiciones reales y que anima una actividad.

No hay que confundir proyecto y plan. El plan corresponde al momento técnico de una actividad, cuando condiciones, objetivos y medios pueden ser, y son, determinados

«exactamente» y cuando el ordenamiento recíproco de los medios y de los fines se apoya sobre un saber suficiente del terreno afectado. (Resulta así que la expresión «plan económi-co», cómoda por otra parte, constituye, propiamente hablando, un abuso de lenguaje.)

Hay que distinguir igualmente proyecto y actividad del «sujeto ético» de la filosofía tradicional. Esta actividad está guiada –como el navegante por la estrella polar, siguiendo la famosa imagen de Kant- por la idea de moralidad, pero al mismo tiempo se encuentra de ella a infinita distancia. Hay, pues, perpetua no coincidencia entre la actividad real de un

81 11. Suponiendo que la Física pueda alcanzar un día un «saber exhaustivo» de su objeto (suposición por lo

demás absurda), esto no afectaría en nada a lo que decimos de la praxis histórica.

sujeto ético y la idea moral, al mismo tiempo que hay una relación. Pero esta relación per-

manece equívoca, pues la idea es a la vez fin y no fin; fin, porque expresa sin exceso ni defecto lo que debería ser; no fin, puesto que, por principio, ni se [124] plantea la cuestión de que puede ser alcanzada o realizada. Pero el proyecto apunta a su realización como mo-mento esencial. Si hay desfase entre representación y realización, no es por principio, más bien depende de otras categorías que de la distancia entre «idea» y «realidad»: remite a una nueva modificación tanto de la representación como de la realidad. En este sentido, el

núcleo del proyecto es un sentido y una orientación (dirección hacia) que no se deja sim-plemente fijar en «ideas claras y distintas» y que supera la representación misma del pro-yecto tal como podría ser fijada en un instante dado cualquiera.

Cuando se trata de política, la representación de la transformación a la que se apun-ta, la definición de los objetivos, puede tomar –y debe necesariamente tomar, en ciertas condiciones- la forma del programa. El programa es una concreción provisional de los ob-

jetivos del proyecto sobre unos puntos juzgados esenciales en las circunstancias dadas, en tanto que su realización implicaría, o facilitaría por su propia dinámica, la realización del conjunto del proyecto. El programa no es más que una figura fragmentaria y provisional del proyecto. Los programas pasan, el proyecto queda. Como de cualquier otra cosa, puede haber degradación y degeneración del programa; el programa puede ser tomado como un absoluto, al alienarse la actividad de los hombres en el programa. Esto, en sí, no prueba

nada contra la necesidad del programa.

Pero nuestro tema aquí no es la filosofía de la práctica como tal, ni la elucidación del concepto de proyecto por sí mismo. Queremos mostrar la posibilidad y explicitar el sentido del proyecto revolucionario, como proyecto de transformación de la sociedad, pre-

sente en una sociedad organizada y orientada hacia la autonomía de todos, siendo esta transformación efectuada por la acción autónoma de los hombres tales como son produci-dos por la sociedad actual.

82 [125]

Ni esta discusión, ni ninguna otra se hacen jamás sobre tabla rasa. Lo que decimos hoy se apoya necesariamente sobre –y aún más correctamente diría, si me lo permitieran, se envisca en- lo que otros y nosotros hemos dicho desde hace mucho tiempo. Los conflictos

que desgarran la sociedad actual, la irracionalidad que la domina, la oscilación perpetua de los individuos y de las masas entre la lucha y la apatía, la incapacidad del sistema de aco-modarse tanto a ésta como a aquélla, la experiencia de las revoluciones pasadas y lo que, desde nuestro punto de vista, es la línea ascendente que relaciona sus cimas, las posibilida-des de una organización socialista de la sociedad y sus modalidades en tanto que ya se las puede definir ahora mismo –todo ello está forzosamente presupuesto en lo que decimos y

que no es posible retomar aquí. Aquí queremos solamente esclarecer las cuestiones princi-pales, abiertas por la crítica del marxismo y el rechazo de su análisis del capitalismo, de su teoría de la historia, de su filosofía general. Si no hay análisis económico que pueda mos-trar en un mecanismo objetivo a la vez los fundamentos de la crisis de la sociedad actual y

82 12. Esto significa: una revolución de las masas trabajadoras que elimine la dominación de toda capa parti-

cular sobre la sociedad y que instaure el poder de los consejos de los trabajadores sobre todos los aspectos de

la vida social. Sobre el programa que concretiza en las circunstancias históricas actuales los objetivos de s e-

mejante revolución, véase en el nº 22 de «Socialisme ou Barbarie», julio de 1957, «Sobre el contenido del

socialismo II».

la forma necesaria de la sociedad futura, ¿cuáles pueden ser las bases del proyecto revolu-

cionario en la situación real?, y ¿de dónde puede sacar una idea cualquiera sobre otra socie-dad? La crítica del racionalismo, ¿acaso no excluye que pueda establecerse una «dinámica revolucionaria» destructiva y constructiva? ¿Cómo puede plantearse un proyecto revolu-cionario sin querer captar la sociedad actual, y sobre todo futura, como totalidad y, lo que es más, totalidad racional, sin volver a caer en las trampas que acaban de indicarse? Una vez eliminada la garantía de los «procesos objetivos», ¿qué queda? ¿Por qué queremos la

revolución? –y ¿por qué los hombres la querrían? ¿Por qué serían capaces de hacerla?, y ¿no presupone el proyecto de una revolución socialista la idea de un «hombre total» por venir, de un sujeto absoluto, que hemos denunciado? ¿Qué significa, exactamente, [126] la autonomía y hasta qué punto es realizable? Todo esto ¿no hincha desmesuradamente el papel de lo consciente?, ¿no hace de la alienación un mal sueño del cual estaríamos a punto de despertar y de la historia precedente un desgraciado azar? ¿Hay sentido en postular un

trastocamiento radical?, ¿no se persigue la ilusión de una innovación absoluta? ¿No hay, tras todo esto, otra filosofía de la historia?

2. Raíces del proyecto revolucionario Las raíces sociales del proyecto revolucionario

No puede haber teoría acabada de la historia, y la idea de una racionalidad total de la historia es absurda. Pero la historia y la sociedad tampoco son ir-racionales en un sentido

positivo. Intentamos ya mostrar que racional y no racional están constantemente cruzados en la realidad histórica y social, y este cruce es precisamente la condición de la acción.

Lo real histórico no es íntegra y exhaustivamente racional. Si lo fuese, jamás habría un problema del hacer, pues todo ya estaría dicho. El hacer implica que lo real no es racio-nal de parte a parte; implica también que tampoco es un caos, que comporta estrías, líneas de fuerza, nervaduras que delimitan lo posible, lo factible, indican lo probable, permiten

que la acción encuentre puntos de apoyo en lo dado. La simple existencia de sociedades instituidas es suficiente para mostrar que así es.

Pero, al mismo tiempo que las «razones» de su estabilidad, la sociedad actual revela igual-mente en el análisis sus cuarteos y las líneas de fuerza de su crisis. La discusión sobre la relación del proyecto revolucionario con la realidad debe ser desalojada del terreno metafísico de la ineluctabilidad histórica del socialismo –o de la ine-

lectabilidad histórica del no socialismo. Debe ser, para comenzar, una discusión sobre la posibilidad de una transformación de la sociedad en un sentido dado. [127]

Nos limitaremos aquí a iniciar esta discusión sobre dos ejemplos.83

En esta actividad social fundamental que es el trabajo y en las relaciones de pro-

ducción en las que este trabajo se efectúa, la organización capitalista se presenta, desde sus comienzos, como dominada por un conflicto central. Los trabajadores no aceptan más que a

83 13. Una vez más, nuestra discusión aquí no puede ser más que muy parcial, y estamos obligados a remitir a

los diversos textos que fueron ya publicados en «Socialisme ou Barbarie» sobre estas cuestiones.

medias, no ejecutan por así decirlo más que con una sola mano las tareas que les son asig-

nadas. Los trabajadores no pueden participar efectivamente en la producción, y no pueden no participar en ella. La Dirección no puede no excluir a los trabajadores de la producción y no puede excluirlos de ella. El conflicto que resulta de ello -que es a la vez «externo» (entre dirigentes y ejecutantes) e «interiorizado» (en el seno de cada ejecutante y de cada dirigen-te)- podría atacarse y difuminarse si la producción fuese estática y la técnica petrificada: pero la expansión económica y la conmoción tecnológica continua lo reavivan constante-

mente. La crisis de la empresa capitalista presenta múltiples otros aspectos y, si no se con-

siderara más que sus pisos superiores, quizá podría hablarse solamente de «disfunciona-miento burocrático». Pero, en la base, en la planta baja de los talleres y de las oficinas, no se trata de «disfuncionamiento», se trata claramente de un conflicto que se expresa en una lucha incesante, incluso si es implícita y enmascarada. Mucho tiempo antes de los revolu-

cionarios, son los teóricos y prácticos capitalistas los que descubrieron su existencia y su gravedad, y la describieron correctamente -incluso si, naturalmente, se detuvieron ante las conclusiones a las cuales este análisis podría conducirles, y si se quedaron dominados por la idea de encontrar, cueste lo que cueste, una «solución» que no desarreglara el orden exis-tente.

Este conflicto, esta lucha, tienen una lógica y una dinámica de la que emergen tres

tendencias: 1. los obreros se organizan en unos grupos informales y oponen una «contragestión»

fragmentaria del trabajo a la gestión oficial establecida por la Dirección; 2. los obreros avanzan unas reivindicaciones que conciernen a las condiciones y la

organización del trabajo; 3. en los momentos de las fases de crisis sociales, los obreros reivindican abierta y

directamente la gestión de la producción, e intentan realizarla (Rusia 1917-1918, Cataluña 1936-1937, Hungría 1956).

84

Estas tendencias traducen el mismo problema a través de diferentes países y de fa-ses. El análisis de las condiciones de la producción capitalista muestra que no son acciden-tales, sino consustanciales a los caracteres más profundos de esta producción. No son en-mendables o eliminables por reformas parciales del sistema, puesto que se desprenden de la

relación capitalista fundamental, la división del proceso del trabajo en un momento de di-rección y un momento de ejecución llevados por dos polos sociales diferentes. [129] El sentido que encarnan define, más allá del cuadro de la producción, un tipo de antinomia, de

84 14. Cuando hablamos de lógica y de dinámica, nos referimos evidentemente a lógica y dinámica históricas.

Para el análisis de la lucha informal en la producción, véase D. Mothé, «La fábrica y la gestión obrera», en

«Socialisme ou Barbarie», nº 22, julio de 1957, retomado en Journal d'un ouvrier, Editions de Minuit, Paris,

1959, y mi texto «Sobre el contenido del socialismo III», en «Socialisme ou Barbarie», n° 23, enero de 1958,

retomado en La experiencia del movimiento obrero, 2, Op. cit.; para las reivindicaciones «gestionarias», véase

«Las huelgas salvajes en la industria norteamericana del automóvil», «Las huelgas de los obreros portuarios

ingleses» y «Las huelgas de la automatización en Inglaterra» en «Socialisme ou Barbarie», n°s 18 y 19, reto-

mado en La experiencia..., 1, Op. cit.; para los consejos obreros húngaros y sus reivindicaciones, véase el

conjunto de textos sobre la revolución húngara publicados en el n° 20 de «Socialisme ou Barbarie» y Panno-

nicus, «Les conseils ouvriers de la révolution hongroise» (nº 21). Por otra parte, recordemos que aparece en

esta lucha una dialéctica permanente: así como los medios utilizados por la Dirección contra los obreros pue-

den ser retomados por éstos y vueltos contra ella, también la Dirección llega a recuperar unas posiciones con-

quistadas por los obreros y en el límite a utilizar incluso su organización informal. Pero cada una de estas

recuperaciones suscita a la larga una respuesta en otro nivel.

lucha y de superación de esta antinomia, esencial a la comprensión de un gran número de

otros fenómenos de la sociedad contemporánea. En una palabra, estos fenómenos están articulados entre ellos, articulados con la estructura fundamental del capitalismo, articula-dos con el resto de las relaciones sociales; y expresan no sólo un conflicto, sino una tenden-cia hacia la solución de este conflicto por la realización de la gestión obrera de la produc-ción, que implica la eliminación de la Burocracia. Tenemos aquí, en la realidad social mis-ma, una estructura conflictiva y un germen de solución.

85

Es, pues, una descripción y un análisis crítico de lo que es lo que despeja, en este caso, una raíz del proyecto revolucionario. Esta descripción y este análisis no son siquiera, a decir verdad, «los nuestros» en un sentido específico. Nuestra teorización no hace más que emplazar lo que la sociedad dice ya confusamente de sí misma a todos los niveles . Son los dirigentes capitalistas o burócratas los que se quejan constantemente de la oposición de los hombres; son sus sociólogos los que la analizan, existen para quitarle la espoleta y reco-

nocen la mayor parte de las veces que es imposible. Son los obreros los que, cuando se mira más de cerca, combaten constantemente la organización existente de la producción, incluso si no saben que lo hacen. Y, aunque podamos alegrarnos de haber «predicho» con mucha antelación el contenido de la revolución húngara,

86 no lo inventamos [130] (lo mismo ocu-

rre en Yugoslavia, donde el problema está planteado, incluso si es de manera en gran parte mistificada). La propia sociedad habla de su crisis, en un lenguaje que, en este caso, apenas

exige una interpretación.87

Una sección de la sociedad, la que está más vitalmente interesa-

85 15. Se encontrarán sociólogos altaneros que protestarán: ¿cómo pueden englobarse bajo la misma signif ica-

ción datos que provienen de terrenos tan diferentes como las encuestas de la sociología industrial, las huelgas

de la Standard en Inglaterra y de la General Motors en los Estados Unidos, y la revolución húngara? Es faltar

a todas las reglas metodológicas. Los mismos críticos hipersensibles se extasían, sin embargo, cuando ven a

Freud acercando la «afloración de lo reprimido» en un paciente en el curso de un análisis y en el pueblo judío entero, diez siglos después del supuesto «asesinato» de Moisés. 86 16. Afirmando, desde 1948, que la experiencia de la burocratización hacía, a partir de entonces, de la ges-

tión obrera de la producción la reivindicación central de toda revolución («Socialisme ou Barbarie,, n.° 1,

retomado en La sociedad burocrática, 1, Op. cit.). 87 17. Hemos retomado, por nuestra parte, los análisis hechos por la sociología industrial y, ayudados por los

materiales concretos aportados por unos obreros que viven constantemente este conflicto, hemos intentado

elucidar su significación y sacar en claro sus conclusiones. Esto nos valió recientemente, por parte de marxis-

tas reformados, como Lucien Sebag, el reproche de «parcialidad» (Marxismo y estructuralismo, p. 130, Payot,

París, 1964): habríamos cometido el pecado de «admitir que la verdad de la empresa está concretamente dada

a ciertos de sus miembros, a saber, los obreros». Dicho de otro modo: constatar que hay una guerra de la cual

los dos adversarios están de acuerdo sobre su existencia, su desarrollo, sus modalidades e incluso sus causas,

sería asumir un punto de vista fragmentario y parcial. Nos preguntamos entonces qué no lo es para L. Sebag:

¿sería el punto de vista de los profesores de Universidad o de los «investigadores», quienes no pertenecerían

quizás a ningún subgrupo social? ¿O bien quiere decir que jamás puede decirse nada sobre la sociedad? y

entonces ¿por qué se escribe? Sobre este plano, un teórico revolucionario no tiene necesidad de postular que

la «verdad de la empresa» se da a algunos de sus miembros; el discurso de los capitalistas, una vez analizado,

no dice otra cosa, de arriba abajo la sociedad habla de su crisis. El problema comienza cuando se quiere saber

lo que se quiere hacer con esta crisis (lo que sobredetermina, a fin de cuentas, los análisis teóricos); entonces,

efectivamente, no podemos hacer otra cosa que colocarnos en el punto de vista de un grupo particular (puesto

que la sociedad está dividida), pero del mismo modo la cuestión no es ya «la verdad de la empresa» (o de la

sociedad) tal como es, sino la «verdad» de lo que este grupo está por hacer contra otro. En ese momento, se

toma efectivamente partido, pero esto vale para todo el mundo, comprendido el filósofo quien, manteniendo

discursos sobre la imposibilidad de tomar partido, toma efectivamente partido por lo que es y, por lo tanto,

por algunos. Por lo demás, Sebag mezcla en su crítica dos consideraciones diferentes: la dif icultad de la que

acabamos de hablar –que provendría del hecho de que el «sociólogo marxista» intenta expresar una «signifi-

cación global de la fábrica», cuyo depositario sería el proletariado, que no es más que una parte de la fábrica-

da en esta crisis y que, por añadidura, comprende a la gran mayoría, se comporta en los

hechos de una manera que a la vez constituye la crisis y muestra una posible salida; y, en ciertas condiciones, ataca la organización actual, la destruye, comienza a reemplazarla por otra. En esta otra organización –en la gestión de la producción por los productores- es im-posible no ver la encarnación de la autonomía en el campo fundamental del trabajo. [131]

Las cuestiones que pueden plantearse legítimamente no son, pues ¿dónde ven uste-des la crisis?, ¿de dónde sacan una solución? La cuestión es: esta solución, la gestión obre-

ra, ¿es realmente posible?, ¿es realizable duraderamente? Y, suponiendo que, considerada «en sí misma» aparezca posible, ¿acaso no implica mucho más que la simple gestión obre-ra?

Por más de cerca, por más profundamente que se la intente mirar, la gestión de la empresa por la colectividad de los que trabajan en ella no hace aparecer ningún problema insuperable; hace ver, por el contrario, la posibilidad de eliminar una multitud extraordina-

ria de problemas que ponen trabas constantemente al funcionamiento de la empresa hoy en día, provocando un desperdicio y un desgaste materiales y humanos inmensos.

88 Pero al

mismo tiempo queda claro que el problema de la gestión de la empresa supera ampliamente [132] la empresa y la producción, y remite al todo de la sociedad; y que toda solución de este problema implica un cambio radical en la actitud de los hombres respecto al trabajo y a la colectividad. Estamos así llevados a plantear las cuestiones de la sociedad como totali-

dad, y de la responsabilidad de los hombres –que examinaremos más adelante. ACÁ QUEDÉ

La economía proporciona un segundo ejemplo, que permite esclarecer otros aspec-tos del problema.

Hemos intentado mostrar que no hay, y que no puede haber, una teoría sistemática y

completa de la teoría capitalista.89

El intento de establecer semejante teoría topa con la in-fluencia determinante que ejerce sobre la economía un factor no reductible a lo económico, a saber la lucha de clases; topa también, en otro nivel, con la imposibilidad de establecer una medida de los fenómenos económicos, que, sin embargo, se presentan como grandezas. Esto no impide que un conocimiento de la economía sea posible y que pueda desprender cierto número de constataciones y de tendencias (sobre las cuales, evidentemente, la discu-

y la dif icultad relativa a la «disparidad de las actitudes y de las tomas de posición obreras», que el sociólogo

marxista resolvería privilegiando «ciertas conductas», «apoyándose sobre un esquema más general que com-

prendería la sociedad capitalista en su conjunto». Esta última dif icultad existe, ciertamente, pero no es en

absoluto una maldición específica que sufriría el sociólogo marxista; existe para todo pensamiento científico,

para todo pensamiento sin más, incluso para el más cotidiano de los discursos. Ya hable de sociología, de

economía, de meteorología o del comportamiento de mi carnicero, estaré siempre obligado a distinguir lo que

me parece significativo del resto, a privilegiar ciertos aspectos y a pasar por encima otros. Lo hago según

criterios, reglas y concepciones que son siempre discutibles y que son revisadas periódicamente -pero no

puedo dejar de hacerlo, a menos de dejar de pensar. Se puede criticar concretamente el hecho de privilegiar

estas conductas, no el hecho de privilegiar en sí. Es triste comprobar una vez más que las pretendidas supera-

ciones del marxismo son, en la aplastante mayoría, casos de puras y simples regresiones fundamentadas, no

sobre un nuevo saber, sino sobre el olvido de lo que se había aprendido previamente - mal aprendido, hay que

creerlo. 88 18. Para la justificación de lo que decimos aquí, estamos obligados a pedir al lector que se remita al texto de

M. Mothé, «La fábrica y la gestión obrera», ya citado, así como al texto de S. Chatel «Jerarquía y gestión

colectiva», en «Socialisme ou Barbarie», nºs 37 y 38, julio y octubre de 1964. 89 19. Véase «El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno», «Socialisme ou Barbarie», n.° 31,

páginas 69 a 81. [Y ahora en La dynamique du capitalisme, Op. cit.]

sión precisa está abierta). En lo que se refiere a los países industrializados, estas constata-

ciones son, desde nuestro punto de vista:

1. la productividad del trabajo crece a un ritmo que se acelera a medida que se desa-rrolla; en todo caso, no se ve el límite de este crecimiento;

2. a pesar de la elevación continua del nivel de vida, un problema de absorción de los frutos de esta productividad comienza a plantearse virtualmente, tanto bajo la forma de

la saturación de la mayor parte de las necesidades tradicionales como bajo la forma de sub-empleo latente de una parte creciente de la mano de obra. El capitalismo responde a estos dos fenómenos con la fabricación sintética de nuevas necesidades, la manipulación de los consumidores, [133] el desarrollo de una mentalidad de «estatuto» y de rango social vincu-lados al nivel de consumo, la creación o el mantenimiento de empleos pasados de moda o parasitarios. Pero no es de ningún modo cierto que otros expedientes sean suficientes du-

rante mucho tiempo. Hay dos salidas aparentes: volver, cada vez más, el aparato de produc-ción hacia la satisfacción de las «necesidades colectivas» (en su definición y concepción capitalistas, está claro) –lo cual parece difícilmente compatible con la mentalidad económi-ca privada, que es el nervio del sistema tanto en el Oeste como en el Este (semejante políti-ca implicaría un crecimiento mucho más rápido de los «impuestos» que de los salarios); o bien, introducir una reducción cada vez más rápida del tiempo de trabajo, que, en el contex-

to social actual, crearía ciertamente enormes problemas.90

En los dos casos, lo que está en la base del funcionamiento del sistema, la motivación y la coacción económicas, recibiría un golpe probablemente irreparable.

91 Además, si estas soluciones son «racionales» desde

el punto de vista de los intereses del capitalismo como tal, no lo son, la mayoría de las ve-ces, desde el punto de vista de los intereses específicos de los grupos capitalistas y burocrá-ticos dominantes e influyentes. Decir que no hay imposibilidad absoluta para el capitalismo

de salir de la situación que se crea actualmente no significa que haya la certeza de que saldrá. La resistencia encarnizada, y hasta ahora victoriosa, que oponen los grupos domi-nantes en los Estados Unidos a la adopción de medidas que les resultarían saludables –aumento de los gastos públicos, extensión de la «ayuda» a los países subdesarrollados, re-ducción del tiempo de trabajo (que les parecen el colmo de la extravagancia, de la dilapida-ción y de la locura)- muestra que una crisis explosiva a partir de esta evolución es tan pro-

bable como una nueva mutación pacífica del capitalismo, [134] tanto más cuanto que ésta pondría actualmente en cuestión unos aspectos de la estructura social mucho más importan-tes que lo que hicieron, en sus tiempos, el New Deal, la introducción de la economía dirigi-da, etc. La automatización progresa mucho más rápidamente que la descretinización de los senadores americanos -aunque ésta podría encontrarse notablemente acelerada por el hecho mismo de una crisis. Pero ya sea a través de una crisis o de una transformación pacífica,

estos problemas no podrán ser resueltos más que sacudiendo hasta los fundamentos el edi-ficio social actual.

–Existe un enorme desperdicio potencial, o falta de ganancia en la utilización de los recursos productivos (a pesar del «pleno empleo»), que se desprende de múltiples factores,

90 20. Hasta cierto punto, un incremento muy considerable de la «ayuda» a los países subdesarrollados podría

igualmente atenuar el problema. 91 21. De lo que se trata, de hecho, en todo esto es que vivimos el comienzo del fin de lo económico como tal.

Herbert Marcuse (Eros y civilización) y Paul Goodman (Growing up Absurd) fueron los primeros, según

nuestro conocimiento, en examinar las implicaciones de este trastocamiento virtual, sobre el que volveremos.

todos ellos vinculados a la naturaleza del sistema: no participación de los trabajadores en la

producción; disfuncionamiento burocrático tanto a nivel de empresa como al de economía; competencia y competencia monopolística (diferenciación ficticia de los productos, falta de estandarización de los productos y de los utillajes, secreto de los inventos y de los procedi-mientos de fabricación, publicidad, restricción querida de la producción); irracionalidad del reparto de la capacidad productiva por empresas y por ramas, reparto que refleja tanto la historia pasada de la economía como las necesidades actuales; protección de capas o secto-

res particulares y mantenimiento de las situaciones adquiridas; irracionalidad del reparto geográfico y profesional de la mano de obra; imposibilidad de planificación racional de las inversiones, que se desprende tanto de la ignorancia del presente como de incertidumbres evitables que conciernen el porvenir (y vinculadas al funcionamiento del «mercado» o del «plan» burocrático); imposibilidad radical de cálculo económico racional (teóricamente, si el precio de uno solo de los bienes de producción contiene un elemento arbitrario, todos los

cálculos pueden ser falseados a través de todo el sistema; ahora bien, los precios no tienen más que una relación muy lejana con los costos, tanto en Occidente, donde prevalecen unas situaciones de oligopolio, como en la U.R.S.S., donde se admite, oficialmente, que los pre-cios son esencialmente arbitrarios); utilización de una parte del producto y de los recursos para fines que no tienen sentido más que en relación con la estructura de clase del sistema (burocracia de control en la [135] empresa y fuera de ella, ejército, policía, etc.). Es por

definición imposible cuantificar este derroche. Algunos sociólogos del trabajo estimaron a veces en un 50% la pérdida de producción debida al primer factor que mencionamos, y que es sin duda el más importante, a saber: la no participación de los trabajadores en la produc-ción. Si debiéramos avanzar una estimación, diríamos por nuestra parte que la producción actual de los Estados Unidos debe ser del orden de la cuarta o la quinta parte de lo que la eliminación de estos diversos factores permitiría alcanzar muy rápidamente [o que podría

ser obtenida con la cuarta parte del trabajo actualmente consumido]. –Finalmente, un análisis de las posibilidades que ofrece la puesta a disposición de la

sociedad, organizada en consejos de productores, del saber económico y de las técnicas de información, de comunicación y de cálculo disponibles –la «cibernación» de la economía global al servicio de la dirección colectiva de los hombres- muestra que, tan lejos como alcanza la mirada, no solamente no hay ningún obstáculo técnico o económico para la ins-

tauración y el funcionamiento de una economía socialista, sino que este funcionamiento sería, en cuanto a lo esencial, infinitamente más simple e infinitamente más racional –o infinitamente menos irracional- que el funcionamiento de la economía actual, tanto privada como «planificada».

92

Hay, pues, en la sociedad moderna un problema económico inmenso (que es, a fin de cuentas, el problema de la «supresión de la economía») que gesta una crisis eventual;

hay incalculables posibilidades, actualmente dilapidadas, cuya realización permitiría el bienestar [136] general, una reducción rápida del tiempo o de trabajo quizás a la mitad de lo

92 22. Para las posibilidades de una organización y de una gestión de la economía en el sentido indicado, véase

«Sobre el contenido del socialismo I y II», «Socialisme ou Barbarie», nº 17, pp. 18 a 20, julio de 1955, y n°

22, p. 33 a 49, julio de 1957. En qué medida estos problemas están en el corazón de la situación económica

actual lo muestra el hecho de que la idea de «automatización» de gran parte de la gestión de la economía

global, formulada en «Socialisme ou Barbarie» en 1955-1957, anima desde 1960 a una de las tendencias «re-

formadoras» de los economistas rusos, la que querría «automatizar» la planificación (Kantorovich, Novoz-

hilov, etc.). Pero la realización de semejante solución es difícilmente compatible con el mantenimiento del

poder de la Burocracia.

que es ahora y el desbloqueo de recursos para satisfacer a unas necesidades que actualmen-

te no están ni siquiera formuladas; y hay soluciones positivas que, bajo una forma fragmen-taria, truncada, deformada, son introducidas o propuestas ya desde ahora, y que, aplicadas radical y universalmente, permitirían resolver este problema, realizar estas posibilidades y conllevar un cambio inmenso en la vida de la humanidad, eliminando rápidamente de ella la «necesidad económica».

Está claro que la aplicación de esta solución exigiría una transformación radical de

la estructura social –y una transformación de la actitud de los hombres frente a la sociedad. Nos vemos remitidos, pues, aquí también, a los dos problemas de la totalización y de la responsabilidad, que procuraremos analizar más adelante. Revolución y racionalización

El ejemplo de la economía permite ver otro aspecto esencial de la problemática re-

volucionaria. Una transformación en el sentido indicado significaría una racionalización sin precedentes de la economía. La objeción metafísica aparece aquí, y aquí también como un sofisma: ¿una racionalización completa de la economía será alguna vez posible? La res-puesta es: esto no nos interesa.

Nos basta saber que una inmensa racionalización es posible y que no puede tener, sobre la vida de los hombres, más que resultados positivos. En la economía actual, tenemos un sistema quo no es más que muy parcialmente racional, pero que contiene unas ilimitadas posibilidades de racionalización asignable. Estas posibilidades no pueden comenzar a reali-zarse más que al precio de una transformación radical del sistema económico y del sistema más vasto en el que se baña. Inversamente, no es más que en función de esta racionaliza-

ción cómo se hace concebible esta transformación radical. La racionalización en cuestión concierne no solamente a la utilización del sistema

económico (asignar su producto a los fines explícitamente queridos por la colectividad); concierne también a su [137] funcionamiento y, finalmente, a la posibilidad de conocimien-to mismo del sistema. Sobre este último punto puede verse la diferencia entre la actitud contemplativa y la praxis. La actitud contemplativa se limita a constatar que la economía

(pasada y presente) contiene irracionalidades profundas, que impiden su conocimiento completo. Vuelve a encontrar ahí la expresión particular de una verdad general, la opacidad irreductible de lo dado, que vale evidentemente de la misma manera para el porvenir. Afir-mará, por consiguiente –con buen derecho, en este terreno-, que una economía totalmente transparente es imposible. Y podrá desde ahí, si le falta aunque sólo sea un poco de rigor, deslizarse fácilmente a la conclusión de que no merece la pena intentar cambiar algo en

ello, o bien que todos los cambios posibles, por deseables que sean, jamás alterarán lo esen-cial y permanecerán sobre la misma línea de ser, puesto que jamás podrían realizar el paso de lo relativo a lo absoluto.

La actitud política comprueba que la irracionalidad de la economía no se confunde simplemente con la opacidad de todo ser, que está vinculada (no solamente desde el punto de vista humano o social, sino incluso desde el punto de vista puramente analítico) en gran parte a toda la estructura social presente que, ciertamente, no tiene nada de eterno o fatal; se

pregunta en qué medida esta irracionalidad puede ser eliminada por una modificación de esta estructura y concluye (en lo que puede ciertamente equivocarse –pero es una cuestión concreta) que puede serlo en un grado considerable, tan considerable que introduciría una

modificación esencial, un cambio cualitativo: la posibilidad para los hombres de dirigir la

economía conscientemente, de tomar decisiones con conocimiento de causa –en lugar de sufrir la economía, como ahora.

93 Esta economía ¿será del todo transparente, íntegramente

racional? La praxis responderá que esta cuestión no tiene para ella sentido alguno, que lo que le importa no es especular sobre la imposibilidad del absoluto, [138] sino sobre la de transformar lo real para eliminar de él lo más posible lo que es adverso al hombre. No se preocupa de la posibilidad de un paso de lo «relativo» al «absoluto», comprueba que unas

innovaciones radicales tuvieron ya lugar en la historia. No se interesa por la racionalidad completa como estado acabado, sino, tratándose de economía, por la racionalización como proceso continuo de realización de las condiciones de la autonomía. Sabe que este proceso ya comportó rellanos, y que comportará aún otros. Después de todo, el descubrimiento del fuego o de América, la invención de la rueda, del trabajo de los metales, de la democracia, de la filosofía, de los Soviets, tuvieron efectivamente lugar en cierto momento, y se separa

profundamente lo que había antes de lo que hubo después. Revolución y totalidad social

Hemos intentado mostrar, a propósito de la producción y del trabajo, que el conflic-

to que se manifiesta en ello contiene al mismo tiempo los gérmenes de una solución posible bajo la forma de la gestión obrera de la producción.

Estos gérmenes de solución, tanto como «modelo» como por sus implicaciones, su-peran con mucho el problema de la producción. Es evidente a priori, puesto que ya la pro-ducción es mucho más que producción; pero es útil mostrarlo concretamente.

La gestión obrera supera la producción en tanto que modelo: si la gestión obrera va-

le, es porque suprime un conflicto realizando un modo determinado de socialización que permitiría la participación. Ahora bien, el mismo tipo de conflicto también existe en otras esferas sociales (en un sentido, y con las transposiciones necesarias, en todas); por lo tanto, aquí, el modo de socialización que representa la gestión obrera aparece en principio igual-mente como una posible solución.

La gestión obrera supera la producción por sus implicaciones: no puede quedarse

simplemente en gestión obrera de la producción en el sentido estrecho, bajo pena de llegar a ser un simulacro. Su realización efectiva implica una reordenación prácticamente total de la sociedad, como su consolidación, a la larga, implica otro tipo [139] de personalidad huma-na. También deben necesariamente acompañarla otro tipo de dirección de la economía y de organización y otro tipo de poder, otra educación, etc.

En los dos sentidos, se es conducido a plantear el problema de la totalidad social. Y

se está igualmente llevado a proponer soluciones que se presenten como soluciones globa-les (un «programa máximo»). ¿No es esto postular que la sociedad forma virtualmente un todo racional, que nada de lo que podría surgir en otro sector no haría imposible lo que nos parece posible después de un examen forzosamente parcial, que lo que germina aquí puede desarrollarse por todas partes, y que poseemos ya, desde este momento, la clave de esta totalidad racional?

93 23. La reivindicación de una economía comprensible precede lógica, e incluso políticamente, a la de una

economía al servicio del hombre; nadie puede decir al servicio de quién funciona la economía si su funciona-

miento es incomprensible.

No. Planteando el proyecto revolucionario, dándole incluso la forma concreta de un

«programa máximo», no solamente no pretendemos agotar los problemas, no solamente sabemos que no los agotamos, podemos y debemos indicar los problemas que quedan, y sus contornos –hasta la frontera de lo impensable. Sabemos y debemos decir que unos proble-mas subsisten, y que no podemos formularlos; otros que ni siquiera sospechamos; otros que se plantearán ineluctablemente en términos diferentes, ahora inimaginables; que unas cues-tiones angustiosas ahora, puesto que son insolubles, podrán muy bien desaparecer por sí

mismas, o plantearse en términos que tornen fácil su solución; y que, inversamente, unas respuestas que hoy en día son evidentes podrán revelar, en el momento de la aplicación, dificultades casi infinitas. Sabemos también que todo esto podría eventualmente (pero no necesariamente) obliterar el sentido de lo que ahora decimos.

Pero estas consideraciones no pueden fundamentar una objeción ni contra la praxis revolucionaria, ni contra otra clase de práctica o de hacer en general –salvo para el que

quiera la nada, o pretenda situarse sobre el terreno del Saber absoluto y juzgarlo todo a par-tir de ahí. Hacer, hacer un libro, un niño, una revolución, hacer sin más, es proyectarse en una situación por venir que se abre por todos los lados hacia lo desconocido, que no puede, pues, poseerse por adelantado con el pensamiento, pero que debe obligatoriamente supo-nerse como definido para lo que importa en cuanto a las decisiones actuales. Un hacer lúci-do es el que no se aliena en la [140] imagen ya adquirida de esa situación por venir, que la

modifica a medida que adelanta, que no confunde intención y realidad, deseable y probable, que no se pierde en conjeturas y especulaciones sobre aspectos del futuro que no afectan a lo que está por hacerse ahora o sobre los que nada puede hacerse; pero que tampoco renun-cia a esta imagen, pues entonces no sólo «no sabe adónde va», sino que no sabe siquiera adónde quiere ir (por eso la divisa de todo reformismo, «la finalidad no es nada, el movi-miento lo es todo», es absurda: todo movimiento es movimiento hacia; otra cosa es si, co-

mo no hay finalidades preasignadas en la historia, todas las definiciones de la finalidad se revelan sucesivamente provisionales).

Si la necesidad y la imposibilidad de tomar en consideración la totalidad de la so-ciedad pudiesen ser opuestas a la política revolucionaria, podrían y deberían serlo igual, o más, a toda política, fuese la que fuese. Pues la referencia al todo de la sociedad está nece-sariamente implicada a partir del momento en el que hay una política cualquiera. La acción

más estrechamente reformista debe, si quiere ser coherente y lúcida (pero lo esencial del reformismo en este aspecto es precisamente la falta de coherencia y de lucidez), tomar en consideración el todo social. Si no lo hace, verá sus reformas anuladas por la reacción de esta totalidad que ignoró, o produciendo un resultado completamente distinto de aquél al que apuntaba. Sucede lo mismo con una acción puramente conservadora. Completar tal disposición existente, colmar tal brecha de las defensas del sistema, ¿cómo pueden estas

acciones no preguntarse si el remedio no es peor que el mal y, para juzgar, ver lo más lejos posible en las ramificaciones de sus efectos; cómo pueden dispensarse de apuntar a la tota-lidad social –no solamente en cuanto al fin al que apuntan, la preservación del régimen glo-bal, sino también en cuanto a las consecuencias posibles y a la coherencia de la red de me-dios que ponen en juego? Como mucho, este punto de vista (y el saber que supone) pueden permanecer implícitos. La acción revolucionaria no difiere de ello, en este sentido, más que por querer explicitar lo más posible sus presupuestos.

La situación es la misma fuera de la política. Con el pretexto de que no hay teoría satisfactoria del organismo como totalidad, [141] ni siquiera concepto bien definido de la salud, ¿podría pensarse en prohibir a los médicos la práctica de la Medicina? Durante esta

práctica, ¿puede un médico digno de este nombre abstenerse de tomar en consideración, en

la medida en que esto puede hacerse, esta totalidad? Y que nadie diga: la sociedad no está enferma. Aparte de que no es seguro, no se trata de esto. Se trata de lo práctico, que puede tener como campo la enfermedad o la salud de un individuo, el funcionamiento de un grupo o de una sociedad, pero que vuelve a encontrar constantemente la totalidad a la vez como certeza y como problema –pues su «objeto» no se da más que como totalidad, y es en tanto que totalidad cómo se enmascara.

