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El fuego, en estas cenizas Espiritualidad de la vida religiosa hoy

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El fuego, en estas cenizas

Espiritualidad de la vida religiosa hoy

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Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS» 66 Joan Chittister, OSB

El fuego en estas cenizas

Espiritualidad de la vida religiosa hoy

(3.a edición)

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original en inglés: The Fire in These Ashes

© 1996 by Sheed & Ward Kansas City

Traducción: María Jesús Asensio

y África del Valle

© 1998 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201

E-mail: [email protected] http://www.salterrae.es

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293- 1279-X Dep. Legal: BI-1965-99

Fotocomposición: Sal Terrae- Santander

Impresión y encuademación: Grafo. S.A. - Bilbao

índice

Agradecimientos II

Presentación 13

Introducción: bases para un nuevo comienzo. . . 19

El fuego en estas cenizas 48

Conservar las brasas 55

Camino a la cumbre 68

Tiempo de audacia 82

La espiritualidad del empequeñecimiento . . . . 96

En pos de un Dios que nos llama 108

Convertirse en llama 123

Un testimonio vivo 134

Una llamada a la justicia 142

Una llamada al amor 152

La hora de la elección 166

Luz en la oscuridad 180

La necesidad de una nueva perspectiva 191

Una llamada a la formación 203

Conclusión: estas vidas llameantes 225

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Este libro está dedicado a Maureen Tobin, OSB,

mentora y amiga, en cuya vida he visto la espiritualidad que hace verdaderas estas palabras.

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Agradecimientos

Son muchas las personas que han tenido que ver con las ideas en que se basa este libro. Algunas de ellas las han encarnado en su vida de forma extraordinaria y en un tiempo en el que estos criterios resultan confusos. Otras han reflexionado en voz alta conmigo a lo largo de estos años sobre su desarrollo, a pesar de los problemas y pre­siones del presente. Muchas han contribuido simple­mente con las preguntas, los temores y las preocupacio­nes que se suscitan en épocas de grandes cambios. Unas cuantas me han ayudado haciendo de abogados del dia­blo y poniendo objeciones a la existencia misma de la vida religiosa. Les estoy agradecida a todas ellas por instarme a encontrar valor actual en un modo de vida que ha perdido el aura de la edad de oro y duda que exista la posibilidad de que haya otra en el futuro.

Sobre todo, quiero expresar mi agradecimiento a las personas que se han tomado la molestia de leer el ma­nuscrito pasándolo por el filtro de sus propias vidas y han compartido conmigo las cuestiones editoriales, las preocupaciones y los comentarios que, finalmente, me han permitido mejorar el texto. Estas personas son: Marlene Bertke, OSB, Stephanie Campbell, OSB, Marga­rita Dangel, OSB, Mary Lee Farrell, GNSH, Augusta Ha-mel, OSB, Mary Lou Kownacki, OSB, Mary Rita Kuhn, SSJ, Anne McCarthy, OSB, Mary Miller, OSB, Julia Up-ton, RSM, Linda Romey, OSB, Christine Vladimiroff, OSB, Gail Grossman-Freyne y el Hermano Thomas Be-zanson. A riesgo de haberme equivocado, puede que no haya aprovechado todas sus sugerencias; pero, cierta­mente, he prestado cuidadosa atención a cada una de ellas.

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Estoy, como siempre, particularmente agradecida a Marlene Bertke, OSB, y Mary Grace Hanes, OSB, por la profesionalidad que dan a todos mis manuscritos. Y, es­pecialmente, le doy las gracias a Maureen Tobin, OSB, por su habilidad permanente para dar a mi vida una apa­riencia de normalidad, mientras yo sigo desorganizán­dola intentando escribir a la vez que trato de seguir viviendo.

Además, les agradezco profundamente a Tim y Christine O'Neil, de Dublín (Irlanda), la privacidad que me proporcionaron para poder centrarme en la tarea de escribir.

A mí me ha venido muy bien escribir este libro, y espero que lleve a otras personas a compartir mis pro­pias reflexiones.

Presentación

El mundo en que vivimos no es el mismo que dio ori­gen a la vida religiosa, ni siquiera a la de este siglo. Si la vida religiosa tiene algo que ver con la vida real, la esperanza de reproducirla en los viejos moldes resulta una pura fantasía. Gastar tiempo y energía suspirando por el retorno del mítico pasado mientras el presente gi­ra vertiginosamente a nuestro alrededor, inmerso en las ruinas del racionalismo en el orden social y del dogma­tismo en la Iglesia, no hace más que impedirnos avan­zar por los caminos de la santidad en un mundo post­moderno. Del mismo modo que el pensamiento medie­val fue sustituido por el modernismo científico, la mo­dernidad está dando paso a la globalización. En ambos casos, las premisas acerca de la realidad y la visión del mundo del pasado han demostrado ser inadecuadas para las circunstancias y los avances del presente. Las viejas imágenes de Dios, las antiguas formulaciones teológi­cas de la verdad, los pasados modelos de relación, y los viejos conceptos acerca de los derechos humanos, civi­les, animales y naturales se desmoronan bajo esta pre­sión. En este momento de la historia, aferrarse al pre­sente —y no digamos al pasado— supone, sencillamen­te, deformarlo y ensombrecerlo. Y no es extraño, ade­más, que divida a los grupos y les consuma una energía que debería emplearse en vivir adecuadamente hoy.

La tentación contraria, sin embargo, implica casi el mismo peligro. El intento de crear una imagen de la vida religiosa para un mundo que no conocemos, y para una época que puede que nunca veamos, resta tanta fuerza al presente como cualquier atadura nostálgica al

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pasado. Más aún: en mi opinión, la creación de esa ima­gen no nos corresponde a nosotros, sino que incumbe a quienes vayan a vivirla. Nuestra tarea consiste en vivir bien el momento actual, nuestro tiempo, para que de estas cenizas pueda surgir con confianza y valor el modelo futuro.

El problema es cómo hacerlo. Son cada día más los religiosos desilusionados por la constante reflexión so­bre unas formas de vida religiosa ya pasadas, así como por las interminables incursiones en la especulación acerca del futuro. Quieren saber si el presente prueba de algún modo que la vida religiosa sigue mereciendo el sacrificio continuo de sus vidas. ¿Posee aún algo vivifi­cante? ¿Contiene algo lo suficientemente valioso como para permanecer en ella? Los nuevos miembros quieren saber si merece realmente la pena lo que ellos van a ha­cer y a ser. También los laicos quieren saber en qué con­siste hoy la vida religiosa. Fuera cual fuese su idea ante­rior respecto del convento, el hábito, el horario y las costumbres conventuales, por lo menos sabían en qué consistía esa vida religiosa. Pero ahora ya no están tan seguros.

Todos los días, los religiosos conscientes se enfren­tan a los interrogantes habituales en la vida religiosa: ¿no estoy desperdiciando mi vida en este lugar? ¿Habrá alguien que se atreva a entrar? ¿Cuál es la esencia espi­ritual de la vida religiosa, si es que le queda alguna? ¿Está la vida religiosa muriendo, resurgiendo o ambas cosas a la vez? Estas preguntas son muy reales. La ten­tación consiste en responderlas en función de los mode­los del pasado o de las proyecciones de futuro. Pero la respuesta verdadera —obvia y dolorosa, evidente y excitante al mismo tiempo— es la siguiente: sólo hay un lugar santo, y es el aquí y el ahora.

Este libro trata de la vida religiosa aquí y ahora, no del valor de su pasado ni de la posible configuración de su futuro. Y hace una sola pregunta: ¿qué es lo que constituye la espiritualidad de la vida religiosa contem-

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poránea, si es que es posible identificarlo? ¿En qué con­siste hoy la santificación? ¿Cuál es la función actual de la vida religiosa? ¿Cuáles son las virtudes que se exigen hoy a los religiosos —unas virtudes que requieren per­sonalidad y que ponen a prueba el compromiso—, a fin de que el mundo se acerque más al reino de Dios y el in­dividuo a la Verdad de la vida?

Me encantaría poder decir que todo esto se me acaba de ocurrir; resultaría tan creativo e innovador... La realidad, sin embargo, es que el proceso de este libro me ha llevado más de treinta años. Durante este período de mi existencia he observado la vida religiosa tanto desde un punto de vista profundamente personal como desde una perspectiva internacional pública y tanto desde el último tramo de la escala institucional como, al igual que Simón el Estilita, desde la cumbre de la misma, es decir, como joven monja antes del Vaticano n y como administradora nacional durante las décadas siguientes. La he observado de cerca en conventos desde Washing­ton a Roma, de costa a costa, desde Erie (Pensilvania) a Australia y a la inversa. He moderado, presidido, entre­vistado, organizado y reflexionado sobre la vida religio­sa a través de todas las fases del proyecto de renovación. Como teórica de la comunicación y científica social, he buscado siempre señales de vida y signos de santidad, me he preguntado qué aportaba y qué no aportaba vida a las comunidades religiosas, a pesar de los avatares del cambio. Y este libro es un cúmulo de respuestas a estas preguntas.

También me encantaría poder decir que este libro contiene un proyecto de futuro. Y, en cierto sentido, así es, pero sólo para quienes reconocen el futuro en el pre­sente. Los religiosos experimentados necesitan redefinir la espiritualidad de sus vidas y reconocer que el ascetis­mo puede haber cambiado, pero no la naturaleza y la ca­lidad de la vida. No deben escudarse en el compromiso contraído —aferrándose desesperadamente a las viejas formas de vida religiosa sólo porque no reconocen las

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nuevas y recuerdan el pasado como un mundo más apa­cible—, sino intentar descubrir qué compromiso se les exige realmente hoy. Los religiosos más recientes tienen que comprender que no todos los síntomas de las comu­nidades actuales son de decadencia, sino que con fre­cuencia generan nueva vida. Deben resistirse a refugiar­se en el romanticismo. No deben sentirse asustados por la incertidumbre ni deprimidos por la insignificancia, sino que deben ser capaces de ver la enorme energía del proceso. Elegir bien una espiritualidad supone no bus­carla entre las cenizas del glorioso pasado ni en el sueño de un brillante futuro, sino entre los desafíos del pre­sente. «Busca a Dios, no dónde vive Dios», nos enseñan los monjes del desierto. En este momento hay un traba­jo que hacer, un misterio que vivir, que es esencial para que el Espíritu arda en nuestro tiempo. Después de todo, la vida religiosa no es la única institución del mundo que está envejeciendo en medio del cambio, sometida a examen, necesitada de nueva energía, pero con la espe­ranza de una nueva visión. Después de veinticinco años de transformación social, para que los religiosos hagan una gran aportación al proceso de cambio de otros gru­pos, tanto de la Iglesia como de la esfera pública, basta con que logren articular dicha visión.

Aunque creo sinceramente que la configuración de los ideales espirituales contemporáneos desarrollados en este trabajo puede servir para cualquier tipo de co­munidad religiosa —con votos o sin ellos, célibe o no—, sea cual sea su clase, su composición o su misión, este libro no pretende hablar de nuevas formas de vida religiosa, sino de la ardiente santidad necesaria para vivir esta forma de ahora, intermedia entre la antigua y muy digna de respeto y la nueva que surge, la que está abriendo nuevos caminos, la que se está formando en un mundo que se tambalea ante el proceso incesante de cambio en un momento de transición histórica.

En otras palabras, este libro quiere ser un mensaje de aliento para aquellos que mantienen el proyecto de la

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vida religiosa de este momento —jóvenes y viejos, nue­vos o antiguos miembros— y que intentan reflexionar sobre su objetivo, sus beneficios y su valor en un perío­do en que está más de moda hablar de su muerte que de su resurrección.

El tema y el título del libro proceden del vocablo gaélico grieshog: mantener latentes los viejos fuegos para encender otros nuevos.

Las ideas aquí expuestas son mías, por supues­to, pero no del todo; las veo por doquier. Suelen surgir y subsistir desapercibidas, inadvertidas e ignoradas, en los heroicos religiosos de estos tiempos que, llenos del Espíritu e inflamados de vida, entierran las brasas y avi­van la llama de un mundo aún invisible, pero cuya lle­gada es segura. En ellos pervive el rescoldo de la vida espiritual que no sólo hace a la vida religiosa contem­poránea verdaderamente religiosa, sino que también hace posible la futura.

* * *

El fuego en estas cenizas es un llamamiento a los reli­giosos, hombres y mujeres, a convertirse en una «abra­sadora presencia» del Espíritu de Dios en el mundo actual. Pero es también profundamente oportuno para cualquiera que trate de desarrollar una espiritualidad contemporánea.

Una lectora del libro de confesión episcopaliana di­jo lo siguiente: «Me ha resultado apasionante y suma­mente iluminador. Puede gustarle a personas de muy distintas procedencias, y creo que los hombres y las mujeres que pertenezcan a una orden religiosa lo devo­rarán con avidez».

Las preguntas que figuran al final de cada capítulo —fruto de un grupo de estudio dirigido por Mary Lou Kownacki, OSB— están destinadas a ayudar a los indi­viduos y a los grupos de esas distintas procedencias a

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lidiar con las profundas cuestiones, los apasionados de­safíos y las urgentes invitaciones ofrecidas por la her­mana Joan.

Aunque El fuego en estas cenizas está orientado a la vida religiosa contemporánea, muchos de los valores y de las experiencias examinadas en este libro son aplica­bles a todos los seguidores de Jesús. Los temas tan apa­sionadamente tratados por la hermana Joan —el com­promiso, los votos, la obediencia y la conversión— son centrales en las vidas de cuantos buscan a Dios.

Las mencionadas preguntas son sumamente opor­tunas para cuantos viven la vida religiosa convencio­nal, pero pueden adaptarse fácilmente a la comunidad cristiana en general. Tanto las comunidades de fe como los grupos parroquiales, e incluso los cristianos indivi­duales, pueden beneficiarse de las intuiciones de este libro. Animamos al lector a adaptarlo o a seleccionar las preguntas que encajen con sus necesidades y con su situación.

En el libro, la hermana Joan cita a Catherine de Hueck Doherty: «No me habría gustado vivir sin haber inquietado alguna vez a alguien». Después de leer El fuego en estas cenizas, el lector estará de acuerdo en que la hermana Joan, como los profetas de todos los tiempos, inquieta a la gente con la palabra de Dios. Esperamos que el lector encuentre este libro tan inquie­tante que cambie su vida y le impulse a inquietar a otros por el bien del Evangelio.

1 Introducción:

bases para un nuevo comienzo

Nuestra época es, cuando menos, una época difícil para las comunidades religiosas. Los días de gloria de las enormes congregaciones, los noviciados rebosantes y las instituciones prósperas hace mucho que han pasado para la mayoría de las comunidades, pero siguen siendo claramente recordados. Quedan algunos religiosos nos­tálgicos del pasado que se preguntan qué ha ocurrido con sus vidas. Otros religiosos —que han ingresado más recientemente, sea cual sea su edad, cuya vida reli­giosa depende más de lo que ellos construyan que de lo perdido de otra época— están cansados de oír hablar del pasado, pues, en su opinión, se trata de una historia anti­gua que no tiene nada que ver con ellos ni con su desa­rrollo espiritual. Su pensamiento se sitúa en el presente en cuanto a los objetivos, la dimensión evangélica y el significado en su realización personal. Lo que quieren es un presente vivo, pero en la crónica de la renovación encuentran poco que tenga que ver con ellos y con su vida espiritual. Nada, en mi opinión, podría estar más lejos de la verdad. Si no entendemos la herencia de la renovación, sus ideales y sus circunstancias, así como su teología y sus aberraciones sociales, será completa­mente imposible que comprendamos por qué hacemos lo que hacemos en el presente. O lo que debemos hacer a continuación. No podemos configurar deliberadamen­te una espiritualidad contemporánea, así como un estilo de vida humano o un ministerio eficaz, si no sabemos por qué actuamos como lo hacemos. La forma que le

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damos al presente depende de la comprensión que tene­mos de él. Cualquier otra posibilidad no será, en el me­jor de los casos, más que buena voluntad desorientada.

Hay pocos ejemplos de cambio social tan profun­dos, tan globales o tan determinantes como la reestruc­turación que ha tenido lugar desde 1965 en la Iglesia católica en general y en las órdenes religiosas católicas en particular. La clausura del Concilio Vaticano n marcó el comienzo de más de veinticinco años de experimen­tación y adaptación social de antiquísimos grupos de re­ligiosos (especialmente mujeres), tanto monásticos co­mo de vida apostólica, lamentablemente fuera de sinto­nía durante cientos de años. Hay datos históricos y aca­démicos más que suficientes para justificar la pregunta de si una reestructuración tan importante en institucio­nes tan establecidas —o en cualquier institución— es siquiera posible. La sociología y la psicología social son cementerios de famosas instituciones que no pudieron superar períodos de cambio social. Pero además de las consideraciones organizativas, hay al menos el mismo grado de duda teológica sobre si la vida religiosa es via­ble, necesaria o al menos deseable en este nuevo mundo de la «vocación laica» y del «sacerdocio del pueblo», en el que tanto se insiste últimamente. En un período de declive numérico, es importante preguntarse si no esta­remos asistiendo a la desaparición de una mano de obra eclesial antaño importante, pero ahora, «a la vista del nivel educativo adquirido recientemente por la pobla­ción católica en general», en buena medida innecesaria.

La mera pregunta sirve para evaluar la magnitud del malentendido que envuelve la noción del papel de la vida religiosa. La realidad es que la vida religiosa nunca ha pretendido ser simplemente mano de obra de la Igle­sia, sino que quería ser una presencia abrasadora, un paradigma de búsqueda, un signo del alma humana y un catalizador de la conciencia en la sociedad en que sur­gió. Ninguna comunidad religiosa se propuso nunca hacer todo lo que era socialmente necesario en un área determinada. Los religiosos, sencillamente, hacían lo

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que quedaba sin hacer, para que los demás se dieran cuenta de la necesidad de hacerlo también.

La confusión que la pregunta pone de manifiesto puede provenir del hecho de que la vida religiosa, cual­quier forma de vida religiosa, siempre se planteó como una forma alternativa de vida cristiana que difería del estado matrimonial o de la soltería simplemente por sus dimensiones comunitarias. Cuando, en el siglo xi, el papa Urbano n, un monje, intentó definir el recién naci­do grupo de los Canónigos Regulares de san Agustín sobre la base de lo que hacían, más que de lo que eran —a fin de distinguirlos de la única forma de vida reli­giosa que él conocía—, la noción de los tipos, las for­mas y las funciones de la vida religiosa adquirió una profunda dimensión para el futuro de toda la Iglesia. Quizá el problema resida en haber puesto demasiado énfasis en la relación de la vida religiosa con la misión de la Iglesia, en lugar de en su relación con el misterio de la misma. La pregunta es «¿Qué hacen los religiosos en la sociedad?», en lugar de «¿Qué deben ser los reli­giosos en la sociedad?», y este cambio de planteamien­to modifica totalmente la cuestión.

Se ha prestado tanta atención a la definición de los tipos y a las distinciones entre las órdenes, que el com­promiso con la vida religiosa gradualmente se ha ido concibiendo más como una forma de vida canónica que como una forma de vida carismática, más como un con­junto de reglas que se deben seguir que como un con­junto de ideales a los que tender. Se ha llegado a consi­derarla más como un servicio que como un signo. Des­graciadamente, las repercusiones de esas diferencias de perspectiva, sutiles pero muy reales, son catastróficas. Si nuestro principal interés reside en el trabajo que los religiosos realizan, cuando el trabajo pierde relevancia —por la razón que sea—, es la propia vida religiosa la que se pone en tela de juicio. Si, para confirmar su va­lor, miramos más a sus estructuras canónicas que a sus impulsos carismáticos, cuando sus formas de organiza­ción cambian, puede que no podamos reconocerlo. Si lo

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que da validez a la vida religiosa es el servicio que pres­ta, más que el testimonio que da; cuando el servicio se ha realizado, la vida corre el riesgo de convertirse en un anacronismo.

Ahí reside quizá la explicación de la situación actual. La revitalización de la vida religiosa no consiste en redefinir sus formas, sino en reavivar su significado, su derecho a seguir teniendo sentido ante las nuevas in­quietudes y las realidades actuales, tanto institucionales como filosóficas. El mundo que está cambiando a nues­tro alrededor nos cambia también a nosotros. Sencilla­mente, no podemos permitirnos el lujo de quedarnos con los brazos cruzados. Lo importante es que, en nues­tro celo por salvar la institución, no destruyamos la vi­da. Lo importante es que lleguemos a ser lo que debe­mos ser en un mundo que, en medio del torbellino de un nuevo comienzo, nos arrastra con él.

La vida religiosa contemporánea se ha visto profun­damente afectada por cuatro elementos comunes a todas las instituciones, como entidades sociológicas, en este momento de la historia. La cultura ha condicionado su forma; el feminismo ha centrado su discurso; la inser­ción en la sociedad ha difuminado su presencia; y la inculturación ha agudizado sus percepciones y ha di­versificado sus expresiones. Como consecuencia, la vida religiosa ya no vive fuera del mundo real, como en el pasado, e incluso en el pasado inmediato, cuando res­pondía más a patrones medievales que a la teología con­temporánea. Ahora, por el contrario, está tan inmersa en el presente que puede quedar oscurecida en la sociedad actual, a no ser que se transforme más en un estímulo que en una sombra.

La historia es un buen aliado de la vida religiosa, pero también una remora de inmensas proporciones. El sentido de la historia evita que la vida religiosa absolu-tice sus formas decimonónicas. Pero, al mismo tiempo, su larga existencia puede también forzar a la vida reli­giosa a atesorar un pasado indudablemente singular pe­ro inútil. Es importante recordar, pues, que esos mismos

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cuatro elementos sociales —la cultura, el feminismo, la inserción y la inculturación— han sido durante mucho tiempo factores sociológicos que han condicionado la eficacia y la orientación de la vida religiosa. El proble­ma es que rara vez han sido mencionados y con dema­siada frecuencia se han petrificado en el tiempo, hasta el punto de que el valor de la vida religiosa era lo único digno de su glorioso pasado pero agónico presente.

La vida religiosa ha decaído en todos los momentos de cambio importantes de la historia; pero, al mismo tiempo, también ha resurgido en cada uno de dichos momentos. La dificultad estriba en elegir una de estas posibilidades en lugar de la otra. En épocas de cambio social significativo, algunas personas reaccionan afe­rrándose al pasado con más fuerza aún, y otras ignorán­dolo por completo. Nuestra época no ha sido diferente. Durante veinticinco años, las congregaciones religiosas han tenido que afrontar tanto rígidos conservadurismos como impetuosas revoluciones. También hoy el proble­ma consiste en saber qué dimensiones de cada una de estas cuestiones afectan a la vida religiosa en el momen­to actual, qué conflictos y qué posibilidades proféticas ofrecen a la eficacia actual de la vida religiosa, qué necesidades humanas satisfacen y qué aspectos condu­cen al declive de la vida religiosa, mientras otros con­tienen semillas de futuro.

La relación entre cultura y vida religiosa

La relación entre cultura y vida religiosa es sumamente estrecha. A lo largo de todos los períodos de la historia, la vida religiosa ha sido una fuente de ilustración social, un centro de enseñanza y un ámbito de liberación per­sonal, así como de crecimiento espiritual. En una etapa de la historia, la vida religiosa fue fundamentalmente un retiro para gente intensamente espiritual que sentía que el camino para una vida mejor consistía en la negación de la vida presente. En un período posterior se convirtió

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en un refugio para viudas piadosas. En otro momento acogió a miembros devotos de la realeza, hasta tal punto que, en el siglo xi, en muchos lugares la vida monástica era monopolio espiritual de la nobleza, por ser la única que podía otorgar las dotes necesarias para mantener las comunidades. Sin embargo, más tarde aún, hasta bien entrado el siglo xx, la vida religiosa revivió de nuevo, en esta ocasión como centros de consagración para mu­jeres de todas las clases sociales. En ella, las mujeres encontraban la oportunidad de dedicarse a las grandes cuestiones de la vida y del desarrollo humano superan­do el ámbito del que habrían dispuesto dentro de los confínes del matrimonio, tal como estaba estructurado. La mayoría de las mujeres de entonces, e incluso de ahora en muchas partes del mundo, se dieron cuenta de que, como mujeres, se verían relegadas a los márgenes del sistema universitario masculino, si es que se les per­mitía acceder a él, y excluidas casi por completo de las profesiones y los puestos públicos, de la reflexión sobre las grandes cuestiones de la vida y del colectivo de pen­sadores que forjaban los sistemas y definían las leyes. La vida religiosa, y sólo la vida religiosa, garantizaba a la mujer un grado real de autonomía interna y de expre­sión personal, por limitado que fuera.

Evidentemente, la vida religiosa reflejaba las reali­dades sociales del mundo circundante, así como la evo­lución de las personas inmersas en él, y respondía a ellas, incluso en los períodos en que parecía más deci­dida a apartarse de las ocupaciones y preocupaciones del resto de la sociedad. La vida religiosa, más que un simple estado de metódica búsqueda espiritual, brotaba del terreno que la rodeaba. En algunos períodos de la historia, las congregaciones religiosas revitalizaron la cultura de su entorno; en otros, simplemente reflejaron lo peor de la misma. Pero es preciso no olvidar que nunca se liberaron de ella.

Dado que la vida religiosa surge de una cultura para desafiarla, también encarna esa cultura en la mentalidad y las personalidades de sus miembros, así como en las

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actividades y en las cuestiones de su tiempo. Cuando la vida religiosa no logra responder a estos cambios de ideas y prioridades, le falla a su cultura, y ésta la recha­za. La vida religiosa debe ser una respuesta consciente y creativa a la cultura en la que existe o no será, en el mejor de los casos, más que una piadosa apariencia de vida espiritual, un ejercicio terapéutico de búsqueda de una satisfacción personal.

Por medio de su misma inmersión en la cultura de la que brota, la vida religiosa pone de manifiesto las ne­cesidades de la sociedad que la circunda, refleja sus luchas, se convierte en un signo que enjuicia sus pre­guntas o en un signo de decadencia cuando se distancia de las mismas. Los personajes religiosos que hicieron de las grandes preguntas de la humanidad el eje de sus vidas han sido considerados por todos los pueblos de todas las culturas, tiempos y lugares como una luz en medio de las tinieblas espirituales, como la memoria de lo más esencial de la vida.

Es importante, pues, caer en la cuenta de que la vida religiosa no es un estado de vida perfecto para gente perfecta; no es un estado de vida del que ni siquiera se suponga la perfección, sino un estado de vida en el que se cuenta con el esfuerzo, y el fracaso se da por supues­to, y cuyo contenido lo constituye más la búsqueda humana que la engañosa noción de la impecabilidad. Sólo desde el reconocimiento de su fragilidad, puede tener esperanza la condición humana, tal como procla­ma la vida religiosa en cualquier parte. Un cuento monástico, por ejemplo, habla de unos viajeros de otra época que intentaban averiguar el propósito de un monasterio. «Pero ¿qué es lo que hacen en el monaste­rio?», preguntaron a un anciano monje. Y él respondió: «Caemos y nos levantamos; caemos y nos levantamos; caemos y nos volvemos a levantar». La búsqueda, no la perfección, es el auténtico objetivo de la vida religiosa.

Los propios religiosos reflejan las luchas de su tiem­po identificándolas, afrontándolas, abordándolas en sus propias vidas, no huyendo de ellas, como si la espiri-

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tualidad consistiera en evadirse de las grandes cuestio­nes del momento. En otras palabras, la vida religiosa, en sus incansables esfuerzos por evaluar, sopesar y propor­cionar energía espiritual a la cultura de la época, pone de manifiesto ante cualquier pueblo y en cualquier perí­odo de la historia los aspectos que se deben abordar para que la cultura asuma sus demonios, transmita sus dones y desarrolle su propia sabiduría.

No resulta, pues, sorprendente que en la cultura con­temporánea la vida religiosa sea un reflejo de los mis­mos problemas que afectan al conjunto de la sociedad. Cuestiones como la independencia, el consumismo, el individualismo, la comunidad, la satisfacción personal, la sexualidad, la moralidad pública y la vida espiritual son conceptos clave hoy en las congregaciones religio­sas, al igual que en la sociedad en general. Una socie­dad consciente de la dimensión cultural de la vida reli­giosa no puede aceptar, como sucedía en el pasado, que la respuesta espiritual a las corrientes sociales de la época consista en una serie de fórmulas, prescripciones, reglas, horarios, superiores y en la represión de las acti­vidades humanas. Por el contrario, el fracaso a la hora de desarrollar una forma de vida espiritual capaz de afrontar estos problemas e ir avanzando hacia una solu­ción para que otros, al ver que es posible vencer en la lucha, puedan caminar por la misma senda con confian­za es síntoma de adolescencia religiosa en lugar de madurez espiritual.

La elección entre el declive y la renovación de las comunidades religiosas en un momento de importantes cambios culturales depende del acierto que dichas comunidades tengan a la hora de identificar los valores perdidos y las principales necesidades de una cultura y sacarlos a la luz para que sean objeto de reflexión y sus­citen una respuesta. El peligro de la renovación reside en que las congregaciones religiosas reflejen la cultura pero no logren desafiarla.

La revitalización de la vida religiosa no estriba en diferenciarse de la cultura en cuyo suelo crece, sino en

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que los religiosos conserven los valores culturales nece­sarios para salvarla. Y dicha revitalización tampoco re­side en la separación simbólica del mundo, sino en que los religiosos sean auténticos administradores de lo me­jor que hay en él. La historia es una clara prueba de ello.

Frente al patriarcado romano, el «benedictinismo» floreció porque ofrecía un nuevo modelo de comunidad humana compuesta por libres y esclavos, ricos y pobres y laicos y clérigos, en la que todos eran iguales, podían hacer oír su voz, se servían recíprocamente y buscaban la profundidad espiritual en lugar del poder secular. En un entorno inseguro y bélico, los benedictinos ofrecían su hospitalidad a todos y proporcionaban orden y esta­bilidad a un mundo tambaleante desde la caída de las sólidas instituciones del Imperio Romano. Francisco de Asís se enfrentó al mundo con la primera protesta for­mal contra la inmoralidad de la riqueza, abrazando vo­luntariamente la pobreza en solidaridad con los despo­seídos. Frente al codicioso orden comercial que estaba emergiendo rápidamente y que con el tiempo reduciría a pueblos enteros a la pobreza, al mismo tiempo que enriquecía más de lo admisible por la conciencia a unos cuantos, fue Francisco quien realizó la primera crítica. En los siglos siguientes, las congregaciones apostólicas de nueva formación aportaron los valores de la asisten­cia universal y la preocupación por todos en un mundo clasista y cada vez más insensible. La compasión, la in­serción y la potencialidad humana eran los problemas culturales de la época inmediatamente anterior a la nuestra, y la libertad, la igualdad y la fraternidad, el gri­to de liberación de quienes durante siglos habían sido siervos y plebeyos. La respuesta de los religiosos a una cultura en la que el clasismo sofocaba la vida de las per­sonas nacidas inteligentes pero no ricas consistía en prestarles la mejor asistencia, proporcionarles una edu­cación que les hiciera competentes y darles la confian­za necesaria para formar parte de una sociedad que no se preocupaba por ellos en absoluto. Y triunfaron y flo­recieron, pero no por lo que hicieron, sino por lo que

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aportaron a la sociedad por ser lo que eran: contempla­tivos críticos y profetas apasionados en la época en que vivieron.

¿Para quién ha sido profética la vida religiosa en las culturas anteriores a la nuestra? Para una multitud de personas humildes que, sin el compromiso de los reli­giosos de su tiempo con unos valores que no eran los vi­gentes en la época, habrían sido pulverizadas por el sis­tema y marginadas de la civilización teniendo que valer­se por sí mismas: personas analfabetas, abandonadas, moribundas y privadas de los derechos ciudadanos.

El desafío para la espiritualidad contemporánea y para los religiosos de nuestro tiempo reside, pues, en el hecho de que las grandes cuestiones culturales de la vi­da han cambiado de nuevo. La educación se ha genera­lizado; la atención sanitaria es una responsabilidad na­cional; y el sufragio y la legislación laboral hace tiem­po que han quedado establecidos. Ahora, la globaliza-ción, la ecología, la esclavitud industrial, la paz, el vacío espiritual y el sexismo se han convertido en los temas de esta época, en el quid de la supervivencia humana y en la piedra de toque de todas las instituciones.

No hay un solo niño de seis años que no esté ya enfrentándose a las cuestiones de la cultura americana, al que no se le imbuya la independencia, que no esté inmerso en el consumismo, que no sea alentado a dedi­carse a su propio yo y al que no se eduque en la auto-complacencia y el narcisismo. Todas estas cosas forman parte de la cultura y, por consiguiente, también de ellas debe ocuparse la vida religiosa en este momento de la historia. Son las cosas que deben marcar a sus aspiran­tes y atormentar a sus expertos, así como configurar sus prácticas espirituales, guiar sus reflexiones y constituir un desafío para su voz. Los religiosos deben prestarles atención si quieren ser útiles a alguien en esta cultura, deben explorar los signos de los tiempos y no compor­tarse como piadosos intelectuales al margen de ellos ni como burócratas institucionales ni como asistentes so­ciales, o correrán el riesgo de ser una subcultura sin ob-

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jetivo, de existir sólo para sí mismos, de ser fugitivos espirituales donde deberían haber sido una luz inspira­dora, y de encarnar una vida religiosa que nadie quiere.

Es misión de la vida religiosa plantear las cuestiones de la época a la conciencia de la cultura para que ésta tenga una compañía y un estímulo espirituales a lo largo del camino.

Lo que aún está por ver de nuestra generación es si los religiosos de esta época se han liberado lo bastante de su herencia cultural de privacidad, desarrollo indivi­dual, individualismo y religión personal como para pro­pugnar un nuevo conjunto de valores. Las antiguas cuestiones, aquellas a las que respondíamos tan bien —la libertad de conciencia, la educación y el pluralismo religioso—, son ahora moneda corriente. Las cualida­des que en el pasado se nos dijo que nos santificarían —una obediencia de tipo militar, una especie de aisla­cionismo religioso y los excesos de la renuncia— no son las virtudes que nos santificarán ahora. Al contrario. El antiguo sistema de valores basado en el rendimiento, la seguridad y el provincianismo ha derivado en un alto grado de dominación económica, militarismo y chauvi­nismo nacional que está llevando a Occidente a un nue­vo tipo de degeneración moral. Lo que ahora se necesi­ta es un modelo de compasión política, universalismo y un planteamiento ecológico de la vida, la justicia y la paz para que el planeta sobreviva y todos los seres hu­manos vivan una vida digna. Queda por descubrir si los religiosos de nuestro tiempo guardarán para sí estos va­lores o se consagrarán a hacérselos patentes a los demás.

Lo que la vida religiosa necesita ahora es cultivar unas virtudes y disciplinas espirituales que permitan a los religiosos responder a estos nuevos problemas con energía, consciencia contemplativa y un enfoque común.

Es evidente que, en nombre de la perfección religio­sa, hay una vuelta a los temas internos, pero el auténti­co compromiso religioso debe ser radicalmente público

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si el Evangelio al que decimos servir ha de hacerse real en nuestras vidas. La verdad es que nadie necesita reli­giosos centrados en los temas del pasado en nombre de la vida religiosa. No sólo tal empeño es irrelevante hasta el absurdo, sino que falsea la cuestión misma de la san­tidad, que no consiste en el cultivo de la infancia espiri­tual, sino en la formación de santos, es decir, de perso­nas que aceptan el mundo tal como es y que, al tratar de aproximarlo al Reino de Dios, ellos mismos se acercan también a él.

El feminismo

La cultura, no obstante, no es el único factor que deter­mina la configuración y el significado de la vida reli­giosa contemporánea, puesto que también el feminismo ha encontrado un lugar en ella. No es la primera vez que el papel de las mujeres y sus problemas han hallado un medio de expresión en la vida religiosa, porque puede que nuestras antepasadas no fueran «feministas» en el sentido político de la palabra, pero, sin duda alguna, eran mujeres en busca de su propia humanidad.

Durante más de mil quinientos años, las comunida­des de mujeres han sido independientes de las organiza­ciones religiosas masculinas, han gobernado sus propias instituciones, han llevado a cabo sus propias obras y han proyectado, gestionado y financiado sus propias empre­sas. Hablar del surgimiento de la conciencia femenina sin hacer referencia al ascenso o el declive de las con­gregaciones religiosas integradas por mujeres supone perder la riqueza de su aportación a la historia, una plé­tora de modelos de mujer y todo un tesoro de logros femeninos. La hagiografía, el folklore y los archivos de las congregaciones religiosas están llenos de historias de mujeres resueltas que desafiaron y vencieron a obis­pos, se enfrentaron y reprendieron a papas y lucharon contra las normas sociales y las corrigieron. Y, sobre todo, la vida religiosa femenina ha sido muy importan-

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te en la educación de otras mujeres. El feminismo, la conciencia de la naturaleza agraciada y agraciante de las mujeres, a pesar de las limitaciones del papel subordi­nado a que estaban sometidas, es uno de los dones de la vida religiosa a través del tiempo.

En primer lugar, las mujeres se fueron solas al de­sierto cuando no se les permitía hacer nada de manera independiente. Después, formaron sus propios grupos auto-regulados cuando las mujeres no tenían ningún derecho legal en la sociedad. Más tarde, se dedicaron a la educación y la atención de aquellos por los que la sociedad masculina no tenía ningún interés ni preocu­pación ni intención de proporcionarles recursos públi­cos. Trabajaron por la incorporación física y la dignidad psicológica de las mujeres en general. Como hormigui­tas a lo largo de la historia, poco a poco fueron elevan­do a la mujer a un nivel educativo tal que el impacto y la importancia de las mujeres tuvo, finalmente, que tenerse en cuenta a gran escala.

Lo único que, en el pasado, las religiosas no hicie­ron por las mujeres como tales mujeres se ha converti­do en la preocupación feminista de las religiosas del presente, que se han identificado con las luchas de las mujeres en todas partes, incluida la Iglesia. Se han hecho más conscientes de la propia conciencia femeni­na, en lugar de ser simplemente conscientes de las nece­sidades de las mujeres. Han percibido la opresión que el sistema ejerce sobre las mujeres y se han comprometi­do en la transformación estructural de la sociedad. Han hecho suya la cuestión de la plenitud espiritual de las mujeres en una Iglesia controlada por hombres. En otras palabras, ha sido dentro la propia institución donde las religiosas han sometido a escrutinio, por nuevas vías feministas, la secular postura de la propia institución respecto de las mujeres.

Este escrutinio ha adoptado múltiples formas, tan-to públicas como internas, y se ha convertido en una cues­tión candente. En sus pronunciamientos oficiales, la Iglesia institucional dice —al menos implícitamente—

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que no necesita ser sometida a ningún escrutinio. Pero las mujeres, a la luz de una lectura alternativa del Evan­gelio, insisten en la necesidad. La situación está al rojo vivo. Y forma parte también de la respuesta actual a la cuestión de la dimensión profética de la vida religiosa.

Las comunidades religiosas femeninas han dado cauce institucional al movimiento en pro de un lengua­je universal en la liturgia y en los documentos eclesia-les, a la formación de las mujeres como predicadoras de la Palabra y a la cuestión de la ordenación de la mujer. Y, lo que quizá sea aún más importante, las comunida­des religiosas femeninas se han convertido en muchos casos, a efectos prácticos, en centros de espiritualidad para las feministas cristianas de todas las confesiones. El impacto de todas estas acciones radica menos en las actividades que generan que en las dudas que suscitan, tanto dentro como fuera de la institución.

Por una parte, su implicación en el movimiento fe­minista ha suscitado una preocupación entre las religio­sas acerca del valor real de las mujeres en la Iglesia, a pesar de toda una vida de servicio y de compromiso dentro de las normas establecidas. Por otra parte, la pro­testa de las religiosas respecto del papel de" las mujeres en la Iglesia afecta a la estructura organizativa de la misma. En algunos casos, el movimiento feminista ha provocado una cierta tensión en las propias congrega­ciones femeninas entre quienes consideran estas cues­tiones peligrosas para la fe y quienes no ven ningún pe­ligro. Finalmente, la participación en el movimiento feminista ha llevado a una evaluación crítica de la reper­cusión de las monjas sobre otras mujeres en la Iglesia. ¿Qué transmitían las propias religiosas sobre los roles masculino y femenino y cuál ha sido su influencia sobre otras mujeres?

Ésta es, pues, la diferencia entre la dedicación a las mujeres de las congregaciones religiosas femeninas de épocas pasadas y el feminismo de ésta. Por primera vez como grupo, las religiosas han empezado a cuestionar la teología misma en la que se han basado los pasados mo-

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délos de feminidad. Las propias religiosas están tenien­do que cuestionar su papel en la sumisión de otras muje­res. Las religiosas están empezando a examinar sus pro­pias acciones actuales en su intento de negarse a parti­cipar en la perpetuación de un sistema internamente in­coherente que predica una definición de la igualdad de la mujer pero establece otra.

Nos encontramos en un momento sociológico deli­cado. Por un lado, tenemos la ruptura de una antigua y valiosa institución dentro de la Iglesia; por otro, la evo­lución auténtica de la comunidad humana de acuerdo con sus más altas aspiraciones espirituales, sus valores evangélicos más profundos y su visión teológica más verdadera. Escoger valores con un nivel más bajo de hu­manidad supone traicionar las mejores tradiciones re­ligiosas del pasado y, cara a una generación que busca la plenitud de la creación, es arriesgar al mismo tiem­po la posibilidad de proporcionar un futuro a una ins­titución femenina que no sólo no contribuye a enrique­cer la cuestión femenina, sino que puede incluso obs­taculizarla.

La cuestión de la liminaridad, los límites, la inserción y la identidad

La cultura y el feminismo, sin embargo, sólo son dos de los principales temas que configuran la vida religiosa actual. El tercero, tratado pocas veces en esta coyuntu­ra del desarrollo institucional, pero siempre próximo a figurar entre los temas religiosos prioritarios, es la cues­tión de la liminaridad, los límites, la inserción y la iden­tidad. El tema de la identidad en la vida religiosa con­temporánea se encuentra sin duda alguna en uno de los niveles más profundos y críticos de la historia de la Igle­sia. Durante siglos, el compromiso religioso implicó un alto grado de desinterés por los asuntos del mundo. El dualismo, como conflicto entre las dimensiones espiri­tual y material de la vida, arrojó sospechas sobre todo lo que no estuviese directamente relacionado con la vida

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espiritual. El jansenismo, el razonamiento teológico que hace del propio apartamiento del mundo la característi­ca espiritual distintiva del modo de vida religioso, enrai­zó la vida religiosa en un rígido molde, muy distante de los nuevos patrones de vida de una sociedad urbana e industrial. Para el siglo xix ya se había logrado: la vida religiosa se había convertido en una cultura dentro de otra.

La separación de una subcultura del conjunto de una sociedad es un proceso relativamente simple: títulos, símbolos, uniformes y muros han servido siempre para que alcanzasen este fin toda una serie de grupos fuera de los confines de las congregaciones religiosas de la Iglesia católica. Las estructuras proporcionan mística, misterio y cohesión al grupo. Por otra parte, no indican necesariamente la importancia social del mismo. Es posible ser diferente en una sociedad sin ser importante para la misma. Es posible ser un grupo notoriamente segregado dentro de otro y seguir suscitando interro­gantes al grupo dominante respecto del valor del sub-grupo. La cuestión de su propósito y su significado, tanto teológicos como sociales, empieza a ser respondi­da de manera cada vez más simbólica.

Por otro lado, un grupo sin identidad no es tal. El principio sociológico básico de que las personas se agrupan para realizar juntas lo que no es posible hacer en solitario resulta particularmente pertinente en lo que respecta a los religiosos. La vida religiosa, después de todo, es una «institución total». Mujeres y hombres se entregan por entero a ella un día tras otro y todos los días de su vida, sin ninguna otra cosa por la que luchar, sin ningún otro lugar al que llamar hogar y sin ninguna otra persona con la que compartir su vida. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta: para ser en el mundo el ti­po de presencia contemplativa que manifiesta y requie­re el reino de Dios; para colaborar en hacer del mundo el tipo de creación que Dios quiere que sea. La identi­dad del grupo, en otras palabras, es tanto social e insti­tucional como personal. El grupo mismo debe tener una

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razón para existir, una identidad dentro de la sociedad, un límite entre sí mismo y los demás que sea permeable pero profético.

En los Estados Unidos han sucedido dos cosas que incrementan la importancia y la dificultad de la res­puesta a la cuestión de la identidad. En primer lugar, la identidad personal de los religiosos se ha difuminado. No sólo los religiosos no llevan hábito, un factor que en otro tiempo, desgraciadamente, hizo innecesario abor­dar la cuestión de la identidad, sino que dicha cuestión está ligada a dos temas aún más amplios: la identidad católica in toto y la propia identidad norteamericana.

La antigua presencia católica en los Estados Unidos —una cadena de instituciones que constituían un gueto y, al mismo tiempo, intentaban trascenderlo— fue vícti­ma del incremento de los costes, del descenso del nú­mero de vocaciones y del cambio de actitud de la pro­pia mentalidad católica. El hecho es que la crisis de identidad religiosa/católica no se produjo porque el ca­tolicismo hubiera fracasado en los Estados Unidos. Por el contrario, la identidad católica se convirtió en un pro­blema precisamente porque había triunfado. El objetivo de preservar la fe e integrar a la población católica en una sociedad pluralista fue alcanzado con un resonante éxito. De hecho, la Iglesia y sus instituciones religiosas habían sido tan eficaces que la población católica ya no consideraba esencial —y en algunos casos ni siquiera deseable— que se la considerase parte de una subcultu­ra católica. Lenta pero decididamente empezaron a de­jar los enclaves católicos que les habían protegido y ais­lado de los peligros públicos para integrarse con con­fianza en la población del país, ir a los hospitales públi­cos y enviar a sus hijos a los colegios públicos. Sin prisa pero sin pausa se mezclaron con la cultura circundante en casi todos los aspectos excepto en las prácticas reli­giosas. Ser católico dejó de ser un modo de vida para pasar a ser una religión.

Confirmado por la doctrina del Vaticano n, enfren­tado a los problemas prácticos de los costes y las dis-

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tancias y de la reducción de presupuesto de las institu­ciones católicas, y respaldado por el carácter no confe­sional de la vida estadounidense, surgió un nuevo tipo de laicado católico, más mezclado culturalmente y me­nos obvio desde el punto de vista étnico, más aceptable públicamente y más cosmopolita en gustos y talantes. La encarnación de la Iglesia Católica en los Estados Unidos, la inculturación de los católicos norteamerica­nos y el final del gueto habían comenzado.

Algunos religiosos, formados en esta sociedad en evolución, salieron de los colegios al mismo tiempo que el resto de la gente en busca de horizontes cristianos más amplios. Otros permanecieron en las instituciones católicas y se dieron de manos a boca con el dilema de intentar mantener una identidad católica dentro de la identidad norteamericana. Vieron que podían ofrecer asilo a los ancianos pobres, por ejemplo, pero sólo si cumplían los requisitos establecidos por el gobierno norteamericano. Podían seguir enseñando a los pobres, pero únicamente si reunían las condiciones curriculares, técnicas y profesionales exigidas a cualquier otra insti­tución educativa autorizada por el gobierno. Podían tra­bajar con los refugiados, pero sólo si se ajustaban a los criterios de ciudadanía estipulados en Washington para los residentes extranjeros. Podían poner en marcha pro­gramas de atención a los emigrantes, pero sólo en la medida en que las ayudas que proporcionasen cumplie­ran las normas impuestas por las autoridades federales. Podían prestar atención sanitaria, pero sólo si seguían las normas y procedimientos de las instituciones públi­cas. Y, si eran mujeres, podían trabajar en las parro­quias, pero únicamente si estaban subordinadas al sa­cerdote varón a quien el derecho canónico atribuía la verdadera autoridad y la responsabilidad del trabajo. Al final, después de más de un siglo de papeles bien deli­mitados, de identidad institucional y de reconocimiento oficial en la subcultura católica, los religiosos se con­virtieron en funcionarios invisibles. La naturaleza mis­ma de la institución católica quedó eclipsada.

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Los religiosos, confrontados a las implicaciones so­ciales de una cultura pluralista y enfrentados a las gran­des cuestiones de identidad planteadas por el feminis­mo, la vida religiosa y la Iglesia, empezaron a ver que ya no eran necesarios como mano de obra en la Iglesia. Se necesitaba que fueran lo que nacieron para ser: una voz espiritual, un signo contracultural, una presencia profética en la cultura. La cuestión era para qué y cómo. Porque si algo estaba claro era que ya no eran necesa­rios donde lo habían sido antes de la gran integración de los católicos en la corriente dominante de la cultura. Pero lo que no estaba en absoluto claro era la cuestión de la idiosincrasia católica y su misión religiosa. La propia inculturación se convirtió en un problema pri­mordial para la vida religiosa.

