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LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO AUTOBIOGRÁFICO EN LA TRADICIÓN NARRATIVA PERUANA by ALONSO-MARIA RABI-DO-CARMO B.A., Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1997 M.A., University of Colorado at Boulder, 2003 A thesis submitted to the Faculty of the Graduate School of the University of Colorado at Boulder in fulfillment of the requirement for the degree of Doctor of Philosophy Department of Spanish and Portuguese 2012

LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

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Page 1: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

AUTOBIOGRÁFICO EN LA TRADICIÓN NARRATIVA PERUANA

by

ALONSO-MARIA RABI-DO-CARMO

B.A., Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1997

M.A., University of Colorado at Boulder, 2003

A thesis submitted to the

Faculty of the Graduate School of the

University of Colorado at Boulder in fulfillment

of the requirement for the degree of

Doctor of Philosophy

Department of Spanish and Portuguese

2012

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This thesis entitled:

La representación de la figura autoral en el discurso autobiográfico

en la tradición narrativa peruana

written by Alonso-Maria Rabi-Do-Carmo

has been approved for the Department of Spanish and Portuguese

Professor Peter Elmore, Chair of Committee

Professor Juan Pablo Dabove

Professor Leila Gómez

Professor Julio Baena

Other members:

Professor Juan Carlos Galdo

Date August 17th

2012

The final copy of this thesis has been examined by the signatories, and we

Find that both the content and the form meet acceptable presentation standards

Of scholarly work in the above mentioned discipline.

Page 3: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

iii

Rabi-Do-Carmo, Alonso-Maria (Ph.D., Department of Spanish and Portuguese)

La representación de la figura autoral en el discurso autobiográfico

en la tradición narrativa peruana

Thesis directed by Professor Peter Elmore

The autobiographical discourse is currently a topic of enormous disputes in the literary field. One

of the most intense discussion has to do with the true reference value of this discourse. From post

structuralism, critics like Paul de Man and Roland Barthes questioned seriously, between 1970

and 1990, this aspect of autobiography. In recent years, however, there is renewed interest in

exploring the place of autobiography in the spectrum of narrative genres. This thesis adopts the

idea that autobiography is still able to maintain some ties to referentiality. And while

acknowledging that the mediation of language and memory make it impossible for a faithful

representation of the experience, there are areas of autobiographical discourse that still offer the

reader some sense minimum guarantees. In this thesis we contrast the questions of de Man and

Barthes with other positions, such as Philippe Lejeune, Paul Eakin or James Olney, who seek to

rescue referentiality. In this context, my dissertation explores four autobiographical texts from

the Peruvian tradition: Mucha suerte con harto palo (1976) de Ciro Alegría; El zorro de arriba y

el zorro de abajo (1971) de José María Arguedas; El pez en el agua (1993) de Mario Vargas

Llosa, and La tentación del fracaso (1992-1995) de Julio Ramón Ribeyro. The purpose of this

research is to describe the strategies of representation of the authorial figure that underlie this

corpus, based on one premise: what really matters in these texts is not the memory of the

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experience, but the sense that the experience acquired in the reading. Each of these texts presents

specific problems and together, they constitute an invitation to the discussion of a topic that, at

least in the Peruvian literary criticism tradition, is starting to show its first results.

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v

CONTENTS

I. Capítulo I. Introducción……………………………………………………………….…..1

II. Capítulo II. Mucha suerte con harto palo (1976) de Ciro Alegría: Un caso de mediación

en el discurso de la memoria………………………………………………………….....14

III. Capítulo III. José María Arguedas: El ritual de la agonía……………………………......62

IV. Capítulo IV. Mario Vargas Llosa: Biografía de lector / Memorias de escritor.…..…....120

V. Capítulo V. El autor como diarista: La tentación del fracaso de

J.R.Ribeyro…..….......180

VI. Conclusión ……………………………………………………………………………..229

VII.Obras citadas……………………………………………………………………….…..235

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1

CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN

Sobre el género autobiográfico pesan diversos cuestionamientos y acaso el más importante tenga

que ver con la duda sobre su carácter referencial. Tenido durante mucho tiempo como un

discurso que proponía una verdad y una sinceridad difícilmente objetables, la lectura de los

textos que pertenecen a este género sufre una notable disrupción con la aparición de

“Autobiography as De-Facement”, el célebre artículo de Paul de Man donde se postula la ilusión

referencial de los textos autobiográficos porque allí, sugiere el crítico, se dota de voz a lo que es

incapaz de hablar, se ofrece el don de la vida a lo que está irremediablemente muerto, se

construye allí, gracias a la figura de la prosopopeya, una máscara

textual1. El tema de esta investigación es, precisamente, el discurso

autobiográfico, representado en cuatro textos que pertenecen a la tradición literaria peruana del

siglo pasado: Mucha suerte con harto palo (1976) de Ciro Alegría; El zorro de arriba y el zorro

de abajo (1971) de José María Arguedas; El pez en el agua (1993) de Mario Vargas Llosa y La

tentación del fracaso (1992-1995) de Julio Ramón Ribeyro. Mi objetivo no es repetir una vez

más las críticas que se han hecho al discurso autobiográfico en cuanto a su poder referencial;

tampoco detenerme en sus paradojas (sujetos que solo existen como enunciado, por ejemplo). El

punto central consiste en llevar a cabo una exploración de la autorrepresentación de la figura del

1 Otro cuestionamiento muy agudo y perspicaz fue el de Jan Starobinsky, quien en La transparencia y el

obstáculo plantea como un imposible la fidelidad que el lenguaje intenta guardar por la vida en una autobiografía.

Incluso si ello llegase a ocurrir, discurre el crítico, estaríamos frente a una sustitución de la vida por el lenguaje, algo

ciertamente insostenible.

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autor en este corpus, las estrategias que despliega cada texto en este sentido y, por supuesto, más

que discutir sus criterios de verdad o de capacidad referencial, tratar de desentrañar el sentido o

los sentidos que adquiere aquí la trayectoria vital de cada autor al poner en marcha su relato

autobiográfico. Así, algunas preguntas resultan muy pertinentes a esta aventura exploratoria.

¿Cómo se ve el autor a sí mismo? ¿Qué significados encierra el hecho de elegir

autorrepresentarse de una manera determinada? ¿Qué ansiedades revelan esas estrategias, qué

figuraciones se esconden tras ellas? Estas son las preguntas que sirven de base a mi trabajo y que

han ido moldeando y dando forma a mis pesquisas. Antes de detallar la manera cómo he ido

abordando estas cuestiones quisiera decir algo sobre los textos analizados. Como bien sabemos,

la tradición autobiográfica en el Perú, sin ser escasa o inusual, tampoco es notoriamente pródiga,

especialmente si se compara con otros géneros que ponen de manifiesto una abultada ventaja en

términos de producción, títulos y continuidad. Sí cabe decir eso, en cambio, de la tradición

crítica, que en este campo, al menos en el Perú, es realmente desértica, excepción hecha de dos

libros. Uno pionero, de Cecilia Esparza, titulado El Perú en la memoria. Sujeto y nación en la

escritura autobiográfica (2006); el segundo, más reciente, de Kathya Araujo: Dignos de su arte.

Sujeto y lazo social en el Perú de las primeras décadas del siglo XX (2009), que abren la

discusión sobre el discurso autobiográfico en el Perú en diversos frentes teóricos y temáticos.

Esparza ve en el discurso autobiográfico2 la posibilidad de proyectar desde la escritura individual

un diálogo con la colectividad nacional, pues “se afirma la subjetividad como lugar de

enunciación válido para la representación de una visión del mundo capaz de interpelar a una

2 El corpus elegido por Esparza está conformado por Las mil y una aventuras (1940) de José Santos

Chocano, El pez en el agua de Mario Vargas Llosa, El zorro de arriba y el zorro de debajo de José María Arguedas,

La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro, De mi casona de Enrique López Albújar y Antimemorias de

Alfredo Bryce.

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comunidad de sujetos” (Esparza 14) y la estudiosa da por sentado que “la construcción de la

memoria, la reflexión sobre la subjetividad, aparecen asociadas de manera indisoluble a las

distintas construcciones sobre lo nacional que subyacen de manera más o menos consciente al

impulso autobiográfico” (Esparza 14-15). En tanto Araujo3 se centra en el estudio de la

configuración social del sujeto, poniendo énfasis en “el arte que debe desplegarse para

producirse y sostenerse como sujeto en lo social” y en cómo “el sujeto es precisamente gestado

por ese arte”: “Los textos autobiográficos son una entrada relevante para abordar el problema de

las configuraciones e ideales del sujeto, por cierto no porque sean testimonios fieles a la realidad

del Yo y lo narrado, sino porque revelan las estrategias y posibilidades de producción de sí” y

“una serie de representaciones acerca del Yo” que responden a la “necesidad de legitimación del

propio lugar de autobiógrafo” que pasa a ocupar el sujeto en este discurso (Araujo 13-29).

Huelga decir, por cierto, que la negación absoluta de la referencialidad haría imposibles o, mejor,

inviables, lecturas como las que postulan y defienden Esparza y Araujo. Pues bien, esa misma

entrada “relevante” es la que busca la presente investigación, pero en relación no tanto a los

lazos sociales --que por supuesto poseen toda la importancia del caso-- o a la proyección de la

subjetividad como esbozo de lo nacional, sino con la ejecución de una escritura que, entre otras

cosas, nos ofrece, además de un relato de vida --con mayor o menor duración, según el caso-- la

imagen de un autor (de una “persona literaria” si se me permite el término) y sus preocupaciones

3 Kathya Araujo centra su análisis en la lectura de tres textos: Las mil y una aventuras de José Santos

Chocano Chocano, Mi vida profesional: Apuntes autobiográficos del ingeniero Alberto Jochamowitz (1931) de

Alberto Jochamowitz (1888-¿?) y varios textos de la escritora modernista Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), entre

ellos Mi vida con Enrique Gómez Carrillo (1929).

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centrales: la lectura, la escritura y la autopercepción que tiene de su lugar en el contexto

intelectual y cultural peruano.

El primer libro que analizo en este trabajo es Mucha suerte con harto palo, las

“memorias” de Ciro Alegría (1909-1967), un texto que presenta problemas muy particulares. El

primero de ellos su carácter de montaje: publicado en forma póstuma, reúne textos de todo

calibre (algunos efectivamente autobiográficos) publicados azarosamente y cuando apremiaba la

economía del escritor, lo que cancela la posibilidad de un “proyecto autobiográfico” sistemático

y consciente. El segundo: la ausencia del autor en decisiones fundamentales y que sin duda

pertenecen al ámbito autorial, como qué textos incorporar y cuáles no: lo que se lee en Mucha

suerte con harto palo es el resultado de la edición llevada a cabo por la viuda de Alegría, con

posterioridad a la muerte del escritor. No olvidemos que al encarar la escritura de un texto

autobiográfico el autor se ve frente a la necesidad de escoger qué sucesos incorporar al proyecto

y cuáles dejar de lado y también debe atender a otra necesidad, que no es otra, como lo recuerda

Gusdorf, que dejar plasmadas algunas escenas de carácter “emblemático” (Olney 28-48).

Partiendo de esta idea surge otro cuestionamiento a la transparencia y referencialidad del

discurso autobiográfico, esta vez por cuenta de Hayden White, quien sostiene que, en efecto,

estas decisiones se ponen en práctica tanto en el discurso ficcional como en el histórico y dejan

abierta la duda sobre cuán fiel a la verdad es o puede llegar a ser la representación del yo (Olney

81-100). De modo que la elección y ordenamiento del texto, que además registra significativas

variaciones en sucesivas ediciones, como bien explicamos en el capítulo respectivo, fue

responsabilidad de Dora Varona, que puso de manifiesto un legítimo principio de devoción por

Alegría, sin que ello impida notar problemas en el diseño de las “memorias”. Descontando estos

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problemas, sin embargo, queda ante nosotros una imagen autoral de Alegría, una imagen que

presenta aristas de gran interés y que van desde la necesidad de inscribirse “literariamente” desde

su nacimiento y bautizo hasta la ansiedad de ocupar un lugar en la tradición narrativa peruana,

pasando por un factor crucial: el hecho de haber sido Alegría el pionero, en más de un sentido, de

la profesionalización de la escritura en el Perú y se muestra como figura fundadora también en la

defensa de sus derechos de propiedad intelectual, como muestran las varias campañas que intentó

liderar contra la piratería editorial, incluida claro está la de sus propios libros. Paradójicamente o

no, la dispersión de los materiales que forman Mucha suerte con harto palo, su escritura

irregular en el tiempo, la intencionalidad de Dora Varona al reordenar los fragmentos que

componen el libro, arrojan un resultado: la emergencia involuntaria de un “yo” dotado de rasgos

y características que nos permiten, a su modo, reconstruir parte de la figura de Ciro Alegría. El

segundo texto es El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma de José María

Arguedas (1911-1969), escrita como parte de una terapia contra profundos traumas que el autor

arrastraba desde su infancia y que incluye también un diario de corta duración (los cuatro diarios

incorporados a la novela no llegan a cubrir un arco temporal de dos años) pero de enorme

significación. Este proyecto narrativo puede entenderse como el punto culminante de la

necesidad arguediana de traducir en literatura la experiencia personal, como dejan adivinar los

relatos de Agua (1935) y especialmente la novela Los ríos profundos (1958), merecedora, en más

de una ocasión, de lecturas, muy coherentes además, en clave autobiográfica. La imagen autoral

que ofrece El zorro de arriba y el zorro de abajo es la de una figura trascendente y que encarna

no solo la representación de una figura sacrificial y ritual (el suicidio y su metódica preparación,

casi como si se tratara de un espectáculo, las indicaciones funerarias que cierran el diario, entre

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otras cosas, son muestra de ello), sino también de un horizonte utópico para la sociedad peruana,

porque aquí la muerte del autor no se presenta en un sentido final y agónico sino más bien como

la posibilidad de una renovación, de un resurgimiento, inspirada sin duda en un ánimo mesiánico

y redentor. Los diarios que forman parte de este relato ofrecen también muchas señales sobre las

afinidades estéticas del escritor y sus opciones éticas en el campo intelectual y literario tanto

nacional como latinoamericano. El aprecio declarado de Arguedas por las obras de Juan Rulfo,

Joar Guimaraes Rosa o César Vallejo, así como la radical distancia que toma frente al

cosmpolitisimo de Julio Córtazar (muchos recuerdan la agria polémica protagonizada por ambos)

y al profesionalismo a ultranza de Carlos Fuentes, por ejemplo, dan cuenta de una

autopercepción que apunta a definir al artista en un campo que se ubica entre lo mágico y la idea

del compromiso social. Continúa nuestra exploración con una lectura de El pez en el agua, de

Mario Vargas Llosa (1936- ) que articula la imagen autoral a partir de dos ejes fundamentales:

la relación tensa y significativa entre las dimensiones del éxito y el fracaso y, por otro lado, la

fuerza de las revelaciones traumáticas como origen de la escritura. En el primer caso aludo a la

experiencia que sirvió de detonante a le escritura de sus memorias: la derrota electoral en las

elecciones peruanas de 1990, vale decir, el fracaso político, en contraste con una ética de trabajo

y una constancia en la escritura, asumida como un deber profesional y excluyente, como base de

una experiencia exitosa. En el segundo punto, me refiero a una revelación que dejaría honda

huella en Vargas Llosa y de alguna manera marcaría su relación la literatura: descubrir a los diez

años de edad que su padre, de quien le habían hecho creer que esta muerto y en el cielo, estaba

en realidad vivo e irrumpe en la vida del escritor con una carga de violencia y maldad que

produce un trauma enorme pero también una respuesta: la escritura, y he aquí un vínculo

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importante con Arguedas, como parte indesligable de la experiencia. No es casualidad, entonces,

que el escritor haya elegido el episodio del reencuentro con el padre como punto inicial de sus

memorias. Añado una tercera dimensión, que llamo provisionalmente la “biografía” de un lector,

en relación al descubrimiento placentero de la lectura (siempre de la mano de una fundadora

“escena de lectura”, como la llama Silvia Molloy) y su transformación en actividad crítica y

profesional, al punto de reflejar en esa actividad sus propias obsesiones como creador de

ficciones. Concluyo esta investigación con una revisión de algunos temas importantes presentes

en La tentación del fracaso, el diario de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), el más ambicioso de

su género escrito en el Perú y acaso en el ámbito hispano. La autorrepresentación que opera en

La tentación del fracaso me interesa en tres aspectos puntuales: primero, la idea del escritor

como lector y autor de diarios; las relaciones que se tienden entre varios fragmentos de su diario

y otros textos suyos y, finalmente, la imagen del autor asociada al padecimiento de una

enfermedad cuya revelación paulatina no será menos dramática: el cáncer. En relación con el

primer punto, hay una notable exhibición de conciencia de la escritura del diario en La tentación

del fracaso, que por momentos se transforma en un espacio “metadiarístico”, de reflexión

constante sobre este quehacer. No se trata ya de un mero registro de la experiencia cotidiana y

doméstica (por cierto también presente) sino sobre todo de la experiencia misma de escribir un

diario, lo que no excluye otra experiencia recurrente: la lectura de diarios. Ribeyro supera con

creces la idea tradicional del diario, porque el suyo es un diario de escritor, que apela a la libertad

de composición y a la mirada constante sobre su quehacer literario como tema central. Del

mismo modo, La tentación del fracaso tiende un puente clarísimo hacia otras zonas de la obra de

Ribeyro (igual de “menores” y “marginales” que el diario mismo), en especial la que ocupan los

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fragmentos de Prosas apátridas (1975), cuya escritura es referida varias veces en el diario y

Dichos de Luder (1989), un libro que está a caballo entre la minificción, el miniensayo y el

aforismo. La enfermedad atraviesa la escritura del diario y define un espacio de pathos personal.

La enfermedad, además, se revela poco a poco. Comienza con unos malestares físicos que se van

repitiendo con perversa recurrencia, una narración de padecimientos, visitas al médico, exámenes

y operaciones que culminan con el diagnóstico inapelable, el mal tabú: el cáncer, representado en

el diario de modo similar a como Susan Sontag inscribe e imagina el mal en la tradición literaria

occidental en su famoso libro Illness as a Metaphor (1978). Lo que arrojan estos cuatro textos

en conjunto es un variado y complejo repertorio de representaciones del Yo. Se podrá objetar que

todos los textos autobiográficos hacen lo propio. Sin embargo, en la tradición peruana, los cuatro

textos invocados en esta investigación alcanzan en cuanto a la figura autoral, una riqueza

particular, como hemos apuntado brevemente hasta ahora4. Acusados rasgos de esta

investigación son su carácter ecléctico y su preferencia por una lectura cercana de los textos.

Carácter ecléctico porque muy pronto notará el lector que carece de un marco teórico general,

aplicable a todo el trabajo, y cada capítulo desarrolla temas específicos y particulares que mi

lectura intenta desentrañar. Lo que sí comparten los cuatro capítulos de mi investigación es el

4 Esa misma razón me asistió para dejar de lado otros textos de esta familia, como Antimemorias I y II de

Alfredo Bryce Echenique (proyecto conformado por los volúmenes Permiso para vivir (1993) y Permiso para sentir

(2005)) o De mi casona (1924) y Memorias (1966) de Enrique López Albújar (1872-1966). En el caso de Bryce, el

discurso autobiográfico se aleja de la representación autoral para centrar la experiencia vital en el encadenamiento

casi sin fin de anécdotas y otros sucesos, por el que desfila una enorme cantidad de personas y personajes y también

porque crea una zona de indefinición de evidentes implicancia éticas cuando menciona que “no hay mejor vida que

la que uno se inventa”. En cuanto a López Albújar, De mi casona evoca la infancia del autor en Piura, pero su

presencia de va diluyendo de a pocos, cediendo el paso a la historia de la casona familiar y a un relato que va

configurándose como un pequeño ensayo de historia regional. Memorias, por otra parte, se enfoca sobre todo en el

desempeño de López Albújar como magistrado en varios puntos del país (fue juez instructor en Huánuco, por

ejemplo) dejando prácticamente ningún espacio a su quehacer literario.

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intento --muchas veces no declarado-- de situarse en un punto medio entre la idea del pacto

autobiográfico de Lejeune, especialmente cuando el lector acepta la coincidencia entre autor,

narrador y personaje que opera en el discurso autobiográfico, y los cuestionamientos de Paul de

Man en lo referido a la referencialidad ilusoria que de acuerdo a él preside el

género. Acepto que la mediación del lenguaje es el obstáculo mayor de la referencialidad:

este sin duda opaca al sujeto y su experiencia, al punto que resulta imposible analogar ambas

dimensiones en la escritura. Pero por más “ilusoria” que sea esta referencialidad, el discurso

autobiográfico conserva la capacidad de remitirnos a una materialidad documental que deja

entrever algún atisbo de verdad fáctica, que nos permite trazar todavía una delgada línea de

separación frente a los textos de ficción. Fronteras borrosas, pero no indiscernibles en un buen

número de casos. Por eso esta lectura se resiste a condenar a la indefinición genérica o a la

imposibilidad referencial, por ejemplo, al Ciro Alegría que gana dos premios literarios de

renombre en distintas partes de América; al José María Arguedas que planea su muerte, organiza

sus funerales y nos ofrece junto con ello un conmovedor testamento ético, intelectual y artístico;

al Vargas Llosa que descubre el terrible mundo del verticalismo paterno y encuentra algún alivio

en la escritura o al Ribeyro picado por el “cangrejo” como llama con reiteración a su enfermedad

en La tentación del fracaso. Y es que es la lectura, como afirma Lejeune, la instancia en la que

uno puede aprovechar mejor, de aceptar el pacto que propone, el poco anclaje que pueda tener

todavía la autobiografía en la realidad. No se trata pues de asumir a rajatabla lo narrado en una

autobiografía como verdad; tampoco de negar que a partir de la lectura de un texto

autobiográfico podamos ir a buscar el sostén documental del relato contenido en él. Tampoco se

trata de negar que el sujeto autobiográfico es producto del lenguaje y la escritura. De hecho lo es.

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¿Pero si acatáramos el cuestionamiento de De Man a ojos cerrados, por ejemplo, cuál sería

entonces la utilidad de la autobiografía? Aún más, cabría preguntarse ¿por qué existe un género

como este, que pretende arrogarse la verdad pero es solo una máscara? Históricamente hablando,

los autores de textos autobiográficos han insistido muchas veces en la buena fe y la sinceridad de

su escritura. San Agustín, en sus Confesiones narra dos historias: una historia de vida y una

historia de conversión y el que lo haga ante una instancia superior, vale decir Dios, le sirve de

garantía; mientras tanto Rousseau, en su libro del mismo título que el de Hipona, nos dice a sus

lectores que estamos frente a un libro “de buena fe”. Bien afirma Lorena Amaro que “sea quien

sea el padre de la autobiografía, los primeros escritores que intentaron desarrollar un concepto de

su yo y de su inserción en el mundo pretendieron para su obra un estatuto de verdad: subrayaron

el carácter histórico de sus relatos y quisieron legitimarse como garantes de sus propias

narraciones” (Amaro 26-27). De alguna manera, autores como San Agustín o Rousseau estaban

premunidos de otra lógica, que Amaro explica en estos términos: “El autor del texto

autobiográfico detenta, propiamente, ´autoridad´ sobre el relato de su vida: él, como nadie, debe

saber sobre sí mismo, como debe también poder transmitir ese saber a un lector. Durante mucho

tiempo, prima la consideración de la autobiografía como relato histórico [y] real” (Amaro 27).

Esta idea también encuentra eco en un famoso texto de Goethe, Poesía y verdad en el que se nos

indica que la finalidad de un texto autobiográfico es sobre todo lograr la representación de un

hombre en el contexto y las circunstancias de su época. Sin embargo, por esos mismos años, los

hermanos Schlegel, como lo recuerda Nora Catelli, “adjudican la escritura autobiográfica a

prisioneros del yo, neuróticos, mujeres y mentirosos. Los llamados autobiógrafos son para ellos

autopseutos, esto es, individuos que mienten sobre sí mismos” (Catelli 10). Pero en este trabajo

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11

nos apropiamos de la idea de James Olney, cuya defensa de la referencialidad está basada en un

criterio de cierta correspondencia entre una vida escrita y la experiencia de un sujeto real. Olney

critica a su vez la negación total de la referencialidad, al no aceptar la disolución del yo que está

implícita en esa negación y al decir que esa negación prácticamente ha reducido el discurso

autobiográfico a un tartamudeo “y la crítica a ese discurso en un balbuceo sobre el tartamudeo”

(Eakin: 80). Igualmente, para Olney, la autobiografía, además de ser un tipo de escritura, es

también un modo de lectura (Olney 38-50). John Paul Eakin es otro teórico que aboga por la

comprensión de los discursos autobiográficos dentro del campo del arte referencial. Lo

interesante es que Eakin formula su defensa de lo referencial a partir de un texto que lo niega:

Roland Barthes por Roland Barthes (1975), un texto que disloca el discurso autobiográfico en

sus elementos centrales y en el que tanto el orden cronológico como la construcción de la

subjetividad son alterados de modo permanente. Se trata de un texto altamente fragmentario y de

una subversión de los códigos de la autobiografía y a juicio de Amaro es “una colección de

aforismos, una novela, un ensayo de teoría textual, un álbum fotográfico; en fin, un relato que

busca el placer no solo del lector, sino también de quien escribe y se ve no reflejado sino

esparcido en su escritura” (Amaro 31). Eakin, en su lectura de Roland Barthes por Roland

Barthes, sentencia: la firma que oculta o espera ocultar al sujeto acaba por revelarlo. La firma y

su materialidad, el nombre propio, constituyen para Lejeune un aspecto fundamental de su teoría

por cuanto, según él, es esto lo que permite despejar la zona de indefinición que existiría entre

ficción y autobiografía: la identidad del nombre propio compartido por el autor, el narrador y el

protagonista (Eakin 14). Pero no basta que esta coincidencia ocurra efectivamente en un texto,

hace falta también que sea captada por el lector, como nos lo recuerda Eakin (Eakin 15). El

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nombre propio en el contexto autobiográfico resulta el término final de la autorreferencia,

término que nos conducirá a “una persona real” cuya existencia es certificable y consta

legalmente (Lejeune 57-61). Otro aspecto importante en la teoría de Lejeune tiene que ver con

el llamado “principio de sinceridad”, sin el cual, apunta Eakin, “la autobiografía corre el riesgo

de perder su estatus como género diferenciado y de confundirse completamente con la ficción”

(Eakin: 20). Luego Lejeune se ocupa del autor y dice algo que, veremos en un momento, parece

ajustarse con cierta comodidad al corpus propuesto en esta investigación:

Un autor no es una persona. Es una persona que escribe y publica. A caballo entre lo

extratextual y el texto, el autor es la línea de contacto entre ambos. El autor se define

simultáneamente como una persona real socialmente responsable y el productor de un

discurso. Para el lector, que no conoce a la persona real pero cree en su existencia, el

autor se define como la persona capaz de producir ese discurso, y lo imagina a partir de lo

que produce. Tal vez no se es autor más que a partir de un segundo libro, cuando el

nombre propio inscrito en la cubierta se convierte en el factor común de al menos dos

textos diferentes y da, de esa manera, la idea de una persona que no es reducible a

ninguno de esos textos en particular, y que, capaz de producir otros, los sobrepasa a todos

(Lejeune 61).

Es interesante notar algunas cosas en relación al corpus analizado en esta investigación.

En primer lugar, ninguno de los textos que forman ese corpus cuestiona abiertamente su

condición de “autobiográfico”, el intento de sus autores de pretender plasmar mediante el

lenguaje y la escritura, una versión parcial e inacabada de su trayectoria vital. Incluso puede

darse el caso, como en Ribeyro, de tomar cierta distancia irónica frente a este hecho, pero eso

nunca conducirá a su negación absoluta. Por otra parte, estos cuatro textos aparecen no como

primeros libros sino corresponden a momentos de gran madurez artística e intelectual --y, en dos

casos, Alegría y Arguedas, fueron publicados póstumamente--, cuando ya sus autores son

escritores consagrados por la crítica y los lectores y son parte, en menor o mayor medida, del

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13

canon literario latinoamericano. El peso que alcanza el nombre propio en estos casos bien podría

ser determinante y en cierto sentido lo es: la propia tradición crítica peruana se ha acercado a

estos y otros textos autobiográficos de varias maneras y, coincidentemente, sin la intención de

exhibir las costuras, las ambigüedades o los problemas inherentes al género, sino más bien con

un criterio de orden referencial, atendiendo quizá más a la etapa del bios y no tanto a la del

graphos, en la que se manifiesta la crisis de lo autobiográfico. Esa senda de relativa

referencialidad es la que, a su manera, quiere continuar esta investigación.

Page 19: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

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CAPÍTULO II

MUCHA SUERTE CON HARTO PALO (1976), DE CIRO ALEGRÍA: UN CASO DE

MEDIACIÓN EN EL DISCURSO DE LA MEMORIA

Mucha suerte con harto palo es el título bajo el cual aparecieron, en 19765, las memorias del

escritor peruano Ciro Alegría, un texto que presenta varios problemas, tanto en el proceso de su

escritura, realizada sin ningún plan o nada que delatara la intención del autor de acometer esta

tarea de modo sistemático o con una mínima organización o voluntad de dar vida a este volumen,

cuanto en el de su edición, que fue póstuma, pues el escritor había fallecido en 1967 y fue su

viuda, Dora Varona6, la encargada de recopilar los escritos de carácter autobiográfico del autor y

reunirlos en unas memorias “armadas por mí” 7, como subraya enfáticamente la propia Varona

refiriéndose a su labor como compiladora y editora del libro. Así, Varona declara y admite el

carácter heterogéneo del texto, construido a partir de un montaje de materiales escritos por

5 El libro, en un solo volumen, apareció en Buenos Aires, en Editorial Losada. Hay dos ediciones

posteriores: Varona Ediciones (Lima, 1978) y Editorial Oveja Negra (2 vols., Bogotá, 1980).

6 Nacida en Santiago de Cuba, en junio de 1930. Actualmente radica en Lima, Perú.

7 Ciro Alegría y su sombra (Lima: Planeta, 2008) es, a la fecha, la única biografía de Ciro Alegría. Se trata,

según Tomás Escajadillo, de una nueva versión de un libro anterior, titulado Ciro Alegría. La sombra del cóndor

(Lima, Diselpesa, 1993), como señala en su artículo “Alegría y las equivocaciones de Dora Varona”, aparecido en el

diario La República (Lima, 9 de agosto de 2008). Equivocadamente los editores de Ciro Alegría y su sombra llaman

a este libro “novela” y, sorprendentemente, un crítico como Carlos Villanés, responsable de las ediciones críticas de

Los perros hambrientos (Cátedra, 1996) y El mundo es ancho y ajeno (Ediciones de la Torre, 2000), acepta sin

mayor cuestionamiento la denominación (ver su artículo “Ciro Alegría en los ojos de Dora Varona” en La

República, 19 de julio de 2008).

Page 20: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

15

Alegría en diversos registros, desde el epistolar hasta su propia obra de ficción, pero escritos —

insisto en subrayar este aspecto— sin el propósito o la voluntad explícita de constituir un libro de

memorias, aun a pesar del tono autobiográfico que presentan muchas de las piezas sueltas que

integran el volumen. Efectivamente, en las páginas finales de Ciro Alegría y su sombra (2008),

biografía de Alegría escrita por Dora Varona, la autora da cuenta de los últimos días de vida del

escritor y nos ofrece un revelador pasaje sobre el origen y la producción de lo que nueve años

después de la muerte de Alegría sería Mucha suerte con harto palo:

“Uno de los tantos días de esta última gripe le consulté si me permitiría recopilar y

ordenar cronológicamente sus escritos autobiográficos. Se me había ocurrido que esa era

la base para que se decidiera a escribir sus memorias. Riéndose comentó:

—¡Vaya trabajito el que te vas a echar!

Pues lo inicié después de su muerte y lo terminé. El libro me costó siete años, entre

investigación, fichado, ordenamiento y prólogo. Ahí están sus memorias armadas, Mucha

suerte con harto palo, como yo las vi desde el principio, llenando al lector de deleite y de

conocimientos. Lamento que Ciro no las pudiera revisar y ampliar” (Varona 327).

En este recuerdo hay, evidentemente, un antes y un después, ya que pasamos de lo que en

un principio iba a ser un trabajo que le serviría de base al propio Alegría para escribir sus

memorias (mediante una decisión voluntaria y consciente, según colegimos de lo relatado en este

fragmento) a lo que finalmente terminó siendo el volumen, es decir, las memorias de Ciro

Alegría, pero “como yo las vi desde el principio”, consecuencia de una intervención y mediación

cuya legitimidad no cuestionamos (al menos en la intención de Varona de dar a conocer estos

materiales), pero sí la pretendida inscripción del texto dentro del género autobiográfico, en la

variante de las memorias. Si seguimos con fidelidad lo dicho por Varona aquí, hay un proceso

ausente, que es la revisión y ampliación de estos materiales por parte de su propio autor, proceso

que la muerte de Alegría lamentablemente evitó. ¿Cómo, entonces, puede llamarse o subtitularse

Page 21: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

16

“memorias” a un texto formado por un conjunto heterogéneo de materiales cuya escritura no

respondió a un plan preconcebido por su autor y que no pudo contar con su aprobación? Es

entonces que cobra sentido la acotación “armadas por mí” que enuncia Varona. Pero, al mismo

tiempo, deslegitima la posibilidad de una inscripción fluida y no problemática del texto en el

género autobiográfico. A estos problemas iniciales hay que sumar otro, que tiene que ver con el

destino final de los textos que conforman las memorias, textos que han sido manipulados en

varias oportunidades y han sido extrapolados para formar parte de otros volúmenes. Es el caso de

Ciro Alegría, trayectoria y mensaje, volumen organizado también por la misma Varona y

publicado en 19728, durante el proceso de selección y ordenamiento de las futuras memorias y

también de Novela de mis novelas9, editado por Ricardo Silva Santisteban, el último de los cuales

ni siquiera se toma la molestia de mencionar la procedencia de los textos. Incluso el mismo

procedimiento de selección y ordenamiento de los textos que Varona incorpora a las memorias

8El volumen apareció en Lima, en 1972, bajo el sello Varona Ediciones. El índice del libro no consigna los

nombres de los colaboradores (el crédito figura en páginas interiores), pero contiene lo siguiente: Una cronología de

Alegría, que se abre con una ficha genealógica que alcanza hasta los bisabuelos del escritor (9-57), una parte del

artículo “Novela de mis novelas”, específicamente la que corresponde a La serpiente de oro, artículo publicado

originalmente en 1939 (59-62); el trabajo crítico de Alberto Escobar titulado “La serpiente de oro o el río de la

vida”, el mismo que se publicaría en 1993 en forma de libro (63-149); un nuevo fragmento de “Novela de mis

novelas”, dedicado esta vez a Los perros hambrientos (150-154); un trabajo crítico de Antonio Cornejo Polar,

titulado “La estructura del acontecimiento de Los perros hambrientos”, aparecido en la revista Letras de la

Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1965 (155-185); seguidamente se reproduce, bajo el rótulo “novela

de mis novelas” el prólogo escrito por Alegría para la décima edición de El mundo es ancho y ajeno, a cargo del

sello chileno Ercilla, edición que data de 1948 (186-199); seguidamente un texto titulado “Ciro Alegría según Mario

Vargas Llosa”, fechado en Londres en 1967, publicado por la revista peruana Caretas ese mismo año y reproducido

quince años después en la edición de Espasa Calpe, en Madrid, en 1982 (200-205); el trabajo crítico “Los principios

estructuradores de El mundo es ancho y ajeno”, de Tomás Escajadillo, que aparece en su libro Para leer a Ciro

Alegría (2007); el prólogo de Alegría a su conjunto de cuentos Duelo de caballeros editado por Populibros en 1963

(234-238), el comentario de dicho libro, a cargo de José Miguel Oviedo, en el suplemento “El Dominical” ese

mismo año (239-241) y cierra el libro una nota de Winston Orrillo sobre la obra póstuma de Ciro Alegría (242-250)

y finalmente una reseña de los colaboradores del volumen (251-258).

9 Publicado por el rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en el año 2004.

Aproximadamente la mitad de textos que forman este volumen provienen de la primera edición de Mucha suerte con

harto palo.

Page 22: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

17

muestra el mismo problema, pero en otro sentido: la proliferación. En un acucioso artículo,

Tomás Escajadillo analiza algunos de los problemas que presenta Mucha suerte con harto palo a

partir de los criterios de Varona para construir el conjunto de escritos autobiográficos de

Alegría10. Escajadillo destaca en primer lugar el procedimiento de montaje realizado por Varona,

así como lo heterogéneo de los materiales contenidos en las memorias, que van desde cartas

hasta fragmentos de las propias obras de ficción de Alegría, pasando por artículos, crónicas y

otros escritos de diversa índole. Así, es frecuente encontrar que un pasaje de las memorias, con

un subtítulo propio, resulta de la mezcla de varios textos o se trata de un texto publicado

originalmente con título distinto. Ese tipo de decisiones rebasa el ámbito de la mera recopilación

u ordenamiento y por supuesto arroja dudas sobre las garantías que ofrece la figura autoral de

este texto, que es en realidad una figura post mortem. Esa ausencia de voluntad y decisión

consciente nos lleva a pensar irónicamente en el carácter de este desigual conjunto de textos

autobiográficos, en la medida en que se alejan de una idea surgida en el siglo XVIII y en

vigencia hasta mediados del siglo XX según la cual, “each individual possesses a unified, unique

selfhood which is also the expression of a universal human nature” (Anderson 5), pues

justamente Mucha suerte con harto palo es más bien un ejercicio de dispersión antes que de

unidad, representa el esfuerzo de una interpósita persona por articular una existencia diseminada

en decenas de textos aparecidos sin ninguna premeditación --mucho menos una continuidad-- y

que tenían como fin aliviar los apuros económicos del escritor. La imposibilidad del autor de

participar en la articulación de sus memorias tiene también otra consecuencia adicional que, en

10

El artículo, titulado “Alegría habla a los diez años de su muerte. Reflexiones, observaciones y reparos a

partir de la aparición de sus Memorias” apareció primero en la revista Texto Crítico en 1978 y luego sería uno de los

capítulos de su libro Ciro Alegría y El mundo es ancho y ajeno (Lima: UNMSM, Instituto de Investigaciones

Humanísticas, 1983).

Page 23: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

18

este caso concreto, se traduce en la escasa estabilidad del texto y su consiguiente dificultad para

fijarlo. Basta comparar la primera edición de Mucha suerte con harto palo, que data de 1976,

con la última, en dos volúmenes (no se explica tampoco el criterio de esta división), de 1980. En

solo cuatro años, el texto presenta variaciones sustanciales, tanto, que la edición de 1980 parece

una selección o antología de la primera. La edición de 1980 suprime, en efecto, muchos textos y

pasajes que sí se encuentran en la edición original. Evidentemente, esta es una decisión que

termina por nublar definitivamente lo poco que quedaba de la figura autoral. Y para insistir una

vez más en el poco respeto que se ha tenido por el texto, la nota de la editora para la edición de

1980 no solamente imita la que escribió en 1976 (como si se tratara del mismo texto), tampoco

explica las razones de que se valió para efectuar supresiones tan significativas11. Tenemos a

mano, entonces, dos versiones de unas memorias que su propio autor no llegó a validar y cuyo

único viso de legitimidad procede del acto de ordenar y editar estos materiales por parte de su

viuda. En un rápido vistazo de los índices de ambas ediciones, podemos percatarnos

inmediatamente de los textos que quedaron en camino en el tránsito de la primera edición a la

última conocida de estos materiales. Al no explicarse el criterio empleado para llevar a cabo tales

11

La edición de 1980 obvia una línea fundamental presente en la de 1976, que habla de las fuentes de las

cuales proceden los textos. Suprime igualmente un epígrafe del mismo Alegría donde aparece la frase que da título

al volumen. A simple vista, el tamaño de los volúmenes en ambas ediciones nos da la idea de que entre ambas ha

operado una significativa supresión de textos. La edición de Losada alcanza casi 500 páginas; la de La Oveja Negra

no llega a 400. Añadamos que el formato de la edición Losada es más grande y tiene una caja (área de impresión)

bastante estrecha. Los textos suprimidos en la edición de 1980 son, además del citado en el cuerpo de esta

investigación: “Sabogal en Norteamérica”, “Ingerencia alemana en América”, “Obituario del fascismo”,

“Recordando a Franklin Delano Roosevelt”, “Ima Súmac, una amiga legendaria”, “El prejuicio racial en Puerto

Rico”, “Congreso Martiano de 1953 en La Habana”, “Impresión de Guy Pérez Cisneros”, “Asalto al cuartel

Moncada”, “Apología de la soledad”, “La niña de la lámpara azul”, “Santiago de Cuba y los balazos”, “El transeúnte

y la revolución”, “Aire habanero”, “El saldo de la sangre”, “Segundo poema impersonal”, “La muerte de un poeta”

(sobre Juan Ramón Jiménez), “Primera impresión de la Argentina”, “La fuerza armada y la revolución”, “Funerales

y resurrección de Ranrahirca”, “John Dos Passos en Lima”, “Los 80 años de Rómulo Gallegos”, “Cerveza de

Münich” y “Encuentro de narradores en Arequipa”.

Page 24: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

19

supresiones, solo nos queda suponer que todo ello se debe a la arbitrariedad de la editora,

arbitrariedad que termina por mostrar muy poco respeto por la versión inicial de un conjunto de

textos que, aunque ordenados por ella, eran ajenos.

Es el caso, por ejemplo, de algunos poemas de Alegría, considerados en la primera

edición pero luego eliminados de la versión de 1980, como el titulado “Poema con destino de

parábola”, que más allá de su valor literario tiene un indudable valor documental. Igualmente, la

edición de 1980 incluye algunos pocos textos que no estaban presentes en la primera, como “El

problema negro” o “El escritor en la estacada”. Incluso una rápida comparación de ambas

ediciones pondría en evidencia otras diferencias significativas entre ambas, acaso la más

importante la que tiene que ver con la estructura y división interna de los textos. La de 1976 ha

sido organizada en “capítulos” numerados en romanos del I al XLXIX; la de 1980, en cambio,

presenta una estructura basada en una sucesión de pasajes y fragmentos divididos arbitrariamente

en dos volúmenes, fragmentos solo identificables por un subtítulo. Y aquí tampoco se agota el

problema. Algunos textos presentes en las memorias acaban formando parte de libros distintos,

todos ordenados, recopilados o editados por la propia Dora Varona. Citaré como ejemplo de

estas operaciones de corte editorial el caso de Gabriela Mistral12. En Mucha suerte con harto

palo se recuerda en varias oportunidades a la poeta chilena Gabriela Mistral, como en este

pasaje: “La impresión que me llevé fue grande. Gabriela me extendió, con llaneza no exenta de

altivez, una mano fina y tibia, mano de india. Su rostro, pese a los ojos verdes, me hizo recordar

12

Seudónimo de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, escritora, educadora y

diplomática chilena nacida en la ciudad de Vicuña, en 1885 y fallecida en Nueva York, en 1957. En 1945 le fue

otorgado el Premio Nobel de Literatura. Alegría conoció a Mistral en Estados Unidos. El pasaje en mención narra la

visita hecha por el escritor peruano a la casa de la poeta, en Santa Bárbara, California.

Page 25: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

20

el de la indias” (1976: 251). El pasaje en su totalidad no es muy extenso (no excede las cuatro

páginas) pero revela con suficiencia la emoción y la identificación que provocan en Alegría el

contacto con la Nobel chilena.

Esto es lo que puede leerse en la edición de 1976. En 1980, el mismo año en que aparece

la remozada versión de Mucha suerte con harto palo, se publica un breve libro, titulado Gabriela

Mistral íntima13 donde reaparece el texto citado, pero al que se le han añadido subtítulos, una

acción que Alegría, por obvias razones, no habría podido realizar, pues llevaba ya trece años de

fallecido. Evidentemente, la selección de material discriminó entre lo que se incorporaría en las

memorias y lo que pasaría a formar parte de Gabriela Mistral íntima, incluyendo el texto citado

en las memorias y sus posteriores correcciones. Algunas preguntas surgen después de comprobar

lo descrito: ¿No son estas decisiones que competerían al ámbito del autor? ¿No está Dora Varona

excediendo o sobrepasando una función de recopilación y edición? ¿No explica eso una

deslegitimación de las pretendidas memorias de Ciro Alegría por la excesiva mediación de una

persona distinta que interviene precisamente en la memoria, un terreno que asumimos debería

estar bajo control directo de su autor? A la vista de estas circunstancias que han rodeado la

historia textual de Mucha suerte con harto palo, resulta irónico pensar en este caso el discurso

autobiográfico como un modelo de orden, al menos desde la perspectiva romántica, como señala

Anderson: “[…] autobiography, understood in terms of a similarly transcendent or Romantic

view of art, is turned to in the first place because it offers an unmediated and yet stabilazing

13

El volumen, de 120 páginas, incluye el relato de cómo Alegría conoció a Mistral, reproduciendo el pasaje

ya citado en las memorias y añadiendo otros textos que completan la semblanza de la poeta chilena, además de un

intercambio epistolar. El libro, prologado por César Miró, quien fuera migo personal de Alegría, se cierra con un

apéndice inexplicable: cartas de Ligia Marchand, la segunda esposa del escritor, a Ciro Alegría. Gabriela Mistral

íntima. Bogotá: Editorial La Oveja Negra, 1980.

Page 26: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

21

wholeness for the self” (Anderson 5), o en los términos de James Olney, para quien el discurso

autobiográfico se presenta como el más claro ejemplo de “the vital impulse to order” (Olney 3),

impulso que Anderson entiende como “the possibility of alleviating the dangers and anxietys of

fragmentation” (Anderson 5). Lo que tenemos a cambio de esta necesidad de orden y totalidad,

es más bien un orden vicario, producido por la editora y su estrategia de ordenamiento y edición

de un conjunto de textos que, precisamente, no alcanza ese anhelo de totalidad porque su

naturaleza es fragmentaria y el modo en que se presentan proviene de una operación de montaje

o collage. Entre los varios problemas que presenta el texto de Mucha suerte con harto palo se

encuentra la inserción de fragmentos de obras de ficción de su autor como parte de las memorias,

lo que provoca la confusión entre dos modos de referencia distintos, la ficción y el discurso

factual14, aun cuando sus fronteras por momentos no parecen estar tan radicalmente delimitadas.

Una de las consecuencias de la inserción de la ficción en el texto de las memorias es

precisamente poner en cuestión o deslegitimar un pacto de lectura que nos permitiría asumir,

desde los planteamientos de Philip Lejeune, tanto la identidad autoral (si, como se desprende de

la historia textual de Mucha suerte con harto palo, Alegría no vivió lo suficiente para dar su

aprobación a la reunión de textos) como el valor referencial o los aspectos verificables de la

experiencia y la trayectoria vital que nos ofrece el texto, además de la garantía de fiabilidad que

respaldaría dicha narrativa. Un ejemplo claro de esta inserción lo tenemos en la sección “Días

van, días vienen” que aparece en las memorias y se repite algunas veces al interior del volumen,

14

Consideremos aquí que los discursos literarios o de ficción se refieren a universos verbalmente posibles y

que encuentran fundamento en sí mismos. Es decir, no constituyen una referencia a los eventos o a los objetos

presentes en el mundo real. Al carácter intransitivo de la ficción, se opone la transitividad del discurso factual, que a

pesar de contar con la mediación de la misma herramienta que la ficción, el lenguaje, sí refiere a hechos y

experiencias pasibles de comprobación, cotejo documental o informativo. Obviamente, la confusión de estos dos

modos de referencia resulta altamente problemática.

Page 27: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

22

como si fueran la secuencia de una sección o columna periodística. Pero “Días van, días vienen”

es precisamente el título del tercer capítulo de El mundo es ancho y ajeno (1941), considerada la

novela mayor de Alegría. Si se tratara solamente de la repetición de un título, quizá no habría

nada importante que observar; sin embargo, en la novela y en Mucha suerte con harto palo se lee

exactamente lo mismo: “Admiramos la natural sabiduría de aquellos narradores populares que,

separando los acontecimientos, entre un hecho y otro de sus relatos, intercalan las grandes y

espaciosas palabras: días van, días vienen… Ellas son el tiempo” (1976: 203-204, 1982: 55).

Esta, que es la voz de un narrador autorial en la función de comentarista dentro de la novela,

aparece también reproducida en las memorias. Para ser aún más precisos, son los dos primeros

párrafos del capítulo III de la novela los que se insertan. En este momento de la novela hay un

narrador que asume la forma de la primera persona plural (“admiramos”), la misma que podría

parecer inadecuada para el memorialista, sobre todo si se nos pretende convencer

inequívocamente de la identidad entre autor, narrador y personaje. El capítulo III de la novela

seguirá siendo narrado por este “nosotros”, mientras que en las memorias se reincorpora

nuevamente el yo después de la inserción invasiva: “Pasé dos meses en Laramie (Wyoming),

enseñando español en un curso intensivo que funcionó en la universidad de ese estado…” (1976:

203-204). Es interesante observar que una de las definiciones clásicas de autobiografía,

propuesta por Philippe Lejeune, además de considerar como algo central la postura retrospectiva

del relato, no implica, en posterior explicación, la construcción de un género constreñido a un

número invariable de convenciones, sino que admite la inclusión de otros materiales:

El texto debe ser fundamentalmente una narración, pero sabemos el lugar que ocupa la

narración en el discurso autobiográfico; la perspectiva debe ser fundamentalmente

retrospectiva, pero eso no excluye secciones de autorretrato, un diario de la obra o del

presente contemporáneo a la redacción, y construcciones temporales muy complejas; el

Page 28: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

23

tema debe ser fundamentalmente la vida individual, la génesis de la personalidad; pero la

crónica y la historia social o política pueden ocupar algún lugar (Lejeune 51).

Lejeune revela que no trata tanto de “establecer los cánones de un género literario”

(Lejeune 50) como sí de conceder importancia a otros elementos que podrían considerarse como

complementarios al discurso autobiográfico, lo cual permitiría explicar la presencia, en un solo

texto, de componentes de variada procedencia o de características diversas. Por otro lado, deja

entrever que otra de las condiciones sine qua non ideadas por él para la posibilidad de existencia

de un discurso autobiográfico, es la “identidad del narrador y del personaje” marcada “por el uso

de la primera persona” en clara alusión al llamado “yo” autobiográfico (Lejeune 52). La idea de

Lejeune sobre el texto autobiográfico, empero, tropieza con una contradicción creada por el

propio crítico, al señalar que la “autobiografía es una forma especial de ficción”. ¿Afirmar esto

no es suficiente para romper el pacto de lectura que propone Lejeune? Recordemos que en el

sostén de ese pacto está en la defensa del valor referencial del texto autobiográfico, debido a su

condición de discurso factual, de texto sujeto al cotejo de datos, a la verificabilidad de su

información, en fin, a su examen documental. Si nos encontramos de pronto con que el texto

autobiográfico “es una forma especial de ficción”, entonces el pacto queda desestabilizado,

debilitado en sus garantías, pues tal afirmación introduce una ambigüedad escandalosa respecto

del estatuto del texto. En todo caso, una pregunta crucial sería si podemos considerar Mucha

suerte con harto palo como una narración, al menos en el sentido que Lejeune le da en su ya

clásica definición de autobiografía: “Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de

su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su

personalidad” (Lejeune 50). El efecto retrospectivo en Mucha suerte con harto palo, en esta

lectura, es más el resultado de un trabajo de montaje de textos diversos que del relato que hace

Page 29: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

24

Ciro Alegría de su propia existencia, posibilidad negada por la forma cómo fueron escritos estos

materiales, de manera completamente aleatoria y al compás de necesidades económicas. Pero no

solo es el resultado de un montaje de textos; es también el resultado del trabajo de una

conciencia distinta (la de la editora) interviniendo en la experiencia de Ciro Alegría,

articulándola y dándole un sentido. Las palabras de Dora Varona antes de comenzar la lectura

son, en ese sentido, bastante claras:

Estas páginas no las escribió Ciro Alegría premeditadamente para sus Memorias. Él las

fue sembrando a voleo por la tierra en un lapso de casi cuatro décadas.

Yo, que compartí sus últimos once años, como alumna y esposa, he sentido la necesidad

de recoger estos escritos autobiográficos dispersos para llevarlos a la perennidad del

libro, como un vívido testimonio literario, histórico y humano.

Ordené los textos con profundo respeto, tratando de intuir, de adentrarme en Ciro, al

hacer la selección [énfasis nuestro] (1976: 7).

La advertencia confirma varias cosas que ya he mencionado anteriormente. Y no puede

ofrecer duda alguna el hecho de que ante la ausencia de un plan premeditado de escritura, la

editora, guiada por un principio de devoción --devoción que, por supuesto, no es cuestionable en

sí misma--, creó la necesidad de recopilar y organizar narrativamente estos materiales. Lo más

problemático, en todo caso, es el declarado intento de “adentrarse” en la personalidad de Alegría

al momento de efectuar la selección de los textos. ¿Qué significa exactamente ese intento? ¿Es

Dora Varona la autora implícita o podemos decir al menos que intenta desempeñar ese rol? Si

nos atenemos al aspecto material, sin duda alguna Ciro Alegría es el autor de cada uno de los

textos que aparecen en las memorias. Sin embargo, Alegría no tuvo injerencia alguna en la toma

de decisiones importantes y que son parte de una competencia autoral, como aprobar la inserción

de fragmentos de sus novelas en las memorias o la posterior dispersión de algunos de sus pasajes

Page 30: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

25

en otros libros que tampoco contaron con su visto y bueno o, finalmente, expresar su acuerdo con

la manera en que se editó el volumen. Estas circunstancias, sin duda, deslegitiman o, como

mínimo, menoscaban seriamente su condición autoral. Un último problema que afecta también al

texto es el uso que ha dado Varona a algunos de estos fragmentos. Líneas arriba recordamos que

Varona es autora de la única o cuando menos la más completa biografía de Alegría, Ciro Alegría

y su sombra. Pero allí detectamos la reescritura de algunos de los fragmentos que conforman las

memorias y sin cumplir con el requisito de una cita o de una referencia de origen. El caso que

propongo como ejemplo para ilustrar este “traspaso” de textos de un libro a otro es el pasaje en el

que Ciro Alegría relata el ya mítico asalto al cuartel Moncada15, llevado a cabo por Fidel Castro

en años previos al triunfo de la Revolución Cubana, hecho que coincidió con la estancia del

escritor en Cuba. En Mucha suerte con harto palo leemos, bajo el subtítulo “Asalto al cuartel

Moncada”: “El 26 de julio de 1953 corrieron noticias bastante confusas acerca del asalto que

Fidel Castro había efectuado al cuartel Moncada. Castro había sido un líder político que

comenzó siendo miembro del Partido Ortodoxo Cubano. Los puntos de vista del Partido

Ortodoxo eran bastante moderados; creo que podrían ser considerados los de un partido de centro

[…] Grau San Martín, Prío Socarrás y otros líderes, habían defraudado al pueblo” (1976: 279-

280). En tanto, en Ciro Alegría y su sombra, bajo el subtítulo “Ataque al cuartel Moncada”,

encontramos lo siguiente: “El 26 de julio de 1953 corrieron noticias confusas sobre al ataque al

cuartel Moncada por las fuerzas populares reunidas por Fidel Castro, joven abogado, líder

político que comenzó siendo miembro del Partido Ortodoxo Cubano, de orientación de centro.

15

La acción ocurrió el 26 de julio de 1953, comandada por Fidel Castro y un grupo de 135 hombres. Fue

una de las más célebres acciones en la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, quien ocupó dos veces la

presidencia de Cuba: entre 1940 y 1944, la primera; de 1952 a 1959 la segunda.

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26

Los gobiernos cubanos, desde Grau San Martín hasta Prío Socarrás, no habían hecho más que

defraudar al pueblo” (Varona: 209).

Como se puede apreciar claramente, con ligerísimas variantes, se trata prácticamente del mismo

texto. En todo caso, se reescribe escasamente, quedando a la vista un párrafo que pudo haber

sido citado, ya que este pasaje procede de otro libro de Alegría (otro libro no pensado como tal,

cabría añadir y aparecido con anterioridad a las memorias), recopilado por la misma Varona, en

el que reúne todos los textos que escribió Alegría sobre la revolución cubana16. Cabe

preguntarse ahora por qué en Mucha suerte con harto palo solo aparecen pequeños fragmentos

de experiencias que aparentemente parecen cruciales para Alegría, como la relación con Gabriela

Mistral o el hecho de haber vivido directamente muchos sucesos de la Revolución Cubana. El

montaje y la fragmentación de Mucha suerte con harto palo explican entonces que, hasta cierto

punto, las llamadas memorias de Ciro Alegría son una invención posterior a la muerte de su

autor, y que en ese proceso de invención la editora decidió qué experiencias o partes de la

experiencia de Alegría debían incorporarse a las memorias y cuáles no, destinándolas a ser parte

de otros volúmenes que, como Gabriela Mistral íntima o La Revolución Cubana. Testimonio

personal, fueron también fruto de una construcción, de reunión y montaje de escritos. Más

todavía, cabe preguntarse también por el efecto que puede causar entre los lectores el hecho de

leer una de las tres versiones de estas memorias. Si hemos señalado que entre la edición de 1976

y la de 1980 hay notables diferencias (abundantes supresiones sin justificación y, en el caso

concreto de la última edición, la partición en dos tomos y la desaparición del índice de

16

Se trata de La revolución cubana. Testimonio personal. Lima: Ediciones Peisa, 1973. Alegría estuvo en

Cuba durante 7 años, entre 1953 y 1960, año en que regresa definitivamente al Perú.

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27

referencias bibliográficas que constaba en la primera) pensemos por un momento en quienes se

acercan a estos textos. En muy contados casos podrán conocer la existencia o tener acceso a las

varias ediciones del libro; si asumimos que la mayoría de lectores leerán una de ellas, cada quien

habrá leído uno distinto, ya que no se trata del mismo libro, aunque coincidan en el título. Esta

circunstancia, que parece tan obvia, repercute en la interpretación del texto. Estas anomalías,

cuyo señalamiento solo desea remarcar un rasgo particular de Mucha suerte con harto palo, se

suman a los problemas ya mencionados antes y, en conjunto, tienen una consecuencia concreta:

dificultar o problematizar una inscripción fluida de Mucha suerte con harto palo en el género

autobiográfico. Hasta aquí he intentado reseñar de manera panorámica algunos de los

principales problemas que muestra el texto de Mucha suerte con harto palo, solo para hacer

notar con claridad la complejidad del texto. Sin embargo, y a pesar de todos los inconvenientes y

vaivenes editoriales que he detallado, hay un aspecto positivo que esta investigación quiere

rescatar y es que el trabajo de montaje llevado a cabo por la editora construye, a su modo, una

imagen bastante articulada de Ciro Alegría. La pregunta que quedará sin resolver es,

naturalmente, qué habría ocurrido si Alegría se hubiera propuesto escribir efectivamente un libro

de memorias. ¿Habría utilizado el mismo método, es decir, habría reunido sus artículos y textos

autobiográficos (incluyendo aquellos que sin serlo pudieran agregar alguna información útil o

reveladora) tratando de articularlos bajo algún criterio? ¿Habría escrito, acaso, un nuevo libro,

cumpliendo con la receta de Lejeune? Pese a la evidente imposibilidad de hallar respuesta a estas

preguntas, insisto en que la imagen que nos deja el montaje de Dora Varona no resulta menos

sugerente que este misterio. Se trata de una imagen que, como veremos, tiene varias

dimensiones, pues abarca aspectos éticos, políticos, económicos y, por cierto, literarios de la vida

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de Alegría, como veremos en el análisis que practicaré a continuación. Un tema que aparece con

frecuencia en estas memorias es el referido al nombre del autor, Ciro Alegría. En diversos

pasajes, vamos encontrando la información suficiente para trazar una “historia” de su nombre y

una sutil preocupación por subrayar el origen y calidad literaria del mismo, algo que será útil,

después, para plantear un subtema en el texto: la idea de que Alegría estaba predestinado para la

escritura. El nombre es importante porque encarna el principio de la singularidad individual y se

encuentra entre las primeras palabras que uno aprende a balbucear. El nombre funda y construye

una identidad, es la palabra que designa a nuestro yo, es un fragmento de lenguaje que nos

asegura una existencia en un mundo poblado de otros nombres. Pero no terminan aquí sus

connotaciones. El nombre se vincula también a ideas mágicas y religiosas y, en ocasiones, su

revelación podía entrañar grandes riesgos. Borges recuerda, en un pasaje de Otras inquisiciones

que “los aborígenes de Australia reciben nombres secretos que no deben oír los individuos de la

tribu vecina. Entre los antiguos egipcios, prevaleció una costumbre análoga; cada persona recibía

dos nombres: el nombre pequeño que era de todos conocido, y el nombre verdadero o gran

nombre, que se tenía oculto. Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el

alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso

el mayor” (Borges 128).

El nombre, pues, es bastante más que un conjunto de palabras adscritas a la función

sustantival. Posee distintas resonancias e incluso nos remite a arduas discusiones desde los días

de Aristóteles. En la Edad Media, por dar otro ejemplo de la tradición de discusión y polémica en

que está inscrito el tema del nombre, fue muy intenso el debate entre las escuelas nominalista y

realista, debate cuyo punto central era determinar la naturaleza de la relación entre el nombre y la

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esencia de las cosas17. El énfasis puesto en varios pasajes de Mucha suerte con harto palo en el

nombre de Ciro Alegría reviste pues algún interés. Evidentemente, aquí la nominación no se

presenta bajo la forma de la clásica división nombre propio y nombre de autor, que opera en

muchos otros casos. Uno de los más ilustrativos ejemplos es el del poeta chileno Pablo Neruda.

El nombre propio de Neruda, Neptalí Reyes, carece de cualquier trascendencia literaria y ha sido

prácticamente borrado y opacado por el nombre de autor, Pablo Neruda, una construcción

posterior al nombre original. La carga que pesa sobre el nombre “Pablo Neruda” es, entonces,

radicalmente distinta: es el nombre asociado a la creación, a la magia de las palabras, es el

nombre ligado, de una vez y para siempre, a los inefables misterios de la poesía. En tanto, el

nombre de Neptalí Reyes ha quedado relegado a áridas cuestiones de registro civil y otras

instancias burocráticas. Para efectos literarios, pues, la existencia de Pablo Neruda es más real,

concreta y tangible que la de Neptalí Reyes. Existe aquí una doble dimensión, una identidad que

funciona como un objeto de dos caras, una en el ámbito de la creación, otra en los ámbitos civil y

legal. Otro tanto ocurre con quizá el caso de seudonimia más célebre en la literatura peruana: el

poeta Martín Adán, nombre de autor de quien en vida y para efectos legales fue Rafael de la

Fuente Benavides (1908-1905). El ámbito de significación de cada uno de estos nombres llega a

separarse tan radicalmente que se puede observar, por ejemplo, que la obra creativa del poeta

aparece en portada el nombre de Martín Adán. Sin embargo, al publicarse su tesis doctoral,

titulada De lo barroco en el Perú 18(sustentada en 1938), único ensayo académico que publicó el

17

Adicionalmente, un debate más moderno tiene que ver con la dimensión física y la dimensión semántica

de los nombres propios y su capacidad de referencia respecto de objetos de la realidad. Esta discusión se da sobre

todo en los terrenos de la lingüística y el pensamiento lógico. Un excelente panorama histórico de estas discusiones

se encuentra en el libro La referencia de los nombres propios, de Luis Fernández Moreno.

18 Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1968.

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poeta, la edición consigna ambos nombres: Rafael de la Fuente Benavides en primer lugar,

seguido del famoso nombre alterno, Martín Adán, entre paréntesis.

