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LA REPRESENTACIÓN DE LA FIGURA AUTORAL EN EL DISCURSO
AUTOBIOGRÁFICO EN LA TRADICIÓN NARRATIVA PERUANA
by
ALONSO-MARIA RABI-DO-CARMO
B.A., Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1997
M.A., University of Colorado at Boulder, 2003
A thesis submitted to the
Faculty of the Graduate School of the
University of Colorado at Boulder in fulfillment
of the requirement for the degree of
Doctor of Philosophy
Department of Spanish and Portuguese
2012
This thesis entitled:
La representación de la figura autoral en el discurso autobiográfico
en la tradición narrativa peruana
written by Alonso-Maria Rabi-Do-Carmo
has been approved for the Department of Spanish and Portuguese
Professor Peter Elmore, Chair of Committee
Professor Juan Pablo Dabove
Professor Leila Gómez
Professor Julio Baena
Other members:
Professor Juan Carlos Galdo
Date August 17th
2012
The final copy of this thesis has been examined by the signatories, and we
Find that both the content and the form meet acceptable presentation standards
Of scholarly work in the above mentioned discipline.
iii
Rabi-Do-Carmo, Alonso-Maria (Ph.D., Department of Spanish and Portuguese)
La representación de la figura autoral en el discurso autobiográfico
en la tradición narrativa peruana
Thesis directed by Professor Peter Elmore
The autobiographical discourse is currently a topic of enormous disputes in the literary field. One
of the most intense discussion has to do with the true reference value of this discourse. From post
structuralism, critics like Paul de Man and Roland Barthes questioned seriously, between 1970
and 1990, this aspect of autobiography. In recent years, however, there is renewed interest in
exploring the place of autobiography in the spectrum of narrative genres. This thesis adopts the
idea that autobiography is still able to maintain some ties to referentiality. And while
acknowledging that the mediation of language and memory make it impossible for a faithful
representation of the experience, there are areas of autobiographical discourse that still offer the
reader some sense minimum guarantees. In this thesis we contrast the questions of de Man and
Barthes with other positions, such as Philippe Lejeune, Paul Eakin or James Olney, who seek to
rescue referentiality. In this context, my dissertation explores four autobiographical texts from
the Peruvian tradition: Mucha suerte con harto palo (1976) de Ciro Alegría; El zorro de arriba y
el zorro de abajo (1971) de José María Arguedas; El pez en el agua (1993) de Mario Vargas
Llosa, and La tentación del fracaso (1992-1995) de Julio Ramón Ribeyro. The purpose of this
research is to describe the strategies of representation of the authorial figure that underlie this
corpus, based on one premise: what really matters in these texts is not the memory of the
iv
experience, but the sense that the experience acquired in the reading. Each of these texts presents
specific problems and together, they constitute an invitation to the discussion of a topic that, at
least in the Peruvian literary criticism tradition, is starting to show its first results.
v
CONTENTS
I. Capítulo I. Introducción……………………………………………………………….…..1
II. Capítulo II. Mucha suerte con harto palo (1976) de Ciro Alegría: Un caso de mediación
en el discurso de la memoria………………………………………………………….....14
III. Capítulo III. José María Arguedas: El ritual de la agonía……………………………......62
IV. Capítulo IV. Mario Vargas Llosa: Biografía de lector / Memorias de escritor.…..…....120
V. Capítulo V. El autor como diarista: La tentación del fracaso de
J.R.Ribeyro…..….......180
VI. Conclusión ……………………………………………………………………………..229
VII.Obras citadas……………………………………………………………………….…..235
1
CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN
Sobre el género autobiográfico pesan diversos cuestionamientos y acaso el más importante tenga
que ver con la duda sobre su carácter referencial. Tenido durante mucho tiempo como un
discurso que proponía una verdad y una sinceridad difícilmente objetables, la lectura de los
textos que pertenecen a este género sufre una notable disrupción con la aparición de
“Autobiography as De-Facement”, el célebre artículo de Paul de Man donde se postula la ilusión
referencial de los textos autobiográficos porque allí, sugiere el crítico, se dota de voz a lo que es
incapaz de hablar, se ofrece el don de la vida a lo que está irremediablemente muerto, se
construye allí, gracias a la figura de la prosopopeya, una máscara
textual1. El tema de esta investigación es, precisamente, el discurso
autobiográfico, representado en cuatro textos que pertenecen a la tradición literaria peruana del
siglo pasado: Mucha suerte con harto palo (1976) de Ciro Alegría; El zorro de arriba y el zorro
de abajo (1971) de José María Arguedas; El pez en el agua (1993) de Mario Vargas Llosa y La
tentación del fracaso (1992-1995) de Julio Ramón Ribeyro. Mi objetivo no es repetir una vez
más las críticas que se han hecho al discurso autobiográfico en cuanto a su poder referencial;
tampoco detenerme en sus paradojas (sujetos que solo existen como enunciado, por ejemplo). El
punto central consiste en llevar a cabo una exploración de la autorrepresentación de la figura del
1 Otro cuestionamiento muy agudo y perspicaz fue el de Jan Starobinsky, quien en La transparencia y el
obstáculo plantea como un imposible la fidelidad que el lenguaje intenta guardar por la vida en una autobiografía.
Incluso si ello llegase a ocurrir, discurre el crítico, estaríamos frente a una sustitución de la vida por el lenguaje, algo
ciertamente insostenible.
2
autor en este corpus, las estrategias que despliega cada texto en este sentido y, por supuesto, más
que discutir sus criterios de verdad o de capacidad referencial, tratar de desentrañar el sentido o
los sentidos que adquiere aquí la trayectoria vital de cada autor al poner en marcha su relato
autobiográfico. Así, algunas preguntas resultan muy pertinentes a esta aventura exploratoria.
¿Cómo se ve el autor a sí mismo? ¿Qué significados encierra el hecho de elegir
autorrepresentarse de una manera determinada? ¿Qué ansiedades revelan esas estrategias, qué
figuraciones se esconden tras ellas? Estas son las preguntas que sirven de base a mi trabajo y que
han ido moldeando y dando forma a mis pesquisas. Antes de detallar la manera cómo he ido
abordando estas cuestiones quisiera decir algo sobre los textos analizados. Como bien sabemos,
la tradición autobiográfica en el Perú, sin ser escasa o inusual, tampoco es notoriamente pródiga,
especialmente si se compara con otros géneros que ponen de manifiesto una abultada ventaja en
términos de producción, títulos y continuidad. Sí cabe decir eso, en cambio, de la tradición
crítica, que en este campo, al menos en el Perú, es realmente desértica, excepción hecha de dos
libros. Uno pionero, de Cecilia Esparza, titulado El Perú en la memoria. Sujeto y nación en la
escritura autobiográfica (2006); el segundo, más reciente, de Kathya Araujo: Dignos de su arte.
Sujeto y lazo social en el Perú de las primeras décadas del siglo XX (2009), que abren la
discusión sobre el discurso autobiográfico en el Perú en diversos frentes teóricos y temáticos.
Esparza ve en el discurso autobiográfico2 la posibilidad de proyectar desde la escritura individual
un diálogo con la colectividad nacional, pues “se afirma la subjetividad como lugar de
enunciación válido para la representación de una visión del mundo capaz de interpelar a una
2 El corpus elegido por Esparza está conformado por Las mil y una aventuras (1940) de José Santos
Chocano, El pez en el agua de Mario Vargas Llosa, El zorro de arriba y el zorro de debajo de José María Arguedas,
La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro, De mi casona de Enrique López Albújar y Antimemorias de
Alfredo Bryce.
3
comunidad de sujetos” (Esparza 14) y la estudiosa da por sentado que “la construcción de la
memoria, la reflexión sobre la subjetividad, aparecen asociadas de manera indisoluble a las
distintas construcciones sobre lo nacional que subyacen de manera más o menos consciente al
impulso autobiográfico” (Esparza 14-15). En tanto Araujo3 se centra en el estudio de la
configuración social del sujeto, poniendo énfasis en “el arte que debe desplegarse para
producirse y sostenerse como sujeto en lo social” y en cómo “el sujeto es precisamente gestado
por ese arte”: “Los textos autobiográficos son una entrada relevante para abordar el problema de
las configuraciones e ideales del sujeto, por cierto no porque sean testimonios fieles a la realidad
del Yo y lo narrado, sino porque revelan las estrategias y posibilidades de producción de sí” y
“una serie de representaciones acerca del Yo” que responden a la “necesidad de legitimación del
propio lugar de autobiógrafo” que pasa a ocupar el sujeto en este discurso (Araujo 13-29).
Huelga decir, por cierto, que la negación absoluta de la referencialidad haría imposibles o, mejor,
inviables, lecturas como las que postulan y defienden Esparza y Araujo. Pues bien, esa misma
entrada “relevante” es la que busca la presente investigación, pero en relación no tanto a los
lazos sociales --que por supuesto poseen toda la importancia del caso-- o a la proyección de la
subjetividad como esbozo de lo nacional, sino con la ejecución de una escritura que, entre otras
cosas, nos ofrece, además de un relato de vida --con mayor o menor duración, según el caso-- la
imagen de un autor (de una “persona literaria” si se me permite el término) y sus preocupaciones
3 Kathya Araujo centra su análisis en la lectura de tres textos: Las mil y una aventuras de José Santos
Chocano Chocano, Mi vida profesional: Apuntes autobiográficos del ingeniero Alberto Jochamowitz (1931) de
Alberto Jochamowitz (1888-¿?) y varios textos de la escritora modernista Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), entre
ellos Mi vida con Enrique Gómez Carrillo (1929).
4
centrales: la lectura, la escritura y la autopercepción que tiene de su lugar en el contexto
intelectual y cultural peruano.
El primer libro que analizo en este trabajo es Mucha suerte con harto palo, las
“memorias” de Ciro Alegría (1909-1967), un texto que presenta problemas muy particulares. El
primero de ellos su carácter de montaje: publicado en forma póstuma, reúne textos de todo
calibre (algunos efectivamente autobiográficos) publicados azarosamente y cuando apremiaba la
economía del escritor, lo que cancela la posibilidad de un “proyecto autobiográfico” sistemático
y consciente. El segundo: la ausencia del autor en decisiones fundamentales y que sin duda
pertenecen al ámbito autorial, como qué textos incorporar y cuáles no: lo que se lee en Mucha
suerte con harto palo es el resultado de la edición llevada a cabo por la viuda de Alegría, con
posterioridad a la muerte del escritor. No olvidemos que al encarar la escritura de un texto
autobiográfico el autor se ve frente a la necesidad de escoger qué sucesos incorporar al proyecto
y cuáles dejar de lado y también debe atender a otra necesidad, que no es otra, como lo recuerda
Gusdorf, que dejar plasmadas algunas escenas de carácter “emblemático” (Olney 28-48).
Partiendo de esta idea surge otro cuestionamiento a la transparencia y referencialidad del
discurso autobiográfico, esta vez por cuenta de Hayden White, quien sostiene que, en efecto,
estas decisiones se ponen en práctica tanto en el discurso ficcional como en el histórico y dejan
abierta la duda sobre cuán fiel a la verdad es o puede llegar a ser la representación del yo (Olney
81-100). De modo que la elección y ordenamiento del texto, que además registra significativas
variaciones en sucesivas ediciones, como bien explicamos en el capítulo respectivo, fue
responsabilidad de Dora Varona, que puso de manifiesto un legítimo principio de devoción por
Alegría, sin que ello impida notar problemas en el diseño de las “memorias”. Descontando estos
5
problemas, sin embargo, queda ante nosotros una imagen autoral de Alegría, una imagen que
presenta aristas de gran interés y que van desde la necesidad de inscribirse “literariamente” desde
su nacimiento y bautizo hasta la ansiedad de ocupar un lugar en la tradición narrativa peruana,
pasando por un factor crucial: el hecho de haber sido Alegría el pionero, en más de un sentido, de
la profesionalización de la escritura en el Perú y se muestra como figura fundadora también en la
defensa de sus derechos de propiedad intelectual, como muestran las varias campañas que intentó
liderar contra la piratería editorial, incluida claro está la de sus propios libros. Paradójicamente o
no, la dispersión de los materiales que forman Mucha suerte con harto palo, su escritura
irregular en el tiempo, la intencionalidad de Dora Varona al reordenar los fragmentos que
componen el libro, arrojan un resultado: la emergencia involuntaria de un “yo” dotado de rasgos
y características que nos permiten, a su modo, reconstruir parte de la figura de Ciro Alegría. El
segundo texto es El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma de José María
Arguedas (1911-1969), escrita como parte de una terapia contra profundos traumas que el autor
arrastraba desde su infancia y que incluye también un diario de corta duración (los cuatro diarios
incorporados a la novela no llegan a cubrir un arco temporal de dos años) pero de enorme
significación. Este proyecto narrativo puede entenderse como el punto culminante de la
necesidad arguediana de traducir en literatura la experiencia personal, como dejan adivinar los
relatos de Agua (1935) y especialmente la novela Los ríos profundos (1958), merecedora, en más
de una ocasión, de lecturas, muy coherentes además, en clave autobiográfica. La imagen autoral
que ofrece El zorro de arriba y el zorro de abajo es la de una figura trascendente y que encarna
no solo la representación de una figura sacrificial y ritual (el suicidio y su metódica preparación,
casi como si se tratara de un espectáculo, las indicaciones funerarias que cierran el diario, entre
6
otras cosas, son muestra de ello), sino también de un horizonte utópico para la sociedad peruana,
porque aquí la muerte del autor no se presenta en un sentido final y agónico sino más bien como
la posibilidad de una renovación, de un resurgimiento, inspirada sin duda en un ánimo mesiánico
y redentor. Los diarios que forman parte de este relato ofrecen también muchas señales sobre las
afinidades estéticas del escritor y sus opciones éticas en el campo intelectual y literario tanto
nacional como latinoamericano. El aprecio declarado de Arguedas por las obras de Juan Rulfo,
Joar Guimaraes Rosa o César Vallejo, así como la radical distancia que toma frente al
cosmpolitisimo de Julio Córtazar (muchos recuerdan la agria polémica protagonizada por ambos)
y al profesionalismo a ultranza de Carlos Fuentes, por ejemplo, dan cuenta de una
autopercepción que apunta a definir al artista en un campo que se ubica entre lo mágico y la idea
del compromiso social. Continúa nuestra exploración con una lectura de El pez en el agua, de
Mario Vargas Llosa (1936- ) que articula la imagen autoral a partir de dos ejes fundamentales:
la relación tensa y significativa entre las dimensiones del éxito y el fracaso y, por otro lado, la
fuerza de las revelaciones traumáticas como origen de la escritura. En el primer caso aludo a la
experiencia que sirvió de detonante a le escritura de sus memorias: la derrota electoral en las
elecciones peruanas de 1990, vale decir, el fracaso político, en contraste con una ética de trabajo
y una constancia en la escritura, asumida como un deber profesional y excluyente, como base de
una experiencia exitosa. En el segundo punto, me refiero a una revelación que dejaría honda
huella en Vargas Llosa y de alguna manera marcaría su relación la literatura: descubrir a los diez
años de edad que su padre, de quien le habían hecho creer que esta muerto y en el cielo, estaba
en realidad vivo e irrumpe en la vida del escritor con una carga de violencia y maldad que
produce un trauma enorme pero también una respuesta: la escritura, y he aquí un vínculo
7
importante con Arguedas, como parte indesligable de la experiencia. No es casualidad, entonces,
que el escritor haya elegido el episodio del reencuentro con el padre como punto inicial de sus
memorias. Añado una tercera dimensión, que llamo provisionalmente la “biografía” de un lector,
en relación al descubrimiento placentero de la lectura (siempre de la mano de una fundadora
“escena de lectura”, como la llama Silvia Molloy) y su transformación en actividad crítica y
profesional, al punto de reflejar en esa actividad sus propias obsesiones como creador de
ficciones. Concluyo esta investigación con una revisión de algunos temas importantes presentes
en La tentación del fracaso, el diario de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), el más ambicioso de
su género escrito en el Perú y acaso en el ámbito hispano. La autorrepresentación que opera en
La tentación del fracaso me interesa en tres aspectos puntuales: primero, la idea del escritor
como lector y autor de diarios; las relaciones que se tienden entre varios fragmentos de su diario
y otros textos suyos y, finalmente, la imagen del autor asociada al padecimiento de una
enfermedad cuya revelación paulatina no será menos dramática: el cáncer. En relación con el
primer punto, hay una notable exhibición de conciencia de la escritura del diario en La tentación
del fracaso, que por momentos se transforma en un espacio “metadiarístico”, de reflexión
constante sobre este quehacer. No se trata ya de un mero registro de la experiencia cotidiana y
doméstica (por cierto también presente) sino sobre todo de la experiencia misma de escribir un
diario, lo que no excluye otra experiencia recurrente: la lectura de diarios. Ribeyro supera con
creces la idea tradicional del diario, porque el suyo es un diario de escritor, que apela a la libertad
de composición y a la mirada constante sobre su quehacer literario como tema central. Del
mismo modo, La tentación del fracaso tiende un puente clarísimo hacia otras zonas de la obra de
Ribeyro (igual de “menores” y “marginales” que el diario mismo), en especial la que ocupan los
8
fragmentos de Prosas apátridas (1975), cuya escritura es referida varias veces en el diario y
Dichos de Luder (1989), un libro que está a caballo entre la minificción, el miniensayo y el
aforismo. La enfermedad atraviesa la escritura del diario y define un espacio de pathos personal.
La enfermedad, además, se revela poco a poco. Comienza con unos malestares físicos que se van
repitiendo con perversa recurrencia, una narración de padecimientos, visitas al médico, exámenes
y operaciones que culminan con el diagnóstico inapelable, el mal tabú: el cáncer, representado en
el diario de modo similar a como Susan Sontag inscribe e imagina el mal en la tradición literaria
occidental en su famoso libro Illness as a Metaphor (1978). Lo que arrojan estos cuatro textos
en conjunto es un variado y complejo repertorio de representaciones del Yo. Se podrá objetar que
todos los textos autobiográficos hacen lo propio. Sin embargo, en la tradición peruana, los cuatro
textos invocados en esta investigación alcanzan en cuanto a la figura autoral, una riqueza
particular, como hemos apuntado brevemente hasta ahora4. Acusados rasgos de esta
investigación son su carácter ecléctico y su preferencia por una lectura cercana de los textos.
Carácter ecléctico porque muy pronto notará el lector que carece de un marco teórico general,
aplicable a todo el trabajo, y cada capítulo desarrolla temas específicos y particulares que mi
lectura intenta desentrañar. Lo que sí comparten los cuatro capítulos de mi investigación es el
4 Esa misma razón me asistió para dejar de lado otros textos de esta familia, como Antimemorias I y II de
Alfredo Bryce Echenique (proyecto conformado por los volúmenes Permiso para vivir (1993) y Permiso para sentir
(2005)) o De mi casona (1924) y Memorias (1966) de Enrique López Albújar (1872-1966). En el caso de Bryce, el
discurso autobiográfico se aleja de la representación autoral para centrar la experiencia vital en el encadenamiento
casi sin fin de anécdotas y otros sucesos, por el que desfila una enorme cantidad de personas y personajes y también
porque crea una zona de indefinición de evidentes implicancia éticas cuando menciona que “no hay mejor vida que
la que uno se inventa”. En cuanto a López Albújar, De mi casona evoca la infancia del autor en Piura, pero su
presencia de va diluyendo de a pocos, cediendo el paso a la historia de la casona familiar y a un relato que va
configurándose como un pequeño ensayo de historia regional. Memorias, por otra parte, se enfoca sobre todo en el
desempeño de López Albújar como magistrado en varios puntos del país (fue juez instructor en Huánuco, por
ejemplo) dejando prácticamente ningún espacio a su quehacer literario.
9
intento --muchas veces no declarado-- de situarse en un punto medio entre la idea del pacto
autobiográfico de Lejeune, especialmente cuando el lector acepta la coincidencia entre autor,
narrador y personaje que opera en el discurso autobiográfico, y los cuestionamientos de Paul de
Man en lo referido a la referencialidad ilusoria que de acuerdo a él preside el
género. Acepto que la mediación del lenguaje es el obstáculo mayor de la referencialidad:
este sin duda opaca al sujeto y su experiencia, al punto que resulta imposible analogar ambas
dimensiones en la escritura. Pero por más “ilusoria” que sea esta referencialidad, el discurso
autobiográfico conserva la capacidad de remitirnos a una materialidad documental que deja
entrever algún atisbo de verdad fáctica, que nos permite trazar todavía una delgada línea de
separación frente a los textos de ficción. Fronteras borrosas, pero no indiscernibles en un buen
número de casos. Por eso esta lectura se resiste a condenar a la indefinición genérica o a la
imposibilidad referencial, por ejemplo, al Ciro Alegría que gana dos premios literarios de
renombre en distintas partes de América; al José María Arguedas que planea su muerte, organiza
sus funerales y nos ofrece junto con ello un conmovedor testamento ético, intelectual y artístico;
al Vargas Llosa que descubre el terrible mundo del verticalismo paterno y encuentra algún alivio
en la escritura o al Ribeyro picado por el “cangrejo” como llama con reiteración a su enfermedad
en La tentación del fracaso. Y es que es la lectura, como afirma Lejeune, la instancia en la que
uno puede aprovechar mejor, de aceptar el pacto que propone, el poco anclaje que pueda tener
todavía la autobiografía en la realidad. No se trata pues de asumir a rajatabla lo narrado en una
autobiografía como verdad; tampoco de negar que a partir de la lectura de un texto
autobiográfico podamos ir a buscar el sostén documental del relato contenido en él. Tampoco se
trata de negar que el sujeto autobiográfico es producto del lenguaje y la escritura. De hecho lo es.
10
¿Pero si acatáramos el cuestionamiento de De Man a ojos cerrados, por ejemplo, cuál sería
entonces la utilidad de la autobiografía? Aún más, cabría preguntarse ¿por qué existe un género
como este, que pretende arrogarse la verdad pero es solo una máscara? Históricamente hablando,
los autores de textos autobiográficos han insistido muchas veces en la buena fe y la sinceridad de
su escritura. San Agustín, en sus Confesiones narra dos historias: una historia de vida y una
historia de conversión y el que lo haga ante una instancia superior, vale decir Dios, le sirve de
garantía; mientras tanto Rousseau, en su libro del mismo título que el de Hipona, nos dice a sus
lectores que estamos frente a un libro “de buena fe”. Bien afirma Lorena Amaro que “sea quien
sea el padre de la autobiografía, los primeros escritores que intentaron desarrollar un concepto de
su yo y de su inserción en el mundo pretendieron para su obra un estatuto de verdad: subrayaron
el carácter histórico de sus relatos y quisieron legitimarse como garantes de sus propias
narraciones” (Amaro 26-27). De alguna manera, autores como San Agustín o Rousseau estaban
premunidos de otra lógica, que Amaro explica en estos términos: “El autor del texto
autobiográfico detenta, propiamente, ´autoridad´ sobre el relato de su vida: él, como nadie, debe
saber sobre sí mismo, como debe también poder transmitir ese saber a un lector. Durante mucho
tiempo, prima la consideración de la autobiografía como relato histórico [y] real” (Amaro 27).
Esta idea también encuentra eco en un famoso texto de Goethe, Poesía y verdad en el que se nos
indica que la finalidad de un texto autobiográfico es sobre todo lograr la representación de un
hombre en el contexto y las circunstancias de su época. Sin embargo, por esos mismos años, los
hermanos Schlegel, como lo recuerda Nora Catelli, “adjudican la escritura autobiográfica a
prisioneros del yo, neuróticos, mujeres y mentirosos. Los llamados autobiógrafos son para ellos
autopseutos, esto es, individuos que mienten sobre sí mismos” (Catelli 10). Pero en este trabajo
11
nos apropiamos de la idea de James Olney, cuya defensa de la referencialidad está basada en un
criterio de cierta correspondencia entre una vida escrita y la experiencia de un sujeto real. Olney
critica a su vez la negación total de la referencialidad, al no aceptar la disolución del yo que está
implícita en esa negación y al decir que esa negación prácticamente ha reducido el discurso
autobiográfico a un tartamudeo “y la crítica a ese discurso en un balbuceo sobre el tartamudeo”
(Eakin: 80). Igualmente, para Olney, la autobiografía, además de ser un tipo de escritura, es
también un modo de lectura (Olney 38-50). John Paul Eakin es otro teórico que aboga por la
comprensión de los discursos autobiográficos dentro del campo del arte referencial. Lo
interesante es que Eakin formula su defensa de lo referencial a partir de un texto que lo niega:
Roland Barthes por Roland Barthes (1975), un texto que disloca el discurso autobiográfico en
sus elementos centrales y en el que tanto el orden cronológico como la construcción de la
subjetividad son alterados de modo permanente. Se trata de un texto altamente fragmentario y de
una subversión de los códigos de la autobiografía y a juicio de Amaro es “una colección de
aforismos, una novela, un ensayo de teoría textual, un álbum fotográfico; en fin, un relato que
busca el placer no solo del lector, sino también de quien escribe y se ve no reflejado sino
esparcido en su escritura” (Amaro 31). Eakin, en su lectura de Roland Barthes por Roland
Barthes, sentencia: la firma que oculta o espera ocultar al sujeto acaba por revelarlo. La firma y
su materialidad, el nombre propio, constituyen para Lejeune un aspecto fundamental de su teoría
por cuanto, según él, es esto lo que permite despejar la zona de indefinición que existiría entre
ficción y autobiografía: la identidad del nombre propio compartido por el autor, el narrador y el
protagonista (Eakin 14). Pero no basta que esta coincidencia ocurra efectivamente en un texto,
hace falta también que sea captada por el lector, como nos lo recuerda Eakin (Eakin 15). El
12
nombre propio en el contexto autobiográfico resulta el término final de la autorreferencia,
término que nos conducirá a “una persona real” cuya existencia es certificable y consta
legalmente (Lejeune 57-61). Otro aspecto importante en la teoría de Lejeune tiene que ver con
el llamado “principio de sinceridad”, sin el cual, apunta Eakin, “la autobiografía corre el riesgo
de perder su estatus como género diferenciado y de confundirse completamente con la ficción”
(Eakin: 20). Luego Lejeune se ocupa del autor y dice algo que, veremos en un momento, parece
ajustarse con cierta comodidad al corpus propuesto en esta investigación:
Un autor no es una persona. Es una persona que escribe y publica. A caballo entre lo
extratextual y el texto, el autor es la línea de contacto entre ambos. El autor se define
simultáneamente como una persona real socialmente responsable y el productor de un
discurso. Para el lector, que no conoce a la persona real pero cree en su existencia, el
autor se define como la persona capaz de producir ese discurso, y lo imagina a partir de lo
que produce. Tal vez no se es autor más que a partir de un segundo libro, cuando el
nombre propio inscrito en la cubierta se convierte en el factor común de al menos dos
textos diferentes y da, de esa manera, la idea de una persona que no es reducible a
ninguno de esos textos en particular, y que, capaz de producir otros, los sobrepasa a todos
(Lejeune 61).
Es interesante notar algunas cosas en relación al corpus analizado en esta investigación.
En primer lugar, ninguno de los textos que forman ese corpus cuestiona abiertamente su
condición de “autobiográfico”, el intento de sus autores de pretender plasmar mediante el
lenguaje y la escritura, una versión parcial e inacabada de su trayectoria vital. Incluso puede
darse el caso, como en Ribeyro, de tomar cierta distancia irónica frente a este hecho, pero eso
nunca conducirá a su negación absoluta. Por otra parte, estos cuatro textos aparecen no como
primeros libros sino corresponden a momentos de gran madurez artística e intelectual --y, en dos
casos, Alegría y Arguedas, fueron publicados póstumamente--, cuando ya sus autores son
escritores consagrados por la crítica y los lectores y son parte, en menor o mayor medida, del
13
canon literario latinoamericano. El peso que alcanza el nombre propio en estos casos bien podría
ser determinante y en cierto sentido lo es: la propia tradición crítica peruana se ha acercado a
estos y otros textos autobiográficos de varias maneras y, coincidentemente, sin la intención de
exhibir las costuras, las ambigüedades o los problemas inherentes al género, sino más bien con
un criterio de orden referencial, atendiendo quizá más a la etapa del bios y no tanto a la del
graphos, en la que se manifiesta la crisis de lo autobiográfico. Esa senda de relativa
referencialidad es la que, a su manera, quiere continuar esta investigación.
14
CAPÍTULO II
MUCHA SUERTE CON HARTO PALO (1976), DE CIRO ALEGRÍA: UN CASO DE
MEDIACIÓN EN EL DISCURSO DE LA MEMORIA
Mucha suerte con harto palo es el título bajo el cual aparecieron, en 19765, las memorias del
escritor peruano Ciro Alegría, un texto que presenta varios problemas, tanto en el proceso de su
escritura, realizada sin ningún plan o nada que delatara la intención del autor de acometer esta
tarea de modo sistemático o con una mínima organización o voluntad de dar vida a este volumen,
cuanto en el de su edición, que fue póstuma, pues el escritor había fallecido en 1967 y fue su
viuda, Dora Varona6, la encargada de recopilar los escritos de carácter autobiográfico del autor y
reunirlos en unas memorias “armadas por mí” 7, como subraya enfáticamente la propia Varona
refiriéndose a su labor como compiladora y editora del libro. Así, Varona declara y admite el
carácter heterogéneo del texto, construido a partir de un montaje de materiales escritos por
5 El libro, en un solo volumen, apareció en Buenos Aires, en Editorial Losada. Hay dos ediciones
posteriores: Varona Ediciones (Lima, 1978) y Editorial Oveja Negra (2 vols., Bogotá, 1980).
6 Nacida en Santiago de Cuba, en junio de 1930. Actualmente radica en Lima, Perú.
7 Ciro Alegría y su sombra (Lima: Planeta, 2008) es, a la fecha, la única biografía de Ciro Alegría. Se trata,
según Tomás Escajadillo, de una nueva versión de un libro anterior, titulado Ciro Alegría. La sombra del cóndor
(Lima, Diselpesa, 1993), como señala en su artículo “Alegría y las equivocaciones de Dora Varona”, aparecido en el
diario La República (Lima, 9 de agosto de 2008). Equivocadamente los editores de Ciro Alegría y su sombra llaman
a este libro “novela” y, sorprendentemente, un crítico como Carlos Villanés, responsable de las ediciones críticas de
Los perros hambrientos (Cátedra, 1996) y El mundo es ancho y ajeno (Ediciones de la Torre, 2000), acepta sin
mayor cuestionamiento la denominación (ver su artículo “Ciro Alegría en los ojos de Dora Varona” en La
República, 19 de julio de 2008).
15
Alegría en diversos registros, desde el epistolar hasta su propia obra de ficción, pero escritos —
insisto en subrayar este aspecto— sin el propósito o la voluntad explícita de constituir un libro de
memorias, aun a pesar del tono autobiográfico que presentan muchas de las piezas sueltas que
integran el volumen. Efectivamente, en las páginas finales de Ciro Alegría y su sombra (2008),
biografía de Alegría escrita por Dora Varona, la autora da cuenta de los últimos días de vida del
escritor y nos ofrece un revelador pasaje sobre el origen y la producción de lo que nueve años
después de la muerte de Alegría sería Mucha suerte con harto palo:
“Uno de los tantos días de esta última gripe le consulté si me permitiría recopilar y
ordenar cronológicamente sus escritos autobiográficos. Se me había ocurrido que esa era
la base para que se decidiera a escribir sus memorias. Riéndose comentó:
—¡Vaya trabajito el que te vas a echar!
Pues lo inicié después de su muerte y lo terminé. El libro me costó siete años, entre
investigación, fichado, ordenamiento y prólogo. Ahí están sus memorias armadas, Mucha
suerte con harto palo, como yo las vi desde el principio, llenando al lector de deleite y de
conocimientos. Lamento que Ciro no las pudiera revisar y ampliar” (Varona 327).
En este recuerdo hay, evidentemente, un antes y un después, ya que pasamos de lo que en
un principio iba a ser un trabajo que le serviría de base al propio Alegría para escribir sus
memorias (mediante una decisión voluntaria y consciente, según colegimos de lo relatado en este
fragmento) a lo que finalmente terminó siendo el volumen, es decir, las memorias de Ciro
Alegría, pero “como yo las vi desde el principio”, consecuencia de una intervención y mediación
cuya legitimidad no cuestionamos (al menos en la intención de Varona de dar a conocer estos
materiales), pero sí la pretendida inscripción del texto dentro del género autobiográfico, en la
variante de las memorias. Si seguimos con fidelidad lo dicho por Varona aquí, hay un proceso
ausente, que es la revisión y ampliación de estos materiales por parte de su propio autor, proceso
que la muerte de Alegría lamentablemente evitó. ¿Cómo, entonces, puede llamarse o subtitularse
16
“memorias” a un texto formado por un conjunto heterogéneo de materiales cuya escritura no
respondió a un plan preconcebido por su autor y que no pudo contar con su aprobación? Es
entonces que cobra sentido la acotación “armadas por mí” que enuncia Varona. Pero, al mismo
tiempo, deslegitima la posibilidad de una inscripción fluida y no problemática del texto en el
género autobiográfico. A estos problemas iniciales hay que sumar otro, que tiene que ver con el
destino final de los textos que conforman las memorias, textos que han sido manipulados en
varias oportunidades y han sido extrapolados para formar parte de otros volúmenes. Es el caso de
Ciro Alegría, trayectoria y mensaje, volumen organizado también por la misma Varona y
publicado en 19728, durante el proceso de selección y ordenamiento de las futuras memorias y
también de Novela de mis novelas9, editado por Ricardo Silva Santisteban, el último de los cuales
ni siquiera se toma la molestia de mencionar la procedencia de los textos. Incluso el mismo
procedimiento de selección y ordenamiento de los textos que Varona incorpora a las memorias
8El volumen apareció en Lima, en 1972, bajo el sello Varona Ediciones. El índice del libro no consigna los
nombres de los colaboradores (el crédito figura en páginas interiores), pero contiene lo siguiente: Una cronología de
Alegría, que se abre con una ficha genealógica que alcanza hasta los bisabuelos del escritor (9-57), una parte del
artículo “Novela de mis novelas”, específicamente la que corresponde a La serpiente de oro, artículo publicado
originalmente en 1939 (59-62); el trabajo crítico de Alberto Escobar titulado “La serpiente de oro o el río de la
vida”, el mismo que se publicaría en 1993 en forma de libro (63-149); un nuevo fragmento de “Novela de mis
novelas”, dedicado esta vez a Los perros hambrientos (150-154); un trabajo crítico de Antonio Cornejo Polar,
titulado “La estructura del acontecimiento de Los perros hambrientos”, aparecido en la revista Letras de la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1965 (155-185); seguidamente se reproduce, bajo el rótulo “novela
de mis novelas” el prólogo escrito por Alegría para la décima edición de El mundo es ancho y ajeno, a cargo del
sello chileno Ercilla, edición que data de 1948 (186-199); seguidamente un texto titulado “Ciro Alegría según Mario
Vargas Llosa”, fechado en Londres en 1967, publicado por la revista peruana Caretas ese mismo año y reproducido
quince años después en la edición de Espasa Calpe, en Madrid, en 1982 (200-205); el trabajo crítico “Los principios
estructuradores de El mundo es ancho y ajeno”, de Tomás Escajadillo, que aparece en su libro Para leer a Ciro
Alegría (2007); el prólogo de Alegría a su conjunto de cuentos Duelo de caballeros editado por Populibros en 1963
(234-238), el comentario de dicho libro, a cargo de José Miguel Oviedo, en el suplemento “El Dominical” ese
mismo año (239-241) y cierra el libro una nota de Winston Orrillo sobre la obra póstuma de Ciro Alegría (242-250)
y finalmente una reseña de los colaboradores del volumen (251-258).
9 Publicado por el rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en el año 2004.
Aproximadamente la mitad de textos que forman este volumen provienen de la primera edición de Mucha suerte con
harto palo.
17
muestra el mismo problema, pero en otro sentido: la proliferación. En un acucioso artículo,
Tomás Escajadillo analiza algunos de los problemas que presenta Mucha suerte con harto palo a
partir de los criterios de Varona para construir el conjunto de escritos autobiográficos de
Alegría10. Escajadillo destaca en primer lugar el procedimiento de montaje realizado por Varona,
así como lo heterogéneo de los materiales contenidos en las memorias, que van desde cartas
hasta fragmentos de las propias obras de ficción de Alegría, pasando por artículos, crónicas y
otros escritos de diversa índole. Así, es frecuente encontrar que un pasaje de las memorias, con
un subtítulo propio, resulta de la mezcla de varios textos o se trata de un texto publicado
originalmente con título distinto. Ese tipo de decisiones rebasa el ámbito de la mera recopilación
u ordenamiento y por supuesto arroja dudas sobre las garantías que ofrece la figura autoral de
este texto, que es en realidad una figura post mortem. Esa ausencia de voluntad y decisión
consciente nos lleva a pensar irónicamente en el carácter de este desigual conjunto de textos
autobiográficos, en la medida en que se alejan de una idea surgida en el siglo XVIII y en
vigencia hasta mediados del siglo XX según la cual, “each individual possesses a unified, unique
selfhood which is also the expression of a universal human nature” (Anderson 5), pues
justamente Mucha suerte con harto palo es más bien un ejercicio de dispersión antes que de
unidad, representa el esfuerzo de una interpósita persona por articular una existencia diseminada
en decenas de textos aparecidos sin ninguna premeditación --mucho menos una continuidad-- y
que tenían como fin aliviar los apuros económicos del escritor. La imposibilidad del autor de
participar en la articulación de sus memorias tiene también otra consecuencia adicional que, en
10
El artículo, titulado “Alegría habla a los diez años de su muerte. Reflexiones, observaciones y reparos a
partir de la aparición de sus Memorias” apareció primero en la revista Texto Crítico en 1978 y luego sería uno de los
capítulos de su libro Ciro Alegría y El mundo es ancho y ajeno (Lima: UNMSM, Instituto de Investigaciones
Humanísticas, 1983).
18
este caso concreto, se traduce en la escasa estabilidad del texto y su consiguiente dificultad para
fijarlo. Basta comparar la primera edición de Mucha suerte con harto palo, que data de 1976,
con la última, en dos volúmenes (no se explica tampoco el criterio de esta división), de 1980. En
solo cuatro años, el texto presenta variaciones sustanciales, tanto, que la edición de 1980 parece
una selección o antología de la primera. La edición de 1980 suprime, en efecto, muchos textos y
pasajes que sí se encuentran en la edición original. Evidentemente, esta es una decisión que
termina por nublar definitivamente lo poco que quedaba de la figura autoral. Y para insistir una
vez más en el poco respeto que se ha tenido por el texto, la nota de la editora para la edición de
1980 no solamente imita la que escribió en 1976 (como si se tratara del mismo texto), tampoco
explica las razones de que se valió para efectuar supresiones tan significativas11. Tenemos a
mano, entonces, dos versiones de unas memorias que su propio autor no llegó a validar y cuyo
único viso de legitimidad procede del acto de ordenar y editar estos materiales por parte de su
viuda. En un rápido vistazo de los índices de ambas ediciones, podemos percatarnos
inmediatamente de los textos que quedaron en camino en el tránsito de la primera edición a la
última conocida de estos materiales. Al no explicarse el criterio empleado para llevar a cabo tales
11
La edición de 1980 obvia una línea fundamental presente en la de 1976, que habla de las fuentes de las
cuales proceden los textos. Suprime igualmente un epígrafe del mismo Alegría donde aparece la frase que da título
al volumen. A simple vista, el tamaño de los volúmenes en ambas ediciones nos da la idea de que entre ambas ha
operado una significativa supresión de textos. La edición de Losada alcanza casi 500 páginas; la de La Oveja Negra
no llega a 400. Añadamos que el formato de la edición Losada es más grande y tiene una caja (área de impresión)
bastante estrecha. Los textos suprimidos en la edición de 1980 son, además del citado en el cuerpo de esta
investigación: “Sabogal en Norteamérica”, “Ingerencia alemana en América”, “Obituario del fascismo”,
“Recordando a Franklin Delano Roosevelt”, “Ima Súmac, una amiga legendaria”, “El prejuicio racial en Puerto
Rico”, “Congreso Martiano de 1953 en La Habana”, “Impresión de Guy Pérez Cisneros”, “Asalto al cuartel
Moncada”, “Apología de la soledad”, “La niña de la lámpara azul”, “Santiago de Cuba y los balazos”, “El transeúnte
y la revolución”, “Aire habanero”, “El saldo de la sangre”, “Segundo poema impersonal”, “La muerte de un poeta”
(sobre Juan Ramón Jiménez), “Primera impresión de la Argentina”, “La fuerza armada y la revolución”, “Funerales
y resurrección de Ranrahirca”, “John Dos Passos en Lima”, “Los 80 años de Rómulo Gallegos”, “Cerveza de
Münich” y “Encuentro de narradores en Arequipa”.
19
supresiones, solo nos queda suponer que todo ello se debe a la arbitrariedad de la editora,
arbitrariedad que termina por mostrar muy poco respeto por la versión inicial de un conjunto de
textos que, aunque ordenados por ella, eran ajenos.
Es el caso, por ejemplo, de algunos poemas de Alegría, considerados en la primera
edición pero luego eliminados de la versión de 1980, como el titulado “Poema con destino de
parábola”, que más allá de su valor literario tiene un indudable valor documental. Igualmente, la
edición de 1980 incluye algunos pocos textos que no estaban presentes en la primera, como “El
problema negro” o “El escritor en la estacada”. Incluso una rápida comparación de ambas
ediciones pondría en evidencia otras diferencias significativas entre ambas, acaso la más
importante la que tiene que ver con la estructura y división interna de los textos. La de 1976 ha
sido organizada en “capítulos” numerados en romanos del I al XLXIX; la de 1980, en cambio,
presenta una estructura basada en una sucesión de pasajes y fragmentos divididos arbitrariamente
en dos volúmenes, fragmentos solo identificables por un subtítulo. Y aquí tampoco se agota el
problema. Algunos textos presentes en las memorias acaban formando parte de libros distintos,
todos ordenados, recopilados o editados por la propia Dora Varona. Citaré como ejemplo de
estas operaciones de corte editorial el caso de Gabriela Mistral12. En Mucha suerte con harto
palo se recuerda en varias oportunidades a la poeta chilena Gabriela Mistral, como en este
pasaje: “La impresión que me llevé fue grande. Gabriela me extendió, con llaneza no exenta de
altivez, una mano fina y tibia, mano de india. Su rostro, pese a los ojos verdes, me hizo recordar
12
Seudónimo de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, escritora, educadora y
diplomática chilena nacida en la ciudad de Vicuña, en 1885 y fallecida en Nueva York, en 1957. En 1945 le fue
otorgado el Premio Nobel de Literatura. Alegría conoció a Mistral en Estados Unidos. El pasaje en mención narra la
visita hecha por el escritor peruano a la casa de la poeta, en Santa Bárbara, California.
20
el de la indias” (1976: 251). El pasaje en su totalidad no es muy extenso (no excede las cuatro
páginas) pero revela con suficiencia la emoción y la identificación que provocan en Alegría el
contacto con la Nobel chilena.
Esto es lo que puede leerse en la edición de 1976. En 1980, el mismo año en que aparece
la remozada versión de Mucha suerte con harto palo, se publica un breve libro, titulado Gabriela
Mistral íntima13 donde reaparece el texto citado, pero al que se le han añadido subtítulos, una
acción que Alegría, por obvias razones, no habría podido realizar, pues llevaba ya trece años de
fallecido. Evidentemente, la selección de material discriminó entre lo que se incorporaría en las
memorias y lo que pasaría a formar parte de Gabriela Mistral íntima, incluyendo el texto citado
en las memorias y sus posteriores correcciones. Algunas preguntas surgen después de comprobar
lo descrito: ¿No son estas decisiones que competerían al ámbito del autor? ¿No está Dora Varona
excediendo o sobrepasando una función de recopilación y edición? ¿No explica eso una
deslegitimación de las pretendidas memorias de Ciro Alegría por la excesiva mediación de una
persona distinta que interviene precisamente en la memoria, un terreno que asumimos debería
estar bajo control directo de su autor? A la vista de estas circunstancias que han rodeado la
historia textual de Mucha suerte con harto palo, resulta irónico pensar en este caso el discurso
autobiográfico como un modelo de orden, al menos desde la perspectiva romántica, como señala
Anderson: “[…] autobiography, understood in terms of a similarly transcendent or Romantic
view of art, is turned to in the first place because it offers an unmediated and yet stabilazing
13
El volumen, de 120 páginas, incluye el relato de cómo Alegría conoció a Mistral, reproduciendo el pasaje
ya citado en las memorias y añadiendo otros textos que completan la semblanza de la poeta chilena, además de un
intercambio epistolar. El libro, prologado por César Miró, quien fuera migo personal de Alegría, se cierra con un
apéndice inexplicable: cartas de Ligia Marchand, la segunda esposa del escritor, a Ciro Alegría. Gabriela Mistral
íntima. Bogotá: Editorial La Oveja Negra, 1980.
21
wholeness for the self” (Anderson 5), o en los términos de James Olney, para quien el discurso
autobiográfico se presenta como el más claro ejemplo de “the vital impulse to order” (Olney 3),
impulso que Anderson entiende como “the possibility of alleviating the dangers and anxietys of
fragmentation” (Anderson 5). Lo que tenemos a cambio de esta necesidad de orden y totalidad,
es más bien un orden vicario, producido por la editora y su estrategia de ordenamiento y edición
de un conjunto de textos que, precisamente, no alcanza ese anhelo de totalidad porque su
naturaleza es fragmentaria y el modo en que se presentan proviene de una operación de montaje
o collage. Entre los varios problemas que presenta el texto de Mucha suerte con harto palo se
encuentra la inserción de fragmentos de obras de ficción de su autor como parte de las memorias,
lo que provoca la confusión entre dos modos de referencia distintos, la ficción y el discurso
factual14, aun cuando sus fronteras por momentos no parecen estar tan radicalmente delimitadas.
Una de las consecuencias de la inserción de la ficción en el texto de las memorias es
precisamente poner en cuestión o deslegitimar un pacto de lectura que nos permitiría asumir,
desde los planteamientos de Philip Lejeune, tanto la identidad autoral (si, como se desprende de
la historia textual de Mucha suerte con harto palo, Alegría no vivió lo suficiente para dar su
aprobación a la reunión de textos) como el valor referencial o los aspectos verificables de la
experiencia y la trayectoria vital que nos ofrece el texto, además de la garantía de fiabilidad que
respaldaría dicha narrativa. Un ejemplo claro de esta inserción lo tenemos en la sección “Días
van, días vienen” que aparece en las memorias y se repite algunas veces al interior del volumen,
14
Consideremos aquí que los discursos literarios o de ficción se refieren a universos verbalmente posibles y
que encuentran fundamento en sí mismos. Es decir, no constituyen una referencia a los eventos o a los objetos
presentes en el mundo real. Al carácter intransitivo de la ficción, se opone la transitividad del discurso factual, que a
pesar de contar con la mediación de la misma herramienta que la ficción, el lenguaje, sí refiere a hechos y
experiencias pasibles de comprobación, cotejo documental o informativo. Obviamente, la confusión de estos dos
modos de referencia resulta altamente problemática.
22
como si fueran la secuencia de una sección o columna periodística. Pero “Días van, días vienen”
es precisamente el título del tercer capítulo de El mundo es ancho y ajeno (1941), considerada la
novela mayor de Alegría. Si se tratara solamente de la repetición de un título, quizá no habría
nada importante que observar; sin embargo, en la novela y en Mucha suerte con harto palo se lee
exactamente lo mismo: “Admiramos la natural sabiduría de aquellos narradores populares que,
separando los acontecimientos, entre un hecho y otro de sus relatos, intercalan las grandes y
espaciosas palabras: días van, días vienen… Ellas son el tiempo” (1976: 203-204, 1982: 55).
Esta, que es la voz de un narrador autorial en la función de comentarista dentro de la novela,
aparece también reproducida en las memorias. Para ser aún más precisos, son los dos primeros
párrafos del capítulo III de la novela los que se insertan. En este momento de la novela hay un
narrador que asume la forma de la primera persona plural (“admiramos”), la misma que podría
parecer inadecuada para el memorialista, sobre todo si se nos pretende convencer
inequívocamente de la identidad entre autor, narrador y personaje. El capítulo III de la novela
seguirá siendo narrado por este “nosotros”, mientras que en las memorias se reincorpora
nuevamente el yo después de la inserción invasiva: “Pasé dos meses en Laramie (Wyoming),
enseñando español en un curso intensivo que funcionó en la universidad de ese estado…” (1976:
203-204). Es interesante observar que una de las definiciones clásicas de autobiografía,
propuesta por Philippe Lejeune, además de considerar como algo central la postura retrospectiva
del relato, no implica, en posterior explicación, la construcción de un género constreñido a un
número invariable de convenciones, sino que admite la inclusión de otros materiales:
El texto debe ser fundamentalmente una narración, pero sabemos el lugar que ocupa la
narración en el discurso autobiográfico; la perspectiva debe ser fundamentalmente
retrospectiva, pero eso no excluye secciones de autorretrato, un diario de la obra o del
presente contemporáneo a la redacción, y construcciones temporales muy complejas; el
23
tema debe ser fundamentalmente la vida individual, la génesis de la personalidad; pero la
crónica y la historia social o política pueden ocupar algún lugar (Lejeune 51).
Lejeune revela que no trata tanto de “establecer los cánones de un género literario”
(Lejeune 50) como sí de conceder importancia a otros elementos que podrían considerarse como
complementarios al discurso autobiográfico, lo cual permitiría explicar la presencia, en un solo
texto, de componentes de variada procedencia o de características diversas. Por otro lado, deja
entrever que otra de las condiciones sine qua non ideadas por él para la posibilidad de existencia
de un discurso autobiográfico, es la “identidad del narrador y del personaje” marcada “por el uso
de la primera persona” en clara alusión al llamado “yo” autobiográfico (Lejeune 52). La idea de
Lejeune sobre el texto autobiográfico, empero, tropieza con una contradicción creada por el
propio crítico, al señalar que la “autobiografía es una forma especial de ficción”. ¿Afirmar esto
no es suficiente para romper el pacto de lectura que propone Lejeune? Recordemos que en el
sostén de ese pacto está en la defensa del valor referencial del texto autobiográfico, debido a su
condición de discurso factual, de texto sujeto al cotejo de datos, a la verificabilidad de su
información, en fin, a su examen documental. Si nos encontramos de pronto con que el texto
autobiográfico “es una forma especial de ficción”, entonces el pacto queda desestabilizado,
debilitado en sus garantías, pues tal afirmación introduce una ambigüedad escandalosa respecto
del estatuto del texto. En todo caso, una pregunta crucial sería si podemos considerar Mucha
suerte con harto palo como una narración, al menos en el sentido que Lejeune le da en su ya
clásica definición de autobiografía: “Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de
su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su
personalidad” (Lejeune 50). El efecto retrospectivo en Mucha suerte con harto palo, en esta
lectura, es más el resultado de un trabajo de montaje de textos diversos que del relato que hace
24
Ciro Alegría de su propia existencia, posibilidad negada por la forma cómo fueron escritos estos
materiales, de manera completamente aleatoria y al compás de necesidades económicas. Pero no
solo es el resultado de un montaje de textos; es también el resultado del trabajo de una
conciencia distinta (la de la editora) interviniendo en la experiencia de Ciro Alegría,
articulándola y dándole un sentido. Las palabras de Dora Varona antes de comenzar la lectura
son, en ese sentido, bastante claras:
Estas páginas no las escribió Ciro Alegría premeditadamente para sus Memorias. Él las
fue sembrando a voleo por la tierra en un lapso de casi cuatro décadas.
Yo, que compartí sus últimos once años, como alumna y esposa, he sentido la necesidad
de recoger estos escritos autobiográficos dispersos para llevarlos a la perennidad del
libro, como un vívido testimonio literario, histórico y humano.
Ordené los textos con profundo respeto, tratando de intuir, de adentrarme en Ciro, al
hacer la selección [énfasis nuestro] (1976: 7).
La advertencia confirma varias cosas que ya he mencionado anteriormente. Y no puede
ofrecer duda alguna el hecho de que ante la ausencia de un plan premeditado de escritura, la
editora, guiada por un principio de devoción --devoción que, por supuesto, no es cuestionable en
sí misma--, creó la necesidad de recopilar y organizar narrativamente estos materiales. Lo más
problemático, en todo caso, es el declarado intento de “adentrarse” en la personalidad de Alegría
al momento de efectuar la selección de los textos. ¿Qué significa exactamente ese intento? ¿Es
Dora Varona la autora implícita o podemos decir al menos que intenta desempeñar ese rol? Si
nos atenemos al aspecto material, sin duda alguna Ciro Alegría es el autor de cada uno de los
textos que aparecen en las memorias. Sin embargo, Alegría no tuvo injerencia alguna en la toma
de decisiones importantes y que son parte de una competencia autoral, como aprobar la inserción
de fragmentos de sus novelas en las memorias o la posterior dispersión de algunos de sus pasajes
25
en otros libros que tampoco contaron con su visto y bueno o, finalmente, expresar su acuerdo con
la manera en que se editó el volumen. Estas circunstancias, sin duda, deslegitiman o, como
mínimo, menoscaban seriamente su condición autoral. Un último problema que afecta también al
texto es el uso que ha dado Varona a algunos de estos fragmentos. Líneas arriba recordamos que
Varona es autora de la única o cuando menos la más completa biografía de Alegría, Ciro Alegría
y su sombra. Pero allí detectamos la reescritura de algunos de los fragmentos que conforman las
memorias y sin cumplir con el requisito de una cita o de una referencia de origen. El caso que
propongo como ejemplo para ilustrar este “traspaso” de textos de un libro a otro es el pasaje en el
que Ciro Alegría relata el ya mítico asalto al cuartel Moncada15, llevado a cabo por Fidel Castro
en años previos al triunfo de la Revolución Cubana, hecho que coincidió con la estancia del
escritor en Cuba. En Mucha suerte con harto palo leemos, bajo el subtítulo “Asalto al cuartel
Moncada”: “El 26 de julio de 1953 corrieron noticias bastante confusas acerca del asalto que
Fidel Castro había efectuado al cuartel Moncada. Castro había sido un líder político que
comenzó siendo miembro del Partido Ortodoxo Cubano. Los puntos de vista del Partido
Ortodoxo eran bastante moderados; creo que podrían ser considerados los de un partido de centro
[…] Grau San Martín, Prío Socarrás y otros líderes, habían defraudado al pueblo” (1976: 279-
280). En tanto, en Ciro Alegría y su sombra, bajo el subtítulo “Ataque al cuartel Moncada”,
encontramos lo siguiente: “El 26 de julio de 1953 corrieron noticias confusas sobre al ataque al
cuartel Moncada por las fuerzas populares reunidas por Fidel Castro, joven abogado, líder
político que comenzó siendo miembro del Partido Ortodoxo Cubano, de orientación de centro.
15
La acción ocurrió el 26 de julio de 1953, comandada por Fidel Castro y un grupo de 135 hombres. Fue
una de las más célebres acciones en la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, quien ocupó dos veces la
presidencia de Cuba: entre 1940 y 1944, la primera; de 1952 a 1959 la segunda.
26
Los gobiernos cubanos, desde Grau San Martín hasta Prío Socarrás, no habían hecho más que
defraudar al pueblo” (Varona: 209).
Como se puede apreciar claramente, con ligerísimas variantes, se trata prácticamente del mismo
texto. En todo caso, se reescribe escasamente, quedando a la vista un párrafo que pudo haber
sido citado, ya que este pasaje procede de otro libro de Alegría (otro libro no pensado como tal,
cabría añadir y aparecido con anterioridad a las memorias), recopilado por la misma Varona, en
el que reúne todos los textos que escribió Alegría sobre la revolución cubana16. Cabe
preguntarse ahora por qué en Mucha suerte con harto palo solo aparecen pequeños fragmentos
de experiencias que aparentemente parecen cruciales para Alegría, como la relación con Gabriela
Mistral o el hecho de haber vivido directamente muchos sucesos de la Revolución Cubana. El
montaje y la fragmentación de Mucha suerte con harto palo explican entonces que, hasta cierto
punto, las llamadas memorias de Ciro Alegría son una invención posterior a la muerte de su
autor, y que en ese proceso de invención la editora decidió qué experiencias o partes de la
experiencia de Alegría debían incorporarse a las memorias y cuáles no, destinándolas a ser parte
de otros volúmenes que, como Gabriela Mistral íntima o La Revolución Cubana. Testimonio
personal, fueron también fruto de una construcción, de reunión y montaje de escritos. Más
todavía, cabe preguntarse también por el efecto que puede causar entre los lectores el hecho de
leer una de las tres versiones de estas memorias. Si hemos señalado que entre la edición de 1976
y la de 1980 hay notables diferencias (abundantes supresiones sin justificación y, en el caso
concreto de la última edición, la partición en dos tomos y la desaparición del índice de
16
Se trata de La revolución cubana. Testimonio personal. Lima: Ediciones Peisa, 1973. Alegría estuvo en
Cuba durante 7 años, entre 1953 y 1960, año en que regresa definitivamente al Perú.
27
referencias bibliográficas que constaba en la primera) pensemos por un momento en quienes se
acercan a estos textos. En muy contados casos podrán conocer la existencia o tener acceso a las
varias ediciones del libro; si asumimos que la mayoría de lectores leerán una de ellas, cada quien
habrá leído uno distinto, ya que no se trata del mismo libro, aunque coincidan en el título. Esta
circunstancia, que parece tan obvia, repercute en la interpretación del texto. Estas anomalías,
cuyo señalamiento solo desea remarcar un rasgo particular de Mucha suerte con harto palo, se
suman a los problemas ya mencionados antes y, en conjunto, tienen una consecuencia concreta:
dificultar o problematizar una inscripción fluida de Mucha suerte con harto palo en el género
autobiográfico. Hasta aquí he intentado reseñar de manera panorámica algunos de los
principales problemas que muestra el texto de Mucha suerte con harto palo, solo para hacer
notar con claridad la complejidad del texto. Sin embargo, y a pesar de todos los inconvenientes y
vaivenes editoriales que he detallado, hay un aspecto positivo que esta investigación quiere
rescatar y es que el trabajo de montaje llevado a cabo por la editora construye, a su modo, una
imagen bastante articulada de Ciro Alegría. La pregunta que quedará sin resolver es,
naturalmente, qué habría ocurrido si Alegría se hubiera propuesto escribir efectivamente un libro
de memorias. ¿Habría utilizado el mismo método, es decir, habría reunido sus artículos y textos
autobiográficos (incluyendo aquellos que sin serlo pudieran agregar alguna información útil o
reveladora) tratando de articularlos bajo algún criterio? ¿Habría escrito, acaso, un nuevo libro,
cumpliendo con la receta de Lejeune? Pese a la evidente imposibilidad de hallar respuesta a estas
preguntas, insisto en que la imagen que nos deja el montaje de Dora Varona no resulta menos
sugerente que este misterio. Se trata de una imagen que, como veremos, tiene varias
dimensiones, pues abarca aspectos éticos, políticos, económicos y, por cierto, literarios de la vida
28
de Alegría, como veremos en el análisis que practicaré a continuación. Un tema que aparece con
frecuencia en estas memorias es el referido al nombre del autor, Ciro Alegría. En diversos
pasajes, vamos encontrando la información suficiente para trazar una “historia” de su nombre y
una sutil preocupación por subrayar el origen y calidad literaria del mismo, algo que será útil,
después, para plantear un subtema en el texto: la idea de que Alegría estaba predestinado para la
escritura. El nombre es importante porque encarna el principio de la singularidad individual y se
encuentra entre las primeras palabras que uno aprende a balbucear. El nombre funda y construye
una identidad, es la palabra que designa a nuestro yo, es un fragmento de lenguaje que nos
asegura una existencia en un mundo poblado de otros nombres. Pero no terminan aquí sus
connotaciones. El nombre se vincula también a ideas mágicas y religiosas y, en ocasiones, su
revelación podía entrañar grandes riesgos. Borges recuerda, en un pasaje de Otras inquisiciones
que “los aborígenes de Australia reciben nombres secretos que no deben oír los individuos de la
tribu vecina. Entre los antiguos egipcios, prevaleció una costumbre análoga; cada persona recibía
dos nombres: el nombre pequeño que era de todos conocido, y el nombre verdadero o gran
nombre, que se tenía oculto. Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el
alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso
el mayor” (Borges 128).
El nombre, pues, es bastante más que un conjunto de palabras adscritas a la función
sustantival. Posee distintas resonancias e incluso nos remite a arduas discusiones desde los días
de Aristóteles. En la Edad Media, por dar otro ejemplo de la tradición de discusión y polémica en
que está inscrito el tema del nombre, fue muy intenso el debate entre las escuelas nominalista y
realista, debate cuyo punto central era determinar la naturaleza de la relación entre el nombre y la
29
esencia de las cosas17. El énfasis puesto en varios pasajes de Mucha suerte con harto palo en el
nombre de Ciro Alegría reviste pues algún interés. Evidentemente, aquí la nominación no se
presenta bajo la forma de la clásica división nombre propio y nombre de autor, que opera en
muchos otros casos. Uno de los más ilustrativos ejemplos es el del poeta chileno Pablo Neruda.
El nombre propio de Neruda, Neptalí Reyes, carece de cualquier trascendencia literaria y ha sido
prácticamente borrado y opacado por el nombre de autor, Pablo Neruda, una construcción
posterior al nombre original. La carga que pesa sobre el nombre “Pablo Neruda” es, entonces,
radicalmente distinta: es el nombre asociado a la creación, a la magia de las palabras, es el
nombre ligado, de una vez y para siempre, a los inefables misterios de la poesía. En tanto, el
nombre de Neptalí Reyes ha quedado relegado a áridas cuestiones de registro civil y otras
instancias burocráticas. Para efectos literarios, pues, la existencia de Pablo Neruda es más real,
concreta y tangible que la de Neptalí Reyes. Existe aquí una doble dimensión, una identidad que
funciona como un objeto de dos caras, una en el ámbito de la creación, otra en los ámbitos civil y
legal. Otro tanto ocurre con quizá el caso de seudonimia más célebre en la literatura peruana: el
poeta Martín Adán, nombre de autor de quien en vida y para efectos legales fue Rafael de la
Fuente Benavides (1908-1905). El ámbito de significación de cada uno de estos nombres llega a
separarse tan radicalmente que se puede observar, por ejemplo, que la obra creativa del poeta
aparece en portada el nombre de Martín Adán. Sin embargo, al publicarse su tesis doctoral,
titulada De lo barroco en el Perú 18(sustentada en 1938), único ensayo académico que publicó el
17
Adicionalmente, un debate más moderno tiene que ver con la dimensión física y la dimensión semántica
de los nombres propios y su capacidad de referencia respecto de objetos de la realidad. Esta discusión se da sobre
todo en los terrenos de la lingüística y el pensamiento lógico. Un excelente panorama histórico de estas discusiones
se encuentra en el libro La referencia de los nombres propios, de Luis Fernández Moreno.
18 Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1968.
30
poeta, la edición consigna ambos nombres: Rafael de la Fuente Benavides en primer lugar,
seguido del famoso nombre alterno, Martín Adán, entre paréntesis.
En el texto que nos interesa opera más bien una variante, que consiste en la fusión de
ambos nombres o, más bien, en la constitución de un único nombre que satisface todos los
requerimientos civiles, legales y literarios vinculados al nombre. No hay entonces separación
alguna en el nombre de Ciro Alegría: su nombre propio, reivindicado en sus orígenes literarios
como veremos más adelante, coincide letra a letra con su nombre propio, el mismo del
perseguido político, del exiliado, del novelista premiado y del congresista de la República
--cargo en el que lo sorprendería la muerte-- en el primer período de gobierno de Fernando
Belaunde Terry (1963-1968). Las vivencias, los recuerdos, los primeros impactos de la vida, no
solamente cuentan con la mediación de la memoria como fuente textual, sino también con una
red de relaciones que se tiende entre la trayectoria vital y experiencias en las que la lectura, un
libro o una anécdota vinculada a la práctica literaria resultan fundamentales para la constitución
del sujeto y, naturalmente, para el proceso formativo de la subjetividad. En Mucha suerte con
harto palo notamos la preeminencia de estas relaciones, cuando se vinculan sobre todo con actos
fundadores, como la inscripción del nombre del autor y su tematización. No podemos demostrar
cuán consciente fueran Alegría o Varona de esto, pero el hecho de poner en escena esa
inscripción resulta sintomática y reveladora, un acto afirmativo y legitimador de la futura
experiencia de su autor: “Mi tía Rosa, muchachuela de inquieto espíritu a quien la censura
familiar permitía solo leer libros inocuos, habíase encantado con La isla misteriosa, de Julio
Verne, y más con el personaje central de la obra, llamado precisamente Ciro. Escribió entonces a
31
mi padre, pidiéndole que me pusiera tal nombre y él, que tenía grande cariño por la hermanita
lectora, así lo hizo” (1976: 12).