El filósofo especulativo puede protestar contra la «falta de rigor» que suponen estas consideraciones acerca de una totalidad que jamás se deja captar. Pero son estas protestas las que denuncian la mayor falta de rigor; pues, sin esta «falta de rigor», el propio filósofo especulativo no podría sobrevivir un solo instante. Si sobrevive es porque permite a su ma-no derecha ignorar lo que hace la izquierda y porque divide su vida entre una actividad teó-rica que comporta criterios absolutos de rigor –jamás satisfechos por lo demás- y un simple

vivir al que estos criterios no se aplicarían de ningún modo, y con razón pues son inaplica-bles. El filósofo especulativo cae presa así de una antinomia insoluble. Pero esta antinomia se la fabrica él mismo. Los problemas que crea para la praxis la toma en consideración de la totalidad son reales en tanto que problemas concretos; pero, en tanto que imposibilitados de principio, son puramente ilusorios. No nacen más que cuando se quiere calibrar las activi-dades reales según los standards míticos de cierta ideología filosófica, de una «filosofía»

que no es más que la ideología de cierta filosofía. El modo en que la praxis afronta la totalidad y el modo en que la filosofía especula-

tiva pretendía dársela son radicalmente diferentes. Si hay una actividad que se dirija a un «sujeto» o a una colectividad duradera de su-

jetos, esta actividad no puede existir más que fundándose sobre estas dos ideas: que en-cuentre, en su «objeto», una unidad que no se plantee ella misma como categoría teórica o

práctica, pero que exista al principio (clara o oscuramente, implícita o explícitamente) para sí; y que lo propio de esta unidad para sí [142] es la capacidad de superar toda determina-ción previa, de producir algo nuevo, nuevas formas y nuevos contenidos (algo nuevo en su modo de organización y en lo que es organizado, siendo esta distinción evidentemente rela-tiva y «óptica»). Por lo que hace a la praxis, puede resumirse la situación diciendo que vuelve a encontrar la totalidad como unidad abierta haciéndose ella misma.

Cuando la teoría especulativa tradicional vuelve a encontrar la totalidad, debe postu-lar que la posee; o bien, admitir que no puede cumplir el papel que se fijó ella misma. Si «la verdad no está en la cosa, sino en la relación» y si, como es evidente, la relación no tiene frontera, entonces necesariamente «lo Verdadero es el Todo»; y, si la teoría debe ser verda-dera, debe poseer el Todo, o bien desmentirse ella misma y aceptar lo que es para ella la degradación suprema, el relativismo y el escepticismo. Esta posesión del Todo debe ser

actual tanto en el sentido filosófico como en el sentido corriente: explícitamente realizada y presente en cada instancia.

También para la praxis, la relación no tiene fronteras. Pero no resulta por ello la ne-cesidad de fijar y de poseer la totalidad del sistema de relaciones. La exigencia de la toma en consideración de la totalidad está siempre presente para la praxis, pero no se supone que esta toma en consideración deba en ningún momento acabarla. Y esto porque, para ella, esta totalidad no es un objeto pasivo de contemplación, cuya existencia se quedaría suspen-

dida en el aire hasta el momento en el que estaría completamente actualizada por la teoría; esta totalidad puede tomarse, y se toma, constantemente en consideración ella misma.

Para la teoría especulativa, el objeto no existe si no está acabado y ella misma no

existe si no puede acabar su objeto. La praxis, por el contrario, no puede existir más que si su objeto, por su misma naturaleza, supera toda consumación y es relación perpetuamente transformada con este objeto. La praxis parte del reconocimiento explicito de la abertura de su objeto, no existe más que en tanto que la reconoce; su «presa parcial» sobre éste no es un déficit que deplore, es positivamente afirmada y querida como tal. Para la teoría especulati-va no vale más que lo que ella ha podido, de una manera o de otra, consignar y asegurar en

las cajas fuertes de sus «demostraciones»; su sueño –su fantasma- es la acumulación de un tesoro de [143] verdades indesgastables. En tanto que la teoría supera este fantasma, se hace una verdadera teoría, praxis de la verdad. Para la praxis, lo constituido como tal está muerto en el mismo momento en que ha sido constituido, no hay adquisición que no tenga necesidad de ser retomada en la actualidad viviente para sostener su existencia. Pero esta existencia no es lo que debe asegurarla íntegramente. Su objeto no es algo inerte, del que

deba tomar su destino total. Él mismo es actuante, posee tendencias, produce y se organiza –pues, si no es capacidad de producción y capacidad de autoorganización, no es nada. La teoría especulativa se desmorona, pues se asigna la imposible tarea de tomar sobre sus hombros la totalidad del mundo. Pero la praxis no tiene que tomar su objeto a la fuerza; mientras actúa sobre él, y en el mismo momento, reconoce en los actos que existe efecti-vamente por sí mismo. No tiene ningún sentido interesarse por un niño, por un enfermo, por

un grupo o una sociedad, si no se ve en ellos, primero y antes que nada, la vida, la capaci-dad de estar fundamentado sobre sí mismo, la autoproducción y la autoorganización.

La política revolucionaria consiste en reconocer y en explicitar los problemas de la sociedad como totalidad, pero precisamente porque la sociedad es una totalidad, reconoce a la sociedad como otra cosa que como inercia relativamente a sus propios problemas. Com-prueba que toda sociedad supo, de una manera o de otra, hacer frente a su propio peso y a

su propia complejidad. Y, también sobre ese plano, aborda el problema de manera activa: este problema que no inventa, que de todas maneras está constantemente implicado en la vida social y política, ¿acaso no puede ser afrontado por la humanidad en condiciones dife-rentes? Si se trata de gestionar la vida social, ¿no hay actualmente una distancia enorme entre las necesidades y la realidad, entre lo posible y lo que está ahí? Esta sociedad, ¿no estaría infinitamente mejor situada para enfrentarse a sí misma si no condenase a la inercia

y a la oposición las nueve décimas partes de su propia sustancia? La praxis revolucionaria no tiene, pues, que producir el esquema total y detallado de

la sociedad que apunta a instaurar, ni que «demostrar» y garantizar en el absoluto que esta sociedad podrá resolver todos los problemas que jamás se le puedan plantear. Le basta [144] con mostrar que, en lo que propone, no hay incoherencia y que, tan lejos como alcan-za la mirada, su realización acrecentaría inmensamente la capacidad de la sociedad de hacer

frente a sus propios problemas. Raíces subjetivas del proyecto revolucionario

A veces se oye decir: esta idea de otra sociedad se presenta como un proyecto, pero no es de hecho más que proyección de deseos que no se reconocen, vestimenta de motiva-

ciones que permanecen escondidas para los que las llevan. No sirve más que para vehicular, en unos, el deseo del poder; en otros, el rechazo del principio de realidad, el fantasma de un mundo sin conflicto en el que todos estarían reconciliados con todos y cada cual consigo

mismo, un sueño infantil que querría suprimir el lado trágico de la existencia humana, una

huida que permitiría vivir simultáneamente en dos mundos, una compensación imaginaria. Cuando la discusión toma semejante sesgo, hay que recordar antes que nada que es-

tamos todos embarcados en el mismo barco. Nadie puede asegurar que lo que dice no tiene relación alguna con unos deseos inconscientes o unas motivaciones que no se reconoce a sí mismo. Cuando se oye incluso a «psicoanalistas» de cierta tendencia calificar grosso modo de neuróticos a todos los revolucionarios, uno no puede sino felicitarse de no compartir su

«salud» de supermercado y sería muy fácil desmenuzar el mecanismo inconsciente de su conformismo. Más generalmente, quien cree descubrir en la raíz del proyecto revoluciona-rio tal o cual deseo inconsciente debería simultáneamente preguntarse cuál es el motivo que su propia crítica traduce, y en qué medida no es precisamente racionalización.

Pero, para nosotros, esta regresión tiene poco interés. La cuestión existe, en efecto, e incluso si nadie la plantease, el que habla de revolución debe planteársela a sí mismo. A los

demás les toca decidir a cuánta lucidez sobre su propia cuenta les comprometen sus posi-ciones; un revolucionario no puede plantear límites a su deseo de lucidez, y no puede rehu-sar el problema diciendo: lo que [145] cuenta no son las motivaciones inconscientes, sino la significación y el valor objetivo de las ideas y de los actos; la neurosis y la locura de Ro-bespierre o de Baudelaire fueron más fecundas para la humanidad que la «salud» de tal o cual tendero de la época. Pues la revolución, tal como la concebimos, se niega precisamente

a aceptar pura y simplemente esta escisión entre motivación y resultado, sería imposible en la realidad e incoherente en su sentido si estuviese llevada por intenciones inconscientes sin relación con su contenido articulado; no haría entonces más que reeditar, una vez más, la historia precedente, permanecería dominada por motivaciones oscuras que impondrían a la larga su propia finalidad y su propia lógica.

La verdadera dimensión de este problema es la dimensión colectiva; es a escala de

masas –masas que sólo ellas pueden realizar una nueva sociedad- cómo hay que examinar el nacimiento de nuevas motivaciones y de nuevas actitudes capaces de llevar a su desenla-ce el proyecto revolucionario. Pero este examen será más fácil si intentamos explicitar pri-mero lo que pueden ser el deseo y las motivaciones de un revolucionario.

Lo que podemos decir sobre este tema es por definición eminentemente subjetivo. Está también, igualmente por definición, expuesto a todas las interpretaciones que se quie-

ra. Si puede ayudar a alguien a ver más claramente en otro ser humano (aunque fuese en las ilusiones y en los errores de éste), y con ello, en sí mismo, no habrá sido inútil decirlo.

Tengo el deseo, y siento la necesidad, para vivir, de otra sociedad que la que me ro-dea. Como la gran mayoría de los hombres, puedo vivir en ésta y acomodarme a ella –en

todo caso, vivo en ella. Tan críticamente como intento mirarme, ni mi capacidad de adapta-ción, ni mi asimilación de la realidad me parecen inferiores a la media sociológica. No pido la inmortalidad, la ubicuidad, la omniscencia. No pido que la sociedad «me dé la felicidad»; sé que no es ésta una ración que pueda ser distribuida en el Ayuntamiento o en el Consejo Obrero del barrio, y que, si esto existe, no hay otro más que yo que pueda hacérmela, a mi medida, como ya me [146] ha sucedido y como me sucederá sin duda todavía. Pero en la vida, tal como está hecha para mí y para los demás, topo con una multitud de cosas inadmi-

sibles; repito que no son fatales y que corresponden a la organización de la sociedad. De-seo, y pido, que antes que nada, mi trabajo tenga un sentido, que pueda probar para qué sirve y la manera en que está hecho, que me permita prodigarme en él realmente y hacer

uso de mis facultades tanto como enriquecerme y desarrollarme. Y digo que es posible, con

otra organización de la sociedad para mí y para todos. Digo también que sería ya un cambio fundamental en esta dirección si se me dejase decidir, con todos los demás, lo que tengo que hacer y, con mis compañeros de trabajo, cómo hacerlo.

Deseo poder saber, con todos los demás, lo que sucede en la sociedad, controlar la extensión y la calidad de la información que me es dada. Pido poder participar directamente en todas las decisiones sociales que pueden afectar a mi existencia, o al curso general del

mundo en el que vivo. No acepto que mi suerte sea decidida, día tras día, por unas gentes cuyos proyectos me son hostiles o simplemente desconocidos, y para los que nosotros no somos, yo y todos los demás, más que cifras en un plan, o peones sobre un tablero, y que, en el límite, mi vida y mi muerte estén entre las manos de unas gentes de las que sé que son necesariamente ciegas.

Sé perfectamente que la realización de otra organización social, y su vida, no serán

de ningún modo simples, que se encontrarán a cada paso con problemas difíciles. Pero pre-fiero enfrentarme a problemas reales que a las consecuencias del delirio de un De Gaulle, de las artimañas de un Johnson o de las intrigas de un Jruschov. Si incluso debiésemos, yo y los demás, encontrarnos con el fracaso en esta vía, prefiero el fracaso en un intento que tiene sentido a un estado que se queda más acá incluso del fracaso y del no fracaso, que queda irrisorio.

Deseo poder encontrar al prójimo a la vez como a un semejante y como a alguien absolutamente diferente, no como a un número, ni como a una rana asomada a otro escalón (inferior o superior, poco importa) de la jerarquía de las rentas y de los poderes. Deseo po-der verlo, y que me pueda ver, como a otro ser humano, que nuestras relaciones no sean terreno de expresión de la agresividad, [147] que nuestra competitividad se quede en los límites del juego, que nuestros conflictos, en la medida en que no pueden ser resueltos o

superados, conciernan a unos problemas y a unas posiciones de juego reales, arrastren lo menos posible de inconsciente, estén cargados lo menos posible de imaginario. Deseo que el prójimo sea libre, pues mi libertad comienza allí donde comienza la libertad del otro y que, solo, no puedo ser más que un «virtuoso en la desgracia». No cuento con que los hom-bres se transformen en ángeles, ni que sus almas lleguen a ser puras como lagos de montaña –ya que, por lo demás, esta gente siempre me ha aburrido profundamente. Pero sé cuánto la

cultura actual agrava y exaspera su dificultad de ser, y de ser con los demás, y veo que mul-tiplica hasta el infinito los obstáculos a su libertad.

Sé, ciertamente, que este deseo mío no puede realizarse hoy; ni siquiera, aunque la revolución tuviese lugar mañana, realizarse íntegramente mientras viva. Sé que, un día, vivirán unos hombres para quienes el recuerdo de los problemas que más pueden angustiar-nos hoy en día no existirá. Este es mi destino, el que debo asumir, y el que asumo. Pero esto

no puede reducirse ni a la desesperación, ni al rumiar catatónico. Teniendo este deseo, que es el mío, no puedo más que trabajar para su realización. Y, ya en la elección que hago del interés principal de mi vida, en el trabajo que le dedico, para mí lleno de sentido (incluso si me encuentro en él, y lo acepto, con el fracaso parcial, los retrasos, los rodeos, las tareas que no tienen sentido por sí mismas), en la participación en una colectividad de revolucio-narios que intenta superar las relaciones reificadas y alienadas de la sociedad actual, estoy en disposición de realizar parcialmente este deseo. Si hubiese nacido en una sociedad co-

munista, la felicidad me hubiese sido más fácil –no tengo ni idea, no puedo hacerle nada. No voy, con este pretexto, a pasar mi tiempo libre mirando la televisión o leyendo novelas policíacas.

¿Viene mi actitud a ser un rechazo del principio de realidad? Pero, ¿cuál es el con-

tenido de este principio? ¿Es que hay que trabajar, o bien es que es preciso necesariamente que el trabajo esté privado de sentido y explotado, contradiga los objetivos para los [148] cuales tiene pretendidamente lugar? Vale para un rentista, ¿este principio bajo esta forma? ¿Valía bajo esta forma para los indígenas de las Islas Trobriand o de Samoa? ¿Vale aún hoy día para los Pescadores de un pobre pueblo mediterráneo? ¿Hasta qué punto el princi-pio de realidad manifiesta la naturaleza, y dónde comienza a manifestar la sociedad? ¿Hasta

dónde manifiesta la sociedad como tal, y a partir de dónde tal forma histórica de la socie-dad? ¿Por qué no la servidumbre, las galeras, los campos de concentración? ¿Dónde una filosofía pretendería tener el derecho de decirme: aquí, en este preciso milímetro de las ins-tituciones existentes, voy a mostraros la frontera entre el fenómeno y la esencia, entre las formas históricas pasajeras y el ser eterno de lo social? Acepto el principio de realidad, pues acepto la necesidad del trabajo (durante todo el tiempo, por lo demás, que ésta sea

real, pues se hace cada vez menos evidente) y la necesidad de una organización social del trabajo. Pero no acepto la invocación de un falso psicoanálisis y de una falsa metafísica que aportan a la discusión precisa de las posibilidades históricas unas afirmaciones gratuitas sobre imposibilidades sobre las cuales nada sabe.

¿Sería mi deseo infantil? Pero en la situación infantil la vida se da, y la Ley se da. En la situación infantil, la vida se da por nada; y la Ley se da sin nada, sin más, sin discu-

sión posible. Lo que quiero es todo lo contrario: es hacer mi vida y dar la vida, si es posi-ble; en todo caso, dar para mi vida. Lo que quiero es que la ley no me sea simplemente da-da, sino que al mismo tiempo me la dé a mí mismo. El conformista o el apolítico son los que están permanentemente en la situación infantil, pues aceptan la Ley sin discutirla y no desean participar en su formación. El que vive en la sociedad sin voluntad en lo que con-cierne a la Ley, sin voluntad política, no ha hecho más que reemplazar al padre privado por

el padre social anónimo. La situación infantil es, primero, recibir sin dar, después hacer o ser para recibir. Lo que yo quiero es un intercambio justo para empezar y, a continuación, la superación del intercambio. La situación infantil es la relación dual, el fantasma de la fusión –y, en este sentido, es la sociedad actual la que infantiliza constantemente a todo el mundo, por la fusión en lo imaginario con entidades reales: los jefes, las naciones, los cos-monautas o los ídolos. Lo que [149] quiero es que la sociedad deje finalmente de ser una

familia, falsa por añadidura hasta lo grotesco, que adquiera su dimensión propia de socie-dad, de red de relaciones entre adultos autónomos.

¿Es mi deseo el deseo del poder? Lo que quiero, de hecho, es la abolición del poder en el sentido actual, es el poder de todos. El poder actual consiste en que los demás sean cosas, y todo lo que quiero va en contra de esto. Aquel para quien los demás son cosas es él mismo una cosa, y no quiero ser cosa ni para mí ni para los demás. No quiero que los de-

más sean cosas, no tendría nada que hacer con ellos. Si puedo existir para los demás, ser reconocido por ellos, no quiero serlo en función de la posesión de una cosa que me es exte-rior –el poder; ni existir para ellos en lo imaginario. El reconocimiento del prójimo no vale para mí más que en tanto que lo reconozco yo mismo. ¿Corro el riesgo de olvidar todo esto, si alguna vez los acontecimientos me condujesen cerca del «poder»? Eso me parece más que improbable; si esto llegase, sería quizás una batalla perdida, pero no el fin de la guerra; ¿y voy a ordenar toda mi vida sobre la suposición de que podría un día recaer en la infan-

cia? ¿Proseguiría aquella quimera, la de querer eliminar el lado trágico de la existencia

humana? Me parece más bien que quiero eliminar de ello el melodrama, la falsa tragedia –

aquélla en la que la catástrofe llega sin necesidad, en la que todo hubiese podido suceder de

otro modo si solamente los personajes hubiesen hecho esto o aquello. Que gentes mueran de hambre en la India mientras en América y en Europa los Gobiernos penalizan a los cam-pesinos que producen «demasiado» es una farsa macabra, en un Gran Guiñol en el que los cadáveres y el sufrimiento son reales, pero no es tragedia, no hay en ello nada ineluctable. Y, si la humanidad perece un día por bombas de hidrógeno, me niego a llamarlo una trage-dia. Lo llamo una gilipollez. Quiero la supresión del Guiñol y de la conversión de los hom-

bres en títeres por otros títeres que los «gobiernan». Cuando un neurótico repite por enési-ma vez la misma conducta de fracaso, reproduciendo para sí mismo y para sus vecinos el mismo tipo de desgracia, ayudarle a salirse de ello es eliminar de su vida la farsa grotesca, no la tragedia; es permitirle finalmente ver los problemas reales de su vida y lo que de trágico pueden contener –lo que su neurosis tenía en parte como función expresar, pero sobre todo enmascarar. [150]

Cuando un discípulo de Buda fue a informarle, después de un largo viaje por Occi-dente, de que unas cosas milagrosas, unos instrumentos, unos métodos de pensamiento, unas instituciones, habían transformado la vida de los hombres desde los tiempos en los que el Maestro se había retirado a las altiplanicies, éste lo detuvo después de las primeras pala-bras. ¿Han eliminado la tristeza, la enfermedad, la vejez y la muerte?, preguntó. No, res-pondió el discípulo. Entonces, igual habrían podido quedarse donde estaban, pensó el Ma-

estro. Y se volvió a sumergir en su contemplación, sin tomarse la molestia de mostrar a su discípulo que ya no le escuchaba. Lógica del proyecto revolucionario

La revolución socialista apunta a la transformación de la sociedad por la acción autónoma de los hombres, y la instauración de una sociedad organizada en vistas a la auto-nomía de todos. Es un proyecto. No es un teorema, la conclusión de una demostración que indique lo que debe irreductiblemente suceder; la idea misma de semejante demostración es absurda. Pero no es tampoco una utopía, un acto de fe, una apuesta arbitraria.

El proyecto revolucionario encuentra sus raíces y sus puntos de apoyo en la realidad

histórica efectiva, en la crisis de la sociedad establecida y en su contestación por la gran mayoría de los hombres que viven en ella. Esta crisis no es la que el marxismo había creído descubrir, la «contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el mantenimien-to de las relaciones de producción capitalistas». Consiste en que la organización social no puede realizar los fines que propone sino avanzando unos medios que los contradigan, haciendo nacer unas exigencias que no puede satisfacer, planteando criterios que es incapaz

de aplicar, unas normas que está obligada a violar. Pide a los hombres, como productores o como ciudadanos, que permanezcan pasivos, que se encierren en la ejecución de la tarea que les impone; cuando constata que esta pasividad es su cáncer, solicita la iniciativa y la participación para descubrir en seguida que ya no puede soportarlas, que ponen en cuestión la esencia misma del orden existente. Debe vivir sobre una doble realidad, [151] dividir un oficial y un real que se oponen irreductiblemente. No sufre simplemente de una oposición entre unas clases que permanecerían exteriores una a la otra; es conflictiva en sí, el sí y el

no coexisten como intenciones de hacer en el núcleo de su ser, en los valores que proclama y que niega, en su modo de organizar y de desorganizar, en la socialización y la atomiza-ción extremas de la sociedad que crea. De la misma manera, la contestación de la que

hablamos no es simplemente la lucha de los trabajadores contra la explotación, ni su movi-

lización política contra el régimen. Se manifiesta en los grandes conflictos abiertos y las revoluciones que jalonan la historia del capitalismo, está constantemente presente, de una manera implícita o latente, en su trabajo, en su vida cotidiana, en su modo de existencia.

Se nos dice a veces: inventáis una crisis de la sociedad, bautizáis de crisis a una si-tuación que siempre ha sido así. Queréis, cueste lo que cueste, descubrir una novedad radi-cal en la naturaleza o la intensidad de los conflictos sociales actuales, pues sólo esto os

permitiría pretender que un estado radicalmente nuevo se prepara. Llamáis a algo que siempre existió contestación de la esencia de las relaciones sociales por el hecho de los in-tereses diferentes y opuestos de los grupos y de las clases. Todas las sociedades, al menos las sociedades históricas, han sido divididas y esto no las ha llevado más que a producir otras sociedades igualmente divididas.

Decimos, en efecto, que un análisis preciso muestra que los elementos profundos de

la crisis de la sociedad contemporánea son específicos y cualitativamente únicos. Hay, sin duda, pseudomarxistas inocentes que, aún hoy, no saben sino invocar la lucha de clases y hacerse gárgaras con ella, olvidando que la lucha de clases dura desde hace milenios y que no podría proporcionar en absoluto, en sí misma, un punto de apoyo al proyecto socialista. Pero hay también sociólogos pseudo objetivos –y tan inocentes como los primeros- quie-nes, al enterarse de que hay que desconfiar de las proyecciones etnocéntricas y «epicocén-

tricas» y rehusar la tendencia a privilegiar nuestra época como algo absolutamente aparte, se quedan en esto y entierran bajo una montaña de metodología de papel el problema cen-tral de la reflexión histórica, a saber, la especificidad de cada sociedad en tanto que especi-ficidad de sentido y de dinámica [152] de este sentido, prueba incontestable incluso si per-manece en el misterio –y sin la cual no habría historia- de que ciertas sociedades introducen unas dimensiones antes inexistentes: lo nuevo cualitativo, en un sentido distinto al descrip-

tivo. No tiene interés alguno discutir estos argumentos pseudofilosóficos. El que no quiera ver que entre el mundo griego y el mundo egipto-asirio-babilónico, o incluso entre el mun-do medieval y el mundo del Renacimiento, hay, cualesquiera que sean las continuidades y las causaciones evidentes, otra diferencia, otro tipo, grado y sentido de diferencia que entre dos árboles o incluso dos individuos humanos de la misma época, está tullido en un sentido esencial para la comprensión de la cosa histórica, y haría mejor ocupándose de entomología

o de botánica. Es ésta la diferencia que muestra el análisis entre la sociedad contemporánea y las

que la precedieron, tomadas globalmente. Y esto es precisamente a lo que desemboca ante todo una descripción sociológica rigurosa que respeta su objeto y lo hace hablar realmente, en lugar de aplastarlo bajo una metafísica barata afirmando que todo viene a ser siempre lo mismo. Considérese el problema del trabajo: una cosa es que el esclavo o el siervo se

oponga a su explotación, es decir, se niegue a hacer un esfuerzo suplementario o solicite una mayor parte del producto, combata las órdenes del amo o del señor en el plano, por decirlo así, de la «cantidad»; y otra, radicalmente distinta, que el obrero esté obligado a combatir las órdenes de la Dirección para poder aplicarlas, que no solamente la cantidad de trabajo o de producto, sino que también su contenido y la manera de hacerlo sean objeto de una lucha incesante –en una palabra, que el proceso del trabajo no haga ya surgir un con-flicto exterior al trabajo mismo, sino que deba apoyarse en una contradicción interna, la

exigencia simultánea de exclusión y de participación en la organización y en la dirección del trabajo.

Considérese, también, el problema de la familia y de la estructura de la personali-

dad. Es cierto que la organización familiar ha contenido siempre un principio represivo, que los individuos siempre han estado obligados a interiorizar un conflicto entre sus pulsiones y las exigencias de la organización social dada, que cada cultura, arcaica o histórica, ha pre-sentado, en su «personalidad de base», [153] un tinte «neurótico» particular. Pero lo radi-calmente diferente es que no haya principio discernible alguno en la base de la organización o, más bien, de la desorganización familiar actual, ni estructura integrada de la personalidad

del hombre contemporáneo. Es ciertamente estúpido pensar que los florentinos, los roma-nos, los espartanos, los mundugumor o los kwakiutl eran «sanos» y que nuestros contem-poráneos son «neuróticos». Pero no es mucho más inteligente olvidar que el tipo de perso-nalidad del espartano, o del mundugumor, sean los que hayan podido ser sus componentes «neuróticos», era funcionalmente adecuado a su sociedad, que el propio individuo se sentía adaptado a ella, que podía hacerla funcionar según sus exigencias y formar una nueva gene-

ración que hiciese lo mismo; mientras que las, o la, «neurosis» de los hombres de hoy se presentan esencialmente, desde el punto de vista sociológico, como fenómenos de inadap-tación, no solamente vividos como una desgracia, sino sobre todo poniendo trabas al fun-ciona- miento social de los individuos, impidiéndoles responder adecuadamente a las exi-gencias de la vida tal como es y reproduciéndose como inadaptación amplificada a la se-gunda generación. La «neurosis» del espartano era lo que le permitía integrarse a la so-

ciedad –la «neurosis» del hombre moderno es lo que se lo impide . Es superficial recordar, por ejemplo, que la homosexualidad existió en todas las sociedades humanas –y olvidar que fue cada vez algo socialmente definido: una desviación marginal tolerada, o despreciada, o sancionada; una costumbre valorizada, institucionalizada, que poseía una función social positiva; un vicio ampliamente extendido; y que, hoy en día, ¿qué es, de hecho?, Igualmen-te superficial es decir que las sociedades pudieron acomodarse con una inmensa variedad

de diferentes papeles para la mujer –y olvidar y hacer olvidar que la sociedad actual es la primera en la que no haya para la mujer ningún papel definido- y, por vía de consecuencia directa e inmediata, tampoco para el hombre.

Considérese, finalmente, la cuestión de los valores de la sociedad. Explícito o implí-cito, ha habido en toda sociedad un sistema de valores –o dos, que se combatían pero esta-ban presentes. Ninguna coerción material pudo ser nunca por eficaz mucho tiempo y so-

cialmente sin ese «complemento de justificación»; ninguna represión psíquica desempeñó jamás un papel social sin ese [154] prolongamiento al aire libre; un super-yo exclusivamen-te inconsciente no es concebible.

c La existencia de la sociedad siempre supuso la de reglas

de conducta, y las sanciones a estas reglas no eran ni solamente inconscientes, ni solamente materiales-jurídicas, sino siempre también sanciones sociales informales, y «sanciones» metasociales (metafísicas, religiosas, etc., en una palabra, imaginarias, aunque esto no les

quite importancia alguna). En los casos rarísimos en los que estas reglas eran abiertamente transgredidas, no lo eran más que para una pequeña minoría (en el siglo XVIII francés, por ejemplo, por una parte de la aristocracia). Actualmente, las reglas y sus sanciones son casi exclusivamente jurídicas y las formaciones inconscientes ya no corresponden a reglas, en el sentido sociológico, ya sea porque, como ciertos psicoanalistas han dicho, el super-yo sufre

c Esta cuestión es largamente considerada en la segunda parte, capítulo VI [La Institución Imaginaria de la

Sociedad, vol. 2, VI: La institución histórico-social: el individuo y la cosa - N. ed.].

un debilitamiento considerable,94

ya sea porque el componente (y por tanto la función) pro-

piamente social se desmenuza en la pulverización y la mezcla de las situaciones y de los «tipos de personalidad» que se producen en la sociedad moderna. Más allá de las socieda-des jurídicas, estas reglas no encuentran, en la mayoría de los casos, prolongamiento de justificación alguno en la conciencia de las gentes. Pero lo más importante no es el hundi-miento de las sanciones que rodean las reglas-interdictos: es la desaparición casi total de reglas y de valores positivos. La vida de una sociedad no puede fundamentarse solamente

sobre una red de interdictos, de conminaciones negativas. Los individuos recibieron siem-pre de la sociedad en la que vivían unas conminaciones positivas, unas orientaciones, la representación de fines valorizados –a la vez formulados universalmente y «encarnados en lo que era, para cada época su «Ideal colectivo del Yo». No existen, en este sentido, en la sociedad contemporánea, más que residuos de fases anteriores cada [155] día más apolilla-dos y reducidos a unas abstracciones sin relación con la vida (la «moralidad» o una actitud

«humanitaria»), o bien unos pseudovalores romos, cuya realización constituye al mismo tiempo la autodenuncia (el consumo como fin en sí, o la moda y lo «nuevo»).

Se nos dice: incluso admitiendo que haya esta crisis de la sociedad contemporánea, no pueden ustedes plantear legítimamente el proyecto de una nueva sociedad, porque ¿de

dónde pueden sacar un contenido cualquiera de no ser de su cabeza, de sus ideas, de sus deseos –en una palabra, de su arbitrario subjetivo?

Respondemos: si entienden con esto que no podemos «demostrar» la necesidad o la excelencia del socialismo, como se «demuestra» en el teorema de Pitágoras, o que no po-demos mostrarles el socialismo mientras se desarrolla en la sociedad establecida, al igual que no puede mostrarse un potro mientras crece en el vientre de una yegua, sin duda tienen

razón, pero también hacen ver que ignoran que no nos toca tratar con este tipo de eviden-cias en ninguna actividad real, ni individual, ni colectiva, y que ustedes mismos dejan de lado estas exigencias a partir del momento en que emprenden algo. Pero, si quiere decir que el proyecto revolucionario no traduce más que lo arbitrario subjetivo de algunos individuos, es que han elegido primero olvidar, despreciando por otra parte los principios que invocan, la historia de los ciento cincuenta últimos años y que el problema de otra organización de la

sociedad no lo han planteado reformadores o ideólogos, sino amplísimos movimientos co-lectivos que cambiaron la faz del mundo, incluso si fracasaron en relación con sus intencio-nes originarias; también es que no ven que esta crisis de la que hablamos no es simplemente «crisis en sí» y que esta sociedad conflictiva no es una viga que se pudre con el tiempo, una máquina que se oxida o se desgasta, sino que la crisis es crisis por el hecho mismo de que es también contestación, de que resulta de una contestación y de que la alimenta constan-

temente. El conflicto en el trabajo, la desestructuración de la personalidad, el hundimiento de las normas y de los valores no son, y no pueden ser, vividos por los hombres [156] como simples hechos o calamidades exteriores, suscitan en seguida unas respuestas y unas inten-ciones, y éstas, al mismo tiempo que acaban de constituir la crisis como verdadera crisis, van más allá de la simple crisis. Es ciertamente falso y mitológico querer encontrar, en el «negativo» del capitalismo, un «positivo» que se constituye simétricamente, milímetro a

94 24. Véase, por ejemplo, Allen Wheelis, The Quest for Identity, en particular pp. 97 a 138, Víctor Gollanz,

Londres, 1959. Es igualmente el sentido de los análisis de David Riesman en The lonely Crowd, Yale Univer-

sity Press, 1950. Traducción española: La muchedumbre solitaria, Paidós, Buenos Aires, 1964.

milímetro, ya sea según el estilo objetivista de ciertas formulaciones de Marx (cuando por

ejemplo el «negativo» de la alienación es visto como depositándose y sedimentando en la infraestructura material de una tecnología y de un capital acumulado que contienen, con su corolario humano inevitable, el proletariado, las condiciones necesarias y suficientes del socialismo), ya sea según el estilo subjetivista de algunos marxistas (que ven la sociedad socialista por así decirlo como constituida ya a partir de este momento en la comunidad obrera de la fábrica y en el nuevo tipo de relaciones humanas que allí ven la luz). Tanto el

desarrollo de las fuerzas productivas como la evolución de las actitudes humanas en la so-ciedad capitalista presentan unas significaciones que no son nada simples, que ni siquiera son simplemente contradictorias en el sentido de una dialéctica inocente que procedería por yuxtaposición de los contrarios –unas significaciones a las que puede llamar, a falta de otro término, ambiguas. Pero lo ambiguo, en el sentido en el que lo entendemos aquí, no es lo indeterminado o lo indefinido, el no importa qué. Lo ambiguo no es ambiguo sino debido a

la composición de varias significaciones susceptibles de ser precisadas, y de entre las cuales ninguna se destaca por el momento. En la crisis y en la contestación por los hombres con-temporáneos de las formas de vida social, hay unos hechos cargados de sentido: el desgaste de la autoridad, el agotamiento gradual de las motivaciones económicas, la disminución de la influencia de lo imaginario instituido, la no aceptación de reglas simplemente heredadas o recibidas –que no puede organizarse más que alrededor de una u otra de estas significa-

ciones centrales: o bien de una especie de descomposición progresiva del contenido de la vida histórica, de la emergencia gradual de una sociedad que sería, al límite, exteriorización de unos hombres a otros y de cada hombre a sí mismo, desierto sobrepoblado, muchedum-bre solitaria, ni tan siquiera pesadilla [157] climatizada, sino anestesia generalizada; o bien, ayudados sobre todo por lo que aporta el trabajo a los hombres en su tendencia a la coope-ración, la autogestión colectiva de las actividades y la responsabilidad, interpretamos el

conjunto de estos fenómenos como el surgimiento en la sociedad de la posibilidad y de la demanda de autonomía.

Se dirá también: esto no es sino una lectura posible del asunto; convenga en que no es la única posible. ¿En nombre de qué hace esta lectura, en nombre de qué pretende que el porvenir al que apunta sea posible y coherente, en nombre de qué, sobre todo, elige?

Nuestra lectura no es arbitraria, de cierta manera no es más que la interpretación del

discurso que la sociedad contemporánea mantiene sobre sí misma, la única perspectiva en la cual se hacen comprensibles tanto la crisis de la empresa como la de la política, la apari-ción tanto del psicoanálisis como la de la psicosociología, etc. Y hemos intentado mostrar que, tan lejos como alcanza nuestra mirada, la idea de una sociedad socialista no presenta imposibilidad o incoherencia algunas. Pero nuestra lectura es también, efectivamente, fun-ción de una elección: una interpretación de este tipo, y a esta escala, no es posible, en últi-

ma instancia, más que en relación a un proyecto. Afirmamos algo que no se impone «natu-ral» o geométricamente, preferimos un porvenir a otro –e incluso a cualquier otro.

¿Es esta elección arbitraria? Si se quiere, sí lo es en el sentido en el que toda elec-ción lo es. Pero, de todas las elecciones históricas, nos parece la menos arbitraria que jamás haya podido existir.

¿Por qué preferimos un porvenir socialista a cualquier otro? Desciframos, o creemos descifrar, en la historia efectiva, una significación –la posibilidad y la demanda de auto-

nomía. Pero esta significación no asume todo su alcance más que en función de otras consi-deraciones. Este simple dato «de hecho» no es suficiente, no podría como tal imponérsenos a nosotros. No aprobamos lo que la historia contemporánea nos ofrece, simplemente porque

«es» o porque «tiende a ser». Si llegásemos a la conclusión de que la tendencia más proba-

ble, o incluso cierta, de la historia contemporánea es la instauración universal de campos de concentración, no [158] deduciríamos que debemos apoyarla.

d Si afirmamos la tendencia de

la sociedad contemporánea hacia la autonomía, si queremos trabajar en su realización, es porque afirmamos la autonomía como modo de ser del hombre, porque la valoramos, por-que reconocemos en ella nuestra aspiración esencial, y una aspiración que supera las singu-laridades de nuestra constitución personal, la única que sea públicamente defendible en la

lucidez y la coherencia. Hay, pues, aquí una doble relación. Las razones por las cuales apuntamos a la auto-

nomía son y no son de la época. No lo son, porque afirmaríamos el valor de la autonomía, fuesen cuales fuesen las circunstancias y, más profundamente, porque pensamos que a lo que apunta la autonomía tiende indefectiblemente a emerger allí donde haya hombre e his-toria, que, con el mismo derecho que la conciencia, a lo que apunta la autonomía es al des-

tino del hombre, que, presente ya desde el origen, antes constituye la historia que es consti-tuida por ella.

Pero estas relaciones son igualmente de la época, de mil maneras tan visibles que sería ocioso decirlas. No solamente porque lo son los encadenamientos por los cuales noso-tros y otros llegamos a lo que se apunta y a su concretización, sino porque el contenido que podemos darle, la manera en que pensamos que puede encarnarse, no son posibles más que

hoy en día y presuponen toda la historia precedente, y de otras muchas maneras más que no sospechamos. Muy particularmente, la dimensión social explícita que podemos dar hoy a esta perspectiva, la posibilidad de otra forma de sociedad, el paso de una ética a una política de la autonomía (que, sin suprimir la ética, la conserva superándola), están claramente vin-culados a la fase concreta de la historia que estamos viviendo.

