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en la ruralía dominicana

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Archivo General de la NaciónVol. CXXXV

Pedro L. San MigueL

La guerra silenciosa: Las luchas sociales

en la ruralía dominicana

Santo Domingo2011

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Archivo General de la Nación, volumen CXXXVTítulo: La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicanaAutor: Pedro L. San Miguel

Primera edición, 2004

Cuidado de edición: Pedro L. San MiguelDiagramación e índice onomástico: Juan F. Domínguez NovasDiseño de portada: Esteban RimoliIlustración de portada: Composición fotográfica. Fondo Conrado, Área de Fotografía, AGN

De esta edición:© Archivo General de la Nación, 2011Departamento de Investigación y DivulgaciónÁrea de PublicacionesCalle Modesto Díaz, Núm. 2, Zona Universitaria,Santo Domingo, República DominicanaTel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-074-29-1

Impresión: ZZZZZZZZZZZZZ

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Índice

Prefacio a La PriMera edición .................................................................... 11Prefacio a La edición doMinicana .............................................................. 15

introducción

Para narrar La hiStoria de La «cLaSe incóModa» .................................... 17

caPítuLo i¿una hiStoria Sin caMPeSinoS? ................................................................... 25Sobre el «otro interno» ........................................................................... 25Un campesinado levantisco .................................................................... 29Caudillos y campesinos ............................................................................ 43

caPítuLo iiuna «cLaSe incóModa» .............................................................................. 53Historias de gringos, caudillos y guerrillas ............................................ 53Milenarismo y utopía campesina ............................................................ 58La memoria de la ira: La guerra gavillera .............................................. 71

caPítuLo iiiLa doMeSticación de La «beStia caLibaneSca» .......................................... 93La ofensiva del mercado .......................................................................... 93La ofensiva estatal..................................................................................... 98Sobre esa larga tiranía que se menciona en el proemio ...................... 106

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Ciudadanos del surco y del machete...................................................... 118Un poder que castiga y que hace milagros ............................................ 128Dictadura y luchas informales ................................................................. 137

caPítuLo iVcrónica de una «reforMa agraria aL reVéS» ............................................. 145Reforma a «cuentagotas» ........................................................................ 145La «reforma agraria al revés» .................................................................. 158Crónica de unas leyes anunciadas .......................................................... 174La primavera del descontento ................................................................ 182

caPítuLo VLoS caMPeSinoS y eL «gran diSeño» ............................................................ 195«Esta es una lucha larga» ......................................................................... 195«El derecho a la subsistencia» ................................................................. 198«Cabildos abiertos» rurales ..................................................................... 209«No queremos más cuentos» .................................................................. 224¿Reformar la reforma? ............................................................................. 240

concLuSioneS

caMPeSinado y ProceSoS PoLíticoS o La Paradoja de La deMocracia doMinicana .................................................................... 253

gLoSario .................................................................................................... 263

fuenteS y bibLiografía ................................................................................ 265

índice onoMáStico ..................................................................................... 291

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A Diógenes, Margarita,Elfrida, Danny, Anandy y Yasmín,

con el cariño de siempre.

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Prefacio a la primera edición

Alega mi buen amigo Félix Matos que soy naturalmente cuentero. Le dejo a él y a otros allegados dilucidar tan espinosa cuestión. Lo que sí es totalmente cierto es que he resistido la fuerte tentación de escribir un largo prefacio haciendo la his-toria pormenorizada del origen de este libro, como he hecho en ocasiones anteriores. Así que, contraviniendo el designio de Felo, he optado por escribir apenas unas breves líneas que den cuenta somera de su procedencia.

En los años 80 del siglo pasado, comencé investigando la economía campesina en la República Dominicana como parte de mis estudios doctorales. De ahí pasé a interesarme en las resistencias campesinas. En ello influyó mi encuentro con las obras de varios estudiosos, como James Scott y Fernando Picó. Así que, finalizada la investigación sobre la economía campesina en el Valle del Cibao, tema de mi tesis doctoral, continué inda-gando la historia de las luchas sociales en el campo dominicano. Durante 1993-1994 recibí una beca de la Fundación Ford y una licencia sabática de la Universidad de Puerto Rico (UPR), lo que me permitió pasar una larga temporada de investigación en la República Dominicana. Pero como las instituciones actúan solo si sus administradores y funcionarios lo permiten, quiero reconocer el apoyo decidido que recibí de Luis Agrait, entonces director del Departamento de Historia, y de Rafael Torrech, a la

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sazón director de la Oficina de Ex Alumnos y Recursos Externos, quienes me ayudaron a salvar muchos escollos burocráticos.

Mientras realizaba mi investigación en la República Domi-nicana, estuve afiliado al Centro de Estudios Urbanos y Regionales (CEUR) de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), en Santiago. Mi afiliación al CEUR fue posible gracias a las gestiones realizadas por Rafael Emilio Yunén y Pedro Juan del Rosario, dos excelentes colegas y mejores ami-gos. Agradezco igualmente la acogida que recibí del grupo de investigaciones rurales del CEUR, con cuyos miembros pude compartir mis investigaciones en un ambiente donde se mezcla-ban sin transición el trabajo serio y riguroso con la camaradería y el buen humor. A Américo Badillo le debo muchas pláticas de estimulación intelectual, amén de varios viajes memorables por los campos del Cibao en esas máquinas infernales que son las motocicletas. También quiero dejar constancia de la atención servicial que recibí del personal de la Colección Dominicana de la biblioteca de la PUCMM, del Archivo Histórico de Santiago, de la Biblioteca Amantes de la Luz, en Santiago, del Archivo General de la Nación, del Centro Dominicano de Estudios de la Educación, y de la Colección de América Latina y el Caribe de la biblioteca de la UPR, Recinto de Río Piedras. De manera especial, va un agradecimiento encarecido a las decenas de cam-pesinos que compartieron su saber conmigo, muy en especial a Ramón Mercado, con quien pasé muchas horas de iluminadora conversación.

Asimismo, reconozco el apoyo de los amigos de siempre en la República Dominicana: la familia Mallol-Valerio, Mu-Kien Adriana Sang, Roberto Cassá, Emilio Cordero Michel, Ray mundo González y Orlando Inoa. De los colegas de la UPR, quiero destacar el respaldo de Fernando Picó, Javier Figueroa, Carlos Pabón, Mayra Rosario y Humberto García Muñiz. Por toda su so-lidaridad, afecto y buen humor, Carlos Altagracia, Jorge Lizardi, Manuel Rodríguez, «las sabandijas», y Walter Bonilla –quien ape-nas cualifica como «sabandijita»–, se merecen un fuerte abrazo, más que un simple agradecimiento.

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Finalmente, quiero extender mi gratitud más profunda al Instituto Mora, de México, por haberme acogido como profesor-investigador visitante durante el año 2002-2003. Gracias a esta in-vitación y a un año sabático que me concedió la UPR pude contar con el tiempo y las condiciones para poner punto finales a este libro. Agradezco de manera especial la confianza de Santiago Portilla, entonces director del Instituto Mora, y de Mónica Toussaint, su ex directora académica. Mis gracias, asimismo, a los dos dictaminadores anónimos del texto, que fueron tan ge-nerosos en sus lecturas.

Desde el lugar donde escribo este prefacio, muy al sur de la ciudad de México, en los días más claros y radiantes, cuando el esmog no impide la visión y el antiguo valle del Anahuac parece recuperar su condición prístina de «región más transparente», se divisa a la distancia, en toda su hermosura y esplendor, el volcán Popocatepetl, a veces incluso con todo y fumarola. Admirando al Popo, me he preguntado varias veces sobre las rutas que, histó-ricamente, han unido a México y al Caribe, las que seguramente han sido múltiples, diversas, complejas y heterogéneas; con frecuencia, también inesperadas. Laura Muñoz ha sido mi ruta particular hacia el altiplano mexicano; ella es la razón principal por la cual un libro como este haya terminado publicándose en México y de que yo escriba estas líneas, como Michael Lowry, a la sombra del volcán.

Tepepan, México D. F.,23 de marzo-16 de abril de 2003.

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Prefacio a la edición dominicana

En el año 2004 apareció en México, auspiciada por el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, la pri-mera edición de esta obra. Como suele ocurrir con la inmensa mayoría de los libros producidos en los países latinoamericanos y caribeños, que no circulan fuera del país donde se publican, la difusión de La guerra silenciosa se restringió a México, razón por la cual, hasta ahora, es virtualmente desconocido en la República Dominicana. Por tal motivo, me siento muy complacido con que, finalmente, se publique una edición dominicana bajo el sello editorial del Archivo General de la Nación. Ello ha sido posible gracias a la determinación del doctor Roberto Cassá, su director, quien, desde siempre, manifestó su interés en que este trabajo se diera a conocer en la República Dominicana. Así que expreso mi enorme gratitud al doctor Cassá, quien me honra intelectual y personalmente con su decidido respaldo.

Al surgir la posibilidad de efectuar una nueva edición de esta obra, consideré la alternativa de añadirle unos capítulos adicionales. De esa idea desistí ya que ejecutarla habría retrasado su publicación. Así que esta versión es, en esencia, similar a la original; solo he realizado algunas correcciones, retocado ciertas oraciones en aras de hacerlas más diáfanas y actualizado o aña-dido unas pocas referencias bibliográficas. Finalmente, dedico esta publicación a la familia Mallol-Valerio, de Santiago, que en múltiples ocasiones me acogió en su hogar.

Río Piedras, Puerto Rico,15 de enero de 2011.

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introducción

Para narrar la historia de la «clase incómoda»

Donde se exponen los designios de los folios que el lector tiene en sus manos; que no es otro que narrar una «guerra silenciosa» cuyo protagonista ha sido una «clase (intelectual y políticamente) incómoda», singular gesta ocurrida en un país –al decir de un bardo– «colocado en el mismo trayecto del sol».

Un libro, como ingeniosamente sugirió Borges en su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote»,1 es varios libros. Lo es, en primer lugar, porque los sentidos que pretende generar una obra son modi ficados y ree la bo ra dos por los lectores, quienes imponen sus propias ideas a lo planteado por el au tor. En consecuencia, un libro será tantos libros como los lectores que tenga. Pero, además, un li bro es va rios libros porque su autor puede tener diversos propósitos, inten ciones, razo nes, motivos, ob je ti vos, intereses y deseos al escribirlo. Algunas de estas fina lidades pueden resul-tar más o menos trans parentes para los lectores; otras quedarán relativamente ocultas, por lo que corres pon de rá a ellos desentra-ñar las «coar tadas» del autor. Este, por otro lado, no puede ser plenamente consciente de los múl tiples significados que pueda evocar su texto, que siempre estará sujeto a las interpre ta ciones que elaboren e imaginen sus lectores. Así la es cri tura/lectura se convierte en una espiral sin fin, en una verdadera «Biblioteca de

1 Borges, Ficciones, 1976, pp. 35-47.

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Babel», como también propuso Borges, en la cual (co)existen es-crituras infini tas porque las lecturas son igualmente ina gotables.2

Este libro, como cualquier otro, admite varias lecturas. En primer lugar, pretende resaltar diver sos mo men tos de las luchas campesinas en la República Dominicana a partir del siglo xix. No es, sin embargo, una historia total ni completa de esas luchas. Por el contrario, ofrece una visión extre ma damente parcial e incompleta. Se mueve a «saltos», realizando «cortes» cronológicos y temáticos, ya que está compuesto por «fragmen-tos» que sirven a mo do de excusas para abordar no solo proce-sos históricos propiamente dichos si no, también, otros varios asuntos. Por ello, es un género mixto: en ocasiones adopta el estilo de la investigación monográfica, a ratos se convierte en reflexión sobre la historio grafía domini ca na, y por momentos se transforma en mero ensayo de opinión. Es, en fin, un texto heterogéneo que pretende, desde su propia ambigüedad, acercarse críticamente a los imaginarios letrados, a sus repre-sentaciones sobre la sociedad, y, sobre todo, a su (¿nuestra?) «escritura de la historia».3

De forma particular, este trabajo es una indagación sobre los movimientos sociales, concen trado en el campesinado domini-cano, si bien confío en que haya incorporado consideraciones más abarca doras. Por ejemplo, podría leerse como una reflexión sobre las resistencias de los sectores subal ter nos en el Caribe, que es uno de los temas fundamentales de su historiografía.4 También se puede interpretar desde la óptica de los procesos políticos en la región caribeña, concretamente desde la pers-pectiva de las complejas maneras en que interactúan las clases subalternas, los sec tores hege mónicos y el poder estatal. En este último sentido, pretendo recalcar cómo las grandes masas de la República Dominicana –y, por extensión, del Caribe– han con-tribuido con sus luchas y sus resis tencias a la configuración de la sociedad y de las estructuras de poder.

2 Ibid., pp. 75-85.3 De Certeau, Escritura, 1993.4 San Miguel, «Visiones», 2004, 27-81.

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Irrespectivamente de la lectura que se elija o adopte, quiero subrayar el carác ter de cons trucción que tiene este texto; es de-cir, deseo enfatizar su naturaleza narrativa. Sobre el particular, me inspiro en los planteamientos de Hayden White sobre la en-tidad del texto histórico como un «ar te facto literario», es decir, como ejercicio retórico que combina una «trama» determinada y unos eventos, hechos o sucesos específicos que adquieren, en consecuencia, significado parti cu lar cuyo sustrato más profundo es ético.5 Así, buena parte de las luchas campesinas que examino en este texto constituyeron momentos más bien excepcionales en la historia del campesinado do mi nicano; además, usualmente carecieron de vínculos directos entre sí, por lo que no se debe asu-mir una continuidad entre ellas, mucho menos una coherencia programática: no formaron par te de un movimiento único que respondiese a una misma lógica social ni a un sustrato ideológico homo géneo. Todo lo contrario: fueron movimientos parciales y discretos; con frecuencia surgie ron y has ta coexistieron de es-paldas unos de otros. Usualmente su radio de acción inmediata fue regional, aunque sus acciones podían repercutir en ámbi-tos más amplios, incluso en la esfera es ta tal y, por ende, en el conjunto social y político. Demográficamente, incidieron en su mayoría so bre una proporción reducida del campesinado. Por ejemplo, si bien las diferentes fuentes resultan inse guras al respecto, parece que, en su mejor momento, las bandas de gavilleros a las que me refiero en el capítulo segundo apenas llegaron a sumar varios cientos de combatientes; las cifras más altas sugieren unos 1,500 guerrilleros. En cuanto al olivo ris mo, movimiento mesiánico al que también alu do en esa sección, se llegan a mencionar guarismos que sobrepasan los 2,000 fieles. Dada la naturaleza de ambos movi mientos y los evidentes ries-gos que conllevaba pertenecer a uno u otro, ta les números no de jan de resultar impresionantes. Por demás, es evidente que esos movi mientos so cia les tuvieron re per cusiones más amplias, que trascendieron las respectivas poblaciones y re gio nes donde

5 White, Tropics, 1986, especialmente pp. 81-100; y White Content, 1992.

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surgieron. Aquí los meros números resultan pobrísimos como indicadores.

Pero, sobre todo, en sí mismos, esos movimientos no constitu-yeron un único movimiento; por lo menos no fueron concebidos como tales por quienes pertenecieron a ellos. Si hoy los vemos co-mo partes constitutivas de una misma serie de acontecimientos se debe a que, al rela tarlos, se crea la sensación de la se cuencialidad. Si aparecen conectados y vinculados, es porque la búsqueda de sentidos en los even tos del pasado, propia de la historiografía y de las ciencias socia les, nos lleva a imprimirles una determinada lógica secuencial, nos permite encadenarlos unos con otros. Para ello empleamos cate gorías y clasificaciones, y construimos series cronológicas cu yos hitos corres ponden a nuestra particular concepción de cuáles son los «hechos» funda men tales. Como ha subrayado E. H. Carr, una cronología, al igual que una deter mi-nada «di visión de la historia atendiendo a sectores geo gráficos», no es otra cosa que una «hipó te sis».6 Gra cias a esas determi-naciones cronológicas y a las clasificaciones que empleamos –por ejem plo, la de movi miento so cial o campesino–, construimos una narración y le conferimos una expli cación, un sentido.7

Los mismos términos de campesino y campesinado resultan problemáticos ya que transmiten la sensación de que se trata de un conjunto social delimitado claramente a partir de criterios objeti vos, comunes a todos sus miembros. Como en el caso de las definiciones convencionales sobre la na ción, las conceptualiza-ciones sobre el campesinado usualmente parten de criterios ex-cluyentes –por ejemplo, se es campesino o proletario–, pese a las diversas modalidades que pueden asu mir los sectores campesinos, tanto en cuanto a sus condiciones materiales de existencia como en términos de sus vínculos con el poder y de sus expresiones culturales.8 Al adentrarnos en el estu dio de los movi mientos

6 Carr, ¿Qué?, 1973, p. 81.7 Con relación a las clasificaciones, sugiero a Foucault, Order, 1994, pp. 125-165.8 Wolf, Peasants, 1966; Shanin (ed.), Peasants, 1979; y Calva, Campesinos, 1988.

Para la región caribeña han surgido críticas a estas visiones dicotómicas. Ver: Frucht, «Caribbean», 1971, pp. 190-197; y Giusti Cordero, «Labor», 1995.

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sociales, el dilema de las categorías y las definiciones tiende a complicarse mucho más. Sobre todo si se parte de la premisa de que determinadas instancias de lucha repre sentan los «ver-daderos» intereses del conjunto social –de la «clase», para em-plear un lenguaje muy común–, y que la falta de adhesión a tales luchas se debe a una «conciencia de clase» ausente u ofuscada. En el ca so del campesinado, incluso se ha considerado que su comportamiento social y político es irra cio nal, ajeno, supuesta-mente, a las pautas seguidas por las «clases modernas». El mismo Marx con sideró al campesinado como «la clase que representa la barbarie dentro de la civilización»; Eric Hobsbawm solo estuvo dispuesto a reconocer en sus luchas un comportamiento «prepo-lítico». Sí: intelectual y políticamente, el campesinado resulta ser una «clase incómoda».9

Lo es, entre otras razones, porque, a pesar de la explotación y la subordinación que ha su fri do, a veces, el campesinado ha parecido tolerarlas sin oposición. Lo es, tam bién, porque ha res-pondido tímidamente a las propuestas de «liberación» ofrecidas por varias doc trinas políticas. Recordemos al escritor dominicano Juan Bosch en los años 40 del siglo xx, quien a pesar de denunciar la oposición cam po/ciudad y la explotación de las masas rurales por los citadinos –a quienes, calcando el habla de la ruralía, denomi-nó los «pue blita»–, consideraba que los cam pe sinos eran incapaces de desarro llar luchas propias y, por lo tanto, de ser agentes activos de su «liberación». Por eso resultaba necesario, según Bosch, la direc-ción de unos patriotas puros quienes encabe zarían a las masas en la lucha por una tierra prometida, por una modernización plétora de justicia.10 Bosch, por supuesto, no es ta ba solo. Amparados en su saber, los letrados definían el papel de los campesinos en la socie-dad, al igual que el comportamiento que debían seguir para lograr la modernización, es decir, para cons truir la sociedad del mañana.

9 Shanin, Clase, 1983. Las opiniones de Hobsbawm se encuentran en Primitive, 1965. La cita de Marx aparece como epígrafe en el libro de Shanin.

10 Bosch, «Pueblo», 1974, pp. 7-15. La definición política del Bosch de los 40 proviene de: 1º, Juan, 1995. Ver, también: San Miguel, Isla, 2007, pp. 141-183; y San Miguel, «Premodernidad», 1999, pp. 239-252.

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A partir de los años 60 del siglo pasado, emergieron nuevas versiones de esta discursiva. Entre los adherentes a las teorías del desarrollo prevaleció una «lógica sacrificial» que, al igual que los discursos religiosos, ponía énfasis en «el principio de “un más allá” que determina la configuración del “más acá”» y que está «siempre fuera de la esfera de acción de los protagonistas reales». Regido por tales metarrelatos, al actor social –en este caso, al campesinado– se le asignó «una trascen dencia que [este] no [asumía] en su práctica».11 En consecuencia, se entendía que una de las «tareas históricas» del campesinado era sumarse al combate universal de los «condenados de la Tierra» en contra de la opresión y la explotación. Solo su inserción en esa lucha justificaba, desde tal óptica, su relevancia so cial y política. Pero algo faltaba en tales percepciones; entre otras cosas, como alega James Scott, «el hecho sencillo de que, a lo largo de la historia, solo en muy raras ocasiones la ma yo ría de las clases subordinadas han podido darse el lujo de realizar activi dades políticas abier-tas y organizadas».12 Sus luchas y sus resistencias han tomado gene ralmente cauces muy distintos a los de la rebelión y la in-surrección; mucho menos común ha sido su participación en movimientos re vo lucionarios, aunque, a contrapelo de ciertas opiniones, los campesinos han jugado roles estelares en buena parte de las grandes revoluciones sociales modernas.13

Pero, más que destacar la participación de los sectores rurales en tales erupciones sociales y políticas, lo que he deseado resaltar es, en primer lugar, el carácter discreto y específico de las luchas y las resistencias de las masas rurales en la República Dominicana. En segundo lugar, que, a pesar de su carácter fragmentario y delimitado, se puede realizar una interpretación de esos conflic-tos sociales como un conjunto de procesos que, si bien concretos a cada contexto histórico, expresan tensiones específicas entre

11 Mires, Discurso, 1993, pp. 38-39.12 Scott, Weapons, 1985, p. 15. A menos que indique lo contrario, las traduc-

ciones del inglés son mías.13 Moore, So cial, 1970; Landsberger (ed.), Rebelión, 1978; Forster y Greene

(recops.), Revoluciones, 1975; Wolf, Peasant, 1973; y Skoc pol, Estados, 1984.

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los sectores rurales, los grupos de poder y el Estado. Además, he intentado evidenciar que los campesinos dominicanos han desarrollado sus luchas y sus resis ten cias tanto a base de sus condiciones materiales como de sus percepciones culturales e ideoló gi cas; es decir, ellas no son producto meramente de la necesidad, sino que son producto, además, de sus percepciones sobre la justicia, la ley, el orden, el poder y sobre su propio papel en la sociedad. Esto implica que los campesinos también han generado nociones sobre su pasado, que han elabo ra do y reela-borado sus memorias, dirigidas usualmente a justificar sus luchas en el presente y, por ende, a proyectarse hacia el futuro, hacia lo que han entendido que debería ser su papel en la socie dad.

Por tales razones, he querido enfatizar que las masas rurales, pese a las múltiples limitaciones y constricciones que han enfren-tado en diversos momentos, han sido agentes sociales activos, y que en virtud de sus acciones han contribuido de manera decisi-va a definir los derroteros históricos del conjunto de la sociedad. No obstante, dado el carácter de construcción de todo relato, esta narración no tiene la intención de proponer una verdad absoluta sobre la historia de las luchas sociales del campesinado dominicano, mucho menos sobre las resistencias de los sectores subalternos en el Caribe en general. Mi intención es mucho más restringida: aspiro solamente a proponer una visión muy perso-nal en torno a esa historia, por lo que estoy lejos de pretender que la misma agota las posibilidades interpretativas. Del título en adelante, más que producir una «verdad», prefiero sugerir un sentido a lo que he llamado –tomando el término prestado al novelista peruano Manuel Scorza– una «guerra silen ciosa».14

14 Con el título de «La guerra silenciosa» bautizó Manuel Scorza al conjunto de novelas que dedicó a las luchas campesinas en el Perú, a saber: Redoble por Rancas (1970), Garabombo, el invisible (1972), El jinete insomne (1976), Cantar de Agapito Robles (1976) y La tumba del relámpago (1978). Se pueden consultar en sus Obras, 1979.

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caPítuLo i¿una historia sin campesinos?

Memorial de las disputas, las luchas, las revoluciones, las montoneras, las gavillas y otras peculiares maneras de expresar los campesinos, durante épocas pasadas, sus agravios, malestares, «piques» e inconformidades; de los encarnizados combates que entablaron; y de la oposición que confrontaron.

Sobre eL «otro interno»

En 1936, un joven escritor publicó una obra que subtituló Novela de las revo lu ciones.1 En ella se refiere a las guerras civiles que sufrió la República Dominicana du ran te las primeras déca-das del siglo xx. Anteriormente, en 1933, el mismo autor había pu bli cado una colección de cuentos, Cami no real,2 en la cual también abordó el tema de las «revoluciones», en especial sus efectos sobre la so cie dad rural. Ambas obras fueron producto de una corriente ideo lógica que condenaba las guerras civiles de la época como expresión de un mundo rural bár baro y caótico, incapaz de propender ha cia un orden estable que pro piciara el «progreso».3 Ideo logía que era «una requisitoria contra el

1 Bosch, Mañosa, 1994.2 Bosch, Camino, 1983.3 García Cuevas, Juan, 1995; y San Miguel, Isla, 2007, pp. 141-183.

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caciquismo provincial o campesino»,4 en ella el mun do ru ral aparece como inquieto, indómito, convul sio nado. Concho Primo, nombre genérico con que se llamó a los levantiscos caciques ru-rales, se convir tió en un estereotipo cuyo supuesto rasgo predo-minante –su «espíri tu berbe ris co»– se denominó con cho primismo. Carentes de iniciativas que posibili ta sen la superación de tal situación, los campe sinos eran, por el contrario, objeto de las manipulaciones de los caci ques y los caudillos rurales, quie nes usaban su prestigio, poder y riquezas para atraerlos a sus causas. La opinión era casi unáni me entre la intelectualidad de la épo-ca. De acuerdo con una conocida obra histórica, los caciques «contaban con los campesinos, a ellos atados con lazos de com-padrazgo y gratitud de los pequeños favores»; bastaba con que los pri meros comenzaran a conspirar para que, «con los resortes de su dinero y su ascendiente excitar[a-n] al pueblo contra el Gobierno».5 Nada: los campesinos actuaban solo impul sados por los caudillos y caciques. Eran incapaces de iniciativas propias.

Esas opiniones eran compartidas por «mansos y cimarrones». Bosch, a pesar de que en los años 30 era lo que Eugenio García Cuevas ha llamado un «liberal revolucionario»,6 expresó en su na rrativa posiciones similares. Así, en su cuento «Camino real» el personaje central recrimina a los campesinos por su incapaci-dad para reconocer el origen de sus desgracias y deshacerse de los «far dos» que cargaban sobre sus hombros;7 su regeneración sería tarea de los ilustrados patriotas que ha brían de dirigir a las masas hacia su liberación.8 Entre los intelectuales que creían en esa regeneración se puede incluir a Ramón Marrero Aristy.9 No obs tante, Marrero Aristy optó por tramitar sus reclamos por

4 Céspedes, «Sentido», 1978, p. 16. También: Rosario Candelier, Ficción, 2003.

5 Mejía, Lilís, 1993, p. 29.6 García Cuevas, Juan, 1995, p. 15.7 Bosch, Camino, 1983, pp. 121-152.8 Esta posición de Bosch queda expresada en su breve ensayo: «Pueblo», 1974.

Ver también: San Miguel, Isla, 2007, pp. 141-183.9 Ver su novela Over, 1980; y la serie de artículos «La posición del trabajador»,

LO, 9 de agosto-18 de septiembre de 1945.

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la vía del Estado despótico, así que ter minó colaborando con el régimen de Rafael L. Trujillo.10 Él, por cierto, no fue el único. Otras figu ras del mundo intelectual y político acabaron en el mismo bote. Para las élites sociales de fines del siglo pasado y principios del xx, los sectores campesinos eran una especie de materia prima que ha bía que moldear. Sin esa labor no sería posible el progreso ni el Estado nacional. Así se garanti zaba su encuadramiento en los esquemas económicos modernos, vinculados de manera regular al mercado, y se posibilitaba su «domesticación» como ciudadanos.

Las ideas de las élites acerca de los sectores rurales reflejaban su percepción de lo que había sido la historia dominicana desde la fundación de la República. Sobre todo, la incongruencia que per cibían entre su «idea de la ciudadanía» –es decir, en torno al comportamiento de los miembros de la sociedad– y las realida-des de unas masas que coti dianamente parecían contradecir esa uto pía.11 Amén de unas prácticas económicas y sociales opuestas a sus nociones sobre la modernidad, los campesinos constituían la base de apoyo de los caudillos regionales que encabezaban las mon to neras, sublevaciones y guerrillas en contra de los go-biernos de turno, y que, en conse cuencia, im pedían los efectos benefactores del orden. Retengamos la imagen: para fines del siglo xix y prin cipios del xx, los campesinos representaban el desorden, la violencia y el caos. Las élites se enfren taron al dile-ma de establecer un control sobre ellos.

El grueso de las élites terminó apostando al Gobierno fuerte. Hubo un primer ensayo du ran te el régimen de Ulises Heureaux, el afamado Lilís, quien rigió al país entre 1883 y 1899. Luego, bajo la ocupación estadounidense de 1916-1924, se establecieron nuevos esquemas de dominación so bre las masas rurales; enton-ces fue posible la implantación o el fortalecimiento de proyectos de an taño, intentados previamente con éxitos mediocres. La dic-tadura de Rafael L. Trujillo fi nalmente logró esa domesticación

10 Cassá, Movimiento, 1990, pp. 247-249.11 Sigo los planteamientos que para México ha hecho Escalante Gonzalbo en

Ciudadanos, 1993.

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del campesinado que añoraban los sectores dominantes desde el siglo xix. Some tido a un Estado despótico, aquella imagen del campesino díscolo, indócil y le vantisco se trastocó du rante la dictadura en la de uno obediente y sumiso. Dicha imagen preva-leció luego de la caída de la dictadura tru jillista. Irónicamente, fue sostenida incluso por los sectores políticos más radica les, que tendieron a reeditar las percepciones existentes anteriormente sobre el campesinado. Dís co lo e insumiso en la primera versión, letárgico e inmóvil en la segunda, en ambas se representaba al campesinado como carente de iniciativas; en ambas, los campesi-nos eran representados como meros seguidores de los caudillos y los gobernantes, o de los sectores políticos que habrían de diri girlos hacia la liberación de la opresión y la explotación. Los primeros creían que, por violentos y revoltosos, los campesinos eran incapaces de acceder al progreso y a la mo der nidad, defini-da en tér minos de la expansión del mercado y del fortalecimien-to del Estado nacional. Y luego de 1961, cuando cayó Trujillo, se consideró que los campesinos eran incapaces de propiciar una nueva era –definida ya en términos del establecimiento de una democracia burguesa o de una alternativa so cia lista– por su quietismo y su conservadurismo innato.

En el fondo, ambas concepciones son similares. Tanto en una como en la otra, los cam pe si nos aparecen como objetos, no como sujetos de la historia.12 Por ello vale la pena examinar con más detenimiento aquellos momentos en que los campe-sinos parecieron contar con un prota gonismo social y político. Examen muy parcial –en buena medida por la virtual ausencia de estudios sobre el tema–, que a «largo plazo» quizás nos per-mita inferir a unos sectores rurales menos pasivos que esos que hemos heredado de una «historia sin campesinos».

12 Tal visión es perceptible hasta en obras que estudian el papel de las clases subalternas y de sus luchas en la historia dominicana. Por ejemplo, en Faxas, Mito, 2007, que examina la relación entre «sistema político y movimiento popular», el papel del campesinado es obviado casi totalmente.

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un caMPeSinado LeVantiSco

En el siglo xix, la inmensa mayoría de la población de Santo Domingo estaba compuesta por campesinos. Por pura fuerza de-mográfica, estuvieron presentes en los grandes acontecimientos que vivió el país en esa centuria. Estuvieron en las guerras con Haití durante las décadas de los 40 y los 50; también en los con-flictos entre facciones durante la Primera República (1844-1861). Sin embargo, es poquísimo lo que en definitiva sabemos sobre su participación en ellos, a pesar de que en ocasiones las causas de los conflictos políticos atañían directamente al campesi nado. Tal es el caso con lo que se ha denominado la Revolución de 1857, cuando en el Cibao se ini ció una sublevación contra el Gobierno de Buenaventura Báez. Para entonces, el tabaco constituía el principal cul tivo de la región cibaeña. En torno a este cultivo se desarrolló un importante sector comercial vinculado a su finan-ciamiento y exportación; pero el verdadero sostén del tabaco era el campesinado, dedicado al cultivo de la hoja desde el período colonial. Aunque conflictivos, los vínculos económicos entre los cosecheros y los comerciantes constituían el núcleo funda-mental de las relaciones sociales en las regiones tabacaleras.13 El tabaco era la savia del Cibao. Era, además, la principal actividad económica a nivel nacional. Gracias a su exportación, el Estado obtenía el grue so de sus ingresos. No en balde el intelectual de-cimonónico Pedro Francisco Bonó proclamó al ta ba co como el «verdadero padre de la patria».14

Fueron los intentos de Báez por interferir en la economía tabacalera lo que inició la revo lu ción.15 Como era costumbre año tras año, en 1857 llegaron de Europa el oro y la plata para

13 Entre otros, ver: Lluberes, «La economía», 1973, pp. 35-60; y San Miguel, Campesinos, 1997, especialmente pp. 95-149.

14 Rodríguez Demorizi, Papeles, 1964.15 Sobre el trasfondo de la Revolución de 1857: Domínguez, Economía, 1977,

pp. 139-140; Cassá, Historia, 1982, vol. II, pp. 60-61; Marte, Cuba, s. f., pp. 283-288; y Moya Pons, Manual, 1978, pp. 321-324. La fuente principal de la mayoría de los historiadores que han tocado este asunto es: Gar cía, Compendio, 1982.

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financiar la cosecha de tabaco. Con esos recursos, los comercian-tes establecidos en el país adquirían papel mo ne da, usada en las transacciones con los campesinos. En moneda nacional se hacían los avances a los cosecheros, en ella se les pagaba el tabaco adquirido por las casas comerciales y se liquidaban las deudas que contraían con estas. Aprovechándose de la estratégica posi-ción que ocupaban en los negocios tabacaleros, los comer ciantes recurrían al agiotaje con el fin de aumentar sus ganan cias. La especulación se realizaba por medio del acaparamiento de la moneda antes de la época de la cosecha, lo que provocaba alzas en los intereses que tenían que pagar los campesinos por los préstamos que recibían. Pero con la cosecha, cuando los cam-pesinos vendían su producción o entregaban las hojas a las casas comerciales en virtud de las deudas contraídas con ellas, el mer-cado se inundaba con el papel moneda, lo que redundaba en su pérdida de valor. En pocas palabras, los campesinos recibían crédito a altos intereses, pero obtenían dinero devaluado, usado en la compra de bienes de consumo a los mismos comerciantes con quienes se habían endeudado. El tabaco era un negocio redondo para los co mer ciantes.

Los precios del tabaco habían sido altos en 1856, lo que pare-cía augurar una buena cosecha para el 57. Báez, recién llegado al poder, logró que el Senado Consultivo aprobara una serie de me-didas autorizándole a realizar nuevas emisiones de papel moneda, política que había carac terizado a las administraciones del presi-dente Pedro Santana y que habían contribuido a la deva luación de la moneda nacional.16 Báez justificó las nuevas emisiones en la defensa del cosechero tabacalero ante las prácticas especulativas de los comerciantes. Con esas emisiones –se argumentó– aumen-taría el circulante y se dificultaría a los comer ciantes monopolizar las papeletas, nombre con que popularmente se conocía al papel mo ne da. Alcanzando la fabulosa cifra de 18,000,000 de pesos, las emisiones de papeletas tuvieron un efecto devastador sobre la economía cibaeña. Los comer cian tes, en efecto, se vieron

16 Moya Pons, Manual, 1978, pp. 321-324.

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impedidos de lograr las extraordinarias ganancias que obtenían gracias a sus especulaciones con la moneda. Mas los campesinos fueron afectados por la devaluación que propició la emisión mo-netaria. Detrás de las maniobras del Presidente había varios pro-pósitos, en tre ellos favorecer económicamente a seguidores suyos, quienes se beneficiarían con la espe cu la ción monetaria y con la compra de tabaco a los campesinos. Además, era una manera de obtener re cur sos para el Estado a costa tanto de los comerciantes cibaeños como de los sectores campe sinos.17 A los manejos do-losos de Báez se añadió una baja abrup ta del precio del tabaco, que se evidenció en Alemania, el principal mercado del tabaco cibaeño. Entonces los comerciantes se en contraron con una mo-neda devaluada y con existencias de tabaco de difícil venta. Para colmo, el Gobierno fue incapaz de convertir el papel moneda en oro, tal y como había propuesto inicialmente.18

Una reunión de notables comenzó la revolución contra Báez, en julio de 1857. Debido a la centralidad del tabaco en la eco-nomía cibaeña, la rebelión asumió un cariz regional. A su causa in mediata –la interferencia de Báez en la economía del tabaco– se sumaron rei vindicaciones de carác ter regional, al igual que querellas de antaño contra las tendencias centralistas de Santo Domingo. No por casualidad la revolución concitó a figuras cuya inserción en la misma se originó en recla mos políticos e ideo-lógicos más que en consi deraciones estrictamente económicas. Entre ellos hay que mencionar a Pedro Francisco Bonó, quien poseía una visión orgánica sobre la sociedad dominicana fun-dada en un liberalismo democrático. Aunque más cercano a los sectores económicos dominantes de la re gión, Ulises Francisco Espaillat también se puede ubicar en esta tendencia liberal.19 Por supuesto, al movimiento insurreccional se sumó –como solía ocurrir– toda suerte de descon tento, malquerido, ren co roso o injuriado por el régimen baecista. Con todo, tuvo un fuerte

17 García, Compendio, 1982, vol. III, pp. 227-228.18 Marte, Cuba, s. f., pp. 289-290.19 Pérez Memén, Pensamiento, 1995. Sobre Bonó, ver: González, Bonó, 1994; y

sobre Espaillat: Sang, Utopía, 1997.

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carácter regional que se evidenció en las propuestas y las ejecu-torias del Gobierno revolucionario.

¿Qué papel jugó el campesinado cibaeño en el conflicto? Esta es una pregunta que, intere santemente, apenas ha sido abordada por los historiadores que se han ocupado de la revo-lución antibaecista del 57. En algunos casos existe un silencio casi absoluto.20 Es como si el tabaco se cul tivara solo, como si los manejos de los comerciantes o de Báez no hubiesen perju-dicado a los cam pe sinos, o como si estos carecieran de capacidad para reaccionar ante aconte ci mientos que los afec taban tan directamente. Cuando se reconoce algu na participación del campe sinado en el movi miento insurreccional, se achaca al cau-dillismo o a las influencias de los diri gentes de la rebelión sobre el campesinado. Así, Ro berto Marte arguye que los campesinos fueron arrastrados «por el prestigio de los autores de la revuel-ta», aunque alude a las «consecuencias malsanas» que sufrieron los agricul tores como resultado de los manejos turbios de Báez. Con todo, reconoce que la ausencia de documentos impide comprobar si los campesinos se aliaron a los «promotores» de la rebelión.21 Otros historiadores argumentan que el campesinado permaneció fiel a Báez, lealtad que se habría basado en los ges-tos del gobernante para favorecer a los cosecheros de tabaco y en su ene mistad demostrada contra los comerciantes. Para Bosch, fue esa la razón por la cual «la masa de pequeños campesinos cibaeños se convirtiera en baecista» y que con ti nuara siéndolo «a lo largo de los años».22

Dos de los autores que sugieren que el campesinado contó con alguna capacidad de acción autónoma en la revolución antibaecista son Juan Isidro Jimenes Grullón y Roberto Cassá. Para el primero, a pesar de haber sido dirigido por sectores de la élite, el movimiento contra el gobernante tuvo un «amplio

20 En la que a todas luces es la más moderna biografía de Báez, la revolución del 57 está apenas glosada. Ver: Sang, Buenaventura, 1991, pp. 60-63. Para una visión más reciente de este asunto: Chez Checo y Sang, Tabaco, 2008, I, pp. 184-196.

21 Marte, Cuba, s. f., p. 291.22 Bosch, Composición, 1982, p. 170.

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apoyo popular» debido a que los campe sinos resintieron las medidas económicas del Pre sidente. La economía primó «sobre el factor ideológico caudillista»: los campesinos cibaeños «re-nunciaron repentinamente» a sus simpatías a favor de Báez y se unieron a la rebelión. Su resen timiento contra él fue lo su-ficientemente fuerte como para propiciar que los campesinos supe raran el «caudillismo tradicional» del que estaban inficio-nados.23 Interpretación que encuentra eco en la imagen que nos ofrece Cassá, quien alude a la gran «ascendencia» de Báez sobre el campesinado, pero añade que este, «en la crisis política, no acudió en su defensa». Opinión que re cuer da la interpretación de Marx sobre la relación del campesinado francés con Napo-león III,24 Cassá achaca la postura de los campesinos cibaeños al «estado de confusión general» del momento y a que la crisis eco-nómica inclinó su favor hacia el patriciado regional que inició la revuelta.25 Poco más sabemos sobre el papel de los campesinos en la revolución del 57. Apenas hay alguna que otra mención pasajera a sus implicaciones sobre la lucha entre baecistas y an-tibaecistas. Por ejemplo, Mo ya Pons refiere la desmoralización que sufrieron las tropas cibaeñas durante el sitio que pu sie ron a la ciudad de Santo Do mingo, que se prolongó por varios meses. Deseosos de «regresar a sus campos» para iniciar la siembra de tabaco, los campesinos del ejército insurrecto desertaron en ma-sa, factor que propició –según él– que Pedro Santana desplazase del liderato de las tropas al gene ral Juan Luis Franco Bidó, hasta entonces comandante de las fuerzas antibaecistas. Santana, por su parte, contaba con ejércitos compuestos por «un peonaje dó-cil y servil», proveniente en su mayoría de las regiones Sur y Este del país, donde el caudillo oriental contaba con un ascendiente incues tionable.26

A pesar de las diferencias entre unas y otras, las opiniones vertidas por estos historiadores tienden a coincidir con la de

23 Jimenes Grullón, Sociología, 1982, vol. I, pp. 83 y 85.24 Marx, Dieciocho, 1971.25 Cassá, Historia, 1982, vol. II, p. 61.26 Moya Pons, Manual, 1978, p. 328.

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Ulises Francisco Espaillat, uno de los principales ideólogos de la revo lución del 57. Años después, al compararla con el movimien-to insurreccional en contra de la ane xión a España, ocurrida en 1861, Espaillat se refirió a la primera como un movimiento «de unos po cos que arrastraron consigo a las masas». La guerra contra España, por el contrario, fue iniciada por las masas, que arrastraron «con sigo a todos los demás».27 Nuevamente, por fuerza demo gráfica, los campesinos fueron un componente significativo de esas masas que se sublevaron contra el régimen español de 1861-1865. Para algunos historiadores contemporá-neos, el campesinado fue la fuerza motriz de la revolución.

A mediados de los años 60 del siglo xx, se planteó una reeva-luación del carácter de la Guerra Restauradora, como se conoció a la lucha del pueblo dominicano contra el dominio español. En 1965, Jimenes Grullón se refirió a ella como una de carácter popular ya que el «pueblo» se incorporó espontáneamente a la lucha contra las fuerzas españolas. En consecuencia, los ejér ci tos restauradores no fueron «un instrumento de un caudillo, sino entraña del propio pueblo», mo vido por el patriotismo.28 No obstante, Jimenes Grullón no cualifica su concepción sobre el «pue blo»; de hecho, no destaca su naturaleza eminentemente campesina. Tampoco cualifica el «pa trio tismo» popular, por lo que no quedan claras sus delimitaciones en el ámbito material y en sus pro yecciones políticas. Entre los historiadores de las últimas décadas, fue posiblemente Bosch el primero en sugerir –si bien de manera oblicua, y hasta empañada por su peculiar teoría de las clases sociales, inútil la más de las veces para el análisis histórico concreto–29 la oposición cam pesina al régimen anexionista. Por ejemplo, la política monetaria del régimen pro-vocó que los campesinos se retiraran de los mercados debido a que «el dinero que circulaba no tenía valor, y el que lo tenía no

27 Citado en: Jimenes Grullón, Sociología, 1982, vol. I, p. 85.28 Jimenes Grullón, República, 1965, pp. 59-62. Las citas pro vie nen de las

pp. 60-61.29 Sobre las concepciones históricas y sociológicas de Bosch, ver: Cassá,

«Historiografía», 1993, pp. 35-36.

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circulaba».30 El malestar contra ese tipo de medida impulsó a la rebelión a los diversos sectores de la «pequeña burguesía», entre quienes se encontraban las masas campesinas. Aun así, la Res-tau ra ción terminó siendo dirigida por las «capas alta y mediana de la pequeña burguesía» –con un alto componente de grupos urbanos–, inte re sadas en «organizar el país a la manera de las sociedades burguesas».31

Durante los años 70, debido a las influencias del marxismo, se interpretó a la Restau ración como un conflicto de clases. El anticolonialismo de esos años la convirtió, también, en una lucha nacional. Tales líneas de interpretación se encuentran tanto en obras posteriores de Jimenes Grullón y Bosch como en las de otros autores. Usualmente, su convergencia se tradujo en argumentos cargados de tensiones. Por ejemplo, en Sociología política dominica-na, Jimenes Grullón oscila entre una inter pre tación que privilegia el fenómeno nacional y otra que enfatiza los conflictos sociales, cayendo a veces en flagrantes contradicciones. Por un lado, afirma que la guerra respondió a un «movimiento unitario de clases, que partía de la concepción nacionalista», pero, por el otro, duda de que las ma sas obedeciesen a «un ge nuino sentimiento patriótico». En muchas ocasiones –afirma–, la movilización de las masas en con tra del régimen anexionista «se debió mucho más a la influen-cia de los di rigentes nacio nales o locales». Y, sin embargo, señala que las masas campesinas siguieron a los diri gen tes im pulsadas por su «sentimiento patriótico», que compartían con «el hatero o lati fun dista insu rrec to».32 En el análisis de Jimenes Grullón sobre la Anexión y la Restauración, el nacionalismo, el cau dillismo y el análisis clasista navegan con dificultad. Lo que se afirma por un lado, se duda o se nie ga por el otro.

30 Bosch, Composición, 1982, p. 183. La interpretación de Bosch sobre la Restauración parece que fue influenciada por la obra de Archambault, Historia, 1981, publicada ori gi nalmente en 1938. Obra bastante tradicional en su concepción, tiene el mérito de destacar a figu ras de origen popular que tuvieron papeles destacados en los orígenes y el desarrollo del movi-miento restaurador.

31 Bosch, Composición, 1982, pp. 189-190.32 Jimenes Grullón, Sociología, 1982, vol. I, pp. 117-119 y 123.

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Otros autores están más dispuestos a conceder a las masas rurales la capacidad de actuar en sentido «nacional», aunque es muy poco lo que se atestigua sobre su concepción social de la na ción. Hay, sin embargo, algunos indicios sobre sus posibles contenidos. Moya Pons señala que la Guerra «comenzó siendo una rebelión de campesinos, [que] muy pronto se convirtió en una guerra de razas».33 En efecto, la cuestión racial fue signi-ficativa para sectores amplios de la población do mi nicana. Al parecer, estuvo presente en el levantamiento de Moca, ocurrido en mayo de 1861, ape nas a dos meses de haberse consumado la Anexión. Su importancia parece que aumentó a me di da que las tropas y la burocracia españolas se apoderaron del poder en Santo Domingo ya que el racismo se expresó hasta en contra de los dominicanos negros y mulatos que colaboraron con los ocu-pantes. El racismo era abonado por «la imagen de una España esclavista» ya que mantenía tal régimen social en sus vecinas colonias de Cuba y Puerto Rico. Ello llevó a «muchos domi ni ca-nos a rebelarse».34 País que en el siglo xix era abrumadoramente campesino, es probable que la tra dición oral en Santo Domingo hubiese transmitido una «cultura de la contraplantación» que vin culase –correctamente– el racismo español con el sistema escla vista de tipo latifundista.35

Aunque difíciles de discernir en este momento, es factible que la incorporación de las ma sas rurales al movimiento restau-rador estuviese determinada por reclamos y reivindicaciones más claramente campesinas –entendiendo por ellas las que atañían a sus condiciones mate riales de existencia, incluso las que hacían posible sus formas de vida y expresiones culturales par ticu lares–. En regiones como la frontera y la Línea Noroeste, ambas focos importantes de la re sistencia contra las tropas españolas, exis-tían amplios sectores rurales cuyas formas de vida de pendían en bue na medida de la ausencia de controles estrictos sobre los intercambios comer ciales, el traslado de ganado y la movilidad

33 Moya Pons, Manual, 1978, p. 352.34 Domínguez, La Anexión, 1979, pp. 153-154, 178 y 263-269.35 Baud, «Colonial», 1991, pp. 27-49.

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de los pobladores entre Santo Domingo y Haití.36 Social y cul-turalmente, eran regio nes con una gran autonomía frente al Estado, la economía formal y las es truc turas ecle siásticas domi-nantes en Santo Domingo. Quizás no fue exclusivamente el te-mor a la gue rra lo que hizo que pobladores de la zona fronteriza prefirieran abandonar sus bohíos y co nu cos y mar charse a Haití al enterarse de la cercanía de las tropas españolas. Podía ser una expre sión de su re chazo al dominio español que se manifestaba, debido a su incapacidad para enfren tarlo direc ta mente, median-te una especie de «salida» o «fuga» masi va.37 Por supuesto, otros se incorporaron a la insurrección contra España.38

En regiones con una economía campesina de fuerte orien-tación hacia el mercado, parece que operaron otros factores en su incorporación a la lucha armada. El ejemplo evidente es el Cibao, que rápidamente se convirtió en sede de las fuerzas insurrectas. Fue aquí, también, donde surgió el sector po-lítico más capaz de brindarle unidad nacional a los diversos frentes rebeldes que afloraron en todo el país. La revolución antibaecista del 57 sirvió de ensayo a este nuevo intento por redefinir las bases de poder en Santo Do mingo. Además, como ha sugerido Cassá, el Cibao era la sede de una élite con posibilidades de brindarle coherencia política e ideológica al antianexionismo y a un proyecto nacional de corte liberal.39 Desde una perspectiva económico-social, el Cibao presentaba unos rasgos que, en muchos sentidos, facilitaba la acción con-certada de las élites urbanas y el campesinado en contra del régimen español. Copartícipes –aunque desde posiciones muy desiguales– de la economía de exportación del tabaco, las élites y los campesinos sufrieron ambos los efectos de la devaluación monetaria y la paralización de las actividades económicas que

36 Baud, «Frontera», 1993, pp. 39-64.37 Sigo a Lundahl en su ensayo «Some», 1992, pp. 325-344.38 Domínguez, La Anexión, 1979, pp. 170 y 178. Álvarez destaca el carácter

regional del movimiento insu rreccional en sus comienzos. Ver: Dominación, 1986, pp. 103-131.

39 Cassá, Historia, 1982, vol. II, p. 85.

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ocurrieron a raíz de la anexión.40 Jaime Domínguez resalta los intentos del Gobierno de crear un monopolio del tabaco, lo que vendría a alterar las tradicionales rela ciones comerciales con los puertos alemanes. Además, ello podría interrumpir los canales de suministro de tabaco a los comerciantes criollos y foráneos establecidos en Santo Domingo. De hecho, parece que el favoritismo al comercio español hizo que los productos dominicanos perdieran parte de sus mercados europeos; tal fue al parecer el caso del tabaco.41

La política monetaria del Gobierno español constituyó una fuente adicional de conflictos que incrementaron la oposición a la anexión. Los problemas monetarios de Santo Domingo no eran nuevos. Databan de la misma fundación de la República debido a la práctica de los gobiernos de emi tir papel moneda, sin ningún tipo de respaldo, con el propósito de cubrir sus gastos co rrien tes.42 Por tal razón, existía poca confianza en el valor de la moneda nacional. De hecho, uno de los compromisos del Gobierno español al realizar la anexión de Santo Domingo fue el de amortizar el papel moneda de manera que se pudiera esta-bilizar la situación financiera del país. Mas este pro yec to tropezó con serios obstáculos.43 Primero, porque nadie sabía a ciencia cierta la cantidad de pa pel moneda circulante. Segundo, por-que el Gobierno se propuso sustituir las papeletas domini canas con un nuevo papel moneda, y no por monedas de oro y plata, como esti pulaban los acuerdos originales que resultaron de la anexión. A lo sumo, el Gobierno español puso en circulación una moneda de cobre –las «calderillas»–, mas el grueso de la amor tización se realizó con papel mo neda español. Finalmente, al iniciarse el cambio monetario, las autoridades se nega ron a recibir las papeletas que estaban en mal estado, rotas o que eran

40 Sobre las relaciones entre campesinos y comerciantes, ver: Lluberes, «La economía», 1973; San Miguel, Campesinos, 1997; y Baud, Peasants, 1995.

41 Domínguez, La Anexión, 1979, pp. 231 y 247-248; y Marte, Cuba, s. f., pp. 319-321.

42 Herrera, Finanzas, 1987, pp. 9-61.43 Domínguez, La Anexión, 1979, pp. 293-298; Álvarez, Dominación, 1986,

pp. 89-91; y Marte, Cuba, s. f., pp. 325-326.

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de dudosa emisión. Lamen tablemente, la mayoría cumplía con alguna de estas condiciones. Los cam pesinos se sin tieron de frau-dados al no recibírseles sus papeletas. Domínguez alude a que muchos quemaron las suyas; otros las vendie ron a precio vil a los mismos encargados del canje monetario, quienes reali zaban pingües ganan cias al cambiarlas por la nueva moneda. Además, los agricultores estuvieron renuentes a vender sus productos si no era en monedas de oro o plata. Las actividades agrícolas y comer cia les tendieron a paralizarse. Era un buen caldo de culti-vo para que aumentara el descontento contra España.44

Las autoridades españolas incurrieron en una serie de actos que fueron vistos como puros atropellos. Por ejemplo, el esta-blecimiento del «servicio de bagajes», que no era sino la incau-tación –a título de préstamo o arrendamiento– de los animales de carga y de los carruajes con el fin de transportar tropas y equi-paje militar.45 Por tal servicio, los propietarios de los animales y los ca rruajes debían recibir una paga, proporcional al peso de la carga y a la distancia a que era trans por tada. No obstante, la remuneración parece que dejó mucho que desear. Para colmo, muchos pro pietarios de mulas y otros animales de carga se que-jaron del maltrato que recibían sus bestias y, en consecuencia, del mal estado en que les eran devueltas. A otros, sencillamente, no les fueron de vueltos sus animales. Los recueros, dedicados al transporte de mercancía a lomo de mula o burros, fueron par-ticularmente afectados por el servicio de bagaje. La incautación de sus animales con lle vaba la alteración o la total paralización de sus actividades. Para las zonas agrícolas, que dependían de los recueros para el transporte de su producción, tales interferen-cias con esa «industria criolla del transporte» representaban un factor adicional que contribuía a la merma de las activi da des económicas. No resulta muy difícil imaginarse las consecuencias funestas que tenía para el Ci bao Central la alteración del servi-cio de transporte a lomo de mula que se hacía entre San tiago

44 Marte, Cuba, s. f., p. 327.45 Domínguez, La Anexión, 1979, 302-303; y Álvarez, Dominación, 1986, pp. 94-95.

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y Puerto Plata. Para la década de los 60 del siglo xix, el Cibao carecía de fe rro carril y el transporte de los productos agrícolas hacia los puertos de exportación se hacía a lomo de mula cru-zando la cordillera.46

Hubo otras medidas que, aparentemente, afectaron a las masas rurales, aunque en este mo mento resulta difícil calibrar sus efectos concretos sobre ellas. Hay evidencia, por ejemplo, de que durante la Anexión hubo un aumento de los ingresos del Estado debido en parte a una serie de contribuciones que recayeron directa-mente sobre la población. Por supuesto, existen además tes ti-monios sobre la oposición a esos impuestos.47 Las autoridades de diversos municipios expresaron su disgusto con el «derecho de patente», cuota que debían pagar los comerciantes y otros nego cian tes, y algunos profesionales –como los médicos y los abogados– por el ejercicio de sus oficios. Tam bién se estableció una contribución sobre la propiedad urbana, aunque es del todo evidente que in cidió poco sobre el campesinado. Pero, sobre todo, se hicieron esfuerzos por incrementar las recau daciones de las aduanas, lo que se tradujo en un aumento en el precio de las mercancías im porta das; en consecuencia, tuvo efectos in-flacionarios. Si a ello sumamos la devaluación monetaria y la disminución del ingreso de los campesinos debido a la falta de venta de sus productos agrí colas, el resultado es una población rural más empobrecida. Como ha dicho Luis Álvarez, parece que «tanto la po lítica fiscal como las recaudaciones arancelarias perjudicaron más que promovieron la agricul tura comercial».48 El panorama general era, pues, el de una población que padecía una cre ciente pre sión contributiva, que se transfería a sus masas

46 Sobre el transporte en la segunda mitad del siglo xix: Hoetink, Pueblo, 1985, pp. 75-94.

47 Álvarez, Dominación, 1986, pp. 92-93; y Domínguez, La Anexión, 1979, pp. 251-253. Entre 1860 y 1862 se duplicó la recaudación de ingresos fiscales, pasando de poco más de 300,000 a sobrepasar los 600,000 pesos. Las auto-ridades españolas tenían la intención de incrementar las recaudaciones a 1,000,000 de pesos, aunque parece que el tope fue de 840,000 pesos, cifra que se calculó para el año 1863.

48 Álvarez, Dominación, 1986, p. 92. Marte se refiere a una crisis económica que produjo un «subconsumo general» (Cuba, s. f., p. 327).

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rurales, usualmente a través de meca nis mos in di rectos. Y la gente, sencillamente, no estaba «acostumbrada a pagar muchos impuestos de ningún género».49

Quedan también por investigarse las formas en que el régi-men español afectó otros aspectos de la vida de los campesinos ya que se intentó reglamentar una serie de prácticas cotidianas de la población dominicana, objeto del «Bando de policía y gober-nación» del 15 de octubre de 1862.50 Entre otras cosas, el bando trató de regular las prácticas religiosas y la moral pública, por lo que se prohibieron los juegos de azar y se requirieron permisos para celebrar bailes y fiestas. Poste rior mente, en enero de 1863, la Iglesia emitió una pastoral con el fin de acabar con las relacio-nes con sensuales, tan extendidas en la ruralía dominicana, y para obligar a la población a recurrir al matri monio canónico. Aunque es muy probable que buena parte de estas disposiciones se que-daran en el pa pel, las mismas ilustran, sin embargo, la naturaleza del régimen español. Su espíritu «ci vi li zador» y «misionero» se topó con una serie de «comportamientos cotidianos y habituales de los ciudadanos, pretendiendo compulsoriamente cambiar pa-trones de conducta ejercidos durante mu chos años».51 Puede ser que disposiciones como las mencionadas no hayan contribuido significa tivamente –por falta de implementación– al inicio de la rebelión. De lo que no hay dudas es de que con tribuyeron muy poco a ganarle simpatías al régimen anexionista.

La Guerra Restauradora contó con un apoyo decidido de las ma-sas rurales, que se incor poraron a las guerrillas que lucharon con-tra los ejércitos españoles. La compenetración de los gue rrilleros con el medio rural les brindó una obvia ventaja frente a los ejércitos regulares.52 La práctica de las guerrillas llegó a formali-zarse en las instrucciones emitidas por el Gobierno Provisional –re dactadas por el general Ramón Mella– sobre la guerra de

49 Declaración de E. M. Valencia, presidente del Ayuntamiento de Santo Domingo, reproducida en: Informe, 1960, p. 551.

50 Álvarez, Dominación, 1986, pp. 96-97.51 Ibid., pp. 95-96.52 Ha sido Bosch quien más ha enfatizado este rasgo del movimiento restaurador.

Ver: Guerra, 1984.

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guerrillas. Organizadas en pequeños gru pos «racionad[o]s por dos, tres o más días», las guerrillas debían «tirar pronto, mucho y bien, obsti lizar [sic] al enemigo día y noche; interceptarle sus bagajes, sus comunicaciones, y cortarles el agua cada vez que se pueda». Había que «agobiarlos, [...], para que no sean dueños mas que del te rreno que pisan».53 Mal equipadas y armadas, a veces atacando a sus oponentes con palos, estacas, lanzas rudi-mentarias o a carga de machete, los guerrilleros restauradores dependieron de su cono ci mien to del terreno y del apoyo de la población rural para vencer a las tropas anexionistas. Su liderato pro vino, en buena medida, de esos mismos sectores rurales, incluso de sus estratos más pobres, como fue el caso de Benito Monción, quien había sido un simple peón; otros líderes eran propie tarios rurales de cierto nivel, como Santiago Rodríguez o Gaspar Polanco; incluso, podían existir conflictos entre los pri-meros y estos últimos.54 A pesar de todo, el grueso de la población rural favo reció al movimiento restaurador, aunque es claro que en los ejércitos anexionistas también hubo con tingentes cam-pesinos, sobre todo en las tropas comandadas por los caudillos tradicionales del país. Así, las tropas santanistas comprendían núcleos de campesinos, al parecer vinculados al cau dillo por rela ciones clientelistas.55

Con todo, durante la Guerra de la Restauración se evidenció –y en esto tiende a existir ma yor unanimidad entre los autores que la han tratado– cierto consenso entre los diversos sectores so ciales en torno a la necesidad de liberarse del yugo español. Fue una guerra de liberación nacional en el más pleno sentido. En términos de la delimitación de los contornos de la nacionali-dad domi nicana, posiblemente tuvo repercusiones más profun-das que la propia indepen dencia de Haití, ocurrida en 1844, y que las subsecuentes guerras contra ese país.56 La incorporación

53 Reproducidas en: Álvarez, Dominación, 1986, pp. 150-151.54 Archambault, Historia, 1981, p. 37; y Bosch, Guerra, 1984, pp. 108-109.55 Bosch, Guerra, 1984, pp. 173-181.56 Cassá, Historia, 1982, vol. I, pp. 183-189; Moya Pons, Manual, 1978, pp. 267-

296; y Moya Pons, Dominación, 1978, pp. 145-170. Destacar la importancia de la Guerra Restau ra dora en el proceso de formación nacional es uno de los

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masiva del cam pe sinado a la lucha contra España no es sino el indicador más visible de su significado. Que daría por discernir cuáles fueron las maneras particulares en que los grupos campe-sinos con cebían sus relaciones con los demás sectores y clases de la sociedad y con el Estado. Conocer estos ele men tos nos permi-tiría comprender las formas de su «nacionalismo campesino», de «imagi nar se» como miembros de una comunidad que abarcaba mucho más que la mera tierra que pi saban.57

caudiLLoS y caMPeSinoS

Derrotados por la insurrección popular, en 1865 los espa-ñoles abandonaron Santo Domin go. Con el restablecimiento de la República parecía que el país se encaminaba hacia una época de estabilidad política, fundada en los principios libera-les de figuras como Bonó, Espaillat y Gregorio Luperón, este último puertoplateño de origen humilde que se convirtió en uno de los más in flu yentes caudillos restauradores.58 Mas pron-to las esperanzas en tal sentido chocaron con la cruda realidad. Visto en perspectiva histórica, la Revolución del 57 y la Guerra de la Restauración no fue ron sino momentos de una serie de conflictos armados que afectaron al país en el «largo siglo xix», y que comenzaron con las conflagraciones surgidas a raíz de la Revolución Haitiana.59 Duran te la Anexión, el conflicto princi-pal se planteó entre los ocupantes y sus aliados criollos –entre los que se destacó el caudillo conservador Pedro Santana– y

grandes aciertos de autores como Jimenes Grullón (Sociología, 1982, vol. I, pp. 113-142), Cassá (Historia, 1982, vol. II, pp. 91-96) y Bosch (Guerra, 1984), a pesar de que los tres expresan reservas sobre las posibilidades del campesi-nado de desarrollar una «visión» o «conciencia nacional». Sobre este último aspecto, véase el artículo de Cassá y Fer nández, «Cultura», 1990, pp. 228-255.

57 Parto de las discusiones desarrolladas en: Anderson, Imagined, 1994; Mallon, Peasant, 1995; Guha, «Some», 1988, pp. 37-44; y Pandey, «Peasant», 1988, pp. 233-287.

58 Pérez Memén, Pensamiento, 1995; González, Bonó, 1994; y Tolentino Dipp, Gregorio, 1979.

59 Moya Pons, Dominación, 1978; y Cordero Michel, Revolución, 1974.

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sus opositores. En un sentido, el movimien to restaurador fue una amplia coalición de fuerzas diversas e intereses particu-lares, usual mente hegemonizados por los caudillos regionales, que enfrentaron un enemigo común. Ven cido este, las viejas disputas volvieron a aflorar.

El período que va de 1865 a principios del siglo xx se caracte-rizó por las luchas entre las di versas facciones que se disputaban el poder. Es, posiblemente, la época clásica del caudillismo.60 Desde la fundación de la República, en 1844, los hombres de armas adquirieron una relevancia extraordinaria, que no habían tenido en épocas anteriores. El militarismo se convirtió en una de las principales expresiones de la vida social dominicana. El prestigio y la importancia de los caudillos militares aumentaron con la Guerra Restauradora.61 A partir de entonces, la historia de ese período apa rece salpicada de gol pes y contragolpes, de asonadas y levantamientos, de sublevaciones y pronunciamien-tos. No es necesario hacer un inventario. Apenas recordar que las masas rurales fueron la carne de cañón de todos los bandos en pugna. Ya forzados, ya voluntariamente, los cam pesinos mar-charon tras los caudillos de todas las banderías. Poco sabemos sobre las razones que los mo tivaron a seguirlos; por lo pronto, tendremos que contentarnos con suscribir –aunque con mati-ces– la tesis del caudillismo.

Si lo hacían, razones tenían. Muchos caudillos eran notables en sus respectivas regiones, posición que habían alcanzado en virtud de sus propiedades, sus vínculos con los gobernantes o con las fuentes del poder económico. Usualmente una cosa implicaba la otra. Su poderío material podía estar acompañado incluso por una mitología popular que tendía a adscribirles poderes excep cionales o a vincularlos con fuerzas sobrenatura-les.62 Notables locales había que fungían co mo intermediarios

60 Welles, Viña, 1981; y Cross Be ras, Sociedad, 1984.61 Pérez Memén, Pensamiento, 1995, pp. 148-152; y Jimenes Grullón, Sociología,

1982, vol. I, pp. 145-147.62 El relato de Bosch «El socio» [1940], en Más, 1987, pp. 161-186, en el que

aparece un latifundista que se alegaba que tenía un trato con el Diablo, está inspirado en «Mamón» Henríquez, un gran terrateniente del Cibao (Rosario

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entre las zonas donde habitaban y un poder estatal que, aunque débil e im perfecto, intentaba extender su radio de acción a todo lo largo y lo ancho de la geografía na cio nal. En no pocas ocasiones, los designios de los gobernantes resultaban nocivos para las masas campe sinas. Por ejemplo, desde la época de la Primera República, se legisló –aunque con poca efectivi dad– en contra de la vagancia, legislación que remedaba las medidas que Toussaint Lou ver ture y Jean-Pierre Boyer habían intentado implementar en el país anteriormente.63 Dado que el poder del Estado dependía en buena medida de la aquiescencia de los caciques y los notables locales, las rela ciones con los poderosos podían amortiguar un poder externo que atentaba contra las formas tra di cionales de existencia del campesinado.

Como ha señalado Fernando Escalante Gonzalbo en relación con México, para los campesinos, la «ga rantía de subsistencia» dependía del mantenimiento de un «orden»,64 el que no debe interpretarse en el sentido político convencional, sino en el de unas relaciones económico-sociales que no atenta sen contra el sustento de sus familias. A partir de esa «ética de la subsistencia» era que los cam pesinos hacían «política», entendida en términos de esta blecer relaciones de poder, dependencia o reciprocidad con los demás sectores de la sociedad. Y en ausencia de un Estado que pudiera va lidar en la práctica sus reclamos sobre el territo-rio y la población, las relaciones de las masas rura les tendían a oscilar, no en torno a los organismos de un poder lánguido y etéreo, sino alre dedor de las personas, los individuos que eran, en las zonas rurales, los poderes reales y efectivos. «La moralidad

Candelier, Narrativa, 1989, p. 229). Por su parte, al general Pablo Ramírez (a) «Pablo Mamá», caudillo de la región sur del país, la tradición oral le achacaba estar protegido contra las balas por un resguardo. Al respecto, ver la novela de Prestol Castillo, Pablo, 1986, basada en las tradiciones orales escu chadas por el autor en la década del 40 del siglo pasado. Una visión folclorista de los caudillos se encuen tra en: Jiménez, Amor, 1975, pp. 204-209.

