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EL SECRETO DEL CUCO Paloma Villarejo

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EL SECRETO DEL CUCO

Paloma Villarejo

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El secreto del cuco

© Paloma Villarejo Gómez

ISBN: 978-84-8454-921-5Depósito legal: A–101–2010

Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma. Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotoco-pia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Pesadillas

Ringgggggggggggggggggggggggggg.

El despertador con su zumbido agudo llevaba un par de minutos sonando. Pero Andrea permanecía profundamente dormida, atrapada entre las redes de sus pesadillas. En mitad de la noche, nuestra amiga saltaba de la cama de un brinco y recorría a oscuras y a trompicones el largo pasillo.

—No, por favor. ¡Otra vez no! ¡Dejadme en paz! —se lamentaba la criatura y su rostro se desencajaba en feas muecas de espanto.

Los pacientes padres de Andrea pensaron de todo excepto que su hija tuviera mal de ojo o estuviera poseída y eso que los dos crecieron entre películas como El Exorcista o La Profecía donde las cabezas giraban como peonzas, los vómitos eran verduzcos y los cuerpos ascendían y descendían a velocidad vertiginosa.

Cecilia y Alfredo, los padres de nuestra amiga, empezaron a pensar que tenían un gran problema con su hija cuando la vecina cotilla del 2º piso empezó a aporrear el suelo para avisarles de que también ella estaba al tanto de los gritos nocturnos.

Y claro en cuanto se enteró doña Mariana, lo supo toda la comunidad de vecinos.

—Esa niña seguro que tiene esquizofrenia y por eso oye voces. Pues que la internen y que me dejen a mí dormir en paz.

Cualquiera le decía a la doña que toda la comunidad escuchaba cada noche la orquesta sinfónica que organizaba con sus ronquidos y que nadie decía nada porque para los pocos días que le quedaban a la pobre. Y con semejante alboroto —el de Andrea y el de doña Mariana— también se enteró el vecino nuevo, Germán, para vergüenza de nuestra protagonista. Porque Andrea podía ser rarita, tener pesadillas una noche sí y la otra también, pero lo

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que se dice ojos en la cara los tenía grandes y negros como el azogue. Y cuando llegó en el mes de abril, el bombón aquel de ojos verdes, piel morena y sonrisa de muerte, las niñas de 2º de la ESO del colegio público Luis Cernuda se enamoriscaron del alumno nuevo en cuanto éste cruzó las verjas del patio para quedarse.

Era la primera vez que a Andrea se le derretía el corazoncito en churretes enamorados. Y casualidad de las casualidades, Germán y sus padres fueron a vivir a la misma urbanización.

—¡Jo, tía, qué suerte tienes! —le decían sus compañeras de curso—. Vivir tan cerca de Germán —le seguían diciendo muertas de envidia.

La tutora también había reparado en el cambio y se lo explicaba a don Luis, el director:

—No me lo explico, don Luis. Hasta ahora mis alumnas no querían saber nada de las chicos y desde la llegada del nuevo, mírelas, ahí están jaleando a sus compañeros y a Germán. Si parecen animadoras profesionales.

El director miraba a la derecha el partido de fútbol y a la izquierda la cara de felicidad de la maestra. ¡Cómo era posible que alguien con tantos años de experiencia no supiera el porqué! Pero si la solución estaba delante de ellos corriendo como un galgo y bautizado con un nombre sonoro: Germán.

Don Luis, mientras la miraba de reojo, pensó en lo poco atractiva que era la maestra. Los ojos, huidizos y castaños, se escondían detrás de sus gafas de miope; el pelo a lo garçon. El cuerpo lo camuflaba detrás de un jersey y una falda dos tallas mayores. ¿Su edad? De veinticinco a cuarenta. Y en cuanto a su situación familiar: soltera para todos los años de su vida y con las entrañas secas para concebir hijos.

“La Solterona” la llamaban sus compañeras del cole, “la solterona” la llamaban las madres de sus alumnos y “solterona” graznaba también la pareja de palomas que había anidado en el aféizar de la ventana.

Germán, en ese momento, con un quiebro de cintura arrebató el balón a su contrincante y…

—¡¡¡Goooooool!!! —aullaban las chicas.—¡¡¡Goooooool!!! —gritaron don Luis y doña Paqui.—¡¡¡Goooooool!!! —Paco, el conserje, que pasaba por allí

también gritó.

