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Álvaro Vanegas - Despertares atroces

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Alvaro Vanegas

Despertares Atroces

Bogotá, diciembre de 2013

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Primera ediciónTítulo: Despertares Atroces© Alvaro Vanegas / Autor.Bogotá - 2013

© E-ditorial 531 / EditorBogotá D.C. - Colombia - 2013Calle 163b N° 50 - 32Celular: 317 383 1173E-mail: [email protected]: www.editorial531.comFB: https://www.facebook.com/Editoral531.FanISBN:

IlustraciónAngie Mahecha

Diseño de portadaWilliam Zeroniietzschess

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Despertares Atroces

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Contenido

ANTES DE EMPEZAR 6

UNA RAZÓN PARA SONREÍR 12

TIENE QUE HACERSE 19

FELIZ CUMPLEAÑOS 28

VILLA NIEBLA 37

INTOCABLE 96

ASAMBLEA EXTRAORDINARIA 102

EQUILIBRIO 111

EN CÍRCULOS 116

Y LA BOMBA ESTALLA 130

SE MUEVEN 134

SED O NO SED 138

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ANTES DE EMPEZAR

En el año 2004, si no me equivoco, a alguien, seguramente con muy buenas intenciones, aunque eso no puedo garantizarlo,

se le ocurrió decirme que tenía «talento». Yo, lleno de motivos que aún hoy no me son del todo claros, creí en esas palabras y empecé a escribir «en serio». En el año 2007, cinco años antes de publicar mi primera novela, me embarqué por primera vez en la tarea de recopilar varias de las ideas que tenía, con la intención de que, eventualmente, una editorial se decidiera a publicar mis tex-tos. Con todo el desconocimiento propio de un aspirante, decidí que quería comenzar por un libro de cuentos, ya que intentar con una novela me parecía aterrador, convencido de que ese sería el camino más expedito para llegar a donde pretendía —y aún hoy pretendo—. No tenía idea de la locura que estaba cometiendo y, viéndolo en retrospectiva, fue mejor así. De haberlo sabido, hoy no estaría escribiendo estas líneas.

Despertares Atroces, como se llamó el libro desde que solo contaba con un par de cuentos, estaba compuesto por doce rela-tos que reflejaban toda mi ingenuidad como escritor. Pero yo no

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lo sabía, vivía convencido de estar trabajando en un gran libro, con todas las condiciones para convertirse en un éxito en ventas. Me encontraba lejos, muy lejos de eso, y aunque gracias a este libro terminé, mucho tiempo después, publicando una novela, lo cierto es que en un principio solo me trajo dolores de cabeza, y me refiero, entre otras cosas, a varios rechazos de parte de diferen-tes editoriales. Pero nada de eso importa ya, aquí estamos, y hoy el libro que estás a punto de leer tiene once cuentos: de los doce iniciales solo quedaron ocho, de esos ocho hay uno que conser-va la idea original, pero hoy por hoy es totalmente distinto a lo que fue en un principio, y los tres que los complementan fueron escritos posteriormente. No voy a entrar en detalles, pero es posi-ble que noten qué cuentos son más antiguos. No obstante, todos estos relatos son especiales para mí, algunos porque fueron mis primeras publicaciones en diferentes antologías o revistas muy pequeñas, y otros porque marcaron un claro avance en mi cami-no, en mi evolución, o eso es lo que me gusta pensar.

Confieso que algunos me gustan más que otros y que, inclu-so, un par de cuentos estuvieron a punto de no ser leídos jamás por alguien que no fuera yo y un par de amigos, pero al final les di carta blanca, en parte porque son muy honestos y en parte porque considero que, aunque llenos de vacío e ingenuidad, siguen sien-do divertidos, como las películas de Jennifer Aniston.

Antes de empezar es justo que te cuente, a grandes rasgos, qué te vas a encontrar. Hay cuentos que hablan del demonio, de licántropos, de demencia y, por supuesto, hay uno de vampiros. Todos, eso pretendía al escribirlos, hablan de la naturaleza huma-na. Espero, de corazón, que los disfrutes.

Ahora le doy paso a la cursilería. Agradezco, obviamente, a mi editor, Néstor Rivera y su grupo de trabajo, quienes, des-pués de publicar mi primera novela y comprometerse a publicar la segunda, decidieron hacer de Despertares Atroces una realidad.

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Pocas veces he encontrado en mi camino alguien que de buenas a primeras crea ciegamente en lo que hago. A Angie Mahecha, quien se vinculó con su innegable talento como ilustradora a este proyecto, un abrazo lleno de amor y gratitud para ti, seguro nos veremos en la cima. Del mismo modo, a William Zeroniietz-chess, fotógrafo que pese a la premura con que lo contacté, tam-bién decidió volcar su talento y me obsequió una cubierta que me encanta. Tengo que hacer un aparte especial para Katerine Acosta, quien por motivos de salud no pudo colaborarme. Igual sabes que te quiero, ya tendremos tiempo y oportunidades para trabajar juntos.

A Nathalia Turcy, porque aunque aún no entiendo sus mo-tivaciones, fue la persona que me impulsó a escribir la primera versión de este libro. En serio, Nathalia, muchas gracias.

A mis padres y a mi hermana, quienes son responsables, para bien o para mal, de la persona que soy ahora, los amo. A Ivonne Valencia, mi tía, una de las pocas personas que leyó la primera versión de este libro.

A mi motor, Erica Nieto, naturalmente.A Dios.Y por último a todos los lectores de Mal Paga el Diablo, y

los que ahora leerán estos relatos, fundamentales para que ahora la editorial quiera publicar este libro. Sin ustedes, está claro, nada de esto tendría sentido. Hay varios de ustedes que merecen que los nombre, pero prefiero abstenerme y de ese modo evitar herir susceptibilidades. Me debo a ustedes, y por eso, mi infinito agra-decimiento.

La lista es más larga, pero no quiero aburrirlos, además, vie-nen muchos más libros y espacio para agradecer.

Termino con dos invitaciones. La primera: cuando termi-nen de leer, contáctenme; sus impresiones sobre los relatos o las ilustraciones, sean constructivas o destructivas, son muy impor-tantes. Me pueden encontrar en Twitter como @alvaroescribe o

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le pueden escribir a la editorial. Yo les contestaré, es una promesa.La segunda: traten de leer sin prevenciones, déjense llevar.Esto es todo. Por ahora.

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UNA RAZÓN PARA SONREÍR

Relato seleccionado para formar parte de la antología de cuentos Los Iletrados. Antología avalada por el Ministerio de Cultura.

«Yo, la verdad, estaba muerto.Recuerdo que cuando pequeño no pensaba que terminaba así.»

—ALDO NOVE; Superwoobinda—

No parecía posible que un ser humano oliera tan mal, pero ahí estaba Fabián, entrando en la sala de juntas. La mirada

vacía de los enajenados y una sonrisa perversa. Todos lo miraron, extrañados no solo por su expresión, sino por el hecho de que hacía casi dos meses que Fabián no trabajaba allí. El recién lle-gado observó por un segundo cada par de ojos, provocando un estremecimiento que recorrió la espalda de todos los presentes. Con la misma sonrisa perversa se dirigió a la ventana, la abrió con parsimonia y se lanzó. Once pisos y unos cuantos segundos lo separaban del suelo. El impacto dejó a Fabián contorsionado de cualquier manera. Sus partes, esparcidas a lo largo de varios metros de la avenida séptima. Se escucharon unos gritos furtivos,

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los automóviles se detuvieron en seco, alguna persona no pudo contener el vómito. La sonrisa, ahora sin dientes, se negó a desa-parecer, incluso perduró cuando unas horas después el cuerpo de Fabián, transformado en un siniestro rompecabezas, reposaba en una mesa en medicina legal y la ciudad había recuperado su ritmo normal. Una macabra broma del universo.

Una hora antes, Fabián salió de su apartamento situado en el centro. Los pocos vecinos que lo vieron salir sintieron un atisbo de alivio al notar que, por fin, tras varias semanas, Fabián se había bañado. Bajó las escaleras y caminó por la calle 19, saludando y sonriendo a todo aquel que lo miraba. Al llegar a la avenida séptima tomó un bus, pagó con un billete de veinte mil que, por mera casualidad, encontró en el pantalón. No recibió el cambio. El conductor lo miró a los ojos, incrédulo, dispuesto a insistir en darle a Fabián su dinero, pero lo que vio fueron dos hoyos ne-gros que lo asustaron hasta los huesos, a punto estuvo de perder el control del vehículo. Prefirió, y esto sería algo que siempre se recriminaría, romper el billete en cuatro pedazos y lanzarlos por la ventana.

Había varias sillas vacías, pero Fabián permaneció de pie en la parte trasera del bus, justo al lado de una señora de unos cin-cuenta años y, sin poder evitarlo, se cagó, justo ahí. Ya estaba acostumbrado a esas cosas, se le iban de las manos, eran inevita-bles. La señora no lo miró, pero cuando advirtió su presencia, se levantó de su asiento y se bajó del bus. Ni siquiera había notado la mierda que salía de los pantalones de Fabián. Tardó varios se-gundos en caer en la cuenta de que se encontraba todavía a varias calles de su destino y, aun así, la extraña certeza de que algo malo se cernía sobre ella la mantuvo paralizada en la esquina durante varios minutos, hasta que, a cuenta gotas, la sensación se fue di-luyendo. Un par de horas después había olvidado el incidente.

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La gente percibió el rancio olor que desprendía ahora Fa-bián, pero nadie dijo nada, no se atrevieron, todos procuraron mantenerse en silencio y mirar hacia otro lado.

Fabián se bajó del bus justo enfrente del edificio de once plantas. El guardia de seguridad lo vio, pero algo le impidió pre-guntarle adónde iba. Fabián subió al ascensor, causando la mani-fiesta incomodidad de todos los demás pasajeros. Se bajó en la úl-tima planta y se detuvo frente al elevador durante unos instantes, parecía estar decidiendo algo. La sala de juntas estaba flanqueada por paredes de cristal y como si fuera un acuerdo implícito, todos miraron al recién llegado. Este los observó a su vez, con la mano en la puerta, listo para entrar, sin decir nada. Fue una mujer la que se atrevió a hablar:

—Fabián, ¿qué haces aquí? —dijo, sin ser muy consciente del temblor de su voz.

Fabián entró.Tres horas antes de lanzarse por la ventana, Fabián observa-

ba, asqueado, los cadáveres. En el apartamento reinaba un acre olor a muerte. La sangre en los cuerpos estaba coagulada, y al-gunas moscas empezaban a rondarlos. Sintió arcadas, pero en su estómago no había nada. Recordó de improviso todo lo sucedido antes de dormirse. La confusión dio paso a una profunda ira. Odiaba a Aquiles. De manera visceral, sin atenuantes. Ese hijo de la gran puta era el responsable de todo ese caos, de toda esa muer-te y putrefacción. Tenía que acabar con la obra de teatro, era ne-cesario, urgente. Un inesperado sosiego lo invadió cuando tomó esa decisión. Se dirigió al baño. Pasó por encima del cadáver de su hermana menor. Prefirió no mirarla muy de cerca. Tenía muy claro lo que iba a encontrarse. Se duchó, quitándose las costras de mugre y sangre. Se vistió lo mejor que pudo. Antes de salir de su casa se miró al espejo. No estaba solo.

—Hola —dijo Aquiles, con una expresión burlona que atizó más el fuego del interior de Fabián.

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—Hola —respondió él, bajando la mirada, intentando con-trolar la sonrisa involuntaria que se dibujaba en su rostro.

Unos días antes de suicidarse, Fabián se encontraba sentado en un cómodo sillón en la sala de su casa. El frío que hacía dentro de la vivienda helaba los huesos. Su hermana menor, Viviana, lo miraba con lágrimas en los ojos, producto de la preocupación y del miedo. Su ex esposa, Laura, la que, exhausta ante le ausencia mental de Fabián, lo había dejado tres meses antes y a la que aún amaba con todo su ser, sostenía un trémulo crucifijo entre sus manos. El padre Harper, con su sotana negra y una Biblia, lo miraba a los ojos, recitando una oración en latín.

Fabián sentía a Aquiles en toda su dimensión. Se revolvía dentro de él, iracundo y ofendido. Su propia boca pronunciaba unas palabras en algún lenguaje olvidado. Resonaban dentro de su cabeza y rebotaban en las paredes de su cráneo. Entendía a medias lo que significaban y agradecía vagamente no entenderlas del todo. Eran, a todas luces, aterradoras. Por fin, el padre Har-per, que no estaba preparado para lo que estaba pasando, pues estaba convencido de que todas las posesiones eran, en realidad, enfermedades mentales, poderosas sugestiones, se animó a lanzar el primer golpe directo a Aquiles:

—Dinos tu nombre, por el poder de Dios Todopoderoso, Él te lo ordena.

—Aquiles, ya se los dije —respondió Aquiles a través de Fa-bián.

El padre Harper insistió, necesitaba que dijera su nombre verdadero, era lo primero que explicaba el manual de demono-logía y exorcismo que había estado estudiando durante años. No tenía mucha experiencia, pero tenía claro que eso sería el primer síntoma de debilidad.

—¡Dinos tu nombre, Dios Todopoderoso te lo ordena! —¿Dios? —preguntó Aquiles con la voz de un niño de doce

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años. ¿Cuál Dios?, ¿el mismo que te vio, Padrecito, cuando ro-baste la mitad de las limosnas del mes pasado para comprar el televisor de plasma que tienes en tu habitación?, ¿ese Dios?

El cura no pudo evitar dar un respingo, pero continuó, sabía que no podía parar:

—Tu nombre, ahora mismo. Él te lo ordena.—¿Hablas del que te estaba viendo cuando ayer —volvió al

ataque Aquiles—, a la luz del sirio pascual, te masturbabas con la foto de la señora Pérez? —Aquiles sonrió con la boca de Fabián, regodeándose en su propia maldad.

—Tu nombre —repitió el sacerdote, simulando una tran-quilidad que no sentía, intentando descifrar cómo era posible que Fabián supiera esas cosas—. ¡Tu Nombre!

—¡Araxiel! —gritó Fabián, con una voz gutural— Me llamo Araxiel, manada de cerdos,yatodosustedeslesaconsejoquerrecentodaslasoracionesquesepanporquemiseñorlosestáesperando — y – se – le – ha — ce – a — gua – la – bo — ca. —De los labios de Fabián escurrió un espeso hilo de baba y sangre, el iris de sus ojos desapareció.

Ni el mismo Fabián estaba preparado para lo que siguió. El crucifijo de Laura terminó atravesando su pecho y destrozando al instante su corazón. Viviana voló por la sala, dos, tres veces. El último golpe contra la pared hizo que su cabeza estallara desde dentro, provocando un sonido que a Fabián le recordó un huevo crudo cayendo al suelo. El padre Harper pudo ver todo el espec-táculo, paralizado por un miedo que no creía posible y seguro de que no saldría indemne de aquella masacre. Aquiles, furioso por haber sido obligado a revelar su nombre, lo levantó con los brazos de Fabián y, ayudándose de una columna, partió al sacerdote por la mitad, como un niño que parte una galleta.

—Cuando quieras lo intentamos de nuevo —dijo Aquiles.Fabián no respondió. Caminó de vuelta a la silla, se sentó,

observó por última vez en su vida el cielo nocturno y, tranquilo

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como no lo había estado en mucho tiempo, cerró los ojos. Dur-mió durante más de sesenta horas.

Tres años antes de tomar la decisión de morir, Fabián se en-contraba en la cúspide de su vida. Un trabajo en una multina-cional con un sueldo de ensueño, una novia a la que amaba con tanta intensidad que rayaba lo cursi y un futuro prometedor. Esa mañana se levantó con la sensación de que sería un gran día. Le propondría matrimonio a Laura. Estaba seguro de su respues-ta. Se estaba afeitando cuando sintió algo raro en el cuello, una punzada, solo eso. Luego, una especie de opresión en el pecho. Cuando se estaba vistiendo, estas sensaciones habían desparecido. Salió de su casa, convencido de que sería un gran día. «La vida es buena», pensó, con una estúpida sonrisa en los labios.

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TIENE QUE HACERSE

—Esto es estúpido.Las palabras, densas por su significado, en ese momento se

quedaron flotando dentro del automóvil. Todos las habían escu-chado perfectamente y, al mismo tiempo, todos hicieron su mejor esfuerzo por fingir que nadie había dicho nada. A pesar de ser consciente de ello, Mauricio arremetió de nuevo, pero con una entonación que parecía rogar por atención, por alguna clase de retroalimentación.

—Esto es estúpido —repitió.Esta vez Ricardo reaccionó con una especie de gruñido, lue-

go suspiró y habló:—Si crees eso, ¿por qué no te bajas del auto? —dicho esto

aminoró la velocidad, mirando a Mauricio— Hay mucho espacio para parar; si es lo que quieres, te dejo aquí mismo.

Mauricio tuvo que enfrentarse por primera vez, desde que toda la locura había comenzado, o la cordura, dependiendo del punto de vista, con la pregunta clave, ¿de verdad no quería ha-cerlo? Aunque no le gustara la idea, no parecía haber más opción.

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Por lo menos alguna opción racional en ese punto. Ahora todos lo miraban, esperando una respuesta. En cierto modo, todos que-rían que respondiera que sí, que quería bajarse del automóvil, eso hubiera supuesto una onza de esperanza, tal vez —pensaban todos—. Mauricio tenía la respuesta, por poco probable que eso pudiera parecer.

El aludido observó atentamente a cada uno. Por su parte también esperaba sin esperar que alguien, además de él mismo, mostrara un poco de renuencia al asunto, pero la solidaridad que esperaba encontrar en alguno de los miembros de su familia nun-ca llegó. No se sorprendió.

Sintió el peso de la mirada indiferente de Ricardo, seguro como estaba, de que no se iba a bajar del automóvil. Por fin, Mauricio contestó:

—No, Ricardo, no me quiero bajar del auto ni quiero que-darme solo en medio de la nada —bajó la mirada algo avergonza-do—, pero sigo pensando que esto es estúpido.

—Puedes pensar lo que te dé la gana —Ricardo hundió su pie en el acelerador una vez más—, pero déjanos ya tranquilos, no soportamos más tus constantes gimoteos.

Mauricio continuó con la mirada gacha, el rubor incendiaba sus mejillas, y lo peor es que ya no tenía claro el origen de su ver-güenza. Tal vez era su actitud inmadura, aunque en ese momento cualquiera podía darse el lujo de serlo. O tal vez era por no haber encontrado ni una razón ni los cojones para haberse bajado y enfrentarse solo a lo que fuera que viniera.

Transcurrieron varios kilómetros en silencio, un silencio que resultaba cómodo para todos. Ricardo, conduciendo: Mauricio, en el puesto del copiloto; el abuelo Carmelo, en la mitad de la silla trasera. Sara, la esposa de Ricardo y hermana de Mauricio, a la derecha contra la ventana, con Ángel, su hijo de cinco años, sentado en sus piernas, y Catalina, de veintidós años, una mujer

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de belleza serena, de esas que difícilmente pasan inadvertidas, a la que habían recogido en alguna parte de la carretera, sentada a la izquierda junto a la otra ventana. El camino se extendía y se extendía, casi infinito, con sus líneas blancas intermitentes.

Cuando Ángel habló, todos sintieron que los arrancaba a la fuerza de sus propios pensamientos:

—¿Adónde vamos, mamá?—Ya te lo dije cuando salimos, Ángel —respondió Sara algo

impaciente, no quería verse obligada a repetir lo que todos sa-bían, lo que todos temían—, ¿lo recuerdas?

Ángel la miró con el ceño fruncido, tratando de recordar. Tras un par de segundos abrió los ojos con inteligencia, el recuer-do de las palabras de su madre le llegó de improviso, pero eso solo le generaba más interrogantes.

—¿Por qué vamos a hacer eso? —preguntó Ángel, levemente consciente de la fuerza de sus palabras.

Ricardo habló esta vez, tratando de sonar concluyente:—Porque tiene que hacerse, hijo.—Sí, pero... ¿Por qué? —la que habló ahora fue Catalina.Todos la miraron extrañados, había pronunciado como

máximo diez palabras desde que se unió al grupo, y solo para saludar y asentir cuando le preguntaron de manera retórica adón-de iba. El resto del viaje guardó un prudente silencio, y ahora hacía esa pregunta, precisamente esa pregunta. Ricardo habló de nuevo, intentaba ser amable, aunque en su voz se asomaba su creciente molestia:

—Tiene que hacerse, Catalina, simplemente, tiene que hacerse.

Nadie dijo nada durante unos instantes. Ninguno estaba muy conforme con la respuesta, ni siquiera el mismo Ricardo. Mauricio tomó aire y decidió hablar de nuevo:

—Sí, Ricardo, pero ¿por qué?

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—Porque tenemos que desaparecer, así de simple.Esa sí era una respuesta concluyente. Todos se miraron, ex-

cepto el abuelo Carmelo, que había caído en uno de sus acostum-brados sopores.

—No es justo —murmuró Catalina.Sara la miró, muy seria, parecía reprocharle sus indagaciones.—¿Dijiste algo? —la increpó.—No es justo —repitió Catalina, que tratando de ajustar el

volumen de su voz, ahora habló casi gritando.—¿Qué no es justo? ¿A qué te refieres? —A que tengamos que hacer esto —respondió Catalina—.

Obviamente para este señor —tocó con una mano el hombro al abuelo Carmelo, que seguía dormido, como si no quisiera tener nada que ver con ninguno de los pasajeros— ya nada tiene im-portancia, pero yo todavía tengo mucho por hacer —hasta ese momento había estado mirando al parabrisas, casi hablándole a todos y a ninguno al mismo tiempo, pero sin querer, desvió su mirada a Sara. El peso de esos ojos empezaba a trastocarse en un odio profundo, Catalina continuó hablando, pero ahora inten-tando congraciarse con el grupo— y estoy segura de que ustedes también tienen mucho que hacer, muchos temas inconclusos en sus vidas, especialmente, Ángel.

—A él no lo metas —replicó Ricardo, severo.Catalina guardó silencio de nuevo. Ricardo continuó:—Si tienes tanto problema con esto, también te puedes

bajar, es más, podrías quedarte con Mauricio y tener una linda familia, espacio no les faltaría.

Catalina no dijo nada; ella también era parte de todo, una parte tan pequeña o tan grande como cualquier otra.

Por primera vez toda la humanidad se ponía de acuerdo en algo. No se precisaron reuniones de grandes dirigentes o cosas

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por el estilo. Algo siniestro y hermoso a un tiempo. Sin que nadie supiera en qué momento, el pensamiento y la resolución germi-naron en las mentes y los corazones de cada uno de los hombres y mujeres, sin importar edad, raza, religión o cualquier otro detalle sin importancia. Todo reducido a la categoría de minucia. Inclu-so un niño como Ángel, que no alcanzaba a vislumbrar el alcance de lo que estaban por hacer, no tenía ningún reparo en hacerlo, aunque, al igual que la mayoría, quería entender por completo los motivos, entendimiento que se le escapaba, como a la mayoría. Era una fuerza, LA FUERZA. De la que nadie hablaba, pero que todos conocían y percibían en toda su magnitud. Lo mejor para el planeta y, a pesar de lo que había dicho Catalina, lo más justo. Todos lo sabían. Nunca en la historia la palabra «todos» tuvo tanto significado. Ante el silencio de Catalina, Ricardo se calmó y trató de ocultar su miedo cuando dijo:

—Tranquilos, esto está por terminar.A lo lejos se empezó a ver el gentío. Con un orden casi mi-

litar, la gente hacía una larga fila, eran pocos los que hablaban y aún menos los que se hacían contacto visual. En los rostros se notaba la incertidumbre, pero también algo de calmada resigna-ción. Algunos leían, muchos fumaban y unos cuantos comían, lo que parecía absurdo e innecesario, tal vez un último intento por aferrarse a la realidad. Tal vez un último deseo.

Ricardo estacionó el vehículo en el primer lugar que vio, al lado de una camioneta de la que se bajaron doce personas, todas en silencio. Algunas miraron a Ricardo y los demás, sin mucho interés. A Mauricio le pareció que uno de ellos, una mujer de unos cincuenta años, le sonrió, pero no estaba seguro, era difícil pensar que alguien conservara las ganas o la capacidad de sonreír. Permanecieron durante varios minutos dentro del vehículo. El abuelo Carmelo por fin había despertado y permanecía en silen-cio, muchos años atrás se había desconectado de lo que pasaba

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a su alrededor. Su mirada parecía perdida en otro mundo. Sara lo miró y no pudo evitar sentir una mezquina y confusa envidia. Catalina fue la primera que se decidió, sin pensarlo más se apeó del automóvil, y sin alejarse más de unos pasos, se desperezó, esti-rando sus músculos un poco entumecidos por el largo viaje. Lue-go esperó a que los demás bajaran, los conocía hacía unas pocas horas, pero eran lo único que tenía, y se sentía muy agradecida con todos ellos, la habían recogido kilómetros atrás, sin hacer preguntas que no hubiera querido contestar. La familia seguía en el auto casi sin moverse, podían escuchar sus respiraciones y, por alguna razón, Ángel rompió a llorar. Un llanto que sus padres no le conocían, un llanto lleno de angustia y desesperación, un llanto demasiado adulto para un niño de cinco años. Su madre no supo qué hacer aparte de abrazarlo. El abuelo Carmelo por fin dio señales de vida y miró a su nieto, con algo de dificultad y con movimientos temblorosos, por cuenta del avanzado Parkin-son que lo aquejaba. Estiró sus brazos, pidiendo sin hablar que le dejaran cargar a su nieto. Sara miró los brazos extendidos, atóni-ta, sin saber cómo proceder. Luego miró a Ricardo, que, junto a Mauricio observaba la escena, estupefacto. Los ojos de los esposos se encontraron, y el miedo entre los dos se hizo evidente, hon-do, macabro y doloroso como nada que hubieran sentido, como una herida sangrante que habían ignorado deliberadamente. Sara desvió la mirada hacia Mauricio, en los ojos de su hermano no se veía nada. Ni miedo, ni alegría ni valentía ni tristeza, algo que le pareció a Sara aún peor que cualquier cosa que hubiera esperado encontrarse. Era como si su hermano estuviera vacío por dentro, como si la perspectiva de lo inevitable le afectara tanto que se hubiera quedado sin entrañas, sin alma. El llanto de su hijo, que no paraba, sino que parecía fortalecerse, contribuía a lo dramá-tico de la escena; casi mecánicamente le entregó a su padre, el abuelo Carmelo, a su hijo, y con cuidado lo dejó envuelto en sus

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brazos, sobre su pecho. El niño poco a poco fue calmándose, y el fuerte llanto dio paso a unos leves sollozos casi inaudibles. Del ojo derecho del abuelo Carmelo surgió una lánguida y solitaria lágrima, una gota de agua salada que dejaba ver que al abuelo no estaba tan desconectado como imaginaban y que resumía, a fin de cuentas, la situación completa.

