FORMACIÓN ACADÉMICA E IMAGINARIOS PROFESIONALES
DEL COMUNICADOR Y DEL
PLANIFICADOR DE PROCESOS COMUNICACIONALES.Washington Uranga
Daniela Bruno
¿Es una ciencia la comunicación? ¿Es un campo disciplinar o un campo problemático de la ciencia?
¿Existe una ciencia de la comunicación o debemos referirnos a las ciencias de la comunicación? En
las últimas décadas cuando los comunicadores latinoamericanos se abocaron a la reflexión sobre el
propio campo profesional y académico, dos fueron los grandes ejes del debate. El primero de ellos
tiene que ver con la comunicación y su estatuto epistemológico y a ello se refieren las preguntas
iniciales. Un segundo eje conlleva el interrogante acerca de ¿para qué formamos comunicadores? y
se refiere al sentido ético, social y práctico de la profesión en íntima relación con los modelos de
formación académica.
El listado de preguntas no termina aquí: ¿Las escuelas de comunicación han enfocado sus esfuerzos
a la satisfacción de las necesidades determinadas por el mercado, minimizando así la potencialidad
del desarrollo de prácticas emergentes y de la promoción de profesionales creativos para otras áreas
del campo? ¿Existe un desequilibrio provocado por el énfasis en la formación teórica analítica, por
una parte, y una visión instrumental de la profesión, por otra? ¿Cuáles son las principales
estructuras que inciden hoy en la orientación curricular de las escuelas? ¿Qué tipo de prácticas
profesionales están reflejadas en la currícula?
El cruce de los dos ejes históricos del debate suma otros interrogantes: ¿A qué concepto de
comunicación se alude en la formación académica y en el ejercicio profesional? ¿Cuál ha sido la
vinculación de las escuelas de comunicación con los otros ámbitos profesionales? ¿Cómo se
vinculan las universidades al trabajo de constitución del campo intelectual, cuáles sus principales
aportes? ¿Cuál es el espacio social de las escuelas y facultades de comunicación?[1]
Si bien no se pretende responder aquí a las preguntas precedentes (porque es un propósito que se
sitúa por fuera de los objetivos de este trabajo), es evidente que las mismas atraviesan el tema de la
gestión de procesos comunicacionales y específicamente de la planificación. Es por ello que para
dar cuenta del estatuto profesional del planificador de procesos comunicacionales se hace
imprescindible partir de los modelos de formación académica y de los imaginarios profesionales
que han participado en la constitución de la figura del comunicador.
Repasar la historia del campo profesional de la comunicación en América Latina y sus principales
debates académicos, permite reconocer los modelos dominantes en materia de formación de los
comunicadores latinoamericanos y los imaginarios profesionales que dichos modelos suponen.
[
Cada imaginario profesional supone nociones de comunicación a la vez que remite a un sentido
ético, social y práctico del comunicador en la sociedad.
El momento actual del campo académico y profesional del comunicador se caracteriza por la
coexistencia de distintos imaginarios profesionales. Esto es así porque ninguno de estos modelos
logra realmente constituirse en una alternativa superadora de los otros, como expresión de una
práctica comprensiva de la configuración del campo profesional. Este “choque entre
configuraciones imaginarias”[2] es expresión y condición de disputas simbólicas y elecciones
estratégicas de los actores sociales involucrados que buscan un mejor posicionamiento dentro de
ámbitos diferenciados (el mercado, la academia, etc.).
El propósito final de este recorrido es observar cómo estos diversos modelos de formación
académica e imaginarios profesionales se expresan en el campo específico de la planificación de
procesos comunicacionales .
De la comunicación para el desarrollo a la comunicación ciudadana.
Quienes iniciaron el pensamiento latinoamericano en comunicación fueron, en sus orígenes,
discípulos y continuadores del difusionismo y de la escuela de Frankfurt. La década de los setenta
transcurrió en América Latina teñida por los debates (y los embates) políticos generados a partir de
la propuesta de políticas nacionales de comunicación (PNC) y el NOMIC (Nuevo Orden Mundial
de la Información y de la Comunicación). A inicios de esta década, el periodista e investigador
boliviano Luis Ramiro Beltrán definía “a la política nacional de comunicación como un conjunto
integrado, explícito y duradero de políticas parciales de comunicación organizadas en un cuerpo
coherente de principios de actuación y normas aplicables a los procesos y actividades de
comunicación de un país”.[3]
De alguna manera los comunicadores de la región “se hicieron latinoamericanos” en el fragor de
esas luchas por democratizar la comunicación, revisaron y cuestionaron a sus maestros
construyendo un pensamiento y una identidad crítica propia. Nos referimos a lo que José Marques
de Melo denominaría luego “la escuela latinoamericana de la comunicación” gestada en medio de
esas discusiones y esas batallas cuyo transfondo sustancial estuvo centrado en la democratización
de la comunicación.
“El movimiento propiciador de la democratización de la comunicación tuvo en los años 70 un
fortalecimiento y una intensificación sin precedentes. Este fue el decenio de la propuesta de las
políticas nacionales de comunicación, de la identificación con el ideal mundial de un nuevo orden
internacional de la información, de cuestionar el sistema mercantil conservador de comunicación
masiva y crear nuevos modos de comunicación alternativa y de revisar conceptos y prácticas de
investigación y producción en el campo de las comunicaciones. Fue precisamente entre principios y
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mediados de esa década que comenzaron a formularse fundamentos teóricos sobre prácticas de
comunicación democrática, tanto para las que habían comenzado a principios de los años 50 como
para las más recientes” [4].
Apoyado en el impulso crítico precursor que Antonio Pasquali inició en la década de los 60, otros
latinoamericanos, como el peruano Rafael Roncagliolo, instalaron la premisa de que no hay
sociedades democráticas sin comunicación democrática y que ambas se construyen desde la
participación. Esta idea fuerza también se puso de manifiesto en el cruce entre comunicación y
educación, a partir de la acción pionera de Paulo Freire y las contribuciones sustanciales de Juan
Díaz Bordenave y Francisco Gutiérrez, entre otros.
La suerte de los comunicadores y de los luchadores sociales a favor de la democratización de la
comunicación estuvo directamente emparentada con los derroteros de los pueblos y de los
movimientos sociales y populares, víctimas de las consecuencias de los regímenes totalitarios y de
las dictaduras sangrientas.
Las ideas, sin embargo, quedaron sembradas. Las utopías siguieron latentes en muchas iniciativas,
tanto en el campo popular y alternativo, como en los espacios académicos que no resignaron su
mirada y, sobre todo, no perdieron de vista la ligazón entre la elaboración científica y las prácticas
sociales.
Los años ochenta no fueron especialmente propicios para estas propuestas. La fuerza devastadora
del neoliberalismo, amparada bajo la pantalla de la globalización y de la imposición de una única
mirada y una única versión, fue apagando las voces disidentes en todo el mundo. También en
América Latina se perdieron foros, se clausuraron proyectos que habían florecido (ASIN[5],
ALASEI[6], ULCRA[7], la agencias nacionales de noticias, espacios de investigación, etc.) se
apagaron o se silenciaron muchos otros discursos críticos.
En esta “década perdida”, como muchos la calificaron, se gestaron, sin embargo, nuevas ideas que
luego se constituirían en ejes de la producción intelectual y científica del campo de la
comunicación. Se consolidó la necesidad de reflexionar y producir conocimiento a partir de las
prácticas comunicativas que se desarrollaban en América Latina relativizando el mero ejercicio de
la especulación teórica. Se privilegió la idea de la comunicación como hecho cultural, expresada en
la propuesta de Jesús Martín Barbero de pasar “de los medios a las mediaciones”, directamente
emparentada con una noción de receptor crítico y capaz de resignificar. Creció la investigación, la
sistematización y los procesos educativos asociados a esas prácticas. Particularmente importante fue
el aporte que en este campo hizo ALER (Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica)
fundamentalmente desde la experiencia y la creatividad formadora de José Ignacio López Vigil y a
partir de los criterios de investigación para producción de nuevo conocimiento de un grupo de
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comunicadores de toda la región coordinado por María Cristina Mata.
Por otra parte, América Latina se transformó en paradigma de la comunicación alternativa y
popular, recogiendo lo mejor de la experiencia de la comunicación para el desarrollo, de las
propuestas de políticas de comunicación y de la educación radiofónica campesina, obrera, popular y
religiosa. En numerosos espacios se construyó una perspectiva diferente de la comunicación, se
experimentaron (con aciertos y errores) formatos y estéticas que intentaron ponerse al servicio de
proyectos políticos y culturales de desarrollo y cambio social.
Si en los 70 la planificación estuvo asociada fundamentalmente a las políticas nacionales de
comunicación, en los 80 el rescate de las organizaciones como espacios de construcción y
participación – también como lugares de resistencia al autoritarismo – y, por otra parte, la
confluencia de las experiencias de comunicación popular y educativa con la tradición de las PNC,
fueron condiciones de posibilidad de la versión latinoamericana de la comunicación en las
organizaciones y por ende del impulso a la planificación como herramienta teórico práctica aplicada
a ese campo. Sobretodo a partir de este momento, la planificación de la comunicación como recurso
para el desarrollo dejó de pensarse como una estrategia exclusiva de los estados nacionales. Daniel
Prieto Castillo y Eduardo Contreras, para mencionar tan solo a dos dentro de un grupo más amplio,
trabajaron en esta perspectiva en el marco institucional que les brindó CIESPAL (Quito, Ecuador) y
Radio Nerdeland Training, el programa de formación de la radio estatal holandesa.
