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Revista cultural de distribución gratuita por internet. No. 18 - enero 2013
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No. 18
Y s i q u e d a futuro que un episodio ya pasado fue de distinta
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Ilustración de portada: Vincent van Gogh, Cráneo fumando un cigarrillo, 1886.
Cita: Torcuato Luca de Tena, Los renglones torcidos de Dios.
Derechos Reservados. La pluma en la piedra , Toluca, México, No. 18, enero 2013.
La pluma en la piedra es una publicación mensual e independiente de distribución gratuita por
internet. Todos los artículos, ensayos, escritos literarios y obras publicadas son propiedad y
responsabilidad única y exclusiva del autor y pueden reproducirse citando la fuente.
http://laplumaenlapiedra.blogspot.com/
laplumaenlapiedra@gmail.com
La pluma en la piedra
@PlumaenlaPiedra
La pluma en la piedra
Tenemos la fortuna —o el infortunio— de saludarlos nuevamente. El mundo no se
terminó, ni escribimos desde el infierno y seguimos sin saber si hay WiFi por tan
gloriosos lares. Sin embargo, agradecemos que en esta nueva era
pseudopostapocalíptica sigan leyéndonos y colaborándonos.
“Y si queda en libertad, ¿a quién daña o a quién perjudica que ella crea en lo futuro
que un episodio ya pasado fue de distinta manera a la realidad?”
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Colaboraron en esta edición
Fotografía
Karina Posadas Torrijos
Aldo Rosales
Moreliana Negrete
Sergio Fernando Palacio Pérez
José J. González
4
Editorial
5
Paranoia
Aracnofobia Aldo Rosales
Miedo al Temblor
Moreliana Negrete
7
12
C o n v o c a t o r i a
26
Creación literaria
A un amante despreciado Sergio Fernando Palacio Pérez
El caos engendra vida
José J. González
17
19
La Galería
Piedras Karina Posadas Torrijos
15
La pluma en la piedra
5
S aludos a todos, sobrevivientes del fin del mundo. Con la
novedad de que seguimos dando vueltas, aunque ya sabíamos
de sobra que así pasaría. No vayan a creer que nos
escondimos en nuestros bunkers (entiéndase: el cuarto que
rentamos) con miles de provisiones (entiéndase: latas de atún) e
implorando por el perdón de nuestros pecados (entiéndase: viendo
todos los documentales sobre el fin del mundo). En vez de eso,
preferimos trabajar en este nuevo número, que gracias a nuestros
audaces colaboradores, quienes en vez de dejarse engañar por profecías
apocalípticas, continuaron con su obra creativa. Sin más preámbulos,
presentamos en este bonito número, dos narraciones que rozan la
paranoia: por un lado, está “Aracnofobia” de Aldo Rosales y, por el otro,
“Miedo al Temblor” de Moreliana Negrete.
En nuestra conocida Galería, podrá admirar una fotografía a color
de Karina Posadas Torrijos titulada: Piedras.
Y en Creación Literaria, tenemos el gusto de leer a Sergio Fernando
Palacio Pérez con “A un amante despreciado” y a José J. González con
“El caos engendra vida”.
Sin más por el momento y disculpándonos porque esta edición salió
un martes, ya que no pudimos dejar de jugar con lo que nos trajeron los
Reyes, quedamos de ustedes.
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Por Aldo Rosales
Aracnofobia
L aura se dio cuenta de que no estaba sola en su nuevo departamento justo cuando
entró al baño: ahí, sobre uno de los azulejos, tan perfectamente colocada que parecía
parte de la decoración, había una araña negra.
Cuando se asomó por la ventana y le gritó a los de la mudanza que regresaran, todos en la
calle, menos a los que ella llamaba, voltearon hacia el tercer piso del edificio de departamentos que
se hallaba en una calle tapizada de flores moradas; ya las jacarandas lloraban en otoño precoz.
Sintió vergüenza y metió rápidamente la cabeza para que no la siguieran lapidando con miradas,
como ceremonia de príncipe caído y repudiado por su pueblo; recordó entonces cuanto le
desagradaba que la miraran más de dos personas al mismo tiempo; sentía, aunque nunca lo dijo
abiertamente, que se burlaban de la pequeña cicatriz junto al labio. Caminó hacia la cocina para
mirar debajo de la tarja: cloro, suavizante de telas y una bolsa con yeso hecho piedra. Por ningún
lado se veía un insecticida.
Regresó al el baño y volvió a asomarse, esta vez con las manos aferradas al marco de la
puerta, como si la araña fuese en sí misma un universo negro, con su propia fuerza de gravedad.