—La silla de ruedas —recordó Ricardo, rompiendo el silen-cio con algo de brusquedad y provocando un pequeño sobresalto en su cuñado y su esposa— hay que sacarla del baúl.

Mauricio asintió y bajó del automóvil. Catalina le sonrió, y esta vez Mauricio estuvo seguro. Una sonrisa tan auténtica y tan bella que no tuvo más remedio que sonreír también, sintiendo cómo un gran peso que llevaba encima, se desvanecía, había pa-sado mucho tiempo desde la última vez que sonriera de verdad.

Unos minutos después todos estaban caminando hacia el fi-nal de la fila. Mauricio y Catalina, adelante, tomados de la mano sin razón alguna para hacerlo o para no hacerlo. Un poco más atrás, los esposos. Sara llevaba la silla de ruedas con el abuelo Carmelo sentado en ella; Ricardo, de la mano con su hijo. Ante la proximidad del fin, todos se sentían muy tranquilos, cada vez más convencidos de que tenía que hacerse. Después de todo, no era tan aterrador. Esperaron durante unos cuarenta minutos. Era una fila de casi un kilómetro de larga, pero avanzaba muy rápido; detrás de ellos había más familias, todos con la misma expresión de vacío sosiego. Tras la larga espera, por fin llegó el momento que aguardaban desde hacía varias semanas. Caminaron despacio y pacientemente hasta el inicio de la fila.

Sin desasirse, Catalina y Mauricio saltaron al mismo tiempo. El abismo de varios cientos de metros los recibió sin más. No gri-taron, solo se dejaron caer, tranquilos y agradecidos el uno con el otro por el reconfortante contacto de sus manos.

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Sara echó un último vistazo a la fila que ahora se extendía interminable tras ellos y, obedeciendo a un impulso, empujó a su padre, al bonachón del abuelo Carmelo, con silla y todo. Su espo-so, que ahora tenía a Ángel en los brazos, la abrazó por la cintura. Ella los observó por última vez, jamás había sentido que los amara tanto, lo irónico era que ni siquiera ese amor era razón suficiente para cambiar de idea.

La gente continuaba llegando al final de la fila.Saltaron.

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FELIZ CUMPLEAÑOS

—¡Apaguen ese despertador! —gritó Diego con fuerza, a pesar de que cada grito retumbaba dolorosamente en su cabeza— ¡Quiero dormir!

Se movió entre las sábanas, intentando ignorar el desespe-rante sonido del despertador de su hermana. Gritó de nuevo:

—¡Juliana!, ¿por qué no apagas el puto despertador?Pero nada, ni su hermana ni su madre reaccionaban a sus

gritos. «Seguramente no están», pensó, y a regañadientes abrió los

ojos y miró su muñeca derecha. Estaba muy oscuro para ver la hora, sentía la cabeza del ta-

maño de un pequeño planeta y le dolía con cada movimiento. No recordaba a qué hora se había acostado, pero estaba seguro de que no hacía mucho tiempo de eso. Tenía que apagar el despertador si quería dormir unas horas más. Finalmente, sin más opción, se levantó.

Caminando a tientas en la oscuridad, acentuada por la pesa-da cortina que el licor tomado la noche anterior había puesto en

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su cerebro, llegó por fin a la puerta de su hermana. Estaba abierta de par en par. En la penumbra notó el bulto en la cama que for-maba su hermana dormida.

—No puedo creerlo —dijo en voz baja. Después subió el volumen de su voz para llamarla: —¡Juliana!Su hermana no reaccionó. Una ráfaga de miedo inusitado intentó entrar al corazón de

Diego, pero él, de momento, logró descartarla. Habló un poco más fuerte:

—¡Juliana! ¿Estás sorda?Creyó ver un leve movimiento entre las sábanas, por lo que

se acercó con rabia al despertador y lo apagó con un golpe fuerte. El silencio que siguió era escalofriante, Diego sintió una extraña soledad inexplicable. En lugar de ir a su cuarto a dormir se incli-nó hacia su hermana y la sacudió con fuerza para increparle por su desconsideración.

La mujer estaba húmeda e inmóvil. Casi parecía que estu-viera muerta.

Con ansiedad corrió hacia el interruptor de la luz, en la ca-rrera se golpeó la pantorrilla izquierda contra la cama, lanzó un improperio en silencio cuando sintió la punzada de dolor agudo que además hacía más real todo lo que estaba pasando, sin embar-go, el golpe era lo que menos importaba en ese momento. Tenía que encender la luz. Lo hizo dándole la espalda a su hermana y observó la sangre que estaba en su palma y que ahora también manchaba el interruptor. Durante varios segundos siguió miran-do su mano sin sentirse capaz de mirar hacia la cama. Cuando lo hizo, descubrió un espectáculo siniestro.

A través de las sábanas se había permeado una cantidad in-verosímil de sangre, y ahora su hermana no era más que un bulto sanguinolento que no tardaría en descomponerse.

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—Esto tiene que ser un sueño —dijo para sí—, debo estar a punto de despertarme.

Se acercó con cautela a la cama y con algo de asco movió la parte superior de las sábanas para comprobar que, en efecto, era su hermana.

Una arcada llegó de improviso y sin poder evitarlo vomitó en el suelo, muy cerca del rostro de la difunta. Sin recuperarse del todo, tardó un poco más en decidir su siguiente movimiento, estaba paralizado por el malestar y el miedo.

—¡Mamá! —exclamó.Corrió como un poseso por el largo pasillo que conducía al

cuarto de su madre.—No, Dios, por favor, no —imploró.Se detuvo a la entrada con los ojos abiertos y las piernas tem-

blando. Su madre lo miraba inexpresiva desde el televisor. No, esa no es la frase correcta, es más acertado decir que la cabeza de su madre lo miraba inexpresiva desde el televisor. El resto de ella se encontraba disperso por todo el cuarto. Una mano por aquí, una pierna por allá, el torso en la cama y el brazo izquierdo ab-surdamente solitario en el suelo. De nuevo las arcadas, pero ya no tenía nada que vomitar, no era mucho lo que había comido y su estómago solo había recibido alcohol en las últimas horas. ¿Qué había pasado? ¿Qué era todo esto? ¿Una pesadilla que se prolon-gaba sin cesar?

Hizo lo que le pareció más lógico, recapitular.La noche anterior había salido de fiesta para celebrar su

cumpleaños número veinte. Llegó muy tarde, borracho hasta la médula. Como pudo se acostó a dormir. Seguramente cuando había llegado, todo el desastre estaba hecho.

Caminó hasta la sala y se sentó en el sofá, haciendo acopio de las pocas energías que le quedaban, enfermo, confundido y más asustado de lo que se había sentido en toda su vida.

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Su mirada perdida se dirigía a la ventana. La luz poco a poco volvía al mundo, iluminando porciones de su rostro demacrado, al parecer el despertador había sonado cerca de las cinco y treinta de la mañana y en unos minutos, si quería, podría ver los cadáve-res de su familia a la luz del día. Tendría que tratar de reponerse y llamar a la policía…

El corazón estuvo a punto de salírsele por la boca cuando su hermana, la misma que acababa de ver muerta y empapada en sangre, apareció en su campo visual con una amplia sonrisa que pronto se volvió una sonora carcajada.

—Mierda —dijo.—¡Feliz cumpleaños, hermanito!Diego experimentó un ligero mareo. Su hermana siguió ha-

blando: —Querías un cumpleaños diferente y pensé en hacerte una

buena broma, así que, como te gustan tanto las películas de te-rror…

Diego seguía con los ojos abiertos sin poder creer lo que estaba viendo.

—¿Qué te ha parecido? —Juliana hablaba como si hubiera sido una broma inocente.

Pero Diego no decía nada, estaba furioso y no encontraba las palabras indicadas para expresar lo que sentía.

—¿Estás bien, hermanito? —dijo Juliana, ya un poco asus-tada por la falta de reacción de Diego.

Él, por su parte, luchaba por mantenerse furioso, pero no podía. Muy a su pesar le parecía una buena broma, un poco pe-sada, pero buena. El humor negro era su favorito y tenía que admitir que su hermana había logrado que no se olvidara de sus veinte años para el resto de sus días. Juliana lo miraba con algo de aprensión, sin hacer ni decir nada, hasta que por fin Diego soltó una reconfortante carcajada:

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—¡Estuvo muy bien! —dijo entre risas— Reconozco que me creí el cuento entero, estas cosas son muy graciosas cuando no le pasan a uno.

—Me llevó bastante tiempo prepararlo todo, pero creo que valió la pena.

—Te ibas pasando, la verdad, pero igual estuvo bien. Supon-go que eres consciente de que me voy a vengar.

—Dudo que puedas equiparar lo que hice, pero inténtalo si quieres —Juliana sonaba muy segura de lo que decía.

—Tenlo por seguro, pero cuéntame, ¿cómo lograste lo de mamá? —Diego seguía sonriendo, cada vez encontraba más di-vertido lo que había pasado.

—Mamá no sabe nada de la broma, tengo que arreglar todo antes de que regrese del viaje.

—Ah, claro, no lo recordaba. Pero no me refería a eso, sino a los trozos de humano que hay en su cuarto —Juliana lo miraba con expresión confundida—, reconozco que son dignos de Ho-llywood, muy reales, debieron costarte un ojo de la cara.

Si Juliana estaba fingiendo, se trataba de una actuación me-morable.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? —le preguntó Diego que empezaba a sentir un leve cosquilleo en las sienes.

—Porque no sé de qué me estás hablando.—Pues de mamá, o mejor dicho, del muñeco que está en su

cuarto.—Sigo sin saber de qué putas me estás hablando, empiezas a

asustarme. Por favor, dime que esta es tu venganza.—Por favor, dime tú que esto es parte de la broma —contes-

tó Diego con la voz quebrada.—Mamá está de viaje. Hubiera sido una estupidez incluirla

en la broma, no tenía manera de predecir que no lo ibas a recor-dar —contestó ella, mientras su rostro palidecía, algo imposible de fingir.

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Diego la tomó del brazo con violencia, la confusión y el miedo habían vuelto y eso le molestaba profundamente; de al-guna retorcida manera sentía que todo era culpa de Juliana y sus estupideces. Mientras caminaban hacia el cuarto de su madre, una lágrima surcó el rostro lleno de sangre falsa de Juliana. Diego la miró cada vez más asustado y enojado.

La cabeza de su madre seguía sobre el televisor y unas cuan-tas moscas empezaban a revolotear alrededor de ella. Un olor nauseabundo se empezaba a percibir, era como si su madre llevara varios días muerta. Quien la hubiese asesinado, se había tomado el trabajo de llevar el cuerpo hasta su casa, para descuartizarlo y esparcirlo por el cuarto.

Juliana se acercó, como midiendo cada paso, a la cabeza que seguía observándolos. Movió una de sus manos, torpe y sin di-rección, pero antes de tocar cualquier cosa perdió la compostura, cayó de rodillas con fuerza y prorrumpió en un llanto sentido y profundo.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Diego, que de repente sintió de una manera enigmática, pero innegable, la tremenda necesidad de abandonar el apartamento.

Su hermana no lo escuchó, solo siguió llorando desconso-lada frente al televisor, concentrada en nada más que su propio dolor y desconcierto. Diego corrió hacia su cuarto para ponerse algo de ropa.

—¡Muévete, Juliana, nos vamos! —gritó mientras caminaba.Una vez vestido volvió a gritar:—Vámonos, te digo, ¡tenemos que buscar ayuda! —El silen-

cio de su hermana se prolongaba.«No debí dejarla sola». El pensamiento lo asaltó en una bocanada. Despacio, espe-

rando encontrarse lo peor en cada recoveco de la casa, caminó de nuevo hacia el cuarto de su madre. Al llegar al umbral vio a

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su hermana aún arrodillada frente a la cabeza de su madre, pero ahora no lloraba, más bien parecía rezar, a juzgar por su posición, vista desde el ángulo de Diego.

—Juliana, no tenemos tiempo para plegarias, por ahora te-nemos que salir de aquí —Su hermana no se inmutó—. ¿Juliana? —la voz salió a duras penas, Diego ya había entendido lo que estaba pasando.

Se acercó y la tocó en el hombro con la mano que aún te-nía algo de sangre falsa en la palma. Lo que pasó fue difícil de asimilar, Diego tuvo que tomarse unos segundos para hacerlo. La cabeza de Juliana y la mitad de su tronco cayeron al suelo. Lo demás, siguió en su lugar.

Diego, unos instantes después, reaccionó, por fin. La pal-pitante certeza de que el peligro habitaba en cada habitación del apartamento era tan grande como el pánico que experimentaba. Llegó a la puerta de salida e intentó abrirla infructuosamente, mientras gritaba pidiendo ayuda, pero al parecer la puerta tenía el cerrojo echado. Fue a buscar las llaves, revoloteando como un pájaro descabezado por todo el apartamento, hasta que, dentro de un cajón en la sala de estar, las encontró. Fue hasta la puerta de nuevo, gritando, implorando ayuda, pero nadie daba muestras de escucharlo. Cuando ponía su música con algo de volumen siem-pre llegaban a joderle la vida, pero ahora que realmente necesi-taba a algún vecino que pudiera ayudarle, no aparecía nadie. Las llaves funcionaron quitando el cerrojo, pero la puerta no abrió, era como si estuviera cerrada con alguna clase de pegamento.

—La ventana —dijo con la alegría de quien descubre la cura para el cáncer—. Era un cuarto piso, pero podría gritar y en últimas, saltar. Se partiría unas cuantas costillas, o tal vez las piernas, pero cualquier cosa era mejor que le sensación de impotencia ante una muerte cercana. Intentó abrirla, pero nada. Lo que fuera que habían usado con la puerta también lo habían

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aplicado a la ventana. Buscó un trapo y envolvió su codo con él, luego, con toda la fuerza que tenía, golpeó el vidrio, pero este ni siquiera se venció, parecía duro como el acero. Recordó aquella vez, cuando tenía diez años, en la que rompió el vidrio de un vecino con un balón de fútbol y la facilidad con que el cristal había cedido.

—Imposible —dijo hablando fuerte para no sentirse tan solo. Buscó un martillo y de nuevo, con toda la fuerza que tenía, golpeó el vidrio, cinco, diez veces. Nada. Podía ver a través de la ventana la gente que empezaba a pasar por la calle. Gritó, gritó y gritó, pero nadie mostró un ápice de reacción, como si ya estuvie-ra muerto. Gritó más. Lo hizo hasta que la garganta le ardió y lue-go siguió gritando. Poco después, con la garganta escociéndole, hizo lo único que podía hacer, resignarse. Miraba por la ventana y le daba la espalda a su cumpleaños, a su hermana, a su madre, a su vida entera y, especialmente, a la muerte, que simplemente le estaba dando algo de tiempo, pero que, estaba seguro, terminaría por alcanzarlo, al igual que a su familia.

Una sombra roja y maloliente se materializó a su espalda.

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VILLA NIEBLA«... Blood is on the dance floor, blood is on the knife...»

—Michael Jackson—

1Mientras caminaban, cada uno embebido en sus pensamien-

tos, el sol, inclemente, estallaba en sus pieles. Andaban con paso lento y regular, procurando no decir nada. Las cosas empeo-raron entre ellos paulatinamente, pero desde la noche anterior, pasada en las peores condiciones —en un pueblo horrible, ro-deados de gente que parecía muy peligrosa, en un hotel de mala muerte infestado de cucarachas— la relación no podía estar más deteriorada, y palabras mezquinas, llenas de odio en ocasiones, habían sido pronunciadas. En ese momento los dos coincidían en que lo más sensato era guardar silencio a menos que hablar fuera totalmente necesario. Esperaban, sin mucha fe, que alguien los llevara a su ciudad. Ya llevaban más de tres semanas viajando. Al principio pensaron que sería una gran aventura, pero reco-rrer el país haciendo autoestop suena mucho más fácil de lo que realmente es. Las constantes peleas habían dejado al descubierto facetas de cada uno que ni siquiera se imaginaban que existían, y lo más oscuro de sus personalidades salió a flote en los peores

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momentos. Lo único en lo que tenían un acuerdo implícito era en que no pedirían ayuda de nadie, habían llegado hasta allí solos, y volverían a casa del mismo modo.

Omar mantenía su mirada en el suelo, convencido de que la mayor parte de la culpa era de Camila, quien tuvo la idea original-mente. Claro que él, en parte, una parte muy pequeña, también era culpable por haber accedido a algo tan estúpido, creyendo que era lo más inteligente que había escuchado en mucho tiempo. No dejaba de recriminarse su propia ingenuidad, mientras ansiaba estar por fin en su casa. No tenían un céntimo, pero para eso es-taban los amigos y su trabajo, seguro que en menos de dos meses su vida volvería al curso normal, sin Camila, por supuesto, ya no la soportaba.

Camila, unos metros más adelante, con su mirada hacia el horizonte, no dejaba de preguntarse en qué estaba pensando cuando había escogido a Omar para pasar el resto de su vida; era la persona más pusilánime y cobarde que conocía, y por culpa de él estaban en esos predicamentos. Fue él quien, dos días atrás, insistió en entrar en aquel cajero automático a mitad de la noche, en una de las calles más oscuras de Barranquilla. Él, quien no pudo esperar a encontrar un sitio más seguro con el pretexto de que estaba muy hambriento para hacerlo y no notó nada raro al ver aquel diminuto hombre que los observaba a lo lejos. Des-pués de ver el puñal que portaba se había casi «meado del susto» y había entregado absolutamente todo el dinero que acababan de sacar del cajero. Y fue él quien, finalmente, intimidado hasta el tuétano por el pequeño puñal, no opuso ninguna resistencia cuando el atracador los condujo cerca de allí donde había otros tres hombres, estos sí, gigantes, ante los cuales, claro está, ya no tuvieron la menor posibilidad. Lo que siguió fue un paseo por varios cajeros de la ciudad entregando en montones todo su di-nero. Más tarde, tuvieron que pasar la noche con ellos, dentro de

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un taxi, para que al día siguiente, mientras Camila seguía dentro del vehículo con los dos gigantes, amenazada con armas de fuego, Omar entrara a una sucursal del banco, acompañado por el dimi-nuto hombre, para sacar lo que quedaba. De ese modo, como por arte de magia, los ahorros para comprar su casa desaparecieron. Gracias a Omar estaban caminando bajo un ardiente sol, sin nada en sus estómagos o sus bolsillos y con las maletas casi vacías, solo con la poca ropa que amablemente les habían dejado. Cuando lo consideraba, no podía dejar de sentirse levemente agradecida porque no la habían violado.

La policía tomó sus declaraciones sin mucho entusiasmo, era evidente que las esperanzas de recuperar las cosas eran muy pocas, por no decir inexistentes, y después de unas horas que transcurrieron entre esperar a que los atendieran y la toma de la declaración, tuvieron que marcharse sin solución alguna.

Sobrevivieron pidiendo dinero en la calle, soportando las ex-presiones de incredulidad en los rostros de la mayoría de la gente. Resultaba obvio que debían volver a su ciudad cuanto antes o terminarían asesinándose uno al otro.

Aquella mañana, casi tres días después del robo, no fue muy productiva, la gente parecía haber amanecido especialmente hu-raña, y hasta ese momento no habían conseguido más que para unas cuantas bolsas de agua que, calientes como estaban, consti-tuían un tesoro.

La tensa calma por fin fue interrumpida por el sonido de un camión que se acercaba. Casi por reflejo los dos voltearon hacia atrás para estar seguros de que sus oídos no los engañaban. El camión era de color rojo, casi nuevo, tal vez llevaba poco tiempo en las carreteras.

—¿Será que este nos lleva? —preguntó Omar.—Espero que por lo menos nos acerque —respondió Ca-

mila.

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No dijeron nada más, se limitaron a esperar unos segundos mientras el camión se acercaba, y en el momento indicado le-vantaron su pulgar realizando el típico gesto de los que viajan «a dedo». Con gran alivio observaron como el camión aminoraba la marcha y unos metros más adelante se detenía por completo. Por un segundo se miraron incrédulos y luego corrieron hacia el camión, temerosos de que el conductor se arrepintiera.

Un hombre muy robusto, de barriga prominente, piel muy blanca, ojos oscuros que daban la impresión de no mirar a nin-guna parte y a todos lados al mismo tiempo, el pelo negro y des-ordenado que ya empezaba a encanecer y una actitud que daba la impresión de querer ayudar, pero sin meterse en problemas que no le incumbían, los miró desde su puesto de conductor con las manos puestas en el volante. Vestía un vaquero negro y una ca-misa de cuadros en diferentes tonos de gris y a pesar de sus rasgos muy duros, en general, parecía buena persona.

—Buenas tardes, señor, ¿hacia dónde va? —preguntó Omar. Ambos, Omar y Camila, sabían que era una oportunidad

que no podían dejar pasar. Estos camiones solían recorrer el país entero, y estaban seguros de que si no los llevaba hasta la ciudad, por lo menos los dejaría mucho más cerca. El camionero los ob-servó fijamente y contestó:

—Hasta Villa Niebla, ¿les sirve?—¿Villa Niebla? —preguntó Camila— ¿Dónde está Villa

Niebla? Jamás había escuchado ese nombre.—Suena a película de terror —opinó Omar sin pensarlo.La mirada del camionero se tornó gélida, pero nunca la apar-

tó de la joven pareja.—Yo no sé nada de eso —dijo en tono ofendido—, pero si

no les sirve…—No, espere —se apresuró Camila—, claro que nos sirve,

¿por lo menos queda de Camino a la ciudad?

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—Más o menos, hay que hacer un pequeño desvío. Es a unos cincuenta kilómetros de aquí y si están dispuestos a pasar una noche en el pueblo, puedo llevarlos a la ciudad mañana. Los llevaría hoy mismo, pero necesito descansar y quiero pasar unas horas con mi familia.

Los ojos de Omar y Camila se iluminaron. Omar fue el que contestó:

—Por supuesto que lo esperamos, será interesante pasar una noche en Villa Niebla, suena bastante enigmático, ¿podemos su-bir?

—Claro, hay espacio suficiente —y en el rostro del camio-nero se dibujó una expresión socarrona que por alguna razón le recordó a Camila a algún animal salvaje, aunque no pudo precisar cuál.

Un olor extraño y no del todo desagradable invadía el vehí-culo, y aunque Omar y Camila no lograban identificarlo, estaban seguros de conocerlo. Como es lógico, ninguno mencionó nada al respecto, habría sido una absoluta descortesía. Pasaron varios minutos hasta que el camionero hablara.

—Me llamo Miguel, un gusto conocerlos. Omar y Camila se quedaron mirándolo como si hubiera ha-

blado en chino, por fin Omar reaccionó:—Mi nombre es Omar, y ella es Camila…, mi esposa —le

costó esfuerzo pronunciar aquella palabra, al parecer las cosas es-taban peor de lo que creía y sabía que Camila lo había notado.

—¿Qué andan haciendo por este lugar?, por el acento se nota que son del interior.

—Estamos de vacaciones —dijo Omar con sarcasmo y pen-só que don Miguel no sonaba muy costeño en realidad. En su manera de hablar traslucía un leve acento de algún lugar que no lograba identificar.

—¿Y siempre que están de vacaciones caminan por las carre-teras esperando que alguien los recoja? —preguntó el camionero

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con un dejo de burla. Camila no pudo evitar mirarlo con toda la rabia que le causaba la situación.

—No, señor —respondió Omar—, lo que pasa es que nos robaron.

—¿En serio?, las cosas están cada vez peor en este país —pareció reflexionar por unos instantes— o en el mundo entero, supongo, ¿qué les robaron?

—Dinero, más que todo, y casi todo lo que traíamos en las maletas —Omar no sabía cómo cambiar de tema, conocía a Ca-mila y sabía que estaba a punto de explotar.

—Por Dios —exclamó don Miguel—, ¿y fue mucho?—Pues depende del punto de vista, para nosotros fue casi

todo y, la verdad, don Miguel, no queremos hablar de eso, por favor, entiéndanos —Omar procuraba hablar de la manera más cortés posible—, pero basta con decir que fue lo suficiente como para la cuota inicial de la casa que pensábamos comprar, e incluso un poco más.

—Lo siento mucho, jóvenes, pero tranquilos, seguro que algo pasará y todo se arreglará.

—¿Como qué?, ¿qué se le ocurre? —Camila habló de ma-nera más altanera y desafiante. Omar apenas pudo contener el grito que subía a su garganta. Como siempre la impulsividad de su esposa los iba a meter en problemas. Aguardó resignado a que el camionero pisara el freno y los hiciera bajar.

—Le ruego me disculpe, niña —dijo don Miguel—, sé que lo que les pasó no es fácil, y lo que menos quieren escuchar son palabras de aliento gastadas, especialmente de parte de un tipo que acaban de conocer.

