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THE CLOCK BORGES LOS OJOS SIN ROSTRO DINESEN RIBEYRO JEFF, WHO LIVES AT HOME THE HELP LA ESTEPA INFINITA BATMAN LOS ANILLOS DE SATURNO ACHE Revista de cine y literatura No. 4 ISSN: 1390-6593

REVISTA ACHE 4

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Revista de cine y literatura hecha en Ecuador.

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Page 1: REVISTA ACHE 4

THE CLOCKBORGESLOS OJOS SIN ROSTRODINESENRIBEYROJEFF, WHO LIVES AT HOMETHE HELPLA ESTEPA INFINITABATMANLOS ANILLOS DE SATURNO

ACHERevista de cine y literatur a

No. 4

ISSN: 1390-6593

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ACHE

Anamaría Garzón @pecesrojosNació en Quito el año 1982. Estudió Periodismo e Historia del Arte en la Universidad San Francisco de Quito y en la Universidad Autónoma de Barcelona. Durante seis años trabajó en la revista Vanguardia. Es candidata del Master en Contemporary Art, en Sotheby’s Institute of Art, Nueva York. Colaboró con New Art Dealers Alliance y en The Armory Show 2012.

Fernando Iwasaki Nacido en Lima-Perú el año 1961, es narrador, ensayista, crítico e historiador. Ha sido profesor en varias universidades y columnista de diarios como El país, La razón o ABC.

Gabriela Robles @garobaPeriodista en tiempos de cólera e inventora de palabras. Lee más de lo que escribe. Enamorada de Cortázar y fan de los Beatles.

Alex Schlenker Realizador y experimentador audiovisual. Escritor y traductor con estudios en Ciencias de la

Educación y Dirección de Cine y Realización Audiovisual en Mähringen (Alemania). También cursó una Maestría en Estudios de la Cultura y un Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos.

Se desempeña como docente universitario e investigador.

Juan Ignacio BarrenaEstudió Literatura en la Universidad de la Plata y después Lexicografía Hispánica en la RAE. Actualmente realiza su tesis doctoral en “Los inicios de la literatura fantástica en Argentina”.

Luis Felipe Zúñiga @twitulioNació el año 1986 en Santiago de Chile. Cree en el cine como el mejor antídoto para todo

tipo de molestias, tanto físicas como psicológicas. Escribe de vez en cuando en el diario La Tercera.

Lenin Paladines Paredes @lvpaladinesNació en Loja el año 1991. Actualmente estudia Comunicación Social y Derecho en dos universidades de la misma ciudad. En 2010 le fue otorgado el Premio Único de Novela “Ángel Felicísimo Rojas” organizado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana por su libro El diario de Lorenzo.

Alejandra Coral Mantilla @ayflacaSe graduó como periodista en Quito y después como actriz en Barcelona. Está loca por el

cine, pero mientras lucha por caminar por la alfombra roja, escribe. Sus artículos están en Vanguardia, Diners, Vistazo, América Economía, Vamos, Criterios y BG. Actualmente trabaja en

el guión de su primer largometraje.

Juan Carlos MoyaEs escritor y periodista, autor de la novela Caballos en la niebla y ganador del Premio Jorge Mantilla Ortega. La Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano le hizo merecedor de una beca de estudios con Ryszard Kapuscinski. Ha trabajado en prensa, radio y televisión.

Andrés Valarezo Quevedo @valarezoquevedoCineasta y soñador. Cursó el Master en Guión y Desarrollo Audiovisual de la Universidad de los Andes (Santiago-Chile) y es profesor de Guión en la Universidad de Los Hemisferios. En el año

2012 participó en el Talent Campus Buenos Aires.

Rubén Ochoa @OtroRubenNació en Jujuy, Argentina, el año 1977. Dejó los estudios en ingeniería química y desde entonces es autodidacta, lector voraz de Stephen King y Jorge Luis Borges. Sus textos se publican regularmente en la blogrevista literaria Con Fábula. Actualmente prepara su primer libro de poesía, microrrelatos, haikus y verso libre.

Diego Pérez Ordóñez @DiegodePuemboNació en Quito el año 1970. Abogado, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad San

Francisco de Quito y columnista del diario El Comercio.

Jaime Baquero Rivadeneira @jimbaqueroNació en Quito el año 1974. Es profesor y escritor. Estudió Derecho y Filosofía en Ecuador, Italia y España. Sus obras han sido traducidas a varios idiomas.

Juan Manuel Granja Ha publicado en revistas como Mundo Diners, Soho, Vanguardia, El Apuntador, entre otras,

así como en los portales La Selecta y El Portalvoz (España). El año 2009 formó parte de una selección especial de cronistas realizada por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en

Colombia para el libro ¡Qué viva la fiesta!

COLABORACIONES

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[email protected]://www.ache.ec

@revistaache Revista Ache

ACHE

STAFF Andrés Cárdenas Matute @andrescardenasmDirector

Ana María Pozo de la TorreEdición General

María José Rodríguez @lunalunaresÁlvaro Andrade (Contraportada)Ilustración

Camilo Pazmiño Diseño y Diagramación

Pablo Jarrín @pablojarrinMaría Angélica Ordóñez Coordinación

David VillagómezDiseño Web

Épico bicho agónico ‏@SergioMarentesActivo militante de la poesía (suficiente, para no tener tiempo para otras cosas).

Daniela Alcívar BelollioNació en Guayaquil el año 1982. Estudió Literatura en la Universidad Católica del Ecuador (Quito), Dirección Cinematográfica en la Universidad del Cine (Buenos Aires) y actualmente

se encuentra concluyendo su doctorado en Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es ensayista y crítica literaria, y actualmente prepara su primer proyecto narrativo.

Andrea Costales @Andre_de_LiriosEstudió Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas en la Universidad San Francisco de Quito. Ha escrito en el portal de periodismo ciudadano GkillCity, en el blog de literatura @Queleer y en el blog de la Revista ACHE. No tiene razones para escribir pero tampoco para no hacerlo. Convierte murmullos en estruendos.

Arturo Moscoso Moreno @artumoscosoAbogado, colabora regularmente con diario Hoy y es fundador del grupo Libroadictos, en Facebook.

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TUIT: @OtroRuben

ACHE

CONTENIDOHHH

HH

EDITORIALSECCION TEMATICA: TIEMPO El tiempo, en tiempo real Anamaría Garzón

SECCION POST:PERSONAJES SECUNDARIOS El otro lado de la historia Lenin Paladines Paredes

SECCION FOYER [fwa.je]

Y todo era sucesion: Borges y el tiempo Gabriela Robles

Del tiempo y sus imagenes Alex Schlenker

Cronos en el laberinto Juan Ignacio Barrena

Alfred dentro del ajedrez de Batman Andrés Valarezo Quevedo

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46

810

16182022

24262830

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3433

1214ISAK DINESEN: AMAdA BARONESA

Juan Carlos Moya

Roles usurpados Alejandra Coral Mantilla

SECCION EL GARAJE DE HOLDEN

La estepa infinita, de Esther Hautzig Jaime Baquero Rivadeneira

Los ojos sin rostro (1960) Juan Manuel Granja

Los anillos de Saturno, de W. G. Sebald Daniela Alcívar Belollio

The Help (2011) Andrea Costales

La tentación del fracaso, de Julio Ramon Ribeyro Diego Pérez Ordóñez

La pesadilla de Peter Pan Fernando Iwasaki

Una misma noche, de Leopoldo Brizuela Arturo Moscoso Moreno

TUIT: @SergioMarentes

Jeff, who lives at home (2011) Luis Felipe Zúñiga

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ACHE

ACHEExisten diecisiete definiciones para la palabra tiempo. Esto indica la incapacidad humana de conceptualizar eso que por convención entendemos como tiempo. O tal vez señala la multiplicidad de algo que, siendo una sola cosa, puede ser también diecisiete. O ciento siete. Porque nunca dejaremos de preguntarnos qué es el tiempo: cambio, secuencia, circularidad, temporalidad, movimiento o permanencia de las cosas. Esta

última es la más atroz

.

En una recreación del

mito de Sísifo, José E

milio Pacheco

dice: “Comienza la bat

alla que he librado mi

l veces contra

la piedra y Sísifo y m

í mismo. Piedra que nu

nca te detendrás

en la cima: te doy las

gracias por rodar cue

stabajo. Sin

este drama inútil serí

a inútil la vida”.