63 Pérez Memén, Pensamiento, 1995, pp. 190-194; y Moya Pons, Dominación, 1978, pp. 63-64.

64 Escalante Gonzalbo, Ciudadanos, 1993, p. 61. Sus planteamientos están fun-dados en las concepciones de la «economía moral» de Scott, Mo ral, 1976; y Thompson, «Eco no mía», 1979, pp. 62-134.

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campesina» –continúa Escalante Gonzalbo– «exige ese ti po de relaciones. Sus lealtades son, por fuerza, personales, porque se fundan en un acuer do tácito de reciprocidad [...]. No son vín-culos jurídicos, ni institucionales, ni siquiera pueden convertirse en ello». Por el contrario, sus lealtades se debían «a sus líderes y autoridades tra dicionales».65 En esto, creo, Bosch no se equivocó: en ausencia de un poder general –el Estado–, los terratenientes (al igual que otros poderosos locales) se convirtieron en verda-deras fuentes de autoridad social.66

¿Lazos de dependencia, como denominó Marc Bloch a tales vínculos personales?67 Ciertamente. Mas no relaciones unilate-rales en las que solo los poderosos definían los términos de la ecuación. En condiciones como las de Santo Domingo en el siglo xix, en las que la misma fragilidad de la economía ponía en constante entredicho el poderío de muchos grandes propieta-rios, el apoyo de los sectores rurales dependía de la capacidad de los notables locales de validar y evidenciar sus pretensiones. El gran hatero podía ver su ganado devastado por las gue rras civi-les. El comerciante estaba sujeto a los vaivenes del mercado, a las fluctuaciones de las cosechas y a los sobresaltos de la política. En tiem po de guerra, las tropas eran como una plaga que destruía, roía y dilapidaba. En épocas de paz, los gobiernos eran perennes depredadores de las ganancias de los comerciantes mediante los préstamos forzados. Algunos comerciantes obtenían ventajas gra-cias a sus relaciones con el poder. Pero poco se beneficiaban de tales privilegios quienes ocu paban los escalafones más bajos del sector mercantil. Para ellos, que eran los que tenían tratos más directos con los sectores campesinos, resultaba fundamental ga-rantizar su posición en las áreas rurales. De tal ma nera lograban acceso a las cosechas, garantizaban sus redes de comercializa-ción y contaban con el sostén y, en caso de necesidad, con la

65 Las citas provienen de: Escalante Gonzalbo, Ciudadanos, 1993, pp. 74 y 72, respectivamente.

66 Bosch, Composición, 1982.67 Bloch, Feudal, 1961.

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protección de los grupos cam pesinos.68 Tales vínculos les con-vertían, a su vez, en interlocutores con las diversas fuentes de poder, que en el siglo xix carecía de una voz única, y que era, por el contrario, disgregado, individualizado, polivalente y disperso.

Aunque eran lazos de reciprocidad, las relaciones entre los cau-dillos y las masas rurales eran desiguales –sumamente desiguales, se debe subrayar–. La autoridad de los poderosos se po día ejercer con violencia, con desplantes, con humillaciones. No obstante, resulta errónea la imagen de un campesinado homogéneamente sometido a unas condiciones de explo tación que, en el len guaje de las ciencias sociales, se puedan describir como «feudales». Las características de cada re gión eran tan particulares que impiden hablar de un campesinado sometido mediante iguales sistemas de dominación en todo el país. En algunas regiones, como el Cibao, eran los vínculos entre los co merciantes y las masas rurales los que constituían el elemento fundamental de las relaciones socia-les de la región.69 A medida que avanzó el siglo y que la economía de la región se fue comercializando, tales vínculos adqui rieron mayor importancia. Por ende, el gran terrateniente no tuvo en el Cibao la presencia omnipotente que contó en otras regiones de la República Dominicana. Hubo, por su puesto, grandes pro-pietarios de tierra y caudillos de origen rural. Existieron, también, el clien te lismo y el pater nalismo a ellos asociados. Por su parte, en el Este, zona de escasa población y de grandes llanos, las rela-ciones sociales parece que tuvieron la impronta del hato ganade-ro. Áreas hubo, también, en las que ni el comercio era extenso ni predo minaban los latifundios. Todavía a fines del siglo xix, en el Cibao Oriental existían zonas «abiertas» a la ocupación campesina, en las que abundaba la caza de animales cimarro-nes, y en las que ni el Estado ni ninguna otra fuente de poder formal ejercían su dominio. Muchas zonas montañosas seguían

68 San Miguel, Campesinos, 1997. En la novela de Bosch, Mañosa, 1994, se puede discernir lo fundamental que resultaba para un comerciante establecido en el campo contar con el apoyo de la población rural y ser visto por las otras fuentes de autoridad como un «interlocutor» de poder.

69 San Miguel, Campesinos, 1997.

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siendo lugares de difícil acceso a los que afluían campesinos que desarrollaban actividades independientes. La región fronteriza continuaba siendo un mundo virtualmente autónomo.70

Hay indicios de que en algunas regiones sus habitantes eran propensos a las montoneras. Así al menos opinaba Mejía acerca de los habitantes de la provincia de Montecristi. Estableciendo una relación entre medioambiente, condiciones materiales y comportamientos sociales, en los años 40 escribió:

Montecristi es una región árida, donde llueve muy rara vez. Sus habi tan tes, en perenne lucha con la naturaleza, bajo un sol de fuego, llevan una vida dura y de priva-ciones; zarzales y cactos les rodean por todas partes. El ganado vacuno, sediento y flaco, con los chivos, consti-tuyen casi los únicos medios de vida [...]. Los hom bres de la región son excelentes guerrilleros, caminan a pie sin cansarse larguí simas distancias, comen un día, ayunan otro y se contentan con la más escasa y fru gal alimentación. La guerra se les presenta como ocasión propicia de dominar más ricas regiones, donde crearse holgada posición.71

Mejía también alude a la antigua época de prosperidad que se vivió en dicha zona en virtud de los cor tes de madera y su expor-tación, actividad que fue controlada por la entonces poderosísima Casa Jimenes. Mas la desaparición del «mangle y el campeche» provocaron la decadencia de la región. Irónicamente, a ello contribuyó sobremanera la misma Casa Jimenes por las alteracio-nes que pro pi ció en la ecología de la zona debido a la intensa explotación de los árboles maderables.72 Zona de frontera en el más pleno sentido de la palabra, que desde tiempos coloniales se

70 Sobre las diferencias regionales, ver: Ibid., pp. 17-71; Anto nini, «Patterns», 1968; Baud, «Transformación», 1986, pp. 17-45; Palmer, «Land», 1976; y Boin y Serulle Ramia, Proceso, 1980, vol I.

71 Mejía, Lilís, 1993, p. 71.72 Los cortes auspiciados por la Casa Jimenes se extendieron hasta la provincia

de Santiago. San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 201-202 y 208-209.

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caracterizó por sus tratos ilegales y sus resistencias sempi ternas a los poderes oficiales, Montecristi y la Línea Noroeste en general fueron de los focos más importantes de las sublevaciones durante la parte finales del siglo xix y prin cipios del xx.73 En la Línea, las épocas de seca prolongada eran propicias para las suble vaciones, debido a la escasez de las subsistencias y a la desocupación genera-lizada. Por el contrario, las épocas de lluvia eran poco favorables para los movimientos armados; al menos lo fueron para los que estallaron en 1909, que se extinguieron con las torrenciales llu-vias que se desataron en ese año.74 Medidas tomadas por algunos gobernantes, y que afectaron de manera particular a la Línea, tam bién contribuyeron a definir sus afiliaciones políticas. Así, la campaña de con cen tración de la po blación y del ganado del presidente Ramón Cáceres «Mon», en 1908, dirigida a so cavar el apoyo a una de las tantas rebeliones anti gubernamentales, dejó un amargo recuerdo entre los linieros. Apar te de abonar a la deca-dencia económica de la región, ya que se autorizó la matanza de las reses que no fueran concentradas en el plazo fijado por las autoridades, tal medida con tribuyó a generar una fuerte tradición en contra del horacismo, tendencia política a la que perte necía Cáceres. Al gunos de los «generales» más aguerridos y legendarios del país provenían de esa zona.75

Las diferencias regionales generaban reacciones variadas al mismo fenómeno. Mientras que en las zonas de mayor desarrollo agrícola se abogaba por medidas que pusiesen coto a la crian za libre –práctica de dejar que los animales pastaran libremente–, en las regiones dedicadas a la ga na dería se oponían a tales pro-puestas. Por supuesto, en una misma zona podían coexistir de

73 González Canalda, Línea, 1985, p. 20.74 Mejía, Lilís, 1993, p. 71.75 Ibid., p. 52. Este autor es pródigo en ofrecer información sobre los caudillos,

en tre quienes se encontraba el afamado general liniero Desiderio Arias. Sobre este último, ver: González Canalda, «Desiderio», 1985, pp. 29-50. Por su ca rácter fronterizo, al igual que por algunos de sus rasgos ecológicos y sociales, esta región de la Re pública Dominicana guarda similitudes con la región fronteriza del norte de México, que fue, tam bién, una zona caracte-rizada por la propensión levantisca de sus habitantes. Sobre el particular: Katz, Servidumbre, 1982, pp. 42-48.

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mane ra conflic tiva ambas actividades, lo que complicaba mucho más la situación. Así, en 1889 el ayunta miento de Sabana de la Mar solicitó al Congreso Nacional que se aprobara una ley «para que se delimitaran las zonas agrícolas de las ganaderas» en esa común, petición que, al parecer, era favo recida tanto por grandes como por pequeños propietarios interesados en la agricultura. No obstan te, también había en ese municipio una gran cantidad de «familias pobres» que obtenían su susten to de la ceba de cerdos y ganado vacuno.76 La fuente consultada no refiere la posición de esas fami lias con re lación a la posible apro-bación de tal medida. Se puede suponer que muchos –quizás la ma yoría– se opusieron, entre otras cosas, debido a que se les obligaba a cercar sus propiedades en el pla zo de un año.

En ocasiones, los vecinos de una sección rural dirimían sus diferencias de manera amigable, sin la intervención estatal.77 Mas parece que los conflictos entre agricultores y criadores ad quirieron mayor algidez a fines del siglo xix, cuando la agricultura comercial se extendió en di versas áreas del país. En Puerto Plata, a dos propie-tarios dedicados a la siembra de caña se les otor gó el «privilegio» de «acabar a tiros con los cerdos que de otro modo habrían arruinado esas fin cas».78 Nuevamente, las fuentes no dicen cuáles fueron las reacciones de los propietarios de los cerdos –seguramente, cam-pesinos pobres en su mayoría– a esas bajas en la «guerra silenciosa», que en este caso al menos no fue tan silenciosa. Sin embargo, hay indicios de que, al aprobarse en mayo de 1895 la Ley sobre crianza de animales domésticos de pasto, aumentaron las tensiones entre agricul-tores y criadores, a pesar de que las reacciones a la ley variaron de acuerdo a la región y la ac ti vidad a que se dedicaban los habitantes de la ruralía. En las zonas predomi nantemente agrí colas, se acogió la ley con beneplácito. Mas en otras partes hubo «una fuerte resis-tencia a su apli ca ción». Tal fue el caso –refiere Domínguez– de San Juan de la Maguana, donde los criadores se ne ga ron a construir

76 Domínguez, La dictadura, 1986, p. 208.77 Ibid.78 La cita proviene de una carta del gobernador de Puerto Plata al ministro de

lo Interior, del 14 de marzo de 1895, citada en Ibid., p. 208.

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las cercas para sus animales, como requería la ley. En ocasiones, se luchó con tra ella a brazo partido. En La Vega, en octubre de 1895, motivado por esa ley, ocurrió un levan tamiento dirigido por un tal general Zapata. El decimero Juan Antonio Alix alude en uno de sus poemas a esa insurrección:

Se alzó el general Zapatade La Vega en los pinalespor una ley del Congresotocante a los animales.79

Bosch arguye que esa rebelión fue «provocada por los lati-fundistas»; añade que Zapata fue «instigado por los dueños de tierras incultas, dedicadas a ganado, que se habían alarmado con la llamada Ley de Crianza».80 Mas parece que esta es una opinión apresurada. Dueños de «tierras in cul tas» dedicadas a la crianza los había de todos los tamaños. Había, ciertamente, hateros y gran des latifundistas. Pero también existían muchos pequeños y medianos propietarios –al igual que meros usufructuarios– que se dedi caban a la crianza, o que la combinaban con la agricul-tura. Es dable suponer que el general Zapata no fue el único que se alteró por los alcances de la ley, que restringía la crianza de animales. Muchos campesinos pobres debieron compartir iguales inquie tudes. Por lo tanto, es factible pensar que la rebe-lión del general Zapata contó con el apoyo de algunos de esos campesinos vinculados a la crianza libre.

Aunque imprecisa y esquemática, la información sobre la rebelión de Zapata sugiere una relación más compleja entre los caudillos y los campesinos que los seguían. Sobre todo, su-giere que entre unos y otros podían surgir intereses comunes que cimen taban las relaciones clientelistas. En algunos casos, no es descartable que las «revoluciones» se originaran en re-clamos campesinos que eran proclamados, personificados o

79 Citado en: Bosch, Composición, 1982, p. 216.80 Ibid., p. 215. Para una opinión de la época sobre esa ley, véase: García

Rodríguez, «Ley», 2005.

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representados por los caudillos, que actuaban como sus media-dores con el «mun do exterior». Las adhesiones a los caudillos se basaban en las relaciones personales y familiares, en los favores, la protección y las pre bendas que de ellos se obtenían; esas eran relaciones que dependían de una «microfísica del poder» cuyo ámbito de acción era local.81 Si lograban articularse en un movi-miento más amplio, entablando vínculos con otras localidades, sus respectivos reclamos po dían apo yarse mutuamente, generan-do ondas expansivas que podían llegar a sentirse en los cen tros del poder. De hecho, el general Zapata no se sublevó en vano. Como respuesta a su levan ta miento, el presidente Heureaux suspendió la aplicación de la Ley de crianza, lo que en la prác tica equivalía –aclara Domínguez– a una derogación.82 Por mucho que tuvieran de atávico y premoderno, las formas de hacer po-lítica del mundo rural dominicano en el siglo xix podían servir para defender ciertos intereses de las masas rurales. Fundadas en conceptos muy distintos a los de la nación como totalidad, a la del Estado como re presentación abstracta del conjunto social y político, o al sentido cla sis ta estricto, las leal tades campesinas po-seían referentes que la intelectualidad de la época inter pretaba negativamente.83

Quizás, como argumentaba Bonó, esas lealtades propiciaban el autoritarismo y el despotismo. Lo que no quita que los campe-sinos trataran de usarlas para sus propios fines. Probablemente fracasaron la mayoría de las veces; en otras ocasiones tuvieron que transar; al menos en algunas obtuvieron lo que se propo-nían. Pa ra saberlo con mayor precisión, sería necesario ajustar nuestra óptica y concentrarnos en las lu chas de carácter local que han protago nizado los sectores campesinos a lo largo de su atormentada historia.

81 Cross Beras, Sociedad, 1984, pp. 143-171. Aludo a la noción de Foucault que aparece en: Mi crofísica, 1979.

82 Domínguez, La dictadura, 1986, p. 209.83 Céspedes, «Sentido», 1978; San Miguel, «Ciudadanía», 1999; y Rosario

Candelier, Ficción, 2003. Para apreciaciones diversas sobre los campesinos y la política, véanse: Hobsbawm y Alavi, Campesinos/Clases, 1976; Scott, Weapons, 1985; Chatterjee, «More», 1988, pp. 351-390.

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caPítuLo iiUna «clase incómoda»

Donde se continúa la narración de las disputas, las resistencias, las luchas, las «revoluciones», las montoneras y las gavillas entabladas por los sectores rurales durante la ocupación por unas tropas llegadas de un poderoso país norteño; y de cómo en esos años llegó a su final el largo período de las sublevaciones rurales.

hiStoriaS de gringoS, caudiLLoS y guerriLLaS

La turbulencia política de las décadas finales del siglo xix genera la impresión de que poco había cambiado en Santo Domingo desde la fundación de la República en 1844. Nada más lejos de la verdad. Subrepticiamente, la sociedad dominicana sufría transformaciones mayores como resultado de los cambios económicos. «Las guerras civiles entorpecieron muy poco nues-tro desarrollo económico»,1 sentenció Luis F. Mejía, a pesar de que resaltó los conflictos políticos del período. El surgimiento de nuevos cultivos comerciales, como el cacao y el café, la susti-tución del tabaco como principal producto de exportación del país, y el estableciemiento de enclaves azucareros en diversas regiones de la República Dominicana fueron, a grandes rasgos,

1 Mejía, Lilís, 1993, p. 286.

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los prin cipales cambios que ocurrieron a partir de la década de los 60 del siglo xix. Cam biaron, también, las rutas comerciales, las fuentes de financiamiento, las relaciones de poder entre las élites regionales; aumentó la población, crecieron las principales ciudades, se amplió el mercado interno. En el siglo xx, esas ten-dencias se pronunciaron mucho más. Con los cam bios econó-micos, ocurrieron reacomodos sociales; emergió, por ejemplo, un sector burgués de ori gen foráneo vinculado a la exportación, sobre todo a la economía azu ca rera.2

En el ámbito político, las transformaciones se evidenciaron en un relativo fortalecimiento del Estado y en una presencia mucho más patente de los Estados Unidos en los asuntos de la República Dominicana. Ambos fenómenos adquirieron visibilidad durante la dicta dura de Uli ses Heureaux (1887-1899). Visto en pers-pectiva histórica, su régimen inauguró una nueva época en la historia domini cana, contradictoria por demás.3 Lilís, como se conoció a Heureaux, brindó al país un respiro de las nume rosas guerras civiles que lo habían afectado hasta entonces. Durante su gobierno, hubo, también, un crecimiento sig nificativo de la eco-nomía. Mas ello se logró a cambio de un régimen de fuerza y de una mayor subordinación del país a los intereses económicos forá-neos. Es decir, bajo Lilís se inauguró la modernidad capitalista en todas sus expresiones. Lo que no implica que antes no existiesen elementos constatables de tal sistema en la Re pú blica Domi ni cana; tampoco que otras lógicas productivas desapareciesen total mente, sino que, du ran te tales años, el capita lis mo se convirtió –como decía Marx– en ese éter que penetraba las rela ciones sociales e imponía su lógica al poder estatal.4

Ese éter, por supuesto, no fue nada vaporoso. Amparado en las deudas del Estado domini cano con financistas norteamerica-nos, los Estados Unidos obtuvieron el control de las aduanas de

2 Hoetink, Pueblo, 1985; Marte, Cuba, s. f.; Boin y Serulle Ramia, Proceso, 1981, vol. II; Carreño, Historia, 1989; Castillo y Cordero, Economía, 1980; Castillo, «Formación», 1984, pp. 23-56; y Domínguez, La sociedad, 1994.

3 Mejía, Lilís, 1993; Domínguez, La dictadura, 1986; Welles, Viña, 1981; Sang, Ulises, 1987; y Mejía Ricart (ed.), Sociedad, 1982.

4 Sobre el particular: Brea, Ensayo, 1983.

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Santo Domingo. Eventualmente, la injerencia estadounidense culminó con la ocupación del país por fuerzas militares, durante los años de 1916 a 1924.5 Sus repercusiones fueron múltiples. Una de ellas fue la activación de diversos movimientos de resistencia campesina. En efecto, duran te la ocu pación norteamericana sur-gieron varios movimientos campesinos, cada uno con su propia diná mi ca y operando en un escenario particular, cuyos reclamos se originaban en las transfor ma ciones eco nó mico-sociales y po-líticas del período y sus repercusiones sobre las masas rurales. Como era de esperarse, fueron movimientos de raigambre local, determinados por las peculiaridades de cada una de las regiones en las que se desarrollaron.

Fue, precisamente, en la inquieta Línea Noroeste donde los estadounidenses enfrentaron por primera vez a los campe-sinos dominicanos. En el norte del país, las tropas invasoras desem barcaron por Montecristi y Puerto Plata, desde donde se encaminaron hacia Santiago, la segunda ciudad del país y la principal del Cibao. A lo largo de la Línea Noroeste, las tropas de ocupación se encontraron con la hostilización de las guerrillas, en las que colaboraron soldados y civiles, en su mayoría campesinos de la comarca. La más importante de las confrontaciones entre norteame ricanos y guerrilleros ocurrió en el cerro de La Barranquita, en Guayacanes, donde unos 80 domi nicanos emboscaron a los cerca de 900 soldados que marchaban hacia Santiago. A juzgar por los pocos testi-monios disponibles –en su mayoría, historias orales recogidas por diversos estudiosos–, los motivos para incorporarse a la lucha contra los ocupantes fueron diversos. Algunos, co mo Demetrio Frías y Enerio Disla, apenas adolescentes en 1916, cuando ocurrieron los sucesos de La Barranquita, alegaron haberse unido a la guerrilla por patriotismo; otros, como Luis Disla, lo hicieron por su lealtad a los caudillos militares que organizaron la emboscada; otros más, por cum plir con su

5 Herrera, Finanzas, 1987; Rosa, Finanzas, 1969; Knight, Americanos, 1939; y Calder, Impacto, 1989.

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deber de soldados.6 Por supuesto, las razones podían entrecru-zarse. Máximo Muñoz, quien tenía 18 años de edad en 1916 y que acudió a La Barranquita como soldado bajo las órdenes del general «Carlitos» Daniel, uno de los lugartenientes del principal caudillo regional, Desiderio Arias, reconocía que al llamado de las armas se podía responder con el fin ulterior de «asendei ai gobieino para viví dei gobieino».7

Incluso, en algunos de esos pocos testimonios se puede entre-ver una especie de «naciona lis mo campesino».8 Según Francisco Gutiérrez, miembro de una familia campesina pobre cuando los sucesos de La Barranquita, su participación en la resistencia se debió a su percepción de que los estadounidenses venían a establecer su dominio sobre la población rural, «ai que tuviera un burro, ai que tuviera una gallina, ai que tuviera ná». En sus palabras, la ocupación:

Era dique pa enyugaino a nosotro, lo conuce [...] Y yo dije, bueno, pa yo veime enyu gao con otro que a mí tienen que mataime. Yo no iba a dejaime dique que me enyu guen. Y que lo mío sea dei que no lo produció, nunca, siendo mío. Digo, bueno, pue yo cojo la carabi-na y prefiero morí ante que lo mío sea de ello. Como que yo soy un hombre patriota.9

En este «patriotismo agrario», la propiedad campesina –la gallina, el burro, el conuco– es defen di da por constituir el patri-monio, que se identifica, en una sutil transposición, con la patria.

6 González Canalda, Línea, 1985, pp. 67-124. Tam bién se puede consultar: Rodríguez Bonilla, Batalla, 1987, obra de «historia alternativa» que contiene información valiosa sobre el suceso.

7 Citado en: González Canalda, Línea, 1985, p. 103. La expresión citada quiere decir que se preten día establecer un nuevo gobierno («ascendei»=ascender, es decir, llegar al poder) con el fin de obtener posiciones, prebendas y cargos.

8 El término ha sido elaborado en: Mallon, Peasant, 1995. Para una aproxi-mación a las construcciones campesinas sobre la nación en la República Dominicana, ver: Marte, «Oralidad», 2009.

9 Citado en: González Canalda, Línea, 1985, pp. 86-87.

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La defen sa de «lo mío» y la resistencia a la sujeción se identifican con la defensa de la patria amenazada. Ser patriota es oponerse al «enyugamiento» y defender lo que se posee y lo que se ha producido con el esfuerzo propio ante las fuerzas –en este caso foráneas– que atentan contra la patria/patrimonio. Concepción que, por otro lado, expresa una visión particular sobre la justicia, fundada en la ausen cia de relaciones de «enyugamiento» y en el respeto estricto del patrimonio familiar. El patriotismo de don Francisco también se expresó en términos genealógicos, que su-gieren la pertenencia a una estirpe que representa unos valores dignos e intachables. En alguna medida, expresa «la hombría» como valor moral ante una afrenta:

Entonce yo, muchacho joven, digo, bueno, pue si los americano han de vení aquí a fuetiame a mí sin sabei con quien yo me he críao, pue vamo a pelia [...] Y yo fui y cogí las aima, que a mí naide me obligó, que fui yo; que si me bián matao, biá sío volun tario.10

Vencedores en La Barranquita, los estadounidenses encon-traron el camino franco hacia la ciudad de Santiago. En poco tiempo controlaron la totalidad del país. En algunos lugares, y a pesar de las rimbombantes declaraciones patrióticas, los invaso-res encontraron colaboradores entre las élites. A granjearse su apoyo contribuyó el sostén que brindaron los norteamericanos a los proyec tos modernizadores de las élites locales. En Santiago, por ejemplo, los invasores colaboraron con la élite citadina en proyectos como la conservación del puente sobre el río Yaque, la regulación del tránsito urbano y la limpieza y el ornato de la ciudad. En el ámbito regional, impulsaron la cons trucción de carreteras, el mantenimiento del Ferrocarril Central Dominicano y la imple men tación de varias leyes. Aunque no exentas de tensiones y de conflictos, las perspectivas de los ocu pan tes y de la élite santiaguera coincidieron en no pocas ocasiones. Fue

10 Citado en: Ibid., p. 88.

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el Gobierno Militar norteamericano el que finalmente logró la implementación del «servicio de prestaciones» laborales que fijaba la Ley de caminos, así como de las leyes sobre el registro de la propiedad territorial y sobre la partición de los terrenos comuneros.11 Al menos por considerar que el campesinado era una masa bárbara, que precisaba de una mano firme que la controlase y la dirigiese hacia la «civilización», muchos sec tores de la élite dominicana estuvieron dispuestos a tolerar y hasta a colaborar con los estadounidenses. Para estos –sobra decirlo–, las masas rurales estaban lastradas por sus creencias, sus esti los de vida, por la misma anarquía política del país y hasta por sus orígenes raciales.12

MiLenariSMo y utoPía caMPeSina

Su coincidencia de miras se evidenció totalmente median-te su colaboración en contra del movi miento olivorista que surgió en San Juan de la Maguana a principios del siglo xx. Conocido por el nombre de su líder, este fue un «movimiento religioso agrario», como lo ha denominado Jan Lun dius,13 que se inició a raíz de las acciones proféticas y milagrosas de Olivorio Mateo, un cam pesino pobre que se ganaba la vida mayormente como peón, y que tenía fama de ser una persona «extra ña», entre otras cosas, porque alegaba que contaba con dotes de

11 En el Boletín Municipal de Santiago hay ejemplos de la colaboración entre el Gobierno inter ventor y la élite citadina. También se puede consultar: San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 263-275 y 288-300.

12 Calder, Impacto, 1989. La percepción de los estadounidenses sobre el país, que oscilaba entre el folclorismo y el racismo más acendrado, se patentiza en el testimonio del oficial de los marines Arthur J. Burks, quien perteneció a las tropas de ocupación (Burks, País, 1990). Tales percepciones contaban con una larga tradición, como se evidencia al com parar sus opiniones con las vertidas por Hazard en Santo, 1982. Ambas obras comparten un mismo discurso colonialista, como se desprende de: Spurr, Rethoric, 1993; Thomas, Colonialim’s, 1994; Love, Race, 2004; y Renda, Taking, 2001.

13 La información que sigue proviene de Lundius, «Great», 1995. Ver, además: Garrido Puello, Olivorio, 1963; Deive, «Me sianismo», 1978, pp. 175-205; y Lundahl y Lundius, «Olivorio», 1989, pp. 3-86.

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clarividente. Sus incli na ciones ha cia el esoterismo y lo mágico-religioso se vieron reforzadas debido a las influencias de un tal Juan Samuel, un misterioso personaje que se estableció en una sección rural de San Juan de la Maguana. Proveniente de alguna isla caribeña, al parecer Juan Samuel sabía de hipnotismo y cono-cía ciertas artes de magia que fascinaron a Olivorio. Además, organizó encuentros religiosos en los que profetizaba y realizaba «curaciones». Todo ello parece que influyó sobre Olivorio, quien, de acuer do con la leyenda, inició su propia «misión» luego de una fuerte tormenta durante la cual desa pareció, por lo que se pensó que había muerto en el temporal. Al reaparecer entre los vivos –regreso que remeda el de Jesús luego de permanecer en el desierto por 40 días, o la resu rrección de Lázaro–, Olivorio proclamó su encuentro personal con Dios, quien le encomendó una misión que duraría 33 años, cifra que también recuerda las narraciones bíblicas. Amparado en sus poderes taumatúrgicos, su fama se extendió rápidamente por la comarca de San Juan de la Maguana, llegando a alcanzar al Cibao y las regiones sureñas de Azua y Barahona. Hay indicios, igual mente, de que el radio de acción del olivorismo se extendió más allá de la frontera con Haití.14

Una serie de portentos naturales –la aparición del cometa Halley en 1910 y un terremoto en 1911–, y la guerra civil de 1912 fueron profetizados por Olivorio como desgracias que afectarían a la población, por lo que al confirmarse sus predicciones su prestigio aumentó considerablemente. Ya desde 1908 Olivorio contaba con cientos de seguidores que acudían a él en búsqueda de alivio a sus enfermedades. Sus partidarios aumentaron al rati-ficarse sus predicciones, máxime porque fueron anunciadas por Olivorio como expresión de la ira divina, incitada por la persecu-ción que las auto ri dades gubernamentales habían desatado con-tra él. En 1909, el «dios Olivorio» había sido enjuiciado por prac-ticar la medicina ilegalmente. Absuelto de tales cargos, la ofensiva

14 Lundius, «Great», 1995, pp. 103-112; y Lundahl y Lundius, «So cioeconomic», 1990, p. 227. Sobre la capacidad de la taumaturgia en concitar amplios movi-mientos sociales y políticos, consultar la obra clásica de Bloch, Reyes, 1993.

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contra el «dios cam pesino» continuó otros rumbos. La prensa publicó varios reportajes que aludían a los «ac tos barbá ricos» en los que participan los seguidores de Olivorio, entre ellos «bailes nudistas» y otras activi da des promiscuas; se alegaba que entre los olivoristas reinaba el libertinaje sexual y que el mismo dirigente religioso tenía un harén. A estas acusaciones se suma-ron otras de diversa ín dole.

Dado que Olivorio estableció una comunidad en la sección rural de Maguana Arriba, a la que se incorporaron personas de todo tipo, incluyendo fugitivos de la ley y marginados, se adujo que tal comunidad no era sino una guarida de criminales y ban-didos. Y, en efecto, la comunidad religiosa fundada por Olivorio fungió como una especie de santuario o refugio para muchas perso nas que confrontaban problemas con la ley. Entre los miembros de la comunidad se encontraron muchos campesinos dedicados al comercio con Haití y cuyas actividades –entre las que se encon traban la venta de ganado y el tráfico de aguardien-te– fueron criminalizadas por las au to ridades. Su persecución aumentó al asumir los norteamericanos, en 1907, el control de las adua nas con el fin de obtener el pago de la deuda externa del Estado dominicano. El comercio con Haití, irrestricto en buena medida hasta el momento, pasó a convertirse en contrabando y fue siste máticamente perse guido por los estadounidenses. Es, pues, razonable pensar que algunos de los perseguidos por las autoridades fronterizas buscaran refugio en las filas olivoristas. Más aún, hay indicios de que los oli vo ristas desarrollaron in-tercambios comerciales allende la frontera.15 La pre sen cia de «crimina les» en las filas olivoristas aumentó la aprensión de las autoridades guber na mentales.

A raíz del enjuiciamiento de Olivorio en 1909, la comunidad de fieles se mudó al lugar de El Naranjo, una apartada sección

15 Lundius, «Great», 1995, pp. 78-85. Luego de la ocupación estadounidense de Puerto Rico, los sectores populares sufrieron una persecución similar a la que sufrieron los de la República Dominicana debido a la criminalización de actividades tradicionales, como la elaboración y la venta de aguardiente. Ver: Picó, Gallos, 1983; y Santiago-Valles, «Sub ject», 1994.

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en las estribaciones de la Cordillera Central.16 Con esta «fuga colectiva»,17 una especie de cimarronaje comunitario, los olivo-ristas pretendían alejarse del brazo castigador del poder estatal, que en esos años intentaba establecer un mayor control sobre el terri torio y la población dominicanos.18 San Juan de la Maguana fue una de las regiones adonde se in ten tó extender el poder del Estado de forma sistemática. La zona fronteriza en general era una de las áreas donde el dominio del poder central era más tenue, por lo que se hicieron intentos por regular la vida de los habitantes de la región. Ello conllevaba al fortalecimiento de las insti tuciones y de los aparatos del Estado que harían posible la validación de sus pretensiones hegemó nicas. Por lo tanto, se sospechaba de todo aquello que de alguna manera parecía cuestionar o poner en entredicho los esfuerzos centralizadores del Estado. Centralización que implicaba la moderni za ción, la transformación de la sociedad en un orden civilizado. Desde esta óptica, Olivorio y sus se gui dores emblematizaban la barbarie que se intentaba superar gracias al fortalecimiento del Es tado y de la extensión de su ámbito de acción a todo lo largo y lo ancho del territorio que se pro clamaba nacional.

El olivorismo se presentaba como un desafío. En el ámbito so-cial, la comunidad creada por el «dios campesino» constituía un orden alterno en el cual no prevalecían las reglas, la moral ni la legalidad impuesta por el Estado y por la religión oficial. Olivorio mismo era la máxima auto ridad en la comunidad de fieles, la que contaba con una jerarquía y con reglas de conducta propias. De hecho, llegó a contar con milicias, organizadas inicialmente como defensa contra las per secucio nes y los asaltos a que fueron sometidos los olivoristas. Creadas como medio defensivo contra los peligros externos representados por las fuerzas armadas y los organismos del Estado, es probable que en el interior de la co-munidad las milicias olivoristas fungieran también como el brazo

16 Deive, «Mesianismo», 1978, p. 199.17 Lundahl, «Some», 1992, especialmente pp. 329-334; y Tanaka, Movimientos,

1976, pp. 60-61.18 Brea, Ensayo, 1983.

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coac tivo de las autoridades supremas de la congregación, fenó-meno usual en ese tipo de colectividad or ga nizada al margen de la sociedad general.19 Frente al poder estatal, la comu nidad olivo-rista, «ciu dad santa» desde la perspectiva de la fe predicada por Olivorio, encarnaba un poder alterno que en el ámbito local plan- teaba la existencia de un «poder dual», inaceptable desde la perspectiva del Es tado.20

Los campesinos que peregrinaban hasta el territorio olivorista lo hacían movidos por razo nes muy variadas. Aparentemente, la mayoría lo hizo en búsqueda de la salud perdida; otros lo hicieron movidos por la piedad y la fe; no pocos realizaron el trayecto por curiosidad o atraídos por las narraciones que corrían de boca en boca sobre los bailes, la libertad sexual, y la abundancia de bebida y comes tibles que se distribuían en las ceremonias colectivas. No es posible categorizar los motivos de ma ne ra taxativa. Lo que resulta evidente es que la «ciudad santa» fundada por Olivorio repre-sentaba un «lugar oculto» en el cual los subalternos realizaban «encuentros desautorizados» por la moral, la religión y el poder dominantes. Como en esos dibujos y grabados europeos a los que se refiere James Scott –de los cuales El Jardín de las Delicias del Bosco seguramente es un heredero artístico e ideológico–, en los que se representaba un «mundo invertido» en el cual el placer no era sino una manifestación más de la irreverencia ha-cia una sociedad y unos valores que se rechazaban, el hedonismo olivorista era expresión de la imaginación popular como agente de liberación.21 Lejos de ser producto de una anomía social, de una ausencia de perspectivas sobre el conjunto de la sociedad, las actividades, los rituales y las ceremonias olivoristas reflejaban, aunque de forma «invertida», a la sociedad que se rechazaba.

19 Tal fue el caso de las comunidades de esclavos cimarrones y las comunidades mesiánicas de origen rural, similares a la olivorista. Hobsbawm, Primitive, 1965, pp. 57-107; Price (ed.), Maroon, 1973; Campbell, Maroons, 1990; Reed, Caste, 1979; y Diacon, Millenarian, 1991.

20 Sobre el concepto de la «ciudad santa», ver: Deive, «Mesianismo», 1978, pp. 191-194; el térmi no «poder dual» proviene de los análisis realizados por Trotsky en: Historia, 1972, vol. I, pp. 247-257.

21 Scott, Domination, 1990, pp. 58-66 y 166-182.

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Ámbito construido a partir de la imaginación, de cómo se deseaba que fuese el mundo, en ellas las «categorías normales sobre el orden y la jerarquía» no resultaban inevitables ni ineludibles.22 Porque sugerían que podían ser de otra manera, fue por lo que se persiguió al olivorismo.

La comuna olivorista era una propuesta alternativa a las trans-formaciones que atravesaba San Juan de la Maguana, vertiente regional de los cambios económico-sociales que sufría la Repú-blica Dominicana durante ese período.23 Entonces las relaciones mercantiles se ramificaban hacia zo nas donde la economía de mercado apenas había penetrado anteriormente. En algunas de ellas, produjo cambios significativos en las relaciones de pro-piedad, en los sistemas de trabajo y en las ac ti vidades productivas. En el mismo Cibao central, tan acostumbrado a la producción para el mer cado, las primeras décadas del siglo xx trajeron cambios en las relaciones sociales que afec ta ban al campesinado. La comercialización de la tierra, el incremento del control de los comerciantes sobre la producción agraria y las reglamenta-ciones estatales se dejaron sentir con mayor fuerza durante las primeras décadas del siglo.24 En otras regiones del país, como en el Este, la expansión de los latifundios azucareros redefinió el pai-saje rural y reestructuró las relaciones laborales; también reconfi-guraron la composición étnicorracial de muchas zonas.25 No en balde algunos auto res han visto la penetración del capitalismo en la ruralía dominicana como la causa fun damental del surgimiento de movimientos agrarios de diversa índole y contenido.26

Varios de los aspectos organizativos de la comunidad olivo-rista cuestionaban las nuevas relaciones económicas, fundadas

22 Ibid., p. 168. A menos que se indique otra cosa, las traducciones del inglés son mías.

23 Aunque centrado en épocas posteriores, en Moreta, Capitalismo, 2009 hay elementos importantes para calibrar dichas transformaciones económico-sociales.

24 San Miguel, Campesinos, 1997.25 Castillo, «Formación», 1984; Calder, Impacto, 1989, pp. 133-168; Castillo,

«Inmigración», 1978; y Bryan, «Question», 1985, pp. 235-251.26 Maríñez, Resistencia, 1984, pp. 13-69; y Baud, «Struggle», 1988, pp. 120-140.

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en la propiedad privada de la tierra y en la monetización de las rela ciones sociales, en especial de las relaciones laborales. El comunitarismo olivorista conllevaba, por el contrario, el trabajo colectivo y la aparente ausencia de propiedad privada. Ambos prin ci pios encontraron asidero en algunas de las prácticas tradi-cionales del campesinado dominicano. Por ejemplo, el trabajo en común se basó en la tradición del convite (denominado junta en algunas regiones de la República Dominicana), sistema de trabajo colectivo mediante el cual los campe sinos obtenían mano de obra gratis de sus parientes, vecinos y allegados a cambio de reciprocar el servicio cuando le fuese requerido.27 A principios del siglo xx, el trabajo colectivo se había debilitado en algunas regiones del país debido a la creciente comercialización de las relaciones laborales. No obstante, en muchas zonas continuaba teniendo vigencia; en algunas otras, parece que conoció un renacimiento. Los olivoristas fueron de los grupos rurales que contribuyeron a mantener vivo al convite.

Además del trabajo, los olivoristas compartían los bienes de consumo –como la bebida y la comida– y el dinero. El principio de la reciprocidad también era sostenido por la existencia de for mas colectivas de posesión y uso de la tierra, tradición que se remontaba al período colonial. Los llamados terrenos comuneros eran propiedades de tamaño indeterminado que eran poseídas por un grupo de copropietarios, los que validaban su acceso a ellos en virtud de unos pesos de acción. Estos les permitían hacer uso de los recursos del terreno comunero, ya se tratase de la tierra, los pas tos, los bosques o las aguas.28 A juzgar por los pocos estudios disponibles, a prin ci pios de siglo los terrenos comune-ros todavía jugaban un papel de gran importancia en la vida eco-nó mico-social del Valle de San Juan, aunque, al igual que en el resto del país, existían terratenientes y comerciantes que habían

27 Lundius, «Great», 1995, p. 72; Jiménez, Amor, 1975, pp. 76-79; y Baud, «Struggle», 1988, p. 125.

28 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 189-199; Albuquerque, Títulos, 1961; Fernández Rodríguez, «Origen», 1980, pp. 5-45; y Vega Boyrie, «Historia», 2000.

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iniciado un proceso de concentración de la propiedad de la tie-rra. En no pocas ocasio nes, se valieron de métodos fraudulentos para obtener ese control. En el caso parti cular de San Juan de la Maguana, algunos terratenientes comenzaron a experimentar con nuevas técnicas de cul tivo, entre las que se encontraba la irri-gación de las tierras dedicadas a la siembra de arroz. En tre esos terratenientes se encontraba Wenceslao Ramírez, el principal caudillo político de la re gión, antiguo patrono de Olivorio y pa-dre de José del Carmen «Carmito» Ramírez, primer agri mensor titulado que tuvo San Juan de la Maguana y quien se convirtió también en un gran pro pietario.29

La comuna olivorista planteó un reto al orden político que pretendían erigir los estadounidenses y sus aliados dominica-nos. En San Juan de la Maguana, como en toda la Repú bli ca Dominicana a inicios del siglo xx, el poder se definía en torno a las relaciones entre los cau dillos regionales y los representantes del Estado. En algunas regiones, el Estado había lo gra do au-mentar su hegemonía; mas en otras su presencia era precaria. El Valle de San Juan era una de estas últimas. En él, el Estado lograba concretizarse mayormente por medio de los vínculos entre los jefes locales y los representantes del poder central. Olivorio mismo había pertenecido a la clientela política de Wenceslao Ramírez. Eventualmente, como destacan Lundahl y Lundius, el «dios campesino» terminó convirtiéndose en un poder local con el cual tuvieron que negociar los cau dillos tradi-cionales y los representantes del poder central. Al igual que con cualquier otro caudillo, las relaciones entre los olivoristas y las autoridades fluctuaron entre la hostilidad más o menos abierta y la colaboración. Así, en 1912, Ramírez acudió a La Maguana a solicitarle a Olivorio su adhesión al movimiento insurreccional

29 Lundahl y Lundius, «Socioeconomic», 1990, pp. 217-221. La tradición oral dominicana remite insistentemente al papel de los agrimensores en el des-pojo de los terrenos comuneros. Por tal razón, valdría la pena explorar de manera más sistemática el papel de «Carmito» Ramírez y su rela ción con los campesinos de la zona. El papel de la agrimensura en el despojo del campe-sinado –que conllevaba el predominio de un nuevo saber sobre la ruralía– es sugerido en el cuento de Bosch, «El socio» en: Más, 1987, pp. 161-186.

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que se fraguaba en contra del Gobierno.30 Mas tales relaciones estaban cargadas de tensión, mínimamente porque podían co-lidir las perspectivas y los intereses de los diferentes caudillos o dirigentes.

En muchos sentidos, Olivorio y su movimiento representaron una ruptura con las prácticas que tradicionalmente pautaban las relaciones entre las élites y los sectores subalternos. Caudillos provenientes de los sectores populares habían existido siempre; valgan como muestras los nom bres de Benito Monción, Gaspar Polanco, Gregorio Luperón, Ulises Heureaux y Desiderio Arias. Mas, luego de alcanzar prominencia, poder y riqueza, los líderes solían distanciarse de sus orígenes y adoptaban los estilos de vida, y las prácticas y los rituales sociales de las clases altas; como parte de su ascenso social, usualmente se convertían en grandes propietarios, lo que sellaba su integración a los sectores domi-nantes. Olivorio, por el contrario, mantuvo su adhesión al mun-do campesino del que provenía. A pesar de convertirse en un líder político y de la preeminencia que alcanzó, continuó siendo lo que fue desde el principio: un líder religioso con propiedades tauma túrgicas. La misma religión que fundó se centró en las creencias, las prácticas y el entramado cere monial propios de los sectores subalternos. Como religión, el olivorismo se caracte-rizó por rescatar una serie de creencias afro e indoamericanas, además de incorporar dogmas y rituales del catoli cis mo popular proveniente de Europa y del vudú originario de Haití. Sus víncu-los con Haití pueden, incluso, haberle brindado al movimiento olivorista una dimensión étnicoracial fundada en las herencias africanas.31 Aunque marcado por el caudillismo y el cliente lis mo tradicionales, el oli vorismo suponía una relación cualitativamen-te distinta entre la dirigencia del movimiento y sus bases. Fue así en la medida en que los principios de la reciprocidad y el comunitarismo normaban las relaciones del colectivo de fieles. Adorado como profeta y hasta como deidad, Olivorio mante nía

30 Lundahl y Lundius, «Socioeconomic», 1990, p. 224.31 Lundius, «Great», 1995, pp. 127-211.

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una posición de preeminencia absoluta entre sus seguidores. Pero era un me sías que vivía en tre los humanos: que bebía, co-mía y bailaba junto a los hombres y las mujeres; que fornicaba igual que los otros miembros de la comunidad.

Junto a ellos también le hizo frente a las tropas que los ace-chaban. Lundahl y Lundius iden tifican dos ciclos de agresiones de las autoridades contra el olivorismo; el parteaguas entre uno y otro fue la ocupación estadounidense de 1916. Antes de ese año, las relaciones entre el olivorismo y los poderes locales y na-cionales habían oscilado entre la indiferencia, la colaboración y la con fron tación.32 Pero a partir de entonces comenzaron a cam-biar, haciéndose más hostiles. Como medida defensiva, Olivorio organizó sus propias milicias, las que llegaron a agluti nar a cientos de seguidores. Muchos de ellos deben haberse reclutado entre los bandidos, los con tra ban distas y los forajidos que se unieron a Olivorio; seguramente entre ellos se encontraban va rios que confrontaron a las autoridades cuando estas intentaron cerrar la frontera domínico-hai tiana a partir de 1905, al establecerse el control de los Estados Unidos sobre las aduanas domi ni canas. Esta medida puso en peligro el tradicional trasiego comercial –usual-mente ilegal– que realizaban los rayanos, como se de no mina a los habitantes de la frontera, por lo que, desde sus inicios, enfrentó la oposición de la población. Los que intentaron negociar con Haití fueron clasificados como contrabandistas y perseguidos por las fuerzas armadas fronterizas. Como resultado, ocurrie ron numerosos encuentros violentos en los que perecieron o fueron heridos agentes aduane ros y militares. En ocasiones, los mismos puestos de aduana resultaron atacados. Durante la revo lu ción de 1912, las aduanas fronterizas fueron incendiadas sistemática-mente, parece que con la con niven cia de sectores terratenientes cuyas ventas de ganado en Haití habían sido perjudicadas por el con trol fronterizo. Incapaces de vigilar y de controlar la totalidad de la zona fronteriza, las autoridades norteamericanas tuvieron que aceptar que continuara el contrabando. Los miembros de la

32 Lundahl y Lundius, «Socioeconomic», 1990, pp. 201-203.

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comuni dad de Olivorio se encontraron entre los habitantes de la región fronteriza que mantuvieron sus tratos con Haití, a pesar de que sus actividades habían sido criminalizadas.33

A raíz del control norteamericano del Estado dominicano, a partir de 1916 se inició un segundo ciclo de agresiones contra los olivoristas. Los estadounidenses intentaron aplicar una serie de medidas al conjunto de la sociedad que fueron resistidas por los olivoristas. Entre ellas se encontraron el desarme de la población, necesaria desde la óptica de los ocupantes para evitar las sublevaciones y las guerras internas.34 Para muchos civiles, la entrega de sus armas implicaba la rendición de su medio de defensa ante cualquier agresor, ya fuese un particular o un repre-sentante del Estado. Entre las masas rurales, las armas de fuego eran, también, un símbolo de hombría y masculinidad que em-blematizaba su sentido del honor y del respeto. Según Mejía, en el Cibao, «los padres, al llegar los hijos [varones] a la pubertad, le entregaban [un revólver] o ellos lo adquirían con el pri mer dinero que ganaban».35 Además, para los grupos que mantenían conflictos con las autorida des, o cuyos estilos y medios de vida dependían de actividades no gratas a ellas –como era el caso de los contrabandistas–, la entrega de las armas representaba una rendición que ponía en pe ligro su subsistencia y hasta su exis-tencia física. Por ello, a «mucho tuvieron que hata que matailo pa quitaile la aima».36

En tal posición se encontraron los olivoristas. Debido a su problemática relación con las autoridades, los olivoristas estaban renuentes a entregar sus armas. A ello posiblemente se sumó el hecho de que la comunidad mantuvo su tráfico co-mercial con Haití. Más importante aún fueron los vínculos que aparentemente sostuvieron los olivoristas con los campesinos sublevados en Haití debido a las medidas implementadas por los

33 Ibid., pp. 214-216.34 Mejía, Lilís, 1993, pp. 144-146; y Calder, Impacto, 1989, pp. 20-21.35 Mejía, Lilís, 1993, p. 145.36 Entrevista a Demetrio Frías, combatiente de La Barranquita, reproducida

en: González Canalda, Línea, 1985, p. 76.

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norteamericanos en el vecino país, que fue ocupa do militarmen-te en 1915.37 Una de tales medidas fue el trabajo compulsorio en las carreteras, que generó tal descon tento entre la población rural que contribuyó a inflamar la rebelión contra los ocupantes. Bajo el liderato de Charlemagne Péralte, miles de campesinos haitianos (denominados cacos) lucharon contra los norteameri-canos, quienes tenían buenas razones para pensar que existía una cone xión entre los rebeldes de Haití y los olivoristas; estos, por su lado, debían sos pechar que la experiencia haitiana bajo la do-minación norteamericana presagiaba su propio destino. No tar-dó mucho, en efecto, para que los estadounidenses colaboraran con las autoridades dominicanas en la implementación de la Ley de caminos, aprobada en 1907 pero de limitada efecti vidad hasta el período de la ocupación.38 Es de suponer que entre los segui-dores de Olivorio se encontrasen campesi nos que habían huido de las prestaciones laborales, como se denominó oficial mente al tra ba jo compulsorio en los caminos. Las afrentas comunes a los campesinos dominicanos y haitianos deben haber generado entre ellos una razón adicional para continuar los tradicionales tratos comer ciales a través de la frontera. También deben haber instado a los olivoristas a brindar a los cacos haitianos armas, su-ministros y refugio. Con razón los gringos desataron una inten sa persecución contra los olivoristas.

Su saña no fue lo único que contribuyó al desenlace fatal del movi miento. Según Lundahl y Lundius, Olivorio fue víctima de una «conspiración de los ricos», patente en la ruptura del clan Martínez con el «dios campesino» y en su apoyo a los nortea-mericanos.39 Guiados por «Carmito» Ramírez, que era agrimen-sor, por lo que debía conocer muy bien el terre no, los marines atacaron el refugio de los olivoristas en 1917; a raíz de ese ata-que, la comunidad quedó virtualmente desmantelada y Olivorio,

37 Lundius, «Great», 1995, pp. 103-112; Lundahl y Lundius, «Socioeconomic», 1990, p. 227; Castor, Ocupación, 1971; Nicholls, Dessalines, 1979, pp. 142-152; y Renda, Taking, 2001, pp. 140-181.

38 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 263-275; y San Miguel, «Estado», 1991, pp. 50-54.

39 Lundahl y Lundius, «Socioeconomic», 1990, pp. 226-227.

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junto a un reducido grupo de seguidores, tuvo que refugiarse en las montañas. Aislado en la Cordillera Cen tral, la persecu-ción perdió intensidad al ser derrotados los cacos en Haití. Pero ese fue solo un breve interludio en el acoso a Olivorio. Como se había hecho durante el período colonial contra los esclavos cima rrones,40 periódicamente se en via ban cuadrillas de guardias a hostigar al pequeño grupo de olivoristas. Una de esas cuadri-llas, en un incidente que ha sido calificado como una «masacre a sangre fría», ultimó al «dios campe sino» junto a una veintena de sus seguidores, entre ellos a mujeres y niños.41

Con este acto parecía que caía el telón sobre el milenio anunciado por Olivorio. Mas los acontecimientos posteriores ha-brían de demostrar todo lo contrario. Algunos de sus seguidores continuaron su labor profética y taumatúrgica; el más conocido fue José Popa, quien ejerció su misión durante la década de los 20 hasta que fue asesinado en 1930. La dictadura trujillista que se instauró en ese año persiguió sistemáticamente a los rema-nentes del olivorismo. Para el tirano resultaba sospechosa toda muestra de autonomía de la sociedad civil, máxime si provenía de sus sectores subalternos. No obstante, los sucesos a la caída de la dictadura demostrarían que las ense ñanzas de Olivorio no se habían extinguido. En Palma Sola, una sección rural de San Juan de la Maguana, surgió un culto religioso que se derivaba del olivorismo.42 De manera oculta y subte rrá nea, la tradición oral había mantenido viva la memoria de ese «dios campesino» que, a partir de la cotidianidad acosada de los sectores rurales, había encarnado recónditos anhelos milenaristas. Por su supervivencia en la memoria popular, por el contenido reivindicativo de su profetismo, y por la impronta que ha dejado en el ámbito regional, el olivorismo está lejos de ser un movimiento de re-sistencia «marginal», como le ha denominado Pablo Maríñez.43

40 Deive, Guerrilleros, 1989.41 Lundius, «Great», 1995, pp. 118-121.42 Ibid., pp. 123-124. Sobre Palma Sola y su vínculo con el olivorismo, ver:

Martínez, Palma, 1991; y Derby, Dictator’s, 2009.43 Maríñez, Resistencia, 1984, p. 53.

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Ha constitui do, por el contrario, una de las tradiciones de re-sistencia campesina más articuladas y de más larga duración en la Re pública Dominicana. Aunque contó entre sus miembros con personas de trasfondos variados, el olivorismo expresó en el terreno de lo divino los sueños utópicos del campesinado fron-terizo; muestra la pervivencia de una cultura de la resistencia arraigada en el en torno regional. Esos «ríos profundos», que corren todavía en San Juan de la Maguana, son un testimonio fehaciente del «po der del llamado milenarista».44

La MeMoria de La ira: La guerra gaViLLera

Si el olivorismo fue una expresión de la fe y de la piedad, el ga-villerismo del Este fue la mani festación de la ira.45 La persistencia de su recuerdo ha sido producto, igualmente, del furor contra ciertos agentes que han incidido sobre la sociedad dominicana. Esos agentes son el impe rialismo estadounidense –entendido en su expresión político-militar– y los grandes consorcios azu-careros, espe cialmente los de propiedad norteame ricana. De la furia contra ellos se han deri vado las dos princi pales vertientes de interpre tación en torno al movimiento gavillero que surgió en el Este de la República Dominicana durante los años 1916-1924.46 La primera interpretación es de carácter funda men talmente nacionalista y enfatiza la naturaleza antiimperialista del gaville-rismo. De acuerdo con esta visión, la lucha de los gavilleros se originó en el rechazo a la inter vención yanqui y en el intento por reafirmar la soberanía nacional, secuestrada por los ocupantes.47

44 Diacon, Millenarian, 1991, p. 141; y el estudio clásico de Cohn, Pursuit, 1970.

45 Debo esta distinción a la fina sensibilidad histórico-sociológica de Walter Cordero.

46 Para efectos de la presente discusión, la región del Este, a principios del siglo xx, abarcaba las provincias de El Seibo y de San Pedro de Macorís.

47 Entre las obras que suscriben esta línea interpretativa se encuentra el libro de Du coudray, Gavilleros, 1976, un conjunto de ensayos periodís ticos que se empeñan en demostrar el sustrato político del movimiento, de afirmación nacional. La tesis del gavillerismo como movimiento antiyanqui había sido

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La segunda interpretación tiende a enfatizar el contenido social del gavillerismo, adscribiéndole el rasgo de ser una reacción del campesinado del Este ante los despojos sufridos a manos de las plantaciones azucareras que se establecieron en la región entre finales del siglo xix y principios del xx. Según esta concepción, esos despojos alcanzaron su mayor algidez durante el período de la ocupación norteamericana, cuyas fuerzas armadas, leyes y organismos estatales contribuyeron a expropiar a los campesinos de la región. El gavillerismo fue, pues, la respuesta de la pobla-ción rural del Este ante el avance del latifundio azucarero de prosapia extranjera. De ahí su contenido social. El movi miento gavillero durante la intervención fue –en palabras de uno de los suscritores de esa tesis– el «propio camino de lucha» que tomó el campesinado oriental al verse abandonado por los caudi llos tradicionales, provenientes de la «oligarquía», quienes, respon-diendo a sus intere ses de clase, depusieron las armas ante el invasor. Los campesinos del Este, por el contrario, se lanzaron a la lucha en defensa de las tierras que habían perdido.48 Por su-puesto, en virtud de ese «abandono», los caudillos provenientes de la «oligarquía» traicionaron a la a vez la causa nacional. En consecuencia,

[…] el campesinado se enfrentó a las tropas norteame-ricanas, en una doble modali dad. Por un lado, como patriotas dispuestos a defender la nación; por otro, en cuan to campesinos propiamente dicho, es decir, en defensa de sus propios inte reses, fundamentalmente de la tierra.49

Evidentemente, las tesis del gavillerismo como movimiento nacionalista o como movimiento «cam pe sinista» pueden cruzarse

adelantada por el historiador Cordero Michel en: «No vinieron», 1974, pp. 30-32.

48 Maríñez, Resistencia, 1984, p. 40. La tesis del gavillerismo como movimiento fundamen tal men te campesino es suscrita también por Calder, cuyo estudio es sin duda el más completo sobre la ocupación (Impacto, 1989, p. 169).

49 Maríñez, Resistencia, 1984, p. 48.

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y, aunque poniendo énfasis en uno u otro factor, fundirse en una misma interpre tación en la cual la causa nacional fue encarnada, en virtud de sus intereses de clase, por el campe sinado. No en balde Ducoudray, defensor del gavillerismo como movimiento nacionalista y patrió tico, prestó atención a las «infamias» del Central Romana tanto como a las «salvajadas» de «esos blancos» que eran los marines.50

Ambas tesis, que ganaron popularidad en la década de los 70 de la centuria pasada, tienen algo en común: su intento de recu-perar una memoria del gavillerismo contrapuesta a la impulsada por la propa ganda oficial desde el período de la ocupación esta-dounidense, según la cual los gavilleros eran me ros «bandidos». Al combatirlos, las tropas de ocupación realizaban una labor de «limpieza» de los campos del Este, agobiados por las depredacio-nes de las bandas o gavillas. Tal interpretación fue suscrita incluso por un norteamericano liberal como Sumner Welles, quien cata-logó a los insu rrec tos de las provincias de El Seibo y San Pedro de Macorís como «una especie de bandoleris mo».51 Concepción anclada en toda suerte de prejuicios nacionales, raciales y de clase, la visión de la oficialidad yanqui sobre el gavillerismo se convirtió en doctrina de Estado durante el trujillato. Como ha demostrado Andrés L. Mateo, los ideólogos del trujillismo construyeron una «paz» míti ca, un orden de estabilidad y prosperidad, hechura del tirano, que se articuló «en oposición a dos con trafiguras históricas: los “Gavilleros” y los Caciques Regionalistas». Trujillo se destacó, precisa mente, en la persecución de los gavilleros del Este luego de ingresar a la Guardia Nacional Domi nicana, fuerza constabu-laria organi zada por los norteamericanos durante la ocupación. Agigan tada su participación en la «pacificación» hasta alcanzar proporciones míticas,

Las biografías de Trujillo presentaban como punto de partida de su cruzada por «La Paz», las campañas

50 Ducoudray, Gavilleros, 1976, pp. 39-49.51 Welles, Viña, 1981, vol. II, p. 263.

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militares de las tropas bajo su mando contra los campe-sinos del Este del país [...]. [En ellas], se borda una saga heroica, en la que el «Gaville ro» se convierte en causalidad mitológica.52

Construcción problemática –continúa Mateo– debido al contenido nacionalista del gavillerismo, la mitología trujillista terminó por negarle a este todo mérito en la reivindicación de la patria hollada por los gringos. Cuando se vieron obligados a tratar ese asunto –por ejemplo, en sus frau dulentas y fantasiosas «biografías militares de Trujillo»–,53 los epígonos del régimen en-fatizaron la naturaleza delictiva del gavillerismo, lo que convertía al tirano en un verdadero héroe de la paz. Debido a lo espinoso que resultaba el tema del gavillerismo dentro de la discursiva ofi-cial del trujillismo, usualmente se estableció un cerco de silencio en torno al tema.

Irónicamente, ese silencio fue compartido, con muy contadas excepciones, por intelectuales dominicanos de vocación liberal y democrática, cuya concepción sobre las luchas nacionales en contra de la intervención privilegió casi de manera absoluta a las élites sociales y políticas.54 Des pués de todo, con relación a aspectos importantes, las concepciones de muchos de ellos sobre la na ción, la modernidad y el progreso coincidían con las de los estadounidenses. Entre la intelectua li dad dominicana prevalecía un proyecto civilizador en el cual las masas rurales emblemati-zaban el atraso, la premodernidad y el primitivismo. Para ella,

52 Mateo, Mito, 1993, pp. 116-121. Las citas provienen de las pp. 117 y 119, respectivamente. Sobre la Guardia Nacional, ver: Calder, Impacto, 1989, pp. 78-90.

53 Mateo, Filo, 1996, pp. 132-135.54 Por ejemplo, a pesar de condenar acremente al «capitalismo imperialista»

que se entronizó durante la ocupación de 1916-1924, Jimenes Grullón, República, 1965, no hace mención a la lucha de los gavilleros. En obras pos-teriores, abordó la resistencia gavillera de forma muy circunstancial. Ver: Sociología, 1981, vol. II, pp. 412-413. Mejía fue uno de los pocos que al menos dio cuenta de la existencia del gavillerismo durante la ocupación, el que vincula a la tradición de las montoneras caudillistas y a los abusos cometidos por los invasores con tra la población campesina (Lilís, 1993, pp. 157-158). Esta obra se publicó originalmente en 1944.

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también era necesario superar la barbarie que repre sentaban las gavillas y las prácticas políticas asociadas a estas, tales como el caudillismo.55 Sus narraciones sobre la lucha contra los invasores silenciaron, ocultaron, ignoraron o menospreciaron las resis-tencias que habían protagonizado los sectores subalternos, en especial los grupos campesinos. La historiografía nacionalista de las élites, que posee claras tan gencias con los discursos colonia-listas, es construida –en palabras de Guha– «como una especie de biografía espiritual» suya.56 En esa «autobiografía» no tienen cabida los grupos subalternos; no al menos en papel protagónico, ro bán dole la escena a los autores del libreto. La participación de los gavilleros en la resistencia con tra los norteamericanos pasó a formar parte de las «historias suprimidas».57 Sin embargo, la tra-dición oral retuvo la memoria de los gavilleros,58 cuya presencia en los conflictos armados durante la intervención –con todas sus contradicciones internas– ha pasado a ser apreciada en épocas re cien tes. Y el panorama que ha aflorado matiza sustancialmente algunas de las interpretaciones an te riores. Sin negarlas total-mente, estas interpretaciones tienden a cualificar tanto la tesis del na cio nalismo como la del «campesinismo» de las gavillas.

El gavillerismo no era un fenómeno novedoso en la República Dominicana. La literatura cos tumbrista sugiere que a finales del siglo xix merodeaban grupos de bandidos que, al estallar al guna guerra civil, terminaban incorporándose a uno u otro bando.59

55 Mateo, Mito, 1993, pp. 51-63; García Cuevas, Juan, 1995; Céspedes, «Efecto», 1989, pp. 7-56; Franco, His to ria, s. f., pp. 79-112; San Miguel, Isla, 1997, pp. 148-152; y San Miguel, «Ciudadanía», 1999, pp. 6-30. Para ubicar el pensa-miento domi ni cano de esa época en el ámbito latinoamericano y caribeño en general, ver: Ramos, Desen cuentros 1989; Rama, Ciudad, 1984; Miller, Shadow, 1999; Devés Valdés, Pensamiento, 2000; y San Miguel, «Visiones», 2004, pp. 46-66.

56 Guha, «Some», 1988, p. 38. También resultan pertinen tes: Pandey, «Peasant», 1988, pp. 233-287; y Mallon, Peasant, 1995.

57 Chatterjee, Nation, 1993, pp. 113-115.58 Ducoudray, Gavilleros, 1976, pp. 39 y 54. Relata que en su círculo familiar

escuchó de niño anécdotas referentes a los gaville ros y que estando preso en El Seibo «en tiempos de Trujillo», escuchó a un «campesino an ciano» cantar décimas «que el pueblo compuso en elogio a los guerrilleros».

59 Billini, Baní, 1973.

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Tampoco era exclusivo de la región oriental. Aunque con varia-dos grados de intensidad, se evidenciaba en todas las regiones del país; en algunas era un mal endémico. En el Este, entre 1900 y 1916, proliferaron las bandas de «gavilleros» dedicadas a la comisión de actos delictivos, y relacionadas de forma com pleja con las «revoluciones» del período. A veces las «gavillas» eran un detrito de las guerras civiles; en otras las antecedían y termi-naban confundiéndose con los bandos en pugna, usualmente retornando a sus actividades delictivas al finalizar los conflictos armados, sobre todo si se perte necía a los perdedores o no se dis-frutaba del botín que brindaba la victoria.60 En un complejo pro-ceso de ósmosis, gavilleros y «revolucionarios» in ter cam biaban posiciones dependiendo de circunstancias muy específicas. Como la distinción entre piratas y corsarios en el Caribe durante los siglos xVii y xViii, que dependía de una definición efectuada desde el Estado a base de la relación de esos merodeadores del mar con el poder más que de su modus operandi, de su origen o de sus propósitos inmediatos, el guerrillero que se integraba a una tropa «revolu cio naria» antigubernamental apenas se distinguía del bandido que pertenecía a una gavilla.

Por eso las gavillas formaban parte intrínseca de la estructura de poder regional. Respon dían al sistema clientelista, típico del país en esa época, y sus líderes eran verdaderos caudillos, quienes se integraban a las facciones políticas que se disputaban el poder. Como ha enfatizado Ju lie Franks, antes de 1916 el gavillerismo ya era una forma de «práctica política». Los gavilleros a veces ataca ban a las compañías azucareras, robando sus bodegas y ga-nado, quemando sus caña ve rales, asal tando a sus guardianes y sus puestos de vigilancia, e, incluso, agrediendo o secuestrando a sus emplea dos, representantes y administradores. Pero, antes de esa fecha, su vínculo con las compañías era de «entendimiento». En

60 Franks, «Gavilleros», 1995, pp. 158-181; y Cassá, «Orígenes», 1994, pp. 12-14. Este artículo forma parte de una serie sobre el gavillerismo publicada por el autor, cuyos títulos adicionales son: «Antecedentes», 1994; «Gaville ris-mo», 1994; «Emergencia», 1995; «Vicentico», 1995; «Campaña-1», 1995; y «Campaña-2», 1995.

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virtud de una relación de naturaleza extorsionadora, a cambio de pagos en efectivo, obtenidos usualmente debido a amenazas más o menos abiertas, de ello los gavilleros garantizaban la «seguri-dad» de las plantaciones, de sus instalaciones y de sus emplea dos.61 Dado que las gavillas opera ban de forma independiente unas de las otras, era común que una banda brindase su protección en contra de otros grupos de merodeadores. Los gavilleros que actua-ban bajo tales premisas cons tituían una especie de «empresariado violento» de tipo agrario, cuyo paradigma histórico sería la mafia de la ruralía siciliana, y que tuvo paralelismos en otros países de América Latina y del Caribe, como fueron los casos de México y Cuba, en cuyos campos pro liferó el bandolerismo social entre finales del siglo xix e inicios de la pasada centuria.62

Debido a su carácter parasitario, las gavillas existentes antes de 1916 no se oponían, nece sariamente, a los intereses eco-nómicos extranjeros. De tales empresas era que se nutrían. Su prin cipal enemigo en ese período –arguye Franks– eran aque-llos agentes que potencialmente podían minar su autoridad y su capacidad de acción, seguramente porque serían capaces de convertirse en competi dores por el favor de las compañías; de ahí su animosidad contra la policía y los guarda-campestres.63 Incluso, hubo gavilleros que trabajaron para las corporaciones azucareras en funciones policíacas que bordeaban el terrorismo. Salustiano Goicochea «Chachá», uno de los primeros líderes en rebe larse contra de la ocupación estadounidense, «alternaba ocupaciones de jefe de orden del ingenio Consuelo con las de

61 Franks, «Gavilleros», 1995, p. 158; y Cassá, «Antecedentes», 1994, p. 10. Ya Calder ha bía enfatizado la relación entre el gavillerismo y las estructuras políticas de la región oriental. Ver: Impacto, 1989, pp. 170-177; y «Caudillos», 1978, pp. 649-675.

