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Murtuus in Anima Revista nº 8

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Primera publicación seriada en castellano sobre vampiros. Segundo Año, noveno número. Agosto 2014.

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Murtuus in Anima Revista.Año 2. Número 8. Agosto 2014.

Director: Gabriela Córdoba.Edición/ Redacción: Mme. Eglantine, Gabriela Córdoba.Paginación: Hayden Coffin.

Strigoi Publicaciones.Arcadia, Parterre bucó[email protected]://murtuusinanima.wordpress.com/

Murtuus in Anima Revista es una publicación de Strigoi. Registro Nº 1209112322232 SafeCreative. Todos los derechos reservados.Prohibido reproducir total o parcialmente el material publicado en este número. Los artículos y colaboraciones son responsabilidad del autor y no reflejan el punto de vista de Murtuus in Anima Revista.

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A Nuestros Lectores ..................................................................................................... 6

Vampiros en Sueños y Alucinaciones ................................................................... 7-11

El Castillo del Vampiro, de Karl des Monts (Traducción) ................................ 12-20

Trabajo de Tapa: Collage & Color por S. Angoisser, sobre un afiche de 1899 de Rumsdell.

STRIGOI PUBLICACIONES9. Bd. Corelli, Arcadia

SOCIÉTÉ DES ARTISTES MORTS

3. Boulevard des Dechús

Fundadora-Directora:GABRIELA CÓRDOBA

Secretaria de Redacción:MME. EGLANTINE

Paginación:HAYDEN COFFIN

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que allegarán al lector a

spectos médicos, h

istórico-

geográficos y literarios que toman como asunto

primordial para su desarro

llo la inspiración en

vampiros.

La sección que aborda la medicina nos

conducirá a lo largo de un texto profesional

psiquiátrico de finales del siglo XIX, en el cual se

expone la relación entre alucinaciones y vampirismo,

con el informe de debidos diagnóstic

os clínicos y

casos testim

oniales que fu

eron tomados e

n clínicas

para dementes en Francia.

Y para el expectante lite

rario, en esta

oportunidad, pasearemos por la

s fronteras pirin

eas y

las comarcas contiguas vascas, región propicia para

otro revés en el despliegue de una de las le

yendas más

acrisoladas que deben su composición al entusiasmo

en vampiros. Karl d

es Monts n

os narra en Le Château

du Vampire , la adversa vida de Marguerite

y los

contratiempos que deberá afrontar cuando caiga

presa de un sanguinario enamoramiento.

Nos re

cogemos en la expectación de que las

próximas lecturas re

sulten, a los paladares ávidos por

el encuentro con crónicas vampirescas, del mayor

agrado.

En madrugadas circunspectas…

E

l equipo de Murtuus in Anima Revista

RAE la edición de agosto de

2014 de Murtuus in Anima

Revista dos atrayentes se

cciones

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compromiso, suma sus investigaciones al mejoramiento en la calidad de vida del hombre industrializado. O lo intenta… Una vez presentada y, por consiguiente, querellada (marxismo) la concepción de capitalismo emergente, el escaso crecimiento económico y social que realmente constatan las clases menos predominantes determina, aunado al extremo esfuerzo implicado en las tareas de seriación, producción a grandes escalas, horarios laborales insalubres, o abandono de espacios naturales por familias numerosas que en aventurados oleajes pueblan las grandes urbes; determina, decíamos, una reducción palpable del nivel de condiciones para la sobrevivencia. Si bien el desarrollo demográfico aumenta de forma considerable (desde 1850 hasta un año antes de

EN tanto las revoluciones que se sucedieron en el mundo en 1848 no habían arrojado las consumaciones

esperadas por los bríos más transformadores, sí consiguieron alterar el auge del ideal romántico que declaraba que las ciencias matemáticas serían las únicas claves en los encadenamiento predominantes del pensamiento humano. El ardor con el que científicos y positivistas confiaban en los progresos técnicos impulsó esfuerzos mayores que no hacían otra cosa que especificar y depurar avances tales como: una noción más acertada de la termodinámica, la verificación de la velocidad y propagación de la luz, el nacimiento de la astrofísica de la mano de la química orgánica y el perfilamiento de familia de sustancias, entre otros importantes prodigios que resultaron de la renovada amistad con el universo de las ciencias. La medicina, al igual que lo hace toda rama disciplinaria humanística con

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ALUCINACIONES: ASOMBRO. FOTOGRAFÍA TOMADA EN UN HOSPITAL PSIQUIÁTRICO EN EL SIGLO XIX, EN EL SERVICIO DE M. CHARCOT, POR DÉSIRÉ MAGLOIRE BOURNEVILLE Y PAUL REGNARD.

