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TECNICAS DE

Técnicas de Oratoria

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Roberto Oropeza Martínez nos comparte en esta obra, las cualidades, características y hábitos que toda persona debe de trabajar para adentrarse en el arte de la palabra.

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TECNICAS DE

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Roberto Oropeza Martínez

Técnicas de Oratoria

Señorasy

Señores: ... He dicho

Primera ediciónEditorial Esfinge, S.A. de C.V.Esfuerzo 18-ANaucalpan, Edo. de México

PRIMERA EDICION 1992

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baeoBiERKo m m i con f m offrÁcncosTr CULTURALES, PRGHWOA Sü VEIÍM 0 REPRODÜCOÓK TOTAL 0 PARCIAL CO gfc FWES OE LUCRO, Al QUE INFRINJA ESTA OISPOSiCtóN SE LE APLICARÁN L A * T SANCIONES PREVISTAS EN IOS ARTICULOS 36?, 368 BIS, 368 TER T D Q l A t f f APLICABLES DEL CÓDIGO PENAL PARA í í DISTRITO FEDERAL EN MATERIA C O U Ú l t £Y P A *< * e ^ L ^ ^ * B « C A Í f r t lA T E R I A FEDERAL.

Derechos reservados©

Roberto Oropeza Martínez Esfuerzo 18-A

Naucalpan, Estado de México

La presentación, disposición y demás características de esta obra son propiedad de Editorial Esfinge, S.A. de C.V.

Prohibida la reproducción o transmisión total o parcial, mediante cualquier sistema o método electró­nico o mecánico de recuperación y almacenamiento de información, sin autorización escrita del editor.

iSBN 968-412-496-1 IMPRESO EN MÉXICO

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TABLA DE CONTENIDO

IN T R O D U C C IÓ N ....................................3

EL CURSO DE O R A T O R IA ............. 11

EL JOVEN O R A D O R ..........................21

REFERENTE AL DISCURSO............. 41

ALGUNAS REFLEXIONES ACERCA DEL ESTILO ....................................... 77

EL HORIZONTE HISTÓRICO . . . . 93

ACERCA DE LA IMPROVISACIÓN . 127

SUGERENCIAS PARA ELABORAR LOS D ISCU RSO S............................. 155

EL EJEM PLO.......................................... 181

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INTRODUCCIÓN

Muchas son las inquietudes y necesidades que me han conducido a intentar el presente libro. La definitiva, entre ellas, la determina el medio a que se dirige: nuestros estudiantes de enseñanza media. Es decir, aquellos que cursan su educación secundaria o preparatoria.

Si me refiero a ellos, es porque son los dos medios que conozco; y porque busco aquí las adecuaciones que pueden ser más útiles en facilitarles la adquisición o el de­sarrollo de sus elementos expresivos, preci­samente en los niveles de sencillez y claridad que ellos necesitan. Con todo, al pensar en sus necesidades, colmaría mi aspiración po­der satisfacer las del mayor número posible de sectores interesados en esto.

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Cuando la inicial afición se transformó en el escaso conocimiento que ahora poseo, se debió al trabajo, a la observación, al apren­dizaje de la Oratoria que sólo pude adquirir hasta que tuve el fértil campo experimental de los muchachos. A ellos lo debo todo; más que en los libros, más que en la docta o flo­rida palabra de los consagrados, —porque he tenido el privilegio de escuchar algunos— he aprendido la Oratoria en los balbuceos, en los primeros pasos de mis alumnos, en el tartamudeo inicial, en su voluntad infinita, que me ha hecho creer que puedo compren­der en plenitud a Demóstenes. Nada extrañe pues, mi pretensión de devolverles, en las personas de quienes todavía no se inician o están en el punto de partida, lo que en de­recho y razón les pertenece.

Ya en la escuela secundaria, cuando ini­ciaba mis días felices de maestro, encontré el resquicio en los temarios para indicar a mis alumnos la conveniencia de ocuparse en el cultivo de la palabra. Después, se deter­minó en la Escuela Nacional Preparatoria in­cluir en los planes de estudio una serie de asignaturas complementarias que se agrupa­

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ron como Materias Estéticas y tuve la dis­tinción de ser designado, tengo entendido que fue el primer nombramiento en la materia, maestro de Oratoria en el Plantel No. 5, en­tonces campo de experimentaciones para lo que habría de generalizarse en toda la ense­ñanza preparatoria. Así, investido con la dig­nidad de una cátedra universitaria, ío que fue simple interés de aficionados, inició el ca­mino de su ejercicio.

Desde ios días estudiantiles, desde la avi­dez de la adolescencia, el sentimiento me condujo a las tribunas, ya como espectador, ya como el inexperto agoreta que himnaba su mensaje; era la actitud que necesariamente vivimos todos alguna vez, como los gallos, el exceso de gallardía y plumaje ante la ine­vitable vacuidad del canto. Asiduo especta­dor de los concursos que ya entonces año con año organizaba “El U n iv e r s a lmi en­tusiasmo recibió el pan espiritual de que es­taba hambriento; también participé en alguno de ellos cuando era alumno de la Facultad de Medicina, ocasión en que me venció mi amigo de siempre, el ahora escritor y director de cine Carlos Enrique Taboada. Este relato,

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obedece a una razón: más o menos es 5a ruta propicia a nuestros jóvenes. Escuchan y oyen, más tarde, hablan y concursan. Para muchos de ellos, ahí termina su labor y ejer­cicio; triunfan solamente tres o cuatro y los demás, que se quedan en el intento, no lo reiteran por muchas ocasiones más. Es en­tonces, en el instante anterior al desencan­to cuando la madurez del maestro debe intervenir y hacerle comprender al aficio­nado que para alcanzar lejanas metas es ne­cesario saborear el acíbar del ffacaso con frecuencia.

Ya lo he relatado en otros sitios y no me cansaré de repetirlo en beneficio de los jó ­venes; los que fuimos alumnos de Don Eras­mo Castellanos Quinto, ejercitábamos en su clase todas las manifestaciones de la palabra; y no faltaron ocasiones en que la timidez, la mínima valoración de si mismos, la ineptitud, o la simple inhibición del momento, hicieron callar a los literatos en ciernes. Entonces, el Maestro tenía para nosotros el regalo afec­tuoso de su comprensión infinita, descendía hasta la ofuscación adolescente con una verdad sencilla y absoluta: “¡Pero muchachito...!, —

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le decía al afectado—, ¡Beethoven no escri­bió en una noche la Novena Sinfonía!”

¿Qué orador, poeta o novelista que se ha­ya adentrado un poco en la ruta de la fama, sería capaz de asegurar con verdad que nun­ca supo de fracasos? Seguramente nadie. Y sin embargo, cuando el principiante acude a los consagrados para inquirir por el ca­mino, se le manda por la ancha calzada del ejemplo final; y el que ha llegado se olvida, real o premeditadamente, del intrincado ve­ricueto y la multiplicidad de obstáculos que hubieron de vencerse antes de salir al ca­mino luminoso y fácil; y se olvida de lo más importante, de la voluntad necesaria pa­ra proseguir después de cada pequeño o gran fracaso.

Yo no fui orador para tribunas de con­curso. Muchos de quienes lo intentan tam­poco lo son. Pero el ejercicio de la palabra tiene una infinidad de aspectos y perspec­tivas, intervienen muchos factores de diver­sas calidades que cada individuo puede encontrar en sus intereses o sentimientos, en la corriente emotiva que se establece en­tre su público y él durante el discurso. En

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mi caso, hallé mi sitio en la arenga política durante una de tantas efervescencias que ha sufrido nuestra Universidad; el galardón perseguido no era ya el diploma, sino la convicción íntima de transmitir beneficios y la satisfacción incalculable de ir ganando terreno a la propia experiencia, de sentir la leve evolución de los defectos vencidos, de adquirir aplomo y certeza. Algunos más co­mo yo, tuvimos la oportunidad del ejercicio oratorio; y si no ocupamos las primeras lí­neas en la batalla emprendida, sí vivimos plenamente la situación, codo a codo con Eduardo Estrada Ojeda, Elio Cario Mendo­za, Héctor Lara, —por mencionar a los más brillantes—, entre los que acudimos allí, en la calle, la más aleccionadora de las escue­las.

Lo importante es eso, que el principiante descubra el beneficioso valor del ejercicio; la vida estudiantil, es pródiga para ofrecer los medios adecuados: sin duda el corrillo, la clase, las asambleas, la política escolar, etc., satisfarán el desarrollo.

Nadie puede negar la utilidad del ejemplo, pero también es verdad que éste no basta.

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Todo alumno de oratoria, todo aficionado, debe hacer un acopio inicial de tesonera vo­luntad, adquirir cierta cultura e indispen­sables conocim ientos, que le permitirán fortalecer la idea que sustente; pero sobre todo, insisto, dedicarse a un incansable ejer­cicio que le permita elaborar sus personales recursos.

Me propongo además, en la medida exac­ta de mi posibilidad, recurrir en el presente libro al material obtenido en la experiencia y las fuentes directas, y en la búsqueda de la congruencia con los caracteres de nues­tros jóvenes, de sus inquietudes y su pro- yectividad.

Me propongo despertar inquietudes más que formar oradores, pues ni siquiera los que ahora llegaren a serlo, podrían asegurar que lo serán más tarde; en cambio, el ejer­cicio adecuado de la palabra, es útil a toda actividad y una serie de pequeñas inquietu­des juveniles, puede llegar a ser en la edad adulta el principio de fecundas elaboracio­nes.

Vaya pues el presente libro, con toda mi amistad y fe, a la mano joven y amiga que

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sepa apreciarlo en el valor de la intención que me mueve a escribirlo; en el deseo, como diría Ermilo Abrcu Gómez, de ser el huésped de muchos ojos tempranos.

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Roberto Oropeza Martínez.

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EL CURSO DE ORATORIA

Existe una abundante literatura sobre nues­tro tema, pero la mayor parte de ella, fuera del alcance directo del alumno de secundaria o de preparatoria. Muchos son los motivos de este alejamiento con todo lo insignificante de algunos de ellos, En la literatura especia­lizada, acaso la mejor parte ha escapado del mercado para confinarse en olvidados ana­queles de biblioteca; otro importante sector, se relega al olvido bajo el noble polvo de los ejemplares clásicos que suelen despre­ciarse por viejos y anacrónicos; no faltan las ediciones agotadas o las demasiado finas, que están fuera del alcance estudiantil; y las que abundan y le son accesibles, a menudo son ediciones demasiado corrientes que si no le

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resultan simples para su nivel, le son exce­sivamente preceptivas o ejemplificadas. En una palabra no le son útiles. La razón es demasiado sencilla, la Oratoria es dinámica, vital, por ese motivo, no puede adquirirse con “recetas de cocina”.

He palpado en los muchachos, a través de la práctica, su interés, la intensa curiosidad formativa que despierta en ellos el descubrir­se capaces para ejercitar la Oratoria. Consi­dero, por éste y por muchos otros motivos, que la clase en que se imparta esta disciplina, debe ser eminentemente práctica. Dicho de otro modo, el orador “debe hacerse”; y en este caso, ante un público más o menos nu­meroso que escuche y observe las penalida­des del orador en formación, que experimente además en cabeza ajena lo que más tarde habrá de practicar.

Es muy frecuente, tal vez más de lo que podemos sospechar, la actitud de nuestros es­tudiantes ante una capacidad que no han me­dido. Parten equivocadamente de un prejuicio generalizado, se aseguran a sí mismos “yo no púedo”; y conforme contemplan un mayor número de oradores, se va afirmando el con­

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cepto por el más simple de los mecanismos; se lo repiten tantas veces, que llegan a con­vencerse de un hecho inexistente; si por ca­sualidad o suerte, el muchacho escucha en repetidas ocasiones a uno o a varios de esos grandilocuentes que sean capaces de provo­car su admiración, entonces la dosis afirma­tiva del falso concepto se incrementa de manera notable porque le lleva a idolizar sus prototipos.

Aquí en donde nada más funge la palabra, es imposible imponer la fuerza, todo debe ser obra de un convencimiento absoluto.

He visto en algunas ocasiones, cómo el muchacho duda unos instantes; su deseo de participar lucha con su inhibición y le pro­duce un balanceo entre levantarse y quedar­se sentado. Mientras el impulso que proviene de su deseo de participar le produce refle­jos musculares que casi le obligan a parar­se de su lugar, ese grillete mental a que nos referimos del “no puedo”, le hace permanecer sentado. Es el instante preciso para tenderle la mano. La simple indicación amable del maestro, puede romper entonces, y de manera definitiva, el temor inicial que inhibe. Es muy

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frecuente que una vez probada la experien­cia, se tome por ella un gusto irresistible, pe­ro mientras no haya el impulso voluntario por parte del alumno, ni llevándolo por la fuerza hasta el estrado hablará. Todo debe lograrlo una tenaz labor de convencimiento.

En esta situación he observado multitud de casos. Quiero destacar aquí nada más dos. Uno de ellos, es el de Rufino Perdomo, mu­chacho serio, casi adusto, sentado siempre en la parte posterior del salón, ni pestañeaba mientras sus compañeros hablaban; varias veces le vi columpiarse al borde de su asiento exactamente en la situación que he descrito y aprovechando el momento en que invitaba yo al grupo a participar sin obtener respuesta, me dirigí al compañero de junto señalando a Rufino: “—Manuel, empújalo...” Y Manuel Lcrma que trataba de animarlo a media voz, apoyó su mano en la espalda de Rufino y lo hizo orador...

En realidad, tanto uno como otro, eran ya oradores, ni Rufino Perdomo ni Manuel Ler- ma aprendieron mucho bajo mi dirección, ambos disciplinados y deseosos de perfec­cionarse, asimilaban las indicaciones con fa­

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cilidad y rapidez; y muchas veces los vimos disputarse los primeros lugares, dentro y fue­ra de la Escuela de Coapa, en los concursos de Coyoacán, del PRI o del INJM.*

Es un caso semejante al de quien vacila ante el suicidio al borde de un precipicio o sobre el barandal de un puente, necesita de la mano amiga que le ayude a bien morir. Más bien, del que sube a los trampolines más altos de la alberca, se asoma y no se atreve; entonces, para disfrazar su miedo, da dos o tres cautelosos saUitos y se tiende sobre el tablón a recibir la caricia solar; cuan­do la necesidad colectiva de usar los tram­polines, o el tiempo que juzga decoroso le obligan, se despereza, hace unos cuantos ejercicios para lucir la musculatura hercúlea, y con parsimonia desciende por donde su­biera.

El segundo caso, fue el de Yolanda Colín, ocupaba siempre una de las primeras bancas y la avidez de su mirada seguía cuidadosa­mente los pasos de cada uno de los partici­pantes; cuando terminaban su pieza oratoria,

(Instiudo Nucioiul de la Juventud M exicana.)

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los acompañaba otra vez con los ojos a su sitio; y en los silencios intermedios, varias veces vi en ella ese impulso contenido y en una ocasión de esas, sin preámbulo alguno le dije: “Habla de la mujer”.

Yolanda entonces se levantó de su lugar y fue al frente, se quedó mirando a sus com­pañeros por unos instantes y de pronto em­pezaron a salir de sus labios notas más que palabras; una vocecita dulce y modulada, pe­queña como su poseedora, dominaba sin em­bargo la atención de un grupo de cuarenta personas. No el vozarrón tonante de Manuel Lerma que obligaba a la atención con su te­situra de bajo profundo, no la voz media y templada de Rufino Perdomo, sino un pianí- simo de suspiros, pero capaz de hacerse es­cuchar de todos y Yolanda ahora gusta el manjar de su propia palabra.

Además, he adquirido otra convicción fun­damental: el maestro de Oratoria, debe ser ecléctico. Debe ceñir su intervención, aun a costa de la congruencia individual con lo estrictamente preceptivo. Las ideas del alum­no, cualquiera que sea su tendencia, deben ser respetadas en su esencial idad; asi, apro­

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vecharemos las bases del grado educativo que haya alcanzado por su propio esfuerzo, para convertir sus aptitudes en factores crea­tivos que nos permitan cimentarle nuevas ad­quisiciones. De esta manera se fincarán las bases de la autodidáctica que se fortale­cen sólo en el personal interés, nunca en el ajeno.

Para esto, la vocación magisterial debe cumplir una prueba, transformar el preten­cioso concepto directriz de destinos, en el de ser un simple trampolín para que el mu­chacho salte al máximo panorama de nues­tra cultura; opacar si es preciso la propia individualidad a fin de proyectar la del jo ­ven hacia el futuro. No se me escapa la amarga perspectiva que propongo al maes­tro, al adulto tal vez ambicioso de su propia gloria —aunque sólo sea ante la vista ad­mirada del alumno— necesaria, si efectiva­mente deseamos servir, hacer de ellos los factores que eleven el nivel medio de nues­tra cultura.

Acuden al curso de Oratoria varias clases de alumnos. Abundan los que sólo buscan “pagar la materia”, son los destinados a es­

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cuchar simplemente mediante el pago rigu­roso de su asistencia; papel muy importante sin embargo. Otros, autosuficientes, llegan convencidos de que ya son consumados ora­dores; han ganado algún concursillo en su barriada o en su “club” y sólo asisten por el incentivo wde ver qué otro truquito apren­den”; éstos emprenderán el penoso camino de las desilusiones y el espinoso sendero de la autodisciplina que sepan imponerse, serán los que más necesiten el ejercicio que acabe vicios y defectos. Algunos —muy p o c o s - serán los que hayan logrado experiencias úti­les a su expresividad oral; éstos se dan cuenta muy pronto que nada nuevo van a aprender, acaso encuentren, en cambio, la explicación lógica a toda problemática vencida por ellos, tal vez una que otra solución a lo que todavía les detiene antes de elevarse; pero ellos apre­ciarán mejor el valor de un auditorio dis­puesto a escucharles, y si en realidad tienen voluntad de oradores, aprovecharán la oca­sión que se les brinda. Por último, no faltará quien piense que sin ser orador, sin esfuerzo alguno de su parte, por el simple hecho de asistir a un curso de Oratoria, va a salir de

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él cubierto de inmortalidad y montado en el Pegaso.

Para ellos, siempre he tenido el buen deseo de que muy pronto se haga la luz en sus entendimientos y puedan purificar su pecado en el sufrimiento del estudio. Amén.

He señalado y no está de más insistir, que nadie enseña mejor la Oratoria que la misma práctica. En un curso de Oratoria, tenemos los mejores elementos para efectuarla: hay un auditorio, que observará con interés los triunfos y fracasos de los participantes; y ade­más con respeto, por la reciprocidad que le significaría el ser observado a su vez; y que deberá vencer cuando le toque el tumo de convertirse en factor activo.

Tenemos en México, por fortuna, muy bue­nas bibliotecas que satisfagan las angus­tias de la inconsistencia. Todo alumno y todo maestro en nuestra actividad, puede com­probar y manejar estos elementos que solu­cionan la parte necesaria más importante de una problemática resuelta; ya que, fuera del curso de Oratoria, los intereses del auditorio deben ser captados y determinados por el ora­dor.

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EL JO V EN ORADOR

Los pintores me han enseñado un principio muy simple. Un día entré a una tienda donde se expenden materiales especiales a comprar un libro que llamó mi atención desde el apa­rador: Cómo pintar al óleo. Platicaba con el dueño del establecimiento una hermosa muchacha que observó atentamente mi com­pra:

—¿Te gusta la pintura?— me interrogó.—Sí... —Respondí.—¡Pues pinta!, ¡ve..., y pinta!A mí no me parecía tan sencillo. Además,

la situación planteada de manera tan natural, me impulsó a sostenerla un poco más a pesar de mi prisa:

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—¿Tú, sabes pintar?, ¿estudias pintura? — Hizo un gesto afirmativo y me regaló una sonrisa. Seguí inquiriendo:— ¿Y qué es lo que debo ver?...

La pregunta sobraba. Tanto, que le causó cierto asombro: ¿Qué veían los pintores? ¡to­do!, ¡todo lo que les gustara para pintarlo!Y me dio la mejor clase de pintura en diez minutos; me debía ir, no sin antes haberme enterado que ella estudiaba en “La Esmeral­da”. Antes de salir, todavía mi curiosidad se aferraba:

—Y si es así, ¿tú por qué vas a “La Es­meralda”? ¿Por qué en lugar de ir allá, no te dedicas simplemente a ver y pintar?— Lo decía ya en la despedida, habíamos dejado la tienda. Todavía me alcanzó la respuesta:

— ¡Tonto...!, ¡si sólo eso hago! ¿A qué crees que voy...?

Se lo platiqué más tarde a Chucho Alvarez Amaya, amigo pintor, y su lección fue la misma:

—¡Pues claro!, tiene razón... ¿Tú qué te creías?

El primer obstáculo que habrá de vencer el orador principiante, es el de salirse de sí

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mismo. Debe adquirir el necesario aplo­mo para colocarse ante un público y hablarle. Esto, sólo se logra haciéndolo. Es la jus­ta equivalencia de la exclamación aquella: “—¡Pues pinta!”

Es más frecuente de lo que parece que nuestros alumnos de segunda enseñanza o de bachillerato nunca hayan dirigido la pa­labra a un auditorio; la razón descansa en que quienes toman parte activa en clases y reuniones, son ese tipo de alumnos destaca­dos a los que el vulgo señala como “el más aplicado”. Desgraciadamente este tipo de alumnos representa un mínimo porcentaje en la totalidad; pero, es humano, sobre ellos re­caen todas las representaciones.

Resulta así que un enorme conglomerado estudiantil ha carecido de la misma oportu­nidad, nunca han ejercitado en público el don de la palabra que tal vez poseen, porque siempre ha existido alguien de quien se su­ponía que lo hiciese mejor. Con todo, nadie es capaz de saber hasta qué grado tiene habi­lidad si no se decide a probarse y a ejercitarla.

Debemos señalar al principiante, para ser honrados con él, para que no piense que su

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caso es una excepción, que todos los que hablamos con más o menos costumbre ante auditorios numerosos la primera vez que lo hicimos nos dio miedo. Pero no ese miedo primero que se siente antes de hacerlo, no el del actor que lo experimenta antes de cada función como algo familiar, sino el terrible o soportable, —según el carácter de cada quién—, que se siente al mismo tiempo que se habla en la ocasión inicial cuando todos los ojos del público “pesan” sobre la endeble fuerza psíquica de los propios.

Citaré algún ejemplo: recuerdo a un alum­no judío, pelirrojo, tez blanca y pecosa, re­gordete. La primera vez que habló ante un público, se convirtió en un auténtico semá­foro humano. Se apellida Schein Gojman. Hube de indicarle que volviera a su asiento porque estuvo a punto de sufrir un desmayo; con todo, su firme voluntad le llevó algunas veces más a intentarlo; enrojecía y palidecía, temblaba y sudaba..., hasta un día en que de súbito se produjo la sorpresa. Uno de sus compañeros de grupo expuso ideas antisemi­tas, discriminantes, crueles... Schein Gojman no volvió a cambiar de color. Siempre rojo,

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ahora sí que hasta la punta de los cabellos, se convirtió en el más fogoso defensor del pueblo judío. De un día para otro, se hizo orador. Cada error que yo le señalaba, desa­parecía después de algunos intentos; al ter­minar el curso, me dejó el premio de un efusivo apretón de manos. El orador no pudo articular palabra.

Cuando a la edad de siete años, intenté recitar por primera vez en un festival escolar, fue tan fuerte la impresión, que abandoné el lugar con llanto en los ojos y una ruda tenaza en la garganta; seguramente el lector de estas líneas habrá visto ya algunas escenas seme­jantes; o tal vez, ¿por qué no?, las habrá vi­vido.

Este fenómeno es de lo más natural cuando no se ha traspuesto esa primera experiencia. Se afirma en los círculos familiares que “los ojos son el espejo del alma”. Imaginemos pues, en el caso a que nos referimos, que muchas almas nos observan desde sus ven­tanas cuando en plena inocencia desnudamos

* Rosientemente» he vuclio a ver su nombre en importantes tribunas cieniificas — R.O.M. „

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la nuestra a la mitad de una amplísima plaza de atenta soledad...

Con todo, cuando el principiante haya su­frido esa primera vivencia, en la segunda y tercera ocasiones le será menos amarga, pues sólo la repetición de la misma, le hará cobrar seguridad. Debe recordar, sin embargo, no soportar de manera conjunta y directa la mi­rada de todo el público.

Al principio, es preferible que no vea a nadie en particular, que eleve la vista sobre todas las cabezas del auditorio, o bien que se dirija a una sola persona, y si ésta le atiende sin mirarlo, mejor; así, insensiblemente y tarde o temprano, se acostumbrará a lo que hacen to­dos: ver sucesivas facciones, escudriñar entre el público en busca de los desatentos y darse el lujo de obligarles a escuchar ante la simple presión de dirigirse precisamente a ellos.

Para vencer este miedo, es necesario afir­marse en el propósito —y en el hecho— de hablar repetidas veces en presencia de audi­torios numerosos, de practicar con frecuen­cia. La práctica, nos hará sentir el contacto anímico con nuestro público y a medida que adquirimos confianza, vendrá la sensación de

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una corriente que se irá acrecentando con­forme el interés incremente la simpatía de los escuchas y se vaya elevando el apasiona­miento general. Es como si se recibiera esa corriente ya transformada, tal como suce­de con la electricidad que llega a nuestras casas con menor potencia de la que llevan los cables de alto voltaje. Claro está que la corriente eléctrica se hace pasar por trans­formadores, pero el orador debe ser en cierto modo un transformador de potencia anímica y aprovechar ésta en beneficio personal.

Ante el mayor interés del público, mayor debe ser la fuerza sentimental que el orador le comunique pero ésta se genera paulatina­mente, conforme el mismo interés se va ga­nando en el transcurso del desarrollo; ante la emoción cálida del auditorio, el orador de­be cobrar apoyos para su entusiasmo, cre­cer en la propia fuerza y arrancar el aplauso al corazón y a las manos de quienes escu­chan.

Éstas son las “corrientes” de simpatía, de inteligencia, de cordialidad, que conducen a la comunión entre los oradores y sus públi­cos, las que favorecen ambientalmente, el lo­

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gro de los objetivos hacia los que el orador se proponga la conducción convictiva.

Al principiante, se le recomiendan varias cosas para ayudarle a superar su situación ante el público; pero sólo el momento dirá a su personal disposición qué cosa debe hacer como la mejor. Puede mirar sobre todas las cabezas como decía con anterioridad; algunas personas, y acaso sea la regla más recomen­dada, dicen que “debe hablarse como si el auditorio no existiera”; esto, desde luego no es fácil hacerlo para un orador novel porque no puede negar lo que tiene enfrente como una evidencia ineludible; no falta el consejo de ver a la frente evitando los ojos del es­pectador; ni falta tampoco quien recomiende bajar la vista para no ver nada; ésta última, debiera ser quizá la única recomendación que no deba seguirse, pues acentuaría de manera notable la timidez del orador ante la percep­ción de sus espectadores. Con todo, aun esto último, que algunos hacen sin premeditación, es preferible a la inhibición total. Desde lue­go, y también ya lo he señalado antes, lo mejor sería para el principiante —indicado por el maestro si es necesario— que intente

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desde la primera ocasión lo que habrá de terminar haciendo, saltar de una vista a otra, tratar de dominar con ella a cada uno de sus escuchas y mirarlos agresivamente si es pre­ciso, con todo el impulso que pueda obtener de las propias convicciones; debe considerar al público tal como es: la suma de muchas individualidades; de esta manera, aprenderá con rapidez a dar mayor vitalidad a su pa­labra.