La inculturación

«Esculpir» conscientemente una vida dentro de otra vi­da, que hacia mediados de siglo se había convertido en la innegable naturaleza de la vocación religiosa, era qui­zá la característica más obvia del compromiso religioso que la nueva eclesiología del Vaticano n ponía en cues­tión. Por primera vez en la historia moderna, la Iglesia ya no se definía a sí misma como el reino de Dios some­tido a asedio. Ahora era «levadura» y, por consiguiente, también lo era la vida religiosa. La teología de la tras­cendencia dio paso paulatinamente a una teología de la transformación. La inculturación, es decir, la necesidad de sumirse en las mentes, los espíritus y los corazones de las personas con las que se vive, se convirtió en el signo de la conversión de la vida religiosa. Había llega­do la hora del retorno de este tipo de vida al mundo real.

Uno de los elementos más complejos de la lucha ac­tual por encontrar el lugar de la vida religiosa en la so­ciedad contemporánea, si es que lo tiene, es el hecho de que, al igual que la identidad católica había cambiado para la época del Vaticano n, lo mismo había sucedido

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con la identidad de la nación y la de su población. Ser estadounidense en 1950 significaba tener la responsa­bilidad mesiánica de conservar la cultura norteamerica­na y exportarla al extranjero para que el resto del mundo pudiera alcanzar los mismos niveles de vida y de cali­dad política que los norteamericanos conocían. Había un gran enemigo ateo contra el que defender al cristia­nismo, una Europa maltrecha que reconstruir y un Ter­cer Mundo que convertir y ganar para el capitalismo de­mocrático (léase occidental). Lo que aparentemente pa­saba desapercibido era que el mundo de tez blanca y camisa almidonada que había ganado una guerra mun­dial no era el mundo que podía ganar la paz. Las cosas habían cambiado.

Los Estados Unidos se convirtieron en un hervidero de escándalos políticos, financieros y militares. La deu­da del Tercer Mundo, concentrada en las instituciones bancarias norteamericanas, la amenaza al planeta por el armamentismo nuclear norteamericano y los residuos tóxicos, el aumento del número de pobres en la nación más rica del mundo, las guerras contra países sumamen­te débiles, la represión de los movimientos de liberación popular en Centroamérica y la escalada de la violencia en las ciudades norteamericanas sumieron al país en el caos. Sus valores se desintegraron, su auto-imagen era confusa y su calidad de vida se vio seriamente dañada. Los religiosos que habían entregado sus vidas para edu­car a las generaciones que ahora se aprovechaban de los despojos del sistema empezaron a replantearse sus valo­res, sus motivos y la educación que habían impartido.

Si ha habido un momento en la historia moderna en que se ha puesto a prueba la sinceridad de las órdenes religiosas, es el de la respuesta de los religiosos nortea­mericanos a las mudables condiciones del país, que sig­nificó el predominio de la inspiración constante de los viejos carismas sobre los intereses de las instituciones y el bienestar personal que habían acompañado al éxito de los proyectos católicos del pasado. Los religiosos salie­ron masivamente de los colegios de los barrios residen-

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ciales que sus antepasados habían hecho posibles y se introdujeron en los comedores de beneficencia, los cen­tros cívicos, las obras parroquiales y el compromiso político en el centro de las decadentes ciudades. Pero no todos y no del todo.

Con un pie en cada generación, los religiosos ha­bían llevado a cabo transformaciones superficiales en su atuendo y su modo de vida que democratizaban su posi­ción entre la población, pero aún quedaban por hacer cambios en las prioridades y en su presencia para que ello fuera visible. Habían modificado su modo de vida, pero no habían dejado claro, quizá ni siquiera ante sí mismos, el propósito social, el mandato teológico, la razón moral fundamental para hacerlo. Muchas órdenes «permiten» a sus miembros emprender nuevos ministe­rios por su propio interés personal. Pero suele ser otra cuestión si apoyan o no esos ministerios por el bien de los pobres y por la integridad de sus carismas. Por ejem­plo, pocas órdenes se identifican realmente como tales con las principales cuestiones de la época —el desarme nuclear, los problemas de las mujeres, la ecología o la pobreza estructural— del mismo modo que en el pasa­do se identificaron abiertamente con la educación, la atención sanitaria y los inmigrantes católicos. Muchas órdenes tienen unos cuantos miembros en cada área ha­ciendo una labor profética, pero sólo algunas congrega­ciones intervienen públicamente como grupos en los temas específicos de hoy, como lo hicieron en otro tiem­po, a costa de grandes esfuerzos, en la educación de los inmigrantes o en la atención a los abandonados.

Sin embargo, la inculturación, por sí misma, no hace sino desvalorizar al grupo, que se encuentra a sí mismo tan parecido a los demás grupos sociales que se vuelve igual a cualquiera de ellos, sin un propósito definido ni una razón obvia para existir. La inculturación es el pro­ceso de adopción de las características de una cultura a fin de añadirle algo de valor, no para ser asimilados por ella. Cuando la religión se incultura adecuadamente en una sociedad, encuentra un sentido en el entorno y pro-

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porciona significado espiritual a las experiencias de las personas sin tener que incorporar y superponer formas que le son extrañas, que nunca encajan, que oscurecen el presente en nombre de un pasado ideal y distante. Por el contrario, la inculturación es el proceso de reconocer lo sagrado en lo familiar, no el de perderse a sí mismo en lo banal.

El peligro de la inculturación sin objetivos es que la vida religiosa se vuelva demasiado insípida como para que nadie la necesite. La inculturación es algo más que vestir del mismo modo, trabajar en los mismos sitios y tener el mismo nivel de vida que las demás personas del entorno, con independencia del grado en que puedan hacerse todas estas cosas. La inculturación es la respon­sabilidad de celebrar lo verdaderamente positivo y asu­mir las auténticas cargas de un lugar a fin de ser con­vertidos por todo ello y, de ese modo, hacerles a los de­más más evidente lo uno y más llevadero lo otro. Es un esfuerzo coordinado y consciente realizado, no en aras de la comodidad personal, sino por el Reino de Dios.

Para una cultura es necesario que aquellos que la valoran y la comprenden se dediquen a mantener su luz. Es misión de la vida religiosa concentrarse en avivar las llamas espirituales que permitan a la gente seguir cami­nando por la senda de la plenitud. No se trata de que lo hagan sólo los religiosos, ni de que lo hagan mejor que otros cristianos, sino que los religiosos, en virtud de su propia definición de sí mismos, deben hacerlo siempre pública y coherentemente, desde la perspectiva de los más pobres entre los pobres, en quienes el Evangelio centra su atención.

Por tanto, la cuestión del valor de la vida religiosa en la sociedad contemporánea sólo puede ser respondi­da examinando las cualidades que los religiosos de hoy reflejan a la sociedad moderna a la luz de los retos de la cultura en la que viven, del modelo femenino que pre­sentan, de la naturaleza profética de sus obras y de la ca­lidad de su presencia en la sociedad. Lo que los religio­sos pongan de relieve en sus propias vidas en el momen-

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to actual de la historia tendrá implicaciones en la vida religiosa de las generaciones venideras.

Los religiosos en los Estados Unidos, como los de todas las culturas y épocas anteriores, han tenido mucho que ver con el desarrollo y la configuración de la cultu­ra norteamericana que conocemos. El éxito, la confor­midad y la productividad han sido las características distintivas de su historia, así como las claves de su dile­ma actual. Lo que el mundo necesita ahora es un senti­do de lo universal, no de lo particular; una visión de la comunidad mundial, no un chauvinismo nacional o reli­gioso; un nuevo orden económico, no un engrandeci­miento institucional; una infatigable denuncia del peca­minoso sistema diseñado para enriquecer a los ricos y dejar en la pobreza a los pobres, no un cicatero sentido de la mezquindad moral que aisla a la gente del mundo que la circunda; un sentido contemplativo de la volun­tad de Dios respecto del mundo, no una plétora de de­vociones personales. Lo que se requiere en este preci­so momento es una vida religiosa más amplia que la cultura en la que vive; una vida religiosa que sea algo más que espectáculo religioso; una vida que proporcio­ne la luz deslumbrante de la conciencia a un mundo embrutecido bajo el peso de un capitalismo amoral, si no inmoral.

Los pobres del mundo y el propio planeta necesitan una vida religiosa que atine la audacia en la denuncia y las buenas obras.

Los grupos que se proclaman religiosos, pero no se implican valientemente en el movimiento feminista, re­nuncian al Evangelio por el culto. Es una declaración de feminismo seguir al Jesús que resucitó a las mujeres de entre los muertos, les encargó que proclamaran su men­saje, les transmitió su visión, elevó su dignidad, las re­conoció en público, se hizo humano mediante el sacrifi­cio de una mujer y permitió que las mujeres le siguieran públicamente. No hacer lo mismo por nuestra parte es ridiculizar el mensaje mesiánico de liberación para to­dos. Educar a las mujeres, pero no proporcionarles un

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espacio de igualdad social donde su educación pueda tener sentido; sanarlas, pero dejarlas sin la totalidad de sus posibilidades humanas; enseñar que las mujeres son plenamente humanas, y después negarles la mayoría de edad espiritual es burlarse de la teología de la encarna­ción, del bautismo, de la gracia y de la misma reden­ción. Sin un compromiso con el feminismo, la Iglesia no puede ser digna de crédito en esta época. La consa­gración pública, que en otro tiempo era en sí misma una postura profética, ya no basta. Las órdenes religiosas deben demostrar este compromiso con el desarrollo de las mujeres de un modo real: por medio de unas estruc­turas igualitarias, una liturgia inclusiva, un estilo de vida independiente y unos ministerios que no sólo sir­van a los oprimidos, sino que se opongan a la opresión.

Las mujeres oprimidas, rechazadas e incomprendi-das necesitan de los religiosos, hombres y mujeres, para que éstos les proporcionen autoestima. El precio que hay que pagar por reaccionar en favor de las mujeres se­rá muy alto en esta Iglesia y en esta sociedad. Pero el coste para la Iglesia si no respondemos a las necesida­des de las mujeres con valor, autenticidad y clarividen­cia será aún mayor.

Para ser eficaz en esta cultura, la vida religiosa debe tener una identidad propia. Los religiosos deben ser vis­tos como más que unos célibes con votos o que una ma­no de obra productiva. Los religiosos deben hacer que su identidad célibe se tenga en cuenta y que su identi­dad contemplativa sea real.

La función del celibato no consiste en carecer de amor, sino en amar sin límites, en dejar a un lado la pro­pia vida en una entrega amorosa mucho más amplia que la que se limita a quienes nos aman. Los célibes pueden permitirse ser valientes, ser rechazados y estar al mar­gen del sistema y de las servidumbres que hacen a otros responsables de la supervivencia de sus seres queridos.

La contemplación es el núcleo de la identidad reli­giosa y la energía de este modo de vida. La verdad cen­tral del compromiso religioso es que va más allá de un

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intenso trabajo social. Los trabajadores sociales entre­gados han formado parte de todas las culturas del mun­do, desde la Alemania nazi hasta la Sudáfrica del apart-heid. Vendan las heridas y atienden las súplicas de los que son demasiado débiles para valerse por sí mismos. Y lo hacen en nombre de la compasión humana y el or­den social. Los contemplativos, por su parte, están mo­vidos por su percepción de la infatigable voluntad de Dios. Ningún orden social, por bien que funcione y por aceptado que esté por la población en general, basta pa­ra acallar su impaciente pasión por una vida universal y unas posibilidades ilimitadas. El contemplativo está en medio de la sociedad con ojos de soñador cósmico y proclama sus sueños.

Un mundo herido y abandonado necesita religiosos que amen a todos con el corazón lleno de divina locura.

La inculturación es un gran don religioso. Ella es la que proclama bueno todo lo que lo es. No desacraliza nada. Toca todo cuanto existe con dignidad, y consagra todo lo que hay en el mundo al propósito divino. Hace real la encarnación. Por otro lado, la inculturación pue­de servir únicamente para trivializar lo que debería ser trascendental. Puede nivelar y homogeneizar todo en la vida hasta convertirlo en un lugar común. Ceremonias de boda celebradas con música de rap, sesiones de ora­ción con tazas de café en la mano, vida religiosa con estilo de dormitorio de colegio, sin propósito y sin pro­fundidad; todo ello nos hace correr el riesgo de empe­queñecer en nosotros el sentido de lo sagrado o de bo­rrar la distinción entre lo importante y lo accidental.

Los olvidados del mundo necesitan religiosos que vivan su humanidad en todo como ellos, excepto en la desesperación, y se dediquen a proporcionar esperanza y ayuda a fin de que la vida de mañana pueda ser mejor que la de hoy en nombre de Aquel que vino «para que tengan vida y la tengan en abundancia».

Los pobres, el planeta, las mujeres y los hombres que pretenden difundir una visión feminista de la vida en un mundo calculadamente enloquecido por el ma-

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chismo, quienes tienen el alma seca y sin amor, los opri­midos y los olvidados; todos necesitan la consoladora presencia, la voz unánime de los religiosos que han aprendido que una vida auténticamente espiritual no es un «masaje» espiritual, sino el acicate del Evangelio.

No es que la vida religiosa sea necesariamente más «religiosa» que cualquier otro estado de vida, sino sim­plemente que debe estar ante todo dedicada, ligada y obligada a hacer que lo espiritual alcance el nivel de lo obvio, a llamar la atención del mundo hacia la dimen­sión espiritual de sus acciones. Debe sellar una alianza con el mundo en general; debe prometer y garantizar la vigilancia, así como supervisar, formular públicamente interrogantes y preocupaciones y anunciar el contexto espiritual de los grandes temas del mundo para alentar la búsqueda espiritual del resto de la humanidad.

La verdadera cuestión, evidentemente, no es la rela­ción con el mundo propia de la vida religiosa. La cues­tión es si los religiosos de nuestro tiempo son o no son psicológica y espiritualmente capaces de hacer real la nueva relación. La verdadera cuestión es si queda sufi­ciente energía en las congregaciones y suficiente com­promiso en la vida de sus miembros como para dirigir ahora su atención, no como individuos hacia su proceso de autodesarrollo, sino como grupos hacia el logro de un impacto social.

Para responder a esta cultura, tendrán que estar dis­puestos a criticar sus valores actuales y a crear otros nuevos.

Para incidir en las vidas de las mujeres, tendrán que conceder espacio y peso a sus problemas actuales, tanto en la Iglesia como en la sociedad, algo que también ten­drán que exigir de sí mismos.

Para redefinir su identidad en la sociedad contem­poránea, tendrán que aportar presencia contemplativa y audacia profética a todo cuanto hagan.

Para inculturarse con éxito, en lugar de identificarse simplemente con la cultura circundante, tendrán que re­presentar algo mayor que ellos mismos, y deberán re-

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presentarlo también como grupos visiblemente audaces y arriesgados. Deben, en otras palabras, hacer realmen­te presentes, y de un modo real, los problemas actuales.

¿Qué valores y qué virtudes son necesarios para que la vida religiosa de nuestro tiempo sea tan santa, im­pactante y verdadera como esa vida religiosa del pasa­do que salvó la civilización, difundió la fe e integró a los pobres y marginados en unas sociedades que no los querían, no se ocupaban de ellos y con frecuencia los explotaban?

Catherine de Hueck Doherty escribió en cierta oca­sión: «No me habría gustado vivir sin haber inquietado alguna vez a alguien». La cuestión no es si debe existir la vida religiosa, sino si la vida religiosa inquieta lo su­ficiente en nuestra época como para satisfacer la enor­me necesidad que el mundo tiene de ella.

La verdadera cuestión es si queda aún suficien­te fuego en estas cenizas para suscitar la energía nece­saria a fin de hacer auténtica la vida religiosa. La ver­dadera cuestión es: ¿qué cualidades son necesarias hoy para llevar de nuevo la vida religiosa a la incandescen­cia de la vida evangélica? ¿Qué hay de virtuoso, qué hay de santo en la vida religiosa tal como la conocemos hoy? ¿Qué hay en la vida religiosa hoy que la haga sóli­da y segura para mañana?

El hecho es que las nuevas virtudes de la vida reli­giosa son claras y convincentes. El reto consiste senci­llamente en adoptarlas, articularlas y apoyarse en ellas para hacer por nuestro tiempo lo que las virtudes de otro signo hicieron por el pasado. El desafío consiste en libe­rar dentro de nosotros la fuerza de ánimo necesaria para hacer por este tiempo lo que hicimos por el anterior: difundir en una sociedad echada a perder por su patoló­gico egocentrismo y en un planeta salvaje la llamada de Dios a la comunidad.

El propósito de la vida religiosa no es la supervi­vencia, sino la profecía. El papel de la vida religiosa consiste en hacer visible lo que la Buena Nueva es para nuestro tiempo, no en preservar un pasado que hace

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mucho tiempo que desapareció y ya no guarda relación alguna con el desafío de los nuevos interrogantes. El papel de la vida religiosa consiste en sacralizar el pre­sente. La cuestión no es si la vida religiosa sigue siendo realmente tal, sino ¿cuáles son las disciplinas espiritua­les de esta época, tan valiosas como las anteriores, pero más apropiadas para estos tiempos? En otras palabras, ¿qué cualidades de la vida religiosa actual propician una espiritualidad que pueda adecuar la vida religiosa con­temporánea al siglo xxi?

1) ¿Por qué crees tú que se compara la vida religiosa con las cenizas? ¿Cuál es el «fuego» de la vida reli­giosa actual?

2) ¿Es la vida religiosa verdaderamente viable, necesa­ria o deseable en el nuevo mundo de la «vocación laica» y del «sacerdocio del pueblo» en el que tanto se insiste?

3) Reflexiona sobre la reestructuración y la renovación de la vida religiosa desde el concilio Vaticano n. Enu­mera tres aspectos positivos nacidos de la renova­ción, así como tres decepciones y tres desafíos o cuestiones no resueltas.

4) La hermana Joan afirma que uno de los principa­les malentendidos respecto del papel de los religio­sos es la confusión entre lo que estos últimos hacen en la sociedad y lo que deben ser en ella, ¿Estás de acuerdo?

5) La hermana Joan habla de la cultura, el feminismo, la identidad y la inculturación como los cuatro ele­mentos configuradores de la vida religiosa contem­poránea. Define brevemente cada uno de ellos y ex­plica cómo contribuye a configurar la vida religiosa. ¿Hay algún elemento que tenga mayor importancia en la vida religiosa actual?; ¿y concretamente en tu comunidad?

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Reflexiona sobre estos elementos desde una pers­pectiva personal y comunitaria. ¿Cómo afectan a tu comunidad?; ¿cómo responde tu comunidad a ellos? ¿Y tú?; ¿cómo te afectan?; ¿cómo los abordas?

6) Dibuja un símbolo o una representación de la vida religiosa actual y de su relación con la cultura con­temporánea.

7) Al comenzar este libro, escribe tu propia respuesta a esta pregunta: ¿qué cualidades son necesarias hoy para llevar de nuevo a la vida religiosa a la incandes­cencia de la vida evangélica?

8) La autora hace las siguientes preguntas. Responde al menos una de ellas:

* ¿Es la vida religiosa lo suficientemente inquietante en nuestra época como para satisfacer la enorme necesidad que el mundo tiene de ella?

* ¿Hay suficiente fuego en estas cenizas para suscitar la energía necesaria a fin de hacer auténtica la vida religiosa?

* ¿Qué cualidades de la vida religiosa actual propi­cian una espiritualidad que pueda adecuar la vida religiosa contemporánea al siglo xxi?

9) Reacciona a lo siguiente: «Ninguna comunidad reli­giosa se propuso nunca hacer todo lo que era social-mente necesario en un área determinada. Los religio­sos, sencillamente, hacían lo que quedaba sin hacer, para que los demás se dieran cuentan de la necesi­dad de hacerlo también».

10) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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2 El fuego en estas cenizas

Casi treinta años después de la clausura del Vaticano n, el concilio ecuménico convocado por el papa Juan xxm para iniciar la reforma y renovación de la Iglesia Cató­lica, otro papa, Juan Pablo n, convocó un Sínodo sobre La Vida Religiosa, cuyo objetivo, según el propio Vati­cano, era evaluar los cambios iniciados por el Concilio, enjuiciar el estado actual de la vida religiosa y darle una nueva orientación. Los revolucionarios efectos del Con­cilio Vaticano fueron bastante generalizados: todo el mundo se entusiasmó con el cambio, y proliferó todo ti­po de nuevas orientaciones. Por su parte, el Sínodo so­bre La Vida Religiosa se celebró sin grandes alharacas y transcurrió sin pena ni gloria, sin generar aparente­mente nuevas iniciativas ni suscitar grandes esperanzas. No dio como resultado nada realmente nuevo o estimu­lante, pero dejó constancia del interés de la Iglesia por la vida religiosa.

En mis momentos más lúcidos, sé que posiblemen­te lo mejor que se puede decir de cualquier Sínodo —y quizá de éste sobre la vida religiosa más que de ningu­no— es que no ha puesto trabas a lo que no puede crear ni debe destruir. A pesar del documento final, al menos el Sínodo en sí no sembró ninguna alarma sobre el esta­do actual de la vida religiosa, que en su avance hacia una nueva vida se encuentra en mejor situación de lo que la mayoría de la gente imagina o muchos admiten. El hecho es que todos los Sínodos del mundo no deben ni pueden renovar la vida religiosa, por muy oficiales que sean sus conclusiones. Sólo los religiosos pueden hacerlo.

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Hablando en plata, la vida religiosa no es simple­mente una resolución que tenga que ratificarse. Todas las reuniones oficiales del mundo no pueden, a fuerza de debates o legislaciones, hacer religiosa la vida reli­giosa, que es mucho más que cualquier legislación so­bre ella, porque es un don concedido a la Iglesia para hacer presente la vida evangélica de un modo audaz y tangible a través del tiempo. Es más espíritu que ley, y menos ley que energía de vida divina que late en un grupo, haciéndole inmune a los obstáculos menores, por muy reales y razonables que puedan ser.

Sin embargo, sea cual sea la verdad histórica acerca de su desarrollo, la Iglesia siempre ha domesticado la vida religiosa —como si se tratara de domar un potrillo rebelde—, pero no ha habido Derecho Canónico alguno que haya conseguido quebrantar su irrefrenable espíritu. Una y otra vez, la vida religiosa se ha desprendido de las riendas para alcanzar lo inalcanzable, aunque ello supusiera al mismo tiempo rozar la ilegalidad eclesiás­tica. La vida religiosa ha creado comunidades cristianas en medio del caos social, ha preservado la cultura du­rante las convulsiones de la barbarie, ha atendido las ne­cesidades de las mujeres condenadas al analfabetismo por las estructuras masculinas que las rodeaban, ha dig­nificado a los enfermos y a los moribundos y a las capas desfavorecidas de la sociedad, ha recogido a los huérfa­nos, se ha ocupado de los siervos, ha hablado por los pa­rias de la tierra y se ha aventurado mucho más allá de los límites de las naciones para tender sus manos sana­doras a otras personas en otros lugares. Y el actual mo­mento de la vida religiosa no es diferente en este aspec­to de otros períodos anteriores igualmente difíciles.

Los religiosos de hoy se han quitado sus hábitos me­dievales para convertirse en alivio de un mundo dolori­do; han desechado tabúes para andar el camino con el divorciado y el homosexual y con el que no pertenece a ninguna iglesia; han abandonado las instituciones clási­cas —que en otro tiempo fueron radicales, pero final­mente se han integrado en el orden establecido— para

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fundar otras que, de nuevo, apenas son toleradas: come­dores de beneficencia, casas de acogida para mujeres maltratadas, albergues para las personas sin hogar y centros de justicia y paz en un mundo en que la violen­cia ha sido sacralizada. La vida religiosa ha sido siem­pre algo un tanto lábil y escurridizo en el seno de la Iglesia, pero nunca tanto como ahora. Algunos docu­mentos la denominan «la dimensión profética» de la Iglesia, otros la consideran «un carisma». Sean cuales sean los términos, lo importante es el concepto: un ca­risma es un don que debe ser reconocido y dejado en libertad, no una organización a la que haya que contro­lar. Todos los cánones de la cristiandad no pueden fabri­car, a partir de legalismos, lo que no exista ya en el espí­ritu. Un carisma es mercurio, no arcilla; espíritu, no ofi­cio; un movimiento, no mano de obra.

Por otro lado, los Sínodos son, por definición, parte del «aparato» que se propone definir y controlar lo que, en este caso, puede necesitar resistirse a la definición y al control como a la peste, si se quiere que la vida reli­giosa sobreviva a este momento de agonía.

Algo que sí hizo el Sínodo sobre la Vida Religiosa, sin embargo, fue sacar a la luz tanto las tensiones como las virtualidades del momento, para que pudiéramos apreciar el carácter de don gracioso de todas ellas. El Sínodo se convirtió en una especie de tira y afloja entre los guardianes de la institución y los innovadores ofi­ciales, que, a su vez, eran religiosos. Como consecuen­cia, resulta casi divertido seguir su trabajo. Lo que cada grupo temía del otro puede que sea el don más funda­mental de cada uno de ellos a la Iglesia: el manteni­miento de la estabilidad de la institución y, al mismo tiempo, su avance. En este contexto, el verdadero pro­blema podría consistir en que uno de los bandos se imponga finalmente al otro.

Las respuestas a los Instrumenta Laboris, los docu­mentos de trabajo del Sínodo, reflejaban con suma cla­ridad las fuerzas centrípetas y centrífugas en acción en la vida religiosa y en la Iglesia actual. La jerarquía ha-

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biaba de control; y los religiosos hacían hincapié en la libertad necesaria para seguir siendo proféticos en un mundo en rápido cambio. La jerarquía se refería a las categorías y normas canónicas; y los religiosos insistían en la autonomía y en la espontaneidad. La jerarquía ha­cía referencia a los votos; y los religiosos se centraban en el desarrollo de un modo específico de vida. La jerar­quía insistía en la obediencia; y los religiosos enfatiza-ban la necesidad de reafirmación y aliento para persistir en la audacia y la locura del seguimiento de un Cristo que curaba a los leprosos en sábado. Indudablemente, llevar adelante este Sínodo era como caminar sobre un campo minado con raquetas de nieve. Aunque no sea más que por esto, debemos felicitar a cuantos recorrie­ron ese camino por nosotros. Y agradecérselo.

El problema del Sínodo sobre la Vida Religiosa

No, el problema del Sínodo sobre La Vida Religiosa no radica, en mi opinión, en el hecho de que se celebrase, sino en dos aspectos mucho más sutiles. En primer lu­gar, el Sínodo habló sobre el carisma, pero estaba mu­cho más preocupado por poner en guardia que por esti­mular la impetuosa energía de la vida cristiana en nues­tro tiempo. Obviamente, fue más un ejercicio intraecle-sial que una incursión en el Espíritu, puesto que se pro­puso más controlar a este último que confirmar el ries­go desinteresado y la apertura innegable que inspiraron el Concilio Vaticano. Como consecuencia, el Sínodo perdió la oportunidad de convertir la permanente sospe­cha eclesiástica sobre los rasgos y las tendencias de la vida contemporánea en un cántico de esperanza y con­firmación. En lugar de ello, fue una especie de superes­tructura inútil que ni alentó vida, ni prendió ninguna lla­ma, ni generó ningún calor, ni removió las cenizas... Se limitó a realizar, con nuevos formalismos, tímidas in­cursiones en los viejos territorios. De hecho, dio la im­presión inequívoca de que todo ello no era sino una

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mala imitación de la típica escena familiar a la hora de dormir: los padres frunciendo el ceño en la puerta del dormitorio mientras los niños, sin respirar apenas y ha­ciéndose los dormidos, esconden los cuentos prohibi­dos. Pero nadie se engaña. Los padres saben que algo nuevo está ocurriendo y quieren corregirlo si consiguen averiguar qué es, mientras que los niños se hacen los inocentes, pero se mantienen firmes en su determina­ción de seguir adelante. El problema es que ninguno de ellos admite que está tratando con personas que son ya lo suficientemente maduras como para apagar ellos mis­mos la luz en el momento que les parezca oportuno y les convenga, y que deben hacerlo por sí mismos para ser verdaderos adultos. En cambio, los padres siguen ha­ciendo de padres, y los niños continúan haciendo de ni­ños, sabiendo todos, en el fondo, que no lo son.

El problema reside en que no podemos hablar de la vida religiosa como de la dimensión profética de la Igle­sia en una serie de documentos, y después tratarla con precavida cautela y paternal desconfianza en todo lo de­más. Por el contrario, se trata de una labor de iguales, con diferentes papeles en la Iglesia, que han de unirse para llevar tanto a la Iglesia como a la vida religiosa a un ulterior estadio de desarrollo.

Pero el Sínodo planteó también otro problema, que es más tabú y menos admitido incluso que el primero, puesto que se basaba en la premisa de que la vida reli­giosa es todavía un modo de vida viable, necesario, sa­ludable, bueno e inspirador, capaz aún de santificar y volcado en el bien universal. Pero nadie ha hecho la pre­gunta, de modo que nadie la ha respondido; es decir, na­die ha preguntado para qué es buena hoy la vida reli­giosa ni qué necesita realmente si queremos que posea y transmita energía, lucidez y coraje. No, lo único que hizo el Sínodo fue desempolvar lo manido, lo habitual y lo predecible, lo claro y lo seguro, lo institucional y lo teológico. No encaró las nuevas cuestiones, ni tributó una nueva salva de aplausos a los religiosos que, una vez más en la historia, están llevando a la Iglesia adon-

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de ésta, de lo contrario, nunca podría llegar. Sino que, en lugar de ello, optó por tratar más de los valores ins­titucionales que de las dimensiones carismáticas de la vida religiosa, y de ese modo hizo muy poco por liberar lo carismático.

No es nuevo en la historia este uso de la forma y el precepto, la tradición y el sistema para responder a las preguntas del alma, pero yo habría deseado un enfoque distinto, como el que se describe en The Sayings ofthe Desert Monastics: «Cuenta la historia que un día el abad Lot fue a ver al abad José y le dijo: "Padre, en lo que puedo, observo una regla sencilla, hago pequeños ayunos, practico algo de oración y meditación, guardo silencio y, en la medida de lo posible, procuro mantener limpio mi pensamiento. ¿Qué más debería hacer?" El viejo monje se puso en pie, alzó las manos hacia el cielo, y sus dedos se convirtieron en diez antorchas lla­meantes. Entonces dijo: "¿Por qué no te transformas en fuego?"».

Lo que la vida religiosa necesita ahora mismo quizá sea transformarse de nuevo completamente en fuego. Sólo así dejarán de tener importancia las tensiones, y, al mismo tiempo, esas mismas tensiones harán que nos aproximemos más a lo que se pretendía que fuéramos en un principio.

* * *

1) Explica o analiza la tensión entre la vida religiosa co­mo carísima y como parte de la Iglesia institucional.

2) Traza el retrato de un líder carismático y enumera las cualidades o virtudes que posee. Vuelve la vista a tu vida comunitaria. ¿Quién encarna el carisma de la co­munidad? ¿Cómo te afecta a ti?

3) Analiza los elementos que la hermana Joan presenta como fuerzas centrípetas y centrífugas de la vida reli­giosa y de la Iglesia actual, tal como aparecen en los Instrumenta Laboris, el documento de trabajo del re­ciente sínodo de los obispos.

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4) ¿Estás de acuerdo con la definición de la hermana Joan de «carisma» como un don reconocido y deja­do en libertad no como una organización que haya que controlar? Si has intentado alguna vez controlar el mercurio de un termómetro roto comprenderás bien la analogía. ¿Te ha puesto el carisma de tu co­munidad en una tesitura profética? ¿Por qué sí o por qué no?

5) La hermana Joan define la vida religiosa como «un don concedido a la Iglesia para hacer presente la vida evangélica de un modo audaz y tangible a través del tiempo...» Escribe tu definición de la vida religiosa. La vida religiosa es...

6) En nuestra cultura y en este momento de la historia, ¿cuáles son las disciplinas espirituales propias de las comunidades religiosas? ¿Qué proporciona a la vida religiosa energía, lucidez y coraje?

7) ¿Cómo sabrías si una comunidad es carismática o profética?

8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y ex­plica tu elección.

3 Conservar las brasas

En los últimos treinta y tantos años, es decir, desde el Vaticano II, el modo de vida de las congregaciones reli­giosas y su papel en la sociedad se han analizado hasta la saciedad. Para los religiosos implicados, este período incierto, emocionante, agotador y ambiguo ha significa­do una ascesis más dura aún que los hábitos de estame­ña, más exigente que la uniformidad, más difícil que to­dos los ritos y disciplinas. «El tiempo —comenta Tom, el personaje de Tennessee Williams, en El zoo de cris­tal— es la distancia más larga entre dos lugares». Y és­ta ha sido, sin duda, la dura realidad para los religiosos que pensaron que la renovación de la vida religiosa sería una tarea, no un modo de vida. Han sido años de trans­formaciones, décadas de adaptación, vidas enteras de incertidumbre, ambigüedad, conflicto y confusión.

Para quienes entran ahora en la vida religiosa, quizá la tarea consista en reconstruirla para las décadas veni­deras a partir de la más endeble de las tradiciones; pero, para la generación que llegó a la vida religiosa antes o durante el Vaticano II, la tarea consistió en desmantelar un sistema que, con el paso de los siglos, se había vuel­to cada vez más opresivo. De repente, después de años de rutinas conventuales y de prácticas inmutables, la vi­da religiosa se convirtió en una especie de experimento social, en un ejercicio de reajuste institucional y de in­serción en la sociedad. La renovación de la vida religio­sa asumió toda la apariencia de una excavación arqueo­lógica. Se fueron poniendo al descubierto, uno tras otro, los diferentes estratos de su teología, su historia, sus

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formas institucionales, sus impulsos organizativos y sus efectos psicológicos, a fin de exponer a los ojos de to­dos sus trabajos, sus motivos y sus repercusiones socia­les, emocionales y personales. Todos los elementos y los postulados, así como todas las características y mi­nucias de la regla, por muy antiguos y sacrosantos que fueran, se pusieron en tela de juicio de manera nueva y de forma exhaustiva. Se trató de una limpieza general de inmensas proporciones, quizá una de las más completas de la historia social.

Mientras los antropólogos que afirmaban tener un interés profesional por las subculturas permanecían en general indiferentes, todo un modo de vida dio un giro de 180 grados. Fue todo un seísmo, pero casi invisible en sus efectos a largo plazo. El cambio se convirtió en la norma para grupos que no habían sufrido práctica­mente ninguna transformación durante cientos de años. El ejercicio académico de renovación cobró vida propia. Para muchos se convirtió, de hecho, en la raison d'étre de la propia vida comunitaria. El propósito de la vida re­ligiosa era su propia renovación. Y mientras eso sucedía institucionalmente, los religiosos individuales se distan­ciaban cada vez más de esa misma vida. La renovación, simplemente, no detuvo el continuo flujo de desercio­nes. Muchos se salieron para casarse o para dedicarse a actividades donde la entrega siguiera siendo constante, pero que no se vieran invadidas por las tensiones de la vida en una transición cultural. Pocos entraron, y quie­nes permanecieron lo hicieron por unas razones suma­mente distintas y por unos objetivos muy diferentes —muchos de ellos un tanto imprecisos— de los que les llevaron originalmente a la vida religiosa.

La pregunta era si sobreviviría algo de un modo de vida que en otro tiempo fue generalmente considerado inmutable y superior o si no sobreviviría nada en abso­luto. Pero el verdadero problema era si había alguna ra­zón convincente que justificara la existencia de la vida religiosa. Por ejemplo, ¿qué podía hacer un religioso que no pudiera hacerlo también un laico? ¿Cuál era el

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propósito del celibato, la virtud de la pobreza y el valor de una obediencia que podía ser tan nociva psicológica­mente como eficaz desde el punto de vista organizativo? ¿Por qué iba una persona a vivir en un grupo de desco­nocidos con apenas otro consuelo que la fe, incluso su­poniendo que todos los cambios fueran para mejor en lo que a valores humanos y sociales se refiere? Si no se trataba de una vocación —superior—, de una entrada garantizada en la vida eterna, de un ámbito que gozase de privilegios sociales y de respeto público, de un para­digma de la bondad y de un oasis de inocencia, ¿por qué entrar en la vida religiosa?

El pasado y el futuro sólo servían para distorsionar la vida religiosa. Qué la había llevado hasta allí y hacia dónde iba eran los temas que acaparaban el orden del día de todos los grupos. El presente asumió el papel de crisol de lo pasado y de lo futuro. Al mismo tiempo, pa­ra los miembros de todas las comunidades, y especial­mente para quienes consumían sus días en las tareas or­ganizativas, el presente dejó de tener valor, individuali­dad y respetabilidad propias. Lo que había pasado y lo que habría de pasar, no lo que estaba sucediendo espiri-tualmente en nosotros y a través de nosotros, nos absor­bía a todos. Sin embargo, aunque la cotidianidad se per­cibía cada vez como más estéril, insignificante y medio­cre, al menos era algo a lo que aferrarse. La vida se con­virtió en un estudio científico de un pasado irremedia­blemente marchito o en una serie de estrategias orienta­das a configurar el futuro. Todo tenía cabida en el silo espiritual, salvo el ahora; todo era grano para el molino espiritual, salvo el ahora. El ahora era un tiempo perdi­do, un tiempo de espera, un tiempo difícil. Todos pro­metían que había desaparecido una forma de vida reli­giosa y que otra distinta llegaría... algún día. Si acaso unos pocos dijeron algo sobre la naturaleza, el valor, la energía y la calidad de la presente vida religiosa. Pero el presente mismo parecía adolecer de valor, de personali­dad, de calidad y de vida espiritual.

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Obviamente, la pregunta acerca de si la vida religio­sa ha hecho o no alguna aportación valiosa a la Iglesia y a la sociedad en el pasado está superada, como lo con­firma inequívocamente la historia. El papel que las órdenes y congregaciones religiosas han desempeña­do en el desarrollo y preservación del arte, del conoci­miento, de la arquitectura, del progreso social y de la vida de la Iglesia de épocas pasadas es de una impor­tancia incalculable. Nos apoyamos verdaderamente so­bre hombros firmes. Las fundadoras y los fundadores batallaron por su visión, incluso contra la Iglesia, hasta que tanto ésta como el Estado los bendijeron. Las con­gregaciones construyeron poderosas organizaciones de asistencia social. Generación tras generación, miembros de todas las congregaciones llegaron a ser ciudadanos prominentes. Es evidente que poner en tela de juicio el valor pasado de la vida religiosa resulta, a estas alturas, ocioso.

No cabe duda de que la agotadora controversia de nuestros días sobre la vida religiosa no debe centrarse sólo en qué forma adquirirá en los años venideros. Fran­camente, ¿a quién le importa? Que debamos vivir y pen­sar de tal manera que hagamos posible el futuro es una cosa; pero que debamos renunciar conscientemente a la estimulante naturaleza del presente para vivir en el leja­no mañana es otra muy distinta. Prepararse para el futu­ro es una cosa; pero perder, olvidar o renunciar a la fuer­za y a los objetivos del presente es otra muy distinta. Lo que los religiosos necesitan saber en este momento de la historia es si la vida religiosa tiene algún valor, si es buena, si merece la pena vivirla, si es santificadora y si es hermosa en el momento presente.

La pregunta sobre el valor actual de la vida religio­sa es mucho más difícil que la pregunta acerca de si la vida religiosa pasada fue buena o si la vida religiosa fu­tura es posible. La cuestión es si el presente tiene o no algún propósito. Y, si lo tiene, ¿cuál es? ¿Es posible re­vivificar la vida religiosa? ¿Debe hacerse? ¿Queda al­gún fuego en estas cenizas?

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«Grieshog»

Los irlandeses tienen un vocablo para ello. Los que ha­blan gaélico nos dicen que grieshog es el proceso de en­terrar por la noche el rescoldo, todavía caliente, entre las cenizas, y así mantener vivo el fuego hasta la fría mañana siguiente. En lugar de limpiar completamente el hogar de la chimenea, se guardan las brasas canden­tes bajo capas de ceniza durante la noche para poder en­cender el fuego rápidamente al siguiente día. Y esto es de gran importancia, porque, de no hacerse así, el res­coldo se apaga y, a la mañana siguiente, ha de preparar­se y encenderse un nuevo fuego, operación que lleva un tiempo precioso y retrasa el trabajo más importante del nuevo día. La preocupación principal era, pues, no dejar que el fuego del día anterior se apagara completamente al final de la jornada. Por el contrario, las brasas escon­didas bajo la ceniza durante la larga y oscura noche que­daban bien protegidas para que el fuego pudiera volver de nuevo a la vida con las primeras luces de la mañana. El viejo fuego no moría, sino que conservaba su calor, a fin de estar preparado para encender el nuevo.

Este proceso de preservar el propósito y la ener­gía, el calor y la luz en la oscuridad, es santificante. Lo que llamamos muerte, final y pérdida en nuestras vidas —cuando una cosa se transforma en otra— puede en­tenderse mejor como grieshog, como conservación de las brasas, como la negativa a enfriarse. Nuestra res­ponsabilidad —tanto la de los nuevos miembros como la de los antiguos— puede consistir sencillamente en seguir siendo religiosos hasta que muramos, a fin de que la vida religiosa continúe viviendo mucho después de nosotros.

«El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho», escribe Jorge Luis Borges. «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destro­za, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego». (Laberintos. Nueva refutación del tiempo). En otras palabras, yo soy lo que ha de venir.

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Lo que está sucediendo a mi alrededor está sucediendo dentro de mí ahora, y ocurrirá o no gracias a mí. Yo soy tanto la sustancia como el vehículo del futuro. Lo que yo sea ahora lo será la vida religiosa del futuro. No hay futuro sin mí, porque el futuro está dentro de mí.

Caer en la cuenta de ello nos estremece profunda­mente. La vida religiosa no morirá en el futuro, a no ser que esté ya muerta en los religiosos. Todos y cada uno de los religiosos que viven hoy son sus portadores. Cada uno de nosotros es su vida. Yo misma soy lo que de bueno tiene esa vida. Cuando la gente pregunta por el estado de la vida religiosa, están preguntando por mí. ¿Cómo será la vida religiosa en el futuro? La respuesta es fácil. Para vislumbrar la vida religiosa venidera, lo único que tiene que hacer un religioso es mirarse en un espejo: ¿brilla una energía profunda en esos ojos?; ¿se ve en ellos el constante compromiso con un Evangelio indómito y rebelde?; ¿irradian vida religiosa?; ¿se per­cibe audacia?; ¿se puede ver ese compromiso incansa­ble, esa intensidad inmarcesible, esa determinación ine­quívoca de ser lo que se dice que se es? ¿O se ha apa­gado el antiguo brillo?; ¿es la vida ahora simplemente cuestión de sobrellevar los días y obrar por inercia? ¿O se encuentra la vida religiosa en una coyuntura comple­tamente nueva que exige más disciplina y más entrega que nunca?

Una rendición demasiado fácil

Si la vida religiosa sufre algún mal en el presente, bien puede ser el de rendirse con demasiada facilidad ante su extinción y apenas darse cuenta de lo que significa man­tener las brasas y avivar el fuego. Donde debería reinar la audacia, impera la resignación.

La idea de que la vida religiosa ha muerto se ha con­vertido en un lugar común. Para muchos quizá se haya convertido también en un lema operativo, en un dato, en la constatación de una vida truncada a medio camino.

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La tentación consiste entonces en hacer de la supervi­vencia nuestra máxima aspiración, en lugar de vivir la vida plenamente, con toda la certeza y hondura con que antes lo hacíamos. ¿Y qué ocurre con los escasos pero decididos nuevos miembros de las comunidades religio­sas, con esos hombres y mujeres que vienen buscando fuego espiritual entre nosotros y se desalientan por los presagios de muerte inminente? ¿Qué responsabilidad tienen los mantenedores del fuego hacia aquellos que se acercan a él y se encuentran con que lo han dejado apa­garse? ¿Es un problema de menos vocaciones o de me­nos fuegos que emitan el suficiente resplandor como para ser vistos?

La verdad es que el problema del cambio palidece ante el problema de la anomía. Si la vida religiosa fra­casa, no será porque haya cambiado, sino porque los re­ligiosos de este período de la historia han perdido el sentido de la espiritualidad del presente y han vendido sus almas al pasado o al futuro. Si la vida religiosa fra­casa, será debido a que nosotros mismos, como indivi­duos y como colectivo, no sabemos apreciar el valor del presente, ni su poder, ni el desafío que supone, ni su sig­nificado, ni su santidad.

La Escritura, por otro lado, nos ofrece un modelo que es exactamente el opuesto. Jacob trabaja primero siete años por Lía, la esposa que no deseaba, y después, impulsado aún por su visión original de la vida, trabaja siete más por Raquel, la esposa que deseó desde el prin­cipio, pero cuya entrega le fue demorada. En ambos ca­sos, Jacob trabaja con la misma intensidad, con igual fervor, con idéntica entrega. En ambos casos el traba­jo es igual de importante. En ambos casos, Jacob nun­ca ahorra esfuerzos, nunca abandona, nunca se descora­zona, aunque cada situación sea diferente. Jacob, evi­dentemente, es el santo patrón de la vida religiosa contemporánea.

Jacob nos enseña la constancia de espíritu en tiem­pos de cambio; nos muestra que las contrariedades en nuestros proyectos vitales no son, ni con mucho, tan

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graves como creemos. Gracias a él comprendemos que no siempre somos capaces de reconocer el valor del mo­mento de la vida por el que atravesamos. En Jacob nos damos cuenta de que los contratiempos sencillamente sintonizan de nuevo el corazón con cosas más impor­tantes y nos hacen escuchar la prístina voz, el primer sonido que conmovió nuestras almas, ese momento de inocencia en que nada se interponía entre el alma y Dios y que hacía de la vida una fiesta en lugar de una prueba de resistencia. Si algo nos enseña Jacob es, sobre todo, que no es el cambio lo que amenaza a la vida religiosa, sino la mezquindad, que reseca el alma, que marchita la vida, que nos vacía y nos destruye. Mostrarse remiso a cumplir una promesa es peor que romperla. Cuando el fuego se apaga, cuando las brasas se enfrían, cuando se deja de alimentar el ardor del alma, no es el frío el que mata, sino la incapacidad para reavivar la llama que en otro tiempo guardamos en nuestro seno y que ahora hemos dejado que se convirtiera en un humo sofocante que ahoga el corazón y confunde la mente, que fatiga el cuerpo y mata el alma.

Sin embargo, no estamos en un tiempo de agonía para la vida religiosa, sino en un momento importante, en un tiempo de renacimiento en estado embrionario, en un momento de rendición total y, a la vez, de absoluto compromiso. Esta generación de religiosos decidirá si la próxima será un aborto o nacerá muerta, o si será una generación de mentalidad abierta y sin prejuicios.

Lo que sucede ahora en la vida religiosa dará la medida de su bondad, de su santa tenacidad, de su pro­fundidad de espíritu para los nuevos tiempos. Y lo que ahora sucede es la tarea de una santa tenacidad y de un celo indomable que permite a los jóvenes esperar lo imposible y a los viejos estar dispuestos a empezar de nuevo.

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Confusión de espíritu

La verdadera tragedia del estado actual de la vida reli­giosa no radica, pues, en su turbulencia, sino en la con­fusión de espíritu que sufre. Cuando pensábamos que la vida religiosa parecía más viva (cuando la robotización religiosa había alcanzado el apogeo del modelo indus­trial que la hacía proliferar, produciendo a gran veloci­dad y coordinando a millares de personas) era cuando en realidad estaba más muerta. Y no lo sabía. Habían cesado los interrogantes; se había dejado de pensar; in­cluso la evolución personal y espiritual se había reduci­do a métodos, ejercicios y fórmulas. La vida regular había sustituido a la vida espiritual.

Al mismo tiempo, ahora, justo cuando la vida reli­giosa se declara con toda tranquilidad muerta, es cuan­do puede que esté más viva de lo que lo ha estado du­rante generaciones. Por primera vez en muchas décadas —o quizá en siglos—, la vida religiosa late con nueva energía y está inmersa en las grandes cuestiones del mo­mento. Seguramente son los religiosos, los que afirman sentir una ardiente pasión por Dios, quienes primero se harán las preguntas cuya respuesta el mundo espera comprender: ¿dónde está Dios en un mundo que flirtea con lo mágico y que se ha vacunado contra el misterio con las seducciones de la ciencia? ¿Qué es lo que vin­cula lo material a lo espiritual, y qué es lo que hace lo espiritual material al mismo tiempo? ¿Qué constituye a la Iglesia? ¿Cómo oponerse a las opresivas pretensiones basadas en el sexo? ¿Qué significa envejecer? ¿Qué es lo que define la muerte? ¿Qué es lo que determina la vi­da? ¿Qué es autenticidad y qué no lo es? ¿Cómo se pue­den encontrar objetivos espirituales en un período sin objetivo aparente? ¿Qué es la vida religiosa en sí misma y qué espiritualidad le sirve de base en un momento en que las cuestiones son cruciales, pero quedan pocas bra­sas, y las cenizas se están enfriando?

La espiritualidad de la vida religiosa actual no es ni la espiritualidad de la cruz ni la espiritualidad de la re-

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surrección. La espiritualidad de nuestro tiempo es la espiritualidad del Sábado Santo: una espiritualidad de la confusión y la consternación, de la ineficacia y la impo­tencia, de la fe en medio de la oscuridad y de la fuerza de la esperanza. Es una espiritualidad que persevera cuando perseverar parece absolutamente inútil.

