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174-185
EFECTOS CONSTITUTIVOS: LAS TÉCNICAS DEL CURADOR Simon Sheikh
[MANUSCRITO:] Curating Subjects, Paul O’Neill (ed.), Londres: Open Editions, 2007: pp. 174-185.
En el mundo del arte contemporáneo, se presta gran atención a la actividad de
los curadores. Las exhibiciones son uno de los vehículos principales de la
producción artística. No obstante, la actividad de exhibir y la idoneidad en el
armado de exhibiciones resultan en buena medida predecibles y repetitivos, e
involucran circuitos, estructuras y economías específicas (tanto simbólicos
como reales). Tal vez pudiéramos hablar incluso de una tipología de
exhibiciones: modos específicos de dirigirse al público, destinados a producir
ciertos significados y ciertos públicos, lo que nos permitiría discutir estos
modelos según su historia, contingencia y potencialidad. En lo sucesivo, habré
de intentar hacerlo según las tres premisas esbozadas en este libro: el pasado,
el presente y el futuro.
Pasado Históricamente, el armado de exhibiciones siempre estuvo estrechamente
relacionado con las estrategias de la disciplina y los ideales de la Ilustración,
no en términos contradictorios o dialécticos, sino antes bien como un
movimiento simultáneo en el proceso de construcción del “nuevo” sujeto
burgués de razón que tuvo lugar en la Europa del siglo XIX. La organización de
exhibiciones signó no sólo una exposición y una división del conocimiento, el
poder y la actitud del espectador, también signó la producción de un público. La
apertura de las colecciones de los museos al público y la organización de
muestras temporarias en los salones imaginaron y configuraron un público
espectador. Lo que hoy podemos denominar curaduría, en efecto esta
organización de las exhibiciones y sus públicos, tuvo efectos constitutivos
sobre los sujetos y los objetos.
La colección y exposición de objetos y artefactos específicos según ciertas
técnicas curatoriales representó no sólo la escritura de historias coloniales y
nacionales específicas, sino también, de manera crucial, la circulación de
ciertos valores e ideales. La emergente clase burguesa al mismo tiempo se
posicionaba y se afirmaba a sí misma, haciendo extensiva su visión del mundo
a los objetos –a las cosas presentes en el mundo, tanto el mundo histórico
como el actual– y por ende al propio mundo. Pero esta mirada dominante o
hegemónica no habría de ser vista o visualizada como un dictum soberano, o
una dictadura, sino antes bien por medio de un abordaje racionalista, a través
de un sujeto de razón. La clase burguesa procuró universalizar sus miradas y
concepciones no por decreto, sino por medio de argumentos racionales. El
museo burgués y sus técnicas curatoriales no podían articular su poder (sólo)
mediante formas de disciplina, también debieron emplear una manera de
dirigirse al público que fuera educativa y pedagógica, presente en las
articulaciones de las obras de arte, los modelos de exposición de los objetos,
su disposición espacial y la arquitectura general. Debían situar al sujeto
espectador en la posición del sujeto de conocimiento, y esto también estaba
representado por la manera de dirigirse a ese sujeto que suponía la técnica
curatorial. Para que este modo de interpelación resultara efectivamente
constitutivo de sus sujetos, la exhibición y el museo debían apelar y representar
al mismo tiempo.
