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174-185 EFECTOS CONSTITUTIVOS: LAS TÉCNICAS DEL CURADOR Simon Sheikh [MANUSCRITO:] Curating Subjects, Paul O’Neill (ed.), Londres: Open Editions, 2007: pp. 174-185. En el mundo del arte contemporáneo, se presta gran atención a la actividad de los curadores. Las exhibiciones son uno de los vehículos principales de la producción artística. No obstante, la actividad de exhibir y la idoneidad en el armado de exhibiciones resultan en buena medida predecibles y repetitivos, e involucran circuitos, estructuras y economías específicas (tanto simbólicos como reales). Tal vez pudiéramos hablar incluso de una tipología de exhibiciones: modos específicos de dirigirse al público, destinados a producir ciertos significados y ciertos públicos, lo que nos permitiría discutir estos modelos según su historia, contingencia y potencialidad. En lo sucesivo, habré de intentar hacerlo según las tres premisas esbozadas en este libro: el pasado, el presente y el futuro. Pasado Históricamente, el armado de exhibiciones siempre estuvo estrechamente relacionado con las estrategias de la disciplina y los ideales de la Ilustración, no en términos contradictorios o dialécticos, sino antes bien como un movimiento simultáneo en el proceso de construcción del “nuevo” sujeto burgués de razón que tuvo lugar en la Europa del siglo XIX. La organización de exhibiciones signó no sólo una exposición y una división del conocimiento, el poder y la actitud del espectador, también signó la producción de un público. La apertura de las colecciones de los museos al público y la organización de muestras temporarias en los salones imaginaron y configuraron un público espectador. Lo que hoy podemos denominar curaduría, en efecto esta organización de las exhibiciones y sus públicos, tuvo efectos constitutivos sobre los sujetos y los objetos. La colección y exposición de objetos y artefactos específicos según ciertas

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174-185

EFECTOS CONSTITUTIVOS: LAS TÉCNICAS DEL CURADOR Simon Sheikh

[MANUSCRITO:] Curating Subjects, Paul O’Neill (ed.), Londres: Open Editions, 2007: pp. 174-185.

En el mundo del arte contemporáneo, se presta gran atención a la actividad de

los curadores. Las exhibiciones son uno de los vehículos principales de la

producción artística. No obstante, la actividad de exhibir y la idoneidad en el

armado de exhibiciones resultan en buena medida predecibles y repetitivos, e

involucran circuitos, estructuras y economías específicas (tanto simbólicos

como reales). Tal vez pudiéramos hablar incluso de una tipología de

exhibiciones: modos específicos de dirigirse al público, destinados a producir

ciertos significados y ciertos públicos, lo que nos permitiría discutir estos

modelos según su historia, contingencia y potencialidad. En lo sucesivo, habré

de intentar hacerlo según las tres premisas esbozadas en este libro: el pasado,

el presente y el futuro.

Pasado Históricamente, el armado de exhibiciones siempre estuvo estrechamente

relacionado con las estrategias de la disciplina y los ideales de la Ilustración,

no en términos contradictorios o dialécticos, sino antes bien como un

movimiento simultáneo en el proceso de construcción del “nuevo” sujeto

burgués de razón que tuvo lugar en la Europa del siglo XIX. La organización de

exhibiciones signó no sólo una exposición y una división del conocimiento, el

poder y la actitud del espectador, también signó la producción de un público. La

apertura de las colecciones de los museos al público y la organización de

muestras temporarias en los salones imaginaron y configuraron un público

espectador. Lo que hoy podemos denominar curaduría, en efecto esta

organización de las exhibiciones y sus públicos, tuvo efectos constitutivos

sobre los sujetos y los objetos.

La colección y exposición de objetos y artefactos específicos según ciertas

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técnicas curatoriales representó no sólo la escritura de historias coloniales y

nacionales específicas, sino también, de manera crucial, la circulación de

ciertos valores e ideales. La emergente clase burguesa al mismo tiempo se

posicionaba y se afirmaba a sí misma, haciendo extensiva su visión del mundo

a los objetos –a las cosas presentes en el mundo, tanto el mundo histórico

como el actual– y por ende al propio mundo. Pero esta mirada dominante o

hegemónica no habría de ser vista o visualizada como un dictum soberano, o

una dictadura, sino antes bien por medio de un abordaje racionalista, a través

de un sujeto de razón. La clase burguesa procuró universalizar sus miradas y

concepciones no por decreto, sino por medio de argumentos racionales. El

museo burgués y sus técnicas curatoriales no podían articular su poder (sólo)

