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Dirección: Secretariado de Extensión UniversitariaCoordinación: José Antonio Espinosa Bernal

Convoca: Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria© Prefacio: Fernando Borrás

© Textos: sus autores© Diseño y Maquetación: Silvia Viana. Octubre, 2006

© Impresión: Alfagráfic Impressors - EditorsISBN:

Depósito legal:

Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

Atzavares

PRIMER PREMIO DE RELATO CORTO

UNIVERSIDAD MIGUEL HERNÁNDEZ

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Prefacio

Ante nosotros, en nuestras manos, hoy la fantasía. Un universo que emer-ge desde la nada, secuestrado al éter, y con la inspiración por bandera, parasatisfacer la sensibilidad. Así estos cuentos, los relatos que viven entre las pági-nas de este libro, se incorporan al sutil mundo del conocimiento con la princi-pal cláusula de la belleza.

Mundos, personajes, situaciones, ternura, soledad y alegría alargan su som-bra para anidar en la paz íntima de la lectura en el ámbito fecundo de los sueños.

Fernando Borrás RocherVicerrector de Estudiantes y Extensión Universitaria de la UMH

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Carlos José Navas Alejo: Profesor colaborador en el Área de EconomíaFinanciera y Contabilidad.

Fernando Miró Llinares: Profesor Titular de Escuela Universitaria en el Áreade Derecho Penal.

Teresa Cano Ferrer: Delegada de Estudiantes de Centro de la Facultad deCiencias Sociales y Jurídicas de Elche.

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Jurado

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Primer premio: Andrés Úbeda Castellanos con el relato El hijo pródigo.Seudónimo: Kurstok.

Segundo premio: Rubén Ballestar Urbán con el relato Adagio.Seudónimo: T. Albinioni.

Tercer premio ex aequo: Jesús Gutiérrez Lucas con el relato El avatar de un relato.

José Mª Amigó García con el relato El tren nunca para.

• Rubén Ballestar Urbán con el relato Lo que más me asusta.Seudónimo: F. Dopper.

• Juan Carlos Moreno Sellés con el relato Desde Eritrea.Seudónimo: Zarevich.

• Jesús Cano Martínez con el relato Mater Dolorosa.Seudónimo: Nino Rippi.

• Víctor Gras Valentí con el relato Señor Gnembe.

• Pep Rubio Quereda con el relato El rastro.

• Lola Hernández Francés con el relato Mi vida es sólo un recordar sus besos.Seudónimo: Dodo.

• Alicia Peral Fernández con el relato Secretos de familia.Seudónimo: Pandora.

• José Manuel González Ros con el relato El regalo del calamar.Seudónimo: De la mesa de cartas de Miracle.

• Enrique Roche Collado con el relato Camellos en el aparcamiento.Seudónimo: Coyote.

• Tomás Muñoz García con el relato Los amantes del eclipse solar.

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Premiados

Seleccionados para su publicación

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El hijo pródigo

ANDRÉS ÚBEDA CASTELLANOS

Primer premio

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- ¿Qué hay del Pasillo del Abedul?- Esa vereda ya no recibe ese nombre desde hace años.- ¿En serio? ¿Cuánto tiempo he estado fuera?- Más de lo que muchos desearíamos. A decir verdad, ni siquiera creo que

queden abedules en aquel sendero –continuó-. Sólo los esqueletos de esos vie-jos árboles se atreven a contemplar el tortuoso camino y, por supuesto, ellos.

- ¿Y el lago? ¿Aún es transitable?- Ya no se nos permite ir más allá. Habla con Alfonso, pero me temo que

el viejo se negará en redondo. Santiago, vigila tus pasos –advirtió el hombre-.Tal vez algún día puedas ver como este pueblo vuelve a la normalidad, pero yadudo mucho que para mí sea posible.

- No te preocupes por eso. Por ahora me alejaré de ellos. Por ahora.- No hagas locuras Santiago, te lo ruego.El cazador abandonó el caserón. Una bruma espesa rodeaba las vivien-

das de la villa, cuyos ladrillos enmohecidos parecían estremecerse al pasodel aire helado y húmedo del invierno. Atravesó una pequeña fuente dondeel agua había dejado de manar y el musgo sustituía a los grabados burdosde algún antiguo artesano. Como ya había comprobado al llegar, la gentedesaparecía sin dejar rastro durante la noche. Tan sólo ellos vigilaban elapartado municipio, incólumes y fríos. Se internó en una pequeña bocaca-lle y llamó a la puerta de una de las casas. La puerta se abrió tan sólo unossegundos, suficientes para que el individuo que estaba al otro lado empuja-ra a Santiago al interior del hogar.

- ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre andar sólo por ahí a estas horas de lanoche? –exclamó el anciano tan pronto como lo había agarrado.

Santiago meditó su respuesta apenas se repuso de la sorpresa.- Tan solo quería hablar contigo.

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El viejo curtidor se sentó junto a su mujer delante de la chimenea, dondesólo unos cuantos troncos raquíticos permanecían ardiendo débilmente. El vaporde agua se filtraba por los orificios de una vieja tetera oxidada en la que se habíapreparado una fuerte infusión de hierbas. Santiago admiró de nuevo los trofeosque colgaban de las paredes de la sala. Junto al viejo había logrado grandescosas. No sólo le había ayudado a convertirse en un portentoso cazador, ademásle había enseñado la cualidad imprescindible de su profesión: la paciencia.

- Ese jabato va a perder los nervios si lo miras tanto –comentó Alfonsoseñalando un viejo taburete cerca del fuego-. Anda, sírvete algo de manzanilla,debes de estar helado.

- Ese fue el primer animal que cacé –repuso Santiago cogiendo una tazade la vajilla.

- Con sólo doce años no se puede hacer nada mejor –bromeó el anciano-. Aunque yo hubiera preferido un corzo.

- Se hace lo que se puede.- ¿Has hablado con Ignacio?- Vengo de verle. Parecía bastante asustado.- ¡Paparruchas! Ese hombre es un completo embustero. Más asustado

estará cuando le ajuste las cuentas mañana. Por cierto, supongo que ya sabráslo que sucede –el hombre abandonó su tono festivo tan bruscamente queSantiago tardó en reaccionar.

- ¿Qué asunto?- ¡Oh, por Dios! Están por todas partes.- Procura no blasfemar, amor –lo riño su mujer.- Perdón Pepa. Estoy seguro que el Señor me perdonará por esto, pero ya

sabes que pierdo los nervios cuando hablo de estos temas.- Su presencia debe ser tomada en consideración, ya lo sé –interrumpió

el cazador.- Pues, por supuesto. Esos diablos me están poniendo cada vez más nervioso.- No creo que ellos pretendan hacerlo –susurró Santiago bebiendo un

sorbo del mejunje.- ¡Me trae sin cuidado lo que ellos hagan! Tal vez esos monstruos puedan

subyugar a un pueblo, pero no podrán con Alfonso Tordesilla Montero, eso telo aseguro.

- Y pensar que Ignacio me dijo que no hiciera locuras. No sé que pensaríade esto.

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- No voy a hacer nada que él no sepa, muchacho. Además él está conmi-go, diga lo que diga ese viejo zorro –el curtidor dio un puñetazo sobre la cómo-da que hizo temblar todas las tazas de manzanilla-. Por cierto, ¿cómo te deja-ron pasar? Todos los caminos están cortados.

- No vi a nadie cuando llegué. Supongo que no están siempre alerta.- Es curioso. Ellos nunca abandonan esos lugares y su diligencia en las vigi-

lias es bastante mayor que la de los pobres españolitos. Pero eso ahora noimporta. Dentro de tres noches, Ignacio, yo y tres de nuestros muchachos,abandonaremos el pueblo por el Pasillo del Abedul, cargando los fusiles con lapólvora que escondemos en la capilla. Golpearemos donde más daño podamoshacer y erradicaremos esta plaga de una vez por todas. Mañana por la mañananos reuniremos los cinco en el hostal. Marita nos ha preparado una habitación.Me encantaría que vinieras.

- Puede que vuestro plan no sea tan descabellado. Después de todo, noson más que unos pocos, aunque causen mayor miedo que la misma muerte.Iré con vosotros y os escucharé.

El cazador se levantó de su asiento y apuró el líquido de su taza.- Muy bien, Santiago. Sabía que podía contar contigo. Mañana al alba, no

lo olvides. Y corre rápido a tu casa. Ya está demasiado oscuro.El hombre salió en un suspiró y avanzó entre las sombras. De vez en cuan-

do se giraba seguro de haber sentido un aliento frío en su cuello. Pero no habíanadie allí, aunque siempre creía percibir un movimiento sigiloso perdiéndosetras cada esquina.

La noche era demasiado helada.

Santiago llegó al hostal a la hora convenida. Su oronda dueña le esperabaa la entrada. Marita le condujo al piso superior y le señaló una de las habitacio-nes más alejadas. A pesar de que el hostal ofrecía bastantes servicios, la mayorparte de las estancias permanecían desocupadas por el aislamiento que sufría elpueblo durante esa época.

El cazador entró en la reunión sin llamar. Rodeando una mesa con un granplano de la zona, cuatro personas discutían acaloradamente.

- ¿Estos son tus tres muchachos? –se jactó Santiago al ver a los acompañan-tes del viejo curtidor: el párroco del pueblo, don Heriberto, y dos muchachos de nomás de dieciséis años, que como después pudo saber, se llamaban Tomás y Luque.

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- No juzgues a nadie por su aspecto, hijo –se defendió Alfonso-. Pensaba quete había enseñado que hasta el más inocente ciervo puede ser más letal, si le enfu-reces, que un violento y pesado jabalí. Y estos tres –dijo–, están muy furiosos.

- Perdón, viejo. No dudo de tu sabiduría. Entonces, ¿cuál es el plan?- Primero debe llegar Ignacio. Hasta que él no esté aquí no empezaremos.

¿Por qué tardará tanto?Tomás y Luque se miraron dubitativos.- Si quieres vamos a buscarlo –dijeron al unísono.- No –se opuso el curtidor-. Los dos no. Santiago, ¿harías el favor de acom-

pañar a Tomás al caserón de Ignacio? Seguro que ese vago está durmiendo.- De acuerdo.El cazador acompañó al muchacho hasta la salida y, juntos, caminaron los

pocos metros que separaban el hostal del caserón de su compañero. Santiagorecordó la conversación que había mantenido con Ignacio la noche anterior. Pormucho que Alfonso lo negara, su amigo estaba tan asustado que posiblemen-te no se hubiera atrevido a ir a la reunión.

La puerta estaba entreabierta. Tomás llamó varias veces pero nadie contestó.- Entraré en la casa y veré si está en su dormitorio –propuso el cazador-. Tú

ve por detrás y búscalo en el granero.El chico salió corriendo como un rayo. Santiago abrió lentamente la puer-

ta que chirrió en los goznes. El cuarto estaba vacío y la chimenea apagadadesde hacía horas, como comprobó al tocar las frías cenizas. El cazador subiópor las escalerillas de madera que llevaban a la parte superior. La puerta de lahabitación de Ignacio estaba cerrada. Llevó la mano lentamente al picaporte.

Un ruido de cristales rotos se escuchó al otro lado.La puerta se abrió y Santiago respiró aliviado. Era sólo una rata. Pero no

había ni rastro del viejo Ignacio. Entonces, escuchó el grito.

Cuando llegó al granero vio como Tomás vomitaba detrás de una paca. Noera para menos. El cuerpo de Ignacio estaba colgado a un metro del suelo. Le habí-an clavado su propia azada en el pecho y habían atravesado la madera de parte aparte. Aunque era una imagen horripilante, el cazador había visto cosas peores enla guerra, y no tuvo ningún reparo en descolgar el cuerpo en su patético estado.

- Vayámonos, chico. Aquí ya no hay nada que ver.

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- ¡Oh, Dios mío! ¡No es posible! –Alfonso lloraba amargamente-. Pero, nopodemos parar. Tenemos que vengarles. ¡Malditos cerdos!

- ¡Qué Dios le bendiga con la paz eterna! –repuso don Heriberto-. El dia-blo ha querido que no pudiera darle la extremaunción.

- El diablo, no, padre –dijo Santiago-. Han sido ellos.Los dos asintieron apenados. Finalmente, Alfonso se levantó furioso.- ¡Todo se adelantará a esta noche! –bramó-. Esto es lo último que nos

van a hacer.Los dos muchachos, Tomás y Luque, gritaron de júbilo.- ¿Estás seguro, viejo? –objetó el cazador-. Tal vez nos precipitemos.- Un español nunca se precipita, hijo. Esta medianoche, en la fuente seca,

con la luna nueva.- Así sea –dijo don Heriberto mientras jugueteaba con su rosario.

La cita en la fuente no se hizo esperar. El párroco llegó tarde.- He tenido que arreglar los cirios del Sagrario. Mañana es Domingo.- No importa, padre. Aunque mandé a los dos chicos a buscarle. Tampoco

Santiago ha llegado –dijo el curtidor-. Ha de ir de nuevo a por los fusiles, así quepodrá traerlos de vuelta.

El cura marchó de nuevo hacia la iglesia. La oscuridad se cernía tras cadarecodo y el párroco avanzó lo más rápido que pudo. Cuando llegó a las puertasde la parroquia nadie le esperaba. Don Heriberto supuso que los dos muchachosya habían vuelto a la fuente al no encontrarle allí, así que entró en la iglesia pararecoger la pólvora y las armas que escondía en una trampilla de la sacristía.

Había luz en la sala. Muy tenue, pero clara como al agua limpia. DonHeriberto entró en la sacristía. Los dos muchachos le esperaban apoyados sobrela mesa de la sala.

- ¡Ah! Aquí estáis, pequeños diablillos –rió el cura-. Pensaba que habíasdecidido escaquearos.

Los chicos no contestaron.- ¿Qué ocurre? –preguntó asustado el párroco-. ¿Estáis enfermos?Ni Tomás ni Luque se movieron.- ¡Oh! ¡Santo Dios! –exclamó horrorizado don Heriberto al acercarse más

a la mesa. La sangre manaba espesa por toda su superficie. Los dos muchachos,degollados, difícilmente le podían haber contestado.

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El párroco salió corriendo de la sacristía. Al llegar al altar algo le hizodetenerse de inmediato. Una figura encapuchada apagaba las velas del tem-plo. Don Heriberto trastabilló. Parecía un monje, pero su cara era invisibletras su capucha.

La figura se acercó a él casi reptando. El cura retrocedió. Casi no podía nirespirar, pero consiguió coger una cruz de su hábito.

- ¡Atrás, siervo del Maligno! –gritó alzando el crucifijo-. No permitiré queprofanes este lugar con tus sangrientos actos.

La figura no se inmuto y siguió avanzando. Llevaba uno de los cetrosdel relicario.

Don Heriberto cayó al suelo y perdió la cruz, que con un ruido sordo, acabodebajo de uno de los bancos. El encapuchado casi estaba encima de él.

- ¿Qué eres? –siseó el párroco-. ¿Quién eres?La figura levantó el cetro por encima de su cabeza mientras se quitaba

la capucha.- ¡Qué Dios nos ampare! –susurró don Heriberto.

Santiago y Alfonso esperaban impacientes la llegado del cura y de los dosmuchachos.

- No sé que ocurre, hijo –repuso el curtidor.- Llevan más de media hora de retraso.- Espera –dijo-. Creo que oigo algo.El sonido de unos pasos llegó hasta la fuente seca. Alguien corría en direc-

ción a ellos.Era Pepa, la mujer de Alfonso.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras? –preguntó el curtidor nervioso.- Los han matado –berreó la mujer.- ¿A quién? –dijo Alfonso aún más tenso.- A don Heriberto y a los niños. Los han matado a todos.- No te preocupes, amor –la consoló el viejo-. No pasa nada.- ¿Qué haremos ahora? –preguntó el cazador–. Podrían estar vigilando.- Hay que terminar esto, hijo. Es ahora o nunca. Si decides dejarlo lo entenderé.- Me ofendes, Alfonso. Sabes que llegaré hasta el final.- Pepa, quédate aquí –dijo el curtidor-. Nos dividiremos y volveremos cuan-

do encontremos a esos monstruos.

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Ambos salieron en direcciones opuestas. Afortunadamente, Pepa, habíatraído dos fúsiles de la parroquia.

Santiago atravesó el pueblo como una exhalación. Estaba desierto, peropodía sentir su presencia en todos los lugares del mismo. Vigiló cualquier esqui-na y cualquier escondrijo, pero no encontró a nadie. Cuando estuvo seguro deque esa zona estaba limpia volvió a la fuente seca.

Cuando llegó, encontró a Pepa arrodillada sobre el cuerpo del curtidor. Yano lloraba.

- Le han disparado, Santiago –dijo.- Santiago, hijo –susurró el anciano en sus últimos segundos-. Ve a por esos

bastardos.El curtidor cerró los ojos y entró en su último sueño. Su mujer comenzó a

llorar de nuevo.- Toma esto –dijo sobre su marido, dándole un crucifijo de madera de

aspecto muy burdo-. Dios estará contigo.- Lo sé.El cazador se fue con dos armas. Esta vez no fue al interior del pueblo.

Sabía exactamente a donde se dirigía. A la guarida misma del enemigo, a tra-vés del Pasillo del Abedul. No había nadie vigilando el camino. Las sombras eranmuy espesas y apenas veía nada. Pero siguió avanzando guiado a través de lassombras de los árboles.

Esta vez no se preocupó de esconderse. Debía terminar con todo.Recorrió resuelto los últimos metros que le separaban de ellos. Ahí esta-

ban. Eran cuatro. Pero por alguna razón no se movían.Finalmente, uno de ellos se adelantó.- El motín ha sido sofocado –dijo Santiago.- Esa es una excelente noticia, monsieur –respondió el oficial francés-. El

Emperador le recompensará como se merece.- Espero que Napoleón cumpla su promesa.El cazador arrancó el crucifijo que colgaba de su cuello y se lo tendió al

soldado.- Mándelo a la viuda del curtidor junto con una nota. Dígale que los ene-

migos de Francia han sido abatidos.

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Adagio

RUBÉN BALLESTAR URBÁN

Segundo premio

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Si de un desaliento surgiera el aire de una canción, ésa sería la can-ción de la señora Rebeca.

La señora Rebeca guarda en su saco tantas penas como arrugas pueblansu rostro. La señora Rebeca nació para sufrir, y cumple su tarea con la serie-dad y disciplina que ésta requiere. La señora Rebeca sufre y sufre y sufre. Ysufre más aún.

- ¿Cómo estás, Rebeca?- Mal, Vicenta, mal. - Hay que ver, Rebeca, qué manera más maravillosa de sufrir tienes.- Gracias, Vicenta, gracias, es la experiencia que he adquirido con la edad.- ¿Cómo están tus hijos?- Mal. Mi hija Virtudes se ha empeñado en marcharse a la capital a estu-

diar para actriz y no hay manera de quitárselo de la cabeza. Me tiene loca. Nopuedo dormir por las noches.

- Los jóvenes están un poco locos, Rebeca, pero hay que dejar que se equi-voquen ellos solos. ¿Y cómo están tus nietos?

- Peor.- ¿Y cómo anda tu marido?- Pues fatal, Vicenta, fatal. Al pobre de mi Ramón no le quedan ya muchos

amaneceres.- Pobre Ramón...- Sí, Vicenta, sí; pobre Ramón. Si es que no somos nadie...- No, no somos nadie, no; no somos nadie... Con Dios, Rebeca.- Con Dios...

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La señora Rebeca no nació, no; la señora Rebeca salió de un huevo de cho-colate amargo. Por eso está siempre llorando, con esa expresión de vieja estre-ñida que se le ha puesto en la cara. La señora Rebeca no come caramelos por-que son dulces, ni mira las flores porque son hermosas. La señora Rebeca sóloenciende el televisor cuando emiten una película dramática, y nunca echa lalotería por si acaso le tocara.

La señora Rebeca es una mujer triste porque es lo mejor que sabe hacer:estar triste. Y en su dedicación ha alcanzado casi la perfección.

La señora Rebeca llora por las mañanas, al despertarse, desayunando, enel almuerzo, al medio día, por la tarde, antes de hacer la siesta, después dehacer la siesta, en la merienda, a media tarde, al anochecer, en la cena y antesde dormirse. Ramón, su marido, después de casi cuarenta años de matrimonio,todavía no se ha acostumbrado a tanta lágrima.

- Rebeca, mujer, ¿por qué lloras ahora? ¿Qué te pasa, Rebeca?- Que sufro mucho, Ramón, que sufro mucho...

Y es verdad. La señora Rebeca sufre pero que mucho mucho muchopero que mucho. Vicenta, pues no, la verdad, Vicenta no sufre ni unadécima parte de lo que sufre su amiga Rebeca. Vicenta es la mujer másfeliz del mundo.

* * * * *

Si la mujer sonrisa tuviera una hija con el hombre carcajada, laniña que naciera se llamaría, con toda seguridad, Vicenta.

Vicenta colecciona risas dentro de un frasco de cristal. A su marido nole hace mucha gracia, sobre todo por el escándalo que se monta en casa cuan-do el tarro se cae y se rompe, porque se escapan todas las carcajadas, y son muydifíciles de capturar. Primero se oye un “crash” seco y demoledor y, después,“ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja, je je, jiu jiu jiu, jua jua jua...” Y, ¡hala! allá

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que van Vicenta y Pablo, a perseguir a las risas y a intentar atraparlas parameterlas después en un bote nuevo.

- Vicenta, me tienes harto.- A ti lo que te pasa es que eres un amargado...- Pero, ¿se puede saber para qué quieres tener tantas risas, con lo escan-

dalosas que son?- ¿Yo me meto con tus aficiones? ¿Eh, Pablo? ¿Me meto yo acaso con tus

aficiones?- Pues no.- Pues ya está. Amargado, que eres un amargado. Y, además, feo, que eso

nunca te lo había dicho.- ¡Pero Vicenta, por el amor de Dios! ¿Se puede saber a qué ha venido eso?

Vicenta siempre está de muy buen humor, y le encanta pasarse el día ente-ro haciendo bromas y tomándole el pelo a la gente, sobre todo a su vecino,Ataúlfo, un señor un poco tonto pero muy buena persona.

- ¡Ataúlfo, Ataúlfo!- ¿Qué quieres, Vicenta?- Oye, acabo de ver al príncipe Felipe en la puerta de tu casa, creo que te

buscaba a ti. Corre a atenderle. - Enseguida, Vicenta, enseguida. Tú espérame aquí, que no tardo nada.

Pobre Ataúlfo, ¿verdad? Es tan inocente como un niño de cuatro años.

- ¡Ah, Ataúlfo, veo que ya has vuelto!- Sí, ya he vuelto, sí.- ¿Estaba el príncipe?- No. Ya se había ido. Se habrá cansado de esperar enseguida. A la reale-

za no le gusta perder el tiempo.

Pues sí; pobre Ataúlfo.

Vicenta no camina como los demás; ella va pegando saltitos, como si fuerauna colegiala, al ritmo de la dulce melodía que escucha en su cabeza. Paso,

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paso, un saltito; paso, paso, otro saltito... También salta dentro de los charcosque hay en la calle, y se compra cada día un montón de gominolas que devoracon impaciencia. Viste con ropa de vivos colores, y no conoce el significado dela palabra adulto.

Vicenta es feliz porque dice lo que piensa, hace lo que quiere, y no leimporta lo que los demás piensen de ella. Hace globos con el chicle y setira eructos cuando tiene ganas; se pelea con los niños en la cabalgata deReyes para conseguir un puñado de caramelos y pinta cuadros frente a lamontaña; monta en bicicleta para buscar moras y se disfraza de Cleopatraen carnaval.

Vicenta es feliz porque no ha dejado morir a la niña que lleva dentro. Suvecino Ataúlfo también es, de alguna manera, un niño.

* * * * *

El día en que Dios repartió la inteligencia, Ataúlfo se quedó dur-miendo en su casa.

Ataúlfo es el hombre de la boina sucia, el chaleco negro y las alparga-tas llenas de remiendos. Pero las esparteñas no es lo único que Ataúlfo tieneremendado; su alma también está llena de cosidos y descosidos, de punta-das y zurcidos.

Ataúlfo nació sin aire para respirar, y su madre murió en el parto. Depequeño tenía la piel un poco morada, los ojos bizcos, las orejas de soplillo y lasmanos torpes. Ahora que ha crecido, el bueno de Ataúlfo sigue teniendo la pielun poco morada, los ojos bizcos, las orejas de soplillo y las manos torpes. Haycosas que nunca cambian.

El padre de Ataúlfo murió cuando él tenía tan sólo ocho años. La ver-dad es que nunca le ha echado de menos. Fabián, el padre de Ataúlfo,nunca quiso a su hijo; jamás le dio un beso, ni un abrazo, ni un regalo, nisiquiera una sonrisa. Ataúlfo se crió en soledad, en su pequeña casa a las

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afueras del pueblo. Cuando era pequeño, los vecinos de la villa le llevabancomida y ropa de vez en cuando. Ataúlfo era hijo de todos. Ahora se ganala vida trabajando en la vieja fábrica de tornillos, pero no olvida lo que lagente del pueblo hizo por él.

Ataúlfo no sabe leer, ni escribir, ni sabe dónde está Madrid, ni Teruel,ni Valencia. Ataúlfo no sabe lo que es la ley de la gravedad, ni la física cuán-tica, ni los rayos catódicos. No sabe sumar ni restar, pero sabe cuánto valecada moneda y cada billete, y es imposible timarle con las vueltas. Ataúlfosabe cocinar los huevos fritos con patatas y morcillas, la olla y las lentejas;sabe arreglar los grifos que gotean y las lámparas que no funcionan; puedecorrer más rápido que el viento y desaparecer bajo la arena, volar como ungorrión y bucear como un renacuajo. Ataúlfo tiene los dientes negros y labarba escasa.

Ataúlfo nunca ha tenido novia, pero no le importa. No tiene muchodinero, pero puede comer y dormir tranquilo. Baila con los niños en lasverbenas y se pone corbata para las procesiones. Participa en el campeo-nato de birlas y en el de trinquete, aunque siempre queda el último.Tiene un pequeño huerto en el que cultiva acelgas, remolachas, berenje-nas y tomates, patatas, calabazas, cebollas y pepinos. Todo el mundo legasta bromas, pero él sabe que es sin mala intención, por eso se haceaún más el tonto. Ataúlfo juega a la lotería de navidad pero nunca le hatocado nada.

Ataúlfo se queda embobado mirando las nubes, la luna y las estrellas.Se pasa horas enteras oliendo las flores del camino y deshojando margari-tas. Desayuna todas las mañanas en el bar, y sale temprano a trabajar en lafábrica de tornillos.