El teórico cultural Tony Bennet ha denominado, con acierto, a estas técnicas
curatoriales espaciales y discursivas “el complejo expositivo”, guiado por el
propósito de describir el complicado ensamblaje de arquitectura, muestra,
colecciones y aspecto público que caracteriza al ámbito de las instituciones, la
organización de exhibiciones y la curaduría. En su artículo del mismo nombre,
Bennet supo analizar la génesis histórica del museo (burgués) y su producción
de relaciones de poder y conocimiento por medio del doble papel, o doble
articulación, que desempeña como espacio disciplinario y educativo:
El complejo expositivo fue también una respuesta al problema del orden, que funcionó
de manera distinta, en tanto procuró transformar este problema en uno de índole
cultural, convirtiéndolo en cuestión de ganar corazones, más allá del disciplinamiento
y la formación de sujetos individuales. Como tal, sus instituciones constitutivas
revirtieron las orientaciones de los aparatos disciplinarios en búsqueda de hacer
visibles al populacho las fuerzas y los principios del orden, convirtiéndolo, entonces,
en un pueblo, un conjunto de ciudadanos, y no al revés. No procuraron cartografiar el
cuerpo social en el orden para conocer al populacho y hacerlo visible al poder. En vez
de ello, por medio de la provisión de lecciones objetivas acerca del poder –el poder
de comandar y disponer cosas y cuerpos para su exposición pública– buscaron
permitir que las personas conocieran en vez de ser conocidas, y además que lo
hicieran en masa y no de manera individual, que se convirtieran en sujetos y no en
objetos de conocimiento. No obstante, en términos ideales, también procuraron
permitir que las personas conocieran y por ende fueran capaces de regularse a sí
mismas: que al verse a sí mismas desde la posición del poder, se convirtieran tanto
en sujetos como en objetos de conocimiento, que descubrieran al mismo tiempo el
poder y lo que el poder sabe, y conociéndose a sí mismos tal como (idealmente) los
conoce el poder, que interiorizaran su mirada como un principio de autovigilancia y,
en consecuencia, de autorregulación.1
Mientras que las instituciones “estrictamente” disciplinarias (en el sentido
foucaultiano del término), tales como las escuelas, las prisiones, las fábricas y
demás, procuraban manejar a la población por medio de una inflexión directa
del orden sobre los cuerpos concretos y así sobre el comportamiento, el
complejo expositivo sumó a esto persuasión y coerción. Supuestamente, las
exhibiciones debían gustar tanto como enseñar, y por tanto necesitaban
involucrar al espectador en una economía del deseo como así también en
distintas relaciones de poder y conocimiento. En cierto sentido, el complejo
expositivo tuvo también la intención de empoderar, en el sentido de que el
público pudiera identificarse con las historias de exhibición y actuar en
consecuencia. De esta forma, la organización de muestras estaba directamente
ligada a la construcción de un cuerpo nacional, y como tal se vio envuelta en
políticas de representación tanto identitarias como territoriales. El conocimiento
que se ponía a disposición del sujeto era el medio que permitía la inscripción
de ese sujeto dentro de un Estado nación determinado, la transformación del
populacho en, exactamente, eso: un pueblo, una nación.
De esta forma, el acceso al conocimiento involucraba la aceptación de ciertas
historias y modos de entenderlo. El complejo expositivo no sólo curaba estas
historias y las relaciones de poder, sino que también indicaba las maneras de
ver y comportarse. De allí las reglas específicas de conducta en el museo: paso
lento, tono de voz bajo, ausencia de contacto físico con los objetos en
exposición, discreción general. De esta forma, a la representación se añade
regulación; la identificación va pareja a la identificación y el sujeto burgués de
razón se vuelve a un mismo tiempo sujeto y objeto de poder en una compleja
relación con el conocimiento. De hecho, la representación de valores e historias
va de la mano de una conducta adecuada, las relaciones de poder y
conocimiento se internalizan por medio de un determinado comportamiento y
empoderamiento: autorregulación y autorrepresentación. Es preciso
comportarse de manera adecuada para ser (admitido) en el museo. El
imperativo de no tocar los objetos indica no sólo el respeto hacia ellos y su
estatus, sino también la aceptación de las reglas, de las prohibiciones
establecidas y, más crucial aún, un conocimiento íntimo de la propia posición:
que en el acto de conocimiento se es capaz de ver y ser cultivado, tanto en el
sentido activo como pasivo del ser. De allí la importancia de la inauguración de
arte, la vernissage, como ritual burgués de iniciación y formación: uno no es
sólo el primero en ver (y, en ciertos casos, adquirir), sino también el primero en
ser visto: en ser visible como el cultivado sujeto burgués de razón, en el lugar
correcto y en su lugar.