El pasaje cobraría después asiento en la conciencia de Alegría, dejando incluso señales de
una predestinación al trabajo literario, visto el bautizo como la fundación de una vocación:
Años más tarde, siendo a mi vez un muchacho lector de Verne, recorrí las páginas de La
isla misteriosa con acrecentada curiosidad. El ingeniero Ciro Smith, quien llega con
algunos más a una isla deshabitada, para mayor conflicto en un globo, es todo un héroe
de Verne. Hombre inteligente, simpático, lleno de recursos. Recuerdo todavía que una de
sus primeras hazañas es hacer fuego concentrando los rayos de sol con las lunas de su
reloj. Mi tocayo me interesó, pero no me dieron ganas de imitarlo. Yo había resuelto,
aunque medio soñando, ser escritor. (1976: 12, énfasis nuestro).
Lo interesante aquí es señalar la coincidencia que encuentra Alegría entre la inscripción
de su nombre y su vocación por la escritura, coincidencia que se convierte en el principio rector
de una estrategia encaminada a construir el relato de una existencia marcada, desde su aurora,
por la experiencia literaria. Hay un pasaje en el que Alegría narra la publicación de su primer
cuento, titulado muy sintomáticamente “Quiero ser novelista”. Un año después de su salida de la
Penitenciaría de Lima, donde la dictadura de Sánchez Cerro lo confinó por su militancia aprista y
su participación en una asonada, apareció en Lima la revista Panoramas, bajo la dirección de
Carlos Gamarra. Era el año 1934 y Alegría se desempeñaba como redactor del periódico La
Tribuna, que pertenecía al partido aprista. Alegría envió el cuento a la redacción de la revista y al
poco tiempo recibió una citación de Gamarra, quien después de un interrogatorio agudo (“como
solo podría haberlo hecho un policía literario”, comenta Alegría en medio de este recuerdo) le
dijo:
32
—El cuento está bien y más para ser escrito por un muchacho. Y dígame: ¿Se llama usted
Ciro Alegría?
Le respondí que tal era ciertamente mi nombre.
—¡Caramba!— —exclamó— Eso me hizo dudar más. Creí que usted se apropió
del cuento y lo mandó con un seudónimo. Disculpe, muchacho. Ahora ya sé que hay un
escritor peruano que se llama así. Lo felicito, Ciro Alegría (1976: 146, énfasis nuestro).
El nombre, entonces, se nos muestra en sus varias funciones y significados. Primero es un
elemento fundador de una identidad y luego su estandarte, lo que permite establecer una
correspondencia ilusoriamente inequívoca entre el sustantivo y el sujeto que designa. Pero es
también el vehículo del reconocimiento literario temprano, su aceptación como parte de la
experiencia literaria. No en vano hemos visto que el nombre del escritor, según su relato
proviene de un personaje de Verne y, en esta última escena, como apreciamos, se confunde su
nombre con un seudónimo. Nada más oportuno para alguien que, a través del ejercicio de la
memoria, construye o configura su imagen de autor y escritor. Esta unidad tiene un rasgo central,
según anota Lorena Amaro, para quién el nombre del autor
es uno de los ejes fundamentales de los estudios autobiográficos: ¿dónde, sino en la
autobiografía, parece más importante? ¿Dónde ha adquirido mayor centralidad la
cuestión del autor y su aventura individual? La autobiografía suele poner de relieve estos
contornos. Genera la ilusión de que lo que no debe disolverse jamás es precisamente el
“yo” de la persona que publica, la ilusión de que nunca debiera diluirse el nombre --única
certidumbre, índice de lo real—que en vano el anonimato, la seudonimia o la heteronimia
han rasgado (Amaro 237).
En relación, precisamente con el discurso autobiográfico, apunta Amaro, hay escritores
que recuerdan obsesivamente su nombre o aluden a él, “inscribiéndolos en la centralidad del
relato autobiográfico, o como Borges, en cada rincón de su obra. Independientemente del nombre
de autor como práctica social, como función que organiza unos discursos, ¿cuál es el poder de
33
este nombre, por qué autogestionarlo, por qué inscribirlo? ¿Qué lugar ocupa el nombre de autor
en la escritura autobiográfica?” (Amaro 241).
La aparente ausencia de fisuras en el nombre de autor, la carencia del doblez identitario
provee entonces la ilusión de una subjetividad férrea, sólidamente unida en sus partes, sin
fractura posible y ello se debe también, como veremos más adelante, a la insistencia de Alegría
en señalar que su relación con la escritura y con la literatura en general es una relación de
predestinación. La afirmación de una subjetividad sólida, que derivaría de las ideas de Philippe
Lejeune en El pacto autobiográfico presenta, sin embargo, otros problemas. Empecemos por
puntualizar que en Lejeune vemos una confianza casi ciega en el nombre propio y su poder
referencial. En muchas de sus formulaciones sobre la escritura autobiográfica el nombre ocupa
un lugar de enorme relevancia y es la instancia que define la que para el estudioso francés
constituye la diferencia fundamental entre la ficción y la autobiografía, pues en esta última la
identidad que produce el nombre es compartida por autor, narrador y protagonista. Para Lejeune,
en palabras de Amaro, el nombre propio “atrae una presencia al texto, sin la cual ya no es posible
discernir entre lo real y lo ficcional” (Amaro 241). En la perspectiva de Lejeune, el nombre
mostraría además una capacidad adicional: ser el garante del texto y, más aún, de la unidad del
sujeto en el texto autobiográfico, una muestra de estabilidad en el transcurso del tiempo. Sin
embargo, Lejeune parece pasar por alto la posibilidad de que esa garantía o esa pretendida
estabilidad sean también dos ilusiones o efectos provocados por el propio lenguaje. Lejeune,
pues, asume el nombre propio casi como un acto de fe: “creo que mi nombre propio garantiza mi
autonomía y mi singularidad […] creo que cuando digo yo soy yo quien habla […] Decir la
verdad sobre sí mismo, constituirse como sujeto plenamente realizado, es una utopía. Por muy
34
imposible que resulte la autobiografía, ello no le impide en absoluto existir” (Lejeune 141-142),
aunque esa existencia tenga una marca paradojal, como él mismo señala: “la paradoja de la
autobiografía literaria, su doble juego fundamental, consiste en pretender ser a la vez un discurso
verídico y una obra de arte” (Lejeune 137). La cita es ciertamente problemática, en la medida en
que considera a priori que todo objeto dotado de calidad artística es por defecto enemigo de lo
verídico. Nos preguntamos entonces si la expectativa ante la autobiografía de un escritor --aún en
un caso como el de Alegría, en fragmentos no autorizados y póstumos-- consiste en esperar un
texto que no tenga cualidades estéticas pero que, en cambio, sea absolutamente cierto e
intachable como discurso verídico. Lo verificable, lo documentable, puede ser también
expresado con rasgos de estilo sobresalientes y atractivos, artísticamente hablando. Y de hecho,
cuando Alegría pormenoriza y detalla toda la información (la relevante y la no tan relevante) que
rodea a su nombre, lo hace con virtuosismo narrativo, en anécdotas bien estructuradas y que
resultan, para la lectura, pasajes fluidos y llenos de interés. Eso en parte se debe al afán de
“literaturizar” la circunstancia de su bautismo y sus resonancias posteriores, como el hecho de
que su nombre mismo constituya una invocación a la aventura (una famosa novela de Julio
Verne) y exhiba las suficientes calidades literarias como para que, quienes lo escuchen por
primera vez, tengan la impresión de que se encuentran ante un nombre de carácter literario, un
seudónimo o un nombre de escritor, como ya se mostró. El pensador francés Pierre Bourdieu, por
su parte, encuentra en el nombre varias connotaciones y rasgos que, del mismo modo, pueden
aplicarse al caso que del que me vengo ocupando. Dice Bourdieu en su texto “La ilusión
biográfica” que entre otras cosas el nombre “designa el mismo objeto en cualquier universo
posible” (esto es, en “estados diferentes del mismo campo social” o “en campos diferentes en el
35
mismo momento”) y le atribuye una importante función: asignar una identidad: “A través de esta
forma absolutamente singular de nominación que constituye el nombre propio, resulta instituida
una identidad social constante y duradera que garantiza la identidad del individuo biológico en
todos los campos posibles en los que interviene en tanto que agente, es decir en todas sus
historias de vida posibles” (Bourdieu 77-78). Uno de los fines del nombre propio, para Bourdieu,
es garantizar lo que él mismo llama la “constancia nominal”, “la identidad en el sentido de
identidad para con uno mismo, de constantia sibi, que requiere el orden social” (Bourdieu 78).
Gracias a esta constancia, entonces, en todas las historias de vida posibles, el nombre acompaña
el relato, que encierra
una noción de trayectoria como una serie de las posiciones sucesivamente ocupadas por
un mismo agente […] en un espacio en sí mismo en movimiento y sometido a incesantes
transformaciones. Tratar de comprender una vida como una serie única y suficiente en sí
de acontecimientos sucesivos sin más vínculo que la asociación a un «sujeto» cuya
constancia no es sin duda más que la de un nombre propio, es más o menos igual de
absurdo que tratar de dar razón de un trayecto en el metro sin tener en cuenta la estructura
de la red, es decir la matriz de las relaciones objetivas entre las diferentes estaciones. Los
acontecimientos biográficos se definen como inversiones a plazo y desplazamientos en el
espacio social, es decir, con mayor precisión, en los diferentes estados sucesivos de la
estructura de la distribución de las diferentes especies de capital que están en juego en el
campo considerado (Bourdieu 82).
La inscripción del nombre, el rito del bautismo, configuran en la trayectoria del sujeto
una red de relaciones que va desplegándose en diversos momentos de la existencia, desde la
infancia (una infancia en que Ciro Alegría pretende convencernos, de alguna manera, de que
nació predestinado a la literatura) hasta una madurez volcada no solo a diversos proyectos de
escritura muchos de los cuales quedaron inclonclusos, sino también a una intensa campaña
personal por la defensa de sus derechos de autor, a la exhibición, como veremos en al apartado
siguiente, de su conciencia de escritor profesional, de ser parte de un mercado como productor de
36
bienes culturales bajo la forma de textos literarios. Si algo resuena en ese trayecto, en el relato-
collage o relato-montaje ejecutado por Dora Varona, es precisamente el nombre de Ciro Alegría.
Silvia Molloy, en su importante estudio Acto de presencia, examina algunas
características del discurso autobiográfico en Hispanoamérica y pasa revista a muchos de los
cuestionamientos y paradojas que pesan sobre este género y sus variantes discursivas. Uno de los
puntos centrales de su argumentación consiste en no considerar la autobiografía como el “más
referencial de los géneros”, sino entenderla en otros términos: “La autobiografía no depende de
los sucesos sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos
mediante el recuerdo y su verbalización” (Molloy 16). Y como ocurre con todo recuerdo,
enfatiza, este “es una forma de fabulación” (Molloy 19). La idea de la máscara representa, pues,
“ese esfuerzo, siempre renovado y siempre fallido, de dar voz a aquello que no habla, de dar vida
a lo muerto” (Molloy 11). Y al enfrentarnos con un texto como Mucha suerte con harto palo, nos
encontramos con aquello que dl texto su peculiaridad mayor: una estrategia de doble
enmascaramiento. El primero es llevado a cabo por el propio Alegría, al reconstruirse a sí mismo
a través de unos textos dispersos en el tiempo y en sus espacios de publicación, escritos unas
veces al calor de los hechos y otras con una distancia temporal mediadora; el segundo es tarea de
la editora del volumen, que reunió los textos, los ordenó, les dio un sentido y construyó de este
modo la imagen de Ciro Alegría como autor, imagen que, reitero, es finalmente un efecto del
montaje y ordenamiento de los textos que conforman Mucha suerte con harto palo. Una de las
dimensiones que resultan centrales en esta reconstrucción de la imagen de Alegría como autor
que ponen en escena estas memorias, es la que tiene que ver con la profesionalización del
escritor y con un ejercicio plenamente consciente de la literatura como capital simbólico y de su
37
agente, el escritor, como un sujeto de mercado, participante activo de la oferta de bienes
culturales y de la dinámica que esta genera en el campo de la producción cultural. Alegría, en ese
sentido, es un pionero; es quizá el primer escritor peruano que vive única y exclusivamente de su
escritura, empujado por el exilio, la extrema escasez y otras circunstancias personales muy
particulares19 que detalla Antonio Cornejo Polar, lo que según el crítico
explica la firme decisión de Alegría de profesionalizar su quehacer literario. Subyacen
aquí algunos aspectos dignos de consideración. Por lo pronto, en esa voluntad de
profesionalización, Ciro Alegría se adelanta a su época y se asocia a escritores más
jóvenes, como Sebastián Salazar Bondy o Mario Vargas Llosa, que años después
presentarán este aspecto como uno de los reclamos básicos del artista peruano a su
sociedad, a la par que se aleja de otros novelistas de su misma generación, señaladamente
de José María Arguedas20, para quien la profesionalización del escritor era casi materia de
escándalo. Al postular el proyecto de profesionalización —que mantendrá durante toda su
vida— Alegría deja ver su inserción en una sociedad moderna y al mismo tiempo
esclarece la intensidad con que recibe los condicionamientos de ese orden social (Cornejo
Polar 49-50).
Según Cornejo el exilio resulta una experiencia central en el tema de la
profesionalización literaria de Ciro Alegría. Esta difícil situación explicaría no solamente el tono
eminentemente evocativo de su primera novela, sino además la puesta en funcionamiento de la
dinámica del recuerdo “y la voluntad de recapturar la imagen del espacio lejano, pasado y
perdido”. Como resultado que puede incluso llamar a paradoja, “la preocupación por el
19
Arguye Cornejo que la producción literaria de Alegría aparece “sustancialmente ligada a un estado de
desarrollo social, en el que la profesionalización del escritor es difícil pero se ubica dentro del horizonte de sus
expectativas inmediatas y por eso mismo distanciada de los referentes que trata de recrear a través de ella: el mundo
marginal y primitivo del Marañón en el caso de su primera novela” (Cornejo Polar 50).
20 Cornejo recuerda, a propósito, una cita de El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María
Arguedas, para ejemplificar el rechazo que tenía este autor por la idea de la literatura como una actividad
profesional: “¿No es natural que nos irritemos cuando alguien proclama que la profesionalización del novelista es un
signo de progreso, de mayor perfección?” (Cornejo Polar 50).
38
rendimiento práctico de la actividad literaria y la apertura de los mecanismos de la memoria
derivan de una misma experiencia: el visor del exilio” (Cornejo Polar 50).
Lo importante, y es algo que queda subrayado en los textos de las memorias que aluden a
la actividad literaria, es la idea de valor económico que queda asociada de manera muy sólida a
dicha actividad. Como el mismo Alegría se encarga de relatar, el origen de La serpiente de oro
(1935) no fue un proyecto novelesco, sino más bien un cuento, titulado “La balsa” y cuya
posterior corrección y ampliación daría nacimiento a la novela. Pero desde sus comienzos, la
existencia de este texto no fue solamente la natural manifestación de una vocación por la
escritura, sino también la puesta en escena del valor económico de ese trabajo creativo, valor que
asomaba también como una solución a los problemas de subsistencia generados por el exilio21. Y
así lo recordaría el propio escritor, en un muy citado artículo suyo, titulado “Novela de mis
novelas”22, que quedaría incorporado a Mucha suerte con harto palo. Leamos lo que nos cuenta
Alegría sobre la génesis de La serpiente de oro y el candoroso cálculo efectuado sobre el texto
inicial que daría origen posterior a la novela:
La serpiente de oro dio sus iniciales vagidos —como letra— en forma de un cuento
llamado “La balsa”. Encontrándome en el año 1935 en Santiago de Chile, mi esfuerzo
vivía —hay que decir algo— de cincuenta nacionales al mes que me pagaba un diario de
Buenos Aires por un relato destinado al suplemento literario. Enviaba un promedio de
diez páginas. Y mi ingenua aritmética de necesitado calculó que por una obra cinco veces
más larga me pagarían cinco veces más (1976: 163-164).
21
Antes de su deportación a Chile, Ciro Alegría ya tenía algunos antecedentes de participación en revueltas
políticas y era oficialmente militante del partido fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre, en México, un 7 de
mayo de 1924: el partido Alianza Popular Revolucionaria Americana (Apra). En noviembre de 1934 Alegría formó
parte de una asonada subversiva en la zona de El Agustino, en Lima. Encarcelado en el Real Felipe, fue deportado a
Chile en diciembre de ese año, junto con otros militantes del Apra como Luis Alberto Sánchez, Carlos Manuel Cox
y Juan José Lora, entre otros. (Varona, 2008: 118-123).
22 El artículo apareció originalmente en el número 3 de la revista limeña Sphinx, (1938): 105-110.
39
Buscando un tema, recuerda el escritor, evocó a un personaje de su infancia, un
campesino que tenía una extraordinaria habilidad para la narración oral, Manuel Baca. Recordó
una de las dramáticas historias que solía contar y así empezó a gestarse el cuento “La balsa”, en
un estado casi de fluida exaltación: “Las carillas corrieron, una tras otra, fácilmente hasta rebasar
las cincuenta. Pero no contenían escuetamente el relato de Manuel. Mis propios recuerdos
acudieron para completar la visión del paisaje”. El relato, previsiblemente, fue rechazado debido
a su extensión, “y así fue como un rechazo dio comienzo a mi nueva manera literaria y
contribuyó a poner en camino a La serpiente de oro” (1976: 164). El rechazo no disminuyó en lo
más mínimo la idea de valor. Su relectura iluminó la posibilidad de una novela y luego de escrita
esta, la circunstancia azarosa de que se ampliara el plazo para recibir manuscritos en el
prestigioso concurso de la editorial Nascimento23 pondrían en la palestra a un novel Alegría cuya
novela (Marañón fue su primer título, cambiado luego a La serpiente de oro), antes de ser
presentada al mencionado concurso ya había sido rechazada por dos editores. Finalmente, el 30
de setiembre de 1935 y después de ganar el concurso Nascimento, se publica en Santiago de
Chile la primera edición de La serpiente de oro, novela que tuvo una recepción entusiasta desde
el principio24. El reconocimiento no podía llegar en el mejor momento para Alegría, agobiado
por el exilio y una pobreza galopante. Un segundo valor en juego fueron el prestigio y la
23
El prestigioso concurso Nascimento, correspondiente a la editorial del mismo nombre, contaba con el
auspicio de la Sociedad de Escritores de Chile. La primera edición de La serpiente de oro apareció efectivamente en
1935, semanas después de anunciado el resultado.
24 El mismo Alegría da cuenta de ello: “La serpiente de oro tuvo suerte. Varias críticas favorables
aparecieron de primera intención en Chile y la mejor fue reproducida por Repertorio Americano. El libro se difundió
con rapidez” (167). Cabe añadir que para 1936, ya existía una traducción de la novela al alemán.
40
confirmación de una vocación sólida, que no constituía no una experiencia pasajera sino una
razón para la existencia: “La idea de que mi trabajo de escritor no era baldío fue una ganancia
mucho mayor” (1976: 169). Tanto en el terreno práctico (dinero, mejora de las condiciones de
vida) como en el simbólico (el prestigio, pero también la aceptación de Alegría en la sociedad
literaria chilena)25 el trabajo profesional de la escritura rendía sus frutos, frutos que se
extendieron, huelga decir, a sus labores como corrector y traductor en la prestigiosa casa editorial
chilena Ercilla. Un asunto en el que Alegría fue también pionero y que está plenamente
vinculado a la dimensión económica del escritor es la cruzada que emprendió contra la piratería
de sus libros. Este tema aparece en repetidas ocasiones, acompañado de anécdotas y otros
sucedidos que revelan, una vez más, no solamente la absoluta conciencia que tenía Alegría del
valor económico de su producción literaria sino también la ansiedad que le producía un mercado
editorial en el que algunos agentes económicos actuaban impunemente, sin ninguna disposición a
reconocer al escritor como sujeto de mercado, productor de bienes y con pleno derecho a regalías
por su trabajo. Por esa razón, Alegría se muestra tan sensible a la piratería de sus libros y en un
largo apartado de sus memorias, titulado irónicamente “Los Morgan y los Drake en las letras de
América Latina” (1976: 288-293), aborda el asunto. El apartado se inicia con la expresión de su
extrañeza por la sucesión de ediciones de sus libros en varios lugares del mundo sin haber
recibido por ellos pago alguno: “En Rusia tradujeron El mundo es ancho y ajeno, hace años, y no
hicieron otra cosa que enviarme dos ejemplares. Ni hablaron de pago. La serpiente de oro ha
25
Alegría llegó a ser miembro del directorio de la Sociedad de Escritores de Chile en 1936. De hecho, fue
el primer extranjero que recibió ese honor y desde entonces esta institución tiene por costumbre acoger entre sus
miembros a un escritor extranjero.
41
sido traducida y publicada recientemente en la Alemania Oriental y parece que ocurrirá lo
mismo. A mí también el mundo me va resultando ancho y ajeno” (1976: 288).
Alegría subraya, de esta manera, un asunto que suele escapar o estar ausente de los
retratos de intimidad: la economía del escritor. Si la piratería europea ya le producía un evidente
malestar, no menos evidente era el que le producía la réplica de esta situación en América Latina.
Al referirse por ejemplo a El mundo es ancho y ajeno, cuyos derechos estaban en manos de la
editorial chilena Ercilla, Alegría revela que recibía “un promedio de dos mil dólares anuales que
me ayudaban a vivir” (1976: 289). Pero la anécdota central ocurre después, estando en Puerto
Rico:
[…] me topé en San Juan con una triste muestra de la piratería: cincuenta ejemplares de
El mundo es ancho y ajeno con el sello de la Editorial Diana, de México. Recuerdo que
Jaime Benítez, rector de la universidad, con quien había llegado hasta el anaquel, hizo
unas cuantas bromas y compró y me obsequió a título de ´curiosidad bibliográfica´ un
ejemplar del despojo. Naturalmente, yo tomé la cosa en otra forma. Yo era el autor
(énfasis nuestro). Escribí a Diana. Me contestaron, con excelente flema, reconociéndome
el 5% a condición de que les hiciera, bajo contrato, la ´correspondiente cesión de
derechos´. Esto era como pedirle a quien sufre un asalto, que lo autorice (Ercilla me
reconoce el 17%). Por otra parte, en Diana sabían demasiado bien que Ercilla tiene
adquiridos los derechos. O sea que, en último análisis, lo que deseaban era no pagarme
nada (1976: 289).
Lo grave es que Diana siguió publicando ediciones de la novela sin que Alegría
percibiera retribución alguna. Para entonces, México no había suscrito aún la Convención
Internacional de Derechos de Autor, documento que data de 1886 y que al momento del relato de
Alegría había sufrido ya varias revisiones, correspondiendo a la escritura de los textos que
terminaron formando parte de las memorias las revisiones formuladas en 1952 (Ginebra) y 1961
(Roma). El contraejemplo que propone Alegría es el de Estados Unidos, país en el que “además
de las leyes protectoras, existe entre todos los libreros del país un acuerdo de caballeros para no
42
vender libros robados. Y el acuerdo se cumple. Hace unos años, aprovechando que Eugene
O´Neill había olvidado renovar la inscripción de dos de sus obras iniciales, unos aprendices de
piratas las editaron. Lisa y llanamente no las pudieron vender. Ningún librero se las aceptó”. En
cambio, dice para contrastar esto con la realidad latinoamericana, “entre nosotros los libreros
venden tranquilamente cuanto libro se les ofrece y hasta podría decirse que prefieren los robados,
porque naturalmente son un poco más baratos” (1976: 290). Alegría es consciente de su
precariedad como escritor y de su impotencia frente a las dimensiones de la falta de ética en el
negocio editorial, más aún, siendo autor en un mercado igualmente precario y desarticulado
como el latinoamericano, dos carencias que precisamente favorecen la falta de fiscalización de
los derechos de autor y de propiedad intelectual. El escritor no puede ocultar su desazón por esto,
sobre todo al estimar que entre las editoriales Diana (México) y Delfos (Buenos Aires) han
pirateado unos cien mil ejemplares de sus novelas: “La mayor parte de esos cien mil ejemplares
vendidos ha beneficiado a los dueños de Diana y Delfos. Mientras tanto, yo caía en una pobreza
lindante con la miseria” (1976: 293). Todo esto se complementa con las varias alusiones que
hace el escritor a su rutina de trabajo, la misma que va variando al paso del tiempo. Una muestra
de ello la encontramos en este fragmento: “En el año 45 entré a trabajar en Metro Goldwyn, en el
doblaje. Traducía y doblaba una película por mes. Ese es un trabajo fuerte. Fuera de las películas,
escribía una columna semanal para Overseas News Agency, un artículo semanal para la revista
Norte y hacía traducciones para la revista Selecciones. Nunca he trabajado tanto en mi vida”
(1976: 242).
Hay pues un relato en el que el tópico de la sobrevivencia, de la lucha por obtener
recursos que le permitan al escritor hacer frente a sus necesidades cotidianas, ocupa un lugar
43
importante. Colaborador periodístico, traductor, doblador de películas, escritor de obras por
encargo son algunas de las figuraciones y roles que Alegría debe asumir para hacer frente al
arduo trabajo de sobrevivir. La idea del trabajo del escritor como un sacrificio y una actividad
que exige una entrega sin condiciones se refuerza aún más cuando sumamos, al relato de la
sobrevivencia, el de la construcción de la propia obra, el de sus proyectos y los alientos y
desalientos en que estos se mueven constantemente. La inscripción de Alegría como parte de la
tradición literaria nacional es una preocupación que aflora con cierta constancia en varios pasajes
de Mucha suerte con harto palo. El mecanismo más frecuente para reclamar esta pertenencia no
solo se encuentra en la explicación de su propia obra de ficción --plagada de motivos y temas
relativos a la vida individual y comunitaria en el interior del país--, sino en el comentario y
apreciación de otros escritores y artistas nacionales que Alegría considera como hitos formativos
(Abelardo Gamarra y Enrique López Albújar ocuparán un lugar preeminente, como veremos más
adelante) y, en otros casos, miembros de una comunidad espiritual y estética. Es decir, lo que
tenemos aquí es un proceso de filiación mediante el cual Alegría busca, conscientemente o no,
hacerse de un lugar y de una “familia” en el panorama, todavía en formación, de las letras
nacionales. Esta idea del escritor como escritor nacional que tiene como fuentes de su ficción
tanto motivos populares o provincianos como occidentales es, precisamente, otra de las imágenes
autorales que subyacen en estas memorias. Pero antes de mostrar cómo ocurre este proceso de
filiación que lleva a cabo Alegría y qué relevancia tiene, creo necesario hacer una inserción para
explicar un asunto adicional: el hecho de que hablar de “tradición literaria nacional” sea
altamente problemático aún en la época en que Alegría dio a conocer sus tres grandes novelas,
pues el canon sigue en discusión y, más importante todavía, la idea de una tradición literaria
44
nacional en formación va acompañada por la de una nación igualmente en formación, que es otra
arista de este complejo debate. Como veremos a continuación en apretada síntesis panorámica,
las primeras décadas del siglo XX fueron el escenario de una polémica central, prolongada con
otros matices hasta hoy: la existencia de la nación peruana y los elementos que la configuran,
entre ellos la existencia de una literatura nacional. Es importante insistir en el hecho de que
esta polémica no solo se manifestó en términos políticos e ideológicos, sino que tuvo un
importantísimo correlato en la literatura, un terreno que servía para definir o dar forma a “lo
nacional”. No es gratuito, pues, que cuatro textos considerados fundadores de la crítica literaria
nacional como Carácter de la literatura del Perú independiente (1905) de José de la Riva
Agüero; Posibilidad de una genuina literatura nacional (1915) de José Gálvez; Nosotros:
Ensayo sobre una literatura nacional (1920)26 de Luis Alberto Sánchez (cuyas ideas revisó,
discutió y amplió en las sucesivas ediciones de su La literatura peruana: derrotero para una
historia espiritual del Perú) y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1924), de
José Carlos Mariátegui, discutan no solo la existencia de la literatura nacional sino además la
juzguen como una tarea en proceso, paralela en más de un caso a la construcción o formación de
la nación. Cada uno de estos textos supone la existencia de un canon que sirve de base para la
existencia de la literatura nacional. Y ese canon constituye también un espacio de afiliaciones
estéticas e ideológicas, un punto de encuentro o desencuentro. Entonces, cuando Alegría declara
la importancia que para él tuvieron escritores como Abelardo Gamarra o Enrique López Albújar
está poniendo de manifiesto una opción estética --Gamarra representa el punto culminante de la
sátira costumbrista en nuestra tradición y a López Albújar le cabe el ser considerado fundador
26
Publicado originalmente por entregas y con un título diferente. Ver bibliografía.
45
del indigenismo-- y una opción ideológica que deja traslucir el influjo de Mariátegui, pues ambos
escritores tienen un lugar de importancia en el ensayo que dedica éste al proceso de la literatura
peruana. La discusión tiene pues dos aristas. Por un lado, se discute la pertinencia de una
literatura nacional, sus elementos constitutivos y el canon que la representa; por otro, el debate
acompaña una cuestión de mayor envergadura: la existencia de la nación o, mejor dicho, su
naturaleza de tarea inconclusa, de entidad en formación pero también las profundas fracturas
sociales que dejaba en evidencia dicha condición. Por eso este debate “permite observar no
solamente los deslindes propiamente literarios sino también los relacionados con el de un
proyecto social definido que dé cabida a la literatura” (Rodríguez Rea 3). Sobre estos años,
afirma Cynthia Vich: “El período entre 1905 y 1930 fue la época en que cuantitativa y
cualitativamente se discutió con mayor intensidad el campo de la literatura peruana y su
inserción dentro del campo más vasto del contexto histórico-social del país. Es decir, fue durante
las primeras tres décadas del siglo XX cuando los términos del debate nacional se reajustaron
sobre la base de cambios provenientes de diversas esferas” (Vich 43). Efectivamente, nunca,
como en estos años, se discutieron tanto, de manera tan acentuada y con fuentes tan diversas, la
noción de una literatura nacional, la existencia de la nación peruana y los componentes centrales
de nuestra identidad. Al ya mencionado corpus de textos que discuten la literatura nacional se
irían sumando otros, conforme avanzaban las primeras décadas del siglo XX, que debatieron
desde diversas arenas el asunto de la nación y lo nacional, como Le Pérou contemporain (1907)
de Francisco García Calderón; el ya nombrado Siete ensayos de Mariátegui (1924), Tempestad
en los Andes (1927) y Ruta cultural del Perú (1945) de Luis E. Valcárcel; El nuevo indio (1930)
de José Uriel García; La realidad nacional (1930) y Meditaciones peruanas (1932) de Víctor
46
Andrés Belaunde; Perú, problema y posibilidad (1931) y La promesa de la vida peruana (1941)
de Jorge Basadre o El Perú: retrato de un país adolescente (1958), de Luis Alberto Sánchez.
Pero detengámonos por ahora en cuatro textos centrales que tienen como tema la formación y la
existencia de una literatura nacional y revisemos sumariamente sus propuestas. El primero de
ellos es Carácter de la literatura del Perú independiente, de José de la Riva Agüero. La tesis de
Riva Agüero se articula a partir de una constatación, que es en realidad una declaración de
ciudadanía literaria basada en un principio de restricción: la pertenencia de la literatura peruana
al ámbito de la tradición castellana, a lo que luego añade una idea que grafica una situación de
dependencia, en la que a la literatura peruana le corresponde el lugar de una “imitación” de la
literatura española, de acuerdo a esta formulación: “No sólo es la literatura del Perú con toda
evidencia castellana, en el sentido de que el idioma que emplea y la forma en que se reviste son
y han sido castellanas, sino española, en el sentido de que el espíritu que la anima y los
sentimientos que descubre, son y han sido, sino siempre, casi siempre los de la raza y la
civilización española” (Riva Agüero 263). Riva Agüero ve, en nuestra incipiente literatura
republicana, una literatura de carácter parasitario, una literatura que sin hacer mayor esfuerzo
adopta y adapta el espíritu, los temas y el estilo de la literatura peninsular, al punto de afirmar
categóricamente que la “literatura del Perú, a partir del a Conquista, es literatura castellana
provincial” (Riva Agüero 261). Sin embargo, por contradictorio que pudiera parecer, Riva
Agüero parece estar de acuerdo no tanto con una literatura que busque cauces de originalidad
como con una tradición que conserve y perpetúe el legado hispánico. Este último es, quizá, el
aspecto más polémico de su tesis y queda en abierta polémica con el arielismo y su propuesta de
un americanismo literario:
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Conservemos la lengua, esta magnífica lengua […] conservémosla en la integridad de su
genio, pero adaptándola prudentemente […] y defendiéndola a la vez de la insensata
irrupción de los galipardistas y de los seniles caprichos de los puristas […]. Conservemos
la tradición literaria, que no tiene nada que no sea digno de loa y de aplauso; aquel
tradicional espíritu literario, que no es solo el estilo, sino la forma interna del
pensamiento […]. ¿Qué ganaremos los hispano-americanos con renegar de él? Nada; en
cambio, perderemos con él nuestra legítima originalidad, que es la suya, mucho más que
la del pretendido americanismo, en realidad muy poco importante (Riva Agüero 286).
Por otra parte, una de las ideas clave de Posibilidad de una genuina literatura nacional,
de José Gálvez es el carácter inconcluso o de tarea en proceso que afecta tanto a la idea de una
literatura nacional como a la existencia del ente colectivo representado por esa literatura. Así,
afirma no solamente que “en la literatura actualmente todo está por crearse”, sino también que
esta “tiende a vincular a los hombres y cuando esa literatura refleja tendencias de un grupo, de un
pueblo, de una raza, contribuye como un lazo más a la mayor solidaridad de ese grupo, de esa
raza, de ese pueblo”. Y para subrayar la importancia de la literatura como uno de los ingredientes
para construir “lo nacional”, afirma: “Una de nuestras debilidades más saltantes es, sin duda, la
falta de una fuente conciencia colectiva y la deficiencia de medios que la susciten” (Gálvez 69).
Para Gálvez está claro que la literatura constituye el motor de lo que él llama “el alma
colectiva”, entidad que en su propuesta sería la consecuencia de que “nuestras felices aptitudes
artísticas no desdeñen los motivos nacionales que son verdaderamente fecundos” (Gálvez 70).
La existencia de una tradición literaria nacional como tarea pendiente (“posibilidad” es el
término más recurrente en este texto) que plantea aquí Gálvez resulta siendo un fenómeno
paralelo y concomitante a la propia construcción de la nación. Gálvez reconoce igualmente la
complejidad histórica y social del Perú y se sirve de ella para explicar que tanto la tarea de
construcción de la nación como de su tradición literaria son emprendimientos que presentan una
enorme dificultad. En lo que respecta a la literatura, parece compartir con Riva Agüero la noción
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de que hay un “desarrollo” o una “evolución” literarias que implican, primero, la aceptación de
los moldes europeos (formas que Gálvez no duda en reconocer como superiores) y luego su
adaptación, cuya finalidad sería la constitución de una literatura que “siendo genuinamente
nuestra, puede ser incorporada al sentido universal literario” (Gálvez 16). Es importante notar,
también, que si para Riva Agüero lo indígena representa un elemento exótico, para Gálvez
funciona como un recurso sentimental, asociado a “una belleza ida y evocada”. Quizá uno de los
aspectos más rescatables de la propuesta de Gálvez sea su intento (aunque fallido) por definir y
ordenar los componentes de la literatura nacional, entre los cuales se cuenta el pasado histórico:
“Inspirémonos en lo propio. […] Sus elementos [de la literatura nacional] serían indudablemente
la historia, la leyenda, la tradición y la naturaleza” (Gálvez 49). Asimismo, entiende que en esta
tradición habría unos géneros centrales: “los géneros que podría adoptar una literatura nacional
serían —entre otros— la tradición, la novela histórica, el drama legendario, la comedia de
costumbres, la poesía descriptiva” (Gálvez 50). El marco de esta propuesta está dado por la idea
de “originalidad”, algo que Gálvez vincula con el desarrollo de un pensamiento propio, de
carácter nacional. Como menciona Rodríguez Rea, de acuerdo con Gálvez, al “no haberse
conseguido una reflexión propia sobre nuestra realidad, la literatura tampoco habrá logrado
desarrollarse para expresar lo nuestro” (Gálvez 35). La idea de originalidad en Gálvez reclama
para sí el espacio en el que foráneo y lo propio se integran de manera armoniosa, superando el
mero estado imitativo de la literatura: “hay que procurar por lo mismo para que la conciencia
nacional sea un hecho, que haya también una literatura nacional, derivando las energías hacia la
observación de lo propio, sin descuidar las influencias cultoras que recibimos de fuera” (Gálvez
13, énfasis nuestro). Luis Alberto Sánchez se sumará también al reconocimiento de que la
49
literatura peruana existente al momento en que formula su teoría no solo es incipiente, sino
también fundada en la imitación de otros modelos literarios. Sin embargo, Sánchez distingue
entre lo que él llama la imitación servil de aquella que puede ser provechosa, en cuanto puede
servir de base o tamiz a la creación de una literatura nacional. Rodríguez Rea sugiere que
Sánchez atribuye el predominio de la imitación servil a la inexistencia, precisamente, de una
tradición literaria nacional. Sin embargo, Sánchez disiente de Riva Agüero al considerar la
imitación no necesariamente un defecto sino como un medio, a través de la adaptación, de
construir la literatura nacional, incorporando también lo indígena, que el pensador conservador
consideraba simplemente como un elemento exótico. Uno de los aportes más significativos de
Sánchez a la discusión sobre la formación de la literatura nacional es sin duda reconocer la
existencia de una tradición indígena quechua y otorgarle un lugar de importancia en la
conformación de lo nacional, contraviniendo el exotismo de Riva Agüero y el lugar sentimental a
que relegaba Gálvez esta vertiente. La visión de Sánchez es radicalmente distinta, pues para él
“la única fuente del imperio es, pues, la tradición oral. En ella hay que cifrar todo el empeño de
restauración de la literatura y la cultura incaicas” (Sánchez 127). En un texto muy posterior,
titulado Indianismo e indigenismo en la literatura peruana, dirá que lo indígena es una de las
constantes históricas de la literatura peruana: “la presencia de lo indio, bien sea en forma
pintoresca, bien sea en su forma social, como indianismo y como indigenismo, se encuentra
visible, pero tamizada a lo largo de toda la literatura peruana” (Sánchez 37). El modelo de
literatura nacional, para Sánchez, implicaba una conciliación entre lo indígena y lo hispánico,
conciliación que encontraría su concreción en el mestizaje, como declaró en una ocasión a José
Miguel Oviedo: “yo no creo que haya en el Perú posibilidades de indigenismo ni españolismo,
50
sino que somos mestizos”. La clave de la literatura nacional, su originalidad, sus posibilidades
de desarrollo y expresión están (y esto es válido también para la construcción de la nación), de
acuerdo a Sánchez, en la historia: “Se debe exigir originalidad a los escritores; pero ella es un
tanto difícil en países recién nacidos, como el nuestro, y que desconocen la única fuente de
donde sacar la originalidad tan anhelada: su propia historia” (Sánchez 43). Para completar este
apretado panorama de las principales ideas en torno a la formación de la tradición literaria
nacional surgidas en los primeros años del siglo XX, hay un texto central: Siete ensayos de
interpretación de la realidad nacional, de José Carlos Mariátegui. En ensayo que corresponde a
la literatura, titulado precisamente “El proceso de la literatura”, que denota su carácter de
inacabado, no puede ni debe leerse de manera aislada, sino en conexión con los otros seis, que si
bien abordan problemas de distinto orden (economía, agricultura, política) están íntimamente
imbricados por la ansiedad que provoca la evidencia de considerar la nación peruana como una
nación en formación. Mariátegui funda un discurso crítico marcadamente distinto respecto de los
reseñados hasta aquí. Lejos de las frases altisonantes de Riva-Agüero, de los melancólicos
titubeos de Gálvez o de la ansiedad por conciliar las complejas piezas de ese rompecabezas que
es la nación peruana y su tradición literaria, Mariátegui se sitúa en el centro del debate político
con una afirmación categórica: la literatura peruana es, en esencia, una literatura colonial. ¿Qué
significa esto exactamente? Una literatura que alude a un país, a una nación desligada de su
realidad y atenta solo a los sectores sociales dominantes y a una militante nostalgia virreinal. Sin
embargo, Mariátegui concede que hay una particularidad en lo que podemos llamar la literatura
nacional: la existencia del quechua y el español. Dice Mariátegui: “El dualismo quechua-español
del Perú, no resuelto aún, hace de la literatura nacional un caso de excepción que no es posible
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estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas y crecidas
sin la intervención de una conquista” (Mariátegui 155). Esta excepcionalidad le sirve a
Mariátegui para justificar el uso de un esquema distinto de los ya conocidos conjuntos de
categorías de estudio o divisiones estilísticas como clasicismo, romanticismo y modernismo;
antiguo medieval y moderno o “popular” y “literario”. No acepta tampoco la ortodoxa fórmula
marxista de dividir el fenómeno literario en feudal, burgués y proletario. Mariátegui idea su
propio método, que es “un método de explicación y ordenación, y por ningún motivo una teoría
que prejuzgue e inspire la interpretación de obras y autores” (Mariátegui 157). Sobre esta base,
Mariátegui distingue en toda formación literaria tres períodos básicos: el período colonial, el
período cosmopolita y el período nacional. El primero de ellos, como indica con claridad su
denominación, establece que “un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia
de otro”; el segundo nos remite a un proceso de “asimilación de diversas literaturas extranjeras”
y en el tercero nos hallamos frente al logro de “una expresión bien modulada [de] su propia
personalidad y su propio sentimiento” (Mariátegui 157). Algunas particularidades del esquema
de Mariátegui permiten una mejor comprensión del mismo. En primer lugar, Mariátegui, como
bien menciona Carlos García Bedoya, utiliza el caso europeo como contraste de la formación
nacional y de la tradición literaria y se basa principalmente en la propuesta de De Sanctis para la
periodización de la literatura italiana. En Europa, “diversas literaturas aparecen en la Edad Media
como parte del esfuerzo de afirmación nacional [mientras que] Mariátegui apunta que la
literatura peruana surge como fruto de una imposición colonial, que la marca, al igual que a
todos los aspectos de nuestra sociedad” (García Bedoya 32).
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Toda esta discusión adquiere mucho más sentido cuando notamos que en algunos pasajes
de Mucha suerte con harto palo, Ciro Alegría establece vínculos y afiliaciones con otros
escritores peruanos a través de la práctica de la lectura y de una sensibilidad compartida en torno
a los temas y el lenguaje. Esta “familia” literaria que forma Alegría es consecuencia de una
decisión consciente y esa decisión sirve para explicar no solamente las afinidades que pueden
encontrarse entre Alegría y sus “parientes” sino también para establecer un perfil ideológico más
o menos delineado del escritor. Con la expresión de sus afinidades Alegría, queriéndolo o no,
entra a la discusión de la tradición literaria nacional. La selección es significativa, sea por
cuestiones personales, de estilo u otra índole, porque deja huellas de una postura, de un “canon
personal” si cabe el término, un canon personal en el que la propia obra de Alegría se siente
cómoda y bien acompañada. Elegir a escritores como Abelardo Gamarra, un marginado de la
crítica oficial; o a López Albújar, creador de “indios de carne y hueso” en palabras de Alegría,
no es entonces un hecho que deba pasar inadvertido o ser condenado a un baúl de anécdotas. Son
dos autores situados fuera del gusto oficial, contrarios, si se quiere, al gusto dictado por grupos
como Colónida, cuyo líder Abraham Valdelomar se convirtió en un árbitro cultural; dos autores
fuera de la órbita de Clemente Palma, que ejerció notable influencia en la crítica desde
periódicos y revistas limeñas, en especial Variedades. Ahora bien, hay algunas conexiones
evidentes entre el mundo representado por Gamarra, López Albújar y Alegría. Es el mundo
provinciano, un universo ajeno en parte al poder central, medios en los que la práctica y la
dinámica social y cultural es otra, radicalmente distinta de la limeña, que dicta el canon y fija los
límites del gusto artístico y literario. La sola mención de Gamarra y López Albújar por parte de
Alegría, entonces, puede suscitar varias reflexiones. La primera, tendría que ver con la manera en
53
que Alegría busca insertarse en una tradición narrativa nacional que, por más inconclusa o en
proceso que esté, ya empieza a mostrar sus principales aristas. Y busca hacerlo con escritores
que tienen un hondo aprecio o curiosidad por ese mundo que queda fuera de la vista de las élites,
el mundo de las costumbres, el mundo de ciertas prácticas ancestrales (retratadas en Cuentos
Andinos, de López Albújar, por ejemplo), modos de vida y cosmovisiones que se encuentran en
evidente marginalidad respecto del poder central limeño. De ahí que resulte significativa la
mención que hace Alegría de Gamarra en sus memorias. En primer término porque es uno de los
autores que propone Mariátegui en su canon; en segundo lugar porque la escritura de Gamarra
constituye la posibilidad de una auténtica voz provinciana. La primera mención a Gamarra, en el
pasaje titulado “El tunante y yo” se da en el contexto de las celebraciones del primer centenario
de la Independencia, que coincide con la publicación de un conocido libro de Gamarra titulado
Cien años de vida perdularia, que merece el siguiente comentario de parte de Alegría:
Leí varias obras de Gamarra, entre las cuales se encontraba Cien años de vida perdularia.
Con este libro [Gamarra] conmemoró, a su manera, el Centenario de la Independencia.
Me pareció bueno y, como actitud de escritor, de primera clase. Mientras en Lima
celebrábase en forma pomposa, frívola y versallesca la fecha centenaria, el escritor
Abelardo Gamarra, entonces bastante pospuesto, lanzaba aquel tomo que era una
expresión de las provincias. Cien años de vida perdularia, en cuadros de atraso y dolor,
articulaba un grito de acusación y protesta… (1976: 75).
Hay tres elementos en esta breve que podrían servir para explicar la fascinación de
Alegría por Gamarra. Primero, el gesto independiente de Gamarra de celebrar una fecha cívica
tan importante con la escritura de un libro que sin duda iba a contracorriente del pensamiento
oficial sobre el centenario; en segundo término, el hecho de que el libro en su conjunto
constituyera una “expresión de las provincias”, aludiendo a una división asimétrica alentada
desde el poder central (Lima/provincias) y en tercer lugar, dos circunstancias concomitantes: que
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Gamarra fuera ya un escritor olvidado (“pospuesto” prefiere Alegría) y que el libro en mención
tuviera un espíritu rebelde y contestatario. A esto habría que añadir que Cien años de vida
perdularia constituye no solamente una de las cimas del costumbrismo peruano, sino también
roza un tema que de alguna manera dramatizan también las novelas de Alegría, más
enfáticamente El mundo es ancho y ajeno: las relaciones entre el universo del poder central
limeño y el mundo de las provincias y sus poderes locales, lo que agrega aún más significación a
la elección de Alegría. Como parte de ese mismo pasaje, Alegría muestra su satisfacción frente al
rescate que hace Mariátegui de la figura de Gamarra en Siete ensayos e incluso cita algunos
pasajes de los elogiosos comentarios del Amauta. Gamarra, a la postre, tendría el carácter de un
perfil modélico para la escritura de Alegría: “Estas y otras reflexiones sobre la literatura de
Gamarra me asaltaron vez tras vez cuando resolví hacer novelas de temas peruanos”. Y
recordando precisamente una cita de José Carlos Mariátegui, quien dedica un capítulo a Gamarra
en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) en el que pondera el sentido
popular de su obra y llama la atención de la crítica por el olvido en que han dejado a Gamarra27,
Alegría confiesa:
27
Una de las razones del interés de Alegría por Gamarra podemos hallarla, efectivamente, en Mariátegui.
La de Gamarra es una de las obras que Mariátegui analiza en Siete ensayos y el ensayista pone de relieve dos
aspectos: el primero, la condición marginal de Gamarra respecto del canon de su época; el segundo, que Gamarra
representa, en un contexto literario excluyentemente capitalino, al “escritor que con más pureza traduce y expresa a
las provincias” (Mariátegui: 175). Por otro lado, Mariátegui observa que en la prosa de Gamarra hay
“reminiscencias indígenas” para luego plantear una comparación muy sugerente: “Ricardo Palma es un criollo de
Lima; El Tunante es un criollo de la sierra. La raíz india está viva en su arte jaranero” (176). Resulta interesante
constatar que en este pasaje de su ensayo, Mariátegui plantea también una separación entre la crítica y el pueblo,
abstracción que quiere representar seguramente al conjunto de lectores de la obra de Gamarra: “A Gamarra no lo
recuerda casi la crítica; no lo recuerda sino el pueblo”. Al finalizar su reflexión sobre Gamarra, Mariátegui
puntualiza: “El Tunante quería hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no era equivocado. Por el mismo
camino han ganado la inmortalidad los clásicos de los orígenes de todas las literaturas” (177). Mariátegui valora
tanto el hecho de que Gamarra, a pesar de haberse asimilado a la sociedad limeña, no se hubiera desnaturalizado,
55
Estas y parecidas reflexiones sobre la literatura de Gamarra me asaltaron vez tras vez
cuando resolví hacer novelas de temas peruanos. Entendí que en las páginas de Gamarra
había una enorme cantidad de materia prima y un derrotero cierto, aunque
dificultosamente trazado. Me pareció que era posible mejorar sus resultados. Leí a
muchos clásicos de nuestra lengua y foráneos. Aprendí de los libros y la realidad, de todo
lo que era posible aprender. En relación con la vida peruana había un camino que
inicialmente abrió Gamarra. Pensé que, acaso, yo sería capaz de hacer algunos tramos
propios y llegar más lejos (1976: 75-76).
Esto revela, además, una circunstancia muy particular, que remarca Vich en su estudio y
es que “la intelectualidad peruana tenía en la literatura su instrumento más valioso no solo para
conocer el Perú, sino sobre todo para elaborar la imagen de peruanidad que se iba a proponer
mucho más allá del campo específico de lo literario” (Vich 44)28. Cornejo Polar era también
partidario de esta misma idea, al afirmar no solamente que la renovación en el ámbito literaria
tenía un correlato en la renovación nacional, sino también al sostener que en dichos años “se
cuanto el camino novedoso que empezaba a recorrer su obra, a la que juzga como “la más genuinamente peruana de
medio siglo de imitaciones y balbuceos” (176). Coincidentemente, Alegría dirá, entre otras cosas, lo siguiente:
“Mientras en Lima celebrábase en forma pomposa, frívola y versallesca la fecha centenaria [se refiere al primer
centenario de la independencia], el escritor Abelardo Gamarra, entonces bastante pospuesto, lanzaba aquel tomo que
era una expresión de las provincias” (Alegría, 1980, I: 79). Más allá de la coincidencia de criterios entre el Amauta
y Alegría en torno a Gamarra, hay una circunstancia adicional que ayuda a entender el temprano comercio que
estableció Alegría con la obra de El Tunante. El abuelo y el padre de Alegría conocieron muy bien a Gamarra,
incluso apoyaron su candidatura a una diputación por Huamachuco, candidatura, dicho sea de paso, exitosa. Alegría
sugiere que la experiencia política de Gamarra fue un factor que influyó en el olvido y desdén por su obra. De ahí
que no ocultara el agrado que le produjo notar que Mariátegui “le dedicara un capítulo a Gamarra, así de olvidado
estaba” (1976: 75).
28 Amplío aquí la cita del trabajo de Vich: “Todavía en las primeras décadas del siglo XX en el Perú, la
literatura conservaba cierto carácter público (en el sentido de no especializado) que le aseguraba una posición de
legitimidad en la discusión sobre los proyectos de transformación social. La falta de profesionalización del literato
era entonces un factor determinante en la articulación de la literatura con la discusión nacional. Sin embargo, la
herencia del siglo XIX era la de una intelectualidad que provenía de las esferas más altas del poder, la clase cualta
que veía en la práctica de la literatura una fuente de prestigio social que se le añadía a su prestigio político o
económico. Esto estuvo estrechamente vinculado a la creación de un concepto criollo de nación que sólo reconocía y
beneficiaba a una minoría. Como puede verse en muchos textos del siglo XIX, la literatura era el espacio
privilegiado para la representación simbólica de la organización nacional […] El hecho de que la autonomización de
la literatura como valor no se hubiera logrado completamente, mantenía en vigencia un sistema de valoración
cultural que le concedía una decisiva importancia al elemento ideológico, usado por supuesto con fines
instrumentales” (Vich 44-45).
56
comprendió, desde perspectivas distintas y hasta opuestas, que la literatura despliega un
horizonte ideológico que permite conocer, explicar y valorar las tensiones y los conflictos del
proceso histórico de una sociedad” (Cornejo Polar 1982: 19). Nótese, en la cita de Alegría, que la
lectura de Gamarra provoca en él la decisión de “escribir novelas de temas peruanos”, que a
pesar de los problemas de estilo u otras limitaciones de Gamarra, Alegría veía allí “un derrotero
cierto”, una “enorme cantidad de materia prima” y que pese a otras lecturas que había realizado,
de clásicos europeos entre otros, no duda en considerar que Gamarra le ha “abierto” un camino
literario. Obviamente, esto remarca un hito su la formación literaria: la decisión consciente de
abordar el Perú y algunos de sus problemas en su obra de ficción. En cuanto a López Albújar, se
pone en evidencia que se trata de una filiación que pretende hermanar a ambos autores en el
terreno del “indigenismo 2” como lo llama Mirko Lauer para poder diferenciarlo e incluso
contraponerlo al
indigenismo sociopolítico. Es importante explicar por qué utilizo esta expresión […] que
se desarrolló entre 1919 y mediados de los años cuarenta. El añadido de ese -2 es la mejor
manera que he encontrado para hacen hincapié en que ese movimiento es un fenómeno
vinculado, a la vez, al indigenismo político por lo externo (en el interés común por lo
autóctono de la cultura y en la biología) y totalmente separado de él en lo interno (en la
muy distinta manera de concebir y de aproximarse a lo autóctono) (Lauer 11).
Aclaración importante la de Lauer, que pone en escena la manera equivocada en que se
ha percibido al movimiento indigenista, casi como un fenómeno monolítico y sin aristas, donde
cabía “todo lo que tuviera que ver con el tema de lo autóctono andino” (Lauer 13); mientras que
respecto del indigenismo-2 hay un problema adicional, pues “ha sido visto como la parte cultural
del movimiento político del mismo nombre” (Lauer 12). La diferencia, cuyo planteamiento es
sin duda importante, es explicada por Lauer en los siguientes términos: “El indigenismo socio-
político aparece en la resaca depresiva de la guerra con Chile cuando --quizá por un instante--
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tambalea la idea criolla de la nacionalidad. En cambio el indigenismo-2 aparece en un momento
en el cual tanto el medio social criollo dominante como su contestación desde las capas medias
están en pleno desarrollo, y la economía se encuentra en el trance inicial de una renovada
colonialidad” (Lauer 12) . La aclaración y separación de estos conceptos permiten situar mejor
tanto la obra de Alegría como el sentido de sus filiaciones. Pero hay un tercer aspecto en esta
diferenciación que practica Lauer que vale la pena mencionar y se refiere a una suerte de
interferencia metonímica en el discurso de ambas modalidades del indigenismo. Lauer explica
que en lo tocante al movimiento político, “indígena es sobre todo una metonimia de campesino,
mientras que en el movimiento cultural indígena es una metonimia de autóctono” (Lauer 13).
Lauer observa aquí un deslizamiento del significado en relación con el significante, lo que da pie
a la formación de otros núcleos de sentido. Pero el aspecto central de este nuevo planteamiento
estriba en la constatación de que el llamado indigenismo-2, en todas sus manifestaciones
(plástica, arquitectónica, literaria o musical) es un fenómeno problemático en relación con su
propio objeto y con su recepción:
“El pintor José Sabogal existe para el gran público como unos cuantos cuadros icónicos,
además de contradictorios entre sí. El narrador Ciro Alegría subsiste en un trío de novelas
que se lee cada vez más como historia y como testimonio, y menos como literatura. Los
poetas del indigenismo-2 son cada vez más difíciles de leer como nativistas andinos y
más fáciles de leer como simples vanguardistas, en la medida en que su tema se ha
desvanecido. Las casas de arquitectura prehispánica, los diseños gráficos de raíz incaica,
las piezas musicales eruditas de orientación autóctona, flotan en un ambiente de exotismo
sin contexto” (Lauer 16).
Mencionamos algunas líneas arriba que otra figura importante en la formación de Alegría
fue Enrique López Albújar29 (1872-1966), escritor vinculado al indigenismo y cuyo lugar en esa
29
Debemos volver a Mariátegui una vez más para contextuar mejor la relación entre el joven Alegría y el
ya consagrado Enrique López Albújar. Por lo que lleva dicho sobre Mariátegui, se puede deducir que la parte que
58
tradición literaria peruana se discute hasta hoy. El descubrimiento de López Albújar tuvo lugar
durante los primeros días de Alegría en Lima, donde llegó en son de aventura, escapándose de
Trujillo y dispuesto a “conquistar” la capital. Luego de sufrir sucesivos rechazos por parte de los
periódicos a los que enviaba sus artículos, Alegría se dirige a la Biblioteca Nacional en busca de
Cuentos andinos, de López Albújar, interesado por los comentarios que sobre el volumen había
leído en un ejemplar de Amauta, la revista que dirigía Mariátegui. Según el relato Alegría, esta
escena de lectura constituyó una experiencia importante: “En mi asiento, abierta la primera
página, olvidé el hambre y el tiempo. Cuando salí, la ciudad encendía sus luces y yo era otro. El
escritor adolescente y soñador, superando el sufrimiento de sus primeros reveses, columbraba
entusiastamente un derrotero” (1976: 76). Lo que más interesa subrayar a Alegría es el hecho de
que López Albújar represente o haya logrado en su escritura una auténtica manifestación de
dedica este a la literatura peruana en Siete ensayos ejerció una notable influencia en Alegría. El encuentro con
Cuentos andinos, uno de los libros fundamentales de López Albújar, figura en Mucha suerte con harto palo como
una experiencia deslumbrante y fundadora. Mariátegui inscribe a López Albújar en el indigenismo, vertiente que el
Amauta concibe como “una reivindicación de lo autóctono [que] no llena la función puramente sentimental que
llenaría, por ejemplo, el criollismo. Habría error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del
criollismo” (Mariátegui: 221). Uno de los aspectos que más llama la atención de Mariátegui en Cuentos andinos es
precisamente la exploración de modos de vida ancestrales que el conjunto de relatos pone en escena. De ahí juicios
como este: “Los Cuentos andinos aprehenden, en sus secos y duros dibujos, emociones sustantivas de la vida de la
sierra, y nos presentan algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con Válcarcel en buscar en los
Andes el origen del sentimiento cósmico de los quechuas” o, también, esta valoración del volumen: “`Los Tres
Jircas` y `Cómo habla la coca` son, a mi juicio, las páginas mejor escritas de Cuentos andinos. Pero ni `Los Tres
Jircas` ni `Cómo habla la coca`, se clasifican propiamente como cuentos. `Ushanan Jampi`, en cambio, tiene una
vigorosa contextura de relato. Y a este mérito une `Ushanan Jampi` el de ser un precioso documento del comunismo
indígena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los pueblos indígenas, a donde no arriba casi la ley de
la República, la justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución sobreviviente del régimen autóctono.
Ante una institución que declara categóricamente a favor de la tesis de que la organización inkaica fue una
organización comunista” (Mariátegui: 224). En el caso de Alegría, hay una fascinación por la idea de ver en López
Albújar a otro representante de una literatura genuinamente popular. Y, en torno a la entusiasta recepción de la obra
de López Albújar, apunta: “[…] por los años en que aparecieron los Cuentos andinos, poniendo en circulación
literaria a indios de carne y hueso, con todo su drama vital, la contribución fie tan noble como la que, a su modo,
hiciera Sabogal…” (82). Alegría coincide plenamente con Mariátegui en su valoración de López Albújar.
59
expresión popular, entusiasmo que compartió con otros jóvenes de su generación, como detalla a
continuación: “Los jóvenes de mi generación, imbuidos de las nuevas ideas políticas que eran
signo de los tiempos y que comenzamos a escribir influenciados por las mismas, vimos en López
Albújar a un escritor que, no haciendo literatura proletaria según las normas de los más
ortodoxos, sí era una vigorosa expresión del pueblo” (1976: 81). Alegría considera
particularmente valioso el aporte de este escritor a la “exploración integral de la vida peruana”,
pero incorpora un quiebre temporal con un comentario que obviamente pertenece al tiempo de la
escritura y no al de la representación, que implica además una toma de distancia frente a una
presunta proliferación de producciones literarias indigenistas: “Ahora ya no se advierte la
hazaña, porque la literatura indigenista abunda y hasta exagera el realismo, dentro de un
campeonato de procacidades” (1976: 82)30. Otra experiencia que vincula a Alegría con la
tradición literaria nacional fue su temprano contacto con Amauta (para entonces Alegría cursaba
todavía la secundaria), la notable revista que dirigiera José Carlos Mariátegui y que apareciera
desde 1926. Allí, relata el escritor, “aprendimos los nuevos valores del mundo. Ese era un
panorama muy completo de todo lo que insurgía en artes, letras, ciencias, filosofía y política”
(87). Alegría recuerda con especial interés el rescate que hiciera Amauta en sus páginas del poeta
José María Eguren, “tercamente silenciado y prácticamente desconocido”. Precisamente,
Alegría pone de relieve la heterodoxia y la apertura de Mariátegui, rasgo que él mismo comparte:
30
Los materiales que forman este pasaje de las memorias son, como en muchos casos, diversos. Su fecha
de escritura de acuerdo a Varona se ubica entre mediados de la década de los cincuenta y comienzos de la década del
sesenta. La declaración de supuesta abundancia del indigenismo resulta una alusión poco clara y que quizá lleve al
lector a cierta confusión, primero porque el corpus de la novela indigenista no es precisamente amplio y lo mismo
puede decirse de sus textos teóricos centrales. Por otra parte, el activismo indigenista, en especial el provinciano,
tuvo lugar principalmente en revistas como el Boletín Titikaka (aparecido en 1931) que fuera dirigido por el poeta
Gamaliel Churata (seudónimo de Arturo Peralta, 1897-1969) panfletos y medios similares que nunca alcanzaron
una circulación masiva. Puede tratarse de un recuerdo algo deformado.
60
“Tengo para mí que el homenaje a Eguren es una de las acciones más lúcidas y reveladoras de
José Carlos Mariátegui. Él no confundía los altos y supremos fines de la revolución con los de un
inmediato y elemental populismo” (1976: 87-88).
Más aún, Mariátegui es retratado como un auténtico héroe cultural y el pasaje en que esto
ocurre es altamente significativo. Estando de vuelta en Trujillo Alegría, recibe noticias de
Mariátegui, por parte del familiar de un amigo que había visitado a Mariátegui en Lima. La
noticia más importante fue la revelación de la invalidez de Mariátegui. El impacto de esta
novedad debe haberse dejado sentir en la sensibilidad del joven escritor, que muchos años
después apunta, al recordar ese momento:
La noticia nos conmovió a fondo. Todo eso era tremendo y al mismo tiempo grandioso.
He allí que el maestro, el que escribía tan hermosa páginas, resplandecientes de salud
moral y energía, armoniosas y aleccionantes, era un hombre magro y enfermo, cojo,
obligado a movilizarse en una silla de ruedas. Entonces se nos evidenció en todo su
magnífico valor la potencia espiritual de ese hombre que, venciendo la flaqueza de la
carne y el fuego consumidor de la fiebre, había convertido una dolorosa silla de lisiado en
tribuna de fe (1976: 88-89).