mediante formas de disciplina, también debieron emplear una manera de

dirigirse al público que fuera educativa y pedagógica, presente en las

articulaciones de las obras de arte, los modelos de exposición de los objetos,

su disposición espacial y la arquitectura general. Debían situar al sujeto

espectador en la posición del sujeto de conocimiento, y esto también estaba

representado por la manera de dirigirse a ese sujeto que suponía la técnica

curatorial. Para que este modo de interpelación resultara efectivamente

constitutivo de sus sujetos, la exhibición y el museo debían apelar y representar

al mismo tiempo.

El teórico cultural Tony Bennet ha denominado, con acierto, a estas técnicas

curatoriales espaciales y discursivas “el complejo expositivo”, guiado por el

propósito de describir el complicado ensamblaje de arquitectura, muestra,

colecciones y aspecto público que caracteriza al ámbito de las instituciones, la

organización de exhibiciones y la curaduría. En su artículo del mismo nombre,

Bennet supo analizar la génesis histórica del museo (burgués) y su producción

de relaciones de poder y conocimiento por medio del doble papel, o doble

articulación, que desempeña como espacio disciplinario y educativo:

El complejo expositivo fue también una respuesta al problema del orden, que funcionó

de manera distinta, en tanto procuró transformar este problema en uno de índole

cultural, convirtiéndolo en cuestión de ganar corazones, más allá del disciplinamiento

y la formación de sujetos individuales. Como tal, sus instituciones constitutivas

revirtieron las orientaciones de los aparatos disciplinarios en búsqueda de hacer

visibles al populacho las fuerzas y los principios del orden, convirtiéndolo, entonces,

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en un pueblo, un conjunto de ciudadanos, y no al revés. No procuraron cartografiar el

cuerpo social en el orden para conocer al populacho y hacerlo visible al poder. En vez

de ello, por medio de la provisión de lecciones objetivas acerca del poder –el poder

de comandar y disponer cosas y cuerpos para su exposición pública– buscaron

permitir que las personas conocieran en vez de ser conocidas, y además que lo

hicieran en masa y no de manera individual, que se convirtieran en sujetos y no en

objetos de conocimiento. No obstante, en términos ideales, también procuraron

permitir que las personas conocieran y por ende fueran capaces de regularse a sí

mismas: que al verse a sí mismas desde la posición del poder, se convirtieran tanto

en sujetos como en objetos de conocimiento, que descubrieran al mismo tiempo el

poder y lo que el poder sabe, y conociéndose a sí mismos tal como (idealmente) los

conoce el poder, que interiorizaran su mirada como un principio de autovigilancia y,

en consecuencia, de autorregulación.1

Mientras que las instituciones “estrictamente” disciplinarias (en el sentido

foucaultiano del término), tales como las escuelas, las prisiones, las fábricas y

demás, procuraban manejar a la población por medio de una inflexión directa

del orden sobre los cuerpos concretos y así sobre el comportamiento, el

complejo expositivo sumó a esto persuasión y coerción. Supuestamente, las

exhibiciones debían gustar tanto como enseñar, y por tanto necesitaban

involucrar al espectador en una economía del deseo como así también en

distintas relaciones de poder y conocimiento. En cierto sentido, el complejo

expositivo tuvo también la intención de empoderar, en el sentido de que el

público pudiera identificarse con las historias de exhibición y actuar en

consecuencia. De esta forma, la organización de muestras estaba directamente

ligada a la construcción de un cuerpo nacional, y como tal se vio envuelta en

políticas de representación tanto identitarias como territoriales. El conocimiento

que se ponía a disposición del sujeto era el medio que permitía la inscripción

de ese sujeto dentro de un Estado nación determinado, la transformación del

populacho en, exactamente, eso: un pueblo, una nación.

