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James Curran David Morley Valerie Walkerdine (compiladores) Estudios culturales y comunicación Análisis, producción y consumo cultural de las políticas de identidad y el posmodernismo

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James Curran David Morley Valerie Walkerdine(com piladores)

Estudios culturales y comunicaciónAnálisis, producción y consumo cultural de las políticas de identidad y el posmodernismo

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James Curran David Morley Valerie Walkerdine

Estudios culturales y comunicación fUCSÜ. BMaleca

Análisis, producción y consumo cultural de las políticas de identidad y el posmodernismo

m PAI DOSIn Barcelona • Buenos Aires • México

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30«. ¿0

Título original: Cultural Studies and CommunicationsPublicado en inglés por Arnold, a member of the Hodder Headline Group, Londres

Traducción de: Esther Poblete (introducción general y capítulos. 1-6)Jordi Palou (introducción y capítulos 7-16)

Cubierta de Mario Eskenazi

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Ia edición, 1998

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BIBLIOTECA - FLACSO - E C<1 at) . Snn.1._____

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Quedan rigurosam ente prohibidas, sin la autorización escrita de ios titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier m edio o procedim iento, com prendidos la reprografía y el tratam iento inform ático, y la d istribución de ejem plares de e lla m ediante alquiler o p réstam o públicos.

© 1996 by Amold© 1996 by Paul Gilroy para el capítulo 2 © 1987 by Dick Hebdige para el capítulo 4 © de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, S. A.,Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF Defensa, 599 - Buenos Aires.

ISBN: 84-493-0518-7 Depósito legal: B-5.536 / 1998

Impreso en Hurope, S. L., Recaredo, 2 - 08005 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain

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Feminismo y consumo mediático

Christine Geraghty

Este ensayo propone un marco de análisis para la investigación fe­minista sobre las consumidoras de ficción cinematográfica y televisiva desde la publicación del influyente y convincente ensayo de Laura Mulvey sobre el placer visual y el cine de Hollywood en 1975. Actual­mente el repertorio de trabajos sobre audiencias femeninas es amplio y complejo, y no puede contenerse en una única historia. Por este moti­vo he optado por centrar mi atención en ciertos debates clave que es­pero que proporcionarán un marco de referencia para aquellos estu­diantes que sigan leyendo material sobre el tema, a pesar de no haber estado directamente citado aquí. Este ensayo se estructura en tomo a dos ejes. En primer lugar, existen las diferentes historias y disciplinas de trabajo sobre la mujer consumidora tanto en teoría cinematográfica como en los estudios sobre televisión. Estas diferencias han llevado a los críticos a trazar trayectorias marcadamente distintas para estas dos áreas de estudio. En segundo lugar, existen las dobles connotaciones de la propia palabra «consumo», asociada por una parte con el hecho

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de que la ficción «consume» y absorbe inapropiadamente a la mujer lectora y, por otra, con la elección deliberada que realiza la lectora de sus propias ficciones, a pesar de la actitud crítica o condescendiente de aquellos que la rodean. Para que este capítulo sea manejable, he op­tado en primer lugar por examinar los trabajos realizados sobre un con­junto de imágenes —el concepto de la madre en los estudios sobre cine y televisión— y utilizar dicha figura para examinar de qué se está ha­blando cuando la crítica feminista se centra en la consumidora. Par­tiendo de esta base, a continuación apuntaré algunas de las cuestiones clave en tomo a la representación y la identificación, antes de concluir con algunos comentarios sobre el empleo que la teoría de cine y televi­sión ha efectuado de la noción de feminidad y las implicaciones que presenta la construcción de las mujeres en cuanto espectadoras.

Las investigaciones sobre la relación entre texto y audiencia han tendido a subrayar la diferencia entre los espectadores de cine y los de televisión (telespectadores). Esta distinción ha dependido del vínculo de la teoría cinematográfica con el concepto de una posición de espec­tador creada por el texto e interpretada a través de los discursos sicoa- nalíticos. Los estudios sobre televisión, por otra parte, han tendido a poner de relieve el contexto social en el que tiene lugar la visión de un programa en particular. Shaun Moores, por ejemplo, al comparar los análisis de las audiencias cinematográficas y televisivas, señala la fal­ta de «trabajos empíricos cualitativos sobre el entorno público de los espectadores cinematográficos» y sugiere que esto es debido a la «con­tinua influencia de la semiótica textual y de las perspectivas sicoana- líticas sobre los análisis cinematográficos» (Moores 1993: 33). Jackie Stacey, cuyo estudio sobre las fans cinematográficas ya constituye en sí mismo un desafío de dicho modelo, caracteriza a la espectadora de las investigaciones sobre cine como «pasiva», «inconsciente» y «pesi­mista», en contraste con la espectadora presentada por la tradición de los estudios culturales y los análisis sobre televisión, que sena más «ac­tiva», «consciente» y «optimista» (Stacey 1994: 24).

Desearía explorar esta distinción y cómo se ha desarrollado en re­lación con la consumidora, pero mi intención también es trabajar con los conceptos de representación e identificación, ya que a pesar de que pueden ser empleados de distintas formas proporcionan un terreno co­mún y una historia compartida para las dos tradiciones. No es casuali­dad, por ejemplo, que la figura de la madre desempeñe un papel tan prominente en los trabajos sobre el melodrama cinematográfico, por una parte, y en las telenovelas, por otra, resultando, en ambos casos, estudios sobre cómo la consumidora de historias que se encuentra en una posición de madre puede comprender y disfrutar las ficciones que

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se le ofrecen. Las investigaciones realizadas sobre la figura de la ma­dre, por lo tanto, ofrecen un ejemplo concreto del modo en que se han desarrollado los estudios feministas sobre las consumidoras.

La figura de la madre

En los estudios sobre cine, como veremos, el original artículo de Mulvey presentaba el tema de la espectadora cinematográfica, a pesar de que ella misma no abordaba explícitamente dicho tema. Mulvey plantea­ba una mirada masculina, aunque las películas no eran únicamente zonas exclusivas para hombres, como las pin-ups o el striptease; las mujeres iban también al cine y ciertos géneros parecían haberse realizado especí­ficamente para ellas. La investigación sobre «el cine para mujeres» y el «melodrama maternal» ofrecía la oportunidad de examinar la naturaleza del placer de la mujer en películas que, de modo característico para un gé­nero* femenino, tendían a ser rechazadas como «lacrimógenas». En mu­chas de estas películas, como Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945), las dos versiones de Imitación a la vida (Imitations of Life Stah. 1934 y Sirk, 1959—) y Sólo el cielo lo sabe (All that Heaven Allows, 1955), el papel de la madre era esencial en la historia que se narraba.

El debate en tomo a la figura de la madre en estas películas puede ejemplificarse a través del intercambio entre E. Ann Kaplan y Linda Williams en torno a la película Stella Dallas. En «The Case of the Mis- sing Mother: Maternal Issues in Vidor’s Stella Dallas» [«El caso de la madre ausente: temas maternales en Stella Dallas, de Vidor»] (1990), publicado originalmente en 1983, y en otro artículo posterior, «Mothe- ring, Feminism and Representation» [«Maternidad, feminismo y re­presentación»] (1987), Kaplan analiza el desarrollo de la maternidad como categoría discursiva en la ficción de los siglos xix y xx, así como en las obras sociológicas y sicológicas sobre maternidad y cuidado de niños. La autora identifica el predominio de temas como el sacrificio y la devoción, la falta de interés en las necesidades de la madre en com­paración con las del niño, y la polaridad —desarrollada en la teoría freudiana— entre las figuras de la buena y la mala madre. Asimismo, examina la creciente tendencia (desde los años treinta) de acusar a la madre de los problemas de los niños, y sostiene que en los años cua­renta y cincuenta la propia madre llega a convertirse en el problema: «Las anomalías que presenta el niño una vez ha crecido son culpa de la

* Como en el capítulo 9, nos referimos a un «género» cinematográfico determina­do, no al que se entiende como identidad sexual. [N. del t.]