El color rojo se apoderó del rostro de Omar, que se apresuró a cambiar de tema.

—¿De dónde viene el nombre del pueblo?—Ya lo verán, muchachos, se van a sorprender.

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Por fin, en cierto punto de la carretera se desviaron por un camino sin pavimentar y después de unos minutos, en la par-te más alta de unas pequeñas montañas, divisaron las primeras casitas de Villa Niebla. Omar se sorprendió por no ver ningún tipo de señalización para llegar al pueblito, parecía como si no estuviera en el mapa. Lo más sorprendente era que justo en lo que parecía la entrada al pueblo había niebla, una densa capa.

—Qué raro, niebla, y con este calor..., ¿de dónde sale? —le preguntó Omar a don Miguel, aunque la pregunta que tenía en mente era un poco más dramática, «¿cómo es posible?».

—La verdad es que no lo sabemos y poco nos importa.—Pues la verdad es que es de las cosas más extrañas que haya

visto.—Hasta ahora —respondió don Miguel. Sus palabras quedaron en el aire, igual de densas e inescru-

tables que la niebla que dejaron atrás varios metros después. En ese momento Omar pudo, casi que sin pensarlo, identificar el olor y hacerlo, sin saber la razón exacta, le hizo sentir una extraña punzada de terror en el estómago. Era el olor húmedo y sangui-nolento de la carne fresca.

2Ver una expresión de animal salvaje en el rostro de un ca-

mionero y sentir olor a carne fresca dentro de un camión ten-drían que ser suficientes razones para sembrar por lo menos una sombra de prevención en cualquiera, pero la joven pareja apenas si cruzaba palabra y los dos indicios, hasta ese momento, no pa-saron de ser hechos aislados.

El camión se detuvo frente a un hotel que a simple vista no se veía nada mal, mucho mejor que el último donde habían esta-

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do. Miguel se limitó a mirarlos esperando a que Omar y Camila se bajaran. Ellos estaban tan apenados que no sabían qué decir, así que sin encontrar nada más inteligente que hacer, optaron por bajar del camión. Por fin Omar, armándose de valor, habló:

—Qué vergüenza con usted, don Miguel, pero la verdad es que no tenemos dinero para pasar la noche en un hotel, ¿nos podría decir dónde hay algún parque donde podamos quedarnos hasta mañana?

No perdía nada con contarle eso al conductor, y no descar-taba la posibilidad de que se compadeciera y les ofreciera algún cuarto en su casa, un colchón o una alfombra, lo que fuera.

—No se preocupen por eso, muchachos —respondió don Miguel—, en este pueblo no necesitan dinero.

Acto seguido arrancó, alejándose rápidamente, sin decir a qué horas los recogía al día siguiente, o tan siquiera confirmar que lo haría. Omar y Camila estaban cada vez más confundidos, ¿qué quería decir con eso de que no necesitaban dinero?, eso era casi imposible de creer, además, ¿los llevaría a la ciudad? De re-pente, la certeza de que solo se tenían el uno al otro los golpeó en el rostro. Las expresiones de total desánimo eran imposibles de disimular.

—Creo que no tenemos otra opción —dijo Camila, mien-tras sacaba su teléfono móvil para darse cuenta de que no había señal, algo muy común en esos pueblos tan alejados.

—¿A qué te refieres? —preguntó Omar, aunque conocía perfectamente la respuesta

—Bueno, la verdad es que sí tenemos opción —continuó Camila, sin mirar a Omar—, podemos sencillamente buscar un parque y dormir ahí.

—Podríamos hacer eso, pero entonces don Miguel nos per-dería el rastro y quedaríamos como al principio.

—Es un pueblo pequeño.

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—No podemos arriesgarnos.—Es cierto —admitió Camila— y siendo así creo que tene-

mos que entrar al hotel y comprobar si es cierto lo que dijo don Miguel, tal vez nuestra racha de mala suerte acaba de terminar —no había la menor convicción en la voz de Camila— y si no es así, pues dormimos aquí en la acera, igual las cosas no podrían estar peor.

Y de nuevo el silencio volvió a caer sobre ellos, los dos perci-bían algo raro en ese pueblo, que a primera vista era como cual-quier otra población de tierra caliente. Casitas de una planta he-chas casi todas de madera, y calles sin pavimentar. A lo lejos, en lo que seguramente era la plaza principal, se veía la cúpula de una iglesia, seguramente frente a la alcaldía. Una que otra tiendecita y el silencio, el inmenso y aplastante silencio. Parecía haber una es-pecie de manto negro que lo cubría todo, algo difícil de describir y no muy evidente, pero que en ese momento resultaba aterrador. Tratando de no darle más crédito a todos esos pensamientos tene-brosos, los dos se dirigieron con paso firme al hotel.

Una mujer de aproximadamente setenta años y de muy baja estatura los recibió con una sonrisa. El pelo totalmente blanco y bastante largo enmarcaba su rostro arrugado, su piel era casi tan blanca como su cabello y sus ojos de un negro tan profundo que daban la impresión de no ser humanos, muy parecidos a los de don Miguel. Vestía una especie de manta de color rojo que le cu-bría todo el cuerpo y parecía rodearla en un leve halo de misterio.

—Buenas tardes, jóvenes, bienvenidos —dijo la viejita—. ¿En qué puedo servirles?

—Buenas tardes, señora —respondió Omar—. Necesita-mos un cuarto, ¿hay alguno disponible?

La señora reflexionó brevemente.—Sí, claro, tenemos un cuarto perfecto para ustedes, solo

síganme. Por cierto, mi nombre es Teresa, no me gusta que me llamen «señora».

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Omar y Camila se miraron apenados, llegaba el momento que los dos pretendían evitar.

—Un momento señora… Teresa... Doña Teresa —balbuceó Camila con la voz quebrada por la vergüenza, tuvo que tomar aire para poder continuar—, es que tenemos un pequeño problema.

La viejita los miró con curiosidad, su sonrisa seguía adherida como sanguijuela en su rostro, Camila tomó aire por segunda vez y habló de nuevo:

—No tenemos un centavo para pagar por el cuarto, pero podemos trabajar por él si usted nos lo permite.

—Sí, claro —la interrumpió Omar—, es una gran idea, po-demos ayudarle con las camas o aquí en la recepción, usted solo díganos, pero, por favor, ayúdenos.

La sonrisa desapareció del rostro de la anciana al mismo tiempo que los miraba fijamente por unos interminables segun-dos; sus ojos los traspasaban, casi como si además de verlos los olfateara. Pero volvió a sonreír y con un tono de voz similar al que los padres usan con sus hijos muy pequeños, les dijo:

—Por eso no se preocupen, muchachos, mañana lo arregla-mos.

—Lo que pasa es que mañana nos vamos temprano para la ciudad, con don Miguel… Usted debe conocerlo.

La sonrisa de la anciana se trastocó en un mueca llena de sarcasmo que heló los huesos de Omar y Camila.

—Eso no importa, muchachos, mañana arreglamos, en se-rio, por ahora no se preocupen —volvió a hablar la señora—. Vengan, os llevo a su cuarto y después pueden ir a dar un paseo por el pueblo, estoy segura de que nunca habían estado por estos lares.

—¿Cómo lo sabe? —indagó Camila, suspicaz. Casi de inmediato, la anciana soltó una carcajada aterradora.—Jamás olvido una cara, niña —respondió—, pero vengan,

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ya no más charla, deben tener hambre, así que llevemos las cosas al cuarto y después me encargaré de que puedan comer algo. Sí-ganme, por favor.

Omar y Camila se sentían tan consternados que sin pensarlo mucho la siguieron, pero el sonido de aquella carcajada retumba-ba en sus mentes. Había sido antinatural, sobrecogedora, incluso hubieran jurado que más que una risa había sido un rugido. Un pensamiento estúpido e incoherente, por supuesto. Subieron las escaleras detrás de la señora, aunque para ese momento ya sentían que era mejor dormir en algún parque.

El cuarto, ubicado en la segunda planta, era muchísimo me-jor de lo que Omar y Camila imaginaron, especialmente si no tenían que pagar un centavo. Era grande, con una cama doble de madera muy fina, una mesa de noche a cada lado con sus respec-tivas lámparas y un televisor colgado en un soporte metálico de la pared. Con baño privado, alfombra y, por lo menos a primera vista, muy limpio. No daban crédito de lo que veían, durante unos instantes sintieron que por fin la suerte empezaba a sonreír-les, aunque la ilusión no duró mucho, solo hasta que Omar entró al baño y de nuevo sintió el olor que habían sentido en el camión.

—Bueno, niños. Los dejo unos minutos para que se acomo-den y los espero abajo para llevarlos a comer algo.

—Está bien, señora —dijo Omar—, pero, por favor, recuer-de que no tenemos dinero.

—No seas tan insistente, muchacho, ya te dije que eso no es problema, ¿está bien?

—Sí, está bien. La anciana les dio la espalda y salió de la habitación.De nuevo Camila miró su móvil, pero, como ya imaginaba,

no había señal, al parecer el pueblo estaba más escondido de lo que imaginaban. Una población de las que ni siquiera aparecen en el mapa y nadie la conoce. El cuadro general no era el más

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alentador, pero por lo menos estaban en un cuarto normal, con una cama decente, solo quedaba el detalle de que no soportaba a la persona que tenía al lado.

—¿Qué opinas?—¿Sobre qué? —contestó Camila en tono agresivo,

intentando captar algo de señal telefónica desde una ventana.—Cálmate, por favor, lo último que necesitamos en este

momento es discutir, ¿es que no te das cuenta de que todo esto es muy raro?

Camila se sintió avergonzada por su actitud. Después de un pequeño silencio volvió a hablar, pero esta vez en otro tono.

—Sí, la verdad, sí, pero igual dime a qué te refieres.—Podemos empezar por el olor extraño que había en el ca-

mión.—Qué bueno que lo mencionas, la verdad, pensé que era

solo mi impresión, lo raro es que por más que le doy vueltas no logro recordar en que otro lugar he sentido ese olor.

—En una carnicería —respondió Omar, escueto. La res-puesta perturbó visiblemente a Camila, era cierto, el olor era de carne cruda, no es que fuera un olor inquietante de por sí, pero en el contexto le resultaba aterrador.

—Lo más raro es que en el baño acabo de percibir exacta-mente el mismo olor.

—¿En serio?, eso más que raro es tétrico —dijo Camila—. ¿Por qué un baño olería a carne cruda?

—No tiene sentido, pero eso no es lo peor.—Supongo que te refieres a la expresión en el rostro del ca-

mionero, yo también la noté. Omar la miró extrañada, ¿expresión?, ¿qué tipo de expre-

sión?, pensó confundido. Camila siguió hablando al ver el gesto estupefacto de Omar.

—Al subirnos al camión vi en el rostro del don Miguel una expresión muy extraña…, como de animal salvaje. Sé que es ab-

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surdo, pero estoy segura, nunca había visto algo semejante, y lo que sentí…, no sé cómo describirlo.

—La verdad es que no suena para nada estúpido, es más, ahora que lo pienso, doña Teresa tiene la misma expresión.

Los dos reflexionaron por unos segundos, pensando en los ojos de don Miguel y doña Teresa, Omar continuó hablando:

—De lo que te iba a hablar era de la carcajada de la señora, ¿no te sonó a rugido?, ¿casi como un felino?

—Odio admitirlo, pero sí, a eso me sonó —respondió Camila—. Y esto cada vez me gusta menos, no sé qué piensas tú, pero este cuarto es demasiado bueno para ser gratuito.

—Estoy de acuerdo, es mejor que salgamos de aquí, cual-quier lugar es mejor que este pueblo salido de alguna historia de Stephen King —Omar se detuvo a pensar un momento—, sin embargo, no es un buen momento para salir corriendo sin nin-guna explicación. No tenemos dinero ni energías, llevamos tres días comiendo mal, además no sabemos hacia dónde ir, lo más probable es que terminemos perdidos, lo mejor es hacer las cosas con tacto. Recibamos la comida que nos están ofreciendo, inves-tiguemos un poco dentro del pueblo, tal vez podamos encontrar alguien que nos pueda ayudar y marcharnos mañana antes del amanecer. Con un poco de suerte podremos estar de nuevo en la carretera para cuando salga el sol, y lo más probable es que alguien nos recoja antes de que don Miguel pase por donde sea que estemos.

—Un poco complicado tu plan, pero supongo que es el úni-co que tenemos y la verdad es que también creo que es lo más sensato. Vamos a la recepción, me muero de hambre, supongo que la comida también nos la darán gratis.

—No te preocupes. Si de verdad estas personas son animales salvajes, van a querer alimentarnos bien —afirmó Omar en tono de burla, aunque no alcanzó a terminar la frase antes de darse cuenta de que en realidad era un pésimo chiste.

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Bajaron las escaleras y se encontraron de nuevo con la extra-ña anciana, quien los miró de nuevo con su inquietante sonrisa.

—¿Qué tal su cuarto, muchachos?—Muy bonito y muy cómodo además, doña Tere —respon-

dió Omar un poco divertido para sí. Decirle a esa señora doña «Tere», era casi como llamar «Hani» a Hannibal Lecter—. Mu-chas gracias.

—Qué bueno. Me alegra, pero vamos al restaurante de la esquina, se nota que están hambrientos.

—La verdad es que sí, señora —dijo Camila—. No hemos comido muy bien últimamente y hoy solo hemos tomado agua, así que lo que nos puedan ofrecer será bienvenido.

—No esperemos más, entonces, sé por experiencia que cuando se tiene hambre nada más importa.

Esta última frase no pasó inadvertida a la joven pareja, que sin embargo decidió no hilar tan fino. El simple hecho de pensar en un buen plato de comida opacaba cualquier otra percepción, así que sin más, la siguieron hasta el restaurante con la boca hecha agua.

El restaurante no tenía nada de especial, un alivio, en rea-lidad. En un espacio no muy grande había seis mesas cuadradas hechas de madera, al igual que las sillas; los manteles con frutas pintadas no desentonaban con lo que se espera de un restaurante de pueblo, y solo dos mesas estaban ocupadas por comensales. Una, por una pareja más o menos de la misma edad de Omar y Camila; y otra, por una familia formada por padre, madre y dos hijas. Una mesera, sentada; la otra mesera leía una revista con expresión desinteresada, era joven, de unos 24 años y bastante atractiva. En un cuarto cercano, que seguramente era la cocina, se escuchaban voces y movimiento de utensilios. Todo muy nor-mal a no ser porque todos, sin excepción, interrumpieron lo que hacían para mirar fijamente a Omar y Camila, todos con los ojos

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del mismo extraño color negro, profundos y vacíos. Incluso se silenciaron los sonidos de la cocina y dos señoras con sendos de-lantales y manos llenas de grasa salieron a su encuentro. Fueron varios segundos en silencio, era como si nunca hubieran visto gente que no fuera del pueblo, y de nuevo, a Camila y Omar los invadió la sensación de que los olfateaban. Estaban a punto de correr fuera de allí cuando la dueña del hotel por fin rompió el silencio: —Hola a todos, ellos son… —la anciana los miró, aún no sabía sus nombres.

—Omar y Camila —aclaró él con un hilo de voz, seguro de que no lo habían escuchado, pero también seguro de no poder hablar más fuerte sin que en su voz se notara el miedo.

—Omar y Camila —repitió la anciana, que lo había oído sin esfuerzo alguno— van para la ciudad, pasarán la noche en nuestro pueblo, así que espero que sean tratados tan bien como todos los forasteros que llegan a Villa Niebla. ¿Alguien puede de-cirme dónde está doña Sonia?

Se escucharon pasos provenientes de la cocina. Una señora muy alta, de unos cuarenta y cinco años y de por lo menos no-venta kilos de peso hizo aparición. Su simple presencia resultaba imponente, su pelo negro y enmarañado recalcaba aún más la ex-presión animal en su rostro, las manos grandes y fuertes parecían más de un obrero que de una cocinera, toda ella era una mole y sus ojos, iguales a todos los demás pobladores, no contribuían a suavizar su aspecto amenazante. Sin embargo, solo los miró en silencio por un segundo y luego les sonrió ampliamente, dejando ver unos dientes muy blancos.

—Ya la escuché, doña Teresa —dijo con una voz suave y tranquilizante, dirigiéndose a la anciana—. Usted sabe que en estos casos yo siempre ayudo en todo lo que puedo. —La frase «en estos casos» resonó en las mentes de Omar y Camila, ¿qué quería decir con eso?, ¿es que frecuentemente llegaban personas

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sin dinero a pedir ayuda en Villa Niebla?, eso no era probable, no solo por lo inusual de su situación, sino porque a Villa Niebla no se llegaba de casualidad, no existía ninguna señalización o guía para encontrarlo. Si llegabas a ese pueblo, lo hacías con toda la intención o por el producto de una larga cadena de casualidades, como ellos. Doña Sonia ahora se dirigió a ellos:

—Asumo que tienen hambre, muchachos, de otro modo no hubieran venido a buscarme —dijo con tono amable—. Siénten-se con confianza, en un momento les sirvo una buena comida.

Poco a poco todos los presentes reanudaron sus actividades, tranquilizando a Omar y Camila, a quienes ni siquiera el miedo les había quitado el hambre. Se sentaron en la primera mesa que encontraron, intentando no mirar a nadie, y esperando con impaciencia la comida. Doña Teresa se despidió diciendo que los esperaba en el hotel. Por unos minutos no dijeron nada, solo escuchaban el suave murmullo de las voces de los demás, intentando no pensar en el hecho de que era evidente que hablaban de ellos. Cada uno era consciente del temor del otro, pero verbalizarlo haría ese miedo más real de lo que estaban dispuestos a tolerar. Un rato después llegó por fin una comida abundante y que estaba tan rica como se veía. Sopa de pasta, papa, arroz, carne de res y ensalada. Suficiente para retomar energías y empezar a ver todo un poco menos tenebroso. Al final de la comida los dos hablaban animadamente y tomaban limonada fría, sin tocar ningún tema en especial, y, por supuesto, sin insinuar sus planes de huir del pueblo como un par de fugitivos. Era increíble que tener el estomago lleno cambiase totalmente la perspectiva de las cosas. Comieron y bebieron hasta hartarse, incluso recibieron una segunda ración. Se despidieron de doña Sonia agradeciéndole la comida y notaron que la gente parecía haberse olvidado de su presencia.

Volvieron al hotel para descansar un poco, antes de salir a dar una pequeña caminata por el pueblo para investigar, tal y

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como lo tenían planeado. Se sintieron algo somnolientos, y pen-saron que podían dormir un rato antes de seguir con lo estipula-do. Saludaron a doña Teresa y subieron a su cuarto. Se durmieron dándose la espalda un poco después de las dos de la tarde, con la firme intención de dormir unos treinta o cuarenta minutos, pero el cansancio terminó venciéndolos.

Su sueño fue reparador, seguramente debido a que ninguno de los dos había notado que en el restaurante nadie había tocado sus platos excepto ellos, todos los demás se habían limitado a fingir que comían. Cuando despertaron, ya oscurecía y se en-contraban empapados en sudor, la temperatura en el pueblo ha-bía subido ostensiblemente, era por lo menos de 35°C y, aunque no sabían por qué, se sentían tan o más asustados que al llegar al restaurante. La oscuridad en el pueblo pesaba, lastimaba, era como un ser viviente malvado e inteligente, esperando la menor oportunidad para aniquilarlos. Se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos.

—¿Tú también lo sientes? —preguntó Camila.—Sí —respondió Omar—, este pueblo es un infierno. Por

la tarde no hacía tanto calor.—Es cierto, el calor se vuelve insoportable.—Es muy extraño. Por si no lo notaste, los dos nos desperta-

mos exactamente al mismo tiempo, ¿cuáles son las posibilidades de que eso pase?

—Es mejor no dejarnos llevar por las apariencias y por el miedo —dijo Camila, intentando sonar calmada—. Lo más probable es que nuestros temores sean infundados, producto de nuestra imaginación, creo que pecamos de paranoicos.

—Sí, es lo más posible —contestó Omar—, pero la verdad es que no tengo la más mínima intención de quedarme a averi-guar si todo está en nuestras cabezas; no sé qué piensas, pero yo quiero salir de este pueblo cuanto antes.

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Camila lo miró con hastío, una vez más Omar dejaba ver aquel hombre pusilánime que odiaba, se sentía más sola que nun-ca en ese pueblo de ultratumba sin nadie que la apoyara de ver-dad, no obstante, estaba clarísimo que no se iba a quedar por su cuenta en Villa Niebla, terminó asintiendo con la cabeza a rega-ñadientes, iban a salir esa misma noche del pueblo, de una forma u otra, costara lo que costara.

3Omar y Camila bajaron a la recepción para encontrarse con

doña Teresa. Por alguna razón, la señora se había cambiado de ropa y la sencilla, aunque macabra, vestimenta que llevaba antes fue reemplazada por un viejo vestido negro muy largo, parecía una especie de novia siniestra salida de la imaginación de Tim Burton. Su sonrisa antes forzada se veía un poco más natural, pero eso, lejos de hacerla lucir menos amenazante, parecía darle un aire fantasmal, difícil de definir, pero muy fácil de percibir, casi como si se viera fuera de foco. Omar y Camila no estaban preparados para eso, y mientras sus rostros dejaban ver el pánico que los invadía, sus bocas se negaban a reaccionar, sintieron que estaban en una pesadilla, desearon que fuera así. La anciana, sin dejar de observarlos de esa manera invasiva que lo hacía siempre, les habló:

—Buenas tardes, muchachos, ¿pudieron descansar? —su voz era maternal, pero su expresión decía otra cosa, a Omar se le vino a la mente la bruja de Hansel y Grethel invitando a los niños per-didos a su casita hecha de dulce para luego devorarlos. Ninguno de los dos atinaba a decir nada, varios segundos transcurrieron en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido.

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—¿Qué pasa, muchachos?, ¿no les gusta mi vestido? —aun-que trataba de sonar amable, sus palabras eran como las de un jefe que le pregunta a sus empleados si se nota que tiene puesta una peluca. El vestido, además de feo, era tétrico, sin embargo, Omar por fin recobró algo de compostura y habló cuidando que su voz no temblara:

—Claro que sí, doña Tere —de nuevo dijo «Tere», de nue-vo llamando lagartija a un cocodrilo de dos metros—, le queda perfecto —mintió—, lo que pasa es que no entendemos por qué se cambió de ropa, eso es todo, discúlpenos si le hicimos pensar otra cosa.

Lo sorprendentemente bien que Omar manejó la situación hizo por fin salir a Camila del estupor en el que se encontraba. Logró esbozar una amplia sonrisa. Omar la miró y, por un segun-do, le recordó a la Camila de la que se había enamorado.

—Sí, doña Teresa, se ve muy bien, pero con este calor es raro ver a alguien vestido de negro. ¿A qué se debe tanta elegancia?

—Hoy es un día especial en Villa Niebla, y la tradición es vestirnos de negro —doña Teresa por fin dejó de mirarlos para mirar su propio vestido mientras lo ondeaba de un lado a otro—. Llegaron ustedes en una fecha muy especial, nos vamos a divertir mucho, os lo puedo asegurar.

Omar preguntó algo sin pensarlo, y se arrepintió inmedia-tamente recriminándose por su propia estupidez, la pregunta im-plicaba muchas cosas:

—¿Quienes se van a divertir?—¿Quienes crees? Vosotros, nosotros, todos.—Pero, claro, qué tonto —dijo Omar intentando sonar jo-

vial—. Este es un país de fiestas y Villa Niebla no podía quedarse atrás, me imagino que es con reinado y toda la cosa —su esposa dejó salir una risita, pero la dueña del hotel no parecía nada diver-tida y los miró molesta. Camila creyó ver un pequeño destello na-

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ranja en sus ojos, pero la idea era tan descabellada que la desechó en un santiamén. Omar no quiso prolongar más una situación tan incómoda.

—Doña Tere, nosotros nos vamos a dar una vuelta por el pueblo para conocerlo, tal vez buscar a don Miguel para cuadrar lo del viaje de mañana y tomar algo de aire fresco —Omar se calló por un momento al notar la falta de reacción de la señora—. ¿Le parece, doña Teresa, o necesita que la ayudemos en algo?, no hemos hablado de cómo le vamos a pagar.

—Nada de eso, mi niño, basta con vuestra presencia. Nos gusta mucho tener turistas en el pueblo, no se preocupen más por el dinero, vayan y conozcan, aunque no es mucho lo que hay que ver —por un momento pareció una viejita común y corriente—. La casa de don Miguel es derecho por esta calle, a tres calles, una casa verde con blanco, imposible perderse.

La pareja registró las indicaciones, aunque no estaban segu-ros de querer encontrarse con don Miguel. Igual no iban a esperar hasta el otro día y, por ende, no viajarían con él. Esperaban estar tomando la decisión correcta.

Iniciaron su caminata sin rumbo por el pueblo, dirigiéndose, sin darse cuenta, hacia donde vivía don Miguel, observando el pueblo a cada paso, sin encontrar nada salido de contexto. Todo parecía en su lugar, todo normal, excepto porque no había señal de teléfonos móviles y por lo pesada que resultaba la oscuridad, a pesar de los faros que iluminaban lánguidamente las callejuelas. Finalmente se encontraron frente a la casa de verde con blanco; la anciana no había mentido, era imposible perderse. La miraron inexpresivos por un rato sin decidirse a nada. Camila, a pesar de sí misma, buscó la mirada de Omar confirmando su apoyo, pero Omar siguió mirando hacia la casa, era como si ni siquiera notara la presencia de Camila, y de nuevo la sensación de sobrecogedora soledad invadió a la mujer.

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—¿Y ahora? ¿Llamamos a la puerta? —preguntó Omar sin dirigirse a Camila en realidad, más bien pensando en voz alta.