- Buenos días, Ataúlfo.- Buenos días, Gregorio.- ¿Qué quieres hoy de desayuno?- Ponme un café con leche y una magdalena. - ¿Sólo una?- Bueno, ponme dos.

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- ¿Sólo dos?- Bueno, pues ponme tres.- ¿Sólo tres?- Bueno, pues ponme cuatro.- Ataúlfo, ¿no ves que te estoy tomando el pelo?

Ataúlfo sonríe y deja entrever sus dientes negros.

- ¿Cuántas magdalenas quieres, Ataúlfo?- Dos.- Marchando dos magdalenas y un café con leche.

Ataúlfo no se limpia las lagañas, y se peina con la raya a un lado. Legusta ponerse camisa de cuadros y pantalones de pana; sorbe el café conleche haciendo un tremendo ruido y moja las magdalenas antes de darlesun bocado.

Ataúlfo sabe que no cambiará el mundo, pero hace todo lo posible porestar a gusto consigo mismo. Se conforma con lo que es, y no pide nada más,sólo un café con leche y un par de magdalenas. Gregorio, el dueño del bar, lemira siempre desde el otro lado de la barra y sonríe.

* * * * *

En las noches de tormenta, entre los truenos y los relámpagos,se escucha a lo lejos el llanto de Gregorio.

Gregorio no se despierta más tarde de las seis de la mañana. Tiene queabrir el bar. Antes que suyo, el bar fue de su padre y, antes que de su padre, desu abuelo. Su abuelo se lo ganó en una apuesta al anterior propietario, elChepas. Al menos eso es lo que se cuenta en el pueblo.

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Gregorio hace la mejor tortilla de patata de la provincia, tiene las mesassiempre limpias y convida a una ronda antes de cerrar.

Gregorio es un hombre bajito pero recio, con un pecho ancho y unos bra-zos como troncos peludos. Todavía no ha nacido nadie que le gane echando unpulso. Gregorio debe de ser el hombre más fuerte del pueblo, y también elmenos violento. Se está empezando a quedar calvo, y sus ojos azules están cadadía más tristes.

Gregorio lee a Neruda todas las noches, y escribe pequeños poemas quedespués quema en su chimenea. Tiene un pequeño catalejo con el que mira lasestrellas y una máquina de escribir destartalada. Sueña con viajar lejos, a otropaís, y conocer gente nueva y vivir maravillosas aventuras. Gregorio cree quenació en un lugar equivocado.

A Gregorio le gustan las películas de amor y los concursos de preguntasy respuestas. Le encanta pasear por el monte y lanzar piedras a los tejadosde los corrales. Duerme desnudo y se ducha antes de ir a trabajar. Se afeitados veces al día y nunca va al barbero a cortarse el pelo, porque eso ya lohace él mismo. Gregorio esconde un corazón inquieto bajo todo ese mantode vello negro.

A Gregorio le gusta su oficio. Le gusta charlar con los vecinos, servir cerve-zas y preparar boquerones en vinagre; le fascina el olor del vino tinto y el saborde las patatas bravas, y disfruta observando cómo los demás dan buena cuen-ta de sus manjares.

Gregorio nunca habla del fútbol, ni de los toros, ni del tiempo quehace. Cuando Gregorio habla, es para decir algo. Sólo por eso, algunoscreen que está un poco loco. Quien mejor comprende a Gregorio esVirtudes, la cocinera. Al principio sólo era su ayudante, ahora ya es unagran amiga.

- ¿Qué te pasa, Gregorio? Se te ve un poco triste hoy.- No me pasa nada, Virtudes, tranquila. Es que anoche no dormí nada, y

estoy un poco cansado.

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- ¿Te quedaste despierto viendo el eclipse?- Sí. ¿Cómo lo sabes?- Yo también estuve un rato despierta, pero al final las sábanas tiraron de

mí hacia la cama.- ¿No te pareció precioso?- Sí. Precioso. La luna se ocultaba sólo para nosotros.- Podrías haber venido a verlo a mi casa; tengo un catalejo bastante bueno.- Gregorio...- ¿Qué?- Saca el arroz del horno, que ya debe de estar.- Marchando.

Hace tiempo que Gregorio está enamorado de Virtudes, pero no se atrevea confesárselo. Ella es algunos años más joven, y es una mujer preciosa, alegrey bondadosa. ¿Cómo se iba a enamorar de un pobre camarero medio calvo?

Por las noches, cuando la tormenta azota las calles con su música,Gregorio sube al tejado de su casa y se deja empapar por la lluvia que cae.Cierra los ojos y puede ver a Virtudes besando sus labios, rozando sus manos,acariciando su piel. Van en un tren hacia algún lugar perdido. Y son felices. Lostruenos susurran su nombre. Virtudes, Virtudes...

* * * * *

Todas las flores del mundo envidian la belleza de Virtudes.

Virtudes es dulce como el pastel de nata y suave como la melodía del Adagiode Albinoni. Camina con la cabeza erguida y los pechos firmes, y se balancea conuna elegancia y un glamour que quita el sentido a quienes la ven pasar.

Virtudes tiene el cabello de azabache y los ojos de mar; su sonrisa es unamariposa que se eleva más y más sobre las nubes de la mañana. Virtudes es unsueño hecho realidad. ¿Quién no ha soñado alguna vez con Virtudes?

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Virtudes trabaja de cocinera en el bar de la plaza. Pela las patatas conel mismo cuidado con el que cambiaría los pañales a un bebé, y bate elhuevo con la furia y la energía de un tornado. Virtudes huele a rosas, aaceite de oliva y a pan recién hecho. El olor de Virtudes es como el olor deuna despensa.

Virtudes tiene una pequeña caja escondida en su armario. En ella guar-da las propinas, y los aguinaldos, y todo lo que consigue ahorrar. Hay sieteaños de esfuerzo custodiados en esa caja. Dentro de poco, cuando por finreúna el dinero suficiente, Virtudes cogerá el tren y se irá a la capital, a estu-diar interpretación. Quiere ser actriz. Y no le importa fracasar en el intento.Sólo quiere intentarlo. Virtudes tiene muchos defectos, pero ninguno deellos es la cobardía.

Virtudes se mira todos los días en el espejo. A veces charla con ella misma.Nunca viene mal un poco de fantasía.

- Hola Virtudes.- Hola Virtudes.- Hay que ver lo guapa que estás hoy, Virtudes.- Muchas gracias, Virtudes; me vas a sacar los colores.- ¿Te ha llegado alguna nueva oferta?- Pues sí; fíjate tú que sí. Me ha llegado el guión de una película de amor.

Quieren que la protagonice junto a Harrison Ford, pero no sé yo si estaré a laaltura de las circunstancias.

- Pues claro que estarás a la altura, tonta. Seguro que triunfas en Hollywood.- ¡Ay, calla! ¿Cómo me voy a ir yo a Hollywood? Yo no sabría vivir sin mi

tortilla de patatas de cada día...

Virtudes sueña despierta sin estar dormida y duerme de noche aunque notenga sueño. Virtudes mira siempre hacia delante y nunca se asusta por lo quepueda pasar; a Virtudes sólo le atemoriza lo que nunca sucedió.

Virtudes salta de sueño en sueño y tira porque le toca. Ella mueve siempresus fichas, y no deja que nadie tire por ella. Virtudes será lo que será, pero siem-pre será lo que ella quiera.

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Su madre teme por ella; teme que fracase, teme que caiga, teme que nose pueda volver a levantar. Pero Virtudes corre con los ojos cerrados, y no leimporta lanzarse en picado contra un muro. Y, si se golpea, ya encontrará elmodo de pasar. Virtudes no tiene miedo. Virtudes quiere vivir su propia vida.

La señora Rebeca, la madre de Virtudes, quiere que ella se case y se quedea vivir en el pueblo, igual que han hecho todos sus hermanos.

- Podrías seguir trabajando en el bar.- Mamá, todavía soy muy joven. No quiero pasar el resto de mi vida pelan-

do ajos y cebollas. Yo quiero ser actriz.- No es fácil vivir de eso, Virtudes.- Nunca he dicho que fuera fácil, pero es lo que quiero hacer.- ¿Por qué no te casas y te compras una casa aquí, en tu pueblo?- ¿Con quién?- Pues con Gregorio, tonta. Todo el mundo sabe que pierde la cabeza por

ti. ¿No lo has notado? - El señor Gregorio es mucho más mayor que yo, mamá. No digas tonterí-

as. ¿Cómo va a estar enamorado de mí?

Virtudes nunca ha estado enamorada. Virtudes no sabe lo que es el amor.Virtudes sólo sabe soñar. Soñar y soñar.

- Ya casi tengo el dinero suficiente para marcharme.- ¿De verdad te quieres ir?- Me voy mamá, antes que acabe el año. - ¿Se lo has dicho ya a tu padre?- Sí.- ¿Y qué opina él?- No opina, mamá. Ya sabes que papá nunca opina.- Mi vida, no te vayas, piénsalo bien. No sabes cuánto me vas a hacer

sufrir...- Tú siempre sufres, mamá, tú siempre estás sufriendo.

La señora Rebeca sigue hablando, envuelta en lágrimas, pero Virtudessólo oye el sonido del motor del tren que la llevará algún día al lugar donde

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habitan sus sueños. La señora Rebeca mueve los labios, pero parece un foto-grama de una película muda.

* * * * *

Si de un desaliento surgiera el aire de una canción, ésa sería la canción dela señora Rebeca.

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El avatar de un relato

JESÚS GUTIÉRREZ LUCAS

Tercer premio ex aequo

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Un relato en sí no es nada, tampoco lo es en do, y menos si se le reduce adiez páginas. Entonces ¿qué es lo que de él se espera? Pues de eso se trata miatento lector:

Dudo que el ahora presente me lleve nada a la saca, y la razón pues muy sen-cilla, yo soy más dable a la poesía. Pero mira las cosas son así, la poesía se piensaque es subjetiva, porque como hoy todo el mundo pretende ser Neruda, ya nadiese preocupa de ponerle andamios al poema, total se acabaron los buenos edifi-cios, esos rectos con ventanas parejas, y de colores a juego. Ahora mismo podríaponerme a recitar, que cómo no lo pondré en pequeñas filas, bien puedes pensarque es prosa. Sí, los hay que me dirán, pero –“¡el ritmo!, esto marca mi poema”.Ante lo cual nada alegaré no sea que me caigan encima todos los hoy metidos apoetas güeros. No estaría de más leer lo que de ellos dice Quevedo.

Bueno ya hemos visto por qué este concurso no es de poesía, pues hoy endía pocos la leen y menos la escriben. Por tanto si se hacen concursos es obvioque los ganará quien más empeño ponga, porque o el versículo no se entiendeo la rima hace rato que estorba.

Estoy en la página uno, y todavía tengo que rellenar algunas más, como habrásvisto. A ver, ¿qué se pueden decir en nueve páginas a doble espacio por una solacara? Ahora quedaría bien poner una carita de esas de messenger, estas que nossalvan de hablar cuando nada tenemos que decir, pero creo que no es el caso. ¡Ahsí!, contaré lo que me ocurrió en un concurso anterior y de ahí muchos vais a com-prender gran parte de lo expuesto y de lo que me quede por decir después.

Era en la tarde y se nos hizo pronto, en un lugar que no conocíamos y esoque nada más llegar nos escupía con su gran nombre: Teatro Principal de X. Nonos dejaron entrar, cómo no. Cuando el suelo sufría abundante calvario por laerosión que nuestros pies ejercieron sobre el asfalto, una amable señorita nos

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permitió el paso. Dieron los protocolos, que en vez de tantas palabras vanaspodrían hablar del estado de las coles, y de esta manera ser protocoles, perodigamos que hay monsergas que sólo el ganador se atreve a tragar.

Yo andaba medio ilusionado, con mi relato de corte alegórico, diciendo máscosas de las que aparentemente resaltaban, basándose en hechos reales, perocon los tintes que exige la prosa, porque como decía Valera una cosa es la calle yotra cosa es la estética. Sin más demora, se dijo el nombre del 3er relato premia-do; subió un muchacho y tuvo que leer todo el mondongo, porque otro nombreno le sé dar. A lo cual me doy ahora cuenta que cuanto más breve sea, mejor, aun-que como sé que esto no va a ganar, creo que para el deleite o fastidio de los jue-ces no importa si me alargo un tanto más. La historia de este muchacho tratabade unos niños que se iban por ahí, y la abuela se preocupaba y había un mons-truo. El monstruo era el relato, que no era lo mismo, y los espectadores los sufri-dos niños que agonizábamos de desencanto ante tan aplastante narración.

Cuando terminó, hubo en mi faz un destello de alegría, si así de malo erael tercer premio, lo mismo el siguiente era el mío. Craso error, primer apuntepara ganar un concurso de relatos, ¡nunca ser breve!, éste no lo fue y por suempeño le premiaron. Seguro que otros más elaborados por carecer de larga-rias, no fueron seleccionados.

El segundo premio, fue para un chica de un pueblo muy lejano que nohabía podido asistir precisamente por ese motivo. ¿Nunca os habéis pregunta-do qué pasaría si ganaseis el premio de un concurso que pille a más de un tirode piedra de casa? Pues ya lo sabéis, no vais y punto, y el dinero pues a la saca.

Nada puedo opinar de este relato, porque todos suspiramos aliviados, ya quenadie quiso leerlo, ¿por qué esas caras de alivio entre los circundantes? ¿Qué miste-rios esconden los concursos? ¿Hay en verdad ganadores, o es todo chanchullo? Laverdad está ahí fuera, o al menos eso decían detrás de estas preguntas sin respuesta.

And the winner is…( siempre me pregunté cómo se escribía esto en inglés,pasados los años y bajo fuerte presión idiomática lo aprendí). Pues ganó unalguien que ya sabía que iba a ganar ja ja (con sarcasmo), ya me podían haber avi-sado de que no había ganado para no ir, lo tendré en cuenta para la próxima.(Señores si no me decís nada, no penséis que voy a ir a ver quien recoge los euros).Bueno volviendo a lo que prima, ganó un muchacho que no se por qué todosconocían. Y leyó un texto tan anquilosado, que en vez de palabras parecía quedegustaba ladrillos, tanto mimo en el detalle, tanto reposo en la fisonomía, tanto

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esmero en la descripción, tanto sueño que me entraba, tan poco argumento queme daba, tantas ganas de largarme de ahí... ¡Era horroroso! ¡Claro que no podíaganar!, yo había engalanado a mi relato con imágenes y ornamentos, pero conuna historia que contar, un mensaje que transmitir; pero me encontré con unQuijote que comenzaba a galopar en su galgo rocín. ¡Qué desventura la mía!

Lo demás fue visto y no visto, mientras los unos se abalanzaban con denuedohacia los canapés, mi hermano dio toque de queda hacia la salida, nos sentíamoscomo visitantes de otro planeta alucinando con las costumbres de los allí presentes.

Por tanto, de la recapitulación sacamos los siguientes puntos a tener encuenta: lo primero, escribir largo y tendido hasta desgastar la vista del jurado,como terminan mal de la vista ya no saben si es bueno o si es malo; lo segundo,ser foráneo, porque esto siempre da categoría inter-nacional al concurso; la ter-cera, ser enroscado en el uso y manejo del diccionario. Si juntas las tres, vamos¡ganas seguro! Hay quien dirá que todo está amañado, pero eso forma parte delpacto tácito que haces cuando aceptas las bases, es decir nunca se sabe.

Llegados a este punto, cuando los surcos de tinta han sementado palabrasen el papel, habrá quien se haya reído y quien me considere un cretino. Pero noha sido mi intención recitar un poema incidiendo en tener buen tino, porque alfinal la moraleja resulta ser que no hay que abusar del tocino. Entiendo por toci-no, ese trozo de carne de tan agradable trato y suculenta lectura, pero de taningrata ingesta a nuestro raciocinio. Y habrá quien diga y opine, y en su dere-cho le dejo perpetuo, que lo aquí presente no merece ser ni llamado magro,pero ante tal diatriba me honra mucho más tener el puesto mal montado, queno vender mercancía porcina para insufribles estómagos.

No es mi orgullo ser un sátiro como lo fue Luciano, aunque algunos al leermedicen que Aristarco me abriría las puertas de su casa encantado. Sólo he pretendidohacerte pasar un rato divertido, caro lector; como ya habrás otras obras antes leídoque esto trozo de papel mal cosido, no me tengas en cuenta la poca forma de lo queaquí he escrito, sino mira en el fondo y comprueba si no es verdad lo que he dicho.

Y sin ánimo de darle más coba a lo tratado, se despide el hasta ahora escri-biente para no hacerle sufrir a mi pobre teclado, nueva lluvia de dedos encorvados.

VALE.

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El tren nunca para

JOSÉ Mª AMIGÓ

Tercer premio ex aequo

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“El tren nunca para aquí”, solía decir mi padre en vida. De él heredé miadmiración por esas moles de hierros ardientes, que arrojan humaradas portodas sus costuras. Y de él heredé también su puesto de guardabarreras, sugorra con visera, su chaqueta de coderas brillantes y su farolillo. Se siente unoimportante, sí señor, con el uniforme azul, el silbato amarrado con un cordón ala hombrera derecha y el distintivo de la compañía ferroviaria bordado sobre elcorazón, justo encima del bolsillo izquierdo. “Tu padre tiene empaque de gene-ral”, me decía mi madre con orgullo. Ella lo reemplazaba unas cuantas hora aldía para que él pudiera dormir, aunque sólo fuera un poco. Y las noches laspasaba mi padre en vela, mirando las estrellas por la ventana, como si los tre-nes vinieran del más allá. Así que yo me crié aquí, ya ven, en este erial partidoen cuatro eriales por una carril de acero y un reguero de asfalto, sin más confi-nes que el cielo desnudo y las nítidas siluetas de la lejanía. ¿Aquellos tejados decalamina? Es el pueblo. Queda detrás del segundo recodo, bajando por la carre-tera. Nuestra techumbre necesita también un buen remiendo, agujereada porel tiempo y parcheada como está, ¡menos mal que en este lugar apenas llueve!Y a las paredes, desconchadas de pura desidia, les vendría bien una mano decal. Nuestra casa pertenece a la compañía del ferrocarril, también el cercado delas gallinas, y es tan chiquita que, cuando mi padre quería estar a solas con mimadre —ustedes ya me entienden—, me decía como si tal cosa, anda mucha-cho, vete a corretear por ahí que tu madre y yo vamos a echarnos una siesta. Ymucho cuidadito con los alacranes, ¿me escuchas?, tengamos la fiesta en paz.Y allá que me iba yo, a cazar mariposas gigantes, bueno, eso les decía a mispadres, pero yo también les engañaba: en cuanto estaba lejos de la casa, corríahacia las vías, acercaba la oreja a un raíl para asegurarme de que no venía nin-gún tren fuera de horario y entonces, desobedeciendo las órdenes de mi padre,caminaba sobre él, balanceando los brazos en cruz para no caerme. Y jugando

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al equilibrista, proseguía hasta la curva, allá a lo lejos, donde parece que la tie-rra se abre, y escudriñaba el horizonte con la misma intensidad con que mipadre miraba las estrellas, así, con la mano por visera, como los exploradores delas películas, en busca de penachos de humo que, en mi imaginación de niño,no delataban máquinas de hierro sino aventuras de carne y hueso. A lo lejos,resplandeciendo bajo el sol, se divisaba el llano mientras una brisa cálida, deolor distinto, ascendía sigilosamente por la barranca. Mi abuelo, que en pazdescanse, decía que los espíritus habitan en las hondonadas, así que yo olisca-ba de cara al llano, con las ventanas de la nariz abiertas de par en par, por sipodía distinguir su catinga de chivo. Un silencio afilado y frágil como vidrio rotome cortaba la respiración y paralizaba mis sentidos todos. Ni mariposas ni ala-cranes. Hasta el ferrocarril sesteaba a aquellas horas. A veces, a modo de ritualde hombría, me tumbaba sobre el balasto desafiando el peligro de un tren fic-ticio que llegaba embravecido, humeante, sí, ya estaba llegando, los raíles sil-baban, las traviesas temblaban, el rugido de su caldera ensordecía, ya sentíafuego en el rostro y yo, impertérrito, seguía allí, echado sobre la grava, viendopasar el tren —la locomotora, la carbonera, los vagones— por encima de micabeza. Sí, lo llevaba en la sangre.

Ahora tampoco para el tren, lo mismo que en tiempos de mi padre. Ycomo en tiempos de mi padre, su paso llega precedido por la chicharra de laalarma, cinco minutos antes. La seguridad es lo primero. Luego se ve el nuba-rrón de hollín. Si viene del llano, llega despacito, jadeando estrepitosamente enmedio de un infierno de vaharadas. Si viene de la cordillera, llega a galope ten-dido, se nota que va cuesta abajo el bribón. Así, cualquiera. A veces me salu-dan los maquinistas, a veces me saluda también algún pasajero, sobre todo losque vienen del llano porque entonces les da tiempo a verme. ¿Saben?, yo que-ría de chico ser maquinista cuando fuera mayor. “¿Maquinista?” —rezongó mipadre—. ¿Acaso quieres pasarte la vida de aquí para allá, como un alma enpena? Nada de eso. Tú serás lo que yo te diga. Tú serás guardabarreras, comoyo y tu abuelo, y no se hable más”. Sí, mi abuelo, que en paz descanse, traba-jó también para el ferrocarril, aunque apenas me acuerdo de él. Cuentan quese quedó hecho una momia, sentado en su sillita de vigilante, sin que nadie sediera cuenta —en aquellos tiempos, los trenes pasaban de tarde en tarde— yya no hubo manera de enderezarlo, así que lo enterraron con la silla y todo. Aeso se le llama morir con las botas puestas, ¿no les parece? Y aquí me tienen,

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la tercera generación ya, viendo pasar el tren un día tras otro, sin faltar uno solo,ni siquiera durante guerras o revoluciones, que de todo hemos tenido en estaparte del mundo, aunque no se lo crean. Por una vez me gustaría ver esta sole-dumbre, esta desconsolada paramera, desde ahí arriba, junto a la ventana, conla nariz aplastada contra el cristal, como esos niños que a veces veo pasar fugaz-mente. Me imagino que debe ser como ir montado en carreta, pero más rápi-do y mucho más señorial. Quizá me marease y me entrara la vomitera, ¡figúren-se cómo iba a poner el vagón! Perdido. Recuerdo haber visto en una películahace ya años, cuando aún venía Rufino con el cinematógrafo al pueblo, a unaseñorona de ciudad, toda volantes y lazos, que viajaba en tren y tomaba cafénegro sobre mantel blanco y comía y platicaba y yo qué sé cuantas cosas más,todo en el tren, palabra, lo mismo que si estuviera en su casa. “Pura mentira—dictaminó mi padre—. No te fíes del cinematógrafo ni de Rufino. Mentirasno más”. Mi padre estaba amargado, creo. Aunque Rufino quizá también por-que dejó de venir; espero que no se haya muerto.

Aquí nunca pasa nada. Aun los sucesos más imprevistos, como el traque-teo de un tren especial —así se llaman los no circulan con horario fijo— o losquiquiriquís a deshora de los gallos, forman también parte de la monotoníacotidiana, que todo lo engulle, hasta las rocas más duras. La verdad es que nosé qué estoy haciendo aquí, si lo que yo quería es ser maquinista. Mi padretampoco sabía qué carajo se le había perdido en esta remota encrucijada, aun-que ignoro qué oficio hubiese preferido. “El día menos pensado paro el tren yme largo en él, ¿apostamos?”, amenazaba, fanfarroneaba, soñaba mi padrecuando se le resquebrajaba el ánimo. ¿Y a quién no se le resquebraja el ánimoalguna vez? Pues entonces. Pero nunca lo hizo, no señor, al lado mismo de lacasa lo enterramos, sí señor, ahora mismo estoy viendo su tumba, detrás delcercado, pobre. “Su labor es la más importante que hombre alguno puedadesempeñar —me largó el representante de la compañía del ferrocarril cuandome nombraron sucesor de mi difunto padre—: salvar vidas humanas”, como looye. ¡Ahí es nada! Desde aquel día, en cuanto suena la alarma, me abrocho lachaqueta, me pongo la gorra y salgo a salvar vidas humanas con toda la cere-monia que el cargo exige: tiendo las cadenas, primero la más cercana, luegocruzo la vía y tiendo la otro y, si veo acercarse algún automóvil o camioneta, lehago señales con el banderín rojo —el rojo indica peligro—, sólo hago señalesa los vehículos motorizados, a los borricos no porque intuyen el peligro ellos

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solos, ¡menudos son los borricos para eso! La carretera no está muy transitadaque digamos, pero es la única en toda la región que conduce a la ciudad, yasaben, allí donde vive la gente importante, la gente con dinero, la gente quedecide hacia dónde sopla el viento y si mañana lloverá. Aunque de nosotros nise acuerdan, por eso nunca llueve aquí, pero en la ciudad sí y bastante, lo decíaRufino, el del cinematógrafo, que anduvo de joven por allí. Hace tiempo queno lo veo, a Rufino, tal vez se haya muerto. En tiempos de mi padre, cuandomi madre me llevaba de la mano a ver las películas que traía Rufino, miren quees corto el trecho, no hay más que bajar por la carretera hasta el segundo reco-do, pues aun así se me hacía eterno el viaje de puras ganas por llegar y sentar-me delante de la pantalla. Claro que Rufino venía de tarde en tarde y cada vezmás tarde, hasta que dejó de venir el muy puñetero, no sé si de puro viejo oporque se acomodó en la ciudad. En fin, en aquellos tiempos, cuando todavíavivía mi padre, la carretera era de tierra y la mayoría de gente que por ella pasa-ba eran vecinos del pueblo que iban montados en sus animales o en sus carre-tas, nadie sabía a dónde, ni ellos mismos, pues, hasta donde alcanza la vista,aquí no hay más que piedras calcinadas y espinos, esos que impregnan el airecon su olor pegajoso. Más tarde comenzaron a pasar por aquí salteadores decaminos, revolucionarios de cartucheras terciadas, milicianos con pistolones asíde grandes, contrabandistas de cuanto se pueda contrabandear, furtivos de lajusticia, chalanes, mercachifles, feriantes, también venía Rufino, ya saben, el delcinematógrafo, de vez en cuando, en fin, gentes de muy diversa catadura, aun-que yo como si tal cosa, que sonaba la alarma, les cortaba el paso, que no, losdejaba pasar, palabra que nunca tuve nada que ver con ningún bando ni conninguna causa, lo juro por la memoria de mi padre. Eran tiempo difíciles aque-llos, muy difíciles, ya lo creo. Nunca sabía uno si vería pasar el tren al díasiguiente. Nunca sabía uno quién lo mandaría al infierno, si un curita renega-do, por traidor a la causa del pueblo, o todo un general de los de verdad, porcolaborar con los enemigos de la patria. Luego, cuando el polvo de persegui-dores y perseguidos se hubo asentado un tanto, llegaron gentes de la ciudad,gentes con lentes gruesas e ingenios mecánicos y, como quien dice, en un san-tiamén, en un abrir y cerrar de ojos, sepultaron el camino bajo una mortaja debetún. “Venimos a matar el polvo”, dijeron los mismos que antes matabanmujeres y niños, ¡qué ingenuos!, como si no hubiese más polvo en una briznade aire que balas en todas sus cananas juntas. Fue entonces cuando empeza-ron a circular vehículos a motor de todo tipo. “¡Al fin, el progreso!”, exclamó

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mi padre; mi madre le puso la mano sobre la frente por si deliraba. Aún hoy,muchos de ellos hacen sonar sus bocinas antes de cruzar las vías de ferrocarril,digo yo que lo harán para avisarme de su presencia. Si me conocieran sabríanque no hay nada que escape a mi atenta mirada, tan atenta como la mi padrecuando contemplaba las estrellas. Y, al cabo de algún tiempo, apareció tambiénel autobús que va a la ciudad, grandote él, grandote y destartalado, y que vadejando una estela de humos negros como de locomotora. Un día baja y, alsiguiente, se vuelve al otro lado de las montañas, por lo menos, porque hastaellas se le puede seguir el rastro. Para buena vista, la mía. Pero el autobús tam-poco para en el pueblo, el muy condenado. Da igual, ¿para qué? ¿Quién va aquerer venir aquí? Y, ¿quién de aquí va a querer montarse en esa otra mole dehierro? Macaria se queja, aunque ella se queja de todo. Dice que, desde que elautobús y toda esa vaina de coches pasan por aquí, las gallinas están muchomás ariscas y los huevos saben a betún —¡si sabrá ella cómo sabe el betún!. Atodo esto, no les he presentado a Macaria: es mi mujer. Llegó un buen día mon-tada en un burro, sola, nadie sabe de dónde ni ella quiso jamás decirlo, y sequedó en el pueblo. Así, sin más. Llevaba el dolor marchito en el rostro y el olordel miedo desparramado por los cabellos, eso dijo mi madre al verla, lo recuer-do como si hubiera sido ayer. Y mi padre le regaló una gallina. “Cuídala y nadate faltará”, profetizó mi padre. Tan cierto como el sol del mediodía. Para mítengo que esa tez amarillenta que tiene ahora Macaria viene de los muchoshuevos que debió comer entonces. Aunque no sé por qué les estoy hablandode ella. Será porque es mi mujer.