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madre» (Kaplan 1987: 130). En este contexto Kaplan analiza la repre­sentación de Stella Dallas, una madre de clase trabajadora que cría a su hija, Laurel, sin ayuda de nadie; al final de la película Stella se separa de su hija para que Laurel pueda casarse en un entorno de clase alta, que resulta más «apropiado» para sus necesidades. Kaplan indica que la película critica a Stella por ser una madre que se identifica excesiva­mente con su hija, una madre que busca su propio placer en la mater­nidad. El bienestar de Laurel sólo puede asegurarse cuando la depen­dencia mutua entre madre e hija se rompe y Stella ha aprendido la «construcción adecuada» (Kaplan 1990: 131) de la maternidad, la pre­disposición al sacrificio, a observar desde lo lejos. Esta lección, según Kaplan, queda resumida en la imagen final de la película, en la que se ve cómo Stella, de pie y rodeada de nieve, observa a través de una ven­tana la boda de su hija. Kaplan sugiere que, a medida que la película avanza en su narrativa, la identificación de la audiencia con la resis­tencia de Stella a las formas tradicionales de la maternidad se va ero­sionando gradualmente; la fuente y el control de cómo vemos a Stella, la mirada, se alinea firmemente con la posición de la familia de clase alta que «adopta» a Laurel. «Como madre, a Stella ya no se le permite controlar sus acciones ni ser el ojo de la cámara», afirma Kaplan; en lu­gar de ello se nos invita a mirarla como un espectáculo «producido por la mirada desaprobadora de la clase alta (una mirada que la audiencia llega a compartir a través de la cámara y el montaje)» (Kaplan 1987:133). De este modo, la mujer resulta castigada en la narrativa —al ver­se separada de su hija— y en la estructura visual —al convertirse en el objeto de la mirada— . Lo que se sacrifica literalmente es el yo, a me­dida que la «madre-espectadora» se va convirtiendo en la «madre au­sente» (Kaplan 1990: 134) y la audiencia, lejos de verse estrechamen­te unida a la situación de Stella, se ve forzada a distanciarse de ella.

Linda Williams discrepó de la interpretación que Kaplan había realizado en 1983 en su artículo «Something Else Besides a Mother: Stella Dallas and the maternal melodrama» [«Algo más que una ma­dre: Stella Dallas y el melodrama maternal»] (1987), publicado origi­nalmente en 1984. Williams sugería que Stella Dallas presentaba un interés particular porque textualmente exigía «una capacidad interpre­tativa femenina» que se derivaba de la «diferencia con que la mujer asume su identidad bajo el patriarcado, que es un resultado directo del hecho social de la maternidad» (Williams 1987: 305). La excesiva fe­minidad de Stella y su gradual comprensión de cómo su maternidad es percibida por los demás (por Laurel y por la familia Morrison, de cla­se alta) no implica tanto una transferencia de la mirada como la toma de conciencia, por parte del espectador, de los distintos papeles que la

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mujer está llamada a desempeñar en cuanto esposa y/o madre. Wi­lliams prosigue planteando que la «conclusión definitiva» (pág. 319) del final no tiene como resultado un posicionamiento fijo para la es­pectadora; ésta no queda totalmente absorta por el llanto de Stella ni tampoco distanciada de ella a través de los mecanismos trazados por Kaplan. En lugar de ello, Williams sostiene que la espectadora com­parte las emociones generadas por la pérdida de Stella, pero reconoce precisamente la construcción patriarcal que equipara maternidad con sacrificio; asimismo sugiere que pueden entreverse posibilidades de resistencia en los diálogos entre madre e hija y sostiene que dichas po­sibilidades no quedan eliminadas por el final. Por el contrario, su pro­puesta es que

la espectadora consiente estas soluciones de desarraigo... Suponer que va a quedar completamente seducida por una ingenua creencia en esas imágenes masoquistas, que ha permitido que dichas imágenes la pon­gan en su lugar del mismo modo que las películas ponen a sus persona­jes femeninos en su lugar, equivale a subestimar terriblemente a la es­pectadora (pág. 320).

Este somero resumen no puede hacer justicia a los complejos aná­lisis sobre la película o a la película en sí, pero a partir de aquí pode­mos extraer algunas de las preocupaciones de la crítica cinematográfi­ca feminista sicoanalítica durante este período. En primer lugar, este debate indica que el texto no constituye un objeto aislado a partir del cual pueda leerse el significado; tanto Kaplan como Williams intentan situar Stella Dallas en el contexto de argumentos históricos y genéri­cos sobre el melodrama y el cine para mujeres. No obstante, también hay un característico debate sobre el texto, sobre hasta qué punto la re­solución formal de la película amarra o resuelve los problemas ideoló­gicos planteados. En este punto, Kaplan pone un énfasis mucho mayor en la efectividad de esta conclusión. Por otra parte, se plantean también cuestiones sobre la fidelidad de las representaciones de las vidas de las mujeres, aunque se abordan de un modo más bien indirecto. Tanto Ka­plan como Williams ven la experiencia de la maternidad de la mujer como un factor en su posición como espectadoras. La posición desde la cual puede comprenderse mejor la película, la que demanda identifica­ción, está vinculada a la mirada de la cámara, pero la cuestión que se debate es hasta qué extremo el personaje de Stella puede hablar a las mujeres (y para las mujeres), ya que reconocen su condición de madre y las espectadoras de este modo se ven atraídas en cuanto lectoras más competentes. También es interesante que tanto Kaplan como Williams,

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a pesar de su desacuerdo en otros aspectos, coincidan en su interés por las cuestiones de una identificación excesiva y eviten presentar una es­pectadora absorbida de un modo estereotipado en el impacto emocio­nal de la aflicción de Stella. El argumento de Kaplan se basa en una pérdida gradual de simpatía por el personaje de Stella, mientras que Williams plantea que la espectadora es consciente de que no puede ele­gir un punto de vista excluyente y absorbente, sino que «debe alternar varios puntos de vista contradictorios, ninguno de los cuales puede con­cillarse satisfactoriamente» (Williams 1987: 317). Para Williams, al menos, la distancia parece constituir un posicionamiento político que ofrece una vía de escape de la retórica masculina y de la imposición de un punto de vista fijo. Volveré a algunas de estas cuestiones tras haber examinado cómo se ha conceptualizado la figura de la madre en los es­tudios feministas sobre televisión.