En el texto que nos interesa opera más bien una variante, que consiste en la fusión de

ambos nombres o, más bien, en la constitución de un único nombre que satisface todos los

requerimientos civiles, legales y literarios vinculados al nombre. No hay entonces separación

alguna en el nombre de Ciro Alegría: su nombre propio, reivindicado en sus orígenes literarios

como veremos más adelante, coincide letra a letra con su nombre propio, el mismo del

perseguido político, del exiliado, del novelista premiado y del congresista de la República

--cargo en el que lo sorprendería la muerte-- en el primer período de gobierno de Fernando

Belaunde Terry (1963-1968). Las vivencias, los recuerdos, los primeros impactos de la vida, no

solamente cuentan con la mediación de la memoria como fuente textual, sino también con una

red de relaciones que se tiende entre la trayectoria vital y experiencias en las que la lectura, un

libro o una anécdota vinculada a la práctica literaria resultan fundamentales para la constitución

del sujeto y, naturalmente, para el proceso formativo de la subjetividad. En Mucha suerte con

harto palo notamos la preeminencia de estas relaciones, cuando se vinculan sobre todo con actos

fundadores, como la inscripción del nombre del autor y su tematización. No podemos demostrar

cuán consciente fueran Alegría o Varona de esto, pero el hecho de poner en escena esa

inscripción resulta sintomática y reveladora, un acto afirmativo y legitimador de la futura

experiencia de su autor: “Mi tía Rosa, muchachuela de inquieto espíritu a quien la censura

familiar permitía solo leer libros inocuos, habíase encantado con La isla misteriosa, de Julio

Verne, y más con el personaje central de la obra, llamado precisamente Ciro. Escribió entonces a

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mi padre, pidiéndole que me pusiera tal nombre y él, que tenía grande cariño por la hermanita

lectora, así lo hizo” (1976: 12).

El pasaje cobraría después asiento en la conciencia de Alegría, dejando incluso señales de

una predestinación al trabajo literario, visto el bautizo como la fundación de una vocación:

Años más tarde, siendo a mi vez un muchacho lector de Verne, recorrí las páginas de La

isla misteriosa con acrecentada curiosidad. El ingeniero Ciro Smith, quien llega con

algunos más a una isla deshabitada, para mayor conflicto en un globo, es todo un héroe

de Verne. Hombre inteligente, simpático, lleno de recursos. Recuerdo todavía que una de

sus primeras hazañas es hacer fuego concentrando los rayos de sol con las lunas de su

reloj. Mi tocayo me interesó, pero no me dieron ganas de imitarlo. Yo había resuelto,

aunque medio soñando, ser escritor. (1976: 12, énfasis nuestro).

Lo interesante aquí es señalar la coincidencia que encuentra Alegría entre la inscripción

de su nombre y su vocación por la escritura, coincidencia que se convierte en el principio rector

de una estrategia encaminada a construir el relato de una existencia marcada, desde su aurora,

por la experiencia literaria. Hay un pasaje en el que Alegría narra la publicación de su primer

cuento, titulado muy sintomáticamente “Quiero ser novelista”. Un año después de su salida de la

Penitenciaría de Lima, donde la dictadura de Sánchez Cerro lo confinó por su militancia aprista y

su participación en una asonada, apareció en Lima la revista Panoramas, bajo la dirección de

Carlos Gamarra. Era el año 1934 y Alegría se desempeñaba como redactor del periódico La

Tribuna, que pertenecía al partido aprista. Alegría envió el cuento a la redacción de la revista y al

poco tiempo recibió una citación de Gamarra, quien después de un interrogatorio agudo (“como

solo podría haberlo hecho un policía literario”, comenta Alegría en medio de este recuerdo) le

dijo:

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—El cuento está bien y más para ser escrito por un muchacho. Y dígame: ¿Se llama usted

Ciro Alegría?

Le respondí que tal era ciertamente mi nombre.

—¡Caramba!— —exclamó— Eso me hizo dudar más. Creí que usted se apropió

del cuento y lo mandó con un seudónimo. Disculpe, muchacho. Ahora ya sé que hay un

escritor peruano que se llama así. Lo felicito, Ciro Alegría (1976: 146, énfasis nuestro).

El nombre, entonces, se nos muestra en sus varias funciones y significados. Primero es un

elemento fundador de una identidad y luego su estandarte, lo que permite establecer una

correspondencia ilusoriamente inequívoca entre el sustantivo y el sujeto que designa. Pero es

también el vehículo del reconocimiento literario temprano, su aceptación como parte de la

experiencia literaria. No en vano hemos visto que el nombre del escritor, según su relato

proviene de un personaje de Verne y, en esta última escena, como apreciamos, se confunde su

nombre con un seudónimo. Nada más oportuno para alguien que, a través del ejercicio de la

memoria, construye o configura su imagen de autor y escritor. Esta unidad tiene un rasgo central,

según anota Lorena Amaro, para quién el nombre del autor

es uno de los ejes fundamentales de los estudios autobiográficos: ¿dónde, sino en la

autobiografía, parece más importante? ¿Dónde ha adquirido mayor centralidad la

cuestión del autor y su aventura individual? La autobiografía suele poner de relieve estos

contornos. Genera la ilusión de que lo que no debe disolverse jamás es precisamente el

“yo” de la persona que publica, la ilusión de que nunca debiera diluirse el nombre --única

certidumbre, índice de lo real—que en vano el anonimato, la seudonimia o la heteronimia

han rasgado (Amaro 237).

En relación, precisamente con el discurso autobiográfico, apunta Amaro, hay escritores

que recuerdan obsesivamente su nombre o aluden a él, “inscribiéndolos en la centralidad del

relato autobiográfico, o como Borges, en cada rincón de su obra. Independientemente del nombre

de autor como práctica social, como función que organiza unos discursos, ¿cuál es el poder de

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este nombre, por qué autogestionarlo, por qué inscribirlo? ¿Qué lugar ocupa el nombre de autor

en la escritura autobiográfica?” (Amaro 241).

La aparente ausencia de fisuras en el nombre de autor, la carencia del doblez identitario

provee entonces la ilusión de una subjetividad férrea, sólidamente unida en sus partes, sin

fractura posible y ello se debe también, como veremos más adelante, a la insistencia de Alegría

en señalar que su relación con la escritura y con la literatura en general es una relación de

predestinación. La afirmación de una subjetividad sólida, que derivaría de las ideas de Philippe

Lejeune en El pacto autobiográfico presenta, sin embargo, otros problemas. Empecemos por

puntualizar que en Lejeune vemos una confianza casi ciega en el nombre propio y su poder

referencial. En muchas de sus formulaciones sobre la escritura autobiográfica el nombre ocupa

un lugar de enorme relevancia y es la instancia que define la que para el estudioso francés

constituye la diferencia fundamental entre la ficción y la autobiografía, pues en esta última la

identidad que produce el nombre es compartida por autor, narrador y protagonista. Para Lejeune,

en palabras de Amaro, el nombre propio “atrae una presencia al texto, sin la cual ya no es posible

discernir entre lo real y lo ficcional” (Amaro 241). En la perspectiva de Lejeune, el nombre

mostraría además una capacidad adicional: ser el garante del texto y, más aún, de la unidad del

sujeto en el texto autobiográfico, una muestra de estabilidad en el transcurso del tiempo. Sin

embargo, Lejeune parece pasar por alto la posibilidad de que esa garantía o esa pretendida

estabilidad sean también dos ilusiones o efectos provocados por el propio lenguaje. Lejeune,

pues, asume el nombre propio casi como un acto de fe: “creo que mi nombre propio garantiza mi

autonomía y mi singularidad […] creo que cuando digo yo soy yo quien habla […] Decir la

verdad sobre sí mismo, constituirse como sujeto plenamente realizado, es una utopía. Por muy

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imposible que resulte la autobiografía, ello no le impide en absoluto existir” (Lejeune 141-142),

aunque esa existencia tenga una marca paradojal, como él mismo señala: “la paradoja de la

autobiografía literaria, su doble juego fundamental, consiste en pretender ser a la vez un discurso

verídico y una obra de arte” (Lejeune 137). La cita es ciertamente problemática, en la medida en

que considera a priori que todo objeto dotado de calidad artística es por defecto enemigo de lo

verídico. Nos preguntamos entonces si la expectativa ante la autobiografía de un escritor --aún en

un caso como el de Alegría, en fragmentos no autorizados y póstumos-- consiste en esperar un

texto que no tenga cualidades estéticas pero que, en cambio, sea absolutamente cierto e

intachable como discurso verídico. Lo verificable, lo documentable, puede ser también

expresado con rasgos de estilo sobresalientes y atractivos, artísticamente hablando. Y de hecho,

cuando Alegría pormenoriza y detalla toda la información (la relevante y la no tan relevante) que

rodea a su nombre, lo hace con virtuosismo narrativo, en anécdotas bien estructuradas y que

resultan, para la lectura, pasajes fluidos y llenos de interés. Eso en parte se debe al afán de

“literaturizar” la circunstancia de su bautismo y sus resonancias posteriores, como el hecho de

que su nombre mismo constituya una invocación a la aventura (una famosa novela de Julio

Verne) y exhiba las suficientes calidades literarias como para que, quienes lo escuchen por

primera vez, tengan la impresión de que se encuentran ante un nombre de carácter literario, un

seudónimo o un nombre de escritor, como ya se mostró. El pensador francés Pierre Bourdieu, por

su parte, encuentra en el nombre varias connotaciones y rasgos que, del mismo modo, pueden

aplicarse al caso que del que me vengo ocupando. Dice Bourdieu en su texto “La ilusión

biográfica” que entre otras cosas el nombre “designa el mismo objeto en cualquier universo

posible” (esto es, en “estados diferentes del mismo campo social” o “en campos diferentes en el

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mismo momento”) y le atribuye una importante función: asignar una identidad: “A través de esta

forma absolutamente singular de nominación que constituye el nombre propio, resulta instituida

una identidad social constante y duradera que garantiza la identidad del individuo biológico en

todos los campos posibles en los que interviene en tanto que agente, es decir en todas sus

historias de vida posibles” (Bourdieu 77-78). Uno de los fines del nombre propio, para Bourdieu,

es garantizar lo que él mismo llama la “constancia nominal”, “la identidad en el sentido de

identidad para con uno mismo, de constantia sibi, que requiere el orden social” (Bourdieu 78).

Gracias a esta constancia, entonces, en todas las historias de vida posibles, el nombre acompaña

el relato, que encierra

una noción de trayectoria como una serie de las posiciones sucesivamente ocupadas por

un mismo agente […] en un espacio en sí mismo en movimiento y sometido a incesantes

transformaciones. Tratar de comprender una vida como una serie única y suficiente en sí

de acontecimientos sucesivos sin más vínculo que la asociación a un «sujeto» cuya

constancia no es sin duda más que la de un nombre propio, es más o menos igual de

absurdo que tratar de dar razón de un trayecto en el metro sin tener en cuenta la estructura

de la red, es decir la matriz de las relaciones objetivas entre las diferentes estaciones. Los

acontecimientos biográficos se definen como inversiones a plazo y desplazamientos en el

espacio social, es decir, con mayor precisión, en los diferentes estados sucesivos de la

estructura de la distribución de las diferentes especies de capital que están en juego en el

campo considerado (Bourdieu 82).

La inscripción del nombre, el rito del bautismo, configuran en la trayectoria del sujeto

una red de relaciones que va desplegándose en diversos momentos de la existencia, desde la

infancia (una infancia en que Ciro Alegría pretende convencernos, de alguna manera, de que

nació predestinado a la literatura) hasta una madurez volcada no solo a diversos proyectos de

escritura muchos de los cuales quedaron inclonclusos, sino también a una intensa campaña

personal por la defensa de sus derechos de autor, a la exhibición, como veremos en al apartado

siguiente, de su conciencia de escritor profesional, de ser parte de un mercado como productor de

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bienes culturales bajo la forma de textos literarios. Si algo resuena en ese trayecto, en el relato-

collage o relato-montaje ejecutado por Dora Varona, es precisamente el nombre de Ciro Alegría.

Silvia Molloy, en su importante estudio Acto de presencia, examina algunas

características del discurso autobiográfico en Hispanoamérica y pasa revista a muchos de los

cuestionamientos y paradojas que pesan sobre este género y sus variantes discursivas. Uno de los

puntos centrales de su argumentación consiste en no considerar la autobiografía como el “más

referencial de los géneros”, sino entenderla en otros términos: “La autobiografía no depende de

los sucesos sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos

mediante el recuerdo y su verbalización” (Molloy 16). Y como ocurre con todo recuerdo,

enfatiza, este “es una forma de fabulación” (Molloy 19). La idea de la máscara representa, pues,

“ese esfuerzo, siempre renovado y siempre fallido, de dar voz a aquello que no habla, de dar vida

a lo muerto” (Molloy 11). Y al enfrentarnos con un texto como Mucha suerte con harto palo, nos

encontramos con aquello que dl texto su peculiaridad mayor: una estrategia de doble

enmascaramiento. El primero es llevado a cabo por el propio Alegría, al reconstruirse a sí mismo

a través de unos textos dispersos en el tiempo y en sus espacios de publicación, escritos unas

veces al calor de los hechos y otras con una distancia temporal mediadora; el segundo es tarea de

la editora del volumen, que reunió los textos, los ordenó, les dio un sentido y construyó de este

modo la imagen de Ciro Alegría como autor, imagen que, reitero, es finalmente un efecto del

montaje y ordenamiento de los textos que conforman Mucha suerte con harto palo. Una de las

dimensiones que resultan centrales en esta reconstrucción de la imagen de Alegría como autor

que ponen en escena estas memorias, es la que tiene que ver con la profesionalización del

escritor y con un ejercicio plenamente consciente de la literatura como capital simbólico y de su

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agente, el escritor, como un sujeto de mercado, participante activo de la oferta de bienes

culturales y de la dinámica que esta genera en el campo de la producción cultural. Alegría, en ese

sentido, es un pionero; es quizá el primer escritor peruano que vive única y exclusivamente de su

escritura, empujado por el exilio, la extrema escasez y otras circunstancias personales muy

particulares19 que detalla Antonio Cornejo Polar, lo que según el crítico

explica la firme decisión de Alegría de profesionalizar su quehacer literario. Subyacen

aquí algunos aspectos dignos de consideración. Por lo pronto, en esa voluntad de

profesionalización, Ciro Alegría se adelanta a su época y se asocia a escritores más

jóvenes, como Sebastián Salazar Bondy o Mario Vargas Llosa, que años después

presentarán este aspecto como uno de los reclamos básicos del artista peruano a su

sociedad, a la par que se aleja de otros novelistas de su misma generación, señaladamente

de José María Arguedas20, para quien la profesionalización del escritor era casi materia de

escándalo. Al postular el proyecto de profesionalización —que mantendrá durante toda su

vida— Alegría deja ver su inserción en una sociedad moderna y al mismo tiempo

esclarece la intensidad con que recibe los condicionamientos de ese orden social (Cornejo

Polar 49-50).

Según Cornejo el exilio resulta una experiencia central en el tema de la

profesionalización literaria de Ciro Alegría. Esta difícil situación explicaría no solamente el tono

eminentemente evocativo de su primera novela, sino además la puesta en funcionamiento de la

dinámica del recuerdo “y la voluntad de recapturar la imagen del espacio lejano, pasado y

perdido”. Como resultado que puede incluso llamar a paradoja, “la preocupación por el

19

Arguye Cornejo que la producción literaria de Alegría aparece “sustancialmente ligada a un estado de

desarrollo social, en el que la profesionalización del escritor es difícil pero se ubica dentro del horizonte de sus

expectativas inmediatas y por eso mismo distanciada de los referentes que trata de recrear a través de ella: el mundo

marginal y primitivo del Marañón en el caso de su primera novela” (Cornejo Polar 50).

20 Cornejo recuerda, a propósito, una cita de El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María

Arguedas, para ejemplificar el rechazo que tenía este autor por la idea de la literatura como una actividad

profesional: “¿No es natural que nos irritemos cuando alguien proclama que la profesionalización del novelista es un

signo de progreso, de mayor perfección?” (Cornejo Polar 50).

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rendimiento práctico de la actividad literaria y la apertura de los mecanismos de la memoria

derivan de una misma experiencia: el visor del exilio” (Cornejo Polar 50).

Lo importante, y es algo que queda subrayado en los textos de las memorias que aluden a

la actividad literaria, es la idea de valor económico que queda asociada de manera muy sólida a

dicha actividad. Como el mismo Alegría se encarga de relatar, el origen de La serpiente de oro

(1935) no fue un proyecto novelesco, sino más bien un cuento, titulado “La balsa” y cuya

posterior corrección y ampliación daría nacimiento a la novela. Pero desde sus comienzos, la

existencia de este texto no fue solamente la natural manifestación de una vocación por la

escritura, sino también la puesta en escena del valor económico de ese trabajo creativo, valor que

asomaba también como una solución a los problemas de subsistencia generados por el exilio21. Y

así lo recordaría el propio escritor, en un muy citado artículo suyo, titulado “Novela de mis

novelas”22, que quedaría incorporado a Mucha suerte con harto palo. Leamos lo que nos cuenta

Alegría sobre la génesis de La serpiente de oro y el candoroso cálculo efectuado sobre el texto

inicial que daría origen posterior a la novela:

La serpiente de oro dio sus iniciales vagidos —como letra— en forma de un cuento

llamado “La balsa”. Encontrándome en el año 1935 en Santiago de Chile, mi esfuerzo

vivía —hay que decir algo— de cincuenta nacionales al mes que me pagaba un diario de

Buenos Aires por un relato destinado al suplemento literario. Enviaba un promedio de

diez páginas. Y mi ingenua aritmética de necesitado calculó que por una obra cinco veces

más larga me pagarían cinco veces más (1976: 163-164).

21

Antes de su deportación a Chile, Ciro Alegría ya tenía algunos antecedentes de participación en revueltas

políticas y era oficialmente militante del partido fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre, en México, un 7 de

mayo de 1924: el partido Alianza Popular Revolucionaria Americana (Apra). En noviembre de 1934 Alegría formó

parte de una asonada subversiva en la zona de El Agustino, en Lima. Encarcelado en el Real Felipe, fue deportado a

Chile en diciembre de ese año, junto con otros militantes del Apra como Luis Alberto Sánchez, Carlos Manuel Cox

y Juan José Lora, entre otros. (Varona, 2008: 118-123).

22 El artículo apareció originalmente en el número 3 de la revista limeña Sphinx, (1938): 105-110.

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Buscando un tema, recuerda el escritor, evocó a un personaje de su infancia, un

campesino que tenía una extraordinaria habilidad para la narración oral, Manuel Baca. Recordó

una de las dramáticas historias que solía contar y así empezó a gestarse el cuento “La balsa”, en

un estado casi de fluida exaltación: “Las carillas corrieron, una tras otra, fácilmente hasta rebasar

las cincuenta. Pero no contenían escuetamente el relato de Manuel. Mis propios recuerdos

acudieron para completar la visión del paisaje”. El relato, previsiblemente, fue rechazado debido

a su extensión, “y así fue como un rechazo dio comienzo a mi nueva manera literaria y

contribuyó a poner en camino a La serpiente de oro” (1976: 164). El rechazo no disminuyó en lo

más mínimo la idea de valor. Su relectura iluminó la posibilidad de una novela y luego de escrita

esta, la circunstancia azarosa de que se ampliara el plazo para recibir manuscritos en el

prestigioso concurso de la editorial Nascimento23 pondrían en la palestra a un novel Alegría cuya

novela (Marañón fue su primer título, cambiado luego a La serpiente de oro), antes de ser

presentada al mencionado concurso ya había sido rechazada por dos editores. Finalmente, el 30

de setiembre de 1935 y después de ganar el concurso Nascimento, se publica en Santiago de

Chile la primera edición de La serpiente de oro, novela que tuvo una recepción entusiasta desde

el principio24. El reconocimiento no podía llegar en el mejor momento para Alegría, agobiado

por el exilio y una pobreza galopante. Un segundo valor en juego fueron el prestigio y la

23

El prestigioso concurso Nascimento, correspondiente a la editorial del mismo nombre, contaba con el

auspicio de la Sociedad de Escritores de Chile. La primera edición de La serpiente de oro apareció efectivamente en

1935, semanas después de anunciado el resultado.

24 El mismo Alegría da cuenta de ello: “La serpiente de oro tuvo suerte. Varias críticas favorables

aparecieron de primera intención en Chile y la mejor fue reproducida por Repertorio Americano. El libro se difundió

con rapidez” (167). Cabe añadir que para 1936, ya existía una traducción de la novela al alemán.

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confirmación de una vocación sólida, que no constituía no una experiencia pasajera sino una

razón para la existencia: “La idea de que mi trabajo de escritor no era baldío fue una ganancia

mucho mayor” (1976: 169). Tanto en el terreno práctico (dinero, mejora de las condiciones de

vida) como en el simbólico (el prestigio, pero también la aceptación de Alegría en la sociedad

literaria chilena)25 el trabajo profesional de la escritura rendía sus frutos, frutos que se

extendieron, huelga decir, a sus labores como corrector y traductor en la prestigiosa casa editorial

chilena Ercilla. Un asunto en el que Alegría fue también pionero y que está plenamente

vinculado a la dimensión económica del escritor es la cruzada que emprendió contra la piratería

de sus libros. Este tema aparece en repetidas ocasiones, acompañado de anécdotas y otros

sucedidos que revelan, una vez más, no solamente la absoluta conciencia que tenía Alegría del

valor económico de su producción literaria sino también la ansiedad que le producía un mercado

editorial en el que algunos agentes económicos actuaban impunemente, sin ninguna disposición a

reconocer al escritor como sujeto de mercado, productor de bienes y con pleno derecho a regalías

por su trabajo. Por esa razón, Alegría se muestra tan sensible a la piratería de sus libros y en un

largo apartado de sus memorias, titulado irónicamente “Los Morgan y los Drake en las letras de

América Latina” (1976: 288-293), aborda el asunto. El apartado se inicia con la expresión de su

extrañeza por la sucesión de ediciones de sus libros en varios lugares del mundo sin haber

recibido por ellos pago alguno: “En Rusia tradujeron El mundo es ancho y ajeno, hace años, y no

hicieron otra cosa que enviarme dos ejemplares. Ni hablaron de pago. La serpiente de oro ha

25

Alegría llegó a ser miembro del directorio de la Sociedad de Escritores de Chile en 1936. De hecho, fue

el primer extranjero que recibió ese honor y desde entonces esta institución tiene por costumbre acoger entre sus

miembros a un escritor extranjero.

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sido traducida y publicada recientemente en la Alemania Oriental y parece que ocurrirá lo

mismo. A mí también el mundo me va resultando ancho y ajeno” (1976: 288).

Alegría subraya, de esta manera, un asunto que suele escapar o estar ausente de los

retratos de intimidad: la economía del escritor. Si la piratería europea ya le producía un evidente

malestar, no menos evidente era el que le producía la réplica de esta situación en América Latina.

Al referirse por ejemplo a El mundo es ancho y ajeno, cuyos derechos estaban en manos de la

editorial chilena Ercilla, Alegría revela que recibía “un promedio de dos mil dólares anuales que

me ayudaban a vivir” (1976: 289). Pero la anécdota central ocurre después, estando en Puerto

Rico:

[…] me topé en San Juan con una triste muestra de la piratería: cincuenta ejemplares de

El mundo es ancho y ajeno con el sello de la Editorial Diana, de México. Recuerdo que

Jaime Benítez, rector de la universidad, con quien había llegado hasta el anaquel, hizo

unas cuantas bromas y compró y me obsequió a título de ´curiosidad bibliográfica´ un

ejemplar del despojo. Naturalmente, yo tomé la cosa en otra forma. Yo era el autor

(énfasis nuestro). Escribí a Diana. Me contestaron, con excelente flema, reconociéndome

el 5% a condición de que les hiciera, bajo contrato, la ´correspondiente cesión de

derechos´. Esto era como pedirle a quien sufre un asalto, que lo autorice (Ercilla me

reconoce el 17%). Por otra parte, en Diana sabían demasiado bien que Ercilla tiene

adquiridos los derechos. O sea que, en último análisis, lo que deseaban era no pagarme

nada (1976: 289).

Lo grave es que Diana siguió publicando ediciones de la novela sin que Alegría

percibiera retribución alguna. Para entonces, México no había suscrito aún la Convención

Internacional de Derechos de Autor, documento que data de 1886 y que al momento del relato de

Alegría había sufrido ya varias revisiones, correspondiendo a la escritura de los textos que

terminaron formando parte de las memorias las revisiones formuladas en 1952 (Ginebra) y 1961

(Roma). El contraejemplo que propone Alegría es el de Estados Unidos, país en el que “además

de las leyes protectoras, existe entre todos los libreros del país un acuerdo de caballeros para no

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vender libros robados. Y el acuerdo se cumple. Hace unos años, aprovechando que Eugene

O´Neill había olvidado renovar la inscripción de dos de sus obras iniciales, unos aprendices de

piratas las editaron. Lisa y llanamente no las pudieron vender. Ningún librero se las aceptó”. En

cambio, dice para contrastar esto con la realidad latinoamericana, “entre nosotros los libreros

venden tranquilamente cuanto libro se les ofrece y hasta podría decirse que prefieren los robados,

porque naturalmente son un poco más baratos” (1976: 290). Alegría es consciente de su

precariedad como escritor y de su impotencia frente a las dimensiones de la falta de ética en el

negocio editorial, más aún, siendo autor en un mercado igualmente precario y desarticulado

como el latinoamericano, dos carencias que precisamente favorecen la falta de fiscalización de

los derechos de autor y de propiedad intelectual. El escritor no puede ocultar su desazón por esto,

sobre todo al estimar que entre las editoriales Diana (México) y Delfos (Buenos Aires) han

pirateado unos cien mil ejemplares de sus novelas: “La mayor parte de esos cien mil ejemplares

vendidos ha beneficiado a los dueños de Diana y Delfos. Mientras tanto, yo caía en una pobreza

lindante con la miseria” (1976: 293). Todo esto se complementa con las varias alusiones que

hace el escritor a su rutina de trabajo, la misma que va variando al paso del tiempo. Una muestra

de ello la encontramos en este fragmento: “En el año 45 entré a trabajar en Metro Goldwyn, en el

doblaje. Traducía y doblaba una película por mes. Ese es un trabajo fuerte. Fuera de las películas,

escribía una columna semanal para Overseas News Agency, un artículo semanal para la revista

Norte y hacía traducciones para la revista Selecciones. Nunca he trabajado tanto en mi vida”

(1976: 242).

Hay pues un relato en el que el tópico de la sobrevivencia, de la lucha por obtener

recursos que le permitan al escritor hacer frente a sus necesidades cotidianas, ocupa un lugar

Page 48: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

43

importante. Colaborador periodístico, traductor, doblador de películas, escritor de obras por

encargo son algunas de las figuraciones y roles que Alegría debe asumir para hacer frente al

arduo trabajo de sobrevivir. La idea del trabajo del escritor como un sacrificio y una actividad

que exige una entrega sin condiciones se refuerza aún más cuando sumamos, al relato de la

sobrevivencia, el de la construcción de la propia obra, el de sus proyectos y los alientos y

desalientos en que estos se mueven constantemente. La inscripción de Alegría como parte de la

tradición literaria nacional es una preocupación que aflora con cierta constancia en varios pasajes

de Mucha suerte con harto palo. El mecanismo más frecuente para reclamar esta pertenencia no

solo se encuentra en la explicación de su propia obra de ficción --plagada de motivos y temas

relativos a la vida individual y comunitaria en el interior del país--, sino en el comentario y

apreciación de otros escritores y artistas nacionales que Alegría considera como hitos formativos

(Abelardo Gamarra y Enrique López Albújar ocuparán un lugar preeminente, como veremos más

adelante) y, en otros casos, miembros de una comunidad espiritual y estética. Es decir, lo que

tenemos aquí es un proceso de filiación mediante el cual Alegría busca, conscientemente o no,

hacerse de un lugar y de una “familia” en el panorama, todavía en formación, de las letras

nacionales. Esta idea del escritor como escritor nacional que tiene como fuentes de su ficción

tanto motivos populares o provincianos como occidentales es, precisamente, otra de las imágenes

autorales que subyacen en estas memorias. Pero antes de mostrar cómo ocurre este proceso de

filiación que lleva a cabo Alegría y qué relevancia tiene, creo necesario hacer una inserción para

explicar un asunto adicional: el hecho de que hablar de “tradición literaria nacional” sea

altamente problemático aún en la época en que Alegría dio a conocer sus tres grandes novelas,

pues el canon sigue en discusión y, más importante todavía, la idea de una tradición literaria

Page 49: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

44

nacional en formación va acompañada por la de una nación igualmente en formación, que es otra

arista de este complejo debate. Como veremos a continuación en apretada síntesis panorámica,

las primeras décadas del siglo XX fueron el escenario de una polémica central, prolongada con

otros matices hasta hoy: la existencia de la nación peruana y los elementos que la configuran,

entre ellos la existencia de una literatura nacional. Es importante insistir en el hecho de que

esta polémica no solo se manifestó en términos políticos e ideológicos, sino que tuvo un

importantísimo correlato en la literatura, un terreno que servía para definir o dar forma a “lo

nacional”. No es gratuito, pues, que cuatro textos considerados fundadores de la crítica literaria

nacional como Carácter de la literatura del Perú independiente (1905) de José de la Riva

Agüero; Posibilidad de una genuina literatura nacional (1915) de José Gálvez; Nosotros:

Ensayo sobre una literatura nacional (1920)26 de Luis Alberto Sánchez (cuyas ideas revisó,

discutió y amplió en las sucesivas ediciones de su La literatura peruana: derrotero para una

historia espiritual del Perú) y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1924), de

José Carlos Mariátegui, discutan no solo la existencia de la literatura nacional sino además la

juzguen como una tarea en proceso, paralela en más de un caso a la construcción o formación de

la nación. Cada uno de estos textos supone la existencia de un canon que sirve de base para la

existencia de la literatura nacional. Y ese canon constituye también un espacio de afiliaciones

estéticas e ideológicas, un punto de encuentro o desencuentro. Entonces, cuando Alegría declara

la importancia que para él tuvieron escritores como Abelardo Gamarra o Enrique López Albújar

está poniendo de manifiesto una opción estética --Gamarra representa el punto culminante de la

sátira costumbrista en nuestra tradición y a López Albújar le cabe el ser considerado fundador

26

Publicado originalmente por entregas y con un título diferente. Ver bibliografía.

Page 50: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

45

del indigenismo-- y una opción ideológica que deja traslucir el influjo de Mariátegui, pues ambos

escritores tienen un lugar de importancia en el ensayo que dedica éste al proceso de la literatura

peruana. La discusión tiene pues dos aristas. Por un lado, se discute la pertinencia de una

literatura nacional, sus elementos constitutivos y el canon que la representa; por otro, el debate

acompaña una cuestión de mayor envergadura: la existencia de la nación o, mejor dicho, su

naturaleza de tarea inconclusa, de entidad en formación pero también las profundas fracturas

sociales que dejaba en evidencia dicha condición. Por eso este debate “permite observar no

solamente los deslindes propiamente literarios sino también los relacionados con el de un

proyecto social definido que dé cabida a la literatura” (Rodríguez Rea 3). Sobre estos años,

afirma Cynthia Vich: “El período entre 1905 y 1930 fue la época en que cuantitativa y

cualitativamente se discutió con mayor intensidad el campo de la literatura peruana y su

inserción dentro del campo más vasto del contexto histórico-social del país. Es decir, fue durante

las primeras tres décadas del siglo XX cuando los términos del debate nacional se reajustaron

sobre la base de cambios provenientes de diversas esferas” (Vich 43). Efectivamente, nunca,

como en estos años, se discutieron tanto, de manera tan acentuada y con fuentes tan diversas, la

noción de una literatura nacional, la existencia de la nación peruana y los componentes centrales

de nuestra identidad. Al ya mencionado corpus de textos que discuten la literatura nacional se

irían sumando otros, conforme avanzaban las primeras décadas del siglo XX, que debatieron

desde diversas arenas el asunto de la nación y lo nacional, como Le Pérou contemporain (1907)

de Francisco García Calderón; el ya nombrado Siete ensayos de Mariátegui (1924), Tempestad

en los Andes (1927) y Ruta cultural del Perú (1945) de Luis E. Valcárcel; El nuevo indio (1930)

de José Uriel García; La realidad nacional (1930) y Meditaciones peruanas (1932) de Víctor

Page 51: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

46

Andrés Belaunde; Perú, problema y posibilidad (1931) y La promesa de la vida peruana (1941)

de Jorge Basadre o El Perú: retrato de un país adolescente (1958), de Luis Alberto Sánchez.

Pero detengámonos por ahora en cuatro textos centrales que tienen como tema la formación y la

existencia de una literatura nacional y revisemos sumariamente sus propuestas. El primero de

ellos es Carácter de la literatura del Perú independiente, de José de la Riva Agüero. La tesis de

Riva Agüero se articula a partir de una constatación, que es en realidad una declaración de

ciudadanía literaria basada en un principio de restricción: la pertenencia de la literatura peruana

al ámbito de la tradición castellana, a lo que luego añade una idea que grafica una situación de

dependencia, en la que a la literatura peruana le corresponde el lugar de una “imitación” de la

literatura española, de acuerdo a esta formulación: “No sólo es la literatura del Perú con toda

evidencia castellana, en el sentido de que el idioma que emplea y la forma en que se reviste son

y han sido castellanas, sino española, en el sentido de que el espíritu que la anima y los

sentimientos que descubre, son y han sido, sino siempre, casi siempre los de la raza y la

civilización española” (Riva Agüero 263). Riva Agüero ve, en nuestra incipiente literatura

republicana, una literatura de carácter parasitario, una literatura que sin hacer mayor esfuerzo

adopta y adapta el espíritu, los temas y el estilo de la literatura peninsular, al punto de afirmar

categóricamente que la “literatura del Perú, a partir del a Conquista, es literatura castellana

provincial” (Riva Agüero 261). Sin embargo, por contradictorio que pudiera parecer, Riva

Agüero parece estar de acuerdo no tanto con una literatura que busque cauces de originalidad

como con una tradición que conserve y perpetúe el legado hispánico. Este último es, quizá, el

aspecto más polémico de su tesis y queda en abierta polémica con el arielismo y su propuesta de

un americanismo literario:

Page 52: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

47

Conservemos la lengua, esta magnífica lengua […] conservémosla en la integridad de su

genio, pero adaptándola prudentemente […] y defendiéndola a la vez de la insensata

irrupción de los galipardistas y de los seniles caprichos de los puristas […]. Conservemos

la tradición literaria, que no tiene nada que no sea digno de loa y de aplauso; aquel

tradicional espíritu literario, que no es solo el estilo, sino la forma interna del

pensamiento […]. ¿Qué ganaremos los hispano-americanos con renegar de él? Nada; en

cambio, perderemos con él nuestra legítima originalidad, que es la suya, mucho más que

la del pretendido americanismo, en realidad muy poco importante (Riva Agüero 286).

Por otra parte, una de las ideas clave de Posibilidad de una genuina literatura nacional,

de José Gálvez es el carácter inconcluso o de tarea en proceso que afecta tanto a la idea de una

literatura nacional como a la existencia del ente colectivo representado por esa literatura. Así,

afirma no solamente que “en la literatura actualmente todo está por crearse”, sino también que

esta “tiende a vincular a los hombres y cuando esa literatura refleja tendencias de un grupo, de un

pueblo, de una raza, contribuye como un lazo más a la mayor solidaridad de ese grupo, de esa

raza, de ese pueblo”. Y para subrayar la importancia de la literatura como uno de los ingredientes

para construir “lo nacional”, afirma: “Una de nuestras debilidades más saltantes es, sin duda, la

falta de una fuente conciencia colectiva y la deficiencia de medios que la susciten” (Gálvez 69).

Para Gálvez está claro que la literatura constituye el motor de lo que él llama “el alma

colectiva”, entidad que en su propuesta sería la consecuencia de que “nuestras felices aptitudes

artísticas no desdeñen los motivos nacionales que son verdaderamente fecundos” (Gálvez 70).

La existencia de una tradición literaria nacional como tarea pendiente (“posibilidad” es el

término más recurrente en este texto) que plantea aquí Gálvez resulta siendo un fenómeno

paralelo y concomitante a la propia construcción de la nación. Gálvez reconoce igualmente la

complejidad histórica y social del Perú y se sirve de ella para explicar que tanto la tarea de

construcción de la nación como de su tradición literaria son emprendimientos que presentan una

enorme dificultad. En lo que respecta a la literatura, parece compartir con Riva Agüero la noción

Page 53: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

48

de que hay un “desarrollo” o una “evolución” literarias que implican, primero, la aceptación de

los moldes europeos (formas que Gálvez no duda en reconocer como superiores) y luego su

adaptación, cuya finalidad sería la constitución de una literatura que “siendo genuinamente

nuestra, puede ser incorporada al sentido universal literario” (Gálvez 16). Es importante notar,

también, que si para Riva Agüero lo indígena representa un elemento exótico, para Gálvez

funciona como un recurso sentimental, asociado a “una belleza ida y evocada”. Quizá uno de los

aspectos más rescatables de la propuesta de Gálvez sea su intento (aunque fallido) por definir y

ordenar los componentes de la literatura nacional, entre los cuales se cuenta el pasado histórico:

“Inspirémonos en lo propio. […] Sus elementos [de la literatura nacional] serían indudablemente

la historia, la leyenda, la tradición y la naturaleza” (Gálvez 49). Asimismo, entiende que en esta

tradición habría unos géneros centrales: “los géneros que podría adoptar una literatura nacional

serían —entre otros— la tradición, la novela histórica, el drama legendario, la comedia de

costumbres, la poesía descriptiva” (Gálvez 50). El marco de esta propuesta está dado por la idea

de “originalidad”, algo que Gálvez vincula con el desarrollo de un pensamiento propio, de

carácter nacional. Como menciona Rodríguez Rea, de acuerdo con Gálvez, al “no haberse

conseguido una reflexión propia sobre nuestra realidad, la literatura tampoco habrá logrado

desarrollarse para expresar lo nuestro” (Gálvez 35). La idea de originalidad en Gálvez reclama

para sí el espacio en el que foráneo y lo propio se integran de manera armoniosa, superando el

mero estado imitativo de la literatura: “hay que procurar por lo mismo para que la conciencia

nacional sea un hecho, que haya también una literatura nacional, derivando las energías hacia la

observación de lo propio, sin descuidar las influencias cultoras que recibimos de fuera” (Gálvez

13, énfasis nuestro). Luis Alberto Sánchez se sumará también al reconocimiento de que la

Page 54: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

49

literatura peruana existente al momento en que formula su teoría no solo es incipiente, sino

también fundada en la imitación de otros modelos literarios. Sin embargo, Sánchez distingue

entre lo que él llama la imitación servil de aquella que puede ser provechosa, en cuanto puede

servir de base o tamiz a la creación de una literatura nacional. Rodríguez Rea sugiere que

Sánchez atribuye el predominio de la imitación servil a la inexistencia, precisamente, de una

tradición literaria nacional. Sin embargo, Sánchez disiente de Riva Agüero al considerar la

imitación no necesariamente un defecto sino como un medio, a través de la adaptación, de

construir la literatura nacional, incorporando también lo indígena, que el pensador conservador

consideraba simplemente como un elemento exótico. Uno de los aportes más significativos de

Sánchez a la discusión sobre la formación de la literatura nacional es sin duda reconocer la

existencia de una tradición indígena quechua y otorgarle un lugar de importancia en la

conformación de lo nacional, contraviniendo el exotismo de Riva Agüero y el lugar sentimental a

que relegaba Gálvez esta vertiente. La visión de Sánchez es radicalmente distinta, pues para él

“la única fuente del imperio es, pues, la tradición oral. En ella hay que cifrar todo el empeño de

restauración de la literatura y la cultura incaicas” (Sánchez 127). En un texto muy posterior,

titulado Indianismo e indigenismo en la literatura peruana, dirá que lo indígena es una de las

constantes históricas de la literatura peruana: “la presencia de lo indio, bien sea en forma

pintoresca, bien sea en su forma social, como indianismo y como indigenismo, se encuentra

visible, pero tamizada a lo largo de toda la literatura peruana” (Sánchez 37). El modelo de

literatura nacional, para Sánchez, implicaba una conciliación entre lo indígena y lo hispánico,

conciliación que encontraría su concreción en el mestizaje, como declaró en una ocasión a José

Miguel Oviedo: “yo no creo que haya en el Perú posibilidades de indigenismo ni españolismo,

Page 55: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

50

sino que somos mestizos”. La clave de la literatura nacional, su originalidad, sus posibilidades

de desarrollo y expresión están (y esto es válido también para la construcción de la nación), de

acuerdo a Sánchez, en la historia: “Se debe exigir originalidad a los escritores; pero ella es un

tanto difícil en países recién nacidos, como el nuestro, y que desconocen la única fuente de

donde sacar la originalidad tan anhelada: su propia historia” (Sánchez 43). Para completar este

apretado panorama de las principales ideas en torno a la formación de la tradición literaria

nacional surgidas en los primeros años del siglo XX, hay un texto central: Siete ensayos de

interpretación de la realidad nacional, de José Carlos Mariátegui. En ensayo que corresponde a

la literatura, titulado precisamente “El proceso de la literatura”, que denota su carácter de

inacabado, no puede ni debe leerse de manera aislada, sino en conexión con los otros seis, que si

bien abordan problemas de distinto orden (economía, agricultura, política) están íntimamente

imbricados por la ansiedad que provoca la evidencia de considerar la nación peruana como una

nación en formación. Mariátegui funda un discurso crítico marcadamente distinto respecto de los

reseñados hasta aquí. Lejos de las frases altisonantes de Riva-Agüero, de los melancólicos

titubeos de Gálvez o de la ansiedad por conciliar las complejas piezas de ese rompecabezas que

es la nación peruana y su tradición literaria, Mariátegui se sitúa en el centro del debate político

con una afirmación categórica: la literatura peruana es, en esencia, una literatura colonial. ¿Qué

significa esto exactamente? Una literatura que alude a un país, a una nación desligada de su

realidad y atenta solo a los sectores sociales dominantes y a una militante nostalgia virreinal. Sin

embargo, Mariátegui concede que hay una particularidad en lo que podemos llamar la literatura

nacional: la existencia del quechua y el español. Dice Mariátegui: “El dualismo quechua-español

del Perú, no resuelto aún, hace de la literatura nacional un caso de excepción que no es posible

Page 56: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

51

estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas y crecidas

sin la intervención de una conquista” (Mariátegui 155). Esta excepcionalidad le sirve a

Mariátegui para justificar el uso de un esquema distinto de los ya conocidos conjuntos de

categorías de estudio o divisiones estilísticas como clasicismo, romanticismo y modernismo;

antiguo medieval y moderno o “popular” y “literario”. No acepta tampoco la ortodoxa fórmula

marxista de dividir el fenómeno literario en feudal, burgués y proletario. Mariátegui idea su

propio método, que es “un método de explicación y ordenación, y por ningún motivo una teoría

que prejuzgue e inspire la interpretación de obras y autores” (Mariátegui 157). Sobre esta base,

Mariátegui distingue en toda formación literaria tres períodos básicos: el período colonial, el

período cosmopolita y el período nacional. El primero de ellos, como indica con claridad su

denominación, establece que “un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia

de otro”; el segundo nos remite a un proceso de “asimilación de diversas literaturas extranjeras”

y en el tercero nos hallamos frente al logro de “una expresión bien modulada [de] su propia

personalidad y su propio sentimiento” (Mariátegui 157). Algunas particularidades del esquema

de Mariátegui permiten una mejor comprensión del mismo. En primer lugar, Mariátegui, como

bien menciona Carlos García Bedoya, utiliza el caso europeo como contraste de la formación

nacional y de la tradición literaria y se basa principalmente en la propuesta de De Sanctis para la

periodización de la literatura italiana. En Europa, “diversas literaturas aparecen en la Edad Media

como parte del esfuerzo de afirmación nacional [mientras que] Mariátegui apunta que la

literatura peruana surge como fruto de una imposición colonial, que la marca, al igual que a

todos los aspectos de nuestra sociedad” (García Bedoya 32).

Page 57: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

52

Toda esta discusión adquiere mucho más sentido cuando notamos que en algunos pasajes

de Mucha suerte con harto palo, Ciro Alegría establece vínculos y afiliaciones con otros

escritores peruanos a través de la práctica de la lectura y de una sensibilidad compartida en torno

a los temas y el lenguaje. Esta “familia” literaria que forma Alegría es consecuencia de una

decisión consciente y esa decisión sirve para explicar no solamente las afinidades que pueden

encontrarse entre Alegría y sus “parientes” sino también para establecer un perfil ideológico más

o menos delineado del escritor. Con la expresión de sus afinidades Alegría, queriéndolo o no,

entra a la discusión de la tradición literaria nacional. La selección es significativa, sea por

cuestiones personales, de estilo u otra índole, porque deja huellas de una postura, de un “canon

personal” si cabe el término, un canon personal en el que la propia obra de Alegría se siente

cómoda y bien acompañada. Elegir a escritores como Abelardo Gamarra, un marginado de la

crítica oficial; o a López Albújar, creador de “indios de carne y hueso” en palabras de Alegría,

no es entonces un hecho que deba pasar inadvertido o ser condenado a un baúl de anécdotas. Son

dos autores situados fuera del gusto oficial, contrarios, si se quiere, al gusto dictado por grupos

como Colónida, cuyo líder Abraham Valdelomar se convirtió en un árbitro cultural; dos autores

fuera de la órbita de Clemente Palma, que ejerció notable influencia en la crítica desde

periódicos y revistas limeñas, en especial Variedades. Ahora bien, hay algunas conexiones

evidentes entre el mundo representado por Gamarra, López Albújar y Alegría. Es el mundo

provinciano, un universo ajeno en parte al poder central, medios en los que la práctica y la

dinámica social y cultural es otra, radicalmente distinta de la limeña, que dicta el canon y fija los

límites del gusto artístico y literario. La sola mención de Gamarra y López Albújar por parte de

Alegría, entonces, puede suscitar varias reflexiones. La primera, tendría que ver con la manera en

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53

que Alegría busca insertarse en una tradición narrativa nacional que, por más inconclusa o en

proceso que esté, ya empieza a mostrar sus principales aristas. Y busca hacerlo con escritores

que tienen un hondo aprecio o curiosidad por ese mundo que queda fuera de la vista de las élites,

el mundo de las costumbres, el mundo de ciertas prácticas ancestrales (retratadas en Cuentos

Andinos, de López Albújar, por ejemplo), modos de vida y cosmovisiones que se encuentran en

evidente marginalidad respecto del poder central limeño. De ahí que resulte significativa la

mención que hace Alegría de Gamarra en sus memorias. En primer término porque es uno de los

autores que propone Mariátegui en su canon; en segundo lugar porque la escritura de Gamarra

constituye la posibilidad de una auténtica voz provinciana. La primera mención a Gamarra, en el

pasaje titulado “El tunante y yo” se da en el contexto de las celebraciones del primer centenario

de la Independencia, que coincide con la publicación de un conocido libro de Gamarra titulado

Cien años de vida perdularia, que merece el siguiente comentario de parte de Alegría:

Leí varias obras de Gamarra, entre las cuales se encontraba Cien años de vida perdularia.

Con este libro [Gamarra] conmemoró, a su manera, el Centenario de la Independencia.

Me pareció bueno y, como actitud de escritor, de primera clase. Mientras en Lima

celebrábase en forma pomposa, frívola y versallesca la fecha centenaria, el escritor

Abelardo Gamarra, entonces bastante pospuesto, lanzaba aquel tomo que era una

expresión de las provincias. Cien años de vida perdularia, en cuadros de atraso y dolor,

articulaba un grito de acusación y protesta… (1976: 75).

Hay tres elementos en esta breve que podrían servir para explicar la fascinación de

Alegría por Gamarra. Primero, el gesto independiente de Gamarra de celebrar una fecha cívica

tan importante con la escritura de un libro que sin duda iba a contracorriente del pensamiento

oficial sobre el centenario; en segundo término, el hecho de que el libro en su conjunto

constituyera una “expresión de las provincias”, aludiendo a una división asimétrica alentada

desde el poder central (Lima/provincias) y en tercer lugar, dos circunstancias concomitantes: que

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54

Gamarra fuera ya un escritor olvidado (“pospuesto” prefiere Alegría) y que el libro en mención

tuviera un espíritu rebelde y contestatario. A esto habría que añadir que Cien años de vida

perdularia constituye no solamente una de las cimas del costumbrismo peruano, sino también

roza un tema que de alguna manera dramatizan también las novelas de Alegría, más

enfáticamente El mundo es ancho y ajeno: las relaciones entre el universo del poder central

limeño y el mundo de las provincias y sus poderes locales, lo que agrega aún más significación a

la elección de Alegría. Como parte de ese mismo pasaje, Alegría muestra su satisfacción frente al

rescate que hace Mariátegui de la figura de Gamarra en Siete ensayos e incluso cita algunos

pasajes de los elogiosos comentarios del Amauta. Gamarra, a la postre, tendría el carácter de un

perfil modélico para la escritura de Alegría: “Estas y otras reflexiones sobre la literatura de

Gamarra me asaltaron vez tras vez cuando resolví hacer novelas de temas peruanos”. Y

recordando precisamente una cita de José Carlos Mariátegui, quien dedica un capítulo a Gamarra

en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) en el que pondera el sentido

popular de su obra y llama la atención de la crítica por el olvido en que han dejado a Gamarra27,

Alegría confiesa:

27

Una de las razones del interés de Alegría por Gamarra podemos hallarla, efectivamente, en Mariátegui.

La de Gamarra es una de las obras que Mariátegui analiza en Siete ensayos y el ensayista pone de relieve dos

aspectos: el primero, la condición marginal de Gamarra respecto del canon de su época; el segundo, que Gamarra

representa, en un contexto literario excluyentemente capitalino, al “escritor que con más pureza traduce y expresa a

las provincias” (Mariátegui: 175). Por otro lado, Mariátegui observa que en la prosa de Gamarra hay

“reminiscencias indígenas” para luego plantear una comparación muy sugerente: “Ricardo Palma es un criollo de

Lima; El Tunante es un criollo de la sierra. La raíz india está viva en su arte jaranero” (176). Resulta interesante

constatar que en este pasaje de su ensayo, Mariátegui plantea también una separación entre la crítica y el pueblo,

abstracción que quiere representar seguramente al conjunto de lectores de la obra de Gamarra: “A Gamarra no lo

recuerda casi la crítica; no lo recuerda sino el pueblo”. Al finalizar su reflexión sobre Gamarra, Mariátegui

puntualiza: “El Tunante quería hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no era equivocado. Por el mismo

camino han ganado la inmortalidad los clásicos de los orígenes de todas las literaturas” (177). Mariátegui valora

tanto el hecho de que Gamarra, a pesar de haberse asimilado a la sociedad limeña, no se hubiera desnaturalizado,

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55

Estas y parecidas reflexiones sobre la literatura de Gamarra me asaltaron vez tras vez

cuando resolví hacer novelas de temas peruanos. Entendí que en las páginas de Gamarra

había una enorme cantidad de materia prima y un derrotero cierto, aunque

dificultosamente trazado. Me pareció que era posible mejorar sus resultados. Leí a

muchos clásicos de nuestra lengua y foráneos. Aprendí de los libros y la realidad, de todo

lo que era posible aprender. En relación con la vida peruana había un camino que

inicialmente abrió Gamarra. Pensé que, acaso, yo sería capaz de hacer algunos tramos

propios y llegar más lejos (1976: 75-76).

Esto revela, además, una circunstancia muy particular, que remarca Vich en su estudio y

es que “la intelectualidad peruana tenía en la literatura su instrumento más valioso no solo para

conocer el Perú, sino sobre todo para elaborar la imagen de peruanidad que se iba a proponer

mucho más allá del campo específico de lo literario” (Vich 44)28. Cornejo Polar era también

partidario de esta misma idea, al afirmar no solamente que la renovación en el ámbito literaria

tenía un correlato en la renovación nacional, sino también al sostener que en dichos años “se

cuanto el camino novedoso que empezaba a recorrer su obra, a la que juzga como “la más genuinamente peruana de

medio siglo de imitaciones y balbuceos” (176). Coincidentemente, Alegría dirá, entre otras cosas, lo siguiente:

“Mientras en Lima celebrábase en forma pomposa, frívola y versallesca la fecha centenaria [se refiere al primer

centenario de la independencia], el escritor Abelardo Gamarra, entonces bastante pospuesto, lanzaba aquel tomo que

era una expresión de las provincias” (Alegría, 1980, I: 79). Más allá de la coincidencia de criterios entre el Amauta

y Alegría en torno a Gamarra, hay una circunstancia adicional que ayuda a entender el temprano comercio que

estableció Alegría con la obra de El Tunante. El abuelo y el padre de Alegría conocieron muy bien a Gamarra,

incluso apoyaron su candidatura a una diputación por Huamachuco, candidatura, dicho sea de paso, exitosa. Alegría

sugiere que la experiencia política de Gamarra fue un factor que influyó en el olvido y desdén por su obra. De ahí

que no ocultara el agrado que le produjo notar que Mariátegui “le dedicara un capítulo a Gamarra, así de olvidado

estaba” (1976: 75).

28 Amplío aquí la cita del trabajo de Vich: “Todavía en las primeras décadas del siglo XX en el Perú, la

literatura conservaba cierto carácter público (en el sentido de no especializado) que le aseguraba una posición de

legitimidad en la discusión sobre los proyectos de transformación social. La falta de profesionalización del literato

era entonces un factor determinante en la articulación de la literatura con la discusión nacional. Sin embargo, la

herencia del siglo XIX era la de una intelectualidad que provenía de las esferas más altas del poder, la clase cualta

que veía en la práctica de la literatura una fuente de prestigio social que se le añadía a su prestigio político o

económico. Esto estuvo estrechamente vinculado a la creación de un concepto criollo de nación que sólo reconocía y

beneficiaba a una minoría. Como puede verse en muchos textos del siglo XIX, la literatura era el espacio

privilegiado para la representación simbólica de la organización nacional […] El hecho de que la autonomización de

la literatura como valor no se hubiera logrado completamente, mantenía en vigencia un sistema de valoración

cultural que le concedía una decisiva importancia al elemento ideológico, usado por supuesto con fines

instrumentales” (Vich 44-45).

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56

comprendió, desde perspectivas distintas y hasta opuestas, que la literatura despliega un

horizonte ideológico que permite conocer, explicar y valorar las tensiones y los conflictos del

proceso histórico de una sociedad” (Cornejo Polar 1982: 19). Nótese, en la cita de Alegría, que la

lectura de Gamarra provoca en él la decisión de “escribir novelas de temas peruanos”, que a

pesar de los problemas de estilo u otras limitaciones de Gamarra, Alegría veía allí “un derrotero

cierto”, una “enorme cantidad de materia prima” y que pese a otras lecturas que había realizado,

de clásicos europeos entre otros, no duda en considerar que Gamarra le ha “abierto” un camino

literario. Obviamente, esto remarca un hito su la formación literaria: la decisión consciente de

abordar el Perú y algunos de sus problemas en su obra de ficción. En cuanto a López Albújar, se

pone en evidencia que se trata de una filiación que pretende hermanar a ambos autores en el

terreno del “indigenismo 2” como lo llama Mirko Lauer para poder diferenciarlo e incluso

contraponerlo al

indigenismo sociopolítico. Es importante explicar por qué utilizo esta expresión […] que

se desarrolló entre 1919 y mediados de los años cuarenta. El añadido de ese -2 es la mejor

manera que he encontrado para hacen hincapié en que ese movimiento es un fenómeno

vinculado, a la vez, al indigenismo político por lo externo (en el interés común por lo

autóctono de la cultura y en la biología) y totalmente separado de él en lo interno (en la

muy distinta manera de concebir y de aproximarse a lo autóctono) (Lauer 11).

Aclaración importante la de Lauer, que pone en escena la manera equivocada en que se

ha percibido al movimiento indigenista, casi como un fenómeno monolítico y sin aristas, donde

cabía “todo lo que tuviera que ver con el tema de lo autóctono andino” (Lauer 13); mientras que

respecto del indigenismo-2 hay un problema adicional, pues “ha sido visto como la parte cultural

del movimiento político del mismo nombre” (Lauer 12). La diferencia, cuyo planteamiento es

sin duda importante, es explicada por Lauer en los siguientes términos: “El indigenismo socio-

político aparece en la resaca depresiva de la guerra con Chile cuando --quizá por un instante--

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tambalea la idea criolla de la nacionalidad. En cambio el indigenismo-2 aparece en un momento

en el cual tanto el medio social criollo dominante como su contestación desde las capas medias

están en pleno desarrollo, y la economía se encuentra en el trance inicial de una renovada

colonialidad” (Lauer 12) . La aclaración y separación de estos conceptos permiten situar mejor

tanto la obra de Alegría como el sentido de sus filiaciones. Pero hay un tercer aspecto en esta

diferenciación que practica Lauer que vale la pena mencionar y se refiere a una suerte de

interferencia metonímica en el discurso de ambas modalidades del indigenismo. Lauer explica

que en lo tocante al movimiento político, “indígena es sobre todo una metonimia de campesino,

mientras que en el movimiento cultural indígena es una metonimia de autóctono” (Lauer 13).

Lauer observa aquí un deslizamiento del significado en relación con el significante, lo que da pie

a la formación de otros núcleos de sentido. Pero el aspecto central de este nuevo planteamiento

estriba en la constatación de que el llamado indigenismo-2, en todas sus manifestaciones

(plástica, arquitectónica, literaria o musical) es un fenómeno problemático en relación con su

propio objeto y con su recepción:

“El pintor José Sabogal existe para el gran público como unos cuantos cuadros icónicos,

además de contradictorios entre sí. El narrador Ciro Alegría subsiste en un trío de novelas

que se lee cada vez más como historia y como testimonio, y menos como literatura. Los

poetas del indigenismo-2 son cada vez más difíciles de leer como nativistas andinos y

más fáciles de leer como simples vanguardistas, en la medida en que su tema se ha

desvanecido. Las casas de arquitectura prehispánica, los diseños gráficos de raíz incaica,

las piezas musicales eruditas de orientación autóctona, flotan en un ambiente de exotismo

sin contexto” (Lauer 16).

Mencionamos algunas líneas arriba que otra figura importante en la formación de Alegría

fue Enrique López Albújar29 (1872-1966), escritor vinculado al indigenismo y cuyo lugar en esa

29

Debemos volver a Mariátegui una vez más para contextuar mejor la relación entre el joven Alegría y el

ya consagrado Enrique López Albújar. Por lo que lleva dicho sobre Mariátegui, se puede deducir que la parte que

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tradición literaria peruana se discute hasta hoy. El descubrimiento de López Albújar tuvo lugar

durante los primeros días de Alegría en Lima, donde llegó en son de aventura, escapándose de

Trujillo y dispuesto a “conquistar” la capital. Luego de sufrir sucesivos rechazos por parte de los

periódicos a los que enviaba sus artículos, Alegría se dirige a la Biblioteca Nacional en busca de

Cuentos andinos, de López Albújar, interesado por los comentarios que sobre el volumen había

leído en un ejemplar de Amauta, la revista que dirigía Mariátegui. Según el relato Alegría, esta

escena de lectura constituyó una experiencia importante: “En mi asiento, abierta la primera

página, olvidé el hambre y el tiempo. Cuando salí, la ciudad encendía sus luces y yo era otro. El

escritor adolescente y soñador, superando el sufrimiento de sus primeros reveses, columbraba

entusiastamente un derrotero” (1976: 76). Lo que más interesa subrayar a Alegría es el hecho de

que López Albújar represente o haya logrado en su escritura una auténtica manifestación de

dedica este a la literatura peruana en Siete ensayos ejerció una notable influencia en Alegría. El encuentro con

Cuentos andinos, uno de los libros fundamentales de López Albújar, figura en Mucha suerte con harto palo como

una experiencia deslumbrante y fundadora. Mariátegui inscribe a López Albújar en el indigenismo, vertiente que el

Amauta concibe como “una reivindicación de lo autóctono [que] no llena la función puramente sentimental que

llenaría, por ejemplo, el criollismo. Habría error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del

criollismo” (Mariátegui: 221). Uno de los aspectos que más llama la atención de Mariátegui en Cuentos andinos es

precisamente la exploración de modos de vida ancestrales que el conjunto de relatos pone en escena. De ahí juicios

como este: “Los Cuentos andinos aprehenden, en sus secos y duros dibujos, emociones sustantivas de la vida de la

sierra, y nos presentan algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con Válcarcel en buscar en los

Andes el origen del sentimiento cósmico de los quechuas” o, también, esta valoración del volumen: “`Los Tres

Jircas` y `Cómo habla la coca` son, a mi juicio, las páginas mejor escritas de Cuentos andinos. Pero ni `Los Tres

Jircas` ni `Cómo habla la coca`, se clasifican propiamente como cuentos. `Ushanan Jampi`, en cambio, tiene una

vigorosa contextura de relato. Y a este mérito une `Ushanan Jampi` el de ser un precioso documento del comunismo

indígena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los pueblos indígenas, a donde no arriba casi la ley de

la República, la justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución sobreviviente del régimen autóctono.

Ante una institución que declara categóricamente a favor de la tesis de que la organización inkaica fue una

organización comunista” (Mariátegui: 224). En el caso de Alegría, hay una fascinación por la idea de ver en López

Albújar a otro representante de una literatura genuinamente popular. Y, en torno a la entusiasta recepción de la obra

de López Albújar, apunta: “[…] por los años en que aparecieron los Cuentos andinos, poniendo en circulación

literaria a indios de carne y hueso, con todo su drama vital, la contribución fie tan noble como la que, a su modo,

hiciera Sabogal…” (82). Alegría coincide plenamente con Mariátegui en su valoración de López Albújar.

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59

expresión popular, entusiasmo que compartió con otros jóvenes de su generación, como detalla a

continuación: “Los jóvenes de mi generación, imbuidos de las nuevas ideas políticas que eran

signo de los tiempos y que comenzamos a escribir influenciados por las mismas, vimos en López

Albújar a un escritor que, no haciendo literatura proletaria según las normas de los más

ortodoxos, sí era una vigorosa expresión del pueblo” (1976: 81). Alegría considera

particularmente valioso el aporte de este escritor a la “exploración integral de la vida peruana”,

pero incorpora un quiebre temporal con un comentario que obviamente pertenece al tiempo de la

escritura y no al de la representación, que implica además una toma de distancia frente a una

presunta proliferación de producciones literarias indigenistas: “Ahora ya no se advierte la

hazaña, porque la literatura indigenista abunda y hasta exagera el realismo, dentro de un

campeonato de procacidades” (1976: 82)30. Otra experiencia que vincula a Alegría con la

tradición literaria nacional fue su temprano contacto con Amauta (para entonces Alegría cursaba

todavía la secundaria), la notable revista que dirigiera José Carlos Mariátegui y que apareciera

desde 1926. Allí, relata el escritor, “aprendimos los nuevos valores del mundo. Ese era un

panorama muy completo de todo lo que insurgía en artes, letras, ciencias, filosofía y política”

(87). Alegría recuerda con especial interés el rescate que hiciera Amauta en sus páginas del poeta

José María Eguren, “tercamente silenciado y prácticamente desconocido”. Precisamente,

Alegría pone de relieve la heterodoxia y la apertura de Mariátegui, rasgo que él mismo comparte:

30

Los materiales que forman este pasaje de las memorias son, como en muchos casos, diversos. Su fecha

de escritura de acuerdo a Varona se ubica entre mediados de la década de los cincuenta y comienzos de la década del

sesenta. La declaración de supuesta abundancia del indigenismo resulta una alusión poco clara y que quizá lleve al

lector a cierta confusión, primero porque el corpus de la novela indigenista no es precisamente amplio y lo mismo

puede decirse de sus textos teóricos centrales. Por otra parte, el activismo indigenista, en especial el provinciano,

tuvo lugar principalmente en revistas como el Boletín Titikaka (aparecido en 1931) que fuera dirigido por el poeta

Gamaliel Churata (seudónimo de Arturo Peralta, 1897-1969) panfletos y medios similares que nunca alcanzaron

una circulación masiva. Puede tratarse de un recuerdo algo deformado.

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“Tengo para mí que el homenaje a Eguren es una de las acciones más lúcidas y reveladoras de

José Carlos Mariátegui. Él no confundía los altos y supremos fines de la revolución con los de un

inmediato y elemental populismo” (1976: 87-88).

Más aún, Mariátegui es retratado como un auténtico héroe cultural y el pasaje en que esto

ocurre es altamente significativo. Estando de vuelta en Trujillo Alegría, recibe noticias de

Mariátegui, por parte del familiar de un amigo que había visitado a Mariátegui en Lima. La

noticia más importante fue la revelación de la invalidez de Mariátegui. El impacto de esta

novedad debe haberse dejado sentir en la sensibilidad del joven escritor, que muchos años

después apunta, al recordar ese momento:

La noticia nos conmovió a fondo. Todo eso era tremendo y al mismo tiempo grandioso.