Ahí seguía, posada justo en la mitad del mosaico. La regadera dejó escapar un par de gotas que se
hicieron un pequeño chorro. Sólo eso faltaba: una llave con incontinencia.
Laura volvió a la sala. Se sentó en la única silla que no tenía cajas o bolsas encima. Pensó en
llamarle a Paola: imposible, estaba de viaje con su nuevo amante; Jessica: haciendo el doctorado en
lenguas indígenas en una universidad del sur; Marco Antonio: seguramente aún con resaca, tirado
en el sillón de algún viejo o nuevo amigo; Marcela: hacía años que se había ido a Europa; Gisela:
peleadas por el asunto aquel del trabajo en equipo que hicieron en la universidad; su novio: no
existía. No se había detenido a pensar en ello, pero estaba más sola de lo que creía. Pensó en llamar
a alguno de sus nuevos vecinos, pero el edificio, desde que lo visitó para checar las condiciones del
departamento y negociar el precio, parecía vacío, o por lo menos poco lleno.
Para mis amigos Miguel e Iraìs;
felicidades por esa mudanza.
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Laura salió de su departamento luego de cerciorarse que, en la bolsa frontal de su sudadera
de los fines de semana, dos tallas más grandes que ella, tenía las llaves. Salió y se sentó a un lado de
la puerta a fumarse un cigarrillo mientras pensaba qué hacer; quizás el humo, por lo menos, haría
salir a alguno de los vecinos a recordarle a Laura que, aparte de fumar dentro del inmueble, en e l
número doscientos del paseo de los recuerdos, estaba prohibido: recibir visitas en la madrugada,
hacer ruido después de las diez de la noche, tener mascotas, obstruir los pasillos, subarrendar parte
del departamento, comerciar dentro de las casas, guardar sustancias corrosivas y/o explosivas,
modificar la vivienda sin previo consentimiento del dueño o dejar la basura fuera de los
contenedores dispuestos para tal uso. Nada: ningún vecino, ningún ruido siquiera. La tarde parecía
haberse tragado a todo el mundo.
Laura regresó a su departamento y volvió a asomarse al baño: ahí estaba la araña, como una
cuarteadura viva, aunque en realidad, el que estuviera viva, Laura no lo había comprobado, ni la
araña había dado muestras de ello. Laura caminó hacia atrás para no darle la espalda a aquella
criatura. Tropezó con un par de enormes bolsas negras para basura; del interior de ellas se escapó
un sonido de cristal roto. Sólo eso le faltaba: su primer día en su nuevo departamento y ya había
roto algo, quizás el espejo. Siete años de mala suerte que, por supuesto, empezaban con una araña
en casa. Intentó recordar si, entre las cosas que extrajo del baño de su anterior casa, había un poco
de insecticida. No recordaba, y mucho menos recordaba en qué caja o bolsa había puesto las
cremas, los desodorantes y el shampoo. Revisó muy por encima algunas de las cajas que estaban
apiladas en la pieza que algún día sería la sala-comedor: fotos, vasos, cobijas, libros, libros, libros,
zapatos, libros, zapatos, libros. Ninguna de las leyendas a los costados de las cajas brindaba alguna
pista. Podría arrojarle un zapato a la araña, pero corría el riesgo de no darle y el animal podría huir.
Quizás acercarse con un libro y arrojárselo, pero el problema de la puntería seguía siendo lo
inmediato. Además, el libro se mojaría en el charquillo que ya se había formado a causa de la fuga
en la regadera.
Por fin Laura se decidió a llamar a informes para pedir el número de algún exterminador,
pero cuando tomó el teléfono celular e intentó marcar, se dio cuenta que la recepción en el
departamento era nula. Respiró hondo para no arrojar el teléfono a alguna de las paredes. Volvió a
asomarse al baño: la araña seguía ahí, rompiendo abruptamente, con su diminuta negritud, el
blanco cegador del baño. Estuvo a punto de arrojarle la bandeja de agua que estaba bajo la gotera
en el fregadero, pero pensó que el agua sólo irritaría al animal y quizás atacara. Regresó entonces a
la pieza principal y volvió a sentarse. Se quitó los tenis porque estaba comenzando a ponerse tensa:
Aldo Rosales
9
Aracnofobia
el tibio de la duela la relajó un poco. Luego volteó hacia abajo: nunca había reparado en ello, pero
sus dedos le parecían demasiado largos, y hasta feos. Se volvió a poner los tenis rápidamente
cuando recordó la araña. Pensó entonces en usar el teléfono del departamento. Luego de remover
innumerables cajas y bolsas, encontró lo que buscaba: su aparato telefónico. Dio vueltas alrededor
de la pieza buscando dónde conectarlo, pero al darse cuenta que la conexión estaba detrás de la
mesita de centro, incrustada justo entre el refrigerador y la lavadora, se dio por vencida.