Aquí centraré la atención en la abundante bibliografía sobre las madres de las telenovelas; una vez más, sólo puedo seleccionar un nú­mero muy limitado de ejemplos. Un llamativo contraste se centra en la naturaleza de la posible identificación de la audiencia con la figura de la madre. Por una parte, están los trabajos sobre las telenovelas realis­tas británicas, en donde —como apunto en Women and Soap Opera [Mujeres y telenovelas]— la debilidad de los personajes masculinos significa que la madre es un personaje fuerte y con carácter que «asu­me la carga de ser el soporte de la familia, tanto a nivel práctico como moral» (Geraghty 1991: 75). En este modelo, la madre es el puntal de la familia, sosteniéndola a través de una interminable serie de crisis prácticas y emocionales en las que los restantes miembros de la fami­lia se dirigen a ella para que las resuelva. Estas madres de telenovelas como Brookside y EastEnders se quejan de su papel y a menudo inten­tan resistirse a él, pero se ven impulsadas casi inevitablemente a volver a un «papel estructural de sostén desinteresado» (pág. 79) que garanti­ce la supervivencia de la familia. En su lucha, la madre de las tele­novelas recibe con frecuencia el apoyo de amigas con quienes puede compartir su afectuoso desprecio por los hombres de la familia y, aun­que sus hijas puedan ser una fuente de ulteriores problemas, a medi­da que crecen y a su vez se convierten en madres también acaban for­mando parte de esta estructura dominada por la mujer. Para las mujeres de la audiencia, «la telenovela matriarcal» (pág. 74) crea un espacio privado en el que las «competencias» (Brunsdon 1981: 36) y el esfuer­zo emocional de la mujer al mantener las relaciones en el seno de la fa­milia y entre amigos y vecinos pueden ser reconocidos y valorados.

En contraste, y al observar el distinto formato de las telenovelas diurnas estadounidenses, Tania Modleski sugería que la identificación

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con la madre como la heroína del programa crea una posición en la que telespectadora y personaje comparten ciertas cualidades femeninas tra­dicionales. La espectadora de telenovelas

se constituye como una especie de madre ideal: una persona que posee mayor sabiduría que todos sus hijos, cuya gran comprensión le permite abarcar los conflictos de su familia (se identifica con todos ellos) y que no tiene demandas o reivindicaciones propias (no se identifica exclusi­vamente con ningún personaje).

(Modleski 1984: 92)

La buena madre comprende que en las situaciones emocionales a las que se enfrenta no existen el bien y el mal en un sentido rígido, y se muestra comprensiva y bien predispuesta «tanto hacia el pecador como hacia la víctima» (pág. 93). Modleski relacionaba el texto con la situa­ción de la espectadora, indicando que los ritmos formales de la teleno­vela —con sus historias interrumpidas, sus múltiples hilos arguménta­les y sus variados reclamos para llamar la atención se ajustan a los ritmos del hogar y el cuidado de los niños que lleva a cabo la madre mientras ve el programa. En su libro subrayaba cómo se han subesti­mado tanto las telenovelas como las tareas domésticas, e indicaba que los motivos de ello se encuentran en su estrecha asociación con la fe­minidad.

De modos distintos, estos trabajos sobre las telenovelas construyen los placeres de la audiencia femenina a partir del texto; en otros casos se han empleado entrevistas y cuestionarios como base del análisis de la audiencia de las telenovelas. Un ejemplo de este tipo de estudios se­ría el del Tubingen Soap Opera Project (Proyecto de Tubinga para el estudio de las telenovelas), que llevó a cabo 26 entrevistas con espec­tadoras de telenovelas en Oregón, centrándose en particular en si la te­lespectadora de Modleski —la pasiva y comprensiva «madre ideal»— podía descubrirse entre dichas mujeres. Estas investigaciones basadas en la audiencia, de las que han informado Seiter y otras (1991) en «“Don’t Treat Us Like We’re So Stupid and Naive”: Towards an Eth- nography of Soap Opera Viewers» [«“No nos tratéis como si fuéramos tan estúpidas e ingenuas”: hacia una etnografía de las espectadoras de telenovelas»], hallaron que lejos de identificarse con estos personajes, las telespectadoras de clase trabajadora, en particular, manifestaban «indignación, enfado, crítica o rechazo a aceptar los problemas de los personajes» (pág. 238). Los personajes que se ajustaban a los modelos tradicionales femeninos de comprensión y amabilidad eran ridiculiza­dos por algunas de las entrevistadas como «quejicas», y otras expresa­

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ban «su preferencia por las mujeres malvadas y fuertes» (pág. 239). No está claro si alguno de estos personajes femeninos «malvados» era también madre (aunque no tan ideal), pero lo que sí queda claro es que las autoras muestran que estas telespectadoras consideran imposible «la identificación ilimitada que exige la postura textual de Modleski» (pág. 241). Había, sin embargo, algunas pruebas de que una parte del placer de ver telenovelas radicaba en su «potencial de tender la mano al mundo real de las espectadoras» y que aunque existía un elevado placer en la ficción irreal, también se manifestaba en la aplicabilidad de la ficción «a sus propias situaciones específicas y a los papeles so­ciales en las que se hallaban involucradas» (pág. 236).

Estos ejemplos de estudios sobre la figura de la madre en las tele­novelas pueden ser utilizados para apuntar una serie de temas genera­les. La telenovela, del mismo modo que el melodrama para los teóricos cinematográficos citados más arriba, se concibe como un género feme­nino, que presenta un formato que se dirige específicamente a las mu­jeres. El espacio doméstico de la telespectadora al que se dirige la tele­novela se considera un factor importante incluso por los autores basados en el texto, cuyo interés radica en cómo podrían funcionar las representaciones de las telenovelas en el contexto del espacio privado del hogar. Las telenovelas son descritas como algo que sobre todo tra­ta sobre las relaciones personales y los dramas emocionales que se pre­sentan como ficción, pero que se relacionan con la experiencia vivida de las mujeres que las miran. Así, en este debate son básicos los argu­mentos acerca de qué tipos de representaciones (la madre, la mujer malvada) constituyen la fuente más firme de identificación, cuál es el poder que ejerce la figura de la madre en los programas, y hasta qué punto las representaciones de la madre pueden sostener o potenciar el papel de la telespectadora. La naturaleza del compromiso con lo que se está viendo también es importante: Modleski pone de relieve la irresis­tible identificación con los dilemas morales presentados; otras autoras —como Brunsdon— subrayan que las telenovelas atraen a su audien­cia mediante los placeres tradicionalmente femeninos de explorar las opciones emocionales, mientras que el grupo de Tubinga pone el énfa­sis en cómo las telespectadoras mostraban simultáneamente partici­pación y distanciamiento respecto a las telenovelas, llegando a insultar a los personajes que no les gustaban. Lo que también resulta llamativo aquí es ver cómo las cuestiones de metodología pasan a ocupar el pro­tagonismo. El modelo sicoanalítico y textual de Modleski se ve espe­cíficamente desafiado por el grupo de Tubinga sobre la base de su tra­bajo con espectadoras reales, aunque las limitaciones de dicho método («La figura de la “quejica” apareció varias veces en nuestras entrevis­

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tas con un grupo de seis mujeres» [Seiter y otras 1991: 238]) no reci­ben demasiada atención.

Este ejemplo de cómo se ha identificado y utilizado la madre en las investigaciones sobre cine y televisión resulta inevitablemente limita­do. No obstante, apunta algunos de los temas clave que surgen al tra­bajar con el consumo femenino de cine y televisión, temas en tomo a la representación, la identificación, la construcción de la feminidad y la naturaleza de la audiencia femenina. En estos temas más generales cen­traré ahora mi atención.

La representación

La inquietud inicial de las autoras que analizaban el cine y la te­levisión tenía que ver con cómo estaban representadas (o no) las mu­jeres. ¿Qué imagen de sí mismas se estaba ofreciendo a las mujeres? Christine Gledhill (1984), en un crucial y breve ensayo publicado originalmente en 1978, hizo hincapié en el argumento de que «“las mujeres en cuanto mujeres” no están representadas en el cine» (Gled­hill 1984: 18) y citaba a Sharon Smith, una de las primeras colabora­doras de la revista Women and Film: «Las mujeres, en cualquier for­ma plenamente humana, han sido casi por completo excluidas de las películas» (pág. 19). Esta inquietud inicial fue importante porque ya desde un principio atrajo la atención sobre la cuestión de la relación de la mujer con sus propias imágenes en la pantalla, en lugar de ha­cerlo. por ejemplo, sobre el placer que podría hallar en las estrellas masculinas. A pesar de las distintas inflexiones que han tenido lugar a lo largo de los años, este énfasis en las mujeres observándose a sí mismas ha seguido manteniendo un interés constante entre las auto­ras feministas.

