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EAST VILLAGE, USA Dan Cameron D aa su condición de isla, la incapacidad de Manhattan para extenderse en cual- quier dirección que no sea la vertical ha ejercido una influencia notable en su historia cultural reciente. Entre las principales ciudades norteamericanas, sólo San Francisco se ve relativamente libre de los dos horrores para- lelos a los que ese hecho da lugar: la creación de guetos por un lado y de urbanizaciones en el ex- trarradio por otro. Las ciudades más característi- cas pero también más desartunadas, como Da- llas o Bastan, siguen el camino evidente, exten- diéndose inexorablemente en círculos concén- tricos, dejando atrás un núcleo deteriorado cuyo rejuvenecimiento sólo empieza al son de la di- namita o de la pala excavadora. En Nueva York, el proceso contrario, el des- plazamiento de la población de un barrio a otro, tiene su origen en intereses más codiciosos. Una zona de unas pocas manzanas puede cambiar de dueño varias veces en una sola generación. Te- niendo en cuenta que en Manhattan la demanda de cada metro cuadrado de solar por parte de las inmobiliarias ha aumentado espectacularmente, estos desplazamientos pueden verse respaldados por erzas misteriosas. En un período de seis meses durante el invierno y la primavera de 1982 y 1983, observé cómo un edificio al otro la- do de la calle era incendiado por su dueño, abandonado por sus inquilinos (mayoritaria- mente hispanos), para quedar vacío durante no- venta días, y luego cómo era espléndidamente renovado y, finalmente, ocupado de nuevo por sus inquilinos actuales (mayoritariamente blan- cos). Amigos míos bastante enterados calculan que el propietario ha aumentado sus beneficios en más de $5000 al mes. Puesto que no hubo ninguna muerte en el incendio provocado, qui- zás sea inexacto denominar estos beneficios «di- nero manchado de sangre». lDebería inrmar a mis nuevos vecinos que sus muros de ladrillo visto tuvieron un coste algo más alto que los $500 que ahora desembolsan para pagar el alqui- ler? lLe tocará el turno ahora a mi apacible casa (mitad blanca, mitad hispana)? El aburguesamiento no es, sin embargo, la única razón por la que algunos de los barrios más deprimidos de Nueva York se han lavado la cara en los últimos años. El nuevo East Village, que abarca geográficamente una parte del nuevo Lower East Side, también se ha constituido sin duda en presagio de alquileres altos, caterías de comida rápida y la reducción del carácter ét- nico de todo un barrio. Cualquiera que quisiera 56 desmentirlo podría pedirle a un antiguo residen- te de Soho que le llevara a dar un paseo por West Broadway para ver cómo ha cambiado des- de 1974. Desde luego, antes de 1989, me figuro que la Avenida A habrá dejado de ser la calle ntasma que yo recuerdo haber recordado en 1979, y habrá suido una transrmación igual- mente completa. No sin recelo, he observado cómo mi barrio se ha convertido en el ojo del huracán cultural neoyorquino. Mientras yo pueda seguir en mi oasis, no me importa que los desconsolados tu- ristas -por no hablar de la gente que ecuenta la zona de los puentes y túneles- abarroten Bleeker Street o Columbus Avenue. Pero me te- mo que no podrá ser. Esta temporada todo el mundo irá a los clubs 8 B.C., Pyramid y el nuevo Limbo Lounge. Las masas acudirán a las nuevas galerías de Gracie Mansion, Civilian Warre y Pat Hearn. Tengo que reconocer que me gusta. Este es mi barrio, mi generación, mi década. Una vez que lleguemos a 1990, estaremos dema- siado pasados de moda para preocuparnos. lPor qué no lo disutamos mientras podemos? Aún así, mantengo las distancias. Ojalá pudie- ra proclamar con virtuosa indignación que lo que más me molesta es lo del aburguesamiento. Ojalá se marchasen los modernos y a los que vi- vimos al margen nos dejasen tranquilos con nuestras hamburguesas de soja, nuestra cábala de vecindario y nuestros preciosos alquileres ba- jos. Verdaderamente el número comparativo de yuppies y artistas en las proximidades del par- que de Tompkins Square es alarmantemente al- to, pero no lo es tanto mi nivel de conciencia- ción al respecto. Lo que sí me da dentera es la calidad irrisoria- mente baja de la mayor parte del arte, música, moda, o literatura de East Village y la cantidad de energías que tienen que gastar algunos de sus densores en convencernos a todos, incluso a sí mismos, de que en realidad esta calidad es alta. El tema suele causarme problemas con mis antiguos colegas, cuya noción de una revolución cultural parece empezar y terminar con Keith Haring, el artista de graffiti. Creo que lo que pa- sa es que muchos de ellos no ven la ironía de su situación. Son incapaces de comprender que causar baja por razones de edad le deja a uno mucho más apabullado que perder alguna vez el veloz tren de la moda. Roberta Smith, que con la ayuda de sus antenas socio-políticas, lleva mucho tiempo haciendo la crítica más astuta y más marchosa de Nueva York, reconoce esto en su artículo «The East Village Art Wars», publi- cado en Voice; «los buenos tiempos de East Vi- llage... se han acabado, pero los mejores, en cuanto se refiere al arte, están por llegar». Lo que estoy dispuesto a reconocer es que ac- tualmente en East Village hay que ser más ex- tremista, más tante y más intrasigente que en cualquier otro momento de la historia reciente. Pues muy bien. El arte aquí ha asumido un ma-