A mí no me ocurrirá como a mi padre, palabra. Yo no pienso pasarme todala vida viendo pasar el tren para que un mal día, de repente, me echen al hoyoy ahí te quedas, a criar alacranes, entre ágaves y chumberas. El representante dela compañía me dijo que los buenos trabajadores son ascendidos, eso dijo,ascendidos, lo repitió dos veces arrastrando cada letra, y yo, qué hinchado defelicidad estaría que ascender y volar se me figuraron lo mismo.Afortunadamente, Macaria es más lista que el hambre y me lo aclaró después.“Piense Agapito —ése soy yo— que la compañía vela por usted noche y día, yque deposita en sus manos una gran responsabilidad”. Desde entonces cumplomis obligaciones con esmero e intento ser un trabajador modélico. Siempre voylimpio, rasurado, las greñas las domo con clara de huevo y cuido mucho mi uni-forme, que es el único que tengo. La compañía tuvo el detalle de regalarme el

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de mi padre, aunque Macaria se encorajinó por tener que remendarlo de cabo arabo. Además, nunca me olvido de ondear mi banderín rojo de día ni balancearmi farolillo de noche, como manda la ordenanza. Siempre estoy atento, pues undía de estos, en el momento más inesperado, puede amanecer aquí el señor ins-pector o, sencillamente, pasar alguno de mis superiores montado en el ferroca-rril y dar un mal informe de mí. No señor, no hay que bajar la guardia. No esta-ría nada bien que en un instante se arruinase todo mi futuro profesional, micarrera, ¿no creen? Uno es ambicioso, en el buen sentido de la palabra, y sabeque después de la primera curva, allá en el horizonte, hay una segunda y unatercera y, así, hasta llegar al llano. El ferrocarril es mi vida y con él estoy casado,bueno, con él y con Macaria, claro. Macaria es muy comprensiva conmigo, aun-que no entiende que yo quiera ser más que mi padre y que mi abuelo —¡muje-res! Ahora que, pensándolo bien, mi padre tampoco quería que yo llegase a sermás que él. “¿A la ciudad? Allí, Agapito, los alacranes llevan sombrero y fumantabaco” y mi padre seguía mirando las estrellas. A mí, en cambio, sí me gustaríaque Agapito, mi hijo, se fuera a la ciudad. No sé. Es curioso, pero cuando el chi-quillo se va a cazar mariposas gigantes, como yo hacía a su edad, siempre tirahacia la montaña, no como yo, que siempre me iba hacia el llano. Será la malainfluencia de su madre. Más de una vez lo he visto caminando sobre los raíles ymiren que se lo tengo dicho y requetedicho: Agapito, te daré una tunda en eltrasero si te veo hacerlo. Pero ni por esas; ha salido cabezón como su madre o,peor aún, como su abuelo. Mi madre lo baja de vez en cuando al pueblo, aun-que no sé a dónde irá porque allí no hay a dónde ir, quizá lo haga para no abu-rrirse, quizá lo haga para dejarme solo con Macaria —ustedes ya me entien-den—, pero no hacemos la siesta juntos, como hacían mis padres, o, mejordicho, yo no quiero distraerme por si se presenta de improviso el señor inspec-tor, esta gente siempre están al acecho para arruinarle a uno la vida. “¡Diabloscon el inspector! —me grita enojada Macaria cuando está con la calentura—,como si el pendejo ese no tuviera nada mejor que hacer que visitar esta cocham-bre de mierda”. Quizá no sea Macaria tan comprensiva después de todo.

“El tren nunca para aquí”, solía decir mi padre con la voz estragada porel aguardiente. Ni tampoco el autobús. Al final, se obsesionó de tal maneraque un día, sin decirnos por qué ni por qué ese día y no al siguiente, se arro-jó debajo del tren para detenerlo. Nunca he sabido por qué lo hizo, si nuncaquiso ir a ningún sitio que no fuera el firmamento. El autobús sí habría para-

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do; o no, ¿quién sabe? La gente esa de la ciudad tiene siempre mucha prisa;de nosotros, ni se acuerdan. “Estás más grillado que tu padre”, me recriminaMacaria cuando le digo que debía de estar loco para querer detener el tren, élsolo, sin ayuda y tan joven, con toda la vida por delante para disfrutarla. Pero,claro, Macaria vino de más allá de las montañas, miren qué esbeltas se alzanen el horizonte, igual que ella, ¡da gusto verlas! No llegó en tren, Macaria, por-que, ya saben ustedes, el tren nunca para aquí, ni el que sube del llano ni elque baja de las montañas, como tampoco paró para recoger a mi padre.Macaria llegó a lomos de burro, con el dolor marchito ya en su cara de niña yel olor del miedo desparramado por los cabellos, eso dijo mi madre al verla.¿Qué habrá allá arriba, más allá de las montañas? Macaria nunca me ha con-tado nada... El tren del anochecer debería estar llegando ya. La verdad es queno sé por qué les molesto con estas historias mías, pero de alguna manera hayque matar el tiempo. Por cierto, ¿a dónde quieren ir ustedes? El tren aquí nopara ni nunca ha parado, ¿no lo sabían?

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Lo que más me asusta

RUBÉN BALLESTAR URBÁN

Seleccionado

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Damián, el hijo del herrero, siempre fue un chiquillo inquieto y movedizo,profético y misterioso, obstinado y bastante tenaz. Por las mañanas, nada máslevantarse, corría al balcón medio desnudo y despeinado, paliducho y algoenclenque, visionario y apostólico, y gritaba al pueblo entero sus nuevas revela-ciones: ¡Arriba el individualismo y la libertad, abajo la opresión y la concienciacolectiva!, decía con la boca abierta y las pupilas dilatadas, o ¡Mirad sólo haciadelante, nunca a vuestro lado o a los demás, no busquéis fallos sino en voso-tros mismos, intentad mejorar, buscad la bondad por el camino de la bondadmisma!, y cosas por el estilo.

Damián, el hijo del herrero, siempre fue un chiquillo huidizo y solita-rio, contradictorio y tremendamente variable, desconfiado y poco locuaz.A Damián, el hijo del herrero, todos le tomaban por loco: ¿Has visto lo queha hecho esta mañana Damián, el hijo del herrero? ¡Ha salido al balcónmedio desnudo y despeinado, paliducho y algo enclenque, visionario yapostólico, y ha gritado al pueblo entero sus nuevas revelaciones! ¿A ti quéte parece? A mí me parece que ese niño anda flojo de entendederas, ycosas por el estilo.

Damián, el hijo del herrero, siempre fue la comidilla de todos los vecinosde la aldea: que si Damián viste diferente a los demás niños, que si Damián noríe como los demás niños, que si siempre está en las nubes, que si a veces pare-ce ausente, que si tiene la cabeza llena de pájaros, que si dice cosas raras, quesi lee demasiado, que si patatín, que si patatán.

De Damián, el hijo del herrero, se contaban las historias más inverosí-miles y enrevesadas, y las leyendas que giraban a su alrededor se amonto-naban en la rumorología popular como una enorme montaña de trastos

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viejos y fascinantemente extraños; de él se decía, por ejemplo, que espia-ba a las mujeres cuando éstas iban a bañarse al río, que comía tierra cuan-do nadie le veía o que sufría apariciones marianas las noches de luna llena;algunos afirmaban que le habían sorprendido en varias ocasiones charlan-do amistosamente con uno de los árboles del paseo de la estación, y habíaincluso quien aseguraba que sus pies eran palmeados y membranososcomo los de las ranas y los sapos. Aunque eran muchas las fábulas que lagente se inventaba, yo no pude corroborar ninguna, y sólo puedo asegu-rar que Damián, el hijo del herrero, pensaba en voz alta cuando caminabasolo por la calle mayor, se sentaba durante horas junto al río las tardes deprimavera y jugaba a contar las estrellas cuando la noche se presentabadespejada.

Damián, del hijo del herrero, tenía todo lo que necesitaba para estarcontento y le sobraban los comentarios y las miradas de los demás. ADamián, el hijo del herrero, sólo le faltaba conocer a alguien que le com-prendiera de verdad.

* * * * *

Damián llamó a mi puerta aquella tarde con la camisa hecha jirones yel rostro cubierto de sangre, con los ojos rebosantes de lágrimas y unaenorme mancha negra en su inocencia infantil; lo sorpresivo de la situaciónprovocó mi vómito de palabras atropelladas: Damián, calamidad, ¿qué teha pasado?

Mis conversaciones con Damián se habían limitado hasta aquel momen-to a las rutinarias lecciones de geografía y de historia que repetía como unpapagayo desde hacía más de veinte años, a las acostumbradas preguntas yrespuestas autómatas y a las retahílas inacabables de ríos españoles y reyesvisigodos. Damián nunca molestaba en clase, aprendía todo lo que se leenseñaba sin rechistar y sacaba notas mucho mejores que sus compañeros;Damián se mantenía siempre al margen de peleas y discusiones, nunca men-tía y acostumbraba a ser puntual.

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Damián me miró con ojos de gorrión herido y agitó su cuello para poderhablar: Maestro, padre se ha vuelto loco.

* * * * *

Damián, el hijo del herrero, tenía también una hermana y una madre, dos abue-los y un perro pastor. Su hermana, menor que él, se llamaba Cándida y era oscuracomo las aceitunas y vivaracha como los jilgueros; pasaba el día corriendo de acá paraallá, persiguiendo mariposas o libélulas o conejos o saltamontes, y no existía en elbosque ser viviente que no hubiese desfilado por sus curiosas manos de muñeca.Cuando paseaba por el pueblo, siempre cantaba alguna canción de moda, saludabaa todos los vecinos con los que se cruzaba y nunca dejaba de enseñar su sonrisa conaroma a flor silvestre, por lo que todos en la aldea la consideraban una niña educa-da y simpática, extrovertida y mucho más sensata que su pobre hermano.

Dolores, esposa del herrero y madre de Cándida y Damián, a penas salíade casa si no era para comprar en el mercado o para oír la santa misa; alta ydesgarbada como todo su árbol genealógico, poseía en la mirada un abismooscuro de tristeza y desamparo que se remontaba varias generaciones atrás.Dolores vestía siempre de luto, vendía a las vecinas los encajes de bolillos quefabricaba con paciencia y lentitud y regaba dos veces al día los geranios de subalcón. Que Dolores apaleaba con frecuencia a Damián era algo que todo elmundo sabía pero que nadie se atrevía a mencionar.

Los abuelos de Damián se llamaban Anselmo y Antonio. A Anselmo, alto y des-garbado como su hija, se le conocía en toda la comarca como el Chepas, por la joro-ba amplia y majestuosa que alguna vez debió de cargar algún célebre antepasado;el Chepas, sin embargo, gracias a dios o la genética, gozaba de una espalda lisa yrecta como un frontón, y de la malformación familiar sólo le quedaba el mote.Antonio, como su hijo, también fue herrero de profesión, y de ahí el apodo tan pocoimaginativo; Antonio era un hombre recio y simpático, peludo y algo holgazán, queen su juventud había dado mucho que hablar por culpa de su aireada afición al vinotinto. Anselmo y Antonio, al enviudar a la par el mismo año, decidieron irse a vivirjuntos a la casa del primero por dos motivos muy sencillos: para no molestar a susrespectivos hijos y para combatir en compañía el miedo a la soledad.

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Trabuco era el perro pastor de Damián; era un perro noble tanto por suporte como por su comportamiento, cariñoso y avispado, bien educado y algopresumido, que pasaba el día olisqueando el trasero a cualquiera que se acer-cara ligeramente a él; solía despertar a su dueño a lametazos, acompañarle alcolegio las mañanas de invierno y esperarle a la salida para regresar juntos alhogar; le gustaba correr tras los gatos en la plaza del ayuntamiento y meterseen el río a pescar. Trabuco era el mejor amigo de Damián, tal vez el único.

* * * * *

Maestro, padre se ha vuelto loco.

Senté a Damián en la silla de mimbre de la entrada y corrí a la cocina.Cuando regresé con el vaso de agua, Damián temblaba como una pieza de cazaarrinconada y sus dientes entrechocaban con violencia. Bebió con avidez y pidiómás agua. Poco a poco fue recuperando el resuello. Froté con un paño mojadosu cara y su cuello hasta que no quedó rastro de sangre y comprobé, aliviado,que su carne estaba limpia de heridas. Damián se dejaba hacer en silencio,ausente, como un muñeco de trapo, y su respiración pesada e intermitenteparecía ser la única prueba de su presencia en mi casa.

Damián, ¿qué ha pasado? El niño seguía mirándome con desconfianza,apretaba los puños firmemente y su boca se abría en breves espasmos. ¿Qué hahecho tu padre?¿De quién es la sangre? Su mirada vagaba, distraída, por todala estancia y algunas lágrimas escaparon de sus ojos enrojecidos y vidriosos.Damián, tienes que contarme qué ha ocurrido. Pero Damián, trastornado, pare-cía no escuchar. Nervioso, le cogí por los hombros y lo zarandeé con ímpetuhasta que la voz surgió del fondo de su garganta como una arcada agria y malo-liente que nunca he podido quitarme de la cabeza: Padre se ha vuelto loco y hamatado a madre y a Trabuco con una barra de hierro.

* * * * *

Aquella tarde fue recordada durante mucho tiempo como una de las tar-des más trágicas de la historia del pueblo. La noticia corrió de boca en boca

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y de aldaba en aldaba, veloz, exacerbada, rotunda. La gente salía a la calle yse arremolinaba en grupos para comentar el accidente, para dar su opinión opara lamentarse de la pérdida de una de las vecinas más ejemplares de laaldea (la que sólo salía de casa para comprar en el mercado y escuchar lasanta misa) o para compadecerse de los dos pobres chiquillos que habían que-dado huérfanos de tan desventurada manera. Todos se santiguaban convehemencia y repetían una y otra vez las dos inevitables frases: no somosnadie y dios la acoja en su lecho.

La guardia civil debió de presentarse en casa del herrero alertada poralgún vecino mientras Damián hablaba conmigo; el parte fue claro y conci-so, un caso sencillo sin misterios y sin necesidad de arresto alguno: Doloresde tal, de tantos años de edad y vecina del municipio cual, había fallecidotras caer accidentalmente por las escaleras de su residencia habitual, encon-trándose en ese momento sola en casa y no existiendo testigo alguno delinfortunio. Caso cerrado.

El entierro se celebró al día siguiente. Al cementerio acudieron sinexcepción todos los vecinos del pueblo, rigurosamente ataviados denegro fúnebre como mandan las normas: Rosa, la panadera, acompaña-da de su marido y sus tres hijos; Juan, el fontanero, con su mujer la pas-telera y sus dos hijos adolescentes; Sebastián, el carnicero; Josefa, lacurandera; Adela, la quesera y su marido Roberto; Adolfo, el médico; yasí hasta completar la lista de almas que formaban aquella pequeñacomunidad.

Muy cerca del sepulcro de tierra húmeda, Anselmo y Antonio se abraza-ban sin disimular su dolor y su impotencia. A su lado, silenciosa y despreocu-pada, Cándida sonreía como de costumbre, ajena a la magnitud de los acon-tecimientos que no alcanzaba a comprender del todo. Detrás de ella, y con lasmanos apoyadas en los hombros de la niña, el herrero lloraba lágrimas den-sas y gemía ruidosamente ante la atenta mirada de la congregación. Damiánse había escondido detrás de una tumba blanca y desde allí observaba la cere-monia en silencio, abstraído. La voz de Don Manuel, el cura, se elevaba entrelos cipreses y chocaba con las nubes que amenazaban tormenta. Cuando lamultitud se colocó en fila para dar el pésame a la familia de la muerta, elherrero palideció repentinamente y cayó al suelo desmayado, para satisfac-

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ción de beatos y morbosos, dando buena muestra de su sufrimiento y sudesolación de nuevo viudo.

* * * * *

Damián, el hijo del herrero, siguió siendo un chiquillo inquieto y movedizo,profético y misterioso. Por las mañanas, nada más levantarse, corría al balcónmedio desnudo y despeinado, paliducho y algo enclenque, visionario y apostóli-co, y gritaba al pueblo entero sus nuevas revelaciones: ¡Arriba la justicia y la ver-dad, abajo la mentira y el encubrimiento!, decía con la boca abierta y las pupi-las dilatadas, o ¡Miradme a los ojos y atreveos a decir que no sois también cul-pables! ¡Maldito sea el síndrome de Fuenteovejuna!, y cosas por el estilo.

Damián, el hijo del herrero, siguió siendo un chiquillo huidizo y solitario, con-tradictorio y tremendamente variable. A Damián, el hijo del herrero, todos le toma-ban por loco y siempre fue la comidilla de todos los vecinos de la aldea: que siDamián viste diferente a los demás niños, que si Damián no ríe como los demásniños, que si siempre está en las nubes, que si a veces parece ausente, que si tienela cabeza llena de pájaros, que si dice cosas raras, que si lee demasiado, que si nuncava a misa, que si pasa demasiado tiempo solo, que si patatín, que si patatán.

De Damián, el hijo del herrero, se contaban las historias más inverosímilesy enrevesadas, y las leyendas que giraban a su alrededor se amontonaban en larumorología popular como una enorme montaña de trastos viejos y fascinante-mente extraños; de él se decía, por ejemplo, que rondaba el cementerio por alamanecer, que hablaba idiomas extraños cuando nadie le veía o que conversa-ba con el fantasma de su madre la noche de Todos los Santos; algunos afirma-ban que en su cara se veía a veces el rostro del diablo, y había incluso quien ase-guraba que él había empujado a Dolores por las escaleras aquella fatídica tardede invierno y por eso su padre y él no habían vuelto a intercambiar palabradesde el entierro. Aunque eran muchas las fábulas que la gente se inventaba,yo no pude corroborar ninguna, y sólo puedo asegurar que Damián, el hijo delherrero, acudió aquella tarde a mi casa llorando, con la camisa hecha jirones yla cabeza cubierta de sangre, con los ojos rebosantes de lágrimas y una enormemancha negra en su inocencia infantil; que entre sollozos y vahídos pronunció

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la frase que todavía no he podido arrancar de mi conciencia: Padre se ha vuel-to loco; y que nadie excepto yo echó jamás en falta a Trabuco, el mejor, tal vezel único amigo de Damián.

* * * * *

Poco después de aquello solicité el traslado a mi tierra, lejos de la mon-taña y de ese aire frío y enrarecido que congela los corazones y los hace duroscomo el metal, lejos del valle y de sus gentes, lejos de esa conciencia colectivay viciada que diluye las almas y las hace una. Las clases se habían convertido enun castigo interminable, y Damián me observaba desde su rincón, callado, aten-to, lúcido, transparente. Sus ojos me acusaban y gritaban la verdad; su miradapesaba sobre mi cabeza y en mi espalda, mis manos temblaban cuando me cru-zaba con él en la calle y respirar en aquel lugar empezó a resultar insoportable-mente demoledor.

Uno no es del todo dueño de sus actos y no siempre es capaz de deci-dir por si mismo, ahora lo sé. A veces, cuando paseo por la playa, intento con-solarme pensando que no sólo yo sabía la verdad, que el pueblo entero cono-cía los hechos, que el crimen era evidente, que todos callaron como yo, quehicieron lo más fácil, lo más sencillo: seguir tomando a Damián por loco y con-tinuar con sus vidas tranquilas e imperturbables, decentes y cristianas, sin peca-dos ni sobresaltos, como si no hubiese pasado nada; y olvidar. Sin embargo,aunque así fuera, y seguramente así es como fue, aquí detrás, en mi espalda,sigo notando a veces los ojos de Damián, clavados, punzantes, llorosos y dolo-ridos, como si el tiempo y la distancia no importaran, recordándome que yotambién callé, que yo también fui el herrero aquella tarde. Otras veces, sinembargo, paso semanas enteras sin acordarme de Damián, sin preguntarmequé habrá sido de él, sin sentir su presencia aferrada a mi nuca, y hago lo másfácil, lo más sencillo: continuar con mi vida tranquila e imperturbable, decentey cristiana, sin culpas ni sobresaltos, como si no hubiese pasado nada, y olvidar.Eso es precisamente lo que más me asusta.

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Desde Eritrea

JUAN CARLOS MORENO SELLÉS

Seleccionado

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Caía la noche cuando se detuvieron los vehículos que nos estaban trasladan-do desde el aeropuerto hasta el inhóspito paraje en el que situaba el colector deaguas residuales. La temperatura era agradable, comparada con el auténticobochorno que se sufre en estas latitudes en las horas de plena incidencia del sol.

Mientras mis compañeros empezaron la ardua tarea de descargar el exten-so equipaje que nos acompañaba, con mucha precisión y cuidado dada la sen-sibilidad de gran parte del material, me puse en contacto con el técnico de man-tenimiento local, el cual me relató en italiano cómo habían descubierto casual-mente el falso muro que ocultaba la entrada al corredor donde había apareci-do la puerta misteriosa.

Parece ser que a raíz de unos trabajos de reparación y mantenimiento delcolector, al intentar colocar unas sujeciones metálicas en un muro, éste se vinoa bajo, mostrando que su robustez real no se correspondía con la aparienciaexterna que presentaba. Al inspeccionar ocularmente la zona, descubrieron quea unos cuatro metros de la base del muro, al final de un pequeño pasillo, seencontraba situada una robusta puerta sin cerradura externa, la cual por suapariencia parecía estar realizada en un acero de extraordinaria pureza, en laque destacaban unos inquietantes emblemas que rápidamente identificaron.

Valorado el hallazgo, la autoridad local decidió informar a los organismosinternacionales competentes en la materia, para que decidieran qué accionesemprender. Así fue como se informó a la UNESCO, organismo de la ONU al quepertenece la agencia para la que trabajo, la cual se dedica oficialmente a la cata-logación y conservación del patrimonio histórico mundial, aunque en la prácti-ca está considerada como una agencia sombra, al disponer de carta blanca paravelar por los intereses comunes sin respetar en muchos casos los derechos desoberanía y territorialidad de los descubrimientos.

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Quedan muy lejanos los tiempos en que fui reclutado en mi campus univer-sitario, tras la presentación de mi tesis doctoral sobre el desarrollo de la cataloga-ción de los fondos epigráficos y paleográficos desde sus primeros hallazgos. Trasun largo periodo de formación, empecé a desarrollar mis funciones en condicio-nes poco convencionales, ya que en este trabajo no conoces a tu superior, desco-noces la denominación de la agencia, únicamente dispones de una PDA en la querecibes por e-mail las instrucciones y de una tarjeta bancaria con crédito ilimitadoa nombre de una empresa de exportación de flores exóticas con sede social en elsureste asiático, de la que cobras mensualmente tu suculenta nómina.

A lo largo de estos años, he realizado todo tipo de investigaciones demayor o menor relevancia. La última más destacada la llevé a cabo hace unosaños en Afganistán, la cual desgraciadamente no terminó satisfactoriamente alresultar los grandes Budas de piedra dinamitados por esos integristas denomi-nados talibanes que los consideraban anti-islámicos.

Una vez descargado el equipo, nos dispusimos a introducirnos en el colec-tor para inspeccionar sus condiciones, comprobando que se trataba de un anti-gua instalación realizada durante la época colonial italiana del país, con galerí-as construidas con ladrillos de adobe y sin ningún tipo de iluminación, inconve-niente que subsanamos gracias a la utilización de una serie de focos autónomosde xenón que nos proporcionaban una luz de gran intensidad y definición.

Fuimos avanzando por el colector guiados por el técnico de mantenimien-to hasta el punto en que se encontraba el falso muro, contemplando los casco-tes que habían quedado esparcidos tras su derrumbe. Una vez nos adentramospor el corto pasillo, nos deslumbró el reflejo de nuestras potentes luces al inci-dir sobre la grandiosa puerta de acero. Impresionaba ver la perfección que selevantaba ante nosotros a la que no le había afectado el paso del tiempo, la cualparecía no haber sido fabricada por la mano del hombre, a no ser por los dossímbolos que lucía en relieve sobre el mismo acero, con la esvástica nazi sujeta-da por las garras de una gran águila imperial.

Pronto desplegamos los equipos para estudiar de qué forma se podía con-seguir abrir aquella puerta que, por su robustez y por su diseño, que única-mente permitía bloquearla desde el interior, hacía nada fácil la empresa.Mientras mis compañeros empezaron a analizarla utilizando modernos siste-mas de rayos X para situar los puntos de anclaje, decidí inspeccionar los alre-

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dedores para tratar de descubrir el mensaje que aquellos imperfectos ladrillospodían transmitirnos.