He allí que el maestro, el que escribía tan hermosa páginas, resplandecientes de salud

moral y energía, armoniosas y aleccionantes, era un hombre magro y enfermo, cojo,

obligado a movilizarse en una silla de ruedas. Entonces se nos evidenció en todo su

magnífico valor la potencia espiritual de ese hombre que, venciendo la flaqueza de la

carne y el fuego consumidor de la fiebre, había convertido una dolorosa silla de lisiado en

tribuna de fe (1976: 88-89).

Vemos, pues, a raíz de la discusión sobre la literatura nacional y la formación de la

nación, que en Alegría no se oculta la preocupación por encontrar un lugar en ambos terrenos.

Ese lugar, de acuerdo a esta lectura, estaría bajo influencia tanto de una narrativa realista que

fuera capaz de dar cuenta de la experiencia peruana, representada sobre todo en el mundo

mestizo de algunas provincias de la sierra norte y su vecindad amazónica, como en ideas de José

Carlos Mariátegui que, de acuerdo a Tomás Escajadillo, es una constatación aplicable también a

otros escritores indigenistas: “Ciro Alegría y José María Arguedas han sostenido reiteradamente

que la influencia de Amauta y Mariátegui ha sido decisiva para su formación de novelistas y

ciudadanos. Y esto resulta cierto para la gran mayoría de los escritores indigenistas” (Escajadillo

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61

234). Más aún, Escajadillo postula que hay “una notoria semejanza entre la ideología de El

mundo es ancho y ajeno y el pensamiento de Mariátegui: el procesamiento ideológico de la

famosa comunidad de Rumi guarda una inusitada homología con la tesis de Mariátegui sobre la

comunidad indígena” (Escajadillo 239)31. Aquí queda esbozada una relación sobre la que

seguramente valdrá la pena explorar y ahondar en el futuro. En tanto, he intentado mostrar cómo

la intervención editorial de Dora Varona en la creación de estas memorias, a pesar de todos los

problemas de los que di cuenta al comenzar el capítulo, tiene el acierto de no descuidar la

construcción de una imagen autoral que encierra factores clave para la comprensión de la figura

de Ciro Alegría, desde el punto de vista ético, ideológico y literario, lo que no es poco decir.

31

Antonio Cornejo Polar anota lo siguiente: “Del esquema de base de El mundo es ancho y ajeno parecería

desprenderse que la novela relata la historia de una comunidad indígena desde sus orígenes, que son evocados, hasta

su aniquilamiento por el gamonalismo. Esta interpretación aparece en las primeras lecturas críticas de El mundo es

ancho y ajeno, como en la de Concha Meléndez para quien la novela es la ´biografía de una comuniodad´ y se

mantiene casi sin excepciones hasta hoy, no se trata de una interpretación errónea: es más bien, y muy claramente,

incompleta; y es así, en efecto, pero en el nivel más obvio. En otro nivel, más profundo, se puede observar que la

historia de la comunidad es ininteligible fuera del contexto de la sociedad nacional en su conjunto (y no en

referencia excluyente al gamonalismo) y que el relato se esmera en cotejar constantemente ambas dimensiones, la

que es propia de la comunidad y la que corresponde al espacio social que la rodea” (2004: 129-130). Juan Carlos

Galdo ampliará posteriormente la idea de una lectura de esta novela de Alegría y señalará que El mundo es ancho y

ajeno “parte de poner en entredicho la idea de una nación igualitaria y homogénea en una sociedad multiétnica y

habla más bien de su fractura, de sus discontinuidades y de la violencia constante que la rodea” (80-81).

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CAPÍTULO III

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: EL RITUAL DE LA AGONÍA

En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944

hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años

neutralizado para escribir. El encuentro con una zamba gorda, joven, prostituta, me

devolvió eso que los médicos llaman “tono de vida”. El encuentro con aquella alegre

mujer debió ser el toque sutil, complejísimo que mi cuerpo y alma necesitaban, para

recuperar el roto vínculo con todas las cosas. Cuando ese vínculo se hacía intenso, podía

transmitir a la palabra la materia de las cosas. Desde ese momento he vivido con

interrupciones, algo mutilado. El encuentro con la zamba no pudo hacer resucitar en mí la

capacidad plena para la lectura. En tantos años he leído sólo unos cuantos libros. Y ahora

estoy otra vez a las puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar

bien, de trabajar bien. Y no deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo

inepto, en un testigo lamentable de los acontecimientos.

Con este extenso párrafo (2000: 7) comienza el “Primer diario” (fechado en la ciudad de

Santiago de Chile, del 10 al 17 de mayo de 1968) que da inicio a El zorro de arriba y el zorro de

abajo, la novela póstuma de José María Arguedas. La extensión de la cita se justifica por varias

razones: primero porque nos introduce en un asunto central: la voluntad del autor de auto

eliminarse y de no frustrar, fallando, esa decisión tan dramática y difícil; en segundo término,

porque pone en escena el meollo de su malestar: la imposibilidad de recobrar el nexo, la relación

con el mundo que lo circunda (“todas las cosas”), vínculo asociado a la capacidad de escritura

que, como la vida del propio Arguedas, ha comenzado a declinar; en tercer lugar, porque nos

informa de una única posibilidad de superar esta crisis existencial a través del placer físico y

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sexual pero, como vemos, esto es solo un paliativo de aliento muy temporal y limitado, incapaz

de estimular un camino distinto al de la muerte, invocada prácticamente desde la primera línea de

este diario que, entre otras cosas, se convierte en una bitácora, en el registro minucioso de

hondísimas heridas existenciales y psíquicas frente a las cuales, según confesión propia, no hay

nada que hacer sino seguir el llamado de la muerte, a través del suicidio. Nótese que también

declina la capacidad “plena” para la lectura. La crisis afecta no solamente la dimensión síquica

de la persona; también afecta y muy de cerca lo relacionado con la vida y la productividad

intelectuales y creativas del sujeto. El placer físico no fue capaz de restituir esas capacidades, el

escritor se halla ahora ante un enorme vacío y “otra vez a las puertas del suicidio”. Por otro lado,

no es menos sugerente que el inicio aluda tanto a un intento fallido de suicidio como a su

inevitable --y esta vez definitiva-- repetición en el futuro. Así, el código autobiográfico, presenta

una faz irónica y trágica para intentar superar una de las paradojas que pesan sobre el género: la

imposibilidad de narrar la muerte. Lógicamente, nadie puede “narrar” su muerte como una

experiencia simultánea a la escritura; tampoco, por obvias razones, puede ser materia de

recuerdo o retrospección. Pero Arguedas, aquí, disloca claramente esta convención con el

ejercicio y puesta en escena de una proyección futura. Y no solo lo hará con el anuncio de

quitarse la vida, sino también con la exposición de una serie de detalles que seguirán a su

desaparición física, como por ejemplo el conjunto de observaciones y disposiciones sobre sus

propios funerales, convirtiéndose en objeto de un ritual, pensando su propia muerte como un

espectáculo, un espectáculo en cuyo trasfondo se ponen en escena y claro contraste dos

realidades: una muerte física, la desaparición de un individuo que no encuentra ya más armas

para luchar contra el evidente desacomodo que sufre en la realidad que lo rodea; un mundo en

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ciernes, en formación, un mundo en estado de “hervor” cuyo retrato corre a cuenta de la novela,

que subraya y anima un proyecto social relacionado con una utopía que todavía mantiene sus

posibilidades de realización32. Lo individual y lo colectivo, pues, en más de un sentido aparecen

imbricados en esta obra póstuma. Y lo hacen de manera tensa, extrema, liminar. Mi propósito, en

este capítulo, tiene varios frentes. Uno consiste en exponer algunas de las principales lecturas de

El zorro de arriba y el zorro de abajo para dejar sentada la premisa según la cual los diarios no

constituyen un elemento accesorio a la novela, sino que forman parte indesligable de ella, dando

pie a una estructura híbrida en la que se alternan el discurso autobiográfico y el novelesco, en

una especie de puente que va de la crisis individual que expresan los diarios a la crisis colectiva

de que nos informa la novela. Crisis es aquí una palabra central, en los sentidos que le atribuye

Eve-Marie Fell al leer la obra:

“El zorro de arriba… es indudablemente uno de los prototipos más paroxísticos de lo que

se podría llamar una literatura de crisis: crisis abiertas y exploradas las que interrumpen

en el largo proceso creativo la capacidad de escritura del autor, las que acompañan la

dolorosa adaptación de los serranos al mundo de los trabajadores costeños y pervierten el

límpido lenguaje de ayer, las que precipitan al “Perú amado”, en busca de fusión cultural,

hacia los terribles enfrentamientos del odio; crisis solapadas las que desencadena el amor

de la edad madura y el inherente miedo al fracaso, las que desarticulan la fe en la vieja

cultura mítica, pero que abren paso --¿tal vez-- a otra fe, la del “dios liberador” de otra

teología…: crisis que se responden y se asemejan, en las que el narrador Arguedas es el

eco de Diego el zorro y el Loco Moncada, en las que la pasión del novelista se confunde

con el cataclismo social que cierra un tiempo del Perú y abre otro (Fell XXIII).

A esto se suma, por cierto, la “poderosa originalidad” del texto (Fell XX) y su propia

organización, planteada desde dos registros diferentes (el género autobiográfico en los Diarios y

32

No es esta la única manifestación de un sentido utópico en la obra arguediana. Baste recordar por ahora

el marcado espíritu mesiánico de su poema “A nuestro padre creador Túpac Amaru”, publicado en 1962. A decir de

Eve Fell, en este texto “se plasma, poéticamente, la gran utopía andina”. Y puntualiza que esta visión “no se funda

en instancias verificables, sino, más bien, en su cohesión interna y en la apelación a una ética del mundo y de la

historia. Es producto, sobre todo, de una fe” (292).

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65

el relato que desarrolla la novela) cuya función es dar un orden a la lectura y mostrar la

imbricación de ambas dimensiones en la totalidad del texto, así como sus evidentes intercambios,

comenzando por el hecho de que los zorros aparezcan por primera vez, al final del “Primer

diario”33 y harán lo propio en los posteriores. Esto, por cierto, abre otro frente de discusión en

este capítulo, que interrogará la naturaleza de los Diarios que forman parte de la novela y

defenderá no solo su carácter autobiográfico, sino también la necesidad de su presencia en la

lectura de El zorro de arriba y el zorro de abajo. A propósito, observa Fell que los diarios

constituyen una especie de “narración paralela”, que correspondería a “los períodos en los que

Arguedas ´agoniza´ en su creación novelística e intenta lanzar otra vez el mecanismo cambiando

de registro textual” (Fell XXII)34. Aunque la idea de los diarios como “narración paralela” no es

en sí misma problemática, no ocurre lo mismo cuando Fell afirma que esta “obra desigual” tiene

un “carácter globalmente ficcional” y que es “enteramente literatura” (Fell XXIII) porque ello

implica desconocer que hay también una literatura no ficcional o de no ficción; es decir, que la

naturaleza de la literatura no es definida de manera excluyente por el carácter ficticio de su

contenido. Finalmente, abordaré la figura del suicidio del autor en los diarios como una

33

El final del Primer diario corresponde a la entrada del 17 de mayo de 1968. Se trata de un retrato de

Fidela, una mestiza con quien el autor tuvo una experiencia de iniciación sexual y que luego asciende a un escarpado

cerro del que nunca volverá. Inmediatamente después aparecen los zorros en un breve diálogo en el que comentan el

suceso e introducen algunos simbolismos presentes en la novela, como la chimenea de la fábrica de harina de

pescado, aludida en algunas de sus potencias: “El hierro bota humo, sangrecita, hacer arder el seso, también el

testículo” dice el zorro de abajo, a lo que el zorro de arriba replica: “Así es. Seguimos viendo y conociendo”. (23).

34 Se ha señalado la similitud que presenta El zorro de arriba y el zorro de abajo con la novela de Augusto

Roa Bastos Hijo de hombre (1960), novela de hondas resonancias históricas y políticas para el Paraguay de entre

1912 y 1936, lo que incluye la situación inmediatamente posterior a la Guerra del Chaco con Bolivia. La vinculación

se explica por un lado, por el experimentalismo lingüístico que presenta la novela del paraguayo y, de otro, por la

alternancia narrativa en que reposa su estructura. Sin embargo, estos paralelismos generan desconfianza inmediata y

muy pronto la lista de textos-parientes se puede alargar incontrolablemente.

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66

manifestación de la figura sacrificial que cobra parte activa en un ritual purificador y que implica

también la idea de la muerte como espectáculo. En ese sentido, entre los críticos que han

estudiado la obra de Arguedas, destaca Roland Forgues, quien más ha ahondado en el aspecto

sacrificial del suicidio del escritor, pues no solamente lo conecta al significado y el contenido de

un acto ritual, sino además se propone leer la idea misma de “sacrificio” en toda la obra del

escritor. Esta idea llevará a José Alberto Portugal a elaborar la idea de “la inscripción dolorosa

del autor”, que “nos asoma a la creación de un significante trascendental” y nos pone frente a un

autor y una obra “que se nos ofrecen como espacios de simbolización, esto es, como campo que

abre y hace posible la creación de símbolos”, considerando, además, que

La trayectoria de Arguedas (en particular durante la última década de su vida) nos

muestra un sujeto comprometido con la creación de un tipo particular de artefacto (de

novelas como “escenas”) orientado a captar la atención (suscitarla intensa, nueva) sobre

el drama de la sociedad peruana. Es a la vez un sujeto que se siente y se presenta como

envuelto en ese drama y en la violencia que suscita. Es esto lo que me lleva a considerar

el aspecto (“carácter”) sacrificial del suicidio de Arguedas, aquel que está inscrito

textualmente” (Portugal 471-472).

En más de una ocasión, los Diarios35 que José María Arguedas escribe e incorpora a su proyecto

terapéutico, la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (publicada póstumamente en 1971),

han provocado mucho interés por parte de la crítica, como veremos más adelante. Este interés

está centrado en el intento de desentrañar la función que cumple en el texto este conjunto de

cuatro Diarios (que para algunos estudiosos como Martin Lienhard, como mostraremos más

35

Los diarios fueron escritos por Arguedas entre el 10 de mayo de 1968 y el 22 de octubre de 1969. Su

ubicación dentro de la estructura de El zorro… es como sigue: el primer diario está al inicio de la obra; el segundo

diario se inserta entre los capítulos II y III (mitad de la primera parte de la novela), el tercero al finalizar la primera

parte de El zorro… y, finalmente, el cuarto diario inmediatamente después de la parte final de la novela, es decir, al

final de la segunda parte. Se añaden luego dos cartas importantes, una dirigida por el escritor a su editor argentino

Gonzalo Losada y otra al rector de la Universidad Agraria, donde Arguedas trabajaba al momento de quitarse la

vida. Según Cornejo, estas cartas “corresponden, en el fondo, a la conclusión del diario” (269).

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67

adelante, cumplirían la misión de introducirnos a los cuatro respectivos capítulos de la novela),

por un lado; y de otro, en poner de relieve su importancia en el último trabajo producido por

Arguedas. Lo que me ocupará en esta parte de mi investigación es, entonces, una revisión de las

diversas lecturas integrales que ha merecido la novela, es decir, lecturas que incorporan en el

análisis al conjunto de cuatro Diarios y que los consideran no solo parte de la novela, sino

además componente fundamental de su sentido e interpretación36. En este panorama de lecturas

hay un hecho que no deja de concitar mi atención otro hecho particular: que la primera lectura

crítica publicada de esta novela apareciera en diciembre de 1969, dos años antes de la

publicación de la obra póstuma y apenas unos días después de la muerte de su autor. Me refiero

al artículo escrito por el poeta Emilio Adolfo Westphalen --gran amigo de Arguedas y una de las

personas a quienes iba dedicada la novela--, artículo que apareció en el número 11 de la revista

Amaru, dirigida por el propio poeta37. El dato es importante no solo en la medida en que

representa un verdadero acto de anticipación (se estila, normalmente, que textos existentes y en

36

Hay, incluso, lecturas que apuestan por un afán documental e ideológico y que pretenden extirpar la

novela del terreno de la ficción. Muy significativa resulta, por ejemplo, la apreciación de la viuda del escritor, Sybila

Arredondo, cuando dice, al presentar una antología de la correspondencia de Arguedas durante el período de

gestación de su obra póstuma: “Personalmente vemos la obra --que difícilmente nos avenimos a llamar novela--

como un intento más de Arguedas para enseñarnos a captar nuestra realidad. Aprehender esa complejísima realidad

e iluminar la lucha de clases, la vida del pueblo peruano, de modo que el lector se encuentre en ella y no equivoque

caminos al enfrentar la historia” (énfasis nuestro, Fell: 275).

37 El número de Amaru en mención apareció en diciembre de 1969 y está dedicado a Arguedas.

Westphalen escribe allí dos textos. La presentación del número, titulada “José María Arguedas” y el texto que

comento, “La última novela de Arguedas”. Ambos textos han sido reproducidos en Escritos varios sobre arte y

poesía, recopilación de los ensayos de Westphalen (Lima, FCE, 1996). Cito a Westphalen por esta edición.

Recuérdese que Westphalen aparece varias veces en los Diarios y, en la carta dirigida a Gonzalo Losada, el escritor

pide que sean su viuda, Sybila Arredondo y “mi amigo Emilio Adolfo Westphalen [quienes] se encarguen de revisar

las pruebas y le aconsejen respecto de la edición. Emilio Adolfo es mi amigo desde 1933; no ha hecho concesiones

interesadas nunca y creo que es el poeta y ensayista que más profundamente conocía y conoce la literatura

occidental y quien muy severa y jubilosamente apreció y difundió la literatura peruana, oral y escrita, desde las

revistas que ha dirigido y dirige. A él y al violinista Máximo Damián Huamani, de San Diego de Ishua, les dedico,

temeroso, este lisiado y desigual relato” (251).

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68

circulación en el mercado de lectores sean objeto de la crítica); sino además por ser una lectura

que se ha mantenido vigente al paso de los años y que abrió caminos que fueron seguidos por la

crítica posterior en relación a El zorro de arriba y el zorro de abajo.

El texto de Westphalen resulta valioso por su capacidad de síntesis e interpretación del

complejo universo planteado en la novela, por su comprensión de las peculiares características de

la subjetividad de su autor, por la empatía que exhibe respecto del mundo cultural y el quehacer

arguediano. Sin esa sensibilidad, difícilmente se puede penetrar en los sutiles laberintos

ideológicos y culturales en que esta novela es capaz de adentrar al lector. Quisiera comenzar,

entonces, tratando de presentar un resumen de la lectura de Westphalen a manera de puerta de

entrada para lo que seguirá: un escrutinio de las principales lecturas de El zorro de arriba y el

zorro de abajo, con el objeto de marcar el derrotero crítico alrededor de este texto para de ahí

meditar una lectura que ponga de relieve dos cosas: por un lado el rico tejido que ofrecen las

relaciones entre lo autobiográfico (recordemos una vez más que cuatro Diarios forman parte de

la novela) y el relato novelesco (hay más de una proyección autoral en algunos personajes),

relaciones que sirven además para abonar el carácter híbrido y heterogéneo del texto, y la

postulación de la figura autoral en tanto sujeto de un sacrificio y como muestra de una conciencia

ritual en el proceso que llevará a su autor al suicidio. Uno de los primeros puntos que aborda

Westphalen en su lectura tiene que ver con la condición bicultural de Arguedas, condición que

encierra para el poeta un altísimo valor. El bilingüismo de su autor es valorado en estos términos:

“Envidiable destino, poseer un doble instrumento de captación de la vida y el universo,

expresarse libre y gozosamente en dos idiomas de tan diversas estructuras y posibilidades de uso,

aprovechar de todo el rico acervo de dos tradiciones culturales antiquísimas y en muchos

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69

aspectos disímiles y contradictorias, pero ambas válidas como sistemas para la comprensión del

hombre y la exploración del cosmos” (Westphalen 420). Por otra parte, este artículo es el

primero en advertir la doble procedencia de los elementos que conforman la novela: desde la

orilla de la ficción, la historia de una comunidad en formación (un conjunto de “hervores” en

acertada metáfora ideada por el propio Arguedas para titular algunas partes de la novela); desde

la orilla íntima y desgarrada de su autor, la historia --narrada en los diarios-- del doloroso

progreso de su plan de auto aniquilación. Surgimiento y caída, efervescencia y estertor,

exaltación y agonía, parecen conformar parejas que organizan el conjunto de lo narrado en El

zorro de arriba y el zorro de abajo. Dice Westphalen, enfatizando también el evidente ánimo

innovador que respira en las páginas de la novela:

Porque José María Arguedas ha trastocado las reglas del arte: a las páginas de narración,

en donde recrea en carne y hueso, en sangre y espíritu, en sueño y mito, la realidad

tremenda, dolorosa, pujante, ciegamente esperanzada de una comunidad en feroz

competencia para, la mayoría, sobrevivir; para exprimir más riqueza los otros; ha

superpuesto aquellas páginas, quizá más efectivas por ser la manifestación directa y

descarnada de un combate interior, en las que, ante la imposibilidad de escribir, según

explica, “acerca de los temas elegidos”, decide tratar “de lo único que me atrae, esto de

cómo no pude matarme…” (Westphalen 424).

Westphalen nota, pues, que existe un paralelismo que articula la novela en su conjunto. Y

observa además que el paralelismo entre estos dos componentes (diarios/ficción) crea una

tensión particular, a ratos extrema, especialmente cuando el alejarse de la muerte o el hecho de

postergarse la decisión final aparecen como circunstancias dependientes “de la capacidad e

inspiración para redactar el siguiente capítulo” (Westphalen 424). En ese sentido, repara

Westphalen en que esta novela no responde al esquema clásico de Scherezade38 en Mil y una

38

Como se sabe, este personaje, que cuenta una historia cada noche para salvar su vida de la ira de un

sultán engañado, encarna uno de los motivos más recurrentes del artificio narrativo y de la producción de ficciones.

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70

noches sino más bien a un planteo que se acerca más al peligroso juego de la ruleta rusa y

también, para usar una figura más cercana al mundo arguediano, al huayco (nombre que reciben

los aluviones en los Andes) que amenaza aplastar a su autor39. Además de establecer esta tensión

como algo central para la comprensión de la novela, Westphalen despliega una mirada aún más

aguda para establecer la honda ligazón que existe entre los dos componentes de la novela:

La intromisión violenta de los dilemas propios del autor en el desarrollo de una obra de

arte autónoma puede parecer a primera vista susceptible de ofuscar, turbar y desviarse de

los objetivos precisos y peculiares de esta. Sospechamos, sin embargo, que en El zorro de

arriba y el zorro de abajo habría más bien que buscar cierta sutil coincidencia o

confluencia de ambos; no sería capricho ni intemperancia de José María Arguedas incluir

los Diarios como marco y sostén del relato; estos darían resonancia cuando no marcarían

una tónica especial a los sucesos de la novela (Westphalen 427-428).

Por otra parte, advierte también el poeta la presencia de los zorros prehispánicos y da

cuenta tempranamente de su importancia para la narración. Westphalen no deja de lado que la

realidad chimbotana es un escenario múltiple y complejo en el que las fuerzas más poderosas en

acción, señala, “no tienen rostro: se las siente como abstracciones, se les reconoce por la

deducción y el razonamiento”. Esto, según Westphalen, habría motivado en Arguedas la idea de

introducir a los zorros, que provienen de la mitología prehispánica, “seres sobrenaturales e

inmortales, conocedores de todo lo ocurrido y por ocurrir, con la gran ventaja para un novelista

de asumir figura humana, de inmiscuirse en la vida cotidiana” (Westphalen 428). Westphalen

Para indagar en algunas características de este mágico personaje y sus implicancias para la teoría narrativa

occidental se puede consultar La lección de Scherezade. Filosofía y narración, del argentino Nicolás Lynch

(Barcelona, Anagrama, 1987).

39 En la carta a Gonzalo Losada, Arguedas menciona lo siguiente: “…me cayó un repentino huayco que

enterró el camino y no pude levantar, por mucho que hice, el lodo y las piedras que forman esas avalanchas que son

más pesadas cuando caen dentro del pecho. Quiero dejar constancia que el huayco fue repentino pero no

completamente inesperado. Hace muchos años que mi ánimo funciona como los caminos que van de la costa a la

sierra peruana, subiendo por abismos y laderas geológicamente aún inestables. ¿Quién puede saber qué día o qué

noche ha de caer un huayco o un derrumbe seco sobre esos caminos?” (249-250).

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71

concibe a los zorros como una manifestación del deus ex machina teatral. Les atribuye, además,

otras funciones, entre ellas proveer un carácter “milenario” a las acciones narradas: “las

migraciones actuales [se refiere a las migraciones desde el Ande hacia Chimbote, motivadas por

el atractivo económico que representa la naciente ciudad industrial] repiten otras innumerables:

hace miles de años que los hombres de las serranías bajan a la costa y otros suben a las alturas,

en grupos, en multitudes, pacíficamente o en guerra, por un tiempo, para siempre” (Westphalen

429). Adicionalmente, como bien hace notar el poeta, los zorros apelan a una simbología de

carácter hermético. En esta aproximación, las dos partes en que está dividida la novela apuntan a

un todo coherente y armónico. En la primera parte, Westphalen ve la plasmación de un gran

fresco social mientras que en la segunda parte la narración tiende a poner el foco en algunos

personajes particulares y es allí, “en esos breves y vivos relatos que rápidamente se encadenan,

acumulan y redoblan así su efecto que surgen algunos personajes tan memorables como los de

las mejores y más célebres narraciones” (Westphalen 429). De acuerdo a Westphalen, los tres

personajes más significativos de esta parte serían Maxwell, Cardozo y Cecilio Ramírez. Un

aspecto central de esta lectura es sin duda el haber señalado la tensión existente entre el mundo

social en formación, representado en la metáfora de los hervores, y el mundo personal e íntimo

del autor, orientado enfática y reiteradamente al ámbito de la autoeliminación, a la preparación

metódica de la manera más adecuada y eficiente de quitarse la vida, teniendo como causa

presunta el agotamiento de la capacidad creadora de su autor, José María Arguedas.

La escritura se muestra en su capacidad no solamente de revelar minuciosamente el arduo

proceso de un universo social en formación, en pleno “hervor”, un mundo que la novela busca

representar y configurar no tanto en sus límites como sí en sus posibilidades. Al mismo tiempo,

Page 77: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

72

parece adquirir otro sentido, que desplaza la idea de la muerte motivada por la impotencia

creativa y nos dice, más bien, que la escritura resulta la forma más decente y digna de

desaparecer físicamente: la muerte del autor se inscribe primero en el lenguaje, es primero texto

dramático y visionario, que anticipa el fin, discurso que acompaña y acompasa los últimos

instantes de la vida. Esa dramatización provee sin duda un sentido trascendente a la imagen del

autor: morir escribiendo es o parece ser la única manera de morir. Precisamente a ello debamos

que la idea de la muerte del autor en El zorro de arriba y el zorro de abajo no se defina como

“acto final” sino que implique un esquema de resurrección y continuidad, como bien señala Luis

Hernán Castañeda en un reciente artículo dedicado a la obra póstuma de Arguedas. “En los

Zorros --apunta-- ese lugar común según el cual los autores siguen vivos gracias a sus libros

cobra una realidad orgánica, concreta y urgente, que explica la importancia de Arguedas en la

cultura peruana contemporánea” (Castañeda 113). Otro acercamiento comprensivo a la novela

póstuma de Arguedas fue llevada a cabo por Antonio Cornejo Polar en su libro Los universos

narrativos de José María Arguedas, desde cuya introducción plantea una requisitoria a la

“inocultable displicencia con que algunos creadores y críticos tratan la obra” (Cornejo Polar 11)

de Arguedas, en parte por una incorporación de esta obra, sin reflexión de por medio, en el

terreno de la novela regional, lo que según Cornejo merece un replanteo urgente y no solo en lo

tocante a Arguedas sino también a toda la narrativa que precedió al llamado boom de la novela

latinoamericana40.

40

Sin duda Cornejo parece referirse a una especie de extensión automática de conceptos como el esgrimido

por Fernando Alegría en 1966, cuando señalaba que Arguedas era, por ejemplo, el máximo representante del

realismo mágico en América Latina (Historia de la novela hispanoamericana. México: De Andrea, 1966: 273). O la

entrevista que Arguedas concede a Tomás Escajadillo en 1965, donde el mismo escritor define sus últimos libros

dentro del campo del realismo mágico (“Entrevista a José María Arguedas” (En: Cultura y Pueblo Nos. 7-8. Lima:

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73

Y se trata, en efecto, de un texto tan complejo e innovador en su lenguaje y estructura

narrativa, en sus resonancias culturales e ideológicas, que sin ninguna duda excede los cánones

de la narrativa regional. Este replanteo, para Cornejo, parte de una constatación paradójica: que

el desplante a la obra de Arguedas, fuente en más de un sentido de un nuevo lenguaje narrativo,

es paralelo al establecimiento de la agenda del boom, entre cuyos temas destaca precisamente la

tarea del escritor latinoamericano de encontrar “un lenguaje adánico, un lenguaje capaz de decir

lo nunca dicho”, según reclamaba Alejo Carpentier41, porque en la literatura latinoamericana hay

de acuerdo a Carlos Fuentes42 “carencia de un lenguaje auténtico”. Cornejo, he aquí la paradoja,

identifica precisamente la presencia de un nuevo modo de decir en Arguedas, cuya obra ve como

“un sostenido y ejemplar esfuerzo por inventar un lenguaje que no disfrace la insólita realidad

que pretende representar y realice, con la misma autenticidad, el milagro de la comunicación

intercultural” (Cornejo Polar 12). Otro aspecto relevante en la lectura de Cornejo tiene que ver

Casa de la Cultura del Perú, julio-diciembre de 1965: 23). Por otra parte, Tomás Escajadillo, en La narrativa

indigenista peruana explica que Arguedas ha superado el indigenismo ortodoxo y se inscribe más bien en lo que el

crítico da en llamar “neo indigenismo” (52-56).

41 En Tientos y diferencias (1967) el escritor cubano Alejo Carpentier expone con detalle varias de sus

ideas sobre la nueva literatura latinoamericana y sus necesidades, que descansan en el potencial de su geografía, sus

cosmogonías y su naturaleza, elementos todos que distinguen claramente a América Latina del resto del orbe. Y a

pesar de esa particularidad, la literatura del continente debe inscribirse en el contexto universal sin los problemas de

antes. Dice Carpentier: “Termináronse los tiempos de las novelas con llamadas a pie de página para explicarnos que

el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o de agosto. Nuestra ceiba, nuestros

árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales por la operación de palabras cabales, pertenecientes

al vocabulario universal” (40).

42 Del mismo modo, el novelista mexicano Carlos Fuentes ha insistido en muchos de sus ensayos,

especialmente en La nueva novela hispanoamericana (1969) en señalar las preocupaciones de los nuevos novelistas

latinoamericanos, una de ellas, precisamente, la tarea de construir un nuevo lenguaje. Cito: “Radical ante su propio

pasado, el nuevo escritor latinoamericano emprende una revisión a partir de una evidencia: la falta de un lenguaje.

La vieja obligación de la denuncia se convierte en una elaboración mucho más ardua: la elaboración crítica de todo

lo no dicho en nuestra larga historia de mentiras, silencios, retóricas y complicidades académicas. Inventar un

lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado. Continente de textos sagrados, Latinoamérica se siente urgida de

una profanación que de voz a cuatro siglos de lenguaje secuestrado, marginal, desconocido” (30).

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74

con las relaciones que se entablan entre los diarios y el relato novelesco. Resulta evidente que

entre ambos hay una red de relaciones muy explícita y que en esa red descansa la estructura total

del texto. De ahí que el crítico destaque, más allá de que “una simple lectura evidencia que El

zorro… se construye mediante la alternancia del relato propiamente novelesco y los diarios”

(Cornejo Polar 269), que

las relaciones entre el discurso novelesco y el autobiográfico son múltiples y de muy

diverso tipo […] los diarios son […] como acodos que permiten afianzar el relato y

proyectarlo hacia delante. Pero son también, a otro nivel, y de manera muy marcada,

resultado de la decisión de no dejar de escribir […] En efecto, desde el “Primer diario”, el

lector sabe que hay una asociación indisoluble: vivir y escribir resultan sinónimos

absolutos (Cornejo Polar 270).

La escritura otorga sentido. Y escribir, más allá de toda otra urgencia, es un verbo que

aquí se asocia a una actividad que permite a su autor “liquidarse con decencia”. Esta parece ser la

asociación más poderosa y sugerente de los diarios. Y en relación con la novela, proyectan la

creación de El zorro… de acuerdo a Cornejo, como “un combate en que se pelea con tenaz coraje

pese a sabérsele perdido, pero --en cualquier caso-- la lectura de la novela exige que se la

conciba como un desesperado gesto vital, como una apuesta a favor de la supervivencia”

(Cornejo Polar 271). Los diarios declaran la intención de mezclar o incorporar estos al texto

novelesco, con lo cual el propio autor parece establecer un horizonte de relaciones entre ambos

textos, como se puede colegir, por ejemplo, de este pasaje de los diarios, donde se reafirma la

idea de buscar una forma de “liquidarse con decencia”:

Como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy

ambiciosos, voy a escribir sobre lo único que me atrae: esto de cómo no pude matarme y

cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia […]

Voy a tratar de mezclar, si puedo, este tema que es el único cuya esencia vivo y siento

como para poder transmitirlo a un lector; voy a tratar de mezclarlo y enlazarlo con los

motivos elegidos para una novela que, finalmente, decidí bautizarla: El zorro de arriba y

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75

el zorro de abajo; también lo mezclaré con todo lo que en tantísimos instantes medité

sobre la gente y sobre el Perú, sin que hayan estado específicamente comprendidos dentro

del plan de la novela (Arguedas, 1990: 8).

Pero, como se observa, estas relaciones entre los diarios y el cuerpo de la novela, parecen

estar mediadas por la idea de la agonía, por la necesidad de la escritura como preámbulo de un

acto radical y sin vuelta atrás, un acto definitivo: el suicidio. En la lectura de Cornejo, “estas

meditaciones en realidad se incorporan a los diarios y al relato, a veces directa y a veces

indirectamente, sin formar una unidad. La mezcla y el enlazamiento se producen, entonces, entre

novela y autobiografía” (Cornejo Polar 272). Para el crítico, estos no son los dos únicos planos

que contribuyen a estructurar El zorro de arriba y el zorro de abajo, pues propone que hay un

tercero, un plano “estrictamente mágico” (Cornejo Polar 272), aunque para mayor precisión

debiéramos decir mítico. El origen de este discurso mítico está signado por una relación de orden

intertextual entre El zorro…y un importante documento de la época colonial que Arguedas

tradujo del quechua al español: el Manuscrito de Huarochirí43, de donde Arguedas tomará no

solo la idea de los zorros sino además numerosas referencias de la mitología quechua recogidas

en este trabajo del padre Francisco de Ávila (1598?-1647). Ahora bien, ¿cómo está marcada la

presencia de este discurso mítico en la novela? Sugiere Cornejo que esa marca se manifiesta de

dos maneras. Por un lado, están los diálogos entre los zorros y, por otro, la transformación que

sufren algunos personajes al ser “poseídos” por los zorros o asumir la condición o identidad de

43

La primera edición del Manuscrito apareció con el título con el que desde entonces se le conoce: Dioses

y hombres de Huarochirí. La traducción del manuscrito quechua estuvo a cargo de Arguedas y la edición al cuidado

de Pierre Duviols. El manuscrito es una recopilación de informaciones y relatos orales indígenas recopiladas por

orden de Francisco de Ávila, quien recorrió la sierra de Lima en su condición de extirpador de idolatrías.

Page 81: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

76

estos en algunos pasajes de la novela, de modo muy especial en el capítulo III44. Y para abonar

aún más la complejidad del tejido textual de la obra, este mundo mágico no es ajeno en absoluto

al dominio de los diarios, que se refieren con frecuencia a la figura de los zorros, figura esta vez

vinculada “a la posibilidad o imposibilidad de continuar la escritura” (Cornejo Polar 273). Esta

relación entre los zorros y el motivo de la escritura se pone en evidencia, por ejemplo, cuando

casi al final del “Segundo diario”, donde además de plantearse los problemas que se le presentan

con la escritura de El zorro…, se cuestiona también la presencia de los zorros en el cuerpo de la

narración ante un interlocutor de turno; asimismo, alude directamente al espectro social que se

intenta representar en la novela:

“¡Allá voy si no me caigo!”, negro Gastiaburú. Me refiero no al almuerzo sino a lo que

tengo que escribir. Revolución socialista por estos lados solo en Cuba, negro. Lo vi, lo

gocé un mes y, sin embargo, ando en dificultades para comenzar este maldito capítulo III.

¿Tendrás razón, negro? Yo soy “de la lana”, como me decías; de “la altura”, que en el

Perú quiere decir indio, serrano, y ahora pretendo escribir sobre los que tú llamabas “del

pelo”, zambos criollos, costeños civilizados, ciudadanos de la ciudad […] Según tú, los

de “la lana”, los “oriundos”, los del mundo de arriba que dicen los zorros --¿a qué habré

metido estos zorros tan difíciles en la novela?--, olemos pero no entendemos a “los del

pelo”: la ciudad (Arguedas, 2000: 83).

Algo que conecta todavía más claramente a los diarios y la novela ocurre también en el

“Último diario”, cuando Arguedas da cuenta de todas las tareas que los zorros tenían y no

pudieron cumplir, pasando a ser el diario no solamente un espacio de expresión de un proyecto

44

Como señala Cornejo, se trata de “don Diego y el ´Tarta´ (sobre todo el primero) y don Ángel Rincón

Jaramillo. Los zorros poseen a estos personajes, los transforman, variando a veces hasta sus cuerpos, en una suerte

de espiral intensificatoria que culmina en cantos y danzas y que suscita, además, la modificación del paisaje

circundante. El ´zorro de arriba´ es representado eventualmente por el ´Tarta´ y de manera permanente por Diego,

mientras que Ángel asume por momentos la representación del ´zorro de abajo´. El denso hermetismo del capítulo

III, desorientador en su conjunto y sobre todo en su delirante final, tiene como clave hermenéutica este proceso

transformador, esta mitificación de los personajes” (273).

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77

novelesco trunco e incompleto, sino además un espacio de expresión de la conciencia de esa

condición de “incompletitud” que marca a la novela:

Los zorros no podrán narrar la lucha entre los líderes izquierdistas, y de los otros, en el

sindicato de pescadores; no podrán intervenir […] No aparecerá Moncada pronunciando

su discurso funerario, de noche, inmediatamente después de la muerte de don Esteban de

la Cruz; el sermón que pronuncia en el muelle de La Caleta, ante decenas de pescadores

que juegan a los dados cerca de las escalas por donde bajan las pancas y chalanas que los

llevan a las bolicheras. Los zorros iban a comentar y danzar este sermón funerario en que

el zambo “loco” enjuicia al mar y a la tierra” (Arguedas, 2000: 243).

Cornejo ve aquí mucho más que una coincidencia, esta es más bien la prueba y

explicación de la existencia de tres planos que confluyen en El zorro de arriba y el zorro de

abajo: el autobiográfico, el novelesco y el mítico, que además de interactuar ofrecen importantes

pautas para la interpretación del texto. Y como bien apunta el estudioso, ningún intento de

interpretación del texto puede desligarse de esta tríada: “Es imperioso percibir esta triple fuerza

conformadora, cuyo enlace es a veces laberíntico45, para rastrear su sentido sin simplificar lo

entramado, fluido y heteróclito de su estructura, sin traicionar la identidad de una obra única en

toda su prismática composición” (Arguedas, 2000: 273). Y para volver por un momento al

diálogo que se suscita entre el Manuscrito de Huarochirí y El zorro de arriba y el zorro de

abajo, podemos colegir, a partir de unas palabras del propio Arguedas, que este diálogo no se

limita únicamente al hecho de haber sido transportados los zorros de un texto a otro. La edición

de 1966 del Manuscrito… cuenta con un prólogo de Arguedas (reproducido por Millones y

Tomeda) en el que se lee lo siguiente, en referencia al lenguaje del texto:

45

Curiosamente, ese mismo carácter laberíntico se atribuye también al Manuscrito de Huarochirí, de donde

Arguedas extrajo a los zorros. Luis Millones y Hiroyasu Tomeda anotan en su introducción a una reciente edición de

Dioses y hombres de Huarochirí que en este texto “las historias superpuestas señalan diferentes argumentos que no

necesariamente confluyen en un camino de límites precisos” (XIII).

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78

Este libro muestra, con el poder sugerente del lenguaje no elaborado, limpio de retórica,

la concepción total que el hombre antiguo tenía acerca de su origen, acerca del mundo, de

las relaciones del hombre con el universo y de las relaciones de los hombres entre ellos

mismos. Y, además, alcanza a transmitirnos, mediante el poder que el lenguaje antiguo

tiene, las perturbaciones que en este conjunto habían causado ya la penetración y

dominación hispánica […] Es el lenguaje del hombre prehispánico recién tocado por la

espada de Santiago (Dioses y hombres… XXXIII, énfasis nuestro).

Resulta significativo, a partir de este comentario de Arguedas, que los mundos

representados tanto en el Manuscrito… como en El zorro de arriba y el zorro de abajo, salvando

obvias diferencias, se muestren al lector en facetas de nacimiento y transformación, en una

especie de magma social, de “hervor”. En tal sentido, es posible detectar también un diálogo

entre “las perturbaciones que en este conjunto habían causado ya la penetración y dominación

hispánica” y las perturbaciones que muestra el Chimbote en formación que retrata la novela,

perturbaciones que se manifiestan no solamente en el orden económico por la intensa aplicación

de un programa capitalista en la ciudad, sino también de orden cultural, social y lingüístico. El

mundo mágico de José María Arguedas (1973)46 de Sara Castro Klarén es otro intento de leer y

comprender la obra de José María Arguedas. Aunque en muchos de sus comentarios y análisis la

autora resulta sugerente y acertada, no puede ocultarse que al enfrentar El zorro de arriba y el

zorro de abajo el desconcierto parece haberle ganado la partida. Hacia el final de su estudio, por

ejemplo, califica la novela póstuma de Arguedas de obra narrativa menor y que sin embargo

marca una de las dos corrientes en que se desarrolla el trabajo de Arguedas: la corriente

testimonial (acompañada también por El sexto). La otra corriente, la lírica, está dominada por las

que la estudiosa considera tres hitos en la producción del escritor: Yawar fiesta, Los ríos

46

La fecha corresponde a la aparición de la primera edición de este libro. Aquí cito por la segunda, que data

del 2004. Noto, sin embargo, que la edición es facsimilar, lo que revelaría la voluntad de la autora de no revisar,

ampliar o corregir el contenido de la primera.

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79

profundos y Todas las sangres. De acuerdo a Castro-Klarén, tanto en El Sexto como en El zorro

de arriba y el zorro de abajo, “domina el afán de denunciar la realidad, lo que produce obras

débiles en estructura y desarrollo narrativo”. De otro lado afirma también que la obra póstuma

“se acerca más a la estructura de un diálogo platónico que a una novela, en cuanto carece de

drama y de acontecimientos […] lo que tenemos son conversaciones o diálogos en que los

personajes se hacen entrega de sentimientos y pensamientos, a menudo controvertidos, con cuya

expresión no consiguen afectarse vitalmente en lo más mínimo” (Castro 196). Me resulta difícil

coincidir con este punto de vista. Me pregunto si la representación de un mundo en el proceso de

su nacimiento y formación puede ser algo que carezca de drama y acontecimiento en el retrato,

en el dinamismo en el lenguaje, en las diversas pulsiones que se dan cita en el contexto

chimbotano, en la actividad y las fuerzas vitales contrapuestas, en relación de tensión

permanente. Difícil, igualmente, resulta aceptar la prosapia realista de El zorro de arriba y el

zorro de abajo que Castro-Klarén defiende: “lo que esta obra tiene de novela está todavía

cortado en el patrón realista”; o, para citar un segundo ejemplo, la afirmación de que el capítulo

primero, que define “como una galería de tipos reunidos en un prostíbulo” “se parece más a una

escena costumbrista que a la narración de un suceso” (Castro 197). Por último, no se menciona

en ningún momento la presencia de los Diarios como componente de la novela; es como si se

hubieran diluido en al lectura. En contraste, en opinión de Julio Ortega, la novela póstuma de

Arguedas “es un complejo y también insólito documento que lleva a su extremo la tradición de

una ´literatura autobiográfica´; a su destrucción en la zozobra de la persona que habla y del

acontecimiento mismo de esa habla. Es preciso, en primer lugar, preguntarse cómo asumir este

libro apasionado” (Ortega 60). Para Ortega, hay una dialéctica en el texto, dialéctica que se

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80

traduce en la tensión originada en los dos propósitos de la escritura: la muerte y la salvación.

Paradojalmente Arguedas escribe para salvarse o curarse; al mismo tiempo, los diarios informan

de la voluntad de morir, voluntad que Ortega califica, acertadamente, de “inapelable”. En cuanto

a la relación entre los diarios y la novela, no queda duda de que Ortega la considera

absolutamente necesaria, además de signada por esta tensión entre la cura y la muerte,

afirmando:

El libro consta de tres diarios y de un “¿Último diario?”, en el cual, en efecto, el autor

hace el balance final y decide su muerte. Entre esos diarios ha crecido, con penosa

dificultad, una novela que quedará inconclusa. No hay relaciones de ficción entre esos

diarios y la novela misma: la relación es más interna. Arguedas escribe los diarios cuando

la depresión o el malestar profundo que sufre le impiden continuar la novela (Ortega

60).

Las funciones de los cuatro diarios, según la perspectiva de Ortega, irán variando. Ya

desde el primero se anuncia el suicidio, pero éste se aplaza porque de alguna manera la novela ha

terminado por imponerse al deseo suicida. En el segundo diario la decisión de matarse aparece

diferida porque las dificultades que le plantea la novela han logrado disipar momentáneamente la

idea de auto eliminarse, al punto que el segundo diario termina con dos breves líneas que

informan, significativamente, lo siguiente: “Estoy de nuevo en casa de Angelita Heinecke.

Empecé a escribir el capítulo III” (Arguedas, 1990: 83); el Tercer diario se mueve entre dos

polos: la sequía creativa que impide continuar la escritura de la ficción y la presencia del

malestar, que sigue sin reclamar la muerte y en su lugar apela a los viajes. Al final del Tercer

diario se anuncia la superación de la sequía (Arguedas, 1990: 180) y todo parece indicar que el

camino creativo está momentáneamente despejado. Y sin embargo, el ¿Último diario?, además

de dar por concluido el proceso, retoma la idea del suicidio de un modo más tajante y definitivo:

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81

“el suicidio reaparece ahora, ineludible. Un epílogo, añadido por el editor, reúne las cartas y

mensajes finales, que revelan la meticulosidad --sobria, ausente de patetismo--, con que

Arguedas trató de ordenar los hechos antes de dispararse un tiro el 28 de noviembre de 1969”

(Ortega 60). El crítico señala también otro rasgo importante, que vincula la escritura con la

muerte pero también con su conjuro: “la novela fue haciéndose en una pelea con la muerte, como

su aplazamiento, pero también como un exorcismo. Acaso Arguedas sabía que la salvación ya no

era posible, pero al haberla intentado, en una lucha alucinada, dotó a su novela de un impulso

pasional y desolado”. Desde el punto de vista formal, Ortega le achaca a El zorro de arriba y el

zorro de abajo una larga lista de defectos y problemas: el hecho de ser una novela trunca, el

hecho de que, a pesar de tener momentos brillantes, la ficción decaiga más de la cuenta o la

circunstancia de que la imperfección que asola al relato no pueda ser aliviada por el autor. Sin

embargo, la pregunta que parece inquietar a Ortega se formula en términos que pueden parecer

contradictorios con le juicio mismo que exhibe sobre la novela. Ortega se pregunta “¿cómo

valorar literariamente un libro que excede con su misma imperfección a la literatura? Ese

incumplimiento es otro nivel, no ya no sólo de la ficción, sino del sentido documental de este

texto”. Más allá de esto, Ortega define bien el campo de la escritura arguediana en El zorro… al

enmarcarla en un tenso dilema, vale decir, entre la vida y la muerte, entre la salvación o la

perdición. En este sentido, resulta muy significativo que el texto revele la fe de Arguedas en la

escritura, así como su decepción. Este movimiento, entre uno y otro extremo, es un rasgo

dominante a lo largo del texto:

Salvarse por las palabras: esta apuesta (oscura, torturada) preside estas páginas. Apuesta

compleja, sin embargo, ya lastrada por el malestar que minaba el poder creador de este

hombre: así, la salvación por las palabras sólo podía ser el otro lado de la salvación por la

muerte. Hay un momento en que las palabras lo abandonan: escribe el último diario

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82

preguntándose si en verdad es el último porque --tal como entiende él mismo-- el hecho

de estar escribiendo aun sobre su propio fracaso, el mismo acto de hacer hablar al

malestar, lo recupera en la continuidad de una escritura que de algún modo lo excede y lo

prolonga, como si su vida se sostuviera en esa última posibilidad de proseguir una frase.

Pero la trama de salvación y de muerte no podía tener ya otro desenlace: la misma novela

es, en el fondo, una metáfora del malestar interior que lo abrumaba: no sólo en la

superficie de su inacabamiento, sobre todo en la imagen del deterioro que el relato

propone para una ciudad donde mundos paralelos al suyo (personajes de la Sierra

peruana, víctimas del desarraigo) se destruyen en la perversa dispersión de la urbe

industrial (Ortega 61).

La lectura de los diarios es igualmente importante para Ortega, pues es allí donde radica

con más claridad esta tensa dinámica entre la vida y la muerte. Recordemos que ya desde el

inicio, el “Primer diario” nos coloca claramente frente a la cuestión del suicidio, mientras que en

el “Segundo diario” se detalla la dificultad para escribir que enfrenta Arguedas (confesión de una

“impotencia ardiente”, dirá Ortega) y a la vez se indica el carácter catalizador de la escritura, en

la medida en que Arguedas revela que “vive la obra como un aplazamiento, porque las palabras

conjuran el desenlace” (Ortega 61). La tensión nacería, entonces, del hecho de que los diarios

tiendan a revelar, al mismo tiempo, un potencial curativo y un sentido final y de clausura

(sentido desplazado luego por la idea de una resurrección, como explicaremos más adelante).

Sin embargo, como observa Ortega, no será hasta el “Tercer diario” que aparezcan unidas la

dificultad de emprender el camino de esta novela y la circunstancia personal de su creador, es

decir, “la existencia compleja (más compleja para Arguedas) de las gentes de la urbe, y su propia

y personal situación. La novela, por lo mismo, y los diarios” (Ortega 61). Esto, a juicio de

Ortega, se explica porque Arguedas propicia el encuentro de dos relatos sostenidos por su perfil

trágico y su aliento final, en una suerte de analogía entre lo íntimo y personal (lo autobiográfico

propiamente dicho) y la descomposición de un mundo social, “como si el autor quisiera exponer

para sí mismo una comprensión completa y coherente del infierno social, que lo atrae con su

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83

vértigo humano y que lo repele con su deshumanizado origen y fin” (61). Así surge el impulso

de narrar una ciudad que está atrapada en un vértigo social y el de comprender “el destino de

algunos personajes que han hecho el camino que él mismo hizo: de la Sierra a la Costa, de la

sociedad tradicional y comunitaria a la sociedad urbana y clasista; si bien aquella sociedad

originaria no deja de padecer también la depredación, además de la injusticia” (Ortega 61).

Una lectura similar es la de Aymará de Llano, quien afirma, entre otras cosas, lo

indesligable de la relación entre los diarios y la novela: “Uno se carga en el otro, por lo tanto, si

bien hay dos líneas narrativas, la fragmentación las multiplica, las encima y, al mismo tiempo,

con el corte, las separa. Esta separación provoca una postergación y las pausas marcan un ritmo

angustiante de espera. El efecto es percepción de lo incompleto; la ruptura implica un orden”

(74). La consecuencia de esta relación es que el sentido de lo autobiográfico excede la cuestión

del yo y su particularmente dramática situación existencial y se proyectaría hacia un valor

general y comunitario (“despidan en mí a un tiempo del Perú”). A la vez, se deja en claro que los

Diarios no establecen un registro de la experiencia paralelo a su escritura, sino que, en conjunto,

muestran un afán prospectivo, hacia el futuro, pero desde un presente marcado por una

característica fundamental: la sensación creciente de la agonía. Otra postura sobre este problema

nos la ofrece Cecilia Esparza, quien subraya que incluso leyendo los diarios de una manera

autónoma, “estos resultan un texto difícil de clasificar y estudiar” y, según ella, “cabe

preguntarse por las razones por las que Arguedas quiso publicarlo junto con su última novela”

antes de volver a preguntarse: “¿Se trata más bien de un texto pensado como accesorio a la

novela, dedicado a documentar el proceso de creación de la misma? Entonces, ¿por qué dedicar

buena parte del diario a la desgarrada decisión de quitarse la vida?” (Aymará 73). Lo interesante

Page 89: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

84

es notar la aparentemente arbitraria decisión de Arguedas de incorporar sus diarios en el cuerpo

de la novela, si se toma en cuenta, por ejemplo, que la intención primera de Arguedas era la

construcción de una novela que diera cuenta de la transformación de Chimbote, del complejo

proceso de modernización que estaba empezando a transformar radicalmente esta ciudad de la

costa peruana, tarea para la cual, además, se añadía su pericia de antropólogo, al basar el diseño

de algunos personajes y situaciones a partir de un trabajo etnográfico, como bien se ha

documentado en diversas lecturas de El zorro de arriba y el zorro de abajo47. Todo parecía

indicar que la novela podía tener un rumbo independiente, una vida separada de los Diarios. Pero

la inserción, altamente significativa, de los cuatro Diarios, marca un paralelismo de signo

trágico: gracias a ello, se puede establecer un contraste muy agudo entre la agonía del individuo,

del escritor y la representación de un mundo naciente, en sus primeros balbuceos, que muestra

las manifestaciones primeras de su existencia, que admite una vitalidad babélica en la que

lenguajes y discursos de diverso orden se entremezclan, se sobreponen, se interrogan, en busca

de un orden y un sentido. Muchas lecturas coinciden en señalar El zorro de arriba y el zorro de

abajo como un proyecto audaz y de altísimo riesgo. Una de ellas, del crítico Javier de

Navascuez, anota que esta novela póstuma

supone la apuesta narrativa más arriesgada del escritor peruano y viene a suponer un

sorprendente giro después de toda su carrera anterior. A través de su estructura

inconclusa, caótica y azarosa, sin capítulos con hilación aparente, poblada de personajes

que hablan toscamente y se comportan de forma más tosca todavía, surcada de cartas y

diarios personales del propio Arguedas, el lector va componiendo la imagen babélica del

puerto de Chimbote, escenario nuevo en la obra arguediana y verdadero crisol de “todas

47

En uno de los apéndices del valioso trabajo de Martín Lienhard sobre la novela póstuma de Arguedas,

Cultura andina y forma novelesca, se puede acceder a fragmentos de dos de las entrevistas que el escritor realizó en

Chimbote. Se trata de dos futuros personajes: Don Hilario, que serviría de modelo a Hilario Caullama y don Esteban

de la Cruz, que aparecería también en la novela, con su mismo nombre (Lienhard: 199-205).

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85

las sangres” que confluyen traumáticamente en la costa peruana (De Navascuez 128-

129).

Pero la lectura de Navascuez llega a una conclusión algo apresurada sobre el sentido final

de la obra cuando menciona que se trata de la representación de un “Perú destruido, en el que ya

no hay lugar para los grandes mitos andinos ni apelaciones a la recuperación de una grandeza

perdida” (129). Del mismo modo, no llega a notar la relación existente entre los Diarios y la

novela cuando los considera elementos separados o en relación de simple adyacencia: “Al lado

del relato sobre Chimbote el novelista fue introduciendo una serie de diarios personales que

rompen la marcha narrativa y constituyen el estremecedor testimonio de un hombre sumido en la

desesperación” (130). No hay en El zorro de arriba y el zorro de abajo un relato de fin de

mundo, sino más bien un relato de magma, es la puesta en escena de un universo haciéndose.

En todo caso, el crítico señala algo importante, en relación con los Diarios: “La ausencia

de ficcionalización confiere a estos Diarios, lo mismo que a otros documentos incluidos en el

libro (cartas y conferencias), una terrible veracidad” (De Navascuez 130-131). Tampoco está de

más recordar que tanto las circunstancias de producción de El zorro de arriba y el zorro de abajo

como la escritura de los Diarios, coinciden con un proyecto cultural de gran envergadura: la

traducción del quechua, llevada a cabo por el propio Arguedas, del llamado Manuscrito de

Huarochirí, reunido por el Padre Ávila en el siglo XVI y que contiene el que sin duda es uno de

los más importantes corpus de mitos quechuas de que se tenga noticia. El dato es relevante, en la

medida en que el propio escritor encontró en esa labor de traductor la inspiración para seguir

adelante con la novela. Él mismo se encarga de hacer esta revelación en una carta dirigida a

Gonzalo Losada, su editor en Argentina:

Page 91: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

86

Tengo, por fin, desde hace unos quince días, armada la concepción general de la obra y

hasta un título, todavía provisional, “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. No le habría

escrito esta carta si no hubiera logrado armar el esqueleto de la novela. Me ha costado

casi un año de armar y desarmar incontables veces. La traducción de los maravillosos

mitos quechuas recogidos por el Padre Ávila a fines del siglo XVI en la provincia de

Huarochirí, me dejaron casi sin fuerzas y determinaron en gran parte que se

desencadenaran las circunstancias que me llevaron a ese malhadado accidente; pero en la

entraña de esos mitos he encontrado la clave que resolvió la maraña en que se había

convertido el plan de mi nuevo relato (Vargas Llosa, 2008: 390)48.

Más allá de estos dos contextos, el trabajo de campo etnográfico y la traducción de un

conjunto de mitos quechuas, vinculados efectivamente al quehacer de Arguedas como

antropólogo, mi propósito es insistir en plantear la respuesta a la pregunta por la relación entre

los diarios y la novela en que fueron insertados a partir de dos ejes, uno relacionado con la

experiencia histórica que transforma Chimbote en una suerte de nuevo mundo en formación, que

en la novela asoma, a su modo, como un relato de génesis; otro, relacionado con la conciencia

liminar, con la lucidez trágica con que el autor ve pasar sus últimos días, últimos días que se

preocupa en detallar como si se hubiera empeñado en la escritura de un guión para un

espectáculo ritual. Este doble propósito es esencial: el surgimiento de un mundo y la muerte del

sujeto que intenta comprender lo que ya no podrá asir. O, para decirlo con palabras de Vargas

Llosa49, que hermana los dos procesos cuando afirma que “El zorro de arriba y el zorro de

48

La carta citada constituye un documento de enorme interés. En otro pasaje de la epístola, Arguedas se refiere

brevemente al carácter de su obra narrativa en conjunto y a la naturaleza de esta nueva novela, en referencia a El

zorro de arriba y el zorro de abajo con estas palabras: “[…] es posible que escriba una novela que sería la

culminación del proceso de revelación de este mundo tan intrincado y fascinante que es el Perú” (390).

49 En un penetrante artículo, Peter Elmore analiza la relación existente entre José María Arguedas y Mario Vargas

Llosa. Una idea central es el modo cómo Vargas Llosa se relaciona con Arguedas: “La utopía arcaica, aunque se

consagra a indagar en la historia y los textos de un autor [Arguedas], no se sitúa en el mismo plano que La orgía

perpetua, el libro en el que Vargas Llosa examina con detallado fervor Madame Bovary, de Flaubert, a la que juzga -

-por su construcción y lenguaje-- la primera novela moderna. A propósito de William Faulkner, Vargas Llosa ha

confesado que fue el primer escritor cuyas obras leyó con aplicación de discípulo […] Sartre --que a su vez admiró a

Faulkner y aprovechó pródigamente sus lecciones en, por ejemplo, La náusea-- ejerció sobre Vargas Llosa un

influjo que […] fue virulento durante la juventud del autor […] Flaubert, Faulkner y Sartre fueron presencias

Page 92: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

87

abajo es la novela de un suicida. Ambas cosas, el libro y la autodestrucción del autor están

visceralmente ligadas” (Vargas Llosa, 2008: 359). Efectivamente, Vargas Llosa ve una conexión

íntima entre los diarios y la parte que ocupa la novela:

La elección de la muerte, las razones o pretextos para ello, las confidencias que le inspira

sentirse al borde de la tumba --recuerdos de infancia, simpatías y aversiones literarias,

ambiciones, frustraciones, padecimientos, amores, la voluntad de acuñar una imagen para

la posteridad-- constituyen la materia explícita de los cuatro diarios y el epílogo

autobiográficos --escritos con nombre y apellido propios--, que son una de las caras de El

zorro de arriba y el zorro de abajo. Pero el sentimiento del fin impregna también los

capítulos de ficción, a cargo de un narrador omnisciente. El clima de acabamiento, de

podredumbre moral y material, de desvarío, de disolución lingüística que domina esos

episodios expresa también, acaso con más fidelidad que los capítulos confesionales, la

tortura psíquica, los vaivenes de depresión y entusiasmo en que se debatió Arguedas esos

dieciocho meses, cuando ya había tomado la decisión de que la vida no merecía ser

vivida (Vargas Llosa, 2008: 359-360).

Lo que Vargas Llosa parece querer decirnos es que hay un correlato muy claro entre el

sentimiento que domina los diarios (escritos con nombre propio, señala con énfasis) y la

atmósfera que construyen los episodios novelescos (bajo responsabilidad, esta vez, de un

narrador omnisciente). Ello reforzaría la existencia de un vínculo especular entre estos dos

segmentos de texto, especularidad que abona la complejidad de ambos componentes50. Pero

además de ello, Vargas Llosa se detiene en un rasgo novedoso y que implica la ruptura con el

ejemplares y tutelares en la formación literaria e intelectual de Vargas Llosa: la admiración se traduce en una forma

de la filiación, de modo que no es excesivo --aunque sea impreciso-- decir que la ética del trabajo artístico de Vargas

Llosa es flaubertiana, que los montajes espacio-temporales de La ciudad y los perros y La casa verde son de estirpe

faulkneriana, y que un sartreano evidente fue quien en 1967 pronunció en Caracas, al recibir el premio Rómulo

Gallegos, el discurso ´La literatura es fuego´. Otra es la clave del vínculo con Arguedas, como lo demuestra que no

haya en la trayectoria de Vargas Llosa ninguna etapa arguediana” (“Vargas Llosa y los encuentros con Arguedas”).

50 Por eso Vargas Llosa agrega con acierto: “Pero cuidado con deducir que el interés de El zorro de arriba y

el zorro de abajo es sólo psicológico, que se trata de un documento clínico para estudiar la personalidad del suicida.

Estamos, en verdad, ante una obra literaria --por su ambición y su forma, por el modo como se acerca y se aleja de la

realidad--, e incluso, de vanguardia. Ella se sitúa, con todo derecho, dentro de aquella tendencia cuyas obras han

sido concebidas a la manera de una inmolación por sus autores, quienes se vertieron en ellas desnudando ante los

demás sus pasiones y miserias, haciendo en esos libros el sacrificio de su intimidad” (361).

Page 93: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

88

universo ficcional que el propio Arguedas había producido hasta antes de acometer este proyecto

final. Arguedas, según Vargas Llosa, no fue un escritor preocupado en la exploración de nuevas

técnicas narrativas pero a cambio de ello solucionó de manera más efectiva que otros escritores

indigenistas el problema de representar el habla de unos personajes cuyo pensamiento y cuya

lengua era el quechua, pues lo hizo “dotando a sus criaturas de lenguajes figurados que, a la vez

que los distanciaban de un hispanoparlante, eran lo bastante persuasivos para que el lector no los

sintiera irreales”. Sin embargo, Vargas Llosa parece resistirse a notar que ese rasgo es,

precisamente, un aporte de Arguedas, una gran novedad formal y artística en el campo de la

novela peruana. El zorro de arriba y el zorro de abajo representa, para Vargas Llosa, “una

ruptura con estos precedentes. Lo que iba a ser una novela sobre Chimbote y la harina de

pescado acabó siendo esto y, simultáneamente, una novela sobre el autor de esta ficción y los

tormentos que padecía mientras iba escribiéndola”. Y para reforzar todavía más la idea de la

especularidad y de los vínculos que unen al diario y las novelas, agrega: “Ambos temas no llegan

a confundirse anecdóticamente, pero se condicionan. Hay un sistema de vasos comunicantes

entre los capítulos confesionales y los de la ficción” (Vargas Llosa, 2008: 362-363). Este sistema

de vasos comunicantes tiene, en la lectura de Vargas Llosa un elemento central: el tono de la

escritura. Vargas Llosa insiste en notar en que a medida que los diarios van crispándose más,

haciéndose más tensos y urgidos, ocurre lo mismo con la parte que corresponde a la novela, cuya

historia va también haciéndose más tortuosa. Esto recuerda a Vargas Llosa una de las más

emblemáticas novelas del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994)51, La vida breve

(1950): “[…] historia de un hombre que imagina una historia cuyos personajes y peripecias

51

A quien el mismo Vargas Llosa dedicó un libro aparecido en el año 2008: El viaje a la ficción. El mundo

de Juan Carlos Onetti.