En los años 90, la exploración de las potencialidades que para el desarrollo revestían las
organizaciones sociales fue también la expresión de una desconfianza básica hacia las instituciones
tradicionales como el Estado y los partidos políticos y la manifestación de la búsqueda de otras
formas de participación ciudadana que incluían el fortalecimiento de vínculos hasta ahora poco
considerados y la apropiación y la resignificación de nociones tales como espacio público,
identidades sociales, movimientos populares e incluso una noción diferente del poder y la política.
“La ciudadanía se insinúa como un territorio de lo común en lo plural, que ayuda a superar la
fragmentación social y política” [8].
Podemos sostener también con Germán Rey que en esta época “ligadas al nexo comunicación –
democracia están dos problemáticas centrales: la de la constitución de lo público y la de la
emergencia de lo ciudadano y la ciudadanía como núcleos centrales de la acción política y, por
supuesto, de las prácticas comunicativas” [9].
La juventud del campo propio de la comunicación, sumada al surgimiento todavía reciente de las
escuelas y facultades de comunicación en el marco de una universidad que, enredada en sus propios
debates y acosada por circunstancias políticas, descuidó paradójicamente los procesos sociales, hizo
que toda la riqueza de las experiencias de estas décadas no fuera incorporada de manera coherente,
ordenada y suficiente, en las propuestas curriculares en comunicación. O, por lo menos, la crítica
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del sistema y de los medios, y la posterior recuperación de la instancia receptora no estuvieran
acompañadas de manera apropiada de la sistematización y de la construcción de propuestas que
integraran lo comunicacional en una perspectiva interdisciplinar y con tal capacidad operativa
transformadora que rompiera la disociación entre teoría y práctica.
La producción intelectual y la reflexión teórica del campo académico estuvieron por mucho tiempo
disociadas de las prácticas de comunicación, tanto en lo popular como en las organizaciones e
instituciones. En parte, porque estas últimas se construyeron desde una perspectiva igualmente
crítica pero con un sentido esencialmente ligado a las necesidades de los grupos que le dieron
origen o con los que se vincularon.
Sólo en los noventa un grupo de académicos y estudiosos de la comunicación, por una parte, y
organizaciones sociales que habían desarrollado experiencias de comunicación popular, por otra,
confluyeron para pensar en la coordinación de esfuerzos partiendo de la base de que del intercambio
y la tarea común podría redundar en mayor beneficio tanto para la academia como para el campo de
la comunicación popular y las organizaciones.[10]
¿Qué había pasado? Se rompieron los diques, las aguas se juntaron y los navegantes salieron de los
antiguos cauces para transitar por todas las aguas. Los académicos, antes atrincherados en la
universidad, abandonaron sus laboratorios para dialogar con las experiencias de comunicación
popular que, a su vez, los reclamaron. Desde estas experiencias se superó la crítica al academicismo
y, poco a poco, se fue reconociendo el aporte de los investigadores en las búsquedas
comunicacionales de los grupos y las organizaciones de base. El diálogo comenzó a ser
enriquecedor. De este intercambio surgieron y crecieron propuestas basadas en un esfuerzo
articulado y coordinado entre universidades, organizaciones no gubernamentales y asociaciones de
comunicación latinoamericanas, con el fin de poner en común experiencias y saberes[11].
La mención de algunas experiencias y la referencia a algunos actores (también autores) de la
comunicación en la región no agota, de ninguna manera la referencia a todos quienes
protagonizaron esta época. Se trata apenas de rápidas evocaciones para que sirvan como hitos o
anotaciones que ayuden a contextualizar esta reconstrucción de la historia del campo profesional y
académico de la comunicación.
To be or not to be? That’s the question.
¿Qué comunicador no ha atravesado por aquella situación en la que, después de intentar explicar
con esfuerzo en qué consiste su oficio, su interlocutor resumió: “¡Ah! ¿Periodista?”. Esta
circunstancia, por la que tantos hemos atravesado, no hace sino poner de manifiesto la complejidad
innata que tiene tal definición, en parte por los debates y embates que han caracterizado la historia
del campo académico y profesional. Pero estos mismos debates son el emergente de otras disputas
referidas al estatuto epistemológico del campo disciplinar, a las diferentes nociones de
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comunicación como objeto de estudio y campo de acción y, finalmente, a las diversas
configuraciones imaginarias en torno al sentido ético, social y práctico de la acción del
comunicador. Dicho esto sin desconocer que esta situación es también fruto del desencuentro entre
quienes han tenido la responsabilidad de la formación y de la producción intelectual y aquellos que
organizan y lideran las organizaciones, los grupos y las comunidades.
Seguramente en esta percepción social mucho ha influido también el impacto que las tecnologías
han tenido en la construcción del imaginario colectivo sobre la comunicación social a lo largo del
siglo XX. Es evidente que esta asimilación entre periodista y comunicador no es del todo errónea:
aquello que se reconoce como parte del fenómeno de la comunicación se refiere a tecnologías que
han sido expresamente creadas para ello. En todo caso el análisis de los medios no puede reducirse
a su impacto en tanto artefactos de comunicación porque es evidente que su lugar en la estructura
social es mucho más trascendente en términos de configuración cultural.
Por otra parte, una perspectiva que sitúe el límite de los estudios de la comunicación en la cuestión
de los medios sólo como tecnología es reductora e insuficiente, porque más allá de la presencia o
ausencia de estas tecnologías de la comunicación, toda práctica social puede ser analizada desde la
comunicación.
De esto hablamos cuando decimos procesos comunicacionales: de prácticas sociales atravesadas por
experiencias de comunicación. Prácticas sociales factibles de ser reconocidas como espacios de
interacción entre sujetos, en los que se verifican procesos de producción de sentido, de creación y
recreación de significados, generando relaciones en las que esos mismos sujetos se constituyen
individual y colectivamente. Prácticas en las que intervienen los medios, como un componente
fundamental de las prácticas sociales hoy, como parte indiscutible del proceso de construcción de la
realidad, pero nunca como única variable.
¿Cómo se forman y para qué se forman los comunicadores? Formación académica e imaginarios
profesionales.
La formación académica que se brinda a los comunicadores supone diversos y hasta en algunos
casos contradictorios modos de concebir el sentido ético-social y práctico del comunicador. Estos
sentidos inciden decisivamente en la inserción profesional de los egresados e implican también un
posicionamiento frente a las demandas de la sociedad y del propio mercado laboral. El resultante de
estos posicionamientos no es siempre coincidente con las demandas de la sociedad y del mercado
laboral, lo que redunda en una tensión permanente con resoluciones distintas según los casos.
Por tal razón, del recorrido histórico se intentará abstraer ciertos modelos dominantes en materia de
formación académica que propician unos imaginarios profesionales en detrimento de otros.
Según Jorge Huergo[12] un primer modelo de formación de comunicadores muestra
correspondencia entre la formación de maestros y la formación de periodistas que pone el acento en
el carácter vocacionalista y en “la posibilidad de incidencia en la formación de la cultura”. Los
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periodistas – señala - deben contar con una “habilitación teórico – profesional” que les de
condiciones para incidir en la opinión pública[13]. Dicho modelo, se corresponde además con una
noción de comunicación como información, idea concebida en la teoría matemática, que pone
énfasis en la eficacia transmisiva.
Un segundo modelo pone énfasis en la formación humanística del comunicador como intelectual.
La vigorosa formación humanística es considerada esencial para la transformación de la cultura
según ciertos marcos axiológicos. Esta es la posición a la que adhiere Jesús Martín Barbero. [14]
Un tercer modelo privilegia la formación científico social. La voluntad de formar “comunicólogos”
(es decir, comunicadores abocados a la investigación en comunicación) expresa el interés por la
constitución científica del campo. La hegemonía de la teoría o de la ciencia social cuenta con una
sobrecarga de elementos teórico-críticos (en una desviación de la concepción marxista) lo que suele
implicar un desprecio por la formación práctica.
Un cuarto modelo denominado “crítico” considera al comunicador como agente de transformación
y pone énfasis en la praxis (asumiendo la dialéctica teoría-práctica). Si bien este enfoque ha
propiciado ricos desarrollos teóricos aún no ha logrado transformar la práctica profesional
específica a través de la formación académica. Desde esta concepción se ha puesto atención, tanto
en la elaboración teórica como en la investigación, en el estudio de la condición del receptor, en los
contextos socioculturales y en las mediaciones, en la construcción de la hegemonía y en el interés
por los procesos de resistencia y apropiación. Todo esto indica un rumbo que, sin embargo, todavía
no logra plasmarse en la formación práctica y en la práctica profesional de comunicadores, lo cual
muestra que se carece de metodologías que permitan superar el histórico divorcio entre teoría y
práctica social. Alcanzar este propósito metodológico redundará en el enriquecimiento tanto de la
reflexión teórica como de la misma práctica.
Tomando en cuenta lo apuntado por J. Huergo y considerando las topologías propuestas por otros
especialistas en lo que respecta a formación académica e imaginarios profesionales del comunicador
social se pueden identificar tres tendencias generales:
a. El comunicador como periodista:
lo que importa en la formación es la habilitación técnica profesional para el ejercicio en el mercado laboral;
la función ética y social del comunicador está asociada a la posibilidad y la responsabilidad que implican ser formador de la opinión pública;
la investigación es entendida como indagación periodística y las ciencias sociales como parte del acervo cultural necesario para todo periodista.