Presente
Para describir de qué manera esta historia condiciona también la organización
de exposiciones y los fundamentos institucionales actuales, como así también
la crítica, Frazer Ward ha descripto el museo como un espacio “asediado”. Esto
tiene que ver con ciertas historias y contingencias, y con el modo en que el
museo continúa construyendo un sujeto específico, no sólo en términos
individuales, sino también colectivos (en tanto público):
El museo contribuyó a la autorrepresentación y autolegitimación del nuevo sujeto
burgués de razón. Con mayor exactitud, este sujeto, esta “identidad ficticia” de un
poseedor de propiedad y puro y simple ser humano, fue en sí misma resultado de un
proceso interconectado de autorrepresentación y autolegitimación. Es decir que
estuvo íntimamente ligado a su autorrepresentación cultural como público.2
Los modos de interlocución de la organización de exhibiciones pueden ser
considerados, entonces, como intentos simultáneos de representar y constituir
un sujeto colectivo específico (de clase). Esto también supone la presencia de
una doble idea de representación: los relatos y las sensaciones de las obras de
arte exhibidas –el aspecto al que comúnmente suelen referirse el discurso y la
crítica curatorial– y la representación de cierto público (como espectador), que
es representado, legitimado y constituido por medio de ese mismo modo de
presentación. Hacer públicas las cosas supone también un intento de construir
un público. Un público sólo existe “en virtud de que se lo interpela”, y así “se
constituye a través de la mera atención”, según sostiene Michael Warner en su
reciente libro Publics and Counterpublics.3 Lo significativo aquí es la noción del
público como algo que se constituye, por un lado, a través de la participación y
la presencia, y por otro, a través de la articulación y la imaginación. En otras
palabras, un público es un propósito imaginario que tiene efectos reales: se
imagina un público, una comunidad, un grupo, un adversario o un distrito,
gracias a un modo específico de dirigirse a él supuestamente capaz de
producir, actualizar e incluso activar esta entidad imaginaria: “el público”. Esto
es, desde luego, crucial para la organización de exposiciones, para las técnicas
del curador.
No obstante, según señala Frazer Ward, los espacios en que se producen y
recepcionan estas exhibiciones están condicionados por ciertas historias,
ciertos residuos de imaginación, comportamiento y recepción. No tengo la
intención de repetir de manera incesante un proyecto de crítica institucional,
sino advertir cómo la construcción de un determinado lugar está en complicidad
con la de un determinado sujeto, lo que Ward denomina “el sujeto burgués de
razón”, y en qué forma esto ha producido la enorme cantidad de estrategias y
respuestas que advertimos en la organización contemporánea de exposiciones.
Dentro de la historia de la crítica institucional, suele considerarse a las
instituciones de arte sobre todo como instrumentos de la burguesía, y como
una máquina capaz de incluir y por ende neutralizar cualquier forma de crítica
por medio de sus técnicas de exhibición, tales como el infame “cubo blanco” o
el espacio de galería. Este es un proceso también conocido como cooptación,
lo que indica que la institución necesita, desea incluso, la crítica con el
propósito de fortalecerse a sí misma y de fortalecer su mirada neutralizante.
Pero es preciso examinar esto con mayor atención, y en el contexto de la
aparición histórica de los museos, salones y las galerías durante las
revoluciones burguesas, donde el lugar de exhibición ofició de espacio para la
discusión cultivada, para la autorrepresentación y la autolegitimación por medio
de un discurso crítico-racional. En otras palabras, el discurso (incluida la crítica)
era racional y los objetos (y hasta cierto punto el sujeto artista detrás de ellos)
era irracional. Los objetos debían ser irracionales para poder ser
racionalizados, lo que a su vez producía el sujeto racional y crítico, cuyos
valores y juicios la exposición representaba. De tal forma que la organización
de exhibiciones se convirtió entonces en la puesta en escena de este discurso,
de este debate, que hacía de los curadores los proveedores del gusto y de los
artistas, objetos de mirada tanto como las propias obras de arte. Bajo esta luz,
se permitió por costumbre el ingreso de las obras de arte denominadas
institucionalmente críticas, como productos de un artista-sujeto más o menos
racional, como una mera contingencia.
