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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVIII, N o 76. Lima-Boston, 2 do semestre de 2012, pp. 143-172 CUERPO Y MATERIA: UNA LECTURA DE LA POESÍA CONTEMPORÁNEA ARGENTINA Francine Masiello University of California at Berkeley Resumen Se trata de una relectura de la poesía argentina, de trazar la evolución de la poesía neobarroca y la neo-objetivista de los 80 y 90, enfocándonos finalmente en algunos ejemplos de la poesía reciente, especialmente los de Fabián Casas. El tema aquí no es el de sostener las etiquetas fáciles que separan a las recientes tendencias poéticas argentinas, sino de llamar la atención al hilo conductor que las enlaza, en este caso, una persistente atención a la red de tejidos, ruidos y perspectivas impares que abarcan los flujos del mundo contemporáneo y ver cómo la experiencia del poema registra este mundo a partir de la percepción humana. Palabras clave: poesía argentina, neo-objetivismo, neo-barroco, sensorio, Fabián Casas, lo contemporáneo, tiempo presente. Abstract I propose a re-reading of Argentine poetry, tracing the evolution of both the neo-barroque and the neo-objectivist poetry of the 1980s and 90s, and paying especial attention to recent cases, particularly the poetry of Fabián Casas. I do not necessarily endorse the use of easy labels to differentiate recent Argentine poetic tendencies; rather, I underline the links that connect them. In this case, the links will be clear through the analysis of the net of singular sounds and perspectives that include the flux of the contemporary world and allow to see how the experience of the poem registers this world based upon human perception. Keywords: Argentine poetry, neo-objetivism, neo-barroque, sensorium, Fabián Casas, the contemporary, present time. Georg Simmel explora la curiosa relación moderna que sostene- mos con los objetos. Para este pensador resulta más interesante la dimensión de resistencia que los objetos oponen a nuestro deseo que el deleite que ellos incitan. El objeto nos elude, explica, ponien-

Resumen - Tufts University · 2018. 9. 17. · Casas, lo contemporáneo, tiempo presente. Abstract I propose a re-reading of Argentine poetry, tracing the evolution of both the neo-barroque

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  • REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVIII, No 76. Lima-Boston, 2do semestre de 2012, pp. 143-172

    CUERPO Y MATERIA: UNA LECTURA

    DE LA POESÍA CONTEMPORÁNEA ARGENTINA

    Francine Masiello University of California at Berkeley

    Resumen

    Se trata de una relectura de la poesía argentina, de trazar la evolución de la poesía neobarroca y la neo-objetivista de los 80 y 90, enfocándonos finalmente en algunos ejemplos de la poesía reciente, especialmente los de Fabián Casas. El tema aquí no es el de sostener las etiquetas fáciles que separan a las recientes tendencias poéticas argentinas, sino de llamar la atención al hilo conductor que las enlaza, en este caso, una persistente atención a la red de tejidos, ruidos y perspectivas impares que abarcan los flujos del mundo contemporáneo y ver cómo la experiencia del poema registra este mundo a partir de la percepción humana. Palabras clave: poesía argentina, neo-objetivismo, neo-barroco, sensorio, Fabián Casas, lo contemporáneo, tiempo presente.

    Abstract

    I propose a re-reading of Argentine poetry, tracing the evolution of both the neo-barroque and the neo-objectivist poetry of the 1980s and 90s, and paying especial attention to recent cases, particularly the poetry of Fabián Casas. I do not necessarily endorse the use of easy labels to differentiate recent Argentine poetic tendencies; rather, I underline the links that connect them. In this case, the links will be clear through the analysis of the net of singular sounds and perspectives that include the flux of the contemporary world and allow to see how the experience of the poem registers this world based upon human perception. Keywords: Argentine poetry, neo-objetivism, neo-barroque, sensorium, Fabián Casas, the contemporary, present time.