62 Cassá, «Emergencia», 1995, p. 8; Hobsbawm, Primitive, 1965, pp. 30-56; Blok, Ma fia, 1975; Vanderwood, Disorder, 1992; y Pérez, Lords, 1989. El gavillerismo dominicano guar da algunas similitudes con las «partidas sediciosas» que se desataron en Puerto Rico a finales del siglo xix, y eclo sionaron en 1898 en medio de la guerra entre España y los Estados Uni dos. En esta isla, el movi-miento se expresó mayormente en contra de España, la metrópoli co lonial, y de los comerciantes y los terratenientes peninsulares. Picó, 1898, 1987; y Negrón Portillo, Cuadrillas, 1987.

63 Franks, «Gavilleros», 1995, pp. 160 y 166.

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expulsión de infelices de sus tierras». Gracias a tales vínculos, conno tados personajes del gavillerismo llegaron a ascender eco-nómica y socialmente. Manuel Joaquín Aybar se convirtió en «un potentado terrateniente en base a expropiaciones [de tierras] y otras opera ciones abusivas»; Luis Emilio Duluc «aprendió» en el entorno del gavillerismo «las artes criminales que aplicaría como jefe de la Policía Privada del Central Romana».64

¡Cuál no sería la sorpresa de Gregorio Urbano Gilbert, quien se unió a las gavillas urgido por su patriotismo, al escuchar a sus compañeros de armas ufanarse de sus tropelías!65 Actos que afec taron tanto a terratenientes y comerciantes como a la población campesina, los mismos conti nuaron luego de 1916, a pesar de que las gavillas sufrieron una transformación como resultado de la invasión norteamericana. A partir de entonces, aumentó la intensidad del gavillerismo en el Este, alcanzando «una dimensión global [...] que no tenía precedentes en nin-gún otro momento o lu gar». El número de bandas creció de manera dramática; el de guerrilleros se multiplicó como nun ca antes. Su «carga de extrema violencia, [...] ejercida contra pa-cíficos, sobre todo adinerados, como colonos y comerciantes, amén de autoridades», hizo palidecer las actuaciones previas de los gavilleros.66 Haciendo honor a sus orígenes históricos, de evidentes propensiones delictivas, las gavillas continuaron de-predando a los «pacíficos», incluyendo a los campesinos, pero, a raíz de la ocu pa ción, su actuación se volcó contra aquello que emblematizaba o sustentaba a los invasores. Inclu so, se puede establecer, de acuerdo con Cassá, una distinción más nítida en-tre las gavillas que conti nua ron cometiendo actos delictivos en contra de los campesinos, aunque también atacaban a las

64 Cassá, «Emergencia», 1995, p. 8. Cassá llega a definir a «Chachá» como un verdadero «ma tón». La información vertida por este autor enriquece notablemente el trasfondo social, el comportamiento y el historial de los gavilleros.

65 Cassá, «Orígenes», 1994, p. 14. Como resalta este autor, las memorias de Gregorio Urbano Gilbert, Lucha, 1975, constituyen una fuente inestimable para el estudio del gavillerismo.

66 Cassá, «Gavillerismo», 1994, p. 9.

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tropas norteamericanas, y aquellas bandas orientadas por un «gavillerismo político y nacionalista», me nos propenso –ya que no exento– de asaltar a la población campesina. Este fue el caso de la ban da dirigida por Pedro Celestino del Rosario, alias «Tolete», a partir de 1917, pese a que con tinuó siendo imposi-ble establecer una clara demarcación «entre bandas animadas en principio por móviles políticos» y las dedicadas primordial-mente a las actividades delictivas.67

Un factor que contribuyó a aumentar la militancia gavillera contra los estadounidenses fue la creciente animosidad de los pobladores del Este contra el Gobierno central, patente desde la presidencia de Ramón Cáceres «Mon» (1905-1911), quien enfrentó los levantamientos armados con métodos inéditos e inusual mano dura. Como explica Franks, Cáceres intentó fortalecer al Estado, por lo que modificó la forma tradicional de operar con los caudillos: muchos fueron obviados a la hora de repartir dádivas y prebendas; también se les menoscabó en su papel como mediadores entre los intereses regionales y el Estado.68 Es decir, los caudillos dejaron de ser considera-dos como interlocutores legítimos del poder estatal, por lo que aumentó su disposición a hacerse oír a cualquier precio. Al arribar las tropas norteamericanas a la región oriental, a principios de 1917, las bandas de gavilleros se enfrentaron a nuevos representantes de ese poder central, agentes que conta ban con una evidente superioridad tecnológica en el nefasto arte de hacer la guerra. El hecho de que fueran inma-culadamente blancos, a excepción, quizás, de los puertorri-queños que acompa ña ron a las tropas invasoras en calidad de intérpretes y de personal de «rango medio»; de que habla ran otro idioma, a pesar de que el inglés era conocido gracias a los cocolos, los trabajadores azucareros migrantes del Caribe angloparlante; y de que fueran percibidos como lo que en esencia eran –invasores extranjeros–, inclinó a la población

67 Ibid., p. 10.68 Franks, «Gavilleros», 1995, p. 161.

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local en contra de las tropas yanquis.69 Además, en una cultura política en la cual el despliegue de armamentos y pertrechos militares era común, mas usualmente premoni zaba sufrimien-tos y pérdidas para la población, la impresionante maqui naria guerrera de los norteame ricanos debe de haber producido escalofríos a muchos habitantes del Este. Muy pronto, a medi-da que los ocupantes comenzaron a implementar sus medidas econó micas y políticas, se vieron confir madas muchas de sus aprensiones.

El elemento que más propendió a la transformación del gavillerismo fue la incorporación a sus filas de un contingente mayor de campesinos. Es decir, al gavillero clásico, guerrillero durante las «revoluciones», con frecuencia bandido, se unió el pequeño propietario rural, agraviado o des pojado por los lati-fundios azucareros, lanzado a la marginalidad más abyecta o a los cañaverales en calidad de peón. A partir de entonces se hizo más común encontrar a gavilleros que combina ban sus activi-dades guerrilleras con las tareas agrícolas: de día labraban en el conuco mientras que de noche combatían. Con frecuencia, señala Cassá, los nombres de los integrantes de las bandas «eran del domi nio público, mas no eran aprehendidos, en parte por falta de pruebas»,70 difíciles de obtener, pero, además, debido a la connivencia de la población campesina y de su renuencia a delatar a los gavilleros. El temor a las represalias también instó al silencio.

Mas, como ha sugerido Cassá, parece que se generó una es-pecie de identificación instintiva de los campesinos con los gavi-lleros que se enfrentaban a los «blancos» del Norte, fundada en factores de clase, étnicos, culturales y nacionales. Y ello ocurrió a pesar de que las gavillas conti nuaron realizando sus depre-daciones sobre los «pacíficos», de que perjudicaron a muchos

69 Sobre las funciones de los puertorriqueños durante la ocupación, ver: Calder, Impacto, 1989, p. 40; con relación a la inmigración cocola: Bryan, «Question», 1985; y Castillo, «Inmigración», 1978.

70 Cassá, «Gavillerismo», 1994, p. 11. También: Ducoudray, Gavilleros, 1976, p. 62.

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campesinos y de que no estuvieron exentas de rasgos abusivos, atropellantes y criminales. Todo ello no obstó para que los cam-pesinos y los trabajadores agrícolas se sintieran atraídos por los gavilleros. Algunos de sus líderes llegaron a alcanzar una fama legendaria, como fue el caso de Vicentico, a pesar de que prac-ticó «requisiciones» forzosas contra la población rural, «actitud violenta que distanciaba a sus rebel des de los pacíficos».71 El ima-ginario surgido en torno a ese tipo de combatiente irregular y la admiración que concitaron sus líderes, fundados, en ocasiones, en hechos o posturas no del to do verificables o hasta totalmente falsos, constituyeron elementos poderosos en crear esa identi-fi cación. Ni verdaderos paladines del campesinado, ni figuras inmarcesibles, la imaginación popu lar convirtió a los gavilleros en vengadores de las afrentas sufridas a manos de los «blancos» del Norte. Las masas rurales del Este quisieron ver en los gavilleros a sus protectores y vengadores. Y los quisieron percibir así por-que respondían a una «pro yección» de sus creencias habituales; en algún sentido, los gavilleros contrarrestaban los abusos, los despojos y las violencias a que eran sometidos los habitantes del Este por los latifundios y los agentes del poder central.72

Unidos en su común oposición al Gobierno central, gavilleros y «pacíficos» se sintieron amenazados por «un intruso extranjero con muchísima mayor capacidad de intromisión [en los asuntos regionales] que los gobiernos nacionales» que habían existido hasta ese momento. La ocu pación –continúa Cassá– potenció «el conflicto secular que enfrentaba a pueblo y Estado», aña dién-dose al mismo una serie de «códigos culturales».73 El resultado fue una militancia nacionalista más clara y una identificación más decidida –aunque preñada de tensiones– entre los gavilleros y los estratos más pobres y destituidos de la pobla ción rural. Los sectores acomodados, por el contrario, tendieron a identificarse

71 Cassá, «Vicentico», 1995, p. 8.72 Esta interpretación sigue de cerca el análisis de Amin, «Gandhi», 1988,

pp. 288-346. También resultan sugerentes los ensayos recopilados en Brading (compilador), Caudillos, 1985.

73 Cassá, «Vicentico», 1995, p. 10.

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con los ocupantes. A ellos apostaron en su búsqueda de un or-den que garantizase el regreso a la normalidad de las zafras, y del engorde y la venta de ganado; en ellos atisbaron la posi bi lidad de domesticar definitivamente a esas masas levantiscas y a los «Con cho Primos» que las dirigían. Los gringos fueron su apuesta a la «civilización», represen tada por el mercado y el Estado.

Por ello se puede hablar con toda propiedad de la existencia de una nueva etapa del gavi llerismo a partir de 1916. A confi-gurar este nuevo período contribuyeron de manera decisiva las expropiaciones y los abusos que las compañías azucareras cometían contra los campesinos y los trabajadores de la región, a pesar de que el gavillerismo nunca adoptó una discursiva ni una prác tica «agrarista», ni fue un defensor de los «pobres rurales».74 El gavillero no fue un Robin Hood. No obstante, si una causa explica por qué en el Este el gavillerismo alcanzó tales dimensio-nes, esa razón es la preponderancia de la industria azucarera y la inusitada expansión de los campos cañe ros. En otras regiones del país, la insurrección no llegó a pren der en la ruralía y el gavi-llerismo oriental no tuvo parangón. Ni en los campos cibaeños, ni en la región fronteriza, ni siquiera en la Línea Noroeste, tan propensa a la insurrección y tan inclinada al caudillismo, se in-cendió una llama de rebeldía ru ral similar a la del Este. Y lo que la diferenció de todas las demás regiones fue, precisamente, el predo minio asfixiante que las corpora ciones azucareras llegaron a tener sobre su economía y su sociedad.

La ola de violencia desatada por las fuerzas de ocupación en el Este, que asumió moda li da des abiertamente terroristas, forta-leció la identificación de los campesinos con los gavilleros. Tal si tua ción ha sido común cuando ejércitos foráneos han ocupado un territorio para doblegar a tropas irre gulares que cuentan con el amparo de la población no comba tiente. La res puesta usual es el te rror, que suele tener efectos contraproducentes porque afecta tanto a los cóm plices de las guerrillas como a los inocen-tes. Si en las poblaciones prein dustriales existe una «economía

74 Franks, «Gavilleros», 1995, pp. 160, 166; Ducoudray, Gavilleros, 1976, pp. 45 y ss.; Ca ssá, «Gavillerismo», 1994; y Cassá, «Emergencia», 1995.

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moral», como ar gu ye E. P. Thompson, también podemos asu mir que existe una con cepción moral acerca del poder, la cual, como en las esferas de la producción, la distribución y el consumo, se funda en concepciones muy precisas sobre lo justo y lo debido. Al igual que respecto de la vida material, tales poblaciones son capaces de tolerar los desma nes, los abusos y los excesos, pero solo hasta cierto punto. De ahí en adelante, los actos cometi-dos por los grupos de poder son execrados; cuando traspasan los límites de lo políticamente tolerable, los poderosos quedan más pro pensos a la ira de los subal ternos, la que puede desem-bocar en actos de rebeldía abierta. Asimismo, los subalternos pueden volverse menos propensos a aceptar los reclamos de le-gitimidad del poder existente y a sentirse más identi ficados con aquellos grupos –incluso con los abiertamente delincuenciales– que los cuestionan, resisten o combaten.

Efectos de esta índole surtieron los desmanes de las tropas yanquis. Los bohíos incendiados, los animales confiscados, los bienes saqueados y los conucos arrasados constituyeron aten ta dos en contra de la integridad física y la subsistencia de familias y villas enteras; los ancianos torturados por supuestamente colaborar con los gavilleros, los notables locales humillados por la soldades-ca y las campesinas violadas, representaron transgresiones a las concepciones campesinas sobre el «poder moral».75 Humillado, vejado y herido su sentido ético, no pocos campesinos «pací ficos» debieron sentirse compelidos a sumarse a las guerrillas. No es difícil imaginarnos la escena del campesino agraviado, herido en lo más pro fundo de su dignidad humana, desenterrando del lugar donde lo había escondido su revólver, carabina o fusil con la intención de irse al monte y unir s e a los alzados.76 En tal clima de violencia y de confrontación, hasta el fusilamiento de los su-puestos gavilleros, a pesar de ser un recurso común durante las guerras civiles del país, se convir tió en un elemento de rechazo a

75 Sobre los atropellos de los norteamericanos, ver: Ducoudray, Gavilleros, 1976; y Calder, Impacto, 1989, pp. 180-188.

76 La escena es sugerida por Bosch en su cuento «Forzados», en: Camino, 1983, pp. 47-52.

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los ocupantes. Parafraseando a Cassá, «ante los blancos sobrevino una identidad de la diferencia», que se expresó en reconocerles a los gavilleros una autoridad mo ral ya que se les percibía como «los depositarios del orden» que había sido violado y transgredido por la «soldadesca extranjera». Aunque algunas ban das gavilleras con-tinuaron cometiendo abusos contra la población civil, y a pesar de que varios de sus líderes fueron temidos como verdaderos atilas, a otros, por el contrario, se les adscribió una estatura moral debido a sus posturas ante las tropas invasoras y por su relativa lenidad ante los «pacíficos».77

No de otra manera hubieran podido sobrevivir los gavilleros varios años de confron tacio nes, durante los cuales los ocupantes intentaron diversas tácticas contra ellos. Primero se trató de con-minarlos a la rendición. Y, en efecto, algunos de los principales cabecillas de los gavilleros de pu sieron las armas, confiados en que se garantizarían sus vidas, tal y como les habían prome tido las au-toridades militares. Vana confianza resultó para muchos de ellos. Luego de negociar su ren di ción, por la que aparentemente exigió –a la usanza de los caudillos tradicionales– nombra mien tos en la Guardia para él y sus seguidores más cercanos, al igual que garan-tías por sus vidas, el líder gavillero Vicentico fue vilmente fusilado. El tratamiento dado a Vicentico contrasta notoriamente con el que se ofreció a Chachá Goicochea, a quien se juzgó y condenó, aunque se le sus pendió la sentencia, llegando incluso a colaborar en la persecución de su antiguo lugar teniente, Vicentico, a pesar de que siempre se mantuvo una actitud sospechosa hacia él.78 Destino más la mentable tuvo Fidel Ferrer, maestro de escuela que se convirtió en líder gavillero, que fue de los pri meros en rendirse a los norteamericanos, con quienes colaboró activamente en la acechanza de otras bandas gavilleras, pero que, a pesar de haber hecho causa común con los ocupantes, fue ejecutado al sospe-charse que los había traicionado.79

77 Cassá, «Vicentico», 1995, p. 10.78 Calder, Impacto, 1989, pp. 207-212.79 Cassá, «Campaña-1», 1995, p. 16. Ducoudray en Gavilleros, 1976, ofrece una

visión sobre Ferrer menos seve ra que la que presenta Cassá.

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Rendidos sus cabecillas más connotados y de mayor presti-gio entre la población campesina –como Vicentico y Tolete– y diezmadas sus bandas, desde mediados de 1917 todo parecía in di car que el gavillerismo estaba en vías de desaparecer. Pero las bandas resurgieron con vitalidad durante la segunda mitad del año 1918. Coincidiendo con el final de la zafra azucarera de ese año, arreció la actividad de las gavillas.80 Bajo nuevos líde-res –entre los que se destacaron Ramón Na tera y Ramón Batía–, los gavilleros llegaron incluso a atacar algunos de los poblados más impor tantes de la región oriental, como Higüey, que fue asaltado a finales del verano. El exagerado opti mismo de los informes militares no podía ocultar los graves problemas que confrontaban las tropas invasoras para poner coto a las guerri-llas orientales. En agosto de 1918, las máximas autoridades del Gobierno reconocían «que el bandidaje [...], en la provincia de El Seibo, ha tomado proporciones más graves que en cualquier otro momento desde que comenzó la ocupación militar». Deses-peradas e incapaces de comprender el vigor de las guerrillas, las autoridades militares lo achacaron ¡a la propa ganda y al apoyo alemán!, el que habría «realizado todos los esfuerzos para refor-zar y mantener viva esta animada insurrección».81

En su desesperación, el Gobierno Militar experimentó una serie de tácticas que, a la larga, contribuyeron a acrecentar su antipatía entre la población rural y, en consecuencia, a ampliar las simpatías hacia los gavilleros. Algunas de esas tácticas son dignas de una comedia. Por ejemplo, la práctica de fotografiar a los habitantes de la región con fines de identificación y poder distinguir más fácilmente a los rebeldes de los «pacíficos». Aquí solo podemos imaginarnos el tumulto de mu cha chitos sucios y desarrapados, sorpren didos mientras los marines cumplían su misión a pesar de las reticen cias y las renuencias de los viejos y de los hombres, suspicaces frente a las máquinas fotográficas, que

80 Lo que sigue está basado en Calder, quien ofrece la descripción más detallada y minuciosa de la gue rra gavillera (Impacto, 1989, pp. 197-270; y «Caudillos», 1978).

81 Ambas citas provienen de: Calder, Impacto, 1989, p. 219.

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la mayoría veía por primera vez en su vida, y fijaban su imagen perma nen temente. Para mu chos, esa foto, tomada con fines represivos, seguramente fue la única que se hicie ron en toda su vida. Fotografía y terror: relación que fue inaugurada en la República Dominicana durante la intervención y fue po ten ciada al máximo durante la tiranía trujillista.82

Entre las medidas tomadas en esos meses, ninguna llegó a ser tan impopular como la «re concentración» de los habitantes de los campos en los poblados. Las reconcentraciones se iniciaban con «re da das» y el traslado de los habitantes de los campos, cual «manadas», a los pueblos. Toda per sona que no era reconcen-trada era to ma da como gavillero o como su cómplice. Aparte de segre gar a la población entre «buenos» y «ma l os» –es decir, «pacíficos», por un lado, y gavilleros y cola bo radores suyos, por el otro–, las reconcentraciones pretendían «cortarles a las guerrillas sus fuentes de suministro e información».83 Sus efectos negativos no tardaron en sentirse. La falta de alimentos y de otros bienes azotó a la población reconcentrada. Algunos campamentos fue-ron afectados por enfer me dades. El acomodo de cientos y hasta miles de personas en entornos que carecían de la infraestructura necesaria causó incomodidades y perjuicios de toda índole. Por su pues to, los conucos, los animales de crianza y las viviendas de los campesinos reconcentrados quedaron totalmente desatendi-dos. Dominicanos de las élites llegaron a pensar que la recon-cen tra ción de la población, aparte de resultar perjudicial a sus propios intereses, había tenido efectos con tra producentes en lo que al control del gavillerismo se refería. Hubo quien opinó que las recon cen traciones contribuyeron a propagarlo.84 Al menos alimentaron la ira, que era elemento primordial de su sustrato.

En 1919, la lucha entre gavilleros y estadounidenses alcanzó un «estancamiento», a pesar de que el número de marines había

82 Ibid., 220. Como señala Ducoudray, la identificación fotográfica fue instau-rada nacionalmente por Trujillo por medio de la «cédula» (Gavilleros, 1976, pp. 29 y ss.).

83 Calder, Impacto, 1989, p. 220.84 Ibid., pp. 220-225; y Ducoudray, Gavilleros, 1976, pp. 25-28.

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aumentado a cerca de 1,500 y de que se incorporaron avio nes a la persecución de los alzados. Según Calder, el Este se convirtió en una zona de guerra y los solda dos de la ocupación comenzaron a sentir los estragos de la desmoralización.85 Las enferme dades y las plagas tropicales jugaron un papel nada insignificante en producir tal estado de ánimo. Lo elu sivo de las bandas de gavi-lleros, que evita ban los enfrentamientos abiertos y atacaban a las tro pas norteamericanas encubriéndose en la maleza, los bosques y en cuanto elemento del terreno les permitiera camuflarse, provocaron que la capacidad combativa de los marines perdiera su efec tividad. La disposición de la población civil a proteger a los gavilleros con su silencio, cuando no con la desinformación deliberada a los ocupantes, llevaron la guerra a un callejón sin salida. Los invasores tuvie ron que contentarse con el control de las principales zonas urbanas del Este y con brin dar protec ción a los consorcios azucareros, y aún en este último papel su éxito fue limitado; en la ruralía cam peaba el fuero gavillero. Las obras públicas impulsadas por el Gobierno Militar, que implicaron el trabajo forzado en las carreteras,86 estaban virtualmente parali-zadas debido a la guerra en la región oriental.

Mil novecientos veintiuno se inició con una crisis económica nacional que afectó gravemente las finanzas del Go bierno Militar y que avivó al gavillerismo.87 Ante la creciente audacia de los gue-rrilleros, los invasores establecieron nuevas medidas represivas, como el «peinado» del territorio por patru llas de soldados y aumentar su «red de delatores», lo que posibilitó identificar y juzgar sumaria mente a un número de campesinos que actuaban como gavilleros. No obstante, la crisis económica, que contribuyó a engrosar la cifra de trabajadores desempleados, propició que aumentara el núme ro de bandas. Hacia finales de 1921, se calcu-laba en 10 el número de bandas mayores; junto a ellas había un sinnúmero de pequeños grupos dedicados al robo, el pillaje y el

85 Calder, Impacto, 1989, pp. 231-244.86 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 268-275.87 A menos que se indique lo contrario, lo siguiente se basa en: Calder, Impacto,

1989, pp. 244-255.

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bandolerismo en general. El radio de acción de las gavillas tam-bién se extendió, sintiéndose sus efectos en poblados cercanos a la ciudad capital, como Guerra y Bayaguana. Se llegó a rumorar que había gavilleros en lugares tan remotos como Puerto Plata y la provincia Espaillat, aunque, por supuesto, estas no tenían que provenir del Este ya que, antes de la ocupación, la existencia de gavillas había sido un fenómeno nacional.

Al año siguiente se activaron dos estrategias, una de las cuales había sido implementada anteriormente pero había sido descartada, y otra totalmente novedosa. La primera fue el uso de guerrillas compuestas por civiles «favorables al Gobierno Militar para buscar y destruir al enemigo que por tanto tiempo había eludido exitosamente a los infantes de marina»; la segunda fue el ar mis ticio.88 Esta última alternativa ganó adhesión entre un grupo de militares que reconocieron el carácter político del gavi-llerismo y que, en consecuencia, fueron abandonando la postura oficial, sostenida hasta entonces, de que se trataba de meros bandidos. En la adopción de tal línea de ac ción resultó crucial la intervención de varios dominicanos, como el Gobernador de la provincia de San to Domingo, quien sugirió que se negociara una amnistía a la usanza en el país cuando ocurrían levantamientos armados en contra del Gobierno central.

El Gobernador sabía lo que decía. Después de todo, el ga-villerismo formaba parte de las prácticas políticas dominicanas y contaba con sus rituales para hacer la oposición y la guerra y para con certar la paz. De forma experimental, se ofrecieron garantías de rendición a gavillas de menor im por tancia; los resultados de tales pruebas incitaron a otros grupos a acogerse a las ofer tas del Gobierno. Además, buena parte de los trabaja-dores azucareros que año tras año pasaban a engrosar las filas gavilleras al finalizar la zafra y quedarse sin trabajo, encontraron una alternativa al desempleo con la creación de las guerrillas adeptas al Gobierno. En el ámbito nacional, el movi miento en contra de la intervención, dirigido por las élites urbanas, había

88 Ibid., pp. 257 ss.

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generado un clima favorable para que las guerrillas depusieran las armas, máxime porque los nacionalistas ha bían alcanzado el reconocimiento internacional y, en la primavera de 1922, habían entablado nego cia ciones con el Gobierno de Washington para el retiro de los marines de la Re pública Domi ni cana.89 En todo caso, las rendiciones aumentaron en la primavera de ese año, cuando se acogieron a la amnistía los principales líderes gaville-ros. Sin embargo, dado el carácter irregular de los com ba tientes, la mayoría simplemente regresó a sus hogares y se reincorporó a sus comunidades sin que mediase intervención oficial alguna. Para la tropa gavillera, el fin de la guerrilla fue un asunto fun-damentalmente privado. Depuestas las armas, los gavilleros que se acogieron a la amnistía fue ron juzgados y sentenciados a penas de 15 a 20 años de cárcel y a trabajo forzado, aunque usual mente las penas fueron conmutadas o suspendidas. Para todos los efec-tos, en 1922 llegó a su fin la guerra gavillera del Este.

Desde sus inicios hasta su momento final, ocurrieron cerca de 370 encuentros entre los ga villeros y las fuerzas norteamericanas;90 si a estos incidentes sumamos los cientos de asaltos y de ro bos a particulares y a «pacíficos» de todo tipo, y los actos de sabotaje contra las empresas azuca re ras, sus empleados y sus represen-tantes, hay que concluir que la guerra gavillera dejó un saldo considerable de daños y de violencia. Esto para no mencionar las consecuencias de la guerra sobre la econo mía regional, que se vio afectada de varias maneras. Para los grandes latifundios cañe ros, los ataques y los sabotajes de las gavillas constituyeron una amenaza constante que impedía la marcha normal de sus actividades. Para los campesinos, las movilizaciones de tropas y las destrucciones causadas por los marines y los gavilleros impli-caron un costo social muy alto. Afectadas sus escasas propieda-des y alteradas sus vidas por las reconcentraciones, las batallas, la represión y la coacción, la vida de muchos «pacíficos» fue aquejada de manera permanente. La migración, espe cial mente

89 Ibid., pp. 271-352.90 Ibid., p. 269.

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a las relativamente tranquilas tierras cibaeñas, fue una de las pocas opciones para esca par al flagelo de la guerra. Mas, evalua-da la guerra gavillera solo en tales términos, se pierden de vista sus impli caciones a largo plazo. Como insistió frecuentemente Fernand Braudel, los acontecimientos son mucho más que un molesto e in trascendente polvo de la historia. Por ello, al ponde-rar el gavi llerismo como fenómeno histórico, se pueden percibir otros significados, más allá de lo inme diato, de lo estrictamente coyuntural. Uno de sus signos posibles se refiere a su trasfondo social.

Entre las condiciones de rendición de los gavilleros se encon-traba la petición de que el Gobierno gestionara con las corpo-raciones cañeras trabajo y conucos para «aquellos trabajadores que no los tenían».91 Aunque finalmente se incumplieron, tales peticiones apuntan hacia el conte nido social del gavillerismo. Resulta difícil clasificar de manera categórica a un movimiento como el ga vi llerismo. Lejos estuvo, evidentemente, de constituir un movimiento campesino en el sentido mo derno del término, es decir, respondiendo a determinados intereses de «clase», con de man das precisas basadas en sus orígenes sociales, y con una organización, un liderato y una ideología neta mente «campesinista».92 El gavillerismo fue algo de esto, mas no fue solo eso. Fue, también, un poten te movimiento de reivindicación regional, de lucha en contra de las tendencias absorbentes del Estado, signado a la vez por un nacionalismo de origen popular articulado por sus caudillos. Si forzamos un poco los términos, podemos catalogarlo de populismo rural difuso. Tuvo elementos de la tropa movilizada por el caudillismo tradicional; de jacque-rie, de la sublevación campesina más o menos espontánea que expresa la ira contenida de las masas rurales, provocada por una situa ción del todo intolerable;93 de gavilla de ban doleros que

91 Ibid., p. 268.92 Para definiciones de los movimientos campesinos: Landsberger (ed.), Latin,

1969; Landsberger (ed.), Rebelión, 1978; Huizer, Potencial, 1980; y González Casa nova (coord.), Historia, 1984.

93 En Europa, la jacquerie clásica fue la «guerra campesina» popularizada por Engels, Peasant, 1976. Sobre estos levantamientos y el tex to de Engels, que

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incluía tanto a criminales habituales que no discriminaban entre podero sos y débiles ni entre pobres y ricos, hasta desclasados y mar ginados de reciente hechura debido al avance del latifundis-mo cañe ro; y de guerrilla rural de motivación política que atrajo incluso a personas de origen urbano.

¿Definición fácil por lo amplia y abarcadora? Es probable. Pero es la única que, en este momento, posibilita dar cuenta de la complejidad del gavillerismo sin reducirlo a una esencia que no tuvo y que no pretendió ni podía tener. El gavillerismo llegó a ser lo que fue –so bre todo en su segunda fase, a partir del 1916– debido a la incorporación del campe sinado a sus filas y, en un plano más general, al apoyo que recibió de las masas rurales del Este. Si no un movi miento campesino en el sentido moderno, sí fue un movimiento rural, tanto por el origen de sus combatien-tes como por la tradición política a la que respondía; es decir, fue un movimiento profundamente enraizado en la sociedad agraria del Este dominicano. También lo fue por los mó viles de sus miembros, por sus querellas y sus utopías, perdidas para nosotros por la impenetrabilidad de sus sueños y la fugacidad de sus palabras. La tiranía de los documentos, mudos tes ti gos acerca de los actos y los pensamientos de las tropas gavilleras, apenas nos permite entrever que en el Este los campesinos tam-bién soñaban. Solo a través de sus actos –la quema del cañaveral, el sabotaje a la maquinaria, el robo de la bodega del central, las agresiones contra los represen tantes del latifundio, el acoso a los guardias, las expre siones de irrespeto a la autoridad– podemos atisbar esa ira que contribuiría a mantener viva su memoria.

Con el fin de la guerra gavillera terminó el prolongado ciclo de violencia asociada a las «revo luciones», los levantamientos ar-mados y las sublevaciones que caracterizaron la his toria domini-cana desde la misma fundación de la República en 1844. Este es otro de sus signifi cados profundos. El otro lado de la moneda fue

fue decisivo en delimitar las nociones marxistas sobre el campesi nado, ver: Scribner y Benecke (eds.), Ger man, 1979. Sobre las jacqueries: Fourquin, Levantamientos, 1976; Mousnier, Furores, 1976; y Hobsbawm y Rudé, Captain, 1975.

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que, con la ocupación estadounidense, se comenzó a concretizar la domesticación del campesinado. Antes, eso era solo un pro-yecto. El parcial desar me de la población, el debilitamiento de la tradición caudillista, la creación de nuevos aparatos represivos, la fractura decisiva del regionalismo gracias a la expansión de las comunicaciones internas, y el fortalecimiento del Estado en general, fueron factores que posibilitaron domeñar a las ariscas masas rurales. La expansión de la agricultura comercial, tanto en su vertiente latifundista como en su expresión campesina, apuntaron en la misma dirección. A la larga, la expansión del mercado interno brindó nuevas oportunidades al campesinado, el que amplió sus cultivos y ocupó tierras vírgenes.94 Incluso, zo-nas previamente inaccesibles, como muchas áreas montañosas, comen za ron a ser asentadas por los campesinos. Aunque con variaciones regionales importantes, visto globalmente, llegaba a su fin el prolongado proceso formativo del campesinado conu-quero. Atrás fueron quedando sus antecesores históricos, como el mon tero que se dedicaba a la cacería de animales cimarrones, el campesino sin tierras que se asen taba temporalmente en un pedazo de monte, y el criador de chivos y de vacas en tierras ajenas. No desaparecieron del todo; pero se cerraba el «largo siglo» de ese «cam pesino arcaico» al que se refiere Raymundo González.95 A partir de entonces, nuevas relaciones de poder habrían de de finir los vínculos de los campesinos con los secto-res dominantes y con el Estado. La guerra gaville ra fue un acto crucial en ese drama histórico. Fue un acto particularmente ruidoso y convulsionado. Al subir nuevamente el telón, emergió un nuevo escenario, en el cual los campesinos tuvieron que des-plegar otras estrategias de lucha en su tenaz «guerra silenciosa».

94 San Miguel, Campesinos, 1997, especialmente pp. 34-43, 49-71 y 88-94.95 González, «Campesinos», 1992, pp. 11-26; y González, «Ideología», 1993,

pp. 25-44.

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caPítuLo iiiLa domesticación de la «bestia calibanesca»

Donde se relata cómo se intentó domesticar a las masas campesinas; del papel que en esto jugaron unos señores de fusil, metralleta y cañón –que no de capa y espada– que vinieron del Norte; también de cómo una larga tiranía –que a veces les pasaba la mano y otras sencillamente los aplanaba– contribuyó a amansar a los campesinos; sobre las luchas de estos durante esa prolongada dictadu ra, que fueron mayormente resistencias de las denominadas cotidianas o informales; y de lo que he re daron los campesinos de todo lo que se lleva dicho.

La ofenSiVa deL Mercado

El cambio de siglo fue una época de transformaciones en las estructuras económicas y polí ticas de la República Dominicana. De haber sido un país abrumadoramente campesino, con una virtual ausencia de una economía de plantación, en él surgió un vigoroso sector azucarero. Y aun que la producción campesina continuó predominando en una serie de renglones agrícolas –el tabaco, el café, el cacao–, lo cierto es que la lógica económica de la socie-dad dominicana varió debido a tales modificaciones. También se transformó la lógica del poder.1 Los efectos de tales alteraciones se dejaron sentir de múltiples formas entre los sectores rurales. En

1 Hoetink, Pueblo, 1985; Báez Evertsz, Azúcar, 1978; Formación, 1986; Lozano, Dominación, 1976; y San Miguel, Campesinos, 1997.

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primer lugar, por la creciente comercialización que sufrieron los recursos a los que el campesinado tradicionalmente había te ni do fácil acceso. En segundo lugar, porque el Estado ejerció nuevos reclamos sobre las masas rura les. El doble asedio del mercado y del Estado hizo que los campesinos tuvieran que ampliar sus mecanismos defensivos. El bandolerismo, el mesianismo y el ga-villerismo no fueron sino la epidermis, los signos más visibles de un mundo rural en transformación. Bajo la superficie ocu rría una multitud de pequeños actos de resistencia.

Los campesinos tuvieron que defender su acceso a la tierra: en las provincias del Este, en Puerto Plata, en Barahona y en las inmediaciones de Santo Domingo, contra el avance de los lati-fundios azucareros, mayormente de propiedad extranjera; en el Cibao oriental, en contra de los grandes produc tores de cacao y, también, en contra de las compañías ferrocarrileras que soñaron con convertir a la re gión en una zona de pingües ganancias deri-vadas de la agricultura comercial y la especulación inmo biliaria; en las zonas montañosas del sur y del Cibao central, debido al sur gimiento de grandes fincas cafetaleras; y en las zonas bosco-sas, porque los empresarios intentaban explotar sus maderas. Es decir, doquiera tuvieron que defender sus tierras en contra de los terratenientes –tradicionales y modernizantes– que trataban de beneficiarse con la expan sión del mercado. Incluso los hateros, dueños de extensas propiedades incultas destinadas a la crianza de ganado, se lanzaron a aumentar el tamaño de sus propiedades.

Hasta entonces, el campesinado dominicano había enfrentado una situación relativamente favorable en cuanto al acceso de la tierra. La baja densidad demográfica del país a lo largo del siglo xix, la exis-tencia de grandes extensiones de tierra sin colonizar y el limitadísi-mo desarrollo de la economía de exportación se traducían en una situación de «recursos abiertos» en la cual los cam pesinos contaban con diversas alternativas para obtener tierras.2 Con muy contadas

2 Para un análisis más detallado, ver: San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 17-94. También: González, «Campesinos», 1992, pp. 15-28; y González, «Ideología», 1993, pp. 25-43. Sobre el concepto de la frontera, ver: Grigg, Dynamics, 1982, pp. 215-227.

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excepciones, la República Dominicana no era, en el siglo xix, un país de recursos limitados debido a la concen tración de la pro-piedad agraria o a la dilapidación de los recursos naturales como pro ducto de su explotación indiscriminada. Lo que no implica que los campesinos no padecie ran pobreza y opresión: sufrían ambas cosas, con frecuencia en demasía. Pero el campe sinado en gene-ral se encontraba en una situación de mayor libertad individual y padecía menos restricciones que las que sufrían las masas rurales de otras regiones caribeñas y latinoamericanas, tanto por razones económicas como políticas. Si clasificamos a los paí ses de Amé rica Latina y el Caribe en un continuum cuyos extremos fuesen, por un lado, las sociedades latifundistas y, por el otro, las sociedades campe-sinas, en las que prevalecería la pequeña y la mediana propiedad, la República Dominicana a mediados del siglo xix se ubicaba franca-mente en el polo «campesino».3 A medida que fue avanzando el siglo, varias de sus regiones se movieron decisivamente –y, en algu-nas, de forma contundente– hacia el polo «latifundista». No obs tan-te, vista globalmente, la República Do minicana no era una sociedad de latifundios y peones, sino de pequeños productores rurales.

En buena medida, continuó siéndolo durante el siglo xx. Sin embargo, la posición de los campesinos en la sociedad fue cam-biando; las correlaciones de fuerza empezaron a inclinarse en su contra, en ocasiones de forma paulatina; en otras, de manera palpable y hasta acelerada. Sus reacciones ante los cambios que los afectaron fue ron variadas y dependieron en buena medida de las condiciones locales. Por ejemplo, una de las principales estrategias de los campesinos fue la colonización de «tierras nue-vas». Desde cierta pers pectiva, esta estrategia puede verse como un medio para soslayar la lucha y la resistencia activa y directa. Sin embargo, como argumenta James Scott:

[...] en la medida en que el objetivo de los que resisten es [...] satisfacer una serie de nece sidades apremiantes

3 Este argumento está inspirado en: Mintz, Caribbean, 1984, pp. 131-156; y Mintz, «Plantations», 1985, pp. 127-153.

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como la seguridad física, la alimentación, la tierra o el ingreso, y de alcanzarlo de manera relativamente segura, estos pueden sencilla mente se guir la línea de menor resistencia.4

La migración interna constituye una alternativa de tal índole. Ella fue particularmente significativa durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, cuando todavía abundaban las tierras vírgenes en la República Dominicana. La crisis del tabaco, cultivo predominante en el Cibao cen tral, impulsó a miles de campesinos a buscar tierras que se adaptaran mejor a los culti-vos en expansión a finales de la centuria.5 De regiones remotas afluyeron campesinos en su búsqueda de tierras donde cultivar café y cacao; otros debieron sentirse satisfechos con la obtención de un pe dazo de tierra en el cual obtener los plátanos o las yucas del sustento diario. Pedro Francisco Bonó, testigo excepcional del mundo rural cibaeño, alude a tales migraciones. En la zona de San Francisco de Macorís, una de las principales comunes del Cibao oriental, predomi naba a principios del siglo xix la «vida pastoril», combinada con una agricultura conuquera de poca monta. A partir de los años 40, esa situación comenzó a cambiar. Al Cibao oriental lle garon varias oleadas migratorias: desde la frontera con Haití, huyendo de los conflictos con ese país; del Cibao central, escapando de la «endémica anarquía» generada por las guerras ci-viles y de las sequías. Ya fuese por compra, alquiler, aparcería o de alguna otra manera, muchos de los mi grantes obtuvieron tierras en sus nuevos destinos; mientras, buena parte de los «antiguos criado res» mudaron sus actividades hacia los «ranchos distantes», y otros abandonaron la crianza y se dedicaron a la agricultura.6

La situación descrita por Bonó no es inusual en las socie-dades agrarias. Ante situaciones que les son desfavorables, los

4 Scott, Weapons, 1985, p. 35.5 Con relación a la crisis económica del tabaco, ver: Lluberes, «La economía»,

1973, pp. 35-60; y Lluberes, «La crisis», 1984, pp. 3-22.6 «Cuestiones sociales y agrícolas» [1880-1881], en: Rodríguez Demorizi, Papeles,

1964, pp. 262-263.

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campesinos suelen recurrir al proverbial «voto con los pies».7 En oca siones, tales migraciones pueden convertirse en una virtual «fuga masiva» que incluso generan intensos conflictos por el control de la tierra en las nuevas áreas de colonización agrícola.8 En todo caso, como ha argumentado Thomas Holt con relación al campesinado jamaiquino, la movilidad de las masas rurales es una forma de ejercer su libertad, sobre todo si la migración se traduce en su «campesinización» gracias a la ocupación de tierras nuevas.9 En la República Dominicana, todavía están por investigarse sistemáticamente ambos fenómenos. De lo que hay poca duda es de que, a fines del siglo xix y principios del xx, los campesinos tuvieron que aguzar sus mecanismos de defensa debido a la ofensiva latifundista. La expropiación del campe-sinado por métodos lega listas, pero fraudulentos, fue una de las maneras usadas por los sectores de poder para aca parar la tierra. Como es usual, los campesinos respondieron en términos similares. La palabra escri ta y la ley, generalmente usadas por los terratenientes para defraudar a los campesinos, también fueron empleadas por estos en su lucha contra los primeros. Las inscripciones, las notarizaciones y las validaciones de todo tipo de documento que probasen la posesión legítima de las tierras ocu pa das, fue el efecto más conspicuo de ese afán por usar los instrumentos provistos por las regula ciones estatales para prote-ger el patrimonio campesino.10

7 Grigg, Population, 1980; Pesez y Le Roy-Ladurie, «Deserted», 1977, pp. 72-106; Weber, Peasants, 1982, pp. 278-291; Durham, Scarcity, 1982; y Sánchez-Albornoz (comp.), Población, 1985.

8 Lundahl, «Some», 1992, pp. 325-344; Le grand, «Agrarian», 1992, pp. 31-50; y Tanaka, Movimientos, 1976, pp. 55-56.

9 Holt, Problem, 1992, pp. 148-160.10 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 189-256.

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A la ofensiva de los terratenientes por aumentar sus pro-piedades se sumó la acometida esta tal por lograr una moder-nización en el sistema de tierras. La Ley sobre división de te rre nos comuneros (1911) y la Ley de registro de la propiedad territorial (1912) muestran ese embate esta tal; a ellas se sumaron, bajo la ocupación estadounidense, la Ley de registro de la propiedad terri-torial (1920), que habilitó al Tribunal de Tierras con el fin de «sanear» los títulos de propiedad. Tales medidas se enmarcan en los intentos de modernización de las estructuras económicas y sociales emprendidos por los grupos dominantes y el poder entre finales del siglo xix e inicios del xx. Similares fueron los intentos de fomentar la producción campesina, que buscaban erra dicar las prácticas agrícolas que no se avenían a la eco-nomía comercial ni a las pretensiones modernizadoras de las élites. Ellas formaron parte de los intentos por domesticar a las masas rurales.11

Mas sus resultados variaron dependiendo de las condiciones regionales. Según Julie Franks, en el Este, el Tribunal de Tierras no jugó un papel determinante en el surgimiento de los grandes latifundios cañeros. Alega que, al iniciarse la ocupación militar, en el año 1916, ya las compañías cañeras habían aglutinado el grueso de sus propiedades, a pesar de que muchos de sus terrenos contaban con «títulos dudosos».12 En la provincia de San tiago la actividad del Tribunal de Tierras se sintió de forma sistemática a partir de los años 30. En esta región, sus acciones tampoco incidieron en lo sustancial sobre la estructura agraria. Parece, pues, que el Tribunal de Tierras actuó en esencia como un instrumento para condonar las apropiaciones y los despojos cometidos previamente, o para legitimar las rela ciones de pro-piedad que había propiciado la economía mercantil, cada vez más vigentes en el campo dominicano.

11 Ibid., pp. 116-149, 193-220, 257-322; González, «Ideología», 1993; y Baud, Peasant, 1995, pp. 147-173.

12 Franks, «Gavilleros», 1995, p. 164.

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Así, en aquellas zonas donde no existía una fuerte economía campesina, que contase con vínculos directos con los sectores económica y políticamente dominantes, las medidas estatales fue ron usadas por los empresarios y los latifundistas para am-pliar sus pro piedades agrarias. En el Este, e incluso en ciertas regiones del Cibao donde existían extensos te rre nos comuneros –tales co mo algunas zonas cercanas a Bonao–, hubo personas que lograron ha cerse de grandes propie dades gracias al aca-paramiento de los mismos. Las regiones que carecían de una sociedad campesina con un dinamismo y una amplitud similares a los del Cibao central, fueron particularmente propicias a la concentración de la propiedad agraria. Aunque no vacías, en regiones donde la economía cam pe sina estaba menos desarro-llada, los terratenientes y los em presarios contaban con mayores opor tu nidades para apropiarse de las tierras de los campesinos. El fraude con los títulos fue uno de los medios para lograrlo. En el Cibao central, por el contrario, existía de antaño una econo-mía campe sina de orientación comercial, y que, por ello, conta-ba con lazos con los sectores dominantes a nivel regional, sobre todo con los comerciantes exportadores. Para estos, resultaba crucial mantener sus líneas de abastecimiento de los productos agrícolas de exportación, tales como el tabaco y el café, por lo que no fomentaron la expropiación masiva del campesinado, como sí ocurrió en las regiones donde surgieron nuevos cultivos comerciales, sobre todo en las áreas cañeras. Otras regiones del país, donde la economía mercantil estaba en ciernes, fueron poco afectadas por las medidas es ta tales y, en consecuencia, por la geofagia de los terratenientes; en algunas, casi no se sintieron, por lo que permanecieron virtualmente inalteradas.13

A principios del siglo xx, el embate estatal se manifestó de otras maneras. Se expresó, por ejemplo, en sus esfuerzos por convertir a la población de la ruralía en una fuente de mano de obra que posibilitara al Estado modernizar la infraestructura

13 San Miguel, Campesinos, 1997; Calder, Impacto, 1989, pp. 133-168; y Boin y Serulle Ramia, Proceso, 1981, vol. II.

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económica del país. Conscientes de lo fun damental que re-sultaban los medios internos de comunicación, las élites de la República Domi ni cana habían clamado, a lo largo del siglo xix, por la construcción de caminos y carreteras. Mas, a principios del siglo xx, poco se había adelantado en tal sentido.14 Con frecuencia, el Gobierno care cía de los cuartos para construir o reparar los caminos; y si los tenía, las guerras civiles terminaban dilapidando sus escasos recursos financieros. La falta de integra-ción económica y política del país también fue un gran obstáculo a la construcción de una red nacional de caminos y carreteras. ¿Para qué querían los cibaeños una carretera en dirección a la capital si la exportación de sus productos se realizaba a través de Puerto Plata y Montecristi, en el norte, y, más tarde, por la bahía de Sama ná, en la costa oriental del país? ¿Qué beneficios traería una carretera hacia Santo Domingo para los habitantes de la frontera dado que buena parte de su comercio se realizaba con Haití? Las carre teras, por otro lado, no tenían por qué resultar beneficiosas. A través de ellas arribarían los maes tros para las escuelas, algún que otro médico, quizás nuevas técnicas agrícolas y hasta ciertos adelantos de la época; es probable que gracias a ellas muchos habitantes del campo pudieran llegar a conocer el hielo. Pero por las carreteras también podían arribar –como efectivamente llegaron– la guardia, los impuestos y el empresario ávido de tierras vírgenes, al igual que el agrimensor y el notario dis puestos a colaborar en la falsificación de los títulos de pro-piedad. Tales consi deraciones, empero, pesaron poco sobre el Estado y sobre las clases acomodadas, para quienes la carretera era un em ble ma de la modernidad.

Con el fin de paliar la escasez de mano de obra, se aprobó la Ley de caminos, en 1907, la que autorizaba a las autoridades locales a reclutar a la población masculina para realizar trabajos en la construcción y la reparación de las carreteras y los caminos. Aunque la aplicación de la ley con frontó dificultades sin cuenta –entre ellas, la oposición y la resistencia de los habitantes del

14 García Bonnelly, Obras, 1955, vol. 2, pp. 273-294.

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campo, quie nes más la padecieron–, su implementación mejoró significativamente durante la ocupación estadounidense que se inició en 1916. Ella formó parte del abarcador programa de obras públicas diseñado por el Gobierno de ocupación.15 Aunque se suponía que los prestatarios –que así se de signó a los reclutados– se presentaran voluntariamente a las labores, o que, en su defec-to, pagaran una cuota de exención, la ley estableció un sistema de trabajo obligatorio que fue sumamente re sen tido por los habitantes de la ruralía, sobre quienes recayó el peso del mismo. Debido a la oposi ción de los campesinos, «las autoridades con-frontaron serios problemas en hacer cum plir la ley, no solo en lograr que la población cumpliese con las prestaciones en traba-jo sino, tam bién, con el co bro del impuesto de exoneración».16

A las leyes agrarias implementadas durante la ocupación norteamericana y al trabajo obli ga torio se sumaron los nuevos impuestos establecidos por el Estado. De estos, resultó parti-cular mente conflictivo el impuesto territorial, aprobado por el Gobierno de ocupación en 1919. El mismo formó parte de la reforma que los norteamericanos trataron de establecer con el fin de for talecer las bases financieras del Estado dominicano. Para lograrlo, intentaron aumentar el cobro de las rentas inter-nas ya que los ingresos estatales habían dependido sobre todo de los impuestos aduanales.17 La respuesta de los campesinos a este conjunto de medidas no se hizo esperar. Des pués de todo, ellas afectaban sus principales medios de vida –la tierra y su fuerza de trabajo– e incidían sobre sus ingresos.

Tanto el impuesto territorial como la Ley de caminos produ-jeron una profunda indignación entre las masas rurales, la que se tradujo en una masiva oposición al trabajo coaccionado y al pago del impuesto territorial. Seguramente, la intensidad de la resistencia varió de región a región, tanto debido a factores económico-sociales como a otras razones. Por ejemplo, en regiones como el Cibao, donde predominaba una economía

15 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 268-275; y Calder, Impacto, 1989, pp. 70-78.16 San Miguel, «Exacción», 1993, p. 81.17 Calder, Impacto, 1989, pp. 163-167; y San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 288-299.

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campesina con una fuerte orientación mercantil, la resistencia al impuesto territorial y al trabajo obligatorio en los caminos se caracterizó por ser de tipo in formal, cotidiana en muchos senti-dos, ya que se basó en negarse a pagar, en ocultar el tamaño de las propiedades, o en usar subterfugios para no concurrir a los trabajos en las obras públicas. En zo nas como el Cibao central, donde los hogares campesinos dependían para su supervivencia del control de sus tierras y de su mano de obra, el impuesto territorial y el trabajo compulsorio restringían su autonomía como productores. Por eso se negaron a laborar en los caminos, a pa gar, y a ofrecer información precisa sobre sus propiedades y sus cultivos. Las autoridades estatales respon dieron con arres tos, enjuiciamientos, multas y encarcelamientos. Incluso, se llegaron a con fiscar las propie dades de quienes no cumplieron con las disposiciones del impuesto territorial, lo que incre men tó la in-dignación y la oposición contra los ocupantes.18

La oposición en la ruralía concitó simpatía entre los secto-res urbanos que, desde pos turas nacionalistas, abogaban por el boicot al impuesto territorial y por la evacua ción de las tro pas estadounidenses del territorio nacional.19 No obstante, las resis-tencias en el campo contaron con una lógica y una dinámica propias, afincadas en las realidades del mundo rural. No se de be pasar por alto que, en algunos casos, las élites del país colabo-raron con los planes moder niza dores de los invasores, entre los cuales las medidas tributarias y el trabajo en los caminos for-maron parte sustancial. Con buenos ojos habían visto las élites los planes de extensión de la red vial del país impulsada por los gringos. Con los brazos abiertos habían recibido sus pro yec tos para modernizar el sistema de tierras y –aunque con reservas– sus intentos por am pliar la base contributiva del país, que forta-lecería la capacidad financiera del Estado. Así que la disposición de las élites para hacer causa común con las masas rurales estuvo lejos de ser absoluta. Cuando denunciaron los desmanes de los

18 San Miguel, «Exacción», 1993; y «Peasant», 1995, pp. 41-62.19 Calder, Impacto, 1989, pp. 271-352.

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invasores contra los campesinos y los trabajadores –que algo de eso hubo–, los miem bros de las élites destacaron sus ac tos terro-ristas, sus abusos extraordinarios, sus atropellos más infames.20 Mucho menos atención prestaron a medidas como el trabajo obligatorio en los caminos, que afectó a miles de campesinos a todo lo largo y ancho del país o a las consecuencias nega tivas del impuesto territorial sobre las masas campesinas. Cuando así lo hicieron, parece que ac tua ron compelidos por los efectos que ta les medidas tuvieron sobre los sectores más acomo dados de la sociedad. Así, su oposición al im puesto territorial se debió a que el mismo gravó tam bién las propiedades de los terratenientes; y ello ocurrió en un momento de crisis económica.21

Abonada por la recesión que sufrió el país a principios de los años 20, la resistencia campesina contra el impuesto territorial y el trabajo compulsorio se extendió por las zonas rurales. Entonces, los ingresos estatales provenientes de ambos impuestos merma-ron, alcanzando cifras extrema da mente bajas en comparación con los ingresos que esperaban obtener las autoridades como resultado del cobro de esas contri bu ciones.22 Los planes de los estadounidenses se vieron afectados por esa disminución. La resis ten cia informale de las masas rurales indujo cambios en los proyectos de los ocupantes. Tuvie ron, incluso, que reconsiderar su política contributiva y realizar cambios en la Ley de caminos que ha bía establecido el trabajo compulsorio. Al respecto, elimina-ron el trabajo compulsorio, que tanto res quemor provocaba en-tre los campesinos, reteniendo solamente la obligación de pagar una cuota monetaria. Estos ingresos serían usados para contratar a jornaleros que laborasen en la cons truc ción y la reparación de las carreteras y los caminos.

Gracias a su resistencia al trabajo compulsorio, muchos campesinos se liberaron de tal obli gación, que conllevaba el

20 Como ejemplo, ver la obra del periodista venezolano Blanco Fombona, Crímenes, 1927.

21 San Miguel, «Peasant», 1995, pp. 48-54.22 San Miguel, «Exacción», 1993, pp. 84 y 94. El tipo de resistencia que se

generó en la República Dominicana guarda similitudes con las reportadas por Scott en «Resistance», 1983, pp. 417-452.

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suministrar su labor gratuitamente durante cuatro días al año, y lograron su transformación en un sistema de trabajo asalariado. Antes, trabajaban gratuitamente; luego, se les tuvo que pagar. Y ello se logró en una coyuntura de crisis económica, cuando, pre-cisamente, los ingresos de las masas rurales habían disminuido. El trabajo asalariado en las obras públicas terminó convirtiéndo-se en una fuente de empleo para miles de campesinos que, en medio de la crisis eco nómica, habían visto reducir sus ingresos. Para ellos, como para otros sectores subalternos, el dile ma no se planteó entre trabajar o no trabajar, sino entre hacerlo de forma gratuita y compulsoria, o de manera voluntaria y recibiendo un jornal. Lo primero atentaba contra sus estra tegias de super-vivencia y constituía una «afrenta moral»; obtener lo segundo fue, por ello, un logro que restablecía la «economía moral» del campesinado. Los campesinos contaban con pocas alterna tivas de subsis tencia; desde su posición de subordinación, intentaron obtener las me jores condiciones posibles –o, siquiera, las menos onerosas y opresivas–.23

La ocupación yanqui representó un verdadero hito en la problemática relación del campesinado con el Estado. Entonces comenzó a adquirir coherencia un proyecto modernizador, cu-yos sostenes principales fueron el mercado y el fortalecimiento del Estado. Como proyecto civi lizador, el mismo fue sustentado por las élites económicas y –si bien desde posi ciones más crí ti-cas– de los letrados. Para estos, resultaba totalmente necesaria esa «domesticación» del campesina do, sobre la que estribó, en última instancia, la ocupación estadounidense. El desar me de las masas rurales, la persecución y erradicación de sus prácticas «primitivas», su incorporación como fuer za laboral a los proyec-tos de modernización de la infraestructura económica del país, su encua dramiento dentro de los esquemas modernos de poder, y la conversión de la población rural en una fuente de ingre sos del Estado, fueron los principales aspectos de esa «gran trans-formación» propiciada por los nor teamericanos. Seguramente,

23 Sigo los argumentos de Scott en: Moral, 1976; «Resistance», 1983; y Slave, 1985.

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sus experiencias en Cuba, Puerto Rico y Haití constituyeron mode los valiosos que intentaron reproducir en la República Do minicana.24 Como ha destacado Ramonina Brea, durante la ocupación se intentó instaurar una «dis ciplina social», uno de cuyos elementos constitutivos fue la «habituación» al trabajo regular –según era definido por las autoridades– y a la «efi-ciencia productiva». Así se propició el estable cimiento de «una autoridad y [una] dominación im personal general y abstracta», fundamental en el proceso de (auto)ges tación del Estado.25

Los invasores contribuyeron a fijar, definir y catalizar ese «mo-dernismo del subdesarrollo» al que se refiere Marshall Berman.26 La centralización del poder propiciada por los ocu pantes rever-tió, a largo plazo, en una mayor capacidad para regular la vida de las masas del país. Para los campesinos, ello implicó que sus tierras, su trabajo y sus ingresos fueron objeto de un mayor con-trol y de una fiscalización más puntillosa. La gestión gringa fue crucial en la conformación de un Estado regulador. Aunque con fisuras enormes, el Estado aumentó su ca pa cidad de convertirse en árbitro de la sociedad. Lejos estuvo, por supuesto, de ser un árbitro inde pendiente, moderado e imparcial. Potenciado hasta el paroxismo a partir de 1930, el Estado mostró entonces toda su capacidad para «vigilar y castigar», gestada durante los años de la forzada tute la estadounidense. Vivida la modernización hasta ese momento «como algo que no estaba ocu rrien do» –tal como diría Berman–, a raíz del ascenso de Rafael L. Trujillo al poder las élites sintieron que algo comen zaba a suceder. Su programa para regenerar a la nación encontró al fin un sostén en el aparato estatal; mas ello ocurrió a cambio de su total subordinación al dictador.27

24 Pérez, Lords, 1989; Castor, Ocupación, 1971; y Santiago-Valles, «Subject», 1994.

25 Brea, Ensayo, 1983, pp. 187-203. La cita proviene de la p. 196.26 Berman, Todo, 1989, pp. 174-300.27 Cassá, Capitalismo, 1982; Céspedes, «Efecto», 1989, pp. 7-56; y Mateo, Mito,

1993.

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Sobre eSa Larga tiranía que Se Menciona en eL ProeMio

En 1930, al Trujillo asumir el poder, la población de la República Dominicana era abrumadora men te campesina. Muchos campesinos poseían tierras propias; otros las rentaban o usufruc-tuaban tierras del Estado, baldías o de propietarios particulares. En algunas re gio nes se evidenciaba la separación del campesino de la tierra, fenómeno que era más palpable en las zonas de expansión de los latifundios cañeros. Existía, incluso, un tipo de campe sino sin tierra, que iba de un lado a otro buscando trabajo en las fincas de mayor tamaño y que a veces obtenía un cuadro de tierra en usufructo –sobre todo en áreas de reciente colonización– que le permitía ganarse el sustento diario. Formaba parte de esa población rural flotante, tan bien retra tada en las obras literarias, y que en gro saba tanto las filas del semiproletariado rural como los ejércitos caudillistas y los grupos de ban doleros. Los diferentes tipos de campesino no existían, por supuesto, en estado puro. La misma persona que en el Este o en la frontera se dedicaba al contrabando o a asaltar a los transeúntes en los caminos, en otra región podía convertirse en el más laborioso agricultor. También se podía tran sitar el camino opuesto. El campesino más trabajador podía sufrir cualquier «desgracia» que lo lan za se a esos «caminos del Señor» a «resolverse» ya como mero peón, como agricultor de «tea y co lín» o como forajido. Las razones no faltaban: lo mismo podía ser la pérdida de su finca debi do a una crecida de río o como resultado de un despojo, o por tener que huir de las autoridades debido a haber matado a alguien. Para el caso, poco importaba el origen de la «desgracia». El caso es que, al «des gra ciarse», la vida del campesino solía dar un vuelco radical: perdía sus tierras o se separaba de ellas, se quebraban o se rompían del todo sus vínculos familiares y comunitarios, y tenía que irse, «echarse al monte» en una fuga interminable.28

Mas, con algo de suerte, su situación podía cambiar. Era posible, por ejemplo, ocupar un pedazo de tierra en un lugar

28 Sobre todo esto, resultan sugerentes los cuentos de Bosch en Camino, 1983.

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distante, incorporado a la comercialización por los cortes de madera o por la apertura de un nuevo trecho. Un matrimonio o amancebamiento apropiado también podía sa car a un cam pesino sin tierra de su condición. Si además de «cama, casa, afecto» –pa-labras de Juan Bosch en uno de sus cuentos–,29 una viuda o una mujer soltera podía aportar un buen conuco, sus posibilidades de obtener un consorte aumentaban considerablemente. La misma situación de in definición legal que padecían buena parte de los terrenos del país propició que los campesinos se asentaran en determinadas zonas, posesión que con el correr de los años se podía legalizar por sim ple pres cripción.30 Actividades «de-predadoras» como el bandolerismo y el juego –sobre todo el de in ten ción fraudulenta– podían constituir mecanismos de «acu-mulación originaria» que propiciasen la adquisición de tierras, preferiblemente en áreas donde los adquirientes no pudieran ser identi fi cados como antiguos truhanes, asaltantes o bandidos.31 Las debilidades inherentes del Estado y, so bre todo, su limitado alcance en la ruralía facilitaban las soluciones en el seno mismo de la sociedad civil, ajenas a la intervención del poder en los asuntos particulares.

Con la dictadura de Trujillo, este panorama se alteró dramá-ticamente. El Estado asumió un papel interventor que se mani-festó en virtualmente todos los aspectos de la vida. La mirada es cru tadora del Estado era parte de su voluntad de poder. Su vocación domesticadora se volcó con tra las masas rurales, refrac-tarias hasta el momento a someterse totalmente a sus designios. Antes de la ascensión de Trujillo al poder, se habían intentado varios proyectos que involucraban al cam pesinado. En algunos casos, se intentó ajustar su producción a las exigencias del mer-cado inter nacional. Por tal razón, se trató de mejorar la calidad de los productos de exportación y transformar las prácticas

29 «Rosa», en: Más, 1987, pp. 247-284.30 Turits, «Foundation», 1998, pp. 292-334.31 Sobre el bandolerismo como acto de «depredación» contra el mismo cam-

pesinado, ver: Perry, Rebels, 1990. Con relación a los juegos de azar fraudu-lentos, ver la novela de Requena, Enemigos, 1976.

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agrícolas de los campesinos, al igual que alterar los patrones de tenencia y de uso de la tierra predominantes en el país.32 Así se pensaba modernizar a la sociedad rural domi nicana, que pa recía estar atrapada en el tiempo, y que retenía prácticas y usos de antaño, muchos de los cuales se remontaban al período colonial. De lo que se trataba era –en palabras de Ramón Marrero Aris ty, uno de los más connotados colaboradores de Trujillo– de lograr el «triunfo del trabajo y el orden so bre la anarquía y la inexplo-tación [sic] del campo». Designio que en la práctica conllevó el someti miento «a la producción organizada a la gran mayoría de nuestra masa gregaria campe sina [...]. El ejército vivió entonces a caballo. En guerra contra un nuevo enemigo: la holganza». La imagen era totalmente apropiada. La «guerra» que se desató –reconoció el mismo Marrero Aristy– conllevó «do lor» y «angus-tias»; combinó «justicia e injusticias».33

Desde los inicios de su gobierno, Trujillo enunció cuáles eran sus miras con relación a la agri cultura y a las masas campesinas. Enfrentado el país a una profunda crisis económica debido a la depresión del capitalismo a nivel mundial, el gobernante se propuso paliar la caída de las expor taciones gracias a medidas fomentalistas que suponían una decidida intervención del Esta do en los asuntos económicos.34 Los fines de tales políticas eran di-versos. Primero, se trató de alen tar las exportaciones, que cayeron estrepitosamente durante los años 20. Con relación a varios de los principales renglones de exportación del país, ello conllevaba mejorar la calidad de esos pro ductos. En efecto, la baja calidad de productos como el tabaco, el café y el cacao no pro piciaba que, en el de primido y reñido mercado de los años 30, los productos dominicanos pudiesen com petir fa vo rablemente con los de otros países, cuyos bienes de exportación retenían el mercado gracias a su superior calidad –tal es el caso del tabaco cubano–,

32 San Miguel, Campesinos, 1997; y Baud, Peasants, 1995.33 Ramón Marrero Aristy, «La posición del trabajador», LO, 18 de septiembre

de 1945, citado en: González, «Ideología», 1993, p. 43.34 Sobre la política económica en esos años: Cassá, Capitalismo, 1982, pp. 21-154;

y Maríñez, Agroindustria, 1993.

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o debido al volumen de sus exporta ciones –por ejemplo, el café de Brasil y Colombia–. En segundo lugar, se trató de compen sar la caída de las ex por taciones mediante la ampliación del mer-cado interno. A tales fines, se apli caron medidas para am pliar la producción de bienes de consumo, sobre todo de productos alimen tarios, como los víve res y el arroz. Esta política económica de «sustitución de exporta ciones» pretendía reorientar las ac-ti vidades productivas de los agricultores, ofreciendo incentivos para la siembra de bienes alimentarios que aliviasen la caída de las exportaciones. De paso, se evitaba el aumento de la importación de bienes de consumo, lo que hubiera perjudicado aún más al comercio exterior del país, duramente golpeado por la crisis mun-dial. Además de incrementar la ofer ta de bienes alimentarios, este fo men to de la agricultura propició que ella supliera la materia prima a determinadas empresas in dus triales.

Y todo ello conllevó a convertir a los productores agrícolas en el no tan obscuro objeto del deseo regulador del Estado. Ya des-de antes se venía intentando mejorar la calidad de los productos agrícolas de exportación. En el Cibao, no pocos dolores de cabe-za padecieron las autoridades loca les y las Cámaras de Comercio en sus esfuerzos por lograr que las prácticas agrícolas de los campe si nos se ajustaran a los esquemas modernos.35 Mas poco se había logrado hacia 1930. Incluso en el Cibao, región donde los campesinos contaban con una fuerte orientación mercantil, los cose cheros continuaron con sus prácticas habituales, atacadas por los comerciantes, los funcionarios y los téc nicos agrícolas por su tradicionalismo, su limitada productividad y por propi-ciar la baja cali dad de las cosechas. La debilidad de los aparatos estatales y su fragilidad financiera constreñían la capa ci dad del Estado para incidir de manera más contundente sobre el agro domini cano. Así, tanto des de una perspectiva económica como desde una óptica política, el control de las masas rurales se presentaba como un reto mayúsculo para los gobernantes. Para modernizar, era necesario domi nar. Trujillo emprendió esa tarea

35 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 116-142; y Baud, Peasants, 1995, pp. 174-198.