No es éste el momento de abandonar, simplemente porque el pasado sea pasado y el presente sea incierto. No es éste el momento de permanecer inmóvil sólo por­que el camino esté inexplorado. De hecho, lo que hace tiempo prometió una generación anterior de religiosos puede que ahora esté empezando a hacerse realidad, a plantear sus exigencias y a revelar su significado. Lo que la generación más reciente, más joven, de religiosos haga ahora para crear el próximo momento de la histo­ria religiosa a partir del polvo de lo antiguo puede que sólo llegue a ser una promesa en los años venideros. Pe­ro eso ya es algo. El compromiso básico con la vida reli­giosa tiene poco o nada que ver con lo que los religio­sos hacen. El compromiso de los religiosos atañe al por­qué de lo que hacen.

La espiritualidad de la productividad ha pasado. Los religiosos no entregan sus vidas porque una institución dirija hospitales, por buenos que éstos sean. No limitan las posibilidades que les ofrece la vida simplemente pa­ra rezar por aquellos que andan siempre buscando nue­vas posibilidades. No existen para proporcionar mano de obra a quienes, si ellos no lo hicieran, no notarían su falta. En una sociedad donde las preocupaciones básicas de antaño —la educación, la atención sanitaria y los ser­vicios sociales— están cubiertas, esas tareas específicas no pueden justificar, explicar o estimular la vida reli­giosa. Lo que debe impulsar la vida religiosa actual es la espiritualidad de la creación, donde, para muchos, la esperanza languidece en la oscuridad y arde sin llama entre las cenizas esperando el amanecer de ese día en que el derecho a hacer las preguntas difíciles se entien­da sencillamente como un acto de fe, como un signo de

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fidelidad al Dios que nos llama desde el otro lado del misterio.

La Escritura define un claro modelo de servicio y de cambio, de cambio y de nuevo servicio donde sólo el compromiso salva la distancia entre las antiguas certe­zas y los nuevos desafíos. En el Génesis, Jacob se pro­pone conseguir una cosa y se encuentra con que tiene que hacer frente a una tarea distinta. Jacob sacrificó su vida por Raquel, pero consiguió a Lía. No se trató tan sólo de un contratiempo personal, de un reto vital, de un momento de lucha, sino que para Jacob fue también —dentro del designio divino— un acto de fe personal que sembró la semilla de un mundo nuevo para todo el pueblo elegido. También en este momento los religiosos más veteranos conocen bien el significado de una vida que comienza siendo una cosa pero se convierte en otra, y los religiosos más jóvenes saben lo que supone la car­ga de empezar de nuevo con el espíritu inicial. Lo im­portante es que nunca se olvide ni se malinterprete la relación entre las dos tareas vitales. Jacob hizo una pro­mesa y la mantuvo en sus dos dimensiones.

Cuando a Jacob le fue concedido el derecho a casar­se con Raquel, el sueño de su vida, asumió también un desafío que iba mucho más allá de lo que jamás habría imaginado. Recibió una segunda vida.

La vida religiosa contemporánea también ha vivido dos vidas. La primera formal y convencional, una vida ordenada con normas claras y recompensas seguras, un ejercicio privado de virtudes personales. La segunda, audaz e incierta, nos plantea unas exigencias que nunca se nos ocurrió pensar que pudieran ser posibles; exigen­cias que a todos, jóvenes y viejos, nos obligan a comen­zar de nuevo y que, sobre todo, tienen un significado que supera el ámbito eclesial, el gueto católico y la lu­cha por la salvación personal. Esta vez la vida religiosa tiene un significado para el mundo en general.

Como Jacob después de trabajar por Lía, es hora de que empecemos de nuevo, esta vez para alcanzar nues­tro objetivo primero. Como dice el proverbio francés,

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«todo pasa, todo perece, todo hastía». El que algo nos abandone no es un signo de pérdida, sino de que debe­mos emprender algo distinto, es decir, lo que, como Jacob, nos propusimos conseguir desde el principio.

Pero esto significa conservar las brasas.

* * #

1) Si entraste en la vida religiosa antes de la renovación del Vaticano n, ¿por qué has permanecido? ¿Difieren tus actuales razones para justificar la vida religiosa y las esperanzas que has depositado en ella de las que tenías cuando entraste? Explícalo.

2) Si entraste en la vida religiosa después del Vaticano II, ¿por qué elegiste este modo de vida? ¿Qué espe­ranzas albergabas respecto de la vida religiosa? ¿Se están viendo cumplidas?

3) ¿Cómo reaccionas ante el uso de grieshog por la her­mana Joan como un símbolo de la vida religiosa ac­tual? ¿Qué práctica se da en tu comunidad del sagra­do acto de grieshog!

4) «La vida religiosa no morirá en el futuro, a no ser que esté ya muerta en los religiosos», afirma la hermana Joan. ¿Está muerta en ti?; ¿está muerta en tu comu­nidad?; ¿cómo lo sabes?

5) La hermana Joan advierte que la vida religiosa actual ha perdido la «espiritualidad del presente» y señala la historia veterotestamentaria de Jacob como un modelo de dicha espiritualidad. ¿Estás de acuerdo con ella? ¿Qué significa tener una «espiritualidad del presente»?

6) ¿Depende realmente el futuro de la vida religiosa de quienes la viven hoy? ¿Qué desafíos específicos te plantea esto a ti personalmente y a tu comunidad?

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7) Reacciona a esta pregunta: «¿Reside el problema en que hay menos vocaciones o en que hay menos fue­gos que emitan el suficiente resplandor?»

8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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4 Camino a la cumbre

En algún momento, y tal vez por múltiples razones, re­sultó anticuado decir que el único propósito de la vida religiosa es la búsqueda decidida de Dios. Otras res­puestas mejores —el ministerio, el testimonio público, las necesidades de la comunidad...—- se idearon para sa­tisfacer el racionalismo de un mundo secular y tecnoló­gico, pero no parece que ninguna de ellas sobreviva al entusiasmo del momento. Las buenas obras, las preocu­paciones morales y las interacciones humanas justas son responsabilidad de toda la comunidad cristiana, no sólo de los religiosos. Utilizar estos conceptos únicamente para entender el significado de la vida religiosa resulta cuando menos anómalo, si no falso. La idea de la preo­cupación social sencillamente no basta para justificar que todo un colectivo reforme los criterios de la vida en común. Instituciones enteras están dedicadas a las bue­nas obras, casi todas ellas organizadas por laicos, y la mayoría no son sectarias. Los religiosos no tienen nece­sidad de dedicarse a esas actividades. La vida religiosa, planteada en esos términos, carecería por completo de fundamento.

La madre Sylvester, mi primera priora, venía dos veces al año a nuestro noviciado, y en ambas ocasiones nos hacía una única pregunta. Se caracterizaba por su paciencia y nos instruía paulatinamente. Veía con bene­volencia el hecho de que la mayoría de las novicias fa­llara la prueba de manera habitual en la primera visita, pero se mostraba claramente descontenta cuando fallá­bamos durante la segunda. «¿Por qué has entrado en la vida religiosa?», nos preguntaba a una tras otra con los brazos cruzados bajo el escapulario y la cabeza inclina-

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da hacia abajo para escudriñarnos por encima de las ga­fas mientras estábamos sentadas alrededor de la mesa. A primera vista, dábamos unas respuestas maravillosas: «Para entregar mi vida a la Iglesia», decía la piadosa; «Para salvar mi alma», decía la precavida; «Para con­vertir al mundo», decía la fanática. No, no, no, indicaba la Madre Sylvester con un movimiento de cabeza. «No es eso. No es eso. Habéis entrado en la vida religiosa, queridas hermanas —decía con tristeza—, únicamente para buscar a Dios».

Únicamente para buscar a Dios... La respuesta sor­prende por su simplicidad, por su vulgaridad, por su universalidad y por sus exigencias. Su tremenda verdad lo cambia todo. Para la persona que no pueda encontrar a Dios en ella, permanecer es un error. Para la persona que no busque a Dios en ella, marcharse es un impera­tivo. Para la persona que pueda encontrar a Dios mejor en otro lugar, irse es una gracia.

Se trata de una respuesta sencilla que perdura en el tiempo y, lo que es más importante aún, sigue sien­do válida. Cuando la vida religiosa era rígida hasta lo indecible, la «búsqueda de Dios» siguió siendo válida. Cuando las horas de trabajo y de oración en el coro entumecían el cuerpo hasta dejarlo insensible, la «bús­queda de Dios» siguió siendo válida. Cuando la ausen­cia de contacto y de consuelo humanos privaban a la vi­da de la mayoría de sus encantos terrenales y de sus sa­ludables desahogos, la «búsqueda de Dios» siguió sien­do válida. Por simple y descomprometida que parezca, lo cierto es que la respuesta, incluso hoy, no puede ser superada. Y quizá sobre todo hoy. Esta generación, que ha modificado todos los cimientos que en otro tiempo se consideraron inamovibles, debería conocer mejor que cualquier otra la validez de esa respuesta. Cuando los absolutos nos fallan, los ministerios pierden sentido e incluso la Iglesia se convierte en un lugar lejano y des­concertante para quienes tienen nuevas ideas o pregun­tas incómodas, la idea de buscar a Dios y sólo a Dios da a la vida una nueva fuerza.

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Para esta generación de religiosos cuyas vidas han sido testigos del derrumbamiento de todo un sistema, pocas veces ha habido otro refugio que la idea de que la revelación del misterio de Dios es la única razón para caminar por una vida de oscuridad hacia una oscuridad futura que puede ser aún mayor. Cuando el mundo ente­ro nos grita riendo: «¡Disfrutad!» o «¿Por qué?» o, peor aún, «Es ridículo»; cuando no hay respuestas seguras para las constantes predicciones de muerte institucional ni para la macabra resignación que acompaña al evi­dente e invariable fracaso, es cuando esa oscuridad se transforma en clarividencia. Lo cierto es que nunca ha habido ninguna otra razón para entrar en la vida religio­sa que la de «buscar a Dios».

La búsqueda humana universal

Buscar a Dios es un afán humano universal común a to­das las culturas; es el proyecto humano fundamental; es el denominador común de toda empresa humana; afec­ta a todos los seres humanos; es necesario en cualquier empeño de la humanidad, central en todos sus esfuerzos y esencial en cualquiera de sus actividades. Más aún, es la única razón que da sentido a la vida religiosa. La vida religiosa no es simplemente otra forma de vida, sino un modo de vida organizado deliberadamente para consa­grarse a la búsqueda humana de Dios.

Para los religiosos, la inmersión en Dios es la única razón absoluta y sin reservas que hace de cualquier otra motivación de la vida —el amor, el dinero, los hijos, el éxito personal...—, por plausible, loable y determinante que sea, algo secundario en nuestra búsqueda del Mis­terio que está entre nosotros. La inmersión en Dios es un concepto que no tolera nada mayor que él. Es lo que nos da fuerza cada día, el anhelo por el que cualquier pérdida, cambio o esfuerzo resulta aceptable.

Sin embargo, demasiado a menudo nos hemos deja­do seducir intensamente por otras explicaciones de la

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vida religiosa, todas ellas válidas y verdaderas hasta cierto punto. Nos hemos esforzado por ser «pertinen­tes». Nos hemos propuesto «encarnarnos». Nos hemos entregado incansablemente a «la opción por los po­bres». Nos hemos consagrado a la «transformación de las estructuras». Hemos evangelizado, renovado, revisa­do y reformado hasta la extenuación. Y todos esos com­promisos son buenos y necesarios, santos y respetables, fundamentales e imperativos. Pero sólo hay una cosa que pueda sostener, alimentar y justificar la vida reli­giosa: el religioso debe ser la persona que en principio, ante todo y siempre, en cualquier circunstancia, busque a Dios y sólo a Dios, vea a Dios y sólo a Dios en medio de esta confusión y de esta incertidumbre, y manifieste a Dios y sólo a Dios sea cual fuere la situación.

Si la vida religiosa ha de mantener el fuego y avivar las llamas para cualquier tipo de vida religiosa futura, habrá que poner de relieve otro aspecto distinto. Debe­mos pasar de centrarnos únicamente en lo que los reli­giosos hacen a por qué lo hacen y a qué han de ser. Co­mo buscadores de Dios, los religiosos han de alzarse co­mo faros en la noche para que también otros recuerden y no olviden la única razón verdadera para hacer cual­quier cosa en la vida, el criterio último de todo cuanto hacemos. Los religiosos deben prestar tanta atención consciente a las cosas de Dios como a los pequeños, pri­vados y personales ámbitos del mundo en que todos vi­vimos, por muy estimulantes, buenos y necesarios que esos espacios personales sean. De lo contrario, la vida religiosa no será más que otra institución social a la que sucederán otras instituciones sociales, en lugar de ser centros de contemplación en los que —ésa es nuestra esperanza— el modo de pensar de Dios afecte al modo de pensar de la humanidad.

Durante los últimos veinticinco años, los religiosos se han centrado, quizá en exceso, en los carismas con-gregacionales y en las tipologías canónicas como fun­damento de la renovación. Es incluso posible que haya­mos dedicado demasiada atención a ser «benedictinos»,

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«mercedarios», «franciscanos» y «ursulinas», es decir, a ser grupos concretos con una historia particular que conservar, en lugar de centros de reflexión que constitu­yan el punto de encuentro público del Evangelio y el mundo. Ciertamente, nos hemos ocupado más de ser congregaciones renovadas que de ser grupos evangéli­cos, personas contemplativas, centros de reflexión y re­fugios para los que están cansados y agobiados. Sin du­da nos hemos centrado mucho más en ser gentes de Iglesia, canónicamente correctas y eclesiásticamente in­tachables, que en ser seguidores de Jesús. Nos hemos arriesgado a prestar mucha más atención a definir caris-mas que a llevarlos de nuevo a la práctica en nuestro tiempo.

Y ahí reside el problema. Hemos estado hablando de una cosa cuando, en lo más profundo de nosotros mis­mos, sabíamos que lo que se exigía de nosotros era que nos sintiéramos fascinados por otra, que fuéramos aque­llo para lo que realmente entramos en la vida religiosa, que participáramos en la gran búsqueda espiritual del mundo moderno, sin la cual la vida no vale nada en ab­soluto, y que lo proclamáramos sin descanso.

No es lo que hacemos lo que nos convierte en reli­giosos. Es el porqué y el cómo lo hacemos lo que nos da autenticidad en un mundo que tiene motivos para recelar. Lo que el mundo ciertamente no necesita es otro grupo de personas, por bienintencionadas que sean, que actúen sin unas prioridades claras, sin unos principios operati­vos que distingan una actividad buena de otra, sin tanta preocupación por la justicia como por el tipo de caridad que mantiene los sistemas opresivos en lugar de refor­marlos, sin una genuina apertura a los pobres de Dios en nombre de Dios. Lo que hace a la actividad religiosa ver­daderamente tal es la búsqueda de Dios y de su reino. Cualquier otra postura será compasiva pero impreci­sa, generosa pero no religiosa, bienintencionada pero no realmente eficaz, amable pero no profética. Estar im­pregnado del espíritu de Dios es la actividad religiosa esencial. Todo lo demás simplemente se deriva de ello.

CAMINO A LA CUMBRE 73 /

Cuando Abrahán dejó el país de Ur, fue én el propio hecho de marcharse donde encontró a Dios; pero fue sin duda más que eso, porque fue por Dios por quien se marchó. Como estaba en sintonía con la voz de Dios, sobrevivió a lo que, de lo contrario, le habría sido impo­sible soportar. Una y otra vez, su andadura se ve obsta­culizada, el camino se le tuerce, las circunstancias son amenazadoras, las autoridades le ponen trabas, se queda sin recursos... Sin embargo, Abrahán no se siente derro­tado ni por los fracasos ni por los cambios ni por la desaprobación ni por las dificultades del camino. Porque ha hablado con Dios, y Dios con él; sólo la voz de Dios es la medida de su propósito y de su éxito.

Mantener viva la voz de Dios

Si se ha de preservar el fuego para otra generación, la vida religiosa actual debe conservar viva la voz de Dios, suceda lo que suceda con las obras de la congregación, con las estructuras de la orden e incluso con las defini­ciones eclesiásticas de este tipo de vida.

Pero no nos engañemos. La búsqueda espiritual es una búsqueda espiritual. Hablar de ella no es llevarla a cabo. Cuando no dedicamos tiempo a sumirnos en el evangelio debido al trabajo evangélico que realizamos, estamos convirtiéndonos a nosotros mismos en nuestro dios, y el trabajo que realizamos en nuestro fin. Y ello nos llevará al fracaso, si no en nuestra actividad exte­rior, sí sin duda en nuestro interior. Los religiosos que no prestan atención a su vida espiritual carecen de ella, por buena que sea la motivación, por competente que resulte el ejercicio profesional, por loables que sean las obras en las que trabajen. Sin un compromiso con la vida espiritual no enterraremos brasas para el futuro, no encenderemos ningún fuego, no dejaremos ningún res­coldo para avivar la búsqueda continua en quienes ven­gan detrás.

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Lo que se ha de dilucidar, por supuesto, es si los dos elementos de la condición humana —el material y el espiritual— son realmente partes integrantes de una misma y única vida. ¿Sólo se vive la vida intensamente cuando se compartimentaliza a ultranza? ¿Son diame-tralmente opuestas las búsquedas simultáneas de Dios y de la vida? El legalismo institucional, naturalmente, insiste en que es así. Durante años, la Iglesia ha enfren­tado un elemento al otro —especialmente para las muje­res—, implantando un dualismo que ha llegado incluso a establecer una jerarquía de modos de vida espiritual. Algunas personas optaron por lo que los cánones llama­ban «vida activa» y decían oraciones; otras decidieron entrar en comunidades de clausura y, contemplando a Dios, se olvidaron de la creación. El mensaje eclesial era claro: la vida activa, al estar implicada en las vidas y las necesidades de la gente, en las cosas «materiales» más que en las «espirituales», era el camino menos per­fecto y heroico hacia Dios. La vida religiosa apostólica, terminaba afirmando esa cosmología, no era, por tanto, un estado de santidad tan elevado como la vida claus­tral, como si andar por el mundo que Dios hizo fuera una amenaza para la vida espiritual. La vida monástica, por el contrario, con su separación del «mundo», cons­tituía la esencia de la virtud perfecta (y contaba además con la aprobación celestial, según nos hicieron creer), como si esforzarse por vivir apartados de la creación santificara la vida. Fue una distinción desafortunada y también, en mi opinión, falsa, cuyas perniciosas conse­cuencias para la vida religiosa, sea cual sea su índole, empiezan a ser visibles ahora.

Hablamos de vida «activa» y de vida «contemplati­va» como si fueran conceptos opuestos e ideas inconci­liables. Sin embargo, las que sí son categorías opuestas son la «vida activa» y la «vida claustral». La contem­plación es esencial para ambas. Los términos «claustro» y «contemplación», en otras palabras, no son sinóni­mos. La contemplación, es decir, llegar a ver como ve Dios, se nos exige a todos. Para algunas personas el

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claustro es un camino hacia la contemplación; otras encuentran a Dios en el rostro de los pobres. En ambos casos, la contemplación es tanto el principio como el fin de la aventura.

No obstante, al haber dividido el mundo espiritual en religiosos «activos» y religiosos «contemplativos», en lugar de identificarlos sencillamente como claustra­les o no claustrales, hemos pasado por alto la naturale­za y la vida de Jesús. ¿O decimos acaso que Jesús, cuan­do andaba por los polvorientos caminos de Galilea sa­nando a los enfermos, asfixiado por los mendigos, ex­hausto por la presión de las multitudes, las preguntas de los fariseos, las necesidades de los niños y los gritos de los pobres, no era contemplativo, no estaba inmerso en Dios, no veía a Dios en todas las cosas, no veía el mun­do como Dios lo ve? ¿Dónde nos equivocamos en nues­tra comprensión de la vida espiritual y qué significa pa­ra la vida religiosa actual?

La aventura espiritual, la búsqueda de Dios en el tiempo, la construcción del Reino, la atención a Dios donde él está presente, es decir, en las personas, impul­sa la vida religiosa y la impele a colocarse por delante de todos los demás objetivos de la vida, por muy loables que sean. La búsqueda espiritual no tolera pactos con ninguna aspiración que no sea la presencia manifiesta de Dios en ese lugar, para esas personas, en esa aventura.

La búsqueda espiritual siempre exige de nosotros más de lo que la vida ofrece. La persona cuya vida está ligada a esta búsqueda nunca conoce el fracaso y nunca espera el éxito, nunca conoce el éxito y nunca se rinde ante el fracaso. La medida de nuestro éxito es encontrar a Dios en lo que hacemos; es caminar con Dios adonde quiera que vayamos lo que hace imposible el fracaso.

Comprometerse totalmente en la búsqueda espiri­tual supone responder una y otra vez a lo que nos llama a ir más allá de nosotros, hacia algo aún más cercano a lo que Dios quiere para nosotros. Una vez tras otra a lo largo de su vida, la búsqueda espiritual aparta a la per­sona de su ministerio, de la gente y del lugar en que se

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encuentra, para que Dios pueda irrumpir en ella y en el mundo de un modo nuevo y vibrante. Cuando nos basta con el entorno en el que nos encontramos, es que la bús­queda espiritual ha muerto en nosotros, porque esta bús­queda significa no conformarnos nunca con menos que una vida espiritual vivida plenamente en medio de las gracias vivificantes de la vida material que nos rodea. La búsqueda espiritual no se evade de la vida, sino que busca a Dios en todas las cosas y en todas partes, y no cesa hasta haber completado fielmente cada paso. La búsqueda espiritual exige que vayamos allá donde esté Dios; y que donde no esté llevemos a esa situación la visión de la que en ese momento carece. Para hacer todas estas cosas, sin embargo, debemos impregnarnos del espíritu de Dios, vivir en ese espíritu y estar más en sintonía con él que con la tarea.

Signo de conflicto

El primer signo de que algo falla en la vida religiosa aparece cuando el trabajo, cualquier trabajo, se vuelve más importante que la búsqueda espiritual y que lo que ésta exige de nosotros aquí y ahora. La tarea de enseñar, la tarea de curar, la tarea pastoral, incluso la tarea mis­ma de ser un religioso no es tan importante como la bús­queda. Estemos donde estemos y hagamos lo que haga­mos, debemos hacerlo teniendo presente la superioridad de la voluntad de Dios. Ésa es, evidentemente, la dife­rencia entre ser un religioso y ser un asistente social. El asistente social realiza una tarea que ha de hacerse y que vale la pena hacer. El religioso se abisma tan completa­mente en los brazos de Cristo, en la mente de Dios, que nada le bastará excepto convertirse en aquel a quien busca: el Misericordioso, el Amante, el Veraz, Aquel que dice: «Ve y haz tú lo mismo». Es importante subra­yar que no es una tarea específica la que cautiva al reli­gioso, por buena y necesaria que sea, sino el Dios que

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lleva en su corazón y al que encuentra en la oración, en las personas y en la transustanciación del planeta en el Reino de Dios lo que impulsa su vida.

Buscar a Dios, pues, es sentirse impulsado a la ac­ción. Separar la búsqueda de Dios de la realización del trabajo de Dios se convierte en la verdadera antítesis de la búsqueda espiritual. El truco consiste, por supuesto, en mantener un delicado equilibrio entre ambas. En este siglo, la vida religiosa ha sufrido ambos extremos. El dualismo religioso, llevado a sus últimas consecuencias, mantiene una de estas dos cosas: por un lado, que la ora­ción es suficiente y, por otro, que basta con el trabajo. Nuestra generación ha sostenido ambas cosas. Hemos hecho del trabajo social la base de la evangelización y la característica definitoria de la vida religiosa. Y, cuán­do éste ha fracasado, hemos sacado la misma conclu­sión respecto de la vida religiosa. También hemos dado por sentado que la vida monástica estaba más próxima al cielo, porque estaba más alejada del mundo que la rodeaba. Nada más lejos de la verdad que ambas postu­ras, si los profetas eran realmente de Dios y si Jesús era realmente contemplativo. La historia confirma que es mediante la integración de ambas —acción y contem­plación, contemplación y acción— como la vida reli­giosa prospera. Nuestros grandes contemplativos han si­do los más activos: Hildegarda, Bernardo, Teresa de Je­sús... Y los más activos han sido los más contemplati­vos: Catalina de Siena, Charles de Foucauld, Ignacio de Loyola... En nuestro tiempo, el trapense Thomas Mer-ton no dirigió un centro de justicia y paz, pero sí hizo de la paz y la justicia un tema candente para la Iglesia. Al mismo tiempo, el sacerdote jesuita Dan Berrigan y su hermano casado Phil sí que dirigieron un centro de jus­ticia y paz, pero sólo desde una perspectiva espiritual intensamente pública.

Lo que claramente necesita hoy la vida religiosa es cultivar lo sagrado, no separado de lo secular, sino a partir su misma esencia. La función de la vida religiosa consiste en mantener la pregunta sobre Dios —y las

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cuestiones que Dios plantea— en el horizonte del mun­do, para que puedan verse desde cualquier punto y para que todo el mundo pueda salir en su busca. Sin una vida espiritual fuerte, clara y testimonial, embebida del espí­ritu de Cristo y fundamentada en el evangelio, la tarea más importante del mundo es mera asistencia social, tanto si la realizan miembros de las órdenes religiosas como si no. Entonces, las cuestiones espirituales, las cuestiones básicas, desaparecen del campo de visión, y la vida misma se vuelve árida y cuestionable, las ceni­zas se enfrían, y ya no queda nada que dejar a la si­guiente generación que realmente merezca la pena conservar.

La tarea de la vida religiosa no es en absoluto una tarea, sino que consiste en aplicar las grandes preguntas de la vida a todas las dimensiones de la misma. El reli­gioso no hace caridad sin preguntar: «¿Por qué existe esta injusticia?» El religioso no da clase sin preguntar: «¿Qué hay que aprender para que el mundo cambie?» El verdadero religioso no hace nada sin antes contem­plar la razón, las consecuencias, el coste y la contribu­ción de ello a la venida del reino de Dios. La vida reli­giosa hace de la contemplación algo muy activo.

El propósito de la vida religiosa es la prosecución de la búsqueda espiritual, la preservación de las cuestiones espirituales, la articulación de los desafíos espirituales de generación en generación, de cualquier forma y en cualquier ocasión. Pero, en este caso, la preocupación actual por el valor de la vida religiosa es, cuando me­nos, desacertada, si no completamente equivocada. ¿Le queda algún propósito a la vida religiosa ahora que ya no tiene como símbolo las poderosas instituciones de antaño surgidas para responder a las grandes cuestiones sociales de pasadas generaciones? Por supuesto, y nun­ca tanto como ahora. La vida religiosa tiene hoy la opor­tunidad de empezar de nuevo, profundizando en los evangelios y gritando las cuestiones con las que se en­frentan al mundo futuro. La pregunta que plantea un desafío a la sociedad actual no es si la vida religiosa

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tiene algún valor, porque, mientras lo tenga el Evan­gelio lo tendrá la vida religiosa. No, la verdadera pre­gunta es simplemente si la vida religiosa es viable, si es lo suficientemente religiosa como para apoyarse de nuevo en el Evangelio más que en las instituciones, las cuales, aunque en otro tiempo fueron las que mejor la manifestaron, en esta nueva época son ya más parte de la corriente cultural dominante que profetas en ella.

Pero, ante todo, debemos profundizar en los evan­gelios. Todos los días. Siempre. Sin desfallecer. En to­das las situaciones. Debemos vivir una vida espiritual que resplandezca para que todos la vean, pero, sobre to­do, debemos vivir una vida espiritual tan profunda, ha­bitual y clara que la oposición no nos sorprenda. De­bemos crear dentro de nosotros una reserva espiritual que nos ayude a superar todas las barreras eclesiales y estatales con paz en el corazón y serenidad en la vida, sabiendo sin ninguna duda que las preguntas que hace­mos no son sólo nuestras.

En cierta ocasión, cuentan los maestros Zen, una anciana fue en peregrinación a un lejano santuario situa­do en una montaña, en plena estación de lluvias. De ca­mino, se detuvo en una posada para pedir alojamiento y pasar la noche antes de comenzar el ascenso a la mon­taña sagrada. «No podrá trepar por el resbaladizo barro de la montaña con este tiempo. Es imposible», le dijo el posadero. «Será muy fácil —contestó la anciana—. Mi corazón lleva años allí. Ahora sólo es cuestión de llevar mi cuerpo».

No hay vida religiosa sin una vida auténticamente religiosa. Pero con ella, todo lo demás —la ambigüe­dad, las transiciones, los nuevos retos sociales, el pro­pósito de conservar el fuego...— será muy sencillo.

* * *

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1) La hermana Joan ofrece esta razón de la existencia de la vida religiosa: «un modo de vida organizado deli­beradamente para consagrarse a la búsqueda huma­na de Dios». Y afirma que el único propósito de la vida religiosa es la búsqueda decidida de Dios. ¿Es por esto por lo que entraste en ella?; ¿es ésta tu razón para permanecer?

2) ¿Qué se exige de aquellos cuyo propósito primario es buscar a Dios? ¿Se opone la búsqueda de Dios al mi­nisterio o a la atención a los pobres, a los enfermos y a los marginados?

3) ¿Hay alguna diferencia entre las comunidades reli­giosas y otras instituciones sociales que hacen el bien?; ¿cuál es?

4) ¿Cuándo era contemplativo Jesús? Elige una res­puesta y explica tu elección.

a. cuando ayunaba y oraba en el desierto; b. cuando predicaba por los pueblos; c. cuando bebía vino en Cana; d. cuando visitaba a sus amigos; e. cuando curaba a los enfermos; f. cuando sufría en la cruz; g. en todos los casos mencionados.

5) ¿Cuál es tu definición de contemplación? ¿Hay vida religiosa donde no hay contemplación?

6) ¿Qué problemas ha provocado la errónea división entre acción y contemplación?

7) La hermana Joan dice que la búsqueda espiritual «es la búsqueda de Dios en el t iempo, la construcción del Reino, la atención a Dios donde él está presente, es decir, en las personas». ¿No resulta demasiado nor­mal?; ¿no es la búsqueda espiritual más mística, más extraordinaria?

8) ¿Piensas que el trabajo o el ministerio han cobrado más importancia en tu vida que la búsqueda espiri­tual? ¿Cómo puedes saberlo?

9) «El propósito de la vida religiosa es la prosecución de la búsqueda espiritual, la preservación de las cuestio­nes espirituales, la articulación de los desafíos espiri­tuales de generación en generación...» Cita una cues-

CAMINO A LA CUMBRE 81

tión espiritual que tu comunidad esté preservando. Cita un desafío espiritual que tu comunidad esté arti­culando para el futuro.

10) ¿Profundizas en los evangelios todos los días?; ¿siempre?; ¿sin desfallecer?; ¿en todas las situacio­nes? ¿Crees que es necesario hacerlo? ¿Qué constitu­ye tu reserva espiritual?

11) La hermana Joan describe la comunidad contem­poránea de «buscadores de Dios» como un centro de reflexión que constituye el punto de encuentro público del Evangelio y el mundo. ¿Cómo es tal comunidad?

12) ¿Qué significa que los religiosos sean llamados a cul­tivar lo sagrado a partir de la esencia misma de lo secular?

13) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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5 Tiempo de audacia

«La vejez —dijo en cierta ocasión Bette Davis— no es para cobardes». La vejez requiere un tipo especial de valor. Su energía depende de esa rara clase de fortaleza que continúa haciendo lo que debe hacerse, no porque sea fácil o emocionante, sino sencillamente porque me­rece la pena. La vejez, con su capacidad de resistencia y la fuerza de su experiencia, refleja una cualidad sin­gular, un don vital poco habitual. La vejez no es el final de la vida, sino un estadio de la misma que plantea nue­vos desafíos y exige una nueva clase de respuesta, pero que también conlleva sus propias compensaciones y responsabilidades. Sin embargo, puede que lo más im­portante de todo para la vida religiosa en este momento sea caer en la cuenta de que la vejez afecta a todo lo hu­mano, no sólo a las personas.

Si las congregaciones religiosas, lejos ya de la ado­lescencia, necesitan aprender algo en este momento de la historia, bien puede ser el especial carácter de la ve­jez. Aún hay mucha vida en ella, todo depende, simple­mente, de cómo la vivamos. Podemos morir muchos años antes de que nos llegue la hora o podemos vivir hasta que nos llegue la muerte. Todo lo vivo se enfren­ta a la misma disyuntiva.

La vida religiosa, pues, ha de afrontar la vejez en dos niveles. En primer lugar, la edad de los miembros de las congregaciones está aumentando. Incluso los nuevos miembros son, por regla general, mayores que antes. En segundo lugar, también la edad de la propia institución ha aumentado, con todo lo que ello implica en términos

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de costumbres comunitarias, premisas culturales, hábi­tos de vida e ideales teológicos. Los desafíos, pues, son igualmente claros. Los miembros mayores deben per­manecer en contacto con las nuevas ideas. Y los jóvenes deben preservar su juventud de corazón y la frescura de su perspectiva innovadora en un ambiente en el que, durante mucho tiempo, puede que se haya confundido la historia reciente con la verdad eterna. Donde predo­mina la edad, el espíritu comunitario debe convertirse en una visión joven enraizada en los viejos valores, o puede que confundamos lo que siempre hemos hecho con lo que debemos hacer.

Por tanto, esta fase de la vida religiosa, que alcanzó su apogeo en el pasado y se enfrenta ahora a la tarea de construir una nueva forma de vida religiosa, no puede tolerar esa clase de resignación que precede a la muer­te. Vivir una verdadera vida espiritual ahora exige un coraje fuera de lo común.

En algún momento, todas las personas y todas las cosas envejecen. El saber convencional, en una cultura en que la juventud es uno de sus estandartes, requiere que, a una cierta edad, la gente entregue el espíritu a la siguiente generación y entre en una especie de senilidad que espera, con paciencia y pasividad, la muerte. No es sorprendente, pues, que en esa clase de entorno la gente muera mucho antes de que su vida termine. Es un pro­ceso muy triste. Para quienes mueren antes de su hora, el pasado queda inmortalizado, y la idea de un futuro vi­vificante y nuevo resulta imposible de imaginar. Sólo importa lo que ha sido; lo que puede y debe ser perma­nece ignorado. Sin darse cuenta y sin ninguna razón, es­tos muertos vivientes se vuelven apáticos, seniles y car­gantes. De hecho, pueden llegar a ser muy cargantes siendo aún muy jóvenes.

En esta cultura, por consiguiente, la idea misma de vejez supone uno de los peligros más graves para la vida religiosa norteamericana. La vejez se ha convertido en el punto de intersección entre la cultura y la vida reli­giosa norteamericanas. En ese punto, la cultura y la vida

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espiritual chocan, muy sutilmente pero con absoluta claridad. El conflicto entre lo que la cultura y la vida religiosa piensan sobre la vejez exige una solución.

La cultura juvenil establece unos momentos concre­tos en los que la vida, a efectos prácticos y en múltiples dimensiones, se acaba. Terminamos las etapas educati­vas establecidas, y sabemos que ha comenzado nuestro declive profesional. Cumplimos los cuarenta, y creemos perder posibilidades laborales. Nos jubilamos, y perde­mos la sensación de tener utilidad pública. En semejan­te clima social, la vida religiosa proporciona un contra­punto de cualidades que apuntan insistentemente a lo inmortal, sin pensar en ningún tipo de límites.

La cultura «jubila» a la gente, la aparta del mercado a edades cada vez más tempranas para mantener una economía frágil y adaptarse a una informatización en aumento constante. En ese proceso, personas que en otro tiempo constituyeron la plana mayor de sus peque­ños mundos se encuentran desorientadas, se sienten in­fravaloradas y se consideran inútiles precisamente a la edad en la que pueden tener finalmente la suficiente ex­periencia como para saber algo. Para muchas personas, en una sociedad orientada a la productividad y medida por el dinero, la vida termina justo cuando empieza. Una vez que te han tildado de «viejo», la vida se con­vierte en un dejarse llevar, pero sin ir a ninguna parte.

La vida religiosa no jubila nunca

La vida religiosa, por otro lado, encauza cada minuto de la energía y los ideales de la persona hacia un punto más allá de la vida misma y, de ese modo, nunca llega real­mente, nunca se completa, nunca «jubila». Para los reli­giosos, la vida está siempre empezando; en realidad, no se termina nunca, avanza siempre hacia el próximo mo­mento de maduración. A los religiosos también les llega la muerte, por supuesto, pero no antes de haber vivido cada minuto de la vida plenamente. La muerte del reli-

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gioso no la establece ni el trabajo ni el sistema social, ni está tampoco asociada a ninguna edad en particular. Siempre hay algo importante que empezar en cada esta­dio de la vida, algo nuevo que aprender, algo valioso que dar. El reto para la vida religiosa en esta etapa de la historia consiste, pues, en probar las implicaciones de ambas actitudes respecto del tiempo. Según una forma de pensar, el tiempo nos hace declinar y claudicamos mucho antes del final. Según la otra, el tiempo es, sen­cillamente, una serie de pasos hacia la plenitud de la vi­da y, por tanto, nunca claudicamos. La cultura postula la fragilidad de la vejez; la vida religiosa reconoce su penetrante fuerza y determinación.

No es cierto que la vejez nos impida vivir una vida plena y vibrante. Por otra parte, sí es cierto que la edad nos purifica, nos refina y nos renueva. La vejez es pre­cisamente ese período de la vida en que cambian los va­lores y se replantean las virtudes, lo que en el pasado pensábamos que era realmente importante y bueno se pone finalmente en tela de juicio y se abre a nuevas in­terpretaciones. De hecho, es en la vejez cuando todos decidimos libremente no sólo si vamos realmente a vi­vir, sino cómo y por qué vamos a hacerlo.

Los jóvenes e inexpertos suelen dar prioridad a la prudencia sobre el riesgo. El joven que quiere progresar aprende pronto que el camino se hace siguiéndole el juego al sistema, conformándose, procediendo con dis­creción y no siendo una amenaza para nada ni para na­die. Los jóvenes caen rápidamente en la cuenta de que el valor consiste en ganar terreno pisando con cautela, hasta que la experiencia compense la falta de destreza. En consecuencia, los jóvenes, inseguros de cada paso, se sienten a menudo inclinados a aferrarse a las perso­nas que conocen. Decimos que son una generación con­servadora, cuando lo más próximo a la verdad es que toda nueva generación se ve presionada para ser aco­modaticia, excepto unos cuantos rebeldes aquí o allá. En otras palabras, también los jóvenes tienen sus pro­pios conflictos con el riesgo, pese a todas sus imágenes

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de lo audaz y lo temerario. Así aprenden a esperar pa­cientemente a que les llegue su momento.

Para los mayores, por otra parte, para quienes la se­guridad duramente conseguida puede convertirse dema­siado fácilmente en una tentación, y el éxito en algo pe­tulantemente dado por hecho, la prudencia puede anclar la vida a un determinado lugar en el mismo momento en que más necesidad hay de ser libre. Entonces la capaci­dad para arriesgarse, no la voluntad de esperar, se con­vierte en la medida última del carácter y de la propia valía, del temple y de la felicidad. Ésta es la razón de que las viejas figuras innovadoras causen más impacto y tengan más influencia en la sociedad que los más jó­venes. Albert Schweitzer, Albert Einstein, el doctor Seuss, la Madre Jones, la abuela Moses, María Balan-chine... encienden el entusiasmo y avivan la esperanza en nosotros mucho más que los jóvenes de su entorno, de quienes no consta a ciencia cierta que vayan a aguan­tar hasta el final, que lleguen a ser lo que se propusieron ser o que aporten la necesaria calidad y pasión al com­bate de la vida. De hecho, ¿qué puede haber que sea más peligroso para el status quo que unas personas ma­yores experimentadas, audaces y seguras de sí mismas, a las que no se puede intimidar ni controlar ni castigar por estar escandalosamente vivas?

La pura verdad es que los miembros nuevos que vie­nen a la vida religiosa buscando estabilidad social en un lugar que proclama seguir al Jesús que fue acosado por la Sinagoga, temido por el Estado, considerado loco por sus familiares, rechazado por sus vecinos y al que sólo amaron los marginados de la sociedad, vienen a un sitio equivocado. La pura verdad es que la vejez no es en ab­soluto el momento de asentarse. Ni aquí ni ahora ni en ningún sitio. La vejez es el tiempo de intentar nuevas cosas con atrevimiento e imaginación si queremos que la vida del mañana sea algo más que una larga y triste repetición de ayeres ya pasados. En definitiva, vivir hasta que muramos puede que sea el último objetivo de la vida.

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Pero la vida religiosa, tal como la conocemos, es ya vieja. Las congregaciones religiosas hace tiempo que no tienen la energía desbordante que surge de la dedicación a los nuevos proyectos y a las grandes empresas, así co­mo de los triunfos públicos. La vida religiosa ha dejado atrás su momento de esplendor. La antigua tarea apenas existe, es casi invisible, apenas cuenta entre la plétora de instituciones similares que la rodean, la mayoría de ellas más importantes, de mayor envergadura y más prósperas de lo que lo fueron las congregaciones en su época más gloriosa. Fueran cuales fuesen las razones de su existencia, éstas han desaparecido en su mayor parte. En consecuencia, nos atormenta la pregunta de si tam­bién ha desaparecido la vida religiosa. Y, en caso de que no sea así, ¿cuál es la espiritualidad de nuestro tiempo?; ¿qué puede salvarnos de esta sensación de fracaso y desintegración que nos invade al ver cómo se extingue una época antes de estar preparados para permitírselo?

Vida y vitalidad

Lo que la vida religiosa necesita claramente en este mo­mento de abatimiento no es resignación ante la muerte, sino vida y vitalidad. Necesita un nuevo objetivo. Nece­sita fe para emprender nuevos caminos con entusiasmo renovado y sin temor. A fin de cuentas, ¿qué se puede perder cuando ya se ha perdido todo? En el preciso mo­mento en que el mundo espera, e incluso requiere, su declive, la vida religiosa debe negarse a ser algo distin­to de ella misma. La vida religiosa, más que prudencia, conformidad o ese conservadurismo que pretende pre­servar las cosas del pasado en lugar de su sabiduría, requiere audacia, y necesita miembros mayores que se resistan al envejecimiento de la vida, y jóvenes que se resistan al envejecimiento del alma.

Pertenecer a una antigua institución no es excusa para no tener ideas jóvenes y no hacer cosas nuevas. Al

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contrario, es precisamente la edad de la institución la que lo exige. Que nosotros seamos viejos no es excusa para estar muertos ni para permanecer a salvo, tampoco es excusa para estar tan sedados que en realidad este­mos comatosos ni para sentarnos y esperar a que nos salven de nosotros mismos. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», pregunta la carta a los Romanos. Y la respuesta es el silencio ensordecedor de Dios. Sólo nosotros mismos, jóvenes o viejos, pode­mos salvarnos de la muerte que está en nuestro interior.

El hecho es que no es obligación nuestra preservar la vida religiosa. Nuestra única obligación consiste en morir siendo religiosos. Debemos dejar de buscar razo­nes, de aceptar excusas, de contarnos profecías que se cumplen a sí mismas y que nos permiten seguir en nues­tro puesto. Hablamos de disminución numérica y de in­cremento de la edad media como si las cifras y el tiem­po fueran el sentido de nuestro compromiso y la medi­da de nuestro éxito. Hablamos de tradición y de «vida espiritual» como si las actividades diarias y los rituales inmutables fueran el signo de nuestra fidelidad o la ma­nifestación de nuestra fe. Comparamos las formas del pasado con las del presente y encontramos inaceptable lo nuevo, no porque sea infiel al espíritu de la vida reli­giosa, sino porque no estamos familiarizados con ello. Hablamos de nuevas necesidades, y luego nos resultan imposibles de satisfacer a causa de «los hermanos ma­yores», no porque ellos no puedan hacerles frente, sino porque no queremos cargar con la responsabilidad de satisfacerlas nosotros mismos. Vacilamos justo cuando, después de toda una vida de oración, deberíamos ser más fuertes, y dejamos de ser precisamente aquello que hemos pedido en la oración durante toda nuestra vida: personas de fe, personas proféticas. En cambio, como todos los demás en nuestra cultura, consideramos las instituciones como signos de nuestro éxito, y su pérdida como un símbolo de nuestro fracaso, como una razón para acomodarnos y dejar que el resto del mundo siga adelante.

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Quizá lo más doloroso de todo sea la posibilidad de que la propia búsqueda espiritual, una vez que se ha re­ducido a horarios y rutinas, pueda convertirse en una trampa. De hecho, la «búsqueda espiritual» puede con­vertirse tan fácilmente en el toque de difuntos de la vida religiosa como cualquier activismo que surja de unos cambios frenéticos e infundados o que se desarrolle a partir de modas sociales. La búsqueda espiritual, sobre todo, puede llegar a no ser más que una excusa piadosa para no hacer nada espiritual en absoluto. En nombre de la vida espiritual nos acostamos temprano e ignoramos a los pobres; nos levantamos pronto para rezar y olvida­mos a los que están exhaustos; vivimos en nuestros aco­gedores conventos y olvidamos a los que viven en casu-chas; nos decimos que somos demasiado viejos, dema­siado jóvenes, demasiado poca cosa, demasiado insigni­ficantes para hacer lo que hacíamos antes, y así nos da­mos permiso para dejar de ser una presencia y una voz proféticas. Y a esto lo llamamos vida religiosa. Y nos preguntamos por qué está agonizando.

El problema de la vejez es que conlleva la tentación de morir antes de que nos llegue la hora, de sumergir­nos en una especie de muerte en vida en la que cual­quier esfuerzo es excesivo y toda la energía se dedica simplemente a seguir respirando apáticamente. Algu­nas personas se someten mucho antes de que les llegue la vejez y se rinden ante el envejecimiento. Esperan la muerte, mueren de pasividad, entran indiferentes en una larga y oscura noche hasta que, inevitablemente, la muerte se cierne sobre ellos como los buitres sobre un animal herido. Lo vemos por doquier. Quienes dejan de vivir empiezan a morir y quienes siguen viviendo hacen de la muerte un anacronismo. De lo que no nos damos cuenta es de que las comunidades pueden hacer lo mis­mo. Y a menudo lo hacen, lo han hecho y lo seguirán haciendo.

Parte de nuestro actual conflicto consiste, por su­puesto, en que lo que una vez fue joven y requería so­briedad es ahora viejo y necesita acicalarse. Por lo que

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concierne a la vida religiosa, puede que el problema sea que, como durante mucho tiempo fue una cultura joven, la gente olvidó cómo vivir a partir de los cincuenta años. Las vocaciones de los años de la guerra iniciaron la etapa de los grandes noviciados y de los primeros abandonos. Siempre había gente joven dispuesta a lle­var la carga de mantener las obras, a fin de que los que eran un poco mayores pudieran acomodarse a una pro­vinciana y rutinaria «vida religiosa», sin grandes cargas de las que preocuparse, sin desafíos que afrontar, sin proyectos que crear. Sólo unas cuantas oraciones que rezar, un horario que observar y una rutina que mante­ner una vez que se habían cumplido los cincuenta. Y todo en nombre de la vida religiosa.

Todo lo cual no deja de ser triste. Actualmente, el número de vocaciones realmente jóvenes es escaso. En nuestra cultura pocas personas contraen compromisos serios a largo plazo —matrimonio, paternidad, profe­sión...— antes de los treinta años. Como consecuencia, hoy casi todos los religiosos tienen más de cincuenta años o se están acercando. No es que haya nada de malo en tener cincuenta años. Los cincuenta es una edad fan­tástica: repleta de experiencia, de sabiduría y de valor. Lo único malo de llegar a los cincuenta es actuar como si la vida se hubiese terminado una vez que los cumpli­mos. En la vida religiosa, lo que antes era «viejo» es ahora joven. En la sociedad, quienes antes eran consi­derados viejos, ahora, a la misma edad, se enfrentan con el comienzo de una nueva clase de vida, son «jubilados» con muchos años por delante. Es una lección que las comunidades religiosas deben tener muy en cuenta.

Vivir hasta la muerte

Es la virtud de vivir hasta la muerte la que se le exige a la vida religiosa actual si queremos que el fuego vuelva a arder. Es la virtud del riesgo la que necesita de nuevo la vida religiosa: riesgo en los más viejos, que creyeron

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que los grandes riesgos de su vida ya habían pasado; y riesgo en los nuevos miembros, que fueron lo suficien­temente ingenuos como para pensar que una vida regla­da de oración y servicio es una vida sin ningún riesgo en absoluto.

Sin embargo, el riesgo tiene unas características muy concretas, muchas de las cuales pasan desapercibi­das en un lenguaje que ha perdido su fuerza de tanta repetición irreflexiva. Lo primero que hay que recordar sobre el riesgo es que no es una virtud, a menos que el fracaso sea muy probable. En otras palabras, el riesgo no existe realmente hasta que requiere de nosotros algo que parece, a primera vista al menos, estar casi conde­nado al fracaso, pero que es absolutamente esencial em­prender. El trapecista que suelta un trapecio en el aire para aferrarse impetuosamente a otro asume un riesgo. El filántropo que retira una fortuna del mercado finan­ciero para costear un proyecto privado de rehabilitación de niños delincuentes asume un riesgo. El periodista que emplea cientos de horas no remuneradas en sacar a la luz un fraude político asume un riesgo. Los teólogos que admiten discrepar del magisterio en temas contro­vertidos asumen un riesgo en aras de la integridad inte­lectual. Pero no están solos. El riesgo es la esencia de una vida espiritual integrada. Los profetas que abomi­naron de los dioses de Baal, denunciaron al rey, amo­nestaron a los sacerdotes e irritaron al pueblo sabían lo que era el riesgo. La viuda Judith, que se enfrentó a un ejército con la única ayuda de una sirvienta, encarnaba la virtud del riesgo para ejemplo de todos. La madre McAuley, Angela Merici, Mary Ward, Benedicta Riepp y todos los grandes fundadores y fundadoras de congre­gaciones religiosas corrieron enormes riesgos, porque el riesgo evangélico era inherente a su tiempo.