Laura pensó que la dueña del departamento no tardaría en llegar a revisar si todo estaba bien.
Entonces le reclamaría por todo lo que había hallado durante la búsqueda de insecticida: goteras en
el baño, sarro en el inodoro, pintura leprosa en el cuarto de lavado y una araña en el baño que, por
supuesto, no debía ser la única. Repentinamente pensó en una posibilidad: la araña había llegado
entre sus pertenencias. Se levantó de la silla, sintiendo innumerables y minúsculos pasos por la piel.
Se sacudió nerviosamente la sudadera y el cabello. Nada: al parecer no había más arañas.
Laura estaba a punto de tomar su bolsa y salir a buscar ayuda cuando escuchó que alguien
llamaba a la puerta de entrada al edificio: no debía ser un vecino porque estaba tocando, y tampoco
podía ser algún amigo de algún inquilino porque no estaba usando el interfón. Tomó sus llaves y su
celular y bajó a prisa los escalones que daban hacia el acceso principal. A través del cristal grueso y
de figuras caprichosas, se veía la figura distorsionada de alguien. Aquella persona volvió a tocar
groseramente a la puerta mientras Laura buscaba la llave indicada para abrir: el cristal parecía a
punto de romperse por los golpes dados con una moneda. Por fin pudo abrir. Era un hombre de
aproximadamente cuarenta años, alto y de barba un tanto encanecida y bien recortada. Laura, antes
de siquiera tener oportunidad de contestar el saludo, se vio a sí misma reflejada en los ojos del
hombre que preguntaba por un tal Alfredo o Alfonso. Contestó que era nueva en el edificio y que
no conocía a nadie. El hombre, antes que Laura lo notara, ya estaba dentro, mirando hacia arriba de
las escaleras. Laura cerró la puerta con llave y ambos subieron, envueltos en un silencio largo, pero
no incómodo. Ella estuvo a punto de pedirle a aquel hombre que, antes de buscar a su amigo,
entrara a su departamento y matara a aquel animal. Lo único que pronunció antes de entrar y cerrar
la puerta tras de sí, fue una sonrisa nerviosa. Por un instante, volvió a sentirse como en la
universidad: incapaz de confiar en alguien.
Adentro nada había cambiado: las cajas seguían desperdigadas. Las goteras seguían
humedeciendo el sonido del departamento. La araña, quieta como un segundo de tragedia, se
negaba a irse. Laura volvió a sacudirse el cabello y la sudadera mientras se alejaba del baño. Por un
momento creyó sentir algo velludo que le caminaba por los pies, pero fueron sólo sus nervios. No
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Aldo Rosales
aguantaba más la situación: tomó la escoba que estaba en la cocina y se dirigió al baño. Justo
cuando iba a entrar, sonó el interfón: era Ángel. Laura bajó rápidamente a abrir la puerta. A través
del cristal de la entrada, Ángel se veía más alto. Las llaves, temblando en manos de Laura, parecían
una araña metálica de patas dispares. Por fin logró abrir. Luego que se abrazaron, y que ella le
preguntó cómo había dado con su nueva casa, subieron las escaleras. Laura, por un segundo, creyó
ver al hombre al que le había abierto la puerta, pero no estaba segura. Entró luego de ceder el paso
a Ángel.
Antes de siquiera invitarlo a tomar asiento, Laura le pidió a Ángel que fuera al baño y matara
a la araña. Él accedió curioso: no recordaba que su mejor amiga y ex novia tuviera miedo a las
arañas. Entró al baño. Su voz comenzó a tener eco: sus comentarios sonaban doblemente huecos
en la pequeña pieza del baño. “¿Pero, cuál araña?” preguntó Ángel dentro del cubo de la regadera,
mientras volteaba a todos lados y acercaba la vista a los huecos en el mosaico. Después de revisar
por cuarta vez todos los rincones del baño, él le dijo que quizás aquel bicho había desaparecido por
la ventana. Era posible. Laura se asomó al baño, siempre aferrada al brazo izquierdo de su amigo.