El tiempo se abre como

una grieta en el espa

cio que somos,

que estamos siendo. De

sde sus dos aristas, e

l pasado y el

futuro, es el signo qu

e vuela sobre nosotros

pero deja su

sombra detrás, parafra

seando a Hawthorne. No

intentamos

respuesta porque no po

demos.

EDITO

RIAL

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The Clock juega en la arena contraria y el manejo del tiempo

se vuelve aun más inquietante pues rompe con la falsedad de la duración

cinematográfica de la cual hablaba Bergson.

SECCIÓN TEMÁTICA2

ACHE

El Tiempo

Anamaria Garzon

1 El tiempo, en tiempo real

Posiblemente el jetlag sea una de las formas más brutales de sentir el tiempo. Esa despiadada sensación de ruptura en la cual la mente asimila el desplazamiento temporal, pero el cuerpo está desorientado. Con seis horas de sueño robadas, 14 horas de avión encima y solo dos días para ver más de 300 obras de la Bienal de Venecia, encontrarse con The Clock (2010) parece una broma cruel y exquisita. Aniquila cualquier pretensión de competir con el tiempo, pues la obra remarca su paso delicado y feroz.

The Clock es un video de 24 horas de Christian Marclay (California, 1955). Ganó el León de Oro de la Bienal y es un trabajo titánico. Esas 24 horas están hechas con retazos de escenas de películas y series de televisión, que no duran más que unos segundos, y tienen una referencia visual o verbal sobre el paso del tiempo. Funciona como un reloj: si en la pantalla son las 12:35, para quienes la miran, serán también las 12:35.

La obra está hecha con 10 mil clips y es uno de esos trabajos que fracturan la historia del arte. A su manera, es un homenaje al cine, también es un guiño visual al día del Ulises de James Joyce o al de Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, pero con una diferencia: el día de Marclay es una narración laberíntica que, a la vez que insiste en el paso del tiempo, da cuenta de múltiples realidades, tejiendo cápsulas de

ficciones.

En 1993, Douglas Gordon se apropió de Pyscho de Hitchcock y la convirtió en 24 Hour Psycho. Gordon extendió a dos cuadros por segundo los 24 cuadros por segundo de la película, haciendo una obra dolorosa, sin tensión, con cada gesto reducido a un movimiento insufriblemente lento. The Clock juega en la arena contraria y el manejo del tiempo se vuelve aún más inquietante, pues rompe con la falsedad de la duración cinematográfica de la cual hablaba Bergson. Se convierte en una obra implacable que no permite que quien está enfrente olvide que cada minuto mirando la pantalla equivale a un minuto de su vida. Marclay, lo dijo Rosalind Krauss, convierte el tiempo real del film en el tiempo real de la espera.

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ACHE

Mirar The Clock es casi, de igual manera, tanto una experiencia estética como una experiencia atlética. Tratar de ver todo es someterse a la regla de Marclay: darle un día (o ir sumando horas) y prestarse para ver una colección preciosista de escenas cinematográficas y de relojes de todos los tipos posibles (de pared, en estaciones de tren y torres, relojes de pulsera y de velador, relojes robados y heredados, relojes de bombas de tiempo y todos los de James Bond…), con el inevitable desconcierto que produce mirar sin esperar trama ni desenlace. En esas 24 horas desfilan cientos de rostros y es curioso ver crecer a Robert Redford, Clark Gable, Meryl Streep, Al Pacino y otros tantos, en la misma cinta.

Marclay guarda ciertas formas cinematográficas al hacer que cada hora tenga temática propia y un ritmo que navega entre las secuencias de tensión y calma, el humor y el drama. Cerca del mediodía, Lola corre por las calles de Berlín (Run Lola Run), mientras Debra Winger se levanta de la cama en Algeria (The Sheltering Sky) y Leonardo Di Caprio corre para subir al Titanic (Titanic). A las cinco de la tarde se reúnen renuncias, salidas del trabajo y escapes. A las ocho de la noche es la hora del arte, con escenas de teatros, telones, conciertos. A las diez es la hora de las mujeres decepcionadas por sus parejas. A medianoche, estalla el Big Ben (V from Vendetta), a continuación Orson Wells es apuñalado frente a un reloj gigante (The Stranger) y Clark Gable corre a calmar a su pequeña hija con pesadillas (Gone with the Wind). Escenas que dan inicio a las horas del sueño y al delirio de la madrugada. Las escenas sacadas de su contexto y de su tiempo se convierten en una ópera visual, una suma de cientos de días cinematográficos reducidos a uno. Un devenir entre el blanco y negro, y el color, la tesitura de la imagen de las películas de los años cincuenta y las del cine actual, un entramado de diálogos que dejan de ser coherentes con

su film al entrar en la lógica del collage.

Cada clip, por más banal y plano que sea, es visualmente interesante. The Clock revela la potencia de un maestro del collage, preciso como un buen relojero. A diferencia de otros artistas que se mueven en el mismo medio, Marclay siempre ha hecho su trabajo sin asistentes, pero dada la inmensidad del proyecto, tuvo que contratar a seis, que durante tres años se encargaron de recolectar imágenes mientras él editaba en Final Cut. Tres años frente a la pantalla, en un esfuerzo descomunal de edición y recolección estética. Marclay es un experto en reciclaje. Es quizá el heredero más fiel de Robert Rauschenberg, quien mejor entendió el collage en el siglo XX. Lo suyo es el ensamblaje y la apropiación: sus materiales siempre son los trabajos visuales o sonoros de otro artista. Un dato curioso: Marclay no es cinéfilo. Tampoco sabe demasiado de música, pero hace collages de noise (fue uno de los pioneros en la escena dj experimental neoyorquina, ha colaborado con Sonic Youth, John Zorn, Otomo Yoshihide...).

Mientras unos peregrinan a la Meca, otros organizan sus días según el Grand Tour de las ferias y bienales de arte. The Clock es un atentado contra la prisa que gobierna a la tribu de consumidores de arte, pues para ver el video entero hay que detenerse, madrugar, trasnochar, ir sumando fragmentos o, simplemente, darle 24 horas. También hay que cazar las proyecciones, pues hay solo seis copias y los screenings son raros (este verano está en el Lincoln Center de Nueva York). The Clock exige horas para ver las horas, en un ejercicio de resistencia monumental que, con sencillez, hace de la ficción una herramienta inclemente para abrir los ojos, para sentir la tesitura de los segundos, los minutos, las horas. La de Marclay es de esas obras que provocan quedarse dentro y no salir nunca más.

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Con el se perpetuó el halago hacia una de las fascinaciones que doblegaron su

existencia: la presencia misma del tiempo y la manifestación superlativa en eso que

entendió como eternidad.

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Y todo era suce-sion: Borges y el tiempo2Gabriela Robles

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“El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges” (Nueva refutación del tiempo).

Abrí los ojos y había el tiempo. Ese ineludible aspecto de la realidad que encandila los relojes y se marca a diario con el latido de todas las criaturas estaba ahí y yo no lo tomaba en cuenta. Mi mente corre entonces a esos versos de

San Agustín: “¿Qué es, pues el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”.

Borges ya guardó para sí, desde que inició su obsesión ,algo que pocos han tratado con tanta devoción. Con él se perpetuó el halago hacia una de las fascinaciones que doblegaron su existencia: la presencia misma del tiempo y la manifestación superlativa en eso que entendió como eternidad.

Difícil encontrar algo más impecable que lo que escribió Borges. Difícil, después, no enamorarse del presente que ya no es más presente en este instante. El tiempo es la sucesión. Y es esa sucesión inasible de instantes lo que nos hace dependientes absolutos del tiempo. No podemos prescindir de él. Punto.

En una de sus intervenciones, aquella ocasión en la Universidad de Belgrano de Buenos Aires, Borges trazó sus preguntas y conjeturas sobre el tiempo y, con ello, recurrió una vez más a la imagen heraclitiana del río: nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas fluyen y nosotros también lo hacemos. Nos transformamos de un momento a otro, nuestros yos de hace un momento son solo esquirlas de una gran franja temporaria que nos define. “Pero somos los mismos…”, concluiría Borges.

Así, la evidencia del cambio fugaz y perpetuo es lo que nos hace conscientes del paso del tiempo. Porque recordamos. “La memoria es individual. Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido”.

Lejos de acomodarse en la lamentación del paso del tiempo y otros prejuicios que preocupan a este mundo, la fascinación de Borges

camina por la orilla de la trascendencia del tiempo sobre el espacio. Ablanda acaso esa ilusión viral de que el tiempo es oro por mera utilidad humana, para colocarlo en una jerarquía diferente, una cronocéntrica.

