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Diálogo Diálogo Volume 15 Number 2 Article 10 2012 Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos] Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos] Enrique Del Risco Arrocha New York University Follow this and additional works at: https://via.library.depaul.edu/dialogo Part of the Latin American Languages and Societies Commons Recommended Citation Recommended Citation Del Risco Arrocha, Enrique (2012) "Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos]," Diálogo: Vol. 15 : No. 2 , Article 10. Available at: https://via.library.depaul.edu/dialogo/vol15/iss2/10 This Article is brought to you for free and open access by the Center for Latino Research at Via Sapientiae. It has been accepted for inclusion in Diálogo by an authorized editor of Via Sapientiae. For more information, please contact [email protected].

Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos]

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Page 1: Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos]

Diálogo Diálogo

Volume 15 Number 2 Article 10

2012

Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos] Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos]

Enrique Del Risco Arrocha New York University

Follow this and additional works at: https://via.library.depaul.edu/dialogo

Part of the Latin American Languages and Societies Commons

Recommended Citation Recommended Citation Del Risco Arrocha, Enrique (2012) "Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos]," Diálogo: Vol. 15 : No. 2 , Article 10. Available at: https://via.library.depaul.edu/dialogo/vol15/iss2/10

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Page 2: Siempre Nos Quedará Madrid [fragmentos]

S i e m p r e N o s Q u e d a r á M a d r i d [ f r a g m e n t o s ]

Enrique Del Risco A rrocha New York University

CRUZANDO LA FRONTERA SUIZA El boleto era para Alemania, pero el plan era quedarnos en Madrid, durante la escala. Un vuelo de Iberia, sección de fumadores, en esa época tan remota en la que fumar en los aviones era una opción y no un atentado al sistema mundial de seguridad. A nuestro lado se sentó una pareja de españoles a los que les contamos nuestra versión oficial: íbamos para Alemania. Pudimos decirles simplemente que viajábamos a Madrid, pero actuamos como si nos fueran a revisar los billetes y descubrir que el destino de estos era Frankfurt y no Madrid. Era una lástima que no pudiéramos ver la ciudad en esa época del año, nos dijeron. Nosotros nos reíamos por dentro. Veríamos Madrid en otoño, en invierno, en primavera, en verano tantas veces como quisiéramos y nadie lo iba a impedir. Atravesaríamos todos los cordones de aduaneros y policías que se interpusieran entre nosotros y el otoño madrileño. Si nos detenían nos declararíamos en huelga de hambre hasta que nos dejaran salir a conocer la ciudad. Algo nos distrajo de nuestro devaneo heroico: el menú de la comida en el avión.

En el menú aparecían tres palabras perturbadoras. Las palabras eran “camarones de Batabanó” Los camarones los conocía. Eran unos animalitos que alguna vez había comprado de contrabando, a dólar la libra. Una libra de camarones: la cuarta parte de mi salario en el cementerio.Al que agarraran vendiendo o comprando camarones iba sin remedio a la cárcel. Los mariscos eran un producto de exportación con cuyos ingresos el gobierno compraba leche en polvo para los niños y dejar a los niños sin leche merecía el peor de los castigos. Batabanó era un pueblo en la costa sur de la provincia de La Habana. Había estado allí varias veces e incluso había visitado su estación de policía para intentar sacar a un amigo preso por llevar el pelo demasiado largo para el gusto de los policías. Años de pasar por ese pueblo carcomido por el salitre y nunca lo había asociado con ese fruto prohibido que eran los camarones. Y ahora veía “camarones” y “Batabanó” insidiosamente reunidos por una preposición en medio del menú de un avión de Iberia. Por supuesto que no contemplamos las otras alternativas. Pedimos los camarones y los devoramos con fruición y la conciencia tranquila de que no estábamos dejando a ningún niño cubano sin su ración de leche. Iberia corría con los gastos.