Vemos, pues, a raíz de la discusión sobre la literatura nacional y la formación de la
nación, que en Alegría no se oculta la preocupación por encontrar un lugar en ambos terrenos.
Ese lugar, de acuerdo a esta lectura, estaría bajo influencia tanto de una narrativa realista que
fuera capaz de dar cuenta de la experiencia peruana, representada sobre todo en el mundo
mestizo de algunas provincias de la sierra norte y su vecindad amazónica, como en ideas de José
Carlos Mariátegui que, de acuerdo a Tomás Escajadillo, es una constatación aplicable también a
otros escritores indigenistas: “Ciro Alegría y José María Arguedas han sostenido reiteradamente
que la influencia de Amauta y Mariátegui ha sido decisiva para su formación de novelistas y
ciudadanos. Y esto resulta cierto para la gran mayoría de los escritores indigenistas” (Escajadillo
61
234). Más aún, Escajadillo postula que hay “una notoria semejanza entre la ideología de El
mundo es ancho y ajeno y el pensamiento de Mariátegui: el procesamiento ideológico de la
famosa comunidad de Rumi guarda una inusitada homología con la tesis de Mariátegui sobre la
comunidad indígena” (Escajadillo 239)31. Aquí queda esbozada una relación sobre la que
seguramente valdrá la pena explorar y ahondar en el futuro. En tanto, he intentado mostrar cómo
la intervención editorial de Dora Varona en la creación de estas memorias, a pesar de todos los
problemas de los que di cuenta al comenzar el capítulo, tiene el acierto de no descuidar la
construcción de una imagen autoral que encierra factores clave para la comprensión de la figura
de Ciro Alegría, desde el punto de vista ético, ideológico y literario, lo que no es poco decir.
31
Antonio Cornejo Polar anota lo siguiente: “Del esquema de base de El mundo es ancho y ajeno parecería
desprenderse que la novela relata la historia de una comunidad indígena desde sus orígenes, que son evocados, hasta
su aniquilamiento por el gamonalismo. Esta interpretación aparece en las primeras lecturas críticas de El mundo es
ancho y ajeno, como en la de Concha Meléndez para quien la novela es la ´biografía de una comuniodad´ y se
mantiene casi sin excepciones hasta hoy, no se trata de una interpretación errónea: es más bien, y muy claramente,
incompleta; y es así, en efecto, pero en el nivel más obvio. En otro nivel, más profundo, se puede observar que la
historia de la comunidad es ininteligible fuera del contexto de la sociedad nacional en su conjunto (y no en
referencia excluyente al gamonalismo) y que el relato se esmera en cotejar constantemente ambas dimensiones, la
que es propia de la comunidad y la que corresponde al espacio social que la rodea” (2004: 129-130). Juan Carlos
Galdo ampliará posteriormente la idea de una lectura de esta novela de Alegría y señalará que El mundo es ancho y
ajeno “parte de poner en entredicho la idea de una nación igualitaria y homogénea en una sociedad multiétnica y
habla más bien de su fractura, de sus discontinuidades y de la violencia constante que la rodea” (80-81).
62
CAPÍTULO III
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: EL RITUAL DE LA AGONÍA
En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944
hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años
neutralizado para escribir. El encuentro con una zamba gorda, joven, prostituta, me
devolvió eso que los médicos llaman “tono de vida”. El encuentro con aquella alegre
mujer debió ser el toque sutil, complejísimo que mi cuerpo y alma necesitaban, para
recuperar el roto vínculo con todas las cosas. Cuando ese vínculo se hacía intenso, podía
transmitir a la palabra la materia de las cosas. Desde ese momento he vivido con
interrupciones, algo mutilado. El encuentro con la zamba no pudo hacer resucitar en mí la
capacidad plena para la lectura. En tantos años he leído sólo unos cuantos libros. Y ahora
estoy otra vez a las puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar
bien, de trabajar bien. Y no deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo
inepto, en un testigo lamentable de los acontecimientos.
Con este extenso párrafo (2000: 7) comienza el “Primer diario” (fechado en la ciudad de
Santiago de Chile, del 10 al 17 de mayo de 1968) que da inicio a El zorro de arriba y el zorro de
abajo, la novela póstuma de José María Arguedas. La extensión de la cita se justifica por varias
razones: primero porque nos introduce en un asunto central: la voluntad del autor de auto
eliminarse y de no frustrar, fallando, esa decisión tan dramática y difícil; en segundo término,
porque pone en escena el meollo de su malestar: la imposibilidad de recobrar el nexo, la relación
con el mundo que lo circunda (“todas las cosas”), vínculo asociado a la capacidad de escritura
que, como la vida del propio Arguedas, ha comenzado a declinar; en tercer lugar, porque nos
informa de una única posibilidad de superar esta crisis existencial a través del placer físico y
63
sexual pero, como vemos, esto es solo un paliativo de aliento muy temporal y limitado, incapaz
de estimular un camino distinto al de la muerte, invocada prácticamente desde la primera línea de
este diario que, entre otras cosas, se convierte en una bitácora, en el registro minucioso de
hondísimas heridas existenciales y psíquicas frente a las cuales, según confesión propia, no hay
nada que hacer sino seguir el llamado de la muerte, a través del suicidio. Nótese que también
declina la capacidad “plena” para la lectura. La crisis afecta no solamente la dimensión síquica
de la persona; también afecta y muy de cerca lo relacionado con la vida y la productividad
intelectuales y creativas del sujeto. El placer físico no fue capaz de restituir esas capacidades, el
escritor se halla ahora ante un enorme vacío y “otra vez a las puertas del suicidio”. Por otro lado,
no es menos sugerente que el inicio aluda tanto a un intento fallido de suicidio como a su
inevitable --y esta vez definitiva-- repetición en el futuro. Así, el código autobiográfico, presenta
una faz irónica y trágica para intentar superar una de las paradojas que pesan sobre el género: la
imposibilidad de narrar la muerte. Lógicamente, nadie puede “narrar” su muerte como una
experiencia simultánea a la escritura; tampoco, por obvias razones, puede ser materia de
recuerdo o retrospección. Pero Arguedas, aquí, disloca claramente esta convención con el
ejercicio y puesta en escena de una proyección futura. Y no solo lo hará con el anuncio de
quitarse la vida, sino también con la exposición de una serie de detalles que seguirán a su
desaparición física, como por ejemplo el conjunto de observaciones y disposiciones sobre sus
propios funerales, convirtiéndose en objeto de un ritual, pensando su propia muerte como un
espectáculo, un espectáculo en cuyo trasfondo se ponen en escena y claro contraste dos
realidades: una muerte física, la desaparición de un individuo que no encuentra ya más armas
para luchar contra el evidente desacomodo que sufre en la realidad que lo rodea; un mundo en
64
ciernes, en formación, un mundo en estado de “hervor” cuyo retrato corre a cuenta de la novela,
que subraya y anima un proyecto social relacionado con una utopía que todavía mantiene sus
posibilidades de realización32. Lo individual y lo colectivo, pues, en más de un sentido aparecen
imbricados en esta obra póstuma. Y lo hacen de manera tensa, extrema, liminar. Mi propósito, en
este capítulo, tiene varios frentes. Uno consiste en exponer algunas de las principales lecturas de
El zorro de arriba y el zorro de abajo para dejar sentada la premisa según la cual los diarios no
constituyen un elemento accesorio a la novela, sino que forman parte indesligable de ella, dando
pie a una estructura híbrida en la que se alternan el discurso autobiográfico y el novelesco, en
una especie de puente que va de la crisis individual que expresan los diarios a la crisis colectiva
de que nos informa la novela. Crisis es aquí una palabra central, en los sentidos que le atribuye
Eve-Marie Fell al leer la obra:
“El zorro de arriba… es indudablemente uno de los prototipos más paroxísticos de lo que
se podría llamar una literatura de crisis: crisis abiertas y exploradas las que interrumpen
en el largo proceso creativo la capacidad de escritura del autor, las que acompañan la
dolorosa adaptación de los serranos al mundo de los trabajadores costeños y pervierten el
límpido lenguaje de ayer, las que precipitan al “Perú amado”, en busca de fusión cultural,
hacia los terribles enfrentamientos del odio; crisis solapadas las que desencadena el amor
de la edad madura y el inherente miedo al fracaso, las que desarticulan la fe en la vieja
cultura mítica, pero que abren paso --¿tal vez-- a otra fe, la del “dios liberador” de otra
teología…: crisis que se responden y se asemejan, en las que el narrador Arguedas es el
eco de Diego el zorro y el Loco Moncada, en las que la pasión del novelista se confunde
con el cataclismo social que cierra un tiempo del Perú y abre otro (Fell XXIII).
A esto se suma, por cierto, la “poderosa originalidad” del texto (Fell XX) y su propia
organización, planteada desde dos registros diferentes (el género autobiográfico en los Diarios y
32
No es esta la única manifestación de un sentido utópico en la obra arguediana. Baste recordar por ahora
el marcado espíritu mesiánico de su poema “A nuestro padre creador Túpac Amaru”, publicado en 1962. A decir de
Eve Fell, en este texto “se plasma, poéticamente, la gran utopía andina”. Y puntualiza que esta visión “no se funda
en instancias verificables, sino, más bien, en su cohesión interna y en la apelación a una ética del mundo y de la
historia. Es producto, sobre todo, de una fe” (292).
65
el relato que desarrolla la novela) cuya función es dar un orden a la lectura y mostrar la
imbricación de ambas dimensiones en la totalidad del texto, así como sus evidentes intercambios,
comenzando por el hecho de que los zorros aparezcan por primera vez, al final del “Primer
diario”33 y harán lo propio en los posteriores. Esto, por cierto, abre otro frente de discusión en
este capítulo, que interrogará la naturaleza de los Diarios que forman parte de la novela y
defenderá no solo su carácter autobiográfico, sino también la necesidad de su presencia en la
lectura de El zorro de arriba y el zorro de abajo. A propósito, observa Fell que los diarios
constituyen una especie de “narración paralela”, que correspondería a “los períodos en los que
Arguedas ´agoniza´ en su creación novelística e intenta lanzar otra vez el mecanismo cambiando
de registro textual” (Fell XXII)34. Aunque la idea de los diarios como “narración paralela” no es
en sí misma problemática, no ocurre lo mismo cuando Fell afirma que esta “obra desigual” tiene
un “carácter globalmente ficcional” y que es “enteramente literatura” (Fell XXIII) porque ello
implica desconocer que hay también una literatura no ficcional o de no ficción; es decir, que la
naturaleza de la literatura no es definida de manera excluyente por el carácter ficticio de su
contenido. Finalmente, abordaré la figura del suicidio del autor en los diarios como una
33
El final del Primer diario corresponde a la entrada del 17 de mayo de 1968. Se trata de un retrato de
Fidela, una mestiza con quien el autor tuvo una experiencia de iniciación sexual y que luego asciende a un escarpado
cerro del que nunca volverá. Inmediatamente después aparecen los zorros en un breve diálogo en el que comentan el
suceso e introducen algunos simbolismos presentes en la novela, como la chimenea de la fábrica de harina de
pescado, aludida en algunas de sus potencias: “El hierro bota humo, sangrecita, hacer arder el seso, también el
testículo” dice el zorro de abajo, a lo que el zorro de arriba replica: “Así es. Seguimos viendo y conociendo”. (23).
34 Se ha señalado la similitud que presenta El zorro de arriba y el zorro de abajo con la novela de Augusto
Roa Bastos Hijo de hombre (1960), novela de hondas resonancias históricas y políticas para el Paraguay de entre
1912 y 1936, lo que incluye la situación inmediatamente posterior a la Guerra del Chaco con Bolivia. La vinculación
se explica por un lado, por el experimentalismo lingüístico que presenta la novela del paraguayo y, de otro, por la
alternancia narrativa en que reposa su estructura. Sin embargo, estos paralelismos generan desconfianza inmediata y
muy pronto la lista de textos-parientes se puede alargar incontrolablemente.
66
manifestación de la figura sacrificial que cobra parte activa en un ritual purificador y que implica
también la idea de la muerte como espectáculo. En ese sentido, entre los críticos que han
estudiado la obra de Arguedas, destaca Roland Forgues, quien más ha ahondado en el aspecto
sacrificial del suicidio del escritor, pues no solamente lo conecta al significado y el contenido de
un acto ritual, sino además se propone leer la idea misma de “sacrificio” en toda la obra del
escritor. Esta idea llevará a José Alberto Portugal a elaborar la idea de “la inscripción dolorosa
del autor”, que “nos asoma a la creación de un significante trascendental” y nos pone frente a un
autor y una obra “que se nos ofrecen como espacios de simbolización, esto es, como campo que
abre y hace posible la creación de símbolos”, considerando, además, que
La trayectoria de Arguedas (en particular durante la última década de su vida) nos
muestra un sujeto comprometido con la creación de un tipo particular de artefacto (de
novelas como “escenas”) orientado a captar la atención (suscitarla intensa, nueva) sobre
el drama de la sociedad peruana. Es a la vez un sujeto que se siente y se presenta como
envuelto en ese drama y en la violencia que suscita. Es esto lo que me lleva a considerar
el aspecto (“carácter”) sacrificial del suicidio de Arguedas, aquel que está inscrito
textualmente” (Portugal 471-472).
En más de una ocasión, los Diarios35 que José María Arguedas escribe e incorpora a su proyecto
terapéutico, la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (publicada póstumamente en 1971),
han provocado mucho interés por parte de la crítica, como veremos más adelante. Este interés
está centrado en el intento de desentrañar la función que cumple en el texto este conjunto de
cuatro Diarios (que para algunos estudiosos como Martin Lienhard, como mostraremos más
35
Los diarios fueron escritos por Arguedas entre el 10 de mayo de 1968 y el 22 de octubre de 1969. Su
ubicación dentro de la estructura de El zorro… es como sigue: el primer diario está al inicio de la obra; el segundo
diario se inserta entre los capítulos II y III (mitad de la primera parte de la novela), el tercero al finalizar la primera
parte de El zorro… y, finalmente, el cuarto diario inmediatamente después de la parte final de la novela, es decir, al
final de la segunda parte. Se añaden luego dos cartas importantes, una dirigida por el escritor a su editor argentino
Gonzalo Losada y otra al rector de la Universidad Agraria, donde Arguedas trabajaba al momento de quitarse la
vida. Según Cornejo, estas cartas “corresponden, en el fondo, a la conclusión del diario” (269).
67
adelante, cumplirían la misión de introducirnos a los cuatro respectivos capítulos de la novela),
por un lado; y de otro, en poner de relieve su importancia en el último trabajo producido por
Arguedas. Lo que me ocupará en esta parte de mi investigación es, entonces, una revisión de las
diversas lecturas integrales que ha merecido la novela, es decir, lecturas que incorporan en el
análisis al conjunto de cuatro Diarios y que los consideran no solo parte de la novela, sino
además componente fundamental de su sentido e interpretación36. En este panorama de lecturas
hay un hecho que no deja de concitar mi atención otro hecho particular: que la primera lectura
crítica publicada de esta novela apareciera en diciembre de 1969, dos años antes de la
publicación de la obra póstuma y apenas unos días después de la muerte de su autor. Me refiero
al artículo escrito por el poeta Emilio Adolfo Westphalen --gran amigo de Arguedas y una de las
personas a quienes iba dedicada la novela--, artículo que apareció en el número 11 de la revista
Amaru, dirigida por el propio poeta37. El dato es importante no solo en la medida en que
representa un verdadero acto de anticipación (se estila, normalmente, que textos existentes y en
36
Hay, incluso, lecturas que apuestan por un afán documental e ideológico y que pretenden extirpar la
novela del terreno de la ficción. Muy significativa resulta, por ejemplo, la apreciación de la viuda del escritor, Sybila
Arredondo, cuando dice, al presentar una antología de la correspondencia de Arguedas durante el período de
gestación de su obra póstuma: “Personalmente vemos la obra --que difícilmente nos avenimos a llamar novela--
como un intento más de Arguedas para enseñarnos a captar nuestra realidad. Aprehender esa complejísima realidad
e iluminar la lucha de clases, la vida del pueblo peruano, de modo que el lector se encuentre en ella y no equivoque
caminos al enfrentar la historia” (énfasis nuestro, Fell: 275).
37 El número de Amaru en mención apareció en diciembre de 1969 y está dedicado a Arguedas.
Westphalen escribe allí dos textos. La presentación del número, titulada “José María Arguedas” y el texto que
comento, “La última novela de Arguedas”. Ambos textos han sido reproducidos en Escritos varios sobre arte y
poesía, recopilación de los ensayos de Westphalen (Lima, FCE, 1996). Cito a Westphalen por esta edición.
Recuérdese que Westphalen aparece varias veces en los Diarios y, en la carta dirigida a Gonzalo Losada, el escritor
pide que sean su viuda, Sybila Arredondo y “mi amigo Emilio Adolfo Westphalen [quienes] se encarguen de revisar
las pruebas y le aconsejen respecto de la edición. Emilio Adolfo es mi amigo desde 1933; no ha hecho concesiones
interesadas nunca y creo que es el poeta y ensayista que más profundamente conocía y conoce la literatura
occidental y quien muy severa y jubilosamente apreció y difundió la literatura peruana, oral y escrita, desde las
revistas que ha dirigido y dirige. A él y al violinista Máximo Damián Huamani, de San Diego de Ishua, les dedico,
temeroso, este lisiado y desigual relato” (251).
68
circulación en el mercado de lectores sean objeto de la crítica); sino además por ser una lectura
que se ha mantenido vigente al paso de los años y que abrió caminos que fueron seguidos por la
crítica posterior en relación a El zorro de arriba y el zorro de abajo.
El texto de Westphalen resulta valioso por su capacidad de síntesis e interpretación del
complejo universo planteado en la novela, por su comprensión de las peculiares características de
la subjetividad de su autor, por la empatía que exhibe respecto del mundo cultural y el quehacer
arguediano. Sin esa sensibilidad, difícilmente se puede penetrar en los sutiles laberintos
ideológicos y culturales en que esta novela es capaz de adentrar al lector. Quisiera comenzar,
entonces, tratando de presentar un resumen de la lectura de Westphalen a manera de puerta de
entrada para lo que seguirá: un escrutinio de las principales lecturas de El zorro de arriba y el
zorro de abajo, con el objeto de marcar el derrotero crítico alrededor de este texto para de ahí
meditar una lectura que ponga de relieve dos cosas: por un lado el rico tejido que ofrecen las
relaciones entre lo autobiográfico (recordemos una vez más que cuatro Diarios forman parte de
la novela) y el relato novelesco (hay más de una proyección autoral en algunos personajes),
relaciones que sirven además para abonar el carácter híbrido y heterogéneo del texto, y la
postulación de la figura autoral en tanto sujeto de un sacrificio y como muestra de una conciencia
ritual en el proceso que llevará a su autor al suicidio. Uno de los primeros puntos que aborda
Westphalen en su lectura tiene que ver con la condición bicultural de Arguedas, condición que
encierra para el poeta un altísimo valor. El bilingüismo de su autor es valorado en estos términos:
“Envidiable destino, poseer un doble instrumento de captación de la vida y el universo,
expresarse libre y gozosamente en dos idiomas de tan diversas estructuras y posibilidades de uso,
aprovechar de todo el rico acervo de dos tradiciones culturales antiquísimas y en muchos
69
aspectos disímiles y contradictorias, pero ambas válidas como sistemas para la comprensión del
hombre y la exploración del cosmos” (Westphalen 420). Por otra parte, este artículo es el
primero en advertir la doble procedencia de los elementos que conforman la novela: desde la
orilla de la ficción, la historia de una comunidad en formación (un conjunto de “hervores” en
acertada metáfora ideada por el propio Arguedas para titular algunas partes de la novela); desde
la orilla íntima y desgarrada de su autor, la historia --narrada en los diarios-- del doloroso
progreso de su plan de auto aniquilación. Surgimiento y caída, efervescencia y estertor,
exaltación y agonía, parecen conformar parejas que organizan el conjunto de lo narrado en El
zorro de arriba y el zorro de abajo. Dice Westphalen, enfatizando también el evidente ánimo
innovador que respira en las páginas de la novela:
Porque José María Arguedas ha trastocado las reglas del arte: a las páginas de narración,
en donde recrea en carne y hueso, en sangre y espíritu, en sueño y mito, la realidad
tremenda, dolorosa, pujante, ciegamente esperanzada de una comunidad en feroz
competencia para, la mayoría, sobrevivir; para exprimir más riqueza los otros; ha
superpuesto aquellas páginas, quizá más efectivas por ser la manifestación directa y
descarnada de un combate interior, en las que, ante la imposibilidad de escribir, según
explica, “acerca de los temas elegidos”, decide tratar “de lo único que me atrae, esto de
cómo no pude matarme…” (Westphalen 424).
Westphalen nota, pues, que existe un paralelismo que articula la novela en su conjunto. Y
observa además que el paralelismo entre estos dos componentes (diarios/ficción) crea una
tensión particular, a ratos extrema, especialmente cuando el alejarse de la muerte o el hecho de
postergarse la decisión final aparecen como circunstancias dependientes “de la capacidad e
inspiración para redactar el siguiente capítulo” (Westphalen 424). En ese sentido, repara
Westphalen en que esta novela no responde al esquema clásico de Scherezade38 en Mil y una
38
Como se sabe, este personaje, que cuenta una historia cada noche para salvar su vida de la ira de un
sultán engañado, encarna uno de los motivos más recurrentes del artificio narrativo y de la producción de ficciones.
70
noches sino más bien a un planteo que se acerca más al peligroso juego de la ruleta rusa y
también, para usar una figura más cercana al mundo arguediano, al huayco (nombre que reciben
los aluviones en los Andes) que amenaza aplastar a su autor39. Además de establecer esta tensión
como algo central para la comprensión de la novela, Westphalen despliega una mirada aún más
aguda para establecer la honda ligazón que existe entre los dos componentes de la novela:
La intromisión violenta de los dilemas propios del autor en el desarrollo de una obra de
arte autónoma puede parecer a primera vista susceptible de ofuscar, turbar y desviarse de
los objetivos precisos y peculiares de esta. Sospechamos, sin embargo, que en El zorro de
arriba y el zorro de abajo habría más bien que buscar cierta sutil coincidencia o
confluencia de ambos; no sería capricho ni intemperancia de José María Arguedas incluir
los Diarios como marco y sostén del relato; estos darían resonancia cuando no marcarían
una tónica especial a los sucesos de la novela (Westphalen 427-428).
Por otra parte, advierte también el poeta la presencia de los zorros prehispánicos y da
cuenta tempranamente de su importancia para la narración. Westphalen no deja de lado que la
realidad chimbotana es un escenario múltiple y complejo en el que las fuerzas más poderosas en
acción, señala, “no tienen rostro: se las siente como abstracciones, se les reconoce por la
deducción y el razonamiento”. Esto, según Westphalen, habría motivado en Arguedas la idea de
introducir a los zorros, que provienen de la mitología prehispánica, “seres sobrenaturales e
inmortales, conocedores de todo lo ocurrido y por ocurrir, con la gran ventaja para un novelista
de asumir figura humana, de inmiscuirse en la vida cotidiana” (Westphalen 428). Westphalen
Para indagar en algunas características de este mágico personaje y sus implicancias para la teoría narrativa
occidental se puede consultar La lección de Scherezade. Filosofía y narración, del argentino Nicolás Lynch
(Barcelona, Anagrama, 1987).
39 En la carta a Gonzalo Losada, Arguedas menciona lo siguiente: “…me cayó un repentino huayco que
enterró el camino y no pude levantar, por mucho que hice, el lodo y las piedras que forman esas avalanchas que son
más pesadas cuando caen dentro del pecho. Quiero dejar constancia que el huayco fue repentino pero no
completamente inesperado. Hace muchos años que mi ánimo funciona como los caminos que van de la costa a la
sierra peruana, subiendo por abismos y laderas geológicamente aún inestables. ¿Quién puede saber qué día o qué
noche ha de caer un huayco o un derrumbe seco sobre esos caminos?” (249-250).
71
concibe a los zorros como una manifestación del deus ex machina teatral. Les atribuye, además,
otras funciones, entre ellas proveer un carácter “milenario” a las acciones narradas: “las
migraciones actuales [se refiere a las migraciones desde el Ande hacia Chimbote, motivadas por
el atractivo económico que representa la naciente ciudad industrial] repiten otras innumerables:
hace miles de años que los hombres de las serranías bajan a la costa y otros suben a las alturas,
en grupos, en multitudes, pacíficamente o en guerra, por un tiempo, para siempre” (Westphalen
429). Adicionalmente, como bien hace notar el poeta, los zorros apelan a una simbología de
carácter hermético. En esta aproximación, las dos partes en que está dividida la novela apuntan a
un todo coherente y armónico. En la primera parte, Westphalen ve la plasmación de un gran
fresco social mientras que en la segunda parte la narración tiende a poner el foco en algunos
personajes particulares y es allí, “en esos breves y vivos relatos que rápidamente se encadenan,
acumulan y redoblan así su efecto que surgen algunos personajes tan memorables como los de
las mejores y más célebres narraciones” (Westphalen 429). De acuerdo a Westphalen, los tres
personajes más significativos de esta parte serían Maxwell, Cardozo y Cecilio Ramírez. Un
aspecto central de esta lectura es sin duda el haber señalado la tensión existente entre el mundo
social en formación, representado en la metáfora de los hervores, y el mundo personal e íntimo
del autor, orientado enfática y reiteradamente al ámbito de la autoeliminación, a la preparación
metódica de la manera más adecuada y eficiente de quitarse la vida, teniendo como causa
presunta el agotamiento de la capacidad creadora de su autor, José María Arguedas.
La escritura se muestra en su capacidad no solamente de revelar minuciosamente el arduo
proceso de un universo social en formación, en pleno “hervor”, un mundo que la novela busca
representar y configurar no tanto en sus límites como sí en sus posibilidades. Al mismo tiempo,
72
parece adquirir otro sentido, que desplaza la idea de la muerte motivada por la impotencia
creativa y nos dice, más bien, que la escritura resulta la forma más decente y digna de
desaparecer físicamente: la muerte del autor se inscribe primero en el lenguaje, es primero texto
dramático y visionario, que anticipa el fin, discurso que acompaña y acompasa los últimos
instantes de la vida. Esa dramatización provee sin duda un sentido trascendente a la imagen del
autor: morir escribiendo es o parece ser la única manera de morir. Precisamente a ello debamos
que la idea de la muerte del autor en El zorro de arriba y el zorro de abajo no se defina como
“acto final” sino que implique un esquema de resurrección y continuidad, como bien señala Luis
Hernán Castañeda en un reciente artículo dedicado a la obra póstuma de Arguedas. “En los
Zorros --apunta-- ese lugar común según el cual los autores siguen vivos gracias a sus libros
cobra una realidad orgánica, concreta y urgente, que explica la importancia de Arguedas en la
cultura peruana contemporánea” (Castañeda 113). Otro acercamiento comprensivo a la novela
póstuma de Arguedas fue llevada a cabo por Antonio Cornejo Polar en su libro Los universos
narrativos de José María Arguedas, desde cuya introducción plantea una requisitoria a la
“inocultable displicencia con que algunos creadores y críticos tratan la obra” (Cornejo Polar 11)
de Arguedas, en parte por una incorporación de esta obra, sin reflexión de por medio, en el
terreno de la novela regional, lo que según Cornejo merece un replanteo urgente y no solo en lo
tocante a Arguedas sino también a toda la narrativa que precedió al llamado boom de la novela
latinoamericana40.
40
Sin duda Cornejo parece referirse a una especie de extensión automática de conceptos como el esgrimido
por Fernando Alegría en 1966, cuando señalaba que Arguedas era, por ejemplo, el máximo representante del
realismo mágico en América Latina (Historia de la novela hispanoamericana. México: De Andrea, 1966: 273). O la
entrevista que Arguedas concede a Tomás Escajadillo en 1965, donde el mismo escritor define sus últimos libros
dentro del campo del realismo mágico (“Entrevista a José María Arguedas” (En: Cultura y Pueblo Nos. 7-8. Lima:
73
Y se trata, en efecto, de un texto tan complejo e innovador en su lenguaje y estructura
narrativa, en sus resonancias culturales e ideológicas, que sin ninguna duda excede los cánones
de la narrativa regional. Este replanteo, para Cornejo, parte de una constatación paradójica: que
el desplante a la obra de Arguedas, fuente en más de un sentido de un nuevo lenguaje narrativo,
es paralelo al establecimiento de la agenda del boom, entre cuyos temas destaca precisamente la
tarea del escritor latinoamericano de encontrar “un lenguaje adánico, un lenguaje capaz de decir
lo nunca dicho”, según reclamaba Alejo Carpentier41, porque en la literatura latinoamericana hay
de acuerdo a Carlos Fuentes42 “carencia de un lenguaje auténtico”. Cornejo, he aquí la paradoja,
identifica precisamente la presencia de un nuevo modo de decir en Arguedas, cuya obra ve como
“un sostenido y ejemplar esfuerzo por inventar un lenguaje que no disfrace la insólita realidad
que pretende representar y realice, con la misma autenticidad, el milagro de la comunicación
intercultural” (Cornejo Polar 12). Otro aspecto relevante en la lectura de Cornejo tiene que ver
Casa de la Cultura del Perú, julio-diciembre de 1965: 23). Por otra parte, Tomás Escajadillo, en La narrativa
indigenista peruana explica que Arguedas ha superado el indigenismo ortodoxo y se inscribe más bien en lo que el
crítico da en llamar “neo indigenismo” (52-56).
41 En Tientos y diferencias (1967) el escritor cubano Alejo Carpentier expone con detalle varias de sus
ideas sobre la nueva literatura latinoamericana y sus necesidades, que descansan en el potencial de su geografía, sus
cosmogonías y su naturaleza, elementos todos que distinguen claramente a América Latina del resto del orbe. Y a
pesar de esa particularidad, la literatura del continente debe inscribirse en el contexto universal sin los problemas de
antes. Dice Carpentier: “Termináronse los tiempos de las novelas con llamadas a pie de página para explicarnos que
el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o de agosto. Nuestra ceiba, nuestros
árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales por la operación de palabras cabales, pertenecientes
al vocabulario universal” (40).
42 Del mismo modo, el novelista mexicano Carlos Fuentes ha insistido en muchos de sus ensayos,
especialmente en La nueva novela hispanoamericana (1969) en señalar las preocupaciones de los nuevos novelistas
latinoamericanos, una de ellas, precisamente, la tarea de construir un nuevo lenguaje. Cito: “Radical ante su propio
pasado, el nuevo escritor latinoamericano emprende una revisión a partir de una evidencia: la falta de un lenguaje.
La vieja obligación de la denuncia se convierte en una elaboración mucho más ardua: la elaboración crítica de todo
lo no dicho en nuestra larga historia de mentiras, silencios, retóricas y complicidades académicas. Inventar un
lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado. Continente de textos sagrados, Latinoamérica se siente urgida de
una profanación que de voz a cuatro siglos de lenguaje secuestrado, marginal, desconocido” (30).
74
con las relaciones que se entablan entre los diarios y el relato novelesco. Resulta evidente que
entre ambos hay una red de relaciones muy explícita y que en esa red descansa la estructura total
del texto. De ahí que el crítico destaque, más allá de que “una simple lectura evidencia que El
zorro… se construye mediante la alternancia del relato propiamente novelesco y los diarios”
(Cornejo Polar 269), que
las relaciones entre el discurso novelesco y el autobiográfico son múltiples y de muy
diverso tipo […] los diarios son […] como acodos que permiten afianzar el relato y
proyectarlo hacia delante. Pero son también, a otro nivel, y de manera muy marcada,
resultado de la decisión de no dejar de escribir […] En efecto, desde el “Primer diario”, el
lector sabe que hay una asociación indisoluble: vivir y escribir resultan sinónimos
absolutos (Cornejo Polar 270).
La escritura otorga sentido. Y escribir, más allá de toda otra urgencia, es un verbo que
aquí se asocia a una actividad que permite a su autor “liquidarse con decencia”. Esta parece ser la
asociación más poderosa y sugerente de los diarios. Y en relación con la novela, proyectan la
creación de El zorro… de acuerdo a Cornejo, como “un combate en que se pelea con tenaz coraje
pese a sabérsele perdido, pero --en cualquier caso-- la lectura de la novela exige que se la
conciba como un desesperado gesto vital, como una apuesta a favor de la supervivencia”
(Cornejo Polar 271). Los diarios declaran la intención de mezclar o incorporar estos al texto
novelesco, con lo cual el propio autor parece establecer un horizonte de relaciones entre ambos
textos, como se puede colegir, por ejemplo, de este pasaje de los diarios, donde se reafirma la
idea de buscar una forma de “liquidarse con decencia”:
Como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy
ambiciosos, voy a escribir sobre lo único que me atrae: esto de cómo no pude matarme y
cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia […]
Voy a tratar de mezclar, si puedo, este tema que es el único cuya esencia vivo y siento
como para poder transmitirlo a un lector; voy a tratar de mezclarlo y enlazarlo con los
motivos elegidos para una novela que, finalmente, decidí bautizarla: El zorro de arriba y
75
el zorro de abajo; también lo mezclaré con todo lo que en tantísimos instantes medité
sobre la gente y sobre el Perú, sin que hayan estado específicamente comprendidos dentro
del plan de la novela (Arguedas, 1990: 8).
Pero, como se observa, estas relaciones entre los diarios y el cuerpo de la novela, parecen
estar mediadas por la idea de la agonía, por la necesidad de la escritura como preámbulo de un
acto radical y sin vuelta atrás, un acto definitivo: el suicidio. En la lectura de Cornejo, “estas
meditaciones en realidad se incorporan a los diarios y al relato, a veces directa y a veces
indirectamente, sin formar una unidad. La mezcla y el enlazamiento se producen, entonces, entre
novela y autobiografía” (Cornejo Polar 272). Para el crítico, estos no son los dos únicos planos
que contribuyen a estructurar El zorro de arriba y el zorro de abajo, pues propone que hay un
tercero, un plano “estrictamente mágico” (Cornejo Polar 272), aunque para mayor precisión
debiéramos decir mítico. El origen de este discurso mítico está signado por una relación de orden
intertextual entre El zorro…y un importante documento de la época colonial que Arguedas
tradujo del quechua al español: el Manuscrito de Huarochirí43, de donde Arguedas tomará no
solo la idea de los zorros sino además numerosas referencias de la mitología quechua recogidas
en este trabajo del padre Francisco de Ávila (1598?-1647). Ahora bien, ¿cómo está marcada la
presencia de este discurso mítico en la novela? Sugiere Cornejo que esa marca se manifiesta de
dos maneras. Por un lado, están los diálogos entre los zorros y, por otro, la transformación que
sufren algunos personajes al ser “poseídos” por los zorros o asumir la condición o identidad de
43
La primera edición del Manuscrito apareció con el título con el que desde entonces se le conoce: Dioses
y hombres de Huarochirí. La traducción del manuscrito quechua estuvo a cargo de Arguedas y la edición al cuidado
de Pierre Duviols. El manuscrito es una recopilación de informaciones y relatos orales indígenas recopiladas por
orden de Francisco de Ávila, quien recorrió la sierra de Lima en su condición de extirpador de idolatrías.
76
estos en algunos pasajes de la novela, de modo muy especial en el capítulo III44. Y para abonar
aún más la complejidad del tejido textual de la obra, este mundo mágico no es ajeno en absoluto
al dominio de los diarios, que se refieren con frecuencia a la figura de los zorros, figura esta vez
vinculada “a la posibilidad o imposibilidad de continuar la escritura” (Cornejo Polar 273). Esta
relación entre los zorros y el motivo de la escritura se pone en evidencia, por ejemplo, cuando
casi al final del “Segundo diario”, donde además de plantearse los problemas que se le presentan
con la escritura de El zorro…, se cuestiona también la presencia de los zorros en el cuerpo de la
narración ante un interlocutor de turno; asimismo, alude directamente al espectro social que se
intenta representar en la novela:
“¡Allá voy si no me caigo!”, negro Gastiaburú. Me refiero no al almuerzo sino a lo que
tengo que escribir. Revolución socialista por estos lados solo en Cuba, negro. Lo vi, lo
gocé un mes y, sin embargo, ando en dificultades para comenzar este maldito capítulo III.
¿Tendrás razón, negro? Yo soy “de la lana”, como me decías; de “la altura”, que en el
Perú quiere decir indio, serrano, y ahora pretendo escribir sobre los que tú llamabas “del
pelo”, zambos criollos, costeños civilizados, ciudadanos de la ciudad […] Según tú, los
de “la lana”, los “oriundos”, los del mundo de arriba que dicen los zorros --¿a qué habré
metido estos zorros tan difíciles en la novela?--, olemos pero no entendemos a “los del
pelo”: la ciudad (Arguedas, 2000: 83).
Algo que conecta todavía más claramente a los diarios y la novela ocurre también en el
“Último diario”, cuando Arguedas da cuenta de todas las tareas que los zorros tenían y no
pudieron cumplir, pasando a ser el diario no solamente un espacio de expresión de un proyecto
44
Como señala Cornejo, se trata de “don Diego y el ´Tarta´ (sobre todo el primero) y don Ángel Rincón
Jaramillo. Los zorros poseen a estos personajes, los transforman, variando a veces hasta sus cuerpos, en una suerte
de espiral intensificatoria que culmina en cantos y danzas y que suscita, además, la modificación del paisaje
circundante. El ´zorro de arriba´ es representado eventualmente por el ´Tarta´ y de manera permanente por Diego,
mientras que Ángel asume por momentos la representación del ´zorro de abajo´. El denso hermetismo del capítulo
III, desorientador en su conjunto y sobre todo en su delirante final, tiene como clave hermenéutica este proceso
transformador, esta mitificación de los personajes” (273).
77
novelesco trunco e incompleto, sino además un espacio de expresión de la conciencia de esa
condición de “incompletitud” que marca a la novela:
Los zorros no podrán narrar la lucha entre los líderes izquierdistas, y de los otros, en el
sindicato de pescadores; no podrán intervenir […] No aparecerá Moncada pronunciando
su discurso funerario, de noche, inmediatamente después de la muerte de don Esteban de
la Cruz; el sermón que pronuncia en el muelle de La Caleta, ante decenas de pescadores
que juegan a los dados cerca de las escalas por donde bajan las pancas y chalanas que los
llevan a las bolicheras. Los zorros iban a comentar y danzar este sermón funerario en que
el zambo “loco” enjuicia al mar y a la tierra” (Arguedas, 2000: 243).
Cornejo ve aquí mucho más que una coincidencia, esta es más bien la prueba y
explicación de la existencia de tres planos que confluyen en El zorro de arriba y el zorro de
abajo: el autobiográfico, el novelesco y el mítico, que además de interactuar ofrecen importantes
pautas para la interpretación del texto. Y como bien apunta el estudioso, ningún intento de
interpretación del texto puede desligarse de esta tríada: “Es imperioso percibir esta triple fuerza
conformadora, cuyo enlace es a veces laberíntico45, para rastrear su sentido sin simplificar lo
entramado, fluido y heteróclito de su estructura, sin traicionar la identidad de una obra única en
toda su prismática composición” (Arguedas, 2000: 273). Y para volver por un momento al
diálogo que se suscita entre el Manuscrito de Huarochirí y El zorro de arriba y el zorro de
abajo, podemos colegir, a partir de unas palabras del propio Arguedas, que este diálogo no se
limita únicamente al hecho de haber sido transportados los zorros de un texto a otro. La edición
de 1966 del Manuscrito… cuenta con un prólogo de Arguedas (reproducido por Millones y
Tomeda) en el que se lee lo siguiente, en referencia al lenguaje del texto:
45
Curiosamente, ese mismo carácter laberíntico se atribuye también al Manuscrito de Huarochirí, de donde
Arguedas extrajo a los zorros. Luis Millones y Hiroyasu Tomeda anotan en su introducción a una reciente edición de
Dioses y hombres de Huarochirí que en este texto “las historias superpuestas señalan diferentes argumentos que no
necesariamente confluyen en un camino de límites precisos” (XIII).
78
Este libro muestra, con el poder sugerente del lenguaje no elaborado, limpio de retórica,
la concepción total que el hombre antiguo tenía acerca de su origen, acerca del mundo, de
las relaciones del hombre con el universo y de las relaciones de los hombres entre ellos
mismos. Y, además, alcanza a transmitirnos, mediante el poder que el lenguaje antiguo
tiene, las perturbaciones que en este conjunto habían causado ya la penetración y
dominación hispánica […] Es el lenguaje del hombre prehispánico recién tocado por la
espada de Santiago (Dioses y hombres… XXXIII, énfasis nuestro).
Resulta significativo, a partir de este comentario de Arguedas, que los mundos
representados tanto en el Manuscrito… como en El zorro de arriba y el zorro de abajo, salvando
obvias diferencias, se muestren al lector en facetas de nacimiento y transformación, en una
especie de magma social, de “hervor”. En tal sentido, es posible detectar también un diálogo
entre “las perturbaciones que en este conjunto habían causado ya la penetración y dominación
hispánica” y las perturbaciones que muestra el Chimbote en formación que retrata la novela,
perturbaciones que se manifiestan no solamente en el orden económico por la intensa aplicación
de un programa capitalista en la ciudad, sino también de orden cultural, social y lingüístico. El
mundo mágico de José María Arguedas (1973)46 de Sara Castro Klarén es otro intento de leer y
comprender la obra de José María Arguedas. Aunque en muchos de sus comentarios y análisis la
autora resulta sugerente y acertada, no puede ocultarse que al enfrentar El zorro de arriba y el
zorro de abajo el desconcierto parece haberle ganado la partida. Hacia el final de su estudio, por
ejemplo, califica la novela póstuma de Arguedas de obra narrativa menor y que sin embargo
marca una de las dos corrientes en que se desarrolla el trabajo de Arguedas: la corriente
testimonial (acompañada también por El sexto). La otra corriente, la lírica, está dominada por las
que la estudiosa considera tres hitos en la producción del escritor: Yawar fiesta, Los ríos
46
La fecha corresponde a la aparición de la primera edición de este libro. Aquí cito por la segunda, que data
del 2004. Noto, sin embargo, que la edición es facsimilar, lo que revelaría la voluntad de la autora de no revisar,
ampliar o corregir el contenido de la primera.
79
profundos y Todas las sangres. De acuerdo a Castro-Klarén, tanto en El Sexto como en El zorro
de arriba y el zorro de abajo, “domina el afán de denunciar la realidad, lo que produce obras
débiles en estructura y desarrollo narrativo”. De otro lado afirma también que la obra póstuma
“se acerca más a la estructura de un diálogo platónico que a una novela, en cuanto carece de
drama y de acontecimientos […] lo que tenemos son conversaciones o diálogos en que los
personajes se hacen entrega de sentimientos y pensamientos, a menudo controvertidos, con cuya
expresión no consiguen afectarse vitalmente en lo más mínimo” (Castro 196). Me resulta difícil
coincidir con este punto de vista. Me pregunto si la representación de un mundo en el proceso de
su nacimiento y formación puede ser algo que carezca de drama y acontecimiento en el retrato,
en el dinamismo en el lenguaje, en las diversas pulsiones que se dan cita en el contexto
chimbotano, en la actividad y las fuerzas vitales contrapuestas, en relación de tensión
permanente. Difícil, igualmente, resulta aceptar la prosapia realista de El zorro de arriba y el
zorro de abajo que Castro-Klarén defiende: “lo que esta obra tiene de novela está todavía
cortado en el patrón realista”; o, para citar un segundo ejemplo, la afirmación de que el capítulo
primero, que define “como una galería de tipos reunidos en un prostíbulo” “se parece más a una
escena costumbrista que a la narración de un suceso” (Castro 197). Por último, no se menciona
en ningún momento la presencia de los Diarios como componente de la novela; es como si se
hubieran diluido en al lectura. En contraste, en opinión de Julio Ortega, la novela póstuma de
Arguedas “es un complejo y también insólito documento que lleva a su extremo la tradición de
una ´literatura autobiográfica´; a su destrucción en la zozobra de la persona que habla y del
acontecimiento mismo de esa habla. Es preciso, en primer lugar, preguntarse cómo asumir este
libro apasionado” (Ortega 60). Para Ortega, hay una dialéctica en el texto, dialéctica que se
80
traduce en la tensión originada en los dos propósitos de la escritura: la muerte y la salvación.
Paradojalmente Arguedas escribe para salvarse o curarse; al mismo tiempo, los diarios informan
de la voluntad de morir, voluntad que Ortega califica, acertadamente, de “inapelable”. En cuanto
a la relación entre los diarios y la novela, no queda duda de que Ortega la considera
absolutamente necesaria, además de signada por esta tensión entre la cura y la muerte,
afirmando:
El libro consta de tres diarios y de un “¿Último diario?”, en el cual, en efecto, el autor
hace el balance final y decide su muerte. Entre esos diarios ha crecido, con penosa
dificultad, una novela que quedará inconclusa. No hay relaciones de ficción entre esos
diarios y la novela misma: la relación es más interna. Arguedas escribe los diarios cuando
la depresión o el malestar profundo que sufre le impiden continuar la novela (Ortega
60).
Las funciones de los cuatro diarios, según la perspectiva de Ortega, irán variando. Ya
desde el primero se anuncia el suicidio, pero éste se aplaza porque de alguna manera la novela ha
terminado por imponerse al deseo suicida. En el segundo diario la decisión de matarse aparece
diferida porque las dificultades que le plantea la novela han logrado disipar momentáneamente la
idea de auto eliminarse, al punto que el segundo diario termina con dos breves líneas que
informan, significativamente, lo siguiente: “Estoy de nuevo en casa de Angelita Heinecke.
Empecé a escribir el capítulo III” (Arguedas, 1990: 83); el Tercer diario se mueve entre dos
polos: la sequía creativa que impide continuar la escritura de la ficción y la presencia del
malestar, que sigue sin reclamar la muerte y en su lugar apela a los viajes. Al final del Tercer
diario se anuncia la superación de la sequía (Arguedas, 1990: 180) y todo parece indicar que el
camino creativo está momentáneamente despejado. Y sin embargo, el ¿Último diario?, además
de dar por concluido el proceso, retoma la idea del suicidio de un modo más tajante y definitivo:
81
“el suicidio reaparece ahora, ineludible. Un epílogo, añadido por el editor, reúne las cartas y
mensajes finales, que revelan la meticulosidad --sobria, ausente de patetismo--, con que
Arguedas trató de ordenar los hechos antes de dispararse un tiro el 28 de noviembre de 1969”
(Ortega 60). El crítico señala también otro rasgo importante, que vincula la escritura con la
muerte pero también con su conjuro: “la novela fue haciéndose en una pelea con la muerte, como
su aplazamiento, pero también como un exorcismo. Acaso Arguedas sabía que la salvación ya no
era posible, pero al haberla intentado, en una lucha alucinada, dotó a su novela de un impulso
pasional y desolado”. Desde el punto de vista formal, Ortega le achaca a El zorro de arriba y el
zorro de abajo una larga lista de defectos y problemas: el hecho de ser una novela trunca, el
hecho de que, a pesar de tener momentos brillantes, la ficción decaiga más de la cuenta o la
circunstancia de que la imperfección que asola al relato no pueda ser aliviada por el autor. Sin
embargo, la pregunta que parece inquietar a Ortega se formula en términos que pueden parecer
contradictorios con le juicio mismo que exhibe sobre la novela. Ortega se pregunta “¿cómo
valorar literariamente un libro que excede con su misma imperfección a la literatura? Ese
incumplimiento es otro nivel, no ya no sólo de la ficción, sino del sentido documental de este
texto”. Más allá de esto, Ortega define bien el campo de la escritura arguediana en El zorro… al
enmarcarla en un tenso dilema, vale decir, entre la vida y la muerte, entre la salvación o la
perdición. En este sentido, resulta muy significativo que el texto revele la fe de Arguedas en la
escritura, así como su decepción. Este movimiento, entre uno y otro extremo, es un rasgo
dominante a lo largo del texto:
Salvarse por las palabras: esta apuesta (oscura, torturada) preside estas páginas. Apuesta
compleja, sin embargo, ya lastrada por el malestar que minaba el poder creador de este
hombre: así, la salvación por las palabras sólo podía ser el otro lado de la salvación por la
muerte. Hay un momento en que las palabras lo abandonan: escribe el último diario
82
preguntándose si en verdad es el último porque --tal como entiende él mismo-- el hecho
de estar escribiendo aun sobre su propio fracaso, el mismo acto de hacer hablar al
malestar, lo recupera en la continuidad de una escritura que de algún modo lo excede y lo
prolonga, como si su vida se sostuviera en esa última posibilidad de proseguir una frase.
Pero la trama de salvación y de muerte no podía tener ya otro desenlace: la misma novela
es, en el fondo, una metáfora del malestar interior que lo abrumaba: no sólo en la
superficie de su inacabamiento, sobre todo en la imagen del deterioro que el relato
propone para una ciudad donde mundos paralelos al suyo (personajes de la Sierra
peruana, víctimas del desarraigo) se destruyen en la perversa dispersión de la urbe
industrial (Ortega 61).
La lectura de los diarios es igualmente importante para Ortega, pues es allí donde radica
con más claridad esta tensa dinámica entre la vida y la muerte. Recordemos que ya desde el
inicio, el “Primer diario” nos coloca claramente frente a la cuestión del suicidio, mientras que en
el “Segundo diario” se detalla la dificultad para escribir que enfrenta Arguedas (confesión de una
“impotencia ardiente”, dirá Ortega) y a la vez se indica el carácter catalizador de la escritura, en
la medida en que Arguedas revela que “vive la obra como un aplazamiento, porque las palabras
conjuran el desenlace” (Ortega 61). La tensión nacería, entonces, del hecho de que los diarios
tiendan a revelar, al mismo tiempo, un potencial curativo y un sentido final y de clausura
(sentido desplazado luego por la idea de una resurrección, como explicaremos más adelante).
Sin embargo, como observa Ortega, no será hasta el “Tercer diario” que aparezcan unidas la
dificultad de emprender el camino de esta novela y la circunstancia personal de su creador, es
decir, “la existencia compleja (más compleja para Arguedas) de las gentes de la urbe, y su propia
y personal situación. La novela, por lo mismo, y los diarios” (Ortega 61). Esto, a juicio de
Ortega, se explica porque Arguedas propicia el encuentro de dos relatos sostenidos por su perfil
trágico y su aliento final, en una suerte de analogía entre lo íntimo y personal (lo autobiográfico
propiamente dicho) y la descomposición de un mundo social, “como si el autor quisiera exponer
para sí mismo una comprensión completa y coherente del infierno social, que lo atrae con su
83
vértigo humano y que lo repele con su deshumanizado origen y fin” (61). Así surge el impulso
de narrar una ciudad que está atrapada en un vértigo social y el de comprender “el destino de
algunos personajes que han hecho el camino que él mismo hizo: de la Sierra a la Costa, de la
sociedad tradicional y comunitaria a la sociedad urbana y clasista; si bien aquella sociedad
originaria no deja de padecer también la depredación, además de la injusticia” (Ortega 61).
Una lectura similar es la de Aymará de Llano, quien afirma, entre otras cosas, lo
indesligable de la relación entre los diarios y la novela: “Uno se carga en el otro, por lo tanto, si
bien hay dos líneas narrativas, la fragmentación las multiplica, las encima y, al mismo tiempo,
con el corte, las separa. Esta separación provoca una postergación y las pausas marcan un ritmo
angustiante de espera. El efecto es percepción de lo incompleto; la ruptura implica un orden”
(74). La consecuencia de esta relación es que el sentido de lo autobiográfico excede la cuestión
del yo y su particularmente dramática situación existencial y se proyectaría hacia un valor
general y comunitario (“despidan en mí a un tiempo del Perú”). A la vez, se deja en claro que los
Diarios no establecen un registro de la experiencia paralelo a su escritura, sino que, en conjunto,
muestran un afán prospectivo, hacia el futuro, pero desde un presente marcado por una
característica fundamental: la sensación creciente de la agonía. Otra postura sobre este problema
nos la ofrece Cecilia Esparza, quien subraya que incluso leyendo los diarios de una manera
autónoma, “estos resultan un texto difícil de clasificar y estudiar” y, según ella, “cabe
preguntarse por las razones por las que Arguedas quiso publicarlo junto con su última novela”
antes de volver a preguntarse: “¿Se trata más bien de un texto pensado como accesorio a la
novela, dedicado a documentar el proceso de creación de la misma? Entonces, ¿por qué dedicar
buena parte del diario a la desgarrada decisión de quitarse la vida?” (Aymará 73). Lo interesante
84
es notar la aparentemente arbitraria decisión de Arguedas de incorporar sus diarios en el cuerpo
de la novela, si se toma en cuenta, por ejemplo, que la intención primera de Arguedas era la
construcción de una novela que diera cuenta de la transformación de Chimbote, del complejo
proceso de modernización que estaba empezando a transformar radicalmente esta ciudad de la
costa peruana, tarea para la cual, además, se añadía su pericia de antropólogo, al basar el diseño
de algunos personajes y situaciones a partir de un trabajo etnográfico, como bien se ha
documentado en diversas lecturas de El zorro de arriba y el zorro de abajo47. Todo parecía
indicar que la novela podía tener un rumbo independiente, una vida separada de los Diarios. Pero
la inserción, altamente significativa, de los cuatro Diarios, marca un paralelismo de signo
trágico: gracias a ello, se puede establecer un contraste muy agudo entre la agonía del individuo,
del escritor y la representación de un mundo naciente, en sus primeros balbuceos, que muestra
las manifestaciones primeras de su existencia, que admite una vitalidad babélica en la que
lenguajes y discursos de diverso orden se entremezclan, se sobreponen, se interrogan, en busca
de un orden y un sentido. Muchas lecturas coinciden en señalar El zorro de arriba y el zorro de
abajo como un proyecto audaz y de altísimo riesgo. Una de ellas, del crítico Javier de
Navascuez, anota que esta novela póstuma
supone la apuesta narrativa más arriesgada del escritor peruano y viene a suponer un
sorprendente giro después de toda su carrera anterior. A través de su estructura
inconclusa, caótica y azarosa, sin capítulos con hilación aparente, poblada de personajes
que hablan toscamente y se comportan de forma más tosca todavía, surcada de cartas y
diarios personales del propio Arguedas, el lector va componiendo la imagen babélica del
puerto de Chimbote, escenario nuevo en la obra arguediana y verdadero crisol de “todas
47
En uno de los apéndices del valioso trabajo de Martín Lienhard sobre la novela póstuma de Arguedas,
Cultura andina y forma novelesca, se puede acceder a fragmentos de dos de las entrevistas que el escritor realizó en
Chimbote. Se trata de dos futuros personajes: Don Hilario, que serviría de modelo a Hilario Caullama y don Esteban
de la Cruz, que aparecería también en la novela, con su mismo nombre (Lienhard: 199-205).
85
las sangres” que confluyen traumáticamente en la costa peruana (De Navascuez 128-
129).
Pero la lectura de Navascuez llega a una conclusión algo apresurada sobre el sentido final
de la obra cuando menciona que se trata de la representación de un “Perú destruido, en el que ya
no hay lugar para los grandes mitos andinos ni apelaciones a la recuperación de una grandeza
perdida” (129). Del mismo modo, no llega a notar la relación existente entre los Diarios y la
novela cuando los considera elementos separados o en relación de simple adyacencia: “Al lado
del relato sobre Chimbote el novelista fue introduciendo una serie de diarios personales que
rompen la marcha narrativa y constituyen el estremecedor testimonio de un hombre sumido en la
desesperación” (130). No hay en El zorro de arriba y el zorro de abajo un relato de fin de
mundo, sino más bien un relato de magma, es la puesta en escena de un universo haciéndose.
En todo caso, el crítico señala algo importante, en relación con los Diarios: “La ausencia
de ficcionalización confiere a estos Diarios, lo mismo que a otros documentos incluidos en el
libro (cartas y conferencias), una terrible veracidad” (De Navascuez 130-131). Tampoco está de
más recordar que tanto las circunstancias de producción de El zorro de arriba y el zorro de abajo
como la escritura de los Diarios, coinciden con un proyecto cultural de gran envergadura: la
traducción del quechua, llevada a cabo por el propio Arguedas, del llamado Manuscrito de
Huarochirí, reunido por el Padre Ávila en el siglo XVI y que contiene el que sin duda es uno de
los más importantes corpus de mitos quechuas de que se tenga noticia. El dato es relevante, en la
medida en que el propio escritor encontró en esa labor de traductor la inspiración para seguir
adelante con la novela. Él mismo se encarga de hacer esta revelación en una carta dirigida a
Gonzalo Losada, su editor en Argentina:
86
Tengo, por fin, desde hace unos quince días, armada la concepción general de la obra y
hasta un título, todavía provisional, “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. No le habría
escrito esta carta si no hubiera logrado armar el esqueleto de la novela. Me ha costado
casi un año de armar y desarmar incontables veces. La traducción de los maravillosos
mitos quechuas recogidos por el Padre Ávila a fines del siglo XVI en la provincia de
Huarochirí, me dejaron casi sin fuerzas y determinaron en gran parte que se
desencadenaran las circunstancias que me llevaron a ese malhadado accidente; pero en la
entraña de esos mitos he encontrado la clave que resolvió la maraña en que se había
convertido el plan de mi nuevo relato (Vargas Llosa, 2008: 390)48.
Más allá de estos dos contextos, el trabajo de campo etnográfico y la traducción de un
conjunto de mitos quechuas, vinculados efectivamente al quehacer de Arguedas como
antropólogo, mi propósito es insistir en plantear la respuesta a la pregunta por la relación entre
los diarios y la novela en que fueron insertados a partir de dos ejes, uno relacionado con la
experiencia histórica que transforma Chimbote en una suerte de nuevo mundo en formación, que
en la novela asoma, a su modo, como un relato de génesis; otro, relacionado con la conciencia
liminar, con la lucidez trágica con que el autor ve pasar sus últimos días, últimos días que se
preocupa en detallar como si se hubiera empeñado en la escritura de un guión para un
espectáculo ritual. Este doble propósito es esencial: el surgimiento de un mundo y la muerte del
sujeto que intenta comprender lo que ya no podrá asir. O, para decirlo con palabras de Vargas
Llosa49, que hermana los dos procesos cuando afirma que “El zorro de arriba y el zorro de
48
La carta citada constituye un documento de enorme interés. En otro pasaje de la epístola, Arguedas se refiere
brevemente al carácter de su obra narrativa en conjunto y a la naturaleza de esta nueva novela, en referencia a El
zorro de arriba y el zorro de abajo con estas palabras: “[…] es posible que escriba una novela que sería la
culminación del proceso de revelación de este mundo tan intrincado y fascinante que es el Perú” (390).
49 En un penetrante artículo, Peter Elmore analiza la relación existente entre José María Arguedas y Mario Vargas
Llosa. Una idea central es el modo cómo Vargas Llosa se relaciona con Arguedas: “La utopía arcaica, aunque se
consagra a indagar en la historia y los textos de un autor [Arguedas], no se sitúa en el mismo plano que La orgía
perpetua, el libro en el que Vargas Llosa examina con detallado fervor Madame Bovary, de Flaubert, a la que juzga -
-por su construcción y lenguaje-- la primera novela moderna. A propósito de William Faulkner, Vargas Llosa ha
confesado que fue el primer escritor cuyas obras leyó con aplicación de discípulo […] Sartre --que a su vez admiró a
Faulkner y aprovechó pródigamente sus lecciones en, por ejemplo, La náusea-- ejerció sobre Vargas Llosa un
influjo que […] fue virulento durante la juventud del autor […] Flaubert, Faulkner y Sartre fueron presencias
87
abajo es la novela de un suicida. Ambas cosas, el libro y la autodestrucción del autor están
visceralmente ligadas” (Vargas Llosa, 2008: 359). Efectivamente, Vargas Llosa ve una conexión
íntima entre los diarios y la parte que ocupa la novela:
La elección de la muerte, las razones o pretextos para ello, las confidencias que le inspira
sentirse al borde de la tumba --recuerdos de infancia, simpatías y aversiones literarias,
ambiciones, frustraciones, padecimientos, amores, la voluntad de acuñar una imagen para
la posteridad-- constituyen la materia explícita de los cuatro diarios y el epílogo
autobiográficos --escritos con nombre y apellido propios--, que son una de las caras de El
zorro de arriba y el zorro de abajo. Pero el sentimiento del fin impregna también los
capítulos de ficción, a cargo de un narrador omnisciente. El clima de acabamiento, de
podredumbre moral y material, de desvarío, de disolución lingüística que domina esos
episodios expresa también, acaso con más fidelidad que los capítulos confesionales, la
tortura psíquica, los vaivenes de depresión y entusiasmo en que se debatió Arguedas esos
dieciocho meses, cuando ya había tomado la decisión de que la vida no merecía ser
vivida (Vargas Llosa, 2008: 359-360).
Lo que Vargas Llosa parece querer decirnos es que hay un correlato muy claro entre el
sentimiento que domina los diarios (escritos con nombre propio, señala con énfasis) y la
atmósfera que construyen los episodios novelescos (bajo responsabilidad, esta vez, de un
narrador omnisciente). Ello reforzaría la existencia de un vínculo especular entre estos dos
segmentos de texto, especularidad que abona la complejidad de ambos componentes50. Pero
además de ello, Vargas Llosa se detiene en un rasgo novedoso y que implica la ruptura con el
ejemplares y tutelares en la formación literaria e intelectual de Vargas Llosa: la admiración se traduce en una forma
de la filiación, de modo que no es excesivo --aunque sea impreciso-- decir que la ética del trabajo artístico de Vargas
Llosa es flaubertiana, que los montajes espacio-temporales de La ciudad y los perros y La casa verde son de estirpe
faulkneriana, y que un sartreano evidente fue quien en 1967 pronunció en Caracas, al recibir el premio Rómulo
Gallegos, el discurso ´La literatura es fuego´. Otra es la clave del vínculo con Arguedas, como lo demuestra que no
haya en la trayectoria de Vargas Llosa ninguna etapa arguediana” (“Vargas Llosa y los encuentros con Arguedas”).
50 Por eso Vargas Llosa agrega con acierto: “Pero cuidado con deducir que el interés de El zorro de arriba y
el zorro de abajo es sólo psicológico, que se trata de un documento clínico para estudiar la personalidad del suicida.
Estamos, en verdad, ante una obra literaria --por su ambición y su forma, por el modo como se acerca y se aleja de la
realidad--, e incluso, de vanguardia. Ella se sitúa, con todo derecho, dentro de aquella tendencia cuyas obras han
sido concebidas a la manera de una inmolación por sus autores, quienes se vertieron en ellas desnudando ante los
demás sus pasiones y miserias, haciendo en esos libros el sacrificio de su intimidad” (361).
88
universo ficcional que el propio Arguedas había producido hasta antes de acometer este proyecto
final. Arguedas, según Vargas Llosa, no fue un escritor preocupado en la exploración de nuevas
técnicas narrativas pero a cambio de ello solucionó de manera más efectiva que otros escritores
indigenistas el problema de representar el habla de unos personajes cuyo pensamiento y cuya
lengua era el quechua, pues lo hizo “dotando a sus criaturas de lenguajes figurados que, a la vez
que los distanciaban de un hispanoparlante, eran lo bastante persuasivos para que el lector no los
sintiera irreales”. Sin embargo, Vargas Llosa parece resistirse a notar que ese rasgo es,
precisamente, un aporte de Arguedas, una gran novedad formal y artística en el campo de la
novela peruana. El zorro de arriba y el zorro de abajo representa, para Vargas Llosa, “una
ruptura con estos precedentes. Lo que iba a ser una novela sobre Chimbote y la harina de
pescado acabó siendo esto y, simultáneamente, una novela sobre el autor de esta ficción y los
tormentos que padecía mientras iba escribiéndola”. Y para reforzar todavía más la idea de la
especularidad y de los vínculos que unen al diario y las novelas, agrega: “Ambos temas no llegan
a confundirse anecdóticamente, pero se condicionan. Hay un sistema de vasos comunicantes
entre los capítulos confesionales y los de la ficción” (Vargas Llosa, 2008: 362-363). Este sistema
de vasos comunicantes tiene, en la lectura de Vargas Llosa un elemento central: el tono de la
escritura. Vargas Llosa insiste en notar en que a medida que los diarios van crispándose más,
haciéndose más tensos y urgidos, ocurre lo mismo con la parte que corresponde a la novela, cuya
historia va también haciéndose más tortuosa. Esto recuerda a Vargas Llosa una de las más
emblemáticas novelas del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994)51, La vida breve
(1950): “[…] historia de un hombre que imagina una historia cuyos personajes y peripecias
51
A quien el mismo Vargas Llosa dedicó un libro aparecido en el año 2008: El viaje a la ficción. El mundo
de Juan Carlos Onetti.