En otras palabras, en las suyas, es irrespetuoso hablar del espacio y del tiempo juntos. Borges se sumergió en la ausencia de su sentido de la vista para comprender que el tiempo, a diferencia del espacio, no requiere de su percepción sensorial. Solo está ahí. Nos permanece aunque esa permanencia no lo haga infinito.

Quizá por eso se abstuvo de probar la infinitud del tiempo, ante la imposibilidad de conocer el instante mismo del origen. Imagino que aquella ocasión en que compartió esa idea con el periodista Osvaldo Ferrari, probablemente pensó en la eternidad. “La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo”, fue la conclusión de Borges cuando la tomó como una invención que explicaría el tiempo y la existencia.

Podríamos imaginar a Borges escribiendo literatura entre sus largas divagaciones temporarias. Podríamos encontrarlo en un sillón tocando la pasta dura de Las Mil y Una Noches. Podríamos imaginar qué sucede con nosotros en estos instantes en que a medida que leemos estas letras, nos vamos convirtiendo en el pasado de lo que somos ahora y vamos descubriendo el porvenir, que existe, pero que seguirá siendo un misterio hasta no convertirlo en presente. No podremos deshacernos del tiempo. Desgraciadamente, solo somos nosotros.

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ACHE

TIEMPOTIEMPOTIEMPOTIEMPO

TIEMPO

TIEMPOTIEMPO

Alex Schlenker

3Del tiempo y sus ima-genes

Preguntar por el inevitable paso del tiempo es, de alguna forma, invocarlo. Mientras decido si debo o no accionar el mecanismo de la cámara, mi personaje – de espaldas a mí – se aleja rápidamente. La cámara no está grabando, pero él cuenta su historia sin saber que sus testimonios se perderán en el tiempo. En un momento dado se ha alejado tanto que ni el micrófono ni la misma cámara lo podrían ya registrar. Estos momentos, disueltos para siempre en el aire, no estarán en el documental.

¿Existe un lugar desde el cual se pueda mirar el tiempo sin estar sometido a su acción? Se me ocurre la zona fangosa que atraviesa lo vivido, lo recordado y lo olvidado. Un complejo y frágil equilibrio?.

No recuerdo con exactitud en qué momento descubrí el tiempo. Creo que todo comenzó en los años 70, en la Viena de mi infancia, en el centro de las nostalgias austríacas por el tiempo ausente y sin posible retorno del imperio húngaro austriaco. Recuerdo cómo, en mis primeros años de vida, mi mirada se hipnotizaba con dos huellas indelebles del tiempo: los rostros pétreos de aquellos ancianos que no soportaban la idea de un mundo sin emperador y la pantalla del cine que funcionaba a la vuelta de la esquina y al que mi madre me llevaba dos veces por semana. Cada una de las películas que vi durante mi infancia y pubertad me impregnaron con una forma particular de entender el tiempo en la vida y, posteriormente, en el ritmo y en el tono de la narración visual de mis imágenes.

Hoy, muchos años después, cada vez que me enfrento a un proyecto fotográfico o al de una película, me vienen los recuerdos de aquellas imágenes y del tiempo condensado en su interior. Me hipnotiza la mágica relación que surge entre el tiempo en las imágenes (¿qué instante/es han sido capturados?) y aquel que ocupan las mismas imágenes (¿cuánto dura la secuencia, la escena, el plano?; ¿cuánto tiempo le toma a la mirada recorrer/reconocer la superficie y los elementos de la fotografía?)

Cada una de las

películas que vi

durante mi infancia y

pubertad me impregnaron con

una forma particular de entender el tiempo en la vida y, posteriormente,

en el ritmo y en el tono de la narración visual de mis imágenes.

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ACHE

TIEMPO

TIEMPOTIEMPO

TIEMPOTIEMPOTIEMPO

TIEMPOTIEMPO

No creo que las imágenes comuniquen. Su esencia radica en un acto mágico que intenta conjurar el tiempo y, con ello, nuestro miedo a morir. Cuando mi padre enfermó incurablemente lo retraté cada día docenas de veces hasta que el tiempo de muerte consumió esos últimos meses juntos. Un año después de su muerte uní esas imágenes en una secuencia de video que, en espejismo lleno de dolor, parecen conjugar el tiempo de su agonía con el de nuestro amor. En esa secuencia confluyen muchos tiempos disímiles en su

origen, pero entretejidos en el dolor alegre que implica estar vivo y amar.

El “gran tiempo del reloj” acusa los diferentes tiempos que lo habitan. Así, en el tiempo de narración de una película los hechos acontecen en días, meses o años. Este tiempo narrado supera ampliamente el de la experiencia visual del espectador que, por lo general, no habita la butaca de la sala por más de dos horas. Este fenómeno que condensa el devenir del tiempo de los personajes hacia el interior del tiempo de proyección es lo que me fascina desde entonces. Las imágenes cinematográficas establecen así, en su secuencialidad, una relación con el tiempo-vida, aquel que se desprende de la infinitud de instantes en que respiramos. Así como la relación rítmica entre sístole y diástole resume la contracción y expansión cíclica del universo, el parpadeo de nuestro ojo se vuelve la unidad básica del tiempo-mirada. Abrimos y cerramos los ojos de la misma forma en la que el rotor de la exposición de la cámara – en una ráfaga de 24 instantes por segundo – inscribe en el celuloide diminutas tajadas del tiempo vivido y mirado, final e inevitablemente transmutado en tiempo recordado. Lo mirado, aunque registrado en imagen, es ya lo vivido. Tiempo pretérito que, por la dinamia intrínseca de la materia que compone la vida y se va descomponiendo irreversiblemente, jamás regresa. Las imágenes sirven como pequeños espejismos para aquella porción del alma que añora lo ausente. Ante la muerte que acecha desde el día en que nacemos, mirar y volver a mirar lo mirado se convierte en juego de temporalidades que distraen a la muerte, aunque no la hagan desistir. El cine nos atrapa porque sus imágenes simulan momentáneamente un efímero y frágil presente de aquellos instantes que ya son pasado. Ver cine implica sabernos fuera del tiempo, aunque sea por unos breves instantes.

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Juan Ignacio Barrena

Cronos en el labe-rinto

Tres hombres se animaron a soñar la misma fábula, aquella que todos tememos. Dos lo hicieron casi al mismo tiempo y se hundieron en sus trampas. Tuvo que transcurrir más de medio siglo para que el tercero trajera la solución.

Hacia 1930, William Faulkner escribe una de sus mejores narraciones breves, “A rose for Emily”, reflejando la cultura sureña de los Estados Unidos, aquella que él había vivido con esplendor familiar y ahora ficcionalizaba en sus relatos con severidad de cronista. Ese mismo año, a miles de kilómetros, en el verdadero sur de América, Alfredo Le Pera, un poeta modernista argentino, escribía un poema al que Carlos Gardel le pondría música y, pocos meses después, su voz para un disco de la RCA Víctor. Esos versos íntimos y nacidos para ser susurrados iban a inmortalizarse en la plañidera garganta del cantante de moda, especialmente luego de que filmara para la Paramount su primera película en EE.UU, bajo el título de ese texto, “Cuesta abajo”.

Apenas tres estrofas de octosílabos bastaron para comunicar un sentimiento que iba a constituirse como una marca

de la época: el presente como sombra siniestra del pasado. Faulkner – que seguramente jamás vio la

película de Gardel – también lo presintió y decidió recluir a su protagonista

detrás de los oscuros ventanales victorianos, en donde ella puede refugiarse frente a un presente avasallante. La crueldad de Homer no es su postergación kafkiana del matrimonio, con todas las habladurías de erotismo puritano que apaciguaron el calor de las tardes del delta. No, su verdadera humillación consiste en el progreso que trae. Él, el constructor que viene a modernizar la ciudad, va socavando la raigambre familiar de los Grierson. Ya no quedan ni los campos de algodón ni las plantaciones de tabaco ni la palabra, y el pacto con un Coronel del derrotado Lee. Todo lo sepulta el cemento yanqui y con él también

se pierden las miradas de los que la reverenciaban. Los que antes veneraban

a Emily Grierson, ahora –palabra tétrica – le exigen pago de impuestos, le dictan

normas de civilidad y urbanismo y se atreven a pedir recetas para venderle veneno para ratas.