Mi mente empezó a imaginar qué podía esconderse tras esa puerta, dadoque a los nazis, tal como he leído y estudiado a lo largo de muchos años, lesapasionaba el mundo de lo esotérico, de lo místico y de lo enigmático. Mi intui-ción me decía que detrás de ella se escondía algo importante y me desconcer-taba el no saber qué exactamente. ¿Sería un depósito de oro o de armamento?¿Sería algún tipo de instalación militar secreta de experimentación? ¿Sería elúltimo refugio de Hitler, del que existían teorías que defendían que no se habíasuicidado en 1945 en su bunker, sino que había huido a un destino desconoci-do, que muchos vaticinaban que podía tratarse de Argentina, pero quien sabesi podría tratarse de este lugar?

Me informaron que ya se había localizado el mecanismo de cierre de la puer-ta y que iban a empezar a seccionarlo mediante rayos láser de última generación,para lo cual se iba a establecer un perímetro de seguridad, debiendo retrocedertodos los que no estuviésemos implicados directamente en la operación.

Era fascinantes contemplar el buen hacer de estos profesionales a la horade dirigir los láseres a la zona de corte. Estos individuos, a los cuales no cono-cía, los habían seleccionado como a mí en su momento, haciendo creer a susfamilias que pertenecían a divisiones de internacional de grandes multinaciona-les, trabajo que les obligaba a viajar frecuentemente por todo el mundo a cam-bio de suculentos ingresos.

En poco más de una hora, consiguieron anular los múltiples bloqueos dela portentosa puerta. Paso seguido, decidimos apostar a dos hombres del grupoencargados de garantizar la seguridad de la operación en las cercanías de lapuerta, abriéndonos paso hacia el interior los demás.

Era una construcción que difería completamente de las que habíamos con-templado en el colector. Para su realización se habían utilizados grandes blo-ques de sillería magistralmente tallados, que encajaban perfectamente como laspiezas de un puzzle. A diferencia de los corredores exteriores, este pasadizo síque estaba dotado con un sistema eléctrico de iluminación, aunque no nos atre-vimos a conectarlo, al desconocer por un lado si estaría operativo al cabo detanto tiempo y por otro de dónde podrían alimentarse de electricidad, temien-

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do que su fuente de alimentación pudiese ser nuclear, campo en el que logra-ron grandes avances los científicos alemanes.

Avanzábamos lentamente. Aparte de iluminar con nuestros focos la galería,teníamos en todo momento monitorizados los trescientos metros que nos antecedí-an, controlando tanto la temperatura, el nivel de radiactividad, la calidad del aire,…

Tal como nos adentrábamos, íbamos descendiendo a través de una pen-diente de suave inclinación. A cada tramo de unos doscientos metros, nosencontramos con esvásticas grabadas en la misma piedra, por lo que dedujimosque formarían parte de algún sistema de localización.

Al cabo de unas tres horas de descenso, cuando según nuestros cálculoshabríamos recorrido unos mil ochocientos metros, llegamos a una zona dondese ampliaba la galería formando como una pequeña replaza, en cuyo centro seubicaba una efigie de Adolf Hitler a tamaño real realizada en oro macizo, la cualse encontraba situada sobre un pedestal de granito oscuro pulido.

Decidimos a pesar del cansancio que llevábamos acumulado al cabo deestas horas de marcha, continuar adelante sin realizar descanso alguno parareponer fuerzas, creo yo que inducidos por nuestras ansias por descubrir adón-de llegaba esta misteriosa galería.

Después de una hora, nos encontramos con otra replaza, esta mucho másamplia que la anterior, la cual presentaba muy a nuestro pesar cuatro derivacio-nes del camino principal, dos a cada lado de una gran estatua del águila impe-rial sosteniendo el escudo nazi, sobre la que se podía leer una leyenda quedecía: “Ella nos guiará tanto en este mundo como en el del más allá”.

En un lateral de la replaza, se situaba lo que parecía ser como un miradoro ventana grande, incomprensible por las profundidades en que nos encontrá-bamos. Decidimos hacer un alto en nuestra marcha y reponer fuerzas, necesa-rias para rastrear las cuatro variantes del camino hasta dar con la correcta.

Con la luz que emanaba de nuestros focos ubicados en la replaza, no sellegaba a apreciar qué se escondía tras el grueso cristal del mirador situado anuestro lado al que después de décadas se le había anexado un filtro natural deespeso polvo. Decidí mientras devoraba unas barritas energéticas, indagar ayu-dado de mi linterna de mano. Gracias a una disolución química que me facili-taron, pude aclarar la suciedad del cristal rápidamente.

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Una vez que iluminamos con un foco el interior, comprobamos horrorizadosque ante nosotros aparecía un recinto parecido a una terma romana, con arcosde piedra laterales y un gran receptáculo cuadricular central, en el interior de lacual se amontonaban una cantidad incalculable de huesos humanos, cientos,miles. Por algunos objetos que se podían distinguir entre las montañas de huesos,pudimos deducir que muchos fueron soldados de infantería de las tropas ingle-sas, al aparecer gran cantidad de esos cascos metálicos que los caracterizaban, loscuales presentaban cierta similitud con las antiguas bacías de los barberos, obje-to que inmortalizó Cervantes en su Quijote. Sorprendentemente también se podí-an encontrar los famosos cascos que utilizaban los soldados alemanes, lo quedaba a entender, que al igual que ocurrió milenios atrás en Egipto, la mano deobra utilizada para la construcción de estas instalaciones, una vez finalizadas, fueencerrada en ellas para salvaguardar así el secreto de su ubicación y diseño.

El hecho de que el cristal presentara un nivel de aislamiento total respectoal interior, nos aventuró a pensar que dicho recinto podía haber sido utilizadocomo cámara de gas para exterminar a estos pobres, es más, quien sabe sí toda-vía ese gas se encontraba disperso en la atmósfera del interior de la cámara her-mética. Incluso alguien se aventuró a afirmar que posiblemente los gritos dehorror que emitieran estos hombres al morir podrían haber quedado atrapadosen la cámara, esperando ser liberados en el momento de abrirla.

Decidimos seguir adelante y mientras cada uno recogía su equipo asigna-do, empecé a pensar qué sería del mundo actual si Hitler, cegado por sus ansiasde ambición no hubiese roto el tratado de no agresión firmado con la URSSantes del estallido de la guerra y no hubiese intentado invadir al gigante ruso.Quizás, la ideología nazi regularía actualmente todas nuestras vidas, y muchasgeneraciones habrían nacido sin contar con las palabras democracia, libertad,igualdad o tolerancia en sus diccionarios escolares.

Empezamos por explorar la galería situada más a la derecha de la estatua,comprobando que se convertía en una bifurcación mayor de pasadizos que ter-minaban llevándonos a la replaza principal. Lo mismo nos ocurrió con las otrastres entradas, terminando al cabo de unas cuantas horas extasiados en el mismopunto de partida. Decidimos ante tal decepción, pararnos a pensar qué podía-mos hacer, ya que el rastrear todas las combinaciones posibles se antojabacomo una opción impensable, dado el gran número de galerías.

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Permanecimos en la replaza reponiendo nuevamente fuerzas, mientrasesperábamos encontrar una solución al problema planteado. En esosmomentos, me vino a la memoria la leyenda que aparecía en la parte supe-rior de la estatua e intenté buscarle un nuevo sentido a la frase. Se me ocu-rrió una posibilidad que aunque descabellada tenía sentido, al cumplirse loque sentenciaba la frase: “Ella nos guiará tanto en este mundo como en eldel más allá”. Comprendí que el más allá era algo indefinido, por eso podíaaplicarlo a lo que se encontraba detrás de la estatua, es decir, las cuatro gale-rías. Por tanto sería la estatua la que iba a indicarnos el camino e imaginécómo podría hacerlo:

Contando con la desviación que según mi hipótesis se producía a pocosmetros del inicio de la galería, únicamente podía tratarse de la puerta más situa-da a la izquierda, por lo que decidimos hacer caso a mi corazonada y seguir latrayectoria que nos marcaba la descomposición de la esvástica, una decisióndesesperada para una situación una desesperada.

Tras recorrer dicho trayecto dimos con otra puerta acorazada, pero esta vezmucho más vulnerable que la anterior, que nuestros expertos no tardaron endesbloquear. Una vez la traspasamos, nos encontramos con una amplia estan-cia decorada con elegantes columnas de topacio verde. En uno de los lateralesse encontraba un gran banco de mármol blanco a efectos de mostrador, tras elque se situaba una puerta de madera noble. Al otro lado de la estancia apare-cían dos grandes puertas decorada con elementos de oro macizo y que paranuestra sorpresa, se podían abrir manualmente, al no estar bloqueadas desdedentro.

Acordamos depositar todo el equipo en la gran sala de las columnas y for-mar un pequeño grupo para inspeccionar lo que escondían ambas puertas,empezando por la más pequeña que quedaba detrás del mostrador.

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Tras las comprobaciones previas pertinentes realizadas con nuestros equi-pos electrónicos, abrimos la puerta y nos introdujimos en lo que parecía ser unazona de uso para el personal encargado del cuidado de las instalaciones. Erauna estancia bastante grande, amueblada con mesas, sillas, literas, librerías conlibros,… y cubierta por una gran capa de polvo. Me llamó la atención unapequeña mesa que se encontraba junto a la entrada, sobre la que había depo-sitado lo que me pareció un libro abierto, pero al acercarme y retirar el polvoque lo cubría, descubrí que se trataba de un diario de campo, según se indica-ba en la portada escrita en alemán, junto a un escudo de las SS grabado afuego. Ojeando por encima el diario, me sorprendió ver que la última anotaciónllevaba fecha del cuatro de marzo de mil novecientos cincuenta y ocho, es decir,trece años después de la derrota de los nazis.

Ahora únicamente nos faltaba saber quién o quiénes habían permanecidotodo ese tiempo en estas instalaciones subterráneas y es más, qué había sido deellos. La respuesta vino a nuestro encuentro rápidamente, ya que tras abrir variaspuertas de la estancia que limitaban distintos espacios dedicados a almacén, cocina,servicios, y bodega, dimos con lo que podríamos considerar una morgue, dondeencontramos tres esqueletos, los cuales dedujimos que pertenecían a tres oficialesde las SS por las insignias de sus uniformes, a los que el rigor mortis les sorprendiórealizando el saludo nazi con el brazo levantado, mientras que en el otro brazo sos-tenían su arma reglamentaria. Parece ser, según leímos luego en el diario, que el últi-mo que sobrevivió, cuando sintió que la muerte le acechaba, decidió salir al paso dela eternidad de forma digna, ingiriendo una dosis de letal veneno.

Contemplando estos tres esqueletos, me pregunté qué podía haber movi-do a esos jóvenes alemanes, en la mayoría de los casos con buena formaciónacadémica, a llegar hasta el fin de sus días manteniendo la fidelidad a su Führer,a ese actor fracasado al que los camisas negras juraban obediencia hasta lamuerte en su nombramiento como SS, y que el anillo de honor con forma decalavera se encargaba de recordárselo diariamente.

Una vez reconocida toda la estancia, regresamos a la amplia sala de las colum-nas donde se encontraba el resto del equipo, para desde allí, aventurarnos hacia laúltima puerta que nos quedaba por traspasar. A todos nos embargaba una sensa-ción mezcla de intriga, nerviosismo y ganas de finalizar la indagación por esteextraño lugar. Yo no sabía exactamente lo que nos iban a depara los siguientes

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minutos dentro de la última estancia, pero fuese lo que fuese, tenía claro que seríaalgo muy importante, algo que valiese todo el esfuerzo de construcción de estafaraónica obra, algo que valiese la vida de muchos hombres y especialmente detres fieles oficiales del cuerpo de seguridad personal de Hitler.

Las grandes puertas se abrieron de forma suave y acompasada con un lige-ro empuje de dos hombres del grupo. La luz de nuestros focos fue iluminandoprogresivamente el interior de lo que parecía ser un extenso habitáculo cuyo finno lográbamos vislumbrar.

Realmente la estancia era espectacular. Su diseño recordaba a una catedralde estilo gótico, con distintas naves laterales que confluían en una central másamplia y espaciosa. Una vez que empezamos a adentrarnos en la nave central,entre sus espectaculares columnas con trabajados capiteles, descubrimos que lafinalidad de esta construcción era albergar ciertos objetos depositados enambos laterales de la nave, para lo cual se habían construido como espaciosacotados por columnas, los cuales presentaban una decoración uniforme.

Decidimos empezar nuestra andadura alrededor del perímetro de la cons-trucción por el lado izquierdo. En pocos minutos, ese escepticismo que tantohabía desarrollado a lo largo de mi vida profesional, se tambaleó en sus cimien-tos, ya que a cada paso que dábamos nos encontrábamos con objetos y reli-quias inimaginables, los cuales estaba seguro que la datación por carbonocatorce demostrarían su autenticidad.

Dentro de la gran variedad de tesoros que aparecieron, podría destacar unCódigo de Hammurabi, una mesa que podría corresponder a la famosa del ReySalomón, algunos cálices antiguos, tablillas de barro con escritura cuneiformesumeria, bastones de mando, antiguos anales egipcios, … y entre ellos el quemás me sorprendió, siendo conciente el interés que siempre manifestó Hitlerpor ella, fue la “Lanza de Longinos” , resto de la lanza de aquel soldado roma-no con la que atravesó el cuerpo de Cristo. Estaba seguro que con este hallaz-go se confirmaría el cambiazo que habían realizado en el último momento losnazis a dicha reliquia, siendo la que encontraron los americanos cuando con-quistaron la ciudad de Núremberg, una burda falsificación.

Continuamos avanzando a lo largo de la nave, hasta que nos encontramosun estrecho acceso abierto en la pared desde el que se accedía a una reducida

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escalera. Sobre dicho acceso se situaba una gran losa con unos extraños símbo-los que ninguno supimos descifrar, aunque a todos nos dio la impresión de quese trataba de una advertencia para curiosos.

Opté, visto lo reducido del acceso, subir sólo y averiguar dónde desembo-caba esa misteriosa escalera, mientras que los otros dos miembros del equiposeguían adelante en el reconocimiento de la nave.

Empecé el ascenso sujetándome con ambas manos a las paredes, ya quela escalera en cuestión ascendía circularmente y por su estrechez, preferí evitarcualquier resbalón que me hiciera retroceder de forma accidental. Cuando lle-vaba unos sesenta escalones, llegué a un rellano desde el que se accedía a unumbral cerrado por una espesa tela oscura de la que desconocía el material conla que estaba confeccionada. Aparté con mi mano la tela para poder acceder alinterior de una pequeña estancia. Tras una breve observación, comprobé quetanto en las paredes como en el techo aparecían toda una serie de símbolosextraños similares a los que ya había observado previamente en la losa del acce-so, los cuales, por su extraña apariencia, pensé que corresponderían a algúntipo de lengua muerta.

Llamó mi atención un gran pedestal esculpido en mineral negro que esta-ba situado justo en el centro de la habitación, y que probablemente sería demagnetita, mineral considerado esotérico debido a su magnetismo. Sobre dichopedestal, se situaba una gran caja de madera oscura, con dos asas de bronceen sus laterales y con extrañas inscripciones pirograbadas en su exterior.

Los nervios hicieron temblar mi mano cuando la dirigí hacia la cubierta deesa caja de tacto extraño. Cuando la conseguí abrir totalmente, me cegó unafuerte luz blanca que emitió desde su interior, entre la que pude apreciar lasombra de algo inimaginable. Únicamente tuve tiempo para pronunciar unabreve frase: ¡Dios mío, entonces sí que era verdad!

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Mater dolorosa

JESÚS CANO MARTÍNEZ

Seleccionado

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Llamé a la puerta con tres golpes de la mano de bronce dorado que elprimo Casto mantenía tan limpia y brillante, y tras un breve intervalo de silen-cio al otro lado, volví a llamar sin que, de nuevo, obtuviera respuesta alguna.En la calle, el sol en su cenit quemaba las cabezas y, reverberando sobre el viejoadoquinado, parecía sacar fuego del suelo, distorsionando las imágenes calle-jeras como reflejadas en un espejo roto en mil añicos. Dentro, el silencio; unfrescor como de aljibe. En este ambiente sombrío, los objetos adquirían formascaprichosas, matizando sus contornos al fundirse contra las paredes y mueblesdispuestos con exquisito orden, por el primo Casto, encargado general de talSancta-Sanctorum; las paredes llenas de cuadros de todas las épocas del pin-tor de la familia.

Me disponía a visitar a tía-Pura en uno de mis ya cada vez menos frecuen-tes viajes al pueblo natal. Una visita obligada, por el compromiso adquirido táci-tamente con los primos. La madre para ellos era sagrada, y cualquier indiferen-cia por mi parte hubiera sido interpretada como un sacrilegio.

La madre ocupaba el lugar privilegiado de esa casa-museo / sancta-sancto-rum. Allí, junto al hogar al fondo de la estancia entrando a la izquierda, vueltade espaldas al mismo en verano. Junto a un gran ramo de gladíolos sobre jarrónde brillante cobre, que ¡cómo no! el primo Casto disponía a diario, entre otrosmuchos jarrones de flores dispuestos por toda la casa, añadiendo al ya confor-table espacio, en la fresca penumbra, el olor mezclado de todas las flores posi-bles: rosas, claveles, jazmines, gladíolos, margaritas... Añadiendo, en suma, unasensualidad letal.

Allí, de espaldas al hogar y entre las flores, la madre dispuesta en su sillón-trono, mira a quien entra desde su sonrisa eterna, mitad triste mitad solícita;triste por toda la vida vivida, o por la no vivida, desde que murió, el tío Moreno,

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padre de los tres primos altos y morenos de verde luna, como él; solícita por lacortesía y amabilidad debida al visitante. Actitud no exenta de cierta majestadque siempre, a pesar de la sonrisa, marcaba una cierta distancia.

Los tres primos, de los cuales, Lázaro el mayor había tomado la direccióndel negocio desde la muerte del padre; aún muy jóvenes los tres, aún muy jovenla madre como para no sentir más, también en su cuerpo, la soledad, mantení-an todo este sistema con un gran esfuerzo pero con una gran dedicación, comosi en ello les fuera la vida (que yo creo que sí que les iba). Lázaro desde su res-ponsabilidad en el negocio; Casto ayudando al primero y encargado general,por su propia y exquisita disposición para esos menesteres, de la casa, en todoslos órdenes y, sobre todo, de cuidar a la madre, esta vez más que con meradedicación con reverencia; de cuidar el espacio, la atmósfera adecuada a sualrededor, como si de un magnífico escenógrafo se tratara

Mario, el pintor de la familia, era el más pequeño. Su padre le comprólas primeras cajas de óleos poco antes de morir y pareciera que tales pintu-ras fueran la herencia más preciada, de modo y manera que él juraría a sumadre y hermanos y a sí mismo, que sería el mejor pintor del mundo parahonrar la memoria del padre. Había pasado por la Scuola Comunale de lasBellas-Artes con gran aprovechamiento, contando para ello con el esfuerzodesde el pueblo natal de sus hermanos, unidos los tres como una piña. Lamadre ya se encargaría de recordar la promesa caso improbable de desfa-llecimiento de alguno de los componentes. Tras los estudios, su estancia enFlorencia, Roma, París; ahora, desde Nueva York, nueva capital del mundoartístico. Viviendo mitad en América mitad en Italia, se encontraba másambicioso que nunca, con más fuerzas que nunca, más cerca de ver cum-plida la promesa familiar que no olvidaba. Como no olvidaba la casa mater-na, la casa-museo, llena de recuerdos, de cuadros de todas sus épocas, y susobjetos personales e íntimos, dispuesto todo con el exquisito gusto de suhermano Casto.

Me dispuse a entrar invitado por la curiosidad que el silencio provenien-te del otro lado de la gran puerta me producía, no sin antes intentar pene-trar con mi mirada a través de los espesos velos de rico encaje que protegí-an la intimidad de la casa tras los cristales de la ventana lateral; los cuales,por la oscuridad interior y la gran luz reinante al exterior, brillaban en mil

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destellos y agua-luces, dañándote la mirada e impidiendo -con ello cumplíansu misión- vislumbrar siquiera cualquier escena interior. La presencia del lla-vín en la puerta indicaba que el interior estaría habitado. Y, además, estaríapreparado el ambiente, adecuada la atmósfera para las visitas. El primoCasto hacía tiempo que había perdido la costumbre lugareña de mantener lapuerta abierta o con la llave puesta, permitiendo su apertura en cualquiermomento del día y de la noche, hasta que bien entrada la misma, casi demadrugada en las calurosas noches estivales, se abandonaba la calle, toma-da como improvisado salón de tertulias de puerta a puerta entre los vecinos.Ya no se podía tener la puerta franca a cualquier visitante, porque la seguri-dad en el pueblo ya no era la de antes. Pero, más que por eso, porque habí-an decidido todos ellos abandonar de raíz tan acendrada costumbre porguardar un riguroso luto a la muerte del padre: Únicamente la noche delViernes-Santo cuando la procesión pasaba bajo sus balcones, abrirían estosal paso de la Virgen de los Dolores, virgen de la soledad y del luto, derraman-do -traspasado su corazón por siete puñales- amargas lágrimas; como lasque la madre aún conservaba recogidas en un pañuelo de puntillas del difun-to marido en su lecho de muerte. Por lo tanto, era muy lógico pensar que,aun no contestando por cualquier causa desconocida por mí, alguien seencontraría al interior y sería posible cumplir con mi visita, de la cual, sinduda, se alegrarían como siempre. El primo Lázaro me preguntaría por losposibles éxitos en mi profesión. El primo Casto me hablaría de su último viajeo su último libro. Y si Mario no se encontraba allí –lo más probable- mehablarían sobre sus últimos éxitos como el montaje de la escenografía delGalileo en Florencia “invitado a tal evento (la primera vez que se representa-ba en Italia tras la prohibición de la Iglesia) un pintor de su fama y prestigio,que era el único del Siglo XX que tenía un cuadro en el museo Vaticano”. Ohablaríamos de lo feo que se está quedando el pueblo con las últimas dispo-siciones arquitectónicas, tan bonito como fue siempre, que mereció, allá porel cuatrocento, llevar en su escudo el nombre de una de las hijas del prínci-pe-tirano, como si fuese su dama.

Al frente se descubría, en la penumbra más acusada, las escaleras de cara-col que accedían a las plantas superiores hasta la cambra o galería que ocupa-ba un tercer piso al modo de los palacios góticos y renacentistas tan frecuen-tes en la estructuración de las casonas de cierta importancia e inspiración ara-

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gonesa en Sicilia. En el primer descansillo se percibía la doble puerta que dabaacceso a la gran sala de baño, la cual daba hasta la parte posterior de la casa,sobre el jardín soleado, al sur; una gran sala que ya no era posible en nuestraspequeñas habitaciones de ahora. Siguiendo las escaleras, espaciosos dormito-rios o alcobas, a derecha e izquierda, en una disposición escalonada muy bienresuelta, y que yo apenas recordaba de las pocas veces que me habían permi-tido traspasar recintos más íntimos y custodiados de la morada. Bajo las esca-leras, disimulada, una gran trampilla de madera que daba paso al sótano óbodega, donde se guardaban antaño las reservas de comida y bebida, quenunca faltó en aquella casa y menos en vida del padre, gran comilón y fácilbebedor. Allí se colgaban los jamones y los embutidos de la matanza del cerdopropio, los melones de año, en verano, penetrando con su profundo aromafrutal toda la atmósfera; allí se encontraban las alcuzas de aceite, que no seenranciaba dada la especial temperatura ideal para la conservación natural; asícomo el vino, dispuesto en tinajas. Allí, en fin, se encontraban, llenando lamayor parte de las dependencias de la bodega, los productos para vender enla tienda de arriba a ras de la calle y en el puesto callejero dispuesto en uno delos mejores lugares de la calle mayor.

Hoy, todo ese almacenamiento se hace en las grandes cámaras mandadasa construir hacía años por Lázaro en la parte posterior de la propiedad, traspa-sando el jardín, dando a una calle lateral por donde se facilita la carga y descar-ga. El negocio había prosperado, y los nuevos tiempos requerían esas nuevasinversiones hacia el progreso.

No creían ellos, y así es, que tal disposición de ánimo progresista entur-biara para nada la memoria de su padre, si bien hubieron de convencer antesa la mamma en tal sentido. Como nada se hacía desde aquel momento sin elpermiso y la bendición de la misma, hubieran podido continuar poniendo elpuesto callejero ya desde la madrugada para tenerlo dispuesto antes de quelas primeras posibles clientes, las que se levantaban a Misa primera en la cer-cana San Vito, o las que disponían la vianda para todo un día de campiña,pasaran por allí. Pero la madre había sido sensible al cambio, y el hecho sehabía producido, sin gran trauma, así como la sustitución del puesto por unatienda, de obra, en los bajos del edificio levantado sobre el que siempre habíasido su sitio de venta. Lo cual, había permitido ganar una estancia más paraconvertirla en salita de estar, junto a la gran sala del hogar. Donde, entrando

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a la izquierda y dándole la espalda al mismo, se encontraba tía-Pura, la madre,con su sonrisa eterna, entre triste y cordial, en la silenciosa penumbra, en susillón-trono, en su entera majestad.

Me acercaba a ella paso a paso, sonriendo yo también como expresándo-le mi simpatía y afecto, y dispuesto a piropearla como siempre hacía, porqueadivinaba más que sabía que le gustaba mucho, y que les gustaba también alos primos tal deferencia y consideración para con ella:

“-Que guapa estás, Pura, tienes un color espléndido. Te veo más joven quenunca, apenas sin una arruga en el rostro. Si no fuese por el color de tu cabe-llo, por otra parte cano desde siempre que yo recuerde, se diría que tienes cua-renta años. Me encanta tu sonrisa que deja entrever esos dientes tan blancos ytan perfectos. Y ese olor que desprendes, como el de las rosas que tan a puntotiene siempre Casto para ti”.

Los elogios a su estado flamante podían parecer exagerados, pero la ver-dad es que no dudo en afirmar que esas alabanzas eran sinceras. Elogios que,como siempre, darían paso a cantar sus excelencias como Madre-de-familia-unida, de la mano y guía de sus hijos. La madre, escuchándolos complacida,seguiría sonriendo desde su sitial. En esta ocasión, me parecía, como quitándo-le importancia a tal ristra de halagos, incomodada pero mimada a la vez.