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llevarse a cabo la Primera Guerra Mundial, la población europea se duplicó), los números de nacimientos disminuyen. A este respecto, la última declaración se encuentra ampliada en el trabajo Inglaterra victoriana: atmósfera clave en la conformación y asimilación de la figura vampírica, análisis sobre la constitución de la noción del personaje vampírico en la Inglaterra Victoriana, en el cual enumeramos las causas más significativas de mortalidad infantil propiciada por la Revolución Industrial. Precisamente, es la ciencia médica quien se encarga de cooperar en dilatar la extensión de años de vida de las poblaciones, porque quizás la Eternidad sea uno de los intereses más misteriosos y perseguidos por la humanidad. De una tasa de 30 años a principios del siglo XIX, el alargue en la duración media de existencia pasa a 50 años, en 1914, bajo la benéfica implementación de novedosas fórmulas bioquímicas que previenen enfermedades, aparatología que logra individualizar diagnósticos y seguimientos más estrictos de los pacientes en dispensarios especializados. Sin embargo, no toda actividad medicinal enlaza provecho en los pasillos más apartados… Métodos cruentos, en muchas ocasiones, han sido el único camino posible para desentrañar la patología y grado de afectación de padecimientos. Y, aunque el Progreso mostrara en esa época su faz más afable, la persistencia de espiritualidades afectadas por sugestión religiosa y mítica, contribuía a malograr la estabilidad especulativa en los conjuntos de habitantes. A estas experiencias se agregan las enfermedades mentales. Los que siguen son exámenes elaborados por el doctor P. Max Simon, médico francés director de los asilos públicos para alienados de Bron y de Rhône, en 1888. Simon dedica el quinto capítulo de su libro Le Rêve, L’Hallucination, Le Somnambulisme et L’Hypnotisme, L’Illusion, Les Paradis Artificiels, Le Rage, Le Cerveau et Le Rêve (El Sueño, La Alucinación, El Sonambulismo y El Hipnotismo, La Ilusión, Los Paraísos Artificiales, La Rabia, El Cerebro y El Sueño), a las alucinaciones de la sensibilidad que desencadenan en el perturbado visiones demoníacas de la índole de íncubos, súcubos y vampiros. Como nuestro interés concentra claramente en los últimos, hemos obviado presentar las demás indagaciones, aunque sí discurrimos oportuno adicionar parte de los casos mencionados que sirven de ejemplo al dictamen facultativo. Asimismo, pedimos al lector mantener una consideración reflexiva que diferencie que los próximos son estudios mentales realizados desde una perspectiva superada en sumo nivel psiquiátrico y psicológico a la fecha, cuando tiempo ha de haberse separado las alucinaciones de las ilusiones (en las últimas nombradas, un estímulo extremo real es percibido o interpretado erróneamente).

ALUCINACIONES DE LA SENSIBILIDAD: VAMPIROS

Luego de verificarse en el paciente alucinaciones que afectan los sentidos de la vista y el oído, las confusiones sensoriales más frecuentes que se exteriorizan son las del tacto y de sensibilidad en general. Cada vez que la sensibilidad se ve inquietada por una alucinación, un gran número de formas delirantes están sucediéndose. Por lo común, es el delirio de persecución el que es engendrado por una percepción alterada. Como todas las sensaciones alucinatorias, nace en el espíritu del enfermo la convicción de una percepción efectiva, a partir de lo cual justifica los cortes en su cuerpo, apretujamientos de manos o golpes. Una sensación que todavía puede observarse entre los locos, principalmente entre aquellos que presentan delirios persecutorios, es la que dio lugar a la leyenda de los vampiros. Nótese que todavía en ciertos países la creencia se mantiene y aseguran ser testigos de la sensación de succión. Los aquejados se imaginan que sus enemigos (fantasmas, demonios, vampiros) llegan para chuparles la sangre, impresión falsa que, además de resultar penosa para quien la padece, infringe en su ánimo la idea de que su existencia es quitada, que su vida va agotándose por causa de los maleficios de quienes se le oponen, hasta sumir al alienado en un estado de desesperación profunda. Como todas las alucinaciones, ésta puede repercutir en un estado epidémico, y es, precisamente, lo que acontece en las regiones en las que reina la superstición del vampirismo. Rara hoy, la creencia en los vampiros ha sido ampliamente difundida antaño. Se trataba de una

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ALUCINACIONES: TERROR. FOTOGRAFÍA TOMADA EN UN HOSPITAL PSIQUIÁTRICO EN EL SIGLO XIX, EN EL SERVICIO DE M. CHARCOT, POR DÉSIRÉ MAGLOIRE BOURNEVILLE Y PAUL REGNARD.

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persona muerta recientemente a quien el alucinado acusaba de atormentador. El hecho era aceptado por todos los aldeanos vecinos a la supuesta víctima y, rápidamente, el número de infelices visitados por el vampiro aumentaba. Sabemos cómo se procedía para liberar a los torturados del fantasma que los obsesionaba: el vampiro era desenterrado en presencia de los magistrados y el verdugo hundía en el medio de su cadáver una estaca; aunque otras veces lo degollaba. Esa ejecución calmaba las imaginaciones y detenía, sólo por un breve lapso de tiempo, las alucinaciones que se derivaban de ella. Pero renacían las perturbaciones colectivas de la percepción cuando un nuevo vampiro era descubierto. Igualmente, la falsa sensación de succión no es rara entre los locos, y no es provocada por un vampiro como estos enfermos aseveran. Hasta atribuyen los dolores que sienten a sus enemigos, seres que actúan desde lejos, mediante medios mágicos; algunas veces, incluso, dicen que son cercanos a ellos y, en este último caso, un individuo que es presa de dicha alucinación, afirma ver al vampiro sobre él, mientras es atacado por falsas confusiones de tipo visuales y táctiles.