El riesgo no es una conversación atrevida al calor del fuego en una noche oscura. No, el riesgo exige inse­guridad; exige una apuesta audaz por lo deseable pero incierto. El riesgo es una fe que la razón no limita.

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El riesgo camina con Dios como su único y seguro compañero. La congregación religiosa que arriesga su reputación por hacer frente a los nuevos problemas, y la ayuda de sus benefactores por causa de la paz, y el apoyo eclesiástico por la causa de la mujer, y su estilo de vida por la ecología del planeta, y sus pensiones por los pobres, camina por el sendero del santo riesgo. No es un camino fácil de seguir para la vida religiosa, pero no hay otro si queremos que la vida sea auténtica, si queremos reavivar el fuego a partir de la llama de su pasado.

El riesgo fortalece, revitaliza, hace fluir la adrena­lina por la corriente sanguínea de un grupo, hace que de nuevo merezca la pena vivir la vida. El riesgo, para­dójicamente, hace que la vida vuelva a ser vida. Una congregación religiosa que se arriesga se mantiene en equilibrio en el filo de la vida, en fidelidad a un pasado que ía ííevó aíff en primer lugar. Así llegan a ser dignos de sus antepasados y un modelo para los hijos de su ancianidad.

El abandono de la renovación

Puede que el problema resida en que durante mucho tiempo hemos tratado de eliminar el riesgo de la vida re­ligiosa. Empezamos la renovación y después la hemos dejado a medias. Sabemos que el proceso de renovación se ha «ralentizado». No nos damos cuenta de que nos hemos rendido. Queremos que la Iglesia cambie las nor­mas con respecto a la participación de las mujeres en la liturgia y en los puestos relacionados con la toma de de­cisiones, pero mientras tanto vivimos observando todas las normas, obedientes y sumisos, y apenas arriesgamos nada para conseguirlo, ni nuestra reputación ni nuestras relaciones eclesiásticas, ni siquiera la paz en nuestros comedores. Queremos que los ministerios de la congre­gación continúen, nos decimos; pero con demasiada fre­cuencia nos centramos más en mejorar nuestros fondos

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de pensiones que en subvencionar los ministerios que se necesitan, en lugar de confiar en que aquéllos marcha­rán por sí mismos si nosotros nos cuidamos de éstos, como hicieron antes de nosotros nuestros fundadores. Votamos capítulo tras capítulo respaldando actitudes, acciones y posturas que son audazmente proféticas y proféticamente audaces, y luego nos retiramos a nues­tros pequeños mundos aislados y esperamos que sean otros quienes las hagan realidad con el pretexto de que nosotros estamos demasiado viejos, demasiado cansa­dos, poco preparados y demasiado implicados en otros asuntos más importantes como para cambiar de direc­ción. O, peor aún, no apoyamos nada que pueda dañar de alguna manera la reputación o la seguridad del gru­po, o bien porque «¿de qué serviría irritar a la gente?», o bien porque podemos «desafiarlos pero sin enfrenta-mientos». Queremos el futuro sin tener que pagar un precio por lograrlo. Miramos con gran desconfianza a los profetas que hay a nuestro alrededor y nos encerra­mos cada vez más profundamente en nosotros mismos. Nos volvemos religiosos viejos y cobardes, muy aleja­dos de nuestros predecesores, que soportaron la oposi­ción social, política y teológica de su tiempo para que nosotros hiciésemos lo mismo en el nuestro.

Está claro, pues, que los grupos apáticos engendran personas apáticas para la vida, insensibles a la llamada de la vida interior y sordas a la llamada de la vida que los circunda. Ni todos los fondos de pensiones ni todas las «buenas obras» del mundo salvarán a un grupo que elige el compromiso convencional con las viejas ideas, los viejos sistemas y las antiguas formas de vida en un mundo que necesita que nos arriesguemos valientemen­te en nombre de lo nuevo.

La vida religiosa que conocimos está claramente muerta. La única vida que queda es la que late en los corazones de sus miembros y se oye en el corazón del mundo.

Nos quieren hacer creer que la edad bloquea la vida que hay en nuestro interior, nos impide responder, debi-

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lita nuestra influencia y nos niega el derecho a ir adon­de se nos necesite. Que se lo digan a Sara y a Abrahán, a Dorothy Day y a la madre Teresa, a Bede Griífith y a Dom Hélder Cámara. No, la edad no es nuestro proble­ma; nuestro problema es el envejecimiento y la atrofia del alma, sea cual sea nuestra edad; nuestro problema es que, formados en la espiritualidad del silencio y del éxito, hemos perdido de vista la espiritualidad del ries­go. Sin embargo, si este tiempo ha de conducir al si­guiente, entonces la vida más sosegada de todas debe convertirse en semillero de riesgo, y no sólo en cada miembro, sino en cada una de las congregaciones. Ése es el auténtico propósito de este tiempo, de nuestro tiempo. Ésa es la medida de la vida religiosa actual. De hecho, toda nuestra vida será juzgada en función de ello. Ya es hora de que haya nueva vida en la vejez, y la edad, como todo religioso sabe perfectamente, no es excusa para dejar de vivir. Es hora de que vivamos ple­namente. Ninguna otra cosa contribuirá a la santidad en este momento.

«Habíanos del lugar que ocupa el riesgo en la vida espiritual», dijeron los discípulos. Y el maestro Zen les contó la historia de los campesinos que eran llevados to­dos los meses en un avión de carga a trabajar en la carretera de Birmania. El vuelo era largo y el trabajo aburrido, por lo que a aquellos hombres les dio por jugar a las cartas mientras les llevaban de un sitio a otro. Pero, como no tenían dinero, decidieron que el que per­diera tendría que saltar del avión sin paracaídas. «¿Por qué?, ¡eso es terrible!», dijeron horrorizados los discí­pulos. «Pues sí», respondió el maestro, «pero, cierta­mente, hacía que el juego fuera más emocionante».

El mensaje es claro: no hay nada en la vida que tenga más sentido que apostar nuestras vidas. De hecho, ¿no es ésa la razón primera por la que los discípulos se hacen discípulos?

# # #

TIEMPO DE AUDACIA 95

1) La hermana Joan afirma que «el riesgo es la esencia de la vida espiritual integrada». ¿Es posible asumir el riesgo en la ancianidad si antes no ha formado parte del pasado personal?

2) Imagina a un religioso joven que asume el riesgo. Ahora imagina a un religioso mayor que también lo hace. ¿Qué tienen en común?

3) Comenta qué sientes al leer esta cita de la hermana Joan: «Podemos morir muchos años antes de que nos llegue la hora o podemos vivir hasta que nos lle­gue la muerte».

4) Enumera al menos una docena de dones que puedan constituir la contribución de un religioso anciano a su comunidad y a la sociedad.

5) La vida religiosa es una institución muy antigua. Y la hermana Joan dice: «Pertenecer a una antigua insti­tución no es excusa para no tener ideas jóvenes y no hacer cosas nuevas». Identifica modos específicos en que el liderazgo hoy, a finales del siglo xx, puede alentar esta clase de ideas y de actos en las «antiguas instituciones».

6) ¿Estás de acuerdo con la hermana Joan cuando dice que el joven, que tiene poca experiencia, aprende rápidamente que lo mejor es ser prudente, andar con pies de plomo y ser acomodaticio? ¿Cuál es el riesgo de la generación más joven si esta postura predomi­na demasiado tiempo?

7) ¿Estás dispuesto a aceptar el desafío de la hermana Joan a jugártela, a arriesgarte? En caso afirmativo, ¿qué pondrás en riesgo sobre la mesa para «hacer el juego más emocionante»?

8) ¿Qué actitud debe ser fomentada para contrarrestar la opinión cultural de que después de los cuarenta, e incluso después de los treinta, se es viejo?

9) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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6 La espiritualidad

del empequeñecimiento

La Escritura es un largo inventario de personas humil­des en pugna con grandes grupos que las avasallan, las aplastan, las superan en número y muchas veces pare­cen destruirlas completamente. Los israelitas en Egip­to sufren la esclavitud. David lucha contra Goliat. Los exiliados, obligados a partir de Jerusalén después de la destrucción del templo, soportan humillaciones. José, abandonado por sus propios hermanos, conoce el aisla­miento. Ruth, viuda en un mundo masculino, se resiste al desánimo. Esther, separada del pueblo judío y lleva­da a la corte del rey persa, se enfrenta a la muerte. Ju-dith, a quien se deja sola a la hora de hacer frente al gue­rrero Holofernes, lleva a sus espaldas las esperanzas de todo el pueblo. Uno tras otro se enfrentan a fuerzas de­masiado poderosas para ellos y sobreviven para empe­zar de nuevo.

Sin embargo, sean cuales sean las connotaciones bíblicas, la impotencia, la pequenez y la debilidad no son imágenes que valoremos ni en esta cultura ni en es­te mundo. Es más, no son papeles que aceptemos con ecuanimidad. En primer lugar, el cristianismo, aunque perseguido en sus comienzos, floreció en el mundo oc­cidental, y con él las instituciones cristianas. La Iglesia se hizo poderosa y privilegiada, rica y políticamente influyente. Toda Europa respiraba un aire católico, y si no era exclusivamente católico, sí al menos casi exclu­sivamente cristiano. El tamaño era importante, y la falta de poder no era precisamente del agrado de la Iglesia.

LA ESPIRITUALIDAD DEL EMPEQUEÑECIMIENTO 97

Tampoco el recuento de almas y conversiones ha cesado hasta el día de hoy. Todos los años la Iglesia ha­ce constar el número de los últimos conversos y de las parroquias recién creadas. La Iglesia, heraldo de la hu­mildad y de la crucifixión, sólo con gran lentitud y re­sistencia ha ido renunciando al poder temporal y a su posición de privilegio en la sociedad occidental, a pesar de los ejemplos que ofrece la Escritura.

El propio mundo secular occidental, expulsor de bárbaros y dueño de colonias, tampoco ha asumido fá­cilmente la pérdida. La lucha por la supremacía sigue siendo encarnizada en todos los terrenos: economía, co­mercio, ciencia, poder militar, e incluso en el deporte, que antes era un simple juego y ahora es objeto de intri­gas políticas a nivel internacional.

Vivimos en un mundo competitivo que calcula el valor en cifras y mide la importancia por el tamaño. Ba­samos nuestra publicidad en la dimensión de las cosas en lugar de en su calidad: «La mayor institución de su género», nos jactamos, «El mayor número de miembros en su grupo... el curso más numeroso de la historia... el sistema más extendido del mundo...» Nuestros eslóga-nes hablan de poder y dominio. Enseñamos que «somos el número uno», y nos llamamos a nosotros mismos «el líder del mundo occidental». «Nos esforzaremos más», dice el número dos en su camino hacia ser el número uno. Evidentemente, no sabemos casi nada de la vitali­dad de la pequenez, y no digamos de su atractivo. Ape­nas sabemos nada de la mano de Dios en situaciones desesperadas. Desgraciadamente, sabemos poco de la fuerza de una sola persona con el corazón en ascuas, en contraste con la ineficacia de multitudes apáticas. Nos especializamos en el tamaño, no necesariamente en el compromiso.

Ño es de extrañar que la vida religiosa esté tan con-mocionada por sus recientes pérdidas numéricas, ni que su valor se esté juzgando desde el punto de vista del tamaño, ni que estemos hablando de la certeza de su decadencia cuando deberíamos hablar de los efectos,

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tanto positivos como negativos, de su empequeñe­cimiento.

Gran parte de la depresión institucional que rodea la vida religiosa en el momento actual tiene que ver con la edad y las cifras. Sin embargo, cuando Moisés condujo a los israelitas al desierto nadie les preguntó si pensaban que eran suficientes para encontrar el camino sin guía o si la edad media del grupo era lo suficientemente baja como para hacer el viaje. Su esperanza era, sencilla­mente, que todos irían a la nueva tierra, sin que impor­tase lo que tuvieran que llevar con ellos, y que, al hacer­lo, Yahvé les convertiría en un pueblo poderoso. Si hay alguna cuestión de fe, algún espacio para la esperanza en la vida religiosa actual, seguramente es éste.

En los tiempos que corren estamos siendo llamados, uno a uno, no a una asamblea gigantesca con una tarea precisa en un lugar especial, sino a unirnos a quienes ven el proceso mismo de seguir adelante como esencial para mantener el fuego y como fundamental para el sen­tido de la vida.

¿Está la vida religiosa en decadencia?

Es posible que haya hombres y mujeres que no se de­cidan a entrar hoy en las congregaciones religiosas —pese a sentirse llamados al celibato y a la vida comu­nitaria— por la sencilla razón de que los propios reli­giosos creen que esta vida está «en decadencia», no simplemente en estado de transición. Los propios reli­giosos suelen dudar de que Dios pueda suscitar un reto­ño de las viejas raíces y encender un nuevo fuego de las viejas brasas. Los propios religiosos son incapaces de ver la relación entre la tarea de expansión institucional y el deterioro del verdadero testimonio religioso. Puede que los propios religiosos respondan más con resigna­ción ante la pérdida de lo pasado que con un permanen­te sentido de sacrificio incondicional en aras de la nove-

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dad que pueda surgir de este período. Los propios reli­giosos exigen un atisbo de Canaán antes de decidirse a dejar Egipto definitivamente. Los propios religiosos son incapaces de entender que la vida religiosa no es un baile de cifras, ni un manto protector, ni un ejercicio de elitismo institucional. Todo lo contrario. Puede que sea precisamente en el momento de mayor productividad, de mayor aceptación social, de éxito más notorio, de ámbi­to más amplio y de implicación institucional más pro­funda, cuando la vida religiosa vaya por peor camino.

Para ser válida, la vida religiosa no requiere masas. Para probar su valor, no depende de las multitudes. Nunca se pretendió que fuera un ejército de gentes sin rostro, un mundo cerrado en sí mismo, una cadena de montaje de piezas anónimas, invisibles e intercambia­bles. La vida religiosa, en el mejor de los casos, quizá no sea más que un centinela en la muralla, un corneta al amanecer, un vigilante en la noche, un faro en la distan­cia. Se trata de tareas sencillas, todas ellas contemplati­vas, solitarias e individuales. Todas pueden realizarse con facilidad, como sugiere la Escritura, «de dos en dos», apoyándose mutuamente, ayudándose a seguir, animándose recíprocamente a ir de un sitio a otro, a fin de hablar allí donde la voz de la Escritura haya enmu­decido o haya desaparecido por completo.

Lo que la vida religiosa necesita, pues, en el mo­mento actual es una espiritualidad del empequeñeci­miento; necesita caer en la cuenta de que su función es ser voz y llamada, presencia y profecía para el mundo, no mano de obra. Ni siquiera para la Iglesia.

«Es indudable que un pequeño grupo de personas puede cambiar el mundo», escribió la célebre antropó-loga Margaret Mead. «Así ha ocurrido siempre». Sólo hubo un Gandhi y un escaso círculo de discípulos, un Martin Luther King y unos cuantos asesores personales, un Thomas Merton y un puñado de amigos con las mis­mas ideas; pero en todos los casos la influencia de esas pocas personas fue muy superior a su número. La cali­dad, no la cantidad, fue lo que marcó su presencia. Lo

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esencial, no el tamaño del grupo, fue lo que atrajo la atención hacia su mensaje y lo situó en la vanguardia de la sociedad. Sus voces hablaban al corazón del mundo circundante de temas que muy pocos estaban dispuestos a abordar. Hablaban de verdad en un mundo que se mentía a sí mismo, que se llamaba libre y esclavizaba a millones, que se llamaba justo e imponía la injusticia, que se decía amante de la paz y trataba con crueldad a los indefensos. Su poder no radicaba en su número, o nunca habrían emprendido sus tareas ni mucho menos triunfado. Pero eran de una especie poco común en una sociedad que mide la seguridad en megatones, los bie­nes en opulencia, y el éxito en valores numéricos. En este mundo, la pequenez y el fracaso son sinónimos.

A un mundo que, abarrotado de cosas en un extre­mo y desprovisto de todo en el otro, se esfuerza por comprender el lugar y la necesidad de la austeridad, la vida religiosa está en condiciones de servirle de ejem­plo. Pero se resiste. Y utiliza los mismos patrones que el resto del mundo para evaluar el significado y los objetivos, la eficacia y el status. Estamos tan dominados como Iglesia, como cultura y como congregaciones por la seducción de las cifras que la espiritualidad del empe­queñecimiento, la llamada a la pobreza de espíritu, se nos escapa por completo. Vemos como fracaso lo que puede constituir nuestra fuerza. Consideramos muerte lo que bien podría ser una nueva vida en nuestro inte­rior. Nos lamentamos de nuestro empequeñecimiento numérico como Gedeón, que pensaba que el tamaño de su ejército era más importante para derrotar al enemigo que la presencia de Dios en la empresa.

Como el número de miembros se ha reducido, nos consideramos inútiles, en lugar de darnos cuenta de que ahora el Espíritu puede poner de manifiesto el poder de Dios en nosotros, como en Gedeón. Evaluamos a las congregaciones religiosas del mundo por el número de miembros que tenían en 1950, en contraste con su tama­ño el año 2000. Damos por supuesto, sin ninguna prue­ba, que tamaño y edad son signos de eficacia, mientras

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un variopinto grupo de israelitas y Sara muestran lo contrario.

La espiritualidad del empequeñecimiento, por otra parte, contiene en sí el reto de confiar en la inseguridad y la fuerza de despojarnos de todo el equipamiento pro­fesional que en otros tiempos dimos por supuesto: for­mación, estructuras públicas de apoyo, recursos fijos, objetivos claros y las compensaciones de la antigüedad y el aprecio institucional. Requiere el valor de despren­derse de las cosas a las que hemos estado acostumbra­dos: puestos agradables con ministerios claramente de­finidos en condiciones cómodas y socialmente acepta­das. Requiere que renunciemos a la idea de ir acercán­donos al retiro teniendo cada vez menos responsabilida­des. Exige esa clase de compromiso que nuestras fun­dadoras y fundadores llevaron al altar: trabajo a destajo, confianza sin razonamiento, oración sin descanso y esperanza sin fin.

La espiritualidad del empequeñecimiento implica que seguiremos adelante sin promesas de éxito, sin monumentos erigidos a nuestros esfuerzos, sin institu­ciones que señalen nuestros logros, sin ningún respeto a nuestra edad, sin certeza de que alguien venga detrás de nosotros a completar el trabajo y sin multitudes incon­dicionales. De hecho, como Gedeón ante las murallas de Jericó, tenemos una patética escasez de recursos para una tarea que nos desborda, y el mandato de llevarla a cabo de todos modos. No cabe duda de que la virtud de la conformidad nunca ha encajado con la fe desnuda.

Pero no estamos solos en el proceso. Todo el mundo occidental está condenado a la angustia de la renuncia, a hacer más con menos, si queremos que los pueblos del mundo prosperen y que el planeta mismo sobreviva. En este momento de la historia, el empequeñecimiento no es un signo de fracaso, un triste preámbulo de la muer­te, sino, si hemos de creer la voz de la ciencia y las ad­vertencias de los ecologistas, la verdadera esencia de la nueva vida. Si los religiosos son los únicos en la socie­dad para quienes la virtud del empequeñecimiento es

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imposible, la integridad del pasado está tan en tela de juicio como la autenticidad del presente. ¿Qué hemos estado haciendo? ¿Qué nos han enseñado realmente el ascetismo y los sacrificios del pasado? ¿En qué hemos estado ocupando nuestras vidas? Si no podemos res­ponder a la disciplina del empequeñecimiento ahora, del mismo modo que en el pasado vivimos activamente el desarrollo de las instituciones congregacionales, cier­tamente habremos dejado pasar la oportunidad. Habre­mos renunciado quizás a la circunstancia histórica por la que llegamos a la vida religiosa, al divino momento superior a todos, al tiempo santo más purificador que cualquier otro. El problema no será que las viejas for­mas de vida religiosa fracasen, sino que nosotros habre­mos fracasado en el momento mismo que podría haber sido el más valioso, el más auténtico, el más sagrado de nuestra vida religiosa, el momento en que se nos pidió que entregáramos la vida entera a algo que no conlleva promesas de éxito, simplemente porque Dios lo quiere, y eso basta. Si la vida religiosa del pasado realmente merecía la pena, debería haber sido capaz de preparar­nos para este momento supremo que está ante nosotros.

La fe para desmantelar

Una cosa es construir algo, y otra completamente dis­tinta tener la fe suficiente para desmantelarlo con divi­no abandono, para renunciar a ello, para dejarlo ir, para arrojarse en los brazos de un Dios que, tengámoslo pre­sente, «hace nuevas todas las cosas».

La brusca disminución del tamaño de las congrega­ciones ha proporcionado a la vida religiosa la oportuni­dad de comenzar a vivir de un modo nuevo, con nuevos enfoques y nuevas perspectivas. Nunca antes en la his­toria reciente de la vida religiosa había sido, por ejem­plo, tan evidente lo importantes que son para el grupo los miembros mayores o lo competentes que son los

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jóvenes. Ahora todos cuentan; todos son dones únicos; todos pesan el doble. En consecuencia, tanto el nivel de madurez como el sentido de la vida y la formación con­tinua se han incrementado en las comunidades de todo el mundo. Los mecanismos concebidos para organizar a los grupos grandes —pequeños capítulos representati­vos, rígidos horarios comunitarios, disposiciones insti­tucionales...— han dado paso a procesos más persona­les, al descubrimiento y genuina valoración de los indi­viduos y de su impacto tanto en el grupo como en la sociedad.

Las antiguas premisas acerca de la necesidad de una autoridad paterna, la virtud de la dependencia femenina y la necesidad de controlar las actividades de lo que se consideraba un rebaño de adultos aniñados se han des­vanecido. En su lugar han surgido grupos autodirigidos y sumamente productivos de mujeres muy femeninas que tienen en todo momento un ojo puesto en Dios y el otro en la vida, que son la representación de la comuni­dad de extraños que es el mundo, que creen que la vida religiosa es un hecho sumamente individual dirigido a hacer grupos intrépidamente carismáticos en lugar de meramente funcionales. Ya no podemos seguir ocultan­do detrás del prestigio de nuestras instituciones que somos el signo y la medida de nuestro propio significa­do. Debemos tomar nuestros votos muy en serio, quizá más en serio que nunca. Debemos dirigir nuestros es­fuerzos a ser exactamente lo que decimos que somos. Verdaderamente, gracias al empequeñecimiento, la vida religiosa ha revivido de nuevo. Pero no sólo para sí misma.

Para hablar de solidaridad con los pobres hay que comenzar por respetar la solidaridad que nace del cono­cimiento de nuestra propia vulnerabilidad. Si las comu­nidades religiosas están repletas de miembros y a salvo de un mundo en el que millones de seres se sienten abandonados, solos y asediados, ¿cómo pueden conocer el significado de la pobreza que dicen tener la intención de aliviar? Si los religiosos no conocen la sensación de

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impotencia, no pueden comprender cómo dos tercios del mundo viven la ira, la desesperación, la frustración o la fe que ésta suscita por doquier. Las mujeres que no entienden la opresión de sus congéneres no pueden pre­tender identificarse con los oprimidos. Quienes no han conocido los efectos del envejecimiento no pueden en­tender el dolor de la discriminación por razones de edad. El empequeñecimiento, en otras palabras, garan­tiza que los religiosos se convertirán en lo que dicen que quieren ser: pequeños, sencillos, humildes, desposeí­dos... El empequeñecimiento, si lo aceptamos, si lo abrazamos, si lo vemos como la disciplina espiritual que es, puede salvarnos de hacer de la vida religiosa un patio de recreo. El empequeñecimiento, la consciencia de la pequenez que resulta de entregarse a la inmensi­dad de Dios, de llevar a cabo lo que no puede alcanzar el éxito sin la presencia eficaz de Dios, puede hacer la vida religiosa real de nuevo hasta rayar con el dolor.

La única cuestión es qué harán los religiosos con su pequenez recién descubierta para alentar a los pobres de su alrededor, que observan con interés cómo los grandes y poderosos se vuelven humildes de nuevo.

Los efectos negativos

Sin embargo, por purificadores y tonificantes que pue­dan ser los efectos positivos del empequeñecimiento, los efectos negativos del mismo plantean una amenaza igualmente seria para el significado del momento. Es tan fácil abandonar cuando las fuerzas parecen tan desi­guales y la empresa tan inútil... Además, se siente una tentación incontrolable de ceder ante los sistemas que nos rodean, de sucumbir ante la muerte del sentido. Dado el declive numérico, nos eximimos a nosotros mismos de la lucha. O nos mostramos escépticos res­pecto de los nuevos esfuerzos, las novedades, las nuevas formas de oración, los nuevos momentos y las nuevas

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ideas. O negamos completamente la situación actual y nos acomodamos para esperar el retorno de otra época. Se trata de un serio momento en la vida del alma, pues echa por la borda toda una vida de compromiso y se burla de la vida evangélica.

Como es obvio, los viejos recursos se desmoronan a nuestro alrededor, las viejas instituciones pierden su lustre y su gloria, la antigua situación social se agota y desaparece, y nuestra propia perspectiva empieza a cambiar. El esfuerzo vital del compromiso religioso, que era algo consabido que se realizaba con facilidad, se alza, de hecho, imponente e inmenso, con unas dimen­siones superiores a lo aceptable. La mera idea de empe­zar un nuevo trabajo con nueva energía nos deja exte­nuados. Sin poder contar con innumerables candidatos, con grandes y estables sistemas, con la aprobación pública y el apoyo social, la cuestión de quiénes somos y qué hacemos atormenta nuestros corazones y reseca nuestras almas.

Pero se trata de un gran momento para aquellos cu­yas almas viven aún de Dios. El empequeñecimien­to exige de nosotros más vida de la que hemos tenido nunca. Nos lleva a ser nosotros mismos, a dar todo lo que tenemos, a conocer el poder de Dios que actúa en nosotros más allá de nuestras propias fuerzas, más allá de nuestra imaginación. El empequeñecimiento nos proporciona la oportunidad, la razón, el mandato de examinar nuestras vidas, de empezar de nuevo, de sacar a relucir lo mejor de nosotros, de derramarlo desenfre­nadamente sobre la faz de la tierra, de guardar en nues­tro interior, una vez más, el fuego del compromiso. El empequeñecimiento, archimaestro del alma, confiere validez a la empresa. Ahora sabemos que en nuestra ta­rea nos comportamos del mismo modo que David, José, Ruth, Esther, Judith, los israelitas en el desierto o los exiliados en Babilonia. El empequeñecimiento nos de­vuelve íntegros, pequeños y confiados, encendidos y llameantes, a Dios. Y una vida en Dios es cualquier co­sa menos muerte. Es gloria más allá de la gloria.

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Habrá altibajos, pero siempre estarán los unos al servicio de los otros. Los monjes lo expresan del si­guiente modo:

Un peregrino recorría su camino cuando cierto día pasó ante un hombre que parecía un monje y que estaba senta­do en el campo. Cerca de allí, otros hombres trabajaban en un edificio de piedra. «Pareces un monje», dijo el peregrino. «Lo soy», respondió el monje. «¿Quiénes son esos que están trabajando en la abadía?» «Mis monjes», contestó. «Yo soy el abad». «Es magnífico —comentó el peregrino—. Es estupendo ver levantar un monasterio». «Lo estamos derribando», dijo el abad. «¿Derribándolo? —exclamó el peregrino—. ¿Por qué?» «Para poder ver salir el sol todas las mañanas», respondió el abad.

Perder algo suele significar renovarlo.

* * *

1) Haz dos columnas, una para las comunidades religio­sas y otra para la sociedad en general, y mencio­na tres ámbitos de empequeñecimiento en cada una de ellas. Cuando hayas terminado, compara ambas listas.

2) ¿Cómo pueden la espiritualidad del empequeñeci­miento y el ascetismo de la vida religiosa transformar hoy la sociedad? Pon al menos un ejemplo tangible y factible.

3) En palabras de Margaret Mead: «Es indudable que un pequeño grupo de personas puede cambiar el mun­do. Así ha ocurrido siempre». Pon un ejemplo de ello del que tú hayas sido testigo presencial en las diver­sas comunidades de las que has formado parte.

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4) La hermana Joan pregunta: «¿Dónde pondremos nuestra energía ahora que somos menos, en los edi­ficios, en los proyectos, en los programas...?» ¿Y a qué personas y qué propósitos están destinados? ¿Es esta pregunta importante para tu comunidad? ¿Cómo la estáis afrontando?

5) La hermana Joan dice: «Nunca ha sido tan evidente lo importantes que son para el grupo los miembros mayores o lo competentes que son los jóvenes. Aho­ra todos cuentan». ¿Lo cree tu grupo? Pon dos o tres ejemplos recientes que confirmen tu respuesta.

6) Reflexiona sobre esta cita del libro: «Perder algo sue­le significar renovarlo». Aplícala a algún ejemplo de tu propia vida. Aplícala a tu comunidad en la actuali­dad o en algún momento de su historia. ¿Qué impli­caciones para el futuro puede tener esta afirmación?

7) «El empequeñecimiento nos devuelve íntegros, hu­mildes y confiados, encendidos y llameantes, a Dios», dice la hermana Joan. ¿Proporciona una espi­ritualidad personal del empequeñecimiento nuevas ideas o acrecienta la solidaridad con los pobres?

8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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7 En pos de un Dios que nos llama

«Los ideales son como las estrellas —decía Cari Schurz—. Nunca los alcanzamos, pero, al igual que los marineros, trazamos nuestro curso gracias a ellos». En otras palabras, la búsqueda de la libertad perfecta es una quimera. El intento de vivir sin trabas en nuestros pe­queños mundos, sin que nos afecte el mundo circun­dante, no libera la vida, sino que la hace peligrar hasta sus raíces. Todos necesitamos algo exterior a nosotros que nos sirva de guía, aunque sólo sea porque, sin ello, no sabemos adonde ir; tenemos energía sin orientación, es decir, un caos en el alma.

Puede que de todas las cuestiones con las que se enfrenta la vida religiosa actual la más importante, la más problemática, sea la de la fidelidad. En una cultura en la que el cambio es rápido y cotidiano, en un mundo en el que el movimiento es global y frecuente, en una sociedad en la que tres empleos y dos matrimonios son algo habitual, la noción misma de fidelidad nos resulta muy distante. ¿Existe realmente hoy algo semejante a la fidelidad? ¿Y por qué?

Pensamos en estas cuestiones como si fueran nue­vas, producto de una cultura de cambio social e ilimita­das opciones; pero no hace falta reflexionar mucho para darse cuenta de que el cambio, quizá más que cualquier otro aspecto, constituye la esencia misma de la vida espiritual. El alma sólo crece como resultado de los cambios que someten a prueba nuestra flexibilidad res­pecto del presente, y como consecuencia de la habilidad para encontrar a Dios donde está, no donde creemos que

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debería estar. El cambio de mente, de corazón, de espe­ranzas, de perspectivas... exige de nosotros una y otra vez que revisemos todas las pseudo-certezas de nuestras vidas, conservando unas cosas, alterando otras y des­cartando el resto de las ideas que fueron en otro tiempo convicciones, absolutos, elementos esenciales de nues­tras almas. Para los religiosos de este período de la his­toria, el proceso de redescubrimiento de la razón de se­guir adelante, de existir incluso, ha constituido una em­presa interminable. La cuestión de la fidelidad a qué y por qué, las insistentes cuestiones que reclaman cons­tantemente nuestra atención, se siguen muy de cerca unas a otras.

Una cosa es segura: todo lo que en otro tiempo tuvi­mos por fidelidad ha resultado falso.

La fidelidad

La idea de que la fidelidad ancla a la persona al pasado, haciéndola responsable para siempre de unas decisiones que un día se tomaron de buena fe, pero sin pleno cono­cimiento ni experiencia del futuro, muere una digna muerte en un período de rápido cambio social. El com­promiso con el pasado en un período como éste simple­mente santifica lo arcaico, cuando no lo letal. No santi­fica necesariamente lo santo, los retos que nos plantea el presente, las exigencias del aquí y el ahora. Y todo el mundo lo sabe. Quienes se disponen a detener la mar­cha de su entorno en nombre de la fidelidad al pasado no tienen nada que ofrecer a un mundo para el que «los buenos tiempo de antaño» ya han concluido. La cues­tión no es a qué se nos pidió que fuéramos fieles en el pasado, sino a qué debemos ser fieles en el presente.

Ahora bien, demasiados cambios conllevan el ries­go de desestabilizar las ideas mismas que refuerzan nuestras vidas y hacen posible el cambio. Cuando el cambio es el sumo sacerdote de la historia, todo se vuel­ve sospechoso, todo es negociable, nada se da por des-

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contado. No hay nada sagrado, nada que sirva de guía, nada con lo que contar, nada de lo que estar seguro, na­da que preservar... Como represalia, aparece la confu­sión, y la anomía, la perdida del sentido de un propósi­to en la vida, empieza a corroer el alma. La impresión de que cualquier cosa es posible se torna en la sensación de que nada lo es.

Por irónico que pueda parecer, el cambio depende de la idea de que algunas cosas son inmutables. Po­demos cambiar todos los factores externos de la vida —el lugar en que vivimos, las ropas que llevamos, lo que hacemos y cómo lo hacemos— y seguir siendo fie­les, en la medida en que la definición interna de quiénes somos y qué pretendemos no cambie en absoluto. Un matrimonio no se disuelve automáticamente simple­mente porque los hijos se mueran antes que los padres. La policía no es menos policía simplemente porque los agentes vistan de paisano. La vida religiosa no lo es me­nos simplemente porque el modo de vivirla —el minis­terio, el modelo de vida, el horario— cambie. El cam­bio consciente basa su éxito en el hecho de que, en su transcurso, algunas cosas, las cosas importantes, no cambien en absoluto; se basa en que algo nos siga pro­porcionando estabilidad, en que nuestros pies se apoyen en suelo firme a pesar de todas las alteraciones del mun­do circundante. Y ahí es precisamente donde comienza la verdadera fidelidad.

La fidelidad no consiste en rechazar el cambio. La permanencia no es sinónimo de constancia. La fidelidad consiste en hacer los cambios necesarios para distan­ciarnos de los ideales por los que hemos obrado siem­pre, a fin de alcanzar aquellos por los que siempre nos hemos esforzado. Si el servicio a los pobres ha sido el ideal por el que la congregación surgió, entonces cam­biar de ministerio —por muy consagrada por la tradi­ción que esté la tarea— cuando me doy cuenta de que sólo estoy sirviendo a aquellos que pueden costearse en cualquier otro sitio los servicios que necesitan, es la ci­ma de la fidelidad, no una traición al carisma de la con-

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gregación ni al mío propio, que no es sino su reflejo. La fidelidad pone de manifiesto la evolución de lo más ver­dadero que hay en nosotros. Alcanzar la plenitud sien­do fieles a nosotros mismos y a los ideales que nos ani­man significa que nunca haremos de la fidelidad una excusa para no ser lo que debemos ser.

Pero si la verdadera fidelidad requiere un firme compromiso con los valores que nos dirigen y nos defi­nen, que subyacen en lo más profundo del alma como un imán, que trascienden a todos los demás y miden nuestra autenticidad, entonces lo que es filosóficamente obvio comienza a resonar en un tono más amenazador. En realidad, no entramos en la vida religiosa para ser religiosos, sino para buscar a Dios. Y si esto es cierto, entonces sólo podemos ser verdaderamente religiosos en la medida en que la pertenencia a la institución nos permita tanto la búsqueda resuelta de Dios como el éxito en la consumación de nuestras propias vidas. Si una congregación distorsiona la noción de fidelidad manteniendo el pasado simplemente por su propio inte­rés, en lugar de hacer posible lo que debe hacerse en aras del Evangelio, es la congregación la que ha dejado de ser fiel, no los miembros que la impulsan a la pleni­tud. «Si la Iglesia se convirtiese en un obstáculo para nuestra salvación —dice Tomás de Aquino—, nos verí­amos obligados a abandonarla». Ésa es la esencia de la fidelidad: estar dispuestos a renunciar a lo que haga im­posible que demos lo mejor de nosotros. Perpetuar lo que no es digno de la búsqueda eterna y de la preserva­ción perenne no es una virtud.

La fidelidad no es la estabilidad de lugar, sino la es­tabilidad de corazón. La fidelidad va allí donde debe para seguir la estrella que no se atreve a perder, porque ello conlleva el riesgo de pasar la vida sin norte. La fide­lidad significa estar dispuesto a cambiar para seguir siendo el mismo.

La tragedia es que, con los años, hemos distorsiona­do la idea de fidelidad para que significase perfección moral además de perpetuidad, como si tal cosa existie-

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se. Ser fiel a los votos vino a significar no «romperlos» nunca, como si fueran frágiles vasos en una inestable estantería. Ser fiel, según nos enseñaron, significaba no negarse nunca a cumplir una orden, no comprar cosas, no luchar con las cargas y las alegrías del amor huma­no, no poner nada en cuestión, no pagar nunca el precio del compromiso real. Esta fidelidad a reglas que nunca permitían ser fiel a uno mismo y a los propios interro­gantes, a uno mismo y a las propias luchas, a uno mis­mo y a la consecución de su plenitud, llegó a ser una idea triste y reductora. La fidelidad empezó a definirse como un compromiso con una adolescencia eterna y con los impedimentos del desarrollo humano, en lugar de con ese proceso de maduración paso a paso que va dejando su huella. Madurar, con todas las pruebas y errores que implica un proceso tan dificultoso, llegó a ser algo muy desdeñado, en lugar de motivo de alegría. Lo cual, ciertamente, es síntoma de un escaso conoci­miento de la naturaleza y el bienestar humanos. ¿Acaso no fue David, a pesar de estar lleno de ira y lujuria, fiel al Dios que le había llamado? ¿Fue Jonás, en plena lucha con su mezquindad y cobardía, menos fiel final­mente a Yahvé de lo que lo habría sido cualquier otra persona sin sus problemas? Cuando Dios le ordenó que hablase a los habitantes de Nínive —algo que Jonás no tenía deseos de hacer—, se dirigió primero hacia Tarsis, exactamente en la dirección opuesta; reacción que, a primera vista, parece una sorprendente infidelidad por su parte. Sin embargo, fue en Tarsis donde Jonás recibió la lección más importante de su vida: ¡que no es posible escapar de Dios! ¿Fue menos real la fidelidad de Pedro por el hecho de que, al verse sometido a presión, optase por su propia seguridad y por su status y negase su aso­ciación con Cristo? Al contrario, fue siguiendo otro camino durante algún tiempo como descubrió qué dios tan pequeño era él para sí mismo en comparación con el Cristo a quien había prometido seguir. Evidentemente, la fidelidad al proceso de crecimiento de Dios en noso­tros y la consecución de un tipo legalista de «perfec-

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ción» o «compromiso» no son lo mismo. En todas las vidas hay momentos decisivos que, a la larga, nos llevan hacia donde queremos orientarnos: el corazón de Dios y el Dios de nuestros corazones.

Resulta sorprendente esta noción de que la fidelidad no consiste en permanecer en el mismo lugar, sino en moverse sistemáticamente hacia todo lo que nos pro­porcione más plenitud de corazón, mayor convicción de alma, claridad de mente e integridad de conducta, hasta que finalmente sepamos en lo más profundo de nuestro ser qué estrellas nos guían realmente. La fidelidad es la capacidad de moverse libremente en la vida gracias a los inquebrantables ideales que nos llaman dondequiera que estemos para que vayamos donde debemos estar si queremos alcanzar y mantener esos ideales. La fideli­dad no significa no cometer nunca errores, sino no per­manecer en ellos. ¿Fue Moisés «fiel» cuando mató al egipcio? ¿Fue David «fiel» cuando tomó a la esposa de Urías? En absoluto, si la fidelidad es sinónimo de per­fección. Rotundamente sí, sin embargo, si la fidelidad significa trabajar hasta el final de la vida no dando nada por supuesto y luchando hasta que concluya la batalla.

Cuestionar el valor último

La fidelidad requiere que nos cuestionemos el valor úl­timo de todo cuanto encontremos en nuestro camino, especialmente nuestro propio valor y el de todo cuanto hagamos. La fidelidad no es el arte de detener el creci­miento en el aire, sino que es aquello que, cuando la po­nemos a prueba, nos hace pensar, decidir y elegir entre lo que podemos ser, lo que estamos siendo y lo que, en última instancia, queremos ser.

La vida espiritual no depende de parar el crecimien­to en el punto elegido; la fidelidad hace posible el cre­cimiento forzándonos a elegir una y otra vez, entrete­jiendo nuestros caminos en la vida, alcanzando a través del presente —por confuso y seductor que pueda ser—

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el propósito para el que fuimos creados. Y con frecuen­cia fracasamos. Y a menudo sólo el fracaso puede ense­ñarnos lo que realmente necesitamos saber acerca de la vida. Ser fieles a la continua necesidad de elegir entre las cosas, entre cosas que son tanto buenas como malas, para así poder comprometernos siempre con lo mejor para nosotros, en lugar de simplemente con lo adecua­do, pone a prueba muestra fidelidad hasta el fondo.

Los compromisos eliminan de la vida lo estático. Comprometiéndonos con una cosa en lugar de con otra, conseguimos pautas por las que guiarnos y el espacio para transformarnos. Los compromisos nos obligan a ser lo que decimos que queremos ser y nos hacen res­ponsables de otros, así como de nosotros mismos. Los compromisos ponen a prueba el temple del que estamos hechos.

Al haber elegido una cosa, somos libres para permi­tir que nos ponga a prueba y nos fuerce a extraer lo me­jor de nosotros. Los compromisos nos muestran el ca­mino, nos centran, nos obligan a escoger entre una ma­raña de opciones, puede que todas buenas, pero también llenas de expectativas contradictorias. En otras palabras, el compromiso nos mantiene en nuestro sitio hasta que nuestras almas, puestas a prueba por el fuego y abrasa­das por la vida, se expandan plenamente.

Los compromisos tienen propósitos tanto persona­les como sociales. Para aprender lo que la vida está des­tinada a enseñarnos, debemos evitar huir de ella cuando se pone difícil, cuando finalmente empieza a exigir algo de nosotros, cuando nos pide mucho más de lo que es­perábamos ser capaces de dar. La fidelidad no es per­manecer en nuestro sitio sólo para poder decir que nos hemos quedado en él, sino que es el horno de alfarero de la vida donde, probados por el calor y el fuego, adop­tamos formas y matices que nunca habíamos soñado.

La fidelidad no es tal, pues, hasta que se pone a prueba. La fidelidad se pone realmente de manifiesto en aquellos momentos en que, en nuestra infidelidad, lle­gamos a entender con toda claridad lo que hemos perdi-

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do al fallar y seguir eligiendo lo mismo. «No hay fraca­so —dice Kin Hubbard—, excepto el de dejar de inten­tarlo. No hay derrota, excepto la que nos imponemos a nosotros mismos; no hay ninguna barrera insuperable, excepto nuestra inherente debilidad en cuanto al propó­sito». La fidelidad al propósito, cualesquiera que sean los peligros insospechados de la empresa, hace de la vida un milagro que sucede diariamente.

Para los religiosos de este período de la historia, la fidelidad tiene algo que ver con estar dispuesto a encon­trar nuevos modos de estar en el mundo para que pueda renacer el antiguo deseo de servir a Dios, y sólo a Dios, en una sociedad de falsos y pluriformes dioses. La fide­lidad para los religiosos de cualquier época no es, evi­dentemente, un compromiso ciego con unas formas de vida ya pasadas, con unos criterios de perfección cadu­cos, con unas obligaciones periclitadas cuyo valor pro-fético se ha desvanecido. Mantener cosas que son con­traproducentes para el crecimiento humano de los de­más y nuestro o que están constituidas por unos ejerci­cios espirituales que ya no alimentan la vida espiritual es pecar contra la fidelidad del modo más infiel. A lo que debemos ser fieles es al Dios que nos llama, que va delante de nosotros en la historia humana sanando lo herido, sacando a la luz cuanto de bueno hay en noso­tros para que todos lo vean e invitándonos a hacer eso mismo.

Fidelidad y resistencia

La fidelidad y la resistencia son ideas contrapuestas. Cuando soporto algo que no es bueno para mí sólo para probarme a mí mismo que puedo resistir lo que ya no puedo amar y mediante lo cual ya no puedo llegar a la plenitud de la vida, no estoy haciendo ningún favor a nadie, y mucho menos a mi propia búsqueda de Dios. La fidelidad no es un estilo de vida que sufre en silen-

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ció en aras del propio sufrimiento. Sólo somos verdade­ramente fieles a lo que somos cuando perseguimos la vida con pasión, a veces con dolor, pero siempre dis­puestos a pagar el precio, sea cual sea, de conocer nues­tra propia insignificancia —como hicieron Moisés, Da­vid y Jonás—, porque la vida bien vivida se merece ese coste.

El verdadero reto para la fidelidad hoy, por tanto, reside en la necesidad de determinar y definir a qué he­mos de ser fieles. ¿Se mide la fidelidad por nuestro compromiso con una congregación venida a menos des­de hace mucho tiempo y que se rige por fórmulas de una vida religiosa ya pasada, pero que aún ha de hacer aco­pio de la fe necesaria para crear una vida religiosa que encuentre a Dios y le encuadre en nuestro tiempo? ¿Se describe la fidelidad por nuestro grado de conformidad con los dogmas de una Iglesia que también debe ocu­parse de buscar nuevas respuestas a las nuevas pregun­tas, en lugar de anquilosarse en el pasado en nombre de la perfección? ¿Es fidelidad lo que damos cuando, pre­tendiendo ser fieles, nos negamos a reflexionar junto al resto del mundo sobre las cuestiones que determinarán el futuro de la vida en este planeta y la autenticidad de la vida en esta Iglesia: el aborto, la eutanasia, el arma­mentismo nuclear, el papado, la colegialidad, el sexis-mo y una ciencia desenfrenada, como si Jesús no hubie­ra pensado desde una perspectiva nueva en los leprosos y en el pecado, en las mujeres y en la vida, en los sacer­dotes y en el pueblo, en Dios y en los fariseos?

Muy al contrario. A lo que debemos ser fieles no es a ninguna institución, por muy elevadas que sean sus miras. La fidelidad, pura y simplemente, busca paso a paso, lugar a lugar y proyecto a proyecto, únicamente la voluntad de Dios y la apasionada presencia del Evan­gelio en un mundo que se siente más cómodo con cre­dos que con la religión, que está más familiarizado con la Iglesia que con Cristo, más comprometido con la caridad que con la justicia, más involucrado en la opre­sión que en la igualdad, más dedicado a mantener la fe

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de nuestros padres proscribiendo los pronombres feme­ninos de los textos sagrados que a liberar el ímpetu de la Buena Nueva. Realmente debemos analizar cuidado­samente a qué somos fieles, no sea que la fidelidad sea nuestra ruina.

«Hacemos muñecos de nieve —escribió el poeta Walter Scott— y lloramos cuando se derriten». En nues­tras fidelidades se basan nuestras desilusiones. Si per­demos de vista aquello a lo que hemos de dedicarnos en este período en que hay que mantener las brasas, puede que se deba a que nunca lo hayamos sabido realmente o a que, pese a saberlo, hayamos sido fieles a cosas equi­vocadas. Si nuestra fidelidad a la vida religiosa de este período significa algo, seguro que consiste en ser fieles a su participación en el Misterio —sea cual sea el siste­ma— y a nuestra propia búsqueda de él, y no en que­darnos de brazos cruzados y vegetar, ni confundir la inercia con un compromiso perpetuo. El hecho de que no hagamos nada que suponga un cambio de dirección no significa que estemos siendo fieles, sino todo lo contrario.

La fidelidad es nuestra respuesta al Dios que es fiel. Lo que no significa que Dios rechace el cambio, sino, sencillamente, que Dios está con nosotros en todos los cambios, en cada recodo del camino hacia la morada del corazón. Exija el cambio lo que exija de nuestra vida, debemos simplemente estar con Dios, permanecer en él, buscarle hasta nuestro último aliento, hasta los cimien­tos sobre los que nuestras vidas y todos los cambios de la vida descansan. La fidelidad es lo que nos sostiene cuando la razón no lo hace. Cuando todo a nuestro alre­dedor nos dice que aquello en lo que hemos invertido ya no merece la pena, la fidelidad toma el relevo y nos per­mite sostener lo que ya no puede sostenernos a nosotros.

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Fidelidad y tenacidad

Debemos, pues, distinguir cuidadosamente entre fideli­dad y tenacidad. La fidelidad no es el arte de apretar los dientes y soportar algo simplemente por soportarlo, sino que implica que debemos trabajar por ser lo que deci­mos que seremos, supone que continuemos entregándo­nos a ello, aun cuando parezca que no da nada a cam­bio, siempre que merezca el precio de nuestras vidas, que siga siendo una estrella que nos guíe y que su des­tino sea el Dios vivo y no una imitación barata. Es im­portante recordar siempre que a lo que somos fieles es al Dios fiel. Nunca debemos ser fieles a una cosa por­que sí, o la fidelidad se convertirá en un ídolo decepcio­nante y falso.