La formación técnico instrumental -dirá el grupo de investigadores del ITESO (Guadalajara,
México)- da por naturales las relaciones de poder, con lo que se justifica el uso de cualquier medio
que logre imponer una forma de cultura. Supone la comunicación como transmisión de mensajes
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reduciendo su significado a una dimensión estrictamente técnica. La función del comunicador en
este caso es meramente comunicante o canal[15].
b. El comunicador como intelectual:
lo que se propicia es la solidez intelectual provista por las humanidades; la habilitación técnica profesional está supeditada a la capacidad del profesional de ejercer
algún tipo de incidencia en la transformación de la dinámica sociocultural; se promueve el desarrollo de la capacidad crítica y se alienta una actitud de transformación
con sentido contra hegemónico.
c. El comunicador como comunicólogo/cientista social:
se profundiza la formación teórico crítica; hay una búsqueda explícita de conexiones con otras disciplinas del campo social, que se
traduce en inter y/o transdiciplina; hay una propuesta (no siempre materializada) de una formación para la investigación social
aplicada; se relativiza la formación destinada a la habilitación profesional.
Raúl Fuentes Navarrro, en el trabajo ya mencionado, no discrimina entre el crítico cultural y el
comunicólogo en lo que a modelos de formación académica se trata. Por el contrario, se refiere
indistintamente a estos imaginarios profesionales como conectados a un modelo de formación
crítico cultural donde se propicia que el comunicador participe socialmente a través de la
generación de conocimientos sobre los procesos comunicativos. De esta manera se busca un
reconocimiento de las condiciones objetivas y subjetivas que enmarcan las prácticas comunicativas
entendidas como materializaciones de las relaciones de poder, de ideología, el lenguaje y, en
general, la cultura. Lo anterior supone la legitimidad de una práctica intelectual en el campo cultural
y científico.
A todo esto, los investigadores del ITESO agregan una variante que resulta sumamente
enriquecedora para el análisis, porque suma una referencia a una formación que hace énfasis en la
capacidad del comunicador de recrear cultura.
Corresponde a este imaginario una propuesta formativa, a la que este mismo grupo de
investigadores denomina “formación estético profesional”, en la que la acción educativa está
orientada a la búsqueda del conocimiento de lo sensible y desde donde se mira la comunicación
como un espacio para recrear la cultura y al comunicador como un productor de bienes simbólicos
dentro de la sociedad. Este enfoque enfatiza el sentido estético de la acción emancipadora.
Estos modelos suponen nociones diversas de comunicación: la una entendida como información y
la otra como producción social de sentidos y hecho cultural. La primera comprende la reproducción
selectiva y especializada del manejo técnico de ciertos elementos discursivos de un orden
socialmente establecido. La restante se entiende como proceso social de producción de formas
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simbólicas y fase constitutiva del ser práctico del hombre y del conocimiento que este modo de ser
supone.
Tal como se ha señalado, lo anterior es el resultado del devenir histórico de nuestras escuelas,
carreras y facultades, y de la interacción de tales instancias de formación con los contextos y sus
modos de inserción académica, con el mercado de trabajo y con la sociedad.
Hasta mediados de siglo la cuestión del sentido no era pertinente para quienes formaban y ejercían
el periodismo. “La cuestión del sentido remitía por entonces a debates metafísicos que se libraban
en filosofía, los códigos y sus usos – restringidos en aquel entonces a la palabra escrita – se
abordaban desde las carreras de letras y los aparatos eran todavía esencialmente una linotipo y un
micrófono”[16], en parte porque el desarrollo tecnológico en materia de comunicación social era
todavía escaso.
Los pioneros de la formación superior en periodismo se preocuparon fundamentalmente por proveer
a los periodistas de saberes instrumentales e información básica sobre la realidad que irían a mediar.
Este hecho incluso estuvo vinculado a un ideal de periodista como “intelectual orgánico de la
democracia liberal”[17]. Posteriormente esta mirada se complejizó y el comunicador fue nombrado
de otras maneras que, alternativa o secuencialmente, expresaban cambios en la academia, en el
mercado de trabajo y en la sociedad. Puesta en cuestión y, por momentos sumida en el desencanto
de la vinculación inevitable y heroica entre periodismo y democracia, el binomio comunicación-
desarrollo vino a sumar una nueva mirada que no siempre entró en contradicción con la anterior.
Los intentos de traducir esta perspectiva en estrategias de acción para transformar la realidad
pusieron en evidencia su fuerte impronta difusionista, su noción lineal de la comunicación, su
desatención a la instancia del receptor y de la cultura[18]. Esto provocó incluso la crítica de aquellos
que fueron considerados sus precursores y que luego caminaron hacia una visión crítica de los
medios masivos de comunicación, entendidos como aparatos ideológicos al servicio de los poderes
hegemónicos[19].
En ese momento el trabajo en comunicación se instaló en los círculos intelectuales, particularmente
en América Latina, como potencial espacio de transformación, herramienta para la agitación
popular, recurso liberador de potencias dormidas y conciencias dominadas. En esta concepción se
ubica la génesis del comunicador como crítico cultural. Por aquel entonces (finales de los ’70 y
comienzo de los ’80) las propuestas formativas comenzaban a sumar al estudio de alternativas
mediáticas otras miradas sobre la comunicación institucional, la comunicación educativa, la
comunicación popular, lo alternativo, lo grupal.
Las prácticas de comunicación popular y alternativa, fuertemente cargadas por la impronta
ideológico política del cambio revolucionario en sus diferentes versiones y acepciones,
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desarrollaron nuevas lógicas y modos de conocimiento, incorporaron a partir de la experiencia otras
categorías que enriquecieron a la academia, recrearon otros debates y permitieron abrir otros
recorridos, pero finalmente se demostraron por lo menos insuficientes para generar, por sí solas,
cambios fundamentales en un escenario caracterizado por las derrotas del campo popular. Tal como
era previsible el “partido de la comunicación” no podía convertirse en solucionador de todos los
males presentes en la sociedad.
Las experiencias y los recorridos teóricos en comunicación sufrieron por entonces los mismos
avatares de ese período histórico latinoamericano, marcado por la “doctrina de la seguridad
nacional”, el terrorismo de estado y la represión no sólo a las acciones reivindicativas y
revolucionarias, sino también a todo intento de generar un pensamiento contra hegemónico.
Paulatinamente la comunicación fue instituyéndose, para gran parte de los académicos en ciencias
sociales, en fenómeno complejo y a la vez en clave de inteligibilidad de fenómenos sociales, en un
mundo que se inclina por dar cuenta del conjunto de los acontecimientos desde la lógica de la
producción social de sentidos.
¿Qué aportan los comunicadores a la construcción social?
¿Qué debería entenderse por comunicador social en un tiempo en que “los medios de comunicación
han absorbido buena parte del debate que ocurre en torno a los asuntos públicos e incluso de los
asuntos privados, siendo una representación o puesta en escena de éstos”[20]?
Está claro que la comprensión actual del quehacer profesional de los comunicadores está marcada
por el viejo oficio del periodista. Sin embargo, esta concepción ha sido ampliamente superada.
También porque desde otras disciplinas afines, como la sociología y la antropología, se incursiona
en los fenómenos de comunicación, mediáticos y no mediáticos, para comprender y desentrañar lo
que ocurre en el escenario social contemporáneo. El juego de las significaciones en la construcción
de las relaciones sociales, la trama de la vida cotidiana atravesada por el espacio de
interpretación/significación del sistema masivo de medios, los recursos y los medios de
comunicación incorporados con habitualidad a la vida de las personas, se han transformado en
objeto de estudio de diversas disciplinas. Se está produciendo todavía una suerte de trasvasamiento,
cruce interdisciplinar e integración transdisciplinar.
La profesión del comunicador se constituye hoy como una labor profesional en el campo de las
ciencias sociales que complejiza el campo periodístico que fue punto de partida. No sólo quienes
trabajan en los medios son comunicadores, sino también aquellos que, sirviéndose de las
herramientas y los recursos propios de la comunicación, son capaces de hacer contribuciones a la
vida de los grupos, las empresas, las comunidades y las organizaciones.
La tensión dialéctica entre conocimiento teórico y práctico ha instalado la complejidad como punto
de partida y de llegada del análisis y de la intervención de los comunicadores en las prácticas
[
sociales. El propio desarrollo del campo disciplinar nos permite hoy comprender que el escenario
social contemporáneo está atravesado por situaciones de comunicación que lo van constituyendo.
Desde una lógica de transformación, en este escenario se reconocen a su vez actores sociales que
necesitan vincularse, entrar en comunicación a partir de sus afinidades y sus diversidades.
Así planteado el comunicador está en capacidad de reconocer nuevas formas de interacción entre
los sujetos, modificar su manera de entender las relaciones sociales, dejarse transformar por las
prácticas y, simultáneamente, intervernir creativamente en ellas. Todo ello ocurre en el marco de la
misma acción, en una simultaneidad sólo disociable a efectos analíticos.
Más allá de los avatares propios de la comunicación como campo disciplinar existe un consenso
entre intelectuales y pensadores. La crisis de los paradigmas interpretativos, la crisis de la idea de
progreso impuesta por la modernidad, y la de los grandes relatos que le sirvieron de soporte,
produjeron un desplazamiento de la mirada que enfatiza en lo relacional como constitutivo de los
sujetos y sus prácticas. En este nuevo marco la comunicación emerge no sólo como un dato para ser
reconocido, sino como una necesidad interpretativa de lo que ocurre y una manera de visualizar esas
mismas relaciones.
Ignacio Ramonet dice que “el progreso es hoy un paradigma general que ha entrado en crisis” y se
pregunta “¿Cuál es el paradigma que lo reemplaza?, para responderse que es la comunicación.