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Germán Atienza había venido ya bien comenzado el curso porque su padre, director del banco de Andalucía, había sido trasladado a Madrid para abrir una primera sucursal en la capital de España. Y con Germán vinieron sus dos hermanas y su madre, mujer andaluza de piel aceitunada y ojos verdes, que parecía haberse escapado de un cuadro de Julio Romero de Torres, aburrida de la quietud de la pose. Esa piel y esos ojos son los que habían enamorado a su marido, un hombre tan serio que parecía que había venido al mundo no desnudito como lo hacían todas las criaturas sino con traje y corbata. El hombre triste la vio mientras paseaba hecha risas con sus amigas por el barrio pesquero de su Cádiz natal y se le derritió el traje, la corbata y el alma sesuda.

Y Germán Atienza había salido a su madre. Era una ráfaga de aire limpio y bien educado que se había colado por los recovecos del colegio Luis Cernuda para quedarse.

Todo un poema con rimas esdrújulas, que es la rima más culta, pensaba Andrea cuando le veía jugando al fútbol. Andrea se había vuelto poeta e intentaba hacer un pareado con su nombre y el de Germán Atienza. Y ahora, desde la llegada de Germán Atienza, parecía una locuela más, contagiada por el virus germanil que estaba contaminando el colegio.

Y ella que llevaba toda su vida vestida de incógnito para intentar pasar desapercibida hasta se habría atrevido a enfrentarse con Marta, la mezquina, la superMarta, la Martísima. O sea la chica más rubia, más delgada. “La tía más maciza”.

Marta era la chica más popular del colegio y Andrea la más… ¿La más qué? Pues antisocial seguramente. Y es porque se sentía avergonzada de sus padres. Su padre era biólogo y trabajaba en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y su madre era la editora de la sección juvenil de una editorial. Con la herencia de esos genes paternos y maternos Andrea tendría que haber salido inteligente y sapientísima.

Pero a Andrea le habría gustado que sus padres com-partieran con ella sus juegos de magia, o que le inventaran cuentos de gnomos barbudos y bonachones y princesas ro-sas de nombres compuestos y pomposos como sus vestidos de tules: Rosa Blanca, Bella Flor, Linda Priscila… Y que tran-quilizaran las pesadillas nocturnas que la venían persiguien-do desde niña.

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Como la pesadilla de ayer noche. Porque sólo se trataba de una pesadilla más, ¿no?

No es que los padres de Andrea se portaran mal con ella. Es que estaban demasiado ocupados con sus cosas y aún no se habían enterado de que su hija ya no tenía edad para Bratz ni para bicicletas rosas de paseo. Alfredo y Cecilia, como tantos otros padres, no estaban en la misma onda y como ejemplo el regalo sorpresa de los últimos Reyes Magos, la Cloe roquera.

La pobre muñeca aún estaba oculta y embalada en su caja debajo de la cama. Ella con una Cloe y la superMarta, la Martísima con un Motorola M-430. Si hasta vergüenza le dio enseñársela a sus amigas del colegio porque estaba segura de que era la única chica de trece años a quien los Reyes Distraídos —muy Magos no eran cuando no se enteraban de nada— no le habían traído un móvil último modelo. Y luego estaba lo otro: lo de ser hija única.

Suponía que sus padres habrían mantenido una conversación parecida:

—¿Qué hacemos, Cecilia? No podemos retrasarlo por más tiempo. Ahora sería un buen momento para darle un hermanito a Andrea.

—¡Qué dices, Alfredo! Es que no recuerdas el pésimo embarazo que tuve por lo de mi diabetes —contestaría su madre con voz sulfurada.

—Crees que no me voy a acordar si estuviste los nueve meses quejándote por las esquinas y repitiendo hasta que te quedaste afónica aquello de “qué malita estoy”, o lo otro de “estoy muy malita”.