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amparado en toda una tradición intelectual y política que perci-bía la domesticación de las masas rurales como el quid pro quo de la modernización del país. En esto existió –para citar a Diógenes Céspedes– una «soli daridad entre poética y polí ti ca».36

Recién inaugurado su régimen, Trujillo proclamó los princi-pios de su política respecto al mundo rural. Una de sus primeras gestiones como gobernante estribó en realizar una visita de ins pec ción a las diferentes regiones del país, examinando sus «necesidades» y, también, mostran do la magnitud de su poder. En cada una de estas regiones, expresó su intención de convertir al campo en un emporio de trabajo y de producción. Como ha destacado Orlando Inoa, a través del Par tido Domi nicano, de las «revistas cívicas» y de instrumentos propagandísticos como la Cartilla cívica, el gober nante proclamó a los cuatro vientos sus intenciones.37 En su visita a Santiago, en abril de 1931, alabó la agricultura cibaeña, la que debía servir de ejemplo a todas las otras regiones del país. Su «diversidad de cultivos [...] es hoy la consigna con que concurren a la gran feria del traba jo todos nues tros agricultores». En virtud de su producción agrícola, en el Cibao se había iniciado la crea ción de «la verdadera riqueza nacional», riqueza no basada en «el cúmulo de millones de pe sos […] [sino] en la obtención por medio del trabajo de las mayores facilidades de vida cómoda, higié nica y tranquila».38

Si el Cibao aparece como ejemplo de laboriosidad y de producción, especie de Arcadia tro pical que emblematizaba las virtudes que se pretendían extender por todo el territorio nacio-nal, otras re gio nes visitadas por Trujillo fueron presentadas por él como zonas en las que urgía que el Es tado ejerciera sus efectos bienhechores. Dajabón, en el norte de la frontera con Haití, había «vi vi do casi abandonada a su suerte», por lo que requería de «la mayor ayuda posible del Estado». Ade más de fomentar las

36 Céspedes, «Efecto», 1989, p. 12.37 Inoa, Estado, 1994, pp. 61-85. La Cartilla cívica fue un panfleto de propaganda

en el cual se establecían, en forma de decálogo, las obligaciones ciu dadanas de los campesinos, que giraban en torno a una absoluta lealtad al Estado y al «trabajo». Se pue de consultar en: Pensamiento, 1955, pp. 273-281.

38 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, pp. 83-89. Las citas provienen de la p. 84.

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actividades agropecuarias, el dictador propuso mejorar «el ser-vicio policial» y perseguir la «va gan cia», medidas que evitarían «los robos de animales y de productos agrícolas, tan frecuen tes en estos lugares». Tanto las medidas de tipo económico como las de vigilancia posibilitarían que toda la Línea Noroeste, «ator-mentada en otra época por las guerras intestinas, sea, [...] el más fir me asien to de la paz». «El trabajo es mi divisa», recalcó el tirano en Montecristi, consigna que repetirá fre cuentemente en otros lugares. Moca, visitada por él en junio, le escuchó aludir a las «armas del tra ba jo», que debían esgrimirse en esos momen-tos de crisis económica. Recurriendo a otra metáfo ra mi li tar, se refirió a los agricultores mocanos como «soldados de una nueva cruzada redentora, que es la cruzada del Trabajo».39

A pesar de que resaltó ciertos aspectos peculiares a cada región, un común denominador distinguió las proclamas y los discursos de Trujillo en esos momentos iniciales de su gobierno: el én fasis en el trabajo. Trabajar y obedecer; obedecer y trabajar: en ello estribaba el núcleo central de su mensaje a las masas campesinas, cuyas vidas eran afectadas por aquellos elementos de la so cie dad rural que interferían con sus actividades pro-ductivas regulares: el «revolucionario», el «ban di do», el «vago», el «gavillero». Amparado en una discursiva que enfatizaba la laboriosidad como vir tud suprema y, por ende, como obligación, Trujillo interpeló a los sectores rurales por medio de una retó-rica que tendía a hermanar sus tareas desde el poder con las labores agrícolas de los campesinos. Así, mientras que «la obra del trabajador rural [era] una ayuda de las más eficaces en el afán reconstructivo» de la nación, el Gobierno trabajaba para garantizar «buenos mercados a nues tros frutos».40 Convertida en estandarte tras el cual debían marchar todos los habitantes del país, la agricultura era la vía para escapar de la pobreza. «¡Tierra! [...], es la divisa de mi Gobierno»: ella ence rraba la posibilidad de la «reconstrucción del pueblo dominicano».41

39 Ibid., t. I, pp. 93-94, 98 y 101.40 Ibid., t. I, pp. 149-150.41 Ibid., t. I, pp. 404-405.

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Al fomento de las actividades agrícolas se encaminaron varias de las medidas del Estado en los años 30, inspiradas en las ideas de Rafael Espaillat, secretario de Agricultura du rante la pre sidencia de Horacio Vásquez. La ampliación de los sistemas de riego fue una de sus principales medidas. Al respecto, Inoa concluye que el régimen trujillista «llevó a cabo una revo lución en el cam po dominicano». Entre 1935 y 1950 –añade– se construyeron 46 «canales grandes», con sus co rrespondientes sistemas de riego, que elevaron la cifra de las tierras irri gadas de 48,000 tareas a más de 1,500,000 tareas.42 Según Maríñez, entre 1936 y 1944 se abrie-ron al riego más de 300,000 tareas, que representaban cerca del 1.7% del total de la superficie bajo cultivo. Este incremento fue del orden del 581%.43 Gracias a la expansión del riego, aumentó la producción de arroz, cultivo que hasta entonces se restringía a tierras de secano y a unas pocas áreas irrigadas. De haber sido una importadora de arroz durante los años 20 y 30, la República Dominicana pasó a producir su fi ciente arroz para satisfacer el consumo local; en los años 40, incluso pudo exportar parte de su producción.44

La política de riego tuvo efectos desiguales en las diversas provincias del país así como en cuanto a los cultivos que se beneficiaron de ella.45 Roberto Cassá señala que las provincias de Bara ho na, Montecristi, San Cristóbal, San Juan, Sánchez Ramírez, Valverde y La Vega fueron las más bene ficiadas con el riego. Cada una ellas contaba, en 1960, con más de 100,000 ta-reas irrigadas. Otras provincias, por el contrario, carecían casi en absoluto de riego o su superficie irrigada era su mamente redu-cida. Tales eran los casos de La Altagracia, Espaillat, Pedernales, Puerto Pla ta, Salcedo, Samaná, San Pedro de Macorís y El Seibo. Por supuesto, entre estas provincias había al gu nas que conta-ban con tierras excelentes –como Espaillat y Salcedo– y cuyas actividades agrí co las, por ende, no requerían de riego. Pero

42 Inoa, Estado, 1994, p. 124.43 Maríñez, Agroindustria, 1993, p. 49.44 Inoa, Estado, 1994, pp. 180-203.45 Este párrafo se basa en: Cassá, Capitalismo, 1982, pp. 87-88 y cuadro II-23.

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había otras cuyos suelos y condiciones climatológicas ha cían imperativo el establecimiento de sistemas de irrigación, pero que no fueron tan beneficiadas con los programas gubernamen-tales. Si existieron desigualdades regionales, también las hubo res pecto a los cultivos. El arroz ocupó un lugar privilegiado en la política de riego del Gobierno, mien tras que otras ramas de la agricultura apenas se beneficiaron con la misma. En unas contadas zonas –tales como el Valle de San Juan y Baní– se irrigaron tierras dedicadas al maíz, las habichuelas y los víveres. Pero, en general, los cultivos de subsistencia tradicionales no resultaron tan beneficiados por el riego. Finalmente, en algunas zonas, la inmensa mayoría de las tierras bajo riego pertenecía a grandes terratenientes, quienes las dedicaban a cultivos comer-ciales. Tal fue el caso en la provin cia de Barahona, que contaba con 237,619 tareas irrigadas, la mayoría de las cuales pertenecía al Ingenio Ba ra hona. En Montecristi, buena parte de los suelos con riego eran propiedad de la Grenada Com pany, dedicada al cultivo y a la exportación de guineos.46 Por su parte, en las zonas arroceras sur gieron grandes propietarios que ejercieron un gran control, cuando no un dominio absoluto, so bre los canales y el agua de los «reguíos». Entre esos se puede mencionar a la fami-lia Bogaert en el poblado de Mao, o las fincas arroceras que eran propiedad del tirano.47

La política de riego no fue sino una vertiente de los pla-nes estatales para ampliar el fondo agrí cola y para aumentar los repartos de tierras entre los agricultores del país. Uno de los deriva dos de la política de riego fue la aplicación de la «ley de cuota parte», como se conoció popular mente a la Ley de aguas, que establecía que todo propietario cuyas tierras se be-neficiaran con los sis temas de riego construidos por el Estado

46 Todavía falta un estudio sobre la Grenada Company, que contó en el país con plantaciones de guineo y, en los años 30, con una fábrica para elaborar almidón de yuca. Sobre esto último, ver: San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 246-248, 313-315. Sobre sus actividades en torno al guineo: Lara Viñas, Reminiscencias, 1995.

47 Inoa, Estado, 1994; Inoa, «Creación», 1993, pp. 67-81; y Rodríguez, «Estructura», 1984, pp. 67-72.

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debía resarcirlo entregándole una propor ción de sus tierras, la que variaría de acuerdo a su uso y su produc tividad. En su defecto, el propie tario debía realizar un pago en efectivo por las tierras irrigadas. Aplicada tanto a los grandes pro pie tarios como a los campesinos, la «ley de cuota parte» se convirtió en uno de los principales me dios de captación de tierras por parte del Estado. También fue uno de los principales elementos de con-tención entre los propietarios de tierras y el Estado durante el trujillato.48 Incluso, grandes te rratenientes trujillistas fueron afectados por esta ley, provocando desa fecciones entre ellos. Entre es tos latifundistas aparentemente molestos con la ley se encontró Juancito Rodríguez, uno de los mayores propietarios del país, quien terminó mar chándose al exilio y colaborando con los grupos antitrujillistas.49

La captación y el reparto de tierras formaron parte, a su vez, de los proyectos de coloniza ción agraria impulsados por el Gobierno. Nuevamente, se trataba de ampliar y potenciar medidas que ve-nían intentándose en el país desde antes, pero que habían tenido magros resultados. Varios fueron los propósitos de la colonización agrícola fomentada por el Estado. En primer lugar, se in tentó asen-tar a campesinos en regiones que contaban con un gran potencial agrícola pero que te nían una escasa población. Usualmente, eso era una consecuencia de la ausencia de caminos o de la falta de medios económicos e instrumentos de trabajo que posibilitaran la apertura de las tierras vír genes. Así ocurría, por ejemplo, en la sección de Pedro García en la provincia de Santiago, que tenía tierras fértiles apropiadas para el cultivo de varios frutos, pero que carecía de caminos ade cuados. Por eso habían fracasado los intentos de asentar campesinos en esa zona, a pesar de que se

48 Sobre la aplicación de la ley, ver: Inoa, Estado, 1994, pp. 94-101.49 En un documento de 1945, se señala que Rodríguez «se fué porque alguien

le hizo creer que le iban a quitar tres mil tareas que tiene en Jima y Cuallá, y que el Gobierno lo perseguía». Más adelante señala el documento: «También habló mucho contra el Gobierno y dijo que no volvería [al país] mientras [que] el Generalísimo Trujillo fuese Presidente» (Vega, Vida, 1986, p. 180). Ver, también: Crass we ller, Trujillo, 1968, pp. 248-249.

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reconocía su potencial productivo.50 En segundo lugar, la creación de colonias agrícolas tu vo una doble dimensión política. Por un lado, se establecieron varias colonias en las regiones aleda ñas a Haití como parte del programa de «dominicanización de la fron-tera». Como ha destacado Lau ren Derby, el problema fronterizo –problema hondo, que se proyecta hasta los tiempos colo niales– constituyó parte central de la concepción trujillista de la nación y del Estado dominicanos. En la discursiva trujillista, la frontera aparece como «un lugar privilegiado que reflejaba el honor co-lectivo de toda la nación».51 Honor mancillado por los haitianos que la penetraban constante mente –imagen de evidentes conno-taciones sexuales que sugiere la violación– y que se asentaban en suelo dominicano, por lo que definir la frontera era como erigir un «escudo nacional».

Las colonias agrícolas en la frontera formarían parte de ese escudo. Además de contribuir a aumentar la población do-minicana en las zonas fronterizas –aunque también se intentó atraer ha cia esa zona a grupos de europeos que emigraron a la República Dominicana–,52 con las colonias se fomentaría la agricultura comercial y, en consecuencia, se lograría una mayor integración de la región al conjunto de la economía nacional.53 Como parte de ese gran diseño integrador, se cons truirían cami-nos y carreteras que conectarían a las zonas fronterizas con las regiones más dinámi cas del país. Por ejemplo, en San Juan de la Maguana, en diciembre de 1933, Trujillo proclamó su in ten ción de comunicar esa zona con el Cibao a través de una carretera.54 El fomento de la agricultura quedaba imbricado así a los procesos

50 Sobre la colonización en Pedro García, ver: San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 308-311.

51 Derby, «Haitians», 1994, p. 491. El tema de la frontera ha generado una buena cantidad de obras. Recomiendo la consulta de: Inoa, Bibliografía, 1994, pp. 120-140; y Altagracia Espada, Cuerpo, 2010. Sobre el tema de Haití en la ideología trujillista, ver: Mateo, Mito, 1993, pp. 112-117; y San Miguel, Isla, 2007, pp. 59-100.

52 Gardiner, Política, 1979.53 Inoa, Estado, 1994, pp. 157-180; Maríñez, Agroindustria, 1993, pp. 41-45; Cassá,

Ca pi talismo, 1982, pp. 129-131; y Turits, Foundations, 2003, pp. 144-205.54 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, p. 403.

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de reconstrucción nacional, según fueron definidos por el régi-men trujillista.

La segunda dimensión política de las colonias agrícolas y de los repartos de tierra en gene ral se refiere a los intentos de do-mesticación del campesinado. Una de las imágenes recurrentes en las primeras décadas del siglo era la del campesino disoluto que carecía de oficio o de medio de vi da estable. Refiriéndose a los campesinos del este del país, José Ramón López los describía como in su perables en los «trabajos de hacha y de machete». Mas les reprochaba su «indolencia y la re pug nancia a los cuidados minuciosos del cultivo». Poco compelido por el medioambiente a las la bo res rigurosas, el campesino del Este: «Abandona su co-nuco en cuanto aparecen en él las yerbas malas, porque le es más cómodo tumbar un bosque virgen y sembrarlo que el aporque de sus plantaciones viejas». Además de una natural aversión al trabajo sistemático, López le adscribía al campesino oriental un «instin-tivo sentimiento de independencia», que lo llevaba a internarse en «las selvas», donde en contraba refugio «al acercarse la autoridad o la revolución a reclutarlo». Finalmente, condenaba las prácti-cas agrícolas de los campesinos, destinadas a generar el sustento familiar, el que usualmente se podía satisfacer con un conuco de «veinte tareas de extensión [en las que] siembra plátanos, ba ta tas, ahu yamas [sic] y alguna otra planta alimenticia». Sostenerse, con-cluye, no le tomaba al campesino «arriba de tres meses» al año, «facilidad [que] le resta poder productor y rebaja su eficiencia como factor económico».55 Argumentación de filiación ilustrada, la misma estaba emparentada con el añejo pro pósito de reformar el agro dominicano con el fin de lograr que la población rural se amol dara a los criterios del mercado y del Estado.56

Pero, ¿cómo lograr que las masas rurales adoptaran ese modelo de agricultor que se anhe la ba si no era vía la imposi-ción del Estado? ¿Cómo implementar ese modelo civilizador,

55 López, «La caña de azúcar en San Pedro de Macorís, desde el bosque virgen hasta el mercado», en: Ensayos, 1991, pp. 75-77.

56 González, «Campesinos», 1992; González, «Ideología», 1993; González, «Re-forma», 1995, pp. 179-192; y González, «Ideología», 1996, pp. 39-47.

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palpable en Europa y en los Estados Unidos, si no era gracias a la sujeción de las masas a un poder regulador? Con ello el Estado saldría doblemente beneficiado. Primero, porque el trabajo regular y sistemático alejaría a los campesinos de las «revolucio-nes», y, segundo, porque al dedi carse a la agri cultura, aumentarían la producción y las exportaciones, y, con ellas, los ingresos del Estado. Fortalecido con esos ingresos, de carambola, se extende-ría más aún el poder central, con lo que se tornaría más preciso y estricto su dominio sobre las personas. La disciplina social ins-taurada despóticamente por el Estado contribuiría a convertir a los campesinos en ciudadanos, miembros in dispensables de la comunidad, sobre todo debido a su potencial productivo, pero lastrados, se gún esa concepción, por la ausencia de un orden. En una alocución «A los trabajadores del cam po», en noviembre de 1932, decía Trujillo:

Mis mejores amigos son los hombres de trabajo, porque los pueblos salen de la pobreza trabajando. Por eso sembrar la tierra de arroz, tabaco, café, cacao y otros frutos, y dedicarse a la ganadería [...], es deber de cada ciudadano y obligación moral de todos mis amigos.57

Convertidos en ciudadanos en virtud de sus actividades pro-ductivas, transformadas, a su vez, en acto moral que sustentaba su pertenencia a una entidad superior, la nación, los campesinos que daron subsumidos por un «bien general» definido desde el poder. La apelación a la amistad –alusión a las relaciones pri-marias, de hondo significado en la ruralía– pretendía fortalecer un vínculo con las masas rurales en el cual el tirano se autopro-clamaba como su representante. Por eso, Tru jillo conminó a los campesinos que se sintieran perjudicados «por las autoridades loca les» a recu rrir «directamente» a él, con la seguridad de que sus reclamos serían atendidos. Sería, so bre todo, el Ejército el encargado de velar porque esa relación se sostuviera. A pesar de

57 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, p. 239. Énfasis mío.

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ello, los campesinos continuaron siendo ciudadanos de segunda clase, útiles por su potencial económico, pero com puestos por una masa cuya representación en el Estado dependía del dicta-torial gobernante.

ciudadanoS deL Surco y deL Machete

Irónicamente, esos ciudadanos a medias fueron –parafraseando a Fernando Escalante Gonzalbo– el fundamento del dominio de las élites y del dictador, que «en la práctica no se olvidaban de los cam pesinos».58 Conceptuados usualmente como carentes de un raigal sentido nacional, uno de los medios empleados por el régimen trujillista en su campaña por integrar las masas campesinas al Estado fue reconocerlas como miembros activos y conscientes de la polis. «La República Domi ni cana fue hecha para la paz y el trabajo», rezaba la oración inicial de la Cartilla cívica.59 En esta ape lación al nacionalismo, la tierra se equipa-ró a la patria: «uno de los medios de hacer al ciuda dano más patriota es ligarlo lo más estrechamente posible a la tierra de su Patria», proclamará Trujillo en 1934.60 Ahí estribó la peculiar ciudadanía que se reconoció a las masas campesinas. Su blimada por la apelación al patriotismo, la tierra debía ser el lugar donde los campesinos realiza ran y ejercieran su ciuda danía, donde vali-daran plenamente sus funciones –definidas como obligaciones, más que como de re chos– como miembros de una comunidad. A tono con la estridencia nacionalista de su régi men, sus labores productivas fueron elevadas al rango de «sagradas obligaciones» patrióticas que coad yu vaban al afán «reconstructivo» del régi-men.61 Su decálogo de responsabilidades ciuda da nas in cluía: el deber de trabajar; la obligación de cumplir con las leyes, de obedecer al Gobierno y de pa gar las contribuciones; el rechazo

58 Escalante Gonzalbo, Ciudadanos, 1993, p. 58.59 Las citas provienen de la versión publicada en: Pensamiento, 1955, pp. 273-281.60 Trujillo, Discursos, s. f., t. II, p. 60.61 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, pp. 149-150.

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a los «revolucionarios» y a todo aquel que atentase contra el orden; por el contrario, a los soldados, a los jueces y a las demás «autoridades» había que respetar las y ayudarlas. Redactada en un estilo mosaico, en el cual se entremezclan preceptos morales de ori gen religioso con los de orden terrenal, la Cartilla cívica parecía establecer un pacto entre los ciuda da nos y el Gobierno que, cual deidad bíblica, velaba por el bienestar de sus goberna-dos. Conver tidos, así, en bastión de la nacionalidad, en vigilantes contra los (supuestos) enemigos internos y externos de la nación, era esta una forma adicional mediante la cual los campesinos eran integra dos al concepto de la ciudadanía sostenido por el régimen.62 Por supuesto, también se sugería la ca pa cidad de la «autoridad» para sancionar a los transgresores de las reglas de esa peculiar ciudadanía que se re co nocía a los campesinos.

Su reconocimiento de los campesinos como ciudadanos fue solo una de las formas me diante las cuales Trujillo cultivó su relación con las masas rurales. Debido a ese reconoci miento, era responsabilidad del Gobierno auxiliar a los campesinos: el Leviatán trujillista no se li mi tó a «vi gi lar y castigar». La retórica «campesinista» del régimen lo llevó a tomar ciertas medidas que bene fi ciaban a las grandes masas rurales. Si consideramos que la hegemonía es un proceso, el resultado de la confronta-ción de concepciones diferentes, entonces resulta palpable lo crucial que fueron estas medidas «campesinistas» en la cons-trucción del dominio trujillista. Políticas de tal índole pueden contribuir al surgimiento o al fortalecimiento de regímenes políticos autoritarios o dictatoriales, como ejempli fican los ca-sos del México posrevolucionario y de la Nicaragua somocista.63 En la República Domi nicana, por ejemplo, el Gobierno tomó provisiones para paliar la crisis económica que confrontaron los agricultores en los años 30. En 1931, a los cosecheros de ta-baco se les pres taron $20,000.00, administrados por la Cámara de Comercio de Santiago. Si bien limitados, estos préstamos

62 Sobre el particular, véase el análisis pionero que aparece en: Espinal, Autoritarismo, 1994, pp. 51-77.

63 Joseph y Nugent (eds.), Everyday, 1994; y Gould, Lead, 1990.

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se ofre cieron en un momento en que el crédito había dismi-nuido debido a la crisis económica; por tal razón, resultaron providenciales para muchos campesinos. También se autorizó a algunos ayunta mientos a usar sus recursos para «ayudar» a los colonos en las áreas arroceras.64

Tales medidas apenas podían aliviar la grave crisis económica que confrontaban los agricul to res del país en esos años. Por tal razón, se intentaron otras medidas de mayor amplitud. Entre ellas cabe destacar los esfuerzos del Gobierno para «evitar la ruina de las zonas tabacaleras», conjunto de me didas implemen-tadas a principios de los años 30. La creación de un monopolio estatal dedica do a la compra y a la exportación de las hojas de tabaco, lo que se intentó en 1934, constituyó la pie dra angular de ese proyecto. Uno de sus propósitos era garantizar un precio mínimo a los coseche ros de tabaco, abrumados por los precios bajos y las especulaciones que efectuaban los gran des exporta-dores.65 Aliado a comerciantes criollos y extranjeros asfixiados por la Ge neral Sales Company, que representaba en el país a la firma holandesa Hugo Scheltema, el Gobierno intentó romper el cerco que esta mantenía sobre las exportaciones de tabaco a Europa.66 La cam paña contra la General Sales conllevó la «defen-sa del cosechero contra la tendencia de las casas expor ta doras de comprar tabaco al más bajo precio».67 Es decir, el Estado y los comerciantes afec tados por la General Sales adoptaron una retórica campesinista. No obstante, su defensa del cose chero nacio nal enmascaraba la muy real defensa de sus propios inte-reses frente a un potente rival. Con todo, como resultado de ese conflicto entre sectores de las élites, el Gobierno decretó precios mínimos pa ra el tabaco que se compraba a los campesinos.

La abrogación del impuesto territorial, establecido duran-te la ocupación estadounidense de 1916-1924, fue otra de las

64 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, p. 177. Sobre los préstamos a los cosecheros de ta-baco, que venían realizándose desde finales de los años 20, ver: San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 129-130.

65 Trujillo, Discursos, s. f., t. II, pp. 64-67.66 San Miguel, «Crisis», 1994, pp. 55-77.67 Carta de Luis Carballo a Trujillo, 6 de abril de 1934, AGN, SA, Leg. 197.

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medidas implementadas por Trujillo. Durante los primeros años de su régi men, se hi cie ron gestiones para reactivar el co-bro de esta contribución, que tanta oposición generó du rante el período de la ocupación. En febrero de 1933, en su mensaje anual al Congreso Nacional, el dictador aludió a los intentos de su Gobierno por regularizar el cobro del impuesto territorial. Para ello, se realiza ba «una justa tasación de los bienes sujetos al impuesto». Su fin era cambiar la práctica existente hasta en-tonces, basada en el pago de acuerdo al «valor declarado por los [mismos] propietarios».68 Pero, pese a tales expresiones, que muestran el propósito de realizar una nueva ofensiva esta-tal contra los ingresos de los propietarios rurales, el impuesto territorial fue dero gado en 1935. Entre líneas, en las expresio-nes de Trujillo ante el Congreso se pueden inferir algunas de las razones que lo llevaron a cambiar la política anunciada por él mismo apenas dos años antes.

En su mensaje, Trujillo alegó que la eliminación del impues-to sobre la propiedad territo rial era resultado de un cuidadoso examen sobre «el desenvolvimiento histórico de este sistema de tributación en el País», de «sus efectos sobre la mente del pueblo contribuyente», y de una ponde ración sobre su «aspecto pasado, presente y futuro como renta del Estado».69 Su mención de la his toria del impuesto parece referirse al hecho de que, como él mismo señala más adelante, este fue establecido «por un Gobierno exótico». El impuesto mismo era contrario «a nuestros sistemas de tri butación», por lo que al cabo de 16 años desde su aprobación, el mismo «no ha podido in cor porarse de manera satisfactoria a nuestra vida económica». El restablecimiento del impues to te rri torial parecía invocar a los fantasmas del pasado, cuando fue rechazado como una amena za a las riquezas del país. Recordemos: el impuesto fue repudiado y boicoteado por secto-res amplios de la ruralía, sobre todo por grandes contingentes campesinos. Su restablecimiento podía incitar nue vas for mas

68 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, p. 277.69 A menos que indique lo contrario, las siguientes citas provienen de: Trujillo,

Discursos, s. f., t. II, pp. 123-125.

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de oposición. No por casualidad, luego de la ocupación esta-dounidense los políticos del país ofre cieron en sus plataformas «librar al pueblo de la carga ponderosa [sic] de este impuesto». Promesa destinada a ga nar votos, alegó Trujillo, ya que ningún gobernante había tomado la de cisión de eliminar definitivamen-te ese impuesto, «que la experiencia señala como repudiable».

Las memorias sobre la oposición al impuesto territorial du-rante la ocupación yanqui estaban muy frescas aún. A ellas se sumaban las resistencias existentes, todavía a me diados de los años 30, a pagar el impuesto. En su alocución de 1935, Trujillo reconoció que la población «siempre» era remisa a pagar dicha contribución. Dos eran las razones que, en su opi nión, provo-caban esa renuencia. En primer lugar, «la injusta distribución» que se hacía de esa «ren ta», y, en segundo lugar, «la inadapta-bilidad de la institución misma». Lo primero apunta hacia el hecho de que existían desigualdades notables en las gabelas cobradas a unos y otros propie ta rios, lo que provocaba injus-ticias en las cantidades pagadas por ellos. Lo segundo sugiere que el impuesto territorial, que se cobraba a base del tamaño de las fincas y no de los ingresos efectivos de los propietarios, además de constituir un impuesto directo –mientras que las rentas del Estado se fundaban mayormente en la tributación indirecta–, representaba un elemento ajeno en las tradiciones económicas de la población dominicana. Por eso constituía una causa de discordia entre la población y el Esta do. Aunque care-cían de una organización formal contra el pago del impuesto, los propietarios de tie rras, incluyendo a los campesinos, eran renuentes a satisfacerlo, por lo que era necesario «recurrir a los procedimientos drásticos que la ley señala para constreñir al pago del impuesto». Lejos de comprobar la posibilidad de mantener ese impuesto, tales procedimientos –medidas de fuer za, obvia mente– «no hacen más que poner en evidencia lo inadecuado del mismo».70

70 Argumentos similares fueron esgrimidos en contra del impuesto durante la ocupación de 1916-1924. San Miguel, «Exacción», 1993.

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Esa inadecuación se originaba tanto en las estructuras del agro dominicano como en las re sistencias que provocó desde su instauración el impuesto territorial. «Como renta fiscal» –aña-dió Trujillo en su alocución al Congreso–, «el impuesto sobre la propiedad inmobiliaria no produce los resultados que sería razonable esperar al cabo de dieciséis años de implantado.» En consecuencia, su aportación «a las arcas nacionales está muy lejos de compensar los perjuicios que su conser vación entraña» (énfasis añadido). Así, en su informe anual sobre las operaciones del Gobierno, Trujillo indicó que el impuesto territorial aporta-ba al fisco solamente $200,000 de un total de más de $7,500,000 provenientes de las rentas internas.71 Esta cifra tan baja concuer-da con las del período de la ocupación estadounidense, cuando una proporción significativa –y posiblemente hasta mayoritaria– de los propietarios de tierras se resistió a pagar el impuesto.72 Sugiere que durante la segunda mitad de los años 20, luego de la desocupación de las fuerzas invasoras, y durante la primera mi tad de los 30, ya bajo su férreo régimen, continuó la reticencia de los campesinos a pagar el impuesto territorial. Ese patrón concuerda con el observado por James Scott en otros contextos, en los cuales los sectores subalternos han generado resistencias originadas en «un conjunto de hábitos y prácticas» que forman parte de la cultura del campesinado. Fundadas en sus intere-ses materiales comunes, ese «legado práctico» puede llegar a constituir «una coordinación tácita que remeda o sustituye a la organización formal».73 En la República Dominicana, a pesar de constituir una resis tencia informal, la oposición campesina contribuyó al fracaso económico del impuesto territorial. Aquí, nuevamente, se revela otro de los procesos detectados por Scott en el sudeste asiático y en la Francia del Antiguo Régimen, don-de la oposición de las masas rurales socavó el cobro de cier tos impuestos hasta provocar su «virtual desmantelamiento».74

71 Trujillo, Discursos, s. f., t. II, p. 224.72 San Miguel, «Exacción», 1993.73 Scott, «Resistance», 1983, p. 421.74 Scott, «Resistance», 1983, p. 431.

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Sin embargo, la existencia del impuesto territorial continua-ba provocando malestar entre la población rural, a pe sar de que, considerado globalmente, su aportación al fisco no resultaba de gran magnitud. La determinación del Gobierno de derogar-lo estuvo basada, a juzgar por las palabras de Tru jillo, en dos consideraciones. Primero, en que el impuesto territorial había demostrado su ine ficacia como fuente de ingresos del Estado –insuficiencia que en buena medida fue una con secuencia de la misma resistencia de las masas–; y, segundo, en consideraciones políticas, origi nadas en su capacidad para generar descontento entre la población. Su derogación fue, pues, un acto de gran valor simbólico, por lo que, pese a su escaso significado eco-nómico, no se debe subestimar. Actos de tal índole formaron parte de los ritua les de la dominación y de la gobernabilidad que se intentó imponer sobre la ruralía du ran te el trujillato.75 Transmitidos a las masas rurales por las Juntas Protectoras de la Agri cul tu ra, el Partido Dominicano y las juntas cívicas, esos actos contribuían a generar la sen sación de que el régimen trujillista gobernaba tomando en consideración las peculiaridades, las ne cesidades y los reclamos de las grandes masas del país, en es-pecial los del campesinado. Máxime si partimos de la premisa de que la resistencia al impuesto territorial respondía al sentido de la «economía moral» del campesinado.76 Para los campesinos, su derogación quizás simbolizó una restauración del orden que ha-bía sido violentado por los estadounidenses; fue una especie de restitución por la «afrenta moral» su frida durante la ocupación yanqui, agravio –valga recalcarlo– que no había sido resarcido por ningún otro gobernante dominicano.

Por ello, y a pesar de tener efectos económicos restringidos, actos como la abolición del im pues to territorial, repudiado desde la época de la ocupación –período al que quedó inextrica ble men-te ligado en la memoria popular–, tendían a crear consensos a favor del régimen. Considerada la hegemonía como «proceso»,

75 Beezley, Martin y French (eds.), Rituals, 1994.76 San Miguel, «Exacción», 1993.

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como una constante confrontación de miras, perspectivas e intere ses que se enfrentan, coinciden o se coaligan, más que como un con jun to de relaciones estáticas, me di das como la derogación del impuesto territorial constituyeron instancias cruciales en la cons truc ción de un sostén entre las masas campesinas a favor de Tru jillo.77 Arropado en una discursiva más abarcadora, que incluía el reconocimiento del campesinado como miembro activo de un pro yecto nacional dirigido desde el poder, la búsqueda de ese consen so en torno a la figura de Trujillo constituyó un eficaz instrumento en la «invención de una tradi ción» que le adscribía al tirano la capacidad de hacer cosas, de determinar la suerte de los ciudadanos, de convertirlos en «objeto de la intervención del Gobierno».78 Como entidad polí tica nacional, el régimen trujillista efectuó una verdadera «revolución cultural» en la cual la exten sión a la ruralía de organismos como la es cue la, la «enseñanza agrícola» y las fuerzas armadas ac tua ron como «artefactos culturales» en la con ver sión de los rústicos en ciudadanos y, en conse cuencia, en la reconstitución de las relaciones de poder en la sociedad domi-nicana y, por ende, en la reestructuración del Estado.79

Los repartos de tierra tuvieron un papel similar –y, quizás, más determinante– en la rede fi nición de los vínculos entre el Estado y el campesinado. Después de todo, la abrogación del im puesto territorial benefició solamente a los campesinos que tenían tierras y que, por lo tanto, de bían cumplir con ese tributo. La distribución de tierra, por el contrario, incidía mayormente entre aquellos campesinos que carecían de propiedad y que, por ello, subsistían como peones, aparceros u ocupantes de tierras sin título. Entre esos grupos también proliferaban los sectores sin actividad fija que oscilaban entre las labores agrícolas propiamente, el traba-jo asalariado y la ilegalidad. Era ese sector –cuyas dimensiones

77 Sobre la distinción entre la hegemonía como «proceso» y como «resultado», ver: Joseph y Nugent (eds.), Everyday, 1995; y Mallon, Peasant, 1995.

78 Hobsbawm y Ranger (eds.), Invention, 1988; y Foucault, «Gubernamentalidad», 1991, p. 23.

79 Este argumento está basado en: Joseph y Nugent (eds.), Everyday, 1995; Corrigan y Sayer, Great, 1985; Weber, Peasants, 1982; y Grig non, «Enseñanza», 1991, pp. 53-84.

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resulta imposible de cuantificar– contra el cual la intelectualidad se expresaba más acremente. Eran esos grupos rurales los que aparecían, en autores de vocación so ciológica como José Ramón López, como disolutos, vagos, haraganes y salvajes; o como parran-de ros, borrachines, jugadores y despreocupados en los escritos folcloristas de R. Emilio Jiménez.80 Aje nos a la disciplina requerida por la producción mercantil y por la pertenencia a una comuni-dad moderna, definida a partir de su relación con el Estado, los repartos de tierra vendrían a ser un instrumento en la subsunción de tales sectores rurales en una comunidad considerada como su-perior por la intelligentsia dominicana.

La distribución de tierra jugó un papel crucial en la domes-ticación del campesinado. Por medio suyo, se hizo factible que los campesinos asentados adquiriesen o perfeccionasen las des-trezas productivas vinculadas a la economía de tipo mercantil. Para las élites, el tiempo de las ma sas rurales era conceptuado en buena medida como tiempo lúdico, como un espacio de ocio. Mas, gracias a los repartos de tierra, el tiempo de los campesinos pasaría a ser definido por las exigencias del tra bajo regular, de una agricultura sistemática, la que se intentó desa-rrollar en las zonas donde el Estado distribuyó tierras. Gracias a los repartos, el ocio, visto como un tiempo vacío en la medida en que no era ocupado en tareas productivas, o como un espa-cio de ilegitimidad en cuanto era de di cado a «oficios ilícitos», sería transformado en «tiempo de trabajo».81 Distinta, sin duda, a la disci plina de la fábrica, la agricultura comercial requería también, no obstante, de unos esquemas pro duc tivos y unos usos del tiempo diferentes a los de la montería, la agricultura de subsistencia y las de más actividades tradicionales del campe-sinado. Se decía, incluso, que entre los tabacaleros del Ci bao, conceptuados como los campesinos más laboriosos del país, prevalecían usos y costumbres que contrastaban con los de los «vegueros cubanos». Por su parte, los cosecheros de café eran

80 López, Ensayos, 1991; y Jiménez, Amor, 1975. 81 Estos argumentos se basan en: Le Goff, Tiempo, 1983, pp. 63-75 y 86-137.

También: Thompson, «Tiempo», 1979, pp. 239-293.

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comparados, en detrimento suyo, con sus homólogos de Puerto Rico.82

Reguladas las actividades productivas en las tierras repartidas por el Gobierno, la super vi sión, la distribución de semillas y de herramientas, y la concesión de crédito se convirtieron en ins-trumentos para lograr la sujeción de los campesinos a los organis-mos estatales.83 Gracias al fo mento de la agricultura en las tierras repartidas, aumentó la dependencia del campesinado del Es tado. Primero, para obtener tierras; segundo, en definir qué, cómo y cuándo producir; y, tercero, en determinar cuál sería el destino de lo producido. Y todo ello se tradujo en una mayor depen dencia del Estado en términos del origen, la cantidad y el destino de sus ingresos. Así, pues, las medidas «campesinistas» durante el trujillato tuvieron efectos contradictorios sobre las masas rura les. Por un lado, permitieron a muchos campesinos obtener tierra y vincularse a las principales actividades pro ductivas impulsadas durante esos años. No pocos campesinos que vi vían en áreas marginales consiguieron tierra en zonas de expansión. Incluso, los campe sinos se ampararon en la re tórica estatal para obtener tierras y protección del Gobierno, apelando en ocasiones al auxilio y a la intervención del mismo Trujillo. A esa táctica re-currieron para ob te ner tierras, re cursos económi cos, protección contra funcionarios y militares abusivos, o contra terratenientes y comerciantes.84 Co mo ha sugerido Richard Turits, la «deferen-cia» al paternalismo trujillista formaba parte de una estrategia para reclamar beneficios, reclamos que, a su vez, contribuyeron a grabar la auto ridad estatal entre las masas rurales.85

82 San Miguel, Campesinos, 1997, p. 131. La Revista de Agricultura, publicada durante las prime ras décadas del siglo, contiene numerosos artículos en los que se hacen tales contrastes, presentes también en los informes de las Cámaras de Comercio del país.

83 Inoa, Estado, 1994.84 San Miguel, Campesinos, 1997.85 Turits, «Foundations», 1998. Eso no implica, por supuesto, que tal deferen-

cia careciera de sinceridad.

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un Poder que caStiga y que hace MiLagroS

«Los reyes no curan siempre; tampoco los santos. Pero no por eso se duda de sus poderes.»

bLoch, Reyes, 1993.

Autoridad grabada a sangre y fuego, cuando así fue necesario. Medidas como el reparto de tierras y el fomento de la economía campesina pueden generar la impresión de que el régimen truji-llista se distinguió exclusivamente por su carácter benefactor. Nada más lejos de la verdad. Tales me didas formaron parte de un ejercicio de la autoridad que se distinguió por su carácter eminen-temente autocrático, y en el cual poder y economía quedaron inextricablemente ligados. Se trató de conferirle «materialidad a las regulaciones morales y de moralizar la realidad material»,86 según eran definidas por el mismo poder. El paternalismo truji-llista no era sino una expresión de su auto ritarismo.87 Como ha dicho Eugene Genovese, el paternalismo está enraizado en «la necesi dad de disciplinar y de justificar moralmente un sistema de explotación». A la vez que proyecta em pa tía, puede fomentar «la crueldad y el odio». Y si no odio, al menos puede inducir menos pre cio. Si en el Sur esclavista de los Estados Unidos el pa-ternalismo de los plantadores «definía el trabajo coaccionado de los esclavos co mo una retribución legítima por la protección y la dirección» que recibían de sus amos,88 el auto ritarismo trujillista se presentaba como el instrumento para mejorar las condiciones de vida de las masas rurales, inculcándoles los principios del trabajo riguroso y las exigencias de la ciudadanía. La autoridad del Presidente, reza la Cartilla cívica,

[...] mantiene la paz; sostiene las escuelas; hace los caminos; protege el trabajo en toda forma; ayuda la agricultura; ampara las industrias; conserva y mejora

86 Corrigan, «State», 1995, p. xViii.87 Sobre la relación entre autoritarismo, paternalismo, nacionalismo, discursi-

va agrarista y ciudadanía, véase: Espinal, Autoritarismo, 1994, pp. 51-77.88 Genovese, Roll, 1976, pp. 4-5.

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los puertos; mantiene los hospitales; favorece el estudio y organiza el Ejército para garantía de cada hombre ordenado.89

Pocos lemas trujillistas recogieron tan cabalmente el sentido paternalista del régimen y su intento por adscribirle un conteni-do ético a su poder como la frase «Gobernar es alimentar», ex-pre sada por el tirano en marzo de 1935, durante la inauguración de la Exposición Industrial, Agrícola y Pecuaria, celebrada en Santiago.90 Con programas de tal índole, se pretendía conferir-le un fin ético a su régi men ante los ojos de las masas rurales. Según esta lógi ca, si su régimen era totalitario se debía a que pretendía:

[...] poner en práctica [...] una economía al nivel de todo el Estado, es decir, ejercitar en los entrecruza-mientos de los habitantes [del país], de la riqueza y del com portamiento de todos y cada uno [de los ciudada-nos], una forma de vigilancia, de control tan aten to como el que ejerce el padre de familia sobre su casa y sus bienes.91

No por casualidad la Cartilla cívica prestaba tanta atención a las responsabilidades familiares, las que se convirtieron en una extensión de las obligaciones ciudadanas. Centrado el discurso de la Car tilla en torno a la figura paterna, correspondía al padre la obligación de velar y proteger a su fa milia. Masculinizada la ciudadanía, los hombres se convirtieron en los ejes del paterna-lismo estatal: debían «proteger a sus hijos, [y] formar hombres obedientes y respetuosos». También les competía velar por la salud de su prole y de sus mujeres, y mantenerlas alejadas de los «vicios», que con lle vaban la deshonra y la desgracia. Sobre todo, era su responsabilidad laborar y enseñar a los su yos, mediante el

89 Pensamiento, 1955, p. 275.90 El texto se encuentra en: Trujillo, Discursos, s. f., t. II, pp. 151-157.91 Foucault, «Gubernamentalidad», 1991, p. 14.

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ejemplo, las virtudes del trabajo. Consubstanciadas sus funciones con las del ciu da dano ejemplar, el padre debía convertirse en un ojo avizor del Estado, denunciando a los disolutos, los vagos y los disidentes, «hombres débiles o corrompidos», carentes de «nobleza y de va lor».92

Las funciones del Estado como «árbitro de los conflictos sociales» replicaban las de un pa ter familia, severo e implacable cuando resultaba necesario.93 Por ello mismo los hombres, sobre todo los padres de familia, fueron los suje tos/objetos principales del aparato de vigilancia y de control de la sociedad. No obstante, las muje res también sufrieron la impronta de un régimen en el cual prevalecía «el autoritarismo cotidiano del macho». «Macho-pater», como ha señalado José Antinoe Fiallo, que era «concebido como la ca be za de la nación-familia, y ante el cual debía aceptarse una especie de derecho de pernada del Se ñor Omnipotente».94 La tradición oral, al igual que otros testimonios, dan fe de que ese «dere cho» no era pura metáfora.95 Asimismo, las mujeres sufrieron varias de las medidas coercitivas más em ble máticas del régimen, como la cédula de identificación: «hasta nosotras podíamos ir pre sas si no teníamos esa cédula sellada».96

Ensayada originalmente por los estadounidenses durante la ocupación de 1916-1924, la cédu la se instauró en 1932. Su pro-pósito fue doble. Primero, brindar a las autoridades un medio para iden tificar a las personas, y, en segundo lugar, aumentar las rentas del Estado ya que había que pa gar una cuota anual

92 Pensamiento, 1955, pp. 273-281.93 Este argumento está basado en: Nugent y Alonso, «Multiple», 1995, pp. 209-

246. La cita proviene de la p. 212.94 Antinoe Fiallo, Presentación, 1989, p. 2. Acerca de la cultura machista y

patriarcal y su papel en sostener el régimen trujillista, véase: Derby, Dictator’s, 2009.

95 En Era, 1989, pp. 21-22, Marina López relata que siendo una niña de apenas 11 años «Pe tán» Trujillo, hermano del dictador, quiso llevársela aduciendo que la pondría «en un asi lo, con las monjas a estudiar». El padre de crian-za de la niña impidió el virtual rapto argumentando que era «hi ja de una familia muy delicada y después van a decir que yo la dí porque no la quería tener». Como fe de adhesión, tuvo que proclamarse «Trujillista hasta los huesos» y agregar que si la niña fue se hija suya, «yo se la diera».

96 Ibid., 1989, p. 20.

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por el sellado de la cédula. Así, en el primer año de su instaura-ción, se recolec taron $260,000.00 por emisión de cédulas.97 En la práctica, la cédula fue una capitación ya que se de bía pagar un peso por el sellado; eventualmente se aumentó la cuota a pagar, «hasta lle gar a que la gente tenía que pagar un salario grande de cédula».98 De hecho, llegó a convertirse en una espe cie de impuesto sobre la renta. Junto al servicio militar y el carnet de membresía al partido oficial, la cédula formó lo que popularmente pasó a conocerse como los «tres golpes».99 No cumplir con ellos o no presentarlos al ser requeridos por la po-licía eran motivos de encarce la miento. Por ejemplo, a la fami lia de Javier Veloz los «cogieron a todos presos por [no tener] la cédula».100 Convertida por el imaginario popu lar en una especie de salvoconducto que posibilitaba el transitar por el país, a la cédula se le cono ció como «papel de camino».101

El sistema de corveé implementado durante las décadas de los 30 y los 40 cons tituyó otro medio de expoliación de las masas campesinas. Medida que también había sido perpetrada por los gringos y que confrontó entonces la oposición de los campesi-nos, el trabajo prestatario renació con mucho más vigor durante el trujillato. Ese renacer del trabajo obligatorio en los caminos, las carreteras y los canales de riego es una de las muestras más elocuentes de la creciente capacidad reguladora del Estado.102 Tradicionalmente, los habitantes de los campos ha bían reclama-do a las au toridades la apertura de nuevos caminos o la repara-ción de los que ya existían. Asimismo, en aque llas zonas donde escaseaba el agua, se hacían peticiones para que se establecieran sistemas de riego que posibilitaran el desarrollo de la agricultura y, en consecuencia, la ampliación de la econo mía campesina. Sin

97 Trujillo, Discursos, s. f., t. I, p. 279. Valga mencionar, como punto de referencia, que en 1934 el impuesto de la propiedad territorial generó al erario público un ingreso de $200,000.00.

98 Era, 1989, p. 27.99 Inoa, Estado, 1994, p. 74.100 Era, 1989, p. 28.101 Ibid., p. 7.102 Inoa, Estado, 1994, pp. 103-152; y San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 263-288.

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embargo, tales reclamos habían sido atendidos con parquedad o, senci lla men te, eran totalmente ignorados. Las limitaciones financieras del Estado, la inestabilidad política, y la misma inep-titud y desidia de los funcionarios son algunas de las razones que explican esta falta de acción. Pero la necesidad se reconocía y los reclamos abundaban.

Trujillo pisaba terreno sólido cuando se propuso ampliar la red vial y los siste mas de rie go. En efecto, su programa de construcción de infraestructura constituye un ejem plo de cómo empleó reclamos existentes anteriormente para consolidar su poder. Aunque ejecuta do de manera autoritaria y sin tomar en consideración cómo se afectaban las vidas de los campesi nos con el trabajo obligatorio, el gran proyecto de construcciones del régimen mostró en la práctica las múl tiples caras del poder. En un mismo movimiento, demostró tanto su capacidad para hacer cosas –porque, efectivamente, se construyeron cientos de kiló-metros de caminos y ca rre teras, y va rios ca na les de riego– como su potencial para compeler a los ciudadanos a hacer esas cosas. ¿Cami nos y agua querían los campesinos? Pues los tendrían, pero a costa de obtenerlos por mediación del Esta do. Hubo campesi-nos que resistieron el trabajo prestatario; la mayoría al menos lo debe ha ber resentido. Mas los caminos y el riego posibilitaron a muchos campesinos –in clu so a una parte de los descontentos con el trabajo prestatario– ampliar sus activida des agrícolas. Después de todo, como ha señalado Derek Sayer, tanto individual como colectiva men te, el Estado «permite a la gen te ha cer cosas que desean hacer», irrespectivamente de cuál sea el origen o el pro-pósito original de los proyectos estatales.103

La distribución de tierras y la construcción de caminos y de canales de riego jugaron pape les fundamentales en la incor-poración al Estado de los reclamos de los sectores campesinos. Fue ron, por ello, un poderoso medio en la implementación de un gran proyecto de reconstrucción eco nó mica nacional definido autocráticamente. Proyecto que afectó la médula

103 Sayer, «Everyday», 1995, p. 376.

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misma de las comuni dades rurales, el trujillismo tuvo efectos contradictorios y polivalentes sobre las masas campesinas. Por ejemplo, su legado se puede distinguir regionalmente. En algunas zonas, particularmente gol pea das por los atropellos y los desmanes del Gobierno o de sus figuras más emblemáticas, preva le ció una memoria fundamentalmente negativa sobre el régimen. «Pedregal [en la provincia de La Ve ga] fue una de las comunidades que más sufrió con la dictadura de Trujillo», alega Brunilda Du rán.104 Recuerdos igualmente amargos dejó «Petán» Trujillo en aquellas regiones de Bonao, donde esta-ble ció un virtual «feu do personal».105 En zonas como Cotui, Constanza, Cabrera, San Juan de la Ma guana, Montecristi, San José de las Matas, San Cristóbal y el Distrito Nacional, donde los Tru jillo, sus testaferros y sus allegados acumularon grandes cantidades de tierra,106 las memorias de los despojos sufridos, que perduraron hasta luego de la caída de la tiranía, formaron parte central del imaginario que desa rrollaron sus habitantes sobre el régimen trujillista. En otras regiones, donde los des-pojos no alcanzaron la misma intensidad que en los anteriores o donde, incluso, ocurrió un proceso inverso –es decir, de campesinización– debido en parte a las medidas estatales, las memo rias sobre el régimen adquirieron otras tonalidades.107

Igualmente, el régimen tuvo consecuencias diversas sobre una misma comunidad depen diendo de la época, de los proyec-tos del Gobierno o del dictador en cada momento en particular y de las relaciones de poder en el ámbito local. Villa Altagracia, Esperanza y Haina sintieron con ma yor in tensidad la geofagia del tirano a partir de los años 40, cuando se convirtieron en sedes de

104 Era, 1989, p. 182.105 Ver: Rosa, Petán, s. f. En esta obra se hace una rela ción de los terrenos adqui-

ridos por Petán, hermano del dictador, y que pasaron a formar parte de su Hacienda Caracol, que llegó a comprender más de 19,712 tareas. Del total de 207 adquisiciones, el 80% correspon día a propiedades de menos de 100 tareas (pp. 137-142).

106 Ver el cuadro «Tierras confiscadas a Trujillo, familiares y allegados, por municipios», en: Gó mez, Relaciones, 1979, pp. 102-105.

107 Turits, «Foundations», 1998; y Turits, Foundations, 2003.

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sus ingenios azucareros.108 Mas, todavía en las décadas de los 40 y los 50, cuando el au men to de los precios indujo un incremento de las exportaciones y, por ende, incentivó la acu mula ción de tierra, el gobierno trujillista implementó medidas con el propó-sito de recomponer su rela ción con los sectores campesinos. Por ejemplo, existían reglas que establecían los precios míni mos que los comerciantes debían pagar a los cosecheros por los diferen-tes tipos de hojas de tabaco. De hecho, medidas de tal índole eran criticadas por los comerciantes aduciendo que propiciaban que los cosecheros fueran descuidados en el manejo del taba-co y que vendiesen hojas dañadas o de inferior calidad junto a hojas buenas o de calidad superior. Como consecuencia, un alto porcentaje de las hojas compradas a los cosecheros, alega-ban los comerciantes, eran desechos a los que ellos les sacaban poco provecho –aunque los campesinos seguramente tenían una opinión diferente–.109 El papel mediador del Estado en los conflictos entre comerciantes y cose cheros, y entre campesinos y terratenientes también propició el surgimiento de una imagen favo rable del régimen trujillista.110

Imagen reforzada por su capacidad represiva, la misma demostró su efectividad durante aquellos momentos cuando el régimen se vio sometido a presiones políticas por la opo sición o por factores externos que incidieron sobre la República Dominicana. Así, cuando los exilia dos domi ni canos intenta-ron, a finales de los años 50, desatar una guerrilla siguiendo el modelo cuba no, las masas campesinas se mantuvieron firmes tras el Gobierno.111 Trujillo, por su par te, reconoció la importancia de mantener el apoyo de los campesinos. En 1960, él mismo anunció el comienzo de un «vasto programa» de distribución de tierra entre los campesinos que carecían

108 Cassá, Capitalismo, 1982, pp. 238-249; Gómez, Relaciones, 1979, pp. 106-107; y Maríñez, Agroindustria, 1993, pp. 67-102.

109 26 de junio de 1956, AGN, MA, 1956, Leg. 714; y 10 de mayo de 1955, Leg. 715.

110 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 313-322, 333-338.111 Ubiñas Renville, Maimón, 2010.

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de ella.112 Según Trujillo, el programa se basaría en la com-pra de las tierras por el Estado y en su «cesión gratuita a los campesinos». Así se evitarían, podemos imaginarnos, dos de los problemas principales que ha bían confrontado algunos de los repartos anteriores. En primer lugar, debido a que los campesinos de bían pagar en un período de varios años las tierras que les eran asignadas, hubo quienes se resis tieron a establecerse en las colonias agrícolas gubernamentales o termi-naban por abandonarlas. In clu so, para muchos de los campe-sinos que efectivamente fueron asentados, esos plazos anuales –más los pagos por las herramientas y los insumos agrí colas, y por los préstamos en dinero– constituyeron una pesada carga económica, por lo que terminaron vendiendo las mejo ras que habían hecho en sus predios y abandonando las colo nias.113 Parece, pues, que la oferta de repartir las tierras gra tuitamente pretendía evitar tales situaciones.

En segundo lugar, el indicar que los terrenos a repartirse no serían confiscados pudo ser, ya que no una ga ran tía, al menos un mensaje de alivio a los propietarios de tierras, sus-picaces por las adquisi cio nes forzadas que se habían realizado en los años 30 y 40. Pudo ser un men saje para con trarrestar la reticencia de los medianos y los grandes propietarios a los planes del Gobierno. No en balde los epígonos del trujillismo contrastaron los planes guber na mentales con lo que ocurría en ton ces en la vecina isla de Cuba, donde el Gobierno dirigi-do por Fidel Castro había iniciado una reforma agraria. Según los publicistas del Go bierno domini ca no, la reforma cubana fomen taba los conflictos sociales y lesionaba los intereses de los propietarios ya que el reparto de tie rras entre los campe-sinos estaba fundado en la confiscación a los terratenientes. La reforma impul sa da por Trujillo se realizaría, según sus defensores, respe tan do el dere cho a la compensación. Gra cias a ella, por otro lado, se lograría la desaparición «pací fica» del

112 «El Presidente anuncia vasto programa para distribución de tierras; 50,000 casas para campesinos», EC, 8 de febrero de 1960.

113 Inoa, Estado, 1994, pp. 86-101; y San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 319-320.

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lati fun dismo, lo que contribuiría a mantener el «equilibrio social» y a evitar las «luchas so ciales».114

Por demagógicos que fueran estos llamados a la reforma agraria, los mismos sugieren que, a finales de los 50, para el régimen trujillista resultaba imperioso recomponer sus lazos con el campesinado. Existían claros indicios de que ellos re-querían fortalecerse. Entre otras razones, por que el período de la posguerra había sido una «fase expropiatoria», como le ha de no minado Pablo Maríñez.115 La migración del campo a la ciudad, con tenida gracias a las medidas campesinistas de los años 30 y 40, aumentó a principios de la dé ca da de los 50, por lo que las auto ri dades se aprestaron a detenerla. Resultaba evidente que el éxo do campesino a las ciudades era resultado del avance del latifundio, del aumento del minifun dismo y del fracaso parcial del agraris mo estatal. Los problemas que con-frontaron los cosecheros de cacao y de café durante la parte finales de los años 50 apuntan, igualmente, a un deterioro de las condiciones del campesinado. El incremento del arren -damiento y de la aparcería, por un lado, y la disminución del número de cam pesinos con tierra, por el otro, son indicadores adicionales de que las condiciones de existencia de las masas rurales se erosio naban a pasos acelerados.116 Con toda razón, desde el exilio José Cordero Michel se refería al acuciante «pro blema de la tierra» como «la cuestión fundamental de la econo mía y del sistema político y ad mi nistrativo de toda la nación».117

Las dificultades que confrontaba Trujillo en el ámbito inter-nacional, los ecos de la Revolu ción cubana en todo el contexto caribeño y latinoamericano, y la desafección interna hacían impe rativo que el régimen cerrara filas. Había que garantizar la lealtad de las masas rurales, quienes veían al dictador como una

114 Manuel Valldeperes, «La reforma agraria de Trujillo», EC, 12 de febrero de 1960; «Edi torial. Una auténtica reforma agraria», 10 de marzo de 1960; y 27 de marzo de 1960.

115 Maríñez, Resistencia, 1984, p. 85.116 San Miguel, Campesinos, 1997.117 Cordero Michel, Análisis, 1989, p. 100.

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especie de monarca, capaz de proteger o de castigar, según fuera el caso. Sabían que su poder podía hacer «milagros». Pero tam-bién que en cualquier momento y en cualquier lugar se podía sentir su poder y el puño machacador del tirano.

dictadura y LuchaS inforMaLeS

Por eso, no fueron la rebelión abierta ni la resistencia or-ganizada, mucho menos las trin cheras revolucionarias, sino los espacios cotidianos los escenarios principales de las luchas y de las re sistencias de las masas rurales y de las clases subalternas en general. Un número de rasgos de fi nen tales luchas, según James Scott:

Requieren poca o ninguna coordinación o planifica-ción; se valen de sobreen ten di dos implícitos y de las redes informales; usualmente representan una especie de ayu da propia [self-help] individual; típicamente evi-tan cualquier confrontación sim bólica directa con la autoridad.118

Vistas usualmente como luchas inconsecuentes y sin tras-cendencia política debido a su natu ra leza subrepticia, relati-vamente espontánea y silenciosa, tales resistencias han estado ausentes en las investigaciones históricas, creando una imagen estereotipada sobre el campesinado como «una clase que oscila entre largos períodos de pasividad abyecta, y breves, violentas y fútiles explosiones de furor».119 Comportamientos tan disímiles, carentes supuestamente de conexión evidente, refuerzan las per-cepciones acerca de los campesinos como un sector incapaz de articular res puestas coherentes y racionales ante la explotación y la opresión. Para quienes asumen posiciones revolucionarias, las

118 Scott, Weapons, 1985, p. xvi.119 Ibid., p. 37. Para una crítica a las posturas de Scott, ver: Guttman, «Rituals»,

1993, pp. 74-92.

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rebe liones constituyen momentos de «plena conciencia»; lo de-más muestra la más crasa ausencia de «con ciencia de clase».120 Su tarea estribaría, en consecuencia, en anudar ambos momentos.

Las luchas cotidianas son tautológicas. Repetidas infinitamen-te, parecen constituir un cír culo vicioso en el que las ganancias son mínimas y los saldos siempre resultan dudosos. Esceni fi cadas en los ámbitos más inmediatos –la parentela, el vecindario, los alle-gados, la aldea, los espa cios locales–, pasan desapercibidas debido a las regularidades y a las rutinas de las comunidades ru rales. Son eventos sin lustre, carecen de todo brillo; no evidencian arrojo ni muestran heroísmo. Mas, poco a poco, se comienzan a demostrar las estrechas relaciones entre la cotidianidad y las lu chas discretas que en torno a ella se desarrollan, y las formas más espectaculares de resistencia del campesinado.121

En la República Dominicana, se empiezan a aquilatar las resistencias coti dia nas e informales de sus sectores campesinos. Respecto a los factores directamente re la cio nados con la subsis-tencia, son particularmente visibles sus luchas en tor no a la tierra, el trabajo y los ingresos. Si bien se han dirigido contra diversos grupos de poder, han sido especialmente notables respecto de los terratenientes, los comerciantes y los funcionarios del Esta do. Debido a la posición de estos grupos en las estruc turas económico-sociales, que les posibilita controlar buena parte de los factores productivos, y a su ubicación en las estructuras de poder –tan to en las formales como en las informales–, han sido blancos privile-giados de las acciones cotidia nas de los campesinos para ampliar sus már ge nes de supervivencia. Las luchas informales tienen una dimensión horizontal que se expresa en los conflictos y las con-tradicciones que surgen, en una comunidad rural, entre personas y fa mi lias que ocupan posiciones muy similares, que pertenecen incluso a la misma «clase». La com pe tencia por recursos limitados

120 Guha, «Prose», 1988, pp. 82-84.121 El mismo Scott ha resaltado las conexiones entre la cotidianidad y las rebe-

liones, los motines y las insurgencias campesinas. Ver su clásico Moral, 1976. También: Smith, Livelihood, 1991; Taylor, Drinking, 1981; Falcón, México, 2002; Falcón (coord.), Culturas, 2005; y Ronzón y Valdez (coords.), Formas, 2005.

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o escasos reduce los espacios de solidaridad entre los pobres y los débiles. Pero han sido los grupos más acomodados y poderosos contra quie nes los campesinos han tenido que desarrollar toda su capacidad estraté gi ca en esa lenta «guerra de posiciones» que implican las resistencias informales. Por eso su proyección verti-cal, que apunta hacia el tope de la pirámide social, constituye un área singular en la lucha de los subalternos. Cons tituye la región privilegiada –aunque no necesariamente la más transpa ren te– en el desplie gue de sus resistencias cotidianas.

Resistencias informales fueron los subterfugios empleados por los campesinos para evitar el trabajo en los caminos y en la construcción de los canales de riego, en ocasiones con la conni-vencia de los alcaldes pedáneos, quienes tenían a su cargo el re-clutamiento de las cuadrillas que laboraban en las obras públicas. Informales fueron, también, sus luchas durante el trujillato pa ra obtener tierra, defender sus ingresos, y adquirir servicios y bienes del Estado. En tal sentido, los campesinos recurrieron a la misma retórica campesinista y productivista del régimen para disfra zar sus demandas. A veces, al surgir conflictos por la tierra entre los terratenientes y los campe si nos, estos aludían a que ocupaban las mismas siguiendo las órdenes de Trujillo o de algún fun cio nario. Igualmente, podían usar diversas tácticas con el fin de probar los límites del agra rismo oficial. Estas tácticas podían ir desde solicitar préstamos colectivamente, pedir terrenos que pertene cían a de-terminados terratenientes, ocupar porciones de tierra que no les habían sido cedi dos ofi cial mente con la intención de incrementar el tamaño de sus predios u obtener me jo res tierras, o re cha zar las que les brindaban con la esperanza de que les ofrecieran otras que les resultaban más atrac tivas.122 Mediante tales tácticas, los campesinos comprendieron que había ciertos límites –precisos y rigurosos– que no se podían traspasar.

El lenguaje fue uno de los instrumentos usados por los campe-sinos para evadir los peligros y las trampas de las redes del poder. Brunilda Durán narra cómo su padre, Manuel Durán, de Jara bacoa,

122 San Miguel, Campesinos, 1997.

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se pudo librar de una oferta que le hizo Ramfis Trujillo, hijo del tirano, de mudarse con su familia a San Cristóbal. Siendo los Durán «de raza muy definida» –esto es, blancos–, con tal mu dan za se pretendía «mejorar la raza que predominaba en San Cristóbal», municipio sureño en el que abundaba «la raza de color». Pero el patriarca de la familia Durán tenía reservas sobre los mo ti vos de esa oferta, sobre todo debido a que tenía varias hijas guapas y los Trujillo se habían gana do fama de estupradores. De hecho, en la comunidad se rumoraba que a Ramfis le interesaba la hi ja me nor de Manuel Durán. Dispuesto el patriarca de los Durán a no ceder, convocó «una reunión de familia para ver cómo iban a resolver ese caso». Se acordó enviar a la Presidencia del país al hijo mayor de la familia, emisario que debía comunicarle a Ramfis Trujillo que Manuel Durán «se nega ba a su proposición [...], que él a lo mejor podría complacerlo, pero que sus hijas hembras se negaban a trasladarse allá». Obedezco pero no cumplo, era el mensaje vela-do de esta comunicación en la cual, como muy bien afirmó la hija que narró el incidente, «Manuel Durán no le es[tá] diciendo na da [a Ramfis] y le estaba diciendo mucho».123

Al lenguaje ambiguo, al disimulo y a los actos camuflados re-currieron, también, los trabaja dores –muchos de ellos de origen campesino– de las plantaciones azucareras con el fin de redefinir las pautas laborales establecidas por sus administradores. Muchos de los actos y los comporta mien tos de los trabajadores de las plantaciones estaban dirigidos a mejorar sus condiciones de vi da, maximizar sus ingresos, y a controlar el ritmo y la intensidad de sus tareas. Su compor tamiento conllevaba una subrepticia batalla figurada en la que «la sátira, el humor y los insultos» formaron parte del arsenal de los trabajadores.124 De acuerdo con Catherine Legrand, los trabajadores del Ingenio Oza ma aprovecharon las tensiones existentes entre el gobierno de Trujillo y los propie-ta rios de la plan ta ción para obtener algunas mejoras en sus condiciones salariales y laborales, a pesar de que care cían de una organización formal. Uno de los factores que posibilitó sus

123 Era, 1989, pp. 173-177.124 Legrand, «Informal», 1995, pp. 555-596.

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resisten cias fueron los vín cu los que mantenían con las comuni-dades campesinas circundan tes al ingenio. Esas relaciones les brindaron flexibilidad a los trabajadores ya que podían retraerse a sus comu nidades de origen, de di cándose al cultivo de sus conu-cos. Así pudieron manipular las nece sidades de mano de obra del ingenio y propiciar que los administradores accedieran a varias de sus de man das. Asimismo, Le grand resalta cómo las políticas económicas del régimen trujillista abrieron pequeños resquicios que fueron aprovechados por los campesinos y los trabajadores agrícolas con el fin de adelantar sus propias agendas.

Todo ello se tradujo en una imagen ambivalente en torno a Trujillo y a su régimen. Entre am plios sectores del campesinado dominicano, la Era de Trujillo fue vista como una época en la cual, si no abundante, no había graves dificultades para obtener el sus-tento diario; de igual forma, fue concebida como una época en la que no existieron dificultades insalvables para obtener tierra. Pero, por otro lado, la memoria campesina recuerda con viveza aquellos aspectos del régimen que coar taban las libertades personales, tales como los «tres golpes». Irónicamente, es común que algu nas de las políticas agraristas del régimen sean recordadas más por sus elementos autoritarios y re pre sivos que por sus aspectos materia-les. Tal es el caso de la política de las «diez tareas», encami na da a suministrar a cada labriego un mínimo de tierra para obtener su sustento. Política de éxitos har to contradictorios ya que en algunas zonas las tierras repartidas eran de pobre calidad o carecían de una infraestructura adecuada para el desarrollo de la agricultura, entre el campesinado ella es recor dada mayormente por su na-turaleza autoritaria. A ocupar, limpiar y sembrar las «diez ta reas» eran obligados los campesinos por las fuerzas armadas, encargadas de hacer que se cumplie ra esa polí tica: «El que no tenía sus diez tareas de tierras iba preso».125

Fueron, de hecho, los aspectos propiamente políticos del ré-gimen trujillista lo que más re sin tieron los sectores campesinos.126

125 Era, 1989, p. 10. También pp. 13-14.126 Acerca de la «memoria campesina» sobre el trujillato, véase: Turits,

Foundations, 2003, pp. 207-231.

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A pesar de reconocer algunos logros materiales, como la distri-bu ción de tierras y el fomento de la agricultura, en buena parte de los testimo nios disponibles se per cibe un sentido de «ofensa moral» ante los desmanes, los abusos y los ac tos de violencia y de te rro rismo cometidos durante la dictadura. Ese sentido es particu-larmente nota ble respecto de aque llos actos que violentaban los espacios más privados, como la familia, el hogar y la solidaridad co mu nal. Actos de tal índole –debemos asumir– herían en lo más profundo los sen ti dos de digni dad y de justicia que prevalecían entre las masas rurales, por lo que eran re pu diados con particular vehemencia.