En más de un sentido, nos apoyamos así en los pilares de la tradición, y en un
sentido de articulación y representación que no siempre se ve reflejado en la
organización contemporánea de exhibiciones. Si su papel histórico era el de
educar, legitimar y representar a cierto grupo, clase o casta social, ¿a quién
representa hoy? Resulta discutible que la formación de la clase burguesa del
siglo XIX pueda transferirse directamente a las sociedades modulares de hoy,
ya sea como meta de la representación o como crítica de sus contra
articulaciones. Por tanto, ¿a qué grupos –imaginados como reales– sirven la
organización contemporánea de exhibiciones y las políticas institucionales? ¿Y
qué modos de dirigirse al público serían necesarios y deseables para
representar o criticar estas formulaciones? Para responder esta pregunta será,
en parte, necesario avanzar hacia la sección futurista, y en parte, retroceder:
preguntarse qué espectadores es posible asegurar que representan las
actuales estrategias de exhibición, ya sea como resultado reflexivo o no de sus
hacedores, en tanto estas estrategias pueden ser analizadas como modos de
interpelación, y así descubrir de qué manera operan a través de articulaciones
e imaginarios específicos. Esto nos obligará a establecer, sin embargo, cierta
tipología de las exhibiciones.
Como se mencionó al comienzo de este artículo, el formato de exhibición es el
principal vehículo de presentación del arte contemporáneo, pero esto no
supone que la ella sea un formato único con un público y una circulación
discursiva determinados. Antes bien, es necesario pluralizar el formato de
exhibición; obviamente, los distintos tipos hablan de distintas ubicaciones y
posiciones, distintos públicos y formas de circulación, se trate del grupo
autorganizado que muestra su obra en un pequeño espacio alternativo o de
una bienal internacional de gran escala. Lo que ambas instancias comparten es
la idea de un doble público: el público local, físicamente presente (aunque sólo
sea en términos potenciales), como así también el público del mundo del arte
(aunque sólo sea en términos potenciales). Las exhibiciones se encuentran
dentro de un ecosistema y de una jerarquía (como así también de lugares de
exhibición). Esto, desde luego, puede ser empleado de manera estratégica y
cínica, pero lo importante aquí es de qué manera –dado determinado formato
de exhibición– es posible reflexionar acerca de su ubicación y potencialidad
con el propósito de estirarlas, eludirlas, sabotearlas o, si se quiere, aceptarlas,
lo que suele constituir la práctica más común en lo concerniente a los formatos
de exhibición en estos días. La noción de lo “alternativo”, por ejemplo, está
imbuida de un alto grado de capital simbólico dentro de las artes,
potencialmente transferible a capital real, haciendo así de “lo alternativo” un
espacio más dentro del desarrollo artístico y económico, una esfera ubicada en
una línea temporal antes que un camino paralelo.
A menudo las muestras parecen tediosas, con un valor de uso dado y
predecible en lo que constituye la incesante repetición de los mismos formatos
e intenciones. Advertimos esto en el formato archiconocido de las exhibiciones
históricas de los museos, las retrospectivas, ya sea de: 1) un determinado
período (siempre una era “dorada”), 2) un determinado movimiento (de
preferencia, un estilo pictórico claramente definible) o 3) un determinado artista
(la exhibición monográfica del artista como genio). Este tipo de exhibiciones
adoptan variantes más o menos lujosas, a menudo curadas por expertos de los
museos y no por especialistas independientes, e incluyen algún tipo de
investigación histórica. Según el prestigio de la institución o del tema/artista, un
catálogo impreso de cierta sustancia acompaña este tipo de exhibición, siendo
posible medir de manera directa el prestigio y la importancia por el volumen de
la publicación. A menudo, llega uno a creer que este tipo de exhibiciones son
las que menos han reconstruido su noción de público, que expresan el discreto
encanto de la tradición, pero a decir verdad este formato ha demostrado ser
extremadamente adaptable a los cambios de la esfera pública, del modelo
ilustrado burgués a la actual industria cultural, o en algunos casos incluso, a la
industria del entretenimiento. Este tipo de exhibición ofrece cierta reminiscencia
de la racionalidad y el gusto burgués bajo la forma de un entretenimiento ligero
para toda la familia: dos o tres horas en el museo, con su café y su tienda de
regalos, como una alternativa a la visita al shopping.