Salieron a la pieza principal. Ángel se sentó en una bolsa llena de ropa, luego de sacudirla
enérgicamente. Laura movía los pies rítmicamente mientras contaba, detalle a detalle, cómo había
sido su separación. No lo había pensado hasta que se lo contó a Ángel, pero quizás, después de
todo, Roberto la engañaba. Calló por un momento cuando escuchó unos pasos detenerse frente a
su puerta: el sonido de una moneda contra la puerta la hizo saltar. Era el hombre que había subido
a buscar a alguien. Laura no lo dejó terminar la petición: le dijo a Ángel que no tardaba, que sólo
iba a abrir la puerta de abajo. En el camino no dijeron nada, sólo se sonrieron cuando el hombre se
despidió luego de dar las gracias.
Cuando Laura regresó, Ángel miraba a contraluz un jarrón. Se sonrieron.
“¿Te acostumbras a estar sola?” preguntó Ángel mientras se abotonaba la camisa. Laura hizo
un gesto vago y se levantó del colchón que habían improvisado con bolsas llenas de ropa.
Compitieron para ver quién terminaba de vestirse primero. El castigo al perdedor: ir a buscar
comida y algo de beber. Como Laura usaba ropas de domingo, fue la vencedora. Ángel sonrió y
caminó hacia el baño. Antes de entrar le dijo a Laura que nunca lo olvidara si aquella araña asesina
lo devoraba. Ella le arrojó un oso de peluche.
El departamento comenzó a teñirse de sol moribundo justo cuando Ángel salió a pagar su
apuesta. Laura encendió las luces. Sobre ella y sus pertenencias cayó una luz sucia, que lastimaba:
habría que cambiar los focos. La ciudad se pintó los labios de luces frías y se colgó del cuello un
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Aracnofobia
collar de grillos y sirenas, luego se metió por las ventanas del departamento. Laura entró al baño. Se
miró en el espejo: sintió que sus párpados estaban más hinchados cada día. Sonrió. Cuando iba a
sentarse en el retrete, vio a la araña en el mismo sitio de la primera vez. Iba a gritar pero se
contuvo. Salió del departamento y fue hacia la puerta principal. Ángel se preocupó al verla ahí
afuera; ella le explicó lo que había pasado. Subieron juntos. Laura no rió de ninguno de los chistes
de Ángel: estaba nerviosa, y sintió que alguien la miraba desde arriba de las escaleras.
Al entrar al departamento, Ángel caminó directamente al baño. El resultado fue el mismo
que la primera vez. Nada. Absolutamente nada. Laura entró al baño: era cierto, no había araña.
Entonces le pidió a Ángel que saliera, pero que dejara la puerta abierta. Laura gritaba cosas a Ángel
sólo para cerciorarse que él seguía ahí, de espaldas al baño. Él, por su parte, luchaba para no reír.
Ella se sintió un poco avergonzada de tener que orinar en presencia de alguien, pero también le
gustó sentirse protegida.
Se sentaron a comer lo que Ángel había comprado: pizza y cerveza. Usaron la lavadora como
mesa. Laura daba bocados pequeños a pesar del hambre que sentía: su vientre estaba un poco más
flácido cada día. Luego, por un segundo, ambos callaron porque escucharon que alguien entraba
por la puerta principal y cruzaba frente a su puerta. Se miraron fijamente y luego rieron al mismo
tiempo por su silencio innecesario y adolescente. Laura estaba a punto de decir algo cuando
escucharon un grito que venía desde la parte alta del edificio. Se miraron como preguntándose si
aquello había sido cierto o sólo su imaginación, pero un segundo grito de auxilio los hizo moverse.
Ángel abrió la puerta unos centímetros, luego asomó la cara. El pasillo estaba oscuro, sólo se veía
una luz en la parte más alta de las escaleras, justo de donde habían venido los gritos. Iban a decirse
algo cuando otro grito atravesó la oscuridad. Ángel le dijo a Laura que se encerrara y que intentara
llamar a la policía, luego subió la escalera.
Laura se asomó un par de veces, pero la falta de luz la hizo sentirse nerviosa. Al ver esa
oscuridad tan espesa, recordó, sin saber por qué, que terminó con Ángel por una supuesta
infidelidad de él, que nunca, ninguno de los dos, pudo comprobar o desmentir del todo. Cerró la
puerta con llave y tomó como arma el jarrón que Ángel había estado mirando. De pronto se sintió
estúpida y débil por tener que depender de alguien más para matar a un pequeño insecto. Otra vez
Ángel tomaba el control de las cosas. Sin ese insecto, Laura no lo hubiera notado. Caminó en
reversa hacia el baño. Sus talones chocaron con el escalón que había que librar para entrar; el baño
era la única pieza más alta que el resto del departamento. Volteó instintivamente. Ahí, a un lado de
la regadera, había una mancha en el mosaico, algo como una cuarteadura negra, profunda, con
ramificaciones que parecían patas.