De esta forma, el acceso al conocimiento involucraba la aceptación de ciertas

historias y modos de entenderlo. El complejo expositivo no sólo curaba estas

historias y las relaciones de poder, sino que también indicaba las maneras de

ver y comportarse. De allí las reglas específicas de conducta en el museo: paso

lento, tono de voz bajo, ausencia de contacto físico con los objetos en

exposición, discreción general. De esta forma, a la representación se añade

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regulación; la identificación va pareja a la identificación y el sujeto burgués de

razón se vuelve a un mismo tiempo sujeto y objeto de poder en una compleja

relación con el conocimiento. De hecho, la representación de valores e historias

va de la mano de una conducta adecuada, las relaciones de poder y

conocimiento se internalizan por medio de un determinado comportamiento y

empoderamiento: autorregulación y autorrepresentación. Es preciso

comportarse de manera adecuada para ser (admitido) en el museo. El

imperativo de no tocar los objetos indica no sólo el respeto hacia ellos y su

estatus, sino también la aceptación de las reglas, de las prohibiciones

establecidas y, más crucial aún, un conocimiento íntimo de la propia posición:

que en el acto de conocimiento se es capaz de ver y ser cultivado, tanto en el

sentido activo como pasivo del ser. De allí la importancia de la inauguración de

arte, la vernissage, como ritual burgués de iniciación y formación: uno no es

sólo el primero en ver (y, en ciertos casos, adquirir), sino también el primero en

ser visto: en ser visible como el cultivado sujeto burgués de razón, en el lugar

correcto y en su lugar.

Presente

Para describir de qué manera esta historia condiciona también la organización

de exposiciones y los fundamentos institucionales actuales, como así también

la crítica, Frazer Ward ha descripto el museo como un espacio “asediado”. Esto

tiene que ver con ciertas historias y contingencias, y con el modo en que el

museo continúa construyendo un sujeto específico, no sólo en términos

individuales, sino también colectivos (en tanto público):

El museo contribuyó a la autorrepresentación y autolegitimación del nuevo sujeto

burgués de razón. Con mayor exactitud, este sujeto, esta “identidad ficticia” de un

poseedor de propiedad y puro y simple ser humano, fue en sí misma resultado de un

proceso interconectado de autorrepresentación y autolegitimación. Es decir que

estuvo íntimamente ligado a su autorrepresentación cultural como público.2

Los modos de interlocución de la organización de exhibiciones pueden ser

considerados, entonces, como intentos simultáneos de representar y constituir

un sujeto colectivo específico (de clase). Esto también supone la presencia de

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una doble idea de representación: los relatos y las sensaciones de las obras de

arte exhibidas –el aspecto al que comúnmente suelen referirse el discurso y la

crítica curatorial– y la representación de cierto público (como espectador), que

es representado, legitimado y constituido por medio de ese mismo modo de

presentación. Hacer públicas las cosas supone también un intento de construir

un público. Un público sólo existe “en virtud de que se lo interpela”, y así “se

constituye a través de la mera atención”, según sostiene Michael Warner en su

reciente libro Publics and Counterpublics.3 Lo significativo aquí es la noción del

público como algo que se constituye, por un lado, a través de la participación y

la presencia, y por otro, a través de la articulación y la imaginación. En otras

palabras, un público es un propósito imaginario que tiene efectos reales: se

imagina un público, una comunidad, un grupo, un adversario o un distrito,

gracias a un modo específico de dirigirse a él supuestamente capaz de

producir, actualizar e incluso activar esta entidad imaginaria: “el público”. Esto

es, desde luego, crucial para la organización de exposiciones, para las técnicas

del curador.

No obstante, según señala Frazer Ward, los espacios en que se producen y

recepcionan estas exhibiciones están condicionados por ciertas historias,

ciertos residuos de imaginación, comportamiento y recepción. No tengo la

intención de repetir de manera incesante un proyecto de crítica institucional,

sino advertir cómo la construcción de un determinado lugar está en complicidad

con la de un determinado sujeto, lo que Ward denomina “el sujeto burgués de

razón”, y en qué forma esto ha producido la enorme cantidad de estrategias y

respuestas que advertimos en la organización contemporánea de exposiciones.

Dentro de la historia de la crítica institucional, suele considerarse a las

instituciones de arte sobre todo como instrumentos de la burguesía, y como

una máquina capaz de incluir y por ende neutralizar cualquier forma de crítica

por medio de sus técnicas de exhibición, tales como el infame “cubo blanco” o

el espacio de galería. Este es un proceso también conocido como cooptación,

lo que indica que la institución necesita, desea incluso, la crítica con el

propósito de fortalecerse a sí misma y de fortalecer su mirada neutralizante.