No parecía haber nadie en la casa excepto ella. Desde el jardín del fondo,en disposición transversal a la sala que ocupábamos, se colaba por entre las cor-tinas de seda rústica, a través de la cancela abierta para propiciar la reconfor-tante corriente de aire entre la calle y el patio, el resplandor del sol acompaña-do de un coro de abejorros poniéndole una réplica al silencio como para acen-tuarlo. Por la noche, el resplandor y el bordoneo serían reemplazados por laoscuridad y el ruido tenue de los surtidores de agua, acompañados de las fra-gancias de los jazmines y galanes de noche, de madreselvas y enredaderas mil,que trepaban por los muros del jardín, ocultándolos. ¡Cuántas noches de vera-no, embriagados por la sensualidad del agua cantarina y la fragancia de las flo-res, a la luz de la luna, habíamos disfrutado de nuestra pandilla -muy numero-sa entonces- de chicos y chicas, alrededor de Mario el Pintor, en alguna de susmúltiples fiestas o bailes de disfraces! Aunque ya no se salía a la calle a com-partir los frescos y las tertulias con los vecinos desde la muerte del padre, den-tro del patio jardín sí se podía disfrutar de estas reuniones y fiestas una vez dis-

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tante en el tiempo tan trágico suceso. Dentro, en su sitial, la madre, llenandotodo con su presencia, sonreía en silencio gustosa de ver a Mario rodeado desu corte de admiradores. Al lado, Lázaro, el mayor, en un silencio responsable;pues la madre exigía su presencia de hombre cabeza de familia como respaldan-do la pequeña transgresión que toda fiesta, y en esta casa enlutada más, podíasuponer. Casto, como siempre, solícito y ocupándose de todos los menesterespara que no faltara un detalle.

Me senté frente a ella, un poco de lado como es preceptivo, mi rostro haciala poca luz que entraba desde el jardín, de modo que el rostro de la anfitrionaquedaba siempre en penumbra, esa penumbra que diluía los límites de los obje-tos y de ella misma, suavizando las formas y fundiéndolas en un todo perfuma-do por los aromas emergentes desde el fondo de los rincones de la casa.Dispuesto a la conversación, empezaría, como había previsto mientras me acer-caba, por unas referencias a su espléndido físico, sorprendente para su edad.(Porque, contando los años que tendría el primo Lázaro, más los que ella ten-dría cuando lo parió –a pesar de ser muy joven cuando se casó para dejar depastorear el ganado familiar y de repartir la leche por las casas para, codo acodo con su hombre, disponerse a la no menos dura tarea de la venta en elpuesto callejero, estuviera o no embarazada muy de seguido de sus tres hijos,siempre fuerte y dispuesta y enamorada de su marido, aunque hubiera algúnproblema entre ellos que jamás trascendería- tendría que ser anciana ya, a pesarde su aspecto renovado cada día).

Este día su rostro aún parecía más bello que de costumbre. De rasgosmenudos y regulares proporcionados a su corta estatura, con su color broncea-do que destacaba más bajo su pelo níveo cuidadosamente peinado hacia atrásy recogido con un pequeño moño en la nuca, con esa sonrisa que dejaba entre-ver unos dientes blancos y perfectos, y unos ojos negros y grandes, siempre mehabía parecido bello ese rostro. Pero hoy, como digo, me parecía más quenunca, no en balde era un día de fiesta en el pueblo y se podía suponer que lasvisitas abundasen. Sin duda, Casto había estado más fino que nunca en elmaquillaje del rostro querido; en la elección del vestido austero pero elegante,siempre pulcro y recién planchado, siempre digno en su color de luto.

Y no es que pensara que, con ser una verdadera obra de arte la restaura-ción que aquel magistral maquillaje podía suponer en el rostro de cualquiera, le

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quitaba un ápice de su natural belleza; antes al contrario, y de ahí su acierto, larealzaba. Pero mi asombro provenía más del hecho de que una mujer a la anti-gua usanza, aun con hijos modernizados por contactos con mundos sofistica-dos, se dejara preparar de tal guisa para recibir. Casto era capaz de convencer-la de esto como de lo otro, era cierto, pero esta artificialidad no me parecía amí muy consustancial con tía Pura, de modo que no dejaba de asombrarme elcambio. Hoy, el maquillador había afinado, y Pura se disponía a emprender lajornada festiva con abundantes visitas, atendiendo desde la penumbra refres-cante y difusora con su sempiterna sonrisa. Y en silencio, como siempre desdehacia unos años. Qué curioso, ahora me daba cuenta: Nunca había tenido oca-sión de sorprenderme por ese silencio, puesto que los encuentros se habían pro-ducido en presencia de los primos -todos o alguno de ellos- dirigiéndolos comoexpertos maestros de ceremonias.

Pronto la conversación solía compartirse entre los presentes y, aunque latuvieran como protagonista (mejor dicho, siempre tenían como protagonistaa la madre, de una u otra forma) ella siempre respondía sólo con su sonrisasilenciosa que, así, en la distancia del recuerdo, me parecía tan expresivacomo cualquier palabra.

Este día, sin la presencia de otros invitados y la experta dirección deCasto, que, sin duda ocupado en el interior de la casa en cualquier menes-ter doméstico, no había reparado en mi presencia; frente a frente, su silen-cio me produjo más extrañeza. En realidad fue en ese instante cuando adqui-rí conciencia del mismo desde años atrás. Sobrecogido, me incorporé y meacerqué entre temeroso y reverente a aquella mujer a la que jamás me habíaacercado a más de tres metros de distancia. Pude ver los signos de su eviden-te vejez bajo el maquillaje, una vez que con el tiempo y la proximidad los ojosacostumbrados a la penumbra me permitían ver el detalle. Su sonrisa sehabía solidificado y el brillo de sus hermosos ojos aparecía artificial bajo lacapa de colirio que los mantenía húmedos artificialmente. Pasé la mano tem-blorosa por sus hermosos y finos cabellos tan bien peinados y un mechón deseda blanca quedó adherido entre mis dedos a la vez que su cabeza caíahacia atrás en un gesto incontrolado. Estaba fría, muy fría; congelada comolos productos congelados que vendían en su tienda. Por entre los delicadosperfumes que siempre exhaló su cuidada vestimenta, me pareció adivinarcomo un olor agridulce. Con horror pude comprobar que estaba muerta,

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pero ¿desde cuanto tiempo? Mi cerebro trataba de recuperar mis impresio-nes desde hacía años; encontrar la calma en medio de sensaciones contra-dictorias. Retrocedí horrorizado comprendiendo la realidad: La madre habíafallecido algún tiempo después de la muerte de su esposo, pues nunca pudoresistir la soledad de su lecho a pesar de las atenciones que siempre le dis-pensaron sus hijos, capaces como fueron de sacrificar su vida a su lado, inca-paces de unirse a otra mujer y dejarla sola. Había muerto de pena por laausencia, y de alegría por poderle seguir hasta la tumba. Sin embargo, seequivocó al pensar que sus hijos dispondrían tal enterramiento junto al serquerido, se equivocó al medir la fuerza del cariño que engendró en ellos, lafuerza de esa unión irreductible. Sus hijos no la abandonarían… ¡ni ella lesabandonaría nunca!

Con el mismo secreto con el que eran capaces de mantener cualquier inti-midad familiar, decidieron conservar a la madre junto a ellos cuidadosamenteembalsamada y congelada durante años en esas potentes cámaras; y, prepara-da por Casto, tan dispuesto para esos detalles, por él lavada con agua de rosas,vestida con sus elegantes y dignos trajes de viuda enlutada, peinada con cuida-do sus bellos cabellos blancos, maquillada con primor y minuciosidad su bellorostro, podrían exhibirla ante las visitas. Las cuales jamás adivinarían –envueltasen aquella atmósfera mágica- que ante ellas se encontraba un ser inanimado.La mamma.

* * *

Las noticias aparecidas en la prensa de todo el mundo se referían a estesuceso. Pero, una vez más, intentando sorprender de una manera escanda-losa a sus clientes, juzgaban equivocadamente las razones de mis primos, lasrazones de esos hijos para conservar de tal guisa a su amada mamma. No setrataba de una perversión. Menos, de espurias intenciones de cobrar el sub-sidio de la madre, como vergonzosamente se había interpretado. ¿Cómosería posible en una familia acomodada desde los tiempos en que Indalecio,el Moreno, había amasado –se decía- una pequeña fortuna desde la guerrade unificación? ¿Cómo entenderlo del cosmopolitismo de Mario, que habíadado varias veces la vuelta al mundo? El negocio, como he dicho, iba flore-ciente. No, no había ninguna necesidad de defraudar al fisco. Ni se puede

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entender como perversión ese sentido del amor filial a la vez que reverenciaante la muerte que siempre hemos tenido en esta región apartada delmondo cane. En la actitud de mis primos hubo respeto y devoción. Aunqueno dejo de sorprenderme por su audacia y valentía.

Una vez descubierto el caso, con gran escándalo pero con gran firmeza, losrestos de Tía Pura fueron inhumados junto a los de su amado esposo. Ahora,en el panteón familiar ricamente adornado con figuras de mármol, junto alretrato de un hombre joven, apuesto, moreno de verde luna, aparece una mujerde pelo blanco, sonrisa jovial y tierna mirada, unidos para siempre. Los primoshan pasado a disposición de la justicia.

Yo me vuelvo a España consternado y triste. Pero quiero hacer justicia aLázaro, Casto y Mario. Justicia a tía Pura, Mater Dolorosa.

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Señor Gnembe

VÍCTOR GRAS VALENTÍ

Seleccionado

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“¿Señor Paul... Nembe?” titubeó una voz femenina desde la puerta.“Gnembe, mi nombre es Paul Ggggnembe” respondió sonriente Paul, hacien-do especial hincapié en la correcta pronunciación, mientras se erguía y con susmanos recogía una carpeta que había alojado entre dos incómodas sillas, clara-mente destinadas a expandir la percepción temporal de quien esperara sentadoen ellas. “Disculpe por la tardanza, señor Gnembe, ya le dije que el señorDupont estaba en una importante reunión y no podía atenderle antes. Sígamehasta el despacho, por favor”. Paul siguió a la secretaria fuera de la sala deespera, a lo largo del pasillo, hasta que ambos accedieron a una pequeña estan-cia que tenía la puerta entreabierta. Apenas hubo entrado en la sala, Paul advir-tió que aún no había llegado la hora de su reunión. “¿Y el señor Dupont?” dijo,volviendo su mirada a la secretaria. “Ehhh, sí. Viene en un momento, por favorsiéntese, vendrá en muy breves instantes”. Paul miró la silla con desconfianza.Deseaba con toda su alma que no fuera familia, ni lejana, de aquel par de sillasde la sala de espera. Observó que ésta tenía posabrazos, además de estar forra-da de piel, o, en su defecto, una buena imitación. Se sentó en ella y comprobóque esta silla era, sencillamente, otro mundo. Con la atención desviada de susglúteos, se dedicó a pasear su mirada por las ventanas, estantes repletos de car-petas, y sobre todo por la inmensa colección de bolígrafos, plumas, y subraya-dores embutidos en dos lapiceros de diseño, los cuales coquetamente posabansobre el escritorio, entre ordenados montones de hojas que la secretaria seencargó de desplazar unos centímetros.

“Buenas tardes, señor Gnembe, siento haberle hecho esperar”, dijoFabrice Dupont. Paul reparó en que, unos veinte minutos antes, había visto aeste mismo hombre, que rondaría los sesenta años, en mangas de camisa, sinla americana que ahora llevaba. Estaba sacando un café de la máquina y rien-do junto a un clon rejuvenecido y trajeado, ambos maleta en mano. Parece que

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no se había apresurado en pasar de una reunión a otra. Eso en caso de que laprimera reunión hubiera existido. “Debe ser un maravilloso café el de esamáquina, para que merezca ser degustado tanto tiempo” pensó Paul. “Y bien,señor Gnembe, ¿qué tal fue el viaje?¿todo bien en el avión, los aeropuertos ydemás?” Fabrice Dupont no levantó la vista de los papeles que había comenza-do a desordenar de nuevo, previa mirada de desaprobación a su secretaria. “Laverdad es que para ser mi primer viaje en avión sentado en una butaca, no notédemasiada mejoría de espacio y comodidad”. Al oír esto, Fabrice levantó losojos de los papeles, miró a Paul y comenzó a reír. “¡Qué razón tiene! La prime-ra clase es un robo de dinero. Que si más anchura, que si asientos reclinables,pantalla propia... y sin embargo sigue siendo imposible echar una cabezada enel avión. Eso sí, ¡todo sea por la comodidad de nuestros empleados, gastemosmás dinero! Pero estoy con usted, ¡qué chorradas!”.

Paul se lamentó interiormente, “ciertamente el señor Eric tenía razón: estetipo de señores se muestran cómplices cuando se trata de negativizar, su inte-lectualidad es el pesimismo, éntrales por ahí y empiezas a ganártelos”. No obs-tante, Paul no tenía especial interés en ganarse a Fabrice. “En realidad, señorDupont, no viajé en primera clase, sino en clase turista. Me refería a que era laprimera vez que viajaba sentado en un avión. Y créame que, sin ser una mara-villa, dormí un par de horas al rato de montar. Después no quise perderme elpoder ver el Sáhara y el Mediterráneo desde las alturas. Debo decirle que laCosta Azul me pareció preciosa, y es de lo poco que pude ver de su país desdearriba, porque después todo fueron nubes”.

Fabrice Dupont apartó la mirada de los ojos de Paul y, hábilmente desvió laatención de su desafortunado comentario. “Le envidio entonces, señor Gnembe.Me gustaría que me explicara cuál es ese motivo tan importante como parahacerle venir hasta aquí, y que no puede decirme comunicándonos por teléfonocomo hasta ahora. Le repito que estoy en contra de la operación de venta de lafábrica. Considero que puede tener un valor estratégico en un futuro”.

Paul tomó aire. “Es más que eso, pero hemos de hablarlo a solas, si no leimporta”. Fabrice Dupont miró levemente extrañado a Paul e indicó a su secre-taria, señalándole un dispositivo de memoria. “Monique, por favor, déjenos asolas. Mientras tanto, tome eso e imprima los dos primeros informes”. La secre-taria tomó el dispositivo y abandonó la habitación.

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“Vengo a ocupar su puesto, ya le toca jubilarse, señor Dupont” reanudóPaul al salir la secretaria. Fabrice permaneció observandole, y sonrió irónica-mente. “Es usted un cómico muy ambicioso”. Tras oírle y ver su reacción, Paulladeó la cabeza y arqueó las cejas mientras sacaba unas pocas hojas de su car-peta. “Lea esto por favor, es una carta del director de la fábrica de Ghana.Aunque creo que le he hecho un buen resumen”. Fabrice tomó la cartamirando a Paul con cara de pocos amigos pero con aires de invulnerabilidad.La carta estaba manuscrita, y la letra le era extremadamente familiar.Comenzó a leerla para sí.

“Estimado señor Fabrice Dupont:

Fue usted quien aprobó mi nombramiento como director de la fábrica deproyectiles de Accra, de modo que quizás le sorprenda el contenido de estacarta, al menos hasta que le haga recordar diversos sucesos que hasta ahora nohabían tenido ninguna consecuencia.

Sé que usted ha sido siempre sinónimo de buenos resultados en todas lasempresas en las que ha tenido algún cargo. También sé que éste es un mundodifícil y usted ha tomado como propia la ideología de la ley del más fuerte. Sinánimo de juzgar la eficacia de sus principios, he de comunicarle que su propiasuerte se le ha vuelto en contra a partir de ya”. Fabrice miró con las cejas asi-métricas y sonrisa sarcástica a Paul y siguió leyendo.

“Mi nombre no siempre ha sido Eric Biem, que es como ahora me conoce.Pero le daré pistas para saber quien soy. También le daré pistas para que entien-da mi motivación y compruebe que no es un asunto trivial.

En primer lugar, he de comunicarle que en Accra, todos los empleadosestán contentos con mi gestión, y especialmente con el señor Paul Gnembe, porlo que me duele separarme de él, pese a que es el más indicado para sustituir-le dada su motivación. Todos reciben un sueldo digno y tienen un horario digno.No trabajan en las mejores condiciones, pero la situación humana es buena, apesar de las trabas que usted nos ha puesto.

Quizás lo anterior no le interese demasiado, pero opino que debe saberlo.Como también debe saber que conozco cuáles son las condiciones bajo las cua-les permanece en la empresa. Sé que se hizo famoso por sus métodos agresi-vos y demostró ser un temible adversario para todo negociador. Sé que recibió

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importantes ofertas de otras empresas, pero que permaneció en la nuestra poruna golosa cláusula que añadieron a su contrato. Debido a su valía, había con-seguido hacerse con una pequeña parte del capital de la empresa y formar partede su junta directiva. Y quiso blindarse. No necesitaba más dinero. Le ofrecie-ron la posibilidad de jubilarse cuando quisiera, y usted exigió también poder ele-gir a su sucesor en la junta directiva, y que ese sucesor fuera dueño de su partede capital. Cuando cedieron a sus peticiones, obviamente usted pensaba enDenis, el malcriado de su hijo menor, pero lo que para usted era una obviedaden el contrato, para mí significó una oportunidad de oro. Olvidó especificar unbeneficiario, y posiblemente tenga que elegir a quien no quiere.

Hasta ahí lo que usted debe saber, que yo sé de usted mismo. Le habla-ré ahora de Paul. Es magnífico en el trato humano, y la vida le ha enseñadoa ser eficiente, por un camino bien distinto al suyo. Paul participó en la gue-rra civil de Ghana en el bando rebelde. Ha matado personas, ha visto morir asu esposa y al único hijo que le había dado, ambos asesinados por su propiobando, antes de que el luchara de su parte por obligación. Mató para nomorir. No le juzgue. Usted no ha matado, pero tiene responsabilidad enmuchas muertes. Ha de entender que si vende balas en África, quizás la san-gre no le salpique hasta Francia, pero si se hubiera dedicado a vender libros,tampoco hubiera salpicado aquí en Ghana con la fuerza que lo hizo. Sepa quela familia de Paul recibió balazos con la marca de nuestra empresa. Y sepausted también que él no deseaba ninguna guerra ni tampoco un subfusil,pero que era su única alternativa a morir. Desde que acabó la guerra hastaahora, trabajó en la fábrica y además le enseñé gran parte de lo que sé, demodo que está curtido en el mundo de los negocios. No quiere vivir más enGhana. Le pesan sus muertos y los que él ha causado. Quiere recomenzar suvida, y yo le ofrecí esta oportunidad.

No le hablaré más de Paul. Espero que los próximos en hablar bien de él,sean sus futuros ex-compañeros de la junta directiva, señor Dupont. Le hablarédel dinero que desapareció de su fábrica durante la guerra. No desapareció. Asíde sencillo. Me apropié de él, gasté del mío propio lo que fue necesario, y trasel armisticio, hice construir una escuela al lado de la fábrica. Cada empleado dela fábrica ha estudiado en ella desde los últimos doce años, y a los pocos queya tenían estudios, como Paul, yo mismo me encargué de enseñarles materiasde economía e ingeniería. Creo que ya va sospechando quién soy”. Paul com-

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probó cómo los aires de invulnerabilidad de Fabrice se disipaban como unaneblina a media mañana. La palidez de su rostro, ya de por sí pálido al parecerde Paul, le delataba.

“Efectivamente, señor Fabrice. Sobre otros despistes, le nombraré cuálme situó en ventaja respecto a usted. Entre los documentos que me entregópara la negociación con las autoridades de Ghana, figuraban, erróneamente,y además, catastróficamente para usted, varios contratos ilegales, un par decartas escritas al parecer para diversos jefes de las fuerzas rebeldes en Ghana,y ¡oh, sorpresa!, una carta de despido dirigida a mi persona. Es obvio que eraun error y también que, dada la importancia de los otros documentos, el deta-lle de la carta se le había escapado hasta ahora. Su pérdida quedó eclipsadapor las otras“. De nuevo, Fabrice levantó la mirada de la carta y miró conincredulidad a Paul, abriendo la boca, como si quisiera hablar y un viejo fan-tasma se hubiera apoderado del aire de sus pulmones. Observó una de lasfotos que había colgadas en la pared detrás de Paul, cerró la boca, tragó sali-va y continuó la lectura.

“Cómo pretendía que me sintiera, sabiendo que iba a ser despedido pesea mi buen trabajo, y sabiendo que el único motivo que le movía a ello era disen-tir de sus ideas. Negarme a acatar una educación que no quería. Negarme a sermalcriado por usted. Intentar ser yo mismo. Y por eso usted quería quitarme deen medio. Sólo quería despedirme, no creo que deseara mi muerte, pero no searriesgó a enviar a Denis a Ghana, y me envió a mí pese a la tensión prebélicaen la zona. Tensión que usted alimentaba con esas oportunistas e inmorales car-tas, ofreciendo armamento a precios de risa a jefes de las fuerzas rebeldes y alpropio gobierno. Pero tuve suerte gracias a la mala suerte. Sí, tal y como suena.El comienzo de la guerra me atrapó en Ghana, y aproveché para desaparecer.Más tarde me las apañé para demostrar mi muerte, y le imaginé a usted lloran-do en mi funeral sin entierro, y después darle a su hijo Denis un abrazo comolos que a mí nunca me daba.

Y así es la ley del más fuerte. Con otro nombre, Eric Biem, y buen cono-cedor del negocio como era, no me costó llegar a ser director de la fábrica deAccra que no deja de ser propiedad de su empresa. Ahora usted compruebaque su hijo más fuerte no es el que había pensado. Sólo porque ponía la dig-nidad de las personas por encima de las ambiciones de su padre. Y debe

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dolerte. Así es, Fabrice, nunca más te llamaré de usted, y mucho menos te lla-maré padre, y no te preocupes, porque seguirás teniendo un único hijo,Denis. La decisión es sencilla. Jubílate, deja que Paul ocupe tu puesto, y asíserá aprobada, muy a tu pesar, la venta de la fábrica de Accra a su director,es decir a mí. Sabes que sin tu voto en contra, y con un voto más a favor, lajunta directiva aprobará dicha venta. Tu alternativa no es más apetecible. Si teniegas, que puedes, Paul volverá y seguirá trabajando aquí, pero mucho metemo que tengo toda la documentación necesaria para mandarte a la cárcela ti, con la agradable compañía de Denis, cuya firma figura en algunas cartasy documentos. Mis abogados me han confirmado que según la legislaciónvigente en Francia, en el mejor de los casos para vosotros, serían dieciséisaños de cárcel para ti, y doce para Denis. Y que tendríais pocas opciones deacortar la condena o tener una sentencia benévola, pues el caso causará unaalarma e indignación a nivel mundial. La trama se desvelará, no lo dudes.Tengo muchas pruebas y no sois los únicos culpables. Sólo que tú tienes laoportunidad de no ser el cabecilla a ojos de la justicia, la oportunidad de queolvide que poseo los documentos que contienen vuestras firmas. No te puedoasegurar que la trama no te salpique, pero sí quizás que no haya ningunaprueba concluyente como para emitir una orden de busca y captura interna-cional contra vosotros. Considero justo destrozar vuestras vidas a cambio dedarle nuevos horizontes a la de Paul. Tienes una última oportunidad de serlibre, pero sabiendo que parte del imperio que construiste, será del herederoque decidiste desheredar, y que la parte restante jamás volverá a ser tuya. Túeliges qué derrota prefieres. Para mí ambas son victorias.

Atentamente: Bernard Dupont”

Sin mediar palabra, Fabrice sacó su llavero del bolsillo, abrió el cajón de suescritorio, rebuscó entre algunas carpetas, y encontró la que buscaba. Tras unanerviosa búsqueda sacó una hoja con diversas firmas y sellos, y se la entregó aPaul. “Rómpala. Yo no puedo”. Paul la rompió en pedazos que dejó sobre elescritorio. Acto seguido Fabrice extrajo otra hoja, idéntica, pero sin firmar.“Firme aquí por favor”. Paul leyó el texto, firmó, y se la entregó girada aFabrice. Éste, visiblemente afectado, tomó una pluma de uno de los coquetoslapiceros, y estampó su firma y su sello, además del de la compañía, al lado de

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la firma de Paul. Inmediatamente después presionó un pulsador que había allado del interruptor de la luz. “Enhorabuena, es usted el nuevo director deestrategia comercial de esta empresa”. Acto seguido, Monique abrió la puerta.“¿Me ha llamado, señor Dupont?”, dijo con voz temblorosa, al ver el terriblesemblante de su jefe. “Sí, Monique, pase. Le presento a Paul su nuevo jefe, apartir de mañana. Y, por favor, consígame una bolsa o baúl para llevarme todosmis enseres de aquí cuanto antes”. Monique, desconcertada, permaneció en lapuerta del despacho, sin saber cómo reaccionar. “Pero antes acompañe al señorNembe hasta la salida, por favor”.

Paul miró por última vez a Fabrice Dupont y le corrigió “Ggggnembe,señor Gnembe”.

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El rastro

PEP RUBIO QUEREDA

Seleccionado

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El Pere no recordaba cuándo fue la primera vez que entró en la panade-ria de la Carmen, pero cada día esperaba animado aquel momento. Su iaiaMaría lo cuidaba mientras sus padres trabajaban. El pequeño Pere acudía ala panaderia de la mano de su iaia, y ya con solo ver el establecimiento alfinal de la calle, sentía un escalofrío que le recorría toda la espalda. Aqueltesoro era suyo y sólo suyo. Estaba seguro de que nadie más lo conocía, por-que de ser así la panadería estaría siempre llena y no daría abasto. La pobreCarmen tendría que pedir ayuda a toda su familia, ampliar el local y com-prarse nuevos hornos como los de la ciudad. Y si todo eso no pasaba era por-que el Pere era el único conocedor de aquella maravilla.

A punto de entrar, su iaia se encontró con una amiga y empezaron ahablar de recetas de cocina. El Pere estiró el cuello para asomarse al interiory pudo ver el mostrador con las barras de pan, las galletas, los dulces,… Laespera duró una eternidad hasta que la iaia María se despidió de su amiga.Cruzar el umbral de la puerta transportó al Pere a un mundo casi idílico. Esafelicidad le llegaba a través de la nariz, por medio de un aroma que siemprele hacía olvidar cualquier berrinche que hubiese tenido. Era un aroma suavey delicado, dulce y a la vez amargo, sedoso y fino. El pequeño tocaba el cielocada vez que entraba en la panadería.

Mientras su iaia compraba el pan y saludaba a la Carmen, el Pere se fijóen la niña sentada a un lado del mostrador. Era la Loli, hija de la panadera.La niña se estaba sacando un moco de la nariz. El Pere sintió envidia y pro-cedió a imitar la operación. Era delicioso rascarse la nariz invadida por elaroma de la felicidad. La Loli le sacó la lengua al ver como le copiaba, y elPere se limitó a poner cara de circunstancia e ignorarla.