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EAST VILLAGE, USA

Dan Cameron

Dacta su condición de isla, la incapacidad de Manhattan para extenderse en cual­quier dirección que no sea la vertical ha ejercido una influencia notable en su

historia cultural reciente. Entre las principales ciudades norteamericanas, sólo San Francisco se ve relativamente libre de los dos horrores para­lelos a los que ese hecho da lugar: la creación de guetos por un lado y de urbanizaciones en el ex­trarradio por otro. Las ciudades más característi­cas pero también más desafortunadas, como Da­llas o Bastan, siguen el camino evidente, exten­diéndose inexorablemente en círculos concén­tricos, dejando atrás un núcleo deteriorado cuyo rejuvenecimiento sólo empieza al son de la di­namita o de la pala excavadora.

En Nueva York, el proceso contrario, el des­plazamiento de la población de un barrio a otro, tiene su origen en intereses más codiciosos. Una zona de unas pocas manzanas puede cambiar de dueño varias veces en una sola generación. Te­niendo en cuenta que en Manhattan la demanda de cada metro cuadrado de solar por parte de las inmobiliarias ha aumentado espectacularmente, estos desplazamientos pueden verse respaldados por fuerzas misteriosas. En un período de seis meses durante el invierno y la primavera de 1982 y 1983, observé cómo un edificio al otro la­do de la calle era incendiado por su dueño, abandonado por sus inquilinos (mayoritaria­mente hispanos), para quedar vacío durante no­venta días, y luego cómo era espléndidamente renovado y, finalmente, ocupado de nuevo por sus inquilinos actuales (mayoritariamente blan­cos). Amigos míos bastante enterados calculan que el propietario ha aumentado sus beneficios en más de $5000 al mes. Puesto que no hubo ninguna muerte en el incendio provocado, qui­zás sea inexacto denominar estos beneficios «di­nero manchado de sangre». lDebería informar a mis nuevos vecinos que sus muros de ladrillo visto tuvieron un coste algo más alto que los $500 que ahora desembolsan para pagar el alqui­ler? lLe tocará el turno ahora a mi apacible casa (mitad blanca, mitad hispana)?

El aburguesamiento no es, sin embargo, la única razón por la que algunos de los barrios más deprimidos de Nueva York se han lavado la cara en los últimos años. El nuevo East Village, que abarca geográficamente una parte del nuevo Lower East Side, también se ha constituido sin duda en presagio de alquileres altos, cafeterías de comida rápida y la reducción del carácter ét­nico de todo un barrio. Cualquiera que quisiera

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desmentirlo podría pedirle a un antiguo residen­te de Soho que le llevara a dar un paseo por W est Broadway para ver cómo ha cambiado des­de 1974. Desde luego, antes de 1989, me figuro que la A venida A habrá dejado de ser la calle fantasma que yo recuerdo haber recordado en 1979, y habrá sufrido una transformación igual­mente completa.

