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 6 de-razón”, por utilizar sólo la razón, nosotros no entendemos muchas cosas que ellos sí comprenden: cosas de la vida, de la naturaleza, de la humanidad. Una parte de mi cor azón –lo sab es- tiene, desde ese momento, rostro de indi o. Y es que, en realidad, mi querido Alo, nuestras creencias sobre Dios forman parte de nuestra identidad más honda como personas; nos estructuran cabalmente como sujetos. Son, sin duda, parte de la cultura en la que nacemos, crecemos y nos desarrollamos. Y la cultura, como sabes, es indiscernible del modo de ser de un individuo. Los seres humanos somos seres históricos, no abstractos, es decir, conformados por nuestra circunstancia. No somos, como decía Ortega y Gasset, “yo y mi circunstancia”, sino que el “yo” en sí mismo, contiene dentro de si sus propias circunstancias: su historia, su cultura, su fe, su religión, su economía, y una infinidad de condicionamientos adicionales. Un individuo no puede ser tal individuo al margen de su cultura; un indio sucumbe en su existencia si se le priva de su identidad cultural. Por eso, cuando los filósofos se han preguntado si el ser humano es intrínsecamente bueno o malo, no se han podido poner de acuerdo, o la discusión se atora: no hay un intrínseco humano abstracto, libre de condicionamientos o de circunstancia. Por supuesto que no somos mero condicionamiento, ni sólo historia y circunstancia. Nuestro yo, en todo caso, es histórico, susceptible de abrazar el bien y el mal, o mejor, dicho en palabras de san Agustín: simul iustus et peccator , simultáneamente justos y pecadores. No a veces justos y a veces pecadores, sino al mismo tiempo, en la mis ma acción. Pero, en fin, este no es el tema para este momento y me estoy alejando de lo que quería comentar contigo a propósito de la anécdota de Ayotuxtla. Nuestra primera noción de Dios, entonces, es aprendida, recibida c omo herencia cultural, primeramente de manera verbal, a través de la familia. Suele ser el papá o la mamá quienes ponen a los hijos a orar o meditar delante de alguna imagen o de una dirección geográfica -como en el Isla m-, y les hablan de Alá, de Dios, de Jesucristo o de Buda. O en los cultos a los antepasados, como sucede en China o en Japón, los ponen delante de las imágenes u objetos que los representan, para hablar de lo que en Occidente llamamos alma o espíritu. Más tarde viene la instrucción formal, poca o much a, pero suele existir. En ella la información recibida sobre Dios es mayoritariamente doctrinal. Claro que en lo recibido a través de la familia está presente la doctrina, pero siempre mezclada con creenc ias populares, con rela tos míticos, con fábulas al alcance de los niños. Pero, en cualquier caso, la doctrina es secundaria. Con la instrucción formal, en cambio, la doctrina es lo central, es trasmitir el conocimiento acumulado por una cultura particular sobre la idea o la experiencia de Dios, heredada de gene ración en generación, y sancionada oficialmente por alguna autoridad a la que la cultura en cuestión le ha asignado ese poder. Esta herencia por lo general se encuentra escrita, y constituye la referencia básica, indiscutible e indiscutida, sobre religión e n esa cultura. También está contenida en ritos o en prácticas religiosas que transmiten conocimiento y experiencia acumulada culturalmente.

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