La verdad es que las cosas cambian, se corrompen, fallan y mueren. Lo que no muere es el compromiso de permanecer fieles a la búsqueda que nos guía, como la estrella Polar, a través de la vida.

Hay obstáculos a la fidelidad que es necesario arran­car del alma religiosa. La rigidez es uno de ellos. El compromiso inmutable con la inmovilidad se opone abiertamente al Espíritu Santo. Y puede, por tanto, de­tener nuestro propio desarrollo, atrofiarnos y dejarnos al final de la vida sin apenas haberla vivido.

La insinceridad es un obstáculo a la fidelidad. Cuan­do no realizamos la parte que nos corresponde, cuando dejamos de orar, cuando dejamos de intentarlo, cuando dejamos de soñar el sueño de la vida, incurrimos en infi­delidad. Cuando dejamos de creer que este gran com­promiso con la búsqueda de la presencia del Espíritu puede ser, debe ser, es para mí el camino más directo hacia el Dios vivo, incurrimos en el mayor descrei­miento. La fidelidad no es cambiar de dirección simple­mente porque resulta difícil seguir la que sé, en el fondo de mi corazón, que debería seguir.

Los frutos de la fidelidad, de mantener la mirada en las alturas, pero estando dispuestos a caminar penosa­mente por terrenos pantanosos para llegar, son difíciles

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de describir. Son como la música. Son la liberación de la rigidez, la frescura de pensamiento, la fe en Dios y la fortaleza en la prueba. Fidelidad es estar dispuesto a superar las crisis, a perseverar en una empresa, a hacer­la prosperar, porque llevarla a buen término, hacerla triunfar, es algo que bien se merece el esfuerzo. Fideli­dad es seguir haciendo algo a pesar de las dificultades que pueda presentar a veces, porque yo sería menos yo mismo si no lo hiciera. En los dichos de los Padres del desierto, las enseñanzas de Amma Syncletica al respec­to no dejan lugar a dudas sobre el papel de la fidelidad en la vida humana: «Si vives en comunidad —enseñaba a sus discípulos—, no cambies de lugar, porque te hará mucho daño. Si un pájaro deja sus huevos, nunca incu­bará. Y también el monje y la monja se enfrían y mue­ren en la fe yendo de un sitio a otro». Estar fríos y muer­tos en la fe insensibiliza todo en la vida. Estar apasio­nadamente vivo en la fe es el propósito de la fidelidad religiosa.

El milagro no fue que Dios dividiera las aguas del Mar Rojo, sino que, una vez divididas, el pueblo fue­ra lo bastante fiel como para estar dispuesto a caminar confiadamente entre las murallas de agua. Esa es tam­bién nuestra tarea. La persona fiel supera el miedo al presente y a sus retos para aceptar un futuro lleno de posibilidades. La fidelidad sabe que no hay nada que temer. Éste es el mundo de Dios. Las cuestiones y los cambios de nuestra época, de nuestras vidas personales, son obra de Dios y, por tanto, nuestra también. Ignorar­los en nombre de la fidelidad al pasado únicamente puede suponer el colmo de la infidelidad. En el replie­gue sobre el compromiso —aferrarse a lo que estaba en orden para evitar lo que debe ser— se encuentra la cruz del cobarde.

Cuando el mundo tal como lo conocemos se viene abajo, cuando la vida tal como la hemos vivido deja de tener sentido para nosotros, la fidelidad exige que vea­mos las nuevas cuestiones como una llamada de Dios a crecer, a ir hacia adelante en la nueva situación o a pro­fundizar en la antigua. Porque debemos crecer o arries-

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gamos a seguir siendo adolescentes durante toda nues­tra vida adulta.

La fidelidad exige que permanezcamos leales a la búsqueda misma, no tolerando ninguna parada estable­cida en el camino. El poeta James Russell Lowell enten­día bien la verdadera función de la fidelidad en la vida cuando decía que «el crimen no es el fracaso, sino una aspiración mísera». Cuando rechazamos las cuestiones vitales en favor de la seguridad intelectual, la aproba­ción social o la tranquilidad personal, no hemos logra­do ser fieles a la vida, por mucho que proclamemos serlo.

En sus «Cuentos de un monasterio mágico», Teo-phane Boyd incluye una parábola que pone de mani­fiesto toda la confusión de la vida espiritual. El cuento dice así:

«Yo tenía un único deseo: darme por completo a Dios. Por eso me fui al monasterio. Un anciano monje me pre­guntó: "¿Qué es lo que quieres?"

Yo dije: "Lo único que quiero es darme a Dios". Esperaba que fuese amable y paternal, pero me gritó:

"¡AHORA!". Me quedé atónito. Él me gritó otra vez: "¡AHORA!"

Después tomó un garrote y vino a por mí. Yo di media vuelta y eché a correr. Pero él me persiguió blandiendo el garrote y gritando: "¡AHORA, AHORA!".

Eso ocurrió hace años. Pero aún me sigue adonde­quiera que voy. Siempre con el mismo garrote y con su "¡AHORA!"».

Es en el ahora donde la fidelidad y la fe encuentran las fuerzas para vivir. Ninguna vida religiosa que rechace alguna de las dos puede ser realmente vida religiosa. Aquí luchamos. Aquí crecemos. Aquí es donde debe­mos estar, en el proceso del proceso, no envueltos en un capullo protector proclamando nuestro desinterés por la vida, esquivando las eternas cuestiones, insistiendo en que anestesiar el alma es una virtud, y todo ello en nom­bre del Dios que es siempre nuevo.

* * *

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1) La hermana Joan compara la búsqueda de la libertad perfecta con una «quimera», una ilusión o un pro­ducto de la mente. ¿Has creído alguna vez que la vida religiosa sería una vida de absoluta libertad? ¿Era esa libertad una liberación de las «preocupaciones del mundo», de las obligaciones, de la exigencia de res­ponsabilidad?

¿Cuándo descubriste que esa definición de la vida religiosa era una quimera?

2) La hermana Joan dice: «La fidelidad no es la estabili­dad de lugar, sino la estabilidad de corazón». ¿Puedes mencionar un ideal importante que tu comunidad o tú tengáis en lo más profundo de vosotros, en vues­tro corazón?

3) ¿Qué quiere decir la hermana Joan cuando escri­be que «los compromisos eliminan de la vida lo estático»?

4) ¿Cuál de estos personajes —Moisés, Jonás, Pedro o David—tiene más resonancia en ti cuando piensas en un ejemplo bíblico de fidelidad?

5) Si has tenido alguna experiencia con el barro o con algún material similar, comparte lo que esta frase significa para t i : «La fidelidad es el horno de alfarero de la vida donde, probados por el calor y el fuego, adoptamos formas y matices que nunca habíamos soñado».

6) Los profesores de física definen la «inercia» como la tendencia de un cuerpo a permanecer como está, ya sea en movimiento, ya sea en descanso. ¿Por qué dice la hermana Joan que no debemos confundir la inercia con el compromiso perpetuo?

7) Leemos: «En todas las vidas hay momentos decisivos que, a la larga, nos llevan hacia donde queremos orientarnos: el corazón de Dios y el Dios de nuestros corazones». ¿Cuál es el momento decisivo de los últi­mos diez años que más te ha aproximado al corazón de Dios?

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8) ¿Has tenido la experiencia de considerar algo parte de tu fidelidad y haber tenido que admitir más tarde que en realidad era parte de tu rigidez? ¿Qué te impi­de ahora confundir ambas cosas?

9) Dentro de tu promesa de fidelidad, ¿a qué os llama, a ti o a tu comunidad, Dios ahora?

10) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

8 Convertirse en llama

Cuenta la tradición que alguien le hizo la siguiente pre­gunta al abad Antonio: «¿Qué debo hacer para compla­cer a Dios?» Y el anciano respondió: «Presta atención a lo que voy a decirte. Seas quien seas, ten a Dios siem­pre presente; hagas lo que hagas, hazlo según el testi­monio de la Sagrada Escritura; vivas donde vivas, no te marches con excesiva facilidad. Observa estos tres pre­ceptos y te salvarás». Esta historia presenta unas dimen­siones de la vida religiosa que se olvidan demasiado fácilmente. La vida religiosa consiste en buscar a Dios siguiendo el Evangelio y perseverando en ambas activi­dades. La vida religiosa capta nuestro corazón, centra nuestra mente y estabiliza nuestra alma para la búsque­da resuelta del reino del Dios vivo. Le parezca lo que le parezca la consagración religiosa al mundo circundante, en ninguna circunstancia debe confundirse la vida reli­giosa con la pertenencia a una institución religiosa. Ante todo, la vida religiosa no es una institución, una especie de aparato de la Iglesia destinado simplemente a proporcionar una base al servicio social. De hecho, el servicio social no es en absoluto, por sí mismo, lo que inspira el compromiso religioso. Sí es verdad que lo po­ne de manifiesto, lo hace realidad y le proporciona au­tenticidad, pero no lo inspira ni subyace a él ni lo defi­ne. La vida religiosa es algo muy personal, muy huma­no, muy espiritual y que absorbe la vida entera. De no ser así, cualquier persona podría ser habilitada para ello profesionalmente o ser contratada o el puesto podría ser ofrecido públicamente para realizar un servicio de corta

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duración. La verdad es, sin embargo, que la vida re­ligiosa es o no adecuada para la persona y, si no lo es, todo lo que se diga sobre la santidad, la fidelidad o el compromiso no le servirá de nada a quien no encaje en ella; mientras que si es adecuada, ninguna clase de cam­bio podrá sofocar su espíritu.

No, la vida religiosa no es un sistema inventado para el reclutamiento de profesionales de la Iglesia, sino que es un estilo de vida, un modo consagrado por la tradi­ción de ser cristiano en el mundo. Es verdad que no se trata más que de una forma entre otras de vida cristiana; pero es una forma característica, distinta de todas las demás en estilo, consagrada a la búsqueda cristiana, ide­ada para quienes sienten pasión por el misterio de la vida y concentrada exclusivamente en comprender y proclamar la Buena Nueva de que Jesús existe, nos sal­va y nos ama a todos nosotros, a todas las cosas, tanto a las personas como al planeta. Y siempre. Y lo hace no simplemente sirviendo al mundo, sino siendo una pre­sencia fiel en él que se propone hablar el lenguaje del Evangelio en su lengua materna.

La vida religiosa es la historia de toda la creación claramente reconocible en la vida de una sola persona. Quienes esperan neciamente o creen románticamente que la vida en una comunidad religiosa carece de las presiones del mundo real saben poco de ella y menos aún de la responsabilidad humana respecto de la co-creación. Mitifican a un Jesús que expulsa a los demo­nios y desafía a los fariseos, sufre tentaciones y eleva a personajes que muestran una extrema fragilidad a la más mínima presión. La vida en una comunidad reli­giosa saca todas esas cosas a la superficie. Quienes en­tran en la vida religiosa traen consigo sus demonios in­teriores, la necesidad de un reto, las tentaciones más tenaces y las debilidades más vulnerables. Sin embargo, no huyen de sí mismos, sino que son personas dispues­tas a asir la vida con ambas manos, a afrontarla directa­mente y a vivirla plenamente.

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La vida cristiana en una comunidad religiosa es para personas que quieren estar plenamente vivas. No es para quienes eligen ir por la vida medio anestesiados espi-ritualmente, embotados psicológicamente y ajenos a cuanto les rodea. Apoyándose únicamente en sí mis­mos, comprometidos a vivir con un montón de extra­ños, a la deriva en las distintas comentes y fases de la vida espiritual y sensibles a la vocecilla interior de una fe sin forma definida, los religiosos viven una vida llena de esperanza y saturada de esfuerzo humano, no una incursión soporífera en un aislamiento espiritual en el que no hace mella la lucha y nunca penetra el autoco-nocimiento.

Si pretendemos utilizar la vida religiosa para huir de la gente, aspiramos en vano a proteger para nosotros mismos, en un mundo repleto de marginados y de refu­giados, lo que nunca debe protegerse. No venimos a la vida religiosa para aislarnos del Evangelio del que ha­blamos. Son los religiosos quienes, más que cualesquie­ra otros, deben acoger a todos esos proscritos en sus vi­das, hasta el último de esos despreciables. No se entra en la vida religiosa para pretender que se es pobre mien­tras se vive en una plácida seguridad. Al contrario, la vi­da religiosa nos despoja, a todos y cada uno de nosotros, tanto en conjunto como individualmente, hasta dejarnos con lo imprescindible para que, finalmente, podamos colmarnos de cosas que están por encima de las cosas. No venimos a la vida religiosa porque seamos indecisos y no podamos funcionar sin dirección, sino para poder, junto con otros, escuchar al Espíritu en voces que no son las nuestras. La vida religiosa no es fácil, pero tam­poco es irreal ni quijotesca ni extravagante.

Toda la vida que tenemos

Para vivir una vida religiosa hace falta toda la vida que tenemos. Hace falta un corazón de ermitaño, un alma de montañero, unos ojos de amante, unas manos de sana­dor y una mente de rabino. Exige una inmersión total en

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la vida de Cristo y una concentración absoluta en el sig­nificado actual de la vida evangélica. Todo ello presu­pone una presencia ardiente, y quizá ahí sea donde las cosas empiezan a fallar.

Antes del siglo xm y de la proliferación de las nor­mas canónicas, los religiosos tenían el compromiso im­preciso y en gran parte extraoficial de vivir una intensa vida espiritual, de orientarse sólo hacia Dios a la hora de hacer elecciones vitales, de ser fieles a sus ideales en un mundo profano, de ser personas que viven de la Escri­tura. Los religiosos buscaban a Dios y sólo a Dios y, al hacerlo, se convirtieron en símbolos de sabiduría, en gurús, en directores espirituales de una sociedad tan in­mersa en lo secular que lo sagrado se había vuelto invi­sible, tan privada de la memoria de lo divino que las preocupaciones seculares consumían la existencia hu­mana. En aquel momento, sin embargo, en un ambiente fascinado por las universidades, la educación estructu­rada y las disputas filosóficas, y ante la decadencia de las comunidades religiosas, que se habían convertido en una especie de refugio religioso para los hijos e hijas de los poderosos, surgió el concepto de «votos». Y la vida religiosa empezó a ser definida, teologizada y regulada. Pronto, los «consejos evangélicos» de pobreza, castidad y obediencia se convirtieron en los criterios y la medida de la vida espiritual. Y con ellos, a lo largo de los siglos, llegaron los manuales espirituales, las categorías y los cánones, que tenían por objeto el control del comporta­miento. Pero, al mismo tiempo, este proceso sofocó el espíritu de la vida religiosa. Lenta pero inexorablemen­te, el compromiso religioso empezó a reducirse a una serie de actividades, cuando lo que se necesitaba era una actitud mental y la promesa de una presencia profética. Pronto, los religiosos se convirtieron más en lo que hacían que en lo que eran, veían o pensaban.

Y, lo que es peor, la comunidad cristiana en general —y algunas veces especialmente los religiosos— se asombraba de los criterios empleados para medir la au­tenticidad de esa vida. Las cuestiones teológicas de las

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que por entonces los religiosos se ocupaban, en las que se formaban, de las que se acusaban, se volvieron abso­lutamente absurdas, patéticas y lamentables, destinadas, ciertamente, a servir a grandes ideales espirituales, pero muy por debajo de la dignidad de la madurez espiritual. Los grandes temas de la vida religiosa se convirtieron en una sucesión de preguntas inconsecuentes e insigni­ficantes: ¿cuánto dinero permitía la pobreza llevar en el bolsillo a un religioso?; ¿era desobediencia refutar la información de un superior?; ¿era la adhesión a las cos­tumbres de la casa parte esencial de la obediencia reli­giosa o no?; ¿era admisible que las monjas pusieran col­chas estampadas en sus dormitorios?; ¿podía medirse la humildad por la inclinación de la toca?; ¿era la amistad una amenaza para la vida religiosa de una persona?; ¿cuántos libros, imágenes, discos, cintas, hábitos o za­patos podía poseer un religioso sin violar el voto de po­breza?; ¿era posible comprar pasta de dientes sin per­miso expreso del superior?... Y la lista continuaba con cuestiones aún peores.

Pero no había duda de que la lista no era ineficaz. Una vida sin autonomía en los asuntos más elementales llevó a una cultura espiritual de gran seguridad, pero asimismo de gran ansiedad, que contribuyó también a fomentar el narcisismo y la puerilidad espirituales, con­dujo a un egocentrismo disfrazado de virtud, pero peli­grosamente cercano a la neurosis, e hizo de la vida reli­giosa una sincera pero pálida sombra de un Evangelio lleno de milagros inaceptables y de encuentros dispares entre los guardianes del sistema y los pescadores de hombres. Redujo una vida grandiosa a la mínima expre­sión: niños espirituales recorrían el camino seguido en el pasado únicamente por discípulos y mártires, por hombres valerosos y mujeres fuertes.

Cualquier vida que exija la vida entera de una per­sona debe consistir en algo más.

Por tanto, quizá haya llegado la hora de deshacerse de la noción de vida religiosa como manifestación de tres códigos de conducta aislados y de preguntarse sim-

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plemente qué clase de personas y qué clase de vida cris­tiana habría en el mundo si los religiosos volvieran a ver el compromiso religioso desde el punto de vista de las actitudes espirituales, en lugar de como un código de conducta personal. Sin duda, en los albores del siglo xxi, profesar la pobreza, la castidad y la obediencia en un mundo donde la pobreza es un pecado contra la jus­ticia, donde la castidad es un constructo teórico, no un dato de la realidad, y donde la obediencia es más propia de una concepción militar que de una cultura que valo­ra la independencia, hace que la vida religiosa resulte más sospechosa que admirable. Mantener este enfoque degrada esta vida más allá de toda justificación, la con­vierte en una especie de culto institucionalizado y limi­ta su fuerza espiritual.

La búsqueda de Dios

La búsqueda de Dios es el proceso de modelar el alma y dura toda la vida, de modo que no se trata de un ejer­cicio religioso rutinario a corto plazo. La vida religiosa pretende la implantación de una presencia espiritual en un mundo perdido en lo mundano, no la perpetuación porque sí de un estilo de vida arcano. Las congregacio­nes religiosas no se fundaron para ser museos antropo­lógicos, sino que están constituidas por personas reales, adultas todas ellas, que hacen cosas reales por razones importantes.

La vida religiosa es la historia de los profetas, per­sonas corrientes con una visión teofánica que tuvieron que renovarse a sí mismos, en orden a transmitir la nue­va visión a los demás.

La vida religiosa, en otras palabras, nos exige pri­mero nuestra propia conversión. Es un terreno de culti­vo, no un modo de vida para mantener costumbres ad­quiridas. Exige que estemos plenamente al día, no que nos quedemos anticuados sin remedio. Hasta que los religiosos no se conviertan al modo de pensar del Dios

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vivo y presente en el ahora, ¿qué bien pueden hacer a los demás, por muchos servicios que realicen? La vida religiosa no es una cuestión de ministerio, sino que trata de desarrollar un corazón y una mente que lleguen a ver la vida tal como es y, en consecuencia, nos animen a vivir de forma diferente.

Los religiosos, como los demás seres humanos vi­vos, son personas de su tiempo. Eso es lo que les hace peligrosos. Y también es lo que les hace potencialmen-te insulsos. El hecho es que los religiosos no deben ser simplemente personas del mundo, sino que han de ser también, consciente, continua y coherentemente, perso­nas de Dios, personas que busquen el modo de pensar de Dios y que lo proclamen cueste lo que cueste.

Comprender el papel de la conversión en la vida religiosa es comprender el antiguo concepto de «elec­ción». Los Hasidim lo explican del siguiente modo: «En cierta ocasión le preguntaron a un rabino qué se sentía siendo rabino. "Bueno —dijo el rabino— empecé a entenderlo mejor cuando me ocupé del aprisco. Allí, ca­da cordero que hacía el número diez era elegido para el servicio en el templo simplemente por ser el número diez. Y justamente así fue como me eligieron a mí para ser rabino"». Nadie es «elegido», en otras palabras, por­que sea mejor que otros para algo, y todo el mundo es «elegido» para algo. Todo el mundo tiene alguna dispo­sición interna que le capacita para lo que debe ser hecho en él, que le llama a ello, que le confirma en ello, que le señala para ese servicio. Como las personas que tienen un oído perfecto para la música o destreza manual para la artesanía o un ojo artístico para la fotografía, algunas personas tienen, única y exclusivamente, un compromi­so muy acusado con las dimensiones espirituales de los afanes humanos y de las cosas de Dios. Esta intensa sensibilidad religiosa es lo que llama a la persona, lo que la lleva a centrarse únicamente en el desarrollo del componente espiritual de la vida humana.

Pero, aunque algunas cosas nos parezcan innatas —el amor por los niños, la pasión por el arte, el alma de

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buscador y la visión de visionario—, eso no significa que, porque la capacidad sea real, esté ya desarrollada, sino que significa tan sólo que está abierta a ser molde­ada. Y entonces es cuando comienza la conversión.

La vida religiosa toma el alma del buscador y la va despojando de sus capas externas hasta llegar al núcleo, para que podamos ver lo que estamos buscando, sabo­rear aquello de lo que estamos hambrientos, convertir­nos en lo que perseguimos y anunciar, finalmente, la Buena Nueva que nos embarga, a fin de que la oiga todo el mundo.

Es evidente que la función de la vida religiosa con­siste, en principio, en tomar nuestro yo, impregnarlo de la Escritura y después confrontarlo con el ejemplo de Aquel que se mantuvo firme tanto frente a la sinagoga como frente al estado, por mor de la Palabra de Dios. Esa vida de conversión nos convierte, ante todo, a no­sotros mismos. Después es posible que, mediante esa transformación, transforme también el pequeño círculo vital en que nos encontramos, a fin de que, a través de cada uno de nosotros, el mundo pueda volverse hacia Aquel que lo hizo en su totalidad lleno de vida, lleno de fuego.

Conversión

La conversión es el proceso de llegar a ver el mundo de un modo diferente del que la cultura, la comodidad y el afán de dominio nos inducen a verlo. La pregunta, natu­ralmente, es la siguiente: ¿en qué consiste esta forma de estar en el mundo que llamamos «vida religiosa»? ¿Qué hay de diferente en ella que no pueda hacerse también en cualquier otra forma de vida cristiana? La respuesta, por supuesto, es nada, al menos en un cierto nivel. To­dos estamos llamados a la vida espiritual, a la conver­sión, al cristianismo en su forma prístina. Este modo de vida cristiana, sin embargo, exige un enfoque específi­co, un énfasis claro y preciso, una cualidad sólida y

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segura que lo diferencie de todos los demás en cuanto a su estilo y a la claridad de su presencia.

Esta forma de vida exige de nosotros la conversión de todo cuanto el mundo considera más precioso. Re­quiere el compromiso de superar obstáculos con el Je­sús que fue tentado, y de decir «no» de nuevo, alzando la voz y con convicción, proféticamente y con firmeza, a esa clase de poder que deja impotentes a otros; decir «no» a los beneficios conseguidos a expensas de los pobres; y decir «no» a las relaciones que seducen a los inocentes, explotan a los incautos y convierten a los pequeños del mundo en degradados instrumentos de satisfacción personal.

Libertad y perspectiva son los dones de la vida reli­giosa al mundo que la circunda. Absorbidos únicamen­te por el reino de Dios, los religiosos se encuentran en una situación privilegiada para ver las cosas con mayor claridad, precisamente por la distancia que mantienen respecto de ellas. Cuando no están obligados a nadie ni seducidos por nada, los religiosos permanecen libres para apelar a la conciencia del rey. La presencia de reli­giosos, de verdaderos religiosos, es peligrosa en cual­quier sociedad.

Cuando China ocupó el Tíbet, cuenta un relato Zen, muchos soldados trataron con enorme crueldad a los sometidos. El blanco favorito de sus atrocidades fueron los monjes. Así que, a medida que las fuerzas extranje­ras invadían los pueblos, los monjes huían a las monta­ñas. Cuando los invasores llegaron a cierto pueblo, el teniente de la avanzadilla presentó el siguiente informe: «Los monjes, al enterarse de que su llegada estaba pró­xima, Excelencia, han huido a las montañas...» El co­mandante sonrió presuntuosamente, orgulloso del terror que inspiraba. «Todos menos uno», prosiguió con tran­quilidad el teniente. El comandante se enfureció. Se dirigió al monasterio, le pegó una patada a la puerta y allí, en el patio, estaba el único monje que se había que­dado. El comandante le miró encolerizado. «¿Sabes quién soy yo? —le dijo—. Soy quien puede atravesarte

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con una espada sin pestañear». Y el monje replicó: «¿Y tú sabes quién soy yo? Yo soy quién puede dejar que me atravieses con una espada sin pestañear».

Realmente, los religiosos, libres, sin ataduras, cen­trados en Dios, son un peligro para la sociedad. Pero primero, por supuesto, los religiosos de este momento y de esta época tienen que querer renovarse: deben pri­mero convertirse a sí mismos.

Pero ¿cómo y a qué? Si la espiritualidad del pasado degeneró en códigos y cánones, en reglas y regulacio­nes, en ejercicios y ritos, por buenos y bienintenciona-dos>que fueran, ¿cuál puede ser ahora el objeto de la conversión? ¿Queda algo en este momento que sea materia prima de la santidad?

* * *

1) ¿Cuál puede ser ahora el objeto de la conversión? ¿Queda algo en este momento que sea materia prima de la santidad?

2) Nombra tres cosas necesitadas de conversión en ti o en tu comunidad, a fin de «no ver al mundo como la cultura, la comodidad y el afán de dominio nos indu­cen a verlo».

3) La hermana Joan define a quienes entran en la vida religiosa como «personas dispuestas a asir la vida con ambas manos, a afrontarla directamente y a v i -

^ virla plenamente». Reformula o reescribe esta defini­ción a partir de tu propia experiencia.

4) '«No se entra en la vida religiosa para pretender que se es pobre mientras se vive en una plácida seguri­dad» ¿Habéis afrontado tú y tu comunidad lo que sig­nifica dejar de hacerse los pobres y vivir realmente el espíritu de la pobreza?

5) ¿Cuál debería ser nuestra respuesta a la pregunta de «qué clase de personas y qué clase de vida cristiana

, habría en el mundo si los religiosos volvieran a ver el compromiso religioso desde el punto de vista de las

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actitudes espirituales, en lugar de como un código de conducta personal»?

6) La hermana Joan escribe lo siguiente: «La vida reli­giosa toma el alma del buscador y la va despojando de sus capas externas hasta llegar al núcleo...» ¿Vives en el nivel de tu núcleo como deseas, como prome­tes en cada retiro, como soñabas en los primeros tiempos? Si no es así, ¿qué te impide hacerlo?

7) «Los religiosos permanecen libres para apelar a la conciencia del rey». ¿Cuál fue la última vez que le dijiste a algún «emperador» que estaba desnudo?

8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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9 Un testimonio vivo

No es fácil escribir sobre los votos en este período de la historia religiosa. Muchos religiosos tienen serias dudas respecto de su valor y, si pudieran, transformarían las promesas tradicionales en un compromiso con la vida evangélica o en alguna otra fórmula similar. Muchos más ponen en cuestión su contenido, cuando no su exis­tencia. La mayoría de los religiosos formados antes del Vaticano n les conceden mucha menos importancia que antes. Y tampoco eran un elemento esencial en la pri­mitiva vida religiosa. La cuestión, por tanto, es la si­guiente: ¿son o no son los votos una parte importante de la vida espiritual para los religiosos contemporáneos? Y la respuesta puede consistir en decir clara y rotunda­mente «sí y no». No, si los consideramos restricciones de la vida; sí, si los vemos como una actitud ante la misma.

Puesto que la mayoría de los religiosos que entraron en las congregaciones después del Vaticano n no han visto nunca los votos reducidos a una serie de compor­tamientos prescritos o prohibidos, puede que corran me­jor suerte en el futuro y se conviertan, de cara al mundo, en lo que siempre debieron ser: luces de aviso, ideales, signos de esperanza que hay que vivir en el aquí y el ahora, tanto en la escena pública como en la vida priva­da de la comunidad.

Pero, además de la cuestión de si debería o no exis­tir algo semejante a los votos religiosos, hay otra cues­tión aún más seria: ¿por qué, entre todas las cosas que una persona espiritual puede prometer en la vida —ora-

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ción, servicio, ecumenismo, ecología...—, continúan los religiosos haciendo voto de pobreza, castidad y obe­diencia?; ¿qué podría sonar más árido?; ¿qué podría re­sultar menos atractivo?; ¿qué podría parecer menos pro­gresista en un mundo en el que la pobreza es un proble­ma fundamental, la castidad ya no supone tanto una protección contra embarazos no deseados cuanto una virtud, y la perpetración de holocaustos y genocidios, así como la corrupción política, han degradado la obe­diencia hasta un extremo irreversible?; ¿qué utilidad espiritual tiene lo que no interesa a nadie ni nadie quie­re? En esta cultura, si me empeño en ir a la luna, la gen­te se sobrecoge. Si me comprometo en apoyar un impor­tante proyecto de desarrollo cívico, la gente manifiesta claramente su admiración. Si prometo entregar mi vida a las cuestiones que se le plantean a la ciencia moderna, la gente aplaude. Si hablo de ser religiosa, la gente se desvive por entender esta clase de vida y estimular sus progresos. Pero si hablo de comprometer mi vida con la pobreza, la castidad y la obediencia, la gente apenas res­ponde. No se impresionan, no se emocionan, no se con­mueven como en el pasado ante la idea de asumir un testimonio público tan duro en estos aspectos sustancia­les de la vida. Parece que, por alguna razón, los votos sencillamente han perdido sentido, tanto dentro de la vida religiosa como fuera de ella. Pero ¿por qué? ¿Es la naturaleza misma de los votos lo que la gente cuestiona, o es el modo en que los aplicamos a la vida moderna lo que les deja indiferentes, laque les hace escépticos res­pecto del valor de unas promesas espirituales que no tie­nen ningún significado material?; ¿es la vida religiosa simplemente una vida simbólica, o tiene suficiente fun­damento como para resultarle significativa al mundo que la circunda?

Las respuestas a todas estas preguntas dependen, por supuesto, de cómo vean los propios religiosos la función de los votos en sus vidas, y después en la vida de las personas en medio de las cuales los pronuncian públicamente. Los votos, nos dice la doctrina tradicio-

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nal, tienen que ser un testimonio público de los valores evangélicos. Un testimonio público: algo que la gente pueda ver y extraer de ello aliento y esperanza. Los vo­tos no son la esfera privada de unas personas piadosas que temen al mundo y, por tanto, huyen de él, sino que nos comprometen a entregar nuestras vidas a las cosas en cuyo favor estamos, no a intentar escapar de las cosas a las que nos oponemos.

Pero, si es así, puede que el mundo no haya necesi­tado nunca los votos tanto como ahora, a condición de que sepamos lo que los votos significan para nuestro tiempo y de que nosotros vivamos su significado.

Los maestros Zen enseñan lo siguiente: «Cuando un monje entra en una taberna, ésta se convierte en su celda. Y cuando un cliente habitual de las tabernas entra en una celda, ésta se convierte en una taberna». Donde­quiera que vayamos, llevamos lo que somos, y lo que somos influye, para bien o para mal, positiva o negati­vamente, en el ambiente de los lugares a los que vamos. En mi opinión, el significado del compromiso religioso es mucho más evidente en esta interpretación de la vida religiosa como levadura que en todas la definiciones canónicas de la pobreza, la castidad y la obediencia que se han escrito. De hecho, la sola mención de esas pala­bras emana un olor a naftalina y provoca un bostezo incontenible.

Pobreza religiosa

¿Qué es la pobreza religiosa para la gente sino un juego canónico en un mundo en el que la pobreza absoluta es la maldición de la mayoría de los hijos de la tierra? ¿Qué es la castidad en una vida solitaria y sin amor sino el fomento de una retorcida coerción a los corazones en un mundo en el que la sexualidad, reprimida, explotada o distorsionada, invade hasta el aire que respiramos? ¿Qué es la obediencia para quienes están oprimidos sino un sometimiento aún más humillante en un mundo en el

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que la autonomía de los pueblos es aún un esperanzado anhelo? ¿Qué valor «testimonial» tienen, en otras pala­bras, la seguridad, el aislamiento y la dependencia cuan­do en todas partes se consideran yugos de los que hay que liberarse, no valores que deban ser apreciados?

Cuando la pobreza religiosa dejó de ser real, cuando la no-castidad dejó de ser un peligro social con su ame­naza de hijos no deseados y cuando la obediencia dio paso a la «libertad, igualdad, fraternidad» en un mundo sin reyes ni reinas, esta clase de vida religiosa se fue convirtiendo en una imitación acartonada de la vida, en una serie de ejercicios vacíos para rigoristas religiosos, todos ellos sinceros, pero cada vez más desconectados de las necesidades de la gente, de la corriente de unos tiempos que llamaban a toda la sociedad a plantear nue­vas exigencias a las viejas virtudes.

Pero la vida religiosa no puede continuar existiendo de este modo. Lo que el mundo necesita, respeta, exige y entiende ahora no es la pobreza, la castidad y la obe­diencia, sino una justicia generosa, un amor temerario y una infinita capacidad de escucha. La adhesión mecáni­ca a conceptos mecánicos deja la vida religiosa estéril y vacía, tanto para quienes están dentro de ella como para quienes están fuera. El mundo cuenta ya con demasia­das copias baratas de lo auténtico como para empezar a apreciar otra, aunque se presente en nombre de la reli­gión. Y además no debería hacerlo. Si la Escritura nos enseña algo, es el poder de lo auténtico.

Sólo hubo un Abrahán, un Moisés, una Judith, un David, una Débora y una samaritana, todos ellos defec­tuosos y frágiles. No obstante, trastocaron sus mundos, no porque fuesen «símbolos» de lo que podía existir, si­no porque eran piezas genuinas en un mundo en busca de verdad y orientación. También a los discípulos se les envió sólo «de dos en dos», no en grandes grupos; pero cambiaron la faz del mundo romano, no porque fueran poderosos, sino porque eran audazmente verdaderos, rigurosamente auténticos y estaban absolutamente com­prometidos. Eran lo que decían ser, no vagas, aunque

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sinceras, imitaciones. Los votos codificados, en un mundo que busca la virtud, no bastan para cambiarlo. Sólo una virtud que esté por encima de los votos, una vida vivida por el bien del mundo y por encima de las normas, no principalmente para la propia santificación, pueden transformarlo por completo.

La vida religiosa ya no puede permitirse ser un sim­ple símbolo de nada. Debe ser lo que fue en sus comien­zos. Debe ser auténtica: realmente familiarizada con la pobreza y sus efectos, realmente resuelta a mantener una castidad liberadora, realmente comprometida a oír las voces del mundo entero. Si la vida religiosa ha de ser un don en los tiempos difíciles, la imagen viva del mundo que la gente espera, debe ser lo que dice ser. Debe ser la pieza genuina, el modelo de lo que debe ser, pero aún no es.

Lo que necesita un mundo lleno de campos de re­fugiados y niños hambrientos, mujeres maltratadas y hombres sin hogar, deudas del Tercer Mundo y medidas políticas dirigidas a equilibrar presupuestos a costa de las necesidades de los pueblos, es una vida religiosa que haga voto de ser lo que el mundo más precisa: un aman­te audaz, una voz para los pobres, un buscador de la ver­dad. Sólo cosas como éstas, sólo esta clase de pobreza, castidad y obediencia, son las que espera y anhela este mundo maltrecho, explotado y empobrecido.

Espiritualidad

La espiritualidad no es la versión romántica de un mis­ticismo imaginario, una desbordante fantasía religiosa desatada sobre el mundo para abrumarlo, fustigarlo o incordiarlo. La espiritualidad es teología en acción; es lo que hacemos en virtud de lo que decimos creer. Lo que dogmatizamos en credos, la espiritualidad lo encar­na; y lo que encarnamos es lo que realmente creemos. Si, por ejemplo, creemos que la Encarnación santificó a toda la humanidad, entonces debemos estar sincera-

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mente de parte de aquellos cuyas vidas son infravalora­das, denigradas o despreciadas. Si creemos en la comu­nión eucarística, entonces debemos compartir el pan de nuestras vidas con aquellos que están verdaderamente hambrientos y el vino de nuestros días con aquellos cu­yos corazones carecen de alegría de vivir. Si creemos en Belén, entonces debemos escuchar la verdad y estar alerta a la revelación allí donde sea menos probable que ambas se encuentren. Y, en último término y principal­mente, debemos aceptar el hecho de que la verdad espi­ritual más evidente en este momento es que la vida reli­giosa no se salvará con una nueva serie de reglas. La vida religiosa sólo puede salvarse siendo lo que dice ser, haciendo lo que se espera que haga, convirtiéndose en un nuevo modo de estar en el mundo. La vida religiosa debe dedicarse a ver lo que otros no ven o a decir lo que otros puede que no digan —por la razón que sea— a cualquier precio. Los religiosos deben ocuparse de las grandes cuestiones de la vida, no del recreo religioso o del «masaje» espiritual.

Pero eso sólo puede conseguirse si los religiosos vi­ven decididamente en el presente, con sus corazones sintonizados con el aquí y el ahora. Bonitas palabras, sí, pero duras. Si las comunidades religiosas centran su atención en el individualismo, la explotación y la codi­cia circundantes, pueden encontrarse caminando por arduos caminos, siguiendo oscuras sendas, marchando por rutas solitarias. Vernos cuestionando cosas conside­radas normales, aceptables e incluso deseables para los poderosos y privilegiados da al traste con todo el respe­to, con todas las buenas formas a las que tan acostum­brados estábamos en los días de nuestra inserción en el orden establecido.

No obstante, no siempre fue así. Cuando las llamas eran nuevas y fogosas, ningún repudio desanimaba. Nuestros antepasados conocieron el rechazo y la hosti­lidad en una sociedad que no quería saber nada de es­cuelas católicas, instituciones católicas o de los propios católicos, pero ellos siguieron adelante a pesar de todo,

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porque buscaban a Dios, no la aprobación social; se pre­ocupaban del Evangelio, no de la ley; y obraban con fe, no con prudencia. Nosotros, por nuestra parte, hemos perdido la capacidad de «testimonio» de la que tanto nos gusta hablar. Ahora, el alcance del testimonio reli­gioso es aún más amplio que antes. No se trata de estar comprometido sólo con la población católica, si lo que queremos es que el Evangelio refleje su autenticidad en nosotros. Ahora debemos hablar por el planeta y todos sus habitantes, si lo que proclamamos con nuestras vidas puede ser afirmado por la Escritura, y no digamos si debe ser ratificado por los votos. Es hora de nuevo de ser la presencia que enciende el fuego; es hora de con­vertirse en llama. Ojalá no nos aferremos a las sombras de fuegos pasados. Ojalá no tengamos miedo del ardor del actual.

* * *

1) ¿De qué valores evangélicos que den autenticidad a los votos que proclamáis públicamente dais testimo­nio tú y tu comunidad?

2) ¿Cómo explicarías la diferencia entre el compromiso religioso visto como levadura y como fórmula? Pon ejemplos actuales de ambos.

3) La seguridad puede aparentar ser pobreza; el ais­lamiento, castidad; y la dependencia opresora, obe­diencia. ¿Cómo puedes distinguir la realidad de la ficción?

4) Estás de acuerdo con la descripción de los religiosos como «amantes audaces, voz de los pobres y busca­dores de la verdad», como dice la hermana Joan? Si has hecho los votos religiosos, ¿te describirías a ti mismo de este modo?

5) ¿Cómo podría una comunidad alentar y hacer posible hoy una vivencia auténtica de los votos?

6) Reacciona ante la siguiente frase de la hermana Joan: «La espiritualidad es teología en acción». Revisa tu

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agenda para esta semana o este mes, tus actividades y tus rutinas. ¿A qué teología apunta tu agenda?; ¿qué dice respecto de tu fe?

7) ¿Hubo un tiempo en que sentías que estabas vivien­do los votos con especial autenticidad? ¿Cuándo sen­tiste que habías logrado vivir «lo genuino»? ¿Qué caracterizaba a aquellas épocas de tu vida? ¿Qué las hizo posibles? ¿A qué vida dieron origen?

8) ¿Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección?

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10 Una llamada a la justicia

Tres elementos de la vida moderna invaden la sociedad actual y reclaman una nueva forma de presencia religio­sa. La codicia, la explotación y la opresión tienen escla­vizada a la humanidad, mientras la vida religiosa corre el riesgo de dedicarse a recitar oraciones, comer con re­gularidad, rodearse de gente «agradable», desempeñar trabajos institucionales básicos y demostrar su valor es­piritual no cuestionando ni desestabilizando nada. Es una situación penosa y carente de sentido. Si la vida re­ligiosa declina durante este período de la historia, no será porque la generación más joven no aprecie su valor. Esta generación joven se entrega a grandes causas y profundas cuestiones. No, no será el compromiso de es­ta generación el que se ponga en cuestión. El problema es que nuestra generación dejó que la vida religiosa se pulverizase hace ya mucho tiempo, trocando compro­miso por conformidad, postrándose ante el altar del pro­fesionalismo, no del profetismo, manteniendo la paz en lugar de dar la voz de alarma profética y guardándose de la muerte optando por morir en su limpio, seguro y res­petable puesto.

La codicia sojuzga nuestro mundo como un gigan­tesco yugo. Las cosas que poseemos nos definen, nos miden y nos marcan socialmente. Los que no están ahi­tos quieren estarlo. Los que lo están presumen automá­ticamente que tienen derecho a los frutos de la tierra en una abundancia muy superior a los límites que imponen las necesidades reales. También los religiosos, que anta­ño asumían con toda naturalidad que les correspondía lo

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peor, han aprendido, como todos los demás miembros de su clase social y de su ambiente profesional, a asu­mir con toda naturalidad que les corresponde lo mejor. A pesar de la advertencia evangélica, también nosotros acumulamos grano en los graneros. Como todo el mun­do. Cambiamos regularmente nuestros mundos por otros nuevos. Como todo el mundo. Seguimos filosofías de «vacas flacas». Como todo el mundo. Atesoramos bie­nes, ahorramos dinero, «protegemos» nuestras propie­dades y privatizamos nuestras instalaciones. Como todo el mundo. El modo de pensar resultaría sutil, inclu­so ingenioso, si no fuese tan contrario a cuanto deci­mos ser. Como productos de nuestra sociedad, llama­mos «prudencia», «buen negocio» y «administración» a nuestra codicia, nuestra acumulación y nuestra preocu­pación por la seguridad. En suma, la justifiquemos co­mo la justifiquemos, la codicia supone, cuando menos, una inconsciente reclamación de un falso derecho de desmedidas proporciones. Tomar más de lo que necesi­tamos de cualquier cosa implica robar a la tierra y a los demás pueblos no sólo sus recursos básicos, sino tam­bién su alma humana.

Un comentarios importante: en la vida religiosa, al igual que en cualquier otro ámbito de la sociedad occi­dental, la conformidad con lo suficiente ha dejado de ser una virtud, y es la codicia la que ha ocupado su lugar. Fuera lo que fuese lo que el voto de pobreza, tal como lo practicábamos en el pasado, hiciera por nosotros, no nos hizo sentirnos cómodos siendo pobres.

Por el bien de los pobres

Lo que la vida religiosa necesita actualmente, si se quie­re que los votos tengan algún valor, es un llamamiento renovado y retador a un nuevo concepto de pobreza que comprometa a esta generación de religiosos a vivirla por el bien de los pobres. Los viejos manuales de for­mación, los polvorientos documentos de otra época, las

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constituciones y los libros de costumbres que hacían de la pobreza un rito de propiedad, así como las vagueda­des teológicas, deben ser desterrados de nuestro lengua­je espiritual, eliminados de nuestras estanterías y rees­critos con nuestras vidas. Son precisamente estos mate­riales los que, irónicamente, nos dan el derecho a no ser pobres y nos proporcionan la razón para seguir siendo ricos. Digan lo que digan los viejos tratados o fuera lo que fuese lo que enseñasen las antiguas maestras de novicias, la vida religiosa no exige de nosotros que con­trolemos nuestros deseos de poseer, tener y utilizar los recursos de la tierra simplemente porque «Jesús era po­bre». Los religiosos deben ser los primeros en reducir sus necesidades y refrenar sus deseos, porque es menti­ra que podemos seguir al Jesús que amaba a «los peque­ños» tanto como para desafiar a la sinagoga y al estado por ellos sin hacer nada acerca del hecho de que los pobres sean pobres. Sin duda, el voto de pobreza no es algo tan simple como estar seguro pero no saturado. Los votos deben estar constituidos por cosas más serias, al menos en nuestros días. En la actualidad, cuando los más pobres de la tierra ven por televisión como los más ricos alimentan a sus animales mejor de lo que ellos pueden alimentar a sus hijos, la pobreza nos obliga, ciertamente, a comprometernos con una justa distribu­ción de los bienes de la tierra. Implicándonos nosotros mismos en esa distribución y dedicando nuestras vidas a lograrla en beneficio de otros hacemos del voto de po­breza algo más que una sutileza canónica: lo hacemos real.

El voto de pobreza, no obstante, no tiene nada que ver con la penuria institucional, porque ello supondría dejar de lado otros intereses igualmente justos e impor­tantes —la atención a los ancianos, la educación de los jóvenes, las obligaciones con respecto a los acreedores, las necesidades del ministerio...—. Una comunidad indigente no está en condiciones de ayudar a nadie. Lo que se necesita son comunidades que administren sus recursos en orden a utilizarlos en favor de los desposeí-

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dos. En realidad, si algo necesita el mundo, es personas que no sean pobres que se preocupen más de lo que se preocupa nuestro país respecto de las personas desespe­radamente pobres como consecuencia de nuestra legis­lación, nuestras políticas económicas y nuestras prácti­cas comerciales.

El problema no es que haya ricos, sino que haya tan­tos pobres. Por consiguiente, un voto de pobreza que se limita a contar el número de camisas en el armario de los religiosos reduce la vida religiosa a algo ingenuo y espurio. La pobreza religiosa no es una determinación arbitraria de posesiones personales, la mayoría de las cuales suelen ser básicas. No, la pobreza religiosa re­quiere mucho más que el racionamiento del equipa­miento profesional de unos profesionales. La pobreza religiosa exige que los religiosos como grupo pongan sus considerables recursos al servicio de los pobres. Lo que hacemos con nuestros recursos como congregacio­nes es muchísimo más importante que lo que hacemos para determinar el número de libros, camisas o zapatos que usan los religiosos. Cuando los religiosos reducen la pobreza a un nivel personal y legalista, hace tiempo que ésta ha dejado de ser auténtica en esa congregación.

La verdadera pobreza religiosa toma en serio la po­breza, no la trivializa, y, consecuentemente, toma parti­do por los pobres, ve la vida siempre desde la perspec­tiva de éstos, y después utiliza sus títulos académicos, sus eminentes instituciones, sus impecables salas de reunión, sus bien cuidados céspedes y las propiedades de sus monasterios para cuidar de los pobres, para hablar por ellos, para acogerlos y para influir a los ricos en favor de los pobres.

Una auténtica espiritualidad de la pobreza en un período de masiva indigencia humana descansa sobre una tríada de virtudes: la defensa pública de los pobres, la desprivatización de las congregaciones y la conver­sión personal. Y quizá en este orden.

La defensa pública de los pobres surge de una con­ciencia renovada de la dimensión pública de la obra de

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Jesús. Decir que seguimos a Jesús y no decir nada a los ricos respecto de su papel en la solución de la indigen­cia —no curar leprosos, no resucitar muertos, no multi­plicar panes— corta las amarras que unen la vida reli­giosa al Evangelio y la deja a la deriva. Decir que cono­cemos el Evangelio pero no el efecto de la legislación pública sobre la vida de los pobres hace muy difícil creer que el Evangelio nos ha influido lo más mínimo.

«Pobres tendréis siempre con vosotros -—dijo Je­sús— pero a mí no me tendréis siempre». A primera vista, esta frase parece indicar que, ante la presencia de Jesús, podemos olvidar el grito de los pobres, que es posible restar tiempo a los intereses de éstos, que hay cosas más importantes que la preocupación por ellos. Pero hay otra interpretación más de acuerdo con el resto del mensaje evangélico. La verdad es que, a menos que permanezcamos constantemente atentos a las enseñan­zas de Jesús, olvidaremos la razón por la que existimos. Nunca podremos comprender realmente las continuas demandas que la presencia de los pobres plantea a la vida de un auténtico seguidor de Jesús. El hecho de prestar atención a la Escritura es lo que nos lleva a los pobres. Y prestar atención a los pobres es lo que nos capacita para entender la Escritura. No podemos hacer lo uno sin lo otro.