Page 94: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

89

pasan luego a prolongar la primera. La diferencia está en que en La vida breve ambas realidades

--la del ovelista y la de sus personajes-- son ficticias, en tanto que en El zorro de arriba y el

zorro de abajo una de ellas se presenta como estricta verdad52” (363). En la misma dirección

pero un tanto más sugerente resulta la lectura de Fernando Rivera, quien reactualiza un motivo

de la crítica arguediana: lo autobiográfico como una presencia constante en la obra de Arguedas,

más allá de las diferencias genéricas en que esta presencia cobra vida o se materializa en el texto.

Esta presencia se explica, según este crítico, porque uno de los pilares del pacto narrativo

arguediano pasa por la necesidad de testimoniar la experiencia con el otro que signó la vida de

Arguedas. Para Rivera, la presencia de lo autobiográfico en Arguedas se materializa en “géneros

de escritura constituidos históricamente, cuyos límites y definición se establecen con respecto al

autor y al mundo exterior al lenguaje; géneros diversos entre sí como la autobiografía y la

novela, o el diario y el relato de ficción” y se canalizaría de diversas formas, como la

construcción de personajes como el niño Ernesto de Los ríos profundos (1958), la figura de autor

en testimonios personales y entrevistas así como en su correspondencia y en la crítica, la de

testigo en trabajos antropológicos y la doble condición de autor y personaje que exhibiría en El

zorro de arriba y el zorro de abajo. Rivera plantea que será precisamente en esta novela

inconclusa y póstuma que la marca, el registro de lo autobiográfico, nos presentará su pico más

alto e intenso: “Allí la inserción autobiográfica a través de los diarios marca la confrontación

52

Reflexionando sobre las tensas relaciones entre José María Arguedas y algunos escritores del llamado

boom, de los cuales recibió “feroces ataques”, Jean Franco se pregunta por qué Vargas Llosa se dio el trabajo de

dedicar un libro de “más de 300 páginas a un escritor ´que no era tan importante´ como Flaubert o Faulkner,

confesando a la vez que lo que le interesa no son solo los libros sino ´su caso, privilegiado y patético´. Este ´caso´se

debe a su fidelidad a un concepto de la literatura ´que para bien o para mal ha pasado a ser obsoleta en buena parte

del mundo´ y una utopía cuyo utopismo le parece netamente ridículo (“La crítica literaria como arma ideológica”:

29).

Page 95: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

90

directa entre este género y la novela como ficción”. Todo esto llevará a Rivera a considerar tres

problemas cruciales: “a) la naturaleza de la representación del ´yo´ en los diarios y, de manera

general, en el discurso autobiográfico de la obra de Arguedas; b) la naturaleza genérica de los

diarios en tanto se adscriben a la realidad, a la ficción, o a ambas; c) el modo de articulación de

los diarios con los otros relatos y escrituras de la novela” (278-279). Por otra parte, las relaciones

entre los diarios y la novela, tienen que ver también con el ámbito de la conciencia del propio

Arguedas, pues este mismo parece concebir esta relación como propicia para la hibridez cuando

declara su deseo de combinar el impulso suicida y el espectro temático de El zorro de arriba y el

zorro de abajo, como consta en un pasaje del “Primer diario”:

Es maravillosamente inquietante esta preocupación mía, y de muchos, por arreglar el

suicidio de modo que ocurra de la mejor forma posible. Creo que es una manifestación

natural de la vanidad, de la sana razón y quizá del egoísmo que se presentan bien

disfrazadas de generosidad, de piedad. Voy a tratar, pues, de mezclar, si puedo, este tema

que es el único cuya esencia vivo y siento como para poder transmitirlo a un lector; voy a

tratar de mezclarlo y enlazarlo con los motivos elegidos para una novela que, finalmente,

decidí bautizarla “El zorro de arriba y el zorro de abajo”; también lo mezclaré con todo lo

que en tantísimos instantes medité sobre la gente y sobre el Perú, sin que hayan estado

específicamente comprendidos dentro del plan de la novela (Arguedas, 2000: 8).

Esta circunstancia no solamente pone en cuestión límites genéricos o desestabiliza la idea

de una frontera que separa diversos tipos de discurso, sino además complejiza mucho más la

lectura del conjunto que forman los diarios y la novela. No en vano, diversas lecturas de la

novela presentan evidentes desacuerdos a la hora de ensayar una valoración y como señala

Esparza, muchas de las posturas críticas ante el texto revelan sobre todo “el desconcierto ante

una novela que se considera ´experimental´” y la valoración de El zorro de arriba y el zorro de

abajo “como un producto fallido sin valor estético” (76). Pero esa, afortunadamente, no es una

constante. Para críticos como Martín Lienhard El zorro de arriba y el zorro de abajo, además de

Page 96: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

91

ser la novela más interesante de Arguedas es también una de las más audaces de la narrativa

latinoamericana. En la introducción de su libro Cultura andina y forma novelesca, Lienhard hace

hincapié en el complejo tejido que presenta la novela póstuma de Arguedas, señalando que esta

constituye un “espacio novelesco donde se enfrentan múltiples discursos y lenguajes, la cultura

oral y la cultura escrita, un idioma autóctono (el quechua) y otro importado (el español), el

pensamiento ´salvaje´ y la racionalidad, lo autobiográfico y lo histórico, lo trágico y lo cómico,

el ´arriba´ y el ´abajo´”. Lienhard anota también la importancia del escenario, la ciudad pesquera

de Chimbote. Ello se debe a que esta ciudad de la costa norte del Perú está viviendo una

transformación social y económica sin precedentes, ocasionada por el auge de la pesquería y,

concretamente, de la fabricación de harina de pescado. Dice Lienhard:

La concentración de capitales nacionales y extranjeros, que trae consigo la posibilidad de

puestos de trabajo y enriquecimiento rápido, provoca una ola de inmigración

impresionante: pescadores, aventureros, predicadores religiosos y, ante todo, decenas de

miles de ex campesinos empobrecidos de la sierra latifundista. Chimbote se convierte así

en uno de los mayores hervideros políticos, sociales, económicos y culturales de la época

(Lienhard, 1981: 19).

Una característica que ve Lienhard a lo largo de El zorro de arriba y el zorro de abajo es

precisamente que en el escenario chimbotano tiene lugar el encuentro radical de un enorme

caudal de voces y discursos que expresan la disonancia y la inarticulación que actúan sobre el

mundo representado en la novela. Lienhard señala entonces que al convertirse Chimbote en

punto de encuentro de personas de distinta procedencia (racial, geográfica, lingüística, cultural,

ideológica) se produce la aparición de lenguajes y discursos nuevos que no logran establecer una

relación mínimamente armónica entre ellos, creando una situación de “interferencia disonante de

códigos expresivos diversos” (Lienhard, 1981:20). A esta interferencia tensa y violenta, a esta

infinidad de discursos que actúa en Chimbote, se contrapone una voz distinta, la del narrador de

Page 97: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

92

los diarios y de algunos pasajes descriptivos de la novela. “Identificamos en ella --dice Lienhard-

- una voz narrativa que se ha ido formando a lo largo de decenios de trabajo literario, en las

novelas, los cuentos y los ensayos antropológicos de José María Arguedas”. Pero también

subraya otro rasgo importante y es que “la violencia de este encuentro entre voces y discursos tan

diferentes configura un texto que tiende a ser un equivalente verbal de la conflictiva situación de

Chimbote y, por extensión, del Perú” (Lienhard, 1981: 20). Lienhard resume la importancia de

esta novela póstuma en los siguientes términos:

Ningún texto narrativo escrito en el Perú del siglo XX, recoge tan ampliamente como El

zorro de arriba y el zorro de abajo (1969) los estímulos y materiales que ofrece la

contradictoria, fecunda situación pluricultural del país. En el marco de un discurso

esencialmente novelesco, la última y más singular obra de J.M. Arguedas incorpora y

transforma, entre otros, signos o procedimientos de la cultura quechua oral, de las nuevas

culturas suburbanas --predominantemente orales-- de los barrios populares costeños y,

también, de un difuso vanguardismo urbano de ascendencia europea y norteamericana

(Lienhard, 1990: 321).

Para Lienhard, además, la novela póstuma de Arguedas se inscribiría en una tradición que

iniciara, en tiempos de la colonia, Guaman Poma de Ayala, cuyo Primer nueva coronica y buen

gobierno (1615) ya presenta rasgos notorios en El zorro… como el afán polifónico y la

yuxtaposición de fragmentos de un vasto repertorio de lenguajes y discursos, sean estos escritos

o de carácter oral, o pertenezcan bien a la tradición hispánica o bien a la local. En suma,

Lienhard razona que, desde Guaman Poma, “ninguna obra tan excéntrica, en términos de la

tradición hispano-occidental, se había escrito en la zona andina” (Lienhard, 1990: 321). Incluso

la ubicación de El zorro… en el conjunto mismo de la obra de Arguedas resulta problemática, en

parte por su ánimo de romper el cerco de lo que Lienhard llama la tradición literaria europeizante

y las relaciones que establece con la producción literaria de corte más ortodoxo. Lienhard arguye

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93

que si bien toda la obra anterior de Arguedas, desde los cuentos de Agua (1935) hasta la novela

Todas las sangres (1964) sigue, aunque no al pie de la letra, los cánones de la narrativa

indigenista y era también, a su modo, “variante y continuación de la ´narrativa social´europea”

(Lienhard, 1990: 321). Sin embargo, a pesar de los vínculos que sin duda unen a José María

Arguedas con otros representantes del indigenismo latinoamericano, como el boliviano Alcides

Arguedas, el ecuatoriano Jorge Icaza o el mexicano López y Fuentes, hay en él un elemento de

innovación y diferencia, pues en lugar de elegir de manera excluyente la representación de la

lucha desigual y asimétrica entre campesinos y empresarios u otros agentes que pretenden

invadir la comunidad y despojarla o explotarla, prefiere enfocar el problema desde el terreno de

la cultura:

En vez de insistir, con una conmiseración paternalista, en las derrotas indígenas

(históricamente incontrovertibles), sus textos ponían de relieve las capacidades

intelectuales o estéticas, y más tarde, el pensamiento utópico (Todas las sangres) de los

comuneros o ex comuneros quechuas. Además, Arguedas subvertía un discurso narrativo

de apariencia occidental a partir de un sistema de signos de origen andino, que aflora en

la superficie del texto (Los ríos profundos) como un sistema de coordenadas simbólicas,

referidas a la cosmovisión quechua (Lienhard, 1990: 321-322).

Un rasgo distintivo del indigenismo que practicó Arguedas pasa entonces por reconocer

en él la superación de la simple meta de representar o escenificar el injusto drama detrás del

enfrentamiento entre el universo indígena y el occidental, porque se trazó un objetivo más

complejo: “devolver a la cultura, a la cosmovisión, al pensamiento de los hombres andinos

--quechuas-- un papel estructural en sus textos” (Lienhard, 1990: 322). Planteada esta revisión

de lecturas, me interesa ahora referirme a los diarios que acompañan al texto novelesco en El

zorro de arriba y el zorro de abajo como textos pertenecientes al género autobiográfico. Mi

intención no es tanto hacer una defensa cerrada del valor referencial en lo autobiográfico, valor

Page 99: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

94

seriamente cuestionado desde el ensayo de Paul de Man53, sino poner de relieve que, más allá de

las ambigüedades en que el propio autor de los diarios incurre y más allá de las propias

ambigüedades que plantea la autorrepresentación misma, hay en estos textos una serie de

conexiones que nos permiten atribuir al narrador de los Diarios el nombre de José María

Arguedas. Soy consciente, como Silvia Molloy, de que

La organización de una autobiografía en sus diversos aspectos --desde la disposición del

material anecdótico hasta la elección de la postura enunciativa-- es rica en implicaciones

ideológicas. Esto que es válido para todo texto resulta especialmente cierto para la

autobiografía. Las historias de vida propias atestiguan no solo cómo se percibe un yo,

sino cómo ese yo percibe el mundo que lo incluye; y además, importantemente, muestran

cómo ese yo percibe (es decir, proyecta en la escritura) la imagen que en ese mundo se

tiene de él o que quiere que de él se tenga (Molloy 177).

Obviamente, los textos autobiográficos son “construcciones”; de ahí que el sujeto

autobiográfico exista en tanto enunciado lingüístico y “máscara” como señaló también Molloy en

Acto de presencia, pero la coincidencia entre la gravedad de lo expuesto en los diarios y lo

ocurrido en el mundo factual (el sucidio de Arguedas) es de tal calibre que produce una especie

de resistencia natural a considerar los diarios única y exclusivamente como artefactos verbales.

Incluso, como veremos más adelante, en una postura que defiende la idea de estos diarios como

textos de ficción, postura basada en el hecho de que su autor “releyó” y “corrigió” los textos en

varias oportunidades, el argumento parece insuficiente, sobre todo si tomamos en cuenta lo que

sugiere Linda Anderson que, aunque circunscrito al siglo XIX, tiene que ver con cierta pauta de

coherencia en la representación del yo autobiográfico que no excluye la corrección ni la revisión:

The writing and rewriting of the self over a period of time, through constant revision or

serial modes, which was common across a range of autobiographical forms and writers

53

“Autobiography as de-facement” (ver bibliografía general).

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95

before the nineteenth century, confounds the notion that there is one definitive or fixed

version. What we must take account of, therefore, is the way a developmental version of

the self, which is also socially and historically specific, has come to provide a way of

interpreting the history of the genre: all autobiography, according to this universalizing

and prescriptive view, is tending towards a goal, the fulfillment of this one achieved

version of itself (Anderson 9-10)54.

El diario como subgénero de la dicción autobiográfica presenta la misma complejidad

que otros miembros de esta familia discursiva. El diario se resiste a definiciones precisas y

admite variantes que dificultan enormemente llegar a un concepto capaz de definir todos sus

atributos y características formales. Sin embargo, como en todo género discursivo, es posible

hallar en su interior algunas convenciones que se presentan con cierta regularidad. La

importancia del diario como género parece haberse acrecentado a partir del siglo XIX, como

sugiere Hans Rudolph Picard:

El momento temporal en el que apareció este fenómeno llegó cuando dentro

de la evolución histórica de la experiencia estética apareció el interés por el valor

del individuo y por el documento biográfico; como el diario se presentaba al

principio como un documento que describía la relación yo-mundo, sirve en su

empleo literario como documento sobre el modo como un individuo percibe el

mundo y se percibe a sí mismo en el mundo. El interés del siglo XIX por lo

antropológico, un interés que con las grandes novelas realistas buscaba el elemento

documental que había en la ficción y que suscitó la crítica literaria de orientación

biográfica de un Sainte-Beuve --quien, a través de las obras literarias, investigaba en el

autor y en el hombre--, este interés encontró en el auténtico diario el objeto exacto que

correspondía a lo que él buscaba (Picard 117)55.

54

Esta idea no es nueva. Ya tenía en James Boswell, escritor inglés y biógrafo insigne que vivió en el siglo

XVIII a uno de sus practicantes. En Life of Johnson, uno de sus libros más preciados, Boswell, quien practicó

intensamente el diario íntimo, señalaba que el diario presentaba una gran flexibilidad y que constituía una manera de

mantener alerta el pensamiento, bajo constante revisión e interrogación. El diario se torna así en una especie de

ayuda memoria, “to be turned to retrospectively when remembrance has faded” (307).

55 Dice Picard, además: “El proceso por el cual el diario pasó a ser utilizado literariamente tuvo lugar

en dos etapas. La primera tuvo lugar cuando, en la primera mitad del siglo xix, se publicaron diarios de viajeros y de

personajes famosos del pasado más reciente --como Byron, Constant, Vigny. . .--. Cuando, de este modo, el público

se hubo acostumbrado a leer diarios, y a leerlos a gusto, tuvo lugar la segunda etapa, que consistió en la aparición de

diarios escritos con la intención de que fueran publicados” (117).

Page 101: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

96

Ahora bien, uno puede preguntarse por aquello que da existencia literaria a un diario. Y,

sin duda, aquello sería la publicación del texto, el hecho de abandonar el universo privado para

exhibirse, mostrarse, ser materia de recepción por parte de los lectores. El diario no parece

entonces ser concebido para su inmediata publicación, pues este hecho resulta siempre muy

posterior a su escritura, al menos es de esta manera como suelen aparecer en el mercado editorial

y establecer una relación con sus potenciales lectores. Sin embargo, los diarios de Arguedas no

cumplieron del todo con esta convención. Recordemos, por un lado, que dichos diarios fueron

parte de una terapia, de una recomendación médica para aliviar o superar un malestar psíquico y

eso condiciona en cierta forma la decisión voluntaria de escribir un diario, en la medida en que se

hace por catarsis o con el fin de aliviar el malestar de una dolencia. Por otra parte, hay un dato

que puede parecer irrelevante pero que resulta fundamental para subrayar el carácter único de

estos diarios. Arguedas publica el primer diario, donde anuncia no solamente su futuro suicidio,

sino que lo presenta además como el primer capítulo de la novela “sui géneris” que está

escribiendo, El zorro de arriba y el zorro de abajo56 , antes de que ambos proyectos culminaran.

Hay aquí dos cosas importantes. La primera es el anticipo del suicidio en una suerte de

declaración pública. La segunda, el anuncio de un proyecto novelesco. Y entre ambas cosas,

algunas preguntas sin duda interesantes: ¿Pensó Arguedas incorporar los diarios a la novela

desde el primer momento o fue esta una determinación más tardía? ¿Este primer diario podría

considerarse o leerse, entonces, como la primera parte de El zorro de arriba y el zorro de abajo?

¿Los diarios y la novela son parte del mismo proyecto? Sin duda lo son. Y tanto los Diarios

como la novela se encuentran profundamente imbricados. También se considera esta imbricación

56

Revista Amaru 6 (Lima: Junio, 1968).

Page 102: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

97

como la puesta en escena de una estrategia de aplazamiento de la muerte a través de la escritura,

como sugiere De Llano al ver “la escritura de la ´posible novela´ como única oportunidad de

terapia o de aplazamiento del suicidio” (De Llano 72). Esta idea se sustenta en una “remisión

inmediata al acontecimiento básico y sustancial coincidente entre ficción y realidad: la muerte”

(De Llano 72). De Llano considera entonces que existe un juego de remisiones entre los diarios y

la novela, un juego que es como “una vuelta, una circulación del sentido. Autobiografía y relato

en tercera persona --es decir, Diarios y Hervores, a excepción del primer capítulo, que no es un

“hervor”-- se asisten entre sí y el Epílogo también remite a ambos” (De llano 73). A nadie

escaparía, pues, que hay un claro juego de referencias y alusiones entre los Diarios y la novela (y

acaso las “remisiones” de De Llano no sean el término más exacto para describir estas

relaciones), un juego que además resulta coherente y adquiere pleno sentido si, como Castañeda

arguye, podemos “entender estos diarios como un espacio para pensar un proceso integrador, que

salva la oposición vida-muerte y entiende el quehacer de la escritura, sin distinguir entre diarios

y relato, como un gesto vivificador, un sacrificio que convierte al sujeto --sea diarista o

narrador novelesco-- en un manantial de producción vital y textual” (Castañeda 114). Castañeda

rastrea también los vínculos que existen entre Diarios y novela y reafirma la inutilidad de su

separación, apelando a la idea de Lienhard según la cual la articulación entre ambos textos se

produce a partir de una metamorfosis: el diarista transformado primero en animal mitológico,

sufrirá luego una serie de desdoblamientos en varios narradores para después encarnarse y

participar de una manera directa en los acontecimientos narrados (Castañeda: 114; Lienhard,

1980:30). De otro lado, las relaciones entre los Diarios y el relato tienen también otra

explicación, más allá de la presencia de los zorros en ambas dimensiones textuales. Se trata de

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98

los ecos y las resonancias que encuentra la figura del autor de los Diarios en varios de los

personajes de la novela. Y no se trata de considerar esto como un simple diálogo entre

componentes narrativos diversos, pues como apunta Castañeda, “lo que parece apuntar esta

correspondencia intersubjetiva entre voluntades de saber es la apertura y difusión de los

elementos que nutrían al autor” (Castañeda 117). Incluso esta relación podría remontarnos a la

escena final del cuento “Warma Kuyay”57, que forma parte del primer conjunto de relatos de

Arguedas, titulado Agua (1935). Al final del mencionado cuento, el narrador da cuenta de un

desplazamiento que, a la luz de El zorro de arriba y el zorro de abajo adquiere un carácter hasta

cierto punto premonitorio. Al sentenciar el relato, el protagonista dice, comparando su destino y

el del Kutu, uno de los personajes: “El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado:

está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor

amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y

pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales

candentes y extraños”. Y unas líneas antes, refiere el destino personal que provoca esta sanción:

“Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que

no quiero, que no comprendo” (Arguedas, 1977: 127, énfasis mío). Biográficamente hablando,

este momento coincidiría con la llegada de Arguedas a Lima, a mediados de la década de 1930

para iniciar sus estudios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. De lo citado

podemos colegir que el encuentro con la costa, el mundo urbano, la ciudad, no es ajeno a

57

No dejemos de lado que en el “Primer Diario” se da otra similitud con “Warma Kuyay”: en ambos casos,

diarista y narrador aluden a una relación erótica y sexual con una mujer mestiza. En el Diario se trata del episodio

con Fidela: “Fidela se acercó más hacia donde estaba mi cuerpo; debió llegar hasta la parte media de la batea. Y fue

avanzando la mano hacia mi vientre. Sus dedos duros estaban como caldeados” (1990:21). En “Warma Kuyay”, en

tanto, el deseo de Ernesto por Justina es atravesado por la conmoción de revelarse, a través del Kutu, que dom

Froilán, el hacendado, ha violado a Justina (1977: 123).

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99

sensaciones traumáticas y de evidente displacer y que el sujeto sufre un desencuentro que en

adelante no dejará de acompañarlo. Lo interesante, me parece, es reparar en “los arenales

candentes y extraños” que, vistos en perspectiva no solo metaforizan la geografía costeña sino

que podrían describir el escenario físico en que transcurre El zorro de arriba y el zorro de abajo,

así como en la expresión “este bullicio”, que podría aplicarse también al contexto del “hervor”

chimbotano, bullicio cuya explicación podríamos encontrar en la múltiple convivencia discursiva

que tiene lugar en la novela, como explica José Miguel Oviedo: “el texto mismo es […] una

acumulación heterogénea de discursos narrativos, imágenes mitopoéticas, visiones proféticas,

obsesiones, documentos y digresiones” (Oviedo 84-85). Por supuesto no estoy afirmando que

Arguedas predijera en 1935 todas estas cosas, pero sí debe quedarnos claro que ya la tensión

entre el espacio andino y el costeño muestra tempranamente sus costuras. De este modo, resulta

sintomático y significativo que este final del relato “Warma Kuyay” nos haga poner la vista en la

similitud evidente que tiene el lugar que elige Arguedas como escenario de su obra póstuma, más

de tres décadas después. Vemos, pues, al autor proyectando un estado de ánimo sobre el espacio

geográfico, algo que en El zorro de arriba y el zorro de abajo adquirirá un carácter

especialmente dramático. Volvamos ahora al vínculo entre los Diarios y la novela y pasemos

revista a algunos ejemplos de cómo el autor de los Diarios tiende una red de relaciones con

diversos personajes del relato, a partir de lo sugerido por Castañeda en referencia a las

“correspondencias intersubjetivas” entre el diarista y los personajes que mencionamos no hace

mucho, correspondencias que sin duda proporcionarán información muy relevante en torno a la

figura autoral, que parece estar provista de un efecto multiplicador: sus contenidos, sugiere

Castañeda, son “significados flotantes” y se encuentran por todo el relato, pueden aparecer y

Page 105: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

100

reaparecer transfigurarse en el plano del argumento y asumir el rostro de otros personajes. Un

clarísimo ejemplo de estas redes de relaciones intersubjetivas se da entre el autor de los Diarios y

don Esteban de la Cruz, unidos por encarnar ambos una identidad entre la vida y el trabajo, pero

también por poseer un particular sentido de la religiosidad, entre la redención y la profecía.

Gustavo Gutiérrez comenta en su ensayo Entre las calandrias, el profundo interés que tenía

Arguedas respecto de algunos textos bíblicos, en especial los del profeta Isaías, que luego

incorporará a El zorro de arriba y el zorro de abajo como parte del discurso de don Esteban,

personaje que, al igual que el autor del Diario, se encuentra en las proximidades de la muerte y

halla en Isaías una especie de consuelo liberador en su lucha contra la muerte. El narrador nos

recuerda que

Don Esteban no había sido aún completamente convertido al evangelismo entonces.

Había aprendido a leer bien, con el Hermano. Había asistido a muchas reuniones y

escuchaba con interés y preocupación los comentarios de la Biblia. Empezaba a

inquietarle el lenguaje “de ese Esaías”. No le entendía bien, peor la ira, la fuerza que

tenía él, el mismo Esteban, contra la muerte, su juramento de vencerla, se alimentaba

mejor del tono, la “teniebla-lumbre”, como él decía, de las predicaciones del profeta

(Arguedas, 1990: 143).

Gutiérrez nota que Esteban sufre una particular impresión frente a los textos de Isaías,

pues lo que en ellos encuentra es su “afirmación de la vida y por lo tanto su lucha contra el

dominio de la muerte. Aquí Arguedas lo hace portador de Isaías, en quien encuentra la misma

postura, dentro de un amplio contexto de liberación cósmica e histórica” (Gutiérrez 57). Un

segundo aspecto de la relación entre el autor de la novela y los personajes aparece aquí y tiene

que ver con la idea mesiánica que encierra el pasaje de Isaías. En un significativo pasaje,

Moncada le refiere al Hermano las palabras de don Esteban:

Page 106: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

101

Esaías […] Sapo Esaías; chicharras, gente chico, nosotros, zancuditos, cojudos, borrachos

que hemos nacido a montonazos. Del barro negrociento habla sapo contra del oscuro,

bravo. No le hace contagio barro, pudrición, homildad, barro fango, carajo. Pa´el no hay

oscuro: al revés. Este humanidad va desaparecer, otro va nacer del garganta del Esaías.

Vamos empujar cerros; roquedales pa´trayer agua al entero médano; vamos hacer jardín

cielo; del monte van despertar animales qui´ahora tienen susto del cristiano; más que

caterpilar van empujar…todo, carajo, todo; van anchar quebrada Cocalón, mariposa

amarillo va respirar lindo (Arguedas, 1990: 156).

En el discurso de don Esteban se inscribe claramente el ánimo milenarista que plantea un

esquema de sucesión: a la destrucción de un orden injusto y corrupto le sigue la esperanza del

nacimiento de un mundo nuevo. Ese horizonte, impregnado de milenarismo y de evidente carga

utópica y edénica (“vamos hacer jardín cielo”) propone la espera de un tiempo armónico después

de un cataclismo social. En este contexto, por cierto, la muerte no se considera como un acto

final, indecible o sin trascendencia, sino todo lo contrario, se trata de un hecho que tiene pleno

sentido. Por eso Arguedas, en su último Diario, anota lúcidamente:

…mi vida no ha sido trunca. Despidan en mí un tiempo del Perú. He sido feliz en mis

llantos y lanzazos, porque fueron por el Perú; he sido feliz con mis insuficiencias porque

sentía el Perú en quechua y en castellano. Y el Perú ¿qué?: Todas las naturalezas del

mundo en su territorio, casi todas las clases de hombres […] Y ese país en que están

todas las clases de hombres y naturalezas yo lo dejo mientras hierve con las fuerzas de

tantas sustancias diferentes que se revuelven para transformarse al cabo de una lucha

sangrienta de siglos que ha empezado a romper, de veras, los hierros y tinieblas con que

los tenían separados (Arguedas, 1990: 246, énfasis nuestro).

La idea del advenimiento está muy presente; la prolongada espera por la llegada de un

tiempo nuevo es el pago que han hecho varias generaciones por la redención y la regeneración.

De ahí que la muerte no se resuelva solo en duelo y tenga un sentido trascendente. En la carta

enviada al rector de la Universidad Agraria antes de suicidarse, documento que forma parte del

epílogo de la novela, Arguedas menciona dos cosas. Una, el haber siempre trabajado “por la

liberación de las limitaciones artificiales que impiden aún el libre vuelo de la capacidad humana,

Page 107: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

102

especialmente la del hombre peruano” (Arguedas, 1990: 252); otra, algo que marcaría un

horizonte utópico: “Un pueblo no es mortal y el Perú es un cuerpo cargado de poderosa savia

ardiente de vida, impaciente por realizarse (Arguedas, 1990: 254, énfasis nuestro).

En la lectura de Gutiérrez, esto se vincula con dos ciclos históricos que él denomina la

“calandria consoladora”, asociada a una divinidad inquisidora, y la “calandria de fuego”, que

representa a un dios liberador, atributo que resulta coherente no solamente con el discurso de don

Esteban sino también con el del propio Arguedas, que Gutiérrez interpreta en términos de visión

y profecía: “atento al vuelo y al canto de las calandrias, Arguedas es, por eso mismo, augur del

tiempo que viene” (Gutiérrez: 93). La liberación y el advenimiento de un tiempo nuevo articulan

también la idea de no morir en vano, de desaparecer con dignidad --el otro eje de este

desaparecer dignamente es la escritura misma, como ya anotamos antes-- y un poco antes de

culminar el ¿Último diario? leemos lo siguiente:

…Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él

representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio

impotente, de los fúnebres “alzamientos”, del temor a Dios y del predominio de ese Dios

y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y el de la fuerza liberadora

invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios58 liberador,

Aquel que se reintegra (Arguedas, 1990: 246).

“Aquel que se reintegra” alude directamente a un mito central de la época poshispánica:

el mito de Inkarri59, que contiene la visión andina de la conquista española y al mismo tiempo

58

Nótese la ironía que surge de la diferencia entre Dios con mayúsculas y “dios” con minúsculas. Arguedas

parecería dar a entender que el uso de la mayúscula denota una iglesia solemne y vinculada al poder opresor; en

cambio el uso de la minúscula da a entender una menos distancia y una mayor fluidez entre la figura divina y los

hombres.

59 Las primeras referencias a este mito se deben a las investigaciones de los antropólogos peruanos Óscar

Núñez del Prado, Josafat Roel Pineda y Efraín Morote Best. Ellos documentaron la circulación de este relato en la

comunidad cusqueña de Q´ero (Paucartambo) en 1955. José María Arguedas recogería más tarde otra versión en

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103

condensa una esperanza milenarista que consiste en una suerte de “resurrección” del

Tawantinsuyo, lo que implica la destrucción del orden impuesto por el proceso que iniciaron los

conquistadores. A pesar de sus múltiples versiones, el relato tiene su origen en peculiares

circunstancias históricas. De acuerdo a Flores Galindo, en el imaginario andino la conquista

española, desde muy temprano, había quedado indisolublemente ligada a ideas como muerte o

destrucción, al punto de hacerse sinónimas: “Para muchos hombres andinos la conquista fue un

pachacuti, es decir la inversión del orden […] Todo esto pudo ser entendido por los hombres

andinos como la instauración de la noche y el desorden, la inversión de la realidad, el mundo

puesto al revés” (1988: 47). El personaje del mito de Inkarri es el último inca, Túpac Amaru I,

apresado en la localidad de Vilcabamba por el virrey Toledo, el año de 1572. Luego de su

captura, Túpac Amaru fue ejecutado públicamente en la plaza de Armas del Cusco. Se le cortó la

cabeza, que quedó en la picota, mientras el cuerpo recibió entierro en la catedral. Dice Flores

Galindo, citando a José Antonio del Busto, que este sería el origen del mito. Sin embargo, como

ya hemos visto, esto es consecuencia de un proceso algo más complejo:

La tradición sostiene que la cabeza, lejos de pudrirse, se embellecía cada día y que como

los indios le rendían culto, el corregidor la mandó a Lima. Pero el proceso es algo más

complejo, Inkarri resulta del encuentro entre el acontecimiento --la muerte de Túpac

Amaru I-- con el discurso cristiano sobre el cuerpo místico de la iglesia y las tradiciones

populares. Sólo entonces se produce una amalgama entre la vertiente popular de la utopía

andina (que se remonta al Taqi Onqoy) y la vertiente aristocrática originada en

Vilcabamba (Flores Galindo, 1988: 54).

Puquio (ciudad que sirve de escenario a su novela Yawar fiesta), en el departamento Ayacucho. Se dice que a

mediados de los años 70 del siglo pasado existían al menos quince versiones del mito y que este había extendido su

influencia geográfica incluso en algunos lugares de la selva gracias al poder de la transmisión oral. Para profundizar

en el tema, resulta indispensable consultar el libro de Alejandro Ortiz Rescaniere De adaneva a Inkarri (Lima:

Instituto Nacional de Cultura, 1973); el volumen El dios creador andino, de Franklin Pease (Lima: Mosca Azul

Editores, 1973) y el notable Buscando un inca: Identidad y utopía en los Andes, de Alberto Flores Galindo (México:

Grijalbo y CONACULTA, 1988).

Page 109: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

104

Como bien señala Flores Galindo, en Inkarri convergen varias cosas: el Taqui Onqoy (o

enfermedad del baile), que constituía un movimiento redentor y de salvación cuyos seguidores

eran “reconversos de manera milagrosa a la cultura andina, decidían reconciliarse con sus dioses,

acatar las órdenes de los sacerdotes indígenas y romper con los usos de los blancos” (Flores

Galindo, 1988: 49-50). Por otra parte, es necesario aclarar que “La idea de regreso del inca no

apareció de manera espontánea en la cultura andina. No se trató de una respuesta mecánica a la

dominación colonial (Flores Galindo, 1988: 53). Sostiene Flores Galindo que la idea de un

retorno al incario surge en las montañas de Vilcabamba, lugar en el que halló refugio lo que

había quedado de la familia real cusqueña así como los últimos resabios de resistencia al

conquistador e incluso la posibilidad de proponer a los invasores la figura de un cogobierno.

Dice Flores Galindo que los miembros de este grupo “se debatían entre la colaboración y el

enfrentamiento. A diferencia de los seguidores del Taqui Onqoy, no rechazaban lo occidental,

sino que buscaban integrarlo para sus propósitos: empleaban caballos, arcabuces, leían

castellano. Uno de los monarcas de Vilcabamba, Titu Cusi Yupanqui, se hizo cristiano” (Flores

Galindo, 1988: 53). Esto habría alimentado la ansiedad por organizar una rebelión o sublevación

que suprimiera las encomiendas y además, según José Antonio del Busto (citado por Flores

Galindo), “llamar al inca Titu Cusi Yupanqui reinante en Vilcabamba y resucitar el incario sin

desechar por ello lo mejor de la cultura occidental” (Flores Galindo, 1988: 53). Esta conspiración

sirvió de base al rumor según el cual Titu Cusi sería inca y rey, porque ambos títulos apuntaban a

la coherencia del proyecto: “ser monarca de indios y mestizos” (Flores Galindo, 1988: 54). Sin

embargo la conspiración fue descubierta, los conspiradores detenidos y algunos ejecutados, entre

ellos el último inca, Túpac Amaru I, quien cierra el capítulo de los incas de Vilcabamba. Todo

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105

este cúmulo de circunstancias confluye para dar origen a Inkarri. Por un lado, el Taqui Onqoy,

que representaría la vertiente popular de la utopía andina y, de otro, el relato del final de la

familia real, en nombre de la aristocracia del incario, quedan así unidas en uno de los mitos

centrales para configurar el horizonte utópico andino. Mencionamos antes que el mito sostiene

que algún día la cabeza --que crece de arriba hacia abajo-- y el cuerpo se unirán y esa unión dará

lugar a la expulsión de los invasores y a la restauración del incario. José María Arguedas

documentó muy bien el hallazgo de tres versiones del mito en tres lugares diferentes de los

Andes: Q´ero, en Cusco; Puquio y Quinua, en el departamento de Ayacucho. Los tres relatos

comparten algunos rasgos, pero también se diferencian, pues mientras el mito recogido en Cusco

no tiene elementos poshispánicos, los otros dos, los recogidos en Ayacucho, muestran una

estructura sincrética, al incorporar elementos bíblicos. Ambos confirman la posibilidad, la

esperanza de una reintegración del cuerpo del inca y con ello el regreso del incario, es decir, del

orden interrumpido por la conquista. De no lograrse esta reintegración, pesa sobre el pueblo

indígena la amenaza de la desaparición total. Arguedas parece conceder mayor importancia al

mito recogido en Quinua por un estudiante, Hernando Núñez, cuyo informante fue el viejo

alfarero Moisés Aparicio. En él aparece Inkarrí como creador de las montañas, del agua, del

mundo. Creó al hombre y cuando deseaba prolongar el día podía amarrar el sol a una piedra.

Estaba dotado de la potencia de crear y desear crear a voluntad. Arguedas nos ofrece la versión

del mito, algunos de cuyos fragmentos trascribo aquí:

Fue Dios (el católico) quien ordenó a las tropas del rey-Estado la captura y decapitación

de Inkarrí. No fue el rey español quien lo derrotó y le hizo cortar la cabeza […]

[…] La cabeza de Inkarrí está en el Palacio de Lima y permanece viva. Pero no tiene

poder alguno porque está separada del cuerpo.

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106

En tanto se mantenga la posibilidad de la reintegración del cuerpo del dios, la humanidad

por él creada (los indios) continuará subyugada.

Si la cabeza del dios queda en libertad y se reintegra con el cuerpo podrá enfrentarse

nuevamente al dios católico y competir con él.

Pero si no logra reconstituirse y recobrar su potencia sobrenatural, quizá moriremos todos

(los indios). (Rovira y Bay 85)

La alusión a “aquel que se reintegra” hacia el final del “¿Último Diario?” parece

bastante clara y reconfirma, sin lugar a dudas, no solamente la presencia de un sustrato mítico en

El zorro de arriba y el zorro de abajo, sino también la constitución de un horizonte utópico60,

uno de cuyos sostenes está en el pensamiento milenarista andino, el mismo que encuentra una de

sus manifestaciones principales en el mito de Inkarri. Del mismo modo, se tiende una relación

entre el autor de los Diarios y uno de sus personajes, don Esteban de la Cruz, pues ambos

demuestran compartir, desde orillas diferentes (el mito de Inkarrí el diarista, el libro del profeta

Isaías don esteban) un ideario redentor basado en una promesa de carácter mesiánico. Ahora bien

en El zorro de arriba y el zorro de abajo además de considerar el horizonte utópico andino hay

que tener en cuenta el propio contexto histórico al momento de la escritura de la novela y los

Diarios. Por un lado, Arguedas menciona a Gustavo Gutiérrez, uno de los pilares de la Teología

de la Liberación, a quien lo unió una estrecha amistad. Por otro, en esos años el fervor por la

60

Nótense dos características del discurso utópico andino. La primera, marcada por el propio Arguedas:

“Toda la literatura oral hasta ahora recopilada demuestra que el pueblo quechua no ha admitido la existencia del

´cielo´de otro mundo que esté ubicado fuera de la tierra […] toda reparación, castigo o premio se realiza en este

mundo” (Rovira y Bay: 87); la segunda la ofrece Flores Galindo: “La ciudad ideal no queda fuera de la historia o

remotamente al inicio de los tiempos. Por el contrario, es un acontecimiento histórico. Ha existido. Tiene un

nombre: el Tahuantinsuyo. Unos gobernantes: los incas. Una capital: el Cusco. El contenido que guarda esta

construcción ha sido cambiado para imaginar un reino sin hambre, sin explotación y donde los hombres andinos

vuelvan a gobernar. El fin del desorden y la oscuridad. Inca significa idea o principio ordenador” (1988: 53).

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107

Revolución Cubana alcanzaba un punto culminante y Arguedas, en algunos poemas61 escritos en

esos tiempos no ocultaba su entusiasmo por una perspectiva de optimismo revolucionario62, a la

vez que adoptaba, poéticamente, una postura milenarista, como se puede entrever en “A nuestro

padre creador Túpac Amaru”, en clara referencia a un momento de gran expectativa, traducida en

la posibilidad de una inminente realización utópica:

Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo. Con nuestro

corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no extinguido, con la

relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el poder de todos los cielos, con

nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos removiendo. Hemos de lavar algo las

culpas por siglos sedimentadas en esta cabeza corrompida de los falsos wiraqochas, con

lágrimas, amor o fuego. ¡Con lo que sea! Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos

juntos; nos hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre y estamos

apretando a esta inmensa ciudad que nos despreciaba como a excremento de caballos.

Hemos de convertirla en pueblo de hombres que entonen los himnos de las cuatro

regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz, donde cada hombre trabaje, en inmenso

pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montañas donde la

pestilencia del mal no llega jamás. Así es, así mismo ha de ser, padre mío, así mismo ha

de ser, en tu nombre, que cae sobre la vida como una cascada de agua eterna que salta y

alumbra todo espíritu y el camino (Rovira y Bay 121).

Es importante notar dos cosas. La primera, el uso de la primera persona plural. Eso

denota claramente que el hablante del poema asume la representación de una colectividad, a la

cual representa en este poema, animado por una sugerente combinación de dicciones, entre las

61

Los poemas de José María Arguedas fueron recopilados en el volumen Katatay. La responsable de la

edición fue la viuda del escritor, Sybila Arredondo. El volumen fue editado en Lima, en 1972, por el Instituto

Nacional de Cultura.

62 En el poema titulado “A Cuba” se lee: “¡Amado pueblo mío,/ centro vital del mundo nuevo! /

Aniquilando a nuestros asesinos con tu implacable / fuego como el sol / levantas al Hombre / para conquistar el

Universo y poseerlo / con su corazón resplandeciente” (Rovira y Bay: 128). Por su parte, Flores Galindo nos

recuerda lo siguiente: “Lo emociona [a Arguedas] el contacto con este mundo. Lo emociona también el Vietnam.

Por entonces realiza un viaje a los Estados Unidos y se desilusiona muy fuertemente de la sociedad norteamericana

[…] Arguedas comienza a experimentar cada vez más estas presiones políticas. Ellas van a influir en la elaboración

de El zorro… junto con las angustias personales y la necesidad de elaborar una obra literaria que diera cuenta de esta

sociedad nueva que estaba apareciendo en el Perú” (“José María Arguedas y la utopía andina. Una presencia

permanente”: 28).

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108

que se puede identificar la plegaria religiosa y la proclama de acción política. La segunda, la

esperanza de una transformación radical y muy próxima de las condiciones sociales y

económicas de un conjunto de pueblos oprimidos, es decir, la inminencia de que “aquel que se

reintegra” se reintegre efectivamente y así convertir el territorio del opresor en “ciudad feliz”,

donde se entonen los himnos de “las cuatro regiones de nuestro mundo”.

Bajo estas coordenadas, entonces, se enlazan el discurso del autor de los Diarios y el de

uno de los personajes de la novela, don Esteban. Aquí confluyen el mito, la utopía y la profecía

bíblica. Inkarrí, el poema a Túpac Amaru y el libro de Esaías comparten el ideal de un mundo

liberado de la opresión y regido por la justicia, como dice Gustavo Gutiérrez al comentar el

pasaje en el que Esteban de la Cruz menciona el “garganta del Esaías” que citamos páginas

arriba: “No habrá más trabajo alienado, cada quien será dueño de sus energías y podrá vivir de su

propio esfuerzo, sin que nadie le arrebate lo que ha logrado. Ningún trabajo será inútil, ya no se

engendrarán hijos para la sumisión y el despojo. Arguedas no podía no ser sensible a esta voz

profética” (58). El ejemplo de don Esteban de la Cruz muestra, efectivamente, que entre los

diarios y la novela existe una relación que no puede ser casual ni gratuita, sino necesaria y

coherente63. Salvo una excepción notoria64, existe un consenso crítico en considerar los Diarios

63

Quizá no estaría de más recordar aquí que el proyecto novelesco tiene su origen en un trabajo etnográfico

que Arguedas había comenzado tiempo antes de decidir volcar esta experiencia en una novela experimental. Como

parte de ese trabajo etnográfico, Arguedas realizó una serie de entrevistas a varios migrantes que habían llegado a

Chimbote, atraídos por el “boom” de la harina de pescado que estaba transformando aceleradamente el paisaje

chimbotano y la posibilidad de conseguir un empleo que les permitiera mejorar sus condiciones de vida. Uno de

estos entrevistados, que luego se deplaza a la novela bajo la forma de personaje es ni más ni menos que Esteban de

la Cruz, quien nos deja entrever dos de los rasgos que lo identifican: una grave enfermedad que compromete sus

pulmones y su admiración a ciertos pasajes bíblicos, como los del libro de Isaías, que hemos citado en este capítulo.

El texto completo de la entrevista figura en un apéndice del libro de Martin Lienhard Cultura andina y forma

novelesca. Zorros y danzantes en la última novela de Arguedas: 203-205.

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109

64

Me refiero aquí a un trabajo de Christian Fernández, en el que se postula que los Diarios no serían textos

autobiográficos sino textos de ficción. Los argumentos de Fernández son bastante discutibles y en lo que sigue de

esta nota consigno tanto sus explicaciones cuanto mis discrepancias con ellas. De acuerdo con Christian Fernández,

hay un modo de leer la obra de Arguedas que de alguna manera ha condicionado su recepción. Con esto se refiere a

la tendencia a analogar la experiencia vivida por Arguedas con la expresada en su ficción, como si lo vivido por el

José María Arguedas de carne y hueso se hubiese trasladado irremediablemente y sin otra solución posible a su

literatura. Luego, el crítico propone que los diarios insertados en la obra póstuma de Arguedas son textos ficcionales

y no autobiográficos, como se han leído desde un comienzo. La idea, que no deja de ser sugerente y de llamar a

polémica, tiene, sin embargo, un problema: lo laxa e insuficiente que resulta su demostración. Fernández se basa en

la teoría del diario como género de ficción que elabora H. Porter Abott en Diary Fiction. Writing as Action. El texto

de Abott, sin duda de gran interés, no plantea, por ejemplo, las diferencias entre el diario como género de ficción y

como género autobiográfico, lo que sería sin duda útil al momento de reflexionar sobre este asunto. Otro texto, algo

más actual, pero que mantiene el mismo vacío es el de Lorna Martens, The Diary Novel. Los argumentos de

Fernández empiezan con un reclamo acerca de la fisonomía y organización del texto de El zorro de arriba y el zorro

de abajo que ha llegado hasta nosotros. En ese sentido, por ejemplo, cuestiona, razonablemente, que el texto no

respetó la voluntad de su autor, quien antes de morir manifestó su deseo de colocar el texto de su famoso discurso

“No soy un aculturado” como proemio de la novela. Sin embargo, se constata que el texto forma parte del epílogo

del libro, epílogo que fue organizado tardíamente, sin observar los deseos de Arguedas y cuya posición en el texto

afecta, según Fernández, su lectura, significado e interpretación. No encuentro la relación entre el incumplimiento

del deseo del autor y el cambio de estatus de estos textos de autobiográficos a ficcionales. Pero respecto del primer

criterio del que se sirve Fernández, la insistencia de la crítica en equiparar la experiencia vital del autor con lo que

experimentan sus personajes, se llega a un razonamiento que sorprende por su circularidad, y tiene que ver con el

asunto del suicidio: “It is truly difficult to avoid this fact, specially since the work deals with the theme of suicide at

great lenght” para luego preguntarse si es posible leer los diarios “as autobiographical discourse, without

questioning the very nature of said discourse as belonging to that genre” (298). Arguye Fernández, además, que en

las fechas de los diarios Arguedas hizo algunas correcciones. Y en esa alteración en la fijación del tiempo de la

escritura ve una razón suficiente para anular el carácter autobiográfico de los diarios y postular su naturaleza

ficcional. En primer lugar, Fernández no ofrece ninguna prueba de que Arguedas tuviera plena conciencia de estar

haciendo “ficción” escribiendo unos diarios que en realidad le servían de terapia. El fin terapéutico de un diario no

sería tal si no fuera un mecanismo para que uno se enfrente a sus propios fantasmas y traumas, tal como hace

Arguedas. En segundo lugar, considerar estos textos como ficción le restaría eficacia al aspecto testamental de los

diarios y también al aspecto de la organización funeraria, que se presenta, esta última, como el guión de un ritual que

incluye indicaciones escénicas. Los diarios dramatizan la escritura y anticipan el relato de una muerte a manu

propia. Son la balanza de una crisis que será imposible superar: los diarios marcan el final del cuerpo del autor, en

su faceta más “real” y documentable; la novela marca el inicio de un cuerpo social pero a la vez la futura posibilidad

de la utopía. En lo tocante a la alteración de las fechas, este parece un detalle bastante banal si lo comparamos con

las alteraciones que padece quien escribe los diarios, su inestabilidad, su precaria salud psíquica y emocional. Los

diarios sin duda pertenecen al registro autobiográfico, pero acaso sería mejor puntualizar: pertenecen a un registro

autobiográfico alterado y enrarecido, difícil de ubicar bajo las luces más convencionales del género. Fernández

insiste en que la corrección de los textos del diario, por un lado, así como su declarada intención de ser escritos para

ser leídos o publicados, como consta en el “Primer diario”, bastan para inferir que Arguedas escribe estos diarios

bajo la conciencia de estar creando una ficción y no un texto autobiográfico. Añade, también, que la publicación del

“Primer diario” como anticipo de la novela, delata el mismo carácter ficcional del conjunto de diarios. Como el

mismo crítico enfatiza: The autor has corrected his “Diary” for the last time more tan two months after having

written it. It might be well to wonder, then: Why does a person who´s writing a private diary feel the need to correct

it constantly? This leads us to the following point. The foregoing is sufficient to allow us to say that Arguedas

corrected his “Diaries” so often because for him they weren´t diaries. I mean that Arguedas did not conceive these as

autobiography but as fiction (301). De otra parte, Fernández tampoco cree que en los diarios de Arguedas exista la

coincidencia entre autor, narrador y personaje que reclama Lejeune para los verdaderos exponentes del género

diarístico. Concretamente apunta: “In Arguedas´s novel, the author is not the equivalent of the narrator nor of the

character; the one who says “I” in this novel is not Arguedas” (301). Sin embargo, debo hacer aquí una atingencia: si

bien es cierto, como hemos visto en la primera parte de este capítulo, que la apuesta por una lectura integral del texto

Page 115: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

110

incorporados en El zorro de arriba y el zorro de abajo como un texto que se inscribe en la

tradición de la dicción autobiográfica. Es importante tomar en consideración que en algunas de

las últimas aproximaciones teóricas a la escritura diarística se puede apreciar una tendencia a

concebir el diario como un terreno de libertad irrestricta para el autor, lo que lleva a Jeremy

Popkin a afirmar, por ejemplo, que “the essential attraction of diary writing […] is a realm of

freedom, whose practicioners can decide for themselves how to behave, and then change the

rules as they please” (Lejeune, 2009:5). De otro lado, Philip Lejeune, en trabajos últimos, ha

comenzado a plantearse la diferencia entre la autobiografía y el diario a partir de su cercanía o

distancia con la ficción. Así, por ejemplo, nos dice que “autobiography and the diary have

opposite aims: autobiography lives under the spell of fiction; the diary is hooked on truth”. Y

añade a renglón seguido:

Let me be clear: I do not mean that autobiographies are false and diaries are true. I am

talking about the dynamics of these two writing postures, both of which are present in

varying proportions in all personal texts. In a study of how a diary can “end”, I tried to

show that the problem of autobiography is the beginning, the gaping hole of the origin,

whereas for the diary it is the ending, the gaping hole of death. Any autobiographer can

end his text by taking the narrative up to the point of its writing. His biggest problem is

upstream: building something solid behind it. But the past puts up only minor resistance

to the powers of imagination. “Long ways, long lies”, goes the proverb. The same cannot

said of the future. Diarists never have control over what comes next in their texts. They

write no way of knowing what will happen next in the plot, much less how will end

(Lejeune 2009: 201-202).

(diarios y relato novelesco) es necesaria para su cabal comprensión y que no se puede prescindir de una de las dos

partes, tampoco se pueden leer los dos componentes como si fueran una sola cosa, “la novela”, porque resulta obvio

que el narrador de la novela no es el mismo que el de los diarios y su confusión resulta, por ese motivo, riesgosa, ya

que se confunden dos registros que, si bien se interpenetran, mantienen también una separación.

Page 116: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

111

Finalmente Lejeune propone también otras diferencias entre el género diarístico y la

ficción. Una de ellas se da a partir de la conciencia de su propia duración: “But diaries also have

repetition, lack of coherence or relevance, uneveness, implicit meaning and allusions […] A real

diary is always written without the knowledge of where it will end […] No one knows where he

is heading, except towards death” (Lejeune 2009: 207). Esta convención, como vemos, es

notoriamente superada por los Diarios de Arguedas, que van directamente a narrar de modo

anticipado el final de su vida y a dar incluso indicaciones funerarias, en una suerte de

“tanatografía”, dejando atrás la paradoja de cómo narra el momento de la muerte. Hay que poner

en la balanza, también, que estos diarios destrozan los bordes de lo privado y lo público, o por lo

menos encaran esta relación de una manera distinta. Se puede atribuir a los diarios un carácter

caótico y desordenado, pero incluso eso no serviría tampoco para descalificar su calidad o

condición de texto autobiográfico. En ese sentido, Felicity Nussbaum recuerda algo que si bien

aplica a un hallazgo de los escritores de diarios de la Inglaterra del siglo XVIII, tiene para este

caso plena validez: “what they found most natural was “something that recounted public and

private events in their incoherence, lack of integrity, scantiness and inconclusiveness” (Anderson

9, Nussbaum 16). No puede, entonces, ser una operación tan simple la de declarar al autor de los

diarios como “yo” ficcional, desterrarlo para siempre de la frontera en que se encuentra la

experiencia del Arguedas de carne y hueso antes de ser discurso. De allí que Burke sostenga que

“the neat demarcations by which biography is separated from a literary or a philosophical text, or

even from a general intertextuality are immediately under threat” (Burke 189). Julio Ortega

razona que Arguedas escribe aquí “from a state of confesional susceptibility, in a balance of

sympathies and differences conditioned by his greater or lesser degree of identification with

Page 117: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

112

other novelists or artists he has known” (xvii). Y en cuanto a la condición inconclusa de la

novela, Ortega sugiere:

[…] when he realizes that he will not be able to finish the novel, he decides to prepare it

for publication as it stands. He writes de final letters, those concerning suicide, which are

a public testament; he prepares the manuscript, and knows that even if the novel is left

unfinished, it nonetheless has a narrative value of its own as well as a documentary value.

In a mechanism of symbolic transference, the very incompleteness of the book and its

posthumous nature seem to him to be an allegory for his own situation, encouraged by the

promise of the topic and undermined by the anxiety that defeats him (Ortega, 2000: xiii).

El consenso crítico alrededor de la complejidad de un texto tan singular como El zorro…,

pues, no obvia ni cancela la condición autobiográfica de los diarios. En primer lugar porque son

parte de la novela; en segundo lugar porque al mismo tiempo los diarios conservan una

autonomía. Pero más importante aún es recordar la función que cumplen los diarios al interior de

la novela. Siguiendo a Kokotovic,

la inclusión de los diarios […] le da un primer plano a la lucha de Arguedas para darle

forma literaria a la visión de una modernidad alternativa que había vislumbrado en

Chimbote, agregándole una dimensión reflexiva a El zorro de arriba y el zorro de abajo

[…] Al lector se le recuerda constantemente, no solo que los capítulos que alternan con

los diarios son obras creativas de ficción, sino también del reto de representar nuevas

realidades para las que las formas literarias adecuadas aún no existían. Sobre todo, la

estructura narrativa de El zorro de arriba, el zorro de abajo revela la problemática

relación del lenguaje con la realidad social y el rezago entre el cambio histórico y la

disponibilidad de los medios para comprenderla (Kotovic 197-198).

Y en esta representación de nuevas realidades la imaginación resulta crucial. Chimbote es

visto como un mundo en formación, un universo que muestra la dinámica de su nacimiento y

desarrollo, pero a la vez es un mundo marcado por el mal. Hay una suerte de principio de “lo

nuevo” que alienta la ansiedad por asir este mundo inédito y complejo; esa ansiedad alimenta

también la hibridez textual. Puede incluso resultar obvio que a la novela no le es suficiente el

Page 118: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

113

solo hecho de apelar a un repertorio de formas consagradas por la tradición narrativa peruana65 y

que necesita ir más allá de muchas convenciones formales, violentarlas, establecer con ellas una

relación tensa y desafiante. Eso explica, por un lado, la convivencia de dos modos de referencia

(no ficción, a través de la dicción autobiográfica; y ficción, mediante el transcurso de la acción

novelesca contenida en los cuatro capítulos) y el carácter experimental, el ánimo innovador que

alienta el texto desde su primera página.

El mismo consenso sobre el carácter autobiográfico de los Diarios de Arguedas, como

hemos visto, alcanza a la consideración de la novela como un todo integrado por los Diarios y el

relato propiamente dicho, de modo que quedaría abiertamente en cuestión una lectura que

intentara separar o desmembrar estos dos componentes que dan forma y sentido global al texto.

Ahora bien, los Diarios en cuestión interesan no solamente por su inscripción genérica sino

también por los diferentes temas que aborda (la escritura y el cuestionamiento de su

profesionalidad, el anticipo de la muerte, la agonía, la imaginación del futuro, etcétera) y que

resultan relevantes para fijar las características de la figura autoral. A propósito de esto, cabe

notar que la posición del “yo” resulta problemática no solo en la escritura autobiográfica de

Arguedas propiamente dicha, sino en toda su obra, como observa con sutileza José Alberto

Portugal: “La literatura de Arguedas se entiende entonces como una literatura comprometida con

la tarea de revelar la densidad humana del proceso social andino (luego, el peruano), cuya

autoridad y autenticidad se funda en la persona de un autor que se reclama miembros y testigo

65

Como sugiere Kokotovic, “la forma transcultural de El zorro de arriba y el zorro de abajo es lo que más

la distingue de otras narrativas de este período. […] El zorro de arriba y el zorro de abajo […] desafía al lector a

imaginar una ciudad y una nación, en la que ningún ciudadano sea percibido o tratado como extranjero, a la vez que

le exige un compromiso con las múltiples culturas que harían posible ese tipo de nación” (212).

Page 119: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

114

del mundo al cual se refiere su discurso” (469). Para Portugal está será una de los rasgos más

relevantes de Arguedas como autor:

Esta posición central que ocupa el “yo” autorial es sin lugar a dudas una de las

características más importantes de la producción artística e intelectual de Arguedas. Es

también una condición problemática. ¿Es el autor una cifra de experiencia; su trabajo una

imagen o cristalización de esa experiencia? Cerca a esta idea (o ideal) se encuentra la

concepción que Arguedas tiene del valor y significado que tienen figuras como Guamán

Poma y César Vallejo. Tanto el cronista indio del siglo XVII como el poeta vanguardista

fueron sus héroes culturales de los años treinta en adelante. Esta idea del autor va

tomando forma en la época en que Arguedas lucha por articular una imagen de sí mismo

como autor (Portugal 469).

Un asunto fundamental en estos diarios y que atañe directamente a la figura autoral es

precisamente la idea de la agonía. Pero no hablamos de este término simplemente como el final

de una existencia: me interesa apelar aquí al sentido que le da Alberto Flores Galindo al referirse

a José Carlos Mariátegui en un libro que tituló, precisamente La agonía de Mariátegui. Allí

refiere el historiador que Mariátegui había comentado en el primer número de Amauta, no sin

fervor, La agonía del cristianismo, el célebre ensayo de Miguen de Unamuno, lectura que le

permitió a Mariátegui establecer algunos nexos entre cristianismo y marxismo. El sentido de

agonía aquí tiene que ver con “la fuerza para encarnarse en las masas”, con una situación en la

que “la doctrina deja lugar a la vida, entendida a su vez como lucha y combate” (Flores Galindo,

1994: 389-390). Flores Galindo enfatiza:

Agonía significa también afán polémico, no para ´epatar´ a los burgueses rutinarios, sino

para intercambiar ideas, para dialogar, para discutir […] Agonía es sinónimo de conflicto

interior: corrientes encontradas que generan una tensión íntima […] Agonía es pasión, fe,

elan. Agonía se confunde finalmente con esa esperanza que define en la política y el la

vida cotidiana el derrotero de Mariátegui: la confianza en el futuro que no reposa en las

leyes de la dialéctica, ni en los condicionamientos de la economía sino en las voluntades

colectivas (Flores Galindo, 1994: 390).

Page 120: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

115

A esta concepción de lo agónico debemos dos cosas. La primera, leer El zorro de arriba y

el zorro de abajo en clave trágica para evitar así la tendencia a sicologizar el texto y, en segundo

término, como sugiere Catalina Ocampo, dejar de lado la interpretación de la novela como

fracaso pues de otro modo eso implicaría “perder el sentido del texto que tenemos en nuestras

manos, es rechazar la posibilidad de una experiencia límite ante la palabra” (Ocampo 122).

La idea de lo trágico, en apoyo de esta lectura, es planteada por Northrop Frye, quien

señala: “Without tragedy, all literary fictions might be plausibly explained as expressions of

emotional attachments, wether of wish-fulfilment or of repugnance: the tragic fiction guarantees,

so to speak, a disinterested quality in literary experience” (Frye 206). Bajo estos parámetros,

sostiene Ocampo, la novela deja de ser simplemente la manifestación de la “crisis psíquica” de

su autor y pasa a asumir una dimensión mayor y a trascender el contexto personal, permitiendo al

mismo tiempo “una visión tanto del momento histórico peruano en el que se escribe como de la

experiencia humana que va más allá de esa historia” (Ocampo 124). Por esa razón, en la agonía

de Arguedas hay un sentido que no resuelve ni agota sus implicancias en la llaneza de un

diagnóstico clínico sobre el malestar o malestares psíquicos que afectan su existencia.

Recordemos que agonía viene del griego agón que entre sus muchos significados presenta los

siguientes: reunión, asamblea, discusión, lucha y peligro. De manera que la agonía puede

entenderse también, como Ocampo pone en práctica, en tanto “disputa o lucha verbal” (Ocampo

123). La autora hace notar además que lo que se libra en El zorro de arriba y el zorro de abajo

no es solo un combate de corte ideológico, político o literario, “sino la profunda crisis que

supone el paso de un mundo regido por el mito y por un sentido sagrado de la sociedad y de la

naturaleza a un mundo regido por la autoridad profana y el mercado” (Ocampo 124). El mismo

Page 121: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

116

Arguedas en su tesis doctoral, Las comunidades de España y el Perú ya se muestra consciente de

esa crisis y advierte, premonitoriamente, que “Algo nuevo ha de surgir o está surgiendo, de

veras, en el Perú, de esta crisis” (Róvira y Bay 83). Esto nos retrotrae, una vez más, a la figura

del “hervor”, imaginada también antes de la escritura de El zorro de arriba y el zorro de abajo

en su poema “Oda al Jet”: “No bajes a la tierra. / Sigue alzándote, vuela más todavía, hasta llegar

al / confín de los mundos que se multiplican hirviendo, / eternamente” (Róvira y Bay 124,

énfasis nuestro). Esa experiencia límite y de crisis, ciertamente, forma parte de lo que podríamos

llamar la escena agónica que proponen los Diarios, una escena en la que tiene lugar una lucha

dramática, intensa, donde se decide, de manera ritual, un tránsito hacia una trascendencia y no el

simple punto final de una experiencia vital, intelectual y estética, como apunta Peter Elmore:

La contienda entre la voluntad creadora y el llamado de la muerte está agónicamente

inscrita en los diarios que --a modo de contrapunto y complemento de la fábula-- se

intercalan en El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma y extrema de

Arguedas. Las causas de la decisión final del escritor son múltiples y oscuras, pero lo

incuestionable es que Arguedas pone en escena su propia muerte y la ofrenda a la “nueva

izquierda” peruana de los años 60: el llamado “¿Último Diario?” se cierra con el guión

tentativo de esa ceremonia fúnebre que habría de convertirse en un acto político

contestatario (Elmore, 2011: 34).

