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;. SUMARIO Prólogo 11 CUL'IURA EN GENERAL Vanguardia y kitsch 0939) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Los apuros de la cultura 0953) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 ARTE EN PARis El último Monet 0956, 1959) ................. ·. . . . . 49 Renoir 0950) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 Cézanne 0951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Picasso a los setenta y cinco años 0957) . . . . . . . . . . . . . . 73 Collage 0959) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 Georges Rouault 0945) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Braque 0949, 1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 Marc Chagall 0946) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 El maestro Léger 0954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Jacques Lipchitz 0954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Kandinsky 0948, 1957) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131 Soutine 0951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 La Escuela de París 0946) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Ponencia en un simposium 0953) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 9

Vanguardia y Kitsch

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Clement Greeberg

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Page 1: Vanguardia y Kitsch

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SUMARIO

Prólogo 11

CUL'IURA EN GENERAL

Vanguardia y kitsch 0939) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Los apuros de la cultura 0953) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

ARTE EN PARis

El último Monet 0956, 1959) ................. ·. . . . . 49 Renoir 0950) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 Cézanne 0951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Picasso a los setenta y cinco años 0957) . . . . . . . . . . . . . . 73 Collage 0959) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 Georges Rouault 0945) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Braque 0949, 1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 Marc Chagall 0946) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 El maestro Léger 0954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Jacques Lipchitz 0954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Kandinsky 0948, 1957) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131 Soutine 0951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 La Escuela de París 0946) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Ponencia en un simposium 0953) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145

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ARTE EN GENERAL

Pintura •primitiva" (1942, 1958) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Abstracto y representacional (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 La nueva escultura (1948, 1958) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 ·Crónica de arte» en Partísan Revíew 0952) . . . . . . . . . . . . 169 La crisis de la pintura de caballete 0948) . . . . . . . . . . . . . 177 El pasado pictórico de la escultura moderna 0952) . . . . . . 181 Wyndham Lewis contra el arte abstracto 0957) . . . . . . . . . 187 Paralelismos bizantinos 0958) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 Acerca del papel de la naturaleza en la pintura moderna

(1949) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195

ARTE EN ESTADOS UNIDOS

Thomas Eakins 0944) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 John Marin (1948) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205 Winslow Homer 0944) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209 Hans Hofmann 0958) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215 Milton Avery 0958) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223 David Smith 0956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 Pintura •tipo norteamericano" (1955, 1958) . . . . . . . . . . . . . 235 Los últimos años treinta en Nueva York (1957, 1960) . . . . . 257

LITERATURA

T. S. Eliot: una reseña (1950-1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 265 Una novela victoriana (1944) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273 La poesía dé Bertolt Brecht 0941) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 281 La condición judía de Kafka (1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297

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PRÓLOGO

Los artículos reunidos en este libro se publicaron originaria­mente en Partisan Review, lbe Nation Commentary, Am (antigua Alit Digest), Art News y lbe New Leader. Pocos han permanecido en su forma primitiva. Cuando la revisión no cambia la esencia de lo que se dice, me tomo la libertad de consignar solamente la fe­cha de la primera publicación. Cuando la revisión ha afectado a la esencia, en unos casos doy tanto la fecha de la primera publica­ción como la de la revisión; y en otros, si los cambios son muy ra­dicales, sólo la segunda.

Este libro no está pensado como un registro absolutamente fiel de mi actividad de crítico. No sólo se han modificado muchas co­sas, sino que lo dejado fuera supera con mucho lo recogido. No niego ser uno de esos críticos que se educan en público, pero no veo razón por la cual haya de conservar en un libro todo el ato­londramiento y los desechos de mi autoeducación.

CLEMENT GREENBERG

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VANGUARDIA Y KITSCH

La misma civilización produce simultáneamente dos cosas tan diferentes como un poema de T. S. Eliot y una canción de Tin Pan Alley, o una pintura de Braque y una cubierta del Saturday Eve­ning Post. Las cuatro se sitúan en el campo de la cultura, forman ostensiblemente parte de la misma cultura y son productos de la misma sociedad. Sin embargo, todos sus puntos comunes parecen terminar ahí. Un poema de Eliot y un poema de Eddie Guest: ¿qué perspectiva cultural es suficientemente amplia para permitirnos es­tablecer entre ellos una relación iluminadora? El hecho de que tal disparidad exista en el marco de una sola tradición cultural, que se ha dado y se da por supuesta, ¿indica que la disparidad forma par­te del orden natural de las cosas? ¿O es algo enteramente nuevo, algo específico de nuestra época?

La respuesta exige algo más que una investigación estética. En mi opinión, es necesario examinar más atentamente y con más ori­ginalidad que hasta ahora la relación entre la experiencia estética -tal como se enfrenta a ella el individuo concreto, y no el gene­ralizado- y los contextos históricos y sociales en los que esa ex­periencia tiene lugar. Lo que saquemos a la luz nos responderá, además de a la pregunta que acabamos de plantear, a otras cues­tiones, quizá más importantes.

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Una sociedad que en el transcurso de su desarrollo es cada vez más incapaz de justificar la inevitabilidad de sus formas parti­culares rompe las ideas aceptadas de las que necesariamente de­penden artista y escritores para comunicarse con sus públicos. Y se hace difícil asumir algo. Se cuestionan todas las verdades de la religión, la autoridad, la tradición, el estilo, y el escritor o el artis­ta ya no es capaz de calcular la respuesta de su público a los sím­bolos y referencias con que trabaja. En el pasado, una situación de este tipo solía resolverse en un alejandrinismo inmóvil, er: un aca­demicismo en el que 'nunca se abordaban las cuestiones realmen­te importantes porque implicaban controversia, y en el que la ac­tividad creativa mermaba hasta reducirse a un virtuosismo en los pequeños detalles de la forma, decidiéndose todos los problemas importantes por el precedente de los Viejos Maestros. Los mismos temas se varían mecánicamente en cien obras distintas, sin por ello producir nada nuevo: Estado, versos en mandarín, escultura ro­mana, pintura Beaux-Arts, arquitectura neorrepublicana.

En medio de la decadencia de nuestra sociedad, algunos nos hemos negado a aceptar esta última fase de nuestra propia cultu­ra y hemos sabido ver signos de esperanza. Al esforzarse por su­perar el alejandrinismo, una parte de la sociedad burguesa occi­dental ha producido algo desconocido anteriormente: la cultura de vanguardia. Una superior conciencia de la historia --o más exac­tamente, la aparición de una nueva clase de critica de la sociedad, de una crítica histórica- la ha hecho posible. Esta crítica no ha abordado la sociedad presente con utopías atemporales, sino que ha examinado serenamente, y desde el punto de vista de la histo­ria, de la causa y el efecto, los antecedentes, las justificaciones y las funciones de las formas que radican en el corazón de toda so­ciedad. Y así, el actual orden social burgués ya no se presenta co­mo una condición "natural, y eterna de la vida, sino sencillamente como el último término de una sucesión de órdenes sociales. Ar­tistas y poetas pronto asumieron, aunque inconscientemente en la mayoría de los casos, nuevas perspectivas de este tipo, que pasa-

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ron a formar parte de la conciencia intelectual avanzada de las dé­cadas quinta y sexta del siglo XIX. No fue casual, por tanto, que el nacimiento de la vanguardia coincidera cronológica y geográfica­mente con el primer y audaz desarrollo del pensamiento científi­co revolucionario en Europa.

Cierto que los primeros pobladores de la bohemia --entonces idéntica a la vanguardia- adoptaron pronto una actitud manifies­tamente desinteresada hacia la política. Con todo, sin esa circufa­ción de ideas revolucionarias en el aire que ellos también respira­ban, nunca habrían podido aislar su concepto de "burgués, para proclamar que ellos no lo eran. Y sin el apoyo moral de las acti­tudes políticas revolucionarias tampoco habrían tenido el coraje de afirmarse tan agresivamente como lo hicieron contra los valores prevalecientes en la sociedad. Y realmente hacía falta coraje para ello, pues la emigración de la vanguardia desde la sociedad bur­guesa a la bohemia significaba también una emigración desde los mercados del capitalismo, de los que artistas y escritores habían si­do arrojados por el hundimiento del mecenazgo aristocrático. (Os­tensiblemente al menos, esto implicaba pasar hambre en una buhardilla, aunque más tarde se demostraría que la vanguardia per­manecía atada a la sociedad burguesa precisamente porque nece­sitaba su dinero.)

