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antropología del astronauta cotidiano José Alejandro Polanco Contreras

antropología del astronauta cotidiano

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antropología del astronautacotidianoJosé AlejandroPolanco Contreras

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Antropología

del astronauta cotidiano

José Polanco Contreras

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Fundación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo LozanoCarrera 4 n.º 22-61 – PBX: 2427030 – www.utadeo.edu.coFacebook e Instagram: @editorialutadeo - @utadeo.edu.co

Carlos Sánchez GaitánRector

Andrés Franco HerreraVicerrector Académico

Liliana Álvarez ReveloVicerrectora Administrativa

Felipe César Londoño LópezDecano de la facultad de Artes y Diseño

Equipo EditorialMarco Giraldo BarretoJefe de Publicaciones

Luis Carlos Celis CalderónCoordinación gráfica y diseño

Mary Lidia Molina BernalCoordinación editorial

Juan Carlos García SáenzCoordinación revistas científicas

Sandra GuzmánDistribución y ventas

María Teresa Murcia CruzAsistente administrativa

isbn físico: 978-958-725-281-1isbn digital (pdf): 978-958-725-282-8isbn digital (epub): 978-958-725-283-5

EdiciónCarlos Augusto JaramilloCorrección de estilo

Luis Carlos Celis CalderónDiseño de portada

Luis Carlos Celis CalderónPauta gráfica, diagramación y fotografía

Mary Lidia Molina BernalRevisión editorial

Imágenes de cubierta: www.shutterstock.com

En nombre de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, Editorial UTadeo le agradece a usted, el lector de esta obra, por apoyar el trabajo de todas las personas que hacen posible que el conocimiento llegue a sus manos al adquirir este texto de manera legal. Asimismo, le agradecemos el interés por el conocimiento que producen nuestros investigadores, y el apoyo que pueda darnos para que éste tenga un mayor alcance.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia © Fundación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Polanco Contreras, José Alejandro, 1971- Antropología del astronauta cotidiano / José Alejandro Polanco Contreras. - Bogotá: Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2020. 230 páginas : ilustraciones, fotografías ; 17 cm.

ISBN 978-958-725-281-1 (físico) / 978-958-725-282-8 (pdf) / 978-958-725-283-5 (epub)

1. Ostomía. 2. Colostomía. 3. Ostomizados - Aspectos sociales. 4. Antropología de la salud. 5. Antropología médica. I. Tít.

CDD 362.1

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Prólogo 11

Introducción 15

1. Todos somos cíborgs 21

2. Martínez y la tropa 37

3. El axioma de Celso 49

4. El kit del astronauta cotidiano 59

5. La evolución de los dispositivos y los procedimientos 65

6. Posibilidades y carencias de los astronautas 73

7. La difícil relación de las barreras con la piel 87

8. Historias de humanos con cosas que no son de humanos 97

9. Los coloproctólogos y las terapeutas enterostomales 107

10. La excreta secreta 117

11. El self y el cuerpo como vehículos teatrales 125

12. El asco el tabú y lo liminar: el cuerpo imprudente 133

13. El cuerpo que necesita ser salvado 143

14. La solidaridad y la asociación 153

15. El camino del regreso 161

16. La adaptación y la recuperación 169

17. Todos los astronautas que no se pueden contar 183

18. Lo humano, lo divino y lo profano en el mundo de los astronautas 189

Conclusiones 203

Referencias 215

Contenido

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Lista de imágenes

Imagen 1. Colostomía practicada para erradicar un tumor en el colon 17

Imagen 2. El profesor Kevin Warwick y un robot de la Universidad de Reading 27

Imagen 3. Ratón cíborg 29

Imagen 4. Neil Harbisson con su “eyeborg” 31

Imagen 5. Oscar Pistorius con sus prótesis para correr 36

Imagen 6. Locación de los estomas en el tracto gastrointestinal 47

Imagen 7. Cirugía de colon con anastomosis 48

Imagen 8. Margaret White y su colostomía transversal 52

Imagen 9. Guía para el corte de los diámetros en la barrera 64

Imagen 10. Cantimplora adaptada como contenedor de desechos 66

Imagen 11. Anuncio publicitario de 1944 para las bolsas Rutzen 66

Imagen 12. Irrigación en colostomía sigmoide 70

Imagen 13. Bolsa de colostomía adherida a la barrera con esparadrapo micropore® 75

Imagen 14. Bolsa con gel desodorizante para desechar los dispositivos 81

Imagen 15. Munévar muestra la ubicación de la barrera sobre su cuerpo 88

Imagen 16. Barrera flexible que se adapta al contorno de la ostomía 89

Imagen 17. Jessica Grossman, modelo, ostomizada a los 13 años, campaña publicitaria de la Intestinal Disease Education and Awareness Society - ideas 151

Imagen 18. Reunión de la acdo en la sede de la Alcaldía Menor de Chapinero 154

Imagen 19. Bolsa con donaciones recibida por la Asociación 156

Imagen 20. Boletín Solidaridad que publica la acdo y distribuye gratuitamente 157

Imagen 21. Posada usa agua bendita alrededor de su ostomía para los dolores 201

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Agradecimientos

La investigación que le da sustento a este libro fue posible gracias al apoyo económico de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano a través de los estímulos de formación para su cuerpo de profesores. También debe reconocerse el apoyo de la Universidad de los Andes con los premios otorgados para proyectos de investigación enmarcados en la actividad del Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales (ceso); como proyecto, esta investigación fue merecedora de uno estos reconocimientos en 2012. Tampoco sería posible este esfuerzo sin la ayuda de la Asociación Colombiana de Ostomizados (acdo) y el trabajo inspirador de Mariela Acero de Romero. Gracias al Instituto de Desarrollo Económico y Social (ides) en Buenos Aires (Argentina) y a su director, Sergio Visacovsky, por recibirme de forma tan cálida como investigador visitante. A Mariano Plotkin y a su grupo de Saberes Psi por tener la deferencia de leer uno de los borradores de este trabajo y contribuir con sus gentiles aportes. Gracias a la Asociación Argentina de Ostomizados (aado) y a su presidenta, Carmen Alonso, por dejarme compartir algunos aspectos de los hallazgos de esta investigación. Gracias a Ana Guglielmucci y a Santiago Álvarez por sus buenos consejos y apoyo en Buenos Aires. Gracias a Diego Losada por las ilustraciones del concepto del libro; a Ginna López por la ayuda coordinando parte del trabajo de campo y de edición de borradores; a Carolina Mendez por sus buenas ideas y corrección para la organización del primer manuscrito definitivo; a la señora Dora Ramírez, por su ánimo y acertadas contribuciones; a Carlos Arango por su lectura y aportes. Gracias a Roberto Suárez Montañez, quien tuvo la paciencia de ser mi maestro, y a Marco Giraldo Barreto, quien creyó en este proyecto. Un agradecimiento especial a las personas ostomizadas, enfermeras, médicos y familias que me abrieron las puertas y me brindaron su confianza para construir el cuerpo investigativo que le da sustento a este libro.

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Prólogo

Siempre que surge el término ostomía, las reacciones usuales nos remiten a narraciones difusas que tratan de dar cuenta del térmi-no; narraciones en las que se busca significarlo, darle sentido y

pensar en cuál puede ser el impacto en la vida cotidiana de una persona con esta condición.

Nuestra sociedad nos enseñó a tener una imagen de la normalidad y de cómo los cuerpos, en el campo médico, se ajustan a esta. Sin embargo, en el mundo contemporáneo los cuerpos se resignifican y dan cuenta de una gramática cultural en la cual las variaciones estéticas y las condiciones, que hasta momentos recientes en la historia de la humanidad se conside-raban anormales, se plantean ahora de forma diferente. Hoy los conceptos de salud y de enfermedad se piensan desde una flexibilidad semántica que sobrepasa la rigidez espacio-temporal, para integrarse a un sistema de pensamiento cambiante que se adapta tanto a las historias sociales como a las individuales. De esta forma, lo que llamamos salud o enfermedad es una idea empleada para definir, describir o determinar una condición que puede ser física, mental o emocional en un tiempo específico de la vida de una persona. En este sentido, las definiciones clásicas de la Organización Mundial de la Salud sobre qué es la salud y las taxonomías médicas de las enfermedades tienen un anclaje cognitivo muy diferente en el mundo de la vida diaria. Un ejemplo cotidiano de lo que es la normalidad en salud es el caso de ciertas condiciones visuales que se perciben y aceptan de manera

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natural: son como un aspecto que no se cuestiona de la vida de una perso-na. Sin embargo, cuando se analizan, siguen conservando su asociación a la definición clásica de enfermedad. Las gafas y los lentes no son solamente una industria floreciente en el campo médico, sino que además hacen par-te de una industria de moda que escenifica el porte de este objeto-órtesis, a través de la transubstanciación de la enfermedad visual en una posibilidad estética. Portar las gafas, dentro de este marco social y cultural, es una pra-xis que resignifica una condición médica para reubicarla como parte de la historia de vida del individuo.

Por ello, este libro sobre las ostomías del profesor Polanco plantea grandes cuestionamientos sobre esta condición, sobre cómo la entende-mos y sobre cómo la significamos socioculturalmente, cómo se integra, se vive y se narra por los individuos que coexisten cotidianamente con ella. Al interrogar la función terapéutica y, particularmente, cómo esta responde a los imaginarios sociales que se construyen de las ostomías y de la órtesis, el documento permite introducir al lector en los aspectos silenciosos de lo que es existir no sólo con un objeto pegado al cuerpo sino con una nueva disciplina corporal. A diferencia de otras condiciones médicas y procesos terapéuticos, el caso que se presenta plantea una re-flexión sobre un aspecto de la vida que la civilización moderna ha busca-do transformar, ocultar o invisibilizar de la vida social: los efluentes, sus olores y su presencia.

El autor nos invita a hacer una reflexión mediante el análisis an-tropológico de la ostomía, de la transformación de un aspecto de la vida íntima de las personas, la excreta y del cuerpo que la ejecuta. Es una re-flexión sobre un cambio que transgrede y rompe el muro civilizatorio construido alrededor de los olores, la visualización de los efluentes, el si-lencio de las funciones corporales, para introducir una mirada culturalis-ta al porte externo de un dispositivo que permite recrear identidades de normalidad a partir de una nueva geografía corporal.

Tal como lo sugiere el texto, la ostomía como condición permite re-pensar las exigencias civilizatorias en torno a la subjetividad de lo íntimo,

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| 13Prólogo |

de lo interno, de la proxemía que emerge para definir las relaciones y dis-tancias entre los cuerpos. En esta condición, la disciplina que se le exigía al cuerpo para ejecutar ciertas funciones con discreción pierden su validez y sentido. La órtesis hace que el sujeto busque travestir aquello que es la memoria de lo arcaico y que estaba destinado, estrictamente, a lo privado de un espacio predefinido para este efecto: el baño. Tal como lo dice el autor, es un objeto frontera, que es a la vez salvador de la vida, portador de esperanza y regulador de la relación consigo mismo y con la sociedad.

Finalmente, este libro lleva al lector a reflexionar sobre la norma-lidad de lo corporal, a cuestionar nuestras costumbres de urbanidad y civismo, a repensar las zonas grises de lo público y lo íntimo, y a quebrar los tabús sobre el cuerpo. Es un texto sobre la condición humana obligada a un repliegue sobre sí misma, a partir de la pérdida de autocontrol de una función corporal pero que se convierte en un tour de force para el indivi-duo ostomizado.