Del mismo modo, William Rowe plantea la idea de agonía y sacrificio del escritor como

algo fundamental para la comprensión del texto y añade que este es un tema que registra

antecedentes en el universo arguediano. Si El zorro de arriba y el zorro de abajo es el relato de

un conjunto de sujetos sociales en un mundo en formación y en ese mundo opera un desacomodo

que afecta al escritor, este desacomodo, advierte Rowe, está presente de alguna manera en la

obra anterior de Arguedas, poniendo como ejemplo el caso de Ernesto, en Los ríos profundos y

su gesto de salir a buscar la muerte. En este caso concreto, dice Rowe, “el protagonista-escritor

tiene que pasar por la zona de la muerte para que la novela misma exista: es decir, el protagonista

Page 122: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

117

narrador representa la prehistoria del autor implícito que escribe la novela”. Y señala también

que aunque El zorro de arriba y el zorro de abajo llevará este asunto a un nivel de complejidad

mayor, se puede comprobar que “la remoción de la frontera entre el autor empírico y el autor

implícito, entre vida y escritura, tan importante [en esta novela], ya se da, aunque en grado

menor, en una novela anterior” (Rowe 167). Pero al enfrentarnos con su novela póstuma,

incluyendo sus diarios, vamos a encontrar esa misma ansiedad, pero elevada a un extremo grado

de radicalidad. Su propia obra narrativa nos ha llevado a una especie de in crescendo que

culminará, ahora, con el sacrificio ritual de su autor y este ritual, ciertamente, tendrá su

manifestación central en la escritura. Como afirma José Alberto Portugal,

En los diarios se produce la ritualización de la escritura; esto es, se define la visión

(interpretación, entendimiento) de la literatura como potencial espacio ritual: en la

potenciación del lenguaje (el poder de la palabra/el quechua para nombrar), en la

escritura como agón (la lucha contra la muerte), en la escritura como práctica de

inscripción de la experiencia, etcétera. De hecho, la literatura (y en particular la idea de la

novela) se puede pensar en Arguedas en las coordenadas en la que Víctor Turner pensaba

el ritual: no como un epifenómeno, esto es, no como mera expresión o reflejo de una

estructura social, sino como espacio generador de visiones alternativas y de potenciales

nuevas formas y arreglos sociales. Es a la vez un espacio de suspensión crítica y un

recurso que hace disponible modelos cognitivos y de conducta igualmente nuevos o

alternativos (Portugal 467).

Junto con esta ritualización está el problema del inacabamiento de la novela. Se observa

que mientras el plan para el suicidio es gradualmente más minucioso y abunda en detalles y

preparativos, la novela va ahogándose en su propia incompletitud. El origen de esta crisis se

ubicaría, de acuerdo a algunos críticos, en la profunda desolación que sufre Arguedas ante la

recepción de Todas las sangres (1964). Como bien señala Roland Forgues,

el inacabamiento de la novela no es asunto de voluntad deliberada de parte de escritor, ni

mucho menos del empleo de una técnica narrativa que implicaría el silencio definitivo de

la voz creadora […] proviene simple y llanamente de una ruptura profunda que se da en

Page 123: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

118

la visión del mundo de José María Arguedas después de la publicación de Todas las

sangres y de su pérdida de fe en la posibilidad efectiva de alcanzar los ideales por los

cuales había luchado fervorosamente toda su vida (Fell 313).

Y añade Portugal: “Lo que hace a El zorro de arriba y el zorro de abajo una obra

excepcional y extrema es que se inscribe en ella la escena del sacrificio ritual del autor, que es el

acto que redirige nuestra atención, o la crea nueva” (467). Ahora bien, ¿qué sentido tenía este

sacrificio? ¿qué se estaba manifestando? Apuntamos en un apartado anterior que se cuestionaba

el hecho de que los editores de la novela póstuma no hubieran respetado la disposición del autor

de colocar como pórtico al texto el texto del discurso “No soy un aculturado” y que lo hicieran

más bien al final del texto, como parte del epílogo, lo que implica un cambio de sentido e

interpretación. Pensemos por un momento en el texto de ese discurso colocado al inicio y no al

final. Creo que solo acentuaría una contradicción enorme y dolorosa: la del individuo que declara

públicamente ser un “demonio feliz”, que dice conocer “la gran nación cercada y la parte

generosa, humana de los opresores” (Arguedas, 1990: 257) y que ha convertido en realidad el

anhelo de fusionar el castellano y el quechua, con aquel otro individuo que planea

meticulosamente quitarse la vida y se nos ofrece como figura ritual, como pieza central de un

acto de sacrificio. Esta figura sacrificial que asume el autor se justifica plenamente en la

conciencia de su propia derrota, en una especie de batalla simbólica. Así comienza precisamente

el “¿Último diario?”: “He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy

de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados,

inseguros; los de ella han vencido. Son fuertes y estaban bien resguardados por mi carne. Este

desigual relato es imagen de la desigual pelea” (Arguedas, 1990: 243). Este diario reflexiona

además sobre la condición de incompleta de la novela, deja constancia de la frustración de su

creador. Y llama la atención la mención al suicidio de Orfa, uno de los personajes de la novela,

Page 124: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

119

porque se ha roto su relación con el mito: “se lanza desde la cumbre de El Dorado al mar,

desengañada por todo y más, porque allí, en la cima, no encuentra a Tutaykire trenzando oro ni

ningún otro fantasma y sólo un blanqueado silencio, el del guano de isla” (Arguedas, 1990: 244).

Una vez inaprensible el mito, quebrada la dimensión mágica de la vida, el camino parece ser la

muerte. Al mismo tiempo, el diario informa y anticipa el carácter funerario de su escritura y

muestra una admirable entereza al aceptar la muerte (lo que sería precisamente una característica

del ritual) y señalar a sus amigos íntimos algunos rasgos de lo que debería ser el ceremonial, al

que reclama intensidad y, sobre todo, sinceridad:

Me gustan, hermanos, las ceremonias honradas, no las fantochadas del carajo. Las

ceremonias no ceremoniosas sino palpitación. Así creo haber vivido: si es posible. Y tú,

Gustavo, o vosotros, como es lo correcto decir, Alberto, Máximo Damián, Jaime,

Edmundo… No se van a prestar en jamás de los jamases, mientras sean como yo los

conocí, a fantochadas… Hay en mis huesos muchas de las apetencias del serrano antiguo

[…] Dispénsenme la inocente y segura convicción: invulnerable como todo aquel que ha

vivido el odio y la ternura de los runas (ellos nunca se llaman indios a sí mismos)

(Arguedas, 1990: 245).

A esta declaración sigue un discurso de clausura y apertura, de fin de una época y de la

posibilidad de apertura a un tiempo de esperanza: “Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y

a abrirse otro en el Perú y lo que él representa” (Arguedas, 1990: 245-246). En este juego de

clausura y apertura, el ritual encuentra su mejor explicación. En tanto, los textos del epílogo se

ocupan de la parte material y posterior al sacrificio, entre indicaciones testamentales y funerarias.

Y en cuanto al acto del suicidio, convenimos plenamente con Portugal en considerarlo como un

acto “que es un último esfuerzo de continuidad y coherencia semiótica […] No se trata de un

chantaje emocional (como, no sin agudeza, lo lee Vargas Llosa), pero sí se trata de enganchar al

lector en el esfuerzo continuo de sostener un proceso de producción de sentido”. En esos

términos, la lectura del suicidio se tranforma “en una resurrección del autor --ahora una figura

Page 125: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

120

reedificada, míticamente constituida, hecha con los nódulos de significado que habían de ser

hallados en sus escritos--”. La ruptura con el mito se engarza entonces con la construcción de

otro, para “producir una cosecha plena de matáforas raigales” (Portugal 472). En esa clave, la

figura del autor como figura ritual y sacrificial, alcanza pleno sentido.

Page 126: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

121

CAPÍTULO IV

MARIO VARGAS LLOSA: BIOGRAFÍA DE LECTOR / MEMORIAS DE ESCRITOR

Las memorias66 de Vargas Llosa se inician con una revelación traumática y terrible que puso fin

a una infancia edulcorada por mitos familiares, entre ellos, el relacionado a la muerte de su

padre, lo que explicaba su ausencia y de paso borraba de la vida de los Llosa, familia materna del

escritor, la presencia del padre cruel y violento que fue Ernesto Vargas, “ese señor que era mi

papá” (Vargas Llosa, 2010: 11), frase que utiliza el escritor para titular el primer capítulo de El

pez en el agua (1993). El punto inicial de estas memorias configura la doble imagen de la

revelación y el trauma, de la irrupción de la violencia y el sufrimiento y la pérdida de un mundo

gobernado por la inocencia y la protección familiar, en el que según confiesa “fui engreído y

consentido hasta unos extremos que hicieron de mí un pequeño monstruo. El engreimiento se

debía a que era el primer nieto para los abuelos y el primer sobrino de los tíos, y también a ser el

hijo de la pobre Dorita, un niño sin papá” (Vargas Llosa 2010: 20). El padre no estaba, pues, en

el cielo y esta experiencia sirve para que “el niño sin papá” cumpla el tránsito de un mundo de

sobreprotección a otro distinto, donde quedaría indefenso y desamparado. Ese tránsito sería

paralelo al descubrimiento de cómo la familia había ocultado la ausencia del padre, pretendiendo

“corregir” la vida de Dorita y su hijo, una idea que años después, defendería el escritor maduro al

afirmar que las ficciones corrigen la existencia real. El encuentro con el padre funciona entonces

66

Notemos que la primera versión de lo que después serían las memorias más ampliamente desarrolladas

apareció en la revista Granta, en 1991, bajo el título “A Fish Out of the Water”. El texto es una crónica que detalla

muchos aspectos de la campaña política de 1990 y no incluye ningún relato de corte familiar. El título pone en

evidencia la incomodidad de Vargas Llosa en la arena política, al estar fuera de su elemento, la literatura. El sentido

final de esta posición se aclararía con el título definitivo del libro, que deja al escritor en “sus aguas” después de su

accidentado paso por la política.

Page 127: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

122

como un parte aguas, que divide el paraíso dorado de la infancia del escritor, que nunca más

podrá ser recobrado, y la pérdida de la felicidad y la inocencia, que desembocará, junto con otras

experiencias traumáticas o violentas, en la construcción de la vocación literaria de Vargas Llosa,

en su defensa de la ficción como posibilidad de imaginar una vida mejor a la que uno tiene.

Vargas Llosa se mostrará fascinado por este mecanismo compensatorio, exhibido con insistencia

no solo en diversos momentos de su obra de ficción sino principalmente a través de sus ensayos

literarios, donde ha desplegado, si cabe el término, una biografía paralela, que llamaré aquí la

“biografía de un lector”67. Escritas a la sombra de una derrota electoral que le sirvió de

experiencia detonante68 las memorias de Mario Vargas Llosa han merecido hasta la fecha,

diversas lecturas, así como apreciaciones guiadas por el lugar común o la mala intención69,

67

Como veremos en un apartado de este capítulo, la idea de la ficción como herramienta de compensación

imaginaria tiene casi el rango de una obsesión para Vargas Llosa.

68 Las elecciones de 1990 tuvieron doble vuelta, pues en la primera votación, realizada el 8 de abril, ningún

candidato obtuvo el 51% de votos necesario para ser proclamado ganador. En la primera vuelta Vargas Llosa obtuvo

32.6% y su contendor, Alberto Fujimori, 29.2%. La segunda vuelta se realizó el 10 de junio y el resultado final fue

catastrófico para Vargas Llosa, quien obtuvo solo el 37.6% frente a un abrumador 62.4% conseguido por su rival.

69 La campaña presidencial de 1990 estuvo, en efecto, teñida de bajezas. El escritor recibió cruentos ataques

de diversos medios de prensa, en especial del diario Página Libre, dirigido a la sazón por el periodista Guillermo

Throndike. Sin embargo, la historia de la ofensiva periodística nos retrotrae a 1987, cuando el presidente Alan

García decide estatizar la banca y Vargas Llosa lidera el movimiento Libertad, para oponerse a una medida que

significaba un evidente retroceso económico y una jugada eminentemente populista. En El pez en el agua se

menciona que el presidente García buscó el apoyo de Thorndike, quien comandó una “oficina del odio” en la que se

fabricó una campaña de demolición en contra del escritor. El cuestionado periodista haría lo propio desde las

páginas de La República y luego desde Página Libre. Vargas Llosa describe a Throndike como “un periodista

mercenario que había servido fielmente a Velasco desde la dirección de La Crónica, un personaje del que se puede

decir, sin temor a equivocarse, que es el más exquisito producto que el periodismo de estercolero haya forjado en el

Perú” (2010: 346). Los comentarios suscitados por la aparición del volumen, sobre todo los periodísticos, estuvieron

inspirados más en la demolición que en un intento de comprender el sentido del texto. Sobre este tema se puede

consultar el volumen de Romeo Grompone y Carlos Iván Degregori titulado Elecciones 1990. Demonios y

redentores en el nuevo Perú. Una tragedia en dos vueltas (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1991). Igualmente

resulta útil recorrer las páginas de El diablo en campaña (Madrid: El País-Aguilar, 1991), de Álvaro Vargas Llosa,

hijo mayor del escritor y uno de sus portavoces durante la campaña.

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123

descuidándose el carácter de texto artístico que indudablemente poseen estas memorias y los

rasgos que presenta la figura de su autor en este ejercicio de autorrepresentación. Y es que lejos

de cuestionar la verdad referencial que se atribuye a los textos autobiográficos o de reconocer su

condición de artefacto, muchas de esas lecturas políticas y las otras (las sicoanalíticas70, por

ejemplo, o esa otra suma de interpretaciones cuya intención aviesa fue demostrar que el autor era

un traidor a la patria y un miserable que no merecía llamarse peruano71) tomaron las memorias

con la literalidad con que se suele tomar un texto oficial cuya interpretación es unívoca. En

principio, no se puede soslayar el hecho de que las memorias, al menos en la tradición peruana,

no suelen convocar tantas pasiones ni ser materia de arduas discusiones y de encendidas

polémicas. El pez en el agua fue una muy notable excepción al carácter más o menos pasivo de

la recepción de los discursos autobiográficos en el Perú. Pero sería injusto reducir su mérito a

esto. El texto suscitó reacciones diversas, algunas traducidas en mini escándalos de prensa72.

70

En su libro La narración como exorcismo, por ejemplo, Biger Angvik cita extensamente las opiniones de

Jorge Bruce, quien leyó las memorias de Vargas Llosa desde una postura psicoanalítica.

71 El 5 de abril de 1992 el presidente electo, Alberto Fujimori, disolvió el congreso y puso así la primera

piedra que sostendría casi una década de dictadura. El hecho fue duramente criticado por Vargas Llosa, quien llegó a

pedir incluso un bloqueo económico de parte de la comunidad internacional hacia el Perú. Esto renovó los ataques

personales contra el escritor, quien fue amenazado desde el gobierno con el retiro de su nacionalidad peruana. En

1993, el mismo año en que aparece la primera edición de El pez en el agua, Vargas Llosa obtiene la nacionalidad

española, lo que fue pasto para muchos y más cuestionamientos hacia el escritor. Otros detalles interesantes sobre la

obtención de la nacionalidad española por parte de Vargas Llosa pueden conocerse en la nota informativa del diario

El País, del 3 de julio de 1993, accesible a través de Internet en esta dirección:

(http://elpais.com/diario/1993/07/03/cultura/741650401_850215.html).

72 Uno de los más sonados ocurrió en la televisión peruana, en julio de 1993, cuando en medio de los

ataques y discusiones provocados por la nacionalidad española de Vargas Llosa y las constantes críticas de este al

régimen de Alberto Fujimori, así como sus pedidos de sanciones para el Perú, el economista Hernando de Soto, que

años antes había sido puntual colaborador del escritor en la campaña dijo ante cámaras que Vargas Llosa era un

“hijo de puta”, lo que remeció el medio periodístico local y dio lugar a todo tipo de réplicas En 1998, Herbert

Morote, un oscuro escritor peruano radicado en Madrid publicaría Vargas Llosa, tal cual (Lima: Jaime

Campodónico Editor), un análisis de la figura del escritor avalado y autorizado por su carácter testimonial (Morote

había sido compañero de colegio de Vargas Llosa), pero que en realidad solo sumaba ataques e insinuaciones sin

Page 129: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

124

Uno de los mensajes que, en efecto, atraviesa el libro tiene que ver con dos dimensiones de la

experiencia: el éxito y el fracaso. Ambas, ciertamente, entablan una relación tensa, incómoda, a

pesar de compartir una idea que tiene muchísima importancia tanto en el trabajo cotidiano de

Vargas Llosa como en su obra de ficción: el sentido del deber, motivo que a veces, en algunos de

sus personajes de su propia ficción, puede llegar hasta el paroxismo73. Ahora bien, ¿de qué éxito

y de qué fracaso hablamos? La idea del éxito está obviamente vinculada a la actividad literaria,

que en El pez en el agua representa no otra cosa que el triunfo de una vocación, de una ética de

trabajo, de una constancia y una disciplina que convierten a su autor en una figura ejemplar,

entregada con integridad a su quehacer artístico74. El fracaso, naturalmente, se asocia a la fallida

experiencia de su candidatura presidencial, en la que algunos lectores avizorarían una profunda

herida narcisista. El crítico Luis Rebaza, examinando esta relación entre el éxito y el fracaso que

sostenidamente alientan las memorias de Vargas Llosa, sostiene que estamos

frente a un libro de variadas estrategias narrativas. La más importante es aquélla que hace

que la memoria fresca, de hechos bastante recientes, ordenados en trama de insinuación

mayor prueba. El libro despertó ácidos comentarios, como este de Luis Aguirre en la revista Caretas: “El libro de

Morote […] se propone una vivisección temeraria: mostrar cuál es el verdadero rostro del hombre Vargas Llosa,

rostro oculto y desfigurado por la supuesta egolatría y soberbia de sus memorias. No existe método científico detrás

ni prudencias académicas. Vargas Llosa, tal cual no es una investigación refrendada por teorías novedosas que

hayan logrado de una vez y por todas la percepción de la subjetividad y la realidad en sí mismas a través del texto.

Es la manifestación de un cinismo intelectual grosero y algo cómico […]” (“Ahogando al pez”. Caretas: 23 de

diciembre de 1998).

73 Pantaleón Pantoja, de Pantaleón y las visitadoras sería un ejemplo.

74 Jordi Gracia sintetiza estos extremos de la siguiente forma: “Mientras la mirada aterrada del niño ante el

padre servirá para justificar la despiadada crueldad del ya famoso escritor con el anciano que busca la

reconciliación, su evocación de la peripecia política emite un daguerrotipo de base muy semejante […] La absoluta

fe en su capacidad para ´salvar al Perú´ será también el combustible que alimente un destino trágico de

incomprensión ante el electorado peruano, disuelto por fin en su regreso a Europa y al taller de escritor” (26).

Añadiría aquí lo dicho por Isabel Gallego, aunque la cita puede expresar más bien cierta autoindulgencia: “Con el

oprobio que lanza sobre el Perú se redime Vargas Llosa en el reino de la literatura” (36).

Page 130: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

125

testimonial, sea un patrón con el que se organiza y evalúa la secuencia del pasado lejano.

Se descubre que la formación del escritor era también una carrera política a la

presidencia. Al mismo tiempo, la fuerza de los episodios de la infancia y adolescencia se

extiende a los sucesos recientes, fusionando en una estructura ambos desenlaces: el éxito

artístico y el fracaso electoral. Cuando el lector termina la lectura, ambos finales emergen

como una sola historia triunfal (Rebaza , 1994: 126-127).

Nos hace notar, del mismo modo, una cadena de fracasos al interior del texto: el fracaso

matrimonial de sus padres, por un lado, el fracaso del país, por otro. ¿Qué elemento es el que se

ofrece como contraste de estos desencantos? Naturalmente, el éxito del escritor, su realización

plena en la actividad literaria, la idea de que “triunfa su verdad” (Rebaza, 1994: 127). Para

Cecilia Esparza, “una primera aproximación al texto de Vargas Llosa parte de la reflexión sobre

el fracaso electoral que el autor intenta convertir en éxito personal” pero al mismo tiempo

advierte que El pez en el agua son “las memorias de un escritor profesional con amplio manejo

de los recursos de la ficción y de la tradición autobiográfica” y que Vargas Llosa es “un escritor

entrenado en la construcción de una persona y en el manejo de la propia vida como materia

prima para la elaboración ficcional75” (Esparza 44), pero esta vez, cabe añadir, Vargas Llosa no

se enfrenta a una ficción, sino al reto de relatar su propia vida. Martha Canfield anota que “los

demonios” a los que constantemente alude Vargas Llosa en su propio mito de la creación para

explicar las pulsiones que conducen a la escritura son “incontrolables” y “se nutren ante todo de

75

Este aspecto ha sido enfatizado por varios estudiosos de la obra de Vargas Llosa. Hay una evidente

capacidad en el traslado de experiencias personales al terreno de la ficción y el propio autor insiste en que muchas

de sus novelas nacen de hitos biográficos y estos constituyen la materia prima inicial para la construcción de esa otra

realidad, la ficticia, que es autónoma y responde a sus propias leyes, lo que ha llevado a críticos como José Miguel

Oviedo a señalar que el realismo que practica Vargas Llosa no es el de “un realista mimético, un simple testigo y

crítico de las contradicciones sociales”, sino el de “un experimentador del lenguaje narrativo para alcanzar una

representación artística de la realidad, más poderosa y convincente que ella misma” con el objeto de “hacer de lo

real-objetivo algo sustancialmente nuevo, no una copia” (Dossier Vargas Llosa: 19). Oviedo señala también que un

rasgo típico de la obra de Vargas Llosa es “el estar configurada siempre a partir de espacios reales e inspirados por

experiencias individuales o históricas vividas personalmente o desde muy cerca” (19-20).

Page 131: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

126

lo vivido por el escritor, materia prima trascendida y sublimada mediante la escritura, a menudo

disimulada mediante construcciones complejas, pero otras veces reproducida sin máscaras”

(Canfield 13). Se pone énfasis aquí en el carácter del texto como constructo avalado por la

experiencia de su autor, lo que permite cosas, un control consciente de las dos dimensiones que

propone el texto: éxito y fracaso, conquista y derrota, victoria y desengaño, triunfo y naufragio.

Ambas experiencias, la política y la literaria, sin embargo, se tienden la mano en el hecho de

haber sido asumidas como un deber, aunque su esencia es diametralmente opuesta: la escritura

privilegia el espacio privado, se ejerce en soledad e implica múltiples operaciones invisibles a los

lectores: la lectura, la reflexión, la elección de una cita, el hallazgo o la elaboración de los

detalles necesarios para redondear la construcción de un personaje, la aparición de una idea

primaria que se convertirá después en trama de algún texto, en fin, lo que podríamos llamar “la

cocina” o “el taller” del escritor nunca está al alcance de nuestra vista y el escrutinio solo es

posible cuando los textos se publican y los lectores leen y opinan. En la otra orilla, la política,

exige tanta o más dedicación que la creación literaria, pero con una finalidad distinta y hasta

cierto punto ajena a la soledad: en la política se vive de la exposición, se vive en el espacio

público, en la confrontación, en la militancia. Y sin embargo, comparte también con la literatura

una cierta invisibilidad, una especie de archivo secreto, porque no todo en política, así como en

literatura, queda a la vista. La política implica grandes desplazamientos no por el terreno de la

imaginación o por geografías fantásticas, sino por el territorio del mundo contingente y real, que

es preciso conquistar con pragmatismo y frialdad. En ese sentido resulta interesante constatar que

algunas lecturas de El pez en el agua contrastan la relación irónica que se da allí entre la

honestidad intelectual de su autor y su candidez para el ejercicio de la política. Así, por ejemplo,

Page 132: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

127

nos dice John J. Hasset: “This book of memoirs will convince its readers not only of Vargas

Llosa´s intellectual honesty but also of his profound political naiveté” (Hasset, 1994: 171). En

tanto, George McMurray apunta que esa candidez marcaría la derrota de Vargas Llosa: “He may

have lost the because he was too frank with the electors, telling them exactly what was needed to

solve the problem plaguing Peru” (McMurray 304). El fracaso puede explicarse también desde

otro punto de vista que, de acuerdo a José Alberto Portugal, entra en relación con un tema muy

presente en la propia ficción vargasllosiana: la incongruencia de algunos personajes, su

condición de desacomodo frente a la realidad que les toca vivir:

La idea insiste en uno de los motivos centrales de las novelas anteriores de Vargas Llosa,

de La guerra del fin del mundo a Historia de Mayta y El hablador: la desubicación de los

intelectuales frente a su tiempo, frente a su medio. El título final de las memorias alcanza

el sentido de incongruencia proverbial del primero [“el pez fuera del agua”] de manera

paradójica: el intelectual (ya sea el escritor en ciernes o el político en trance, cuyas

historias nos relata) en tensión o enfrentado con su medio es como un pez en el agua; ese

conflicto expresa su condición “natural” (Portugal, 2004: 231).

Portugal considera El pez en el agua como un libro sobre “el llamado y la profesión del

intelectual”: de una parte define los problemas de una vocación literaria al construir la imagen de

un artista enclavado en un medio hostil; de otra, es un libro sobre política (Portugal, 2004: 232),

ambas dimensiones en el marco de experiencias críticas. Los dos aprendizajes básicos del libro,

el literario y el político, vuelven a asociarse al éxito y al fracaso. La propia alternancia, un

recurso que ya había aplicado Vargas Llosa en sus novelas, parece apuntar en ese sentido:

El traslado de la sintaxis de su narrativa ficcional al ámbito de lo confesional […] es

relevante en cuanto pone en evidencia la fragilidad de las fronteras entre lógicas

discursivas. El mecanismo narrativo revela la tensión entre dos modalidades

fundamentales (literarias) de la auto-expresión. De un lado están las memorias

propiamente dichas, en las que se construye la imagen de un sujeto público, en posesión

de una identidad y un papel social, con un énfasis épico documental […] De otro lado

tenemos la autobiografía, con su apertura hacia el ámbito de la imaginación y la ficción

Page 133: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

128

(en este caso modelada en las coordenadas del relato de ´formación´o ´educación´), que

presenta a un sujeto en proceso de socialización, en tránsito entre estados (roles,

identidades) sociales” (Portugal, 2004: 233).

La conclusión a que arriba Portugal es por demás atendible. Para él, la alternancia

produce un efecto que será central para la interpretación del texto, pues “traslada al campo

político el sentido positivo que tiene la noción de fracaso en el campo artístico, donde la derrota

misma puede ser construida como fuente de poder simbólico, como marca de autenticidad, como

índice de la exitosa búsqueda de la autonomía individual” (Portugal, 2004: 236). La derrota

electoral es triunfo literario. Hay allí, sin duda, una relación de contigüidad. El pez en el agua no

oculta esta relación, sino todo lo contrario, la pone en evidencia y la dramatiza, invitando al

lector a, de algún modo, tomar partido, sopesar estas dos dimensiones que han resultado tan

altamente significativas y reveladoras para la configuración de la imagen de escritor que se pone

allí en juego, una imagen que tiene en el riesgo y la trasgresión dos motivos centrales, que

equiparan y hacen posible la analogía entre literatura y política en Vargas Llosa. Sin embargo,

esta analogía no es lo único que puede presentarse como uno de los aspectos más atractivos de El

pez en el agua, sino la forma en que estas memorias pueden considerarse hasta cierto punto sui

géneris, vistas respecto de las reglas del género memorístico. A este asunto, al que volveré más

adelante, hay que agregar otro más, relacionado con el impulso lúdico, con el juego de fronteras

entre el orden de la ficción y el orden de la no ficción. Con esto quiero hacer referencia al

diálogo que existe entre El pez en el agua y la novela La tía Julia y el escribidor (1977), cuyo

núcleo argumental reaparece en uno de los capítulos de El pez en el agua. Quizá vale la pena

aquí recordar, una vez más, la idea de riesgo. Por un lado, con la publicación de Pantaleón y las

visitadoras (1975) y La tía Julia y el escribidor Vargas Llosa se alejaba de la poética de la

“novela total”, práctica que alentó desde La ciudad y los perros (1963) y que llevaría a su

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129

máxima altura con La casa verde (1965) y Conversación en La Catedral (1969) y que, además,

sería también cultivada por otros miembros del boom, como Carlos Fuentes con La región más

transparente (1958), Julio Cortázar con Rayuela (1963) o Gabriel García Márquez con Cien años

de soledad (1967). Al paso del tiempo, tanto Pantaleón… como La tía Julia… quedaron

fuertemente asociadas, en un caso más evidentemente que en el otro, a la actividad escritural

como deber profesional, algo en lo que Vargas Llosa continúa la obra pionera de Ciro Alegría.

En efecto, ambas novelas pueden leerse como tematizaciones de la escritura y “extensiones” de

la vocación literaria de su autor. Sin embargo, como en su momento observó Oviedo, a pesar de

las variaciones respecto de la obra anterior que podría advertir cualquier lector de Pantaleón… o

La tía Julia…, ambas representan una apelación a principios que guían la novelística

vargasllosiana. Son “un giro […] pero también una confirmación”, por su “aplicada y apasionada

entrega a su desarrollo narrativo mediante técnicas precisas, y esa capacidad de sondeo en los

estratos más significativos de las contradicciones entre el hombre y la sociedad peruanos”

(Oviedo, 1977: 283)76. Aquí no se agota el asunto. La tía Julia y el escribidor no es

exclusivamente una novela autobiográfica o una autoficción. Más allá de sus afanes paródicos

(muy atractivos, sin duda) o de su ansiedad por retratar una vocación, la novela presenta lo que

podríamos denominar un registro autobiográfico particular, gracias a la alternancia de las

historias de Pedro Camacho y, sobre todo, a la relación entre Marito y Camacho, que provoca el

efecto de una intervención de la ficción en el discurso autobiográfico. La novela presenta una

estructura basada en capítulos que se alternan: en los impares asistimos a dos hechos de suma

76

Añade Oviedo: “Vargas Llosa ha emulado numerosas veces la frase de Barthes: ´El escritor… no conoce

más que un arte: el tema y sus variaciones´. Cualquiera sea el temple de esas variaciones, aun a contrapelo, el tema

de la desventurada peripecia humana siempre aparece” (Oviedo, 1977: 284).

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130

importancia: el nacimiento de la vocación literaria de Marito (también llamado Varguitas) y la

historia de su “radioteatral” y escandaloso romance con Julia Urquidi, pariente política suya,

mayor que el jovencito aprendiz de escritor (al casarse él tenía 19 años y ella 31); los impares, en

tanto, dan cuenta de los cada vez más inverosímiles y delirantes tramas de los radioteatros del

escribidor Pedro Camacho. En el pórtico de la primera edición y muchas posteriores de La tía

Julia y el escribidor figura, debajo del título, la palabra “novela”, haciendo explícito el hecho de

que hay un pacto de lectura sobreentendido, es decir, que esta se realizará bajo el amparo de la

ficción y, por lo tanto, su falsación es poco menos que una actividad inútil. El libro no oculta su

filiación novelesca y, al mismo tiempo, contiene materiales autobiográficos. Recordando la idea

de escribir una novela en analogía con el strip tease que planteó el propio Vargas Llosa en

Historia secreta de una novela (7-8), José Miguel Oviedo señala, para aclarar la aparente

ambigüedad que crean los materiales de la novela:

Aunque en toda su obra se presenta esta ceremonia exhibicionista, esta pasión por

contarse al mismo tiempo que cuenta una ficción, nunca ha sido tan notoria, tan

rigurosamente íntima como en La tía Julia y el escribidor […] Y esto es así no solo

porque la mitad de la novela es un recuento de un episodio de la vida juvenil del escritor

[…] sino porque aun la otra mitad del relato, la que presuntamente debía ocurrir en el

nivel real y exagerado del melodrama radial, en la antípoda de lo autobiográfico, es

también un fragmento oblicuo de esa vida, de obsesiones y perversiones personales que

se filtran e invaden toda la novela, haciendo de ella en su conjunto, la primera narración

de Vargas Llosa cuyo hilo subterráneo es el del escritor escribiendo --escribiendo la

ficción de su vida, escribiéndose una vida en la ficción (Oviedo, 1977: 293-294)

Las declaraciones del propio escritor respecto de esta novela son también significativas.

En entrevista concedida a Alfredo Barnechea77, uno de los temas tiene que ver con la inminente

77

“El reposo imposible”. Revista Caretas 518, Lima 5 de mayo de 1977: 50-52.

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131

aparición de Vida y milagros de Pedro Camacho78. En esa conversación, el escritor revela que el

plan inicial de la novela consistiría en relatar la vida de Camacho desde dos orillas distintas: una,

su vida cotidiana; otra, el mundo imaginario que iba creando y desarrollando en sus melodramas.

Sin embargo, el escritor decide incorporar un episodio de corte autobiográfico y lo explica de

esta manera: “Luego, como escribía de mis propios recuerdos, y como la historia transcurría en

un año que fue muy importante para mí --el año en que me casé por primera vez y en el que se

decidió mi vocación de escritor-- decidí que incluiría capítulos estrictamente autobiográficos,

que contaría de la manera más fiel” (Coaguila: 112). Esa fidelidad, sin embargo, es concebida

por el propio escritor como un imposible: “[…] comprobé que era una quimera. No hay

posibilidad de transmitir fielmente la realidad por la palabra” (Coaguila: 113). En otra

entrevista, concedida a Ricardo González Vigil79, el autor muestra una alta conciencia en torno a

los límites que le impone la autorrepresentación a través de la memoria: “uno descubre la

imposibilidad absoluta de transferir la experiencia real a la literatura. No hay manera. El

testimonio literario es falaz inevitablemente; en primer lugar, porque la memoria deforma,

decanta, purifica, dora la experiencia y la entrega coloreada y transpuesta. En segundo lugar,

porque esa experiencia tiene que convertirse en lenguaje y, al convertirse en lenguaje, este

perpetra una nueva deformación” (Coaguila: 119-120). A partir de 1992, las ediciones de La tía

Julia… tienen un prólogo de Vargas Llosa en el que se insiste en la índole enteramente ficcional

del texto en su conjunto. Al mismo tiempo, no deja de provocar cierta perplejidad que en un

78

Título planteado originalmente. Luego aparecería con el definitivo La tía Julia y el escribidor.

Reproducida en: Coaguila, Jorge. Mario Vargas Llosa, entrevistas escogidas (2010).

79 “Una nueva novela de Vargas Llosa”. Suplemento El Dominical del diario El Comercio. Lima, 31 de

julio de 1977: 18-19.

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132

capítulo de El pez en el agua aparezca la historia del romance con la tía Julia, que parece haber

sido transportada de la novela a las memorias, pero esta vez sin la presencia de Pedro Camacho,

gesto que deja al escribidor confinado al mundo de la invención, al que pertenece, y confirma

que no constituye parte de lo autobiográfico, aunque su presencia, como ya se mencionó, filtra la

experiencia autobiográfica que presenta la novela y es importante en la “educación sentimental”

del joven Marito. Ahora bien, ¿Qué sentido posible podemos dar a esta irrupción, qué significa?

¿El autor quiso plantear un juego entre dos órdenes de referencia distintos? ¿O más bien quiso

plasmar la idea de un contagio entre los materiales de la realidad y los de la ficción? Notemos

que, tal como en la novela, en sus memorias el material narrativo está organizado también en una

estructura que alterna capítulos: los pares dan cuenta de un recorrido retrospectivo desde la

infancia del autor; los impares narran las peripecias del escritor en la política peruana, desde

1987, año en que funda el movimiento Libertad hasta 1990, año en el que fracasa en segunda

vuelta al frente del Frente Democrático (Fredemo). Entre ambos hay un considerable silencio,

que corresponde a la estancia europea de Vargas Llosa y a la escritura de su consagratorio primer

ciclo novelístico80.

80

Los relatos que dan inicio a cada uno de estos segmentos reflejan claramente situaciones de despojo. La

aparición repentina del padre quiebra ese orden familiar perfecto para instaurar otro, de corte disfuncional, en el que

el padre despoja al hijo de dos cosas: el contacto con la familia Llosa y la atención de su madre. En el segundo

segmento permanece la idea de despojo. Esta vez se trata de un acontecimiento político muy sensible al perfil

ideológico que en este momento exhibe el escritor, inclinado a la defensa de ideas liberales, dos de cuyos puntos

centrales son la defensa irrestricta de las libertades civiles y la llamada economía social de mercado como modelo

que debía regir las relaciones económicas y sociales en una sociedad moderna. La decisión de García, obviamente,

vulneraba estos principios y, basada en el despojo, la estatización no era sino un golpe de efectismo populista. Hay

un segundo rasgo que comparten estos dos segmentos: el claro contraste narrativo que ofrecen al proponer un inicio

en el que hay un orden en el que predomina el placer, pero ese orden es luego roto por la irrupción de un hecho

inesperado, que hace trizas cualquier expectativa. La aparición del padre termina con la paz y felicidad que

envolvían al niño Vargas Llosa entre los Llosa; la decisión estatizadora sorprende al escritor ya maduro en pleno

descanso en una playa de la costa norte del Perú. Revelación, trauma, golpe o giro imprevisto, ruptura de un orden

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133

El pez en el agua es, ante todo, un libro de memorias, con rasgos particulares, inscrito en

la familia textual del discurso autobiográfico. En las páginas que siguen me interesa abordar

algunos problemas respecto de su inscripción genérica y revisar algunas de las miradas que ha

ensayado la crítica sobre el aspecto formal de este texto, además de explorar los rasgos que

marcan la autorrepresentación. Primero que nada, parto de la idea de que la experiencia

autobiográfica en Vargas Llosa está radicalmente diseminada en una abundante producción

textual y que la inscripción de El pez en el agua en el género autobiográfico puede resultar algo

irónica, en la medida en que no es el único texto de Vargas Llosa al que puede llamarse

autobiográfico. Se puede notar, así, que hay una suerte de diálogo entre El pez en el agua y todo

un conjunto de textos dispersos en libros, ensayos, conferencias, artículos periodísticos e incluso

algunas de sus propias obras de ficción81. Por un lado nos hallamos frente a la “biografía de un

marcado por una armonía. Estos tropos unen significativamente la construcción del doble estatuto temporal de El

pez en el agua.

81 No puede pasar inadvertido, por ejemplo, el hecho de que el artículo “El intelectual barato”, publicado en

tres entregas por la revista Caretas en 1979 (Nos.556 (11 de junio: 34-35), 558 (25 de junio: 36-37 y 69) y 562 (23

de julio: 40-41) reaparezca titulando uno de los capítulos de las memorias. El artículo fue escrito con ocasión de la

confiscación de los medios de comunicación peruanos por parte del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado y

dirige una crítica mordaz contra aquellos intelectuales que, lejos de constituir, como Vargas Llosa señala

irónicamente, “la reserva moral de la nación” no solo aplaudieron la medida sino que además lucraron trabajando

para estos medios, cuyos propietarios legítimos habían sido despojados arbitraria e ilegalmente. El capítulo XIV de

El pez en el agua lleva por título “El intelectual barato” y su tenor no es muy distinto al del primer artículo, en la

medida en que vuelve a abordar la ética y la honestidad del intelectual, aunque esta vez en un marco distinto: la

marcha por la paz convocada para hacer frente al paro general organizado por un organismo de fachada de Sendero

Luminoso, el Movimiento Revolucionario en Defensa del Pueblo (MRDP), en octubre de 1989. Cito un pasaje del

capítulo: “No abundan en mi país los intelectuales respetables […] Lo digo con tristeza, pero sabiendo lo que quiero

decir. El tema me desveló, hace años, hasta que un día creí entender por qué los índices de deshonestidad moral

parecían, entre las gentes de mi oficio, más elevados que entre los peruanos de otras vocaciones. Y por qué habían

contribuido tantos de ellos y de manera tan efectiva a la decadencia cultural y política del Perú. Antes, me devanaba

los sesos tratando de adivinar por qué, entre nuestros intelectuales, y sobre todo los progresistas --la inmensa

mayoría--, abundaban el bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta desfachatez,

vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían en sus escritor y

actuaciones públicas” (2008: 338).

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134

lector” de la cual, por cierto, algo nos adelantan las memorias al aludir a la infancia y la

adolescencia del autor como períodos formativos, en los que tendrán lugar experiencias decisivas

que confirmarán una irrenunciable vocación por la literatura. Esta biografía del lector se

completa con todo lo que lleva escrito Vargas Llosa no solo en relación a sus inicios en la

lectura, sino también en el puntual relato de lo leído y en evidenciar los parámetros que rigen, en

su caso personal, la operación de leer, uno de cuyos rasgos es la necesidad casi obsesiva de

identificar momentos o personajes que promueven o encarnan la idea de la ficción como una

herramienta que corrige la vida, una idea que el propio escritor ha defendido en diversas

oportunidades. No en vano José Miguel Oviedo sugiere que, en su faceta de crítico y ensayista

literario (de lector, en buena cuenta), Vargas Llosa ejerce la crítica como una forma de

autocrítica y testimonio personal, pues su discurso en este campo “posee un rasgo de la crítica

que suele pasar desapercibido para algunos: el de apropiarse de una obra ajena para hablar de ella

y de sí mismo” (Oviedo, 2008: 102). Por su parte, Belén Castañeda nos hace notar que Vargas

Llosa se encuentra entre los escritores latinoamericanos que con mayor puntualidad y regularidad

ha ejercido la crítica literaria, que en su caso, según esta estudiosa, tiene “un carácter

testimonial” (Belén Castañeda: 347) en el sentido que tiene el testimonio de experiencia personal

y única. Añade Castañeda que de esta manera, Vargas Llosa “se aparta de la crítica basada en el

modelo lingüístico, como la deconstrucción, el estructuralismo y la semiótica tanto como de la

que estudia el contexto sociológico. Vargas Llosa ha creado una aproximación crítica [“una

manera de leer”, cabría agregar] tan personal que se la ha atacado desde distintos puntos de vista

críticos” que la han tildado de “decimonónica, individualista, romántica, peligrosa y anacrónica”

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135

(Castañeda: 348)82. Y sin embargo, esta concepción, tan discutida y discutible, deja paso a una

idea del autor no “como un simple pronombre o […] un yo explícito o implícito que se disemina

por la obra. Para Vargas Llosa, el escritor es mucho más que un producto objetivo del sistema

lingüístico. El escritor es un ser que se distingue de otros hombres por la profesión deicida que

ha escogido” (Belén Castañeda: 349). María Eugenia Mudrovcic nos invita a tomar nota de un

hecho curioso: de los escritores del llamado boom latinoamericano, quizá Vargas Llosa sea quien

más ha escrito sobre sí mismo83 y el único miembro de este grupo literario que participó como

candidato a la presidencia de un país, en este caso el Perú. Mudrovcic agrega, a esta trayectoria

“jalonada por la polémica, la dominante autobiográfica y el protagonismo político” un tercer

elemento: “Vargas Llosa es el único escritor de su generación que llegó a inspirar dos libros de

familia: las memorias de su tía y primera mujer, Julia Urquidi Illanes (me refiero, claro, a la

incursión de la autora en Lo que Varguitas no dijo (1983)) y El diablo en campaña (1991),

82

Se recuerda hasta ahora una interesante discusión con el crítico uruguayo Ángel Rama, quien se refería a

la teoría de los demonios de Vargas Llosa como una manera de alejarse de la sociedad y de la idea de una literatura

como herramienta de compromiso social, dejando de lado la “demanda de la sociedad o de cualquier sector que esté

necesitado no sólo de disidencias sino de interpretaciones de la realidad que por el uso de imágenes persuasivas

permita comprenderla y situarse en su seno válidamente” (Rama: 10). Una reseña muy completa de la polémica la

ofrece Carmen Perilli en su artículo “Un combate para armar: Mario Vargas Llosa y Ángel Rama”, del que extraigo

esta cita: “Aunque se trata de iguales, Rama plantea la asimetría. El crítico avezado reprende al autor joven y

encuentra arcaica su tesis sobre los demonios. Señala que se trata de ejemplos peligrosos para las letras

hispanoamericanas: contrariando la idea del arte como trabajo humano y social, que aporta el marxismo, Vargas

Llosa reedifica la tesis idealista del origen irracional, sino divino, al menos demoníaco de la obra literaria” (Perilli:

75).”

83 No dejemos de lado que la confesionalidad no es algo ajeno a muchos miembros del boom. Así, por

ejemplo, José Donoso escribió Historia personal del boom (1972), y numerosos fragmentos de sus diarios

personales aparecieron en Correr el tupido velo (2010), biografía escrita por su hija Pilar Donoso; Gabriel García

Márquez ofreció a sus lectores el primer volumen de Vivir para contarla (2002) y Carlos Fuentes preparó la edición

de En esto creo (2002) una suerte de ideario personal salpicado de datos autobiográficos. A esto cabría añadir una

no escasa serie de ficciones autobiográficas, entre las que destacarían nítidamente El jardín de al lado (1981), de

José Donoso; La tía Julia y el escribidor (1977) y La Habana para un infante difunto (1979), del cubano Guillermo

Cabrera Infante.

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136

crónica política de Álvaro Vargas Llosa, su primogénito y vocero personal en la aventura

presidencial de 1990” (Mudrovcic 527). El pez en el agua presenta una organización que nos

recuerda una manera de ordenar narrativamente los sucesos que ya estaba presente en otras

novelas de Vargas Llosa, entre ellas La tía Julia y el escribidor, que mostraba la alternancia de

capítulos como principio ordenador. El pez en el agua propone dos líneas temporales: en los

capítulos impares tiene lugar la narración propiamente autobiográfica que abarca la infancia,

adolescencia y parte de la juventud del autor, a lo largo de doce años que van de 1946 a 1958 y

en los capítulos pares se invoca el recuerdo de la aventura política que comenzó en 1987, con la

formación del Movimiento Libertad en oposición a la estatización de la banca que impuso Alan

García Pérez en su primer y catastrófico mandato (1985-1990)84 y termina con la derrota

electoral del candidato del Fredemo (Frente Democrático) en las elecciones presidenciales de

1990. Mudrovcic señala que en El pez en el agua hay un sustrato de didactismo (como el que

alimentó el género autobiográfico en Latinoamérica durante el siglo XIX y que analiza muy bien

Silvia Molloy en Acto de presencia) que inspira y anima una inteligencia que corrige los defectos

de la comunidad nacional y al mismo tiempo depura y legitima una imagen personal, en una

operación que Georges Gusdorf llama la “venganza contra la historia”:

The autobiography that is thus devoted exclusively to the defence and glorification of a

man, a career, a political cause, or a skillful strategy presents no problems: it is limited

almost entirely to the public sector of existence. It provides an interesting and interested

testimony that the historian must gather together and criticize along with other

84

Los niveles que alcanzó la hiperinflación en estos años fueron realmente escandalosos. Por otro lado, la

violencia terrorista recrudeció significativamente en este período. La crisis económica fue acompañada de una crisis

moral muy aguda y también de una sensación de inseguridad y desprotección para la ciudadanía. Apagones,

racionamientos y toques de queda fueron algunas de las manifestaciones de esta crisis. A esto habría que añadir

casos no resueltos que involucraron directamente al gobierno de García tanto en delitos contra los derechos humanos

(la matanza de presos en El Frontón, en 1986, por ejemplo) como en delitos de corrupción.

Page 142: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

137

testimonies. It is official facts that carry weight here, and intentions are judged by their

performance. One should not take the narrator´s word for it, but should consider his

version of the facts as one contribution to his own biography. Private motives, the

obverse of history, balance and complete their opposite, the objective course of events.

But for public men it is the exterior aspect that dominates: they tell their stories from the

perspective of their time, so that their methodological problems are no different from

those of the ordinary writing of history. The historian is well aware that memoirs are

always, to a certain degree, a revenge on history (Olney: 36, énfasis nuestro).

Dice Mudrovcic que esta imagen de “revancha” debe teñirse de justicia para poder

circular y debido a ello “la imagen que Vargas Llosa construye de sí mismo en El pez tiene

mucho de héroe ético, es decir, de una subjetividad guiada por principios fundamentales que se

hallan más allá de todo interés […] su vida aparece como un caso excepcional de ejemplaridad

moral” (Mudrovcic 532). ¿Ahora bien, es esta tensión entre el éxito y el fracaso la que motivaría

esta “revancha” contra la historia? Es tentador responder afirmativamente, arguyendo, por

ejemplo, que esta tensión brinda un escenario de perfecto contraste para poner de relieve una

carrera literaria que, aunque no exenta de debates y polémicas, está signada principalmente por la

notoriedad, la fama y el reconocimiento a escala internacional (“defence and glorification of a

man” como dice Gusdorf) y ofrece también la posibilidad de una legitimación muy sólida, casi

incuestionable, del autor. En la otra orilla de esta glorificación se encontraría, entonces, como

necesario contrapeso, la derrota electoral del escritor. Pero tengamos en cuenta que la idea de

éxito que sirve de contraste al fracaso no tiene que ver en absoluto ni con la notoriedad artística

ni con el reconocimiento o las ventas de libros o las traducciones a decenas de lenguas. El éxito

se relaciona, más bien, con una performance ética y moral, que es lo que trasunta el libro más

allá de una accidentada carrera política. El éxito se sitúa no en sus manifestaciones más frívolas

o externas, sino en un plano superior, al amparo de valores altamente simbólicos, como la

constancia de una vocación artística y su dedicación a ella a fin de dar orden y sentido al mundo

Page 143: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

138

y la existencia. El éxito radicaría, entre otras cosas, en la construcción de la ilusión poderosa y

convincente de superar el caos que gobierna la vida de todos los seres humanos. El fracaso

político parecería quedar, al final, en un segundo plano, en la medida en que contribuyó también

a alimentar el éxito, haciendo posible el retorno del autor a la escritura. En esos términos, por

supuesto que en registros distintos, un texto como El pez en el agua se vincula a La tía Julia y el

escribidor y a El hablador no solamente por su poder autorreferencial, sino también por

dramatizar la construcción narrativa. Cecilia Esparza nos recuerda que El pez en el agua se

mueve en las aguas de la “apología” y el “apóstrofe”, que sus textos surgen “de una

confrontación con las circunstancias históricas y que dirigen una invocación a una entidad

trascendente, en este caso, el juicio de la Historia. La persona que resulta del texto de Vargas

Llosa es la del héroe incomprendido por su nación y la imagen del Perú es la de un país

equivocado, incapaz de reconocer a quien podía salvarlo de los problemas” (Esparza 45). Hay

dos escenas claves en El pez en el agua que pueden aclarar aún más el sentido de esta tensión.

Son dos episodios: uno ocurrido la noche misma de la primera vuelta electoral; otro ocurrido al

día siguiente, cuando ya era indudable que Vargas Llosa y Alberto Fujimori disputarían la

segunda y definitiva votación. El primero de estos episodios narra el devastador efecto del

resultado entre las huestes del Fredemo: “A las seis y media de la tarde bajé al segundo piso a

hablar a la prensa. La atmósfera en el hotel era fúnebre. Por pasillos, escaleras, ascensores, solo

vio caras largas, ojos llorosos, expresiones de indecible sorpresa y algunas, también, de furia. La

sala estaba atiborrada de periodistas”. Aquí es cuando Vargas Llosa insinúa por primera vez la

idea de su renuncia a una segunda vuelta electoral, señalando que “debía ser posible ahorrarle al

país los riesgos y tensiones de una segunda vuelta y negociar una fórmula de la que surgiera de

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139

una vez un gobierno que se pusiera a trabajar” (Vargas Llosa, 2010: 498). En esos momentos

aparece en el hotel su contendor y su descripción no resiste ni siquiera un intento forzado de

neutralidad: “Era más pequeñito de lo que parecía en las fotos y totalmente japonés, incluso en

cierta defectuosa manera de pronunciar el castellano” (Vargas Llosa, 2010: 499). Mas

sintomática resulta esta aseveración: “Nos abrazamos para los fotógrafos y le dije que teníamos

que hablar, mañana mismo” (Vargas Llosa, 2010: 499). La primera descripción parece no poder

evitar cierto tono de desdén; la segunda es frontalmente teatral, una confesión de fingimiento: el

abrazo es para las cámaras, es un acto puramente gestual, sin mayor significado o contenido más

allá del gesto mismo y su registro gráfico en los medios. La renuncia parecía inminente. Al

retornar a su casa del distrito de Barranco, luego de la agotadora jornada electoral, Vargas Llosa

confiesa la escritura del borrador de una carta de renuncia que mostraría a su adversario el día de

la cita entre ambos. Aquí se hace explícita la intención del candidato: “Redacté un borrador de

carta explicando a los peruanos por qué renunciaría a disputar la segunda vuelta y exhortando a

los votantes del Frente a apoyar a Fujimori en su gestión presidencial. Esperaba mostrársela a mi

adversario al día siguiente como señuelo que lo animara a aceptar un acuerdo que permitiera

salvar algunos puntos de ese programa para cambiar al Perú en libertad” (2010: 500). El segundo

episodio contiene el relato del encuentro de ambos candidatos, una cita secreta, realizada a

espaldas de la prensa y narrada con lujo de detalle, incluyendo una clara alusión a la ola racista

que había desatado la ascensión política de un candidato de origen japonés en dos sectores de la

población limeña donde se concentra una significativa porción de las clases medio altas y altas

del país:

Los sorprendentes resultados electorales de la víspera habían creado un clima de

desconcierto y Lima era un avispero de rumores, entre ellos el de un inminente golpe de

Page 145: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

140

Estado. A la frustración y alelamiento había sucedido la cólera entre los partidarios del

Frente, y durante el día las radios dieron noticias de incidentes, en Miraflores y San

Isidro, en que japoneses fueron insultados en la calle o expulsados de restaurantes.

Semejante reacción, además de estúpida, era terriblemente injusta, pues la pequeña

comunidad japonesa del Perú me había dado muchas muestras de apoyo desde el

principio de la campaña85 (Vargas Llosa, 2010: 523).

La reunión entre ambos candidatos está llena de detalles que podríamos calificar de

“novelescos” o “librescos”, desde la salida clandestina desde Barranco, burlando a su propia

seguridad hasta la llegada al lugar de la cita, una casa en las afueras de la ciudad, cerca de la

Carretera Central, que se describe de este modo: “Me llevé una sorpresa al descubrir, en ese

modesto barrio, protegidos pos altas paredes, un jardín japonés, de árboles enanos, estanques con

puentecillos de madera y lamparillas, y una elegante residencia amueblada a lo oriental. Me sentí

como en un chifa o en una vivienda tradicional de Kioto u Osaka, no en Lima” (2010: 525).

Ambos episodios revelan, por un lado, la conciencia de asumir la derrota electoral y por otro,

cierto desconcierto del autor ante un presente incierto y un futuro que quizá no pudo prever. En

1992, como reacción al golpe de Estado propiciado por Fujimori, Vargas Llosa pide sanciones

políticas y económicas contra el Perú, generando polémicas y críticas de parte de quienes, para el

escritor,

no pueden aceptar la más meridiana enseñanza de nuestra historia: que una dictadura,

cualquiera sea la forma que ella adopte, es siempre el peor de los males y debe ser

combatida por todos los medios, pues mientras menos dure, más daños y sufrimientos se

ahorrarán al país. Aun en círculos y personas que me parecían los menos propensos a

actuar por reflejos condicionados, percibo un escandalizado estupor por lo que les parece

85

Esto podría parecer un desliz mayor: los ataques no se justifican por el hecho de que numerosos

miembros de la comunidad japonesa le habían dado apoyo al Frente, no por su naturaleza bárbara y antidemocrática.

Sin embargo, en las líneas que siguen al fragmento citado, Vargas Llosa resume parte de la historia de la comunidad

japonesa en el Perú, los momentos difíciles que esta comunidad soportó y se refiere a la ola racial motivada por el

triunfo de Fujimori como una actitud excecrable.

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141

mi falta de patriotismo, una actitud dictada, no por convicciones y principios, sino por el

rencor de una derrota” (Vargas Llosa, 2010: 590).

El fantasma del fracaso político sigue rondando, pero su conjuro inmediato es siempre la

posibilidad de entregarse con el empeño y la exclusividad de siempre, a la literatura: “No es esto

algo que me quite el sueño. Y, tal vez, ser tan poco popular me facilitará poder dedicar en

adelante todo mi tiempo y energía a escribir, algo para lo que --toco madera-- confío ser menos

inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política” (Vargas Llosa, 2010: 590). En otras

palabras, tenemos aquí que el fracaso político es el estimulante de la actividad verdaderamente

exitosa: la creación verbal, la escritura, la literatura, pero, como ya mencioné, no exitosa es

términos de exterioridad (ventas, premios, fama) sino en el ámbito vocacional y ético, en el plano

de la coherencia personal y artística. No olvidemos esta escena, ocurrida el día mismo de la

contienda electoral, en la que al autor toma conciencia del peligro que ganar la presidencia

entrañaría: “y de pronto me angustió la idea de que durante cinco años más probablemente no

volvería a leer ni escribir algo literario” (Vargas Llosa, 2010: 494). Algunos estudiosos de El

pez en el agua ven el texto como una reunión de materiales diversos, una combinación de

historia individual e historia nacional86. Sin embargo, este no es un rasgo que podamos atribuir

86

A ninguna lectura de El pez en el agua escapa que sus materiales tienden a la construcción de un texto

que posee un espesor híbrido, pues allí, según Mudrovcic, “La petit histoire alterna con el panegírico o el ataque

personal; los juicios históricos infiltran y quiebran el fluir de la reminiscencia; las consignas políticas salpican los

retratos físicos y morales con un tono proselitista; y todo el conjunto contribuye a dislocar una subjetividad que en

su afán de controlar el pasado y autoreivindicarse, oscila, tropieza con el vituperio o la risa y se fragmenta obturada

por notas a pie de página o citas de libros, de extractos de prensa, de informes de la CIA o de frases circunstanciales

que al encerrar entre comillas el texto inscribe en “la gran historia” en gesto por demás deliberado […] El pez en el

agua [es] una historia cifrada: un relato lleno de acontecimientos-presagio que narra la historia nacional en clave

autobiográfica” (528-529). Se alude a El pez en el agua como “historia cifrada”, porque según Mudrovcic hay aquí

“una compulsión a fraguar el recuerdo sin dejar nunca antes de interpretarlo” y es entonces que “Se pueden detectar

ciertos lastres de historicismo romántico tras esta concepción del destino individual como condensación de un

destino nacional” (529). Sin embargo, la autora de este análisis confiesa que esto no es explícito en el texto (con lo

cual ella misma se presenta como garantía de esta afirmación) y pasa a “demostrar” la relación individuo/nación de

una manera muy peculiar y que, en mi entender, no ofrece rigor alguno. Dice textualmente: “la relación

individuo/nación se impone de manera natural con sólo hacer un recuento distraído de su C.V.: sobrino del

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142

de manera general e indiscriminada a toda la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, pues

como indica Silvia Molloy, se crearía la falsa percepción de que “todos los textos

hispanoamericanos, por muy ´privados´ que parezcan, son en verdad y de modo invariable,

alegorías nacionales que específicamente deben leerse como tales” (Molloy 15). Para Molloy

este criterio supondría la existencia de “modalidades invariables en la escritura

hispanoamericana”, obviando, por ejemplo, que “el yo habla desde lugares diferentes” y creando

el riesgo de suspender la reflexión crítica en vez de fomentarla y de guiar “la lectura de un texto

de un modo excluyente” (Molloy 15). Parece tener más consistencia y validez considerar que en

el caso de Vargas Llosa, más allá de pretender alegorizar la nación en la figura del padre y el

presidente José Luis Bustamante y Rivero, Vargas Llosa escribió discursos políticos para el candidato presidencial

conservador Hernando de Lavalle, fue alumno de Luis Alberto Sánchez, discípulo de Raúl Porras Barrenechea,

maestro de Bryce Echenique, colaborador del presidente Belaunde, ferviente opositor a la dictadura de Odría […]

(529)”. Me parece ver una exageración en la tendencia a considerar en el caso de El pez en el agua el relato

personal como cifra de la historia nacional. Los argumentos de Mudrovcic, en todo caso, no llegan a demostrar ese

postulado sino solamente a sugerirlo. Más aún, el peso de sus argumentos parece no resistir mayor análisis: ¿haber

sido alumno de Sánchez, discípulo de Porras, enemigo de Odría o maestro de Bryce convierten a Vargas Llosa en

adalid de la nación? No logro ver la conexión entre la historia familiar y la nacional, al menos en estos términos. Yo

propondría, más bien, otro horizonte: el del trauma como elemento articulador de las dos experiencias: la personal y

la nacional, que encuentran amparo, como hemos visto, en otros binomios, como el de éxito y fracaso que hemos

ensayado líneas arriba. Es decir, no la historia de un “yo” que asume o quiere dar a entender que el relato de su

experiencia (relato claramente fragmentado en lo que respecta a El pez en el agua) es análogo a la historia de la

nación, sino más bien el paralelismo que articula a estas dos dimensiones, esto es, de una parte el trauma del padre y

su impacto en la vida de Vargas Llosa --sin descuidar, además, cómo esta irrupción decide el rumbo de una vida-- y,

por otra parte, el impacto del trauma autoritario en la vida colectiva de los peruanos y su rosario de consecuencias:

resquebrajamiento de las instituciones, desconfianza en los mecanismos genuinamente democráticos, tendencia al

caos social y al estatismo, etcétera. El tono enfático que emplea Mudrovcic en afirmaciones como “para Vargas

Llosa contar su vida, escribir su autobiografía, es también contar la historia política y cultural de los últimos

cincuenta años del Perú” o “no hay espacio para la duda: desde el principio Vargas Llosa da por sentado que sus

propias tribulaciones no deben ser leídas sólo como traumas familiares sino como la expresión microscópica de una

sociedad que reproduce sus códigos culturales a toda escala” (529) nos lleva a otra conclusión, que formularé en la

siguiente frase: considero que este providencialismo, este desmedido (aunque inconsciente) deseo de hermanar el

relato personal y el nacional es solamente una consecuencia de sicologizar ese relato y de tratar de encontrar una

explicación que, confrontada con el horizonte ideológico del propio escritor en ese momento (liberalismo

democrático) difícilmente contaría con su aprobación.

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143

microcosmos doméstico que gobernó, pensar el trauma como origen de la escritura, trauma que

sin duda posee dos aristas: la privada, representada por “ese señor que era mi papá” y la pública,

representada por el revés electoral. Es imprescindible notar que el trauma asociado a la relación

con el padre tiene en el miedo y el resentimiento dos de sus elementos centrales:

Al poco tiempo de estar en Magdalena, una noche, a la hora de la comida, me eché a

llorar. Cuando mi padre preguntó qué me ocurría, le dije que extrañaba a los abuelos y

que quería regresar a Piura. Esa fue la primera vez que me riñó. Sin golpearme, pero

alzando la voz de una manera que me asustó, y mirándome con una mirada fija que desde

esa noche aprendí a asociar con sus rabias. Hasta entonces yo le había tenido celos,

porque me había robado a mi mamá, pero desde ese día empecé a tenerle miedo. Me

mandó a la cama y poco después, ya acostado, lo oí, reprochando a mi madre haberme

educado como un niñito caprichoso y diciendo cosas durísimas contra la familia Llosa

(Vargas Llosa, 2010: 60).

Esta situación introduce al futuro escritor en el aprendizaje de la soledad, de esa suerte de

“destierro” al que ha sido condenado por la irrupción del padre invasor. Esta educación

comienza, significativamente, con una escena de lectura que se identifica, además, con el germen

de la futura actividad literaria:

Frente a nuestra casa, en la avenida Salaverry, había una librería en un garaje. Vendía

revistas y libros para niños y las propinas me las gastaba, todas, comprando Penecas,

Billiken y El Gráfico, una revista argentina de deportes, con lindas ilustraciones de

colores, y los libros que podía, de Salgari, Karl May y Julio Verne, sobre todo, de quien

El correo del zar y La vuelta al mundo en ochenta días me habían hecho soñar con países

exóticos y destinos fuera de lo común. […] En esos primeros meses largos y siniestros de

Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de

pronto, después de haber vivido rodeado de parientes y amigos, acostumbrado a que me

dieran gusto en todo […] En esos meses me habitué a fantasear y a soñar, a buscar en la

imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía,

sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron,

y, si no las había, allí debieron de brotar (Vargas Llosa, 2010: 60, énfasis nuestro).