En el vuelo dormí como nunca he vuelto a dormir en un avión. Cuando desperté era de día y ya entrábamos en cielo español. La pareja sentada al lado de nosotros empezó a despedirse. Nos deseaban un buen viaje a Alemania y ya era demasiado tarde para explicarles nuestro destino real.

Cuando salimos del avión, en lugar de encaminarnos a tomar el vuelo de conexión nos dirigimos a la aduana. De pronto nuestros vecinos de vuelo aparecieron a nuestro lado para advertirnos que habíamos tomado la dirección equivocada. Para el vuelo hacia Frankfurt debíamos tomar el pasillo de la izquierda. Les dimos las gracias y de inmediato decidimos esquivarlos. No queríamos que su amabilidad terminara obligándonos a ir hasta Alemania.

Uno de los destinos más comunes del arte es crear patrones que uno luego puede reconocer y aplicar en ciertas secciones de la vida. Ese salón inmenso del aeropuerto de Barajas fue en ese momento nuestro cabaret de Casablanca. Rodeados de gente amable y distendida, sentíamos que el peligro podía venir de una sonrisa. Que apenas descubrieran nuestras intenciones nos montarían en el avión de regreso a Cuba. El salón inmenso donde la gente hacía la cola para pasar por aduana parecía tan neblinoso y abarrotado como el “Rick’s Café Américain” de la película. Con la diferencia de que en Casablanca el enemigo llevaba uniforme alemán y acá entre gente legañosa tras haber volado toda la noche era bastante más difícil determinar de dónde vendría el peligro. Quizás de ahí venía la neblina: de las lagañas. En cualquier caso si decidían ir a buscarnos sería muy fácil dar con nosotros. En aquella película en colores en la que nos habíamos metido nos sentíamos personajes en blanco y negro.

Nos escurrimos como pudimos hacia la casilla de la aduana. Miré hacia atrás y descubrí en la distancia al matrimonio. Temí que en cualquier momento vinieran a sacarnos de nuestro error, a explicarnos que no hacíamos nada en la aduana, que nuestro vuelo de conexión teníamos que tomarlo en otra parte. Que así, con las mejores intenciones nos delataran a la Gestapo. Por fin un aduanero nos llamó a su ventanilla y nos pidió los pasaportes. Ahora (en otra película más o menos de la misma época) yo era el judío que, en el último control antes de llegar a la frontera suiza, debe enfrentar al oficial de aduanas nazi. Me sorprendió la tranquilidad con que le extendí los pasaportes y el aire casero y distraído con que el aduanero los tomó, como si ambos nos negáramos a asumir la tensión que demandaba el momento. Lo único que estaba a la altura de la escena era la foto de mi pasaporte. Con las mejillas hundidas y los pómulos intentando desbordar la piel realmente parecía un judío recién escapado de Treblinka.

¿Algo que declarar?

En el maletín de mano un diccionario, varios libros,

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casetes, el manuscrito de mi último libro, ropa interior. Seguramente había algo que declarar. Aunque fuese el temor de que me enviaran de vuelta.

-No, nada, -fue lo que dije.

Y nos mandó a seguir. Pensamos -y uso el plural porque Cleo me dijo más tarde que pensó lo mismo- que de ahí pasaríamos a otro control. Que abrirían nuestra maleta para comprobar si en realidad no había nada que declarar.Y atravesamos la puerta para entrar en un salón más grande por el que empezamos a avanzar inseguros. Fue entonces cuando sentimos una gritería a nuestra izquierda. Erala hermana de Cleo, tres amigos y dos mujeres más que no conocíamos, todos saltando y agitando los brazos. Y hacia ellos avanzamos, creyendo que todavía podía venir un policía a interceptarnos o que un nazi nos dispararía desde su garita antes de atravesar la línea que nos separaba de Suiza. Pero no ocurrió otra cosa que llegar por fin a enredarnos en los abrazos que nos esperaban entre gritos de “¡Al fin!” que (como saben los que han participado en la fuga de una cárcel, el triunfo de una revolución o el inicio de un noviazgo largamente buscado) es el más equivocado de los gritos que se puedan dar en esta vida.