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Le Pera es más directo. Abre el poema con una resignación tanguera (¿o bluesera?): “Si arrastré por este mundo/ la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser”. Tríada portentosa para simular modestia. De allí, todo se encamina a una certera puñalada de arrabal. Ella – jamás nombrada – es el origen de todos sus males: “Era para mí la vida entera/como un sol de primavera/ mi esperanza y mi pasión”. Si sabemos disimular la rima simple y poco trabajada de los pareados iniciales, podremos ver más allá y descubriremos aún mayor cercanía entre dos autores dispares: “Sabía que en el mundo no cabía/ toda la inmensa alegría/ de mi pobre corazón”. Otra vez la imagen del presente como un lugar inhóspito, lacerante para cualquier sentimiento sublime. El tiempo y el hombre en una nueva batalla, en la guerra de siempre, pero ya no para dirimir quién será el vencedor – Cronos ya nos enseñó al respecto – sino por algo mucho más angustiante: si el tiempo solo nos es dado en el presente, tal como lo sostiene la judeocristiandad, lo multiplica por millones el Corán y lo repite el Zen en cada mantra y en cada lacónico poema, ¿el amor podrá ser vivido en el ahora o siempre se repelerán con fuerza polar, limitándose a una idealización pasada o a un delirio psicótico-proyectivo?

Le Pera, quizá esclavo del blues del sur, del sur auténtico y profundo en donde esa música se llamó tango, sentenció rápidamente, con la calma del que ya no sufre porque legó la esperanza a la literatura y otras irrealidades: Sueño con el pasado que añoro/el tiempo viejo que lloro/y que nunca volverá. Faulkner, imbuido del gótico sureño de su amiga Flannery O´Connor y obedeciendo los mandatos del sabio Poe – otro oscuro, por cierto – mantiene el suspenso hasta el final. Nos lleva mansión adentro, atravesando gruesos cortinados, por escaleras de madera crujiente hasta la habitación tánatonupcial y nos grita en la cara el horror de la negación de quien no se resigna a las promesas de tópicos literarios de romancero: en los que el amor vence a la muerte y las damas, desde su virginal torre, arriesgan sus vidas y sus trenzas por nobles caballeros andantes. Ella no. Ella solo deja parte de su trenza gris junto al descompuesto cuerpo de su reticente amante. “The body had apparently once lain in the attitude of an embrace, but now the long sleep

that outlasts love, that conquers even the grimace of love, had cuckolded him”.

Siete décadas después, alguien nacido en la india, quien responde al aclimatado nombre de Night Shymalan, sueña la misma fábula, luego escribe y dirige The village (2002), en donde la aparente tranquilidad de una colonia de pioneros protestantes en la costa este de Estados Unidos se ve alterada por hechos monstruosos. Ya no es, como en Faulkner y Le Pera, la afrenta y el desamor personal, sino que el tiempo se ha transfigurado en un enemigo aún más amplio y poderoso. El presente, que por definición es omnipresente, se ha transformado en omnívoro y no arranca solo los corazones de los iniciados en los prohibidos cultos

de Venus –ya vedados en la antigüedad – sino que arrasa con todo lo que los Padres Peregrinos habían jurado ante Dios, antes de

bajar del Mayflower, en el frío noviembre de 1620. Pero Shymalan, gracias a las musas, se escurre a través del artificio.

En el film, los relatos simbólicos para los niños cumplen su misión ancestral, la de reafirmar la identidad en tanto individuo y la pertenencia al grupo en un sentido colectivo. Aquí el temor no se materializa en el cuco ni en dragones dignos de San Jorge. El miedo es el afuera, el alien, el/lo otro, según los latinos. Es por esto que esta protosociedad norteamericana teme el rojo revolucionario y ofensivo de las buenas costumbres, y la licantropía roza la pantalla y está a punto de hacer caer la fábula por la obviedad. Por suerte, Shymalan se repone y logra dar forma a la pesadilla, encontrando, por fin, la salida: el espacio es el mayor refugio contra el tiempo.

Aquellos dos viejos vectores se resignificaban. Al mejor estilo Huxley, la reserva de The Village es la escapatoria anhelada por tantos. Ya sin los límites débiles de lo privado que nos proponía Faulkner, sin la resignación de Le Pera, el hilo de Ariadna consistía en el símbolo. La ambigüedad deíctica del concepto de salvaje propicia una doble seguridad. Sobre ella, las palabras mágicas del conjuro: mientras que el otro (los niños, la gente del mundo actual) ignore la existencia del otro, nada podrá fallar. Y, mientras tanto, el relato nos musita el hechizo: en espacio dentro del espacio para guarecerse hasta que el tiempo pase.

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El otro lado de la historia

Un personaje secundario le ayuda al lector con información o datos que no se encuentran dentro de la trama principal. Le permiten al escritor desentenderse por un momento de su personaje central y elucubrar su historia, desenredándola por ramales desconocidos. Pero, ¿solo eso?

Desde el tiempo en que la literatura es un arte, sus cánones han buscado modos de estructurar las obras alrededor de paradigmas o formatos establecidos, los cuales giran alrededor de una trama específica, en la que está inmerso un personaje principal, rodeado de otros secundarios – menos importantes, por supuesto – que ayudan a darle sostenibilidad a la historia. Quizás, por la tremenda importancia que se le da al principal, estos se pierden y son a menudo olvidados.

Sin embargo, con estos caracteres aislados las posibilidades son infinitas. Ellos son los responsables de enganchar al lector con sus palabras, bromas, tropiezos y despedidas. Una novela que cuente solamente las peripecias de un personaje puede resultar demasiado tediosa o difícil de creer.

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POST10PERSONAJES SECUNDARIOS

1Lenin Paladines Paredes

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Basta recordar a personajes como Molly Bloom del Ulises de Joyce. Hablar de ella requeriría un libro entero, por eso es que su autor le dedica todo un capítulo: para que podamos escuchar sus palabras, conocer sus sentimientos y la imaginemos, pensando solitaria en su cama, mientras los dos protagonistas van a la deriva por las oscuras calles de Dublín.

Quizá represente un problema – o una bendición – para un autor que sus personajes secundarios sean tanto o más reconocidos que los centrales, porque demuestra que dentro de todos ellos, él puso un poco de sí y los pensó con detenimiento, les dio vida propia y no los abandonó cuando su participación en la historia moría. No fueron una simple ayuda para el héroe. Fueron sus traumas, sus anhelos, sus más grandes temores o sus amigos. Por eso no se los olvida.

Dentro de la larga lista de inolvidables están personajes como el retrasado Tom Cullen de Apocalipsis de Stephen King, que al principio no parece nada importante, pero carga la solución de todo encima de sus hombros. O la sádica madre de los Dollanganger, en las obras de V. C. Andrews, o el carismático Fermín de Carlos Ruiz Zafón, a quien prácticamente le ha dedicado un libro... Se podría seguir hasta el cansancio. La intención es demostrar que hay personajes que no necesariamente consiguen ser protagonistas, pero que le dan un toque a la historia a veces tan fuerte que se hace inolvidable. Sin ellos absolutamente nada sería igual.

Ellos son los responsables de enganchar al lector con sus palabras, bromas, tropiezos y despedidas. Una novela que cuenta solamente las peripecias de un personaje

puede resultar tediosa, o difícil de creer.