No sin recelo, he observado cómo mi barrio se ha convertido en el ojo del huracán cultural neoyorquino. Mientras yo pueda seguir en mi oasis, no me importa que los desconsolados tu­ristas -por no hablar de la gente que frecuenta la zona de los puentes y túneles- abarroten Bleeker Street o Columbus Avenue. Pero me te­mo que no podrá ser. Esta temporada todo el mundo irá a los clubs 8 B.C., Pyramid y el nuevo Limbo Lounge. Las masas acudirán a las nuevas galerías de Gracie Mansion, Civilian Warfare y Pat Hearn. Tengo que reconocer que me gusta. Este es mi barrio, mi generación, mi década. Una vez que lleguemos a 1990, estaremos dema­siado pasados de moda para preocuparnos. lPorqué no lo disfrutamos mientras podemos?

Aún así, mantengo las distancias. Ojalá pudie­ra proclamar con virtuosa indignación que lo que más me molesta es lo del aburguesamiento. Ojalá se marchasen los modernos y a los que vi­vimos al margen nos dejasen tranquilos con nuestras hamburguesas de soja, nuestra cábala de vecindario y nuestros preciosos alquileres ba­jos. Verdaderamente el número comparativo de yuppies y artistas en las proximidades del par­que de Tompkins Square es alarmantemente al­to, pero no lo es tanto mi nivel de conciencia­ción al respecto.

Lo que sí me da dentera es la calidad irrisoria­mente baja de la mayor parte del arte, música, moda, o literatura de East Village y la cantidad de energías que tienen que gastar algunos de sus defensores en convencernos a todos, incluso a sí mismos, de que en realidad esta calidad es alta. El tema suele causarme problemas con mis antiguos colegas, cuya noción de una revolución cultural parece empezar y terminar con Keith Haring, el artista de graffiti. Creo que lo que pa­sa es que muchos de ellos no ven la ironía de su situación. Son incapaces de comprender que causar baja por razones de edad le deja a uno mucho más apabullado que perder alguna vez el veloz tren de la moda. Roberta Smith, que con la ayuda de sus antenas socio-políticas, lleva mucho tiempo haciendo la crítica más astuta y más marchosa de Nueva York, reconoce esto en su artículo «The East Village Art Wars», publi­cado en Voice; «los buenos tiempos de East Vi­llage... se han acabado, pero los mejores, en cuanto se refiere al arte, están por llegar».

Lo que estoy dispuesto a reconocer es que ac­tualmente en East Village hay que ser más ex­tremista, más tajante y más intrasigente que en cualquier otro momento de la historia reciente. Pues muy bien. El arte aquí ha asumido un ma-

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(

Stephen .Lack. «Mil», _1984. ·

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tiz de total desesperación, aunque esta carac­terística quizás no tenga efectos duraderos. Pero por el momento, ha convertido el lugar en una especie de olla a presión de la creatividad. En realidad, el efecto psico-social debería comparar­se con un dragón que se muerde la cola, puesto que el capitalismo que se parodiaba a sí mismo en el East Village de 1983 hace mucho que ha dejado de ser una mera parodia para convertirse en realidad: los precios han subido, las actitudes son hostiles, y nadie quiere que le iluminen los focos de la publicidad que actualmente se le está dando.

Otra cosa que estoy dispuesto a reconocer es que la moda de East Village va a durar. Soho y Tribeca, una vez aburguesados, ya no podían dar cobijo a un punto de vista verdaderamente radical después del cisma neo-expresionista de finales de 1981. En una situación en que el au­mento de artistas entre la población duplicaba el de nacimientos, y una vez que Julian Schnabel había tomado las ciudadelas por asalto, la mayo­ría de las galerías comerciales empezaron a tem­blar y se volvieron reaccionarias. Otras buscaron algún pintor tránsfugo para añadir a la nómina. Durante media temporada, más o menos, pare­cía que la brecha existente entre el sistema co­mercial y el sistema «underground» acabaría por aislar completamente a este último. Ahora que ha ocurrido lo contrario, el resto del mundo artístico está invadiendo East Village para que la gente se fije en él. Ya es una cuestión práctica­mente irrelevante si este lugar tenía alguna sin­gularidad al principio. El único aspecto intere­sante a partir de ahora será el reparto que se haga.

