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America Latina siglo XIX
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BORRADOR-FAVOR NO CITAR
Coloquio Internacional. Latinoamérica y la historia global
Buenos Aires, Universidad de San Andrés, agosto de 2013
Hispanoamérica en el siglo republicano. Apuntes para una historia transnacional
Hilda Sabato
CONICET-UBA
Celebro la iniciativa de Sergio Serulnikov y colaboradores de reunirnos para discutir
nuestro quehacer como historiadores de y sobre América Latina en el marco de lo que, bajo
distintos nombres, se ha convertido en una ola imparable en la disciplina: la llamada
“historia global”. En nuestros países esa ola llega un tanto retrasada, pero en otras latitudes
incorporar la palabra “global” (o variantes algo diferentes como transnacional, mundial, o
croisée, según el caso) al título de un proyecto se ha convertido en un mandato imperativo
si se quiere financiamiento o inserción institucional. Confieso, por otra parte, que más allá
de la desconfianza que me despierta cualquier posicionamiento historiográfico que
fácilmente puede convertirse en moda, me ha ganado la curiosidad intelectual frente a la
renovación de perspectivas que estas posturas están induciendo en la producción de
conocimiento sobre el pasado. Me parece interesante, por lo tanto, que debatamos sobre el
tema de manera abierta y a partir de nuestras experiencias concretas, sin sentirnos obligados
por las tendencias en boga pero tampoco cerrándonos a las posibilidades que ellas ofrecen
para pensar los problemas, más viejos o más nuevos, que tenemos entre manos.
En estas notas voy a intentar una reflexión desde mi propio campo de estudio, la
historia política del siglo XIX, y a partir de mi trabajo concreto en ese terreno que me ha
llevado, de hecho y por necesidad, a salirme de los límites más habituales de la historia
nacional y ampliar la escala de mis exploraciones. En el título hablo de “historia
transnacional”, pero no estoy segura de que esa sea mi perspectiva y tampoco me preocupa
demasiado la cuestión de la nomenclatura. Me interesa, en cambio, compartir una mirada
que entiendo es tributaria del clima historiográfico contemporáneo. Y lo voy a hacer en tres
tiempos: en una primera parte, me voy a referir a la historia nacional y sus límites en el
campo en que me desempeño; en una segunda, me detendré en los cambios que han tenido
lugar en la historiografía latinoamericana de las últimas décadas para superar esos límites, y
para terminar, mencionaré brevemente algunos de los desafíos y problemas que puede traer
el cambio de escala.
1. La literatura sobre historia global y afines es muy prolífica, el debate entre especialistas
es intenso y resulta difícil estar al tanto de los vaivenes de esa discusión. En ese marco, se
hace referencia reiteradamente a la “historia nacional” para señalar, con distintos matices y
en casi todos los campos de la historiografìa, la insuficiencia de los enfoques fronteras
adentro. No pretendo entrar en ese debate, sino apenas incluir aquí algunos apuntes sobre la
vigencia de las historias nacionales en el campo de la historia política de América Latina
del siglo XIX y los cambios que se han producido en ese sentido en los últimos años.
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La historia, como sabemos, tuvo un papel central en la construcción de uno de los
mitos colectivos identitarios más poderosos del siglo XX: el mito nacional. Si bien desde la
propia disciplina se buscó definir pautas para funcionar con independencia de las demandas
políticas e ideológicas formuladas desde el Estado (o desde quienes pretendían impugnarlo)
fueron esas mismas demandas las que le otorgaron prestigio y poder institucional en la era
de las naciones. Su sistematización como saber académico se asoció con la conformación
de un campo profesional en instituciones muchas veces apoyadas por el Estado así como
con la utilización de materiales documentales oficiales o paraoficiales, que servían de
“fuentes” de la historia científica. En ese contexto, la disciplina focalizó sus esfuerzos en la
nación, y las propuestas más universalistas o abarcadoras que con anterioridad habían
despertado la imaginación de ensayistas de todas las latitudes perdieron prestigio en el
mundo de los historiadores. Si bien es cierto, como bien ha señalado Jeremy Adelman, que
las sagas nacionales generalmente se entendían como el resultado de movimientos
civilizatorios más amplios, la profesión giraba privilegiadamente en torno a ejes más
limitados que alimentaban la construcción de las naciones modernas.