“Cualquiera que sea la actividad sobre la que se piense hoy, la respuesta masiva que se nos da es:
hay que comunicar. Si en la familia las cosas no marchan es porque los padres no hablan con sus
hijos. Si en una clase las cosas no funcionan es porque los profesores no discuten bastante con sus
alumnos. Si en una fábrica, o en una oficina, el asunto no va, es porque no se discute bastante”. [21]
Por un lado se trata del reconocimiento de que la comunicación está hoy presente, en las más
diversas formas, en la construcción del escenario y de las prácticas sociales. Por ese mismo motivo
es imprescindible contar con saberes, herramientas y técnicas que permitan reconocer cómo lo
comunicacional se constituye en ese espacio y cómo colabora en la construcción de las relaciones
entre los distintos actores, individuales y colectivos.
El riesgo, no obstante, es caer en lo que Daniel Prieto Castillo denomina el imperialismo de la
comunicación: todo es comunicación y la comunicación se constituye es una especie de bálsamo
que todo lo puede y todo lo cura. Perdiendo incluso de vista que los conflictos sociales son el
resultado de opciones económicas, políticas y culturales y aunque se expresen
comunicacionalmente y se manifiesten a través de mensajes, no pierden su condición determinante.
En otras palabras: no hay soluciones comunicacionales para conflictos políticos. Aunque sí hay
maneras de entender estos conflictos a través de los mensajes de los actores, de la información que
generan, de sus formas de relacionarse, es decir, de la comunicación.
Una demanda salarial es un problema económico y político, que se manifiesta también
comunicacionalmente cuando se rompe el diálogo entre patronos y obreros. Sin duda que realizar
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una tarea para que el diálogo se recomponga, para establecer mejores circuitos de información e
instancias de comunicación entre las partes ayuda a la búsqueda de soluciones. Pero no resuelve el
problema de fondo, que seguramente está emparentado con un debate sobre la distribución del
ingreso y el poder en la sociedad.
Generar estímulos, cuadros de “honor” para los empleados más destacados, capacitar en relaciones
públicas al personal, ayuda a la imagen de la empresa y puede colaborar a desarrollar un sistema de
relaciones más fluidas en la organización. Pero no destierra la violencia que generan las relaciones
injustas o los magros salarios y no sería raro que, detrás de la sonrisa y de los buenos modales,
continúe el sabotaje o el robo.
Lo comunicacional, si bien es constitutivo de todas las relaciones humanas y sociales, está
atravesado y atraviesa otros campos disciplinares. Se trata de construir respuestas complejas para
realidades que también lo son. Lo anterior tiene que ver con la idea de que “la comunicación no es
sólo un asunto de medios y de grandes masas, sino de procesos y de redes y de grupos o
individuos”[22] que con su accionar van configurando prácticas sociales. Por este mismo motivo el
mayor reto para quienes intentan definir su trabajo en el campo de la planificación de procesos
comunicacionales está centrado en repensar nuevas formas de articulación de las demandas
comunicativas y las prácticas sociales de diversos actores.
En otras palabras: la condición de comunicador tiene que ver con los saberes y las técnicas propias
de la comunicación pero termina de definirse con relación a las prácticas que son objeto de
intervención. Jesús Martín Barbero se ha preguntado con relación a esto cómo se ha podido pasar
tanto tiempo refiriendo lo comunicacional exclusivamente a los medios sin tomar en cuenta la
transformación misma del tejido social y de sus modos de relación que, en definitiva, constituyen la
trama cultural.[23]
Rosa María Alfaro distingue seis dimensiones que, desde la comunicación, aportan a la
construcción social:
visualizar a los actores (sujetos y grupos), permitiendo conocer a la gente, trabajar sus demandas y necesidades, para lo cual el comunicador se convierte en facilitador y promotor del debate;
sensibilizar y motivar sobre el futuro y sobre el valor del esfuerzo colectivo de cambio, trabajando la fuerza simbólica de un proceso sostenido y trascendiendo el pragmatismo de la solución inmediata de los problemas;
construir y consolidar relaciones estratégicas entre sujetos e instituciones, potenciando el diálogo e intercambios entre diferentes y construyendo acuerdos;
generar intereses y voluntades públicas, transformándose de esta manera en escuela de opinión, poniendo en el espacio del debate temas e intereses comunes y, de esta manera, creando esfera pública;
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promoviendo discursos y demandas sociales, propiciando y estimulando a los sujetos para que trabajen sus propias propuestas, desde sus propias lógicas y a través de debates específicos;
construyendo el sentido del desarrollo social desde lo particular, pero con actores y temas articulados, para lo cual el comunicador debe actuar como “tejedor” de la articulación desde lo específico y lo particular[24].
El comunicador entendido en el marco de esta concepción que aquí venimos desarrollando debería
preguntarse:
por el escenario social complejo en el que tiene que desenvolver su acción; por los conocimientos teóricos y las destrezas técnicas de su formación específica en
relación con ese escenario; y por el sentido ético, social y práctico de su intervención.
La suma de lo anterior configura un modo particular de intervención en las prácticas sociales, que
no se limita a la mera aplicación de conocimientos teóricos y destrezas técnicas adecuadas. Implica
también una puesta en juego de la profesión, una manera de asumir el servicio profesional, un
discernimiento sobre las necesidades y una valoración de la incidencia que los diferentes actores
tienen en el proceso de construcción colectiva.
En esta ampliación del campo, muchos comunicadores sociales son reclamados hoy para prestar
servicios en las áreas de recursos humanos de organizaciones y empresas. Desde la perspectiva que
aquí estamos desarrollando aceptar el punto de vista de quienes pretenden que la participación del
comunicador quede limitada a los requerimientos de “eficacia comunicativa” de una organización
con sus empleados, supondría desconocer el alcance que tienen las intervenciones en comunicación.
Quienes defienden esas posiciones es porque no quieren asumir y reconocer que, en cualquier caso,
con la intervención se está contribuyendo a un modo de organización social en detrimento de otro.
Dicho en otras palabras, que se está aportando a un modo de gestión de las organizaciones
coherente con un modelo de sociedad y se está configurando un modo entender la intervención y,
por lo tanto, de configurar la práctica profesional.
En definitiva, no hay disociación posible entre opciones profesionales y responsabilidad política. La
ciudadanía no se construye al margen o a contramano de la profesión, y viceversa. Y eso no va en
contra de la diversidad de opciones y pluralidad de miradas, pero sí exige la claridad y la
transparencia de las elecciones[25].
Como señala Pablo Latapi, cada profesión tiene un específico modo de producción de sus servicios;
un perfil de funciones que corresponden a determinados sectores sociales; una implícita jerarquía de
las necesidades humanas; una ideología subyacente que le dicta las normas, sus valoraciones y sus
conductas; una pauta para dividir y especializar sus servicios y una manera correcta de relacionarse
con otras profesiones afines. Todos estos elementos constituyen a la profesión en estructura social y
[[
hacen que, dejada al libre juego del mercado, también la profesión refuerce el actual sistema de
diferenciación de clases y distribución del poder[26].
El compromiso de quienes se aproximan a las prácticas sociales como planificadores, como
investigadores o, en general, como científicos sociales, no puede estar ajeno al propósito de
compartir saberes (conocimientos) y habilidades (tecnologías). Compartir implica necesariamente
un doble recorrido: dar y recibir, desde los científicos sociales hacia los participantes de una
organización o una experiencia determinada, y viceversa.
Del mismo modo, supone también comprender que toda “intervención” está ligada a la idea de
cambio. No existe una mirada sobre las prácticas que no proyecte, por este mismo hecho, la
posibilidad de introducir modificaciones en ese desarrollo.
Tres tipos de planificador.
Hasta aquí hemos hecho una referencia general al comunicador social como profesional capaz de
analizar y transformar prácticas sociales. De aquí en más trataremos de introducirnos en el terreno
de la planificación. Para referirnos a los planificadores de la comunicación y a las diversas
concepciones en torno al sentido ético, social y práctico de la profesión, consideramos conveniente
plantear inicialmente una tipología de los planificadores en general, más allá de su actuación
específica en el campo de la comunicación.
Caracterizaremos tres tipos de planificador que refieren a su vez a los tres modelos o estilos
dominantes en materia de planificación: normativo, estratégico y diagnóstico. En ambos casos, se
trata de tipos difícilmente observables como tales y con todas sus características en la realidad. Para
una mejor comprensión se recomienda leer simultáneamente el capítulo referido a los antecedentes
históricos y el desarrollo de los diferentes estilos de planificación en América Latina.
Una primera concepción del planificador se corresponde con el modelo de planificación normativa:
En este caso el planificador:
trabaja sobre un criterio de verdad objetiva que sólo puede ser aprehendida a través del conocimiento científico y se asume como único depositario de ese saber científico;
parte de la base de que explicar es descubrir las leyes que rigen el objeto de estudio; entiende el diagnóstico como una fase previa e independiente de la misma planificación,
tomando en cuenta que su principal propósito en la instancia de diagnóstico es describir y explicar científicamente la realidad (dejando de lado la preocupación por vislumbrar posibles intervenciones futuras);
considera que el conocimiento científico provisto por la formación académica es suficiente para reconocer la realidad en todas sus dimensiones (subestima el aporte del conocimiento práctico de otros actores para intervenir en la transformación de las prácticas sociales);
es un técnico, entendido como quien pone sus conocimientos y sus habilidades al servicio de un propósito político (y de una concepción histórica) que no cuestiona;
[
parte de una concepción monolítica (concentrada) del poder, desconociendo o subestimando la incidencia que otros actores pueden tener en la determinación de la correlación de fuerzas en la sociedad, suponiendo que la legalidad (en manos de la autoridad, la jefatura, la dirección, etc.) conlleva necesariamente legitimidad;
asume como criterio de intervención la identificación de variables independientes cuya modificación redundaría, por efecto sobre las restantes, en transformaciones de todo el escenario (esto supone una perspectiva epistemológica que privilegia el atomismo, por una parte, y la causalidad lineal, por otra);
asume que el poder no es un recurso escaso, es decir, que el único actor que planifica (identificado en muchos casos con el Estado), tiene todo el poder y por lo tanto no existen oponentes de fuste;
legitima su condición en función de su distancia (real o aparente) del poder, pretendiendo ubicarse en el lugar de la mirada “objetiva” sobre los acontecimientos e intenta reducir su intervención a la proposición de las formas más adecuadas de alcanzar los objetivos determinados por quienes detentan el poder;
supone que sus propuestas serán de aceptación universal por su objetividad, la legitimidad de sus metas y la racionalidad de los procedimientos;
parte de la base de que su acción se desarrolla en un contexto estable y predecible (por lo mismo sus propuestas son poco flexibles);
supone que va a disponer de los recursos necesarios y suficientes para desarrollar la gestión; en vista de la certidumbre de los efectos causales, entiende que todo se reduce a cumplir el
plan para alcanzar los objetivos y, de esta manera, la racionalidad técnica debe imponerse para encontrar una solución óptima a problemas bien estructurados de solución conocida.