Pero es cierto que la vanguardia, en cuanto consiguió "distan­ciarse» de la sociedad, viró y procedió a repudiar la política, fuese revolucionaria o burguesa. La revolución quedó relegada al inte­rior de la sociedad, a una parte de ese cenagal de luchas ideoló­gicas que el arte y la poesía encuentran tan poco propicio en cuan­to comienza a involucrar esas "preciosa&, creencias axiomáticas sobre las cuales ha tenido que basarse la cultura hasta ahora. Y de ahí se dedujo que la verdadera y más importante función de la vanguar­dia no era "experimentar", sino encontrar un camino a lo largo del cual fuese posible mantener en movimiento la cultura en medio de la confusión ideológica y la violencia. Retirándose totalmente de lo público, el poeta o el artista de vanguardia buscaba mantener el alto nivel de su arte estrechándolo y elevándolo a la expresión de un absoluto en el que se resolverían, o se marginarían, todas las

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relatividades y contradicciones. Aparecen el •arte por el arte• y la ·poesía pura•, y tema o contenido se convierten en algo de lo que huir como de la peste.

Y ha sido precisamente en su búsqueda de lo absoluto cómo la vanguardia ha llegado al arte ·abstracto• o •no objetivo•, y tam­bién la poesía. En efecto, el poeta o el artista de vanguardia intenta imitar a Dios creando algo que sea válido exclusivamente por sí mismo, de la misma manera que la naturaleza misma es válida, o es estéticamente válido un paisaje, no su representación; algo da­do, increado, independiente de significados, similares u originales. El contenido ha de disolverse tan enteramente en la forma que la obra de arte o de literatura no pueda ser reducible, en todo o en parte, a algo que no sea ella misma.

Pero lo absoluto es lo absoluto, y el poeta o el artista, por el mero hecho de serlo, estima algunos valores relativos más que otros. Los mismos valores en cuyo nombre invoca lo absoluto son valores relativos, valores estéticos. Y por eso resulta que acaba imi­tando, no a Dios -y aquí empleo ·imitar• en su sentido aristotéli­co--, sino a las disciplinas y los procesos del arte y la literatura. He aquí la génesis de lo ·abstracto•. 1 Al desviar la atención del te­rna nacido de la experiencia común, el poeta o el artista la fija en el medio de su propio oficio. Lo ·abstracto• o no representacional, si ha de tener una validez estética, no puede ser arbitrario ni acci­dental, sino que debe brotar de la obediencia a alguna restricción

l. Es interesante el ejemplo de la música, que ha sido durante mucho tiempo un ar­te abstracto y que la poesía de vanguardia se ha esforzado tanto por imitar. Aristóteles de­cía curiosamente que la música es la más imitativa y viva de todas las artes porque imita a su original --el estado del alma- con la máxima inmediatez. Hoy esto nos choca pues nos parece justo lo contrario de la verdad, ya que ningún arte presenta menos referencias a al­go exterior que la música misma. Sin embargo, aparte de que Aristóteles pueda tener razón en cierto sentido, hay que explicar que la antigua música griega iba íntimamente asociada a la poesía, y dependía de su carácter de accesorio del verso para hacer más claro su sig­nificado imitativo. Platón decía de la música: ·Pues cuando no hay palabras, es muy difícil reconocer el significado de la armonía y el ritmo, o ver que éstos imitan un objeto digno de ellos•. Hasta donde sabemos, toda la música tuvo originalmente esta función accesoria. Sin embargo, en cuanto la abandonó, la música se vio obligada a retirarse dentro de sí mis­ma para encontrar un original. Y lo encontró en los diversos medios de composición y eje­cución.

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valiosa o a algún original. Y una vez se ha renunciado al mundo de la experiencia común y extrovertida, sólo es posible encontrar esa restricción en las disciplinas o los procesos mismos por los que el arte y la literatura han imitado ya lo anterior. Y ellos se con­vierten en el tema del arte y la literatura. Continuando con Aristó­teles, si todo arte y toda literatura son imitación, lo único que te­nemos a la postre es imitación del imitar. Según Yeats:

Nor is there singing school but studyind Monurnents of its own magnificence.

Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinsky, Brancusi, y has­ta Klee, Matisse y Cézanne tienen corno fuente principal de inspi­ración el medio en que trabajan. 2 El interés de su arte parece radicar ante todo en su preocupación pura por la invención y disposición de espacios, superficies, contornos, colores, etc., hasta llegar a la exclusión de todo lo que no esté necesariamente involucrado en esos factores. La atención de poetas corno Rirnbaud, Mallarrné, Va­léry, Éluard, Hart Crane, Stevens, e incluso Rilke y Yeats, parece centrarse en el esfuerzo por crear poesía y en los "momentos· mis­mos de la conversión poética, y no en la experiencia a convertir en poesía. Por supuesto, esto no excluye otras preocupaciones en su obra, pues la poesía ha de manejar palabras, y las palabras tie­nen que comunicar algo. Algunos poetas, corno Mallarrné y Valéry,3

son en este aspecto más radicales que otros, dejando a un lado a aquellos poetas que han intentado componer poesía exclusiva­mente corno puros sonidos. No obstante, si fuese más fácil definir la poesía, la poesía moderna sería mucho más •pura" y ·abstracta". La definición de estética de vanguardia formulada aquí· no es un le­cho de Procusto para los restantes campos de la literatura. Pero, apar-

2. Debo esta formulación a un comentario hecho por Hans Hofmann, el profesor de arte, en una de sus conferencias. Desde el punto de vista de esta formulación, el surrealis­mo es, dentro de las artes plásticas, una tendencia reaccionaria que intenta restaurar el su­jeto -exterior•. La principal preocupación de un pintor como Dalí es representar los proce­sos y conceptos de su consciencia, y no los procesos de su medio.

3. Véanse los comentarios de Paul Valéry sobre su propia poesía.

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te de que la mayoría de los mejores novelistas contemporáneos han ido a la escuela de la vanguardia, es significativo que el libro más ambicioso de Gide sea una novela sobre la escritura de una novela, y que Ulysses y Finnegans Wake de ]oyce parezcan por en­cima de todo ~amo ha dicho un crítico francés- la reducción de la experiencia a la expresión por la expresión, una expresión que importa mucho más que lo expresado.

Que la cultura de vanguardia sea la imitación del imitar -el hecho mismo-- no reclama nuestra aprobación ni nuestra desapro­bación. Es cierto que esta cultura contiene en sí misma algo de ese mismo alejandrinismo que quiere superar. Los versos de Yeats que hemos citado se refieren a Bizancio, que está bastante próximo a Alejandría; y en cierto sentido esta imitación del imitar constituye una clase superior de alejandrinismo. Pero hay una diferencia muy importante: la vanguardia se mueve, mientras que el alejandrinis­mo permanece quieto. Y esto es precisamente lo que justifica los métodos de la vanguardia y los hace necesarios. La necesidad es­triba en que hoy no existe otro medio posible para crear arte y li­teratura de orden superior. Combatir esa necesidad esgrimiendo calificativos como ,.formalismo", "purismo", "torre de marfil·, etc., es tan aburrido como deshonesto. Sin embargo, con esto no quiero decir que el hecho de que la vanguardia sea lo que es suponga una ventaja social. Todo lo contrario.

La especialización de la vanguardia en sí misma, el hecho de que sus mejores artistas sean artistas de artistas, sus mejores poe­tas, poetas de poetas, la ha malquistado con muchas personas que otrora eran capaces de gozar y apreciar un arte y una literatura am­biciosos, pero que ahora no pueden o no quieren iniciarse en sus secretos de oficio. Las masas siempre han permanecido más o me­nos indiferentes a los procesos de desarrollo de la cultura. Pero hoy tal cultura está siendo abandonada también por aquellos a quienes realmente pertenece: la clase dirigente. Y es que la van­guardia pertenece a esta clase. Ninguna cultura puede desarrollar­se sin una base social, sin una fuente de ingresos estables. Y en el caso de la vanguardia, esos ingresos los proporcionaba una élite dentro de la clase dirigente de esa sociedad de la que se suponía

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apartada, pero a la que siempre permaneció unida por un cordón umbilical de oro. La paradoja es real. Y ahora esa élite se está re­tirando rápidamente. Y como la vanguardia constituye la única cul­tura viva de que disponemos hoy, la supervivencia de la cultura en general está amenazada a corto plazo.

No debemos dejarnos engañar por fenómenos superficiales y éxitos locales. Los shows de Picasso todavía arrastran a las multi­tudes y T. S. Eliot se enseña en las universidades; los marchantes del arte modernista aún hacen buenos negocios, y los editores to­davía publican alguna poesía "difícil•. Pero la vanguardia, que ven­tea ya el peligro, se muestra más tímida cada día que pasa. El aca­demicismo y el comercialismo están apareciendo en los lugares más extraños. Esto sólo puede significar una cosa: la vanguardia empieza a sentirse insegura del público del que depende: los ricos y los cultos.

¿Está en la naturaleza misma de la cultura de vanguardia ser la única responsable del peligro que halla en sí? ¿O se trata solamente de una contingencia peligrosa? ¿Intervienen otros factores, quizá más importantes?