LA POLÍTICA“A mí no me gusta la política pero/yo le gusto a ella compañero”, canta un rockero cubano en una canción que chorrea política por todos lados. Si la política se te mete en los lugares más recónditos de la vida, si te sigue los pasos aunque te refugies en el ballet o en la ornitología, no puedes decidir si te gusta o no. Lo único que cabe asumir es que le gustas a ella. En Cuba la política es como el agua de un temporal entrando por debajo de la puerta: no te deja otra opción que tratar de empujarla fuera con una escoba o resignarte a vivir con los zapatos encharcados en ella, si acaso reservándote el prurito de elegancia de subirte los pantalones. Hasta que la política suba de nivel y amenace con ahogarte. Entonces no te queda otra opción que nadar.Si es a favor o en contra de la corriente ya eso es cosa tuya.

Pero miento. Nací con la política al cuello. No fue hasta mucho después que bajó hasta mis rodillas.

Ni siquiera cuando sales de Cuba la política renuncia a perseguirte. Confesar tu lugar de origen parece ser una invitación a hablar de ella, una invocación a sus dioses siempre sedientos de opiniones y posicionamientos, esa palabra tan fea. Si mencionar cualquier otra nacionalidad puede ser el inicio de una conversación sobre fútbol, lugares turísticos o gastronomía, la palabra “Cuba” parece asociada con la misma naturalidad al nombre o el apellido de algún dictador. Como el pan evoca a la mantequilla, el espacio al tiempo, Jesucristo a la cruz, los conejos a las zanahorias. Inmediato y natural como un reflejo condicionado por medio siglo. Juro que en esos días no salgo a buscar la política. Haber salido hacia España y no hacia Miami había

sido para mí una declaración de intenciones. La intención de al menos darme un descanso, salir realmente de los ejes sobre los que gira el tema político cubano. Ya en Madrid las cien pesetas que cuestan los periódicos (los mensajeros de la política, sus Miguel Strogoff de papel y tinta) son un lujo que casi nunca me permito y todavía faltan unos cuantos años para que el Internet empiece a desplazarlos. El título de exiliado me parece demasiado pretencioso para alguien ocupado en mantener sus funciones corporales a un nivel básico. Puedo pensar lo que quiera pero a los efectos de mi vida diaria no paso de ser un simple inmigrante. Aparte de un artículo que me piden para una revista universitaria me limito a hablar de política sólo cuando, después de preguntarme por mi procedencia, me responden con un “Fidel” como si ése fuera el segundo nombre de mi país y mi interlocutor se sintiese orgulloso de recordarlo. “Es un hijo de puta” es la respuesta con la que intento corresponder al nivel de complejidad intelectual que me proponen.

A veces las cosas son algo más complicadas. Como cuando me invitan a Cádiz a presentar el nuevo número de la revista de arte y literatura. La invitación incluye una comida. Mesa en un restaurante y, frente a mí, una vieja gloria de la poesía española. Alguien cuyo currículum incluye hasta la creación de un movimiento poético.Hace ya mucho tiempo que vive en Francia. Un poeta ya pasados los sesenta disfrutando de su regreso a la tierra natal como extraño centauro: mitad hijo pródigo, mitad vaca sagrada. Reverenciado por los hijos y nietos de los mismos que alguna vez le negaron el pan y la sal de la gloria provinciana. Un viejo malicioso y socarrón con sonrisa arrugada, mirada azul de diablo joven y unas ganas tremendas de divertirse en la sobremesa. “Así que cubano.¿Y eres anticastrista?”- me pregunta. El otro elemento con que cuenta el viejo poeta para su diversión -además de mi respuesta- es un compositor que a pesar de su comprobada ausencia de voz, insiste en presentarse como cantautor. El resultado: uno de los cantantes más inaudibles en la historia de la música occidental, quizás porque su secreto sea cantar en una frecuencia indetectable para el oído humano (menos de veinte hertzios o más de veinte mil). Y aunque se hizo famoso en el pasado por canciones que criticaban al franquismo -ateniéndose a una lógica no por defectuosa menos popular- profesa un fervor público y notorio a la dictadura del sitio de donde vengo.