Pero es preciso examinar esto con mayor atención, y en el contexto de la

aparición histórica de los museos, salones y las galerías durante las

revoluciones burguesas, donde el lugar de exhibición ofició de espacio para la

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discusión cultivada, para la autorrepresentación y la autolegitimación por medio

de un discurso crítico-racional. En otras palabras, el discurso (incluida la crítica)

era racional y los objetos (y hasta cierto punto el sujeto artista detrás de ellos)

era irracional. Los objetos debían ser irracionales para poder ser

racionalizados, lo que a su vez producía el sujeto racional y crítico, cuyos

valores y juicios la exposición representaba. De tal forma que la organización

de exhibiciones se convirtió entonces en la puesta en escena de este discurso,

de este debate, que hacía de los curadores los proveedores del gusto y de los

artistas, objetos de mirada tanto como las propias obras de arte. Bajo esta luz,

se permitió por costumbre el ingreso de las obras de arte denominadas

institucionalmente críticas, como productos de un artista-sujeto más o menos

racional, como una mera contingencia.

En más de un sentido, nos apoyamos así en los pilares de la tradición, y en un

sentido de articulación y representación que no siempre se ve reflejado en la

organización contemporánea de exhibiciones. Si su papel histórico era el de

educar, legitimar y representar a cierto grupo, clase o casta social, ¿a quién

representa hoy? Resulta discutible que la formación de la clase burguesa del

siglo XIX pueda transferirse directamente a las sociedades modulares de hoy,

ya sea como meta de la representación o como crítica de sus contra

articulaciones. Por tanto, ¿a qué grupos –imaginados como reales– sirven la

organización contemporánea de exhibiciones y las políticas institucionales? ¿Y

qué modos de dirigirse al público serían necesarios y deseables para

representar o criticar estas formulaciones? Para responder esta pregunta será,

en parte, necesario avanzar hacia la sección futurista, y en parte, retroceder:

preguntarse qué espectadores es posible asegurar que representan las

actuales estrategias de exhibición, ya sea como resultado reflexivo o no de sus

hacedores, en tanto estas estrategias pueden ser analizadas como modos de

interpelación, y así descubrir de qué manera operan a través de articulaciones

e imaginarios específicos. Esto nos obligará a establecer, sin embargo, cierta

tipología de las exhibiciones.

Como se mencionó al comienzo de este artículo, el formato de exhibición es el

principal vehículo de presentación del arte contemporáneo, pero esto no

supone que la ella sea un formato único con un público y una circulación

discursiva determinados. Antes bien, es necesario pluralizar el formato de

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exhibición; obviamente, los distintos tipos hablan de distintas ubicaciones y

posiciones, distintos públicos y formas de circulación, se trate del grupo

autorganizado que muestra su obra en un pequeño espacio alternativo o de

una bienal internacional de gran escala. Lo que ambas instancias comparten es

la idea de un doble público: el público local, físicamente presente (aunque sólo

sea en términos potenciales), como así también el público del mundo del arte

(aunque sólo sea en términos potenciales). Las exhibiciones se encuentran

dentro de un ecosistema y de una jerarquía (como así también de lugares de

exhibición). Esto, desde luego, puede ser empleado de manera estratégica y

cínica, pero lo importante aquí es de qué manera –dado determinado formato

de exhibición– es posible reflexionar acerca de su ubicación y potencialidad

con el propósito de estirarlas, eludirlas, sabotearlas o, si se quiere, aceptarlas,

lo que suele constituir la práctica más común en lo concerniente a los formatos

de exhibición en estos días. La noción de lo “alternativo”, por ejemplo, está

imbuida de un alto grado de capital simbólico dentro de las artes,

potencialmente transferible a capital real, haciendo así de “lo alternativo” un

espacio más dentro del desarrollo artístico y económico, una esfera ubicada en

una línea temporal antes que un camino paralelo.