89
pasan luego a prolongar la primera. La diferencia está en que en La vida breve ambas realidades
--la del ovelista y la de sus personajes-- son ficticias, en tanto que en El zorro de arriba y el
zorro de abajo una de ellas se presenta como estricta verdad52” (363). En la misma dirección
pero un tanto más sugerente resulta la lectura de Fernando Rivera, quien reactualiza un motivo
de la crítica arguediana: lo autobiográfico como una presencia constante en la obra de Arguedas,
más allá de las diferencias genéricas en que esta presencia cobra vida o se materializa en el texto.
Esta presencia se explica, según este crítico, porque uno de los pilares del pacto narrativo
arguediano pasa por la necesidad de testimoniar la experiencia con el otro que signó la vida de
Arguedas. Para Rivera, la presencia de lo autobiográfico en Arguedas se materializa en “géneros
de escritura constituidos históricamente, cuyos límites y definición se establecen con respecto al
autor y al mundo exterior al lenguaje; géneros diversos entre sí como la autobiografía y la
novela, o el diario y el relato de ficción” y se canalizaría de diversas formas, como la
construcción de personajes como el niño Ernesto de Los ríos profundos (1958), la figura de autor
en testimonios personales y entrevistas así como en su correspondencia y en la crítica, la de
testigo en trabajos antropológicos y la doble condición de autor y personaje que exhibiría en El
zorro de arriba y el zorro de abajo. Rivera plantea que será precisamente en esta novela
inconclusa y póstuma que la marca, el registro de lo autobiográfico, nos presentará su pico más
alto e intenso: “Allí la inserción autobiográfica a través de los diarios marca la confrontación
52
Reflexionando sobre las tensas relaciones entre José María Arguedas y algunos escritores del llamado
boom, de los cuales recibió “feroces ataques”, Jean Franco se pregunta por qué Vargas Llosa se dio el trabajo de
dedicar un libro de “más de 300 páginas a un escritor ´que no era tan importante´ como Flaubert o Faulkner,
confesando a la vez que lo que le interesa no son solo los libros sino ´su caso, privilegiado y patético´. Este ´caso´se
debe a su fidelidad a un concepto de la literatura ´que para bien o para mal ha pasado a ser obsoleta en buena parte
del mundo´ y una utopía cuyo utopismo le parece netamente ridículo (“La crítica literaria como arma ideológica”:
29).
90
directa entre este género y la novela como ficción”. Todo esto llevará a Rivera a considerar tres
problemas cruciales: “a) la naturaleza de la representación del ´yo´ en los diarios y, de manera
general, en el discurso autobiográfico de la obra de Arguedas; b) la naturaleza genérica de los
diarios en tanto se adscriben a la realidad, a la ficción, o a ambas; c) el modo de articulación de
los diarios con los otros relatos y escrituras de la novela” (278-279). Por otra parte, las relaciones
entre los diarios y la novela, tienen que ver también con el ámbito de la conciencia del propio
Arguedas, pues este mismo parece concebir esta relación como propicia para la hibridez cuando
declara su deseo de combinar el impulso suicida y el espectro temático de El zorro de arriba y el
zorro de abajo, como consta en un pasaje del “Primer diario”:
Es maravillosamente inquietante esta preocupación mía, y de muchos, por arreglar el
suicidio de modo que ocurra de la mejor forma posible. Creo que es una manifestación
natural de la vanidad, de la sana razón y quizá del egoísmo que se presentan bien
disfrazadas de generosidad, de piedad. Voy a tratar, pues, de mezclar, si puedo, este tema
que es el único cuya esencia vivo y siento como para poder transmitirlo a un lector; voy a
tratar de mezclarlo y enlazarlo con los motivos elegidos para una novela que, finalmente,
decidí bautizarla “El zorro de arriba y el zorro de abajo”; también lo mezclaré con todo lo
que en tantísimos instantes medité sobre la gente y sobre el Perú, sin que hayan estado
específicamente comprendidos dentro del plan de la novela (Arguedas, 2000: 8).
Esta circunstancia no solamente pone en cuestión límites genéricos o desestabiliza la idea
de una frontera que separa diversos tipos de discurso, sino además complejiza mucho más la
lectura del conjunto que forman los diarios y la novela. No en vano, diversas lecturas de la
novela presentan evidentes desacuerdos a la hora de ensayar una valoración y como señala
Esparza, muchas de las posturas críticas ante el texto revelan sobre todo “el desconcierto ante
una novela que se considera ´experimental´” y la valoración de El zorro de arriba y el zorro de
abajo “como un producto fallido sin valor estético” (76). Pero esa, afortunadamente, no es una
constante. Para críticos como Martín Lienhard El zorro de arriba y el zorro de abajo, además de
91
ser la novela más interesante de Arguedas es también una de las más audaces de la narrativa
latinoamericana. En la introducción de su libro Cultura andina y forma novelesca, Lienhard hace
hincapié en el complejo tejido que presenta la novela póstuma de Arguedas, señalando que esta
constituye un “espacio novelesco donde se enfrentan múltiples discursos y lenguajes, la cultura
oral y la cultura escrita, un idioma autóctono (el quechua) y otro importado (el español), el
pensamiento ´salvaje´ y la racionalidad, lo autobiográfico y lo histórico, lo trágico y lo cómico,
el ´arriba´ y el ´abajo´”. Lienhard anota también la importancia del escenario, la ciudad pesquera
de Chimbote. Ello se debe a que esta ciudad de la costa norte del Perú está viviendo una
transformación social y económica sin precedentes, ocasionada por el auge de la pesquería y,
concretamente, de la fabricación de harina de pescado. Dice Lienhard:
La concentración de capitales nacionales y extranjeros, que trae consigo la posibilidad de
puestos de trabajo y enriquecimiento rápido, provoca una ola de inmigración
impresionante: pescadores, aventureros, predicadores religiosos y, ante todo, decenas de
miles de ex campesinos empobrecidos de la sierra latifundista. Chimbote se convierte así
en uno de los mayores hervideros políticos, sociales, económicos y culturales de la época
(Lienhard, 1981: 19).
Una característica que ve Lienhard a lo largo de El zorro de arriba y el zorro de abajo es
precisamente que en el escenario chimbotano tiene lugar el encuentro radical de un enorme
caudal de voces y discursos que expresan la disonancia y la inarticulación que actúan sobre el
mundo representado en la novela. Lienhard señala entonces que al convertirse Chimbote en
punto de encuentro de personas de distinta procedencia (racial, geográfica, lingüística, cultural,
ideológica) se produce la aparición de lenguajes y discursos nuevos que no logran establecer una
relación mínimamente armónica entre ellos, creando una situación de “interferencia disonante de
códigos expresivos diversos” (Lienhard, 1981:20). A esta interferencia tensa y violenta, a esta
infinidad de discursos que actúa en Chimbote, se contrapone una voz distinta, la del narrador de
92
los diarios y de algunos pasajes descriptivos de la novela. “Identificamos en ella --dice Lienhard-
- una voz narrativa que se ha ido formando a lo largo de decenios de trabajo literario, en las
novelas, los cuentos y los ensayos antropológicos de José María Arguedas”. Pero también
subraya otro rasgo importante y es que “la violencia de este encuentro entre voces y discursos tan
diferentes configura un texto que tiende a ser un equivalente verbal de la conflictiva situación de
Chimbote y, por extensión, del Perú” (Lienhard, 1981: 20). Lienhard resume la importancia de
esta novela póstuma en los siguientes términos:
Ningún texto narrativo escrito en el Perú del siglo XX, recoge tan ampliamente como El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1969) los estímulos y materiales que ofrece la
contradictoria, fecunda situación pluricultural del país. En el marco de un discurso
esencialmente novelesco, la última y más singular obra de J.M. Arguedas incorpora y
transforma, entre otros, signos o procedimientos de la cultura quechua oral, de las nuevas
culturas suburbanas --predominantemente orales-- de los barrios populares costeños y,
también, de un difuso vanguardismo urbano de ascendencia europea y norteamericana
(Lienhard, 1990: 321).
Para Lienhard, además, la novela póstuma de Arguedas se inscribiría en una tradición que
iniciara, en tiempos de la colonia, Guaman Poma de Ayala, cuyo Primer nueva coronica y buen
gobierno (1615) ya presenta rasgos notorios en El zorro… como el afán polifónico y la
yuxtaposición de fragmentos de un vasto repertorio de lenguajes y discursos, sean estos escritos
o de carácter oral, o pertenezcan bien a la tradición hispánica o bien a la local. En suma,
Lienhard razona que, desde Guaman Poma, “ninguna obra tan excéntrica, en términos de la
tradición hispano-occidental, se había escrito en la zona andina” (Lienhard, 1990: 321). Incluso
la ubicación de El zorro… en el conjunto mismo de la obra de Arguedas resulta problemática, en
parte por su ánimo de romper el cerco de lo que Lienhard llama la tradición literaria europeizante
y las relaciones que establece con la producción literaria de corte más ortodoxo. Lienhard arguye
93
que si bien toda la obra anterior de Arguedas, desde los cuentos de Agua (1935) hasta la novela
Todas las sangres (1964) sigue, aunque no al pie de la letra, los cánones de la narrativa
indigenista y era también, a su modo, “variante y continuación de la ´narrativa social´europea”
(Lienhard, 1990: 321). Sin embargo, a pesar de los vínculos que sin duda unen a José María
Arguedas con otros representantes del indigenismo latinoamericano, como el boliviano Alcides
Arguedas, el ecuatoriano Jorge Icaza o el mexicano López y Fuentes, hay en él un elemento de
innovación y diferencia, pues en lugar de elegir de manera excluyente la representación de la
lucha desigual y asimétrica entre campesinos y empresarios u otros agentes que pretenden
invadir la comunidad y despojarla o explotarla, prefiere enfocar el problema desde el terreno de
la cultura:
En vez de insistir, con una conmiseración paternalista, en las derrotas indígenas
(históricamente incontrovertibles), sus textos ponían de relieve las capacidades
intelectuales o estéticas, y más tarde, el pensamiento utópico (Todas las sangres) de los
comuneros o ex comuneros quechuas. Además, Arguedas subvertía un discurso narrativo
de apariencia occidental a partir de un sistema de signos de origen andino, que aflora en
la superficie del texto (Los ríos profundos) como un sistema de coordenadas simbólicas,
referidas a la cosmovisión quechua (Lienhard, 1990: 321-322).
Un rasgo distintivo del indigenismo que practicó Arguedas pasa entonces por reconocer
en él la superación de la simple meta de representar o escenificar el injusto drama detrás del
enfrentamiento entre el universo indígena y el occidental, porque se trazó un objetivo más
complejo: “devolver a la cultura, a la cosmovisión, al pensamiento de los hombres andinos
--quechuas-- un papel estructural en sus textos” (Lienhard, 1990: 322). Planteada esta revisión
de lecturas, me interesa ahora referirme a los diarios que acompañan al texto novelesco en El
zorro de arriba y el zorro de abajo como textos pertenecientes al género autobiográfico. Mi
intención no es tanto hacer una defensa cerrada del valor referencial en lo autobiográfico, valor
94
seriamente cuestionado desde el ensayo de Paul de Man53, sino poner de relieve que, más allá de
las ambigüedades en que el propio autor de los diarios incurre y más allá de las propias
ambigüedades que plantea la autorrepresentación misma, hay en estos textos una serie de
conexiones que nos permiten atribuir al narrador de los Diarios el nombre de José María
Arguedas. Soy consciente, como Silvia Molloy, de que
La organización de una autobiografía en sus diversos aspectos --desde la disposición del
material anecdótico hasta la elección de la postura enunciativa-- es rica en implicaciones
ideológicas. Esto que es válido para todo texto resulta especialmente cierto para la
autobiografía. Las historias de vida propias atestiguan no solo cómo se percibe un yo,
sino cómo ese yo percibe el mundo que lo incluye; y además, importantemente, muestran
cómo ese yo percibe (es decir, proyecta en la escritura) la imagen que en ese mundo se
tiene de él o que quiere que de él se tenga (Molloy 177).
Obviamente, los textos autobiográficos son “construcciones”; de ahí que el sujeto
autobiográfico exista en tanto enunciado lingüístico y “máscara” como señaló también Molloy en
Acto de presencia, pero la coincidencia entre la gravedad de lo expuesto en los diarios y lo
ocurrido en el mundo factual (el sucidio de Arguedas) es de tal calibre que produce una especie
de resistencia natural a considerar los diarios única y exclusivamente como artefactos verbales.
Incluso, como veremos más adelante, en una postura que defiende la idea de estos diarios como
textos de ficción, postura basada en el hecho de que su autor “releyó” y “corrigió” los textos en
varias oportunidades, el argumento parece insuficiente, sobre todo si tomamos en cuenta lo que
sugiere Linda Anderson que, aunque circunscrito al siglo XIX, tiene que ver con cierta pauta de
coherencia en la representación del yo autobiográfico que no excluye la corrección ni la revisión:
The writing and rewriting of the self over a period of time, through constant revision or
serial modes, which was common across a range of autobiographical forms and writers
53
“Autobiography as de-facement” (ver bibliografía general).
95
before the nineteenth century, confounds the notion that there is one definitive or fixed
version. What we must take account of, therefore, is the way a developmental version of
the self, which is also socially and historically specific, has come to provide a way of
interpreting the history of the genre: all autobiography, according to this universalizing
and prescriptive view, is tending towards a goal, the fulfillment of this one achieved
version of itself (Anderson 9-10)54.
El diario como subgénero de la dicción autobiográfica presenta la misma complejidad
que otros miembros de esta familia discursiva. El diario se resiste a definiciones precisas y
admite variantes que dificultan enormemente llegar a un concepto capaz de definir todos sus
atributos y características formales. Sin embargo, como en todo género discursivo, es posible
hallar en su interior algunas convenciones que se presentan con cierta regularidad. La
importancia del diario como género parece haberse acrecentado a partir del siglo XIX, como
sugiere Hans Rudolph Picard:
El momento temporal en el que apareció este fenómeno llegó cuando dentro
de la evolución histórica de la experiencia estética apareció el interés por el valor
del individuo y por el documento biográfico; como el diario se presentaba al
principio como un documento que describía la relación yo-mundo, sirve en su
empleo literario como documento sobre el modo como un individuo percibe el
mundo y se percibe a sí mismo en el mundo. El interés del siglo XIX por lo
antropológico, un interés que con las grandes novelas realistas buscaba el elemento
documental que había en la ficción y que suscitó la crítica literaria de orientación
biográfica de un Sainte-Beuve --quien, a través de las obras literarias, investigaba en el
autor y en el hombre--, este interés encontró en el auténtico diario el objeto exacto que
correspondía a lo que él buscaba (Picard 117)55.
54
Esta idea no es nueva. Ya tenía en James Boswell, escritor inglés y biógrafo insigne que vivió en el siglo
XVIII a uno de sus practicantes. En Life of Johnson, uno de sus libros más preciados, Boswell, quien practicó
intensamente el diario íntimo, señalaba que el diario presentaba una gran flexibilidad y que constituía una manera de
mantener alerta el pensamiento, bajo constante revisión e interrogación. El diario se torna así en una especie de
ayuda memoria, “to be turned to retrospectively when remembrance has faded” (307).
55 Dice Picard, además: “El proceso por el cual el diario pasó a ser utilizado literariamente tuvo lugar
en dos etapas. La primera tuvo lugar cuando, en la primera mitad del siglo xix, se publicaron diarios de viajeros y de
personajes famosos del pasado más reciente --como Byron, Constant, Vigny. . .--. Cuando, de este modo, el público
se hubo acostumbrado a leer diarios, y a leerlos a gusto, tuvo lugar la segunda etapa, que consistió en la aparición de
diarios escritos con la intención de que fueran publicados” (117).
96
Ahora bien, uno puede preguntarse por aquello que da existencia literaria a un diario. Y,
sin duda, aquello sería la publicación del texto, el hecho de abandonar el universo privado para
exhibirse, mostrarse, ser materia de recepción por parte de los lectores. El diario no parece
entonces ser concebido para su inmediata publicación, pues este hecho resulta siempre muy
posterior a su escritura, al menos es de esta manera como suelen aparecer en el mercado editorial
y establecer una relación con sus potenciales lectores. Sin embargo, los diarios de Arguedas no
cumplieron del todo con esta convención. Recordemos, por un lado, que dichos diarios fueron
parte de una terapia, de una recomendación médica para aliviar o superar un malestar psíquico y
eso condiciona en cierta forma la decisión voluntaria de escribir un diario, en la medida en que se
hace por catarsis o con el fin de aliviar el malestar de una dolencia. Por otra parte, hay un dato
que puede parecer irrelevante pero que resulta fundamental para subrayar el carácter único de
estos diarios. Arguedas publica el primer diario, donde anuncia no solamente su futuro suicidio,
sino que lo presenta además como el primer capítulo de la novela “sui géneris” que está
escribiendo, El zorro de arriba y el zorro de abajo56 , antes de que ambos proyectos culminaran.
Hay aquí dos cosas importantes. La primera es el anticipo del suicidio en una suerte de
declaración pública. La segunda, el anuncio de un proyecto novelesco. Y entre ambas cosas,
algunas preguntas sin duda interesantes: ¿Pensó Arguedas incorporar los diarios a la novela
desde el primer momento o fue esta una determinación más tardía? ¿Este primer diario podría
considerarse o leerse, entonces, como la primera parte de El zorro de arriba y el zorro de abajo?
¿Los diarios y la novela son parte del mismo proyecto? Sin duda lo son. Y tanto los Diarios
como la novela se encuentran profundamente imbricados. También se considera esta imbricación
56
Revista Amaru 6 (Lima: Junio, 1968).
97
como la puesta en escena de una estrategia de aplazamiento de la muerte a través de la escritura,
como sugiere De Llano al ver “la escritura de la ´posible novela´ como única oportunidad de
terapia o de aplazamiento del suicidio” (De Llano 72). Esta idea se sustenta en una “remisión
inmediata al acontecimiento básico y sustancial coincidente entre ficción y realidad: la muerte”
(De Llano 72). De Llano considera entonces que existe un juego de remisiones entre los diarios y
la novela, un juego que es como “una vuelta, una circulación del sentido. Autobiografía y relato
en tercera persona --es decir, Diarios y Hervores, a excepción del primer capítulo, que no es un
“hervor”-- se asisten entre sí y el Epílogo también remite a ambos” (De llano 73). A nadie
escaparía, pues, que hay un claro juego de referencias y alusiones entre los Diarios y la novela (y
acaso las “remisiones” de De Llano no sean el término más exacto para describir estas
relaciones), un juego que además resulta coherente y adquiere pleno sentido si, como Castañeda
arguye, podemos “entender estos diarios como un espacio para pensar un proceso integrador, que
salva la oposición vida-muerte y entiende el quehacer de la escritura, sin distinguir entre diarios
y relato, como un gesto vivificador, un sacrificio que convierte al sujeto --sea diarista o
narrador novelesco-- en un manantial de producción vital y textual” (Castañeda 114). Castañeda
rastrea también los vínculos que existen entre Diarios y novela y reafirma la inutilidad de su
separación, apelando a la idea de Lienhard según la cual la articulación entre ambos textos se
produce a partir de una metamorfosis: el diarista transformado primero en animal mitológico,
sufrirá luego una serie de desdoblamientos en varios narradores para después encarnarse y
participar de una manera directa en los acontecimientos narrados (Castañeda: 114; Lienhard,
1980:30). De otro lado, las relaciones entre los Diarios y el relato tienen también otra
explicación, más allá de la presencia de los zorros en ambas dimensiones textuales. Se trata de
98
los ecos y las resonancias que encuentra la figura del autor de los Diarios en varios de los
personajes de la novela. Y no se trata de considerar esto como un simple diálogo entre
componentes narrativos diversos, pues como apunta Castañeda, “lo que parece apuntar esta
correspondencia intersubjetiva entre voluntades de saber es la apertura y difusión de los
elementos que nutrían al autor” (Castañeda 117). Incluso esta relación podría remontarnos a la
escena final del cuento “Warma Kuyay”57, que forma parte del primer conjunto de relatos de
Arguedas, titulado Agua (1935). Al final del mencionado cuento, el narrador da cuenta de un
desplazamiento que, a la luz de El zorro de arriba y el zorro de abajo adquiere un carácter hasta
cierto punto premonitorio. Al sentenciar el relato, el protagonista dice, comparando su destino y
el del Kutu, uno de los personajes: “El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado:
está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor
amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y
pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales
candentes y extraños”. Y unas líneas antes, refiere el destino personal que provoca esta sanción:
“Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que
no quiero, que no comprendo” (Arguedas, 1977: 127, énfasis mío). Biográficamente hablando,
este momento coincidiría con la llegada de Arguedas a Lima, a mediados de la década de 1930
para iniciar sus estudios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. De lo citado
podemos colegir que el encuentro con la costa, el mundo urbano, la ciudad, no es ajeno a
57
No dejemos de lado que en el “Primer Diario” se da otra similitud con “Warma Kuyay”: en ambos casos,
diarista y narrador aluden a una relación erótica y sexual con una mujer mestiza. En el Diario se trata del episodio
con Fidela: “Fidela se acercó más hacia donde estaba mi cuerpo; debió llegar hasta la parte media de la batea. Y fue
avanzando la mano hacia mi vientre. Sus dedos duros estaban como caldeados” (1990:21). En “Warma Kuyay”, en
tanto, el deseo de Ernesto por Justina es atravesado por la conmoción de revelarse, a través del Kutu, que dom
Froilán, el hacendado, ha violado a Justina (1977: 123).
99
sensaciones traumáticas y de evidente displacer y que el sujeto sufre un desencuentro que en
adelante no dejará de acompañarlo. Lo interesante, me parece, es reparar en “los arenales
candentes y extraños” que, vistos en perspectiva no solo metaforizan la geografía costeña sino
que podrían describir el escenario físico en que transcurre El zorro de arriba y el zorro de abajo,
así como en la expresión “este bullicio”, que podría aplicarse también al contexto del “hervor”
chimbotano, bullicio cuya explicación podríamos encontrar en la múltiple convivencia discursiva
que tiene lugar en la novela, como explica José Miguel Oviedo: “el texto mismo es […] una
acumulación heterogénea de discursos narrativos, imágenes mitopoéticas, visiones proféticas,
obsesiones, documentos y digresiones” (Oviedo 84-85). Por supuesto no estoy afirmando que
Arguedas predijera en 1935 todas estas cosas, pero sí debe quedarnos claro que ya la tensión
entre el espacio andino y el costeño muestra tempranamente sus costuras. De este modo, resulta
sintomático y significativo que este final del relato “Warma Kuyay” nos haga poner la vista en la
similitud evidente que tiene el lugar que elige Arguedas como escenario de su obra póstuma, más
de tres décadas después. Vemos, pues, al autor proyectando un estado de ánimo sobre el espacio
geográfico, algo que en El zorro de arriba y el zorro de abajo adquirirá un carácter
especialmente dramático. Volvamos ahora al vínculo entre los Diarios y la novela y pasemos
revista a algunos ejemplos de cómo el autor de los Diarios tiende una red de relaciones con
diversos personajes del relato, a partir de lo sugerido por Castañeda en referencia a las
“correspondencias intersubjetivas” entre el diarista y los personajes que mencionamos no hace
mucho, correspondencias que sin duda proporcionarán información muy relevante en torno a la
figura autoral, que parece estar provista de un efecto multiplicador: sus contenidos, sugiere
Castañeda, son “significados flotantes” y se encuentran por todo el relato, pueden aparecer y
100
reaparecer transfigurarse en el plano del argumento y asumir el rostro de otros personajes. Un
clarísimo ejemplo de estas redes de relaciones intersubjetivas se da entre el autor de los Diarios y
don Esteban de la Cruz, unidos por encarnar ambos una identidad entre la vida y el trabajo, pero
también por poseer un particular sentido de la religiosidad, entre la redención y la profecía.
Gustavo Gutiérrez comenta en su ensayo Entre las calandrias, el profundo interés que tenía
Arguedas respecto de algunos textos bíblicos, en especial los del profeta Isaías, que luego
incorporará a El zorro de arriba y el zorro de abajo como parte del discurso de don Esteban,
personaje que, al igual que el autor del Diario, se encuentra en las proximidades de la muerte y
halla en Isaías una especie de consuelo liberador en su lucha contra la muerte. El narrador nos
recuerda que
Don Esteban no había sido aún completamente convertido al evangelismo entonces.
Había aprendido a leer bien, con el Hermano. Había asistido a muchas reuniones y
escuchaba con interés y preocupación los comentarios de la Biblia. Empezaba a
inquietarle el lenguaje “de ese Esaías”. No le entendía bien, peor la ira, la fuerza que
tenía él, el mismo Esteban, contra la muerte, su juramento de vencerla, se alimentaba
mejor del tono, la “teniebla-lumbre”, como él decía, de las predicaciones del profeta
(Arguedas, 1990: 143).
Gutiérrez nota que Esteban sufre una particular impresión frente a los textos de Isaías,
pues lo que en ellos encuentra es su “afirmación de la vida y por lo tanto su lucha contra el
dominio de la muerte. Aquí Arguedas lo hace portador de Isaías, en quien encuentra la misma
postura, dentro de un amplio contexto de liberación cósmica e histórica” (Gutiérrez 57). Un
segundo aspecto de la relación entre el autor de la novela y los personajes aparece aquí y tiene
que ver con la idea mesiánica que encierra el pasaje de Isaías. En un significativo pasaje,
Moncada le refiere al Hermano las palabras de don Esteban:
101
Esaías […] Sapo Esaías; chicharras, gente chico, nosotros, zancuditos, cojudos, borrachos
que hemos nacido a montonazos. Del barro negrociento habla sapo contra del oscuro,
bravo. No le hace contagio barro, pudrición, homildad, barro fango, carajo. Pa´el no hay
oscuro: al revés. Este humanidad va desaparecer, otro va nacer del garganta del Esaías.
Vamos empujar cerros; roquedales pa´trayer agua al entero médano; vamos hacer jardín
cielo; del monte van despertar animales qui´ahora tienen susto del cristiano; más que
caterpilar van empujar…todo, carajo, todo; van anchar quebrada Cocalón, mariposa
amarillo va respirar lindo (Arguedas, 1990: 156).
En el discurso de don Esteban se inscribe claramente el ánimo milenarista que plantea un
esquema de sucesión: a la destrucción de un orden injusto y corrupto le sigue la esperanza del
nacimiento de un mundo nuevo. Ese horizonte, impregnado de milenarismo y de evidente carga
utópica y edénica (“vamos hacer jardín cielo”) propone la espera de un tiempo armónico después
de un cataclismo social. En este contexto, por cierto, la muerte no se considera como un acto
final, indecible o sin trascendencia, sino todo lo contrario, se trata de un hecho que tiene pleno
sentido. Por eso Arguedas, en su último Diario, anota lúcidamente:
…mi vida no ha sido trunca. Despidan en mí un tiempo del Perú. He sido feliz en mis
llantos y lanzazos, porque fueron por el Perú; he sido feliz con mis insuficiencias porque
sentía el Perú en quechua y en castellano. Y el Perú ¿qué?: Todas las naturalezas del
mundo en su territorio, casi todas las clases de hombres […] Y ese país en que están
todas las clases de hombres y naturalezas yo lo dejo mientras hierve con las fuerzas de
tantas sustancias diferentes que se revuelven para transformarse al cabo de una lucha
sangrienta de siglos que ha empezado a romper, de veras, los hierros y tinieblas con que
los tenían separados (Arguedas, 1990: 246, énfasis nuestro).
La idea del advenimiento está muy presente; la prolongada espera por la llegada de un
tiempo nuevo es el pago que han hecho varias generaciones por la redención y la regeneración.
De ahí que la muerte no se resuelva solo en duelo y tenga un sentido trascendente. En la carta
enviada al rector de la Universidad Agraria antes de suicidarse, documento que forma parte del
epílogo de la novela, Arguedas menciona dos cosas. Una, el haber siempre trabajado “por la
liberación de las limitaciones artificiales que impiden aún el libre vuelo de la capacidad humana,
102
especialmente la del hombre peruano” (Arguedas, 1990: 252); otra, algo que marcaría un
horizonte utópico: “Un pueblo no es mortal y el Perú es un cuerpo cargado de poderosa savia
ardiente de vida, impaciente por realizarse (Arguedas, 1990: 254, énfasis nuestro).
En la lectura de Gutiérrez, esto se vincula con dos ciclos históricos que él denomina la
“calandria consoladora”, asociada a una divinidad inquisidora, y la “calandria de fuego”, que
representa a un dios liberador, atributo que resulta coherente no solamente con el discurso de don
Esteban sino también con el del propio Arguedas, que Gutiérrez interpreta en términos de visión
y profecía: “atento al vuelo y al canto de las calandrias, Arguedas es, por eso mismo, augur del
tiempo que viene” (Gutiérrez: 93). La liberación y el advenimiento de un tiempo nuevo articulan
también la idea de no morir en vano, de desaparecer con dignidad --el otro eje de este
desaparecer dignamente es la escritura misma, como ya anotamos antes-- y un poco antes de
culminar el ¿Último diario? leemos lo siguiente:
…Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él
representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio
impotente, de los fúnebres “alzamientos”, del temor a Dios y del predominio de ese Dios
y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y el de la fuerza liberadora
invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios58 liberador,
Aquel que se reintegra (Arguedas, 1990: 246).
“Aquel que se reintegra” alude directamente a un mito central de la época poshispánica:
el mito de Inkarri59, que contiene la visión andina de la conquista española y al mismo tiempo
58
Nótese la ironía que surge de la diferencia entre Dios con mayúsculas y “dios” con minúsculas. Arguedas
parecería dar a entender que el uso de la mayúscula denota una iglesia solemne y vinculada al poder opresor; en
cambio el uso de la minúscula da a entender una menos distancia y una mayor fluidez entre la figura divina y los
hombres.
59 Las primeras referencias a este mito se deben a las investigaciones de los antropólogos peruanos Óscar
Núñez del Prado, Josafat Roel Pineda y Efraín Morote Best. Ellos documentaron la circulación de este relato en la
comunidad cusqueña de Q´ero (Paucartambo) en 1955. José María Arguedas recogería más tarde otra versión en
103
condensa una esperanza milenarista que consiste en una suerte de “resurrección” del
Tawantinsuyo, lo que implica la destrucción del orden impuesto por el proceso que iniciaron los
conquistadores. A pesar de sus múltiples versiones, el relato tiene su origen en peculiares
circunstancias históricas. De acuerdo a Flores Galindo, en el imaginario andino la conquista
española, desde muy temprano, había quedado indisolublemente ligada a ideas como muerte o
destrucción, al punto de hacerse sinónimas: “Para muchos hombres andinos la conquista fue un
pachacuti, es decir la inversión del orden […] Todo esto pudo ser entendido por los hombres
andinos como la instauración de la noche y el desorden, la inversión de la realidad, el mundo
puesto al revés” (1988: 47). El personaje del mito de Inkarri es el último inca, Túpac Amaru I,
apresado en la localidad de Vilcabamba por el virrey Toledo, el año de 1572. Luego de su
captura, Túpac Amaru fue ejecutado públicamente en la plaza de Armas del Cusco. Se le cortó la
cabeza, que quedó en la picota, mientras el cuerpo recibió entierro en la catedral. Dice Flores
Galindo, citando a José Antonio del Busto, que este sería el origen del mito. Sin embargo, como
ya hemos visto, esto es consecuencia de un proceso algo más complejo:
La tradición sostiene que la cabeza, lejos de pudrirse, se embellecía cada día y que como
los indios le rendían culto, el corregidor la mandó a Lima. Pero el proceso es algo más
complejo, Inkarri resulta del encuentro entre el acontecimiento --la muerte de Túpac
Amaru I-- con el discurso cristiano sobre el cuerpo místico de la iglesia y las tradiciones
populares. Sólo entonces se produce una amalgama entre la vertiente popular de la utopía
andina (que se remonta al Taqi Onqoy) y la vertiente aristocrática originada en
Vilcabamba (Flores Galindo, 1988: 54).
Puquio (ciudad que sirve de escenario a su novela Yawar fiesta), en el departamento Ayacucho. Se dice que a
mediados de los años 70 del siglo pasado existían al menos quince versiones del mito y que este había extendido su
influencia geográfica incluso en algunos lugares de la selva gracias al poder de la transmisión oral. Para profundizar
en el tema, resulta indispensable consultar el libro de Alejandro Ortiz Rescaniere De adaneva a Inkarri (Lima:
Instituto Nacional de Cultura, 1973); el volumen El dios creador andino, de Franklin Pease (Lima: Mosca Azul
Editores, 1973) y el notable Buscando un inca: Identidad y utopía en los Andes, de Alberto Flores Galindo (México:
Grijalbo y CONACULTA, 1988).
104
Como bien señala Flores Galindo, en Inkarri convergen varias cosas: el Taqui Onqoy (o
enfermedad del baile), que constituía un movimiento redentor y de salvación cuyos seguidores
eran “reconversos de manera milagrosa a la cultura andina, decidían reconciliarse con sus dioses,
acatar las órdenes de los sacerdotes indígenas y romper con los usos de los blancos” (Flores
Galindo, 1988: 49-50). Por otra parte, es necesario aclarar que “La idea de regreso del inca no
apareció de manera espontánea en la cultura andina. No se trató de una respuesta mecánica a la
dominación colonial (Flores Galindo, 1988: 53). Sostiene Flores Galindo que la idea de un
retorno al incario surge en las montañas de Vilcabamba, lugar en el que halló refugio lo que
había quedado de la familia real cusqueña así como los últimos resabios de resistencia al
conquistador e incluso la posibilidad de proponer a los invasores la figura de un cogobierno.
Dice Flores Galindo que los miembros de este grupo “se debatían entre la colaboración y el
enfrentamiento. A diferencia de los seguidores del Taqui Onqoy, no rechazaban lo occidental,
sino que buscaban integrarlo para sus propósitos: empleaban caballos, arcabuces, leían
castellano. Uno de los monarcas de Vilcabamba, Titu Cusi Yupanqui, se hizo cristiano” (Flores
Galindo, 1988: 53). Esto habría alimentado la ansiedad por organizar una rebelión o sublevación
que suprimiera las encomiendas y además, según José Antonio del Busto (citado por Flores
Galindo), “llamar al inca Titu Cusi Yupanqui reinante en Vilcabamba y resucitar el incario sin
desechar por ello lo mejor de la cultura occidental” (Flores Galindo, 1988: 53). Esta conspiración
sirvió de base al rumor según el cual Titu Cusi sería inca y rey, porque ambos títulos apuntaban a
la coherencia del proyecto: “ser monarca de indios y mestizos” (Flores Galindo, 1988: 54). Sin
embargo la conspiración fue descubierta, los conspiradores detenidos y algunos ejecutados, entre
ellos el último inca, Túpac Amaru I, quien cierra el capítulo de los incas de Vilcabamba. Todo
105
este cúmulo de circunstancias confluye para dar origen a Inkarri. Por un lado, el Taqui Onqoy,
que representaría la vertiente popular de la utopía andina y, de otro, el relato del final de la
familia real, en nombre de la aristocracia del incario, quedan así unidas en uno de los mitos
centrales para configurar el horizonte utópico andino. Mencionamos antes que el mito sostiene
que algún día la cabeza --que crece de arriba hacia abajo-- y el cuerpo se unirán y esa unión dará
lugar a la expulsión de los invasores y a la restauración del incario. José María Arguedas
documentó muy bien el hallazgo de tres versiones del mito en tres lugares diferentes de los
Andes: Q´ero, en Cusco; Puquio y Quinua, en el departamento de Ayacucho. Los tres relatos
comparten algunos rasgos, pero también se diferencian, pues mientras el mito recogido en Cusco
no tiene elementos poshispánicos, los otros dos, los recogidos en Ayacucho, muestran una
estructura sincrética, al incorporar elementos bíblicos. Ambos confirman la posibilidad, la
esperanza de una reintegración del cuerpo del inca y con ello el regreso del incario, es decir, del
orden interrumpido por la conquista. De no lograrse esta reintegración, pesa sobre el pueblo
indígena la amenaza de la desaparición total. Arguedas parece conceder mayor importancia al
mito recogido en Quinua por un estudiante, Hernando Núñez, cuyo informante fue el viejo
alfarero Moisés Aparicio. En él aparece Inkarrí como creador de las montañas, del agua, del
mundo. Creó al hombre y cuando deseaba prolongar el día podía amarrar el sol a una piedra.
Estaba dotado de la potencia de crear y desear crear a voluntad. Arguedas nos ofrece la versión
del mito, algunos de cuyos fragmentos trascribo aquí:
Fue Dios (el católico) quien ordenó a las tropas del rey-Estado la captura y decapitación
de Inkarrí. No fue el rey español quien lo derrotó y le hizo cortar la cabeza […]
[…] La cabeza de Inkarrí está en el Palacio de Lima y permanece viva. Pero no tiene
poder alguno porque está separada del cuerpo.
106
En tanto se mantenga la posibilidad de la reintegración del cuerpo del dios, la humanidad
por él creada (los indios) continuará subyugada.
Si la cabeza del dios queda en libertad y se reintegra con el cuerpo podrá enfrentarse
nuevamente al dios católico y competir con él.
Pero si no logra reconstituirse y recobrar su potencia sobrenatural, quizá moriremos todos
(los indios). (Rovira y Bay 85)
La alusión a “aquel que se reintegra” hacia el final del “¿Último Diario?” parece
bastante clara y reconfirma, sin lugar a dudas, no solamente la presencia de un sustrato mítico en
El zorro de arriba y el zorro de abajo, sino también la constitución de un horizonte utópico60,
uno de cuyos sostenes está en el pensamiento milenarista andino, el mismo que encuentra una de
sus manifestaciones principales en el mito de Inkarri. Del mismo modo, se tiende una relación
entre el autor de los Diarios y uno de sus personajes, don Esteban de la Cruz, pues ambos
demuestran compartir, desde orillas diferentes (el mito de Inkarrí el diarista, el libro del profeta
Isaías don esteban) un ideario redentor basado en una promesa de carácter mesiánico. Ahora bien
en El zorro de arriba y el zorro de abajo además de considerar el horizonte utópico andino hay
que tener en cuenta el propio contexto histórico al momento de la escritura de la novela y los
Diarios. Por un lado, Arguedas menciona a Gustavo Gutiérrez, uno de los pilares de la Teología
de la Liberación, a quien lo unió una estrecha amistad. Por otro, en esos años el fervor por la
60
Nótense dos características del discurso utópico andino. La primera, marcada por el propio Arguedas:
“Toda la literatura oral hasta ahora recopilada demuestra que el pueblo quechua no ha admitido la existencia del
´cielo´de otro mundo que esté ubicado fuera de la tierra […] toda reparación, castigo o premio se realiza en este
mundo” (Rovira y Bay: 87); la segunda la ofrece Flores Galindo: “La ciudad ideal no queda fuera de la historia o
remotamente al inicio de los tiempos. Por el contrario, es un acontecimiento histórico. Ha existido. Tiene un
nombre: el Tahuantinsuyo. Unos gobernantes: los incas. Una capital: el Cusco. El contenido que guarda esta
construcción ha sido cambiado para imaginar un reino sin hambre, sin explotación y donde los hombres andinos
vuelvan a gobernar. El fin del desorden y la oscuridad. Inca significa idea o principio ordenador” (1988: 53).
107
Revolución Cubana alcanzaba un punto culminante y Arguedas, en algunos poemas61 escritos en
esos tiempos no ocultaba su entusiasmo por una perspectiva de optimismo revolucionario62, a la
vez que adoptaba, poéticamente, una postura milenarista, como se puede entrever en “A nuestro
padre creador Túpac Amaru”, en clara referencia a un momento de gran expectativa, traducida en
la posibilidad de una inminente realización utópica:
Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo. Con nuestro
corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no extinguido, con la
relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el poder de todos los cielos, con
nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos removiendo. Hemos de lavar algo las
culpas por siglos sedimentadas en esta cabeza corrompida de los falsos wiraqochas, con
lágrimas, amor o fuego. ¡Con lo que sea! Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos
juntos; nos hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre y estamos
apretando a esta inmensa ciudad que nos despreciaba como a excremento de caballos.
Hemos de convertirla en pueblo de hombres que entonen los himnos de las cuatro
regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz, donde cada hombre trabaje, en inmenso
pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montañas donde la
pestilencia del mal no llega jamás. Así es, así mismo ha de ser, padre mío, así mismo ha
de ser, en tu nombre, que cae sobre la vida como una cascada de agua eterna que salta y
alumbra todo espíritu y el camino (Rovira y Bay 121).
Es importante notar dos cosas. La primera, el uso de la primera persona plural. Eso
denota claramente que el hablante del poema asume la representación de una colectividad, a la
cual representa en este poema, animado por una sugerente combinación de dicciones, entre las
61
Los poemas de José María Arguedas fueron recopilados en el volumen Katatay. La responsable de la
edición fue la viuda del escritor, Sybila Arredondo. El volumen fue editado en Lima, en 1972, por el Instituto
Nacional de Cultura.
62 En el poema titulado “A Cuba” se lee: “¡Amado pueblo mío,/ centro vital del mundo nuevo! /
Aniquilando a nuestros asesinos con tu implacable / fuego como el sol / levantas al Hombre / para conquistar el
Universo y poseerlo / con su corazón resplandeciente” (Rovira y Bay: 128). Por su parte, Flores Galindo nos
recuerda lo siguiente: “Lo emociona [a Arguedas] el contacto con este mundo. Lo emociona también el Vietnam.
Por entonces realiza un viaje a los Estados Unidos y se desilusiona muy fuertemente de la sociedad norteamericana
[…] Arguedas comienza a experimentar cada vez más estas presiones políticas. Ellas van a influir en la elaboración
de El zorro… junto con las angustias personales y la necesidad de elaborar una obra literaria que diera cuenta de esta
sociedad nueva que estaba apareciendo en el Perú” (“José María Arguedas y la utopía andina. Una presencia
permanente”: 28).
108
que se puede identificar la plegaria religiosa y la proclama de acción política. La segunda, la
esperanza de una transformación radical y muy próxima de las condiciones sociales y
económicas de un conjunto de pueblos oprimidos, es decir, la inminencia de que “aquel que se
reintegra” se reintegre efectivamente y así convertir el territorio del opresor en “ciudad feliz”,
donde se entonen los himnos de “las cuatro regiones de nuestro mundo”.
Bajo estas coordenadas, entonces, se enlazan el discurso del autor de los Diarios y el de
uno de los personajes de la novela, don Esteban. Aquí confluyen el mito, la utopía y la profecía
bíblica. Inkarrí, el poema a Túpac Amaru y el libro de Esaías comparten el ideal de un mundo
liberado de la opresión y regido por la justicia, como dice Gustavo Gutiérrez al comentar el
pasaje en el que Esteban de la Cruz menciona el “garganta del Esaías” que citamos páginas
arriba: “No habrá más trabajo alienado, cada quien será dueño de sus energías y podrá vivir de su
propio esfuerzo, sin que nadie le arrebate lo que ha logrado. Ningún trabajo será inútil, ya no se
engendrarán hijos para la sumisión y el despojo. Arguedas no podía no ser sensible a esta voz
profética” (58). El ejemplo de don Esteban de la Cruz muestra, efectivamente, que entre los
diarios y la novela existe una relación que no puede ser casual ni gratuita, sino necesaria y
coherente63. Salvo una excepción notoria64, existe un consenso crítico en considerar los Diarios
63
Quizá no estaría de más recordar aquí que el proyecto novelesco tiene su origen en un trabajo etnográfico
que Arguedas había comenzado tiempo antes de decidir volcar esta experiencia en una novela experimental. Como
parte de ese trabajo etnográfico, Arguedas realizó una serie de entrevistas a varios migrantes que habían llegado a
Chimbote, atraídos por el “boom” de la harina de pescado que estaba transformando aceleradamente el paisaje
chimbotano y la posibilidad de conseguir un empleo que les permitiera mejorar sus condiciones de vida. Uno de
estos entrevistados, que luego se deplaza a la novela bajo la forma de personaje es ni más ni menos que Esteban de
la Cruz, quien nos deja entrever dos de los rasgos que lo identifican: una grave enfermedad que compromete sus
pulmones y su admiración a ciertos pasajes bíblicos, como los del libro de Isaías, que hemos citado en este capítulo.
El texto completo de la entrevista figura en un apéndice del libro de Martin Lienhard Cultura andina y forma
novelesca. Zorros y danzantes en la última novela de Arguedas: 203-205.
109
64
Me refiero aquí a un trabajo de Christian Fernández, en el que se postula que los Diarios no serían textos
autobiográficos sino textos de ficción. Los argumentos de Fernández son bastante discutibles y en lo que sigue de
esta nota consigno tanto sus explicaciones cuanto mis discrepancias con ellas. De acuerdo con Christian Fernández,
hay un modo de leer la obra de Arguedas que de alguna manera ha condicionado su recepción. Con esto se refiere a
la tendencia a analogar la experiencia vivida por Arguedas con la expresada en su ficción, como si lo vivido por el
José María Arguedas de carne y hueso se hubiese trasladado irremediablemente y sin otra solución posible a su
literatura. Luego, el crítico propone que los diarios insertados en la obra póstuma de Arguedas son textos ficcionales
y no autobiográficos, como se han leído desde un comienzo. La idea, que no deja de ser sugerente y de llamar a
polémica, tiene, sin embargo, un problema: lo laxa e insuficiente que resulta su demostración. Fernández se basa en
la teoría del diario como género de ficción que elabora H. Porter Abott en Diary Fiction. Writing as Action. El texto
de Abott, sin duda de gran interés, no plantea, por ejemplo, las diferencias entre el diario como género de ficción y
como género autobiográfico, lo que sería sin duda útil al momento de reflexionar sobre este asunto. Otro texto, algo
más actual, pero que mantiene el mismo vacío es el de Lorna Martens, The Diary Novel. Los argumentos de
Fernández empiezan con un reclamo acerca de la fisonomía y organización del texto de El zorro de arriba y el zorro
de abajo que ha llegado hasta nosotros. En ese sentido, por ejemplo, cuestiona, razonablemente, que el texto no
respetó la voluntad de su autor, quien antes de morir manifestó su deseo de colocar el texto de su famoso discurso
“No soy un aculturado” como proemio de la novela. Sin embargo, se constata que el texto forma parte del epílogo
del libro, epílogo que fue organizado tardíamente, sin observar los deseos de Arguedas y cuya posición en el texto
afecta, según Fernández, su lectura, significado e interpretación. No encuentro la relación entre el incumplimiento
del deseo del autor y el cambio de estatus de estos textos de autobiográficos a ficcionales. Pero respecto del primer
criterio del que se sirve Fernández, la insistencia de la crítica en equiparar la experiencia vital del autor con lo que
experimentan sus personajes, se llega a un razonamiento que sorprende por su circularidad, y tiene que ver con el
asunto del suicidio: “It is truly difficult to avoid this fact, specially since the work deals with the theme of suicide at
great lenght” para luego preguntarse si es posible leer los diarios “as autobiographical discourse, without
questioning the very nature of said discourse as belonging to that genre” (298). Arguye Fernández, además, que en
las fechas de los diarios Arguedas hizo algunas correcciones. Y en esa alteración en la fijación del tiempo de la
escritura ve una razón suficiente para anular el carácter autobiográfico de los diarios y postular su naturaleza
ficcional. En primer lugar, Fernández no ofrece ninguna prueba de que Arguedas tuviera plena conciencia de estar
haciendo “ficción” escribiendo unos diarios que en realidad le servían de terapia. El fin terapéutico de un diario no
sería tal si no fuera un mecanismo para que uno se enfrente a sus propios fantasmas y traumas, tal como hace
Arguedas. En segundo lugar, considerar estos textos como ficción le restaría eficacia al aspecto testamental de los
diarios y también al aspecto de la organización funeraria, que se presenta, esta última, como el guión de un ritual que
incluye indicaciones escénicas. Los diarios dramatizan la escritura y anticipan el relato de una muerte a manu
propia. Son la balanza de una crisis que será imposible superar: los diarios marcan el final del cuerpo del autor, en
su faceta más “real” y documentable; la novela marca el inicio de un cuerpo social pero a la vez la futura posibilidad
de la utopía. En lo tocante a la alteración de las fechas, este parece un detalle bastante banal si lo comparamos con
las alteraciones que padece quien escribe los diarios, su inestabilidad, su precaria salud psíquica y emocional. Los
diarios sin duda pertenecen al registro autobiográfico, pero acaso sería mejor puntualizar: pertenecen a un registro
autobiográfico alterado y enrarecido, difícil de ubicar bajo las luces más convencionales del género. Fernández
insiste en que la corrección de los textos del diario, por un lado, así como su declarada intención de ser escritos para
ser leídos o publicados, como consta en el “Primer diario”, bastan para inferir que Arguedas escribe estos diarios
bajo la conciencia de estar creando una ficción y no un texto autobiográfico. Añade, también, que la publicación del
“Primer diario” como anticipo de la novela, delata el mismo carácter ficcional del conjunto de diarios. Como el
mismo crítico enfatiza: The autor has corrected his “Diary” for the last time more tan two months after having
written it. It might be well to wonder, then: Why does a person who´s writing a private diary feel the need to correct
it constantly? This leads us to the following point. The foregoing is sufficient to allow us to say that Arguedas
corrected his “Diaries” so often because for him they weren´t diaries. I mean that Arguedas did not conceive these as
autobiography but as fiction (301). De otra parte, Fernández tampoco cree que en los diarios de Arguedas exista la
coincidencia entre autor, narrador y personaje que reclama Lejeune para los verdaderos exponentes del género
diarístico. Concretamente apunta: “In Arguedas´s novel, the author is not the equivalent of the narrator nor of the
character; the one who says “I” in this novel is not Arguedas” (301). Sin embargo, debo hacer aquí una atingencia: si
bien es cierto, como hemos visto en la primera parte de este capítulo, que la apuesta por una lectura integral del texto
110
incorporados en El zorro de arriba y el zorro de abajo como un texto que se inscribe en la
tradición de la dicción autobiográfica. Es importante tomar en consideración que en algunas de
las últimas aproximaciones teóricas a la escritura diarística se puede apreciar una tendencia a
concebir el diario como un terreno de libertad irrestricta para el autor, lo que lleva a Jeremy
Popkin a afirmar, por ejemplo, que “the essential attraction of diary writing […] is a realm of
freedom, whose practicioners can decide for themselves how to behave, and then change the
rules as they please” (Lejeune, 2009:5). De otro lado, Philip Lejeune, en trabajos últimos, ha
comenzado a plantearse la diferencia entre la autobiografía y el diario a partir de su cercanía o
distancia con la ficción. Así, por ejemplo, nos dice que “autobiography and the diary have
opposite aims: autobiography lives under the spell of fiction; the diary is hooked on truth”. Y
añade a renglón seguido:
Let me be clear: I do not mean that autobiographies are false and diaries are true. I am
talking about the dynamics of these two writing postures, both of which are present in
varying proportions in all personal texts. In a study of how a diary can “end”, I tried to
show that the problem of autobiography is the beginning, the gaping hole of the origin,
whereas for the diary it is the ending, the gaping hole of death. Any autobiographer can
end his text by taking the narrative up to the point of its writing. His biggest problem is
upstream: building something solid behind it. But the past puts up only minor resistance
to the powers of imagination. “Long ways, long lies”, goes the proverb. The same cannot
said of the future. Diarists never have control over what comes next in their texts. They
write no way of knowing what will happen next in the plot, much less how will end
(Lejeune 2009: 201-202).
(diarios y relato novelesco) es necesaria para su cabal comprensión y que no se puede prescindir de una de las dos
partes, tampoco se pueden leer los dos componentes como si fueran una sola cosa, “la novela”, porque resulta obvio
que el narrador de la novela no es el mismo que el de los diarios y su confusión resulta, por ese motivo, riesgosa, ya
que se confunden dos registros que, si bien se interpenetran, mantienen también una separación.
111
Finalmente Lejeune propone también otras diferencias entre el género diarístico y la
ficción. Una de ellas se da a partir de la conciencia de su propia duración: “But diaries also have
repetition, lack of coherence or relevance, uneveness, implicit meaning and allusions […] A real
diary is always written without the knowledge of where it will end […] No one knows where he
is heading, except towards death” (Lejeune 2009: 207). Esta convención, como vemos, es
notoriamente superada por los Diarios de Arguedas, que van directamente a narrar de modo
anticipado el final de su vida y a dar incluso indicaciones funerarias, en una suerte de
“tanatografía”, dejando atrás la paradoja de cómo narra el momento de la muerte. Hay que poner
en la balanza, también, que estos diarios destrozan los bordes de lo privado y lo público, o por lo
menos encaran esta relación de una manera distinta. Se puede atribuir a los diarios un carácter
caótico y desordenado, pero incluso eso no serviría tampoco para descalificar su calidad o
condición de texto autobiográfico. En ese sentido, Felicity Nussbaum recuerda algo que si bien
aplica a un hallazgo de los escritores de diarios de la Inglaterra del siglo XVIII, tiene para este
caso plena validez: “what they found most natural was “something that recounted public and
private events in their incoherence, lack of integrity, scantiness and inconclusiveness” (Anderson
9, Nussbaum 16). No puede, entonces, ser una operación tan simple la de declarar al autor de los
diarios como “yo” ficcional, desterrarlo para siempre de la frontera en que se encuentra la
experiencia del Arguedas de carne y hueso antes de ser discurso. De allí que Burke sostenga que
“the neat demarcations by which biography is separated from a literary or a philosophical text, or
even from a general intertextuality are immediately under threat” (Burke 189). Julio Ortega
razona que Arguedas escribe aquí “from a state of confesional susceptibility, in a balance of
sympathies and differences conditioned by his greater or lesser degree of identification with
112
other novelists or artists he has known” (xvii). Y en cuanto a la condición inconclusa de la
novela, Ortega sugiere:
[…] when he realizes that he will not be able to finish the novel, he decides to prepare it
for publication as it stands. He writes de final letters, those concerning suicide, which are
a public testament; he prepares the manuscript, and knows that even if the novel is left
unfinished, it nonetheless has a narrative value of its own as well as a documentary value.
In a mechanism of symbolic transference, the very incompleteness of the book and its
posthumous nature seem to him to be an allegory for his own situation, encouraged by the
promise of the topic and undermined by the anxiety that defeats him (Ortega, 2000: xiii).
El consenso crítico alrededor de la complejidad de un texto tan singular como El zorro…,
pues, no obvia ni cancela la condición autobiográfica de los diarios. En primer lugar porque son
parte de la novela; en segundo lugar porque al mismo tiempo los diarios conservan una
autonomía. Pero más importante aún es recordar la función que cumplen los diarios al interior de
la novela. Siguiendo a Kokotovic,
la inclusión de los diarios […] le da un primer plano a la lucha de Arguedas para darle
forma literaria a la visión de una modernidad alternativa que había vislumbrado en
Chimbote, agregándole una dimensión reflexiva a El zorro de arriba y el zorro de abajo
[…] Al lector se le recuerda constantemente, no solo que los capítulos que alternan con
los diarios son obras creativas de ficción, sino también del reto de representar nuevas
realidades para las que las formas literarias adecuadas aún no existían. Sobre todo, la
estructura narrativa de El zorro de arriba, el zorro de abajo revela la problemática
relación del lenguaje con la realidad social y el rezago entre el cambio histórico y la
disponibilidad de los medios para comprenderla (Kotovic 197-198).
Y en esta representación de nuevas realidades la imaginación resulta crucial. Chimbote es
visto como un mundo en formación, un universo que muestra la dinámica de su nacimiento y
desarrollo, pero a la vez es un mundo marcado por el mal. Hay una suerte de principio de “lo
nuevo” que alienta la ansiedad por asir este mundo inédito y complejo; esa ansiedad alimenta
también la hibridez textual. Puede incluso resultar obvio que a la novela no le es suficiente el
113
solo hecho de apelar a un repertorio de formas consagradas por la tradición narrativa peruana65 y
que necesita ir más allá de muchas convenciones formales, violentarlas, establecer con ellas una
relación tensa y desafiante. Eso explica, por un lado, la convivencia de dos modos de referencia
(no ficción, a través de la dicción autobiográfica; y ficción, mediante el transcurso de la acción
novelesca contenida en los cuatro capítulos) y el carácter experimental, el ánimo innovador que
alienta el texto desde su primera página.
El mismo consenso sobre el carácter autobiográfico de los Diarios de Arguedas, como
hemos visto, alcanza a la consideración de la novela como un todo integrado por los Diarios y el
relato propiamente dicho, de modo que quedaría abiertamente en cuestión una lectura que
intentara separar o desmembrar estos dos componentes que dan forma y sentido global al texto.
Ahora bien, los Diarios en cuestión interesan no solamente por su inscripción genérica sino
también por los diferentes temas que aborda (la escritura y el cuestionamiento de su
profesionalidad, el anticipo de la muerte, la agonía, la imaginación del futuro, etcétera) y que
resultan relevantes para fijar las características de la figura autoral. A propósito de esto, cabe
notar que la posición del “yo” resulta problemática no solo en la escritura autobiográfica de
Arguedas propiamente dicha, sino en toda su obra, como observa con sutileza José Alberto
Portugal: “La literatura de Arguedas se entiende entonces como una literatura comprometida con
la tarea de revelar la densidad humana del proceso social andino (luego, el peruano), cuya
autoridad y autenticidad se funda en la persona de un autor que se reclama miembros y testigo
65
Como sugiere Kokotovic, “la forma transcultural de El zorro de arriba y el zorro de abajo es lo que más
la distingue de otras narrativas de este período. […] El zorro de arriba y el zorro de abajo […] desafía al lector a
imaginar una ciudad y una nación, en la que ningún ciudadano sea percibido o tratado como extranjero, a la vez que
le exige un compromiso con las múltiples culturas que harían posible ese tipo de nación” (212).
114
del mundo al cual se refiere su discurso” (469). Para Portugal está será una de los rasgos más
relevantes de Arguedas como autor:
Esta posición central que ocupa el “yo” autorial es sin lugar a dudas una de las
características más importantes de la producción artística e intelectual de Arguedas. Es
también una condición problemática. ¿Es el autor una cifra de experiencia; su trabajo una
imagen o cristalización de esa experiencia? Cerca a esta idea (o ideal) se encuentra la
concepción que Arguedas tiene del valor y significado que tienen figuras como Guamán
Poma y César Vallejo. Tanto el cronista indio del siglo XVII como el poeta vanguardista
fueron sus héroes culturales de los años treinta en adelante. Esta idea del autor va
tomando forma en la época en que Arguedas lucha por articular una imagen de sí mismo
como autor (Portugal 469).
Un asunto fundamental en estos diarios y que atañe directamente a la figura autoral es
precisamente la idea de la agonía. Pero no hablamos de este término simplemente como el final
de una existencia: me interesa apelar aquí al sentido que le da Alberto Flores Galindo al referirse
a José Carlos Mariátegui en un libro que tituló, precisamente La agonía de Mariátegui. Allí
refiere el historiador que Mariátegui había comentado en el primer número de Amauta, no sin
fervor, La agonía del cristianismo, el célebre ensayo de Miguen de Unamuno, lectura que le
permitió a Mariátegui establecer algunos nexos entre cristianismo y marxismo. El sentido de
agonía aquí tiene que ver con “la fuerza para encarnarse en las masas”, con una situación en la
que “la doctrina deja lugar a la vida, entendida a su vez como lucha y combate” (Flores Galindo,
1994: 389-390). Flores Galindo enfatiza:
Agonía significa también afán polémico, no para ´epatar´ a los burgueses rutinarios, sino
para intercambiar ideas, para dialogar, para discutir […] Agonía es sinónimo de conflicto
interior: corrientes encontradas que generan una tensión íntima […] Agonía es pasión, fe,
elan. Agonía se confunde finalmente con esa esperanza que define en la política y el la
vida cotidiana el derrotero de Mariátegui: la confianza en el futuro que no reposa en las
leyes de la dialéctica, ni en los condicionamientos de la economía sino en las voluntades
colectivas (Flores Galindo, 1994: 390).
115
A esta concepción de lo agónico debemos dos cosas. La primera, leer El zorro de arriba y
el zorro de abajo en clave trágica para evitar así la tendencia a sicologizar el texto y, en segundo
término, como sugiere Catalina Ocampo, dejar de lado la interpretación de la novela como
fracaso pues de otro modo eso implicaría “perder el sentido del texto que tenemos en nuestras
manos, es rechazar la posibilidad de una experiencia límite ante la palabra” (Ocampo 122).
La idea de lo trágico, en apoyo de esta lectura, es planteada por Northrop Frye, quien
señala: “Without tragedy, all literary fictions might be plausibly explained as expressions of
emotional attachments, wether of wish-fulfilment or of repugnance: the tragic fiction guarantees,
so to speak, a disinterested quality in literary experience” (Frye 206). Bajo estos parámetros,
sostiene Ocampo, la novela deja de ser simplemente la manifestación de la “crisis psíquica” de
su autor y pasa a asumir una dimensión mayor y a trascender el contexto personal, permitiendo al
mismo tiempo “una visión tanto del momento histórico peruano en el que se escribe como de la
experiencia humana que va más allá de esa historia” (Ocampo 124). Por esa razón, en la agonía
de Arguedas hay un sentido que no resuelve ni agota sus implicancias en la llaneza de un
diagnóstico clínico sobre el malestar o malestares psíquicos que afectan su existencia.
Recordemos que agonía viene del griego agón que entre sus muchos significados presenta los
siguientes: reunión, asamblea, discusión, lucha y peligro. De manera que la agonía puede
entenderse también, como Ocampo pone en práctica, en tanto “disputa o lucha verbal” (Ocampo
123). La autora hace notar además que lo que se libra en El zorro de arriba y el zorro de abajo
no es solo un combate de corte ideológico, político o literario, “sino la profunda crisis que
supone el paso de un mundo regido por el mito y por un sentido sagrado de la sociedad y de la
naturaleza a un mundo regido por la autoridad profana y el mercado” (Ocampo 124). El mismo
116
Arguedas en su tesis doctoral, Las comunidades de España y el Perú ya se muestra consciente de
esa crisis y advierte, premonitoriamente, que “Algo nuevo ha de surgir o está surgiendo, de
veras, en el Perú, de esta crisis” (Róvira y Bay 83). Esto nos retrotrae, una vez más, a la figura
del “hervor”, imaginada también antes de la escritura de El zorro de arriba y el zorro de abajo
en su poema “Oda al Jet”: “No bajes a la tierra. / Sigue alzándote, vuela más todavía, hasta llegar
al / confín de los mundos que se multiplican hirviendo, / eternamente” (Róvira y Bay 124,
énfasis nuestro). Esa experiencia límite y de crisis, ciertamente, forma parte de lo que podríamos
llamar la escena agónica que proponen los Diarios, una escena en la que tiene lugar una lucha
dramática, intensa, donde se decide, de manera ritual, un tránsito hacia una trascendencia y no el
simple punto final de una experiencia vital, intelectual y estética, como apunta Peter Elmore:
La contienda entre la voluntad creadora y el llamado de la muerte está agónicamente
inscrita en los diarios que --a modo de contrapunto y complemento de la fábula-- se
intercalan en El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma y extrema de
Arguedas. Las causas de la decisión final del escritor son múltiples y oscuras, pero lo
incuestionable es que Arguedas pone en escena su propia muerte y la ofrenda a la “nueva
izquierda” peruana de los años 60: el llamado “¿Último Diario?” se cierra con el guión
tentativo de esa ceremonia fúnebre que habría de convertirse en un acto político
contestatario (Elmore, 2011: 34).