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El momento triste era la salida de la panaderia, aunque aquel aroma sequedaba registrado en su memoria. Después de comer, mientras su iaia veíaen la tele el concurso de preguntas de cada tarde, el Pere se asomó al bal-cón para ver el mar, su otra pasión. El sol se reflejaba sobre el agua produ-ciendo destellos mágicos que encantaban al pequeño. El Pere se quedó son-riente y concentrado mirándolos y recordando el aroma de la felicidad.¿Podía la vida ser mejor que aquel momento? El Pere se sentía en el paraísoy no podía concebir que existiese nada mejor.

Era la primera vez que se fijaba en ella con detalle. La Loli tenia los ojosde color canela, el pelo moreno y brillante, y una figura que quitaba el hipo.Ya no era aquella niña de la panaderia. Y él tampoco era ya aquel mocosoque acompañaba a su iaia. Comprobó en el reflejo de una columna doraraque estaba más o menos arreglado y se acercó a la mesa de la chica. Estabaalgo tenso y le sudaban las manos. Pensó en dar media vuelta y pasar detodo, pero había algo que le atraía irremediablemente hacia ella. Era… elPere se quedó paralizado. Era aquel aroma encantador. Sentirlo en sus fosasnasales fuera de la panadería era una sensación muy extraña y desconoci-da. Allí no veía barras de pan, ni dulces ni nada. Entonces, ¿de dónde pro-venía? ¿La Loli llevaba pan escondido bajo su ropa? ¿Cómo podía aquelaroma ocultarse en el fino cuerpo de la chica?

La Loli hablaba animada con su grupo de amigas, todas ellas bien arre-gladas y fumando. Incluso con el humo del tabaco en el aire, el Pere era capazde distinguir el aroma de la felicidad. Se armó de valor para vencer su timidezy saludó a las chicas. Ellas dejaron de hablar y le dirigieron sus miradas.

Al mover la cabeza, el cabello de la Loli se desplazó con una bellísimagracilidad.

El aroma ahora era más intenso y el corazón le latía a una velocidadde vértigo.

Las chicas le saludaron y la Loli le dedicó una sonrisa. El Pere sintió unvacío en el estómago y nauseas al mismo tiempo que le invadía la felicidady se le erizaba el pelo de la nuca.

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En alguna ocasión el Pere había entrado en otra panadería que no erala de la Carmen, pero el olor había sido otro distinto. Al principio siemprepensó que su aroma de felicidad era el olor a pan recién hecho o a algúntipo de torta, pero su teoría no se veía nunca reforzada. Ahora, al estardelante de la Loli y tener el olfato invadido por el placer, una lucecita se leencendió en la cabeza. ¿Provenía ese aroma de la propia Loli? Y, ¿por quénadie más lo podía oler? Porque el Pere estaba seguro de que cualquieraque lo oliese acabaría embriagado y enamorado. ¿Enamorado?, pensó. ¿Erael amor lo que le estaba llamando? Durante los días siguientes casi dejó depensar en sus estudios, en los amigos y en la televisión. El Pere sólo teníaen la cabeza la figura de la Loli. Sus piernas, sus brazos de porcelana, suspechos, sus mejillas sonrosadas... No comprendía cómo es que nadie hastaentonces no había reparado en ella. ¡Si era una diosa! Y ese aroma que laacompañaba la convertía en un objeto casi sagrado, de culto. Cualquierpersona con un mínimo de tacto la hubiese rodeado de algodones para evi-tar que se dañase con el simple roce del viento.

La iaia María, que ya no era tan joven, sonreía con picardía al ver a sunieto ausente tumbado en el sofá de la casa. Una tarde se sentó a su lado,como viendo la tele, y le dejó caer que había oído a la Carmen que su hijaiba por las tardes a pasear y a leer a la biblioteca del barrio. El Pere pegóun brinco del sofá. Su iaia siguió fingiendo y le dijo que quizá a él le fuesebien ir a leer un poco, porque relajaba y culturizaba. El Pere, haciéndose elremolón, aceptó la idea y esa misma tarde fue a la biblioteca a hacersesocio. Se pasó casi dos horas con un libro delante esperando a la chica delaroma de la felicidad. Cuando por fin la vio entrar esperó a que cogiese unlibro y se sentase sin verle. El Pere apretó los ojos para fijarse en el títulodel libro, que resultó ser una novela de misterio. Sin perder tiempo seagenció un libro similar y se acercó a ella. De nuevo hecho un matojo denervios la saludó en voz baja y le dijo que menuda casualidad encontrarseallí. Al ver la novela expresó de nuevo su asombro por coincidir en gusto yle preguntó si le importaba que se sentase con ella. La Loli no puso ningúninconveniente, le sonrió y le señaló la silla a su lado. Hecho un rey, el Perese sentó junto a la joya más bonita del mundo, cerró los ojos y aspiró aquelencantador aroma.

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Pasaron los días y aquella amistad entre los dos creció hasta conver-tirse en un romance. El Pere le compraba flores, ella le dejaba novelas demisterio, los dos paseaban e iban al cine, y la historia se hizo seria un vier-nes por la noche cuando la Loli le cogió de la mano y le pidió que le hicie-se el amor. El Pere empezó a sudar y a temblar, sorprendido pero deseosode poder sentir el calor de su Loli, y se sintió la persona más afortunadadel mundo. Aprovechando que sus padres estaban fuera, la Loli invitó alPere a su propia casa, a su propia habitación. El corazón le latía cada vezcon más fuerza y a punto estuvo de irse de allí corriendo. Aunque al prin-cipio no fue fácil, las caricias, los besos y los susurros convergieron en unacto puro y lleno de ternura. Todo ello envuelto por el manto del perfumemás cálido y agradable del mundo. Era una noche ideal en la que noimportaba nada más que las miradas cómplices que se hacían uno a otroentre las sábanas.

El Pere, relajado y acariciando el suave cabello de la Loli, percibióentonces una anomalía. Ya no olía aquel aroma de la felicidad. Qué raro...Acercó su nariz a la suave piel de su princesa y buscó sin éxito algún ras-tro de fragancia. Ella, adormecida, no se percató. El Pere entonces rebuscóentre las mantas, entre el aire, entre todas partes... y al final detectó el ras-tro del aroma. Qué cosa más rara, pensó. Le llegó de un pañuelo rosa sobrela mesa. Era el inconfundible olor a felicidad, sin ninguna duda. Pero habíaalgo más… la camiseta, el sujetador tirado, ¿el cajón de la ropa interior?Todo tenía esa frescura indescriptible. El Pere estaba estupefacto ante sudescubrimiento.

Siguió el rastro por toda la casa, por el pasillo hasta la cocina, y una vezallí su sorpresa fue mayúscula al entrar a la galería. El aroma de la felicidadle golpeó y le invadió, percibiéndolo casi más que el propio oxígeno.

La ropa amontonada en un cesto y recién sacada de la lavadora erala fuente de aquel orgasmo olfativo. El Pere no comprendía nada perodecidió dejarse llevar por el placer y el relax, descubriendo entonces algoque desprendía el aroma de la felicidad con más fuerza que nada de loque hubiese olido hasta el momento... esa botella abierta, azul y con

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barriga... La fuente del paraíso residía allí dentro, entre el espeso líquidobrillante y azulado.

El Pere, rendido ante tanto goce, se quedó dormido abrazado a aque-lla botella de detergente que radiaba todo lo que él adoraba del mundo.

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Mi vida es sóloun recordar sus besos

LOLA HERNÁNDEZ FRANCÉS

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Imagino que todos querréis saber qué fue de Laura después de queManuel se marchara. Qué pasó con ella, cómo pudo soportar su ausencia, quéha sido de sus esperanzas, cuáles son sus sueños ahora que lo ha perdido todo.No sé por qué yo debo ser la persona idónea para contarlo, no sé más de lo quetodos saben, no éramos especialmente amigas, pero supongo que fui la únicaque se atrevió a preguntar.

Laura es la dueña del quiosco de la esquina, “el quiosco de la fea” lo lla-man todos. Allí, detrás de un mostrador de madera lleno de muescas y restre-gones, Laura vende infinidad de cosas: desde la prensa del día hasta las golosi-nas más variadas, pasando por artículos de regalo, fascículos coleccionables,libros de bolsillo, carretes de fotos, revistas del corazón y qué sé yo cuántascosas más. Nadie sabe a qué hora abre ni cuándo cierra su tienda, hay quiendice que vive detrás del mostrador, que tiene allí un cuchitril con un camastrotemplado y revuelto en el que se deja caer cuando el quiosco se vacía. Yo nunca,hasta que llegó Manuel, la había visto salir de aquellas cuatro paredes llenas deartículos para la venta al público.

“La fea”, como la llamaban, solía asomarse los días de sol a la puerta desu quiosco y allí, entre revistas y palitos de chicle, disfrutaba de los tristresrayos de sol que, obstinados y rebeldes, llegaban hasta el fondo de la calle,justo en la esquina en la que daban la vuelta las tardes infantiles de invierno.Al salir de la escuela, justo cuando yo regresaba a casa del trabajo, los niñosdel barrio se arremolinaban a la puerta de la tienda, con la nariz pegada a losnudos de la madera del mostrador, para comprar dulces de colores. Un europor cinco gominolas, en un puñado apretado en el que siempre caía algunade regalo; a dos euros los sobres sorpresa que ella misma fabricaba, bien relle-nos de los caprichos que hacían a los niños suspirar con sorpresa; por cinco

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podías llevarte media tienda y, cuando “la fea” estaba de buenas, regalabacaramelos de los que hacen cosquillas en la boca. El griterío de los críos se oíamucho antes de alcanzar la bocacalle, y ella no se cansaba de repetir: “prime-ro tenéis que comeros toda la merienda, ¿eh?”. Tardé años en descubrir quese llamaba Laura y que detrás de su aspecto bonachón y simple, latía un cora-zón ansioso y lleno de esperanzas.

Siempre nos habíamos comunicado con gestos, una sonrisa al coger elperiódico y dejarle las monedas sobre el mostrador, un gesto de la cabezacuando volvía a casa y la descubría rodeada de niños, los fines de semana lasaludaba con la mano desde el balcón de casa y, sólo en raras ocasiones, senos escapaban unas palabras amables cruzadas al descuido. Debimos de crearentonces algún tipo de amistad tácita que se fue alimentando sola y a trope-zones, como un perro abandonado en la calle, iluminada por breves espasmosde complicidad que se difuminaban tan pronto como surgían, espontáneoscomo el estallido de un relámpago.

¿Por qué “la fea”? No lo sé, sus rasgos no eran desagradables, e inclusopodría decirse que, cuando los niños la asaltaban en su tienda, la cara se le ilu-minaba con una sonrisa amable. Tal vez la llamaran así sencillamente porqueno era guapa, quizá fuera un mote cruel impuesto por algún gracioso añosatrás, lo cierto es que ése era el nombre por el que la conocía todo el barrio yque hasta yo, que ahora me arrepiento de haberlo hecho, utilizaba para iden-tificarla. Supongo que ella lo sabe, y lo admitirá con resignación, igual quetolera los gritos de los niños en su tienda o el hecho de que la gente, inclusohoy que ya han pasado meses, siga murmurando de cuando se fue Manuel.Ella ha vuelto a recoger su pelo claro en un moño apretado y firme y viste conel mismo descuido que solía preferir, pero su mirada, antes huidiza y nerviosa,es ahora franca, satisfecha y serena.

Manuel llegó a la ciudad para cubrir la baja del profesor de matemáticas,situación que llenó de sospechas a los críos de su clase. Una úlcera mal llevadalo apartó de las aulas de un carpetazo seco y repentino: el director dijo que lle-vaba unos días comiendo poco y mal, la señorita de ciencias comentó que susalumnos le habían preguntado por no sé qué potingue altamente tóxico, labedel del instituto no quiso aventar rumores pero las palabras sueltas volarontan rápido como las ondas sonoras y sobre el barrio se posó la sentencia de que

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los propios alumnos habían propiciado su baja. Don Roque era un hombre seco,arrugado como un folio inservible, cetrino y mal encarado, que impartía la asig-natura como quien predice el fin del mundo, con una única debilidad: las empa-nadillas de atún picante de la panadería de la Petra. Siempre solía llevar algu-nas de ellas en un hatillo apretado y aceitoso cuando volvía a casa y, entre clasey clase, mordisqueaba su manjar por los pasillos, dejando siempre migas colgan-do de la solapa de su traje. A todos alegró la noticia de que, el próximo cursoescolar, don Roque permanecería en reposo, bajo estricta vigilancia médica, ensu pueblo, un lugar perdido y sombrío que ni siquiera estaba en los mapas.

Así que aquella mañana de jueves en la que debía llegar el nuevo pro-fesor, todos los ojos estaban pendientes de los coches desconocidos queaparcaban frente a la puerta del colegio. Los alumnos se apretaron en ungrupo escandaloso y espectante; sentados en las escaleras del ayuntamien-to, lugar ideal para ser testigos de tan esperado suceso, retorciéndose entrerisas y bromas, gastando a grandes zancadas los minutos, ansiosos por des-pejar aquella incógnita matemática. Poco antes de la hora de comer, unvehículo blanco estacionó a la entrada de la plaza, la portezuela del conduc-tor se abrió y el tiempo se detuvo en los relojes. Esa es la imagen que guar-do de él cuando el recuerdo caprichoso de aquellos días me asalta por sor-presa, abriéndose paso entre mis pensamientos, sin respeto alguno por mivoluntarioso empeño de olvidarle. Manuel bajó del coche despertando unmurmullo de admiración. Aunque resulte una paradoja era un hombre muyvaronil, moreno, de complexión fuerte, pestañas interminables y una sonri-sa que era más una provocación que un gesto. Sus movimientos siemprefueron pausados, firmes y seguros, algo gatunos, imposible apartar la vistade sus manos, de dedos largos coronados por una uñas bien cuidadas en lasque el albugo formaba una media luna perfecta. Yo siempre sospeché queél conocía perfectamente la seducción que se despegaba de su cuerpo, aun-que nunca noté que la ejerciera, simplemente la disfrutaba como quiennace alto o inteligente.

Atravesó el patio del colegio seguido por una nube de admiración y,durante más de media hora, permaneció reunido con el director que fueponiéndolo al día en sus obligaciones. Después salieron juntos a comer y, enel bar de la plaza, preguntó si alguien alquilaba un piso cerca de allí. El desti-no quiso que mi edificio tuviera el ático disponible, el destino y la señora

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Teresa, que acababa de desalojar al último inquilino por no pagarle la men-sualidad. Se instaló aquella misma tarde, yo le escuché trastear y moversepocos metros por encima de mi cabeza. Traía varias cajas llenas de libros y,días más tarde, llegaron algunos muebles: una cama grande que se grabó enla mente de todas las mujeres del barrio, un sillón orejero con ruedas algodesteñido, dos estanterías de pino y algunos bultos que supusimos ropa decama y poca cosa más.

Manuel se hizo cliente asíduo de mis tardes. Después del colegio solíamostomar café sentados en el estrecho balcón de mi casa mientras comentábamoslas incidencias del día. Él hablaba con tranquilidad, con aquella voz grave y pro-funda que aún me estremece recordar. Gustaba de acompañar con gestos delas manos cada una de sus palabras, y se quedó pensativo durante unos minu-tos cuando yo le conté la historia de “la fea”.

Le dije que ya estaba en el barrio cuando yo llegué, que antes repartía lashoras entre el quiosco y su madre, una mujer oscura que vivía en el piso supe-rior, justo encima de su local y que había fallecido no sé cuántos años atrás. Nose le conocía familia alguna, su vida eran las cuatro paredes del local y hubieraalertado a todos los que vivíamos en aquella calle si algún día se hubiera atre-vido a traspasar el manojo de metros que la separaban de la plaza, alegre ybulliciosa como un recreo. Él la miró largamente la primera tarde que coincidi-mos, nosotros en el balcón de mi casa y ella apoyada en el umbral de la tienda,respirando los rayos de sol que se detenían perezosos a aquella hora, para per-derse en el horizonte hasta el día siguiente. No dijo nada durante unos minu-tos y supuse que, igual que yo, estaría pensando en la tristeza que debía teñirde angustia la vida de Laura, lo monótono de sus días, las noches solitarias y lajuventud que se le escapaba sin haberla disfrutado ni siquiera una vez.

La tarde siguiente me quedé esperándolo durante horas; supuse quetendría trabajo pero no escuché sus pasos tranquilos como otras veces en elpiso de arriba. Tal vez una reunión, un compromiso, algo importante que jus-tificara que mi esperanza de verlo languideciera y que el café de todos losdías se enfriara, aburrido y marrón, sobre el fogón de la cocina. Al asomar-me al balcón para airear mi abandono, lo vi salir del quiosco de “la fea”,levantó la cabeza y me saludó con un gesto de la mano. Después, para misorpresa, vi salir a Laura, con el pelo suelto y un halo especial pegado a sus

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faldas. Juntos bajaron la calle, charlando amigablemente, acompañados porlos pasos apretados de mis celos.

Por supuesto, al día siguiente “la fea” fue el blanco de todos los comen-tarios, que si “mira, la mosquita muerta”, que si “hay que ver, y parecíamedio tonta”, no sé aún por qué salí en su defensa, supongo que me domi-nó un sentimiento de justicia, porque inmediatamente reconocí que, si algu-na mujer en el barrio, incluso en toda la ciudad, se merecía las atenciones deManuel, el aroma cálido de su compañía, el suave dibujo de sus cejas, laimprescindible belleza de su mirada, aquella mujer era Laura, la fea, la solita-ria, la olvidada de todos, nadie como ella había pagado con soledad y amar-gura la recompensa de sus encantos. Todos me llamaron loca, todos dijeron“precisamente tú la defiendes”, y aún no sé por qué me resbalaron aquelloscomentarios afilados como insultos que, en lugar de quedar prendidos comoalfileres en mi orgullo, se deslizaron insignificantes y pobres a mis pies, quelos pisotearon con ánimo indefinible.

Para asegurar mis comentarios con acciones, acostumbré a salir al balcóncuando sabía que Laura cerraba la tienda para salir a pasear con Manuel y, son-riente, les decía adiós con la mano. Ellos se perdían apretados calle abajo, subí-an al coche de Manuel y escapaban de las miradas malintencionadas. Tal vezfuera yo la única que vi florecer a Laura; por las mañanas, cuando le comprabael periódico, me sonreía llena de algo muy especial que sólo las mujeres enamo-radas esconden detrás de la mirada. Olvidó su moño apretado, sus batasamplias y aquellos zapatones cómodos que le hacían la figura achaparrada yvulgar. Fue por entonces cuando descubrí que el amor puede darle la vuelta alas personas y dotarlas de un poder imbatible, es capaz de trasformar todo loque toca, caprichoso y obstinado como es, con la facultad de hacerte volar sólocon la delicada caricia inapreciable de sus dedos.

He intentado averiguar muchas veces qué impulsó a Manuel, cuál fue larazón por la que, de entre todas las mujeres, se decidió por Laura, qué pasóaquella tarde en la que ella se asomó a la puerta de la tienda para disfrutarde los últimos rayos de sol, mientras yo le contaba su historia. Todos los díasme hacía el firme propósito de preguntárselo cuando tuviera ocasión decharlar con él como lo hacía antes, pero nunca volvió a dedicarme su tiem-po, apenas pude disfrutar de los escasos segundos que empleaba en saludar-

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me atentamente cada vez que nos cruzábamos en la escalera o coincidíamosen el supermercado.

El tiempo pasó como lo hace siempre, sin avisar, sin dejarse atrapar, depuntillas y a traición. La gente se acostumbró a ver juntos a Laura y aManuel, poco a poco comenzaron a pasear más por el barrio. Ella resplande-cía y él parecía feliz. Llegó el invierno y ella decoró el quiosco como jamás lohabía hecho: colgó espumillón de colores del techo, llenó de nieve falsa elescaparate, puso unas cestas con dulces de obsequio sobre el mostrador y,el día de fin de año, invitó a quien quiso a vino dulce y turrón. Yo pasé laúltima noche del año con algunos compañeros del trabajo: tomamos lasuvas, bailamos hasta que se hizo de día y embadurnamos el suelo de mi pisocon cava, serpentinas, deseos de un nuevo año feliz y, aunque sólo fuera unpoquito, algo de envidia por la noche que estarían pasando ellos, con suamor recién estrenado. Sé que aquella fue la primera noche que durmieronjuntos, intenté espiar cada uno de los sonidos que provenían del piso supe-rior pero el escándalo que había en el mío me impidió conseguir resultadosfiables. Mientras bailaba como una posesa y celebraba el comienzo del año,imaginé risas ahogadas, rumor de besos y el eco de algún suspiro y, en silen-cio, brindé para que aquella felicidad les acompañara siempre. Esa nocheconseguí vencer la eterna rivalidad que siempre ha existido entre mis deseosde buena voluntad y este caprichoso corazón que me acompaña y se empe-ña en jugármela cada vez que le da la gana. Lo mantuve ocupado disfrutan-do de la gente que llenaba mi casa a raudales, y así conseguí que no se detu-viera en envidias, malos pensamientos ni celos y, por fin, cuando el sol saltópor encima de los tejados del vecindario, en el preciso instante en que Lauradespertaba entre los brazos codiciados de Manuel, mi corazón y yo caímosrendidos, ebrios y, llenos, por fin, de paz.

El año nuevo no trajo, como no suele hacerlo nunca, una vida nueva;yo seguí peleando con mis rutinas, llené las ausencias de Manuel conlibros, mucha televisión, largos paseos por el campo y cualquier actividadque me mantuviera alejada de lo que me gritaba, a pleno pulmón, mi sub-consciente. Es curioso lo lento que pasa el tiempo cuando nos empeñamosen que se apresure, y lo raudo que se escapa cuando intentamos retener-lo pero, por suerte, la memoria nos devuelve los días que se escaparonveloces y nos los presenta vívidos, como recién estrenados, cada vez que

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dejamos volar los pensamientos con un poco de vino y música suave. Deesta forma he tenido a Manuel de nuevo en mi casa cada vez que me haapetecido, he vuelto a verme reflejada en sus ojos color miel, su voz havuelto a acariciarme, a envolverme cálida y tersa, y el amargo aroma delcafé ha sellado, como solía hacer antes, aquellas conversaciones intermina-bles que nos mantenían juntos, con las cabezas próximas, las rodillas jun-tas y el alma entrelazada.

Así, entre recuerdos ciertos e inventados, a pesar de mi voluntad ycontra todo pronóstico, se nos fue colando el verano, el final del curso y lamarcha de Manuel. Llamó una tarde calurosa a mi puerta y me sorprendiócon un ramo de margaritas amarillas, tan apretadas como los besos que yohubiera querido recibir de sus labios. Me las tendió con un gesto indefinibley, mientras yo las colocaba con manos nerviosas en un jarrón con algo deagua y una aspirina, sus palabras asaetearon mi esperanza de volver a tener-lo a mi alrededor, y me dejaron vencida y lejana. Me dijo que se marchabaaquella misma semana y me comentó que yo era la primera persona de laque se despedía cuando yo hubiera traicionado todo aquello en lo que creopor haber sido la última. No recuerdo con qué palabras recordará nuestradespedida porque no soy consciente de lo que le dije, fue tan grande elesfuerzo que tuve que hacer para no rogarle que se quedara que no creo queme quedaran fuerzas para hilvanar frases amigables de despedida. Sólo séque aún tengo grabado el ruido que produjo la puerta al cerrarse a su espal-da, el sonido de sus pasos al bajar las escaleras y el del portal de la calle.Después sólo silencio.

Todo el barrio volvió a llenarse de rumores, frases susurradas con mal-dad, “qué será de la fea ahora que él se va”, “la pobre, otra vez sola comoantes”, se dijo tanto y tan cruel, que no quise que aquella suciedad me salpica-ra e hice todo lo posible por no prestarme a conversaciones en las que surgie-ra el tema. Apreté el paso, cerré el corazón en banda, me fingí ocupadísima, yviví aquellos días ausente e inaccesible. A través de los cristales de mi balcón vimarcharse a Manuel, detuvo su coche frente al quiosco de Laura y se quedóquieto mirando hacia el interior, donde ella debía estar haciendo lo mismo. Nointercambiaron palabras que todo el mundo habría podido escuchar, ni utiliza-ron gestos que pudieran malinterpretarse, se miraron y eso bastó para que secomprendieran. Después el coche de Manuel se deslizó calle abajo y la esquina

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lo hizo desaparecer, sin que mi cielo se desplomara ni dejaran de taconear lossegundos en el viejo reloj del salón.

Pero estaréis más interesados en saber lo que sintió Laura, cómotranscurrieron los días inmediatamente posteriores a su marcha, y he dereconocer que a mí también me sorprendió su fortaleza, su capacidad deautocontrol, porque yo me habría lanzado como una loca a la calle, habríacorrido mientras me quedaran fuerzas detrás de su coche y le habría suplica-do que me llevara con él dondequiera que se fuera. Ella salió de la tienda,como cada tarde, a disfrutar de los últimos rayos de sol, y volvió a abrazarsea la rutina de los días sin dar muestras de desánimo. Cuando dejé que micuriosidad venciera a la sensatez que suele caracterizarme, me acerqué unatarde a la puerta de la tienda, justo cuando ella salía para apoyarse en elumbral, y me interesé por su vida con amabilidad, como quien pregunta lahora. Supuse que aprovecharía la oportunidad que le brindaba para desaho-gar la pena que debía sentir y derramar las lágrimas de su tristeza, creí quemis atenciones aliviarían el dolor que se había instalado en su corazón, perosus ojos fueron francos al responderme. No dio muestras de comprender loque deseaba que me contara hasta que, atrevida, se lo pregunté abiertamen-te. Ella sonrió con alegría y me sorprendió con las palabras más bonitas quehe escuchado jamás.

- Manuel quiso darme algo que nadie me habría entregado jamás. Séque todas las mujeres que lo conociais deseasteis lo que yo tuve, perohabría sido injusto, ¿no crees? Nadie mejor que yo habría valorado lo queme hizo sentir, yo desconocía que pudiera ser capaz de amar de esta mane-ra, entre suspiros, con el alma a flor de piel, descubriéndome cada vez quelo tenía cerca. ¿Sabes que desconocía lo que era el calor de un susurro, lapremura del deseo, el hambre de unos besos, el sentir una mano buscandola tuya, el caminar al mismo ritmo? Yo he atesorado esos recuerdos y lossaborearé mientras me dure la vida, porque nunca he experimentado nadatan intenso, tan imprescindible. Jamás le agradeceré lo suficiente el bienque me ha hecho y sería muy estúpida si dejara que la tristeza, el despechoo la amargura vinieran a manchar la luz de aquellos días. Mi vida es sólo unrecordar sus besos, el camino de sus manos en mi cuerpo, la caricia de supresencia, el rumor de mi sangre cada vez que tenía frente a mí sus ojos. Elresto son días que pasan, nada realmente importante.