Otro de los enormes problemas para nuestros alumnos cuando se inician, es el tema. Tienen una enorme e inexplicable dificultad para se­leccionarlo. Nunca les doy un tema. “¿De qué quiere usted que hable? No traje nada preparado”. Bajo un concepto personal, nun­ca les doy satisfactoria respuesta; al solici­tarme un tema, se lo niego o les busco alguno imposible, tal como “La influencia del datura stramonium en la evolución zoológica”.

Cuando se trata de un orador consumado, sabe siempre a qué asunto habrá de referirse, por lo general el tema le es conocido de an­temano y en no pocas ocasiones el público acude a escucharlo deliberadamente. Cuando el orador responde a la situación circunstan­

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cial, a la actividad política, o a la simple relación social, cuando forma parte de un programa cívico, o aun cuando la exigencia del momento le obligase a improvisar, la si­tuación misma de los hechos u ocasiones, le habrán de señalar el tema que deba desarrollar. Nuestros jóvenes, en cambio, tienen la opor­tunidad, tienen el público, pero no tienen tema.

¿Por qué entonces no dárselo? ¿De dónde mi empeño para no allanarles ese gran obs­táculo? Porque pienso que así se les coloca en mayor dificultad de “laboratorio”, consi­dero que ese problema deben superarlo por propio esfuerzo, para que afirmen su personal posición ante los auditorios más heterogé­neos; sólo así llegarán a captar la problemá­tica que despierta interés y la que causa tedio; los asuntos que apasionan con facilidad y los que son totalmente indiferentes a la atención general.

Con todo, antes de hablar, y en un medio tan adecuado para la práctica juvenil como es la clase de oratoria en una escuela, nues­tros oradores en ciernes deberán reflexionar un poco en la relación que pueda establecerse entre los intereses del auditorio y los que

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surjan del propio sentimiento. A pesar de la aparente dificultad para hallar un tema ade­cuado, el medio, el espíritu escolar, la uni­formidad en los programas de estudio, las aficiones análogas, etc., serán campo fértil para que el muchacho descubra el cariz de la temática adecuada.

Si las corrientes del pensamiento son co­munes entre el orador y sus oyentes, aunque no diga nada importante sólo con atacar el tema que los une —ésto es muy frecuente en la arenga de tipo político— y adecuar más o menos tres o cuatro adjetivos fuertes, arre­batará a las multitudes. Si en cambio no está de acuerdo con el sentir general, será nece­saria toda su habilidad para hacerse escuchar.Y si por desgracia, tiene que hablar en contra de los intereses de su auditorio, deberá hacer acopio de una lógica y un razonamiento tan, precisos, tan claros, que nadie quede sin com­prender; además, le será necesaria gran dosis de valor y presencia, de manera que el pú­blico se sienta absolutamente dominado por la fuerza que del orador emane.

He dicho “por desgracia”, porque no deja de serlo —y en muy diversos grados— el

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hecho de que un orador se enfrente a un pú­blico adverso; con todo, nunca se debe acon­sejar que se abandone la empresa. Si un orador no es grato a su público, y ha adqui­rido la firmeza para hacerse orador de veras, tanto mejor para él, porque habrá llegado en­tonces el momento de probarse a sí mismo en la más dura de las pruebas y en el más satisfactorio de los triunfos cuando haya do­minado la situación.

Es el orador de lucha el que dicta con su palabra el destino de las multitudes, el que manda y es obedecido. La lucha con el au­ditorio determina el momento cmcial para la fuerza interna de cada orador. He visto caer en el más doloroso de los fracasos, a oradores consumados, que cuando han tenido audito­rios gratos, arrebatan el entusiasmo haciendo florecer las ideas; y he visto algunos de quie­nes no se esperaba nada, que de pronto se elevan sobre un público feroz para gritarle su presencia y hacerse escuchar. Entonces la desgracia que señalaba, se puede superar: lo infortunado es tener que hacerlo, pero debe intentarse cuando realmente se anhela hacer­se un orador completo.

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El primer éxito de Carlos Arocha Morton, ahora respetable maestro universitario, tuvo como principio el dominio total de un público hostil. En un concurso preparatoriano, el An­fiteatro Bolívar se hallaba atestado hasta las escaleras; cada grupo de la escuela iba con la determinación y el entusiasmo decididos a ver triunfar al compañero de banca, al que tenía su solidaridad y su afecto; por ese mo­tivo, lo apoyaban con todos los medios a su alcance: la porra entusiasta para el amigo y el más espantoso escándalo y la rechifla para todo otro concursante. Algunos no lo sopor­taron. Cuando Arocha Morton al tocarle el tumo hizo varios intentos de iniciar su dis­curso, la escandalera fenomenal no se lo per­mitía; esperó unos momentos, y crecido ante la multitud les arrancó con un grito la sor­presa: “ ¡No me callarán ni rayos, ni centellas, menos una canalla como ésta!...”

En el instante del asombro, se inició el discurso y ya nada lo detuvo. El interés de su palabra cimentado en el insulto inicial, le llevó a obtener el primer lugar de aquel con­curso. Desde luego, no es recomendable ha­cer algo semejante si no se tiene la absoluta

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seguridad de absorber la atención y el entu­siasmo del auditorio.

Considerada pues, esta falta de tema co­mo un hecho estructurativo en la clase de Oratoria, resulta una ventaja para el orador puesto que más tarde, en la aplicación prác­tica, dicha carencia está destinada a desapa­recer.

He visto recomendar en algunos textos que el maestro señale una lista de asuntos a de­sarrollar para que el alumno elija el que más le convenga; otro consejo frecuente, es el de que los estudiantes propongan esta lista de te­mas para polemizar más tarde sobre alguno de ellos.

Puede, naturalmente, recurrirse a esto, aun­que cae en la aplicación de procedimientos tradicionales; pero no deja de ser el invariable uso de elementos que vician la iniciativa. Se suelen obtener interesantísimos asuntos, con el simple cuidado de consultar la primera pla­na en los periódicos del día, los editoriales, los noticiarios de radio y televisión, los cortos fílmicos, etc. En resumen, hay tantas fuentes de indicación temática, como nuestra fantasía pueda permitimos en la búsqueda, como la

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malicia o la sabiduría individuales puedan aportar al orador para encontrar sus fuentes de consulta.

Al dejarlos sin tema, pretendo obligarlos a buscar dentro de sí mismos, aunque muchas veces acaben coincidiendo con lo que habrían podido obtener de las fuentes mencionadas; con todo, habrán hecho un esfuerzo memo- rístico, habrán entrado en su pensamiento y en su sentimiento, sin ayuda ajena a su vo­luntad; pues el poder de iniciativa es uno de los factores más importantes en los procesos de creación.

Cada individuo, por insignificante que se considere socialmente, posee una infinidad de ideas que expresa en su charla con los amigos aun cuando sea de manera superfi­cial; las externa en las conversaciones fa­miliares, en el café, en el trabajo, en la calle, etc. Indudablemente, todo ser que piensa ex­pone alguna vez sus sentimientos más ínti­mos, los anhelos que se propone alcanzar algún día, los dolores, las iras y las alegrías que la vida proporciona en determinados mo­mentos. Para esto, nadie necesita estudio es­pecífico, lo pone en práctica incluso un

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analfabeta: obreros o artesanos que nunca han ocupado un sitio en las escuelas de edu­cación superior, habitantes de regiones a las que jamás ha llegado un maestro rural... ¿Có­mo no van a poder hacerlo nuestros mucha­chos que visten orgullosos los emblemas de su escuela secundaria? ¿Cómo no van a po­der nuestros cultos bachilleres? ¿De qué dis­cuten en sus barrios, en el club o en el café que frecuentan? ¿Qué temas les apasionan en bailes y neverías? ¿Cuántas cosas les irri­tan o les satisfacen de “los adultos”?

Naturalmente que pueden. Con toda segu­ridad lo practican más de lo que piensan al simple intento. Lo que sucede es que al pretender el ejercicio oratorio, sufren un cho­que diferenciativo de situaciones. Claro que el aula o el salón de actos, reúnen un audi­torio mayor; y que ninguno de los dos sitios, o alguno análogo, son como el corredor de la escuela, como una nevería, ni como un café o el billar; pero el ser humano sí es el mismo en cualquiera de estos sitios que se encuentre.

Debo aclarar a nuestros jóvenes que de ninguna manera creo que vayan a expresarse

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en la clase de oratoria en el mismo tono y con los mismos vocablos que usan en cada uno de los lugares que he mencionado. Sólo pretendo señalar algunas de las ocasiones en que hablan con mayor facilidad, recordar los temas que les apasionan en otros sitios y que, expuestos adecuadamente, pueden ser los mismos que agraden a todos en la escuela.

Cada individuo tiene siempre uno o varios intereses vitales, algo que le importa más que todas las cosas, sabe lo que determina su vo­cación o sus aficiones; pero tiene además, muchos intereses comunes a su medio, a su época, algo que lo mismo interesa a él como a quienes le son semejantes. De todo esto, puede hacer derivar su temática personal, la intención y los conceptos que le lleven a “ha­cer su ambiente”, el descubrimiento siempre apasionante de las inquietudes que se pueden desplegar en beneficio del mundo que nos rodea.

No existe nadie que sea realmente insig­nificante. ¿Cómo puede serlo quien está pre­sente en la vida? ¿Cómo puede serlo quien es joven? El muchacho debe adquirir con­

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ciencia, lo más justa que le sea posible, de su propio valer; sería mejor que llegara in­cluso a sobreestimarse con tal que tenga cui­dado de no exhibirlo, y esto por el simple peligro de parecer pedante; pero si esta con­ciencia no cabe en su interior y necesitare ser expresada, le bastará lucirla sin gritarle a todos “¡aquí está!”

El valor personal, la cultura, todas las vir­tudes, esplenden en su propia naturaleza, sólo debe tenerse la seguridad de que con su pre­sencia será suficiente de la misma manera que se usa un traje o un vestido nuevo al que, sin embargo, sabemos que se le deben quitar las etiquetas del precio o de las marcas co­merciales. De todos modos, el mismo medio se encargará de centrar las supraestimaciones a su justo nivel.

En una palabra, la calidad de lo que se piensa y se dice, ya tiene su consistencia pro­pia. Sería vergonzoso enarbolar un error co­mo producto de profundos estudios, pues no podemos saber hasta dónde llega la sabiduría de aquellos que nos escuchan y callan; co­rreríamos un riesgo intelectual semejante al del Periquillo Sarniento cuando en una ter­

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tulia a la que asisten doctos clérigos, pretende lucir sus “conocimientos” acerca de los come­tas; y después de remontarse a insospechadas alturas por el camino de las supercherías y consejas, se ve bruscamente apabullado hasta el nivel de su falsa pedantería ante la vista curiosa y lastimera de las damitas a quienes pretendía deslumbrar/ ¿Quién, hablando con sinceridad, en el camino escabroso de las po­lémicas intelectualoides no ha cometido pe­cados semejantes? Con todo, el castigo es en muchas ocasiones despiadado y necesario; y se paga en moneda de vergüenza; pero es preferible eso a sembrar un ridículo que se difunda silenciosamente dejándonos a noso­tros la conciencia de que nuestras actitudes y conceptos fueron positivos. Recuerdo al­guna vez que aseguré poseer un libro sin sa­ber que todavía no salía a la venta; cuando su autora, la maestra María Edmée Alvarez, entonces jefa de clases en mi asignatura, vi­sitó mi domicilio para enterarse cómo lo ha­bía adquirido porque temía ante mi afirmación

* Fernandez De Lúardi, José Joaquín. -El Periquillo Sarniento.- Cap. Vi.

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un posible fraude de los impresores, me hizo falta toda la presencia de ánimo de que era capaz para soportar el bochorno a que me condujo una pedantería sin objeto. Bien decía Juan Jacobo Rousseau que “no hay mejor disciplina que las consecuencias”.

Todo se puede expresar por medio de la palabra. Nada hay en la vida que escape a su dominio, pero sólo al pensamiento indi­vidual le pertenece encontrar la forma ade­cuada, la que podrá construir puertas de salida a las vivencias que contiene cada ser.

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REFERENTE AL DISCURSO

Cuando decimos discurso, el común de la gente, nuestros muchachos de enseñanza me­dia, inclusive, piensan en el orador. Discurso no es necesariamente una pieza oratoria. Es todo lo que se razona, un hilvanamiento lógico del pensar humano, argumentación de ideas con la finalidad de transmitir el pensamiento que se eleva a sus valores estéticos. Es, como indica la etimología del verbo que lo dina- miza, “correr por diversas partes y lugares”.

Aunque aquí se busca la orientación ne­cesaria al discurso oratorio, es preciso que quien practique el uso de la palabra sepa ele­gir lo más acorde con su temperamento; y sepa abordar, aun cuando sea en vía de ejercicio, los múltiples senderos que han re­

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corrido ya quienes le han precedido, por des­cabellados o fantásticos que le parezcan; pues lo mismo es discurso por escrito que de pa­labra, lo mismo se produce en el aislamiento del estudio frente a un espejo o a un escri­torio, que ante el más agitado de los audi­to rios; igualm ente ante las arenas del desierto, tal como lo afirma la Biblia, que como lo hacía Demóstenes, ante el oleaje ma­jestuoso del mar.

Cada individuo que se inicia en el estudio de la palabra, o que ha usado de ella, sabe de antemano la aplicación que pretende dar al gradual perfeccionamiento que vaya lo­grando. En muchas ocasiones dicha aplica­ción depende por completo de la índole central de las actividades. En la vida actual, el hombre ha llegado a establecer conciencia de que en su poder expresivo radica gran parte del éxito. Nuestra vida de relación, exi­ge el constante uso de la expresión y es in­discutible que para todo estudiante resulta un elemento indispensable en la básica afirma­ción de su cultura.

Desde las primeras noticias legendarias de Grecia hasta el apogeo mismo de su

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esplendor en el Siglo de Pericles, fue la Ora­toria una de las actividades que llenaron la primordial inquietud del ser humano. El agoreta suplicaba a los dioses que pusie­sen las palabras adecuadas en sus labios; y desde que aparecieron los tratadistas en la materia, hasta nuestros días, la Oratoria ha venido sosteniendo, —con escasas varian­tes— una manera tradicional para la estruc­tura del discurso oral; esta costumbre de establecer una sucesiva serie de “escalones”, o la graduación de los factores en que estribe un “argumento formal”, es lo que ha origi­nado una preceptiva que ya no es congruente con nuestra época ni con las actuales nece­sidades expresivas del orador.

Consideremos que en la Oratoria, como en toda manifestación literaria, primero fue el hecho y posteriormente su reglamenta­ción; antes existen las obras de arte y sólo eso permite que en ellas se investigue la téc­nica, y se establezca su preceptiva. Esto que afirmo de tan simple manera, es un sencillo principio que en materia de Arte nadie niega, pero que a menudo se olvida en su calidad de principio.

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De ninguna manera quiero negar al estudio preceptivo de las disciplinas artísticas su ca­lidad e importancia. Ya al decir “disciplina”, señalo que la preocupación preceptiva debe ser restringida a su valor disciplinario y lo encarezco con este sentido estricto, en lo que se introduzca como elemento formativo del orador.

He observado muchas veces en mis alum­nos lo que significa el hecho de adaptarse a una disciplina. Es muy natural que en la clase se hagan frecuentes críticas que están dirigi­das —aún sin que el muchacho se percate— a indicar el cauce determinado ya, por las reglas preceptivas; cuando se pliegan a las indicaciones, puede costarles mucho esfuer­zo, pero al cabo de algunas intervenciones normadas por la autocrítica y por la obser­vación detallada del maestro, resulta notable y gratificante el progreso que van alcanzan­do; cuando por el contrario, no logramos en ellos el convencimiento o el deseo de supe­rarse, siguen cometiendo los mismos errores, afirmándose en sus defectos, y muchas veces —esto es lo más lamentable— luciéndolos a la vista de todos los públicos y ridiculi­

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Referente al Discurso 43

zándose a sí mismos en el autoconvencimien­to de que lo hacen muy bien.

Recuerdo uno de ellos en especial, aunque no ha sido el único; de éste no diré el nombre porque pudiere ofenderle y nada más lejos de mi ánimo que causar molestias a quienes estimo, pero es un caso típico del defecto que señalo; a pesar de tratarse de un alumno de bachillerato terminado, en quien debe presuponerse cierta cultura, comete varios barbarismos: se come o medio pronuncia la “s”, agrega muchas veces una “n” inútil abu­sando de la palabra “nadien” entre otras, usa demasiado las muletillas “este” y “en­tonces”, etc.; pues bien, durante dos años en clases de tres veces por semana, se había ejercitado en frecuentísimas ocasiones, un mínimo del 70% del total de sesiones; en todas estas veces, hice notar y señalé en va­riadas formas la necesidad imperiosa de eli­minar defectos pero no obtuve el menor de los resultados. Más tarde, a dos años de dis­tancia, según su propia aseveración, se de­dica “a la política estudiantil”, y de todo el grupo, “no hay nadien que me pegue en la Oratoria...”

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Todavía, al inquirir por sus defectos, le hi­ce al mismo tiempo la recomendación de que no dejara de vigilarse, que es muy necesario dominar esas pequeneces porque luego nos convierten en centro de críticas y burlas; pero al hacerla sabía que después de tantas veces reiterada con anterioridad, no surtiría ningún efecto. Así fue y seguirá siendo.

Sucede que hay cierto tipo de muchachos t; que se dan perfectamente cuenta de sus fallas,

las reconocen y son capaces de identificarlas en el momento mismo que éstas se producen, pero no se esfuerzan por corregirse; una vez cometida la falta, la consideran irremediable y la repiten con toda tranquilidad. Es cues­tión de pensarlo dos o tres segundos antes de emitir el vocablo que provoca el problema, y ya.

Para ayudar a eliminar este tipo de barba- rismos orales, acostumbro hacerles una indi­cación muy simple. A veces da resultado y a veces no, pero en los casos negativos, he podido comprobar que sólo se trata de una falta de atención. Primero les digo que en el momento de pronunciar un discurso, es ne­cesario efectuar lo mismo que en la lectura

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Referente a! Discurso 47

para hacerlo bien. Los que leen en voz alta con malos resultados, es porque tratan de pro­nunciar las palabras al mismo tiempo que las ven; si los ojos, —cosa que es muy sen­cilla— van un poco adelante de lo que se dice, entonces se mejora notabilísimamente la lectura. En la Oratoria se sigue un sistema análogo, el pensamiento debe ir un poquito adelante de nuestra pronunciación. Así, cuan­do decimos algo, ya ha pasado por nuestro cerebro y se puede pronunciar mejor.

Cuando tratamos de eliminar una muleti­lla, lo único que haremos para lograrlo con nuestra crítica, es hacerla más notable; se le repite o se le cuenta al orador tantas veces como la repita él: éste... éste..., y acabará sin duda por desterrarla. Aunque lo ideal, es lo­grar que él mismo se vigile; si el pensamiento va por delante de la palabra será fácil supri­mir la voz repetitiva o suplirla con un apoyo diferente.

Esto, y muchas otras cosas que resultarían prolijas, me hacen pensar en la necesidad de insistir en que primero fueron los oradores, y sólo en el momento en que se convirtieron ellos en un nombre y un recuerdo históricos,

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se arrancó a sus mismas palabras la ruta pre­ceptiva. Fue la imitación, el deseo nacido de la misma actitud contemplativa ante la indi­vidual manera de externar el pensamiento, la admiración que produjeran en sus oyentes los maestros de la palabra, lo que condujo a los eruditos a ejecutar el análisis, a tratar de desentrañar el secreto del “cómo se hace”; en conclusión pues, lo que he venido reite­rando: primero existió la obra de arte, y obte­niéndolas de su naturaleza misma, se emitieron las reglas para ejecutar nuevas obras.

Las artes todas han sufrido con el tiempo transformaciones importantísimas en la me­dida que han dado cupo a los innovadores, a la revolución de formas y de técnicas, a las más o menos frecuentes intervenciones experimentales que se elevan a la calidad de preceptos. A ningún entendimiento puede es­capar que si se abordan los terrenos de la experimentación, cualquiera que sea la índole de la disciplina en que esto suceda, debe ser con la intención definida de buscar benéficas mutaciones.

No debemos, con todo, apartar nuestra aten­ción de uno de los principales aspectos en

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Referente al Discurso 49

cuanto a la perdurabilidad de la obra. El arte tiende a ser trascendente, a fijar definitiva­mente el impacto sentimental que produjo el hecho artístico. Cierto es que la Historia re­gistra con abundancia los nombres de ora­dores que alcanzaron la inmortalidad por las específicas virtudes de su palabra y de su pensamiento; sin embargo, el efecto inme­diato nada más pueden apreciarlo quienes tie­nen la oportun idad de escuchar en el momento y ocasión que el discurso se pro­duce; a la posteridad sólo queda el retrato que entrega el testimonio. Aún en nuestra época, y con la ventaja de las grabaciones en cintas magnetofónicas, carecemos del es­pectáculo visual complementario y la película sonora, que sería lo ideal, es todavía dema­siado costosa para la simple finalidad de ha­cer perdurable un discurso pues si no es en fragmentos, no tengo noticia de que hasta la fecha se le haya dado esta aplicación deter­minada.

Ante la contemplación artística de una pie­za oratoria, para que fuere integral, para ha­cerla cumplir con un cometido estético ante el espectador, sería necesario que este asis­

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tiese al preciso momento de la creación; al instante feliz en que la emoción nacida en contacto con un público, motivado también, hace al orador apoyar con su presencia y su calidad oratoria a la idea, que por razón na­tural, encontrará su mejor timbre en la misma cuerda vital que se genera.

Muy variados son los intentos que se han ocupado de explicar la estructura del discurso, ya con espíritu preceptivo, ya con la simple pretensión analítica que, aunque no lo especi­fique, se dirig<* también a una sola finalidad.

Hasta nuestra época, en viejos o modernos estudios, ha prevalido (sic) la idea de “esca­ños”© “pasos” en la necesidad de los pre­ceptores que establecen un escalonamiento para la ordenación lógica del pensar.*

Encontramos en estos intentos alguna va­riedad, pero todos ellos coinciden en lo fun­damental; lo tradicional admite, para la ilación de ideas, una nomenclatura que po­

* No me refiera a ventaja, predominio o permanencia de la idea que por la sinonimia y paronimia —o acaso la costumbre— me hartan usar preva­lecido, sino al matiz de valide/, exigente hasta ahora, que es lo que pretendo invalidar por simplificación. Aclaro, porque en la anterior edición alguna crítica lo atribuyó a ignorancia sin acudir al diccionario que ivgistra como correctos ambos términos, procedentes de raíces diversas.—R.O.M.

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dría resumirse en los siguientes puntos su­cesivos del discurso:

a) Exordio.b) Sistematización o División.c) Exposición.ch) Razonamiento o Tesis (en algunos ca­

sos, por separado).d) Apelación o Increpación.e) Finalidad o Conclusiones.Se pretende, con este sistema, indicar un

verdadero camino a seguir. Es la carretera central por donde todo vehículo ha transita­do. Seguramente el interés del orador que acierte a formarse en la básica cimentación de la lectura, encontrará otras gradaciones semejantes a ésta, pero en el fondo hallará una diferencia tan leve, que carece de im­portancia.

De lo dicho, podemos desprender que to­do principiante debiera recorrer el añejo y transitado sendero antes de aventurarse a la exploración de otros. Esta es la parte disci­plinaria del aprendizaje, la que habrá de ha­blarle de su propia calidad, de su fuerza interna y que habrá de fungir al mismo tiem­po, ante el gran medidor de capacidades que

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es el auditorio y que dará al orador que se inicia, el índice de velocidad en su creci­miento.

Por este motivo, es muy importante que el auditorio del estudiante no quede restrin­gido al que la clase proporciona; el orador debe hablar siempre ante quienes se muestren agradados de oírle y buscar el mayor número de ocasiones que le brinden esta oportunidad. Empero, se hace necesario que adquiera des­de el principio, una de las más útiles pero difíciles cualidades, la de medir el tiempo que habla, la intensidad emotiva que provoca en su público así sea numeroso o escaso, pues uno de los peores enemigos del orador sería el abuso de la paciencia auditiva ante sus auditorios.

Todos hemos sufrido en alguna ocasión a personas que martirizan nuestros oídos y en­tendimiento con estulticias; procuremos no ocupar ese sitio, pues si tenemos alguna afi­ción oratoria, lo único que lograremos con este proceder, sería firmar en abonos fáciles nuestra sentencia de soledad.

Es preferible iniciarse predicando en el de­sierto o ante las olas del mar, para terminar

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en una tribuna, que empezar en la tribuna para acabar en el desierto. Es vital para el orador adquirir una conciencia administrativa de sus palabras; él, más que nadie, debe me­dirlas cuidadosamente y pulsar su alcance pa­ra saber proyectarlas con seguridad. El placer de escuchar retiene mejor a los oyentes, que la más exigente obligación.

A pesar de la naturaleza preceptiva o ana­lítica que he señalado para los “pasos” o “es­caños” de la alocución, al ajustarlos a la funcionalidad para escribir un discurso, o bien, —con mayor razón—, para decirlo, su utilidad queda reducida a la simple estructu­ra, al elemento mnemotécnico que sirve de apoyo al desarrollo, al plan que va determi­nando las secuencias, pero en la mayoría ab­soluta de las ocasiones carece de utilidad práctica.

Las técnicas modernas, en toda manifes­tación artística o cultural, tienden a simpli­ficar, se reducen al mínimo, en beneficio de su efectividad en el terreno útil. Con todo, atendiendo al principio disciplinario ya se­ñalado, trataré de facilitar el conocimiento del camino tradicional:

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EL EXORDIO consta por lo general de dos partes, la primera es el Vocativo (del lat. vocativus, lo que llama). Es el primer contacto del orador con su público, el que sencilla o complicadamente lo nombra; desde el simple: “Damas y caballeros” o “Señoras y señores” con que se inician miles de pe­roratas, hasta el que nombra en orden jerár­quico a todos los presentes, o bien el más rebuscado que a la fértil imaginación humana pueda acudir.

En ocasiones, con la deliberada intención de conseguir algún efecto especial, se acos­tumbra suprimir el Vocativo para abordar el tema de inmediato, lo que, como segunda parte del Exordio, se conoce por Enuncia­ción; pero en este caso especial a que nos referimos, el tema debe ser enunciado de la manera más brillante que sea posible, sin ol­vidar que una vez captada la atención ge­neral, su función ha terminado.

En varias ocasiones escuché de labios de D. Erasmo Castellanos Quinto una ase­veración que debiere elevarse a principio nor­mativo; al referirse al interés humano, aseguraba: “La primera impresión es la que

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vale en el ánimo de quien contempla”. Con esto, afirmo el poder inicial de la idea y su presentación en el vocablo. Lo que se diga en primer término, será el chispazo que en­cienda el interés, el punto inicial que capte atención y simpatía en el auditorio.