Si bien las exposiciones de arte contemporáneo no siempre son populares, el
populismo está tan presente en ellas como en las muestras retrospectivas de
los museos. Una y otra vez, se nos ofrece lo “nuevo”; la muestra generacional
constituye una siempre grata estrategia de construcción de trayectoria, del
mismo modo que todavía nos vemos sujetos al formato de exhibición más
retrógrado de todos, la muestra nacional, combinado regularmente con la
muestra generacional, que produce “nuevos” milagros en su descubrimiento de
nuevas escenas. Este tipo de muestras no sólo se adapta sin fisuras a la
demanda de nuestros productos y tendencias para abastecer los mercados del
arte, sino que también tiene subsidios asegurados por parte de los organismos
de cultura nacionales, convirtiéndolas en un ejemplo perfecto de la actual
fusión siempre deseada entre fondos públicos y privados. Aunque estas
muestras no aseguran un gran número de visitantes, como sí pueden hacerlo
ciertas retrospectivas, tienden a privilegiar ese otro público imaginario, el
mundo del arte, y a favorecer el acceso a un extraño circuito de revistas,
discursos, boca en boca, atención curatorial, empleos en docencia, galerías y
dinero.
La fusión entre subsidios, economías e intereses nacionales y la producción de
tendencias dentro del mundo del arte suele ser también lo que está en juego en
el más internacional de todos los formatos: las cada vez más numerosas
bienales. No sería difícil mostrarse crítico, incluso despectivo, respecto del
circuito de bienales y su relación con el mercado y el capital, como así también
la falta de reflexión acerca del público “local” –de hecho, este tipo de crítica se
ha convertido prácticamente en un lugar común entre los profesionales del arte,
a menudo bajo la forma cínica de la fatiga (debe ser el jetlag…)–, pero esto
supondría pasar por alto el potencial que en verdad ofrecen las bienales para
reflexionar acerca de la doble noción de lo público y para crear nuevas
formaciones de público que no estén ligadas al Estado nación o al mundo del
arte. Por tratarse de eventos recurrentes, que al mismo tiempo tienen cierta
localización y forman parte de un determinado circuito, poseen la capacidad de
crear una esfera pública más transnacional, en la que se advierte tanto la
diferencia como la repetición respecto del modo común de apelación y las
nociones implícitas del fenómeno del espectador y la participación del público.
Futuro
Con el propósito de alterar el guión de los formatos existentes, necesitamos
más y no menos reflexión acerca de nuestra concepción de los públicos, como
así también acerca de las contingencias e historias de los distintos modelos de
apelar al público. Como he intentado demostrar, la organización de una
muestra supone la construcción de un público, la imaginación de un mundo.
Por ende, no se trata aquí del arte por el arte o de un arte social, o de la
discusión entre poética y política, sino de entender la política de la estética y la
dimensión estética de la política. O para decirlo de otra manera, el modo de
interpelación produce el público, y si uno intenta imaginar distintos públicos,
distintas nociones de relacionalidad extrañada, es preciso (re)considerar los
modos de interpelación o, si se quiere, los formatos de exhibición.