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Así que no sintáis lástima por Laura, no os compadezcáis de ella porquevuelve a estar sola, no busquéis una mirada triste en sus ojos cada vez que sele llene la tienda de chiquillos, ni penséis que sale a la puerta de la calle para versi vuelve Manuel, porque ella tiene un tesoro que nosotros ni siquiera hemos lle-gado a imaginar en el mejor de los sueños.

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Secretos de familia

ALICIA PERAL FERNÁNDEZ

Seleccionada

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En la bendita ciudad de Orihuela, donde lo sacro y lo obsceno se confun-den, famosa tanto por sus venerables Iglesias e hierática Catedral como por suscasas de moral distraída. Aún hay ingenuos que se preguntan como con elhuevo y la gallina, qué fue primero, respuesta que el que conoce bien los vicioscontra los que se supone lucha la Santísima Institución, continúa siendo uno desus mayores debilidades. Pero al margen de la doble moral que inunda la ciu-dad, que no hace más que de escenario a esta historia, se presenta el persona-je que será narrador y vividor de la misma, y así es como empieza Don Manuela descubrir lo más bajo y lo más alto que esconde en su cajón de sastre la urbede su nacimiento.

I

“Siendo los más morales los que no ocultan su vida nocturna, los quecogen el puente de plata que brinda la luna llena a la ciudad de las luces,empieza a darle a la húmeda mi compañero de fatigas, Joselito:

- ¡Manolo!, ¿a qué no te imaginas a quién vi el otro día en el Azul?- a gritopelado, sin vergüenza,¿para qué?, no se dedica a esconderse en la primera filade la Iglesia de Santa Justa y Rufina para que el cura no dude de su presencia.Mi silencio fue la mejor respuesta, no voy a tales lugares, si tuviera dinero melo podría plantear, pero de momento mi mujer controla mis ingresos, así que eracierto que no tenía ni idea.- ¡A tú nenito!, el cabronazo no me quiso invitar anada, se parece a su puto padre.- Mostrando su sonrisa amarilla limón. - Losabías, cabroncete, ¡y no dices na!

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- Pues no, ¿de qué trabaja?.- el tipo para ser portero no lo cumplía ni delejos, y el chico no parecía haber cruzado la acera, además, en el Azul no haychaperos, que yo supiera.

- Tranquilo que tu hijo sigue siendo un machote, es el “barman”- Sonabacómica la palabra en este tipo hosco y moreno tintado a la puesta del sol,cuyo perfil era bien parecido al del eslabón perdido, orgulloso del pelo enpecho español. Sus palabras me supieron a gloria bendita, no es que tenganada en contra de los mariquitas ni de las señoritas de burdel, pero si mi hijono lo es no pienso quejarme. Cuando se percató que la conversación no ibaa ir mucho más lejos, se cortó relativamente y me llevó a casa para dejarmeen la puerta de mi infierno personal.

¿Qué le iba a decir al chico?, bien sabido es por todos, que los padresqueremos lo mejor para nuestros hijos, situación difícil, no podía decírselocara a cara, aunque lógicamente él tenía conciencia de que ya me habríaninformado, así, cuando abrí la puerta, me dirigí al salón como todos los días,con la cabeza alta, y lo vi allí. Se escondía detrás de una revista, cuándo fuelo suficientemente valiente como para mirarme, le demostré lo que pensabacon una sola mirada, una sonrisilla de medió lado, y un guiño imperceptiblepara mi señora. ¿Qué le vamos a hacer?, guardaré el secreto, no está tan malvivir a través de los hijos, había cumplido uno de mis sueños, claro que ahoratenía un sitio menos donde pensar echar una canita al aire, pero a lo mejorme caería un whisky gratis.

La monotonía del lecho conyugal es algo horrible, aunque los gritos dela media noche de la vecina me vuelven loco, “menuda puerca, sabe que seoye todo”,bendita puerca pensé en contestarle a mi mujercita, pero ya ten-dría otras excusas para pelear, así contesté con un “sí querida”. Yo no diríaque eso es ser un calzonazos, es ser inteligente, eso que me ahorro.

¡Oh Katrina!, eso es una mujer y lo demás son tonterías, alta, rubia, perode verdad, y bien formada, eso de las curvas españolas es un bulo, una formaelegante para llamarlas gordas cuando cumplen una edad, y encima orgullo-sas, ¡Oh!,¡Katrina!, por tí me uniría a la Madre Rusia.

- Buenos días.- voz suave y acento áspero, una combinación rara pero deli-ciosa. Cuando nos cruzamos en el ascensor sueño despierto que se abalanza

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sobre mí y sonrío como un idiota, mientras ella algo incomoda mira a todas par-tes y sale rápidamente del ascensor, seguro que al igual que yo lucha contra susimpulso naturales, está loquita por mí. Solo suspiro cuando la veo salir, ay loshay con suerte, o con dinero según las malas lenguas.

II

Pasaron meses desde que supe de su trabajo, y lo único que conseguí fuepreocuparme por el muchacho, pero preferí dejarlo en paz, “sabe lo que sehace, con 21 años yo ya estaba casado, y tenía la vida hecha y acabada” medecía para relajarme. Se iba siempre muy temprano, teniendo las clases por latarde era fácil intuir que le toca turno de mañana, mucha gente va a desa-hogarse antes del tajo. Así pasaron un día y otro sin tregua, lo están explo-tando un poco, pero que cabía esperar de donde se había metido. Mi seño-ra se hartaba de sus ausencias, espero que le paguen muy bien, le llamancontinuamente al móvil y salía corriendo de casa, dejando por hacer lo quefuera, no creo que ser camarero requiera semejante disposición.¿Y los estu-dios?, no le pueden ir lo bien que debieran, es cierto que está estudiandola profesión del vago, Políticas, pero según he oído no es fácil, no me enor-gullece, pero es mejor que meterse en la mafia de la trata de blancas, quizála corrupción es parecida, pero al menos la política tiene mayor aceptaciónsocial, y seguro se trabaja menos. Uno sacrificándose toda la vida para quetengan lo mejor, y cuando lo tienen... Reflexionaba todo esto cuando llega-ba a casa caminando, y como era normal el corazón me dio un vuelco algirar la esquina, mi edificio había sido tomado por la autoridad, Antonioestaba allí, compañero del instituto al que me dirigí con la cara desencaja-da, el también pareció asustado, pero de mí.

- Lo siento Manolo, vas a tener que acompañarnos.- salió del área acor-donada, alrededor no vi ni a mi mujer ni al chico.- tengo que hacerte unaspreguntas.- me imaginé que podía ser, el chico se había metido en un buenlío, semejante disposición solo podía justificarse haciendo servicios extra a lamafia,¿sería por drogas, o por chulear a las putas? o lo que más temía, un

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ajuste de cuentas, ya me enteraría en comisaría, no pude contener la pre-gunta de cómo estaban mi familia, pero no recibí respuesta. Subí al cochepatrulla, en el asiento trasero, sentí la claustrofobia en ese espacio reducido,el cristal que me separaba de los conductores, las correas de los asientos yesposa que colgaban, aunque lo que más me preocupaba era los vecinos queme habían visto subir. En la sala de interrogatorios se pierde toda cortesía,solo me ofrecieron un cigarro, estaba tranquilo, si no me leía mis derechosquería decir que estaba fuera de sospechas, o quizá me equivocaba, que eralo más probable.

- Dime, ¿qué tal era vuestra relación con la vecina de al lado?.- “era”, quequería decir con eso, evidentemente la buscaban a ella. Simplemente respondíque era cordial.- Los vecinos nos han dicho que os quejabais de ella, queríasdenunciarla por prostitución.- no paraba de dar vueltas alrededor de la mesa,aficionada técnica aprendida en las pelis de polis, y con el tópico bueno y elmalo, Antonio preguntaba, y el otro tipo, gordo y sudoroso caminaba detrás demí, no era buena señal que quisieran ponerme nervioso.

- Mi mujer decía muchas cosas, pero sin pruebas no se puede hacer nada.

- Su mujer tenía en una libreta un control de entradas y salidas de casade su vecina- Ya me había hablado de esa libreta, pero eso no es una prueba,sigue siendo su palabra contra la de ella, la dejaba hacer por que así gastabasus energías en otra cosa que no fuera reprocharme lo desgraciada que erasu vida conmigo.

- No hay que tenérselo en cuenta, no servia para nada, es como un hobbypara ella.

- ¿Y su hijo?¿sabe que eran amantes?.- no pude ocultar la sorpresa, quehorror, mi nuera era mi fantasía erótica, ¿cuántas veces no había soñado porotro lado con eso?

- Quizá sería mejor llamarlo proxeneta.- interrumpió el gordo en mi nuca.-Y parece que se portó mal la puta, porque la ha dejado hecha una mierda.- tirósobre la mesa unas fotos, cuando tuve fuerzas para salir de mi sorpresa y mirar,vi a otra persona, no era Katrina, era un muñón de sangre, le habían arranca-do sus facciones a fuerza de navajazos, estaba desnuda y boca abajo, su cuer-po continuaba siendo hermoso y blanco como la luz del día, a pesar de los

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moratones de distintos colores que estampaban su cuerpo, el charco de sangrela seguía detrás, parecía que la hubiesen arrastrado hasta el pasillo, donde situéla fotografía.- Mírala bien, recuerda como era y como es.

El interrogatorio siguió en torno a preguntas sobre las que no tenía res-puesta, o sobre las que se suponía que no las tenía, no podía decir nada del tra-bajo en el prostíbulo, la Mafía podía estar esperándolo fuera y no quería másproblemas. Cuando me cansé de sus juegos, en un arrojo de valentía solté. - Sino tienen nada contra mí hijo, ni nadie de mi familia, más vale que nos dejen ira todos.- sonrieron.

- Es cierto, no te lo hemos dicho.- hicieron una pausa en la que se mirarondivertidos, como si esperasen mi pregunta.- El chico estaba junto a ella cuando acu-dimos al aviso, nos abrió la puerta, lo que pasa es que él no quiere hablar, ahoramismo le estamos haciendo una evaluación psicológica a ver si es por el trauma.-Era increíble que me tuvieran más de 20 minutos de interrogatorio y no me hubie-ran informado, es fácil manipular a través de la ignorancia, así no exigiría la presen-cia de un abogado, claro que en ese momento lo exigí, y solicité que me dejarán vera mi esposa y a mi hijo, aunque solo obedecieron a la primera de mis exigencias.

Después de la tortura psicológica de cuatro horas me dejaron junto a mimujer, pero mi hijo pasó a disposición judicial. No pude soportar los llantos demi mujer, sus gritos y agonías, ¿era mi culpa?, para ella era evidente, y eso queno sabía de la misa la mitad. No sabía si sentirme reconfortado o al borde deuna crisis de nervios, mi hijo era incapaz de hacer algo así, pero si no lo habíahecho, era muy posible que estuviera mucho más seguro allí dentro. Me sentíatan impotente, había dejado que todo ocurriera, y no había marcha atrás, ¿quéclase de padre he sido?. Caminando llegué a la puerta de la parroquia, necesi-taba hablar con alguien, necesitaba paz, entré en busca de ella. No necesitaballamar, la puerta siempre esta abierta. – Buenas tardes.- era un patio amplioensombrecido por enormes naranjos, silencioso, solo se oía el canto de algunospajarillos, un lugar perfecto para la meditación, para la confesión.

- Buenas tardes, esperaba que vinieras a verme.- me brindó una enormesonrisa.

- ¿Ya te has enterado?, esperaba que tardase algunas horas más endifundirse.

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- El padre Octavio está en comisaria, me ha llamado para decírmelo,¿cómo estás?- mostró una cara preocupada y me cogió del hombro paradarme ánimos.

- ¿Te lo puedes creer?, era proxeneta, trabajaba en un prostíbulo...no mehago a la idea.- no lloré, no me quedaban fuerzas aunque la angustia me apre-taba la garganta.

- No tienes la culpa, nadie sabe donde andan sus hijos en estos tiemposque corren.- era una evidente falacia, que la mayoría sean malos padres no sig-nificaba que estuviera justificado, aunque yo era peor que todos ellos, lo quehubiera dado por gozar de la ignorancia exculpatoria.

- Te equivocas, lo sabía, y le dejé hacer, es culpa mía. Concha tiene razón,debía haber sido un padre.- Le sorprendió la confesión.- Está metido en unbuen lió y no puedo sacarlo del hoyo, recuerdo cuando tenía seis años y le saca-ba de todos los follones en que se metía, era su héroe...- las lágrimas volvierona recorrer mi agrietada cara.

- No sufras, haré todo lo que está en mi mano para que salga bajo custo-dia hasta que se celebre la instrucción, moveré algunos hilos.

- No lo hagas, está más seguro rodeado de policías que en la calle, segu-ramente es la cabeza de turco ¿sabes?, si sale equivaldría a una chivatazo. Hepensado declararme culpable, quedaría libre de sospechas para sus “jefes”, perosi me equivoco pueden matarle a él también.

- La mentira solo confunde, nuca deben pagar justos por pecadores, debe-mos perdonar siempre, recuérdalo, no fuerces las cosas, todo saldrá a la luz, ypodreis descansar.

- Si supieras algo, me lo dirías, ¿verdad? Padre.

- Llámame hermano, es más apropiado ¿no crees?.- hizo una breve pausapensativa.- Sabes que no puedo hablar, pero sí puedo encaminar hacia el biena quién desea salvar su alma. No te puedo hacer promesas, pero rogaré porvosotros.- Tristemente era sincero, y creía realmente lo que decía.

- Eso no será suficiente.- Me fui por donde había entrado, sin respuestas,sin ayudas, sin nada, solo con mi angustia y un hijo entre rejas.

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III

Pasaron las horas como días, y los días como meses, se decretó su ingresoen prisión hasta que comenzará la instrucción, a nadie parecía importarle queel chico no dijera ni una sola palabra, el abogado defendía su derecho a guar-dar silencio. ¿Qué clase de abogado puede defender a alguien con quien nohabla?, le dejará que se pudra en la cárcel, pero no nos podíamos permitir unabogado. Por otro lado parecía prudente, la lengua podía perderle, y en vez depasar 20 años en la cárcel, podía pasar la eternidad en el infierno. Mi mujer eraquien solía visitarle en prisión, no me sentía con fuerzas para mirarle a la cara,pero finalmente me hice con fuerzas para verle.

- Lo siento, es culpa mía, ¿cómo has llegado a esto?- miraba al suelo, y llo-raba, me quedé en silencio, esperé a que me dijera algo.

- Yo la quería, la quería muchísimo, es culpa mía, solo mía.

- ¿Por qué no te declaras inocente?- mis ojos se humedecían.

- No quiero morir. Papá no quiero morir. No vengáis, dejadme en paz, noquiero que os hagan daño a vosotros también.

- Por Dios, ¿qué has hecho?, ¿cómo ocurrió?¿por qué?.

- La quería, vosotros no lo entendéis, llevábamos un año saliendo. Fue ellaquien me ofertó trabajo como camarero. Todo iba bien hasta que se enteró unode los jefes de lo nuestro. Yo no sabía que cogía dinero de la caja de arriba,¡sospechaban de los dos! Era tan hermosa papá, como los ángeles.

- ¿Les robaba?, se vengaron y ahora tú pagas por ellos. Hijo mío cuantosiento haberte hecho esto, haberte dejado llegar a esta situación.

- Tenía mucho miedo, me llamaba continuamente, sospechaban de ella,cuando me lo confesó no pude hacer otra cosa.

- No tienes la culpa hijo, esta gente es muy peligrosa, haces bien callando.Perdóname.

- No lo entiendes papá, yo se lo dije a mis superiores, yo fui su delator,nunca debió hacerlo, a las demás chicas les daban palizas salvajes, pero ella

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era libre, tampoco necesitaba tanto dinero, tenía buena clientela, fue dema-siado egoísta.

- ¿Sabías que la iban a matar y no la protegiste?

- Lo siento tanto papá.

- Tú no empuñaste el cuchillo, no eres un asesino, cuidaremos de ti, no tepreocupes.- lloraba espasmódicamente ante mis palabras.

- Es que sí empuñe el cuchillo, la maté yo, desobedeció las normas, quiéndesobedece paga, yo obedecí, pero pago la penitencia de haber matado alamor de mi vida, por eso me quede allí, esperando a que exhalara su últimoaliento. Preparaba las maletas para fugarse, había ahorrado mucho robándo-nos a los demás, y esperaba que la recogiera para fugarnos juntos, quéromántico ¿verdad?, hicimos el amor, y después la maté, deforme su carapara no verla morir, y esperé a ver frenarse su abdomen en busca de la últi-ma bocanada de oxígeno. Si no me fui, fue por que quería que me pillaran,le dejé gritar todo cuanto pudo, quería que me cogieran, merezco estar aquí,me enseñaron a ser lo que soy, y me queda poco, no confían en mí, si fuicapaz de traicionar a mi novia...

- Eres un cobarde hijo de puta.- me levanté y salí de la habitación, a mimente venían las fotografías del horror.

IV

Que irónico resultaba, me había sentido el padre coraje durante meses,para descubrir que mi hijo era el único criminal contra el que luchaba, me pre-guntaba si el Padre Arturo, mi hermano de sangre, conocía la confesión cuan-do me pidió que perdonara, pero no se lo preguntaría nunca, el silencio es suúnica respuesta, quien no tiene nada que decir, es mejor que calle. Ya no meimportaba nada, a partir de ese instante dejé de ser padre y marido, hermanoy cristiano, lo dejé todo, y me fui para no volver. Ahora no tengo nombre, solosoy un caminante sin camino, el borrón de lo que fui. La noticia sobre el suici-

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dio del que fuera el hijo de Don Manuel, llegó a mis manos en forma de man-tas de papel, pero yo ya no soy don Manuel, aunque lloré, porque cuándo lofui, no lo aproveché, no lo hice bien, ahora mi dios es el olvido que se escondeen el poso de un cartón de vino, no ruego que me salven de la autodestrucción,quien lo intente no lo entiende, pues con la muerte de Manolo, renazco YOcomo el ave fénix, deja de existir el dolor, el miedo, el que no tiene nada notiene nada que perder.

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El regalo del calamar

JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ ROS

Seleccionado

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Paso una vez más por la carretera que bordea el puerto y por la ventanilla delcoche, veo lo que viene siendo habitual desde hace ya varias semanas: Grupos rela-tivamente numerosos de barcos de todas clases y tamaños que se mantienen apa-rentemente inmóviles en zonas no muy distantes de la bocana, tal vez a medio cami-no entre ésta y la piscifactoría, o tal vez mas allá. Suelen salir al mar a eso de las treso cuatro de la tarde y en él permanecen hasta que se pone el sol o aún más, enestos días tan cortos del invierno levantino. Se trata claro está, de la llamada del cala-mar, ese ser casi transparente y de colores cambiantes que se muestra con su aspec-to real sólo ante aquellos que tienen la ocasión de verlo aún vivo, en el mar, mos-trándose a los demás con esa otra apariencia suya, blanquecina y opaca, propia yade las pescaderías. Me dicen los marineros del puerto que aquí es casi una tradiciónnavideña intentar llevar a la mesa un par de estas criaturas que, cada año por estasfechas, aparecen en el alguero1 próximo a la costa, pocas semanas después de quelos últimos túnidos de la temporada nos hayan abandonado. También me dicen queesta vez hay pocos, si bien afirman que son grandes, claro que siempre hay pocospeces que pescar en opinión de los pescadores y sus capturas siempre son grandes,por lo que no doy mayor crédito a lo que oigo. Me gusta oír hablar de estas cosasa las gentes del mar, aunque sus relatos despiertan en mi una cierta inquietud, undeseo fugaz de ser también yo protagonista de sus historias y de que mi barco seauno más de esos barquitos aparentemente inmóviles sobre el alguero, al atardecer.

Hoy es sábado, acabamos de comer y mi familia, que ya ha oído hablar de loscalamares en más ocasiones de las que hubiera querido, me recuerda mi deseo insa-tisfecho tantas veces expresado y me anima a salir unas horas a intentarlo, aprove-chando que hace un buen día para ello. No hago pereza, cojo la bolsa con las cosasque me suelo llevar cuando salgo a navegar y me voy al puerto. El Miracle y yo sali-mos diligentes por la bocana y, ante mi desconocimiento de no saber donde está“el mejor” sitio, me dirijo allí donde parece haber más barcos. Siempre me ha dado

1. Alguero hace referencia a un fondo marino de algas, aunque en esta zona, muchos de los llamadosalgueros son realmente praderas de Poseidonia oceánica, que no es un alga, sino una planta fanerógama.

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apuro entrar en una zona donde ya hay otros barcos pescando, e incluso adivinoalguna que otra mirada con visos de reproche. Al fin y al cabo, paso a ser uno máscon quien repartir el botín. Me pregunto cuantos de los presentes habrán hecho lomismo que yo y de haber sido así, cual de ellos habrá sido el primer barco en llegary, por tanto, en decidir con algún fundamento que es ésta y no otra la zona ade-cuada, que es precisamente aquí y no en otro sitio donde nos esperan los calama-res. Pasa el tiempo y la verdad es que no veo que ninguno de los barcos que merodean coja nada. Perdón, “una sepia pequeña” he oído decir a alguien que voce-aba desde un barco próximo a otro. Yo tampoco cojo nada y además, dudo de loadecuado de mi aparejo, que he hecho yo mismo: Una braza de línea de nylon conun plomo al final y a continuación, una de esas poteras de colores que corre librepor el hilo entre dos topes. Cuando compré la potera, recuerdo que me dijeron quecasi pescaba sola. “Señores Porreros”2, oigo por la radio, “yo ya he cogido mi cala-mar, así que me voy”, con ese tono tan característico de los anuncios hechos públi-cos por los pescadores, entre la presunción y el legítimo orgullo de saberse dueñode una de las preciadas presas. Desde otro barco próximo oigo también decir: “hayque tener paciencia, tiene que hacerse de noche para que piquen”. Tal vez tenganrazón. Mi calamar, en todo caso, no acude a la cita.

Me quedo embobado mirando uno de esos bellísimos atardeceres de coloresincreíbles: amarillos, rojos, violetas… ¿cómo puede haber montañas de colorrosa…?. Se está haciendo de noche y empiezan a producirse cambios muy rápida-mente. Una neblina que desdibuja completamente el horizonte ha hecho acto depresencia, dando una especie de continuidad entre el cielo y el mar. También la lunallena ha empezado a surgir, por el Noreste, aún muy baja y aportando una luz entrerojiza y amarillenta que se escapa por entre jirones de nubes oscuras y alargadas,configurando un ambiente un poco fantasmagórico, inquietante incluso; pero no,ahí están las luces de la piscifactoría, allí el faro del Cabo de las Huertas con sus fami-liares destellos… uno, dos…. un, dos, tres…; estamos en casa y no hay nada por loque inquietarse. Todo a mi alrededor es paz y lo único que oigo es el chapoteo delmar en el casco de mi barco, el golpeteo rítmico de alguna driza y, a lo lejos, el arran-que del motor de algún barco vecino que ha decidido ceder en su empeño. Lasestrellas también han llegado ya. Orión por el Este, Casiopea justo arriba…, estántodas. He encendido la luz del tope del mástil y mirándola, veo que dibuja en el cielouna curiosa trayectoria con el movimiento del barco, como si quisiera entretejerseen alguna de las constelaciones. De repente, estoy casi deslumbrado. La Luna se haelevado ya sobre las nubes que la medio ocultaban y su luz es ahora blanca e inten-

2. Se dice de quienes salen a pescar y hacen “porra”, es decir, no cogen nada.

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sa. Resulta curioso comprobar la capacidad de adaptación de nuestros ojos. En tie-rra, esta luz pasaría casi inadvertida y aquí, sin embargo, no hace falta ninguna otra.La Luna, que ahora riela con fuerza en la superficie del mar, manda su reflejo justohacia mí, haciéndome sentir beneficiario principal de su afán por iluminarlo todo.

Ya no veo barcos en los alrededores, me estoy quedando solo y aún así, nome quiero ir. Estoy disfrutando de veras y llamo a casa para que no se inquie-ten. Me dicen por teléfono que me asegure de llevar al menos el aperitivo paramañana y yo les contesto que el calamar no parece pensar de la misma mane-ra. Aún así, los leves tirones del plomo al arrastrar a veces sobre el fondo, man-tienen la esperanza de que pudiera picar en algún momento. Da igual, con cala-mar o sin él, merece la pena haber salido y disfrutar de toda esta belleza.

Hace frío, pese a que estoy bien abrigado. Supongo que mi calamar tam-bién debe estar helado, el pobre. La próxima vez, me traeré un termo con cafécon leche bien caliente. Decido finalmente volver a puerto. Soy definitivamenteel último en hacerlo. Arranco el motor y veo que el Miracle va dejando una este-la que, iluminada por la Luna, es más bonita y mucho más grande que de día.Es increíble cuanto cambia nuestra percepción de las cosas por la noche.

La luz verde del espigón se distingue ya claramente sobre el resto de las luces dela costa. La roja no se ve aún. La verdad es que la roja no se ve bien nunca, a no serque te aproximes desde el Sur. Me viene a la cabeza cuán importantes son estas doslucecitas cuando se trata de entrar en un puerto desconocido. “Green to green, redto red, all is clear, go ahead”, al decir de los ingleses3. Equivocarse en esto, de nochey con un poco de niebla, puede suponer ir a parar contra el espigón si se descuida uno,en vez de entrar a puerto. Estoy ya en la dársena y me aguarda aún una sorpresa adi-cional. Al entrar en la calle donde está mi puesto de amarre, casi centrada y al fondode la misma, veo la masiva Torre de Campello en todo su esplendor, iluminada con esaluz cálida y amarillenta que tan bien queda sobre la rústica piedra, y en el oscuro espe-jo del agua, su imagen nítidamente reflejada. La Luna también pone de su parte y apa-rece mucho más arriba y a la derecha, como un adorno cósmico. Fantástico.

Vuelvo a casa sin un solo calamar, pero traigo conmigo un cesto lleno de sen-saciones, de imágenes… y ¿acaso no es ese el mejor fruto del mar?. Tal vez todohaya sido un regalo de mi calamar, como si con ello quisiera compensarme y pidie-ra disculpas por no haber picado. Creo que saldré a pescar con más frecuencia.

3. En español hay un dicho casi idéntico, que además se usa como regla de gobierno al encontrarse con otraembarcación. Dice así: “Si da verde con el verde, o encarnado con su igual, entonces nada se pierde; siga arumbo cada cual”.