Esta colocación ha variado de manera sustantiva. Desde la posguerra, pero sobre
todo en las décadas del cambio de siglo, y como resultado de fenómenos sociales y
culturales que la exceden, la historia ha dejado atrás las obligaciones identitarias que la
caracterizaron durante mucho tiempo. En ese sentido, ha ganado autonomía, pero también
ha perdido poder. Han sido, paradójicamente, los propios historiadores quienes han
contribuido de manera más sistemática a deconstruir intelectualmente el artefacto estado-
nación y a revelar el rol que la historia como disciplina tuvo en su conformación. Este
proceso ha contribuido a abrir el pasado a apropiaciones e interpretaciones diversas, en
particular en los procesos de construcción de identidades colectivas, ahora no solo
nacionales. El vasto campo de la memoria social está cumpliendo en ese sentido un papel
fundamental.
Este proceso de autonomización de la historia respecto a sus obligaciones estatales
ha tenido una manifestación evidente en las formas de pensar y analizar las independencias
y los procesos de formación de naciones que siguieron a lo largo del siglo XIX. Un rasgo
fundamental de la historiografía reciente ha sido, precisamente, la alteración de los
parámetros básicos sobre los que se construyeron las historias patrias de nuestros países. En
el marco de los imperativos dominantes por décadas, éstas veían en la independencia el
momento de realización de unas naciones preexistentes, que solo esperaban la ruptura del
vínculo colonial para manifestarse en plenitud, y en las guerras de independencia, una
cantera de patriotas que habrían contribuido a romper esas cadenas. Aún la historia
académica quedaba presa de esas representaciones, y aunque se escribieron muchos y muy
buenos trabajos sobre esos procesos, la mayor parte de ellos se mantenía fiel a los marcos
establecidos por un modelo progresivo del estado-nación que encontraba en la
independencia el punto de partida del desenvolvimiento que desembocaría en las naciones
actuales. Hoy, muy poco de todo esto ha quedado en pie. Y si bien en los márgenes de la
disciplina todavía circulan algunos discursos que insisten en las versiones más esencialistas
de la nación y lo nacional, los supuestos que subtendieron la producción historiográfica
durante décadas están severamente cuestionados.
Sin embargo, es evidente que buena parte de las historias de la independencia y del
siglo XIX que se escriben en nuestros días mantienen su inscripción nacional –esto es, se
escribe historia mexicana, peruana, brasileña, argentina- y que aún cuando se trabaja en
escalas menores –locales, regionales- la referencia a la nación es recurrente. Esta
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inscripción remite tanto a las formas de producción y difusión historiográfica como a las
tradiciones del campo y al lugar que la disciplina ocupa en el debate público. En efecto,
seguimos insertos en estructuras institucionales con base nacional: universidades,
instituciones de enseñanza, y sistemas científicos de producción y evaluación, entre otros.
Nuestro trabajo ya no depende únicamente de la documentación oficial, pero sigue en
buena medida apoyándose sobre materiales generados y sobre todo puestos en valor y en
circulación pública, por instituciones estatales (archivos, bibliotecas, etc.) o que se
reconocen como “nacionales”. En el seno de la profesión, por su parte, si bien la
internacionalización es creciente, las tradiciones historiográficas locales pesan en el diálogo
que establece cada uno de nosotros tanto con sus antecesores y como con sus
contemporáneos. Finalmente, gran parte de las preocupaciones que nos motivan están
referidas a nuestro universo más inmediato de referencia, y el país donde cada uno vive
ocupa en ese sentido un lugar central, aunque no exclusivo, por cierto. Esta situación se
potencia por el lugar que el pasado nacional ocupa en los debates públicos, una parte
importante de los cuales se desarrolla en sede local –no solo en la Argentina.