    Georg Simmel explora la curiosa relación moderna que sostene-

    mos con los objetos. Para este pensador resulta más interesante la dimensión de resistencia que los objetos oponen a nuestro deseo que el deleite que ellos incitan. El objeto nos elude, explica, ponien-

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    do de relieve la distancia que habitualmente nos separa de las “co-sas”. Nos quedamos, por lo tanto, en estado de leve inquietud, espe-rando el momento de capturar el objeto y subyugarlo bajo nuestro control. Pero aún más, mientras los objetos se niegan a ser poseí-dos, desafían nuestros esfuerzos por interpretarlos. En estas condi-ciones, el posible discurso hermenéutico llega a un callejón sin sali-da. Sin embargo, persistimos; la resistencia nos atrae y propulsa la idea de un futuro encuentro. De ahí, el sueño de una prometida re-dención que reconozca, por un lado, la autonomía de los objetos y, por el otro, el momento en que nuestra identidad se vea transforma-da por las cosas nombradas. La poesía, con frecuencia, se ocupa de este encuentro deseado. Desde las vanguardias históricas de los a-ños 20, para cuyos autores el “shock de lo nuevo” figuraba de ma-nera central, hasta las vanguardias del siglo XX tardío –entre ellas, los poetas del neobarroco y el neo-objetivismo, para quienes la cosi-ficación del mundo es un punto de partida–, la observación de Simmel sigue todavía vigente.

    En este ensayo, quiero enfocar el estudio de las “cosas” ofre-cidas por la poesía argentina reciente y, en especial, la poesía deno-minada neo-objetivista perteneciente a la generación del 90. No se trata de una poesía que haya quitado el énfasis al yo, como dirán algunas voces críticas; sino que, más bien, el intercambio con los objetos representa el punto de encuentro para explorar las super-ficies, para calcular las distancias y las cercanías que nos unen, para pensar la fluidez del tiempo y, a consecuencia de ello, para llegar a un yo escondido. Martín Rodríguez, poeta argentino identificado con la rama más joven de los objetivistas, sintetiza su deseo por el objeto con estos versos sencillos: “lo que parece una ruina/ tiene un alma que ahora/ toco yo solo” (13).

    Vamos a ir por partes. Si es cierto que el neo-objetivismo insiste en registrar las “cosas”, recordando la propuesta arriba señalada por Simmel, es igualmente cierto que se encuentra en diálogo con otras tendencias poéticas de las últimas décadas. Pero algunos dirán que el nuevo objetivismo desafía el neobarroco en el cual Néstor Perlon-gher, Emeterio Cerro y Arturo Carrera tantas veces incitaban a la experiencia de tactilidad en el poema –el ritmo siempre palpable, el tejido de las prendas de vestir, el crujido de las telas que se desta-

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    caban en la superficie del texto–1. Otros oponen el objetivismo a la impronta neorromántica, herencia de los años 40, que apareció nue-vamente en los 70 y que fue especialmente difundida en los prime-ros números de la revista Último Reino (su número inaugural es de 1979) y donde el intimismo del hablante poético se hacía oír a través de los murmullos y susurros y por medio del cuidadoso ritmo que envolvía al poema.

    Desde otro punto de vista, se puede decir que el neo-objetivismo de los 90 continúa en la vena de algunos escritores que comenzaban en los 80: en este caso, es imposible no pensar en las propuestas del Diario de Poesía, cuyos integrantes –Daniel Samoi-lovich, Jorge Aulicino, Martín Prieto, D.G. Helder, entre otros– ya defendían en poesía la recuperación de una voz fluida, sin excesos y en contra del desborde neobarroco; o la revista La danza del ratón donde se celebraba –en homenaje a la generación del 60– la impor-tancia del lenguaje coloquial2. El neo-objetivismo comparte con sus predecesores las distintas maneras de registrar el gran entorno; señala los modos de percibir la ciudad, de rescatar el poder de la mi-rada, de aceptar de manera natural en que una escena terrorífica (de incendios, asesinatos, innumerables violaciones) acompaña una vi-ñeta simple dedicada a la tranquilidad del hogar3. Los poetas tratan de llevar a cabo en poesía una cosificación de las palabras, aceptan-do el sentido habitual del verbo y su capacidad de representación. La palabra en sí es un objeto. Respecto de esta tendencia, Daniel Sa-

    1 Para una comparación entre neobarroco y objetivismo de los 90, ver Ge-

    novese. También Dobry, donde se comenta el objetivismo como una reacción contra la estética neobarroca.