II

Donde hay vanguardia generalmente encontramos también una retaguardia. Al mismo tiempo que la entrada en escena de la vanguardia, se produce en el Occidente industrial un segundo fe­nómeno cultural nuevo: eso que los alemanes han bautizado con el maravilloso nombre de kitsch, un arte y una literatura populares y comerciales con sus cromotipos, cubiertas de revista, ilustracio­nes, anuncios, publicaciones en papel satinado, cómics, música es­tilo Tin Pan Alley, zapateados, películas de Hollywood, etc. Por al­guna razón, esta gigantesca aparición se ha dado siempre por supuesta. Ya es hora de que pensemos en sus causas y motivos.

El kitsch es un producto de la revolución industrial que urba­nizó las masas de Europa occidental y Norteamérica y estableció lo que se denomina alfabetismo universal.

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Con anterioridad, el único mercado de la cultura formal -a distinguir de la cultura popular- había estado formado por aque­llos que, además de saber leer y escribir, podían permitirse el ocio y el confort que siempre han ido de la mano con cualquier clase de adquisición de cultura. Hasta entonces esto había ido indisolu­blemente unido al alfabetismo. Pero con la introducción del alfa­betismo universal, la capacidad de leer y escribir se convirtió casi en una habilidad menor, como conducir un coche, y dejó de ser­vir para distinguir las inclinaciones culturales de un individuo, pues ya no era el concomitante exclusivo de los gustos refinados.

Los campesinos que se establecieron en las ciudades como proletarios y los pequeños burgueses aprendieron a leer y escribir en pro de una mayor eficiencia, pero no accedieron al ocio y al confort necesarios para disfrutar de la tradicional cultura de la ciu­dad. Sin embargo, perdieron el gusto por la cultura popular, cuyo contexto era el campo, y al mismo tiempo descubrieron una nue­va capacidad de aburrirse. Por ello, las nuevas masas urbanas pre­sionaron sobre la sociedad para que se les proporcionara el tipo de cultura adecuado a su propio consumo. Y se ideó una nueva mercancía que cubriera la demanda del nuevo mercado: la cultu­ra sucedánea, kitsch, destinada a aquellos que, insensibles a los va­lores de la cultura genuina, estaban hambrientos de distracciones que sólo algún tipo de cultura puede proporcionar.

El kitsch, que utiliza como materia prima simulacros a~ademi­cistas y degradados de la verdadera cultura, acoge y cultiva esa in­sensibilidad. Ahí está la fuente de sus ganancias. El kitsch es me­cánico y opera mediante fórmulas. El kitsch es experiencia vicaria y sensaciones falseadas. El kitsch cambia con los estilos pero per­manece siempre igual. El kitsch es el epítome de todo lo que hay de espurio en la vida de nuestro tiempo. El kitsch no exige nada a sus consumidores, salvo dinero; ni siquiera les pide su tiempo.

La condición previa del kitsch, condiciór:1 sin la cual sería im­posible, es la accesibilidad a una tradición cultural plenamente ma­dura, de cuyos descubrimientos, adquisiciones y autoconciencia perfeccionada se aprovecha el kitsch para sus propios fines. Toma sus artificios, sus trucos, sus estratagemas, sus reglillas y temas, los

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convierte en sistema y descarta el resto. Extrae su sangre vital, por decirlo así, de esta reserva de experiencia acumulada. Esto es lo que realmente se quiere decir cuando se afirma que el arte y la li­teratura populares de hoy fueron ayer arte y literatura audaces y esotéricos. Por supuesto, tal cosa es falsa. La verdad es que, trans­currido el tiempo necesario, lo nuevo es robado para nuevas «VUel­tas .. y servido como kitsch, después de aguado. Obviamente, todo kitsch es academicista; y a la inversa, todo academicismo es kitsch. Pues lo que se llama academicista deja de tener, como tal, una exis­tencia independiente para transformarse en la pretenciosa .. facha­da .. del kitsch. Los métodos del industrialismo desplazan a las ar­tesanías.

Como es posible producirlo mecánicamente, el kitsch ha pa­sado a formar parte integrante de nuestro sistema productivo de una manera vedada para la auténtica cultura, salvo accidentalmente. Ha sido capitalizado con enormes inversiones que deben ofrecer los correspondientes beneficios; está condenado a conservar y am­pliar sus mercados. Aunque en esencia él es su propio vendedor, se ha creado para él un gran aparato de ventas, que presiona so­bre todos los miembros de la sociedad. Se montan sus trampas in­cluso en aquellos campos que constituyen la reserva de la verda­dera cultura. En un país como el nuestro, no basta ya con sentirse indinado hacia esta última; hay que sentir una auténtica pasión por ella, pues sólo esa pasión nos dará la fuerza necesaria para resis­tir la presión del artículo falseado que nos rodea y atrae desde el momento en que es lo bastante viejo para tener aspecto de inte­resante. El kitsch es engañoso. Presenta niveles muy diferentes, al­gunos lQ suficientemente elevados para suponer un peligro ante el buscador ingenuo de la verdadera luz. Una revista como Ibe New Yorker, que es fundamentamente kitsch de clase alta para un tráfi­co de lujo, transforma y diluye para su propio uso gran cantidad de material de vanguardia. Tampoco hay que pensar que todo ar­tículo kitsch carece individualmente de valor. De cuando en cuan­do produce algo meritorio, algo que tiene un auténtico regusto po­pular; y estos ejemplos accidentales y aislados han embobado a personas que deberían conocerlo mejor.

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Las enormes ganancias del kitsch son una fuente de tentacio­nes para la propia vanguardia, cuyos miembros no siempre saben resistirse. Escritores y artistas ambiciosos modificarán sus obras ba­jo la presión del kitsch, cuando no sucumben a ella por completo. Y es entonces cuando se producen esos casos fronterizos que nos llenan de perplejidad, como el del popular novelista Simenon en Francia, o el de Steinbeck en nuestro país. En cualquier caso, el re­sultado neto va siempre en detrimento de la verdadera cultura.

El kitsch no se ha limitado a las ciudades en que nació, sino que se ha desparramado por el campo, fustigando a la cultura po­pular. Tampoco muestra consideración alguna hada fronteras geo­gráficas o nacional-culturales. Es un producto en serie más del in­dustrialismo occidental, y como tal ha dado triunfalmente la vuelta al mundo, vaciando y desnaturalizando culturas autóctonas en un país colonial tras otro, hasta el punto de que está en camino de convertirse en una cultura universal, la primera de la Historia. En la actualidad, los nativos de China, al igual que los indiosr suda­mericanos, los hindúes, o los polinesios, prefieren ya las cubiertas de las revistas, las secciones en huecograbado y las muchachas de los calendarios a los productos de su arte nativo. ¿Cómo explicar esta virulencia del kitsch, este atractivo irresistible? Naturalmente, el kitsch, fabricado a máquina, puede venderse más barato que los artículos manuales de los nativos, y el prestigio de Occidente tam­bién ayuda; pero ¿por qué es el kitsch un artículo de exportación mucho más rentable que Rembrandt? Al fin y al cabo, las repro­ducciones resultan igualmente baratas en ambos casos.

En su último artículo sobre cine soviético, publicado en Par­tisan Review, Dwight Macdonald señala que el kitsch ha pasado a ser en los últimos diez años la cultura dominante en la Rusia so­viética. Culpa al régimen político no sólo de que el kitsch sea la cultura oficial, sino de que sea hoy la cultura realmente dominan­te, la más popular, y cita el siguiente pasaje de 1be Seven Soviet Arts de Kurt London: "(. .. ) la actitud de las masas ante los estilos artísticos, sean nuevos o viejos, sigue dependiendo esencialmente de la naturaleza de la educación que reciben de sus respectivos Estados.• Y continúa Macdonald: "Después de todo, ¿por qué unos

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campesinos ignorantes habrían de preferir Repin [un destacado ex­ponente del kitsch academicista ruso en pintura) a Picasso, cuya técnica abstracta es al menos tan relevante para su primitivo arte popular como el estilo realista del primero? No, si las masas acu­den en tropel al Tretiakov [museo moscovita de arte ruso contem­poráneo: kitsch] es en gran medida porque han sido condiciona­das para huir del "formalismo" y admirar el "realismo socialista"•.

En primer lugar, no se trata de elegir entre lo simplemente vie­jo y lo simplemente nuevo, como London parece pensar, sino de elegir entre lo viejo que es además malo y anticuado, y lo genui­namente nuevo. La alternativa a Picasso no es Miguel Ángel, sino el kitsch. En segundo lugar, ni en la atrasada Rusia ni en el avan­zado Occidente prefieren las masas el kitsch simplemente porque sus gobiernos las empujen a ello. Cuando los sistemas educativos estatales se toman la molestia de hablar de arte, mencionan a los viejos maestros, no al kitsch, y, sin embargo, nosotros colgamos de nuestras paredes un Maxfield Parrish o su equivalente, en lugar de un Rembrandt o un Miguel Ángel. Además, como señala el mis­mo Macdonald, hacia 1925, cuando el régimen soviético alentaba un cine de vanguardia, las masas rusas seguían prefiriendo las pe­lículas de Hollywood. Ningún "condicionamiento• explica la po­tencia del kitsch.