La desprivatización de las propiedades religiosas

La desprivatización de las propiedades religiosas es clave para el voto de pobreza. Durante los años inme­diatamente posteriores al Concilio Vaticano n, con el ímpetu de la renovación religiosa, se habló largamente de desposesión, de renuncia a la propiedad por parte de las comunidades religiosas, como algo esencial para una interpretación auténtica del voto de pobreza en nuestro tiempo. No se tardó mucho, sin embargo, en comprender que la desposesión no constituía ninguna garantía de que la vida religiosa fuera más auténtica o

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de que la renuncia a las propiedades religiosas alterase automáticamente la distribución de los bienes del mun­do en favor de los pobres. En primer lugar, las comuni­dades sólo podrían ceder la propiedad suficiente como para seguir siendo capaces de alojarse a sí mismas sin tener que depender del estado. Pero, además, no había ninguna garantía de que, simplemente porque los reli­giosos renunciasen a la propiedad, se añadiera al mundo algo más que una nueva estación de servicio u otro «Restaurante Abadía». Entonces empezó a emerger un concepto más riguroso: la pobreza real no reside tanto en lo que poseen los religiosos cuanto en lo que hacen con lo que poseen. Usar lo que tenemos sólo para noso­tros es pecar contra la pobreza religiosa. Ésa es la prue­ba de fuego.

Siglo tras siglo, cuando la vida religiosa ha declina­do, esta decadencia ha sido resultado del aislamiento social de las congregaciones religiosas. Cuanto más se alejaban de los pobres, tanto mayor era el abismo entre los religiosos y el pueblo; cuanto más privada era la vida religiosa, tanto menos significativa, menos auténti­ca, menos eficaz, menos iluminadora se hacía. Las ins­tituciones religiosas se convirtieron en instituciones ce­rradas sobre sí mismas: serias, selectas, privilegiadas y privadas. Muy, muy privadas. Y eso, en el mejor de los casos, es teológicamente sospechoso. ¿Por qué? Porque todo lo que los religiosos poseen pertenece a los pobres. ¿Por qué? Porque profesamos no poseer nada ¿Por qué? Porque todos nuestro recursos los administramos para obras de Dios, o al menos eso decimos. Consecuente­mente, el que las congregaciones religiosas tengan pro­piedades en cantidades masivas y después cierren la puerta a los pobres en interés de la «privacidad», el «claustro», el «espacio personal» y la «vida espiritual» supone burlarse del voto de pobreza y no administrar nada sino para nosotros mismos.

«En cierta ocasión —dicen los sufíes— entró un ladrón en la cabana del santo varón y se llevó las dos únicas posesiones que tenía en el mundo; su libro sagra-

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do y su atril. "Pobre hombre —dijo el sufí— Ojalá hubiese podido darle también la luna"». Lo importante es esto: demos lo que demos a los pobres, nunca es sufi­ciente. Lo que poseemos lo tenemos en depósito para los pobres, es para usarlo en su interés y es la silencio­sa medida de las cosas que realmente valoramos en la vida. Incluso un examen superficial del informe econó­mico de la congregación —esa evaluación de lo que un grupo hace realmente con su dinero, sus instalaciones y sus propiedades— demuestra su concepto del voto de pobreza y su auténtica teología de la vida religiosa. En el informe económico de una congregación no aparece ningún lenguaje teológico que atenúe el efecto de las auténticas opciones de vida de un grupo y haga más tolerable su realidad; lo único que hay son cifras; cifras claras y condenatorias.

La congregación religiosa que olvida su misión res­pecto de la pobreza se vuelve realmente pobre de espí­ritu. Al replegarse sobre sí misma, muere porque no tiene otra razón para vivir que la de preservar su priva­cidad, salvaguardar sus instituciones, asegurar su «con­fort» y garantizar sus fondos de pensiones. Esa clase de vida religiosa deja de ser religiosa. Por consiguiente, todos los gestos simbólicos que realiza en el mundo se convierten más en teatro que en signos.

La conversión personal, que en otro tiempo era el objeto fundamental del voto religioso de pobreza, se convierte en esta nueva espiritualidad en el semillero de la misma, en el punto en el que la vemos manifestarse en la vida individual y hacerse posible en la comunidad cristiana que es la congregación. Sin conversión perso­nal al significado de la pobreza religiosa en un mundo desesperada y escandalosamente pobre, ésta permanece anónima, despersonalizada, convertida en un mero mito religioso.

Las nociones de «desprendimiento», permisos y carencia de dinero definían el carácter de la pobreza re­ligiosa antes del Vaticano n. Las prácticas de esta natu­raleza quizá contribuyeran a crear dependencia, pero no

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a la identificación o la solidaridad con los verdaderos pobres, que no tenían nada de lo que desprenderse, nin­gún objeto personal por el que pedir permiso ni ningún sitio adonde enviar las facturas para las que no llevaban dinero encima. El voto mismo, reducido al nivel de lo trivial, exige una mayor sustancia, aunque no sea más que porque se trata de un voto. Un voto perpetuo, car­gado de fuerza moral. Una vida con votos debe tener más contenido que un mero centrarse en el ascetismo espiritual personal, por bienintencionado que sea.

«La pobreza de nuestro siglo —escribió John Ber-ger— es distinta de la de cualquier otro. No es como era antes la pobreza, resultado de la escasez natural, sino que se trata de un conjunto de prioridades impuestas por los ricos al resto del mundo. En consecuencia, a los pobres modernos no se les compadece..., sino que se les rechaza como a la basura. La economía consumista del siglo xx ha dado lugar a la primera cultura a la que un mendigo no le hace recordar nada». Ése es el papel de la vida religiosa: no simplemente dominar las necesida­des personales, sino recordar al resto del mundo la in­moralidad de la pobreza, mostrándola, atrayendo la atención hacia ella, gritando, gritando y gritando: «¡Mi­rad! ¡Mirad!», y no dejando nunca de señalarla, así co­mo las prácticas y las políticas que contribuyen a su existencia, hasta que alguien, algún día, acabe final­mente con ellas.

Si la vida religiosa ha de perdurar, será gracias a los pobres que la reevangelizarán, que llevarán el Evangelio a los religiosos, que les enseñarán lo poco que realmen­te se necesita para vivir, que les mostrarán la belleza de la vida en medio de su desgracia. Si los pobres sobrevi­ven a la brutalidad de las políticas globales dispuestas: contra ellos, será porque han visto una esperanza y se han aferrado tenazmente a la vida, han oído una voz en su favor y han recobrado el aliento de nuevo, conscien­tes una vez más de que hay un Dios bueno y misericor­dioso que actúa a través de las personas. Si, Dios mediante, la vida religiosa ha de ser tan auténtica en

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este período como en el pasado, al menos algunas de esas personas más conscientes y concienciadoras de los pobres serán, una vez más, religiosas.

* * *

1) ¿En qué modos está tu vida modelada por los si­guientes «valores» sociales: la codicia, la explotación y la opresión? ¿Cómo puede tu voto de pobreza ha­certe ser testigo de los valores evangélicos?

2) ¿Qué efecto tienen sobre las comunidades religiosas y sobre los religiosos individuales el aislamiento de los pobres y las necesidades de éstos? ¿Por qué?

3) ¿De qué modos necesitáis tú y tu congregación ser reevangelizados por los pobres? ¿Cómo puedes ha­cer que ello suceda?

4) Considera el siguiente comentario de la hermana Joan: «Las cosas que poseemos nos definen, nos miden y nos marcan socialmente». Enumera algunas de tus principales posesiones. ¿Te definen?; ¿te mar­can socialmente?; ¿te sientes cómodo con esa defini­ción de ti mismo?

5) ¿Estás de acuerdo con que «también los religiosos, que antaño asumían con toda naturalidad que les correspondía lo peor, han aprendido, como todos los demás miembros de su clase social y de su ambiente profesional, a asumir con toda naturalidad que les corresponde lo mejor». ¿En qué sentido es verdadero y en qué sentido es falso para ti y para tu comunidad?

6) Describe una época de tu vida en que la Escritura te llevase a los pobres, y el hecho de prestar atención a los pobres te permitiera comprender la Escritura. ¿Puedes poner ejemplos del mismo proceso en tu comunidad?

7) La hermana Joan explica que una auténtica espiritua­lidad de la pobreza se apoya en una «tríada de virtu­des: la defensa pública de los pobres, la desprivatiza­ción de las congregaciones y la conversión perso­nal». ¿Puedes describir estas virtudes con tus propias palabras?

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8) ¿Cuál es el papel de las comunidades religiosas cuan­do los gobiernos nacionales y locales debaten el re­corte a gran escala de los fondos para la asistencia social, para los programas nutricionales, para los pla­nes de empleo y para los proyectos de atención sani­taria? ¿Qué clase de defensa de los pobres haces tú? ¿Se necesita otra defensa distinta?

9) La hermana Joan afirma que, cuando la vida religio­sa ha declinado, ha sido como resultado del aisla­miento social y del aumento de la distancia respecto de los pobres. ¿Ha sido esto verdad en la historia de tu comunidad o de tu orden?

10) Examina el informe económico de tu congregación. ¿Revelan los gastos vuestras opciones vitales y vues­tros valores?

11) ¿Qué prácticas actuales de tu comunidad llevan a «la identificación o la solidaridad con los verdaderos po­bres»? ¿Puedes pensar en otras prácticas o ritos que pudieran incrementar ese sentido de solidaridad?

12) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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11 Una llamada al amor

Henry Ward Beecher dijo en cierta ocasión: «No supe cómo orar hasta que supe cómo amar». Puede que no haya una visión más acertada de la relación entre la cas­tidad y la vida religiosa que esta sencilla intuición. Por­que es una buena observación. Si no amamos a las per­sonas a las que vemos, como dice Juan, ¿cómo vamos a amar a un Dios al que no vemos? Al mismo tiempo, la interpretación de la castidad como concepto social ha desembocado en algo tan reductor y tan distorsionado que "se la ha presentado como opuesta a la vida, al creci­miento personal y a las relaciones humanas. Habíamos llegado a ser mucho más conscientes de lo que la casti­dad nos negaba que de lo que nos capacitaba para hacer, nos proporcionaba y nos exigía. En consecuencia, he­mos de reconsiderar este voto por completo si queremos que la espiritualidad contemporánea de la vida religiosa tenga algo que decir tanto a la sociedad que nos circun­da como a los propios religiosos.

Si la castidad exige la represión del sexo porque sí, el mundo no la necesita. La represión simplemente oculta volcanes a la espera de entrar en erupción. Si lo que bulle en nuestro interior espontáneamente es el ene­migo, es peligroso, entonces es que estamos en guerra con nosotros mismos sin una buena razón que lo justifi­que. Y algún día, de un modo u otro, entrará en erupción de la forma más devastadora. Si, por otro lado, lo que sentimos dentro de nosotros nos aproxima a la raza hu­mana, se convierte en el vínculo que une al mundo ente­ro, en el impulso que nos hace capaces de pensar, para

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variar, en alguien más aparte de en nosotros mismos, entonces este aliento que nos ha sido concedido es un don que debemos cultivar y una lección que debemos escuchar con confianza. La castidad, en este caso, nos lleva a pensar en un amor liberado.

Antes de reconsiderar la castidad y su papel en la vida religiosa debemos tener en cuenta algunas premi­sas. En primer lugar, la carencia de amor no es una vir­tud. En segundo lugar, la explotación no es amor. En tercer lugar, la función de los votos religiosos es más que la negación de la condición humana y la autodisci­plina. En cuarto lugar, la castidad no es destructiva des­de el punto de vista del desarrollo personal. Y, en quin­to y último lugar, la sexualidad proporciona una energía positiva, y el sexo es hermoso.

El problema reside en el hecho de que estos con­ceptos coexisten irremediablemente enmarañados en la sociedad contemporánea. La castidad se ha considera­do con demasiada frecuencia sinónimo de carencia de amor. La explotación, incluso en el matrimonio, se ha convertido en norma. Los votos religiosos se han for­mulado en términos de pérdida, en lugar de como ga­nancia. Se ha abandonado el autocontrol en favor del libertinaje. La sexualidad se ha utilizado en contra de las mujeres, y el sexo ha sido presentado como algo ma­lo, sucio y vergonzoso, como algo que no se debe hacer nunca o que hay que hacer en todo momento. La casti­dad ha llegado a verse simplemente como una manera más de que los hombres controlen a las mujeres, o como el desatino neurótico de unas personas frígidas por natu­raleza. G.K. Chesterton lo expresa intuitivamente mucho mejor: «La castidad no significa abstención del pecado sexual, sino que es algo flamígero, como Juana de Arco».

Si queremos que la castidad de los religiosos tenga significado en un mundo en el que la violación y el se­xo, la promiscuidad y el compromiso, el exceso y la ca­rencia, el sexismo y la liberación marchan codo a codo, compitiendo por atraer la atención, planteando exigen-

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cias al espíritu humano, consumiendo el alma humana, algo más flamígero que la mera abstinencia estéril ha de resultar de ella.

El contexto social de la castidad se hace cada vez más fluido. El método de la abstinencia periódica para el control de la natalidad, los programas naturales de planificación familiar, las sustancias químicas aborti­vas, la pildora contraceptiva —sea cual sea la valora­ción que hagamos de los métodos para evitar el emba­razo— permiten ahora el control de un comportamiento natural para el que en el pasado no existía control algu­no. En un mundo de laicos santos para quienes el matri­monio supone una ayuda y no una limitación en el com­promiso de la pareja con, por ejemplo, el movimiento pacifista, el movimiento ecologista, el feminismo, las luchas por la liberación de los pueblos y los ministerios de la Iglesia, se desconfía cada vez más de la teología de la castidad, una teología que considera que la absti­nencia física es de alguna manera más espiritual, más santificante, que la conducta sexual. Quizá como conse­cuencia del desarrollo tanto científico como teológico, nunca antes se había dado un contexto mejor para deba­tir el sexo y la sexualidad, el matrimonio y el celibato, la castidad y el amor.

Por primera vez en la historia, el sexo puede ser más que un tabú destinado a ahorrarle al mundo unos cuan­tos embarazos no deseados. Por primera vez en la histo­ria de la Iglesia, es posible entender el sexo como lo que es y como lo que no es. Por primera vez en la vida reli­giosa, es posible considerar el voto de castidad desde el punto de vista de la oportunidad, no de la negación; des­de la consciencia de lo que permite ser a la persona, más que desde la perspectiva de lo que le prohibe. Se trata de una situación nueva, tanto en la historia religiosa como en la social, que exige la integración del cuerpo y el alma, no la división entre ambos. Es un momento en el que merece la pena luchar, porque es emocionante y prometedor.

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Con gran disgusto de la generación anterior y gra­cias a la nueva tecnología del sexo, el siglo xx ve la se­xualidad de manera mucho más libre y más serena que los siglos anteriores. ¿En qué puede fundarse hoy, pues, el voto de castidad?; ¿en qué méritos se basa?; ¿cuál es la razón de su existencia?; ¿hasta qué punto es absolu­to?; ¿qué beneficios aporta, si es que aporta alguno?

Una cosa es segura: sean cuales sean sus justifica­ciones habituales, las ideas tradicionales acerca del se­xo, la sexualidad, el voto de castidad y la vida religiosa sencillamente ya no sirven. Ya está superada, por ejem­plo, la idea de una vocación superior por la que las per­sonas vírgenes habitan en un ámbito semi-espiritual liberadas de la carga de sus cuerpos y aptas, por tanto, para volar con los ángeles.

También está superada ya la idea de una perfección arraigada en la integridad sexual, como si el sexo en sí mismo destruyera la rectitud moral de una persona más de lo que lo hacen la injusticia, la violencia y la codicia.

«Perfectibilidad»

Superada está asimismo la noción de que la condición humana admite la "perfectibilidad" como definición o como posibilidad. ¿Qué es, después de todo, la «perfec­ción»?; ¿la hemos visto alguna vez?; ¿fue perfecto Ja­cob?; ¿fue perfecto Jeremías?; ¿fue perfecto Agustín?; ¿fue perfecta Teresa de Jesús?; ¿fue perfecto Jesús cuando quebrantó las leyes judías, cuando se enfureció en el templo o cuando abandonó a las multitudes en Ga­lilea? Entonces, ¿cómo van a arreglárselas las personas corrientes y estresadas para ser perfectas según unas definiciones que se oponen a las reacciones humanas y niegan la evolución en el proceso de desarrollo de la madurez humana? La perfección, en estos términos, es la aspiración inalcanzable a ser lo que no somos. Y qui­zá también un intento de ser lo que nunca deberíamos si

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queremos que la vida humana, con todos sus aprendiza­jes, sea realmente humana.

Finalmente, también está superada la noción de la virginidad como una especie de medalla al heroísmo que la mujer ha de llevar al matrimonio para probar su virtud, garantizar su valor y legitimar a sus herederos. Mejor aún, ya está superada la idea de que la asexuali-dad llevada hasta la tumba es un signo de intachabilidad humana, de total ofrenda a Dios de la vida humana, como si el esfuerzo por entregar esa ofrenda no fuera la ofrenda misma, y el compromiso perpetuo con un modo de vida de servicio contemplativo no fuera más valioso que ser simplemente capaz de cumplir una serie de pre­ceptos llamados «castidad».

Las actitudes sociales respecto de la naturaleza se­xual de los seres humanos y la concepción de la misma han experimentado un cambio tan radical que lo que antes ni siquiera se concebía en los hombres se asume ahora como real en la naturaleza de las mujeres. Ni la idea de Tomás de Aquino de que «las mujeres carecen de fuerza de voluntad para resistirse a la concupiscen­cia» ni la conclusión de Freud de que las mujeres son frígidas por naturaleza satisfacen los estereotipos ni de las mujeres ni de los hombres. En este nuevo entorno cultural, las mujeres se definen cada vez más como adultas con derecho a tomar decisiones por sí mismas que como objetos que se pueden usar, maltratar y mani­pular. En consecuencia, el mundo se halla ante nuevos interrogantes acerca de la naturaleza del sexo, el signi­ficado de la sexualidad —tanto masculina como feme­nina— y el lugar de la expresión sexual en la sociedad.

La sexualidad es una cuestión que, sencillamen­te, no va a desaparecer. En esta atmósfera, el comporta­miento sexual se entiende más como opción y entrega que como limitación y peligro; más como proceso de maduración que como materia de fracaso; más como al­go propio del género humano que exclusivamente mas­culino. Por consiguiente, todo lo que en otro tiempo se consideró zanjado surge ahora en medio de un torbelli-

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no de incertidumbres. Es un momento inquietante. Pa­ra los que quieren respuestas en lugar de preguntas, este tiempo tiene todas las características de un caos espiritual.

La idea de virginidad

Para los religiosos, el tema está más cargado aún de un nuevo tipo de tensión. ¿Cómo entender la idea de virgi­nidad en una cultura en la que se llega a las congrega­ciones religiosas mucho después de haberla perdido? La respuesta, evidentemente, es que la castidad es mucho más que una especie de inviolabilidad física, que una especie de prohibición, que un modo de control, que una forma de carencia. Esta clase de castidad apesta a estatismo, vacuidad, aridez y biologismo. Por otro lado, la castidad que aporta algo a la vida en lugar de recha­zarla está repleta de madurez. Enfrenta a la persona con cuestiones tan profundas y con experiencias tan en-riquecedoras que abrazarla sólo puede proporcionar crecimiento.

El dilema bien puede radicar en el hecho de que el sexo haya alcanzado unas dimensiones desmesuradas al tratar de mantenerlo a raya. El matrimonio lo idealiza, y la vida religiosa lo niega. La materia del voto de casti­dad se convierte, pues, en sexo, en lugar de sexualidad; en posesión, en lugar de amor; conlleva un divorcio entre lo espiritual y lo material; es la glorificación de la vida futura, en lugar de la valoración de la vida presen­te vivida plenamente aquí y ahora, en cuerpo y alma.

Como consecuencia de este modo de pensar a lo largo de los siglos, la superficialidad entró a formar parte de la observancia del voto de castidad. La vida re­ligiosa se convirtió en un ejercicio de incorporeidad, en la espiritualidad de lo neutro, en alejamiento, en seguri­dad, en temor... Las reglas religiosas y los cánones ecle­siásticos especificaron, mucho después de la desapari-

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ción de las normas sociales de esa índole, que las muje­res no podían estar en público sin compañía femenina. El hábito de las religiosas, inspirado en los patrones me­dievales y nunca actualizado, cubría por completo. Nin­guna parte del cuerpo quedaba expuesta, no se mostra­ba ni un cabello, no se permitían jabones aromáticos ni polvos de talco. En algunos manuales de espiritualidad se prohibía incluso el contacto físico con los bebés, las flores o los animales. Las flores excitaban los sentidos; los bebés eran una amenaza para la vocación; y en cuan­to a los animales, preocupaba que hicieran lo inmencio-nable en público y que indujeran a buscar satisfacción carnal. Aún hoy, según parece, las hembras de los ani­males están prohibidas en el monte Athos, el monaste­rio ortodoxo de Grecia, por temor a que las actividades naturales de la población animal susciten reacciones sexuales en los monjes que allí viven.

En semejante atmósfera, la interacción personal ocupaba un lugar muy bajo en la escala del desarrollo espiritual. Las amistades en la comunidad se reducían a contactos fortuitos durante las reuniones de grupo. Los religiosos no nadaban ni bailaban ni tomaban el sol ni hacían nada que reconfortara al cuerpo. Las sillas de alto respaldo, los bancos de madera y las medias negras bien tupidas sustituyeron a los muebles barrocos, las chaises longues y la ropa cómoda. El ambiente, despro­visto de comodidades humanas, apestaba a formalidad, a desposamiento, a vacío. El cuerpo —que nunca debía mostrarse, del que nunca había que ocuparse y al que había siempre que disciplinar— se convirtió en el ins­trumento de perdición, el rival, el obstáculo para la vida espiritual. El temor reinaba. La sensualidad estaba siempre al acecho, el sexo era una amenaza continua y había que renunciar al contacto humano, tan agradable, íntimo y verdadero.

Los efectos de este tipo de teología significaron el desastre para la vida religiosa. La vida existía para ser negada. El aislamiento y la soledad se convirtieron en signos de santidad. El trabajo compensaba por la rela-

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ción con la gente que conllevaba. La vida comunitaria se convirtió en un grupo de extraños aprendiendo a vivir juntos solos.

La entrega total

Esa letanía de negaciones es desoladora, y no por su mera existencia, sino porque reflejan que no se había entendido nada en absoluto. La castidad, ciertamente, significa entregarse por entero a la vida espiritual y no a un modo de vida de sensualidad sexual desenfrenada; supone, ciertamente, autodominio, autoconocimiento y concentración contemplativa en las dimensiones místi­cas de la vida. Pero la castidad que hace imposible el amor, que hace imposible la amistad, que desconfía de la intimidad y niega los sentimientos personales se opone a su verdadero propósito. La castidad no signifi­ca no amar, sino que pretende aprender a amar bien, a amar con generosidad, a amar sin reservas. Es una aven­tura interior por el bien ajeno que proporciona una nue­va dimensión a la vida, aliento a las relaciones, libertad al alma y disponibilidad para cumplir sus demandas. El sexo excita, pero la castidad nos estimula a vivir cada minuto y nos equipa para la vida espiritual.

«Las pasiones son como el fuego, útiles en muchos casos y peligrosas tan sólo en uno, cuando son excesi­vas», escribió Christina Bovee. Esta sabia observación sacude los cimientos sobre los que se basa una vida su­perficial. La vida sin pasión es, sin lugar a dudas, triste.

Pasar por la vida sin querer profundamente a nadie priva a los religiosos de los verdaderos motivos que nos han llevado a sacrificar nuestra vida. Debe de haber algo por lo que merezca la pena vivir que sea mayor que no­sotros mismos. La castidad, irónicamente, salva la dis­tancia entre el yo y el resto del mundo ampliando el campo de acción, no restringiéndolo. La castidad tiende un puente hacia muchas otras personas.

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Abriéndonos al amor dondequiera que lo encon­tremos, dondequiera que él nos encuentre, la castidad nos permite a los religiosos ver lo que otros, con la vista centrada en cosas más concretas, puede que no vean. El religioso apasionado se enamora de la gente que acude a los comedores de beneficencia, de los niños sucios, de las viudas afligidas, de los moribundos a causa del SIDA, de los grises y hoscos veteranos de la vida que no aman a nadie porque apenas han sido amados.

Más aún, el religioso promete amar a los demás libremente para liberar a quienes ama. El religioso ama sin atar a nadie a sí mismo. La castidad es amor dado con las manos abiertas. Y los efectos pueden ser asombrosos.

Al ser amados libremente y sin expectativas, los ni­ños aprenden a confiar, los adolescentes a ser indepen­dientes e incluso los adultos aprenden a amar a los de­más sin mantenerlos cautivos. La verdadera castidad no espera nada a cambio. Es, sencillamente, amor a rauda­les, comprimido y desbordante; apasionado, pero no dependiente.

La vida religiosa —de hecho, cualquier vida— sin emociones raya en lo peligroso. Es peligroso tener sen­tado ante una consola nuclear a alguien a quien no le importa apretar el botón. Es peligroso tener ministros de la Iglesia que administran los sacramentos sin prestar atención a la gente a la que pretenden estar confortando. Es peligroso tener consejeros que no han sentido dolor ni conocido el abismo de la pérdida ni el entusiasmo de la verdadera alegría. Es peligroso formar personas que presuntamente son místicos apasionados y convertirlos en fríos robots. La vida religiosa no necesita «zombies» religiosos ni se beneficia de ellos. Una castidad que en­durece a los religiosos hace de la vida espiritual una tumba en lugar de una invitación a la resurrección.

Pero la pasión que el religioso puede transmitir a los demás gracias a la castidad es sólo la mitad de su re­compensa. La capacidad de expresar una emoción es un don. Cuando se ve coartada, reprimida o bloqueada, la

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persona queda totalmente aprisionada. Sin embargo, cuando es liberada, lo mismo le ocurre al alma. Su-pri-mir una emoción, en otras palabras, supone suprimirlas todas. Quienes no conocen el amor tampoco conocerán la alegría. Quienes no han conocido el dolor tampoco podrán alcanzar la gloria de la felicidad. Quienes han sofocado sus sentimientos no pueden reconocer, y mu­cho menos liberar, los sentimientos de los demás. La castidad no significa acabar con las emociones, sino orientarlas de forma que sean magnánimas, verdaderas, liberadoras y vivificantes.

Las emociones proporcionan el combustible que nos impulsa en la vida. Privemos a la gente de sus emocio­nes, y la estaremos privando de energía y orientación. Las congregaciones que reprimen las emociones en nombre de la formación religiosa inhiben el espíritu de la propia congregación, lo que ya es bastante pernicio­so. Y en su lugar suele reinar la depresión. La atmósfe­ra de la casa se vuelve opresiva por la eficiencia, en lu­gar de la eficacia. Los horarios empiezan a dominar las necesidades humanas. Resulta más importante comer a la hora que acoger a un invitado, más imperativo rezar que contestar el teléfono, más importante acostarse tem­prano que acompañar a la gente en su dolor, celebrar sus alegrías y escucharlos. La gente va y viene, y no nos damos cuenta de los dones que aportan y del moho espi­ritual que disipan.

Nunca aprenderemos a vivir para aquello que no aprendamos a amar. Y entonces, finalmente, la vida se agota y nos deja anhelantes. Entonces, toda la pobreza y la obediencia que decimos profesar se convierten en una exaltación de los cánones en lugar de en un com­promiso con una vida eucarística dinámica, estimulante y amorosa. Entonces, el autoconocimiento se evapora, nos falla el apoyo cuando más lo necesitamos, la vida nos consume, y no tenemos ni sabiduría ni fuerza ni corazón que dar a los demás.

Aunque pueda parecer mentira, la verdadera casti­dad proporciona la cohesión necesaria para que las reía-

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ciones se desarrollen en lugar de desmotivarse. Cuando amamos libremente, somos libres para amar a muchas personas a la vez, atrayéndolas a una red de amistades que nos fortalece a todos —porque nos tenemos los unos a los otros y ya no estamos aislados— y que nos salva del desastre del egoísmo. Liberados de la necesi­dad de poseer, de controlar y de captar el interés, somos libres para ver la bondad en todas partes y, deteniéndo­nos en el camino para apreciarla, somos libres también para amarla sacando de ella nueva vida. El amante casto ama totalmente por el bien del otro y, asombrado por la belleza, encuentra la vida más enriquecedora.

El amor sexual, glorioso por su éxtasis, enseña a la persona la belleza del cuerpo y la sublimidad del yo. El amor casto, glorioso por su atención cotidiana, enseña a la persona la belleza del alma que ama y la plenitud que resulta de la trascendencia del yo por el bien del otro. Dar lecciones de castidad y no dar lecciones de amor equivale a unos ejercicios espirituales en los que no se habla de Dios. Es un proceso puramente mecánico que no lleva a ninguna parte.

La combinación de castidad y amor

La combinación de castidad y amor raya en lo peligro­so para aquellos que consideran arriesgado el creci­miento. La disciplina espiritual de la elección en la for­mación de la castidad ha consistido en gran parte, hasta este momento de la vida religiosa, en enjaular a las per­sonas en sistemas inconscientemente elegidos que ha­cen imposible el amor, y después llamar a eso castidad. Se trataba de reprimir a la persona hasta que sus hor­monas entraban en decadencia, y después se la liberaba con su identidad maltrecha y sin haber adquirido más sabiduría. En lo que a la castidad se refiere existen, de hecho, dos riesgos. Uno reside en el desarrollo de rela-

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ciones y en la correspondiente evolución que deman­dan. El otro es esa clase de superficialidad e infancia espiritual que resulta de ir por la vida físicamente «cas­to» y emocionalmente intacto. No se trata de elegir no amar, sino de llegar a escoger sinceramente entre las dos situaciones, a fin de que nuestro amor sea real y nuestra castidad fecunda.

Proporcionar un marco en el que los religiosos adul­tos puedan tanto actuar públicamente como crecer per­sonalmente significa arriesgarse al dolor de la explora­ción, a los verdaderos momentos de conflicto y elección que nos conducen a la plenitud y al compromiso inspi­rado por el conocimiento. La iglesia masculina, alejada de la creación y de la integración del cuerpo en la belle­za de la vida, insiste en la negación del cuerpo, en la pérdida de la identidad, en la concentración en «lo espi­ritual», como si el cuerpo no lo fuera. Las mujeres, por otro lado, aportan a la Iglesia el don de reflexionar con sus sentimientos, de confiar en las emociones humanas, de preferir una intimidad controlada a un áspero aleja­miento. Puede que lo que el mundo necesite hoy sea un planteamiento más femenino de la castidad, una mane­ra de aprender los unos de los otros, un medio de buscar nuestra más profunda identidad en nuestros momentos más personales. Puede que debamos abandonar este temor al cuerpo si queremos averiguar lo que la castidad tiene que decirle al alma acerca del amor, del yo, del sa­crificio y del crecimiento.

El hecho es que siempre hemos sabido que la obe­diencia maduraba en el paso de la conformidad a la elección y que siempre hemos entendido que la pobreza maduraba en el paso de la codicia a la generosidad. Sin embargo, hemos considerado siempre la castidad más como un hecho que como un proceso. La imponemos desde el nacimiento, a pesar de todas las transformacio­nes físicas y las reacciones químicas. Quizá, irónica­mente, fue Tertuliano, que desdeñaba el cuerpo huma­no, el único que verdaderamente lo comprendió todo en profundidad. «Nadie puede ser virgen hasta después de

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los cincuenta años», decía. Y puede que tuviera razón. Quizá no podamos llegar a una castidad que sea más amor que negación hasta después de que el cuerpo se apacigüe —domesticado por la lucha permanente y puesto a prueba por la vida— y hasta que la exploración y las pasiones hayan dado paso al autoconocimiento y a la profundidad espiritual. Cuando nos damos cuenta de que el consciente y constante compromiso de dominar nuestros inquietos cuerpos tiene como objetivo llevar­nos a esa castidad de espíritu donde se encuentran el amor a la vida y el amor a Dios, entonces es cuando triunfa la castidad y se convierte en amor.

Este camino hacia el autocontrol, la autoentrega y el autoconocimiento es largo y arduo. Zigzaguea entre la búsqueda espontánea, el crecimiento emocional, la ex­presión humana y la tentación de la utilización inadmi­sible. Pero nadie pasa por la vida sin recorrer dicho camino. En él se encuentran el conocimiento, la humil­dad, la dependencia de Dios, la confianza, el amor y la fe. El camino, si ha de ser verdaderamente santo, vigo-rizador y vivificante, debe estar sembrado de la convic­ción de que la castidad merece la pena, no de equivoca­dos sentimientos de culpa o de una absurda vergüenza por errores pasados o amores imprudentes. Es humano ser humano. Es inhumano ser una persona insincera que busca su propia satisfacción y renuncia al autocontrol, que abusa emocionalmente de las personas, las utiliza físicamente e ignora las necesidades del corazón por las urgencias del cuerpo.

Los religiosos de hoy se mueven al margen de cel­das y horarios, entre personas de ambos sexos y en dife­rentes lugares, en tareas habituales y en tareas peligro­sas. En este mundo hay mucho amor que recibir y mu­cho más aún que dar, mucho que es falso y mucho más aún que es verdadero. Caer y fracasar a lo largo del ca­mino no es ninguna deshonra, sino, de hecho, parte del proceso de aprender a amar. Sin embargo, quedar atra­pados en nosotros mismos, renunciar a lucha, ceder a la autosatisfacción, en lugar de practicar la generosidad,

UNA LLAMADA AL AMOR 165

supone no ser fiel ni a la búsqueda ni a las personas en quienes nuestras vidas deben influir. Y ésta, ciertamen­te, es la mayor de todas las impudicias.

* * *

1) ¿Cómo ha cambiado la visión social del sexo y de la castidad desde que entraste en la vida religiosa? ¿Y cómo ha cambiado tu manera de entender el voto de castidad desde que hiciste tu profesión definitiva?

2) La hermana Joan dice: «La castidad no significa aca­bar con las emociones, sino orientarlas de forma que sean magnánimas, verdaderas, liberadoras y vivifi­cantes». Haz una lista de los nombres de las personas que te han mostrado que esta actitud hacia la casti­dad es verdaderamente vivificante.

3) Piensa en tu «mejor» experiencia relacional. De acuerdo con tu experiencia, ¿cómo te ha ayudado la castidad a ser emocionalmente maduro?

4) «La castidad tiende un puente hacia muchas otras personas», dice la hermana Joan. Enumera las «mu­chas otras personas» que se han cruzado en tu cami­no por tu compromiso con la castidad.

5) «El sexo excita, pero la castidad nos estimula a vivir cada minuto y nos equipa para la vida espiritual». ¿Cómo os ha estimulado a ti y a tu comunidad el voto de castidad?; ¿como te ha equipado la castidad para la vida espiritual?

6) «Pasar por la vida sin querer profundamente a nadie priva a los religiosos de los verdaderos motivos que nos han llevado a sacrificar nuestra vida», escribe la hermana Joan. ¿Puedes enumerar los acontecimien­tos que te han privado de emoción? ¿Cómo invertis­te esa respuesta?

7) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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12 La hora de la elección

La mera idea de profesar obediencia en una cultura en la que el individualismo está sólidamente implantado y que se manifiesta decididamente a favor de la libertad personal, resulta antagónica con respecto a la mentali­dad occidental. Al mismo tiempo, sin embargo, se trata de una filosofía más que liberal que propugna lo que muchos consideran un flirteo de esta cultura con la anarquía. La verdad es que un estudioso del siglo xx puede obtener fácilmente pruebas reales de los peli­gros de la obediencia: la Inquisición de los cristianos, las quemas de «brujas», el holocausto de los judíos, el apartheid de los negros, las violaciones masivas de mujeres por parte de militares, los enterramientos de soldados enemigos vivos, el terrorismo desatado por los fanatismos religiosos y la amenaza nuclear que se cier­ne sobre un planeta vulnerable. Puede que todas estas cosas hayan tenido como origen el altruismo, pero to­das se corrompieron análogamente, todas se impusieron tanto por culpa de la obediencia como de la autoridad. Personas obedientes marchaban al son de todos los tam­bores, personas obedientes saludaban a todas las bande­ras, el hecho de «cumplir órdenes» justificaba acrítica-mente todas las ideas tiránicas, y personas buenas y dó­ciles causaban en todos los casos incalculables daños a causa de la obediencia. De hecho, más que la autoridad, es la obediencia la que ensombrece la cultura occiden­tal y la priva de integridad. Sí, la obediencia genera las mayores precauciones en los grandes pensadores. Por­que la obediencia, evidentemente, no siempre es una virtud.

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La obediencia, en efecto, requiere nuestra descon­fianza. «Todas las religiones —escribió Alexander Her-zen— han basado la moralidad en la obediencia, es de­cir, en la esclavitud voluntaria. Ésta es la razón de que hayan sido siempre más perniciosas que cualquier orga­nización política. Porque estas últimas hacen uso de la violencia, y las primeras de la corrupción de la volun­tad». Si, a la luz de la historia, queremos hacer una con­tribución moral al siglo xxi, la «obediencia», tal como la conocemos, debería hacernos escépticos a todos.

La lucha moral estriba en el hecho de que no toda obediencia es óptima. Algunas formas de obediencia es­tán basadas en la sumisión, otras en la política y, final­mente, otras en el patriarcado. Sólo alguna tiene sus raí­ces en la Escritura. Discernir unas formas de obediencia de otras contribuye al dominio moral de la vida. En ello consiste también la función de la vida religiosa. Hacer voto de obediencia en un mundo en el que la obediencia incurre con tanta frecuencia en errores hace sospechoso el voto mismo. ¿Es el compromiso religioso un sinóni­mo de inmadurez religiosa?

La cuestión básica, naturalmente, es si la obediencia religiosa tiene por objeto controlar o liberar a la perso­na. No subestimemos la importancia de la pregunta, porque la respuesta es decisiva para la integridad del propio voto.

El religioso hace voto de obediencia, no de infancia perpetua ni de dependencia ni de irreflexión. Distinguir una cosa de las otras marca la diferencia entre vivir una vida religiosa y ser un robot religioso.

Si lo que pretende la obediencia es el control, el sis­tema raya en la inconsecuencia. La verdad es que resul­ta muy sencillo controlar a los niños. Lo único que una persona necesita para asegurar su control sobre otra es una autoridad capaz de respaldar sus amenazas con la fuerza correspondiente. Hacer equivalente el voto de obediencia a la promesa de vivir una vida controlada, haciendo cosas banales, imposibles o incluso perso-

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nalmente destructivas, ridiculiza su significado. La obe­diencia no puede reducirse a un ejercicio consistente en saltar obstáculos cada vez más altos.

Pero si es fácil controlar a una persona, aún lo es más ser un niño perpetuo cuya seguridad depende de ser controlado. Lo único necesario para ser un niño perpe­tuo es negarse a crecer, negarse a asumir la responsabi­lidad respecto de uno mismo, negarse a convertirse en una parte responsable del género humano, en el agente moral de la utilización del propio yo. En este caso, la obediencia nos salva de nosotros mismos, nos exime de la condición humana, exige de nosotros sólo la sufi­ciente resistencia para soportar los enojos inherentes a un sistema básicamente represivo. En tal situación, la adolescencia perpetua se convierte en una virtud. El precio que pagamos por una orientación garantizada, por la seguridad de que no se nos hará responsables de nuestras propias decisiones a lo largo de la vida, es la madurez. Y la compensación que obtenemos es la segu­ridad. «Guarda la Regla, y la Regla te guardará a ti», de­cía mi maestra del noviciado. El mensaje estaba claro: la vida religiosa era una especie de trato moral. Entre­gabas tu vida al sistema aquí, y el sistema te proporcio­naba una vida eterna en otro lugar. Para ser parte del proceso, lo único que la persona tenía que hacer era ad­mitir órdenes. Era fácil: sólo era necesario llegar a un acuerdo.

Si alguien conoce la verdad acerca de ambas situa­ciones —de la obediencia como control y de la obe­diencia como liberación—, no cabe duda de que son los religiosos. Por un lado, la vida religiosa floreció a la sombra de los mártires, que no sabían de ley alguna ni vivían sometidos a ninguna, excepto la más alta, de ma­nera que eran las personas más liberadas de todas. Por otro, la vida religiosa santificó la aberración del infanti­lismo permanente y lo llamó «Santa Obediencia» y se convirtió en el sistema más controlador de todos. ¿Có­mo fue posible que se cerraran los ojos ante la abismal diferencia entre ambos puntos de vista, el que hacía ina-

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ceptable la inmadurez y el que hacía sospechosa la toma de decisiones adulta?

Los argumentos en pro del control se convirtieron en lugares comunes, con unas alegaciones indignas en el mejor de los casos. La noción de dependencia de Dios se institucionalizó como dependencia de quienes «ocu­paban el lugar de Dios respecto de nosotros». El orden jerárquico entre Dios y los gobernados —una exagera­ción del concepto aristotélico de jerarquía— se hacía más patente cada vez: los obispos y los sacerdotes los primeros, por supuesto; los superiores o sus delegados a continuación; y después el resto de la humanidad, de­pendiente de cuantos estaban por encima, todos los cua­les, según se nos decía, gozaban de participación direc­ta en la Voluntad de Dios. La lógica intimidaba, pero también fascinaba. Esta filosofía del Derecho Divino de los Reyes seguía vivita y coleando en la vida religiosa y todavía a años luz de su desaparición, pese a tener to­do el pensamiento democrático moderno en su contra. La autoridad —enseñaba la teoría— provenía de Dios, que se la transmitía primero al Papa, después a los re­yes a través del Papa y, finalmente, a través de ellos, a todos los señores de menor alcurnia. Mezclando a Dios en su lenguaje y protegiéndose con la inexpugnable teo­logía medieval, el sistema adoptó un aura atemporal y mística.

Infalibilidad ex offtcio

La teoría de la infalibilidad ex officio ha seguido siendo seductora hasta nuestros días. La práctica, por otra par­te, la contradice. La teoría afirma que, sin orden, la sociedad se desintegra. Arguye que el orden humano dimana de Dios y reside fundamentalmente en quienes ocupan puestos oficiales. El problema es que la práctica suele concentrar una peligrosa cantidad de poder del modo más inhumano en la parte superior de la pirámi­de. Más aún, disminuye el respeto hacia la responsabi-

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lidad personal, hacia la autoridad personal de quienes se encuentran en la base de la pirámide. Y son precisa­mente quienes se encuentran en la base —incluso allí donde el modelo de las relaciones sociales es una pirá­mide y no un círculo— los que pretenden asegurarse de que la sociedad no se pulverice a manos de los faltos de escrúpulos, los ineptos o los corruptos que están en la cúspide. La obediencia tipo «derecho-divino-de-los-reyes» se apodera de lo que de fuerte, inteligente y vital tiene el ser humano, lacayos institucionales incluidos y lo convierte en servidumbre. En lugar de permitir a toda la humanidad asumir la responsabilidad de la adminis­tración del universo, nos hace a algunos intrínsecamen­te válidos e indudablemente poderosos, y convierte al resto en siervos morales. Así es como el pueblo apren­de sencillamente a «recibir órdenes», a «hacer lo que se le dice» y a «obedecer a la autoridad» sin preguntar. Así es como un pueblo puede ir a Nürenberg con la con­ciencia libre de culpa por las mayores atrocidades. Así es como el sensus fidelium, la aquiescencia de la comu­nidad cristiana a la validez moral de los cargos oficiales y al papel del Espíritu Santo en la Iglesia, erosiona la integridad de la propia Iglesia. Una obediencia de este tipo corrompe el propio concepto de liderazgo, deterio­ra la noción de madurez y corroe la dignidad de toda la raza humana.

Ante la educación pública obligatoria, la alfabetiza­ción universal y la independencia económica, las ideas que equiparan obediencia y servidumbre ética sencilla­mente no podían perdurar. Los filósofos de la Ilustra­ción, por otra parte, enseñaban que la autoridad depen­de del consentimiento de los gobernados. En otras pala­bras, lo que la gente de la base de la pirámide no per­mita no puede ocurrir.

Es evidente que una obediencia basada en la subor­dinación da una pobre apariencia a un don tan valioso como la aptitud para la responsabilidad humana. En su lugar, la obediencia verdadera, como sugieren las nue­vas teorías, brilla esplendorosa en el Jesús que replica a

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Pilato, discute con los fariseos y cura a paralíticos en sábado en nombre de unas leyes superiores.

La verdadera obediencia, esa clase de obediencia que obliga a optar y pone en cuestión la virtud, encuen­tra pocos amigos en los lugares influyentes. Esta obe­diencia entraña peligro tanto para uno mismo como para el sistema. La verdadera obediencia vive en la tierra con la vista puesta siempre en el reino de Dios. La verdade­ra obediencia, irónicamente, está siempre dispuesta a servir, pero es independiente y crítica con respecto a cualquier estructura que reivindique un poder indiscri­minado sobre ella.

Si hay algo realmente inquietante para los que ven a los religiosos como los hijos dóciles de la Iglesia, es el fantasma de una vida religiosa llena de adultos. Al mis­mo tiempo, si hay algo que puede socavar el papel de la vida religiosa en la sociedad contemporánea, es la de­pendencia psicológica y la puerilidad eterna disfrazadas de virtud.

La preocupación actual por la obediencia marca la abismal distancia entre el Concilio Vaticano i y el Con­cilio Vaticano n. La vida religiosa debe dedicarse ahora a algo más que a disputarse parcelitas de cielo jugando partidos de obediencia en la tierra. La teoría de la «caja negra» sobre la obediencia —que todas las respuestas a nuestras preguntas vitales están ya determinadas por Dios para nosotros, y que lo único que tenemos que hacer para acertar es obedecer a quienes están por enci­ma de nosotros y saben lo que nosotros no sabemos— se vino abajo con Galileo y la ciencia moderna. La ver­dad es que tenemos mucho más que escuchar en la vida que a las autoridades. O, mejor aún, la verdad es que hay muchas más autoridades en la vida a las que hay que escuchar que los funcionarios de cualquier institu­ción, civil o eclesiástica. Debemos escuchar la tenue y serena voz del Espíritu dentro de nosotros. Debemos escuchar la vida misma. Debemos ir de respuesta en respuesta hasta encontrar la verdad completa. Debemos aprender a preguntar y debemos aprender a buscar. La

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obediencia no consiste en una dependencia infantil, por mucha confianza que ello manifieste, sino que consiste en una vida entusiasmada por la consciencia de la pro­pia responsabilidad.

Equilibrio entre el individuo y la autoridad

Un tema fundamental de la vida religiosa en este siglo es el delicado equilibrio que debe establecerse entre el individuo y la autoridad, dado que ambos son bienes universales, pero no los problemas que nacen de su corrupción. Tanto el individualismo como el autoritaris­mo socavan el impacto y el significado de cualquier ins­titución, por lo que hay que evitarlos como a la peste. El individualismo dice que la institución existe para servi­cio exclusivo de cada uno de sus miembros. El autorita­rismo, por su parte, dice que ningún individuo tiene de­rechos superiores a los dictados del dictador. Las comu­nidades religiosas, aprisionadas entre dos postulados tan opuestos, van del caos a la coerción, desgarradas en­tre ambos inútiles polos. El autoritarismo se confunde con el liderazgo, y la colegialidad muchas veces dege­nera en falta de este último. Algunos grupos no permi­ten la individualidad, y algunos individuos no aceptan liderazgo alguno. El resultado es una vida religiosa en desorden, unas congregaciones incapaces de ejercer su considerable peso en la sociedad, y unos individuos con talentos extraordinarios a los que se niega la oportuni­dad de ofrecer, libres y sin trabas, esos dones al mundo.

Los individuos, evolucionados al máximo, hacen del carisma del grupo una verdad viva. La autoridad que se ejerce para mantener siempre el carisma y sus implica­ciones contemporáneas ante las mentes de los miembros permite al grupo permanecer fiel a sí mismo, sean cua­les sean los cambios que se produzcan a lo largo del tiempo. La autoridad funciona mejor cuando proporcio­na dirección y unidad a un grupo, cuando plantea las cuestiones que el grupo necesita afrontar. La autoridad

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no existe para dar órdenes, sino para ayudar al grupo a desarrollar su capacidad de ayudarse a sí mismo.

Cuando la respuesta de la vida religiosa a la tensión entre autoridad e individualismo es un compromiso co­mún, tanto del líder como de los miembros, con el caris­ma y con la vida comunitaria del grupo, la obediencia de la vida religiosa a los mandatos evangélicos brilla es­plendorosamente. La obediencia exige que tanto los lí­deres como los miembros de las congregaciones elijan; pero no el orden ni la independencia ni el control, sino cualquier cosa que propicie la realización del Evangelio en este mundo, en todo tiempo y lugar.

La autoridad debe ser respetada. Toda institución, toda forma de vida, necesita guía, orden y liderazgo; ne­cesita un modelo, un núcleo unificador que plantee pro­blemas y responda preguntas. Lo que no necesita nadie, lo que nadie puede permitirse, es anular las obligacio­nes adultas del alma humana en interés de la organi­zación. La prostitución de la mente no es una virtud cristiana.

La obediencia, en otras palabras, se ha trivializado seriamente en nombre de la vida religiosa cuando lo que se quería en realidad era una sumisión de tipo militar o una docilidad infantil. Es triste decir que el voto de obe­diencia, tal como ha evolucionado a lo largo del tiempo, distanciaba todo lo posible a la persona del Jesús que expulsó a los mercaderes del templo y se enfrentó a las autoridades del estado. Entonces, con unas almas obvia­mente entumecidas, llegan la Inquisición, el Holocaus­to, el «apartheid», el terrorismo, la amenaza nuclear y la guerra. Llegan todos los demonios de la tierra disfraza­dos por alguien, en algún lugar, de «la voluntad de Dios respecto de nosotros».