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Alejandra Coral Mantilla

Roles usur-pados

Las historias más recordadas son aquellas donde un personaje es la historia en sí. Donde un protagonista prevalece. Marilyn Monroe, por ejemplo, siempre supo cómo robarse la pantalla y hacer que las películas sean ella misma. No había película sin ella y ella era una película en carne propia. Una que, en la vida real, nadie se cansaba de ver. Hay personajes principales que no han podido contra el peso de un secundario perfecto. Hay personajes que aparecen pocos minutos en pantalla, pero son más recordados y queridos que los mismos protagonistas. Y si revisamos esos casos, notaremos que la actuación juega el papel más importante. Tal es el caso de Piratas del Caribe donde Jack Sparrow estaba pensado solo para una primera entrega. En el guión, su personaje era una mezcla de mentor y secundario cómico que servía para que el verdadero protagonista, Will Turner, emprendiese su aventura. Después, el plan fue cambiando gracias a la interpretación de Depp que atrapó a Gore Verbinski quien le dio un coprotagonismo que en principio no tenía. Y en las secuelas, Jack Sparrow pasó a relegar, cada vez más a un segundo plano, a los otros personajes.En Apocalipsis Now, en cambio, aunque el Coronel Kurtz (Marlon Brando) es el leit motiv del viaje de Willard (Martin Sheen), Brando no aparece hasta la última media hora de una película que dura tres. Sin embargo, cualquiera que ha visto el film sabe la enorme expectativa que existe en torno al Coronel Kurtz, quien no deja de ser nombrado y elevado a leyenda. La interpretación de Brando hace que esta expectativa, cuando finalmente aparece, no sea defraudada. Hazaña que el actor vuelve a repetir en El Padrino, donde su manera de hablar es legendaria y su protagonismo opacó al propio Al Pacino, tanto que se hizo acreedor de un Oscar como mejor actor principal, premio que Brando rechazó.Con o sin intención, robarle el show a los protagonistas es una práctica que se ha vuelto una fórmula infaltable en películas animadas. En Ice Age, Scrat y sus escasos minutos en la pantalla luchando por quedarse con su bellota son más recordados y promocionados que toda la aventura que emprenden Diego, Sid y Manny. En Shrek, el Gato con Botas y el Burro conquistaron a todos con sus personalidades, y sus frases y actitudes son las más recordadas de la serie. Otro ejemplo animado está en Madagascar donde los pingüinos ganaron un enorme terreno de la primera a la segunda entrega del film. Estos personajes tuvieron tanto éxito que lograron incluso hacerse de su propia serie de televisión. Así, un personaje secundario bien estructurado e interpretado puede ser el más recordado del film que, a fin de cuentas, importa más que ser un protagonista efímero.

Hay personajes principales que no han podido contra el peso de un secundario perfecto. Hay personajes

que aparecen pocos minutos en pantalla, pero

son mas recordados y queridos que los mismo

protagonistas.

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Las historias más recordadas son aquellas donde un personaje es la historia en sí. Donde un protagonista prevalece. Marilyn Monroe, por ejemplo, siempre supo cómo robarse la pantalla y hacer que las películas sean ella misma. No había película sin ella y ella era una película en carne propia. Una que, en la vida real, nadie se cansaba de ver. Hay personajes principales que no han podido contra el peso de un secundario perfecto. Hay personajes que aparecen pocos minutos en pantalla, pero son más recordados y queridos que los mismos protagonistas. Y si revisamos esos casos, notaremos que la actuación juega el papel más importante. Tal es el caso de Piratas del Caribe donde Jack Sparrow estaba pensado solo para una primera entrega. En el guión, su personaje era una mezcla de mentor y secundario cómico que servía para que el verdadero protagonista, Will Turner, emprendiese su aventura. Después, el plan fue cambiando gracias a la interpretación de Depp que atrapó a Gore Verbinski quien le dio un coprotagonismo que en principio no tenía. Y en las secuelas, Jack Sparrow pasó a relegar, cada vez más a un segundo plano, a los otros personajes.En Apocalipsis Now, en cambio, aunque el Coronel Kurtz (Marlon Brando) es el leit motiv del viaje de Willard (Martin Sheen), Brando no aparece hasta la última media hora de una película que dura tres. Sin embargo, cualquiera que ha visto el film sabe la enorme expectativa que existe en torno al Coronel Kurtz, quien no deja de ser nombrado y elevado a leyenda. La interpretación de Brando hace que esta expectativa, cuando finalmente aparece, no sea defraudada. Hazaña que el actor vuelve a repetir en El Padrino, donde su manera de hablar es legendaria y su protagonismo opacó al propio Al Pacino, tanto que se hizo acreedor de un Oscar como mejor actor principal, premio que Brando rechazó.Con o sin intención, robarle el show a los protagonistas es una práctica que se ha vuelto una fórmula infaltable en películas animadas. En Ice Age, Scrat y sus escasos minutos en la pantalla luchando por quedarse con su bellota son más recordados y promocionados que toda la aventura que emprenden Diego, Sid y Manny. En Shrek, el Gato con Botas y el Burro conquistaron a todos con sus personalidades, y sus frases y actitudes son las más recordadas de la serie. Otro ejemplo animado está en Madagascar donde los pingüinos ganaron un enorme terreno de la primera a la segunda entrega del film. Estos personajes tuvieron tanto éxito que lograron incluso hacerse de su propia serie de televisión. Así, un personaje secundario bien estructurado e interpretado puede ser el más recordado del film que, a fin de cuentas, importa más que ser un protagonista efímero.

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ISAKDINESEN:

La Baronesa Karen Blixen, conocida entre los amantes de la literatura como Isak Dinesen, prefería desayunar muy temprano por la mañana una copa de champán con una fresa. Sus grandes ojos de observación aguda se deleitaban contando los perros dormidos sobre las alfombras del gran salón y, cuando decidía retomar la pluma y el papel, su corazón palpitaba al describir la vida opaca de personajes cuya vida no importaba a nadie. Suyo es el libro titulado Cuentos de invierno. Suya es aquella historia llamada “El joven del clavel”. Suyo es el poder y la gloria de esconder oraciones subordinadas que atesoran el secreto de la vida y la pasión de sus personajes. Precisamente en la subordinación del sustantivo se cifra el interés de Dinesen de encaminar a sus personajes por la sombra de la vereda de enfrente. No presume destacarlos como héroes o antihéroes, tampoco como centros del relato, y mucho menos como dueños de su destino.En Cuentos de invierno, los personajes son almas secundadas por voluntades superiores, seres secundarios que solo pueden ser anécdotas vagas, nubes de paso, hijos sin sol. Para Dinesen, el trazo de un personaje inmaterial es tan importante como el de un humano. La literatura de Dinesen —como una labor con el lenguaje— expone personajes que nacen secundarios y orillados al olvido. Pero es su sensible y deprimido paso por la vida y el azar, por el dolor o el amor que duele, lo que impregna sus días de un resplandor perdurable. Dinesen precisa en los cortinajes, en el horizonte que enmarca la obra con aparente sosiego, en esos elementos que hacen del escenario el soporte fundamental del drama. Todos, todos son detalles y personajes que secundan la acción y alimentan la atmósfera.En el relato El “joven del clavel”, un hotel se torna en protagonista a pesar de su modestia y pequeña figura. Precisamente surge entre las palabras y los visitantes, se deja ver entre la memoria, el tiempo y los recuerdos (tres categorías con su propio peso ontológico). Este hotel — Queens Hotel — se erige en piedra angular del principio del relato, primer párrafo donde el establecimiento se distingue como pulcro y respetable.En el relato “El pez”, un monarca se ve sometido —a pesar de su estampa, poder y fortuna— a los influjos melancólicos de una diminuta estrella en el cielo cuya quietud en la noche aplasta su majestad. Nada más evidente para demostrar cómo la escritora valora el contexto, la escena, la locación y hasta los utensilios más insignificantes para demoler las emociones de los protagonistas. A diferencia de sus propios relatos, donde los personajes viven esperando que la vida los azote, Dinesen se azuzaba por voluntad propia. La escritora siempre se anticipó al aburrimiento: todo un personaje principal de su propia vida, turbulenta y arremolinada. Cubierta el cuello con pieles de lobo y abrigada por el calor de una estufa de porcelana, el champán moldeaba sus gentiles palabras, dándole el título de sobresaliente anfitriona. Mientras el frágil hueso de su muñeca levantaba la copa, Dinesen no paraba de contar su estancia en Kenia y la vez en que sacudió la melena de un león de un escopetazo. Por la mañana, la servidumbre se empecinaba en brindar a la escritora alimentos nutritivos. Pero Dinesen se resistió a alimentarse con una dieta común, ella no había nacido para repetir la rutina de las criaturas terrestres. Por ello, celestial, bella y arrogante, desayunaba —de cara al sol— burbujas de champán. Y negaba, día a día, haber nacido para mirar la vida desde la orilla o la segunda fila.

HAMAdA BARONESA

La escritora siempre se anticipó al aburrimiento: todo un personaje

principal de su propia vida, turbulenta y arremolinada.