El legado del trujillato, con todas sus ambivalencias y contra-dicciones, continuó operando luego de 1961. Su discursiva y su práctica del poder, que poseían una buena dosis de elementos que apelaban a las masas rurales, ejerció un papel determinante en las relaciones que mantuvieron los campesinos con el Estado a raíz del asesinato del dictador. Ello demostró su éxito en lo grar la do-mesticación de las masas rurales, amansamiento que operó tanto en el plano material co mo en el ámbito simbólico y discursivo. El reparto de tierras, el fomento de la agricultura, y el énfa sis en va-lo res como el trabajo, el orden y el respeto generaron un potente «campo de fuerza cultural» que, si bien no absoluto, fue suficien-temente poderoso como para aglutinar a las masas campesinas en torno al Estado, convertido du rante el trujillato en verdadero árbitro de la sociedad, castigador y dador de bienes y servicios.

Y aquí estribó el éxito de Trujillo frente a los campesinos del país. Al proyectarse como diri gente de un proyecto nacional en el cual las masas rurales ocupaban un papel de impor tancia, alia das en consecuencia al gobernante, Trujillo les brindó la posibilidad de generar un sentido de la ciu dadanía que se originaba en su rea-lidad inmediata, en la cotidia nidad de la siembra y de la co se cha. Definida por el régimen a partir de su adscripción a la tierra, para la inmensa mayoría de los sectores rurales, la «ciudada nía campe-sina» adquirió un significado que no había tenido en ningún otro momento de la historia dominicana. Aunque en la práctica fue una ciuda da nía de segunda, que no conllevaba participación en

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la cosa pública sino mero apego al conuco, y a pe sar de haber sido de fi nida de manera autoritaria, Trujillo logró la incorporación del campesinado a un proyecto cu yas dimensiones políticas tras-cendían muchas de las propuestas civilizadoras que habían sido pre conizadas hasta entonces por los intelectuales dominicanos. Como ha dicho Diógenes Céspe des, el régi men de Trujillo fue una dictadura arielista. Mas lo fue no porque en ella mandasen los «arieles», los letrados selectos y los «espíritus superiores», sino porque por medio de ella los intelec tuales mo der nizantes bus-caron «aliarse con la fuerza ciega de lo utilitario a condición de que en cau[zase] hacia el bien de la colectividad las energías de la bestia calibanesca».127

127 Céspedes, «Efecto», 1989, p. 20.

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caPítuLo iVCrónica de una «reforma agraria al revés»

Memorial de los despojos de sus tierras que han sufrido los campesinos, y de los incontables atropellos, agravios y persecuciones que han padecido por defenderlas; y de las denodadas luchas que han ofrecido para resguardar su principal medio de vida.

reforMa a «cuentagotaS»

A principios de los años 60 del siglo pasado, la cuestión agraria se perfilaba en la República Dominicana como un pro-blema acu ciante. Los enormes desequilibrios en la propiedad de la tierra, el que la mayoría de la población fue se rural y que la economía del país dependiese principalmente de su producción agrícola, de mos traban la urgencia del problema agrario. Los acontecimientos en Cuba, donde un Gobierno revolucionario había iniciado una reforma agraria que propició la mo vi lización de los cam pesinos y el incremento de los conflictos sociales, pusieron sobre el tapete la posibilidad de que, en la República Dominicana, las masas rurales lanzaran una ofensiva por la tierra.1 La coyuntura política no podía resultar más inquietan te para los grupos de poder y para los Estados Unidos, empeñados ambos en evitar una versión dominicana de la si tuación cubana. Desde su perspectiva, el problema de la tierra tenía una doble

1 Sobre el contexto latinoamericano y caribeño de las luchas por la tierra: Smith (ed.), Agrarian, 1965; Landsberger (ed.), Latin, 1969; Stavenhagen (ed.), Agrarian, 1970; Feder, Violencia, 1978; Huizer, Potencial, 1980; Gon-zález Casanova (coord.), Historia, 1984; y Janvry, Agrarian, 1983.

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dimensión: una económica y otra política. Con relación a la primera –la económica–, la cuestión a la que se enfren ta ban era la de dinamizar la producción agropecuaria de manera que sir-viese de ba se para una eventual modernización de la economía del país. Con relación a lo segundo –su di mensión políti ca–, había que evitar que los conflictos sociales en la ru ra lía alcanza-sen niveles explosivos. Ello fue una preocupación central de los grupos de poder en la República Dominicana, sobre todo a raíz del proyecto de Constitución impulsado por los sectores popu-listas, encabezados por Juan Bosch y el Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Tal proyecto contenía una serie de cláusu-las –como la prohibición del latifundio– que fueron recusadas enérgicamente por los secto res propietarios. Más aún: el núcleo de su cuestionamiento a la nueva Constitución se centró en «la cuestión agraria».2 Fue, también, una de las cuestiones sobre las cuales gravitó su oposición al go bierno de Bosch.

La incautación por parte del Estado de las tierras que habían pertenecido al grupo Trujillo planteó como un problema central cuál sería el destino de las mismas. Había, por supuesto, grupos de poder que aspiraban a disfrutar de esas tierras, alegando algu-nos de ellos que Trujillo les había confiscado propiedades ilegal-mente. Otros meramente que rían participar de un espléndido botín que sobrepasaba las 3,200,000 tareas, lo que constituía cer-ca del 9% del total de tierras en ex plo ta ción.3 Finalmente, otros entendían que ese extraordinario fondo agra rio debía repartirse entre los campesinos que carecían de tierra. Así pen saban los sectores po líticos progresistas, para quienes la reforma agraria era una medida de justicia social que con tribuiría a solventar la situación de des titución en que vivían amplios sectores del campesinado dominicano. Irónicamente, grupos orgá nicos de las clases propietarias también contemplaron un tipo de reparto agrario entre los campesinos pobres. Para estos, la distribución

2 Cassá, Doce, 1986, pp. 87-91 (la cita proviene de la p. 89). Ver, también: Lozano, Reformismo, 1985, pp. 21-46.

3 Frank Rodríguez, «30 años de reforma agraria. Asentamientos individuales», Hoy, 5 de mayo de 1992.

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de las tierras del grupo Trujillo contribuiría a disminuir las ten-siones sociales. De paso, su repartición entre los cam pesinos serviría como una garantía a sus pro pias tierras, las que se verían libres de ser afecta das por una posible reforma agraria. No por ca sualidad, en 1963 la Asociación de Hacen dados y Agricultores –organismo de los sectores terra tenientes– propuso la realización de una refor ma agraria usando las tierras del Estado incautadas al grupo trujillista. Eso, alegaban, no resul taba «incompatible con el mantenimiento de las unida des agrícolas existentes».4 Lo que encerraba su propuesta era, precisamente, esto último: preservar sus propiedades a toda costa, frenando los re cla mos por una redistribución de las tierras que minase su posición eco-nómica, social y política. La suya era una reforma terrateniente, en la que había que distribuir para con servar.

En la práctica, tal llegó a ser la función del Instituto Agrario Dominicano (IAD), fundado en 1962 con la intención de imple-mentar la reforma agraria. Creado bajo las influencias de la Alianza pa ra el Progreso y de los acuerdos de Punta del Este de la Organización de Estados America nos (OEA), a lo largo de la década de los 60 el IAD formó parte de un amplio «programa de contrain surgencia», uno de cuyos pilares era impedir los movimientos autónomos del campesinado.5 A tra vés del IAD se pretendía «canalizar pacíficamente» las expectativas que provo-có entre el campesi na do la caída del régimen trujillista y la cap-tación por el Estado de una gran cantidad de tierras que habían pertenecido al tirano y a sus allegados.6 Su fundación marcó el inicio formal de la reforma agraria en el país y, por ende, de una nueva etapa en las relaciones entre el campesinado y el Estado. Sin embargo, el IAD tuvo una opaca actuación, limitándose en muchos casos a entregar títulos de propiedad a cam pe sinos que ya habían ocupado tierras, usualmente de las que habían

4 Citado en: Cassá, Doce, 1986, p. 90.5 Central Nacional Campesina, «Por la tierra, el pan, la independencia y

la libertad», s. f., p. 5. Para una discusión más amplia: Fernández Reyes, Ideologías, 1986, pp. 27-31.

6 Rodríguez, «Asentamientos», 5 de mayo de 1992.

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pertenecido al grupo Trujillo.7 Al IAD se le comenzó a ver la cos-tura desde el momento de su fun dación. Para empezar, porque la ley que lo creó dejó sin precisar aspectos tan cruciales como la de fi nición del latifundio, al igual que los cri terios para deter-minar lo que serían las unidades agrí colas apropiadas para dotar a las familias campesinas. En fin, fue una ley de principios abs-tractos que dejó sin garras ni dientes al IAD, organismo que debía implementar la reforma agraria.8 Que darse así o adquirir dientes y garras era, en lo funda men tal, una cuestión política.

El «problema de la tierra» y la suerte del campesinado en general fueron aspectos destaca dos en la campaña electoral de 1962. Para Juan Bosch, candidato presidencial del PRD, resultaba crucial modernizar las estructuras económicas y sociales, respon-sables, según él, del des tino políti co que había vivido el país hasta entonces.9 Resultaba imprescindible, también, para me jo rar las con diciones de vida de las masas campesinas. Afirmaba Bosch:

Un país de pobres es un país pobre [...] No son 50 tareas lo que hay que entre gar al campesino; son 100, para que gane por lo menos 100 pesos men suales. Con 100 pesos mensuales ya se puede vivir. Y nosotros ne-cesitamos que este pueblo vi va; y para vivir tiene que comer, tiene que tener casa, tiene que tener me dicinas, tie ne que tener ropa. Porque vivir no es vivir como los animales, sino vivir como las personas [...]10

Para llevar su mensaje a las masas campesinas, el candidato presidencial del PRD se trasladó a un sinnúmero de áreas rurales y transmitió por radio decenas de discursos que se distinguieron por su llaneza y por constituir una especie de pedagogía cívica. Entre sus propuestas sobresalió la de distribuir las tierras que

7 Maríñez, Resistencia, 1984, pp. 110-111.8 Rodríguez, «Asentamientos», 5 de mayo de 1992; y Maríñez, Resistencia,

1984, p. 110.9 San Miguel, Isla, 2007, pp. 141-183.10 Juan Bosch, citado en: José del Castillo y Otto Fernández, «Elecciones de

1962: Modelo para armar», ¡Ahora!, 6 de mayo de 1974, p. 45.

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habían pertenecido al clan Trujillo. Sobre el particular, el pro-grama del PRD proponía: «Reparto de tierra a razón de más o menos100 tareas por familia, hasta la cantidad de 70,000 familias de agricultores». Tal propuesta del PRD superaba significati-vamente la de los repartos que había rea lizado el IAD hasta el momento –poquísimos, por demás–, que se habían circunscrito a distribuir 60 tareas por campesino. Como si fuera poco, el PRD ofreció a los produc tores agrícolas garan tizarles los precios de sus cosechas, la creación de cooperativas y la ampliación del crédito. Todo ello se acompañaría con la prestación de servicios estatales y el respeto de los «de rechos de los tra bajadores y los campesinos».11 A sus ofrecimientos programáticos, el PRD au nó una activa labor de organización política en las áreas rurales. Al cabo de unas pocas semanas de proselitismo, llegó a contar con unos 150,000 seguidores organizados en la Federación Nacional de Her man dades Cam pesinas (FENHERCA), que actuó como brazo político del PRD en las áreas ru rales.12

Las expectativas en torno a los proyectos sociales de Bosch aumentaron con su victoria elec to ral en diciembre de 1962: entre los campesinos, porque esperaban que implemen tase un am plio pro grama de distribución de tierras y de reformas sociales; y en-tre los sectores más retrógra dos, por que temían que así ocurrie-ra. Para estos, el populismo de Bosch invocaba el espectro del comu nis mo. La cuestión de la tierra parecía constituir una de las pruebas de fuego de su gobierno. Mas, a cuatro meses de haber-se juramentado Bosch en el poder, la reforma agraria marchaba con pies de plomo. A pesar de que la reforma agraria había sido «la espina dorsal de las proyecciones del Go bierno del Presidente

11 Citado en: Ibid., pp. 47-48. Sobre la campaña electoral, ver: Gleijeses, Crisis, 1985, pp. 94 ss; y para apreciaciones más abarcadoras sobre la transición po-lítica postrujillista, véanse: Espinal, Autoritarismo, 1994, pp. 81-101; y Faxas, Mito, 2007, pp. 88-112.

12 Castillo y Fernández, «Elecciones», 6 de mayo de 1974, pp. 44 y 53, n. 16; y Gleijeses, Crisis, 1985, p. 94. Como señalan Castillo y Fernández, FENHERCA se limitó a organizar al campesinado para fi nes electorales; además, su lide-rato era mayormente de origen urbano y «pequeñoburgués», no cam pe sino, por lo que la organización no dejó huellas perdurables entre el grueso del cam pe sinado.

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Bosch»,13 el IAD se caracterizaba por su burocratismo, y su falta de re cursos y de coordinación con otras agencias estatales. Los contadísimos asentamientos que se realizaron no pasaron de ser meros repartos de parcelas individuales. Y lo que se proyectaba hacer durante los pró ximos seis meses no difería en lo sustancial de lo que se había hecho hasta entonces, es decir: «repartir unas cuantas parcelas de tierra». Por demás, la burocracia estatal, proveniente del truji llismo, y los terratenientes se encarga ron de hacer todo lo posible por obstaculizar la refor ma. De acuerdo con Gleijeses, los terrate nientes que alegaban haber sido despo-jados por Trujillo «inun daron» los tribunales con reclama cio nes judiciales, lo que contribuyó a frenar el programa agrario del Gobierno.14 Tratando de man te ner un precario equilibrio sobre la cuerda floja que atravesaba, Bosch apeló a los terratenientes para que donaran tierras para la reforma agraria, lla ma do que tuvo poca acogida. Cuando algo fue aportado, mucho dejaron que desear las tierras cedidas: una importante firma comercial donó un predio en el cual «no se producía ni la maldición».15

Por supuesto, el «compañero Presidente» tenía las manos llenas con otros asuntos. En esos meses, el centro neurálgico del país no era el campo, sino la capital. Allí convergían las fuerzas opo sitoras a su Gobierno, provenientes de virtualmente todos los bandos políticos. Sus desenlaces fueron el golpe de Estado de septiembre de 1963 y la Guerra Civil de 1965. La situación no cambió mucho luego del golpe contra Bosch. En sus primeros años, el IAD se limitó a realizar unos pocos y esporádicos asen-tamientos. Por ejemplo, el 8 de agosto de 1964 fueron asentadas 200 familias cam pe sinas en las tierras de la antigua Hacienda Fundación, en San Cristóbal, que había pertenecido a Trujillo.16 Incluso, en casos como este, el IAD se limitaba a reconocer un

13 Rafael Martínez G., «¿Se está llevando a cabo la reforma agraria que nece-sitamos?», ¡Ahora!, 2ª quin cena de junio de 1963, pp. 8-10. Lo que sigue se basa en este artículo.

14 Gleijeses, Crisis, 1985, p. 102.15 Bienvenido Brito, «Reforma agraria: Lo que es y lo que no es», ¡Ahora!, 10 de

marzo de 1969, p. 28.16 Moya Pons, Manual, 1978, p. 537.

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hecho con su mado: la recuperación por parte de los campesinos de tierras que les habían sido arrebatadas durante la tiranía. En total, solo ocho asentamientos se realizaron en ese año, los que apenas comprendieron unas 180,000 ta reas, distribuidas entre 2,214 familias (unas 81 tareas por familia). Durante el año de la guerra no se realizó ningún asenta miento; al año siguiente se realizaron solo cinco, que abarcaron menos de 40,000 tareas re par tidas entre 321 familias (casi 125 tareas por familia).17 No estaban los tiempos para atender a la reforma agra ria ni para resolver las carencias de los campesinos.

En el ínterin, la situación política del país se había transforma-do dramáticamente. Ello se evi denció en las elecciones de 1966, cuando las masas rurales, que habían apoyado a Bosch de for-ma contundente en 1962, dieron un giro y votaron de forma abrumadora por su principal con trincante, Joaquín Bala guer. El resultado de la guerra civil, la compactación política de los sectores de poder en torno a Balaguer, el apoyo que recibió este de parte de los Estados Unidos y la falta de garantías para que el PRD pudiera desarrollar una campaña libre de cortapisas, inci-dieron podero samente sobre los resultados electorales. Además, el Gobierno de Bosch no llenó las expectativas de las gran des ma sas rurales; en justicia, careció de las condiciones mínimas para implementar su pro grama de refor mas económicas y socia-les.18 A ello contribuyó la campaña que hicieron en su contra ciertos secto res sociales e ideológicos con fuertes vínculos orgá-nicos con el campesinado, como los terrate nien tes y los caciques rurales; los jerarcas de la Iglesia cató lica, que acusaron a Bosch de co mu nista y de ateo; y los militares y los burócratas, quienes sintieron amenazados sus tradicionales pri vilegios y su impronta sobre el campesinado debido a la campaña de Bosch contra la corrup ción.

Además, en el seno mismo del campesinado existían gru-pos –sobre todo los más aco mo dados– que veían con recelo al

17 Sánchez Roa, Despojados, 1992, p. 131.18 Sobre el particular, ver: Gleijeses, Crisis, 1985, pp. 77-117.

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presidente depuesto. No fue casualidad que las provincias cibae-ñas de Duarte, Espaillat y Santiago, núcleo del campesinado más próspero del país, se en con tra sen en tre las cuatro únicas que ganó la Unión Cívica Nacional (UCN) –organización opositora a la candidatura de Bosch– en las elecciones de 1962. Y no pre-cisamente por un estrecho margen.19 Los comicios de 1966, en los que no faltaron dispositivos frau du lentos en contra de Bosch y a favor de Balaguer, fueron el resultado de esa amalgama de factores. En ello también incidieron, como ha señalado Cassá, los «reflejos ideológicos tradicio na listas mol dea dos durante el período trujillista»; Balaguer era lo más cercano a los esquemas truji llistas de autoridad.20 Por demás, durante su campaña elec-toral, Bala guer recurrió a una discursiva «campe sinista» que influyó sobre el ánimo de las masas. Con fre cuen cia adoptó una retórica agra rista e hi zo ofrecimientos de tierra a los campesinos.

«Resuelto» el problema del poder gracias a la alternativa conservadora representada por Ba la guer –alternativa en la cual la represión y el terrorismo de Estado jugaron un papel central–, los sectores estatales tuvieron que enfrentar una serie de cues-tiones que habían quedado opacadas debido a los intensos con-flictos políticos de los años previos. Entre ellos se encontraba el problema agrario. En su discurso de toma de posesión, en 1966, el mismo Balaguer aludió a la necesidad de atender el problema agrario,21 postura que debe entenderse a la luz de una doble perspectiva. En primer lugar, porque resultaba crucial redefinir el papel que jugarían las actividades agropecuarias en el modelo

19 En las dos primeras provincias, la UCN obtuvo el 58% y el 61% de los votos, respectivamente; en Santiago, alcanzó la mitad de los votos, y si no obtuvo más apoyo se debió a que una agru pa ción rival, el Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC), cuyo programa y sus vínculos con la Iglesia Católica lo hacían atractivo a los campesinos, recibió cerca del 9% del total de votos emi tidos en la provincia. Es decir, en estas provincias los resultados electo-rales fueron opuestos a los del conjunto del país, en el que el PRD obtuvo una aplastante victoria con cerca del 60% de los vo tos. Castillo y Fernández, «Elecciones», 6 de mayo de 1974, pp. 49-51; y Campillo Pérez, Elec ciones, 1982, pp. 443-448.

20 Cassá, Doce, 1986, p. 247.21 Se puede consultar ese discurso en: Balaguer, Mensajes, 1992, pp. 11-35.

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económico que se implementó a partir de 1966. Orientado a modernizar la economía vía la industrialización dependiente, las actividades agropecuarias serían –en palabras de Lozano– «la fuente de excedentes con los cuales se financia[ría] el creci-miento capitalista en el ámbito urba no-industrial y comercial».22 En el caso de las actividades orientadas al mercado interno, ellas se dirigirían de manera prioritaria a satisfacer la demanda de una población urbana que aumentaba rá pidamente. En segun-do lugar –aunque no menos importante–, atender el problema agrario era cru cial para sostener el pacto social sobre el cual se erigía el liderato político del propio gobernante. Balaguer ha-bía sido, ciertamente, la ficha de los sectores de poder contra el proyecto populista de Bosch y el PRD. Él lo sabía. Mas, para poder jugar cabalmente ese papel, precisaba de una base polí-tica autónoma. Por ello, al igual que Trujillo, Balaguer intentó solidificar su posición entre las ma sas rurales, apoyo más que decisivo debido a que, mal que bien, las reglas del juego político habían cambiado, al menos formalmente. Ahora los partidos debían cortejar al campesinado, que se había convertido en una clientela política nada despreciable.

Si bien ya no era el Concho Primo de principios de siglo xx, el espectro de una conflagración social que tuviese al campesinado como uno de sus actores principales era lo suficientemente po-de rosa como para inquietar a los grupos de poder, que preferían mantener apaciguada a la «bes tia ca li banesca». Por eso, Balaguer se sabía el «gran necesario»:23 jugaría el papel de domesticador. Lo ha ría según sus propias reglas y de acuerdo a las necesidades de su poder personal: fue const ru yendo una base política que le brindó una gran capacidad de acción frente a los diversos secto-res de po der, tanto de los tradicionales como de los modernos. Gracias a su dominio «bonapartista», logró, además, neutralizar a los sectores castrenses que potencialmente podían alterar su función media dora entre las contradictorias fuerzas sociales y

22 Lozano, Reformismo, 1985, p. 165. Ver, también: Cassá, Doce, 1986; y Fernández Reyes, Ideo logías, 1986.

23 Así se le llama en un artículo de ¡Ahora!, 6 de agosto de 1973.

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políticas del país.24 Muchos militares fueron coop ta dos por me-dio de prebendas y cargos. Su apropiación y su uso ilegal de las tie rras del Estado se convirtieron en fenómenos harto comunes durante la segunda mitad de los años 60.

Durante esos años se reactivó la distribución de tierras por el IAD. Entre 1966-1970, el número de familias asentadas alcanzó las 6,071 en un total de 88 proyectos agrarios. Las tierras repar-tidas superaron el medio millón de tareas.25 Tales repartos, sin embargo, estaban muy lejos de resolver la grave situación de penuria en que vivían los campesinos pobres del país. Así, mien-tras que los pla nes oficiales hablaban de la necesidad de asentar anualmente un mínimo de 10,000 fa mi lias, la rea li dad era que desde su fundación hasta 1971 el IAD había beneficiado en total a menos de 14,000. ¡El déficit era de más de 86,000 familias!26 Y los problemas no se limitaban a que la reforma agraria seguía realizándose a «cuentagotas». La naturaleza de los repartos, basados en la distribu ción de parcelas individuales, la mayoría de las cuales no recibían crédito, asistencia técnica, ni in su mos, representaba otra limitación. Tampoco se crearon mecanismos para garantizar la comerciali zación de la producción ni los pre-cios; mucho menos se alentó la organización de los campesinos en aso ciaciones autónomas. Los campesinos «reformados» fue-ron dejados a su suerte. Sin apoyo esta tal, endeudados muchas veces y carentes de alternativas, una proporción nada desprecia-ble –calcu lada en un 30%– terminó por abandonar, traspasar o vender sus parcelas. La ironía era tan profun da que lle garon a cancelarse los «certificados de asignación» a los campesinos que dejaron de «cum plir con los requisitos establecidos» por el IAD.27 Para colmo, con frecuencia las parcelas se repartían a base del «amiguismo y la filiación política» más que de criterios estricta-

24 Lozano, Reformismo, 1985; Cassá, Doce, 1986; y Betances, State, 1995, pp. 113-125. Sobre el control balaguerista de las fuerzas armadas, ver: Atkins, Militares, 1987.

25 Sánchez Roa, Despojados, 1992, p. 131.26 Rodríguez, «Asentamientos», 5 de mayo de 1992.27 Luis S. Peguero Moscoso, «El agro dominicano: Sus problemas, sus logros y

sus fracasos», ¡Ahora!, 8 de julio de 1968, p. 67.

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mente económicos o socia les. Los campesinos pagaban los platos rotos por las deficiencias de la reforma agraria.

La eficiencia del sector reformado dejaba mucho que desear. Tal y como se venía realizan do, la reforma agraria contribuía a la extensión del minifundismo de baja productividad y, en con secuencia, agravaba los problemas estructurales del agro dominicano.28 Esos rasgos de los asenta mientos estatales le ve-nían de maravillas a quienes recelaban de la reforma agraria. Los asenta mien tos del IAD –argüían– eran la mejor muestra de que por medio de la distribución de la tierra re sultaba difícil, sino imposible, lograr la modernización del agro y au men tar la producción agríco la con el fin de sustentar la modernización económica que re quería el país. La alternativa real se en contraba –según esta visión– en brindar más y mayores ga ran tías a la «pro piedad privada» y en incen tivar al capital, tanto al nacio-nal como al foráneo, de ma nera que se lo gra se una verdadera moder nización del sector agrario.29 Por eso se atacaba lo que se deno minaba la concep ción «marxista» de que «la tierra es de quien la trabaja», criterio reduccionista –se argumentaba– ya que consideraba co mo trabajo únicamente al «trabajo directo». Por demás, «tra ba jo directo» tam bién era el «del ha cen dado que desde un punto cualquiera dirije [sic] la actividad de sus propie-dades agrarias».30

Había, en fin, que defender la «propiedad privada». El Estado debía ser «cauteloso» en su po lí tica de expropiaciones, la que debía fundarse en las leyes vigentes y en los «principios moder nos» aplicados en otros países. En primer lugar, debían expropiarse solo aquellos fundos que no cumpliesen con deter-minados criterios de eficiencia productiva; en segundo lu gar,

28 Brito, «Reforma», 10 de marzo de 1969; y «La reforma agraria en la picota», ¡Ahora!, 16 de ju nio de 1969, pp. 7-8.

29 «Reforma agraria tipo junker», ¡Ahora!, 22 de julio de 1968, pp. 6-7.30 Peguero Moscoso, «Agro», 10 de marzo de 1969, p. 68. A menos que se

indique lo contrario, lo que sigue se basa en este artículo. Ver, también: Livino Viñas Martínez, «Análisis de los pronunciamientos de la Asociación Dominicana de Hacendados y Agricultores Inc.», ¡Ahora!, 30 de junio de 1969, pp. 57-60.

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había que «te ner en cuenta el valor real de lo expropiado» y las tasaciones debían ser realizadas por tribuna les independientes; en tercer lugar, se aconsejaba expropiar solo una fracción de las fincas que no cumpliesen con los requisitos de productividad, de manera que los dueños invirtieran el dinero así obtenido en la mejora de sus tierras; finalmente, debían estar exentas de expro-piación las tierras ganaderas. A la luz de este tipo de discur siva productivista, que apelaba a la eficiencia y a la mo der nidad, se ocultaba un genuino temor a las implicaciones que podían tener los reclamos agra ris tas. Por eso recomendaba cautela. Por ello pedía frenos contra «todo el que trate de vulnerar [el de re cho a la propiedad privada] en nombre de un falso interés social o político».

Por tal motivo también criticaba aquellas posturas que propendían a la «politización del cam po»: unas con el fin de convertir al campesinado en un «instrumento electorero», otras con el pro pósito de transformarlo «en un agente subversivo». Después de todo, argüía el articulista cita do: «Nuestros campe-sinos, no tienen capacidad para asimilar las ideologías políticas que se deba ten actualmente en el mundo». Por ser en su mayoría analfabetos, son «proclives al engaño y per meables a la demago-gia y la agitación». El mensaje era claro: la reforma agraria era ineficiente; se po día hacer de otra manera, de forma «científi-ca», como prescribían los tratados. Pero, eso sí, res pe tando la propiedad privada y evitando la «politización del campo». Lo que no era sino un eufe mismo para referirse a la conveniencia de que los campesinos se dejaran guiar por quienes creían en el bien supremo del «derecho a la propiedad» –el de quienes controlaban la propiedad, entién dase, no el de los campesinos sin tierra, que en ese tipo de derecho no creían mucho–.

Tales inquietudes eran muestra de su temor ante unas masas rurales que mostraban cada vez más su disposición a validar la propiedad campesina. La creciente presión era patente en las esporádicas ocupaciones de tierras que realizaban los campesi-nos, muchos de ellos envalento nados por la retórica agrarista de la campaña electoral de 1966, cuando se hicieron promesas

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que aumentaron sus expectativas. Así, un grupo de campesinos ocupó «terrenos en un boscoso latifun dio ganadero», los que le habían sido prometidos durante la campaña «por los sargentos políticos del entonces candidato Balaguer». Para su sorpresa, al ocupar las tierras, los campesinos fueron arrestados y pro ce sados judicialmente. Aunque reconoció la necesidad de legislar con relación al problema agra rio, el Presidente hizo declaraciones públicas en el sentido de que los campesinos que invadieran tierras debían ser sometidos como violadores a la ley.31 Las ac-ciones campesinas para obtener tierra co men zaban a repercutir sobre las instituciones del país.

Sus reverberaciones se sintieron en el seno mismo de la Iglesia católica.32 Hubo casos de «curas de aldea» que adoptaron una prédica de contenido social basada en los evan ge lios, por lo que generaron relaciones más cercanas con sus feligreses. Para el padre Sicard, sacerdote de un pe queño poblado en la provincia Sánchez Ramírez, no había contradicción alguna entre cele brar sus misas –en las que sus sermones le habían ganado el peligro-so mote de «comunista»– y poseer un conuco donde laboraba como cualquier otro vecino de barrio.33 Tolera dos, quizás, por las autoridades estatales como meros curas excéntricos, la cuestión comenzó a complicarse cuando fueron los mismos jerarcas de la Iglesia católica quienes se manifestaron en contra de las des-igualdades sociales, refiriéndose con insistencia al problema del latifundismo. Encono generó la carta pública que en 1966 diri-gió el obispo de Higüey, monseñor José F. Pe pén, a los grandes propietarios del país, conminándoles a reconsiderar su posición sobre el pro ble ma de la tierra. Su punto de partida era la mala

31 «Reforma», 22 de julio de 1968.32 Sobre la Iglesia Católica en esos años, véase: Betances, Iglesia, 2009, pp. 167-228.

Pese a ser el más reciente –y quizás el mejor– estudio sobre el papel de la Iglesia en la sociedad dominicana, este libro es parco en abordar su posición ante la cuestión agraria. Esto resulta un tanto sorprendente dada la importancia de esa cuestión en las décadas de los 60 y los 70, así como de las diversas manifestacio-nes de curas, monjas y prelados acerca de ella.

33 Rafael E. Deprat, «El Padre Francisco Sicard: Asomo de un personaje», ¡Ahora!, 26 de agosto de 1968, pp. 62-67.

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«distribución y [el] mal uso de nues tra tierra». En clara alusión al acaparamiento de las tierras por los latifundistas, decía Pepén: «No tenemos derecho a privar a los demás de lo necesario por retener egoístamente lo que no po de mos consumir».34 Pepén sostuvo su postura contra viento y marea. Por ello se ganó la ene-mistad de los sectores terratenientes, sobre todo de los del Este del país, que no le perdonaron sus ataques al latifundismo. Lo que es más importante aún: sus expresiones reflejaban corrien-tes profundas que, silenciosamente, comenzaban a resquebrajar la posición de la Iglesia como defens o ra incondi cional del orden social y político.

En fin: desde la perspectiva de los campesinos que anhelaban un pedazo de tierra donde cul tivar, los efectos de la reforma agra-ria eran verdaderamente raquíticos. Con toda razón se refe rían a la distribución de tierras por el Gobierno como una reforma agraria a «cuentagotas». Mien tras el agrarismo oficial producía tan magros resultados en beneficio de las masas campesinas, los terratenientes, los militares y la burocracia gubernamental se apropiaban ilegal e impunemente de las tierras estatales.

La «reforMa agraria aL reVéS»

No era el agrarismo lo que avanzaba sino el «agarrismo». A una estructura agraria ya de por sí ses gada, en los años 60 se añadieron los numerosos casos de usurpaciones de tierras del Estado y una nueva oleada de desalojos de campesinos, motivados por el crecimiento de los lati fundios. Las mis mas cifras oficiales mostraban que, luego de una década de «reforma agraria», las desigualdades aumentaban en vez de disminuir.35 La coyuntura económica en el ámbito interna cional, favorable a los productos de exportación, incitaba a las agroindustrias a expandir los lími-tes de sus fincas. Hacia finales de la década de los 60, la Gulf &

34 «Iglesia vs. latifundismo», ¡Ahora!, 14 de marzo de 1966, pp. 43-44.35 Dore Cabral, Problemas, 1982; y Reforma, 1981.

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Western, propietaria del Central Romana, se lanzó a expandir sus ya dilatados cañaverales en detrimento de los colonos. Tales planes con frontaron la oposición de los colonos cañeros, quienes se valieron de su presencia en el ayuntamiento del muni cipio de La Romana para protestar contra ellos. También confrontaron la oposición del obispo Pe pén, quien expresó públicamente que las tierras que el Central quería sembrar de caña debían ser usa-das para distribuirse entre los campesinos pobres.36

Las transformaciones que venía sufriendo la sociedad domi-nicana desde los años 50 también incentivaron la expansión de los latifundios. El crecimiento de la población urbana gene ró una mayor demanda por bienes agropecuarios. La carne de res y la leche, los víveres, el arroz y los granos eran destinados de manera creciente a los mercados urbanos. No menos significativo resul taba el uso de bienes agrícolas como materia prima en las in-dustrias nacionales.37 Los terra te nien tes intentaron aprovecharse al máximo de la bonanza económica. Las tierras ganaderas, por ejem plo, continuaron su crecimiento. Para 1971, más del 56% de las tierras del país dedicadas a la pro duc ción agropecuaria estaban destinadas a la ganadería. Las tierras ganaderas eran em-pleadas de manera muy deficiente, por lo que la relación entre área de tierra por cabeza de ganado era excesi va mente alta. Una res ocupaba en promedio cerca de 13 tareas, «cuando la relación moderna tie rra/unidad bovina» –se alegaba– «es de 3 a 5 tareas por ejemplar».38 Para colmo de males, cerca de una cuarta par te de las tierras de pastos dedicadas a la ganadería eran terrenos aptos para la agri cultura.

En varias regiones del país, parecía que «las vacas se comían a la gente». En las provincias del Este, además de confrontar la competencia de la caña de azúcar, los campesinos se enfrentaban a la existencia de grandes latifundios ganaderos controlados por

36 «El plan Montalvo o las ambiciones del Central Romana», ¡Ahora!, 1º de abril de 1968, pp. 22-24. Sobre este con sorcio económico, el más importante en el país en esos años, ver: Castillo et al., Gulf, 1974.

37 Sobre estas tendencias, se puede consultar: Lozano, Reformismo, 1985, pp. 131 y ss.

38 Dore Cabral, Problemas, 1982, p. 19.

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un reducidísimo número de fami lias y de empresas, entre ellas la omnipresente Gulf & Western. De las tierras en explotación en el Este en 1971, que ascendían a 9.7 millones de tareas, se cultivaban cerca de 2 mi llo nes en caña y 5.6 millones eran pasti-zales.39 Buena parte de las tierras dedicadas a la ganadería eran terrenos esta ta les ocupados ilegítimamente. Por ejemplo, en el paraje Río Piedras, entre las provincias de Hi güey y El Seibo, se calculaba que había unas 200,000 tareas del Estado que habían sido usurpadas por varios ganaderos de la zona. Muchas de las tierras permanecían baldías. Entre los casos men cio nados se encontraba el de un terrateniente que contaba con unas 20,000 tareas, de las que daba a tra bajar «a medias» alrededor de 800 a unos 40 aparceros; el resto de las tierras permanecían in cultas. Los campesinos que denunciaron tal situación también aludie-ron a una familia residente en La Romana que controlaba cerca de 50,000 tareas baldías en el lugar conocido como El Cuey.40 En el Este, a una estructura agraria con sesgos monstruosos, se aña-dían unas estructuras de poder cua simedievales. No sin razón, al oriente dominicano se le comparó con el nordeste brasileño.41

En algunas áreas del Este los conflictos por la tierra alcanza-ron una gran intensidad. Tal fue el caso en Nisibón, donde los ganaderos no les habían dejado tierra a los campesinos «ni para una letrina».42 Según el testimonio de Manuel Santana, uno de los afectados por la geofagia, parte de unas tierras que se dispu-taban los campesinos y los ganaderos habían pertenecido origi-nalmente a «los Ci prianes y los Corderos» y el resto era «tierra abierta». Ramón Bonet, un campesi no que na ció en 1901, refirió la existencia de terrenos comuneros antes de que se hicieran «las prime ras medi cio nes». Juanico Guerrero, quien llevaba cul-tivando arroz desde los años 50 en el lugar co no cido como La Ciénaga, recordaba el sitio «cuando era montería». Luego de una

39 Ibid., pp. 53-54.40 «Señalan área que se halla en abandono», EC, 11 de octubre de 1972.41 «Higüey: El Nordeste brasileño en el Oriente dominicano», ¡Ahora!, 16 de

agosto de 1971, pp. 2-3.42 Antonio Gil, «Acaparan tierras en región Este», EC, 11 de septiembre de 1972.

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cuares ma –ale gó– el pajonal cogió fuego, lo que contribuyó a lim-piar el terreno, y desde entonces un sinnúmero de agricultores se dedicaron a cultivarlo. Enemesio «Boro» Reinoso señaló que un tío suyo, Crispín Reinoso, se encontraba entre los ocupantes originales de los terrenos y que a él le constaba que los «trabaja-deros de la ciénaga» –es decir, sus tierras labrantías– habían sido «levantados» por sus ha bi tantes «a puro machete» cuando esos terrenos no eran sino «cambronales y pesetas». El Estado con-tribuyó al poblamiento del territorio durante la Era de Trujillo, creando un pequeño asenta mien to en el lugar con cerca de 300 familias. El mismo Gobierno «pagó la tum ba» de la vegetación y construyó unas «casitas» para los asentados. La zona continuó siendo una región de «trabajado res» hasta que «comenzaron a lle-gar los grandes», durante la parte finales de los años 50, a raíz de la construcción de una carretera, que facilitó el transporte hacia los centros urbanos, por lo que aumentaron las posibilidades de comercialización de los productos agropecuarios. Desde en ton ces los terratenientes fueron concentrando la propie dad agraria. A Guerrero le reclamó la tierra que cultivaba un tal Emilio Sánchez, con quien tuvo que litigar en los tribunales. Y a pesar de que el fa-llo favoreció a Guerrero, Sánchez continuó adqui riendo terrenos mediante compras y ejer cien do «presión» sobre los agricultores, «logrando sacar» a varios de ellos de las tierras. A prin ci pios de los 70, había acaparado cerca de 15,000 tareas.

En el seno del campesinado mismo surgieron grupos que se aprovecharon de las tierras del Estado o sin titular con el fin de hacerse de porciones de ellas. Y si bien sus fincas no alcanzaban las dimensiones de los grandes latifundios, sí constreñían las po-sibilidades de subsis tencia de los cam pesinos más pobres. Ante las denuncias sobre las posesiones ilegales de tierras estatales en el mu ni ci pio de El Seibo, Mero Sánchez reconoció que ocupaba unas 1,000 tareas desde el año 1952, en las que mantenía «un ordeño de 20 vacas».43 Sánchez se escudó tras su considerable

43 Antonio Gil, «Ordenan a terratenientes desalojar 24,000 tareas. El IAD promete las va a repar tir», EC, 11 de octubre de 1972.

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«carga de hi jos» –tenía 21 vástagos– y alegó que las tierras ocu-padas por él no eran aptas para la agricultura por estar ubicadas en las lo mas. No obstante, admitió que era dueño de 750 tareas en el paraje Los Carpinteros y que recientemente –su testimonio lo ofreció en 1972– había comprado 100 tareas en el lugar de El Cuey. Ovidio Castillo fue otro propietario de origen campesino que llegó a acumular una serie de predios, incluyendo 400 tareas de tierras esta ta les que destinaba a yerba; no obstante, en Los Ranchos, en Higüey, poseía 500 tareas propias desde finales de los años 50, en las que mantenía cerca de 60 cabezas de ganado. Por su parte, hacia el año 1960, cuando apenas era un empren-dedor joven de 24 años de edad, Vinilo Castillo «entró» a unas 1,000 tareas de propiedad es tatal. Se dedicó a comprar «franjas de mejoras» a diversos campesinos, «hasta reunir la cantidad de tierras que detenta» junto a un herma no, quien poseía «otras 500 ta reas». Vinilo poseía un ge nui no espíritu empresarial. Era dueño de una parcela en Rancho de Mana, de dos tareas, en las que había construido su residencia, y era arrendatario de 300 tareas adicionales en Los Ranchos, por las que pagaba un canon de 300 pesos anuales. Su empuje le venía de familia ya que su padre era due ño de 800 tareas en Hato de Mana, tierras en las que mantenía unas 50 cabezas de ganado.

No es de extrañar el interés de los Castillo en la crianza de ga-nado. Entre el campesinado do minicano, la ganadería posee un prestigio singular. Al hatero –apelativo de origen colonial con el cual se denomina a los propietarios dedicados a la ganadería– se le tiene por persona de recursos amplios; en las regiones más po-bres, basta con tener unas cuantas reses para ser considerado un «rico». Si el «hato» alcanza a varias decenas de cabezas de gana-do, al due ño se le reputa como un verdadero poten tado. No fue, pues, casualidad que Elidio Ciprián se dedicase a la crianza en las tie rras que le cedió Bernardo de la Cruz, gran propietario junto a quien «entró» en esos terrenos en los años 40. De las 700 tareas que explotaba, Ciprián dedicaba unas 100 al cultivo y el resto a la gana dería. Según él, en los terrenos de De la Cruz llegaron a habitar «ciento y pico de ocupantes»; todos, menos él, habían

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vendido a «los higüe ya nos capitalistas», quienes se quedaron con la mayoría de esas tierras. Uno de ellos fue Lucas Guerrero, quien a partir de 1962 «fue comprando tierras, […], en zonas que eran de “bosques”». Una década más tarde, era propietario de más de 1,500 tareas en las que mantenía un centenar de «va-cas de ordeño». Otro predio que tenía en Hato de Mana, de 700 tareas, también era dedicado a «potreros». Guerrero alegó que un hermano suyo era dueño de cerca de 4,000 tareas de tierra. Por razones que no están del todo claras, pero que sugie ren que entre ellos existía alguna disputa por esas propiedades, parte del alegato de Guerrero fue desmentido por un sobrino suyo, hijo del aludido hermano. El sobrino de Guerrero se adjudicó unas 2,000 tareas que explotaba junto a dos hermanos suyos; en ellas mantenía 190 cabezas de ganado, 50 de su propiedad y el resto «a medias». Aducía que había adquirido esas tierras a partir de 1965, cuan do comenzó a comprar «mejoritas [...] por 15 y 20 pesos».44

Si bien la concentración de la tierra alcanzaba niveles into-lerables en el Este, esa no era la úni ca zona del país donde los campesinos confrontaban tal situación. En diversas regiones del Ci bao grandes terratenientes ocupaban tierras estatales que teóricamente debían ser distribuidas por el IAD. En el municipio de Bonao, un grupo de cam pesinos alegó que la familia Lachapelle ocupa ba 40,000 tareas de propiedad estatal.45 El poblado de Piedra Blanca se encontraba rodeado por las tierras de dicha familia, razón por la cual habían desaparecido «los pequeños predios de agricul to res», alegó Salvador Félix Peña, vocero de los campesinos que realizaron la denuncia. Por carecer vir tualmente de agricultu-ra de subsistencia, los precios de los productos agrícolas eran muy altos en Piedra Blanca ya que estos debían ser transportados desde otras secciones del municipio de Bonao.

A finales de los años 60, muchos campesinos que habían dis-frutado por décadas del uso o de la propiedad de determinadas

44 Ibid.45 Antonio Gil, «Ex militares amenazan aquí ocupar predios», EC, 27 de no-

viembre de 1972.

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tierras sufrieron amenazas de despojo por los potentados del agro. En Las Cuevas de Cevicos, en Cotui, varios campesinos ale-garon que la Hacienda Cotui in ten taba apoderarse de terrenos que les pertenecían.46 Argüían que la venta de las tierras a la refe ri da compañía por un tal Wenceslao Medrano, transacción sobre la que la firma intentaba avalar su propiedad, era ilegal ya que el supuesto vendedor no había sido el legítimo dueño de esas tierras. No obstante, alegando «violación de propiedad», la Hacienda Cotui logró que varios campesinos fueran enjuiciados en 1969, ocasión en la que fueron descargados por el tribunal. En desacuerdo con el fallo, la Hacienda apeló en 1970. Durante el nuevo juicio, los campesinos acusados alegaron que ocupaban esas tierras desde la década de los 40 y que desde entonces las trabajaban «en su provecho personal». Uno de ellos incluso argu-mentó que había nacido en ellas. En el juicio, los re presentantes de la Hacienda Cotui no presentaron títulos que la acreditaran como legítima pro pie taria de los terrenos en disputa; los campe-sinos, por su lado, presentaron «títulos de parcelas ve ci nas a las ocupadas» por ellos. Parece, pues, que se trataba de tierras cuya propiedad legal era in cierta, pero que los campesinos habían estado usufructuando por años. Esos «invasores perma nentes», como les ha denominado Gerrit Huizer,47 ocupaban tierras no reclamadas que eventualmente se valorizaron, o que los terra-tenientes trataban de ocupar para su beneficio. Fue entonces cuando se agudizaron los conflictos por su dominio.

En un conflicto similar al anterior, en Samaná cerca de 200 agricultores residentes en las sec ciones Rancho Español y Las Pascualas sufrían periódicamente las amenazas y los atropellos de los administradores de una finca que era propiedad de un ex oficial de las Fuerzas Armadas. Los campesinos recibían amenazas de destruirles sus cosechas, las que alegaban haber desarrollado en terrenos «cercanos a la propiedad del ex-con-tralmirante» pero que originalmente eran baldíos.48 En dichos

46 «Respaldan a inculpados de violar propiedades», EC, 7 de febrero de 1970.47 Huizer, Potencial, 1980, p. 17.48 «Denuncian los amenazan con destruirles cultivos», EC, 17 de agosto de 1970.

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terrenos habían sembrado café, cacao, plátanos, batata, yuca y otros víveres. En total, las tierras en disputa alcanzaban las 16,000 tareas, de las cuales 9,000 estaban cultivadas y el resto se man tenían baldías; todas –alegaban los campesinos– quedaban fuera de la finca del terrateniente. Añadieron que residían en ese lugar desde los años 40, y que «todos son nacidos y criados en la zona». Los «choques» con los administradores de la finca del ex militar ocurrían regularmente, sobre todo durante las épocas de cosecha, cuando arreciaban los intentos por desalo jarlos. En bús queda de amparo, en 1968 habían solicitado que las tierras disputadas fueran incorporadas a la re for ma agraria de manera que se legitimara su posesión, más allá del derecho que pudiese des pren derse de su prolongada ocupación de las tierras y del «sudor de su frente», gracias al cual habían lo gra do mejorarlas. Dos años más tarde, no se había cumplido su pedido y volvían a padecer nue vas amenazas.

Y no eran los propietarios particulares los únicos que ame-nazaban a los campesinos. Las mis mas empresas estatales se con-vertían en una fuente de zozobra para los campesinos. Lo fueron al menos para Genaro Sánchez, acusado en 1970 de incendiar 700 tareas de caña del ingenio Cata rey, operado por el Consejo Estatal del Azúcar (CEA).49 Enfrentado a la administración de Catarey, porque se negaba a abandonar las tierras que cultiva-ba, enclavadas «entre campos de caña del in ge nio azucarero», Sánchez alegó que al día siguiente de su arresto sus siembras ha-bían sido des truidas por tractores del Ingenio. Entre las siembras «dañadas» se encontraban 700 matas de naran jas y cerca de 40 tareas de maní financiadas por la Manicera, industria dedicada a la produc ción de aceite. Según el acusado, la destrucción de sus predios, la alegación en su contra y su detención for maban parte de «un plan del administrador del Central [...] para desalojarlo de su conu co», el que llevaba cultivando desde principios de los años 60.

49 Rafael Familia López, «Dice tractores Catarey le dañan sus cultivos», EC, 20 de enero de 1971.

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El celo que mostraban los administradores del CEA respecto a las tierras que supues ta mente pertenecían al organismo no era uniforme. Por el contrario, era común que se hicieran de la vis ta larga cuando se trataba de usurpaciones realizadas por potentados o por sectores de poder. Así, de las 50,000 tareas del ingenio Esperanza, en la provincia de Puerto Plata, solo 20,000 eran usa das directamente por el central en la siembra de caña, estando el resto «en manos de parti cu lares», según denunció un grupo de «pequeños productores de la zona».50 Estos alegaron que si bien una parte de las tierras eran ocupadas por ellos, la mayoría «está en manos de gente con pla ca», es decir, con «matrícula de automóviles oficiales». Claudio Aguilera, uno de los pequeños pro ductores que dio a conocer esa situación, alegó que ellos habían tenido las tierras en arrenda miento por un período de dos años, «pero que se les dejó de cobrar» sin razón aparente. Añadió que «los grandes» habían obtenido las tierras del Ingenio gracias a sus «enllaves y combinaciones con los po lí ticos». Se mencionaron varios casos en los que los predios ocupados por los militares y los per so neros del régimen alcanza-ban las 3,000 tareas de tierra.

«Grandes» y «pequeños» también ocuparon tierras del Estado en Aciba, en el municipio de Santiago.51 En esa sección rural, en tierras del IAD había unas 400 familias que ocupaban predios minúsculos cuyos tamaños oscilaban entre las 3 y las 10 tareas. No obstante, había quienes deten taban predios entre las 500 y las 1,500 tareas de extensión. Las tierras ocupadas habían pertenecido al general Alfredo Victoria, un importante caudi-llo de principios de siglo; más tarde pasaron a manos de José Estrella, un temido militar de la época de Trujillo que fue uno de los lugartenientes del tirano.52 A la muerte de Trujillo, las tierras de Aciba pasaron a ser propiedad del Estado domi nicano y fueron destinadas a ser distribuidas por el IAD como parte de la reforma agraria. No obs tante, nunca fueron repartidas por el

50 Antonio Gil, «Tienen 30,000 tareas», EC, 28 de agosto de 1972.51 Gil, «Ocupan 41,000 tareas del IAD», EC, 8 de noviembre de 1972.52 Crassweller, Trujillo, 1968, pp. 197-200.

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organismo; en su lugar, ocurrió una «ocupación masiva» en 1961 en la que, aparentemente, participaron «mansos y cimarrones». Entre quienes tenían «las mayores ocupaciones» había varios que poseían «grandes extensiones [de tierra] en lugares próxi mos». Tal situación prevaleció a lo largo de los años 60, pese a que en 1968 el departa mento de Bienes Nacionales realizó una investi-gación en torno a la finca. Entonces se en con tró que 42 de los mayores ocupantes poseían tierras en otros lugares; se llegaron a mencionar ca sos de propietarios de 8,000 tareas. Mientras pre-valecía tal situación, existían en la sección de Aci ba y en regiones aledañas cientos de campesinos que no tenían ni un pequeño predio donde vi vir y cul tivar. Un campesino alegó que vivía junto a su esposa y sus cinco hijos en las ruinas de la antigua residencia del general Victoria, y que sobrevivía a base de «echar días» ya que no tenía dón de sembrar ni «tres matas de maíz».

Durante la segunda mitad de los años 60, el latifundismo avanzaba en todas las regio nes del país. Luego del ajusticiamiento de Trujillo, sus propiedades y las de sus allegados, teórica mente de propiedad estatal, fueron objeto de ocupaciones ilegales por «personas enroladas en los grupos dominantes del país», inclu-yendo a «altos oficiales de las fuerzas armadas».53 A principios de los años 70, la situación alcanzó tal intensidad que varias asocia-ciones campesinas, aún a cos ta de sufrir represión y persecución, comenzaron a denunciar sistemáticamente tales usurpacio nes de tierras. Su propósito era presionar al Gobierno para que tomara «cartas en el asunto para obligar a los terratenientes a devolver la tierra que tan sin derecho cogieron, y entregárselas [sic] a los labriegos que carecen de ella». En el municipio de Cumayasa, se habían usurpado tierras per te necientes al CEA en tajadas que oscilaban entre las 4,000 y las 6,000 tareas; incluso se mencionó un predio que alcanzaba las 16,000 tareas. Entre los ocupantes de estas tierras había civiles –empre sarios y profesionales– al igual que «algunos militares». Irónicamente, estos reconocían la

53 «Escándalo: Terratenientes ocupan tierra del Estado», ¡Ahora!, 8 de noviem-bre de 1971.

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ilegitimi dad de su ocupación, mas pretendían que el Gobierno legalizara su posesión. En Cabarete, en la provincia de Puerto Plata, se hablaba de una ocupación ilegal por parte de unos «insaciables acapa radores» que rondaba las 40,000 tareas; en el municipio de Vicente Noble se rumoraba sobre «mi lla res y mi-llares de tareas pertenecientes al CEA» traspasadas al IAD para ser repartidas, pero que habían sido ocupadas ilegalmente por varios potentados. Situación similar existía en terrenos esta ta les que bordeaban la Capital. En Nisibón, en el Este, se calculaba que las tierras del Estado ocupa das por los ganaderos ascendían a las 100,000 tareas.

En ocasiones, se intentaba darle visos de legalidad a la usur-pación de las tierras estatales rea lizando transacciones fraudu-lentas. Así, en 1969 una docena de terratenientes logró que el IAD les vendiese propiedades en la sección de Yonú, en Higüey, que totalizaban cerca de 20,000 tareas. De acuerdo con un miem-bro de una comisión oficial que examinó ese traspaso, el mismo resultaba totalmente injustificado tanto desde el punto de vista de los intereses de los campesinos de la región, que padecían el acaparamiento de las tierras, como desde la perspectiva del Estado, el que, a su juicio, había resultado timado en esa venta.54 De hecho, el mismo IAD había tasado las tierras vendidas a razón de RD$30.00 - $35.00 por tarea. No obstante, el precio de venta fue de solo RD$3.00 la tarea, es decir, de cerca del 10% del pre-cio real de las tierras traspasadas. Sí, el «agarrismo» constituía un lucrativo negocio.

En un caso parecido, entre 1970 y 1971 el IAD vendió a diversos ganaderos del Este tierras en la sección de Nisibón, ventas que también tenían todos los visos de haber constituido transac cio nes fraudulentas a favor de los terratenientes.55 La iniciativa para comprar las tierras en cuestión provino de la Asociación de Ganaderos de Nisibón, la que realizó la solicitud

54 Melvin Matthews, «Tierras de Estado ocupadas en Este. Califica de difícil problema agrario», EC, 29 de agosto de 1972.

55 «Comisión Recuperación revela las irregularidades en Nisibón», EC, 21 de noviembre de 1972.

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de compra en abril de 1970. Desde sus inicios, se alegó, «se pro-dujo una distorsión deliberada de la realidad» con la in tención de persuadir al Poder Ejecutivo «de que la situación existente en Nisibón» ameritaba «la en trega de terrenos mediante ventas masivas», aduciendo que los ocupantes de los terrenos eran «per sonas desposeídas» que por generaciones «habían fomen-tado mejoras innúmeras [sic] en aquellas áreas». Amparados en esos alegatos, se realizaron 542 contratos de venta, que to-talizaron más de 200,000 tareas del Estado, vendidas al «precio simbólico» de RD$1.00 la tarea. Pero lejos estuvo tal venta de redundar en beneficio de los campesinos pobres. Las irregula-ridades detectadas poco des pués daban cuenta de un esquema fraudulento para beneficiar a unos pocos acaparadores de tie rras al socaire de una acción de justicia social. Para empe-zar, hubo ventas de miles de tareas a pro pietarios de grandes predios de terrenos o que poseían otros «medios de fortuna». Algunos poten ta dos hicieron que aparecieran como adquirien-tes individuales todos los miembros de sus res pec tivas familias, incluso los que vivían en el extranjero. En otras ocasiones, se simularon ventas de predios de regular tamaño a campesinos de escasos recursos, a los que se les entregaba una décima parte de las tierras que supuestamente habían adquirido; la diferen-cia entre lo comprado pero no entre gado iba a parar a manos de «algún terrateniente importante» o de alguna «reputada ha cien da colindante». También hubo ventas a personas total-mente desconocidas en la zona, o documen tos de compraventa en los que solo aparecían las huellas dactilares del adquiriente, práctica usual en caso de compradores que no sabían escribir, pero cuya identidad no había sido verificada. En casos como estos, se presumía que se trataba de medios empleados por los terratenientes para lo grar la obtención de tierras por métodos fraudulentos. En varios casos, las personas a cuyo nombre aparecían los contratos de compraventa alegaron que nunca tuvieron «bajo su control y de tenta ción las tierras que apare-cen vendidas». También se usaron testaferros para camuflar ad qui siciones ilegales; entre los testaferros hubo peones de las

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fincas de los grandes propietarios, que seguramente fueron los verdaderos beneficiados con esas compras fraudulentas.

«Todo el mundo arrempuja a uno», acotó Feliselvio «Papi» Rijo, uno de los campesinos afec tados por el acaparamiento de tierras en Uvero Alto, otra de las secciones rurales del orien-te do minicano.56 La situación de los habitantes de la sección empeoró a fines de los 60 a raíz de la llegada de un grupo de ganaderos dispuestos a obtener tierras de cualquier manera. Entonces, ale gó Amado Gil, segundo alcalde pedáneo del lugar, «nos sacaron de los trabajos, nos echaron de las tierras buenas y nos dejaron el peñón». Y todo se hizo a pesar de que las tierras de las que fue ron desalojados pertenecían al IAD y estaban en vías de ser distribuidas por el organismo. Entre los terratenientes que realizaron esos despojos se encontraban altos directivos de la Asociación de Ga naderos de Nisibón. Atraídos por los rumores de que el Estado le vendería tierras a dicha aso cia ción, algunos campesinos se «pegaron» a ella con la intención de obtener algún terre nito; porque «la Asociación daba la sombra» –arguyó Heroíno Reyes– «yo me arrimé al palo». Tomás Pouerié tam bién buscó su cobijo para «tratar de conseguir tierras»; como él hubo varios campesinos admi tidos en el organismo «para hacer número». Alguno que otro de ellos obtuvo peque ños beneficios; a Adán Guerrero, un «vie-jito», «le dieron unas chivas para que fuera ganadero». Mas, vanas resul taron las esperanzas de la mayoría, que sufrió, por el contrario, el despojo de los ganaderos. El mis mo Pouerié dio testimonio sobre las usurpaciones que se habían realizado en la zona. Testigo ex cep cional por haber fungido como vigilante de las tierras adqui ridas por el IAD para ser distribui das entre los campesinos, él mismo informó a sus supe riores sobre las ocupa cio nes ilegales. En pa go, «me llegó la cancelación por economía», despido que resultó totalmente conveniente para los res pon sables de las usurpaciones de las tierras del IAD.

56 «Parcelas reforma agraria pasan a manos privadas», EC, 11 de septiembre de 1972.

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La «reforma agraria al revés» –como se le llamó en la revista ¡Ahora!– continuaba su marcha arrolladora. La oleada de des-pojos, que arreció a finales de los 60 e inicios de los 70, adoptó varias modalidades. A veces se trató de despojar a los campesinos de tierras propias cuyo legítimo dominio podían demostrar me-diante sus respectivos títulos y documentos catastrales. En otros casos, eran tierras ocupadas por los campesinos como precaristas ya que carecían de títulos de propiedad o de algún otro docu-mento que avalase su posesión. No obstante, era común que las tie rras ocupadas en tales circunstancias careciesen de dueño legítimo conocido, que fuesen tierras del Estado, o que sencilla-mente fuesen monte virgen que había sido limpiado y acondi-cionado pa ra el cultivo o la crianza de animales por los mismos campesinos. Cuando surgían reclamos sobre tales terrenos por parte de algún potentado, era usual que este presentase algún título que supues ta mente validaba su propiedad. No obstante, los campesinos amenazados con ser desalojados siempre duda-ban de esos documentos; en buena parte de los casos, sus dudas no eran infundadas. Por ejemplo, en febrero de 1971, la policía intentó desalojar a unas 90 familias que ocupaban unos terre nos en la sección El Cuey, de El Seibo, acción solicitada a las autori-dades por la Compañía Goico, que proclamaba ser su legítima propietaria.57 Pero los campesinos de El Cuey alegaban que habían ocupado los terrenos cuando «eran bosques y se decía [que] eran propiedad del Central Romana, en el año 1962». En ese momento, el Central había solicitado a las autoridades que desa lojaran a los campesinos, pero el fiscal a cargo de la querella, lejos de proceder con el desahucio, los instó a per ma necer en esas tierras ya que «el Gobierno quiere hombres que tra bajen». Y, en efecto, en ellas con tinuaron laborando hasta que los Goico presentaron su solicitud. Los campesinos alegaron que el recla-mo de propiedad por parte de la Compañía databa de apenas tres años, es decir, de 1968; añadieron que «no se sabe cómo llegaron a ser dueños [sic]».

57 «Amenazan a 90 familias despojarlas de tierras», EC, 9 de febrero de 1971.

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Otra modalidad de los desalojos eran los que se realizaban contra campesinos que origi nal mente habían ocupado tierras de grandes propietarios con su aquiescencia, pero que por alguna ra zón los últimos o sus descendientes trataban de expulsar. En tal situación se encon traron miles de apar ceros a finales de los años 60, los que fueron expulsados de las tierras que habían mejorado; en no pocas ocasiones, los campesinos habían «entra-do» a las tierras cuando estaban bal días, o cuan do eran montes o bosques de escaso valor agrícola, ha biéndolas convertido en terrenos la brantíos. Por ejemplo, a finales de 1968 varias familias campesinas fueron amenazadas con ser expul sadas de unas tierras que venían laborando por más de 25 años y cuyo propietario original, el te rra teniente Bernardo de la Cruz, les había autorizado a ocupar.58 Sin em bar go, los descendientes de De la Cruz les exigieron la compra de las tierras que ocupaban a título pre cario, a razón de RD$16.00 la tarea; de no comprarlas, debían abandonarlas. Los campesinos tenían otra visión de las cosas. Para ellos, los muchos años que habían dedicado al cultivo los hacían acreedores al terreno que ocupaban des de los años 40. Por tal razón, y «para evitar una desgracia», solicitaron la intercesión del presidente Balaguer ya que esta ban dispuestos a morir en el intento de evitar su desalojo.

El Sur también fue escenario de numerosos desalojos de pequeños y medianos producto res. En Azua, un grupo de cam-pesinos alegó que el IAD trató de sacarlos de unas tierras que labo raban hacía cinco años. En Vicente Noble, en la sección de Quita Coraza, unos 300 campesinos eran amenazados por dos terratenientes cuyas fincas colindaban con unos terrenos bosco-sos que eran cul tivados por los primeros desde 1966. Los campe-sinos de Quita Coraza alegaban que los terra te nientes carecían de títulos que demostrasen que fuesen los dueños de esas tierras, pero que aun así pretendían venderlas a una empresa bananera. El «azote de los desalojos» se sentía en otras re gio nes del país, como la frontera y la provincia de Puerto Plata. En la primera

58 «La reforma agraria y los desalojos», ¡Ahora!, 9 de diciembre de 1968.

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zona, en Duvergé, se quitó a unos agricultores las tierras que tra-bajaban «en la parte alta» para cedérselas a un abogado, descrito como «ex diplomático muy allegado al presente régimen». En la segunda zona, en el mu ni cipio de Luperón, unos 80 campesinos habían sido amenazados por el fiscal de Puerto Plata con ser sacados «amarrados de las tierras que durante muchos años han venido cultivando».

Los desalojos parecían multiplicarse al infinito. Tan grave llegó a ser la situación en algunas zonas que hasta funcionarios del Gobierno protestaron y llamaron la atención contra ellos. En el caso de Puerto Plata, el diputado oficialista Jesús María García Morales se pronunció en contra de la desigualdad en la posesión de la tierra; añadió que los desalojos que se intentaban en Luperón aumentarían tal desigualdad. Con relación a la fron-tera, se expresaron fun cio narios de alto nivel de la Secretaría de Agricultura. Refiriéndose a la situación, la revista ¡Ahora! sintetizó:

El desalojo, como se sabe, es uno de los medios de que tradicionalmente se han valido los grandes propietarios rurales para acaparar la tierra y ampliar sus po se siones. [Es una] mala práctica constante y copiosa, que cada semana y cada mes, des poja de la tie rra o de los sembra-dos a decenas y centenares de familias campe si nas, lan-zadas por los terratenientes al camino y al más absoluto desamparo […] Al gu nos investiga dores […] estiman que los desalojos superan en número a los asentamien-tos [del IAD]. De ser así, un proceso anularía al otro.59

Se trataba, sin duda, de una «reforma agraria al revés». Tan de cabeza marchaba el campo dominicano, que en marzo de 1969 el diputado de la oposición Jottin Cury sometió un proyecto de ley prohibiendo categóricamente los desalojos de campesinos, ley que

59 Ibid.

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debía aplicarse «con carácter de emergencia nacional».60 Entre otras medidas contra los desalojos de los campesinos, el proyecto de ley sugería la «expropiación sin indemnización de las tierras objeto de desalojo». De acuerdo con la prensa, los campesinos amenazados con ser expulsados de las tierras que ocupaban habían re cla mado insistentemente una ley de tal índole; pensaban que así se pondría coto a los desmanes que se cometían contra ellos constantemente. Ese «creciente clamor de las zonas rurales» encontró eco en las organizaciones campesinas, como la Federación de Ligas Agrarias Cristianas (FEDE LAC), y entre la jerarquía ecle siástica, algunos de cuyos voceros también exigieron la prohibición de los desalojos. Sin embargo, el proyecto de ley fue derrotado debido a que los delegados del Partido Reformista, en mayoría en la Cámara de Diputados, se opusieron al mismo. En sal y agua se convirtió la retórica agrarista del oficialismo. El presidente del cuerpo legislativo alegó que una ley de ese tipo resultaría «incons titucional» porque violaría el derecho de propiedad. Cury contes tó que, con relación a los desalo jos, «las consideraciones de orden público y de paz social se [sobre ponían] al criterio del derecho absoluto de propiedad privada». Además, los favorecedores de la medida propuesta por Cury destacaron que la misma Constitución declaraba de «interés social [...] la eliminación gradual del latifun dio». Por eso, el proyecto de ley puntualizaba: «por encima del de recho de propiedad, [...], se halla el derecho a la subsistencia».

crónica de unaS LeyeS anunciadaS

Para finales de los 60 e inicios de los 70, el problema agrario se había convertido en uno de los más polémicos y candentes temas públicos. Lejos estaban los días cuando la cuestión agra ria se limitaba a alguna que otra manifestación de los gobernantes o de algún funcionario, o cuando se circunscribía a expresiones más o menos circunstanciales de alguno de los grupos o par tidos

60 «Rechazan proyecto contra desalojos», ¡Ahora!, 17 de marzo de 1969.

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políticos, ya de izquierda ya de derecha. Lejos estaba, también, la época en que los conflictos agrarios ocurrían tras bastidores del escenario nacional y cuando los campesinos parecían care-cer de medios para tramitar sus reclamos por la tierra. Por el contrario, los problemas agrarios y los conflictos en la ruralía se convirtieron, a la vuelta de los 60, en ejes centrales de los debates polí ticos; en ellos participaron los sectores de poder y los sub-alternos, la izquierda y la derecha, la je rarquía eclesiástica y los curas de aldea, los intelectuales y los iletrados, los terratenientes y los cam pesinos.