Del mismo modo, William Rowe plantea la idea de agonía y sacrificio del escritor como
algo fundamental para la comprensión del texto y añade que este es un tema que registra
antecedentes en el universo arguediano. Si El zorro de arriba y el zorro de abajo es el relato de
un conjunto de sujetos sociales en un mundo en formación y en ese mundo opera un desacomodo
que afecta al escritor, este desacomodo, advierte Rowe, está presente de alguna manera en la
obra anterior de Arguedas, poniendo como ejemplo el caso de Ernesto, en Los ríos profundos y
su gesto de salir a buscar la muerte. En este caso concreto, dice Rowe, “el protagonista-escritor
tiene que pasar por la zona de la muerte para que la novela misma exista: es decir, el protagonista
117
narrador representa la prehistoria del autor implícito que escribe la novela”. Y señala también
que aunque El zorro de arriba y el zorro de abajo llevará este asunto a un nivel de complejidad
mayor, se puede comprobar que “la remoción de la frontera entre el autor empírico y el autor
implícito, entre vida y escritura, tan importante [en esta novela], ya se da, aunque en grado
menor, en una novela anterior” (Rowe 167). Pero al enfrentarnos con su novela póstuma,
incluyendo sus diarios, vamos a encontrar esa misma ansiedad, pero elevada a un extremo grado
de radicalidad. Su propia obra narrativa nos ha llevado a una especie de in crescendo que
culminará, ahora, con el sacrificio ritual de su autor y este ritual, ciertamente, tendrá su
manifestación central en la escritura. Como afirma José Alberto Portugal,
En los diarios se produce la ritualización de la escritura; esto es, se define la visión
(interpretación, entendimiento) de la literatura como potencial espacio ritual: en la
potenciación del lenguaje (el poder de la palabra/el quechua para nombrar), en la
escritura como agón (la lucha contra la muerte), en la escritura como práctica de
inscripción de la experiencia, etcétera. De hecho, la literatura (y en particular la idea de la
novela) se puede pensar en Arguedas en las coordenadas en la que Víctor Turner pensaba
el ritual: no como un epifenómeno, esto es, no como mera expresión o reflejo de una
estructura social, sino como espacio generador de visiones alternativas y de potenciales
nuevas formas y arreglos sociales. Es a la vez un espacio de suspensión crítica y un
recurso que hace disponible modelos cognitivos y de conducta igualmente nuevos o
alternativos (Portugal 467).
Junto con esta ritualización está el problema del inacabamiento de la novela. Se observa
que mientras el plan para el suicidio es gradualmente más minucioso y abunda en detalles y
preparativos, la novela va ahogándose en su propia incompletitud. El origen de esta crisis se
ubicaría, de acuerdo a algunos críticos, en la profunda desolación que sufre Arguedas ante la
recepción de Todas las sangres (1964). Como bien señala Roland Forgues,
el inacabamiento de la novela no es asunto de voluntad deliberada de parte de escritor, ni
mucho menos del empleo de una técnica narrativa que implicaría el silencio definitivo de
la voz creadora […] proviene simple y llanamente de una ruptura profunda que se da en
118
la visión del mundo de José María Arguedas después de la publicación de Todas las
sangres y de su pérdida de fe en la posibilidad efectiva de alcanzar los ideales por los
cuales había luchado fervorosamente toda su vida (Fell 313).
Y añade Portugal: “Lo que hace a El zorro de arriba y el zorro de abajo una obra
excepcional y extrema es que se inscribe en ella la escena del sacrificio ritual del autor, que es el
acto que redirige nuestra atención, o la crea nueva” (467). Ahora bien, ¿qué sentido tenía este
sacrificio? ¿qué se estaba manifestando? Apuntamos en un apartado anterior que se cuestionaba
el hecho de que los editores de la novela póstuma no hubieran respetado la disposición del autor
de colocar como pórtico al texto el texto del discurso “No soy un aculturado” y que lo hicieran
más bien al final del texto, como parte del epílogo, lo que implica un cambio de sentido e
interpretación. Pensemos por un momento en el texto de ese discurso colocado al inicio y no al
final. Creo que solo acentuaría una contradicción enorme y dolorosa: la del individuo que declara
públicamente ser un “demonio feliz”, que dice conocer “la gran nación cercada y la parte
generosa, humana de los opresores” (Arguedas, 1990: 257) y que ha convertido en realidad el
anhelo de fusionar el castellano y el quechua, con aquel otro individuo que planea
meticulosamente quitarse la vida y se nos ofrece como figura ritual, como pieza central de un
acto de sacrificio. Esta figura sacrificial que asume el autor se justifica plenamente en la
conciencia de su propia derrota, en una especie de batalla simbólica. Así comienza precisamente
el “¿Último diario?”: “He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy
de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados,
inseguros; los de ella han vencido. Son fuertes y estaban bien resguardados por mi carne. Este
desigual relato es imagen de la desigual pelea” (Arguedas, 1990: 243). Este diario reflexiona
además sobre la condición de incompleta de la novela, deja constancia de la frustración de su
creador. Y llama la atención la mención al suicidio de Orfa, uno de los personajes de la novela,
119
porque se ha roto su relación con el mito: “se lanza desde la cumbre de El Dorado al mar,
desengañada por todo y más, porque allí, en la cima, no encuentra a Tutaykire trenzando oro ni
ningún otro fantasma y sólo un blanqueado silencio, el del guano de isla” (Arguedas, 1990: 244).
Una vez inaprensible el mito, quebrada la dimensión mágica de la vida, el camino parece ser la
muerte. Al mismo tiempo, el diario informa y anticipa el carácter funerario de su escritura y
muestra una admirable entereza al aceptar la muerte (lo que sería precisamente una característica
del ritual) y señalar a sus amigos íntimos algunos rasgos de lo que debería ser el ceremonial, al
que reclama intensidad y, sobre todo, sinceridad:
Me gustan, hermanos, las ceremonias honradas, no las fantochadas del carajo. Las
ceremonias no ceremoniosas sino palpitación. Así creo haber vivido: si es posible. Y tú,
Gustavo, o vosotros, como es lo correcto decir, Alberto, Máximo Damián, Jaime,
Edmundo… No se van a prestar en jamás de los jamases, mientras sean como yo los
conocí, a fantochadas… Hay en mis huesos muchas de las apetencias del serrano antiguo
[…] Dispénsenme la inocente y segura convicción: invulnerable como todo aquel que ha
vivido el odio y la ternura de los runas (ellos nunca se llaman indios a sí mismos)
(Arguedas, 1990: 245).
A esta declaración sigue un discurso de clausura y apertura, de fin de una época y de la
posibilidad de apertura a un tiempo de esperanza: “Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y
a abrirse otro en el Perú y lo que él representa” (Arguedas, 1990: 245-246). En este juego de
clausura y apertura, el ritual encuentra su mejor explicación. En tanto, los textos del epílogo se
ocupan de la parte material y posterior al sacrificio, entre indicaciones testamentales y funerarias.
Y en cuanto al acto del suicidio, convenimos plenamente con Portugal en considerarlo como un
acto “que es un último esfuerzo de continuidad y coherencia semiótica […] No se trata de un
chantaje emocional (como, no sin agudeza, lo lee Vargas Llosa), pero sí se trata de enganchar al
lector en el esfuerzo continuo de sostener un proceso de producción de sentido”. En esos
términos, la lectura del suicidio se tranforma “en una resurrección del autor --ahora una figura
120
reedificada, míticamente constituida, hecha con los nódulos de significado que habían de ser
hallados en sus escritos--”. La ruptura con el mito se engarza entonces con la construcción de
otro, para “producir una cosecha plena de matáforas raigales” (Portugal 472). En esa clave, la
figura del autor como figura ritual y sacrificial, alcanza pleno sentido.
121
CAPÍTULO IV
MARIO VARGAS LLOSA: BIOGRAFÍA DE LECTOR / MEMORIAS DE ESCRITOR
Las memorias66 de Vargas Llosa se inician con una revelación traumática y terrible que puso fin
a una infancia edulcorada por mitos familiares, entre ellos, el relacionado a la muerte de su
padre, lo que explicaba su ausencia y de paso borraba de la vida de los Llosa, familia materna del
escritor, la presencia del padre cruel y violento que fue Ernesto Vargas, “ese señor que era mi
papá” (Vargas Llosa, 2010: 11), frase que utiliza el escritor para titular el primer capítulo de El
pez en el agua (1993). El punto inicial de estas memorias configura la doble imagen de la
revelación y el trauma, de la irrupción de la violencia y el sufrimiento y la pérdida de un mundo
gobernado por la inocencia y la protección familiar, en el que según confiesa “fui engreído y
consentido hasta unos extremos que hicieron de mí un pequeño monstruo. El engreimiento se
debía a que era el primer nieto para los abuelos y el primer sobrino de los tíos, y también a ser el
hijo de la pobre Dorita, un niño sin papá” (Vargas Llosa 2010: 20). El padre no estaba, pues, en
el cielo y esta experiencia sirve para que “el niño sin papá” cumpla el tránsito de un mundo de
sobreprotección a otro distinto, donde quedaría indefenso y desamparado. Ese tránsito sería
paralelo al descubrimiento de cómo la familia había ocultado la ausencia del padre, pretendiendo
“corregir” la vida de Dorita y su hijo, una idea que años después, defendería el escritor maduro al
afirmar que las ficciones corrigen la existencia real. El encuentro con el padre funciona entonces
66
Notemos que la primera versión de lo que después serían las memorias más ampliamente desarrolladas
apareció en la revista Granta, en 1991, bajo el título “A Fish Out of the Water”. El texto es una crónica que detalla
muchos aspectos de la campaña política de 1990 y no incluye ningún relato de corte familiar. El título pone en
evidencia la incomodidad de Vargas Llosa en la arena política, al estar fuera de su elemento, la literatura. El sentido
final de esta posición se aclararía con el título definitivo del libro, que deja al escritor en “sus aguas” después de su
accidentado paso por la política.
122
como un parte aguas, que divide el paraíso dorado de la infancia del escritor, que nunca más
podrá ser recobrado, y la pérdida de la felicidad y la inocencia, que desembocará, junto con otras
experiencias traumáticas o violentas, en la construcción de la vocación literaria de Vargas Llosa,
en su defensa de la ficción como posibilidad de imaginar una vida mejor a la que uno tiene.
Vargas Llosa se mostrará fascinado por este mecanismo compensatorio, exhibido con insistencia
no solo en diversos momentos de su obra de ficción sino principalmente a través de sus ensayos
literarios, donde ha desplegado, si cabe el término, una biografía paralela, que llamaré aquí la
“biografía de un lector”67. Escritas a la sombra de una derrota electoral que le sirvió de
experiencia detonante68 las memorias de Mario Vargas Llosa han merecido hasta la fecha,
diversas lecturas, así como apreciaciones guiadas por el lugar común o la mala intención69,
67
Como veremos en un apartado de este capítulo, la idea de la ficción como herramienta de compensación
imaginaria tiene casi el rango de una obsesión para Vargas Llosa.
68 Las elecciones de 1990 tuvieron doble vuelta, pues en la primera votación, realizada el 8 de abril, ningún
candidato obtuvo el 51% de votos necesario para ser proclamado ganador. En la primera vuelta Vargas Llosa obtuvo
32.6% y su contendor, Alberto Fujimori, 29.2%. La segunda vuelta se realizó el 10 de junio y el resultado final fue
catastrófico para Vargas Llosa, quien obtuvo solo el 37.6% frente a un abrumador 62.4% conseguido por su rival.
69 La campaña presidencial de 1990 estuvo, en efecto, teñida de bajezas. El escritor recibió cruentos ataques
de diversos medios de prensa, en especial del diario Página Libre, dirigido a la sazón por el periodista Guillermo
Throndike. Sin embargo, la historia de la ofensiva periodística nos retrotrae a 1987, cuando el presidente Alan
García decide estatizar la banca y Vargas Llosa lidera el movimiento Libertad, para oponerse a una medida que
significaba un evidente retroceso económico y una jugada eminentemente populista. En El pez en el agua se
menciona que el presidente García buscó el apoyo de Thorndike, quien comandó una “oficina del odio” en la que se
fabricó una campaña de demolición en contra del escritor. El cuestionado periodista haría lo propio desde las
páginas de La República y luego desde Página Libre. Vargas Llosa describe a Throndike como “un periodista
mercenario que había servido fielmente a Velasco desde la dirección de La Crónica, un personaje del que se puede
decir, sin temor a equivocarse, que es el más exquisito producto que el periodismo de estercolero haya forjado en el
Perú” (2010: 346). Los comentarios suscitados por la aparición del volumen, sobre todo los periodísticos, estuvieron
inspirados más en la demolición que en un intento de comprender el sentido del texto. Sobre este tema se puede
consultar el volumen de Romeo Grompone y Carlos Iván Degregori titulado Elecciones 1990. Demonios y
redentores en el nuevo Perú. Una tragedia en dos vueltas (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1991). Igualmente
resulta útil recorrer las páginas de El diablo en campaña (Madrid: El País-Aguilar, 1991), de Álvaro Vargas Llosa,
hijo mayor del escritor y uno de sus portavoces durante la campaña.
123
descuidándose el carácter de texto artístico que indudablemente poseen estas memorias y los
rasgos que presenta la figura de su autor en este ejercicio de autorrepresentación. Y es que lejos
de cuestionar la verdad referencial que se atribuye a los textos autobiográficos o de reconocer su
condición de artefacto, muchas de esas lecturas políticas y las otras (las sicoanalíticas70, por
ejemplo, o esa otra suma de interpretaciones cuya intención aviesa fue demostrar que el autor era
un traidor a la patria y un miserable que no merecía llamarse peruano71) tomaron las memorias
con la literalidad con que se suele tomar un texto oficial cuya interpretación es unívoca. En
principio, no se puede soslayar el hecho de que las memorias, al menos en la tradición peruana,
no suelen convocar tantas pasiones ni ser materia de arduas discusiones y de encendidas
polémicas. El pez en el agua fue una muy notable excepción al carácter más o menos pasivo de
la recepción de los discursos autobiográficos en el Perú. Pero sería injusto reducir su mérito a
esto. El texto suscitó reacciones diversas, algunas traducidas en mini escándalos de prensa72.
70
En su libro La narración como exorcismo, por ejemplo, Biger Angvik cita extensamente las opiniones de
Jorge Bruce, quien leyó las memorias de Vargas Llosa desde una postura psicoanalítica.
71 El 5 de abril de 1992 el presidente electo, Alberto Fujimori, disolvió el congreso y puso así la primera
piedra que sostendría casi una década de dictadura. El hecho fue duramente criticado por Vargas Llosa, quien llegó a
pedir incluso un bloqueo económico de parte de la comunidad internacional hacia el Perú. Esto renovó los ataques
personales contra el escritor, quien fue amenazado desde el gobierno con el retiro de su nacionalidad peruana. En
1993, el mismo año en que aparece la primera edición de El pez en el agua, Vargas Llosa obtiene la nacionalidad
española, lo que fue pasto para muchos y más cuestionamientos hacia el escritor. Otros detalles interesantes sobre la
obtención de la nacionalidad española por parte de Vargas Llosa pueden conocerse en la nota informativa del diario
El País, del 3 de julio de 1993, accesible a través de Internet en esta dirección:
(http://elpais.com/diario/1993/07/03/cultura/741650401_850215.html).
72 Uno de los más sonados ocurrió en la televisión peruana, en julio de 1993, cuando en medio de los
ataques y discusiones provocados por la nacionalidad española de Vargas Llosa y las constantes críticas de este al
régimen de Alberto Fujimori, así como sus pedidos de sanciones para el Perú, el economista Hernando de Soto, que
años antes había sido puntual colaborador del escritor en la campaña dijo ante cámaras que Vargas Llosa era un
“hijo de puta”, lo que remeció el medio periodístico local y dio lugar a todo tipo de réplicas En 1998, Herbert
Morote, un oscuro escritor peruano radicado en Madrid publicaría Vargas Llosa, tal cual (Lima: Jaime
Campodónico Editor), un análisis de la figura del escritor avalado y autorizado por su carácter testimonial (Morote
había sido compañero de colegio de Vargas Llosa), pero que en realidad solo sumaba ataques e insinuaciones sin
124
Uno de los mensajes que, en efecto, atraviesa el libro tiene que ver con dos dimensiones de la
experiencia: el éxito y el fracaso. Ambas, ciertamente, entablan una relación tensa, incómoda, a
pesar de compartir una idea que tiene muchísima importancia tanto en el trabajo cotidiano de
Vargas Llosa como en su obra de ficción: el sentido del deber, motivo que a veces, en algunos de
sus personajes de su propia ficción, puede llegar hasta el paroxismo73. Ahora bien, ¿de qué éxito
y de qué fracaso hablamos? La idea del éxito está obviamente vinculada a la actividad literaria,
que en El pez en el agua representa no otra cosa que el triunfo de una vocación, de una ética de
trabajo, de una constancia y una disciplina que convierten a su autor en una figura ejemplar,
entregada con integridad a su quehacer artístico74. El fracaso, naturalmente, se asocia a la fallida
experiencia de su candidatura presidencial, en la que algunos lectores avizorarían una profunda
herida narcisista. El crítico Luis Rebaza, examinando esta relación entre el éxito y el fracaso que
sostenidamente alientan las memorias de Vargas Llosa, sostiene que estamos
frente a un libro de variadas estrategias narrativas. La más importante es aquélla que hace
que la memoria fresca, de hechos bastante recientes, ordenados en trama de insinuación
mayor prueba. El libro despertó ácidos comentarios, como este de Luis Aguirre en la revista Caretas: “El libro de
Morote […] se propone una vivisección temeraria: mostrar cuál es el verdadero rostro del hombre Vargas Llosa,
rostro oculto y desfigurado por la supuesta egolatría y soberbia de sus memorias. No existe método científico detrás
ni prudencias académicas. Vargas Llosa, tal cual no es una investigación refrendada por teorías novedosas que
hayan logrado de una vez y por todas la percepción de la subjetividad y la realidad en sí mismas a través del texto.
Es la manifestación de un cinismo intelectual grosero y algo cómico […]” (“Ahogando al pez”. Caretas: 23 de
diciembre de 1998).
73 Pantaleón Pantoja, de Pantaleón y las visitadoras sería un ejemplo.
74 Jordi Gracia sintetiza estos extremos de la siguiente forma: “Mientras la mirada aterrada del niño ante el
padre servirá para justificar la despiadada crueldad del ya famoso escritor con el anciano que busca la
reconciliación, su evocación de la peripecia política emite un daguerrotipo de base muy semejante […] La absoluta
fe en su capacidad para ´salvar al Perú´ será también el combustible que alimente un destino trágico de
incomprensión ante el electorado peruano, disuelto por fin en su regreso a Europa y al taller de escritor” (26).
Añadiría aquí lo dicho por Isabel Gallego, aunque la cita puede expresar más bien cierta autoindulgencia: “Con el
oprobio que lanza sobre el Perú se redime Vargas Llosa en el reino de la literatura” (36).
125
testimonial, sea un patrón con el que se organiza y evalúa la secuencia del pasado lejano.
Se descubre que la formación del escritor era también una carrera política a la
presidencia. Al mismo tiempo, la fuerza de los episodios de la infancia y adolescencia se
extiende a los sucesos recientes, fusionando en una estructura ambos desenlaces: el éxito
artístico y el fracaso electoral. Cuando el lector termina la lectura, ambos finales emergen
como una sola historia triunfal (Rebaza , 1994: 126-127).
Nos hace notar, del mismo modo, una cadena de fracasos al interior del texto: el fracaso
matrimonial de sus padres, por un lado, el fracaso del país, por otro. ¿Qué elemento es el que se
ofrece como contraste de estos desencantos? Naturalmente, el éxito del escritor, su realización
plena en la actividad literaria, la idea de que “triunfa su verdad” (Rebaza, 1994: 127). Para
Cecilia Esparza, “una primera aproximación al texto de Vargas Llosa parte de la reflexión sobre
el fracaso electoral que el autor intenta convertir en éxito personal” pero al mismo tiempo
advierte que El pez en el agua son “las memorias de un escritor profesional con amplio manejo
de los recursos de la ficción y de la tradición autobiográfica” y que Vargas Llosa es “un escritor
entrenado en la construcción de una persona y en el manejo de la propia vida como materia
prima para la elaboración ficcional75” (Esparza 44), pero esta vez, cabe añadir, Vargas Llosa no
se enfrenta a una ficción, sino al reto de relatar su propia vida. Martha Canfield anota que “los
demonios” a los que constantemente alude Vargas Llosa en su propio mito de la creación para
explicar las pulsiones que conducen a la escritura son “incontrolables” y “se nutren ante todo de
75
Este aspecto ha sido enfatizado por varios estudiosos de la obra de Vargas Llosa. Hay una evidente
capacidad en el traslado de experiencias personales al terreno de la ficción y el propio autor insiste en que muchas
de sus novelas nacen de hitos biográficos y estos constituyen la materia prima inicial para la construcción de esa otra
realidad, la ficticia, que es autónoma y responde a sus propias leyes, lo que ha llevado a críticos como José Miguel
Oviedo a señalar que el realismo que practica Vargas Llosa no es el de “un realista mimético, un simple testigo y
crítico de las contradicciones sociales”, sino el de “un experimentador del lenguaje narrativo para alcanzar una
representación artística de la realidad, más poderosa y convincente que ella misma” con el objeto de “hacer de lo
real-objetivo algo sustancialmente nuevo, no una copia” (Dossier Vargas Llosa: 19). Oviedo señala también que un
rasgo típico de la obra de Vargas Llosa es “el estar configurada siempre a partir de espacios reales e inspirados por
experiencias individuales o históricas vividas personalmente o desde muy cerca” (19-20).
126
lo vivido por el escritor, materia prima trascendida y sublimada mediante la escritura, a menudo
disimulada mediante construcciones complejas, pero otras veces reproducida sin máscaras”
(Canfield 13). Se pone énfasis aquí en el carácter del texto como constructo avalado por la
experiencia de su autor, lo que permite cosas, un control consciente de las dos dimensiones que
propone el texto: éxito y fracaso, conquista y derrota, victoria y desengaño, triunfo y naufragio.
Ambas experiencias, la política y la literaria, sin embargo, se tienden la mano en el hecho de
haber sido asumidas como un deber, aunque su esencia es diametralmente opuesta: la escritura
privilegia el espacio privado, se ejerce en soledad e implica múltiples operaciones invisibles a los
lectores: la lectura, la reflexión, la elección de una cita, el hallazgo o la elaboración de los
detalles necesarios para redondear la construcción de un personaje, la aparición de una idea
primaria que se convertirá después en trama de algún texto, en fin, lo que podríamos llamar “la
cocina” o “el taller” del escritor nunca está al alcance de nuestra vista y el escrutinio solo es
posible cuando los textos se publican y los lectores leen y opinan. En la otra orilla, la política,
exige tanta o más dedicación que la creación literaria, pero con una finalidad distinta y hasta
cierto punto ajena a la soledad: en la política se vive de la exposición, se vive en el espacio
público, en la confrontación, en la militancia. Y sin embargo, comparte también con la literatura
una cierta invisibilidad, una especie de archivo secreto, porque no todo en política, así como en
literatura, queda a la vista. La política implica grandes desplazamientos no por el terreno de la
imaginación o por geografías fantásticas, sino por el territorio del mundo contingente y real, que
es preciso conquistar con pragmatismo y frialdad. En ese sentido resulta interesante constatar que
algunas lecturas de El pez en el agua contrastan la relación irónica que se da allí entre la
honestidad intelectual de su autor y su candidez para el ejercicio de la política. Así, por ejemplo,
127
nos dice John J. Hasset: “This book of memoirs will convince its readers not only of Vargas
Llosa´s intellectual honesty but also of his profound political naiveté” (Hasset, 1994: 171). En
tanto, George McMurray apunta que esa candidez marcaría la derrota de Vargas Llosa: “He may
have lost the because he was too frank with the electors, telling them exactly what was needed to
solve the problem plaguing Peru” (McMurray 304). El fracaso puede explicarse también desde
otro punto de vista que, de acuerdo a José Alberto Portugal, entra en relación con un tema muy
presente en la propia ficción vargasllosiana: la incongruencia de algunos personajes, su
condición de desacomodo frente a la realidad que les toca vivir:
La idea insiste en uno de los motivos centrales de las novelas anteriores de Vargas Llosa,
de La guerra del fin del mundo a Historia de Mayta y El hablador: la desubicación de los
intelectuales frente a su tiempo, frente a su medio. El título final de las memorias alcanza
el sentido de incongruencia proverbial del primero [“el pez fuera del agua”] de manera
paradójica: el intelectual (ya sea el escritor en ciernes o el político en trance, cuyas
historias nos relata) en tensión o enfrentado con su medio es como un pez en el agua; ese
conflicto expresa su condición “natural” (Portugal, 2004: 231).
Portugal considera El pez en el agua como un libro sobre “el llamado y la profesión del
intelectual”: de una parte define los problemas de una vocación literaria al construir la imagen de
un artista enclavado en un medio hostil; de otra, es un libro sobre política (Portugal, 2004: 232),
ambas dimensiones en el marco de experiencias críticas. Los dos aprendizajes básicos del libro,
el literario y el político, vuelven a asociarse al éxito y al fracaso. La propia alternancia, un
recurso que ya había aplicado Vargas Llosa en sus novelas, parece apuntar en ese sentido:
El traslado de la sintaxis de su narrativa ficcional al ámbito de lo confesional […] es
relevante en cuanto pone en evidencia la fragilidad de las fronteras entre lógicas
discursivas. El mecanismo narrativo revela la tensión entre dos modalidades
fundamentales (literarias) de la auto-expresión. De un lado están las memorias
propiamente dichas, en las que se construye la imagen de un sujeto público, en posesión
de una identidad y un papel social, con un énfasis épico documental […] De otro lado
tenemos la autobiografía, con su apertura hacia el ámbito de la imaginación y la ficción
128
(en este caso modelada en las coordenadas del relato de ´formación´o ´educación´), que
presenta a un sujeto en proceso de socialización, en tránsito entre estados (roles,
identidades) sociales” (Portugal, 2004: 233).
La conclusión a que arriba Portugal es por demás atendible. Para él, la alternancia
produce un efecto que será central para la interpretación del texto, pues “traslada al campo
político el sentido positivo que tiene la noción de fracaso en el campo artístico, donde la derrota
misma puede ser construida como fuente de poder simbólico, como marca de autenticidad, como
índice de la exitosa búsqueda de la autonomía individual” (Portugal, 2004: 236). La derrota
electoral es triunfo literario. Hay allí, sin duda, una relación de contigüidad. El pez en el agua no
oculta esta relación, sino todo lo contrario, la pone en evidencia y la dramatiza, invitando al
lector a, de algún modo, tomar partido, sopesar estas dos dimensiones que han resultado tan
altamente significativas y reveladoras para la configuración de la imagen de escritor que se pone
allí en juego, una imagen que tiene en el riesgo y la trasgresión dos motivos centrales, que
equiparan y hacen posible la analogía entre literatura y política en Vargas Llosa. Sin embargo,
esta analogía no es lo único que puede presentarse como uno de los aspectos más atractivos de El
pez en el agua, sino la forma en que estas memorias pueden considerarse hasta cierto punto sui
géneris, vistas respecto de las reglas del género memorístico. A este asunto, al que volveré más
adelante, hay que agregar otro más, relacionado con el impulso lúdico, con el juego de fronteras
entre el orden de la ficción y el orden de la no ficción. Con esto quiero hacer referencia al
diálogo que existe entre El pez en el agua y la novela La tía Julia y el escribidor (1977), cuyo
núcleo argumental reaparece en uno de los capítulos de El pez en el agua. Quizá vale la pena
aquí recordar, una vez más, la idea de riesgo. Por un lado, con la publicación de Pantaleón y las
visitadoras (1975) y La tía Julia y el escribidor Vargas Llosa se alejaba de la poética de la
“novela total”, práctica que alentó desde La ciudad y los perros (1963) y que llevaría a su
129
máxima altura con La casa verde (1965) y Conversación en La Catedral (1969) y que, además,
sería también cultivada por otros miembros del boom, como Carlos Fuentes con La región más
transparente (1958), Julio Cortázar con Rayuela (1963) o Gabriel García Márquez con Cien años
de soledad (1967). Al paso del tiempo, tanto Pantaleón… como La tía Julia… quedaron
fuertemente asociadas, en un caso más evidentemente que en el otro, a la actividad escritural
como deber profesional, algo en lo que Vargas Llosa continúa la obra pionera de Ciro Alegría.
En efecto, ambas novelas pueden leerse como tematizaciones de la escritura y “extensiones” de
la vocación literaria de su autor. Sin embargo, como en su momento observó Oviedo, a pesar de
las variaciones respecto de la obra anterior que podría advertir cualquier lector de Pantaleón… o
La tía Julia…, ambas representan una apelación a principios que guían la novelística
vargasllosiana. Son “un giro […] pero también una confirmación”, por su “aplicada y apasionada
entrega a su desarrollo narrativo mediante técnicas precisas, y esa capacidad de sondeo en los
estratos más significativos de las contradicciones entre el hombre y la sociedad peruanos”
(Oviedo, 1977: 283)76. Aquí no se agota el asunto. La tía Julia y el escribidor no es
exclusivamente una novela autobiográfica o una autoficción. Más allá de sus afanes paródicos
(muy atractivos, sin duda) o de su ansiedad por retratar una vocación, la novela presenta lo que
podríamos denominar un registro autobiográfico particular, gracias a la alternancia de las
historias de Pedro Camacho y, sobre todo, a la relación entre Marito y Camacho, que provoca el
efecto de una intervención de la ficción en el discurso autobiográfico. La novela presenta una
estructura basada en capítulos que se alternan: en los impares asistimos a dos hechos de suma
76
Añade Oviedo: “Vargas Llosa ha emulado numerosas veces la frase de Barthes: ´El escritor… no conoce
más que un arte: el tema y sus variaciones´. Cualquiera sea el temple de esas variaciones, aun a contrapelo, el tema
de la desventurada peripecia humana siempre aparece” (Oviedo, 1977: 284).
130
importancia: el nacimiento de la vocación literaria de Marito (también llamado Varguitas) y la
historia de su “radioteatral” y escandaloso romance con Julia Urquidi, pariente política suya,
mayor que el jovencito aprendiz de escritor (al casarse él tenía 19 años y ella 31); los impares, en
tanto, dan cuenta de los cada vez más inverosímiles y delirantes tramas de los radioteatros del
escribidor Pedro Camacho. En el pórtico de la primera edición y muchas posteriores de La tía
Julia y el escribidor figura, debajo del título, la palabra “novela”, haciendo explícito el hecho de
que hay un pacto de lectura sobreentendido, es decir, que esta se realizará bajo el amparo de la
ficción y, por lo tanto, su falsación es poco menos que una actividad inútil. El libro no oculta su
filiación novelesca y, al mismo tiempo, contiene materiales autobiográficos. Recordando la idea
de escribir una novela en analogía con el strip tease que planteó el propio Vargas Llosa en
Historia secreta de una novela (7-8), José Miguel Oviedo señala, para aclarar la aparente
ambigüedad que crean los materiales de la novela:
Aunque en toda su obra se presenta esta ceremonia exhibicionista, esta pasión por
contarse al mismo tiempo que cuenta una ficción, nunca ha sido tan notoria, tan
rigurosamente íntima como en La tía Julia y el escribidor […] Y esto es así no solo
porque la mitad de la novela es un recuento de un episodio de la vida juvenil del escritor
[…] sino porque aun la otra mitad del relato, la que presuntamente debía ocurrir en el
nivel real y exagerado del melodrama radial, en la antípoda de lo autobiográfico, es
también un fragmento oblicuo de esa vida, de obsesiones y perversiones personales que
se filtran e invaden toda la novela, haciendo de ella en su conjunto, la primera narración
de Vargas Llosa cuyo hilo subterráneo es el del escritor escribiendo --escribiendo la
ficción de su vida, escribiéndose una vida en la ficción (Oviedo, 1977: 293-294)
Las declaraciones del propio escritor respecto de esta novela son también significativas.
En entrevista concedida a Alfredo Barnechea77, uno de los temas tiene que ver con la inminente
77
“El reposo imposible”. Revista Caretas 518, Lima 5 de mayo de 1977: 50-52.
131
aparición de Vida y milagros de Pedro Camacho78. En esa conversación, el escritor revela que el
plan inicial de la novela consistiría en relatar la vida de Camacho desde dos orillas distintas: una,
su vida cotidiana; otra, el mundo imaginario que iba creando y desarrollando en sus melodramas.
Sin embargo, el escritor decide incorporar un episodio de corte autobiográfico y lo explica de
esta manera: “Luego, como escribía de mis propios recuerdos, y como la historia transcurría en
un año que fue muy importante para mí --el año en que me casé por primera vez y en el que se
decidió mi vocación de escritor-- decidí que incluiría capítulos estrictamente autobiográficos,
que contaría de la manera más fiel” (Coaguila: 112). Esa fidelidad, sin embargo, es concebida
por el propio escritor como un imposible: “[…] comprobé que era una quimera. No hay
posibilidad de transmitir fielmente la realidad por la palabra” (Coaguila: 113). En otra
entrevista, concedida a Ricardo González Vigil79, el autor muestra una alta conciencia en torno a
los límites que le impone la autorrepresentación a través de la memoria: “uno descubre la
imposibilidad absoluta de transferir la experiencia real a la literatura. No hay manera. El
testimonio literario es falaz inevitablemente; en primer lugar, porque la memoria deforma,
decanta, purifica, dora la experiencia y la entrega coloreada y transpuesta. En segundo lugar,
porque esa experiencia tiene que convertirse en lenguaje y, al convertirse en lenguaje, este
perpetra una nueva deformación” (Coaguila: 119-120). A partir de 1992, las ediciones de La tía
Julia… tienen un prólogo de Vargas Llosa en el que se insiste en la índole enteramente ficcional
del texto en su conjunto. Al mismo tiempo, no deja de provocar cierta perplejidad que en un
78
Título planteado originalmente. Luego aparecería con el definitivo La tía Julia y el escribidor.
Reproducida en: Coaguila, Jorge. Mario Vargas Llosa, entrevistas escogidas (2010).
79 “Una nueva novela de Vargas Llosa”. Suplemento El Dominical del diario El Comercio. Lima, 31 de
julio de 1977: 18-19.
132
capítulo de El pez en el agua aparezca la historia del romance con la tía Julia, que parece haber
sido transportada de la novela a las memorias, pero esta vez sin la presencia de Pedro Camacho,
gesto que deja al escribidor confinado al mundo de la invención, al que pertenece, y confirma
que no constituye parte de lo autobiográfico, aunque su presencia, como ya se mencionó, filtra la
experiencia autobiográfica que presenta la novela y es importante en la “educación sentimental”
del joven Marito. Ahora bien, ¿Qué sentido posible podemos dar a esta irrupción, qué significa?
¿El autor quiso plantear un juego entre dos órdenes de referencia distintos? ¿O más bien quiso
plasmar la idea de un contagio entre los materiales de la realidad y los de la ficción? Notemos
que, tal como en la novela, en sus memorias el material narrativo está organizado también en una
estructura que alterna capítulos: los pares dan cuenta de un recorrido retrospectivo desde la
infancia del autor; los impares narran las peripecias del escritor en la política peruana, desde
1987, año en que funda el movimiento Libertad hasta 1990, año en el que fracasa en segunda
vuelta al frente del Frente Democrático (Fredemo). Entre ambos hay un considerable silencio,
que corresponde a la estancia europea de Vargas Llosa y a la escritura de su consagratorio primer
ciclo novelístico80.
80
Los relatos que dan inicio a cada uno de estos segmentos reflejan claramente situaciones de despojo. La
aparición repentina del padre quiebra ese orden familiar perfecto para instaurar otro, de corte disfuncional, en el que
el padre despoja al hijo de dos cosas: el contacto con la familia Llosa y la atención de su madre. En el segundo
segmento permanece la idea de despojo. Esta vez se trata de un acontecimiento político muy sensible al perfil
ideológico que en este momento exhibe el escritor, inclinado a la defensa de ideas liberales, dos de cuyos puntos
centrales son la defensa irrestricta de las libertades civiles y la llamada economía social de mercado como modelo
que debía regir las relaciones económicas y sociales en una sociedad moderna. La decisión de García, obviamente,
vulneraba estos principios y, basada en el despojo, la estatización no era sino un golpe de efectismo populista. Hay
un segundo rasgo que comparten estos dos segmentos: el claro contraste narrativo que ofrecen al proponer un inicio
en el que hay un orden en el que predomina el placer, pero ese orden es luego roto por la irrupción de un hecho
inesperado, que hace trizas cualquier expectativa. La aparición del padre termina con la paz y felicidad que
envolvían al niño Vargas Llosa entre los Llosa; la decisión estatizadora sorprende al escritor ya maduro en pleno
descanso en una playa de la costa norte del Perú. Revelación, trauma, golpe o giro imprevisto, ruptura de un orden
133
El pez en el agua es, ante todo, un libro de memorias, con rasgos particulares, inscrito en
la familia textual del discurso autobiográfico. En las páginas que siguen me interesa abordar
algunos problemas respecto de su inscripción genérica y revisar algunas de las miradas que ha
ensayado la crítica sobre el aspecto formal de este texto, además de explorar los rasgos que
marcan la autorrepresentación. Primero que nada, parto de la idea de que la experiencia
autobiográfica en Vargas Llosa está radicalmente diseminada en una abundante producción
textual y que la inscripción de El pez en el agua en el género autobiográfico puede resultar algo
irónica, en la medida en que no es el único texto de Vargas Llosa al que puede llamarse
autobiográfico. Se puede notar, así, que hay una suerte de diálogo entre El pez en el agua y todo
un conjunto de textos dispersos en libros, ensayos, conferencias, artículos periodísticos e incluso
algunas de sus propias obras de ficción81. Por un lado nos hallamos frente a la “biografía de un
marcado por una armonía. Estos tropos unen significativamente la construcción del doble estatuto temporal de El
pez en el agua.
81 No puede pasar inadvertido, por ejemplo, el hecho de que el artículo “El intelectual barato”, publicado en
tres entregas por la revista Caretas en 1979 (Nos.556 (11 de junio: 34-35), 558 (25 de junio: 36-37 y 69) y 562 (23
de julio: 40-41) reaparezca titulando uno de los capítulos de las memorias. El artículo fue escrito con ocasión de la
confiscación de los medios de comunicación peruanos por parte del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado y
dirige una crítica mordaz contra aquellos intelectuales que, lejos de constituir, como Vargas Llosa señala
irónicamente, “la reserva moral de la nación” no solo aplaudieron la medida sino que además lucraron trabajando
para estos medios, cuyos propietarios legítimos habían sido despojados arbitraria e ilegalmente. El capítulo XIV de
El pez en el agua lleva por título “El intelectual barato” y su tenor no es muy distinto al del primer artículo, en la
medida en que vuelve a abordar la ética y la honestidad del intelectual, aunque esta vez en un marco distinto: la
marcha por la paz convocada para hacer frente al paro general organizado por un organismo de fachada de Sendero
Luminoso, el Movimiento Revolucionario en Defensa del Pueblo (MRDP), en octubre de 1989. Cito un pasaje del
capítulo: “No abundan en mi país los intelectuales respetables […] Lo digo con tristeza, pero sabiendo lo que quiero
decir. El tema me desveló, hace años, hasta que un día creí entender por qué los índices de deshonestidad moral
parecían, entre las gentes de mi oficio, más elevados que entre los peruanos de otras vocaciones. Y por qué habían
contribuido tantos de ellos y de manera tan efectiva a la decadencia cultural y política del Perú. Antes, me devanaba
los sesos tratando de adivinar por qué, entre nuestros intelectuales, y sobre todo los progresistas --la inmensa
mayoría--, abundaban el bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta desfachatez,
vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían en sus escritor y
actuaciones públicas” (2008: 338).
134
lector” de la cual, por cierto, algo nos adelantan las memorias al aludir a la infancia y la
adolescencia del autor como períodos formativos, en los que tendrán lugar experiencias decisivas
que confirmarán una irrenunciable vocación por la literatura. Esta biografía del lector se
completa con todo lo que lleva escrito Vargas Llosa no solo en relación a sus inicios en la
lectura, sino también en el puntual relato de lo leído y en evidenciar los parámetros que rigen, en
su caso personal, la operación de leer, uno de cuyos rasgos es la necesidad casi obsesiva de
identificar momentos o personajes que promueven o encarnan la idea de la ficción como una
herramienta que corrige la vida, una idea que el propio escritor ha defendido en diversas
oportunidades. No en vano José Miguel Oviedo sugiere que, en su faceta de crítico y ensayista
literario (de lector, en buena cuenta), Vargas Llosa ejerce la crítica como una forma de
autocrítica y testimonio personal, pues su discurso en este campo “posee un rasgo de la crítica
que suele pasar desapercibido para algunos: el de apropiarse de una obra ajena para hablar de ella
y de sí mismo” (Oviedo, 2008: 102). Por su parte, Belén Castañeda nos hace notar que Vargas
Llosa se encuentra entre los escritores latinoamericanos que con mayor puntualidad y regularidad
ha ejercido la crítica literaria, que en su caso, según esta estudiosa, tiene “un carácter
testimonial” (Belén Castañeda: 347) en el sentido que tiene el testimonio de experiencia personal
y única. Añade Castañeda que de esta manera, Vargas Llosa “se aparta de la crítica basada en el
modelo lingüístico, como la deconstrucción, el estructuralismo y la semiótica tanto como de la
que estudia el contexto sociológico. Vargas Llosa ha creado una aproximación crítica [“una
manera de leer”, cabría agregar] tan personal que se la ha atacado desde distintos puntos de vista
críticos” que la han tildado de “decimonónica, individualista, romántica, peligrosa y anacrónica”
135
(Castañeda: 348)82. Y sin embargo, esta concepción, tan discutida y discutible, deja paso a una
idea del autor no “como un simple pronombre o […] un yo explícito o implícito que se disemina
por la obra. Para Vargas Llosa, el escritor es mucho más que un producto objetivo del sistema
lingüístico. El escritor es un ser que se distingue de otros hombres por la profesión deicida que
ha escogido” (Belén Castañeda: 349). María Eugenia Mudrovcic nos invita a tomar nota de un
hecho curioso: de los escritores del llamado boom latinoamericano, quizá Vargas Llosa sea quien
más ha escrito sobre sí mismo83 y el único miembro de este grupo literario que participó como
candidato a la presidencia de un país, en este caso el Perú. Mudrovcic agrega, a esta trayectoria
“jalonada por la polémica, la dominante autobiográfica y el protagonismo político” un tercer
elemento: “Vargas Llosa es el único escritor de su generación que llegó a inspirar dos libros de
familia: las memorias de su tía y primera mujer, Julia Urquidi Illanes (me refiero, claro, a la
incursión de la autora en Lo que Varguitas no dijo (1983)) y El diablo en campaña (1991),
82
Se recuerda hasta ahora una interesante discusión con el crítico uruguayo Ángel Rama, quien se refería a
la teoría de los demonios de Vargas Llosa como una manera de alejarse de la sociedad y de la idea de una literatura
como herramienta de compromiso social, dejando de lado la “demanda de la sociedad o de cualquier sector que esté
necesitado no sólo de disidencias sino de interpretaciones de la realidad que por el uso de imágenes persuasivas
permita comprenderla y situarse en su seno válidamente” (Rama: 10). Una reseña muy completa de la polémica la
ofrece Carmen Perilli en su artículo “Un combate para armar: Mario Vargas Llosa y Ángel Rama”, del que extraigo
esta cita: “Aunque se trata de iguales, Rama plantea la asimetría. El crítico avezado reprende al autor joven y
encuentra arcaica su tesis sobre los demonios. Señala que se trata de ejemplos peligrosos para las letras
hispanoamericanas: contrariando la idea del arte como trabajo humano y social, que aporta el marxismo, Vargas
Llosa reedifica la tesis idealista del origen irracional, sino divino, al menos demoníaco de la obra literaria” (Perilli:
75).”
83 No dejemos de lado que la confesionalidad no es algo ajeno a muchos miembros del boom. Así, por
ejemplo, José Donoso escribió Historia personal del boom (1972), y numerosos fragmentos de sus diarios
personales aparecieron en Correr el tupido velo (2010), biografía escrita por su hija Pilar Donoso; Gabriel García
Márquez ofreció a sus lectores el primer volumen de Vivir para contarla (2002) y Carlos Fuentes preparó la edición
de En esto creo (2002) una suerte de ideario personal salpicado de datos autobiográficos. A esto cabría añadir una
no escasa serie de ficciones autobiográficas, entre las que destacarían nítidamente El jardín de al lado (1981), de
José Donoso; La tía Julia y el escribidor (1977) y La Habana para un infante difunto (1979), del cubano Guillermo
Cabrera Infante.
136
crónica política de Álvaro Vargas Llosa, su primogénito y vocero personal en la aventura
presidencial de 1990” (Mudrovcic 527). El pez en el agua presenta una organización que nos
recuerda una manera de ordenar narrativamente los sucesos que ya estaba presente en otras
novelas de Vargas Llosa, entre ellas La tía Julia y el escribidor, que mostraba la alternancia de
capítulos como principio ordenador. El pez en el agua propone dos líneas temporales: en los
capítulos impares tiene lugar la narración propiamente autobiográfica que abarca la infancia,
adolescencia y parte de la juventud del autor, a lo largo de doce años que van de 1946 a 1958 y
en los capítulos pares se invoca el recuerdo de la aventura política que comenzó en 1987, con la
formación del Movimiento Libertad en oposición a la estatización de la banca que impuso Alan
García Pérez en su primer y catastrófico mandato (1985-1990)84 y termina con la derrota
electoral del candidato del Fredemo (Frente Democrático) en las elecciones presidenciales de
1990. Mudrovcic señala que en El pez en el agua hay un sustrato de didactismo (como el que
alimentó el género autobiográfico en Latinoamérica durante el siglo XIX y que analiza muy bien
Silvia Molloy en Acto de presencia) que inspira y anima una inteligencia que corrige los defectos
de la comunidad nacional y al mismo tiempo depura y legitima una imagen personal, en una
operación que Georges Gusdorf llama la “venganza contra la historia”:
The autobiography that is thus devoted exclusively to the defence and glorification of a
man, a career, a political cause, or a skillful strategy presents no problems: it is limited
almost entirely to the public sector of existence. It provides an interesting and interested
testimony that the historian must gather together and criticize along with other
84
Los niveles que alcanzó la hiperinflación en estos años fueron realmente escandalosos. Por otro lado, la
violencia terrorista recrudeció significativamente en este período. La crisis económica fue acompañada de una crisis
moral muy aguda y también de una sensación de inseguridad y desprotección para la ciudadanía. Apagones,
racionamientos y toques de queda fueron algunas de las manifestaciones de esta crisis. A esto habría que añadir
casos no resueltos que involucraron directamente al gobierno de García tanto en delitos contra los derechos humanos
(la matanza de presos en El Frontón, en 1986, por ejemplo) como en delitos de corrupción.
137
testimonies. It is official facts that carry weight here, and intentions are judged by their
performance. One should not take the narrator´s word for it, but should consider his
version of the facts as one contribution to his own biography. Private motives, the
obverse of history, balance and complete their opposite, the objective course of events.
But for public men it is the exterior aspect that dominates: they tell their stories from the
perspective of their time, so that their methodological problems are no different from
those of the ordinary writing of history. The historian is well aware that memoirs are
always, to a certain degree, a revenge on history (Olney: 36, énfasis nuestro).
Dice Mudrovcic que esta imagen de “revancha” debe teñirse de justicia para poder
circular y debido a ello “la imagen que Vargas Llosa construye de sí mismo en El pez tiene
mucho de héroe ético, es decir, de una subjetividad guiada por principios fundamentales que se
hallan más allá de todo interés […] su vida aparece como un caso excepcional de ejemplaridad
moral” (Mudrovcic 532). ¿Ahora bien, es esta tensión entre el éxito y el fracaso la que motivaría
esta “revancha” contra la historia? Es tentador responder afirmativamente, arguyendo, por
ejemplo, que esta tensión brinda un escenario de perfecto contraste para poner de relieve una
carrera literaria que, aunque no exenta de debates y polémicas, está signada principalmente por la
notoriedad, la fama y el reconocimiento a escala internacional (“defence and glorification of a
man” como dice Gusdorf) y ofrece también la posibilidad de una legitimación muy sólida, casi
incuestionable, del autor. En la otra orilla de esta glorificación se encontraría, entonces, como
necesario contrapeso, la derrota electoral del escritor. Pero tengamos en cuenta que la idea de
éxito que sirve de contraste al fracaso no tiene que ver en absoluto ni con la notoriedad artística
ni con el reconocimiento o las ventas de libros o las traducciones a decenas de lenguas. El éxito
se relaciona, más bien, con una performance ética y moral, que es lo que trasunta el libro más
allá de una accidentada carrera política. El éxito se sitúa no en sus manifestaciones más frívolas
o externas, sino en un plano superior, al amparo de valores altamente simbólicos, como la
constancia de una vocación artística y su dedicación a ella a fin de dar orden y sentido al mundo
138
y la existencia. El éxito radicaría, entre otras cosas, en la construcción de la ilusión poderosa y
convincente de superar el caos que gobierna la vida de todos los seres humanos. El fracaso
político parecería quedar, al final, en un segundo plano, en la medida en que contribuyó también
a alimentar el éxito, haciendo posible el retorno del autor a la escritura. En esos términos, por
supuesto que en registros distintos, un texto como El pez en el agua se vincula a La tía Julia y el
escribidor y a El hablador no solamente por su poder autorreferencial, sino también por
dramatizar la construcción narrativa. Cecilia Esparza nos recuerda que El pez en el agua se
mueve en las aguas de la “apología” y el “apóstrofe”, que sus textos surgen “de una
confrontación con las circunstancias históricas y que dirigen una invocación a una entidad
trascendente, en este caso, el juicio de la Historia. La persona que resulta del texto de Vargas
Llosa es la del héroe incomprendido por su nación y la imagen del Perú es la de un país
equivocado, incapaz de reconocer a quien podía salvarlo de los problemas” (Esparza 45). Hay
dos escenas claves en El pez en el agua que pueden aclarar aún más el sentido de esta tensión.
Son dos episodios: uno ocurrido la noche misma de la primera vuelta electoral; otro ocurrido al
día siguiente, cuando ya era indudable que Vargas Llosa y Alberto Fujimori disputarían la
segunda y definitiva votación. El primero de estos episodios narra el devastador efecto del
resultado entre las huestes del Fredemo: “A las seis y media de la tarde bajé al segundo piso a
hablar a la prensa. La atmósfera en el hotel era fúnebre. Por pasillos, escaleras, ascensores, solo
vio caras largas, ojos llorosos, expresiones de indecible sorpresa y algunas, también, de furia. La
sala estaba atiborrada de periodistas”. Aquí es cuando Vargas Llosa insinúa por primera vez la
idea de su renuncia a una segunda vuelta electoral, señalando que “debía ser posible ahorrarle al
país los riesgos y tensiones de una segunda vuelta y negociar una fórmula de la que surgiera de
139
una vez un gobierno que se pusiera a trabajar” (Vargas Llosa, 2010: 498). En esos momentos
aparece en el hotel su contendor y su descripción no resiste ni siquiera un intento forzado de
neutralidad: “Era más pequeñito de lo que parecía en las fotos y totalmente japonés, incluso en
cierta defectuosa manera de pronunciar el castellano” (Vargas Llosa, 2010: 499). Mas
sintomática resulta esta aseveración: “Nos abrazamos para los fotógrafos y le dije que teníamos
que hablar, mañana mismo” (Vargas Llosa, 2010: 499). La primera descripción parece no poder
evitar cierto tono de desdén; la segunda es frontalmente teatral, una confesión de fingimiento: el
abrazo es para las cámaras, es un acto puramente gestual, sin mayor significado o contenido más
allá del gesto mismo y su registro gráfico en los medios. La renuncia parecía inminente. Al
retornar a su casa del distrito de Barranco, luego de la agotadora jornada electoral, Vargas Llosa
confiesa la escritura del borrador de una carta de renuncia que mostraría a su adversario el día de
la cita entre ambos. Aquí se hace explícita la intención del candidato: “Redacté un borrador de
carta explicando a los peruanos por qué renunciaría a disputar la segunda vuelta y exhortando a
los votantes del Frente a apoyar a Fujimori en su gestión presidencial. Esperaba mostrársela a mi
adversario al día siguiente como señuelo que lo animara a aceptar un acuerdo que permitiera
salvar algunos puntos de ese programa para cambiar al Perú en libertad” (2010: 500). El segundo
episodio contiene el relato del encuentro de ambos candidatos, una cita secreta, realizada a
espaldas de la prensa y narrada con lujo de detalle, incluyendo una clara alusión a la ola racista
que había desatado la ascensión política de un candidato de origen japonés en dos sectores de la
población limeña donde se concentra una significativa porción de las clases medio altas y altas
del país:
Los sorprendentes resultados electorales de la víspera habían creado un clima de
desconcierto y Lima era un avispero de rumores, entre ellos el de un inminente golpe de
140
Estado. A la frustración y alelamiento había sucedido la cólera entre los partidarios del
Frente, y durante el día las radios dieron noticias de incidentes, en Miraflores y San
Isidro, en que japoneses fueron insultados en la calle o expulsados de restaurantes.
Semejante reacción, además de estúpida, era terriblemente injusta, pues la pequeña
comunidad japonesa del Perú me había dado muchas muestras de apoyo desde el
principio de la campaña85 (Vargas Llosa, 2010: 523).
La reunión entre ambos candidatos está llena de detalles que podríamos calificar de
“novelescos” o “librescos”, desde la salida clandestina desde Barranco, burlando a su propia
seguridad hasta la llegada al lugar de la cita, una casa en las afueras de la ciudad, cerca de la
Carretera Central, que se describe de este modo: “Me llevé una sorpresa al descubrir, en ese
modesto barrio, protegidos pos altas paredes, un jardín japonés, de árboles enanos, estanques con
puentecillos de madera y lamparillas, y una elegante residencia amueblada a lo oriental. Me sentí
como en un chifa o en una vivienda tradicional de Kioto u Osaka, no en Lima” (2010: 525).
Ambos episodios revelan, por un lado, la conciencia de asumir la derrota electoral y por otro,
cierto desconcierto del autor ante un presente incierto y un futuro que quizá no pudo prever. En
1992, como reacción al golpe de Estado propiciado por Fujimori, Vargas Llosa pide sanciones
políticas y económicas contra el Perú, generando polémicas y críticas de parte de quienes, para el
escritor,
no pueden aceptar la más meridiana enseñanza de nuestra historia: que una dictadura,
cualquiera sea la forma que ella adopte, es siempre el peor de los males y debe ser
combatida por todos los medios, pues mientras menos dure, más daños y sufrimientos se
ahorrarán al país. Aun en círculos y personas que me parecían los menos propensos a
actuar por reflejos condicionados, percibo un escandalizado estupor por lo que les parece
85
Esto podría parecer un desliz mayor: los ataques no se justifican por el hecho de que numerosos
miembros de la comunidad japonesa le habían dado apoyo al Frente, no por su naturaleza bárbara y antidemocrática.
Sin embargo, en las líneas que siguen al fragmento citado, Vargas Llosa resume parte de la historia de la comunidad
japonesa en el Perú, los momentos difíciles que esta comunidad soportó y se refiere a la ola racial motivada por el
triunfo de Fujimori como una actitud excecrable.
141
mi falta de patriotismo, una actitud dictada, no por convicciones y principios, sino por el
rencor de una derrota” (Vargas Llosa, 2010: 590).
El fantasma del fracaso político sigue rondando, pero su conjuro inmediato es siempre la
posibilidad de entregarse con el empeño y la exclusividad de siempre, a la literatura: “No es esto
algo que me quite el sueño. Y, tal vez, ser tan poco popular me facilitará poder dedicar en
adelante todo mi tiempo y energía a escribir, algo para lo que --toco madera-- confío ser menos
inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política” (Vargas Llosa, 2010: 590). En otras
palabras, tenemos aquí que el fracaso político es el estimulante de la actividad verdaderamente
exitosa: la creación verbal, la escritura, la literatura, pero, como ya mencioné, no exitosa es
términos de exterioridad (ventas, premios, fama) sino en el ámbito vocacional y ético, en el plano
de la coherencia personal y artística. No olvidemos esta escena, ocurrida el día mismo de la
contienda electoral, en la que al autor toma conciencia del peligro que ganar la presidencia
entrañaría: “y de pronto me angustió la idea de que durante cinco años más probablemente no
volvería a leer ni escribir algo literario” (Vargas Llosa, 2010: 494). Algunos estudiosos de El
pez en el agua ven el texto como una reunión de materiales diversos, una combinación de
historia individual e historia nacional86. Sin embargo, este no es un rasgo que podamos atribuir
86
A ninguna lectura de El pez en el agua escapa que sus materiales tienden a la construcción de un texto
que posee un espesor híbrido, pues allí, según Mudrovcic, “La petit histoire alterna con el panegírico o el ataque
personal; los juicios históricos infiltran y quiebran el fluir de la reminiscencia; las consignas políticas salpican los
retratos físicos y morales con un tono proselitista; y todo el conjunto contribuye a dislocar una subjetividad que en
su afán de controlar el pasado y autoreivindicarse, oscila, tropieza con el vituperio o la risa y se fragmenta obturada
por notas a pie de página o citas de libros, de extractos de prensa, de informes de la CIA o de frases circunstanciales
que al encerrar entre comillas el texto inscribe en “la gran historia” en gesto por demás deliberado […] El pez en el
agua [es] una historia cifrada: un relato lleno de acontecimientos-presagio que narra la historia nacional en clave
autobiográfica” (528-529). Se alude a El pez en el agua como “historia cifrada”, porque según Mudrovcic hay aquí
“una compulsión a fraguar el recuerdo sin dejar nunca antes de interpretarlo” y es entonces que “Se pueden detectar
ciertos lastres de historicismo romántico tras esta concepción del destino individual como condensación de un
destino nacional” (529). Sin embargo, la autora de este análisis confiesa que esto no es explícito en el texto (con lo
cual ella misma se presenta como garantía de esta afirmación) y pasa a “demostrar” la relación individuo/nación de
una manera muy peculiar y que, en mi entender, no ofrece rigor alguno. Dice textualmente: “la relación
individuo/nación se impone de manera natural con sólo hacer un recuento distraído de su C.V.: sobrino del
142
de manera general e indiscriminada a toda la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, pues
como indica Silvia Molloy, se crearía la falsa percepción de que “todos los textos
hispanoamericanos, por muy ´privados´ que parezcan, son en verdad y de modo invariable,
alegorías nacionales que específicamente deben leerse como tales” (Molloy 15). Para Molloy
este criterio supondría la existencia de “modalidades invariables en la escritura
hispanoamericana”, obviando, por ejemplo, que “el yo habla desde lugares diferentes” y creando
el riesgo de suspender la reflexión crítica en vez de fomentarla y de guiar “la lectura de un texto
de un modo excluyente” (Molloy 15). Parece tener más consistencia y validez considerar que en
el caso de Vargas Llosa, más allá de pretender alegorizar la nación en la figura del padre y el
presidente José Luis Bustamante y Rivero, Vargas Llosa escribió discursos políticos para el candidato presidencial
conservador Hernando de Lavalle, fue alumno de Luis Alberto Sánchez, discípulo de Raúl Porras Barrenechea,
maestro de Bryce Echenique, colaborador del presidente Belaunde, ferviente opositor a la dictadura de Odría […]
(529)”. Me parece ver una exageración en la tendencia a considerar en el caso de El pez en el agua el relato
personal como cifra de la historia nacional. Los argumentos de Mudrovcic, en todo caso, no llegan a demostrar ese
postulado sino solamente a sugerirlo. Más aún, el peso de sus argumentos parece no resistir mayor análisis: ¿haber
sido alumno de Sánchez, discípulo de Porras, enemigo de Odría o maestro de Bryce convierten a Vargas Llosa en
adalid de la nación? No logro ver la conexión entre la historia familiar y la nacional, al menos en estos términos. Yo
propondría, más bien, otro horizonte: el del trauma como elemento articulador de las dos experiencias: la personal y
la nacional, que encuentran amparo, como hemos visto, en otros binomios, como el de éxito y fracaso que hemos
ensayado líneas arriba. Es decir, no la historia de un “yo” que asume o quiere dar a entender que el relato de su
experiencia (relato claramente fragmentado en lo que respecta a El pez en el agua) es análogo a la historia de la
nación, sino más bien el paralelismo que articula a estas dos dimensiones, esto es, de una parte el trauma del padre y
su impacto en la vida de Vargas Llosa --sin descuidar, además, cómo esta irrupción decide el rumbo de una vida-- y,
por otra parte, el impacto del trauma autoritario en la vida colectiva de los peruanos y su rosario de consecuencias:
resquebrajamiento de las instituciones, desconfianza en los mecanismos genuinamente democráticos, tendencia al
caos social y al estatismo, etcétera. El tono enfático que emplea Mudrovcic en afirmaciones como “para Vargas
Llosa contar su vida, escribir su autobiografía, es también contar la historia política y cultural de los últimos
cincuenta años del Perú” o “no hay espacio para la duda: desde el principio Vargas Llosa da por sentado que sus
propias tribulaciones no deben ser leídas sólo como traumas familiares sino como la expresión microscópica de una
sociedad que reproduce sus códigos culturales a toda escala” (529) nos lleva a otra conclusión, que formularé en la
siguiente frase: considero que este providencialismo, este desmedido (aunque inconsciente) deseo de hermanar el
relato personal y el nacional es solamente una consecuencia de sicologizar ese relato y de tratar de encontrar una
explicación que, confrontada con el horizonte ideológico del propio escritor en ese momento (liberalismo
democrático) difícilmente contaría con su aprobación.
143
microcosmos doméstico que gobernó, pensar el trauma como origen de la escritura, trauma que
sin duda posee dos aristas: la privada, representada por “ese señor que era mi papá” y la pública,
representada por el revés electoral. Es imprescindible notar que el trauma asociado a la relación
con el padre tiene en el miedo y el resentimiento dos de sus elementos centrales:
Al poco tiempo de estar en Magdalena, una noche, a la hora de la comida, me eché a
llorar. Cuando mi padre preguntó qué me ocurría, le dije que extrañaba a los abuelos y
que quería regresar a Piura. Esa fue la primera vez que me riñó. Sin golpearme, pero
alzando la voz de una manera que me asustó, y mirándome con una mirada fija que desde
esa noche aprendí a asociar con sus rabias. Hasta entonces yo le había tenido celos,
porque me había robado a mi mamá, pero desde ese día empecé a tenerle miedo. Me
mandó a la cama y poco después, ya acostado, lo oí, reprochando a mi madre haberme
educado como un niñito caprichoso y diciendo cosas durísimas contra la familia Llosa
(Vargas Llosa, 2010: 60).
Esta situación introduce al futuro escritor en el aprendizaje de la soledad, de esa suerte de
“destierro” al que ha sido condenado por la irrupción del padre invasor. Esta educación
comienza, significativamente, con una escena de lectura que se identifica, además, con el germen
de la futura actividad literaria:
Frente a nuestra casa, en la avenida Salaverry, había una librería en un garaje. Vendía
revistas y libros para niños y las propinas me las gastaba, todas, comprando Penecas,
Billiken y El Gráfico, una revista argentina de deportes, con lindas ilustraciones de
colores, y los libros que podía, de Salgari, Karl May y Julio Verne, sobre todo, de quien
El correo del zar y La vuelta al mundo en ochenta días me habían hecho soñar con países
exóticos y destinos fuera de lo común. […] En esos primeros meses largos y siniestros de
Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de
pronto, después de haber vivido rodeado de parientes y amigos, acostumbrado a que me
dieran gusto en todo […] En esos meses me habitué a fantasear y a soñar, a buscar en la
imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía,
sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron,
y, si no las había, allí debieron de brotar (Vargas Llosa, 2010: 60, énfasis nuestro).