VAMPIRISMO ENTRE ALIENADOS

Muchas personas atacadas por alucinaciones que les hacían tener contacto con vampiros se imaginaban que esos espectros salidos de la tumba, además de sorberles la sangre, les arrancaban el corazón y después concluían royéndoles las entrañas. Una dama, a quien traté hasta hace un tiempo, experimentaba las sensaciones más dolorosas que he oído de este género: decía sentir manos invisibles que la palpaban y colocaban sobre su corazón una suerte de ventosa. Abrimos su estómago para extraer diversos órganos cuando murió e investigar el precario estado de sus intestinos, y evidenciamos que era por medio del magnetismo y la electricidad que sus enemigos ejercían esas atrocidades en ella. Otro enfermo, que asistí durante mucho tiempo en mi servicio en el asilo de Bron, sufría similares alucinaciones: creía que un perro vampiro le comía el hígado, los pulmones y el corazón. Y, cosa curiosa que merece ser anotada, cuando el delirio se volvió menos activo, cuando sus alucinaciones desaparecieron totalmente o, mejor, fueron reemplazadas por confusiones sensoriales diferentes, aseguraba que ya no poseía ni corazón, ni pulmones, ni estómago. Evidentemente, el delirio sensorial dejó a continuación de los trances una concepción errónea que subsistía en el estado más crónico, en la demencia misma.

© De la digitalización del original: Gallica, Bibliothèque numérique. BnF, Bibliothèque Nationale de France.© Comentario y traducción Gabriela C. R. Córdoba. Todos los derechos reservados.

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País vasco

Existen creencias que se encuentran en todas partes.

Charles Nodier

como el pelaje de una loba enfurecida. No hay nada más que pobres malezas, pajizas y pálidas, diseminadas aquí y allá como lepra repugnante, que otorgan al paisaje yo no sé qué aspecto lúgubre y enfermizo con sus grandes hojas roídas y abiertas como si de úlceras horribles se tratase. Todo tiene allí ese aire de sombría y resignada melancolía que la desolación esparce sobre los objetos golpeados por su negra y lamentable huella. El mismo viento no hace en absoluto ruido. Se oyen sólo los gritos roncos y desgarradores de algunas aves de rapiña, únicos huéspedes de aquella soledad en que sumerge el abandono de los hombres, por encima de la cual planean siniestramente, como lo hacen las imponentes gaviotas arriba de la superficie del océano. Según los dichos de los más viejos del país, allí se alzaban, en otro tiempo, las murallas de una poderosa fortaleza cuyas ruinas desaparecieron hace tiempo. Le llamaban el Castillo del Vampiro, y he aquí la historia que se le pretende adjudicar. Hace varios siglos, vivía en esa misma comarca una menesterosa anciana sexagenaria. Tenía una bella hija –bella como un día soleado, bella como los ángeles del Paraíso, bella como santa Marguerite, su patrona–. Además de ser hermosa, Marguerite era una dulce y piadosa muchacha, excesivamente encadenada a su pobre madre, a quien adoraba. Aunque, con todo lo sagaz que era, ella no se había percatado de que existía un caballero encantador,

NTRE Tardets y Oloron, a la izquierda del camino que une estas dos ciudades, se extiende una infinita llanura, árida, salvaje, desierta, devastada; sembrada de aulagas, brezos

y ramajes, lugar donde el ojo se extravía, tan desheredada parece de la naturaleza… imposible resulta expresar el sentimiento de tristeza que se apodera del caminante al ver esos peñascos extraños, esas bizarras formas, la librea fiera y amarillenta; ver los relieves estropeados y casi sangrientos, los cuales dejan deslizar entre sus hendiduras algunos débiles y enclenques arbustos cuyas raíces, de amarillas tonalidades también, asemejan enormes serpientes. A fuerza de ser batidos por el viento y resecos por el sol, sus troncos grisáceos y tristes no poseen en nada el tinte verde celta que hace el encanto de los árboles en los valles, los mismos que se hallan al borde de las fuentes. Su corteza es estrecha, achaparrada, erizada está

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presa del dolor?”. Hizo novenas, invocó a los santos, pasó días enteros en oración, ayunó durante largas semanas… nada sucedió. Entonces, creyó la desdichada que el cielo la había abandonado y por eso se abandonó completamente a la desesperación. Pronto, tales fueron los quebrantos del mal que la minaban sordamente, que su endeble constitución padeció al punto de asustar a todo el mundo. Sus mejillas se habían ahuecado horrendamente; los ojos, cercados antes por tintes azulados y ennegrecidos, ahora parecían ocultar dolorosamente ardores fatales y misteriosos. Su boca, donde la sonrisa antaño había sido dulce aunque rara, se había vuelto pálida y descolorada. Aparentaba que el fuego, escondido tras aquella languidez, debía circular por sus venas secretamente incendiadas. Una tarde por fin, al anochecer, cuando volvía sola del pueblo vecino, apresurando el paso porque temía dejarse sorprender por la oscuridad del gran bosque que atravesaba –bosque en el que, según el decir de los aldeanos, se habían percibido resucitados–, le pareció ver deslizarse una sombra a través de los esqueletos marchitados de los viejos robles. Un fantasma misterioso que la observaba con ojos resplandecientes. Capturada por el espanto, se volcó a reflexionar temblando sobre ese ser fantástico. A fuerza de mirarlo para tratar de darse cuenta de las formas confusas que en su imaginación representaba, divisó que tenía dos cuernos en la cabeza, una gran lengua roja, garras en los dedos y los pies ahorquillados. Fue cuando el miedo, el mismo que consagra alas, hizo que huyera con la rapidez de un joven cervato. Todavía no había recorrido el espacio de veinte pasos, cuando oyó detrás de sí una voz dulce que la llamaba por su nombre. –¡Marguerite! ¡Marguerite!, decía la voz cuyo acento tenía un no se qué irresistiblemente amable, ¿por qué huir y temblar así? No soy un espíritu, como lo crees. No. Soy el joven señor de Lahonce, que te ama y querría verte muy feliz. Aunque tuvo gran miedo, un instante antes, e intentó huir lo más deprisa posible, la jovencita comprendió entonces hasta dónde podía llegar la influencia de la suerte echada, pues parándose de repente, se volvió. Para su sorpresa, no percibió lengua roja