Roberto SuárezDepartamento de Antropología

Universidad de Los Andes

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Introducción

Debido a las situaciones de orden público en Colombia, en una época se hizo común que la Policía hiciera requisas a los tran-seúntes en las calles de Bogotá. En uno de esos procedimientos,

en cercanías a un comando de policía, un grupo de uniformados detiene a un hombre de aproximadamente 45 años que viste una chaqueta volu-minosa cerrada hasta el cuello. Como las chaquetas grandes y cerradas pueden ser un indicador de que se portan armas ocultas, ante el pedido de los uniformados, el hombre accede a la requisa.

Los policías se miran como temiendo lo peor, y uno de ellos em-pieza a palpar la chaqueta con cuidado, mientras el otro pone una mano en el radio y la otra en la pistola. El ambiente es tenso y el silencio se corta cuando el policía toca la zona abdominal. El hombre, al que requisan, le dice: “Le voy a pedir que en esa parte no me haga presión, porque ahí llevo mi bolsa de colostomía”. El policía se separa de inmediato del hombre y le pide que se abra la chaqueta y explique de qué se trata.

Ante el accionar de sus patrulleros, un teniente que observaba des-de la ventana del comando se aproxima para ver qué sucede. El hom-bre sospechoso, sin perder la calma, se quita la chaqueta y se descubre una parte del abdomen a la vez explica a los policías en qué consiste su

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condición, sin tener mucho éxito porque la cara de los agentes de la ley es de asombro y de no saber qué hacer. El teniente se termina de acercar, observa el abdomen del hombre y les dice: “Mi papá tuvo eso. Es una cosa tenaz. Déjenlo ir”.

Este relato permite ver cómo una situación común de la vida co-tidiana se ve alterada por la presencia de la disrupción del cuerpo, por la asociación con la enfermedad y por la existencia de un dispositivo médico instalado en el abdomen. Tener una ostomía intestinal es una realidad que se hace digna de investigar, ya que en ella confluyen el extrañamiento y el desconcierto, a la vez que un escenario de adaptación y de restableci-miento de lo que se podría considerar como normal. En esta trayectoria, se crean líneas de tensión que hacen que la vida como ostomizado sea una de las nuevas configuraciones del cuerpo que la ciencia médica ha creado para prolongar la existencia; una en la que la persona debe soportar los traumatismos que su nueva condición le exige.

Este libro es una aproximación a lo que significa vivir la vida con una ostomía en Bogotá, Colombia. Si bien este escrito gira en torno de la enfermedad y de las opciones terapéuticas para continuar por el mundo, es importante aclarar que ni la enfermedad ni los dispositivos médicos son el centro del análisis. Esta investigación se concentró en resolver la pre-gunta que se orienta desde la antropología médica y que se interroga sobre cuáles son los imaginarios sociales que construye una persona ostomizada en relación con la necesidad de llevar adheridos a su cuerpo los dispositi-vos que recolectan y contienen sus efluentes. Esta pregunta central invita a pensar en otros cuestionamientos subordinados: ¿las órtesis pueden ins-cribir al cuerpo alterado en la categoría de cíborg? ¿Cuál es el rol de la vida terapéutica, en contraste con los procesos de adaptación y resiliencia que transita el ostomizado para representarse bajo una imagen de normalidad y mantener la discreción que le exigen la bolsa y la barrera?

A propósito, los expertos dicen que la diferencia entre órtesis y prótesis radica en que la primera es una ayuda o dispositivo de apoyo externo, y la segunda es una extensión artificial que reemplaza una parte

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| 17Introducción |

del cuerpo. Para efectos de la discusión sobre el particular en este texto, se utilizará frecuen-temente el concepto de próte-sis, que involucra lo prostético y artificial como categoría de análisis recurrente en las cien-cias sociales.

Desde la mirada de la antropología médica, las histo-rias de vida y las experiencias que se encierran en los recuen-tos que hacen de su condición ilustran un conjunto de prácticas relacionadas con la forma de llevar los dispositivos en los cuerpos para crear un nue-vo tipo de identidad. Una persona con una prótesis o una órtesis se convierte en un ser que se distingue por rasgos particulares, y hace parte de un grupo de personas que vi-ven su realidad con características dadas por los artefactos para mejorar su calidad de vida. Tener lentes para corregir defectos en la visión, audífonos para superar problemas auditivos o una prótesis dental que duerme en un vaso so-bre la mesa de noche es una prueba de cómo lo cotidia-no es intervenido por artefactos creados para recobrar la normalidad. Se podría pensar que la llegada de la prótesis, cualquiera que esta sea, tiene un efecto en la construcción del self. Algunos les sacan provecho a sus nuevos apéndices artificiales: Woody Allen sería irreconocible sin sus grandes gafas de carey, y Stephen Hawking, con su silla de ruedas cíborg, se convirtió en una figura de la cultura popular con sus apariciones en programas de televisión como Los Simp-sons y The Big Bang Theory.

Imagen 1. Colostomía practicada para erradicar un tumor en el colon.Fuente: archivo del autor.

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En el marco de lo que significa una vida con apéndi-

ces para mejorar o corregir los imperfectos del cuerpo, la bolsa y

la barrera son dispositivos que se ha-cen importantes de describir porque,

primero, tienen un carácter secreto involucrado en el tabú relacionado con

el manejo de los desechos. Segundo, son tecnologías con un desarrollo significativo en el campo de los cuidados médicos, que no están del todo presentes en el mercado colombiano por cuestiones de viabilidad comer-cial. Tercero, el uso de los artefactos, aunque parece estandarizado en su práctica, es irregular, como lo son también los comportamientos de cada cuerpo, que resultan tan únicos como las personas que los portan. Cuarto, son objetos fronterizos que están entre la posibilidad médica de salvar la vida y la mutilación del cuerpo, con el impacto que esto trae para la re-presentación personal, y en la sociedad. Quinto, una persona ostomizada tiene una nueva forma de ser y estar en el mundo asociada al manejo efi-ciente de la bolsa y la barrera. Sexto, una mala educación y un mal proceso

El sí mismo designa las concepciones, ideas, actitudes y valoraciones de un in-dividuo entrelazadas con la identidad de la persona consigo misma y con la ins-tancia psíquica del yo: “en el interac-cionismo simbólico es la capacidad que tiene el individuo de vivir con su personalidad individual como idéntica a sí misma, pese al cam-bio que suponen los diversos ro-les sociales” (Hillmann, 2005, pp. 814-815). Para todos los efectos de la expresión del sí mismo, en este libro se utili-zará la voz inglesa del con-cepto: self.

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| 19Introducción |

de adaptación le implica al paciente en recuperación la prolongación del rol de enfermo y de un itinerario de condición crónica que sólo incremen-ta el deterioro del estado de ánim o y el agravamiento de otras patologías, como las del cáncer de colon y recto, que comúnmente se asocian a las ostomías permanentes.

Este libro se fundamenta en una investigación realizada con perso-nas pertenecientes a la Asociación Colombiana de Ostomizados (acdo), llevada a cabo entre los años 2012 y 2015 en la ciudad de Bogotá, Colom-bia. La investigación también contó con la participación de profesionales como coloproctólogos y enfermeras enterostomales vinculados a escena-rios representativos de la especialidad en el país. Las personas ostomizadas que participaron en esta investigación tienen una edad promedio de 52 años, pertenecen a los niveles sociales bajo, medio y medio alto (se ubican en los estratos 2 al 5).

Las personas entrevistadas, en su mayoría mujeres, tienen casi to-das colostomías definitivas, como producto de la resección de porciones importantes de colon o recto comprometidas por neoplasias. En esta muestra también se encuentran pacientes con ileostomías y urostomías, realizadas para tratar casos de poliposis adenomatosa familiar, cáncer y espina bífida, respectivamente. Algunas mujeres tienen colostomías por incontinencia intestinal, debido al daño accidental de los esfínteres anales en el momento del parto. Otras personas están ostomizadas por haber sufrido trauma abdominal o lesiones en la columna vertebral por arma de fuego. Los testimonios presentados en este libro acuden a las historias de vida de las personas entrevistadas. Para proteger la identidad de las perso-nas se presentan con seudónimos y algunos de ellos se han ficcionalizado sin perder el rigor de la entrevista antropológica y de la presentación de los hechos que respaldan la argumentación de lo encontrado en el trabajo de campo.

Es importante señalar que algunos análisis de esta investigación se hicieron bajo el carácter restrictivo de la regulación anterior, como quiera que la etnografía acude al momento del registro del fenómeno, pero esta

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situación ha cambiado favorablemente con la Resolución 5269 de diciem-bre 22 de 2017. En la difusión de la misma, realizada en la circular 016 del 14 de Marzo de 2018, el Ministerio de Salud dice que se amplía el uso de los dispositivos para el manejo de ostomías para todos los pacientes, independientemente del diagnóstico o causa que dio origen a la ostomía, variando lo que estaba regulado en el artículo 60 de la Resolución 6408 de 2016, que los preveía únicamente para los pacientes con diagnóstico de cáncer de colon y recto. Esta acción es un logro en conjunto de los actores que están involucrados en esta realidad y en particular de asociaciones de pacientes como la Asociación Colombiana de Ostomizados (acdo) que figura en este libro.

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1. Todos somos cíborgs

Los avances de las tecnologías médicas han permitido sal-var la vida de muchas personas, o por lo menos hacerlas más funcionales en el padecimiento de condiciones crónicas. A la

trayectoria fronteriza donde cohabita lo discreto y lo normal, se une la vida adherida a la bolsa y la barrera para los astronautas cotidianos, quie-nes son navegantes del espacio simbólico. Cuando la ciencia interviene un cuerpo se crean nuevas identidades. Cecil Helman (1995) ofrece un marco para esta discusión:

El éxito de los tratamientos médicos y la tecnología han ayudado a crear un nuevo tipo de cuerpo: el cíborg, una fusión del ser humano con la máquina. Esto incluye co-nectar a los cuerpos enfermos o a los cuerpos que enve-jecen a equipos de sustentación de la vida, máquinas de diálisis, marcapasos, ayudas auditivas, así como a muchas máquinas de diagnóstico... Así como se han tenido avances en el trasplante de órganos, muchos cuerpos modernos se convierten en partes más artificiales y menos originales. Las técnicas modernas de cirugía han relocalizado los órganos y los orificios; la creación de cíborgs y el crecimiento de los trasplantes y las partes de repuesto han hecho que la ecuación entre el cuerpo y el self no se aplique de la misma manera, y muchos pacientes se sienten ajenos respecto a las dos partes (Helman, 1995, p. 171).

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Resulta interesante que Helman profundiza en el ejemplo de la cirugía de estomas:

Las colostomías y las ileostomías son operaciones que in-tervienen en la construcción de la imagen del cuerpo y el estado psicológico, porque se rompen las barreras entre lo privado y lo público, entre el adentro y el afuera, y el mapa médico que se sobreimpone en el cuerpo entra en conflicto con los mapas individuales y culturales (Helman, 1995, p. 173).

En su libro Surface Tensions (2011), Lenore Manderson también se aproxima a la metáfora del cíborg en el lugar de la discapacidad física y destaca cómo muchos escritores, académicos y creativos han documenta-do la forma como las personas se han adaptado a un cuerpo cíborg usando prótesis y órtesis.

En las tecnologías que tienen que ver con el cuerpo, exis-ten instrumentos pasivos que requieren una incorporación activa de la persona. Las tecnologías del cuerpo pueden ser imperceptibles, mutables y fluidas; un implante dental, los diu, un reemplazo de cadera, son instrumentos que son prótesis, como los marcapasos, los lentes, las ayudas audi-tivas, que son incorporados en el sistema de forma visible o removible; las personas se adaptan a estas tecnologías ex-trañas para ellos (Manderson, 2011, p. 26).