La imaginación resulta entonces un importante mecanismo de compensación. Es una vía

de escape, representa la posibilidad de tejer ilusoriamente una existencia desprovista de los

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lastres, los horrores y los inconvenientes que se dan cita en la existencia real. Pero no solamente

la imaginación, sino también de uno de sus estímulos centrales: la lectura. Según Silvia Molloy,

uno de los “autobiografemas” más importantes en la autobiografía en Hispanoamérica es el

conjunto formado por las “escenas de lectura”, en las que el encuentro con el libro cifra una de

las experiencias fundamentales del sujeto. En el pasaje citado la lectura es como la entrada a una

serie de revelaciones, desde el primer relumbrón provocado por la magia verbal de las novelas y

relatos de aventuras hasta la primera confirmación, aún intuitiva, de una vocación por la

literatura. Y también la posibilidad de la lectura como vía de escape a la vida en “la casa más

anormal del mundo. Nunca se recibía una visita, nunca salíamos a visitar a nadie. Ni siquiera

íbamos donde los tíos César y Orieli, porque mi padre detestaba la vida social” (Vargas Llosa,

2010: 63). En esta colección de lecturas, en la que no se distinguen todavía géneros o medios, se

empieza a forjar la figura del futuro escritor. No sin razón Molloy afirma que “Si la biblioteca es

metáfora organizadora de la literatura hispanoamericana, entonces el autobiógrafo es uno de sus

numerosos bibliotecarios, que vive en el libro que escribe y se refiere incansablemente a otros

libros” y que muchas veces, para el autobiógrafo, “los libros son la vida real” (Molloy 27-28).

No es menos importante considerar la noción de “escena de lectura” y sus varias posibilidades de

ser representada. Para Molloy, hay “una estrategia frecuente del autobiógrafo hispanoamericano

[…] poner de relieve el acto mismo de leer” (Molloy 28). A eso debemos que el encuentro con el

libro constituya un momento crucial: “a menudo se dramatiza la lectura, se la evoca en cierta

escena de la infancia que de pronto da significado a la vida entera” (Molloy 28). Molloy describe

con detalle el significado de estas escenas de lectura en el caso de Domingo Faustino Sarmiento

(1811-1888). Molloy anota cómo en Recuerdos de provincia la escena de lectura tiene un

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carácter emblemático por ser esta una escena “egocéntrica” en la que el patriarca argentino

tiende a identificarse con Hamlet, “el joven con un libro en la mano” (Molloy 28). En esta escena

de lectura tenemos a Sarmiento muy joven, trabajando como dependiente de una tienda de

abarrotes, aprovechando cada segundo libre de tiempo para enfrascarse en la lectura. En el

fragmento que analiza Molloy hay un rasgo que sin duda emparenta a Sarmiento con Vargas

Llosa y este rasgo tiene que ver con la posibilidad de que a través de la lectura el lector pueda

ingresar a un mundo otro, regido por otras reglas, un mundo compensatorio y placentero. De ahí

que Sarmiento se muestre irritado por aquellos “que me venían a sacar de aquel mundo que yo

había descubierto para vivir en él” (Molloy 29) y considere el encuentro con la lectura como

algo providencial para su vida: “Mi padre i los maestros que me estimulaban desde mui pequeño

a leer, en lo que adquirí cierta celebridad por entonces, i para despues una decidida aficion a la

lectura, a la que debo la direccion que mas tarde tomaron mis ideas” (Sarmiento 25). Mientras

tanto, como hemos notado en el fragmento citado, en Vargas Llosa la lectura es una manera de

buscar remedio a una existencia traumática por la irrupción inesperada del padre, una manera de

buscar “una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria”. Molloy advierte que “la lectura, en

la forma casi desafiante en que se practica en Mi defensa y Recuerdos de provincia, no solo

representa una concepción de la literatura: es parte integral de la imagen que Sarmiento tiene de

sí mismo, le brinda verdadero apoyo ontológico. Sarmiento no puede existir (o no puede verse

existir) sin libros”, al punto de ocurrir una situación de “contaminación entre vida y texto” y así

“la necesidad de llegar a ser a través de la referencia literaria desemboca en un ejercicio,

notablemente preciso, de autorretrato textual” (Molloy 47-49). Esto no podría resultar ajeno a

Vargas Llosa. Hay una curiosa similitud en las historias familiares de ambos, en lo que respecta a

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146

la figura del padre. Anota Molloy que Recuerdos de provincia sigue una ruta genealógica y

“arma una compleja novela familiar y evoca una por una, capítulo tras capítulo, figuras ilustres --

héroes con quienes Sarmiento se identifica y a través de los cuales exalta sus propias y mejores

cualidades-- que remplazan a su inepto progenitor. Irónicamente, todas esas figuras paternas

pertenecen al lado materno, como si la familia del padre no tuviera nada que ofrecer” (Molloy

41). Como se recordará, en El pez en el agua destaca de manera especial el tío Lucho Llosa, el

mayor de los tíos maternos, a quien Vargas Llosa dedica íntegramente el capítulo IX de sus

memorias: “Si de los cincuenta y cinco años que he vivido, me permitieran revivir un año,

escogería el que pasé en Piura, en casa del tío Lucho y la tía Olga, estudiando el quinto año de

secundaria en el colegio San Miguel y trabajando en La industria. Todas las cosas que me

pasaron allí, entre abril y diciembre de 1952, me tuvieron en un estado de entusiasmo intelectual

y vital que siempre he recordado con nostalgia. De todas esas cosas, la principal fue el tío

Lucho” (Vargas Llosa, 2010: 203). La admiración del escritor por la persona de Luis Llosa le

llevará a decir, unas líneas más adelante: “el sí que me parecía mi verdadero papá” (Vargas

Llosa, 2010: 204). Luis Llosa representó una suerte de “primer mentor” para el escritor, a pesar

de haber frustrado su propia vocación intelectual cuando joven. El escritor recuerda no sin

emoción que “en nuestras conversaciones de ese año piurano, cuando yo le hablaba de mi

vocación, y le decía que quería ser un escritor aunque me muriera de hambre, porque la literatura

era lo mejor del mundo […] me animaba a seguir mis inclinaciones literarias sin pensar en las

consecuencias” (Vargas Llosa, 2010: 206). En el dormitorio que ocupa Vargas Llosa en esa casa

del norte del Perú “se hallaban, en un par de estantes, los libros del tío Lucho, viejos volúmenes

de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo y, sobre todo, la colección

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147

completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta

ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a

fin, en ese año de voraces lecturas” (Vargas Losa, 2010: 207). Una de esas lecturas es,

curiosamente, una autobiografía que, en este ejercicio de recuerdo, adquiere calidad

premonitoria:

Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial

Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón

político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin87. Su autor había sido un comunista alemán,

en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina,

de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos, fue, para mí, un detonante,

algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la

acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al

partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo

haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar

del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis,

dedicaban su vida a luchar por el socialismo (Vargas Llosa, 2010: 207).

Molloy se refiere, precisamente, a un motivo de suma importancia y que aparece con

regularidad en las autobiografías88: “el libro de los comienzos”, que define así: “La escena de

lectura no corresponde necesariamente al primer libro que se lee de niño. La experiencia implica

87

Seudónimo de Richard Herman Krebs (1901-1951). Fue autor no solo de la autobiografía que se

convirtió en un best seller en las décadas de 1940 y 1950, sino también de varias novelas de corte político. Militante

comunista nacido en Alemania, fue agente soviético en el período de entreguerras para luego engrosar las filas de la

disidencia. Durante la Segunda Guerra Mundial se unió al ejército de Estados Unidos, en mérito de lo cual se le

otorgó la ciudadanía de ese país en 1947. Vargas Llosa olvida mencionar que fue la Gestapo la que ejecutó a la

mujer de Valtin.

88 La estudiosa admite que es posible cuestionar la insistencia en el tópico de la escena de lectura como

rasgo excluyente de la autobiografía hispanoamericana, ya que constituye un lugar común más allá de los límites

geográficos --pues “desde el momento en que un escritor decide explorar el pasado, verá sin duda con buenos ojos

cualquier experiencia de juventud que pueda interpretarse como promesa de la futura vocación”--, sostiene sin

embargo que la escena de lectura es útil en cuanto herramienta autorreflexiva, “que recalca la naturaleza textual del

ejercicio autobiográfico, recordándonos que detrás de todo siempre hay un libro” (Molloy: 32).

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148

el reconocimiento de una lectura cualitativamente diferente de la practicada hasta ese entonces:

de pronto se reconoce un libro de entre muchos otros, el Libro de los Comienzos” (Molloy 29).

En relación al “libro de los comienzos” hay una constante entre autobiógrafos

hispanoamericanos que Molloy ha explorado con rigor. Una de esas constantes exige que la

relación epifánica que existe con ese libro en particular es consecuencia de una relación indirecta

con él, en el sentido de que entre autor-lector y “libro de los comienzos” hay varias mediaciones,

como la traducción o la distancia en varios grados respecto del español. Así, “González

Martínez89 se descubre a sí mismo en una traducción francesa de Goethe, y a Vasconcelos90 lo

impresiona una traducción de Homero al inglés” o bien la traducción puede ser una operación

simultánea a la lectura, es decir, realizada “en el mismo acto de leer” (Molloy 34). En el caso de

Vargas Llosa hemos visto el deslumbramiento provocado por Valtin. Pero acaso sea la lectura de

Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert (1821-1880), uno de los episodios decisivos en la

confirmación definitiva de su vocación por la escritura, aunque como veremos no se cumple el

requisito de la mediación lingüística que Molloy describe. Recordemos también que a este libro

dedicaría muchos años después un exahustivo ensayo titulado La orgía perpetua. Flaubert y

Madame Bovary (1975) en cuya primera parte, de tono claramente autobiográfico, Vargas Llosa

detalla los pormenores de esta providencial experiencia de lectura. La edición más reciente de

89

Enrique González Martínez (1871-1953), poeta mexicano y figura política. En 1913 ocupó la Secretaría

de Educación Pública y fue miembro de la Academia de la Academia Mexicana. Es el autor del famoso poema

“Tuércele el cuello al cisne”, en clara alusión a Rubén Darío y proponiendo una ruptura definitiva con el

modernismo.

90 José Vasconcelos (1882-1959) fue una figura importante y muy influyente en el mundo intelectual

mexicano posterior a la Revolución. Se le reconoce como un “apóstol” de la educación pública y en la política su

legado tiene que ver sobre todo con la construcción y consolidación de la institucionalidad en México. Entre algunos

de sus libros destacan La raza cósmica (1925) y Ulises criollo (1935).

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149

este libro incluye un prólogo que sirve de preámbulo confesional: “Leí Madame Bovary pronto

hará medio siglo y no exagero al decir que esa novela cambió mi vida. Me descubrió a Flaubert,

que ha sido uno de mis maestros y mis autores de cabecera desde entonces y de alguna manera

difícil de explicar me ayudó a descubrir qué clase de escritor aspiraba ser” (Vargas Llosa, 2007:

9). La escritura del libro sobre Flaubert, además, “me tomó muchos meses de trabajo y me hizo

vivir muchos momentos de gran felicidad” (Vargas Llosa, 2007: 9). No es extraño entonces que

uno de los rasgos del autor en Vargas Llosa tenga que ver con la experiencia adquirida en los

textos, al punto de declarar que “un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de

manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido” (Vargas

Llosa, 2007: 19). Uno de esos personajes sería, sin duda, Emma Bovary, quien pretendió vivir en

el mundo real las fantasías que alimentaron en ella la lectura de novelas. Sugerente

correspondencia la que plantea aquí Vargas Llosa entre el autor como lector y un personaje de

ficción. Al culminar la lectura de La orgía perpetua, uno cierra el libro con la convicción de

haber atestiguado un hecho clave en la vida del autor: su deslumbrante relación con un texto, el

impacto de esta relación para su propia vocación y para alimentar su poética de la ficción,

resultan experiencias decisivas, humana y artísticamente hablando. La escena de lectura, además,

es precisada con gran detalle y minuciosidad. Podemos citar de este libro, por ejemplo, lo

siguiente:

En el verano de 1959 llegué a París con poco dinero y la promesa de una beca. Una de las

primeras cosas que hice fue comprar, en una librería del barrio latino, un ejemplar de

Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa misma tarde, en

un cuartito del Hotel Wetter, en las inmediaciones del museo Cluny. Ahí empieza de

verdad mi historia. Desde las primeras líneas el poder de persuasión del libro operó sobre

mí de manera fulminante, como un hechizo poderosísismo. Hacía años que ninguna

novela vampirizaba tan rápidamente mi atención, abolía así el contorno físico y me

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150

sumergía tan hondo en su materia. A medida que avanzaba la tarde, caía la noche,

apuntaba el alba, era más efectivo el trasvasamiento mágico, la sustitución del mundo

real por el ficticio (Vargas Llosa, 2007: 20-21).

Algunas líneas más adelante, encontramos el sello de una revelación personal. La escena

continúa con la llegada del sueño del lector empecinado en las páginas de Flaubert. Al despertar,

ocurre algo así como una epifanía: “Cuando desperté, para retomar la lectura, era imposible que

no haya tenido yo dos certidumbres como dos relámpagos: que ya sabía qué escritor me hubiera

gustado ser y que desde entonces y hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary”. A esto

sigue la confesión de una reiteración feliz:

he leído la novela una media docena de veces de principio a fin y he releído capítulos y

episodios sueltos en muchas ocasiones. Nunca tuve una desilusión, a diferencia de lo que

me ha ocurrido al repasar otras historias queridas, y, al contrario, sobre todo releyendo los

cráteres --los comicios agrícolas, el paseo en el fiacre, la muerte de Emma--, siempre he

tenido la sensación de descubrir aspectos secretos, detalles inéditos, y la emoción ha sido,

con variantes de grado que tenían que ver con la circunstancia y el lugar, idéntica (Vargas

Llosa, 2007: 21).

Y sin embargo, por paradójico que parezca, el registro de esta experiencia, tan decisiva y

capital, no forma parte de El pez en el agua, su libro de memorias. De hecho, ni Flaubert ni

Madame Bovary son siquiera mencionados a lo largo del texto. No deja de ser contradictorio o

por lo menos curioso que, por ejemplo, El pez en el agua contenga pasajes de su formación como

escritor pero estas escenas de lectura o escritura no son expuestas tan detalladamente ni

presentan un desarrollo narrativo que las distinga particularmente de experiencias en otros

registros presentes en el texto, como la historia familiar o la historia política, dos de los ejes en

los que reposa su estructura. A eso hay que añadir el muy significativo silencio de sus primeros

años en Europa, que sin duda deben haber sido absolutamente imprescindibles para labrar su

personalidad y su universo literario. Ese silencio incluye, por cierto, la escritura de algunas de

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151

sus novelas más importantes, como La casa verde (1965), cuya génesis detalló en Historia

secreta de una novela (1971)91 y nos va a remontar a una anécdota de infancia:

El origen de esta novela en mi vida ocurrió hace veintitrés años (yo ni lo sospechaba,

desde luego), en 1945, cuando mi familia llegó a Piura por primera vez. Vivimos allí solo

un año. Luego mi madre y yo nos mudamos a Lima92. Ese año que pasé en Piura, cuando

era un mocoso de nueve años, fue decisivo para mí93. Las cosas que hice, la gente que

conocí, las calles y las plazuelas y las iglesias y el río y las dunas donde mis compañeros

del colegio Salesiano y yo íbamos a jugar, quedaron grabados con fuego en mi memoria.

Creo que ningún otro periodo, antes o después, me ha marcado tan fuerte como esos

meses en Piura. ¿Cuál fue la razón? ¿Por qué recuerdo ese año con tanta nitidez, con esa

maniática riqueza de detalles? (Vargas Llosa, 1971: 9-10).

El escritor intenta varias respuestas para develar el misterio de una época crucial de su

vida. Apela a su madre, quien supone que esto se debe a que en Piura el niño Vargas Llosa ve

por primera vez el mar. El propio escritor supone que allí descubrió por primera vez a su país, ya

que su infancia había transcurrido, sobre todo, en Bolivia, en la ciudad de Cochabamba, otro

lugar de señalada importancia en la geografía familiar de Vargas Llosa. Finalmente, llegamos al

descubrimiento de una clave: el niño Vargas Llosa sufre una conmoción cuando ve derrumbarse

el mito infantil según el cual los recién nacidos son traídos por las cigüeñas desde París:

“Supongo que hasta entonces viví convencido de haber llegado al mundo en las muelles, cálidas

alas de ese hermoso pájaro (que no había visto jamás), de que la cigüeña me había depositado en

lo brazos de mi madre” (Vargas Llosa, 1971: 11). Descubrir que aquello que estaba rodeado de

una aureola de ensoñación y fantasía, de pureza y candor, tenía en realidad un origen físico y

91

Originalmente este texto fue una conferencia, escrita en inglés, que Vargas Llosa pronunció ante un

grupo de profesores y estudiantes de Washington State University en diciembre de 1968.

92 En El pez en el agua este nuevo traslado a Lima corresponde a la escena del “reencuentro” con el padre.

93 Igualmente, El pez en el agua consigna muchos detalles de una segunda experiencia piurana de Vargas

Llosa, en 1952, especialmente en el capítulo dedicado a rememorar la figura del tío Lucho Llosa (IX: 203-229).

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152

terrenal, que el entonces niño asoció a un acto impuro y sucio, sería entonces la verdadera razón.

Pero a ello hay que sumar el espacio geográfico en que ocurre esta revelación: “como hice el

rudo descubrimiento en Piura, quizá todos los hechos relacionados en el espacio y en el tiempo

con ese suceso capital se instalaron por contagio con la misma tenacidad que él en mi memoria”

(Vargas Llosa, 1971: 11). A partir de esta imagen, muchas otras se albergan en el niño que vivió

esos meses en Piura, pero una de ellas adquirió

cada día más peso y más vida […] era la silueta de una casa erigida en las afueras de

Piura, en la otra orilla del río […] La casa ejercía una atracción fascinante sobre mis

compañeros y sobre mí. Era una construcción rústica, una choza más que una casa, y

había sido enteramente pintada de verde. Todo era extraño en ella: el hecho de estar tan

apartada de la ciudad, su inesperado color […] Había algo maligno y enigmático, un

relente diabólico alrededor de esta vivienda a la que habíamos bautizado “la casa verde”.

Nos habían prohibido acercarnos a ella. Según las personas mayores era peligroso,

pecaminoso, aproximarse a ese lugar […] Mis amigos y yo no nos atrevíamos a

acercarnos demasiado a “la casa verde” porque, al mismo tiempo que nos atraía, nos

asustaba (Vargas Llosa, 1971: 12-13).

El autor sospecha que entre el desencanto por descubrir la falsedad del relato de las

cigüeñas y este lugar misterioso y marcado por alguna forma del mal, hay una relación. Y

efectivamente la hay: el relato de la cigüeña es desplazado por otra versión sobre el origen de la

vida: la práctica sexual; “la casa verde” es un prostíbulo, un lugar en el que la actividad sexual

tiene principalmente un valor económico (allí el cuerpo es una mercancía), la mayor de las veces

carente de cualquier asomo de afecto. Evidentemente este descubrimiento, algo traumático, sería

para el escritor “una de las imágenes [la otra sería la del barrio de la Mangachería] que me llevé

a Lima y que perduró, llameando con obstinación, en mi memoria” (1971: 13). Ninguna de estas

alusiones sobrevivió a El pez en el agua. El título La casa verde apenas se menciona dos veces

(Vargas Llosa, 2010: 519, 521) y de estos recuerdos piuranos retratados en Historia secreta de

una novela como claves de una obsesión fundadora, no queda casi nada. Lo que hay en las

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153

memorias es más bien una experiencia complementaria al origen de La casa verde que sí relata

Historia secreta…. Se trata, esta vez, de un viaje a la Amazonía, en 1958, gracias al cual “conocí

la selva peruana, y vi paisajes y gente, y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de

por lo menos tres de mis novelas: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y El hablador”

(Vargas Llosa, 2010: 519). Evidentemente, el contacto con un mundo geográfico fascinante y

que el escritor hasta entonces desconocía, fue otra experiencia decisiva. Este viaje a la Amazonía

me dejó maravillado. También me ilustró de una manera inolvidable sobre los extremos

de salvajismo e impunidad total a que podía llegar la injusticia entre algunos peruanos.

Pero, al mismo tiempo, desplegó ante mis ojos un mundo en el que, como en las grandes

novelas, la vida podía ser una aventura sin fronteras, donde las audacias más

inconcebibles tenían cabida, donde vivir significaba casi siempre riesgo, cambio

permanente. Todo ello en el marco de unos bosques, ríos y lagunas que parecían los del

paraíso terrenal. Ello volvería una y mil veces a mi cabeza en los años siguientes y sería

una fuente inagotable para escribir94 (Vargas Llosa, 2010: 520).

Otra lectura importante y que sirve a Vargas Llosa de nexo con la tradición literaria

peruana es la de José María Arguedas. Y no solamente por haber dedicado un libro a analizar su

obra, La utopía arcaica, sino también por ser Arguedas una figura que de una u otra manera está

siempre presente en Vargas Llosa: la relación entre ambos pasa por lo personal y envuelve toda

una gama de sentimientos, algunos de ellos tensos y contradictorios. En sus memorias, Vargas

losa recuerda la entrevista realizada a Arguedas para el suplemento El Dominical de El

Comercio95 de esta forma:

94

La importancia de este viaje se ve retratada en la cantidad de artículos y crónicas que provocó. La

primera referencia es un texto publicado en Cultura Peruana bajo el título “Crónica de una viaje a la selva” (Lima,

setiembre de 1958), la conferencia Historia secreta de una novela que daría pie a pun pequeño libro del mismo

título y el capítulo IV de la novela El hablador, en el cual el viaje a la selva vuelve a ser protagonista. A esto hay

que sumar los numerosos reportajes y artículos en los que Vargas Llosa se refiere a la región amazónica.

95 “Narradores de hoy. José María Arguedas”. Suplemento El Dominical. Diario El Comercio. Lima, 4 de

setiembre de 1955.

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154

Las entrevistas semanales que Abelardo me encargó para el suplemento Dominical de El

Comercio fueron muy instructivas sobre la situación de la literatura peruana, aunque, a

menudo, decepcionantes. El primer entrevistado fue José María Arguedas. Todavía no

había publicado Los ríos profundos, pero ya había en torno al autor de Yawar fiesta y

Diamantes y pedernales […] un cierto culto, como un narrador de fino lirismo e íntimo

conocedor del mundo indio. Me sorprendió lo tímido y modesto que era, lo mucho que

desconocía de la literatura moderna, y sus temores y vacilaciones (Vargas Llosa, 2010:

379).

Sin embargo, será al inicio de La utopía arcaica donde Vargas Llosa explicará con más

detalle algunos rasgos que marcan su relación con Arguedas. Sintomáticamente, el texto se titula

“Una relación entrañable”, donde declara que Arguedas, “entre los escritores nacidos en el Perú

es el único con el que he llegado a tener una relación entrañable” (13) y explica que este libro es

el corolario a un largo vínculo marcado por el trato personal, pero sobre todo por la lectura96:

La utopía arcaica corona un interés por Arguedas que comenzó en los años cincuenta

cuando José María era ya un escritor consagrado y yo un estudiante lleno de sueños

literarios. En 1955 lo entrevisté para un periódico y su atormentada personalidad y su

limpieza moral me sedujeron, de modo que empecé a leerlo con una curiosidad y un

afecto que se han mantenido intactos hasta ahora, aunque mi valoración de sus libros

haya cambiado con los años (Vargas Llosa, 2008: 14).

Lo que podríamos llamar el corpus de lecturas de Vargas Llosa es realmente vasto. Y,

como ya dijimos, no suele formar parte de los segmentos de su propia experiencia seleccionados

para dar forma al libro de memorias97. La experiencia de Vargas Llosa con la novela de Flaubert

es retratada tan intensamente, que podríamos equipararla en importancia a otro descubrimiento,

96

No perdamos de vista tampoco que en 1977, al ser incorporado como miembro de la Academia Peruana

de la Lengua, Vargas Llosa dedicó su discurso a José María Arguedas, un sentido texto titulado “Entre sapos y

halcones”, publicado en 1978.

97 La lectura, en lo que llevamos de esta investigación es un tema importante. En Mucha suerte con harto

palo la escena de iniciación lectora merece un espacio considerable, mientras El zorro de arriba y el zorro de abajo

dramatiza más bien el desmedro de la capacidad lectora de su autor. En el siguiente capítulo, dedicado a Julio

Ramón Ribeyro, veremos que su diario se convierte en un espacio donde el lector se confronta a sí mismo y lleva

rigurosa cuenta de sus lecturas.

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155

terrible y desgarrador, que da inicio a sus memorias: no solamente que el padre que el creía

muerto estaba vivo, sino además, en virtud de ello, el descubrimiento de la maldad, la pérdida de

la inocencia y, acaso como una compensación, los primeros sueños literarios. Se expresa el

trauma, pero se silencia una lectura crucial para su vocación. No es infrecuente, entonces, que el

escritor aguce la mirada sobre la literatura y la escritura; tampoco lo es el hecho de que una

significativa parte de sus libros de ensayo esté dedicada al examen de autores que forman una

especie de comunidad de la que el propio escritor se reclama miembro y nos remonta a Carta de

batalla por Tirant Lo Blanc (1969), Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio (1971) y

como ya mencionamos La orgía perpetua (1975), los tres libros que inauguran su faceta de

ensayista y, por cierto, de lector con capacidad de influir en el ámbito de la crítica y la reflexión

literarias. Si asumimos que el relato autobiográfico debe tener un diseño preferentemente

retrospectivo, estamos invocando una convención bastante cara al género y para ello bastaría

recordar una vez más la definición de Lejeune, según la cual el texto autobiográfico es una

narración que asume una posición fundamentalmente retrospectiva y no excluye otros materiales

como el autorretrato, el diario o incluso la simultaneidad escritura/experiencia; una narración

cuyo foco central es la vida individual, la génesis de la personalidad, sin que ello implique que

no hay lugar para la crónica o la historia social y política (Lejeune: 51). Pero bien nos recuerda

Silvia Molloy que en un texto autobiográfico lo dicho es tan importante y trascendente como lo

no dicho. Y, en segundo término, vamos a notar que lo autobiográfico, en el caso concreto de

Vargas Llosa, se encuentra diseminado en textos que normalmente no se colocarían dentro del

ámbito específico de lo autobiográfico, como sus libros de crítica y ensayo o sus artículos. Hago

eco aquí de la pregunta que formula Juan Orbe: “¿Cómo posicionarse en los casos en que un

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156

escritor expresamente rotula como autobiografía [o autobiográficos] a algunos de sus escritos,

mientras que no lo hace con otros, de neto valor autobiográfico?” (Orbe 10). Una posible

respuesta a esta paradoja que imbrica tanto al autor como al lector, quien de alguna manera debe

resolver el problema que le plantea el texto autobiográfico nos la ofrece Martha Pérez:

El discurso autobiográfico no tiene por función disipar el olvido ni hallar en lo más

profundo de las cosas dichas o allá donde se callan, el momento de su nacimiento, no

pretende ser recolección de lo originario o recuerdo de la verdad […] Es, por el contrario,

un conjunto donde puede determinarse la dispersión del sujeto y su discontinuidad

consigo mismo. Es un acto consciente e implacablemente perpetrado contra uno mismo.

No un acto cualquiera, sino un acto límite, el de la escritura en el momento mismo en la

que esta se transforma en literatura, hundiéndose en la mitología personal y secreta del

autor. Ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal de quien la escribe,

aventura imprudente, es un acto al interior del discurso mismo (Orbe 92).

Como hemos dicho ya, la experiencia lectora de Vargas Llosa aparece diseminada en un

amplio corpus textual. La experiencia de leer es retratada con especial énfasis y se nos propone

además como una suerte de guía, al representar la modestamente falsa “arbitrariedad” de su

criterio como lector como el umbral de un conocimiento aún mayor. Así, en el prólogo escrito en

2002 para La verdad de las mentiras98, señala: “Aunque, desde luego, faltan muchos autores y

títulos imprescindibles para hacerse una idea cabal de la narrativa escrita en este siglo, creo

poder asegurar que, en la arbitraria selección incluida en este libro --pues no responde a otro

criterio que a mis preferencias de lector--, se vislumbra la variedad y la riqueza de la creación

novelesca en el siglo que hemos dejado atrás, tanto por la abundancia y originalidad de los

asuntos como por la sutileza de las formas experimentadas” (Vargas Llosa, 2008: 13). Esta no es

otra figura que la del autor dando muestras de autoridad. Del mismo modo el propio Vargas

98

Nótese que la primera edición de este volumen es de 1990. Nosotros citamos por la tercera edición en

Punto de Lectura (Madrid: 2005).

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157

Llosa deja sin resolver la frontera entre realidad e invención cuando interviene la memoria.

Aunque se especifica que esta idea tiene prevalencia en la que él llama “literatura de creación”,

no parecería descaminado sugerir que ha terminado por contaminar otros dominios:

Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el

trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción.

Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo

inextricable para el propio autor, quien aunque pretenda lo contrario, sabe que la

recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un

simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa

(Vargas Llosa, 2005: 25).

Sin embargo, a pesar de esta posibilidad de “contagio”, Vargas Llosa sigue defendiendo

la idea de la ficción como parte activa del cambio en las sociedades:

Otra razón para dar a la literatura una plaza importante en la vida de las naciones es que,

sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de la libertad

con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena

literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos […] La literatura no

dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como

la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad (Vargas

Llosa, 2000: 440).

La última afirmación del fragmento citado nos recuerda, sin duda, un famoso discurso

que pronunció el propio escritor con ocasión de recibir el premio de novela Rómulo Gallegos en

1967, por su novela La casa verde (1965). En aquella oportunidad, Vargas Llosa dio lectura a un

texto que tuvo gran resonancia y veloz propagación. Se titulaba “La literatura es fuego” y allí el

escritor decía:

Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y será un descontento.

Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado

con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La

vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de

deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de isurrección

permanente y ella no admite camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar

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158

su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca

conformista (Vargas Llosa, 1986 I: 178-179).

Nótese que entre ambas citas hay casi cuarenta años de diferencia y, aunque no podemos

afirmar que el Vargas Llosa que pronuncia este discurso es el mismo que escribe La verdad de

las mentiras (entre otras cosas porque este discurso fue leído en el marco de la idea, muy en boga

en la década de los sesenta, del compromiso social del escritor y de la literatura comprometida99),

hay una coherencia que se conserva: el ánimo desafiante de la literatura, su impulso deicida y

contestatario, sigue intacto. Por otro lado, la idea del autor como título que designa una

actividad profesional, como término que explica el hecho de que alguien se dedique en cuerpo y

alma a la escritura, con rigurosa e indesmayable exclusividad, está también presente en este

ejemplar discurso. Más aún, se reclama el profesionalismo y la entrega como condiciones que

ayudan a combatir la desidia de las sociedades latinoamericanas frente al escritor. De ahí que

99

Este discurso sigue siendo un texto crucial para entender el contexto de la época, contagiado del

entusiasmo por la Revolución Cubana. Al año siguiente de este discurso tendría lugar en París las revueltas que

dieron nombre a Mayo del 68, protestas que sirvieron para canalizar una energía liberadora que provenía sin duda

del optimismo revolucionario y socialista, de la proclamación de la revolución sexual, del feminismo y otras

demandas globales que dinamizaron la actividad política durante esos años. En este discurso, Vargas Llosa asume

una perspectiva coherente con los fervores de esta época, asumiendo que en el socialismo hay una posibilidad de

liberación para América Latina: “La realidad americana, claro está, ofrece al escritor un verdadero festín de razones

para ser un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la injusticia es ley, paraísos de ignorancia, de

explotación, de desigualdades cegadoras, de miseria, de alienación económica, cultural y moral, nuestras tierras

tumultosas nos suministran materiales ejemplares para mostrar en ficciones, de manera directa o indirecta, a través

de hechos, sueños, testimonios, alegorías, pesadillas o visiones, que la realidad está mal hecha, que la vida debe

cambiar. Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la

hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que

la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América

Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro

anacronismo y nuestro horror” (1983: 179). Recuérdese también que en 1971 el intelectual cubano Roberto

Fernández Retamar publicaría Calibán, apuntes sobre la cultura de nuestra América (1971) que se sumaría al debate

sobre el papel de la literatura en las sociedades latinoamericanas. Se debe considerar también que en esta década

surgió la teología de la liberación, claramente contrapuesta al catolicismo oficial y que proponía una lectura de los

Evangelios orientada a los sectores sociales más necesitados. El padre Gustavo Gutiérrez, uno de sus forjadores,

publicó su emblemático libro Teología de la liberación el mismo año que apareció el Calibán de Fernández

Retamar.

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159

Vargas Llosa considere, por ejemplo, recordando al poeta puneño Carlos Oquendo de Amat y su

injusta y desdichada existencia, que la única manera de asumir la vocación de escritor es “como

hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación” (1986, I: 176). De esta manera propone

un diagnóstico y también una prescripción. Y lo que esta última refleja no es otra cosa que la

propia ética de trabajo que marcó y marcaría después su propia actividad como escritor:

Como regla general, el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones

excepcionalmente difíciles, porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi

perfecto mecanismo para desalentar y matar en él la vocación. Esa vocación, además de

hermosa, es absorbente y tiránica, y reclama de sus adeptos una entrega total […] el

escritor latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un

principio que sería vencido. Su vocación no era admitida por la sociedad, apenas

tolerada; no le daba de vivir, hacía de él un productor disminuido y ad-honorem. El

escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria,

multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a

menudo repugnaban a su conciencia y a sus convicciones (Vargas Llosa, 1986 I: 177-

178).

Estas inquietudes en torno a la relación del escritor con la sociedad se manifiestan

tempranamente, en un artículo de 1966 que resulta clave: “Sebastián Salazar Bondy y la

vocación del escritor en el Perú”100. Irónicamente, este texto traza una analogía entre el

tratamiento que se daba a los enemigos muertos en combate en las narraciones de caballería (el

tópico del loor del adversario) con la forma disimulada en que algunos escritores, incómodos en

su momento al poder de turno, son luego recuperados e incorporados a la historia y el orgullo

nacionales: “Humillados, ignorados, perseguidos o a duras penas tolerados, ciertos poetas,

ciertos narradores son luego, inofensivos ya en sus tumbas, transformados en personajes

históricos y motivos de orgullo nacional. Todo lo que antes aparecía en ellos como reprobable o

ridículo, es más tarde disculpado e incluso celebrado por los antiguos censores” (Vargas Llosa,

100

Originalmente aparecido en Revista Peruana de Cultura No.7-8 (Lima, junio 1966): 21-54.

Page 165: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

160

1986 I: 111). La ironía aumenta cuando el problema es enfocado en relación al Perú: “La

burguesía peruana no ha incurrido casi en esta practica falaz. Más consecuente consigo misma

(también más torpe) que otras, ella no ha sentido la obligación moral de recuperar póstumamente

a los escritores, esos refractarios salidos con frecuencia de su seno. Vivos o muertos, los condena

al mismo olvido desdeñoso, e idéntico destierro” (Vargas Llosa, 1986 I: 111-112). Sin embargo,

Vargas Llosa advierte que pocas son las excepciones a esta conducta y una de ellas es Sebastián

Salazar Bondy (1924-1965)101, un escritor sobre el que Vargas Llosa parece honrar a una figura

inspiradora tanto en la conducta ética como en su dedicación profesional. Recordemos que en el

primer capítulo de esta investigación me referí a Ciro Alegría como una figura pionera en el tema

de la profesionalización de la actividad literaria, como puntualizó Antonio Cornejo Polar. Uno de

los aspectos centrales de esta profesionalización, en el caso concreto de Alegría, tiene que ver

con los derechos de propiedad de las obras, materializado en la larga y sostenida campaña que

sostuvo este en contra de la piratería de sus libros. En Alegría advertimos ya la noción del autor

como parte del mercado editorial, como productor de bienes que tienen un valor de uso y un

valor de cambio y que son capaces de generar ganancias. Las figuras de la dedicación y la

entrega están presentes en esta semblanza de Salazar Bondy y sin duda constituyen asuntos

centrales para su autor, quien de alguna manera también se ve allí enlazado y, vale decirlo, con

101

Fue un notable dramaturgo y poeta, además de ensayista, narrador, periodista, crítico de arte y animador

cultural. El texto de Vargas Llosa es un homenaje al cumplirse un año de la muerte de Salazar, con quien lo unió una

honda amistad. Uno de sus libros más célebres, para cuyo título tomó prestado un verso de César Moro, fue Lima la

horrible (1964), una furibunda crítica al pasatismo arcádico y de espíritu colonial que dominaba la ideología de las

clases dominantes capitalinas. Recibió en tres ocasiones el Premio Nacional de Teatro (1947, 1952 y póstumamente,

en 1965). Entre sus obras de teatro más aclamadas están: No hay isla feliz (1950), El fabricante de deudas (1962) y

la comedia musical Ifigenia en el mercado, que se estrenaría de forma póstuma en 1965. Se recuerda también el

volumen de cuentos Pobre gente de París (1958). Su producción poética fue reunida en 1967, como parte de sus

obras completas, con el título de Poemas.

Page 166: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

161

una premonición involuntaria respecto de la política. Y a esto se suma la misma literatura como

actividad, aunque hay en Vargas Llosa un acento bastante escéptico y pesimista:

El periodismo, la política partidista: su vocación era ya una vigorosa solitaria, firmemente

arraigada en sus entrañas, cuando estas dos actividades a la vez tan absorbentes y

disolventes no la desviaron ni mataron. Muy clara y elocuente ya, pues en esos años

publica nuevos poemas (Cuadernos de la persona oscura, 1946), estrena su primera pieza

teatral (Amor, gran laberinto, 1947) y escribe un juguete escénico (Los novios, 1947),

que solo se representaría mucho después. Cuando Salazar Bondy parte a la Argentina, en

1947, para un exilio voluntario que duraría casi cinco años, no hay duda posible: ha

elegido la literatura como un destino (Vargas Llosa, 1986 I: 114)

Volviendo a la analogía caballeresca inicial, para Vargas Llosa el joven Salazar Bondy, a

sus 23 años, ha aceptado entablar batalla con su contendora, la sociedad peruana, ganando el

primer lance, aunque “él no podía ignorar que esa guerra que emprendía estaba, más tarde o más

temprano, fatalmente perdida. Porque todo escritor peruano es a la larga un derrotado” (1986, I:

114). El escritor, al asumir su vocación, acepta un sacrificio, porque se trata de “una vocación

que mediante una poderosísima pero callada máquina de disuasión psicológica y moral el Perú

ataja y liquida en embrión” (1986, I: 115). Vargas Llosa define el territorio de la vocación

literaria casi exclusivamente como un riesgo: “La vocación literaria es una apuesta a ciegas,

adoptarla no garantiza a nadie ser algún día un poeta legible, un decoroso novelista, un

dramaturgo de valor” (1986, I: 115). La idea del riesgo no está sola; va acompañada de la idea de

la renuncia. ¿Renuncia a qué, exactamente? A un decoro elemental o a la holgura, a la ausencia

de ansiedades, renuncia a ciertas comodidades de la vida, a cambio de la posibilidad, siempre

latente, de darse de bruces con el fracaso o de ver interrumpida la vocación por la literatura y ser

testigo de su conversión “en un páramo de desilusión y fracaso” (1986, I: 116). Paulatinamente,

la semblanza sobre Salazar Bondy se va convirtiendo también en reflexión sobre el propio

presente de su autor. “A primera vista, las cosas parecen bastante simples: si la sociedad peruana

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162

no tiene sitio para él [el escritor], resulta forzoso que el escritor vuelva la espalda al medio y

haga su camino al margen […] Por eso el escritor peruano que no deserta, el que osa serlo, se

exilia. Todos nuestros creadores fueron o son, de algún modo, en algún momento, exiliados”

(1986, I: 119). Pero existe también el “exilio interior”, que consiste “en protegerse contra la

pobreza, la ignorancia o la hostilidad del ambiente, entronizando un enclave espiritual donde

asilarse, un mundo propio y distinto, celosamente defendido, elevando un pequeño fortín cultural

al amparo de cuyas murallas crecerá, vivirá, obrará la solitaria” (1986, I: 120).

La imagen final que nos ofrece Vargas Llosa de Salazar Bondy no está exenta de cierta

epicidad, de cierta aureola heroica:

En Sebastián, nuestra ciudad, nuestro país, tuvieron a un resistente superior; la muerte lo

sorprendió en el apogeo de su fuerza, cuando no solo soportaba sino agredía, con todas

las armas a la mano, a su enemigo numeroso y sutil. Los homenajes que se le rindieron, la

conmoción que su muerte causó, las múltiples manifestaciones de duelo y de pesar, esas

coronas, esos artículos, esos discursos, ese compacto cortejo, son el toque de silencio, los

cuarenta cañonazos, las honras fúnebres que merecía tan porfiado y sobresaliente

luchador (1986, I: 135).

Cinco años después de escribir este artículo, aparece el volumen cuya reimpresión

independiente Vargas Llosa ha negado de modo sistemático: García Márquez: Historia de un

deicidio (1971). En él, elogia sin reservas el éxito conseguido por el escritor colombiano gracias

a su novela Cien años de soledad (1967), no sin antes dar pinceladas sobre el arduo trabajo y

sacrificio que supuso la conquista de un lugar en el mundo literario latinoamericano y, sobre

todo, la consecución de las condiciones materiales que le permitirían, en adelante, consagrarse,

en cuerpo y alma y sin sobresalto alguno, a la escritura. Será en este volumen en el que Vargas

Llosa pondrá en escena las primeras versiones de su teoría de los demonios del novelista. El

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163

capítulo II de García Márquez: Historia de un deicidio lleva precisamente como título “El

novelista y sus demonios”. El primer párrafo define muy claramente su objeto:

Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación

de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la

realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Este es un

disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo

tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de

insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico

de la realidad (1971: 85).

Treinta y siete años después, en El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008), el

más reciente libro suyo dedicado a analizar la obra de un escritor, Vargas Llosa insistirá, una vez

mas en la idea de la ficción como gran compensadora de las frustraciones de la vida, como la

posibilidad de procurarse otra existencia, más grata y placentera que la ofrecida por el mundo

fáctico. En el prólogo de este libro dedicado al narrador uruguayo, se lee: “Es un error creer que

soñamos y fantaseamos de la misma manera que vivimos. Por el contrario, fantaseamos y

sonamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéramos vivirlo. Por eso lo inventamos,

para vivirlo de a mentiras, gracias a los espejismos seductores que nos cuentan las ficciones”

(29). Uno de esos rasgos de la lectura en Vargas Llosa es el carácter testimonial, de experiencia

vivida, que añade Vargas Llosa a esta actividad. Este prólogo es particularmente claro en esto y

por si fuera poco añade otra dimensión, que duplica el relato ya contenido previamente en la

novela El hablador (1987) en la que tanto la anécdota que da origen al texto como sus

condiciones de escritura aparecen el mundo de la ficción. La historia del hablador dejó un hondo

sedimento en la imaginación del autor. La ansiedad con que la comunidad esperaba al contador

de historias, la alegría con que lo recibía, la unción con que lo escuchaba y, después de su

partida, el recuerdo de su visita, tuvieron un impacto enorme. Este relato referido por Snell

Page 169: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

164

“quedó primero firmemente almacenado en mi memoria, y en los meses y años siguientes, en

Madrid, mientras escribía mi primera novela, y en Paris, cuando escribía la segunda, y en Lima o

Londres o Estados Unidos mientras fabulaba la tercera y la cuarta […] aquel recuerdo volvía

una y otra vez, siempre con mas fuerza y urgencia (21). Este recuerdo, por cierto, cumple una

función adicional: servir de explicación de una vocación por la invención. Líneas más adelante,

después de que leemos este pasaje recién citado, el autor trata de racionalizar por qué algunas

experiencias vividas resultan tan estimulantes que lo empujan a la invención de historias

ficticias. La confesión es reveladora, en la medida en que se manifiesta incapaz de lograr una

explicación satisfactoria. Pero hay una excepción, porque la historia del hablador machiguenga le

ofrece una clave para descubrir el misterio de la invención:

Porque aquel hombre que recorría las selvas yendo y viniendo entre las familias y aldeas

machiguengas era el sobreviviente de un mundo antiquísimo, un embajador de los más

remotos ancestros, y una prueba palpable de que allí, ya entonces, en ese fondo

vertiginosamente alejado de la historia humana, antes todavía de que empezara la

historia, ya había seres humanos que practicaban lo que yo pretendía hacer con mi vida -

-dedicada a contar e inventar historias-- y, además, sobre todo, porque allí, en esos

albores del destino humano, aquel hablador y su relación entrañable con su comunidad

eran la prueba tangible de la importantísima función que cumplía la ficción […] en una

comunidad tan primitiva y separada de la llamada “civilización” (21-22).

A lo largo del texto, Vargas Llosa volverá obsesivamente sobre este asunto. Solamente en

el párrafo final encontraremos la conexión que tiene todo esto con la lectura de Onetti, algo que

solamente en apariencia estaba desconectado hasta ahora, pero que cobra sentido y nos recuerda

que Vargas Llosa se apropia de las obras de otros para explicar la suya propia. Y precisamente

Onetti no iba a ser una excepción, ni una experiencia que pasara inadvertida en su biografía de

lector. Vargas Llosa sostiene que el tema de las relaciones entre la vida y la ficción es una

Page 170: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

165

constante en la literatura y lo ejemplifica aludiendo a Don Quijote y a Madame Bovary, la gran

novela de Flaubert. Pero, y aquí viene la justificación de la lectura de Onetti, que implica

también la autovalidación de la propia producción vargasllosiana, al establecer el nexo entre esa

constante temática y el mundo narrativo del uruguayo:

[…] acaso en ningún otro autor moderno [se refiere a la ficción y sus mecanismos]

aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y cuentos de Juan Carlos

Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir esta casi íntegramente

concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como, junto a la vida verdadera, los

seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan

mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y

limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es (32).

En un artículo titulado “Endofagia literaria (la propia familia en las narraciones de Mario

Vargas Llosa)” el crítico alemán Wolfang Luchting señala que “los lazos familiares entre los

protagonistas y/o antagonistas en las ficciones de Mario Vargas Llosa tienen una fuerte

presencia. Así, la familia --inmediata o afectiva y política-- a menudo resulta ser el campo de

batalla o de voluntades encontradas” (105). A lo que añade: “Lo que llama la atención en las

ficciones de Vargas Llosa es que la familia o sus desavenencias sean con tanta frecuencia las del

propio autor, directa o indirectamente, y que el novelista haga uso de ellas de una manera tan

poco común, tan dramática y, diríase, a veces no muy discreta” (105).

La observación final de Luchting sin duda se puede aplicar a La tía Julia y el escribidor,

en la que Vargas Llosa logra, a través de la alternancia, la construcción de dos dimensiones en la

novela: la primera, enteramente ficcional, sirve de escenario a los radioteatros de Pedro

Camacho; la segunda, basada en elementos autobiográficos, es la historia del joven Marito, o

Varguitas, que es la historia de una vocación literaria y también de una educación sentimental

que culmina con su escandaloso matrimonio con una mujer que no solo era su pariente político,

Page 171: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

166

sino además trece años mayor que él. Lo que une a ambas dimensiones de la novela es la puesta

en escena de la escritura, el interés por explorar los mecanismos que conducen a la creación de

ficciones. Pero el aspecto más relevante que presenta la novela es el relacionado con la presencia

del elemento autobiográfico “de manera tan poco común” y “a veces no muy discreta”, como

diría Luchting. Si una de las discusiones más interesantes provocadas por la lectura de La tía

Julia y el escribidor estriba en resolver la pregunta: ¿Quién es el autor de las versiones narradas

de las radionovelas de Pedro Camacho, que alternan con el relato de Marito?, no es menos

relevante el “contagio” y las alteraciones que sufre aquí el relato autobiográfico al ser

incorporado como parte de un todo enmarcado en la ficción. Un prólogo escrito por el propio

Vargas Llosa (fechado en Londres, en junio de 1999) para ediciones posteriores a ese año (para

entonces, la novela ya llevaba 22 años en el mercado) parece, en principio, aclarar la cuestión.

En el mencionado texto se lee, en relación a los capítulos impares que corresponden a Camacho:

“Me costó trabajo dar una forma aceptable a aquellos episodios que, sin serlo, parecieran los

guiones de Pedro Camacho, y volcar en ellos los estereotipos, excesos, cursilerías y truculencias

característicos del género, tomando la distancia irónica indispensable pero sin que se volvieran

caricatura” ( 9).

Pero en dicho prólogo se problematiza también la presencia de lo autobiográfico. En

efecto, líneas antes, el autor declara su propósito de contar no una autobiografía, que el lector

puede sancionar como “verificable” o no, sino un texto que se mueve en las aguas de la ficción:

“Para que la novela no resultara demasiado artificial, intenté añadirle un collage autobiográfico:

mi primera aventura matrimonial. Este empeño me sirvió para comprobar que el género

novelesco no ha nacido para contar verdades, que éstas, al pasar a la ficción, se vuelven siempre

Page 172: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

167

mentiras (es decir, unas verdades dudosas e inverificables)” (9). Por un lado, muestra la

intención de revelar las convenciones de la radionovela, a través de versiones en formato de

narración (“volcar en ellos los estereotipos, excesos, cursilerías y truculencias característicos del

género”) y, por otro, pensar o bien una parodia o un simulacro de autobiografía en el marco de

un texto que el autor no parece dudar en calificar de modo definitivo como novela, para que ésta

no resulte “artificial”. Sin embargo, en una entrevista concedida a José Miguel Oviedo poco

antes de la publicación de la novela, Vargas Llosa insiste en el carácter delirante y fantasioso de

las historias de Camacho y en la necesidad de construir un relato paralelo, que le sirviera de

contrapeso. Pero en esa ocasión no habló de un “collage autobiográfico”, ni del relato de una

parte de una vida (la suya propia) alterada por el paso de lo fáctico a lo ficticio, sino todo lo

contrario: “Then it occurred to me that the delirious stories of the protagonist who writes

melodramas and who has a disturbed imagination could perhaps be intertwined with a story

which was precisely the opposite, something absolutely objective and absolutely true. I would

narrate exactly some episodes of my own life that would cover several months” (Rossman and

Friedman, 156). Pero dieciséis años después, aparecería El pez en el agua. Y este libro no solo

replica la estructura de capítulos alternados en su organización, sino también duplica, en el

capítulo XV, la historia del joven Marito contada en La tía Julia y el escribidor. En este libro se

suceden dos relatos: uno, el de los inicios del escritor en la política desde la formación del

Fredemo hasta su participación y derrota en las elecciones presidenciales peruanas de 1990; el

segundo, que ocupa los capítulos impares, corresponde a un relato autobiográfico, desde su niñez

hasta el momento en que abandona el Perú, en 1958, rumbo a Europa, decidido a convertirse en

escritor (otra coincidencia, esta vez con el antepenúltimo capítulo de la novela). El capítulo XV

Page 173: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

168

de El pez en el agua está dedicado a narrar la relación que mantuvo con Julia Urquidi, su tía

política, primera esposa y uno de los personajes centrales de su novela La tía Julia y el

escribidor. Entre ambos textos media un arco temporal de 16 años; también median varias

declaraciones y textos del escritor en los que no duda en calificar La tía Julia y el escribidor

como novela, es decir, como un artefacto de ficción. Sin embargo, el capítulo XV de El pez en el

agua parece entrar en abierta contradicción con la atribución de una condición excluyentemente

ficcional a La tía Julia y el escribidor, porque el capítulo mencionado resulta una versión

abreviada de la novela: en mucho menos páginas, en El pez en el agua se sintetiza el argumento

de la novela, algunas de sus anécdotas centrales y personajes, con la excepción notoria, esta vez,

de Pedro Camacho. Quizá cabría decir que si bien los materiales son similares el tratamiento es

diferente, ya que en cada caso la materia narrada pertenece a un orden de referencia distinto. Así,

mientras La tía Julia y el escribidor posee una marca genérica (exhibe su condición de novela y

texto de ficción), El pez en el agua calza dentro del género autobiográfico (es un texto de no-

ficción). Hasta aquí, cabría preguntarse si la diferencia central radicaría solamente en la

inscripción genérica (novela versus memorias) o en la extensión. A primera vista, podríamos

decir que sí, que se trata de dos asuntos importantes para definir la naturaleza de cada uno de

estos textos, pero a estas diferencias podemos añadir otras, vinculadas también al mundo

representado en ambos textos. Habría que señalar, por ejemplo, que en La tía Julia y el

escribidor hay un ánimo de recreación escénica que no está presente en El pez en el agua.

Tomemos como ejemplo un mismo momento, la aparición de Julia, en ambos textos. En la

novela, Marito relata, el mismo día que oyó a Genaro Delgado hablar de Pedro Camacho: “Ese

mismo día, a la hora de almuerzo, vi a la tía Julia por primera vez. Era hermana de la mujer de

Page 174: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

169

mi tío Lucho y había llegado la noche anterior de Bolivia. Recién divorciada, venía a descansar y

a recuperarse de su fracaso matrimonial” (21). En tanto, el capítulo XV de las memorias,

comienza de este modo: “A fines de mayo de 1955 llegó a Lima, para pasar unas semanas de

vacaciones en casa del tío Lucho, Julia, una hermana menor de la tía Olga. Se había divorciado

no hacía mucho de su marido boliviano, con quien había vivido algunos años en una hacienda

del altiplano, y, luego de su separación, en La Paz, con una amiga cruceña” (323). Cabría

recordar que el primer capítulo de la novela, en el que tiene lugar su encuentro con Julia,

comienza con una marca de imprecisión temporal: “En ese tiempo remoto” (15). En las

memorias, en cambio, se privilegia la precisión temporal, por un lado, y un rigor que acrecienta

la sensación de veracidad en el texto. La novela no nos cuenta, por ejemplo, que Vargas Llosa ya

había conocido a Julia en su niñez y que esa experiencia, además, está marcada por la lectura,

como recuerda en sus memorias: “Yo ya había conocido a Julia, en mi infancia cochabambina.

Era amiga de mi mamá y venía con frecuencia a la casa de Ladislao Cabrera; una vez, me había

prestado una romántica novela en dos tomos --El árabe y El hijo del árabe, de F.M. Hull-- que

me encantó” (323). En la novela, Marito simplemente atribuye la lectura de estas mismas novelas

a la propia Julia, que “solo había leído revistas argentinas, alguno que otro engendro de Delly, y

apenas un par de novelas que consideraba memorables: El árabe y El hijo del árabe, de F.M.

Hull” (140). A primera vista, hay una solución fácil, que escamotearía todos los problemas

textuales y genéricos provocados por este traspaso de una misma historia de un pacto de lectura a

otro. Esa solución consistiría simplemente en argumentar que la historia, insertada en dos

ámbitos textuales y de lectura distintos, debe leerse bajo esos parámetros. Pero este

razonamiento, algo circular, no resolvería el problema de las evidentes similitudes que existen

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170

entre la historia contada en los capítulos impares de la novela y lo relatado en El pez en el agua.

En el prólogo de 1999, Vargas Llosa alude a la incorporación de la autobiografía ceñida a una

experiencia particular, la de su primera aventura matrimonial. Sin embargo, obvia decir algo más

y es que La tía Julia y el escribidor es también la historia de sus inicios como escritor. Aunque la

fuerza de la tensión narrativa de los capítulos “autobiográficos” está puesta en la historia de su

relación con la Urquidi, no es menos visible que Marito, desde un inicio, declara su intención de

convertirse en escritor: “Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme la vida

con una profesión liberal, aunque en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor”

(La tía Julia 15). Y aunque no tenemos una imagen completa del “taller” del joven Marito

(como sí en el caso de Camacho, mucho más detallado), la narración contiene suficientes

indicios de su actividad literaria como para no perder de vista que estamos ante un relato de

formación, que nos permite conocer su experiencia como lector, por un lado, y sus intentos

iniciales por escribir algunos relatos, por otro, al punto de saber que en el momento de conocer a

Julia, ya ha publicado un cuento: “Él no piensa en faldas ni en jaranas –le explicó mi tío Lucho-.

Es un intelectual. Ha publicado un cuento en el Dominical de El Comercio” (23).

Una diferencia fundamental es que en La tía Julia y el escribidor hay una tendencia

marcada a la autorrepresentación satírica, aun cuando sabemos de la seriedad con que Marito

toma su vocación de escritor. Una señal de este rasgo la encontramos cuando el personaje nos

informa sobre su cuento “El salto cualitativo”, una serie de crímenes violentos ocurridos en la

zona andina, cometidos por campesinos disfrazados de pishtacos. Es sintomática la intención que

declara Marito en cuanto a la forma y el tono de su relato: “Quería que fuese frío, intelectual,

condensado e irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por esos días”

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171

(75). Luego nos informa brevemente sobre el tiempo que dedica a la escritura, asumida casi

como una actividad clandestina, improductiva, ejecutada a diversas horas, incluidas las del

trabajo en la radio:

Dedicaba al relato todos los resquicios de tiempo que me dejaban los boletines de

Panamericana, la universidad y los cafés del Bransa, y también escribía en casa de mis

abuelos, a mediodía y en las noches (…) Escribía y rompía, o, mejor dicho, apenas había

escrito una frase me parecía horrible y recomenzaba. Tenía la certeza de que una falta de

caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una advertencia

(del subcosciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no servía y era preciso

rehacerla. (75-76)

Es interesante notar que, como sugiere Carlos Alonso, muchas lecturas de La tía Julia y

el escribidor exploran la relación análoga que existe entre los capítulos de Marito y las bizarras

historias de Pedro Camacho. Ciertamente, esta relación existe y son varios los pasajes en los

capítulos narrados por Marito en que se hace mención a las audacias de Camacho. Incluso el

propio Marito y la tía Julia parecen reconocerse como potenciales personajes de una de estas

historias: “—Los amores de un bebe y una anciana que, además, es algo así como su tía —me

dijo una noche la tía Julia, mientras cruzábamos el Parque Central—. Caballito para un

radioteatro de Pedro Camacho” (142). Y más todavía, la presencia de Camacho en esta relación

adquiere singular importancia, no solo por la evidente imbricación presente desde el título de la

novela: “En nuestras andanzas nocturnas, la tía Julia me resumía a veces algunos episodios que

la habían impresionado y yo le contaba mis conversaciones con el escriba, de modo que,

insensiblemente, Pedro Camacho pasó a ser un componente de nuestro romance” (144). Sin

embargo, Carlos Alonso observa que esta lectura no agota otros problemas que aparecen en la

novela, como las relaciones entre la ficción y la realidad, en el nivel más obvio, y, sobre todo,

una historia de formación, que implica la construcción del yo del escritor:

Page 177: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

172

But if such an interpretation of the relation between the two narrative levels is indeed

practicable, I would like to argue that this connection can be more profitably examined in

the context delimited by the story at the heart of La tía Julia y el escribidor —the story

about the coming into being a writer, about how Varguitas, the fledgling artist, becomes

Vargas Llosa, the established and succesful creator who appears in the last pages. (47)

Como se ha mencionado, el inicio de la novela está marcado por el deseo del narrador de

convertirse en escritor. El final, en cambio, contiene el sucinto relato de ese logro: “Habíamos

llegado a vivir en la famosa buhardilla de París y yo, mal que mal, me había hecho un escritor y

publicado algunos libros” (539). El capítulo XIX de las memorias tiene un tenor similar, aunque

contado en clave premonitoria. Se trata de los últimos días en Lima de Vargas Llosa y Urquidi.

El pasaje final del capítulo tiene como escenario el antiguo aeropuerto de Limatambo, donde la

pareja está a punto de embarcarse hacia París y adonde han acudido a despedirlos el tío Lucho y

la tía Olga: “Los divisamos desde la ventanilla y les hicimos adiós, a sabiendas de que no podían

vernos. A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un

escritor”. (474, énfasis nuestro). Igualmente, vale la pena notar que la historia vocacional no es

la única coincidencia entre ambos textos. También lo es la escritura misma. Tanto La tía Julia y

el escribidor como El pez en el agua aluden al proyecto en el que Vargas Llosa plasmaría el

ideal de la llamada “novela total”: Conversación en la Catedral (1969), la novela que aborda la

dictadura de Odría entre finales de los años cuarenta y mediados de los cincuenta. Y en este caso

hay también un cruce de fronteras entre la realidad y el mundo novelesco. Como se recuerda, en

Conversación en La Catedral, Zavalita, el personaje central, acude a la perrera a buscar a

“Batuque”, su perrito, cuya captura había sumido en una profunda tristeza a su esposa. Al llegar

a la perrera, Zavalita tiene un encuentro azaroso con Ambrosio, con quien sostendrá una

dilatadísima conversación que será el eje de la novela. La tía Julia y el escribidor se cierra con la

realización del escritor y la alusión a la escritura de Conversación en La Catedral: “Ese año [el

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173

de una de sus visitas a Lima], me dediqué a una averiguación más bien libresca. Estaba

escribiendo una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956)”

(543). Lo sorprendente, en todo caso, es que en las memorias, el episodio de la perrera

(descontando el encuentro con Ambrosio) es una escena más de la biografía del escritor,

transportada luego a la ficción:

Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y

simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque (…) Un día, al mediodía, al

regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al

Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos que de sus brazos. Salí

volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército (…)

Medio desconcertado con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer

cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de

empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza

Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas. (349)

Me interesa sintetizar todo lo dicho hasta aquí en esta proposición: Mientras La tía Julia

y el escribidor nos presenta una modulación de la escritura autobiográfica --modulación que

además reclama la complicidad del lector para ser parte de un “juego” en el que lo verificable

pasa a un segundo plano, en virtud y a favor de un artificio novelesco--, El pez en el agua no

ocultaría su fidelidad a las reglas del pacto autobiográfico, como no lo hace tampoco con las

convenciones propias del género. Dos caras de la misma medalla, en suma: una que se acomoda

al propósito ficcional y otra que asume su condición de “verificable” y “compulsable”, pues las

distancias entre el sujeto del enunciado y el de la enunciación se acortan al mínimo --es decir, la

mediación prácticamente se anula-- gracias a lo cual su inscripción genérica sería menos

problemática. Silvia Molloy problematiza la recepción del discurso autobiográfico en

Hispanoamérica, en la medida en que el rol de los lectores ha contribuido, de algún modo, a

dificultar el perfil del género:

Page 179: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

174

Puede decirse que si bien hay y siempre ha habido autobiografías en Hispanoamérica, no

siempre han sido leídas autobiográficamente: se las contextualiza dentro de los discursos

hegemónicos de cada época, se las declara historia o ficción, y rara vez se le adjudica un

espacio propio. Esta reticencia es en sí misma significativa. El lector, al negar al texto

autobiográfico la recepción que merece, solo refleja, de modo general, una incertidumbre

que ya está en el texto, una veces oculta y otras evidente. La incertidumbre de ser se

convierte en incertidumbre de ser en (y para) la literatura (12).

A la luz de lo expuesto hasta aquí, está bastante claro que tanto La tía Julia y el

escribidor como El pez en el agua asumen de diversa manera la escritura autobiográfica, la

plasman en registros diferentes y establecen con el lector contratos de distinto orden y que, en

ambos casos, la idea de “pacto” de Lejeune aparentemente no se aplica con comodidad. Por otro

lado, hay problemas adicionales que el francés obvia y que Darío Villanueva recuenta. Uno de

ellos es el tiempo, en una concepción diferente, que hace “del discurso autobiográfico una

auténtica cronofanía” (209). Villanueva sotiene que aparte de la enunciación e identidad del yo,

en el discurso autobiográfico hay un aplazamiento en narrar lo vivido, “con lo que esto significa

de filtraje de la experiencia y su enriquecimiento en virtud de las manipulaciones semánticas

propiciadas a la vez por el recuerdo y el olvido” (208). Villanueva alude también a dos

dimensiones del tiempo en el discurso autobiográfico, tomadas de Genette, que son la amplitud

(dimensión temporal de la historia personal recuperada) y el alcance (distancia que media entre

el tiempo representado y el tiempo de la representación). Más sugerente todavía es su afirmación

de que la “autobiografía como género literario posee una virtualidad creativa más que

referencial. Virtualidad de poiesis antes que de mimesis. Es, por ello, un instrumento

fundamental no tanto para la reproducción cuanto para una verdadera construcción de la

identidad del yo” (212). Paul de Man, en su ya célebre articulo “Autobiography as De-facement”

cuestionaba la legitimidad de considerar que la autobiografía descansa solo en su carácter y valor

referencial, cuando en realidad nos ofrece una ilusión de referencia y su identidad es “not only

Page 180: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

175

representational and cognitive but contractual, grounded not in tropes but in speech acts” (922).