¿Y por qué continúa este menoscabo de la respon­sabilidad personal en nombre de respetables compromi­sos tanto con el estado como con la Iglesia? Tomás de Kempis mostró una profunda comprensión de la diná­mica de la obediencia cuando dijo: «Es mucho más se­guro obedecer que gobernar». Es mucho más seguro

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cumplir que oponerse, conformarse que desafiar, ir de la mano del sistema que luchar contra él. Mucho más seguro, mucho más fácil y, en definitiva, mucho más habitual.

Y ésa es la razón de que la obediencia sea un voto. La obediencia verdadera nunca es fácil, ni se deja tri-vializar mediante su reducción al nivel de orden organi­zativo o sumisión militar. La obediencia es una cosa y sólo una: la opción moral inspirada por las más altas leyes divinas en los más profundos recovecos del cora­zón humano. Cualquier otra cosa apestará quizá a sumi­sión, pero no será obediencia. Lo que concierne a la obediencia son únicamente las cosas que amenazan la calidad moral del alma humana. Protestar por las injus­tificadas matanzas de inocentes en la guerra, negarse a apoyar la opresión de una parte del género humano, desafiar a los gobiernos que niegan los derechos a las personas a las que están obligados a servir, impedir la destrucción del planeta, proteger a los indefensos de los abusos, cuestionar a las autoridades que utilizan su autoridad sin tener en cuenta al pueblo que presiden...; todo ello es objeto de la obediencia. Cualquier otra cosa de menor importancia tendrá que ver con la intendencia de la organización, una tarea digna y necesaria, pero básicamente amoral, que supone quizá respeto por el orden, pero no está a la altura del voto de obediencia.

Un arma poderosa

La obediencia brilla como un arma poderosa contra la opresión de los pobres, el abuso de los vulnerables y la depravación de los que se aprovechan del poder para subvertir la voluntad de Dios respecto de la humanidad. La obediencia verdadera es algo realmente temible.

La obediencia verdadera tiene en cuenta una única ley, mide todas las cosas según sus criterios y responde en interés de la ley superior, no de la persona que la pro-

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mulga. Lo que le importa a Dios, lo que acerca el mun­do al reino de Dios, distingue a las cosas dignas de ser pesadas en la balanza de la obediencia. Ni el éxito pú­blico, ni el provecho propio, ni la piedad personal, ni la aprobación social, ni siquiera el respaldo de la propia institución pueden llevar al verdadero obediente a obe­decer una ley inferior o a un legislador menor. Nada que no sea la mismísima voluntad de Dios puede justificar en modo alguno la entrega de una vida a la dirección de otro, por prestigioso que sea el director.

La función de la obediencia no consiste en menos­cabar o manipular la voluntad humana. La obediencia, por el contrario, libera al alma humana para cosas más grandes que las banales exigencias cotidianas o el capri­cho espiritual de unos guías arbitrarios. La obediencia libera, no reduce ni, mucho menos, esclaviza a la perso­na. El objeto del voto no es lograr marionetas humanas. Eso es algo que, sencillamente, no constituye el propó­sito espiritual que induce a los adultos a entregar su vida para cumplir la voluntad de Dios en la vida religiosa en un período en el que esa obediencia de marioneta pone en peligro a la población del planeta.

Al mismo tiempo, la obediencia ni minimiza ni exa­gera el valor de los conocimientos personales. Lo que yo sé no es más que una parte de lo cognoscible. Mi pa­labra no es la última palabra. Pero es una palabra y, aun­que todos necesitamos escuchar todas las demás pala­bras que se pronuncian a nuestro alrededor, también merece ser escuchada, o puede que nunca se llegue a co­nocer la verdad completa. La obediencia supone defe­rencia, una gran atención a la persona de autoridad. La obediencia genuina exige considerable madurez, así co­mo la suficiente independencia, autonomía y humildad como para arriesgarse a la inquietud personal que puede conllevar la defensa ante la autoridad de una postura impopular o contraria. Al mismo tiempo, la obediencia amplía el alcance de la experiencia personal, a fin de te­ner en cuenta la experiencia, la sabiduría y la perspica­cia de los demás. La obediencia religiosa no es una

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independencia temeraria, porque no soslaya el lideraz­go, sino que lo exige. El progreso de un grupo depende de su habilidad para enfrentarse a los problemas que en­cuentra. Y es función del liderazgo plantearlos, definir­los y proporcionar la información que el grupo necesita para afrontarlos. Obstaculizar el liderazgo en nombre de la madurez personal, de una obediencia superior, supo­ne obstaculizar el progreso de todo el grupo. Si algo es necesario hoy para el desarrollo de la vida religiosa, es un verdadero liderazgo, no autoritarismo ni resistencia personal disfrazada de autonomía o «conciencia». El hecho es que los líderes no pueden liderar cuando los grupos confunden la autonomía con la madurez.

La obediencia nos exige escuchar a todos para que, cuando soplen vientos de cambio, podamos oír con niti­dez a aquellos a través de los cuales el Espíritu habla con mayor claridad. La obediencia nos exige escuchar a los pobres y oír a los ignorados e inclinarnos ante los humildes igual que ante los poderosos. La obediencia escucha a todos y todo a través del filtro de la Escritu­ra, la voz de Dios y la llamada de Jesús a un mundo necesitado de Eucaristía y en búsqueda de las biena­venturanzas.

En definitiva, pues, la obediencia verdadera hace que el alma se remonte sobre las trivialidades organiza­tivas y las instituciones humanas y vaya hacia un estado de mayor humanidad que no sabe de falsas limitaciones, no tolera reglas que hagan imposible el reino de Dios, no respeta leyes que interfieran con el Espíritu y no se inclina ante nadie que no se incline previamente ante la Voluntad de Dios respecto de la humanidad y ante los propios gobernados. Es una empresa de iguales en bus­ca de la Voluntad de Dios, no un ejercicio para niños que pretendan tener satisfechas y contentas a todas las figuras paternas de la vida.

Cuando el voto de obediencia funciona bien, la con­formidad y el cumplimiento, las recompensas y los sis­temas, no ocupan el lugar de Dios. Cuando la autoridad funciona bien, el liderazgo significa más que coerción,

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las preguntas son más importantes que las respuestas y proporcionar ideas es más importante que recibir órde­nes. Cuando el voto de obediencia funciona bien, la vi­da religiosa emerge de los dos extremos de libertad per­sonal o dictadura benigna hacia la clara y suprema cer­teza de la inspiración mutua, la levadura, el liderazgo y la llamada.

La función de la vida religiosa consiste en hacer vi­sible a toda la humanidad la obediencia a la ley superior, la reverencia humana y la voluntad de Dios, y llamarnos a todos a escuchar lo que realmente está reclamando nuestra suprema respuesta moral.

La obediencia, en otras palabras, depende de la op­ción. La obediencia es un criterio a la hora de las deci­siones personales, no un conjunto de reglas para la vida ni una especie de inflexibilidad humana institucionali­zada. ¿Quién puede admirar a unos robots religiosos cuando lo que el mundo necesita son héroes religiosos cuya ley sea el amor y su única meta Dios?

Sólo la opción hace real el testimonio, verdadero el crecimiento y auténtica la virtud. Para que la vida reli­giosa sea real, debemos guardarnos de cualquier cosa que haga sospechosa la opción y falsee la madurez.

La ayuda que la obediencia necesita es, pues, un liderazgo que deje bien claras las opciones, plantee las cuestiones y posibilite las respuestas. Sólo quienes care­cen de liderazgo recurren a la autoridad. Sólo quienes insisten en su propia autoridad destruyen toda posibili­dad de obediencia y toda esperanza de liderazgo. Lo que no elegimos libremente en realidad no lo elegimos. La fuerza quizá modifique la conducta, pero aún tiene que modelar un alma.

Las opciones que tomamos en un mundo en el que la opresión no se cuestiona, el sexismo pasa desaperci­bido y el autoritarismo no se contesta dan valor a la obe­diencia religiosa. Es la opción lo que nos da la oportu­nidad de elegir a Dios en todas las decisiones cotidianas de la vida.

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El mundo no quiere ni tolerará a unos religiosos que cimienten sus vidas espirituales en la aprobación insti­tucional y definan su santidad por su incapacidad para tomar decisiones, adoptar posturas y elegir por sí mis­mos entre lo moral, lo inmoral y lo amoral. La obedien­cia se ha visto durante demasiado tiempo reducida al in­fantilismo espiritual. Un mundo en caos necesita reli­giosos con la obstinación de Moisés y la obediencia de Jesús. Se trata de una combinación santificadora.

Vienen aquí muy a propósito las palabras de Robert Frost:

«Esto diré suspirando dentro de muchísimo tiempo en algún lugar: Dos caminos divergían en un bosque, y yo... yo elegí el menos transitado, y eso ha sido la clave».

La obediencia religiosa que no opta, no influye en el mundo y no es en absoluto obediencia, sino, en el mejor de los casos, un ejercicio de infantilismo en un mundo que necesita santos atrevidos.

* * *

1) La hermana Joan afirma que «la cuestión básica... es si la obediencia religiosa tiene por objeto controlar o liberar a la persona». ¿Cómo responde tu espíritu a las palabras control y libertad?

2) ¿Qué crees que quiere decir la hermana Joan cuando afirma que «la auténtica obediencia vive en la tierra con la vista puesta siempre en el reino de Dios»?

3) Comparte una experiencia de tu vida comunitaria o de tu ministerio en la que se haya hecho verdad la siguiente afirmación: «Algunos grupos no permiten la individualidad, y algunos individuos no aceptan liderazgo alguno». ¿Qué efecto tuvo? ¿Cómo harían realidad estas limitaciones el desarrollo de una comunidad de vida integrada?

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4) Enumera tres o cuatro cambios en tu interpretación del voto de obediencia desde que lo estudiaste por primera vez.

5) ¿Te has encontrado en la situación de haber adopta­do una postura impopular o contraria? ¿Cómo has crecido en la obediencia tal como la describe la her­mana Joan: «La obediencia genuina exige considera­ble madurez, así como la suficiente independencia, autonomía y humildad como para arriesgarse a la in­quietud personal que puede conllevar la defensa ante la autoridad de una postura impopular o contraria»?

6) La hermana Joan escribe: «El hecho es que los lí­deres no pueden liderar cuando los grupos confun­den la autonomía con la madurez». ¿Cómo interfie­re la autonomía con el liderazgo? ¿Existe relación en­tre la autonomía y la auténtica obediencia? ¿Conside­ras que constituye un problema para tu comunidad religiosa?

7) En su estudio de 1992 sobre la vida religiosa, Nygren y Ukeritis mencionan el liderazgo y la autoridad co­mo dos de las ocho dinámicas que operan en la vi­da religiosa y dicen: «El fracaso a la hora de abordar los problemas de autoridad obstaculizará los ulterio­res esfuerzos revitalizadores». ¿Estás de acuerdo? ¿Puedes poner uno o dos ejemplos producto de tu experiencia?

8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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13 Luz en la oscuridad

«La tarea de un intelectual —<lecía Michel Foucault en El interés por la verdad— no consiste en moldear la voluntad política de los demás, sino en reexaminar, a través de los análisis de su campo de estudio, las prue­bas y las premisas, en poner en tela de juicio los modos ordinarios de trabajar y de pensar, en hacer que se des­vanezcan las convenciones habituales y en reevaluar las normas y las instituciones». La tarea del intelectual, en otras palabras, consiste en enfrentar a un mundo satis­fecho con los terrores que subyacen a esa satisfacción. Muchos sistemas que dicen engrandecer a la humanidad existen de hecho a costa de poblaciones silenciosas e invisibles que están siendo sacrificadas para mantener­los. Bebemos buen café, por ejemplo, porque sus culti­vadores mueren prematuramente para que llegue a nuestra mesa a cambio de salarios de miseria. Apremia­mos a los países deudores con tales exigencias sobre sus cosechas que a los hambrientos campesinos no les que­da tierra suficiente ni para un huerto familiar. Recor­tamos las ayudas sociales para los niños pobres y ofre­cemos reducciones de impuestos a los ricos. La situa­ción no es nueva, por supuesto. Muchas civilizaciones han sacrificado a sus pobres en aras de los intereses na­cionales, y las hemos denominado «paganas». Peor aún, muchas veces lo han hecho con pompa y belleza, con ritos y gloria, con clamor y profundo respeto. Algunas cosas con muy malos aspectos pueden parecer buenas si no las examinamos detenidamente. Y la vida religiosa puede correr la misma suerte.

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Para que la vida religiosa sea digna de su nombre en el mundo actual necesitamos pensadores que nos lleven más allá de las palabras amables y de las buenas obras por las personas desesperadas, más allá de esa clase de caridad que hace aceptable lo inmoral, hasta llegar a una justicia que lo haga imposible.

Necesitamos observadores morales del universo que nos saquen de las oscuras profundidades de ese dispara­tado progreso logrado a expensas de unos pobres invisi­bles, para devolvernos a las cimas de la humanidad.

«¿Qué sabían y cuándo se enteraron?» se ha conver­tido en una pregunta política muy popular de este perío­do. Pero no es la pregunta que deben hacerse los religio­sos. La pregunta moral más importante para los religio­sos de esta época es a la vez más sencilla y más profun­da que la evaluación de hechos y recuerdos, experiencias e información. La pregunta para los religiosos de este tiempo es: ¿Qué es lo que no sé y por qué no lo sé? El interés intelectual por las grandes cuestiones teológicas, políticas, económicas y sociales de nuestro tiempo es esencial para la disciplina religiosa de este siglo.

Dada la interconexión de los sistemas, la globali-zación de la vida humana, la universalidad de la expe­riencia y la economía, de las políticas nacionales, hacer «buenas obras» puede ser precisamente lo que menos ayude a la humanidad. Sin ser conscientes de ello, por ejemplo, podemos convertirnos en defensores involun­tarios de un sistema opresor. Podemos trabajar en hos­pitales que se niegan a atender a los desamparados, en­señar en colegios que discriminan a las mujeres trabaja­doras, invertir en empresas que fabrican detonadores de plutonio, cultivar enormes extensiones de tierra con fertilizantes que la destruyen para las generaciones ve­nideras, recitar oraciones que esclavizan a la mitad de la raza humana simplemente haciéndola invisible... En nuestros días, hacer cualquier cosa sin saber a quién be­neficia y por qué puede minar el verdadero ministerio con el que estamos más comprometidos. Sin duda algu­na, la vida intelectual ha sido siempre importante para

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el compromiso religioso. Ahora, sin embargo, el desa­rrollo intelectual indica el valor de la vida religiosa co­mo nunca antes en la historia, aunque no sea más que por el alcance de los temas en que estamos inmersos. La lluvia acida en Occidente destruye bosques en Oriente; la guerra en Oriente Medio provoca una recesión en Oc­cidente; la política alimentaria de Occidente hace que los niños se mueran de hambre en África; el traslado de fábricas de Detroit a Camboya deja a la población acti­va de ambas zonas sin trabajo y sin esperanza...

Decir que podemos servir a los pobres en semejante mundo, y no leer nunca ni un solo artículo sobre la deu­da nacional; pensar que podemos ser miembros justos de una comunidad global, y no estudiar nunca nada so­bre la deuda del Tercer Mundo; imaginar que podemos salvar el planeta, y no saber nada de ecología; presupo­ner que trabajamos para llamar la atención sobre los problemas de la mujer, pero no ir nunca a una confe­rencia de mujeres ni leer teología feminista ni dedicar unos minutos a seguir la historia de las ideas acerca de la mujer; decir que nos preocupamos por los moribun­dos que no tienen hogar, y no decir nunca una palabra sobre la inmoralidad de la situación o sobre la falta de atención médica a los indigentes, indican, cuando me­nos, una pobre convicción. Ya no basta con hacer cosas buenas. La formación profesional que capacita para tareas específicas, pero que no prepara a la persona para enfrentarse a las grandes cuestiones de la vida, ya no es suficiente. El mundo necesita pensadores que conside­ren el pensamiento como una disciplina espiritual. Cualquier otra cosa puede reducirse a una negación per­petrada en nombre de la religión.

La búsqueda del desarrollo intelectual

La búsqueda del desarrollo intelectual ha formado habi-tualmente parte de la vida religiosa occidental. Benito de Nursia, en una regla redactada el siglo vi, establece en la rutina diaria de los monjes más tiempo de lectura

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y reflexión que de trabajo manual. La vida no era sólo oración y trabajo en aquellos monasterios, sino que era oración y trabajo, junto con reflexión y desarrollo hu­mano, a fin de que la oración y el trabajo tuvieran sig­nificado, propósito y coherencia. Tenemos que saber lo que pensamos antes de poder decidir lo que debemos hacer. Tenemos que saber por qué hacemos lo que hace­mos o resultará, cuando menos, sospechoso, si no fran­camente dañino.

En la calidad del desarrollo intelectual practicado en la vida religiosa reside la eficacia efectiva de la congre­gación, la profundidad de su vida espiritual, el valor de sus ministerios, la categoría de sus miembros y la di­mensión profética de su carisma. Si un religioso realiza «buenas obras» sin cultivar al mismo tiempo los talen­tos intelectuales que le permitan profundizar en las cau­sas de los problemas, estará malgastando los mejores recursos que tiene un grupo para construir un resplan­deciente futuro.

Sin respeto por el conocimiento y sin profundidad de análisis, las comunidades religiosas pasan rápida­mente de la teología a la piedad. La buena voluntad, el buen corazón y el amor a Dios encuentran de algún mo­do expresión, tanto si se hace con inteligencia, desarro­llo lógico y maestría como si no. No es que la piedad no sea buena. Al contrario: toda la preparación intelectual del mundo no podrá sustituir a las horas de oración y la abundancia de fe. Lo que ocurre es, sencillamente, que no basta con la piedad. La piedad, sin teología, estudio y reflexión, pasa fácilmente del mandato de la Escritura a lo terapéutico, a lo mágico, al despliegue de lo expre­sivo sin respeto alguno por las consecuencias espiritua­les. Más de una buena idea ha sido desperdiciada por falta de consistencia. La piedad hace sentirse bien; la teología impide sustituir la comprensión cósmica por reacciones exclusivamente personales.

La vida intelectual traza el itinerario espiritual. El activismo cala fácilmente en los religiosos. Una larga historia de servicio social, un pasado inmediato de

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expansión institucional y las experiencias personales de ministerios establecidos ganados a fuerza de enormes sufrimientos y vidas enteras de duro trabajo, se han tra­ducido en una constante actividad, vidas generosas y una presencia compasiva. Los resultados de cientos de años de servicio pueden verse por doquier: un hospital aquí, un viejo orfanato allá, una buena universidad en el centro de la ciudad, pequeñas escuelas en zonas rura­les... Y más recientemente, centros de justicia y paz en antiguos noviciados, casas de acogida en los barrios, alojamiento para personas mayores con ingresos esca­sos en los terrenos de las sedes conventuales y comedo­res de beneficencia; en suma, testimonios del compro­miso continuo de los religiosos con el sufrimiento del mundo. Sin embargo, lo que es tan importante para esta época como lo fue la preparación profesional en el pasa­do es la formación continua de los religiosos en los te­mas de este tiempo, así como nuestras respuestas a las siguientes preguntas: «¿Por qué hacemos lo que hace­mos?» y «¿Qué deberíamos hacer en este momento?» El impulso, la intuición y la consciencia alimentan el pensamiento, pero puede que sean efímeros sin él.

Como conciencia crítica del sistema, los religiosos deben saber de qué hablan cuando testifican ante los comités del Senado en Washington, firman peticiones en la Pensilvania rural, presionan a grupos públicos en cuestiones de ecología, exigen una nueva legislación para los pobres, debaten la ordenación de las mujeres y el uso del lenguaje inclusivo con los clérigos locales; y todo ello en nombre de Dios y por los centenarios caris-mas cristianos. Cuando los benedictinos hablan de paz, deben conocer las raíces de la guerra; para que una her­mana de la caridad hable con eficacia en favor de las mujeres en la Iglesia, debe estar al día en la teología que las oprime; para que un franciscano predique la presen­cia de Dios en la naturaleza, debe estar preparado para explicar el daño de los agentes contaminantes. Quizá no como los generales, los historiadores o los químicos, pero sí como testigos informados que aportan al tema

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no sólo un celo entusiasta, sino también un pensamien­to inteligente.

La vida intelectual proporciona consistencia al alma y credibilidad al ministerio. «Las ideas son poderosas —escribe Midge Dexter— y requieren no una contem­plación estudiosa, sino acción, aunque no sea más que acción interior. De alguna manera, su adquisición nos obliga a cambiar nuestra vida, aunque no sea más que nuestra vida interior. Exigen que alguien las simbolice. Ellas dictan dónde debemos enfocar la vista y determi­nan nuestras prioridades morales e intelectuales». Ob­viamente, la vida intelectual no es una distracción del verdadero propósito de la vida religiosa, porque éste consiste en la proclamación inteligente de la presencia amorosa de Dios en el tiempo.

Una presencia evangélica

Los religiosos no son los orantes profesionales de la so­ciedad. Los religiosos no son la respuesta de este siglo a los curas «de misa y olla» de la Alta Edad Media, en su mayor parte hombres iletrados que fueron ordenados simplemente para celebrar las liturgias eucarísticas de la Iglesia. Tampoco son los epígonos modernos de la teo­logía de la sustitución, en el espíritu de los monjes medievales, cuyo deber consistía en servir a sus pudien­tes benefactores —las personas activas e importantes del momento— cumpliendo las penitencias por ellos. No, la vida religiosa se propone simplemente ser una presencia evangélica en medio de su entorno, cuyos miembros, inmersos en la oración e impulsados por el valor contemplativo, se convierten en voces de esperan­za y de advertencia para el conjunto de la sociedad. Pe­ro, para ello, el religioso debe estar preparado y com­prometido, debe ser profético y piadoso.

La situación actual es precaria. Asediadas por la anomía, obligadas a hacer frente a la reducción de re-

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cursos y a las múltiples y nuevas necesidades sociales y eclesiales, enfrentadas por la cuestión de la liturgia y del lenguaje en una Iglesia patriarcal y teniendo que ser, irónicamente, las preservadoras de las brasas aún ar­dientes, aún pletóricas de vida en este agónico tiempo, las congregaciones religiosas deben enfrentarse a las mismas preguntas que sus fundadores: ¿es éste el mo­mento de construir nuevas instituciones sin mayores cuestionamientos o de prepararnos profesionalmente para nuevos servicios sin preocuparnos por el coste? ¿Debemos formar a algunos miembros en biología ma­rina, a fin de que, dentro de diez años, puedan influir en la cuestión ecológica o es preferible que pongamos en funcionamiento clínicas ambulantes? ¿Debemos enviar a las chicas jóvenes a la universidad para estudiar teolo­gía feminista o debemos renovar el centro de retiro con la esperanza de implantar en él un nuevo ministerio para mujeres? ¿Debemos estudiar más o rezar más? La res­puesta es sí y no. La respuesta es nada o todo a la vez. Cualquier enfoque sin su alternativa haría que las con­gregaciones religiosas fuesen vulnerables al cambio o las dejaría expuestas a la tentación del inmovilismo.

Refugiarnos en una especie de trance meditativo en espera del milenio, consumirnos en una actividad febril pero superficial, dedicarnos simplemente a sobrevivir a lo que ha muerto hace años es indigno de nuestra histo­ria, de nuestro propósito, de nuestra herencia espiritual y de nosotros mismos como seres humanos responsa­bles en un tiempo de desintegración. El hecho es que ninguna de esas alternativas sirve. No podemos ser una cosa o la otra. Debemos ser pensadores y «hacedores», presencia orante y testigos proféticos.

La honestidad profética no es una opción para los religiosos, sino una exigencia. Estar inmerso en la Es­critura implica estar consagrado a la venida del reino de Dios. Más aún, implica que nos entreguemos a cono­cerlo y también a traerlo. Pero vivir la voluntad de Dios requiere tanto estudio y compromiso con la reflexión como acción.

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No es el momento, por tanto, de que las congrega­ciones religiosas abandonen su compromiso histórico con el conocimiento simplemente porque éste sea hoy más una disciplina espiritual que una exigencia profe­sional. El hecho de que ya no nos formemos para pro­porcionar personal a las instituciones de la comunidad o para cumplir los requisitos estatales no significa que no necesitemos la educación más que nunca. De lo contra­rio, ¿cómo sabremos a quién seguir?; ¿cómo sabremos qué hemos de hacer en un mundo lleno de expertos al servicio de tan diversos dioses?

La vida intelectual mantiene viva la llama de la reflexión en una sociedad propensa a reacciones violen­tas y a respuestas irreflexivas, que son de valor efímero, pero cuyos perniciosos efectos suelen ser permanentes. Al mundo no le sirve ni el conservadurismo rígido, ni el liberalismo visceral, ni los alegatos conmovedores, ni el pensamiento en recetas. La voz de los religiosos debe ser una voz que aporte al debate público lo mejor de la tradición, lo más sutil del análisis teológico, lo más perspicaz de la observación social y lo más provocador de los valores evangélicos. Los religiosos que hablan por los pobres deben hacerlo bien, sabia, reflexiva y va­lientemente. Ya no podemos fundamentar nuestras vidas en las filosofías de unas instituciones consagradas por el tiempo. Ya pasó la época de hacer hoy lo mismo que se hizo ayer porque alguien que nos precedió se dio cuenta de que era bueno para ese momento. De ahora en adelante, será difícil que nazcan nuevas instituciones, aunque no sea más que porque las necesidades cambian a una velocidad mayor que la de creación de las institu­ciones para atenderlas. De ahora en adelante, todos va­mos a tener que sopesar, evaluar, enjuiciar y determinar el valor eterno de cada una de las cosas que hagamos, así como su relación con el carisma, con las necesida­des humanas, con la vida eterna y con el compromiso cristiano. Debemos aportar a todos y cada uno de los ministerios algo más que servicio; debemos aportar las firmes convicciones y los valores incuestionables nece-

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sanos para estar en ellos como compañeros y defenso­res en el largo y agotador camino hacia la justicia.

La actividad intelectual nos hace superar el funda-mentalismo y la literalidad, de modo que las personas con diferentes visiones y distintas necesidades puedan llegar a comprender sus respectivas posturas y hacer así resplandecer al Evangelio. El compromiso no es un ejercicio de pensamiento maniqueo, sino que el auténti­co compromiso con una cuestión determinada nos lleva a comprenderla en profundidad, hasta que, en medio de su complejidad, la virtud del amor conmueve nuestra al­ma. Entonces, en ese preciso momento, es cuando la presencia religiosa se hace verdaderamente religiosa.

Oración, ministerio, profecía, desarrollo comunita­rio, crecimiento personal...; todo ello exige profundidad intelectual. Decir que vivimos una vida de reflexión sin algo sustancial sobre lo que reflexionar hace de la vida una impostura. «En el principio fue la Palabra», nos dice el Evangelio. Sin la inmersión en la Palabra, las palabras que pronunciemos carecerán de significado, de fundamento y de inspiración. En esta cultura, el valor de la educación suele residir en el beneficio que propor­ciona. Pocas personas estudian por el mero placer de hacerlo, sino por conseguir un trabajo más interesante o por ganar dinero, en lugar de por hacer del mundo un lugar mejor para toda la humanidad. En esta atmósfera, el compromiso intelectual de los religiosos con la refle­xión, la cultura, la belleza y la verdad en este nuevo momento de la historia se verá indudablemente algún día como parte del proceso de grieshog, como la acción de enterrar las brasas, de preservar el fuego, de arder de nuevas maneras para que pueda verlo un mundo nuevo.

* * *

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1) ¿Cómo puntuarías en una escala de 1 a 10 la afirma­ción de la hermana Joan de que «la vida intelectual proporciona consistencia al alma y credibilidad al ministerio»?

2) ¿Te esfuerzas por mantenerte al día en temas como la reforma de la asistencia social y la deuda internacio­nal tanto como en los contenidos educativos y la metodología de tu actividad profesional? Si no es así, ¿por qué?

3) La hermana Joan afirma que «el interés intelectual por las grandes cuestiones teológicas, políticas, eco­nómicas y sociales de nuestro t iempo es esencial pa­ra la disciplina religiosa de este siglo». Si te tomases en serio esta afirmación, ¿adonde te llevaría?

4) «El auténtico compromiso con una cuestión determi­nada nos lleva... [al] preciso momento [en que] la pre­sencia religiosa se hace verdaderamente religiosa», afirma la hermana Joan. Identifica una o dos cuestio­nes con las que tú o tu grupo os hayáis comprometi­do realmente. ¿Cuál ha sido el resultado?

5) ¿Debemos formar a los nuevos miembros en biología marina o en servicios sociales para los pobres y nece­sitados? ¿Qué hace que la respuesta a este tipo de preguntas sea tan difícil?

6) La hermana Joan concluye este capítulo diciendo que «el compromiso intelectual de los religiosos con la reflexión, la cultura, la belleza y la verdad... se verá... algún día como parte del proceso de grieshog, como la acción de enterrar las brasas, de preservar el fue­go... para que pueda verlo un mundo nuevo». ¿Por qué es tan importante para los religiosos enterrar estas brasas?

7) ¿Cuándo has experimentado el conflicto que la her­mana Joan describe cuando dice que «no basta con la preparación intelectual, también son necesarias la oración y la fe; no basta con la piedad, también son necesarios la teología, el estudio y la reflexión»? ¿Lo has experimentado en la vida de tu comunidad?

8) «La vida intelectual proporciona consistencia al alma y credibilidad al ministerio», dice la-hermana Joan.

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¿Has dejado alguna vez de hablar porque te parecía que no tenías conocimientos del tema? ¿Había al­guien en tu comunidad a quien pudieras recurrir? ¿Hablas o actúas cuando tienes conocimientos del tema? ¿Has dejado alguna vez de hacerlo por miedo a las consecuencias?

9) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

14 La necesidad

de una nueva perspectiva

De todas las virtudes pregonadas como esenciales pa­ra la vida religiosa, al menos a una se le ha prestado muy poca atención a lo largo de la historia, si es que ha sido mencionada alguna vez. La noción de que el yo es una fuerza que hay que desarrollar, no un enemigo que hay que reprimir, brilla por su ausencia en los tratados tradicionales sobre la vida espiritual. Y es una lástima. Imaginar que la vida espiritual puede vivirse en pleni­tud sin que intervenga en ella el conducto del yo refleja una idea truncada de lo que la espiritualidad verdadera­mente es y una visión deformada de lo que Dios es en realidad.

La idea de que la vida espiritual de una persona pue­de desarrollarse plenamente sin haber aspirado el aroma de un campo lleno de rosas, ni haber visto un lago al amanecer, ni haberse sentado en la hierba en la cima de una colina, ni haber sentido el tacto de la seda sobre la piel, ni haber acariciado a un perro o estrechado a un niño en los brazos resulta ridicula. Suprimir de la ecua­ción de la santidad el factor de las experiencias senso­riales de la vida hace de la espiritualidad una idea incor­pórea, convierte el sacramento de la vida en algo verda­deramente estéril y hace que la carne, más que un peli­gro para la vida espiritual, sea destructiva de la misma. Pero el Dios que creó todas estas cosas y todas las de­más experiencias humanas recubiertas de carne debe de ser un Dios muy sensual con una presencia cautivadora.

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Si algo prueba la creación, es que el Dios que extiende su mano para encontrarse con un universo sensual de designio divino lo hace a través de las cosas, a través de los sentidos, no sólo a través de la mente.

Sin embargo, mente, razón y cognición —tres valo­res masculinos— se han convertido en la base de la lite­ratura espiritual a lo largo de los siglos, no la noción de encarnación, por mucho que se hable de ella. El yo se ha convertido en enemigo, en lugar de fuente de vida es­piritual, y esto es sumamente lamentable.

A causa de esta interpretación, la gran aventura lla­mada espiritualidad se ha visto reducida, con el paso del tiempo, a una gran lucha, a la supresión del yo, en lugar de convertirse en una dimensión en igualdad de condi­ciones de la celebración humana, en el reconocimiento de lo sagrado tanto en el yo físico como en el espiritual. En este sistema, el pensamiento y la experiencia, lo ra­cional y lo «irracional», lo real y lo ideal, se encontra­ron los unos enfrentados a los otros. Las cosas comen­zaron a etiquetarse, dividirse y clasificarse según su gra­do de amenaza, su nivel de peligro, su dimensión de riesgo para el alma humana. Gracias al estoicismo grie­go, con su insistencia en reprimir los deseos durante los tiempos en los que la Iglesia se estaba formando, lo que ponía realmente en peligro la felicidad humana y el de­sarrollo moral era todo cuanto despertara los impulsos humanos, todo cuanto, en otras palabras, fuera turbado-ramente carnal, inquietante e indudablemente femeni­no. Los hombres sabían que lo que no podían controlar en sí mismos tenían que controlarlo en los demás. Y la solución fue la eterna subordinación de las mujeres.

El entrelazamiento de las nociones de pureza espiri­tual e inferioridad física, así como la necesidad de eli­minar el atractivo femenino, calaron hondo y arraigaron en la psique humana. Cada siglo aumentaba las distin­ciones entre lo que era espiritual y lo que no, cada gene­ración ponía mayores anteojeras al alma para proteger­la del mundo circundante, hasta que la espiritualidad se vio convertida más en disciplina que en gozo.

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Para la mentalidad de quienes consideraban la vida espiritual un triunfo de la mente sobre la materia, en lu­gar de materia imbuida de lo divino, la vida era un cam­po minado sobre el que había que caminar con cuidado, no un anticipo del cielo, ni un puente hacia la divinidad, ni su vínculo, su nexo o su ligadura. La vida se hizo ca­da vez más restrictiva, en especial para las mujeres. Las religiosas, cuyo rechazo de la experiencia carnal les per­mitía, a los ojos de la Iglesia, trascender en cierta medi­da lo femíneo convirtiéndolas en varones espirituales, más dados a los elementos «racionales» de la vida, eran, en otras palabras, superiores a la mayoría de las demás mujeres, que eran vistas fundamentalmente como seres sexuales. La asexualidad, irónicamente, llegó a ser el culmen de las mujeres a quienes se tenía en especial estima. Simultáneamente, se las sometía a un control especial para mantener esa asexualidad, sobre la base de unas premisas espirituales erróneas y destructivas. Las mujeres eran para el sexo —enseñaban los teólogos— y, por consiguiente, eran menos espirituales que los hombres. Al mismo tiempo, las mujeres cuya sexuali­dad estaba controlada eran particularmente valiosas, porque trascendían las exigencias de su sexo. La lógica ilógica estaba, tanto social como espiritualmente, fuera de control.

Estas actitudes prevalecieron en general, excepto entre los místicos, naturalmente, que no parecían tener la facultad de apreciar la diferencia entre lo natural y lo espiritual, la plenitud del alma y la expresión de los sen­tidos, y menos aún las pretensiones de superioridad del acercamiento masculino a Dios respecto de las intuicio­nes y experiencias femeninas. Francisco de Asís glorifi­caba a Dios en la naturaleza. Juan de la Cruz gustaba de Dios en cada paso del camino de la vida y hablaba de las relaciones de Dios con los mortales por medios muy mortales. Juliana de Norwich e Hildegard de Bingen experimentaron vividamente a Dios. Para estos contem­plativos, Dios era tangible y amaba tanto las dimensio­nes carnales de la vida como las cognitivas. Para los

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místicos, Dios era más que una idea que hay que captar: era una experiencia que se podía encontrar en todos los ámbitos de la vida.

Para los teólogos y autores espirituales predominan­tes, sin embargo, Dios era la idea, como dice Anselmo de Canterbury, «respecto de la cual no puede pensarse nada mayor», un concepto que intenta sacarnos del mundo que nos ha sido dado para que seamos más espi­rituales que físicos, para que estemos más libres de la tierra que formados a partir de ella.

Las tesis del sistema estaban claras: el mundo se di­vidía en materia y espíritu, en lo racional y lo irracional. Según los filósofos paganos, de quienes los primeros autores cristianos adoptaron la idea, el semen masculi­no proporcionaba la materia prima para el alma racio­nal, y el menstruo femenino su forma material, el cuer­po. Entre las cosas que ponían en peligro lo racional —en otras palabras, lo masculino— se contaba lo feme­nino. De las especulaciones de los pensadores paganos acerca de la superioridad «natural» de los hombres ra­cionales sobre las mujeres «irracionales» brotó un se-xismo hecho y derecho, que se convirtió en la base de una espiritualidad cristiana de dominación que, hasta nuestros días, minimiza a las mujeres en nombre de Dios", trivializa lo femenino, exalta al varón, institucio­naliza lo masculino, devalúa el mensaje cristiano y, ade­más, infesta el mundo.

La disyunción entre lo espiritual y lo material

La disyunción entre lo espiritual y lo material ha resul­tado drástica para todo el género humano. Como una hormiga en manos de un gigante, el mundo entero de­pende ahora de la voluntad de hombres cuyos masculi­nos tratados los definen como el summum de la raza hu­mana, los cercanos a Dios, la «cabeza» de la familia humana, obligados en la tierra únicamente consigo mis-

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mos. Se trata de un triste monopolio de la humanidad. E incluso más triste aún es la pérdida de los recur­sos humanos y del sistema de valores femenino en un mundo que se tambalea por las consecuencias de la «machomanía».

¿Y cómo ha sucedido esto? Muy fácilmente. Los hombres vencieron en el debate, porque fueron hombres quienes lo formularon, definieron sus términos, contro­laron sus conclusiones y prohibieron intervenir a las mujeres, manteniéndolas al margen de los foros intelec­tuales y de los tribunales eclesiásticos donde se extraían esas conclusiones. Pero los hombres se equivocaron, y nosotras hemos estado pagando las consecuencias en todos los ámbitos hasta nuestros días.

Al haber clasificado la vida en categorías claramen­te separadas —animado e inanimado, vegetal y mineral, humano e inhumano, blanco y «de color», esclavo y li­bre, masculino y femenino...—, nos han modelado un mundo en guerra consigo mismo. «Toda la naturaleza y la mayoría de los seres humanos —decía Aristóteles— han sido creados para satisfacer las necesidades de la clase superior y proporcionarle comodidades... Y es­ta [subordinación] es buena, tanto para los esclavos co­mo para las mujeres». También Aristóteles, como el Macbeth de Shakespeare, «debería haber muerto», des­pués de haber visto el daño que su pobre razonamiento ha causado siglo tras siglo. Puede que hubiera decidido escribir otro ensayo. El hecho es que, una vez estableci­da la jerarquía masculina, ha gobernado de acuerdo con sus principios, hasta llegar a su propia ruina.

Machismo vs. feminismo

El machismo no es ni una buena teología ni una buena espiritualidad. El machismo destruye la creación y a sus criaturas y llama a esa destrucción buena, alegando ra­zones de «seguridad nacional» y «progreso económi­co», o hablando del «papel de la mujer» e incluso de la «voluntad de Dios».

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Pero esto no puede seguir así. Mantener una espiritualidad de esa índole y consi­

derarla religiosa, o, lo que es peor, que los religiosos mantengan tal modo de vida y lo denominen "espiritua­lidad", clama al cielo. Ya podemos hacerlo mejor si queremos que la vida religiosa tenga significado en nuestro tiempo. Ya podemos hacerlo mejor, o abando­naremos a la mitad del género humano en nombre de la religión.

Si algo marca la distinción entre el modernismo y el post-modernismo, es la aparición de una nueva visión del mundo que siga las huellas de la actual ruptura en las relaciones humanas y la seguridad global hasta la institucionalización de las virtudes exclusivamente masculinas de control, orden, dominación, dominio y «razón», y exija el restablecimiento del equilibrio hu­mano mediante el reconocimiento de los valores y los principios vitales femeninos y el respeto hacia ellos. El feminismo es una visión del mundo que reflexiona so­bre él desde la perspectiva de la igualdad, la humanidad y la dignidad de todo lo viviente. El feminismo exige ecología, asume la globalización y desmantela el pa­triarcado, la jerarquía y el dualismo. El feminismo, quizá por primera vez desde Jesús, da al cristianismo la oportunidad de ser cristiano.

Pero los antifeministas no están equivocados del todo en su miedo al feminismo. El feminismo es verda­deramente un peligro para un sistema que considera las necesidades del globo secundarias con respecto a las necesidades de las grandes empresas, que asume que las relaciones se basan en la inferioridad natural, que fo­menta la subordinación como algo aceptable, que trata a los animales como objetos de usar y tirar en función de la conveniencia de los seres humanos, y a los seres humanos como si estuvieran desconectados de la cade­na de la vida, que nos une a todos, masa común de la creación viva, con nuestro Dios. Frente a todas estas cosas, el feminismo supone tanto un obstáculo como una réplica. En respuesta a este tipo de sistema, el femi-

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nismo plantea al mundo en general, y a la vida religio­sa en particular, un tenaz desafío, una promesa espiri­tual, una esperanza imperecedera en la voluntad de Dios para el mundo entero. El feminismo no trata sólo de la condición femenina, sino que pretende liberar todos los aspectos de la vida del azote de la dominación. Cuando las mujeres sean libres, los hombres también lo serán. Cuando las mujeres consigan el derecho a la plenitud de la voluntad de Dios con respecto a ellas, el planeta al­canzará el derecho a liberarse de la teología de la domi­nación, denominada «teología del dominio». El femi­nismo pretende reestructurar el mundo para hacer de él un lugar en el que toda vida, en todos los niveles, sea sagrada.

El feminismo nos presenta el mayor reto espiritual de nuestro tiempo. Sin el feminismo, los tiempos ve­nideros puede que no vengan nunca. Justificamos la destrucción de demasiadas selvas tropicales mediante la teología de la dominación. Asesinamos, mutilamos, violamos y empobrecemos a demasiadas mujeres sobre la base de la superioridad masculina. Hemos masacrado a demasiados pueblos basándonos en el poder blanco. Hemos hecho de Dios una parodia y le hemos llamado Dios en masculino para perpetuarla.

Lo que el mundo necesita ahora para salvarse, si es que puede ser salvado, es una espiritualidad feminista que apele a la conciencia de cualquiera que vea el mun­do, lo interprete, lo explique o lo gobierne con ojos, con propósitos, con una ética o con una teología exclusiva­mente masculinas. Y ahí residen la cruz y la gloria de la vida religiosa de este siglo.

El feminismo y lo femenino no son sinónimos. Mu­chos hombres son feministas. Y algunas mujeres, que están aprovechándose de todas las posiciones, privile­gios y aceptación social que el feminismo de este siglo ha conseguido para ellas, declaran que no lo son. Para quienes se debaten con la cuestión del feminismo, el problema parece residir en la comprensión de lo que es realmente éste. Para los cristianos, para los religiosos, el

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origen del concepto debería ser obvio. Y con lo obvio viene lo obligatorio.

Servir al mundo, predicar el Evangelio, pero no des­mentir un sistema filosófico que se erige a sí mismo como superior y contrario al resto del universo y a todos sus recursos, es predicar un Dios falso. El feminismo es, de hecho, un concepto muy simple: es un compromiso con la igualdad, la dignidad y la plena humanidad de to­dos los seres humanos, hasta el punto de dedicarnos a efectuar los cambios en las estructuras y las relaciones que hagan posible la plenitud humana para todos. Por otro lado, pese a su sencillez, exige un nuevo modo de ver el mundo y cuanto hay en él. El feminismo mira el mundo desde el punto de vista del significado de la creación, no de la concentración de poder. Para el femi­nista, todo lo creado es bueno, provechoso y necesario para el progreso del género humano, y debe ser respeta­do, escuchado e incluido en el despliegue de poder que afecta a su existencia. Para el feminista, nada está hecho para satisfacer las «necesidades y las comodidades» aje­nas, nada carece de dignidad, significado, valor, necesi­dades, talentos y derechos propios. Para el feminista, la vida no consiste en la supervivencia de los mejor dota­dos, sino en alcanzar el máximo desarrollo posible para todos. El feminismo es un sistema filosófico que tiene por objeto la igualdad de las mujeres y, a la vez, la sal­vación del universo, porque, al liberar a los esclavos, corregimos lo que los ha esclavizado. El feminismo es muy santo y muy cristiano; sigue al Jesús que resucitó a las mujeres —consideradas sin valor por la sociedad circundante— de entre los muertos; al Jesús que envió a las mujeres a proclamar su mesianismo a los extranje­ros y a anunciar su resurrección a los hombres; al Jesús que, engendrado por el Espíritu Santo pero nacido de una mujer, pone de manifiesto el esencial papel de las mujeres en el misterio divino de la salvación.

¿Cómo puede ser religiosa la vida religiosa si no es, a la vez, feminista?

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Si la justicia es un elemento constitutivo del Evan­gelio, entonces la igualdad pertenece a su esencia. Es imposible, en otras palabras, tener a alguien sometido y declararse justo y cristiano. Pero, si sostenemos que Dios hizo justa la desigualdad en el género humano, entonces la igualdad, para empezar, es una mentira, una broma divina, una grave tergiversación del significado de la vida. En tal caso, todo el mundo está destinado a ser el lacayo de alguien. ¿Y qué clase de cristianismo, qué clase de clamor por las Bienaventuranzas, es ése?

Responsabilizarnos del planeta

Para responsabilizarnos del planeta debemos responsa­bilizarnos de sus talentos. Pero el planeta entero está privado de los talentos de las mujeres, que nunca se han aplicado a las cuestiones fundamentales de la vida: el hambre, la guerra, la natalidad, la economía, el gobier­no, el militarismo o las relaciones internacionales. Nos encontramos en un estado verdaderamente lamentable: la mayor parte de los pobres, de los hambrientos, de los refugiados y de los esclavizados del mundo son muje­res. ¿Qué clase de cuidado del jardín es éste? ¿Qué clase de Dios creemos que desea esto?

Lo que el feminismo pretende es una auténtica co­participación én el cuidado de la tierra, un auténtico equilibrio de sus talentos, una auténtica integridad en las relaciones. De lo contrario, nunca podremos enmen­dar un universo desfigurado por la violencia, entregado al poder, levantado sobre la opresión y cautivo de la fuerza. Y ello en todas partes y en todos los sistemas del mundo.

Para las mujeres religiosas —unas privilegiadas— negar el derecho cristiano al feminismo —y, por consi­guiente, a la espiritualidad—, negar el yo por una espi­ritualidad sin vida —y, por tanto, sin Dios—, supone aliarse con todos los opresores del mundo. Entonces, el

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oprimido se torna opresor, y todas las mujeres saben que su hermandad se ha convertido en una mentira.

La antropóloga Margaret Mead decía que en la his­toria de la humanidad sólo hay cuatro períodos después de los cuales nada ha sido ya igual sobre la tierra: la evolución, la era glaciar, la revolución industrial y el movimiento feminista.

El feminismo está vivo y activo en todo el globo. El Espíritu Santo aletea sobre las aguas y está empeña­do en establecer un nuevo orden mundial basado en la creación, basado tanto en las mujeres como en los hombres, basado en todos los oprimidos. La vida reli­giosa no atravesará este período sin cambiar. Pero la verdadera cuestión espiritual es en qué cambiará a los religiosos.

Las religiosas que en otro tiempo proporcionaron servicios a las mujeres deben ahora hacer causa común con la esencia misma del pensamiento feminista, por el bien de su propia liberación espiritual, de la liberación de los hombres y de la emancipación de Dios de unas definiciones sexistas y patriarcales. Entonces seremos capaces de velar con integridad y credibilidad por un planeta en peligro a causa de políticas y teologías que durante mucho tiempo han sido represivas de lo feme­nino. La espiritualidad feminista exige una nueva clase de espiritualidad en todos nosotros. La espiritualidad racional, ritualista y represiva del patriarcado, que divi­de al mundo y cuanto hay en él en bueno o malo, alto o bajo, animado o inanimado, agente u objeto, debe dar paso a una espiritualidad que, al estar integrada, vea a Dios en todo; al ser inspiradora, reconozca al Espíritu en todo; al ser inclusiva, vea igual valor en todos; al ser humilde, no considere a nadie ni nada más o menos aceptable para Dios; y al estar encarnada, vea a Dios y su gracia presentes en todas partes y en todo. La espiri­tualidad feminista es verdaderamente peligrosa para las ortodoxias que categorizan y controlan. Exige una nue­va ecología de la vida, no una mera reforma de la exis­tente. Es la esperanza de la tierra, la liberación de los

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oprimidos, la emancipación de la imaginación y la res­tauración del verdadero significado de Dios.

La disciplina espiritual de este tiempo es el desarro­llo de una nueva visión del mundo basada en la igualdad humana en lugar de en el poder masculino, un concep­to engañoso desde sus mismas raíces y corruptor de la vida espiritual. Es un gran momento para la vida reli­giosa. Estamos aquí para ser signos visibles de un mun­do construido sobre la igualdad, los talentos de las mu­jeres, el respeto por lo femenino y la consciencia de la naturaleza tanto femenina como masculina de Dios. Puede que nada en nuestro tiempo exija de nosotros más conversión, más santidad y más intuición espiritual. Puede que nada en nuestro tiempo signifique más para el desarrollo constante del mundo, así como para una vida espiritual auténtica y holística.