Katherin Hayles dice que los cíborgs no son creaciones exclusivas de la ciencia ficción y que su existencia puede cobijar desde los que están sentados frente a un computador hasta aquellas personas que reciben un marcapasos para mejorar su expectativa de vida.

Los cíborgs en realidad existen: se estima que cerca del 10% de la población de Estados Unidos lo son, en el senti-do técnico de la definición. Se pueden incluir las personas

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| 231. Todos somos cíborgs |

con marcapasos eléctricos, prótesis, sistemas de implantes de drogas, implantes de córneas y piel artificial. Un alto porcentaje trabaja en ocupaciones que los hacen metafó-ricamente cíborgs, incluido el escritor con el computador, unido a un circuito cibernético con la pantalla; también, el neurocirujano que guía una cámara de fibra óptica durante una operación, y el quinceañero en el local de los videojue-gos (Hayles, 1995, p. 322).

Por su parte, la antropóloga Amber Case –quien se define como una antropóloga ciborg– declaraba en ted, en 2010, que “todos somos cí-borgs”.1 Case argumentó de forma más completa su declaración en un artí-culo para el sitio virtual de cnn, en el que dijo que por miles de años se han realizado muchas modificaciones del self, lo que ha ayudado a extender los seres físicos. Pero ahora no se busca una extensión física, sino una extensión del self mental, por eso es que hoy se puede viajar más rápido y emprender comunicaciones de forma diferente, con el uso de la tecnología.

Kevin Kelly, el primer director de la revista Wired, dice que somos una especie de cíborgs domesticados, pues en buena medida las creacio-nes tecnológicas son grandes extrapolaciones del cuerpo humano. Kelly (2011) dice que la unión con nuestras invenciones no es algo nuevo. Si ser un cíborg significa ser en parte humano y en parte tecnológico, enton-ces los seres humanos empezaron como cíborgs. Por ejemplo, argumenta Kelly, hace 250 000 años la humanidad comenzó a cocinar utilizando el fuego, lo que facilitó la digestión de los alimentos consumidos. El hábito de cocinar se convirtió en algo así como un estómago externo, un estóma-go suplementario que alteró la forma del cuerpo; los dientes se hicieron más pequeños y las mandíbulas menos musculosas. Hemos domesticado los cuerpos como hemos domesticado a los animales.

Estas observaciones han traído consideraciones como la visión de Andy Clark en su texto Natural-Born Cyborgs, donde afirma que en el fu-turo los seres humanos terminarán unidos a lo cíborg, con el fin de hacer más extensa su presencia en el mundo.

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Mi cuerpo es electrónicamente virgen, por ahora no incorpora chips de silicona, no tiene implantes cocleares o retinales, no tiene marca-pasos, ni siquiera uso gafas… pero lentamente me voy convirtiendo más y más en un cíborg, y usted también. Pronto no se podrá estar sin la necesidad de cables, cirugías y alteraciones del cuerpo… es posible que ya estemos en esa situación. No somos cíborgs solamente en el sentido de combinar carne y cables, sino en un sentido más profundo, somos una simbiosis entre tecnologías y seres humanos, entre sistemas de raciocinio que nuestras mentes y nuestro self difun-den por todo el cerebro biológico y no biológico (Clark, 2003, p. 3).

Este texto de Clark tiene una relevancia particular porque inspira las ideas de Emily York, programadora en una empresa que produce software. York tiene una ileostomía permanente como consecuencia del padecimiento de la enfermedad de Crohn, y este hecho la ha llevado a declararse una cíborg. Así lo describe en su blog Life with a pouch:

Soy una cíborg, lo que no es nada nuevo, y no solamente por tener unida a mi abdomen una bolsa que recolecta mis desechos y que me proporciona un mecanismo para disponer de ellos. Estoy de acuerdo con todos los que piensan que de alguna manera somos cíborgs, somos extensiones, y creo en los argumentos de Andy Clark que dicen que todos nacimos como cíborgs de forma natural; estamos destinados a ser uno con nuestras herramientas. Entre usar la ropa y las gafas, usar un papel, usar un lapicero o usar un iPhone, que es una extensión de mi conocimiento, una extensión de mi cerebro que me da un acceso hacia otras personas… No fue hasta que tuve una cirugía de ileostomía permanente que realmente pensé en lo que significa ser un cíborg. Tener una ostomía cambia los conceptos que tenemos los humanos sobre tener una prótesis o tener un marcapasos… En mis sueños me he sentido una criatura mitad humana, mitad reptil, y algunos de mis pensamientos están unidos a la metamorfosis de Kafka (York, 2009).

Emily York no es la única que tiene un blog sobre personas ostomizadas que se considera un cíborg. En la página Meet an OstoMate, Sinfulsot (así se autodeno-mina) escribió:

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| 251. Todos somos cíborgs |

Contrario a lo que el público piensa, no es necesario un microchip para ser categorizado como un cíborg. Desde la ciencia ficción que conozco tengo lo requerido para calificar como cíborg… En este estado de híbridos huma-no-tecnológicos, me considero parte de una generación de cíborgs 0, más o menos como un modelo analógico. Todo comenzó cuando me instalaron un puerto para la aplicación de la quimioterapia, y cuando recibí la “qui-mio” me mandaron a la casa conectada a una bomba que administraba el coctel. La bomba tiene un microchip y no funciona sin baterías. Adicionalmente, esta pieza de tecnología estaba conectada a mí desde una parte externa del cuerpo. En cuanto a la alteración de la cirugía en mi cuerpo, está la bolsa que recibe mis desechos sin importar a dónde vaya. Me considero un cíborg, pero no quiero forzar esta opinión a que se convierta en una etiqueta para alguien más, sea ostomizado o no (Sinfulsot, 3 de noviembre de 2011).

En esta línea de argumentación, vale la pena leer el siguiente co-mentario de MissMeganM, que aparece fechado el 27 de abril de 2013, en el blog de York, que dice: “Ja, ja! Me parece chévere leer esto, porque es lo que les digo, más o menos a mis amigos y familiares. Les he dicho que me pueden llamar RoboBitch, y la novia viviente de Frankenstein”.

En la mitología griega, Dédalo se destaca por haber sido inventor, arquitecto y artesano; semejante a los hombres en las pasiones, el azar y la astucia. Arrastrado por la envidia, empujó a Perdix, su sobrino, también destacado inventor, desde lo alto del templo de Atenea, desatando la ira de los dioses quienes lo desterraron al reino de minos. Allí construyó el la-berinto para encerrar al Minotauro, que también se convirtió en su cárcel, después de perder el favor del reino. Para poder escapar con su hijo Ícaro, Dédalo construyó alas con plumas, hilo y cera, así lograron ascender y vo-lar por los cielos para salir de su cautiverio; pero Ícaro, con la ambición de llegar al paraíso, cayó al mar después de que la cera de sus alas se derritiera por volar tan cerca del Sol.

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Para David Mertz (2008), las historias sobre los híbridos entre má-quinas y humanos se pueden remontar a mitos como el de Dédalo. Mertz dice que estas historias son tropos frecuentes en argumentos sociales y literarios en los que se ponen en discusión roles sobre la profundidad de lo que significan los límites entre lo humano y lo artificial, en contraste con la moral y la vida cotidiana.

Las narrativas entre los seres humanos y las máquinas están llenas de mitos creadores que, como dice Anne Marie Bálsamo (1996, pp. 17-18), se pueden encontrar en Frankenstein de Mary Shelley, publica-do en 1918, hasta María, el famoso robot de Metrópolis, la película de Fritz Lang. Para Bálsamo, en la década de 1980 aparecen los cíborgs en sociedad con una inusitada carga mediática. En este período, su figura-ción sirve de inspiración para personajes como Robocop, Terminator y los Power Rangers.

Terminator (1984) es quizás una de las uniones entre cuerpo y má-quina más reconocidas en la industria del cine. Entre armas, pedazos de piel colgando y el inolvidable “hasta la vista”, contrasta con la encantadora figura de Rachel en Blade Runner de Ridley Scott (1982), quien escapa con su perseguidor: Deckard, el implacable cazador de replicantes, quien sucumbe a los encantos de la creación máxima de los laboratorios Tyrrell. El guión de Blade Runner se inspiró en el libro de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (2001 [1968]), en el que se narra de una forma posmoderna cómo los replicantes quieren ser personas reales y lu-chan para parecerse a los humanos, al punto de lograr el mismo nivel de empatía. Judith Kerman (1991) dice que el film va tan lejos que obliga a la audiencia a pensar sobre lo que es y lo que no es humano.

La visión de la máquina en Terminator no resulta tan romántica como en Blade Runner y pone de manifiesto “nuestro miedo ambivalente en relación con la tecnología, que está lleno de ansiedades acerca de nues-tra propia naturaleza, en un entorno tecnológico y de terror evolucionado en el que seres artificialmente creados sean presagio de nuestra desapari-ción como especie” (Telotte, 1992, p. 26). Desde otra arista, Žižek (2010,

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p. 336) piensa que el paso del humano a máquina es una de las versiones más popu-lares en el imaginario de lo que puede ser el Apocalipsis.

Jan Van der Laan (2006) tiene un provocador artículo en el que involucra el trabajo de Kevin Warwick, jefe del Depar-tamento de Cibernética de la Universidad de Reading, en Inglaterra, quien dice que los días de los humanos están contados: para Warwick, el futuro es el cíborg. Y no es que esté a favor del fin de la raza humana, sino que piensa que en muy poco tiempo por lo menos tendremos chips de silicio implantados bajo nues-tra piel. De hecho, Warwick se implantó un chip en 1998 para abrir puertas y encender luces con el movimiento de su mano; esto lo ha llevado a declararse el primer cíborg del mundo. Van der Laan, con un poco de humor negro, dice que es posible que Warwick piense como el famoso agente Smith de The Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999), que la inevitable evolución del humano es la máquina. Al respecto de la figuración de los artefactos en la vida de las personas, se puede decir como lo exponen Rushing y Frentz (1995, p. 14), que la posmoderni-dad simula completamente al cuerpo y a la mente, creando un sujeto que es reemplazado por sus propios objetos, lo que hace que la concepción del self cambie en relación con el mundo.

Ronald Kline (2009) argumenta que en 1960, en el marco de la Guerra Fría y la carrera espacial, Manfred Clynes –quien era por ese entonces el jefe de Investigación Científica en el hospital psiquiátrico de Rockland, en Nueva York– intro-dujo el término cyborg en un artículo escrito para una conferen-cia militar sobre espacio y medicina. Este artículo fue escrito junto con Nathan Kline, quien, además de trabajar también en

Imagen 2. El profesor Kevin Warwick y un robot de la Universidad de Reading.Fuente: Decker (2011).

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el área de investigación en Rockland, era especialista en drogas terapéuticas. El interés de Clynes y Kline era el desarrollo de técnicas que pudieran alterar el cuerpo de los astronautas para que enfrentaran mejor las condiciones del espacio exterior. El término cyborg era una abreviación de “organismo ciber-nético”, que se remontaba a la clásica definición de Norbert Wiener como un adjetivo que denota “todo el campo de control y comunicación teórico que se da en la máquina o en el animal” (Kline, 2009, p. 332).

En los albores del término cíborg, no se trataba de la relación de un humano con una máquina, sino de la relación de una máquina con un pequeño animal. Más concretamente, un ratón. Clynes y Kline implan-taron en un roedor de laboratorio una bomba osmótica, un dispositivo para la liberación controlada de fármacos. El pequeño ratón arrastraba la bomba, un cilindro casi de la misma extensión de su cuerpo, con cada mo-vimiento, siendo de alguna manera para la posteridad uno de los primeros cíborgs documentados.