Cabe finalmente preguntar: ¿y por qué cree que esta posibilidad se da precisamente

ahora? A lo que contestamos: si su por qué es un por qué concreto, hemos contestado ya a su pregunta. El por qué se encuentra en todos estos encadenamientos históricos particulares que condujeron a la humanidad adonde se encuentra ahora, que [159] hicieron especialmen-te de la sociedad capitalista y de su fase actual esta época singularmente singular que in-tentábamos definir más arriba. Pero su por qué es un por qué metafísico, viene a preguntar: ¿cuál es el lugar exacto de la fase actual en una dialéctica global de la historia universal?,

¿por qué la posibilidad del socialismo emergería en este momento elaborada de este consti-tuyente originario de la historia que es la autonomía con las figuras sucesivas que asume en el tiempo? Y, aquí sí, nos negamos a responder, porque, incluso si la situación tuviese un sentido, sería puramente especulativa, y consideramos absurdo suspender todo hacer y no hacer a la espera de que alguien elabore rigurosamente esta dialéctica global, o descubra en el fondo de un viejo armario el plan general de la creación. No vamos a caer en el embota-

miento por despecho de no poseer el saber absoluto. Pero negamos la legitimidad de la cuestión, negamos que tenga sentido pensar en términos de dialéctica total, de plan general de la Creación, de elucidación exhaustiva de la relación entre lo que se funda con el tiempo y lo que se funda en el tiempo. La historia hizo nacer un proyecto, este proyecto lo hacemos nuestro pues reconocemos en él nuestras aspiraciones más profundas, y pensamos que su realización es posible. Estamos aquí, en este lugar preciso del espacio y del tiempo, entre estos hombres, en este horizonte. Saber que este horizonte no es el único posible no le im-

pide ser el nuestro, el que da figura a nuestro paisaje de existencia. El resto, la historia total,

d Como deberían hacerlo –y lo hicieron en realidad- unos «marxistas» en este caso.

de todas partes y de ninguna, es el hecho de un pensamiento sin horizonte, que no es más

que otro nombre del no pensamiento.

3. Autonomía y alienación Sentido de la autonomía. –El individuo

Si la autonomía está en el centro de los objetivos y de las vías del proyecto revolu-cionario, es necesario precisar y elucidar este término. Intentaremos hacerlo primero allí donde parece más fácil, o sea en lo que se refiere al individuo, para pasar después al plano

[160] que interesa sobre todo aquí, o sea al colectivo. Intentemos comprender qué es un individuo autónomo –y qué es una sociedad autónoma o no alienada.

Freud proponía como máxima del psicoanálisis «Allí donde estaba el Ello, debo de-venir Yo» (Wo Es war, soll Ich werden).

95 Yo es aquí, en primera aproximación, el cons-

ciente en general. El Ello –propiamente hablando: origen y lugar de las pulsiones («instin-tos»)- debe ser tomado en este contexto como representando el inconsciente en el sentido

más amplio. Yo, conciencia y voluntad, debo tomar el lugar de las fuerzas oscuras que «en mí» dominan, actúan por mí –«me actúan» como decía G. Groddeck.

96 Estas fuerzas no son

simplemente –no son tanto, volveremos sobre ello más abajo- las puras pulsiones, líbido o pulsión de muerte, sino que es su interminable, fantasmática y fantástica alquimia y, sobre todo, las fuerzas de formación y de represión inconscientes, el Super-yo y el Yo inconscien-te. Una interpretación de la frase se hace enseguida necesaria. Tengo que tomar el lugar del

Ello –lo cual no puede significar ni la supresión de las pulsiones, ni la eliminación o la re-absorción del inconsciente. Se trata de tomar su lugar en tanto que instancia de decisión. La autonomía sería dominio del [161] consciente sobre el inconsciente. Sin perjuicio de la nueva dimensión revelada en profundidad por Freud,

97 éste es el programa, desde hace

veinte siglos, de la reflexión filosófica sobre el individuo, es a la vez el presupuesto y la conclusión de la ética tal como la vieron Platón o los estoicos, Spinoza o Kant. (Es de in-

conmensurable importancia en sí, pero no en esta discusión, el que Freud propusiera una vía eficaz para alcanzar lo que para los filósofos había quedado como un «ideal» accesible

95 25. El pasaje en el que se encuentra esta frase, al final de la tercera (tercero primera en la numeración con-

secutiva adoptada por Freud) «lección» de las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis es como sigue:

«Su objeto [el de los esfuerzos terapéuticos del psicoanálisis] es reforzar el Yo, hacerlo más independiente del

Super-yo, ensanchar su campo de visión y extender su organización de tal manera que pueda apropiarse de

nuevas zonas del Ello. Allí donde estaba el Ello, debo devenir Yo. Es un trabajo de recuperación, como la

disección del Zuyder Zee.» [N. del T.: traduzco la cita del francés. El lector puede encontrar la versión del

alemán en Obras completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, vol. VIII, p. 3146.] Jacques Lacan traduce

el Wo es war, soll Ich werden por «Là oú fut ça, il me faut advenir» («Allí donde ello fue, debo advenir yo»),

«L'instance de la lettre dans l'inconscient», en «La Psychanalyse», nº 3, p. 76, P. U. F., París, 1957 [Ahora en

Ecrits, Ed. du Seuil, p. 524, París, 1966], y añade, sobre el «fin que propone al hombre el descubrimiento de

Freud»: «Este fin es de reintegración y de acuerdo diré de reconciliación (Versöhnung)». 96 26. En Das Buch vom Es (1923), en versión española El Libro del Ello, Ed. Taurus, Madrid, 1973. 97 27. Sería más justo decir: sin perjuicio de la explicitación y de la exploración de la dimensión profunda de

la psique, que ni Heráclito ni Platón ciertamente ignoraban, como una lectura, incluso superficial, del Banque-

te permite ver.

en función de un saber abstracto).98

Si a la autonomía, a la legislación o a la regulación por

uno mismo se opone la heteronomía, la legislación o la regulación por otro, la autonomía es mi ley, opuesta a la regulación por el inconsciente que es una ley otra, la ley de otro que yo.

¿En qué sentido puede decirse que la regulación por el inconsciente es la ley de otro? ¿De qué otro se trata? De otro literalmente, no de «otro Yo» desconocido, sino de otro en mí. Como dice Jacques Lacan, «el inconsciente es el discurso del Otro», es, en una parte decisiva, el depósito de los puntos de vista, de los deseos, de las ubicaciones, de las exigen-

cias, de las esperas –de las significaciones asignadas al individuo por los que lo engendra-ron y criaron a partir del momento de su concepción, e incluso antes.

99 La autonomía se

convierte entonces en: mi discurso debe tomar el lugar del discurso del Otro, de un discurso que está en mí y me domina: habla por mí. Esta elucidación indica enseguida la dimensión social del problema (importa poco que el Otro del que se trata al comienzo [162] sea el otro parental «estrecho»; por una serie de articulaciones evidentes la pareja parental remite fi-

nalmente a la sociedad entera y a su historia). Pero ¿cuál es este discurso del Otro –no ya en cuanto a su origen, sino en cuanto a

su cualidad? ¿Y hasta qué punto puede ser eliminado? La característica esencial del discurso del Otro, desde el punto de vista que interesa

aquí, es su relación con lo imaginario. Es que, dominado por este discurso, el sujeto se to-ma por algo que no es (que en todo caso no es necesariamente para sí mismo) y que, para

él, los demás y el mundo entero llevan el peso de un disfraz. El sujeto no se dice, sino que es dicho por alguien; existe, pues, como parte del mundo de otro (ciertamente disfrazado a su vez). El sujeto está dominado por un imaginario vivido como más real que lo real, aun-que no sabido como tal, precisamente porque no es sabido.

100 Lo esencial de la heteronomía

–o de la alienación, en el sentido general del término- en el nivel individual es el dominio por un imaginario autonomizado que se arrogó la función de definir para el sujeto tanto la

realidad como su deseo. La «represión de las pulsiones» como tal, el conflicto entre el «principio de placer» y el «principio de realidad», no constituyen la alienación individual que es, en el fondo, el imperio casi ilimitado de un principio de des-realidad. El conflicto importante en este caso, no es el que hay entre pulsiones y realidad (si este conflicto fuese suficiente causa patógena, jamás hubiese habido una sola resolución, incluso aproximada-mente normal, del complejo de Edipo desde los orígenes de los tiempos, y jamás un hombre

y una mujer habrían caminado sobre esta tierra), sino el que hay entre pulsiones y realidad por [163] un lado y, por otro, la elaboración imaginaria en el seno del sujeto.

101

98 28. «...no es tanto el núcleo de nuestro ser lo que Freud nos ordena considerar, como tantos otros lo hicieron

antes de él, por aquello de «Conócete a ti mismo», como son las vías que conducen a él lo que nos da a revi-

sar.», Jacques Lacan, Op. cit., p. 526. 99 29. Véase Jacques Lacan, «Remarques sur le rapport de D. Lagache», en «La Psychanalyse», nº 6, p. 116,

París, 1961, «El sujeto es un polo de atributos antes de su nacimiento (y quizá se sofoque un día debajo de un

montón de ellos). De atributos, es decir de signif icantes más o menos vinculados en un discurso...», Op. cit.,

p. 652. 100 30. Esta es, evidentemente, la diferencia esencial con otras formas de lo imaginario (como el arte o el uso

«racional» de lo imaginario en matemáticas, por ejemplo), que no se autonomizan como tales. Volveremos

luego largamente sobre este asunto. [El término «imaginario» aquí y en las dos páginas que siguen está aún

utilizado en un sentido ambiguo, gravado por su uso corriente.] 101 31. [Lo indican tanto el abandono por Freud de la hipótesis de la «seducción infantil» como, sobre todo, la

puesta en cuestión gradual –aunque jamás definitiva-, a lo largo del informe del anális is de El hombre de los

lobos, de la «realidad» de la escena primitiva.] No se trata de «realidad» o de las «exigencias de la vida en

sociedad» como tales, sino del hecho de que estas exigencias llegan a ser en el discurso del Otro (que, a su

El Ello, según el adagio de Freud, debe ser comprendido, pues, como significando

esencialmente esa función del inconsciente que inviste de realidad lo imaginario, lo auto-nomiza y le confiere poder de decisión –mientras que el contenido de este imaginario está en relación con el discurso del Otro («repetición», pero también transformación ampliada de este discurso).

Es, por lo tanto, en el lugar en que estaban esta función del inconsciente, y el discur-so del Otro que le proporciona alimento, donde debo advenir Yo. Esto significa que mi dis-

curso debe tomar el lugar del discurso del Otro. Pero ¿qué es mi discurso? ¿Qué es un dis-curso que es mío?

Un discurso que es mío es un discurso que ha negado el discurso del Otro; que lo ha negado, no necesariamente en su contenido, sino en tanto que discurso del Otro; dicho de otra manera, que, explicitando a la vez el origen y el sentido de este discurso, lo negó o afirmó con conocimiento de causa, remitiendo su sentido a lo [164] que se constituye como

la verdad propia del sujeto –como mi propia verdad. Si el adagio de Freud, según esta interpretación, fuese tomado absolutamente, pro-

pondría un objetivo inaccesible. Jamás mi discurso será íntegramente mío en el sentido de-finido más arriba. Evidentemente, jamás podría retomarlo entero, aunque sólo fuese para ratificarlo. La noción de verdad propia del sujeto es en sí misma más un problema que una solución, según volveremos sobre ello más adelante.

De la relación con la función imaginaria del inconsciente. ¿Cómo pensar en un suje-to que hubiese «reabsorbido» totalmente su función imaginaria? ¿Cómo podría agotarse esta fuente de lo más profundo de nosotros mismos de la cual surgen a la vez los fantasmas alienantes y las creaciones libres más verdaderas que la verdad, los delirios irreales y los poemas surreales, doble fondo eternamente renovado de toda cosa sin el cual nada tendría fondo? ¿Cómo eliminar lo que está en la base de, o en todo caso inextricablemente vincula-

do a, lo que nos hace hombres –función simbólica que nos presupone una capacidad de ver y de pensar en una cosa que no es tal?

Así pues, en la medida en que no se quiera hacer de la máxima de Freud una simple idea reguladora definida por referencia a un estado imprevisible –y, por tanto, a una nueva mistificación-, puede dársele otro sentido. Debe ser comprendida no como remitida a un estado acabado, sino a una situación activa; no a una persona ideal, que habría llegado a ser

Yo de una vez por todas, que daría un discurso exclusivamente suyo y que jamás produciría fantasmas, sino a una persona real, que no detiene su movimiento y retoma sin cesar lo que estaba adquirido –el discurso del Otro-, que es capaz de desvelar sus fantasmas como fan-tasmas y no se deja dominar finalmente por ellos –a menos que expresamente lo quiera. Esto no es un simple «tender hacia», es una situación palpable, es definible por unas carac-terísticas que trazan una separación radical entre ella y el estado de heteronomía. Estas ca-

vez, no es en absoluto su vehículo neutro) y en la elaboración imaginaria de éste por el sujeto. Esto no niega

evidentemente la importancia capital, para el contenido del discurso del Otro y para la andadura específica

que tomará su elaboración imaginaria, de lo que es concretamente la sociedad considerada, ni la importancia,

en cuanto a la frecuencia y la gravedad de las s ituaciones patógenas, del carácter excesivo e irracional de la

formulación social de estas «exigencias»: sobre esto Freud era muy claro (véase en particular El malestar en

la cultura, Obras completas, Op. cit.) Pero, en ese nivel, volvemos a encontrarnos con el hecho de que las

«exigencias» de la sociedad no se reducen ni a las exigencias de la «realidad», ni a las de la «vida en socie-

dad» en general, ni siquiera finalmente a las de una «sociedad dividida en clases», sino que van más allá de lo

que estas exigencias implicarían racionalmente. Encontramos ahí el punto de conjunción entre lo imaginario

individual y lo imaginario social –sobre lo que volveremos más adelante.

racterísticas no consisten en una «toma de conciencia» efectuada para siempre, sino en otra

relación entre consciente e inconsciente, entre lucidez y función imaginaria, en otra actitud del sujeto respecto a sí mismo, en una modificación [165] profunda de la mezcla actividad-pasividad, del signo bajo el cual ésta se efectúa, del lugar respectivo de los dos elementos que la componen. ¡Cuán poco se trata, en todo esto, de una toma del poder por la concien-cia en sentido estricto! Lo muestra el hecho de que podría completarse la proposición de Freud por su inversa: Allí donde Yo soy, el Ello debe surgir (Wo Ich bin, soll Es auftau-

chen). El deseo, las pulsiones –ya se trate de Eros o de Tánatos- también son yo, y hay que abocarlos no solamente a la conciencia, sino a la expresión y a la existencia.

102 Un sujeto

autónomo es aquél que se sabe con fundamentos suficientes para afirmar: esto es efectiva-mente verdad, y: esto es efectivamente mi deseo.

La autonomía no es, pues, elucidación sin residuo y eliminación total del discurso del Otro no sabido como tal. Es instauración de otra relación entre el discurso del Otro y el

discurso del sujeto. La eliminación total del discurso del Otro, no sabido como tal, es un estado no histórico. El peso del discurso del Otro no sabido como tal, puede sentirse incluso en aquellos que intentaron llegar muy radicalmente hasta el extremo de la interrogación y de la crítica de los presupuestos tácitos –ya sea Platón, Descartes, Kant, Marx o el mismo Freud. Pero están precisamente los que –como Platón o Freud- jamás se han detenido en este movimiento; y están los que se han detenido y que, por esto, se alienaron a su propio

discurso devenido otro. Cabe la posibilidad permanente y permanentemente actualizable de mirar, objetivar, distanciar, destacar y finalmente transformar el discurso del Otro en dis-curso del sujeto.

Pero este sujeto, ¿qué es? Ese tercer término de la frase de Freud, que debe advenir allí donde estaba el Ello, no es ciertamente el Yo puntual del «yo pienso». No es el sujeto-actividad-pura, sin traba ni inercia, ese fuego fatuo de las filosofías subjetivistas, esa llama

desembarazada de todo apoyo, ligazón y alimento. Esta actividad del sujeto que «trabaja sobre sí mismo» encuentra como objeto la multitud de los contenidos (el discurso del Otro) con la cual nunca acabó; y, sin este objeto, simplemente no es. El sujeto es también [166] actividad, pero la actividad es actividad sobre algo, de lo contrario no es nada. Está, pues, co-determinada por lo que se da como objeto. Pero este aspecto de la inherencia recíproca del sujeto y del objeto –la intencionalidad, el hecho de que el sujeto no es sino en la medida

en que pone un objeto- no es más que una primera determinación, relativamente superficial; es lo que trae al sujeto al mundo, es lo que lo pone permanentemente en la calle. Hay otra, que no concierne a la orientación de las fibras intencionales del sujeto, sino a su materia misma, que lleva el mundo en el sujeto y hace entrar la calle en lo que podría creerse su alcoba. Ya que este sujeto activo, que es sujeto de... y al que evoca ante él, pone, objetiviza, mira y pone a distancia, ¿qué es? ¿Es pura mirada, desnuda capacidad de evocación, puesta

a distancia, destello fuera del tiempo, no dimensionalidad? No, es mirada y soporte de la mirada, pensamiento y soporte del pensamiento, es actividad y cuerpo que actúa –cuerpo material y cuerpo metafórico. Una mirada en la cual ya no hay algo de lo mirado no puede ver nada; un pensamiento en el cual ya no hay algo de lo pensado no puede pensar nada.

103

102 32. «Una ética se anuncia... por el advenimiento, no del pavor, sino del deseo», Jacques Lacan, Op. cit., p.

684. 103 33. Esto no es una descripción de las condiciones empírico-psicológicas del funcionamiento del sujeto,

sino una articulación de la estructura lógica (trascendental) de la subjetividad: no hay sujeto pensante más que

como disposición de contenidos; todo contenido particular puede ser puesto entre paréntesis, pero no un con-

tenido particular como tal. La misma cosa es verdadera para el problema de la génesis del sujeto, considerada

Lo que hemos llamado soporte no es tan sólo el simple soporte biológico; un contenido

cualquiera está siempre presente ya cuando no es residuo, escoria, estorbo o materia indife-rente, sino condición eficiente de la actividad del sujeto. Este soporte, este contenido, no es ni simplemente del sujeto, ni simplemente del otro (o del mundo). Es la unión producida y productora de sí y del otro (o del mundo). En el sujeto como sujeto hay el no sujeto, y todas las trampillas en las que ella misma cae, las excava la filosofía subjetivista, olvidando esta [167] verdad fundamental. En el sujeto hay ciertamente como momento «lo que jamás pue-

de llegar a ser objeto», la libertad inalienable, la posibilidad siempre presente de volver la mirada, de hacer abstracción de todo contenido determinado, de poner entre paréntesis to-do, comprendido uno mismo, salvo en tanto que uno mismo; es esta capacidad que resurge como presencia y proximidad absoluta al instante en el que se distancia de sí misma. Pero este momento es abstracto, es vacío, jamás produjo ni producirá otra cosa que la evidencia muda e inútil del cogito sum, la certeza inmediata de existir como pensante, que no puede

siquiera conducirse legítimamente a la expresión por la palabra. Puesto que, a partir del momento en que la palabra, incluso no pronunciada, abre una primera brecha, el mundo y los demás se infiltran de todas partes, la conciencia está inundada por el torrente de las sig-nificaciones, que viene, por decirlo así, no del exterior, sino del interior. No es sino por el mundo cómo puede pensarse el mundo. A partir del momento en que el pensamiento es pensamiento de algo, resurge el contenido, no sólo en lo que está por pensar, sino en aque-

llo por lo que es pensado (larin, wodurch es gedacht wird). Sin este contenido, no se encon-traría en el lugar del sujeto más que su fantasma. Y, en este contenido, hay siempre el otro y los demás, directa o indirectamente. El otro está presente, en idéntica medida, en la forma y en el hecho del discurso, como exigencia de confrontación y de verdad (lo cual no quiere evidentemente decir que la verdad se confunda con el acuerdo de las opiniones). Finalmen-te, no es sino en apariencia ajeno a nuestro tema el recordar que el soporte de esta unión del

sujeto y del no sujeto en el sujeto, el gozne de esta articulación de sí y del otro, es el cuer-po, esa estructura «material» con un sentido virtual en su seno. El cuerpo, que no es aliena-ción –eso no querría decir nada-, sino participación en el mundo y en el sentido, ligazón y movilidad, preconstitución de un universo de significaciones antes de cualquier pensamien-to reflejo.

Es porque «olvida» esta estructura concreta del sujeto ficticio por lo que se condena

a reencontrar la alienación del sujeto efectivo como problema insoluble; asimismo, que-riendo fundamentarse sobre la racionalidad exhaustiva, debe topar constantemente con la imposible realidad de un irracional irreductible. Así es cómo se [168] convierte finalmente en una empresa irracional y alienada; tanto más irracional cuanto que busca, socava, purifi-ca indefinidamente las condiciones de su racionalidad; tanto más alienada cuanto que no cesa de afirmar su libertad desnuda, mientras que ésta es a la vez incontestable y vana.

El sujeto en cuestión no es, pues, el momento abstracto de la subjetividad filosófica, es el sujeto efectivo penetrado de parte a parte por el mundo y por los demás. El Yo de la autonomía no es Sí mismo absoluto, mónada que limpia y pule su superficie externo-interna para eliminar de ella las impurezas aportadas por el contacto del prójimo; es la instancia activa y lúcida que reorganiza constantemente los contenidos, ayudándose de estos mismos

bajo su aspecto lógico: en todo instante el sujeto es un productor producido y, «en el origen», el sujeto se

constituye como dato simultáneo de entrada de Sí mismo y del Otro. [El sujeto del que se trata aquí es el que

se instaura con la ruptura de la mónada psíquica. Véase «Lo social-histórico» en el vol. 2 de la presente obra.]

contenidos, y que produce con un material condicionado por necesidades e ideas, mixtas

ellas mismas, de lo que ya encontró ahí y de lo que produjo ella misma. No puede tratarse, pues, tampoco bajo esta relación, de eliminación total del discur-

so del otro –no sólo porque es una tarea interminable, sino porque el otro está presente cada vez en la actividad que lo «elimina».

e Y es por lo que tampoco puede existir como «verdad

propia» del sujeto en un sentido absoluto. La verdad propia del sujeto es siempre participa-ción en una verdad que le supera, que crea raíces y que lo arraiga finalmente en la sociedad

y en la historia, incluso en el momento en el que el sujeto realiza su autonomía. Dimensión social de la autonomía

Hablamos largamente del sentido de la autonomía para el individuo. Es que, prime-

ramente, había que distinguir clara y fuertemente este concepto de la vieja idea filosófica de la libertad abstracta, cuyas resonancias vuelven a encontrarse incluso en el marxismo. [169]

Sólo después es cuando esta concepción de la autonomía y de la estructura del suje-to hace posible y comprensible la praxis, tal como la hemos definido.

104 En cualquier otra

concepción, esta «acción de una libertad sobre otra libertad» sigue siendo una contradicción en los términos, una perpetua imposibilidad, un espejismo –o un milagro. O, entonces, debe

confundirse con las condiciones y los factores de la heteronomía, puesto que todo lo que viene del otro concierne a los «contenidos de conciencia», a la «psicología», es pues del orden de las causas; el idealismo subjetivista y el positivismo psicologista se encuentran finalmente en esta visión. Pero, en realidad, es porque la autonomía del otro no es fulgura-ción absoluta y simple espontaneidad por lo que puedo tener un punto de vista sobre su desarrollo. Es porque la autonomía no es eliminación pura y simple del discurso del otro,

sino elaboración de este discurso, en el que el otro no es material indiferente, sino que cuenta como contenido de lo que él dice, por lo que una acción intersubjetiva es posible y no está condenada a quedarse como vana, o a violar por su simple existencia lo que plantea como su principio. Por eso es por lo que puede haber una política de la libertad y por lo que uno no está reducido a elegir entre el silencio y la manipulación, ni siquiera al simple con-suelo «Después de todo, el otro hará con ello lo que quiera». Por eso es por lo que soy fi-

nalmente responsable de lo que digo (y de lo que callo).105

Es, finalmente, porque la autonomía, tal como la hemos definido, conduce directa-

mente al problema político y social. La concepción que hemos despejado muestra a la vez que no se puede querer la autonomía sin quererla para todos, y que su realización no puede concebirse plenamente más que como empresa colectiva. Si ya no se trata de entender en estos términos ni la libertad inalienable de un sujeto abstracto, ni el dominio de una con-

ciencia pura sobre un material indiferenciado y esencialmente «el mismo» para [170] todos y siempre, el obstáculo bruto que la libertad tendría que superar (las «pasiones», la «iner-cia», etcétera); si el problema de la autonomía radica en que el sujeto encuentra en sí mis-mo un sentido que no es suyo y que debe transformar, utilizándolo; si la autonomía es esa

e Eso conduce finalmente a rehusar toda significación originaria a la distinción tradicional entre «actividad» y

«pasividad». Volveremos sobre ello en la segunda parte de este libro. 104 34. Como el hacer que apunta al otro o a los demás como seres autónomos. Véase más arriba, cap. 2, vol.

1. «Praxis y proyecto». 105 35. Hay un segundo fundamento de la praxis política, que será despejado más adelante: la posibilidad de

instituciones que favorezcan la autonomía.

relación en la cual los demás están siempre presentes como alteridad y como «ipseidad» del

sujeto –entonces la autonomía no es concebible, ya filosóficamente, más que como un pro-blema y una relación social.

Sin embargo, el término «social» contiene más de lo que hemos explicitado en él y revela enseguida una nueva dimensión del problema. Aquello a lo cual nos hemos referido directamente hasta aquí es a la intersubjetividad, incluso si la hemos tomado en una exten-sión ilimitada –la relación de persona a persona, incluso si está articulada hasta el infinito.

Pero esta relación se coloca en un conjunto más vasto, que es lo «social» propiamente di-cho.

Con otras palabras: que el problema de la autonomía remite enseguida, se identifica incluso, con el problema de la relación del sujeto con el otro –o de los demás; que el otro o los demás no aparecen aquí como obstáculos exteriores o maldición sufrida –«el Infierno, son los demás»,

106 «hay como un maleficio de la existencia en plural»-; pero, como consti-

tutivos del sujeto, de su problema y de su solución posible, recuerda lo que después de todo era cierto desde el comienzo para el que no está mistificado por la ideología de cierta filo-sofía, a saber, que la existencia humana es una existencia de varios y que todo lo que es dicho fuera de este principio (incluso cuando se da el penoso esfuerzo por reintroducir al «prójimo» que, vengándose por haber sido excluido al comienzo de la subjetividad «pura», no se deja manipular) está marcado por el sinsentido. Pero esta existencia en plural, que se

presenta así como intersubjetividad prolongada, no queda como, [171] y a decir verdad no es, desde el origen, simple intersubjetividad. Es la existencia social e histórica, y ésta es para nosotros la dimensión esencial del problema. Lo intersubjetivo es, de alguna manera, la materia de la que está hecho lo social, pero esta materia no existe más que como parte y momento de este social que compone, pero que también presupone.

Lo «social-histórico»107

no es ni la adición indefinida de las redes intersubjetivas

(aunque también sea esto), ni, ciertamente, su simple «producto». Lo social-histórico, es lo colectivo anónimo, lo humano- impersonal que llena toda formación social dada, pero que también la engloba, que ciñe cada sociedad de entre las demás y las inscribe a todas en una continuidad en la que de alguna manera están presentes los que ya no son, los que quedan fuera e incluso los que están por nacer. Es, por un lado, unas extructuras dadas, unas inst i-tuciones y unas obras «materializadas», sean materiales o no; y, por otro lado, lo que es-

tructura, instituye, materializa. En una palabra, es la unión y la tensión de la sociedad insti-tuyente y de la sociedad instituida, de la historia hecha y de la historia que se hace. La heteronomía instituida: la alienación como fenómeno social

La alienación encuentra sus condiciones, más allá del inconsciente individual y de la relación intersubjetiva que se juega en él, en el mundo social. Hay, más allá del «discurso

106 36. El autor de esta frase estaba sin duda seguro de que no llevaba nada en si mismo que fuese de otro (sin

lo cual hubiese igualmente podido decir que el infierno era él mismo). Confirmó, por otra parte, recientemente

esta interpretación declarando que no tenía Super-yo. ¿Cómo podríamos objetar algo a esto, nosotros que

siempre hemos pensado que hablaba de los asuntos de esta tierra como un ser surgido de otra parte? 107 37. Apuntamos con esta expresión a la unidad de la doble multiplicidad de dimensiones, en la «simultane i-

dad» (sincronía) y en la «sucesión» (diacronía) que denotan habitualmente los términos de sociedad e historia.

Diremos a veces «lo social» o «lo histórico», sin precisar, según queramos poner el acento sobre uno u otro de

estos aspectos. [Volveremos largamente sobre ello en el segundo volumen de la presente obra.]

del otro», lo que carga a éste con un peso indesplazable, que limita y hace casi vana toda

autonomía individual.108

Es lo que se manifiesta como masa de [172] condiciones de priva-ción y de opresión, como estructura solidificada global, mate- rial e institucional, de eco-nomía, de poder y de ideología, como inducción, mistificación, manipulación y violencia. Ninguna autonomía individual puede superar las consecuencias de este estado de cosas, anular los efectos en nuestra vida de la estructura opresiva de la sociedad en la que vivi-mos.

109

Es que la alienación, la heteronomía social, no aparece simplemente como «discurso del otro» –aunque éste juegue un papel esencial como determinación y contenido del in-consciente y del consciente de la masa de los individuos. Pero el otro desaparece en él en el anonimato colectivo, la impersonalidad de los «mecanismos económicos del mercado» o de la «racionalidad del Plan», de la ley de algunos presentada como la ley sin más. Y, conjun-tamente, lo que representa a partir de entonces al otro ya no es un discurso: es una ametra-

lladora, una orden de movilización, una hoja de pagos y unas mercancías caras, una deci-sión de tribunal y una cárcel. El «otro» está, a partir de entonces, «encarnado» en otra parte que en el inconsciente individual –incluso si su presencia por delegación

110 en el incons-

ciente de todos los implicados (el que sostiene la ametralladora, aquel para quien y aquel frente a quien se la sostiene) [173] es condición necesaria de esta encarnación: lo inverso es igualmente cierto, la tenencia de las ametralladoras por algunos es, sin duda alguna, condi-

ción de la alienación perpetuada; a este nivel, la cuestión de la prioridad de una u otra con-dición no tiene sentido, y lo que nos importa aquí es la dimensión propiamente social.

111

[174]

108 38. En una sociedad de alienación, incluso para los raros individuos para los que la autonomía posee un

sentido, no puede más que permanecer truncada, pues se encuentra, en las condiciones materiales y en los demás individuos, con unos obstáculos constantemente renovados a partir del momento en que debe encarnar-

se en una actividad, desplegarse y existir socialmente; no puede manifestarse, en su vida efectiva, más que en

los intersticios acondicionados a golpes de suerte y de habilidad, contados siempre por aproximación. 109 39. Es a penas necesario recordar que la idea de autonomía y la de responsabilidad de cada uno a respecto

de su vida pueden fácilmente llegar a ser mistificaciones si se las separa del contexto social y si se las plantea

como respuestas que se bastan a sí mismas. 110 40. Esta delegación plantea unos problemas múltiples y complejos, que resulta imposible evocar aquí. Hay

evidentemente a la vez homología y diferencia esencial entre la relación «familiar» y las relaciones de clase, o

de poder, en la sociedad. La aportación fundamental de Freud (Totem y tabú o Psicología de las masas y aná-

lisis del «yo»), la de W. Reich (La función del orgasmo), las numerosas contribuciones de los antropólogos

norteamericanos (especialmente Kardiner y M. Mead) están lejos de haber agotado la cuestión, sobre todo en

la medida en que la dimensión propiamente institucional se encuentra en ellos relegada a segundo plano. 111 41. Si los obreros de una fábrica quisiesen poner en cuestión el orden existente, toparían con la policía y, si

el movimiento se generalizase, con el ejército. Se sabe, por experiencia histórica, que ni la policía ni el ejérc i-

to son impermeables a los movimientos generalizados; y ¿pueden aguantar contra lo esencial de la población?

Rosa Luxemburg decía: «Si toda la población supiese, el régimen capitalista no aguantaría ni 24 horas». Poco

importa la resonancia «intelectualista» de la frase: demos a saber toda su profundidad, vinculémoslo al que-

rer. ¿No es cierta, y con cegadora verdad? Sí y no. El «sí» es evidente. El «no» se desprende de este otro

hecho, igualmente evidente, de que el régimen social impide precisamente a la población saber y querer. A

menos de postular una coincidencia milagrosa de espontaneidades positivas de un extremo al otro de un país,

todo germen, todo embrión de este saber y de este querer, que puede manifestarse en un lugar de la sociedad,

es constantemente trabado, combatido, incluso, a veces, aplastado por las instituciones existentes. Por eso es

por lo que la vis ión simplemente «psicológica» de la alienación, la que busca las condiciones de la alienación

exclusivamente en la estructura de los individuos, su «masoquismo», etcétera, y que en el límite diría: si la

gente es explotada, es porque quiere estarlo, es unilateral, abstracta y finalmente falsa. La gente es esto y otra

cosa, pero, en su vida individual, el combate es monstruosamente desigual, pues el otro factor (la tendencia

La alienación aparece, pues, como instituida, en todo caso como pesadamente con-

dicionada por las instituciones (la palabra, tomada aquí en el sentido más amplio, incluye también el concepto de estructura de las relaciones reales de producción). Y su relación con las instituciones se presenta como doble.

En primer lugar, las instituciones pueden ser, y son efectivamente, alienantes en su contenido específico. Lo son en la medida en que expresan y sancionan una estructura de clase, más generalmente una división antagónica de la sociedad, y, a la vez, el poder de una

categoría social determinada sobre él conjunto. Lo son igualmente de manera específica para cada una de las clases o capas de una sociedad dada. Así, la economía capitalista –producción, reparto, mercado, etc.- es alienante en tanto que es con- sustancial a la división de la sociedad en proletarios y capitalistas; lo es también de manera específica para cada una de las dos clases en presencia, para los proletarios está claro, pero para los capitalistas también; rectificamos en otro tiempo la visión marxista simplista de los capitalistas como

simples juguetes de los mecanismos económicos;112

no habría que caer evidentemente en el error inverso y soñar con capitalistas libres respecto a sus instituciones.

Pero, más allá de este aspecto y de una manera más general –pues esto vale también para unas sociedades que no presentan división antagónica, como muchas sociedades arcai-cas-, hay alienación de la sociedad con todas las clases confundidas con sus instituciones. No entendemos con ello los aspectos específicos que afectan «igualmente» las distintas

clases, ni el hecho de que la ley, incluso si sirve a la burguesía, la vincula igualmente. Apuntamos al hecho, mucho más importante, de que la institución, una vez planteada, pare-ce autonomizarse, de que posee su inercia y su lógica propias, [175] de que supera, en su supervivencia y en sus efectos, su función, sus «fines» y sus «razones de ser». Las eviden-cias se in- vierten: lo que podía ser visto «al comienzo» como un conjunto de instituciones al servicio de la sociedad, se convierte en una sociedad al servicio de las instituciones.

El «comunismo» en su acepción mítica

La superación de la alienación bajo estas dos formas fue, como es sabido, la idea central del marxismo. La revolución proletaria debía desembocar, tras una fase de transi-

ción, en la «fase superior del comunismo», y este paso marcaría «el fin de la prehistoria de la humanidad y la entrada en su verdadera historia», «el salto del reino de la necesidad al

hacia la autonomía) debe hacer frente a todo el peso de la sociedad instituida. Si es esencial recordar que la

heteronomía debe cada vez encontrar también sus condiciones en cada explotado, debe encontrarlas en la

misma medida en las estructuras sociales, que hacen prácticamente desdeñables las «posibilidades» (en el

sentido de Max Weber) de los individuos de saber y de querer. El saber y el querer no son puro asunto de

saber y de querer, no tratamos con unos sujetos que no serían más que voluntad pura de autonomía y respon-

sabilidad de parte a parte; de ser así no habría problema alguno en ningún terreno. No se trata tan sólo de que

la estructura social sea «estudiada para» instalar, desde antes del nacimiento, pasividad, respeto a la autoridad,

etc. Se trata de que las instituciones están ahí, en la larga lucha que representa cada vida, para poner a todo

instante topes y obstáculos, canalizar las aguas en una única dirección, obrando a fin de cuentas con severidad

contra lo que podría manifestarse como autonomía. Por eso es por lo que el que dice querer la autonomía y

rechaza la evolución de las instituciones no sabe ni lo que dice ni lo que quiere. Lo imaginario individual,

como se verá más adelante, encuentra su correspondencia en un imaginario social encarnado en las institucio-

nes, pero esta encarnación existe como tal y es por lo que también como tal debe ser atacada. 112 42. Véase «Le mouvement révolutionnaire dans le capitalisme moderne», en el nº 32 de «Socialisme ou

Barbarie», especialmente p. 94 y sig.

reino de la libertad». Estas ideas permanecieron imprecisas,113

y no intentaremos aquí ex-

ponerlas sistemáticamente, ni discutirlas literalmente. Nos basta con recordar que connota-ron, más o menos explícitamente, no sólo la abolición de las clases, sino la eliminación de la división del trabajo («ya no habrá pintores, habrá hombres que pinten»), una transforma-ción de las instituciones sociales que es difícil distinguir, en el límite, de la idea de la supre-sión total de toda institución («debilitamiento del Estado», eliminación de toda conmina-ción económica) y, en el plano filosófico, la emergencia de un «hombre total» y de una

humanidad que, a partir de entonces, «dominaría su historia». Estas ideas, a pesar de su carácter vago, lejano, casi gratuito, no sólo traducen un

problema, surgen ineluctablemente en el camino de la reflexión política revolucionaria. En el marxismo, es incontestable [176] que cierran su filosofía de la historia, indefinible sin ellas. Lo que se puede hechar en falta no es que Marx y Engels hubiesen hablado de ellas, sino que no hubiesen hablado suficientemente de ellas; no para dar unas «recetas para las

cocinas socialistas del porvenir», no para entregarse a una definición y una descripción utó-pica de una sociedad futura, sino para intentar cernir su sentido en relación a los problemas presentes, y especialmente en relación al problema de la alienación. La praxis no puede eliminar la necesidad de elucidar el porvenir que quiere. Tampoco puede el psicoanálisis evacuar el problema del objetivo del análisis, ni puede la política revolucionaria esquivar la cuestión de su desenlace y del sentido de este desenlace.