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Juan Carlos Moya

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Andres Valarezo Quevedo

Alfred dentro del ajedrez de

Batman

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Bru- ce Way- ne está de-cidi- do a colgar los guantes para terminar la matanza que ha comenzado el Guasón. Junto a él está Alfred, su fiel mayordo-mo, quien lo ayuda a destruir los archivos que vinculan a la gente que más quiere. Wayne le pide un consejo a Alfred. Wayne parece re-sistirse ante el consejo de conti-nuidad: sabe que todo está dicho y que no puede cargar más el peso de las muertes en Ciudad Gótica. Pide a su mayordomo que lo reprenda con una frase: “se lo dije”. Alfred se niega, pero termina haciéndolo des-pués de un momento. Dentro aquella frase –“se lo dije”– de la película The Dark Knight de Christopher Nolan, podemos darnos cuenta de quién es Alfred como personaje dentro de la cinta. No solo hace bien su trabajo – man-tener en orden las cosas – sino que además guarda el secreto de que Wayne es Batman. Le da consejos, nos dice claves del protagonista, tiene una visión panorámica de los problemas, pero sobre todo protege y apoya a Bruce Wayne. Es lo que se llamaría el mentor

del héroe.Alfred, si fuese más joven, no podría hacer todas es-

tas cosas por Wayne. No sería verosímil. Pero tiene sus canas y podemos creerle. La pulcritud en su accionar, denotado por su acento

inglés, le da formalidad, sin hablar de su ropa oscura para los quehaceres de la casa. Todos estos aspectos son parte de la caracterización, aquello que Robert Mc-Kee denominó las cualidades observables que, en estricto rigor, se remiten a la for-ma, al exterior que tiene el personaje.Sin embargo, el personaje no solo actúa de manera superficial, no solo navega de ma-nera extrínseca, construyendo solamente aquellas cualidades observables. Es más que eso: es todo lo que puede hacer en el límite, en esa posición donde tiene que decidir y construir su verdadera personalidad.En este sentido, el personaje secundario resaltará su papel siempre en función del protagonista, sin dejar de ser coherente con lo que es. Alfred no entregará la car-ta que le dio Rachel para Bruce: sabe que su deber es protegerlo porque hay fuer-zas poderosas que tiene que enfrentar. La situación límite llega cuando Alfred quema la carta. Sabemos que Rachel le pidió que la entregue en el mejor momento y que él sabría cuándo es ese momento, pero con la destrucción de la carta se divisa la per-sonalidad del personaje secundario y se evidencia su propia dimensionalidad. Esta di-mensionalidad está basada en la contradicción que vive. Entrega la carta, después la esconde y al final la quema. Estas acciones nos permiten ver la contradicción – siem-pre coherente – de Alfred.El personaje secundario tiene una dimensionalidad mucho menor respecto al persona-je principal. La función de Alfred es sacar y complementar facetas del protagonista, Bruce/Batman, quien tiene dimensiones complejas porque necesitamos que las tenga, para así saber quién es el protagonista de la historia. Porque al final los personajes secundarios nos permiten envolvernos dentro de la ficción, verla desde otros puntos, y conocer más a profundidad al personaje principal de la historia.

El personaje secundario resaltará su papel siempre en función del protagonista, sin dejar de ser coherente con

lo que es.

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Llevo años rondando los libros de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). Años de rumiarlos, de mirar sus lomos, de volver a ellos en busca de los confines del laberinto, de párrafos añorados y de frases que continúan resonando. En mis reen-cuentros con Ribeyro, casi siempre me empeño en escrutar las razones de su tristeza, de su insistencia por lo me-lancólico. Y la obstinación sigue adelante. A pesar de que el peruano es más conocido por ser un cuen-tista preciso, afilado y pulcro, tiendo a encallar en sus diarios, La tentación del fracaso. Un volumen grueso y amedrentador –seiscientas setenta páginas – que rebasa el mero apunte cotidiano, lo anecdótico y lo circunstancial, y que se nutre de la aflicción como materia prima. Ribeyro, que argumentaba que los conceptos pertenecen a la esfera pública mientras que las formas son parte del coto priva-do, parece haber volcado en sus diarios, que arrancaron en 1950, gran parte de su casi enfermiza introspección, de su complacencia con la soledad, de su afición a sentarse en un café de París al mando de una botella de Burdeos para ver pa-sar a la gente común en una tarde lluviosa cualquiera. Ya en una de sus primeras entradas, cuando prefería ir a ver prac-ticar a la orquesta sinfónica en la neblinosa Lima en lugar de asistir a sus clases de Derecho, sostenía estar “inferiormente dotado para la lucha por la existencia”.En sus diarios, Ribeyro se decanta por lo bucólico versus lo feliz, por las cosas que guardan cierto tufillo a evocación en lugar de las cuestiones que pudieran resultar rutinarias y po-sitivas. Y Ribeyro machaca sus pensamientos, los mordisquea una y otra vez, los contempla desde distintos ángulos antes de plas-marlos en una forma que a ratos se acerca al ensayo, al bosquejo meditado. Destacan, por ejemplo, la dualidad del peruano que vive en París, pero que al tiempo añora su ciudad natal: “No regresar, bajo pena del peor de los castigos, ni a la mujer que quisimos en nuestra juventud ni a la ciudad donde fuimos felices”, y pensaba en “el encarnizamiento que pone el tiempo en destruir nuestras ilusio-nes”. O su aflicción de no haber escrito nunca la gran novela, de haber pasado casi desapercibido en el boom literario, de haberse convertido después de todo en una suerte de escritor de culto: “Todos o casi to-

1Diego Perez Ordonez

La ten-tacion

del fra-caso de Julio Ramon

Ribeyro

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dos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura”. Sin embargo, de todas las reflexiones de Ribeyro, proyec-tadas con una prolijidad que da a entender la tasación de cada palabra, me quedo con el agridulce juicio sobre su propio padre: “Reconozco que era colérico, soberbio, au-toritario, desdeñoso. No compartiré nunca su manía por el orden, la higiene. Su racismo, sus ideas políticas que vi-raron hacia el fin de su vida hacia la reacción, me son ex-trañas. Pero todo ello pesa poco en la balanza, al lado de su inteligencia diamantina, de su saber, de su coraje, de su independencia de juicio, de su ironía que por momentos llegaba al sarcasmo, de su humor y dones histriónicos, de su elegante manera de expresarse, encontrando siempre

fórmulas insólitas y, en el fondo, de su enorme bon-dad, pero una bondad razonada, que era fruto de

su lucidez más que del sentimentalismo”. Es el Ribeyro que apuesta sus fichas

al aplomo de la tristeza, al peso de la recorda-

ción.

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Luis Felipe Zuniga

Uno de los síntomas más desalentadores presentes en esta era de la conectividad absoluta surge ante la claustrofóbica idea de que exista tanto material por conocer y tan poco tiempo para hacerlo. Una vez dentro de las vertiginosas autopistas de la información cuesta un mundo distinguir esa materia prima imprescindible de aquella que rotundamente quedará en losterrenos del olvido.

En este abrumador contexto, lo aleatorio y antojadizo juegan roles clave. Los hermanos Jay y Mark Duplass habitan mi dvdoteca desde hace un par de años; sin embargo, a pesar de almacenar un par de títulos de su autoría, recién ahora los vengo a conocer. La razón, azarosa.

Ojeé en itunes el tráiler de la última de sus cintas, Jeff, who lives at home y, en un par de clicks, la película estaba en mi poder (no todo es descontento en tiempos tecnologizados). Días después, decidí mostrarla a un par de amigos. No pararon de reír. El resultado, material fino, universal, imborrable.

En menos de una década, esta dupla de cineastas se ha construido un nombre en el circuito de cine alternativo, integrando desde hace algunos años el denominado movimiento mumblecore del cine estadounidense. Considerada como la vuelta al cine de autor, propio de los años setenta, este nuevo subgénero irradia independencia, desde sus diálogos murmurados en lugar de pronunciados, y su estética deslavada hasta sus irreverentes cavilaciones sobre inmortalidades del cangrejo y nimiedades por el estilo.

2 Jeff, who lives at home (2011)

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Lo que aquí realmente importa – como digna corriente hipster – es potenciar laautosustentabilidad de hacer cine, contando historias modestas y casuales como las peripecias acaecidas sobre un treintañero (Jason Segel) que vive en el sótano de la casa de sus padres, ocupado en encontrar su destino en una serie de aleatorias ocurrencias relacionadas con el nombre Kevin. Estas trivialidades incluyen el fortuito encuentro con su hermano Pat (Ed Helms), quien sospecha que su mujer lo engaña con otro, y su madre Sharon (SusanSarandon), acosada en su oficina por un admirador secreto. El film termina convirtiéndose en un imperfecto pero valioso fresco cinematográfico sobre la vida, con todos los sinsentidos y singularidades que esta conlleva.