Camila contestó de todos modos, necesitaba reafirmar su propia presencia:

—Deberíamos, es mejor actuar lo más normal posible —su voz luchaba por parecer neutral, aunque el escozor de unas lágri-mas inesperadas ardía en sus ojos—. De ese modo no vamos a despertar sospechas —logró retener las lágrimas. Omar no dijo nada, se limitó a caminar hacia la puerta y dar tres golpes.

Don Miguel también vestía de negro, un traje formal que lo hacía ver como si fuera a una entrevista de trabajo en una fune-raria. Les explicó que esa noche tendría lugar un desfile donde se le daba gracias a una serie de deidades propias de Villa Niebla y pactaron la cita del día siguiente para las ocho de la mañana en el hotel de doña Teresa. Hablar con don Miguel los tranquilizó al punto de que la idea de huir como un par de prófugos se tor-nó risible. Volvieron a caminar, ahora mucho más tranquilos, y, aunque la oscuridad seguía siendo intimidante, no le dieron más importancia y recorrieron el pueblo. Menos de una hora después se sentaron en la plaza principal a tomar algo de aire y pensar en el futuro. Hablaron de lo que les esperaba a la vuelta y por un rato se olvidaron de que no se soportaban el uno al otro, bromearon y rieron un poco, incluso se sintieron como la pareja feliz que hacía unas semanas había partido de la capital.

Ya estaban dispuestos a volver al hotel cuando vieron la romería de gente dirigirse a la plaza principal y, llenos de curiosidad, decidieron quedarse a ver.

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4«Pintoresco y adorable», así lucía el desfile. El grupo con-

formado por personas de todas las edades, pero especialmente ancianos, estaba dividido en cuatro filas. Bailaban una danza ancestral desconocida para los dos forasteros que no podían de-jar de mirarlos, a un tiempo maravillados y desconcertados. Los movimientos eran acompañados de unos cánticos en una lengua que no se parecía a ningún idioma que Omar y Camila hubieran escuchado. La primera sensación que tuvieron fue la de estar mal vestidos para la ocasión, ya que sus coloridas ropas, típicas de los turistas en tierra caliente, contrastaban con los vestidos negros de todos los demás. No pasó mucho tiempo para que descubrieran que lo de menos era la vestimenta.

Al principio nadie pareció notar su presencia. Omar y Ca-mila, que con lo que vestían sentían que en ese momento eran visibles desde la luna, se miraban extrañados. La procesión siguió su curso como si nada. Omar vio en una de las filas a don Miguel, que se movía con una agilidad normal en una persona de quince o veinte años, no en un hombre de por lo menos cuarenta y cinco, y con una barriga que hacía pensar en todo el tiempo que este hombre llevaba sin ver su miembro viril sin ayuda de un espejo. Doña Teresa estaba a la cabeza de la procesión y era claramente la que dirigía. Sus pasos eran fluidos y de una elasticidad enorme, incluso bellos. A Camila le recordó un documental sobre panteras que había visto unos días antes de salir de viaje.

Poco a poco, con orden marcial, los habitantes del pueblo se formaron en la plaza, dándoles la espalda a los «turistas». Frente a la congregación se situó doña Teresa, mirándolos a todos con aire solemne. La danza llegó a su fin y todos los presentes ocuparon su lugar. La anciana habló con una voz potente e intimidante, que nada tenía que ver con una señora de su edad y aparente fragilidad.

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—¡Todos sean bienvenidos! —y aunque su voz llegaba a cada rincón de la plaza, la señora no dejaba ver ningún esfuerzo en su garganta, ni siquiera parecía que estuviera gritando, era como si hablara a través de un megáfono invisible.

A cuentagotas los temores de Omar y Camila volvían a co-brar fuerza. De nuevo la señora parecía un animal salvaje y aun-que no podían ver los rostros de los demás, intuían que se verían igual. Omar se detuvo un momento a observar a doña Sonia, que estaba en el último lugar de una de las filas. De espaldas se veía aún más imponente incluso, a Omar le pareció ver algo que no estaba presente cuando la conocieron en el restaurante, sus brazos se notaban ligeramente cubiertos por algo muy parecido al pelo de un gato, «tal vez sea una ilusión óptica», trató de convencerse Omar.

Doña Teresa continuó hablando:—Hoy es un día muy especial en Villa Niebla, vamos a cele-

brar nuestro gran banquete anual. Las palabras de la anciana fueron seguidas por una ovación

ensordecedora en la que se entremezclaban gritos y rugidos feli-nos. Omar y Camila, ya invadidos por el pánico, se miraron por un segundo y sin decir nada decidieron que era hora de correr, de salir de ese pueblo infernal, sin importar nada más.

Cuando dieron la vuelta para emprender la huída, se encon-traron de frente con seis habitantes del pueblo que los miraban sonrientes. Camila no pudo evitar soltar un grito de terror, lo que hizo que todos los demás, incluyendo a doña Teresa, por fin repararan en ellos.

—¿Para dónde creen que van, mis niños? —Doña Teresa les habló como una abuelita que increpa algo a sus nietos preferidos, y de nuevo Omar recordó el cuento de los hermanos Grimm, Hansel y Grethel.

—Al hotel —dijo Camila a punto de rendirse al llanto.

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—Es que estamos un poco cansados, doña Tere, y mañana tenemos que madrugar para emprender el viaje de vuelta —com-pletó Omar, aunque sabía que sus palabras no sonaban en lo ab-soluto convincentes.

—No lo creo, mis niños, ustedes no pueden ir a ninguna parte —contestó doña Teresa.

—Son los invitados especiales —esta vez habló don Miguel. En todos parecía haber nacido una fina capa de pelo hirsuto

en todo el cuerpo. Esta vez Omar estaba seguro, no se trataba de una ilusión óptica.

Los seguían observando, pero ahora, además de la mirada fría y penetrante de siempre se veía algo más en sus expresiones, la inconfundible avidez de aquel que mira un plato de suculenta comida y se siente franca y abiertamente hambriento.

—Y ya sabemos cómo son tratados los invitados especiales en este pueblo —dijo doña Teresa—, ¡¿no es así?! —esto último fue dicho en un grito.

De inmediato los ojos de todos los habitantes perdieron cualquier matiz, ya no había iris, pupila o cualquier otra cosa, ahora eran dos espacios negros sobre la nariz, cualquier vestigio de humanidad que hubiera en ellos sencillamente desapareció.

Camila perdió el conocimiento por sí sola, Omar recibió un fuerte golpe en la cabeza que a la larga también lo dejó incons-ciente. El mundo desapareció por fracciones, mientras cabezas peludas y ojos desprovistos de vida se cruzaban en su campo vi-sual.

5 Omar fue el primero en despertar, sacudiendo la cabeza

como para desprenderse de todos los malos sueños, en los que mitológicos licántropos los rodeaban a él y su esposa para engu-

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llirlos en una orgía de tripas y dolor intenso. Lo primero que notó cuando por fin se libró de las garras del pesado sueño y cayó en cuenta de que seguían en Villa Niebla fue el silencio extremo, un silencio por demás sobrecogedor, era como si estuviera solo en el mundo. Después notó que no era así, todo lo contrario, había por lo menos otras veinte personas a su alrededor que se veían tan mal como él se sentía, y estaban enjauladas por parejas, al igual que él y Camila, quien dormía profundamente y parecía estar bien.

Se encontraban en una especie de cueva, con una pequeño boquete en la esquina superior izquierda haciendo las veces de ventana, que dejaba entrar una luz blanquecina, muy alto como para que cualquiera pudiera usarla para escapar, sin contar con el cerrojo de las jaulas.

Omar no estaba seguro de poder levantarse, pero lo logró. Cuando estuvo totalmente incorporado, su mirada se cruzó con la de otro hombre en una jaula contigua. Tenía unos sesenta años, un cuerpo atlético que contrastaba con su rostro arrugado y cansado. Vestía un pantalón de pana azul oscuro y una camiseta esqueleto blanca de las que se usan debajo de las camisas, obvia-mente la camisa que debía ir encima se había perdido de algún modo. El señor sonrió lánguidamente y habló con el tono de una persona que ha pasado por todo en la vida, o por lo menos por casi todo.

—¿Qué tal, compañero?, ¿cómo lo trata la vida?— ¿Que cómo me trata la vida? —contestó Omar— ¿Es un

chiste?—Eso pensé, pero por su expresión veo que no —respondió

un poco apenado—, perdóneme, por favor, solo quería aliviar un poco la tensión.

—Claro, eso es lo que necesitamos, chistes, seguro eso nos hace olvidar que fuimos secuestrados por personas que parecen animales y ahora estamos encerrados en jaulas, sin tener idea de qué nos depara el futuro... Claro, chistes, esa es la solución.

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La frase llena de sarcasmo de Omar fue seguida por un largo silencio, mientras llevaba su mirada a Camila y lo pensaba un poco antes de despertarla, igual era necesario, tomando en cuenta la situación. Camila pareció sentir el peso de la mirada de Omar y despertó poco a poco, recuperando muy despacio el semblante cansado y asustado, que le pareció más normal a Omar, y que sin quererlo, lo tranquilizó un poco al no sentirse tan vulnerable, era evidente que ella estaba peor. Tal vez no dejaba de ser un poco mezquino el sentirse mejor porque ella estaba mal, pero no podía evitarlo. Camila solo se incorporó a medias y se quedó sentada con la espalda sobre las rejas de la jaula, con la mirada gacha y sin decir nada, su aspecto desamparado empeoró cuando buscó en sus bolsillos su teléfono que por supuesto no encontró, al parecer solo les habían dejado la ropa que traían puesta. Camila en reali-dad estaba peor de lo que parecía, y por ahora no tenía energía ni siquiera para musitar palabra. Afortunadamente, para ella, Omar pareció entenderlo y la dejó tranquila, sin preguntarle nada. Solo se sentó a su lado y la tomó de la mano. Odiaba admitirlo, pero era exactamente lo que necesitaba en ese momento y, de repente, volvió a amar a su esposo, diáfana e intensamente, como solía hacerlo. Por un largo rato nadie dijo nada, el hombre de la jaula contigua se movía dentro de la jaula como buscando una salida, mientras Omar y Camila permanecían sentados pensando y, en cierta medida, disfrutando de la mutua compañía, tratando de no dejarse llevar por el miedo.

El silencio fue roto por un grito largo y angustioso prove-niente de una de las jaulas, una mujer, presa del pánico, llora-ba y gritaba palabras inconexas sobre hombres, pelos y dientes, mientras su compañera de celda intentaba apaciguarla. Los gritos de la mujer terminaron por despertar a todos los demás, que se incorporaban sobresaltados y desubicados, con la mirada errática y uno que otro gritando también. El pánico empezó a apoderarse

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de todos por culpa de los incesantes alaridos de la mujer. Incluso Omar y Camila, que hasta ese momento parecían mantenerse controlados, empezaron a perturbarse. Por fin Omar exclamó:

—¡Ya, señora!, ¡cállese de una puta vez!, ¡nos está asustando a todos!

Pero la mujer no paraba, a pesar de que sus gritos no res-pondían a ningún dolor físico, sino a un simple y llano ataque de pánico, seguramente creado por el encierro y lo que le había pa-sado antes de este. Camila por fin habló, aunque no muy fuerte, logró que sus palabras resaltaran por encima de los gritos. Lo hizo dirigiéndose a la compañera de celda de la mujer histérica, que parecía no solo confundida, sino muy apenada.

—Háganos un favor a todos y tranquilícela —Camila sona-ba más conciliadora que Omar—. Todos estamos en esto y todos vamos a salir de esto —continuó Camila, no muy convencida de sus palabras. La mujer histérica miró a Camila y por alguna razón se calmó, dejando atrás los gritos y reemplazándolos por una res-piración agitada y una mirada asustada.

Por fin se empezaron a mirar unos a otros buscando respues-tas, el pánico se fue disipando para volverse confusión y estupe-facción.

—¿Alguien tiene un teléfono móvil? —preguntó Omar. Todos buscaron, pero, sin mucha sorpresa, se percataron de

que nadie tenía nada en sus bolsillos.—Igual no habrían servido de nada, en este pueblo de mier-

da no hay señal —escupió Camila, furiosa.Cuando cada uno contó su respectiva historia sobre la forma

en que había llegado al pueblo, sacaron las pocas conclusiones a las que podían llegar con la escasa información de la que dispo-nían. Todo indicaba que habían llegado a Villa Niebla el mismo día, a la misma hora y, lo más extraño, se habían quedado todos en la misma habitación, ¿cómo era eso posible?, ¿cómo habían es-

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tado todos en el mismo lugar, al mismo tiempo, sin darse cuenta? Omar intentó encontrar una explicación a lo que estaba pasando.

—Seguro que estamos confundidos, nos sentimos asustados y es muy probable que hayamos llegado en diferentes momentos o a diferentes hoteles y ahora nos parezca otra cosa —trataba de sonar tranquilo—. Es imposible que hayamos llegado todos al mismo cuarto y no nos hubiéramos visto.

—Puede que sea imposible —la que hablaba era la misma mujer que minutos antes era presa de un ataque. Superado el epi-sodio parecía una persona muy racional y centrada. Tenía unos treinta años, con un cuerpo logrado con por lo menos dos horas diarias de ejercicio, aunque en su rostro se notaba que le gustaban las drogas y abusaba de ellas. Continuó hablando:

—Pero también es imposible que haya hombres lobo, hasta hace unas horas yo estaba convencida de que esas cosas eran tan factibles como un vampiro o una vaca voladora, y les aseguro que lo que vi fue un hombre lobo —su tono de voz empezaba a su-bir—. El camionero que nos trajo hasta aquí es un hombre lobo y, la verdad, no me sorprendería que todos en el pueblo lo sean.

—Disculpe, señora, pero no le creo media palabra —el que habló ahora era un adolescente de unos diecisiete años que estaba en su respectiva jaula, con la que parecía ser su hermana menor, que no debía tener más de catorce; la pareja de hermanos eran los más jóvenes del grupo de prisioneros—. Creo que usted está loca, y cualquiera que le dé crédito a lo que está diciendo, lo está tam-bién —sus palabras y su modo de hablar denotaban una madurez que no concordaban con su apariencia. La niña se mantenía al margen, visiblemente afectada por lo que estaba pasando. Omar volvió a hablar:

—Creo que no estás viendo las cosas como son —Omar se dirigió al adolescente—. Tenemos que afrontar que todo esto es muy extraño, y así para muchos sea casi imposible, ya es hora de

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ir aceptando los hechos —su voz empezaba a sonar como la de un profesor que reprende a sus alumnos—. Nos estamos enfrentan-do a algo sobrenatural, esta gente no es normal, a mi la historia del hombre lobo no me suena nada descabellada cuando pienso en los ojos del camionero y de la dueña del hotel —se calló por un momento, mientras sentía como un escalofrío recorría toda su espalda— y ni hablar de que Camila y yo vimos que les salía pelo durante el ritual.

Lo que siguió fue una larga discusión en la que intervino la mayor parte del grupo de prisioneros, cada uno con percepciones distintas. Solo había unas pocas cosas en común: a la mayoría los había recogido el camionero Miguel, aunque unos pocos asegu-raban no entender cómo habían llegado a ese pueblo, puesto que no estaba en sus planes tomar aquel camino. Todos, sin excep-ción, decían haber llegado a un hotel atendido por una señora de por lo menos 80 años y que decía llamarse Teresa. Todos ha-bían llegado a un cuarto ubicado en un segundo piso, aunque las descripciones de los cuartos variaban en detalles insignificantes. Todos habían comido en el restaurante de doña Sonia, lo que hacía hincapié en la teoría de que había alguna razón por la que los querían alimentar, y por último, todos, a pesar de que algunos aseguraban no estar cansados cuando llegaron al pueblo, habían sido incapaces de quedarse despiertos al llegar de nuevo al cuarto después de comer. Por lo demás había algunas diferencias en las historias, algunos habían dormido mucho más tiempo que Omar y Camila, y los habían raptado directamente en el cuarto para luego despertar en la jaula. Otros fueron sorprendidos tratando de salir del pueblo, como la pareja de hermanos adolescentes que no habían esperado demasiado antes de decidir irse de Villa Nie-bla, con la impulsividad propia de su edad. Y otros, sencillamen-te, decían que no era mucho lo que recordaban, era como si en un momento estuvieran en una carretera rumbo a sus lugares de

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destino y luego, un momento después, encerrados en una cueva con un montón de desconocidos.

La discusión fue evolucionando hasta que el tema fue en-contrar la forma de escapar. Llegaron a la conclusión de que lo mejor era hacerlo juntos, excepto por dos hombres, que aunque estaban en la misma jaula, no se conocían, pero que coincidían en que lo mejor era que buscaran la forma de abrir las jaulas, luego salir de la cueva y a partir de ese momento cada uno tomara su camino, una posición bastante egoísta, pero respetable desde todo punto de vista. Claro, en ese momento nadie sabía que serían los primeros en morir.

Los primeros, pero no los últimos.

6Mientras seguían pensando en la forma de escapar, e incluso

algunos empezaban a perder la paciencia, de un momento a otro y sin razón aparente, alguien lanzó por la ventana un juego de lla-ves que fue a parar directamente a una de las jaulas, en la que esta-ban encerrados un par de viejitos que muy poco habían hablado. Al caer las llaves, todos guardaron silencio y fijaron la mirada en estas, los viejitos eran los más sorprendidos y se miraban el uno al otro con los ojos muy abiertos, sin saber qué hacer. El hombre de la jaula contigua a Omar y Camila habló:

—Son llaves..., ¿qué esperan? —hablaba con impaciencia, pero con respeto hacia el par de viejitos— Pruébenlas, tal vez abran las jaulas o, por lo menos, algunas de ellas.

—Es muy improbable —dijo Camila—, no puede ser así de fácil.

—Recuerda que nosotros planeábamos encontrar alguien que nos ayudara —replicó Omar—. Es posible que alguien en

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el pueblo no esté de acuerdo con este secuestro y nos quiera dar una mano.

Camila dejó ver una expresión de «no seas iluso», pero no dijo nada. Uno de los viejitos por fin habló mientras recogía el juego de llaves:

—No perdemos nada con probar. Un aro del que pendían varias llaves bailó por un momento

en las manos del viejito, que o sufría de inicios del mal de Parkinson o estaba demasiado asustado como para abrir una puerta. La viejita intervino al notar las miradas expectantes e impacientes de todos los presentes, tomó las llaves y escogió una. Cuando habló, lo hizo de la manera más tranquila, como si nada estuviera pasando:

—Denme unos minutos, son muchas, esto puede tomar tiempo —esbozó una sonrisa bastante tierna, casi parecía que nada la preocupara en la vida. Probó la primera llave, pero ni siquiera entró en el cerrojo.

—Muy gruesa —dijo la viejita mirando la llave—, tal vez esta —tomó una llave más delgada y la probó, pero no tuvo éxito, entró pero no logró abrir el cerrojo. Hizo una mueca y sin decir nada, probó otra llave.

La cerradura abrió. Todos contuvieron la respiración por un momento. Los vie-

jitos sonrieron aliviados, aunque no salieron de la jaula inme-diatamente, era como si necesitaran un último empujón. Obvia-mente el empujón no tardó en aparecer, en esta ocasión de la boca de uno de los dos hombres que no querían trabajar en equipo.

—¿Van a salir o no? —gritó impaciente— O por lo menos, roten el juego de llaves. —Los viejitos despertaron de su estupor y salieron con algo de precaución, aún no muy seguros. Cuando por fin estuvieron los dos fuera de la jaula, sus expresiones cam-biaron, y con premura se acercaron a la jaula más próxima a ellos, la de la mujer histérica y su compañera.

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—Su turno —dijo la viejita entregando las llaves a la com-pañera de la histérica.

—Gracias —balbuceó esta sin dirigirse a nadie en particular y con la mirada fija en el juego de llaves, mientras escogía con cual iba a empezar.

Unos veinte minutos después todos estaban fuera de las jau-las. El problema ahora era salir de la cueva y, especialmente, esto era lo que preocupaba más a todos, el camino a seguir cuando ya estuvieran afuera.

Llegaron a un acuerdo bastante rápido tomando en cuenta lo complejo de la situación y el miedo que a todos producía, a todos, incluyendo al adolescente rebelde y su hermana y a los dos hombres que querían hacer las cosas por su cuenta. Sencillamente saldrían de la cueva y tratarían de salir del pueblo, en grupo para sentirse más fuertes si algo raro o macabro pasaba.

Lo primero era sortear de alguna manera la gran piedra que obstaculizaba la entrada de la cueva, después de varios intentos infructuosos por moverla, en la que participaron la mayoría de los presentes. Todos estaban en una «lluvia de ideas» para encontrar la manera de salir cuando de pronto, y sin razón aparente, la gran piedra se movió y dejó la entrada de la cueva abierta de par en par.

Todos observaron con los ojos desorbitados la oscuridad del pueblo y la excesiva quietud que le daba a las calles un aspecto espectral. El viento entró en la cueva recordándoles a todos el calor sofocante que hacía adentro. Unos segundos después los dos hombres, que ya habían aclarado que desde el momento en que salieran de la cueva estaban solos y no pensaban retrasarse por nadie ni hacer que nadie se atrasara, se aprestaron a salir. Camila les salió al paso interponiéndose en su camino.

— Esperen —les dijo preocupada—, esto es demasiado fá-cil, ¿no creen?

Ninguno de los dos respondió, uno de ellos empujó con algo de violencia a Camila para apartarla del camino, ella solo hizo

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ademán de sentirse ofendida, pero no insistió en que se quedaran, al igual que todos los demás se limitó a observarlos salir.

No alcanzaron a dar diez pasos antes de que los atacaran. Los monstruos que, literalmente, cayeron sobre ellos, no dieron tiempo de nada. Casi sin hacer ruido, parecieron salir del aire, cobijados por la extraña oscuridad del pueblo. Atacaron a los dos hombres sin piedad, inmovilizándolos y yendo con sus fauces di-rectamente al cuello. La sangre no se hizo esperar y salpicó por todos lados, mientras los estertores agónicos de las víctimas he-laban los huesos de aquellos que aún seguían dentro de la cueva, y que, sin saber por qué, no atinaban ni siquiera a gritar ante el sangriento espectáculo. Una mujer joven y con varios kilos de más no pudo contenerse y vomitó profusamente. Nadie se dio cuenta, todos estaban muy concentrados en los gritos ahogados y la sangre a borbotones. Omar fue el primero en reaccionar, en despertar, se podría decir, gritó con fuerza:

—¡Aléjense de la puerta!, seguro entrarán arrasando lo que tengan cerca… Que alguien me ayude a subir a la ventana, es posible que podamos escapar por ahí.

El adolescente se apresuró a ayudar a Omar, se agachó frente a él y le indicó con las manos que se montara en sus hombros. Omar lo dudó por un segundo, aunque el adolescente era muy alto, también era muy delgado y no parecía tener la fuerza sufi-ciente, sin embargo, al no tener más opciones a la vista, se aco-modó encima de él. El adolescente se incorporó haciendo acopio de todas sus fuerzas y se arrepintió en seguida al sentir como su cuerpo se abalanzaba hacia atrás con todo y Omar. Este, por su parte, se vio a sí mismo en el suelo con el cuello roto. En el se-gundo preciso, Camila, con un movimiento ágil, los apoyó, y el adolescente recuperó el equilibrio. Omar miró a Camila sorpren-dido y con una gran sonrisa que fue correspondida como en los mejores momentos de la relación. Pero no había tiempo para eso,

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por ahora tenían que pensar en la forma de librarse de las criatu-ras que parecían tener la intención de comérselos uno a uno.

Mientras casi todos los demás continuaban mirando a la puerta de la cueva, alejados cuanto podían, y en cierto modo, esperando que una horda de hombres y mujeres lobo entraran a matarlos, el adolescente se acercó a la ventana y Omar por fin pudo ver a través de ella para encontrarse con lo que menos es-peraba.

7 Nada, afuera no pasaba nada. Al parecer los dos monstruos

ya no estaban, el silencio era sepulcral, y esto, lejos de tranquilizar a Omar, que esperaba ver un montón de ojos brillantes observándolo y aguardando el momento indicado, lo aterrorizó aún más. Se bajó de los hombros del adolescente con expresión consternada y miró hacia la puerta que ahora no ofrecía nada para ver, excepto por algunas trozos de humano que habían dejado abandonados en el suelo. Comieron hasta la saciedad, «como animales»—, pensó Omar, y decidieron irse. Camila lo abrazó por detrás, implorando sin palabras que no la abandonara nunca, que no podría afrontar esto sola. Omar correspondió al abrazo, se sentía tan vulnerable como cualquiera. Sin quererlo se había granjeado la posición de líder del grupo, posición que no había pedido, responsabilidad que no le interesaba lo más mínimo, pero ya era tarde, ahora todos lo observaban esperando que tomara una decisión. Omar los miró a todos con expresión severa, queriendo expresar que en realidad estaba tan asustado y confundido como todos, pero fue inútil, nadie decía nada, todos esperaban que él tomara la iniciativa, incluyendo a Camila, lo cual, por otro lado, era reconfortante. Sin pensarlo, Omar contó a las personas que

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«tenía a su cargo», eran dieciséis, diecisiete si contaba a Camila. Por fin habló:

—Muy bien, nadie más va a cometer estupideces, nadie va a actuar impulsivamente, nadie va a presumir de héroe y vamos a mantenernos juntos hasta el momento que sea posible, como grupo somos más fuertes, y es evidente que lo que más necesi-tamos es fuerza, estas criaturas no van a mediar palabras, no lo hicieron con los dos que ya se comieron y no lo van a hacer con nosotros —se sorprendió al escuchar su propia voz tan fuerte y decidida—, ¿alguien tiene algo que decir?, ¿alguna idea? —hizo una pequeña pausa, respiró, y al no recibir respuesta, continuó— Entonces supongo que puedo seguir hablando…

El plan era muy sencillo, y es que en realidad no era mucho lo que se podía hacer, estaban a merced de cualquier cosa que quisiera hacerles daño si salían de la cueva, pero al mismo tiempo quedarse no era una opción, así que optaron por esperar a que amaneciera para salir, de ese modo por lo menos no tendrían que luchar también contra la oscuridad de la noche.