A menudo las muestras parecen tediosas, con un valor de uso dado y

predecible en lo que constituye la incesante repetición de los mismos formatos

e intenciones. Advertimos esto en el formato archiconocido de las exhibiciones

históricas de los museos, las retrospectivas, ya sea de: 1) un determinado

período (siempre una era “dorada”), 2) un determinado movimiento (de

preferencia, un estilo pictórico claramente definible) o 3) un determinado artista

(la exhibición monográfica del artista como genio). Este tipo de exhibiciones

adoptan variantes más o menos lujosas, a menudo curadas por expertos de los

museos y no por especialistas independientes, e incluyen algún tipo de

investigación histórica. Según el prestigio de la institución o del tema/artista, un

catálogo impreso de cierta sustancia acompaña este tipo de exhibición, siendo

posible medir de manera directa el prestigio y la importancia por el volumen de

la publicación. A menudo, llega uno a creer que este tipo de exhibiciones son

las que menos han reconstruido su noción de público, que expresan el discreto

encanto de la tradición, pero a decir verdad este formato ha demostrado ser

extremadamente adaptable a los cambios de la esfera pública, del modelo

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ilustrado burgués a la actual industria cultural, o en algunos casos incluso, a la

industria del entretenimiento. Este tipo de exhibición ofrece cierta reminiscencia

de la racionalidad y el gusto burgués bajo la forma de un entretenimiento ligero

para toda la familia: dos o tres horas en el museo, con su café y su tienda de

regalos, como una alternativa a la visita al shopping.

Si bien las exposiciones de arte contemporáneo no siempre son populares, el

populismo está tan presente en ellas como en las muestras retrospectivas de

los museos. Una y otra vez, se nos ofrece lo “nuevo”; la muestra generacional

constituye una siempre grata estrategia de construcción de trayectoria, del

mismo modo que todavía nos vemos sujetos al formato de exhibición más

retrógrado de todos, la muestra nacional, combinado regularmente con la

muestra generacional, que produce “nuevos” milagros en su descubrimiento de

nuevas escenas. Este tipo de muestras no sólo se adapta sin fisuras a la

demanda de nuestros productos y tendencias para abastecer los mercados del

arte, sino que también tiene subsidios asegurados por parte de los organismos

de cultura nacionales, convirtiéndolas en un ejemplo perfecto de la actual

fusión siempre deseada entre fondos públicos y privados. Aunque estas

muestras no aseguran un gran número de visitantes, como sí pueden hacerlo

ciertas retrospectivas, tienden a privilegiar ese otro público imaginario, el

mundo del arte, y a favorecer el acceso a un extraño circuito de revistas,

discursos, boca en boca, atención curatorial, empleos en docencia, galerías y

dinero.

La fusión entre subsidios, economías e intereses nacionales y la producción de

tendencias dentro del mundo del arte suele ser también lo que está en juego en

el más internacional de todos los formatos: las cada vez más numerosas

bienales. No sería difícil mostrarse crítico, incluso despectivo, respecto del

circuito de bienales y su relación con el mercado y el capital, como así también

la falta de reflexión acerca del público “local” –de hecho, este tipo de crítica se

ha convertido prácticamente en un lugar común entre los profesionales del arte,

a menudo bajo la forma cínica de la fatiga (debe ser el jetlag…)–, pero esto

supondría pasar por alto el potencial que en verdad ofrecen las bienales para

reflexionar acerca de la doble noción de lo público y para crear nuevas

formaciones de público que no estén ligadas al Estado nación o al mundo del

arte. Por tratarse de eventos recurrentes, que al mismo tiempo tienen cierta

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localización y forman parte de un determinado circuito, poseen la capacidad de

crear una esfera pública más transnacional, en la que se advierte tanto la

diferencia como la repetición respecto del modo común de apelación y las

nociones implícitas del fenómeno del espectador y la participación del público.

Futuro

Con el propósito de alterar el guión de los formatos existentes, necesitamos

más y no menos reflexión acerca de nuestra concepción de los públicos, como

así también acerca de las contingencias e historias de los distintos modelos de

apelar al público. Como he intentado demostrar, la organización de una

muestra supone la construcción de un público, la imaginación de un mundo.

Por ende, no se trata aquí del arte por el arte o de un arte social, o de la

discusión entre poética y política, sino de entender la política de la estética y la

dimensión estética de la política. O para decirlo de otra manera, el modo de

interpelación produce el público, y si uno intenta imaginar distintos públicos,

distintas nociones de relacionalidad extrañada, es preciso (re)considerar los

modos de interpelación o, si se quiere, los formatos de exhibición.