No sólo hay esferas públicas (con sus correspondientes ideales), sino también
contrapúblicos. Según Michael Warner, es posible entender los contrapúblicos
como formaciones particulares paralelas, de carácter menor o incluso
subordinado, donde los discursos y prácticas de oposición pueden formularse y
circular. Los contrapúblicos comparten muchas características con los públicos
normativos o dominantes –existen como un interlocutor imaginario, una
ubicación y un discurso específico, y suponen cierta circularidad y reflexividad–
y por tanto siempre son tanto relacionales como de oposición. Un contrapúblico
es un espejo consciente de las modalidades e instituciones del público
normativo, todo ello en un esfuerzo por dirigirse a otros sujetos y a otros
imaginarios. Donde la noción clásica burguesa de la esfera pública afirmaba su
universalidad y su racionalidad, los contrapúblicos a menudo afirman lo
opuesto, y en términos concretos esto suele implicar una inversión de los
espacios existentes en otro tipo de identidades y prácticas, una alteración
queer del espacio. Este ha sido de hecho el modelo adoptado por las
exhibiciones de proyectos contemporáneos feministas (y de otro tipo) que usan
la institución de arte como un espacio abierto a una noción distinta del
espectador y de la articulación colectiva, a contracorriente de las propias
articulaciones y legitimaciones históricas del espacio de arte, aquello que
Marion von Osten ha descripto bajo los términos de “la exhibición entendida
como una estrategia contrapública”.4
Una exhibición debe imaginarse un público para poder producirlo, y producir un
mundo a su alrededor, un horizonte. De modo tal que si estamos satisfechos
con el mundo en el que nos encontramos, debemos seguir haciendo
exposiciones como siempre, y repetir los formatos y formas de circulación. Si
por el contrario no estamos contentos con el mundo en el que vivimos, tanto en
términos del mundo del arte como en un sentido geopolítico mayor, nos
veremos en la obligación de producir otras formas de exhibición, otras
subjetividades y otros imaginarios. La gran división de nuestra era no se
establece entre distintos fundamentalismos, dado que todos ellos adscriben al
mismo guión (si bien con una idea distinta de quién debiera triunfar al final…),
sino entre aquellos que aceptan y por ende sostienen de manera activa los
imaginarios dominantes de sociedad, subjetividad y posibilidad, y aquellos que
los rechazan y por ende participan de otros imaginarios, según la formulación
de Cornelius Castoriadis. Para Castoriadis, la sociedad es un conjunto
imaginario de instituciones, prácticas, creencias y verdades, a las que todos
suscribimos y (re)producimos de manera constante. La sociedad y sus
instituciones son tan ficticias como funcionales. Las instituciones forman parte
de redes simbólicas, y como tales, no son fijas ni estables, sino que están en
constante articulación a través de la proyección y la praxis. Pero al prestar
atención a su carácter imaginario, Castoriadis intenta sugerir claramente que es
posible imaginar otras organizaciones e interacciones sociales:
[El] reemplazo [de la sociedad presente] –al que aspiramos porque lo deseamos y
porque sabemos que también otros lo desean, no sólo porque se deba a las leyes de
la historia, los intereses del proletariado o la destinación del ser–, la producción de
una historia en que la sociedad no sólo se conozca a sí misma sino que se haga a sí
misma en una autoinstitución explícita, supone una destrucción radical de las
instituciones sociales conocidas, en sus rincones y grietas más insospechadas, que
sólo puede existir como el planteo y la creación de nuevas instituciones, tanto como
de un nuevo modo de instituirlas y una nueva relación de la sociedad y de los
individuos con la institución.5
No se trata sólo de cambiar las instituciones, también de cambiar el modo en
que instituimos; encontrar la forma de instituir la subjetividad y la imaginación
de una manera distinta. Esto es posible por medio de la alteración de los
formatos y relatos existentes, como la alteración queer del espacio y la
(re)escritura de historias; es decir, por medio de proyectos deconstructivos y
reconstructivos, y por medio de la construcción de nuevos formatos, la tarea de
repensar la estructura y el propio evento de la exhibición. De una u otra
manera, quisiera sostener que la curaduría del futuro debería centrarse en
estas tres nociones fundamentales: articulación, imaginación y continuidad.
Por articulación deberíamos hacer referencia al posicionamiento del proyecto,
de sus relatos y obras de arte, y la reflexión acerca de su doble público y su
ubicación tanto dentro como fuera del mundo del arte. Una exhibición es
siempre una afirmación acerca del estado del mundo, no sólo del estado del
arte, y como tal, siempre está involucrada en imaginarios particulares, ya sea
que reconozca o no esta participación. Una obra de arte es, en el mejor de los
casos, tanto la articulación de algo como la representación de alguien: es una
propuesta de cómo deberían ser las cosas, un ofrecimiento, pero no una
limosna. La articulación es la formulación de una posición y una política
propias, dónde está uno y hacia dónde se dirige, como así también un
concepto de camaradería: pueden ustedes acompañarme o no. En la
producción cultural, no es posible discernir entre forma y contenido, entre
medios y fines: los modos de apelación articulan y sitúan posiciones subjetivas,
a dónde se quiera ir y cómo se llegue allí son una y la misma pregunta. De esta
forma, cuanta mayor sea la claridad con que se pone el énfasis en el elemento
articulatorio, más productiva habrá de ser en su participación de otros
imaginarios y posicionamientos subjetivos.