* * *

1) ¿Estás de acuerdo con la opinión de la hermana Joan respecto de que «el feminismo no trata sólo de la condición femenina, sino que pretende liberar todos los aspectos de la vida del azote de la dominación»?

2) ¿Qué piensas al leer el siguiente comentario de la hermana Joan: «El Dios que creó todas las cosas... debe de ser un Dios muy sensual, con una presencia cautivadora»?

3) Si has leído algo acerca de los místicos de la Edad Media, comenta esta cita de la hermana Joan: «Los místicos no parecían tener la facultad de apreciar la diferencia entre lo natural y lo espiritual, la plenitud del alma y la expresión de los sentidos».

4) «Los hombres vencieron en el debate porque lo for­mularon, definieron sus términos y prohibieron a las mujeres intervenir en él». Hay quien puede conside­rar esta afirmación radicalmente feminista. ¿Puedes nombrar al menos un «debate» que pruebe la veraci­dad de esta afirmación?

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5) La hermana Joan cree que las religiosas que en el pasado proporcionaron servicios a las mujeres deben situarse ahora en la vanguardia del pensamiento fe­minista. ¿Eres de la misma opinión? ¿Actúa de este modo tu comunidad?

6) Margaret Mead afirmaba que el movimiento feminis­ta es uno de los cuatro períodos de la historia de la humanidad después de¡ cuai nada va a seguir siendo igual en el mundo. ¿Estás de acuerdo?

7) «El feminismo, quizá por primera vez desde Jesús, da al cristianismo la oportunidad de ser cristiano». ¿En qué sentido consideras cierta esta afirmación?

8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y ex­plica tu elección.

15 Una llamada a la formación

La vida religiosa se encuentra desde hace mucho tiem­po en una encrucijada; de hecho, para muchos religio­sos de hoy, casi desde el día de su consagración. Ha sido una época de conmoción y de fracasos, tanto personales como institucionales, de formación ambigua y de im­placables desafíos, de nuevas convicciones y de profun­da confusión. En suma, ha sido una época emocionante, pero no fácil, para la vida religiosa.

Sin embargo, los sentimientos de tensión e incer-tidumbre que existen en las congregaciones religiosas no se deben, en mi opinión, a que haya habido lo que los científicos sociales llamarían «un período de ajuste». Al contrario, los períodos de ajuste son normales en cual­quier organización y en cualquier momento de la vi­da. Los períodos de gran cambio social exigen, cierta­mente, mucha energía y considerable, e incluso conti­nuo, riesgo. Al mismo tiempo, el cambio tiene lugar por lo general sin grandes incidentes y casi siempre con ma­yor rapidez de lo que en un principio se había pensado. No, la incertidumbre que bulle hoy en las congregacio­nes y en las comunidades religiosas de todo el país se debe, en mi opinión, a que ha habido —y sigue habien­do en muchos casos— un profundo desacuerdo sobre qué es exactamente lo que necesita ser renovado en la vida religiosa si queremos que las brasas rompan a arder de nuevo en nuestro tiempo.

Algunos quieren que las cosas vuelvan a ser como eran antes y tan «buenas» como ellos las percibían antes

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de la conmoción generada por el Vaticano n. Quieren prósperas instituciones, ministerios estables, total apro­bación social, comodidad en la Iglesia y privilegios en el estado. Para ellos, ése es el summum de la vida religiosa, es decir, una vida religiosa como es debido. Otros, por el contrario, quieren que la vida religiosa sea completamente distinta de lo que fue. Quieren libertad personal, total independencia, autonomía para las con­gregaciones y ministerio profesional sin coste personal ni presión social.

Los últimos veinticinco años de vida religiosa han supuesto una lucha en todos los aspectos entre los dos enfoques de la renovación. Algunos grupos han tratado en vano de mantener o resucitar una vida religiosa como la anterior al Vaticano 11 haciendo más de lo antiguo y haciéndolo mejor. Existen unos cuantos grupos de éstos y funcionan eficazmente, pero, en general, el modelo no se ha extendido. Otros grupos han realizado una ingen­te tarea renovadora. Todos los aspectos que se parecie­ran a la vida anterior a 1962 han sido reformados y pre­sentados como nuevos: nuevos programas, nuevos mo­dos de vida y nuevos ministerios basados en los anti­guos. Los viejos ministerios, las viejas formas de ora­ción y las viejas estructuras comunitarias han experi­mentado cambios superficiales: una guitarra aquí, un comité allá, ropas nuevas en un sitio, nuevos trabajos en otro. Pero bajo esa pequeña agitación, poco o nada ha cambiado realmente, excepto, por supuesto, que la gen­te que dejó de considerar la vida religiosa tan eficaz como antes de los cambios ahora no puede reconocerla en absoluto.

El problema consiste en que ninguna de las dos pos­turas —ni la reestructuración del pasado ni su redecora­ción— responde a la situación actual. De hecho, tene­mos un ejemplo que nos advierte de las consecuencias de ambas posturas. Después de la destrucción del pri­mer templo de Jerusalén el año 563 a.C, Israel hizo todo lo posible por reconstruirlo a imagen y semejanza del primero. El resultado fue un deslucido lamento por

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los días de gloria pasados, una pobre imitación de una gran época, un método superficial de abordar un pro­blema fundamental, y no duró mucho.

El segundo templo, a pesar de su ampliación bajo Herodes, se derrumbó con la misma facilidad que el pri­mero, cayó de nuevo irremediablemente, no tenía nada nuevo en absoluto que ofrecer que pudiera fortalecer a la nación judía frente a los nuevos ataques y las provo­caciones extranjeras, y entonces, sólo entonces, el cam­bio se hizo finalmente indispensable para la nación. Cuando se dejó definitivamente atrás el pasado, el pue­blo se convirtió en el pueblo de la Escritura. Cuando el nuevo intento de reinstitucionalizar el sacrificio dio pruebas de ser tan débil como el anterior, el pueblo del sacrificio se convirtió en el pueblo de la palabra. En­tonces, los judíos del desierto se convirtieron en los ju­díos de la diáspora, y una religión nacional causó tal im­pacto internacional que repercutió en el mundo entero.

Sólo tras la destrucción de los templos el testigo de Yahvé en Israel se convirtió en testigo de Yahvé en el mundo. Expulsados los judíos de una tierra en la que querían permanecer por siempre, Israel se convirtió en una nación de testigos en dispersión.

Si queremos que la vida religiosa vuelva a ser ella misma de nuevo, es indispensable que nuestra genera­ción comprenda que el primer templo de la vida religio­sa, el modelo anterior al Vaticano n, se ha derrumbado, y que el segundo templo, el nuestro, está tambaleándo­se hasta en su mismo centro. Es imperativo que com­prendamos que estamos llamados a un compromiso dis­tinto e incluso más profundo que el anterior: a salir de la reclusión del mundo católico para entrar en la gran casa de Dios; a abandonar la piedad y la perfección per­sonales por la oración profunda y la visión de los sal­mos; a dejar el status clerical por el compromiso cris­tiano; a salir de la estancia superior donde se ocultaron grandes, valientes e intrépidos apóstoles, denominando al hecho discipulado, para volver a los pies de la cruz.

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Es evidente que esta vez somos nosotros quienes no prosperaremos de nuevo hasta que no acudamos tam­bién allí.

Ha llegado la hora de convertirse en un pueblo nuevo

La verdad es que no podremos afirmar que estamos construyendo la nueva vida religiosa mientras no exija­mos y definamos la nueva orientación. Es demasia­do tarde para reconstruir utilizando moldes antiguos. Es hora de convertirse en un pueblo nuevo una vez más. Es hora de darse cuenta de que la formación de comunida­des renovadoras y de los candidatos que vengan a ellas no consiste en introducir una plétora de cambios insig­nificantes, por útiles que puedan ser para convertirse en una presencia encarnada en el mundo. No, la verdadera renovación de la vida religiosa depende de que esta generación viva los nuevos ideales y lleve el carisma de modos radicalmente nuevos a nuevos lugares dejados de la mano de Dios.

La información está a nuestro alcance y es clara. Los estudios profesionales tanto de las comunidades re­ligiosas como de las organizaciones asistenciales en ge­neral confirman lo que los psicólogos sociales han de­tectado durante más de una generación en los indivi­duos inmersos en un torbellino de cambios: que la falta de claridad respecto de su papel en una época de transi­ción institucional conduce a un aumento de la anomía, la apatía y la sensación de no tener un propósito defini­do. «¿Por qué he venido?», se preguntan las personas sumidas en la anomía. Al carecer de razones suficiente­mente convincentes para que el esfuerzo constante siga mereciendo la pena, se sienten atrapadas en la depresión institucional o en la desesperación personal. Los efec­tos, tanto en la institución como en la persona, son gra­ves y debilitadores.

La falta de claridad en cuanto al papel conduce a la desilusión personal. «¿Por qué me quedo?», se pregun-

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tan. Sencillamente no saben por qué hacen lo que hacen. ¿Cuál es su propósito? ¿Qué finalidad tiene? ¿En qué consisten sus resultados? En definitiva, ¿por qué hacer­lo? La falta de claridad en cuanto al papel conduce a la mediocridad, a la muerte del significado y a la oscuri­dad del corazón; conduce a una enfermedad del alma que envenena el ambiente y agota el espíritu, disminuye el nivel de alegría y erosiona la cohesión del tiempo, y que además empuja a conformarse con una vida fácil y tienta a abandonar en medio de profundos suspiros.

«Sólo la consciencia de un propósito más podero­so y digno que cualquier otro —escribió Walter Lipp-man— puede fortalecer, inspirar y serenar el alma». Las respuestas del pasado a las cuestiones actuales ya no sa­tisfacen; las viejas razones para hacer cosas nuevas sen­cillamente ya no impulsan a los corazones en un mundo repleto de nuevos problemas. El pasado, por glorioso que fuera, no sentará las bases para una nueva genera­ción de religiosos, porque, por bueno que fuera en su momento, ello no es razón para permanecer en él cuan­do todas las circunstancias han cambiado. El trabajo, la situación social e incluso la teología de la vida religio­sa son ahora diferentes. La mística ha desaparecido; lo único que queda es el Evangelio.

Cuando el mundo que nos rodea está hambriento y muriendo ante nosotros, además de verse devorado por los presupuestos militares y el pago de la deuda del Ter­cer Mundo, no es momento de hablar de una pobreza que es simbólica pero segura, de una castidad que aisla y de una obediencia que se conforma. Es precisamente nuestra seguridad la que nos está matando, nuestro ais­lamiento el que nos está alejando del Evangelio y nues­tra «obediencia» la que nos está haciendo dóciles servi­dores de unos sistemas opresivos e injustos. Hemos convertido los mismos votos que debían liberarnos en sutilezas institucionales que ahora nos encadenan a los modelos económicos, a las capas sociales asépticas y a los sistemas patriarcales respecto de los cuales decimos ser una contracultura.

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Hablar de vocaciones y de formación y no hablar de que estamos viviendo neciamente es contribuir más a la reconstrucción del templo que a la vivencia de la Tora. Como el pueblo elegido, tenemos ante nosotros grandes temas —siete en particular— que deben ser afrontados en esta transición del templo a la Tora, y debemos ha­cerlo, o el futuro de la vida religiosa estará ya decidido y muerto.

Viabilidad

En primer lugar, debemos afrontar el tema de la viabili­dad. Una comunidad no es viable simplemente por ju­guetear con el cambio. Muchas comunidades cambiaron para sobrevivir, y después, cuando los costes sociales del cambio se hicieron evidentes, interrumpieron el pro­ceso por la misma razón. Cambiaron sin convicción teo­lógica o consciencia espiritual. Cambiaron, pero no re­novaron la energía vital, la consciencia del nuevo pro­pósito, necesaria para hacer los cambios vivificantes. Cambiar por el mero hecho de hacerlo es una frivolidad. Cambiar por comodidad personal, sin que ese cambio tenga impacto en la sociedad, carece de sentido. Sólo el cambio que nos faculta para transformar el mundo en aras del Evangelio compromete el alma religiosa hasta sus mismas raíces.

Las congregaciones religiosas hicieron numerosas adaptaciones externas en el modo de vida de sus miem­bros —elemento necesario de los criterios de renova­ción formulados en el Vaticano n, donde se exhortó a los religiosos a examinar «las necesidades de los miem­bros, el espíritu del fundador y los signos de los tiem­pos»—; pero, según parece, les fue más difícil dar nueva forma al significado sagrado de lo esencial pa­ra que los cambios se considerasen espirituales además de cómodos. En consecuencia, muchos religiosos han echado en falta la conexión entre las virtudes del pasa­do y las del presente. Esta vida sólo es viable si merece

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la pena, y sólo merece la pena si sus miembros sienten que en ella están espiritualmente más motivados que fuera. Sin un componente espiritual claramente defini­do y manifiesto, la vida religiosa se vuelve más cuestio­nable cada día. Cuando empezó la renovación, los reli­giosos mayores temían la pérdida de los elementos espi­rituales de la vida, mientras que los jóvenes percibieron la pérdida de su impacto social. Es hora de integrar de nuevo ambos elementos.

Pero muchas comunidades llegaron hasta un cierto punto y no avanzaron más. Cambiaron un poco mate­rialmente y otro poco espiritualmente, pero no pudie­ron, según parece, vincular los dos aspectos. Se des­prendieron de los viejos hábitos, pero no pudieron eli­minar los viejos ministerios ni las viejas mentalidades. En muchos casos, las universidades, los hospitales y los colegios no se cerraron, sino que simplemente langui­decieron, al mismo tiempo que los miembros envejecí­an y eran cada vez más incapaces de encauzar su ener­gía hacia nuevas actividades. En otras palabras, no clau­suraron unos ministerios agonizantes para emprender otros más necesarios, sino que, sencillamente, se dedi­caron a mirar mientras los ministerios, antaño palpitan­tes de vida pero ahora agotados y rutinarios, se deshací­an ante sus ojos como témpanos de hielo en medio del desierto. Como resultado, una generación nueva, que buscaba formas de comprometerse con las inquietudes de su tiempo, se encontró con unas buenas personas que hacían lo de siempre, en lugar de con gente arriesgada haciendo el trabajo que era necesario hacer. Y los jóve­nes buscaron en otros lugares modos de hacer realidad su vocación co-creadora.

Por consiguiente, la cuestión no es si va a morir el viejo estilo, porque ya lleva décadas muerto, sino qué nos gustaría estar haciendo cuando nos sorprenda la muerte: las tareas en declive del siglo pasado o los nue­vos trabajos del próximo siglo. Ya no se necesita —co­mo en los sesenta— imaginación para redefinir el papel de los religiosos en un nuevo tipo de sociedad. No, las

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necesidades están muy claras: personas sin hogar, expe­rimentación ecológica, hambre, paz, SIDA, globaliza-ción, el nuevo orden mundial, ética, modo de vida, pro­gramas educativos alternativos, acogida, feminismo y programas de espiritualidad que palien el hambre de espíritu, incluso en las iglesias. Lo que ahora se precisa —tengamos la edad que tengamos y por muy limitados que nos sintamos— es intensidad espiritual para cons­truir partiendo de cero, si es necesario, las obras que nuestro tiempo necesita, no porque sean nuevas, sino porque son necesarias tanto por el bien de la sociedad que nos circunda como por nuestra propia integridad espiritual.

¿Qué programas de formación están elaborando las congregaciones para satisfacer estas nuevas necesida­des? El programa de formación que no exija atención gratuita a los pobres, sensibilidad hacia los problemas de propio tiempo y compromiso con una adecuada com­prensión de la teología de la liberación, el ecumenismo y el feminismo no forma para la viabilidad. La vida reli­giosa sólo será viable, valiosa y auténtica si hace algo para llevar el reino de Dios allí donde menos se cumple la voluntad de Dios. Cuando la vida religiosa se con­vierte en un monumento a sí misma, deja de ser viable, aunque continúe existiendo. La historia no deja lugar a dudas, una verdadera plétora de congregaciones han aparecido y desaparecido por aferrarse a las viejas for­mas frente a las nuevas necesidades.

El valor de la vida religiosa

En segundo lugar, debemos afrontar el tema del valor de la vida religiosa. «¿Por qué ser religioso —se pre­gunta la gente, e incluso algunos religiosos— si los lai­cos hacen ahora lo que antes hacían los religiosos?». La pregunta sugiere la respuesta. Pero la verdadera pregun­ta es: «¿Por qué no ser religioso?» El hecho es que a algunas personas la vida religiosa les señala el camino

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que les lleva a lo mejor y más espiritual de sí mismos. No es que sea un camino mejor ni más elevado, sino que es el único que tienen algunas personas para llegar, ple­namente vivas, a la voluntad de Dios en su Espíritu y por su reino.

La vida religiosa es una promesa de vida impregna­da de la Escritura y proyectada contra las endurecidas e insensibles actitudes del mundo como un cometa en el cielo. La vida religiosa auna las voces de los que se le­vantan en medio de esa opulencia que engendra pobre­za y de ese poder que genera impotencia para gritar al unísono: «¡Basta de miseria! ¡Basta ya!»

La vida religiosa propicia el encuentro de los que están espiritualmente decididos a enfrentarse a los ricos, cegados por sus riquezas, y a apoyar a los inhumana­mente pobres, desesperados por su pobreza, y a gritar en su nombre: «¡Más! ¡Necesitan más!»

La vida religiosa es una contracorriente que muestra un camino donde no hay camino alguno para aquellos que, por sí mismos, se aventuran por sendas profunda­mente espirituales con escasa guía y con un mínimo apoyo. La función de la vida religiosa es crear grupos cuyo estilo de vida sea tan auténtico e inspirador que otros vean en ellos que el camino es posible y les infun­da valor en su búsqueda. Con su misma existencia ani­man a otras personas que tratan de vivir esa misma vida evangélica, pero que se encuentran solas en el mundo que las circunda. Las comunidades religiosas propor­cionan un puerto seguro a las personas inmersas en las tempestades de la vida. Viven en el mundo de modo que no dejan caer en el olvido el nivel más excelso de la existencia y, permaneciendo firmes en la lucha, alientan a muchos otros.

Mientras el alma humana aspire a la verdad, a lo intangible, y mientras los religiosos permanezcan arrai­gados en la vertiente espiritual de la existencia, la vida religiosa merecerá la pena. Para todo el mundo, tanto dentro como fuera de ella.

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El programa de formación que no enseñe la historia de la espiritualidad, el papel social y el status de sierva de la vida religiosa —cualquiera que sea su forma—, la oración y la contemplación y la reflexión espiritual en un mundo sumamente materialista, sólo dará lugar, en el mejor de los casos, a una infecunda jerarquía de pseu-do-chamanes, si es que consigue dar lugar a algo.

La Iglesia institucional

En tercer lugar, debemos afrontar el tema de la Iglesia institucional. Es importante recordar que la tensión con la Iglesia es un componente histórico del desarrollo de las congregaciones religiosas. De hecho, cuando los religiosos hacen lo que deben en la Iglesia y en la socie­dad —abrir nuevos ámbitos de ministerio, suscitar nue­vas cuestiones, desarrollar nuevas funciones— la ten­sión entre los guardianes de la tradición y los que la ha­cen progresar es casi inevitable. Por ejemplo, la Iglesia institucional no quería religiosas en las calles, ni siquie­ra para alimentar a los hambrientos. Y si no que se lo pregunten a la madre McAuley. No quería que las mu­jeres cuidaran a los enfermos, ni siquiera cuando los hombres morían en los campos de batalla. Y si no que se lo pregunten a las Hermanas de la Caridad de Naza-reth (Kentucky). No quería que las mujeres enseñaran a los varones, ni siquiera a los niños. Y si no que se lo pregunten a Benedicta Riepp y a las benedictinas. Y tampoco quería mujeres en las clases de teología mas­culinas hasta hace tan sólo treinta y cinco años. Y si no que se lo pregunten a la hermana Madeleva y a las Her­manas de la Santa Cruz, que crearon la primera titula­ción en teología para mujeres esta misma generación.

Pero las religiosas no dejaron de hacer todas esas cosas, a pesar de la resistencia de la Iglesia, y nunca de­jaron de pensar en las nuevas necesidades —en el pasa­do y en la actualidad— a pesar del peligro que amena­zaba a sus almas inmortales por abandonar la senda

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canónica, salir de los conventos y volver a la vida. Expandir la institución es, claramente, una función de la vida religiosa. Los documentos la denominan la «di­mensión profética». Los burócratas eclesiásticos suelen llamarla «desobediencia». Sin embargo, la mayoría de los ministerios que ahora figuran con orgullo en la Guía Oficial Católica como programas «diocesanos» —co­medores de beneficencia, centros de justicia y paz, ca­sas de acogida, centros para mujeres maltratadas, hospi­tales para enfermos de SIDA, centros de refugiados, cen­tros de espiritualidad...— no fueron iniciados por las diócesis, sino por religiosas, la mayoría de ellas actuan­do de forma independiente durante los últimos veinti­cinco años, el período en el que, al parecer, la vida reli­giosa ha muerto. Pero, si es así, hay mucha vida en esa muerte. Y estos ministerios se fundaron mientras se amonestaba a los religiosos por no estar en los colegios y no llevar hábito.

En otras palabras, los religiosos somos por naturale­za transformadores. De modo que el mensaje es claro: la tensión seguramente continuará si los religiosos se­guimos haciendo lo que debe hacerse. Por esa tensión es por lo que debemos proporcionar formación. Los pro­gramas que no expongan el conflicto histórico entre el carisma y la institución no lograrán desarrollar en la próxima generación de religiosos el valor necesario pa­ra preservar el carisma de la orden frente a las institu­ciones de la Iglesia. De hecho, precisamente cuando so­mos los niños buenos de la Madre Iglesia es cuando co­rremos el riesgo de convertirnos también en niños retra­sados, puede que cariñosos y amables, pero, al mismo tiempo, dependientes y tristemente faltos de imagina­ción; abiertos a ser dirigidos, pero, al mismo tiempo, ce­rrados al Espíritu Santo. En una época en la que se ha quedado obsoleto hacer lo de siempre, debemos enseñar de nuevo que los religiosos debemos ser el toque de diana de la Iglesia.

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El tema de la mujer

En cuarto lugar, debemos afrontar el tema de la mujer y sus efectos en la vida religiosa. El feminismo no es una ideología política basada en el chauvinismo femenino, sino otra manera de ver la vida, tanto para los hombres como para las mujeres. Se trata de una visión del mundo completamente distinta y basada en los valores feminis­tas —igualdad, relaciones, vida, creación, no violen­cia...—, a los que considera tan necesarios para las em­presas humanas y los procesos de toma de decisión co­mo los masculinos. El feminismo rechaza toda clase de dominación. Sospecha limitaciones en una teología que nombra a Dios en masculino y nos llama al Dios que es espíritu puro, todo Ser, vida total. Se rebela contra la violación de la tierra, la mente, el alma y el cuerpo, aun­que se haga en nombre del matrimonio y la obediencia o de una tradición que es tradición porque a los podero­sos no les interesa que cambie.

El feminismo afecta al ministerio, la teología y la espiritualidad de cualquiera —hombre o mujer— en cu­ya conciencia incida. No tardará en llegar el día en que tanto los hombres como las mujeres rechacen una vida religiosa que no haga uso de su considerable influencia y poder corporativo para oponerse a la degradación de las mujeres en todas partes, tanto en la Iglesia como en el estado.

Debemos formar en el feminismo a las mujeres y a los hombres. Todos los noviciados de este país deben informar de la situación de las mujeres en el mundo, de las incoherencias teológicas que engendra el chauvinis­mo eclesiástico, del peligro que el machismo institucio­nalizado supone para el planeta y de la pérdida de cre­dibilidad de una Iglesia que predica la igualdad, pero no la practica.

De todos los problemas que la vida religiosa debe afrontar, el feminismo es seguramente el más velado y más peligroso, porque es el que nos pone en mayor con­flicto con el curso de la historia. Podemos, como Iglesia

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y como congregaciones, cerrar los ojos, escondemos en nuestros hábitos o convertimos en la parte femenina de un sistema patriarcal, si es lo que queremos; pero, si lo hacemos, la vida religiosa no tardará mucho en morir de su propia enfermedad sexista.

Nuevos ministerios

En quinto lugar, debemos afrontar el tema de los nuevos ministerios. Si somos serios con esta vida, debemos vi­vir para las personas para las que Jesús vivió: los lepro­sos, los marginados, las mujeres, los pecadores, los muertos vivientes que hay entre nosotros... Traducido al presente: los sin hogar, las prostitutas, los pobres, los invisibles, el populacho, los incultos, los desesperados... Por supuesto, los religiosos pueden caminar con los ricos y poderosos, pero sólo si les hablan por los pobres y los desposeídos, como hizo Jesús en la casa del hom­bre rico. No es algo fácil de hacer. Si las comunidades religiosas quieren merecer existir el próximo siglo co­mo en el pasado, tendrán que comprometerse clara y corporativamente con las necesidades de los nuevos po­bres. Las comunidades religiosas no sólo deben alentar a los miembros individuales a desarrollar nuevos minis­terios, sino que también deben desarrollarlos como congregaciones.

Los religiosos deben preguntarse qué representan como congregaciones y quién lo sabe. Cuando los reli­giosos significaban-educación, asistencia sanitaria y cuidado de los niños indigentes, todo el mundo lo sabía. Cuando defendían la inserción del ministerio católico en el sistema civil, nadie lo consideró un asunto políti­co, y todo el mundo reconoció su presencia. Las con­gregaciones religiosas se alzaron como baluartes contra la ignorancia, el analfabetismo, la enfermedad, el aban­dono y el secularismo. Encauzamos todos nuestros re­cursos en esas direcciones. Ahora tenemos los grupos mejor educados del mundo, cuyos miembros tienen una

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gran notoriedad profesional, aunque, al mismo tiempo, la congregación misma con todo su potencial se ha vuelto casi completamente invisible. A menos que dedi­quemos nuestra energía corporativa a los problemas es­pecíficos y a las cuestiones sociales de esta época, a mostrar al mundo su importancia, a abogar por el cam­bio y a formular nuevas respuestas nosotros mismos, la pregunta de por qué molestarnos en seguir juntos no só­lo es válida, sino que además es imperativa. Los psicó­logos sociales nos dicen que las personas se agrupan para hacer juntas lo que no pueden hacer por separado. Es posible que estemos tratando de hacer demasiado en solitario, uno por uno, en lugar de como congregación. Es posible que, después de abandonar nuestros ministe­rios institucionales, no hayamos hecho una transición satisfactoria a una nueva clase de testimonio corporati­vo mediante la concentración de cada ministerio indivi­dual en un tema congregacional común —la pobreza, las mujeres, la paz, el hambre, la ecología, el ecumenis-mo...— que refleje mejor el carisma de la orden en la sociedad contemporánea.

El hecho es que una congregación sin un compro­miso corporativo no tiene motivo alguno para formar a una persona. ¿Por qué adjudicarse la vida de una perso­na sin una buena razón? Las congregaciones religiosas deben liberar en toda la sociedad, a todos los niveles y a través de cada uno de sus miembros —estén donde estén y hagan lo que hagan individualmente—, la incan­descencia del carisma de la congregación en las duras y frías cuestiones de esta época, con una mentalidad cor­porativa y un corazón comunitario fácilmente visible. De lo contrario, ¿para qué son los carismas en este mo­mento y en esta época?

Ya no se trata de convertir viejas estructuras en nue­vas formas de trabajo, sino de saber qué parte del reino de Dios estamos creando, con o sin estructuras, y des­pués cada uno de nosotros debe dedicarse a crearla don­dequiera que se encuentre. Debemos formar para el compromiso corporativo.

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Espiritualidad

El sexto gran tema de este momento de la vida religio­sa es el de la espiritualidad. No cabe duda de que las viejas espiritualidades de ascetismo negativo, rígidos esquemas, retraimiento absoluto y docilidad infantil a las convenciones de la organización no pueden formar a los adultos espirituales necesarios para forjar nuevos modos de estar donde se encuentran las necesidades: en los barrios, en las calles, en los centros de acogida de mujeres, en los tribunales, en las comisiones cívicas, en las sesiones del Congreso, con los que están solos, en las fronteras militarizadas, con los refugiados, con los pobres de las ciudades, en los periódicos y en los es­tudios televisivos, que nos permiten expresar en voz al­ta nuestro «no» a la opresión y nuestro «sí» al reino de Dios. No, la espiritualidad privatizada no sirve. Pero hace falta una gran espiritualidad; hace falta una vida de oración profunda y regular; hace probablemente más falta que nunca el apoyo de una comunidad espiritual.

El programa formativo que confunda el trabajo con la oración, las buenas intenciones con la vida espiritual y la profesión con el compromiso no hará más que ace­lerar el colapso de una buena estructura derribada por el peso diario del fracaso aparente, por la demoledora fati­ga del lento cambio social. ¿Quién sabe cuánta opresión y cuánta maldad se transformará por todas las horas de trabajo que realizamos? Pero eso no tiene importancia. Lo único importante es que, impulsados por el Evan­gelio, imbuidos de la Escritura, animados por el fuego de la justicia, sustentados por la oración, sigamos ade­lante. La espiritualidad infunde en el alma el espíritu que hace posible el compromiso constante.

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La definición de valor

En séptimo lugar, la vida religiosa tiene que afrontar el tema de la definición de valor. Debemos empezar a caer en la cuenta de que las virtudes que se piden hoy a los religiosos son tan santificantes, tan ascéticas y tan sa­gradas como las virtudes que la vida espiritual pedía de nosotros en el pasado. La disciplina religiosa no se ha relajado; la vida religiosa se ha hecho auténtica: autén­ticamente adulta, exigente y evangélica. Lo que la vida religiosa exige de nosotros hoy es una auténtica res­puesta al presente.

El silencio, el ayuno, la obediencia ciega, la confor­midad, la oración comunitaria regular y la irrelevancia personal —piedras angulares del mundo del servicio religioso, la santificación personal y el ascetismo comu­nitario anteriores al Vaticano n— deben dar paso ahora a unas virtudes aun más dinámicas y que suelen supo­ner un desafío aún mayor. La contemplación, el riesgo, la confianza, la conversión, la justicia, el amor, la res­ponsabilidad personal, la fidelidad a la ley más allá de la ley, la profundidad, el feminismo y la globalización; éstas son las virtudes que, en mi opinión, mantendrán las brasas, conservarán el fuego y encenderán hoy la llama de una nueva vida religiosa. Éstas. Fundamental­mente éstas. Sobre todo éstas. La privacidad tuvo su momento. El mundo es ahora demasiado complejo para una espiritualidad que no sea lo suficientemente amplia para abarcarlo, lo suficientemente profunda para el Mis­terio que nos persigue a todos a todas partes.

Obviamente, hace falta fundamentarse en el Espíri­tu para moverse en la oscuridad y no abandonar. De lo contrario, el largo y arduo camino que tenemos por de­lante nos resultará excesivo, y habremos confundido lo­gro con compromiso. No cabe duda de que debemos formarnos en la oración, a fin de que la vida espiritual pueda inundar la vida, sustentarnos en las muertes por las que atravesamos y llevarnos a nuevos momentos de esplendor en tiempos difíciles. «El propósito de la ora-

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ción, hijas mías —decía Teresa de Jesús— es las buenas obras, las buenas obras y las buenas obras». Sin oración que nos guíe, nos sustente y abra nuestro temeroso cora­zón, no será posible realizar buenas obras en un mo­mento en que una época ha concluido y otra nueva —todavía sólo un fantasma, quizá un mito— aún no se ha inaugurado. Sin buenas obras, la oración sonará a hueca en los oídos de la humanidad.

La viabilidad, el propósito, el carisma, el feminis­mo, el ministerio y la oración son los puntos fundamen­tales de la formación de nuestro tiempo. Cuando casi mil millones de personas en el mundo son analfabetas y dos tercios de esos analfabetos son mujeres, ¿cómo po­demos decir que estamos formando religiosos y no for­mar para la igualdad? Cuando el capitalismo se vuelve cada vez más inhumano, ¿cómo podemos decir que es­tamos formando religiosos y no formar para la justicia? Cuando estamos envenenando el planeta hasta el límite de la extinción, y los propios religiosos no reciclamos ni estudiamos los problemas ecológicos, ¿cómo podemos decir que estamos formando religiosos y no formar para la globalización? Cuando las armas y no el trigo son la principal exportación del país al que llamamos el guar­dián de la libertad, cuando nos negamos a ser un estado de bienestar, pero no a estar en estado de guerra, sin ni siquiera sonrojarnos, ¿cómo podemos ser religiosos y no formar para la paz?

Necesitamos programas de formación que nos per­mitan servir a los pobres, educarlos, capacitarlos, abo­gar por ellos y mover los hilos que pongan al descu­bierto sus lamentables vidas. Si el mundo en que vivi­mos es la piedra de toque de la validez de nuestro com­promiso con el Evangelio, esos programas deben ser, por consiguiente, los principios fundamentales de la vo­cación religiosa y de la formación para la vida religio­sa. No pueden quedar reducidos a libros de texto y al estudio de las constituciones de la congregación, sino que deben estar presentes de modo activo en la vida de la propia congregación. Entonces, la vida religiosa se

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asemejará a la vida del Jesús cuyo templo, derribado, se alzó de nuevo glorificado.

Los religiosos de esta época, si el declive de los mi­nisterios del pasado inmediato tiene algún significado, deben formar para una vida religiosa que use las insti­tuciones, pero que no venga definida por ellas. Debe­mos formar a unas personas que sigan al Jesús que ca­minó desde Galilea hasta Jerusalén tocando a los impu­ros, juntándose con los pecadores, discutiendo con los maestros, dando a los hambrientos la comida que él no tenía, hablando a los ricos en beneficio de los pobres y orando en lo alto de las montañas, en las sinagogas y en el desierto, en su camino para limpiar un templo, no pa­ra entretenerse en mantener a cualquier precio la super­ficial y vacía parafernalia de la religión.

Hay una historia que habla de tres monjes que, en una oscura madrugada, antes del alba, estaban arrodilla­dos en la capilla.

El primero creyó ver a Jesús bajando de la cruz y acomodándose frente a él en el aire. «Al fin —se dijo— sé lo que es la contemplación».

El segundo sintió que se elevaba de su lugar en el coro, que levitaba sobre los demás monjes, contempla­ba el techo abovedado de la iglesia y después volvía a su lugar en el coro. «He sido bendecido con un milagro menor —pensó—; pero, por humildad, debo guardar silencio».

El tercero sentía que las rodillas le dolían cada vez más y que se le cansaban las piernas. Su mente divaga­ba hasta que se detuvo en la imagen de una suculenta hamburguesa repleta de cebolla y pepinillo.

«Por mucho que lo intente —dijo el ayudante del demonio a su señor— no consigo tentar al tercer monje».

La moraleja es clara: la falsa santidad nos traiciona. El mundo no necesita religiosos que vivan en las nubes y en la oscuridad dispuestos a encapsularse en burbujas pseudo-espirituales, sino religiosos que, por el bien ajeno, vivan en este mundo.

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Claridad de objetivos

Para tratar de suscitar vocaciones, formar para la vida religiosa y crear una vida religiosa profética, debemos formar para la decisión, no para un perfeccionismo pia­doso. Debemos formar para una apasionada responsabi­lidad, no para un individualismo patológico en nombre del desarrollo personal. Debemos formar para el riesgo, no para la aprobación social ni para la uniformidad comunitaria. Debemos formar para la crítica social, para una ardiente e implacable confrontación con los siste­mas que empobrecen a los pobres y los mantienen en la pobreza; que hablan de justicia, pero practican la opre­sión; que hablan de la voluntad de Dios haciéndola coincidir con la suya. Debemos formar para la cons­trucción de comunidades en un sentido más amplio, pa­ra la creación de una comunidad de extraños en un mundo global. Debemos formar para vivir con lo sufi­ciente, no para una pobreza que se basa en «permisos», pero que nunca conoce la carencia y que además es sumamente segura. Debemos formar para la austeridad en un mundo de opulencia. Debemos formar para la marginación voluntaria, para el distanciamiento del sis­tema, no para el privilegio dentro del mismo. Debemos formar para lo profético, en lugar de para la obediencia; para lo pastoral, en lugar de para lo eclesiásticamente correcto. Debemos formar para ser presencia profética, no para un desarrollo institucional que nos separa de la vida ajena. Debemos formar para la Tora, en lugar de para un templo que hace mucho que desapareció y está muerto y bien muerto.

El hecho es que no hay crisis de vocaciones. Dios nunca deja de «consolar a su pueblo». No, no hay crisis de vocaciones, sino crisis de espiritualidad y de signifi­cado. Y no hay programa vocacional en el mundo que pueda compensarlas.

¿Puede una vida religiosa sacudida hasta sus ci­mientos por el cambio volver de nuevo a la vida? ¿Po­demos lograrlo? Sin duda alguna. La época habla por sí

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sola. En realidad lo hemos venido haciendo durante treinta largos años, con escasa aceptación, limitada comprensión, mínima aprobación y pocas certezas apar­te del Evangelio, pero los resultados son claros: cuando nuestros corazones están en llamas, ningún esfuerzo es excesivo y no hay esfuerzo que fracase.

* * *

1) «Es demasiado tarde para reconstruir utilizando mol­des antiguos. Es hora de convertirse en un pueblo nuevo una vez más». Pon un ejemplo de reconstruc­ción utilizando moldes antiguos. ¿Puede y debe obrar así la vida religiosa o tiene razón la hermana Joan?

2) Evalúa este desafío: «La mística [de la vida religio­sa] ha desaparecido; lo único que queda es el Evangelio».

3) ¿Dónde se encuentra el vínculo entre los elementos de la «antigua» vida religiosa y los de la «nueva»?

4) ¿Tiene tu comunidad un compromiso y una filosofía corporativos, así como una declaración respecto de la visión? Sí es así, ¿qué opinión te merecen ahora, des­pués de haber leído este libro y reflexionado sobre él? Si no es así, ¿debes averiguar por qué carece de ellos? ¿Qué podrían suponer para tu comunidad, en caso de que supongan algo?

5) Trata de formular la visión de tu comunidad en cien palabras como máximo.

6) ¿Qué comprendería un programa formativo que for­mase para el perfeccionismo piadoso? ¿Qué com­prendería un programa formativo que formase para una búsqueda decidida de Dios?

7) La hermana Joan identifica siete temas que es preci­so afrontar en la transición hacia el futuro de ia vida religiosa: viabilidad, propósito, Iglesia institucional, feminismo, nuevos ministerios, espiritualidad y virtu­des. ¿Te deja perplejo alguno de estos temas? ¿Cuá-

UNA LLAMADA A LA FORMACIÓN 223

les de ellos habéis afrontado tú y/o tu comunidad? ¿Cómo lo hicisteis? ¿Cómo estáis viviendo las re­soluciones?

8) ¿Cuál de los temas anteriormente mencionados sería el más difícil de afrontar por tu comunidad? ¿Por qué? ¿Qué os ayudaría a hacerle frente?

9) ¿Añadirías otros temas que la vida religiosa deba abordar para renovarse realmente?

10) ¿Deberían ser los programas formativos de los Estados Unidos distintos de los de otros países? ¿Por qué o por qué no?

11) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

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16 Conclusión:

estas vidas llameantes

Los irlandeses tienen otra costumbre asociada al gries-hog. Además de enterrar por la noche el último rescol­do del día entre carbones apagados, a fin de encender con rapidez el fuego del nuevo día, también transmiten el fuego de hogar en hogar. Cuando un joven contrae matrimonio o cuando la familia se traslada, se llevan una brasa encendida del hogar anterior para encender el primer fuego en el nuevo. Los irlandeses saben que el fuego no dura eternamente, que un fuego nuevo tiene que venir de algún sitio, que el fuego es el núcleo vital del hogar, que las llamas que nos calentaron en el pasa­do pueden seguir calentándonos en el futuro. En otras palabras, se llevan el corazón del viejo hogar para dar calidad al fuego en el que va a ser el nuevo. La vida reli­giosa debe hacer lo mismo si queremos transmitir al nuevo siglo lo mejor de éste.

No hemos perdido las virtudes del pasado, sino que, sencillamente, las hemos adaptado a las necesidades de nuestro tiempo. Ahora debemos asumir estas nuevas virtudes, formarnos en ellas y practicarlas con orgullo. La vida religiosa no es una vida traicionada en esta época, sino una vida que comienza de nuevo, en unas circunstancias sumamente difíciles, por unos motivos elevados y profundos y con unos resultados brillantes. Los religiosos de este período han llenado las ciudades del mundo de unos nuevos servicios, una nueva presen­cia, una nueva voz, una energía infatigable y una con­fianza absoluta, y todo ello a un alto precio personal.

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226 EL FUEGO EN ESTAS CENIZAS

Los benefactores desaparecieron, los críticos los conde­naron, el número de miembros se redujo y, en algunos casos, incluso la Iglesia abandonó a los religiosos por­que, irónicamente, según las directrices de la misma, seguían al Espíritu al futuro en lugar de al pasado.

¿Se ha completado la transición? En absoluto. Falta mucho trayecto para subir a la montaña de la decisión. Pero el camino es ahora más claro. Está surgiendo una fuerza espiritual que es la responsable de los logros del período de renovación inmediatamente anterior y que, si las congregaciones en general la reconocen como tal, promete aún más vitalidad en el futuro. El único obstá­culo que pervive, en mi opinión, consiste en continuar haciendo duelo por el pasado e ignorar la evidente fuer­za espiritual del presente. En este momento, la vida reli­giosa tiene la oportunidad de ser más religiosa aún.

La contemplación es el núcleo de la vida religiosa contemporánea. Las congregaciones se encuentran in­mersas en el misterio del Dios del movimiento. Im­pregnada del carisma y atenta sólo a Dios, la vida reli­giosa está llamada a superar unas fórmulas espirituales que en el pasado fueron adecuadas para acercarse a las temibles profundidades del Dios que sigue creando, aun ahora, de la nada. Los religiosos contemporáneos están llamados a la contemplación de Dios en el tiempo como pocas generaciones anteriores lo han estado.

Un sentido consciente del propósito refuerza el de-sanollo constante de la vida religiosa contemporánea. La resurrección estimula la vida religiosa, dependiente no sólo de la confianza en el Dios del que sabemos que lleva a todas las almas en búsqueda desde Egipto hasta la tierra prometida, sino también del paso continuo de un compromiso a otro que se le exige al buscador. Parte de la santidad de la vida religiosa de nuestro tiempo re­side precisamente en la energía que infundimos a lo que parece estar muriendo.

La búsqueda de Dios en lo cotidiano —la búsqueda diaria de Dios— caracteriza a la vida religiosa, atenta sólo a la presencia consciente de Dios y a la búsqueda

CONCLUSIÓN: ESTAS VIDAS LLAMEANTES 227

concienzuda de su Palabra, sin que tengan ninguna im­portancia las renuncias que haya que realizar en aras de dicha búsqueda.

La capacidad de arriesgarse —como se arriesgaron los israelitas una y otra vez en su ardua travesía del de­sierto— plantea actualmente un enorme desafío a la vida religiosa. Nada del pasado es seguro. Nada del fu­turo es claro. El riesgo es el nuevo ascetismo de la vida religiosa. Del mismo modo que las consecuencias del ayuno, el silencio y el desprendimiento en épocas ante­riores, la capacidad de intentarlo y fracasar sitúa a la vida religiosa de este tiempo ante el reto de confiar al máximo en Dios. El riesgo es la virtud que tiende el puente entre la vida religiosa actual y la venidera.

Los sacrificios simbólicos de la religión sólo pueden dar una idea aproximada de lo que el empequeñeci­miento hace por la vida religiosa contemporánea. La pérdida numérica, la pérdida de instituciones, la pérdi­da del sentido del futuro y la pérdida del sentido del éxito hacen del valor una realidad. Los religiosos de este tiempo no tienen que hablar de «sacrificio»: están llamados a vivirlo.

Permanecer fiel cuando el mundo entero te dice no sólo que lo que estás haciendo es conecto, sino que se­guir naciéndolo es esencial para tu integridad es una cosa. Pero permanecer fiel cuando tienes que preguntar­te todos los días qué debes hacer que sea verdadera­mente religioso es otra muy distinta.

La virtud de la vida religiosa contemporánea reside en el hecho de que hay muy poco a lo que guardar fide­lidad, excepto una visión de la más excelsa naturaleza. Ahora no se trata de guardar fidelidad a una cosa, ni a una persona, ni siquiera a un modo de vida. El propio proceso de discernimiento es lo que mide la fidelidad religiosa en la actualidad.

El clamor por la justicia, la responsabilidad personal y un amor ilimitado exigen un tipo de virtud a la que la dependencia, la docilidad y la autoprotección nunca po­drán igualar en fuerza, empeño, audacia y valor. La vida

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228 EL FUEGO EN ESTAS CENIZAS

consagrada vive fresca y nueva en un mundo repleto de obediencia inflexible, pobreza inmoral y burda explota­ción humana. El valor de los votos religiosos en la so­ciedad contemporánea no brilla en aquello a lo que los religiosos se oponen, sino que la vitalidad de los votos religiosos se hace evidente tan sólo en aquellas cosas que los religiosos apoyan del modo más holístico.

Un compromiso con la vida intelectual, más allá de los requerimientos de cualificación o del progreso profesional, acerca a los religiosos contemporáneos al mundo de las ideas y a su lugar en la vida evangélica. La virtud religiosa contemporánea no se basa sólo en la piedad, por inspiradora para el alma que ésta sea. La autenticidad de la espiritualidad de una vida religiosa vivida en un período de cuestiones imperecederas de­pende de que se convierta en una presencia pensante y en una voz creíble en pro del reino de Dios.

El feminismo, el arte espiritual de desarrollar una visión del mundo basada en la humanidad, la dignidad y la igualdad para todos, hace real el evangelio en un mundo que sufre por la opresión de los pueblos, la vio­lación de la tierra y el desequilibrio anímico tanto en la Iglesia como en el estado.

En medio de todos estos cambios de valores, estruc­turas y nuevas ideas filosóficas, la pregunta adecuada acerca de la vida religiosa no es: «¿Qué será de ella?», sino que la pregunta a la que debemos atender, si que­remos que la vida religiosa tenga futuro, es: «¿Qué es ahora?» No cabe ninguna duda. La vida religiosa con­temporánea exige una gran disciplina, una excelsa vir­tud, una santidad que supere todo lo que nuestros pre­decesores pudieron imaginar. Su búsqueda condujo a la vida religiosa actual. Ahora nuestro propio compromiso con lo que aún es informe pero se encuentra espiritual-mente en formación debe hacer posible no sólo el pró­ximo período de la vida religiosa, sino también la cali­dad del que estamos viviendo.

Estamos en un tiempo de cambio, pero también emocionante y santo, para la vida religiosa. Hay un po-

CONCLUSION: ESTAS VIDAS LLAMEANTES 229

deroso fuego en estas cenizas. Lo único que tenemos que hacer para avivar la llama es aceptar el momento y vivirlo hasta sus últimas consecuencias. Un antiguo rito de profesión pone en boca de los aspirantes a la vida religiosa que acaban de hacer sus votos el siguiente cán­tico: «Sosténme, oh Señor, según tu palabra, y viviré. Y no me abandones en mi esperanza». La cuestión, natu­ralmente, es cuál era nuestra esperanza cuando nos comprometimos de este modo. ¿Seguridad? ¿Aproba­ción? ¿Certeza? Sin duda, la respuesta es mucho más profunda. Sin duda, la respuesta debe ser la gaélica: si no se puede agregar carbón al fuego, entonces hay que enterrar las brasas, llevarlas a nuevos lugares para que puedan arder de nuevo. ¿Cómo, si no, mantener el fuego en este período? Agregar carbón y proteger las brasas son, sencillamente, diferentes partes del mismo proceso llamado vida en Dios, crecimiento en el compromiso, en la espiritualidad, en la santidad: en sabiduría, edad y gracia. La única cuestión es si a esta generación, a nues­tra generación, le queda aún el compromiso, la fe, la energía y el ardor espiritual suficientes para el grieshog. No somos la primera generación para la que éste cons­tituye el contenido de su vida; pero, a menos que lo ha­gamos de todo corazón, puede que no haya otra genera­ción que tenga la oportunidad de hacer lo mismo que nosotros, de calentarse en el mismo fuego, de hacer arder el mundo con las brasas de sus vidas.

* * *

1) ¿Estás de acuerdo con esta afirmación: «Estamos en un t iempo de cambio, pero también emocionante y santo, para la vida religiosa»?

2) ¿Cómo integras la oración, la comunidad y el minis­terio? Cuando tu vida está bien integrada, ¿cómo es?

3) Imagina tu próximo aniversario. ¿Cómo te gustaría que te describiera tu comunidad? ¿Lo harán?

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230 EL FUEGO EN ESTAS CENIZAS

4) Imagina un texto «publicitario» de tu comunidad den­tro de diez años. ¿Qué pondrá de relieve?

5) Cuando empezabas este libro, escribiste tu respuesta a esta pregunta: ¿qué cualidades son necesarias hoy para llevar de nuevo a la vida religiosa a la incandes­cencia de la vida evangélica? Escribe de nuevo tu res­puesta y compárala con la del capítulo 1.

6) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y explica tu elección.

7) «La única cuestión —concluye la hermana Joan— es si a esta generación, a nuestra generación, le queda aún el compromiso, la fe, la energía y el ardor espiri­tual suficientes para el gríeshog». ¿Le queda? ¿Te queda a ti?