No sólo hay esferas públicas (con sus correspondientes ideales), sino también

contrapúblicos. Según Michael Warner, es posible entender los contrapúblicos

como formaciones particulares paralelas, de carácter menor o incluso

subordinado, donde los discursos y prácticas de oposición pueden formularse y

circular. Los contrapúblicos comparten muchas características con los públicos

normativos o dominantes –existen como un interlocutor imaginario, una

ubicación y un discurso específico, y suponen cierta circularidad y reflexividad–

y por tanto siempre son tanto relacionales como de oposición. Un contrapúblico

es un espejo consciente de las modalidades e instituciones del público

normativo, todo ello en un esfuerzo por dirigirse a otros sujetos y a otros

imaginarios. Donde la noción clásica burguesa de la esfera pública afirmaba su

universalidad y su racionalidad, los contrapúblicos a menudo afirman lo

opuesto, y en términos concretos esto suele implicar una inversión de los

espacios existentes en otro tipo de identidades y prácticas, una alteración

queer del espacio. Este ha sido de hecho el modelo adoptado por las

exhibiciones de proyectos contemporáneos feministas (y de otro tipo) que usan

la institución de arte como un espacio abierto a una noción distinta del

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espectador y de la articulación colectiva, a contracorriente de las propias

articulaciones y legitimaciones históricas del espacio de arte, aquello que

Marion von Osten ha descripto bajo los términos de “la exhibición entendida

como una estrategia contrapública”.4

Una exhibición debe imaginarse un público para poder producirlo, y producir un

mundo a su alrededor, un horizonte. De modo tal que si estamos satisfechos

con el mundo en el que nos encontramos, debemos seguir haciendo

exposiciones como siempre, y repetir los formatos y formas de circulación. Si

por el contrario no estamos contentos con el mundo en el que vivimos, tanto en

términos del mundo del arte como en un sentido geopolítico mayor, nos

veremos en la obligación de producir otras formas de exhibición, otras

subjetividades y otros imaginarios. La gran división de nuestra era no se

establece entre distintos fundamentalismos, dado que todos ellos adscriben al

mismo guión (si bien con una idea distinta de quién debiera triunfar al final…),

sino entre aquellos que aceptan y por ende sostienen de manera activa los

imaginarios dominantes de sociedad, subjetividad y posibilidad, y aquellos que

los rechazan y por ende participan de otros imaginarios, según la formulación

de Cornelius Castoriadis. Para Castoriadis, la sociedad es un conjunto

imaginario de instituciones, prácticas, creencias y verdades, a las que todos

suscribimos y (re)producimos de manera constante. La sociedad y sus

instituciones son tan ficticias como funcionales. Las instituciones forman parte

de redes simbólicas, y como tales, no son fijas ni estables, sino que están en

constante articulación a través de la proyección y la praxis. Pero al prestar

atención a su carácter imaginario, Castoriadis intenta sugerir claramente que es

posible imaginar otras organizaciones e interacciones sociales:

[El] reemplazo [de la sociedad presente] –al que aspiramos porque lo deseamos y

porque sabemos que también otros lo desean, no sólo porque se deba a las leyes de

la historia, los intereses del proletariado o la destinación del ser–, la producción de

una historia en que la sociedad no sólo se conozca a sí misma sino que se haga a sí

misma en una autoinstitución explícita, supone una destrucción radical de las

instituciones sociales conocidas, en sus rincones y grietas más insospechadas, que

sólo puede existir como el planteo y la creación de nuevas instituciones, tanto como

de un nuevo modo de instituirlas y una nueva relación de la sociedad y de los

individuos con la institución.5

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No se trata sólo de cambiar las instituciones, también de cambiar el modo en

que instituimos; encontrar la forma de instituir la subjetividad y la imaginación

de una manera distinta. Esto es posible por medio de la alteración de los

formatos y relatos existentes, como la alteración queer del espacio y la

(re)escritura de historias; es decir, por medio de proyectos deconstructivos y

reconstructivos, y por medio de la construcción de nuevos formatos, la tarea de

repensar la estructura y el propio evento de la exhibición. De una u otra

manera, quisiera sostener que la curaduría del futuro debería centrarse en

estas tres nociones fundamentales: articulación, imaginación y continuidad.