Es muy importante además cuidar, al ex­poner esta primera idea, no exagerar el to­no ni desmesurar las actitudes porque puede provocar hilaridad, o simplemente un efecto contrario al que buscamos. Insisto, porque así lo he observado, en que es la idea y no la forma lo que mejor función ejerce como instrumento de atracción para todos los pú­blicos en el momento de principiar; una vez captada la atención primera, será necesaria la habilidad personal de cada orador para sos­tener el interés constante.

Recuerdo al respecto un suceso en la Pre­paratoria Nocturna de Coapa: se organizaba uno de tantos concursos estudiantiles al que de manera inusitada concurrieron el entonces Director General de Enseñanza Preparatoria, Lic. Raúl Pous Ortiz y varios directores y secretarios de diversos planteles. Llamó po­derosamente la atención de la concurrencia

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y del jurado la serie de despectivos desplan­tes en un menudo orador; luego de alejarse del micrófono y de la improvisada tribuna, se dirigió al ángulo más apartado del salón desde donde se levantó en puntillas de pie para espetarnos el siguiente vocativo: “ ¡Com­pañeros universitarios todos los que estáis aquí: . . .!"

Por desgracia, no supo aprovechar el asom­bro inmediato al impacto que rompía las for­malidades, porque no tuvo habilidad para encaminar el interés general; pero lo inespe­rado de su llamamiento, la igualdad absoluta en que nos ponía desde las autoridades hasta los alumnos, fue como enérgica orden de si­lencio que suspendió el interés al inevitable imán de su palabra.

La SISTEMATIZACIÓN o DIVISIÓN, es uno de los pasos que han desaparecido en absoluto del discurso expreso en la Oratoria moderna. En la actualidad resultaría ridículo decir ante un auditorio “las partes” de que va a componerse una pieza oratoria. No fal­taría quien recordase de inmediato el común chascarrillo del payaso que adopta posturas declamatorias y dice: “Señoras y señores, el

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importante asunto de que voy a hablarles, consta de tres partes: la primera, la segunda y la tercera”... Y a pesar de ser un chiste tan malo y tan común, siempre tiene éxito en la directa proporción que se logre al ridiculizar en la exageración de la forma.

Cuando se planea un discurso, ya por es­crito, ya para ser dicho con posterioridad, es la parte más importante: la que va a quedar en silencio, de la que el público no se va a enterar; pero de un buen planteamiento sis­tematizado, depende en muy buena dosis el éxito. Dar a conocer al público el desarrollo, sería como enseñar el andamiaje de la esce­nografía en una obra teatral y causaría el mis­mo efecto, restaría calidad al encanto de la presentación; pero si el desarrollo no esta­bleciera una fuerza continua que sostenga el interés durante el tiempo que dure el discur­so, la calidad general y el ánimo de los oyen­tes seguirían una paralela declinación.

Es casi de dominio general entre los prin­cipiantes el pensar que para obtener cierto grado de categoría en la disertación, “debe ascenderse poco a poco hasta llegar a un clí­max”; y ya en él, reunir todas las buenas

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cualidades de emotividad, tesis y sentimiento enfático; y todo ello, respaldado por la fuerza total que pueda desplegar el orador.

El paulatino ascenso, es la lógica conduc­ción de elementos que preceden al momento mencionado, la argumentación que afirme el razonamiento y que pueda convertirse en contundencia irrebatible. La forma y el tema que se desarrollen deberán aumentar en im­portancia e interés hasta alcanzar la idea cen­tral, la tesis que se desea sostener, para que sea entonces cuando concurran todo el énfa­sis, toda la emotividad y todo el mensaje sen­timental que sean posibles; y a partir de ese momento mientras más rápido se den las con­clusiones, o se engalane el discurso con un final concluyente, mayor será el triunfo para el orador. Es frecuente ver cómo una vez logrado el entusiasmo del público, éste suele enfriarse por una excesiva distancia entre el clímax y el final.

Cuando en un concurso estudiantil, en una ceremonia o en cualquier acto público se ha­ce necesaria la improvisación de un discurso, y se le da al orador un breve lapso “para que reflexione en su tema”, debe pensar en

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la sistematización. Es imperioso para quien hace uso de la palabra, visualizar de ante­mano la paulatina sucesión de ideas que ha­brá de desarrollar; aunque, insisto, no debe exponerse nunca el plan; es la pieza oratoria íntegra la que habrá de imponerse por su pro­pia calidad, ya que el desarrollo mismo será lo que vaya indicando el sistema que se sigue y que, en todo caso, es lo que menos interesa al auditorio.

Por lo que respecta a la EXPOSICIÓN, consiste en un eslabón, más o menos largo, que ligando la parte inicial del discurso a la tesis, se destina a establecer la problemática básica que habrá de solucionarse precisamen­te en la tesis. Cuando se pretende una simple crítica sin soluciones, esta es la parte que suple al fondo primordial. Si, como ya he señalado, se suprime de lo expuesto la sis­tematización, esta parte será el único puente entre la iniciación y la tesis y puede ser sal­vado de un paso o convertirse en ese camino ascendente que nos conduzca al clímax. Pue­de ser el simple tronco que nos permite el paso o convertirse en un puente vallado de enredaderas; puede ser de piedra maciza o

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adoptar la majestad de los enormes puentes de concreto y hierro.

Es decir, durante el camino de la exposi­ción oratoria, es donde se tiene mayor liber­tad para elaborar el discurso; ahí puede el orador hacer su estilo, desarrollarlo, acciden­tar su propio terreno todo lo que quiera, in­clusive rom per su propio cam ino para desbordarse una vez que haya transcurrido por él; lo importante, es llegar con bríos v sostener el interés hasta el mensaje definitivo, hasta el peso absoluto de la idea que deberá grabarse en el recuerdo de quienes tengan oportunidad de escuchar.

Se acostumbra en este escaño, cimentar conceptos que habrán de probarse más tarde. Algunos teóricos se explayan asegurando que debe ser el más breve paso y que alargarlo, puede causar fatiga al oyente.

Yo pienso que en la realidad, la duración debe determinarse por la observación directa que haga el orador en las reacciones del pú­blico. La práctica irá indicando con una per­cepción m ín im a, cuando el au d ito rio comienza a fatigarse, cuando la atención se sostiene artificialmente por respeto o por

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obligación; o por el contrario, cuando obe­dece al interno sentimiento de agrado. Como el orador debe tener preparada ante todo su idea principal, le será fácil pasar a desarro­llarla en cualquier momento, de golpe si es preciso, con tal que le permita sostener el interés hasta el final.

La idea principal, sobre la que he venido insistiendo desde el principio, debe ser vista como la médula de todo el discurso. Los pa­sos señalados hasta ahora con toda su im­portancia, son simple preparación para el centro del espectáculo. Hasta aquí, rvo debe adelantarse nada del razonamiento porque los mejores argumentos deben ser reservados pa­ra apoyar la tesis.

EL RAZONAMIENTO o TESIS, surgirá en el momento preciso en que el ánimo del oyente se encuentre dispuesto a asimilar la prueba de lo que ha estado escuchando. La tesis, la idea central que habrá de exponerse para convencer al auditorio —de ser facti­ble— habrá de coincidir en tiempo con el clímax o sustentarse inmediatamente después y razonarse, argumentar cor. la mayor con­vicción los motivos que nos hacen pensar de

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esa manera y demostrar el peso de la lógica que los sostiene.

La razón por sí sola, tiene capacidad para lograr aceptación o rechazo; pero cuando la razón tiene un refuerzo sentimental, el éxito del orador es indiscutible. Y si a esto agre­gamos un poco de teatralidad en la forma cuidando de no caer en el abuso, en lo me­lodramático, excitaremos favorablemente el fuero interno en cada una de las individua­lidades que suman en la percepción colectiva.

La APELACIÓN o INCREPACIÓN, pue­de colocarse en el discurso antes o des­pués de la tesis. Es el período durante el cual el orador se desprende para saltar hasta la misma conciencia de su auditorio. Es el mo­mento de vehemencia en que ya no se habla a las personas sino a los espíritus, en el que se traspone la barrera física y se establece la comunicación mental, en el plano absolu­to del convencimiento. Es el llamado a la honradez ajena, a la presencia del hombre ante su propio juicio para determinar su vo­luntad.

Cualquiera que sea la situación que el ora­dor elija para esta parte del discurso, antes o

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Referente al Discurso 63

después de la tesis, en este caso me pronuncio por la brevedad. Pienso que es el plano sen­sible el que puede herir susceptibilidades en sentido positivo o negativo y por esto, las reacciones deben suscitarse con rapidez.Y mejor aún si el orador tiene la habilidad necesaria para cambiarlas sorpresivamente —toda reacción obedece a un reactivo— por­que en ese caso, podrá llevar a sus oyentes de emoción en emoción hasta hacerlos esta­llar en entusiasmo.

De aquí, a la FINALIDAD o CONCLU­SIONES. Esta parte debe ser expuesta con toda claridad para no provocar en el audi­torio la ambigüedad de entendimientos. Mientras mayor sea la precisión en esta parte, mayor será también la posibilidad de convencimiento, pues nada deja en el es­tado anímico del oyente mejor impresión final, que el entender con claridad las ideas. Piense el orador en los mejores discursos que haya escuchado y sin duda se encon­trará con la feliz coincidencia de que la pureza en la temática y la precisión ideo­lógica, tuvieron gran influencia en la perso­nal percepción.

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Seguramente habrá entre los recuerdos algunas ocasiones en que se escucharan flo­ridos discursos. La abundancia en metáfo­ras deja siempre una hermosa impresión estética y sin embargo, ésta sólo puede ser una emoción pasajera. Cuando el orador hil­vana adornadas figuras, queda en nuestro pensamiento sólo el momento vivido ante el espectáculo como el instante más o menos grato en que le oímos hablar; recordaremos su habilidad y rara vez las ideas que trató de inculcamos. Si en cambio, a esa impresión le unimos algún concepto que se haya gra­bado en la conciencia o en la conducta hu­mana como normativo, la figura del orador será completa.

Cuando el auditorio conserva alguna idea, algún girón del sentimiento, algo —por in­significante que sea— del mensaje arrancado al pensamiento, la oratoria habrá adquirido una significación cualitativa y estará cum­pliendo con su misión fructificante. La pa­labra, como vehículo natural del pensamiento y del sentimiento, entregará así la intimidad intelectiva del hombre a una comunidad de aprovechamientos individuales.

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Referente al Discurso 65

Hasta aquí, he procurado referir de modo somero y en cierto grado actualizados, los principales pasos que se seguían por lo ge­neral, para elaborar discursos en la antigüe­dad y en el pasado mediato; no quiero decir con esto que los mismos escaños sean ac­tualmente inaplicables o que en un tema tan abordado se diga aquí la última palabra de una manera tan simple. Sólo he intentado re­sumir en forma inteligible para nuestros jó ­venes algo que se ha analizado en múltiples ocasiones en la historia del pensamiento, que ha sido objeto de polémicas y estudios, que se ha tratado de exponer como medio para obtener un adecuado uso de la palabra. Es seguro que quien emprenda la lectura de tex­tos especializados encontrará notables va­riantes; y no es remoto que su aplicación le logre mejores resultados; pero con toda se­guridad habrá también mayor esfuerzo para quien no tenga disciplina o costumbre de ha­cerlo. Con todo, aún para los conocedores, pienso que reportará alguna utilidad esta ob­servación:

En toda rama del conocimiento actual, se busca la simplificación. Creo que la actual

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necesidad oratoria ya no exige una preceptiva tan detallada; para el cuento, el drama o la novela, se establecen como ineludibles sólo tres elementos: planteamiento, nudo y desen­lace.

Para la Oratoria, pueden funcionar exac­tamente los mismos pasos que son los natu­rales a toda disertación. Acaso mencionados en diferente forma para respetar la nomen­clatura de la tradición: EXORDIO, TESIS y CONCLUSIONES, que serían los únicos ele­mentos asimismo ineludibles al discurso. Desde luego, no debe perderse de vista el objetivo que es la tesis, la idea central, porque a ella debe encaminarse todo el curso de la argumentación.

El exordio, por su parte, está destinado a captar la atención y el interés. Es el momento de captura, del carisma proyectado, del con­tacto que ya no debe perderse con quienes escuchan.

Y en lo que respecta a las conclusiones, ya hemos indicado su importancia como im­presión final que habrá de quedar en el ánimo de los escuchas, la que habrá de arrebatar el aplauso último y destinada a cerrar definid-

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Referente a! Discurso 67

vamente toda la serie de emociones que la actuación del orador le haga vivir.

Debo insistir, con todo, que sólo la prác­tica, y nada más, será lo que determine la estructura del orador. No hay regla de nin­guna clase que supere a la directa actividad.

La EXPOSICIÓN en clase —y cabe la po­sibilidad de una conferencia— es diversa a la que páginas atrás quedó mencionada como parte del discurso y que incluida en la pieza oratoria, también expone el orador. Desde luego, la conferencia es un trabajo de pro­fundidad y pensamos en ella como producto del conocimiento adquirido en la investiga­ción especializada y a través de grandes lap­sos de estudio en la persona que nos confiere un destello de su sabiduría, pero lo menciono como posible, porque todo estudioso tiene capacidad para internarse en la búsqueda bi­bliográfica o experimental que lo convierta en conocedor al menos, si es que no alcanza la especialización. Por estos motivos y por razones que podrían abundar, la mencionada actividad escolar además de cumplir la fun­ción específica en la clase constituye por sí misma un importantísimo campo de prepa­

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ración en la necesidad que tiene el orador en formación al desarrollar habilidades y des­trezas útiles al ejercicio de la palabra.

Es muy frecuente —y bien dirigido, de gran valor educativo— el hecho de que los profesores de distintas asignaturas, soliciten a sus alumnos que expongan ante el grupo, alguno de los temas que se incluyen en el programa. Suele ser que el grupo esté orga­nizado dentro de las técnicas grupales de en­señanza “por equipos” y también sucede que el trabajo pedido por el maestro esté desti­nado al desarrollo individual. Cualquiera de las dos posiciones extremas en que se en­cuentre el alumno, siempre exigirá su parti­cular iniciativa y cumplimiento así sea un fragmento, o la totalidad del esfuerzo.

La exposición, en el caso que nos ocupa y de acuerdo con el diccionario, es la “na­rración hecha verbalmente o por escrito” —las dos formas se acostumbran en clase— o bien, la “parte de la obra literaria en que se da a conocer el asunto que se va a desa­rrollar”, aunque esto último coincide con el concepto que la incluye en el discurso del orador, puede también considerarse como

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Referente al Discurso 69

unidad. Exponer, “es poner a la vista”; “pre­sentar una obra”. Y en cualquiera de estos aspectos puede cumplir con la exigencia es­colar. Desde luego, sea por escrito o de viva voz, tiene la ventaja de que el alumno conoce el tema que va a desarrollar y que dispone de cierto tiempo para preparar su trabajo.

El primer paso que se ha de seguir es ése, la preparación, la búsqueda de informa­ción que habrá de ampliar o dar el conoci­miento acerca del tema encargado. Si el profesor proporciona una bibliografía, ya queda solucionado el primer obstáculo que para algunos muchachos suele parecer insal­vable. En caso contrario, habrá que acudir primero al diccionario, y en seguida a la enciclopedia, a fin de aclarar términos du­dosos o desconocidos y, quizá, datos relati­vos al tema o bibliografía. Antes, después o simultáneamente, los textos de clase servirán de ayuda, pero de ninguna manera como fuente total de consulta, porque no tendría utilidad referir al grupo lo que todos pueden leer; en todo caso, podremos obtener de allí una lista de asuntos o “subtemas” que sirvan para ordenar el trabajo de búsqueda.

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Como segunda medida, habrá de acudirse a la biblioteca, particular o pública, pero que satisfaga la necesidad en lo que sea posible. En el tarjetero localizador, el orden alfabético nos guiará y comprobaremos la utilidad de haber consultado el diccionario antes: podre­mos elegir el libro adecuado y los que con­sideremos apropiados para abundar en la amplitud que pretendamos y que el tiempo disponible nos permita consultar. Deberá te­nerse en cuenta que la “especialización” re­querida habrá de agotar su exposición en una hora de clase como máximo.

Viene entonces la verdadera travesía, no nada más los trancos que se hayan avanzado, porque será el momento de leer. No se trata ahora de una lectura superficial o simplemen­te informativa, sino de un lector inteligente, que además de entender, sospeche lo que ha­brá de ser útil para su exposición destacando en su lectura los conceptos principales o no­vedosos, los que le parezcan singulares e in­teresantes, los que pueden impresionar de manera notable el interés de sus compañeros; y anotar por separado, preferentemente en tarjetas que contengan un solo concepto o

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Referente al Discurso 71

idea cada una, lo que vaya encontrando en su lectura.

Si el tiempo destinado a la preparación se lo permite, el alumno deberá continuar la lec­tura —y las anotaciones— en otras fuentes referidas al mismo asunto aun cuando piense que ya tiene suficiente material. Nunca so­bran los conocimientos y al hablar de un asunto que dominamos bien, adquirimos ma­yor seguridad cuando lo abordamos en la ex­presión. Haremos su exposición con brillante soltura. Sabemos de eso.

No es todo, falta un tramo importante que debe atenderse antes de llevarlo ante el gru­po: se deberá ordenar con cuidado el mate­rial. El tema, por su propia naturaleza, nos dirá cuales son las tarjetas más importantes entre las notas de preparación. Esas se re­servarán como fundamentales para sustentar la tesis, allí estarán los elementos que deban retener los compañeros de grupo como parte nueva de su ser, como un conocimiento más que habrán adquirido. Asimismo, se pensará en cuáles tienen el carácter de conclusiones, de conceptos definitivos para dejarlos al final y por último, ordenaremos según su impor­

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tancia o interés creciente, las que se refieran a simples informaciones, las que despierten un interés que no existía antes, las que en­tregan datos, relaciones con el medio, razo­nes de la existencia, de la importancia o la necesidad en tomo a lo que estamos tratando.Y al final, leemos nuevamente con atención el material ya ordenado.

Toda esa labor parece complicada cuando hacemos referencia a ella, pero llevada a la práctica se comprobará que es más simple de lo que parece. Por otra parte, los conceptos que se hayan manejado en torno del tema propuesto, se habrán repasado inevitable­mente y esa retroalimentación, hará al estu­diante sentir mayor firmeza en el trabajo que esté preparando. Esta lectura cuidadosa, an­terior a la exposición ante el grupo, además de servir como repaso general —ese repaso es el que “retroalimenta” los conocimien­tos— deberá abordarse con cierta malicia, con la intención de sospechar paso a paso, los efectos que habrá de causar durante cada uno de los tiempos que se dediquen a ca­da una de las secuencias en que se haya di­vidido el proyecto de trabajo.

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Referente al Discurso 73

Las tarjetas, o cualquier otro tipo de notas que se hayan utilizado, solamente deberán constituir un apoyo visual durante el discurso de la exposición. Nunca deben ser material de lectura pública, sino una forma de recordar el orden proyectado. Es necesario observar mientras hablamos, si captamos la atención general y no interrumpirnos con distracciones propias o ajenas; los rostros de nuestros oyentes, dirán si se nos entiende y si nece­sitamos extendemos para explicar mejor, ha­brá que hacerlo de inmediato, repetir de modo diferente lo que acabamos de decir, eso nunca sobra; es preferible tomar la ini­ciativa y no provocar una interrupción ajena. Pero en caso de producirse el hecho, hay que adquirir “tablas”, firmeza en la respuesta in­mediata: “A eso iba...”, “Permíteme, en un momento lo explicamos mejor...” Y se ex­plica, ahora fijando la vista en el interlocutor; o bien, se promete responder al final las pre­guntas que quieran hacer, con la aclaración de que no se es un especialista en el tema, que se acaba de conocer, que entre todos van a conocerlo más o algún otro argumento se­mejante.

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Pat a finalizar, y en consideración a que se desarrolla un tema del programa escolar, pue­den darse las referencias bibliográficas de nuestra consulta para que aquellos que ten­ga interés, puedan acudir con mayor deteni­miento a las mismas fuentes de consulta.

Si el trabajo se va a desarrollar por “equi­pos”, obviamente resultará más simple. Se sigue el mismo procedimiento general, pero la preparación, la lectura y la exposición mis­ma, se verán reducidas en esfuerzo y tiempo porque los subtemas o las secuencias, se constituirán en la total responsabilidad para cada uno de los componentes del equipo.

Elaborar estos trabajos de exposición será sin duda un valioso ejercicio para el orador y siempre estará dejando utilidad a la am­pliación de su cultura. Es válido para la ex­posición, —nunca para la Oratoria— hacer uso de mapas, ilustraciones, gráficas o cual­quier otro auxiliar audiovisual.

Con todo, no está de más recordar —o hacer hincapié en este caso especial— que es la palabra el fundamental elemento de comunicación. La exposición se hace ante un grupo y para que todos entiendan el tema;

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Referente al Discurso 75

por ese motivo, los materiales de apoyo y la voz que expone, deberán permanecer al fren­te para evitar factores de distracción. Cuando se acude a esquemas, diapositivas o cualquier otro tipo de ilustraciones, nunca deberá per­der importancia el expositor, será él quien explique y haga observar en sus apoyos lo que desea transmitir. Si se cambia de lugar o pasea, la atención se bifurca y los auxiliares ya no cumplen su finalidad. El oyente no entenderá sino partes aisladas de la exposi­ción.

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ALG U NAS REFLEXIONES ACERCA DEL ESTILO

Mucho se ha especulado en tomo a un asunto tan importante como el estilo. Gran­des filósofos, estéticos, literatos, etc., han tra­tado de explicarlo en todos los niveles. El espíritu humano, inductivo por naturaleza, ha tratado de plasmar este concepto en multitud de definiciones y los eruditos preocupados por su ineludible presencia han emprendido en infinidad de ocasiones la ruta regresiva de la deducción.

Con ligeras variantes, casi se ha coincidido en considerar que el estilo es la manera per­sonal de expresar el pensamiento, ya en fo r­ma oral o escrita.

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Del diccionario Espasa Calpe —y recurro a un diccionario porque en ellos se pretende la síntesis del pensamiento explicativo en tor­no a los conceptos— podemos desprender que es la “manera de escribir o de hablar, no por lo que respecta a las cualidades esen­ciales y permanentes del lenguaje, sino en cuanto a lo accidental, variado y caracterís­tico del modo de formar, combinar y enlazar los giros, frases y cláusulas o períodos para expresar los conceptos”. En otra acepción, nos dice que es la “manera de escribir o de hablar peculiar y privativa de un escritor o de un orador, o sea carácter especial que, en cuanto al modo de expresar los conceptos, da un autor a sus obras, y es como sello de su personalidad literaria” . Todavía en otro de los significados, se nos dice que es “el ca­rácter propio que da a sus obras el artista, por virtud de sus facultades”.

Muy conocido es un breviario de J. Midd- leton Murry, titulado El estilo literario, se refiere en él más bien al estilo del escritor aunque la Oratoria sea también forma litera­ria y lo vemos abundar en la polémica esti­lística; y entre otras cosas que pueden damos

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idea de la abundancia en el término, asegura lo siguiente:

“Podemos aclarar un poco la selva al con­siderar la manera como se emplea comúnmente la palabra estilo. Yo creo percibir cuando menos tres significados bien distintos que aparecen en las tres frases siguientes: 1-—Yo sé quién es­cribió el artículo en la Saturday Review de la semana pasada. Fue Saintsbury. Su estilo es inconfundible. 2-—Las ideas de Wilkinson son interesantes; pero debe aprender a escribir, pues por ahora carece de estilo, y 3-—Podrás cali­ficar a Marlowe de ampuloso, puedes hasta lla­marlo ridículo; pero tiene una cualidad que sobrepasa su ampulosidad, su barbarie y su ri­diculez: tiene estilo.”

Cree Middleton Murry diferenciar en la primera una individualidad de expresión, en la segunda una alusión a la técnica personal y en la tercera lo universal desprendido de lo particular y personal. Discute a fíuffon con la presencia de Flaubert, los pone uno frente a otro como antitéticos y habla del

* MURRY, J. Middleton.-£/ estilo literario.-México-Buenos Aircs.-Fondo de Cultura Económica.-Breviarios, 46.-1951.

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desdén de Sainte-Beuve por la trilogía de Stend­hal, Balzac y Baudelaire.

Benedetto Croce, en La poesía, por ejem­plo, nos habla de los conductores de corrien­tes y en un arranque señala cáusticamente a los “charlatanes con algún temperamento, co­mo fue el caso del caballero Marino.” En otra parte para señalar el estilo nos habla de “modos de expresión”.*

Raúl H. Castagnino, se hunde por el aná­lisis interno y externo de las obras y nos habla del estudio diferenciado en cada indi­viduo. En resumen, como indica Middleton Murry, se parte de un verdadero credo vis­lumbrado^ en el intento de aclarar la selva.

Basta con abordar de modo somero la tarea de asomarse a los libros de arte o de pre­ceptiva literaria, es suficiente emprender el camino de la más simple búsqueda por estos terrenos, para encontrar una infinidad de va­riantes en el trabajo definidor del estilo. En la búsqueda, se ha ido hasta los extremos: en la eterna discusión, se ha llegado a ase­gurar que “fondo es estilo” y no ha faltado

CROCE, B cncdctlo.-/// poesía -Buenos Aires.-Emecc EJilores.1954.

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Algunas Reflexiones Acerca del Estilo 81

la aseveración contraria indicadora que “el estilo es la forma”. Desde luego, no falta la opinión conciliadora que desde el justo medio aristotélico, nos asegura que “el estilo es equilibrio”.

Con todo, hasta aquí solamente he indica­do los matices extremos y generales. No he particularizado opinión alguna y podemos ver reflejadas muchas de ellas en esta simple división de tendencias. Si entramos al análisis de conceptos, y lo hacemos con la honradez de entender sin adoptar partido, antes de in­tentarlo, veremos que todos tienen razón. Ca­da pensador que ha llegado a concluir un concepto relativo a h naturaleza del estilo, lo que ha hecho es aplicar su percepción in­dividual. Cuando nosotros leemos una nueva definición, un concepto que no habíamos tro­pezado antes, lo que hacemos es tratar de adaptarlo a nuestra personal percepción.

Es por eso que la definición de Buffon ha volado de libro en libro y se ha acoplado a todos los conceptos. Nada define de mejor manera y tan sintéticamente logrado en todos sus matices, al estilo: “£ / estilo es el hom­bre

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Ahí podemos hacer caber todo otro concep­to, particular o general, importante o super- fluo. Es el hombre quien tiene esa “manera de expresar”, “modo de decir”, etc., que in­dican las definiciones. Ahí está el compañero de banca que “tiene su estilo” para bailar o jugar fútbol. Ahí están el talento y la habi­lidad, y el genio mismo. Ahí está Buffon que se define solo en personal estilo, el hom­bre inseparable de su integral modo de ser.

Allá en los ya lejanos días estudiantiles de gimnasio, en los que la lucha olímpica fuera uno de los deportes habituales en la Universidad, nuestro amigo Isaac Tácher Tá- cher, al iniciar cada uno de sus combates, después de saludar al contrincante, daba una vuelta al contrario de la que todos acos­tumbran; este pequeño detalle le valía las bromas y la simpatía del público. Era su es­tilo.