En la teoría cinematográfica, esta cuestión pareció hallar una res­puesta en el rechazo de la suposición según la cual el cine podía ofrecer a la mujer la verdad acerca de su propia condición y experiencia. Como afirmó Claire Johnston en su panfleto —altamente influyente Notes on Women’s Cinema [Notas sobre el cine de mujeres] (1973): «Lo que la cámara capta en realidad es el mundo "natural de la ideología domi­nante...; la “verdad” de nuestra opresión no puede ser captada en celu­loide con la “inocencia” de la cámara» (pág. 28). Laura Mulvey (1975 recurrió a esta idea de que la representación implicaba construcción má¡ que revelación cuando se preguntó no sólo cómo estaban representada; las mujeres en las películas de Hollywood, sino también para quién le estaban. La mujer en el cine, tanto para Mulvey como para Johnston

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actuaba no como una representación de la realidad, sino como un sím­bolo. La imagen de la mujer era un signo, un signo no para las mujeres sino para los hombres, un signo que indicaba una terrible ausencia o ca­rencia que debía ser remediada para el espectador masculino. La ima­gen de la mujer fue creada para abastecer a los hombres de mecanismos de defensa contra la castración; la amenaza que planteaba la mujer a tra­vés de su diferencia, su falta de pene, debía ser negada a través de su re­presentación como un objeto fetichizado o desviado a través del voyeu- rismo sádico que en última instancia desembocaba en su castigo. La mirada cinematográfica, por lo tanto, se basa en la necesidad defensiva del espectador masculino para tratar con el signo «mujer», que le en­frenta a sus propias insuficiencias. De este modo, el texto en sí puede ser mejor comprendido por el espectador masculino, una figura que se refiere no a un miembro concreto de la audiencia sino al posiciona- miento teórico a partir del cual puede ser mejor disfrutado. Mulvey, uti­lizando cuidadosamente ejemplos seleccionados de Hitchcock, Von Stemberg y del cine negro, señaló el camino por el cual al espectador masculino se le permite mirar a la mujer, pero al hallarse esa mirada es­condida por el movimiento de la cámara y las miradas de los persona­jes, la mirada masculina se convierte en el cine en sí. Esta visión totali­zante moldeó la teoría cinematográfica feminista durante la década siguiente. Fascinó y enfureció a feministas que respondieron a este sombrío análisis de lo que las mujeres representaban en Hollywood, pero no pudieron coincidir con el llamamiento de Mulvey para derribar la totalidad del edificio.

En los estudios sobre la representación de la mujer en televisión había menos interés por la mujer como signo de los deseos masculinos y sí una mayor inquietud por el modo en que la representación interac- tuaba con la experiencia social de las telespectadoras. Esto se debía en parte a que las autoras feministas se concentraban en «programas para mujeres» en los que los personajes, según se afirmaba, estaban cons­truidos —al menos parcialmente— en torno a necesidades femeninas más que masculinas. El interés de las autoras británicas por las teleno­velas, por ejemplo, ha sido suscitado por un compromiso con las mu­jeres fuertes e independientes a las que presentaban; Lovell comentó que las mujeres fuertes, independientes y sexualmente activas de Co- ronation Street que muy a menudo trabajaban fuera del hogar, repre­sentaban «una importante extensión del abanico de imágenes que se ofrece a las mujeres dentro de las formas populares» (Lovell 1981: 52). Otros estudios se estructuraron en tomo a la ficción televisiva que pa­recía ofrecer a las mujeres algo nuevo y diferente, como la serie britá­nica Widows y la norteamericana Cagney y Lacey, que utilizaban en

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ambos casos el formato «masculino» del suspense y los detectives para atraer a las mujeres. Las autoras feministas respondieron con entusias­mo, aunque críticamente, a ambas series. Julie D'Acci vinculó las no­torias dificultades de producción de Cagney y Lacey1 a cuestiones de representación y sugirió que la dificultosa historia del programa «apunta a una incomodidad extrema por parte de la emisora con la re­presentación de la “mujer” como no elegante, feminista y sexualmente activa, además de trabajadora y soltera» (D’Acci 1987: 214). Widows también se consideró que ofrecía, en palabras de Gillian Skirrow, «el logro de representaciones más igualitarias —es decir, al menos con una mayor variedad— de la mujer en la televisión convencional» (Ski­rrow 1985: 175). Lo que se valoraba de ambos programas eran las re­presentaciones de las amistades femeninas en un mundo masculino, un énfasis en lo doméstico y lo personal y un cambio del punto de vista, según el cual los valores masculinos en las series policíacas y de cri­men se convertían en algo extraño y las mujeres pasaban a ser recono­cibles más que amenazadoras.

Considerando estos distintos enfoques sobre las cuestiones de la representación, resulta tentador hacer una dicotomía entre fantasía y realismo en la que las investigaciones cinematográficas trabajarían centrándose en la mujer como signo en una fantasía dominada por los hombres, mientras que los trabajos sobre televisión partirían de repre­sentaciones que tendrían sus raíces en nociones de la realidad de las mujeres. Una importante característica tanto de la teoría cinematográ­fica como de la televisiva, sin embargo, es el claro énfasis que se pone en la construcción de los personajes femeninos y el rechazo, incluso en los trabajos sobre televisión, a recurrir a un realismo no problemático. La diferencia de enfoque, por consiguiente, no se basa tanto en las cuestiones de representación como en las posibilidades de identifica­ción y de dirigirse a la audiencia.

La identificación

Las cuestiones sobre la identificación son esenciales en los debates sobre la naturaleza de la implicación de la consumidora con las repre­sentaciones. ¿Se identifica, partiendo de su género, con los personajes

1. Estas dificultades incluyeron dos cambios de actriz para el papel de Cagney y la amenaza de la CBS de cancelar el programa durante su primera serie. Para más detalles, véase D’Acci (1987 y 1994).

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femeninos, con situaciones reconocibles? ¿Se le saltan las lágrimas y queda absorbida por la trama o se muestra crítica y distanciada? ¿Pue­den las mujeres utilizar las imágenes que se les ofrecen o se sienten inevitablemente abrumadas y absorbidas por ellas?

La lógica de la postura sicoanalítica en la teoría cinematográfica empezó a descomponerse a raíz de la cuestión de la identificación. Lo que Mulvey había propuesto era no sólo que el texto de la película per­mitía la construcción de la posición del espectador, sino que desembo­caba también en la construcción de su identidad de género (masculi­no/femenino) de modo que parecía negarse una posición para la mujer espectadora con la excepción —como Mulvey apuntó más tarde— de cuando podía identificarse con el protagonista masculino y contem­plarse a sí misma como espectáculo. Para otros, la posición de la es­pectadora ocupaba un lugar central. En el debate entre Kaplan y Wi­lliams, lo que se estaba discutiendo era si la mujer de la audiencia podía identificarse con Stella y, en caso de que así fuera, si no se esta­ría identificando con su propia negación. ¿Era esta identificación de la mujer inevitablemente masoquista, o había identificaciones que pro­porcionaran apoyo y reforzaran el papel de la mujer? Bajo la presión de este debate empezaron a surgir distintos puntos de vista.