Estrenada el 2011 en el Festival de Toronto, Jeff, who lives at home cuenta con recursos estéticos imposibles de pasar por alto. Provista de una cámara inquieta, palpitante y curiosa, el efecto otorgado se acerca a los resultados dramáticos propios de las sitcoms actuales, como la premiada Modern Family donde las aproximaciones y lejanías del zoom son clave en términos de la gramática cinematográfica deseada. Esto último, sumado al tema de Beck que suena hacia la mitad del metraje como una suerte de liberador de tensiones, consagran al film como un ejemplo de cine de vanguardia que conoce cómo coquetear con el panorama mainstream, vivir a expensas de este y poder darse el lujo de buscar aquellas verdades más insólitas escondidas en el ser humano, siempre cuidando el equilibrio entre la espontaneidad y el antojo, timón que fija el rumbo de la dupla Duplass.

Un ejemplo de cine

de vanguardia que conoce cómo coquetear con el panorama

mainstream, vivir a expensas de este y poder darse el lujo de buscar aquellas verdades más insólitas escondidas en

el ser humano.

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Suele decirse que la memoria retoca piadosamente los recuerdos al igual que el río transforma las piedras en redondos cantos, agradables a los sentidos. Como sabio consejero –dicen–, el tiempo se encarga de ambas tareas para hacer la vida más llevadera. La estepa infinita no parece muy partidaria con tal forma de referir el pasado. Palabras sin ficción, sin atenuantes ni poesía; con la objetividad que tienen los implacables ojos de la infancia que no saben de mentira ni de medias verdades ni de medias justicias. Y con la dosis de realismo necesaria para escapar de esa ingenuidad – nada inocente – que empaña la mirada de ciertos niños contemporáneos, no por culpa suya sino por una sobreprotección empalagosa tan difundida como deformante.

La obra se construye sobre dos paradojas fundamentales. A pesar del sufrimiento que encierran estas líneas –primera paradoja– no falta la alegría. No es la simple algarabía tonta de novela –de película– superficial; la carga de profundidad de la autora es significativa. Frente a unas circunstancias adversas que no pueden modificarse por voluntad propia, el dolor tiene una lectura positiva al ser reconocido, aceptado y asumido. Los padecimientos se transforman en algo llevadero porque existen unos valores no mancillados que saben ponerlos en su sitio: la unidad familiar, la humildad que deja a un lado los insufribles pesares del orgullo, la superación de los miedos tantas veces agigantados monstruosamente por la imaginación.

Pero hay quizás otro elemento que subyace, latente y esperanzador, a lo largo de toda la narración: la infinitud de la estepa. En un primer momento el paisaje resulta agobiante, triste, inalcanzable e incomprensible. Aplasta. Es un mirar al implacable horizonte, husmear el camino a casa. Anhelos por volver, reconstruir, revivir el pasado y los gratos momentos. Deseos de recuperar la historia que se guarda cálidamente en unas fotografías extraviadas. Pero poco a poco –segunda paradoja– esa misma infinitud, en razón de su incomprensible grandeza, resulta, en un alma sencilla transformada por el dolor y el amor, precisamente el origen de una reflexión llevada hasta sus últimas consecuencias: el todo opuesto a la nada. La despiadada inmensidad de la estepa siberiana despierta el sentido de lo trascendente no como una utopía mental construida a manera de desfogue psicológico, sino como una respuesta que llega cuando menos se la espera. Es una especie de comprensión del ser comprendidos a la luz de un encubierto sentido de la vida. Encubierto, pero sentido al fin: Sh’mah Israel…

Hay quienes piensan que los niños son fieles portadores de las verdades filosóficas más profundas. La honesta sencillez de esta trepidante autobiografía no ha hecho más que aportar preciosos elementos en esta misma dirección.

La es-tepa

infini-ta

de Esther Hautzig

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Jaime Baquero Rivadeneira

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Los ojos sin rostro

(1960)

A George Franju, director de Les yeux sans visage, no le gustaba que sus películas fueran etiquetadas como fantásticas. “Lo fantástico es una creación, lo bizarro se revela”. Así definía el director francés la singularidad de una visión fílmica centrada en hallar lo extraño en lo cotidiano. Los ojos sin rostro, su ficción más célebre, -también se destaca su documental, que impresionó a un joven David Lynch, sobre sangrientos camales parisinos en medio de postales líricas de arrabal: Le Sang des Bêtes-, tiene algo del surrealismo de Jean Cocteau, del expresionismo de Murnau y del cine científico de Jean Penlevé. Así como en Diabolique de Clouzot o El Vértigo de Hitchcock -ambas basadas en novelas escritas a cuatro manos por Pierre Boileau y Thomas Narcejac- esta no es la historia del detective, como ocurre en las narraciones de Agatha Christie, ni del criminal, como en la novela negra. Esta es la historia de la víctima:

una hija con la cara quemada por culpa de un accidente automovilístico provocado por su propio padre. Él es una eminencia de la medicina aliado a una ayudante-enfermera-expaciente que le ayuda a buscar chicas de ojos azules y fina belleza para sacarles la piel del rostro y poder trasplantar esos rostros al de su hija. La chica, delgada y fantasmagórica como una alargada ave perdida, eriza la piel mientras deambula enmascarada por la enorme casa del doctor. La película se desenvuelve lentamente pero tiene una cualidad poética, un delineamiento de personajes encarnados por un reparto seleccionado con ojo clínico. La edición es todo menos anfetamínica. No obstante, envuelve al espectador como una lenta y larga serpiente: el film se desarrolla como aquellas primeras líneas de sangre que traza un bisturí al inicio de una larga operación. Las presencias simbólicas son simples y recurrentes. Un retrato de la joven sosteniendo una paloma,

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4Juan Manuel Granja

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perros enjaulados, un auto que atraviesa la noche, una mansión en un bosque, un doctor obsesionado con el éxito de su experimento, una constante oposición entre la confianza que exige la ciencia y la realidad como una sustancia esquiva -enmascarada- en la cual solo se puede desconfiar.El director, al explicar el concepto fílmico de Le Sang des Bêtes, afirma que al desplazar un objeto hacia otro contexto, el nuevo escenario logra que el objeto redescubra su cualidad como objeto. En este sentido, la relación de padre e hija se revela entrecruzado por una serie de contaminaciones: el padre convence a todos de que su hija ha muerto y entierra en su supuesta fosa a las chicas cuyos rostros ha extirpado. Cuando su hija al fin adquiere un rostro que empieza a funcionar -aunque pronto se llenará de úlceras- el padre le advierte que ella tendrá que cambiar de nombre y vivir una nueva vida. El padre quiere renombrar y moldear a su hija y a esto se suma la desesperación

de la muchacha que repetidamente llama por teléfono a su novio -quien la cree muerta– sin poder hablarle. No es casual que la máscara que utiliza la chica desfigurada haya inspirado la máscara con la cual John Carpenter cubrió el rostro de Michael Myers en Halloween: sus rasgos son reconocibles pero no delinean una identidad precisa, de ahí su merodeo tétrico. La fragilidad e impotencia de la chica de Les yeux sans visage, en cambio, hacen de la máscara una metáfora, no del otro aterrador sino del otro que habita detrás de uno mismo: el otro yo sin rostro. Esta no es la noche de brujas en la cual otro está soñando nuestro sueño, sino, y como prefería Franju cuando dijo que desde niño la realidad lo asustaba mucho más que los cuentos de hadas, es la imagen que nos hace soñar y que, por lo mismo, nos horroriza tanto como nos libera. Entidades sin forma, sin molde, sin inconsciente facializado-domésticado-maquillado. Un rostro sin piel.