el joven señor de Lahonce –dueño del castillo destruido–, quien montaba orgullosamente a campo traviesa con su bello corcel navarro. Por su parte, cada vez que pasaba delante de la humilde cabaña, el joven señor, no dejaba de mirar, no hacia la casucha pobre, sino más bien la fresca y linda carita que se dejaba tímidamente entrever a través de las clemátides y los jazmines en flor en su ventana. –¡Cosa extraña!, cuando se detenía por la bella niña, su mirada tenía una expresión tan singular que no podía abstener el estremecimiento y un tipo de fascinación horrorosa lo apresaba, provocándole ganas de llorar sin razones, alegrías sin causas y asfixiantes palpitaciones de corazón–. ¡Y fue pues, un día que, habiéndola encontrado sola, el apuesto señor se arriesgó a hablarle! Desde ese momento, la desdichada muchacha no cesó de pensar en él. [No existía] para ella más gozo, más alegría, más encantadoras locuras… Por la noche no dormía o, si la fatiga la alcanzaba, cerraba los ojos y sucedía que sueños extraños y misteriosos agitaban su reposo. Todos le representaban al barón, pero sólo que de un modo diferente: ora lo veía como un ángel del cielo enviado para brindarle felicidad, ora era un demonio del infierno, llegado a la tierra para perder su alma y arrastrarla hacia el precipicio sin fondo de las torturas eternas. Así, Marguerite resistía vanamente contra esa pavorosa y febril visión. Se despertaba sobresaltada, pálida, desgreñada, inundada por un sudor helado, como una hermosa de toda la belleza del dolor. Seguidamente, una fiebre lenta borraba poco a poco el rosa de sus mejillas y el carmín en sus labios, y la tristeza la consumía, mientras que, vagas y mortales inquietudes destrozaban su pequeño corazón. ¡En fin… Marguerite, vuelta mórbidamente pálida, enflaquecida, sumergida en una obscura melancolía, no era más que la sombra de ella misma! Mucho tiempo trató de luchar contra su destino. Asustada por los estragos de la fuerza oculta que la dominaba de modo irresistible, no perdió un solo día sin arrojarse a los pies del crucifijo de su pequeño cuartito, y allí, mientras dos arroyos de lágrimas quemaban sus mejillas, balbuceaba tristemente: “¡Oh, mi Dios! ¡Oh, mi Dios! ¿Por qué no morí antes del fatal día en que me hice niña, para únicamente convertirme en

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que más tarde le pareció muy corto el camino que conducía a su morada, tanto que lo recorrió absorta en el encanto, nuevo para ella, que tenían las conversaciones íntimas que hunden a dos en las inefables armonías del corazón–. Desde aquel día, Marguerite, mecida por esperanzas confusas y palabras hechiceras, volvió a verse con buena salud y fresca como una flor de primavera, al igual que una rosa de mayo. Convencida de la infalibilidad de las promesas de su amante, dio a luz bellos sueños dorados, de esos con los que las muchachitas gustan en poblar el futuro mediante su imprevisión juvenil. Cada día pasaba esperando la divina hora en que iría, a través de los senderos discretos, a escuchar las favorecedoras palabras de su amado, mientras que, a la menor bocanada de viento, lilas, escaramujos, espinos blancos y cítisos sacudirían sobre su cabeza

sus nieves de flores. Sin embargo, el señor de

Lahonce parecía triste. De repente, cayó

en una melancolía sombría, una mortal palidez cubrió su frente y sus fuerzas disminuyeron con rapidez horrorosa.