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Y o crecí bajo el miedo al Temblor. No sé tú, pero esos simulacros y una que
otra sacudida, leve, pero sacudida al fin, hacen que cualquier niño desarrolle
cierto temor al Temblor. No a cualquier temblor, sino al Temblor. Sí, ese
que dicen que será muy fuerte y que entre más tiempo pase, más
devastador.
Pero nadie por aquí lo entiende, ni jamás lo entenderá, porque ellos no crecieron bajo
el miedo al Temblor. Creen que por tener la fortuna de vivir en una ciudad donde casi no se
sienten, están a salvo de cualquier peligro. ¡Idiotas! Si alguno de ellos sobrevive, recordará el
día en que yo les dije sobre el Temblor y se mofaron de mí. Además lamentarán haberme
metido en este lugar, donde yo no debería de estar. Y peor aún, donde ni siquiera hay
señalamientos de emergencia. Así es como sucede en estas sociedades modernas.
Ultimadamente, ¿a quién le importa una bola de tarados, parias de la comunidad?
¿Yo? No, mi amigo, no se confunda. Si yo estoy aquí es por un error y por culpa de
aquellos idiotas de la oficina. Se les hacía muy chistoso jugarme bromas, sacudirme el
escritorio o mover las lámparas para que yo saliera en automático a la que debería ser la
zona segura. “No grito, no corro, no empujo”, decía al compás de mis pasos apresurados y
ésos… riendo, mofándose de mi miedo al Temblor.
Es cierto, yo ni siquiera había nacido cuando pasó el del 85, pero ese video que nos
pasaban en la escuela cada aniversario y los programas especiales que transmitían por la
televisión, hacen que cualquier persona sensata tome sus precauciones.
¡Ah, mi padre!, no se perdía ni un sólo reportaje y es que él sí estuvo allí; tuvo la
suerte de haberse quedado dormido y perder el autobús que lo llevaba todas las mañanas al
hospital general. No es que él trabajara allí, pero tenía una novia enfermera que trabajaba en
el turno de la noche. Mi padre pasaba por ella, desayunaban, la acompañaba a que tomara
su camión y él se iba al trabajo. Nunca se lo perdonó. Siempre creyó que si hubiera llegado
a tiempo, ella, tal vez, no habría desaparecido bajo los escombros.
Por Moreliana Negrete
Miedo al Temblor
13
Por eso veía esos programas, porque esperaba que en alguna de las imágenes que cada
año pasaban, alcanzara a ver el rostro de su enfermera, confundida entre escombros y caos,
con un golpe en la cabeza que le hubiera hecho olvidar hasta su nombre y por eso nunca
la encontraron y ella jamás lo buscó y él no supo dónde más buscarla y no se sentaría cada
año a ver la televisión y habría sido feliz y yo no habría nacido, ni habría crecido con el
miedo al Temblor, ni estaría aquí, hablando contigo.
Y luego esos de la oficina, ahora ya no deben estar tan contentos con sus bromitas.
No que muy macho, González, que tú no necesitabas saber las salidas de emergencia, que
en cualquier momento eras muy capaz de agarrar tus chivas y salvar tú borracha existencia.
Porque hay que decir lo de cada quién, tú sólo vivías para trabajar y emborracharte,
¿acaso crees que no se te notaba en la mirada esa resignación, el miedo por no querer
cumplir tus sueños idiotas? Muy puesto para las bromitas, ¿verdad?, pero cuando te agarró
la de deveras, fuiste el primero en gritar como marica. ¿Qué no sabes que ante cualquier
percance, se debe mantener la calma? No corro, no grito, no empujo. Pañuelo en la mano.
Pisada firme.
No, mi amigo, si yo no quería que se murieran los demás, sólo ese idiota de González,
tan pesadito el cabrón. Quién se hubiera imaginado que tendría una crisis en medio del
incendio y no dejaría salir a Lupita, la secretaria; Carlos, el contador, y a Soco, la de atención
al cliente. Si será… y el muy tarado sigue con vida. Bueno, por lo menos tendrá esa cicatriz
en la cara que le recordará todas las mañanas, que nunca debe mofarse de quienes crecimos
con el miedo al Temblor.
Miedo al Temblor
La Galería
15
La Galería
A veces dicen que las piedras se mueven.
Piedras. Karina Posadas Torrijos, fotografía a color.
L ágrimas vacías, igual que donde provienen,
mejillas pálidas, palmas terrosas,
corazones malditos, y rosas ensangrentadas,
espinas imaginarias en las sienes,
es así como miró la naturaleza de quien veo
en aquella ventana engañosa.