Entre los campeones estudiantiles de Ora­toria de la Preparatoria de Coapa, recuerdo que Jorge Herrera Magaña incluyó por un tiempo la costumbre, dentro de su estilo, de hacer un ademán que parecía arrancar uno de los botones de su saco para arrojarlo al

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Algunas Reflexiones Acerca del Estilo

público. Otro de ellos, René Palavicini, lle­gaba a tal grado emocional, que sus manos recorrían los más extraños e inverosímiles ángulos, iban casi desde el piso al alcance total de su estatura; y hubo ocasión que so­lamente por estas actitudes, perdiera el cam­peonato de la escuela. Con todo, él no podía evitarlo entonces, le era necesario todo aquel dinamismo. También era su estilo.

Estos hechos, que algunos espectadores y miembros del cuerpo calificador en los con­cursos vieran antiestéticos, se producían en ellos de modo subconsciente. En cada uno de los casos era el hombre en su plenitud de presencia ocasional, el hombre manejado por su interno esfuerzo y con todo el patetis­mo de la emoción nacida al calor de la pa­labra.

Pero así como he mencionado este estilo de aspecto, referido tan sólo a la estampa visual, el hombre lleva un estilo interno que para la Oratoria es el más importante. He señalado ademanes, que sin duda pertene­cen a la persona que los acostumbra; pero el orador no es un mimo, no son el gesto y el ademán sino una parte pequeña de sus ac­

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tos. El estilo oratorio, lo determinan el qué se dice y el cómo se dice. Con mi respeto al concepto de algunos tratadistas, el ademán es lo menos importante. Nace solo, se ges­ta bajo el impulso de la palabra y se produ­ce de manera espontánea. Le pertenece al estilo.

Cuando se enfatiza preceptivamente en los ademanes del orador se ve artificial, acarto­nado, o cuando él adquiere conciencia de que debe actuar con ademán elegante, se produce el acuchillamiento del aire a que se refiere Shakespeare en Hamlet.*

Los ademanes, ni deben enseñarse, ni de­ben aprenderse. Cada hombre, de acuerdo con su constitución física y su impulso emo­tivo, posee los suyos; si le adaptamos gestos ajenos no estaremos respetando su indivi­dualidad estilística. Lo más que debemos permitirnos, es evitar en oradores princi­piantes que distraigan al público con ellos; hacerles entender la mayor importancia del concepto y del engranaje armónico de sus ideas.

* SHAKESPEARE, William.-Wrt/n/íT Aclo III. Esc. II.

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Algunas Reflexiones Acerca del Estilo I*

No hay tratado alguno —por lo menos yo no lo conozco— que pueda enseñamos el secreto para producir con la palabra el matiz evocador o poético; el de saber identificar el sentimiento encerrado en ella más allá de la vestimenta simple de su significado. Yo voy a intentarlo aunque comprendo que no puedo llevar a nadie de la mano por el camino de su propia sensibilidad; voy a intentar so­lamente poner a nuestros lectores al principio del sendero y ofrecerles el báculo inicial para que emprendan la ruta. Sus manos jóvenes deberán adquirir la habilidad para manejarlo.

El secreto está en los ojos. Es necesario que asomen la vista donde nadie lo hace, que vean lo que no ven los demás. ¿Cómo? atendiendo a lo que nos rodea.

Todos hacemos varios recorridos al día; al trabajo, a la escuela, al cine, a la necesaria visita amistosa, etc. ¿Sabremos decir qué vi­mos en el camino? Vamos a suponer que sí. Seguramente la enumeración incluirá coches, camiones, anuncios, acaso algún edificio de extraña o hermosa construcción, algún acci­dente, la gallardía cautivante bajo finas telas, ¡qué sé yo! Pero pocos serán sin duda los

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que se detengan a contemplar las insignifi­cancias que a diario también tenemos ante la vista, como el pequeño estremecimiento de alguna hierba tierna entre las que crecen a la orilla de las banquetas, como el chispazo de luz en la sonrisa de los enamorados, como la curiosidad de algún pájaro sobre un alam­bre eléctrico o las actitudes interiores refle­jadas en los rostros de los transeúntes... Y esto sólo es apariencia plástica superficial y cotidiana. Con todo, el principio es el sen­cillísimo de atender.

Después hay que ver el sentimiento, des­cubrirlo en la propia maraña intrincada que acabará identificándose con el de los demás. Cuando hagamos caer hacia el interior la pe­queña o gran fuerza de nuestras contempla­ciones, la emotividad sufrirá una reacción.

Es un principio físico infalible. Sólo hay que transformar esa fuerza reactiva en pala­bras, en expresión, y tratar de escapar a la manera habitual de los demás, huir de ella para encontrar la original, la que mejor res­ponda a lo que hemos sentido en la interna soledad; y éste, es también un sendero de ejercicio, que emprenderemos con muchas

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Algunas Reflexiones Acerca del Estilo II

dificultades iniciales pero que irá facilitando su curso mientras más nos internemos por él. La búsqueda debe dirigirse a los eriales, a donde se piensa que nada va a encontrarse, son violetas en medio de una selva; o de otro modo, el que ya señalamos antes, dete­ner la prisa, ver lo que hemos mirado mu­chas veces, reparar en todo lo que ha estado ante nuestros ojos sin que le hayamos pres­tado atención. Pensemos que los pueblos nue­vos se levantan donde antes no había ni una miserable choza. Solamente de esta manera pueden ser en realidad nuevos.

Erasmo Castellanos Quinto, —todavía Maes­tro aun después de su muerte—, intenta ex­plicamos en su poema El palimpsesto demótico este encuentro del hombre con la Estética. La perspicacia de sus ojos sabios de poeta, descubre la belleza en donde nadie pensaría buscarla: “terciopelo en el ala del vampiro ”, “silencio de postigo en los candados ”, “ser lodo en los arados, eco ser de un suspiro, y hambre de los poetas olvidados

* CASTELLANOS QUINTO, Erasmo.- Poesía /netím.-México.-Porrúa.- 1962.-p.17.

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He aquí el estilo. Por interno, por unido al ser, por todo lo que podamos decir o es­cuchar de él, nos resulta inseparable del hom­bre. El mismo Buffon en todo su Discurso sobre el estilo, sólo abunda en su genial sín­tesis, orden, belleza, movimiento, armonía, colorido, energía, imagen, sus reflexiones y recomendaciones todas, pueden ser resumi­das en que “£ / estilo es el hombre En esta definición caben otras que abundan también en el concepto, como las que afirman que “el estilo es el talento individual”, “el estilo es creatividad expresiva”, “el estilo es la ori­ginalidad”, “el estilo es el valor de la idea”, etc., etcétera.

Para el orador, las circunstancias mismas en que desarrolla su actividad, son ya una dificultad a la conformación de su estilo; m ientras el escritor elabora sus expre­siones en el silencio del estudio y tiene la oportunidad de pulirlas, el orador se encon­trará —cuando es pieza oratoria, no decla­mación que recita lo memorizado— ante el problema de estructurar al mismo tiempo que piensa. Con todo, ante los hallazgos feli­ces de su pensamiento, el orador debe ate­

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Algunas Reflexiones Acerca del Estilo

sorarlos. La improvisación misma, no debe serlo del todo, es necesario para adquirir ca­lidad, pensar en la manera qe va a usarse para externar el pensamiento, los hallazgos estilísticos deben anotarse, pulirse con cui­dado y elaborar con ellos el fichero mental que permita usarlos; sólo el trabajo de reunir locuciones, giros, frases célebres, etc. irá dando al subconsciente un “equipaje”, que en el momento menos pensado, resulta útil y aprovechable.

El orador debe estructurarse una amplia cultura general, extender su conocimiento en todo y hacia todo lo que le sea factible, leer desenfrenadamente y abordar todo tema que piense adecuado a sus aficiones y conoci­mientos. Todo irá incluyéndose en su perso­nalidad y acabará por formar parte de su estilo. Del hombre.

Es muy frecuente encontrar en la crítica y en la crónica, una adjetivación amplia en lo que se refiere al estilo, desde los que pre­tenden las clasificaciones que nos hablan de estilo sencillo, retórico, templado, lírico o sublime, hasta los innumerables que cual­quier columnista se permite de pálido, fugaz,

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florido, campanudo, estridente, soporífero, dis­locado, etc., etcétera...

No es posible indicarle al muchacho que empieza en qué consiste cada uno de los estilos que clasifica la verborrea de quienes pretenden con un simple adjetivo establecer calidades o presentar la imagen precisa de escritores u oradores. Si nos llega a com­prender cuando le hablamos de la unidad in­d iv isib le entre la persona y todos los elementos de su habilidad o habilidades ex­presivas, entenderá también que todo ese to­rrente que se vuelca en pretensa síntesis, en adulaciones vacías, o en furibundos ataques, no puede servir ni de modelo, ni de expli­cación a la avidez para conocer el camino de hacerse orador.

Lo más importante, es saber el tema que se desarrolla, conocerlo abundante o exhausti­vamente, estaren plena convicción de la tesis que se sustenta y exponerla con toda la ver­dad de que se tenga capacidad. La vehe­mencia, la convicción absoluta, son los mejores generadores para el hallazgo o na­cimiento del estilo. Es quizá por razones aná­logas a todo lo expuesto, el impulso que hace

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Algunas Reflexiones Acerca del Estilo m

exclamar a Condillac que “en cierto modo, el estilo varía hasta lo infinito, y en tal im­perceptibilidad de matices, que es imposible notar el paso de unos a otros”. Acaso así podamos explicarnos también la respuesta de Gustavo Flaubert, cuando el interés curioso que provocaba el realismo de su obra le pre­guntaba quién era Madame Bovary. “Mada- me Bovary, soy yo”, contestaba, apoyándose en la verdad vista desde cualquier ángulo.

El joven principiante, no sólo en la Ora­toria, sino en todas sus formas expresivas, para estructurar su estilo debe escuchar los mandatos de su sentimiento, alejar un poco el temor de llevar a efecto lo que la idea le dicta.

En una ocasión que asistí al auditorio del Sindicato de Electricistas, uno de los estu­diantes que participaban en un concurso de escuelas secundarias por cooperación, en los momentos que hacía esfuerzos para imponer su voz sobre las “porras” que vitoreaban a un contrincante, llegó a tal grado de acalo­ramiento, que se quitó el suéter y lo arrojó corajudamente sobre el piso. Este desplante provocó risa en una parte del público y

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asombro en otra, pero él supo aprovechar la reacción para externar en templada voz un elegante exordio y captar hasta el final la atención general. Muy criticada fue la o- casión pero única en la historia, en que el primer mandatario de la URSS, Nikita Krus- chov se quitó un zapato y empezó a golpear con él la mesa en una de las reuniones in­ternacionales. Todo es obedecer el impulso, acudir al recurso formal que atraiga la aten­ción sobre la idea. Lo grave, lo ridículo, es cuando nuestro talento no tiene la calidad para reforzar las actitudes; pero si hay talen­to, fuera todo temor, que lo más descabellado sólo agregará colorido y éste proporcionará, recuerdos imborrables a quienes hayan tenido la suerte de vernos y escuchamos. Ellos serán nuestros mejores cronistas.

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EL HO RIZO NTE HISTÓRICO

Como todas las inquietudes del pensa­miento, la Oratoria tiene también un pasado. La Humanidad ha efectuado un infinito nú­mero de esfuerzos encaminado a lograr el uso adecuado de la palabra. La Historia es el único registro, —desde aquel insondable misterio generador de leyendas al que ha pre­tendido asomarse la curiosidad humana— del tiempo en que se produjera la manifestación inicial del lenguaje, hasta las épocas áureas en que floreció la palabra con sus más pro­fundos sentidos y en el esplendor máximo de su ornamento.

La Historia es para el orador una fuente benéfica y abundante, acaso el tónico ma­nantial al que deba acudir con mayor fre­

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cuencia para fortalecer sus conceptos. La Li­teratura, la Filosofía, las Humanidades todas, le brindarán sin duda muy importantes apo­yos, pero ninguno le significará pleno pro­vecho ni le será propicio en la entrega de sus mejores y maduros frutos, si falta a su cultura el conocimiento histórico como una fraternidad necesaria a sus demás conceptos, como la comprobación lógica del provecho obtenido en la experiencia de los siglos.

Alguna vez escuché en labios del profesor Eduardo Blanquel, palabra joven y amiga en­tre los estudiosos investigadores de la His­toria tempranamente desaparecida, asegurar desde la tribuna del conferencista, a un pú­blico de adolescentes ávidos: “...Si como nuestro tiempo sabe y afirma es la historici­dad lo constitutivo, lo esencial del hombre, la vía para comprender lo humano será la del conocimiento histórico”.

Nadie puede eludirlo. Serían innumerables los argumentos para ponderar factor tan im­portante en la estructuración cerebral de los intelectuales. Bástenos considerarlo el mejor conducto para heredar la experiencia y cul­tura de nuestros antecesores, motivo suficien­

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te al orador para abrevar en ese venero ina­gotable argumentos e ideas, básicos funda­mentos y razones firmes.

Cuando he llamado a esto horizonte his­tórico, el título implica mi pretensión de ini­ciar a nuestros muchachos en una superficial visualización panorámica de experiencias pretéritas. No pretendo un estudio a fondo, ni siquiera la enumeración nominal de quie­nes fueran exponentes representativos de la Oratoria. Lo único a que aspiro, por ahora, es a despertar curiosidad y a sembrar inquie­tudes que más o menos tarde —o más o me­nos temprano— inclinen al muchacho hacia la búsqueda personal, hacia los beneficios de las aficiones autodidactas.

Pretendo esbozar aquí, en rápido transcu­rrir, algunas ideas y ejemplos de quienes han ejercitado la palabra con éxito; esto persigue el objetivo de que algún día, quienes se aso­men a estas páginas, emprendan la ruta de las biografías, de las aficiones individuales o colectivas del desenvolvimiento humano, y pretendan desentrañar lo aprovechable en beneficio de la propia presencia ante la vida de la comunidad en que se desarrollan.

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Por lo general, cuando se nos habla de la Historia de los oradores, se principia por los pueblos clásicos; y se nos remite primordial­mente a las épocas áureas de Pericles y Ci­cerón. Deseo insistir ante nuestros jóvenes, que acudan al conocimiento general de la Historia para que puedan asomarse con se­guridad a la infinita gama creativa del pen­samiento.

En mi concepto, debemos acudir al desen­volvimiento mismo del hombre^ paralelo al tiempo, desde sus orígenes y agrupaciones primitivas, por el sendero lento de su evo­lución, hasta llegar a la más complicada de sus asociaciones; durante todo el camino, es indudable la presencia permanente de la palabra como el vehículo necesario al pen­samiento. La organización humana así lo exi- ge y só lo de esta m anera podem os explicamos que los pueblos siguieran a sus guías: brujo, patriarca o sacerdote, debieron señalar con propia voz el mandato que sus pueblos acataron, ya fuese que lo creyeran de procedencia divina, o bien que obedecie­ran por conciencia disciplinada al jerarca que lo emitía.

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Pensemos en la mayor lejanía de los pue­blos desde el clan y la tribu hasta las más prestigiadas civilizaciones de la antigüedad; pensemos en Egipto y en la Mesopotamia, en China o la India, y en la Grecia legendaria de que nos habla Homero. Vayamos a las páginas bíblicas, al Corán o al Popol Vuh; y no habremos avanzado mucho, cuando es­temos ya frente al poder infinito que se atri­buyó siempre a la palabra conductora de voluntades ajenas.

Cierto es que el progreso humano ha su­frido el constante oleaje contradictorio de las generaciones sucesivas; el Dr. Henry Tho- mas, en su muy interesante libro, La historia de la raza humana, traducido por Armando Bazán bajo el título de Hombres y Dioses, pinta drásticamente y en rápida pincelada es­te hecho:

“...El hombre es, pues, una criatura es­túpida, y sus progresos han sido verdadera­mente lentos. Además, su ascenso no ha sido continuo: más de una vez cayó a más ba­jos niveles. Hace dos mil cuatrocientos años los griegos estuvieron más civiliza­dos que las grandes multitudes de núes-

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tros días. Hace diecinueve siglos Roma terna un excelente sistema de desagües, mien­tras que hace sólo trescientos años se veían permanentes montones de basura frente a la iglesia de San Pedro, en Berlín. Y en París, hacia el año 1650, las gentes tiraban por sus ventanas a la calle el contenido de sus baci­nes. En 1849, Emerson vivía en Boston y ejercía cierta influencia sobre sus inteli­gentes conciudadanos, m ientras que, en 1929, el censor oficial prohibió la lectura del libro Strange Interlude, en la misma ciu­dad”.*

Para mí sería natural que la opinión del Dr. Thomas al exteriorizarse de modo tan absoluto enunciando la estupidez del hombre, provocara reacciones molestas, polémicas, o simplemente la revaluación del juicio. Yo só­lo pretendo aquí destacar su idea que resume los progresos y regresiones sucesivas. La muy citada teoría de las etapas clásicas y decadentes que se alternan en la evolución humana. El padre que se enfrenta en la ma­

* THOMAS, Hemy.-Hombres y dioses.-Buenos Aires.-Ed. Claridad.- 1956.-p.il.

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durez a las aficiones de sus hijos cuando si­guen la última moda del momento en la edad adolescente; ellos, a su vez, habrán de sufrir el mismo impacto ante la propia descenden­cia cuando ésta, quizá, sólo esté repitiendo en una nueva versión las aficiones del abuelo. Horacio, notable poeta latino, nos relata có­mo su padre lo enviaba “...no a la escuela pública de Flavio”, sino a una escuela aris­tocrática para poder vigilarlo, para que apro­vechara el tiempo en el estudio y no siguiera el ejemplo pernicioso de la juventud corrom­pida de entonces.

Es pues, un problema de siempre, el cons­tante y contradictorio decir del joven incom- prendido ante el adulto y el concepto anciano o maduro del timpo pasado “que fue mejor”, idea que se sigue repitiendo sin interrupción conforme la juventud se hace anciana.

¿Cuál era el arma feliz del sacerdote con­ductor de pueblos? La palabra. Antes de las terribles destrucciones de Lugal Zaggissi, se­guramente hubo de convencer a su horda para caer sobre la orgullosa ciudad de Ur; antes de elevarse la gran Pirámide de Gizéh, ya la voz sacerdotal había establecido un paraíso

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al que se hacía necesario llegar por una in­mensa escalera para gozar la vida posterior mientras el cuerpo en la tierra se conservara en buen estado; fue necesario el mandato de Huémac para que las tribus pobladoras de Aztlán abandonasen Chicomostoc en busca de la serpiente devorada por el águila; o el grito que haría sedentaria una horda sobre el Latió y más tarde arrebatar en tierras aledañas el preciado tesoro de las sabinas. Vayamos a las páginas de la Biblia y veremos el ira­cundo desplante de Moisés anonadar a un pueblo; o a los profetas que hunden su voz como estilete hacia el futuro domeñando la conducta de los hombres. Pensemos en el joven Sidarta que deja sus riquezas para con­vertirse en Buda y emprender el camino de las arideces; en la tierna placidez del Cristo de las Parábolas; o el que sabe hablar en la tribuna natural de la montaña; o bien, la ar­cana voz de Zoroastro.

Caudillos de la Humanidad. El progreso indudable de las civilizaciones antiguas, nos lo atestigua con su presencia en ruinas que son interés fundamental de arqueólogos y de­leite de algunos turistas. Conductores de pue­

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blos o de épocas, guías del pensamiento o de las almas; positivos muchos, negativos otros, pero determinantes todos en el grupo al que pertenecieron. ¿Cuál era el procedi­miento para hacerse oir? Indudablemente gran parte del motivo para que los demás atendieran su palabra, radicó en su investi­dura; fueron escuchados por su autoridad pa­ra serlo. ¿Y cómo se gana esta autoridad, aún en nuestros días, cuando la gente se agru­pa en más o menos importantes conglome­rados? Insisto: hablando.

Pensemos en la más simple de las repre­sentaciones en cuya elección hayamos par­tic ip a d o , el d ir ig e n te s in d ic a l o el presidente de una sociedad de alumnos en cualquiera de nuestras escuelas; el diputado que destaca en su partido, el jefe de alguna agrupación deportiva, o simplemente el de “la palomilla” de barriada. Se inician par­ticipando en las discusiones, en las asam­bleas, en la planificación de proyectos anteriores a toda organización, asisten asi­duamente y trabajan un poco más que los demás. Exponen ideas que van siendo acep­tadas, explican y defienden tesoneramente

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los productos de su imaginación o de su ini­ciativa, convencen a quienes forman parte de su grupo, ganan lentamente la simpatía colectiva. Antes de comenzar a organizar al­go, han tenido que hablar mucho con los de­más, o poco, pero no hay otro medio que la palabra para iniciar este contacto, este trabajo social que les conduce a la estimación y la popularidad.

Cuando el muchacho obtiene popularidad por otro motivo, digamos porque canta para sus compañeros o porque se convierte en el campeón favorito de algún deporte, a pesar de ser el centro de muchas simpatías perso­nales, indudablemente no será el avocado a las designaciones de tipo político o social; y en los casos que se da la coincidencia de personalidades en un solo individuo, es por­que aquel deportista o cantante, tiene además el don de la palabra; yo diría más adecua­damente, el ejercicio de la palabra.

Pensemos cuidadosamente en las reflexio­nes anteriores, busquemos en nuestro recuer­do y será dificilísim o encontrar alguna persona que haya obtenido, desde la más sim­ple representación de un “jefe de grupo” es­

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colar hasta un presidente de la República, el puesto que desempeña sin seguir un proceso más o menos grande de sucesivas interven­ciones en público por medio de la palabra.

Nadie podrá conocemos si no le hablamos. Así se inicia la amistad, así se inicia el no­viazgo y hasta el parentesco que nos rela­ciona con nuestros mismos padres en el momento que pronunciamos nuestro primer discurso que congrega a la familia completa en tomo de la cuna cuando el niño dice “pa­pá” y “mamá” en la primera ocasión. Antes de externar estas primeras sílabas, sólo se nos ha brindado la protección que todo ser otorga por instinto; en el momento que “ha­blamos”, nos hemos incorporado a nuestro primer círculo social. Cuando se presenta un forastero en un pueblo, y desea integrarse a la sociedad de que va a formar parte, debe hablar con cuatro personajes indispensables: el jefe político, el médico, el boticario, y el cura. En los apartados lugares que esto no existe, el jefe de la tribu y el brujo.

Los griegos, pero mucho tiempo antes del momento en que Aristóteles pensara en sis­tematizar el uso de la palabra, tenían un

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verdadero culto por ella, la practicaban te­soneramente, ponían especial cuidado en su forma expresiva, la ejercitaban en todo mo­mento. El ágora fue parte primordial de sus reinos y ciudades. Basta emprender la lectura de las obras homéricas, para enteramos desde la primera página cómo acostumbraban in­vocar la presencia de sus divinidades cada vez que se dirigían a los coterráneos: La ¡lia­da cronológicamente su primera obra, se ini­cia con una asamblea para discutir el origen de la peste que diezma al ejército sitiador de los aquéos; la obra toda es abundante en no­tables arengas de las que algunas se han vuel­to famosas a partir de los lugares comunes, como la despedida de Héctor y Andrómaca. Recordemos a Odiseo cómo suplica las pa­labras adecuadas antes de dirigirse a Nausi- caa cuando llega náufrago a la tierra de los feacios y el discurso todo, centro de la Odi­sea, en que relata el penoso transcurso de su viaje. Tal vez esto fue lo que hiciera exclamar a los romanos Greculus locuaci est (El grie- guito es hablador).

Mucho antes pues, de los tratados de Aristóteles y Quintiliano, mucho antes de Ci­

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cerón, la Oratoria tenía ya una añeja tradi­ción ennoblecida en el ejercicio constante del hombre y en el transcurso de siglos y de pueblos.

Durante las mejores épocas de Atenas, fue la Oratoria un camino adecuado y seguro pa­ra ocupar los cargos públicos; y aunque en la actualidad ya no es tan seguro, sigue sien­do adecuado. Por él destacaron Pisístrato, So­lón, Temístocles, y el mismo Pericles, cuyo nombre se le da al más floreciente de los siglos griegos, de él nos asegura Tucídides que fue gran orador aunque no haya dejado testimonio escrito de su palabra.

Según se asentaba en la legislación ate­niense, los litigios debían ser defendidos per­sonalmente por quienes se opusieran en ellos como partes adversarias y acaso fuera este precepto uno de los primordiales motivos pa­ra que los más destacados ingenios fuesen sometidos a un fecundo ejercicio que los ha­ría lucir más tarde ante la memoria perdura­ble de la Humanidad.

Al transcurrir el tiempo, cuando fue nece­saria a la populosa Atenas una legislación más compleja, este mismo hecho determinó

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la costumbre de buscar logógrafos. Así nació la Oratoria Forense, en la que se establece un ejercicio más para los escritores de dis­cursos y que fuera también propicia a los más preclaros ingenios.

Fue una lógica derivación de la etapa que le precediera, comprensible, si pensamos que el éxito jurídico dependía precisamente de una habilidad para la cual no todo parti­cipante en un juicio tenía la misma aptitud.Y aunque casi siempre el logógrafo, el de­fensor, estaba presente en el desarrollo del litigio, no podía comparecer por su clien­te, le estaba vedado intervenir de manera di­recta y sólo se limitaba a escribir la defensa, para que acusados y demandantes la recita­ran declamatoriamente después de memori- zarla.

Se nos relata, por ejemplo, que Lisias tenía una especial habilidad para adecuar sus es­critos al temperamento y carácter de quienes debían pronunciarlos; y se dice de Isócrates, que fundaba la razón de su éxito como es­critor de discursos, en la calidad abundante y estética de su ornamentación pues se ase­gura que elegía cuidadosamente palabras so-

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ñoras que impresionaran al jurado. De ellos son los nombres que la Historia guarda, los de aquellas personas que declamaron sus dis­cursos, se han perdido. La habilidad de los logógrafos les proporcionaba clientela, fama y subsistencia, pero les permitía también el ejercicio eficaz para el momento que fuera necesaria su intervención en el personal im­pulso o en el particular interés.

Nuestros concursos escolares presentan es­ta misma evolución. El joven que participa con su propio esfuerzo, tal vez no destaque desde el principio, pero encontrará sin duda mayor firmeza en cada una de las superacio­nes que vaya logrando. La vanidad de mu­chos padres de fam ilia , con todas las justificaciones que puedan argumentarse, les lleva a escribir discursos para que sus hijos los declamen; y el vástago luce desplantes que urde una mentalidad ajena. Algunos pro­fesores —fijarse que no he dicho maestros— llevados también de vanidades, menos legí­timas, escriben los discursos a sus alumnos para lograr triunfos vacíos; para verse repre­sentados en el pensamiento que acaso ellos no podrían sostener por sí mismos porque

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les falta la fuerza de la juventud en cuya palabra se refugian.