En vano, Marguerite llorando le inquirió acerca de cuál era su mal, pero él prefirió responderle con una

sonrisa dolorosa que desgarraba el alma. Una tarde,

instantes antes de l a luna plena, momento en que se encontraban, no apareció. Marguerite, inquieta, corrió hacia el castillo y encontró allí a todo el mundo en lágrimas. El señor de Lahonce estaba muy mal. Con la muerte en el alma, ella regresó a la casa de su madre donde, durante tres días, la desesperación fue tal que se comenzó a temer por su vida. Hasta ese día, para sorpresa de todos parecía consolada. Si no hubiese sido por la melancolía profunda que impregnaba en todos sus quehaceres y la delgadez aterradora que la ganaba,

esta vez, ni garras, tampoco cuernos, ni pies ahorquillados, sino al joven señor de Lahonce que le tendía la mano, diciéndole: “¡Te amo!”. Y como en ese momento la noche poseía ese no sé qué que atañe al alma, la luna nadaba en el mar azul, las hermosas nubes se fundían con las caricias del viento, la brisa entibiada pasaba con su queja, mientras murmuraba en la cabellera temblorosa de los sauces, en las sombras jugueteaban mil rayos trémulos, la melancólica voz de las aguas suspiraba solitaria una dulce y amorosa oración en medio del silencio infinito, la suerte echada se hacía doblemente pesada para ella. Con la cabeza perdida, sintió toda su sangre refluir precipitadamente hacia su corazón, y respondió con indecible embriaguez: “No, no tengo miedo y creo…”. Vaciló y no terminó de hablar, pero su seductor la había c o m p r e n d i d o . La pobre chica estaba completamente perdida; fue cuando él le dijo: “Pues bien, ya que me amas Marguerite, por el cielo o por el infierno seremos felices”. Ella se estremeció cuando oyó tal blasfemia aunque no pudo retirar s u mano de la otra que la retenía. Aún más, cuando la cogió por el talle el señor de Lahonce, Marguerite inclinó sus labios sobre la frente del hermoso muchacho, ansiando rozársela con un beso… El movimiento que trató de hacer para defenderse y echar de nuevo la cabeza hacia atrás involuntariamente había acercado los labios de ambos jóvenes, y, en la confusión y en la emoción de aquel capricho inocente del azar, había acabado en un embriagador beso. Así, se abandonó totalmente estremecida en sus brazos, mientras giraba hacia él sus rasgados ojos ahogados por la voluptuosidad –le aseguro, amable lector,

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cuando le contó todo lo que pretendía haber visto. Quince días pasaron. Al cabo de ese tiempo, una bella tarde en que Marguerite y su madre, ambas sentadas al lado del fuego, trabajaban silenciosamente, observaron llegar al señor de Lahonce, quizá un poco pálido aunque seductor como siempre. Viéndolo entrar, aunque diciéndose ella misma que debía haber sido un juego en un sueño, la anciana se estremeció involuntariamente. En cuanto a Marguerite, se volvió hacia su madre con una mirada triunfante que parecía decir: ¿no tenía yo razón con respecto a lo que creíste? –“¿Estás bien, mi dulce señor?”, murmuró Marguerite. –“Yo mismo, mi adorada, vengo a pedirte en matrimonio a tu madre para hacerte castellana”, respondió en joven, y, tornando hacia la madre de Marguerite, prosiguió con una de esas entonaciones de voz que sabía hacer tan persuasivas y suaves, “No puedes rechazarme, buena Marguerite, porque en lugar de la miseria que te agobia, es la felicidad lo que vengo a ofrecerte.” La madre no contestó. Por más tentadora que resultaba la propuesta del señor de Lahonce, vacilaba, no tanto porque le costara separarse de su única hija, de quien jamás se había apartado ni un solo instante desde la muerte de su pobre Jean-René, sino porque le pesaba la memoria de la fatal noche en la que, sabemos, su espíritu no se había aquietado precisamente. –“Pues bien… ¿qué decide?”, persistió impaciente el muchacho. –“Ciertamente, no lo sé”, balbuceó la madre de Marguerite. “El caso es que, vea, no me importa nada más que ver feliz a mi Marguerite”. –“¿Teme que ella no lo sea en absoluto cerca de mí?”. –“Mientras usted la ame, no; pero… ¿la amará siempre?”. –“¡Oh, verdaderamente, siempre!”. –“¡Entonces que la voluntad de Dios se cumpla y que el cielo vele sobre usted y sobre ella!”. Aquel día, Marguerite partió con su novio al castillo de Lahonce donde se celebraría el matrimonio. Era una de esas sombrías y formidables guaridas, uno de esos fantásticos nidos de águila en donde la imaginación gusta alojar a los orgullosos barones de la Edad Media. Nada más siniestro de