El modelo de planificación estratégica supone un tipo de planificador que:
admite que hay más de una explicación verdadera; parte de la base de que no existe un diagnóstico único y una verdad objetiva, sino que sólo
es posible hablar de explicaciones situacionales donde cada sujeto explica desde su ubicación en un sistema;
reconoce que el conocimiento científico es lo que permite la aproximación a la verdad, pero relativiza el valor absoluto de ese conocimiento como garantía exclusiva del éxito en la intervención;
el conocimiento académico no es suficiente pero sí preponderante frente a otros saberes presentes en la sociedad;
reconoce la incidencia de las percepciones de los actores en las dinámicas de los procesos sociales y, por esta vía, reivindica el valor de la política;
asume (explícita o implícitamente) los objetivos de quien conduce (“planifica quien gobierna”);
en el sentido anterior, se reconoce como un técnico en diálogo con el político (se reconoce como un “tecnopolítico”, capaz de comprender al político y al burócrata);
entiende que su contexto de intervención es siempre de conflicto entre oponentes, en pugna por imponer visiones e intereses;
considera que el poder es escaso y que esto limita la posibilidad de las acciones de los diferentes actores en un sistema;
es un técnico diestro en aplicar herramientas científicas al servicio de una lucha política; se considera como uno de los actores centrales de la intervención sólo subordinado a la
conducción política; contempla el aspecto táctico-operacional (piensa permanentemente en los modos de
operación); trabaja desde una mirada interdisciplinar (no transdisciplinar); construye por complementariedad y no por transdiciplina; se preocupa por los efectos de su acción (el impacto) antes que por los procesos mismos.
El modelo de planificación diagnóstica supone un tipo de planificador que:
parte de la idea de que la verdad está en las relaciones mismas; el planificador posee un saber diferenciado que forma parte de un conjunto de saberes
necesarios; parte de la base de que el saber científico no garantiza el éxito de la intervención; el saber científico permite un reconocimiento necesario de las percepciones de los distintos
actores sociales que condicionan el mismo proyecto; posee un saber que pone al servicio de la articulación de los diversos saberes y de las
percepciones; no disocia objetivos de metodologías; está más cerca de un facilitador que de un experto (los procesos están por encima de los
objetivos porque el proceso es un objetivo en sí mismo); se preocupa por los diagnósticos permanentes no sólo desde el impacto sino desde el
proceso; requiere capacidad de transdiciplina (sobre todo en la construcción de la mirada) para lo
cual se impone el manejo de ciertos códigos, conceptos y técnicas de aquellas disciplinas con las que dialoga;
asume como criterio de acción la flexibilidad, a partir de la percepción de la realidad como turbulenta e impredecible, pero a la vez desarrolla la capacidad de captar situaciones particulares bajo una visión de conjunto;
concibe las instancias de diagnóstico y planificación como oportunidades para desatar procesos educativos que desarrollen capacidades individuales y grupales en la organización;
propicia un modo de participación que concibe el proyecto en el marco de prácticas sociales más amplias y contextualizadas.
Perspectivas epistemológicas aplicadas a la planificación de la comunicación en las
organizaciones.
El imaginario profesional del planificador se constituyó, en la práctica y en el ejercicio de la
planificación aplicada al campo específico de la comunicación, fuertemente emparentado en sus
inicios con el ámbito estatal (a través de las políticas nacionales de comunicación - PNC) y, más
tarde, a través de la planificación de la comunicación en las organizaciones.
En el campo del diagnóstico y la planificación de la comunicación en las organizaciones, tres son
las grandes perspectivas que a nuestro juicio marcaron las experiencias en esta materia y que se
corresponden, a su vez, con tres voluntades epistemológicas: la funcionalista, la interpretativa y la
crítica.
La perspectiva funcionalista se caracterizó en sus inicios por una fuerte impronta empirista que
consideraba a la comunicación como una actividad objetiva, observable, que podía ser medida,
clasificada y fácilmente relacionada con otros aspectos de la vida organizacional.
Desde esta perspectiva el planificador de la comunicación asume la totalidad del diseño de las
instancias de diagnóstico y la propuesta de estrategias de resolución de problemas de comunicación.
Si bien se fue adoptando con el tiempo una visión más dinámica de la organización y la
comunicación organizacional, se mantuvieron casi intactos sus objetivos: evaluar canales formales e
informales, sistemas y procesos a nivel interpersonal, grupal departamental e interorganizacional,
evaluar el impacto de la tecnología, evaluar la incidencia de los procesos de comunicación en los
niveles de satisfacción, compromiso y trabajo en equipo, todo ello para el logro de una organización
productiva y eficiente. Este enfoque privilegia las metodologías de carácter cuantitativo.
La perspectiva interpretativa, por su parte, ve a las organizaciones como “culturas” sosteniendo que
poseen un conjunto de creencias y valores, y un lenguaje que se refleja en los símbolos, en los ritos,
las metáforas, las historietas, en el sistema de relaciones y en el contenido de las conversaciones.
Por eso, para el “interpretativista” la organización es un fenómeno subjetivo, se trata de una
realidad socialmente construida mediante la comunicación. Por ello el planificador se centra en el
significado de las acciones y producciones comunicacionales (símbolos, historietas, metáforas,
contenido de las conversaciones, etc.) y en la manera como éstas se originan y desarrollan.
El interpretativista, a diferencia del funcionalista, intenta descubrir cómo los miembros de una
organización interpretan y experimentan la vida organizacional sin imponer conceptos
preestablecidos. Es una investigación realizada “desde adentro”; es el lenguaje de los miembros de
la organización y no el lenguaje del investigador el que genera el conocimiento acerca de la
comunicación organizacional. Dado que se apunta al reconocimiento de sentidos instituidos en la
organización, lo que importa es el conocimiento práctico que los sujetos ponen en juego en sus
discursos. El énfasis de esta perspectiva interpretativa está en la comprensión antes que en la
transformación de las prácticas de comunicación de una organización.
El objetivo de las intervenciones realizadas desde la perspectiva interpretativa consiste, por lo
general, en evaluar el papel de la comunicación en la creación, mantenimiento y desarrollo de la
cultura de una organización; en evaluar el significado y contenido de las producciones
comunicacionales tales como conversaciones, historietas, metáforas, ritos y símbolos
comunicacionales; en evaluar los procesos de creación y desarrollo de las producciones
comunicacionales.
En lo que refiere a metodologías típicas, la perspectiva interpretativa privilegia el uso de
herramientas cualitativas tales como la observación directa, la entrevista y el análisis de las
producciones comunicacionales (documentos oficiales, historietas, metáforas y conversaciones).
Por su parte la perspectiva crítica se preocupó originalmente por el estudio de las prácticas de
comunicación organizacional concibiéndolas como la expresión de situaciones de dominación. El
análisis ideológico consecuente entendía que tales prácticas comunicativas son distorsionadas por la
manipulación de la ideología dominante en la organización. La evolución de esta mirada puso en
cuestión algunos de sus principios originales mediante la incorporación de nuevos elementos acerca
de las relaciones de comunicación como lugar de constitución del poder, de negociación y de
construcción de hegemonía.
En la primera de las acepciones el objetivo inicial de la investigación del planificador crítico fue
poner en evidencia de qué manera las prácticas comunicativas resultaban distorsionadas a través de
dispositivos de poder evidenciados en el uso del lenguaje (retórica organizacional) y de los
símbolos. Se intentaba desenmascarar los intereses a los que se estaba sirviendo para,
posteriormente, intentar crear una conciencia que promoviera el rechazo de toda forma de
dominación y opresión dentro de la organización.
Más allá de la evolución que experimentó esta corriente, lo que ha perdurado en el tiempo ha sido el
eje fundamental puesto en la vocación transformadora de quienes adhirieron a la misma y la
especial preocupación por dejar en evidencia el carácter asimétrico de las relaciones de
comunicación en el marco de luchas simbólicas y materiales. Esto supone reconocer que las
prácticas comunicativas están siempre atravesadas por la asimetría y las diferencias entre los sujetos
que entran en relación, por las relaciones de poder, por los conflictos culturales, políticos y
económicos de todo tipo. Esto ocurre inclusive en aquellas relaciones de comunicación que se
conciben a sí mismas como “dialógicas”, “horizontales” y que desarrollan una “conciencia crítica”. [27]
El planificador de la comunicación que trabaja desde una perspectiva crítica se propone evaluar los
procesos de distorsión de las diferentes formas de comunicación organizacional; reconocer y
denunciar la manipulación y promover los cambios necesarios para eliminar estas formas de
opresión. El objetivo último de la perspectiva crítica es la democratización de las prácticas de
comunicación y de la organización.