En su Manifiesto cyborg, Haraway (1991, p. 149) define al cíborg como “un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura que es tanto de la realidad social como puede ser una criatura de fic-ción”. Lo interesante de la definición que Haraway tiene sobre los cíborgs es que admite dos mundos para la criatura: el científico y el cultural, y el segun-do ha sido tan amplio que ha resultado ideal como tropo para los discursos feministas y posmodernistas. Sobre esta idea acerca del uso del concepto del cíborg de Haraway, Sara C. Shabot (2006) dice lo siguiente:

Desde la aparición del Manifiesto cyborg en 1985, la figura-ción del cíborg es una de las más prometedoras figuracio-nes posmodernas, en el sentido de sacar a flote un nuevo orden híbrido… resulta un cambio en el set binario de las estructuras de poder, que suelen estar basadas en lo rígido y jerárquico… La figura del cíborg es transgresora y provoca la subversión entre las divisiones tradicionales entre huma-nos y máquinas, entre el self y el otro, entre lo interno y lo externo, entre naturaleza y cultura (Shabot, 2006, p. 224).

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Los críticos de Haraway argumentan que sus postula-dos tienen más de literatura fantástica que de ciencia y que están unidos a neologismos y conceptos del mundo de la ciencia ficción y el cine des-critos de una forma confusa (Cartmill, 1991; Cachel, 1990). Pero, lejos de la tarea de discutir sus críticas, es importante resaltar que la obra de Ha-raway no se puede tomar a la ligera, y es tan significativa que en el año 2000 la Sociedad para los Estudios Sociales de la Ciencia, de la cual Robert K. Merton fue su primer presiden-te, la reconoció con la máxima distinción por sus aportes en el campo de los estudios de ciencia y tecnología. Para teóricos sobre este campo como Sergio Sismondo, el uso del concepto de cíborg, como lo plantea Haraway, es visto como una adap-tación innovadora del mundo de la ciencia ficción que ayuda a precisar la borrosidad de algunas categorías.

El cíborg es una unidad que, de forma crea-tiva, se ha adoptado en las ciencias sociales, desde la ciencia ficción, y emerge del cuestio-namiento de las categorías políticas tradicio-nales. La idea del cíborg tiene orígenes en lo borroso de algunas fronteras o límites entre el organismo y la máquina, entre humanos y animales y entre las cosas físicas y no físicas que acompañan el mundo de la ciencia y la tecnología (Sismondo, 2010, p. 79).

Lucy Suchman (2008), profesora de Antropología de la Ciencia y la Tecnología de la Universidad de Lancaster, dice que la subversiva obra de Donna Haraway es considerada

Imagen 3. Ratón cíborg. Fuente: Clynes y Kline (1960).

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parte del aliento primario, a principio de la década de 1990, de la llamada antropología cíborg. Esta nueva división de la antropología social tiene como premisa fundamental las ideas de Haraway sobre cómo los cuerpos están unidos de forma íntima a artefactos para mejorar su funcionamien-to. Los investigadores de la antropología cíborg van más allá de buscar los límites de la incorporación de lo natural y lo artificial para entender cómo se dan las múltiples incorporaciones entre las prótesis, los cuerpos y sus consecuencias, como pasa con este estudio al respecto de las personas portadoras de una ostomía.

En el año de 1997, Donna Haraway concedió una interesante entrevista para la revista Wired en la cual le explicaba a la periodista Hari Kunzru que sus ideas provienen de la observación de lo que ella ha lla-mado mundos paralelos, nuevas formas de subjetividad, nuevos mundos que han mutado y que no existían en el planeta anteriormente. Pero lo que se puede ver de forma interesante en este artículo sobre Haraway es que, tal vez por su carácter periodístico y no estrictamente académico, se concentra en explicar a los lectores la forma en que Haraway entiende y define lo que es un cíborg. Kunzru escribe entonces que Haraway no ha-bla acerca del putativo futuro o de una esquina avanzada de la tecnología en el presente. La era del cíborg esta aquí y ahora, en todos lados donde estén los carros, los teléfonos y las videograbadoras. Ser un cíborg no es algo sobre cuantas piezas de silicona tiene usted bajo su piel o cuantas prótesis tiene su cuerpo. Para Haraway, según Kunzru, también es sobre lo que pasa cuando vamos al gimnasio y vemos en el aparador concen-trados anabólicos para la producción de masa muscular, nos ejercitamos en las máquinas multifuerza y nos damos cuenta de que estamos en un lugar que no existiría si no fuera por la idea del cuerpo convertido en una máquina de alto desempeño. Inclusive se trata de los zapatos deportivos, pues hoy tenemos zapatos para cada actividad. Para ser más precisos, en las olimpiadas de la era cíborg no se trata de quién corre más rápido, sino de la interacción de la medicina, la dieta, las prácticas de entrenamiento, la ropa y los accesorios especializados.

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Para Haraway, ser un cí-borg no es ser estrictamente una maquina hecha de metal y carne; es ser parte de redes híbridas que nos rodean y nos incorporan en ellas. Ser un cíborg está en el inte-rior de nosotros, y este fenómeno está relacionado con los productos agrícolas alterados por la genética que llegan a nuestra mesa, por los fármacos y por los procedimientos médicos que alteran el cuerpo y que lo hacen dejar de ser natural. Por ejemplo, hoy en día abundan los casos de personas que se incorporan a la identidad fronteriza del cíborg. Este puede ser el de Neil Harbisson, el primer ciudadano cíborg del mundo por una prótesis. Juan José Millás, del diario El País de España (enero 15, 2012), lo describe así: Harbisson nació con acromatopsia, un problema visual que le impide ver los colores, lo que lo llevo a implantarse un dispositivo que funciona como un ojo cibernético. El implante traduce los colores a notas mu-sicales, de forma que Neil Harbisson escucha los colores. En el año 2004, el gobierno británico le prohibió renovar su pasaporte porque según la normatividad vigente para entonces no podía aparecer en la fotografía del documen-to con aparatos electrónicos en la cabeza. Harbisson alegó que tras su operación se había convertido en un cíborg y que su “eyeborg”, que funciona como un ojo electrónico, debía ser considerado como parte de su cuerpo. Así, Neil Harbisson es el primer cíborg reconocido oficialmente por un gobierno.

Imagen 4. Neil Harbisson con su eyeborg.Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/77/Neil_Harbisson_cyborgist.jpg

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La idea del cíborg parece sacada de una revista de Mecánica Popular de los años 60, en la que se pronosticaba que en poco tiempo las familias estarían volando en pequeñas naves espaciales. Papá iría al trabajo con cohetes atados a la espalda, y mamá ya no tendría que hor-near pasteles porque bastaría con ponerle un par de gotas de agua a una píldora concentrada. Algo parecido a la familia Sónico (The Jetsons). La idea cíborg es un concepto que puede resultar esclarecedor para toda la avalancha de objetos nuevos que ha traído la modernidad. Las concep-ciones de Haraway, y en general todo lo concerniente al cíborg como metáfora de la frontera, no sólo permiten que puedan analizarse nuevas formas híbridas, sino que además facultan el acercamiento a las nuevas relaciones entre productos sintéticos y el cuerpo, como pueden ser los utilizados por las tecnologías médicas para regresar a la persona a la condición discreta de la normalidad, como es el caso de los dispositivos utilizados para hacer llevaderas las ostomías.

Pensando en la relación entre lo cíborg y la antropología médica, puede citarse el artículo que sirve como introducción a la edición de fe-brero de 2006 de Anthropology Today, en el que Cecil Helman expone al-gunas de las razones por las cuales la antropología médica es importante, y sostiene que una de las tareas fundamentales que cumple es la de contar la historia de nuevos tipos de personas creadas por la ciencia médica. Personas que se tienen que reconfigurar y adaptarse al mundo, obligadas a interpre-tar un nuevo tipo de ser, cosa que resulta relevante para las conclusiones de este estudio. Helman (2006, p. 4) relata que los avances médicos producen nuevas identidades y, para la antropología médica, en su labor académica, estos pueden ser de diversos tipos: pueden ir desde aquellos que padecen una muerte cerebral hasta las muestras de adn congeladas, los órganos en el intercambio de partes de reemplazo, los embriones congelados y las per-sonas en un coma irreversible, por mencionar algunos. Estamos ante el nacimiento de un nuevo cuerpo creado por la ciencia médica, que necesita ser descrito por la antropología médica para enfocarnos en qué considera-ciones éticas empiezan a crecer en las nociones de cuerpo y ser.

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Tener una ostomía no deja de ser una práctica médica que lleva a la persona, a su cuerpo y a su self a una zona limítrofe de la vida, donde todas las rutinas que parecían aprendidas para el autocuidado del cuerpo tienen que cambiarse, como cambia su distribución. La ostomía apare-ce como una mutilación en el cuerpo. Un hecho disruptor, si se quiere exótico, por involucrar la alteración de la discreción del cuerpo que se relaciona con los actos de eliminación, que termina siendo de obligatoria aceptación ante la necesidad de tratamiento. La ostomía es un disposi-tivo construido en el cuerpo de los astronautas cotidianos, que se con-vierten en sujetos de estudio interesantes para la antropología y para la investigación, porque en ellos concurren límites borrosos entre lo que se considera normal y anormal, entre salud y enfermedad, entre lo discreto y lo poluto. Esta visión cíborg le da contraste a las ideas y descripciones de este texto y busca la claridad que derrumba tabús y que le permite al ostomizado una representación que pone en equilibrio la entereza con la que se afrontan sus procesos de recuperación, como personas que hacen parte de un grupo cultural que ha nacido gracias a los adelantos médicos.

Esta reflexión, que involucra la vida entre límites de ciencia y hu-manidad, nos hace pensar en lo exótico y en el posicionamiento distante en el que pueden encontrarse los sujetos de estudio en la antropología. La anterior es una situación criticada por muchos, pero que tiene su razón de ser en las imágenes retóricas de infinitas posibilidades de transformaciones sociales, reconstrucciones culturales y paisajes geográficos (Foster, 1982, p. 21) que, si bien han sido un símbolo de la mirada occidental, le dan a la antropología médica la tarea de describir estas nuevas personas que ha creado la ciencia médica.

Los astronautas cotidianos van más allá de la clásica investigación que se basaba en las creencias sobre la salud y la enfermedad en el mundo, como es el caso de los exóticos síndromes médicos culturales, que con el paso del tiempo incorporó el análisis crítico de la biomedicina y la defini-ción de la enfermedad en la sociedad capitalista (Dressler, 2001, p. 456). Hoy en día, la antropología médica, así como otros tipos de subdisciplinas

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de la antropología, han abandonado la tarea de tener ese único objeto de estudio enfocado en lo primitivo (Hart, 2004) y cuentan con diferentes sitios de producción; es por eso que sus objetos de estudio pueden tomarse en cuenta desde varias corrientes de estudio; las intersecciones en la an-tropología médica van desde lo cíborg hasta las políticas y la relación de los sujetos médicos con la cultura, pasando por la ciencia y la tecnología.