—Sí, de ese modo podemos verlos bien mientras nos arran-can la piel y se la comen con algo de mostaza.

Por supuesto, el chiste del adolescente no fue muy bien re-cibido.

—Si no tienes algo constructivo que decir, mejor cállate, Andrés —protestó su hermana, que de paso reveló el primer nombre de todos los presentes. En medio de tantas cosas nadie se había tomado la molestia de presentarse, y aunque todos cayeron en cuenta de aquello, nadie se tomó la molestia de hacerlo. Ya dirían sus nombres si era necesario, tal vez si los estaban deso-llando aprovecharían, algo así como: «¡Ey! Me llamo Andrea y un monstruo peludo se está comiendo mi corazón. Ahora que nos conocemos, ¿podría alguien darme una mano?». Omar rió para sí, tanta lectura de terror lo estaba afectando, tal vez algún día,

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si lograba salir del pueblo, escribiría su propio libro. Villa Niebla sería un buen título, y no tendría que inventar nada.

La mujer histérica intercedió entre los hermanos.—¡Oigan, oigan!, lo que menos necesitamos en este mo-

mento son peleítas bobas, y además estoy de acuerdo con la que supongo es tu hermana, Andrés. Las cosas están muy mal como para esos chistecitos de mal gusto. Si lo piensas bien, lo que dice este hombre —señaló con la mirada a Omar— es muy sensato, la luz nos tiene que ayudar en algo, nadie ha dicho nada al respecto, pero estoy segura de que todos han notado que la oscuridad en este lugar no es normal, que es como si te quisiera envolver.

—Como un ser viviente —terció Omar. La mujer lo miró un poco confundida.—Sí, exacto, como un ser vivo. Andrés abrió la boca, pero, prudentemente, la volvió a ce-

rrar. El silencio volvió a la cueva y todos evitaron fijar la mirada entre sí por demasiado tiempo. Empezaron a dispersarse por el espacio, aunque ninguno muy cerca de la puerta. Camila buscó la compañía de Omar y este la recibió con agrado, abrazándola, si necesitaban ser acechados por hombres lobo para arreglar la situación entre ellos, pues que así fuera. Camila habló en voz baja, dirigiéndose a Omar, pero no lo suficiente para que los demás no escucharan.

—¿Y si no amanece?, ¿qué se supone que vamos a hacer? —todos la miraron con los ojos abiertos.

—¿Qué quieres decir con eso? —respondió Omar— ¿Que no amanezca?, ¿y por qué no habría de amanecer?

—No lo sé, ya las cosas son bastante raras en este pueblo de mierda, ¿por qué asumimos que el tiempo y el espacio se rigen por las reglas que conocemos, las reglas del mundo normal? Todos estuvimos en la misma habitación, al mismo tiempo y ninguno notó la presencia del otro, ¿eso te parece normal?, ¿simple casua-

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lidad?, ¿alguna alucinación colectiva?, yo no lo creo, la verdad... Así las cosas, ¿no te parece factible que en este pueblo siempre sea de noche?

—Sí, las cosas son de ultratumba en este lugar, pero de eso a que siempre sea de noche creo que hay un trecho muy largo, además cuando llegamos, era de día. Todos escuchaban la con-versación haciendo sus propias conjeturas mentalmente. El señor que había estado en la jaula contigua a Omar y Camila intervino:

—En algunas regiones de Alaska pueden durar hasta treinta días sin luz solar, y ni hablar de los polos, si no estoy mal informa-do, allá la mitad del año es de noche y la otra es de día. ¿Qué nos hace pensar que en este pueblo las cosas tengan que ser diferentes?

—Pues que estamos en un país tropical. Creo que estamos exagerando, esperemos unas horas, estoy seguro de que va a ama-necer y saldremos de aquí sanos y salvos.

La gente no parecía muy convencida, pero no había otra cosa que hacer, esperar. No fue por mucho tiempo, pronto se verían obligados a abandonar la relativa seguridad de la cueva.

Unos treinta o cuarenta minutos después todos estaban ca-llados, con aspecto cansado y, aunque ya no tan asustados, muy ansiosos. El terror volvió cuando una mujer de casi dos metros de alta, totalmente cubierta de pelo y grandes colmillos, entró a la cueva de repente. No se complicó mucho, eso hay que decirlo, se apropió de lo primero que tuvo al alcance, es decir, la pareja de viejitos. Comenzó con un mordisco en el cuello de la señora, que no alcanzó a gritar antes de que la sangre brotara a borbotones por los cuatro orificios hechos por sus grandes colmillos. Omar creyó ver algo de angustia en los ojos de la anciana justo antes de morir, pero no se puede estar seguro de esas cosas cuando el mun-do entero se tiñe de rojo. Por unos momentos nadie hizo nada, todo resultaba demasiado aterrador para ser real, pero ahí estaba el cuadro, una mujer lobo mordiendo el cuello de una anciana,

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mientras su esposo observaba con absurda fascinación y se demo-raba un segundo de más en reaccionar, un segundo que a la larga provocó que la bestia lanzara un zarpazo y lo alcanzara en un bra-zo, arrancándolo de tajo y derramando ahora la sangre del viejito en el suelo y en los rostros de varios de los demás, entre ellos el de la adolescente que por fin gritó con todas sus fuerzas mientras el anciano caminaba como un zombi por toda la cueva, con el brazo derecho cercenado desde un poco más arriba del codo, en una muy buena imitación de alguna película de Ed Wood. Los gritos por fin provocaron una reacción en cadena, gritos, llanto y un pánico irracional. Camila se aferró con fuerza al brazo de Omar causándole dolor, pero él estaba muy concentrado en lo que veía como para darle mucha importancia a aquello o a Camila o a nada, solo a la bestia que comía y comía y parecía deleitarse infi-nitamente con cada bocado. El griterío nunca se detuvo mientras el animal estuvo dentro de la cueva, solo empezaron a remitir cuando unos minutos más tarde, después de haber terminado y reducido a la anciana a un montón de trocitos de carne sanguino-lenta, que por alguna razón no se comió, seguramente para «efec-tos dramáticos», pensó Omar, se largó con el anciano en brazos, a quien alzó con una facilidad impresionante, haciendo alarde de una extraordinaria fuerza.

De a poco, la tensa calma que reinaba en la cueva retornó, dejando a todos con la respiración agitada y empapados en sudor. Varios estaban salpicados en sangre, pero las manchas rojas per-dían todo el impacto al lado de lo poco que quedaba de la amable anciana. El primero en hablar fue Omar, que sonaba demasiado tranquilo y centrado para ser una persona en peligro de muerte.

—Tenemos que salir de esta cueva, pronto llegaran los de-más, y aquí adentro nuestras posibilidades son mínimas.

—No creo que afuera sean muy buenas, la verdad —replicó la compañera de la mujer histérica.

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—Puede que no, pero quedarnos a esperar la muerte no tie-ne sentido —terció Camila apoyando a Omar.

—No pienso quedarme más tiempo aquí, pero no puedo obligar a nadie a nada, así que los que estén de acuerdo conmigo son bienvenidos a seguirme.

—Yo sí me quedo —dijo de nuevo la misma mujer y miró a su compañera la histérica esperando que la apoyara. Ella lo hizo con un ademán, aunque no parecía muy convencida.

—¿Quién va conmigo?..., con nosotros —corrigió Omar mirando a Camila, quien le sonrió levemente. Nadie respon-dió—. ¿Nadie?, ¿de verdad van a esperar a que esa mujer, animal o lo que fuera vuelva?, ¿tal vez con más de ellos?

—Vamos con ustedes —dijo Andrés, que miró a su herma-na, pero esta no reaccionó, parecía aún muy perturbada y no qui-taba los ojos de la anciana muerta, con una expresión de angustia y asco.

—Pues bien, somos cuatro, entonces —dijo Omar—, ¿al-guien más?

—La verdad, me gustaría ir con ustedes —dijo el exvecino de jaula de Omar y Camila—, pero estoy muerto de miedo y ya estoy muy viejo, los retrasaría.

Omar consideró la posibilidad de contradecirlo, decirle to-das esas cosas bonitas que dicen en las películas, en las que un héroe salva a muchos, incluso a costa de sí mismo, pero esto era la vida real, y aquel hombre de piel arrugada y cabello cano tenía razón.

—Como usted quiera, señor... Y como veo que nadie más se anima, los dejamos, de todo corazón, espero que sobrevivan.

Tomó de la mano a Camila y salió de la cueva a la oscuridad del pueblo, seguidos muy de cerca por la pareja de adolescentes.

El leve frío de la noche era agradable. El pueblo parecía estar totalmente vacío y el silencio solo era interrumpido por el mo-

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vimiento de las hojas de los árboles a causa del viento. Omar ca-minaba despacio, como midiendo cada paso, al frente del grupo. Camila, unos pasos atrás y Andrés y su hermana, tomados de la mano casi pisándole los pasos a ella.

—Por cierto, me llamo Andrés —dijo el adolescente, procu-rando esbozar una sonrisa.

—Sí, ya lo sabemos —respondió Omar—. Yo soy Omar y ella es mi esposa, Camila, ¿cuál es tu nombre? —le preguntó a la niña.

—Marcela... ¿Cómo supieron usted y los demás que somos hermanos?

—Se parecen bastante. Solo lo asumí..., supongo.Siguieron caminando con cautela, los cuatro esperaban ser

atacados por una manada de animales salvajes en cualquier mo-mento. Podrían salir de alguna casa, de los árboles, de la oscuri-dad insondable y pesada que reinaba en el pueblo. Literalmente, de cualquier parte. Escucharon un grito fuerte, lleno de dolor y angustia que provenía de la cueva o por lo menos de esa direc-ción. Los cuatro se detuvieron en seco, consternados y aliviados al mismo tiempo.

—Sigamos, no hay nada que podamos hacer por ellos —Omar titubeó otro instante antes de emprender la marcha.

Marcela parecía ser la más afectada y su rostro reflejaba estar a punto de colapsar. Pero de algún modo lograba mantener la compostura y caminar con el resto sin derrumbarse.

Omar se apropió de un hacha que encontró en medio de una calle y que parecía ubicada ahí a propósito.

—Están jugando con nosotros —exclamó desalentado.—Puede ser —fue Camila quien habló—, pero necesitamos

esa hacha, de algo tendrá que servir. Andrés encontró un palo de madera a unos metros de allí y

las dos mujeres se apropiaron de sendas piedras, suficientes para abrirle el cráneo a cualquier ser humano.

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Oyeron un leve susurro difícil de captar en circunstancias normales, pero que en el silencio del pueblo era perfectamente audible. Era la clase de ruido que parece provenir de todos lados al mismo tiempo. Cada uno miró para un sitio diferente, y luego se miraron entre ellos asustados y confundidos.

Escucharon otro sonido, ¿acaso era un rugido? Por un segundo el tiempo se congeló, el pánico los paralizó.

Por fin, Omar, blandiendo el hacha con fuerza, habló con una voz entrecortada que luchaba por ser firme:

—Llegó el momento, no importa lo que venga, no escati-men golpes. Si matar les produce alguna clase de remordimiento, recuerden que son ellos o nosotros.

Nadie dijo nada, obviamente estaban de acuerdo con Omar.Otro rugido. Esta vez mucho más cerca. Sin darse cuenta se

dispusieron en un círculo cerrado, de modo que sería imposible atacarlos por la espalda, fuera lo que fuera que estaba acechándo-los tendría que venir de frente.

Omar estaba casi seguro de que no lo atacarían a él, segura-mente buscarían el flanco más débil y ese era, sin lugar a dudas...

Un rugido, casi encima de ellos.Marcela, con su menudo cuerpo y solo una piedra como

arma, vio claramente como un ser que no tenía nada de humano y que medía por lo menos dos metros y medio, se abalanzaba sobre ella. La inmensa boca, chorreando saliva como cualquier animal hambriento, parecía casi sonreír. Incluso sus garras eran más grandes que la cabeza de Marcela, quien no pudo hacer mu-cho con la piedra ni con sus brazos ni con ninguna parte de su cuerpo. Estaba petrificada, su cuerpo cayó pesadamente bajo el peso del animal, dándose un fuerte golpe en el cráneo. Por un momento el mundo entero se volvió naranja y se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse. Por poco, por muy poco, logró evitar irse, dejarse llevar por el reconfortante color naranja. En el

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último segundo logró cubrir con sus brazos su rostro e inmedia-tamente sintió como cuatro colmillos se hundían en la piel de su brazo derecho. Lo retiró de manera instintiva y un buen pedazo de carne cayó a su lado. Tardó un poco en entender que ese pe-dazo de carne segundos antes hacía parte de su cuerpo, sintió un extraño frío, provocado por una ráfaga de viento que penetró por la herida, profunda hasta los huesos, y en medio de una especie de nebulosa, conformada de sangre y dolor, vio al animal relamién-dose los labios. La bestia volvió a fijar su atención en Marcela, y ella, durante un segundo eterno, solo vio colmillos.

Luego vio las estrellas.El hacha de Omar cortó de un tajo certero y oportuno el

cuello de la bestia, haciendo que su cabeza volara dando vueltas, como en cámara lenta, o por lo menos, así lo vio Marcela.

Pero los problemas estaban lejos de acabarse, no habían re-cuperado el aliento cuando otros dos seres peludos los atacaron, esta vez por la espalda, pues por obvias razones el círculo se había deshecho.

Camila sintió una cálida punzada en la parte baja de la es-palda que la hizo voltear con rapidez. Una mujer lobo la obser-vaba con una de sus garras llenas de sangre. Sin pensarlo le atestó una pedrada en la cabeza que en realidad no hizo mucha mella, apenas pareció aturdirla por un momento. Casi inmediatamente atacó de nuevo con un zarpazo fuerte en plena mejilla. Camila sintió el mundo de cabeza y cayó en el duro asfalto, en sus ojos ya asomaban lágrimas de dolor y humillación, cuando a la bestia le asestaron un tremendo golpe en la nuca. Andrés hizo acopio de todas sus fuerzas para poder dar ese golpe. La mujer lobo se tam-baleó desconcertada y finalmente perdió el equilibrio, no había terminado de caer y Andrés le asestó otro fuerte palazo en pleno rostro. Se escuchó un crujido, como de caricatura. Dos pedazos de colmillo volaron salpicando sangre en la ropa de Camila y las

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manos de Andrés. La mujer lobo se desplomó inconsciente, o tal vez muerta, eso esperaban.

Por su parte, Omar y Marcela se ocupaban de otro mons-truo. Muy grande, robusto, más que aterrador. El pelo hirsuto y muy negro, excepto por una franja blanca que dividía su frente. Era como un perro pitbull, solo que cincuenta veces más grande, y por lo que se adivinaba en su mirada, cien veces más inteligente. Este no se limitó a atacar sin ton ni son, se plantó frente a ellos observándolos, analizándolos, buscando la mejor manera de ma-tarlos. Era como cualquier felino acechando, esperando que su presa diera el menor respingo para poder engullirlo. Omar deseó más que nunca estar acostado en su cama, mirando su televisor, con la única perspectiva de una larga siesta y no con un ser salido del infierno mismo, con una inteligencia en los ojos que lo volve-ría parte de sus pesadillas por el resto de su vida, que a la luz de las circunstancias no iba a ser muy larga. Por un buen rato la bestia los miró sin hacer nada. Omar y Marcela temblaban, cada uno blandiendo sus respectivas armas, esperando que el monstruo to-mara la iniciativa. El licántropo dio un salto sobre sus cabezas, ellos lo siguieron con la mirada hasta que aterrizó justo detrás de donde estaban, ubicándose frente a los cuatro. El monstruo pare-ció dudar de nuevo, lo más seguro era que tuviera más fuerza que los cuatro juntos, pero no parecía estar dispuesto a arriesgarse. En un momento dado miró fijamente a Camila. Ella luchaba por no pensar en el profundo dolor que sentía en su espalda cuando sintió una especie de sobrecogimiento al reconocer detrás de esos ojos oscuros y amenazantes al camionero.

—¿Don Miguel?, ¿es usted?—Sí —confirmó Omar—, es él.Un hombre de estatura normal y con una barriga promi-

nente que ahora se había convertido en un licántropo de casi tres metros y sin un conato de panza, al contrario, sus músculos, bajo tanto pelo, se alcanzaban a notar perfectamente marcados.

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—Les dije que en este pueblo no necesitaban dinero.La voz profunda y áspera parecía retumbar en el mundo

entero. Tardaron un instante en entender que provenía de don Miguel, o lo que fuera que tuvieran en frente. Camila miró a Omar, dejando ver un miedo que era casi imposible, más grande que ellos mismos. Marcela estaba pálida por la pérdida de sangre, pero, para su propia desgracia, aún consciente. Omar dio unos pasos al frente con el hacha en sus manos, dispuesto a usarla sin ningún tipo de consideración, los otros tres se quedaron atrás. No era mucho lo que podían hacer. La bestia observó a Omar con expresión divertida, mientras sus labios se retorcían en lo que se-guramente era una sonrisa, mostrando una fila de dientes brillan-tes y afilados. Lanzó un aullido que heló los huesos y cualquier pensamiento medianamente inteligente que pudiera quedar en los cuatro humanos que lo observaban. A partir de ese momento todo lo que ellos hicieron fue propiciado por un pánico básico y primitivo.

Don Miguel se lanzó en un insólito salto hacia Omar, los brazos extendidos, lo que lo hacía ver aún más grande, la mirada fija en sus ojos y las fauces abiertas de par en par. No fue mucho lo que Omar pudo hacer con el hacha, el animal cayó sobre él y lo mordió con fuerza en el pecho. El hacha solo llegó a herir al monstruo en uno de sus brazos, aunque era una herida grande y profunda don Miguel no pareció notarlo y siguió hundiendo sus dientes en la humanidad de Omar, que sentía como poco a poco la vida se le escapaba. Andrés fue el primero en reaccionar, recuperó el hacha y con todas sus fuerzas la clavó en la espalda del monstruo. Este reaccionó llevando su cabeza hacia atrás y au-llando de nuevo, aunque con menos fuerza. En el movimiento se llevo buena parte del pecho de Omar, quien a estas alturas no sentía dolor alguno y se dejaba llevar por una especie de sueño muy cálido. La bestia se puso de pie tambaleante, buscando con

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sus garras, en medio de una especie de estúpida danza, el hacha que tenía incrustada en la espalda. Ubicada en toda la mitad de su espalda, se encontraba totalmente fuera de su alcance, había sido un buen golpe sin lugar a dudas, y a pesar de toda la con-fusión, Andrés se sintió vagamente orgulloso. Camila y Marcela observaban cómo la bestia trastabillaba y casi al mismo tiempo decidieron que era hora de hacer algo. Camila tomó el palo de madera y asestó un fuerte golpe en la nariz del licántropo. Un instante después Marcela clavó un poco más el hacha con ayuda de una de las piedras, dejando sus últimas fuerzas en ese golpe, tembló de pies a cabeza y cayó de rodillas al piso en una plegaria desesperada. Don Miguel parecía confundido y envuelto en una profunda agonía. Lanzó un par de puñetazos al aire dando vuel-tas sobre su eje sin golpear nada, pero el tercer intento impactó directamente el rostro de Andrés que dio un giro de 180 grados mientras sentía como su boca se llenaba de un sabor metálico, el dolor en su cabeza estalló nublando su universo, pero, milagro-samente, no logró dejarlo inconsciente. La bestia, un poco más controlada, remató de un zarpazo en el rostro a Omar, que, la verdad sea dicha, ya no tenía mucha esperanza. El zarpazo lo dejó reducido a una masa de carne inerte del pecho para arriba, sus piernas se movieron convulsivamente por unos segundos y luego se detuvieron.

Omar ya no estaba. La bestia, visiblemente aturdida, optó por huir corriendo

a cuatro patas, similar a cualquier animal asustado, llevando el hacha a cuestas, dejando a Marcela de rodillas y a Camila herida en su espalda, pero lista para seguir peleando, ambas con la respi-ración agitada y manchadas de sangre de pies a cabeza.

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8Camila se agachó junto al cadáver de su esposo, sus ojos

escocían, pero las lágrimas se negaban a salir. Andrés y Marcela con un trozo de una camiseta hacían lo que podían para parar la hemorragia del antebrazo de Marcela, esperando en respetuoso si-lencio y con relativa paciencia que Camila se recuperara, aunque era imperativo que siguieran su camino.

—Debemos irnos, Camila —dijo insegura y casi en un su-surro Marcela. Había perdido mucha sangre y no se sentía nada bien—. Es posible que nos estén buscando.

Camila no reaccionó. Andrés habló un poco más fuerte:—¿Camila?, ¿nos escuchas?, tenemos que irnos, no podemos

quedarnos aquí, mi hermana necesita atención médica urgente, y por lo que veo en tu espalda es posible que lo tuyo también sea grave.

No hubo respuesta.—¡Camila, por favor! —insistió Andrés— ¡Ya no hay nada

que podamos hacer por tu esposo, está muerto!Inmediatamente, Camila lo miró con furia, todo lo que es-

tuvo sintiendo en los últimos días, el robo, las peleas con Omar, la llegada a Villa Niebla, las muertes sangrientas y por último el fallecimiento de su esposo, esos sentimientos de ira y desespera-ción se resumieron en esa mirada. Andrés se estremeció por un instante, pero, pese a ello, siguió hablando, aunque en un tono más conciliador.

—Pero nosotros seguimos vivos, y estoy seguro de que Omar no querría que nos quedáramos a esperar la muerte, ¿no crees?

Camila pareció reaccionar.—Sí, creo que tienes razón —de algún lugar de su mente

aturdida y cansada logró sacar una imitación bastante mediocre de una sonrisa—, vámonos, no tiene sentido que nos quedemos aquí. Por lo menos, sabemos que no son invulnerables.

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Las palabras de Camila fueron reconfortantes, Andrés y Marcela sintieron una especie de inyección de energía que se pudo notar en sus rostros. Camila no sintió la misma dosis de energía. Sin embargo, aunque ya poco le importaba su propia vida, ahora se sentía responsable por la de sus dos compañeros. Decidió seguir, ya no tenía nada que perder, se puso en pie y ha-bló con ira y resolución:

—Vamos, si pueden sangrar, pueden morir.Caminaron durante unos minutos sin saber realmente adón-

de se dirigían, el pueblo era mucho más grande de lo que Cami-la recordaba por su paseo con Omar, era casi como si hubiera crecido, pero prefirió no decir nada para no alarmar a Andrés y Marcela.

Iban por una calle ancha con casas de una planta a ambos lados. Camila tenía la sensación de estar en un dibujo animado dónde los personajes caminaban y caminaban, pero el fondo se repetía cada tanto. Por otro lado, Andrés y Marcela parecían bas-tante animados tomando en cuenta las circunstancias, la sangre de Marcela por fin se había detenido y el brazo solo le dolía le-vemente, en palpitaciones regulares. El color volvía de a poco al rostro de la adolescente, aunque estaba lejos de recuperarse por completo.

La mujer histérica apareció de improviso, lívida y manchada de sangre en toda su ropa. Respiraba agitada y tenía una mueca extraña, indefinible en esos momentos. Marcela dio un tremendo grito, causando que Camila y Andrés se asustaran aún más ante la presencia de la mujer.

—Perdón, no quería asustarlos… —La mujer hablaba en tono muy alto, como si estuviera hablando ante un auditorio en-tero; obviamente su tono de voz era producto de una gran exci-tación.

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—Gracias a Dios que los encuentro —continuó—, no sé qué hubiera hecho si pasaba otro minuto sola en este pueblo.

—¿Qué pasó? —preguntó Camila— ¿Dónde están todos los demás?

—En la cueva, muertos —la respuesta fue inmediata y es-cueta, sonaba más a que estaba aliviada de no ser parte de la lista de víctimas.

—¿Todos?—Todos y cada uno, o bueno, técnicamente no están en la

cueva tomando en cuenta lo poco que queda, es más, no queda nada, ni siquiera la ropa… Supongo que fue mala idea quedarnos.

—¿Y de quién fue la idea? —preguntó Andrés, inapropiado como cualquiera de su edad.

La mujer cambió de semblante, su cara se tornó inexpresiva mientras miraba a Andrés y recordaba todas las groserías e insul-tos que había aprendido en su vida. Camila se le adelantó.

—Eso no importa, Andrés. Ahora lo único que nos debe preocupar es salir de aquí, sigamos caminando, seguro encontra-mos una salida —de repente la imagen de Omar se le vino a la mente, punzando directamente en medio de su corazón, se recu-peró inmediatamente—. ¿Cómo te llamas? —miró a la mujer.

—Alejandra.—Yo soy Camila, ellos son Andrés y Marcela.—Mucho gusto —Alejandra extendió la mano hacia Camila.—Sin formalidades, por favor, no es una cuestión social, es

simplemente para facilitar las cosas en caso de que la situación se complique, ¿está claro?

—Perfectamente.—Ok, entonces, vámonos… Y estén alerta.Caminaron un par de pasos y Alejandra hizo la pregunta que

los demás, sin decirlo, esperaban que no hiciera.—Un momento, ustedes eran cuatro... ¿Qué pasó con tu

esposo?

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—Está muerto también.—¿Lo atacó uno de los monstruos?—No, se murió de amigdalitis —contestó Andrés.—Lo siento —repuso Alejandra.—No, no digas eso, no lo sientes ni espero que lo hagas,

finalmente no lo conocías.—Sí, es cierto… Solo quería…Sus palabras se interrumpieron con una especie de quejido.