Ese portal que refleja todo como el agua,
salí de la habitación,
cuan amante despechado,
cuan vago sin camino,
cuan ebrio con botella en mano,
la zozobra me alimentaba,
me satisfacía de igual forma
que los buitres con la carroña,
que heroína en las venas, y
la ninfómana a sus naturaleza
depravada y espontánea
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Por Sergio Fernando Palacio Pérez
A un amante despreciado
Así me quedé ciego, mis ojos negros
que no despertarían el interés de un cuervo,
y un alma derrotada qué sería escupida
por cualquier hijo del caído, o hermanos,
e inherente a lo indiferente a lo divino
luego el perro que todas las noches
lanzaba ladridos que erizaban me miró,
pero sólo lo ignoré, no me gruñó,
no intentó morderme,
sólo se quedaba quieto,
¿Un alma afín será?
fue un susurro que llegó a mi mente,
pero no se escuchó respuesta,
y el perro retrocedió
Es obvio que no le interesa una lápida
anónima, rota y sombra qué
pertenencia al difunto amante poeta
en quien un puñal fue clavado,
y la cicuta fue embutida,
Su asesino, yace en su cama frente a su arpa
Sin culpa, tan indolora, tan fría y soberbia
y cuya imagen de mi rostro
reposa en sus memorias olvidadas,
soslayando lo tácito del daño
y negando el hueco que llenaba
18
A un amante despreciado
T odo en el universo estuvo regido por el caos formante que a cada medida de tiempo
escapa de las manos del hombre, pues éste no tiene la capacidad para asir un grande
maravilloso secreto, secreto que las rocas comunican a las estrellas.
Todo en la luz estelar del cosmos se encuentra cambiando de una forma estable a
una esfera equidimencional y remota, ignota en cada una de sus ecuaciones y rupturas gráficas,
indecible en cada uno de sus ciento once ángulos llanos e infinitos
En los números llegamos a creer, pero en su formación nos percatamos que son el índice de
lo caótico y lo perfecto, gloriosa unidad pitagórica, bendito el ser destrozado por cronos, agradable
el negro y el blanco.
Cinco parejas pitagóricas nos dan razón del acto generador.
El caos mismo engendra muerte, pues la vida es la hermana plerómica de ella.
Nada crece en la caída del Dios, todo termina siendo en el estar.
Nos engañamos imaginando el sonido pálido de la resurrección, el derrumbamiento de las
catacumbas, las uvas ofrecidas a los campesinos, el pescado y pan: palabra que se multiplica para
que todos comamos de ella.
El tiempo se rectifica para encontrar su error tangencial que hizo al Hombre-Uno-Único
vagar por tres días en el desierto y contemplar la maravilla de las bestias que se sostienen sobre el
vacío.
¿Comprendemos?
No-comprendemos el inicio prolífico de lo que se desplaza en nuestro interior desorbitado.
Siempre hay algo oculto en nosotros que termina provocándonos náuseas: rogamos porque las
flores se vuelvan lilas.
Y luego nos hallamos de frente sin decirnos palabra, sin tocarnos las manos uno al otro.
Nos no-comprendemos. Conocemos y nos desconocemos porque esa es nuestra naturaleza
inmediata a la que podemos asirnos con gran facilidad.
19
Por José J. González
El caos engendra vida
Para Dulce Reyes
El caos engendra vida
Todas las demás cosas nos parecen lejanas y ajenas a la luz de nuestra consciencia, de esa
consciencia de la nada que se ubica en el coagulo de la hipotenusa tirada a la línea de una hoja a
punto de fuga impreciso.
La matriz oscura, devoradora de tormentas, se abre y se cierra, con pena, con vergüenza
dulce de ganas locas, agitada por ansias tremebundas, recostada sobre una manta de cometas
devorando falos cósmicos; la observamos y nos aglutinamos en nuestros carros-espejos.
Estructuras subterráneas de un hilo sostenido entre lo finito y lo infinito, lo acabado y lo
inacabado nos dan la enseñanza máxima del hombre que huye de las moscas del mercado.
La cuerda trenzada se aflige con el peso silbante de la agonía agotadora: un violín
desencadenado, una música suave y etérea que ha dejado de pertenecernos por instantes superfluos.
Matriz oscura, estructuras subterráneas, cuerda trenzada, suframos como los hijos de la carne
en que nos hemos convertido, arranquemos del seno de esa Gran Señora el jugo de sus lagrimales,
las orgías de sus noches piernísticas, la incandescencia de sus dedos inmoladores.
Suframos por el cosmos que se nos escapa suave y preciso como su movimiento lo amerita.