Este texto busca aportar descripciones en la respuesta de esas nue-vas preguntas relacionadas con los “cuerpos reinventados en su naturaleza” y sobre las formas que las personas socializan y construyen los espacios creados por las nuevas tecnologías. Planteamientos que nos obligan a pen-sar un nuevo tipo de etnografías posibles. Etnografías desde una nueva vi-sión de lo exótico. Para Downey, Dumit y Williams (1995), esta visión de lo exótico y sus nuevas metáforas definen un nuevo tipo de antropología como la antropología cíborg, útil para la aproximación a este tipo de re-tóricas nacientes, que siguen la tradición antropológica de ser una fuente de hallazgos para la construcción de teoría en las ciencias sociales, gracias a esa capacidad de descripción de los mundos alternativos y diferentes. Al respecto, Downey et al. (1995, p. 264) argumentan que este mundo de la antropología cíborg llama la atención sobre la forma en que se pueden examinar de forma etnográfica los límites entre humanos y máquinas, así como las visiones de diferencias que constituyen estos límites, todo en una producción culturalmente reflexiva.

El ser humano siempre ha sido cíborg, en tanto ha alterado la natura-leza en busca de confort y supervivencia. No obstante, aún resulta complejo describir las categorías que involucran no-humanos y humanos, objetos y organismos; bolsas, barreras y ostomizados, por las entidades disímiles que contienen. Es posible que esto suceda por la subversión de lo humano en un concepto que tradicionalmente se ha representado unido al cuerpo y al alma, como dualidad cartesiana. Esta idea tradicional no incluye del todo la posibilidad de una tercera persona que estaría relacionada con los objetos.

Resulta llamativo que la presencia de lo cíborg haga tambalear con-ceptos que son tan problemáticos de usar como el de discapacidad, pues

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en la actualidad las personas no sólo pueden superar las funciones del cuerpo que ha caído en el defecto, sino que pasan a tener capacidades excepcionales. Hoy en día, los esteroides anabólicos y las prótesis pueden hacer que un cuerpo desarrolle capacidades que están más allá de lo con-vencional y lo ubiquen en espacios que antes no existían. Casos de estos desarrollos de la vida cíborg pueden ser los gimnasios de hoy que se mul-tiplican a la par de los McDonalds, e inclusive los debates en los comités deportivos que discuten la presencia de nuevos atletas con capacidades que están más allá de la configuración normal del cuerpo.

Basta recordar a los polémicos Lance Armstrong y Oscar Pistorius. Armstrong pasó de ser un héroe moderno con un palmarés de siete tours de Francia ganados y una medalla olímpica, a confesarse en el año 2013 en público con la sacerdotisa de la cultura popular norte americana Oprah Winfrey sobre el abuso de anabólicos y esteroides. Por su parte, Oscar Pis-torius es un corredor paralímpico, de origen sudafricano, que tiene marcas mundiales en pruebas de velocidad de 100, 200 y 400 metros planos. Para correr, utiliza prótesis transtibiales construidas en fibra de carbono cono-cidas como Cheetahs. Los tiempos que ha logrado registrar lo han puesto al mismo nivel de lo atletas olímpicos, lo que ha suscitado argumentos controversiales sobre si es posible que un cíborg ponga en peligro la equi-dad en las competencias deportivas. A propósito Jeré Longman (2007) del New York Times se hacía las siguientes preguntas sobre Pistorius:

¿Pistorius es un corredor con talento o es alguien que ha empezado a erradicar las líneas entre lo que significa tener una discapacidad o no tenerla? ¿Cómo se supone entonces que deba lucir un atleta? ¿Dónde están los límites en la tecnología para hacer un balance justo entre los derechos de competir? ¿La naturaleza del deporte será alterada si los atletas usan piernas artificiales para poder correr más rápido o saltar más alto que lo que los mejo-res atletas pueden lograr utilizando sus piernas naturales? (Longman, 2007).

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Sobre el debate anterior, el grupo de investigadores integrado por Corrigan, Paton, Holt y Hardin (2010, p. 301) cree que el caso de Pis-torius “ha tenido un discurso deshu-manizado frente a él y sus prótesis y lo ha puesto en una categoría todavía inestable relacionada con lo cíborg, lo biónico y lo transhumano en que también se aborda el tema del uso de sustancias controladas”.

Paradójicamente, en esa catego-ría de superioridad se encuentran de nuevo con un estigma vinculado a lo anormal y poluto. En el caso de las personas con ostomías, es posible que la metáfora del cíborg termine sirviendo en dos sentidos: por una parte, para hablar de la vida que se tiene que llevar unida a las bolsas y barreras que recogen los desechos y que se adosan al abdomen como un kit de dos elementos; por otra, para describir el estado de la persona con el colon recortado quien , aunque puede con-tinuar con la vida, no deja de tener la secuela de un cuerpo recuperado a medias, colgado en el espacio, porque se mutila para ser salvado. Un cuerpo puesto en una órbita de repre-sentación extraña, forzada a la normalidad en el espacio de todos los días.

Imagen 5. Oscar Pistorius con sus prótesis para correr.Fuente: anuncio publicitario de la marca Oakley.

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Martínez recibió un dis-paro con arma de fuego en

su columna vertebral que lo dejó postrado en una si-

lla de ruedas. Con el tiempo, los médicos le practicaron la

colostomía permanente para mejorar las condiciones de

asepsia que requería su condi-ción. Martínez dice que su vida

ha estado marcada por una lucha constante contra la adversidad, su

vida como comerciante en las ca-lles se vio truncada cuando fue he-

rido. Hoy Martínez recorre las calles en su silla de ruedas vendiendo bolsas

plásticas para ganarse la vida.

2. Martínez y la tropa

Martínez es un astronauta cotidiano que vive en el sur de Bo-gotá, en un lugar donde las calles cobran una soledad urba-nística después de que la mayoría de las personas han salido

a trabajar. Un barrio despoblado a consecuencia de los trayectos que sus habitantes han tomado con rumbo al centro y al norte de la ciudad para cumplir con sus oficios. Hoy, Martí-nez se quedó atrapado en la solitaria burbuja del barrio. No fue a traba-jar, no tomó el transporte público.

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Para conocer a Martínez fui con una compañera de su condición médica, la señora Amaya, quien también sabe sobre las peripecias de ser un astronauta cotidiano porque ella también lo es. Sopla un viento frío, no hay carros en las vías; la ciudad parece una cuadrícula trazada por un cuidadoso aprendíz de geometría.

Habíamos quedado de encontrarnos a las once de la mañana. La señora Amaya arregló la reunión en las escaleras de una iglesia cercana a un convento. Lleva una bolsa, en la que a su vez carga bolsas de plástico en las que Martínez depositará productos de su cuerpo como heces y ori-na. Todo está cerrado, las puertas del convento y las puertas de la iglesia; no hay nadie a quien pedirle indicaciones. Me preocupa que esta sea una entrevista fallida. Para distraer mi atención, me detengo a ver un pequeño cartel escrito a mano que dice timbre, colgado con un cordón de zapato en una puerta auxiliar. Mientras me impacientaba, la señora Amaya me decía que Martínez a veces se demora, pero que aparece en cualquier mo-mento; que a ella nunca la ha dejado plantada cuando ha ido a visitarlo en las anteriores ocasiones en las que le ha llevado la “donación” de bolsas y barreras.

Martínez dobló la esquina, dándole impulso con dificultad a su silla de ruedas. Se aproximó por el centro de la calle, con la ventaja de tener la vía para él solo. Cuando se detuvo al lado de la señora Amaya, me percaté de que una de las llantas había perdido aire y el rin estaba por el suelo. La silla estaba notoriamente deteriorada por el uso y llevaba una colección de trapos amarrados que se han venido estirando para convertirse en cuerdas que sostienen la humanidad de Martínez. De los cinturones que venían con la silla, solo quedaba una tira con un herraje que ya no tiene asidero.

Martínez, quien alguna vez fue un joven comerciante lleno de ím-petus, ahora deambula por las calles vendiendo bolsas plásticas para la basura. Martínez es un astronauta cotidiano que necesita de bolsas de plástico para recoger su orina y sus excrementos. Vender bolsas de plástico parece un mal chiste de la vida. Si alguien sabe acerca de la utilidad de las bolsas es él, tanto así que le enseñó a la señora Amaya que lo mejor para

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prolongar la vida de la bolsa que se ven obligados a llevar era meter una bolsa en el interior de la bolsa. La que recomienda Martínez es una de las que se utilizan para empacar arroz al menudeo en las tiendas de barrio: transparente, alargada, de un calibre delgado, que cabe por dentro de la bolsa que funciona como dispositivo médico. La que él aconseja, además, tiene la aparente ventaja de no alterar el ajuste hermético que debe guar-dar la placa que la adhiere a la pared del abdomen.

Cuando Martínez tenía 25 años, recibió un disparo en la espalda que le ocasionó una lesión irreparable en la médula espinal. La herida ocu-rrió de forma inesperada, en medio de un alegato en una fiesta. Escuchó el disparo y no sintió nada. Martínez cayó y lo que recuerda es la sangre corriendo por el piso y la gente mirándolo con cara de asombro. Fue el momento de su lanzamiento; del conteo regresivo para partir en su viaje por el espacio de una representación complicada para obligarse a habitar en lo que consideramos normal cuando se es enfermo, discapacitado, dife-rente, o quizás para vivir la vida como ha tocado. Este episodio constituyó el inicio de su vida como astronauta cotidiano; a partir de este momento, Martínez vive con dos bolsas unidas a su cuerpo: una recoge sus heces y, la otra, su orina.

Hoy se quedó en el barrio para esperarnos, pero Martínez es un viajero, muy a pesar de lo que le advierten los médicos. Le dicen que si no se queda quieto sus llagas se van a abrir cada vez más. A Martínez no le importa; rompe vasos sanguíneos con la necesidad de su andar cotidiano. Reconoce a la quietud como su enemiga. Si pierde velocidad, se vendrá a tierra. No tiene más remedio que orbitar entre sus prótesis y sus temores. Viaja por la ciudad vendiendo sus bolsas. Las lleva debajo de la silla de ruedas, lo que en ocasiones resulta un problema, porque algunos buenos samaritanos se ofrecen a empujarlo y lo que hacen es robarlas. Los gajes del oficio y del andar urbano en Bogotá.

Moverse es necesario para Martínez. Es un manifiesto contra su condición, que se puede volver incapacitante si se la toma muy en se-rio. Su viaje urbano le permite desafiar a la vida y mostrar que no se

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ha rendido. En las noches en las que se siente de ánimo, sale a vender dulces en los bares. Dice que le resulta una tarea divertida porque tiene que pasar cerca de las señoritas que se mueven provocativas al ritmo de la música. Algunas le compran porque les causa lástima verlo en la silla de ruedas, lo que a él le parece bueno. No le importa porque terminan comprándole y dándole un guiño coqueto, guiño que Martínez se lleva como botín de guerra.

Cuando se acaba la rumba, Martínez regresa a su casa, impulsando su silla de ruedas por la geometría de la soledad. Martínez dice que es buena hora para el regreso porque es un viaje tranquilo, sin ñeritos que lo molesten; solamente se le atraviesan perros que, asustados por la silla de ruedas, se tiran a morderlo, pero Martínez dice que él va en lo suyo “manejando” y nada lo detiene.

Luego del accidente, Martínez no siempre ha estado sentado en la silla de ruedas. Durante más de diez años estuvo acostado en una camilla, y así, tenía la misma rutina: salía a las calles a vender sus bolsas y sus dul-ces, o lo que fuera para el rebusque. La camilla era un hibrido entre silla de ruedas y cama, con las llantas en el centro, e iba acostado porque sentado no podía soportar las heridas abiertas. Dice con gracia que “andaba como si estuviera nadando”. La movilidad en esa condición no era la mejor, pero eso no lo detenía para subirse a los buses del servicio público, que por esa época estaban lejos de contar con rampas para el acceso de personas en silla de ruedas. Martínez se subía a los buses con todo y camilla; mejor dicho, lo subían, porque era una tarea compartida entre los pasajeros del bus y su tropa de hijos que se turnaban a diario para acompañarlo a la calle a trabajar.