Estos padres de familia, estos profesores, hacen una labor negativa. Están convencidos de educar cuando en realidad producen un involuntario daño. Se conforman con una medalla y un diploma ganados desde la som­bra del anonimato y por conducto de una voz ajena, la de su propio hijo o alumno que ejercitará de ese modo la memoria pero no podrá desarrollar sus facultades para fortale­cer su pensamiento creativo, perderá una oportunidad para alcanzar la madurez en el despliegue de sí mismo, y confunden el éxito circunstancial con su transitorio objetivo de un “triunfo” efímero, cuando lo importante es entregar al hijo o al discípulo la medida exacta de su potencialidad.

No será difícil para el joven comprender que en Atenas había una necesidad muy di­ferente a la que le toca enfrentar a él. No será difícil a padres y maestros comprender que nuestra necesidad debe encaminarse a dotar al muchacho de recursos que sepa ma­nejar más tarde, cuando se haya desprendido de su influencia y de su protección; y que,

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las mejores calidades y éxitos habrán de lo­grarlos sus hijos y discípulos en la medida que puedan ser, ellos mismos, portavoces de individual pensamiento.

Nadie puede dar mayor énfasis a lo ajeno que a lo generado al calor de las ideas que ama. Nadie puede hablar más convencido, que cuando lo hace a partir de su convenci­miento propio. En la actualidad, debemos proporcionar al joven y al niño los elementos para convertirse en seres imaginativos, que puedan elaborar sus propias creaciones y de­jen de repetir, como una simple reproduc­ción, lo que los adultos les enseñan o lo que alcanzan a espigar en sus tiempos perdidos de televisión.

Demóstenes, eterno ejemplo de oradores, es citado por todos los autores como impe­recedero prototipo de voluntad, de esfuerzo personal y patriotismo; este ático admirable, escribió muchas veces para los demás; pero la fama y el ridículo fueron saboreados por él en carne y presencia vivas.

Muy conocida es la historia de su tarta­mudez y cómo obligaba a la lengua a obe­decer al pensamiento obstruccionando la

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fluidez con arenillas; su frecuente carrera en ascenso contra el viento y cómo para saber domeñar el murmullo de las multitudes, hubo de vencer los ruidos del oleaje que azotaba los acantilados y los riscos. Seguramente nuestros jóvenes alumnos habrán escuchado esto hasta la exageración de decir que las arenillas eran piedras o perlas, pero lo im­portante del hecho, cierto o fabuloso, es la voluntad del hombre, son las incontables oca­siones en que hubo de someterse a dominar semejantes ejercicios.

¿Qué llevó al orador a las playas desiertas y al borde de las rocas golpeadas por el mar? Indudablemente la necesidad. El recuer­do afrentoso del fracaso ante las burlas de la primera ocasión, cuando la gente viera su hombro caído y escuchara su titubeante voz, su impotencia desencadenada en inter­na tempestad al no callar la risa de las mul­titudes. Su férrea voluntad de alcanzar justicia, caricaturizada por la presencia des­garbada y deforme en el drama ante una mul­titud que le veía y no le escuchaba. Era Demóstenes mismo, que impulsaba a Demós- tenes.

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Cuando Esquines insulta a Demóstenes, la voz de su eterno rival sólo puede destacar una de sus más valiosas virtudes, la del tra­bajo: “Tus discursos huelen a aceite” . En el retiro de una aislada caverna, la soledad, el trabajo y una lámpara de aceite, fueron la más valiosa compañía del autor de las Filí­picas y las Olínticas. Aceite y soledad, vo­luntad y esfuerzo, fueron el potente motor que generó su contundente razonamiento, su claridad, la energía y el fuego de que nos habla el pasado de Demóstenes. Entereza to­tal que lo lleva a sellar su vida con el heroico envenenamiento cuando ya no pudo hacer nada contra Macedonia.

Cicerón, en Roma, es la resultante feliz de toda una tradición. Ya desde la época de los Gracos se había extendido la afición al estudio de los modelos griegos y se seguían fielmente los pasos de sus preceptores y re­tóricos. Tiberio Graco hablaba gravemente, casi sin accionar, al grado de sacar apenas el brazo de la toga. Cayo Graco excitaba po­derosamente las pasiones de las multitudes: vigoroso y fuerte, era antítesis viviente de la oratoria de su hermano aunque ambos fuesen

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víctimas, fieles en la devoción, a la causa democrática. El mismo Cicerón señala otra antítesis entre Antonio y Craso; al primero nos lo pinta desgarrado y audaz, atento al efecto que causaba su palabra, teatral hasta arrancar la toga de su cliente para impresio­nar al jurado con aquel arrebato y mostrar patéticamente las cicatrices recibidas en ba­talla por su defendido; Craso, en cambio, de­licado y elegante, cuidadoso en extremo de su presencia ante el público, se imponía a los auditorios por su parsimonia, por su me­sura y su estilo florido, por la extraordinaria abundancia y fluidez de su lenguaje.

Tal vez las necesidades forenses de los pueblos clásicos determinen que los tratados de Oratoria en la antigüedad se dirijan casi de modo exclusivo a desarrollar la logografía. Todavía en nuestro tiempo abundan los com­pendios didácticos en que tácita o expresa­mente, se habla del discurso escrito como necesario para la expresión oral del mismo; se practica viciosamente como lo señalara ya en líneas anteriores, la declamación de piezas oratorias escritas con este solo objetivo. Mau- rice Ajam, en su fundamental obra La pala­

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bra en público, traducida al español en 1905 por Jesús Urueta, nos asegura que “Todas las obras didácticas contienen una confusión que se ha prolongado hasta nuestros días (1905) entre el arte de escribir y el arte de hablar. La retórica, para los antiguos, no era propia­mente el arte de hablar; era, en primer término, el arte de hacer valer el estilo y de adornar­lo”.* Todo esto, sin omitir una sola letra, pue­de aplicarse tomándolo casi de manera exacta a los tratadistas de nuestra era atómica que siguen calcando los procedimientos y la con­fusión señalada hace ya cerca de un siglo, se prolonga en el terreno de las erudiciones sin procurar los autores lo que en el presente ensayo queda como un intento para el que pretendo encontrar eco de apoyo que nos per­mita adecuar la Oratoria actual, al grado evo­lutivo que le corresponda. Señala Ajam más adelante que en toda la Retórica de Aristó­teles, por ejemplo, aunque se toma el filósofo la precaución de separar el estilo escrito del estilo de combate, no se puede encontrar “una

* AJAM, Mauricc.-¿apalabra en pu'Wico.-Paris-México.-Vda. de Ch. Bou- ret.-1905.-p.56.

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sola frase que permita pensar que un solo orador griego haya podido pronunciar una arenga no preparada por escrito”. Es hasta la época romana de Cicerón, cuando nos en­contramos con la discusión entre los oradores de la escuela asiática, representada por Hor- tensio, que fuera en varias ocasiones adver­sario de Cicerón, y la escuela de Rodas donde el gran arpinense estudiara con Molon.

Hay una preciosa anécdota que Ajam transcribe de un pasaje de Quintiliano y con ella ilustra los excesos a que llegaban algunos de los seguidores de Cicerón que habían to­mado la costumbre de presentarse con un dis­curso escrito inclusive ante un adversario como Casius que fuera de los más brillantes improvisadores: “El célebre Casius terna una ocasión de adversario a un abogado que leía su defensa en un cuaderno. En un momento dado, exclama, siempre leyendo: ‘¿Por qué, Ca­sius, me miras con mirada tan feroz? — ¡Por Hércules!, interrumpe Casius, yo no te miro; pero, puesto que eso está en tu cuaderno, ¡toma!’. Y le lanzó una mirada terrible”.*

AJAM, Maurice.-Obra citada -p.64.

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Existieron además de Casius, algunos otros geniales improvisadores; de ahí la constante preocupación de Cicerón que asegura como falta de cuidado y como temor a la posteridad que pudiera reconocer los errores cometidos, el hecho de no dejar por escrito cada discur­so; se dice que cuando Cicerón por algún motivo no había preparado su pieza oratoria, más tarde poma especial cuidado en recons­truirla de manera escrita. Con todo, a pesar de la preceptiva ciceroniana y más tarde la de Quintiliano quien toma a Cicerón como maestro, Hortensio de quien se piensa que pudo ser maestro de Cicerón aunque no de modo directo, fue un notabilísimo improvi­sador; y entre sus seguidores, Portius Latro y Carmades(sic) . Estas dos tendencias, se prolongaron todavía entre los seguidores de la escuela Neoática en la que destacan Lu- cinius Calvus, Brutus, Catón de Utica, y el mismo César.

Cicerón reúne la dualidad del orador y del teorizante; múltiple y abundante fue su acti­

* Carmades y Portius Latro, citados por Ajam quien lo reproduce de Quin­tiliano, no se trata del filósofo Cameades.- pp.63 y 66

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vidad como polígrafo y en el aspecto que nos ocupa, como teorizador de la elocuencia; deja obras fundamentales como De oratore y Brutus, obras dialogadas en tomo a los pro­blemas y cuestiones de la elocuencia, pero para afirmar uno de los conceptos iniciales que expuse en alguno de los anteriores ca­pítulos, el mismo Cicerón, con ser de los más brillantes oradores que ha dado la hu­manidad y uno de los básicos preceptores de la Oratoria, recurre en estos diálogos al aná­lisis de una oratoria ya hecha, trata de obtener la teoría del uso establecido en el terreno que somete a sus observaciones, en una pa­labra, comprueba con su actividad que pri­mero se produce el hecho oratorio, y más tarde se obtienen del ejercicio común y es­tablecido, los principios que se aplicarán en el futuro que vive el preceptor. En estas obras, Cicerón hace historia de la Oratoria en Roma, y más tarde, escribe otra en la que pretende determinar un prototipo, el tratado que intitula Orator, y en el que se permite trazar un autorretrato en que se presenta co­mo modelo. Aborda además algunas activi­dades literarias como el género epistolar,

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asciende ecléctico a la Filosofía e interviene activamente en el orden político; pero nin­guna actividad supera en abundancia y cali­dad a la que despliega en la Oratoria.

De menor importancia, desde luego, fue Marco Fabio Quintiliano, pero entrega a la posteridad doce tomos dedicados a la Retó­rica y la Oratoria: Institución oratoria, en donde reúne la experiencia adquirida por él en la enseñanza que lo hizo célebre como profesor de elocuencia. Hace un verdadero oficio con detalles y datos que constituyen el más completo tratado de la antigüedad en lo que se refiere a la materia; pero es también un decidido sostenedor del discurso escrito, que será pronunciado más tarde. Por mi parte, ignoro si actualmente exista alguna traduc­ción de su obra que sea de fácil acceso a nuestros jóvenes, pues debo confesar no sin cierto dolor de mi parte, que yo solamente lo conozco por las múltiples referencias que de él hacen otros autores. Nunca he tenido la oportunidad de acudir a la fuente directa de sus páginas.

Con todo, pese a la autoridad que en la oratoria puedan representamos nombres tan

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respetables como los de Aristóteles, Cicerón o Quintiliano, pienso, como lo tengo ya men­cionado con anterioridad, que entonces las necesidades oratorias obedecieron a épocas y móviles diferentes a los que en la actualidad imperan. Supongo además, que los improvi­sadores, que indudablemente existieron, por razón obvia y natural no tuvieron el mismo cuidado de los logógrafos quienes sí dejaron sus escritos a la posteridad y su palabra quedó suspendida en un viento muy ajeno al que nos transmite sus ondas a nosotros. Algu­nos de ellos' como el mismo Hortensio, tras­cendieron sólo por el testimonio de quienes pudieron escucharles y acaso esto signifique mayor gloria que la de quienes se preocupa­ban por dejar intencionadamente su pensa­miento “a la posteridad”.

Las páginas de Homero son fértil y fre­cuente testimonio de las invocaciones que el hombre de Grecia elevaba para pedir a sus deidades la gracia de una palabra elegante: la misma diosa Palas Atenea incita a Telé- maco para que hable a Néstor cuando le acompañaba a la arenosa Pilos bajo la per­sonalidad de Méntor, el amigo de Ulises. El

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período de la Revolución Francesa por ejem­plo, llevado de la urgencia vital, hace a le» oradores abandonar el escrito para improvisar arengas en la calle o en el Parlamento. Y no de todas tenemos noticia.

En alguna ocasión el Lic. Agustín Salvat suplió en la clase de historia al maestro D. Ángel Miranda en la Secundaria N2 12 y en mi atención adolescente, quedó muy grabado un concepto, tal vez porque me interesaba ya la transmisión del pensamiento por la palabra: “En el tiempo que ha vivido la Hu­manidad —nos decía— se han escrito millo­nes y millones de libros, muchísimos de ellos jamás los conoceremos en toda nuestra vida; estos libros los han leído también muchos millones de hombres y el conocimiento ad­quirido ha quedado guardado en sus tumbas sin mayor trascendencia; pero a veces, una sola palabra ha tenido mayor fuerza decisiva en el destino colectivo de los pueblos”. Mis apuntes atesoraron el concepto. Muchas ve­ces lo copié en tarjetas y papeles sueltos; en muchas otras, lo he transmitido a mi vez a mis alumnos y lo he parafraseado ilustrán­dolo con multitud de ejemplos, como la ba­

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talla de Ayacucho ganada con una sola frase por arenga del joven Mariscal Sucre, al frente de una verdadera horda de valientes cansados y macilentos; como el grito del General Cam- brone que sublima la maldición al patriotis­mo; como el dolorido grito de Aquiles ante la muerte de Patroclo; como una infinidad de instantes en que el genio humano y el momento histórico, se conjugan para hacer profunda la trascendencia del hombre.

Algo cómico, pero muy ilustrativo, viene a mi memoria: un relato que el maestro don Enrique Beltrán nos hizo en la Preparato­ria en clase de Zoología; nos recomendaba habilidad al tomar los apuntes correspondien­tes y para recalcarlo, nos dijo mientras ac­cionaba adecuadamente con las manos que una alumna suya de generaciones anteriores a la nuestra, tan pendiente estaba de su pa­labra y de no perder nada de las anotaciones, que escribió algo semejante a esto: u... los animales microscópicos, son los que no pue­den verse a simple vista, ustedes saben bien qué aparato necesitamos para lograrlo; pero un animal macroscópico, siempre lo aprecia el ojo humano y puede ser desde este tama­

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ñito, hasta este otro..., o mucho más grande todavía...”

Naturalmente, cuando el maestro hablaba acompañaba sus palabras con el ademán in­dicador de los tamaños aludidos que de nin­guna manera podría aparecer en los apuntes.

Otro de los períodos históricos que han abandonado los tratadistas sobre Oratoria es el de la Edad Media. ¿No hubo oradores que destacaran durante diez siglos? Naturalmente que sí. Lo que sucede es que todo siguió un lento proceso evolutivo en el interés humano; al principio, desligadas las provincias del Im­perio, hubieron de atender a su estructuración interna y de la misma manera que sucedió con todas las manifestaciones de la cultura, la Oratoria fue sostenida por quienes teman un interés funcional en ella, los púlpitos fue­ron las tribunas públicas 'y desde ellos des­cendía la palabra que manejaba los destinos de los pueblos; la oratoria sagrada, destina­da a la Apologética o a la didáctica doctri­naria, conservó los moldes de la antigüedad y durante tres o cuatro siglos, vino el desa­rrollo balbuceante de las lenguas romances. De modo paralelo, las necesidades de solaz

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produjeron varias modalidades entre las que destacaron juglares y trovadores; y con la afirmación económica del feudalismo, los nobles y burgueses se vieron en la nece­sidad de incitar a sus soldados o a sus arte­sanos; y conforme avanzaban los siglos y se afirmaban las lenguas, hubo tareas tan im­portantes al hombre medieval como las Cru­zadas, o como la corriente desbocada desde la Patrística, de fervores y convicción doc­trinaria, hacia el Humanismo que habría de producir el Renacimiento; más tarde, vino la efervescencia antagónica entre la Reforma y la Contrarreforma mientras el hombre corte­sano que tema algún acceso al devenir inte­lectual se preocupaba por las farsas, los misterios, las moralidades, las crónicas, etc. Por mencionarlos solamente, se tiene noticia de los sermones de San Bernardo y el manual para predicadores de Jacques de Vitry; y la obra del Ars dictandi, o los Parlamenti, atri­buidos a Guido Fava. Si bien es cierto que algunas de las corrientes y manifestaciones citadas no participan ya de la Edad Media, ni plenamente de la actividad oratoria, acaso sí sean un producto de su acción y sus re­

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acciones, hasta producir los arrebatos de Sa- vonarola, la inconformidad de Lutero, o el humanismo de Erasmo de Rotterdam.

Ya en el Renacimiento, ya en plena Re­forma, ante el florecimiento de las lenguas nacionales, o en el período Neoclásico, los preceptores de Oratoria son ricos en datos. La Oratoria francesa sobre todas, acaso por la efervescencia determinada en la Revolu­ción, es socorrida en abundantes ejemplifi- caciones y citas. Y como mi intención queda en despertar interés e inquietudes, lejana a detallar el camino de los éxitos obtenidos en las diversas épocas, simplemente señalo a los jóvenes una ruta más para quienes quieran derivar hacia otros textos que completen o superen las escasas noticias que puedan ob­tener de estas insuficientes páginas.

He bosquejado un panorama simple y su­perficial; corresponde así al deseo más o me­nos decidido de nuestros alumnos, internarse en la selva que vislumbramos desde lejos; toca al impulso aventurero de los jóvenes y a la voluntad de convertirse en oradores, afir­mar la combinación del ejercicio expresivo con la mayor adquisición de datos, de cono­

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cimientos que estructuren los anhelos del pensamiento; pero mientras mayor sea su avance, sabrán mejor que la ruta emprendida es infinita y que ningún nuevo conocimiento es poco importante o despreciable porque to­dos ellos tienen su utilidad en las ocasiones menos esperadas.

A todo hombre que aprecia su formación intelectual, ningún camino le parece difícil para llegar a ella, para fortalecer su conoci­miento; y sabe que todo dato, por insignifi­cante que se aprecie, es potencial útil que resultará aprovechable tarde o temprano. No solamente me refiero en esto a una utilidad expresiva para la Oratoria sino al provecho práctico, vital, en todos los órdenes, que un dato puede aportar al individuo.

Doña Concepción Villaverde, famosa cocinera que atendió por muchos años el co­medor de aviadores militares, sabía condi­mentar la comida muy bien y ponía además la grata pimienta de su charla. Una ocasión sirvió enchiladas poblanas de picadillo que, sin exageración, y dada mi entonces corta edad, me hicieron chuparme los dedos. En mi entusiasmo, le dije:

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—¡Tía Conchita, ¿de dónde copia usted sus recetas?, páseme su librito!

—De la basura... —Me dijo, divertida con mi reacción incrédula. Y me llevó a su bote: hasta encima una hoja del calendario arru­gada y manchada, ostentaba una receta de cocina al reverso: “Chiles en nogada

Ante mi asombro una de las meseras me explicó que ella había tirado la receta después de leerla y expresar su molestia porque “no estaba bien”.

Lo cierto es que la buena señora no leía libros de cocina pero el niño aquel que veía la receta en la basura, supo cómo hasta de lo que se tira, se puede obtener conocimiento.

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ACERCA D E LA IM PRO VISACIÓ N

Me propongo en este momento, y en este capítulo, una de las mayores hazañas de nues­tra época. Voy a descubrir el Océano Pací­fico. Con esto quiero señalar nuevamente que han transcurrido siglos de polémica en que se sostienen las excelencias del discurso es­crito en el bando de quienes tienen mayor facilidad para escribir, contra las excelencias de la improvisación en el de los que, lógi­camente, tienen mayor facilidad para hablar.Y cualquiera de los dos partidos que abra­zara, tendría siempre sus opositores. No falta quien señale la conseja de colocarse en el justo medio aristotélico; si se trata de la vida de un orador, esto podría equilibrarse escri­biendo la mitad de sus discursos y acudiendo

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a la improvisación en la otra mitad aunque la muerte podría sorprenderlo antes de ajustar un número par, y ya no sería tan justo el medio; pero si se trata de un discurso habla­do, ¿escribe la mitad y pronuncia la otra mi­tad improvisadamente?, ¿la del final o la del principio? Naturalmente que no. Con fre­cuencia recomiendan anotar los puntos prin­cipales y desarrollarlos, nos indican también escribir el discurso completo y desarrollado emotivamente en el momento preciso, nos hacen hincapié escribir y memorizar las ideas de tesis, se nos dice que debemos escribir un plan meditado y memorizarlo en un de­sarrollo a medias... ¿Qué debemos hacer?

Aquí está el “descubrimiento”: cada indi­viduo encontrará el medio adecuado a su necesidad expresiva.

No se piense que con esto trato de eludir el partidarismo a que me refiero antes, pues ya he dicho que a mí me parece, sobre todo en el aspecto didáctico, más útil la improvi­sación; solamente trato de hacer entender a nuestros muchachos oradores, que es muy factible encontramos con quienes no puedan improvisar y escriban en cambio notables

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piezas oratorias. Trato de evitar con toda in­tención la polémica en tomo al método, para que los jóvenes aprovechen su habilidad ar­gumentativa, en el ejercicio más adecuado a su personalidad. No estoy diciendo nada nue­vo; pero sí deseo recalcar la necesidad de que cada orador en formación lea y piense para elegir lo más adecuado, del mismo modo que escoge su ropa ante los escaparates y todavía le agrega su toque diverso ante el espejo.

En alguna ocasión, presioné demasiado en la clase de Oratoria a uno de los mucha­chos, para que venciera el temor inicial y participara activamente en el ejercicio; logré sólo la promesa de que “en la siguiente oca­sión” intervendría con un discurso. Así fue. Inició fogosamente una pieza sin muletillas, sin defectos, muy bien elaborada; no me pa­recía congruente con la anterior actividad de aquel jovencito habitualmente retraído y que mostraba su incultura en cuanto hablaba, pe­ro me abstuve de intervenir mientras trataba de encontrar una razón lógica al suceso... “Se lo escribieron” —pensé—; pero ¿a quién po­día acudir en su medio? De pronto, entre sus

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compañeros vi a uno de ellos que no atendía como los demás, sino que se hallaba absorto en la lectura de un pequeño libro.

Descubrí el secreto, mi incultura, mi falta de información, me había evitado identificar en aquella pieza oratoria uno de los discursos de Morelos. Desde ese día, empecé a leer discursos fuera de mi costumbre; pero para consuelo de mis jóvenes amigos, aquellos a quienes angustia el paso del tiempo, eso su­cedió como por el año casi legendario de 1957, y todavía no acabo de leer...

Todos podemos improvisar un discurso, esto también me lo han enseñado mis alum­nos. Pero antes que aplicar ninguna regla, ninguna fórmula secreta, se debe tomar la decisión y hacerlo.

—Sí, ya estoy decidido —me decía otro de los muchachos— pero ahora, ¿qué ha­go?

—Pues ahora míralos de frente y habla.—¿Pero de qué les hablo si no traje nada

preparado?—De lo que tú quieras, porque si me hu­

biese constado que traías algo preparado, no estarías donde estás, sino en tu lugar.

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—Pues... No se me ocurre nada. Nada ten­go qué decir.

Esto es transcripción real de un frecuente diálogo en mi clase, todos los que han pasado por ella, pueden atestiguarlo. Así, de manera impersonal, son sin embargo las mismas pa­labras, a veces textualmente, en ocasiones con ligeras variantes, pero se repiten todos los años y con muy diversos sujetos. ¿Fingen, o es real esta aseveración que se produce aún ante la insistencia del maestro? Sin duda, es real. ¿Cuál es la solución al proble­ma? ¿Cómo sacar al joven de su imposibi­lidad?

Lo que sucede, es que se encuentran en una situación diferente a las habituales. El solo hecho de levantarse de su silla y colo­carse frente a un grupo de personas que atien­den a sus actitudes y a su palabra, parece tender un velo sobre los ojos de su pensa­miento. Les inhibe el puesto que se les hace ocupar, no el acto de expresarse. Entonces, cuando la insistencia y la broma fallan, les pido que se dirijan al grupo, no a mí y les niego el derecho de sentarse sin empezar al­go, aunque sea una disculpa por esa impo­

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sibilidad que manifiestan, algo que les obli­gue a hilvanar un mínimo de dos o tres ideas. Cuando ya se encuentran en el seguro ba­luarte de su pupitre, les hago pensar en que vencieron el miedo y que se ha tratado de un discurso; acaso demasiado breve, pero ha sido un discurso.

En un antiguo tratado matritense, escrito por un abogado, don Joaquín María López, nos da el autor la siguiente definición: “La improvisación, no es más que la producción espontánea y repentina de lo que antes se ha aprendido y meditado”. Y más adelante, se refiere al orador: “El talento del impro­visador consiste en aprovechar con opor­tu n id ad y rap id ez en su d iscu rso los conocimientos que ha logrado atesorar a fuer­za de aplicación y de trabajo con prudencia y acierto”.*

He citado esto, porque se insiste en uno de los problemas básicos del orador princi­piante, la falta de información. ¿Qué es la falta de información? Es falta de conocimien­tos generales, falta de atención a los temas

* López, Joaquín Mana -Lecciones de elocuencia.-Madnd.-Ed. del Autor, Imprenta de Operarios.-1850.-T.IL, pp. 272-273.

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que el muchacho debiera saber durante su educación en la primaria, en la secundaria y en la preparatoria. Falta de conocimientos históricos, científicos, artísticos, literarios, de conocimientos elementales que le permitan cierta seguridad cultural. Esa es la riqueza que debe adquirirse.

La historia en los textos escolares, pero ampliada en otros libros de temas especiales, en la lectura de biografías noveladas; muy abundantes son ahora los libros que nos acer­can a temas científicos; además proliferan las revistas que contienen interesantísimos re­portajes y ensayos; y no digamos ya en el campo fértilísimo del arte y la literatura. Es ese el menor esfuerzo que se puede pedir.

Cuando los alumnos de nuestras secunda­rias y preparatorias se dedican a la charla amistosa en el café, en ia nevería, en el grupo de amigos de la barriada a que pertenecen, nadie va a indicarles los temas, nadie va a medirles el tiempo que disertan entusias- madamente sobre el reciente partido de fút­bol, sobre la pelea de campeonato o sobre el relato de la aventura amorosa y de la pe­lícula que recomiendan. Esto es Oratoria.

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La conversación, es una oratoria colectiva, libre, e improvisada y todo individuo puede conversar, platicar de lo que sus amigos y compañeros platican, discutir las razones po­derosas que respaldan su concepto en apoyo del equipo favorito y sostener lo que consi­dera sus ideales a puñetazos si es preciso. Aunque esto último sería ya una elocuente consecuencia de la Oratoria, y no es sino el instante anterior el que persigo yo, es sin embargo una irrefutable prueba que los mu­chachos han presenciado o vivido, a veces dolorosamente.

Si todo esto sucede y no necesitamos de­mostrárselo al joven, ¿qué pasa entonces en la clase?, ¿por qué en algunos sitios hasta pecan de parlanchines y en el otro enmude­cen? Muy sencillo, la diferencia es básica: entre sus amigos se sienten seguros, pueden sostener sus argumentos sin la autoridad de un maestro que los observe o refute; el tema surge solo, de la simple reunión que los hace amigos, de la charla común que los identifica.