De esta manera, el “hacer historia” tiene fuertes anclajes con estructuras,
representaciones y prácticas relacionadas con lo nacional. Al mismo tiempo, existe el
desafío ya bien instalado en la profesión de trascender esos límites, lo que –opino- no
debería convertirse en un nuevo imperativo excluyente que busque desgajar el ejercicio de
la disciplina de contextos que sirven, con frecuencia, para enriquecer y dar sentido a la
práctica del historiador. ¿Cómo trascender esos límites y a la vez mantener la tensión
creativa con el horizonte nacional todavía vigente? Esta pregunta me lleva así a la segunda
parte de esta exposición, centrada en los cambios que se están produciendo en ese sentido
en mi campo de estudio.
2. En las últimas dos a tres décadas, como sabemos, en nuestros países ha tenido lugar un
proceso de renovación de la historia política del siglo XIX, uno de cuyos rasgos distintivos
ha sido, precisamente, el abordaje de temáticas locales en el marco de problemáticas a
escala latinoamericana. Este giro constituye una novedad. Pues si bien las ciencias sociales
de los años 60 tematizaron “América Latina”, en nuestra disciplina –como ya mencioné-
predominaron las “historias nacionales”, que circularon nacionalmente. La historia reciente
muestra, en este sentido, un cambio notable respecto a la tradición anterior, que a su vez se
diferencia de la concepción latinoamericanista previa. El punto de partida ha seguido
siendo preferentemente nacional (o sub-nacional), pero desde allí se han ido generando
espacios de interlocución y debate de mayor alcance: en primer lugar, a escala
latinoamericana, pero también para incluir, según el tema de que se trate, a las ex-
metrópolis imperiales (España y Portugal), a América en su conjunto y al mundo atlántico.
Este giro ha implicado no solamente la adopción de una mirada comparativa en los estudios
locales y el establecimiento de un diálogo intenso con otras historiografías, sino también la
consideración de temas “nacionales” como parte de conjuntos más abarcadores que cruzan
las actuales fronteras.
Esta última cuestión resulta clave, pues el movimiento más habitual en nuestro
campo era –y sigue siendo- partir implícitamente de los marcos nacionales, aún para
ponerlos en cuestión y mostrar su inadecuación para abordar un período en el que esos
marcos no existían o estaban en disputa. El punto de partida nacional puede parecer cuanto
menos anacrónico para intentar dar cuenta de los procesos de transformación política e
institucional desatados por la ruptura del orden colonial y que solo eventualmente
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desembocaron, por caminos diversos y sinuosos, en la formación de los estados nacionales.
Pero entonces ¿cómo abordar esos procesos sin presuponer el punto de llegada? Un primer
paso ha sido, para varios de nosotros, tratar de pensar los temas habitualmente
considerados en sede nacional como parte de una historia que no reconoce esas fronteras
materiales ni simbólicas, aunque ellas fueran eventualmente su resultado. Así, el horizonte
de la crisis del imperio español, su estallido y fragmentación, y la compleja historia
posterior de los intentos por organizar institucional y políticamente el espacio americano
constituyen hoy puntos de referencia insoslayable para insertar problemáticas de índole más
acotada temporal y espacialmente. Este movimiento ha llevado a ampliar la mirada de cada
uno pero, además, a desarrollar relaciones de intercambio e interconexión con las
historiografías de otros países, en un esfuerzo por constituir un espacio de interlocución en
el nivel latinoamericano que no solo nos ayude al diálogo sino que nos impulse más a
fondo a pensar historias particulares como parte de un conjunto más abarcador
3. Esta cuestión me lleva a mi tercer punto, conectado con mi experiencia particular en el
campo. Me gustaría, en primer lugar, formular una sugerencia: La percepción de que los
fenómenos locales forman parte de historias más amplias no debería llevarnos a pensar que
solo los estudios en escala mayor tienen sentido. No se trata de que todos nos dediquemos a
indagar a Hispanoamérica como un todo, o al espacio postimperial, o al mundo atlántico en
su conjunto, o lo que sea, sino más sencillamente, de no tomar el marco nacional como
límite de indagación o punto de partida y de llegada inamovible.