La ruta que Martínez y la tropa tomaban era la que conduce a la plaza de mercado de Corabastos a donde iba a hacer rifas como parte de su rebusque, práctica que es muy común entre las personas en condiciones delicadas de salud con necesidades de dinero, y en general entre los co-lombianos que necesitan de efectivo de improviso. Llenan talonarios con letra afanosa, y no conozco a nadie que se haya ganado una rifa de estas y

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tampoco conozco al primero que se interese en cobrarla. Puede que todo se quede en una estafa blanca en nombre de las buenas causas.

Martínez recuerda que el abordaje de la tropa empezaba por la puerta trasera del bus. El sistema de transporte era desorganizado, sin pa-raderos específicos, sin recursos técnicos para poblaciones con condiciones diferentes de movilidad. Era sólo la voluntad del chofer de esperar y de la turba emocionada de hacer la buena acción del día.

Los tiempos de la tropa de colaboradores ya se han terminado. Los hijos se fueron y Martínez vive en un cuarto solo, en la planta baja de la casa de una familiar que se lo renta. Por un tiempo, el consuelo fue una silla de ruedas eléctrica importada de China, que tenía la gracia de con-vertirse en camilla, parecida a los famosos robots de dibujos animados que tienen la conveniente habilidad de transformarse. En uno de los poste-riores encuentros con Martínez en su domicilio, tuve la oportunidad de observar el artefacto de una presencia imponente, de color rojo vivo, lleno de motores articulados, brazos y extensiones mecánicas que prometían funciones ergonómicas escritas en inglés y en otros idiomas; a primera vista pareciera que se incorporaría para dar la mano, pero su esfuerzo sería inútil porque la batería se dañó y las ruedas de caucho se abrieron y están por el piso. La maravilla técnico científica se ha convertido en un perchero para colgar ropa.

Martínez ha perdido la cuenta sobre el número de intervenciones médicas que le han practicado; dice que podrían ser unas veinte. Buena parte de su vida adulta la ha pasado habitando los servicios médicos: un astronauta en preparación y monitoreo constante. Por ejemplo, luego de recibir el impacto de bala en su espalda estuvo hospitalizado durante cinco años. En este trasegar de terapias ha recorrido varios centros hospitalarios de entidades de seguridad social del estado, o “las clínicas del seguro”, como muchas personas aún se refieren a ellas.

En sus idas y venidas, a Martínez le ha quedado la idea de que lo tuvieron como sujeto de experimentación. Un astronauta en pruebas. Un Daredevil médico. Se angustiaba porque pasaba el tiempo y notaba

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que los tratamientos no eran los más adecuados. Las operaciones se las demoraban. “¿Cuándo me van a operar?”, preguntaba de forma incesan-te, pero los médicos no le daban una respuesta concreta. Siempre faltaba algo: una autorización, una nueva consulta, un nuevo examen, y cuando las estrellas estaban alineadas, entonces era él quien no estaba listo, por-que estaba saliendo de luchar contra una infección, y cuando estaba con las defensas de su cuerpo al día, entonces no había existencias de su tipo de sangre.

Años internado y lleno de padecimientos han hecho que Martínez tenga una actitud de una especial arrogancia frente a todo lo que signifi-que atención médica. Pelea y se hace de rogar con las jefes de enfermería que lo visitan para revisar su piel periostomal, que es la que circunda el pedazo de intestino que se asoma por la pared de su abdomen. Es una relación de amor y odio. No importan los adelantos y mejoras que le pre-senten, les dice que la “curación está mal hecha” y que la bolsa y la barrera se van a despegar. Sin embargo, cuando sabe que una enfermera lo va a visitar, se arregla de la mejor manera, e inclusive deja de comer; no come nada en dos días para no tener producción de efluente. Se precia de que lo visitan “jefes” muy bonitas. Cuando lo atienden, sin dejar de lado su in-credulidad en los dispositivos médicos, termina por adoptar un rol activo en la curación, las corrige con cariño: “mamita esto no se hace así, venga le explico”, les dice. El amor llega hasta cuando las enfermeras empiezan con su guión de venta, explicando las ventajas de los dispositivos médicos que comercializa la empresa que representan. Martínez simula poner atención porque todas le ofrecen lo mismo: “los mejores productos que, a la larga, se terminan soltando”.

Los días de ayuno se han tasado de la siguiente manera: dos días cuando lo visitan las enfermeras y tres cuando tiene consulta. Las expe-riencias tratando de poner su cuerpo bajo control se detienen en una fron-tera que está lejos de estar en la función normal y saludable. Cuando empezó a permanecer sentado en la silla de ruedas, tenía dificultades para la evacuación, y cuando esta sucedía, después de penosas operaciones para

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que el intestino funcionara, estas no eran oportunas por las dificultades de asepsia de las llagas en la parte posterior de su cuerpo. Con el propósito de poner el cuerpo bajo control y llevar una mejor calidad de vida, por lo menos sin las infecciones recurrentes, es que los médicos recomendaron la colostomía. Había pasado de no poder defecar a tener un paso incontro-lable de las heces a través de la pared de su abdomen.

Martínez dice que todo su colon se fue con la colostomía y que esto ha sido lo peor que le ha pasado, porque ha quedado convertido en una “aguamasa, como si tuviera soltura para siempre”. Aparentemente no había más remedio. Sin ponerle fin a las continuas infecciones que se presentaban, la expectativa de vida no era nada alentadora. Cuenta que lo “raspaban todo el tiempo”, tanto así que su piel en la zona glútea quedo tan delgada que “parece una hoja de cuaderno”.

Antes de la colostomía, la lucha contra el deterioro de la piel había tomado dimensiones alarmantes. Era una lucha que él daba de la mejor manera. Las llagas se hacían cada vez más grandes y empezaban a oler mal, se pudrían, las raspaban y le hacían injertos de piel que no siempre quedaban bien hechos. Martínez se aplicaba cuanto brebaje y remedio le indicaban, usaba pomada de Benjuí, panela rallada, vaselina, inclusive probó un ungüento, “que olía a pescado”, pero que era tremendamente efectivo, preparado por un famoso doctor del Hospital San Juan de Dios. Este buen médico, de fórmulas magistrales, pasaba cada mes y le regalaba un tarro de su pomada “Poliantiséptica”.

Después de haber recibido el impacto de bala, la realidad de Mar-tínez se ha desplazado entre posiciones extremas. Si bien ahora su mayor problema es defecar sin control por el abdomen, al principio el problema era todo lo contrario: se resumía a la imposibilidad de evacuación, por la retención fecal como resultado de la parálisis. En esas épocas, las rutinas estaban alejadas de los ayunos y el alistamiento para no tener producción en el intestino; para entonces, el propósito era llevar al cuerpo a la expul-sión de los desechos. Cada cuatro días, él y la tropa se ponían en la tarea de exprimir cuarenta naranjas, a las que les añadían dos sobres de laxativos

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y una bolsa de leche. Este coctel laxante tenía una espera de cuatro horas para que hiciera efecto. Entretanto, fumaba y tomaba tinto, vicios que hoy dice ha ido dejando, “porque he conocido a Dios y seguir en ellos ya da pena”.

Martínez y la tropa esperaban la acción purgante; la actividad en el hogar dependía de la movilidad del intestino. En ocasiones el efecto esperado no se producía, entonces su hija le hacía masajes en el estómago, llegaba a contar hasta quinientos; a este ritmo la desesperación aumenta-ba, venían los supositorios, y si estos no funcionaban, se alistaban pedazos de una sabana vieja y trapos para hacer un tacto rectal. Muchas veces todo el ejercicio terminaba en vómito. Martínez, cansado, se derrumbaba, se sentía morir sin querer hacerlo, porque ¿quién se quedaba entonces con la tropa?

A medida que la conversación avanzaba con Martínez y la señora Amaya en las escaleras de la parroquia, les pedí que nos dirigiéramos a un lugar más cómodo. Martínez señaló una cafetería cerca, pero no pudimos estar mucho tiempo, porque el dueño nos pidió que saliéramos y cerró el negocio para sacarnos. Puede que no le haya gustado el tema de conver-sación. Por lo menos nos tomamos algo caliente. Caminando por la calle, me sorprendió la destreza con la que se mueve Martínez. Ir a la cafetería suponía bajar desde la iglesia y atravesar una avenida con alto tráfico ve-hicular, lo que contrasta con la soledad de las calles que circundan la pa-rroquia. De camino a la cafetería, Martínez se adelantó y bajó rápido por la calle en pendiente. Llegó a la avenida y se atravesó entre los carros, les hacía señales con las manos y los hacía detener de forma abrupta. Después de salir de la cafetería, volvimos a las escaleras de la parroquia. Yo subí a Martínez cuesta arriba.

En el poco tiempo que pasamos en la cafetería, la señora Amaya aprovechó y le entregó “la donación” a Martínez; eran bolsas de colos-tomía y barreras. Una barrera es una placa de plástico que se adhiere a la piel abdominal. Tiene un orificio que debe ser atravesado por el pedazo de intestino que ha sido exteriorizado en el procedimiento quirúrgico que

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abre el estoma. Las personas con ostomías hablan de barreras duras, ba-rreras blandas, barreras flexibles, barreras convexas; hablan de diámetros, porque el grosor de todos los intestinos no es el mismo: como no todos los cuerpos son iguales en el exterior, tampoco lo son en el interior. Exis-ten porciones mas gruesas que otras y la barrera por donde debe pasar el intestino está convenientemente diseñada para ajustarse a los diferentes calibres. Algunas tienen cauchos que se expanden para ajustarse y otras círculos impresos con los diferentes diámetros, lo que debe hacer el osto-mizado para usar la barrera es recortar por línea punteada que correspon-da a su medida.

Martínez no le tiene miedo a la muerte. Dice que los médicos le re-cuerdan todo el tiempo que lo suyo es grave, pero él no les hace caso; dejó de prestarles atención cuando todo se volvió terminal y crónico. Cuando llegó al hospital, después de haber recibido el impacto de bala, las enfer-meras le daban unos cuatro o cinco días de vida. Los pronósticos falla-ron, pero no salió bien librado del todo: por descuidado, sus heridas se infectaron por bañarse a escondidas con agua que le recogían las señoras del personal de aseo. Comenta que lo impulsa un espíritu luchador, que quiere servir de ejemplo para sus hijos, para su tropa, dice que hoy en día la gente se suicida por nada y que deberían aprender de su ejemplo: “yo todo lo tengo a la vez, pero aquí sigo, así sea con las uñas y arrastrándome hacia adelante”.

Una vez tuvo la colostomía, pensó que su dificultad estaba solu-cionada y que ya sus hijos no tenían que estar pendientes de él, pero eso sólo significó un cambio en su realidad, y la solución de un problema le dio paso a otro. La bolsa le quedaba mal pegada y se derramaba el conte-nido. En ocasiones, los esparadrapos cedían porque estaban pegados sobre la piel que ya estaba irritada; otras veces la bolsa se despegaba con todo el ajetreo que se sucedía mientras lo ayudaban a subir al bus. El olor se hacía insoportable y no le quedaba más remedio que bajarse, con todo el trabajo que le tomaba. Se iba para un potrero o un parque, lo más despoblado posible, solo con sus hijos que le ayudaban a limpiarse. Las

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lágrimas brotaban por el sentido de impotencia de no poder mantenerse limpio. Existen tecnologías para evitar los accidentes inesperados, pero él no las conocía porque la información sobre el hecho de estar ostomizado en el mundo también depende de contar con una buena atención médica, con especialistas que sepan sobre el tema y que su profesionalismo esté por encima del tabú que despierta en las personas tratar con los desechos del cuerpo. A veces Martínez acudía a la consulta cubierto de sus propios desechos, como una forma de protesta frente a los médicos, quienes des-concertados le preguntaban por su autocuidado y él –con rabia– les decía que no tenía la culpa de que la bolsa se hubiera despegado en camino al centro de atención.