En consecuencia, dentro de la clase el mu­chacho debe adquirir la misma seguridad, darse cuenta de que el círculo amistoso ha

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crecido un poco, de que los intereses comu­nes siguen siendo los mismos y los apasio­namientos que tratan en otros sitios pueden alcanzar mejores argumentos al intervenir mayor número de personas en la charla; todo ha crecido, hasta el tiempo en que deben ser expuestos los temas, y seguirá un aumento en directa proporción al crecimiento de los auditorios y de la cultura personal.

Otra disciplina útilísima al orador es la de saber escuchar. Se ejercita al mismo tiempo solamente obligándose a no intervenir hasta que haya terminado el orador en tumo, el joven sabe, más pronto de lo que suponemos, aquilatar la categoría de una discusión en to­no parlamentario; no es ya la charla de “pa­lomilla” en la que se arrebata la palabra y se discute a gritos y sin orden; es la del es­tudiante que debe tomar notas de sus acuer­dos y desacuerdos, de los argumentos débiles o falsos de quien expone, de las fallas en el conocimiento ajeno y que él ya ha superado, que va reuniendo datos para utilizarlos a su vez en cuanto se presente la oportunidad. Aprende a dominar la emoción, la ira misma se ve aplacada durante la espera del tumo y

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cuando llega a la tribuna, sabe lo que va a decir, se descubre a sí mismo en una desco­nocida dimensión que le permite crecer ante la estimación propia y la colectiva. Crece co­mo los navegantes griegos cuando abando­naron las pocilgas de Circe y parecían “más hermosos y más altos”, o cuando eran toca­dos por las diosas que los protegían.

Mientras el muchacho platica con sus ami­gos está improvisando un verdadero discurso, y en muchas ocasiones, él solo sostiene du­rante más tiempo del que imagina la atención general de los reunidos. Cuando trata de di­rigirse a un público, este mismo muchacho se inhibe porque piensa que en esa nueva situación debe hacerlo de manera elegan­te, con palabras rebuscadas, con metáforas que conviertan su intervención en un verda­dero poema.

Esta es la diferencia básica entre las dos situaciones, cuando el joven se decide a ha­blar ante auditorios que no lo conocen, debe hacerlo con igual seguridad y fluidez, exac­tamente de la misma manera que ante sus

HOMERO.-ia Odisea.- Rapsodia X.

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amigos; con todo, no debe perder la intención estética, pero lejos de que los adornos y pa­labras elegantes que anhela, aparezcan juntos y en el mismo instante, notará que de una manera lenta, casi imperceptible, su cerebro se acostumbra al hallazgo. Cuando pierde el temor al público y conforme va adquiriendo confianza en sí mismo para externar su pen­samiento, obtiene también libertad expresiva. De la misma manera que el jugador de fútbol estrena unos zapatos que le lastiman y no puede desplegar el día de su debut en las canchas mayores, igual efectividad que cuan­do jugaba en su propio campo deportivo, se hace necesario quitarse los zapatos y utilizar los viejos, aunque luzca menos, pero que se gane el encuentro. Debe el orador principian­te sentirse seguro antes que nada, después irá apropiándose de los elementos que quiera, hasta “jugar en cualquier cancha y con los zapatos que le pongan”.

Nuestro joven lector, o nuestro joven alumno, debe aprender a asomarse al propio interior con relativa frecuencia para obtener buenos dividendos en sus actividades; no so­lamente en la Oratoria, sino en las del ca­

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rácter integral que lo formen; es el principio de un auténtico y antiguo anhelo de la Hu­manidad, el muy perseguido “Cónocete a tí mismo ” de Sócrates.

Nuestra época, llena de asombrosos inven­tos en artefactos mecánicos electrónicos de espectaculares atractivos, de notabilísimos descubrimientos en el espacio, nos obliga a exteriorizar la atención; y muchas veces, la solución general en los problemas de relación humana se encierra en el interno espectáculo de la auto observación. Sepamos cómo se inicia el joven orador en esta exploratoria aventura.

Cuando vamos al cine y vemos una pelí­cula que nos interesa, en casi ninguno de los momentos de la exhibición podemos pensar en otra cosa, es tan grande el gusto por su desarrollo, que nos embebe y no separamos la vista de la pantalla para poder asimilar cada uno de los detalles; nuestro pensamiento va conducido por el de los actores, por la ininterrumpida acción, por la composición fotográfica, por la música de fondo y el relato que nos absorbe. En cambio, si la película es ajena a nuestro interés, aunque su presen­

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tación nos obligue a atenderla, inmediata­mente surge nuestra crítica, pensamos lo que dijo y debiera decir tal o cual personaje, nos aburrimos con el tema y lo mejoramos a nuestro gusto, pensamos en que tal vez otra música fuera más adecuada, etc., etc. En una palabra, hacemos un discurso interior para convencemos a nosotros mismos de todas las razones que tenemos para que aquella pelí­cula nos disguste.

Si más tarde se ofrece hablar de cine, no­sotros ya sabemos el tema, tenemos argu­mentos para defender una película y atacar otra; en la charla amistosa a que hemos hecho referencia, estamos capacitados para hablar largamente, hacer citas y decir por qué nos parecen defectos los defectos. Antes de ha­blar con nadie, pensamos; y si vamos solos al cine, acentuaremos la discusión con ese otro yo; estaremos más seguros de asomamos hacia nosotros mismos.

Este mismo hecho, lo trasladamos al salón de clase. Todavía podemos pasar a un campo más reducido, a ese interior individual que pretendemos hacer conocido. Vamos a suponer el increíble caso del muchacho que

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nunca haya dirigido la palabra a un público, que jamás haya platicado como lo hemos señalado hasta ahora; entonces, seguramen­te habrá escuchado como elemento pasivo algunos discursos de sus amigos, de sus maestros, en alguna festividad, o en algún espectáculo de cualquier índole; mientras la atención del increíble sujeto que proponemos sigue la ruta que le va marcando el pensa­miento ajeno, seguramente no habrá faltado ocasión en que el pensamiento propio elabore algo a su vez; en que las pasiones que des­pierta el orador le obliguen a entusiasmarse o a sentir el interno impulso de la contradic­ción. Aunque no lo lleve a efecto, el solo hecho de pensarlo, de prolongar la propia reflexión sobre los problemas planteados, es ya la confección de un discurso. Sólo hay que hacerlo consciente.

Esto es fácil de asimilar para todos los jóvenes. Entienden que no he falseado la ver­dad porque pueden comprobarlo en su propio campo mental; lo han sentido, lo han vivido y lo más frecuente es que no sea en pocas ocasiones, sino que hay más de las que cada persona puede imaginar de pronto.

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De estos hechos, a conducirlos hacia las actuaciones directas, solamente hay el paso de la determinación para cambiar de sitio; el momento que nos hace salir de un grupo hu­mano, para colocamos ante él a platicar las impresiones que hemos vivido: en el primer caso, para convencerlos de que vean o dejen de ver una película que nosotros conocemos ya, les exponemos las razones que nos asis­ten, pensamos en los mensajes que pudieran encerrarse en el espectáculo, en los momen­tos que atraigan el interés colectivo, en todo lo que nuestras ideas y sentimientos han ad­quirido en la misma fuente a que tratamos de conducir o alejar a nuestros oyentes; en el segundo caso, el conocimiento adquirido con anterioridad al momento que se vive, será motor definitivo para tomar actitudes contra­dictorias o favorables al escuchar a quien ex­pone su pensamiento. Si no sabemos nada de lo que el orador predica, indudablemente nada se podrá argumentar en pro ni en contra de su exposición.

En todas las profesiones, en todas las ar­tesanías y las artes, se produce un fenómeno análogo: para convertirse en médico, abo­

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gado, ingeniero, etc., no basta desearlo, es necesario transcurrir por una infinidad de aulas y se requieren muchos años desde el momento que se aprenden las primeras le­tras hasta el feliz instante en que se hace la lectura en el acta del examen profesional; y cuando el flamante profesionista abre su despacho, consultorio o cualquier otro ex­pendio de sus servicios, se da cuenta que todavía es necesario que transcurran varios años más para considerarse profesionista. Un artesano, debe recibir muchos coscorro­nes del maestro y de los oficiales, durante todo el tiempo que transcurra en el novi­ciado del aprendiz; y cuando ha adquirido la habilidad en el trabajo, todavía debe cum­plir un largo lapso antes de independizarse y laborar por su cuenta. Todos son períodos más o menos arduos de asimilación, en los que el individuo destinado a ejercer un tra­bajo, se informa del cúmulo principal en los conocimientos adecuados al ejercicio que pretende.

La Oratoria no puede ser desde luego, más que en muy excepcionales casos, la principal actividad de una persona; pero de cualquier

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manera que sea necesaria, va a exigir a quien la practique un lapso más o menos grande y mucha información. Nuestros impacientes y ansiosos alumnos quisieran convertirse en consumados oradores de la noche a la ma­ñana, pero eso es un imposible a menos que se encuentren por ahí la muy famosa lámpara de Aladino; con todo, lo que sí pueden iniciar de inmediato, en el instante preciso que se lo propongan, es el camino paralelo del ejer­cicio oratorio y de la información. Dirigir sus anhelantes intenciones a una biblioteca pública o particular y abrir decididamente los libros que llamen más poderosamente su atención aunque sea por el aspecto de la pas­ta, y leerlos; tratar de entender y discutir con ese otro yo inseparable que todos transpor­tamos, tratar de ampliar, en cada vez mejores y mayores fuentes, los conocimientos que se vayan adquiriendo; sacarlos a relucir en las conversaciones con personas más informadas que uno, y aclarar dudas; iniciar la búsqueda de novedades en los campos que absorban el interés, y más tarde, conducir el conoci­miento a cuanta oportunidad se nos presente de charla, discusión o discurso.

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Todo muchacho de nuestras escuelas se­cundarias o preparatorias, toda persona que cultive una mínima preocupación por la lec­tura, tiene indudablemente las bases en que habrá de edificar una cultura general; basta un poco de disciplina, hacerse el firme pro­pósito, y cumplirlo, de leer diariamente una hora; aunque fuere media hora pero en el hábito diario e ineludible.

Cuando en alguna ocasión he señalado esta pequeña disciplina a mis alumnos, las reac­ciones han sido múltiples; desde la absoluta incredulidad de quienes piensan que en ese corto tiempo nada harán en el acopio de su información, hasta el que es ya posedor de mejores hábitos y afirma categóricamente que está acostumbrado a leer mayor tiempo y no adquiere la información a que me re­fiero.

Algunos muchachos, los llamados “ma­cheteros” en la jerga estudiantil, efectivamen­te se dedican a sus libros, pero por lo general lo hacen con la finalidad loable de cumplir las exigencias de sus obligaciones estudian­tiles; no van más allá de lo que determina el maestro y de las páginas a que les limiten

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los textos. Ellos adquieren una información efectiva afirmada en el repaso y en la cons­tancia; pero ni al profesional, y mucho menos al estudiante, es suficiente esta información; una persona ya en el ejercicio de su profe­sión, se supone mucho mejor estructurada en su cultura que cualquiera de nuestros mu­chachos; pero a pesar de que hay excepciones en ambos casos, el profesional se ve obligado por su actividad a la frecuente consulta, a la lectura disciplinada que lo mantenga como se dice “al día”, si desea que su trabajo cum­pla con efectividad o sobresalga cualitativa­mente entre sus colegas. Es el mismo caso del “machetero” o del “aplicado” en un salón de clase, ¿qué puede hacerlo diferente?, ¿por qué destaca en el grupo?

Todo estudiante lo sabe bien. Este tipo de alumno es el que está capacitado porque se tomó el trabajo de preparar el tema, de hacer la “tarea”, de leer el texto; y como lógica consecuencia, es el que se ha capacitado pa­ra sostener el diálogo con el profesor y an­te los ojos de los que no quieren hacerlo así o “no pueden” como ellos afirman; ese tipo de estudiante se convierte en “el consentido”

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de todos los maestros. ¿Efectivamente se le consiente? Tal vez sí en muchas ocasiones pero en la mayoría de los casos, ese aparente consentimiento es sólo el discurso dialogado que atrae la atención de quienes no se capa­citaron para sostenerlo y naturalmente, la de quienes han preparado su atención para en­tenderlo mejor en el momento que se desa­rrolla.

He afirmado antes que los jóvenes de nues­tras escuelas ya han adquirido bases para ob­tener la cultura necesaria, que basta una casi insignificante habituación para lograrla por medio de una lectura disciplinada en tiempo diario.

—¿Y si no son los textos, qué vamos a leer?

Esta pregunta me la han dirigido en mu­chísimas ocasiones. Yo no afirmo de ninguna manera que dejen de leerse los textos, sino que la nueva disciplina se adquiera, además de la obligación que el trabajo o el estudio exijan a cada individuo.

Toda persona que se haya iniciado en la vida escolar, conoce los nombres primordia­les de nuestra Historia, desde el principio

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de nuestra educación hemos oído hablar de Hidalgo, de Don José María Morelos, de Juá­rez, y en cada uno de los años transcurridos, se nos ha dicho o hemos leído un poquito más acerca de cada uno. Asociados a estos tres nombres hemos conocido otros, de los personajes que se han relacionado con ellos; por ejemplo, Allende, Aldama, Galeana, Abasolo, Doña Josefa Ortiz de Domínguez, los herm anos Bravo, G uillerm o Prieto, Ocampo, etc., etc. Y si continuamos por es­te camino, a cada uno de los personajes men­cionados en segundo térm ino podem os agregar muchos más, incrementar ese cono­cimiento con anécdotas, hechos poco cono­cidos en que hayan participado, artículos que ocasionalmente vemos en alguna revista, o periódico, o quiza en películas y programas de televisión.

Este primer paso para adquirir informa­ción, nos dará ya una infinidad de rutas. Cada uno de nuestros muchachos, según la educa­ción recibida de sus maestros y de sus padres, tendrá sus personales inclinaciones, sus sim­patías por tal o cual personaje, sabrá destacar los que interesan más poderosamente su aten­

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ción... ¿Por qué no buscar una biografía que conduzca a conocer más a su héroe favorito? No biografías como las que aparecen en las enciclopedias o los libros de texto, sino en donde un libro completo se dedique al estu­dio de su personaje. Al terminarlo, podrá ini­ciar otro, pedir consejo para saber cuáles son los biógrafos que discuten sobre la per­sonalidad, por ejemplo de Juárez, ahondar en los detalles que nos lo muestran mejor. Si desea continuar, hacer una pequeña lista para iniciar el trabajo, donde reúna los nom­bres que juzgue principales en la propia evo­cac ió n ; p o s ib lem en te fuese útil a su conveniencia revisar en sus libros de texto el conocimiento adquirido hasta ese momen­to, buscar en las revistas viejas, que en mu­chas casas se guardan, para aumentar las ideas que se han formado en cada uno de los objetivos que se persiguen; consultar des­de luego, las enciclopedias para saber cómo han resumido el concepto general; y al ter­minar este repaso, se hallará sin duda ante la sorpresa de que mucho tema olvidado y de que, gran parte de lo que había leído en anteriores ocasiones, encierra sin embargo el

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mismo sabor a novedad como si nunca lo hubiese visto antes.

Este primer paso de revisión, parecerá a muchos de nuestros inocentes y jóvenes ami­gos que es poco pedirles, a simple vista esto no les debería llevar según su concepto, que tengo comprobado, arriba de una o dos se­manas...

Cuando he llegado a escuchar esto desde esa adolescente petulancia que todos he­mos vivido alguna vez y que a algunos se nos prolonga demasiado, la experiencia, esa noble amiga que tenemos todos los petulantes y que sufridamente nos aguanta todo, ya no me da permiso de entablar una discu­sión sin objeto, de iniciar un discurso para convencer al joven interlocutor; ella me ha comprobado en más casos de los que pu­diera recordar de pronto, que hay otra maes­tra mejor que muchos de los que hemos adquirido el título pues la práctica efecti­va y personal, será la única medida que diga al muchacho y a veces a mí, cuando me en­teran, la exacta medida temporal del suceso. Por esto, solamente me limito a la libertad de una sonrisa y a dejar en sus oídos el alen­

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tador apoyo en dos palabras: “¡ánimo..., áni­mo....!”

Como es muy posible que a pesar de ini­ciarse por este camino que señalo, nuestros amigos oradores en ciernes, sientan flaquear la endeble voluntad no acostumbrada a se­mejantes disciplinas, vamos a poner una pe­queña brújula en sus manos; el sendero es ancho y seguro, se puede caminar por él vol­teando para otro lado. ¿Qué locura se me ocurre ahora? Muy sencillo. Sin abandonar el trabajo de revisar el conocimiento como hemos señalado, es sencillo entrar al estudio paralelo de alguno de los personajes, dedi­carse al aspecto unitario de la biografía es­pecífica y continuar con el trabajo de revisión colectiva; es decir, hacer las dos cosas al mis­mo tiempo. Es más trabajo, pero se aburre uno menos.

Otra de las formas que nuestros jóvenes pueden aplicar para aumentar su información cultural, es la de abordar temas generales, épocas, corrientes, países, etapas, etc.; y cual­quiera que sea el objeto central de su elección, abordar de lleno el acopio de datos que abun­den en sus adquisiciones hasta poder consi­

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derar que hay un tema bien conocido. Vamos a suponer, que el tema elegido es El arte; entonces, después de enterarse que hay Artes plásticas y Artes fonéticas, de analizar los cinco grupos clásicos de Arquitectura, Es­cultura, Pintura, Música y Poesía, enterarse de todo lo que esté a su alcance primero en tomo al concepto general, y más tarde par­ticularizando cada uno de estos grupos; lue­go se abordarán las llamadas Artes mixtas y las Artes modernas; llegando en fin, hasta los últimos límites que el interés personal exija. Del mismo modo, pueden señalarse al­gunos otros temas que deberán ser tratados así, exhaustivamente. Por ejemplo, La Revo­lución Mexicana, El Humanismo, El Rena­cimiento, la Cultura mexicana o la Cultura italiana, etc., tal como se señala al iniciar estas sugerencias.

Un principio establecido, casi axiomático, indica que debe adquirirse el conocimiento ordenadamente, que el estudio debe some­terse a un proceso sistemático, que se hace necesaria la aplicación de algún método que favorezca una verdadera adquisición. Hay también el concepto de quienes abogan por

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el desorden, en el sentido de que lo impor­tante es asimilar sin detenerse a seguir un proceso determinado. Yo insisto, de acuerdo con el adagio popular, que “cada quien tiene su modo de matar tortugas...”

Simplemente deseo señalar que hay men­talidades sistemáticas, a las que se hace ne­cesaria una asimilación que obedezca a un verdadero “cuadro sinóptico mental”; mien­tras que en otros casos, es imperioso para un buen resultado cierto desorden. Mientras algunas personas prefieren no iniciar la lec­tura de un nuevo libro hasta no terminar el que tienen en tumo, hay algunos cerebros que le exigen a su propietario alternar hasta tres o cuatro libros de materias diversas; y en cierto modo, la vida estudiantil obliga en la multiplicidad de materias, a este último tipo de disciplina. Con todo, debemos refle­xionar que, dada la muy frecuente irrespon­sabilidad de nuestros muchachos, es más útil fomentar el estudio o la lectura desordenados, que dejarlos quedar en el propósito sin llegar a la actividad.

Desde muy remotas épocas sostenidas en la tradición oral escolar, se viene repitiendo

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incesantemente el mismo hecho; ante los des­calabros de los exámenes y de los fracasos, las alforjas mentales del estudiante se llenan de buenos propósitos. En buen porcentaje se inicia fogosamente la nueva actividad que habrá de conducir a nuestros descalabrados amigos hacia una productividad escolar; pero en otro porcentaje demasiado pobre, los bue­nos propósitos se cumplen; lo más común, es que se caiga en ese delito tan cometido que registra el código virtual del estudiante: Estudio en grado de tentativa.

He señalado hasta aquí algunos medios sencillos para que los muchachos se inicien, en el preciso sentido de la palabra, en una serie de pequeños esfuerzos, de interesantes adquisiciones que sin duda facilitarán un po­co la orientación ante uno de los “pequeños grandes problemas” del adolescente. Muchas veces se tiene la decisión, se tiene el con­vencimiento, se sabe la necesidad, pero se ignora el cómo empezar; el joven se deses­pera en una lucha aparente que no le permite asimilar todo el conocimiento que él desea, le llega a parecer demasiado el tiempo que ocupa sin obtener gran cosa y entonces co­

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mete el error de abandonar sus buenas in­tenciones.

Para estos muchachos, un solo consejo más: cuando inicien la lectura de algún libro ajeno a sus estudios, si han transcurrido por las páginas de dos o tres capítulos y les abu­rre, si no lo entienden o no les interesa, hay que abandonarlo de inmediato para iniciar otro. El mejor guía para asimilar, para com­prender, para gustar, para interesar e inclu­sive para estudiar, es el mismo libro; una lectura forzada, carece de alicientes. Cuan­do la lectura nos resulta placentera, todos los demás elementos se incrementan por sí so­los; a veces muy lentamente, de manera pau­latina, pero segura. Y el mismo interés que despierte la lectura, obligará a consultar dic­cionarios, enciclopedias y toda otra fuente al alcance de nuestros alumnos.

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SUGERENCIAS PARA ELABORAR LO S DISCURSOS

No habrá de faltar entre nuestros impa­cientes jóvenes amigos —estoy seguro— quienes piensen iniciar la lectura de este libro precisamente en este capítulo. Parten sin du­da de una ingenua suposición que derivan del título que lo encabeza. Piensan encontrar aquí toda la clave para convertirse en ora­dores y al mismo tiempo, evitarse la molestia de engorrosos preámbulos, de atender a lo que se presupone sin interés. Con entera sin­ceridad, anuncio que habrá de sufrir un chas­co quien así conceptúe estas páginas, pero es natural que nadie pueda evitar este deseo si el lector así lo tiene decidido. Adelante pues.

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Con todo, y precisamente por lo que en capítulos anteriores he argumentado, aquí me limitaré a lo que en exacto sentido señalo como sugerencias. De ninguna manera se de­berá tomar este libro al pie de la letra, ni como una perceptiva, ni como una reglamen­tación; simplemente apunto algunas ideas muy conocidas y otras que acaso se me hayan ocurrido a mí; aunque con aquello del notable Sabio de “«o hay nada nuevo bajo el so l”, muchas veces siento cierto temorcillo al fir­mar el producto de mis locuras.

Antes que nada, para reafirmar el hecho de que los oradores deben ser personas cul­tas, es necesario sugerirles algo para asimilar mejor la infinidad de páginas que habrá de pasar bajo sus ojos. Me parece que en El arte de escribir de Antoine Albalat, he leído la categórica afirmación de que no existen los hombres sabios, sino sus nutridos tarje­teros.. Yo no me atrevería a la temeridad de tal afirmación, pues he tenido la fortuna de conocer algunos sabios y nunca me ha cons­tado que su sabiduría proceda de un archivo semejante; pero para nosotros, los hombres comunes, que más o menos temprano inicia­

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mos el camino del estudio autodidacta como una complementación a las exigencias cum­plidas en la escuela, el tarjetero resulta un útil auxiliar. Algunas personas subrayan los libros; otras, copian los párrafos interesantes y los vierten en un cuaderno de notas; y no falta quien los clasifica en tarjetas. Para el orador, este sistema es el más cómodo, el más funcional.

Existen varias formas para elaborar y cla­sificar el tarjetero. Voy a sugerir una, que considero adecuada para la vida estudiantil y para las necesidades del orador que se ini­cia.

En el ángulo superior izquierdo de la tar­jeta, se pone el nombre del autor del libro que ocupa el tumo en la lectura; en el cuerpo de la tarjeta, se hacen las anotaciones que nos interesan y que hemos tomado textual­mente; al pie de cada una de ellas, en el ángulo inferior derecho, anotaremos los datos de localización; es decir, el nombre del libro, la página, la edición y si está en nuestra bi­blioteca personal, o en alguna otra. El reverso de la tarjeta lo usamos en caso necesario, para nuestros comentarios, críticas o ideas

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que nos ha sugerido la lectura. Cuando una tarjeta no es suficiente, al final, en vez de los datos de localización se pone una señal que indique la continuidad a la siguiente tar­jeta; para saber, al clasificarlas alfabéticamen­te, que esas tarjetas no deben separarse.

Otra buena costumbre, es enriquecer el tar­jetero con una tarjeta más por cada ejemplar, en donde se ponga el nombre del libro en el ángulo superior izquierdo, el que se clasifica alfabéticamente, y en el cuerpo de la tarjeta el nombre del autor. Esto se hace para evitar el olvido cuando se recuerda el libro sola­mente y se ha arrinconado en los desvanes de la memoria, el nombre de quien con toda humildad nos hizo el beneficio de escribirlo. Al buscar el título, la tarjeta nos remitirá al nombre del autor y a las notas que poseemos de su trabajo.

Es costumbre entre los oradores —de la que muy frecuentemente abusan— incluir en sus discursos frases célebres y pensamientos ajenos que les han deslumbrado; y siguiendo pacientemente la costumbre de reunir tarje­tas, llegará el día que tengan en una simple caja de zapatos el tesoro de mejores caudales

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que los de quienes acostumbran guardarlos en sus cajas fuertes.

Veamos un esquema que ejemplifique es­tas tarjetas:

KELLY, William A.

“El razonamiento satisfactorio en la escuela, tanto como en la vida, depende de la capacidad del individuo para recordar lo que es esencial y olvidar aquello que no lo es. La tendencia natural es olvidar lo que no parece importante o esencial y que, además, no es objeto de interés personal alguno”... “El factor más importante es la capacidad para seleccionar aquello que debe ser recordado”.

Psicología de la educación, p. 97.

Ed. Morata.—Madrid.— 1964.

En ocasiones, habrá libros de los que el interés personal no obtenga gran número de tarjetas; posiblemente, llegue a suceder el ex­traño caso de que no se obtenga ninguna, pero lo frecuente es que toda lectura nos deje alguna utilidad; y al tener en un tarjetero el producto de varios libros leídos, nos será fácil recurrir al conocimiento archivado, con re­lativa frecuencia, sin tener que andar de nue­

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vo los kilómetros de líneas en las páginas leídas.

Uno de los conceptos abundantes en los textos, que yo juzgo útil, es hacer acopio de palabras que incrementen nuestro vocabula­rio; para lograr este objetivo, abundan los “métodos” y yo insisto en el diccionario, de ser posible enciclopédico, como el más firme apoyo para cualquiera de los sistemas que se encamine a lograr esta meta.

El más usual de todos, consiste en el sub­rayado de palabras desconocidas que van apareciendo en la lectura; esto no es su­ficiente, si no se acude a consultar el sig­nificado, y a su posterior aplicación en el uso propio. Este mismo trabajo es recomen­dable, cuando se ejercita en la lectura de un solo autor que sea de nuestro agrado, pero, además de la búsqueda de palabras descono­cidas para nosotros, debemos tratar de en­contrar el vocabulario especial que usa ese autor, saber cuáles son las voces más fre­cuentes en el estilo que nos impresiona, y después de pasarlas al tamiz de la consulta, encontrar la posible aplicación que les po­damos dar.