Poco nos importa la exégesis y la polémica que concierne un problema que hasta ahora se quedó en la vaguedad. En las intuiciones de Marx que conciernen la superación de la alienación, hay una multitud de elementos de incontestable verdad: en absoluto primer lugar, evidentemente, la necesidad de abolir las clases, pero también la idea de una trans-formación de las instituciones hasta tal punto que, efectivamente, una distancia inmensa las separaría de lo que las instituciones representaron hasta aquí en la historia; y todo esto pre-

supone e implica a la vez un trastocamiento en el modo de ser de los hombres, individual y colectivamente, del que es difícil percibir los límites. Pero estos elementos sufrieron, a ve-ces en los propios Marx y Engels, y en todo caso en los marxistas, un deslizamiento hacia una mitología mal definida, pero finalmente mistificadora, que alimenta una polémica o una antimitología igualmente mitológica entre los adversarios de la revolución. Una delimita-ción en relación a estas dos mitologías, que por lo demás comparten una base común, es

necesaria por sí misma, pero permite igualmente avanzar en la comprensión positiva del problema.

Si por comunismo («fase superior») se entiende una sociedad en la que estuviese ausente toda resistencia, todo grosor, toda opacidad; una sociedad que fuese para sí misma

pura transparencia; en la que los deseos de todos concordaran espontáneamente, o bien, para concordar, no tuviesen necesidad sino de un diálogo alado que jamás [177] empañara la esencia misma del simbolismo; una sociedad que descubriese, formulase y realizase su voluntad colectiva sin pasar por instituciones, o cuyas instituciones jamás constituyeran un

113 43. Es, además, muy difícil apreciar el papel efectivo que han desempeñado entre los obreros o incluso los

militantes. Es cierto que unos y otros siempre estuvieron más preocupados por los problemas que les plantea-

ba su condición y su lucha que por la necesidad de definir un objetivo «final»; pero también es cierto que algo

así como la imagen de una tierra prometida, de una redención radical, estuvo siempre presente para ellos, con

la signif icación ambigua de un Milenio escatológico, de un Reino de Dios sin Dios y del deseo de una socie-

dad en la que el hombre ya no fuese el principal enemigo del hombre.

problema –si de esto se trata, hay que decir claramente que es un sueño incoherente, un

estado irreal e irrealizable, cuya representación debe eliminarse. Es una formación mítica, equivalente y análoga a la del saber absoluto, o a la de un individuo cuya «conciencia» ha reabsorbido su ser entero.

Jamás una sociedad será totalmente transparente, en primer lugar porque los indivi-duos que la componen jamás serán transparentes para sí mismos, ya que no se puede elimi-nar el inconsciente. Y, en segundo lugar, porque lo social no implica sólo los inconscientes

individuales, ni siquiera simplemente sus inherencias intersubjetivas recíprocas, las relacio-nes entre personas, conscientes e inconscientes, que jamás podrían ser dadas íntegramente como contenido a todos, a menos de introducir el doble mito de un saber absoluto igual-mente poseído por todos; lo social implica algo que jamás puede ser dado como tal. La di-mensión social-histórica, en tanto que dimensión de lo colectivo y de lo anónimo, instaura para cada cual y para todos una relación simultánea de interioridad y exterioridad, de parti-

cipación y exclusión, que no se puede abolir, ni siquiera «dominar», aunque sólo sea en algún sentido poco definido de este término. Lo social es lo que somos todos y lo que no es nadie, lo que jamás está ausente y casi jamás presente como tal, un no-ser más real que todo ser, aquello en lo cual estamos sumergidos, pero que jamás podemos aprehender «en perso-na». Lo social es una dimensión indefinida, incluso si está cerrada en cada instante; una estructura definida y al mismo tiempo cambiante, una articulación objetivable de categorías

de individuos y aquello que, más allá de todas las articulaciones, sostiene su unidad. Es lo que se da como estructura –forma y contenido indisociables- de los conjuntos humanos, pero que supera toda estructura dada, un producto imperceptible, un formante informe, un siempre más y siempre tan otro. Es lo que no puede presentarse más que en y por la institu-ción, pero que siempre es infinitamente más que institución, puesto que es, paradójicamen-te, a la vez lo que llena la institución, lo que se deja formar por ella, lo que sobredetermina

constantemente su funcionamiento [178] y lo que, a fin de cuentas, la fundamenta: la crea, la mantiene en existencia, la altera, la destruye. Hay lo social instituido, pero éste supone siempre lo social instituyente. «En tiempos normales», lo social se manifiesta en la institu-ción, pero esta manifestación es a la vez verdadera y de algún modo falaz –como lo mues-tran los momentos en los que lo social instituyente irrumpe y se pone al trabajo con las ma-nos desnudas, los momentos de revolución. Pero este trabajo apunta inmediatamente a un

resultado, que es darse de nuevo una institución para existir en ella de manera visible- y, a partir del momento en el que esta institución es planteada, lo social instituyente se enmas-cara, se distancia, está ya también en otra parte.

f

Nuestra relación con lo social –y con lo histórico, que es su despliegue en el tiempo- no puede ser llamada relación de dependencia, no tendría ningún sentido. Es una relación de inherencia, que, como tal, no es ni libertad, ni alienación, sino el terreno sobre el cual

tan sólo libertad y alienación pueden existir y que tan sólo el delirio de un narcisismo abso-luto podría querer abolir, deplorar, o considerar una «condición negativa». Si se quiere, a cualquier precio, encontrar un análogo o una metáfora para esta relación, es en nuestra rela-ción con la naturaleza en la que se la encontrará. Esta pertenencia a la sociedad y a la histo-ria, infinitamente evidente e infinitamente oscura, esta consustancialidad, identidad parcial, participación en algo que nos supera indefinidamente, no es una alienación; tampoco lo son nuestra especialidad, nuestra corporalidad, en tanto que aspectos «naturales» de nuestra

f Son los rasgos de lo social lo que está en la raíz de la imposibilidad de reflexionarlo por sí mismo –sin redu-

cirlo a lo que no es- en el pensamiento heredado. Volveremos sobre ello en la segunda parte de este libro.

existencia, que la «someten» a las leyes de la Física, de la Química o de la Biología. No son

alienación más que en los fantasmas de una ideología que rehúsa lo que es en el nombre de un deseo que apunta a un espejismo –la posesión total del objeto absoluto-, que, en suma, no ha aprendido todavía a vivir, ni siquiera a ver, y por tanto no puede ver en el ser sino privación y déficit intolerables, a lo cual opone el Ser (ficticio). [179]

Esta ideología, que no puede aceptar la inherencia, la finitud, la limitación y la falta, cultiva el desprecio de este real demasiado verde, y que no puede alcanzar, bajo una doble

forma: la construcción de una ficción «plena» y la indiferencia por lo que es y lo que puede hacerse con él. Y esto se manifiesta, en el plano teórico, mediante esta exigencia exorbitan-te de recuperación íntegra del «sentido» de la historia pasada y por venir; y, en el plano práctico, mediante esta idea no menos exorbitante del hombre «que domina su historia» –amo y poseedor de la historia, como estaría a punto de llegar a ser, al parecer, amo y posee-dor de la naturaleza. Estas ideas, en la medida en que se las encuentra en el marxismo, tra-

ducen su dependencia de la ideología tradicional; del mismo modo que traducen su depen-dencia de la ideología tradicional y del marxismo las protestas simétricas y resentidas de los que, a partir de la comprobación de que la historia no es ni objeto de posesión ni transfor-mable en sujeto absoluto, concluyen que la alienación es perenne. Pero apelar a la inheren-cia de los individuos o de toda sociedad dada a un social y a un histórico que los superan en todas las dimensiones, y llamar a esto alienación no tiene sentido más que en la perspectiva

de la «miseria del hombre sin Dios». La praxis revolucionaria, porque es revolucionaria y porque debe atreverse más allá

de lo posible, es «realista» en el sentido más verdadero y comienza por aceptar al ser en sus determinaciones profundas. Para ella, un sujeto que estuviese desligado de toda inherencia a la historia –aunque fuese recuperando su «sentido íntegro»-, que hubiese tomado la tan-gente en relación a la sociedad –aunque fuese «dominando» exhaustivamente su relación

con ella-, no es un sujeto autónomo, es un sujeto psicótico. Y, mutatis mutandis, lo mismo vale para toda sociedad determinada, que no puede, aunque fuese comunista, emerger, exis-tir, definirse sino sobre el fondo de este social-histórico que está más allá de toda sociedad y de toda historia particular y las alimenta a todas. No solamente sabe que no es cuestión de recuperar un «sentido» de la historia pasada, sino que tampoco es cuestión de «dominar», en el sentido admitido de esta palabra, la historia por venir –a menos de querer este fin, por

lo demás felizmente irrealizable, que sería la destrucción de la creatividad de la historia. Para recordar, como simple imagen, lo que dijimos [180] sobre el sentido de la autonomía para el individuo, así como no se puede eliminar o reabsorber el inconsciente, tampoco se puede eliminar o reabsorber este fundamento ilimitado e insondable sobre el cual descansa toda sociedad dada.

No puede tratarse tampoco de una sociedad sin Instituciones, sea cual fuere el desa-

rrollo de los individuos, el progreso de la técnica, o la abundancia económica. Ninguno de estos factores suprimirá los in- numerables problemas que plantea constantemente la exis-tencia colectiva de los hombres; ni, por lo tanto, la necesidad de arreglos y procedimientos que permiten debatirlos y elegir –a menos de postular una mutación biológica de la huma-nidad, que realizaría la presencia inmediata de cada uno en todos y de todos en cada uno

(pero ya los autores de ciencia ficción vieron que un estado de telepatía universal no des-embocaría más que en una inmensa interferencia generalizada, que no produciría más que ruido y no información). Tampoco puede tratarse de una sociedad que coincidiese íntegra-

mente con sus instituciones, que estuviese exactamente recubierta, sin exceso ni defecto,

por el tejido institucional y que, detrás de este tejido, no tuviese carne, una sociedad que no fuese más que una red de instituciones infinitamente planas. Habrá siempre distancia entre la sociedad instituyente y lo que está, en cada momento, instituido –y esta distancia no es un negativo o un déficit, es una de las expresiones de la creatividad de la historia, lo cual le impide cuajar para siempre en la «forma finalmente encontrada» de las relaciones sociales y de las actividades humanas, lo cual hace que una sociedad contenga siempre más de lo

que presenta. Querer abolir esta distancia, de una manera o de otra, no es saltar de la prehis-toria a la historia o de la necesidad a la libertad, sino que es querer saltar al absoluto inme-diato, es decir a la nada. Del mismo modo que el individuo no puede captar o darse algo fuera de lo simbólico –ni el mundo ni sí mismo-, una sociedad tampoco puede darse algo fuera de este simbólico en segundo grado, al que representan las instituciones. Y, al igual que no puedo llamar alienación a mi relación con el lenguaje como tal –en el cual puedo a

la vez decirlo todo, y no cualquier cosa, ante el cual [181] estoy a la vez determinado y li-bre, en relación al cual una degradación es posible, pero no ineluctable-, no tiene sentido llamar alienación a la relación de la sociedad con la institución como tal. La alienación apa-rece en esta relación, pero no es esta relación –como el error o el delirio no son posibles más que en el lenguaje, pero no son el lenguaje.

III. La institución y lo imaginario:

primera aproximación

La institución: la visión económico-funcional

La alienación no es ni la inherencia a la historia, ni la existencia de la institución

como tales. Pero la alienación aparece como una modalidad de la relación con la institu-ción, y, por su intermediario, de la relación a la historia. Es esta modalidad la que debemos elucidar, y, para ello, debemos comprender mejor qué es la institución.

En las sociedades históricas, la alienación aparece como encarnada en la estructura de clase y la dominación por una minoría, pero de hecho supera estos rasgos. La superación de la alienación presupone evidentemente la eliminación de la dominación de toda clase

particular, pero va más allá de este aspecto. (No es que las clases puedan ser eliminadas, y la alienación subsistir, o a la inversa, sino que las clases no serán efectivamente eliminadas, o su renacimiento impedido, más que paralelamente a la superación de lo que constituye la alienación propiamente dicha.) Va más allá, porque la alienación existió en las sociedades que no presentaban una estructura de clase, ni siquiera una diferenciación social importan-te; y porque, en una sociedad de alienación, la clase dominante misma está en situación de

alienación: sus instituciones no tienen con ella la relación de pura exterioridad y de instru-mentalidad que le atribuyen a veces algunos marxistas inocentes, no puede mistificar el resto de la sociedad con su ideología sin mistificarse al mismo tiempo ella misma. La alie-nación se presenta primero como alienación de la sociedad a sus instituciones, como auto-nomización de las instituciones [183] con respecto a la sociedad. ¿Qué es lo que se autono-miza así, por qué y cómo? Esto es lo que se trata de comprender.

Estas comprobaciones conducen a poner en cuestión la visión corriente de la institu-ción, que llama- remos la visión económico-funcional.

114 Entendemos con ello la visión que

puede explicar tanto la existencia de la institución como sus características (idealmente, hasta los mínimos detalles) por la función que la institución cumple en la sociedad y las circunstancias dadas, por su papel en la economía de conjunto de la vida social.

115 Poco

114 1. Así, según Bronislaw Malinowski, de lo que se trata es de «...la explicación de los hechos antropológi-

cos, a todos los niveles de desarrollo, por su función, por el papel que representan en el s istema integrado de

la cultura, por la manera en que están vinculados en el interior del sistema y por la manera en que este sistema

está ligado al medio natural... La visión funcionalista de la cultura insiste, pues, sobre el principio de que, en

todo tipo de civilización, cada costumbre, cada objeto material, cada idea y cada creencia cumple una función

vital, tiene una tarea que realizar, representa una parte indispensable en el seno de un todo que funciona (wit-

hin a working whole)», «Anthropology», en Encyclopaedia Britannica, suplem. vol. 1, p. 132-133, Nueva

York y Londres, 1936. Véase también A. R. Radcliffe- Brown, Structure and Function in Primitive Society,

Londres, Cohen and West, 1952. 115 2. Es también finalmente la visión marxista, para la cual las instituciones representan los medios adecuados

por los cuales la vida social se organiza para concordar con las exigencias de la «infraestructura». Esta visión

está atemperada por varias consideraciones: a) La dinámica social descansa sobre el hecho de que las institu-

importa, desde el punto [184] de vista que es aquí el nuestro, si esta funcionalidad tiene un

tinte «causalista» o «finalista»; poco importa igualmente el proceso de nacimiento y de supervivencia de la institución que se supone. Tanto cuando se dice que los hombres, tras comprender la necesidad de que tal función se cumpla, crearon conscientemente una insti-tución adecuada, como cuando se afirma que la institución, al surgir «por azar» pero al re-sultar funcional, sobrevivió y permitió sobrevivir la sociedad considerada, o que la socie-dad, al necesitar que tal función se cumpliera, se apropió de lo que encontró allí y le en-

cargó esta función, o que Dios, la Razón, la lógica de la historia, organizaron y siguen or-ganizando las sociedades y las instituciones que les corresponden, no se hace sino insistir sobre una y única cosa, la funcionalidad, el encadenamiento sin fallo de los medios, de los fines, o de las causas, y los efectos en el plano general, la correspondencia estricta entre los rasgos de la institución y las necesidades «reales» de la sociedad considerada, en una pala-bra, sobre la circulación íntegra e ininterrumpida entre un «real» y un «racional-funcional».

No cuestionamos la visión funcionalista en la medida en que llama nuestra atención sobre el hecho evidente, pero capital, de que las instituciones cumplen unas funciones vita-les, sin las cuales la existencia de una sociedad es inconcebible. Pero sí la cuestionamos en la medida en que pretende que las sociedades se reduzcan a esto, y que son perfectamente comprensibles a partir de este papel.

Recordemos, primero, que la contrapartida negativa de la visión contestada indica

algo para esta visión misma: la multitud de casos en los que se verifican, en unas socieda-des dadas, unas funciones que «no se cumplen» (a pesar de que podrían cumplirse según el nivel dado de este desarrollo histórico), con consecuencias a veces menores, otras catastró-ficas para la sociedad en cuestión.

a

Cuestionamos la visión funcionalista, sobre todo a causa del vacío [185] que presen-ta allí donde debiera estar para ella el punto central: ¿cuáles son las «necesidades reales» de

una sociedad, cuyas instituciones, se supone, no están ahí sino para servir?116

¿Acaso no resulta evidente que, una vez abandonada la compañía de los monos superiores, los grupos humanos establecieron unas necesidades distintas de las biológicas? La visión funcionalista no puede cumplir su programa más que si se otorga un criterio de la «realidad» de las nece-sidades de una sociedad; ¿de dónde lo sacará? Se conocen las necesidades de un ser vivien-te, del organismo biológico, y las funciones que les corresponden; pero es que el organismo

biológico no es más que la totalidad de las funciones que cumple y que le hacen vivir. Un

ciones no se adaptan automática y espontáneamente a la evolución de la técnica, y hay pasividad, inercia y

«retraso» recurrentes de las instituciones en relación con la infraestructura (que debe ser cada vez rota por una

evolución); b) Marx veía claramente la autonomización de las instituciones como la esencia de la alienación –

pero tenía finalmente una visión «funcional» de la alienación misma; c) las exigencias de la lógica propia de

la institución, que pueden separarse de la funcionalidad, no eran ignoradas, pero su relación con las exigencias

del sistema social cada vez considerado, y especialmente con «las necesidades de la dominación de la clase

explotadora», permanece oscura, o bien es integrada (como en el análisis de la economía capitalista por Marx)

en la funcionalidad contradictoria del sistema. Volvemos más adelante sobre estos diversos puntos. No impi-

den que la crítica del funcionalismo, formulada en las páginas que siguen, y que se sitúa en otro nivel, valga

también para el marxismo. a Los derrumbamientos históricos «internos» de sociedades dadas –Roma, Bizancio, etc.- proporcionan con-

tra-ejemplos de la visión funcionalista. En otro contexto, véase los casos de los sherenté y de los bororo des-

critos por Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurale (no funcionalidad de los clanes). Traducción espa-

ñola: Antropología estructural, Tecnos, Barcelona, 1980. 116 3. Malinowski dice: «La función significa siempre la satisfacción de una necesidad», «The Functional

Theory» en A Scentific Theory of Culture, p. 159, Chapel Hill, N.C., 1944.

perro come para vivir, pero puede decirse con la misma razón que vive para comer: vivir,

para él (y para la especie perro), no es otra cosa que comer, respirar, reproducirse, etc. Pero esto no significa nada para un ser humano, ni para una sociedad. Una sociedad no puede existir más que si una serie de funciones se cumplen constantemente (producción, parto y educación, gestión de la colectividad, regulamiento de los litigios, etc.), pero no se reduce a esto, ni sus maneras de hacer frente a sus problemas le son dictadas de una vez por todas por su «naturaleza»; la sociedad inventa y define para sí tanto nuevos modos de responder a

sus necesidades como nuevas necesidades. Volveremos largamente sobre este problema. Pero lo que debe proporcionar el punto de partida de nuestra investigación, es la

manera de ser bajo la cual se da la institución –a saber, lo simbólico. La institución y lo simbólico

Todo lo que se nos presenta en el mundo social-histórico está indisolublemente teji-

do con lo simbólico. No es que se agote en [186] ello. Los actos reales, individuales o co-lectivos –el trabajo, el consumo, la guerra, el amor, el parto-, los innumerables productos materiales sin los cuales ninguna sociedad podría vivir un instante, no son (ni siempre ni directamente) símbolos. Pero unos y otros son imposibles fuera de una red simbólica.

Nos encontramos primero, está claro, con lo simbólico en el lenguaje. Pero lo en-

contramos igualmente, en otro grado y de otra manera, en las instituciones. Las institucio-nes no se reducen a lo simbólico, pero no pueden existir más que en lo simbólico, son im-posibles fuera de un simbólico de segundo grado y constituyen cada una su red simbólica.

Una organización dada de la economía, un sistema de derecho, un poder instituido, una religión, existen socialmente como sistemas simbólicos sancionados. Consisten en ligar a símbolos (a significantes) unos significados (representaciones, órdenes, conminaciones o incitaciones a hacer o a no hacer, unas consecuencias –unas significaciones, en el sentido lato del término)

b y en hacerlos valer como tales, es decir: hacer este vínculo más o menos

forzado para la sociedad o el grupo considerado. Un título de propiedad, una escritura de

venta, es un símbolo del «derecho», socialmente sancionado, del propietario a proceder a un número indefinido de operaciones sobre el objeto de su propiedad. Una cartilla es el símbolo del derecho del asalariado a exigir una cantidad dada de billetes que son el símbolo del derecho de su poseedor a entregarse a una variedad de actos de compra, cada uno de los cuales será a su vez simbólico. El mismo trabajo que está en el origen de esta cartilla, aun-que eminentemente real para su sujeto y en sus resultados, es, claro está, constantemente

recorrido por unas operaciones simbólicas (en el pensamiento del que trabaja, en las ins-trucciones que recibe, etc.). Y se convierte él mismo en símbolo cuando, reducido primero a horas y minutos afectados por tales coeficientes, entra en la elaboración contable de la cartilla o de la [187] cuenta de «resultados de explotación» de la empresa; también cuando, en caso de litigio, viene a rellenar unas casillas en las premisas y las conclusiones del silo-gismo jurídico que zanjará el caso. Las decisiones de los planificadores de la economía son simbólicas (sin y con ironía). Los fallos del Tribunal son simbólicos y sus consecuencias lo

b «Significante» y «significado» están tomados aquí y a continuación latissimo sensu.

son casi íntegramente hasta el gesto del verdugo que, real por excelencia, también es inme-

diatamente simbólico a otro nivel. Toda visión funcionalista conoce y debe reconocer el papel del simbolismo en la vi-

da social. Pero tan sólo algunas veces reconoce su importancia –y tiende entonces a limitarla.

O bien el simbolismo es visto como simple revestimiento neutro, como instrumento perfec-tamente adecuado a la expresión de un contenido preexistente, de la «verdadera sustancia»

de las relaciones sociales, que no les añade ni les recorta nada. O bien la existencia de una «lógica propia» del simbolismo es reconocida, pero esta lógica es vista exclusivamente como la inserción de lo simbólico en un orden racional, que impone sus consecuencias, se las haya querido o no.

117 Finalmente, en esta visión, la forma está siempre al servicio del

fondo, y el fondo es «real-racional». Pero no es así en realidad, y esto arruina las pretensio-nes interpretativas del funcionalismo.

Sea la religión la institución más importante en todas las sociedades históricas, comporta siempre (no discutiremos aquí los casos límites) un ritual. Consideremos la reli-gión mosaica. La definición de su ritual del culto (en el sentido más amplio) comporta una proliferación de detalles sin fin; este ritual, fijado con muchos más detalles y mayor preci-sión que la Ley propiamente dicha,

118 se desprende [188] directamente de mandamientos

divinos y, por eso naturalmente todos sus detalles se sitúan sobre el mismo plano. ¿Qué

determina la especificidad de estos detalles? ¿Por qué se sitúan todos sobre el mismo pla-no?

La primera pregunta no recibe sino una serie de respuestas parciales. Los detalles son en parte determinados por referencia a la realidad o al contenido (en un templo cerrado hacen falta candelabros; tal madera o metal es el más precioso en la cultura considerada, y, por lo tanto, digno de ser utilizado –pero ya en este caso el símbolo, y toda su problemática

de la metáfora directa o por oposición, aparece: ningún diamante es lo bastante precioso para la tiara del Papa, pero Cristo lavó él mismo los pies de los Apóstoles). Los detalles tienen una referencia, no funcional, sino simbólica, al contenido (sea de la realidad, sea de lo imaginario religioso: el candelabro tiene siete brazos). Los detalles pueden finalmente ser determinados por las implicaciones o consecuencias lógico-racionales de las preceden-tes consideraciones.

Pero estas consideraciones no permiten interpretar de manera satisfactoria e íntegra un ritual cualquiera. Primero, dejan siempre residuos; en la cuádruple red cruzada de lo funcional, de lo simbólico y de sus consecuencias, los agujeros son más numerosos que los puntos recubiertos. Después, postulan que la relación simbólica es evidente por sí misma, mientras que plantea problemas inmensos: para comenzar, el hecho de que la «elección» de un símbolo jamás es ni absolutamente ineluctable, ni puramente aleatoria. Un símbolo, ni se

117 4. «En un Estado moderno, el derecho no sólo debe corresponder a la situación económica general y ser su

expresión, sino que, además, debe ser la expresión sistemática de que no se inflinge un desmentido por sus

propias contradicciones internas. Y, para tener éxito en ello, refleja cada vez menos fielmente las realidades

económicas», Fr. Engels, carta a Conrad Schmidt del 27 de octubre de 1890. [Reproducido en K.M. y F.E.,

Estudios filosóficos, Op. cit., p. 158.] 118 5. En el Éxodo, la Ley es formulada en cuatro capítulos (20 a 23), pero el ritual y las directivas que se

refieren a la construcción de la Morada ocupan once (25 a 30 y 36 a 40). Las conminaciones que se refieren al

ritual aparecen, por otra parte, todo el tiempo; cf. Levítico, 1 a 7; Números, 4, 7-8, 10, 19, 28-29, etc. La cons-

trucción de la Morada es también descrita con gran lujo de detalles en distintas ocasiones en los libros histór i-

cos.

impone con una necesidad natural, ni puede privarse en su temor de toda referencia a lo

real (solamente en algunas ramas de la Matemática podría intentarse encontrar unos símbo-los totalmente «convencionales» –y aun, una convención válida durante algún tiempo deja de ser pura convención). Finalmente, nada permite determinar en este asunto las fronteras de lo simbólico. Unas veces, desde el punto de vista del ritual, es la materia la que es indi-ferente, otras veces es la forma, otras ninguna de las dos: se [189] fija la materia de tal obje-to, pero no de todos; lo mismo ocurre para la forma. Cierto tipo de iglesia bizantina tiene

forma de cruz; uno cree comprender (aunque se vea obligado a preguntarse en seguida por qué todas las iglesias cristianas no lo son). Pero el motivo de la cruz, que podría estar re-producido en los demás elementos y subelementos de la arquitectura y de la decoración de la iglesia, no lo está; es retomado a ciertos niveles, pero, a otros, se encuentran otros moti-vos, y también hay niveles totalmente neutros, simples elementos de sustento o de relleno. La elección de los puntos de los que el simbolismo se apropia para informar y «sacralizar»

en segundo grado la materia de lo sagrado parece en gran parte (no siempre) arbitrario. La frontera pasa casi por cualquier parte; hay la desnudez del templo protestante y la exuberan-te jungla de ciertos templos hindúes; y, de repente, uno se percata de que allí donde el sim-bolismo parece haberse apropiado de cada milímetro de materia, como en ciertas pagodas del Siam, es precisamente donde también se ha vaciado de contenido, donde se ha converti-do por lo esencial en simple decoración.

119

En una palabra, un ritual no es un asunto racional –y esto permite responder a la se-gunda cuestión que planteábamos: ¿por qué todos los detalles están colocados allí, sobre el mismo plano? Si un ritual fuera un asunto racional, podría reencontrarse en él esa distinción entre lo esencial y lo secundario, esa jerarquización propia de toda red nacional. Pero, en un ritual, no hay manera de distinguir, según cualquier consideración de contenido, lo que cuenta mucho de lo que cuenta menos. La respuesta sobre un mismo plano, desde el punto

de vista de la importancia, de todo lo que compone un ritual es precisamente el índice del carácter no racional de su contenido. Decir que no puede haber grados en lo sagrado es otra manera de decir lo mismo: todo aquello de lo cual se [190] apropió lo sagrado es igualmen-te sagrado (y esto vale también para los rituales de los neuróticos obsesivos o de las perver-siones).

Pero a los funcionalistas, marxistas o no, no les gusta mucho la religión, a la que tra-

tan siempre como si fuese, desde el punto de vista sociológico, una pseudo-superestructura, un epifenómeno de los epifenómenos. Sea, pues, una institución seria como el Derecho, directamente ligada a la «sustancia» de toda sociedad que es, se nos dice, la economía, y que no se ocupa de fantasmas, de candelabros y de beaterías, sino de esas relaciones socia-les reales y sólidas que se expresan en la propiedad, las transacciones y los contratos. En el Derecho, se debería poder mostrar que el simbolismo está al servicio del contenido y no lo

deroga más que en la medida en que la racionalidad le fuerza a ello. Dejemos también de lado esas primitivas extravagancias con las que nos redoblan en los oídos y en las que, por lo demás, sería muy penoso distinguir las reglas propiamente jurídicas de las otras. Tome-mos una buena y bella sociedad histórica y reflexionemos sobre ella.

Se dirá así que en tal etapa de la evolución de una sociedad histórica aparece nece-sariamente la institución de la propiedad privada, pues ésta corresponde al modo fundamen-

119 6. Esto es una consecuencia de esa ley fundamental según la cual todo simbolismo es diacrítico o actúa

«por diferencia»: un signo no puede emerger como signo sino sobre el fondo de algo que no es signo, o que es

signo de otra cosa. Pero esto no permite determinar concretamente por dónde debe pasar cada vez la frontera.

tal de producción. Una vez establecida la propiedad privada, una serie de reglas deben ser

fijadas: los derechos del propietario deberán ser definidos y sancionadas las violaciones de éstos, los casos límites decididos (un árbol crece en la frontera entre dos campos: ¿a quién pertenecen los frutos?). En la medida en que la sociedad dada se desarrolla económicamen-te, que los intercambios se multiplican, la transmisión libre de la propiedad (que al comien-zo no es de ningún modo evidente y no está forzosamente reconocida, especialmente para los bienes inmuebles) debe ser reglamentada, la transacción que la efectúa debe ser forma-

lizada, adquirir una posibilidad de verificación que minimice los litigios posibles. Así, en esta institución, que sigue siendo un eterno monumento de racionalidad, economía y fun-cionalidad, equivalente institucional de la geometría euclidiana, o sea del Derecho romano, se elaborará, durante los diez siglos que van de la Lex Duodecim Tabularum a la codifica-ción de Justiniano, esa verdadera selva, aunque bien ordenada y tallada, de reglas que sir-ven a la propiedad, las transacciones y los contratos. Y, tomando [191] este Derecho en su

forma final, podrá mostrarse para cada párrafo del Corpus que la regla que lleva o bien sir-ve al funcionamiento de la economía, o bien es apropiada por otras reglas que lo hacen.

Podrá mostrarse esto –pero no se habrá mostrado nada en lo que se refiere a nuestro problema. Ya que no solamente en el momento en el que el Derecho romano lo consigue, las razones de ser de esa funcionalidad elaborada se retiran, pues la vida económica sufría una creciente regresión desde el siglo III de nuestra era, de tal suerte que, para lo que con-

cierne al Derecho patrimonial, la codificación de Justiniano aparece como un monumento inútil y en gran parte redundante en lo que se refiere a la situación real de su época.

120 No

solamente este Derecho, elaborado en la Roma de los cónsules y de los césares, volverá a encontrar su funcionalidad en muchos países europeos a partir del Renacimiento, y quedará el Gemeines Recht de la Alemania capitalista hasta 1900 (lo cual se explica, hasta cierto punto, por su extrema «racionalidad» y, por tanto, por su universalidad). Pero, sobre todo,

poniendo el acento sobre la funcionalidad del Derecho romano, se escamotearía la carac-terística dominante de su evolución durante diez siglos, lo cual hace de él un ejemplo fasci-nante del tipo de relaciones entre la institución y la «realidad social subyacente»: esta evo-lución fue un largo esfuerzo para llegar precisamente a esta funcionalidad, a partir de un estado que estaba lejos de poseerla. Al comienzo, el Derecho romano era un borroso con-junto de reglas rígidas, en el que la forma aplasta al fondo en un grado que supera con mu-

cho lo que podrían justificar las exigencias de todo Derecho como sistema formal. Para no citar más que un ejemplo, por lo demás central, lo que es el núcleo funcional de toda tran-sacción, la voluntad y la intención de las partes contratantes, juega durante mucho tiempo un papel menor respecto a la Ley; lo que domina, es el ritual

121 de la transacción, el hecho

de que tales palabras hayan sido pronunciadas, tales gestos [192] realizados. Tan sólo gra-dualmente se admitirá que el ritual no puede tener efectos legales sino en la medida en que

la verdadera voluntad de las partes apuntaba a ellos. Pero el corolario simétrico de esta pro-posición, a saber que la voluntad de las partes puede constituir unas obligaciones indepen-dientemente de la forma que toma su expresión, el principio que es el fundamento del De-recho de obligaciones moderno y que expresa realmente su carácter funcional: pacta sunt

120 7. Esta excesiva y redundante funcionalidad es, de hecho, una disfuncionalidad, y los emperadores bizanti-

nos estarán obligados en varias ocasiones a reducir la embarazosa codificación de Justiniano, resumiéndola. 121 8. La palabra «ritual» se impone aquí, pues el tegumento religioso de las transacciones es al comienzo

incontestable.

servanda, jamás será reconocido.122

La lección del Derecho romano, considerada en su evo-

lución histórica real, no es la funcionalidad del Derecho, sino la relativa independencia del formalismo o del simbolismo con respecto a la funcionalidad, al comienzo, y la conquista lenta, y jamás íntegra, del simbolismo por la funcionalidad, después.

La idea de que el simbolismo es perfectamente «neutro», o bien –lo cual viene a ser lo mismo- totalmente «adecuado» al funcionamiento de los procesos reales, es inaceptable y, a decir verdad, no tiene sentido.

El simbolismo no puede ser ni neutro, ni totalmente adecuado, primero porque no puede tomar sus signos en cualquier lugar, ni un signo cualquiera. Esto es evidente para el individuo que se encuentra siempre ante él con un lenguaje ya constituido

123 y que, si carga

con un sentido «privado» tal palabra, tal expresión, no lo hace en una libertad ilimitada, sino que debe apropiarse de algo que «se encuentra ahí». Pero esto es igualmente cierto para la sociedad, aunque de una manera diferente. La sociedad constituye cada vez su orden

simbólico, en un sentido totalmente otro del [193] que el individuo puede hacer. Pero esta constitución no es «libre». Debe también tomar su materia en «lo que ya se encuentra ahí». Esto es ante todo la naturaleza –y, como la naturaleza no es un caos, como los objetos están ligados unos a los otros, esto implica consecuencias. Para una sociedad que conoce la exis-tencia del león, este animal significa fuerza. La melena asume a la vez para ella una impor-tancia simbólica que jamás ha tenido probablemente entre los esquimales. Pero esto es tam-

bién la historia. Todo simbolismo se edifica sobre las ruinas de los edificios simbólicos precedentes, y utiliza sus materiales –incluso si no es más que para rellenar los fundamen-tos de los nuevos templos, como lo hicieron los atenienses después de las guerras médicas. Por sus conexiones naturales e históricas virtualmente ilimitadas, el significante supera siempre la vinculación rígida a un significado preciso y puede conducir a unos vínculos totalmente inesperados. La constitución del simbolismo en la vida social e histórica real no

tiene relación alguna con las definiciones «cerradas» y «transparentes» de los símbolos a lo largo de una obra matemática (que, por otra parte, jamás puede cerrarse sobre sí misma).

Un hermoso ejemplo, que concierne a la vez al simbolismo del lenguaje y al de la institución, es el del «Soviet de los comisarios del pueblo». Trotsky relata en su autobio-grafía que, cuando los bolcheviques se apoderaron del poder y formaron un gobierno, fue necesario encontrarle un nombre. La designación «ministros» y «Consejo de ministros» no

le gustaba nada a Lenin, porque le recordaba a los ministros burgueses y su papel. Trotsky propuso los términos «comisarios del pueblo» y, para el gobierno en conjunto, «Soviet de los comisarios del pueblo». Lenin quedó encantado –encontraba la expresión «terriblemen-te revolucionaria»- y se adoptó este nombre. Se creaba un nuevo lenguaje y, según se creía, unas nuevas instituciones. Pero ¿hasta qué punto todo esto era nuevo? El nombre era nuevo y había, en tendencia al menos, un nuevo contenido social a expresar: los Soviets estaban

ahí y, de acuerdo con su mayoría, los bolcheviques habían «tomado el poder», «que por el momento no era, él también, más que un nombre». Pero, en el nivel intermedio que iba a

122 9. «Ex nudo pacto inter cives romanos actio non nascitur». Acerca de las artimañas gracias a las cuales

lograron los pretores adormecer considerablemente esta regla, pero sin jamás atreverse a apartarla c ompleta-

mente, puede verse cualquier historia del Derecho romano, p. ej. R. von Mayr, Römische Rechtgeschichte,

vol. II, 2, II, p. 81-82, p. 129, etc., Göschenverlag, Leipzig, 1913. Traducción española: Historia del Derecho

romano, 2 vol., Labor, Barcelona. 123 10. «Hay una eficacia del signif icante que escapa a toda explicación psicogenética, pues el sujeto no intro-

duce este orden signif icante, simbólico, sino que se encuentra con él», Jacques Lacan, «Séminaire 1956-

1957», resumen de J. B. Pontalis en «Bullet in de Psychologie», vol. X, p. 428, n° 7, abril de 1957.

revelarse decisivo, el de la institución en su naturaleza simbólica de segundo grado, la en-

carnación del poder [194] en un colegio cerrado, inamovible, cumbre de un aparato admi-nistrativo distinto del de los administrados –a este nivel (no se iba de hecho más allá de los ministros), el poder se apoderaba de la fórmula ya creada por los reyes de Europa occiden-tal desde el final de la Edad Media. Lenin, a quien los acontecimientos habían obligado a interrumpir la redacción de El Estado y la revolución en el que demostraba la inutilidad y la nocividad de un Gobierno y de una Administración separados de las masas organizadas,

cuando se encontró ante el vacío creado por la revolución, y a pesar de la presencia de nue-vas instituciones (los Soviets), no supo hacer otra cosa que recurrir a la forma institucional que ya estaba ahí, en la historia. No quería el nombre de «Consejo de ministros», pero es en efecto un Consejo de ministros lo que quería –y lo tuvo, al fin. (Naturalmente, esto vale también para los demás dirigentes bolcheviques y para el grueso de los miembros del parti-do.) La revolución creaba un nuevo lenguaje, y tenía cosas nuevas que decir; pero los diri-

gentes querían decir con palabras nuevas cosas antiguas. Pero estos símbolos, estos significantes, ya cuando se trata del lenguaje, e infinita-

mente más si se trata de las instituciones, no están totalmente sometidos al «contenido» que se supone que vehiculan, también por otra razón. Pertenecen de hecho a estructuras ideales que les son propias, que insertan en unas relaciones casi racionales.

124 La sociedad se en-

cuentra constantemente con el hecho de que algún sistema simbólico debe ser manejado

con coherencia; que lo sea o no, el caso es que surge una serie de consecuencias que se im-ponen, hayan o no sido sabidas o queridas como tales.