    2 Para una mirada sintética de estos conflictos, ver Fondebrider, comp., fundamental para explorar las tensiones entre los diversos grupos poéticos en la Argentina, con un enfoque sostenido en los poetas de los 90. Ver en particular el ensayo inaugural de Fondebrider, “Tres décadas de poesía argentina”, 7-43.

    3 En este aspecto, estoy de acuerdo con Arturo Carrera, quien, en el prólo-go de su importante antología Monstruos (2001), escribió que el neobarroco to-davía está vivo en la nueva sensibilidad de los autores de la generación del 90: “Ayer nomás decía el neobarroco ha muerto. Y hoy tengo que aceptar que el neobarroco renace” (15). Y coincido con Ana Porrúa, quien ve desde los años 80 dos tribus en competencia –neobarrocos versus objetivistas–, pero que tam-bién reconoce la debilidad de las fronteras ideológicas que las separaban (“Una polémica a media voz” 7).

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    moilovich lo explicó bien cuando sostenía que el objetivismo “no se refiere a la presunción de traducir los objetos a palabras […] sino al intento de crear palabras-artefactos que tengan la evidencia y la dis-ponibilidad de los objetos” (18). Frente a la “estética del cambalache y el revoltijo [y] horror a la fijación del sentido” observada por Daniel Freidemberg con respecto al neobarroco (cit. en Carrera, “El estado de las cosas” 17) y sin la lucha intensa por vaciar el signifi-cado de la palabra y defender la polivalencia del signo, todo parece fácil en el neo-objetivismo. “Si la poesía contemporánea que des-ciende de Mallarmé busca la esencia de la forma para salvar a la palabra de su devaluado uso cotidiano, los poetas argentinos de los noventa, en el extremo opuesto, prefieren escribir una poesía en sí misma devaluada. Su material será una palabra abiertamente desgas-tada: no el oro, sino el níquel de cantos carcomidos”, explica Edgar-do Dobry al respecto (121). La escenificación de este proceso poé-tico depende en muchos casos de la ilimitada fascinación por la vida de barrio, por la vida común, por la presencia de lo “proleta” o marginal. Más aún, Alejandro Rubio, poeta joven identificado con la generación de los 90, comenta: “La lírica está muerta […] ¿Quién tiene tiempo, habiendo televisión por cable y FM, de escuchar el laúd de un joven herido de amor? […] Se podría decir que estamos en tiempos de barbarie” (cit. en Carrera, Monstruos 160).

    Será poesía de la vida chata, donde fluye la brisa del aburrimien-to, donde se rehúsa el combate por la vida y se respira una fatigada aceptación de los hechos tal como son. Esta realidad no obstante, sale de la naturaleza muerta, un cuadro aparentemente estático, una proliferación de sentidos, una violencia contra las formas. Veamos, por ejemplo, el poema inicial de Seudo, libro de Martín Gambarotta y considerado uno de los textos claves del neo-objetivismo de los 90: “Un racimo de bananas/ jóvenes en la canasta/ casi rectas:/ la cáscara amarilla/ verde y sin lunares./ Cuando se acabe la fruta, la merluza/ los ajíes, el té amargo, nos vamos de acá./ A cualquier lado. A las plantaciones./ A un lugar donde no existen tenedores” (9). La tranquilidad del hablante frente a la escena de frutas no dista mucho del tono de los neorrománticos de la generación anterior (por no decir los poemas tempranos de Joaquín Giannuzzi de los años 50); pero la diferencia –y aquí quizás está la novedad de Gambarotta– surge a partir de los dobles sentidos y la sexualidad

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    aludida; más que nada el tono del final permite escuchar una apre-ciable dosis de frustración e ironía.

    Cito otra vez a Freidemberg, quien dice del objetivismo:

    dejó abiertos caminos por explorar: 1/ al suponer que las cosas visibles del mundo merecen respeto, aunque sea como desafío, y que no hay por qué dejarlas de lado sin más ni dar por sentado que intentar registrar en las palabras esas cosas es una empresa petulante o ridícula. 2/ al negarse a aceptar como un dogma que la única manera de escribir poéticamente es violentar el lenguaje, hacer decir a las palabras algo que habitualmente no saben decir […] Todo se reduce, como resultado, a cierta narrativa pulcra o a una más o menos elegante técnica de la descripción (23).