Todo el mundo tiene su momento preferido en el que la zona -al sur de la Calle 14 y al este de la 2. ª A venida- empezó a asumir característi­cas culturales inusitadas. El mío podría ser el instante en que se captó en una fotografía la imagen de Franz Kline con la boca llena en Katz's Deli (en la esquina de Ludiow y East Houston). Está claro que el primer florecimien­to del barrio llegó con las galerías-cooperativa en las inmediaciones de la Calle 10 East a fina­les de los años 50 y principios de los 60. En una reacción a la reciente aparición de la escuela neoyorquina, las galerías Hansa, Tanager, Reu­ben y Green incluyeron en sus listas a muchos artistas que posteriormente lograron acogerse al arte post-pop en su momento de alza: Red Grooms, George Segal, Al Held y Nicholas Krushenick, entre otros. No es necesario señalar que la gama de galerías alternativas situadas en la Calle 10 East daban una idea bastante exacta del mercado de arte contemporáneo en East Vi­llage, aunque no existía prácticamente ninguna posibilidad de explotarlo. Entonces, como aho­ra, el expresionismo daba ímpetu a un movi­miento artístico popular claramente representa­do por artistas ignorados por el mundo comer-

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cial, al que, por otra parte, ellos rechazaban. De­cidieron hacer las cosas por su cuenta. Enton­ces, como ahora, las inauguraciones de galerías con más animación que presupuesto dieron un tinte extravagantemente bohemio al panorama alternativo.

Aunque quedaban restos de la época de la Ca­lle 10 en algunas galerías de Soho que tenían ar­tistas al frente, el movimiento se había disipado a mediados de los años 60, una vez que ya era evidente que los artistas con más posibilidades se habían escapado. En aquella época, sin em­bargo, la atención ya se había centrado en otro tipo de experimentalismos: los «happenings» y el pop-art. Puesto que no estaban localizados geográficamente -ni siquiera después de que la Iglesia Judson Memorial ofreciera su local al grupo nuclear de coreógrafos experimentales que posteriormente crearían el Judson Dance Theater- gran número de las primeras actuacio­nes que daban Claes Oldenburg, Jim Dine, Allan Kaprow, Robert Whitman y Red Grooms, sin contar con ningún tipo de presupuesto, tu­vieron lugar donde fuera factible. Entre los luga­res preferidos estaban el estudio de Oldenburg en la Calle 2 East, y el museo de la Calle Delan­cey (a tan sólo media manzana de donde se cele­braría veinte años más tarde la influyente expo­sición Real Estate Show).

Fue la Era de Warhol la que verdaderamente llevó al éxito a East Village. Durante los últimos años de la década de los 60, cuando el arte visual se entendía como una ramificación de la psico­delia, St. Mark's Place y el parque de Tompkins Square eran las capitales neoyorquinas de la contracultura. Velvet Underground tocaba en el Electric Circus, Jefferson Airplane en Fillmore East, y Cecil Taylor en Sluggs (en la mismísima Avenida D) -quizás la música popular no causa­ra tantos desmayos entre la vanguardia entonces como hoy. Sin embargo, era un período en que borrar las líneas divisorias parecía infinitamente preferible a reconocer las jerarquías tradiciona­les (el arte serio frente al arte popular, et al.). Después de los tímidos experimentos de finales de los años 50, por fin los Estados Unidos se estaban dejando arrastrar completamente por la cultura vanguardista. Si uno no estaba tomando ácido en el parque Golden Gate o haciendo autostop por Europa, tenía que estar en East Vi­llage.

La regresión conservadora de los años setenta hizo que el aire de camaradería funky de St. Mark's Place dejase mucho que desear, y según los cronistas, en 1972 ó 1973 la célebre zona se había convertido en un suburbio de ex-hippies y pasados. La cultura popular y la vanguardista volvieron a partir en direcciones opuestas, adop­tando la primera las blandas mediocridades de las soluciones intermedias y bordeando la se­gunda la órbita de la nada (distinto del sinsenti­do; esa característica se aplica mejor a los Eagles, grupo de rock and roll, que a Joseph

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Keiko Bonk. «Lost», 1983.