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Camellos en elaparcamiento

ENRIQUE ROCHE COLLADO

Seleccionado

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Amanecía en el limbo de los gnomos y me disponía a despertarme con elsuave canto de las ninfas que anidaban en el jardín de mi casa ubicada en fren-te del mar. El sol lucía radiante como un bebé contento y ya estaba enfundán-dome mis zapatillas de deporte para salir a hacer un poco de ejercicio. Solíacorrer por la orilla del mar para poder aspirar la suave brisa que aportaba milesde matices y olores, lo que me permitía divagar y seguir soñando mientras suda-ba la camiseta. Al acabar me esperaba la benefactora ducha y un pequeño ten-tempié en el confort del hogar. Los “churumbeles” se iban preparando para iral colegio y ser alguien de valía en el futuro, ya que esta sociedad, si bien eraextremadamente justa, era también muy exigente con sus miembros.

Una vez a solas en el hogar tomé la prensa que ya estaba encima de la mesay procedí a recorrer con mis pupilas las excelentes noticias que estaban escritas. Eraextraordinario vivir en un mundo sin guerras ni odios, donde cada ser humano cono-cía sus limitaciones a la hora de funcionar. Luego, recogí un poco la cocina y bajé algaraje a coger mi coche eléctrico no contaminante. Conducía sin prisa, escuchandomis baladas favoritas en la radio, mientras que las flores crecían exuberantes en elarcén de la carretera y los pajarillos revoloteaban saludándome al pasar.

La Universidad tenía un amplio aparcamiento y procedí a dejar mi vehículosiguiendo las amables indicaciones del guarda de seguridad, que con su radian-te sonrisa me saludaba todos los días. Acometí mi jornada laboral dirigiéndomeen primer lugar a mi buzón, donde me esperaba la correspondencia. Por la esca-lera me encontré con algún compañero de mi Unidad, un futuro Premio Nóbelsin lugar a dudas. Era un lujo estar rodeado de tanta calidad científica y de tan-tos cerebros preclaros. Me sentía un poco empequeñecido ante tanta sabiduría,pero sabía que algún día algo se me pegaría y podría codearme con ellos, diri-girles la palabra e incluso participar en algún proyecto conjunto.

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Un aroma de frescor inundaba el edificio. Tenía una carta del Ministerio yotra del Gobierno Autonómico. Seguro que eran respuestas a los proyectos quehabía solicitado y como no podía ser de otra forma, me contestaban en lasfechas y con la puntualidad que les caracterizaba. Esa mañana tenía la habitualsesión de datos con mis compañeros de Unidad, también Premios Nóbeles, peroquería saber lo que encerraban esos sobres antes de nada. Así que corrí raudoy veloz, cuan gacela perseguida por el guepardo, y me encerré en mi despachopara devorar con avidez las noticias que encerraban esas misteriosas misivas.

Abrí en primer lugar el sobre que venía del Ministerio. Ante mis ojos se abrióun informe detallado de mi proyecto, punto por punto. Era un informe muy pro-fesional, se veía que al evaluador no se le había escapado detalle. Mis pupilas ibanrecorriendo las líneas, leyendo y entreleyendo para sonsacar los puntos clave. Lascríticas eran bastante buenas, me iba sintiendo satisfecho a medida que avanzabaen mi lectura, pero todavía no había llegado al veredicto final y por eso estaba aúnun poco intranquilo. Al terminar la última hoja, allí estaba el párrafo enarbolandouna evaluación favorable: tenía concedido el proyecto. Ahora bien, el presupuestoestaba un poco hinchado y me recomendaban que lo redujera en un 20%, peropor lo demás parecía que el proyecto había gustado. El dinero iba a ser ingresadopara el año siguiente. Bueno, estaba feliz por disponer de esta oportunidad, no ibaa defraudar en absoluto y me iba a volcar en cuerpo y alma con esta línea de inves-tigación, que por fin iba encontrando una justa subvención.

Enseguida, dirigí mi mirada al sobre del Gobierno Autonómico, como si deuna tabla de salvación se tratara. Y la verdad es que no era para menos, aunquetenía la ayuda del Ministerio, el resto del año tenía que pasarlo con lo que elGobierno Autonómico me diera, si es que me iba a dar algo. Esa carta encerrabala respuesta y con un nerviosismo parejo si cabe procedí a abrirla. Mis ojos se ibana salir de las órbitas buscando la ansiada frase de la concesión afirmativa y allíestaba al final, en letra negrita, el proyecto había sido muy bien valorado. Así quetenía cubiertos los gastos de investigación por este año hasta que empezara conel proyecto del Ministerio. Esto eran buenas noticias y como era de esperar corríveloz al laboratorio a comunicar la noticia a mis becarios. Estos se pusieron muycontentos, eran dos chicos y una chica y la verdad es que estaban esperando estanoticia para poder continuar con las investigaciones, pues ya teníamos que repo-ner el material y los reactivos gastados y estas ayudas venían como agua de mayo.

El tiempo apremiaba y debíamos darnos prisa si no queríamos perdernos la inte-resantísima sesión de datos. Así que corrimos ligeros a la sala de reuniones, donde se

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iban acumulando los eminentes científicos que formaban el entorno de mi Unidad.Entré empequeñecido ante tan abrumadora abundancia de materia gris. Se respira-ba en el ambiente un aire de sabiduría y aspiré profundo con la idea de incorporar ami cerebro un poco de esa inteligencia que rezumaba por sus poros. Incluso hubieralamido su piel para poder impregnarme de ese saber que con tanto esfuerzo habíanconseguido. No me atreví a comunicarles la noticia de las concesiones de las ayudas,ya que ellos andaban sobrados de subvenciones y de dinero, eran Nóbeles, y paraqué quería yo, simple y miserable mortal, distraerles con esas menudencias.

Empezó la sesión de datos con la exposición de Ricardín, un becario, que yadesde sus más tiernos comienzos apuntaba a pertenecer a ese exclusivo Club de losNóbeles. Fue una exposición perfecta, con su introducción, su metodología, susresultados y su discusión. Le había salido todo a la primera y los resultados cuadra-ban perfectamente con la hipótesis planteada y con la discusión emitida. Desdeluego, este chico llevaba una trayectoria impecable y en esta línea seguro que iba allegar muy lejos. Luego vinieron las preguntas, una avalancha, y Ricardín respondiócomo un auténtico profesional, seguro y preciso como el fusil de un francotirador.

Acabada la sesión de datos tenía que regresar al laboratorio para atender lastareas administrativas encomendadas por mi Unidad. No es que me emocionaran,pero al final de mes tenía una compensación económica que siempre era de agrade-cer, sobre todo si estas labores te quitaban tiempo de docencia y de investigación. Asíque me reuní con el administrativo que ya tenía preparado un montón de documen-tos que tenía que firmar antes de enviar a los organismos oficiales correspondientes.

Volví de nuevo al laboratorio para poder reunirme con mis estudiantes,todos los días les dedicaba un tiempo para repasar experimentos, ver resultadosy discutir su interpretación con ellos. La verdad es que las cosas iban saliendo yque iba generando mi pequeña parcela de conocimiento poco a poco. Nimucho menos llegaba al nivel de los Nóbel de mi entorno, pero con modestiaconseguía ir generando algunos resultados, que posiblemente publicaría enalguna revista de índice de impacto miserable, pero suficiente para seguir avan-zando. Por ello, podía considerarme un hombre afortunado.

El estómago me recordó que era la hora de comer, así que me dirigí rápidoal restaurante de la Universidad a degustar los manjares que allí se cocinabantodos los días. Como siempre, la comida estaba estupenda y muy bien condimen-tada. Me senté solo a comer, no quería ubicarme en ninguna mesa con losNóbeles de mi Unidad, ya que no quería interrumpir sus elevadas conversaciones

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sobre cómo curar el cáncer en el mundo o cómo erradicar el problema del ham-bre en el planeta. Me daba un poco de vergüenza intervenir en tan excelsas con-versaciones y por ello prefería la soledad de la mesa, aunque siempre intentabaagudizar mi sentido del oído para intentar captar alguna información privilegiadaque indirectamente me ayudara a reorientar mi humilde línea de investigación.

Después de tomar un café, me dirigí de nuevo a mi despacho para inten-tar escribir algunas líneas de un capítulo de un libro al que unos editores delPaís de los Duendes me habían invitado. También tenía pendiente la escriturade un manuscrito con alguno de mis humildes resultados, aunque no me habíametido todavía en faena. Así que me quedé pegado al ordenador unas cuan-tas horas, esperando la llamada de los míos intentando reclamar mi presenciaen casa. Y la verdad es que hoy hacía una tarde magnífica y apetecía salir. Enefecto, mi mujer me llamó y me invitó a venir antes a casa para dar una vuel-ta por la playa antes de ir a cenar. Igual con suerte veíamos algún gnomo oalguna hada volando, lo que siempre hacía mucha ilusión a los niños.

Así que decidí cerrar mi sesión de ordenador un poco antes para poder dis-frutar de la familia, de un paseo tranquilo, de una cena en compañía y de una vela-da leyendo algún cuento antes de ir a la cama. Había que madrugar y mañana denuevo sería un día muy duro. Así que me entregué a los brazos de Morfeo paraque con su arrullo me diera las energías para poder comenzar la nueva jornada.

Sonó el despertador y me levanté sobresaltado. Hacía tiempo que no soña-ba algo tan idílico y tan agradable. Últimamente mis sueños se habían vuelto algomonótonos y siempre acababa partiéndole la cara a alguien. Hoy había amaneci-do nublado y con amenaza de lluvia, así que mejor no iría a correr a la playa nofuera a ser que me pringara de barro hasta las rodillas y echara a perder mis fla-mantes zapatillas deportivas. Así que me incorporé al ajetreo doméstico para pre-parar los desayunos, hacer las camas, ducharme, arreglar a los críos y salir, al final,todos zumbando para el cole y para el trabajo. Todos los días la misma carrera deobstáculos. Los niños iban contentos al colegio. Les había contado la bola de queel estudio les haría ser unos hombres de bien y todo eso, aunque con los ejem-plos que teníamos en nuestros dirigentes políticos me daba la mala conciencia deque les estaba tomando el pelo. En cualquier caso, ya crecerían y se darían cuen-ta de la realidad y que la diferencia entre los incompetentes de arriba y los deabajo residía principalmente en las influencias que los primero tenían para no ir adar cuentas a la justicia.

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Sin arreglar la cocina, bajé a toda prisa para coger el coche y llegar cuantoantes al trabajo. Iba por caminos vecinales con la idea de evitar los atascos matina-les y no tragarme el humo contaminante de todos los coches, incluido el mío, quea la misma hora teníamos un mismo objetivo: ¡llegar!. Además en mi caso parti-cular el problema era más delicado, ya que si me retrasaba un poco no encontra-ría sitio en el aparcamiento de mi Universidad, que solía saturarse a los pocos minu-tos. Básicamente a las 9:15 AM uno podía olvidarse de aparcar el coche allí y debíabuscarse la vida en un descampado que estaba a 5 min a pie. Tuve suerte, pareceque aún quedaba sitio. Saludé al guardia de seguridad que ponía cara de pregun-tar cuánto faltaba para el fin de semana y qué había hecho él para merecer esto.

Camino del buzón me cruce con la variada fauna y flora que campea por miUnidad. Generalmente gente que no investiga mucho, pero eso sí, son muy bue-nas personas, al menos eso es lo que el Jefe suele comentar. Lo curioso del asun-to es que cara a la galería, todos son buenísimos, al menos eso era lo que ellos mis-mos decían, aunque luego las bases de datos de publicaciones (Medline) parecíanignorar tanta calidad suelta. Posiblemente publicaban en otras esferas diferentesde las que yo solía frecuentar y se medían por otras escalas que yo desconocía ensu totalidad. En cualquier caso poco podían aportar a mi línea de trabajo, por loque procedí a un saludo indiferente, pero lleno de ironía. Había que hacer un pocode teatro y no contrariarlos, ya que eso sí, ciencia no harían mucha, pero influen-cias tenían un montón y si les entrabas por el ojo izquierdo, te la habías jugado.

Pasando por mi buzón recogí 2 cartas, una del Ministerio y otra del GobiernoAutonómico. Imaginé que serían las respuestas de concesión de los proyectos quehabía solicitado. La del Gobierno Autonómico llevaba un ligero retraso de 7 meses,pero parece que eso entraba dentro de la normalidad de funcionamiento de estarespetable y respetuosa Institución. Me imaginaba a los dirigentes de turno en lasalocuciones, haciendo campaña ante los ciudadanos, llenándose la boca diciendo lobien que habían invertido en la investigación y lo bien que habían hecho las cosas.

Abrí en primer lugar el sobre del Ministerio y lo primero que hice fue ver si teníala concesión. La respuesta era negativa, o sea no me habían dado el proyecto. Lacarta ocupaba apenas un folio y constaba de un párrafo en el que con una termi-nología vaga y poco precisa enumeraba las razones por las cuales el proyecto mehabía sido denegado. Había pocas alusiones a puntos concretos del proyecto y másque una carta evaluadora, parecía la Editorial de un periódico de provincias. Detodas formas había una frase al final que indicaba que la productividad del investi-

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gador principal había sido baja durante el último año. Bueno, bien era verdad quesólo tenía 2 publicaciones y sólo contaba con 2 becarios que encima no tenían nibeca y venían por las tardes a trabajar y a adelantar lo que podían en el proyecto.Una de las publicaciones hacía referencia a la generación de tumores en animalestransplantados. Los tumores aparecían a los 3 meses. Si uno repite el experimentoal menos 4 veces para asegurarse de la validez de los resultados, se encuentra queun año para realizar este trabajo es un plazo de tiempo más que razonable. Bien esverdad, que si te inventas los resultados puedes reducir muy considerablementedicho tiempo y aumentar consiguientemente tu productividad ¿Sería esto lo quequería decir el evaluador? En cualquier caso una lectura detallada del proyecto podíadar muchas indicaciones al respecto, señalando que los experimentos llevaban untiempo que era imposible reducir. Empezaba por tanto a dudar si la persona queemitía esas críticas había leído y comprendido el objetivo de la investigación. Detodas formas, la carta de la evaluación me llegaba fuera del plazo de reclamaciones,saltándose a la torera mi más elemental de derecho a la réplica y a la pelea por misintereses. Miré por la ventana preguntándome si estaba en algún país tercermun-dista, pero el ambiente en el exterior era el de cualquier país europeo: coches, tien-das, jardines, gente bien vestida…

Luego procedí a abrir la carta del Gobierno Autonómico. Aquí había tenidosuerte, me habían concedido el proyecto, aunque era una lástima que me entera-ra de esto con 7 meses de retraso, serían cosas del correo. El tema era que no ibaa cobrar el dinero inmediatamente y debería pedir un anticipo a la Universidad.Como era verano, el trámite se iba a demorar y posiblemente dispondría del dine-ro un mes antes de enviar el primer informe, que eso sí, había que hacer puntual-mente. Si hubiera sabido de la concesión desde principio de año, quizás mi infor-me sería un poco más jugoso, pero la ignorancia de la concesión y la no disponi-bilidad de fondos no me habían permitido avanzar a la velocidad deseada. Igualaquí también había que inventar resultados como en el caso del Ministerio, coinci-dencias de la vida. Después de muchos años en el extranjero y de ver cómo fun-cionan las cosas en países de referencia, no pude evitar echar nuevamente unamirada por la ventana para ver si en el aparcamiento en vez de coches habían apar-cados burros y camellos, pero no, eran auténticos automóviles: un país modernocon un sistema de financiación científica de submundo subdesarrollado.

Bueno, al menos tenía una ayuda económica que debería gastar en un tiem-po record inflingiendo alguna que otra norma ética y con el fisco. De todas for-

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mas y sin mucho entusiasmo, procedí a comunicárselo a mis estudiantes, que sepusieron relativamente contentos. Al menos podríamos ir tirando para este año.

Imaginé como de costumbre, que no habría sesión de datos, ya llevábamosasí más de 2 años y es que al enchufado del jefe no le gustaba enseñar sus resul-tados en público, no fuera a ser que se los copiáramos. De todas formas en la últi-ma sesión de datos de 30 personas, ninguno abrió la boca y sólo yo estuve uncuarto de hora preguntándole al susodicho. Igual eso le escandalizó y decidiócerrar esta ofensiva actividad, que por otro lado era una práctica habitual en otroslaboratorios del planeta. Volví a buscar a los camellos por la ventana.

Volví a mi despacho para seguir con los trámites administrativos que ocupabanuna buena parte de mi tiempo. Ya llevaba alrededor de una semana rellenandoinformes y estadillos al ordenador para pedir no sé qué informe de solicitud. Lo másgracioso es que hace un año había rellenado unos informes similares y volvíamos ala carga con lo mismo, eso sí en otro formato, por lo que lo del año anterior no valía.Además había un montón de directrices sin aclarar y de puntos oscuros, que conmucha imaginación debía de ir completando. La reunión con los estudiantes debíaposponerse, esta semana, como la anterior. Luego resulta que te critican de una pro-ductividad baja, pero eso sí, en labores administrativas soy el rey, aunque lastimera-mente a fin de mes la cuenta bancaria no refleja el tiempo invertido… Volví a bus-car más camellos a través de la ventana, pero ya de forma insistente.

Llegó la hora de reponer energía comiendo, así que me dirigí al bar de laUniversidad a hacerme con un bocadillo de pan gomoso con algo dentro y un botede Coca-Cola, más que nada por lo de la cafeína. Volví rápido al despacho paracomerme el tentempié allí, pues aún me quedaba mucho trabajo por realizar yquería acabar antes de las 8 de la tarde a ver si podía por un día pasar un rato conla familia. De repente sonó el teléfono y de las más altas instancias me llegaronnuevas instrucciones urgentes de que había que rellenar no sé cuantos formulariosmás y que todo debía estar para mañana a primera hora. Colgué el teléfono y volvía buscar, ya con tozudez, más camellos por la ventana, pero seguía sin verlos.Estaba claro que hoy iba a ser un día cargadito, los experimentos podían esperar,la burocracia era ahora la gran prioridad. Descolgué el teléfono, marqué el núme-ro de mi casa y comuniqué a mi mujer que hoy no me esperara para cenar.

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Los amantes deleclipse solar

TOMÁS MUÑOZ GARCÍA

Seleccionado

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Dos, como todos los amantes. Uno, lucero del alba, engendro de luz yenergía, inspiración de esos cotidianos diablillos llamados horarios. Otra, musade poetas y soñadores, patrimonio de los imposibles, reina de la noche.Cuentan que se conocieron una mañana de hace miles, millones de años, cuan-do ella, inesperada, se cruzó en el camino de él. Él, tan seguro de si mismo y desu ruta, creyó imposible tal error de cálculo. Ella, en un primer momento entris-tecida por llegar tarde a dormir, se sorprendió al encontrar tan luminoso caba-llero en su ruta. Ella sonrió... y entonces él sintió el reflejo de su mismo calor ensu iluminada piel. Cuentan que ahí fue donde empezó todo.

El encuentro fue breve, apenas unos minutos, pero no pasó inadvertidopara quienes andaban por allí. Los padres de los abuelos de la humanidad fue-ron testigos de este bello encuentro, y así se lo hicieron saber a sus descendien-tes, aunque más tarde caería en el olvido.

Pero los dos amantes sí se recordaban. Él a ella, ella a él. Como todos losamantes, se sorprendían creyendo ver al amado ser en otra estrella, o en otrosatélite, para en un desliz de la órbita darse cuenta que tan solo era un reflejode aquel ser. Quién no ha visto, al fin y al cabo, el rostro de un viejo amor enotro cuerpo, perdido en cualquier calle principal. Desde aquel día, él brilla conintensidad cariñosa, pues ella le confesó, en uno de sus encuentros, que sentíasu brillo en la piel. Ella, impaciente por verle resplandecer, y como promesa deamor fiel, dejó un lado de sí misma oculta para los humanos, como una coque-ta virgen que insinúa sus encantos pero reserva éstos al ser amado. Pero seguí-an separados. Condenados a mirarse, castigados sin tocarse.

Muy de tanto en tanto consiguen juntarse. Son mañanas afortunadaspara el amor, para el mundo y para ellos. Poco a poco los dos se van acercan-do, el uno al otro, despacito. Hasta que en un éxtasis de amor galáctico, pare-

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cen fundirse en un solo cuerpo astral. Los humanos, que siempre gustaron deeufemismos, bautizaron aquel fenómeno con el nombre de eclipse solar. Yalgunos, conscientes de los vaivenes e influencias del amor, lo recibían conmiedo. Incluso algún agorero lo asoció a cataclismos, a catástrofes. Ya veis,siempre existió quien recibió el amor con recelo. Siempre hubo quien levantósuspicacias hacia los besos.

Entre las criaturas de la tierra se empezó a comentar aquello. De los cuen-ta cuentos, de los juglares y astrólogos, empezaron a surgir historias que carga-ban de culpabilidad tan tierno amor. ¡¡Menudo problema si la luna estuvierasiempre con el sol!! Qué sería de nuestros horarios, de nuestras hipotecas, denuestros calendarios. Qué raros aquellos sabios que creían que amor era siempreestar al lado. El destino, por unanimidad, decidió como medida cautelar, que latierra ocultara de vez en cuando el sol a los ojos de la luna. Por ver si esta se olvi-daba de aquel, para ver si lo daba por perdido. Gusta el destino siempre de sepa-rar amores, aunque hay quién dice que hace mucho por juntar amantes.

Como planeta, interponerse entre tu satélite y tu estrella es algo parecidoa que un hijo se interponga en el amor de dos padres. Un complejo de Edipo ode Electra nunca superado. No deben quedar psicólogos de guardia en la gala-xia. Nadie hace nada por ayudar a nuestra esfera azul.

Y esos días para la luna son días tristes. Se oscurece hasta pasar casi inad-vertida, y uno diría que se le va la vida mientras se apaga. La tierra le tapa el sol.Los humanos llamaron a esto eclipse lunar. Total, parcial o penumbral. Algunosseres sensibles de este planeta, sienten la tristeza de ambos en ese instante. Loshindúes, que son gente con bastante sentido de la inteligencia emocional, loconsideran algo catastrófico.

Y ahí sigue la historia. Dos, aprendiendo a vivir con un amor imposible. Ladistancia, el tiempo y una bola habitada los separan. Pero de vez en cuandovuelven a tener encuentros fugaces, y hay entre nosotros, habitantes de estabola, quien lo empieza a ver con buenos ojos.

Como tú y yo sentados aquella mañana de naturaleza en octubre.Nosotros les entendemos. Vimos el eclipse solar. Los amores de amantes siem-pre tienen un antes, pero jamás firman un después. Tampoco un nunca. Y sí,suele haber planetas de por medio. Siempre fueron más bonitas las historias de

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amor que se escriben con renglones torcidos, los de la relatividad, o los de lametafísica, los de la ciencia, los de la técnica, los de la casualidad. Los de ¿Dios?Es la extraña incertidumbre de la distancia.

Y tú y yo seguimos sin saber cuándo será nuestro próximo eclipse, por queya ni la ciencia nos entiende. Tú y yo andamos perdidos en un antes, en unpasado. Andamos perdidos en una historia que cada uno dice haber superado,aunque con nuestras miradas nos neguemos que esté enterrado. Debe ser algoconsensuado esto de las tristes historias, pues quizá estemos condenados amirarnos. A ser dos amantes enigmáticos. Dos amantes condenados a verse adiario. A dar vueltas siempre entorno a un planeta que no hay quien entienda.Un planeta a veces cruel, a veces tierno, pero nunca fiel. Un planeta encantadoy a la vez encantador.

Allí arriba la luna y el sol nos miraban y nos entendieron...

- Claro, igual que tú y que yo en esta mañana de naturaleza les entende-mos a ellos, ellos nos miran y nos entienden a nosotros. – Lo dijiste con tal sua-vidad que mis oídos quedaron dulcificados.

Yo sonreí. Cómo explicarte que también estaba pensando lo mismo.

- ¿Te imaginas al sol diciéndole “hasta el próximo eclipse” a la luna?¿Despidiéndose de ella, sin saber cuando será la próxima vez que se encontra-rán? – Y nos quedamos en silencio. Me quitaste las gafas de las manos y miras-te al sol. Rompí el silencio. Cambié el registro, como cuando imito a VitoCorleone – Querida, no se cómo ni cuando, pero esto volverá a pasar. Aunquetengamos que esperar al próximo eclipse solar.

Y tu reíste. Y yo también reía. Alguien nos entiende en la Vía Láctea.

- Bueno, son las 9:30 de un 3 de octubre. Apunta esta fecha. De un lunes.

- Vale. – Y pensé que cuando uno siembra ilusiones, recoge casualidades.-Nos veremos en el próximo.

Terminamos de recoger aquel campamento, desmontamos los restos de unfin de semana casi perfecto. Y emprendimos el camino de vuelta.

El último octubre ya quedó atrás. Es una buena ironía que dos amantes,cómplices de aquel encuentro, sean los que nos marquen las distancias. Los que

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nos aten al tiempo. Y el espacio nos hace tan poquitos guiños que parecemosolvidarnos. Se interponen entre nosotros toda clase de cometas, tantas estrellasfugaces, que las dudas crecen en todas partes. Y viene la primavera. El sol,como si con su calor quisiera ser poeta, pinta los jardines de colores. La luna nossonríe en noches despejadas, destacando entre todas las estrellas.

Porque fuimos tachando jueves del calendario. Superando estaciones.Superando también ese andén en la vía del tren. Ese adiós, que sin ser un hastaluego, sabemos que lo es. Superando las semanas, las rutinas, los diciembres,los febreros. Superándonos cuando nos vemos y no somos compañeros deavión. Que divertidas las casualidades. Los amores de amantes en los que siem-pre hay dos. Claro, dos, como todos los amantes. La luna y el sol llevan siglosapostándose primaveras a ver cuando y cual será el próximo disparate. Saben loque es este amor. Como lo supimos nosotros al encontrarnos. Amor de aman-tes. Tendremos más eclipses, es pura física, exacta e irrefutable. Siempre existióquímica entre nosotros. Como entre la luna y el sol, los dos eternos amantes.

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ÍndicePrefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5Premiados y seleccionados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .7El hijo pródigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .9Adagio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .17El avatar de un relato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .29El tren nunca para . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .33Lo que más me asusta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .41Desde Eritrea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .49Mater dolorosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .59Señor Gnembe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .69El rastro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .77Mi vida es sólo un recordar sus besos . . . . . . . . . . . . .83Secretos de familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .93El regalo del calamar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .103Camellos en el aparcamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . .107Los amantes del eclipse solar . . . . . . . . . . . . . . . . . . .115

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Se acaba de imprimir este libro:

“Atzavares”

en los talleres de Alfagràfic

el día 4 de diciembre de 2006

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