Todos los valores son valores humanos, valores relativos, en a1te y en todo lo demás. Pero al parecer ha habido siempre, a lo largo de los siglos, un consenso más o menos general entre las per­sonas cultas de la humanidad sobre lo que es arte bueno y arte malo. El gusto ha variado, pero no más allá de ciertos límites; los conaisseurs contemporáneos concuerdan con los japoneses del si­glo XVIII en que Hokusai fue uno de los más grandes artistas de su tiempo; incluso nosotros estamos de acuerdo con los egipcios an­tiguos en que el arte de las Dinastías III y IV era el más digno de ser arquetípico para los que vinieron después. Hemos llegado a colocar a Giotto por encima de Rafael, pero no por ello negamos que Rafael fuese uno de los mejores pintores de su tiempo. Ha ha­bido, pues, acuerdo, y en mi opinión ese acuerdo se basa en la distinción permanente entre aquellos valores que sólo se encuen-

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tran en el arte y aquellos otros que se dan en otra parte. El kitsch, merced a una técnica racionalizada que se alimenta de la ciencia y la industria, ha borrado en la práctica esa distinción.

Veamos, por ejemplo, lo que ocurre cuando uno de esos ig­norantes campesinos rusos de que habla Macdonald se encuentra ante una hipotética libertad de elección entre dos pinturas, una de Picasso y otra de Repin. Supongamos que en la primera ve un jue­go de líneas, colores y espacios que representa a una mujer. La téc­nica abstracta le recuerda -si aceptamos la suposición de Mac­donald para mí discutible- algo de los iconos que ha dejado atrás en la aldea, y siempre la atracción de lo familiar. Supongamos in­cluso que percibe vagamente algunos de esos valores del gran ar­te que el culto ve en Picasso. A continuación vuelve su mirada ha­cia un cuadro de Repin y ve una escena de batalla. La técnica no le resulta tan familiar... en cuanto técnica. Pero eso pesa muy po­co ante el campesino, pues súbitamente descubre en el cuadro de Repin valores que le parecen muy superiores a los que estaba acos­tumbrado a encontrar en el arte de los iconos; y lo extraño cons­tituye en sí mismo una de las fuentes de esos valores: los valores de lo vívidamente reconocible, lo milagroso y lo simpático. El cam­pesino ve y reconoce en el cuadro de Repin las cosas de la misma manera que las ve y reconoce fuera de los cuadros; no hay dis­continuidad entre el arte y la vida, no necesita aceptar una con­vención y decirse a sí mismo que el icono representa a Jesús por­que pretende representar a Jesús, incluso aunque no le recuerde mucho a un hombre. Resulta milagroso que Repin pueda pintar de un modo tan realista que las identificaciones son inmediatamente evidentes y no exigen esfuerzo alguno por parte del espectador. Al campesino le agrada también la riqueza de significados autoe­videntes que encuentra en el cuadro: •narra una historia•. Picasso y los iconos son, en comparación, tan austeros y áridos ... Y es más, Repin enaltece la realidad y la dramatiza: puestas de sol, obuses que explotan, hombres que corren y caen. No hay ni que hablar de Picasso o los iconos. Repin es lo que quiere el campesino, lo único que quiere. Sin embargo, es una suerte para Repin que el campesino esté a salvo de los productos del capitalismo america-

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no, pues tendría muy pocas posibilidades de salir triunfante fren­te a una portada del Saturday Evening Post hecha por Norman Rockwell.

En último término podemos decir que el espectador culto de­riva de Picasso los mismos valores que el campesino de Repin, pues lo que este último disfruta en Repin también es arte en cier­to modo, aunque a escala inferior, y va a mirar los cuadros impe­lido por los mismos instintos que empujan al espectador culto. Pe­ro los valores últimos que el espectador culto obtiene de Picasso le llegan en segunda instancia, como resultado de una reflexión sobre la impresión inmediata que le dejaron los valores plásticos. Sólo entonces entran en escena lo reconocible, lo milagroso y lo simpático, que no están inmediata o externamente presentes en la pintura de Picasso y por ello deben ser inyectados por un espec­tador lo bastante sensitivo para reaccionar suficientemente ante las cualidades plásticas. Pertenecen al efecto •reflejado". En cambio, en Repin el efecto ·reflejado. ya ha sido incluido en el cuadro, ya es­tá listo para que el espectador lo goce irreflexivamente.4 Allí don­de Picasso pinta causa, Repin pinta efecto. Repin predigiere el ar­te para el espectador y le ahorra esfuerzos, ofreciéndole un atajo al placer artístico que desvía todo lo necesariamente difícil en el arte genuino. Repin, o el kitsch, es arte sintético.

Lo mismo puede decirse respecto a la literatura kitsch: pro­porciona una experiencia vicaria al insensible, con una inmediatez mucho mayor de la que es capaz la ficción seria. Por ello Eddie Guest y la Indian Lave Lirics son más poéticos que T. S. Eliot y Sha­kespeare.

4. T. S. Eliot decía algo similar en relación con los defectos de la poesía romántica in­glesa. En realidad, podemos considerar que los románticos fueron los pecadores originales cuya culpa heredó el kitsch. Ellos demostraron cómo era el kitsch. ¿De qué escribe funda­mentalmente Keats, si no es del efecto de la poesía sobre sí mismo?

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III

Ahora vemos que, si la vanguardia imita los procesos del arte, el kitsch imita sus efectos. La nitidez de esta antítesis no es artifi­ciosa; corresponde y define el enorme trecho que separa entre sí dos fenómenos culturales tan simultáneos como la vanguardia y el kitsch. Este intervalo, demasiado grande para que puedan abarcarlo las infinitas gradaciones de la modernidad popularizada y el kitsch ·moderno•, se corresponde a su vez con un intervalo social, inter­valo que siempre ha existido en la cultura formal y en la sociedad civilizada, y cuyos dos extremos convergen y divergen mante­niendo una relación fija con la estabilidad creciente o decreciente de una sociedad determinada. Siempre ha habido, de un lado, la minoría de los poderosos -y, por tanto, la de los cultos- y de otro, la gran masa de los pobres y explotados y, por tanto, de los ignorantes. La cultura formal ha pertenecido siempre a los prime­ros, y los segundos han tenido siempre que contentarse con una cultura popular rudimentaria, o con el kitsch.

En una sociedad estable que funciona lo bastante bien como para resolver las contradicciones entre sus clases, la dicotomía cul­tural se difumina un tanto. Los axiomas de los menos son compar­tidos por los más; estos últimos creen supersticiosamente en aque­llo que los primeros creen serenamente. En tales momentos de la historia, las masas son capaces de sentir pasmo y admiración por la cultura de sus amos, por muy alto que sea el plano en que se si­túe. Esto es cierto al menos para la cultura plástica, accesible a todos.

En la Edad Media, el artista plástico prestaba servicio, al menos de boquilla, a los mínimos comunes denominadores de la expe­riencia. Esto siguió ocurriendo, en cierto grado, hasta el siglo XVII.

Se disponía para la imitación de una realidad conceptual univer­salmente válida, cuyo orden no podía alterar el artista. La temática del arte venía prescrita por aquellos que encargaban las obras, obras que no se creaban, como en la sociedad burguesa, para es­pecular con ellas. Y precisamente porque su contenido estaba pre­determinado, el artista tenía libertad para concentrarse en su medio artístico. No necesitaba ser filósofo ni visonario, sino simplemente

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artífice. Mientras hubo acuerdo general sobre los temas artísticos más valiosos, el artista se vio liberado de la obligación de ser origi­nal e inventivo en su •materia· y pudo dedicar todas sus energías a los problemas formales. El medio se convirtió para él, privada y pro­fesionalmente, en el contenido de su arte, al igual que su medio es hoy el contenido público del arte del pintor abstracto, con la dife­rencia, sin embargo, de que el artista medieval tenía que suprimir su preocupación profesional en público, tenía que suprimir y su­bordinar siempre lo personal y profesional a la obra de arte acaba­da y oficial. Si sentía, como miembro ordinario de la comunidad cristiana, alguna emoción personal hacia su modelo, esto solamen­te contribuía al enriquecimiento del significado público de la obra. Las inflexiones de lo personal no se hicieron legítimas hasta el Re­nacimiento, y aun así manteniéndose dentro de los límites de lo re­conocible de una manera sencilla y universal. Hasta Rembrandt no empezaron a aparecer los artistas ·solitarios•, solitarios en su arte.

Pero incluso durante el Renacimiento, y mientras el arte occi­dental se esforzó en perfeccionar su técnica, las victorias en este campo sólo podían señalizarse mediante el éxito en la imitación de la realidad, pues no existía a mano otro criterio objetivo. Con ello, las masas podían encontrar todavía en el arte. de sus maestros un motivo de admiración y pasmo. Se aplaudía hasta el pájaro que picoteaba la fruta en la pintura de Zeuxis.