La imaginación resulta entonces un importante mecanismo de compensación. Es una vía
de escape, representa la posibilidad de tejer ilusoriamente una existencia desprovista de los
144
lastres, los horrores y los inconvenientes que se dan cita en la existencia real. Pero no solamente
la imaginación, sino también de uno de sus estímulos centrales: la lectura. Según Silvia Molloy,
uno de los “autobiografemas” más importantes en la autobiografía en Hispanoamérica es el
conjunto formado por las “escenas de lectura”, en las que el encuentro con el libro cifra una de
las experiencias fundamentales del sujeto. En el pasaje citado la lectura es como la entrada a una
serie de revelaciones, desde el primer relumbrón provocado por la magia verbal de las novelas y
relatos de aventuras hasta la primera confirmación, aún intuitiva, de una vocación por la
literatura. Y también la posibilidad de la lectura como vía de escape a la vida en “la casa más
anormal del mundo. Nunca se recibía una visita, nunca salíamos a visitar a nadie. Ni siquiera
íbamos donde los tíos César y Orieli, porque mi padre detestaba la vida social” (Vargas Llosa,
2010: 63). En esta colección de lecturas, en la que no se distinguen todavía géneros o medios, se
empieza a forjar la figura del futuro escritor. No sin razón Molloy afirma que “Si la biblioteca es
metáfora organizadora de la literatura hispanoamericana, entonces el autobiógrafo es uno de sus
numerosos bibliotecarios, que vive en el libro que escribe y se refiere incansablemente a otros
libros” y que muchas veces, para el autobiógrafo, “los libros son la vida real” (Molloy 27-28).
No es menos importante considerar la noción de “escena de lectura” y sus varias posibilidades de
ser representada. Para Molloy, hay “una estrategia frecuente del autobiógrafo hispanoamericano
[…] poner de relieve el acto mismo de leer” (Molloy 28). A eso debemos que el encuentro con el
libro constituya un momento crucial: “a menudo se dramatiza la lectura, se la evoca en cierta
escena de la infancia que de pronto da significado a la vida entera” (Molloy 28). Molloy describe
con detalle el significado de estas escenas de lectura en el caso de Domingo Faustino Sarmiento
(1811-1888). Molloy anota cómo en Recuerdos de provincia la escena de lectura tiene un
145
carácter emblemático por ser esta una escena “egocéntrica” en la que el patriarca argentino
tiende a identificarse con Hamlet, “el joven con un libro en la mano” (Molloy 28). En esta escena
de lectura tenemos a Sarmiento muy joven, trabajando como dependiente de una tienda de
abarrotes, aprovechando cada segundo libre de tiempo para enfrascarse en la lectura. En el
fragmento que analiza Molloy hay un rasgo que sin duda emparenta a Sarmiento con Vargas
Llosa y este rasgo tiene que ver con la posibilidad de que a través de la lectura el lector pueda
ingresar a un mundo otro, regido por otras reglas, un mundo compensatorio y placentero. De ahí
que Sarmiento se muestre irritado por aquellos “que me venían a sacar de aquel mundo que yo
había descubierto para vivir en él” (Molloy 29) y considere el encuentro con la lectura como
algo providencial para su vida: “Mi padre i los maestros que me estimulaban desde mui pequeño
a leer, en lo que adquirí cierta celebridad por entonces, i para despues una decidida aficion a la
lectura, a la que debo la direccion que mas tarde tomaron mis ideas” (Sarmiento 25). Mientras
tanto, como hemos notado en el fragmento citado, en Vargas Llosa la lectura es una manera de
buscar remedio a una existencia traumática por la irrupción inesperada del padre, una manera de
buscar “una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria”. Molloy advierte que “la lectura, en
la forma casi desafiante en que se practica en Mi defensa y Recuerdos de provincia, no solo
representa una concepción de la literatura: es parte integral de la imagen que Sarmiento tiene de
sí mismo, le brinda verdadero apoyo ontológico. Sarmiento no puede existir (o no puede verse
existir) sin libros”, al punto de ocurrir una situación de “contaminación entre vida y texto” y así
“la necesidad de llegar a ser a través de la referencia literaria desemboca en un ejercicio,
notablemente preciso, de autorretrato textual” (Molloy 47-49). Esto no podría resultar ajeno a
Vargas Llosa. Hay una curiosa similitud en las historias familiares de ambos, en lo que respecta a
146
la figura del padre. Anota Molloy que Recuerdos de provincia sigue una ruta genealógica y
“arma una compleja novela familiar y evoca una por una, capítulo tras capítulo, figuras ilustres --
héroes con quienes Sarmiento se identifica y a través de los cuales exalta sus propias y mejores
cualidades-- que remplazan a su inepto progenitor. Irónicamente, todas esas figuras paternas
pertenecen al lado materno, como si la familia del padre no tuviera nada que ofrecer” (Molloy
41). Como se recordará, en El pez en el agua destaca de manera especial el tío Lucho Llosa, el
mayor de los tíos maternos, a quien Vargas Llosa dedica íntegramente el capítulo IX de sus
memorias: “Si de los cincuenta y cinco años que he vivido, me permitieran revivir un año,
escogería el que pasé en Piura, en casa del tío Lucho y la tía Olga, estudiando el quinto año de
secundaria en el colegio San Miguel y trabajando en La industria. Todas las cosas que me
pasaron allí, entre abril y diciembre de 1952, me tuvieron en un estado de entusiasmo intelectual
y vital que siempre he recordado con nostalgia. De todas esas cosas, la principal fue el tío
Lucho” (Vargas Llosa, 2010: 203). La admiración del escritor por la persona de Luis Llosa le
llevará a decir, unas líneas más adelante: “el sí que me parecía mi verdadero papá” (Vargas
Llosa, 2010: 204). Luis Llosa representó una suerte de “primer mentor” para el escritor, a pesar
de haber frustrado su propia vocación intelectual cuando joven. El escritor recuerda no sin
emoción que “en nuestras conversaciones de ese año piurano, cuando yo le hablaba de mi
vocación, y le decía que quería ser un escritor aunque me muriera de hambre, porque la literatura
era lo mejor del mundo […] me animaba a seguir mis inclinaciones literarias sin pensar en las
consecuencias” (Vargas Llosa, 2010: 206). En el dormitorio que ocupa Vargas Llosa en esa casa
del norte del Perú “se hallaban, en un par de estantes, los libros del tío Lucho, viejos volúmenes
de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo y, sobre todo, la colección
147
completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta
ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a
fin, en ese año de voraces lecturas” (Vargas Losa, 2010: 207). Una de esas lecturas es,
curiosamente, una autobiografía que, en este ejercicio de recuerdo, adquiere calidad
premonitoria:
Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial
Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón
político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin87. Su autor había sido un comunista alemán,
en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina,
de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos, fue, para mí, un detonante,
algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la
acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al
partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo
haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar
del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis,
dedicaban su vida a luchar por el socialismo (Vargas Llosa, 2010: 207).
Molloy se refiere, precisamente, a un motivo de suma importancia y que aparece con
regularidad en las autobiografías88: “el libro de los comienzos”, que define así: “La escena de
lectura no corresponde necesariamente al primer libro que se lee de niño. La experiencia implica
87
Seudónimo de Richard Herman Krebs (1901-1951). Fue autor no solo de la autobiografía que se
convirtió en un best seller en las décadas de 1940 y 1950, sino también de varias novelas de corte político. Militante
comunista nacido en Alemania, fue agente soviético en el período de entreguerras para luego engrosar las filas de la
disidencia. Durante la Segunda Guerra Mundial se unió al ejército de Estados Unidos, en mérito de lo cual se le
otorgó la ciudadanía de ese país en 1947. Vargas Llosa olvida mencionar que fue la Gestapo la que ejecutó a la
mujer de Valtin.
88 La estudiosa admite que es posible cuestionar la insistencia en el tópico de la escena de lectura como
rasgo excluyente de la autobiografía hispanoamericana, ya que constituye un lugar común más allá de los límites
geográficos --pues “desde el momento en que un escritor decide explorar el pasado, verá sin duda con buenos ojos
cualquier experiencia de juventud que pueda interpretarse como promesa de la futura vocación”--, sostiene sin
embargo que la escena de lectura es útil en cuanto herramienta autorreflexiva, “que recalca la naturaleza textual del
ejercicio autobiográfico, recordándonos que detrás de todo siempre hay un libro” (Molloy: 32).
148
el reconocimiento de una lectura cualitativamente diferente de la practicada hasta ese entonces:
de pronto se reconoce un libro de entre muchos otros, el Libro de los Comienzos” (Molloy 29).
En relación al “libro de los comienzos” hay una constante entre autobiógrafos
hispanoamericanos que Molloy ha explorado con rigor. Una de esas constantes exige que la
relación epifánica que existe con ese libro en particular es consecuencia de una relación indirecta
con él, en el sentido de que entre autor-lector y “libro de los comienzos” hay varias mediaciones,
como la traducción o la distancia en varios grados respecto del español. Así, “González
Martínez89 se descubre a sí mismo en una traducción francesa de Goethe, y a Vasconcelos90 lo
impresiona una traducción de Homero al inglés” o bien la traducción puede ser una operación
simultánea a la lectura, es decir, realizada “en el mismo acto de leer” (Molloy 34). En el caso de
Vargas Llosa hemos visto el deslumbramiento provocado por Valtin. Pero acaso sea la lectura de
Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert (1821-1880), uno de los episodios decisivos en la
confirmación definitiva de su vocación por la escritura, aunque como veremos no se cumple el
requisito de la mediación lingüística que Molloy describe. Recordemos también que a este libro
dedicaría muchos años después un exahustivo ensayo titulado La orgía perpetua. Flaubert y
Madame Bovary (1975) en cuya primera parte, de tono claramente autobiográfico, Vargas Llosa
detalla los pormenores de esta providencial experiencia de lectura. La edición más reciente de
89
Enrique González Martínez (1871-1953), poeta mexicano y figura política. En 1913 ocupó la Secretaría
de Educación Pública y fue miembro de la Academia de la Academia Mexicana. Es el autor del famoso poema
“Tuércele el cuello al cisne”, en clara alusión a Rubén Darío y proponiendo una ruptura definitiva con el
modernismo.
90 José Vasconcelos (1882-1959) fue una figura importante y muy influyente en el mundo intelectual
mexicano posterior a la Revolución. Se le reconoce como un “apóstol” de la educación pública y en la política su
legado tiene que ver sobre todo con la construcción y consolidación de la institucionalidad en México. Entre algunos
de sus libros destacan La raza cósmica (1925) y Ulises criollo (1935).
149
este libro incluye un prólogo que sirve de preámbulo confesional: “Leí Madame Bovary pronto
hará medio siglo y no exagero al decir que esa novela cambió mi vida. Me descubrió a Flaubert,
que ha sido uno de mis maestros y mis autores de cabecera desde entonces y de alguna manera
difícil de explicar me ayudó a descubrir qué clase de escritor aspiraba ser” (Vargas Llosa, 2007:
9). La escritura del libro sobre Flaubert, además, “me tomó muchos meses de trabajo y me hizo
vivir muchos momentos de gran felicidad” (Vargas Llosa, 2007: 9). No es extraño entonces que
uno de los rasgos del autor en Vargas Llosa tenga que ver con la experiencia adquirida en los
textos, al punto de declarar que “un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de
manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido” (Vargas
Llosa, 2007: 19). Uno de esos personajes sería, sin duda, Emma Bovary, quien pretendió vivir en
el mundo real las fantasías que alimentaron en ella la lectura de novelas. Sugerente
correspondencia la que plantea aquí Vargas Llosa entre el autor como lector y un personaje de
ficción. Al culminar la lectura de La orgía perpetua, uno cierra el libro con la convicción de
haber atestiguado un hecho clave en la vida del autor: su deslumbrante relación con un texto, el
impacto de esta relación para su propia vocación y para alimentar su poética de la ficción,
resultan experiencias decisivas, humana y artísticamente hablando. La escena de lectura, además,
es precisada con gran detalle y minuciosidad. Podemos citar de este libro, por ejemplo, lo
siguiente:
En el verano de 1959 llegué a París con poco dinero y la promesa de una beca. Una de las
primeras cosas que hice fue comprar, en una librería del barrio latino, un ejemplar de
Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa misma tarde, en
un cuartito del Hotel Wetter, en las inmediaciones del museo Cluny. Ahí empieza de
verdad mi historia. Desde las primeras líneas el poder de persuasión del libro operó sobre
mí de manera fulminante, como un hechizo poderosísismo. Hacía años que ninguna
novela vampirizaba tan rápidamente mi atención, abolía así el contorno físico y me
150
sumergía tan hondo en su materia. A medida que avanzaba la tarde, caía la noche,
apuntaba el alba, era más efectivo el trasvasamiento mágico, la sustitución del mundo
real por el ficticio (Vargas Llosa, 2007: 20-21).
Algunas líneas más adelante, encontramos el sello de una revelación personal. La escena
continúa con la llegada del sueño del lector empecinado en las páginas de Flaubert. Al despertar,
ocurre algo así como una epifanía: “Cuando desperté, para retomar la lectura, era imposible que
no haya tenido yo dos certidumbres como dos relámpagos: que ya sabía qué escritor me hubiera
gustado ser y que desde entonces y hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary”. A esto
sigue la confesión de una reiteración feliz:
he leído la novela una media docena de veces de principio a fin y he releído capítulos y
episodios sueltos en muchas ocasiones. Nunca tuve una desilusión, a diferencia de lo que
me ha ocurrido al repasar otras historias queridas, y, al contrario, sobre todo releyendo los
cráteres --los comicios agrícolas, el paseo en el fiacre, la muerte de Emma--, siempre he
tenido la sensación de descubrir aspectos secretos, detalles inéditos, y la emoción ha sido,
con variantes de grado que tenían que ver con la circunstancia y el lugar, idéntica (Vargas
Llosa, 2007: 21).
Y sin embargo, por paradójico que parezca, el registro de esta experiencia, tan decisiva y
capital, no forma parte de El pez en el agua, su libro de memorias. De hecho, ni Flaubert ni
Madame Bovary son siquiera mencionados a lo largo del texto. No deja de ser contradictorio o
por lo menos curioso que, por ejemplo, El pez en el agua contenga pasajes de su formación como
escritor pero estas escenas de lectura o escritura no son expuestas tan detalladamente ni
presentan un desarrollo narrativo que las distinga particularmente de experiencias en otros
registros presentes en el texto, como la historia familiar o la historia política, dos de los ejes en
los que reposa su estructura. A eso hay que añadir el muy significativo silencio de sus primeros
años en Europa, que sin duda deben haber sido absolutamente imprescindibles para labrar su
personalidad y su universo literario. Ese silencio incluye, por cierto, la escritura de algunas de
151
sus novelas más importantes, como La casa verde (1965), cuya génesis detalló en Historia
secreta de una novela (1971)91 y nos va a remontar a una anécdota de infancia:
El origen de esta novela en mi vida ocurrió hace veintitrés años (yo ni lo sospechaba,
desde luego), en 1945, cuando mi familia llegó a Piura por primera vez. Vivimos allí solo
un año. Luego mi madre y yo nos mudamos a Lima92. Ese año que pasé en Piura, cuando
era un mocoso de nueve años, fue decisivo para mí93. Las cosas que hice, la gente que
conocí, las calles y las plazuelas y las iglesias y el río y las dunas donde mis compañeros
del colegio Salesiano y yo íbamos a jugar, quedaron grabados con fuego en mi memoria.
Creo que ningún otro periodo, antes o después, me ha marcado tan fuerte como esos
meses en Piura. ¿Cuál fue la razón? ¿Por qué recuerdo ese año con tanta nitidez, con esa
maniática riqueza de detalles? (Vargas Llosa, 1971: 9-10).
El escritor intenta varias respuestas para develar el misterio de una época crucial de su
vida. Apela a su madre, quien supone que esto se debe a que en Piura el niño Vargas Llosa ve
por primera vez el mar. El propio escritor supone que allí descubrió por primera vez a su país, ya
que su infancia había transcurrido, sobre todo, en Bolivia, en la ciudad de Cochabamba, otro
lugar de señalada importancia en la geografía familiar de Vargas Llosa. Finalmente, llegamos al
descubrimiento de una clave: el niño Vargas Llosa sufre una conmoción cuando ve derrumbarse
el mito infantil según el cual los recién nacidos son traídos por las cigüeñas desde París:
“Supongo que hasta entonces viví convencido de haber llegado al mundo en las muelles, cálidas
alas de ese hermoso pájaro (que no había visto jamás), de que la cigüeña me había depositado en
lo brazos de mi madre” (Vargas Llosa, 1971: 11). Descubrir que aquello que estaba rodeado de
una aureola de ensoñación y fantasía, de pureza y candor, tenía en realidad un origen físico y
91
Originalmente este texto fue una conferencia, escrita en inglés, que Vargas Llosa pronunció ante un
grupo de profesores y estudiantes de Washington State University en diciembre de 1968.
92 En El pez en el agua este nuevo traslado a Lima corresponde a la escena del “reencuentro” con el padre.
93 Igualmente, El pez en el agua consigna muchos detalles de una segunda experiencia piurana de Vargas
Llosa, en 1952, especialmente en el capítulo dedicado a rememorar la figura del tío Lucho Llosa (IX: 203-229).
152
terrenal, que el entonces niño asoció a un acto impuro y sucio, sería entonces la verdadera razón.
Pero a ello hay que sumar el espacio geográfico en que ocurre esta revelación: “como hice el
rudo descubrimiento en Piura, quizá todos los hechos relacionados en el espacio y en el tiempo
con ese suceso capital se instalaron por contagio con la misma tenacidad que él en mi memoria”
(Vargas Llosa, 1971: 11). A partir de esta imagen, muchas otras se albergan en el niño que vivió
esos meses en Piura, pero una de ellas adquirió
cada día más peso y más vida […] era la silueta de una casa erigida en las afueras de
Piura, en la otra orilla del río […] La casa ejercía una atracción fascinante sobre mis
compañeros y sobre mí. Era una construcción rústica, una choza más que una casa, y
había sido enteramente pintada de verde. Todo era extraño en ella: el hecho de estar tan
apartada de la ciudad, su inesperado color […] Había algo maligno y enigmático, un
relente diabólico alrededor de esta vivienda a la que habíamos bautizado “la casa verde”.
Nos habían prohibido acercarnos a ella. Según las personas mayores era peligroso,
pecaminoso, aproximarse a ese lugar […] Mis amigos y yo no nos atrevíamos a
acercarnos demasiado a “la casa verde” porque, al mismo tiempo que nos atraía, nos
asustaba (Vargas Llosa, 1971: 12-13).
El autor sospecha que entre el desencanto por descubrir la falsedad del relato de las
cigüeñas y este lugar misterioso y marcado por alguna forma del mal, hay una relación. Y
efectivamente la hay: el relato de la cigüeña es desplazado por otra versión sobre el origen de la
vida: la práctica sexual; “la casa verde” es un prostíbulo, un lugar en el que la actividad sexual
tiene principalmente un valor económico (allí el cuerpo es una mercancía), la mayor de las veces
carente de cualquier asomo de afecto. Evidentemente este descubrimiento, algo traumático, sería
para el escritor “una de las imágenes [la otra sería la del barrio de la Mangachería] que me llevé
a Lima y que perduró, llameando con obstinación, en mi memoria” (1971: 13). Ninguna de estas
alusiones sobrevivió a El pez en el agua. El título La casa verde apenas se menciona dos veces
(Vargas Llosa, 2010: 519, 521) y de estos recuerdos piuranos retratados en Historia secreta de
una novela como claves de una obsesión fundadora, no queda casi nada. Lo que hay en las
153
memorias es más bien una experiencia complementaria al origen de La casa verde que sí relata
Historia secreta…. Se trata, esta vez, de un viaje a la Amazonía, en 1958, gracias al cual “conocí
la selva peruana, y vi paisajes y gente, y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de
por lo menos tres de mis novelas: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y El hablador”
(Vargas Llosa, 2010: 519). Evidentemente, el contacto con un mundo geográfico fascinante y
que el escritor hasta entonces desconocía, fue otra experiencia decisiva. Este viaje a la Amazonía
me dejó maravillado. También me ilustró de una manera inolvidable sobre los extremos
de salvajismo e impunidad total a que podía llegar la injusticia entre algunos peruanos.
Pero, al mismo tiempo, desplegó ante mis ojos un mundo en el que, como en las grandes
novelas, la vida podía ser una aventura sin fronteras, donde las audacias más
inconcebibles tenían cabida, donde vivir significaba casi siempre riesgo, cambio
permanente. Todo ello en el marco de unos bosques, ríos y lagunas que parecían los del
paraíso terrenal. Ello volvería una y mil veces a mi cabeza en los años siguientes y sería
una fuente inagotable para escribir94 (Vargas Llosa, 2010: 520).
Otra lectura importante y que sirve a Vargas Llosa de nexo con la tradición literaria
peruana es la de José María Arguedas. Y no solamente por haber dedicado un libro a analizar su
obra, La utopía arcaica, sino también por ser Arguedas una figura que de una u otra manera está
siempre presente en Vargas Llosa: la relación entre ambos pasa por lo personal y envuelve toda
una gama de sentimientos, algunos de ellos tensos y contradictorios. En sus memorias, Vargas
losa recuerda la entrevista realizada a Arguedas para el suplemento El Dominical de El
Comercio95 de esta forma:
94
La importancia de este viaje se ve retratada en la cantidad de artículos y crónicas que provocó. La
primera referencia es un texto publicado en Cultura Peruana bajo el título “Crónica de una viaje a la selva” (Lima,
setiembre de 1958), la conferencia Historia secreta de una novela que daría pie a pun pequeño libro del mismo
título y el capítulo IV de la novela El hablador, en el cual el viaje a la selva vuelve a ser protagonista. A esto hay
que sumar los numerosos reportajes y artículos en los que Vargas Llosa se refiere a la región amazónica.
95 “Narradores de hoy. José María Arguedas”. Suplemento El Dominical. Diario El Comercio. Lima, 4 de
setiembre de 1955.
154
Las entrevistas semanales que Abelardo me encargó para el suplemento Dominical de El
Comercio fueron muy instructivas sobre la situación de la literatura peruana, aunque, a
menudo, decepcionantes. El primer entrevistado fue José María Arguedas. Todavía no
había publicado Los ríos profundos, pero ya había en torno al autor de Yawar fiesta y
Diamantes y pedernales […] un cierto culto, como un narrador de fino lirismo e íntimo
conocedor del mundo indio. Me sorprendió lo tímido y modesto que era, lo mucho que
desconocía de la literatura moderna, y sus temores y vacilaciones (Vargas Llosa, 2010:
379).
Sin embargo, será al inicio de La utopía arcaica donde Vargas Llosa explicará con más
detalle algunos rasgos que marcan su relación con Arguedas. Sintomáticamente, el texto se titula
“Una relación entrañable”, donde declara que Arguedas, “entre los escritores nacidos en el Perú
es el único con el que he llegado a tener una relación entrañable” (13) y explica que este libro es
el corolario a un largo vínculo marcado por el trato personal, pero sobre todo por la lectura96:
La utopía arcaica corona un interés por Arguedas que comenzó en los años cincuenta
cuando José María era ya un escritor consagrado y yo un estudiante lleno de sueños
literarios. En 1955 lo entrevisté para un periódico y su atormentada personalidad y su
limpieza moral me sedujeron, de modo que empecé a leerlo con una curiosidad y un
afecto que se han mantenido intactos hasta ahora, aunque mi valoración de sus libros
haya cambiado con los años (Vargas Llosa, 2008: 14).
Lo que podríamos llamar el corpus de lecturas de Vargas Llosa es realmente vasto. Y,
como ya dijimos, no suele formar parte de los segmentos de su propia experiencia seleccionados
para dar forma al libro de memorias97. La experiencia de Vargas Llosa con la novela de Flaubert
es retratada tan intensamente, que podríamos equipararla en importancia a otro descubrimiento,
96
No perdamos de vista tampoco que en 1977, al ser incorporado como miembro de la Academia Peruana
de la Lengua, Vargas Llosa dedicó su discurso a José María Arguedas, un sentido texto titulado “Entre sapos y
halcones”, publicado en 1978.
97 La lectura, en lo que llevamos de esta investigación es un tema importante. En Mucha suerte con harto
palo la escena de iniciación lectora merece un espacio considerable, mientras El zorro de arriba y el zorro de abajo
dramatiza más bien el desmedro de la capacidad lectora de su autor. En el siguiente capítulo, dedicado a Julio
Ramón Ribeyro, veremos que su diario se convierte en un espacio donde el lector se confronta a sí mismo y lleva
rigurosa cuenta de sus lecturas.
155
terrible y desgarrador, que da inicio a sus memorias: no solamente que el padre que el creía
muerto estaba vivo, sino además, en virtud de ello, el descubrimiento de la maldad, la pérdida de
la inocencia y, acaso como una compensación, los primeros sueños literarios. Se expresa el
trauma, pero se silencia una lectura crucial para su vocación. No es infrecuente, entonces, que el
escritor aguce la mirada sobre la literatura y la escritura; tampoco lo es el hecho de que una
significativa parte de sus libros de ensayo esté dedicada al examen de autores que forman una
especie de comunidad de la que el propio escritor se reclama miembro y nos remonta a Carta de
batalla por Tirant Lo Blanc (1969), Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio (1971) y
como ya mencionamos La orgía perpetua (1975), los tres libros que inauguran su faceta de
ensayista y, por cierto, de lector con capacidad de influir en el ámbito de la crítica y la reflexión
literarias. Si asumimos que el relato autobiográfico debe tener un diseño preferentemente
retrospectivo, estamos invocando una convención bastante cara al género y para ello bastaría
recordar una vez más la definición de Lejeune, según la cual el texto autobiográfico es una
narración que asume una posición fundamentalmente retrospectiva y no excluye otros materiales
como el autorretrato, el diario o incluso la simultaneidad escritura/experiencia; una narración
cuyo foco central es la vida individual, la génesis de la personalidad, sin que ello implique que
no hay lugar para la crónica o la historia social y política (Lejeune: 51). Pero bien nos recuerda
Silvia Molloy que en un texto autobiográfico lo dicho es tan importante y trascendente como lo
no dicho. Y, en segundo término, vamos a notar que lo autobiográfico, en el caso concreto de
Vargas Llosa, se encuentra diseminado en textos que normalmente no se colocarían dentro del
ámbito específico de lo autobiográfico, como sus libros de crítica y ensayo o sus artículos. Hago
eco aquí de la pregunta que formula Juan Orbe: “¿Cómo posicionarse en los casos en que un
156
escritor expresamente rotula como autobiografía [o autobiográficos] a algunos de sus escritos,
mientras que no lo hace con otros, de neto valor autobiográfico?” (Orbe 10). Una posible
respuesta a esta paradoja que imbrica tanto al autor como al lector, quien de alguna manera debe
resolver el problema que le plantea el texto autobiográfico nos la ofrece Martha Pérez:
El discurso autobiográfico no tiene por función disipar el olvido ni hallar en lo más
profundo de las cosas dichas o allá donde se callan, el momento de su nacimiento, no
pretende ser recolección de lo originario o recuerdo de la verdad […] Es, por el contrario,
un conjunto donde puede determinarse la dispersión del sujeto y su discontinuidad
consigo mismo. Es un acto consciente e implacablemente perpetrado contra uno mismo.
No un acto cualquiera, sino un acto límite, el de la escritura en el momento mismo en la
que esta se transforma en literatura, hundiéndose en la mitología personal y secreta del
autor. Ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal de quien la escribe,
aventura imprudente, es un acto al interior del discurso mismo (Orbe 92).
Como hemos dicho ya, la experiencia lectora de Vargas Llosa aparece diseminada en un
amplio corpus textual. La experiencia de leer es retratada con especial énfasis y se nos propone
además como una suerte de guía, al representar la modestamente falsa “arbitrariedad” de su
criterio como lector como el umbral de un conocimiento aún mayor. Así, en el prólogo escrito en
2002 para La verdad de las mentiras98, señala: “Aunque, desde luego, faltan muchos autores y
títulos imprescindibles para hacerse una idea cabal de la narrativa escrita en este siglo, creo
poder asegurar que, en la arbitraria selección incluida en este libro --pues no responde a otro
criterio que a mis preferencias de lector--, se vislumbra la variedad y la riqueza de la creación
novelesca en el siglo que hemos dejado atrás, tanto por la abundancia y originalidad de los
asuntos como por la sutileza de las formas experimentadas” (Vargas Llosa, 2008: 13). Esta no es
otra figura que la del autor dando muestras de autoridad. Del mismo modo el propio Vargas
98
Nótese que la primera edición de este volumen es de 1990. Nosotros citamos por la tercera edición en
Punto de Lectura (Madrid: 2005).
157
Llosa deja sin resolver la frontera entre realidad e invención cuando interviene la memoria.
Aunque se especifica que esta idea tiene prevalencia en la que él llama “literatura de creación”,
no parecería descaminado sugerir que ha terminado por contaminar otros dominios:
Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el
trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción.
Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo
inextricable para el propio autor, quien aunque pretenda lo contrario, sabe que la
recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un
simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa
(Vargas Llosa, 2005: 25).
Sin embargo, a pesar de esta posibilidad de “contagio”, Vargas Llosa sigue defendiendo
la idea de la ficción como parte activa del cambio en las sociedades:
Otra razón para dar a la literatura una plaza importante en la vida de las naciones es que,
sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de la libertad
con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena
literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos […] La literatura no
dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como
la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad (Vargas
Llosa, 2000: 440).
La última afirmación del fragmento citado nos recuerda, sin duda, un famoso discurso
que pronunció el propio escritor con ocasión de recibir el premio de novela Rómulo Gallegos en
1967, por su novela La casa verde (1965). En aquella oportunidad, Vargas Llosa dio lectura a un
texto que tuvo gran resonancia y veloz propagación. Se titulaba “La literatura es fuego” y allí el
escritor decía:
Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y será un descontento.
Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado
con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La
vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de
deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de isurrección
permanente y ella no admite camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar
158
su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca
conformista (Vargas Llosa, 1986 I: 178-179).
Nótese que entre ambas citas hay casi cuarenta años de diferencia y, aunque no podemos
afirmar que el Vargas Llosa que pronuncia este discurso es el mismo que escribe La verdad de
las mentiras (entre otras cosas porque este discurso fue leído en el marco de la idea, muy en boga
en la década de los sesenta, del compromiso social del escritor y de la literatura comprometida99),
hay una coherencia que se conserva: el ánimo desafiante de la literatura, su impulso deicida y
contestatario, sigue intacto. Por otro lado, la idea del autor como título que designa una
actividad profesional, como término que explica el hecho de que alguien se dedique en cuerpo y
alma a la escritura, con rigurosa e indesmayable exclusividad, está también presente en este
ejemplar discurso. Más aún, se reclama el profesionalismo y la entrega como condiciones que
ayudan a combatir la desidia de las sociedades latinoamericanas frente al escritor. De ahí que
99
Este discurso sigue siendo un texto crucial para entender el contexto de la época, contagiado del
entusiasmo por la Revolución Cubana. Al año siguiente de este discurso tendría lugar en París las revueltas que
dieron nombre a Mayo del 68, protestas que sirvieron para canalizar una energía liberadora que provenía sin duda
del optimismo revolucionario y socialista, de la proclamación de la revolución sexual, del feminismo y otras
demandas globales que dinamizaron la actividad política durante esos años. En este discurso, Vargas Llosa asume
una perspectiva coherente con los fervores de esta época, asumiendo que en el socialismo hay una posibilidad de
liberación para América Latina: “La realidad americana, claro está, ofrece al escritor un verdadero festín de razones
para ser un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la injusticia es ley, paraísos de ignorancia, de
explotación, de desigualdades cegadoras, de miseria, de alienación económica, cultural y moral, nuestras tierras
tumultosas nos suministran materiales ejemplares para mostrar en ficciones, de manera directa o indirecta, a través
de hechos, sueños, testimonios, alegorías, pesadillas o visiones, que la realidad está mal hecha, que la vida debe
cambiar. Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la
hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que
la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América
Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro
anacronismo y nuestro horror” (1983: 179). Recuérdese también que en 1971 el intelectual cubano Roberto
Fernández Retamar publicaría Calibán, apuntes sobre la cultura de nuestra América (1971) que se sumaría al debate
sobre el papel de la literatura en las sociedades latinoamericanas. Se debe considerar también que en esta década
surgió la teología de la liberación, claramente contrapuesta al catolicismo oficial y que proponía una lectura de los
Evangelios orientada a los sectores sociales más necesitados. El padre Gustavo Gutiérrez, uno de sus forjadores,
publicó su emblemático libro Teología de la liberación el mismo año que apareció el Calibán de Fernández
Retamar.
159
Vargas Llosa considere, por ejemplo, recordando al poeta puneño Carlos Oquendo de Amat y su
injusta y desdichada existencia, que la única manera de asumir la vocación de escritor es “como
hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación” (1986, I: 176). De esta manera propone
un diagnóstico y también una prescripción. Y lo que esta última refleja no es otra cosa que la
propia ética de trabajo que marcó y marcaría después su propia actividad como escritor:
Como regla general, el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones
excepcionalmente difíciles, porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi
perfecto mecanismo para desalentar y matar en él la vocación. Esa vocación, además de
hermosa, es absorbente y tiránica, y reclama de sus adeptos una entrega total […] el
escritor latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un
principio que sería vencido. Su vocación no era admitida por la sociedad, apenas
tolerada; no le daba de vivir, hacía de él un productor disminuido y ad-honorem. El
escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria,
multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a
menudo repugnaban a su conciencia y a sus convicciones (Vargas Llosa, 1986 I: 177-
178).
Estas inquietudes en torno a la relación del escritor con la sociedad se manifiestan
tempranamente, en un artículo de 1966 que resulta clave: “Sebastián Salazar Bondy y la
vocación del escritor en el Perú”100. Irónicamente, este texto traza una analogía entre el
tratamiento que se daba a los enemigos muertos en combate en las narraciones de caballería (el
tópico del loor del adversario) con la forma disimulada en que algunos escritores, incómodos en
su momento al poder de turno, son luego recuperados e incorporados a la historia y el orgullo
nacionales: “Humillados, ignorados, perseguidos o a duras penas tolerados, ciertos poetas,
ciertos narradores son luego, inofensivos ya en sus tumbas, transformados en personajes
históricos y motivos de orgullo nacional. Todo lo que antes aparecía en ellos como reprobable o
ridículo, es más tarde disculpado e incluso celebrado por los antiguos censores” (Vargas Llosa,
100
Originalmente aparecido en Revista Peruana de Cultura No.7-8 (Lima, junio 1966): 21-54.
160
1986 I: 111). La ironía aumenta cuando el problema es enfocado en relación al Perú: “La
burguesía peruana no ha incurrido casi en esta practica falaz. Más consecuente consigo misma
(también más torpe) que otras, ella no ha sentido la obligación moral de recuperar póstumamente
a los escritores, esos refractarios salidos con frecuencia de su seno. Vivos o muertos, los condena
al mismo olvido desdeñoso, e idéntico destierro” (Vargas Llosa, 1986 I: 111-112). Sin embargo,
Vargas Llosa advierte que pocas son las excepciones a esta conducta y una de ellas es Sebastián
Salazar Bondy (1924-1965)101, un escritor sobre el que Vargas Llosa parece honrar a una figura
inspiradora tanto en la conducta ética como en su dedicación profesional. Recordemos que en el
primer capítulo de esta investigación me referí a Ciro Alegría como una figura pionera en el tema
de la profesionalización de la actividad literaria, como puntualizó Antonio Cornejo Polar. Uno de
los aspectos centrales de esta profesionalización, en el caso concreto de Alegría, tiene que ver
con los derechos de propiedad de las obras, materializado en la larga y sostenida campaña que
sostuvo este en contra de la piratería de sus libros. En Alegría advertimos ya la noción del autor
como parte del mercado editorial, como productor de bienes que tienen un valor de uso y un
valor de cambio y que son capaces de generar ganancias. Las figuras de la dedicación y la
entrega están presentes en esta semblanza de Salazar Bondy y sin duda constituyen asuntos
centrales para su autor, quien de alguna manera también se ve allí enlazado y, vale decirlo, con
101
Fue un notable dramaturgo y poeta, además de ensayista, narrador, periodista, crítico de arte y animador
cultural. El texto de Vargas Llosa es un homenaje al cumplirse un año de la muerte de Salazar, con quien lo unió una
honda amistad. Uno de sus libros más célebres, para cuyo título tomó prestado un verso de César Moro, fue Lima la
horrible (1964), una furibunda crítica al pasatismo arcádico y de espíritu colonial que dominaba la ideología de las
clases dominantes capitalinas. Recibió en tres ocasiones el Premio Nacional de Teatro (1947, 1952 y póstumamente,
en 1965). Entre sus obras de teatro más aclamadas están: No hay isla feliz (1950), El fabricante de deudas (1962) y
la comedia musical Ifigenia en el mercado, que se estrenaría de forma póstuma en 1965. Se recuerda también el
volumen de cuentos Pobre gente de París (1958). Su producción poética fue reunida en 1967, como parte de sus
obras completas, con el título de Poemas.
161
una premonición involuntaria respecto de la política. Y a esto se suma la misma literatura como
actividad, aunque hay en Vargas Llosa un acento bastante escéptico y pesimista:
El periodismo, la política partidista: su vocación era ya una vigorosa solitaria, firmemente
arraigada en sus entrañas, cuando estas dos actividades a la vez tan absorbentes y
disolventes no la desviaron ni mataron. Muy clara y elocuente ya, pues en esos años
publica nuevos poemas (Cuadernos de la persona oscura, 1946), estrena su primera pieza
teatral (Amor, gran laberinto, 1947) y escribe un juguete escénico (Los novios, 1947),
que solo se representaría mucho después. Cuando Salazar Bondy parte a la Argentina, en
1947, para un exilio voluntario que duraría casi cinco años, no hay duda posible: ha
elegido la literatura como un destino (Vargas Llosa, 1986 I: 114)
Volviendo a la analogía caballeresca inicial, para Vargas Llosa el joven Salazar Bondy, a
sus 23 años, ha aceptado entablar batalla con su contendora, la sociedad peruana, ganando el
primer lance, aunque “él no podía ignorar que esa guerra que emprendía estaba, más tarde o más
temprano, fatalmente perdida. Porque todo escritor peruano es a la larga un derrotado” (1986, I:
114). El escritor, al asumir su vocación, acepta un sacrificio, porque se trata de “una vocación
que mediante una poderosísima pero callada máquina de disuasión psicológica y moral el Perú
ataja y liquida en embrión” (1986, I: 115). Vargas Llosa define el territorio de la vocación
literaria casi exclusivamente como un riesgo: “La vocación literaria es una apuesta a ciegas,
adoptarla no garantiza a nadie ser algún día un poeta legible, un decoroso novelista, un
dramaturgo de valor” (1986, I: 115). La idea del riesgo no está sola; va acompañada de la idea de
la renuncia. ¿Renuncia a qué, exactamente? A un decoro elemental o a la holgura, a la ausencia
de ansiedades, renuncia a ciertas comodidades de la vida, a cambio de la posibilidad, siempre
latente, de darse de bruces con el fracaso o de ver interrumpida la vocación por la literatura y ser
testigo de su conversión “en un páramo de desilusión y fracaso” (1986, I: 116). Paulatinamente,
la semblanza sobre Salazar Bondy se va convirtiendo también en reflexión sobre el propio
presente de su autor. “A primera vista, las cosas parecen bastante simples: si la sociedad peruana
162
no tiene sitio para él [el escritor], resulta forzoso que el escritor vuelva la espalda al medio y
haga su camino al margen […] Por eso el escritor peruano que no deserta, el que osa serlo, se
exilia. Todos nuestros creadores fueron o son, de algún modo, en algún momento, exiliados”
(1986, I: 119). Pero existe también el “exilio interior”, que consiste “en protegerse contra la
pobreza, la ignorancia o la hostilidad del ambiente, entronizando un enclave espiritual donde
asilarse, un mundo propio y distinto, celosamente defendido, elevando un pequeño fortín cultural
al amparo de cuyas murallas crecerá, vivirá, obrará la solitaria” (1986, I: 120).
La imagen final que nos ofrece Vargas Llosa de Salazar Bondy no está exenta de cierta
epicidad, de cierta aureola heroica:
En Sebastián, nuestra ciudad, nuestro país, tuvieron a un resistente superior; la muerte lo
sorprendió en el apogeo de su fuerza, cuando no solo soportaba sino agredía, con todas
las armas a la mano, a su enemigo numeroso y sutil. Los homenajes que se le rindieron, la
conmoción que su muerte causó, las múltiples manifestaciones de duelo y de pesar, esas
coronas, esos artículos, esos discursos, ese compacto cortejo, son el toque de silencio, los
cuarenta cañonazos, las honras fúnebres que merecía tan porfiado y sobresaliente
luchador (1986, I: 135).
Cinco años después de escribir este artículo, aparece el volumen cuya reimpresión
independiente Vargas Llosa ha negado de modo sistemático: García Márquez: Historia de un
deicidio (1971). En él, elogia sin reservas el éxito conseguido por el escritor colombiano gracias
a su novela Cien años de soledad (1967), no sin antes dar pinceladas sobre el arduo trabajo y
sacrificio que supuso la conquista de un lugar en el mundo literario latinoamericano y, sobre
todo, la consecución de las condiciones materiales que le permitirían, en adelante, consagrarse,
en cuerpo y alma y sin sobresalto alguno, a la escritura. Será en este volumen en el que Vargas
Llosa pondrá en escena las primeras versiones de su teoría de los demonios del novelista. El
163
capítulo II de García Márquez: Historia de un deicidio lleva precisamente como título “El
novelista y sus demonios”. El primer párrafo define muy claramente su objeto:
Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación
de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la
realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Este es un
disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo
tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de
insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico
de la realidad (1971: 85).
Treinta y siete años después, en El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008), el
más reciente libro suyo dedicado a analizar la obra de un escritor, Vargas Llosa insistirá, una vez
mas en la idea de la ficción como gran compensadora de las frustraciones de la vida, como la
posibilidad de procurarse otra existencia, más grata y placentera que la ofrecida por el mundo
fáctico. En el prólogo de este libro dedicado al narrador uruguayo, se lee: “Es un error creer que
soñamos y fantaseamos de la misma manera que vivimos. Por el contrario, fantaseamos y
sonamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéramos vivirlo. Por eso lo inventamos,
para vivirlo de a mentiras, gracias a los espejismos seductores que nos cuentan las ficciones”
(29). Uno de esos rasgos de la lectura en Vargas Llosa es el carácter testimonial, de experiencia
vivida, que añade Vargas Llosa a esta actividad. Este prólogo es particularmente claro en esto y
por si fuera poco añade otra dimensión, que duplica el relato ya contenido previamente en la
novela El hablador (1987) en la que tanto la anécdota que da origen al texto como sus
condiciones de escritura aparecen el mundo de la ficción. La historia del hablador dejó un hondo
sedimento en la imaginación del autor. La ansiedad con que la comunidad esperaba al contador
de historias, la alegría con que lo recibía, la unción con que lo escuchaba y, después de su
partida, el recuerdo de su visita, tuvieron un impacto enorme. Este relato referido por Snell
164
“quedó primero firmemente almacenado en mi memoria, y en los meses y años siguientes, en
Madrid, mientras escribía mi primera novela, y en Paris, cuando escribía la segunda, y en Lima o
Londres o Estados Unidos mientras fabulaba la tercera y la cuarta […] aquel recuerdo volvía
una y otra vez, siempre con mas fuerza y urgencia (21). Este recuerdo, por cierto, cumple una
función adicional: servir de explicación de una vocación por la invención. Líneas más adelante,
después de que leemos este pasaje recién citado, el autor trata de racionalizar por qué algunas
experiencias vividas resultan tan estimulantes que lo empujan a la invención de historias
ficticias. La confesión es reveladora, en la medida en que se manifiesta incapaz de lograr una
explicación satisfactoria. Pero hay una excepción, porque la historia del hablador machiguenga le
ofrece una clave para descubrir el misterio de la invención:
Porque aquel hombre que recorría las selvas yendo y viniendo entre las familias y aldeas
machiguengas era el sobreviviente de un mundo antiquísimo, un embajador de los más
remotos ancestros, y una prueba palpable de que allí, ya entonces, en ese fondo
vertiginosamente alejado de la historia humana, antes todavía de que empezara la
historia, ya había seres humanos que practicaban lo que yo pretendía hacer con mi vida -
-dedicada a contar e inventar historias-- y, además, sobre todo, porque allí, en esos
albores del destino humano, aquel hablador y su relación entrañable con su comunidad
eran la prueba tangible de la importantísima función que cumplía la ficción […] en una
comunidad tan primitiva y separada de la llamada “civilización” (21-22).
A lo largo del texto, Vargas Llosa volverá obsesivamente sobre este asunto. Solamente en
el párrafo final encontraremos la conexión que tiene todo esto con la lectura de Onetti, algo que
solamente en apariencia estaba desconectado hasta ahora, pero que cobra sentido y nos recuerda
que Vargas Llosa se apropia de las obras de otros para explicar la suya propia. Y precisamente
Onetti no iba a ser una excepción, ni una experiencia que pasara inadvertida en su biografía de
lector. Vargas Llosa sostiene que el tema de las relaciones entre la vida y la ficción es una
165
constante en la literatura y lo ejemplifica aludiendo a Don Quijote y a Madame Bovary, la gran
novela de Flaubert. Pero, y aquí viene la justificación de la lectura de Onetti, que implica
también la autovalidación de la propia producción vargasllosiana, al establecer el nexo entre esa
constante temática y el mundo narrativo del uruguayo:
[…] acaso en ningún otro autor moderno [se refiere a la ficción y sus mecanismos]
aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y cuentos de Juan Carlos
Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir esta casi íntegramente
concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como, junto a la vida verdadera, los
seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan
mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y
limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es (32).
En un artículo titulado “Endofagia literaria (la propia familia en las narraciones de Mario
Vargas Llosa)” el crítico alemán Wolfang Luchting señala que “los lazos familiares entre los
protagonistas y/o antagonistas en las ficciones de Mario Vargas Llosa tienen una fuerte
presencia. Así, la familia --inmediata o afectiva y política-- a menudo resulta ser el campo de
batalla o de voluntades encontradas” (105). A lo que añade: “Lo que llama la atención en las
ficciones de Vargas Llosa es que la familia o sus desavenencias sean con tanta frecuencia las del
propio autor, directa o indirectamente, y que el novelista haga uso de ellas de una manera tan
poco común, tan dramática y, diríase, a veces no muy discreta” (105).
La observación final de Luchting sin duda se puede aplicar a La tía Julia y el escribidor,
en la que Vargas Llosa logra, a través de la alternancia, la construcción de dos dimensiones en la
novela: la primera, enteramente ficcional, sirve de escenario a los radioteatros de Pedro
Camacho; la segunda, basada en elementos autobiográficos, es la historia del joven Marito, o
Varguitas, que es la historia de una vocación literaria y también de una educación sentimental
que culmina con su escandaloso matrimonio con una mujer que no solo era su pariente político,
166
sino además trece años mayor que él. Lo que une a ambas dimensiones de la novela es la puesta
en escena de la escritura, el interés por explorar los mecanismos que conducen a la creación de
ficciones. Pero el aspecto más relevante que presenta la novela es el relacionado con la presencia
del elemento autobiográfico “de manera tan poco común” y “a veces no muy discreta”, como
diría Luchting. Si una de las discusiones más interesantes provocadas por la lectura de La tía
Julia y el escribidor estriba en resolver la pregunta: ¿Quién es el autor de las versiones narradas
de las radionovelas de Pedro Camacho, que alternan con el relato de Marito?, no es menos
relevante el “contagio” y las alteraciones que sufre aquí el relato autobiográfico al ser
incorporado como parte de un todo enmarcado en la ficción. Un prólogo escrito por el propio
Vargas Llosa (fechado en Londres, en junio de 1999) para ediciones posteriores a ese año (para
entonces, la novela ya llevaba 22 años en el mercado) parece, en principio, aclarar la cuestión.
En el mencionado texto se lee, en relación a los capítulos impares que corresponden a Camacho:
“Me costó trabajo dar una forma aceptable a aquellos episodios que, sin serlo, parecieran los
guiones de Pedro Camacho, y volcar en ellos los estereotipos, excesos, cursilerías y truculencias
característicos del género, tomando la distancia irónica indispensable pero sin que se volvieran
caricatura” ( 9).
Pero en dicho prólogo se problematiza también la presencia de lo autobiográfico. En
efecto, líneas antes, el autor declara su propósito de contar no una autobiografía, que el lector
puede sancionar como “verificable” o no, sino un texto que se mueve en las aguas de la ficción:
“Para que la novela no resultara demasiado artificial, intenté añadirle un collage autobiográfico:
mi primera aventura matrimonial. Este empeño me sirvió para comprobar que el género
novelesco no ha nacido para contar verdades, que éstas, al pasar a la ficción, se vuelven siempre
167
mentiras (es decir, unas verdades dudosas e inverificables)” (9). Por un lado, muestra la
intención de revelar las convenciones de la radionovela, a través de versiones en formato de
narración (“volcar en ellos los estereotipos, excesos, cursilerías y truculencias característicos del
género”) y, por otro, pensar o bien una parodia o un simulacro de autobiografía en el marco de
un texto que el autor no parece dudar en calificar de modo definitivo como novela, para que ésta
no resulte “artificial”. Sin embargo, en una entrevista concedida a José Miguel Oviedo poco
antes de la publicación de la novela, Vargas Llosa insiste en el carácter delirante y fantasioso de
las historias de Camacho y en la necesidad de construir un relato paralelo, que le sirviera de
contrapeso. Pero en esa ocasión no habló de un “collage autobiográfico”, ni del relato de una
parte de una vida (la suya propia) alterada por el paso de lo fáctico a lo ficticio, sino todo lo
contrario: “Then it occurred to me that the delirious stories of the protagonist who writes
melodramas and who has a disturbed imagination could perhaps be intertwined with a story
which was precisely the opposite, something absolutely objective and absolutely true. I would
narrate exactly some episodes of my own life that would cover several months” (Rossman and
Friedman, 156). Pero dieciséis años después, aparecería El pez en el agua. Y este libro no solo
replica la estructura de capítulos alternados en su organización, sino también duplica, en el
capítulo XV, la historia del joven Marito contada en La tía Julia y el escribidor. En este libro se
suceden dos relatos: uno, el de los inicios del escritor en la política desde la formación del
Fredemo hasta su participación y derrota en las elecciones presidenciales peruanas de 1990; el
segundo, que ocupa los capítulos impares, corresponde a un relato autobiográfico, desde su niñez
hasta el momento en que abandona el Perú, en 1958, rumbo a Europa, decidido a convertirse en
escritor (otra coincidencia, esta vez con el antepenúltimo capítulo de la novela). El capítulo XV
168
de El pez en el agua está dedicado a narrar la relación que mantuvo con Julia Urquidi, su tía
política, primera esposa y uno de los personajes centrales de su novela La tía Julia y el
escribidor. Entre ambos textos media un arco temporal de 16 años; también median varias
declaraciones y textos del escritor en los que no duda en calificar La tía Julia y el escribidor
como novela, es decir, como un artefacto de ficción. Sin embargo, el capítulo XV de El pez en el
agua parece entrar en abierta contradicción con la atribución de una condición excluyentemente
ficcional a La tía Julia y el escribidor, porque el capítulo mencionado resulta una versión
abreviada de la novela: en mucho menos páginas, en El pez en el agua se sintetiza el argumento
de la novela, algunas de sus anécdotas centrales y personajes, con la excepción notoria, esta vez,
de Pedro Camacho. Quizá cabría decir que si bien los materiales son similares el tratamiento es
diferente, ya que en cada caso la materia narrada pertenece a un orden de referencia distinto. Así,
mientras La tía Julia y el escribidor posee una marca genérica (exhibe su condición de novela y
texto de ficción), El pez en el agua calza dentro del género autobiográfico (es un texto de no-
ficción). Hasta aquí, cabría preguntarse si la diferencia central radicaría solamente en la
inscripción genérica (novela versus memorias) o en la extensión. A primera vista, podríamos
decir que sí, que se trata de dos asuntos importantes para definir la naturaleza de cada uno de
estos textos, pero a estas diferencias podemos añadir otras, vinculadas también al mundo
representado en ambos textos. Habría que señalar, por ejemplo, que en La tía Julia y el
escribidor hay un ánimo de recreación escénica que no está presente en El pez en el agua.
Tomemos como ejemplo un mismo momento, la aparición de Julia, en ambos textos. En la
novela, Marito relata, el mismo día que oyó a Genaro Delgado hablar de Pedro Camacho: “Ese
mismo día, a la hora de almuerzo, vi a la tía Julia por primera vez. Era hermana de la mujer de
169
mi tío Lucho y había llegado la noche anterior de Bolivia. Recién divorciada, venía a descansar y
a recuperarse de su fracaso matrimonial” (21). En tanto, el capítulo XV de las memorias,
comienza de este modo: “A fines de mayo de 1955 llegó a Lima, para pasar unas semanas de
vacaciones en casa del tío Lucho, Julia, una hermana menor de la tía Olga. Se había divorciado
no hacía mucho de su marido boliviano, con quien había vivido algunos años en una hacienda
del altiplano, y, luego de su separación, en La Paz, con una amiga cruceña” (323). Cabría
recordar que el primer capítulo de la novela, en el que tiene lugar su encuentro con Julia,
comienza con una marca de imprecisión temporal: “En ese tiempo remoto” (15). En las
memorias, en cambio, se privilegia la precisión temporal, por un lado, y un rigor que acrecienta
la sensación de veracidad en el texto. La novela no nos cuenta, por ejemplo, que Vargas Llosa ya
había conocido a Julia en su niñez y que esa experiencia, además, está marcada por la lectura,
como recuerda en sus memorias: “Yo ya había conocido a Julia, en mi infancia cochabambina.
Era amiga de mi mamá y venía con frecuencia a la casa de Ladislao Cabrera; una vez, me había
prestado una romántica novela en dos tomos --El árabe y El hijo del árabe, de F.M. Hull-- que
me encantó” (323). En la novela, Marito simplemente atribuye la lectura de estas mismas novelas
a la propia Julia, que “solo había leído revistas argentinas, alguno que otro engendro de Delly, y
apenas un par de novelas que consideraba memorables: El árabe y El hijo del árabe, de F.M.
Hull” (140). A primera vista, hay una solución fácil, que escamotearía todos los problemas
textuales y genéricos provocados por este traspaso de una misma historia de un pacto de lectura a
otro. Esa solución consistiría simplemente en argumentar que la historia, insertada en dos
ámbitos textuales y de lectura distintos, debe leerse bajo esos parámetros. Pero este
razonamiento, algo circular, no resolvería el problema de las evidentes similitudes que existen
170
entre la historia contada en los capítulos impares de la novela y lo relatado en El pez en el agua.
En el prólogo de 1999, Vargas Llosa alude a la incorporación de la autobiografía ceñida a una
experiencia particular, la de su primera aventura matrimonial. Sin embargo, obvia decir algo más
y es que La tía Julia y el escribidor es también la historia de sus inicios como escritor. Aunque la
fuerza de la tensión narrativa de los capítulos “autobiográficos” está puesta en la historia de su
relación con la Urquidi, no es menos visible que Marito, desde un inicio, declara su intención de
convertirse en escritor: “Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme la vida
con una profesión liberal, aunque en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor”
(La tía Julia 15). Y aunque no tenemos una imagen completa del “taller” del joven Marito
(como sí en el caso de Camacho, mucho más detallado), la narración contiene suficientes
indicios de su actividad literaria como para no perder de vista que estamos ante un relato de
formación, que nos permite conocer su experiencia como lector, por un lado, y sus intentos
iniciales por escribir algunos relatos, por otro, al punto de saber que en el momento de conocer a
Julia, ya ha publicado un cuento: “Él no piensa en faldas ni en jaranas –le explicó mi tío Lucho-.
Es un intelectual. Ha publicado un cuento en el Dominical de El Comercio” (23).
Una diferencia fundamental es que en La tía Julia y el escribidor hay una tendencia
marcada a la autorrepresentación satírica, aun cuando sabemos de la seriedad con que Marito
toma su vocación de escritor. Una señal de este rasgo la encontramos cuando el personaje nos
informa sobre su cuento “El salto cualitativo”, una serie de crímenes violentos ocurridos en la
zona andina, cometidos por campesinos disfrazados de pishtacos. Es sintomática la intención que
declara Marito en cuanto a la forma y el tono de su relato: “Quería que fuese frío, intelectual,
condensado e irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por esos días”
171
(75). Luego nos informa brevemente sobre el tiempo que dedica a la escritura, asumida casi
como una actividad clandestina, improductiva, ejecutada a diversas horas, incluidas las del
trabajo en la radio:
Dedicaba al relato todos los resquicios de tiempo que me dejaban los boletines de
Panamericana, la universidad y los cafés del Bransa, y también escribía en casa de mis
abuelos, a mediodía y en las noches (…) Escribía y rompía, o, mejor dicho, apenas había
escrito una frase me parecía horrible y recomenzaba. Tenía la certeza de que una falta de
caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una advertencia
(del subcosciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no servía y era preciso
rehacerla. (75-76)
Es interesante notar que, como sugiere Carlos Alonso, muchas lecturas de La tía Julia y
el escribidor exploran la relación análoga que existe entre los capítulos de Marito y las bizarras
historias de Pedro Camacho. Ciertamente, esta relación existe y son varios los pasajes en los
capítulos narrados por Marito en que se hace mención a las audacias de Camacho. Incluso el
propio Marito y la tía Julia parecen reconocerse como potenciales personajes de una de estas
historias: “—Los amores de un bebe y una anciana que, además, es algo así como su tía —me
dijo una noche la tía Julia, mientras cruzábamos el Parque Central—. Caballito para un
radioteatro de Pedro Camacho” (142). Y más todavía, la presencia de Camacho en esta relación
adquiere singular importancia, no solo por la evidente imbricación presente desde el título de la
novela: “En nuestras andanzas nocturnas, la tía Julia me resumía a veces algunos episodios que
la habían impresionado y yo le contaba mis conversaciones con el escriba, de modo que,
insensiblemente, Pedro Camacho pasó a ser un componente de nuestro romance” (144). Sin
embargo, Carlos Alonso observa que esta lectura no agota otros problemas que aparecen en la
novela, como las relaciones entre la ficción y la realidad, en el nivel más obvio, y, sobre todo,
una historia de formación, que implica la construcción del yo del escritor:
172
But if such an interpretation of the relation between the two narrative levels is indeed
practicable, I would like to argue that this connection can be more profitably examined in
the context delimited by the story at the heart of La tía Julia y el escribidor —the story
about the coming into being a writer, about how Varguitas, the fledgling artist, becomes
Vargas Llosa, the established and succesful creator who appears in the last pages. (47)
Como se ha mencionado, el inicio de la novela está marcado por el deseo del narrador de
convertirse en escritor. El final, en cambio, contiene el sucinto relato de ese logro: “Habíamos
llegado a vivir en la famosa buhardilla de París y yo, mal que mal, me había hecho un escritor y
publicado algunos libros” (539). El capítulo XIX de las memorias tiene un tenor similar, aunque
contado en clave premonitoria. Se trata de los últimos días en Lima de Vargas Llosa y Urquidi.
El pasaje final del capítulo tiene como escenario el antiguo aeropuerto de Limatambo, donde la
pareja está a punto de embarcarse hacia París y adonde han acudido a despedirlos el tío Lucho y
la tía Olga: “Los divisamos desde la ventanilla y les hicimos adiós, a sabiendas de que no podían
vernos. A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un
escritor”. (474, énfasis nuestro). Igualmente, vale la pena notar que la historia vocacional no es
la única coincidencia entre ambos textos. También lo es la escritura misma. Tanto La tía Julia y
el escribidor como El pez en el agua aluden al proyecto en el que Vargas Llosa plasmaría el
ideal de la llamada “novela total”: Conversación en la Catedral (1969), la novela que aborda la
dictadura de Odría entre finales de los años cuarenta y mediados de los cincuenta. Y en este caso
hay también un cruce de fronteras entre la realidad y el mundo novelesco. Como se recuerda, en
Conversación en La Catedral, Zavalita, el personaje central, acude a la perrera a buscar a
“Batuque”, su perrito, cuya captura había sumido en una profunda tristeza a su esposa. Al llegar
a la perrera, Zavalita tiene un encuentro azaroso con Ambrosio, con quien sostendrá una
dilatadísima conversación que será el eje de la novela. La tía Julia y el escribidor se cierra con la
realización del escritor y la alusión a la escritura de Conversación en La Catedral: “Ese año [el
173
de una de sus visitas a Lima], me dediqué a una averiguación más bien libresca. Estaba
escribiendo una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956)”
(543). Lo sorprendente, en todo caso, es que en las memorias, el episodio de la perrera
(descontando el encuentro con Ambrosio) es una escena más de la biografía del escritor,
transportada luego a la ficción:
Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y
simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque (…) Un día, al mediodía, al
regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al
Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos que de sus brazos. Salí
volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército (…)
Medio desconcertado con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer
cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de
empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza
Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas. (349)
Me interesa sintetizar todo lo dicho hasta aquí en esta proposición: Mientras La tía Julia
y el escribidor nos presenta una modulación de la escritura autobiográfica --modulación que
además reclama la complicidad del lector para ser parte de un “juego” en el que lo verificable
pasa a un segundo plano, en virtud y a favor de un artificio novelesco--, El pez en el agua no
ocultaría su fidelidad a las reglas del pacto autobiográfico, como no lo hace tampoco con las
convenciones propias del género. Dos caras de la misma medalla, en suma: una que se acomoda
al propósito ficcional y otra que asume su condición de “verificable” y “compulsable”, pues las
distancias entre el sujeto del enunciado y el de la enunciación se acortan al mínimo --es decir, la
mediación prácticamente se anula-- gracias a lo cual su inscripción genérica sería menos
problemática. Silvia Molloy problematiza la recepción del discurso autobiográfico en
Hispanoamérica, en la medida en que el rol de los lectores ha contribuido, de algún modo, a
dificultar el perfil del género:
174
Puede decirse que si bien hay y siempre ha habido autobiografías en Hispanoamérica, no
siempre han sido leídas autobiográficamente: se las contextualiza dentro de los discursos
hegemónicos de cada época, se las declara historia o ficción, y rara vez se le adjudica un
espacio propio. Esta reticencia es en sí misma significativa. El lector, al negar al texto
autobiográfico la recepción que merece, solo refleja, de modo general, una incertidumbre
que ya está en el texto, una veces oculta y otras evidente. La incertidumbre de ser se
convierte en incertidumbre de ser en (y para) la literatura (12).
A la luz de lo expuesto hasta aquí, está bastante claro que tanto La tía Julia y el
escribidor como El pez en el agua asumen de diversa manera la escritura autobiográfica, la
plasman en registros diferentes y establecen con el lector contratos de distinto orden y que, en
ambos casos, la idea de “pacto” de Lejeune aparentemente no se aplica con comodidad. Por otro
lado, hay problemas adicionales que el francés obvia y que Darío Villanueva recuenta. Uno de
ellos es el tiempo, en una concepción diferente, que hace “del discurso autobiográfico una
auténtica cronofanía” (209). Villanueva sotiene que aparte de la enunciación e identidad del yo,
en el discurso autobiográfico hay un aplazamiento en narrar lo vivido, “con lo que esto significa
de filtraje de la experiencia y su enriquecimiento en virtud de las manipulaciones semánticas
propiciadas a la vez por el recuerdo y el olvido” (208). Villanueva alude también a dos
dimensiones del tiempo en el discurso autobiográfico, tomadas de Genette, que son la amplitud
(dimensión temporal de la historia personal recuperada) y el alcance (distancia que media entre
el tiempo representado y el tiempo de la representación). Más sugerente todavía es su afirmación
de que la “autobiografía como género literario posee una virtualidad creativa más que
referencial. Virtualidad de poiesis antes que de mimesis. Es, por ello, un instrumento
fundamental no tanto para la reproducción cuanto para una verdadera construcción de la
identidad del yo” (212). Paul de Man, en su ya célebre articulo “Autobiography as De-facement”
cuestionaba la legitimidad de considerar que la autobiografía descansa solo en su carácter y valor
referencial, cuando en realidad nos ofrece una ilusión de referencia y su identidad es “not only
175
representational and cognitive but contractual, grounded not in tropes but in speech acts” (922).