día tras día, cualquiera habría considerado que estaba completamente curada. Era sobre todo por la mañana que Marguerite parecía más débil. A la sazón, su anciana madre, que no había dejado de observarla con la sagacidad propia que otorga el privilegio de la solicitud maternal, resolvió montar guardia en la puerta de su cuarto para asegurarse de que su hija querida no se entregaba a prácticas exageradas de devoción, a causa de la alteración en su salud. La noche siguiente espió. Hacía varias horas que esperaba infructuosamente, y ya sus sospechas comenzaban a abandonarla, cuando, cerca de la medianoche, creyó oír un suspiro y luego una voz débil que murmuraba palabras entrecortadas. – “¡Oh, mi adorado”, decía Marguerite, sin dudas entre sueños, “¡Soy tu esposa muy amada, te amo! Sí, te quiero y, sin embargo, me parece que tus caricias me hielan el corazón, que tus besos me llevan a la muerte que me debilita, ellos me matan.” Después la muchacha exhaló un atormentado suspiro y la madre no escuchó nada más. Entonces la anciana colocó su ojo en la ranura de la puerta y vio… –¡juzgue el lector el espantoso terror que se apoderó de ella!–, ¡y ella vio un vampiro! Lo reconoció inmediatamente; se trataba del joven señor de Lahonce. Solamente que no era el señor de Lahonce pálido, delgado y descarnado por la enfermedad que había visto en el momento de su última visita, sino un hombre gordo, fresco y bermejo como lo recordaba en su más florida salud. El espectro, de pie al lado de la cama, tenía el cuerpo reclinado sobre la almohada de la jovencita adormecida y sus labios estaban posados sobre una vena en el cuello de alabastro. La madre creyó percibir una gota de sangre que fluía desde aquel cuello de marfil, la que se escapaba de los labios trémulos del resucitado. Presa de esa visión terrorífica, dando un espantoso grito, cayó en el suelo como muerta. Despierta por el ruido de la caída de su madre, Marguerite acudió a su socorro y se sorprendió al encontrarla extendida detrás de la puerta. La levantó, la llevó a su cama y le frotó las sienes con vinagre para hacerla volver en sí, sin dejar de pensar que la señora había enloquecido

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los ojos pasando las manos por su cara como para apartar la visión dolorosa que la había obsesionado durante el desvanecimiento, y miró alrededor. –“Perdón, mi amigo, perdón por haberte asustado así, pero no sé cuáles espantos horripilantes atravesaron mi cerebro”. –“Niña”, manifestó el hombre, “¿a quién tienes que temer cerca de mí? ¿No sabes que te amo, que no temí sacrificar rango, fortuna y reputación para poner todo a tus pies?...” –“¡Oh, habla, habla todavía”, exclamó la pequeña encantada, “habla; el soplo de tu boca es mi vida, puede calmar el miedo que hiela mis huesos, esparce ese rocío dulce en mí. Es tu Marguerite, es tu esclava quien te ruega”. –“Marguerite”, dijo el señor de Lahonce, “dices palabras que ninguna gran dama jamás dijo, porque las grandes medias naranjas ignoran el amor”, y pasando sus brazos alrededor del talle de la jovencita, la arrastró despacio al interior del castillo. Marguerite durmió poco por la noche. Al día siguiente, el matrimonio fue oficiado en la capilla sin pompa, sin esplendor y sin ruido. Marguerite, todavía bajo el impacto de las inquietudes que atravesaban su cielo azul de inasequibles nubes, asombró a todos por su palidez de mármol. Se presentía que un combate interior se sucedía en ella y que era presa de una violenta agitación. Todo se cumple, sin embargo… Venida la tarde, temblando más que nunca, Marguerite atravesó el umbral de la recámara nupcial. Sentía el corazón ceñido por extraños temores que ni ella misma se explicaba. Todo parecía estar hecho para hacerla feliz; no obstante, era tristeza y no alegría lo que experimentaba. A medianoche, cuando comenzaba a dormirse, un relincho sordo y un siniestro ladrido subieron por la ventana. Marguerite se estremeció. El corazón le latió vertiginosamente en el pecho. Relincho y ladrido redoblaron. Esta vez, Marguerite, helada por completo, tanto fingió dormir que vio a su esposo, inquieto, turbado y en agitación, mirarla de modo extraño y, persuadido de que ella dormía, se acercó a la ventana, diciendo: “¡Ya vengo, ya vengo!”, y salió. Dos horas pasaron sin que ella lo viera reaparecer.

ver como aquel inabordable retiro, erizado por cortinas, matacanes, bastiones y aspilleras sobre los cuales el rayo se había embotado, impotente. El solo aspecto de las altas murallas centenarias, chocando en el cielo sus masas negruzcas, asentaba en el corazón una punzante tristeza, que aumentaba con los ruidos extraños que se escapaban del interior. Ninguna voz humana sabría repetirlos, ningún instrumento sabría devolver aquellas roncas y fúnebres armonías de otro mundo. Eran sonidos unas veces débiles y otras profundos; gemidos, gritos de dolor y rugidos de cólera, gruñidos sordos y resonantes que se asemejaban a las detonaciones lejanas en una batalla o a los rumores del océano. Luego, suspiros asfixiados como las quejas de una víctima, silbidos agudos y mugidos sonoros sobre los que se desprendían las agudas notas de las aves de rapiña- a veces, el gran ruido se desvanecía y parecía morir en la lejanía como una ola quebrantada, para después renacer, hincharse, volverse amenazador. Estallaba y se estrellaba en los aires y saltaba en avalanchas de sonidos inasequibles, salvajes y terribles. Pero lo que envolvía de angustia y pavor, lo que recaía pesadamente en el corazón como un golpe de hacha, eran los lúgubres rechinamientos del rastrillo que rodaba sobre las cadenas de hierro. Se decía que esas voces misteriosas lo compadecían a uno de ir más lejos... Como todos los otros, más que todos los otros, Marguerite sintió esa impresión dolorosa. Un escalofrío glacial recorrió sus miembros. El frío sudor inundó sus sienes y un vacío inmenso se apoderó súbitamente de su alma. Los pensamientos se le habían perdido en una nada ilimitada. El desierto la rodeaba, el día le pareció apagado y el universo de luto. Tambaleó, palideció y se echó a temblar; las lágrimas no tardaron en aparecer… Un velo de llanto se extendió sobre su cara y un grito asfixiado se le escapó del pecho… sus brazos se doblaron… su cuerpo se venció hacia atrás… Hubiésemos podido decir que era una joven muerta que esperaba que terminaran de cavar la fosa donde debía reposar. Su compañero intuyó que iba a caer y se lanzó, recibiéndola en los brazos. –“Que me traigan un poco de agua”, dijo a su gente apostada delante de él, y refrescó las mejillas y la frente de la perturbada Marguerite. Cuando pasaron unos segundos, reabrió