Bobby G. «Blue Boy», 1984.

Kosuth). Un puñado de artistas habían descubierto unos años antes que los vastos espacios comercia­les de Soho podían adaptarse para vivienda/estu­dio, y la consolidación de West Broadway empe­zaba a manifestarse en pálidos destellos de anti­cipación (buena pregunta para el Trivial Pursuit: len qué año abrió Paula Cooper en la zona?).

Que el arte de los años setenta puede asociar-

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se con la arquitectura de Soho es algo que sólo se ha empezado a ver claro con el paso del tiem­po. Las arte-instalaciones, los «happenings», los campos cromáticos por metros, las palabras pin­tadas en los muros -la mayor parte de esta acti­vidad dependía muy directamente del emplaza­miento, un barrio de fábricas cuyos interiores blanqueados servían inmejorablemente de tabu­la rasa colectiva para una forma recién codifica­da de ver y experimentar el arte. Fue ya bien en­trada la década de los setenta cuando los lofts de Soho empezaron a adquirir connotaciones de glamour y prestigio; y cuando llegó la primera oleada de boutiques y médicos, la escena dio un vuelco definitivo.

La cronología exacta de fuerzas, hechos y per­sonajes que condujeron a la aparición y cristali­zación de East Village es muy discutido. Hay, de hecho, unos cuantos grupos e influencias que se entrecruzaron a principios de la década de los ochenta y que están aún por definir. El primer factor a señalar es la cambiante economía del mundo del arte en Nueva York y, por extensión, de todo el país. Y a al final de 1978, cuando el sistema de galerías había entrado en una espiral ascendente que pronto produciría el nacimiento de la Pattern Painting y el New Imagism, se vio enseguida que el paraíso de los artistas en Soho (y, por extensión, en Tribeca) se había agotado. La especulación inmobiliaria había subido los precios tan rápidamente que los lofts, que se ha­bían alquilado por la mitad del precio de un buen apartamento, constaban de repente tres o cuatro veces más. Coadyuvando en esto estaba un sistema de inflación que hizo ·poco a poco que los artistas, que hasta entonces habían podi­do comer y vestirse con el sueldo de dos días a la semana, tuvieran que acogerse al empleo a tiempo completo si querían vivir de forma me­dianamente aceptable.

Yo fui directamente de la universidad a Nue­va York en el otoño de 1979, y nunca hubiera creído que los artistas de más edad me dijeran:

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«Vete al Este, chico». En visitas anteriores había localizado unas cuantas calles, un poco en la pe­riferia quizás, donde no me importaría vivir para ahorrar dinero: Crosby, Chambers, Bond, Harri­son. Luego, cuando me enteré de que otros ar­tistas más consagrados estaban invirtiendo todo su tiempo y su dinero en conseguir quedarse en estos sitios «marginales», y tras calcular cuánto iba a sacar con mi trabajo de ayudante de gale­ría, casi me marché a Long Island City y Wi­lliamsburg -la última tentación de los empobre-cidos habitantes de lofts.

Pero primero, armado de bloc y ropa vieja, de­cidí echar una ojeada a East Village, ya que tenía amigos en la Primera Avenida y en la Calle 15. Parecía que les gustaba. Además, St. Mark's Pla­ce parecía ir recuperando el atractivo de la déca­da de los sesenta, y el club punk CBGB's, pione­ro en su género, me había llevado a Bleecker y Bowery ya varias veces. Aunque el que había de ser el apartamento de mis sueños quedaba al sur de Houston Street, me asombró comprobar cuánta gente de mi misma edad y circunstan­cias, personas creativas, se habían infiltrado ya. Empezaban a tratar el barrio como suyo, sobre todo en las cercanías de la Segunda Avenida y de Tompkins Square. Esto era en los primeros tiempos, cuando sólo se podía comer en The Ukranian Home y en Leshko's, y el St. Mark's Bar and Grill era una salida nocturna entreteni­da. Y sin embargo, la expresión «East Village» ya era de uso común, y se empezaban a escu­char comentarios vagos de «rejuvenecimiento». Empezábamos a dejar de sentirnos pioneros.