Es la representación de la experiencia del sujeto lo que hace problemática la inscripción tanto de
La tia Julia y el escribidor como de El pez en el agua en el género autobiográfico. La tía Julia y
el escribidor relativizaría el pacto autobiográfico por varias razones: una primera es que la
novela autobiográfica y las llamadas autoficciones gozan ya de una tradición bastante sólida102 y
eso quizá anule la posibilidad de distinguir con claridad algo que podría ser simplemente un
conjunto de enunciados de realidad fingidos; dos, porque su autor ha intervenido activamente en
una primera definición de los capítulos autobiográficos de la novela como “objetivos” y “reales”
para luego considerar esos mismos capítulos como ficticios, como parte de ficciones que solo
producen y cuentan “mentiras”; en tercer lugar, la actuación del filtro de la memoria es también
problemática, sobre todo en el caso de La tia Julia el escribidor, como nos lo recuerda Michael
Palencia Roth al comentar la novela:
Vargas Llosa rewrites both the past and his own memory of it in order to make them
conform to the aesthetic requirements of narrative. That, at least, is Vargas Llosa’s
explanation. The revision is also undertaken, I believe, for psychological reasons: in
rewriting his own past as fiction, he is remaking himself into a fictional ‘hero’ and a
better person than he was in reality. In this process he revises not only his own life but
the lives and the actions of other people as well (356).
Y como anota González Boixo, “en la obra de Vargas Llosa el autor no comunica su
intención al lector […] solo podemos observar que existe un narrador cuyo nombre coincide con
el del autor y que […] todo lo que allí se cuenta tiene todos los visos de ser un autobiografía,
aunque ese dato no se podría comprobar a partir de la lectura de la obra exclusivamente” (104),
102
Pensemos, de momento, en El juguete rabioso, de Roberto Arlt; Los ríos profundos, de José María
Arguedas, Crónica de San Gabriel, de Julio Ramón Ribeyro o La Habana para un infante difunto, de Guillermo
Cabrera Infante.
176
lo que para este crítico revela una autonomía que se traduce en la no necesidad de plantearse una
representación fiel de la realidad exterior. De otra parte, podemos notar también que en La tía
Julia y el escribidor la relación entre Marito y Camacho sirve para perfilar, por contraste, el
relato de la “educación” de Marito y el paulatino proceso por el cual se convertirá en un “escritor
de verdad”. Así, a medida que el relato de Marito sobre sus escarceos literarios y su escandaloso
romance con Julia gana en vivacidad y tensión narrativa, las versiones de los radioteatros de
Camacho se hunden gradualmente en el caos y el desorden, al punto de ir configurando una
suerte de Babel argumental que terminará con el descalabro de su autor, a la postre, doble
degradado de Marito103.
La preocupación fundamental en esta novela parece estar concentrada en dos aspectos,
según sugiere Peter Standish: la educación sentimental de Marito y su intensa vocación por
indagar en el arte de contar historias, es decir, su formación como escritor. Al final de la novela,
vemos a Marito convertido efectivamente en escritor, de regreso al Perú luego de unos años en
Europa --sobre los que la novela guarda precisamente silencio, a excepción de la actividad
laboral-- y se reencuentra con un Pedro Camacho ubicado en el último escalón de la humillación
laboral: es “datero” (algo así como un recolector de datos e informaciones para alimentar a los
103
Un contraste interesante, entre varios presentes en la novela, entre Marito y Camacho surge de comparar
la actividad de ambos como lectores. En una visita que hace Marito al departamento de Camacho en el centro de
Lima, descubre que el escribidor atesora un volumen al que llama “un amigo fiel y un buen ayudante de trabajo”. A
continuación, dice Marito: “El libro, publicado en tiempos prehistóricos por Espasa Calpe —sus gruesas tapas tenían
todas las manchas y rasguños del mundo y sus hojas estaban amarillentas— era de un autor desconocido y de
prontuario pomposo (Adalberto Castejón de la Reguera, Licenciado por la Universidad de Murcia en Letras
Clásicas, Gramática y Retórica), y el título era extenso: Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del
Mundo. Tenía un subtítulo: “Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Moliere, etcétera, sobre Dios, la Vida, el Amor,
el Sufrimiento, etcétera…”. (85-86). Marito, en cambio, se empeña en escribir relatos emulando a Jorge Luis Borges
o a Ernest Hemingway. Puede decirse que si aquí hay un efecto cómico, este surge de la evidente discrepancia que
existe entre la intención y los resultados.
177
reporteros) de una revista sensacionalista de mala muerte, a punto de quebrar. Si algo
problematiza de manera radical la caracterización de escritura autobiográfica que ha pesado
sobre La tía Julia y el escribidor son dos cosas: la inserción de elementos metaficcionales (las
versiones narradas de los bizarros radioteatros de Camacho) y la expresa intención de parodiar el
melodrama. Ahora bien, ni siquiera la historia formativa de Marito se salva de ciertas pinceladas
absurdas y ridículas. Las historias que imagina el escritor novato y lee con entusiasmo a Javier y
a Julia son tan disparatadas como las de Camacho e irán destinadas una a una al tacho de basura.
La escritura es pues una de las preocupaciones de la novela y al decir de Standish:
La tía Julia y el escribidor thematizes the role of the writer, covertly in the parodies and
overtly in the autobiographical passages. It makes some use of techniques such as
onomastic invention and intertextuality. Parody as a Romantic self-awareness may be
said to be the origins of its form; given its emphasis on the theme of the power of
storytelling to create worlds, it is best described as overt diegetic metafiction (…) La tía
Julia…, which marks the arrival on the scene of a new Vargas Llosa armed with a sense
of humour104, also marks a clear transition to open concern with what being a writer
entails (58).
A esto añadiría un problema adicional, planteado por John Hasset:
En los capítulos impares existe una notable falta de discreción en lo que se refiere a la
vida personal del autor. Vargas Llosa no usa ninguna de las tradicionales máscaras para
disfrazar al autor y evitar el parecido absoluto con el protagonista. Aún más, uno de los
personajes principales de esta sección es nada menos que la primera esposa de Vargas
Llosa, Julia Urquidi, a quien le dedica el libro. Debido a esto, tendemos a considerar los
episodios narrados por Varguitas más como autobiográficos que como productos
exclusivos de la ficción, y al narrador como alguien que simplemente documenta
experiencias pasadas. Pero la ecuación Tía Julia = Autobiografía, es engañosa porque
uno de los temas principales del libro es la naturaleza de la literatura y sus aspectos
referenciales (277).
104
Este rasgo que apunta Standish ya estaba presente en la novela anterior de Vargas Llosa, Pantaleón y las
visitadoras (1975), con la que Vargas Llosa inaugura una nueva etapa narrativa después de su célebre trío de
grandes novelas: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, que configuran un ciclo
vinculado a la idea de la llamada “novela total”, un concepto clave para entender algunas novelas del boom
latinoamericano.
178
El pez en el agua, en cambio, parece guardar mayor fidelidad a las convenciones del
género autobiográfico y ser más transparente con estas. Se trata, como hemos dicho, de un libro
escrito después de su derrota electoral de 1990 y muestra al escritor en dos facetas: la privada, la
del niño mimado que un día descubre que su padre, en realidad, no había muerto y comienza así
a vivir un infierno personal que se prolongará hasta que logre independizarse de su familia, la
historia del joven que, al igual que en La tía Julia y el escribidor, quiere llegar a ser un escritor.
De otro lado, las memorias ubican al escritor en el escenario público, en su calidad de activista
político y candidato presidencial y en el fragor de la exposición de sus ideas políticas,
económicas y sociales. En su estructura, el libro combina los capítulos impares, que contienen la
historia personal y privada, el relato de su vida familiar y de su vocación literaria, con los
capítulos pares, donde se narra con detalle todas las peripecias vividas en la arena política del
Perú. Es interesante anotar que ambas historias comienzan con un elemento de sorpresa. En el
capítulo I, entramos directamente a la escena en que la madre del escritor lo toma del brazo para
ir a conocer (re-conocer, mas bien) a su padre, cuya existencia había sido cuidadosamente
ocultada por la familia materna, pero cuya revelación viene a quebrar el mundo de ensueño y
profundo afecto que rodearon a un niño ahora perplejo y angustiado ante la nueva situación. El
capítulo II, por su lado, nos muestra al escritor y su familia disfrutando un día de playa en el
balneario de Punta Sal, en Piura. Era julio de 1987. El escritor revisa las pruebas de su novela El
hablador y recuerda sus planes de escritura más inmediatos (lo llama su “plan quinquenal”): una
obra de teatro, una novela policial, un ensayo sobre Víctor Hugo, una comedia y una novela
inspirada en la figura de Flora Tristán. De pronto, una noticia política de alto calibre interrumpe
este momento de comunión con sus planes de escritura: el presidente Alan García Pérez, en su
179
discurso de Fiestas Patrias, anuncia una medida que impulsaría a Vargas Llosa a ingresar en la
política, para formar parte del bloque opositor a García: había decidido la estatización del
sistema bancario y financiero nacional. Dos momentos de profunda tensión, una familiar y otra
pública, que comenzarán a articular todo el volumen. Esta vez no hay Pedro Camacho que sirva
de contraparte escritural y literaria, no hay salón de espejos que enrarezca, como ocurre en La tía
Julia…, la identidad entre autor y narrador. Hay un sentido de revelación y profundo cambio en
estos dos momentos de la vida del escritor y eso son detalles que no se escapan de la escritura, de
ser parte de la historia. Al comenzar el capítulo V, por ejemplo, Vargas Llosa señala:
En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se
desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis
tíos me habían inculcado. En esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor,
dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos,
contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano. Y es probable que
sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de
manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo
obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y
no hubiera sentido que aquello era lo que mas podía decepcionarlo, probablemente no
sería ahora un escritor (101).
El último capitulo de El pez en el agua tiene el mismo sentido dramático y urgente.
Derrotado en la segunda vuelta en las elecciones de 1990, Vargas Llosa enrumba a Europa y
cierra el capítulo con estas palabras: “Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes
de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados solo de cielo azul, pensé
que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una
etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central” (529).
Menos enmascarado en sus memorias que en La tía Julia y el escribidor, ambos libros nos
proveen dos imágenes del escritor, dos construcciones de su subjetividad en dos momentos
concretos y decisivos de su vida, los dos, vinculados muy de cerca con la escritura y la historia
180
de su vocación literaria, sin dejar de lado la importancia de la memoria política en El pez en al
agua. La versión autobiográfica que nos ofrece en su novela de 1977 aparece “enrarecida” por
una serie de elementos, que van desde el contraste con Pedro Camacho para construir, a base de
las diferencias, su propia imagen de lector y escritor, hasta una premeditada ausencia de pathos,
pasando por la voluntad de emparentar el texto con el kitsch y el pastiche. En El pez en el agua,
aunque hay un dialogo muy sutil con La tía Julia y el escribidor, la máscara es menos evidente y
el sentido dramático, de urgencia y desgarramiento se impone sobre una narración que, como La
tia Julia y el escribidor, apela al humor de modo deliberado. Lo que une a estas dos versiones de
la subjetividad y la vida del escritor es, en esencia, el relato que ambas comparten, más allá de
sus obvias diferencias de estilo: el origen y consagración de una vocación, la literaria, y su
dedicación a ella con un profundo sentido del deber. Y aunque Silvia Molloy, al referirse a los
textos autobiográficos, sostiene que estos “pretenden realizar lo imposible, esto es, narrar la
historia de una primera persona que solo existe en el presente de su enunciación […], esa
imposibilidad cobra forma consistente en Hispanoamérica” (11). A su manera, tanto La tía Julia
y el escribidor como El pez en el agua no parecen ser una excepción a esta aguda observación.
181
CAPÍTULO V
EL AUTOR COMO DIARISTA: LA TENTACIÓN DEL FRACASO,
DE JULIO RAMÓN RIBEYRO
Muchas razones se pueden argüir para demostrar interés en la lectura de los diarios de un
escritor. La mayoría de ellas se ciñe a una sana (o insana) curiosidad, que autoriza a los lectores a
inmiscuirse, a hurgar, a explorar en esta dimensión de la obra que no tiene que ver naturalmente
con la ficción, sino con el supuesto registro real y verificable de la existencia que, en el papel,
contiene todo diario perteneciente al género autobiográfico. Sin embargo, los diarios de escritor
presentan también otras aristas, quizá no tan atractivas para el público general y quizá sí para
lectores algo más especializados. Me refiero a la posibilidad de convertir el diario en un espacio
propicio para la reflexión crítica en torno al género mismo, una especie de exhibición de la
conciencia del diarista, que comenta la lectura de otros diarios y no excluye el suyo propio,
explica decisiones formales, modos de estilo y expresión y otras características saltantes de su
propia escritura diarística, superando así el mero registro cotidiano de la experiencia. Este último
rasgo preside, notoriamente, el conjunto de diarios del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro,
reunidos bajo el título de La tentación del fracaso105. A ello deberíamos añadir la cercana
105
La primera edición conocida de La tentación dle fracaso apareció en Lima, bajo el sello Jaime
Campodónico. Dicha edición constó de tres volúmenes, publicados entre 1992 y 1995. El primer volumen incluyó
los diarios escritos entre 1950 y 1960 y apareció en 1992; al año siguiente salió de imprenta el segundo volumen,
que abarcaba los cuadernos escritos entre 1960 y 1974. Finalmente, en 1995 apareció el tercer volumen, que incluía
los diarios anotados entre 1975 y 1978. El proyecto original de Ribeyro contemplaba la publicación de todos sus
diarios, lo que en sus propias palabras daba para una colección de al menos doce volúmenes. Se trata de los diarios
escritos después de 1978 hasta su muerte, en diciembre de 1994, conocidos en versiones periodísticas como “los
diarios perdidos de Julio Ramón Ribeyro”. En 2003 aparecieron los tres tomos de La tentación dle fracaso reunidos
en un solo volumen (Seix Barral). La tercera reimpresión de dicha edición (2008) es la que usamos y citamos aquí.
182
relación que se puede establecer entre los textos del diario y parte de la propia obra de Ribeyro,
una relación que no esconde un criterio de similitud de estilo e inclusive cierta
intercambiabilidad. Me refiero concretamente a la comparación de algunos pasajes de los diarios
con otros (cosa que haré más adelante) como Prosas apátridas (1975)106 o Dichos de Luder
(1992) e inclusive con el único libro de ensayos que dejó publicado Ribeyro, La caza sutil
(1976). Por supuesto, los diarios de Ribeyro no obvian las penosas circunstancias que a veces
rodearon su escritura, sobre todo por la escasez de dinero y otras estrecheces, que por momentos
dan al diario la fisonomía de una narrativa de supervivencia. Pero puestos los diversos espectros
temáticos presentes en La tentación del fracaso en una balanza, el fiel se inclina por el motivo de
la escritura como algo central, no único ni exclusivo, pero sí fundamental para la comprensión
cabal de la proyección que estos diarios tienen sobre la imagen de Ribeyro. Lo cierto es que en
La tentación del fracaso no queda nada librado al azar. El sentido de organización que tiene el
texto, su estructura, revelan una conciencia vigilante y un estricto control sobre la escritura que
anularían todo lo que de espontáneo o de impulsivo podría esperarse de un diario. Y eso no sería
precisamente un defecto: narrar, incluso en un diario, es dar orden y sentido a la experiencia, por
fragmentaria que sea y dispersa en el tiempo su consignación. En ese sentido, y de ahí su
importancia, el primer diario adquiere el carácter de una pequeña obertura. De alguna manera,
estas primeras anotaciones que sobreviven a la purga del propio autor (en algún momento
menciona que ha destruido los cuadernos anteriores a 1950) proponen los temas centrales en
torno a los cuales girarán los demás diarios, desde la interrogación por la vocación literaria hasta
106
La primera edición de Prosas apátridas (Tusquets, 1975) contenía cien textos numerados. Ediciones
posteriores incluyeron nuevos textos, hasta alcanzar los doscientos. Citamos aquí por la tercera edición (Tusquets,
1986), titulada Prosas apátridas completas.
183
la reflexión sobre la escritura misma, pasando por la experiencia de la lectura y el comentario
autoral, que se irán sumando a otra capa de temas más bien vinculados a la cotidianidad: la
soledad, la observación del entorno, las relaciones con los otros, la insinuación del malestar
físico como una constante de su existencia --lo que dará paso después a un relato sobre su propia
enfermedad, disperso en varias secciones del diario--, la estrechez económica, entre otros
asuntos. Desde la introducción, el propio escritor nos coloca frente a una experiencia fundadora
que, como no podía ser de otro modo, remite a una escena de lectura107. Es significativo que,
como resultado de esa escena de lectura no solamente se despertara la vocación de lector de un
género como los diarios íntimos, sino además afirmara, con el tiempo, esa competencia:
Mi afición a los diarios íntimos data de muy temprano, desde que a los catorce o quince
años leí el de Amiel108, en una edición en dos volúmenes que encontré en casa. El libro
107
Hay una anotación de octubre de 1967 que dice mucho sobre la concepción de la lectura que tiene
Ribeyro y que escapa un poco a la organicidad de la biblioteca que parece reclamar Silvia Molloy. Transcribo aquí
partes de esa entrada: “Yo leo prácticamente todo, quizá porque no puedo aún librarme de una concepción caduca de
la cultura: la del hombre universal, aquel que debe saber todo. Como en esta época es imposible saber todo, lo único
que logro es no saber nada bien y saber todo mal. Nada más desesperante para mí, por ejemplo, que entrar a una
librería, como la Joie de Lire, en el Barrio Latino, con la intención de comprar un libro. Por lo general salgo sin
comprar ninguno porque de inmediato, ante la vista de los libros, mi deseo de posesión se dispersa no sobre varios
libros posibles sino sobre todos los libros existentes. Y si por azar compro un libro, salgo sin ningún contento, pues
su adquisición significa no un libro más sino muchos libros menos […] la causa de todo este mal es la imposibilidad
de establecer entre mis deseos de lectura un orden prioritario, pues nunca he podido deslindar lo que debo saber y lo
que debo ignorar. Y el resultado de todo ello en el plano material es que nunca he podido constituir una biblioteca
orgánica, centrada sobre ciertos temas, autores o épocas, que pueda ir creciendo armoniosamente” (2008: 332).
108 Henri Frederic Amiel (1821-1881). Poeta y filósofo suizo. De madre tuberculosa y padre suicida, Amiel
fue autor de uno de los textos paradigmáticos del género diarístico: Journal intime, que en su versión completa
cuenta con algo más de diecisiete mil páginas distribuidas en doce volúmenes. La publicación del diario, en una
versión de dos volúmenes, fue póstuma: apareció en 1884 gracias a los buenos oficios de Edmond Scherer, amigo
cercano de Amiel. Considerado como un auténtico clásico del diario, la crítica rara vez le ha escatimado elogios,
sobre todo en el ámbito hispano. Como muestra me permito citar un texto de Manuel Toussaint en el que
refiriéndose al diario de Amiel dice lo siguiente: “Amiel descubrió un arquetipo de obra, más variado que unas
simples Memorias, más capaz de contenerlo todo y más susceptible de forma artística” (Toussaint: 422). El propio
Ribeyro menciona en La caza sutil: “La generalidad de su empleo no basta para conferir a una forma de expresión el
rango de género literario: Es necesario que esta forma cuente con un clásico. ¿Quién podría ser el clásico de los
diarios íntimos? EL juicio es casi unánime: Amiel. En el diario de Amiel se reúnen todos los elementos que podrían
184
me apasionó y a partir de entonces leí cuanto diario cayó en mis manos: diarios de poetas,
de pintores, de músicos, de políticos, de viajeros, así como de cortesanas, de policías o de
rateros. Con el tiempo logré reunir una apreciable colección y me convertí, sino en un
erudito, en un buen conocedor de la materia (2008: I).
La experiencia con el diario de Amiel no se reduce únicamente a servir de primera piedra
de lo que será después un notable expertisse como lector; es preciso notar que al tiempo en que
esta “afición” se va haciendo cada vez más sólida el propio Ribeyro se interna en la tarea de
escribir él su propio diario, hacia fines de la década de los años cuarenta, como él mismo precisa.
Confiesa que inicialmente sus entradas eran esporádicas y por lo general de gran brevedad, pero
paulatinamente irían ganando extensión y regularidad, al punto de, por épocas, convertirse en
actividad cotidiana. Y no exagera Ribeyro cuando asegura haberse convertido, al paso de los
años, en un verdadero experto en materia diarística. Así lo atestiguan no solo el hecho de haber
empleado su propio diario para ofrecer digresiones y comentarios críticos sobre el género
(incluyendo a La tentación del fracaso en más de un ejemplo) sino también el excelente ensayo
que forma parte de su libro La caza sutil, en el que examina temas vinculados a la tradición y
práctica de este tipo de escritura. En dicho artículo109, escrito en 1953, Ribeyro plantea
importantes reflexiones sobre la escritura de diarios y que, de más de un modo, respaldan la suya
propia. Una de ellas, el señalar la inexistencia, en ese entonces, de un estudio sistemático de este
constituir un diario íntimo ideal. Si a esto añadimos sus cualidades estrictamente literarias, comprenderemos por qué
Maurice Chapelan lo califica como ´monumento único de la lengua francesa´, digno de figurar al lado de Montaigne
y Pascal” (1976: 12).
109 Sobre este texto ha comentado Giovanna Minardi: “Este breve artículo que si bien falla al final por
cierta premura de juicio atribuible a la juventud, ofrece, sin embargo, la idea de una persona sensible a ciertos
aspectos que hoy día agobian a los estudiosos de este género: la autonomía y la legibilidad del diario, el diario como
texto y no solo como ´desahogo personal´. Ello aporta a la literatura una forma que es la de la ruptura, la
discontinuidad y la fragmentación del discurso” (Minardi, 92).
185
género discursivo, pese a la existencia de Les journaux intimes (1952), de Michele Leleu, que
Ribeyro menciona en su limitación central: “aborda el estudio de los diarios íntimos solo desde
el punto de vista caracterológico y deja intactos una serie de temas que pertenecen al dominio de
la historia y la crítica literarias” (1976: 9). Ribeyro discute la definición del diario como género
literario y comienza por establecer su propio concepto de género como “una forma de expresión
literaria que obedece a ciertas reglas intrínsecas y formales que la individualizan y la convierten
en un instrumento autónomo de comunicación, capaz de vehicular una visión de la realidad”
(1976: 9). A renglón seguido, Ribeyro enumera las que serían para él las convenciones centrales
del género. La primera de ellas, la cotidianidad, entendida como cierta periodicidad en sus
anotaciones, sin excluir algunas irregularidades o interrupciones (1976: 9-10). Del mismo modo,
Ribeyro precisa distinguir el diario íntimo como forma autobiográfica del diario empleado como
forma ficcional. La cotidianidad, para él, no es privativa del diario íntimo, pues existen novelas
escritas a modo de diario y que constan de anotaciones que además de contar con una fecha,
pueden ser también cotidianas110. Sin embargo, hay una diferencia radical entre ambas y es que
110
En ese mismo sentido alude a la correspondencia o género epistolar, dotado también de fecha y, en
muchos casos, de carácter cotidiano. En ese sentido observa, marcando una vez más las diferencias con la ficción:
“Las relaciones entre los diarios íntimos y la correspondencia son en cambio más estrechas. Exagerando un poco,
podría decirse que las páginas de un diario son cartas que el autor se dirige a sí mismo y que las cartas son páginas
de un diario que se dirigen a una persona. Aparte de ese tono de confidencialidad que es común a ambos géneros, la
sustancia misma de que se nutren es semejante: reflexiones sobre sí mismo y sobre los demás, comentarios sobre
libros o espectáculos, evocaciones y proyectos, alusiones al tiempo y a la salud física, referencias a los hechos de
actualidad, descripciones de ciudades y paisajes, etc. Es ilustrativo en este sentido el paralelismo que hay entre los
diarios y la correspondencia de ciertos autores, como el caso de Víctor Hugo, André Gide, Kafka, al punto que a
menudo repiten en uno de estos géneros lo que ya han expresado en el otro. Lo que permite sin embargo distinguir
estos dos géneros es la diferencia de destinatario. En las cartas el destinatario está individualizado. En los diarios
íntimos, la situación es distinta: o no existe destinatario o el destinatario es todo el mundo. Los ejemplos típicos de
los diarios sin destinatario son los de Benjamín Constant, Stendhal, Pepys, que sus autores jamás pensaron en
publicar. El caso contrario sería el de los diarios de André Gide, Ernst Jünger, Julien Green, que publicados en vida
de sus autores se dirigen al público en general y están exonerados de todo carácter secreto” (1976: 10-11).
186
el diario íntimo en su faceta autobiográfica opera sobre la base de un “principio de veracidad” o
por lo menos de su presunción. En relación a la lectura del diario este principio es importante y
así lo señala: “Es necesario admitir a priori que los hechos consignados en el diario son
verdaderos. Queda luego al arbitrio del lector o del erudito demostrar lo contrario” (1976: 10).
Este rasgo se complementa con uno más, que marca distancia evidente con el diario en tanto
forma ficcional: “en los diarios íntimos el personaje central es siempre el autor” (1976:10), algo
que no necesariamente puede decirse de todas las novelas escritas bajo esta forma. Por último,
advierte Ribeyro que en el diario íntimo, a diferencia del diario empleado como forma ficcional,
no existe la idea de una trama preconcebida (1976: 10). Si bien esto no anula del todo las
ambigüedades que puede presentar (y de hecho presenta) el discurso autobiográfico, por lo
menos plantea una frontera discernible entre dos tipos de discurso que apelan a la misma forma
textual, pero a distintos órdenes de referencia. A estos dos primeros rasgos, cotidianidad y
veracidad, suma un tercero, al que concede además una importancia fundamental: la libertad de
composición “o, en otras palabras, la casi inexistencia de una técnica específica del diario
íntimo” (1976: 11). Empero, esta libertad, que Ribeyro considera un asunto central plantea
también un problema, en el sentido de que “para redactar un diario íntimo solo es necesario
someterse a los requisitos de la periodicidad y la veracidad. No es necesario vencer una etapa de
aprendizaje, llegar a dominar el oficio, como lo exigen escribir una novela o una obra de teatro.
De aquí se desprende la gran variedad de diarios que hasta la fecha se han escrito, lo que
dificulta enormemente su clasificación” (1976: 11). Así, encuentra Ribeyro que la forma del
diario íntimo se desplaza por un amplio abanico de temas, desde el registro de la vida amorosa
(en el que coloca a Louis de Hompesch como ejemplo), de la experiencia política (Jacques
187
Bainville111 uno de sus exponentes), de las peripecias de viaje (aquí el autor destaca a Eugene
Fromentin112), de la vida literaria (propone el diario de los hermanos Goncourt113), de la guerra
(como es el caso de Ernst Junger114) o un diario de reflexión artística como el que escribió el
pintor Paul Klee115. “Así --señala Ribeyro--, la enumeración puede proseguir hasta abarcar la
mayoría de los aspectos de la actividad humana” (1976: 11). Es natural, en este horizonte
temático casi sin límites, que el diario tolere diversos tonos y estilos, pero en ello no ve Ribeyro
una anarquía, como podría parecer a simple vista: “Todos los diaristas han poseído por lo menos
esa cualidad que Charles Du Bos116 denominaba ´sentido del fragmento´, capacidad preciosa para
expresar en breves palabras, y con claridad, una idea, una emoción o un sentimiento” (1976: 11).
Por último, la libertad de composición que plantea Ribeyro puede pensarse también a partir de su
propia práctica en La tentación del fracaso. En primer lugar se puede advertir que no hay un
111
Político francés (1879-1936), seguidor de Maurras y de clara tendencia monárquica, famoso también por
su germanofobia. De tendencia ultracatólica y fascista, Bainville fue uno de los líderes del movimiento nacionalista
y antisemita Action Française, fundado en 1899 por Maurice Pujo y Henri Vaugeois.
112 (1820-1876). Pintor y escritor francés que recorrió Argelia y otras regiones de África, retratando en
dibujos y pinturas la vida cotidiana de esos lugares, así como registrando esa experiencia en un diario.
113 Edmond (1822-1896) y Jules de Goncourt (1830-1870). Considerados precursores del naturalismo.
Charles Demailly, su primera novela, apareció en 1860. Otro título importante en al ficción de los Goncourt es
Madame Gervaisais, publicada en 1869.
114 Escritor alemán (1895-1998). Vinculado al nacionalismo conservador alemán y a sus figuras, entre ellas
Oswald Spengler, rechazó el nazismo y reivindicó un ideario que mezclaba ideas aristocráticas y anarquistas. Su
diario es considerado una obra maestra del género.
115 (1879-1940). Artista plástico suizo-alemán que logró conjugar en su trabajo diversas influencias, entre
ellas el expresionismo, el cubismo y el surrealismo. Los diarios de Klee se consideran documentos de gran
importancia para el estudio de la teoría pictórica y a menudo se los ha comparado con los escritos de Leonardo da
Vinci.
116 (1882-1939). De madre inglesa y padre francés, fue un destacado ensayista, formado en Oxford, autor de
numerosos trabajos críticos en los que abordó a diversos autores de las literaturas francesa e inglesa, como Flaubert,
Shelley, Shakespeare y Mérimée. Comenzó a escribir su diario en 1908, cuyas entradas destacan por su brevedad y
virtuosismo estilístico.
188
estilo uniforme en los textos del diario y que sus formas son igualmente diversas. Ribeyro
consigna uno que otro poema, aforismos, microcuentos, esbozos de cuentos y ensayos,
observaciones sobre su propio trabajo, comentarios autoriales (lecturas, segmentos de autocrítica,
etc.) y eso va acompañado de todo aquello que podríamos denominar su experiencia cotidiana y
doméstica. Como último rasgo central, Ribeyro apunta la cuestión de la incompletitud de los
diarios y de que lo que allí se dice “ha sido más que fruto de una elección marca de un destino”
(1976: 11) y de allí “el sentimiento de inseguridad, de incertidumbre y de desamparo que palpita
en todo auténtico diario íntimo” (1976: 12). A pesar de ello, al momento de escribir este texto, a
inicios de la década de 1950, Ribeyro advierte una paradoja que fórmula en estos términos: que
el diario íntimo se ha convertido en una práctica tan común entre los escritores franceses de ese
momento y es un producto que goza de tanta cotización en el mercado literario francés, que
“corre el riesgo de convertirse en el menos íntimo de los géneros literarios”. Inclusive, comenta,
“en Francia se creó, hace algunos años, un premio al diario íntimo” (1976: 12)117. Termina
Ribeyro esta amplia y aguda reflexión sobre el diario íntimo preguntándose sobre los orígenes
históricos del género y las circunstancias culturales y sociales que podrían ayudar a explicarlos.
Este es, según él, uno de los problemas no resueltos por los estudios sobre el diario íntimo.
Ribeyro aventura una breve y sugerente explicación que apuntamos aquí:
El diario más antiguo del que se tiene conocimiento se remonta al siglo XV, Journal d´un
bourgeois de Paris (1405-1449), pero es en el siglo XVI cuando aparecen diarios
realmente importantes, como el de Alberto Durero (1530) y el de Montaigne (1580). En
lo referente al contexto histórico, se ha pretendido relacionar la aparición de este género
con el fenómeno del protestantismo, en la medida en que este movimiento religioso, con
117
Recordemos que el escritor polaco Witold Gombrowicz (1904-1969), que vivió 25 años en Buenos
Aires en sus Diarios 1953-1969 se planteaba también este dilema: “¿Para quién escribo? Si escribo para mí, ¿por
qué va a la imprenta? Y si es para el lector ¿por qué finjo dialogar conmigo mismo?” (Gombrowicz: 13).
189
su teoría del libre examen, favoreció la técnica de la introspección y el nacimiento de la
noción de persona. Hipótesis interesante y que explica tal vez en parte por qué motivo en
Hispanoamérica, donde el protestantismo no llegó a arraigarse, no se han escrito casi
diarios íntimos (1976: 12-13).
Lo interesante de resaltar aquí, volviendo a la introducción del autor a La tentación del
fracaso es el detalle del proceso de una transformación en la relación del autor con sus diarios,
proceso en el que nada parece quedar sin explicación: el paso de la lectura de diarios a la
escritura del suyo propio es seguido por otra revelación, que tiene que ver con el carácter con el
cual el escritor asumió la tarea de acometer su diario íntimo:
El diario se convirtió para mí en una necesidad, en una compañía y en un complemento
de mi actividad estrictamente literaria. Más aún, pasó a formar parte de mi actividad
literaria, tejiéndose entre mi diario y mi obra de ficción una apretada trama de reflejos y
reenvíos. Páginas de mi diario son comentarios a mis otros escritos, así como algunos de
estos están inspirados en páginas de mi diario (2008: 1).
Nótese que al inicio de esta declaración, el diario tiene para su autor funciones más bien
supletorias o laterales: “necesidad”, “compañía” y “complemento”. En un primer momento de
este proceso, Ribeyro parece no tener todavía clara conciencia del potencial que representa, en
términos de estilo y en términos de incorporar a las convenciones clásicas del diario otras reglas,
acaso más personales e inspiradas en modelos más cercanos al “fragmento” o al “carnet”, lo que
termina por desplazar la idea del diario íntimo y consagrar la de “diario de escritor”. El autor
cobra conciencia del valor de esta escritura, secreta, marginal respecto al corpus ficcional de su
obra y pasa a ser “parte de mi actividad literaria”. La tentación del fracaso adquiere entonces la
misma jerarquía que la “otra” obra de Ribeyro, compuesta de cuentos, piezas de teatro, novelas,
ensayos y dos libros cuya filiación es todavía asunto de discusión pero que colocan a Ribeyro en
un plano singular: Prosas apátridas y Dichos de Luder, textos cuya relación con La tentación del
190
fracaso ha examinado muy agudamente Peter Elmore en su libro El perfil de la palabra,
dedicado al estudio de diversos aspectos de la obra narrativa de Ribeyro, un tema que
mencionaremos más adelante. Algo que cobra relevancia es no solamente el hecho de que
Ribeyro reflexionase con detalle sobre la escritura de un diario y que enumerase las que para él
serían las convenciones o rasgos centrales de dicho género, sino también que él mismo observase
estos principios en la escritura de su propio diario íntimo, que utilizó, en más de una ocasión,
como un espacio para continuar sus reflexiones personales sobre este tipo de discurso. En el
prólogo a La tentación del fracaso, incluso, advierte con ironía que “el diario íntimo es una
ocupación peligrosa, que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un
soliloquio estéril y secreto” y además que la escritura del diario puede funcionar como coartada
para que el escritor abandone otros proyectos, pues a veces el diario “termina por suplantar a la
obra potencial que conteníamos” (2008: 2). La primera anotación de La tentación del fracaso
lleva como fecha el 11 de abril de 1950 y la anotación del 5 de diciembre es la primera de
muchas otras que se referirán al diario mismo y su escritura, en una suerte de ejercicio de
autorreflexión, relectura y comentario. Cito íntegramente esta primera entrada: “He releído un
poco mi diario. Hay en él páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo
comenzado. Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente redactados, donde la
insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero” (2008: 9). La relectura
del diario parece constituir una operación convencional y muy frecuente entre diaristas, mucho
más que la rescritura, como sugiere Alex Aronson: “Diaries are rarely rewritten though they are
frequently reread. As an aid to memory, and not only in old age, they are of considerable interest.
The effect on the writer is generally deeply disturbing, for things long forgotten are being
191
recalled with a vividness that makes them part of a newly discovered reality at the moment of
reading” (XV). No es de extrañar, entonces, que Ribeyro mencione con cierta frecuencia en La
tentación del fracaso que está “releyendo” o “revisando” lo anotado en sus diarios. Así, por
ejemplo, en la anotación del 22 de julio de 1969, se lee:
Relectura de mis “diarios íntimos” que hoy me llegaron de Lima. Diarios discontinuos
que abarcan diez años: de 1950 a 1960, esto es, Lima, París, Madrid, Munich, París,
Amberes, Berlín, Ayacucho, Lima. Los primeros de estos diarios, de 1950 a 1955, están
ya irremisiblemente condenados y serán arrojados al fuego […] Lo que más me ha
sorprendido en estos diarios es la cantidad de cosas que uno olvida (hay iniciales e
incluso nombres que ahora no me dicen nada), la fugacidad de los sentimientos (desvelos
y quejas por pasiones ya extinguidas) y la persistencia de los rasgos caracterológicos, de
mis rasgos (desorden, improvisación, despilfarro, incapacidad de integración, etc.).
Literariamente no tienen tal vez otro interés que el haber sido escritos por un escritor
(2008: 353).
Aronson añade que “during the act of rereading one´s journal, the character of the writer
is revealed in unmistakable way. This resurrection of incidents, encounters, loves and
friendships, occasionally produces an awareness of one´s past inmaturity, of the price one had to
pay for youthful impulsiveness, and, not least of all, of things ill done or for the wrong motives”
(XV). Y acaso eso ayude a explicar la entrada del diario que sigue a la citada anteriormente,
luego de un silencio de aproximadamente tres meses, fechada el 12 de febrero de 1951, que a la
letra dice: “Estoy decidido a liquidar de una vez por todas este diario. No puedo escribir una
página más en él. Ha sido una ocupación inútil. Basura, como todo lo que he escrito fuera de él.
No me ha de servir a mí ni ha de servir a nadie. Más tarde lo reduciré a cenizas […]” (2008: 9).
Curiosamente, este rasgo aparece también en el Diario íntimo de Amiel, texto que en más de un
sentido fue un modelo para Ribeyro. El 28 de abril de 1850, Amiel escribe: “Acabo de releer
hacia atrás las páginas de este mes. Lo que hace tedioso este diario es lo mismo que hace tediosa
mi vida: la eterna y detestable recaída sobre mí mismo; pero de otro modo ¿sería un diario
192
íntimo?” (61). Y un poco más adelante nos encontramos con esta declaración: “Releído todo este
cuaderno del diario íntimo, añadiendo notas marginales. Me han llamado la atención en esta
lectura dos cosas: mi poca memoria, pues había olvidado multitud de cosas escritas y sentidas
por mí mismo; y el ritmo saltarín que tiene esta apreciación diaria hecha por una naturaleza
móvil” (62). El 24 de febrero escribe Ribeyro con entusiasmo sobre un cuento que ha terminado,
titulado “La encrucijada”, pero a renglón seguido añade: “Quisiera saber más, escribir algo
importante, pero he perdido mucho tiempo […] yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno,
luchando contra el estilo, contra el pensamiento, contra la belleza, sin poder hacer nada,
vencido…” (2008: 10). En varias ocasiones se referirá Ribeyro al diario, al igual que Amiel,
como una especie de lastre y deja latiendo la posibilidad de no continuarlo o de destruir lo escrito
en él. Así, el 20 de mayo de 1951, por ejemplo, anota: “Quiero terminar este cuaderno con una
página que espero sea definitiva. No quiero continuar este diario. Gregorio Marañón me ha
abierto los ojos a una realidad presentida: ´todo diario es un lento suicidio´. Soy un cobarde para
quitarme la vida. Por lo demás, mi ´yo´ es un motivo decepcionante de observación” (2008: 13).
Lo que sigue ante los ojos del lector es un silencio de cinco meses luego del cual el diarista
retoma la escritura para apuntar, el 19 de octubre: “Cuando uno se ha acostumbrado al diálogo
interior, es doloroso interrumpirlo” (2008: 13). Desde el inicio, La tentación del fracaso muestra
el desánimo como un tono constante en el diario. Y ese desánimo va acompañado de implacables
comentarios del autor respecto de sí mismo, en una suerte de ceremonia de auto-flagelo en que
Ribeyro se somete rigurosamente a su propia condena. Esto, más allá de revelar las
contradicciones de un escritor joven que quiere procurarse un camino en la literatura, demuestra
en el joven Ribeyro un alto grado de conciencia en relación con la escritura. Esas autocríticas
193
hirientes prueban, en más de un sentido, que la escritura ocupa un lugar central en su existencia y
que ese lugar demanda una dedicación distinta, de orden superior, una dedicación que no puede
dársele en la misma proporción a ninguna otra ocupación que no sea la creación con las palabras.
De ahí que, precisamente, observe Susana Zanetti que
Ni las tratativas con los editores, las discusiones o los acuerdos por derechos de autor, ni
la recepción crítica de sus libros son tema recurrente del diario. Escéptico convencido,
tiende a compartir fraternalmente la desesperanza de los personajes de sus ficciones,
marginales y solitarios como él, al mismo tiempo que comparte también los sentimientos
de voluptuosidad de “estar solo consigo mismo” de Musil (Zanetti, 65).
La preferencia del autor por géneros menores, laterales o marginales, tiene un correlato
en su propia estrategia de autorrepresentación: el autor no es un sujeto que se relaciona
fluidamente con su entorno social, es preferentemente representado como un ser solitario y con
una marcada tendencia a la reflexividad; sus aspiraciones literarias parecen ir en sentido
contrario al éxito o el mercado, lo que naturalmente provee a su figura de un marco ético
particular: la escritura se presenta como deber inexorable, sin importar en qué condiciones se
ejerza. En lo referente a esta postura de severa autocrítica, hay un pasaje en que esta aparece,
pero de manera singular, porque rompe el hábito de la escritura en primera persona e introduce el
vocativo para referirse a sí mismo, el 1 de abril de 1951:
¿Tienes acaso inventiva, talento creador, clarividencias o fuerza dramática? No, no tienes
nada de eso. Y así quieres vanagloriarte de hallazgos y así quieres escribir y así continuar
alimentando sueños de literatura. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué perseveras en una empresa
tonta, ajena y sin porvenir? ¿Qué te fuerza a ello? Fuera de Perucho, que es tu amigo, no
has recibido una palabra de aliento, no has encendido ni un ápice de admiración. Eres
pedestre, vacío, apagado, sin originalidad. Tal vez poseas un poco de observación, algo
de estilo, unos granos de ironía, pero todos esos ingredientes solo sirven para hacer
mixturas anticuadas y son inútiles para construir un cuento moderno (2008: 12).
194
El diario sufre constantes interrupciones, unas más largas que otras. Algo que
encontramos con frecuencia es el detalle del estado de ánimo del autor, asfixiado por la estrechez
económica, la autoexigencia constante y, por supuesto, el registro de las interrupciones y
recomienzos del diario. Ribeyro cierra su primer cuaderno el 13 de octubre de 1952, una semana
antes de embarcarse a Europa, en lo que será su primera aventura trasatlántica118. Esa entrada es
interesante en la medida en que añade un motivo que analizaremos más adelante en este capítulo:
la enfermedad, el registro de síntomas físicos, de males que irán acosando al autor. Así, por
ejemplo, en esta entrada que clausura la primera etapa del diario, leemos: “La úlcera al duodeno,
las almorranas, las opresiones nocturnas, todo lo que me atormenta en estos días, debe tener
alguna finalidad o merecer alguna recompensa. No se puede sufrir impunemente” (2008: 18). El
siguiente cuaderno se abre en París, el 3 de agosto de 1953. Nótese que ha transcurrido casi un
año desde la última anotación y en este reencuentro con la escritura íntima Ribeyro vuelve a
ocuparse, precisamente, de eso: “Aquí en París, faltando poco para cumplir los 24 años, he
querido reiniciar este diario, después de un año de silencio y de una vida un poco más expansiva
y volcada hacia el exterior” (2008: 21). Por primera vez, además, Ribeyro planteará la tensión
que cree ver entre el diario de escritor y el diario íntimo, como si se tratara de dos órdenes
radicalmente opuestos. Así, por ejemplo, nos dice en referencia al acto de acometer el diario:
“Quiero tan solo anotar algunas impresiones fugaces que más tarde placería recordar, estimular
118
Las interrupciones al interior de cada diario no obedecen o no parecen obedecer ningún criterio, lo cual
nos deja pensar que su ejercicio depende exclusivamente de la voluntad y el estado de ánimo del diarista.
Simplemente hay cosas que se anotan y se les atribuye una fecha; otras, en cambio, no llevan esa marca temporal y
quedan simplemente como “anotaciones sin fecha”. En cambio, lo que sí parece obedecer a cierta una pauta
estructural es que, en la mayoría de casos, entre diario y diario, hay una experiencia de desplazamiento.
195
un poco mi reflexión sobre ciertos tópicos que el pensamiento meramente pensado no alcanza a
sistematizar, hacer un poco de ejercicio de estilo y sobre todo reunir material --frases,
descripciones, ideas-- aprovechables más tarde en mis artículos o creaciones literarias” (2008:
21). En el párrafo siguiente de esta declaración --que podría pasar por una versión sintetizada de
su poética del diario de escritor --en el sentido de usar el diario como depositario de “borradores”
o cuaderno en el que conste la “cocina” literaria del escritor--, Ribeyro confiesa: “Muchas son las
experiencias que he tenido antes, en el transcurso y después de mi viaje a Europa. Libros,
amigos, ciudades han desfilado delante de mí con su pequeña carga de enseñanzas. Alguna vez
estuve tentado de reseñar algunas de esas experiencias, pero el temor de caer nuevamente en el
diario íntimo me detuvo. Ahora lo lamento. Momentos preciosos para mí han muerto o yacen
confundidos en la maraña de mis recuerdos” (2008: 21, énfasis nuestro). Hay momentos en que
la sequía creativa se expresa junto con el hastío de escribir el diario, lo que plantea naturalmente
una relación irónica, un distanciamiento entre el diarista y su registro de experiencias:
“Proliferación de ideas, pero incapacidad para transcribirlas o mejor dicho degoût por el acto
mecánico de escribir. Éste se debe en parte a la lectura de Valéry --que ha exacerbado mi
desconfianza en las palabras-- pero también a la especie de náusea que me producen los diarios
íntimos. Cada día los encuentro más disparatados, más inútiles” (10 de mayo de 1956, 105,
énfasis nuestro). En la misma anotación, a renglón seguido, plasma un comentario de lectura, de
lectura de un diario, valga la redundancia:
Ahora estoy sumergido en el tomo II del diario de Stendhal. En realidad, estoy por darle
la razón a Víctor Li: el diario no es un género literario. El diario de Stendhal sería ilegible
si su autor no lo fuera igualmente de Rojo y negro, Lucien Lewen, etc. El novelista ha
despertado la curiosidad acerca del hombre y el hombre es por momentos antipático. En
196
las quinientas páginas que he leído no ha hecho otra cosa que tratar de sot119, plat120,
nigaud121, bête122 o sans esprit123 a todos sus amigos, parientes, contemporáneos (105-
106).
Serán varias las ocasiones en que Ribeyro comente la lectura de otros diarios, como en
esta anotación, en la que se refiere con mucho entusiasmo al diario de Charles Du Bos:
No he encontrado hasta el momento un journal donde haya acumulada tanta inteligencia
en “estado puro”, para utilizar una fórmula cara a su autor. Es el caso único de un
mecanismo cerebral en movimiento perpetuo. Me da la impresión de que Ch. Du Bos
respiraba por el cerebro, es decir, que vivía en un constante proceso de inspiración y
expiración de ideas, cuya interrupción podría ocasionarle la asfixia. Es el último caso
también --o uno de los últimos-- de un hombre de letras, a la manera clásica, que vivió
toda su vida entre sus autores, sus libros, sus elucubraciones, como un químico vive entre
sus elementos (10 de noviembre de 1955, 87).
En cuanto a su propio oficio como diarista, la actitud de Ribeyro oscilará siempre entre
declaraciones de la “inutilidad” de escribir un diario y pequeñas epifanías, pequeños momentos
de revelación que iluminan el sentido que puede tener esta tarea. Un ejemplo de esto sería la
anotación del 30 de setiembre de 1955: “Relectura de las últimas páginas de este diario. Creo
haber encontrado la razón intrínseca de los diarios íntimos: tenerse a sí mismo por interlocutor”
(80). O cuando, el 10 de mayo de ese año anota: “Los verdaderos diarios íntimos son el
testimonio de lo que penetra, se ordena y transfigura en ese ámbito profundo y muchas veces
inescrutable que se denomina ´intimidad´” (63).
119
Tonto, mentecato, necio.
120 Plano, llano, sin gracia.
121 Atontado, bobo.
122 Bestia.
123 Carentes de espíritu.
197
En otros momentos, en cambio, propone una escena en la que el autor relee, ordena o
corrige sus diarios, pero esta escena va marcada por lo general de una feroz autocrítica, como se
consigna el 8 de enero de 1960:
Relectura de mi diario, un poco a vuelo de pájaro, deteniéndome aquí y allá. Empecé por
el cuaderno más viejo: el del año 1950. Hace algún tiempo destruí los de los años 47, 48
y 49 que estaban dedicados en su mayor parte a comentar los libros que leía. El cuaderno
del 50 es casi ilegible, salvo cuatro o cinco páginas que no he tarjado. El cuaderno verde
de París es interesante, pero tiene mucha basura. El cuaderno verde de Münich es flojo.
Las páginas de Mortsel están mejor (209-210).
La cita nos lleva a pensar que a pesar de la actitud irónica --o cualquier otra distancia que
el escritor tome frente a su propio diario--, de lo que se trata es de plasmar en un gesto su
conciencia de la escritura, una inflexión que dice mucho sobre la circunstancia misma de ser
diarista y las contradicciones o paradojas que ello encierra. Por otro lado, revela en qué consiste
precisamente la “libertad de composición” que señalaba Ribeyro en el artículo que hemos citado
anteriormente, donde aborda las convenciones centrales del género, libertad que por cierto solo
es posible en el diario de escritor. Así, si bien el diario de Ribeyro no descuida la experiencia
cotidiana, no hace de esta su motivo central; más importantes son otras dimensiones de la
experiencia y la vida, sobre todo las ligadas a la actividad intelectual y literaria, a la formación
de un estilo o a la certidumbre de una conciencia artística. El diario admite entonces el
comentario de lecturas de otros, la relectura de la propia obra, el registro de ideas y proyectos de
escritura, ensayos fragmentarios de lo que podría constituir una verdadera “poética narrativa” y,
además, como se lee en lo que sigue de la anotación citada, la consideración del diario mismo
como parte de la obra literaria del autor y como parte, también de la conjunción entre los ámbitos
de la obra y la vida:
198
Solo entonces comencé a darme cuenta de que el diario formaba parte de mi obra y no
solamente de mi vida. Los mejores son los diarios de Berlín y Lima a mi regreso. En ellos
creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo, que
interesa no solamente como testimonio sino también como literatura. Si continúo por el
mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más
importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente (210).
El 3 de agosto de 1957 encuentro una anotación muy sugerente, referida a la idea de la
trascendencia literaria y su ligazón con lo autobiográfico. Anota Ribeyro:
En realidad --tengo casi la evidencia-- si alguna vez escribo un libro importante, será un
libro de recuerdos, de evocaciones. Este libro lo compondré no sólo con los fragmentos
de mi vida, sino con los fragmentos de mis estilos y de todas mis imposibilidades
literarias. Un libro de memorias --en un grado mucho mayor que la novela-- es un
verdadero cajón de sastre. En él caben las anécdotas, las reflexiones abstractas, el
comentario de los hechos, el análisis de los caracteres, etc. Es un libro, además, sin
problemas de composición (151-152).
El diario abunda también en anotaciones que enfatizan la radical separación existente
entre el mundo de la escritura y la ficción y la vida cotidiana y real. Por supuesto, Ribeyro no
solo consigna la conciencia de esta separación de mundos, también nos deja ver la perturbación
que esto le produce: “Cuando confronto mi vida cotidiana --lecturas, meditaciones, páginas de
crítica, líneas añadidas a mi novela-- con lo que sucede fuera de mi ventana, con lo que sucede
implacablemente cerca y lejos de mí, no puedo evitar un sentimiento de angustia, de pesar, de
(palabra horrible) descorazonamiento”124 (17 de abril de 1956, 103). La mirada sobre sí mismo,
en estos diarios, está cargada de una absoluta falta de autocomplacencia, todo lo contrario a lo
que ocurre en una autobiografía inconclusa, titulada, a secas, “Ancestros”, presentado más bien
124
Sentimiento similar es el que nos deja ver Franz Kafka en sus Diarios, cuando anota el 18 de diciembre
de 1910: “Que si no me libero de la oficina estoy simplemente perdido, es para mí una verdad de claridad meridiana;
solo se trata de mantener mientras pueda la cabeza erguida para no ahogarme. Hasta qué punto esto será difícil, la
cantidad de energías que esto me absorberá, lo demuestra desde ya el hecho de que hoy no haya podido cumplir con
mi nueva resolución de escribir desde las ocho hasta las once, de que en este momento ni siquiera lo considere un
desastre tan grande y de que solo escriba rápidamente estas pocas líneas para poder ir a acostarme” (23).
199
como un relato genealógico y de linaje. En su diario, en cambio, Ribeyro suele mirarse en el
espejo del fracaso y la soledad y son realmente pocos los momentos en que su actividad como
escritor es representada sin estas marcas de autoflagelamiento: “Cuando tenía doce años me
decía: algún día seré grande, fumaré y me pasaré las noches en un escritorio, escribiendo. Ahora
soy ya un hombre, estoy fumando, sentado en mi escritorio, escribiendo, y me digo: cuando tenía
doce años era un perfecto imbécil” (13 de enero de 1962, 257). No menos irónicas o
autocomplacientes pueden ser las alusiones a otros autores. Hay una anotación, por ejemplo,
donde se consigna la lectura de Sociología del Perú125, un texto de Roberto Mac Lean y Estenós,
y allí nos dice Ribeyro: “Como autor es un producto típicamete peruano: contradictorio,
monstruoso, inacabado. Al lado de páginas de gran lucidez, de análisis justos y ejemplares, se
leen juicios torpes, falsos, dictados por la pasión o el rencor” (6 de julio de 1965, 303). Otro
aspecto interesante es la proximidad de estilos que se evidencia entre algunos fragmentos del
diario y Prosas apátridas. La explicación más sencilla satisfaría la primera curiosidad: como el
mismo autor se encarga de dejar anotado, la escritura de Prosas apátridas fue paralela a la de las
entradas correspondientes a La tentación del fracaso. Así, por ejemplo, en la entrada del 19 de
abril de 1955 aparece la descripción de un proyecto de escritura con título diferente pero que
parece indicar el germen de Prosas apátridas: “He contemplado la posibilidad de llevar adelante
mi librito El cuaderno del insomne, pequeños fragmentos escritos en noches de vacuidad y de
desvelo, un poco dentro del espíritu del Spleen de París, de Baudelaire” (104). Finalmente, se
alude directamente a un proyecto bajo el título Prosas apátridas en la entrada del 4 de abril de
1970, donde se lee lo siguiente:
125
Publicado en México, en 1959, por la Universidad Nacional Autónoma de México.
200
Revisando mis papeles en esta mañana de primavera tardía. Certidumbre de que si quiero
proseguir mi carrera literaria sin caer en un período de receso o quizás de clausura tengo
que darle forma a lo informe. Miles de hojas dobladas, tarjadas, mezcladas. Su lectura
atenta exigiría meses de trabajo. Y su selección y copia en limpio uno, dos años. Hasta
ahora sólo he logrado recopiar una cincuentena de páginas de notas, bajo el título de
Prosas apátridas (365).
De hecho, entre La tentación del fracaso, Prosas apátridas y Dichos de Luder no
solamente existe un sistema de vasos comunicantes y referencias comunes sino también una
coincidencia formal, que consiste en el empleo preferente del fragmento como forma discursiva.
En los tres textos, más allá de sus diferencias de orden y sentido, hay una evidente predilección
por la composición fragmentaria del discurso bajo diversas modalidades: aforismo, microcuento,
microensayo, apunte, carnet. De ahí que si hay algún tipo de “contagio” entre estos textos, esto
no resultaría un hecho particularmente extraordinario. Lo que queda en un terreno inaccesible, en
todo caso, es saber a ciencia cierta si algunos de los textos de Prosas apátridas fueron en su
origen anotaciones del diario que luego su autor decidió trasladar o si en algún momento ocurrió
el desplazamiento contrario. Solamente para ilustrar esta circunstancia, transcribo aquí una
anotación del diario que, como veremos después en la comparación, guarda una asombrosa
similitud de estilo con los textos que conforman Prosas apátridas. En efecto, muy
tempranamente en el diario, el día 1 de abril de 1953 leemos:
La felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que producen
el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia conciencia reflexiva, nos
aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia: horrible enfermedad que le ha
sobrevivido al género humano. ¿La suprema felicidad la constituye la muerte?
Conclusión ilógica. El hombre necesita de la conciencia para darse cuenta de que ha
carecido de ella, vale decir para comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener
conciencia de nuestra felicidad para que ésta tenga alguna significación. Pero apenas nos
percatamos de nuestra felicidad ésta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un
conjuro que desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y
felicidad se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra (34).
201
En tanto, en la prosa numerada con el 129 se lee:
Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se
puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi
está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda,
una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un
portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no
hemos traído paraguas. Recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil
que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos accidentes que en el curso de
un mes se dan aisladamente, se concentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el
mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el
color negro. Extrapolando esta observación de una jornada a la escala de una vida, es esa
falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a
otros una mala vida (1986: 128)
Es evidente que los dos textos muestran más de una afinidad. Y a tal punto que, si no
supiéramos que pertenecen a conjuntos distintos, la tentación de pensar que son parte de un
mismo texto no sería en absoluto descabellada. Hay un modo de ordenar las frases, un tono de
sutileza reflexiva, una preocupación común (la felicidad y su percepción) y un final entre
adversativo y sentencioso, no exento de ironía, común a ambos textos. Por otro lado, es
importante considerar que Ribeyro siempre vio en sus diarios (y sabemos que esto sucedió
muchísimo antes que decidiera publicarlos) “algo más que la confesión de lo avatares de su vida
y trabajo literario: una creación trascendente, una literatura de verdadera importancia” (Bueno,
153). Cabría añadir aquí que esto también pone de relieve la importancia del diario como fuente
de materiales narrativos126. Contagio o no, el hecho de que la escritura del diario fuera
126
Es interesante notar algunas coincidencias con otros escritores latinoamericanos, como en el caso del
mexicano Sergio Pitol, quien, como ha mostrado en un reciente estudio Elizabeth Corral, apela a pasajes y
experiencias consignados en sus diarios (inéditos pero accesibles en la biblioteca de Princeton University) que luego
reelabora en un registro que cabalga entre el ensayo y la autobiografía. Esto ocurre de manera especial, según
Corral, en Trilogía de la memoria (2007), formada por El arte de la fuga (1995), El viaje (2001) y El mago de
Viena (2005). Para Corral, Pitol pone en práctica una “trasposición artística” de sus diarios. “En el diario se asienta
202
contemporánea a la de Prosas apátridas crea una zona de intersección para ambos textos,
disuelve fronteras en lugar de establecerlas, al grado de encontrarnos en la prosa 194 con algo
que sin duda tiene el sabor de una típica anotación de diario (a excepción de una fecha, claro
está): “Hoy, más que nunca, deseo de capitular, de poner mi firma al pie de la página y
despedirme de todo. Sin motivo, además, porque ha sido un día más bien memorable: sol, luz,
aire tibio, ausencia de malestar, gozo de andar, respirar, observar […]” (1986: 177). ¿Cuántas
anotaciones del diario hacen alusión a la sensación simultánea de desgano y de plenitud y alivio?
Muchas. Y el problema no es tanto la contradicción que plantea esto, sino la coincidencia de
estilo y sensación, como se puede apreciar, por ejemplo, en la entrada del 22 de julio de 1964:
Ahora, mientras escribo esto, mi entusiasmo --palabra muy pomposa, algo menos que
entusiasmo-- continúa y afronto este anochecer y, por consiguiente, todos los que vendrán
con confianza. Pero, ¿quién me garantiza que esto durará? El hecho de haber mirado mi
cenicero y haber calculado en él más de treinta puchos, restos de una sola jornada aún
inconclusa, me atemoriza un poco, comienza a vulnerar mi serenidad. Alida en la calle,
comprando la cena. Quizás cuando regrese me encuentre nuevamente abatido (283).
Peter Elmore sugiere que al echar una mirada integral sobre la obra narrativa de Julio Ramón
Ribeyro se puede concluir que aquellos géneros en los que cimentó su prestigio son aquellos
considerados “fragmentarios o menores” debido al dominio ejercido por la novela moderna.
Sabemos que Ribeyro escribió tres novelas: Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales
y Cambio de guardia. Pero, siguiendo a Elmore, sin dejar de subrayar su importancia o de mirar
de soslayo los méritos que puede haber en estas novelas, no cabe duda de que
nuestra experiencia, y al hacerlo se forma la primera de muchas distancias posibles, que por lo común se hacen más
significativas a medida que pasa el tiempo […] El individuo se ha convertido en su propio observador, experimenta
lo ajeno a partir de sí mismo” (134). Con referencia a la trasposición, Pitol se encarga de hacerla evidente, como en
este pasaje de El viaje: “Debería revisar mis diarios de todo ese tiempo, como lo hago siempre antes de iniciar
cualquier trabajo, para revivir la experiencia inicial, la huella primigénea, la reacción del instinto, el primer día de la
creación” (11).
203
Ribeyro encontró sus territorios más fértiles no solo en el cuento, sino también en el
aforismo, el ensayo y el diario. Prosas apátridas, Dichos de Luder y los tres tomos
publicados de La tentación del fracaso no son, en absoluto, piezas apenas
complementarias y ancilares en la bibliografía del escritor: por el contrario, configuran un
campo de autorrepresentación y escrutinio del oficio literario que comparte una frontera
viva, dinámica, con el territorio de las ficciones (2002: 135)
Es precisamente en ese campo de autorrepresentación y escrutinio que acertadamente
advierte Elmore que encuentro la estrategia que despliega Ribeyro para dar vida a su imagen
como autor, apelando a tópicos como la soledad, la enfermedad, la narración y dramatización de
su propia escritura y su vocación, la extrema estrechez económica, las escenas de lectura, una
actitud de despiadada autocrítica, el tedio y aburrimiento intelectual, la representación de su
personalidad “disociada” o “disfuncional” respecto a la vida social, entre otros. Esto lleva a
Elmore a afirmar:
A partir del material conocido de La tentación del fracaso, es posible reflexionar sobre
los modos en que la redacción del diario contribuye a edificar la persona literaria de
Ribeyro, su identidad en tanto sujeto comprometido con la vocación de escritor; al mismo
tiempo, conviene calar las funciones y el sentido que el sujeto de la enunciación atribuye
al registro cotidiano de sus impresiones, conjeturas y vivencias, así como esclarecer el
vínculo entre este tipo de discurso y la obra de ficción (2002: 136).