Apenas respondo al poeta viejo que no me interesa definirme por mis opiniones sobre el hijo de puta que gobierna mi país, hacia mí se gira el compositor público y cantante secreto. Lo hace para defender un régimen que considera justo y necesario. (Definición de mi abuelo sobre la diferencia entre lo justo y lo necesario: uno se puede meterse el dedo en el culo y quedarle justo, pero no es necesario). Durante los siguientes minutos me pierdo el brillo de los dientes del poeta, su sonrisa ladina, porque ando empeñado en demostrarle al músico lo inhabitable que es el régimen que él exalta. Al parecer llego lo suficientemente lejos como para que apele a sus más

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recónditos conocimientos de Historia cubana extraídos -como corresponde- de la segunda parte de El Padrino. Su argumento más sólido para justificar casi cuatro décadas de dictadura es éste:

-Antes de la Revolución Cuba era un prostíbulo norteamericano.

Le ahorro los detalles históricos y me voy por la vía más fácil: decirle que ahora el país se ha convertido en un prostíbulo español. Eso lo obliga a recurrir a su teoría sobre el diferente valor de las esencias nacionales.

-Es preferible que Cuba sea un prostíbulo español que uno norteamericano.

No dice en qué consiste la superioridad de los penes españoles sobre los gringos, pero su tono indica que no vale la pena explicar lo obvio. Éste es el punto de la historia en que al escucharla mis amigos debaten sobre cuál hubiera sido mi mejor respuesta: unos habrían preferido una bofetada mientras otros se inclinan por el silletazo en la cabeza. Una historia de esa índole siempre es propicia para que cualquiera desboque sus más violentas fantasías al amparo del pluscuamperfecto del subjuntivo: “Si yo hubiera estado allí...”. Yo me refugio en ese punto del protocolo que desaconseja terminar la comida a la que te invita un amigo volcando la mesa y enviando a uno de los huéspedes de honor al hospital. Porque en aquel instante soy tan inaudible como el cantante clandestino en sus conciertos.La rabia me impide discutirle por qué mi país podría aspirar a otra cosa que a burdel de alguna potencia extranjera o por qué los penes de la Madre Patria no deberían tener preferencia sobre los del resto del mundo.

Al final de la noche vuelvo a encontrarme con el cantante afónico en un bar de la ciudad: oscila al compás del hielo del cubalibre que lleva en la mano. Insiste en convencerme de las razones últimas de su embeleso con la dictadura que me vio nacer. Lo acompaña una chica que al mismo tiempo que sirve de traductora de su jerigonza alcohólica intenta atraerme a los abrazos del músico mientras yo vuelvo a recordarle -como si sirviera de algo- que no tiene sentido discutir con el estómago lleno y el cerebro embotado sobre un país hambriento de casi todo. Que ese trago que lleva en la mano vale lo mismo que quince días de sueldo de mi padre. Pero allí, en medio del bar, el músico es la encarnación misma de la política: una abstracción que no se detiene en esos pormenores.

Pero siendo cubano no sólo soy asaltado por los que defienden la dictadura sino también por los que dicen detestarla. La dictadura que me tocó es de las que no deja indiferente a nadie, al menos en este hemisferio. Hacia el otoño del 96, Rubén, el mismo que me había encontrado a mi llegada a Madrid media hora después de que él desembarcara en Barajas, organiza una peña artística en el sótano de un bar de Malasaña, el Medina Magerit. Allí él y Judith, la esposa que ha traído en tiempo récord desde Cuba, cantan a dúo para todo el que esté dispuesto a pagar