Es la representación de la experiencia del sujeto lo que hace problemática la inscripción tanto de

La tia Julia y el escribidor como de El pez en el agua en el género autobiográfico. La tía Julia y

el escribidor relativizaría el pacto autobiográfico por varias razones: una primera es que la

novela autobiográfica y las llamadas autoficciones gozan ya de una tradición bastante sólida102 y

eso quizá anule la posibilidad de distinguir con claridad algo que podría ser simplemente un

conjunto de enunciados de realidad fingidos; dos, porque su autor ha intervenido activamente en

una primera definición de los capítulos autobiográficos de la novela como “objetivos” y “reales”

para luego considerar esos mismos capítulos como ficticios, como parte de ficciones que solo

producen y cuentan “mentiras”; en tercer lugar, la actuación del filtro de la memoria es también

problemática, sobre todo en el caso de La tia Julia el escribidor, como nos lo recuerda Michael

Palencia Roth al comentar la novela:

Vargas Llosa rewrites both the past and his own memory of it in order to make them

conform to the aesthetic requirements of narrative. That, at least, is Vargas Llosa’s

explanation. The revision is also undertaken, I believe, for psychological reasons: in

rewriting his own past as fiction, he is remaking himself into a fictional ‘hero’ and a

better person than he was in reality. In this process he revises not only his own life but

the lives and the actions of other people as well (356).

Y como anota González Boixo, “en la obra de Vargas Llosa el autor no comunica su

intención al lector […] solo podemos observar que existe un narrador cuyo nombre coincide con

el del autor y que […] todo lo que allí se cuenta tiene todos los visos de ser un autobiografía,

aunque ese dato no se podría comprobar a partir de la lectura de la obra exclusivamente” (104),

102

Pensemos, de momento, en El juguete rabioso, de Roberto Arlt; Los ríos profundos, de José María

Arguedas, Crónica de San Gabriel, de Julio Ramón Ribeyro o La Habana para un infante difunto, de Guillermo

Cabrera Infante.

Page 181: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

176

lo que para este crítico revela una autonomía que se traduce en la no necesidad de plantearse una

representación fiel de la realidad exterior. De otra parte, podemos notar también que en La tía

Julia y el escribidor la relación entre Marito y Camacho sirve para perfilar, por contraste, el

relato de la “educación” de Marito y el paulatino proceso por el cual se convertirá en un “escritor

de verdad”. Así, a medida que el relato de Marito sobre sus escarceos literarios y su escandaloso

romance con Julia gana en vivacidad y tensión narrativa, las versiones de los radioteatros de

Camacho se hunden gradualmente en el caos y el desorden, al punto de ir configurando una

suerte de Babel argumental que terminará con el descalabro de su autor, a la postre, doble

degradado de Marito103.

La preocupación fundamental en esta novela parece estar concentrada en dos aspectos,

según sugiere Peter Standish: la educación sentimental de Marito y su intensa vocación por

indagar en el arte de contar historias, es decir, su formación como escritor. Al final de la novela,

vemos a Marito convertido efectivamente en escritor, de regreso al Perú luego de unos años en

Europa --sobre los que la novela guarda precisamente silencio, a excepción de la actividad

laboral-- y se reencuentra con un Pedro Camacho ubicado en el último escalón de la humillación

laboral: es “datero” (algo así como un recolector de datos e informaciones para alimentar a los

103

Un contraste interesante, entre varios presentes en la novela, entre Marito y Camacho surge de comparar

la actividad de ambos como lectores. En una visita que hace Marito al departamento de Camacho en el centro de

Lima, descubre que el escribidor atesora un volumen al que llama “un amigo fiel y un buen ayudante de trabajo”. A

continuación, dice Marito: “El libro, publicado en tiempos prehistóricos por Espasa Calpe —sus gruesas tapas tenían

todas las manchas y rasguños del mundo y sus hojas estaban amarillentas— era de un autor desconocido y de

prontuario pomposo (Adalberto Castejón de la Reguera, Licenciado por la Universidad de Murcia en Letras

Clásicas, Gramática y Retórica), y el título era extenso: Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del

Mundo. Tenía un subtítulo: “Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Moliere, etcétera, sobre Dios, la Vida, el Amor,

el Sufrimiento, etcétera…”. (85-86). Marito, en cambio, se empeña en escribir relatos emulando a Jorge Luis Borges

o a Ernest Hemingway. Puede decirse que si aquí hay un efecto cómico, este surge de la evidente discrepancia que

existe entre la intención y los resultados.

Page 182: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

177

reporteros) de una revista sensacionalista de mala muerte, a punto de quebrar. Si algo

problematiza de manera radical la caracterización de escritura autobiográfica que ha pesado

sobre La tía Julia y el escribidor son dos cosas: la inserción de elementos metaficcionales (las

versiones narradas de los bizarros radioteatros de Camacho) y la expresa intención de parodiar el

melodrama. Ahora bien, ni siquiera la historia formativa de Marito se salva de ciertas pinceladas

absurdas y ridículas. Las historias que imagina el escritor novato y lee con entusiasmo a Javier y

a Julia son tan disparatadas como las de Camacho e irán destinadas una a una al tacho de basura.

La escritura es pues una de las preocupaciones de la novela y al decir de Standish:

La tía Julia y el escribidor thematizes the role of the writer, covertly in the parodies and

overtly in the autobiographical passages. It makes some use of techniques such as

onomastic invention and intertextuality. Parody as a Romantic self-awareness may be

said to be the origins of its form; given its emphasis on the theme of the power of

storytelling to create worlds, it is best described as overt diegetic metafiction (…) La tía

Julia…, which marks the arrival on the scene of a new Vargas Llosa armed with a sense

of humour104, also marks a clear transition to open concern with what being a writer

entails (58).

A esto añadiría un problema adicional, planteado por John Hasset:

En los capítulos impares existe una notable falta de discreción en lo que se refiere a la

vida personal del autor. Vargas Llosa no usa ninguna de las tradicionales máscaras para

disfrazar al autor y evitar el parecido absoluto con el protagonista. Aún más, uno de los

personajes principales de esta sección es nada menos que la primera esposa de Vargas

Llosa, Julia Urquidi, a quien le dedica el libro. Debido a esto, tendemos a considerar los

episodios narrados por Varguitas más como autobiográficos que como productos

exclusivos de la ficción, y al narrador como alguien que simplemente documenta

experiencias pasadas. Pero la ecuación Tía Julia = Autobiografía, es engañosa porque

uno de los temas principales del libro es la naturaleza de la literatura y sus aspectos

referenciales (277).

104

Este rasgo que apunta Standish ya estaba presente en la novela anterior de Vargas Llosa, Pantaleón y las

visitadoras (1975), con la que Vargas Llosa inaugura una nueva etapa narrativa después de su célebre trío de

grandes novelas: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, que configuran un ciclo

vinculado a la idea de la llamada “novela total”, un concepto clave para entender algunas novelas del boom

latinoamericano.

Page 183: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

178

El pez en el agua, en cambio, parece guardar mayor fidelidad a las convenciones del

género autobiográfico y ser más transparente con estas. Se trata, como hemos dicho, de un libro

escrito después de su derrota electoral de 1990 y muestra al escritor en dos facetas: la privada, la

del niño mimado que un día descubre que su padre, en realidad, no había muerto y comienza así

a vivir un infierno personal que se prolongará hasta que logre independizarse de su familia, la

historia del joven que, al igual que en La tía Julia y el escribidor, quiere llegar a ser un escritor.

De otro lado, las memorias ubican al escritor en el escenario público, en su calidad de activista

político y candidato presidencial y en el fragor de la exposición de sus ideas políticas,

económicas y sociales. En su estructura, el libro combina los capítulos impares, que contienen la

historia personal y privada, el relato de su vida familiar y de su vocación literaria, con los

capítulos pares, donde se narra con detalle todas las peripecias vividas en la arena política del

Perú. Es interesante anotar que ambas historias comienzan con un elemento de sorpresa. En el

capítulo I, entramos directamente a la escena en que la madre del escritor lo toma del brazo para

ir a conocer (re-conocer, mas bien) a su padre, cuya existencia había sido cuidadosamente

ocultada por la familia materna, pero cuya revelación viene a quebrar el mundo de ensueño y

profundo afecto que rodearon a un niño ahora perplejo y angustiado ante la nueva situación. El

capítulo II, por su lado, nos muestra al escritor y su familia disfrutando un día de playa en el

balneario de Punta Sal, en Piura. Era julio de 1987. El escritor revisa las pruebas de su novela El

hablador y recuerda sus planes de escritura más inmediatos (lo llama su “plan quinquenal”): una

obra de teatro, una novela policial, un ensayo sobre Víctor Hugo, una comedia y una novela

inspirada en la figura de Flora Tristán. De pronto, una noticia política de alto calibre interrumpe

este momento de comunión con sus planes de escritura: el presidente Alan García Pérez, en su

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179

discurso de Fiestas Patrias, anuncia una medida que impulsaría a Vargas Llosa a ingresar en la

política, para formar parte del bloque opositor a García: había decidido la estatización del

sistema bancario y financiero nacional. Dos momentos de profunda tensión, una familiar y otra

pública, que comenzarán a articular todo el volumen. Esta vez no hay Pedro Camacho que sirva

de contraparte escritural y literaria, no hay salón de espejos que enrarezca, como ocurre en La tía

Julia…, la identidad entre autor y narrador. Hay un sentido de revelación y profundo cambio en

estos dos momentos de la vida del escritor y eso son detalles que no se escapan de la escritura, de

ser parte de la historia. Al comenzar el capítulo V, por ejemplo, Vargas Llosa señala:

En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se

desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis

tíos me habían inculcado. En esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor,

dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos,

contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano. Y es probable que

sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de

manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo

obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y

no hubiera sentido que aquello era lo que mas podía decepcionarlo, probablemente no

sería ahora un escritor (101).

El último capitulo de El pez en el agua tiene el mismo sentido dramático y urgente.

Derrotado en la segunda vuelta en las elecciones de 1990, Vargas Llosa enrumba a Europa y

cierra el capítulo con estas palabras: “Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes

de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados solo de cielo azul, pensé

que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una

etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central” (529).

Menos enmascarado en sus memorias que en La tía Julia y el escribidor, ambos libros nos

proveen dos imágenes del escritor, dos construcciones de su subjetividad en dos momentos

concretos y decisivos de su vida, los dos, vinculados muy de cerca con la escritura y la historia

Page 185: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

180

de su vocación literaria, sin dejar de lado la importancia de la memoria política en El pez en al

agua. La versión autobiográfica que nos ofrece en su novela de 1977 aparece “enrarecida” por

una serie de elementos, que van desde el contraste con Pedro Camacho para construir, a base de

las diferencias, su propia imagen de lector y escritor, hasta una premeditada ausencia de pathos,

pasando por la voluntad de emparentar el texto con el kitsch y el pastiche. En El pez en el agua,

aunque hay un dialogo muy sutil con La tía Julia y el escribidor, la máscara es menos evidente y

el sentido dramático, de urgencia y desgarramiento se impone sobre una narración que, como La

tia Julia y el escribidor, apela al humor de modo deliberado. Lo que une a estas dos versiones de

la subjetividad y la vida del escritor es, en esencia, el relato que ambas comparten, más allá de

sus obvias diferencias de estilo: el origen y consagración de una vocación, la literaria, y su

dedicación a ella con un profundo sentido del deber. Y aunque Silvia Molloy, al referirse a los

textos autobiográficos, sostiene que estos “pretenden realizar lo imposible, esto es, narrar la

historia de una primera persona que solo existe en el presente de su enunciación […], esa

imposibilidad cobra forma consistente en Hispanoamérica” (11). A su manera, tanto La tía Julia

y el escribidor como El pez en el agua no parecen ser una excepción a esta aguda observación.

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181

CAPÍTULO V

EL AUTOR COMO DIARISTA: LA TENTACIÓN DEL FRACASO,

DE JULIO RAMÓN RIBEYRO

Muchas razones se pueden argüir para demostrar interés en la lectura de los diarios de un

escritor. La mayoría de ellas se ciñe a una sana (o insana) curiosidad, que autoriza a los lectores a

inmiscuirse, a hurgar, a explorar en esta dimensión de la obra que no tiene que ver naturalmente

con la ficción, sino con el supuesto registro real y verificable de la existencia que, en el papel,

contiene todo diario perteneciente al género autobiográfico. Sin embargo, los diarios de escritor

presentan también otras aristas, quizá no tan atractivas para el público general y quizá sí para

lectores algo más especializados. Me refiero a la posibilidad de convertir el diario en un espacio

propicio para la reflexión crítica en torno al género mismo, una especie de exhibición de la

conciencia del diarista, que comenta la lectura de otros diarios y no excluye el suyo propio,

explica decisiones formales, modos de estilo y expresión y otras características saltantes de su

propia escritura diarística, superando así el mero registro cotidiano de la experiencia. Este último

rasgo preside, notoriamente, el conjunto de diarios del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro,

reunidos bajo el título de La tentación del fracaso105. A ello deberíamos añadir la cercana

105

La primera edición conocida de La tentación dle fracaso apareció en Lima, bajo el sello Jaime

Campodónico. Dicha edición constó de tres volúmenes, publicados entre 1992 y 1995. El primer volumen incluyó

los diarios escritos entre 1950 y 1960 y apareció en 1992; al año siguiente salió de imprenta el segundo volumen,

que abarcaba los cuadernos escritos entre 1960 y 1974. Finalmente, en 1995 apareció el tercer volumen, que incluía

los diarios anotados entre 1975 y 1978. El proyecto original de Ribeyro contemplaba la publicación de todos sus

diarios, lo que en sus propias palabras daba para una colección de al menos doce volúmenes. Se trata de los diarios

escritos después de 1978 hasta su muerte, en diciembre de 1994, conocidos en versiones periodísticas como “los

diarios perdidos de Julio Ramón Ribeyro”. En 2003 aparecieron los tres tomos de La tentación dle fracaso reunidos

en un solo volumen (Seix Barral). La tercera reimpresión de dicha edición (2008) es la que usamos y citamos aquí.

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182

relación que se puede establecer entre los textos del diario y parte de la propia obra de Ribeyro,

una relación que no esconde un criterio de similitud de estilo e inclusive cierta

intercambiabilidad. Me refiero concretamente a la comparación de algunos pasajes de los diarios

con otros (cosa que haré más adelante) como Prosas apátridas (1975)106 o Dichos de Luder

(1992) e inclusive con el único libro de ensayos que dejó publicado Ribeyro, La caza sutil

(1976). Por supuesto, los diarios de Ribeyro no obvian las penosas circunstancias que a veces

rodearon su escritura, sobre todo por la escasez de dinero y otras estrecheces, que por momentos

dan al diario la fisonomía de una narrativa de supervivencia. Pero puestos los diversos espectros

temáticos presentes en La tentación del fracaso en una balanza, el fiel se inclina por el motivo de

la escritura como algo central, no único ni exclusivo, pero sí fundamental para la comprensión

cabal de la proyección que estos diarios tienen sobre la imagen de Ribeyro. Lo cierto es que en

La tentación del fracaso no queda nada librado al azar. El sentido de organización que tiene el

texto, su estructura, revelan una conciencia vigilante y un estricto control sobre la escritura que

anularían todo lo que de espontáneo o de impulsivo podría esperarse de un diario. Y eso no sería

precisamente un defecto: narrar, incluso en un diario, es dar orden y sentido a la experiencia, por

fragmentaria que sea y dispersa en el tiempo su consignación. En ese sentido, y de ahí su

importancia, el primer diario adquiere el carácter de una pequeña obertura. De alguna manera,

estas primeras anotaciones que sobreviven a la purga del propio autor (en algún momento

menciona que ha destruido los cuadernos anteriores a 1950) proponen los temas centrales en

torno a los cuales girarán los demás diarios, desde la interrogación por la vocación literaria hasta

106

La primera edición de Prosas apátridas (Tusquets, 1975) contenía cien textos numerados. Ediciones

posteriores incluyeron nuevos textos, hasta alcanzar los doscientos. Citamos aquí por la tercera edición (Tusquets,

1986), titulada Prosas apátridas completas.

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183

la reflexión sobre la escritura misma, pasando por la experiencia de la lectura y el comentario

autoral, que se irán sumando a otra capa de temas más bien vinculados a la cotidianidad: la

soledad, la observación del entorno, las relaciones con los otros, la insinuación del malestar

físico como una constante de su existencia --lo que dará paso después a un relato sobre su propia

enfermedad, disperso en varias secciones del diario--, la estrechez económica, entre otros

asuntos. Desde la introducción, el propio escritor nos coloca frente a una experiencia fundadora

que, como no podía ser de otro modo, remite a una escena de lectura107. Es significativo que,

como resultado de esa escena de lectura no solamente se despertara la vocación de lector de un

género como los diarios íntimos, sino además afirmara, con el tiempo, esa competencia:

Mi afición a los diarios íntimos data de muy temprano, desde que a los catorce o quince

años leí el de Amiel108, en una edición en dos volúmenes que encontré en casa. El libro

107

Hay una anotación de octubre de 1967 que dice mucho sobre la concepción de la lectura que tiene

Ribeyro y que escapa un poco a la organicidad de la biblioteca que parece reclamar Silvia Molloy. Transcribo aquí

partes de esa entrada: “Yo leo prácticamente todo, quizá porque no puedo aún librarme de una concepción caduca de

la cultura: la del hombre universal, aquel que debe saber todo. Como en esta época es imposible saber todo, lo único

que logro es no saber nada bien y saber todo mal. Nada más desesperante para mí, por ejemplo, que entrar a una

librería, como la Joie de Lire, en el Barrio Latino, con la intención de comprar un libro. Por lo general salgo sin

comprar ninguno porque de inmediato, ante la vista de los libros, mi deseo de posesión se dispersa no sobre varios

libros posibles sino sobre todos los libros existentes. Y si por azar compro un libro, salgo sin ningún contento, pues

su adquisición significa no un libro más sino muchos libros menos […] la causa de todo este mal es la imposibilidad

de establecer entre mis deseos de lectura un orden prioritario, pues nunca he podido deslindar lo que debo saber y lo

que debo ignorar. Y el resultado de todo ello en el plano material es que nunca he podido constituir una biblioteca

orgánica, centrada sobre ciertos temas, autores o épocas, que pueda ir creciendo armoniosamente” (2008: 332).

108 Henri Frederic Amiel (1821-1881). Poeta y filósofo suizo. De madre tuberculosa y padre suicida, Amiel

fue autor de uno de los textos paradigmáticos del género diarístico: Journal intime, que en su versión completa

cuenta con algo más de diecisiete mil páginas distribuidas en doce volúmenes. La publicación del diario, en una

versión de dos volúmenes, fue póstuma: apareció en 1884 gracias a los buenos oficios de Edmond Scherer, amigo

cercano de Amiel. Considerado como un auténtico clásico del diario, la crítica rara vez le ha escatimado elogios,

sobre todo en el ámbito hispano. Como muestra me permito citar un texto de Manuel Toussaint en el que

refiriéndose al diario de Amiel dice lo siguiente: “Amiel descubrió un arquetipo de obra, más variado que unas

simples Memorias, más capaz de contenerlo todo y más susceptible de forma artística” (Toussaint: 422). El propio

Ribeyro menciona en La caza sutil: “La generalidad de su empleo no basta para conferir a una forma de expresión el

rango de género literario: Es necesario que esta forma cuente con un clásico. ¿Quién podría ser el clásico de los

diarios íntimos? EL juicio es casi unánime: Amiel. En el diario de Amiel se reúnen todos los elementos que podrían

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184

me apasionó y a partir de entonces leí cuanto diario cayó en mis manos: diarios de poetas,

de pintores, de músicos, de políticos, de viajeros, así como de cortesanas, de policías o de

rateros. Con el tiempo logré reunir una apreciable colección y me convertí, sino en un

erudito, en un buen conocedor de la materia (2008: I).

La experiencia con el diario de Amiel no se reduce únicamente a servir de primera piedra

de lo que será después un notable expertisse como lector; es preciso notar que al tiempo en que

esta “afición” se va haciendo cada vez más sólida el propio Ribeyro se interna en la tarea de

escribir él su propio diario, hacia fines de la década de los años cuarenta, como él mismo precisa.

Confiesa que inicialmente sus entradas eran esporádicas y por lo general de gran brevedad, pero

paulatinamente irían ganando extensión y regularidad, al punto de, por épocas, convertirse en

actividad cotidiana. Y no exagera Ribeyro cuando asegura haberse convertido, al paso de los

años, en un verdadero experto en materia diarística. Así lo atestiguan no solo el hecho de haber

empleado su propio diario para ofrecer digresiones y comentarios críticos sobre el género

(incluyendo a La tentación del fracaso en más de un ejemplo) sino también el excelente ensayo

que forma parte de su libro La caza sutil, en el que examina temas vinculados a la tradición y

práctica de este tipo de escritura. En dicho artículo109, escrito en 1953, Ribeyro plantea

importantes reflexiones sobre la escritura de diarios y que, de más de un modo, respaldan la suya

propia. Una de ellas, el señalar la inexistencia, en ese entonces, de un estudio sistemático de este

constituir un diario íntimo ideal. Si a esto añadimos sus cualidades estrictamente literarias, comprenderemos por qué

Maurice Chapelan lo califica como ´monumento único de la lengua francesa´, digno de figurar al lado de Montaigne

y Pascal” (1976: 12).

109 Sobre este texto ha comentado Giovanna Minardi: “Este breve artículo que si bien falla al final por

cierta premura de juicio atribuible a la juventud, ofrece, sin embargo, la idea de una persona sensible a ciertos

aspectos que hoy día agobian a los estudiosos de este género: la autonomía y la legibilidad del diario, el diario como

texto y no solo como ´desahogo personal´. Ello aporta a la literatura una forma que es la de la ruptura, la

discontinuidad y la fragmentación del discurso” (Minardi, 92).

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185

género discursivo, pese a la existencia de Les journaux intimes (1952), de Michele Leleu, que

Ribeyro menciona en su limitación central: “aborda el estudio de los diarios íntimos solo desde

el punto de vista caracterológico y deja intactos una serie de temas que pertenecen al dominio de

la historia y la crítica literarias” (1976: 9). Ribeyro discute la definición del diario como género

literario y comienza por establecer su propio concepto de género como “una forma de expresión

literaria que obedece a ciertas reglas intrínsecas y formales que la individualizan y la convierten

en un instrumento autónomo de comunicación, capaz de vehicular una visión de la realidad”

(1976: 9). A renglón seguido, Ribeyro enumera las que serían para él las convenciones centrales

del género. La primera de ellas, la cotidianidad, entendida como cierta periodicidad en sus

anotaciones, sin excluir algunas irregularidades o interrupciones (1976: 9-10). Del mismo modo,

Ribeyro precisa distinguir el diario íntimo como forma autobiográfica del diario empleado como

forma ficcional. La cotidianidad, para él, no es privativa del diario íntimo, pues existen novelas

escritas a modo de diario y que constan de anotaciones que además de contar con una fecha,

pueden ser también cotidianas110. Sin embargo, hay una diferencia radical entre ambas y es que

110

En ese mismo sentido alude a la correspondencia o género epistolar, dotado también de fecha y, en

muchos casos, de carácter cotidiano. En ese sentido observa, marcando una vez más las diferencias con la ficción:

“Las relaciones entre los diarios íntimos y la correspondencia son en cambio más estrechas. Exagerando un poco,

podría decirse que las páginas de un diario son cartas que el autor se dirige a sí mismo y que las cartas son páginas

de un diario que se dirigen a una persona. Aparte de ese tono de confidencialidad que es común a ambos géneros, la

sustancia misma de que se nutren es semejante: reflexiones sobre sí mismo y sobre los demás, comentarios sobre

libros o espectáculos, evocaciones y proyectos, alusiones al tiempo y a la salud física, referencias a los hechos de

actualidad, descripciones de ciudades y paisajes, etc. Es ilustrativo en este sentido el paralelismo que hay entre los

diarios y la correspondencia de ciertos autores, como el caso de Víctor Hugo, André Gide, Kafka, al punto que a

menudo repiten en uno de estos géneros lo que ya han expresado en el otro. Lo que permite sin embargo distinguir

estos dos géneros es la diferencia de destinatario. En las cartas el destinatario está individualizado. En los diarios

íntimos, la situación es distinta: o no existe destinatario o el destinatario es todo el mundo. Los ejemplos típicos de

los diarios sin destinatario son los de Benjamín Constant, Stendhal, Pepys, que sus autores jamás pensaron en

publicar. El caso contrario sería el de los diarios de André Gide, Ernst Jünger, Julien Green, que publicados en vida

de sus autores se dirigen al público en general y están exonerados de todo carácter secreto” (1976: 10-11).

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el diario íntimo en su faceta autobiográfica opera sobre la base de un “principio de veracidad” o

por lo menos de su presunción. En relación a la lectura del diario este principio es importante y

así lo señala: “Es necesario admitir a priori que los hechos consignados en el diario son

verdaderos. Queda luego al arbitrio del lector o del erudito demostrar lo contrario” (1976: 10).

Este rasgo se complementa con uno más, que marca distancia evidente con el diario en tanto

forma ficcional: “en los diarios íntimos el personaje central es siempre el autor” (1976:10), algo

que no necesariamente puede decirse de todas las novelas escritas bajo esta forma. Por último,

advierte Ribeyro que en el diario íntimo, a diferencia del diario empleado como forma ficcional,

no existe la idea de una trama preconcebida (1976: 10). Si bien esto no anula del todo las

ambigüedades que puede presentar (y de hecho presenta) el discurso autobiográfico, por lo

menos plantea una frontera discernible entre dos tipos de discurso que apelan a la misma forma

textual, pero a distintos órdenes de referencia. A estos dos primeros rasgos, cotidianidad y

veracidad, suma un tercero, al que concede además una importancia fundamental: la libertad de

composición “o, en otras palabras, la casi inexistencia de una técnica específica del diario

íntimo” (1976: 11). Empero, esta libertad, que Ribeyro considera un asunto central plantea

también un problema, en el sentido de que “para redactar un diario íntimo solo es necesario

someterse a los requisitos de la periodicidad y la veracidad. No es necesario vencer una etapa de

aprendizaje, llegar a dominar el oficio, como lo exigen escribir una novela o una obra de teatro.

De aquí se desprende la gran variedad de diarios que hasta la fecha se han escrito, lo que

dificulta enormemente su clasificación” (1976: 11). Así, encuentra Ribeyro que la forma del

diario íntimo se desplaza por un amplio abanico de temas, desde el registro de la vida amorosa

(en el que coloca a Louis de Hompesch como ejemplo), de la experiencia política (Jacques

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187

Bainville111 uno de sus exponentes), de las peripecias de viaje (aquí el autor destaca a Eugene

Fromentin112), de la vida literaria (propone el diario de los hermanos Goncourt113), de la guerra

(como es el caso de Ernst Junger114) o un diario de reflexión artística como el que escribió el

pintor Paul Klee115. “Así --señala Ribeyro--, la enumeración puede proseguir hasta abarcar la

mayoría de los aspectos de la actividad humana” (1976: 11). Es natural, en este horizonte

temático casi sin límites, que el diario tolere diversos tonos y estilos, pero en ello no ve Ribeyro

una anarquía, como podría parecer a simple vista: “Todos los diaristas han poseído por lo menos

esa cualidad que Charles Du Bos116 denominaba ´sentido del fragmento´, capacidad preciosa para

expresar en breves palabras, y con claridad, una idea, una emoción o un sentimiento” (1976: 11).

Por último, la libertad de composición que plantea Ribeyro puede pensarse también a partir de su

propia práctica en La tentación del fracaso. En primer lugar se puede advertir que no hay un

111

Político francés (1879-1936), seguidor de Maurras y de clara tendencia monárquica, famoso también por

su germanofobia. De tendencia ultracatólica y fascista, Bainville fue uno de los líderes del movimiento nacionalista

y antisemita Action Française, fundado en 1899 por Maurice Pujo y Henri Vaugeois.

112 (1820-1876). Pintor y escritor francés que recorrió Argelia y otras regiones de África, retratando en

dibujos y pinturas la vida cotidiana de esos lugares, así como registrando esa experiencia en un diario.

113 Edmond (1822-1896) y Jules de Goncourt (1830-1870). Considerados precursores del naturalismo.

Charles Demailly, su primera novela, apareció en 1860. Otro título importante en al ficción de los Goncourt es

Madame Gervaisais, publicada en 1869.

114 Escritor alemán (1895-1998). Vinculado al nacionalismo conservador alemán y a sus figuras, entre ellas

Oswald Spengler, rechazó el nazismo y reivindicó un ideario que mezclaba ideas aristocráticas y anarquistas. Su

diario es considerado una obra maestra del género.

115 (1879-1940). Artista plástico suizo-alemán que logró conjugar en su trabajo diversas influencias, entre

ellas el expresionismo, el cubismo y el surrealismo. Los diarios de Klee se consideran documentos de gran

importancia para el estudio de la teoría pictórica y a menudo se los ha comparado con los escritos de Leonardo da

Vinci.

116 (1882-1939). De madre inglesa y padre francés, fue un destacado ensayista, formado en Oxford, autor de

numerosos trabajos críticos en los que abordó a diversos autores de las literaturas francesa e inglesa, como Flaubert,

Shelley, Shakespeare y Mérimée. Comenzó a escribir su diario en 1908, cuyas entradas destacan por su brevedad y

virtuosismo estilístico.

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estilo uniforme en los textos del diario y que sus formas son igualmente diversas. Ribeyro

consigna uno que otro poema, aforismos, microcuentos, esbozos de cuentos y ensayos,

observaciones sobre su propio trabajo, comentarios autoriales (lecturas, segmentos de autocrítica,

etc.) y eso va acompañado de todo aquello que podríamos denominar su experiencia cotidiana y

doméstica. Como último rasgo central, Ribeyro apunta la cuestión de la incompletitud de los

diarios y de que lo que allí se dice “ha sido más que fruto de una elección marca de un destino”

(1976: 11) y de allí “el sentimiento de inseguridad, de incertidumbre y de desamparo que palpita

en todo auténtico diario íntimo” (1976: 12). A pesar de ello, al momento de escribir este texto, a

inicios de la década de 1950, Ribeyro advierte una paradoja que fórmula en estos términos: que

el diario íntimo se ha convertido en una práctica tan común entre los escritores franceses de ese

momento y es un producto que goza de tanta cotización en el mercado literario francés, que

“corre el riesgo de convertirse en el menos íntimo de los géneros literarios”. Inclusive, comenta,

“en Francia se creó, hace algunos años, un premio al diario íntimo” (1976: 12)117. Termina

Ribeyro esta amplia y aguda reflexión sobre el diario íntimo preguntándose sobre los orígenes

históricos del género y las circunstancias culturales y sociales que podrían ayudar a explicarlos.

Este es, según él, uno de los problemas no resueltos por los estudios sobre el diario íntimo.

Ribeyro aventura una breve y sugerente explicación que apuntamos aquí:

El diario más antiguo del que se tiene conocimiento se remonta al siglo XV, Journal d´un

bourgeois de Paris (1405-1449), pero es en el siglo XVI cuando aparecen diarios

realmente importantes, como el de Alberto Durero (1530) y el de Montaigne (1580). En

lo referente al contexto histórico, se ha pretendido relacionar la aparición de este género

con el fenómeno del protestantismo, en la medida en que este movimiento religioso, con

117

Recordemos que el escritor polaco Witold Gombrowicz (1904-1969), que vivió 25 años en Buenos

Aires en sus Diarios 1953-1969 se planteaba también este dilema: “¿Para quién escribo? Si escribo para mí, ¿por

qué va a la imprenta? Y si es para el lector ¿por qué finjo dialogar conmigo mismo?” (Gombrowicz: 13).

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su teoría del libre examen, favoreció la técnica de la introspección y el nacimiento de la

noción de persona. Hipótesis interesante y que explica tal vez en parte por qué motivo en

Hispanoamérica, donde el protestantismo no llegó a arraigarse, no se han escrito casi

diarios íntimos (1976: 12-13).

Lo interesante de resaltar aquí, volviendo a la introducción del autor a La tentación del

fracaso es el detalle del proceso de una transformación en la relación del autor con sus diarios,

proceso en el que nada parece quedar sin explicación: el paso de la lectura de diarios a la

escritura del suyo propio es seguido por otra revelación, que tiene que ver con el carácter con el

cual el escritor asumió la tarea de acometer su diario íntimo:

El diario se convirtió para mí en una necesidad, en una compañía y en un complemento

de mi actividad estrictamente literaria. Más aún, pasó a formar parte de mi actividad

literaria, tejiéndose entre mi diario y mi obra de ficción una apretada trama de reflejos y

reenvíos. Páginas de mi diario son comentarios a mis otros escritos, así como algunos de

estos están inspirados en páginas de mi diario (2008: 1).

Nótese que al inicio de esta declaración, el diario tiene para su autor funciones más bien

supletorias o laterales: “necesidad”, “compañía” y “complemento”. En un primer momento de

este proceso, Ribeyro parece no tener todavía clara conciencia del potencial que representa, en

términos de estilo y en términos de incorporar a las convenciones clásicas del diario otras reglas,

acaso más personales e inspiradas en modelos más cercanos al “fragmento” o al “carnet”, lo que

termina por desplazar la idea del diario íntimo y consagrar la de “diario de escritor”. El autor

cobra conciencia del valor de esta escritura, secreta, marginal respecto al corpus ficcional de su

obra y pasa a ser “parte de mi actividad literaria”. La tentación del fracaso adquiere entonces la

misma jerarquía que la “otra” obra de Ribeyro, compuesta de cuentos, piezas de teatro, novelas,

ensayos y dos libros cuya filiación es todavía asunto de discusión pero que colocan a Ribeyro en

un plano singular: Prosas apátridas y Dichos de Luder, textos cuya relación con La tentación del

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fracaso ha examinado muy agudamente Peter Elmore en su libro El perfil de la palabra,

dedicado al estudio de diversos aspectos de la obra narrativa de Ribeyro, un tema que

mencionaremos más adelante. Algo que cobra relevancia es no solamente el hecho de que

Ribeyro reflexionase con detalle sobre la escritura de un diario y que enumerase las que para él

serían las convenciones o rasgos centrales de dicho género, sino también que él mismo observase

estos principios en la escritura de su propio diario íntimo, que utilizó, en más de una ocasión,

como un espacio para continuar sus reflexiones personales sobre este tipo de discurso. En el

prólogo a La tentación del fracaso, incluso, advierte con ironía que “el diario íntimo es una

ocupación peligrosa, que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un

soliloquio estéril y secreto” y además que la escritura del diario puede funcionar como coartada

para que el escritor abandone otros proyectos, pues a veces el diario “termina por suplantar a la

obra potencial que conteníamos” (2008: 2). La primera anotación de La tentación del fracaso

lleva como fecha el 11 de abril de 1950 y la anotación del 5 de diciembre es la primera de

muchas otras que se referirán al diario mismo y su escritura, en una suerte de ejercicio de

autorreflexión, relectura y comentario. Cito íntegramente esta primera entrada: “He releído un

poco mi diario. Hay en él páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo

comenzado. Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente redactados, donde la

insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero” (2008: 9). La relectura

del diario parece constituir una operación convencional y muy frecuente entre diaristas, mucho

más que la rescritura, como sugiere Alex Aronson: “Diaries are rarely rewritten though they are

frequently reread. As an aid to memory, and not only in old age, they are of considerable interest.

The effect on the writer is generally deeply disturbing, for things long forgotten are being

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recalled with a vividness that makes them part of a newly discovered reality at the moment of

reading” (XV). No es de extrañar, entonces, que Ribeyro mencione con cierta frecuencia en La

tentación del fracaso que está “releyendo” o “revisando” lo anotado en sus diarios. Así, por

ejemplo, en la anotación del 22 de julio de 1969, se lee:

Relectura de mis “diarios íntimos” que hoy me llegaron de Lima. Diarios discontinuos

que abarcan diez años: de 1950 a 1960, esto es, Lima, París, Madrid, Munich, París,

Amberes, Berlín, Ayacucho, Lima. Los primeros de estos diarios, de 1950 a 1955, están

ya irremisiblemente condenados y serán arrojados al fuego […] Lo que más me ha

sorprendido en estos diarios es la cantidad de cosas que uno olvida (hay iniciales e

incluso nombres que ahora no me dicen nada), la fugacidad de los sentimientos (desvelos

y quejas por pasiones ya extinguidas) y la persistencia de los rasgos caracterológicos, de

mis rasgos (desorden, improvisación, despilfarro, incapacidad de integración, etc.).

Literariamente no tienen tal vez otro interés que el haber sido escritos por un escritor

(2008: 353).

Aronson añade que “during the act of rereading one´s journal, the character of the writer

is revealed in unmistakable way. This resurrection of incidents, encounters, loves and

friendships, occasionally produces an awareness of one´s past inmaturity, of the price one had to

pay for youthful impulsiveness, and, not least of all, of things ill done or for the wrong motives”

(XV). Y acaso eso ayude a explicar la entrada del diario que sigue a la citada anteriormente,

luego de un silencio de aproximadamente tres meses, fechada el 12 de febrero de 1951, que a la

letra dice: “Estoy decidido a liquidar de una vez por todas este diario. No puedo escribir una

página más en él. Ha sido una ocupación inútil. Basura, como todo lo que he escrito fuera de él.

No me ha de servir a mí ni ha de servir a nadie. Más tarde lo reduciré a cenizas […]” (2008: 9).

Curiosamente, este rasgo aparece también en el Diario íntimo de Amiel, texto que en más de un

sentido fue un modelo para Ribeyro. El 28 de abril de 1850, Amiel escribe: “Acabo de releer

hacia atrás las páginas de este mes. Lo que hace tedioso este diario es lo mismo que hace tediosa

mi vida: la eterna y detestable recaída sobre mí mismo; pero de otro modo ¿sería un diario

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íntimo?” (61). Y un poco más adelante nos encontramos con esta declaración: “Releído todo este

cuaderno del diario íntimo, añadiendo notas marginales. Me han llamado la atención en esta

lectura dos cosas: mi poca memoria, pues había olvidado multitud de cosas escritas y sentidas

por mí mismo; y el ritmo saltarín que tiene esta apreciación diaria hecha por una naturaleza

móvil” (62). El 24 de febrero escribe Ribeyro con entusiasmo sobre un cuento que ha terminado,

titulado “La encrucijada”, pero a renglón seguido añade: “Quisiera saber más, escribir algo

importante, pero he perdido mucho tiempo […] yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno,

luchando contra el estilo, contra el pensamiento, contra la belleza, sin poder hacer nada,

vencido…” (2008: 10). En varias ocasiones se referirá Ribeyro al diario, al igual que Amiel,

como una especie de lastre y deja latiendo la posibilidad de no continuarlo o de destruir lo escrito

en él. Así, el 20 de mayo de 1951, por ejemplo, anota: “Quiero terminar este cuaderno con una

página que espero sea definitiva. No quiero continuar este diario. Gregorio Marañón me ha

abierto los ojos a una realidad presentida: ´todo diario es un lento suicidio´. Soy un cobarde para

quitarme la vida. Por lo demás, mi ´yo´ es un motivo decepcionante de observación” (2008: 13).

Lo que sigue ante los ojos del lector es un silencio de cinco meses luego del cual el diarista

retoma la escritura para apuntar, el 19 de octubre: “Cuando uno se ha acostumbrado al diálogo

interior, es doloroso interrumpirlo” (2008: 13). Desde el inicio, La tentación del fracaso muestra

el desánimo como un tono constante en el diario. Y ese desánimo va acompañado de implacables

comentarios del autor respecto de sí mismo, en una suerte de ceremonia de auto-flagelo en que

Ribeyro se somete rigurosamente a su propia condena. Esto, más allá de revelar las

contradicciones de un escritor joven que quiere procurarse un camino en la literatura, demuestra

en el joven Ribeyro un alto grado de conciencia en relación con la escritura. Esas autocríticas

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hirientes prueban, en más de un sentido, que la escritura ocupa un lugar central en su existencia y

que ese lugar demanda una dedicación distinta, de orden superior, una dedicación que no puede

dársele en la misma proporción a ninguna otra ocupación que no sea la creación con las palabras.

De ahí que, precisamente, observe Susana Zanetti que

Ni las tratativas con los editores, las discusiones o los acuerdos por derechos de autor, ni

la recepción crítica de sus libros son tema recurrente del diario. Escéptico convencido,

tiende a compartir fraternalmente la desesperanza de los personajes de sus ficciones,

marginales y solitarios como él, al mismo tiempo que comparte también los sentimientos

de voluptuosidad de “estar solo consigo mismo” de Musil (Zanetti, 65).

La preferencia del autor por géneros menores, laterales o marginales, tiene un correlato

en su propia estrategia de autorrepresentación: el autor no es un sujeto que se relaciona

fluidamente con su entorno social, es preferentemente representado como un ser solitario y con

una marcada tendencia a la reflexividad; sus aspiraciones literarias parecen ir en sentido

contrario al éxito o el mercado, lo que naturalmente provee a su figura de un marco ético

particular: la escritura se presenta como deber inexorable, sin importar en qué condiciones se

ejerza. En lo referente a esta postura de severa autocrítica, hay un pasaje en que esta aparece,

pero de manera singular, porque rompe el hábito de la escritura en primera persona e introduce el

vocativo para referirse a sí mismo, el 1 de abril de 1951:

¿Tienes acaso inventiva, talento creador, clarividencias o fuerza dramática? No, no tienes

nada de eso. Y así quieres vanagloriarte de hallazgos y así quieres escribir y así continuar

alimentando sueños de literatura. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué perseveras en una empresa

tonta, ajena y sin porvenir? ¿Qué te fuerza a ello? Fuera de Perucho, que es tu amigo, no

has recibido una palabra de aliento, no has encendido ni un ápice de admiración. Eres

pedestre, vacío, apagado, sin originalidad. Tal vez poseas un poco de observación, algo

de estilo, unos granos de ironía, pero todos esos ingredientes solo sirven para hacer

mixturas anticuadas y son inútiles para construir un cuento moderno (2008: 12).

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194

El diario sufre constantes interrupciones, unas más largas que otras. Algo que

encontramos con frecuencia es el detalle del estado de ánimo del autor, asfixiado por la estrechez

económica, la autoexigencia constante y, por supuesto, el registro de las interrupciones y

recomienzos del diario. Ribeyro cierra su primer cuaderno el 13 de octubre de 1952, una semana

antes de embarcarse a Europa, en lo que será su primera aventura trasatlántica118. Esa entrada es

interesante en la medida en que añade un motivo que analizaremos más adelante en este capítulo:

la enfermedad, el registro de síntomas físicos, de males que irán acosando al autor. Así, por

ejemplo, en esta entrada que clausura la primera etapa del diario, leemos: “La úlcera al duodeno,

las almorranas, las opresiones nocturnas, todo lo que me atormenta en estos días, debe tener

alguna finalidad o merecer alguna recompensa. No se puede sufrir impunemente” (2008: 18). El

siguiente cuaderno se abre en París, el 3 de agosto de 1953. Nótese que ha transcurrido casi un

año desde la última anotación y en este reencuentro con la escritura íntima Ribeyro vuelve a

ocuparse, precisamente, de eso: “Aquí en París, faltando poco para cumplir los 24 años, he

querido reiniciar este diario, después de un año de silencio y de una vida un poco más expansiva

y volcada hacia el exterior” (2008: 21). Por primera vez, además, Ribeyro planteará la tensión

que cree ver entre el diario de escritor y el diario íntimo, como si se tratara de dos órdenes

radicalmente opuestos. Así, por ejemplo, nos dice en referencia al acto de acometer el diario:

“Quiero tan solo anotar algunas impresiones fugaces que más tarde placería recordar, estimular

118

Las interrupciones al interior de cada diario no obedecen o no parecen obedecer ningún criterio, lo cual

nos deja pensar que su ejercicio depende exclusivamente de la voluntad y el estado de ánimo del diarista.

Simplemente hay cosas que se anotan y se les atribuye una fecha; otras, en cambio, no llevan esa marca temporal y

quedan simplemente como “anotaciones sin fecha”. En cambio, lo que sí parece obedecer a cierta una pauta

estructural es que, en la mayoría de casos, entre diario y diario, hay una experiencia de desplazamiento.

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195

un poco mi reflexión sobre ciertos tópicos que el pensamiento meramente pensado no alcanza a

sistematizar, hacer un poco de ejercicio de estilo y sobre todo reunir material --frases,

descripciones, ideas-- aprovechables más tarde en mis artículos o creaciones literarias” (2008:

21). En el párrafo siguiente de esta declaración --que podría pasar por una versión sintetizada de

su poética del diario de escritor --en el sentido de usar el diario como depositario de “borradores”

o cuaderno en el que conste la “cocina” literaria del escritor--, Ribeyro confiesa: “Muchas son las

experiencias que he tenido antes, en el transcurso y después de mi viaje a Europa. Libros,

amigos, ciudades han desfilado delante de mí con su pequeña carga de enseñanzas. Alguna vez

estuve tentado de reseñar algunas de esas experiencias, pero el temor de caer nuevamente en el

diario íntimo me detuvo. Ahora lo lamento. Momentos preciosos para mí han muerto o yacen

confundidos en la maraña de mis recuerdos” (2008: 21, énfasis nuestro). Hay momentos en que

la sequía creativa se expresa junto con el hastío de escribir el diario, lo que plantea naturalmente

una relación irónica, un distanciamiento entre el diarista y su registro de experiencias:

“Proliferación de ideas, pero incapacidad para transcribirlas o mejor dicho degoût por el acto

mecánico de escribir. Éste se debe en parte a la lectura de Valéry --que ha exacerbado mi

desconfianza en las palabras-- pero también a la especie de náusea que me producen los diarios

íntimos. Cada día los encuentro más disparatados, más inútiles” (10 de mayo de 1956, 105,

énfasis nuestro). En la misma anotación, a renglón seguido, plasma un comentario de lectura, de

lectura de un diario, valga la redundancia:

Ahora estoy sumergido en el tomo II del diario de Stendhal. En realidad, estoy por darle

la razón a Víctor Li: el diario no es un género literario. El diario de Stendhal sería ilegible

si su autor no lo fuera igualmente de Rojo y negro, Lucien Lewen, etc. El novelista ha

despertado la curiosidad acerca del hombre y el hombre es por momentos antipático. En

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196

las quinientas páginas que he leído no ha hecho otra cosa que tratar de sot119, plat120,

nigaud121, bête122 o sans esprit123 a todos sus amigos, parientes, contemporáneos (105-

106).

Serán varias las ocasiones en que Ribeyro comente la lectura de otros diarios, como en

esta anotación, en la que se refiere con mucho entusiasmo al diario de Charles Du Bos:

No he encontrado hasta el momento un journal donde haya acumulada tanta inteligencia

en “estado puro”, para utilizar una fórmula cara a su autor. Es el caso único de un

mecanismo cerebral en movimiento perpetuo. Me da la impresión de que Ch. Du Bos

respiraba por el cerebro, es decir, que vivía en un constante proceso de inspiración y

expiración de ideas, cuya interrupción podría ocasionarle la asfixia. Es el último caso

también --o uno de los últimos-- de un hombre de letras, a la manera clásica, que vivió

toda su vida entre sus autores, sus libros, sus elucubraciones, como un químico vive entre

sus elementos (10 de noviembre de 1955, 87).

En cuanto a su propio oficio como diarista, la actitud de Ribeyro oscilará siempre entre

declaraciones de la “inutilidad” de escribir un diario y pequeñas epifanías, pequeños momentos

de revelación que iluminan el sentido que puede tener esta tarea. Un ejemplo de esto sería la

anotación del 30 de setiembre de 1955: “Relectura de las últimas páginas de este diario. Creo

haber encontrado la razón intrínseca de los diarios íntimos: tenerse a sí mismo por interlocutor”

(80). O cuando, el 10 de mayo de ese año anota: “Los verdaderos diarios íntimos son el

testimonio de lo que penetra, se ordena y transfigura en ese ámbito profundo y muchas veces

inescrutable que se denomina ´intimidad´” (63).

119

Tonto, mentecato, necio.

120 Plano, llano, sin gracia.

121 Atontado, bobo.

122 Bestia.

123 Carentes de espíritu.

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197

En otros momentos, en cambio, propone una escena en la que el autor relee, ordena o

corrige sus diarios, pero esta escena va marcada por lo general de una feroz autocrítica, como se

consigna el 8 de enero de 1960:

Relectura de mi diario, un poco a vuelo de pájaro, deteniéndome aquí y allá. Empecé por

el cuaderno más viejo: el del año 1950. Hace algún tiempo destruí los de los años 47, 48

y 49 que estaban dedicados en su mayor parte a comentar los libros que leía. El cuaderno

del 50 es casi ilegible, salvo cuatro o cinco páginas que no he tarjado. El cuaderno verde

de París es interesante, pero tiene mucha basura. El cuaderno verde de Münich es flojo.

Las páginas de Mortsel están mejor (209-210).

La cita nos lleva a pensar que a pesar de la actitud irónica --o cualquier otra distancia que

el escritor tome frente a su propio diario--, de lo que se trata es de plasmar en un gesto su

conciencia de la escritura, una inflexión que dice mucho sobre la circunstancia misma de ser

diarista y las contradicciones o paradojas que ello encierra. Por otro lado, revela en qué consiste

precisamente la “libertad de composición” que señalaba Ribeyro en el artículo que hemos citado

anteriormente, donde aborda las convenciones centrales del género, libertad que por cierto solo

es posible en el diario de escritor. Así, si bien el diario de Ribeyro no descuida la experiencia

cotidiana, no hace de esta su motivo central; más importantes son otras dimensiones de la

experiencia y la vida, sobre todo las ligadas a la actividad intelectual y literaria, a la formación

de un estilo o a la certidumbre de una conciencia artística. El diario admite entonces el

comentario de lecturas de otros, la relectura de la propia obra, el registro de ideas y proyectos de

escritura, ensayos fragmentarios de lo que podría constituir una verdadera “poética narrativa” y,

además, como se lee en lo que sigue de la anotación citada, la consideración del diario mismo

como parte de la obra literaria del autor y como parte, también de la conjunción entre los ámbitos

de la obra y la vida:

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198

Solo entonces comencé a darme cuenta de que el diario formaba parte de mi obra y no

solamente de mi vida. Los mejores son los diarios de Berlín y Lima a mi regreso. En ellos

creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo, que

interesa no solamente como testimonio sino también como literatura. Si continúo por el

mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más

importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente (210).

El 3 de agosto de 1957 encuentro una anotación muy sugerente, referida a la idea de la

trascendencia literaria y su ligazón con lo autobiográfico. Anota Ribeyro:

En realidad --tengo casi la evidencia-- si alguna vez escribo un libro importante, será un

libro de recuerdos, de evocaciones. Este libro lo compondré no sólo con los fragmentos

de mi vida, sino con los fragmentos de mis estilos y de todas mis imposibilidades

literarias. Un libro de memorias --en un grado mucho mayor que la novela-- es un

verdadero cajón de sastre. En él caben las anécdotas, las reflexiones abstractas, el

comentario de los hechos, el análisis de los caracteres, etc. Es un libro, además, sin

problemas de composición (151-152).

El diario abunda también en anotaciones que enfatizan la radical separación existente

entre el mundo de la escritura y la ficción y la vida cotidiana y real. Por supuesto, Ribeyro no

solo consigna la conciencia de esta separación de mundos, también nos deja ver la perturbación

que esto le produce: “Cuando confronto mi vida cotidiana --lecturas, meditaciones, páginas de

crítica, líneas añadidas a mi novela-- con lo que sucede fuera de mi ventana, con lo que sucede

implacablemente cerca y lejos de mí, no puedo evitar un sentimiento de angustia, de pesar, de

(palabra horrible) descorazonamiento”124 (17 de abril de 1956, 103). La mirada sobre sí mismo,

en estos diarios, está cargada de una absoluta falta de autocomplacencia, todo lo contrario a lo

que ocurre en una autobiografía inconclusa, titulada, a secas, “Ancestros”, presentado más bien

124

Sentimiento similar es el que nos deja ver Franz Kafka en sus Diarios, cuando anota el 18 de diciembre

de 1910: “Que si no me libero de la oficina estoy simplemente perdido, es para mí una verdad de claridad meridiana;

solo se trata de mantener mientras pueda la cabeza erguida para no ahogarme. Hasta qué punto esto será difícil, la

cantidad de energías que esto me absorberá, lo demuestra desde ya el hecho de que hoy no haya podido cumplir con

mi nueva resolución de escribir desde las ocho hasta las once, de que en este momento ni siquiera lo considere un

desastre tan grande y de que solo escriba rápidamente estas pocas líneas para poder ir a acostarme” (23).

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199

como un relato genealógico y de linaje. En su diario, en cambio, Ribeyro suele mirarse en el

espejo del fracaso y la soledad y son realmente pocos los momentos en que su actividad como

escritor es representada sin estas marcas de autoflagelamiento: “Cuando tenía doce años me

decía: algún día seré grande, fumaré y me pasaré las noches en un escritorio, escribiendo. Ahora

soy ya un hombre, estoy fumando, sentado en mi escritorio, escribiendo, y me digo: cuando tenía

doce años era un perfecto imbécil” (13 de enero de 1962, 257). No menos irónicas o

autocomplacientes pueden ser las alusiones a otros autores. Hay una anotación, por ejemplo,

donde se consigna la lectura de Sociología del Perú125, un texto de Roberto Mac Lean y Estenós,

y allí nos dice Ribeyro: “Como autor es un producto típicamete peruano: contradictorio,

monstruoso, inacabado. Al lado de páginas de gran lucidez, de análisis justos y ejemplares, se

leen juicios torpes, falsos, dictados por la pasión o el rencor” (6 de julio de 1965, 303). Otro

aspecto interesante es la proximidad de estilos que se evidencia entre algunos fragmentos del

diario y Prosas apátridas. La explicación más sencilla satisfaría la primera curiosidad: como el

mismo autor se encarga de dejar anotado, la escritura de Prosas apátridas fue paralela a la de las

entradas correspondientes a La tentación del fracaso. Así, por ejemplo, en la entrada del 19 de

abril de 1955 aparece la descripción de un proyecto de escritura con título diferente pero que

parece indicar el germen de Prosas apátridas: “He contemplado la posibilidad de llevar adelante

mi librito El cuaderno del insomne, pequeños fragmentos escritos en noches de vacuidad y de

desvelo, un poco dentro del espíritu del Spleen de París, de Baudelaire” (104). Finalmente, se

alude directamente a un proyecto bajo el título Prosas apátridas en la entrada del 4 de abril de

1970, donde se lee lo siguiente:

125

Publicado en México, en 1959, por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Page 205: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

200

Revisando mis papeles en esta mañana de primavera tardía. Certidumbre de que si quiero

proseguir mi carrera literaria sin caer en un período de receso o quizás de clausura tengo

que darle forma a lo informe. Miles de hojas dobladas, tarjadas, mezcladas. Su lectura

atenta exigiría meses de trabajo. Y su selección y copia en limpio uno, dos años. Hasta

ahora sólo he logrado recopiar una cincuentena de páginas de notas, bajo el título de

Prosas apátridas (365).

De hecho, entre La tentación del fracaso, Prosas apátridas y Dichos de Luder no

solamente existe un sistema de vasos comunicantes y referencias comunes sino también una

coincidencia formal, que consiste en el empleo preferente del fragmento como forma discursiva.

En los tres textos, más allá de sus diferencias de orden y sentido, hay una evidente predilección

por la composición fragmentaria del discurso bajo diversas modalidades: aforismo, microcuento,

microensayo, apunte, carnet. De ahí que si hay algún tipo de “contagio” entre estos textos, esto

no resultaría un hecho particularmente extraordinario. Lo que queda en un terreno inaccesible, en

todo caso, es saber a ciencia cierta si algunos de los textos de Prosas apátridas fueron en su

origen anotaciones del diario que luego su autor decidió trasladar o si en algún momento ocurrió

el desplazamiento contrario. Solamente para ilustrar esta circunstancia, transcribo aquí una

anotación del diario que, como veremos después en la comparación, guarda una asombrosa

similitud de estilo con los textos que conforman Prosas apátridas. En efecto, muy

tempranamente en el diario, el día 1 de abril de 1953 leemos:

La felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que producen

el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia conciencia reflexiva, nos

aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia: horrible enfermedad que le ha

sobrevivido al género humano. ¿La suprema felicidad la constituye la muerte?

Conclusión ilógica. El hombre necesita de la conciencia para darse cuenta de que ha

carecido de ella, vale decir para comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener

conciencia de nuestra felicidad para que ésta tenga alguna significación. Pero apenas nos

percatamos de nuestra felicidad ésta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un

conjuro que desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y

felicidad se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra (34).

Page 206: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

201

En tanto, en la prosa numerada con el 129 se lee:

Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se

puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi

está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda,

una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un

portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no

hemos traído paraguas. Recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil

que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos accidentes que en el curso de

un mes se dan aisladamente, se concentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el

mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el

color negro. Extrapolando esta observación de una jornada a la escala de una vida, es esa

falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a

otros una mala vida (1986: 128)

Es evidente que los dos textos muestran más de una afinidad. Y a tal punto que, si no

supiéramos que pertenecen a conjuntos distintos, la tentación de pensar que son parte de un

mismo texto no sería en absoluto descabellada. Hay un modo de ordenar las frases, un tono de

sutileza reflexiva, una preocupación común (la felicidad y su percepción) y un final entre

adversativo y sentencioso, no exento de ironía, común a ambos textos. Por otro lado, es

importante considerar que Ribeyro siempre vio en sus diarios (y sabemos que esto sucedió

muchísimo antes que decidiera publicarlos) “algo más que la confesión de lo avatares de su vida

y trabajo literario: una creación trascendente, una literatura de verdadera importancia” (Bueno,

153). Cabría añadir aquí que esto también pone de relieve la importancia del diario como fuente

de materiales narrativos126. Contagio o no, el hecho de que la escritura del diario fuera

126

Es interesante notar algunas coincidencias con otros escritores latinoamericanos, como en el caso del

mexicano Sergio Pitol, quien, como ha mostrado en un reciente estudio Elizabeth Corral, apela a pasajes y

experiencias consignados en sus diarios (inéditos pero accesibles en la biblioteca de Princeton University) que luego

reelabora en un registro que cabalga entre el ensayo y la autobiografía. Esto ocurre de manera especial, según

Corral, en Trilogía de la memoria (2007), formada por El arte de la fuga (1995), El viaje (2001) y El mago de

Viena (2005). Para Corral, Pitol pone en práctica una “trasposición artística” de sus diarios. “En el diario se asienta

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202

contemporánea a la de Prosas apátridas crea una zona de intersección para ambos textos,

disuelve fronteras en lugar de establecerlas, al grado de encontrarnos en la prosa 194 con algo

que sin duda tiene el sabor de una típica anotación de diario (a excepción de una fecha, claro

está): “Hoy, más que nunca, deseo de capitular, de poner mi firma al pie de la página y

despedirme de todo. Sin motivo, además, porque ha sido un día más bien memorable: sol, luz,

aire tibio, ausencia de malestar, gozo de andar, respirar, observar […]” (1986: 177). ¿Cuántas

anotaciones del diario hacen alusión a la sensación simultánea de desgano y de plenitud y alivio?

Muchas. Y el problema no es tanto la contradicción que plantea esto, sino la coincidencia de

estilo y sensación, como se puede apreciar, por ejemplo, en la entrada del 22 de julio de 1964:

Ahora, mientras escribo esto, mi entusiasmo --palabra muy pomposa, algo menos que

entusiasmo-- continúa y afronto este anochecer y, por consiguiente, todos los que vendrán

con confianza. Pero, ¿quién me garantiza que esto durará? El hecho de haber mirado mi

cenicero y haber calculado en él más de treinta puchos, restos de una sola jornada aún

inconclusa, me atemoriza un poco, comienza a vulnerar mi serenidad. Alida en la calle,

comprando la cena. Quizás cuando regrese me encuentre nuevamente abatido (283).

Peter Elmore sugiere que al echar una mirada integral sobre la obra narrativa de Julio Ramón

Ribeyro se puede concluir que aquellos géneros en los que cimentó su prestigio son aquellos

considerados “fragmentarios o menores” debido al dominio ejercido por la novela moderna.

Sabemos que Ribeyro escribió tres novelas: Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales

y Cambio de guardia. Pero, siguiendo a Elmore, sin dejar de subrayar su importancia o de mirar

de soslayo los méritos que puede haber en estas novelas, no cabe duda de que

nuestra experiencia, y al hacerlo se forma la primera de muchas distancias posibles, que por lo común se hacen más

significativas a medida que pasa el tiempo […] El individuo se ha convertido en su propio observador, experimenta

lo ajeno a partir de sí mismo” (134). Con referencia a la trasposición, Pitol se encarga de hacerla evidente, como en

este pasaje de El viaje: “Debería revisar mis diarios de todo ese tiempo, como lo hago siempre antes de iniciar

cualquier trabajo, para revivir la experiencia inicial, la huella primigénea, la reacción del instinto, el primer día de la

creación” (11).

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203

Ribeyro encontró sus territorios más fértiles no solo en el cuento, sino también en el

aforismo, el ensayo y el diario. Prosas apátridas, Dichos de Luder y los tres tomos

publicados de La tentación del fracaso no son, en absoluto, piezas apenas

complementarias y ancilares en la bibliografía del escritor: por el contrario, configuran un

campo de autorrepresentación y escrutinio del oficio literario que comparte una frontera

viva, dinámica, con el territorio de las ficciones (2002: 135)

Es precisamente en ese campo de autorrepresentación y escrutinio que acertadamente

advierte Elmore que encuentro la estrategia que despliega Ribeyro para dar vida a su imagen

como autor, apelando a tópicos como la soledad, la enfermedad, la narración y dramatización de

su propia escritura y su vocación, la extrema estrechez económica, las escenas de lectura, una

actitud de despiadada autocrítica, el tedio y aburrimiento intelectual, la representación de su

personalidad “disociada” o “disfuncional” respecto a la vida social, entre otros. Esto lleva a

Elmore a afirmar:

A partir del material conocido de La tentación del fracaso, es posible reflexionar sobre

los modos en que la redacción del diario contribuye a edificar la persona literaria de

Ribeyro, su identidad en tanto sujeto comprometido con la vocación de escritor; al mismo

tiempo, conviene calar las funciones y el sentido que el sujeto de la enunciación atribuye

al registro cotidiano de sus impresiones, conjeturas y vivencias, así como esclarecer el

vínculo entre este tipo de discurso y la obra de ficción (2002: 136).