Por razones variadas y a menudo contrapuestas, la mayoría de los sectores de la socie dad dominicana se expresaron en tor-no al problema agrario. Los sectores terratenientes condena ban las invasiones de tierra protagonizadas por los campesinos y la «politización del campo»; con tra ellas, reclamaban mano dura. Pero también condenaban la reforma agraria oficial, a la que cali ficaban de ineficiente por no producir una tecnificación de la producción agrícola, medida que disminuiría la presión campesina por la tierra y que, en consecuencia, contribuiría a salvaguardar sus propie da des de las invasiones. Hubo, incluso, quienes criticaron la reforma gubernamental por prestarse pa ra el «objetivo politiquero» de Balaguer, quien buscaba la reelección como presidente.61 Los so cial cristianos también convirtieron al problema agrario en un aspecto central de su discursiva. Para estos, la reforma agraria oficial se caracterizaba por su timidez, más que por su radicalismo, razón por la cual asumieron una posición empática hacia las luchas cam pesinas por la tierra.62 Invirtiendo la lógica de los propietarios, defensores acérrimos de la propiedad privada, los socialcristianos pre conizaban la función social de la tierra y, sobre todo, el derecho campesino a

61 Álvaro Arvelo hijo, «Critica forma reparto tierra», EC, 16 de marzo de 1970. Se reseñan expresiones del vicepresidente de la República, Francisco Augusto Lora, enfrascado en una agria polé mi ca con Balaguer por la cuestión de la reelección. Lora tendía a identificarse con los sectores lati fundistas del país.

62 «Juzgan no logran objetivos Gobierno», EC, 1º de enero de 1970. En este artí-culo, se comenta un documento del Partido Revolucionario Social Cristiano.

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la vida, por lo que favo recían las ocupaciones de tierra como una medida reivindicativa.63

El mismo presidente Balaguer dejó entrever la necesidad de enfrentar los problemas de la te nencia de la tierra, asunto al que había aludido previamente en varias ocasiones pero que, en la prác tica, había quedado desatendido. En agosto de 1970, en el fragor de las discusiones sobre la cues tión agraria, Balaguer expresó ante el Congreso Nacional que el Estado adquiriría las tierras bal días del país, compensando a los propietarios con bonos, con el fin de dedicarlas a la reforma agra ria. A la vez que censuró al latifundismo, añadió que la «tarea principal de su próximo man da to» sería, precisamente, «la intensificación de la reforma del agro».64 Pocos días después, «por decreto», asumió personalmente la dirección del IAD, medida que, según el edito-rial de un impor tante rotativo, representaba un «indicio claro» de que el mandatario se disponía a llevar adelante «cam bios radicales» en el agro dominicano.65 Y es que la cuestión agraria constituía el «nudo» del refor mis mo: representaba uno de los aspectos centrales de las concepciones balagueristas sobre la so-ciedad dominicana.66 Su fin ulterior era evitar una conflagración social de mayor envergadura que pusiese en peligro el orden burgués en la República Dominicana. Para evitarla, resultaba im pe rativo que las masas rurales contasen con un «mínimo» de justicia, lo que se traducía en la necesi dad de ampliar la reforma agraria. Por demás, la activación de la reforma agraria oficial pro piciaría el control del campesinado ya que su creciente reclamo por la tierra vendría a ser tra mi tado en el interior del Estado, lo que serviría de freno a las iniciativas campesinas en

63 Pablo Medina S., «La juventud socialcristiana y el problema campesino», ¡Ahora!, 21 de abril de 1969.

64 «Anuncia Estado adquirirá predios. Balaguer hace advertencias a terratenien-tes del país. Gobierno emitirá bonos para pagos», EC, 17 de agosto de 1970.

65 «Balaguer asume la Dirección del Instituto Agrario», EC, 20 de agosto de 1970; y «Editorial. Reforma agraria», EC, 21 de agosto de 1970.

66 Cassá, Doce, 1986, pp. 486 ss. Como indica este autor, Balaguer había expre-sado ideas simila res en su toma de posesión en 1966. Lo siguiente se basa en el análisis de Cassá sobre el supuesto «pensamiento agrarista» de Balaguer.

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su lucha por ella. Había que reformar para conservar. A la vez, la reestructuración del agro contribuiría a soli dificar el liderato político del gobernante.

A raíz de la nueva juramentación de Balaguer en agosto de 1970, se inició un compás de espera en torno a las medidas agrarias que impulsaría el mandatario. Hacia fines del mes de febre ro de 1971, el gobernante expresó que un 80% de las tierras baldías irrigadas con canales estatales pasa rían al IAD con la intención de incorporarlas a la reforma agraria.67 Añadió que las tierras bal días serían gravadas; el fin de tal medida sería forzar a los propietarios a venderlas al Estado. Me di das similares –se anun-ció– se tomarían con las tierras dadas en arriendo a campesinos pobres con el propósito de que eventualmente tales propiedades fueran adquiridas por el Estado y reparti das entre ellos. A tono con esas propuestas, José de Jesús Álvarez Bogaert, un senador reformista, presentó en el mes de marzo un proyecto de ley de-clarando «de orden público e interés social la adquisición [por el Estado] de tierras arrendadas o dadas en colonato a domini-canos, destinadas al cultivo del arroz o del maní».68 La medida contemplaba el traspaso de esas tierras a los arren da tarios y a los colonos mediante ventas en plazos de 10 años.

Las polémicas en torno a esa propuesta no se hicieron es-perar. Mario L. Bournigal, subse cretario de Agricultura, opinó que tal medida paralizaría las inversiones en el agro ya que los pro pie tarios se sentirían desprotegidos por las leyes. Como consecuencia, ocurriría una crisis en la pro ducción agropecua-ria; habría –sentenció– «que cantarle un miserere al desarrollo agrícola domini cano».69 Días después se escenificó un debate en la Comisión Senatorial de Agricultura en torno al proyecto de ley. Las opiniones fueron variadas. Iban desde aquellas que enfatizaron los cambios de «alto interés social» que produciría

67 «Pondrán tierras a disposición IAD», EC, 1º de marzo de 1971.68 Miguel A. Reinoso Solís, «Traspasarían propiedades a parceleros», EC, 11 de

marzo de 1971.69 Manuel de Jesús Javier, «Ratificación sería miserere», EC, 12 de marzo de

1971.

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la ley en el agro hasta las que sospechaban de sus consecuen cias económicas y políticas. El subsecretario de Agricultura volvió a terciar en el debate; en su idio sincrático estilo, arremetió con-tra el proyecto porque sentaba «un precedente muy simpático para aquellos que en este país tienen una bizantina concepción de la democracia y los cambios imperativos». En un estilo menos retorcido, aunque con tesitura igualmente conservadora, el Instituto de Cien cias Jurídicas declaró simplemente que tal proyecto era «ampliamente antijurídico, o más bien inconstitucional».70

Durante los meses finales del año 1971 aumentaron las expectativas con relación a las leyes agrarias que preparaba el Gobierno. En noviembre, un diputado reformista opinó que se debía le gislar «para impedir la creación de latifundios».71 Asimismo, recomendó al Gobierno la recupe ra ción de las tierras en manos de la empresa Gulf & Western y de otras «entidades extranjeras o na cio nales». Contra la expansión del consorcio norteamericano se expresó también Juan Bosch, quien alegaba que la empresa usaba testaferros dominicanos con el fin de am-pliar sus tierras en el Este.72 Mientras tanto, los terratenientes se ponían a la defensiva. El vicepresidente de la República, Carlos R. Goico Morales, vinculado directamente a los grandes intereses azucareros, tuvo que expresarse contra el «sentido ambicioso» que evidenciaban muchos terratenientes de la región oriental, algu nos de ellos «sus amigos personales», al ocupar ilegalmente tierras estatales.73 Mas, por otro lado, aducía que resultaban alarmistas los alegatos de que la Gulf & Western tenía planes «expansio nis tas». En todo caso, añadió, el «capital nativo» –«El mío, muy modestísimo, entre ellos», acotó– ser vía de contrapeso a las inversiones extranjeras en el azúcar. Al latifundio, en fin, no

70 Miguel A. Reinoso Solís, «Difieren opiniones en proyecto de parcelas culti-vadas de arroz», EC, 17 de marzo de 1971.

71 Manuel José Torres A., «Diputado pide se prohíba la creación de latifun-dios», EC, 11 de noviembre de 1971.

72 «Región Este: Faltan por asentar 140 mil campesinos», ¡Ahora!, 6 de diciem-bre de 1971.

73 Antonio Gil, «Critica ocupan tierras Estado en región Este», EC, 12 de no-viembre de 1971.

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había que te mer le: no representaba ninguna amenaza. Sí era de temer, opinaba Goico Morales, la marejada so cial que se aproxi-maba, cuyo origen era muy distinto: «La explosión demográfica nos asusta, nos intimida y tal es [sic] cada vez mayor el alud que nos amenaza y que nos previene de que debemos hacer algo por los descamizados [sic]».

Los vientos anunciaban tormenta. En algunos casos, las acciones de los campesinos en las tomas de tierras adquirían dimensiones y rasgos inéditos en el país. En Puerto Plata, a principios de febrero de 1972, más de 3,000 campesinos de 63 secciones rurales de la provincia «amenazaron con ocupar exten-sos latifundios de esa zona si el Gobierno no les proporcionaba tierra».74 Amparándose en las promesas de campaña de Balaguer en 1966, cientos de labriegos habían ocupado en 1968 tierras del latifundista Plácido Brugal. Los ocupantes fueron desalojados de las tierras que ocuparon, y luego juzgados y sentenciados a pri-sión. No obstante, en la campaña electoral de 1970 se reiteraron las pro mesas en torno a las tierras. Incumplidas todavía dos años más tarde, los campesinos se apres taban a invadir de nuevo.

Confrontados por el agrarismo de los de abajo, muchos te-rratenientes pasaron a la acción di recta, haciendo expresiones públicas, creando organizaciones y arremetiendo contra los cam- pesi nos.75 Los aparceros y los precaristas en general, sectores campesinos muy vulnerables a las accio nes de los terratenientes, sufrieron duramente en esos momentos. En Hato Mayor, alegó la Asocia ción de Agricultores de las secciones Don Lope y Yerba Buena, cerca de un millar de familias fue ron desalojadas de los terrenos de los hermanos Elías y Abraham José Acta Fadul, «des-pués de tra bajar allí más de 30 años».76 Los hermanos aludidos eran propietarios de unas 70,000 tareas en la sec ción Don Lope, en la que vivían cerca de 3,000 campesinos «como si estu viéramos

74 «Latifundios: Balaguer amaga y no da», ¡Ahora!, 28 de febrero de 1972.75 Sobre las tensiones y los conflictos en torno a la aprobación de las leyes

agrarias, ver: Dore Cabral, Reforma, 1981.76 Manuel José Torres A., «Piden incorporar terreno a planes reforma agraria»,

EC, 10 de enero de 1972.

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en un campo de concentración, cercados por todas partes, per-seguidos como delin cuentes y limitados a peque ños patios». Un millar de campesinos había tenido en cultivo 5,000 tareas de las pertenecientes a los susodichos hermanos, pero estos «tiraron todo su ganado a la par te que teníamos cultivada» con la inten-ción de forzar su salida del terreno; no en balde los campe sinos llaman a esa práctica «la ley del buey». Además, los latifundistas entablaron acusaciones por «violación de propiedad» contra los campesinos, quienes fueron condenados «en defecto»; varios de ellos estaban «prófugos de la justicia». Los campesinos dieron a entender que los terratenientes contaron con la anuen cia del tribunal, el que, por otro lado, había retrasado indebida mente una causa que anteriormente ellos habían presentado contra los hermanos Acta Fadul. Al juicio en su contra, fallado el mismo día en que se presentó, los campesinos ni siquiera pudieron asistir debido a las crecidas de dos ríos provocadas por unas lluvias que les impidieron el paso. Las persecuciones en su contra no ha bían terminado, además de continuar la práctica de soltar el ganado en los predios cultivados por los campesinos.

En el extremo opuesto del país, en Vicente Noble, otro grupo de precaristas, asentados en tierras hasta entonces marginales, se dirigió al Presidente con la intención de evitar su desalojo. A media-dos de enero de 1972, la Gobernadora de la provincia de Barahona y otros funcionarios les ha bían informado que el Gobierno había destinado esas tierras para la siembra de caña, por lo que de-bían abandonarlas.77 Por haber ocupado esas tierras por más de 20 años, los campesinos consi deraron que esa orden resulta-ba «discriminatoria» y «abusiva». Entendían que, si de sembrar caña se trataba, debían usarse para tal fin unas 10,000 tareas que poseía el ingenio Barahona cerca del ba tey Bombita. Meses antes, en noviembre de 1971, otro grupo de labriegos de Vicente Noble había recurrido al Presidente para evitar su expulsión de

77 Carlos Matos, «Piden a Gobierno evitar los desalojen de tierras», EC, 22 de enero de 1972; y Fabio Rodríguez Flores, «Ordenan que investiguen denun-cia de agricultores», EC, 25 de enero de 1972.

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las tierras que ocupaban en la sección La Zur za.78 Los afectados alegaron que esas tierras pertenecían al Estado y que, en conse-cuencia, los terra tenientes que las pretendían no tenían derecho alguno sobre ellas. Además de denunciar la amena za que pendía sobre ellos, los campesinos solicitaron que les vendieran «a pre-cio razo nable» las tie rras en cuestión.

Durante los meses siguientes, enmarcados en las leyes agra-rias promulgadas a partir de fe bre ro de 1972, conocidas en conjunto como Código agrario, los conflictos sociales alcanzaron una vi ru lencia inusitada en la República Dominicana. Y no era para menos. Dichas leyes se referían a algu nas de las cuestiones vitales de la estructura económica y social del campo dominica-no.79 La ley 282 definió como tierras baldías todas aquellas que «no se encuentren en producción actual mente» y que estuvieran «fuera de las zonas vedadas por razones de conservación forestal o hidro grá fica»; ellas debían pasar al IAD, por medio de compra, para ser incorporadas a la reforma agra ria. También se aprobó un conjunto de medidas destinadas a recuperar las tierras es-tatales que es ta ban en manos privadas, eximiéndose aquellos predios de menos de 100 tareas ocupados «por agricultores de escasos recursos económicos». Un tercer conjunto de leyes y decretos se refirió a las «tierras arroceras regadas por canales del Estado», declarándose de «interés nacional» la adquisi ción de aquellas parcelas que sobrepasaran las 500 tareas de extensión. Otras medidas legales pro hi bie ron la aparcería y los arrenda-mientos onerosos; además, definieron los procedimientos para que los ocupantes de las parcelas no mayores de 300 tareas pa-saran a ser dueños de esas tierras. Fi nalmente, se aprobó una compleja ley que definía el latifundio con la supuesta intención de evitar su expansión. En todos los casos, el Estado compensaría

78 «Piden a Ejecutivo impedir desalojo», EC, 19 de noviembre de 1971.79 Lo siguiente se basa en: «Resumen», 1972, pp. 243-251. Ver, también:

Cedeño J., Cuestión, 1975, pp. 111-137; y Víctor Me li tón Rodríguez R., «La situación del agro dominicano: Ensayo sobre las leyes agrarias de 1972 (I)» y «La situación del agro dominicano: Ensayo sobre las leyes agrarias de 1972 (II)», ¡Ahora!, 13 de no viembre de 1972; y 20 de noviembre de 1972, respectivamente.

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económicamente a los detentadores de las propiedades capta-das, ya en bonos pagaderos a plazo, en efectivo, o permitiéndoles retener una par te de las tierras que ocupaban.

La PriMaVera deL deScontento

La primavera de 1972 fue una temporada sumamente con-vulsionada en la República Do mi nicana. El Congreso Nacional, la prensa, las instituciones del Estado y las organizaciones políti cas fueron algunos de los escenarios y de los actores de los debates y los conflictos suscitados en esos meses. Patente para todos los sectores que las tantas veces anunciadas medidas agra-rias comen zaban a manifestarse, buena parte de los conflictos giraron en torno al contenido específico de los proyectos legales. Después de todo, como ha dicho Pierre Vilar, el derecho puede constituir una vía hacia la «historia total»; por medio suyo se pueden discernir «los intereses, lo mismo que el pa pel de las ideologías». Modelo de dominación o utopía del poder, las leyes son expresión de los conflictos sociales, los que contribuyen a definir las reglas jurídicas, pero que, a la vez, las «deshacen».80 No por casualidad los proyectos de ley propuestos por Balaguer fueron sometidos a un in tenso escrutinio. Por motivarse en razo-nes políticas –en particular, por su intención contrainsurgente– y por su timidez frente al latifundismo, fueron criticados por los sectores progresistas.

La influyente revista ¡Ahora! consideró que la definición legal del latifundio condonaba la existencia de fincas de «tamaño ex-tremadamente grande»; para colmo, excluía a las plantaciones cañeras, entre las que se encontraban los mayores latifundios del país.81 Consideraciones parecidas emitió sobre las leyes en torno a la aparcería, la que, lejos de ser categóricamente prohibida, «sola mente resultaba sometida a regulaciones». El proyecto de ley sometido al Congreso por Balaguer ape nas prohibía «las

80 Vilar, Economía, 1983, pp. 106-137.81 «Balaguer: Análisis de su discurso», ¡Ahora!, 6 de marzo de 1972.

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formas más extorsionadoras de la aparcería», tales como el pago de los arren damientos en especie o en trabajo, y la incautación por los terratenientes de las «mejoras» realiza das por los campe-sinos a las fincas. El proyecto de ley también dejaba intactos los pagos por los arrendamientos, establecidos tradicionalmente en la onerosa «tercia» o en la más infame «media». Crí ticas similares suscitaron entre los socialcristianos los proyectos balagueristas, al igual que entre los sectores de mayor sensibilidad social de la Iglesia Católica. Para el presidente del Partido Revo lucionario Social Cristiano (PRSC), Al fonso Moreno Martínez, una propie-dad de 50,000 tareas, ex ten sión límite contemplada en el pro-yecto de ley, no era un latifundio «sino un feudo», opinión con la que concordó monseñor Juan An tonio Flores, obispo de La Vega.82 Por su parte, de «remanente feudal», de «semiesclavitud» y de «muerte a plazos» catalogó el director ejecutivo del CEA a la apar cería, sistema derivado del latifundismo. En consecuencia, concluyó que «algo profundo» ha bía que hacer o la alterna tiva sería «tener un policía debajo de cada cama de los campesinos sin tierra para así evitar las in va siones masivas».83 Habría que acotar que, debido a su irreprochable perspectiva burguesa, el funcionario pasó por alto que muchos campesinos sin tierra –y, seguramente, hasta muchos que sí tenían– ni siquiera poseían una cama debajo de la cual se pudiese esconder un guardia.

Otros fueron los pugilatos de los terratenientes con los pro-yectos de ley. Para la Asociación de Hacendados y Agricultores (ADHA), organismo de los grandes propietarios, la reforma agraria no debía circunscribirse a «la sola distribución de tierras», sino que debía acompañarse de una «esme rada selec-ción de agricultores dotados de adecuada asistencia estatal».84 Argumento funda do en su opinión de que, si se seguían sus con-sejos, no sería necesario captar tantas tierras para in cor porarlas

82 «Latifundistas: Condenados por unanimidad», ¡Ahora!, 20 de marzo de 1972.83 «Aparcería: Remanente feudal», ¡Ahora!, 20 de marzo de 1972. También:

Félix A. Gómez, «Pide declaren aparceros dueños terrenos que ocupan. Afirma es feudal el actual sistema», EC, 9 de marzo de 1972.

84 José Goudy Pratt, «Reparto tierras no compendia reforma», EC, 8 de marzo de 1972.

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a la reforma agraria. La ADHA decía concordar con «la alta fina-lidad socioeco nómica» de las medidas anunciadas por Balaguer. Reconocía la necesidad de poner «limitaciones a los lati fundios y minifundios» (es decir: ¡había que evitar los excesos en la dis-tribución de la tierra!), y de «modificar sustancialmente la vieja institución de la aparcería» (énfasis suplido). Pero, sobre todo, reclamaba moderación, una reforma sin prisas, que se efectuara «por etapas sucesivas», que con templara «períodos de adaptación a través de años», rasgo, según la ADHA, de «todas las revo lu-ciones agrarias del mundo», aún de las «más extremistas». Había que respetar las leyes y la propie dad –la de los terratenientes, sin duda– «para que la obra se produzca sin violencia» –entién dase: sin la de los campesinos, porque de la violencia ejercida por los terratenientes es dudoso que recu sara.

Ya que no en el cielo, los productores de arroz pusieron el grito en todos los ámbitos del país. De potencialmente desesta-bilizador de la «economía nacional» catalogó la Asociación de Arro ceros del Nordeste y el Noroeste al proyecto de ley sobre las tierras dedicadas al grano; de aprobarse, conllevaría un «des-pojo total de la propiedad privada a miles de agricultores».85 El resultado inmediato de un traspaso de propiedad como el que preveían los arroceros implicaría, según ellos, una reducción significativa de la producción del grano, alimento fundamental de la dieta dominicana. No sin razón, uno de los aspectos de los proyectos de ley que más «asombro» cau só a los arroceros fue que se propusieran medidas que afectaban exclusivamente a ese sector pro duc tivo. En alusión directa al sector cañero, los arroceros expresaron su malestar por la exclusión en las leyes agrarias de «otros sectores que son verdaderos emporios de riqueza que están en pocas manos de nacionales y extranjeros y que ofrecen un amplio campo adicional para el asentamiento masivo de millares de campesinos sin tierra».

El diluvio, argumentaban los arroceros, era inminente. El anuncio del proyecto de ley sobre las tierras arroceras paralizó

85 Junio Lora, «Los arroceros protestan», EC, 2 de marzo de 1972.

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el crédito para la cosecha del año, alegaron sus voceros. Lo que era mucho peor, añadieron, se estaban «produciendo invasiones de tierras cultivadas de arroz», sobre todo en la Línea Noroeste.86 Los grandes intereses arroceros, entre los que se encontraban tanto los propietarios de los latifundios dedicados al cultivo del grano como los molineros que lo proce sa ban, ocuparon un des-tacado papel en la oposición a los proyectos de ley. En La Vega, a pocos días de haber sido anunciados, los molineros y los coseche-ros celebraron una reunión «a puertas ce rra das» dirigida por el presidente de la Asociación Dominicana de Factorías de Arroz. Se acordó en viar una comisión a las vistas públicas del Senado donde se discutirían los proyectos de ley.87 Y, en efecto, justo al iniciarse las vistas públicas, en marzo de 1972, los arroceros pre-sentaron su po sición, en la que protestaron por lo que conside-raron que era una medida discriminatoria. En contraposi ción a los campos cañeros, en los que imperaba una real concen tración de la propiedad agraria, en el arroz predominaban la pequeña y la mediana propiedad, por lo que no se justificaban las medidas «para hacer una transferencia de propiedad» que afecta se solo a este sector.88

El ataque de los arroceros contra el latifundismo cañero desembocó, a fines de marzo, en una propuesta de reforma agra-ria que incluía «sus propias tierras» y que –en palabras de ¡Ahora!– dejaba «muy atrás los tímidos proyectos de leyes presentados por Balaguer».89 La contrapropuesta de los arroceros contemplaba que, a la hora de establecer los límites del latifundio, se tomase en consideración «su función social, definiendo de modo expre-so las condiciones en que dicha fun ción debe manifestarse». A

86 Fabio Rodríguez Flores, «Anuncio expropiación paraliza créditos», EC, 3 de marzo de 1972. Las autoridades policíacas no confirmaron la denuncia sobre las invasiones de tierra.

87 Juan Agustín Taveras, «Afirman proyecto causa malestar», EC, 4 de marzo de 1972.

88 «Exposición de los productores de arroz» [Espacio pagado], EC, 9 de marzo de 1972. También: Junio Lora, «Los arroceros buscarán entrevistarse con Balaguer. Tratarían proyecto», EC, 6 de marzo de 1972.

89 «Arroceros: El documento de la semana», ¡Ahora!, 27 de marzo de 1972.

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la vez que condenaban el minifundismo, que amenazaba con convertir al agro dominicano en una «economía de conucos» de bajísima productividad, los arroceros argu mentaron que a las propuestas gubernamentales solo les había faltado mencionar con su nombre propio, como exceptuadas por las regulaciones sobre el latifundismo, a las tierras de la Gulf & Wes tern. Y sin la distribución de esas tierras, «no puede haber ninguna política de reforma agraria seria». En su invectiva contra el latifundismo cañero, los arroceros denunciaron tanto su concen tración de la propiedad como el sistema social que generaba. En franca alu-sión a la importación de braceros haitianos, arguyeron:

Casi toda la tierra de arroz está en manos de quienes la trabajan pero el cul ti vo de la caña continúa siendo trabajo esclavo realizado por desesperados crio llos y desesperados extranjeros que muchas veces son vendi-dos como «cepas» a tan to por cabeza, en pleno siglo veinte, [...] en franca violación de todos los convenios interna cio nales que prohíben las prácticas esclavistas.90

Entre los pequeños y los medianos cosecheros de arroz surgieron –y con razón– inquie tu des por las consecuencias que podían tener las medidas sugeridas por el Ejecutivo. En Mao, una de las principales zonas arroceras del país, existía suma inquietud entre los «grandes y pequeños cose cheros» dado que en el municipio no existían, decían ellos, ni cinco agricultores que fueran grandes propietarios, siendo la mayoría «medianos y pequeños productores». Por tal motivo, entendían que la ley propuesta solo lograría «arropar» a unos pero «desarropando»

90 «Exposición», 9 de marzo de 1972. La posición de los arroceros dominicanos no deja de te ner tangencias con los planteamientos que se encuentran en clá-sicos antillanos como: Azúcar, 1970 (1ª ed. 1927), del cubano Ramiro Guerra Sánchez, y Contrapunteo, 1963 (1ª ed. 1940), del también cubano Fernando Ortiz, o con los contrastes que realizó el dominicano Pedro Francisco Bonó en el siglo xix entre los cultivos del cacao y el tabaco (Rodríguez Demorizi, Papeles, 1964).

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a otros.91 Cientos de pe que ños y medianos cosecheros de arroz se presentaron en el Senado durante las vistas públicas que se celebraron y expresaron su oposición al proyecto sobre las tierras arro ceras.92 Sus inquietudes encontraron eco entre varios funcionarios del Estado, quienes manifestaron la deseabilidad de que se les excluyera de la ley sobre la expropiación de las tierras arroceras irrigadas por canales es ta tales.93 Sería ingenuo, no obstante, pensar que los arroceros eran un sector homo géneo, o que sus cuestionamientos a los proyectos gubernamentales constituían, exclusivamente, una defensa de los intereses de un sector campesino más o menos próspero. Ciertamente, algo de eso había. Pero no solamente.

Tras la defensa de la pequeña y de la mediana propiedad que mostraban las organizaciones de arroceros se parapetaban, por ejemplo, los molineros, los mayores beneficiarios de la produc-ción del grano, quienes temían por la pérdida de su privilegiada posición. No pocos latifundistas arroceros se cobijaron también en esa apología del cosechero que efectivamente laboraba de sol a sol. Ello fue así sobre todo en el Sur, cuyas organizaciones de arro-ceros parecían estar domi na das por los grandes terratenientes.94 Sucesos que ocurrieron en varios lugares del país tendieron a de-mos trar que, en efecto, los grandes propietarios arroceros estaban dispuestos a defender sus privi le gios. En el Cibao, los latifundistas «soltaron el ganado» y le echaron «tractores a las planta ciones» de arroz con el fin de aparentar que las tierras no habían «sido dedicadas durante cierto tiempo al cultivo del cereal». También se notarizaron subdivisiones ficticias «a nombre de fami liares y ami-gos» con la intención de evadir la ley que limitaba la extensión de

91 Taveras, «Afirman», 4 de marzo de 1972.92 Rafael S. Rasuk, «Manifiestan inconformidad en el Senado», EC, 9 de marzo

de 1972.93 Fabio Rodríguez Flores, «Director IAD espera propuesta reciba enmien-

das», EC, 7 de marzo de 1972; y Miguel A. Reinoso Solís, «Sugiere proyecto excluya a pequeños propietarios», EC, 8 de marzo de 1972.

94 «Arroceras: Los molineros y la ley del arroz», EC, 10 de abril de 1972. Sobre la posición de los molineros en la estructura económica del arroz, ver: Inoa, Estado, 1994, pp. 180-208.

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las fincas.95 Por meses con tinuaron las reconversiones de los arro-zales en tierras dedicadas a otros usos con el fin de burlar las leyes sobre las tierras arroceras; en Esperanza y Navarrete se sustituían las espigas del cereal por las de los pastizales.96

El «misterio del inventario» constituye otro ejemplo de los sub-terfugios y las tretas de los grandes propietarios con la intención de evadir y burlar las leyes agrarias, que fueron aprobadas entre marzo y junio de 1972. Luego de aprobarse la Ley de recuperación de tierras estatales, que fijó un plazo de 90 días para que se devolvieran las que se encontraban ocupadas por particulares,97 funcio na-rios inescrupulosos de la Secretaría de Agricultura ocultaron y negaron la existencia de un in ven tario sobre esas propiedades, referente sobre todo a las tierras que habían pertenecido al Grupo Tru jillo y que habían ido a parar a manos de burócratas y milita-res.98 A finales del mes de marzo, la Comisión de Recuperación de Tierras del Estado (CRTE) emitió un boletín que incluía una lista de aquellas parcelas que se suponían de propiedad estatal, por lo que por algún medio apareció el in ventario que se alegaba como inexistente.99 Este incidente apenas preludió los enfrentamientos que ocurrirían durante los meses siguientes.

Los cuartos oscuros de la Secretaría de Agricultura no fueron el único escenario de la oposi ción de los terratenientes a las leyes agrarias. En el ámbito público, aunque estaban cada vez más ais-lados, expresaron su oposición a las disposiciones que limitaban la extensión de las propiedades agrarias.100 En privado, y en con-tubernio con abogados y notarios, recurrían a legu leyismos para

95 Fabio Rodríguez Flores, «Dice subdividen parcelas. Tiran los tractores», EC, 20 de marzo de 1972.

96 Antonio Gil, «Dedican a pastos tierras que eran cultivadas de arroz», EC, 26 de agosto de 1972.

97 Rafael S. Rasuk, «Fijan plazo 90 días para la devolución de tierras. Pasarán a manos del IAD», EC, 16 de marzo de 1972.

98 «Sospechoso: El inventario de tierras estatales», ¡Ahora!, 27 de marzo de 1972.

99 «Dan plazo comparecencia ocupantes tierras Estado», EC, 28 de marzo de 1972. En la p. 18 de esta edición del periódico se reproduce la lista de par-celas de propiedad estatal.

100 «Oligarcas: Solo uno ha defendido las 50 mil tareas», ¡Ahora!, 27 de marzo de 1972.

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evi tar que las disposiciones estatales afectasen las propiedades que habían acapara do.101 Casos hu bo en que se pusieron fincas a nombre de infantes. En Bonao, señalaron campesinos de la zona: «Ahora resulta que niños de hasta cuatro años son dueños de dos mil tareas de tie rra».102 Durante la primavera de 1972, la proliferación de títulos falsos alcanzó niveles que, posible mente, no se co no cían en el país desde principios del siglo xx, cuando empresarios nacionales y extranjeros se aprovecharon de la exis-tencia de las tierras comuneras con el fin de hacerse de grandes extensiones de terreno.103 Ante tales intentos, la CRTE reclamó que se debían declarar «nulas de pleno derecho las simulaciones de ventas de terrenos […] [del] Estado», situación que ocurría en esos momentos en un sinnúmero de lugares del país, afectando las posibilidades de los campe sinos de obtener tierras. Entre las propie-dades afectadas se encontraron, se alegó, unas tierras do na das por la Iglesia católica al Estado, en Bayaguana.104 Con la intención de eludir la ley sobre tierras baldías, los terrate nientes también impedían el acceso a sus fincas a los funcionarios encar gados de su aplicación.105

De manera directa sufrieron miles de campesinos la oposi-ción de los terratenientes a las le yes agrarias. Los aparceros se encontraron entre los más afectados por la contumacia terra-teniente. Incluso desde antes de ser aprobadas las leyes contra la aparcería, muchos propietarios comenza ron a expulsar a los aparceros y a los arrendatarios de las tierras que ocupaban en un esfuerzo por im pedir que las medidas legales les afectaran.106

101 «Afirma carecen de títulos en el paraje de Nisibón», EC, 18 de abril de 1972.

102 «Alegan sectores detentan 200,000 tareas tierras. Los campesinos se quere-llan», EC, 17 de junio de 1972.

103 «Agro: Tierras del Estado y falsificación de títulos», ¡Ahora!, 29 de mayo de 1972.

104 Álvaro Arvelo hijo, «Adoptarían forma evitar violen aplicaciones de leyes agrarias. Harán se declaren nulas simulaciones de ventas», EC, 19 de mayo de 1972.

105 «Latifundistas: Tratan de burlar nuevas leyes», ¡Ahora!, 27 de marzo de 1972.

106 Antonio Gil, «Terratenientes ocupan predios», EC, 21 de junio de 1972.

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A raíz de la aprobación de la ley que regulaba los arren da mien-tos, la que posibilitaba que los aparceros adquirieran las tierras que ocupaban, se pro dujo una verdadera oleada de desalojos de campesinos. El discurso de Balaguer del 27 de febrero se convirtió en el «peor castigo del año» para los labriegos –alegó un dirigente campesino– ya que, como reac ción al mismo, los latifundistas se dedicaron a sacar a los aparceros de las tierras que habían cultivado por décadas. Por eso sus voceros solici-taron a las autoridades que se remediara in me diata mente la situación de los campesinos desalojados, «miles» de los cuales «andan deam bu lando por campos y ciudades».107 Como una maldición, también, cayeron las leyes agrarias sobre un grupo de aparceros de Salcedo, quienes no eran «molestados para nada» antes de ser aproba das, pero lue go «comenzaron las presiones y las amenazas».108 A veces, después de expulsar a los aparceros, las tierras eran convertidas en potreros con el fin de eliminar cualquier vestigio de que eran terre nos agrícolas.109

San Juan de la Maguana fue una de las regiones más afecta-das por la expulsión de los apar ceros. Allí, en marzo de 1972, campesinos de la sección La Herradura fueron expulsados de las tie rras en que habitaban, en algunos casos desde la década de los 40. Las tierras que habían si do ocupadas por los campesinos, que dedicaban al arroz, fueron sembradas de yerba.110 El desa lojo de aparceros en la región de San Juan de la Maguana continuó a lo largo de varios meses. Durante los meses de junio y julio se realizaron nuevos desahucios; entonces, más de medio millar de agricul tores fueron sacados de las tierras que venían laborando por décadas. Al acudir a las vistas públi cas celebradas por la Comisión responsable de iniciar la aplicación de las leyes sobre

107 «Los aparceros se desesperan por situación», EC, 28 de junio de 1972.108 Fabio Rodríguez Flores, «Ataca desalojo de los aparceros», EC, 29 de junio

de 1972.109 Bernardo Palau P., «Ratifica que existen agricultores que poseen títulos pero

sin tierras», EC, 6 de junio de 1972.110 Luis Jiménez de León, «Denuncian plantan pangola para rehuir la apar-

cería», EC, 18 de marzo de 1972; y «Latifundistas: Tratan de burlar nuevas leyes», EC, 18 de marzo de 1972.

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la aparcería, los terratenientes fueron advertidos de que «la ley [...] se aplicaría sin vacilaciones».111 El problema era quién –y cómo– le pondría el cascabel al gato.

Porque a pesar de que por doquiera los terra tenientes viola-ban las nuevas leyes agrarias, lo cierto es que se tomaron pocas medidas punitivas contra ellos. Pre cisamente, uno de los casos más sonados en torno a las leyes sobre la aparcería ocurrió cuando el procurador fiscal de Santiago, Vir gilio A. Guzmán Arias, emitió una orden de prisión contra dos terratenientes por violar la ley «so bre contratos de aparcería».112 Confiados, quizás, en la tradi-cio nal connivencia de la justicia domi nicana con los propietarios, José Antonio Vargas y Au re liano Ro dríguez se querellaron ante las au to ridades, alegando que José Elías Durán, Pablo Antonio Fir po, Rafael Antonio Durán, José Joa quín Firpo y Antonio de Jesús Firpo se habían «introducido ilegalmente en la propiedad de Var gas», que Rodríguez interesaba comprar. Mas, al realizar su in-ves tigación sobre la querella, el fiscal comprobó que los acusados eran aparceros y que llevaban «más de cinco años laborando en las tie rras del hacendado». En la finca había un nutrido grupo de aparceros, que superaba la treintena, al gu nos con más de 20 años «usufructuando el predio». Uno de los labriegos, de 42 años de edad, alegó que había nacido en la finca: «Ahí vivo, ahí trabajo y ahí moriré».

El fiscal Guzmán Arias liberó a los campesinos y, en su lu-gar, puso tras las rejas a los ha cen dados. Su acción causó un verdadero revuelo. «Jerarcas» de Santiago, reconoció el mismí-simo Procurador General de la República, pidieron «quitar» al fiscal de ese distrito judicial «por su ac tuación contra [los] terratenientes que han violado la ley de aparcería».113 Pese a las presio nes, Guzmán Arias no cejó. En agosto ordenó el arresto de dos propietarios de la sección de Jaca gua: uno de ellos por

111 Luis E. Jiménez de León, «Agricultores San Juan denuncian desalojo de tierras», EC, 3 de julio de 1972.

112 Junio Lora, «Manda arresto dueños predios», EC, 18 de julio de 1972.113 Manuel Pérez Santana, «Presionan quiten fiscal de Santiago», EC, 20 de julio

de 1972.

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sacar de su terreno al labriego Domingo Antonio Díaz, a quien pagó RD$100.00 por las mejoras que había realizado en el pre-dio, y al otro por expulsar de sus tierras a tres apar ceros que alegaban estar trabajando en las tierras «a la media» por más de una década. Y la lista de propietarios acusados por Guzmán Arias, solitario desfacedor de entuertos, seguía au mentando. «El caso más sonado» fue el de unos hermanos de la sección de Quinigua a quienes se acusó de expulsar a los aparceros y de des-truir totalmente los frutos y las viviendas que habían levan tado. En to tal, unos 14 aparceros, que cultivaban entre 30 y 50 tareas cada uno, fueron afectados por tan drás ticas medidas. «Algunos de los expulsados» –terminó la nota de prensa– «tenían hasta 20 años tra bajando en el sitio».114

El debate sobre los desalojos de aparceros, avivado gracias a las denuncias hechas en la prensa y ante las comisiones agrarias por los mismos campesinos afectados, contribuyó a que ciertos funcio na rios del Gobierno adoptaran posiciones a favor de los labriegos. En agosto, el Presidente de la Co mi sión de la ley sobre aparcería expresó que no podía usarse la «fuerza pública» con el fin de desa lojar a los aparceros.115 San Juan de la Maguana y Santiago, añadió, eran dos de las zonas donde más incidía la aparcería; no es pues de extrañar que los desalojos se dejasen sentir con intensidad en ambas. Ante la alta incidencia de desahucios, se contempló enmendar la Ley sobre aparcería, legali-zando la reocupación, por parte de los aparceros desalojados, de las tierras de las que fueran expulsados. La medida propuesta contenía, no obstante, una artimaña: la recuperación de las tie-rras solo podía realizarse «tan pronto [como] un tribunal falle en su favor».116 Seguramente, pocos funcio narios judiciales esta-ban dispuestos a seguir el ejemplo del fiscal Guzmán Arias, quien proclamó que no daría «curso a las querellas presentadas por terratenientes contra aparceros que reocupen par celas después

114 Junio Lora, «Libertan mediante fianza acusados violar Ley 289», EC, 9 de agosto de 1972.

115 Antonio Gil, «No se puede desalojar a aparceros», EC, 8 de agosto de 1972.116 Junio Lora, «Van a solicitar reforma a ley», EC, 10 de agosto de 1972.

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de haber sido expulsados».117 Debido a las características del sistema judicial, la mayoría de las veces el «tan pronto» de la propuesta seguramente se convertiría en un «tan lue go»... y muy luego. Con demasiada frecuencia, para los campesinos domini-canos, el Palacio de Justicia ha sido más bien una ergástula de injusticia e inequidad.

117 «No cursarán quejas dueños tierras contra aparceros. Cita derechos sobre predios», EC, 12 de agos to de 1972. En otras declaraciones, el fiscal expresó su disposición a continuar «trabajando en favor de los campesinos “aunque me cueste la vida”». En la misma noticia, se men cionan las «gestiones de te-rratenientes que militan en el PR» para lograr el traslado de Guzmán Arias. Ver: Junio Lora, «Fiscal de Santiago afirma laborará por campesinos», EC, 16 de agosto de 1972.

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caPítuLo VLos campesinos y el «gran diseño»

Donde se continúa la narración de las usurpaciones que sufrieron los campesinos y de las grandes penurias que pasaban por ello; de los trabajos que pasaron para recuperar las tierras que les habían sido arrebatadas; también de cómo forzaron a las autoridades a actuar para que les devolvieran sus propiedades; y de las diversas formas en que contribuyeron con sus luchas a modificar ese «gran diseño» que constituía la reforma agraria oficial.

«eSta eS una Lucha Larga»

«Si incluso la gente que estamos vivos luchando hoy nos ponemos viejos y nos morimos en esta lucha, a nuestros hijos y a nuestros nietos la vamos a dejar escrita para que ellos compren-dan de que deben de seguir luchando».1 En términos generacio-nales definió Justo Ruiz la lucha que sostenían los campesinos de Hato Mayor en 1985 por la recuperación de unas tierras que habían pertenecido a sus mayores. Según él, la suya era «una lucha larga» que formalmente se había ini cia do en 1973 pero que se remontaba más atrás en el tiempo. En ese año, varios

1 Las palabras citadas provienen de la entrevista a Justo Ruiz, Secretario General de la Junta Municipal Agropecuaria Las Mercedes de Hato Mayor, en: «Esta», 1986, pp. 93-100. Lo siguiente está basado en los tes timonios que se reproducen ahí.

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campesinos fueron hasta el Palacio Presidencial y le mostraron a Joaquín Balaguer los documentos que evi den ciaban que sus antecesores habían sido los propietarios legítimos de unos terrenos que se en contraban en posesión de la familia Santoni. Como resultado, Balaguer emitió un decreto de ley declarando «de utilidad pública e interés social» más de 22,000 tareas en la sección La Culebra y que, en conse cuen cia, debían pasar al Instituto Agrario Dominicano (IAD) para ser repartidas entre «los campesinos en general de esa vía».

Mas «del dicho al hecho hay un gran trecho»: los terratenien-tes retuvieron las tierras a pesar del decreto presidencial. Los campesinos arreciaron sus reclamos y ocuparon las tierras en el mis mo año de 1973. Forzados a salir de ellas, volvieron a tomar-las dos años más tarde; expulsados nuevamente de la propiedad, la invadieron otra vez en 1978, ocasión en la cual también fueron de sa lo jados. Entonces, 276 campesinos fueron apresados por un espacio de 15 días. Las autoridades les propusieron realizar una investigación sobre las tierras en litigio con el fin de podérselas entre gar a los campesinos. Empero, para el año «1985, el asunto no se había resuelto. Cansados de espe rar, los campesinos» –dice Ruiz– «afilamos los machetes, nos preparamos nuestra concien-cia» y «rom pimos fuego». El 17 de junio, volvieron a ocupar las tierras. Su intención era forzar una solu ción definiti va. Si las au-toridades «no nos la dan la vamos a rescatar [la tierra] bajo esta presión». Rescatar la tierra: el verbo no podía ser más apropiado.

La situación descrita por Ruiz –dato más, dato menos– es representativa de la lucha por la tierra en la República Dominicana desde los años 60. Despojos de diversa índole y magnitud habían pade ci do los campesinos en virtualmente todas las regiones del país, aunque en algunas de ellas, como en el Este, alcanzaron grados superlativos. Hubo años que se distinguieron por ser épocas de despojos ma sivos, o en las que los campesinos perdieron sus tierras debido a fuerzas económi-cas adversas. Por ejemplo, durante los años 40, en la provincia de Santiago disminuyó la proporción de fin cas poseídas por sus propios dueños y tendió a aumentar el número de fincas

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que eran explo ta das a base del arrendamiento, de la aparcería o de alguna otra forma de posesión precaria.2 Esta tendencia no era exclusiva de la región cibaeña. En el ámbito nacional, durante los años 50 hubo un in cre mento de la aparcería, claro indicio de que las relaciones de propiedad tendían a inclinarse cada vez más en contra del campesinado. Piero Gleijeses cita una encuesta rea li zada a fines de la década de los 60 según la cual cerca del 44% de las fincas «se trabajaban ba jo con tra tos de arriendo, colonato, u otro sistema semejante»; las rentas co-bradas a los campesinos por los dueños de las tierras llegaban a alcanzar el 50% del valor de las cosechas,3 lo que remarcaba el esta do de opresión en el cual vivían las masas rurales. No sin razón, el régimen agrario domi ni cano era conceptuado por la intelectualidad radical –mayormente en el exilio– como «impreg nado de prácticas semifeudales»; a él se achacaban tanto los bajos niveles de vida del grueso de la pobla ción como «la forma de autoridad política que tiene el país».4

La pérdida de tierras por los campesinos se expresó de va-rias maneras. Una de ellas fue, pre cisamente, el aumento del colonato, de los arrendamientos y de la aparcería. Otro de sus indicadores fue la creciente migración hacia las ciudades. Durante los años 50, las autoridades intentaron detener ese flujo de habitantes hacia los centros urbanos.5 El reparto de tierras anunciado por el mismo Rafael L. Trujillo a finales de los 50 fue una de las maneras en que se trató de atajar el número de campesinos que abandonaban los campos debido a que no con-taban con otras alter na tivas para ganar el sustento. Luego de la caída de la dictadura, otros factores incidieron so bre las posibi-lidades de los campesinos de obtener tierras. En algunas zonas, la parcial disolución de las estructuras represivas propició que cientos de campesinos recuperaran, por medio de movi mientos

2 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 252-256.3 Gleijeses, Crisis, 1985, p. 77. El estudio de marras fue realizado por el

Instituto de Desarrollo Económico y Social de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña.

4 Cordero Michel, Análisis, 1989, p. 48.5 Maríñez, Resistencia, 1984, pp. 100-107; y Duarte, Capitalismo, 1980, pp. 139 y ss.

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subrepticios, parte de las tierras que habían perdido a mano de los Trujillo y de sus alle ga dos. En San Cristóbal, Bonao y Cotui grupos de campesinos ocuparon tierras que habían perdi do ellos o sus mayores durante la Era de Trujillo.6 No obstante, tales recuperaciones tuvieron efec tos limita dos sobre el conjunto del campesinado.

«eL derecho a La SubSiStencia»

[...] cuando se pierde la esperanza se pierde el miedo y entonces, como podría suceder

en la historia que les voy a contar, solo hay espacio y tiempo para la cólera y la sangre.

Martínez, Microscopio, 1987.

Derecho que no admite posposición porque prorrogarlo representa la muerte, miles de cam pesinos se lanzaron a ejer-cer su derecho a la subsistencia mediante la ocupación de tierras. A principios de la década de los 60, luego de la caída de Trujillo, hubo campesinos que invadie ron propiedades que habían pertenecido al tirano y a sus adláteres. No obstante, tales ocupaciones estuvieron muy lejos de pro vocar una conmoción general en el país. Buena parte de ellas fueron recuperaciones de tierras por sus propietarios originales, quienes habían sido despojados por la fuerza durante la tiranía. En la euforia del momento, la recuperación de las propiedades detentadas por el Grupo Trujillo se concibió co mo parte de un movimiento más o menos espontáneo en el cual participaron tanto los campe si nos co mo los grandes y los medianos propietarios que habían sufrido las medidas confiscatorias de la dictadura. En dicha coyuntura, las ocupaciones de tierra fueron percibidas a la luz del fenóme-no político de la destrujillización de la sociedad dominicana más que como parte de un movimiento agra rio de profundas raíces

6 «Se proponen recuperar en Cotui cerca de 400 mil tareas», EC, 21 de junio de 1972.

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sociales, orientado a obte ner tierras para los campesinos pobres.Los campesinos mismos enfatizaron el carácter restitutivo de

las ocupaciones de tierras de esos años: había que deshacer los entuertos causados por los Trujillo. Esta era una consigna con la cual se podían sentir identificados los sectores más acomodados que sufrieron las confiscaciones de la dictadura y que, en conse-cuencia, aspiraban a recuperar sus propiedades. Tal fue el caso, por ejem plo, del terrateniente antitrujillista Juancito Rodríguez, cuyos descendientes iniciaron proce di mientos legales, luego de la muerte de Trujillo, con el fin de recuperar las propiedades que le ha bían sido confiscadas a su famoso antecesor. De hecho, en 1962 se aprobó una ley devolviendo a la sucesión Rodríguez las propiedades que le fueron expropiadas a Juancito durante la tiranía. Sin embargo, todavía en 1970 las tierras permanecían en manos de un grupo de personas a quienes les fueron tras pa-sadas dichas propiedades durante el trujillato. A pesar de que se alegaba que en las tierras que habían pertene cido a Rodríguez había asentadas unas 3,000 familias campesinas –las que se verían afectadas de serles de vueltos los terrenos a sus descendientes–, el abogado de la sucesión negó tal afirmación. Este argüía que «ninguno de los agricultores en la litis [...] carece de recursos económicos», y que entre ellos se encontraban «industriales, comerciantes, hacendados y altos funcionarios».7

Si bien los campesinos continuaron aludiendo a las confisca-ciones y a las apropiaciones ile gales que habían sufrido durante la tiranía trujillista, su lucha por la tierra fue adop tan do otras es trategias, matizaciones ideológicas y prácticas discursivas. Pero, sobre todo, fueron radicalizándose en sus acciones, a pesar de que a finales de los años 60 existía en el país un Gobierno repre sivo, en alerta constante contra la oposición política y con-tra los reclamos sociales de los sectores des poseídos. Teniendo a la «contrarrevolución» como norte, el régimen ba la guerista de los Doce Años (1966-1978) intentó mantener disciplinados a los sectores subalternos, política en la que el terror jugó un papel

7 «Estima deben pagar tierras a una sucesión», EC, 28 de febrero de 1970.

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preponderante.8 Sobre las áreas rurales se mantenía una estre-cha vigi lan cia; empleando diferentes medios, se obstaculizaba la organización de los campesinos y su lucha por la tierra. Con frecuencia, se hacían amenazas públicas, como la «advertencia» que realizó un coronel de la Policía Nacional contra la ocupación «ilícitamente [...] de porciones de terrenos de pro piedad priva-da o del Estado».9 El mismo Presidente expresó que su Gobierno no toleraría que los campesinos ocuparan «propiedades privadas por la violencia».10 A pesar de la represión, los reclamos por la tierra aumentaron a finales de la década.

Hasta entonces, poco había hecho el Gobierno para atender la situación de las «hambreadas legiones de campesinos» que pe-riódicamente se lanzaban a ocupar predios baldíos.11 La retórica oficial continuaba aludiendo a la reforma agraria y a la vocación social del Presidente. Pero poco adelantaba el agrarismo por las vías oficiales. En 1967, Balaguer reconoció que buena parte de las tierras que habían pertenecido a los Trujillo y que, en conse-cuencia, eran de propiedad estatal, eran usufructuadas ilegalmen-te por «personas adineradas o influyentes». Del total de 1,000,000 de tareas en tal situación, en octubre de 1971 el Gobierno había recuperado apenas 150,000 tareas.12 En ocasiones, el Gobierno tomó acciones que parecían adelantar el agrarismo, como la ad-quisición de las propiedades de la Grenada Company, en la Línea Nor oeste, cuyas 200,000 tareas, se alegó, se rían usadas para la reforma agraria. Las autoridades anunciaron que en esas tierras

8 Cassá, Doce, 1986, pp. 241-374; Espinal, Autoritarismo, 1994, pp. 103-144; Hartlyn, Struggle, 1998, pp. 98-133; y Faxas, Mito, 2007, pp. 113-156. En la prensa de la época abundan las referencias a la violencia política y al terror del régi men balaguerista.

9 «Serán sometidos invasores tierras», EC, 9 de octubre de 1971.10 Miguel A. Reinoso Solís, «No tolerarán las invasiones de propiedades», EC,

8 de febrero de 1970.11 «J.T.C.: Acción de Justicia y Tierra para los Campesinos» [Espacio pagado],

EC, 3 de febrero de 1971. Esta era una organización de tendencia socialcris-tiana compuesta por laicos y religiosos que apo yaron diversas acciones de los campesinos.

12 Fabio Rodríguez Flores, «Aseguran ocupan 100,000 tareas», EC, 30 de octu-bre de 1971.

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serían asenta das unas 2,000 familias.13 También se recurrió a las propiedades que detentaban ciertas empresas estatales con el fin de ampliar los terrenos disponibles para la reforma agraria.

No obstante, para mediados del año 1970, el IAD señalaba que tenía 60,000 solici tudes de tierras hechas por los campesi-nos. Se calculó que se requerían cerca de RD$200,000,000 pa ra poder comprar los terrenos necesarios y realizar los asentamien-tos. Para 1971, el IAD había ago ta do las tierras de que disponía para ser distribuidas entre los campesinos.14 Mientras tanto, los con flictos agrarios –que se expresaban de formas muy variadas– aumentaban por doquier. Empe ro, el Gobierno mantenía una perspectiva desarrollista sobre los problemas del campo, evi dente en la Ley de promoción agrícola y ganadera, promulgada a principios de 1970 aunque estuvo en elaboración des de 1968.15 Junto al so-metimiento de los campesinos que ocupaban tierras, esta medi-da era parte del paquete propuesto por Balaguer para enfrentar los problemas del agro. Pero en vez de profundizar la reforma agraria, la ley buscaba «favo recer la inversión de capitales en la agricultura y la gana de ría».16 De acuerdo con la revista ¡Ahora!, el fin ulterior de tal política no era «la erradicación de los lati-fundios» sino conseguir «una lenta transfor mación», logrando su modernización en sentido ca pi talista. Así, en vez de tener que repartir la tierra a los cam pesinos, estos pasarían a convertirse en asalariados de latifundios modernos; los campesinos, «en lugar de la tierra que sueñan, [recibirían] salarios de bracero».

13 «Gobierno compra tierra y equipos de firma Grenada», EC, 2 de abril de 1970; y «Asentarán 2 mil familias en tierras de la Grenada», EC, 8 de abril de 1970. El Gobierno obtuvo esas tierras en pago por una deuda que mante-nía la Grenada con el Estado y que ascendía a RD$1,500,000. Esta cifra fue deducida del precio total de venta, que fue de RD$4,000,000. Los restantes RD$2,500,000 del pre cio de venta de las instalaciones de la Grenada fue-ron financiados por un organismo inter na cional mediante un préstamo al Estado dominicano por un plazo de 20 años y que pagaría un interés del 2.5% anual.

14 «IAD tiene 60,000 solicitudes para asentamientos. Estiman plan «ideal»», EC, 30 de julio de 1970; y Frank Rodríguez, «30 años de reforma agraria. Crisis agraria y las leyes de 1972», Hoy, 6 de mayo de 1992.

15 Se puede consultar el texto de la ley en: EC, 3 de enero de 1970.16 «Reforma agraria tipo junker», ¡Ahora!, 22 de julio de 1968.

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Para los promotores de la ley, no tenía sentido darles tierras a los campesinos pobres, lo que, según ellos, disminuiría la producti-vidad del agro, sino que había que brin dar mayores incentivos a los que «cuenten realmente con recursos». Por tal razón, la ley –concluye el artículo citado de ¡Ahora!– no promovía una «refor-ma agraria campesina» sino una de tipo «terrateniente».

Grupos de campesinos daban muestras inequívocas de que estaban dis pues tos a arreciar su lucha por obtener un pedazo de tierra. Uno de los medios de lucha que emplearon fue el de las «de nuncias», táctica que consistía en realizar pronunciamien-tos públicos mediante la prensa en con tra de los desalojos que sufrían los campesinos. Por ejemplo, en noviembre de 1971 un conjunto de campesinos del municipio de Bayaguana denunció que en la sección de Comatillo se pretendía quitarles las tierras que les habían sido repartidas como parte de la reforma agra-ria.17 En esa oca sión, como en muchas otras, los campesinos emplearon una táctica doble: efectuar la denuncia en la prensa y hacerlo por medio de una carta pública al presidente Balaguer. Amparándose en la retórica agraris ta oficial, los campesinos alegaron que quienes los trataban de expulsar de las tierras –a quienes no identificaron directamente– eran «enemigos del Gobierno que quieren hacerle mala política en esa región qui-tando las tierras que han sido repartidas». En otras ocasiones, los campesinos criticaron públicamente los programas estatales. Así, en julio de 1970, varios parceleros de un proyecto del IAD en el municipio de Fantino alegaron que les habían asignado predios de 50 a 60 tareas a cada uno de ellos, pero que los predios que les repartieron eran «pedazos de tierra que no llegan ni de cerca [sic] a ese tamaño».18 Asimismo, denunciaron la actitud represiva del administrador del proyecto del IAD, quien «nos amenaza con cancelar las parcelas, si seguimos alegando». En un tono que mostraba plenamente su indignación, en la carta que enviaron a

17 «Solicitan Jefe de Estado impida que los desalojen», EC, 9 de noviembre de 1971.

18 Junio Lora, «Dicen no están completas tierras les asignaron», EC, 10 de julio de 1970.

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Balaguer le pidieron, «unidos», que se les entregaran «las tareas que usted nos ofreció el día que nos entregó los títulos, ya que los pedazos de tierra que actualmente tenemos no nos dan ni para malvivir». Su misiva era un ale gato en contra de la práctica, denunciada con frecuencia por los grupos de oposición, de dar títulos a los campesinos pero sin otorgarles las tierras que su-puestamente les habían sido repartidas.

El uso de los medios de comunicación para tramitar sus querellas, sus denuncias y sus peticiones fue una de las tácticas de lucha que fueron incorporando los campesinos a lo largo de los años 60 y 70. Con frecuencia, imprimían un tono mo-derado a sus peticiones, aunque las mis mas también podían interpretarse como amenazas más o menos veladas. En julio de 1970, un gru po de agricultores de la sección Honduras, en Samaná, urgió al Gobierno a comprar a la familia Bancalary la cifra de 24,000 tareas, tierras que los dueños estaban dispuestos a vender pero «que ellos no pueden comprar por carecer de recursos económicos».19 Los campesinos añadieron que ve nían solicitando al Gobierno «la obtención y repartición de esos terrenos» desde el año 1966, forma aparentemente casual de señalar la ineficiencia de los organismos estatales encargados de im ple mentar su política agraria. Las gestiones del grupo habían trascendido las meras declara ciones. Usando como vocero al alcalde pedáneo de la sección, Daniel Kelly, se habían acercado al «legis lador Richardson» con el fin de hacer llegar su petición a las autoridades superiores.

Hacia fines de la década de los 60, los conflictos agrarios fueron adquiriendo unas dimensiones sociales más decisivas. Las ocupaciones de tierra fueron, precisamente, parte de la estra tegia de las masas rurales para forzar a las autoridades a implementar los repartos agrarios, que tanto se cacareaban en los discursos oficiales. En Loma de Cabrera, en enero de 1970 se confirieron tí tu los de propiedad a varios agricultores.20 Las

19 «Sugieren obtener tierras para la reforma agraria», EC, 24 de julio de 1970.20 «Plan emergencia beneficia a 10,000 familias en país», EC, 5 de enero de

1970.

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tierras, que habían pertenecido al terrateniente Al fon so Mera, fue ron inva di das por los campesinos de la zona, lo que llevó al Gobierno a comprarlas y a repartirlas entre los ocupantes. Durante el acto de entrega de los títulos, que totalizaron más de 9,000 tareas, se anunció la posibilidad de adquirir mediante compra otras 5,000 tareas de las que pertenecían a Mera para distribuirse entre los labriegos. También se anunció que el Gobierno tenía la intención de asentar a 10,000 familias en el Este del país en tierras «donadas» al IAD por el Con se jo Estatal del Azúcar (CEA). Mas proclamas de tal índole se habían hecho constantemente, con magros resultados, a lo largo de la década de los 60. Pocos días después, el 13 de enero, se pu blicitaron los grandiosos planes para asentar a 14,000 familias en el Este, así como que, durante los pró xi mos dos años, con apoyo interna-cional, se asentarían otros 10,000 agricultores en el Valle de San Juan de la Maguana.21

En ocasiones, los conflictos adquirieron una intensidad inusitada dado el clima de repre sión que existía entonces. En el poblado de Villa Altagracia, a principios de marzo de 1970, una ai ra da multitud de campesinos ocupó la sindicatura municipal, exigiendo la entrega de 15,000 tareas que el Gobierno les había ofrecido.22 Durante dos años, los campesinos se habían mante-nido en es pera de las tierras prometidas, las que pertenecían al CEA, aunque ya habían sido entregadas por este organismo con el fin de incorporarlas a la reforma agraria. La osada ac-ción de los campesinos fue provocada porque unas 200 familias habían sido expulsadas de las tierras donde vivían, ubicadas en el potrero Los Lirios, propiedad del ingenio Catarey. Guarda-campestres del ingenio realizaron el desalojo en horas labora-bles, mien tras buena parte de los campesinos se encontraban fuera de sus hogares; varios de los que estaban en sus viviendas «salieron huyendo cuando se presentó el empleado del Central Catarey». Indig nados por el despojo, decidieron «ocupar la

21 «Asentarán en 1970 14 mil labriegos», EC, 13 de enero de 1970.22 «Reclaman entrega tierras»; y Rafael Felipe López, «Patrulla sale a desalojar

campesinos de un paraje», EC, 6 de marzo de 1970.

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sindicatura armados de machetes», dando a las autoridades un plazo de 15 días para entregarles las tierras que se habían destinado a ese fin.

Pocos días después, Cotui también fue escenario de dramáti-cos sucesos en torno a la lucha por la tierra. El día 10 de marzo, 79 labriegos fueron arrestados por haber invadido una parcela de solo 80 tareas de extensión, propiedad del «terrateniente» Aurelio Belén Hernández.23 El juicio con tra los invasores, celebrado el día 20 de dicho mes, concitó las protestas de los estudiantes del po-bla do, quienes realizaron una serie de «movilizaciones callejeras» que fueron dispersadas por la po licía con bombas lacrimógenas. Durante el juicio, efectivos de la Policía y el Ejército acordonaron el tribunal e «impidieron la circulación de público» por las calles aledañas. Otras zonas del Cibao fue ron escenarios de conflictos agrarios. En La Vega, en julio de 1970, siete labriegos fueron con-denados a prisión y a pagar una multa de RD$2,000 por «violación de propiedad y devastación de cosecha en pie».24 Al igual que en Cotui, el juicio fue seguido de cerca por «estudiantes, religiosos, activistas políticos y otros sectores»; de igual manera, los cuer-pos castrenses fueron movilizados para «evitar desórdenes». En Santiago, una veintena de campesinos fueron sometidos por haber pe ne trado en una propiedad, en la que «comenzaron a limpiar el terreno presumiblemente para cultivarlo».25

Una de las ocupaciones más numerosas del año 1970 tuvo lugar en Nisibón, donde los conflictos agrarios alcanzaron una gran algidez a finales de los 60. En junio, 150 campesinos fue ron apresados por invadir una finca de la sucesión de José Antonio Jiménez Álvarez. Los arresta dos alegaron que ocuparon la propiedad para poder desarrollar siembras que les permitieran

23 «Multan 79 agricultores acusados invadir finca», EC, 21 de marzo de 1970. Para el contexto de esas luchas regionales, ver el estudio de Hernández, Movimientos, 2000.

24 «Condenan siete acusados devastar cosechas en pie», EC, 24 de julio de 1970.

25 Junio Lora, «Someterán 22 campesinos ocuparon propiedad ajena», EC, 20 de octubre de 1970.

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«man te ner a su familia [sic]».26 Los escasos detalles ofrecidos por la prensa sobre esta ocupación eviden cian que, lejos de ser un acto espontáneo, producto de la improvisación, los inva so res pla-nificaron cuidadosamente su acción. Los trabajos «se realizaron de forma colectiva»: «mien tras unos desyer ba ban, otros plan-taban». Además, los campesinos alegaron que llevaban mu cho tiempo esperando porque el Gobierno atendiera sus reclamos y que su acción estaba desti nada a forzarlo a que adquiriera esas tierras para la reforma agraria.

La concertación entre los campesinos también se evidenció en las tomas de tierras que se rea lizaron en Samaná en 1970. Ese año, campesinos provenientes de Sánchez, Nagua, San Fran-cisco de Macorís, Moca, Cabrera, La Entrada, Pimentel y otros municipios ocuparon tierras del Es tado ubicadas en Las Galeras, Los Tocones y «regiones vecinas».27 Aunque sin precisar en la fuente consultada, parece que el número de invasores alcanzó una cifra considerable. La colabo ra ción entre los campesinos se evidenció de varias formas. Los primeros ocupantes recibían a los re cién llegados, y les ofrecían trabajo y alimentos mientras desarrollaban sus propios conucos. Iró nicamente, las mejoras que el Gobierno había realizado en estas tierras, sobre todo la construcción de diez «pozos tubulares», incentivaron su ocupa-ción por los campesinos; si no las habían invadido antes, había sido por la falta de agua. Nuevamente, los labrie gos se adelan-taban a las autoridades. Quizás por tratarse de tierras estatales que estaban en proce so de ser mejoradas con la intención de ser distribuidas, las autoridades no adoptaron una actitud par-ticularmente represiva contra los in va sores. El senador Ramón Richardson afirmó que solicitaría al Gobierno, a nombre de los ocu pan tes, que se les adjudicaran oficialmente las tie rras.

Este no fue el único caso en el cual los campesinos lograron obtener el respaldo de algún fun cionario gubernamental. En no-viembre de 1971, Cira Luz Morales de Romero, una terrateniente

26 Vicente A. Castillo, «Apresan 150 campesinos que invadieron terrenos», EC, 25 de junio de 1970.

27 «Campesinos han ocupado unos terrenos del Estado», EC, 12 de agosto de 1970.

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de la zona, alegó que una centena de campesinos se habían apoderado «por la fuerza de su pro pie dad» en Los Yayales, en el municipio de Nagua. Según ella, los campesinos eran apoya-dos por la Gobernadora de la provincia María Trinidad Sánchez, quien había impedido que la policía expeliera a los invasores.28 El conflicto en torno a estas tierras se venía desarrollando desde el 1965, cuando cerca de 25 campesinos ocuparon unas 1,000 tareas. Luego se intentó expul sar a los invaso res, pero la Gobernadora en ese momento, «violenta y arbitrariamente suspendió el procedimiento de desalojo» alegando que tal acto constituiría un «escándalo social» y que el presidente Balaguer no podía permitirlo «en esos momentos». A los ocupantes la Gobernadora les pro metió que la fin ca en cuestión sería ad-quirida por el Gobierno y repartida entre ellos. No obs tante, al cabo de seis años tal promesa no se había cumplido. Mas los campesinos no se habían que dado cruzados de brazos. En un proceso de invasión paulatina, el número de ocupantes había aumentado, segura men te enterados de que, eventualmente, las tierras serían incorpora das a la reforma agraria. Otras presiones que confrontaban los propietarios de la finca –como una serie de deudas con el Estado y una hipoteca con el Banco Agrícola– hicieron que estos intentaran que el Gobierno finalmente les comprase la propiedad.

Samaná contaba con una tradición de «matronas agraris-tas». En los años 60, una go ber nadora provincial intercedió a favor de los campesinos. Y en los 70, otra gobernadora, Al tagracia Acosta de Bezi, realizó una serie de declaraciones a favor de los campesinos que recla ma ban tierra. En obvia refe-rencia a una de las políticas agrarias durante el trujillato, esta última opinó que cada campesino debía contar con un mínimo de 10 tareas para sembrar.29 Pero su credo fue más allá. En una reunión «con centenares de agricultores sin tierras» de varias secciones rurales, expresó su oposición a los desalojos

28 Bernardo Palau Pichardo, «Alega invaden finca Nagua por la fuerza», EC, 15 de noviembre de 1971.

29 «Señala mínimo de tierra deben tener campesinos», EC, 6 de octubre de 1971.

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de los campesinos que ocuparan tierras baldías; añadió que en su provincia no permitiría «hombres sin tierra», y condenó a los terratenientes que ocupaban «me dia zona rural» y que mantenían baldíos sus terrenos. En clara alusión a la aparcería y a los arren da mientos, señaló a los labriegos «que ningún terrate-niente puede echarlos, o desplazarlos de las tierras que trabajan después de tener tiempo ocupándolas». Y, en efecto, buena parte de los cam pe sinos congregados eran ocupantes de propiedades ajenas que confrontaban dificultades con los te rra tenientes. Estos les dejaban limpiar y desarrollar las tierras, pero «después que los cultivos están aptos para cosecharse, entonces los dueños quieren hacerles impedimentos para quedarse con los cul ti vos». Entre los campesinos afectados había algunos que ocupaban las tierras hacía más de 12 años.