Aunque parezca una perogrullada, recordemos que el arte se convierte en algo demasiado bueno para que lo aprecie cualquie­ra, en cuanto la realidad que imita deja de corresponder, ni siquiera aproximadamente, a la realidad que cualquiera puede reconocer. Sin embargo, incluso en ese caso, el resentimiento que puede sen­tir el hombre común queda silenciado por la admiración que le inspiran los patrones de ese arte. Únicamente cuando se siente in­satisfecho con el orden social que administran comienza a criticar su cultura. Entonces el plebeyo, por primera vez, hace acopio de valor para expresar abiertamente sus opiniones. Todo hombre, des­de el concejal de Tammany hasta el pintor austriaco de brocha gor­da, se considera calificado para opinar. En la mayor parte de los casos, este resentimiento hacia la cultura se manifiesta siempre que

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la insatisfacción hacia la sociedad tiene un carácter reaccionario que se expresa en un revivalismo y puritanismo y, en último tér­mino, en un fascismo. Revólveres y antorchas empiezan a confun­dirse con la cultura. La caza iconoclasta comienza en nombre de la devoción o la pureza de la sangre, de las costumbres sencillas y las virtudes sólidas.

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Volviendo de momento a nuestro campesino ruso, suponga­mos que, después de preferir Repin a Picasso, el aparato educati­vo del Estado avanza algo y le dice que está equivocado, que de­be preferir a Picasso, y le demuestra por qué. Es muy posible que el Estado soviético llegue a hacer tal cosa. Pero en Rusia las cosas son como son (y en cualquier otro país también), por lo que el campesino pronto descubre que la necesidad de trabajar duro du­rante todo el día para vivir y las circunstancias rudas e inconforta­bles en que vive no le permiten un ocio, unas energías y unas co­modidades suficientes para aprender a disfrutar de Picasso. Al fin y al cabo, eso exige una considerable cantidad de "condiciona­mientos•. La cultura superior es una de las creaciones humanas más artificiales, y el campesino no siente ninguna necesidad .. natura}.. dentro de sí que le empuje hacia Picasso a pesar de todas las difi­cultades. Al final, el campesino volverá al kitsch, pues puede dis­frutar del kitsch sin esfuerzo. El Estado está indefenso en esta cues­tión y así sigue mientras los problemas de la producción no se hayan resuelto en un sentido socialista. Por supuesto, esto también es aplicable a los países capitalistas y hace que todo lo que se di­ce sobre el arte de las masas no sea sino pura demagogia. 5

5. Puede objetarse que el arte para las masas, como arte popular, se desarrolló en condiciones de producción rudimentarias, y que una buena parte del arte popular se sitúa a un nivel elevado. Esto es cierto, pero el arte popular no es Atenea, y nosotros queremos a Atenea: a la cultura formal con su infinitud de aspectos, su lujo, y sus anchos horizontes. Además, ahora se nos dice que la mayor parte de lo que consideramos bueno en la cultu­ra popular es la supervivencia estática de culturas aristocrático-formales ya muertas. Por

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Allí donde un régimen político establece hoy una política cul­tural oficial, lo hace en bien de la demagogia. Si el kitsch es la ten­dencia oficial de la cultura en Alemania, Italia y Rusia, ello no se de­be a que sus respectivos gobiernos estén controlados por fllisteos, sino a que el kitsch es la cultura de las masas en esos países, como en todos los demás. El estímulo del kitsch no es sino otra manera barata por la cual los regímenes totalitarios buscan congraciarse con sus súbditos. Como estos regímenes no pueden elevar el nivel cul­tural de las masas -ni aunque lo quisieran- mediante cualquier tipo de entrega al socialismo internacional, adulan a las masas ha­ciendo descender la cultura hasta su nivel. Por esa razón se pros­cribe la vanguardia, y no porque una cultura superior sea intrínse­camente una cultura más crítica. (El que la vanguardia pueda o no florecer bajo un régimen totalitario no es una cuestión pertinente en este contexto.) En realidad, el principal problema del arte y la literatura de vanguardia, desde el punto de vista de fascistas y stali­nistas, no es que resulten demasiado críticos, sino que son dema­siado "inocentes•, es decir, demasiado resistentes a las inyecciones de una propaganda eficaz, cosa a la que se presta mucho mejor el kitsch. El kitsch mantiene al dictador en contacto más íntimo con el .. alma• del pueblo. Si la cultura oficial se mantuviera en un nivel su­perior al general de las masas, se correría el riesgo del aislamiento.

Sin embargo, si fuese imaginable que las masas pidieran arte y literatura de vanguardia, ni Hitler ni Mussolini ni Stalin vacilarían un momento en intentar satisfacer tal demanda. Hitler es un feroz ene­migo de la vanguardia por razones doctrinales y personales, pero

ejemplo, nuestras antiguas baladas inglesas no fueron creadas por el •pueblo•, sino por la hidalguía posfeudal del campo inglés y luego sobrevivieron en labios del pueblo mucho despúes de que aquellos para quienes fueron compuestas se hubiesen inclinado ya por otrJ.s formas de literatura. Desgraciadamente, hasta la época maquinista, la cultura fue pre­rrogativa exclusiva de una sociedad que vivía merced al trabajo de siervos o esclavos. És­tos emn los símbolos reales de la cultura. Para que un hombre gastase su tiempo y sus ener­gías creando o escuchando poesía era preciso que otro hombre produjera lo suficiente pam mantenerse él y mantener al otro con comodidad. En la actualidad, vemos que en África la cultura de las tribus poseedoras de esclavos suele ser muy superior a la de las tribus que

no los poseen.

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eso no impidió que Goebbels cortejase ostentosamente en 1932-1933 a artistas y escritores de vanguardia. Cuando Gottfried Benn, un poeta expresionista, se acercó a los nazis, fue recibido con gran­des alardes, aunque en aquel mismo instante Hitler estaba de­nunciando al expresionismo como Kulturbolscbewismus. Era un momento en que los nazis consideraban que el prestigio que tenía el arte de vanguardia entre el público culto alemán podría ser ven­tajoso para ellos, y consideraciones prácticas de esta naturaleza han tenido siempre prioridad sobre las inclinaciones personales de Hit­ler, pues los nazis son políticos muy hábiles. Posteriormente, los na­zis comprendieron que era más práctico acceder a los deseos de las masas en cuestión de cultura que a los de sus paganos; estos últi­mos, cuando se trataba de conservar el poder, se mostraban dis­puestos siempre a sacrificar tanto su cultura como sus principios morales; en cambio, aquellas, precisamente porque se las estaba privando del poder, habían de ser mimadas todo lo posible en otros terrenos. Era necesario crear, con un estilo mucho más grandilo­cuente que en las democracias, la ilusión de que las masas gober­naban realmente. Había que proclamar a los cuatro vientos que la literatura y el arte que les gustaba y entendían eran el único arte y la única literatura auténticos y que se debía suprimir cualquier otro. En estas circunstancias, las personas como Gottfried Benn se con­vertían en un estorbo, por muy ardientemente que apoyasen a Hit­ler; y no se oyó hablar más de ellas en la Alemania nazi.

Como podemos ver, aunque desde un punto de vista el filis­teísmo personal de Hitler y Stalin no es algo accidental en rela­ción con los papeles políticos que desempeñan, desde otro pun­to de vista constituye sólo un factor que contribuye de una manera simplemente incidental a la determinación de las políticas cultu­rales de sus regímenes respectivos. Su filisteísmo personal se li­mita a aumentar la brutalidad y el oscurantismo de las políticas que se vieron obligados a propugnar condicionados por el con­junto de sus sistemas, aunque personalmente hubieran sido de­fensores de la cultura de vanguardia. Lo que la aceptación del ais­lamiento de la Revolución rusa obligó a hacer a Stalin, Hitler se vio impulsado a hacerlo por su aceptación de las contradicciones

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del capitalismo y sus esfuerzos para congelarlas. En cuanto a Mus­solini, su caso es un perfecto ejemplo de la disponibilité de un realista en estas cuestiones. Durante años adoptó una actitud be­nevolente ante los futuristas y construyó estaciones y viviendas gubernamentales de estilo moderno. En los suburbios de Roma se ven más viviendas modernas que en casi cualquier otro lugar del mundo. Quizás el fascismo deseaba demostrar que estaba al día, ocultar que era retrógrado; quizá quería ajustarse a los gustos de la rica élite a la que servía. En cualquier caso, Mussolini parece haber comprendido al final que le sería más útil satisfacer los gus­tos culturales de las masas italianas que los de sus dueños. Era preciso ofrecer a las masas objetos de admiración y maravilla; en cambio, los otros podían pasar sin ellos. Y así vemos a Mussolini anunciando un "nuevo estilo imperialn. Marinetti, De Chirico y los demás son enviados a la oscuridad exterior, y la nueva estación ferroviaria de Roma ya no es moderna. El hecho de que Mussoli­ni tardara tanto en hacer esto ilustra una vez más las relativas va­cilaciones del fascismo italiano a la hora de sacar las inevitables conclusiones de su papel.