—Claro, como tú no llevabas la barriga…—Cecilia, yo he hecho la mili en el Cerro Muriano

—interrumpiría a su mujer.—Ya estamos otra vez con lo de la mili. Los hombres

siempre estáis a vueltas con lo mismo. Ahora contarás lo de las guardias, los dos meses de instrucción con casi cuarenta grados, los sesos derretidos bajo la gorra…

Se torpedearían con miles de reproches y si no hubiera sido porque el tema le afectaba tanto, hasta le habría divertido ver a los dos enfadados como gallos de pelea. Andrea, en esos momentos, se encerraba en su habitación porque prefería la compañía de sus seres imaginarios a la de unos padres imposibles. Quizás Tatoo la tranquilizara con una de las historias interminables de su país.

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—¡Tatoo! ¿Dónde estás? Te necesito —Andrea estaba a punto de llorar.

—¡Estoy aquí! ¿Qué quieres? —le contestó una vocecilla tan aguda como el sonido de un grillo.

—¡Qué voy a querer, Tatoo! Pues, alguien con quien hablar. Marta me ha puesto la zancadilla justo cuando pasaba al lado de Germán y me he caído al suelo, y por si fuera poco, mis padres están discutiendo en la cocina —lloriqueaba Andrea a moco tendido.

Que ¿quién era Tatoo? Pues no era ni un gnomo juguetón de barbas blancas ni un ser imaginario de dos cabezas. Tatoo sólo era una muñeca desvencijada y rota, de tirabuzones marchitos y cara de porcelana amarillenta. Cuando Andrea se la presentaba a alguna compañera del colegio, la amiga se sentía aterrada al mirar los ojos verdes de rebordes amarillos y sin pestañas de Tatoo.

—Mira, Gloria, ésta es Tatoo. Es mi muñeca preferida —y al ver la cara de desconcierto se apresuraba a decir—. No creas que aún me gusta jugar con muñecas, pero es que Tatoo es especial.

Cómo explicarle que fue el único juguete que compartió noche tras noche sus miedos, que recién comprada, Tatoo repetía machaconamente aquello de “Busco una mamá. ¿Quieres ser mi mamá?” y que a ella se le caía la baba escuchando esa vocecilla tristona y blandita.

Por primera vez, encontraba a alguien más desamparado. Luego, se le fueron cayendo las pestañas, perdió pelo y la porcelana se fue cuarteando en miles de grietas. Y lo peor fue cuando Tatoo se quedó sin voz —se le debió de estropear el disco que llevaba en su barriga— y fue en ese momento cuando a Andrea se le ocurrió hacer de ventrílocua.

Andrea reinventó a Tatoo para no estar sola. Pero un día los padres la oyeron y como cuando entraron en la habitación la vieron sola, lo decidieron allí mismo:

—¡Te lo llevo diciendo mucho tiempo: la niña necesita un psicólogo! Habla sola, es sonámbula y no tiene amigas —espetó Cecilia con muy malos modos.

Y tú un psiquiatra, pensó el padre. El tiempo fue pasando y sus padres la dejaron por imposible. Y mientras a sus compañeras del colegio les llegaba la época de los diarios, los secretos, las contestaciones, los gritos, la espuma para el pelo, las bandas de cera para las piernas, los chicos… Andrea siguió fiel a su muñeca de porcelana. Teniendo

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a Tatoo no necesitaba amigas, ni hermanos, y hasta le sobraba la tata Carmela con sus chismes del pueblo de donde emigró y que se trajo entre los blancos camisones que olían a alcanfor.

—Anda, Tatoo, cuéntame una de tus historias.Tatoo, entonces, con una voz falseada empezaba uno

de aquellos cuentos que la tranquilizaban más que la tila aguada de la tata Carmela.

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Marta, la superMarta, la Martísima

Marta se miraba una y otra vez en el espejo y veía a la chica más guay y atrevida de todo el colegio. Marta, la Martísima eran su nombre y apellido.

Por qué, porque Marta llevaba una vida tan prestada que había decidido ocultar sus apellidos. Porque la superMarta era una niña de acogida. Sus apellidos Gómez Beltrán eran la única herencia que conservaba de sus verdaderos padres, pero los había usado tan pocas veces que los sentía como prestados.

Todo empezó cuando aquella mujer odiosa de los Servicios Sociales vino a ver a sus abuelitos y consideró, “la muy asquerosa”, que la pequeña se encontraba en situación de abandono familiar, con un padre en la cárcel que arrastraba una tortuosa carrera delictiva de drogas y robos y una madre difunta por sobredosis. Había que sacar a la niña de aquel ambiente.