Antes de que Schnabel salvase el Atlántico y trajera la Transvanguardia a Nueva York, la es­cena musical de la nueva ola/ no-ola de jazz ex­perimental había empezado a dar una nueva in­tensidad a la palabra «downtown» («centro urba­no»). Los Talking Heads, pesos pesados del cir­cuito local de clubs, eran graduados de R.I.S.D.; Eno (músico y ex protegido de Roxy Music) es­taba en Nueva York haciendo vídeos; Keith Ha­ring andaba seleccionando shows para el Mudd Club. Empezó a haber un cruce de identidades: Nancy Arlen tocaba la batería para Mars y a la vez exponía escultura en Stefanotti; Richard McGuire presentó una de las primeras exposi­ciones en Toni Shafrazi y tocaba el bajo para Li­quid Liquid. El bar-galería-de-arte de los años sesenta, Max's Kansas City, era el epítome del cruce de identidades entre el arte y el rock, y aún se mantenía a flote.

Los siguientes en empezar a hacer ruido fue­ron CoLab y Fashion Moda. Habían comenzado como colectivos populares, no lucrativos, y esta­ban creando un arte que claramente contrastaba con la liada escena de las galerías de aquel mo­mento. Abiertamente políticos, vulgares y ente­rados a un tiempo, los grupos compartían artis­tas con frecuencia, aunque uno tenía su sede en el Lower East Side y el otro en el South Bronx. Cuando un grupo de artistas aún más numero-

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so, también asociado vagamente a CoLab y Fas­hion Moda, montó el Times Square Show en la primavera de 1980, llenando un salón de masa­jes abandonado (al sur de la Calle 42) de arte provocativo y a veces violento, fue para procla­mar que se acababa de franquear una barrera. Esta nueva generación había captado la atención del mundo del arte inesperadamente, y depen­día de ellos que esa atención no se les escapase.

Fun Gallery, la primera de las empresas de East Village, ya no es la más característica ni la más radical de estas salas. Fue un caso poco co­rriente. Abierta por Patti Astor y Bill Stelling a principios de 1981, lo suyo era el Graffiti. Pero en ese momento el aspecto y el estilo del Graffi­ti era una piedra de toque para gran cantidad de ideas artísticas que empezaban a cristalizar. Fas­hion Moda había introducido a los que «escri­bían» en los vagones de metro en la corriente pictórica, pero fue Fun Gallery la que mezcló ar­tistas de graffiti como Dondi White, Fab-Five Freddy Brathwaite y Futura 2000 con sus con­tra-figuras de la School of Visual Arts: Meith Haring, Kenny Scharf y Jean-Michel Basquiat. East Village había engendrado sus primeras es­trellas, y la Primera Fase, todavía medio secreta, había terminado.

En perspectiva, la conexión del graffiti es preocupante, pues fue la ocasión en que el mun­do del arte tomó una dirección más cercana a la acción en la calle. Y sin embargo no tiene futu­ro. O, por expresarlo de forma más suave, la in­fluencia del graffiti ha pasado de estar en el cen­tro de la vanguardia a ser un afluente muy se­cundario, y nadie tiene más culpa de ello que los «enterados». Cuando René Ricard y Edit deAk acuñaron el «clubismo» como sustituto del cu­bismo, o cuando Diego Cortez seleccionó las obras para la trascendental exposición de P.S.1, New Wave, New York (1981), reflejaban un opti­mismo cultural que estaba empeñado en presen­tar Nueva York como el colmo de la democra­cia. La gente del teatro, de las fiestas, de los clubs: estos eran los participantes reales de nuestra época, los que compartían las ideas, los escaladores despiadados. Las fiestas te hacen o te destrozan, y tienes que conservar la calma pa­ra seguir adelante.

La ironía de la estética de la calle, o, por ex­tensión, de la estética del club, es que no existe forma de introducirlas en el mundo del arte, de las galerías, los coleccionistas y los museos. Mientras tránsfugos como Haring, Basquiat y Scharf pasaron al mercado «serio», sus puestos no fueron ocupados por esos artistas callejeros cuyo ejemplo habían seguido en su trabajo. Les sustituyó una segunda ola de pintores de escuela de bellas artes, de entre los cuales muchos hicie­ron una adaptación aún mayor del enfoque del graffiti, pero otros tantos se lo saltaron completa­mente. Los nuevos artistas de para-graffiti, que pronto establecerían la norma de un estilo común al East Village, incluían a David Wojnarowicz,

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Louis Renzoni. «Warden», 1984.