El capitalismo decadente piensa que cualquier cosa de calidad que todavía .es capaz de producir se convierte casi invariablemen~ te en una amenaza a su propia existencia. Los avances en la cultu­ra, como los progresos en la ciencia y en la industria, corroen la so­ciedad que los hizo posibles. En esto, como en casi todas las demás cuestiones actuales, es necesrio citar a Marx palabra por palabra. Hoy ya no seguimos mirando hacia el socialismo en busca de una nueva cultura, pues aparecerá inevitablemente en cuanto tengamos socialismo. Hoy miramos hacia el socialismo simplemente en bus­ca de la preservación de toda la cultura viva de hoy.

1939

P D. Para mi consternación, años después de publicarse esto, me enteré de que Repin nunca pintó una escena de batalla; no era esa clase de pintor. Yo le había atribuido el cuadro de algún otro autor. Esto demuestra mi provincianismo respecto al arte ruso del siglo XIX.

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LOS APUROS DE LA CULTURA

T. S. Eliot ha hecho mucho por exponer las superficialidades que acompañan a la popularización de las ideas liberales, pero lo ha hecho tanto atacando los hábitos emocionales como las ideas en cuanto tales. Y su batalla, en principio, no parece librarse tan­to contra el liberalismo en particular como contra la muerte de la sensibilidad en general. Hasta los años veinte, tras su conversión religiosa -y cuando había comenzado a seguir el precedente es­tablecido en el siglo XVIII según el cual el escritor eminente descu­bre al llegar a la madurez que la literatura no basta, y aspira al pa­pel más elevado de sabio o de profeta-, no solidificó su posición en una actitud conscientemente antiliberal. Pero fue entonces tam­bién cuando la sensibilidad del propio Eliot comenzó a mostrar síntomas de la misma enfermedad que él había venido diagnosti­cando. Su debilidad por actitudes que él quizá pretendiera ho­nestamente pero que, en realidad, nunca adoptó, se hizo más acu­sada; y una nota de parodia involuntaria se deslizó aquí y allá en su prosa. Empezó a pronunciarse con frecuencia acerca de temas tanto sociales y políticos como religiosos, y lo hizo con una gra- · vedad crecientemente estricta, aliviada por una jocosidad cada vez más desasosegada. Formuló afirmaciones ante cuya lectura uno se resiste a creer lo que está viendo.

Sirva todo esto como justificación de hasta qué punto debe­mos tomamos en serio el último libro de Eliot, Notes Towards the Difinition qf Culture. Muy conscientes de quién es el autor de ca­da página, nos chocan aún más, por esa misma razón, algunas co-

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sas. Que Eliot puede ser inexperto cuando se aleja de la literatura no resulta nada nuevo, pero nunca se había mostrado tan inex­perto e incluso tan necio como aquí.

En el libro abundan perogrulladas como éstas: •( ... ) puede de­cirse que la igualdad absoluta implica la irresponsabilidad univer­sal" y •una democracia en la que todo el mundo tiene la misma res­ponsabilidad ante todas las cosas sería opresora para las personas conscientes y licenciosa para los demás". Hay un párrafo que em­pieza con esta frase: ·El problema de la colonización nace de la emigración•. Se habla de •talante oriental de la mente rusa" y de •vastas fuerzas impersonales•. Los filmes norteamericanos son ·ese artículo influyente e inflamable, el celuloide". Un párrafo termina con la frase: ·Destruyendo nuestros antiguos edificios para dejar li­bre el terreno sobre el que los bárbaros nómadas del futuro acam­parán en sus caravanas mecanizadas", y se disculpa de él califi­cándolo de ·floreo incidental para aliviar los sentimientos del autor y quizá también los de algunos de sus lectores más afmes", sin per­catarse, al parecer, de qué clase de floreo puede ser tan manida ex­presión periodística. Pero nuestro asombro se torna en desmayo ante cosas como la siguiente: •No apruebo el exterminio del ene­migo: la política de exterminar o, como se dice bárbaran;¡.anete, li­quidar a los enemigos es uno de los fenómenos más alarmantes de la guerra y la paz modernas, desde el punto de vista de quie­nes desean la supervivencia de la cultura. Uno necesita enemigos".

Sin embargo, a pesar de todo lo que hay en el libro de inco-­herente, absurdo y hasta aburrido, persisten claros indicios de esa intuición que llevaba a Eliot a plantear la cuestión adecuada en el momento oportuno. Se enfrenta a un gran problema que muchos pensadores más liberales o más ilustrados que él preferían eludir, y señala algunos de los límites dentro de los cuales había que plan­tear ese problema. Y una vez tenidos en cuenta todos sus ga.ffes y todo su grado de irresponsabilidad intelectual, aún queda lo sufi­ciente para tomárselo en serio.

El título mismo, Notes Towards the Difinition of Culture, es en­gañoso, pues Eliot se limita a tomar una defmición y continuar ade-

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lante. La cultura ·incluye todas las actividades características de un pueblo: El Derby Day (...) la mesa de pino ( ... ) la col hervida y cor­tada en trozos (.. .) las iglesias góticas del siglo XIX y la música de Elgar". Y ·lo que forma parte de nuestra cultura también lo forma de nuestra religión vivida>. Tal como usa Eliot los términos, ·civili­zación· parece una palabra de contenido mucho más amplio que •cultura•, aunque tiende también a hacerlos intercambiables, con consecuencias embarazosas para él y para su argumentación.

En el capítulo introductorio escribe:

La pregunta más importante que podemos hacernos es si exis­te o no algún criterio permanente que nos permita comparar una ci­vilización con otra y hacernos una idea de su progreso o su deca­dencia. Al comparar una civilización con otra, y al comparar las diferentes etapas de nuestra propia civilización, hemos de admitir que ninguna sociedad ni ninguna época de una sociedad dada rea­liza todos los valores de la civilización. Es imposible que todos esos valores sean compatibles entre sí: y es igualmente cierto que al rea­lizar unos perdemos el aprecio por otros. No obstante, podemos dis­tinguir entre progreso y retroceso. Podemos afirmar con cierta se­guridad que nuestra época es de decadencia; que los niveles de cultura son más bajos que hace cincuenta años; y que las pruebas de esa decadencia son visibles en todas las facetas de la actividad humana. No veo razón alguna por la cual la decadencia de la cultu­ra no haya de seguir adelante, ni razón que nos impida incluso pre­ver un período, bastante largo, durante el cual se podrá decir que no hay ninguna cultura. Entonces la cultura tendrá que nacer de nuevo desde el suelo; y cuando digo que tiene que nacer de nuevo desde el suelo no me refiero a que la traigan de nuevo a la vida las actividades de demagogos políticos. Este ensayo plantea la. cuestión de si existen o no condiciones permanentes en ausencia de las cua­les no cabe esperar ninguna cultura superior.

Eliot no vuelve a hablar para nada de ese ·criterio permanen­te" de comparación que era ·la pregunta más importante que po­demos hacernos". Nos maravilla cómo, •sin embargo, podemos dis­tinguir entre culturas superiores e inferiores ( ... ) entre progreso y

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retroceso•, y nos preguntamos de dónde viene esa •seguridad· con que se afirma que las pruebas de una decadencia en los niveles cul­turales son •visibles en todas las facetas de la actividad humana hoy•.

Desde luego, las pruebas preponderantes mostrarían todo lo contrario de esa decadencia cultural en la ciencia y la investiga­ción, en la salud y la ingeniería en los últimos cincuenta años. La mayoría del mundo occidental come alimentos mejor preparados y vive en interiores más agradables que antes; y por mucho que los ricos puedan haber perdido en elegancia, los menos ricos son desde luego más finos que antes. La afirmación de Eliot no sólo es exagerada, sino innecesaria. Si se hubiese limitado a decir que los niveles decaían en los grados más altos de la cultura desinteresa­da, uno no tendría que abandonar el sentido común para asentir, como yo mismo lo haría (aunque nadie mejor que él para esta­blecer un ·criterio permanente• de comparación). Y si damos por supuesto que se ha producido cierta mejora en los niveles medios de cultura, estoy seguro de que todos concordaríamos en que por grande que fuese esa mejora nunca compensaría un deterioro en los grados superiores.

Todo el acento de las Notes se carga en la descripción de tres ·condiciones permanentes•, en cuya ausencia no cabe esperar nin­guna cultura superior•. Eliot no pretende que nos pongamos in­mediatamente a restablecer o restaurar esas condiciones; duda de que sea posible hacerlo en un futuro previsible. Simplemente es­pera disipar las ilusiones populares sobre la efectividad de medi­das ad hoc.