    No siempre sin un deseo de ampliar los límites del lenguaje

    (como en el ejemplo arriba citado de Martín Gambarotta), ni siempre elegante, como sabemos después de haber leído algunos poemas de los 90 donde se habla de los mocos y el chicle (en el caso de Santiago Vega alias Washington Cucurto) o los ruidos del ino-doro (registrados por Fabián Casas), pero sí, indudablemente, una entrega a lo cotidiano aunque tenga a veces un ritmo de cómic.

    Mi tema aquí no es el de sostener las etiquetas fáciles que sepa-ran a las recientes tendencias poéticas argentinas, sino de llamar la atención al hilo conductor que las enlaza, en este caso, una persis-tente atención al sensorio o percepción humana como mediadora de la experiencia del poema, tanto de los objetos y las emociones que el mismo poema intenta expresar4. Tactilidad, sonido, mirada: son puntos de coordinación que nos acompañan desde el neobarroco hasta el neo-objetivismo de hoy. Estamos entonces delante de una red de tejidos, ruidos y perspectivas impares que abarcan los flujos del mundo globalizado a principios del nuevo milenio y aquí la poesía deviene el espacio para la exploración de los cinco sentidos, para poner a prueba la libertad del autor al afirmarse con respecto a las “cosas” que están a su alcance, para trabajar con la cosificación de las palabras y sus efectos de representación. Más que nada, recuerda la importancia de cerrar las distancias que separan al hablante del mundo, de reflexionar sobre el flujo constante que

    4 Ver sobre todo los comentarios de Jorge Aulicino, “A la espera de estu-

    dios serios” en Fondebrider, comp., 57-64.

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    desordena nuestro deseo. Lo que vemos entre todos –sea de los neobarrocos, los neorrománticos o los objetivistas– es una común insistencia en recuperar el contacto con el entorno y el deseo de hacerlo constar. En este sentido, el horizonte fenomenológico no está lejos de la conciencia de los poetas recientes, recordándonos esa célebre observación ofrecida por Merleau-Ponty: “por mi cuer-po, comprendo al otro” (203).

    Desde Perlongher hasta los poetas de hoy, los cuerpos ocupan un lugar central en la poesía argentina; desde los sentidos se trata de acaparar el entorno, de alcanzar una tranquila iluminación sobre el yo y el mundo. Digamos entonces que la poesía reciente llega a su objeto por medio del contacto y la intensificación del oído, por medio de la mirada y las percepciones. Y aunque hay variantes con respecto a los usos de la cultura letrada al lado de la cultura pop, de igual manera las impresiones se condensan a partir de los cinco sentidos. Para llegar a esta propuesta y darle más densidad, primero quiero explorar estos debates que parecen armar un campo de bata-lla entre los poetas de tendencia neobarroca y los neo-objetivistas. En segundo lugar, haré una lectura de la poesía de Fabián Casas, reconocido fundador de la poesía objetivista y una de las figuras centrales de la llamada “generación del 90”.

    I

    En uno de los primeros números del Diario de poesía, Daniel

    García Helder ofrece un valioso recorrido sobre el neobarroco en la Argentina y concluye que frente a esta tendencia, existe otra opción: “todavía nos preocupa imaginar una poesía sin heroísmos del len-guaje, pero arriesgada en su tarea de lograr algún tipo de belleza me-diante la precisión, lo breve […] lo fácil o de difícil claridad” (25). Desde esta misma revista, Jorge Aulicino buscará “otro modo de concebir en poesía que no sea el neobarroso”, una poesía que afronte la realidad de manera directa sin las piruetas verbales del neobarroco (“Lo que ocurre ‘de veras’” 20). En este contexto, se repudia del neobarroco su densa materia textual, la ornamentación de las super-ficies y los juegos entre el velo y la máscara, su insistencia en la tea-tralidad y el recurso de la doble voz. Ciertamente, la intensidad ver-bal del neobarroco y su modo oblicuo de decir, las múltiples citas