Jenny Holzer, Mark Kostabi, Ed Higgins, Ri­chard Hambleton, John Abearn, Avant, Brad Melamed, John Fekner, Judy Rifka y Rick Pral. Aunque unos cuantos pasaron directamente de las filas de CoLab o Fashion Moda a Soho o la Calle 57, otros empezaron a dejarse ver en el grupo siguiente de galerías de East Village: Gracie Mansion, Civilian Warfare, 5 lX.

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El prototipo graffiti empezó a tambalearse en cuanto East Village se afianzó, y fue sustituido gradualmente por la Transvanguardia europea y los modelos neo-expresionistas. Los cuadros de Stephen Lack, Keiko Bonk, Huck Snyder, Rhonda Zwillinger, Luis Frangella, Louis Renzoni y Guy Augeri no son traducibles a puertas de vagones de metro sino que requieren la mediación de marcos

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y paredes de galería para surtir efecto. De hecho, la muy debatida Segunda Fase de la historia de East Village vio más bien un resurgir de la lla­mada estética de la sala, incluyendo el estilo de instalación de suelo a techo que conjuraba fan­tasmas de la Academia francesa del siglo XIX.

Cuando las galerías de la Segunda Fase cerra­ron por temporada en el verano de 1983 -por entonces había apenas media docena- no sólo se había consolidado ese aspecto sino que se ha­bía puesto en funcionamiento la primera contra­corriente. Nature Morte, abierta por los pintores Alan Belcher y Peter Nagy, hizo un esfuerzo consciente por evitar el neo-expresionismo y fa­vorecer un arte posmodernista, derivado de los media, que trataba las cuestiones formales con la misma seriedad con que la mayor parte de las galerías serias de East Village trataban el angst.Aunque había corrientes igualmente variadas procedentes del funk de Gracie Manson y de la protesta urbana de Civilian Warfare, estas gale­rías no lograban tanto sustituir el método de Fun Gallery como extenderlo.

Sin ese primer compromiso de Nature Morte con una tendencia neo-expresionista, East Villa­ge quizás no se hubiera extendido en múltiples direcciones como lo ha hecho. Una vez que las galerías más recientes empezaron a abrir sus puertas en 1983, enseguida se hizo evidente que muchos marchantes nuevos estaban igualmente decididos a aprovechar la marea. Oggi Domani, ahora T. Greathouse, Inc., estaba dedicada pura­mente a la fotografía, Garet/Kohn, ahora Tracy Garet Gallery, ofrecía neominimalismo y arte­mueble. Deborah Sharpe ha estado exhibiendo una figuración menos llamativa que podría con­vertirla en la próxima Alian Frumkin o Monique Knowiton. Y más sorprendente que ninguna, la Pat Hearn Gallery optó por tomar el partido más claro desde Patti Astor y Fun, exhibiendo sólo artistas neo-surrealistas. Hearn construyó el es­pacio de exposición con más glamour (funk-mo­derno improvisado) y abrió en la esquina más remota (léase peligrosa): Avenida B y Calle 6. Funcionó: sus artistas son el último grito, los cá­maras de vídeo hacen cola ante su fachada de vi­drio, y tres o cuatro galerías aún más nuevas lle­van al visitante sin peligro hasta su puerta.

Esta vitalidad única de la escena artística des­de luego ha sido posible gracias al surgimiento más reciente de las galerías, que en cierto mo­mento parecían proliferar a ritmo de una por se­mana. Sin embargo, fue posible en este momen­to cuando muchos de los que originaron esta es­cena decidieron salir por la puerta de atrás. De entre los primeros animadores de East Village, René Ricard, Edit deAk, Diego Cortez, y Nico­las Moufarrege han sido recalcitrantes en su aprobación a la reciente explosión. En realidad, la expresión más repetida últimamente sobre East Village es la de «Qué divertido fue, pero, ay, qué insoportable se ha puesto». Para el ob­servador agudo, tal reacción sólo puede signifi-

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car una cosa: ahora las apuestas son mucho más fuertes.