Algunos vieron posibilidades en la propia negatividad de la signi­ficación de las mujeres en las películas. Mary Ann Doane, Patricia Me- llencamp y Linda Williams, compiladoras de Revision, una importante colección de ensayos sobre crítica cinematográfica feminista publica­da en 1984, confirmaron su interpretación del cambio que había tenido lugar en esta disciplina. Este cambio implicaba distanciarse de la de­manda de una representación positiva que buscaba «una afirmación de la subjetividad femenina»; en lugar de ello reconocían que las imáge­nes de la mujer en el cine podían leerse «como metáforas de ausencia, carencia y negatividad», pero se mostraban algo optimistas respecto a las posibilidades de que las mujeres hicieran suyas estas posiciones negativas de ausencia y carencia, ya que después de todo estaban «va­loradas... dentro de las modernas teorías de la significación» (Doane y otras 1984: 11). La «diferencia como opresión» podía convertirse, si­guiendo a las feministas francesas, en «diferencia como liberación» (pág. 12), una forma de evadir las rígidas fronteras de los sistemas pa­triarcales de significación que Mulvey había delineado en la narrativa cinematográfica de Hollywood.

Quizás la postura más sombría puede ser la que representa Mary Ann Doane, quien efectuó una importante contribución, desarrollada a través de varios libros y ensayos, en la que proponía que a medida que la posición del espectador masculino se iba caracterizando por el vo-

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yeurismo y el fetichismo como respuesta a los temores de castración, la posición femenina quedaba determinada por la distinta relación de la espectadora respecto a la castración. Doane sostenía que a la chica no le servía de nada intentar negar la realidad de su falta de pene, de modo que los mecanismos distanciadores del fetichismo y la necesidad sádi­ca de castigar implícita en el voyeurismo no tienen sentido. Por el con­trario, propuso que «el deseo de la espectadora sólo puede ser descrito en términos de una especie de narcisismo» (Doane 1990: 45) y un ex­ceso de identificación. La espectadora desea convertirse en la imagen y, al mismo tiempo, llorar por su identificación con los apuros que atra­viesan las mujeres en la narrativa. De este modo, Doane argumentaba que lo que a menudo se consideraba la esencia de la feminidad en rela­ción con la ficción, «una proximidad, una cercanía, como presente en el mismo», en el cine es la descripción síquica «de un lugar cultural­mente asignado a la mujer» (pág. 54). Aquí era la espectadora quien se hallaba absorbida en exceso por la ficción, consumida por la visión de sí misma como el Otro, incapacitada y sin defensas por la paranoia que inducía el hecho de ser observada.

Para otras autoras, la salida del dilema consistía en negar una iden­tificación específica del género y en enfatizar la interacción de las dis­tintas posiciones que podían asumirse. Elizabeth Cowie (1988), por ejemplo, se manifestaba contraria a la idea de que el género en la au­diencia estaba basado en una posición social (hombre/mujer) asumida antes de que empezara la proyección de la película, cosa que por tanto determinaba una respuesta; en lugar de ello proponía un juego de mi­rada e identificación en el que la masculinidad y la feminidad no cons­tituyen extremos opuestos que fijan al espectador, sino posibilidades abiertas a cualquier espectador. De este modo, Cowie concibe un es­pectador que parece'que ya no queda clasificado según su género, una mirada que ya no es masculina, y afirma que «no existe una “mirada” única o dominante en el cine... sino una continua construcción de mi­radas» (pág. 137). La búsqueda de cualquier interpretación de la iden­tificación en el contexto de la película, en el personaje de la heroína o en sus dilemas, es, por consiguiente, un error: «La identificación en el cine está vinculada a una construcción de la posición del sujeto que está cambiando continuamente» (pág. 37). Cuando Constance Penley resume este punto de vista, las percepciones específicamente masculi­nas y femeninas en el cine de Hollywood parecen estar desaparecien­do: «El valor de este modelo», propone, «es que deja abierta la cues­tión de la producción de diferencias sexuales en la película en lugar de asumir por adelantado la sexualidad del personaje o del espectador» (Penley 1988: 11).

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A veces se da por sentado que la posición sicoanalítica que enfa­tizaba el posicionamiento del espectador por parte de la película (la «teoría de la pantalla», como se la llama en ocasiones [Morley 1992: 64]) era algo monolítico en la teoría cinematográfica de finales de los años setenta y principios de los ochenta. Pero es importante reconocer otras voces que estaban luchando por ser oídas. Estas críticas no eran en absoluto siempre hostiles al sicoanálisis, sino que —a través del estudio de la narrativa, el contexto y la formación material de la expe­riencia de la mujer— al menos planteaban cuestiones sobre hasta qué punto las interpretaciones sicoanalíticas podían dar respuesta a los problemas presentados por la espectadora. Mary Ann Doane podía pro­poner que la teoría cinematográfica feminista estaba interesada por el espectador «como concepto, y no como persona» (Doane 1989: 142), pero la importancia de comprender lo que podría significar «una perso­na» constituyó un tema recurrente durante ese período. Gledhill ya ha­bía propuesto en una fecha tan temprana como 1978 que la audiencia femenina no se hallaba necesariamente limitada por la imagen de la mujer fetichizada y que las mujeres podían identificarse de otras for­mas con la imagen femenina que se les ofrecía: «Seleccionan códigos en la construcción de personajes y del discurso femenino que señalan aspectos contradictorios en la determinación de la mujer». A continua­ción citaba factores ajenos al cine como «los factores socioeconómicos, los elementos sicológicos, los atributos culturales» (Gledhill 1984: 38) y sugería que estos factores se basaban en otros discursos que in­tervienen cuando las mujeres ven una película. La efectividad material de dichos discursos, proponía, no quedaba necesariamente eliminada por el dominio de la narrativa ni por los límites de la posición de los es­pectadores.

Con cierta vacilación, empezaron a surgir estudios que subrayaban la importancia de los factores extracinematográficos. Para algunos au­tores británicos, por ejemplo, la consideración de cómo el cine británi­co se había implicado durante la Segunda Guerra Mundial en la cons­trucción de una identidad nacional ofrecía la oportunidad de considerar la cuestión de la mujer espectadora en un contexto específico. El dossier del BFI [British Film Institute] Gainsborough Melodramas proporcio­na un ejemplo de este tipo de estudios.2 Pam Cook (1983), en su ensayo sobre el retrato de la mujer, afirmaba que cualquier «debate sobre las películas para mujeres de Gainsborough... debería reconocer la es­pecificidad histórica de esta audiencia femenina como británica y en un

2. Véase Hurd (1984) para otros ensayos sobre el cine británico de la Segunda Gue­rra Mundial.

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tiempo de guerra o de inmediata posguerra» (pág. 21). Sue Harper (1987) extendió este argumento afirmando que el melodrama costum­brista de Gainsborough requería «un alto grado de creatividad» por par­te de esta audiencia históricamente específica, lo que implicaba una lec­tura en contra de las narrativas que tendían a cerrar las opciones de la heroína y en lugar de ello interpretar el significado de la película a tra­vés de los placeres sensuales del vestuario y la decoración. Lo que es importante aquí es la forma en que Harper intentaba situar su argumen­to, realizando una interpretación de la audiencia femenina como un fe­nómeno socialmente construido en los años cuarenta por las demandas contradictorias del trabajo de guerra, la separación de las familias y las restricciones derivadas del racionamiento. Una parte de esto se basaba en suposiciones («Una perspectiva como ésta resultaría persuasiva para una fuerza de trabajo femenina resentida con sus monos —en el sentido de ropa de trabajo, petos—» [pág. 188]), mientras que otra se basaba en material del movimiento Mass-Observation, por ejemplo sobre las pers­pectivas de la mujer acerca del vestuario y de las estrellas («Según esta encuesta, la película gusta a 6 veces más mujeres que hombres» [pág. 189]). Mi argumentación no es si estas referencias históricas tenían éxi­to, sino que simplemente eran utilizadas, y que la especificidad de «esta» audiencia femenina permitió que Harper desafiara las nociones más universalistas de la audiencia cinematográfica: «El pecado capital de la escopofilia (voyeurismo) masculina no es válido aquí». Y concluye su análisis de la identificación de las espectadoras del siguiente modo: «Las estrellas femeninas... actúan como fuente de la mirada femenina, tanto en la pantalla como entre la audiencia» (pág. 190).