En el marco de la historia de vida de Martínez, conviene explicar que la raíz etimológica de la palabra ostomía proviene del latín ostium, que significa boca o apertura, y se usa de forma alternada con la palabra stoma, voz griega para nombrar la boca o el orificio creado entre la cavidad de un órgano y el exterior del cuerpo; asimismo, puede designar la unión entre dos cavidades. La forma de denominación de la ostomía es completada con el órgano involucrado en la intervención quirúrgica; si esta ha sido una abertura del íleon a la pared abdominal, será una ileostomía, y si ha sido una colostomía es porque el colon fue exteriorizado.

La urostomía, por su parte, consiste en una abertura en el tracto urinario y es creada para el tratamiento del cáncer, la incontinencia y las malformaciones congénitas. En las cirugías de ileostomía y colostomía, la función del intestino es interrumpida, y la evacuación es pasada por la pared abdominal a través del estoma, al cual se le adhiere una bolsa exter-na que recoge los efluentes del cuerpo y debe ser vaciada periódicamente.

Aunque Sands y Marchetti (2011) advierten que la verdadera inci-dencia de los estomas es generalmente desconocida, puede decirse que so-bre el número de personas con ostomías en Colombia, en 1996 el diario El Tiempo especulaba con una cifra: en el país existían entre 15 000 y 30 000 personas ostomizadas en aquel entonces. Diez años después, el periódico El Pulso2 (octubre de 2006), con base en la afirmación de la International

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Ostomy Association (ioa), que decía que por cada mil personas en el mundo existe un ostomiza-do, calculaba para Colombia una cifra de 41 000 personas ostomi-zadas. Analistas de mercados pro-nostican que después del 2020, el mercado global de productos para la incontinencia y la ostomía al-canzará una cifra cercana a los 18 billones de dólares3.

Mave Salter, en su texto Altered Body Image (1997), cita-da por Brown y Randle (2005, p. 74), explica que entre las con-diciones más comunes para realizar una ostomía intestinal pueden enumerarse el cáncer colorrectal, el cáncer de hígado, la colitis ulcerativa y la enfermedad de Crohn. Los traumas ocurridos en la zona abdominal –y más concretamente en el colon, que involucran heridas penetrantes o causadas en la superficie de la piel– son tratados también con la creación de una colostomía para su curación.

Windsor y Conn afirman que, de forma general, los estomas pueden clasificarse como temporales y permanentes, siendo los primeros, como su nombre lo indica, aquellos que tienen la intención de reversarse. Para los autores, las ileos-tomías son las formas más comunes de ostomías temporales, mientras que las colostomías pueden ser descritas como las permanentes; que son necesarias cuando no existen porcio-nes del intestino que puedan volverse a unir, como puede ser la resección de un tumor en la zona abdominoperineal (2008, p. 106).

Imagen 6. Locación de los estomas en el tracto gastrointestinal.Fuente: Lammon et al. (1995), en O’Toole (2003).

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Tener una ostomía es un hecho de la vida que puede resultar estigmatizante en potencia, pero por lo general no pasa así por el dedicado trabajo de discreción y encubrimien-to que las personas con la condición enactuán4 para no ser descubiertas. La ostomía se lleva con total privacidad, co-moquiera que se trata de lidiar con los actos excretorios de la vida del cuerpo que se mantienen circunspectos, aunque para el portador del estoma el secreto no desaparece porque lleva adherido a su abdomen un dispositivo médico que le recuerda de forma permanente su condición.

Imagen 7. Cirugía de colon con anastomosis.Fuente: Winslow (2005).

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3. El axioma de Celso

En su texto Stoma Care, Jenny Burch (2008) afirma que en cró-nicas que pueden tener más de dos mil años de antigüedad, ya se hacía referencia a la creación de ostomías. Argumenta que

en los tiempos de Aristóteles la intervención era recomendada para tra-tar la obstrucción intestinal, y las posibilidades de sobrevivir a su crea-ción eran bastante reducidas. Graney y Graney (1980, pp. 432-433), por su parte, dan cuenta de que en escritos consultados se relata que los egipcios en el 1700 a.C. ya eran especialistas en el tratamiento de enfermedades colorrectales. Se especializaban en tratar heridas como hemorroides y prurito anal. Estos molestos males tenían intervenciones terapéuticas con inyecciones rectales y compuestos de miel, mirto y cer-veza. También exponen que se tiene conocimiento de que en el siglo vi a. C, en la India, el médico Sushruta atendía, a su manera, heridas en el intestino cerrándolas con picaduras de hormigas negras, introduciendo de nuevo las vísceras en el abdomen después de lavarlas con emolientes. Según los autores, los griegos hacían lo propio, utilizando escisiones, cauterizaciones y recetando el uso de supositorios.

Luis Charúa (2006, p. 113), en su artículo de revisión, dice que es posible que los primeros estomas consistieran en fistulas fecales provoca-das por heridas de guerra, traumas, hernias incarceradas, atresia anorrec-tal u obstrucción intestinal. Para Charúa, Praxagoras de Cos (384 - 322 a.C.), médico destacado de la antigua Grecia, describió esta intervención como ideal para el tratamiento de la obstrucción intestinal, por lo que se

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le considera uno de los pioneros en este tipo de intervenciones, que usual-mente usaban punciones percutáneas realizadas con un hierro caliente, con lo que se formaba la fistula intestinal, especialmente practicada a la al-tura del íleon. El texto de Charúa expone que en la medida que el tiempo pasaba, pudo comprobarse que la supervivencia a estas intervenciones era posible y con mayor éxito las practicadas en el colon, que no provocaban trastornos metabólicos graves, y que además un buen número de ellas cerraban espontáneamente. También presenta el caso de Theophrastus Bombastus von Hohenheim, –el particular y visionario médico suizo–, también conocido como Paracelso (1491-1541), quien se declaraba un convencido de la creación de estos anos artificiales, frente a cualquier otra técnica de manipulación de las asas intestinales lesionadas.

Zimmerman y Veith (1993, p. 360) han encontrado que la ciru-gía colorrectal habría de tener un impulso particular en el siglo xvi de la mano de monarcas como Luis xiv. Para entonces era común que los reyes tuvieran médicos y cirujanos a su servicio. Su alteza llamó a operar en sus jardines reales a expertos que hacían demostraciones públicas, operando y haciendo disecciones de forma gratuita, lo que podía interpretarse como un favorecimiento del noble y su corte a la perfección de los estudiantes. Sin embargo, el interés de Luis xiv en las cirugías parecía estar ligado a ne-cesidades personales, debido al padecimiento de un doloroso abultamien-to en el ano, desarrollado en 1665, como lo evidencia Bettman (1956, pp. 172-173), citado por Graney y Graney (1980, p. 434).

Sobre la dolencia de su majestad, Harold Ellis (2001, p. 50), en su historia de la cirugía, afirma que los médicos cercanos al rey no ha-bían podido encontrar una solución a la fistula que lo hacía padecer. Ellis explica cómo se intentaron curas con viajes a Barèges para depositar su grandiosa humanidad afectada en aguas sulfurosas y otros, más devotos de la intervención divina, le pidieron al rey que se encomendara a san Fiacro, patrono de la cura de las hemorroides, un mal similar al que ya padecía. Para entonces, las hemorroides eran un mal que no podía pasarse a la li-gera. Tenían tanto impacto las consecuencias de su padecimiento que en

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ocasiones los médicos les recomendaban a sus pacientes que se pusieran en manos de santos, como san Fiacro.5

Bettman (1956) narra que ante la imperiosa necesidad de librarse de su sufrimiento, el “Rey Sol” acató la decisión tomada por los médicos de la corte de llamar a prestar consulta a un cirujano barbero de nombre Charles François Félix, quien se decidió a operar al monarca, no sin antes practicar con desdichados que padecían del mismo mal en los hospitales de caridad de París o con súbditos de clase baja, muchos de los cuales murieron bajo su bisturí. Vale la pena anotar que para no despertar ha-bladurías que entorpecieran el entrenamiento, estos eran enterrados por la noche. Finalmente, el 18 de noviembre de 1686 se operó al rey con la presencia vigilante de Madame Maintenon y los médicos de la corte, quienes declararon el éxito en la operación (Bettman, 1956, p. 172, citado por Graney y Graney).

El éxito de la operación de Luis xiv le dio una estatura especial a la cirugía en Europa y los cirujanos barberos pasaron a contar con una valoración diferente, más allá de la de artesanos. Las personas empezaron a hacerse revisiones para ver si tenían la “enfermedad del rey” (La maladie du roi), y en agradecimiento, Charles François Félix recibió títulos nobi-liarios, jugosos estipendios y tierras (Dary, 2008, pp. 29-30). Esta acepta-ción de la cirugía y del cirujano en la vida cotidiana de la corte establecía el marco para una actividad quirúrgica más competente que podía tratar males de mayor complejidad, más allá de la atención y el cuidado de las heridas de batalla.

Jenny Burch (2008, p. 1) cuenta que en el siglo xviii la cirugía de estomas estaba asociada a las heridas de guerra o a las hernias estrangula-das. Burch afirma que se tiene el registro de que en 1776 George Deppe, soldado herido en el campo de batalla, sobrevivió varios días con una co-lostomía prolapsada, y Margaret White, de 73 años, pudo vivir varios años más gracias a una colostomía transversal en 1756, que la salvó de la hernia gangrenada que amenazaba su vida. Sin embargo, fuera de los campos de batalla y la vida accidentada del cuerpo, la creación de anos artificiales se

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presentaba como la respuesta a una de las complicaciones más temidas en la historia de la medicina: el nacimien-to de niños con anos imperforados o atresia anal, mal congénito del que se desconoce su causa precisa, y consiste en el hecho de que el recto no se en-cuentra conectado al ano.

Hoy en día, cuando un niño nace con esta condición médica, el procedimiento habitual describe la necesidad de hacer una colostomía de urgencia para que el bebe pueda defecar a través de un estoma. Cuan-do el niño haya cumplido algunos meses de edad, se puede operar para reconstruir el ano y así enlazarlo con el recto. A principios del siglo xviii, el pronóstico para los niños nacidos

con el ano imperforado no era alentador. Muchos médicos rechazaban tratar a estos infantes en el momento de nacer y los dejaban morir abandonados a su suerte, en medio de vó-mitos y cólicos violentos, pues pensaban que la cura era peor que la enfermedad. Para ellos, la creación de un ano artificial disponía a la persona a una vida miserable. Un ejemplo del desprecio por la intervención está en las cátedras del Baron Dupuytren6, cirujano del Hôtel-Dieu de París, quien afir-maba que de todas las enfermedades que pueden padecer las personas, la más inconveniente y asquerosa era la de los anos artificiales, que se practicaban en contra de la voluntad de los pacientes, debido a que estas intervenciones dejaban escapar de los intestinos la bilis y la materia fecal.

Imagen 8. Margaret White y su colostomía transversal.Fuente: Cataldo (2004, p. 4).