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Los anillos de Sa-turno, de W. G. Se-bald

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Daniela Alcivar Belollio

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Los modos

en que la vida aparece en la literatura

han sido ampliamente estudiados desde diversas

perspectivas. La mayor parte busca enunciar los modos en que las estructuras sociales, políticas o históricas se plasman en los textos, en que el referente afecta y configura la literatura. Estas políticas críticas ponen de manifiesto una voluntad, muchas veces naturalizada, de entender la literatura en función de lo que es capaz de expresar pasivamente, es decir, de aquello acerca de lo cual puede constituirse en documento más o menos fiel bajo el comodín de lo que tan vagamente se llama ficción.Pero hay libros que piden otra cosa. La vida no como compendio personalizado de la cultura, no como relato articulado de los procesos sociales, sino como la irrupción de una fuerza que se manifiesta como un destello, efímera y ajena a los mandatos culturales, como el devenir inasible de lo que se vuelve – todo el tiempo – otra cosa. Aparece en la literatura no el modo de un objeto terminado en espera de ser representado, sino una imagen huidiza que actúa en ella y por ella, no como agente normalizador externo.La novela Los anillos de Saturno de W.G. Sebald articula la literatura con la propia vida (es conocido , y generalmente utilizado como argumento crítico, que esta novela tiene mucho de autobiográfico) por medio de las modalidades del viaje y de la imagen. En el principio de la novela, el viaje se emprende antes de que ningún cuerpo se traslade, a través de una imagen en la que se entrega recortada una porción de cielo. La vida que se narra (esa porción ajena al significado, inorgánica, profundamente in-humana) aparece dispersa en los caminos recorridos por el narrador, pero también en la plenitud planetaria que las caminatas al borde del mar le entregan al errante. Si el viaje del narrador por el condado de Suffolk deviene exploración intersubjetiva de un espacio que prefigura la amplitud del universo – ese espacio que sabemos que existe y que habitamos, pero que exhibe, en su indiferente infinitud, todas las posibilidades de la propia ajenidad – es porque la vida que se manifiesta en esta suerte de autobiografía no está pensada como un relato organizado según ninguna norma. Es porque la vida en Los anillos de Saturno no es tan narrada como es experimentada en las palabras.La caminata por las costas de Suffolk, la visión de enormes playas desiertas, las extensiones arenosas azotadas por las olas del mar que obligan a pensar en el carácter radicalmente contingente y azaroso de cualquier mirada humana sobre ellas, el encuentro fortuito con habitantes desinteresados de pequeñas poblaciones del condado que devienen compañeros de ruta sin que lo sepan, prefiguran en Los anillos de Saturno un modo de experimentar la vida desde la ajenidad, de encontrar lo que más íntimamente está fuera de nosotros: encontrar, en fin, lo que ocurre siempre sin nosotros, salvo por este instante.

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Es innegable lo que supone el aguijonazo de la violencia interracial para la sociedad. Sin embargo, no resultan menos nocivos los hábitos y las costumbres diarias que disimuladamente cavan un abismo entre las minorías raciales y las elites. Basada en el best-seller de Kathryn Stockett, la película The help acaricia el tema de la segregación racial dibujando imágenes de manera real pero sin ser exageradamente cruel. Poner a

los blancos siempre como antagonistas es pecar con

etiquetas erróneas y caer en prejuicios innecesarios. Pero el frívolo juego entre el ama de casa y su sirvienta existe. La explotación verbal, el pelo afro, los insultos, la alpargata sucia, los sueldos injustos, el llanto de la india, las

Help (2011)

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6Andrea Costales

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carencias emocionales de la privilegiada y la supresión de la negra, son la musa absoluta de las obras artísticas más conmovedoras. Las estructuras narrativas, los temas que trata, el juego con los tiempos de relato, los paisajes cinematográficos y el comportamiento de los personajes, comprenden una problemática tan discutida en otras instancias bajo un prisma diferente. En lugar de presentarse como un drama con escenas violentas, el film trae historias inteligentemente entrelazadas entre las mujeres blancas y las empleadas domésticas negras. Viola Davis, Emma Stone, Cicely Tyson, Octavia Spencer, Jessica Chastain y Bryce Dallas Howard plasman en la pantalla un recital interpretativo en un registro diferente al de otras producciones. Sus personajes reflejan con naturalidad la relación entre la piel de la mezquindad y el alma rezagada.La trama es ambientada en Mississippi de los años 60 y, cinco décadas más tarde, viene a mi mente un hervidero cultural de mujeres blancas con aspecto de muñecas de porcelana encargando a sus guaguas con las que limpian y cocinan en el hogar. Me acerco a los

detalles pequeños, donde las sirvientas tienen cubiertos y platos aparte para comer, a la psicología de una sociedad que sigue construyendo viviendas con baños exclusivos, al lenguaje de que los retretes de unos no merecen ser compartidos con quien no es igual. Se denota en todos los detalles posibles que existe una diferencia entre personas que no deben mezclarse y que la pesadilla todavía sobrevive y ruge.Las escenas de la película ruedan lento y desembocan en la trama angustiante de un pasado que duele. La lucha de Skeeter (Emma Stone) por exponer por primera vez en la historia lo que piensan las sirvientas de color, se transforma en la remembranza infalible de que la discriminación racial ha tenido la fuerza de clavar sus garras en el tiempo y trascender. Los dueños de casa y sus invitados bailan, ríen y se embriagan. Celebran una fiesta, se reúnen a jugar cartas, organizan un elegante almuerzo. Se rompen las copas, se ensucian los platos, riegan champán en el piso y pocos son los que examinan que en este ambiente también se las encuentra a ellas. La negra en el Mississippi de hace medio siglo, la indígena en la

Latinoamérica de hoy.

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Una mis-

ma no-che, de Leopol-do Bri-zuela

7Arturo Moscoso Moreno

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“Nos entraron” es la frase que se utilizaba en Argentina cuando las patotas – como eran conocidos los grupos de militares y policías durante la cruenta dictadura mili-tar que gobernó ese país entre 1976 y 1983 – ingresaban en las casas a buscar y a de-tener a supuestos subversivos. Esa misma frase le dice Marcela Chagas, su vecina, al escritor Leonardo Bazán mientras le cuenta que la noche anterior ingresaron a robar en su casa.

Pero claro, Leonardo ya lo sabía. Los había visto como los vio también aquella otra noche, treinta y tres años atrás. Aquella vez sí, las verdaderas patotas – esas que destrozaban todo a su paso, sobre todo vidas – entraron en la misma casa buscando a sus vecinas, las Kuperman, y más concretamente a Diana. Él, por alguna razón que aún no alcanza a comprender, tocaba el piano, “como en aquella novela El silencio de Kind”, dice Leonardo.

El por qué esa noche los militares “les entraron” a las Kuperman y el misterioso pa-pel que jugó su padre en aquellos hechos es lo que Leonardo se propone desentrañar a través de la redacción de una novela. Se siente obligado a escribir para no se-guir “haciendo lo mismo, cambiando el teclado de mi piano por la máquina de escribir y después por la computadora, refugiándome en el arte de mentir, mientras los demás matan”.

Así, poco a poco, en una trepidante sucesión de hechos, Bazán va dilucidando las ra-zones de la detención y desaparición de Diana Kuperman y de su jefe, el abogado de la familia Gravier, familia dueña de las acciones de Papel Prensa. Aquellas acciones ha-bían sido transferidas, durante la dictadura, al Estado y a los diarios El Clarín, La Nación y La Razón, cesión calificada de forzada y fraudulenta por parte de la viuda, por los hijos de Gravier y por la misma Christina Kirchner a través del insólito y ya célebre informe denominado Papel Prensa: La Verdad.

Ese derrotero lleva a Leonardo a sumirse en los horrores de la dictadura, de los tor-turados, de los desaparecidos, de la Escuela de Mecánica de la Armada, la aterradora ESMA, cuyas paredes fueron lo último que vieron cientos de desaparecidos antes de ser embarcados en su último vuelo, el de la muerte, aquel que tenía como destino el negro fondo del Río de la Plata. Viaje que lo lleva también a enfrentar al fantasma de su padre e intentar descubrir su papel en aquellos sucesos que no alcanza a comprender del todo, y que tal vez se justifica en el hecho de que su padre había sido un militar y, como tal, debía cumplir órdenes. ¿O en realidad su padre había disfrutado reali-zando la tarea encomendada?

De esa forma, Leopoldo Brizuela, a través de Una misma noche, una historia íntima y minimalista, ganadora del premio Alfaguara de Novela 2012, nos sumerge en la mons-truosidad de la dictadura Argentina, esa que costó más de 30 mil vidas, entre muertos y desaparecidos, a ese país y a la humanidad entera.“De la misma manera, treinta y tres años después – repito. Y los Chagas dijeron ‘nos entraron’, como se decía en esa época. ¿Se acuerdan?”.

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HEl escritor es un alma de doble filo.

Rubén @Otro-Ruben

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La pesadilla de Peter PanFernando IwasakiCada vez que hay luna lle-na yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En ver-dad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilan-do las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Jocker, y Jocker se la tiene jurada al papá de Salazar.Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre, que insiste en que él sólo ven-de seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonte-rías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me ense-ñó su cuchillo, todo manchado de sangre de leopardo.A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta a cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre.Un día se quedó leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo en el sofá, con sus bigo-tes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas blancas como el mármol de la mesa. Enton-ces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio.

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HEn el infierno hay bib-liotecas vacías.

Epico bicho ago-nico @SergioMarentes

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