Elmore advierte que la redacción del diario es antecedida por una especie de

“preparación”, de un proceso en el cual, a través de la lectura, el autor adquiere la competencia

necesaria para iniciar la escritura de un diario. Hemos mencionado antes que precisamente en el

prólogo a La tentación del fracaso Ribeyro relata detalladamente no solo cómo comenzó a leer

diarios, sino además hace explícito otro proceso, que Elmore llama “el tránsito de la recepción a

la redacción”, proceso que presenta un rasgo particularísimo: “no es la suma de acontecimientos,

sino el acopio de lecturas lo que permite pasar de un polo a otro” (136). En el origen del

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204

proyecto, no en su desarrollo posterior, se advierte no la ansiedad por narrar la experiencia

personal, la experiencia de un yo, sus vicisitudes u ocurrencias, “sino la lección y el ejemplo de

otros especímenes de un cierto modelo textual” (136). Nótese que la escritura de los primeros

cuadernos que conforman La tentación del fracaso empieza en el año 1950 y que tres años

después, en 1953, Ribeyro escribía un artículo moderadamente extenso (que hemos citado

ampliamente antes) sobre los diarios y sus características centrales, en el que además de exhibir

plena conciencia respecto al género sobre el que vuelca la pluma, parece describir muchos de los

rasgos que marcan su propia escritura diarística. En su lectura de los diarios, Elmore hace otros

aportes igualmente sugerentes. Uno de ellos nos hace ver que el carácter del diario de Ribeyro

revela otras cosas más, como el lugar que desea ocupar el escritor en el ámbito de la literatura,

pues, “la vocación determina la naturaleza del texto, pues de lo que se trata es de crear un diario

de escritor. En esa forma particular, Ribeyro reclama para sí la calidad de pionero en las letras

peruanas” (137), ya que antes de la aparición de La tentación del fracaso la tradición peruana

cuenta solamente con diarios de distinta naturaleza, diarios de viaje, de exploraciones o de

funcionarios, como explica el propio Ribeyro en su prólogo (2008: 2). Sin embargo, ese lugar de

pionero o fundador parece no autorizar a Ribeyro a convertirse en un modelo que otros escritores

peruanos debían imitar, porque lo importante para Ribeyro parece ser conservar la singularidad,

como sugiere Elmore: “Si el siguió el ejemplo de otros, quienes vienen después no tienen por

qué imitar el suyo. Ni magisterial ni mesiánico, el escritor prefiere mantener un espacio singular,

de excepción” (2002: 137). Ahora bien, el autor percibe su propio diario como una amenaza y

lo hace en dos sentidos. El diario entrañaría el riesgo de caer en una especie de autismo, de

“soliloquio estéril y secreto” (2008: 2) y, por otro lado, el diario puede llegar a adquirir la

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205

capacidad de “suplantar a la obra potencial que conteníamos” (2008: 2). La escritura del diario,

entonces, puede ser una herramienta cuyo poder, si no se controla, puede afectar la empresa o

agenda literaria de su autor. Y de acuerdo a Elmore, “esa oscilación, en el caso específico de

Ribeyro, marca con un sello problemático los vínculos entre las anotaciones de los cuadernos

íntimos y los enunciados de los ensayos, las obras de teatro y, sobre todo, los relatos” (137). Es

interesante apreciar que en las primeras anotaciones del diario hay una evidente y nítida tensión

entre la autorrepresentación de un joven decidido a asumir la vocación literaria al costo que sea y

la hostilidad de su mundo social frente a esa decisión. Ribeyro, por entonces, es estudiante de

derecho, algo que su familia no solamente aprueba sino además percibe como la forma más

segura de labrarse un futuro aceptable en términos sociales y económicos. La única salida que

percibe el atribulado escritor en ciernes es el exilio, el gesto de romper con el universo social y

familiar limeño como condición de posibilidad de la escritura. Así, en las primeras páginas del

diario, el motivo del viaje y el exilio europeo tendrán enorme trascendencia. El viaje, el exilio, el

alejamiento, representan la posibilidad de abrazar una vocación que en Lima se vería rodeada de

cuestionamientos, acosada por los fantasmas y temores de un mundo familiar cuyo esplendor se

encuentra en pleno declive, como bien se deja adivinar en este pasaje:

Quién va a imaginar que este hombre que fuma cigarros rubios y que viaja en taxi a la

oficina tiene tan solo un par de zapatos y que para colmo le ajustan. Quién va a pensar

que debe tres cuotas de hipoteca, la matrícula de la universidad, el valor de un terno en

una sastrería… Quién va a pensarlo, pero las deudas se acumulan y la situación parece no

tener remedio. Vuelven los malos días de 1948. ¿En quién habremos de esperar ahora?

Yo me siento impotente para librar mi hogar del hundimiento (2008: 28 de octubre de

1951, 13-14).

La presión del ambiente familiar puede ser tan fuerte e insistente, que incluso en algún

momento él llega a imaginarse como el salvador de ese mundo cada vez más cerca de la ruina

Page 211: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

206

económica. Pero el exilio es importante, hemos dicho, porque es el escenario que hace posible

asumir la tarea literaria, aun cuando las condiciones de vida sean igualmente o más difíciles que

en Lima:

Vivir fuera del país no necesariamente concede facilidades materiales o disponibilidad de

tiempo: los tres tomos éditos de La tentación del fracaso documentan que el ocio creativo

no es la norma, sino la excepción. De todas formas, la extranjería concede un estilo de

libertad que se desconoce en el lugar de origen, donde un cerco de prejuicios y la propia

autocensura del individuo obligan a mantener las apariencias […] La situación de

forastero permite circular por diversos ambientes y experiencias sin que, al menos

durante la juventud, sea indispensable encasillarse en un estamento definido (Elmore:

138).

En la experiencia de la extranjería nos encontramos, pues, con esa distancia tan necesaria

para la autocrítica y a la observación de uno mismo, la fluidez de la reflexión sobre la propia

experiencia y, de alguna manera, tender una relación entre lo que se vive y lo que se escribe. En

ese sentido, resulta iluminadora una anécdota que plasma Ribeyro en su diario, referida a la

escritura de su célebre relato “Los gallinazos sin plumas”, que narra la cruda historia de una

miserable familia que ocupaba una precarísima vivienda en un corralón de, muy probablemente,

el barrio miraflorino de Santa Cruz, y cuya única posesión en un cerdo, llamado Pascual. Efraín

y Enrique, dos pequeños hermanos, son despiadadamente tratados por su abuelo, quien los obliga

a rebuscar entre los basurales a fin de conseguir comida para el cerdo Pascual. En un momento,

tanto Efraín como Enrique se enferman de cierta gravedad, pero al abuelo parece no importarle

esta situación. Un día se produce una intensa discusión entre ellos y uno de los hermanos empuja

al abuelo, quien cae en el corral del cerdo, que no tardará en devorarlo. La escritura de este

relato, llevada a cabo en París, en 1954, coincide en la vida laboral de Ribeyro, con un trabajo

como conserje de un pequeño hotel. Una de sus funciones es, curiosamente, hacerse cargo de la

limpieza y el recojo de basura. Así, Ribeyro en su diario apunta: “Es curioso que tenga yo ahora

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207

que ocuparme de cubos de basura, cuando estoy escribiendo precisamente Los gallinazos sin

plumas. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de verosimilitud sicológica” (2008:

11 de agosto de 1954, 38). Pero además, vale la pena reparar en la forma en que Ribeyro valora

este relato: “Tengo la impresión de que ´Los gallinazos sin plumas´ es el mejor cuento que he

escrito hasta ahora […] Frente a mí, en el café Petit Cluny donde escribía, había un espejo. Me

sorprendí haciendo muecas de cólera, de asco, de frío, según el curso de lo que escribía. Los

mozos me miraban. La anécdota de Flaubert sintiendo el sabor del arsénico cuando moría

Madame Bovary me parece verídica. La potencia creadora reside, creo, en la capacidad de

impresionarse con estímulos imaginarios” (2008: 5 de octubre de 1954, 37-38). La experiencia

de la escritura asume aquí un rol totalizante y excluyente, la experiencia en el mundo de lo

tangible se desplaza, muda hacia otro territorio: todo parece ocurrir, entonces, en un universo de

imaginería literaria, donde cada cosa y cada detalle remite no solo a otros pasajes textuales, sino

al encuentro de estos “estímulos imaginarios”. No dejan de ser interesantes las sensaciones y

reacciones que experimenta Ribeyro durante la escritura de su cuento: “muecas de cólera, de

asco, de frío, según el curso de lo que escribía”. Sin embargo, la libertad ganada con el

anonimato en el exilio tiene también un rostro perturbador y de zozobra existencial, que alimenta

angustias e inseguridades, a veces, de un modo extremo o radical. Por eso, Ribeyro no matiza su

confesión de desarraigado, su condición de no pertenecer a ningún espacio social: “mi

experiencia europea me ha desarraigado y me ha dejado en la situación flotante del estudiante

becado o pobre, sin una ubicación social precisa. En París he alternado la época del señorito con

la del obrero” (2008: 65). Es sabido que esta situación no duraría eternamente. El escritor se

abriría paso poco a poco y encontraría, en el periodismo primero, y la diplomacia después, dos

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208

medios de procurarse ingresos que le permitieron superar esta primera etapa, marcada por la

carencia y una existencia errática, a veces de desenfrenada bohemia y otras de un quietismo

aplastante. A pesar de este cambio de situación, a todas luces favorable a la precaria economía

del escritor, observa Elmore que Ribeyro mantiene latiendo un desasosiego interior, aun después

de haber resuelto los problemas de trabajo y dinero y señala como ejemplo la anotación del 10 de

julio de 1974 en la que Ribeyro hace explícita la necesidad de buscar riesgos e incertidumbres

pues sin ellos, declara el escritor, “la vida me parece insulsa” (2008: 416). Al desacomodo del

estudiante pobre en el extranjero, del exiliado que vive en condiciones próximas a la miseria, se

suma entonces el desacomodo de quien ha logrado superar estos problemas, lo que provoca

evidentemente una tensión entre la primera imagen de Ribeyro becado y pobre; y la segunda, la

de Ribeyro empleado de una radio y agencia noticiosa francesa y luego dignatario ante un

organismo internacional. De esta manera, siguiendo el razonamiento de Elmore, “el diario se

convierte en un sitio de polémica y autodefinición” (141) que abarca no solamente la

autopercepción de Ribeyro en tanto sujeto social y escritor, sino también respuestas a la

percepción que otros tienen de él, como ocurre, por ejemplo, en ese pasaje en que discute la idea

que el historiador Pablo Macera tiene sobre él. Evidentemente incómodo por las opiniones de

Macera, Ribeyro articula una breve defensa frente a una acusación, la de pertenecer a los

residuos de una aristocracia que no tiene más remedio que adaptarse a la vida burguesa. La

defensa es interesante porque arroja muchas luces no solamente sobre la autopercepción de

Ribeyro, sino también el horizonte de lo que podríamos denominar su “yo” social. El escritor

sentencia:

Considerarme como el epígono bastante degradado de cierta casta social --donde se

aliaban el dinero y los adornos del espíritu--, injertado en una forma de vida burguesa que

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209

no acepto y amenazado por una revolución popular que me sería dolorosa, me parece

inteligente, pero poco justa. Él ignora que por mi ascendencia materna soy un plebeyo,

con igual título que no importa qué verdadero hijo del pueblo. (Mi bisabuela materna

llevaba polleras y se peinaba con trenzas). Ignora también que no extraño en absoluto los

privilegios mundanos e intelectuales de mis abuelos rectores y ministros y que más bien

gran parte de mi actitud en los últimos años puede definirse como una resistencia y casi

hostilidad a “seguir ese camino” […] No conoce tampoco hasta qué punto carezco de una

serie de sentidos específicos de la casta a la que me quiere asimilar: el de la propiedad, el

del domicilio, el de la patria, el de la profesión y hasta el de la familia (2008: 251).

Y, en otro sentido, el diario es también un espacio de definición porque, según da a

entender el propio Ribeyro, gracias a su escritura, sobre cualquier otra cosa, pudo mantener a

buen recaudo su identidad, pese a que, como observa Elmore, “la coherencia del yo que se

afirma en la escritura no está garantizada de antemano, como si se tratara de un dato inobjetable

y obvio que precede a la práctica de su representación” (142), lo que generaría cierta

contradicción con otra propuesta de Ribeyro que “exige la constancia del yo: sin el hilo

conductor de la identidad, la obra del artista está condenada a quedar inconclusa” (143). Pero la

contradicción se despeja muchísimo si consideramos que el punto de vista de Ribeyro en torno a

la identidad está provisto de un carácter moral y pedagógico que impediría el “extravío del

escritor” (143), lo que implica dejar de lado la posibilidad de explorar en la internalización de la

otredad: “¿no podría argumentarse que quien actúa en un abanico amplio de papeles está en

mejores condiciones para representarlos literariamente?” (143), se pregunta Elmore, pero

Ribeyro tiene la voluntad de resolver esto de manera distinta, en el plano ético y moral: “Las

anotaciones autobiográficas se revelan edificantes no solo porque impiden el extravío del escritor

sino, particularmente, porque le sirven para apuntalar y erigir su yo, esa construcción imaginaria

con la cual se identifica y a través de la cual debe ser identificado por los otros, sus

interlocutores” (143). Por otro lado, coincido al juzgar que hay una diferencia sustancial entre el

yo del autor de relatos y el yo que se nos presenta en el diario --pero que esa diferencia no es de

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210

signo contradictorio-- a partir de la siguiente consideración. Como se recuerda, en el prólogo que

escribe Ribeyro para la reunión de sus relatos bajo el título general de La palabra del mudo, el

escritor explica a los lectores cuál ha sido su intención al escribir estos relatos, que no es otra que

la de rescatar y devolver la voz de los peruanos excluidos, por su condición marginal, del

escenario nacional. El autor asume así la tarea, de marca populista, de representar a los que no

poseen ningún medio o mecanismo de expresión. Esta circunstancia ofrece al autor varias

posibilidades, como la capacidad de plasmar una diversidad de personajes y de ocuparse de los

varios tipos humanos que personifican. Pero la lógica del diario, que en un primer momento

parece ir en otra dirección, ofrece las señales de una solución

“pues el trabajo del diarista aspira a transformar al sujeto múltiple y volátil de la

experiencia en el yo único y consistente de la literatura. Los dos procesos son, más que

contradictorios, complementarios. De hecho, el encuadre autobiográfico cierra la

narrativa breve de Ribeyro, como se verá en Solo para fumadores y Relatos

santacrucinos; además, la imagen del escritor y la autoridad que emana de ella sirven, en

buena cuenta, de garantía ética y estética al conjunto de los relatos” (144).

Al inicio de este capítulo mencioné que una particularidad de los diarios de Ribeyro

--particularidad además señalada por la crítica y los estudiosos de su obra-- tenían en la reflexión

sobre el diario y en el apunte sobre literatura dos de sus temas y motivos centrales. Seguramente

podrían ensayarse muchas explicaciones para dar cuenta de esta característica, pero lo evidente

es que si la literatura misma es el tema que predomina a lo largo de las páginas de La tentación

del fracaso ello se debe, fundamentalmente, a que uno de los objetivos de este texto es dar

cuenta de un proceso que va desde el convencimiento vocacional por la escritura hasta la

formación artística que el sujeto requiere para enfrentar esa labor.

De ahí que, para Ribeyro, en La tentación del fracaso, la actividad más deseable y plena,

aquella que le confiere sentido a su existencia, sea justamente la de entregarse a la

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211

escritura […] De esta manera, el trabajo y el placer se conjugan en el ejercicio de una

práctica que, aparte de traducirse en obras, elaboran la identidad misma de quien la

profesa y le ofrece a este un espacio propio, habitable. Ribeyro, que con frecuencia

documenta su desarraigo y manifiesta su dificultad para integrarse a un medio, encuentra

en el ámbito de la literatura su lugar, el sitio donde se reconoce y al que pertenece (146).

“El registro de las experiencias diarias se encuentra ligado de manera indisoluble a lo que

podríamos llamar un ´arte poética´sobre el diario personal”, señala Cecilia Esparza (99). Según

este criterio, los diarios responden y reflexionan sobre las preguntas básicas que se le ponen al

frente al diarista. Lo interesante es constatar la conciencia que existe, por parte del diarista, de

percibir sus diarios como un componente central y fundamental de su propia obra. El registro de

la experiencia incluye un asunto que nunca deja de estar presente: la duda en torno a la verdadera

utilidad de la escritura del diario, aunque a lo largo de la lectura de La tentación del fracaso

podremos constatar que se trata de un proceso que va siempre de la negación a la aceptación, en

el que el diario se va representando de varias maneras: como un estorbo, como algo que

interfiere en la labor creadora de ficciones; luego hay un viraje y se comienza a aceptar que los

diarios son parte integrante de la obra de su autor, vista en su totalidad y, finalmente, cuando el

autor es consciente de los riesgos que entraña su enfermedad y de que su existencia se encuentra

cada vez más cerca de un momento límite, el diario es concebido como una herramienta de

fortaleza moral. Así, al final, la escritura del diario adquiere un perfil sanador, de placer y

euforia. Este proceso es descrito por Esparza (104-107) y solo cabría añadir que estos cambios en

la percepción de la escritura del diario no establecen una teleología, sino todo lo contrario, se

trata de un recorrido lleno de disrupciones, altos y bajos, entusiasmos y retrocesos, dudas y

afirmaciones. En más de una ocasión encontraremos a Ribeyro refiriéndose amargamente a la

escritura del diario, porque lo distrae de una escritura más importante y trascendente. En primera

instancia, lo considera como una manifestación de carácter débil, de pusilanimidad, de poca

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entereza. Al final, veremos el diario abandona esa posición antagonista que tiene, en la mente de

Ribeyro, con la escritura de ficción. Los diarios abarcan algunos de los años del esplendor del

llamado boom de la novela latinoamericana. Esto es significativo, en la medida en que en los

diarios se deja traslucir una cierta ansiedad, de parte de Ribeyro, de lograr un reconocimiento

internacional, similar al obtenido por los del boom, cuyas cabezas visibles serán Gabriel García

Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Pero por otro lado, Ribeyro

parece defender para sí mismo la noción de que él es un escritor de tono menor:

Ribeyro se concibe a sí mismo como un escritor menor, también en el sentido de que es

incapaz de producir una obra maestra que lo consagre, la gran novela que siempre está

esperando escribir. su facilidad para manejarse en los géneros considerados “menores”

como el cuento o el propio diario (en contraposición a las memorias) es vista como un

problema, como la incapacidad de dar el salto que lo convierta en un “escritor mayor”

(107).

Desde su posición de escritor menor, sin muchas chances de cambiar abruptamente las

condiciones de recepción de su obra, en la entrada que corresponde al 28 de octubre de 1977,

Ribeyro sentencia: Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito un gran libro

narrativo (…) Solo yo no he producido un libro equivalente y a los 48 años no creo que lo pueda

producir. La obra vasta y compleja, densa y sinfónica, está fuera de mis posibilidades”, para

luego retratar, no sin humor ni metáforas futbolísticas, su condición de “olvidado” e

“intrascendente”: “En suma, nada importante he hecho, tres novelitas, cada vez menos

convincentes, casi un centenar de cuentos y otras cosas menores. Nada de eso me permitirá

permanecer, durar. Jugador de tercera división, algunos me vieron alguna vez hacer una jugada

maestra y meter un magnífico gol. Algunos, luego me olvidaron” (2008: 583). A la larga, esta

preferencia por el tono menor, marcará su individualidad, algo que el propio autor sabe que

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puede aprovechar para lograr algún resultado destacable: “Tal vez debo apoyarme en este

defecto como en una virtud o una técnica y escribir el resto bajo la forma de fragmentos,

episodios o flashes, sin respetar escrupulosamente la cronología” (2008: 108). De todo esto,

Esparza extrae una definición de Ribeyro como escritor, en la medida en que, razona la autora,

“el interés de Ribeyro por estos textos marginales es parte de la aceptación de su propia

imagen artística como un escritor que si bien no ha tenido éxito relativo en los géneros

considerados “mayores”, ha producido un importante corpus dentro de géneros

considerados tradicionalmente menores. Ribeyro parece reconocer, al final de sus diarios,

que allí reside justamente su personalidad artística y que debe dedicarse a ese tipo de

textos --personales, fragmentarios--, ya que ha logrado convocar a un público que

considera este aspecto de su obra como el más importante (109).

E incluso, podríamos agregar, esa preferencia marca también su actitud en cuanto lector.

Hay un pasaje en el que Ribeyro confiesa su abierta predilección por la escritura íntima de los

otros: “Este aspecto de los grandes escritores es el que cada vez me interesa más, sus papeles

marginales: cartas, diarios, borradores, artículos, etc. Me entretiene meter las narices en ese

desván, siempre tan revelador” (2008: 27 de octubre de 1977, 583).

Esto representa un cambio más o menos radical con respecto a la época en que Ribeyro

consideraba a Vargas Llosa como el paradigma de escritor “épico” y no ocultaba su admiración,

pero eso no le impedía practicar cierto distanciamiento respecto de él, en la medida en que

Vargas Llosa parecía renuente a la experiencia íntima o de lo íntimo, que para Ribeyro adquiría

los ribetes de un motor creativo. Un ejemplo de ello ocurre cuando al reanudar su diario en 1978

dice que esas páginas pueden considerarse como un anuncio, “preludio quizás a otro tipo de

escrituras y actividades” (Esparza 106). Señalar este nivel de conciencia es importante, es algo

que ayuda a entender con más claridad las ideas de Ribeyro y la propia poética narrativa

contenida en los diarios. Hemos dicho que hay un proceso de paulatino (aunque irregular, con

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214

puntos de ruptura y conciliación), de reconocimiento del valor de la escritura del diario. Eso va

acompañado, por supuesto, de una conciencia artística que, para Ismael Márquez, marca el estilo

de quien adquiere plena conciencia de su oficio. Y aunque el escritor se empeñe en conservar

como pauta de estilo lo fragmentario e inmediato que alimentan un diario, Márquez advierte una

doble operación, consistente en, por un lado, transcribir al papel la sensación de desorden que

existe en la experiencia del día a día y, por otro, imponer a ese desorden las reglas que provienen

del orden artístico, produciendo una sugerente tensión entre los niveles de la historia y el

discurso (Márquez: 314-315). Otra constatación del lector de estos diarios se relaciona con la

puesta en cuestión de la garantía del texto, cuestionamiento que parte de las propias dudas que

expresa su autor. Si bien existe una conciencia sobre la naturaleza artística o estética del diario,

esa conciencia tiene que hacerle frente a una idea que pone en tensión dramática a la escritura

autobiográfica: esa idea indica que es posible que el diario no sea lo suficientemente sincero al

momento de expresar la subjetividad de su autor. Hasta cierto punto es paradójico, dice Esparza,

que pese a “considerar el diario como una manifestación de la interioridad del sujeto” (110), nos

proponga como una característica del género esto que se lee en su propio diario:

Todo diario íntimo es un prodigio de hipocresía. Habría que aprender a leer entre líneas,

descubrir qué hecho concreto ha dictado tal apunte o tal reflexión. Por lo general se

analiza el sentimiento pero se silencia la causa. Las páginas se cubren de alusiones, de un

simbolismo personal, como si quisiera promoverse un juego de adivinación. Yo mismo

cuántas veces me he sorprendido de hallar en mi diario párrafos oscuros, que solo un

poderoso esfuerzo de memoria me ha permitido desentrañar (buscar 1992:41).

Obviamente, esto va en contra de pensar el diario como la muestra directa o inmediata de

la subjetividad. Y en esto Ribeyro parece acercarse al cuestionamiento que plantea Paul De Man,

que advertía que la escritura autobiográfica pasaba necesariamente por una operación de

“desfiguración”, en el sentido de que el texto autobiográfico construye a una persona, cuyo rostro

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215

y voz dependen del lenguaje, lo que da sentido a la idea de prosopopeya. Solo en teoría, el diario

conservaría una referencialidad mayor a la de otros géneros autobiográficos, pero el propio autor,

en este caso Ribeyro, prefiere revisar críticamente esa estabilidad, consagrada en parte en

algunos discursos críticos anteriores al estructuralismo. Pero más allá de estos razonables

cuestionamientos, podemos enfocar el valor de La tentación del fracaso en tres aspectos: el

primero, la representación del autor que se pone en escena allí, sus rasgos, sus características

centrales; en segundo lugar, el hecho de que estos diarios sirven de “taller” o “cocina” literaria a

su autor, al punto de constituir un lugar de encuentro, confluencia y origen de una parte

importante de su propia obra narrativa, estableciendo una muy significativa red de relaciones

intertextuales. Por último, pondré de relieve la insistencia de Ribeyro en permanecer dentro de

los linderos de lo que se concibe como un autor menor, frente a, por ejemplo, la idea de

monumentalidad que marca, de distintas maneras y por diversas razones, las obras de los otros

tres escritores materia de esta investigación. Y esto nos obliga a mirar nuevamente la idea que

dio inicio a este apartado, la del escritor que ha cimentado su prestigio en la práctica de géneros

fragmentarios y marginales. La importancia del fragmento en Ribeyro no puede pues verse de

soslayo, sobre todo cuando él mismo se siente parte de esta modalidad discursiva. En la nota de

autor que precede una de las ediciones de Prosas apátridas, Ribeyro da cuenta y explicación del

título de su libro: se trata de textos apátridas no en el sentido de que su autor sea, en efecto, un

apátrida, sino más bien de textos que no han encontrado su “patria” en el universo creativo del

autor: “se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya

publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos”. Pero hay una

segunda razón que explica cabalmente la condición de sin patria que exhiben estos textos: “no se

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216

ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario

íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo […] Es por ambos motivos que los

considero apátridas, pues carecen de un territorio literario propio” (1986: 9). La nota, en su

brevedad, reviste mucho interés. Entre otras consideraciones porque exhibe, como lo hace

también el diario, la conciencia de ejercer una escritura menor y marginal, sin una adscripción

genérica precisa pero cuyos frutos una vez reunidos son salvados “del aislamiento”, dotados de

“un espacio común” y se les permite la existencia “gracias a la contigüidad y al número” (1986:

9). Igualmente ilustrativa es la declaración del escritor con respecto a un texto que sirve de

fuente a Prosas apátridas y con el cual, sin duda, dialoga y comulga: Le spleen de Paris, de

Charles Baudelaire. Ribeyro encuentra que este vínculo no se explica tanto por la “emulación

pretenciosa” como sí por “el carácter relativamente disparate del conjunto” y por el hecho de

que su lectura puede hacerse, como en el caso del texto baudeleriano, “por el comienzo, por el

medio o por el fin”. Por último, hay una razón escénica que cierra el parentesco entre ambos: “la

mayor parte de los textos han sido escritos en París y, como en la obra del autor de Les fleurs du

mal, esta ciudad figura nominalmente o como telón de fondo en muchos de estos fragmentos”

(1986: 9-10). De acuerdo a Elmore, ambos textos “comparten, en efecto, la peculiaridad de no

estar circunscritos al orden común de los libros: liberados de la tiranía lineal de la secuencia,

ofrecen una ilación aleatoria, mudable, que en buena cuenta está determinada por la voluntad del

lector” (149). Por su parte, Mario Vargas Llosa, al comentar la filiación de Prosas apátridas

apunta que, además de lo dicho por Ribeyro, quien enlaza su texto con el Spleen de Baudelaire,

“a mí me hacen pensar, también, en el Dictionaire des Idées Reçues, de Flaubert, y en los

Carnets de Camus. Tienen del primero el escepticismo y la ferocidad en la descripción de las

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217

flaquezas humanas, el desprecio de la política y el cuidado de la forma artística; del segundo: la

elegancia, la sensibilidad depurada y un pesimismo que no está reñido con el amor a la vida”

(1990: 352). Nótese el uso, por parte de Ribeyro, de la palabra “fragmento” para designar a los

textos que conforman el libro. El uso de este término es altamente significativo en la medida en

que sirve para hacer posible, si no una inscripción genérica, al menos una relativa certidumbre

sobre el tipo de discurso que tenemos al frente. El término por supuesto no es un invento de

Ribeyro y posee una larga tradición127. Lo que vale la pena resaltar es la cercanía que existe entre

fragmento y escepticismo y cómo esta cercanía resulta central para la autorrepresentación en

Ribeyro y está presente también en los diarios. Elmore apunta, por ejemplo:

Hay una suerte de extrañamiento en la mirada y la actitud del escritor, un repliegue frente

a aquello que lo rodea: desde ese lugar, a la vez intelectual y afectivo, se realizan el

análisis y el registro de los hechos. La íntima desubicación del escritor alcanza, sobre

todo en los años juveniles, el límite de la atonía, de un hastío comparable al de los

antihéroes de la novela existencialista, como el Mersault de El extranjero, de Camus, o

Roquentin de La náusea, de Jean- Paul Sartre (140).

Pero ese tedio intelectual, ese “malestar”, esa sensación de vacío e inutilidad, por

contradictorio que pueda parecer, “promueven la creación literaria, el diseño de las ficciones y

los textos ensayísticos y autobiográficos” (140). En relación a Dichos de Luder, “un

divertimento que se ubica a medio camino entre la ficción y el ensayo” (146), apunta Elmore que

allí Ribeyro emplea las señas de su propia identidad “para indicar paradójicamente los límites

127

Daniel Sangsue propone que existen dos grandes momentos en la historia del fragmento en la tradición

europea, pero cpn énfasis especial en Francia: el fragmento romántico y el fragmento contemporáneo. Entre sus

antecedentes cita a Blaise Pascal y sus Pensées (1670), un texto que participa tanto del género codificado de la

máxima como del fragmento propiamente dicho. En el período romántico al que alude Sangsue, destaca Schlegel

con su revista Athenaüm (1798-1800) en la que difundió muchos de sus fragmentos. Inexplicablemente incluye a

Baudelaire en este período. En cuanto al fragmento contemporáneo, se menciona a tres autores: Paul Valéry,

Maurice Blanchot y Roland Barthes (mayor detalle en Sangsue, Daniel. “Fragment”. Dictionnaire des Genres et

notions litéraries. París: Encyclopaedia Universalis & Albin Michel, 2001: 341-346.

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entre el orden empírico y el de la ficción” (146-147). Si consideramos la identidad como algo

fundamental en una estrategia de autorrepresentación, podemos notar, entonces, que en Dichos

de Luder, hay un distanciamiento y se plantea la identidad como algo problemático, a partir del

discurso de Luder, un alter ego marcadamente irónico: “no se puede ser mirada y objeto de la

mirada” (Dichos de Luder, 12). Intentando desentrañar el sentido del aforismo y la escritura

fragmentaria en Julio Ramón Ribeyro, sobre todo en relación a Prosas apátridas y Dichos de

Luder (pero esto es aplicable en parte a algunos textos del diario también) Roberto Forns señala

que este tipo de escritura “ofrece un tipo de inestabilidad flotante sin formar parte de un

programa particular y sistematizado de pensamiento, que sirve para sintonizar más finamente con

la naturaleza fragmentaria de la realidad” (272). Y si tanto en La tentación del fracaso como en

Prosas apátridas Ribeyro ironiza sobre el oficio de escritor, será en Dichos de Luder que esa

opción aparezca con un mayor grado de radicalidad, ya que, como sugiere Forns, “valiéndose de

un alter ego, Ribeyro potencia sus perspectiva en el terreno de la crítica y la ironía, más que en el

terreno del conocimiento” (273). El fragmento, además, “niega la comodidad de encontrar un

centro, un solo significado, una verdad dicha, tanto en las obras artísticas como en el mundo”

(273). Esta característica del fragmento, sin duda, se acomoda de manera perfecta al ideario de

un escritor que, como Ribeyro, hizo del escepticismo un credo:

Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques

sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos

amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso

que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo

de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y

no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha

matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino

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donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos

locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad (1986: 14-15).

Hacia el final de Prosas apátridas hallaremos una confirmación de esta “certidumbre”

cuando el escritor se lanza a definir el carácter de su escepticismo: “lo que he escrito ha sido una

tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un

inventario de enigmas. La culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia disociadora,

ducha en plantearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí fue que no

existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo” (1986: 180). Un aspecto que

acompaña muy de cerca al fragmento en Ribeyro es la mirada. Y este es un asunto presente tanto

en los diarios como en Prosas apátridas y Dichos de Luder. Forns advierte, por ejemplo, que

“Ribeyro no quisiera abandonar el campo de la estética, el campo de la mirada artística, la esfera

del prototipo, por lo menos eso es lo que nos hace pensar su controlada elegancia expresiva”; sin

embargo, más allá de detenerse en la contemplación placentera de algún objeto, el escritor

“insiste en un ver sin convenciones cerradas” (276). En relación a esto, José Miguel Oviedo

considera Prosas apátridas como un “observatorio de la existencia” (21), una idea que puede

acomodarse con relativa comodidad entre las páginas de los diarios y las de Dichos de Luder.

Por su parte, Ricardo González Vigil ha explorado algunas de las relaciones que existen entre los

diarios, Prosas… y Dichos… no solamente con la cuentística128 de Ribeyro, sino con lo

128

Dice González Vigil: “Si espigamos los tres tomos anteriores de La palabra del mudo [se refiere a los

tomos anteriores a la serie de Relatos santacrucinos y Solo para fumadores] hallaremos algunos cuentos de índole

evocativa, narrados por una voz con muchas marcas autobiográficas (el facto autobiográfico resulta también crucial

en las dos primeras novelas de Ribeyro: Crónica de San Gabriel y Los geniecillos dominicales). Sin embargo, su

presencia era magra, a la vez menos directa, ya que estaba claramente re-elaborada en una ficción narrativa, en

cambio, los Relatos santacrucinos (también el titulado individfualmente “Solo para fumadores”) colocan al centro la

remembranza autobiográfica, a tal punto que las probables modificaciones ficcionales de lo realmente acontecido

(para tornarlo más expresivo, más eficazmente simbólico) no destruyen la impresión de que estamos ante episodios

de la vida de Ribeyro relatados con destreza literaria por un maestro en el arte de narrar” (303-304).

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220

autobiográfico propiamente dicho. En primer término, González Vigil propone que hay dos

grandes factores que emparentan y comunican a estos tres textos: una óptica autobiográfica y

trasfondo reflexivo (303). La lectura de los tres textos, pues, parece desplegar ante los lectores

todo un abanico de representaciones del escritor, con modulaciones distintas, desde diferentes

perspectivas, casi diríamos que el escritor asoma como una figura que es el resultado de una

suma de fragmentos que es necesario ordenar en la lectura. Como bien advierte Elmore, luego de

la lectura de la escritura autobiográfica y reflexiva de Ribeyro, lo que se pone de relieve no es un

“un programa de conducta o un sistema de ideas”, sino más bien el bosquejo de un “perfil ético,

intelectual y afectivo que se descubre a través de su apertura al mundo y del compromiso con la

vocación literaria. La experiencia […] se transforma gracias al filtro crítico del estilo y el género,

de modo que el yo se identifica por medio de las diversas máscaras --confesional en La tentación

del fracaso, irónica en Dichos de Luder, y ensayística en Prosas apátridas-- con las cuales

ingresa a la escena de la escritura” (158). Quiero referirme ahora a un último aspectos que

encuentro relevante para esta lectura: La tentación del fracaso como un espacio de expresión de

la enfermedad, un motivo de singular importancia en este y que alcanza un extremo dramatismo

cuando se enfoca en la dimensión física del padecimiento, conformada por las varias alusiones a

sus malestares corporales y luego a la conciencia de ser víctima de un cáncer. Esta

dimensión o rostro de la enfermedad está muy presente a lo largo del diario y configura también,

a su manera, un espacio de definiciones, en el que el sujeto enfrenta dramáticamente una veces,

estoicamente otras, la irrupción de síntomas que tendrán un impacto en su actividad intelectual y

creadora, por un lado y en el progresivo debilitamiento de sus condiciones corporales y físicas.

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221

En su libro Illness as metaphor Susan Sontag define con claridad el campo que ocupará sus

reflexiones en torno a la enfermedad:

Illness is the night-side of life, a more onerous citizenship. Everyone who is born holds

sual citizenship, in the kingdom of the well and in the kingdom of the sick. Although we

all prefer to use only the good passport, sooner or later each of us is obliges, at least for a

spell, to identify ourselves as citizens of that other place. I want to describe, not what it is

really like to emigrate to the kingdom of ill and live there, but the punitive or sentimental

fantasies concocted about that situation […] My subject is not physical illness itself but

the uses of illness as a figure or metaphor (3).

De acuerdo a Sontag, hay dos enfermedades que han sido consagradas por el uso metafórico: la

tuberculosis129, a lo largo del siglo XIX, que fue además un componente central del imaginario

romántico; y en la actualidad el cáncer. Las fantasías (metáforas) inspiradas por la tuberculosis

en ese entonces y hoy por el cáncer, sugiere Sontag, fueron y son respuestas a enfermedades

pensadas como intratables y caprichosas, incluso hoy, cuando una de las premisas de la medicina

es que todas las enfermedades pueden ser curadas. Sin embargo, ha ocurrido un desplazamiento

de la tuberculosis al cáncer: “TB was thought to be an insidious, implacable theft of life. Now it

is cancer´s turn to be the disease that doesn´t knock before it enters, cancer fills the role of an

illness experienced as a ruthless, secret invasion –a role it will keep until, one day, its etiology

becomes as clear and its treatment as effective as those of TB have become” (5). La

129

Uno de los grandes referentes sobre el motivo de la tuberculosis en la literatura occidental es La

montaña mágica (1924), la gran novela de Thomas Mann, cuya escritura fue inspirada por una visita al sanatorio

Wald, de Davos (Suiza), donde se hallaba la esposa del escritor con el propósito de lograr curarse. En el ámbito

hispano, recordamos De sobremesa (escrita en 1896, publicada en 1925), del colombiano José Asunción Silva

(1865-1896). En la novela, José Fernández, el protagonista, lee a pedido de un grupo de amigos su diario íntimo, en

el que ha registrado su estancia en Europa y uno de los temas presentes en ese registro es su enfermedad, la

tuberculosis. En la tradición narrativa peruana se cuenta con La ciudad de los tísicos de Abraham Valdelomar

(1888-1919). La novela, escrita en 1910 y publicada por entregas en la revista Variedades en 1911, contiene el

relato que hace Abel Rosell de su propia enfermedad (Rosell está internado en un sanatorio para tísicos) y culmina

cuando le sobreviene la muerte. En su libro Eros pervertido. La novela decadente en el modernismo

hispanoamericano, Karen Poe analiza con más detalle ambas novelas.

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222

representación de la enfermedad en La tentación del fracaso es paulatina, sigue un camino

ascendente en relación a la tensión narrativa que provoca. Todo comienza por el registro de

síntomas que se identifican con males concretos, conocidos por el sujeto. Así, por ejemplo, una

anotación de diciembre de 1965, revela: “Hay días en que lo único que pido es que por amor de

Dios no me vaya a doler la úlcera. Ya no pido encontrar buenas noticias en los diarios o en las

cartas que recibo o poder escribir algo honorable, ni siquiera recibir dinero de algún lugar, sólo

que se me ahorre ese dolor tenaz, renovado, artero, que en el metro, la oficina, en casa o en la

calle con amigos, me demacra en pocos segundos y me deprime moralmente hasta la

misantropía” (2008: 305). Lo propio ocurre cuando, como en la anotación del 4 de enero de

1973, nos revela el diagnóstico: “Sólo faltaba eso: me tienen que operar. El médico me habló de

una úlcera subcardial que ha cicatrizado mal y me obstruye el esófago. Parece que no abren por

el vientre sino por el costado, cortando las costillas. Ya no queda otra solución: voy al matadero”

(2008: 383). El estado de la propia salud es dramatizado y el lector parece quedar atrapado en un

no pronunciado pedido de conmiseración: “El esófago vuelve a cerrarse tres meses después de

operado, y comer se me hace cada vez más difícil. […] la salud, lo que he perdido tal vez para

siempre” (2008: 15 de abril de 1973, 385-386). O también cuando señala, marcando un agudo

contraste:

justamente cuando he logrado una situación […] un trabajo que me deja enorme tiempo

libre y pagado lo suficientemente bien para salir, viajar a los países que no conozco […]

disponer del ocio necesario para escribir, justo digo cuando las condiciones son

favorables para llevar una vida intensa y creativa, me veo privado de toda energía y de

todo deseo y de toda posibilidad de hacer proyectos, minado por una salud en quiebra,

imposibilitado para todo tipo de esfuerzo y de goce físico y mental (2008: abril de 1973,

387).

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223

No será hasta la entrada del 6 de junio de 1973 que los malestares cobren un giro cuando

el médico advierte a Ribeyro de un “bulto intercostal muy doloroso” (390). La referencia al bulto

no es gratutita, considerando, como Sontag que el cáncer “is a disease of growth (sometimes

visible; more characteristically, inside), of abnormal, ultimately lethal growth that is measured,

incessant, steady” (11). Poco a poco el cuadro se va complicando cada vez más y Ribeyro lleva

adelante ese relato con bastante puntualidad: “Malos días, decaimiento de salud; aparte de las

insoportables digestiones, seguidas de náuseas, sudor frío, fatiga, lo que los franceses llaman

hématurie, orinar sangre. Yo que antes contaba mi bienestar por meses, semanas o finalmente

días, ahora lo cuento por horas. Recordar y agradecer que ayer y hoy me sentí bien de diez a diez

y media o de tres a cuatro de la tarde. Noches entrecortadas por diez o doce despertares en los

que vomito una saliva biliosa” (2008: 31 de mayo de 1974, 412).

La enfermedad es, en La tentación del fracaso, uno de los ejes que articula la experiencia,

algo capaz de despertar un intenso ánimo reflexivo, una lucidez serena, pese a cuan precaria

puede ser la salud del escritor: “La salud hace de nuestros cuerpos una abstracción, mientras que

la enfermedad lo carga de un peso imposible, que nos obliga a sobrellevarlo como un paquete

inmundo por donde quiera que vayamos” (2008: 22 de julio de 1974, 419). El estoicismo con el

que el escritor soporta sus malestares lo convierte en una suerte de pequeño héroe, de pequeño

héroe de su propia épica personal contra la enfermedad. Los rasgos que marcan mejor esa

experiencia son sin duda la lucidez sobre su estado y la autoconciencia de lo que el autor llama

“mi destrucción” (2008: 6 de noviembre de 1974, 427). En esa misma anotación, con una

serenidad que podría pasar por una muestra de humor negro, el autor transcribe el epitafio que ha

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224

ideado para su tumba130. En la entrada del 11 de marzo de 1975 se desliza que el escritor tiene

cáncer, pero se trata de un tema tabú: “Sin embargo, con nadie pude hablar de mi enfermedad, de

la verdadera. Y todos saben de qué se trata, no es un secreto para nadie, una indiscreción de mi

sobrina Roxana me lo indicó. Reserva recíproca. Tabú. Igual que la tuberculosis de mi padre”

(2008: 439-440)131. La primera mención al cáncer aparecerá en la entrada del 7 de mayo de 1975,

cuando se refiera a él como “la enfermedad del cangrejo” y estableciendo alrededor de esta

situación un cerco de silencio, su propio tabú: “Mientras tanto seguiré llevando mi vida normal,

diciéndole a todo el mundo que me siento muy bien, que todo va viento en popa, por cortesía

simplemente, como mi padre ocultó durante veinte años el mal que lo roía” (2008: 447). En otra

anotación, el mal innombrable, el cáncer, es representado como un enemigo feroz, con dos

atributos metafóricos: la agilidad o la velocidad de su propagación en el cuerpo y su voracidad,

en el sentido de ser un mal que “devora” el cuerpo:

El cangrejo últimamente se ha avivado y desde hace unos días da verdaderos saltos de

pantera. Noches insoportables y en las mañanas esfuerzos inhumanos para levantarme. Y

a pesar de ello persisto en no ver a mi médico. Una amiga nuestra, Flora, que haciendo

130

Los versos compuestos por Ribeyro dicen: “Como barco que sale en busca del naufragio/ Levo anclas

cada día para hacerme a la vida/ No temo ni avería mar brava o mal presagio/ Otros antes jugaron semejante partida/

Mi arrojo no demuestra más que el arte del plagio/ Si zozobro qué importa en mi tumba perdida/ Que pongan vino

rojo el aire de un adagio/ Una pluma quebrada y el verso de un suicida” (2008: 6 de noviembre de 1974, 426).

131 La enfermedad es un tema muy sensible para Ribeyro y esto lo lleva a establecer algunas relaciones de

tipo empático con otros escritores. Hay una significativa entrada, la del 25 de abril de 1975, cuando Ribeyro

comenta algunas vicisitudes del ya fallecido Ciro Alegría: “Reuniendo datos para mi conferencia en Utrecht sobre

novela peruana, leo ´Trayectoria cronológica´ de Ciro Alegría, de unas cincuenta páginas. ¡Qué depresión me ha

causado esta lectura! Yo sabía que la vida de Ciro nunca fue fácil, pero ver acumularse año tras año enfermedades,

deudas, prisiones, hijos, divorcios, decepciones, es verdaderamente agobiador. Muy sensibilizado como estoy para

lo que sea enfermedades y dolor físico, siento en carne propia sus dolencias, desde que muchas de ellas las he

conocido: vómitos de bilis, dolores de cabeza, hemorragias, operación del estómago. Y aparte de eso sufrió de

tuberculosis y bronquitis permanente. Una verdadera vida de paria, a pesar de que al final fue diputado, pero qué

importa eso, ya estaba físicamente liquidado y espiritualmente también […] Destino trágico, en realidad, que me

obligará a revisar mi opinión sobre él, pues es injusto en este caso separar la vida de la obra” (2008: 443-444).

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225

honor a su nombre estaba floreciente, ha sido devorada en dos meses por el mismo mal.

¿Por qué dura tanto el mío? Yo no le ofrezco otra resistencia que el no tomarlo

demasiado en serio (2008: 22 de mayo de 1975, 450-451).

En cierto sentido, esta atribución de agilidad y voracidad132 a una enfermedad como el

cáncer no se contradice con un rasgo que detalla Sontag en su ensayo y que revela cierta

recurrencia a imágenes militares para describir este mal: “the controlling metaphors in

descriptions of cáncer are, in fact, drawn not from economics but from the language of warfare:

every physician and every attentive patient is familiar with, if perhaps inured to, this military

terminology. Thus, cáncer cells do not simply multiply; they are ´invasive´” (63).

En una escena de “relectura”, si cabe el término, Ribeyro vuelve a ocuparse de su

enfermedad, pero en un tono cercano al humor negro: “Relectura a vuelo de pájaro de mi diario,

desde la época de mi primera operación, hace dos años y medio. Veo que no hay tantas

referencias a mi enfermedad, como yo creía” (2008: 12 de agosto de 1975, 464). Hay una

anotación central, respecto del tema de la enfermedad. En dicha entrada, el autor se encuentra

frente a la revelación definitiva de su enfermedad. Esta vez no hay ironía, ni humor negro, ni

otras distracciones que nublen la aceptación de una condición de bastante gravedad. Esta

anotación coloca al autor de cara a su mal y no esquiva ningún patetismo:

Corroboro ahora por azar, al ver inesperadamente mi imagen en un espejo, el deterioro de

mi salud en los últimos días, de lo cual algo sabía por mi fatiga, mis noches infames, mi

desánimo. Pero me faltaba la ratificación gráfica, la única que verdaderamente nos

impresiona en esta época de cultura visual. Es cierto que no me habían faltado los espejos

antes, pero siempre me acerqué a ellos preparado, sabiendo más o menos lo que iba a ver

e interiormente dispuesto para recoger el aspecto más favorable. Pero ahora, al encender

132

Es interesante notar que en el poema titulado “Poema trágico con dudosos logros cómicos”,

perteneciente al poemario Álbum de familia (1971) el poeta José Watanabe (1946-2007), víctima también de cáncer,

se refería así al mal que mató a su padre: “Aquí todos se han muerto con una modestia conmovedora, /mi padre, por

ejemplo, el lamentable Prometeo / silenciosamente picado por el cáncer más bravo que las águilas”.

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226

bruscamente la luz del baño con la intención de buscar un remedio, me encontré con un

rostro amarillo, escuálido, agobiado, surcado por arrugas no de vejez sino de sufrimiento,

que me impresionó porque me di cuenta de que es el verdadero, el que los otros ven y yo

me negaba a reconocer como el mío. Ese rostro no miente y expresa todo lo que padezco

y todo lo que me espera. La extinción lenta, y por ahora, sin dolor (2008: 2 de octubre de

1975, 471).

Sin duda, las entradas correspondientes a los últimos cuatro años del diario se cuentan

entre las que más abundan en la exploración de la propia enfermedad y de todo el cúmulo de

sensaciones y reflexiones que esta circunstancia origina. La enfermedad va acompañada de la

escritura, se inscribe en ella: el malestar físico, el dolor, la náusea, el insomnio, cobran forma

primero en el cuerpo, pero se hacen legibles cuando asumen la letra como modo de expresión. La

enfermedad, si bien ha minado el ánimo del autor, no ha afectado varios proyectos de escritura133.

Al momento de las anotaciones citadas, Ribeyro se encuentra trabajando en el tercer volumen de

La palabra del mudo y pone en escena la urgencia de escribir una autobiografía. Resulta

interesante notar aquí que aunque los diarios permitan una reconstrucción fragmentaria de ciertos

momentos del itinerario vital del escritor, este parece desmarcarse de ellos como posibilidad

autobiográfica (y sin embargo, La tentación del fracaso está en capacidad de ofrecer información

tanto sobre la vida contingente como sobre la vida literaria o “la vida en la escritura” de su

autor)134. La urgencia es explicable. El cuerpo que la enfermedad “invade” y “devora” a paso

133

Es interesante lo que, en este sentido, nos hace notar Javier de Navascués: “El Ribeyro de los años

setenta, incluso de la década anterior, seguirá escribiendo hasta reventar, repitiendo en su diario sus quejas y sus

palabras de aliento, pero poco a poco va perdiendo aquella inocencia primigenia acerca del valor epifánico de la

literatura y, en sentido amplio, del lenguaje artístico” (De Navascués, 172).

134

Ana Gallego menciona que “el diarista, maniático de la escritura, se ve supeditado a la contingencia de

la banalidad toda vez que se separa por completo de la vida activa, y se vuelca hacia su interior. Para Ribeyro

escribir significaba vivir pasivamente, entregarse, sacrificarse; porque sólo cuando dejaba de hacerlo lograba

retomar su “vida activa”, su contacto con el mundo. De hecho la tensión entre literatura --vida interior, escritura del

diario íntimo-- y vida --volcada al exterior, disipada y licenciosa-- es el asunto nuclear del diario de Julio Ramón

Ribeyro” (Gallego, 5).

Page 232: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

227

rápido no es cualquier cuerpo. Es el cuerpo de un escritor que se encuentra ante la posibilidad de

no lograr cristalizar su proyecto creativo y artístico, de ver cómo el corpus de su obra se detiene

o deja de crecer significativamente. La conciencia de la mortalidad resulta un motivo

fundamental, sobre todo en los últimos años que este diario abarca135, y de ahí que los diarios

cobren también una importancia que está más allá de la cotidianidad: es el registro de un

momento liminar de la existencia, donde se dramatiza la finitud de la vida con una serenidad que

no se contradice con el patetismo. Y así como hay anotaciones que revelan la enfermedad en

toda su crudeza, hay otras en las que un impulso vital hace posible que el autor se sobreponga: “y

así primero comí un día puré de papas, otro día caminé diez metros, otro pude dormir tres horas

seguidas, y estas marcas fueron aumentando, hasta que al mes y medio pude ir a comprar el pan a

la tienda de la esquina y quince días después fui a una librería del Barrio Latino y luego fumé un

cigarrillo y más tarde bebí un vaso de vino” (2008: 17 de mayo de 1976, 493). Pero el péndulo

se inclina siempre hacia la certidumbre de tener los “días contados”: “Confío en que veré el año

1977, pero el 78 será difícil. Salvo que entretanto ocurra algo, no sé, lo que se llama un milagro.

Gasto el dinero que me falta jugando al loto, a la lotería, a los caballos. ¡Hasta qué punto es

necesario estar desesperado para confiar en estas cosas! (2008: 31 de octubre de 1976). Párrafos

arriba dijimos que la enfermedad venía de la mano de la escritura, pero, como vemos aquí, hay

otro acompañante: la precariedad económica. A pesar de que el texto conocido de los diarios

llega hasta 1978 y que quedan varios volúmenes pendientes de publicación, quisiera hacer notar

135

Como se sabe, La tentación dle fracaso se cierra el 30 de diciembre de 1978. Sin embargo, como el

mismo escritor mencionó, el proyecto de publicación de sus diarios era mucho más vasto, pues siguió escribiéndolo

en los 16 años posteriores y debe haberse detenido en fecha cercana a su muerte, el 4 de diciembre de 1994. La

viuda del escritor tiene en su poder los volúmenes restantes y no se sabe a ciencia cierta cuándo serán dados a

conocer. Sin duda, la lectura de lo inédito daría como resultado un cuadro más completo de la última etapa de vida

del autor.

Page 233: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

228

el círculo que se cierra entre el cuaderno que da inicio y el que marca el final de La tentación del

fracaso, porque crea un interesante efecto de coherencia y sentido al texto. Notemos que el texto

inicial, fechado el 11 de abril de 1950 dice: “Se ha reabierto el año universitario y nunca me he

hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera. Tengo unas ganas enormes de

abandonarlo todo, de perderlo todo. Ser abogado, ¿para qué? No tengo dotes de jurista, soy falto

de iniciativa, no sé discutir y sufro de una ausencia absluta de “verbe” (2008: 5). Por su parte,

en los textos finales del último cuaderno hay una angustia que va in crescendo con la conciencia

de recorrer un camino que lleva a la ruina. Así, por ejemplo, el 18 de diciembre de 1978, se lee:

“De más en más se va convirtiendo mi diario, en especial el de este año, en el cuaderno de las

lamentaciones. Testimonio de la sequedad, de la no obra” (2008: 663). Un círculo se cierra: del

error vocacional de 1950 a la impotencia creadora de 1978. Y el 30 de diciembre de 1978,

anotación que pone punto final a la edición por la que cito, comenta el escritor lo siguiente: “Si

mi unión con Alida fracasa algún día, no será tanto por la oposición de nuestros caracteres como

por la identidad de nuestros defectos. Su orden con mi desorden, su higiene con mi desaliño, su

sociabilidad con mi enclaustramiento […] no tenemos la menor idea del ahorro, de la economía,

de la intendencia de la casa y nos precipitamos inconsciente y casi desesperadamente hacia la

ruina” (2008: 666). El último párrafo de esta anotación final parece dar un giro inesperado e

interpone un plazo de esperanza, aunque de carácter algo providencial: “Y como ambos somos

ilusos --y por ello optimistas, a pesar delo que se diga de mí-- dejamos suceder las cosas con la

esperanza de que mañana o el mes próximo realice ella el negocio o yo la obra que nos permitan

salir a flote” (2008: 666). La tentación del fracaso, entonces, supera con creces la idea del diario

como mero registro cotidiano, para convertirse en testimonio intelectual y emocional, físico y

Page 234: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

229

espiritual, en bitácora de lo contingente pero también en libro de cuentas de la creación, además

de propiciar el diálogo con otros textos del propio Ribeyro. De ahí su importancia fundadora para

la tradición narrativa peruana y el lugar preminente de este texto en el ámbito hispanoamericano.

Page 235: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

230

CONCLUSIÓN

A modo de conclusión deseo ofrecer una reflexión final sobre los textos analizados en este

corpus, con la intención de establecer las conexiones, a veces no tan evidentes o no advertidas,

que existen entre ellos. De este modo, pretendo dejar por sentado que la elección de este corpus

obedeció a razones que iban más allá del gusto personal como lector. Un primer aspecto muy

importante que deseo trear a colación aquí es que en forma general, la crítica peruana ha leído

estos textos en el marco referencial del discurso autobiográfico. Los cuestionamientos a esta

circunstancia de lectura son casi inexistentes. Esto ha sido posible, creo, por la aceptación, por

parte de lectores y críticos, de que existe una notable fluidez en la relación de atribución que

existe entre el autobiógrafo y su texto, relación que sirve, a su vez, para legitimar o garantizar la

identidad entre autor, narrador y personaje que estos textos ponen o intentan poner en escena. En

segundo término, es interesante notar que los textos materia de mi investigación, si bien

pertenecen al discurso autobiográfico, se manifiestan en distintos subgéneros y registros. Así, por

ejemplo, tenemos que Mucha suerte con harto palo resulta de la reunión de escritos

autobiográficos dispersos, escritos sin ningún plan preconcebido o, para decirlo de otra forma, en

ausencia de un proyecto autobiográfico; los diarios que incluye Arguedas como parte de su

proyecto narrativo El zorro de arriba y el zorro de abajo, a pesar de cubrir un arco temporal

breve o de haber sido escritos por consejo médico, se adhieren en parte a las características del

diario de escritor (y he aquí una coincidencia importente con Ribeyro); Mario Vargas Llosa

moviliza en El pez en el agua una eficiente combinación de elementos de la autobiografía en su

sentido más clásico (vale decir, en la insistencia en el desarrollo de la personalidad) con otros

provenientes de las memorias (donde prima sobre todo lo heterobiográfico) en el marco de una

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231

estructura narrativa que replica la estructura de algunas de sus novelas: historias que se alternan

en capítulos impares y pares, dos líneas temporales (una desde la infancia hasta 1958 y otra

desde 1987 hasta 1990) quedando sus años en Europa en un extraño silencio; finalmente, Julio

Ramón Ribeyro, en La tentación del fracaso, labra con paciencia y rigor el que debe contarse

entre los más monumentales diarios de escritor del ámbito hispano, donde se puede apreciar la

convivencia del registro cotidiano de la experiencia con el taller del escritor y su autoconciencia

como autor de un diario. La idea de lo trunco, de lo inacabado, de lo no expresado, está también

presente en este corpus. Ciro Alegría no pudo aprobar las decisiones de su viuda, quien recopiló,

ordenó, editó y dio un sentido, mal que bien, a Mucha suerte con harto palo. Nunca podremos

saber, por ejemplo, si Alegría hubiera estado de acuerdo en la sorprendente disposición tomada

por su viuda de incorporar fragmentos de El mundo es ancho y ajeno como parte de sus

“memorias”. Los diarios de Arguedas, ya dijimos, cubren un tiempo muy breve. Pero

constituyen una especie de preparación para la muerte, o, más bien, una escritura que posterga,

cuando se reanima, la decisión de quitarse la vida. Sus diarios se convierten así en escritura

liminar, que impone un límite entre la vida y la muerte y es esto lo que da a los fragmentos que

componen sus cuatro diarios un pathos particular. El pez en el agua deja un clamoroso vacío

entre los años 1958 y el momento anterior a la nacionalización del sistema financiero peruano

por parte de Alan García en 1987. Años decisivos, que corresponden a la culminación de su

formación como escritor y a la escritura de sus libros más importantes, o de buena parte de ellos.

Silencio que hay que llenar, como lectores, como he probado en el capítulo tercero, apelando a

una enorme cantidad de textos que sin ser explícitamente autobiográficos podrían formar parte

de su autobiografía, como Historia secreta de una novela, donde se cuenta la gestación de La

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232

casa verde o La orgía perpetua, el libro sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary, una escena

de lectura que tuvo un poder decisivo en su formación como escritor. Por último, la parte édita

de La tentación del fracaso llega solo hasta 1978 y se sabe, de boca del propio Julio Ramón

Ribeyro, que por lo menos diez o doce diarios más estaban listos para ir a la imprenta cuando la

muerte lo sorprende en 1994. Un aura de silencio cubre, por el momento, este auténtico tesoro

autobiográfico. La representación autoral en el corpus de mi investigación muestra algunas

regularidades. Una de ellas consiste en que el autor aparece siempre como parte activa de la

discusión literaria y otros temas vinculados a la práctica de la escritura y la ética de trabajo. Así,

por ejemplo, lo demuestra Ciro Alegría cuando en sus memorias establece sus filiaciones dentro

de la tradición narrativa peruana y en el gesto de reconocerse parte de un grupo de escritores

preocupados por la representación artística del universo rural peruano; lo propio hace José María

Arguedas cuando discute el profesionalismo y el cosmopolitismo como valores literarios frente a

la idea de asumir la perspectiva de la comunidad y de lo local; Mario Vargas Llosa emprende el

camino de la consagración a la escritura como deber absoluto e irrenunciable, mientras Julio

Ramón Ribeyro no termina de agotar en su diario las reflexiones sobre la escritura diarística y

exhibe su condición y conciencia de artista marginal. La predestinación a la escritura es sin duda

un asunto importante en estos textos. El autor, en más de un caso, se presenta como un sujeto en

posesión de una vocación marcada por signos providenciales o por hechos en apariencia causales

o azarosos pero que en el futuro determinarán, articularán y darán sentido a la experiencia, a la

trayectoria vital. Ciro Alegría descubre tempranamente el “saber que será escritor”; José María

Arguedas se inicia como escritor en plena juventud, con unos relatos que marcarán sin duda el

derrotero de su obra posterior y en su proyecto póstumo se dramatiza precisamente su condición

Page 238: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

233

de artista de la palabra; Mario Vargas Llosa descubrirá muy pronto que la lectura le brinda no

solo la posibilidad de sumergirse en otros mundos, más deseables y mágicos, regidos por la

imaginación, sino también la oportunidad de escapar del violento universo del padre y de ahí dar

el salto a la escritura aparece como un proceso natural; por último, en sus diarios, Ribeyro deja

suficiente evidencia de su muy temprana vocación. La infancia o en su defecto la juventud, así

como la figura del padre, es otro rasgo presente en este corpus. En Ciro Alegría la infancia

aparece como un paraíso, es el momento del descubrimiento de la literatura y hay un recuerdo

del padre como una especie de guía intelectual. En Arguedas la infancia y el padre están

asociados a momentos de profundas heridas, como el mismo autor lo testimonió en diversas

ocasiones. La infancia marca el momento del encuentro con la cultura indígena, en tanto el padre

termina siendo una figura ausente, una figura del abandono. Para Vargas Llosa la infancia está

asociada con una existencia hasta cierto punto idílica que es interrumpida por la irrupción de un

padre violento y autoritario, cuya representación no escatima visceralidad alguna. Finalmente,

Ribeyro cifra en sus años juveniles la definición de su vocación literaria y parece guardar un

recuerdo venerable, aunque algo distante, de su padre, al parecer una figura severa. Por otro lado,

el corpus elegido en esta investigación tiene otra faceta central: el modo cómo cada uno de estos

textos se relaciona o emparenta con la propia obra de ficción de cada autor, planteando

problemas de diverso grado. Hablamos no hace mucho de la decisión de la viuda de Alegría de

incorporar fragmentos de una de sus novelas como parte del texto de las “memorias”, lo que nos

coloca frente al riesgo de confundir dos órdenes de referencia ciertamente distintos; en sus

diarios, Arguedas recuerda escenas de iniciación sexual que son prácticamente las mismas que

encontramos en sus primeros relatos, pero, además, decide que sus diarios son parte de su

Page 239: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

234

proyecto narrativo póstumo, la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, ambos textos se

imbrican de una manera tan tensa y significativa, que son inseparables, al punto de poner en

riesgo la inteligibilidad del texto global. Vargas Llosa en uno de los capítulos de El pez en el

agua, nos devuelve a un episodio autobiográfico que está en el centro de una de sus novelas más

celebradas, La tía Julia y el escribidor (1977), donde narra el escandaloso romance y posterior

matrimonio con Julia Urquidi, tía política del escritor, divorciada y mayor que él por más de diez

años. La novela, como se recuerda, alterna los episodios de este amorío con unas versiones de los

radioteatros de Pedro Camacho, una figura que sirve a la intención de la novela de dramatizar no

solo la vocación por la escritura sino también la creación de ficciones. Además, Pedro Camacho

se inmiscuye también en los capítulos referentes al amorío de Varguitas y su tía. El pez en el

agua replica la línea argumental central de la novela, pero esta vez no aparece Pedro Camacho,

criatura confinada a los dominios de la ficción. El problema no es solo el que puede plantearse en

la relación entre dos órdenes de referencia, sino también en su lectura: se trata casi de la misma

historia, pero vertida en registros diferentes, en respuesta a contratos de lectura que son también

divergentes. En cuanto a La tentación del fracaso el propio Ribeyro no oculta el puente que se

tiende entre los textos que componen su diario y los de textos pertenecientes a otros proyectos,

como Prosas apátridas o Dichos de Luder. En el capítulo cuarto, dedicado precisamente a

Ribeyro, propuse algunos ejemplos que mostraban que la escritura de Prosas apátridas no

solamente fue contemporánea al diario, sino también cómo la similitud de estilo y tono podía

hacer que algunos de estos fueran “intercambiables”. La correspondencia, que no es parte de mi

investigación, acentúa aún más la dispersión de lo autobiográfico en estos cuatro autores y

reactualiza la pregunta de qué criterios rigen la elección de un texto como autobiográfico por

Page 240: LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO

235

parte de los autores aquí reunidos. La producción epistolar de José María Arguedas y de Julio

Ramón Ribeyro ha sido publicada si no en su totalidad al menos en parte importante, mientras

que la correspondencia de Alegría se conoce mínimamente y la de Vargas Llosa reposa en los

archivos de la Universidad de Princeton, a espera de una lectura, ordenamiento, estudio y futura

publicación. Considero que muchos de los cuestionamientos que se han hecho al discurso

autobiográfico son relevantes y en más de un sentido tienen asidero y responden a sólidas lógicas

de lectura. Sin embargo, creo también que el carácter referencial del género todavía conserva

algunas fortalezas, que se manifiestan sobre todo en una serie de remisiones al mundo fáctico.

¿Cuál sería el sentido final de un texto autobiográfico, entonces, si solo fuera una impostura o

una máscara o si su intento de reconstruir momentos de una trayectoria vital fuera solo

prosopopeya? La lectura de estos cuatro textos me deja una intuición que seguiré explorando en

el futuro: que el discurso autobiográfico crea una especie de zona “intermedia”, en la que la

intervención a veces deformante de la memoria, la mediación del lenguaje y la condición de

artefacto del texto no logran socavar totalmente las verdades que subyacen a todo texto

autobiográfico. Es aconsejable leer estos textos con alguna sospecha, pero no tanto que impida

descubrir el sentido o los sentidos que quieren dar a la existencia.

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