La metodología utilizada es muy variada ya que por naturaleza la mirada crítica es macroanalítica,
cualitativa, dialéctica e interpretativa. Los métodos de recolección de información y análisis son
semejantes a los usados por los interpretativistas (observación directa, entrevistas, etc.).
El planificador de procesos comunicacionales
Quisiéramos hacer algunas consideraciones sobre nuestra concepción del planificador de procesos
comunicacionales retomando algunas cuestiones anteriormente planteadas acerca de los modelos de
formación académica de los comunicadores, los imaginarios profesionales del comunicador, los
estilos de planificación y las voluntades epistemológicas aplicadas al campo de las organizaciones.
En lo que respecta a los mencionados modelos de formación académica del comunicador, el
planificador de procesos comunicacionales, tal y como nosotros lo concebimos, no se corresponde
con ninguno de los modelos descriptos que, en principio, están pensados en función de una figura
profesional que no es la del planificador.
La formación del planificador de procesos comunicacionales no se corresponde totalmente con la
formación técnico instrumental del periodista, ni con la formación humanística del crítico-cultural,
ni con la formación científico-social del investigador en comunicación. Sin embargo, entendemos
que la práctica profesional del planificador de procesos comunicacionales, requiere de perspectivas,
conceptos, habilidades y destrezas técnicas comprendidas en los tres modelos presentados. El
planificador de procesos comunicacionales abocado a la instancia del diagnóstico requiere de una
sólida formación en investigación social aplicada, de una adecuada formación humanista para el
[
diálogo transdisciplinar y de una formación técnico-instrumental que le permita un manejo idóneo
de los lenguajes y la producción de mensajes.
En muchos de los casos las escuelas y facultades de comunicación han intentado solucionar las
demandas de formación estructurando los planes de estudio sobre la base de una suerte de popurrí o
menú de ofertas que toma elementos de cada uno de los modelos de formación académica antes
mencionados. Sin embargo, la misma práctica nos muestra que este camino no resuelve la
dificultad. En primer lugar porque el planificador de procesos comunicacionales requiere de
formación sólida, y no sólo de introducciones o iniciaciones livianas, tanto en el campo de las
ciencias sociales y humanas como en el de la formación técnico-instrumental en comunicación. En
segundo lugar porque, en este último terreno, la formación debería tomar en cuenta los contextos
diferenciados de aplicación en los que todos los medios, cada uno de ellos pero todos en forma
articulada, se entienden como mediaciones en función de producir comunicación como sentido
relacional en las organizaciones y en la comunidad. A todo lo anterior se suma el intento de resolver
la formación por la vía de la simple acumulación de conocimientos, cuando no de suma superpuesta
de conceptos, y no de una articulación transdiciplinar que de lugar a un nuevo modo de producción
de saberes y de prácticas.
Las búsquedas más notables de especificidad de la formación en este campo se apoyan, en primer
lugar, en el reconocimiento de las características, los problemas y las demandas de las
organizaciones y las comunidades a las que se pretende servir y de los contextos en las que las
mismas se inscriben. Esto ha ido perfilando programas de estudio que incluyen materias o
asignaturas que responden a esas necesidades. Sin embargo, los conocimientos que se imparten en
cada una de ellas no se articulan de manera tal de generar el espacio de producción de saber
transdiciplinar que se reclama. Por ejemplo, en el diseño curricular de la Orientación en
Planificación de Procesos Comunicacionales de la Licenciatura en Comunicación Social de la
Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, se incluyen materias tales como
comunicación y educación, psicología de grupos e instituciones, administración y gestión financiera
de proyectos de comunicación, comunicación en organizaciones e instituciones, y marketing y
publicidad, para mencionar tan solo algunas. No obstante lo valioso de la iniciativa, la práctica de
enseñanza-aprendizaje deja en evidencia que no existe articulación entre las diferentes materias, que
no hay suficiente construcción transdiciplinar y que las asignaturas directamente orientadas a
capacitar en habilidades y destrezas técnicos instrumentales trabajan más en función de la
utilización del medio para la información y la expresión que como medios para la promoción de la
comunicación en las organizaciones y en las comunidades.
En lo que respecta a imaginarios profesionales podemos decir que el planificador de procesos
comunicacionales es deudor de otras figuras que fueron relevantes en algún momento de la historia
del campo de la comunicación en América Latina y que hoy no aparecen debidamente
contempladas en los trabajos referidos al tema. Es así que el planificador de procesos
comunicacionales tiene mayores conexiones con el comunicador como agente del desarrollo, el
comunicador alternativo y popular, e incluso con el comunicador institucional y el especialista en
marketing, que con el periodista, el crítico cultural y el investigador. Si bien, como señalábamos
anteriormente, en su práctica profesional el planificador de procesos comunicacionales pone en
juego conceptos y habilidades técnicas históricamente asociadas con estos tres últimos, lo cierto es
que estos imaginarios profesionales hoy olvidados reflejan mejor las características, demandas y
contextos de intervención de las organizaciones y las comunidades, y de las transformaciones que
en ellas se fueron operando a través del tiempo hasta devenir en su forma actual.
Muchos y muy diversos son los modos de nombrar a aquellos que asumen la responsabilidad de
analizar, diseñar y desatar procesos de comunicación en organizaciones y comunidades:
relacionadores públicos, comunicadores institucionales, planificadores de la comunicación, etc. A
ellos se suman los profesionales formados en otras disciplinas afines que reconocen en la
comunicación una nueva clave de inteligibilidad y un nuevo modo de intervención en las prácticas
sociales. Nos referimos a aquellos trabajadores sociales, educadores, sociólogos, etc., que recurren a
la comunicación en búsqueda de nuevos elementos para dar respuesta a las demandas, para el
análisis y/o la transformación de los ámbitos en los que se insertan. No es propósito de este trabajo
poner en discusión quién o quienes tienen el derecho exclusivo del ejercicio profesional en materia
de comunicación organizacional o comunitaria. Tampoco creemos que sea una discusión que tenga
sentido o valga la pena. Sí quisiéramos dar cuenta de nuestra forma de concebir el ejercicio
profesional de aquel por nosotros denominado planificador de procesos comunicacionales,
esperando que otros se reconozcan en las prácticas, las voluntades y los desafíos que asociamos con
esta figura.
Asumir la tarea de planificar la comunicación es incursionar en una situación de aprendizaje y en
una experiencia educativa tanto para quienes realizan la intervención (los profesionales de la
comunicación) como para quienes son actores directos en el espacio que es objeto del análisis. Esta
experiencia educativa implica, por sí misma, un modo de conocimiento.
La acción del comunicador en tanto y en cuanto planificador supone un modo de abordaje del
objeto de estudio, es decir, un método: espacio de síntesis y acción, en el que se pone en juego no
sólo lo pensado y analizado en esta situación concreta, sino muchos otros aprendizajes anteriores
que están almacenados en la memoria.
Pueden existir distintos niveles de compromiso de un investigador con su objeto de estudio. Esto
significa que además de opciones de tipo epistemológico y metodológico, cada investigador o cada
científico social hace también opciones éticas respecto de su modo de inserción en el ámbito donde
desarrolla su acción.
Existen alternativas tan diversas que van desde la mirada externa de un observador hasta la
incorporación efectiva en el proceso que se lleva a cabo en una determinada práctica. En cualquiera
de los casos estaremos ante una acción que genera por sí misma procesos de educación,
comunicación, movilización y organización de las personas y los grupos involucrados.
Si embargo no hay un “adentro” y un “afuera” a la hora de intervenir en las prácticas sociales. La
sola decisión de la intervención constituye al investigador como un articulador de saberes y
prácticas, de manera consciente o inconsciente, de forma premeditada o de facto. No existe la
“neutralidad” a la hora de intervenir en las prácticas sociales.
Lo anterior también es aplicable a los comunicadores, en particular a quienes trabajan en
planificación, si acordamos que éstos, en tanto y en cuanto poseen saberes específicos que les
permiten desentrañar las prácticas sociales, deben ser considerados científicos sociales en toda la
extensión del término, atendiendo al concepto de ciencia que aquí estamos manejando.
Pero dado que su quehacer específico le permite actuar sobre el espacio de los vínculos y de las
relaciones que constituyen la comunicación, el comunicador social se constituye de hecho en
articulador de saberes y prácticas, actuando a la manera de un “intelectual orgánico” en un sentido
similar al concebido por Antonio Gramsci. El comunicador, así entendido ayuda a crear y genera las
condiciones para que los actores se relacionen, pongan en común sus conocimientos y experiencias,
interactúen entre ellos y generen de esta manera nuevos saberes a través de sus propias acciones.
Podría decirse también que el comunicador es un facilitador de la comunicación y, como tal, un
facilitador de los modos de entendimiento, de relacionamiento y de comprensión mutua entre los
actores sociales y organizacionales.
Parafraseando a Umberto Eco un facilitador de “comunidad de intérpretes” que inspiradas en el
buen sentido y en el respeto de las reglas se pusieran de acuerdo, con trabajosa interacción, para
sacar una lectura públicamente aceptable. Pero como también lo señala Eco esto, en general, no
sucede porque “por sucesivas interpretaciones el mensaje se desconstruye y se hace que exprese no
sólo lo que el emisor original no quería decir, sino también lo que ese mensaje, como manifestación
lineal de un texto, en conformidad con un código, quizá no debería decir” si una comunidad de
intérpretes tuviera la posibilidad de dialogar y de trabajar en la construcción de un consenso
interpretativo[28]. En este mismo sentido, el planificador se constituye en un facilitador de la
palabra, no sólo como aquel que genera espacios para la libertad de expresión, sino que se
transforma en alguien capaz de desarrollar en el otro las condiciones y las habilidades para su
propia expresión autogestionada.