A menudo se deja entrever que se cree que esta lógica simbólica, y el orden racional que le corresponde en parte, no plantean problemas para la teoría de la historia. De hecho, los plantean inmensos. [195] Un funcionalista puede considerar como evidente que, cuando una sociedad se otorga a sí misma una institución, se da al mismo tiempo como poseíbles

todas las relaciones simbólicas y racionales que esta institución conlleva o engendra –o que, en todo caso, no podría haber contradicción o incoherencia entre los «fines» funcionales de la institución y los efectos de su funcionamiento real, y que cada vez que se plantea una regla queda garantizada la coherencia de cada una de sus innumerables consecuencias con el conjunto de las demás reglas ya existentes y con los fines consciente u «objetivamente» perseguidos. Basta enunciar claramente este postulado para constatar su absurdo; significa

que el Espíritu absoluto preside el nacimiento o la modificación de cada institución que aparece en la historia (el que se lo imagine presente en la cabeza de aquellos que crean la institución, o escondido en la fuerza de las cosas, no cambia mucho la cuestión).

125

El ideal de la interpretación económico-funcional consiste en que las reglas institui-das deban aparecer, ya sea como funcionales, ya sea como real y lógicamente implicadas

124 11. Casi-racionales: racionales en gran parte, pero, al igual que en los usos sociales (y no científicos) del

simbolismo, el «desplazamiento» y la «condensación», como decía Freud (la metáfora y la metonimia, como

dice Lacan), están constantemente presentes, no puede identif icarse pura y simplemente la lógica del simbo-

lismo social con una «lógica pura», ni siquiera con la lógica del discurso lúcido. 125 12. Hay que tener evidentemente un espíritu ingenuo como el de Einstein, para escribir: «Es un verdadero

milagro que podamos cumplir, sin encontrar mayores dificultades, este trabajo (el de recubrir una superficie

plana de mármol con una red de rectas que forman cuadrados iguales, como en las coordenadas cartesianas)...

(Haciendo esto) ya no tengo la posibilidad de ajustar los cuadriláteros para que sus diagonales sean iguales. Si

lo son por sí mismas, es un favor especial que me conceden la superficie de mármol y las reglillas, favor que

no puede provocarme otra cosa que una complaciente sorpresa», Relativity, p. 85, Methuen, Londres, 1960.

Las diferentes tendencias deterministas, en las «ciencias sociales», superaron desde hace mucho tiempo estas

sorpresas infantiles.

por las reglas funcionales. Pero esta implicación real o lógica no viene dada de una vez por

todas, y no es automáticamente homogénea a la lógica simbólica del sistema. El ejemplo del Derecho romano está ahí para mostrar que una sociedad (llevada por predilección a la lógica jurídica, como lo mostró el acontecimiento) tardó diez siglos para desvelar estas im-plicaciones y someterlas aproximadamente al simbolismo del sistema. La conquista de la lógica simbólica de las instituciones y su «racionalización» progresiva, son ellas mismas procesos históricos [196] (y relativamente recientes). En el intervalo, tanto la comprensión

por la sociedad de la lógica de sus instituciones como su no comprensión son factores que pesan mucho sobre su evolución (sin hablar de sus consecuencias sobre la acción de los hombres, grupos, clases, etc.; el 50%, por decirlo así, de la gravedad de la depresión que empezó en 1929 se debió a las reacciones «absurdas» de los grupos dirigentes). La misma evolución de esta comprensión no se presta a una interpretación «funcional». La existencia y la audiencia de M. Rueff en 1965, desafían cualquier explicación funcional e incluso ra-

cional.126

[197] Considerado ahora «por sí mismo», lo racional de las instituciones, no sabido y no

querido como tal, puede ayudar a lo funcional o puede también serle adverso. Si le fuese violenta y directamente adverso, la institución se derrumbaría enseguida (el papel moneda de Law). Pero puede serlo de manera insinuante, lenta, acumulativa –y entonces el conflicto no aparece sino más tarde. Las crisis de superproducción «normales» del capitalismo clási-

co pertenecen esencialmente a este caso.127

Pero el caso más impresionante y más significativo es aquél en el que la racionali-

dad del sistema institucional es, por decirlo así, «indiferente» en cuanto a su funcionalidad, lo cual no le impide tener consecuencias reales. Hay, es cierto, reglas institucionales positi-vas que no contradicen a las demás, pero que tampoco se desprenden de ellas y que se plan-tean sin que pueda decirse por qué lo han sido de preferencia sobre otras igualmente com-

126 13. Es un problema inmenso en sí el de saber hasta qué punto (y por qué) los hombres actúan siempre

«racionalmente» frente a la situación real e institucional. Véase Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, vol.

1, p. 9-10, Mohr, Tübingen, 1956. (Traducción española: Economía y Sociedad, vol. I, pp. 11-12, Fondo Cul-

tura Económico, México, 1964.) Pero incluso la distinción, que establece Weber entre el desarrollo efectivo

de una acción y su desarrollo ideal-típico en la hipótesis de un comportamiento perfectamente racional, debe

precisarse: está la distancia entre el desarrollo efectivo de una acción y la «racionalidad positiva» (en el senti-

do en el que se habla de «derecho positivo») de la sociedad considerada en el momento considerado, es decir

el grado de comprensión al que llegó esta sociedad en lo que concierne a la lógica de su propio funcionamien-

to; y está la distancia entre esta «racionalidad positiva» y una racionalidad sin más que concierne a este mismo

sistema institucional. La técnica keynesiana de utilización del presupuesto para la regulación del equilibrio

económico era tan válida en 1860 como en 1960. Pero no tiene mucho sentido imputar a los dirigentes capita-

listas de antes de 1930 un comportamiento «irracional» cuando, frente a una depresión, actuaban en contra-

sentido de lo que la situación hubiese exigido; actuaban, por regla general, conforme a lo que era la «raciona-

lidad positiva» de su sociedad. La evolución de esta «racionalidad positiva» provoca un problema complejo

que no podemos abordar aquí; recordemos solamente que es imposible reducirla a un simple «progreso cientí-

fico», en la medida en que los intereses y las situaciones de clase, pero también unos prejuicios y unas ilusio-

nes «gratuitos» que corresponden a lo imaginario, representan aquí un problema esencial. Prueba de ello es

que aún hoy en día, treinta años después de la formulación y la difusión de las ideas keynesianas, fracciones

sustanciales, y a veces mayoritarias de los grupos dominantes, defienden encarnizadamente unas concepcio-

nes caducas (como el estricto equilibrio presupuestario, o la vuelta al patrón oro) cuya aplicación hundiría

tarde o temprano al sistema en crisis. 127 14. No traducen, como lo pensaba Marx, unas «contradicciones internas» insuperables (véase para la críti-

ca de esa concepción, en el nº 31 de «Socialisme ou Barbarie», «Le mouvement révolutionnaire sous le capi-

talisme moderne», pp. 70 a 81), sino el hecho de que, durante mucho tiempo, la clase capitalista era rebasada

por la lógica de sus propias instituciones económicas. Véase la nota precedente.

patibles con el sistema.128

Pero hay sobre todo una multitud de consecuencias lógicas de las

reglas planteadas que no fueron explicitadas al comienzo y que no por ello desempeñan un papel menos real en la vida social. Contribuyen, pues, a «formar» a ésta de una manera que no exigía la funcionalidad de las relaciones sociales, y que tampoco la contrarresta, pero que puede tirar de la sociedad hacia una de las múltiples direcciones que la funcionalidad dejaba indeterminadas, o crear unos [198] efectos que actúan a su vez sobre ésta (la Bolsa de los valores representa, en relación al capitalismo industrial, esencialmente, un caso pare-

cido). Este aspecto se vincula con el siguiente importante fenómeno, que ya señalamos a

propósito del ritual: nada permite determinar a priori el lugar por el que pasará la frontera de lo simbólico, el punto a partir del cual el simbolismo se desborda en lo funcional. No puede fijarse ni el grado general de simbolización, variable según las culturas,

129 ni los fac-

tores que hacen que la simbolización afecte con una intensidad particular sobre tal aspecto

de la vida de la sociedad considerada. Hemos intentado indicar las razones por las que la idea de que el simbolismo insti-

tucional sería una expresión «neutra» o «adecuada» de la funcionalidad, de la «sustancia» de las relaciones sociales subyacentes, es inaceptable. Pero, a decir verdad, esta idea está desprovista de sentido. Postula efectivamente tal sustancia, que estaría preconstituida en relación con las instituciones; plantea que la vida social tiene «algo que expresar», ya ple-

namente real antes de la lengua en la cual será expresado. Pero es imposible captar un «contenido» de la vida social que sería primero y «se daría» una expresión en las institu-ciones independientemente de éstas; este «contenido» (de otro modo que como momento parcial y abstracto, separado a posteriori) no puede definirse más que en una estructura, y ésta comporta siempre la institución. Las «relaciones sociales reales» de las que se trata son siempre instituidas, no porque lleven un revestimiento jurídico (pueden muy bien no llevar-

lo en ciertos casos), sino porque fueron planteadas como maneras de hacer universales, simbolizadas y sancionadas. Esto vale, está claro también, quizás incluso sobre todo, para las «infraestructuras», las relaciones de producción. La relación amo-esclavo, siervo-señor, proletario-capitalista, asalariados-Burocracia, [199] es ya una institución y no puede surgir como relación social sin institucionalizarse enseguida.

En el marxismo, hay en este sentido una ambigüedad en relación a que el concepto

de institución (incluso si no se utiliza la palabra) no es elucidado. Tomadas en el sentido estricto, las instituciones pertenecen a la «superestructura». Esta visión es de por sí insoste-nible, como intentamos mostrarlo más arriba. Además, si se aceptase, debería verse las ins-tituciones como «formas» que servirían y expresarían un «contenido», o una sustancia de la vida social, estructurado antes ya de estas instituciones, de otro modo esta determinación de éstas por aquéllas no tendría sentido alguno. Esta sustancia sería la «infraestructura» que,

128 15. Un ejemplo evidente es el de las penas fijadas por las leyes penales. Si se puede, hasta cierto punto,

interpretar la escala de gravedad de los delitos y de los crímenes establecida por cada sociedad, es evidente

que la escala de las penas correspondientes comporta, sea ya precisa o imprecisamente, un elemento arbitrario

no racionalizable –al menos desde que se abandonó la ley del talión. Que la ley prevea tal pena para tal robo

calif icado o para el proxenetismo, no es ni lógico ni absurdo: es arbitrario. Véase también más abajo la discu-

sión de la ley mosaica. 129 16. Basta pensar, por ejemplo, en la oposición entre la extremada riqueza del s imbolismo referido a la

«vida corriente» en la mayoría de las culturas asiáticas tradicionales y su relativa frugalidad en las culturas

europeas; o también, en la variabilidad de la frontera que separa el Derecho y las costumbres en las distintas

sociedades históricas.

como la palabra lo indica, está ya estructurada. Pero ¿cómo puede estarlo, si no está insti-

tuida? Si la «economía», por ejemplo, determina el «derecho», si las relaciones de produc-ción determinan las formas de propiedad, significa que las relaciones de producción pueden ser captadas como articuladas y lo están efectivamente «antes» ya (lógica y realmente) de su expresión jurídica. Pero unas relaciones de producción articuladas a escala social (no la relación de Robinson con Viernes) significan ipso facto una red a la vez real y simbólica que se sanciona ella misma –o sea una institución.

130 Las clases están ya en las relaciones

de producción, sean o no reconocidas como tales por esta institución «de segundo grado» que es el Derecho. –Es lo que se intentó mostrar en otros tiempos a propósito de la burocra-cia y de la propiedad «nacionalizada» en U.R.S.S.

131 La relación burocracia-proletariado,

en la U.R.S.S., está instituida en tanto que relación de clase, productiva-económica-social, incluso si no está instituida expresamente como tal desde el punto de vista jurídico (no más de lo que lo ha sido, por lo demás, en ningún país, la relación burguesía-proletariado como

tal). Por consiguiente, el problema del simbolismo institucional y de su relativa [200] auto-nomía en relación a las funciones de la institución aparece ya en el nivel de las relaciones de producción, aún más en el de la economía en sentido estricto, y ya a este nivel es insos-tenible una visión simplemente funcionalista. No hay que confundir este análisis con la crítica de ciertos neokantianos, como R. Stammler, contra el marxismo, basada en la idea de la prioridad de la «forma» de la vida social (que sería el Derecho) respecto a su «mate-

ria» (la economía). Esa crítica participa de la misma ambigüedad que la visión marxista que quiere combatir. El que la misma economía no puede existir más que como institución no implica necesariamente una «forma jurídica» independiente. En cuanto a la relación entre la institución y la vida social que se desarrolla en ella, no puede ser vista como una relación de forma a materia en el sentido kantiano, y en todo caso como implicando una «anteriori-dad» de una sobre otra. Se trata de momentos en una estructura, que jamás es rígida y jamás

idéntica de una sociedad a otra.132

Tampoco puede decirse, evidentemente, que el simbolismo institucional «determi-

ne» el contenido de la vida social. Hay aquí una relación específica, sui generis, que se des-conoce y se deforma al querer captarla como pura causación o puro encadenamiento de sentido, como libertad absoluta o determinación completa, como racionalidad transparente o secuencia de hechos en bruto.

La sociedad constituye su simbolismo pero no en total libertad. El simbolismo se agarra a lo natural, y se agarra a lo histórico (a lo que ya estaba ahí); participa finalmente en lo racional. Todo esto hace que emerjan unos encadenamientos de significantes, unas rela-ciones entre significantes y significados, unas conexiones y unas consecuencias a los que no se apuntaba, ni estaban previstos. Ni libremente elegido, ni impuesto a la sociedad con-siderada, ni simple instrumento neutro y medio transparente, ni opacidad impenetrable y

adversidad irreductible, ni amo de la sociedad, ni esclavo dócil de [201] la funcionalidad, ni medio de participación directo o completo en un orden racional, el simbolismo a la vez de-

130 17. Del mismo modo, se tiene a veces la impresión de que ciertos psicosociólogos contemporáneos olvidan

que el problema de la burocracia rebasa con mucho la simple diferenciación de los papeles en el grupo ele-

mental, incluso aunque la burocracia encuentre en ellos un corresponsal indispensable. 131 18. «Las relaciones de producción en Rusia», en La sociedad burocrática, vol. 1, Op. cit. 132 19. Véase Rudolf Stammler, Wirtschaft und Recht nach der materialischen Geschichtsauf fassung, en

particular, pp. 108 a 151 y 177 a 211. Traducción española: Economía y Derecho según la concepción mate-

rialista de la historia, Editorial Reus, Madrid, 1929. Gruyter, 5ª ed., Berlín, 1924. Véase también la severa

crítica de Max Weber, en Gesammelte Ausfsätze zur Wissenschaftlehre.

termina unos aspectos de la vida y de la sociedad (y no solamente aquéllos que se suponía

que determinaba) y está lleno de intersticios y de grados de libertad. Pero estas características del simbolismo, si indican el problema que constituye cada

vez para la sociedad la naturaleza simbólica de sus instituciones, no lo convierten en un problema insoluble, y no son suficientes para dar cuenta de la autonomización de las insti-tuciones relativas a la sociedad. En la medida en que se encuentra en la historia una auto-nomización del simbolismo, ésta no es un hecho último, y no se explica por sí sola. Hay un

uso inmediato de lo simbólico, en el que el sujeto puede dejarse dominar por éste, pero hay también un uso lúcido o reflexionado de él. Pero, si éste jamás puede ser garantizado a priori (no puede construirse un lenguaje, ni siquiera un algoritmo, en el interior del cual el error sea «mecánicamente» imposible), se realiza, y muestra así la vía y la posibilidad de otra relación en la que lo simbólico ya no esté autonomizado y pueda ser llevado a la ade-cuación con el contenido. Una cosa es decir que no se puede elegir un lenguaje en absoluta

libertad y que cada lenguaje se desborda sobre lo que «hay que decir», y otra muy distinta es creer que se está fatalmente dominado por el lenguaje y que nunca puede decirse más de lo que se nos lleva a decir. Jamás podemos salir del lenguaje, pero nuestra movilidad en el lenguaje no tiene límites y nos permite ponerlo todo en cuestión, incluso el lenguaje y nues-tra relación con él.

c Lo mismo ocurre con el simbolismo institucional –salvo, por supuesto,

que el grado de complejidad es en él incomparablemente más elevado. Nada de lo que per-

tenece propiamente al simbolismo impone indefectiblemente la dominación de un simbo-lismo autonomizado de las instituciones sobre la vida social; nada, en el simbolismo insti-tucional mismo, excluye su uso lúcido por la sociedad –entendiendo aquí también que no es posible concebir unas instituciones que vedan «por construcción», «mecánicamente», la servidumbre de la sociedad a su simbolismo. Hay, a este respecto, un movimiento histórico [202] real, en nuestro ciclo cultural greco-occidental, de conquista progresiva del simbo-

lismo, tanto en las relaciones con el lenguaje como en las relaciones con las instituciones.133

Incluso los Gobiernos capitalistas aprendieron finalmente a utilizar algo correctamente, en ciertos aspectos, el «lenguaje» y el simbolismo económicos, a decir lo que quieren indicar con el crédito, la fiscalidad, etc. (el contenido de lo que dicen es evidentemente otra cosa). Esto no implica ciertamente que cualquier contenido sea expresable en cualquier lenguaje; el pensamiento musical de Tristán no podía ser dicho en el lenguaje del Clavecín bien tem-

perado y la demostración de un teorema matemático, incluso simple, es imposible en la lengua de todos los días. Una nueva sociedad creará con toda evidencia un nuevo simbo-lismo institucional, y el simbolismo institucional de una sociedad autónoma tendrá poca relación con lo que hemos conocido hasta aquí.

El dominio del simbolismo de las instituciones no plantearía, pues, problemas esen-cialmente diferentes de los del dominio del lenguaje (haciendo abstracción por el momento

de su «entorpecimiento» material –unas clases, unas armas, unos objetos, etcétera), si no hubiese otra cosa. Un simbolismo es dominable, salvo en la medida en que remite, en últi-ma, instancia, a algo que no es simbólico. Lo que supera el simple «progreso en la raciona-lidad», lo que permite al simbolismo institucional no desviarse pasajeramente, aunque pu-diendo volver a ser retomado (como puede hacerlo también el discurso lúcido), sino auto-

c Véase el segundo volumen, en particular los capítulos V y VII; también «Le dicible et l' indicible» en

«L'Arc», n° 46; pp. 67 a 79, 4.° trimestre de 1971. 133 20. Véase lo que dijimos más arriba acerca del Derecho romano.

nomizarse, lo que, finalmente, le proporciona su suplemento esencial de determinación y de

especificación no es muestra de lo simbólico. Lo simbólico y lo imaginario

Las determinaciones de lo simbólico que acabamos de describir no agotan su sus-

tancia. Queda un componente esencial, y, para nuestro propósito, decisivo: es el componen-te imaginario de todo [203] símbolo y de todo simbolismo, a cualquier nivel que se sitúen. Recordemos el sentido corriente del término imaginario, que por el momento nos bastará: hablamos de imaginario cuando queremos hablar de algo «inventado» –ya se trate de un invento «absoluto» («una historia imaginada de cabo a rabo») o de un deslizamiento, de un desplazamiento de sentido, en el que unos símbolos ya disponibles son investidos con otras

significaciones que las suyas «normales» o canónicas («¡No es lo que imaginas!», dice la mujer al hombre que le recrimina una sonrisa que ella intercambia con otro hombre). En los dos casos, se da por supuesto que lo imaginario se separa de lo real, ya sea que pretenda ponerse en su lugar (una mentira) o que no lo pretenda (una novela).

Las relaciones profundas y oscuras entre lo simbólico y lo imaginario aparecen en-seguida si se reflexiona en este hecho: lo imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para

«expresarse», lo cual es evidente, sino para «existir», para pasar de lo virtual a cualquier otra cosa más. El delirio más elaborado, como el fantasma más secreto y más vago, están hechos de «imágenes», pero estas «imágenes» están ahí como representantes de otra cosa, tienen, pues, una función simbólica. Pero también, inversamente, el simbolismo presupone la capacidad imaginaria, ya que presupone la capacidad de ver en una cosa lo que no es, de verla otra de lo que es. Sin embargo, en la medida en que lo imaginario vuelve finalmente a

la facultad originaria de plantear o de darse, bajo el modo de la representación, una cosa y una relación que no son (que no están dadas en la percepción o que jamás lo han sido), hablaremos de un imaginario efectivo y de lo simbólico.

134 Es finalmente la capacidad ele-

mental e irreductible de evocar una imagen.135

[204] La influencia decisiva de lo imaginario sobre lo simbólico puede ser comprendida a

partir de esta consideración: el simbolismo supone la capacidad de poner entre dos términos

un vínculo permanente de manera que uno «represente» al otro. Pero no es más que en las etapas muy avanzadas del pensamiento racional lúcido en las que estos tres elementos (el significante, el significado y su vínculo sui generis) se mantienen como simultáneamente unidos y distintos, en una relación a la vez firme y flexible. De otro modo, la relación

134 21. Podría intentarse distinguir, en la terminología, lo que llamamos lo imaginario último o radical, la

capacidad de hacer surgir como imagen algo que no es, ni fue, de sus productos, que podría designarse como

lo imaginado. Pero la forma gramatical de este término puede prestarse a confusión, y preferimos hablar de

imaginario efectivo 135 22. «El hombre es esa noche, esa nada vacía que lo contiene todo en su simplicidad; riqueza de un número

infinito de representaciones, de imágenes, de las que ninguna aflora precisamente a su espíritu o que no están

siempre presentes. Es la noche, la interioridad de la naturaleza lo que existe aquí: el Yo (le Soi) puro. En re-

presentaciones fantásticas, es de noche por todo lo que está alrededor; aquí surge entonces una cabeza ensan-

grentada, allá otra f igura blanca, y desaparecen con la misma brusquedad. Es esa noche la que se percibe

cuando se mira a un hombre a los ojos; una noche que se hace terrible; es la noche del mundo a la que enton-

ces nos enfrentamos. El poder de sacar de esa noche las imágenes o de dejarlas que vuelvan a caer en ella

(eso es) el hecho de ponerse a sí mismo, la consciencia interior, la acción, la escisión», Hegel, Jenenser Re-

alphilosophie (1805-1808).

simbólica (cuyo uso «propio» supone la función imaginaria y su dominio por la función

racional) vuelve, o mejor, se queda ya desde el comienzo allí donde surgió: en el vínculo rígido (la mayoría de las veces, bajo el modo de la identificación, de la participación o de la causación) entre el significante y el significado, el símbolo y la cosa, es decir en lo imagi-nario efectivo.

Si dijimos que el simbolismo presupone lo imaginario radical, y se apoya en él, no significa que el simbolismo no sea, globalmente, sino imaginario efectivo en su contenido.

Lo simbólico comporta, casi siempre, un componente «racional-real»: lo que representa lo real, o lo que es indispensable para pensarlo, o para actuarlo. Pero este componente está inextricablemente tejido con el componente imaginario efectivo –y esto le plantea tanto a la teoría de la historia como a la política un problema esencial.

Está escrito en los Números (15, 32-36) que, al descubrir los judíos a un hombre que trabajaba en sábado, lo cual estaba vedado por la Ley, lo condujeron ante Moisés. La ley no

fijaba pena alguna para la transgresión, pero el Señor se manifestó a Moisés, exigiendo que el hombre fuese lapidado –y lo fue. [205]

Es difícil no verse afectado en este caso –como, por lo demás, a menudo cuando se contempla la Ley mosaica- por el carácter desmesurado de la pena, por la ausencia de vínculo necesario entre el hecho (la transgresión) y la consecuencia (el contenido de la pe-na). La lapidación no es el único medio de llevar a las gentes a respetar el sábado, la insti-

tución (la pena) supera netamente lo que exigiría el encadenamiento natural de las causas y de los efectos, de los medios y de los fines. Si la razón es, como decía Hegel, la operación conforme a un fin, ¿se mostró el Señor, en este ejemplo, razonable? Recordemos que el Señor mismo es imaginario. Detrás de la Ley, que es «real», una institución social efectiva, se mantiene el Señor imaginario que se presenta como su fuente y sanción última. La exis-tencia imaginaria del Señor ¿es razonable? Se dirá que, en una etapa de la evolución de las

sociedades humanas, la institución de un imaginario investido con más realidad que lo real –Dios, más generalmente un imaginario religioso- es «conforme a los fines» de la sociedad, se deriva de las condiciones reales y cumple una función esencial. Se procurará mostrar, en una perspectiva marxista o freudiana (que, en este caso, no solamente no se excluyen, sino que se completan), que esta sociedad produce necesariamente este imaginario, esta «ilu-sión» como decía Freud hablando de la religión, de la que tiene necesidad para su funcio-

namiento. Estas interpretaciones son preciosas y verdaderas. Pero encuentran su límite en estas preguntas: ¿por qué es en lo imaginario en lo que una sociedad debe buscar el com-plemento necesario de su orden? ¿Por qué se encuentra cada vez, en el núcleo de este ima-ginario y a través de todas sus expresiones, algo irreductible a lo funcional, que es como una inversión inicial del mundo y de sí mismo por la sociedad con un sentido que no está «dictado» por los factores reales, puesto que es más bien él el que confiere a estos factores

reales tal importancia y tal lugar en el universo que se constituye esta sociedad –sentido que se reconoce a la vez en el contenido y en el estilo de su vida (y que no están tan alejados de lo que Hegel llamaba «el espíritu de un pueblo»)? ¿Por qué, de todas las tribus pastorales que erraron en el segundo milenio antes de nuestra era en el desierto entre Tebas y Babilo-nia, una sola eligió expedir al Cielo a un Padre innombrable, severo y vindicativo, hacer de él el único creador y el fundamento [206] de la Ley e introducir así el monoteísmo en la historia? ¿Y por qué, de todos los pueblos que fundaron ciudades en la cuenca mediterrá-

nea, una sola decidió que hay una ley impersonal que se impone incluso a los dioses, la estableció como consustancial al discurso coherente y quiso fundar sobre este logos las relaciones entre los hombres, inventando así y a la vez Filosofía y Democracia? ¿Cómo

puede ser que, tres mil años después, suframos aún las consecuencias de lo que pudieron

soñar los judíos y los griegos? ¿Por qué y cómo este imaginario, una vez planteado, implica unas consecuencias propias, que van más allá de sus «motivos» funcionales e incluso los contrarían, que sobreviven mucho tiempo después de las circunstancias que lo han hecho nacer –que finalmente muestran en lo imaginario un factor autonomizado de la vida social?

Sea la religión mosaica instituida, como toda religión está centrada sobre un imagi-nario. En tanto que religión, debe instaurar unos ritos; en tanto que institución, debe rodear-

se de sanciones. Pero ni como religión ni como institución puede existir si, alrededor del imaginario central, no comienza la proliferación de un imaginario segundo. Dios creó el mundo en siete días (seis más uno). ¿Por qué siete? Se puede interpretar el número siete a la manera freudiana; podríamos eventualmente también remitirnos a cualquier hecho y a cual-quier costumbre productivas. Siempre resulta que esta determinación terrestre (quizás «real», pero quizás ya imaginaria), exportada al Cielo, es de allí reimportada bajo la forma

de sacralización de la semana. El séptimo día se convierte ahora en día de adoración a Dios y de descanso obligatorio. Las incontables consecuencias comienzan así a desprenderse. La primera fue la lapidación de ese pobre desgraciado que recogía briznas de hierba en el de-sierto en el día del Señor. Entre las más recientes, mencionemos al azar el nivel de la tasa de plusvalía,

136 la curva de la frecuencia de los coitos en las sociedades cristianas que pre-

senta unos máximos periódicos cada siete días, y el aburrimiento mortal de los domingos en

la semana inglesa. [207] Sea otro ejemplo, el de las ceremonias, de «paso», de «confirmación», de «inicia-

ción» que marcan la entrada de una clase adolescente a la clase adulta; ceremonias que jue-gan un papel tan importante en la vida de todas las sociedades arcaicas, y de las cuales sub-sisten en las sociedades modernas unos restos nada desdeñables. En el contexto dado cada vez, estas ceremonias hacen aparecer un importante componente funcional-económico y

están tejidas de mil maneras con la «lógica» de la vida de la sociedad considerada («lógica» ampliamente no consciente, está claro). El acceso de una serie de individuos a la plenitud de sus derechos debe estar marcado pública y solemnemente (a falta de estado civil, diría un funcionario prosaico), debe otorgarse un «certificado» y, para el psiquismo del adoles-cente, esta etapa crucial de su madurez debe ir marcada por una fiesta y una prueba. Pero, alrededor de este núcleo –y, cediendo a la tentación, diría como para las ostras perlíferas:

alrededor de esta inmensa impureza, crista- liza una sedimentación de incontables reglas, actos, ritos, símbolos, en una palabra, de componentes llenos de elementos mágicos y más generalmente imaginarios, cuya justificación relativa al núcleo funcional es más y más me-diata, y finalmente nula. Los adolescentes deben ayunar un determinado número de días, y no comer más que determinado tipo de alimentación, preparada por determinada categoría de mujeres, sufrir tal prueba, dormir en tal cabaña o no dormir cierto número de noches,

llevar tales ornamentos y tales emblemas, etc. El etnólogo, ayudado por consideraciones marxistas, freudianas u otras, intentará en

cada caso aportar una interpretación de la ceremonia en todos sus elementos. Y hace bien –si lo hace bien. Se evidencia al acto que no puede interpretarse la ceremonia mediante la reducción directa a su aspecto funcional (como tampoco puede interpretarse una neurosis diciendo que tiene que ver con la vida sexual del sujeto); la función es poco más o menos la misma en todas partes, incapaz por lo tanto de explicar la inverosímil abundancia de deta-

136 23. Hubiese sido evidentemente mucho más conforme a la «lógica» del capitalismo adoptar un calendario

de «décadas», con 36 ó 37 días de descanso al año, que mantener las semanas y los 52 domingos.

lles y de complicaciones, casi siempre diferentes. La interpretación comportará una serie de

reducciones indirectas a otros componentes, en los que se encontrará de nuevo un elemento funcional y otra cosa (por ejemplo; la composición de la comida de los adolescentes, o la categoría de mujeres que la prepararán, estarán [208] vinculadas a la estructura de los cla-nes o al pattern alimentario de la tribu, que serán a su vez remitidas a unos elementos «re-ales», pero también a unos fenómenos totémicos, a unos tabúes que afectan a tales elemen-tos, etc.). Estas sucesivas reducciones se encuentran, tarde o temprano, con su límite, y esto

bajo dos formas: los elementos últimos son símbolos, de cuya constitución el imaginario no puede separarse ni aislarse; las sucesivas síntesis de estos elementos, las «totalidades par-ciales» de las que están hechas la vida y la estructura de una sociedad, las «figuras» en las que se deja ver para sí misma (los clanes, las ceremonias, los momentos de la religión, las formas de las relaciones de autoridad, etc.) poseen a su vez un sentido indivisible, como si procediese de una operación originaria que la planteó de entrada –y en este sentido, a partir

de este momento activo como tal, se sitúa a otro nivel que el de cualquier determinación funcional.

Esta doble acción se revela con mayor facilidad que en cualquier otro lugar en las culturas más «integradas», sea cual sea el modo de esta integración. Se revela en el tote-mismo, en el que un símbolo «elemental» es al mismo tiempo principio de organización del mundo y fundamento de la existencia de la tribu. Se revela en la cultura griega, en la que la

religión (inseparable de la ciudad y de la organización socio-política) recubre con sus símbolos cada elemento de la naturaleza y de las actividades humanas y confiere en el mismo acto un sentido global al universo y al lugar de los hombres en éste.

137 Aparece in-

cluso en la sociedad capitalista occidental, en [209] la que, como veremos, el «desencanto del mundo» y la destrucción de las formas anteriores de lo imaginario han ido paradójica-mente a la par con la constitución de un nuevo imaginario, centrado sobre lo «pseudo-

racional» y que afecta a la vez a los «elementos últimos» del mundo y a su organización total.

Lo que decimos se refiere a lo que puede llamarse lo imaginario central de cada cul-tura, ya se sitúe en el nivel de los símbolos elementales o en el de un sentido global. Evi-dentemente hay, además, lo que puede llamarse lo imaginario periférico, no menos impor-tante en sus efectos reales, pero que no nos ocupará aquí. Corresponde a una segunda o

enésima elaboración imaginaria de los símbolos, a unas capas sucesivas de sedimentación. Un icono es un objeto simbólico de un imaginario –pero está investido de otra significación imaginaria cuando los fieles rascan su pintura y la beben como medicamento. Una bandera es un símbolo con función racional, signo de reconocimiento y de reunión, que se convierte

137 24. Evoquemos, para mayor facilidad y brevedad, un ejemplo ciertamente más banal: la diosa «de la tie-

rra», la diosa-tierra, Demeter. La etimología más probable (otras fueron igualmente propuestas: Véase Lidell-

Scott, Greek-English Lexicon, Oxford, 1940) es Ge-Meter, Gaia-Meter, tierra-madre. Gaia es a la vez el

nombre de la tierra y de la primera diosa, que, con Urano, está en el origen de la dinastía de los dioses. La

tierra es de entrada vista como diosa originaria, nada indica que haya sido jamás vista como «objeto». Este

término, que denota la tierra, connota al mismo tiempo las «propiedades» o, más bien, las maneras de ser

esenciales de la tierra: fecunda y nutridora. Es también lo que connota el significante madre. El vínculo o,

más bien, la identif icación de los dos significados: Tierra-Madre, es evidente. Este primer momento imagina-

rio es indisociable del otro: el de que la Tierra-Madre es una divinidad, antropomorfa -¡y con razón, puesto

que es Madre!-. El componente imaginario del símbolo particular es de la misma sustancia, por decirlo así,

que lo imaginario global de esta cultura –lo que nosotros llamamos la divinización antropomorfa de las fuer-

zas de la naturaleza

rápidamente en aquello por lo cual puede y debe perderse la vida y en aquello que da esca-

lofríos a lo largo de la columna vertebral a los patriotas que miran pasar un desfile militar. La visión moderna de la institución, que reduce su significación a lo funcional, no es

sino parcialmente correcta. En la medida en que se presenta como la verdad sobre el pro-blema de la institución, no es más que proyección. Proyecta sobre el conjunto de la historia una idea tomada, no ya de la realidad efectiva de las instituciones del mundo capitalista occidental (que jamás han sido y siguen sin ser, a pesar del enorme movimiento de «racio-

nalización», sino parcialmente funcionales), sino de lo que este mundo quisiera que fuesen sus instituciones. Visiones aún más recientes, que no quieren ver en la institución más que lo simbólico (e identifican éste con lo racional) representan también una verdad tan sólo parcial, y su generalización contiene igualmente una proyección. [210]

Las visiones antiguas sobre el origen «divino» de las instituciones eran, bajo sus en-voltorios místicos, mucho más verdaderas. Cuando Sófocles

138 hablaba de leyes divinas,

más fuertes y más duraderas que las hechas por la mano del hombre (y, como por azar, se trata en el caso preciso del interdicto del incesto que violó Edipo), indicaba una fuente de la institución más allá de la conciencia lúcida de los hombres como legisladores. Es esta mis-ma verdad la que subtiende el mito de la Ley dada a Moisés por Dios –por un pater abs-conditus, por un invisible innombrable. Más allá de la actividad consciente de instituciona-lización, las instituciones encontraron su fuente en lo imaginario social. Este imaginario

debe entrecruzarse con lo simbólico, de lo contrario la sociedad no hubiese podido «reunir-se», y con lo económico-funcional, de lo contrario no hubiese podido sobrevivir. También puede ponerse, se pone necesariamente, a su servicio: hay, es cierto, una función de lo ima-ginario de la institución, aunque ahí todavía se constate que el efecto de lo imaginario su-pera su función; no es «factor último» (no buscamos alguno, en efecto), pero, sin él, la de-terminación tanto de lo simbólico como de lo funcional, la especificidad y la unidad de lo

primero, la orientación y la finalidad de lo segundo, permanecen incompletos y finalmente incomprensibles. La alienación y lo imaginario

La institución es una red simbólica, socialmente sancionada, en la que se combinan, en proporción y relación variables, un componente funcional y un componente imaginario. La alienación es la autonomización y el predominio del momento imaginario en la institu-ción, que implica la autonomización y el predominio de la institución relativamente a la sociedad. Esta autonomización de la institución [211] se expresa y se encarna en la materia-lidad de la vida social, pero siempre supone también que la sociedad vive sus relaciones

con sus instituciones a la manera de lo imaginario, dicho de otra forma, no reconoce en el imaginario de las instituciones su propio producto.

Esto lo sabía Marx. Marx sabía que «el Apolo de Delfos era en la vida de los grie-gos un poder tan real como cualquier otro». Cuando hablaba del fetichismo de la mercancía y mostraba su importancia para el funcionamiento efectivo de la economía capitalista, su-peraba con toda evidencia la visión simplemente económica y reconocía el papel de lo ima-

138 25. «...Las leyes más altas, nacidas en el éter celeste, del que sólo el Olimpo es el padre, que no fueron

engendradas por la naturaleza mortal de los hombres y que ningún olvido adormecerá jamás; pues en ellas

yace un gran dios, que no envejece», Edipo Rey, 865-871.

ginario.139

Cuando subrayaba que el recuerdo de las generaciones pasadas pesa mucho en la

conciencia de los vivos, indicaba también ese modo particular de lo imaginario que es el pasado vivido como presente, los fantasmas más poderosos que los hombres de carne y hueso, lo muerto que recoge a lo vivo, como le gustaba decir. Y, cuando Lukács dice, en otro contexto, retomando a Hegel, que la conciencia mistificada de los capitalistas es la condición del funcionamiento adecuado de la economía capitalista, dicho de otro modo que las leyes no pueden realizarse más que «utilizando» las ilusiones de los individuos, muestra

una vez más, en un imaginario específico, una de las condiciones de la funcionalidad. Pero este papel de lo imaginario era visto por Marx como un papel limitado, preci-

samente, como papel funcional, como eslabón «no económico» en la «cadena económica». Esto porque pensaba [212] poder remitirlo a una deficiencia provisional (un provisional que iba de la prehistoria al comunismo) de la historia como economía, a la no madurez de la humanidad. Estaba dispuesto a reconocer el poder de las creaciones imaginarias del hombre

–sobrenaturales o sociales-, pero este poder no era para él más que el reflejo de su impoten-cia real. Sería esquemático y romo decir que para Marx la alienación no era más que otro nombre de la penuria, pero es finalmente verdad que, en su concepción de la historia, tal como está formulada en las obras de madurez, la penuria es la condición necesaria y sufi-ciente de la alienación.