La solidaridad campesina, que solía expresarse en los ám-bitos más íntimos y cercanos –el del parentesco, el vecindario, el paraje–, comenzaba a evidenciarse en ámbitos más abiertos y más pú blicos. En febrero de 1970, cerca de 400 campesinos concurrieron a la Corte de Apelación en La Vega en respaldo a los moradores de Las Cuevas, una sección de Cotui, acusados por la Hacienda Cotui de haber ocupado terrenos suyos.30 Según un comunicado de prensa del grupo Justicia y Tie rra para los Campesinos –organización creada para ayudar a los campesinos en sus liti gios–, esa fue la pri mera vez que tal cantidad de campesi-nos de «diferentes zonas rurales del Cibao» se unía en «soli daridad hacia sus compañeros frente a terratenientes». Igualmente, los campesinos «se decidieron a romper el silencio», denun-ciando las usurpaciones de tierras del Esta do por parte de los terra te nientes. A fines de octubre de 1971 varias asociaciones campesinas realizaron denuncias acerca de tales ocupaciones «para obligar a los terratenientes a devolver la tierra que tan sin derecho cogie ron».31 Las denuncias de los campesinos forzaron a varios terratenientes a reconocer que habían usurpado terrenos;

30 «Respaldan a inculpados de violar propiedades», EC, 7 de febrero de 1970.31 «Escándalo: Terratenientes ocupan tierra del Estado», ¡Ahora!, 8 de noviem-

bre de 1971.

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algunos incluso pretendían que el Gobier no legalizara tales pose-siones, a lo que, con razón, se oponían los campesinos. Más aún: el Presidente de la Repú blica tuvo que señalar que «intervendría personalmente en el asunto». Los campesinos aspira ban a una reforma agraria derecha, recta, que contrarrestara y pusiera fin a la «reforma al revés».

«cabiLdoS abiertoS» ruraLeS

La consideración y la eventual aprobación de los proyectos de ley anunciados por Balaguer en febrero del 72 generaron una verdadera conmoción, temida por algunos mucho más que la po sible pérdida de sus propiedades. La «politización del campo», como denominaron a los reclamos campesinos, levantó entre ellos el espectro de una nueva «bestia calibanesca», de una nueva barba rie que, imbuida por nociones contra la pro-piedad y el orden social, ponía en peligro las estruc tu ras sobre las que descansaban sus privilegios. Por demás, las declaraciones de Balaguer cayeron en terreno fértil. Grupos de campesinos trataron de adelantar su causa amparándose en las medi das anunciadas por el Presidente. En el municipio de Pimentel, en la sección rural de Caobete, cerca de 300 labriegos que ocupa-ban unas tierras arroceras que habían pertenecido a «Petán» Tru jillo, hermano del dictador, y que ellos cultivaban desde la caída de la dictadura, solicitaron públicamente que se parcelara oficial men te el terreno y que se les entregara en propiedad.32 Los campesinos de Cao bete recordaron que llevaban 15 largos años solicitando la propiedad de esas tierras, que habían «ago-tado todos los re cur sos pacíficos» para obtenerlas y que nunca habían «apelado a la violencia para lograr su obje ti vo». Además, encomiaron las palabras de Balaguer, calificando de «revolucio-naria» su propuesta so bre las tierras arroceras del país. Otros

32 Bernardo Palau Pichardo, «Piden Gobierno les ceda las tierras que cultivan. Pertenecían a Pe tán», EC, 29 de febrero de 1972.

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campesinos fueron menos cautos. Los de la sección El Bom bi llo, en Villa Riva, invadieron por lo menos dos fincas, razón por la cual fueron arrestadas más de 60 personas.33 Las autoridades policíacas alegaron que los campesinos actuaron incitados por un tal Du rán, inspector de Foresta; este, por su parte, arguyó que procedía por «órdenes superio res de re partir porciones de terreno a los campesinos», aunque no identificó la fuente de tal man dato. Y, en efec to, hay claros indicios de que los campesinos se sintieron envalentonados por una manifes tación que el grupo político Acción Constitucional (AC) había celebrado horas antes de la invasión en la cercana sección de Las Matas, ubicada en el municipio de Cotui. El acto de AC se efectuó en respaldo a las leyes agrarias sometidas por Balaguer.34 Sorprendentemente, los invaso res ofrecieron otra versión. No ocuparon las tierras incitados por el inspector Durán: lo hicieron «debido al dis cur so pronunciado por el presidente Joaquín Balaguer, el 27 de febre-ro», pero, sobre todo, porque esas tierras llevaban 15 años sin cultivarse y ellos carecían de tierra. Los arrestados adujeron que, de ser condenados a prisión, otros 100 labriegos estaban «listos para invadir nueva mente» y que, al salir libres, insistirían «en apoderarse de las tierras».35

Y es que las medidas propuestas por Balaguer, irrespecti-vamente de cualquier otra consi de ración –incluso de los fines personales del gobernante–, sugerían un nuevo «gran diseño» que po nía en peligro los privilegios absolutos de unos y avivaba

33 Antolín E. Montás, «La PN arresta invasores de tierras. No permitirán las ocupaciones», EC, 14 de marzo de 1972.

34 Acción Constitucional (AC) era una organización que operaba en el interior del Partido Refor mis ta (PR), alentada por el propio Balaguer. AC tuvo va-rios fines, entre ellos apoyar las leyes agra rias balagueristas, razón por la cual desarrolló una activísima labor proselitista en las zonas rurales, labor que no era ajena a las intenciones de Balaguer de afianzar su liderato político entre el campesinado. Aunque de raigal afiliación balaguerista, AC jugó un destacado papel en los debates y los conflic tos en torno al agro a principios de los años 70. Entre otras cosas, denunció a la dirigencia del PR por estar identificada con los sectores latifundistas. Ver: «Dice José Osvaldo Leger: “Mayoría dirigentes del Partido Reformista son terratenientes”», ¡Ahora!, 16 de octubre de 1972.

35 Montás, «PN», 14 de marzo de 1972.

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las esperanzas de otros. En muchos senti dos, este gran plan alteró los términos de los conflictos agrarios. Si bien no eran totalmente favora bles al cam pe si nado, lo cierto es que las leyes agrarias hicieron que la balanza se inclinara menos del lado de los terra tenientes. Como resultado de esas leyes, a principio de los años 70, la ciu da danía cam pesina –adormecida en buena medida como resultado de la represión y del proceso de destru-jillización por el cual, con tropiezos y dificultades, pasó la socie-dad dominicana en esos años– vol vió a activarse en la discursiva y en la práctica del poder. A pesar de sus evidentes limita ciones, los debates en torno a las le yes agrarias trajeron a la palestra pública lo que hasta el momen to habían sido conflictos sociales más o menos soterrados. Igualmente, salieron a flote posicio-nes encontradas que habían permanecido sumergidas, o cuyas expresiones más conflictivas ha bían sido reprimidas. A todo ello, los campesinos contribuyeron de forma decisiva.

Incluso antes de aprobarse las leyes agrarias, diversos funcio-narios del Gobierno, aparente mente con la autorización sino ex-presa al menos tácita de Balaguer, conminaron a los campesinos de diversas partes del país a manifestar sus quejas públicamente y a denunciar las usurpaciones de tierras del Estado por parte de los terratenientes, así como los desalojos de los aparceros al igual que las expro piaciones de las tierras campesinas.36 Tales funcionarios actuaron impelidos por razones va ria das, entre ellas la búsqueda de apoyo para Balaguer, ejerciendo presión sobre los grupos que pu die ran oponerse a sus medidas agraristas. Esos funcionarios tenían una clara agenda política cuya prioridad ra-dicaba en los intereses políticos del Presidente. Sus acciones no dejaron, pues, de tener una fuerte dosis de demagogia y de opor-tunismo. Querían, en fin, manipular al campesinado, propó si to que alcanzaron en buen grado. Ingenuo sería, empero, afirmar

36 Antonio Gil, «Picadores y obreros denuncian se trata de sacarles de tie rras», EC, 3 de febrero de 1972; Gil, «Tratan de desalojar 500 familias asentadas en tierras re cla ma das», EC, 4 de febrero de 1972; «Piden Gobierno incluya reparto reforma de agro», EC, 22 de febrero de 1972; y «Ame na zan con desalojo», EC, 29 de febrero de 1972.

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que los cam pe sinos actuaron meramente impulsados por la manipulación. Sus actos y sus reacciones fueron más complejos que eso: evidenciaron, más bien, que los campesinos estaban dispuestos a no desaprovechar ninguna oportunidad que se les brindase para tratar de mejorar su situación, ofreciésela quien se las ofreciera.

Un verdadero torrente de testimonios brindaron los campesi-nos a las Comisiones creadas por las leyes agrarias y responsables de iniciar su implementación. De ellas, la Comisión de Re cu peración de Tierras del Estado (CRTE) llegó a ser la más destacada; aunque presidida por el aboga do Freddy Prestol Castillo, su miembro más activo y conspicuo fue el también abogado Ma rino Vinicio Castillo «Vincho». Juramentada a fines de marzo, la CRTE se desplazó a diferentes lugares del país con el fin de localizar los terrenos de propiedad estatal.37 Sus «vistas públicas rurales» –cele bradas con frecuencia en los mismos parajes campestres, y a las que solían asis-tir cientos y en oca siones hasta miles de habitantes de la ruralía–, se convirtieron en virtuales «cabildos abiertos», apro vechados por los campesinos para denunciar las ocupaciones de tierras esta-tales por los lati fundistas, así como los despojos y las injusticias cometidos contra ellos.38 Convocados por el mismísimo poder, los campesinos dominicanos, como sus homólogos franceses en vísperas de la Revolución, presentaron sus quejas; emulando a los famosos cahiers de doléances del siglo xViii, los testimonios de los labriegos dominicanos constituyeron una denuncia frontal de la desigual distri bu ción de la tierra.

El Este fue una de las primeras regiones donde se manifesta-ron con intensidad las gestio nes de la CRTE. En Nisibón, donde casi la mitad de los ganaderos carecía de títulos ya que las tie rras que ocupaban eran del Estado, la CRTE encontró a unos cam-pesinos ávidos por colaborar con ella.39 Más aún: los campesinos

37 «Dan plazo comparecencia ocupantes tierras Estado», EC, 28 de marzo de 1972.

38 «Leyes agrarias: La verdadera magnitud del latifundio», ¡Ahora!, 2 de octu-bre de 1972.

39 «Afirma carecen de títulos en el paraje de Nisibón», EC, 18 de abril de 1972.

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de Nisibón virtualmente forzaron a la CRTE a que atendiera sus re clamos. Gracias a sus luchas y denuncias, pusieron al des-cubierto la venta ilegal –«casi rega lada»– de tierras del IAD a los grandes ganaderos de esa zona. Entre otros, los campesinos ocupa ron unas 3,000 tareas explotadas por Julio Rodríguez, de las que la CRTE constató que casi la mitad eran de propiedad estatal. Los campesinos alegaron que Rodríguez usufructuaba un total de 14,000 ta reas.40 Algo similar ocurrió en Cumayasá, en La Romana, donde se alegaba que había unas 60,000 tareas del Estado ocupadas por terratenientes.41 En este último lugar ocurrió incluso que el IAD les había entregado «certificados de propiedad» a algunos parceleros pero sin otorgarles las tierras co rres pondientes, las que permanecían en manos de «potenta-dos de La Romana».42 Por su parte, en Sabana Grande de Boyá, las denuncias de los campesinos contribuyeron a que la CRTE investigara la usurpación de terrenos estatales por un reducido grupo de terratenientes.43

El respaldo de los campesinos a la CRTE fue crucial para el desempeño de sus funciones; con frecuencia, demostraron ma-yor diligencia y eficacia que la misma Comisión. En la provincia de Puerto Plata, hubo grupos de campesinos que invadieron propiedades con la intención de forzar las investigaciones de la CRTE. Unos 50 labriegos de la sección de Candelón, del munici-pio de Lu pe rón, declararon que cinco terratenientes se habían apropiado de cerca de 25,000 tareas de pro pie dad estatal y que trataban de obtener títulos falsos de esas tierras. Los habitantes de Cande lón actuaron a tono con lo que hicieron cientos de campesinos de la provincia puerto plateña, donde con tribuyeron de manera notable a identificar propiedades usurpadas por los terra tenientes. Así, para junio de 1972, en toda la provincia, la CRTE había identificado nueve propie dades estatales ocupadas

40 «Nisibón: Regalos para los grandes ganaderos», ¡Ahora!, 11 de septiembre de 1972.

41 «Siguen labores región Este», EC, 19 de abril de 1972.42 Antonio Gil, «Desalojos y falta tierras afectan sector», EC, 10 de julio de 1972.43 Gil, «Urgen evitar finca en terreno Estado», EC, 14 de junio de 1972.

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ilegalmente; sin embargo, en una sola sección rural de Luperón «los campesinos han lo calizado ya cinco: más de la mitad de lo que los comisionados gubernamentales, trabajando por sí so los, han detectado en toda [la provincia de] Puerto Plata».44 Convertidos en los ojos, los oídos y hasta en las manos de la Comisión, los campesinos fueron, en este caso, mucho más que agentes catalíticos de sus investigaciones: actuaron como agentes autónomos, capaces de generar una «microfísica del po der» que los beneficiara. En Candelón, en ese instante, el Estado fue «con-ven cido» de actuar a fa vor de los labriegos que reclamaban tierra y que denunciaban a los grandes propietarios.

Las palabras y las acciones de los campesinos permiten trazar su discursiva agrarista. Sus relatos sobre el pasado son parte funda-mental de esa discursiva, en la que «expresan toda una vi sión co-lectiva y cultural, una identidad». En ellos la tierra ocupa un lugar privilegiado. Tales «re la tos agraristas» forman parte de un «saber narrativo», constituido no a partir de «un interés abs trac to en registrar con fidelidad el pasado histórico, sino que es parte de un quehacer discursivo co ti diano cuyo valor es de orden pragmático».45 El núcleo de ese pragmatismo reside en la reivindi cación del derecho a la supervivencia, elemento nodal de la «economía moral» del campesinado.46 Sus narraciones trataban de dar cuenta de las numerosas in justicias sufridas por los campesinos. Acorralados por los terratenientes, para los habitantes de Piedra Blanca, en Bonao, sus luchas du rante los años 60 y 70 no eran sino una instancia más de su largo enfrentamiento con el la ti fundismo, que comenzaron a sufrir durante el trujillato cuando «Petán» Trujillo adquirió tierras para establecer un potrero.47 Luego, rememoraba un campesi-no de la zona, el mismo Trujillo orde nó unos «de sa lojos» con

44 «Tierra: Campesinos invaden latifundios», ¡Ahora!, 12 de junio de 1972. En ese momento, se calculaba que en todo el país había «4,712 fincas en terrenos estatales usurpadas [sic]».

45 Alejos García, Mosojäntel, 1994, pp. 17 y 27.46 Thompson, «Economía», 1979, pp. 62-134; y Scott, Moral, 1976.47 El hermano del dictador llegó a establecer un virtual feudo en torno al

municipio de Bonao. Ver: Rosa, Petán, s. f.

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el fin de obtener tierras para el ingenio Ca tarey, en formación en los años 50. Entonces fueron destruidos buena parte de los cafetales, los cacaotales, los platanales y los conucos sembra-dos de víveres, siendo sustituidos por los cañaverales y por «la yerba de la bo ya da del ingenio». Debido a tales transformaciones, cambió el patrón de asentamiento de los habi tantes de la región. Antes vivían dispersos por las montañas; pero debido a la «com-pilación de tie rras» realizada por los Trujillo, los habitantes de los campos se vieron forzados a concentrarse en unos pocos villo-rrios ubicados en tierras marginales, de los cuales el poblado de Piedra Blanca no era sino un ejemplo.48

En las narraciones campesinas, los despojos y las expropia-ciones de tierra aparecen como una expulsión del Edén, que inició una época de penurias, sufrimientos y privaciones. Y no era pa ra menos. Jerez Sánchez, un campesino de Cotui, conside-raba que, de ser despojado por los te rra tenientes de las 11 tareas de propiedad estatal que cultivaba, lo estarían «matando» a él y a sus 9 hi jos. Para Ángela Núñez, la desposesión no constituía una amenaza, sino una trágica realidad que la había lanzado al desamparo junto a sus 8 hijos, sus dos «hermanos dementes y el padre ciego».49 Las humillaciones sufridas por los campesinos al ser desalojados por los terratenientes venían a su mar se a las penurias económicas que ello conllevaba. Muchos aparceros, alegaba una organi za ción campesina, eran «echado[s] como perros, a veces utilizando escopetas», de las tierras que habían ocupado por décadas.50 La desposesión ponía en peligro la sub-sistencia de las familias campesi nas y las lanzaba a una situación de incertidumbre que conllevaba su incursión en activi dades de poca ren tabilidad, de gran riesgo o de inciertos resultados eco-nómicos. Con frecuencia, tales actividades eran contempladas con recelo por los campesinos, incluso porque muchas de ellas eran conside radas degradantes. Tal fue el caso denunciado

48 Antonio Gil, «Ex militares amenazan aquí ocupar predios», EC, 27 de no-viembre de 1972.

49 Gil, «Terratenientes ocupan predios», EC, 21 de junio de 1972.50 «Los aparceros se desesperan por situación», EC, 28 de junio de 1972.

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por Segunda de la Rosa, cuyo marido fue des pojado de unas tierras por el segundo alcalde de Cumayasá, en La Romana, su-puestamente con la intención de establecer una antena de una cadena televisiva. No obstante, el alcalde se dedicó a cul ti var ñame en esas tierras. Carente de otro medio de vida, el marido de Segunda se tu vo que dedi car a «chiripear algo en las calles» de San Pedro de Macorís, mientras que ella se dedicaba a hacer carbón.51 Otro tanto ocurrió con un grupo de campesinos de Los Limones, Sabana Grande de Boyá, arrebatados de las tierras que ocupaban, y que se vieron forzados a irse «a las lomas a cargar ya guas» como medio de subsistencia. Aparte de lo difícil que resultaba obtener el sustento diario con esta actividad, la vida en las lomas se les dificultaba enor memente debido a lo lejano que se encon traban las fuentes de agua. Anatilio de Jesús padecía grandes penurias por la falta del preciado líquido: tenía que «guardar el agua con que salcocha los víveres en la noche, para por la mañana ha cer el desayuno y lavarse la cara».52

Los desahucios destruían la autosuficiencia del pequeño agricultor, provocando «hambre y ne ce sidad». Obligadas a abandonar los predios que venían ocupando por años en la sección de Yo nú, en Higüey, a las familias campesinas hasta se les impedía el paso por las fincas de los terrate nientes, por lo que no podían «conseguir leña para las labores de la casa». Otros de los labriegos afec tados se veían impedidos de recurrir a la pesca en el río Yonú, lo que solían hacer previamente como parte de sus estrategias de subsistencia, debido a que los dueños de las tierras habían «pe ga do cuatro cuerdas» de alambre para impe-dirles el paso a través de ellas. Los desalojos que habían sufrido los habitantes de Yonú modificaron las relaciones re la tivamente cordiales que tra di cional men te habían existido entre los terra-tenientes y los campesinos. Se gún Víctor Palacio, uno de los labriegos de la zona, antes los campesinos hacían «tratos con los grandes terratenientes que le[s] permi tían cultivar predios

51 Antonio Gil, «Desalojos y falta tierras afectan sector», EC, 1º de julio de 1972.

52 Gil, «Urgen», 14 de junio de 1972.

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durante dos años siempre que al finales los entregaran sembra-dos de yerbas». Pero ese tipo de arreglo, fundado en la aparce-ría, dejó de realizarse ya que «todo está sembrado de yer ba». En consecuencia, para los campesinos de Yonú, su alternativa económica principal estri ba ba en el «em pleo temporal» que ob-tenían en las mismas fincas, en las cuales se les pagaba un jornal diario de RD$2.00 ó de RD$1.50 si se incluía la pitanza, aunque «no siempre se les da la comida prometida».53

Un elemento frecuente en las denuncias hechas por los cam-pesinos era el uso inapropiado que, según ellos, daban los grandes propietarios a las tierras. Inapropiado era, por ejemplo, que las reses tuvieran más espacio que las familias campesinas y que los bovinos contaran con más posibi li dades de alimentación que las personas. Ese uso de las tierras hería en lo más profundo el sentido de justicia de los campesinos. «Una vaca comenzó a ser más importante que una fami lia», acotó Fé lix Peña al recordar las expoliaciones efectuadas por Trujillo en Piedra Blanca con el fin de obtener tie rras para las boyadas del Ingenio Catarey.54 Similar posición sostuvieron los campesinos de Yonú, acorralados entre pastizales y cañaverales. En defensa propia, los ganaderos ale-gaban que las tie rras de la zona no eran apropiadas para las actividades agrícolas, por lo que se justificaba que las de di caran a la crianza de reses. Mas los campesinos negaban enfáticamente tal supuesto y argüían que las tierras ganaderas eran aptas para el cultivo, que eran capaces de producir «plátanos como los de Barahona», lugar del país famoso por producirlos de gran tama-ño y de excelente calidad, al igual que otros víveres y hortalizas. No obstante, las tierras de Yonú eran dedicadas mayormente a la ganadería, por lo que «hasta los plátanos vienen del Cibao o de la capital».55

La práctica de los latifundistas de mantener baldías gran-des extensiones de tierra también fue objeto de las denuncias

53 Antonio Gil y Melvin Matthews, «Labriegos amenazan reocupar predios», EC, 28 de agosto de 1972.

54 Gil, «Ex militares», 27 de noviembre de 1972.55 Gil y Matthews, «Labriegos», 28 de agosto de 1972.

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realizadas por los campesinos ante las Comisiones Agra rias. Práctica que laceraba profundamente su sentido moral por su total desconsideración ante las necesidades de los cam pesinos, la identificación de los terrenos baldíos se convirtió en uno de los principales instru men tos de lucha del campesinado duran-te la coyuntura álgida de inicios de los años 70. An drés Canela, de Jobo Dulce, en el municipio de El Seibo, alegó que un terratenien-te tenía cerca de 8,000 tareas en potreros y monte, mientras que los campesinos de la región carecían de tierra para cultivar. Para colmo de males, agregó, esas eran «las tierras más buenas de todos los alrededores y las que nos interesan para la siembra de víveres». Otros latifundistas mantenían gran des extensio nes sin explotar. Un tal Pedro Abraham, se dijo, mantenía «vagantes» 20,000 tareas; por su parte, la familia Gil Morales poseía en El Cuey unas 50,000 tareas totalmente baldías. En igual condición se en-contraban grandes extensiones que eran controladas por otras familias de terratenientes que re sidían en San Pedro de Macorís, cuyas propiedades permanecían como puro monte y «botaos», sin ser explotadas. Se llegó a estimar que en ese estado se encon-traban cerca de 100,000 tareas en la sec ción Caída de Piedra.56 Por su parte, en Navarrete, los campesinos de la zo na alegaban que existían cerca de 1,000,000 de tareas de tierra que se encon-traban baldías y que es ta ban en manos de unas pocas familias de terratenientes. Esta situación resultaba particularmente cruel para los campesinos ya que buena parte de esas tierras eran ale-dañas a canales de riego, por lo que contaban con un exce lente potencial agrícola.57

En la visión campesina, el baldío era un símbolo infame de la negación de la vida; era uno de los emblemas más evidentes de la indigencia y el hambre producidas por el la ti fundismo. Para los campesinos resultaba totalmente incomprensible que, mien-tras sus hijos pa sa ban hambre y necesidad, los terratenientes

56 «Ordenan a terratenientes desalojar 24,000 tareas. Señalan área que se halla en abandono», EC, 11 de octubre de 1972.

57 «Señala cómo pagarán a arroceros cambien cultivos. Caso de tierras baldías», EC, 28 de agosto de 1972.

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mantuvieran grandes extensiones sin cultivar, o que im pidieran que las familias pobres usufructuaran un pedazo de tierra. Por poseer tierras incultas pero aptas para el establecimiento de «tra-bajaderos» –es decir, terrenos apropiados para el estable cimiento de co nu cos–, era que los campesinos de Mata Bonita, en Nagua, le «echaron el ojo» a la ha cienda La Victoriosa. Por eso se habían organizado grupos de «pordioseros» –apelativo con que desig-nó uno de sus líderes a los campesinos sin tierra– para buscar «donde trabajar».58 Por su parte, en Sal cedo, el agricultor Eddy Rafael Burgos, hablando a nombre de los habitantes de Toro Cenizo, de nunció que partes de las propiedades de la sucesión de Juancito Rodríguez García eran «botaos o bro ques [...] que no se están utilizando». No obstante, mientras esas y otras pro-piedades permanecían incul tas, cientos de familias campesinas carecían de tierra propia; varias de ellas vivían «al borde del ba rranco» o a la orilla del río, por lo que sus casas eran arranca-das cada vez que ocurría una crecida.59

Por negar el baldío los más elementales aspectos del derecho a la supervivencia, su denun cia fue central en las luchas cam-pesinas. A raíz de la aprobación de las leyes agrarias, arreció la ofen siva campesina contra las tierras improductivas. Más allá de los leguleyismos, la lucha con tra el baldío se convirtió en un enfrentamiento en torno al significado práctico, real, del térmi-no mis mo. Así, mientras que varios terratenientes de Sabana de Judas, en San Francisco de Maco rís, trata ban de evitar que sus propiedades fueran definidas como baldíos por las Comisiones Agrarias y, de tal modo, impedir que fueran distribuidas entre los campesinos, estos in sistían en que, efectivamen te, los terre-nos en cuestión eran mayormente «montes y pajonales». Para Luis López, un habitante de Las Guáranas que llevaba 24 años «por el lugar», ciertas tierras de Fabio Rojas Lara siempre ha-bían sido montes; solo recientemente –alegó– se iban a sem brar

58 Gil, «Demanda por tierras produce presiones en zona Nagua. Usan fuerzas [sic]», EC, 4 de agosto de 1972.

59 Gil, «Afirma sectores Gobierno se oponen leyes agrarias», EC, 1º de noviembre de 1972.

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1,400 tareas de yerba. A la defen siva también se encontró el terrateniente José Ramón Rosario, cuyo abogado cuestionó las alegacio nes de que las heredades de su representado estuviesen baldías, aunque reconoció que «quizás las tie rras no tienen el grado de explotación óptimo».60 Usualmente, los propietarios de tierras baldías intentaban simular su estado de improductividad alegando que se trataba de terrenos dedicados a la ganadería y que, por lo tanto, se justificaba que permanecieran incultas. También se escudaban en la pobre calidad de los suelos, argu-yendo que los mis mos eran inapropiados para la agricultura, por lo que resultaba más conveniente mantenerlos como pastizales o montes. Cuando los alegatos de los campesinos no eran suficien-tes para inducir una acción de las autoridades a su favor, se solía recurrir a la invasión de las tierras denunciadas como baldías. De tal forma se dramatizaba su recusación de una situación que conceptuaban como moralmente reprensible.61

Era echar sal en la herida el que los terratenientes mantuvie-ran improductivas las tierras o que las dedicaran a actividades que los labriegos consideraban como menos prioritarias que el sostén de sus familias. Igualmente reprensible les resultaba la práctica de vender o de alquilar a terceros las tierras de las cuales habían sido expulsados, en ocasiones después de haberlas traba-jado por mu chos años. Así aconteció a Confesor Cuevas, quien luego de cultivar «a la media» las tierras de Pascual Martínez por 16 años, fue «sacado de la parcela», la que el propietario «entregó al español Manuel Domínguez Gil», quien poseía otras propiedades en la provincia de San Juan de la Maguana. Por su parte, según Enrique Cuevas, a él y a Manuel Cuevas se les sacó mediante «un truco» de las tierras que culti vaban en aparcería, artimaña que consistió en pedirles que las abandonaran por un año con el fin de «acondicionar y nivelar el terreno para que ellos pudieran cosechar mejor el arroz». No obstante, al cumplirse el plazo establecido, «no se les permitió entrar en la propiedad»,

60 Gil, «Captarán 50,000 tareas tierras baldías», EC, 5 de octubre de 1972.61 Gil, «El Estado podrá captar 70,000 tareas de tierra», EC, 23 de septiembre

de 1972.

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par te de la cual se dedicó a la ganadería mientras que la parte restante se mantenía baldía. La expulsión de los Cuevas se rea-lizó pese a que esas tierras habían sido cultivadas por su familia –señaló Enrique– desde «los tiempos de mis abuelos».62

Mediante la genealogía, los campesinos establecían su identi-ficación con la tierra; des pués de todo, era común que los terre-nos que ocupaban o reclamaban hubiesen pertenecido a sus an-cestros. Las injusticias contra sus mayores fueron invocadas por Justo Ruiz, a principios de los 70, para justificar los reclamos de los campesinos de Hato Mayor a las tierras ocupadas por la familia Santoni. Según él, en la década de los 30, los Santoni «se apoderaron, despojaron a nuestros padres, a nuestros abuelos».63 Esos expolios continuaron durante las décadas siguientes; en los años 50, se «desalojaron a centenares de familias que estaban ahí cultivando sus tie rras normal y tranquilamente». De acuerdo con Ruiz, en tales despojos jugó un papel destacado Nicolás Santoni, «un francés» supuestamente compadre de Trujillo, quien origi-nalmente arrendó 16 tareas y «con eso techó [sic] 42 mil tareas con todos los campesinos adentro». Aunque el dato no se pre cisa en el relato de Ruiz, el método de apropiación descrito por él hace pensar que las tierras en cues tión eran terrenos comuneros y que, valiéndose de la imprecisión de los títulos y de los linde ros de tal tipo de propiedad, Santoni fue capaz de acumular una gran cantidad de tierras.64 Pre sio nados y aterrorizados por los Santoni –continúa Ruiz–, «nuestros padres y abuelos [...] se vie-ron en la obligación de no reclamar sino de salir» de las tierras. En una profunda expresión de su identificación con los terrenos en disputa, Ruiz señaló: «No hay mejor testigo para explicar esa historia que las propias plantas que nosotros los campesinos, los campesinos en lucha que hoy estamos, te ne mos. Ahí tenemos coco, son antecesores que se ven en la mata que son matas de más de 50 años [...] Porque creemos que eso era de nuestros

62 Gil, «Denuncian desalojo de 300 aparceros de San Juan. No cultivan los predios», EC, 30 de agosto de 1972.

63 «Lucha», 1986.64 Sobre las tierras comuneras: Albuquerque, Títulos, 1961.

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padres y de nuestros abuelos y nos pertenece». Sembrados por sus ancestros, las plantas y los árboles establecían un vínculo entre las injusticias sufri das por ellos en el pasado y los legítimos reclamos de sus descendientes en el presente. Con su «pa sión por los antepasados», los campesinos expresaban su «deseo de perdurar».65 Cual mudos testigos, los árboles evidenciaban la continuidad con el terruño de sus mayores.

Testimoniaban, además, el esfuerzo y el trabajo de los cam-pesinos en la mejora de las tie rras, lo que también les hacía acreedores a ellas. Para Orígenes Rodríguez, de Las Zanjas, en San Juan de la Maguana, como para otros campesinos, resultaba totalmente incomprensible que la mis ma Comisión de Aparcería intentase constreñir su acceso a las tierras que venía cultivando hacía más de 30 años, propiedad de Arsenio Rodríguez. Le resultaba igualmente inexplicable que trata ran de asignarle tierras en un lugar distinto al que había ocupado hasta entonces. Parecido sen tido de identidad expresó Álvaro Mateo con relación al conuco que ocupaba en aparcería, el que había sido fomentado por él. En esas tierras había nacido y tra-bajado «desde pequeño».66 Debido a los in tentos por reubicar a estos agricultores en otros lugares, la Comisión de Aparcería se ganó la re pro bación de los campesinos de Las Zanjas, quienes reivindicaban sus derechos sobre las tierras que habitaban. Derechos sobre las tierras que labraban también reclamaron los habitantes de La Cié naga, en Miches, debido a que habían sido rescatadas por ellos. Gracias a su esfuerzo, habían desarrollado áreas de cultivo en lo que antes eran puros terrenos pantanosos y «cambronales». No obstante, un grupo de terratenientes pre-tendía usurpar sus tierras.67

«Ahora que la parcela está bonita me la querían quitar», se quejaba en junio de 1972, Félix An tonio Ureña, un joven campesino que había «entrado» en un pedazo de terreno

65 Breton y Arnauld (coords.), Mayas, 1994.66 «Denuncian desalojo de 300 aparceros de San Juan. Critican la Comisión»,

EC, 30 de agosto de 1972.67 Gil, «Acaparan tierras en región Este», EC, 11 de septiembre de 1972.

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«cuando era te rre no virgen y monte». En virtud de ese acto de saqueo, se pretendía «disfrutar mi sudor».68 El su dor regado en la limpia, el chapeo, la preparación y el cultivo de las tierras constituía un fuerte vín culo entre los labriegos y sus conucos. Por tal razón, reclamaban derechos sobre las tierras mejora-das por ellos, irrespectivamente de a quién perteneciesen formalmente. Y ese principio lo aplicaban tanto a tierras que pertenecían a particulares como a los terrenos del Estado o de propie tarios inde ter minados. En terrenos pertenecientes al CEA, desarrollaron unos 80 labriegos una pequeña co mu-nidad rural en la sección Pico Blanco, del municipio de San Pedro de Macorís. Ubi cada en unos terrenos pedregosos que se mantenían «casi abandonados» –el último «chapeo» había sido efectuado en 1951–, un grupo de picadores de caña del CEA se internó en ellos a principios del año 1971, limpiando la maleza y sembrando yuca, maíz, guandules, plátanos y ñame.69 Demos trando una gran capacidad organizativa, los campesinos desarrollaron su propia «reforma agra ria»: un comité com-puesto por ellos se encargaba de ubicar y de entregar tierras a los que se unían a la comu ni dad. Replicando un principio de antigua tradición y que se remonta a los terrenos comuneros de origen colonial,70 en Pino Blanco «cada hombre se ocu pa de toda la tie rra que puede trabajar. Sin embargo, hasta ahora no sobre pasa ninguno a las 50 tareas». Preocupados por la suerte de la comunidad que con tanto esfuerzo habían fundado, los habitantes de Pino Blanco seleccionaban cuidadosamente a las personas que aspiraban a formar parte de la misma. Todo candidato tenía, en pri mer lugar, «que demostrar que es gente honrada» y, en segundo lugar, «que está dispuesta a tra bajar lo que se le da». Era el trabajo lo que demostraba su compromiso con la comunidad; tam bién lo que le con fería derechos sobre

68 Gil, «Urgen», 14 de junio de 1972.69 A menos que se indique lo contrario, lo siguiente se basa en: Gil, «Agricultores

ponen a producir antiguo potrero de Pico Blanco», EC, 9 de octubre de 1972.

70 San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 189-256.

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las tierras que le asignaban. «Las matas son mi título», aco tó categóricamente un campesino octogenario de Uvero Alto cuando se le inquirió sobre el parti cu lar.71 Ni papeles, ni leyes, ni autoridades brindaban mayor preeminencia ni prerrogativa.

«no quereMoS MáS cuentoS»

Legión eran los campesinos que no querían «más cuentos», sino que les re partieran tie rra, por lo que, a pesar de su mo-deración, la reforma agraria oficial constituía una potencial «fuerza explosiva», que incluso fue percibida como el preludio a «nuestro 1789».72 Los campesinos apro ve cha ron la coyuntura propiciada por la implementación de las leyes agrarias para aumentar su pre sión sobre los organismos autorizados a ad-ministrar los programas rurales estatales. Como en car gada de efectuar la reforma agraria, el IAD fue la agencia que más pre-siones sufrió; sur gieron organiza cio nes campesinas con el fin expreso de conseguir que efectuara repartos de tierras. Una de las ma ni festaciones de las presiones campesinas sobre el Estado fueron las inva siones o rescates de tie rras, las que aumentaron a raíz de la aprobación de las leyes agrarias. Por constituir en su mayoría una «presión no violenta», las ocupaciones de tierras por los campesinos cons tituyeron una es pecie de mo vi miento de «desobediencia civil».73 Tal y como se dieron en la Repú blica Dominicana a princi pio de los años 70, su propósito primordial era forzar a las auto ridades a tomar determinaciones en torno a propiedades específicas que eran recla ma das por grupos de campesi nos. Con frecuencia, las luchas agrarias poseían una fuerte tónica restitu tiva ya que intenta ban re cu perar tierras que

71 «Un anciano de Uvero Alto vive como gran patriarca», EC, 11 de septiembre de 1972.

72 Fernando de Arango, S. J., «Las leyes agrarias: «Test» de la sociedad domini-cana», ¡Ahora!, 2 de octubre de 1972; Carroll, «Land», 1970, pp. 101-137; y F. S. Ducoudray, hijo, «Las invasiones de fincas o el choque de dos programas agrarios», ¡Ahora!, 23 de julio de 1973.

73 En esto sigo a Huizer, Potencial, 1980, p. 302.

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los campesinos consideraban que les pertenecían o que les ha-bían sido arreba ta das injustamente. Por eso era común que se cuestionara la legitimidad de la posesión de los terra tenientes a partir de los criterios legales vigentes. Cuando, por el contrario, los campesinos no po dían validar su reclamo a base de algún cri-terio legal, la lucha por las tierras se planteaba en tér mi nos del derecho a la subsistencia y, en consecuencia, de la inmoralidad que implicaba la exis ten cia de tierras baldías o la concentración de la propiedad agraria.

La cronología de las ocupaciones de tierra demuestra su estrecha relación con la aprobación de las leyes agrarias. Las investigaciones realizadas por Noris Eusebio y Carlos Dore dan cuenta del incremento de las invasiones a lo largo de la década de los 70.74 Entre 1966 y 1971 ocurrieron apenas un 8% del total de invasiones de tierra que tuvieron lugar entre el primero de esos años y 1981. A raíz de la aprobación de las leyes agrarias, el número de ocupaciones au mentó significa tivamente; durante el quinquenio de 1972-1977, se efectuó un 24% de las ocupaciones del período estudiado por ellos. No obstante, fueron los años de 1978 a 1981 cuando se escenificó una mayor cantidad de ocupaciones; entonces ocurrieron más de dos terceras partes de las invasio nes de tie rra. Este patrón cronológico fue bastante uniforme en todo el país, a excepción de la re gión oriental, sede de los mayores latifundios cañeros y de varios de los grandes hatos ganaderos del país. En esta zona, el pico en el número de ocupaciones se ubicó en el quinquenio de 1972-1977, es decir, justo cuando las leyes agrarias causaron mayor efervescencia en el ámbito nacional.75

Varios factores incidieron sobre esta cronología. El clima represivo imperante afectaba al con junto de la sociedad, aunque

74 Eusebio Pol, «Ocupaciones», 1982, pp. 160-179; y Eusebio y Dore, «Movimiento», 1987, pp. 253-276. Las ocupaciones estudiadas por estos autores alcanzaron un total de 133, cifra que se determinó a base de los inci dentes reportados en la prensa. En consecuencia, hay que asumir que es un mínimo y que el núme ro real de ocupaciones fue mayor, aunque en este momento resulta imposible establecer su magni tud.

75 Pol, «Ocupaciones», 1982, pp. 161-162.

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se manifestaba con saña especial en contra de los movimientos de oposición y de protesta social. Con la anuencia de los aparatos castrenses, en las áreas urbanas ope raban bandas paramilitares que aterrorizaban a los grupos opositores y a los habitantes de las ba rria das populares, donde proliferaron los movimientos rei-vindicativos. Sobre las zonas rurales se man tenía la vigilancia y, a través de diversos medios, se trataba de evitar que los campesinos ad qui rieran total autonomía, a pesar de que en el contexto de la aprobación de las leyes agrarias el ofi cia lismo auspició varias organizaciones «agraristas» propias, como las Juntas de Acción Agraria (JUNAGRA) y el Movimiento Agrario Reformista (MAR), orientadas a movilizar a los campesinos a favor de los proyectos gubernamentales y a solidificar el liderato balaguerista en la ruralía.76 Pese a que en estas organizaciones había miembros del partido de Gobierno que creían firme mente en la reforma agraria, que atacaban al latifundismo y que abogaban por la lu-cha activa del campesinado por la tierra –como, aparentemente, fue el caso de José Osvaldo Leger–,77 lo cierto es que, debido a sus vín culos con el oficialismo y a sus lealtades políticas, ellas terminaron siendo instrumentos de con trol y de cooptación del movimiento campesino. Fueron, en fin, expresiones del pater-nalismo derechista que definió las políticas agrarias de Balaguer durante los años 70. Como tales, con tri buyeron a canalizar los reclamos campesinos a través de los organismos estatales y del partido de Gobierno, fortaleciendo el tradicional clientelismo político. No por casualidad, buena parte de las ocupaciones de tierra auspiciadas por las organizaciones oficialistas afectaron a terratenientes que se oponían a las leyes agrarias.78 De tal forma, alimentaron las expectativas del campesinado con relación al agrarismo oficial.

76 Maríñez, Resistencia, 1984, pp. 121-122.77 «Dice José Osval do Leger», ¡Ahora!, 16 de octubre de 1972; y Roberto

Marcallé Abreu, «Dice el ingeniero Leger: “Los campesi nos deben ocupar violentamente las tierras del Estado”», ¡Ahora!, 6 de agosto de 1973.

78 Isis Duarte, «Dominación social en la República Dominicana y leyes agrarias de 1972 (II)», ¡Ahora!, 28 de enero de 1974. Esta es la segunda parte de un ensayo cuya primera parte se publicó en ¡Ahora!, 21 de enero de 1974.

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Mas, en la práctica, los campesinos continuaron enfren-tando la represión, tanto la pública, a cargo de los organismos estatales, como la privada, ejercida por los potentados del agro. La cons tante presencia de las Fuerzas Armadas en las zonas rurales constituía un eficaz medio disuasivo a las ini ciativas organizativas de los campesinos. La existencia de caciques po-líticos y de terratenientes con gran influencia en los aparatos represivos contribuía a desmovilizar a los campesinos. No pocos campesinos fue ron víc timas del terrorismo terrateniente, ejer-cido usualmente en connivencia con miembros del Ejérci to, la Policía y los tribunales. Así, José Rodríguez, un agricultor de la región oriental, denunció que fue secuestrado por dos militares, quienes lo mantuvieron preso 24 horas «en la residencia de uno de los terratenientes que le quitó sus predios». Rodríguez alegó que otros campesinos de la zona eran aterrorizados por un ex coronel, quien estaba comprando tierras «a la fuerza», práctica de rai gambre trujillista.79 «Los ricos aquí son los jefes», declaró un agricultor de Miches ante la CRTE, ra zón por la cual cada vez que se denunciaba la ocupación ilegal de tierras por los terrate-nientes, estos tomaban medidas punitivas contra los campesinos. Sin embargo, cuando algún campesino cruzaba la cerca de algu-na de las «propiedades de los ricos [...], cae preso».80 Ni siquiera la aprobación de las leyes agrarias impidió que los terratenientes recurriesen a la «fuerza pública» para desalojar a los campesi-nos, tal y como ocurrió en Nagua en agosto de 1972, cuando se expulsaron a aparce ros que cultivaron unas tierras «por años». Para colmo, fueron acusados de «invasión de propie dad».81 Y este no fue un caso aislado. El Gobierno continuó insistiendo en que se respetara la pro piedad privada y en que los reclamos de los campesinos fueran tramitados por medio de las agencias es ta tales; en consecuencia, prevaleció la práctica de arrestar a

79 Gil, «Urgen», 14 de junio de 1972.80 Gil, «Comisión oye denuncias. Señalan hacen preso», EC, 9 de septiembre

de 1972.81 Gil, «Demanda», 4 de agosto de 1972; y «Son arres tados», EC, 4 de agosto de

1972.

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los campesinos que invadían pro pie dades.82 Debido a que la propiedad primaba sobre la necesidad, la represión continuó jugando un papel crucial en la relación entre los campesinos, los terratenientes y el Estado.

Las expectativas creadas por las leyes agrarias entre los cam-pesinos también incidieron so bre la cronología de las ocupacio-nes de tierras, si bien lo hicieron de forma ambivalente. Entre al gu nos campesinos, contribuyó a incitarlos a la movilización. Las leyes contra la aparcería fueron usa das por esos campesinos para legitimar sus reclamos –sentidos pero pocas veces expre-sados abier tamente– sobre las tierras que trabajaban. Por su parte, las leyes sobre el latifundio y los terre nos baldíos validaban la discursiva campesina contra el acaparamiento de la propiedad agra ria, al igual que su recusación de la posesión ociosa de las tierras. Como resultado de la aprobación del Có digo agrario, una parte del campesinado entendió que las relaciones de poder, aunque conti nua ban siendo muy desiguales, estaban menos ses-gadas a favor de los terratenientes.83 Y los que así pensaban, no entendían mal. Algunos grupos de campesinos percibieron que la coyuntura era pro pi cia para lanzar una ofensiva que les permi-tiera obtener las tierras que anhelaban. Mas pare ce que fueron la minoría. El grueso del campesinado que reclamaba tierras siguió una estrategia más cautelosa, que conllevaba esperar porque las agencias gubernamentales cumplieran con su encomienda de captar los terrenos y de distribuirlos.84

No obstante, al año de haberse iniciado, era totalmente evidente que las reformas marcha ban con pie de plomo; su aplicación enfrentó obstáculos por doquier, desde el buro-cratismo de las agencias estatales hasta la terca oposición de los sectores sociales afectados por ellas. De las Co mi siones Agrarias creadas en el año 72, la más diligente fue la de

82 Vicente A. Castillo, «Arrestan 61 agricultores acusados ocupar terrenos», EC, 24 de agosto de 1972.

83 Entrevista con Luciano Robles, secretario general de la Federación Dominicana de Ligas Agra rias Cristianas (FEDELAC), 2 de marzo de 1997.

84 Bernardo Palau Pichardo, «Piden Gobierno les ceda las tierras que cultivan. Pertenecían a Pe tán», EC, 29 de febrero de 1972.

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Recuperación de Tierras del Estado. Su miembro más conno-tado, Marino Vinicio Castillo «Vincho», calificaba su labor, en fe brero de 1973, como de «excelente», opinión que sustentaba en la recuperación de tierras que se había logra do en varias zonas del país, como Nisibón, Piedra Blanca –en el municipio de Bonao–, Cotui y Las Haras. Destacó, igualmente, los planes de recuperación de terrenos estatales en el Sur.85 Ese opti mis mo no podía ocultar, empero, que la política de adquisición de tierras por el Estado, al igual que los procedimientos legales y administrativos empleados para tal fin, contri buían a que la refor ma agraria marchara lentamente. Las tierras eran pagadas al precio del merca do, lo que, debido a las limita-ciones financieras, constreñía su adquisición por el Estado para luego ser distri buidas entre los campesi nos. Durante los primeros dos años de aplicación del Código agrario, en 1972 y 1973, se obtuvieron algo más de 1,000,000 de tareas de tierra, de las cuales apenas unas 300,000 eran de propiedad estatal.86 El total de tierras obtenidas era insuficiente para lograr un re-parto agrario de acuerdo con las nece si dades de los miles de campesinos que carecían de tierra o que poseían predios muy reducidos. Para colmo, buena parte de las tierras adquiridas eran de inferior calidad. Como si esto fuera poco, varios de los asentamientos agrarios se realizaron a partir de «criterios eminentemente políticos» más que sociales, por lo que se favoreció a los seguidores del Partido Reformista.87

La implementación de las leyes sobre la aparcería tampoco fue espectacular: en 1976, a cua tro años de haberse decretado las leyes agrarias, de unos 20,000 casos que se le ha bían sometido, la Comi sión sobre Aparcería había atendido ¡solo dos ca sos!88 Los terratenientes continuaban cam pean do por sus respetos,

85 Orlando Martínez, «“Soy un profesional con sed de cambios”: Entrevista ex-clusiva con el Dr. Marino Vinicio Castillo», ¡Ahora!, 12 de febrero de 1973.

86 Frank Rodríguez, «Crisis agraria y las leyes de 1972», Hoy, 6 de mayo de 1992.

87 Duarte, «Dominación (I)», 21 de enero de 1974.88 «Discusión: ¿Qué se ha hecho en RD sobre reforma agraria?», ¡Ahora!, 5 de

abril de 1976.

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cometiendo toda cla se de abusos y de atropellos contra los apar-ceros, los arrendatarios y los colonos. Desde los mismos organis-mos estatales se saboteaba la aplicación de las leyes agrarias. Por ejem plo, después de ser señaladas como tierras baldías, el Banco Agrícola continuaba pres tando dinero a sus dueños con el fin de po nerlas a producir y evitar que les fueran confiscadas, tal como prescribían las leyes. Igualmente, funcionarios del CEA y de la Secretaría de Obras Públicas prestaban ilegal mente las máquinas y los trabajadores de estos organismos a los terratenientes con el propósito de que des bro zaran sus propiedades, evitando así que se les aplicasen las leyes sobre terrenos baldíos.89

Si la reforma agraria no marchó más lentamente, se debió en gran medida a las acciones de los campesinos, que mostraron su disposición a presionar por su implementación. Por eso aumen-tó el número de invasiones; por ello también se incrementó la participación de los campesinos en movi lizaciones, protestas y reclamos. En julio de 1973 se realizó una manifestación de cerca de 100,000 campesinos que reclamaban tierra,90 suceso inédito en la historia contemporánea del país: nun ca tal cantidad de campesinos habían marchado juntos a favor de una misma causa. Pro ba ble mente, ni siquiera durante la Era de Trujillo, cuando contingentes de campesinos eran movilizados para participar en las «revistas cívicas» o en las grandes celebraciones auspiciadas por el Gobierno, se llegó a congregar ese número de campesinos. El crecimiento del número de organizaciones cam-pesinas es otro indicio de su disposición a explorar nuevas vías para reclamar sus derechos. Ampa ra dos con frecuencia en los mismos programas y organismos estatales, campesinos de todo el país crearon asociaciones, usualmente de carácter local, con el fin de presentar sus solicitudes ante el IAD, el Banco Agrícola y la Secretaría de Agricultura. Un inventario de organizaciones

89 Félix Servio Ducoudray, hijo, «¿Puede reformarse el agro sin reformar el Estado?», ¡Ahora!, 11 de junio de 1973.

90 Lil Despradel, «Evolución de las estructuras agrarias en la República Dominicana», ¡Ahora!, 23 de sep tiembre de 1974. Esta es la segunda parte de un ensayo cuya primera sección se publicó en ¡Ahora!, 16 de septiembre de 1974.

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rurales re gis tra la fundación de cerca de 400 asociaciones en el trienio 1972-1974, cifra que supera por mucho las 122 asocia-ciones que se habían creado entre 1962-1971. Y el ritmo no se detuvo; por el contrario, pa rece que se intensificó a mediados de la década de los 70, a juzgar por las cifras de los años 1975-1976, cuando surgieron más de 400 asociaciones adicionales.91

Buena parte de estas organizaciones estaban muy lejos de sostener posiciones de enfren ta miento directo contra el Estado o los terratenientes. Seguramente, pocas de ellas –si alguna– se plan teaban una lucha frontal contra la desigual tenencia de la tierra, régimen que era la causa prin cipalísima de su pobreza y de sus males. Mucho menos se planteaban trastocar la estructura social por medio de un movimiento revolucionario que acabase con el latifundismo, la oligarquía te rra te niente, la burguesía agraria, el parasitismo de la burocracia estatal, y la opresión y la extorsión a la que eran sometidas las masas rurales por las Fuerzas Armadas. Más aún: la mayoría de los campesinos seguían apoyando al partido de Gobierno, amén de no ver contradicción alguna entre ser fielmente bala gueristas y abogar por el reparto de tierras. En más de un sentido, se debe haber fortalecido el nexo entre sus deseos de obtener tierras y su apoyo al gobernan-te. Después de todo, ¿no fue durante el Gobierno de Balaguer cuando se aprobaron las leyes agrarias? ¿No habían permanecido has ta enton ces las masas rurales virtualmente desamparadas por el Estado, las leyes y los gobernantes? ¿No representaban, pues, las leyes agrarias una redefinición de la ciudadanía campesina, del papel de esos «calibanes» en la polis, quienes habían perma-necido socialmente marginados por las prácticas de los grupos de po der? Insuficientes para transformar la estructura de clases –pues ninguna ley es capaz de hacerlo por sí misma, fuera de las prácticas sociales–, las leyes agrarias sí abrieron espacios de con-tención; no crearon los espacios de conflicto, pero ciertamente ofrecieron una nueva carto gra fía de ellos.

91 Basado en el cuadro sobre «Organizaciones rurales por fecha de fundación» en: Dore Cabral, Reforma, 1981, pp. 69-70.

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Hasta entonces, el poder de los terratenientes –poder eco-nómico y social, pero también político– se había expresado mayormente mediante enfrentamientos particulares con grupos concretos de campesinos. Aunque podían trascender los espa-cios locales, los antagonismos sociales se dirimían usualmente en ámbitos discretos; la conflictividad cotidiana se manifestaba en espa cios cuasi-recluidos, por lo que el poder terrateniente se ejercía virtualmente como un poder privado. Esa era una de sus ventajas. Debido a la desigual relación de fuerza entre te-rratenientes y campesinos, el retraimiento de los conflictos y la (aparente) privatización de las contradicciones sociales opera-ban a favor de los potentados del agro, quienes contaban con múltiples medios pa ra evitar que se convirtieran en una cuestión pública, que su poder fuera confrontado y cuestio na do por sec-to res amplios del campesinado o por otros actores sociales. Así el poder terrateniente se camufla ba, disimulando que no era lo que efectivamente era: un poder privado que se ejercía y se compor ta ba como uno público. A pesar de que se ejercía como tal, su virtual aislamiento en los espacios loca les contribuía a que no se disputara «como algo público», lo que propiciaba que los terratenientes mantuvieran la «ver ti calidad» de sus relaciones con los sectores campesinos.92

Aunque no fueron solo eso, las invasiones de tierra consti-tuyeron una expresión de la trans for mación de los conflictos sociales, que hasta entonces se habían tramitado en ámbitos y en términos mayormente privados y que, en aquel momento, se convirtieron en asuntos públicos. Lograron, entre otras co-sas, que la estructura agraria y las desigualdades so cia les en las zonas rurales se convirtieran en elementos centrales de los debates públicos. Además, forzaron a las autoridades a tomar acciones sobre reclamos que, de otra forma, habrían continuado desaten didos o cuya solución, debido a la lentitud con que se implementaban las reformas, se habría pro lon gado indefinida-mente. La demagogia gubernamental coadyuvó a que muchos

92 En esto sigo a García Canclini, Culturas, 1990, p. 348.

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campesinos fue ran per dien do la fe en las reformas oficiales; entre quienes no primó el descreimiento absoluto, al menos aumentó el escepticismo. Entre unos y otros, creció el convencimiento de que eran necesa rias acciones más firmes de su parte para lograr la obtención de tierras. Las leyes agrarias definie ron un tipo de ciudadanía; en su lucha por la tierra, los campesinos pusieron a prueba los límites de esa ciudadanía; en varios sentidos, lograron ampliar la misma. De alguna forma, los códi gos legales tenían un propósito moderador ya que pretendían contener al campe-sinado en sus crecientes reclamos por obtener tierra. Aspi ra ban, también, a conciliarlo –amoldándolo a ellas– con las estructuras sociales dominantes, a la vez que estas se rearticulaban en fun-ción de los nuevos mo de los económicos.93 Orquestadas por el régimen balaguerista, las leyes agrarias constituyeron –en pala-bras de Néstor García Canclini– una «dramatización política de las esperanzas».94

Abonada por el poder, en febrero de 1972 floreció la esperan-za, la que pronto comenzó a mar chitarse. Por eso tuvo que repre-sentarse con otros libretos, no del todo coincidentes con los del poder. Los rasgos de las ocupaciones de tierra –y de los escenarios en que ocurrieron– sugieren que las acciones campesinas difirie-ron sustancialmente de las pautas que les eran dictadas desde el po der.95 En primer lugar, las ocupaciones fueron más frecuen-tes en las provincias con mayor pobla ción y con una densidad demográfica más alta. Los datos censales indican, además, que en ellas ha bía fuertes corrientes migratorias campo-ciudad, lo que sugiere una falta de alternativas econó mi cas en la ruralía.

93 Sobre el papel de la reforma agraria en la reformulación de los mecanismos de acumulación de capi tal, ver: Cassá, Doce, 1986; Lozano, Reformismo, 1985; y Fer nán dez Reyes, Ideologías, 1986.

94 García Canclini, Culturas, 1990, p. 247.95 Eusebio Pol, «Ocupaciones», 1982; y Dore y Eusebio, «Movimiento», 1987.

Estos trabajos constituyen los estudios más abarcadores sobre las ocupa-ciones de tierra. No obstante, su utilidad es limitada ya que sus autores emplearon la pro vin cia y la «región» –definida como un bloque de provin-cias con tiguas– como unidades de análisis. Habría sido con veniente que se ofreciera la información por municipio, lo que posibilitaría análisis más refinados y precisos.

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Emigración y lucha campesina por la tierra eran dos expresiones de esa situación. En segundo lugar, en tales provin cias existía una alta proporción de población eco nómicamente activa en la agricultura, aunque po seían «muy bajos promedios de empleo». Uno de los factores que de ter minaba tal condición era la concen-tración de la propiedad agraria, la que tendía a generar que una proporción significativa de la población en edad de trabajar se quedase sin tierras donde la bo rar o que fuese relegada a terrenos o a actividades marginales. El que buena parte de las tierras de las grandes propiedades se dedicase a actividades que generaban pocos empleos, como la ganadería, agra vaba los efectos nocivos del latifundismo. No por casualidad, las ocupaciones eran más frecuentes en las provin cias donde la tierra y las actividades agrí-colas tendían a gravitar más hacia el polo latifundista que hacia el polo campesino.

Estas características harían suponer que las ocupaciones de tierra estaban determinadas exclusivamente por factores estruc-turales de índole económica, como el sistema agrario, y que, en con secuencia, los campesinos que invadían lo hacían impe-lidos por factores aje nos a sus sub jetividades: sus anhelos, sus deseos y sus percepciones. Sin embargo, algunos de los rasgos de las ocupaciones de tierra señalados por los autores aludidos indican que los campesinos actuaron a par tir de otras considera-ciones, de esos que se pueden definir como factores «subjetivos». El «gran diseño» del poder contemplaba una reforma agraria controlada, domesticada, en la cual el Estado dirigiese a las masas rurales, cu yo com por ta miento debía seguir las directrices del gobernante con el fin de minimizar los conflic tos sociales. Los campesinos debían esperar a que los organismos estatales cumplieran sus funcio nes legales y admi nis trativas, al cabo de las cuales se les concederían predios de tierra, usualmente en una pomposa ceremonia en la que participarían funcionarios del Gobierno y hasta el mis mísimo señor Presidente. Mientras tanto, había que obedecer y esperar pacientemente.

Uno de los rasgos de las invasiones que más claramente muestra la determinación de los cam pesinos de contrarrestar

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tanto la acumulación de tierras como los repartos inapropiados que efec tuaba el Gobierno fue que las ocupaciones solían rea-lizarse en terrenos de buena calidad. Ade más, las ocupaciones ocurrían mayormente en zonas donde existían conflictos agra-rios de antiguo, donde ya se habían evidenciado los reclamos campesinos por la tierra, ya fuese mediante peti cio nes a las autoridades o por medios más directos. Las ocupaciones no ocurrían casualmente, como ac tos de combustión espontánea. Eran, por el contrario, un resultado, un producto de todo un pro ce so social que podía extenderse por años. En tal sentido, formaron parte de un conjunto de estra te gias y de tácticas em-pleadas por diferentes sectores campesinos en su adaptación a las condicio nes existentes en cada momento determinado. Si ocupaban tierras buenas, era porque considera ban que valía la pena dar la batalla por aquellos terrenos que contaban con un gran potencial agrí co la; para ob te ner tierras malas bastaban los repartos que hacía el IAD. Así territo riali za ban el espacio del conflicto agrario, contrarrestando, entre otras cosas, la propen-sión de las auto ri dades a distribuir tierras de inferior calidad. La invasión definía la tierra precisa que anhelaban obtener los cam pesinos; con su acción la demarcaban, establecían que no era cualquier terreno el que querían sino ese en particular. Usualmente acompañaban sus reclamos con alegatos fundados en la tradi ción, la genealogía y la antigua ocupación. También apelaban a los despojos sufridos en el pasado –que podían ser reales o míticos– con la intención de demostrar la legitimidad ética y hasta la le ga lidad de sus demandas frente a las preten-siones de los terratenientes sobre las tierras en disputa. Los campesinos «inventaban su tradición», que formaba parte de su lucha simbólica y cultural por las tierras, lucha que, a la vez, constituía un elemento crucial de esa tradición. Al definir una identidad arraigada en la tierra –más aún: en una tierra en par-ticular–, los cam pesinos se contraponían a la tendencia a ser percibidos sobre todo como fuerza de trabajo, como mano de obra, como «echa días» o jornaleros. Aunque no rechazaban el trabajo asalariado, la lucha por la tierra contribuía a validar una

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ética del trabajo basada en la autonomía, la virtud y la dig ni dad que confería el fun do personal.96

Además de brindarles a los campesinos la oportunidad de ob-tener acceso a los recursos eco nó micos, las ocupa ciones de tierra también contribuían a definir, en la práctica, la ciudadanía. Sus ac ciones contri bu yeron a que los organismos estatales tomaran medidas concretas en tor no a las tie rras que eran ocupadas por los campesinos. Las invasio nes fueron in cen tivadas por los asenta-mientos realizados por el IAD: en aquellas zonas donde ocurrían repar tos agrarios, los campesinos se sentían motivados a invadir tierras. Con «las noticias de las acciones de la reforma agraria, se expandió también la esperanza de que las soluciones lle garan a cada rincón del país».97 Por ende, Eusebio percibe una relación de causa-efecto entre el número de asentamientos agrarios efec-tuados por el IAD y las ocupaciones de tierra. Y, ciertamente, es creíble que, al produ cir se un asentamiento en alguna región, los campesinos se sintieran incentivados a irrumpir en propie-dades de la zona con el pro pó sito de forzar a las autoridades a expandir los terrenos incor porados a la reforma agraria. No obs tan te, esta relación no era unívoca; no transitaba en una sola dirección. La correlación también ocu rría de manera inversa: las ocupaciones inducían, aceleraban o forzaban los asentamientos del IAD. Si el agrarismo oficial sirvió de acicate al agrarismo cam-pesino, este atizó las acciones de los orga nismos estatales; de otra forma, estos habrían seguido actuando renuentemente, como lo habían hecho en épocas previas.

Los sucesos ocurridos entre fines de los años 60 e inicios de los 70 sugieren que las ocupaciones de tierra por los campesinos actuaron como catalíticos de la reforma agraria oficial. Durante los años 60, los repartos agrarios eran mínimos; para todo efecto práctico, la reforma agraria era inexistente. A finales de la déca-da, aumentaron las ocupaciones de tierra; sin llegar a cons tituir

96 Este argumento se inspira en: Alejos García, Mosojäntel, 1994; Breton y Arnauld (coor ds.), Mayas, 1994; Gruzinski, Colonización, 1991; Carmagnani, Regreso, 1988; y Holt, Problem, 1992.

97 Eusebio Pol, «Ocupaciones», 1982, p. 170.

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una gran cantidad ni a abarcar al grueso del campesinado, la presión campe si na por la tierra contribuyó a que el Gobierno prestara mayor atención al problema agrario. Los con flic tos so ciales y las invasiones de esos años fueron determinantes, a pesar de su corto núme ro, en generar un clima propicio para la aprobación de las leyes agrarias y, por ende, para fortalecer la reforma agra ria. Ya en los años 70, luego de aprobarse el Código agrario, las acciones de los campesinos fueron decisivas en el curso de los acontecimientos. No por casualidad fue el Este la región donde mayor número de ocupaciones se efectua-ron entre 1972-1977 (13 de un total de 31, según las cifras que ofrece Eusebio Pol).98 Este fenómeno debe verse en perspectiva junto a otros medios de lucha em plea dos por los campesinos de la región oriental de la República Dominicana. Las de nun-cias ante las comisiones agrarias y la prensa, las peticiones a los organismos estatales, las oca sio nales con fron taciones directas con los terratenientes o sus representantes, e incluso las formas de lucha coti dia na –tumbar o cruzar las cercas, robar animales y frutos, sembrar sin autorización en las tierras aje nas–, eran parte de una compleja madeja de tácticas encaminadas a ade-lantar su cau sa. Por ello ac tuó de inmediato en el Este la CRTE. Zona de «cañas y bueyes», de gramíneas dulces o amargas y de rumiantes, el Este epitomizaba el latifundismo en su máxima expresión.

Posteriormente, el epicentro de las luchas agrarias se movió a otras regiones del país. A partir de 1978, fue el Noreste la región donde hubo más invasiones de tierra; de hecho, fue esta la zona donde ocurrió un mayor número de ocupaciones. Entre 1967 y 1981, del total de 133 invasiones contabilizadas por Eusebio, un 30% tuvo lugar en el Noreste, sobre todo a partir de 1978, cuando ocurrieron 33 de ellas. Para este último período, el Noreste fue responsable de más de una tercera parte del total de invasiones que se efectuaron en el país. María Trinidad Sánchez fue la provincia donde

98 Ibid., p. 162.

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se escenificaron más invasiones en esos años; solo en el año de 1980 ocurrieron 14 tomas de tierra en esa provincia. Zona de tardío desarrollo agrícola, María Trinidad Sánchez se con virtió en una gran productora de arroz durante el trujillato, cuando el Estado fomentó el cultivo del grano en la provin cia. Fueron proverbiales los despojos sufridos por los campesinos de la re gión debido a la expan sión de los latifundios arroceros; uno de los mayores pro pietarios y, posible mente, el gran usurpa-dor de tierras campesinas, fue Trujillo.99 Luego de la caída de la tiranía, las antiguas generaciones anhelaban recuperar las tierras que habían perdido y las más jóvenes desea ban conse-guir tierra para laborar.

La relación entre las invasiones de tierra y las expectativas de los campesinos respecto de la reforma agraria se pueden inferir de las solicitudes que hicieron al IAD para ser asentados en los proyectos promovidos por esa agencia.100 En el trienio de 1969-1971 se sometieron 19,457 solicitudes, de las cuales se aprobaron 6,970, es decir, un 36%. Como resultado de la implementación de las leyes agrarias, du rante los años 1972-1974 aumentó signi-ficativamente el número de solicitudes (32,115), al igual que la proporción de solicitudes aprobadas (52%). No obstante, entre 1975 y 1977 descendieron tanto las solicitudes (18,993) como las aprobaciones (5,395); la proporción de solicitudes aprobadas fue hasta más baja que antes de decretarse el Código agrario, al-canzando apenas el 28%. El dramático des censo en el número de aprobaciones, acompañado de una disminución en el número de asen ta mientos y de tierras efectivamente incorporadas a la reforma agraria, sugieren que existía una relación entre el agra-rismo oficial y los deseos reeleccionistas de Balaguer. En vísperas de las elecciones de 1974, Balaguer jugó entre el campesinado uno de sus roles favoritos: el del «gran necesario». Su presen-cia era imprescindible –de acuerdo a sus seguidores– para que la refor ma agraria continuase desarrollándose, y, sobre todo, para

99 Sobre la expansión del arroz durante el trujillato, ver: Inoa, Estado, 1994.100 Lo siguiente se basa en la información que se ofrece en: Sánchez Roa,

Despojados, 1992, p. 89.