Desde otro lugar se podría describir esta realidad a través del concepto “investigación-acción” [29],
utilizado con frecuencia por los trabajadores sociales. Con ello se pretende superar la relación
dicotómica entre investigador y actor social, pero sin eliminar las diferencias que persisten entre
ambos y las asimetrías que se revelan también en función de las mismas prácticas.
Estamos hablando entonces de un investigador/comunicador que se integra a las prácticas y se deja
atravesar por los sentidos que allí se generan. Hay construcción de objetivos comunes, que no puede
[[
entenderse como confusión de roles, porque el comunicador/investigador social es necesariamente
“un otro” diferenciado y reconocido por su saber específico del resto de los actores presentes en
cualquier escenario.
Discusiones en torno al sentido ético, social y práctico del comunicador.
Era un Jueves Santo.
El jefe de redacción entró en la amplia sala donde trabajaban los periodistas.
Con decisión se dirigió a uno de ellos y le ordenó:
-Vos… escribite setenta líneas sobre la crucifixión de Jesucristo.
El redactor lo miró con gesto sumiso y le preguntó:
- ¿A favor o en contra?
- ¡Como le gusta a los lectores, hombre!. ¡Como le gusta a los lectores!
Toda función social requiere de un compromiso ético de parte de quienes la cumplen. Siguiendo a
Antonio Pasquali[30], podemos afirmar que la ética de la comunicación social puede ser entendida
como una filosofía de la praxis comunicativa. Es decir, como una ciencia que sirve de fundamento a
la acción- reflexión, síntesis de los principios supremos de toda acción (individual o social).
Esta mirada implica hacerse cargo de que no hay práctica científica desvinculada de una visión del
mundo y del hombre. No hay ciencia, ni hay intervención científica en las prácticas sociales,
apoyada en una presunta o pretendida neutralidad. Toda acción científica implica un compromiso
ético vinculado con los cambios que se quieren producir y una mirada sobre la condición humana.
Transparentar este compromiso y esta perspectiva contribuye a la democratización de los procesos
de conocimiento y construcción de alternativas. Por el contrario, opacar esta realidad, será
probablemente una forma de ejercicio del poder y de manipulación en nombre del saber científico.
Desde otro lugar podemos decir que los sujetos sociales están siempre involucrados en los procesos
comunicativos y frente a estos procesos el ser humano asume actitudes, lleva adelante acciones que
son susceptibles de una valoración ética. La ética de la comunicación no queda al margen de la
relación entre historia y realidad social, y del compromiso que ello implica para cada persona,
independientemente de su condición y del rol social que cumpla. No se puede asumir la tarea de
investigador, de científico social, de comunicador, sin tomar definiciones éticas frente a esta
relación. Entiéndase bien: estamos hablando de definiciones éticas y no de política circunstancial.
La "ética de la comunicación social" es, en consecuencia, una filosofía de la praxis comunicativa.
En otras palabras, una ciencia que sirve de fundamento a la acción-reflexión promoviendo que la
práctica comunicacional sea un factor eficaz de convivencia y de desarrollo integral de las personas
y de la sociedad.
La moral, en cambio, es el correlato empírico de la ciencia ética. Es el conjunto de normas -
[
manifestadas en actitudes y modos de comportamiento con determinados motivos y consecuencias-
que cada grupo o comunidad concreta en una realidad histórica determinada para orientar la vida
individual y social de acuerdo con valores previa y comúnmente acordados.
La ética es siempre general. La moral, en cambio, se refiere a realidades concretas y
circunstanciadas. Bajo el mismo principio ético pueden cobijarse diferentes normas morales
ajustadas a tiempo y circunstancias diferentes.
Desde una perspectiva científica es importante hacer este abordaje diferenciando los dos conceptos.
Sin embargo, en el lenguaje cotidiano ambos términos, ética y moral, suelen utilizarse como
sinónimos tomando como punto de partida que ambos se refieren a una misma realidad: el conjunto
de principios y normas que rigen el comportamiento del ser humano con relación a horizontes y
valores. Hablamos del comportamiento consciente y libre del ser humano, sin por ello desconocer
que hoy otras múltiples incidencias que también influyen en la conducta y en la forma de actuar de
las personas, incluso limitando y condicionando sus grados de libertad. También esto debe ser
tenido en cuenta dentro del marco global del análisis que se hace de una determinada circunstancia.
Desde ese horizonte construido y a la luz de esos valores, cada grupo, cada comunidad humana le
asigna un determinado valor, califica y considera válidos o no los actos humanos, las actitudes, las
acciones y también las omisiones (con sus consecuencias) que inciden, directa o indirectamente en
el ámbito social.
Transparentar las definiciones éticas del investigador supone tomar determinaciones y desarrollar
modos de acción respecto de por lo menos tres categorías esenciales y su relación con las prácticas
sociales: verdad, libertad y justicia.[31]
El varón y la mujer, entendidos como sujetos sociales, están siempre y necesariamente involucrados
en los procesos de comunicativos y frente a estos procesos el ser humano asume actitudes, realiza o
deja de realizar acciones que son susceptibles de una valoración ética.
Por esta misma razón resulta imposible preguntarnos sobre cuestiones vinculadas con la ética de la
comunicación al margen de la relación entre historia y realidad social, entre comunicación y cultura.
No se puede abordar los aspectos éticos de la comunicación sin insertarlos en el marco de una
sociedad que tiene definiciones que, si bien superan lo estrictamente comunicacional, también
incluyen y condicionan esta dimensión específica.
Podríamos preguntarnos entonces si puede la sociedad contemporánea hablar válidamente del
ejercicio de la democracia sin interrogarse sobre la democratización de la comunicación. Y, al
mismo tiempo, ¿se puede hablar de democratizar la comunicación sin reconocer que este proceso
está estrecha y directamente ligado a valores democráticos que se afianzan en el conjunto social?
Ambas preguntas exigen respuestas vinculadas, porque las dos realidades lo están. Hablar de una
"ética comunicacional" en este marco implica por lo tanto referirse a verdad, libertad y justicia,
como categorías fundantes.
[
La verdad se refiere a la verdad informativa como la realización del derecho de todo individuo y de
toda colectividad social a una información veraz, es decir, que siendo completa y oportuna, permita
a cada persona, a cada comunidad, a la sociedad, la construcción de un sentido propio sobre los
hechos, las situaciones y los temas, de modo tal de poder acceder a sus propias decisiones.
La veracidad (si entendemos por ello la búsqueda honesta de transmitir una versión ajustada a los
hechos) no puede medirse bajo el criterio de una presunta objetividad porque esta no existe en
términos absolutos. Cada uno mira desde un lugar, desde una visión del mundo. Existen elementos
discursivos en la construcción del mensaje y en ese mismo proceso, un sentido social que se
construye en torno a lo que se transmite como mensaje y en cuya elaboración intervienen no sólo
los datos informativos, sino también los lenguajes y el uso que se hace de ellos, y todos aquellos
elementos contextuales presentes en el espacio cultural-comunicacional. Nos referimos a elementos
de orden simbólico pero también del dominio político.
Entendida de esta manera... ¿dónde está la verdad? ¿dónde la objetividad? La veracidad no puede
valorarse en relación a sí misma ni está exclusivamente ligada a las formas. La veracidad como tal
tiene como lugar de validación un principio superior que es el derecho a la comunicación -que
contiene el concepto de participación y de libertad de expresión- y el valor de la justicia.
Entendiendo la justicia como la posibilidad real de acceso equitativo de todos - particularmente de
los más desposeídos y los excluidos del sistema - a oportunidades de participación activa en el la
construcción de lo público y del discurso público y en las decisiones que los afectan como
individuos y como integrantes de una comunidad.
Las verdades son también verdades sociales e históricas. Están atadas al tiempo, al espacio y a las
circunstancias. Tienen que ver con la forma cómo se construyen y desenvuelven las relaciones entre
las personas y los grupos humanos. Y la verdad no es en sí misma, sino en el contexto en el que se
formula.
Verdad, libertad y justicia, se convierten así en tres criterios, pero al mismo tiempo en tres
paradigmas del planificador de procesos comunicacionales. Tienen que ver con el sentido ético de
su desempeño profesional y, por esa misma razón con su incumbencia en lo social y en la
formulación concreta de la gestión comunicacional. No se trata de conceptos abstractos, de
principios dislocados de la realidad. Son interrogantes, llamados de atención, semáforos para tener
en cuenta en el día a día, preguntas para hacerse en el paso a paso, que tienen que ser siempre
respondidas desde la coherencia ética de los tres elementos (verdad-libertad-justicia) porque no
existe el uno sin el otro.
Una aventura apasionante.
A pesar de los cantos de triunfo lanzados desde las más diversas tribunas y púlpitos mediáticos, el
pragmatismo neoconservador contemporáneo, que ha pretendido acabar con los paradigmas que le
dieron sentido a muchos sueños de humanidad y con los sueños mismos, no ha logrado su objetivo.
Por el contrario, ha instalado un desafío que nos obliga a todos a nuevas preguntas, algunas de las
cuales resultaban impensadas o no hubieran sido posibles en otro contexto. Se exige repensar todo y
quienes estamos involucrados en la construcción de alternativas desde las prácticas sociales y, por
extensión, quienes trabajamos en el campo profesional, docente y de la investigación científica, nos
hemos sentido desafiados a hacerlo y a resignificar - en el contexto de escenarios y prácticas
sociales diferentes - algunos conceptos que antes fueron vistos como certezas, a volver a bucear en
incertidumbres que comienzan a alumbrar como perspectivas y a retomar preguntas que habíamos
abandonado.