Y lo son. Con los Reith Haring de tamaño medio (menos de dos metros) alcanzando los quince mil dólares, las estrellas nacientes son eminentemente comerciables. Esto es evidente cuando se para uno a considerar que hasta hace muy poco el precio del cuadro medio de East Village no sobrepasaba los 250 dólares. No es que Rodney Alan Greenblat o Peter Schuyff o David W ojnarowicz hayan igualado la acelera­ción de Haring, pero hay planes en curso. Bási­camente los marchantes están siguiendo la fa­mosa receta de Mary Boone: subir los precios con más frecuencia, y hacer cada subida mayor. Considerando la organización económica de la mayoría de las galerías -los gastos generales son una fracción de los equivalentes en Soho, y las inversiones son más arriesgadas y tardan más en madurar- pocos marchantes tienen opción en cuanto a la forma de hacer negocio. Sensory Evolution y C.A.S.H. Gallery, dos de las galerías que estaban popularizando los precios ultra-ba­jos que tanto dieron que hablar (menos de $50 y a veces menos de $1), ya han empezado a colo­car el precio de sus artistas en la segunda banda (más de $250, pero menos de $1000).

El clubismo, .me comunica un amigo, está aca­bado. Como yo soy uno de esos fósiles que de to­dos modos iba a los clubes sólo por oír música en vivo, me alegro de volver a tener la ocasión de se­parar mi ocio de mi vida profesional. De hecho, me pareció captar algo del final de una era cuando, una noche del junio pasado, los cuadros expuestos en Kamikazee resultaron ser, no de Sue Coe o Ja­ne Bauman (que me gustan), sino de Elke Som­mer y Tammy Grimes (a quien intenté apreciar, pero sin lograrlo). La idea misma de que los clu­bes existen para la pintura, o incluso para el am­biente, es muy discutible. Un club es por defini­ción un sitio donde personas que tienen algo en común se reunen para pasar un tiempo juntos. Los cuadros en la pared pueden definir la sensi­bilidad de un club, pero lcómo llegamos de ahí al ímpetu de poseer los cuadros?

* * *

Cuando se publiquen estas páginas, el East Village habrá entrado en una era marcada por la inmovilidad del éxito. Aunque tuvieron que aburguesar una barriada para que se les recono­ciese, la generación de artistas que surja de esta atmósfera no será más diferente ni más difícil de absorber que las generaciones que fueron abriendo camino antes que ellos. Una vez que los más ambiciosos y más dotados lleguen a su madurez, nos dará la impresión de que siempre han estado entre nosotros. Los historiadores a buen seguro reconocerán que en 1984 había otras cosas aparte de East Village. Pero, ldecuántos fenómenos culturales puede ..a..decirse que, cuando por fin tuvieron � lugar, nada volvió a ser igual? �

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NOVEDADES � NOVIEMBRE '87 COLECCION ENSAYISTAS Francisco Calvo Serraller IMAGENES DE LO INSIGNIFICANTE

Walter Benjamín/ Gershom Scholem CORRESPONDENCIA 1933-1940

Jean-Pierre Vernant Pierre Vidal-Naquet MITO Y TRAGEDIA EN LA GRECIA ANTIGUA 1

Varios Autores EL ARTE VISTO POR LOS ARTISTAS

SERIE "TEORIA Y CRITICA LITERARIA 11

M.ª del Carmen BobesSEMIOLOGIA DE LA OBRADRAMATICA

Wolfgang lser EL ACTO DE LEER

Carlos Reís PARA UNA SEMIOTICA DE LA IDEOLOGIA

63

SERIE "EL ESCRITOR Y LA CRITICA 11

JUAN CARLOS ONETTI Edición de Hugo J. Verani

LEZAMA LIMA Edición de Eugenio Suárez-Galbán

COLECCION PERSILES Antonio Risco LITERATURA FANTASTICA DE LENGUA ESPAÑOLA

COLECCION HISTORIA CRITICA DE LA LITERATURA HISPAN/CA

Pedro Aullón LOS GENEROS ENSAYISTICOS EN EL SIGLO XIX

Juan Ignacio Ferreros LA NOVELA EN EL SIGLO XVI

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