Podrían citarse otros ejemplos de trabajos que deseaban ser especí­ficos sobre los placeres particulares que ciertas películas ofrecían a las mujeres en cuanto audiencia en circunstancias concretas, como el ensa­yo de María La Place (1987) sobre La extraña pasajera (Now Voyager, 1942) por ejemplo, o el interés de Charlotte Brunsdon y otras en el nue­vo cine de mujeres de los años setenta. No estoy afirmando que estos trabajos tengan el mismo volumen o un peso equivalente a los estudios sicoanalíticos sobre la mujer espectadora. Lo que desearía indicar, sin embargo, es que existe evidencia, en la disciplina de los estudios sobre cine, de un interés continuado en que el estudio sobre las posibilidades de identificación para las espectadoras debería abordar el concepto de mujer como algo distinto de una posición textual.

Los estudios sobre las cuestiones relativas a la identificación en el caso de las telespectadoras partieron, como hemos mencionado ante­riormente, de una postura bastante distinta sobre la representación. Los personajes femeninos que aparecían en la televisión no eran simple­

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mente signos de los deseos y temores masculinos; existía la posibilidad (difícilmente realizable) de personajes que representaran los deseos y temores de las telespectadoras. Esto no quiere decir que las autoras fe­ministas interesadas por la televisión siguieran exigiendo «mujeres rea­les», mientras que la crítica cinematográfica adoptaba enfoques epis­temológicos más complejos, sino que las estudiosas del fenómeno televisivo trabajaban de un modo menos problemático con el concepto de audiencia femenina. El hecho de ver la televisión, a diferencia de la producción de programas, no constituía un área dominante del espec­tador masculino, ya que ciertos programas —las telenovelas— y cier­tos horarios de programación —durante el día— parecían estar dirigi­dos a las mujeres. La investigación sobre el significado del texto televisivo para la telespectadora, por lo tanto, podía escapar a la an­gustia de los teóricos cinematográficos acerca de la posibilidad teórica de una condición de espectadora específica para las mujeres, concen­trada en los placeres que podrían hallarse al alcance de los espectado­res de ciertos textos en particular.

En este contexto, el concepto de identificación entre las telespecta­doras se desarrolló de dos formas distintas.3 En primer lugar, existía una identificación con personajes concretos (por ejemplo, y como ya hemos visto, con las mujeres fuertes e independientes de Coronation Street o con las batalladoras e inteligentes Cagney y Lacey. La identificación, sin embargo, no era tanto con los personajes, se afirmaba, como con la situación en la que se encontraban. Así, Danae Clark afirmaba que la capacidad de Cagney y Lacey para inspirar una identificación iba «más allá de su presentación de una imagen nueva o “mejor” de las mujeres», en la capacidad de Cagney y Lacey para controlar los acontecimientos narrativos y, por consiguiente, desafiar «los límites de la construcción patriarcal» (Clark 1990: 118). La amistad entre los personajes, el apoyo que se prestan mutuamente y la forma en que sus vidas personales se entremezclan con su trabajo eran percibidas como fuentes positivas de placer. Así, D’Acci señala «la representación de la amistad» entre Chris Cagney y Mary Beth Lacey y sugiere que dicha representación «se abre hacia espacios de la cultura femenina y de las comunidades de mujeres» (D'Acci 1987: 124). Clark apunta asimismo que «el espacio femenino» se crea cuando «Cagney y Lacey dialogan sin ninguna intervención masculina y se encuentran libres de explorar y afirmar las dimensiones de la camaradería femenina» (Clark 1990: 130).

3. Naturalmente, las investigaciones sobre la televisión basadas en el sicoanálisis han seguido su curso. Véase, por ejemplo. Mellencamp (1990) para hallar distintas muestras de dicha tendencia.

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Pero como sostenía Ien Ang en su trabajo sobre Dallas, las repre­sentaciones de mujeres aparentemente muy negativas y sus situaciones también podían ser «una fuente de identificación y placer» (Ang 1990: 77). Ang comenta el modo en que los dos personajes femeninos clave, Sue Ellen y Pamela, «personifican dos posiciones-sujeto femeninas que son el resultado de verse atrapadas en una estructura patriarcal que lo abarca todo» (pág. 130). La autora prosigue argumentando que el pesi­mismo de estas dos posiciones identificativas no debe interpretarse como necesariamente antifeminista o «políticamente negativo» (pág.134). Propone que la identificación con Sue Ellen, en particular, debe interpretarse en términos de lo que está bajo la superficie; la identifica­ción, por lo tanto, está «conectada con una conciencia elemental, o in­cluso articulada, de las cargas y presiones de la realidad sobre la propia subjetividad y los deseos propios» (pág. 86). Para la telespectadora, en­tonces, la identificación con Sue Ellen puede implicar los placeres de dejarse ir, de abandonar la tarea de construir el yo femenino o de mujer en reconocimiento a las fuerzas que hacen que dicha tarea sea tan difi­cultosa. La propuesta de Ang combina así de forma interesante la no­ción de estar consumido o absorbido por una ficción con el concepto de elección, según el cual la telespectadora, al conectar el programa y po­nerse cómoda con la caja de pañuelos al lado, está seleccionando «un espacio seguro en el que se puede ser excesivamente melodramático sin sufrir las consecuencias de ello» (pág. 87).

La segunda forma de identificación que enfatizan los teóricos de la televisión no afecta tanto a los personajes y situaciones como al proceso de visión en sí. Esto se vincula particularmente con las tele­novelas. Brunsdon, por ejemplo, había identificado la visión de te­lenovelas como un proceso activo que implicaba rellenar las lagunas del programa planificando y juzgando los dilemas morales que se hallan en el núcleo de las historias. Dicha autora asociaba este proceso con posicionamientos de género culturalmente construidos porque reque­ría la posesión de «competencias tradicionalmente femeninas vincula­das a la responsabilidad de “gestionar” la esfera de la vida personal» (Brunsdon 1981: 36). Ver y seguir la telenovela promovía una «espe­culación informada entre la audiencia» (Geraghty 1981: 25), y el pro­yecto de Tubinga para el estudio de la telenovela encontró «en entrevis­tas una y otra vez... que los textos de las telenovelas son el producto no de una lectura individual y aislada, sino de construcciones colecti­vas, lecturas en colaboración... de pequeños grupos sociales» (Seitery otras 1991: 233).