En ese sentido, quisiera plantear algo así como un juego de escalas, en que cada
investigación pueda enfocar niveles espaciales y temporales diferentes, según la índole del
problema a explorar y los interrogantes que guíen al historiador, pero a la vez se inscriba en
un campo problemático que incorpore también otras escalas de observación y análisis. Esta
formulación no encierra novedad alguna, pues es lo que siempre ha hecho la buena
historiografía. Lo nuevo quizá sea, en este campo, la exigencia que hoy se impone a cada
uno de nosotros de atender a las interconexiones e interrelaciones más allá de la escala
elegida.
Esta posibilidad presenta, sin embargo, algunas dificultades concretas en materia
metodológica. Los problemas y desafíos de la historia global han sido señalados por varios
analistas. Aquí me referiré apenas a la cuestión más acotada de los materiales necesarios
para construir una historia que pueda articular su escala de observación específica con
otras. Y voy a poner, para terminar, el ejemplo de mi proyecto actual sobre la república en
Hispanoamérica. Se trata de un ensayo de interpretación general sobre los cambios
desatados después de las guerras de independencia cuando los diferentes espacios de la
región se organizaron como repúblicas. Mi interés radica en explorar las transformaciones
en las normas, las instituciones y las prácticas políticas entre las décadas de 1820 y 1870,
en el marco de formas de gobierno republicanas fundadas sobre el principio de la soberanía
popular.
Este trabajo abreva en mis investigaciones particulares sobre Buenos Aires, las que
a su vez estuvieron influidas e informadas por las contribuciones existentes sobre otros
países de la región (y del resto del mundo). Mi propuesta actual implica un cambio de
escala radical, pues me pregunto por rasgos y tendencias observables en el conjunto de
Hispanoamérica. ¿Cómo hacer? Los problemas, dilemas y riesgos de esta empresa son
varios:
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- La metodología que he usado en mis trabajos anteriores, de índole monográfica, no
es la adecuada en este caso, pues materialmente no podría profundizar en cada
tema, período o localidad de la manera en que los historiadores estamos
acostumbrados a hacer en la construcción de conocimiento básico. El género del
producto, por lo tanto, será otro: en este caso, he optado por escribir un ensayo
interpretativo, que se apoya en la vasta historiografía existente sobre las diversas
cuestiones que me interesa desarrollar. Por lo tanto, este proyecto solo es posible
porque hoy contamos con una producción monográfica e interpretativa amplia de la
cual me sirvo para mi tarea.
- Buena parte de esta producción, sin embargo, está escrita desde un punto de partida
nacional (o subnacional), aún cuando muchos de estos trabajos incorporan miradas
que trascienden esos niveles. Mi propuesta no es, sin embargo, sumar o superponer
estudios locales, sino generar una mirada que ubique los temas en otra escala, lo que
implica establecer relaciones, interconexiones, y tendencias que no necesariamente
son visibles a través de los trabajos monográficos. ¿Cómo? En eso estoy…
- Un tercer problema es que este tipo de ejercicio tiende a privilegiar los rasgos,
tendencias y patrones comunes y a minimizar las diferencias, a desatender las
peculiaridades, a perder de vista aquello que es tan caro para los historiadores: el
estudio de lo particular.
Me detuve en estos tres puntos –y habría otros para considerar- porque me parece que
ilustran algunos de los problemas que plantea la ampliación de la escala de análisis y que
nos advierten sobre los riesgos de adoptar nuevos modelos para nuestro quehacer. En ese
sentido, y para terminar, me gustaría insistir en lo que han señalado ya otros estudiosos y
que resumo en dos propuestas muy generales para nuestra labor: incorporar la “historia
global” como una perspectiva que resulta insoslayable, en la medida en que pensemos cada
problema (acotado o ampliado, singular o compartido) en su inserción en un marco
espacial, temporal y temático que lo excede; al mismo tiempo, evitar que este
posicionamiento se convierta en un imperativo teórico o metodológico, que nos fuerce a
atender exclusivamente a aquellos temas que se consideran de índole “global”, o -en su
versión teleológica- a rastrear en el pasado los caminos hacia la globalización (o sus
obstáculos) como en otros tiempos lo hicimos en relación con la modernización o el
desarrollo de las fuerzas productivas.