La odiosa mujer nunca llegó a saber que los primeros siete años fueron los mejores de Marta al lado de aquellos viejecitos, cuajaditos de arrugas, que la querían hasta la adoración porque la nieta les había compensado de las tropelías que el hijo había cometido en la casa: la copa de plata que ganó el Ruso en una competición de motocicletas y que fundió por un par de jeringuillas de heroína, el reloj de cuarzo del abuelo que se compró con su primer jornal cuando era un chiquilicuatre de nueve años.

Pero, aquella mujer no se enteraba de nada y tras olisquear todos los rincones como un hurón malencarado, para ver si encontraba más miserias que denunciar y así justificar su sueldo de funcionaria acabó rellenando los papeles que llevaba debajo del brazo. Entonces empezó el auténtico calvario de Marta, y se fue forjando el carácter difícil de nuestra amiga hasta llegar a ser Marta, la Martísima.

Porque ésta era la tercera familia con la que convivía y también la que más le duraba. Consuelo y Juan eran buena

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gente e intentaban portarse con ella como unos padres de verdad. Sin embargo, algo en su interior la empujaba a ser mala con la gente; como con la pavita de Andrea que aún jugaba con muñecas cuando ella no había tenido ninguna, ni siquiera de trapo. ¿Qué tuvo en cambio?

Unos padres enganchados a la droga desde que tenía uso de razón. Su madre, recién parida, abandonó el hospital de El Niño Jesús y a su bebé para “ponerse” hasta las cejas. Casi se desangró en ese viaje a ninguna parte que la condujo a Chueca en busca de su dosis diaria. Y gracias a una ambulancia del Samur que la encontró hecha un guiñapo en una esquina, consiguió la triste de su madre salvar su vida de vuelta al hospital, al menos por esa vez.

Dori conoció al Ruso en un centro de rehabilitación. Siempre estaban juntos en la terapia de grupo que dirigía el padre José. Éste se dio cuenta enseguida porque el sacerdote llevaba treinta años braceando entre sentimientos ajenos para intentar rescatar a sus fieles y sacarlos a flote. Pero Dori y el Ruso estaban tan enganchados a la droga que su remanso de amor no fue una buena terapia.

Marta, cuando aún no era la superMarta porque sólo tenía cuatro años, se fue enterando de todo esto mientras el Ruso se lo contaba en las visitas semanales a la cárcel de Alcalá. El Ruso nunca había sido un papá como los de las demás niñas de la guardería primero y del colegio después. Ni siquiera le gustaba que le llamara papá.

Claro que a la pequeña Marta no le importaba demasiado porque el Ruso era más guapo que cualquier cantante famoso. Con aquel pelo rubio y lacio de cantante de rock. La boca del Ruso tenía unos labios llenos, adornados por una sonrisa traviesa que no le abandonaba nunca. Hasta en los peores momentos de su vida, y vaya si los hubo, el Ruso conjuraba las tormentas con su cara de buen tiempo.

—Papito, ¿por qué te llaman el Ruso? —le preguntó una vez Marta.

—Fue el Chapi, peque. Un colega del barrio.—¿No te gustaba tu nombre? —No mucho. Ángel es un nombre de niño de papá. Me

lo pusieron los abuelos para ver si con él tenía suerte en la vida, pero viviendo en Vallecas, entre chozas y ratas, he tenido bien poca.

Luego le explicó cómo había caído en manos del Chapi una enciclopedia y al ojearla, cuando llegó al apartado de

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los países y las nacionalidades, se dio cuenta de que los rusos de la Rusia eran igualitos que su amiguete Ángel. Y ya en la auténtica pila de bautismo, la de la vida, Ángel pasó a llamarse para toda la eternidad el Ruso.

Marta, de niña, esperaba ansiosa la llegada del sábado, a las doce en punto. La abuela empezaba a vestirla tres horas antes con mucho cuidado y para esa cita elegía aquel vestido blanco de algodón que la hacía parecer una princesa de cuentos y los zapatos de charol negro. La abuelita Gracia la acompañaba a la cárcel porque el abuelo estaba enfadado con su hijo desde que el Ruso se cansara de ser honrado y de trabajar de mecánico en el taller de chapa de su amigo Manuel. Y desde entonces, el abuelo le retiró la palabra de por vida.