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mustias cuando la luna, ahogada en un precipicio de vapores grisáceos, deja divisar sólo de vez en cuando sus rayos pálidos y temblorosos al contacto de enormes nubes cargadas. Los árboles, despojados de sus hojas y desnudos como grandiosos esqueletos, gritaban siniestramente, azotados por la ráfaga. Los vientos se agitaban entre ellos como demonios en sabath. La arena de los caminos mezclaba sus crujidos lastimeros a las ramas muertas esparcidas por todas partes… Marguerite tuvo gran miedo, sin embargo

el coraje no la abandonó. Precavida, se deslizó hasta la entrada del

cementerio y miró. ¡Horror! Su esposo y su horrendo

perro negro estaban al borde de la tumba descubierta y parecían

comer alguna cosa, mientras vigilaban hacia un lado y otro con brillantes y espantosos ojos. Los rayos de luna que caían

sobre ellos alargaban sus sombras sobre el suelo de un modo fatídico,

tanto que la muchacha no pudo abstenerse del estremecimiento

que le causó ver sacudirse las mandíbulas de su esposo de forma anómala. Una aflicción

pavorosa y suprema se apoderó de ella. Comprendió todos y cada uno de los intraducibles sentimientos de repulsión que le

cabalgaban el corazón… Igualmente, se apresuró a retomar muy rápidamente el camino del castillo por temor a

tener que pagar con su propia vida el descubrimiento que acababa de hacer. Y, no bien regresó, y a apenas algunos segundos de su regreso, la puerta de la recámara se abrió para dejar paso a su esposo, el vampiro. Volvió a acostarse, y cuando tomó sitio al lado de Marguerite, ella se estremeció. –“¡Oh, oh!”, dijo, “tenemos frío, aunque eso es muy bueno para dormir”. Marguerite no le contestó. –“¿Por qué no me respondes?, ¿te figuras,

Cuando ese tiempo finalizó, él retornó, aunque frío como hielo, como lo está un cadáver extendido sobre espeluznantes losas en la morgue. La noche siguiente ocurrió lo mismo. Cuando la medianoche arribó, Marguerite, siempre holgazana en conciliar el sueño, vio a su misterioso marido levantarse, tomando gran cuidado de no despertarla, y salir. Como en la víspera, volvió congelado dos horas más tarde. Al otro día, a la misma hora, cuando él se levantó, encendió una luz, pasó delante de los ojos

de Marguerite, pareciendo feliz debido a su sueño profundo, y respondió “¡He aquí, he aquí!”, dirigiéndose a los relinchos y ladridos de impaciencia que desde fuera se oían, y se fue. Marguerite se levantó en seguida, resuelta a seguirlo. Lo contempló desde lejos, marchando con desconfianza y observando sin cesar detrás de él que nadie lo espiara. Él tomó el socavado camino que llevaba al cementerio, atravesó el muro, y se deslizó cerca de una tumba en la cual la tierra fresca removida anunciaba a una víctima reciente. La noche lucía plena de una desolación profunda. Era una de esas noches lúgubres y

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–“¡Detente, hija!, y dime cómo vives con tu nuevo esposo… ¡va a venir!, habla rápido antes de que llegue, porque si tienes algún secreto que contarme no hace falta en absoluto que él lo oiga”. –“¡Oh, madre!, ¡madre!... si supieras…”. –“¿Pues qué?, habla bajo, especialmente muy bajo, ¿qué hizo?”. –“¡Oh… madre!”. –“¡Habla!”. –“¡Oh! El caso es que es aterrador de contar…”. –“A una madre se le dice todo”. –“Entonces…” –“¿Entonces?”. –“En la primera noche en que compartió mi

lecho, cuando llegó la medianoche, él se

levantó…”. –“¡Habla más bajo, hija!”. –“Se levantó,

desvelado por los aullidos de un perro enorme y negro que lo esperaba fuera, salió y regresó dos horas después”. –“Eso es original”.

–“El día siguiente, no

comió nada… ¿Comprende usted,

madre?”. –“No”.