Al referirnos a imaginación seguiremos el rastro del pensamiento de
Castoriadis, y su análisis de la sociedad como algo autocreado, como algo que
existe gracias a las instituciones. Se trata de imaginar otro mundo, y de esta
forma instituir otros modos de ser, instituir e imaginar, por así decirlo. Decir que
otras palabras son posibles. En nuestra situación actual, también podemos
afirmar: otro mundo del arte es posible (si queremos). En segundo lugar, lo
imaginario, como articulación, naturalmente tiene que ver con los procesos y
potencialidades de la propia producción artística: ofrecer otros imaginarios,
modos de ver y, por tanto, cambiar el mundo. Y la obra de arte puede de hecho
ser vista como un nuevo modo de instituir, de producir y proyectar otros
mundos, y como la posibilidad de una autotransformación en el mundo: una
institucionalización que se produce por medio de la subjetividad, antes que
produciendo subjetividad. Sin rodeos, esto puede ofrecer un lugar desde donde
ver (y ver distinto, otros imaginarios).
Por continuidad, haremos referencia a los propios procesos del trabajo de
curaduría, y de qué manera puede perderse en la repetición y las tendencias.
En vez de alimentar el mercado, la repetición puede convertirse en continuidad,
literalmente hacer lo mismo para producir algo distinto, no en los productos,
sino en la imaginación. Propongo no sólo trabajar en el mismo ámbito o tema
como investigadores, sino también radicalizar este aspecto y la resistencia al
mercado, trabajando en un plan a largo plazo. No un plan a cinco años, sino a
diez, que haga constantemente la misma exhibición con los mismos artistas.
Imaginemos esto: pedirle de manera constante a los mismos artistas que
contribuyan a la misma exhibición temática, yendo así a las profundidades de la
materia en vez de rozar la superficie. De hecho, ir al fondo mismo como sea,
rechazando las demandas de novedad, de constantes (re)territorializaciones –
“la pintura hoy”, “el retorno de lo político”, “muestra de nuevo arte británico”–
para, en lugar de ello, insistir en la realización de la misma muestra, ya sea de
manera itinerante o dentro de la misma institución o ciudad. Ahora bien, alguien
podría decir que esto es lo que de hecho hacen muchos curadores, sin importar
la regularidad con que cambien de temas, escenas y generaciones; pero en
vez de objetar u ocultar este hecho, quisiera sugerir que lo articulemos, y a
través de esta continuidad autoimpuesta y autotransformadora, nos internemos
en la producción y el pensamiento de los artistas, en la misma medida en que
los artistas podrían entonces internarse en los métodos y el pensamiento de los
curadores, como así también desarrollar –de manera bastante literal, para bien
o para mal– relaciones a largo plazo con el propio público, distrito o comunidad
imaginaria. Producir un público es hacer un mundo. Y también hacer que otros
mundos sean posibles…
1. Tony Bennett, “The Exhibitionary Complex”, en R. Greenberg., B. Ferguson y S. Nairne
(eds.), Thinking About Exhibitions, Londres, Routledge, 1996, p. 84.
2. Frazer Ward, “The Haunted Museum: Institutional Critique and Publicity”, October 73,
1995, p. 74.
3. Michael Warner, Publics ond Counterpublics, Nueva York, Zone Books, 2002.
4. Marion von Osten, “A Question of Attitude - Changing Methods. Shifting Discourses.
Producing Publics. Organizing Exhibitions”, en Simon Sheikh (ed.), In the Place of the Public
Sphere?, Berlín, B-Books, 2005.
5. Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, Londres, Poilty Press, 1987, p. 373. (Original francés publicado en 1976).[Título en español, La institución imaginaria de la sociedad].