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La primera de esas tres condiciones es una

estructura orgánica (y no simplemente planeada, sino en crecimien­to) que fomente la transmisión hereditaria de cultura dentro de una cultura; y esto requiere la persistencia de las clases sociales. La se­gunda es la necesidad de que una cultura sea divisible geográfica­mente en culturas locales; esto plantea el problema del •regionalis­mo•. La tercera es el equilibrio entre unidad y diversidad en la religión, es decir, entre la universalidad de la doctrina y los particu­larismos del culto y la devoción.

Pero no acaban aquí •todas las condiciones necesarias para una cultura floreciente•, sino que ·hasta donde llegan mis observacio­nes, .es muy improbable que exista una civilización superior si no se dan esas condiciones·.

Una vez más, la argumentación de Eliot está mejor funda­mentada de lo que parece. Cabe discutir que cualquiera de las cul­turas que han existido en el pasado cumpliera la segunda y la ter­cera condiciones, pero no hay duda alguna sobre la primera. No conocemos ninguna civilización ni cultura urbana sin división de clases. Éste es el punto fuerte de todo el argumento conservador. Pero toda su fuerza está en la fuerza de los precedentes en que se apoya, y si encontráramos unos precedentes de signo contrario se vería considerablemente debilitado. Y si ese punto se viniera aba­jo, la discusión sobre los apuros de la cultura contemporánea ha­bría de extenderse mucho más allá de los límites en que Eliot la encierra.

Hay que decir también que los límites que enmarcan la dis­cusión de este mismo problema entre los liberales no son mucho más amplios. El libro de Eliot me lo recuerda una vez más, pero también me recuerda la omnipresencia de Marx, sin el cual ni el propio Eliot hubiera sido seguramente capaz de formular su pos­tura conservadora con tanta agudeza. En Marx está el único origen real de la discusión del problema de la cultura, y ni conservadores ni liberales parecen haber ido más allá de ese origen, ni siquiera parecen haberlo comprendido. Es a Marx, y sólo a él, a donde te­nemos que volver para reformular el problema de manera que ha­ya una oportunidad de arrojar sobre él una luz nueva. El librito de Eliot tiene el mérito de remitirnos a Marx y a sus comienzos. Y cuando intentemos ir más allá de esos comienzos nos encontrare­mos siguiendo todavía las líneas que él marcó.

Marx fue el primero en afirmar que, incluso en las sociedades más avanzadas hasta la fecha, una baja productividad material es la causa que hace necesaria la división en clases para la civiliza­ción. Por esa razón la gran mayoría del pueblo ha de trabajar to­do el tiempo para satisfacer sus propias necesidades y hacer posi-

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ble el ocio y las comodidades de la minoría que realiza las activi­dades distintivas de la civilización. Según Marx, la tecnología cien­tífica -el industrialismo-- acabaría con las divisiones en clases porque produciría suficientes bienes materiales para liberar a todo el mundo de ese trabajo full-time. Tuviera o no razón, al menos supo ver el cambio radical que la revolución tecnológica introdu­ciría inevitablemente en la forma de la sociedad civilizada de un modo u otro. En cambio, Eliot, como Spengler y Toynbee, supo­ne que el cambio tecnológico, por generalizado que sea, no tiene fuerza para afectar las bases formales u •orgánicas" de la civiliza­ción; y que el industrialismo, como el raCionalismo y el gigantis­mo de las ciudades, no es sino un fenómeno •tardío" más de los que suelen acompañar y acelerar la decadencia de la cultura. Esto implica que el renacimiento de la cultura habrá de producirse en las mismas condiciones que en el pasado.

Los que menosprecian así el factor tecnológico lo hacen con cierta verosimilitud porque generalizan a todas las épocas lo ocu­rrido en un pasado urbano y delimitado que no conoció cambios profundos en la tecnología hasta muy tarde. Esa verosimilitud se desvanece si volvemos los ojos cuatro o cinco mil años atrás (con Alfred Weber y Franz Borkenau), hasta el pasado más remoto y preurbanp. Descubrimos entonces no sólo que los efectos de la re­volución tecnológica rara vez han sido transitorios, sino también que el progreso tecnológico ha sido acumulativo e irreversible a largo plazo. Y no vemos por qué el industrialismo ha de ser una excepción a esta regla, aunque dependa del conocimiento abstru­so mucho más que cualquier sistema tecnológico pasado.

Descubrimos también que los primeros efectos de la innovación tecnológica han sido casi siempre perturbadores y destructivos, tan­to política y socialmente como en el terreno cultural. Las formas he­redadas pierden su relevancia y se produce un hundimiento gene­ral hasta que surgen formas más adecuadas, formas que no suelen tener precedentes. Esta circunstancia bastaría .en sí misma para ex­plicar la actual decadencia de la alta cultura sin necesidad de supo­ner que la civilización occidental ha llegado a una etapa ·fmal", se­mejante a la de la civilización clásica con el Imperio romano.

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La revolución industrial no es solamente la primera revolución tecnológica completa que ha experimentado la civilización desde sus comienzos; es también la más grande y profunda desde la re­volución agrícola que presidió todo el Neolítico en el Próximo Oriente y que culminó con la revolución ·del metaJ,. que aceleró el desarrollo de la vida urbana. En otras palabras, la revolución in­dustrial marca un gran punto de inflexión de la historia en gene­ral y no sólo de la historia de la civilización occidental. Además, es también la más rápida y concentrada de todas las revoluciones tecnológicas.

Quizás esto ayude a explicar por qué nuestra cultura, en sus niveles inferiores y populares, se ha hundido en abismos de vulga­ridad y falsedad desconocidos en el pasado; ni en Roma ni en el Extremo Oriente ni en ninguna otra parte ha experimentado la vi­da diaria cambios tan rápidos y radicales como en el último siglo y medio en Occidente. Pero al mismo tiempo esto ha tenido conse­cuencias beneficiosas, como he intentado señalar, consecuencias que resultan igualmente novedosas, al menos en su escala.

La situación es tan nueva, sobre todo en lo que afecta a la cul­tura, que echa por tierra todas las generalizaciones basadas en la experiencia histórica que nos es familiar. Pero sigue en pie el pro­blema de si es realmente lo bastante nueva para poner seriamen­te en duda esa primera condición que Eliot considera necesaria pa­ra que exista una civilización superior: ·La persistencia de las clases sociales». Creo que la única respuesta posible es una que, como Marx decía de las •respuestas» históricas en general, destruye la cuestión o el problema mismo. Si el progreso tecnológico es irre­versible, el industrialismo permanecerá, y bajo el industrialismo no puede sobrevivir, y mucho menos restaurarse, esa clase de civili­zación superior en que piensa Eliot, la civilización que conocemos desde hace cuatro mil años. Si la civilización superior en cuanto tal no desaparece, habrá de desarrollarse un nuevo tipo acorde con las condiciones establecidas por el industrialismo. Entre esas con­diciones figura con toda probabilidad una sociedad sin clases, o al menos una sociedad en la que las clases sociales ya no persistirán al viejo modo, pues ya no estarán justificadas por una necesidad

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económica. En mi opinión, Marx tendrá razón en esa parte de su profecía (lo cual no quiere decir que la desaparición de las tradi­cionales divisiones en clases dé paso a la utopía).

Pero hasta que emerja ese nuevo tipo industrial de alta civili­zación, las posiciones conservadoras de Eliot continuarán siendo sostenibles. Es un hecho que el ritmo intensamente acelerado de movilidad social hacia arriba, o más exactamente de movilidad ma­terial y económica, constituye la más grave amenaza de la actual revolución tecnológica contra la continuidad y la estabilidad de la cultura superior. Las instalaciones tradicionale~ de la cultura urba­na no pueden ajustarse a una población -y no simplemente a una clase- cada vez mayor de recién llegados al confort y al ocio, sin sufrir el deterioro. El industrialismo ataca a la cultura tradicional en la misma medida en que promueve el bienestar social; al menos ése ha sido el caso hasta la fecha. La solución conservadora sería frenar la movilidad social frenando la industrialización. Pero el in­dustrialismo y la industrialización permanecerán. Actualmente sus beneficios son demasiado reconocidos por la humanidad para que ésta renuncie a perseguirlos, de no mediar una violencia cósmica. Vemos, pues, que por muy plausibles que parezcan ser los diag­nósticos conservadores sobre los apuros de la cultura, el remedio implícito en ellos nos resulta cada vez más irreal. Al final uno cie­rra el libro de Eliot con la sensación de que está desbarrando un poco.