Oda cuadriculada e inmanente lámina crepuscular: crepúsculo azulado, rojo violento y
ahogado, elabora magistralmente el inicio del nuevo reptar silencioso, la nueva marejada de
movimientos solares.
Cada valor adquiere un sentido diferente en este nuevo orden roído por la imperiosa
necesidad de formular nuevas vías de condicionamiento eléctrico, teorías mecanicistas: ¡Palomas
descerebradas!
Inicia un nuevo ciclo: la luna se encuentra en la duodécima casa del sol, la habitación de
Saturno.
¡Saturno, devorador de niños! Hermosa canción.
¿Escuchas cómo crujen aquellos infantes, cómo alimentan a nuestro gran padre?
Oremos
Acústica desesperada.
Acústica que ha vivido sin el Dios.
Acústica: imagen planetaria del acto blanco y natural.
20
José J. González
Sírvanos el triple nombramiento para comprender la luz que se asoma asustada en la pared de
sombras transhumanas que danzan oscuras y terribles la música del universo y cometas que se
lanzan hacia una curvatura abierta, tendida a lo no-enunciable.
Abrimos las manos suplicando la caída, la decapitación de los sonidos neuróticos y
carbonizados.
Bioformas aplastadas en la mano derecha de un ser caprichoso y oculto que sonríe
lamiéndose los labios con su larga lengua de serpiente, gritando su nombre tres veces innoble y
apartado a las hojas de las olas batientes de arroyos logográficos.
El chasquido de la saliva inmotivada fertiliza las mentes débiles de los hombres-serpientes.
Bioforma como el caballero azul en la más abstracta de sus representaciones, bioformas
como los ojos que miran crédulas grafías creyendo comprender, contentándose con reproducir
morfocopulationes jadeantes.
El ser, ese ser, marca un ritmo con el sonido de sus dedos al compás descompuesto de un
círculo sin centro fijo y siempre marino y opuesto que se construye y se deconstruye, volviendo
siempre a su lugar de génesis.
Un gran batir de alas que provienen de la línea lanzada a nivel perpendicular, viene a posarse
sobre las manos de aquel que ha caminado largo trecho saltando eones de Abismos, cargando
sobre sus brazos misericordiosos el cuerpo casi putrefacto de un niño de mejillas agusanadas,
rosadas como flores de campos estelares, como rosas tranquilas de jardines oníricos y perpetuos de
una felicidad rebosante de peces y agua abotagada en grandes estómagos de cerdos.
Aquella nube pasa lenta sobre maltrechos lentes de la marmota que explota expansivamente
en naturalezas muertas y agua oscura para el tigre.
Aquella nube que ves que avanza muerta sobre el manto de una madre virginal que se
zambulle pálidamente como energúmeno dentro de un gran frasco repleto de serpientes y
mónadas.
Uno y Cero a la vez.
Cantan las novas novias de nuevos niños.
Uno y Cero a la vez; surge el graznido desgarrador de una aleta oculta bajo la dentadura
agresiva de las hojas carmín.
21
El caos engendra vida
Acústica desesperada.
Acústica que ha vivido en la muerte de Dios y los Dioses.
Acústica que penetra en la piel como el llanto solemne de quien ha visto una planta amar con
la pasión de los desposeídos.
Hela aquí sobre esta luz de concreto vil y observa cómo el tiempo se detiene para dar paso al
equilibrio del ave que ha venido a posarse sobre la gran nariz de las montañas, arrastrando con su
propio batir de alas la inmemorialidad del único número que no crea ni es creado. La longitud de
dicho pensamiento alcanza a dividirse en los pies que tiene el gusano hombre.
Me entiendo como lo que no logra entenderse bajo la suavidad de la metáfora.
El ser vuelve a mascullar con nuevos bríos para hablarnos de lo insensible de la naturaleza
brutal vegetal, sobre la savia vencedora de la electricidad latiente y perecedera, acaricia la suave piel
de los árboles de antaño: viejas mujeres con ojos de jóvenes vírgenes.
El flujo continuo de los mares nos trae el sonido del universo, la música que se entona más
allá de cualquier vórtice cóncavo, la melodía fluctuante de la misericordia encallada en los ojos del
agotado ahorcado a muerte.
Rosa instantánea, guía única del paso perdido de un navegante de estrellas trae a nuestras
manos la luz encarnizada del lobo que ha devorado el espacio habitado entre el silencio y el escape
algebraico del nombre divino que no ha sido escuchado por ave, pez u hombre en el transcurso de
las eternidades.
Esta vez, todo ocurre al contrario.
Esta vez, la escasez de vida se ve repleta de plantas.