500 pesetas por verlos. A las pocas semanas de empezar me invitan a que los acompañe. Yo leeré cuentos y compartiré con ellos las ganancias de la entrada luego de que el dueño del local separe su parte. Condenado a tener como clientes cada semana los mismos fieles amigos, la peña no rebasa el tercer mes pero mientras dura es un espacio agradable para compartir con algunos nativos curiosos y los compatriotas que van llegando a la ciudad, algunos de ellos músicos, todos faltos de quorum para conspirar contra la melancolía. Yo leo cuentos muy breves escritos en Cuba. Mis indirectas contra un poder que en la isla invocaba con insistencia y discreción habían tenido algún sentido allá, pero en el Madrid otoñal y laxo del 96, sin policías o informantes por los alrededores, le dan al sótano del bar ese aire de anacronismo terco que tiene todo exilio haciéndolo parecer -en suelo español- una suerte de catacumba olvidada del antifranquismo.

Después de terminar una de aquellas presentaciones en el Medina Magerit un español que he conocido poco antes me propone estirar un poco más la noche en un bar cercano.Un sitio de moda al que acude gente famosa. Eso último no me lo dice, pero basta entrar en el sitio para reconocer gente que ha estado más de una vez en portadas de revistas. Detrás de la barra hay una rubia madura y hermosa. “Es Bibi Andersen”, me susurra mi amigo al oído. La transexual más famosa de España. Supe de ella incluso antes de que apareciera en películas gracias a las revistas que mi tío, el marino mercante, entraba de contrabando en la casa: una rubia en un bikini de diamantes falsos que hizo sudar frío al custodio de la escuela de mi madre hasta que, para culminar la broma le dijeron que era (o alguna vez había sido, una distinción que no cuenta en un mundo encallado en las esencias puras) un hombre. Y el custodio pasó del babeo al insulto por inducirlo, aunque fuera por unos segundos, a desear un cuerpo del que alguna vez colgó un pene.

Bibi Andersen, la mujer más inteligente del mundo, de acuerdo con el chiste de los que afirman la supremacía de la mente masculina para consolarse de las deficiencias de sus cerebros particulares. Luce bien. Mucho mejor que en la pantalla de cine aunque la verdad es que no parece especialmente inteligente.

De pronto veo al director de cine favorito de mi madre, una cinèfila furiosa que consiguió introducir la asignatura de Apreciación Cinematográfica en la escuela de arte donde enseña literatura. No creo que exagere si digo que es el cineasta más famoso que ha tenido España. Alguien que cada vez que aparece por Los Ángeles se lleva de vuelta un Oscar. Le pido sacarle una fotografía para enviársela a mi madre. El director no sólo accede sino que me invita a posar junto a él. Después de la foto me despido eufórico. Suena a noche redonda. De pronto, la única mujer del grupo con el que llegué al bar empieza a hablarme de mis cuentos. Me dice que yo debería regresar a Cuba para luchar contra la dictadura. No sé si sobrevalora las posibilidades de la literatura o subestima las del totalitarismo. Lo único seguro es que me está llamando cobarde. El coraje no es precisamente la virtud más valorada en el gremio de los

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escritores, pero tampoco nos hace felices que nos asocien con la cobardía. El amigo que me llevó al bar me atrae por un brazo y me pide que no le haga caso a la chica. Ha tomado alguna copa de más y al parecer quiere hacerse notar.

La entiendo. Con esa cara todavía joven, pero insulsa, que anticipa el aburrimiento y la frustración concienzuda de los próximos veinte años no es poco lo que hay que hacer para distinguirse. Ultrajar alguna de las religiones del Libro o celebrar el bombardeo de una capital europea. Algo así.

Pero no es eso lo que importa. Lo que me jode es que en los momentos en que puedo olvidarme de los motivos que me han llevado hasta España siempre aparezca alguien para recordármelos. Da igual que sea un cantante furtivo o una mujer enardecida por el alcohol y la falta de perspectivas sexuales. Es irrelevante que estén situados en puntos opuestos del espectro ideológico. Cualquiera puede servir como representante de eso que se las arregla para colarse donde quiera que me encuentre. La política.

Que cuando la salga a buscar no se queje. Que no diga que la tengo cogida con ella.