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vencer la resistencia de los opositores que abundaban en su par-tido y en el Gobierno.101

Erosionada su imagen entre los sectores terratenientes, Balaguer buscó compactar el apoyo de las Fuerzas Armadas, vin-culándolas de manera directa a la política agraria del Gobier no. En el 1972, las Fuerzas Armadas expresaron su total apoyo a las leyes agrarias, gesto que adqui rió mayor contundencia al año si-guiente con el nombramiento del general Rafael Valdez Hilario como direc tor del IAD.102 La vinculación de las fuerzas castrenses a la reforma agraria no dejó de contar con un fac tor de riesgo, ya que muchos de sus oficiales eran terratenientes o tenían vínculos con el sec tor latifundista. Una parte de las tierras de propiedad estatal habían sido usurpadas por militares; para no pocos de ellos, especialmente para los de extracción rural, la posesión de tierras era una cues tión de «prestigio», además de posibilitar su ascenso social.103 Tales sectores podían sentirse lesionados con las medidas agrarias del Gobierno, las que, en efecto, perjudicaron a algunos milita res que ocupaban tierras de forma ilegal. No obs-tante, por otras vías, el agrarismo oficial encon tra ba eco entre las Fuerzas Armadas, sobre todo entre sus sectores medios y bajos. Ya que buena parte de las tropas provenían del campesinado, sectores más o menos amplios de los militares debieron incli-narse naturalmente hacia los programas agrarios. Imbuidos por la política clientelista que defi nía las gestiones del IAD, no po-cos de ellos debieron re currir a su condición de militares para ges tio nar tierras para sí o para sus parientes y sus allegados. La apelación de Balaguer a las Fuerzas Ar madas pareció darle

101 Al respecto, resultan ilustrativos los siguientes artículos publicados en ¡Ahora!: «Dice José Osval do Leger», 16 de octubre de 1972; Marcallé Abreu, «Dice el ingeniero Leger», 6 de agosto de 1973; Marino Vinicio Castillo R., «Programa agrario y fomento agrícola: Dos naciones y una sola tierra», 6 de agosto de 1973; y «El Balaguer ne fas to para las élites», 29 de octubre de 1973.

102 Lozano, Reformismo, 1985, p. 263. Sobre el papel de las Fuerzas Armadas durante los años 70, ver: Atkins, Militares, 1987, estudio que es virtualmente mudo en torno a la relación de los militares con la cuestión agraria.

103 Melvin Mañón, «Del poder regional a la Guardia Nacional: Los militares, el poder y la tierra», ¡Ahora!, 10 de junio de 1974.

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mollero a la reforma agraria, lo que fortaleció la ima gen agra-rista del Go bier no. Acostumbrado el campesinado desde la Era de Trujillo a la interven ción de los militares en los programas gubernamentales, con esa movida se reforzaba a la «autori dad», emblematizada en el plano más elevado por el gobernante.

¿reforMar La reforMa?

Hacia finales de 1973, parecía que disminuía la marejada agra-rista. No obstante, a principios del 74, Balaguer volvió a insistir en sus planes reformistas. En febrero de ese año propuso lo que se llamó la «Ley Ganadera», cuyo fin era «la virtual extirpación de la ganadería extensiva, estable ciéndose un tope en cualquier tipo de terreno de 500 tareas para la cría de ganado».104 Asunto espi noso por encontrarse los latifundios ganaderos entre los más impro ductivos y atrasados del país, así como por constituir sus propietarios uno de los sectores terratenientes más combativos, la gana dería ex ten siva era atacada tanto por los radicales como por los refor mistas. Los primeros, porque la acu mu lación de tie-rras ganaderas –buena parte de ellas baldías– se hacía a costa de los campesinos; y los segundos, porque el deficiente manejo de esos suelos constreñía la posibilidad de desarrollar un sector agro-pecuario moderno, altamente tecnificado y de alta productividad. Por ende, la pro puesta de Balaguer en torno a las tierras ganaderas tocaba directamente uno de los aspectos crucia les de la estructura agraria dominicana. Apuntaba hacia una profundización de la reforma agraria en vísperas de las elecciones de mayo.

Mas, pasadas las elecciones de 1974 –a las que no concurrió el PRD, el principal partido de oposición, por lo que Balaguer obtuvo una fácil victoria–, cedió la fiebre agrarista del Presidente y del Gobierno. Entonces tendían a triunfar las perspectivas de-sarrollistas, que veían los problemas del agro, principalmente, en

104 Cassá, Doce, 1986, p. 501. Se puede consultar dicho discurso en: Balaguer, Mensajes, 1992, pp. 273-314.

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función de las estrategias de una industrialización y una moderni-zación «dependientes», enfoques a los que no era ajeno el señor Presidente, aunque en su discursiva enfatizase con frecuencia la justicia social como norte de los programas agrarios.105 Entre los secto res radicales, las críticas giraban, precisamente, alrededor de su insuficiencia para generar una es truc tu ra agraria menos sesgada; con relación a la propuesta «Ley Ganadera», la disyunti-va que se pre sentaba era entre «vacas y hombres».106 Respecto de las leyes aprobadas en 1972, enfatizaban la necesidad de llevarlas hasta sus últimas consecuencias a fin de acabar con la aparcería, la acumu la ción de la tierra y la existencia de terrenos baldíos. Por su lado, los propietarios continuaban ale gan do que las propuestas del Gobierno eran fundamen talmente demagógicas, que atentaban con tra el derecho a la propiedad privada, y que por sus deficiencias técnicas no contribuían a la mo der nización del agro dominicano. En algo coincidían los dos sectores: para ambos, la reforma agra ria oficial era un rotundo fracaso.

Los síntomas del fracaso se sintieron en varios frentes, inclu-so en aquellos en que pare cía que había obtenido sus triunfos más resonantes. Por ejemplo, en el sector arrocero, en el cual se es ta blecieron varios proyectos de la reforma agraria, una parte significativa de las tierras adqui ri das resultaron inapropiadas para el cultivo del grano. Así ocurrió en Villa Vásquez, donde, debido a la salinidad del terreno y a problemas de drenaje, se generaron pérdidas económicas en el año 1973. De las tierras adquiridas por el IAD en esa zona, resultaron inapropiadas para la siembra de arroz unas 12,000 tareas, por lo que tuvieron que dedicarse a otros cultivos. Se calculaba que, del to tal de 270,000 tareas «compradas por el Gobierno como tierras arroceras, más de la mitad» no ser vía para ese cultivo. Según un destacado pe-riodista, eso se debió a las «concesiones» hechas por Ba la guer a los terratenientes, comprándoles «tierras sobrevaluadas».107

105 Cassá, Doce, 1986, pp. 486 ss.; Lozano, Reformismo, 1985, pp. 251-270; y Fernández Re yes, Ideologías, 1986, pp. 63-89.

106 «Editorial: Vacas y hombres», ¡Ahora!, 1975.107 Orlando Martínez, «Microscopio», ¡Ahora!, 27 de enero de 1975.

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Éxito limitado tuvo, también, la colectivización de los pro-yectos reformados. Este principio fue recogido en la Ley 391 de septiembre de 1972, que establecía que las tierras arroceras de la re for ma agraria debían ser explotadas colectivamente. A pesar de tal declaración de principios, en los asen tamientos del IAD, entre 1972-1978, «el sistema colectivo coexistió [...] con la forma de explo tación in di vidual». De un total de 208 asentamientos que se realizaron en esos años, 140 fueron indi vi duales y 68 colectivos; en cuanto al número de parceleros en uno y otro sis-tema, en el indi vidual se asentaron 17,515 agricultores, mientras que en el colectivo se asentaron solo 7,010, es decir menos del 30% del total.108 Apoyado por ciertos sectores de la izquierda, por considerar que la colectivización de la producción de arroz era más efectiva y, sobre todo, porque adelantaba la socia lización de la tie rra,109 la misma confrontó, no obstante, numerosos obs-táculos, de los cuales la opo sición de mu chos campesinos no fue el menor.

Y con toda razón. Para comenzar, los proyectos colectivos no superaron del todo muchos de los acuciantes problemas que tra-dicionalmente habían aquejado a los pequeños y a los media nos propietarios. Con fre cuencia, los asentamientos colectivos del IAD no contaron con finan cia miento adecuado, con asis tencia técnica ni con apoyo infraestructural por parte del Estado.110 Por tal razón, muchos de los campe sinos establecidos en ellos no sintieron una diferencia favorable con la colectivización. De hecho, hu bo resistencia a la colectivización; en buena parte de tales asenta mien tos, sobre todo al principio del programa, la «explotación colectiva fue implementada compulsiva men te». La resistencia fue par ticularmente férrea en aquellos proyec-tos del IAD que ya venían ope ran do según el modelo de los «asentamientos individuales», como los existentes en Limón del

108 Frank Rodríguez, «30 años de reforma agraria. Los asentamientos colecti-vos», Hoy, 7 de mayo de 1992.

109 Por ejemplo, Carlos Dore Cabral, entonces un miembro destacado del Partido Comunista Dominicano (PCD) y especialista en los problemas agra-rios, favoreció la colectivización. Ver su libro: Problemas, 1982, pp. 77-88.

110 Lo siguiente está basado en Rodríguez, «30», 7 de mayo de 1992.

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Yuna, donde los parcele ros laboraban sus respectivos predios y realizaban sus propias transacciones comerciales y crediticias. Uno de los factores que más incidió sobre su resistencia al cam-bio fue la diversidad de condiciones económicas y sociales que se habían desarrollado en los asen ta mientos individuales. En estos, había todo tipo de campesinos: desde labriegos prós peros, que ade más de sus propias tierras rentaban las de otros y que contrataban a jornaleros para que traba ja ran en sus predios, has-ta campesinos que esta ban en proceso de pauperización y que se veían for zados a «echar días» para obtener su sustento. Entre los más prósperos, fue mayor la resistencia a la colectivización debido a que entendían, entre otros factores, que ella beneficia-ba principalmente a los «vagos», es decir, a aquellos campesinos que no habían tenido éxito económico. Otros factores, como las dife ren cias en la calidad de las tierras ocupadas, el acceso de las diversas parce las al riego, o el grado de endeu damiento, incidieron sobre el ánimo de los campesinos impelidos a aceptar la colectivización. La vocación «pequeño burguesa» del campe-sinado, en la perspectiva de Carlos Dore Cabral, se contraponía a ella.111 Para vencer su resistencia, fue necesario, en ocasiones, recurrir a la vir tual milita rización de los proyectos agrarios o a la intervención directa del Presidente.

La naturaleza autoritaria de la colectivización fue un factor de peso en la resistencia campe si na a ella. Buena parte de los campesinos colectivizados sentían que eran meros peones del Esta do, que les pagaba un jornal diario de RD$2.00 para su subsistencia, además de establecer, sin la participación de los asentados, las políticas de producción y de comercialización. No pocos consi de raban que ese sistema «los mataba de hambre», además de ponerlos a trabajar para el Estado.112 Para todos los efectos, los asentamientos colectivizados operaban como «fincas estatales» regidas por una «concepción jerárquica» en la que los campesinos estaban sometidos a las decisiones unila te rales

111 Dore Cabral, Problemas, 1982, p. 79.112 Paíno Abreu Collado, «Los asentamientos campesinos de la R. A.», ESl, 8 de

noviembre de 1990.

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de los técnicos del IAD. Esto era así pese a que los estatutos que definían la colecti vi zación establecían que el organismo directivo de cada asentamiento debía contar con un repre sen-tante de los productores.113 La oposición a la colectivización fue más pronunciada entre aquellos campe sinos a quienes ya se les habían repartido parcelas individuales y que, en consecuencia, se ha bían acostumbrado a la producción autónoma y que con-taban con sus propias redes de merca deo y de crédito. Muchos de estos no estaban, necesariamente, en una posición cómoda. Una parte de ellos había incurrido en deudas y eran asediados por los acreedores y los usureros. Carecían, tam bién, de ayuda estatal y contaban con magros recursos para mantener sus pre-dios en produc ción. No obstante, en los asentamientos colec-tivos quedarían en una situación adicional de subor di nación, lo que les parecía una perspectiva poca halagüeña. Por eso, la colecti vización fue tan re sen tida por los «parceleros ya instala-dos» como pequeños propietarios, «a los cuales se les trataba de cambiar su forma de producir». Éxito mayor tuvo entre los campesinos sin tierras que fueron in cor porados directamente a los proyectos colectivizados; su misma precariedad económica los indu jo a aceptar un sistema que, aunque estaba en contra del «apego campesino a la propiedad indivi dual», representaba algún alivio a la destitución que padecían.114

Por razones muy distintas, la colectivización fue atacada por otros grupos, como los sectores empresariales, quienes vieron en ella la sombra del esta tis mo comu nista, y, por lo tanto, un ataque al principio de la propiedad privada. Tomando como ejemplo el caso soviético, en el que supuestamente la colectivización de las tierras había propen dido a la des trucción de la producción agrícola, algunos preveían que la aplicación de este modelo a la Repú blica Dominicana desembo ca ría, eventualmente, en una crisis alimentaria.115 Desde cierta perspec tiva tecnocrática, que

113 Rodríguez, «30», 7 de mayo de 1992.114 Dore Cabral, Problemas, 1982, p. 78.115 Tales eran las opiniones de José B. Gautier, agrónomo y empresario agríco-

la, y miem bro del Partido Demócrata Cristiano, pequeña agrupación que

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enfatiza ba la necesidad de aumentar la oferta de los productos agrícolas como sostén de la urbanización y de la industrializa-ción, la colectivización debía realizarse selectiva mente, aten-diendo a la naturale za de las actividades agropecuarias, y a la posibilidad de obtener eco nomías de escala que redundasen en la disminución de los costos de producción y de incre mentar la productividad de las fin cas. Para quienes así opinaban, existía una contradicción entre los fi nes productivistas de la refor ma agraria –aumentar la oferta de bienes agrícolas– y sus fines socia-les –lograr una mejor distribución de la pro pie dad agraria–.116 Las interpretaciones productivistas incidían tam bién sobre los sectores de la iz quier da. Dore Cabral alegaba: «las grandes fincas o empre sas ma ne jadas por el Estado, donde tra ba jan obre ros agrí-colas que perciben salarios, son la forma de propiedad más pro-gresiva del campo domi nicano». Para él, la colectivización era un medio de transformación del capitalismo vigente en el cam po, por lo que su abandono constituiría «una regresión histórica». Aun así, abogaba por modi fi ca ciones en las fincas colectivas, sobre todo con el fin de ampliar los beneficios y la autonomía de los campesinos asentados. Tal reforma debía efectuarse con el fin de disminuir las desigualdades entre los miembros de los proyectos colectivos.117

Postura en la que primaban las consideraciones económicas y las proyecciones futuristas –la colectivización anunciaba a la so-ciedad del mañana–, menos atención se le prestó a la di men sión au to ritaria que contenían los proyectos colectivos, que jugaron un papel nada despre ciable en la reticencia de los campesinos a incorporarse a ellos, pese a los beneficios econó micos reales que se obtuvieron en muchos de los proyectos colectivos. Fue este un punto neurál gico de la reforma agraria, que se discutió con mayor amplitud a raíz del evidente rechazo de cien tos de

criticaba la reforma agraria desde la perspectiva empresarial. Ver: «Debate: Colectivización de tierras», ¡Ahora!, 24 de noviem bre de 1975.

116 Ver las opiniones de Ramón Jiménez Martínez, Supervisor de los Proyectos Arroceros del IAD y Asesor Agrícola del Poder Ejecutivo, vertidas en Ibid.

117 Ibid.

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campesinos a la colectivización, y que propició que emergieran voces que sugirieran méto dos alternativos para adelantar tal fin. Para estos sectores, debían impulsarse las «formas asociativas de producción», y no tanto la colectivización. Aparte de sus ele-mentos estrictamente económicos, tal modelo conllevaba una participación directa de los productores en la toma de deci siones, incluyendo la de incor porarse voluntariamente a los proyectos de tal índole.118 Iró ni camente, los debates sobre la co lec tivización, que enfatizaron el apego campesino a la propiedad individual, pasaron por alto la expe riencia histórica del campesinado domi-nicano, la que demues tra la existencia de formas colecti vas de pro-piedad, como los terrenos comuneros, al igual que la presencia de formas aso ciativas de producción con la intención de realizar labores comunitarias.119 Enmarcadas estrictamente en el contexto de las ideo logías de los años 70, en esas discusiones sobre la colec-tivización estuvieron ausentes las raíces y las prácticas históricas del campe sinado dominicano. Y, sin embargo, su resistencia a la colectivización su ge ría un decidi do propósito de hacerse sentir, de que se toma sen en cuenta sus opiniones a la hora de definir los programas oficiales y de establecer sus políticas agrarias. Su rechazo denotaba su anhelo de participar.

Mientras que los campesinos reformados intentaban trans-formar los asentamientos estata les, miles de campesinos sin tierra continuaban sus luchas por obtenerla. Al disminuir los repar tos agrarios luego de 1974, las invasiones renacieron con renovados bríos. Entonces ocurrieron algu nos de los conflictos agrarios de mayor envergadura desde los años 60. Producto de esos conflic tos fueron las muertes de Florinda Muñoz Soriano, conocida como Mamá Tingó, campesina de Yamasá que fue ultimada por órdenes de un terrateniente, y de Porfirio Frías (míster Beca), también «asesinado por haber luchado en de-manda de la tierra».120 En julio de 1976, afloraron los conflictos

118 Ver postura del agrónomo José M. Cordero Mora en Ibid.119 Sobre el particular, ver: San Miguel, Campesinos, 1997.120 F. S. Ducoudray hijo, «La sangrante realidad del campo dominicano»,

¡Ahora!, 11 de julio de 1977.

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en Puerto Plata, donde 150 campesinos ocuparon la subsecreta-ría de Agricultura exigien do que se les entregaran 15,000 tareas de propiedad estatal, pero que permanecían en manos de los terratenientes. Mientras, en la provincia Sánchez Ramírez se reclamaba por el reparto definitivo de más de 100,000 tareas del IAD, muchas de las que continuaban siendo usufructuadas por latifundistas. Según el padre, Carlos Guerra, párroco de Cevicos, el IAD había asentado en la provincia un número ridículamente bajo de campesinos –apenas 261–, a pesar de la gran cantidad de tierras disponible para tal fin.121 La «guerra civil en el campo» conti nuó en el Este, donde los campesinos seguían «atacando» –verbo usado por un espantado propie tario– los límites de los latifundios. Mientras continuaba la «“guerra” contra las cercas de las fin cas», un alto funcionario daba por finiquitada la refor-ma agraria declarando que «ya no ha bía más tierras que pudie-ran ser “captadas” por la apli cación de la ley de latifundios».122 Enma ra ñadas, en ocasiones, las demandas campesinas con las manipulaciones de Balaguer –cuyos segui dores azuzaban a los labriegos a invadir las tierras de los opositores al gobernante–, los propie tarios atribuían las ocupaciones principalmente al revanchismo y a la inquina del Presidente.123

No obstante, el interesado apoyo del oficialismo a las movi-lizaciones cam pe sinas solo encu bría sus legítimos reclamos por la tierra. Si los campesinos invadían tierras se debía, según una de cla ración de seis párrocos del Este, del 31 de julio de 1976, a la desesperación y al hambre, a pesar de que «los que viven mante-cosamente los acusan de subver tidores del orden, de viola do res de la propiedad privada, de anarquistas».124 Al proceder de acuerdo con las pautas que les dic ta ban los re pre sentantes del poder, con frecuen cia los campesinos actuaban impelidos por

121 «Reforma agraria: Protestas campesinas en Pto. [sic] Plata, Cevicos y San Juan», ¡Ahora!, 26 de julio de 1976.

122 «Tierra: La «guerra» del este estalló hace siglos», ¡Ahora!, 9 de agosto de 1976.

123 «Discusión: ¿Qué hay detrás de las ocupaciones de tierra en el este?», ¡Ahora!, 23 de agosto de 1976.

124 «Tierra», 9 de agosto de 1976.

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«su situación de in de fensión [...], temerosos de represalias».125 Indefensión que no lograba opacar, empero, su disposi ción a actuar de manera autónoma cuando se requería y cuando las con diciones así lo propiciaban. Pe rió dicamente surgían brotes de invasiones y protestas que eran como momentos de descom pre sión de las tensiones acumuladas, y que contribuían a que el Gobierno vol viese a prestar atención a las demandas campesinas por la tierra. En mayo de 1977, hubo ocupa ciones en San Juan de la Ma gua na el día 9, llegando a ser invadida la propiedad de una alta diri gente del Partido Reformista que fungía como ayudante del Presidente. A la semana siguiente, 50 familias de Villa Mella realiza ron un piquete ante las ofici-nas centrales del IAD exigiendo que les entregaran unas 2,500 tareas que les había usurpado un terrateniente. En la protesta, también se denunció la «desaparición» de uno de los secretarios del Movimiento Nacional de Campesinos sin Tierras. Nagua fue escenario de masivas ocupaciones, que llegaron a afectar cerca de 17,000 tareas, durante los días 17-19 de ese mes. En estas ocupaciones fueron apresados 174 campesinos el día 17, sufriendo igual suerte otros 80 el día 19. La movilización fue apoyada por 11 asociaciones de campesinos; de no ser entrega-da la tierra, como exigían, continuarían las invasiones ya que había al menos «cinco gru pos [...] orga nizados con esos fines». En esos mismos días, en Santiago, cientos de la briegos ocupa-ron las tierras del Batey Uno en La Canela; apresados varios de los invasores, dos días después cerca de 300 cam pesinos volvieron a ocupar las tierras. En Higüey, finalmente, el día 19 de mayo se arrestaron a 19 inva sores, junto a dos monjas que los acompañaron en sus acciones.

Todo indicaba, empero, que la reforma agraria tocaba fon-do. En 1976, el ministro de la Se cre taría de Agricultura, Manuel de Jesús Viñas Cáceres, achacaba el aumento de las invasiones a las «tijeras maltusianas»: el crecimiento demográfico generaba

125 F. S. Ducoudray, hijo, «Llovió en mayo; pero en tierra ajena...», ¡Ahora!, 30 de mayo de 1977. Este pá rra fo se basa en la información que se ofrece en dicho artículo.

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conflictos debido a que el país con ta ba con «límites geográficos fijos»,126 aunque poco dijo sobre cómo se distribuía la tierra dentro de esos límites geográficos. Para colmo, la «corrupción agraria» se aliaba con el latifundismo, posi bi litando que los funcionarios gubernamentales usaran sus cargos para «nego-ciar» con parcelas del IAD; que extorsionaran a los campesinos, exigiéndoles dinero a cambio de que se les incluyera en los asen tamientos de la reforma agraria; o que hicieran que las tierras expropiadas a los terrate nientes volvieran a manos de estos.127 Denunciadas una y otra vez las insuficiencias de la re-forma agra ria, durante el «Segundo Simposio sobre la Realidad del Campesino Dominicano», celebrado en El Sei bo, en julio de 1977, sus mismos representantes expusieron las dramáticas condiciones en que vi vían las masas rurales. El «Informe sobre la situación del campesino en el Este» fue devasta dor.128 Con relación a la Ley de aparcería, no se conocía ni un solo caso en que se hubiera «aplicado para favorecer el derecho del campesino»; sobre la Ley de recuperación de tierras del Estado, se alegó que la mayoría de ellas seguía en manos de los terratenientes, a pesar de que muchos campesinos habían «sufrido cárcel por trabajar esas tierras declaradas de interés social». La Ley de latifundio no había tenido mejor suerte: en ningún caso se había aplicado en el Este, «precisamente en esta zona donde la tenencia de la tierra tiene mayor concentración latifundista».

Entre el campesinado aumentaba el desánimo y la descon-fianza ante las políticas oficiales. Por eso, mientras que la reforma agraria se contraía, las ocupaciones de tierra se expan dían. Y ello ocurrió a pesar de que disminuyó el celo de las organizaciones agraristas oficialistas y de que las Comisiones Agrarias eran ya cuestión del pasado.129 Este cruce de tendencias entre la re forma

126 Adonaida Medina, «Viñas Cáceres: “La falta de tierra produce invasiones de fincas”», ¡Ahora!, 27 de septiembre de 1976.

127 «Tierra: La corrupción agraria se alía con el latifundio», ¡Ahora!, 6 de sep-tiembre de 1976. Ver, también: «Discusión», 5 de abril de 1976.

128 Ducoudray, «La sangrante realidad»; y «Editorial: Hablan los campesinos», ¡Ahora!, 11 de julio de 1977.

129 Duarte, «Dominación (II)», 28 de enero de 1974.

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agra ria y las ocupaciones de tierra por los campesinos se imbricó con las transformaciones políticas que su frió el país durante la segunda mitad de los años 70. Las limitaciones a las libertades públi cas, el deterioro de la economía y el malestar provocado por la prolongación del mandato balague rista, fueron algunos de los factores principales en el aumento del descontento, tendencia general que abarcó al conjunto de la población y que se eviden-ció en los comicios de 1978, cuando el Par tido Reformista (PR) sufrió una derrota frente al Partido Revolucionario Dominicano (PRD). El vo to campesino no fue del todo ajeno a los resultados electorales. Resulta imposible precisar mate má tica mente las tenden cias electorales debido a que el PRD se abstuvo de con-currir a las elecciones de 1970 y 1974 adu ciendo que no existía un genuino ambiente de libertades y de garantías públi cas. No obstante, entre 1974 y 1978 se percibe un descenso en el apoyo al PR en las áreas rurales.130 En varios municipios la caída fue dramática; el descenso se sintió hasta en regiones que eran consi deradas como bastiones del refor mismo, precisamente por el apoyo que Balaguer ha bía concitado entre las masas rurales. Parecía, pues, que los campesinos usaron el tinglado político como un arma adicional en sus luchas; poco a poco, dejaban de ser una ciudadanía invisible.

La victoria del PRD inició una nueva época en las relaciones entre el Estado y la sociedad en general. Bajo la égida perre-deísta, la República Dominicana aceleró su transformación en una so ciedad urbana, en la cual descendieron significativamente la población rural y la economía agra ria. También fue una época en la cual las masas rurales sintieron cierto alivio de la represión esta tal. En las nuevas circunstancias históricas, las luchas cam-pesinas –en particular su lucha por la tie rra– pudieron desarro-llarse en un clima de mayor respeto a las libertades ciudadanas. Eso no im pli ca, por supuesto, que desaparecieran del todo las

130 Para análisis más detallados sobre el clima económico y político de esos años, ver: Cassá, Do ce, 1986; Lozano, Reformismo, 1985; Fernández Reyes, Ideologías, 1985; y Marí ñez, De mo cracia, 1994. Mis observaciones sobre los resul tados de las elecciones se basan en: Campillo Pérez, Elecciones, 1982.

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persecuciones y las medidas punitivas contra los campesinos.131 No obstante, el clima político a partir de finales de los años 70 posibilitó que au men taran las organizaciones campesinas; que estas ampliaran su labor proselitista y que estable cie ran nuevas alianzas con grupos políticos, cívicos y religiosos; y que sus re-clamos adquirieran ma yor resonancia en los ámbitos sociales y políticos. Surgieron, en fin, nuevos escenarios, que plan tea ron retos novedosos y posibilidades inéditas a su más que centenaria «guerra silenciosa».

131 Sobre la situación política general, se pueden consultar: Espinal, Autoritarismo, 1994; Jiménez Polanco, Partidos, 1999; Hartlyn, Struggle, 1998; y Faxas, Mito, 2007.

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concLuSioneS

Campesinado y procesos políticos o la paradoja de la democracia dominicana

Donde se da cuenta de las formas en que en diferentes épocas se ha concebido al campesinado; de cómo usualmente se le ha menospreciado y se ha ninguneado su relevancia histórica; de cómo, sobre todo, se le ha invisibilizado en las interpretaciones sobre los procesos políticos; y aquí, por el contrario, se resalta su importancia histórica, así como por qué ello implica una gran paradoja.

El estudio de la subalternidad, a no dudarlo, se ha puesto de moda. Hoy en día son cientos –si no, miles– los artículos y los libros dedicados a efectuar reflexiones teóricas sobre la condición subal-terna o a exponer investigaciones en torno a sectores subalternos específicos.1 En el Caribe, tales investigaciones y reflexiones se han centrado en los esclavos de origen africano y en los grupos afroca-ribeños, razón por la cual se ha prestado gran atención a los temas relacionados con la raza, el color y la etnicidad, así como a las for-mas de resistencia de los esclavos, como las fugas, el cimarronaje y las rebeliones. Asimismo, se cuenta con una serie de obras que abordan las subalternidades proletarias; incluso las mujeres han encontrado un espacio significativo en los «estudios subalternos».

1 Como muestras, ver: Guha y Spivak (eds.), Selected, 1988; Mallon, «Promise», 1994; Beverley, Subalternity, 1999; Chaturvedi (ed.), Mapping, 2000; Rodríguez (ed.), Latin, 2001; y Dube, Sujetos, 2001.

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Irónicamente, los sectores campesinos, que tan significativos han sido en la formación histórica del Caribe, han sido marginados, con muy contadas excepciones, en estas indagaciones históricas. Y cuando se ha escrito sobre ellos, generalmente el énfasis ha re-caído en los procesos económicos. Pocas veces se les ha concebido como parte de los complejos desarrollos históricos que han inci-dido sobre la formación de los sistemas sociales y políticos de los países caribeños.2 En estas páginas he intentado, precisamente, ubicar las luchas del campesinado dominicano en el contexto general de los procesos sociales, económicos, culturales y políticos que, desde mediados del siglo xix, han contribuido a las transfor-maciones que ha sufrido el país. Un somero repaso histórico, a partir de las décadas finales de la centuria decimonónica, ilustra la relevancia del campesinado en la conformación de la sociedad dominicana contemporánea.

En la República Dominicana, desde el siglo xix hasta el pre-sente, los problemas del campo y de la estructura agraria han jugado un papel fundamental en el discurso político, económico y social. Por tal razón, el campesinado ha aparecido como ele-mento central de la discursiva en torno al agro. Pocas palabras se han empleado más en los discursos y las rimbombantes pro-clamas de gobernantes, funcionarios y políticos como el vocablo «campesino». Es difícil encontrar un plan o un proyecto de envergadura del pasado o del presente que, de alguna manera, no destaque las formas en las cuales se beneficiarían los «hom-bres del campo», los «agricultores», o los «labriegos», términos usados como sinónimos de campesino.

En el siglo xix, buena parte de los proyectos económicos tuvieron como fin impulsar la producción campesina. Pedro Francisco Bonó, «padre de la sociología dominicana», fue, en buena medida, un ardiente defensor de la economía campe-sina tradicional frente a los grandes latifundios.3 Otros, por el contrario, consideraron que era necesario erradicar, o al menos

2 Ver: San Miguel, «Visiones», 2004; y «Resistencias», 2001. Consultar también: General, 1999.

3 Rodríguez Demorizi, Papeles, 1964.

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transformar, la pequeña y la mediana propiedad.4 Para los últimos, este paso era necesario para lograr que la República Dominicana entrase en el reino de los países «civilizados» por medio de la «modernización» de sus estructuras económicas y sociales. A fi-nes del siglo xix y principios del xx, esa «modernización» habría de alcanzarse a través de una creciente expansión del mercado. No está de más señalar que, al menos en espíritu, muchos de los proyectos económicos de entonces eran similares a varios de los planes neoliberales de finales del siglo xx e inicios del xxi. Tampoco está demás resaltar que, en la década de los 30 del siglo pasado, con la Gran Depresión, se desplomaron muchas de las quimeras de las décadas previas, las que habían visto en el mercado una panacea a los problemas del país. Quizás valga la pena recordar que el desaliento causado por el fracaso de dichos planes abonó el terreno, en la República Dominicana y en el resto de los países de América Latina y del Caribe, para el surgi-miento de regímenes autoritarios o francamente dictatoriales.

A tono con las expectativas y las teorías en boga, entre la intelectualidad de principios del siglo xx se consideraba que el campesinado era un lastre al progreso nacional; por supuesto, el paradigma del «progreso» eran los países industrializados. Esta corriente de pensamiento, tan afín a las existentes en otros lugares de América Latina y el Caribe, partía de la premisa de que el campesinado representaba la «barbarie»; en consecuencia, la «civilización» conllevaba la superación de mu chas de las formas de vida, las prácticas y las creencias del campesinado. Andrés L. Ma teo sugiere que, en el fondo, el llamado «pesimismo domini-cano» escondía la percepción negativa que tenían las élites del país sobre las masas rurales.5 Los grupos letrados de entonces consideraron que el «conchoprimismo», elemento político predominante en la República Dominicana a principios de si-glo, se originaba en la existencia de una gran masa campesina «atrasada», «inculta» y «po bre», material y espiritualmente, y, en

4 Abad, República, 1888.5 Mateo, Mito, 1993.

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consecuencia, propensa a la revuelta, la rebelión y la revolución. Los campesinos eran el emblema de ese caos que se oponía al orden y al progreso que preconizaban los letrados moderniza-dores. Según su lógica, la modernización de la sociedad domi-nicana implicaba la transformación de las prácticas económicas, sociales y políticas del campesinado.

Por supuesto, eran los letrados, que directa o indirectamente aspiraban al poder, quienes definían qué constituía lo apropiado para lograr dicha modernización. Eran ellos, también, quienes pretendían establecer el lugar de los sectores campesinos en la vida política. Pocos reconocieron a los campesinos capacidad para articular reivindicaciones legítimas; ninguno –que yo sepa– los reconoció como actores políticos en sus propios méritos. En la medida en que los campesinos tenían algún tipo de injerencia en la política –y me refiero a las luchas por definir el ejercicio del poder en una sociedad, y no meramente a los aspectos más superficiales de la lucha partidista–, la misma se veía exclusi-vamente como apéndice de algún caudillo, capaz de movilizar a los sectores rurales gracias a su prestigio, carisma o recursos económicos. Esta percepción, simplista a todas luces, ha perdu-rado hasta nuestros días. También es común despachar la adhe-sión de los sectores rurales a determinados líderes o partidos a base de un «conservadurismo» innato de los grupos campesinos. Nuevamente, este tipo de argumento resulta insuficiente: poco se puede explicar si se asume que los campesinos son incapaces de cambiar sus formas de percibir las relaciones de poder.

La ascensión de Rafael L. Trujillo al poder inició una nueva etapa en la relación entre los campesinos y el discurso político ya que el Estado trujillista intentó alcanzar un mayor desarrollo económico y fundar su poder político a expensas de las masas rurales.6 Por un lado, se diseñaron programas de carácter fomen-talista para lograr una mayor integración del campesinado a la economía de mercado. Algunos de dichos proyectos redundaron

6 San Miguel, Campesinos, 1997; inoa, Estado, 1994; y Turits, Foundations, 2003.

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en beneficios económicos para deter minados grupos campe-sinos. Por otro lado, el régimen trujillista estableció un férreo sistema represivo, que se orien tó a «domesticar» a las masas campesinas, aumentando el control del Estado sobre ellas.7 En tal sentido, Trujillo culminó la tarea que iniciaron los estadouni-denses durante la ocupación de 1916-1924, período durante el cual las fuerzas invasoras enfrentaron a los campesinos de diver-sas formas. Entonces se aplastaron aquellos sectores, como los olivoristas y los gavilleros, cuyos estilos de vida y cuyas acciones alteraban o distorsionaban el modelo de orden impulsado por los ocupantes, modelo que –hay que recordar– era compartido en lo fundamental por las élites del país. Igualmente, se definie-ron esquemas laborales y fiscales que tenían como fin encuadrar a las grandes masas de agricultores conuqueros en los proyectos modernizadores del Estado.

No debe extrañar, por lo tanto, que el dictador y su corte de intelectuales tuvieran ideas muy precisas sobre el papel de los campesinos en la sociedad. Su tarea primordial estribaría en pro-ducir bienes agrícolas para el mercado interno, para suplir a las industrias nacionales y para la exportación; además, combinando el paternalismo y la coacción, se intentó convertir a los campesi-nos en uno de los pilares políticos del régimen. Tanto económica como políticamente, el régimen trujillista adoptó una postura unidimensional frente a los campesinos. Económicamente, se asumió que las energías de los campesinos debían ser orientadas hacia los proyectos y las actividades productivas priorizadas por el régimen. Políticamente, se partió de la premisa de que el campe-sinado era absolutamen te manipulable a base de medidas como el reparto de tierras. Y no debemos dudar de que tales repartos contribuyeron, en efecto, a ganar al dictador un apoyo amplio entre los campesinos. No obstante, es comprensible que así haya ocurrido. Lo que quiero resaltar, a partir de las acciones de la dictadura, es la perspectiva que tenía el régimen trujillista sobre el campesinado. Sobre el particular, hay que insistir en que el

7 San Miguel, «Ciudadanía», 1999, pp. 6-30.

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régimen mostró su adhesión a las visiones elitistas de principios de siglo, que ninguneaban al campesinado, concibiéndolo como un agente incapaz de actuar autónomamente.

Con el fin de la dictadura, la sociedad dominicana vivió una inusitada efervescencia política. En esos momentos el cam-pesinado tenía el potencial de contribuir al éxito de cualquier proyecto político, ya fuese de izquierda o de derecha. Aunque en diversos lugares del país surgieron movimientos de protesta y de reivindicación, y aunque entonces se habló con insistencia de las desigualdades sociales, lo cierto es que la urgencia por resolver otros problemas de envergadura impidió una considera-ción profunda del «problema campesino». Hubo, por supuesto, instancias en las cuales los campesinos acapararon la atención nacional. En tales momentos, pareció que a los campesinos, finalmente, se les reconocería un espacio propio en el espectro social y político. Pero, como ha mostrado Lusitania Martínez,8 las autoridades estatales no estaban en disposición de tolerar las expresiones autónomas del campesinado, las que potencialmen-te ponían en peligro el precario orden postrujillista. En medio de las incertidumbres del momento, los nuevos aspirantes al poder no estaban dispuestos a tolerar la disidencia campesina. El resultado fue que, nuevamente, el campesinado fue reprimido y, a la larga, marginado –como sector social con posibilidades de articular demandas propias– del debate y de las luchas políticas.

El fin de la dictadura no conllevó una transformación radi-cal de los principios que habían regido las relaciones entre los sectores letrados –intelectuales y políticos– y el campesinado. A principios del siglo xx, muchos intelectuales argüían en pro de la economía campesina; pero, en el fondo, asumían una actitud paternalista hacia el campesinado. En la década de los 60, se ex-presó una nueva paradoja: los grupos que atacaron al trujillismo debido a las profundas inequidades sociales que propició, y que enarbolaron la bandera del cambio de las estructuras agrarias, se mostraron incapaces de establecer vínculos orgánicos con el

8 Martínez, Palma, 1991.

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campesinado. No es este el lugar de examinar las causas de ese fenómeno; ciertamente, hubo gestos loables y hasta heroicos por ganar adhesión entre el campesinado. Pero el hecho es que, con pocas excepciones, la ruralía permaneció ajena a los intentos de movilización masiva en contra de la «explotación capitalista» y el «imperialismo», tal y como abogaban muchos de los grupos defensores de las transformaciones radicales.

Y no era para menos: tras más de 30 años de dictadura feroz, las consignas del trujillismo habían calado hondo en todos los sectores de la sociedad dominicana. Por ende, la capacidad de acción del campesinado se vio limitada, entre otros factores, por el lastre ideológico que cargaba. Sin embargo, no se puede obviar que hubo grupos campesinos que, de forma incipiente, mostraron, recién caída la dictadura, su malestar ante las con-diciones de privación y opresión en que vivían. La tradición po-pular recuerda los momentos de inquieta expectación –mezcla de desasosiego y difusa esperanza– que se vivieron en las zonas rurales al extenderse el rumor del asesinato del tirano. Con todo, la quietud, más que la movilización, tendió a predominar en el campo.

Durante los años subsiguientes a la caída de la dictadura de Trujillo, la República Dominicana inició un tortuoso, lento y do-loroso proceso de transformación política, económica y social. No es imprescindible mencionar los elementos más relevantes de dicho período: los hechos son recientes y algunos de sus actores viven todavía o han fallecido recientemente. Sí quiero destacar que varios comentaristas de la política han explicado ese período en términos del «proceso de democratización» que, según ellos, ha vivido el país desde entonces.9 Por supuesto, se refieren a la «democracia representativa» de tipo occidental. Muchas de tales interpretaciones me hacen pensar que la de mo-cracia dominicana encierra una enorme paradoja.

Una de las acepciones más comunes del término es que la «de-mocracia» es el Gobierno del pueblo o de las mayorías. Pero, ¿no

9 Por ejemplo: Jiménez Polanco, Partidos, 1999; y Hartlyn, Struggle, 1999.

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han sido los campesinos –al menos hasta muy recientemente– las mayorías de este país? ¿Qué representación han tenido, enton-ces, los campesinos en el Estado? ¿Quiénes y cómo han ejercido el poder a nombre o en función de las grandes masas rurales? Estas preguntas me parecen del todo pertinentes, máxime si par-timos de la premisa de que, gracias a sus luchas, los campesinos han sido un factor esencial en el proceso de democratización de la República Dominicana. ¿No es acaso evidente que su paciente reclamo por reformas –las que usualmente han llegado tarde o han resultado inadecuadas– ha evitado conflictos de mayor en-vergadura? Esto no niega la existencia de los conflictos ni de las luchas sociales; sí implica que el campesinado ha optado por lo que podemos llamar una lucha «de baja intensidad», si bien con frecuencia las respuestas que han recibido los campesinos a sus reclamos no han sido de tan «baja intensidad».

Hoy en día, cuando la sociedad campesina en la República Dominicana está en crisis, va le la pena ponderar los aportes de los hombres y las mujeres del campo al conjunto de la sociedad, sobre todo al proceso de democratización que ha ocurrido en las últimas décadas. Es muy probable que este planteamiento produzca ex-presiones irónicas y hasta genere sospechas. Después de todo, los análisis prevalecientes sobre la democratización en la República Dominicana suelen concentrarse en el liderato político –sea de izquierda o de derecha–, en las acciones de los partidos, en las medidas estatales, en el rol de los Estados Unidos, o en el papel de los sectores urbanos, sobre todo el de los grupos empresariales.

Al respecto, considero pertinente la interpretación de Ba-rrington Moore sobre las raíces históricas de la democra-cia inglesa. En su obra clásica Social Origins of Dictatorship and Democracy,10 Moore destaca el papel de la aristocracia en el surgimiento de una tradición democrática en Inglaterra. Por supuesto, las intenciones de esa clase social no eran, ni mucho menos, transformar los fundamentos del Estado inglés, permi-tiendo un mayor acceso al poder a los grandes sectores del país.

10 Moore, Social, 1970.

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Su propósito era mucho más restringido y, se puede añadir, más egoísta. A lo sumo, la aristocracia inglesa pretendía alterar su relación de poder con la Corona. No obstante –destaca Moore–, la lucha de la aristocracia contra la monarquía contribuyó a ampliar el concepto de la libertad existente entonces. A la larga, las luchas sociales y las aperturas ideológicas y políticas que pro-pició di cho conflicto permitieron la inserción de los programas y las agendas de otros grupos y sectores sociales, inclusive de los grupos subalternos. A partir de este análisis, Moore concluye que las fuentes sociales de la libertad pueden residir no solo en las aspiraciones de las clases en ascenso histórico, como en buena medida proponía Carlos Marx, sino, también, en las clases desti-nadas a desaparecer como resultado del «progreso».

Luego de 1961, el campesinado dominicano siguió una línea de acción que evitó una confrontación social de gran envergadu-ra. Esto no fue resultado de ningún acuerdo concertado. Sí fue producto de un saber particular, enraizado en una vida plagada de miseria, incertidumbre y decepciones. Pienso que también fue producto de las concepciones campesinas sobre la justicia y el poder, de sus percepciones sobre su lugar en la sociedad y acerca del origen de sus males. El caso es que los campesinos optaron por reclamar tierra, crédito, asistencia y servicios, una y otra vez, en un tenaz juego de voluntades. Quizás ello parezca torpeza, pero gracias a esa obstinación los campesinos consiguieron desacelerar un proceso de cambio económico y social que, de otra forma, los habría barrido hace tiempo. Igualmente importante, ¿nos hemos preguntado cómo las acciones de los grupos campesinos contribuyeron al surgimiento de formas de vida más abiertas y democráticas, por restringidas que sean estas aún en el presente? Y aún así, el campesinado pagó un precio muy alto por seguir tal línea de acción. Valdría la pena contabilizar los miles de campe-sinos perseguidos, hostigados, muertos, golpeados, atropellados, encarcelados y vejados, de múltiples formas, de 1961 en adelante.

Ciertamente, el campesinado dominicano no se propuso, a partir de entonces, transformar las estructuras políticas y sociales del país. Los campesinos no se plantearon como meta lograr tal

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fin; sus luchas y resistencias carecían de cualquier tipo de visión teleológica que presupusiera un designio general que redundara en el bienestar de toda la sociedad. No está demás recordar que tampoco fue esa la intención de la nobleza inglesa en el siglo xVii, ni la de los nobles franceses cuando reclamaron al monarca la reunión de los Estados Generales en 1789. Pero eso no debe extra-ñarnos: Moore señala que, con frecuencia, el resultado de los pro-cesos históricos tiene poco que ver con las intenciones expresas de los actores sociales. O, como ha escrito Edward H. Carr: «A veces los que fueron vencidos contribuyeron tanto como los vencedores al resultado final».11 ¿No es, pues, una gran paradoja, política e intelectual, que todavía se escatime el papel del campesinado en el proceso de democratización de la República Dominicana?

Este, seguramente, no es el único significado que se le puede brindar a los acontecimientos que se han relatado a lo largo de estas páginas, si bien para conferirle tal sentido a la historia de la República Dominicana es que los he narrado yo. Es la mía, soy consciente de ello, una narración harto incompleta. Aquí no están, para mencionar un ejemplo, los cosecheros de ajo de Constanza que, año tras año, forcejean con el Gobierno y con los importadores para tratar de impedir que el mercado domi-nicano sea abarrotado con ajo foráneo. Tampoco aparecen los miles de campesinos que, a fines de los años 70 e inicios de los 80 del siglo pasado, se enfrascaron en una titánica «batalla por los cerdos» que tuvo como trasfondo una epidemia que afectó a los chanchos de la República Dominicana, y cuyas secuelas fueron la eliminación de todos los lechones del país y un programa de «repoblación porcina» plagado de irregularidades, arbitrarie-dades y corrupción. Faltan estas y muchas otras contiendas de esa «guerra silenciosa» que ha protagonizado el campesinado dominicano durante los pasados dos siglos. Pero si a pesar de tales ausencias y olvidos alguna inquietud o reflexión puedo pro-vocar, habrá cumplido plenamente su función tan incompleto, trunco y fragmentado relato.

11 Carr, ¿Qué?, 1973, p. 170.

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aiMa: arma.bián: habían.con cho PriMiSMo: término des-

pectivo empleado para referirse a la propensión levantisca y díscola de los caciques rurales, a quie-nes se les llamaba Con-cho Primo.

conuce: campesinos o trabaja-dores en los conucos, que es como se denomina a las milpas en la República Dominicana.

críao: criado; del verbo criar.deciMero: persona que canta

o compone décimas.dei: de él.enyugaino: enyugarnos. Tiene

el sentido de ejercer una relación de dominación.

fuetiaMe: literalmente, gol-pearme con un fuete. Se puede emplear en el sentido más general de atropellar, ultrajar, vejar u oprimir.

hata: hasta.MataiLo: matarlo.ataiMe: matarme.Matao: matado.PeLia: pelear.PinaLeS: pinares.quitaiLe: quitarle. reguíoS: riego.Sabei: saber.Sío: sido.trabajaderoS: tierras aptas para

el cultivo o que efectiva-mente están cultivadas.

VeiMe: verme.

Glosario

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Fuentes y bibliografía

SigLaS

AGN Archivo General de la Nación (Santo Domingo)EC El CaribeEN El NacionalES El SigloESl El SolLeg. LegajoLO La OpiniónMA Ministerio de AgriculturaSA Secretaría de Agricultura

heMerografía

¡Ahora!El CaribeEl NacionalEl SigloEl SolLa Opinión

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~ 291 ~

Índice onomástico

AAbad, José Ramón 255, 266Abreu Collado, Paíno 243Acosta de Bezi, Altagracia 207Acta Fadul, Abraham José 179-180Acta Fadul, Elías 179-180Agrait, Luis 11Alavi, Hamza 52, 278Albuquerque, Alcibíades 64, 221, 266Alejos García, José 214, 236, 266Alix, Juan Antonio 51Alonso, Ana María 130, 283Altagracia Espada, Carlos D. 12, 115,

266Álvarez, Luis 37-42, 205, 266, Álvarez, Silvia 285Álvarez Bogaert, José de Jesús 177Amigó, Gustavo 269Amin, Shahid 81, 266Anderson, Benedict 43, 266Antonini, Gustavo 48, 266Arango, Amparo 266Arango, Fernando de 224Archambault, Pedro María 35, 42, 266Arias, Desiderio 49, 56, 66, 276Arnauld, Jacques 222, 236, 269Arvelo hijo, Álvaro 175, 189Atkins, G. Pope 154, 239, 267Aybar, Manuel Joaquín 78

BBadillo, Américo 12Báez, Buenaventura 29-33, 93, 267Báez Evertsz, Franc 93, 267Balaguer, Joaquín 151-153, 157, 172,

175-177, 179, 182, 184-185, 190, 196, 200-203, 207, 209-211, 226, 231, 238-241, 247, 250, 267, 283

Batía, Ramón 85Baud, Michel 36-38, 48, 63-64, 98,

108-109, 267Beezley, William H. 124, 267Benecke, Gerhard 91, 287Berman, Marshall 105, 267Berryman, Phillip 286Betances, Emelio 154, 157, 267Beverley, John 253, 268Billini, Francisco Gregorio 75, 268Blanco Fombona, Horacio 103, 268Bloch, Marc 46, 59, 128, 268Blok, Anton 77, 268Boin, Jacqueline 48, 54, 99, 268Bonet, Ramón 160Bonilla, Walter 12Bonó, Pedro Francisco 29, 31, 43, 52,

96, 186, 254, 268Borges, Jorge Luis 17, 18, 268Bosch, Juan 21, 25-26, 32, 34-35, 41-

44, 46-47, 51, 65, 83, 106-107, 146, 148-153, 178, 268, 286

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292 Pedro L. San MigueL

Bournigal, Mario L. 177Boyer, Jean-Pierre 45Brading, D. A. 81, 269Braudel, Fernand 90Brea, Ramonina 54, 61, 105, 269Breton, Alain 222, 236, 269Brito, Bienvenido 150, 155Brugal, Plácido 179Bryan, Patrick E. 63, 80, 269Burgos, Eddy Rafael 219Burks, Arthur J. 58, 269

CCáceres, Ramón (Mon) 49, 79Calder, Bruce J. 55, 58, 63, 68, 72, 74,

77, 80, 83-87, 99, 101-102, 269Calva, José Luis 20, 269Campbell, Mavis C. 62, 269Campillo Pérez, Julio G. 152, 250, 269Carballo, Luis 120Carmagnani, Marcello 236, 269Carr, Edward H. 20, 262, 269Carreño, Nelson 270Carroll, Thomas F. 224, 270Cassá, Roberto 12, 15, 27, 29, 32-34,

37, 42-43, 76-78, 80-82, 84, 105, 108, 112, 115, 134, 146-147, 152-154, 176, 200, 233, 240-241, 250, 270-271

Castillo, José del 54, 63, 80, 148-149, 152, 159, 271

Castillo, Marino Vinicio (Vincho) 212, 229, 239

Castillo, Ovidio 162Castillo, Vicente A. 206, 228Castillo, Vinilo 162Castor, Suzy 69, 105, 271Castro, Fidel 135Cedeño J., Víctor Livio 181, 271Céspedes, Diógenes 26, 52, 75, 105,

110, 143, 271Chardón, Carlos E. 271

Charles Bergquist, Ricardo Peñaranda 280

Chatterjee, Partha 52, 75, 271Chaturvedi, Vinayak 253, 272Chez Checo, José 32, 272Chomsky, Aviva 288Ciprián, Elidio 162Cohn, Norman 71, 272Cordero, Giusti 20, 276Cordero, Walter 71, 271Cordero Michel, Emilio 12, 43, 72,

272Cordero Michel, José R. 136, 197,

272Cordero Mora, José M. 246Corrigan, Philip 125, 128, 272Crassweller, Robert D. 114, 166, 272Cross, Malcolm 267Cross Beras, Julio 44, 52, 272Cruz, Bernardo de la 162, 172Cuevas, Enrique 220-221Cuevas, Manuel 220Cury, Jottin 173-174

DDaniel (Carlitos), general 56De Certeau, Michel 18, 272Deive, Carlos Esteban 58, 61-62, 70, 272Deprat, Rafael E. 157Derby, Lauren 70, 115, 130, 273Despradel, Lil 230Devés Valdés, Eduardo 75, 273Diacon, Todd A. 62, 71, 273Díaz, Domingo Antonio 192Disla, Enerio 55Disla, Luis 55Domínguez, Jaime de Jesús 29, 36-40,

50, 52, 54, 273Domínguez Gil, Manuel 220Dore Cabral, Carlos 158-159, 179, 225,

231, 233, 242-245, 273Dottin, Milagros 266

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Page 293: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana 293

Duarte, Isis 197, 226, 229, 249, 274Dube, Saurabh 253, 274Ducoudray, Félix Servio 71, 73, 75, 80,

82-84, 86, 224, 230, 246, 248-249, 272, 274

Duluc, Luis Emilio 78Durán, Brunilda 133, 139Durán, inspector 210Durán, José Elías 191Durán, Manuel 139-140Durán, Rafael Antonio 191Dirham, William H. 97, 274

EEngels, Federico 90, 274, 281Engerman, Stanley L. 269Escalante Gonzalbo, Fernando 27,

45-46, 118, 274Espaillat, Ulises Francisco 31, 34, 43, 88Espinal, Rosario 119, 128, 149, 200,

251, 274Estrella, José 166Eusebio Pol, Noris 225, 233, 236, 273,

274

FFalcón, Romana 138, 274Familia López, Rafael 165Faxas, Laura 28, 149, 200, 251, 274Feder, Ernest 145, 274Félix Peña, Salvador 163Fernández Rodríguez, Aura Celeste

64, 149, 152, 233, 275Fernández Reyes, Otto 43, 147-148,

153, 241, 250, 271, 274Ferrer, Fidel 84Fiallo, José Antinoe 130, 266Figueroa, Javier 12Firpo, Antonio de Jesús 191Firpo, José Joaquín 191Firpo, Pablo Antonio 191Flores, Juan Antonio 183

Forster, Robert 22, 275, 283Foucault, Michel 20, 52, 125, 129, 275Fourquin, Guy 91, 275Franco, Germán 274Franco, Franklin J. 75, 275Franco Bidó, Juan Luis 33Franks, Julie 76-77, 79, 82, 98, 275French, William E. 124, 267Frías, Demetrio 55, 68Frías, Porfirio (Míster Beca) 246Frucht, Richard 20, 275

GGarcía, José Gabriel 29, 31, 173, 214,

219, 275García, Pedro 114-115García Bonnelly, Juan Uises 275García Canclini, Néstor 232-233, 275García Cuevas, Eugenio de J. 25-26,

75, 275García Morales, Jesús María 173García Muñiz, Humberto 12García Rodríguez, Francisco M. 51, 275Gardiner, C. Harvey 115, 276Garrido Puello, Emigdio Osvaldo 58,

276Gautier, José B. 244Géigel, Antonio Gaztambide 285Genovese, Eugene 128Genovese, Eugene D. 276Gil, Amado 170Gil, Antonio 160-161, 163, 166, 178,

188-189, 192, 211, 213, 215-217, 219-223, 227

Gilbert, Gregorio Urbano 78, 276Gleijeses, Piero 149-151, 197, 276Goicochea, Salustiano (Chachá) 77-78, 84Goico Morales, Carlos R. 178-179Gómez, Félix A. 183Gómez, Luis 133-134, 276González, Raymundo 12, 31, 43, 92,

94, 98, 108, 116, 276, 285

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Page 294: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

294 Pedro L. San MigueL

González Canalda, María F. 49, 56, 68, 276

González Casanova 90, 145, 277Gould, Jeffrey L. 119, 277Grant, Lidia 266Greene, Jack P. 22, 275Grigg, David B. 94, 97, 277Grignon, Claude 125, 277Gruzinski, Serge 277Guerra, Carlos 247Guerra Sánchez, Ramiro 186, 277Guerrero, Adán 161, 170Guerrero, Lucas 163Guerrero, Juanico 160Guha, Ranajit 43, 75, 138, 253, 266,

271, 277, 283Gutiérrez, Francisco 56Gutiérrez Escudero, Antonio 277Guttman, Matthew C. 137, 277Guzmán Arias, Virgilio A. 191-193

HHartlyn, Jonathan 200, 251, 259, 277Hazard, Samuel 58, 278Henríquez Ureña, Pedro 197, 276Hernández, Aurelio Belén 205Hernández, Ricardo 205, 278Hernández Franco, Tomás 278Herrera, César A. 38, 55, 278Heuman, Gad 267Heureaux, Ulises (Lilís) 26-27, 48-49,

52-54, 66, 74, 273, 282Hobsbawm, Eric 21, 52, 62, 77, 91,

125, 278Hoetink, H. 40, 54, 93, 278Holt, Thomas C. 97, 236, 278Huizer, Gerrit 90, 145, 164, 224, 278

IInoa, Orlando 12, 110, 112-115, 127,

131, 135, 187, 238, 256, 278

JJanvry, Alain de 145, 279Javier, Manuel de Jesús 177Jesucristo 59Jesús, Anatilio de 216Jiménez, R. Emilio 45, 64, 126, 245, 279Jiménez Álvarez, José Antonio 205Jiménez de León, Luis E. 190-191Jimenes Grullón, Juan Isidro 32-35,

43-44, 74, 268, 279Jiménez Martínez, Ramón 245Jiménez Polanco, Jacqueline 251, 259,

279Joseph, Gilbert M. 119, 125, 272, 279,

283, 286Juan Samuel 59

KKatz, Friedrich 49, 279Kelly, Daniel 203Knight, Melvin M. 55, 279

LLandsberger, Henry A. 22, 90, 145, 279Lara, Marcos 268Lara Viñas, Fernando 113, 279Lauria-Santiago, Aldo 288Lázaro 59Leger, José Osvaldo 210, 226, 239Le Goff, Jacques 126, 279Legrand , Catherine 97, 140-141, 280Le Roy-Ladurie, Emmanuel 97, 283Lizardi, Jorge 12Lluberes, Antonio 29, 38, 96, 280López, José Ramón 116, 126, 280López, Luis 219López, Marina 130López, Rafael Felipe 204López Moctezuma, Jorge 272Lora, Francisco Augusto 175Lora, Junio 184-185, 191-193, 202, 205

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Page 295: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana 295

L’Ouverture, Toussaint 45Love, Eric T. 58, 280Lowry, Michael 13Lozano, Wilfredo 93, 146, 153-154,

159, 233, 239, 241, 250, 280Lundahl , Mats 37, 58, 59, 61, 65-67,

69, 97, 280-281Lundius, Jan 58-60, 64-67, 69-70, 280-

281Luperón, Gregorio 43, 66, 288

MMallon, Florencia E. 43, 56, 75, 125,

253, 281Mañón, Melvin 239Marcallé Abreu, Roberto 226, 239Maríñez, Pablo A. 63, 70, 72, 108, 112,

115, 134, 136, 148, 197, 226, 250, 281

Marrero Aristy, Ramón 26, 108, 281Marte, Roberto 29, 31-32, 38-40, 54,

56, 281Martin, Cheryl English 124, 267Martínez, Lusitania 70, 258, 281Martínez, Orlando 198, 229, 241, 281Martínez, Pascual 220Martínez G., Rafael 150Marx, Carlos 21, 33, 54, 261, 281Mateo, Álvaro 222Mateo, Andrés L. 73-75, 105, 115, 255,

281Mateo, Olivorio (Liborio) 58-62, 65-

70, 276, 281Matos, Carlos 180Matos, Félix (Felo) 11Matthews, Melvin 168, 217Medina, Adonaida 249Medina S., Pablo 176Medrano, Wenceslao 164Mejía, Luis F. 26, 48-49, 53-54, 68, 74,

282Mejía Ricart, Gustavo Adolfo 54, 282Mella, Ramón 41

Menard, Pierre 17Mera, Alfonso 204Mercado, Ramón 12Miller, Nicola 75, 282Mintz, Sidney W. 95, 282Mires, Fernando, 22, 282Monción, Benito 42, 66Montás, Antolín E. 210Moore, Barrington Jr. 22, 260-262,

282, 289Mora, José María Luis 15Morales de Romero, Cira Luz 206Moreno Fraginals, Manuel 269Moreno Martínez, Alfonso 183Moreta, Angel 63, 282Mousnier, Rouland 91, 282Moya Pons, Frank 29-30, 33, 36, 42-43,

45, 150, 269, 282Muñoz, Laura 13Muñoz, Máximo 56Muñoz Soriano, Florinda (Mamá

Tingó) 246

NNapoleón III 33Natera, Ramón 85Negrón Portillo, Mariano 77, 282Nicholls, David 282Nugent, Daniel 119, 125, 130, 272,

279, 283, 286Núñez, Ángela 215

OOrtiz, Fernando 186, 283

PPabón, Carlos 12Palacio, Víctor 216Palau Pichardo, Bernardo 190, 207,

209, 228Palmer, Ernest C. 283

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Page 296: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

296 Pedro L. San MigueL

Pandey, Gyanendra 43, 75, 283Pedro Abraham 218Peguero Moscoso, Luis S. 154, 155Peña Batlle, Manuel A. 283Peña, Félix 163, 217Pepén, monseñor José F. 157-159Péralte, Charlemagne 69Pérez, Louis A. Jr. 77, 105, 283Pérez Cabral, Pedro Andrés 271Pérez Memén 31, 43-45, 283Pérez Santana, Manuel 191Perry, Elizabeth J. 107, 283Pesez, Jean-Marie 97, 283Picó, Fernando 11-12, 60, 77, 283Pierre-Charles, Gérard 273Polanco, Gaspar 42, 66Pol, Eusebio 225, 233, 236-237, 274Popa, José 70Portilla, Santiago 13Pou, F. 266Pouerié, Tomás 170Pratt, José Goudy 183Prestol Castillo, Freddy 45, 212, 284Price, Richard 62, 284Price, Sally 282

RRama, Ángel 75, 284Ramírez, José del Carmen (Carmito)

65, 69Ramírez, Pablo (Pablo Mamá) 44-45,

284Ramírez, Wenceslao 65Ramos, Julio 75, 284Ranger, Terence 125, 278Ranum, Orest 283Rasuk, Rafael S. 187-188Reed, Nelson 62, 284Reinoso, Crispín 161Reinoso, Enemesio (Boro) 161Reinoso Solís, Miguel A. 177-178, 187,

200Renda, Mary A. 58, 69, 284

Requena, Andrés Francisco 284Reyes, Heroíno 170Richardson, Ramón 203, 206Rijo, Feliselvio (Papi) 170Robles, Luciano 228Rodríguez, Arsenio 222Rodríguez, Aureliano 191Rodríguez, Frank 146-148, 154, 201,

229, 242, 244Rodríguez, Genaro 113, 284Rodríguez, Ileana 253, 284Rodríguez, José 227Rodríguez, Juancito 114, 199, 219Rodríguez, Manuel 12Rodríguez, Orígenes 222Rodríguez, Santiago 42Rodríguez Bonilla, Manuel 56, 284Rodríguez Demorizi, Emilio 29, 96,

186, 254, 284Rodríguez Flores, Fabio 180, 185, 187-

188, 190, 200Rodríguez R., Víctor Melitón 181Rojas Lara, Fabio 219Ronzón, José 284Rosa, Antonio de la 55, 284Rosa, Gilberto de la 133, 214, 284Rosa, Segunda de la 216Rosario, José Ramón 220Rosario, Mayra 12Rosario, Pedro Celestino del 85, 79Rosario, Pedro Juan del 12Rosario Candelier, Bruno 26, 44, 52, 285Rudé, George 91, 278Ruiz, Justo 195, 196, 221

SSánchez-Albornoz, Nicolás 97, 285Sánchez, Emilio (Mero) 161Sánchez, Genaro 165Sánchez, Gonzalo 280Sánchez, Jerez 215Sánchez Ramírez, Juan 112, 157Sánchez Roa, Adriano 151, 154, 238,

285

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Page 297: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana 297

Sang, Mu-Kien Adriana 12, 31-32, 54, 272, 285

Santana, Pedro 30, 33, 43, 191Santana, Manuel 160Santiago-Valles, Kelvin A. 60, 105, 286Santoni, Nicolás 221Sayer, Derek 125, 132, 272, 286Scheltema, Hugo 120Scorza, Manuel 23, 287Scott, James 11, 22, 45, 52, 62, 95, 96,

103-104, 123, 137-138, 214, 287Scribner, Bob 91, 287Serulle Ramia, José 48, 54, 99, 268Shanin, Teodor 20-21, 287Sicard, Francisco 157Silié, Rubén 287Skocpol, Theda 22, 287Smith, Gavin 138, 287Smith, T. Lynn 145, 287Spivak, Gayatri Chakravorty 253, 266,

271, 277, 283Spurr, David 58, 287Stavenhagen, Rodolfo 287Svensson, Thommy 280

TTanaka, Michiko 61, 97, 288Taylor, William B. 138, 288Thomas, Nicholas 58, 288Thompson, Edward Palmer 45, 83,

126, 214, 288Tolentino Dipp, Hugo 43, 288Torrech, Rafael 11Torres A., Manuel José 178-179Toussaint, Mónica 13Trotsky, León 62, 288Trujillo Molina, Rafael Leonidas 27-28,

73-75, 86, 105-111, 114-115, 117-125, 127, 129-132, 134-136, 139-143, 146-148, 150, 153, 161, 166-167, 188, 197-200, 209, 214-215, 217, 221, 238, 240, 256-257, 259, 288

Trujillo Molina, José Arismendi (Petán) 130, 133, 209, 214, 228

Trujillo Martínez, Rafael Leonidas (Ramfis) 139-140

Turits, Richard Lee 107, 115, 127, 133, 141, 256, 288

UUbiñas Renville, Guaroa 134, 288Ureña, Félix Antonio 222Utrilla, Juan José 287

VValdez, Carmen 284Valdez Hilario, Rafael 239Valencia, E. M. 41Valldeperes, Manuel 136Vanderwood, Paul J. 77, 289Vargas, José Antonio 191Vásquez, Horacio 112Vega, Bernardo 114, 289Vega Boyrie, Wenceslao 64, 289Veloz, Javier 131Victoria, Alfredo 166-167Vilar, Pierre 182, 289Viñas Cáceres, Manuel de Jesús 248-

249Viñas Martínez, Livino 155

WWeber, Eugen 97, 125, 289Welles, Sumner 44, 54, 73, 289White, Hayden 19, 289Wolf, Eric R. 20, 22, 289

YYunén, Rafael Emilio 12

ZZapata, general 51-52

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Page 299: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

~ 299 ~

Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. I Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944.

Vol. II Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944.

Vol. III Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945.Vol. IV Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945.Vol. V Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección

de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947.Vol. VI San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago,

1946.Vol. VII Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R.

Lugo Lovatón, C. T., 1951.Vol. VIII Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y

notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951.Vol. IX Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850,

Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947.Vol. X Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949.Vol. XI Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita

en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953.

Vol. XII Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956.Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.

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Page 300: San Miguel - guerrasilenciosa en la ruralía

300 Pedro L. San MigueL

Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007.Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia

fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

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La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana 301

Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

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302 Pedro L. San MigueL

Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIV Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LV Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVI Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVII Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVIII Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIX Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LX La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXI La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXII Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXIII Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

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La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana 303

Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Grego rio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Grego rio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXV Obras, tomo I. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXVI Obras, tomo II. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.

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304 Pedro L. San MigueL

Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CVI Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CVII Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

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Vol. CVIII República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CIX Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CX Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXI Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXII Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXIII El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXIV Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXV Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXVI Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXVII Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen Durán. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril. Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXIX Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXX Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXI Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos, tomo I, Octavio A. Acevedo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos, tomo II, Octavio A. Acevedo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXIV Apuntes de un normalista, Eugenio María de Hostos, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos), edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

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306 Pedro L. San MigueL

Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.). Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo I, compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo II, compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (1944-1948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CXXXI Obras selectas, tomo I, Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXII Obras selectas, tomo II, Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos xv-xix, Zakari Dramani-Issifou, Santo Domingo, D. N., 2011.

Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo Domingo, D. N., 2011.

coLección juVeniL

Vol. I Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007Vol. II Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. III Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Santo

Domingo, D. N., 2007. Vol. IV Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo,

D. N., 2008.Vol. V Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.Vol. VI Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.Vol. VII Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009.Vol. VIII Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps (siglo xix). Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2010.

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La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana 307

coLección cuadernoS PoPuLareS

Vol. 1 La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. 3 Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó, Santo Domingo, D. N., 2010.

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La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana, de Pedro L. San Miguel, se terminó de imprimir en los talleres gráficos de XXXXX, S. R. L., en mayo de 2011, con una tirada de 1,000 ejemplares.

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