La bestia pareció salir de la nada, como si se hubiera materiali-zado mágicamente. Clavó sus dientes con precisión quirúrgica en los ojos de Alejandra, que no tuvo tiempo de reaccionar, o de saber qué era lo que le que había pasado. Un instante después la tapa de sus sesos se abrió con una facilidad pasmosa. Parte de su materia gris cayó al suelo. Daba igual, ya no le serviría para nada.

Los otros tres se detuvieron en seco. Camila apretó las ma-nos en actitud de pelea dispuesta a caerle encima al monstruo que atacaba a Alejandra y la devoraba, pero un momento antes de que se lanzara fue detenida por Marcela.

—¡No!, no llames su atención, déjalo comer y huyamos.Camila la miró confundida, la sed de venganza ardía en su

cerebro, pero recobró la razón, hizo un gesto de asentimiento y sin decir nada, tomó la mano de Marcela y obedeció. Andrés se demoró un segundo más, pero las siguió. La bestia no les prestó atención, se estaba dando un banquete, no había tiempo para minucias, de todos modos, de una forma u otra todos los huma-nos morirían, y ella quedaría satisfecha con su comida, no había cabida para el egoísmo, todos sus hermanos debían comer, al fin y al cabo, eran una gran familia.

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9Dejaron atrás el grotesco espectáculo, habían sido cuatro y

después tres, luego cuatro otra vez, pero muy pronto volvieron a ser un trío, el mundo se dilataba y se contraía con una rapidez antinatural. Camila solo esperaba que nadie más muriera a menos que fuera ella misma, no creía ser capaz de soportar otra muerte ajena. Iba a poderlo comprobar muy pronto.

El hambre, la sed y el cansancio empezaban a apremiar, sobre todo para Marcela que era la que sufría heridas de más conside-ración, asumían que solo llevaban unas cuantas horas sin comer, pero no podían estar seguros. Por lo que sabían hubieran podido haber dormido durante una semana encerrados en esas jaulas y no lo hubieran notado. Ninguno dijo nada, sentían que si hablaban y se quejaban los problemas se harían más reales, sencillamen-te siguieron caminando, soportando el calor que parecía ser más fuerte a cada paso, siempre en la misma dirección, esperando que en algún momento el pueblo terminara. «Todo tiene final», pen-saba Camila, «incluso las pesadillas, ¿no?».

Tras casi una hora de caminata el sofocante calor empezó a remitir y, poco después, como accionada por algún interruptor, la temperatura bajó considerablemente, no superaba los cinco gra-dos centígrados. Sus pieles parecieron alegrarse, pero sus mentes estaban atiborradas de pensamientos tenebrosos, el pueblo no de-jaba de sorprenderlos, y aunque estaban seguros de que las cosas estaban cerca de terminar, también sabían que no habían enfren-tado lo peor.

Una pequeña niña lobo, que no parecía tener más de ocho años, se atravesó en el camino, como todos los demás de su espe-cie apareció de la nada, cobijada por la densa oscuridad reinante. La peluda niña, que parecía más un cachorrito que un lobo, se limitó a mirarlos y a olfatearlos, y, sin más, desapareció entre las casas, sin intentar atacarlos. O estaba satisfecha o había desisti-

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do de pelear con tres personas que juntas eran seguramente más fuerte que ella, no podían saberlo y en realidad poco importaba.

Un aullido se escuchó a lo lejos, unos segundos después se volvió a escuchar un poco más cerca, luego unos inconfundibles gritos humanos. Los tres se estremecieron, pero más que por mie-do, por confusión; por primera vez sintieron que no estaban en el universo que creían conocer, que de alguna manera habían sido transportados a alguna clase de mundo paralelo donde si no eras lobo, eras presa. La certeza de no tener esperanza alguna los gol-peó en el rostro, sentir que por más esfuerzos que hicieran iban a terminar muertos, despedazados y digeridos era algo abrumador.

Los tres, desolados como nunca, sin palabras, supieron que querían rendirse, era alguna clase de telepatía desarrollada por lo extremo de las circunstancias. Siguieron caminando, como autó-matas, sin pensar en nada, sin esperar nada.

Cuando vieron el banco de niebla, se detuvieron conven-cidos de que si así habían entrado al pueblo, así saldrían, que la niebla era algo parecido a un portal, aunque la sola idea de tras-pasarlo resultaba aterradora.

—Niebla, hace unos minutos hacía un calor infernal y ahora esto —dijo Marcela.

—Creo que llegamos al final, solo tenemos que cruzar, ¿que tan difícil puede ser? —Andrés habló sin una pizca de convicción.

—No sé a ustedes, pero a mí me aterra intentarlo —admitió Camila

—Tenemos que hacerlo —insistió Andrés—, no hay otra opción.

—En eso tienes razón, hermanito, es lo más inteligente que te escuchado decir en mucho tiempo.

Por un rato nadie dijo nada, solo observaban la inmaculada cortina, fascinados y asustados. La certeza de que algo los espera-ba ahí dentro era tan real como su propio aliento.

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—No lo pensemos más —pidió Camila—, al mal paso, darle prisa.

—¿Quieres decir que si vamos a morir es mejor hacerlo rápido? —preguntó inocentemente y sin pensarlo Marcela.

—Sí, eso es en otras palabras lo que quiero decir, ¿vamos?—No tenemos posibilidad de ganarles —dijo Andrés.—Es posible, pero no se los dejemos tan fácil, busquemos

armas, algo con que defendernos, lo que sea —dicho esto, Camila empezó a buscar a su alrededor.

Un momento después los tres estaban haciendo lo mismo, pero la búsqueda fue prácticamente infructuosa, solo encontraron una piedra no muy grande y un palo de madera ya podrida que se rompería al primer golpe y sin causar mucho daño. Camila habló observando el palo y sosteniéndolo como si fuera una espada.

—Creo que tienes razón, Andrés, no tenemos posibilidad.—Tal vez no haya nada en la niebla, ¿no crees? —terció

Marcela.—Sí, tal vez —pero Camila no lo creía, estaba segura de que

los tres morirían en esa niebla.Miraron por un último segundo la capa blanca y densa fren-

te a ellos y sin más que decir, hacer, pensar o esperar, entraron.

10La niebla era menos espesa de lo que parecía desde afuera,

pero el frío era inverosímil y parecía envolverlos como una gran manta. No parecía afectarlos de ningún modo, pero sí albergar algo que podría hacerles daño. Caminaban con pasos lentos, tra-tando de no hacer ruido, pensando estúpidamente que eso les podía ayudar, siendo conscientes de su propia estupidez, pero sin

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poder evitarla. La visibilidad no era de más de dos metros a la redonda, por lo que se mantenían muy juntos. Camila tuvo el palo en sus manos durante unos metros, pero luego decidió que era más lo que estorbaba que lo que podía ayudar y lo dejó caer. Se rompió al contacto con el suelo. Marcela miró los dos trozos y sonrió, divertida ante la perspectiva de golpear con eso a uno de los engendros que se habían encontrado. Hubiera sido como intentar cortar un árbol con un cortaúñas, y casi sin darse cuenta dejó caer la piedra. Ahora solo quedaban los tres, nada más. Si alguien o algo los atacaba, tendrían que valerse de sus manos y sus piernas. Tal vez de su inteligencia si lo absurdo de la situación lo permitía. No podían evitar sentirse tan vulnerables como un pequeño ratón rodeado de gatos hambrientos, pero igual tenían que seguir.

—Esperaba que el camino de niebla fuera más corto —dijo Camila—. Cuando entramos con Omar, fue cuestión de unos metros.

Ni Marcela ni Andrés respondieron, las palabras de Camila pasaron por encima de ellos, concentrados como estaban en man-tenerse vivos. Camila no repitió sus palabras, en realidad había hablado para sí misma. Por fin creyeron vislumbrar el final de la niebla, no estaba a más de diez metros, o por lo menos era lo que parecía, la bruma hacía que las dimensiones se distorsionaran. Instintivamente se tomaron de las manos y las apretaron mientras caminaban con una leve sonrisa de triunfo.

—¿Adónde van, muchachos? —La voz que les habló cortó el silencio con mezquindad, era perturbadoramente tranquila, casi maternal— ¿Qué les molestó?

Los tres se detuvieron para observar la figura humana que se empezaba a formar a unos metros de distancia. Una figura cam-biante, a veces pequeña y a veces descomunal, incluso por mo-mentos desparecía y un instante después volvía a aparecer. Alela-

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dos ante la hipnótica silueta que se acercaba, los tres se sintieron de pronto en la urgente necesidad de correr, pero sin las fuerzas suficientes para hacerlo. Por fin se vislumbró de quién se trataba y todos hubieran preferido haberse encontrado con otra bestia peluda, con algún hombre lobo de cuatro metros de alto por dos de ancho, y no con la persona que ahora los miraba con sus ojos ausentes y una absurda e incoherente sonrisa conciliadora.

—Lo siento, niños —dijo doña Teresa—, pero no puedo dejaros ir, la familia tiene que comer y de ustedes depende… Los invitaríamos a la cena, pero suponemos que no les apetece…

Las palabras eran suaves y bien pronunciadas, contrastando con el horror que encerraban. La señora, que seguía siendo dimi-nuta, pero tremendamente amenazante, como una mantis reli-giosa, continuaba vestida de negro y los observaba con las manos cruzadas sobre su pecho, como cualquier abuelita que reprende a sus nietos por alguna travesura. «La abuelita de Caperucita Roja», pensó Camila, aunque en este caso la abuelita se había confabula-do con el lobo para comerse a Caperucita, una tétrica versión del clásico cuento de Perrault.

Camila habló tratando de que su miedo no se reflejara en su voz:

—Quítese, señora, nos vamos.—Me temo que no puedo complacerte, mi niña.—O se quita o la quitamos… Y no soy su niña.—La grosería está de más. Sí, nos los vamos a comer, pero

no es nada personal, solo seguimos nuestros instintos y saciamos nuestras necesidades básicas, del mismo modo que ustedes lo hi-cieron en el restaurante de doña Sonia —la voz de la señora seguía siendo muy calmada, condescendiente a más no poder—, ade-más, ustedes llegaron al pueblo, nosotros no los invitamos, nadie los obligó a venir aquí, ahora tienen que cumplir su destino, no hay nada que se pueda hacer al respecto. Así son las cosas, eso es todo.

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Los dos adolescentes, demasiado asustados para hacer cual-quier cosa no decían absolutamente nada, casi ni respiraban, se mantenían unos pasos atrás de Camila, en actitud defensiva. Ca-mila siguió hablando, consciente de la situación, consciente de que Andrés y Marcela cifraban en ella todas sus esperanzas de salir vivos del pueblo, consciente de que ese era su papel en esta historia:

—Déjese de palabrería barata, vieja bruja, nos vamos y usted no puede impedirlo.

—No soy bruja, mi niña. Supongo que para este momento ya lo debes sospechar, las brujas no existen y como veo que no piensas transigir, creo que voy a tener que ser un poco más estric-ta con ustedes.

No sabían qué era peor, si estar asustados o estar confundi-dos, pero ahora lo estaban, y mucho, ¿acaso la viejita tenía alguna clase de ejercito de lobos esperando detrás de ella, ocultos en la niebla? Sin darse cuenta, Camila dio unos pasos atrás hasta en-contrarse con Andrés y Marcela y sin poder imaginar el paso a se-guir, tomó sus manos y las apretó fuerte, ellos a su vez la miraron esperando encontrar una respuesta que, por supuesto, no existía. Unos segundos después la transformación comenzó.

11La metamorfosis no tomó más de veinte segundos, pero

fue suficiente para quedar impresa para siempre en la mente de cualquier espectador normal, lo suficiente para hacer parte de las pesadillas de Camila durante los treinta años que le quedaban de vida.

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12Al principio creyeron que doña Teresa tenía ganas de vo-

mitar, violentos espasmos sacudieron su cuerpo mientras gruesos y ásperos pelos de color ocre oscuro salían de sus extremidades. Su cuerpo se estiró absurdamente, pasó de su escaso metro con cincuenta a por lo menos cuatro metros de altura. El pelo seguía saliendo, pero ahora de todo el cuerpo; el vestido quedó hecho jirones debido al ensanchamiento de los músculos; el pelo ocre empezó a ser acompañado por uno negro que parecía salir hasta de los ojos que crecían desmedidamente y se volvían totalmente negros. Su nariz y su boca se volvieron una y se alargaron. Los brazos y las piernas dejaron de serlo y se convirtieron en patas. La espalda se encorvó mientras la columna se marcaba dejando ver cada vértebra, dándole paso al nacimiento de la cola. Por último, se apoyó en sus cuatro extremidades y los observó con sus ausentes y siniestros ojos, con una sonrisa que dejaba ver toda la macabra inteligencia que había en ese animal. Incluso en cuatro patas era tremendamente alta, una visión capaz de provocar locura. En ese momento Camila entendió por qué la señora parecía tan confia-da, era evidente que jamás saldrían de ahí, sería imposible vencer a semejante engendro. Los anteriores tenían vestigios de humano y aunque eran aterradores, por lo menos eran vulnerables, tanto como cualquier hombre o mujer muy fuerte. Pero no había nada de humano en el monstruo que estaba a unos metros de ellos, ni rastro de doña Teresa, y si no había mucha bondad en la señora, en la bestia solo había cabida para la maldad. Pura, corrosiva e ilimitada. El monstruo dejó salir un potente rugido que sacudió cada fibra sensible de los tres humanos que lo observaban. Algo húmedo y muy caliente bajó por la pierna izquierda de Andrés, miró con aire distraído como la orina mojaba sus pantalones. La bestia los miraba como un niño en una dulcería escogiendo la go-losina que quiere comer primero. Se decidió por Andrés, que era,

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a todas luces, el más asustado. De un salto descomunal le cayó encima, con las patas delanteras en el pecho. Andrés cayó ante el inmenso peso de la bestia mientras sentía cómo las potentes garras se hundían en sus hombros dejando salir unos hilillos de sangre. No intentó luchar, estaba agotado. Se dejó ir. No sintió dolor en su brazo derecho cuando la bestia lo arrancó de su cuer-po sin el menor rastro de esfuerzo, como si estuviera hecho de plastilina. Su universo se tornó de un frío color gris, y luego todo se desfiguró hasta desvanecerse.

Marcela observaba la escena entre asqueada e iracunda, por fin Camila la sacó del trance en el que se encontraba, instándola a correr lejos de doña Teresa, hacia donde se suponía se acababa la niebla, sin saber qué era lo que las esperaba oculto en la bruma, pero convencida de que cualquier cosa era mejor que eso. Corrían casi a ciegas. A su alrededor podían escuchar pasos y murmu-llos, pero, por alguna razón, nadie las atacaba. Ellas se limitaban a correr, esperando que en algún momento doña Teresa o cual-quier miembro de su «familia» saliera a su encuentro y evitara que escaparan. «La familia tenía que comer y de ellas dependía». Corrían. Sin importar el ardor que empezaba a apoderarse de sus piernas, tomadas de la mano, y aterradas hasta los huesos, pero en cierto modo resignadas, era lo último que podían hacer, y lo harían hasta que sus músculos explotaran si era necesario. De pronto, Camila sintió un jalón, dio cuatro pasos más, cada vez más despacio, mirando para todos lados, buscando a Marcela. Ni rastro de la niña, había desparecido. Con la respiración agitada la llamó a gritos, pero nadie respondió, ni en ese momento ni nunca. Un grito agónico y ahogado fue lo último que escuchó de ella. Continuó caminando, pero totalmente desorientada. En su desesperada búsqueda perdió el rumbo. Ahora no sabía si estaba saliendo de la niebla o se estaba adentrando de nuevo en el pue-blo. Por fin vio un claro a lo lejos y la temperatura empezó a subir,

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caminó sabiendo que era igual de factible que estuviera entrando como que estuviera saliendo de Villa Niebla. Con un suspiro de resignación salió por fin de la niebla, de nuevo al calor, de nuevo a enfrentar lo que se viniera, en un destello de inconmensurable egoísmo, pensó que en realidad era más fácil estar sola.

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INTOCABLE

Despiertas con la convicción de que, como siempre, este será un gran día. Arrugas los párpados mientras te acostumbras

a la luz del sol y piensas en lo perfecta que es tu vida. Te levantas con parsimonia, no hay afán, nadie te controla el horario, tú eres el jefe, y hace mucho que dejaste de preocuparte por nimiedades como el tiempo, eso es para los fracasados. Nada, absolutamente nada te afecta ya, eres intocable. Mientras te bañas piensas en lo bien que te ves. En parte, solo en parte, es por eso que tienes tanto éxito con las mujeres. Las horas diarias pasadas en el gimnasio no son en vano, te ves tan bien como te sientes, y sabes que la mujer que te interese sencillamente caerá rendida a tus pies si tu así lo quieres, sin importar si está casada, viuda o tiene diez hijos, solo depende de lo que tú decidas y es que tienes todo bajo control, eres intocable. Te vistes mientras piensas en el dinero que vas a ganar hoy, en toda la gente de la que te vas aprovechar casi sin que lo noten y, por supuesto, en la mujer que será la víctima de turno. Ya la tienes localizada, la de contabilidad; con ese cuerpito perfecto bajo el uniforme y ese rostro que evidencia toda su vul-

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nerabilidad. Desde que la contrataste sabías que eventualmente estaría en tu cama, o tú en la de ella, es lo mismo, y es que nadie se te resiste, eres grande, eres intocable. Sales de tu casa en el auto último modelo que compraste hace muy poco para reafirmar tu ego, para sentirte aún más gigante. Llegas al edificio donde tra-bajas y todos te saludan con una sonrisa, sabes que te envidian y eso te llena de júbilo. Caminas con suficiencia absoluta, al fin llegas a tu despacho y te sientas sin hacer nada por unos minutos, regodeándote en tu propia magnificencia y organizando tus ideas para que nada se te salga de control.

Pasas el día sin mayores contratiempos, lo de siempre, un poco más de dinero para tu cuenta bancaria, unas cuantas reuniones con personas que sabes que te temen, unos cuantos besos en el trasero de parte de aquellos que saben que les conviene adularte y adiós, tu tiempo es muy valioso como para que pases en tu oficina más de lo estrictamente necesario. Por la noche agregas una mujer más a la lista de conquistas. Después de tener sexo salvaje con ella durante unas horas, sin mayores reparos, te despides, haciendo un par de promesas que sabes que no vas a cumplir y unos minutos más tarde estás en tu auto último modelo rumbo a tu casa. En el camino a casa, mientras aún sientes el olor a mujer en tu ropa, con el eco de los múltiples orgasmos que le provocaste, porque, por supuesto, eres un amante extraordinario, piensas en lo bien que te sientes, en lo sencillo que te resulta lograr todo, en lo que la gente piensa de ti, en los que te envidian y en los que te admiran, y, sobre todo, en los que te temen. Todos igual de idiotas, fracasados, patéticos, nadie parecido a ti, eso está claro, por eso eres intocable. Por un momento un extraño presentimiento cruza tu pecho con celeridad, «La muerte espera», Pero lo desechas sin darle importancia, eres demasiado terrenal para tomarte el tiempo de darle crédito a esas estupideces, y eso ha sido fundamental en tu vida y el éxito que has alcanzado. Sigues tu camino y aceleras un

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poco, por alguna razón quieres llegar a tu casa, sentirte protegido, en tu territorio. Llegas y de nuevo tienes el presentimiento, pero esta vez más fuerte, esta vez no logras desecharlo tan rápidamente, y, sin comprender bien por qué, te apresuras a cerrar la puerta del garaje y entras a la casa con la respiración un poco agitada, como un niño con miedo a la oscuridad. Un poco avergonzado contigo mismo por la extraña actitud, por la premura con que cerraste la puerta. Como si así pudieras evitar que lo que sentías en el auto te siguiera. Con tu cuerpo mirando la puerta y de espaldas al resto de la casa respiras profundo hasta que te calmas por completo y una sardónica sonrisa se dibuja en tu rostro, como siempre, logras tener todo bajo control. ¿Qué más se podría esperar? Caminas tranquilamente hacia la cocina, el sexo siempre te da hambre, y compruebas una vez más que Miryam, Mireya..., o como se llame la sirvienta —la misma que trabaja para ti hace casi tres años—, no olvidó dejarte comida en el horno. Destapas una botella de uno de tus mejores vinos y con todo —comida, copa y botella—, te diriges a la sala. No quieres comer en la mesa, sientes que no es un buen momento para sentirte solo, estás un poco estresado y algo de televisión seguro logrará distraerte.

Cuando llegas a la sala y estás a punto de encender tu fla-mante televisor de 50 pulgadas, escuchas un ruido en tu cuarto.

Te convences de que no fue nada importante, seguro el vien-to, o algo que solo está en tu imaginación, tienes que sacarte esas ideas tontas de la cabeza, tu inteligencia no da para creer en idio-teces, te recuerdas a ti mismo que eres grande, que eres intocable.

Miras tus manos, confirmas lo que temías, estás temblando. Te sientas a ver la televisión e intentas relajarte, poco a poco lo logras, pero escuchas de nuevo un ruido, esta vez en la cocina. Miras hacia allá por impulso y ves una figura oscura que se desliza y se disuelve en las sombras antes de que puedas distinguirla. Un miedo que nunca habías sentido te nubla la mente y miles de

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imágenes fantasmagóricas pasan ante tus ojos llenos de pánico, de un terror irracional. —¿Qué me pasa? —dices en voz baja, odias admitirlo, pero no quieres hablar muy fuerte para no delatar tu posición dentro de la casa.

De nuevo como un niño, un pobre niño muerto de miedo que en las noches se cubre con las cobijas hasta la cabeza con la absurda esperanza de poder evitar que los monstruos del armario lo devoren. A duras penas te calmas a medias y, después de dejar la comida a un lado, caminas con sigilo hacia la cocina, entras despacio tratando de no hacer ruido, en la típica actitud de una persona muy muy asustada. A tientas buscas el interruptor y en-ciendes la luz esperando encontrarte con algo siniestro e inexpli-cable.

Nada de nada, solo la ventana abierta y el foco de la calle que proyectando la sombra de un árbol en tu antejardín te hizo creer que había alguien en tu cocina. «¡Qué estupidez!», piensas. Por unos instantes fuiste tan vulnerable como el resto de los hu-manos, y la verdad es que no se sintió bien.

Cuando estás a punto de retomar el control, escuchas de nuevo un ruido en tu cuarto, y esta vez fuerte y claro, es evidente que alguien, «¿o algo?», acaba de abrir un cajón. El miedo es tanto que sientes que te vas a desmayar, la total y absoluta certeza de que algo sobrenatural e inexplicable está en tu casa es demasiado para ti. No has tenido tiempo de recuperarte y escuchas otro rui-do, un ruido que te parece familiar, un ruido que durante un ins-tante se vuelve tu mundo entero. Algo húmedo y caliente resbala por tus piernas, bajas la mirada con la tonta esperanza de que sea orina y no lo que crees que es, lo que sabes que es.

En ese momento comprendes por qué el sonido te pareció conocido, lo has escuchado en películas y programas de televi-sión, es el sonido de una bala disparada con silenciador. Un des-contextualizado recuerdo de una escena cualquiera en algún filme

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de acción cruza por tu mente mientras observas como tu vida entera se escurre por tu vientre, caes sin fuerzas y sin esperanzas al suelo, al hermoso suelo de mármol blanco que ahora contrasta con el intenso rojo de tu interior de una manera casi poética, casi.

Perdido en una espesa nube de confusión, ves cómo dos per-sonas, en medio de risas, se roban todas tus pertenencias, inclu-yendo tu flamante televisor, y parten a bordo de tu auto último modelo.

La muerte te invade, lenta e indolora. Alcanzas a tener un último momento de lucidez para pensar en lo cómico de la situa-ción, igual, ya no importa.

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ASAMBLEA EXTRAORDINARIA

Cuando el jefe entró en la sala de juntas, el silencio se hizo como por arte de magia. Todos lo observaron al dirigirse a la

tarima. Como siempre, daba la impresión de que no caminaba, sino que flotaba, pero eso ya no sorprendía a nadie. El Jefe miró a todos al mismo tiempo, de esa manera que solo él podía lograr, con la velocidad del pensamiento, y sin decir nada, tomó lista.

—¿Dónde está Miguel? —dijo con esa voz que parecía re-tumbar en el mundo entero.

Al principio nadie respondió, casi todos sabían la respuesta, pero nadie se atrevía a hablar. El Jefe también sabía la respuesta, como siempre, y todos estaban seguros de eso, pero a él le fasci-naba ponerlos en aprietos, parecía divertirse en silencio. Por fin, uno de los que estaba en la primera fila de esa sala de juntas, que parecía más un centro de convenciones, habló con más confianza de la que parecía posible en un momento semejante:

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—Ocupado, Señor, para variar está en el «Planeta Problema» —las palabras de Jofiel quedaron ondeando en el aire, negándose a desaparecer, como humo de cigarrillo, todos sabían que la repri-menda venía en camino. El arcángel se arrepintió de sus palabras un instante después de haberlas pronunciado.

—Sabes que no me gusta que lo llamen «Planeta Problema», y esto va para todos, espero no volver a escucharlo —la voz de Dios sonaba severa, pero relajada al mismo tiempo, alguien que jamás perdía el control—, y ya saben que a veces escucho cosas que no quiero escuchar.

Las risas no se hicieron esperar. De algún modo, Dios siem-pre se las arreglaba para distender el ambiente y hacer que todos olvidaran el temor que le tenían y que, a pesar de todo, no podían evitar sentir.

—Ya que están más tranquilos, lamento decirles que os cité a asamblea extraordinaria para darles dos noticias, una mala y una buena.

En la zona posterior de la sala, un ángel vestido de amari-llo, a diferencia de todos los demás que juiciosamente vestían de blanco, dejó escapar una risotada apenas reprimida cuando ya todos la habían escuchado. Cada uno de los presentes llevó su mi-rada a ese lugar. En la última fila, el observado trataba de parecer sereno, como si nada hubiera pasado.