Este tipo de identificación social y activa también podía verse como una característica de la visión, por parte de la mujer, de otros

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programas televisivos al margen de las telenovelas. Clark sugirió que «la “intensa identificación” experimentada por las telespectadoras [de Cagney y Lacey] podría derivarse de su participación y de la po­tenciación de su papel que permitían las estrategias discursivas del programa» (Clark 1990: 118). Dorothy Hobson observó, de un modo más general, cómo en un ambiente laboral dominado por mujeres «el debate sobre los programas de televisión... completa el proceso de comunicación» (Hobson 1990: 62) y la tendencia de las mujeres en los lugares de trabajo que estudió a «ampliar la conversación para de­batir lo que ellas harían si se encontraran en las mismas circunstan­cias» (pág. 64).

Al presentar sus conclusiones, Hobson está interesada en revelar la importancia y el valor del diálogo, ya que de otro modo podría ser de­sestimado como simple chismorreo o «reírse un rato» (pág. 61). La in­terpretación que realiza del modo en que trabajan y conversan está dirigida a revelar «cómo las mujeres aportan sus características feme­ninas a su situación laboral» (pág. 62). Este deseo de representar las ac­tividades y atributos de las mujeres que han sido construidos como algo particularmente femenino bajo una luz más positiva es una carac­terística clave de los estudios feministas sobre el consumo femenino de cine y televisión, por lo que en la sección final desearía centrar mi aten­ción sobre este tema.

Feminidad y consumo

He analizado las distintas trayectorias que han influido en las in­vestigaciones feministas sobre cine y televisión. No obstante, estos tra­bajos de los años setenta y ochenta se llevaban a cabo en un espacio co­mún definido por el feminismo, lo que significaba que se compartían ciertas características, a pesar de que en algunos momentos determina­dos estos rasgos en común quedaban de algún modo sumergidos. Esta sección, por consiguiente, examinará algunos conceptos que parecen compartir los distintos enfoques sobre el consumo femenino, concep­tos que plantean posibilidades y problemas.

Quizás el rasgo más llamativo del debate sobre el significado del consumo femenino ha sido el giro en las actitudes respecto a la femini­dad tradicional y a los textos que parecen apelar a la feminidad como la base del placer. Los desarrollos en la teoría cinematográfica que he descrito más arriba fueron cruciales para alejar la teoría feminista de la preocupación según la cual Hollywood había presentado únicamente

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estereotipos negativos y degradantes de la mujer.4 Tanto en los traba­jos sobre cine como en los que se han hecho sobre televisión, esta rup­tura permitió pasar de las «imágenes de la mujer» a una «creciente con­centración en las imágenes para la mujer» (Brunsdon 1991b: 365). En ambos casos, aunque de modos distintos, esto permitió un cambio de la noción de que los personajes femeninos operaban como un modelo para las mujeres de la audiencia a una consideración de los procesos más amplios a través de los cuales se construye la feminidad para y por las mujeres a través de figuras tales como la de la madre. Esto no sig­nifica que la noción de un modelo haya desaparecido. En algunos de los trabajos sobre la identificación de la mujer con los personajes fe­meninos, al menos existe una inquietud implícita por el tipo de ejem­plo que estos personajes estaban proporcionando. Por una parte, el mo­delo podía enfatizar las virtudes femeninas de fortaleza y resistencia, el compromiso con la amistad y la sensibilidad respecto a los sentimien­tos de los demás. Esta figura tiene su importancia, como ya hemos visto, en las investigaciones sobre Cagney y Lacey y las mujeres indepen­dientes de las telenovelas. Como modelo, también implicaba lo contra­rio, la imagen negativa de vicios femeninos como un exceso de depen­dencia respecto a los hombres, la propensión a sacrificarse por las necesidades de la familia y un exceso de inversión en las relaciones per­sonales. Esta noción de una imagen negativa es uno de los factores pre­sentes en los debates acerca del significado de la madre en la película Stella Dallas. La continuación de esta línea sigue siendo un vínculo im­portante entre los trabajos teóricos y la actividad feminista de tipo más general, como por ejemplo la que aborda el acceso de las mujeres a los medios de comunicación.

No obstante, gran parte de los estudios feministas que he descrito sobre los campos del cine y la televisión han centrado su atención en la remodelación de esta separación entre buenos y malos modelos, y en replanteársela en términos de la expresión ficticia de la posición de la mujer en cuanto construcción resultante de demandas contradictorias dentro y fuera del texto. Lo que ha surgido no es tanto una noción de un punto de vista textual en la tradición de estudios cinematográficos como una perspectiva femenina construida a través de las convencio­nes textuales de la narrativa, el trabajo de la cámara y el estilo, y tam­bién a través de las presiones de la feminidad ejercidas sobre la consu­midora por un conjunto de experiencias mucho más amplio. En los estudios sobre cine esto se desarrolló con ciertas dificultades, pero en

4. Éste es el enfoque adoptado por Mollie Haskell (1975) y Marjorie Rosen (1973) en su debate sobre el cine de Hollywood.

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mi opinión la noción de una perspectiva femenina se halla detrás de la velocidad con la que la teoría de la mirada masculina fue transformada en un rompecabezas acerca de cuál podía ser la posición de la mujer, el deseo de que casi debería estar ahí; y la posibilidad de las posiciones femeninas basadas —al menos parcialmente— en la experiencia social de ser madres y/o hijas es lo que se plantea en el debate entre Williams y Kaplan acerca de Stella Dallas', también se reafirma en la defensa de Harper de los melodramas de Gainsborough. Respecto a las investiga­ciones sobre televisión, la posibilidad de la existencia de un punto de vista femenino con frecuencia se ha expresado de modo más abierto, como por ejemplo en la afirmación de Clark de que «el conocimiento y la experiencia que [las telespectadoras] tienen en cuanto mujeres les permite identificarse con las discusiones» (Clark 1990: 122) entre Cagney y Lacey acerca de las decisiones que deben tomar; también está tras el análisis de Ang del atractivo de Sue Ellen ante sus especta­doras, basado en la expresión de sentimientos femeninos —o incluso feministas— de frustración.

Este cambio de lo que una imagen hacía a la mujer a lo que las mu­jeres podían hacer con las imágenes de la mujer permitió adoptar una actitud más compleja respecto a la feminidad; según este enfoque, la esfera femenina tradicional de lo privado y lo doméstico se reconocía por estar culturalmente construida y, al mismo tiempo, por ser vivida por las mujeres según formas distintas. También se reconocía que el trabajo de la mujer para mantener la estructura física y emocional de la vida doméstica estaba muy menospreciado. Parte de la tarea en las in­vestigaciones sobre cine y televisión de los años ochenta, por lo tanto, consistió en reafirmar la importancia del trabajo emocional de la mujer y reconocer que los géneros audiovisuales femeninos —sobre todo el melodrama y la telenovela— podían expresar sus propias experiencias. Estos géneros no sólo proporcionaban modelos de identificación, sino que también permitían la expresión de complejos sentimientos sobre las tareas exigidas a las mujeres en sus posiciones sociales como ma­dres, esposas, hijas y amigas.