140 [213]

139 26. «La relación social determinada que existe entre los hombres mismos... toma aquí a sus ojos la forma

fantasmagórica de una relación entre objetos. Tenemos que apelar a las nebulosas regiones del mundo religio-

so para encontrar algo análogo. Allí, los productos del cerebro humano parecen dotados de vida propia y

constituir entidades independientes, en relación entre sí y con los hombres. Sucede lo mismo, en el mundo de

las mercancías, con los productos del trabajo humano. Esto es lo que llamo el fetichismo que se agarra a los

productos del trabajo a partir del momento en el que figuran como mercancías...» Y, más abajo: «El valor...

transforma cada producto del trabajo en un jeroglífico social», El capital, I, p. 604 y s., Op. cit. [Volveremos más adelante sobre las implicaciones del «fetichismo de la mercancía».] 140 27. Este es sin duda el punto de vista de las obras de madurez: «El reflejo religioso del mundo real no

puede desaparecer más que el día en que las condiciones de la vida cotidiana práctica del hombre trabajador

presenten unas relaciones netamente racionales de los hombres entre sí y con la naturaleza. El ciclo de la vida

social, es decir del proceso material de la producción, no se despoja de su velo místico y nebuloso sino en el

día en que su conjunto aparece como el producto de hombres libremente asociados y que ejercen un control

consciente y metódico. Pero para ello es necesario que la sociedad tenga una base material, o que exista toda

una serie de condiciones materiales de la vida que, a su vez, son el producto natural de una larga y penosa

evolución», El capital, I, p. 614, Op. cit. Y también en el inédito póstumo «Introducción a una crítica de la

economía política», redactado al mismo tiempo que la Contribución a la crítica de la economía política, aca-

badas en 1859: «Toda mitología doma y domina y conforma las fuerzas de la naturaleza en y por la imagina-

ción y desaparece por tanto cuando se consigue dominarlas realmente», (Contribución a la crítica, p. 357 de

la edición francesa, París, 1928). Si así fuese, la mitología jamás desaparecería, ni siquiera el día en que la

humanidad pudiese hacer de maestro de ballet de los varios miles de galaxias visibles en un radio de trece mil

millones de años-luz. [Quedaría aún la irreversibilidad del tiempo, y algunas otras fruslerías que «domar y

dominar».] No se comprendería tampoco cómo la mitología referida a la naturaleza desapareció desde hace

mucho tiempo del mundo occidental; si Júpiter fue ridiculizado por el pararrayos, y Hermes por Las Cajas de

Ahorro, ¿por qué no hemos inventado un dios-cáncer, un dios-ateroma, o un dios Omega-minus? Lo que

Marx decía sobre ello en la cuarta Tesis sobre Feuerbach era más sustancioso: «El hecho de que el fundamen-

to profano (del mundo religioso) se desprende de sí mismo y se fija como imperio independiente en las nubes,

no puede explicarse más que por este otro hecho, el que este fundamento profano está falto de cohesión y está

en contradicción consigo mismo. Es preciso, por consiguiente, que este fundamento sea comprendido de por

sí en su contradicción tanto como revolucionado en la práctica. Por ejemplo, después de que la familia terres-

tre haya sido descubierta como el misterio de la Sagrada Familia, es preciso que la primera sea a su vez an i-

quilada en la teoría y en la práctica». Lo imaginario sería, pues, la solución fantasmal de las contradicciones

reales. Esto es verdad para cierto tipo de imaginario, pero tan sólo de un tipo derivado. Es insuficiente para

No podemos aceptar esa concepción por las razones que expusimos en otra parte:141

hablando brevemente, porque no se puede definir un nivel de desarrollo técnico o de abun-dancia económica a partir del cual la división en clases o la alienación pierdan sus «razones de ser»; porque una abundancia técnicamente accesible está ya hoy en día socialmente obs-taculizada; porque las «necesidades» a partir de las cuales solamente un estado de penuria puede ser definido no tienen nada de fijo, sino que expresan un estado histórico-social.

d

Pero, sobre todo, porque desconoce enteramente el papel de lo imaginario, a saber, que está

en la raíz tanto de la alienación como de la creación en la historia. Ya que la creación presupone, tanto como la alienación, la capacidad de darse lo que

no es (lo que no es dado en la percepción, o lo que no es dado en los encadenamientos simbólicos del pensamiento racional ya constituido). Y no puede distinguirse el imaginario que entra en juego en la creación de lo imaginario «puro y simple», diciendo que el primero «se anticipa» a una realidad aún no dada, pero que «se verifica» a continuación. Ya que

sería primero [214] necesario explicar en qué podría tener lugar esta «anticipación» sin un imaginario y qué le impediría extraviarse. Después, lo esencial de la creación no es «descu-brimiento», sino constitución de lo nuevo: el arte no descubre, constituye, y la relación de lo que constituye con lo «real», relación con seguridad muy compleja, no es en todo caso una relación de verificación. Y, en el plano social, que es aquí nuestro interés central, la emergencia de nuevas instituciones y de nuevas maneras de vivir, tampoco es un «descu-

brimiento», es una constitución activa. Los atenienses no encontraron la democracia entre otras flores salvajes que crecían en el Pnyx, ni los obreros parisinos desenterraron la Co-muna sacando los adoquines de los bulevares. Tampoco «descubrieron», unos y otros, estas instituciones en el cielo de las ideas, después de inspeccionar todas las formas de gobierno que se encuentran en él desde la eternidad expuestas y bien colocadas en sus vitrinas. In-ventaron algo, que se mostró, es cierto, viable en las circunstancias dadas, pero que tam-

bién, a partir del momento en que existió, las modificó esencialmente –y que, por otra par-te, veinticinco siglos o cien años después, siguió estando «presente» en la historia. Esta «verificación» no tiene nada que ver con la verificación, gracias a la circunnavegación de Magallanes, de la idea de que la tierra es redonda –idea que de entrada, ella también, se da algo que no está en la percepción, pero que se refiere a un real ya constituido.

142

comprender lo imaginario central de una sociedad, por las razones explicadas más adelante en el texto, que

vienen a ser lo siguiente: la constitución misma de estas contradicciones reales es inseparable de este imagina-

rio central. 141 28. Véase «Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne» en el n° 33 de «Socialisme ou

Barbarie», p. 75 y s. d Es evidente que las necesidades, en el sentido social-histórico (que no es el de las necesidades biológicas),

son un producto del imaginario radical.

El «imaginario» que compensa la no-satisfacción de estas necesidades no es, pues, sino un imaginario

segundo y derivado. Lo es también para ciertas tendencias psicoanalíticas contemporáneas, para las que lo

imaginario «sutura» un vacío o un desgarro originarios del sujeto. Pero este vacío no existe sino mediante el

imaginario radical del sujeto. Volveremos sobre ello largamente en la segunda parte. 142 29. Está claro, alguien podrá siempre decirnos que estas creaciones históricas no son más que el descubri-

miento progresivo de los posibles contenidos en un sistema absoluto ideal y «preconstituido». Pero, como ese

sistema absoluto de todas las formas posibles jamás puede, por definición, ser exhibido y como no está pre-

sente en la historia, la objeción es gratuita y viene a ser finalmente una querella de palabras. A posteriori,

podrá siempre decirse de cualquier realización que también era idealmente posible. Es una tautología vacía,

que no enseña nada a nadie.

Cuando se afirma, en el caso de la institución, que lo imaginario no juega en ella un

papel sino porque hay problemas «reales» que los hombres no llegan a resolver, se olvida, pues, por un lado, que los hombres no llegan precisamente a resolver estos problemas [215] reales, en la medida en que lo consigan, sino porque son capaces de imaginario; y, por otra parte, que estos problemas reales no pueden ser problemas, no se constituyen como aque-llos problemas que tal época o tal sociedad se da como tarea resolver, más que en función de un imaginario central de la época o de la sociedad consideradas. Eso no significa que

estos problemas sean inventados pieza a pieza y que surjan a partir de la nada y en el vacío. Pero lo que, para cada sociedad, conforma problemas en general (o surge como tal a un nivel dado de especificación y de concreción) es inseparable de su manera de ser en gene-ral, del sentido precisamente problemático con el que inviste al mundo y su lugar en éste, sentido que como tal no es ni cierto, ni falso, ni verificable, ni falsificable con referencia a unos «verdaderos» problemas y a su «verdadera» solución, salvo en una acepción muy es-

pecífica, sobre la cual volveremos. Si se tratase de la historia de un individuo, ¿qué sentido tendría decir que sus forma-

ciones imaginarias no toman importancia, no desempeñan un papel sino porque unos facto-res «reales» –la represión de las pulsiones, un traumatismo- habían creado ya un conflicto? Lo imaginario actúa sobre un terreno en el que hay represión de las pulsiones y a partir de uno o varios traumas; pero esta represión de las pulsiones está siempre ahí, y ¿qué es lo que

constituye un trauma? Fuera de los casos límite, un acontecimiento no es traumático más que porque es «vivido como tal» por el individuo, y esta frase quiere decir aquí: porque el individuo le imputa una significación dada, que no es su significación «canónica», o en todo caso que no se impone ineluctablemente como tal.

143

Asimismo, en el caso de una sociedad, la idea de que sus formaciones imaginarias «se fijan en imperio independiente en las nubes», porque la sociedad considerada no llega a

resolver «en la realidad» sus problemas, es cierta en el nivel segundo, pero no en el nivel originario. Pues esto carece de sentido si no puede decirse cuál es el problema de la socie-dad que hubiese sido incapaz de resolver. Ahora bien, la respuesta a esta pregunta es impo-sible, no porque [216] nuestras encuestas no sean lo bastante avanzadas o porque nuestro saber sea relativo; es imposible porque la cuestión carece de sentido. No hay el problema de la sociedad. No hay «algo» que los hombres quieren profundamente y que hasta aquí no

han podido tener porque la técnica era insuficiente o incluso porque la sociedad seguía di-vidida en clases. Los hombres fueron, individual y colectivamente, ese querer, esa necesi-dad, ese hacer, que se dio cada vez otro objeto y con ello otra «definición» de sí mismo.

Decir que lo imaginario no surge –o no desempeña un papel- sino porque el hombre es incapaz de resolver su problema real, supone que se sabe y que puede decirse cuál es este problema real, siempre y en todas partes el mismo (pues, si este problema cambia, estamos

obligados a preguntarnos por qué, y esto remite a la pregunta precedente). Esto supone que se sabe, y que puede decirse lo que es la humanidad y lo que quiere, aquello hacia lo cual tiende, como se dice (o se cree poder decir) de los objetos.

A esta pregunta, los marxistas dan siempre una doble respuesta, una respuesta con-tradictoria de la cual ninguna «dialéctica» puede enmascarar la confusión y, en el límite, la mala fe:

La humanidad es lo que tiene hambre.

143 30. El acontecimiento traumático es real en tanto que acontecimiento, e imaginario en tanto que trauma-

tismo.

La humanidad es lo que quiere la libertad –no la libertad del hambre, la libertad sin

más, de la que estarán muy de acuerdo en decir que no tiene, ni puede tener «objeto» de-terminado en general.

La humanidad tiene hambre, es cierto. Pero tiene hambre ¿de qué? y ¿cómo? Aún tiene hambre, en el sentido literal, para la mitad de sus miembros, y este hambre hay que satisfacerla, es cierto. Pero ¿sólo tiene hambre de alimento? ¿En qué difiere, entonces, de las esponjas o de los corales? ¿Por qué ese hambre, una vez satisfecho, deja siempre apare-

cer otras preguntas, otras demandas? ¿Por qué la vida de las capas que, en todas las épocas, han podido satisfacer su hambre, o de las sociedades enteras que pueden hacerlo hoy, no ha llegado a ser libre –o no se ha vuelto vegetal? ¿Por qué la saciedad, la seguridad y la copu-lación ad libitum en las sociedades escandinavas, pero también, cada vez más, en todas las sociedades de capitalismo moderno (mil millones de individuos) no ha hecho surgir indivi-duos y colectividades autónomas? ¿Cuál es la necesidad que estas poblaciones no pueden

satisfacer? Que se diga que esta necesidad es constantemente mantenida [217] en la insatis-facción por el progreso técnico, que hace surgir nuevos objetos, o por la existencia de capas privilegiadas que ponen ante los ojos de los demás otros modos de satisfacerla –y se habrá concedido lo que queremos decir: que esta necesidad no lleva en sí misma la definición de un objeto que podría colmarla, como la necesidad de respirar encuentra su objeto en el aire atmosférico, que nace históricamente; que ninguna necesidad definida es la necesidad de la

humanidad. La humanidad tuvo y tiene hambre de alimentos, pero también tuvo hambre de vestidos y, después, de vestidos distintos a los del año pasado, tuvo hambre de coches y de televisión, tuvo hambre de poder y hambre de santidad, tuvo hambre de ascetismo y de des-enfreno, tuvo hambre de mística y hambre de saber racional, tuvo hambre de calor y de fraternidad, pero también hambre de sus propios cadáveres, hambre de fiestas y hambre de tragedias, y ahora parece tener hambre de Luna y de planetas. Es necesaria una buena dosis

de cretinismo para pretender que se inventaron todas estas hambres porque no se comía ni se jodía bastante.

El hombre no es esa necesidad que comporta su «buen objeto» complementario, una cerradura que tiene su llave (que hay que volver a encontrar o fabricar). El hombre no pue-de existir sino definiéndose cada vez como un conjunto de necesidades y de objetos corres-pondientes, pero supera siempre estas definiciones –y, si las supera (no solamente en un

virtual permanente, sino en la efectividad del movimiento histórico), es porque salen de él mismo, porque él las inventa (no en lo arbitrario ciertamente, siempre están la naturaleza, el mínimo de coherencia que exige la racionalidad y la historia precedente), porque, por lo tanto, él las hace haciendo y haciéndose, y porque ninguna definición racional, natural o histórica permite fijarlas de una vez por todas. «El hombre es lo que no es lo que es, y que es lo que no es», decía ya Hegel.

Las significaciones imaginarias sociales

Vimos que no pueden comprenderse las instituciones, y menos aún el conjunto de la vida social, como un sistema simplemente [218] funcional, serie integrada de ordenaciones sometidas a la satisfacción de las necesidades de la sociedad. Ya toda interpretación de este

tipo suscita inmediatamente el interrogante: funcional en relación a qué y con qué fin –

pregunta que no comporta respuesta en el interior de una respuesta funcionalista.144

Las

instituciones son ciertamente funcionales en tanto que deben asegurar necesariamente la supervivencia de la sociedad considerada.

145 Pero ya lo que llamamos «supervivencia» tie-

ne un contenido completamente diferente según la sociedad que se considere y, más allá de este aspecto, las instituciones son «funcionales» en relación a unos fines que no se despren-den ni de la funcionalidad, ni de su contrario. Una sociedad teocrática, una sociedad dis-puesta esencialmente para permitir a una capa de señores guerrear interminablemente, o

finalmente una sociedad como la del capitalismo moderno que crea con un flujo continuo nuevas «necesidades» y se agota al satisfacerlas, no pueden ser ni descritas, ni comprendi-das en su funcionalidad misma sino en relación a puntos de vista, orientaciones, cadenas de significaciones que no solamente escapan a la funcionalidad, sino a las que la funcionalidad se encuentra en buena parte sometida.

Tampoco pueden comprenderse las instituciones simplemente como una red simbó-

lica.146

Las instituciones forman una red simbólica, pero esta red, por definición, remite a otra cosa que al simbolismo. Toda interpretación puramente simbólica de las instituciones [219] suscita inmediatamente estas preguntas: ¿Por qué este sistema de símbolos, y no otro? ¿Cuáles son las significaciones vehiculadas por los símbolos, el sistema de los significados al que remite el sistema de los significantes? ¿Por qué y cómo las redes simbólicas consi-guen autonomizarse? Y se sospecha ya que las respuestas a estas preguntas están profun-

damente vinculadas. a) Comprender, tanto como se pueda, la «elección» que una sociedad hace de su

simbolismo exige superar las consideraciones formales, o incluso «estructurales». Cuando se dice, a propósito del tote- mismo, que tales especies animales están investidas totémica-mente, no porque sean «buenas para ser comidas» sino porque son «buenas para ser pensa-

144 31. «...decir que una sociedad funciona es una perogrullada; pero decir que todo en una sociedad funciona

es absurdo», Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurales, p. 17 de la edición francesa, París, 1958. 145 32. Incluso esto, por lo demás, no es así sin problemas: hemos recordado ya la existencia de instituciones

disfuncionales, especialmente en las sociedades modernas, o bien la ausencia de instituciones necesarias para

ciertas funciones. 146 33. Como parece querer hacerlo cada vez más Claude Lévi-Strauss. Véase especialmente Le totémisme

aujourd'hui, París, 1962, [Traducción española: El totemismo en la actualidad, Fondo Cultura Económica,

México, 1965] y la discusión con Paul Ricoeur en «Esprit», noviembre de 1963, especialmente p. 636:

«Decís... que La pensée sauvage hace una elección a favor de la sintaxis y en contra de la semántica; para mí,

no hay elección... el sentido resulta siempre de la combinación de elementos que no son por sí mismos signi-

ficantes... el sentido es siempre reductible... detrás de todo sentido hay un sinsentido, y lo contrario no es

cierto... la significación siempre es fenoménica». Así, en Le cru et le cuit, París, 1964, Lévi-Strauss escribe:

«No pretendemos, pues, mostrar cómo piensan los hombres en los mitos, sino cómo se piensan los mitos en

los hombres y sin que ellos lo sepan. Y quizás... convenga llegar aún más lejos, haciendo abstracción de todo

sujeto para considerar que, en cierto modo, los mitos se piensan entre sí. Pues se trata aquí de desprender, no

tanto lo que hay en los mitos... como el sistema de los axiomas y de los postulados que definen el mejor códi-

go posible, capaz de dar una signif icación común a unas elaboraciones inconscientes...» (p. 20, subr. en el

texto). En cuanto a esta significación, «...si preguntamos hasta qué último signif icado remiten estas significa-

ciones que se significan una a otra, pero que deben a f in de cuentas y todas juntas remitirse a algo, la única

respuesta que sugiere este libro es que los mitos signif ican el espíritu, que los elabora por medio del mundo

del que él mismo forma parte» (Ib., p. 346). Como se sabe que, para Lévi-Strauss, el espíritu significa el cere-

bro y que éste pertenece decididamente al orden de las cosas, salvo que posea esa extraña propiedad de poder

simbolizar las demás cosas, se llega a la conclusión de que la actividad del espíritu consiste en simbolizarse a

sí mismo en tanto que algo dotado de poder simbolizador. De todos modos, lo que nos importa aquí no son las

aporías filosóficas a las que con- duce esta posición, sino que deja escapar lo esencial en lo histórico-social.

das»,147

se desvela sin duda una verdad importante. Pero ésta no debe ocultar las cuestiones

que vienen después: ¿Por qué estas especies son «mejores para ser pensadas» que otras? ¿Por qué tal pareja de oposiciones es elegida [220] de entre incontables y distintas ofrecidas por la naturaleza? ¿Pensar por quién, cuándo y cómo? En una palabra, esta verdad no debe servir para evacuar la cuestión del contenido, para eliminar la referencia al significado. Cuando una tribu pone dos clanes como homólogos a la pareja halcón-corneja, surge al acto la cuestión de saber por qué esta pareja fue elegida entre todas las que podrían connotar una

diferencia en el parentesco. Y es claro que la cuestión se plantea con infinitamente más insistencia en el caso de las sociedades históricas.

148

b) Comprender, e incluso simplemente captar, el simbolismo de una sociedad, es captar las significaciones que conlleva. Estas significaciones no aparecen sino vehiculadas por unas estructuras significantes; pero esto no quiere decir que se reduzcan a ellas, ni que resulten de ellas de manera unívoca, ni finalmente que sean determinadas por ellas. Cuan-

do, a propósito del mito de Edipo, se despeja una estructura que consiste en dos parejas de oposiciones,

149 se indica probablemente una condición necesaria (como las oposiciones

fonemáticas en la lengua) para que algo sea dicho. Pero ¿qué es lo que es dicho? ¿Es cual-quier cosa –es decir la nada? ¿Es en este caso indiferente que esta estructura, esta organiza-ción de varios pisos de significantes y de significados particulares, transmita finalmente una significación global o un sentido articulado, el interdicto y la sanción del incesto y, por ello

mismo, la constitución del mundo humano como ese orden de coexistencia en el que el prójimo no es simple objeto de mi deseo, sino que existe para sí y sostiene con un tercero unas relaciones a las cuales el acceso me está vedado? Cuando, además, un análisis estruc-tural reduce todo un conjunto de mitos arcaicos a la intención de significar, [221] por medio de la oposición entre lo crudo y lo cocido, el paso de la naturaleza a la cultura,

150 ¿acaso no

está claro que el contenido así significado posee un sentido fundamental, o sea el interro-

gante y la obsesión sobre los orígenes, forma y parte de la obsesión de la identidad, del ser del grupo que se lo plantea? Si el análisis en cuestión es verdadero, significa esto: los hom-bres se hacen la pregunta, ¿qué es el mundo humano?, y responden mediante un mito: el mundo humano es aquél que hace sufrir una transformación a los datos naturales (en el que se hacen cocer los alimentos); es finalmente una res- puesta racional dada en lo imaginario por medios simbólicos. Hay un sentido que jamás puede ser dado independientemente de

todo signo, pero que es distinto a la oposición de los signos, y que no está forzosamente vinculado a estructura significante particular alguna, puesto que es, como decía Shannon, lo que permanece invariable cuando un mensaje es traducido de un código a otro, e incluso, podría añadirse, lo que permite definir la identidad (aunque fuese parcial) en el mismo código de mensajes, cuya factura es diferente. Es imposible sostener que el sentido es sim-plemente lo que resulta de la combinación de los signos.

151 Puede decirse igualmente que la

combinación de los signos resulta del sentido, pues finalmente el mundo no está hecho más

147 34. Lévi-Strauss, Le totémismo aujourd'hui, Op. cit., p. 128. 148 35. La lingüística, ciencia que trabaja por así decirlo al nivel del simbolismo, se plantea de nuevo esta

pregunta. Véase Roman Jakobson, Ensayos de lingüística general, Seix Barral, Barcelona, 1974, cap. 7 («El

aspecto fonológico y el aspecto gramatical en sus interrelaciones»). Aún menos puede evitarse el plantearla en

los demás terrenos de la vida histórica, a los que F. de Saussure jamás habría pensado extender el principio de

lo «arbitrario del signo». 149 36. Véase Lévi-Strauss, Anthropologie structurale, Op. cit., pp. 235-243. 150 37. Lévi-Strauss, Le cru et le cuit, Op. cit. 151 38. Como lo hace Lévi-Strauss, en «Esprit», número citado.

que de gentes que interpretan el discurso de los demás; para que éstos existan, primero es

necesario que éstos hayan hablado, y hablar es ya elegir signos, dudar, rehacerse, rectificar los signos ya elegidos –en función de un sentido. El musicólogo estructuralista es una per-sona infinitamente respetable, a condición de que no olvide que debe su existencia (desde el punto de vista económico, pero también ontológico) a alguien distinto a él, quien, antes que él, recorrió el camino a la inversa, a saber, al músico creador que (consciente o inconscien-temente, qué más da) planteó, e incluso eligió, estas «oposiciones de signos», tachó unas

notas en una partitura, enriqueció o empobreció tal acorde, confió finalmente a la madera tal frase inicialmente destinada [222] al cobre, guiado por una significación musical a ex-presar (y que, está claro, no cesa de estar influenciada, a lo largo de la composición, por los signos disponibles en el código utilizado, en el lenguaje musical que el compositor adoptó –aunque finalmente un gran compositor modifique este mismo lenguaje y constituya en masa sus propios significantes). Eso vale en la misma medida para el mitólogo o para el antropó-

logo estructuralista, salvo que aquí el creador es una sociedad entera, la reconstrucción de los códigos es mucho más radical, y mucho más escondida –en una palabra, la constitución de los signos en función de un sentido es algo infinitamente más complejo. Considerar el sentido como simple «resultado» de la diferencia de los signos, es transformar las condicio-nes necesarias de la lectura de la historia en condiciones suficientes de su existencia. Y, ciertamente, estas condiciones de lectura son ya intrínsecamente condiciones de existencia,

puesto que no hay historia sino del hecho de que los hombres comunican y cooperan en un medio simbólico. Pero este simbolismo es él mismo creado. La historia no existe sino en y por el «lenguaje» (todo tipo de lenguajes), pero este lenguaje, se lo da, lo constituye, lo transforma. Ignorar esta vertiente de la cuestión es plantear para siempre la multiplicidad de los sistemas simbólicos (y por tanto institucionales) y su sucesión como hechos brutos a propósito de los cuales no habría nada que decir (y aún menos que hacer), es eliminar la

cuestión histórica por excelencia: la génesis del sentido, la producción de nuevos sistemas de significados y de significantes. Y, si esto es cierto para la constitución histórica de nue-vos sistemas simbólicos, lo es del mismo modo para la utilización, en cada instante, de un sistema simbólico establecido y dado. Tampoco en este caso puede decirse absolutamente que el sentido «resulta» de la oposición de los signos, ni lo inverso, ya que esto transpor-taría aquí unas relaciones de causalidad, o en todo caso de correspondencia biunívoca rigu-

rosa, que enmascararía y anularía lo que es la característica más profunda del fenómeno simbólico, a saber su relativa indeterminación. En el nivel más elemental, esta indetermina-ción está ya claramente indicada por el fenómeno de la sobredeterminación de los símbolos (varios significados pueden ser vinculados al mismo significante), –al que hay [223] que añadir el fenómeno inverso, que podría llamarse la sobresimbolización del sentido (el mis-mo significado es llevado por varios significantes; hay, en el mismo código, mensajes equi-

valentes; hay, en toda lengua, «rasgos redundantes», etc.). Las tendencias extremistas del estructuralismo resultan de que cede efectivamente a

«la utopía del siglo», que no es «la de construir un sistema de signos sobre un solo nivel de articulación»

152 sino precisamente de eliminar el sentido (y, bajo otra forma, eliminar al

hombre). Así es cómo se reduce el sentido, en la medida en que no es identificable con una combinación de signos (aunque sólo fuera como su resultado necesario y unívoco), a una interioridad no transportable, a un «cierto sabor».

153 Al parecer, no puede concebirse el

152 39. Lévi-Strauss, Le cru et le cuit, Op. cit., p. 32. 153 40. Lévi-Strauss, en «Esprit», número citado, pp. 637-641.

sentido más que en su acepción psicológica afectiva más limitada. Pero la interdicción del

incesto no es un sabor; es una ley, a saber una institución que lleva una significación, símbolo, mito y enunciado de regla que remite a un sentido organizador de una infinidad de actos humanos, que hace levantar en medio del campo de lo posible la muralla que separa lo lícito de lo ilícito, que crea un valor, y vuelve a disponer todo el sistema de las significa-ciones, dando como ejemplo a la consanguineidad un contenido que «antes» no poseía. La diferencia entre naturaleza y cultura tampoco es la simple diferencia de sabor entre lo crudo

y lo cocido, es un mundo de significaciones. c) Finalmente, es imposible eliminar la pregunta: ¿cómo y por qué el sistema simbó-

lico de las instituciones consigue autonomizarse? ¿Cómo y porqué la estructura institucio-nal, en cuanto se plantea se convierte en un factor al que la vida efectiva de la sociedad está subordinada y como sometida? Responder que está en la naturaleza del simbolismo auto-nomizarse sería peor que una inocente tautología. Esto sería como decir que está en la natu-

raleza del sujeto el alienarse en los símbolos que emplea, por tanto abolir todo discurso, todo diálogo, toda verdad, planteando que todo lo que [224] decimos es traído por la fatali-dad automática de las cadenas simbólicas.

154 Y sabemos en todo caso que la autonomiza-

ción del simbolismo como tal, en la vida social, es un fenómeno segundo. Cuando la rel i-gión se mantiene, frente a la sociedad, como un factor autonomizado, los símbolos religio-sos no tienen independencia ni valor sino porque encarnan la significación religiosa, su

brillo es prestado –como lo muestra el hecho de que la religión pueda investir nuevos símbolos, crear nuevos significantes, ampararse de otras regiones para sacralizarlas.

e

No es inevitable caer en las trampas del simbolismo por haber reconocido su impor-tancia. El discurso no es independiente del simbolismo, y esto significa en efecto algo dis-tinto a una simple «condición externa»: el discurso está preso en el simbolismo. Pero esto no quiere decir que le esté fatalmente sometido. Y sobre todo, aquello a lo que el discurso

apunta es a algo distinto al simbolismo: es un sentido que puede ser percibido, pensado o imaginado; y son las modalidades de esta relación con el sentido lo que hacen de él un dis-curso o un delirio (que puede ser gramatical, sintáctica y lexicalmente impecable). La dis-tinción, que nos es imposible evitar, entre quien, mirando a la Torre Eiffel, dice: «Es la To-rre Eiffel», y quien, en las mismas circunstancias, dice: «Mira, es la abuela», no puede en-contrarse sino en la relación del [225] significado de sus discursos con un significado canó-

nico de los términos que utiliza y con un núcleo independiente de todo discurso y de toda simbolización. El sentido es este núcleo independiente que llega a la expresión (que, en este ejemplo, es el «estado real de las cosas»).

Plantearemos, pues, que hay significaciones relativamente independientes de los significados que las llevan y que desempeñan un papel en la elección y en la organización

154 41. Puede por supuesto sostenerse que el uso lúcido del s imbolismo es posible a nivel individual (para el

lenguaje, por ejemplo), y no a nivel colectivo (en relación a las instituciones). Pero sería preciso demostrarlo,

aunque esta demostración no podría con toda evidencia apoyarse en la naturaleza general del simbolismo

como tal. No decimos que no haya diferencia entre los dos niveles, ni siquiera que sería simplemente de grado

(complejidad mayor de lo social, etc.). Decimos simplemente que responde a otros factores que el simbolis-

mo, a saber al carácter mucho más profundo (y difícil de despejar) de las significaciones imaginarias sociales

y de su «materialización». Véase más adelante. e La crítica del «estructuralismo» esbozada aquí no respondía a ninguna «necesidad interna» para el autor,

sino solamente a la necesidad de combatir una mistificación de la cual, hace diez años, muy poca gente esc a-

paba. Podría ser fácilmente prolongada y ampliada, pero ésta no es una tarea urgente en la medida en que el

humo del estructuralismo se está disipando.

de estos significantes. Estas significaciones pueden corresponder a lo percibido, a lo racio-

nal, o a lo imaginario. Las relaciones íntimas que prácticamente siempre existen entre estos tres polos no deben hacer perder de vista su especificidad.

Sea Dios. Sean cuales sean los puntos de apoyo que su representación tome en lo percibido; sea cual sea su eficacia racional como principio de organización del mundo para ciertas culturas, Dios no es ni una significación de algo real, ni una significación de algo racional; ni tampoco es símbolo de otra cosa. ¿Qué es Dios, no como concepto de teólogo,

ni como idea de filósofo, sino para nosotros, quienes pensamos en quién es para los que creen en Dios? No pueden evocarlo, referirse a él sino con la ayuda de símbolos, aunque sólo sea por el «Nombre» –pero, para ellos, y para nosotros, quienes consideramos este fenómeno histórico constituido por Dios y por los que creen en Dios, supera infinitamente este «Nombre», es otra cosa. Dios no es ni el nombre de Dios, ni las imágenes que un pue-blo puede darse, ni nada similar. Llevado, indicado por todos estos símbolos, es, en cada

religión, lo que los convierte en símbolos religiosos –una significación central, organiza-ción en sistema de significantes y significados, lo que sostiene la unidad cruzada de unos y otros, lo que permite también su extensión, su multiplicación, su modificación. Y esta sig-nificación, ni de algo percibido (real), ni de algo pensado (racional), es una significación imaginaria.

Sea también ese fenómeno que Marx llama la reificación, más generalmente la

«deshumanización» de los individuos de las clases explotadas en ciertas fases históricas: un esclavo es visto como animal vocale, el obrero como «tuerca de la máquina», o simple mercancía. Importa poco, aquí, que esta asimilación jamás consiga realizarse [226] del to-do, que la realidad humana de los esclavos o de los obreros la ponga en cuestión, etc.

155

¿Cuál es la naturaleza de esta significación –que, recordémoslo, lejos de ser tan sólo con-cepto o representación, es una significación operante, con graves consecuencias históricas y

sociales? Un esclavo no es un animal, un obrero no es una cosa; pero la reificación no es ni una falsa percepción de lo real, ni un error lógico; y tampoco se la puede convertir en un «momento dialéctico» en la historia totalizada del advenimiento de la verdad de la esencia humana, en la que ésta antes se negaría radicalmente a fin de poder realizarse positivamen-te. La reificación es una significación imaginaria (inútil subrayar que lo imaginario social, tal como lo entendemos, es más real que lo «real»). Desde el punto de vista estrictamente

simbólico, o «lingüístico», aparece como un desplazamiento de sentido, como una combi-nación de metáfora y de metonimia. El esclavo no puede «ser» animal más que metafóri-camente, y esta metáfora, como otra cualquiera, se apoya en la metonimia, tomando la parte por el todo tanto en el animal como en el esclavo y estando la pseudo-identidad de las pro-piedades parciales extendida sobre el todo de los objetos considerados. Pero este desliza-miento de sentido –que es después de todo la operación indefinidamente repetida del sim-

bolismo-, el hecho de que bajo un significante sobrevenga otro significado, es simplemente una manera de describir lo que sucedió y no da cuenta ni de la génesis, ni del modo de ser del fenómeno considerado. Aquello de lo que se trata en la reificación –en el caso de la esclavitud o en el caso del proletariado- es la instauración de una nueva significación ope-rante, la captación de una categoría de hombres por otra categoría como asimilable, a todos

155 42. Hemos comentado en otra parte la relatividad del concepto de reificación; véase «Le mouvement révo-

lutionnaire sous le capitalisme moderne», en particular «Socialisme ou Barbarie», nº 33, pp. 64-65; y también

«Reemprender la revolución», en La experiencia del movimiento obrero, vol. 2, Op. cit. Lo que pone en cues-

tión la reif icación, y la relativiza como categoría y como realidad, es la lucha de los esclavos o de los obreros .

los fines prácticos, a animales o a cosas. Es una creación imaginaria, de la cual ni la reali-

dad, ni la racionalidad, ni las leyes del simbolismo [227] pueden dar cuenta (otra cosa es si esa creación no puede «violar» las leyes de lo real, de lo racional y de lo simbólico), que no necesita para existir ser explicitada en los conceptos o las representaciones y que actúa en la práctica y el hacer de la sociedad considerada como sentido organizador del comporta-miento humano y de las relaciones sociales independientemente de su existencia «para la conciencia» de esta sociedad. El esclavo es metaforizado como animal y el obrero como

mercancía en la práctica social efectiva mucho antes que lo hicieran los juristas romanos, Aristóteles o Marx.

Lo que hace que el problema sea difícil, lo que probablemente explica por qué no ha sido visto durante mucho tiempo sino parcialmente y por qué, aún hoy en día, tanto en An-tropología como en Psicoanálisis, se constatan las mayores dificultades para distinguir los registros y la acción de lo simbólico y de lo imaginario, no sólo son los prejuicios «realistas

y «racionalistas» (cuyas tendencias más extremas del «estructuralismo» contemporáneo representan una curiosa mezcla) que impiden admitir el papel de lo imaginario. Lo cierto es que, en el caso de lo imaginario, el significado al que remite el significante es casi imposi-ble de captar como tal y, por definición, su «modo de ser» es un modo de no-ser. En el re-gistro de lo percibido (real) «exterior» o «interior», la existencia físicamente distinta del significante y del significado es inmediata: nadie confundirá la palabra árbol con un árbol

real, la palabra cólera o tristeza con los afectos correspondientes. En el registro de lo racio-nal, la distinción no es menos clara: sabemos que la palabra (el «término») que designa un concepto es una cosa y el concepto mismo, otra. Pero, en el caso de lo imaginario, las cosas son menos simples.

También podemos distinguir aquí sin duda, en un primer nivel, las palabras y lo que designan, significantes y significados: Centauro es una palabra que remite a un ser imagina-

rio distinto de esta palabra, y que puede «definirse» con palabras (con lo cual se asimila a un pseudo-concepto), o representar por imágenes (con lo cual se asimila a una pseudoper-cepción).

156 Pero ya este caso fácil y superficial [228] (el Centauro imaginario no es más

que una recomposición de pedazos desprendidos de seres reales) no queda agotado por es-tas consideraciones, pues, para la cultura que vivía la realidad mitológica de los Centauros, el ser de éstos era totalmente distinto a la descripción verbal o la representación esculpida

que podía darse de él. Pero, esta realidad última ¿cómo mantenerla? No se da, de cierta manera, como las «cosas en sí», más que a partir de sus consecuencias, de sus resultados, de sus derivados. ¿Cómo captar a Dios, en tanto que significación imaginaria, de otro modo que a partir de las sombras (de las Abschattungen) proyectadas sobre la actuación social efectiva de los pueblos –pero, al mismo tiempo, ¿cómo no ver que, al igual que la cosa per-cibida, es condición de posibilidad de una serie inagotable de estas sombras, pero que, con-

trariamente a la cosa percibida, jamás se da «en persona»? Sea un sujeto que vive una escena en lo imaginario, se entrega a un ensueño o dobla

fantasmáticamente una escena vivida. La escena consiste en «imágenes» en el sentido más amplio del término. Estas imágenes están hechas del mismo material del que pueden hacer-se símbolos; ¿son símbolos? En la conciencia explícita del sujeto, no; no están ahí por otra cosa, son «vividas» por ellas mismas. Pero aquí no se agota la cuestión. Pueden representar

156 43. Hay una «esencia» del Centauro: dos conjuntos definidos de posibles y de imposibles. Esta «esencia»

es «representable»: no hay imprecisión alguna en lo que se refiere a la apariencia física «genérica» del Cen-

tauro.

otra cosa, un fantasma inconsciente –y así es generalmente como las verá el psicoanalista.

Aquí, pues, la imagen es símbolo -pero ¿de qué? Para saberlo, hay que penetrar en los dédalos de la elaboración simbólica de lo imaginario en el inconsciente. ¿Qué hay en el extremo? Algo que no está ahí para representar otra cosa, que es más bien condición ope-rante de toda representación ulterior, pero que existe ya él mismo en el modo de la repre-sentación: el fantasma fundamental del sujeto, su escena nuclear (no la «escena primitiva»), en la que existe lo que constituye al sujeto en su singularidad: su esquema organizador-

organizado que se imagina y que existe, no en la simbolización, sino en la presentificación imaginaria que ya es para el sujeto significación encarnada y operante, primera captación y constitución en una sola vez de un sistema relacional articulado que plantea, separa y une «interior» y «exterior», esbozo de gesto y esbozo de percepción, reparto de papeles arquetí-picos e imputación originaria de papel al propio sujeto, valoración y desvaloración, [229] fuente de la significancia simbólica ulterior, origen de las inversiones privilegiadas y es-

pecíficas del sujeto, un estructurante-estructurado. En el plano individual, la producción de este fantasma fundamental depende de lo que llamamos lo imaginario radical (o la imagi-nación radical); este fantasma mismo existe a la vez en el modo de lo imaginario efectivo (de lo imaginado) y es primera significación y núcleo de significaciones ulteriores.