—¿Qué te parece tan gracioso, Satanás?El ángel, sin rastro de vergüenza, se levantó de la silla para

que todos pudieran escucharlo y habló con toda la suficiencia que su posición le permitía:

— La verdad es..., señor —aquella palabra fue pronunciada con algo de dificultad—, que esa es la actitud que hace que las cosas te salgan como te salen.

Un mesurado «uuuhh» se escuchó en la sala, sin embargo, Dios hizo caso omiso al aire de rebeldía que se empezaba a sentir,

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dándole la palabra a Satanás y escuchando con atención lo que tenía que decir. Estaba acostumbrado a su arrogancia, así había sido desde siempre.

—¿A qué te refieres exactamente, Satanás?—En primera medida me gustaría que me llamaras Belcebú,

es un nombre con más..., cómo decirlo..., fuerza.Dios dejó escapar una sonrisa, aunque a veces lo sacara de

quicio, tenía que admitir que era muy entretenido, siempre lo hacía reír con sus idioteces y su delirio de grandeza.

—Como quieras, ¿a qué te refieres exactamente, Belcebú?—A eso de que tienes una noticia mala y una buena, conti-

go todo es así, una dualidad. Según tú, todo tiene dos caras, no puedes concebir algo absoluto y luego lo rematas con ese cuento del «libre albedrío». Nadie te lo ha dicho nunca y seguramente ninguno de estos pusilánimes sería capaz de hacerlo, pero esa fue una pésima idea.

En momentos como ese, Dios tenía que contener las ganas de, sin más espera, acabar con Satanás, Belcebú o como quisiera llamarse, pero no era su estilo. Además era innegable que hacía bien su labor y sería bastante difícil encontrar un reemplazo, na-die quiere hacer el trabajo sucio.

—Ya hemos discutido eso, Belcebú —replicó el Jefe—. Esa idea, como tú la llamas, del «libre albedrío» ha funcionado muy bien en todo el Universo, en cada uno de los planetas. Excepto, como todos sabemos, con los seres humanos.

—Es decir, que la mala idea en realidad fue crear a los seres humanos.

—Cállate ya, Satanás, a nadie le interesan tus ideas tontas. —El que habló no fue Dios, sino un hombre con expresión bo-nachona y la actitud desenfadada de aquellos que han pasado por situaciones muy difíciles y lograron superarlas indemnes.

El demonio no tardó en responder:

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—Belcebú, mi querido Jesús, prefiero que me llamen Belcebú o si lo prefieres, jugamos a eso y empiezo a llamarte «Chucho».

Todos rieron, muy a su pesar. Jesús miró al demonio con algo de fastidio, pero con paciencia.

—Llámame como quieras, yo no le doy importancia a esas estupideces.

—Es suficiente —intervino Dios—. Como les venía dicien-do, tengo dos noticias que darles, la mala es que he decidido aca-bar definitivamente con el planeta tierra y la buena es que si algu-no de ustedes me da una buena razón para no hacerlo, les daré, a los terrestres, otros mil años de plazo para que las cosas cambien.

Las noticias fueron tan inesperadas y el Jefe las soltó con tanta naturalidad, que todos los presentes se tardaron un poco en entender la dimensión de lo que acababan de escuchar.

—¿Acabar con el «Planeta Problema»? —dijo casi en un gri-to un querubín ubicado en la parte intermedia de la sala— ¿Por qué?

—¿Por qué crees? —respondió con algo de ironía Dios.—Qué pregunta tan estúpida —dijo por lo bajo el diablo,

aunque, una vez más, todos lo escucharon.—Dije que ya fue suficiente, Belcebú, yo te invité a esta

reunión y puedo echarte si quiero, lo sabes.Belcebú se hundió en su asiento, avergonzado y un poco

asustado ante la perspectiva de que Dios por fin tomara medidas directas contra él. Prudentemente, guardó silencio.

—Bueno, continuemos —continuó el Jefe sin dar más im-portancia a Satanás—. Creo que ponerme a dar razones para des-truir La Tierra sería redundar, así que escucho las razones para no hacerlo y, por última vez, no lo llamen «Planeta Problema».

—Hay más gente buena que mala —dijo el arcángel Zadquiel, que estaba junto a Jofiel, en la primera fila, cuando habló recogió involuntariamente sus alas, delatando que no estaba muy seguro de la solidez de su argumento.

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Dios lo observó son una sonrisa por un segundo y luego contestó:

—Eso es relativo, esa gente «buena» de la que hablas —y cuando pronunció la palabra «buena», recalcó las comillas con sus manos— en su mayoría es gente que no hace absolutamente nada. Su presunta inocencia está basada en el simple hecho de mantenerse indiferente y no tomar nunca partido por nada. Por lo menos con personas como Jack el destripador todos aquí sa-bíamos a qué atenernos, pero esa gente de la que hablas no vive, apenas existe, es como si su única finalidad fuera ocupar espacio y están lejos de cumplir el cometido para el cual nacieron.

—Supongo que tienes razón, Señor —habló de nuevo Zad-quiel.

—Siempre la tengo —dijo Dios y de nuevo hubo risas que distendieron el ambiente.

—Sí, siempre la tienes —dijo de nuevo el arcángel—, pero hay que pensar que así sean pocos hay uno que otro que merece la salvación.

—La verdad es que son muy pocos, no vale la pena, para esos tengo preparado un buen lugar aquí en el Paraíso.

Muy tímido, un ángel de la guarda, uno de los tres represen-tantes de su gremio que estaba presente, levantó la mano.

—¡Jared! —lo saludó Dios, efusivo— Hacía tiempo no te veía.

—Sí, mi señor —respondió Jared, alentado por el entusias-mo de su Jefe al hablarle—, lo que pasa es que el terrestre que me asignaste no hace sino meterse en problemas.

—Por lo menos no puedes quejarte de aburrimiento.—No, la verdad es que no me quejo —respondió Jared con

una sonrisa.—Qué bueno, Jared, esa es la actitud, cuéntame, ¿tienes al-

guna razón?

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—No estoy seguro, creo que es una buena razón, pero supongo que ya lo tomaste en cuenta —Jared se estaba justificando por anticipado, era difícil no hacerlo cuando se tenía al mismísimo creador al frente. Dudó un par de segundos, esperando que Dios dijera algo, cuando se dio cuenta de que tanto él como todos los presentes estaban esperando que siguiera hablando, soltó las dos palabras que constituían su argumento sin mucho convencimiento—. Los niños.

—Los niños en realidad no es que sean buenos, lo que pasa es que no han tenido tiempo.

—O si no, pregúntenle a Hitler —completó Belcebú casi involuntariamente. Dios lo miró con severidad.

—No he dicho nada, deja el drama, Jefe.A todos les sorprendía la desfachatez con que el demonio

se dirigía a Dios, pero este sabía que era simplemente parte de su personaje. También era una de sus creaciones, incluyendo sus problemas con la autoridad, por eso no le dio más importancia y siguió pendiente de lo que todos tuvieran para decir.

—¿Y los animales? —dijo Jesús, creyendo que daba en el punto justo, conocía de sobra la debilidad de Dios por los animales.

—El problema no es con ellos, bueno, tal vez con las ser-pientes —risas generalizadas, el demonio sintió que sus mejillas iban a estallar, Dios continuó—. Pero para todos ellos, incluyen-do a las serpientes, ya creé un planeta igual a la Tierra, solo que en este no voy a incluir seres humanos, eso sería insistir en lo que hace daño.

Jesús volvió a hablar:—Pero los humanos son tus consentidos, ¿de verdad vas a

renunciar a ellos?—No entiendo por qué los defiendes tanto después de lo

mal que te fue cuando fuiste.

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—Todo lo que pasó era necesario, eso me has dicho siempre, que así tenía que ser.

—Como sea, eso ya no importa, te aconsejo que te dejes de apasionamientos y chantajes emocionales, créeme, de ese modo no me vas a convencer.

Silencio en la sala, cuando los dos superiores tenían discu-siones lo más prudente era guardar silencio, eso hasta el demonio lo sabía.

—Si alguien tiene algo más que decir, que lo haga ahora.Pero no había nada, aunque todos, incluyendo a Belcebú,

esperaban que algo pasara para que Dios diera su brazo a torcer. Él no dijo nada tampoco, accionó con aire triste el interruptor de su tablero de mando, su rostro se iluminó con las luces de las pan-tallas y por un rato, con aire melancólico, observó las decenas de botones que tenía ante sí. La verdad es que sí eran sus consentidos y no quería hacerlo. Muy en el fondo sabía que nadie tendría una razón de peso para dar el plazo de mil años a la Tierra, pero igual había querido darles la oportunidad de convencerlo.

Digitó «TIERRA» en el tablero de mando, un segundo des-pués una toma general del planeta surgió en la pantalla principal. Quitó el seguro de un botón rojo y acercó su dedo lentamente, dispuesto a oprimirlo.

En ese momento se escucharon pasos afanados, el arcángel Miguel, el soldado por antonomasia, entró apresurado a la sala de juntas sudando y jadeando, era evidente que había estado traba-jando. Todos lo miraron mientras entraba y se ubicaba en la silla, parecía cansado y muy ansioso.

—Lo siento, Señor. Me atrasé un poco, ya sabe, el trabajo no da espera, mucho menos en el «Planeta Prob...» —sintió un co-dazo de Jesús que lo miró con los ojos abiertos—. Mucho menos en el planeta Tierra —se corrigió a tiempo—, pero ya estoy aquí, ¿me perdí de algo importante?

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Todos miraron con aire de solemnidad al Jefe; el aire se hacía pesado y Miguel miraba para todos lados confundido.

—¿Qué pasa?, ¿alguien me puede explicar?, ¿hice algo malo?Dios sonrió y habló:—No, para nada, lo que pasa es que he decidido acabar con

la Tierra y nadie me pudo dar una razón valedera para no hacerlo, ¿tienes algo que decir?

Miguel enmudeció, consternado y sintiendo el peso de la mirada de todos que, expectantes, veían en él la última esperanza. Cuando abrió la boca para hablar el tiempo pareció detenerse por un momento.

—La verdad es que no, en casos como este lo mejor es empezar de cero, y la verdad es que mi carga laboral bajaría considerablemente. Necesito un descanso, así que, como dicen en la Tierra, «a lo que vinimos».

—Pero Dios, me lo vas a poner muy difícil, ese planeta es casi mío —dijo el Demonio, que presentía que su vida se iba a complicar bastante.

—Ese es tu problema, usa tu creatividad.Belcebú no dijo nada más, se levantó de la silla y salió furio-

so, le esperaba un trabajo duro de ahora en adelante, y la pereza era definitivamente unos de sus pecados favoritos, junto con la envidia, por supuesto.

Dios no esperó más, tenía asuntos que tratar y era obvio que nada más iba a pasar, con nostalgia, pero sin remordimientos, oprimió el botón que decía en letras muy grandes DESTRUC-CIÓN.

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EQUILIBRIO

Oriana observaba, incrédula como siempre, al ave que la invitaba a entrar al elevador. Con sus escasos dieciocho años, no había sido testigo de la

acelerada evolución de las aves. Evolución que las había llevado a tener la estatura de un ser humano promedio, a resolver proble-mas como cualquiera y, lo más importante, a hablar. Aunque lo hacían a su manera, con esos chillidos que se juntaban de manera casi aleatoria para formar palabras. Todo eso y mucho más había sucedido miles de años atrás, y ahora formaba parte de los docu-mentos de historia que tenían que aprender en la escuela.

—Señorita —dijo el ave marrón, que la miraba desde sus ojos profundos y rapaces—, siga, por favor.

Oriana sintió el leve empujón de su hermano Kaleb, que la miró apremiante para que se moviera. Por fin se decidió. Había algo que para ella no terminaba de encajar, pero le encantaba la idea de poder volar como un ave, sin necesidad de usar ningún aparato. Volar de verdad.

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El ascensor, con seis personas en su interior además de Oria-na y Kaleb, se elevó hacia el infinito. No fue sino hasta que atra-vesaron la primera nube, que Oriana tuvo real medida de lo altas que estaban las plataformas de lanzamiento. Cientos de metros después, el elevador, hecho totalmente de cristal, y que solo era uno más de una larga hilera de ascensores, se detuvo, en silencio, tal y como se había mantenido durante todo el trayecto.

Oriana siguió a su hermano hasta un salón, donde otra ave, de casi uno ochenta de estatura, hirsutas plumas negras y blancas y un pico curvado que podría desgarrar cualquier cosa, estaba de pie detrás de un atril, simulando una sonrisa, que en realidad no pasaba de ser una mueca macabra. La evolución no había dado para tanto aún, la sonrisa seguía siendo exclusiva de los humanos. Por alguna razón que no lograba precisar, esta certeza hizo sentir un poco mejor a Oriana. Tomó asiento junto a Kaleb esperando, con algo de ansiedad, a que el gigantesco pájaro diera las explica-ciones necesarias.

—Bienvenidos —se notaba su esfuerzo por sonar lo más hu-mano posible—. Lo que están a punto de experimentar es algo con lo que ustedes, los humanos, han soñado desde casi el inicio de los tiempos. Esperamos sinceramente que lo disfruten al máxi-mo —todos sonreían, excepto Oriana, que empezaba a sentirse sumergida en una especie de película de terror. El ave continuó hablando, levantando una cubierta de plástico que se encontra-ba sobre el atril—. Estos son sus pasaportes, por así decirlo —ocho frascos llenos de un líquido azul brillante reposaban ante sus ojos—. La reacción es diferente para cada ser humano, pero no se asusten, nunca duele, solo tómenlo y salgan por esa puerta —señaló con su ala derecha.

Justo cuando Oriana pensó que nadie se decidiría y empeza-ba a sentir un alivio que, la verdad, no la sorprendía, Kaleb agarró uno de los frascos y tragó el líquido azul en un instante. Como

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era de esperarse, los demás lo siguieron, incluso Oriana, muy a su pesar.

Ingerido el líquido, Oriana notó que no podía parar de reír. La sensación de ligereza era extraordinaria y las plumas que salían de su cuerpo, de un color amarillo encendido, eran, no cabía ninguna discusión, lo más hermoso que había visto en su vida. Miró de reojo a su hermano, que también estaba envuelto en un paroxismo de dicha sin atenuantes, cubierto por unas hermosas plumas color vino tinto.

No había nada que decir, las palabras sobraban. Cruzaron la puerta que minutos antes les habían señalado. Oriana olvidó por completo todas sus reservas, sintió el

viento frío en su rostro, reconfortante. Se encontraban en una especie de plataforma flotante desde la que se veían otras tantas. Los humanos, algunos aún en plena metamorfosis, se miraban entre sí, sin poder creer la intensidad de lo que se sentían. Los que se iban decidiendo se lanzaban al vacío.

Oriana no tardó en imitarlos. Se olvidó de su hermano, de los ojos rapaces de las aves, de

esa mirada que parecía ocultar algo inenarrable. Se olvidó de todo y se dejó llevar por la inmensa sensación de libertad que ahora la embargaba. Sin darse cuenta se alejó de las plataformas, dirigién-dose a campo abierto. Abajo, ahora se veía una especie de isla y algunos sujetos que los observaban. Miró por unos momentos sin darle importancia, por primera vez en su vida era totalmente feliz y solo eso importaba.

Luego empezaron los estallidos.

***

Malik observó el frasco que tenía en su ala por enésima vez, sin decidirse a tomarlo. El líquido verde no parecía muy apetitoso.

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—Malik —dijo su padre—, no pagué una fortuna para que te arrepintieras en el último momento.

—No, papá —respondió Malik—, claro que no —y se tragó el contenido del frasco, convencido de que iba a ser doloroso.

No esperaba semejante certeza de poder, sus plumas fueron reemplazadas por una olivácea piel que, aunque se veía frágil, lograba protegerlo satisfactoriamente. Miró su desnudo cuerpo, percibiendo en detalle cada anomalía del suelo, disfrutando del contraste entre las baldosas del salón y ahora el prado de la isla. Cuando recibió el fusil, no pudo evitar admirar sus manos, es-pecialmente los pulgares opuestos, que a diferencia de los que tenían las aves, en los humanos no se veían como una parodia absurda de algo que parecía no estar en su lugar.

—¡Malik! —exclamó su padre, desde unos metros atrás, con los ojos expresando algo que Malik no pudo descifrar del todo, ¿acaso era asco—. ¿Vas a hacer esto o no? —lo afanó, gritando.

Malik sintió un estremecimiento en toda su piel, sonrió por primera vez en su vida, disfrutando cada instante y apuntó hacia arriba el fusil.

—¿Ves algo que te guste? —gritó su padre.—Sí, señor —respondió Malik—. Hay uno muy bonito de

plumas amarillas, me recuerda a un compañero de la escuela.—¿Y qué pasa con él?—Que lo odio —respondió Malik, otra de las sensaciones

que habían llegado con la evolución, aunque eso, Malik, a sus catorce años, no lo sabía y, por supuesto, poco le importaba.

Apretó el gatillo.

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EN CÍRCULOS

Algo duro y pesado estalló en su rostro. Después todo se volvió gris, y luego ya no hubo nada.Samuel despertó en un lugar oscuro, muy oscuro. El cuerpo

entero le dolía a mares, cada músculo parecía quejarse a gritos. Se sentía como si un camión de varias toneladas lo hubiera arrollado. No recordaba cómo había llegado a aquella oscuridad. Bien po-dría estar muerto porque su mente estaba, casi por completo, en blanco. Se llevó las manos a la cabeza como si quisiera asegurarse de que continuaba allí, sobre sus hombros. Se incorporó con algo de dificultad sintiéndose envuelto en una absurda sensación de irrealidad. La oscuridad era absoluta e insondable, y un inusitado olor a quemado, tenue, pero perfectamente perceptible, domi-naba el ambiente. Intentaba sondear su mente y sus recuerdos, pero no tenía idea de dónde estaba o de cómo había llegado allí, incluso le parecía que un lugar tan oscuro no era posible.

Tal vez sufriera alguna clase de amnesia. Hizo un rápido recuento de recuerdos básicos. Recordaba su nombre, el de sus padres, el de sus dos hermanos mayores. Su abuela materna

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había muerto un año atrás —se alegró al percatarse de que tenía la noción de tiempo intacta—. Vivía solo en un pequeño apartamento desde hacía tres meses, más o menos. Tenía una mascota, un San Bernardo llamado Cujo, que más parecía una vaca pequeña, al que adoraba. Recordaba a sus amigos, recordaba incluso sus programas de televisión favoritos. Estaba claro que no tenía amnesia, pero por más que intentaba no lograba iluminar el espacio oscuro que había en su mente. Su último recuerdo era el de estar acostado en su cama leyendo, con el televisor encendido y después, el sonido del teléfono. No recordaba haber contestado. Desde ahí era como si su mente llegara a un abismo. No era como haber estado dormido, no era que estuviera en su cama y luego donde estaba ahora, realmente podía percibir el vacío, sentirlo en toda su magnitud. Un gran lapso de su vida era ahora en abismo inmenso y al parecer impenetrable, la sensación no podía ser más desagradable.

Dio un paso en cualquier dirección y en ese momento la oscuridad pareció cobrar vida, como si hubiera estado durmiendo con él y ahora se hubiera despertado al sentir que se movía.

De nuevo, la sensación de irrealidad. Se detuvo un momento para pensar en su siguiente movi-

miento, para estar por completo seguro de que era conveniente moverse. Un atisbo de miedo chispeó en su corazón.

Recordó que cuando tenía doce años y pertenecía orgullosa-mente a los boy scouts, algún instructor le había enseñado a él y a varios compañeros más, que en caso de perderse en un bosque, lo mejor era quedarse en un solo sitio y esperar que los encontraran, pero esto no era un bosque, no podía serlo, un bosque no podía ser tan oscuro. Tenía que estar en una especie de cueva donde la luz no llegaba ni por asomo, lo que hacía absurda e inútil la po-sibilidad de quedarse quieto. Lo más inteligente sería buscar una salida. Se sintió levemente aliviado por ese recuerdo, cada vez era

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más claro que no tenía amnesia, lo que iba a facilitarle las cosas, era cuestión de esforzarse un poco, de enfocarse en ello y los re-cuerdos que ahora parecían esconderse en alguna parte aflorarían por sí solos.

De nuevo empezó a caminar, seguro de que si estaba en una cueva, tarde o temprano iba a encontrar una salida; sus piernas pesaban como plomo, pero respondían. Se sentía torpe y tuvo que extender los brazos hacia el frente para evitar chocar con al-guna pared. Claro está, encontrar una pared sería lo mejor, solo tendría que seguirla y de ese modo estaría seguro de no caminar en círculos. La impresión de que la oscuridad estaba viva era cada vez menos intensa. Unos minutos después Samuel caminaba muy despacio, pero con una calmada resignación. «Solo es cuestión de tiempo», pensaba.

Por fin se topó con un muro, era un pequeño triunfo y la confirmación de que no estaba muerto ni en una especie de ab-surda pesadilla. Sintió cómo una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro, lo que hizo que notara algo, algo disparatado y espeluz-nante, algo que no había considerado y que era inadmisible desde cualquier punto de vista.

No recordaba su propio rostro.Trémulo de pies a cabeza, llevó de nuevo las manos a su ros-

tro, al espacio donde debía estar, intentando recuperar el recuerdo de su propia imagen. Se tocaba frenético, pero su cara no tomaba forma alguna en su mente. Fruncía el ceño esforzándose por re-cordar algún rasgo, pero solo podía imaginarse un extraño ser con cuerpo y cabeza, pero sin rostro. Era un espacio en blanco. Apoyó su espalda a la pared y se dejó caer lentamente hasta quedar sen-tado. Fue en ese momento cuando escuchó la voz:

—Samuel —era una voz masculina que le resultó conocida, pero no por eso dejaba de ser sobrecogedora.

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Parálisis casi absoluta, los ojos abiertos de terror, esperando que en cualquier momento una mano fría venida del más allá lo alcanzara. Pero no pasaba nada. Solo silencio. Un denso y sinies-tro silencio.

—¿Quien está ahí? —preguntó Samuel, sabía de antema-no que nadie le contestaría. Lo único que podía escuchar era el sonido de su propia respiración. Aguardó unos segundos más en espera de la catástrofe y, al no pasar nada, poco a poco se fue re-lajando y su respiración volvió al ritmo normal. «Tengo que salir de aquí», pensó, ya con algo de premura, la paciencia empezaba a agotársele.

Avanzó unos cuantos metros y sus pies tropezaron con algo. Fue a dar al piso cuan pesado era. A duras penas logró interponer sus manos para no golpearse en la cabeza. Se quedó en el suelo, acostado boca abajo durante unos instantes, reflexionando sobre lo que debía hacer. Llegó a la obvia conclusión, tendría que seguir caminando.

Existía la posibilidad de que no fuera el único en esa extraña situación, tal vez hubiera más personas en ese lugar, buscando, igual que él, una salida. Tal vez se había tropezado con alguien más, alguien que aún no había despertado, con suerte alguien que si recordara lo que había pasado. Todo se reducía a que las cosas serían más fáciles si no estaba solo, era un pensamiento egoísta, pero no podía evitarlo. A tientas buscó en la oscuridad. Por fin se topó con algo. Con sus dos manos empezó a recorrer una pierna, despacio, y con gran alivio al comprobar que si era otro ser huma-no lo que lo había hecho caer de bruces. Guiándose por el tacto para llegar al rostro y despertar a quien fuera que estaba con él.

—¿Hola? —dijo en un susurro, no sabía por qué, pero se sentía observado.

Llegó al pecho y comprobó que era una mujer. Al tocar unos pequeños y firmes senos, retiró las manos avergonzado.

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—¿Hola?, ¿estás despierta?No hubo respuesta.—¿Hola? —esta vez gritó.Nada. Volvió a tocarla y sin querer, su mano derecha llegó directa-

mente a uno de los senos, pero esta vez no la retiró, simplemente siguió el camino por el cuello hasta llegar al rostro. Cuando lo logró, de nuevo retiró la mano. Se había topado con algo duro y muy suave que no esperaba encontrarse. No era piel, de eso estaba seguro. Respiró profundamente para calmarse y tomar de nuevo impulso. Volvió a llevar sus manos donde sabía que estaba ubica-da la cabeza de la mujer, muy despacio, como alguien que quiere robarse algo, pero no está decidido. Su respiración empezaba a acelerarse de nuevo, aunque a duras penas era consciente de ello.

—¡Oye, despierta! —gritó, y su voz temblorosa se le antojó estúpida.

Una parte de su mente estaba segura de que la mujer esta-ba muerta, pero otra parte, la parte optimista y a veces ingenua, guardaba la esperanza de que la mujer despertara y dijera algo. Sus manos llegaron de nuevo al rostro. Una vez más tuvo el impulso de quitarlas, pero se contuvo. Unos segundos después la sorpresa inicial fue reemplazada por un tremendo estupor. Recorría con las yemas de los dedos el rostro desollado, tratando de convencer-se a sí mismo de que no era hueso lo que tocaba. Pasó las manos por los dientes, por los prominentes pómulos, por la parte frontal del cráneo, por las vacías cuencas oculares. Entretanto, horribles imágenes se formaban en su mente.

Lo más extraño era que no había sangre por ningún lado, y el cabello seguía donde se suponía debía estar. Era un cuerpo de mujer completo, excepto porque no tenía piel en el rostro ni músculos ni sangre. Solamente quedaba el hueso. Pudo imaginar la calavera con su gran sonrisa sin labios, observándolo con su vacía mirada.