Esto se vio acompañado por un énfasis creciente en dar a la mujer un canal de expresión no sólo a través del texto sino en cuanto audien­cia, un factor que puede verse en algunos trabajos de tipo «etnográfi­co». Dorothy Hobson basa su artículo, «Women Audiences and the Workplace» [«Las audiencias femeninas y el lugar de trabajo»], en la descripción que hace una mujer de cómo otras mujeres de la oficina donde trabaja siguen los programas. Hobson enfatiza su interés por de­jar que las palabras de Jacqui «predominen aquí, ya que lo que está re­latando son las experiencias de estas mujeres, su narrativa de sus na­

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rrativas en el marco de sus días de trabajo» (Hobson 1990: 71). Jackie Stacey cita con profusión a las cinéfilas que respondían a sus pregun­tas y afirma que «nuestra interpretación de las mujeres espectadoras» podría «transformarse partiendo de [sus propias] versiones» (Stacey 1994: 9). Además, las autoras feministas interesadas por estos temas, a la vez que reconocen su posición privilegiada como investigadoras académicas, han recurrido a sus propias experiencias de la feminidad para establecer un nivel de «identificación» (Gray 1992: 34) con sus entrevistadas. Así, Stacey empieza su libro Star Gazing con un análisis de una fotografía mostrando su propio intento de adolescente por emu­lar el glamour de Hollywood. El equipo del proyecto de Tubinga para el estudio de la telenovela, al analizar las entrevistas realizadas, obser­vó que la afinidad de género había proporcionado un terreno común que permitió que sus entrevistadas compartieran sus experiencias: «Aunque por una parte nuestra identificación como académicas, ex­tranjeras y empleadoras nos situaba en la categoría del Otro, por otra el género nos proporcionaba una posición de “igualdad en relación con las informantes» (Seiter y otras 1991: 243). Ann Gray, al exponer sus métodos de trabajo para entrevistar a mujeres para su obra Video Playti- me, comenta que se identificaba con algunas de las mujeres a quienes en­trevistaba y considera que esta «posición compartida», basada en expe­riencias similares de verse posicionadas —a través de la escolanzacion la familia y el m atrim onia- en cuanto sujetos femeninos, fue «crucial para la calidad de las conversaciones» que mantuvo (Gray 1992. 34).

Este enfoque feminista de identificarse de algún modo con el con­sumo femenino, de buscar una posición compartida entre audiencia y crítica basada en el hecho de compartir las presiones y los placeres de «nosotras, las mujeres» (Brunsdon 1991a: 124), ha sido importante en el proyecto de rescatar —o, en palabras de Brunsdon, redimir tanto los textos femeninos como la audiencia de mujeres. Esto se ha visto re­forzado por el énfasis en el placer, en el análisis —no en la condena del placer disponible para las consumidoras de dichos textos. Debemos recordar que el artículo de Mulvey trataba sobre el placer, y preci­samente la cuestión del placer de la mujer (¿de qué tipo?, ¿en que:.,; cómo?) era lo que sostenía estudios tan distintos como, por ejemplo, The Desire to Desire, de Doane (1987), y Crossroads, de Hobson (1982). A medida que estas investigaciones fueron desarrollándose, ha habido una tendencia a enfatizar aquello que resulta positivo para las mujeres en su ensimismamiento con las telenovelas, por ejemplo —como yo misma hago en Wornen and Soap Opera (Geraghty 1991)—, o bien con los melodramas de Hollywood —como hace Byars en MI that Holly­w o o d Allows (1991)— . El ensimismamiento en el consumo y el dis-

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tanciamiento que conlleva el acto de elegir se presentan, por lo tanto, no como factores opuestos sino como aspectos complejos de los place­res del consumo femenino.

Este énfasis en los placeres compartidos, en el compromiso positi­vo por parte de las consumidoras con los textos y sobre la complejidad de la relación de las consumidoras con «su» género plantea otras cues­tiones, sin embargo, sobre hasta qué punto es posible en los tiempos posmodernos que corren hablar de posiciones y de identidades que es­tán tan estrechamente vinculadas al género. A lo largo de los análisis que he descrito, se puede sentir la tensión entre escribir para y escribir sobre la consumidora (como académica, como cinèfila, como adicta a las telenovelas) y mantener una conciencia de «mujer» en cuanto posi­ción construida. Las compiladoras de Revisión advertían que «cual­quier intento de delinear una especificidad femenina» corría el riesgo de «una recapitulación de las construcciones patriarcales y una natura­lización de la “mujer”» (Doane y otras 1984: 9), mientras que Julie D’Acci intenta precisamente desnaturalizar la relación entre Cagney y Lacey y sus fans poniendo de relieve el modo en que «varios discursos y prácticas discursivas... construyen una variedad de interpretaciones de los personajes, un discurso general de múltiples definiciones de “mujer” y de “feminidad”, así como una audiencia de mujeres para la serie» (D’Acci 1987: 203-204). Se ha añadido otra dimensión con el desarrollo del estudio de las audiencias, con su aparente promesa de la verdad surgiendo de las bocas de mujeres reales, de las espectadoras de Oregón refutando las afirmaciones textuales de Modleski con su rechazo a ser encasilladas en una posición. Ien Ang y Joke Hermes (1991) se han cuestionado hasta qué punto el género puede actuar aún como marca estable de diferencia en la que basar la interpretación y el placer. En cierto sentido, esto nos remite a la insistencia de Cowie de que el género no puede ser fijado ni las posiciones pueden depender del género. Y, como ha argumentado Ann Gray, eso también socava el im­pulso político e intelectual en gran parte de las obras que he comenta­do para mostrar cómo las diferencias y los puntos en común relaciona­dos con el género pueden formar «la base de la crítica social» (Gray 1992: 31).

Hay evidencias de que se están desarrollando vínculos entre los trabajos sobre cine y televisión y de que la tendencia futura de la in­vestigación sobre género y consumo seguirá esta línea. Por ejemplo, el libro de Jackie Byars, All that Hollywood Allows (1991), critica el enfoque sicoanalítico lacaniano que predomina entre los análisis ci­nematográficos y afirma la posibilidad de una mirada femenina; Jane Gaines (1990) ha señalado la negación de la raza y la clase como fac­

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tores de análisis en las teorías cinematográficas sobre la audiencia; Charlotte Brunsdon (1991a) ha cuestionado el paso del texto a la au­diencia característico de las investigaciones sobre televisión, mientras que Star Gazing, de Jackie Stacey (1994), adopta un enfoque basado en la audiencia para llevar a cabo su análisis de la identificación de las fans con las estrellas femeninas de Hollywood. El recorrido que he podido hacer es limitado, y muchas investigaciones recientes han ex­plorado terrenos que no he abordado aquí —el interés por las cons­trucciones de la masculinidad y el cuerpo masculino, por ejemplo, o en la participación de mujeres en géneros cinematográficos no feme­ninos, como las películas de terror— . Además, el feminismo subya­cente a los trabajos que he mencionado se ha visto desafiado por su tendencia a asumir rasgos comunes sobre la base del género sexual y, por lo tanto, a no prestar atención a otros factores que contribuyen a construir la identidad. Por cuanto respecta a la investigación futura, sin embargo, me limitaré a señalar dos puntos como conclusión. Pri­mero, parece importante que los estudios que se emprendan en el fu­turo sean capaces de mantener las posibilidades de cambio para las mujeres y que el trabajo sobre la feminidad no caiga en la trampa de aceptar sus limitaciones. Segundo, seguramente existe una ruptura de género en los estudios actuales sobre el consumo femenino. En su estudio, Ann Gray (1992) pedía a las mujeres que otorgaran colores —azul o rosa— a la tecnología doméstica, según quien la empleaba o la controlaba. Como cabía esperar, la lavadora tendía a ser rosa y el ví­deo azul. ¿Debería sorprendemos aún más que los temas de la teoría de la comunicación relacionados con el consumo, la audiencia y el placer sean relativamente rosas, mientras que las investigaciones so­bre la propiedad, el control y la regulación de los medios de comuni­cación sean del más profundo índigo? Podría ser que para comprender enteramente el consumo femenino las mujeres deban superar su tec- nofobia femenina y forcejear también con los chicos por tener estos juguetes.

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James Curran David Morley Valerie Walkerdine(com piladores)

Estudios culturales y comunicación gAnálisis, producción y consumo cultural de las políticas de identidad y el posmodernismo

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