Esta vez, he dicho tres veces la oración sin verbo modal.
La fosforescencia del cosmos cuando fluye leve y temeroso bajo la gran charola es un
arco-iris de no-colores, una formación imprecisa para todos los sentidos, para todo intento de
comprensión y retención.
La fosforescencia es una luz, una abrazadora imaginaria de fenómenos intermitentes,
contingentes, siempre contingentes que van y vienen como el ruido de cuatro jinetes a caballo.
Efecto doppler, ¿acaso conozco de ello?
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José J. González
Asomo las manos con los ojos en cada dedo para presenciar el detalle primario de un verano
atropellador que se gestó lento bajo la epidermis de una señora de sonrisa cancerosa.
Luz a oscuridad; lo opuesto resulta más provechoso para el simulacro de heridas
superficiales.
El Universo es una herida profunda en el costado de un ser primigenio que no se da cuenta
que su sangre se convierte en una galaxia inagotable. Esa sangre una y tantas veces vuelve de donde
emergió, para así dar paso al milagro de la hemorragia eterna.
Otorgamos un orden a lo que siempre ha estado en continuo movimiento, cambiando,
combinando, alterando y construyendo todo lo que le rodea, otorgándole un nuevo sentido a las
cosas, una forma no-forma tomada de figuras soñadas, siempre recreadas en la consciencia del
hombre, si es que esa es su verdadera nominalización.
Dios murió porque estaba completamente aburrido. Una enorme algarabía acompañó sus
cantos fúnebres; los siete grandes señores se revolcaron en su trono púrpura.
Lo que está arriba es como lo que está abajo.
La abeja que sale de su hogar clama a los astros su comprensión para y con ella, da vueltas
milenios enteros para venir a rendirse bajo el infortunio de los días de Plutón.
Ella se siente no-abeja. Su cuerpo diminuto ha venido a clavarse sobre la fría plancha de una
morgue cósmica; su cuerpo se ha transformado en una mezcla de sustancias licuadas.
Se tiene conmiseración a sí misma, se ve como una cosa tosca, sucia, sin otro fin que el de la
contaminación. Se siente hombre y tiene que cargar, como el camello, con el grande peso de un
desierto.
Tanto tú como yo somos espacios en blanco en una tabla negra, en un plano profundo y
estrellado, las líneas que componen este espacio son una vana y compleja arquitectura geométrica
que un Ser sin nombre creó un día cuando aún era un no-día; son fragmentos bajo una forma que
se despedaza con el choque lento del fósforo y el ácido; son trozos de ángulos llanos que se han
encajado en el relieve de alguna mesa, bajo las flores y llamas que día a día se multiplican hasta
llegar al infinito para así llenarlo todo con su materia abstracta y reluciente del más puro orden
ilógico de las cosas.
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El caos engendra vida
La madera en sí, sigue su curso a través del canal que se cruza a los pies del gran caminante
transmundo.
Hay razón para estallar cuantas veces se quiera, no hay límite establecido, todos lo sabemos
con calma, todos hemos viajado montados en brazos de una hormiga plutónica, nos hemos llenado
las manos con la tierra y el agua, provocando que el sol descubierto se ponga una gran máscara
blanca, albura, angelical y supraterrena.
La materia en sí cae y se corrompe bajo las figuras de una danza inflamable. ¡Quieta! Todos
queremos que esto termine de moverse y comience su lento retroceso a los caminos del aire, a las
vías del tren ubicado en el círculo, componiendo un pentágono azul, ¡no!, mejor rojo, pues este es
el color para la progenie invencible de camellos, leones y niños –edades y etapas para el orgánico
mutable siempre insatisfecho.
Autómatas redimidos componen nuevas alabanzas al universo, creen saber del Uno y el Cero,
del Uno y el Infinito, de lo Omega y lo Alpha.
Autómatas que juegan a cualquier cosa, menos a ser autómatas, fingen sorpresa, exaltación y
excitación con lo que no alcanzan a tomar.
Lo más lejano es siempre lo eterno.
Nosotros somos cercanos, somos hombres.
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*Junto con los documentos enviados, los autores podrán anexar una reseña biográfica que no rebase las
5 líneas.
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literarias y plásticas, por lo que ningún material enviado será utilizado para alguna cosa distinta a lo
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cuartillas.
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deberá incluir una ficha con el nombre del artista, el título y la información técnica de la
obra.
Todos los materiales deberán ser enviados a más tardar el 28 de enero de 2013 a la siguiente
dirección:
laplumaenlapiedra@gmail.com
Y s i q u e d a futuro que un episodio ya pasado fue de distinta
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