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| 533. El axioma de Celso |

Si bien los anos artificiales se mostraban como una intervención poco deseable sobre el cuerpo de los infantes, no dejaba de cautivar la atención de cirujanos y estudiosos de la medicina. Uno de ellos era Alexis Littre (1654-1726), famoso cirujano y anatomista francés, de quien Til-son Dinnick (1934, p. 142) ha reseñado que, alguna vez, frente al cadáver de un infante de seis días de nacido, contemplaba la deformación de su recto dividido en dos porciones, ambas cerradas y conectadas por tiras de tejido de una pulgada de longitud. La porción de arriba del intestino esta-ba llena de meconio, mientras que la porción baja estaba completamente vacía. Los estudios que Littre hacía para afrontar situaciones similares, practicando usualmente con cadáveres de infantes, lo conducían a afirmar que en los casos de anos imperforados sería necesario hacer una incisión en el vientre y abrir ambos extremos del intestino cerrado y coserlos para traer la parte superior de intestino a la superficie de la pared del vientre, donde no se cerraría, para que esta boca abierta (estoma) ejecutara la fun-ción del ano.

El problema de la época para tratar las condiciones de anos im-perforados, abriendo orificios en lugar natural, era que estos se cerraban después de un tiempo y traían complicaciones que tenían que ser solucio-nadas con nuevas cirugías, exponiendo a los pacientes a una sepsis severa. Por esta razón las observaciones de Littre, en las que se recomendaba dejar expuesto el intestino al exterior, se convirtieron en una evidencia revela-dora para evitar el problema y, en consecuencia, se le atribuye la primera sugerencia registrada para la ejecución de una ostomía.

Pero a pesar de las sugerencias técnicas y las observaciones de cirujanos como Littre, fueron muchos los fracasos y las vidas condena-das a los anos artificiales, según la opinión de algunos galenos. En este marco de procedimientos temerarios, sin muchos éxitos, se le atribuye a Duret, cirujano naval, también de origen francés (como Littre) en 1793, el nacimiento de la colostomía como una operación exitosa, al ejecutar una colostomía ilíaca izquierda a un niño de tres días de nacido con un ano imperforado.7

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En su recuento histórico, Tilson Dinnick, citado por Cataldo y Mackeigan (2004, pp. 8-9), narra como el 18 de octubre de 1793, la señora Marie Poulaouen, quien era partera de la ciudad de Brales, recibe un niño con pocas posibilidades de sobrevivir. El infante no tenía ano y sus partes sexuales estaban mal formadas; sin embargo les sugirió a sus padres acudir a la ciudad de Brest para recibir ayuda quirúrgica. Mousieur Duret recibió al angustiado padre y observó que efectivamente los órganos sexuales estaban formados en el infante, pero no había ano alguno.

Según Dinnick, Duret consultó a varios colegas suyos –médicos y cirujanos de varios hospitales– y las recomendaciones apuntaban a la realización de una incisión en el lugar donde el recto debería estar presente, para así poder buscar el intestino. Duret decidió poner en práctica el axioma de Celso, que reza que es mejor emplear un remedio dudoso, que condenar al paciente a una muerte certera, de tal manera que decidió seguir adelante. El cirujano se enfrentaba a la pérdida de vitalidad del paciente. Ya eran las cuatro de la tarde, el vientre estaba hinchado y las extremidades se tornaban frías, todos los signos de una muerte inminente.

De forma sorpresiva, el niño amaneció con vida. Ello animó a Du-ret a hacer una segunda ronda de consultas, en la que propuso una lapa-rostomía para poder ver el interior del abdomen mediante la incisión y así crear un ano artificial. Para tomar confianza en la técnica a emplear, Duret practicó con el cadáver de un niño de quince días de nacido, que consiguió en una casa pobre en la ciudad. Tiempo después, Duret intervino al niño, quien aún tenía esperanzas, haciendo un incisión en el lado izquierdo, entre las últimas costillas falsas y la cresta del ilíaco, con una longitud de dos pulgadas. De esta manera, el riñón y una porción del lado izquierdo del colon quedaron expuestos.

Duret abrió el colon y le inyectó agua por el ano y una parte del fluido salió por el orificio en el colon y otra por el vientre. Cuando Duret abrió el vientre del feto, se dio cuenta de que las áreas laterales del colon no eran extraperitoneales como en los adultos y se encontró que una parte

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del colon permanecía libre y flotante. Duret se dio cuenta de que esta no era la zona por la que debía operar, pues existía la posibilidad de que los desechos se escaparan por el abdomen. El tiempo apremiaba y Duret sabía que si no tenía éxito, el niño iba a morir, por lo que sin dudarlo procedió a hacer una incisión en el pequeño vientre, en la región iliaca izquierda. Vio que se estaba formando un tumor, no muy grande, y que el meconio ya había teñido de color oscuro la piel.

Duret abrió la apertura de pulgada y media, hasta que pudo intro-ducir un dedo en el vientre, con lo que logró limpiar el colon sigmoideo. Duret temía que con su acción el colon se retrajera en el abdomen, por lo que hizo dos suturas en el mesocolon. Después abrió el colon de forma longitudinal y los gases y desechos salieron de forma abundante. Una vez vaciado el intestino, lo cerró con un vendaje quirúrgico.

De acuerdo con Dinnick, Duret consignó en sus notas que en la noche del domingo al lunes, el bebé durmió bien, la temperatura corporal mejoró, el vómito cesó y el niño tomó leche del pecho en varias ocasio-nes. En los días siguientes, las opiniones sobre los cambios que observaba fueron positivas. Los vendajes que rodeaban al niño se llenaron de meco-nio, pudiendo evacuar, y su voz –que había sido imperceptible– ahora se escuchaba de forma clara. Continuó mejorando y en el sexto día Duret observó que había brotado una parte del interior del intestino de aproxi-madamente una pulgada de largo.

Duret le había salvado la vida al niño gracias a una ostomía. El pe-queño paciente sobrevivió –hasta los 45 años de edad–, pero tendría que llevar un pedazo de intestino colgante por el resto de su vida, un puerto hecho con su mismo intestino para poder defecar, uno como los que se ejecutan hoy en día para conectar el cuerpo. Era, para el momento, el joven astronauta de la era de la iluminación: telas, pedazos de cuero y re-cipientes de cobre habrían de recoger los desechos, tecnologías a la mano de los ostomizados de finales del siglo xviii, con sus puertos creados, y echando mano de lo que pudieran para recoger sus desechos, en el espacio extraño de ser portadores de “anos artificiales”.8

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Cromar (1968a, p. 276) afirma que, con el paso del tiempo, a me-diados del siglo xix, la colostomía lumbar se había convertido en una operación bien establecida, a pesar de ser un tiempo sin anestesia y sin an-tisépticos. Los anos artificiales se presentaban como una especie de opción afortunada y liberadora para todos aquellos que padecían las dolencias de una obstrucción intestinal. Las intervenciones se realizaban en puer-tas inclinadas o en mesas balanceadas para que el paciente mantuviera una posición vertical. En muchos casos los contenidos atrapados en los intestinos eran de grandes proporciones y la liberación ocurría de forma impresionante, llevándose consigo trozos del intestino afectado. En uno de los casos que la historia describe, se da cuenta de cómo el ciego del intestino estaba tan distendido que dos galones de fluido fecal escaparon cuando se realizó la colostomía; también se hace referencia de como en algunos casos se llenaban hasta tres vasijas con los efluentes liberados, e inclusive un paciente llego a pasar dos libras de gusanos vivos a través de la colostomía lumbar.

Si bien la práctica se había ampliado, en el recuento que hace Cro-mar sobre la evolución de la colostomía observa que, a pesar de que su práctica estaba relativamente extendida, seguía teniendo varios críticos y enemigos. En todo caso, dice Cromar, la operación no se daba de forma frecuente, y cita como prueba de ello las siguientes cifras: entre 1875 y 1879, en la enfermería de Cardiff (Reino Unido), de los 682 pacientes quirúrgicos, 367 tenían heridas, y 361, algún tipo de enfermedad; en esta época sólo un paciente se presentó con una obstrucción rectal como pro-ducto de un carcinoma que requería una colostomía. En el Hospital de San Bartolomé de Londres, en 1883, de los 16 030 pacientes que pasaron por allí, sólo se practicaron 19 colostomías.

En su investigación sobre la historia de la cirugía en Colombia, Forero (2009) señala que se pueden encontrar antecedentes sobre la ciru-gía colorrectal a mediados del siglo xix, en casos como el de la operación de urgencia que le practicó el doctor Antonio Vargas (1816-1873) “a una mujer con una herida abdominal con perforación del colon”, y también

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registra que el doctor Reyes hizo “colostomía en ano imperforado” en-tre varias de sus intervenciones quirúrgicas. El doctor Vargas, oriundo de Charalá, era médico especializado en París y fue el primer rector de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia.9

La historia de ostomías intestinales está relacionada con los proble-mas colorrectales, que son tan antiguos como la historia del hombre en la Tierra, y con la atención urgente de las heridas de guerra producidas en el abdomen. Fue con el desarrollo de la medicina y la cirugía en la Fran-cia renacentista que se dio un paso en la evolución en la forma de tratar las enfermedades colorrectales, particularmente los casos de obstrucción intestinal y atresia anorrectal. Aparece entonces en escena una operación liberadora con un enfoque en la mejora de la calidad de vida de las per-sonas con problemas gástricos y colorrectales. En un principio, el debate de los médicos se concentró en el tabú y la contradicción de la civilidad que el cuerpo debía mostrar, pues los pacientes parecían estar condenados a arrastrar un sino trágico durante el resto de sus vidas al tener que llevar un ano artificial, tanto así que se prefería dejar a su desdichada suerte a los infantes nacidos sin ano. El tiempo y la evidencia empírica demostraron que era posible para una cirugía que se daba en condiciones de urgencia para aliviar la obstrucción intestinal, solucionar defectos congénitos en el cuerpo y cuidar las heridas de guerra, se convirtiera en una intervención establecida que podría brindar buenas expectativas de vida.

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Este libro se terminó de editar enla Editorial Utadeo en el mes

de mayo de 2020.

Page 58: antropología del astronauta cotidiano

Este libro se inscribe en el área de la antropología médica y llena un vacío en la literatura sobre las condiciones de vida de personas que llevan dispositivos médicos adheridos a su cuerpo, los cuales pueden hacerlos ver, de cierto modo, como ciborgs por esa simbiosis entre seres humanos y tecnología. Más allá de la polémica sobre este término, esta obra se constituye en la primera descripción profunda, de corte antropológico, sobre la fenomenología del ser y estar en el mundo de las personas ostomizadas en la ciudad de Bogotá, Colombia.

El lector encontrará relatos de historias de vida de personas de diversas condiciones sociales y económicas que tienen en común su condición de astronautas cotidianos, término acuñado por el autor para denominar a las personas que por circunstancias de la vida fueron lanzados a un espacio de representación complejo –para complementar la metáfora– de una vida con una ostomía. Si bien la ciencia ha permitido que estas personas continúen su vida, deben adaptarse a exteriorizar de manera discreta una función vital de los seres humanos para lidiar con los efluentes del cuerpo contra natura. En su contenido, también se aborda la perspectiva médica, las tecnologías y los dispositivos desarrollados para el cuidado de la ostomía y que han ayudado para que estas personas puedan llevar una vida funcional.

Este conjunto de miradas sobre el diario vivir de los astronautas cotidianos los reconoce con su nueva identidad y los incluye en la sociedad de la cual hacen parte.