–“La segunda noche y el segundo día sucedió de igual manera. El tercero…”. –“¡Silencio!... ¡escucha!... Pues bien, ¿el tercero?”. –“La tercer noche lo seguí… ¡madre!... no me ciña tanto; se levantó y lo seguí… ¡Oh, madre, no se ría, es espantoso! Persiguiéndolo hasta el cementerio vecino… ¡madre, me haces daño, me tuerces la mano! ¡madre…!, lo observé de lejos, y como había un claro de luna espléndido, vi…”. –“¿Qué viste?, pero por caridad, habla más bajo…”. –“Mi esposo y su perro… ¿se siente bien,

acaso, que creo que duermes?”. –“¡Qué dices!”, balbuceó Marguerite al tiempo en que simulaba despertarse. –“Digo”, continuó el vampiro, pasando su brazo alrededor de la cintura de la pobre niña, “que tu corazón late muy rápidamente”. –“Sentí tanto miedo, hace dos horas, cuando negué ser despertada por casualidad, que en algún punto pensé que había enfermado”. –“¡Uhmmm!”, dudó el vampiro.Al día siguiente, tan pronto como fue levantada, Marguerite le pidió a su marido autorización para ir a ver a su madre. Él la miró, para dejarle ver que adivinaba que sabía todo. –“Si solamente quieres ver a tu madre…”, dijo el señor de Lahonce, “iré a buscarla”. –“Como lo desees”, devolvió M a r g u e r i t e , pensando en que encontraría el momento oportuno de quedarse a solas con su madre y contarle los hechos. Así, el noble subió a su caballo mientras llamaba a su perro, y se marcharon. Durante todo aquel día Marguerite permaneció apostada en la ventana, sin quitar los ojos de esa árida e inmensa llanura en medio de la cual había sido edificado el castillo de su monstruoso marido. Cada vez que observaba una sombra cualquiera aparecer en la lejanía le parecía que se trataba de su madre. La noche la sorprendió en la misma posición y, estremecida, rompió a llorar. Entonces, repentinamente, la puerta de su recámara se abrió y una mujer anciana entró, sostenida por un bastón. –“¡Mi madre, oh, mi madre!”, exclamó Marguerite, precipitándose en los brazos de la vieja pero ésta la rechazó.

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En efecto, el vampiro se levantó ante ella, haciendo muecas infernales… La miró algunos segundos y luego hundió sus garras en el pecho de la chiquilla, en quien la sangre brotaba en rojas cascadas de su piel blanca como la nieve de Anhie. La infortunada Marguerite estaba muerta. Aquella tarde, el vampiro y su perro disfrutaron una buena comida.

madre?, su aliento quema… Mi esposo y su perro sentados a la orilla de una tumba entreabierta. Por la forma en que se movían sus mandíbulas adiviné que…”. –“Adivinaste…”. –“¡Eh! ¿qué? ¿comprende?”. –“No, termina”. –“El caso es que mi marido es un vampiro… ¡Oh!... ¡usted no es mi madre, desgraciada de mí!”.

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Corona), se encargó de inspeccionar las vejaciones que se cometían dentro de los asilos para alienados en nombre de la emergente medicina decimonónica que todo lo sanaba, experiencia que anotó en Un martyre dans une maison de fous, otra de sus obras. Por otra parte, sí fue estimado por sus contemporáneos como probo conocedor de la tradición regional cercana al País Vasco y a los Montes Pirineos. De esta suerte, apunta en Les Légendes des Pyrénées varias supersticiones locales que dan cuenta de encantamientos, historias sobre aparecidos y crímenes fraguados desde el mismo corazón incierto en el que se guisan las brujerías. La franja territorial francesa desde la que parten los sucesos que se narran en Le Château du Vampire, Tardets y Oloron, pertenecen en la actualidad a los Pirineos Atlánticos (región de Aquitania). Aledaña, la comunidad de Navarra, como aquellas, también participa con aportaciones del acervo pagano a la trama del cuento registrado por des Monts. Finalizando esta fugaz acotación, expresamos que el texto resultó importante entre la selección del material publicado que se inclina a justificar una traducción debido a que reproduce lealmente las fabulaciones generales que acostumbran tejerse en torno a sucesos curiosos, mismas que, con posterioridad, pasan a engrosar tradiciones populares particularmente locales.

© Traducción desde el francés al castellano por Gabriela C. R. Córdoba. Todos los derechos reservados.

BREVE COMENTARIO

Continuamente suelen hallarse menciones a Les Légendes des Pyrénées toda vez que se intenta esbozar un panorama nutrido que confronte el folclore verdaderamente documentado del siglo XIX europeo a las historias únicamente transmitidas de boca en boca que refieren a vampiros. Si bien estudios frondosos han sido elaborados sobre el libro en francés, inglés y alemán, poco (por no señalar nada) fue registrado en lengua castellana, e incluso, la única copia de la leyenda de la cual se dispone prosigue permaneciendo en idioma galo. Murtuus in Anima presenta esta vez una traducción lo más fiel posible a dicha transcripción y añade algunos datos biográficos del autor, además de ciertas especificaciones de la localización desde la que la historia se propaga, con lo que pretenderíamos sino mejorar la valía del rastreo folclórico preliminar, humildemente amplificar desde la base original de la cual parte las referencias que fueron borroneándose con el paso del tiempo. Diremos, entonces, que frágiles son los detalles conocidos que ilustran la vida de Karl des Monts. Se sabe que éste es el seudónimo que utilizaba al momento de escribir y que su nombre era Ernest de Garay. En Francia, la importancia literaria que detenta resulta quizá imprecisa y, cuando aflora, se halla presente a través de un ánimo secundario en el que no es importante su status. Pertenecía a la clase noble y era católico a ultranza; no obstante, como ultramontano (defensor de la autoridad de la Santa Sede sobre la

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