Es dudoso que pueda captarse directamente este fantasma fundamental; como mu-cho se puede reconstruir a partir de sus manifestaciones, porque aparece en efecto como

fundamento de posibilidad y de unidad de todo lo que hace la singularidad del sujeto de otro modo que como singularidad puramente combinatoria, de todo lo que en la vida del sujeto supera su realidad y su historia, condición última para que al sujeto le sobrevengan una realidad y una historia.

Cuando se trata de la sociedad –que no se trata evidentemente de transformar en «sujeto», ni propia, ni metafóricamente-, volvemos a encontrar esta dificultad en un grado

doble. Pues tenemos del todo aquí, a partir de lo imaginario que abunda inmediatamente en la superficie de la vida social, la posibilidad de penetrar en el laberinto de la simbolización de lo imaginario; y, forzando el análisis, llegamos a unas significaciones que no están ahí para representar otra cosa, que son como las articulaciones últimas que la sociedad en cues-tión impuso al mundo, a sí misma y a sus necesidades, los esquemas organizadores que son condición de representabilidad de todo lo que esta sociedad puede darse. Pero, por su pro-

pia naturaleza, estos esquemas no existen ellos mismos bajo el modo de una representación sobre la que podría, a fuerza de análisis, ponerse el dedo. No puede hablarse aquí de una «imagen», por vago e indefinido que sea el sentido dado a este término. Dios es, quizá, para cada uno de los fieles, una «imagen» –que puede incluso ser una representación «precisa»-, pero Dios, en tanto que significación social imaginaria, no es ni la «suma», ni la «parte común», ni la «media» de estas imágenes, es más bien su condición de posibilidad y lo que

hace que estas imágenes sean imágenes «de Dios». Y el núcleo imaginario del fenómeno de reificación no es «imagen» para nadie. Las significaciones imaginarias sociales no existen, propiamente hablando, en el modo de una representación; [230] son de otra naturaleza, para la cual es vano buscar una analogía en los otros terrenos de nuestra experiencia. Compara-das a las significaciones imaginarias individuales, son infinitamente más vastas que un fan-tasma (el esquema subyacente a lo que se designa como la «imagen del mundo» judía, grie-ga u occidental se extiende hasta el infinito) y no tienen un lugar de existencia preciso (si es

que acaso puede llamarse al inconsciente individual un lugar de existencia preciso). No pueden ser captadas más que de manera derivada y oblicua, o sea como la distancia a la vez evidente e imposible de delimitar exactamente entre un primer término –la vida y la organi-

zación efectiva de una sociedad- y un segundo término, –igualmente imposible de definir-

esta vida y esta organización concebidas de manera estrictamente «funcional-racional»-; como una «deformación coherente» del sistema de los sujetos, de los objetos y de sus rela-ciones; como la curvatura específica de cada espacio social; como el cemento invisible que mantiene conglomerado este inmenso batiburrillo de real, racional y simbólico que consti-tuye toda sociedad; y como el principio que elige e informa los restos y los pedazos que serán admitidos en él. Las significaciones imaginarias sociales –en todo caso las que son

realmente últimas- no denotan nada, y connotan poco más o menos todo; y por esto es por lo que son tan a menudo confundidas con sus símbolos, no sólo por los pueblos que las lle-van, sino por los científicos que las analizan y que llegan por este hecho a considerar que sus significantes se significan ellos mismos (puesto que no remiten a nada real, a nada ra-cional que pudiese designarse), y a atribuir a estos significantes como tales, al simbolismo tomado en sí mismo, un papel y una eficacia infinitamente superiores a los que poseen cier-

tamente. Pero ¿no cabría la posibilidad de una «reducción» de este imaginario social a lo

imaginario individual –lo cual proporcionaría, a la vez, un contenido denotable a estos sig-nificantes? ¿No podría decirse que Dios, por ejemplo, deriva de los inconscientes indivi-duales y que significa muy precisamente un momento fantasmático esencial de estos in-conscientes, el padre imaginario? Tales reducciones –como la intentada por Freud para la

religión, las que también podrían intentarse para las significaciones imaginarias de nuestra [231] propia cultura- nos parece que contienen una parte importante de verdad, pero no que agoten la cuestión. Es incontestable el que una significación imaginaria deba encontrar sus puntos de apoyo en el inconsciente de los individuos; pero esta condición no es suficiente, y puede incluso preguntarse legítimamente si es condición más que resultado. Bajo ciertos aspectos, el individuo y su psique nos parecen, sobre todo a nosotros, hombres de hoy, que

poseen una «realidad» eminente de la que estaría privado lo social. Pero, en otros aspectos, esta concepción es ilusoria, «el individuo es una abstracción»; el hecho de que el campo social-histórico jamás sea comprensible como tal, sino solamente por sus «efectos», no prueba que posea una mínima realidad, sería más bien lo contrario. El peso de un cuerpo traduce cierta propiedad de este cuerpo, pero también del campo gravitacional que lo rodea, que no es perceptible sino por efectos «mixtos» de este orden; y lo que pertenece «propia-

mente» al cuerpo considerado –su masa en la concepción clásica- no sería, de creer ciertas concepciones cosmológicas modernas, una «propiedad» del cuerpo, sino la expresión de la acción sobre este cuerpo de todos los demás cuerpos del Universo (principio de Mach), en pocas palabras, una propiedad de «co-existencia» que surge a nivel del conjunto. Que en el mundo humano nos encontremos con algo que es a la vez menos y más que una «sustancia» –el individuo, el sujeto, el para-sí- no debe hacer disminuir a nuestros ojos la realidad del

«campo». Concretamente, planteando, al igual que en la interpretación freudiana de la reli-gión, la existencia de un «lugar que ha de ser colmado» en el inconsciente individual y aceptando su lectura de los procesos que producen la necesidad de la sublimación religiosa, no por ello es menos cierto que el individuo no puede colmar este lugar con sus propias producciones, sino tan sólo utilizando significantes de los que no tiene la libre disposición. Lo que el individuo puede producir, no son instituciones, son fantasmas privados. La con-junción se opera a veces, de manera incluso que pueda situarse y fecharse, entre los funda-

dores de religión y algunos otros «individuos excepcionales», cuyo fantasma privado viene a colmar, allí donde hace falta y en el momento oportuno, el agujero del inconsciente de los demás y posee suficiente «coherencia» funcional y racional para resultar viable una vez

simbolizado [232] y sancionado –es decir institucionalizado. Pero esta constatación no re-

suelve el problema en el sentido «psicológico», no sólo porque estos casos son los más es-casos, sino porque incluso sobre ellos la irreductibilidad de lo social es perfectamente legi-ble. Para que esta conjunción entre las tendencias de los inconscientes individuales pueda producirse, para que el discurso del profeta no quede en una alucinación personal o credo de una secta efímera, ciertas condiciones sociales favorables deben haber labrado, sobre un área indefinida, los inconscientes individuales, y haberlos preparado para esta «buena nue-

va». Hasta el profeta trabaja en y por lo instituido, incluso si lo trastoca y toma apoyo en él; todas las religiones cuya génesis conocemos o bien son transformaciones de religiones pre-cedentes, o bien contienen un componente enorme de sincretismo. Sólo el mito de los orí-genes, formulado por Freud en Totem y tabú, escapa en parte a estas consideraciones, y esto porque es un mito, pero también en la medida en que se refiere a un estado híbrido y, a de-cir verdad, incoherente. Lo instituido ya está ahí, incluso la horda primitiva no es un hecho

de naturaleza; ni la castración de los niños varones, ni la preservación del último nacido pueden ser consideradas como relacionadas a un «instinto» biológico (¿con qué finalidad, y cómo habría éste «desaparecido» a continuación?), pero traducen ya la plena acción de lo imaginario, sin la cual, por lo demás, la sumisión de los descendientes es inconcebible, el asesinato del padre no es acto inaugural de la sociedad, sino respuesta a la castración (y ¿qué es ésta sino alarde anticipado?); al igual que la comunidad de los hermanos, en tanto

que institución, sucede al poder absoluto del padre, es más revolución que instauración primera. Lo que aún falta ahí, en la «horda primitiva», es el hecho de que la institución, de la que todos los demás elementos están presentes, sea simbolizada como tal.

Se desprende que, fuera de una postulación mítica de los orígenes, todo intento de derivación exhaustiva de las significaciones sociales a partir de la psique individual parece abocada al fracaso, ya que desconoce la imposibilidad de aislar esta psique de un continuo

social que no puede existir si no está siempre ya instituido. Y, para que se dé una significa-ción social imaginaria, son necesarios unos significantes colectivamente disponibles, pero sobre todo [233] unos significados que no existen del modo en el que existen los significa-dos individuales (como percibidos, pensados o imaginados por tal sujeto).

La funcionalidad toma prestado su sentido fuera de ella misma; el simbolismo se re-fiere necesariamente a algo que no está entre lo simbólico, y que tampoco está entre lo real-

racional. Este elemento, que da a la funcionalidad de cada sistema institucional su orienta-ción específica, que sobredetermina la elección y las conexiones de las redes simbólicas, creación de cada época histórica, su manera singular de vivir, de ver y de hacer su propia existencia, su mundo y sus propias relaciones; este estructurante originario, este significa-do-significante central, fuente de lo que se da cada vez como sentido indiscutible e indiscu-tido, soporte de las articulaciones y de las distinciones de lo que importa y de lo que no

importa, origen del exceso de ser de los objetos de inversión práctica, afectiva e intelectual, individuales y colectivos –este elemento no es otra cosa que lo imaginario de la sociedad o de la época considerada.

Ninguna sociedad puede existir si no organiza la producción de su vida material y su reproducción en tanto que sociedad. Pero ninguna de estas organizaciones es ni puede ser dictada indefectiblemente por unas leyes naturales o por consideraciones racionales. En lo que así aparece como margen de indeterminación se sitúa lo que es lo esencial desde el

punto de vista de la historia (para la cual lo que importa sin duda no es que los hombres hayan cada vez comido o engendrado niños, sino, ante todo, que lo hayan hecho en infinita variedad de formas) –a saber, que el mundo total dado a esta sociedad sea captado de una

determinada manera práctica, afectiva y mentalmente, que un sentido articulado le sea im-

puesto, que sean operadas unas distinciones correlativas a lo que vale y a lo que no vale (en todos los sentidos de la palabra valer, desde lo más económico a lo más especulativo), entre lo que se debe y lo que no se debe hacer.

157 [234]

Esta estructuración encuentra sin duda sus puntos de apoyo en la corporalidad, en la medida en que el mundo dado a la sensorialidad es ya necesariamente un mundo articulado, en la medida también en que la corporalidad es ya necesidad, en que, por consiguiente, ob-

jeto material y objeto humano, alimento y apareamiento sexual están ya inscritos en la ca-vidad de esta necesidad y en que una relación con el objeto y una relación con el otro humano y, por consiguiente, una primera «definición» del sujeto como necesidad y relación con lo que puede colmar esta necesidad, vienen dadas ya por su existencia biológica. Pero este supuesto universal, siempre y en todas partes el mismo, es absolutamente incapaz de dar cuenta tanto de las variaciones como de la evolución de las formas de vida social.

Papel de las significaciones imaginarias

La historia es imposible e inconcebible fuera de la imaginación productiva o crea-dora, de lo que hemos llamado lo imaginario radical tal como se manifiesta a la vez e indi-

solublemente en el hacer histórico, y en la constitución, antes de toda racionalidad explíci-ta, de un universo de significaciones.

158 Si incluye esa dimensión que los filósofos [235]

idealistas llamaron libertad, y que sería más justo llamar indeterminación (la cual, supuesta ya por lo que hemos definido como autonomía, no debe ser confundida con ésta), es que este hacer plantea y se da algo distinto a lo que simplemente es, y es también que está habi-tado por significaciones que no son ni simple reflejo de lo percibido, ni simple prolonga-

miento, ni sublimación de las tendencias de la animalidad, ni elaboración estrictamente racional de los datos.

El mundo social es cada vez constituido y articulado en función de un sistema de es-tas significaciones, y estas significaciones existen, una vez constituidas, al modo de lo que hemos llamado lo imaginario efectivo (o lo imaginado). No es sino en relación a estas sig-nificaciones cómo podemos comprender, tanto la «elección» que cada sociedad hace de su

simbolismo institucional, como los fines a los que subordina la «funcionalidad». Presa in-contestablemente de las coacciones de lo real y de lo racional, inserta siempre en una conti-nuidad histórica, y por consiguiente codeterminada por lo que ya estaba ahí, trabajando siempre con un simbolismo ya dado y cuya manipulación no es libre, su producción no

157 44. Valor y no valor, lícito e ilícito, son constitutivos de la historia y, en este sentido, como oposición es-

tructurante abstracta, son dados por supuesto por toda historia. Pero lo que es cada vez valor y no valor, lícito

e ilícito, es histórico y debe ser interpretado, en la medida de lo posible, en su contenido. 158 45. El papel fundamental de la imaginación, en el sentido más radical, había sido claramente visto por la

filosofía clásica alemana, por Kant, pero sobre todo por Fichte, para quien la Produktive Einbildungskraft es

un «Faktum del espíritu humano» que es, en último análisis, no fundamentable y no fundamentado y que hace

posibles todas las síntesis de la subjetividad. Esta es al menos la posición de la primera Wissenschaftlehre, en

la que la imaginación productiva es aquello sobre lo cual «está fundamentada la posibilidad de nuestra con-

ciencia, de nuestra vida, de nuestro ser para nosotros, es decir de nuestro ser como Yo». Véase especialmente

R. Kroner, Von Kant bis Hegel, vol. 1, p. 448 y s., 477-480, 484-486, Tübingen, 1961. Esta intuición esencial

fue oscurecida a continuación (y ya en las obras ulteriores de Fichte) sobre todo en función de un retorno

hacia el problema de la validez general (Allgemeingültigkeit) del saber, que parece casi imposible de pensar

en términos de imaginación. [La cuestión está largamente tratada en la segunda parte.]

puede ser exhaustivamente reducida a uno de estos factores o a su conjunto. No puede ser-

lo, porque ninguno de estos factores puede desempeñar su papel y no puede «responder» a las preguntas a las que ellas «responden».

Toda sociedad hasta ahora ha intentado dar respuesta a cuestiones fundamentales: ¿quiénes somos como colectividad?, ¿qué somos los unos para los otros?, ¿dónde y en qué estamos?, ¿qué queremos, qué deseamos, qué nos hace falta? La sociedad debe definir su «identidad»: su articulación, el mundo, sus relaciones con él y con los objetos que contiene,

sus necesidades y sus deseos. Sin la «respuesta» a estas «preguntas», sin estas «definicio-nes», no hay mundo humano, ni sociedad, ni cultura –pues todo se quedaría en caos indife-renciado. El papel de las significaciones imaginarias es proporcionar a estas preguntas una respuesta, respuesta que, con toda evidencia, ni la «realidad» ni la «racionalidad» pueden proporcionar (salvo en un sentido especifico, sobre el que volveremos).

Está claro, cuando hablamos de «preguntas», de «respuestas», de «definiciones»,

hablamos metafóricamente. No se trata de preguntas ni de respuestas planteadas explícita-mente, y las definiciones no [236] están dadas en el lenguaje. Las preguntas no están ni siquiera planteadas previamente a las respuestas. La sociedad se constituye haciendo emer-ger en su vida, en su actividad, una respuesta de hecho a estas preguntas. Es en el hacer de cada colectividad donde aparece como sentido encarnado la respuesta a estas preguntas, es ese hacer social que no se deja comprender más que como respuesta a unas cuestiones que

él mismo plantea implícitamente. Cuando el marxismo cree mostrar que estas preguntas, y sus respectivas respuestas,

se desprenden de esta parte de la «superestructura» ideológica que es la religión o la filo-sofía, y que en realidad no son más que el reflejo deforme y refractado de las condiciones reales y de la actividad social de los hombres, tiene en parte razón en la medida en que apunta a la teorización explícita, en la medida también en que ésta es efectivamente (aun-

que no íntegramente) sublimación y deformación ideológica, y en que el sentido auténtico de una sociedad ha de ser buscado en primer lugar en su vida y su actividad efectivas. Pero se equivoca cuando cree que esta vida y esta actividad pueden ser captadas fuera de un sen-tido que conllevan, o que este sentido es «evidente por sí mismo» (que sería, por ejemplo, la «satisfacción de las necesidades»). Vida y actividad de las sociedades son precisamente la posición, la definición de este sentido; el trabajo de los hombres (tanto en el sentido más

estricto como en el sentido más amplio) indica por todos sus lados, en sus objetivos, en sus fines, en sus modalidades, en sus instrumentos, una manera cada vez más específica de cap-tar el mundo, de definirse como necesidad, de plantearse en relación a los demás seres humanos. Sin todo esto (y no simplemente porque presupone la representación mental pre-via de los resultados, como dice Marx), no se distinguiría efectivamente de la actividad de las abejas, a la que podría añadirse una «representación previa del resultado» sin que nada

cambiara. El hombre es un animal inconscientemente filosófico, que se planteó las cuestio-nes de la filosofía en los hechos mucho tiempo antes de que la filosofía existiese como re-flexión explícita; y es un animal poético, que proporcionó en lo imaginario unas respuestas a esas cuestiones. [237]

He aquí algunas indicaciones preliminares sobre el papel de las significaciones so-ciales imaginarias en los campos evocados más arriba.

Primero, el ser del grupo y de la colectividad: cada uno se define, y es definido por

los demás, en relación a un «nosotros». Pero este «nosotros», este grupo, esta colectividad, esta sociedad, ¿quién es?, ¿qué es? Es ante todo un símbolo, las señas de existencia que siempre intercambió cada tribu, cada ciudad, cada pueblo. Es ante todo seguro que es un

nombre. Pero este nombre, convencional y arbitrario, ¿es realmente tan convencional y

arbitrario? Este significante remite a dos significados, a los que une indisociablemente. De-signa la colectividad de la que se trata, pero no la designa como simple extensión, la desig-na al mismo tiempo como comprensión, como algo, cualidad o propiedad. Somos los leo-pardos. Somos los aras. Somos los Hijos del Cielo. Somos los descendientes de Abraham, pueblo elegido que Dios hará triunfar sobre sus enemigos. Somos los helenos –los de la luz. Nos llamamos, o los demás nos llaman, los germanos, los francos, los teutsch, los eslavos.

Somos los hijos de Dios que sufrió por nosotros. Si este nombre fuese símbolo con función exclusivamente racional, sería signo puro, y denotaría simplemente los que pertenecen a tal colectividad, designada a su vez por referencia a unas características exteriores desprovistas de ambigüedad («los habitantes del distrito XX de París»). Pero no es el caso sino para los recortes administrativos de las sociedades modernas. De otro modo, para las colectividades históricas de otros tiempos, se comprueba que el nombre no se limitó a denotarlas, sino que

al mismo tiempo las connotó –y esta connotación remite a un significado que no es ni pue-de ser real, ni racional, sino imaginario (sea cual sea el contenido específico, la naturaleza particular, de este imaginario).

Pero, al mismo tiempo o más allá del nombre, en los totems, en los dioses de la ciu-dad, en la extensión espacial y temporal de la persona del rey, se constituye, cobra peso y se materializa la institución que ubica la colectividad como existente, como sustancia definida

y duradera más allá de sus moléculas perecederas, que responde a la pregunta por su ser y por su identidad refiriéndolas a unos símbolos que la unen a otra «realidad».

La nación (de la que nos gustaría que un marxista, que no fuese [238] Stalin, nos explicara, más allá de los accidentes de su constitución histórica, las funciones reales desde el triunfo del capitalismo industrial) desempeña hoy en día este papel, cumple esta función de identificación, mediante esa referencia triplemente imaginaria a una «historia común» –

triplemente, ya que esta historia no es más que pasado, que no es tan común y que, final-mente, lo que de ella se sabe y lo que sirve de soporte a esta identificación colectivizante en la conciencia de las gentes es en gran parte mítico. Este imaginario de la nación se muestra, sin embargo, más sólido que todas las realidades, como lo mostraron dos guerras mundiales y la supervivencia de los nacionalismos. Los «marxistas» de hoy, que creen eliminar todo esto diciendo simplemente «el nacionalismo es una mistificación», se mistifican evidente-

mente ellos mismos. Que el nacionalismo sea una mistificación, ¿qué duda cabe? Que una mistificación tenga unos efectos tan masiva y terriblemente reales, que se muestre mucho más fuerte que todas las fuerzas «reales» (comprendido entre ellas el simple instinto de supervivencia) que «hubiesen debido» empujar desde hace mucho tiempo a los proletarios a la fraternización, éste es el problema. Decir: «La prueba de que el nacionalismo era una simple mistificación, y por lo tanto algo irreal, es lo que se disolverá en el día de la revolu-

ción mundial», no es tan sólo vender la piel del oso antes de haberlo cazado, sino que equi-vale a decir: «Vosotros, hombres que habéis vivido de 1900 a 1965 –y quién sabe hasta cuándo todavía-, y vosotros, los millones de muertos de las dos guerras, y todos los demás que las habéis sufrido y que sois solidarios con ellos –todos vosotros, in-existís, habéis siempre inexistido para la historia verdadera, todo lo que habéis vivido eran alucinaciones, pobres sueños de sombras, no era la historia. La historia verdadera era ese virtual invisible que será, y que, a vuestras espaldas, preparaba el fin de vuestras ilusiones». Y este discurso

es incoherente, porque niega la realidad de la historia en la que participa (un discurso no es, sin embargo una forma de movimiento de las fuerzas productivas) y porque incita por me-dios irreales a esos hombres irreales a hacer una revolución real. [239]

Asimismo, cada sociedad define y elabora una imagen del mundo natural, del uni-

verso en el que vive, intentando cada vez hacer de ella un conjunto significante, en el cual deben ciertamente encontrar su lugar los objetos y los seres naturales que importan para la vida de la colectividad, pero también esta misma colectividad, y finalmente cierto «orden del mundo». Esta imagen, esta visión más o menos estructurada del conjunto de la expe-riencia humana disponible, utiliza cada vez las nervaduras racionales de lo dado, pero las dispone según, y las subordina a, significaciones que como tales no se desprenden de lo

racional (ni, por lo demás, de un irracional positivo), sino de lo imaginario. Esto es evidente tanto para las creencias de las sociedades arcaicas

159 como para las concepciones religiosas

de las sociedades históricas, e incluso el «racionalismo» extremo de las sociedades moder-nas no escapa del todo a esta perspectiva.

Imagen del mundo e imagen de sí mismo están siempre con toda evidencia vincula-das.

160 Pero su unidad viene dada a su vez por [240] la definición que brinda cada sociedad

de sus necesidades, tal como se inscribe en la actividad, el hacer social efectivo. La imagen de sí que se da la sociedad comporta como momento esencial la elección de los objetos, actos, etc., en los que se encarna lo que para ella tiene sentido y valor. La sociedad se defi-ne como aquello cuya existencia (la existencia «valorada», la existencia «digna de ser vivi-da») puede ponerse en cuestión por la ausencia o la penuria de semejantes cosas y, correla-tivamente, como la actividad que apunta a hacer existir estas cosas en cantidad suficiente y

según las modalidades adecuadas (cosas que pueden ser, en ciertos casos, perfectamente inmateriales, por ejemplo la «santidad»).

Es desde siempre sabido (al menos desde Heródoto) que la necesidad, ya sea ali-menticia, sexual, etcétera, no llega a ser necesidad social más que en función de una elabo-ración cultural. Pero nos negamos las más de las veces obstinadamente a sacar consecuen-cias de este hecho, que refuta, ya lo dijimos, toda interpretación funcionalista de la historia

como «interpretación última» (puesto que, lejos de ser última, queda suspendida en el aire a falta de poder responder a esta pregunta: ¿qué define las necesidades de una sociedad?). Está claro también que ninguna interpretación «racionalista» puede ser suficiente para dar cuenta de esta elaboración cultural. No se conoce sociedad alguna en la que la alimenta-ción, el vestir, el hábitat, obedezcan a consideraciones puramente «utilitarias», o «raciona-les». No se conoce cultura alguna en la que no haya alimentos «inferiores», y nos extrañaría

159 46. Pensamos que es en esta perspectiva en la que debe ser visto en una gran parte el material examinado

especialmente por Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, y que de otro modo las homologías de

estructura entre naturaleza y sociedad, por ejemplo en el totemismo («verdadero» o «pretendido»), permane-

cen incomprensibles. 160 47. A decir verdad, esto es una tautología, puesto que no se concibe cómo una sociedad podría «represen-

tarse» ella misma sin situarse en el mundo; y es sabido que todas las religiones insertan de un modo u otro al

ser de la humanidad en un sistema del cual forman parte los dioses y el mundo. Es sabido igualmente, al me-

nos desde Jenófanes (Diels, 16), que los hombres crean a los dioses a su propia imagen, y con ello hay que

entender a la imagen de sus relaciones efectivas, impregnadas ellas mismas de imaginario, y a la imagen de la

imagen que tienen de estas relaciones (siendo esta última ampliamente inconsciente). Los trabajos de G.

Duméil demuestran con precisión, desde hace veinticinco años, la homología de articulación entre universo

social y universo de las divinidades en el ejemplo de las religiones indoeuropeas. Es en la sociedad contem-

poránea donde, por primera vez, al tiempo que persiste bajo múltiples formas se pone en cuestión esta rela-

ción, porque la imagen del mundo y la imagen de la sociedad se disocian, pero sobre todo porque tienden a

dislocarse cada una por su cuenta. Este es uno de los aspectos de la crisis de lo imaginario [ ins tituido] en el

mundo moderno, sobre la cual volveremos más adelante.

que jamás hubiese existido una (con excepción de los casos «catastróficos» o marginales,

como los aborígenes australianos descritos en Los hijos del capitán Grant).161

¿Cómo se hace esta elaboración? Este es un problema inmenso, y toda respuesta

«simple» que ignorase la interacción compleja de una multitud de factores (las disponibili-dades naturales, las posibilidades técnicas, el estado «histórico», los juegos del simbolismo, etc.) [241] sería desesperadamente inocente. Pero es fácil ver que lo que constituye la nece-sidad humana (como distinta de la necesidad animal) es la investidura del objeto con un

valor que supera, por ejemplo, la simple inscripción en la oposición «instintiva» nutritivo-no nutritivo (que «vale» también para el animal) y que establece, en el interior de lo nutriti-vo, la distinción entre lo comestible y lo no comestible, que crea el alimento en el sentido cultural y ordena los alimentos en una jerarquía, los clasifica en «mejores» y «menos bue-nos» (en el sentido del valor cultural, y no de los gustos subjetivos). Este muestreo cultural en lo nutritivo disponible, y la jerarquización, estructuración, etc., correspondientes, en-

cuentran puntos de apoyo en los datos naturales, pero no se desprenden de éstos. Es la ne-cesidad social la que crea la rareza como rareza social, y no a la inversa.

162 No es ni la dis-

ponibilidad, ni la rareza de los caracoles y de las ranas lo que hace que, para culturas pa-rientes, contemporáneas y próximas, sean aquí plato de fino gastrónomo, allá vomitivo de indudable eficacia. No hay más que hacer el catálogo de todo lo que los hombres pueden comer y han comido efectivamente (con muy buena salud) a través de las diferentes épocas

y sociedades para darnos cuenta de que lo que es comestible para el hombre supera con mucho lo que fue, para cada cultura, alimento, y que no son simplemente las disponibilida-des naturales y las posibilidades técnicas las que determinaron esta elección. Esto se ve aún más claramente cuando se examinan aquellas necesidades que no son la alimentación. Esta elección está llevada por un sistema de significaciones imaginarias que valoran y desvalo-ran, estructuran y jerarquizan un conjunto cruzado de objetos y de [243] faltas correspon-

dientes, y sobre el cual puede leerse, menos difícilmente que sobre cualquier otro, eso tan incierto como incontestable que es la orientación de una sociedad.

Paralelamente a este conjunto de objetos constituidos correlativa y consubstancial-mente a las necesidades, se define una estructura o una articulación de la sociedad, como se

verifica en el totemismo («verdadero» o «pretendido») cuando la función, por ejemplo de un clan, es de «hacer existir» para los demás su especie epónima. En esta «etapa», o mejor, variedad, la articulación social es homóloga a la distinción de los objetos, a veces de las fuerzas de la naturaleza, que la sociedad planteó como pertinente. Cuando los objetos se proponen como secundarios en relación a los momentos abstractos de las actividades socia-les que los producen –lo cual presupone sin duda una evolución avanzada de estas activida-

161 48. «Esos seres, degradados por la miseria, eran repugnantes», Jules Verne, Los hijos del Capitán Grant.

Verne debió, como era su costumbre, tomar los elementos de su relato a un viajero o explorador de la época.

[Véase también ahora Colin Turnbull, Un peuple de fauves, Stock, París, 1973.] 162 49. Como lo piensa Sartre, Critique de la raison dialectique, p. 200 y sig.. Sartre llega a escribir : «Así, en

la medida en que el cuerpo es función, la función necesidad y la necesidad praxis, puede decirse que el traba-

jo humano... es enteramente dialéctico» (pp. 173-174, subrayado en el texto). Es divertido ver a Sartre criticar

largamente la «dialéctica de la naturaleza» para desembocar, por el rodeo de estas identificaciones sucesivas

(cuerpo=función =necesidad=praxis=trabajo=dialéctica) a «naturalizar» él mismo la dialéctica. Lo que hay

que decir es que estamos cruelmente faltos de una teoría de la praxis entre los himenópteros, y que quizá

proporcionará la continuación de la Critique de la raison dialectique.

des como técnica, una extensión del tamaño de las comunidades, etc.-, son las mismas acti-

vidades las que proporcionan el fundamento de una articulación de la sociedad, ya no en clanes, sino en castas.

La aparición de la división antagónica de la sociedad en clases, en el sentido marxista del término, es, sin lugar a dudas, el hecho capital para el nacimiento y la evolu-ción de las sociedades históricas. Forzoso es reconocer que permanece envuelto en un espe-so misterio.

Los marxistas, que creen que el marxismo da cuenta del nacimiento, la función, la «razón de ser» de las clases, no están en un nivel de comprensión superior al de los cristia-nos que creen que la Biblia da cuenta de la creación y de la razón de ser del mundo. La pre-tendida «explicación» marxista de las clases se reduce, de hecho, a dos esquemas que son, los dos, insatisfactorios y que, tomados en conjunto, son heterogéneos. El primero

163 con-

siste en poner, en el [244] origen de la evolución, un estado de penuria, por así decir abso-

luto, en el que, siendo la sociedad incapaz de producir un «excedente» cualquiera, tampoco puede mantener una capa explotadora (la productividad por hombre y año es justo igual al mínimo biológico, de manera que no podría explotarse a nadie sin hacerlo morir tarde o temprano de inanición). Al final de la evolución se situará, como se sabe, un estado de abundancia absoluta en el que la explotación no tendrá razón de ser, pudiendo cada uno satisfacer totalmente sus necesidades. Entre los dos, se sitúa la historia conocida, fase de

penuria relativa, en la que la productividad se elevó lo suficiente como para permitir la constitución de un excedente, el cual servirá (¡en parte solamente!) para mantener a la clase explotadora.

Este razonamiento se hunde sea cual sea el extremo por el que se lo ponga a prueba. Admitimos que, a partir de cierto momento, las clases explotadoras han pasado a ser posi-bles, pero ¿por qué llegaron a ser necesarias? ¿Por qué el excedente que iba apareciendo no

fue gradual e imperceptiblemente reabsorbido en un bienestar creciente (o un menor «ma-lestar») del conjunto de la tribu? ¿Cómo no llegó a formar parte integrante de la definición del «mínimo» para la colectividad considerada?

f Los casos en los que las clases explotadas

[244] están reducidas a un mínimo biológico ¿habrán existido alguna vez de otro modo que como casos marginales? ¿Podrá definirse un «mínimo biológico»? y, fuera de condiciones privadas de significación, ¿se habrá encontrado alguna vez una colectividad humana que no

se ocupara más que de su alimentación? ¿Acaso no hubo, durante el paleolítico y el neolíti-

163 50. Desde el punto de vista de la generalidad, no de la cronología. En los escritos de Marx y de Engels, los

dos principios de explicación coexisten y se entrecruzan. En todo caso, Engels, en El origen de la familia

(1884) –obra por lo demás fascinante y que hace reflexionar más que la gran mayoría de los trabajos etnológi-

cos modernos-, enfatiza francamente «el incremento de productividad permitido por las grandes divisiones

sociales del trabajo» (ganadería, agricultura) y que «necesariamente» habría implicado la esclavitud. En este

«necesariamente» radica toda la cuestión. Por lo demás, a lo largo de todo el capítulo «Barbarie y civiliza-

ción», en el que la cuestión de la aparición de las clases habría tenido que ser tratada, Engels habla continua-

mente de la evolución de la técnica y de la división del trabajo concomitante, pero en ningún momento liga

esta evolución de la técnica como tal al nacimiento de las clases. ¿Cómo podría hacerlo, por lo demás, puesto

que su tema le lleva a considerar a la vez las primeras etapas de la ganadería, de la agricultura y del artesana-

do, actividades basadas sobre técnicas diferentes y que conducen a (o que son compatibles con) la misma

división de la sociedad en amos y esclavos (o con la ausencia de semejante división)? La aparición de la ga-

nadería, de la agricultura, y del artesanado pueden por sí mismas conducir a una división en oficios, no en

clases. f A partir del momento en que una sociedad produce un «sobrante», sume en él una parte esencial en activida-

des absurdas como funerales, ceremonias, pinturas murales, construcción de pirámides, etcétera.

co, una progresión (que, una vez examinada, parece fantástica) de la productividad del tra-

bajo y también sin duda del nivel de vida sin que pueda hablarse de «clases» en el sentido verdadero del término? ¿No habrá detrás de todo esto sino la imagen de hombres que ace-chan el momento en el que la crecida de la producción alcance la cota «que permite» la explotación, para lanzarse unos sobre otros y establecerse los vencedores como amos, los vencidos como esclavos? Esta misma imagen, ¿no corresponderá sobre todo a lo imaginario del siglo XIX capitalista? ¿Y cómo puede conciliarse con las descripciones de los iroqueses

y de los germanos, llenos de humanidad y de nobleza, sobre los cuales Engels se extiende con complacencia?

El segundo esquema consiste en vincular, no ya la existencia de las clases como tal a un estado general de la economía (a la existencia de un «excedente» que permanece insu-ficiente), sino cada forma precisa de división de la sociedad a determinada etapa de la técnica. «Al molino de brazo corresponde la sociedad feudal, al molino de vapor la socie-

dad capitalista.» Pero, si la existencia de una relación entre la tecnología de cada sociedad y su división en clases no puede negarse sin caer en el absurdo, resulta trabajoso fundamentar a ésta sobre aquélla. ¿Cómo imputar a una técnica agrícola, que se quedó igual práctica-mente desde el fin del neolítico hasta nuestros días (en la mayoría de los países), unas rela-ciones sociales que van desde las hipotéticas, pero probables, comunidades agrarias primi-tivas hasta los granjeros libres de los Estados Unidos del siglo XIX, pasando por los peque-

ños cultivadores independientes de la primera Grecia y de la primera Roma, por el colona-to, la servidumbre medieval, etc.? Decir que los grandes trabajos hidráulicos condicionaron, o favorecieron, la existencia de una protoburocracia centralizada en Egipto, en Mesopota-mia, en China, etc., es una cosa, y otra muy distinta remitir a este constante progreso hidr-áulico a través del tiempo y del espacio las variaciones [245] extremas de un país a otro y en la historia de cada país, de la vida histórica y de las formas de la división social. Los

cuatro milenios de la historia egipcia no son reductibles a cuatro mil crecidas del Nilo, ni a la variación de los medios utilizados para controlarlas. ¿Cómo remitir la existencia de los señores feudales a la especificidad de las técnicas productivas de la época cuando estos señores están por definición fuera de toda producción?

Cuando las interpretaciones marxistas superan los esquemas simples, cuando se ocupan de la materia concreta de una situación histórica, entonces abandonan, en el mejor

de los casos, la pretensión de poner el dedo en el factor que produjo esa división de la so-ciedad en clases, entonces intentan darse, como medio de explicación, la totalidad de la situación considerada en tanto que situación histórica, es decir, que remite, para su explica-ción, a lo que ya estaba ahí. Es lo que hizo Marx con fortuna cuando describió ciertos as-pectos o fases de la génesis del capitalismo.

g Pero hay que percatarse de lo que esto signifi-

ca, tanto para el problema de la historia en general como para el problema más específico

de las clases. Entonces, ya no se tiene una explicación general de la historia, sino una expli-cación de la historia por la historia, un progresivo remontar que intenta hacer entrar en la cuenta al conjunto de los factores, pero que se encuentra siempre con los hechos, los hechos «brutos», tanto como surgimiento de una nueva significación no reductible a lo que existe, cuanto como predeterminación de todo lo que es dado en la situación por significaciones y estructuras ya existentes, que remiten, «en último análisis», al hecho bruto de su nacimiento

g Sobre la oposición entre las descripciones históricas de Marx y su construcción del «concepto» de clase,

véase «La cuestión de la historia del movimiento obrero» en La experiencia del movimiento obrero, vol. 1,

Op. cit.

hundido en un origen insondable. Con ello no quiero decir que todos los factores se sitúan

en un mismo plano, ni que una teorización sobre la historia sea vana o sin interés, sino tan sólo señalar los límites de esa teorización. Pues, no solamente tenemos que tratar, en la his-toria, con algo que siempre ya se ha iniciado, en el que lo que ya está constituido, en su facticidad y su especificidad, no puede [246] ser tratado como simple «variación concomi-tante» de la que pudiese hacerse abstracción, sino también, y sobre todo, la historia ya no existe sino en una estructuración llevada por unas significaciones cuya génesis se nos esca-

pa como proceso comprensible, pues responde a lo imaginario radical. Podemos describir, explicar e incluso «comprender» cómo y por qué las clases se

perpetúan en la sociedad actual. Pero no podemos decir gran cosa en cuanto a la manera en que nacen, o mejor, en que nacieron. Pues toda explicación de este tipo cuaja en las clases nacientes de una sociedad ya dividida en clases, en la que la significación clase era ya dis-ponible. Una vez nacidas, las clases informaron toda la evolución histórica ulterior; una vez

que se entró en el ciclo de la riqueza y de la pobreza, del poder y de la sumisión, una vez que la sociedad se instituyó, no sobre la base de diferencias entre categorías de hombres (que han existido probablemente siempre), sino de diferencias no simétricas, todo lo que sigue se «explica»; pero en ese «una vez» radica todo el problema.