La solución contraria, la solución socialista y marxista, consiste en intensificar y extender el industrialismo en la creencia de que acabará por traer un bienestar y una dignidad social universales, con lo que el problema de la cultura se resolverá por sí mismo. Es­ta expectativa quizá no sea tan utópica como las propuestas de los ideólogos de la •tradición», pero sigue estando lejos. Mientras tan­to, parece más razonable la esperanza de los liberales: el mayor ocio que el industrialismo ha hecho posible puede beneficiar a la cultu­ra aquí y ahora. Pero precisamente con esta esperanza demuestran la mayoría de los liberales hasta qué punto ellos tampoco saben ver el carácter nuevo del industrialismo y el alcance de los cambios que introduce en la vida. En general se piensa que la calidad del ocio

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viene determinada por sus circunstancias sociales y materiales, pe­ro no se comprende que su calidad está determinada en mayor gra­do todavía por el carácter de la actividad que desencadena; en otras palabras, que el ocio es tanto una función como un producto del trabajo, y que cambia al cambiar el trabajo. Este aspecto imprevis­to del ocio es típico de todo lo que de imprevisto tienen en gene­ral las consecuencias de la industrialización. Por esta y otras razo­nes merece la pena que sigamos tratando este tema.

Antes del industrialismo se pensaba que el ocio era el aspecto positivo de la vida y la condición para la realización de sus fines más elevados, mientras que el trabajo constituía su aspecto ne­gativo. Esta creencia era tanto más implícita y general cuanto que rara vez se expresaba en palabras. Al mismo tiempo, el trabajo no se separaba tan inequívocamente del ocio como ahora en lo relativo al tiempo o a la actitud, y esto permitía que algunas ac­titudes desinteresadas del ocio y de la cultura misma se desarro­llaran dentro de un trabajo diluido. Es difícil precisar hasta qué pun­to el trabajo era entonces menos duro, pero podemos suponer razonablemente que se cobraba un tributo más ligero que ahora sobre los nervios, si no sobre los músculos. Si los trabajadores llevaban unas vidas más embrutecidas en el pasado, era más por la escasez de bienes materiales que por la ausencia de aparatos que ahorrasen trabajo, y esa escasez se debía a que no trabaja­ban lo bastante duro, es decir, con la suficiente racionalidad y efi­ciencia.

Por otro lado, del ocio disfrutaban, como del confort y la dig­nidad, sólo unos pocos para los cuales esa situación era la más po­sitiva posible, pues aquél no se consideraba antitético del trabajo, y los más capaces sabían aprovecharlo en beneficio de la cultura. Entonces como ahora, la mayoría de los ricos pasaban su tiempo apartados de actividades lucrativas, entre distracciones y deportes, pero no parece que ·mataran» el tiempo o estuvieran alejados de la verdadera cultura como ahora. Todo el mundo, incluidos los po­bres, habría suscrito en principio, cosa que ahora no harían todos, aquellas palabras de Aristóteles (Política, VIII):

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(. .. ) el primer principio de toda acción es el ocio. Ambos son nece­sarios, pero el ocio es mejor que el trabajo y es su fin (. .. ) El ocio co­mo tal produce placer y felicidad y alegría de vivir; estos sentimien­tos los experimentan no el hombre ocupado, sino aquellos que tienen ocio (. .. ) Hay ramas del saber y la educación que debemos estudiar simplemente con la vista puesta en el ocio empleado en la actividad intelectual, y hay que valorarlas en sí mismas.

Quizás el cambio mayor que ha introducido el industrialismo (junto con el protestantismo y el racionalismo) en la vida diaria sea separar el trabajo del ocio de un modo radical y casi absoluto. En cuanto la eficacia del trabajo empezó a apreciarse clara y plena­mente, éste tenía que hacerse más eficaz en sí mismo. Y con tal fin hubo de separarse más tajantemente de todo lo que no era traba­jo; hubo de hacerse más concentrado y puramente él mismo en actitud, en método y, sobre todo, en tiempo. Por otra parte, bajo las reglas de la eficiencia, se tendió a asimilar cualquier actividad seriamente dirigida a un fm con el trabajo. La con:.;ccuencia de to­do esto ha sido reducir el ocio a una ocasión de pasividad exclu­siva, a un respiro y un paréntesis; se ha convertido en algo perifé­rico, y el trabajo lo ha reemplazado como el aspecto central y positivo de la vida y como la ocasión para la realización de sus más altos fines. Con ello el ocio se ha hecho más puramente ocio -no actividad o actividad sin objetivo- y el trabajo se ha hecho más puramente trabajo, más actividad con un propósito.

El acortamiento de las horas de trabajo ha cambiado algo es­ta ecuación. Ni los ricos están ya libres de la dominación del tra­bajo; y de la misma manera que ellos han perdido su monopolio sobre las comodidades físicas, los pobres. han perdido el suyo so­bre el trabajo duro. Ahora que el prestigio se basa cada vez más en los obras y no el estatus social, hasta los ricos empiezan a re­chazar el ocio antiguo como holgazanería, como algo demasiado alejado de la realidad seria y, por tanto, desmoralizador. El rico qui­zás esté menos "alienado, con su trabajo que el pobre, y quizá no trabaje tan duro ni en condiciones tan onerosas, pero su espíritu está también oprimido por la ley de eficiencia, tanto si la necesita

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como si no. Y una vez se acepta universalmente la eficiencia co­mo regla, ésta pasa a ser una compulsión interior y pesa como una sensación de pecado, simplemente porque nadie puede ser lo bas­tante eficiente, del mismo modo que nadie llega nunca a ser lo bastante virtuoso. Y este nuevo sentido del pecado contribuye a la enervación del ocio, tanto en los ricos como en los pobres.

La dificultad de continuar con una tradición cultural orientada al ocio en una sociedad orientada al trabajo basta para mantener sin solución la actual crisis de nuestra cultura. Esto debería hacer­nos vacilar a aquellos que consideramos que el socialismo es la única salida. El trabajo eficiente sigue siendo indispensable en el industrialismo, y el industrialismo sigue siendo indispensable para el socialismo. No hay nada en la perspectiva del socialismo que in­dique un alivio en la ansiedad que produce la eficiencia y el tra­bajo, por mucho que disminuya la jornada laboral o por mucho que avance la automatización. De hecho, en la perspectiva global de un mundo industrializado -perspectiva que contiene la posi­bilidad tanto de alternativas buenas como de alternativas malas al socialismo- nada nos da una clave para explicamos cómo puede desplazarse el trabajo de esa posición central en la vida que hoy ocupa bajo el industrialismo.

La única solución que puedo imaginar para la cultura en esas condiciones es desplazar su centro de gravedad lejos del ocio y si­tuarlo justo en el centro del trabajo. ¿Estoy proponiendo algo cu­yo resultado ya no podría llamarse cultura, pues no dependería del ocio? Estoy proponiendo algo cuyo resultado no puedo imaginar. Aun así hay como el atisbo de un precedente; un atisbo incierto, desde luego, pero atisbo al fin y al cabo. Una vez más se sitúa en el remoto pasado preurbano, o en aquella parte de éste que so­brevive en la actualidad.

En las sociedades situadas por debajo de determinado nivel de desarrollo económico todo el mundo trabaja; y donde eso ocurre, el trabajo y la cultura tienden a fundirse en un único complejo fun­cional. El arte, el saber popular y la religión apenas si se distinguen en sus intenciones o en sus prácticas de las técnicas de produc­ción, la sanidad y hasta la guerra. El rito, la magia, el mito, la de-

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coración, la imagen, la música, la danza y la literatura oral son al mismo tiempo religión, arte, saber, defensa, trabajo y ·ciencia". Cin­co mil años de civilización han separado estas ramas de la activi­dad entre sí y las han especializado en términos de resultados ve­rificables de modo que hoy tenemos una cultura y un arte en función de sí mismos, una religión en función de cosas descono­cidas (o, como el arte, en función de estados de ánimo) y un tra­bajo en función de fines prácticos. Parece que esas cosas se han separado para siempre. Sin embargo, descubrimos que el indus­trialismo está provocando una situación en la cual de nuevo todo el mundo trabajará. Estamos cerrando el círculo (como Marx pre­dijo, aunque no exactamente de la manera que esperaba), y sí es­tamos cerrando el círculo en un aspecto, ¿no lo estaremos cerran­do también en otros? Con el trabajo convertido una vez más en práctica universal, ¿no será necesario -y por necesario, factible­acabar con el distanciamiento entre trabajo y cultura, o mejor, en­tre fines interesados y desinteresados, que comenzó cuando el tra­bajo dejó de ser universal? ¿Y de qué otro modo podría conseguirse esto sino mediante la cultura, entendida en su sentido más eleva­do y auténtico?

No puedo ir más allá de estas especulaciones, que admito son esquemáticas y abstractas. En estas ideas nada hay que sugiera al­go palpable en el presente o en un futuro próxín1o. Pero al menos nos ayudan a que no tengamos que desesperar de las consecuen­cias últimas del industrialismo para la cultura. Y también nos ayu­dan a no detener nuestro pensamiento en el punto en que lo de­tuvieron Spengler, Toynbee y Eliot.

1953

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ARTE EN PARÍS

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