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Se puso de pie y buscó de nuevo la pared para poder guiarse. Notó su agitada respiración, se obligó a calmarse. Estaba se-

guro de que perder el control significaría estar perdido. Siguió caminando despacio, pero con la apremiante necesidad de en-contrar una salida antes de que lo que le hubiera pasado a aquella mujer le pasara a él. Trató de imaginárselo, pero fue imposible, a nadie se le podía quitar algo que no tenía, y, en ese momento, sentía que no tenía rostro. «Lo que no recuerdas simplemente no existe», solía afirmar su mejor amigo, que utilizaba ese argumento cuando se pasaba de tragos y al día siguiente se le reprochaba por todas las tonterías que había hecho al estar embriagado, recor-dó sin esfuerzo la voz y el aspecto de su amigo, pero ¿entonces por qué no recordaba su propio rostro? Nunca en su vida había sentido tantas ganas de verse a un espejo, aunque le asustaba un poco no saber con qué se iba a encontrar, era peor sentirse un monstruo.

Caminó por varios minutos sin encontrar nada en su cami-no, solo existían él, la oscuridad y la fuerte sensación de irrealidad que se negaba a abandonarlo.

—Samuel —dijo de nuevo aquella voz que se le antojaba tan conocida, pero no parecía que lo estuviera llamando, era como si se limitara a nombrarlo sin razón. Y luego, silencio.

Esta vez Samuel no se detuvo, al contrario, apuró el paso, el pánico empezaba a ganarle la batalla. Lo único con lo que conta-ba eran sus piernas, sus oídos, su instinto y, claro está, su olfato. El olor a quemado seguía presente, aunque en realidad era lo de menos.

De un momento a otro, el inquietante, pero soportable aro-ma fue reemplazado por algo mucho peor. Un hedor a muerte y putrefacción como nunca había percibido explotó en su nariz. Era tan fuerte que Samuel sentía que se abría paso hasta su cere-bro y disolvía todos sus pensamientos. De sus ojos empezaron a

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brotar lágrimas mucho antes de que fuera consciente de ellas. La fetidez era insoportable a más no poder, parecía que ya ni siquiera había oxígeno en el aire. Samuel intentaba contener la respira-ción el mayor tiempo posible, pero cuando volvía a tomar aire, el miasma parecía metérsele en el cuerpo hasta por la piel. Sintió que se desmayaría, pero tenía la seguridad de que lo último que podía hacer era quedar inconsciente y por lo tanto a merced de cualquier cosa que quisiera dañarlo. Como pudo, se mantuvo en pie, aunque tosía de manera incontrolable.

Un gruñido se escuchó desde arriba. Por reflejo levantó su cabeza, pero lo que fuera que estuviera

encima de él estaba amparado por la oscuridad.De nuevo, un gruñido. Un trozo de algo blando y viscoso cayó en su hombro. Lo tomó en sus manos, parecía un pedazo de carne cruda.

Sin pensar lo llevó a su nariz. El olor a podrido le provocó ar-cadas. No tuvo más remedio que correr. Corrió sin tener idea de adónde se dirigía, solo sabía que tenía que alejarse de aquella apestosa criatura. Mientras corría seguía tosiendo. Por un milagro nada se interpuso en su camino. Poco a poco el olor remitió y, por fin, cuando ya no pudo más, Samuel se detuvo, sintiendo como el ácido láctico atenazaba sus piernas. Respiraba con dificultad, pero ahora a causa de la agitación. De nuevo solo estaba presente el tenue olor a quemado. A punto de recuperarse, sintió que algo pasó a su lado a toda prisa, dejando una vaharada con un fuerte olor a gasolina.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —dijo.No entendía por qué, pero de alguna manera estaba seguro

de que el olor a gasolina era una parte clave en el rompecabezas, volvió a hablar:

—¡Hola! ¿Hay alguien aquí conmigo?

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No hubo respuesta, pero escuchó claramente unos pasos di-rigiéndose a él. Sus nervios alterados no le permitían precisar la dirección exacta por la que se estaban acercando aquellos pasos, pero se hacían cada vez más audibles. Samuel tuvo un momen-to, solo un instante de miedo irracional y luego, agotado física y emocionalmente, se resignó. Aguardó la muerte con estoicismo. Solo esperaba que no le arrancaran la piel del rostro mientras es-tuviera vivo, en ese momento se conformaba con una compasiva muerte sin dolor. Cerró los ojos como lo haría cualquier persona un segundo antes de caer la guillotina, aunque era innecesario, igual no podía ver nada.

Lo que fuera que se estaba acercando decidió detenerse. Samuel pudo sentir el calor que provenía de aquel ser, la

flamígera presencia despedía un fuerte olor a gasolina y Samuel podía oír su respiración que sonaba más como un chillido, lo que le bastó para convencerse de que no era humano. De cuando en cuando escuchaba unos pequeñísimos estallidos, similares a los que se producen en las fogatas cuando el carbón estalla. Ese crepi-tar era, sin saber por qué, lo que más le aterraba. Dio unos pasos hacia atrás, sin darse cuenta, sin ser capaz de hacer otra cosa. El olor a putrefacción volvió, mucho más leve, mezclándose con el olor a gasolina. Pero ahora había otro olor presente, un agradable aroma a madera quemada, a carbón, un olor que le recordaba una parrillada con su familia. Otro recuerdo involuntario que no era más que un intento desesperado de su mente por no dejarse llevar por la locura.

La temperatura aumentaba de manera dramática. La cria-tura empezó a moverse otra vez, solo que muy despacio, como si estuviera disfrutando del suplicio de Samuel.

Samuel sentía cómo el calor era mayor a cada paso que eso daba. En determinado momento, estuvo seguro de que no estaba a más de unos cuantos centímetros de distancia. La temperatura

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era insoportable, era como tener la mano sobre un fogón encen-dido, pero la sensación se extendía por todo su cuerpo.

Algún recóndito instinto de supervivencia sacó a Samuel de su estupefacción. Intentó huir sin importar nada, pero en el último momento, la criatura que tenía en frente lo detuvo to-mándolo por el antebrazo. Samuel pudo escuchar el shhh de su brazo calcinándose. No tenía idea de qué era lo que había asido con tanta fuerza su brazo, pero ya no cabía duda, estaba hecho de fuego, un fuego imposible que quemaba, pero no iluminaba. Un pensamiento fugaz, «tal vez estoy ciego», pasó por la mente de Samuel mientras se sacudía con fuerza intentando zafarse de las abrazadoras llamas. Unos interminables instantes después, lo logró.

Optó por correr en dirección contraria, o por lo menos eso creía, a donde estaba el monstruo de fuego. No corría muy rápi-do, pues aún no veía nada, la oscuridad era absoluta e incluso des-pués de tanto tiempo sus ojos no se acostumbraban. Escuchó una especie de quejido proveniente del monstruo de fuego. Era extra-ñamente parecido a su propia voz, pero mezclada con decenas de voces que parecían pedir ayuda desde el mismísimo infierno. En la mente de Samuel se dibujó una siniestra imagen de personas ardiendo en pailas gigantescas.

Siguió corriendo, aumentando de a poco la velocidad, per-catándose de cómo el monstruo de fuego le pisaba los talones, sin importar lo rápido o despacio que anduviera.

***

Un hombre alto, vestido con una aburrida bata blanca, ca-minaba lacónico por el pasillo. Un trío de jóvenes lo seguía, ob-servándolo con atención y escuchando cada palabra que decía, mientras tomaban rápidos apuntes en sus cuadernos. El grupo

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andaba unos pasos y se detenía frente a las puertas que había de lado y lado del corredor. Durante unos minutos observaban por las pequeñas ventanas con barrotes que dejaban ver el interior de las habitaciones de paredes blancas y acolchadas y hacían sus propias apreciaciones sobre la persona que yacía adentro.

Llegaron a la última habitación.—Este es el último del pabellón —dijo el hombre alto, con

el tono de alguien que ya está cansado de sus propias palabras. Los estudiantes miraron por la pequeña ventana.—¿Por qué tiene una máscara? ¿Qué le pasa? —preguntó

uno de ellos. Una hermosa mujer que miraba a su profesor desde atrás de sus lentes redondos.

—Es difícil saberlo —contestó el profesor—, pero por la expresión en su rostro, creo que está en medio de su alucinación más recurrente.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó un joven con larga cabellera.

—No veo que relevancia pueda tener esa pregunta, pero se llama Samuel, Samuel Barbosa.

El paciente gritó con fuerza e inmediatamente volvió a quedar en silencio, su expresión reflejaba una desesperación inimaginable. Los estudiantes se sobresaltaron, pero el profesor se mantuvo impasible, acostumbrado como estaba a ese tipo de cosas. De nuevo observaron a Samuel desde la ventanilla, con curiosidad. La estudiante con gafas volvió a preguntar:

—¿En qué consiste su patología?—Esquizofrenia paranoide... Uno de los peores casos que

haya tratado.—¿Pero qué fue lo que pasó? ¿Cómo llegó a semejante esta-

do? —preguntó una joven diminuta que miraba el mundo entero desde muy abajo.

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—Es una historia larga y muy triste. Para resumirles, su es-posa murió en un incendio en su lugar de trabajo. Él recibió la noticia mientras la esperaba acostado en su cama viendo la televi-sión. De hecho, en sus pocos y breves momentos de lucidez, ese es su último recuerdo coherente. A partir de ahí solo hay alucinacio-nes. Algunas no son nada extraordinario, pero otras son elabora-das y macabras. La más recurrente es en la que está en una especie de cueva muy oscura sin salida. Algo lo persigue, pero nunca lo alcanza. Algunas veces encuentra a su esposa muerta dentro de la cueva, aunque dice no saber quién es. Asumimos que es ella por la descripción que nos da. A veces se tropieza con una versión de sí mismo, pero con varios brazos y varias piernas, y a veces, simple-mente corre sin rumbo fijo, huyendo de «el monstruo de fuego», como él lo llama. Un ser sin forma definida, pero que parece estar hecho de llamas, es como el villano de un cómic o el argumento de una película de terror barata. Lo hemos tratado con varios medicamentos, pero nada parece surtir efecto y las alucinaciones son cada vez más frecuentes y prolongadas.

La belleza con gafas volvió a preguntar:—¿Cuando recibió la llamada en la que le hablaban de la

muerte de su esposa, se volvió loco?—Tal vez, eso nunca lo sabremos. Se supo de su estado men-

tal tres meses después. Estaba solo en su casa, se empapó con ga-solina la cara y luego se prendió fuego. Es una especie de milagro que no quedara ciego. Cuando lo encontraron, con el rostro des-figurado, reía sin parar. Su madre tuvo un ataque cardiaco a causa de eso. Sigue viva, pero por poco. Preferimos ponerle la máscara, la verdad no es algo fácil de ver.

—Y cuando está lúcido, tomando en cuenta que su último recuerdo es el de la llamada, ¿recuerda que se quemó el rostro?

—No, no lo recuerda —contestó el profesor—. Nos asegu-ramos de que no se pudiese ver en un espejo. Creemos que aun-

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que existe la posibilidad de que verse el rostro lo haga volver a la realidad, lo más probable es que fortalezca su psicosis.

Todos miraron de nuevo visiblemente perturbados, pero en silencio.

—Así es esto —dijo el profesor—, es mejor que se acostum-bren.

Se encaminaron hacia la salida. La diminuta mujer parecía ser la más afectada con la historia. Se quedó atrás del grupo y miró por última vez hacia la celda.

—¿Samuel?, ¡hola Samuel!, ¿me oyes?—Créeme —dijo el profesor—, no te escucha, yo mismo

lo he intentado varias veces, en ocasiones parece reaccionar a mi voz, pero no es más que un reflejo involuntario.

***

Samuel continuaba corriendo hacia ningún lado. Vio una luz a lo lejos. Se animó y corrió más rápido. Por fin se vislumbra-ba una salida.

—¿Samuel? —dijo una mujer— ¡Hola, Samuel!, ¿me oyes?No recordaba esa voz, pero daba lo mismo, ella parecía co-

nocerlo a él.—¡Sí, aquí estoy!, ayúdame, por favor —gritó con fuerza.La luz era cada vez más grande e intensa, se estaba acercando

a la salida, de eso no cabía duda. Por fin pudo distinguir algo en esa luz... Eran..., ¿doctores? Todos miraban en su dirección. Pero ahora parecía que perdían el interés y se iban.

—¡Oigan, esperen! —gritó de nuevo.No importaba, igual ahí estaba la luz y era ahí a donde tenía

que llegar. Cada paso lo acercaba un poco más a la salida. Sintió de nuevo que el monstruo de fuego lo tocaba, esta vez en la cabe-za, en su calva cabeza. No recordaba que fuera calvo. Pero eso era

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irrelevante, por ahora tenía que llegar a la luz. No pudo evitarlo, pudo ser por el tremendo dolor causado

por el fuego, o por simple curiosidad. Tal vez solo quería ver al monstruo de fuego, conocer qué aspecto tenía para estar seguro de que no era producto de su imaginación. Aunque muy en el fondo sabía que era una pésima idea, miró hacia atrás.

Algo duro y pesado estalló en su rostro. Después todo se volvió gris y luego ya no hubo nada.

Samuel despertó en un lugar oscuro, muy oscuro.

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Y LA BOMBA ESTALLA

Lucas cierra los ojos. Da un largo suspiro y se acomoda lo mejor que puede en la dura y ajetreada silla del bus. Se deja

ir..., y la bomba estalla.Lucas, cuyo cuerpo ha quedado reducido a una masa gelati-

nosa y sanguinolenta, observa el caos con creciente fascinación. Ha sido él, pero nadie podrá juzgarlo. Está muerto. Afortuna-damente no cree en Dios, el demonio o el cielo. En lo único que cree es en el infierno, pero este acaba de ser parcialmente destruido por la bomba que acaba de detonar. No se siente ligero, no se siente pesado. En realidad no siente nada. Una especie de estúpida ingravidez. El espectáculo es mejor de lo que imaginó. De los pobres incautos que tuvieron la mala suerte de abordar ese bus y estar cerca de Lucas precisamente ese día, serán pocos los sobrevivientes y morirán dentro de unas horas, tras un largo suplicio. En caso de que, tal vez uno o dos de ellos, logren por fin seguir viviendo, seguro que no será una buena vida.

Los gritos son ensordecedores. Mezclados con los sonidos de las sirenas que se aproximan, conforman una sinfonía maniaca.

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Cuando encuentra el modo de desplazarse, Lucas se ubica sobre una mujer, que con sus últimas fuerzas, en medio de sus esterto-res agónicos, se aferra a su pequeña hija, quien al parecer se que-dó sin rostro. «Por lo menos no puede llorar», piensa, haciendo alarde de esa crueldad a la que nunca dio rienda suelta cuando estuvo vivo —«Si lo hiciera, formaría una especie de asquerosa mescolanza de lágrimas y sangre, como una amalgama de sal y metal, tal y como...».

La llanta trasera del bus coge de lleno un gran bache en la avenida. Lucas, muy a su pesar, sale del trance. Lo primero que piensa es que es lunes.

De nuevo.Otra semana de lenta agonía, de absurda supervivencia sin

sentido. Otra puta semana acaba de empezar. Intenta recordar si se masturbó esa mañana. Está conven-

cido de que masturbarse es como bailar solo: se siente bien y se libera energía acumulada, pero no es lo mismo. Sea como sea tiene por costumbre masturbarse todos los días, y ya son quince años haciendo lo mismo, pero por más que lo piensa no logra recordar si lo hizo esta mañana. Decide que, para no perder la costumbre, lo hará en el baño de la oficina, pensando en las tetas perfectas que se acaba de mandar a hacer la perra de Natalia, la secretaria del jefe. El autoengaño no es su estilo, tiene claro que le dice «perra» porque jamás se lo ha dado y, obvio, jamás se lo dará. Así que si no puede comérsela, por lo menos la puede maltratar en silencio. Es un pequeño consuelo.

Una niña que está en al asiento de adelante, de unos seis o siete años, voltea y le sonríe.

—Hace unos segundos no tenías rostro —dice Lucas en un murmullo y sin poder evitarlo, devuelve la sonrisa. La madre de la niña la obliga a sentarse bien.

Lucas no soporta que lo obliguen a nada. Pero igual, siempre obedece.

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Piensa en su trabajo: «Lo odio».En Natalia: «Perra, una y mil veces».En sus amigos: «Los detesto».En su pequeño apartamento: «Nido de ratas y cucarachas».En Clara, la vecina que siempre ha querido conquistarlo:

«Estúpida».En su madre: «¿Por qué no abortaste?»En sí mismo: «Cobarde patético, entregado a esa especie de

obra de teatro que se repite sin cesar».Ahora observa su tenue reflejo en la ventana y, a través de

este, la ciudad que lo quiere masticar poco a poco.En su mente se dibuja la caja que tiene guardada bajo su

cama hace unos meses, esa caja que, si tuviera los cojones, le daría fin a la eterna letanía que llama vida. A la constante repetición, al agotador hastío. «Algún día», se dice, «algún día». Aún quedan unas veinte cuadras, tiempo suficiente para volver al trance. «Está bien» —piensa—, «vamos de nuevo». Cierra los ojos. Se deja ir de nuevo... Y la bomba estalla.

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SE MUEVEN

Cuando Jorge abrió la puerta del apartamento no notó nada raro, pero luego, detrás de la mesa de comedor, vio a su es-

posa, Tatiana, agazapada en un rincón, los ojos desorbitados, la piel brillante por el sudor, el pelo desordenado, blandiendo un cuchillo con sus manos trémulas. Una punzada de pánico surcó el pecho de Jorge, que abrió los ojos sorprendido y se quedó quieto, con la puerta aún entreabierta, sin decidirse a entrar.

Tatiana ni siquiera se había percatado de la presencia de su esposo, solo miraba al vacío.

—¿Tatiana? —atinó por fin a decir Jorge, con el ceño fruncido.

Ella reaccionó inmediatamente, para tranquilidad de Jorge. Lo observó sin reconocerlo en un primer momento, para luego soltar el cuchillo e incorporarse de un salto, abalanzándose a la humanidad de su esposo, quien cada vez se sentía más confundi-do. Lo abrazó y rompió a llorar, balbuceando algo que Jorge no lograba entender. Él la abrazó también durante unos segundos y luego la apartó para mirarla a los ojos.

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—Cálmate —le pidió—, no entiendo nada de lo que dices, ¿qué pasa?

Tatiana pareció recuperar un poco la compostura, por lo menos lo suficiente para hablar de manera articulada.

—Se están moviendo, te juro que se están moviendo —exclamó con voz entrecortada.

—¿Moviendo? ¿Quién, de qué hablas?—Ellos —respondió Tatiana señalando con su mano iz-

quierda el corredor que daba a las habitaciones—, los muñecos de peluche.

—¿Los muñe…? —Jorge sacudió la cabeza como quien quiere aclarar las ideas. La soltó y se apartó, mirándola con expre-sión severa— ¿Es una broma? ¿Qué quieres decir con eso?

—Se movieron, Jorge, se movieron —dijo Tatiana, a punto de romper a llorar de nuevo—, y la mataron, mataron a Luisa.

Por un segundo, el mundo de Jorge se desdibujó. La angus-tia se apoderó de él en un santiamén.

—¿Qué…, qué dijiste? —preguntó.—Ellos —repitió Tatiana—, ellos mataron a Luisa —dejó

de mirar a Jorge para observar con aprensión la puerta del cuarto de su hija—. Se movieron, cobraron vida. Son asesinos despiada-dos. Cuando me di cuenta de lo que habían hecho no me permi-tieron salir del apartamento. Me arrinconaron. Pero escucharon las llaves en la puerta y corrieron a esconderse. Me salvaste la vida.

Jorge la escuchaba sin dar crédito al montón de sandeces que mascullaba su esposa. No lo pensó más y se aprestó a correr hacia el cuarto de Luisa, su hija de siete años. Tatiana se apresuró a detenerlo.

—¡No! gritó ella, interponiéndose en el camino de Jorge No vayas desarmado, lleva el cuchillo —dijo levantándolo del suelo.

Jorge empujó a su esposa por primera vez en casi nueve años de casados.

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—¡No seas ridícula! —profirió— ¡No voy a entrar con un cuchillo al cuarto de Luisa, la mataría del susto!

Ella lo miró consternada.—¡Pero es que ya está muerta! ¿No lo entiendes?Jorge no lo entendía, esa era la verdad. Corrió al cuarto de su

única hija sin imaginarse siquiera lo que esperaba tras esa puerta.La carnicería con la que se encontró era algo para lo que no

estaba preparado. Su hija yacía muerta en la cama, con profundos cortes en todo su cuerpo, rodeada de peluches inmóviles puestos de cualquier manera. Fueron varios segundos en los que Jorge no pudo apartar la mirada de su hija fallecida. Luisa, enmarcada por la sangre, aún tenía los ojos abiertos, incluso parecía observarlo. Jorge creyó ver que uno de los peluches se movía y hasta le pareció que sonreía, pero eso, por supuesto, era absurdo.

Y de pronto, con una claridad que surgió de la nada, Jorge entendió…

Pudo sentir el abrazo mortal de su esposa. Tatiana, desde atrás, con un movimiento preciso, rebanó el cuello de su esposo de lado a lado. La sangre no se hizo esperar y abandonó el cuerpo de Jorge en un manantial escarlata. Él logró, con sus últimas fuer-zas, volverse para mirarla.

—Te lo dije —murmuró ella con auténtica angustia y mi-rando a todos lados, asustada a más no poder—, son ellos. Se mueven —con el cuchillo, que ahora goteaba sangre, apuntó ha-cia los peluches—, ¡pero no van a poder conmigo, engendros!

Acto seguido dio la espalda a Jorge, que con su último hálito de vida la observó salir de la habitación.

Tatiana se agazapó en un rincón, los ojos desorbitados, la piel brillante por el sudor, el pelo desordenado, blandiendo el cuchillo con sus manos trémulas, la sangre de Jorge escurriendo por sus dedos.

—No van a poder conmigo —dijo con un hilo de voz, mi-rando a cualquier parte—, no van a poder.

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SED O NO SED

Juan tiene hambre, y nada más importa.Siempre ha pensado que la vida le tiene preparadas gran-

des cosas, pero por ahora tiene hambre y no queda más remedio que hacer lo que lleva haciendo los últimos meses en momentos de emergencia.

Tiene hambre, una y mil veces, y no es hambre de haberse saltado una comida, esa vaga sensación de incomodidad que la mayoría de los mortales llamamos «hambre». Lo que Juan está sintiendo es producto de tres días de ayuno casi absoluto, apenas agua y un pan viejo que alguien con «gran corazón» le regaló hace ya más de veinticuatro horas. HAMBRE, con mayúsculas, hambre de verdad.

Ya son varios meses sin empleo y, aunque puso en práctica algunas ideas que parecían buenas en primera medida, al final, y casi sin darse cuenta, se convirtió en un vulgar atracador barato. Siempre se jura que era la última vez, pero después de tres días sin comer, cualquier resolución queda reducida a la categoría de estupidez irrealizable.

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Escoge a su víctima con base en su vulnerabilidad, no tiene energía ni tiempo para complicarse. La viejita no está decrépita ni mucho menos, pero no deja de ser una vieja, y las posibilidades de tener algún problema con ella son casi nulas. La persigue por una par de cuadras hasta que, amparado por la relativa oscuridad de la noche, logra empujarla a un callejón, sin testigos y sin salida.

«Estoy para mejores cosas» —piensa, pero la sencilla re-flexión se disuelve en un segundo. Lo cierto es que tiene hambre, y, después de todo, lo que va a hacer no es tan grave, no pretende hacerle daño a la anciana, solo robarle unos cuantos pesos, lo suficiente para comer algo.

Intenta concentrarse, olvidar por un momento el apremian-te vacío en su estómago. Tiene que interpretar bien su papel, asustarla lo suficiente para que no oponga resistencia.

Se apropia de la situación. Con fuerza, agarra el puñal con su mano derecha y se le acer-

ca a la señora, amenazante. Cuando habla trata de no gritar. Su escasa experiencia en los avatares delincuenciales y uno que otro filme de Tarantino le han enseñado, cuanto menos, que los gritos llaman mucho la atención, y no son tan intimidantes como las palabras pronunciadas en tono normal.

—A ver, viejita marica, suelte todo lo que tenga —lo de «marica» fue sin querer, no es partidario de las «malas palabras», le parecen trilladas.

No hay reacción, la anciana se limita a mirarlo impávida, casi como si no lo hubiera escuchado.

Juan duda, por un instante siente que escogió mal, que esto no va a terminar bien. Pero luego de unos segundos retorna a su personaje y, acercándose más, vuelve a las amenazas, mientras el puñal se hunde de manera perniciosa en la piel del cuello de la señora, un poco más y empezará a sangrar. Ella, al parecer, no ha entendido bien qué es lo que está pasando. Cuando Juan habla,

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abre los ojos, tratando de parecer alguna clase de psicópata. Nada más alejado de la verdad.

—¿No me escuchó? Todo lo que tenga y ya, a menos que quiera terminar tirada en algún potrero.

«Tirada en algún potrero». Es lo más estúpido que ha dicho en mucho tiempo. Y, para colmo de males, ahora la viejita sonríe. Juan no lo puede creer, de verdad la anciana se ve contenta. Ante eso, Juan se siente como un completo idiota, esta señora no tiene una pizca de miedo. O está totalmente loca. Sea como sea, las cosas no están saliendo ni de lejos como Juan las había planeado.

Trata de ordenar sus pensamientos, pero no sabe qué pensar o decir. Incluso el hambre parece lejana, semioculta por la extra-ña certeza de que algo que se sale de su control está a punto de ocurrir.

Juan observa, estupefacto, cómo la señora se eleva en el aire. No siente miedo, solo extrañeza.

A partir de ahí, por lo menos en la cabeza de Juan, todo transcurre con una rapidez pasmosa. Unos enormes colmillos de una blancura imposible se abalanzan sobre él, implacables. Antes de perderse en un manto de color rojo, Juan escucha la espeluz-nante carcajada de la viejita.

Pero nada de eso importa ya, Juan despierta y la sed es inso-portable.

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