Papá Ruso le contaba a Marta durante esas horas de visita historias muy bonitas. ¡Qué imaginación tenía el Ruso!

—Martita, ¡qué bien nos lo pasábamos los colegas y yo con aquellas motos!

Hacía girar con sus manos grandes el acelerador, al mismo tiempo que imitaba el petardeo del motor al arrancar. Con las palabras de papá Ruso, Martita pintaba mundos divertidos que no tenían nada que ver con la escuela.

—Ruso, ¿y mamá? ¿Cómo conociste a mami?Cuando Martita mentaba a su madre, parecía que

al Ruso le sobrevolara un cuervo negro por el rostro trayéndole malos augurios. Entonces, sus ojos azules se volvían tormentosos y un gesto de dolor le atravesaba el rostro igual que un rayo.

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Un día en la escuela

Marta se había levantado de muy mal humor. No lo pensó más. Se acercó a la vitrina del mueble donde

su padre postizo guardaba las bebidas y aprovechando que estaban los dos desayunando en la cocina, sustrajo la botella y la ocultó debajo de su pijama. Volvió a la habitación y escondió el licor debajo de la cama. Ahora sólo faltaba encontrar alguna botella de plástico y pegar el cambiazo. ¡Pobre Consuelo y pobre Juan! La buscaron a ella para que llenara el hueco de aquel hijo que se mató un fin de semana al volante del coche nuevo.

En muchas ocasiones, Marta sentía envidia del muchacho que le sonreía desde las fotos que sus padres tenían repartidas por todos los puntos de la casa. Mamá Consuelo decía que era para que el tiempo no llegara a desdibujar en su memoria los gestos de Juanjo. Pero ¿y ella? ¿Ella que estaba viva le importaba a alguien?

Marta pegó un puñetazo al aire enfadada con su pasado oscuro. ¡Ya estaba bien de tanta tontería! Hoy se pondría lo más guapa posible para hacer babear de envidia a sus compañeras de curso. Además, había llegado a la escuela un aliciente nuevo llamado Germán. Y se le resistía el condenado.

—Adiós, me marcho —se despidió sin más Marta.Consuelo y Juan levantaron los ojos de sus respectivas

tazas de café y se miraron. Marta ni siquiera se había tomado la molestia de desayunar con ellos.

—Consuelo, Marta sigue igual. Lleva ya tres años con nosotros y no hemos conseguido nada —la voz de Juan estaba teñida de desencanto.

—Tenemos que tener paciencia…—¿Más todavía? Tres años, se dice pronto, y Marta

jamás nos ha dado un beso, ni un gesto de cariño, nada de nada. Ni siquiera las gracias.

—Te recuerdo que somos nosotros los que tenemos que estarle agradecidos. Además, ya nos lo avisó la

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trabajadora de Servicios Sociales: una niña de diez años que ha sido rechazada por dos familias de acogida y con sus antecedentes familiares no iba a ser ningún caminito de rosas.

Pero a Consuelo le encantó Marta en cuanto la vio: la divinidad de su pelo rubio, suelto y lacio, aquellos ojazos azules y los dos hoyuelos de las mejillas. Entonces, le dijo a la mujer que no le importaba luchar contra un carácter difícil como el de Marta porque ella ya había sufrido en sus carnes lo peor que había en la vida: perder a tu único hijo con sólo dieciocho años.

Marta cuando cerró la puerta de la calle sabía que dejaba a aquellos dos intrusos hablando de ella. ¿Qué querían? Que se volviera de azúcar, que se deshiciera en mimos y halagos con aquellos desconocidos con los que llevaba viviendo tres años y que la habían recibido en su casa por puro egoísmo, sólo para llenar el vacío de Juanjo.

¿Cómo pretendían Juan y Consuelo que fuera una niña cariñosa? ¿Con ellos que eran unos padres postizos? ¿Con su padre que se pudría en la cárcel por su mala cabeza? ¿Con su madre que se le ocurrió morirse un buen día sin casi llegarla a conocer? ¿Con sus abuelos tan cargados de años y de penas?

Nunca podría demostrar afecto a nadie. A nadie. Estaba seca por dentro.

Se acercó decidida al grupo de niñas que revoloteaban inquietas esperando a que el conserje abriera la puerta.

—Has venido demasiado tarde, Marta. Te has perdido la entrada de Germán —le espetó Mª Ángeles como saludo de bienvenida.