Todo este movimiento resulta una aventura apasionante, para el conocimiento y para el sentido
mismo de la vida.
Asumir que hay nuevas preguntas, que existen otras preguntas, aceptar que los conceptos tienen
otro significado, así eso conlleve la aceptación de limitaciones o errores cometidos, es una
demostración de vitalidad, de capacidad creativa y de voluntad de cambio.
Hoy, en medio de un proceso donde el modelo único pretende imponerse como certeza y el
pragmatismo como única metodología, la perspectiva histórico-política y académica desde la que
nos planteamos nos exige también repensar y resituar a la misma comunicación.
Particularmente en el imaginario social, pero también en los espacios académicos, la comunicación
ha quedado demasiado reducida a la problemática de los medios en sus diversas expresiones
(gráficos, radio, televisión, etc.). La mirada reduccionista que limita la comunicación a los medios
ha hecho perder de vista gran parte de la experiencia comunicacional que los trasciende a éstos y a
las técnicas, y que habla de los modos de relacionamiento entre los actores sociales. Pero sobre todo
nos ha impedido un reconocimiento más claro y directo de lo comunicacional que se constituye en
el espacio de las prácticas sociales y de las organizaciones. Esta falta de reconocimiento ha traído
aparejado, como consecuencia insoslayable, que lo comunicacional así entendido se perdió o no se
tuvo en cuenta como objeto de estudio en relación a las mismas prácticas.
Buenos Aires, abril 2001.
Notas[1] Para la ampliación y profundización de los interrogantes hasta aquí planteados ver Rev. DIALOGOS, No. 31, Lima, setiembre de 1991, y Rev. SIGNO Y PENSAMIENTO No. 31, Bogotá, segundo semestre de 1997, dedicadas íntegramente al campo profesional y a la formación académica de los comunicadores.[2] CALETTI, Sergio; Profesiones, historia y taxonomías: algunas discriminaciones necesarias, en Rev. DIALOGOS, No. 31, Lima, setiembre de 1991, pág. 26.[3] BELTRAN, Luis Ramiro, en Prólogo de EXENI R., José Luis; “Políticas de comunicación. Retos y señales para no renunciar a la utopía”, FES/Plural Editores, La Paz, 1998, pág. 10
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[4] BELTRAN, Luis Ramiro; Neoliberalismo y comunicación democrática en Latinoamérica: “plataformas y banderas” para el tercer milenio en “ Nuevos rostros para una comunicación solidaria”, OCIC-AL, UCLAP, UNDA-AL, Quito, 1994, pág. 49.[5] ASIN (Acción de Sistemas Informativos Nacionales), agencia latinoamericana de noticias que nucleaba a las agencias nacionales y sirvió de transportador (carrier) de la información del Pool de las Agencias de los Países No Alineados.[6] ALASEI (Agencia Latinoamericana de Servicios Especiales de Información) creada por iniciativa y bajo el impulso de la UNESCO[7] ULCRA (Unión Latinoamericana y Caribeña de Radiodifusión) que reunió a las radios y televisoras de servicio público de la región.[8] REY, Germán; Otras plazas para el encuentro en AAVV, “Escenografías para el diálogo” CEAAL, Santiago de Chile, 1997, pág.24.[9] Ibid, pág 31.[10] Ver ISMAR DE OLIVEIRA SOARES, Comunicaçao y neoliberalismo; a vigencia das políticas alternativas de comunicaçao, en MARQUES DE MELO, José y GORSKI BRITTES, Juçara; “A trajetória comunicacional de Luiz Ramiro Beltrán”, UNESCO-UMESP, Sao Bernardo, Sao Paulo, 1998.[11] Expresión de esta voluntad fue la creación del Programa Latinoamericano en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales (PLANGESCO), que hoy se implemente en la Fac. de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, y que fue definido en su documento fundacional como “un esfuerzo coordinado y articulado entre universidades, organizaciones no gubernamentales para el desarrollo y asociaciones de comunicación en América Latina, que ponen en común la experiencia acumulada, sus recursos humanos y materiales en orden a desarrollar cursos de post-grado en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales en los países involucrados, con el objeto de perfeccionar, sistematizar, enriquecer y dinamizar propuestas de planificación y gestión en el campo de la comunicación”. (Santiago de Chile, 1991)[12] HUERGO, Jorge; “Comunicación/Educación.Ambitos, prácticas y perspectivas”; UNLP-Facultad de Periodismo y Comunicación Social, La Plata, 1997, pág.69.[13] ibid. pág 70.[14] MARTIN BARBERO, Jesús; Teoría/investigación/producción en la enseñanza de la comunicación, en la Rev. DIALOGOS, No. 28, Lima, 1990, citado HUERGO, Jorge, ob. cit. Pág. 71 .[15] Ver FUENTES NAVARRO, Raúl, Prácticas profesionales y utopía universitaria: notas para repensar el modelo del comunicador, en Rev. DIALOGOS No. 31, Lima, setiembre 1991, págs. 37 y ss.[16] CALETTI, Sergio; op.cit. pág. 27.[17] Ibid., pág. 28[18] Para todo este desarrollo y posteriores ampliaciones ver CALETTI, Sergio, ibid. ob. cit.
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[19] Una clara expresión de este momento puede verse en los trabajos de Armand y Michelle Mattelart durante su estadía en Chile. “El mito de la juventud en la ideología liberal”, un estudio acerca de los editoriales del diario conservador chileno el Mercurio refiriéndose a las revueltas juveniles del comienzo de los años setenta. A ello seguirá el célebre texto del propio Armand Mattelart y Ariel Dorfman titulado “Para leer al Pato Donald”.[20] MACASSI, Sandro, Las agendas públicas, en AAVV, “Escenografías para el diálogo”, CEAAL, Lima, 1997, pág. 110[21] RAMONET, Ignacio; “La tiranía de la comunicación”, Edit. Temas de Debate, Madrid, 1998, 3era. Edición, pág. 61.[22] OROZCO GÓMEZ, Guillermo; “Al rescate de los medios”, Universidad Iberoamericana – Fundación Manuel Buendía, Mexico D.F., 1994, pág. 22.[23] “¿Cómo hemos podido pasar tanto tiempo intentando comprender el sentido de los cambios en la comunicación, incluidos los que pasan por los medios, sin referirlo a las transformaciones del tejido colectivo, a la reorganización de las formas de habitar, del trabajar y del jugar? ¿Y cómo podríamos transformar el ‘sistema de comunicación’ sin asumir su espesor cultural y sin que las políticas busquen activar la competencia comunicativa y la experiencia creativa de las gentes, esto es su reconocimiento como sujetos sociales?”. MARTIN BARBERO, Jesús, De los medios a las prácticas, en OROZCO GÓMEZ, Guillermo (coordinador); “La comunicación desde las prácticas sociales. Reflexiones en torno a su investigación”, Univ. Iberoamericana, México, 1990, pág. 17.[24] Ver ALFARO, Rosa María; “Una comunicación para el desarrollo”, Ed. Calandria, Lima, 1993.[25] Interesa aquí la reflexión de P. Bourdieu a propósito de la pretendida “neutralidad científica”. “Me parece necesario (...) llamar a los investigadores a movilizarse para defender su autonomía y para imponer los valores ligados a su oficio. Diciendo esto tengo conciencia de exponerme a chocar con aquellos que, eligiendo las facilidades virtuosas del encierro en su torre de marfil, ven en la intervención fuera de la esfera académica una peligrosa falta a la famosa “neutralidad axiológica” identificada, con razón o sin ella, a la neutralidad científica”. BOURDIEU, Pierre; “El sociólogo y las transformaciones recientes de la economía en la sociedad”, Libros del Rojas, Univ. de Buenos Aires, dic. 2000, pág. 34. En este marco se puede agregar que “la separación entre la objetividad del investigador científico y la condición subjetiva del militante político quedó reducida a una nueva figura que Bourdieu y sus seguidores universitarios llaman “el intelecutal colectivo”, definición que desciende de un concepto de Michel Foucault: “el militante científico”. El sociólogo (Bourdieu) explica que se trata de un retorno a los fuentes y cita los trabajos de Marcel Mauss y los textos de Durkheim, para que la sociología debe constituirse como un saber reflexico, capaz de darla a la sociedad los medios para esta intervenga en sí misma”. FEBRO Eduardo en Radar Libros, suplemento literario del diario Página 12, Buenos Aires, 4 de octubre de 1998.[26] LATAPI Pablo; Hacia un profesional diferente , en “Política educativa y valores nacionales”, Nueva Imagen, México, 1979. P.200.[27] Ver Informe del Comité continental de América Latina, en AAVV, “Audiovisuales y evangelización: primer congreso mundial”, CPC, Lima, 1978, págs. 43 a 55.[28] ECO, Umberto; “Entre mentira e ironía”, Ed. Lumen, Barcelona, 1998, pág. 41[29] Ver ANDER-EGG, Ezequiel; “Investigación y diagnóstico para el trabajo social”, Ed. Humanitas, Buenos Aires, 1987.
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[30] Ver PASQUALI, Antonio; .Ética y comunicación, en “Comprender la comunicación”, Monte Avila Editores, Caracas, 1980, capítulo IV.[31] Ver URANGA, Washington; “Las prácticas comunicativas desafían a la ética”, mimeo, Buenos Aires, 1999.
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