Por articulación deberíamos hacer referencia al posicionamiento del proyecto,

de sus relatos y obras de arte, y la reflexión acerca de su doble público y su

ubicación tanto dentro como fuera del mundo del arte. Una exhibición es

siempre una afirmación acerca del estado del mundo, no sólo del estado del

arte, y como tal, siempre está involucrada en imaginarios particulares, ya sea

que reconozca o no esta participación. Una obra de arte es, en el mejor de los

casos, tanto la articulación de algo como la representación de alguien: es una

propuesta de cómo deberían ser las cosas, un ofrecimiento, pero no una

limosna. La articulación es la formulación de una posición y una política

propias, dónde está uno y hacia dónde se dirige, como así también un

concepto de camaradería: pueden ustedes acompañarme o no. En la

producción cultural, no es posible discernir entre forma y contenido, entre

medios y fines: los modos de apelación articulan y sitúan posiciones subjetivas,

a dónde se quiera ir y cómo se llegue allí son una y la misma pregunta. De esta

forma, cuanta mayor sea la claridad con que se pone el énfasis en el elemento

articulatorio, más productiva habrá de ser en su participación de otros

imaginarios y posicionamientos subjetivos.

Al referirnos a imaginación seguiremos el rastro del pensamiento de

Castoriadis, y su análisis de la sociedad como algo autocreado, como algo que

existe gracias a las instituciones. Se trata de imaginar otro mundo, y de esta

forma instituir otros modos de ser, instituir e imaginar, por así decirlo. Decir que

otras palabras son posibles. En nuestra situación actual, también podemos

afirmar: otro mundo del arte es posible (si queremos). En segundo lugar, lo

imaginario, como articulación, naturalmente tiene que ver con los procesos y

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potencialidades de la propia producción artística: ofrecer otros imaginarios,

modos de ver y, por tanto, cambiar el mundo. Y la obra de arte puede de hecho

ser vista como un nuevo modo de instituir, de producir y proyectar otros

mundos, y como la posibilidad de una autotransformación en el mundo: una

institucionalización que se produce por medio de la subjetividad, antes que

produciendo subjetividad. Sin rodeos, esto puede ofrecer un lugar desde donde

ver (y ver distinto, otros imaginarios).

Por continuidad, haremos referencia a los propios procesos del trabajo de

curaduría, y de qué manera puede perderse en la repetición y las tendencias.

En vez de alimentar el mercado, la repetición puede convertirse en continuidad,

literalmente hacer lo mismo para producir algo distinto, no en los productos,

sino en la imaginación. Propongo no sólo trabajar en el mismo ámbito o tema

como investigadores, sino también radicalizar este aspecto y la resistencia al

mercado, trabajando en un plan a largo plazo. No un plan a cinco años, sino a

diez, que haga constantemente la misma exhibición con los mismos artistas.

Imaginemos esto: pedirle de manera constante a los mismos artistas que

contribuyan a la misma exhibición temática, yendo así a las profundidades de la

materia en vez de rozar la superficie. De hecho, ir al fondo mismo como sea,

rechazando las demandas de novedad, de constantes (re)territorializaciones –

“la pintura hoy”, “el retorno de lo político”, “muestra de nuevo arte británico”–

para, en lugar de ello, insistir en la realización de la misma muestra, ya sea de

manera itinerante o dentro de la misma institución o ciudad. Ahora bien, alguien

podría decir que esto es lo que de hecho hacen muchos curadores, sin importar

la regularidad con que cambien de temas, escenas y generaciones; pero en

vez de objetar u ocultar este hecho, quisiera sugerir que lo articulemos, y a

través de esta continuidad autoimpuesta y autotransformadora, nos internemos

en la producción y el pensamiento de los artistas, en la misma medida en que

los artistas podrían entonces internarse en los métodos y el pensamiento de los

curadores, como así también desarrollar –de manera bastante literal, para bien

o para mal– relaciones a largo plazo con el propio público, distrito o comunidad

imaginaria. Producir un público es hacer un mundo. Y también hacer que otros

mundos sean posibles…

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1. Tony Bennett, “The Exhibitionary Complex”, en R. Greenberg., B. Ferguson y S. Nairne

(eds.), Thinking About Exhibitions, Londres, Routledge, 1996, p. 84.

2. Frazer Ward, “The Haunted Museum: Institutional Critique and Publicity”, October 73,

1995, p. 74.

3. Michael Warner, Publics ond Counterpublics, Nueva York, Zone Books, 2002.

4. Marion von Osten, “A Question of Attitude - Changing Methods. Shifting Discourses.

Producing Publics. Organizing Exhibitions”, en Simon Sheikh (ed.), In the Place of the Public

Sphere?, Berlín, B-Books, 2005.

5. Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, Londres, Poilty Press, 1987, p. 373. (Original francés publicado en 1976).[Título en español, La institución imaginaria de la sociedad].