Podemos ver lo que, en los mecanismos de la sociedad actual, sostiene la existencia de las clases y las reproduce constantemente. La organización burocrática es autocatalítica,

automultiplicativa, y puede verse cómo informa al conjunto de la vida social. Pero ¿de dónde viene? Es, en las sociedades occidentales, el transcrecimiento de la empresa capita-lista clásica (la «gran industria» de Marx) el que remite a su vez a la manufactura, etc., y, en el límite, al artesano burgués, por una parte, y a la «acumulación primitiva», por otra. Sabemos positivamente que ahí, en esas regiones de Europa occidental, nació, a partir del siglo XI, la burguesía primero (y, como clase, realmente ex-nihilo), y el capitalismo des-

pués. Pero el nacimiento de la burguesía no es nacimiento de una clase sino porque es na-cimiento en una sociedad ya dividida en clases (utilizamos, como lo habrán entendido, la palabra en el sentido más general, poco importa aquí la diferencia entre «estados» feudales, «clases» económicas, etc.), en un medio en el que los ácidos nucleicos son portadores de esa información que es la significación: como clase, están presentes en todas partes. Lo están en la propiedad privada que se desarrolla aquí desde hace milenios, en la estructura

jerárquica de la sociedad feudal, etc. No es en los rasgos específicos de la burguesía nacien-te [puede perfectamente [247] concebirse un artesano «igualitario»], sino en la estructura general de la sociedad feudal donde está inscrita la necesidad para la nueva capa de plan-tearse como categoría particular opuesta al resto de la sociedad: la burguesía nace en un mundo que no puede concebir y actuar su diferenciación interna sino como categorización en «clases». ¿Basta con remontar a la caída del Imperio romano? Ciertamente no, ésta no

creó una tabla rasa, y los germanos, sea cual fuese su organización social anterior, se vieron sin duda «contaminados» por las estructuras sociales con las que se encontraron.

No podemos detener ese remontar antes de que nos haya sumido en la oscuridad que cubre el paso del neolítico a la protohistoria. En lo que no ha sido probablemente más que dos o tres milenios, en el Cercano y Medio Oriente en todo caso, se encuentra la transición de los pueblos neolíticos más evolucionados, pero sin rastro aparente de división social, a las primeras ciudades sumerias, en las que, desde el comienzo del IV milenio antes de Jesu-

cristo, existe de una vez y bajo una forma prácticamente ya acabada lo esencial de toda sociedad bien organizada: los sacerdotes, los esclavos, la policía, las prostitutas. Todo se ha hecho ya, y no podemos saber ni cómo ni por qué se ha hecho.

¿Lo sabremos algún día? ¿Nos harán comprender excavaciones más profundas el

misterio del nacimiento de las clases? Reconocemos no ver cómo unos hallazgos arqueoló-gicos podrían hacernos comprender que, a partir de cierto «momento», los hombres se han visto y han actuado unos sobre otros, ya no como aliados a quienes ayudar, rivales a quie-nes dominar, enemigos a quienes exterminar o incluso a quienes comer, sino como objetos a los que poseer. Como el contenido de esta visión y de esta acción es perfectamente arbi-trario, no vemos en qué podría consistir su explicación y su comprensión. ¿Cómo podría

constituirse lo que es constituyente de las sociedades históricas? ¿Cómo comprender esta posición originaria, que es condición para la comprensibilidad del desarrollo ulterior? Hay que darse, poseer ya esta significación inicial –o sea, la de que un hombre puede ser «casi-objeto» para otro hombre, y casi-objeto no en una relación de dos, privada, sino en el ano-nimato de la sociedad (en el mercado de esclavos, en las ciudades industriales y las fábricas de un largo período de la historia del capitalismo)- para poder comprender la historia de los

últimos [248] seis milenios. Podemos comprender hoy este estado de casi-objeto porque disponemos de esta significación, hemos nacido en esta historia. Pero sería una ilusión cre-er que podríamos producirla, y reproducir, en modo comprensible, su emergencia. Los hombres crearon la posibilidad de la esclavitud: ésta fue una creación de la historia (de la que Engels decía, sin cinismo, que fue la condición de un grandioso progreso). Más exac-tamente, un grupo de hombres creó esta posibilidad en contra los demás, quienes, sin dejar

de combatirla de mil maneras, participaron también en ella de mil maneras. La institución de la esclavitud es surgimiento de una nueva significación imaginaria, de una nueva manera para la sociedad de vivirse, de verse y de actuarse como articulada de manera antagónica y no simétrica, significación que se simboliza y se sanciona en seguida por unas reglas.

164

Esta significación está estrechamente vinculada a las demás significaciones imagi-narias centrales de la sociedad, especialmente la definición de sus necesidades y su imagen

del mundo. No examinaremos aquí el problema que plantea esta relación. Pero esta imposibilidad de comprender los orígenes de las clases no nos deja desar-

mados ante el problema de la existencia de las clases como problema actual y práctico –no más de lo que en piscoanálisis [249] la imposibilidad de alcanzar un «origen» no impide comprender en lo actual (en los dos sentidos de la palabra) aquello de lo que se trata, ni de relativizar, desamarrar, desacralizar las significaciones constitutivas del sujeto como sujeto

enfermo. Llega un momento en el que el sujeto, no porque encontró la escena primitiva o detectó la envidia del pene en su abuela, sino porque, gracias a su lucha en la vida efectiva y a fuerza de repetición, desentierra el significante central de su neurosis y lo mira final-mente en su contingencia, su pobreza y su insignificancia. Asimismo, para los hombres que

164 51. Engels llegó casi a tratar esta idea: «Vimos más arriba cómo, en un grado bastante primitivo del desa-

rrollo de la producción, la fuerza de trabajo humana llega a ser capaz de producir un producto mucho más

considerable del que es necesario para la subsistencia de los productores, y cómo este grado de desarrollo es,

en lo esencial, el mismo que aquél en el que aparecen la división del trabajo y el intercambio entre individuos.

Ya no fue preciso mucho tiempo para descubrir esta gran «verdad»: que el hombre también puede ser una

mercancía, que la fuerza humana es materia intercambiable y explotable, si se transforma al hombre en es-

clavo. No bien comenzaron los hombres a practicar el intercambio, fueron ya, ellos mismos, intercambiados»,

El origen de la familia, Op. cit., subrayado por nosotros. Esta gran «verdad» es esencialmente la misma que la

«impostura» que denunciaba Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad –al no ser ni verdad,

ni impostura, no podia ser ni «descubierta», ni «inventada»; tenía que ser imaginada y creada. Dicho esto, se

notará que Engels presenta, aquí y en otras partes, la esclavitud como una extensión del intercambio de obje-

tos a los hombres, mientras que su momento esencial es la transformación de los hombres en «objetos» –y es

precisamente esto lo que no puede reducirse a consideraciones «económicas».

viven hoy en día, la cuestión no es comprender cómo se hizo el paso desde el clan neolítico

a las ciudades fuertemente divididas de Akkad, sino comprender –y esto evidentemente significa, aquí más que en cualquier otro lugar, actuar- la contingencia, la pobreza, la insig-nificancia de ese «significante» de las sociedades históricas que es la división en amos y esclavos, en dominantes y dominados.

Ahora bien, la puesta en cuestión de esta significación, que representa la división de la sociedad en clases, la decantación de este imaginario, comienza de hecho muy temprano

en la historia, puesto que casi al mismo tiempo que las clases aparece la lucha de clases y, con ella, ese fenómeno primordial que abre una nueva fase de la existencia de las socieda-des: la protesta, la oposición en el interior de la misma sociedad. Lo que era hasta entonces reabsorción inmediata de la colectividad en sus instituciones, sumisión simple de los hom-bres a sus creaciones imaginarias, unidad que no era más que marginalmente perturbada por la desviación o la infracción, se convierte ahora en totalidad desgarrada y conflictiva, auto-

cuestionamiento de la sociedad; el interior de la sociedad se le hace exterior, y eso, en la medida en que significa la autorrelativización de la sociedad, el distanciamiento y la crítica (en los hechos y en los actos) de lo instituido, es la primera emergencia de la autonomía, la primera grieta de lo imaginario [instituido].

Lo cierto es que esta lucha comienza, permanece mucho tiempo, recae casi siempre de nuevo en la ambigüedad. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Los oprimidos, que luchan

contra la división de la sociedad en clases, luchan contra su propia opresión sobre todo; de mil maneras permanecen tributarios de lo imaginario que combaten por lo demás en una de sus manifestaciones, y a menudo a [250] lo que apuntan no es más que a una permutación de los papeles en el mismo escenario. Pero muy pronto también, la clase oprimida responde negando en bloque lo imaginario social que le oprime, y oponiéndole la realidad de una igualdad esencial de los hombres, incluso si reviste esta afirmación de una vestimenta míti-

ca:

Wenn Adam grub un Eva spann, Wo war denn da der Edelmann? (Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿dónde estaba entonces el noble?)

cantaban los campesinos alemanes del siglo XVI, quemando los castillos de los señores.

Este cuestionamiento de lo imaginario social tomó otra dimensión desde el naci-miento del proletariado moderno. Volveremos largamente sobre ello.

Lo imaginario en el mundo moderno

El mundo moderno se presenta, superficialmente, como el que empujó, el que tiende a empujar, la racionalización hasta su límite y que, por este hecho, se permite despreciar –o mirar con respetuosa curiosidad- las extrañas costumbres, los inventos y las representacio-

nes imaginarias de las sociedades pre- cedentes. Pero, paradójicamente, a pesar, o mejor, gracias a esta «racionalización» extrema, la vida del mundo moderno responde tanto a lo imaginario como cualquiera de las culturas arcaicas o históricas.

Lo que se da como racionalidad de la sociedad moderna es simplemente la forma,

las conexiones exteriormente necesarias, el dominio perpetuo del silogismo. Pero, en estos silogismos de la vida moderna, las premisas toman su contenido de lo imaginario; y la pre-valencia del silogismo como tal, la obsesión de la «racionalidad» separada del resto, consti-tuyen un imaginario de segundo grado. La [251] pseudo- racionalidad moderna es una de las formas históricas de lo imaginario; es arbitraria en sus fines últimos, en la medida en que éstos no responden a razón alguna, y es arbitraria cuando se propone a sí misma como

fin, no apuntando a otra cosa que a una «racionalización» formal y vacía. En este aspecto de su existencia, el mundo moderno está entregado a un delirio sistemático –del que la au-tonomización de la técnica desencadenada, que no está «al servicio» de ningún fin asigna-ble, es la forma más inmediatamente perceptible y la más directamente amenazadora.

La economía, en el sentido más amplio (de la producción al consumo), pasa por ser la expresión por excelencia de la racionalidad del capitalismo y de las sociedades moder-

nas. Pero es la economía la que exhibe de la manera más impresionante –precisamente por-que se pretende íntegra y exhaustivamente racional- el dominio de lo imaginario en todos los niveles.

Es, visiblemente, el caso de lo que sucede con la definición de las necesidades a las que se supone que ella sirve. Más que en ninguna otra sociedad, el carácter «arbitrario», no natural, no funcional de la definición social de las necesidades aparece en la sociedad mo-

derna, precisamente a causa de su desarrollo productivo, de su riqueza que le permite ir mucho más allá de la satisfacción de las «necesidades elementales» (lo cual tiene a menu-do, por otra parte, como contrapartida no menos significativa, el que se sacrifique la satis-facción de estas necesidades elementales a la de necesidades «gratuitas»). Más que ninguna otra sociedad, también la sociedad moderna permite ver la fabricación histórica de las nece-sidades que se manufacturan todos los días ante nuestros ojos. La descripción de este estado

de cosas se hizo hace años; estos análisis deberían ser considerablemente profundizados, pero no tenemos intención de volver aquí sobre ello. Recordemos tan sólo el lugar creciente que ocupan en los gastos de los consumidores las compras de objetos correspondientes a necesidades «artificiales», o bien la renovación, sin razón «funcional» alguna, de objetos que aún pueden servir,

165 simplemente porque ya no [252] están de moda o no comparten

tal o cual «perfeccionamiento» a menudo ilusorio.

En vano se presentaría esta situación exclusivamente como una «respuesta de reem-plazo», como la oferta de sustitutos a otras necesidades, necesidades «verdaderas», que la sociedad presente deja insatisfechas. Ya que, admitiendo que estas necesidades existen y que se las pueda definir, no por ello es menos sorprendente que su realidad pueda ser total-mente revestida de una «pseudo-realidad» (pseudorealidad coextensiva, recordémoslo, a lo esencial de la industria moderna). En vano también sería intentar eliminar el problema, li-

165 52. Se estimó recientemente que el simple coste de los cambios de modelo en coches particulares en los

Estados Unidos se remonta a 5.000 millones de dólares al año como mínimo para el período 1956-1960, suma

que supera el 1% del producto nacional del país [y ampliamente superior al producto nacional de Turquía,

país de 30 millones de habitantes], sin contar el consumo de gasolina acrecentado (en relación con las eco-

nomías que hubiese permitido la evolución tecnológica). Los economistas que presentaron este cálculo en el

cuadragésimo séptimo congreso anual de la Asociación Económica Norteamericana (diciembre de 1961) no

niegan que estos cambios hayan podido también aportar mejoras ni que hayan podido ser «deseados» por los

consumidores. «Sin embargo, los costes resultaron tan extraordinariamente elevados que pareció merecer la

pena presentar la cuenta y preguntarse luego si la valen», Fischer, Griliches and Kaysen en «American Eco-

nomic Review», mayo de 1962, p. 259.

mitándolo a su aspecto de manipulación de la sociedad por las capas dominantes, recordan-

do el lado «funcional» de esta creación continua de nuevas necesidades, como condición de la expansión (es decir, de la supervivencia) de la industria moderna. Pues no solamente las capas dominantes están ellas mismas dominadas por ese imaginario que no crean libremen-te; no solamente sus efectos se manifiestan allí donde no existe la necesidad para el sistema de confeccionar una demanda que asegure su expansión (así en los países industrializados del Este, donde la invasión del estilo de consumo moderno se hace mucho antes de que

pueda hablarse de cualquier saturación del mercado). Pero lo que se comprueba ante todo, en este ejemplo, es que este funcional está suspendido de lo imaginario: la economía del capitalismo moderno no puede existir más que en tanto responde a unas necesidades que ella misma confecciona. [253]

La dominación de lo imaginario es igualmente clara en lo que se refiere al lugar de los hombres, a todos los niveles de la estructura productiva y económica. Esta pretendida

organización racional exhibe todas las características de un delirio sistemático; es sabido por todos y de ello se viene hablando desde hace mucho tiempo, pero nadie lo ha tomado en serio salvo gente tan poco seria como los poetas y los novelistas. Reemplazar el hombre, ya sea obrero, empleado, o incluso «ejecutivo», por un conjunto de rasgos parciales arbitra-riamente elegidos en función de un sistema arbitrario de objetivos y por referencia a una pseudo-conceptualización igualmente arbitraria, y tratarlo en la práctica según esta actitud

indica, traduce una predominancia de lo imaginario que, sea cual sea su «eficacia» en el sistema, no difiere en absoluto de la de las sociedades arcaicas más «extrañas». Tratar a un hombre como cosa, o como puro sistema mecánico, no es menos, sino más imaginario que pretender ver en él a un búho; representa incluso un grado más de adicción a lo imaginario, pues no solamente el parentesco real del hombre con un búho es incomparablemente mayor que el que tiene con una máquina, sino que tampoco ninguna sociedad primitiva aplicó

jamás tan radicalmente las consecuencias de sus asimilaciones de los hombres a otra cosa como lo hace la industria moderna con su metáfora del hombre-autómata. Las sociedades arcaicas parecen siempre conservar cierta duplicidad en estas asimilaciones; pero la socie-dad moderna las toma, en la práctica, al pie de la letra, y de la manera más salvaje. Y no hay diferencia esencial alguna, en cuanto al tipo de operaciones mentales, e incluso de acti-tudes psíquicas profundas, entre un ingeniero tayloriano o un psicólogo industrial por un

lado, que aíslan gestos, miden coeficientes, descomponen a la persona en «factores» inven-tados pieza por pieza y la recomponen en un segundo objeto, y un fetichista que disfruta a la vista de un zapato de tacón alto o pide a una mujer que imite a una lámpara de pie. En los dos casos, se ve en acción esa forma particular de lo imaginario que es la identificación del sujeto con el objeto. La diferencia radica en que el fetichista vive en un mundo privado y su fantasma no tiene efectos más allá del compañero que se presta de buen grado; pero el feti-

chismo capitalista del [254] «gesto eficaz», o del individuo definido por los tests, determina la vida real del mundo social.

166

Recordamos más arriba el esbozo que Marx ya proporcionaba del papel de lo ima-ginario en la economía capitalista, hablando del «carácter fetiche de la mercancía». Este esbozo debería ser prolongado por un análisis de lo imaginario en la estructura institucional que asume siempre más, paralelo y más allá del «mercado», el papel central en la sociedad

166 53. La reificación, tal como la analizaba Lukács en Historia y conciencia de clase, es evidentemente una

significación imaginaria. Pero no aparece como tal en él, porque la res tiene un valor filosófico místico en

tanto precisamente es una categoría «racional» que puede entrar en una «dialéctica histórica».

moderna: la organización burocrática. El universo burocrático está poblado de imaginario

de un extremo al otro. No se le presta de ordinario atención –o solamente para bromear-, porque no se ve en él más que excesos, un abuso de la rutina, o «errores», en una palabra, determinaciones exclusivamente negativas. Pero lo que hay es un sistema de significaciones imaginarias «positivas» que articulan el universo burocrático, sistema que puede reconsti-tuirse a partir de los fragmentos y de los indicios que ofrecen las instrucciones sobre la or-ganización de la producción y del trabajo, el modelo mismo de esta organización, los obje-

tivos que se propone, el comportamiento típico de la burocracia, etc. Este sistema, por lo demás, ha evolucionado con el tiempo. Rasgos esenciales de la burocracia de otros tiempos, como la referencia al «precedente» de la voluntad de abolir lo nuevo como tal y de unifor-mizar el flujo del tiempo, son reemplazados por la anticipación sistemática del porvenir; el fantasma de la organización como máquina bien aceitada cede su lugar al fantasma de la organización como máquina autorreformadora y autoexpansiva. Asimismo, la visión del

hombre en el universo burocrático tiende a evolucionar: hay, en los sectores «avanzados» de la organización burocrática, paso de la imagen del autómata, de la máquina parcial, a la imagen de la «personalidad bien integrada en un grupo», paralela al paso, comprobado por sociólogos norteamericanos (especialmente Riesman y Whyte), de los valores de «rendi-miento» a [255] los valores de «ajuste». La pseudo-racionalidad «analítica» y reificante tiende a ceder su lugar a una pseudo-racionalidad «totalizante» y «socializante» no menos

imaginaria. Pero esta evolución, aunque sólo sea un indicio muy importante de las fisuras y finalmente de la crisis del sistema burocrático, no altera sus significaciones centrales. Los hombres, simples puntos nodales en la red de los mensajes, no existen y no valen más que en función de los estatutos y de las posiciones que ocupan en la escala jerárquica. Lo esen-cial del mundo es su reductibilidad a un sistema de reglas formales, incluyendo las que permiten «calcular» su porvenir. La realidad no existe sino en la medida en que está regis-

trada; en el límite, lo verdadero no es nada y sólo el documento es verdadero. Y aquí apare-ce lo que nos parece el rasgo específico, y más profundo, de lo imaginario moderno, lo más profundo en consecuencias y en promesas también. Ese imaginario no tiene carne propia, toma prestada su materia a otra cosa, es investidura fantasmática, valoración y autonomiza-ción de elementos que, por sí mismos, no responden a lo imaginario: lo racional limitado del entendimiento y lo simbólico. El mundo burocrático autonomiza la racionalidad en uno

de sus momentos parciales, el del entendimiento, que no se preocupa sino de la corrección de las conexiones parciales e ignora las cuestiones de fundamento, de conjunto, de finali-dad, y de la relación de la razón con el hombre y con el mundo (es por lo que llamamos a su «racionalidad» una pseudo-racionalidad); y vive, por lo esencial, en un universo de símbo-los que, las más de las veces ni representan lo real, ni son necesarios para pensarlo o mani-pularlo; es el que realiza hasta el extremo la autonomización del puro simbolismo.

Esta autonomización, el grado de influencia que ejerce sobre la realidad social hasta el punto de provocar su dislocación, así como el grado de alienación que hace gravitar so-bre la capa dominante misma, han podido apreciarse bajo sus formas extremas en las eco-nomías burocráticas del Este, sobre todo antes de 1956, cuando los economistas polacos debieron, para describir la situación de su país, inventar el término de «economía de la Lu-na». Para permanecer más acá de estos límites en tiempo normal, la economía occidental no por ello presenta menos al respecto los mismos rasgos esenciales. [256]

Este ejemplo no debe crear confusión sobre lo que entendemos por imaginario. Cuando la burocracia se empeña en querer construir un metro subterráneo en una ciudad –Budapest- en la que esto es físicamente imposible, o cuando no solamente pretende ante la

población que el plan de producción se ha llevado a cabo, sino que sigue ella misma ac-

tuando, decidiendo y condenando a una pérdida segura recursos reales como si el plan se hubiera realizado, los dos sentidos del término imaginario, el más corriente y superficial, y el más profundo, convergen y no podemos hacerle nada. Pero lo que importa sobre todo es evidentemente lo segundo, lo que puede verse en acción cuando una economía moderna funciona eficaz y realmente, según sus propios criterios, cuando no es ahogada por las ex-crecencias de segundo grado de su propio simbolismo. Pues entonces el carácter pseudo-

racional de su «racionalidad» emerge claramente: todo está efectivamente subordinado a la eficacia –pero la eficacia ¿para quién, con miras a qué, para qué? El crecimiento económico se realiza; pero ¿es crecimiento de qué, para quién, a qué precio, para llegar a qué? Un mo-mento parcial del sistema económico (ni siquiera el momento cuantitativo: una parte del momento cuantitativo que concierne a ciertos bienes y servicios) se erige en momento so-berano de la economía y, representada por este momento parcial, la economía, ella misma

momento de la vida social, se erige en instancia soberana de la sociedad. Es precisamente porque lo imaginario social moderno no tiene carne propia, es por-

que toma prestada su sustancia a lo racional, en un momento de lo racional que transforma así en pseudo-racional, por lo que contiene una antinomia radical, por lo que está abocado a la crisis y al desgaste, y por lo que la sociedad moderna contiene la posibilidad «objetiva» de una transformación de lo que hasta ahora fue el papel de lo imaginario en la historia.

Pero, antes de abordar este problema, tenemos que considerar más de cerca la relación de lo imaginario y de lo racional. [257] Imaginario y racional

Es imposible comprender lo que fue y lo que es la historia humana prescindiendo de la categoría de lo imaginario. Ninguna otra permite reflexionar sobre las siguientes pregun-tas: ¿qué es lo que fija la finalidad, sin la cual la funcionalidad de las instituciones y de los procesos sociales seguiría siendo indeterminada?, ¿qué es lo que, en la infinidad de las es-tructuras simbólicas posibles, especifica un sistema simbólico, establece las relaciones canónicas prevalentes, orienta hacia una de las incontables direcciones posibles todas las

metáforas y las metonimias abstractamente concebibles? No podemos comprender una so-ciedad sin un factor unificante que proporcione un contenido significado y lo teja con las estructuras simbólicas. Este factor no es lo simple «real», cada sociedad constituyó su real (no nos vamos a tomar el trabajo de especificar que esta constitución jamás es totalmente arbitraria). No es tampoco lo «racional»; la inspección más sumaria de la historia basta para mostrarlo, y, si así fuese, la historia no habría sido realmente historia, sino acceso instantá-

neo a un orden racional, pura progresión en la racionalidad. Pero, si la historia contiene incontestablemente la progresión en la racionalidad –ya volveremos sobre ello-, no puede ser reducida a ella. Un sentido aparece en ella, ya en los orígenes, que no es un sentido de real (referido a lo percibido), que tampoco es racional, o positivamente ir-racional, que no es ni verdadero ni falso pero que, sin embargo, es del orden de la significación, y que es la creación imaginaria propia de la historia, aquello en y por lo que la historia se constituye para empezar.

No tenemos, pues, que «explicar» cómo ni por qué lo imaginario, las significaciones sociales imaginarias y las instituciones que las encarnan, se autonomizan. ¿Cómo podrían no autonomizarse, puesto que son lo que siempre estuvo ahí, «al comienzo», lo que, en

cierto modo, siempre está ahí «al comienzo»? A decir verdad, la expresión misma «auto-

nomizarse» es visiblemente inadecuada en este sentido; no tenemos que tratar con un ele-mento que, subordinado primero, «se desprenda» y llegue a ser, después, autónomo (real o lógico), sino con el elemento que constituye la historia como tal. Si algo hay que redunde en problema sería más bien la emergencia de [258] lo racional en la historia y, sobre todo, su «separación», su constitución en momento relativamente autónomo.

Así las cosas, se plantea inmediatamente un problema inmenso en lo que se refiere a

la distinción de los conceptos. ¿Cómo pueden distinguirse las significaciones imaginarias de las significaciones racionales en la historia? Hemos definido más arriba lo simbólico-racional como lo que representa lo real, o bien como lo que es indispensable para pensarlo o actuarlo. Pero lo representa ¿para quién? Pensarlo ¿cómo? Actuarlo ¿en qué contexto? ¿De qué real se trata? ¿Cuál es la definición de lo real implicada aquí? ¿Acaso no queda claro que corremos el riesgo de introducir subrepticiamente una racionalidad (la nuestra)

para hacerle desempeñar el papel de la racionalidad? Cuando, al considerar una cultura de otros tiempos o de otra parte, calificamos de

imaginario tal elemento de su visión del mundo, o esta visión misma, ¿cuál es el punto de referencia? Cuando nos encontramos, no ante una «transformación» de la tierra en divini-dad, sino ante una identidad originaria, para una cultura dada, de la Tierra-Diosa madre, identidad inextricablemente tejida, para esa cultura, con su manera general de ver, de pen-

sar, de actuar y de vivir el mundo, ¿no es acaso imposible calificar, sin más, esta identidad de imaginaria? Si lo simbólico-racional es lo que representa lo real o lo que es in- dispensa-ble para pensarlo o actuarlo, ¿no es evidente que este papel también es desempeñado, en todas las sociedades, por unas significaciones imaginarias? Lo «real», para cada sociedad ¿no comprende acaso, inseparablemente, este componente imaginario tanto para lo que es de la naturaleza como, sobre todo, para lo que es del mundo humano? Lo «real» de la natu-

raleza no puede ser captado fuera de un marco categorial, de principios de organización de lo dado sensible, y éstos no son nunca –ni siquiera en nuestra sociedad- simplemente equi-valentes, sin exceso ni defecto, en el cuadro de las categorías trazado por los lógicos (y, por lo demás, eternamente rehecho). En cuanto a lo «real» del mundo humano, no es solamente en tanto que posible objeto de conocimiento, es de manera inmanente, en su ser, en sí y para sí, cómo es categorizado por la estructuración social y lo imaginario que ésta significa;

relaciones entre individuos y grupos, comportamiento, [259] motivaciones, no son sola-mente incomprensibles para nosotros, son imposibles por sí mismos independientemente de este imaginario. Un «primitivo» que quisiera actuar ignorando las distinciones de clanes, un hindú de otros tiempos que decidiese desdeñar la existencia de las castas estaría muy pro-bablemente loco –o se volvería loco rápidamente.

Hay que guardarse, pues, hablando de imaginario, de hacer deslizar en él una impu-

tación a la sociedad considerada de una capacidad racional absoluta que, presente desde el principio, hubiese sido rechazada o recubierta por lo imaginario. Cuando un individuo, que crece en nuestra cultura, que topa con una realidad estructurada de una manera precisa, que vive sumergida en un control social perpetuo, «decide» o «elige» ver en cada persona que encuentra un agresor potencial y desarrolla un delirio de persecución, podemos calificar su percepción de los demás como imaginaria, no sólo «objetivamente» o socialmente –con referencia a los puntos de referencia establecidos-, sino subjetivamente, en el sentido de

que «hubiese podido» forjarse una visión correcta del mundo; la fuerte preponderancia de la función imaginaria pide una explicación aparte, en tanto que otros desarrollos eran posi-bles y fueron realizados por la gran mayoría de los hombres. En cierto modo, imputamos a

nuestros locos su locura, no sólo en el sentido de que es la suya, sino de que hubiesen podi-

do no producirla. Pero ¿quién puede decir de los griegos que sabían muy bien, o que hubie-sen podido saber, que los dioses no existen, y que su universo mítico es una «desviación» en relación a una visión sobria del mundo, desviación que pide ser explicada como tal? Esta visión sobria, o pretendidamente tal, es simplemente la nuestra.

Estas advertencias no son inspiradas por una actitud agnóstica ni relativista. Sabe-mos que los dioses no existen, que hombres no pueden «ser» cuervos y no podemos olvi-

darlo expresamente cuando examinamos una sociedad de otro tiempo o de otro lugar. Pero nos encontramos aquí, en un nivel más profundo y más difícil, con la misma paradoja, la misma antinomia de la aplicación retroactiva de las categorías, de «proyección hacia atrás» de nuestra manera de captar el mundo, que hemos señalado más arriba a propósito del marxismo, antinomia de la que habíamos dicho ya que es constitutiva [260] del conoci-miento histórico. Habíamos entonces verificado que no se puede, por lo que hace a la ma-

yoría de las sociedades precapitalistas, mantener el esquema marxista de una «determina-ción» de la vida social y de sus diversas esferas, del poder por ejemplo, por la economía, porque este esquema presupone una autonomización de estas esferas que no existe plena-mente sino en la sociedad capitalista; en un caso tan próximo a nosotros en el espacio y en el tiempo como lo es la sociedad feudal por ejemplo (y las sociedades burocráticas presen-tes de los países del Este), relaciones de poder y económicas están estructuradas de tal ma-

nera que la idea de «determinación» de unas por otras no tiene sentido. De una manera mu-cho más profunda, el intento de distinguir netamente, a fin de articular su relación, lo fun-cional, lo imaginario, lo simbólico y lo racional en unas sociedades distintas que las de Oc-cidente en los dos últimos siglos (y algunos momentos de la historia de Grecia y de Roma) topa con la imposibilidad de dar a esta distinción un contenido riguroso, que sea realmente significativo para las sociedades consideradas y que realmente haga mella en ellas. Si las

potencias divinas, si las clasificaciones «totémicas» son, para una sociedad antigua o arcai-ca, unos principios categoriales de organización del mundo natural y social, como lo son incontestablemente, ¿qué quiere decir, desde el punto de vista operativo (es decir para la comprensión y la «explicación» de estas sociedades), la idea de que estos principios res-ponden a lo imaginario en tanto que se oponen a lo racional? Es este imaginario lo que hace que el mundo de los griegos o de los aranda no sea un caos, sino una pluralidad ordenada

que organiza lo diverso sin aplastarlo, lo que hace emerger el valor y el no-valor, lo que traza para estas sociedades la demarcación entre lo «verdadero» y lo «falso», lo permitido y lo prohibido –sin lo cual no podrían existir ni un segundo.

167 Este imaginario no desempeña

solamente la función de lo racional; ya [261] es una forma de éste, lo contiene en una indis-tinción primera e infinitamente fecunda, y pueden discernirse en él los elementos que pre-supone nuestra propia racionalidad.

168

167 54. Desde este punto de vista, hay, pues, una especie de «funcionalidad» de lo imaginario efectivo en tanto

que es «condición de existencia» de la sociedad. Pero es condición de existencia de la sociedad como socie-

dad humana, y esta existencia como tal no responde a funcionalidad alguna, no es fin de nada y no tiene fin. 168 55. Esto es lo que nos parece ser, a pesar de sus intenciones, lo esencial de la aportación de Claude Lévi-

Strauss, en particular en El pensamiento salvaje, mucho más que el parentesco entre pensamiento «arcaico» y

bricolage, o la identificación entre «pensamiento salvaje» y racionalidad sin más. En cuanto al problema

enorme, al nivel f ilosófico más radical, de la relación entre imaginario y racional, de la cuestión de saber si lo

racional no es más que un momento de lo imaginario o bien si expresa el encuentro del hombre con un orden

trascendente, no podemos aquí sino dejarlo abierto, dudando por lo demás de que podamos nunca hacerlo de

otro modo. [Este problema es largamente discutido en la segunda parte.]

Sería, pues, en este caso, no ya incorrecto, sino, propiamente hablando, sin sentido

querer captar toda la historia precedente de la humanidad en función de la pareja de cate-gorías imaginaria-racional que no tiene realmente su pleno sentido más que para nosotros. Y, sin embargo –ésta es la paradoja-, no podemos dispensarnos de hacerlo. Tampoco po-demos, cuando hablamos del terreno de lo feudal, simular que olvidamos el concepto de economía, ni dispensarnos de categorizar como económicos unos fenómenos que no lo eran para los hombres de la época; no podemos simular que ignoramos la distinción de lo racio-

nal y de lo imaginario al hablar de una sociedad para la cual no tiene sentido, o no tiene el mismo contenido que para nosotros.

169 Nuestro examen de la historia debe necesariamente

asumir esta antinomia. El historiador, o el etnólogo, debe obligatoriamente intentar com-prender el universo natural y social de los babilonios y de los bororos, tal como era vivido por ellos y, al intentar explicarlo, guardarse de introducir determinaciones que no existen para esta cultura (consciente o inconscientemente). Pero no puede quedarse ahí. El etnólo-

go, que ha asimilado ya tan bien la visión del mundo de los bororos que ya no puede verlo sino a la manera de ellos, ya no es un etnólogo, es un bororo –y los bororos no son etnólo-gos. Su razón de ser no es asimilarse a los bororos, sino [262] la de explicar a los parisinos, londinenses y neoyorquinos de 1965, esta otra humanidad que representan los bororos. Y esto no puede hacerlo más que en el lenguaje, en el sentido más profundo del término, en el sistema categorial de los parisinos, londinenses, etc. Ahora bien, estos lenguajes no son

«códigos equivalentes» –precisamente porque, en su estructuración, las significaciones imaginarias juegan un papel central.

170 Es por lo que el proyecto central de constitución de

una historia total, de comprensión y de explicación exhaustiva de las sociedades de otros tiempos y de otros lugares conlleva necesariamente en su raíz el fracaso, si se toma como proyecto especulativo. La manera occidental de concebir la historia se sostiene sobre la idea de que lo que era sentido para sí, sentido para los asirios de su sociedad, puede llegar a ser,

sin residuo y sin defecto, sentido para nosotros. Pero esto es, con toda evidencia, imposible y, a la vez, marca con el sello de la imposibilidad el proyecto especulativo de una historia total. La historia es siempre historia para [263] nosotros –lo que no quiere decir que tenga-mos el derecho de estropearla como nos plazca, ni de someterla inocentemente a nuestras proyecciones, puesto que precisamente lo que nos interesa en la historia es nuestra alteri-dad auténtica, los demás posibles del hombre en su singularidad absoluta. Pero, en tanto

169 56. No afecta a esto el hecho de que toda sociedad distingue necesariamente entre lo que es para ella real-

racional y lo que es para ella imaginario 170 57. Como dirían los lingüistas, estos lenguajes no tienen una función cognitiva, y únicamente los conteni-

dos cognitivos [diría ahora: identitarios] son íntegramente traducibles. Véase Roman Jakobson, Essais de

lingüistique générale, pp. 78 a 86. La dialéctica total de la historia, que implica la posibilidad de una traduc-

ción exhaustiva por derecho de todas las culturas al lenguaje de la cultura «superior», implica también una

reducción de la historia a lo cognitivo. Desde este punto de vista, el paralelo con la poesía es absolutamente

riguroso, el texto de la historia es una mezcla indisociable de elementos cognitivos y poéticos. La tendencia

estructuralista extrema dice poco más o menos: No puedo traduciros Hamlet al francés, o muy pobremente,

pero lo que sí es mucho más interesante que el texto de Hamlet es la gramática de la lengua en la que está

escrito, y el hecho de que esa gramática sea un caso particular de una gramática universal. Puede responderse

así: No, gracias, la poesía nos interesa en tanto que contiene algo más que la gramática. Puede también pre-

guntarse lo siguiente: ¿Y por qué, pues, la gramática inglesa no es directamente esta gramática universal?

¿Por qué hay distintas gramáticas? Evidentemente, los elementos poéticos mismos, aunque no rigurosamente

traducibles, no son inaccesibles. Pero este acceso es re-creación: «...la poesía, por definición, es intraducible.

Sólo es posible la transposición creadora» (Jakobson, Op. cit., p. 86). Hay, incluso más allá del contenido

cognitivo, lectura y comprensión aproximada a lo largo de las distintas fases históricas. Pero esta lectura debe

asumir el hecho de que es lectura mediante alguien.

que absoluta, esta singularidad se diluye necesariamente en el momento en que intentamos

captarla, del mismo modo que, en microfísica, en el momento en que se fija en su posición la partícula, ésta «desaparece» como cantidad de movimiento definida.

Sin embargo, lo que aparece como una antinomia insuperable para la razón especu-lativa cambia de sentido cuando se reintegra la consideración de la historia en nuestro pro-yecto de elucidación teórica del mundo, y en particular del mundo humano, cuando se ve en él parte de nuestro intento de interpretar el mundo para transformarlo –no subordinando la

verdad a las exigencias de la línea del partido, sino estableciendo explícitamente la unidad articulada entre elucidación y actividad, entre teoría y práctica, para dar su plena realidad a nuestra vida en tanto que hacer autónomo, a saber, actividad creadora lúcida. Ya que, en-tonces, el punto último de conjunción de estos dos proyectos –comprender y transformar- no puede encontrarse cada vez sino en el presente vivo de la historia, que no sería presente histórico si no se superase hacia un porvenir que está por hacer por nosotros. Y el que no

podamos comprender el antaño y el otro lugar de la humanidad sino en función de nuestras propias categorías –lo cual, a su vez, revierte en estas categorías, las relativiza y nos ayuda a superar la servidumbre a nuestras propias formas de imaginario e incluso de racionalidad- no traduce simplemente las condiciones de todo conocimiento histórico y su arraigo, sino el hecho de que toda elucidación que emprendamos es finalmente interesada, es para noso-tros en el sentido fuerte, pues no estamos aquí para decir lo que es, sino para hacer ser lo

que no es (a lo cual el decir lo que es pertenece como momento). Nuestro proyecto de elucidación de las formas pasadas de la existencia de la huma-

nidad no adquiere su sentido pleno sino como momento del proyecto de elucidación de nuestra existencia, a su vez inseparable de nuestro hacer actual. Estamos ya, hagamos lo que hagamos, comprometidos en una transformación de esta [264] existencia con respecto a la cual la única elección que tenemos consiste en sufrir o hacer, con confusión o lucidez.

Que esto nos lleve inevitablemente a reinterpretar y a recrear el pasado, puede que algunos lo deploren y denuncien en ello un «canibalismo espiritual, peor que el otro». Tampoco nosotros podemos hacerle nada, ni tampoco podemos impedir que nuestra alimentación contenga, en proporción creciente, los elementos que componían el cuerpo de nuestros an-tepasados desde hace treinta mil generaciones. [265]