—Bueno, ¿y qué? ¡Qué pesadas os ponéis con lo de Germán. Ni que no hubiera más chicos en el colegio.

Como él, claro que no los había. Mientras los chicos hacían el ridículo persiguiendo una lata de Coca Cola para darle patadas a diestro y siniestro, Germán estaba ya en la fila escuchando su MP4.

—Tengo una sorpresa, chicas —Marta no quería hablar de Germán tan de mañana. No estaba de humor para ello.

—Cuenta, cuenta.—Venga, vamos a ponernos en la fila, que ya se acerca

la señorita Puri.

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En el momento en que se acercaba la maestra a la fila, vio entrar por la puerta a Andrea con su madre. ¡Mira que era friki la tía! Y por si le faltaba algo, aquel aparato metálico que decoraba sus dientes como un enjambre de hilos rosas.

Pocas posibilidades tenía la pobre con Germán. Por supuesto que se había enterado de que a la rarita le gustaba el nuevo. Mejor. La situación se ponía pero que muy interesante: conquistaría a Germán y de paso humillaría a la rarita.

Las tres primeras horas se le hicieron interminables a Marta: las matemáticas con sus números se convirtieron en jeroglíficos indescifrables para ella; el verbo y los complementos se transformaron en chino y las partes del volcán la acabaron por hundir en la miseria del magma y en el más absoluto aburrimiento. ¡Sólo quedaban cinco minutos para el recreo! Entonces empezaría la fiesta. Bajaría la botella al patio escondida en la chaqueta y animaría a todas a beber unos chupitos.

—Chicas, mirad lo que me he traído de casa —las sorprendió Marta mostrando la botella de plástico llena de un líquido oscuro.

—Marta, ¿qué llevas ahí? —preguntó Gemma.—¿Tú qué crees? Bébete un trago a ver si lo adivinas,

lista.—Siempre estás con alguna de las tuyas, Marta. Y esta

vez nos puedes meter en un buen lío —soltó Mª Ángeles muy nerviosa.

Y sin embargo, cuando Marta les entregó la botella ninguna supo decir que no y las tres fueron pasándosela. Cualquiera se atrevía a plantarle cara a Marta, la Martísima, porque entonces, caías en desgracia y te expulsaba de su grupo.

Estaba en una esquina bastante retirada del edificio de las aulas. Allí no solían acudir los profesores cuando hacían las guardias de recreo porque había que andar demasiado y no estaban para esos trotes. Andrea que paseaba a Ángela en dirección a los aseos las vio y se acercó hasta ellas.

—¡Qué tal, chicas! ¿Qué hacéis aquí? Las tres amigas miraron la cara de Marta esperando

una respuesta que seguramente habría de empezar con un insulto seguido por lo menos de un “vete a cagar, bonita”.

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Pero, Marta enarbolando la botella de plástico en el aire las sorprendió con estas palabras inesperadas:

—Hola, guapa, acércate. ¿Quieres un trago? Está de muerte.

A Andrea mientras se aproximaba empujando la silla de Ángela le dio tiempo a pensar que lo que estaban haciendo las cuatro amigas no estaba nada bien y que como las pillaran les caería un “buen paquete”. Pero ¡cómo iba a decir que no!

Cogió la botella y dio un sorbo lento como si fuera el jarabe que la tata Carmela le daba cuando de niña le dolía la barriga o cuando ahora le bajaba la regla. Lo llamaba el jarabe del tío Perico porque según le contaba la tata al tal Perico se le ocurrió la fórmula magistral un día en que los retortijones le estaban machacando los dos intestinos, el grueso y el delgado. Estaba hecho con plantas medicinales y un chorrito de anís para quitar el mal sabor a hierbas cocidas.

¡Vaya, vaya, con la pavita! Esto se estaba poniendo interesante.

—Venga, vayámonos a la fila que estará a punto de sonar el timbre. Andrea, vente con nosotras si quieres —dijo Marta sorprendiéndolas a todas.

Aquello no era una rendición de Marta sino un plan alternativo, por si acaso. Porque Marta estaba acostumbrada a adelantarse a los envites de la vida. ¡Como para no estarlo después de aquellas tres familias de acogida que le fueron enseñando los “por si acaso” de la vida!