Elmore advierte que la redacción del diario es antecedida por una especie de
“preparación”, de un proceso en el cual, a través de la lectura, el autor adquiere la competencia
necesaria para iniciar la escritura de un diario. Hemos mencionado antes que precisamente en el
prólogo a La tentación del fracaso Ribeyro relata detalladamente no solo cómo comenzó a leer
diarios, sino además hace explícito otro proceso, que Elmore llama “el tránsito de la recepción a
la redacción”, proceso que presenta un rasgo particularísimo: “no es la suma de acontecimientos,
sino el acopio de lecturas lo que permite pasar de un polo a otro” (136). En el origen del
204
proyecto, no en su desarrollo posterior, se advierte no la ansiedad por narrar la experiencia
personal, la experiencia de un yo, sus vicisitudes u ocurrencias, “sino la lección y el ejemplo de
otros especímenes de un cierto modelo textual” (136). Nótese que la escritura de los primeros
cuadernos que conforman La tentación del fracaso empieza en el año 1950 y que tres años
después, en 1953, Ribeyro escribía un artículo moderadamente extenso (que hemos citado
ampliamente antes) sobre los diarios y sus características centrales, en el que además de exhibir
plena conciencia respecto al género sobre el que vuelca la pluma, parece describir muchos de los
rasgos que marcan su propia escritura diarística. En su lectura de los diarios, Elmore hace otros
aportes igualmente sugerentes. Uno de ellos nos hace ver que el carácter del diario de Ribeyro
revela otras cosas más, como el lugar que desea ocupar el escritor en el ámbito de la literatura,
pues, “la vocación determina la naturaleza del texto, pues de lo que se trata es de crear un diario
de escritor. En esa forma particular, Ribeyro reclama para sí la calidad de pionero en las letras
peruanas” (137), ya que antes de la aparición de La tentación del fracaso la tradición peruana
cuenta solamente con diarios de distinta naturaleza, diarios de viaje, de exploraciones o de
funcionarios, como explica el propio Ribeyro en su prólogo (2008: 2). Sin embargo, ese lugar de
pionero o fundador parece no autorizar a Ribeyro a convertirse en un modelo que otros escritores
peruanos debían imitar, porque lo importante para Ribeyro parece ser conservar la singularidad,
como sugiere Elmore: “Si el siguió el ejemplo de otros, quienes vienen después no tienen por
qué imitar el suyo. Ni magisterial ni mesiánico, el escritor prefiere mantener un espacio singular,
de excepción” (2002: 137). Ahora bien, el autor percibe su propio diario como una amenaza y
lo hace en dos sentidos. El diario entrañaría el riesgo de caer en una especie de autismo, de
“soliloquio estéril y secreto” (2008: 2) y, por otro lado, el diario puede llegar a adquirir la
205
capacidad de “suplantar a la obra potencial que conteníamos” (2008: 2). La escritura del diario,
entonces, puede ser una herramienta cuyo poder, si no se controla, puede afectar la empresa o
agenda literaria de su autor. Y de acuerdo a Elmore, “esa oscilación, en el caso específico de
Ribeyro, marca con un sello problemático los vínculos entre las anotaciones de los cuadernos
íntimos y los enunciados de los ensayos, las obras de teatro y, sobre todo, los relatos” (137). Es
interesante apreciar que en las primeras anotaciones del diario hay una evidente y nítida tensión
entre la autorrepresentación de un joven decidido a asumir la vocación literaria al costo que sea y
la hostilidad de su mundo social frente a esa decisión. Ribeyro, por entonces, es estudiante de
derecho, algo que su familia no solamente aprueba sino además percibe como la forma más
segura de labrarse un futuro aceptable en términos sociales y económicos. La única salida que
percibe el atribulado escritor en ciernes es el exilio, el gesto de romper con el universo social y
familiar limeño como condición de posibilidad de la escritura. Así, en las primeras páginas del
diario, el motivo del viaje y el exilio europeo tendrán enorme trascendencia. El viaje, el exilio, el
alejamiento, representan la posibilidad de abrazar una vocación que en Lima se vería rodeada de
cuestionamientos, acosada por los fantasmas y temores de un mundo familiar cuyo esplendor se
encuentra en pleno declive, como bien se deja adivinar en este pasaje:
Quién va a imaginar que este hombre que fuma cigarros rubios y que viaja en taxi a la
oficina tiene tan solo un par de zapatos y que para colmo le ajustan. Quién va a pensar
que debe tres cuotas de hipoteca, la matrícula de la universidad, el valor de un terno en
una sastrería… Quién va a pensarlo, pero las deudas se acumulan y la situación parece no
tener remedio. Vuelven los malos días de 1948. ¿En quién habremos de esperar ahora?
Yo me siento impotente para librar mi hogar del hundimiento (2008: 28 de octubre de
1951, 13-14).
La presión del ambiente familiar puede ser tan fuerte e insistente, que incluso en algún
momento él llega a imaginarse como el salvador de ese mundo cada vez más cerca de la ruina
206
económica. Pero el exilio es importante, hemos dicho, porque es el escenario que hace posible
asumir la tarea literaria, aun cuando las condiciones de vida sean igualmente o más difíciles que
en Lima:
Vivir fuera del país no necesariamente concede facilidades materiales o disponibilidad de
tiempo: los tres tomos éditos de La tentación del fracaso documentan que el ocio creativo
no es la norma, sino la excepción. De todas formas, la extranjería concede un estilo de
libertad que se desconoce en el lugar de origen, donde un cerco de prejuicios y la propia
autocensura del individuo obligan a mantener las apariencias […] La situación de
forastero permite circular por diversos ambientes y experiencias sin que, al menos
durante la juventud, sea indispensable encasillarse en un estamento definido (Elmore:
138).
En la experiencia de la extranjería nos encontramos, pues, con esa distancia tan necesaria
para la autocrítica y a la observación de uno mismo, la fluidez de la reflexión sobre la propia
experiencia y, de alguna manera, tender una relación entre lo que se vive y lo que se escribe. En
ese sentido, resulta iluminadora una anécdota que plasma Ribeyro en su diario, referida a la
escritura de su célebre relato “Los gallinazos sin plumas”, que narra la cruda historia de una
miserable familia que ocupaba una precarísima vivienda en un corralón de, muy probablemente,
el barrio miraflorino de Santa Cruz, y cuya única posesión en un cerdo, llamado Pascual. Efraín
y Enrique, dos pequeños hermanos, son despiadadamente tratados por su abuelo, quien los obliga
a rebuscar entre los basurales a fin de conseguir comida para el cerdo Pascual. En un momento,
tanto Efraín como Enrique se enferman de cierta gravedad, pero al abuelo parece no importarle
esta situación. Un día se produce una intensa discusión entre ellos y uno de los hermanos empuja
al abuelo, quien cae en el corral del cerdo, que no tardará en devorarlo. La escritura de este
relato, llevada a cabo en París, en 1954, coincide en la vida laboral de Ribeyro, con un trabajo
como conserje de un pequeño hotel. Una de sus funciones es, curiosamente, hacerse cargo de la
limpieza y el recojo de basura. Así, Ribeyro en su diario apunta: “Es curioso que tenga yo ahora
207
que ocuparme de cubos de basura, cuando estoy escribiendo precisamente Los gallinazos sin
plumas. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de verosimilitud sicológica” (2008:
11 de agosto de 1954, 38). Pero además, vale la pena reparar en la forma en que Ribeyro valora
este relato: “Tengo la impresión de que ´Los gallinazos sin plumas´ es el mejor cuento que he
escrito hasta ahora […] Frente a mí, en el café Petit Cluny donde escribía, había un espejo. Me
sorprendí haciendo muecas de cólera, de asco, de frío, según el curso de lo que escribía. Los
mozos me miraban. La anécdota de Flaubert sintiendo el sabor del arsénico cuando moría
Madame Bovary me parece verídica. La potencia creadora reside, creo, en la capacidad de
impresionarse con estímulos imaginarios” (2008: 5 de octubre de 1954, 37-38). La experiencia
de la escritura asume aquí un rol totalizante y excluyente, la experiencia en el mundo de lo
tangible se desplaza, muda hacia otro territorio: todo parece ocurrir, entonces, en un universo de
imaginería literaria, donde cada cosa y cada detalle remite no solo a otros pasajes textuales, sino
al encuentro de estos “estímulos imaginarios”. No dejan de ser interesantes las sensaciones y
reacciones que experimenta Ribeyro durante la escritura de su cuento: “muecas de cólera, de
asco, de frío, según el curso de lo que escribía”. Sin embargo, la libertad ganada con el
anonimato en el exilio tiene también un rostro perturbador y de zozobra existencial, que alimenta
angustias e inseguridades, a veces, de un modo extremo o radical. Por eso, Ribeyro no matiza su
confesión de desarraigado, su condición de no pertenecer a ningún espacio social: “mi
experiencia europea me ha desarraigado y me ha dejado en la situación flotante del estudiante
becado o pobre, sin una ubicación social precisa. En París he alternado la época del señorito con
la del obrero” (2008: 65). Es sabido que esta situación no duraría eternamente. El escritor se
abriría paso poco a poco y encontraría, en el periodismo primero, y la diplomacia después, dos
208
medios de procurarse ingresos que le permitieron superar esta primera etapa, marcada por la
carencia y una existencia errática, a veces de desenfrenada bohemia y otras de un quietismo
aplastante. A pesar de este cambio de situación, a todas luces favorable a la precaria economía
del escritor, observa Elmore que Ribeyro mantiene latiendo un desasosiego interior, aun después
de haber resuelto los problemas de trabajo y dinero y señala como ejemplo la anotación del 10 de
julio de 1974 en la que Ribeyro hace explícita la necesidad de buscar riesgos e incertidumbres
pues sin ellos, declara el escritor, “la vida me parece insulsa” (2008: 416). Al desacomodo del
estudiante pobre en el extranjero, del exiliado que vive en condiciones próximas a la miseria, se
suma entonces el desacomodo de quien ha logrado superar estos problemas, lo que provoca
evidentemente una tensión entre la primera imagen de Ribeyro becado y pobre; y la segunda, la
de Ribeyro empleado de una radio y agencia noticiosa francesa y luego dignatario ante un
organismo internacional. De esta manera, siguiendo el razonamiento de Elmore, “el diario se
convierte en un sitio de polémica y autodefinición” (141) que abarca no solamente la
autopercepción de Ribeyro en tanto sujeto social y escritor, sino también respuestas a la
percepción que otros tienen de él, como ocurre, por ejemplo, en ese pasaje en que discute la idea
que el historiador Pablo Macera tiene sobre él. Evidentemente incómodo por las opiniones de
Macera, Ribeyro articula una breve defensa frente a una acusación, la de pertenecer a los
residuos de una aristocracia que no tiene más remedio que adaptarse a la vida burguesa. La
defensa es interesante porque arroja muchas luces no solamente sobre la autopercepción de
Ribeyro, sino también el horizonte de lo que podríamos denominar su “yo” social. El escritor
sentencia:
Considerarme como el epígono bastante degradado de cierta casta social --donde se
aliaban el dinero y los adornos del espíritu--, injertado en una forma de vida burguesa que
209
no acepto y amenazado por una revolución popular que me sería dolorosa, me parece
inteligente, pero poco justa. Él ignora que por mi ascendencia materna soy un plebeyo,
con igual título que no importa qué verdadero hijo del pueblo. (Mi bisabuela materna
llevaba polleras y se peinaba con trenzas). Ignora también que no extraño en absoluto los
privilegios mundanos e intelectuales de mis abuelos rectores y ministros y que más bien
gran parte de mi actitud en los últimos años puede definirse como una resistencia y casi
hostilidad a “seguir ese camino” […] No conoce tampoco hasta qué punto carezco de una
serie de sentidos específicos de la casta a la que me quiere asimilar: el de la propiedad, el
del domicilio, el de la patria, el de la profesión y hasta el de la familia (2008: 251).
Y, en otro sentido, el diario es también un espacio de definición porque, según da a
entender el propio Ribeyro, gracias a su escritura, sobre cualquier otra cosa, pudo mantener a
buen recaudo su identidad, pese a que, como observa Elmore, “la coherencia del yo que se
afirma en la escritura no está garantizada de antemano, como si se tratara de un dato inobjetable
y obvio que precede a la práctica de su representación” (142), lo que generaría cierta
contradicción con otra propuesta de Ribeyro que “exige la constancia del yo: sin el hilo
conductor de la identidad, la obra del artista está condenada a quedar inconclusa” (143). Pero la
contradicción se despeja muchísimo si consideramos que el punto de vista de Ribeyro en torno a
la identidad está provisto de un carácter moral y pedagógico que impediría el “extravío del
escritor” (143), lo que implica dejar de lado la posibilidad de explorar en la internalización de la
otredad: “¿no podría argumentarse que quien actúa en un abanico amplio de papeles está en
mejores condiciones para representarlos literariamente?” (143), se pregunta Elmore, pero
Ribeyro tiene la voluntad de resolver esto de manera distinta, en el plano ético y moral: “Las
anotaciones autobiográficas se revelan edificantes no solo porque impiden el extravío del escritor
sino, particularmente, porque le sirven para apuntalar y erigir su yo, esa construcción imaginaria
con la cual se identifica y a través de la cual debe ser identificado por los otros, sus
interlocutores” (143). Por otro lado, coincido al juzgar que hay una diferencia sustancial entre el
yo del autor de relatos y el yo que se nos presenta en el diario --pero que esa diferencia no es de
210
signo contradictorio-- a partir de la siguiente consideración. Como se recuerda, en el prólogo que
escribe Ribeyro para la reunión de sus relatos bajo el título general de La palabra del mudo, el
escritor explica a los lectores cuál ha sido su intención al escribir estos relatos, que no es otra que
la de rescatar y devolver la voz de los peruanos excluidos, por su condición marginal, del
escenario nacional. El autor asume así la tarea, de marca populista, de representar a los que no
poseen ningún medio o mecanismo de expresión. Esta circunstancia ofrece al autor varias
posibilidades, como la capacidad de plasmar una diversidad de personajes y de ocuparse de los
varios tipos humanos que personifican. Pero la lógica del diario, que en un primer momento
parece ir en otra dirección, ofrece las señales de una solución
“pues el trabajo del diarista aspira a transformar al sujeto múltiple y volátil de la
experiencia en el yo único y consistente de la literatura. Los dos procesos son, más que
contradictorios, complementarios. De hecho, el encuadre autobiográfico cierra la
narrativa breve de Ribeyro, como se verá en Solo para fumadores y Relatos
santacrucinos; además, la imagen del escritor y la autoridad que emana de ella sirven, en
buena cuenta, de garantía ética y estética al conjunto de los relatos” (144).
Al inicio de este capítulo mencioné que una particularidad de los diarios de Ribeyro
--particularidad además señalada por la crítica y los estudiosos de su obra-- tenían en la reflexión
sobre el diario y en el apunte sobre literatura dos de sus temas y motivos centrales. Seguramente
podrían ensayarse muchas explicaciones para dar cuenta de esta característica, pero lo evidente
es que si la literatura misma es el tema que predomina a lo largo de las páginas de La tentación
del fracaso ello se debe, fundamentalmente, a que uno de los objetivos de este texto es dar
cuenta de un proceso que va desde el convencimiento vocacional por la escritura hasta la
formación artística que el sujeto requiere para enfrentar esa labor.
De ahí que, para Ribeyro, en La tentación del fracaso, la actividad más deseable y plena,
aquella que le confiere sentido a su existencia, sea justamente la de entregarse a la
211
escritura […] De esta manera, el trabajo y el placer se conjugan en el ejercicio de una
práctica que, aparte de traducirse en obras, elaboran la identidad misma de quien la
profesa y le ofrece a este un espacio propio, habitable. Ribeyro, que con frecuencia
documenta su desarraigo y manifiesta su dificultad para integrarse a un medio, encuentra
en el ámbito de la literatura su lugar, el sitio donde se reconoce y al que pertenece (146).
“El registro de las experiencias diarias se encuentra ligado de manera indisoluble a lo que
podríamos llamar un ´arte poética´sobre el diario personal”, señala Cecilia Esparza (99). Según
este criterio, los diarios responden y reflexionan sobre las preguntas básicas que se le ponen al
frente al diarista. Lo interesante es constatar la conciencia que existe, por parte del diarista, de
percibir sus diarios como un componente central y fundamental de su propia obra. El registro de
la experiencia incluye un asunto que nunca deja de estar presente: la duda en torno a la verdadera
utilidad de la escritura del diario, aunque a lo largo de la lectura de La tentación del fracaso
podremos constatar que se trata de un proceso que va siempre de la negación a la aceptación, en
el que el diario se va representando de varias maneras: como un estorbo, como algo que
interfiere en la labor creadora de ficciones; luego hay un viraje y se comienza a aceptar que los
diarios son parte integrante de la obra de su autor, vista en su totalidad y, finalmente, cuando el
autor es consciente de los riesgos que entraña su enfermedad y de que su existencia se encuentra
cada vez más cerca de un momento límite, el diario es concebido como una herramienta de
fortaleza moral. Así, al final, la escritura del diario adquiere un perfil sanador, de placer y
euforia. Este proceso es descrito por Esparza (104-107) y solo cabría añadir que estos cambios en
la percepción de la escritura del diario no establecen una teleología, sino todo lo contrario, se
trata de un recorrido lleno de disrupciones, altos y bajos, entusiasmos y retrocesos, dudas y
afirmaciones. En más de una ocasión encontraremos a Ribeyro refiriéndose amargamente a la
escritura del diario, porque lo distrae de una escritura más importante y trascendente. En primera
instancia, lo considera como una manifestación de carácter débil, de pusilanimidad, de poca
212
entereza. Al final, veremos el diario abandona esa posición antagonista que tiene, en la mente de
Ribeyro, con la escritura de ficción. Los diarios abarcan algunos de los años del esplendor del
llamado boom de la novela latinoamericana. Esto es significativo, en la medida en que en los
diarios se deja traslucir una cierta ansiedad, de parte de Ribeyro, de lograr un reconocimiento
internacional, similar al obtenido por los del boom, cuyas cabezas visibles serán Gabriel García
Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Pero por otro lado, Ribeyro
parece defender para sí mismo la noción de que él es un escritor de tono menor:
Ribeyro se concibe a sí mismo como un escritor menor, también en el sentido de que es
incapaz de producir una obra maestra que lo consagre, la gran novela que siempre está
esperando escribir. su facilidad para manejarse en los géneros considerados “menores”
como el cuento o el propio diario (en contraposición a las memorias) es vista como un
problema, como la incapacidad de dar el salto que lo convierta en un “escritor mayor”
(107).
Desde su posición de escritor menor, sin muchas chances de cambiar abruptamente las
condiciones de recepción de su obra, en la entrada que corresponde al 28 de octubre de 1977,
Ribeyro sentencia: Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito un gran libro
narrativo (…) Solo yo no he producido un libro equivalente y a los 48 años no creo que lo pueda
producir. La obra vasta y compleja, densa y sinfónica, está fuera de mis posibilidades”, para
luego retratar, no sin humor ni metáforas futbolísticas, su condición de “olvidado” e
“intrascendente”: “En suma, nada importante he hecho, tres novelitas, cada vez menos
convincentes, casi un centenar de cuentos y otras cosas menores. Nada de eso me permitirá
permanecer, durar. Jugador de tercera división, algunos me vieron alguna vez hacer una jugada
maestra y meter un magnífico gol. Algunos, luego me olvidaron” (2008: 583). A la larga, esta
preferencia por el tono menor, marcará su individualidad, algo que el propio autor sabe que
213
puede aprovechar para lograr algún resultado destacable: “Tal vez debo apoyarme en este
defecto como en una virtud o una técnica y escribir el resto bajo la forma de fragmentos,
episodios o flashes, sin respetar escrupulosamente la cronología” (2008: 108). De todo esto,
Esparza extrae una definición de Ribeyro como escritor, en la medida en que, razona la autora,
“el interés de Ribeyro por estos textos marginales es parte de la aceptación de su propia
imagen artística como un escritor que si bien no ha tenido éxito relativo en los géneros
considerados “mayores”, ha producido un importante corpus dentro de géneros
considerados tradicionalmente menores. Ribeyro parece reconocer, al final de sus diarios,
que allí reside justamente su personalidad artística y que debe dedicarse a ese tipo de
textos --personales, fragmentarios--, ya que ha logrado convocar a un público que
considera este aspecto de su obra como el más importante (109).
E incluso, podríamos agregar, esa preferencia marca también su actitud en cuanto lector.
Hay un pasaje en el que Ribeyro confiesa su abierta predilección por la escritura íntima de los
otros: “Este aspecto de los grandes escritores es el que cada vez me interesa más, sus papeles
marginales: cartas, diarios, borradores, artículos, etc. Me entretiene meter las narices en ese
desván, siempre tan revelador” (2008: 27 de octubre de 1977, 583).
Esto representa un cambio más o menos radical con respecto a la época en que Ribeyro
consideraba a Vargas Llosa como el paradigma de escritor “épico” y no ocultaba su admiración,
pero eso no le impedía practicar cierto distanciamiento respecto de él, en la medida en que
Vargas Llosa parecía renuente a la experiencia íntima o de lo íntimo, que para Ribeyro adquiría
los ribetes de un motor creativo. Un ejemplo de ello ocurre cuando al reanudar su diario en 1978
dice que esas páginas pueden considerarse como un anuncio, “preludio quizás a otro tipo de
escrituras y actividades” (Esparza 106). Señalar este nivel de conciencia es importante, es algo
que ayuda a entender con más claridad las ideas de Ribeyro y la propia poética narrativa
contenida en los diarios. Hemos dicho que hay un proceso de paulatino (aunque irregular, con
214
puntos de ruptura y conciliación), de reconocimiento del valor de la escritura del diario. Eso va
acompañado, por supuesto, de una conciencia artística que, para Ismael Márquez, marca el estilo
de quien adquiere plena conciencia de su oficio. Y aunque el escritor se empeñe en conservar
como pauta de estilo lo fragmentario e inmediato que alimentan un diario, Márquez advierte una
doble operación, consistente en, por un lado, transcribir al papel la sensación de desorden que
existe en la experiencia del día a día y, por otro, imponer a ese desorden las reglas que provienen
del orden artístico, produciendo una sugerente tensión entre los niveles de la historia y el
discurso (Márquez: 314-315). Otra constatación del lector de estos diarios se relaciona con la
puesta en cuestión de la garantía del texto, cuestionamiento que parte de las propias dudas que
expresa su autor. Si bien existe una conciencia sobre la naturaleza artística o estética del diario,
esa conciencia tiene que hacerle frente a una idea que pone en tensión dramática a la escritura
autobiográfica: esa idea indica que es posible que el diario no sea lo suficientemente sincero al
momento de expresar la subjetividad de su autor. Hasta cierto punto es paradójico, dice Esparza,
que pese a “considerar el diario como una manifestación de la interioridad del sujeto” (110), nos
proponga como una característica del género esto que se lee en su propio diario:
Todo diario íntimo es un prodigio de hipocresía. Habría que aprender a leer entre líneas,
descubrir qué hecho concreto ha dictado tal apunte o tal reflexión. Por lo general se
analiza el sentimiento pero se silencia la causa. Las páginas se cubren de alusiones, de un
simbolismo personal, como si quisiera promoverse un juego de adivinación. Yo mismo
cuántas veces me he sorprendido de hallar en mi diario párrafos oscuros, que solo un
poderoso esfuerzo de memoria me ha permitido desentrañar (buscar 1992:41).
Obviamente, esto va en contra de pensar el diario como la muestra directa o inmediata de
la subjetividad. Y en esto Ribeyro parece acercarse al cuestionamiento que plantea Paul De Man,
que advertía que la escritura autobiográfica pasaba necesariamente por una operación de
“desfiguración”, en el sentido de que el texto autobiográfico construye a una persona, cuyo rostro
215
y voz dependen del lenguaje, lo que da sentido a la idea de prosopopeya. Solo en teoría, el diario
conservaría una referencialidad mayor a la de otros géneros autobiográficos, pero el propio autor,
en este caso Ribeyro, prefiere revisar críticamente esa estabilidad, consagrada en parte en
algunos discursos críticos anteriores al estructuralismo. Pero más allá de estos razonables
cuestionamientos, podemos enfocar el valor de La tentación del fracaso en tres aspectos: el
primero, la representación del autor que se pone en escena allí, sus rasgos, sus características
centrales; en segundo lugar, el hecho de que estos diarios sirven de “taller” o “cocina” literaria a
su autor, al punto de constituir un lugar de encuentro, confluencia y origen de una parte
importante de su propia obra narrativa, estableciendo una muy significativa red de relaciones
intertextuales. Por último, pondré de relieve la insistencia de Ribeyro en permanecer dentro de
los linderos de lo que se concibe como un autor menor, frente a, por ejemplo, la idea de
monumentalidad que marca, de distintas maneras y por diversas razones, las obras de los otros
tres escritores materia de esta investigación. Y esto nos obliga a mirar nuevamente la idea que
dio inicio a este apartado, la del escritor que ha cimentado su prestigio en la práctica de géneros
fragmentarios y marginales. La importancia del fragmento en Ribeyro no puede pues verse de
soslayo, sobre todo cuando él mismo se siente parte de esta modalidad discursiva. En la nota de
autor que precede una de las ediciones de Prosas apátridas, Ribeyro da cuenta y explicación del
título de su libro: se trata de textos apátridas no en el sentido de que su autor sea, en efecto, un
apátrida, sino más bien de textos que no han encontrado su “patria” en el universo creativo del
autor: “se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya
publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos”. Pero hay una
segunda razón que explica cabalmente la condición de sin patria que exhiben estos textos: “no se
216
ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario
íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo […] Es por ambos motivos que los
considero apátridas, pues carecen de un territorio literario propio” (1986: 9). La nota, en su
brevedad, reviste mucho interés. Entre otras consideraciones porque exhibe, como lo hace
también el diario, la conciencia de ejercer una escritura menor y marginal, sin una adscripción
genérica precisa pero cuyos frutos una vez reunidos son salvados “del aislamiento”, dotados de
“un espacio común” y se les permite la existencia “gracias a la contigüidad y al número” (1986:
9). Igualmente ilustrativa es la declaración del escritor con respecto a un texto que sirve de
fuente a Prosas apátridas y con el cual, sin duda, dialoga y comulga: Le spleen de Paris, de
Charles Baudelaire. Ribeyro encuentra que este vínculo no se explica tanto por la “emulación
pretenciosa” como sí por “el carácter relativamente disparate del conjunto” y por el hecho de
que su lectura puede hacerse, como en el caso del texto baudeleriano, “por el comienzo, por el
medio o por el fin”. Por último, hay una razón escénica que cierra el parentesco entre ambos: “la
mayor parte de los textos han sido escritos en París y, como en la obra del autor de Les fleurs du
mal, esta ciudad figura nominalmente o como telón de fondo en muchos de estos fragmentos”
(1986: 9-10). De acuerdo a Elmore, ambos textos “comparten, en efecto, la peculiaridad de no
estar circunscritos al orden común de los libros: liberados de la tiranía lineal de la secuencia,
ofrecen una ilación aleatoria, mudable, que en buena cuenta está determinada por la voluntad del
lector” (149). Por su parte, Mario Vargas Llosa, al comentar la filiación de Prosas apátridas
apunta que, además de lo dicho por Ribeyro, quien enlaza su texto con el Spleen de Baudelaire,
“a mí me hacen pensar, también, en el Dictionaire des Idées Reçues, de Flaubert, y en los
Carnets de Camus. Tienen del primero el escepticismo y la ferocidad en la descripción de las
217
flaquezas humanas, el desprecio de la política y el cuidado de la forma artística; del segundo: la
elegancia, la sensibilidad depurada y un pesimismo que no está reñido con el amor a la vida”
(1990: 352). Nótese el uso, por parte de Ribeyro, de la palabra “fragmento” para designar a los
textos que conforman el libro. El uso de este término es altamente significativo en la medida en
que sirve para hacer posible, si no una inscripción genérica, al menos una relativa certidumbre
sobre el tipo de discurso que tenemos al frente. El término por supuesto no es un invento de
Ribeyro y posee una larga tradición127. Lo que vale la pena resaltar es la cercanía que existe entre
fragmento y escepticismo y cómo esta cercanía resulta central para la autorrepresentación en
Ribeyro y está presente también en los diarios. Elmore apunta, por ejemplo:
Hay una suerte de extrañamiento en la mirada y la actitud del escritor, un repliegue frente
a aquello que lo rodea: desde ese lugar, a la vez intelectual y afectivo, se realizan el
análisis y el registro de los hechos. La íntima desubicación del escritor alcanza, sobre
todo en los años juveniles, el límite de la atonía, de un hastío comparable al de los
antihéroes de la novela existencialista, como el Mersault de El extranjero, de Camus, o
Roquentin de La náusea, de Jean- Paul Sartre (140).
Pero ese tedio intelectual, ese “malestar”, esa sensación de vacío e inutilidad, por
contradictorio que pueda parecer, “promueven la creación literaria, el diseño de las ficciones y
los textos ensayísticos y autobiográficos” (140). En relación a Dichos de Luder, “un
divertimento que se ubica a medio camino entre la ficción y el ensayo” (146), apunta Elmore que
allí Ribeyro emplea las señas de su propia identidad “para indicar paradójicamente los límites
127
Daniel Sangsue propone que existen dos grandes momentos en la historia del fragmento en la tradición
europea, pero cpn énfasis especial en Francia: el fragmento romántico y el fragmento contemporáneo. Entre sus
antecedentes cita a Blaise Pascal y sus Pensées (1670), un texto que participa tanto del género codificado de la
máxima como del fragmento propiamente dicho. En el período romántico al que alude Sangsue, destaca Schlegel
con su revista Athenaüm (1798-1800) en la que difundió muchos de sus fragmentos. Inexplicablemente incluye a
Baudelaire en este período. En cuanto al fragmento contemporáneo, se menciona a tres autores: Paul Valéry,
Maurice Blanchot y Roland Barthes (mayor detalle en Sangsue, Daniel. “Fragment”. Dictionnaire des Genres et
notions litéraries. París: Encyclopaedia Universalis & Albin Michel, 2001: 341-346.
218
entre el orden empírico y el de la ficción” (146-147). Si consideramos la identidad como algo
fundamental en una estrategia de autorrepresentación, podemos notar, entonces, que en Dichos
de Luder, hay un distanciamiento y se plantea la identidad como algo problemático, a partir del
discurso de Luder, un alter ego marcadamente irónico: “no se puede ser mirada y objeto de la
mirada” (Dichos de Luder, 12). Intentando desentrañar el sentido del aforismo y la escritura
fragmentaria en Julio Ramón Ribeyro, sobre todo en relación a Prosas apátridas y Dichos de
Luder (pero esto es aplicable en parte a algunos textos del diario también) Roberto Forns señala
que este tipo de escritura “ofrece un tipo de inestabilidad flotante sin formar parte de un
programa particular y sistematizado de pensamiento, que sirve para sintonizar más finamente con
la naturaleza fragmentaria de la realidad” (272). Y si tanto en La tentación del fracaso como en
Prosas apátridas Ribeyro ironiza sobre el oficio de escritor, será en Dichos de Luder que esa
opción aparezca con un mayor grado de radicalidad, ya que, como sugiere Forns, “valiéndose de
un alter ego, Ribeyro potencia sus perspectiva en el terreno de la crítica y la ironía, más que en el
terreno del conocimiento” (273). El fragmento, además, “niega la comodidad de encontrar un
centro, un solo significado, una verdad dicha, tanto en las obras artísticas como en el mundo”
(273). Esta característica del fragmento, sin duda, se acomoda de manera perfecta al ideario de
un escritor que, como Ribeyro, hizo del escepticismo un credo:
Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques
sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos
amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso
que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo
de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y
no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha
matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino
219
donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos
locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad (1986: 14-15).
Hacia el final de Prosas apátridas hallaremos una confirmación de esta “certidumbre”
cuando el escritor se lanza a definir el carácter de su escepticismo: “lo que he escrito ha sido una
tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un
inventario de enigmas. La culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia disociadora,
ducha en plantearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí fue que no
existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo” (1986: 180). Un aspecto que
acompaña muy de cerca al fragmento en Ribeyro es la mirada. Y este es un asunto presente tanto
en los diarios como en Prosas apátridas y Dichos de Luder. Forns advierte, por ejemplo, que
“Ribeyro no quisiera abandonar el campo de la estética, el campo de la mirada artística, la esfera
del prototipo, por lo menos eso es lo que nos hace pensar su controlada elegancia expresiva”; sin
embargo, más allá de detenerse en la contemplación placentera de algún objeto, el escritor
“insiste en un ver sin convenciones cerradas” (276). En relación a esto, José Miguel Oviedo
considera Prosas apátridas como un “observatorio de la existencia” (21), una idea que puede
acomodarse con relativa comodidad entre las páginas de los diarios y las de Dichos de Luder.
Por su parte, Ricardo González Vigil ha explorado algunas de las relaciones que existen entre los
diarios, Prosas… y Dichos… no solamente con la cuentística128 de Ribeyro, sino con lo
128
Dice González Vigil: “Si espigamos los tres tomos anteriores de La palabra del mudo [se refiere a los
tomos anteriores a la serie de Relatos santacrucinos y Solo para fumadores] hallaremos algunos cuentos de índole
evocativa, narrados por una voz con muchas marcas autobiográficas (el facto autobiográfico resulta también crucial
en las dos primeras novelas de Ribeyro: Crónica de San Gabriel y Los geniecillos dominicales). Sin embargo, su
presencia era magra, a la vez menos directa, ya que estaba claramente re-elaborada en una ficción narrativa, en
cambio, los Relatos santacrucinos (también el titulado individfualmente “Solo para fumadores”) colocan al centro la
remembranza autobiográfica, a tal punto que las probables modificaciones ficcionales de lo realmente acontecido
(para tornarlo más expresivo, más eficazmente simbólico) no destruyen la impresión de que estamos ante episodios
de la vida de Ribeyro relatados con destreza literaria por un maestro en el arte de narrar” (303-304).
220
autobiográfico propiamente dicho. En primer término, González Vigil propone que hay dos
grandes factores que emparentan y comunican a estos tres textos: una óptica autobiográfica y
trasfondo reflexivo (303). La lectura de los tres textos, pues, parece desplegar ante los lectores
todo un abanico de representaciones del escritor, con modulaciones distintas, desde diferentes
perspectivas, casi diríamos que el escritor asoma como una figura que es el resultado de una
suma de fragmentos que es necesario ordenar en la lectura. Como bien advierte Elmore, luego de
la lectura de la escritura autobiográfica y reflexiva de Ribeyro, lo que se pone de relieve no es un
“un programa de conducta o un sistema de ideas”, sino más bien el bosquejo de un “perfil ético,
intelectual y afectivo que se descubre a través de su apertura al mundo y del compromiso con la
vocación literaria. La experiencia […] se transforma gracias al filtro crítico del estilo y el género,
de modo que el yo se identifica por medio de las diversas máscaras --confesional en La tentación
del fracaso, irónica en Dichos de Luder, y ensayística en Prosas apátridas-- con las cuales
ingresa a la escena de la escritura” (158). Quiero referirme ahora a un último aspectos que
encuentro relevante para esta lectura: La tentación del fracaso como un espacio de expresión de
la enfermedad, un motivo de singular importancia en este y que alcanza un extremo dramatismo
cuando se enfoca en la dimensión física del padecimiento, conformada por las varias alusiones a
sus malestares corporales y luego a la conciencia de ser víctima de un cáncer. Esta
dimensión o rostro de la enfermedad está muy presente a lo largo del diario y configura también,
a su manera, un espacio de definiciones, en el que el sujeto enfrenta dramáticamente una veces,
estoicamente otras, la irrupción de síntomas que tendrán un impacto en su actividad intelectual y
creadora, por un lado y en el progresivo debilitamiento de sus condiciones corporales y físicas.
221
En su libro Illness as metaphor Susan Sontag define con claridad el campo que ocupará sus
reflexiones en torno a la enfermedad:
Illness is the night-side of life, a more onerous citizenship. Everyone who is born holds
sual citizenship, in the kingdom of the well and in the kingdom of the sick. Although we
all prefer to use only the good passport, sooner or later each of us is obliges, at least for a
spell, to identify ourselves as citizens of that other place. I want to describe, not what it is
really like to emigrate to the kingdom of ill and live there, but the punitive or sentimental
fantasies concocted about that situation […] My subject is not physical illness itself but
the uses of illness as a figure or metaphor (3).
De acuerdo a Sontag, hay dos enfermedades que han sido consagradas por el uso metafórico: la
tuberculosis129, a lo largo del siglo XIX, que fue además un componente central del imaginario
romántico; y en la actualidad el cáncer. Las fantasías (metáforas) inspiradas por la tuberculosis
en ese entonces y hoy por el cáncer, sugiere Sontag, fueron y son respuestas a enfermedades
pensadas como intratables y caprichosas, incluso hoy, cuando una de las premisas de la medicina
es que todas las enfermedades pueden ser curadas. Sin embargo, ha ocurrido un desplazamiento
de la tuberculosis al cáncer: “TB was thought to be an insidious, implacable theft of life. Now it
is cancer´s turn to be the disease that doesn´t knock before it enters, cancer fills the role of an
illness experienced as a ruthless, secret invasion –a role it will keep until, one day, its etiology
becomes as clear and its treatment as effective as those of TB have become” (5). La
129
Uno de los grandes referentes sobre el motivo de la tuberculosis en la literatura occidental es La
montaña mágica (1924), la gran novela de Thomas Mann, cuya escritura fue inspirada por una visita al sanatorio
Wald, de Davos (Suiza), donde se hallaba la esposa del escritor con el propósito de lograr curarse. En el ámbito
hispano, recordamos De sobremesa (escrita en 1896, publicada en 1925), del colombiano José Asunción Silva
(1865-1896). En la novela, José Fernández, el protagonista, lee a pedido de un grupo de amigos su diario íntimo, en
el que ha registrado su estancia en Europa y uno de los temas presentes en ese registro es su enfermedad, la
tuberculosis. En la tradición narrativa peruana se cuenta con La ciudad de los tísicos de Abraham Valdelomar
(1888-1919). La novela, escrita en 1910 y publicada por entregas en la revista Variedades en 1911, contiene el
relato que hace Abel Rosell de su propia enfermedad (Rosell está internado en un sanatorio para tísicos) y culmina
cuando le sobreviene la muerte. En su libro Eros pervertido. La novela decadente en el modernismo
hispanoamericano, Karen Poe analiza con más detalle ambas novelas.
222
representación de la enfermedad en La tentación del fracaso es paulatina, sigue un camino
ascendente en relación a la tensión narrativa que provoca. Todo comienza por el registro de
síntomas que se identifican con males concretos, conocidos por el sujeto. Así, por ejemplo, una
anotación de diciembre de 1965, revela: “Hay días en que lo único que pido es que por amor de
Dios no me vaya a doler la úlcera. Ya no pido encontrar buenas noticias en los diarios o en las
cartas que recibo o poder escribir algo honorable, ni siquiera recibir dinero de algún lugar, sólo
que se me ahorre ese dolor tenaz, renovado, artero, que en el metro, la oficina, en casa o en la
calle con amigos, me demacra en pocos segundos y me deprime moralmente hasta la
misantropía” (2008: 305). Lo propio ocurre cuando, como en la anotación del 4 de enero de
1973, nos revela el diagnóstico: “Sólo faltaba eso: me tienen que operar. El médico me habló de
una úlcera subcardial que ha cicatrizado mal y me obstruye el esófago. Parece que no abren por
el vientre sino por el costado, cortando las costillas. Ya no queda otra solución: voy al matadero”
(2008: 383). El estado de la propia salud es dramatizado y el lector parece quedar atrapado en un
no pronunciado pedido de conmiseración: “El esófago vuelve a cerrarse tres meses después de
operado, y comer se me hace cada vez más difícil. […] la salud, lo que he perdido tal vez para
siempre” (2008: 15 de abril de 1973, 385-386). O también cuando señala, marcando un agudo
contraste:
justamente cuando he logrado una situación […] un trabajo que me deja enorme tiempo
libre y pagado lo suficientemente bien para salir, viajar a los países que no conozco […]
disponer del ocio necesario para escribir, justo digo cuando las condiciones son
favorables para llevar una vida intensa y creativa, me veo privado de toda energía y de
todo deseo y de toda posibilidad de hacer proyectos, minado por una salud en quiebra,
imposibilitado para todo tipo de esfuerzo y de goce físico y mental (2008: abril de 1973,
387).
223
No será hasta la entrada del 6 de junio de 1973 que los malestares cobren un giro cuando
el médico advierte a Ribeyro de un “bulto intercostal muy doloroso” (390). La referencia al bulto
no es gratutita, considerando, como Sontag que el cáncer “is a disease of growth (sometimes
visible; more characteristically, inside), of abnormal, ultimately lethal growth that is measured,
incessant, steady” (11). Poco a poco el cuadro se va complicando cada vez más y Ribeyro lleva
adelante ese relato con bastante puntualidad: “Malos días, decaimiento de salud; aparte de las
insoportables digestiones, seguidas de náuseas, sudor frío, fatiga, lo que los franceses llaman
hématurie, orinar sangre. Yo que antes contaba mi bienestar por meses, semanas o finalmente
días, ahora lo cuento por horas. Recordar y agradecer que ayer y hoy me sentí bien de diez a diez
y media o de tres a cuatro de la tarde. Noches entrecortadas por diez o doce despertares en los
que vomito una saliva biliosa” (2008: 31 de mayo de 1974, 412).
La enfermedad es, en La tentación del fracaso, uno de los ejes que articula la experiencia,
algo capaz de despertar un intenso ánimo reflexivo, una lucidez serena, pese a cuan precaria
puede ser la salud del escritor: “La salud hace de nuestros cuerpos una abstracción, mientras que
la enfermedad lo carga de un peso imposible, que nos obliga a sobrellevarlo como un paquete
inmundo por donde quiera que vayamos” (2008: 22 de julio de 1974, 419). El estoicismo con el
que el escritor soporta sus malestares lo convierte en una suerte de pequeño héroe, de pequeño
héroe de su propia épica personal contra la enfermedad. Los rasgos que marcan mejor esa
experiencia son sin duda la lucidez sobre su estado y la autoconciencia de lo que el autor llama
“mi destrucción” (2008: 6 de noviembre de 1974, 427). En esa misma anotación, con una
serenidad que podría pasar por una muestra de humor negro, el autor transcribe el epitafio que ha
224
ideado para su tumba130. En la entrada del 11 de marzo de 1975 se desliza que el escritor tiene
cáncer, pero se trata de un tema tabú: “Sin embargo, con nadie pude hablar de mi enfermedad, de
la verdadera. Y todos saben de qué se trata, no es un secreto para nadie, una indiscreción de mi
sobrina Roxana me lo indicó. Reserva recíproca. Tabú. Igual que la tuberculosis de mi padre”
(2008: 439-440)131. La primera mención al cáncer aparecerá en la entrada del 7 de mayo de 1975,
cuando se refiera a él como “la enfermedad del cangrejo” y estableciendo alrededor de esta
situación un cerco de silencio, su propio tabú: “Mientras tanto seguiré llevando mi vida normal,
diciéndole a todo el mundo que me siento muy bien, que todo va viento en popa, por cortesía
simplemente, como mi padre ocultó durante veinte años el mal que lo roía” (2008: 447). En otra
anotación, el mal innombrable, el cáncer, es representado como un enemigo feroz, con dos
atributos metafóricos: la agilidad o la velocidad de su propagación en el cuerpo y su voracidad,
en el sentido de ser un mal que “devora” el cuerpo:
El cangrejo últimamente se ha avivado y desde hace unos días da verdaderos saltos de
pantera. Noches insoportables y en las mañanas esfuerzos inhumanos para levantarme. Y
a pesar de ello persisto en no ver a mi médico. Una amiga nuestra, Flora, que haciendo
130
Los versos compuestos por Ribeyro dicen: “Como barco que sale en busca del naufragio/ Levo anclas
cada día para hacerme a la vida/ No temo ni avería mar brava o mal presagio/ Otros antes jugaron semejante partida/
Mi arrojo no demuestra más que el arte del plagio/ Si zozobro qué importa en mi tumba perdida/ Que pongan vino
rojo el aire de un adagio/ Una pluma quebrada y el verso de un suicida” (2008: 6 de noviembre de 1974, 426).
131 La enfermedad es un tema muy sensible para Ribeyro y esto lo lleva a establecer algunas relaciones de
tipo empático con otros escritores. Hay una significativa entrada, la del 25 de abril de 1975, cuando Ribeyro
comenta algunas vicisitudes del ya fallecido Ciro Alegría: “Reuniendo datos para mi conferencia en Utrecht sobre
novela peruana, leo ´Trayectoria cronológica´ de Ciro Alegría, de unas cincuenta páginas. ¡Qué depresión me ha
causado esta lectura! Yo sabía que la vida de Ciro nunca fue fácil, pero ver acumularse año tras año enfermedades,
deudas, prisiones, hijos, divorcios, decepciones, es verdaderamente agobiador. Muy sensibilizado como estoy para
lo que sea enfermedades y dolor físico, siento en carne propia sus dolencias, desde que muchas de ellas las he
conocido: vómitos de bilis, dolores de cabeza, hemorragias, operación del estómago. Y aparte de eso sufrió de
tuberculosis y bronquitis permanente. Una verdadera vida de paria, a pesar de que al final fue diputado, pero qué
importa eso, ya estaba físicamente liquidado y espiritualmente también […] Destino trágico, en realidad, que me
obligará a revisar mi opinión sobre él, pues es injusto en este caso separar la vida de la obra” (2008: 443-444).
225
honor a su nombre estaba floreciente, ha sido devorada en dos meses por el mismo mal.
¿Por qué dura tanto el mío? Yo no le ofrezco otra resistencia que el no tomarlo
demasiado en serio (2008: 22 de mayo de 1975, 450-451).
En cierto sentido, esta atribución de agilidad y voracidad132 a una enfermedad como el
cáncer no se contradice con un rasgo que detalla Sontag en su ensayo y que revela cierta
recurrencia a imágenes militares para describir este mal: “the controlling metaphors in
descriptions of cáncer are, in fact, drawn not from economics but from the language of warfare:
every physician and every attentive patient is familiar with, if perhaps inured to, this military
terminology. Thus, cáncer cells do not simply multiply; they are ´invasive´” (63).
En una escena de “relectura”, si cabe el término, Ribeyro vuelve a ocuparse de su
enfermedad, pero en un tono cercano al humor negro: “Relectura a vuelo de pájaro de mi diario,
desde la época de mi primera operación, hace dos años y medio. Veo que no hay tantas
referencias a mi enfermedad, como yo creía” (2008: 12 de agosto de 1975, 464). Hay una
anotación central, respecto del tema de la enfermedad. En dicha entrada, el autor se encuentra
frente a la revelación definitiva de su enfermedad. Esta vez no hay ironía, ni humor negro, ni
otras distracciones que nublen la aceptación de una condición de bastante gravedad. Esta
anotación coloca al autor de cara a su mal y no esquiva ningún patetismo:
Corroboro ahora por azar, al ver inesperadamente mi imagen en un espejo, el deterioro de
mi salud en los últimos días, de lo cual algo sabía por mi fatiga, mis noches infames, mi
desánimo. Pero me faltaba la ratificación gráfica, la única que verdaderamente nos
impresiona en esta época de cultura visual. Es cierto que no me habían faltado los espejos
antes, pero siempre me acerqué a ellos preparado, sabiendo más o menos lo que iba a ver
e interiormente dispuesto para recoger el aspecto más favorable. Pero ahora, al encender
132
Es interesante notar que en el poema titulado “Poema trágico con dudosos logros cómicos”,
perteneciente al poemario Álbum de familia (1971) el poeta José Watanabe (1946-2007), víctima también de cáncer,
se refería así al mal que mató a su padre: “Aquí todos se han muerto con una modestia conmovedora, /mi padre, por
ejemplo, el lamentable Prometeo / silenciosamente picado por el cáncer más bravo que las águilas”.
226
bruscamente la luz del baño con la intención de buscar un remedio, me encontré con un
rostro amarillo, escuálido, agobiado, surcado por arrugas no de vejez sino de sufrimiento,
que me impresionó porque me di cuenta de que es el verdadero, el que los otros ven y yo
me negaba a reconocer como el mío. Ese rostro no miente y expresa todo lo que padezco
y todo lo que me espera. La extinción lenta, y por ahora, sin dolor (2008: 2 de octubre de
1975, 471).
Sin duda, las entradas correspondientes a los últimos cuatro años del diario se cuentan
entre las que más abundan en la exploración de la propia enfermedad y de todo el cúmulo de
sensaciones y reflexiones que esta circunstancia origina. La enfermedad va acompañada de la
escritura, se inscribe en ella: el malestar físico, el dolor, la náusea, el insomnio, cobran forma
primero en el cuerpo, pero se hacen legibles cuando asumen la letra como modo de expresión. La
enfermedad, si bien ha minado el ánimo del autor, no ha afectado varios proyectos de escritura133.
Al momento de las anotaciones citadas, Ribeyro se encuentra trabajando en el tercer volumen de
La palabra del mudo y pone en escena la urgencia de escribir una autobiografía. Resulta
interesante notar aquí que aunque los diarios permitan una reconstrucción fragmentaria de ciertos
momentos del itinerario vital del escritor, este parece desmarcarse de ellos como posibilidad
autobiográfica (y sin embargo, La tentación del fracaso está en capacidad de ofrecer información
tanto sobre la vida contingente como sobre la vida literaria o “la vida en la escritura” de su
autor)134. La urgencia es explicable. El cuerpo que la enfermedad “invade” y “devora” a paso
133
Es interesante lo que, en este sentido, nos hace notar Javier de Navascués: “El Ribeyro de los años
setenta, incluso de la década anterior, seguirá escribiendo hasta reventar, repitiendo en su diario sus quejas y sus
palabras de aliento, pero poco a poco va perdiendo aquella inocencia primigenia acerca del valor epifánico de la
literatura y, en sentido amplio, del lenguaje artístico” (De Navascués, 172).
134
Ana Gallego menciona que “el diarista, maniático de la escritura, se ve supeditado a la contingencia de
la banalidad toda vez que se separa por completo de la vida activa, y se vuelca hacia su interior. Para Ribeyro
escribir significaba vivir pasivamente, entregarse, sacrificarse; porque sólo cuando dejaba de hacerlo lograba
retomar su “vida activa”, su contacto con el mundo. De hecho la tensión entre literatura --vida interior, escritura del
diario íntimo-- y vida --volcada al exterior, disipada y licenciosa-- es el asunto nuclear del diario de Julio Ramón
Ribeyro” (Gallego, 5).
227
rápido no es cualquier cuerpo. Es el cuerpo de un escritor que se encuentra ante la posibilidad de
no lograr cristalizar su proyecto creativo y artístico, de ver cómo el corpus de su obra se detiene
o deja de crecer significativamente. La conciencia de la mortalidad resulta un motivo
fundamental, sobre todo en los últimos años que este diario abarca135, y de ahí que los diarios
cobren también una importancia que está más allá de la cotidianidad: es el registro de un
momento liminar de la existencia, donde se dramatiza la finitud de la vida con una serenidad que
no se contradice con el patetismo. Y así como hay anotaciones que revelan la enfermedad en
toda su crudeza, hay otras en las que un impulso vital hace posible que el autor se sobreponga: “y
así primero comí un día puré de papas, otro día caminé diez metros, otro pude dormir tres horas
seguidas, y estas marcas fueron aumentando, hasta que al mes y medio pude ir a comprar el pan a
la tienda de la esquina y quince días después fui a una librería del Barrio Latino y luego fumé un
cigarrillo y más tarde bebí un vaso de vino” (2008: 17 de mayo de 1976, 493). Pero el péndulo
se inclina siempre hacia la certidumbre de tener los “días contados”: “Confío en que veré el año
1977, pero el 78 será difícil. Salvo que entretanto ocurra algo, no sé, lo que se llama un milagro.
Gasto el dinero que me falta jugando al loto, a la lotería, a los caballos. ¡Hasta qué punto es
necesario estar desesperado para confiar en estas cosas! (2008: 31 de octubre de 1976). Párrafos
arriba dijimos que la enfermedad venía de la mano de la escritura, pero, como vemos aquí, hay
otro acompañante: la precariedad económica. A pesar de que el texto conocido de los diarios
llega hasta 1978 y que quedan varios volúmenes pendientes de publicación, quisiera hacer notar
135
Como se sabe, La tentación dle fracaso se cierra el 30 de diciembre de 1978. Sin embargo, como el
mismo escritor mencionó, el proyecto de publicación de sus diarios era mucho más vasto, pues siguió escribiéndolo
en los 16 años posteriores y debe haberse detenido en fecha cercana a su muerte, el 4 de diciembre de 1994. La
viuda del escritor tiene en su poder los volúmenes restantes y no se sabe a ciencia cierta cuándo serán dados a
conocer. Sin duda, la lectura de lo inédito daría como resultado un cuadro más completo de la última etapa de vida
del autor.
228
el círculo que se cierra entre el cuaderno que da inicio y el que marca el final de La tentación del
fracaso, porque crea un interesante efecto de coherencia y sentido al texto. Notemos que el texto
inicial, fechado el 11 de abril de 1950 dice: “Se ha reabierto el año universitario y nunca me he
hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera. Tengo unas ganas enormes de
abandonarlo todo, de perderlo todo. Ser abogado, ¿para qué? No tengo dotes de jurista, soy falto
de iniciativa, no sé discutir y sufro de una ausencia absluta de “verbe” (2008: 5). Por su parte,
en los textos finales del último cuaderno hay una angustia que va in crescendo con la conciencia
de recorrer un camino que lleva a la ruina. Así, por ejemplo, el 18 de diciembre de 1978, se lee:
“De más en más se va convirtiendo mi diario, en especial el de este año, en el cuaderno de las
lamentaciones. Testimonio de la sequedad, de la no obra” (2008: 663). Un círculo se cierra: del
error vocacional de 1950 a la impotencia creadora de 1978. Y el 30 de diciembre de 1978,
anotación que pone punto final a la edición por la que cito, comenta el escritor lo siguiente: “Si
mi unión con Alida fracasa algún día, no será tanto por la oposición de nuestros caracteres como
por la identidad de nuestros defectos. Su orden con mi desorden, su higiene con mi desaliño, su
sociabilidad con mi enclaustramiento […] no tenemos la menor idea del ahorro, de la economía,
de la intendencia de la casa y nos precipitamos inconsciente y casi desesperadamente hacia la
ruina” (2008: 666). El último párrafo de esta anotación final parece dar un giro inesperado e
interpone un plazo de esperanza, aunque de carácter algo providencial: “Y como ambos somos
ilusos --y por ello optimistas, a pesar delo que se diga de mí-- dejamos suceder las cosas con la
esperanza de que mañana o el mes próximo realice ella el negocio o yo la obra que nos permitan
salir a flote” (2008: 666). La tentación del fracaso, entonces, supera con creces la idea del diario
como mero registro cotidiano, para convertirse en testimonio intelectual y emocional, físico y
229
espiritual, en bitácora de lo contingente pero también en libro de cuentas de la creación, además
de propiciar el diálogo con otros textos del propio Ribeyro. De ahí su importancia fundadora para
la tradición narrativa peruana y el lugar preminente de este texto en el ámbito hispanoamericano.
230
CONCLUSIÓN
A modo de conclusión deseo ofrecer una reflexión final sobre los textos analizados en este
corpus, con la intención de establecer las conexiones, a veces no tan evidentes o no advertidas,
que existen entre ellos. De este modo, pretendo dejar por sentado que la elección de este corpus
obedeció a razones que iban más allá del gusto personal como lector. Un primer aspecto muy
importante que deseo trear a colación aquí es que en forma general, la crítica peruana ha leído
estos textos en el marco referencial del discurso autobiográfico. Los cuestionamientos a esta
circunstancia de lectura son casi inexistentes. Esto ha sido posible, creo, por la aceptación, por
parte de lectores y críticos, de que existe una notable fluidez en la relación de atribución que
existe entre el autobiógrafo y su texto, relación que sirve, a su vez, para legitimar o garantizar la
identidad entre autor, narrador y personaje que estos textos ponen o intentan poner en escena. En
segundo término, es interesante notar que los textos materia de mi investigación, si bien
pertenecen al discurso autobiográfico, se manifiestan en distintos subgéneros y registros. Así, por
ejemplo, tenemos que Mucha suerte con harto palo resulta de la reunión de escritos
autobiográficos dispersos, escritos sin ningún plan preconcebido o, para decirlo de otra forma, en
ausencia de un proyecto autobiográfico; los diarios que incluye Arguedas como parte de su
proyecto narrativo El zorro de arriba y el zorro de abajo, a pesar de cubrir un arco temporal
breve o de haber sido escritos por consejo médico, se adhieren en parte a las características del
diario de escritor (y he aquí una coincidencia importente con Ribeyro); Mario Vargas Llosa
moviliza en El pez en el agua una eficiente combinación de elementos de la autobiografía en su
sentido más clásico (vale decir, en la insistencia en el desarrollo de la personalidad) con otros
provenientes de las memorias (donde prima sobre todo lo heterobiográfico) en el marco de una
231
estructura narrativa que replica la estructura de algunas de sus novelas: historias que se alternan
en capítulos impares y pares, dos líneas temporales (una desde la infancia hasta 1958 y otra
desde 1987 hasta 1990) quedando sus años en Europa en un extraño silencio; finalmente, Julio
Ramón Ribeyro, en La tentación del fracaso, labra con paciencia y rigor el que debe contarse
entre los más monumentales diarios de escritor del ámbito hispano, donde se puede apreciar la
convivencia del registro cotidiano de la experiencia con el taller del escritor y su autoconciencia
como autor de un diario. La idea de lo trunco, de lo inacabado, de lo no expresado, está también
presente en este corpus. Ciro Alegría no pudo aprobar las decisiones de su viuda, quien recopiló,
ordenó, editó y dio un sentido, mal que bien, a Mucha suerte con harto palo. Nunca podremos
saber, por ejemplo, si Alegría hubiera estado de acuerdo en la sorprendente disposición tomada
por su viuda de incorporar fragmentos de El mundo es ancho y ajeno como parte de sus
“memorias”. Los diarios de Arguedas, ya dijimos, cubren un tiempo muy breve. Pero
constituyen una especie de preparación para la muerte, o, más bien, una escritura que posterga,
cuando se reanima, la decisión de quitarse la vida. Sus diarios se convierten así en escritura
liminar, que impone un límite entre la vida y la muerte y es esto lo que da a los fragmentos que
componen sus cuatro diarios un pathos particular. El pez en el agua deja un clamoroso vacío
entre los años 1958 y el momento anterior a la nacionalización del sistema financiero peruano
por parte de Alan García en 1987. Años decisivos, que corresponden a la culminación de su
formación como escritor y a la escritura de sus libros más importantes, o de buena parte de ellos.
Silencio que hay que llenar, como lectores, como he probado en el capítulo tercero, apelando a
una enorme cantidad de textos que sin ser explícitamente autobiográficos podrían formar parte
de su autobiografía, como Historia secreta de una novela, donde se cuenta la gestación de La
232
casa verde o La orgía perpetua, el libro sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary, una escena
de lectura que tuvo un poder decisivo en su formación como escritor. Por último, la parte édita
de La tentación del fracaso llega solo hasta 1978 y se sabe, de boca del propio Julio Ramón
Ribeyro, que por lo menos diez o doce diarios más estaban listos para ir a la imprenta cuando la
muerte lo sorprende en 1994. Un aura de silencio cubre, por el momento, este auténtico tesoro
autobiográfico. La representación autoral en el corpus de mi investigación muestra algunas
regularidades. Una de ellas consiste en que el autor aparece siempre como parte activa de la
discusión literaria y otros temas vinculados a la práctica de la escritura y la ética de trabajo. Así,
por ejemplo, lo demuestra Ciro Alegría cuando en sus memorias establece sus filiaciones dentro
de la tradición narrativa peruana y en el gesto de reconocerse parte de un grupo de escritores
preocupados por la representación artística del universo rural peruano; lo propio hace José María
Arguedas cuando discute el profesionalismo y el cosmopolitismo como valores literarios frente a
la idea de asumir la perspectiva de la comunidad y de lo local; Mario Vargas Llosa emprende el
camino de la consagración a la escritura como deber absoluto e irrenunciable, mientras Julio
Ramón Ribeyro no termina de agotar en su diario las reflexiones sobre la escritura diarística y
exhibe su condición y conciencia de artista marginal. La predestinación a la escritura es sin duda
un asunto importante en estos textos. El autor, en más de un caso, se presenta como un sujeto en
posesión de una vocación marcada por signos providenciales o por hechos en apariencia causales
o azarosos pero que en el futuro determinarán, articularán y darán sentido a la experiencia, a la
trayectoria vital. Ciro Alegría descubre tempranamente el “saber que será escritor”; José María
Arguedas se inicia como escritor en plena juventud, con unos relatos que marcarán sin duda el
derrotero de su obra posterior y en su proyecto póstumo se dramatiza precisamente su condición
233
de artista de la palabra; Mario Vargas Llosa descubrirá muy pronto que la lectura le brinda no
solo la posibilidad de sumergirse en otros mundos, más deseables y mágicos, regidos por la
imaginación, sino también la oportunidad de escapar del violento universo del padre y de ahí dar
el salto a la escritura aparece como un proceso natural; por último, en sus diarios, Ribeyro deja
suficiente evidencia de su muy temprana vocación. La infancia o en su defecto la juventud, así
como la figura del padre, es otro rasgo presente en este corpus. En Ciro Alegría la infancia
aparece como un paraíso, es el momento del descubrimiento de la literatura y hay un recuerdo
del padre como una especie de guía intelectual. En Arguedas la infancia y el padre están
asociados a momentos de profundas heridas, como el mismo autor lo testimonió en diversas
ocasiones. La infancia marca el momento del encuentro con la cultura indígena, en tanto el padre
termina siendo una figura ausente, una figura del abandono. Para Vargas Llosa la infancia está
asociada con una existencia hasta cierto punto idílica que es interrumpida por la irrupción de un
padre violento y autoritario, cuya representación no escatima visceralidad alguna. Finalmente,
Ribeyro cifra en sus años juveniles la definición de su vocación literaria y parece guardar un
recuerdo venerable, aunque algo distante, de su padre, al parecer una figura severa. Por otro lado,
el corpus elegido en esta investigación tiene otra faceta central: el modo cómo cada uno de estos
textos se relaciona o emparenta con la propia obra de ficción de cada autor, planteando
problemas de diverso grado. Hablamos no hace mucho de la decisión de la viuda de Alegría de
incorporar fragmentos de una de sus novelas como parte del texto de las “memorias”, lo que nos
coloca frente al riesgo de confundir dos órdenes de referencia ciertamente distintos; en sus
diarios, Arguedas recuerda escenas de iniciación sexual que son prácticamente las mismas que
encontramos en sus primeros relatos, pero, además, decide que sus diarios son parte de su
234
proyecto narrativo póstumo, la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, ambos textos se
imbrican de una manera tan tensa y significativa, que son inseparables, al punto de poner en
riesgo la inteligibilidad del texto global. Vargas Llosa en uno de los capítulos de El pez en el
agua, nos devuelve a un episodio autobiográfico que está en el centro de una de sus novelas más
celebradas, La tía Julia y el escribidor (1977), donde narra el escandaloso romance y posterior
matrimonio con Julia Urquidi, tía política del escritor, divorciada y mayor que él por más de diez
años. La novela, como se recuerda, alterna los episodios de este amorío con unas versiones de los
radioteatros de Pedro Camacho, una figura que sirve a la intención de la novela de dramatizar no
solo la vocación por la escritura sino también la creación de ficciones. Además, Pedro Camacho
se inmiscuye también en los capítulos referentes al amorío de Varguitas y su tía. El pez en el
agua replica la línea argumental central de la novela, pero esta vez no aparece Pedro Camacho,
criatura confinada a los dominios de la ficción. El problema no es solo el que puede plantearse en
la relación entre dos órdenes de referencia, sino también en su lectura: se trata casi de la misma
historia, pero vertida en registros diferentes, en respuesta a contratos de lectura que son también
divergentes. En cuanto a La tentación del fracaso el propio Ribeyro no oculta el puente que se
tiende entre los textos que componen su diario y los de textos pertenecientes a otros proyectos,
como Prosas apátridas o Dichos de Luder. En el capítulo cuarto, dedicado precisamente a
Ribeyro, propuse algunos ejemplos que mostraban que la escritura de Prosas apátridas no
solamente fue contemporánea al diario, sino también cómo la similitud de estilo y tono podía
hacer que algunos de estos fueran “intercambiables”. La correspondencia, que no es parte de mi
investigación, acentúa aún más la dispersión de lo autobiográfico en estos cuatro autores y
reactualiza la pregunta de qué criterios rigen la elección de un texto como autobiográfico por
235
parte de los autores aquí reunidos. La producción epistolar de José María Arguedas y de Julio
Ramón Ribeyro ha sido publicada si no en su totalidad al menos en parte importante, mientras
que la correspondencia de Alegría se conoce mínimamente y la de Vargas Llosa reposa en los
archivos de la Universidad de Princeton, a espera de una lectura, ordenamiento, estudio y futura
publicación. Considero que muchos de los cuestionamientos que se han hecho al discurso
autobiográfico son relevantes y en más de un sentido tienen asidero y responden a sólidas lógicas
de lectura. Sin embargo, creo también que el carácter referencial del género todavía conserva
algunas fortalezas, que se manifiestan sobre todo en una serie de remisiones al mundo fáctico.
¿Cuál sería el sentido final de un texto autobiográfico, entonces, si solo fuera una impostura o
una máscara o si su intento de reconstruir momentos de una trayectoria vital fuera solo
prosopopeya? La lectura de estos cuatro textos me deja una intuición que seguiré explorando en
el futuro: que el discurso autobiográfico crea una especie de zona “intermedia”, en la que la
intervención a veces deformante de la memoria, la mediación del lenguaje y la condición de
artefacto del texto no logran socavar totalmente las verdades que subyacen a todo texto
autobiográfico. Es aconsejable leer estos textos con alguna sospecha, pero no tanto que impida
descubrir el sentido o los sentidos que quieren dar a la existencia.
236
OBRAS CITADAS
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