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El medio de que yo me valgo en ocasiones con mis alumnos, se basa directamente en el uso del diccionario como excitante de una autocuriosidad. Un buen día llego a la clase con el tumbaburros, lo abro en cualquier pá­gina y comienzo a interrogar sobre el signi­ficado de las palabras en riguroso orden. Por supuesto, entre las catorce o quince palabras que les pregunto, hay algunas muy conoci­das, pero lo más frecuente es que desconoz­can, en un grupo, un mínimo de la tercera parte. Cuando ninguno de los muchachos del grupo conoce el significado de un vocablo, lo anoto en el pizarrón y hago que lo copien en sus cuadernos; a continuación, leo los sig­nificados de las palabras que sí tuvieron res­puesta y muchos de ellos se encuentran con la sorpresa de que creían saber o de que sabían algo aproximado; les hago pensar en cada palabra, en algunas semejanzas con otras de la misma familia y pido que se cons­truya una oración en donde quede incluida y bien usada. Después, dictó el significado de los vocablos desconocidos para ellos y los sometemos entre todos al mismo proceso de relación y aplicación. Como las clases suelen

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tener una frecuencia de tres veces por sema­na, les propongo dos procedimientos mate­máticos para lograr el incremento buscado.

Les hago ver el número de palabras ad­quiridas en plena novedad y el número de las que sabían a medias y ahora saben bien. Vamos a suponer que solamente queda el be­neficio de las palabras nuevas y que alcan­zaron un número de cinco. Si semanalmente adquieren 15 nuevas palabras por su cuenta, siguiendo la ruta que el mismo alfabeto les señala, al final del año en las 52 semanas que tiene, habrán aprendido 410 palabras to­talmente nuevas entre las que habrá nombres célebres, toponimias, tecnicismos, nombres mitológicos, etcétera.

Si el muchacho además desarrolla como complemento necesario, la curiosidad de in­vestigar un poco más las biografías y los ma­pas, puede alcanzar envidiables niveles de cultura.

El otro medio, es más simple por el es­fuerzo necesario y por el tiempo que ocupa pero suele parecer más difícil por la cons­tancia que necesita; aunque una vez logrado el hábito es más sencillo que aprender a la­

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varse los dientes; consiste en tomar el dic­cionario diariamente, tal vez en el intervalo de llegar a casa e iniciar la comida o quizás antes de acostarse; cada quién a la hora que le sea factible pero sin dejarlo de hacer todos los días y aprender solamente dos palabras nuevas; el resultado útil anual, será de sete­cientas treinta palabras y media. Aunque al­gunos prefieren descansar el 29 de febrero cada cuatro años, para no aprender la media palabra.

En algunas ocasiones, he visto recomendar que se estudie la sinonimia con las debi­das reservas de aclarar que los sinónimos perfectos no existen. Con todo, recomiendan los diccionarios de sinónimos porque la abundancia de vocablos con igual o aproxi­mada significación permiten al orador elabo­rar un mejor estilo, sin repeticiones, con variedad ágil, etc. La práctica es buena, pero queda incluida en el acudir al diccionario, pues sólo al indagar significados, hallaremos sinónimos.

Sin embargo, lejos de aconsejar que se abandone el intento, creo que no basta con hacer asimilar al joven una serie de palabras

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más o menos equivalentes, sino que lo mejor sería partir precisamente hacia la sutileza de la diferenciación. Yo acostumbro dar pri­mero la lista de sinónimos; ya sacada de uno de estos diccionarios, o bien obtenida por competencia en el grupo; después de ver quién logra mayor número en un minuto, lo que incrementa su presteza en usarlos opor­tunamente, para conducirlos luego a la dife­rencia que el concepto personal pueda distinguir y terminar cotejándola con el dic­cionario.

Todo esto los estrena y desde luego, puede hacerlo cada muchacho por su cuenta; es ne­cesario hacerlos entender el beneficio que significa la adquisición de hábitos sin la vi­gilancia o exigencia de nadie, no solamente en un curso de Oratoria, sino en su vida es­tudiantil primero y profesional más tarde.

Algunas revistas publican ejercicios enca­minados a precisar e incrementar el conoci­miento del lenguaje, es necesario que el orador no desaproveche este tipo de pasa­tiempos; los crucigramas, los ahorcados, todo trabajo del vocabulario, se debe atender, so­bre todo si es ameno.

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A nadie escapa que lo dicho hasta ahora, está destinado a la asimilación de conoci­miento, a la parte pasiva que reúne material de trabajo, pero sin duda alguna nuestros im­pacientes amigos lo que desean saber mejor que cómo se acumula, es cómo se usa. Con todo, antes les haremos reflexionar que si se desea hacer una revolución, primero debe ha­ber armas y parque; si deseamos salir de va­caciones a las lejanas islas de nuestros sueños, necesitaremos ahorrar para el pasaje y si nos queremos casar, lo primero que de­bemos hacer es buscar novia, casa, muebles y trabajo, porque es una verdad lo que decían los abuelos; “¿Con qué se tapan.... si llueve?”

Ahora bien, para hablar, para el momento preciso en que el muchacho habrá de pisar el estrado y dirigir su discurso a un atento auditorio, yo insisto en la fórmula de los pin­tores: “...¿te gusta pintar?, ¡pinta!” ...¿Te gus­ta hablar?, ¡habla!

Ya hemos argumentado al respecto, pero en la sencillez de la orden que nos lanza al ruedo, la cosa no resulta tan simple. Del mis­mo modo que “el espontáneo” se tira en la fiesta brava, y de cerca le ve los ojos y los

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cuernos mucho más grandes al toro que veía desde los tendidos, así el orador le ve crecer —nada más los ojos— a su público.

Reflexionemos que nadie torea si antes no ha visto torear, nadie se decide a ser médico antes de ver desde niño, a ese circunspecto personaje que se pone un extraño aparato y nos lo pasa por todo el pecho y la espalda, saca su termómetro y nos mide la tempera­tura, nos aprieta la muñeca, escribe signos cabalísticos en un trozo de papel y después de hacemos cuando más un cariño en el pelo, habla largamente con nuestra madre y cobra un hermoso billete antes de despedirse; y a pesar de los terribles sabores de sus medici­nas, nuestro infantil asombro ve que se le colma de atenciones, se le acompaña a la puerta y más tarde, sus órdenes son mandatos rígidos que todos en la casa deben obedecer. Desde ese momento, y desde la redondez inu­sitada que cuelga el asombro de nuestros ojos, decidimos ser doctores de la misma ma­nera que antes deseamos ser bomberos o aviadores. La diferencia es que algunos lo olvidan y otros no; pero de la misma manera, no podemos abrigar el secreto deseo de ser

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oradores si nunca hemos escuchado a uno de esos magos de la palabra, por lo menos a los que venden hierbas medicinales en los mercados y que el vulgo moteja de merolicos. Para mí, son respetables oradores. Conven­cen a su público.

La imitación es, con todo lo que tiene de instintiva, una de las más poderosas razones de nuestra actividad. Con todo, no es sufi­ciente; después que se imita, viene el más importante aspecto, la lenta evolución que habrá de domeñar la propia personalidad, los sucesivos hallazgos que uniéndose unos a otros en el largo transcurso de la formación, habrán de producir el estilo.

No crean los jóvenes que este don surge de pronto para deslumbrar a las multitudes, no se piense que la innata disposición y los afanes producen al artista, son muchos los esfuerzos que la práctica exige para adquirir una ha­bilidad y todavía después de haber triunfado sobre los obstáculos que nos presentan las técnicas y preceptivas, se hace necesario acu­dir a las famosos amarillos de Leonardo.

Nos contaba mi maestro Ángel Salas la famosa anécdota: cuando Andrea del Sarto

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se presentó ante Leonardo Da Vinci preten­diendo ser aprendiz, lo puso a pintar una puerta. “Es que yo quiero ser pintor de cua­dros, como usted, Maestro...” replicaba el muchacho; y Leonardo le respondió: “—Yo primero pinté puertas”, Y seguramente An­drea del Sarto hubo de pintar muchas cosas más antes de poner un pincel sobre una tela; cierto día presentó al Maestro un cuadro en que aseguraba haber aplicado toda la ense­ñanza adquirida: la composición de la tela, los ingredientes precisos en las pinturas, todo con celosa exactitud y sin embargo al cuadro le faltaba algo... Leonardo lo observó cuida­dosamente, lo analizó y comprobó las afir­maciones del discípulo; sin decirle nada, tomó un pincel, lo hundió en el color amarillo y ágilmente lo pasó sobre el cuadro en unos cuantos trazos. Y ese algo lo hizo vivir; en el asombro del discípulo Leonardo vio una interrogante luz que exigía una respuesta: “Le faltaba el genio”, dijo.

Quien haya escuchado al maestro Ángel Salas, sabrá conmigo que en sus labios estos relatos eran muy impresionantes; se queda­ban tan grabados, que los recuerda y los re­

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pite uno toda la vida porque son verdaderas lecciones, más por lo que se calla que por todo lo que dicen.

Nuestros oradores en ciernes deben escu­char largamente. Acaso hasta en la misma oratoria populachera del merolico que los in­telectuales desprecian, quizá en el candidato a diputado o en el notable tribuno que ad­miran, encuentren algún destello feliz que les sea útil. Entre algunas de esas meras forma ­lidades que la evocación me guarda de los oradores que he visto, recuerdo que una re­petida frase inicial de Eduardo Estrada Ojeda me impresionaba en la lucha estudiantil; es una frase de lo más simple y aislada aquí, hasta casi sin significado; pero de enor­me fuerza emocional en medio del momento en que se pronunciaba; por lo menos en mí producía efecto, tal vez por el tono o el entusiasmo con que descendía desde las im­provisadas tribunas. Muchas veces iniciaba el discurso con las mismas palabras: “La san­gre joven que hierve en nuestras venas...” Y a muchos hasta se nos evaporaba. De veras.

En la misma época, recibí una lección de fuerza en un ardid aplicado por otro de núes-

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tros oradores estudiantiles; a mitad de un tu­multo en el Anfiteatro Bolívar, cuando todos atendíamos a seis o siete oradores que trata­ban de arrebatarse la palabra y hablaban a gritos casi al unísono para evitar la interven­ción personal del General León Lobato, en­tonces Jefe de la Policía, la voz potente de Helio Carlos Mendoza acaparó definitiva­mente el debate sólo situándose en el pasillo, a la mitad de la gradería para gritar su orden de silencio inicial. Después de lo sorpresivo del instante, aquel mandato se acató mientras él hablaba.

Píndaro Urióstegui, fue durante varios años sin saberlo, modelo de mis alumnos de la Preparatoria de Coapa, quienes exageran­do sus ademanes, parecían quitarse una lona que hubiese caído a sus espaldas y les tapa­ra la cara. Lo más difícil, es hacer compren­der a los jóvenes que deben abandonar las sombras ajenas para dejar surgir su propia calidad.

No niego la utilidad de los modelos, al contrario, deben imitarse, pero abandonarlos pronto para que no ahoguen el desarrollo de la propia estructura. Solamente escuchando

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muchos y buenos oradores, el joven podrá seleccionar detalles, recursos, habilidades, para adaptarlos a su temperamento y hacer que a él le sean personalmente útiles. Es la vieja preceptiva de Demades a quien le pre­guntaban cómo se hizo orador y contestaba que en el Foro de Atenas, escuchando e imi­tando a los demás.

Ya he señalado en otro sitio, que el mie­do es el más terrible enemigo del orador; no puede haber oradores timoratos, los tími­dos deben vencer primero la batalla interior. ¿Cómo? De la misma manera que se nos ha quitado el miedo a los fantasmas viendo que debajo de la sábana se esconde uno de nues­tros graciosos amigos. Se quita el miedo al agua cuando se nada. Se quita el miedo a las inyecciones cuando nos convencemos de que duelen menos de lo que pensábamos. Es el mismo caso de todos los miedos, se pier­den cuando se hace precísamete lo que se teme; el miedo del orador desaparece, cuando habla muchas veces ante muchos públicos.

Vuelvo ahora al mismo problema de la im­provisación. Esta manera de hablar tiene tam­bién esta ventaja, la necesidad misma de salir

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del trance obliga al muchacho a vencer su miedo.

El que prepara su discurso, se sostiene so­bre la cuerda floja de la memoria y si cae, el miedo se incrementa en vez de disminuir porque además de todo lo vencido hasta el momento mismo de colocarse ante un audi­torio, habrá de vencer dolorosamente el acto del olvido que lo conduce al ridículo, con la agravante de que, por lo general, esta situa­ción adquiere proporciones trágicas en el fue­ro in terno del m uchacho que la sufre, mientras en el ánimo del auditorio provoca simplemente risa. Un improvisador, no olvi­da, porque está en plena actividad creativa y si olvidara algo de lo que se propone decir al iniciar su actuación, el olvido nunca es notable porque el discurso no se ha frenado intempestivamente, como sucede en la mis­ma imposibilidad de continuar que tiene el memorizador.

Pienso además, que quien adquiere la ha­bilidad de improvisar, puede escribir sus dis­cursos, puesto que, si se lo propone, dicta a su propia mano lo que habrá de anotar. Este es, además, un magnífico ejercicio para quien

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pretenda desarrollar dotes de orador o de es­critor pues permite frecuentemente, leí en­cuentro de giros y metáforas que pueden aprovecharse con posterioridad.

Del tratado de D. Joaquín María López, Lecciones de elocuencia, transcribo literal­mente una opinión al respecto, pues él fue un apasionado defensor de la improvisación; dice: “... los discursos preparados, por buenos que sean, palidecen al lado de la improvisa­ción, que revela otra espontaneidad, tiene otro calor, y otros atractivos. En el improvi­sador no se ve al hombre de trabajo, al hombre de ayer y de antes de ayer que ha arreglado su obra lenta y concienzudamente a costa de desvelos y de fatigas: se ve un ser superior al hombre, que habita en otras regiones, y que es poseedor de un lenguaje más espiri­tual, dotado de todos los encantos y de un poder fascinador. Sin duda hablaba de un im­provisador aquella reina que para excusar una acción harto libre, decía que no había besado a un mortal, sino a la boca de que salían tan bellas y arrebatadoras palabras”.*

López, Joaquín María.-Obra citada.-T.il., p. 297.

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Ajam indica por su parte que es preciso decidirse a enseñar a los adolescentes a ‘im­provisar’. Esta idea hará tal vez sonreír a los que aman solamente los caminos trillados.

“No debe olvidarse, sin embargo que si la improvisación no es un don de la naturaleza en la mayoría de los oradores, sino que se enseña y se aprende, no puede aprenderse ya a contar de cierta edad”.*

En esta última afirmación, que más tarde el célebre tratadista apoya en la opinión de M. Joseph Reinach, me permito manifestar mi total desacuerdo. He leído de muchos ca­sos, entre los más conocidos, el de Morelos, Gorki, el Arcipreste de Hita, que han iniciado diversos aprendizajes a edades más o menos avanzadas; y en mi vida magisterial, he sa­bido de muchos casos modestos, pero que me constan porque los he visto, en que al final de toda una vida se inician notables aprendizajes; uno de ellos, es el de Doña Adela Várela de Curto, que en unos cuantos meses, y a la edad de setenta años, hizo su primer libro Cien sonetos y casi al final de

Ajam, Maurice.-Ofcra citada, p. 87.

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la vida que alcanzó noventa años, publicó otro volumen que reunió “mil sonetos, y cien más” con el título de En la paz vespertina *

Con todo, volviendo a nuestro tema, la pri­mera recomendación que Ajam hace en el corolario de su libro, es que se debe “evitar cuidadosamente toda preparación escrita del discurso”.

Y para finalizar estos argumentos, deseo transcribir otro fragmento del libro de Don Joaquín María López en que dice: “Mas aca­so la principal ventaja del improvisador es que necesariamente ha de hablar mejor que los oradores preparados. Estos producen sólo en sus discursos lo que han combinado y tejido en la soledad y en el silencio, son más bien recitadores fríos que apasionados tribu­nos, y fácilmente se distraen, porque su aten­ción gira sobre los recuerdos, y no sobre las emociones de la actualidad. El improvisador en tanto vive y es sostenido por las impre­siones rápidas del momento, se entrega por entero al presente, y no vuelve su cara a lo

* Várela de Curto, Adela.-£n la paz vespertina.-México.-Loeta y Chávez, Editor.-1971.

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pasado, ni lanza su mirada al porvenir. Su atención es profunda e intensa, y la atención es todo en los discursos, porque sólo ella puede dar gran propiedad y colorido a la dic­ción puesto que sola ella puede asegurar la primera de las cualidades de una arenga, cual es que la palabra pinte exactamente el pen­samiento del orador. Por esta razón sin duda decía Antístenes a su discípulo. ‘Habla para que yo te vea.’”

Debemos detenemos ahora en una de las afirmaciones referidas en la anterior trans­cripción. Nos habla en ella Don Joaquín de la atención, pero se refiere a la atención del orador, la que se debe prestar al propio dis­curso y nos dice que “la inteligencia es in­quieta y vagabunda”; después de parafrasear esta idea muy al estilo de su época (1850) nos deja una afirmación como al acaso, en la que él ya no insiste: “Si algo la puede sujetar es la novedad de la impresión y el vivo interés que por esta circunstancia ins­pira”.

Yo he podido comprobar en la práctica en mis alumnos y en mí, la verdad que hay en estos argumentos. Toda persona que haya

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ejercitado la Oratoria puede reflexionar un poco en sus pasadas experiencias y estoy se­guro que no faltará entre ellas la que se re­fiera a la atención que se fuga.

Suele suceder que pensamos perfectamen­te el tema que pretendemos exponer, que lo sabemos, y en algunas ocasiones, hasta re­pasamos el conocimiento para refrescar nues­tras ideas; en otros casos, cuando escuchamos a un orador que nos entusiasma, nos sentimos impelidos poderosamente a participar para apoyarlo o para contradecir sus conceptos, y desde el sitio que ocupamos en el auditorio, elaboramos mentalmente una preciosa pieza oratoria para contestar a quien escuchamos. Pero, a pesar de todos nuestros afanes, de todas las brillantes ideas acumuladas durante la espera, muy a menudo olvidamos muchas de ellas en el transcurso de nuestra partici­pación; y cuanta menos práctica se tiene más frecuentes resultan los olvidos, al grado de dejar las ideas inconclusas; y cuando hemos terminado con el consabido “/ze dicho ” —y en no pocas ocasiones durante el mismo dis­curso— nos damos cuenta que a pesar de haber dicho, algunas o muchas cosas de las

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que proyectábamos decir, se nos quedaron en el pensamiento. Y eran buenas. Tenían “impacto”. Pero no las dijimos...

¿Cómo evitar estas traiciones de nuestro otro yo l Como sucede en casi todos los con­flictos no hay un remedio definitivo, uno que termine de golpe con esta calamidad. Es ne­cesario tratar el caso como a las grandes in­fecciones a las que se suministra una dosis tras otra hasta que se les vence; es necesario hacer correr a la zorra como los patos de Nils Holgerson en la famosa historia de Sel- ma Lagerlof.

Debemos planear nuestro desarrollo y pen­sar un cuadro sinóptico de tres puntos: cómo empezar, qué vamos a decir para convencer y cómo terminar. Cuando hablamos de las partes del discurso, señalaba yo la necesidad de simplificar el desarrollo y es la atención la que nos obliga a esta necesidad. Es más fácil captar tres puntos que siete o nueve que se presentan en la preceptiva tradicional. Si se quiere, el punto central que es básicamente el discurso, puede dividirse en dos, la parte inicial hará los razonamientos y en la pos­terior las conclusiones de ellos que habrán

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de resumirse más adelante para dejar en el auditorio una impresión definitiva de la tesis que le proponemos.

Algunos oradores recurren a una pequeña tarjeta en que anotan las secuencias, ordenan en ella el tumo de las ideas, pero dejan al motor sentimental la elaboración de cada uno de los aspectos.

El sistema es bueno sobre todo cuando no se tiene confianza de recordar lo importante; mejor dicho, cuando existe el temor de que pueda olvidarse alguno de los aspectos y se tiene especial interés en que esto no suceda. Precisamente lo que se anota en la tarjeta es lo que un orador con cierta práctica piensa y desarrolla como si cada uno de los puntos anotados en el pensamiento fuesen pequeños discursos que se hilvanan; y son también es­tos tramos de separación los que muchas ve­ces rubrica el aplauso de los auditorios.

Ahora bien, un consejo que siempre doy a mis alumnos, es que ya se trate de un dis­curso preparado, ya de uno improvisado, se debe pensar al revés.

Primero, cómo se va a terminar, porque es la idea final la que habrá de concluir con

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la tesis y en el ánimo del público. Son las últimas palabras las que mejor recuerda, las que más le impresionan; y porque, ante un apuro de cualquier índole, el orador puede saltar al final y dar la idea de que tal vez sea corto el discurso, pero ha quedado com­pleto. En seguida, debe pensar la mejor forma de convencerse él para convencer a quienes le escuchan, esgrimir las mejores razones, el más profundo sentido y las más simples ver­dades para que toda la gente lo entienda. Y por último, buscar el tono del efecto inicial, saber en qué grado deseamos obligar a la atención colectiva para someterla a la nues­tra. Y con este último aspecto que será muy útil si se intenta ponerlo cuidadosamente en práctica, solamente queda insistir en una idea: Para ser orador, habla.

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EL EJEM PLO

Pretendo en esta última parte del libro, to­mar de diversas fuentes algunas anécdotas o relatos referidos a los oradores mexicanos notables. Para esto no he seguido método al­guno, ni siquiera el de la clasificación cro­nológica que exigen las gentes ordenadas. Conozco el espíritu de nuestros muchachos y a mí, como a ellos, me gusta un poco el desorden. Y como lo que persigo con este apéndice es que entusiasme en cierto modo a los jóvenes, no se hace necesario más, que encontrar la cuerda sentimental que pueda ser pulsada.

Desgraciadamente nuestras autoridades no permiten el desfogue público del pensamien­to a pesar del reiterado discurso en tomo a

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la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho a la información y algunos otros balines en la misma sonaja. Con todo, no es polémica o queja; bastaría el intento digamos en la glorieta del Metro-Insurgentes para comprobarlo en la reacción del celo policía­co. Sería útil e interesante permitir esto co­mo sucede en otras ciudades, por ejemplo Londres o Hamburgo, en donde existen —o existieron alguna vez— parques en que los oradores espontáneos reúnen grupos directa­mente proporcionales en número a la aten­ción que despiertan. Es inteligente para el celo mencionado limitarlos a un solo si­tio; porque así se puede controlar, en cierto modo, la inocuidad política; pero al mismo tiempo, puede servir, también inteligente­mente observado un sitio así, para pulsar el sentir público y para obtener buenas ideas que muchas veces no se producen ante un escritorio burocrático. Tal vez la libertad de expresión no debiera chocar con las dispo­siciones de policía, sino sólo circunscribirla al sitio en que pudiere ser escuchada sin pro­blema con la única limitación para los ora­dores, de evitar convertir en acción lo que

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es pura expresión del pensamiento. Yo no se cómo, nunca he sido político, ni aspiro a eso, pero conozco la necesidad expresiva de la gente y las utilidades de un adecuado ejer­cicio para contrarrestar el balbuceo de nues­tros jóvenes.

En una ocasión un muchacho desconocido para mí, subió a un camión y obtuvo la compla­ciente ayuda económica del pasaje, porque supo exponer adecuada y sentimentalmente los problemas que en este aspecto enfrenta­ban los obreros de la fábrica de papel en Coyoacán; en un camión también y próxima la fecha adecuada, una viejecita encorvada, desde su asiento hacía una perorata ininte­rrumpida que acaparaba la atención general, para convencer a “todos los que fueran bue­nos padres” de que regalaran a sus hijos todos los juguetes que quisieran, pero sin engañar­les con los reyes magos; que ellos iban a agradecer más, el cariño de sus padres; y sobre estos simples puntos la escuchamos du­rante un lapso de unos veinte minutos, y hu­biéramos continuado oyéndola atentamente, si no se hubiese dado el caso de nuestra eter­na prisa de ciudad grande y de haber llegado

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a nuestro destino. Ojalá esta idea la recoja algún regente de la Ciudad.

El Sr. Lic. Don Jesús Urueta, tuvo el acier­to de agregar a su traducción de Ajam, al­gunos discursos de mexicanos, que a su vez tomó de otros autores. De Biografías de me­xicanos distinguidos, escrita por F. Sosa, to­ma el pasaje que a mi vez transcribo, porque es uno de los más impresionantes que co­nozco:

“D. Guillermo Prieto dice y cuenta a pro­pósito de Pedraza:

“Su voz era sonora, vibrante, y cuando la esforzaba era aterradora como el trueno. La separación de las aulas del Sr. Pedraza, su lectura de Voltaire, de Rousseau y de los en­ciclopedistas, y su alto desdén por los ergo- tistas y los teólogos, hicieron que éstos se vengaran, pintándolo siempre sin la erudición pedantesca e inútil de la época; pero Pedraza terna profunda instrucción en Historia, no era extraño a las ciencias, y tenía gusto castigado y selecto en materias literarias.

“Generalmente subía a la tribuna con cierta frialdad, frotando el anillo que llevaba en el índice y era su manía.

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“Gradualmente su voz se esforzaba, le lle­naba su asunto, y, entonces, erguido, impe­tuoso, dominaba a su auditorio.

“Al estallar el movimiento del 6 de di­ciembre, en medio de la efervescencia de in­dignación que llevó hasta el frenesí a las masas, se sorprendió en la garita de San Lá­zaro al Sr. D. Antonio de Haro y Tamariz, que venía escudado con un salvoconducto, dado por uno de los jefes de la revolución.

“Registraron al señor Haro y hallaron que, abusando del salvoconducto, traía en el forro del paleto blanco que le abrigaba, correspon­dencia, libranzas y firmas, para promover en México una contrarrevolución, sacrificando a los hombres del 6 de diciembre.

“Apenas se divulgó la noticia de aquella felonía, cuando corrió frenética la multitud al lugar en que se encontraba el reo; llega el tropel armado de espadas, puñales, fusiles y piedras; rodean al Sr. Haro, se lanzan sobre él, y en empeñada lucha le conducen a Pa­lacio, y allí no se encuentra seguridad para Haro sino en la Cámara de Diputados, que estaba en sesión. El reo, las guardias, y las chusmas frenéticas rompiendo puertas, derri­

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bando asientos y bramando furiosa, penetró al santuario de las leyes.

“El reo se acoge trémulo tras el dosel y se abraza a la silla del Presidente... Un mo­mento más, y hubieran corrido ríos de sangre.

“Entonces un hombre se levanta de su asiento; era Pedraza: aparece erguido, pasa su mano por los hilos de cabellos que corona­ban su cabeza, y grita, dominando el estrépito de la multitud rabiosa: ¡Silencio, señores! En nombre de la patria y de la humanidad, si­lencio. Al tercer rugido de aquel león reinaba un profundo silencio y parecía pintado el tre­mendo cuadro que los ojos descubrían.

“Entonces con una excitación más impe­tuosa, más vehemente, mucho más apasio­nada que la exaltación que mostraba el pueblo, trazó, como en desordenado delirio, la biografía de Haro: se refirió al abuso co­metido; describió las calamidades que quería desatar sobre Puebla, que le vio niño, que iluminó sus primeros amores y que guardaba las cenizas de sus padres... U\A ese monstruo, en nombre de la patria ultrajada, en nombre de la humanidad vilipendiada, yo le maldi­go..., yo le maldigo!”

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“Temblaron las columnas del edificio... Nc había gentes, eran de piedra aquellas figuras humanas... Cayó sombra horrible después de estas palabras, en el alma de los concurrentes.

uPero este hombre viene defendido con nuestra palabra..., le protege un salvoconducto como una égida... ¿Qué es la venganza? Una ostentación cobarde de la fuerzja, si son mu­chos... Un disfraz de la alevosía si es uno ”

“Hablaba, hablaba el Sr. Pedraza, y, en un momento de exaltación impetuosa, se levan­ta, ordena, manda sublime que Haro salga de su escondite..., y le promete, le jura que será respetado..., porque pertenece a la ley.

“A sus palabras, como maquinalmente, con el cabello erizado, los ojos vidriosos, co­mo un cadáver aparece Haro, y al ademán omnipotente del orador, se abren las olas de la multitud, y como una sombra desaparece el reo... salvando su vida.

“Tal era Pedraza y tanto el poder de su elocuencia...”

Esta anécdota sobre D. Manuel Gómez Pedraza, magistralmente relatada por Don Guillermo Prieto, nos hace recordar la oca­sión conocida de todos en que el propio poeta

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de la Musa Callejera, en una arenga improvi­sada ante las inminentes circunstancias, salvó la vida a D. Benito Juárez. He buscado, sin resultados, sus memorias; tampoco citan ín­tegro el texto de las palabras de Guillermo Prieto, de las que todos conocimos aquel fa­moso exordio; “¡Un momento!, ¡los valientes no asesinan!” En ambos casos, los discursos tuvieron el poder de frenar la violencia. He querido ejemplificar aquí nada más con mexi­canos, no por una patriotería sin motivo, sino porque me ha sorprendido encontrar en la raíz misma de nuestra nacionalidad, algunas curiosas piezas oratorias que muy probable­mente son ajenas al conocimiento general y deseo que sean conocidas por los jóvenes que están destinados a levantar su propia voz sobre el coro de nuestros ancestros. Por ejem­plo, de todos es sabido que el rey Netzahual­cóyotl, fue el poeta por excelencia, pero muy pocos sabrán de sus naturales dotes de ora­dor. En la obra de Rubén M. Campos, *La producción literaria de los aztecas”,* se co­

* Campos, Rubcn M -La producción literaria de los aztecas.-México.- SEP. Talleres Gráficos del Museo Nal. de Antropología, Historia y Fonogra­fía.-1936.

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El Ejemplo 189

pian de varias obras unas extraordinarias muestras de diversos pueblos y épocas. He seleccionado cuatro discursos, no por su ca­lidad o extensión, no por el interés histórico, sino porque cada uno de ellos, largo o breve, significa alguno de los rasgos notables en los oradorea. En el discurso de Netzahualcó­yotl, se aprovecha una circunstancia ocasio­nal que prodigo molestia a sus guerreros; el rey poeta, tiene la habilidad de transformar el ánimo con una pequeña arenga; se queja­ban sus soldados de que los demás guerreros aliados que concurrían al sitio de Azcapot- zalco iban brillantemente ataviados y ellos no, entOftOCi Netzahualcóyolt se dirigió a ellos así:

uEstoy alégre y divertido viéndoos entre tanta tropa adornada con variedad de trajes siendo sólo vosotros blancos y uniformes. Fi­gúraseme que estoy en un jardín de diversas flores en que sóis los olorosos jazmines que sin más adorno que su sencillo candor y blancura, se llevan la primacía entre todas las rosas. Los adornos exteriores no aumen­tan el valor del que, los lleva, sino del ene­migo, cuya ávida codicia le alienta a vencer

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para aprovecharse del despojo. Faltando en vosotros este estímulo, disminuirá mucho su valor, al paso que se aumentará el vuestro lisonjeándoos de aprovecharos de sus orna­tos. Estos en lo general no sirven mas que de embarazo al tiempo de dar la batalla; y así es que entraréis vosotros en ella con ma­nifiesta ventaja sobre los enemigos, porque libres de todo estorbo podréis acometer y retiraros con mayor ligereza, y con mayor destreza jugar las armas. De esta suerte, sol­dados, lucirá vuestro valor con vuestros he­chos, y conocerá el enemigo que sin hacer ostentación de él en los adornos, consiste solamente la fuerza en el bizarro aliento de vuestros corazones ”.

Este discurso lo tomó el señor Rubén M. Campos de la obra de Don Mariano Fernán­dez de Echevarría y Veytia titulada:

“Texcoco en los últimos tiempos de sus antiguos reyes” o sea, relación tomada de los manuscritos inéditos de Boturini, redac­tados por el Lic. D. Mariano Veytia, publi­cados y anotados por Carlos M aría de Bustamante. De la Historia de la conquista de México por Don Antonio Solís, cronista

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mayor de las Indias, transcribe el señor Cam­pos varios discursos de los senadores tlax­caltecas al arribo de los conquistadores. Recuerdo que la formación escolar en lo que se refiere a la Conquista, hace aparecer en cierto modo como traidores a los tlaxcaltecas por haber favorecido a Hernán Cortes, cuan­do en realidad se debatió ampliamente sobre el “permiso” que solicitaran los españoles pa­ra pasar por Tlaxcala. Destaca entre los dis­cursos pronunciados en tal ocasión el de un impetuoso guerrero y joven Senador, Xico- téncatl el joven, que se oponía con claros razonamientos a que los extranjeros cruzaran por su territorio. Consigna Don Antonio de Solís lo siguiente:

“Tuvo grande aplauso el parecer de Ma- xiscatzin, y todos los votos se inclinaban a seguirle por aclamación, cuando pidió licen­cia para hablar uno de los Senadores, que se llamaba Xicoténcatl, mozo de grande espíri­tu, que por su talento y hazañas ocupaba el puesto de General de las armas; y conseguida la licencia y poco después el silencio: No en todos los negocios, —dijo—, se debe a las canas la primera seguridad de los aciertos,

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más inclinadas al recelo que a la osadía, y mejores consejeras de la paciencia que del valor. Venero como vosotros la autoridad y el discurso de Maxiscatzin; pero no extra­ñaréis en mi edad y en mi profesión otros dictámenes menos desengañados, y no sé si mejores; que cuando se habla de la guerra, suele ser engañosa virtud la prudencia, por­que tiene de pasión todo aquello que se pa­rece al miedo. Verdad es que se esperaban entre nosotros esos reformadores orientales, cuya venida dura en el vaticinio, y tarda en el desengaño. No es mi ánimo desvanecer esta voz, que se ha hecho venerable con el sufrimiento de los siglos; pero dejadme que os pregunte ¿qué seguridad tenemos de que sean nuestros prometidos estos extranjeros? ¿Es lo mismo caminar por el rumbo del oriente, que venir de las regiones celestiales, que consideramos donde nace el sol? Las armas de fuego, y las grandes embarcaciones que llamáis palacios marítimos, ¿ no pueden ser obra de la industria humana, que se ad­miran porque no se han visto ? Y quizá serán ilusiones de algún encantamiento, semejante a los engaños de la vista, que llamamos cien­

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cia de nuestros agoreros. Lo que obraron en Tabasco ¿fue más que romper un ejército su­perior? ¿Esto se pondera en Tlaxcala como sobrenatural, donde se obran cada día con la fuerza ordinaria mayores hazañas? Y esa benignidad que han usado con los zempoales ¿no puede ser artificio para ganar a menos costa los pueblos? Yo por lo menos la tendría por dulzura sospechosa de las que regalan el paladar para introducir el veneno; porque no conforma con lo demás que sabemos de su codicia, soberbia y ambición. Estos hom­bres (si ya no son algunos monstruos que arrojó ¡a mar en nuestras costas) roban nues­tra ? pueblos, viven al arbitrio de su antojo, sedientos del oro y de la plata, y dados a las delicias de la tierra; desprecian nuestras leyes; Intentan novedades peligrosas en la justicia y en la religión; destruyen los tem­plos, despedazan las aras, blasfeman de los dioses, ¿y se les da estimación de celestia­les?, ¿y se duda la razón de nuestra resis­tencia?, ¿y se escucha sin escándalo el nombre de la paz? Si los zempoales y toto- naques los admitieron en su amistad, fue sin consulta de nuestra república; y vienen am­

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parados en una falta de atención, que merece castigo en sus valedores. Y esas impresiones del aire, y señales espantosas, tan encareci­das por Maxiscatzin, antes nos persuaden a que los tratemos como enemigos, porque siempre denotan calamidades y miserias. No nos avisa el cielo con sus prodigios de lo que esperamos, sino de lo que debemos temer: que nunca se acompañan de erro­res sus felicidades, ni enciende sus cometas para que se adormezca nuestro cuidado, y se deje estar nuestra negligencia. Mi sentir, es que se junten nuestras fuerzas, y se acabe de una vez con ellos, pues vienen a nuestro poder señalados con el índice de las estre­llas, para que los miremos como tiranos de la patria y de los dioses; y librando en su castigo la reputación de nuestras armas, co­nozca el mundo, que no es lo mismo ser in­mortales en Tabasco, que invencibles en Tlaxcala ”.

De la Crónica general de las Indias, de Francisco López de Gomara, extrae el se­ñor Rubén M. Campos el discurso de Moc­tezuma a Cortés. Es frecuente escuchar de los cursiparlantes hispanisto-fanáticos, el

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El Ejemplo 195

argumento de la barbarie en nuestros indí­genas y equivocar en el consenso general el concepto que tenían los aborígenes de los españoles. Aquí una muestra más en labios de Moctezuma, por si las anteriores no fuesen suficientes:

“Moctezuma, luego que comió y supo que los españoles habían comido y reposado, vol­vió a Cortés, saludóle, sentóse junto en otro estrado que le pusieron, dióle muchas y di­versas joyas de oro, plata, pluma y seis mil ropas de algodón ricas, labradas y tejidas de maravillosos colores; cosa que manifestó su grandeza y confirmó lo que traían imaginado por los presentes dados. Todo esto hizo con mucha gravedad, y con la misma dijo, según Marina y Aguilar declaraban: “Señor y ca­balleros mios: mucho huelgo de tener tales hombres como vosotros en mi casa y reino, para les poder hacer alguna cortesía y bien, según vuestro merecimiento y estado, y si hasta aquí os rogaba que no entrásedes acá, era porque los mios tenían grandísimo miedo de veros; ca espantábades la gente con estas vuestras barbas fieras, y que traíades unos animales que tragaban los hombres, y que

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veníades del cielo, abajábades de allá rayos, relámpagos y truenos con que hacíades tem­blar la tierra, y feríades al que os enojaba o al que os antojaba; mas empero como ya agora que sois hombres mortales, más de bien, y no hacéis daño alguno, y he visto los caballos, que son como ciervos, y los tirmos, que parescen cerbatanas, tengo por burla y mentira lo que me decían, y aun a vosotros por parientes; ca, según mi padre me dijo, que lo oyó también del suyo, nuestros ante­pasados y reyes, de quien yo desciendo, no fueron naturales de esta tierra, sino advene­dizos; los cuales vinieron con un gran señor, y que dende a poco se fue a su naturaleza, y que al cabo de muchos años tornó por ellos; más no quisieron ir, por haber poblado aquí y tener ya hijos y mujeres y mucho man­do en la tierra. El se volvió muy descontento dellos, y les dijo a la partida que enviaría a sus hijos a que los gobernasen y mantu­viesen en paz y justicia y en las antiguas leyes y religión de sus padres. A esta causa pues hemos siempre esperado y creído que algún día vernían los de aquellas partes a nos subjetar y mandar, y pienso yo que sois

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El Ejemplo 197

vosotros, según de donde venís, y la noticia que decís que ese vuestro gran rey emperador que os envía ya de nos tenía. Así que, señor capitán, sed cierto que os obedescermos, si ya no traéis algún engaño o cautela y par­tiremos con vos y los vuestros lo que tuvié­remos. E ya que esto que digo no fuese por sola vuestra virtud y fama y obras de esfor­zados caballeros, lo haría muy de buena ga­na; que bien sé lo que hicisteis en Tabasco, Teoacacinco y Chololla y otras partes, ven­ciendo tan pocos a tantos; y si traéis creído que soy dios, y que las paredes y tejados de mi casa, con todo el demás servicio, son de oro fino, como sé que os han parlado los de Cempoallan, Tlaxcallan y Huexotcinco y otros, os quiero desengañar, aunque os tengo por gente que no lo creéis y que conoscéis que con vuestra venida se me han rebelado, y de vasallos tomado en enemigos mortales; pero esas alas yo se las quebraré. Tocad pues mi cuerpo, que carne y hueso es; hombre soy como los otros, mortal, no dios, no; bien que como rey, me tengo en más, por la dig­nidad y la preeminencia Las casas ya las veis, que son barro y palo, y cuando mucho

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de canto; ¿ veis cómo os mintieron ? En cuan­to a lo demás, es verdad que tengo plata, oro, plumas, armas y otras joyas y riquezas en el tesoro de mis padres y abuelos, guar­dados de grandes tiempos a esta parte, como es costumbre de reyes; lo cual todo vos y vuestros compañeros teméis siempre que los quisiéredes; entretanto, holgad, que ventéis cansados ” Cortés le hizo una gran mensura, y con alegre semblante, porque le saltaban algunas lágrimas, le respondió que, confiado de su clemencia y bondad, había insistido en verle y hablarle, y que conoscía ser todo men­tira y maldad de lo que dél le habían dicho aquellos que le deseaban mal, como él tam­bién veía por sus mesmos ojos las burlerías y consejas que de los españoles le contaran; y que tuviese por certísimo que el emperador, rey de España, era aquel su natural señor a quien esperaba, cabeza del mundo y mayo­razgo del linaje y tierra de sus antepasados; y en lo que tocaba al tesoro, que se lo terna en muy gran merced...”

De la Historia antigua de México, escrita por Don Francisco Xavier Clavijero, extracta Rubén M. Campos una anécdota más que un

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El Ejemplo 199

discurso; pero por referirse al personaje que trata y por precisar, hasta donde es precisable, lo textual de su palabra, la copio también a continuación; el señor Campos la consigna bajo el título de Palabras de Cuauhtémoc al ser hecho prisionero cuando huía en una bar­ca y cuando fue llevado ante Hernán Cortés. Se trata de unas cuantas frases, alguna de ellas muy famosa cuando pide la muerte al conquistador; relata Clavijero:

“En la mayor de las piraguas estaba el rey de México Cuauhtemotzin; la reina Te- cuichpotzin, su esposa; el rey de Acolhuacan, Coanacochtzin; el rey de Tlacopan, Tetlepan- quetzaltzin y otros personajes” .

“Abordó el bergantín y el rey de México, adelantándose hacia los españoles, dijo al ca­pitán (García de Holguín): “Soy vuestro pri­sionero, y no os pido otra gracia sino la de que tratéis a la reina mi esposa, y a sus damas, con el respeto que es debido a su sexo y a su condición y presentando la ma­no a la reina, pasó con ella al bergantín. Ob­servando luego que Holguín miraba con inquietud las otras barcas, le dijo que se tran­quilizase, pues todos los mexicanos, al saber

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que su rey estaba prisionero, vendrían gus­tosos a morir a su lado.

“Condujo Holguín aquellos ilustres pri­sioneros a Cortés que se hallaba a la sazón en la azotea de una casa de Tlaltelolco. Cortés los recibió con tanto decoro como hu­manidad, y les hizo tomar asiento. Cuauhte- m otzin le d ijo con dignidad: “ Valiente general, he hecho en mi defensa en la de mis súbditos, cuanto exigían de mí el honor de mi corona y el amor de mis pueblos; pero los dioses han sido contrarios a mi resolu­ción y ahora me veo sin corona y sin libertad. Soy vuestro prisionero: disponed como gus­téis de mi persona ”; y poniendo la mano en un puñal que Cortés llevaba en la cintura, “quitadme, —añadió—, la vida con este pu­ñal, ya que no he sabido perderla en defensa de mi reino”. Cortés procuró consolarlo, a- segurándole que no lo consideraba como un prisionero suyo, sino del mayor monarca de Europa, en cuya clemencia debía confiar; que no sólo le restituiría la libertad que había perdido, sino también el trono de sus ilus­tres abuelos, que tan dignamente había de­fendido”.

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El Ejemplo 201

Si pensamos un momento en el ánimo del monarca ante el conquistador, podremos pe­sar mejor el contradictorio concepto de hu­manidad e hidalguía que en el hecho y no en la palabra, abrigaba el corazón de los gue­rreros españoles. Pero como esto es sencilla­m en te una e jem p lif ic ac ió n y no una polémica, dejemos al fértil pensamiento ju ­venil hacer sus conjeturas y continuemos con algunos rasgos más de nuestros prototipos.

Hubo una época de oro para la Oratoria mexicana, fue aquella en que destacara la palabra de Manuel Gómez Pedraza y de Gui­llermo Prieto, de Don José Ma. Tomel que fuera apabullado por Mariano Otero en su defensa de la Federación: “De pronto se ir­guió Otero, —nos dice Don Guillermo Prie­to—, se abrochó la levita... Su discurso fue como el desplegarse, tenues primero, después más poderosas, al último sublimes, las ráfa­gas de una aurora boreal que inunda en oro y púrpura el horizonte.” ... “La galería se con­virtió en una reunión de estatuas. Los dipu­tados abandonaban, sin hacer ruido, sus asientos y venían a rodear al orador suspen­sos de sus labios. Aquellas palabras dejaban

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al pasar, algo de luminoso y perfumado; pa­recía que, anonadada la carne, asistíamos a un gran festín de inteligencias...”

Era el tiempo en que de la tribuna des­cendía el bronce puro de la inflexión lógica de Ignacio Ramírez “cuyos labios producían el rayo”, según anota Prieto; de Don Manuel Doblado que sólo con el arma poderosa de su palabra destruyó la invasión tripartita, o el vocablo seguro de León Guzmán y Don Francisco Zarco. Fue la época en que desta­cara también la espada verbal de Ignacio M. Altamirano. En él nos vamos a detener aun­que sea por un momento, para relatar en la­bios de su discípulo el historiador Don Luis González Obregón, un aspecto feliz de su Oratoria:

“Se discutía en la Cámara el célebre dic­tamen sobre la ley de amnistía. En una sesión celebrada en el mes de Julio, Altamirano so­licitó hablar en contra. El aspecto del salón era imponente. Las galerías se hallaban hen­chidas de curiosos, ávidos de presenciar la discusión y de oír al joven diputado, que con los formidables dardos de su elocuencia ata­caría aquella ley humanitaria, pero inoportu-

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bi 203

. r . .nna • inconveniente en esos instantes en que la aangrt caliente aún de las víctimas y de­fensores de la Reforma, clamaba por un se­vero castigo. Reinaba un silencio profundo, que sólo interrumpió la voz del Presidente al decir:

“— El C. Diputado Altamirano tiene la pa­labra en contra.

“El aludido ocupó la tribuna. Recto como su conciencia, impuso con una mirada al au­ditorio. Se agitó con la diestra el rebelde ca­bello de su cabeza fiera y altiva, y con voz clara, limpia y sonora, pronunció el trata­miento sacramental, que se dirige en estos actos al Congreso: ¡Señor!

“Altamirano tenía a la sazón veintisiete años. Joven por la edad; pero enflaquecido por el estudio y por las fatigas de la revolución; con el cutis requemado por el sol ardentísimo del Sur; y con las facciones endurecidas del que no había gozado hasta entonces de tran­quilidad, apareció, ante representantes y es­pectadores, amenazador y temible. Habló; entusiasmó con su elocuencia; y con su pe­roración vehemente y apasionada, concluyó por estremecer de espanto al auditorio, cuan­

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do en un arranque de valentía solicitaba el castigo de dos enemigos, “cuyos cráneos de­bían estar ya blancos en la picota ”

“Los diputados desde las cumies y el pú­blico desde las galerías, unísonos admiraban al orador atrevido, al indio audaz, que nacido en pobrísima cuna había logrado por su cons­tancia y talento subir a las rostros y pronun­ciar como Cicerón la más terrible Catilinaria.

“Yo bien sé —decía— que disgusto a cier­tas gentes, expresándome así con esta ener­gía franca y ardorosa; yo sé que no son éstos los sentimientos de esos políticos de biombo que se estuvieron impasibles durante la lu­cha, sin apiadarse de la aflicción de la patria y complaciéndose en los horrores que pasa­ron fuera de la capital.

“Pero yo no quiero transacciones; yo soy hijo de las montañas del Sur y desciendo de aquellos hombres de hierro que han preferido siempre comer raíces y vivir entre las fieras, a inclinar su frente ante los tiranos y a dar un abrazo a los traidores.

“Sí; yo pertenezco a esa falange de par­tidarios que pueden llamarse los “Bayardos del liberalismo ” sin miedo y sin tacha.

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El Ejemplo 205

"Desde que salí de las costas para venir a este puesto, me he resignado estoicamen­te a perder la cabeza, y mientras yo no la tenga muy segura sobre mis hombros, no he de otorgar un solo perdón a los verdu­gos de mis hermanos. Yo no he venido a hacer compromisos con ningún reacciona­rio, ni a enervarme con la molicie de la capital, y entiendo que mientras todos los diputados que se sientan en estos bancos no se decidan a jugar la vida en defensa de la majestad nacional, nada bueno hemos de hacer.

“Pero yo creo que el Congreso sabrá mos­trar a la Nación que se halla a la altura de sus deseos, y que comprende su misión santa. Yo creo que el legislativo dirá con frecuencia al Ejecutivo, en presencia de cada malvado, lo que Mario a Cinna en presencia de cada enemigo: “Es preciso que muera ” (Discur­sos, París, 1892., pp. 37 y 38).

“El éxito de este discurso que íntegro re­produciríamos, si no fuera por su extensión, fue espléndido y soberbio. El dictamen, a pesar de haber sido defendido por muchos notables y elocuentes oradores, por una gran

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mayoría de diputados, quedó reprobado. Al­tamirano fue aplaudido con positivo frenesí, y estrechado con efusión por sus compañeros. Se le bajó en peso por las escaleras de pa­lacio, donde estaba entonces la Cámara, y se le condujo vitoreándole hasta su habitación.

“No se hablaba de otra cosa en los corrillos políticos, en las reuniones literarias y en las tertulias de los salones, más que de aquel discurso, que profusamente impreso en mul­titud de ediciones y reproducido con elogios calurosos por toda la prensa, era leído y co­mentado.

“Toda la ciudad —decía LEstaffete— re­suena todavía con el discurso pronunciado en la tribuna de la Cámara por el Sr. Altamirano. Se está poco acostumbrado en la sociedad mexicana a una vehemencia semejante de lenguaje y a esa inflexibilidad de principios; y no es por eso de sorprenderse que los rayos del diputado de Guerrero hayan agitado pro­fundamente las regiones ordinariamente tan serenas y tan plácidas de la política. Es todo un acontecimiento, y en este orador, debe ha­ber un hombre de acción y una esperanza para la República.

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El Ejemplo 207

“Su manera de decir es concisa y de una firmeza notable. Su estilo, desnudo de me­táforas exóticas, tiene vivas salidas y va dere­cho al objeto del pensamiento, sin arrastrarse a través de períodos pastosos y de circunlo­cuciones convencidas. La fuerza de su palabra, consistente sobre todo, en una argumentación cerrada, encadenada sin arte aparente; pero rigurosamente apoyada en citas históricas oportunas y bien escogidas. El secreto de su éxito está casi entero en el movimiento rá­pido, algunas veces brusco, de sus razona­mientos mezclados de sarcasmos o vivas emociones políticas, de interpelaciones a quemarropa, de interrogaciones triunfantes y de sombríos arranques de cólera. Hemos oído muchas veces en la tribuna mexicana discur­sos agradables, fantasistas divertidos, flori­dos retóricos; pero nunca un orador tan nervioso y arrebatador como el Sr. Altami­rano, que era, todavía hace algunos días, un desconocido”.

Continúa Don Luis González Obregón ha­blando de Altamirano y lo defiende del doloao comparativo que hacen los conservadores con Marat. Ha transcurrido casi la totalidad d tl

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tercer capítulo de una nota necrológica de la que sólo se publicaron ciento cincuenta ejem­plares, que editados por la Sociedad Mexi­cana de Geografía y Estadística, circularon el mismo año de muerte del Maestro Alta­mirano, en 1893. Como es muy posible que después de estas páginas se tenga el deseo de asomarse directamente a la fuente, deseo aclararles a mis jóvenes lectores que cayó en mis manos uno de estos raros ejemplares, a pesar de su corta edición, en mis correrías por las bibliotecas, allá en un tranquilo rincón de las calles de Moneda, cuando se localizaba allí la Biblioteca de Antropología.

Muchos serían los discursos, de gente muy notable toda, cuyas crónicas y textos debie­ran consignarse aquí. No hay espacio sufi­ciente para dar cabida aunque fuera sólo a lo notable, pero he querido indicar simple­mente un principio a esa búsqueda que cada muchacho habrá de emprender por propio es­fuerzo. Sólo me resta hacer una mínima re­flexión sobre el más delicado aspecto de la Oratoria.

Hasta aquí, habremos sin duda vislumbra­do más en los ejemplos que en el texto, el

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El Ejemplo 209

incalculable poder que tiene la palabra, no el que se anuncia como un atractivo comer­cial en las fajillas y carátulas de los libros en donde casi se nos promete que vamos a dominar al mundo, sino el poder, oportuno, el que solamente se despliega en el momento preciso en que es necesario, el que surge de pronto para modificar la ruta de los aconte­cimientos; en una palabra, el que cada ora­dor puede darle con su fuego interno. Pues bien, para usar una energía, se necesita saber­la emplear con ÉTICA, lo mismo la energía nuclear, que una simple flama de cerillo, por­que no resulta igual destruir una ciudad en­tera que aplicar los átomos para la paz; ni sería lo mismo tampoco la inocente flama aplicada al fuego del hogar que a un bosque, por ejemplo.

No voy a extenderme en largos caminos de convencimiento para decir a cada uno có­mo debe usar su oratoria, tampoco voy a in­tentar imponer mi modo de pensar a quienes sigan estas líneas, yo he podido comprobar que tratar de imponer el pensamiento sólo produce profundas escisiones o tremendas re­beldías. Entonces, al mismo tiempo que se

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lea, que se estructure como tanto hemos in­sistido la cultura, el conocimiento, la madu­rez, que se encuentre cada orador convencido de su manera de pensar; que conozca todos los argumentos posibles en pro y en contra de cada idea y que tenga el valor del juez, que pueda asimilar para después proyectarse y entonces habrá hallado su ética, habrá al­canzado el poder interno para salir como Don Quijote, a defender su verdad.

Y como tengo escogida la profesión del maestro, no puedo terminar el presente in­tento, el presente volumen, con la misma pa­labra que se terminan todos, con el FIN que aparece en la última página de casi todos los libros, porque en mi interno sentimiento el deseo se aferra a la lección, a la enseñanza, por eso terminaré con una palabra que tengo escrita hasta ahora muchas veces, y que como Jardiel Poncela asegura, es de las palabras importantes, porque se escribe con H:

H A B L A

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Impreso y hecho en México Printed and made in México

Impreso en los talleres de National Prínt, S. A.

San Andrés Atoto núm. 12 Naucalpan de Juárez

Estado de México

I a edición consta de 2,000 ejemplares, marzo de 1992

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