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    que atraviesan el texto por no hablar de su sintaxis lezamiana y la constante elisión de los significados a favor del materialismo de los fonemas llevaron a Néstor Perlongher a referirse a lo “neobarroso” tal como dejó su impronta en ambos lados del Río de la Plata. Pero el neobarroco identificado con Perlongher no ha sido solamente una respuesta al horror vacui respecto de la página en blanco. Al flujo incesante de sentidos del así llamado neobarroso, acompaña una tactilidad y sensualismo (“Érase un animal sangrante y dulce/ de rostros numerosos/ de cuyas heridas manaba la música y el sudor/ sangraba en sus deslices”, 28) siempre puestos en evidencia como manera de defender al sujeto contra la sombra de su desaparición. Con razón, el poema principal que ha sido identificado con el neo-barroco argentino es “Cadáveres” de Néstor Perlongher –una de-nuncia de las políticas de desaparición que ejercía la dictadura, pero también una lujosa defensa de la sobrevivencia del cuerpo–. (“En la trilla de un tren que nunca se detiene/ En la estela de un barco que naufraga/ En una olilla, que se desvanece/ En los muelles los apea-deros los trampolines los malecones/ Hay Cadáveres”, 111). Los objetos y los lugares persisten, el ritmo persiste; y si hay cadáveres, como dice el poeta, dejarán su huella en el tejido del lenguaje, en el oído, en el frote del cuerpo contra otro cuerpo y contra la página impresa. Ocupan entonces un espacio palpable. No es éste el lugar para estudiar este célebre poema, pero sí vale tenerlo como referen-cia para la poesía que sigue. Tal como el neobarroco, el objetivismo nunca abandonará su apego a los objetos aunque por su colocación en el poema nos impondrá otro uso del lenguaje destinado para otro efecto y otra reflexión. Basta decir entonces que, como los neoba-rrocos, los poetas de la generación del 90 también tienden a celebrar la materia, enfocando el denso tejido de experiencias somáticas que el texto poético exige a su objeto. Poesía de miradas y sentidos para poner a prueba la conciencia sensorial de quien observa. El suyo no es sólo un intento de representar el cuerpo desbordante del yo ni de insistir en la línea erótica que tanta cuerda le dio Perlongher, sino de definir un entorno poblado de objetos precarios, que son a veces de veloz consumo. A diferencia de los objetos neobarrocos, los vesti-dos, los zapatos, los juguetes, los cómics que aparecen en los poemas del 90 carecen de suntuoso detalle; se enfatiza en cambio su proce-dencia “berreta” que da forma a una vida plebeya. En ningún mo-

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    mento domina el exceso que ocupaba a los neobarrocos –no hay evidencia de los “Infinitos preámbulos líricos en la canilla que no cierra, preámbulos, deambulos, bulones en la chata florida de los bulos, golosos cotorreos en el cierre del mimbre que gotea” (127) que puso en circulación Perlongher en las primeras páginas de Hule; más bien domina entre los neo-objetivistas un escenario de jeans y trapos de nylon, materiales reciclados y baratos, ni vistosos ni extra-vagantes. De manera que si el neobarroco insistía en la plasticidad de las palabras y un sensualismo desbordado, el neo-objetivismo aprovecha las materias de la fea cotidianidad sin participar del espectáculo vistoso. Se concentra, por lo tanto, en el hierro, los cla-vos, el cemento, la taza de café, los peluches de los niños, el recuer-do de la infancia defraudada. Y si para los neobarrocos importa un significante desligado del significado, para los neo-objetivistas las referencias externas al sujeto organizan su modo de pensar. Sin em-bargo y pese a las diferencias que separan las dos corrientes poé-ticas, ambas comparten una marcada tendencia a asentar sus mate-rias en el puro presente. Se organizan de acuerdo con las pulsiones del movimiento, la tactilidad de las cosas palpables y los efectos de los sonidos. Otra manera de leer esta experiencia es a través de la gran fiesta en la cual se celebran las materias que el poeta es capaz de atrapar en su red. Efectivamente, el yo se afirma mediante los registros sensoriales que acaparan la simple realidad del entorno y, en el mejor sentido platónico, sostienen una relación viva entre el mundo percibido y los ojos de quien observa. A propósito, en un poema sobre Caravaggio, Aulicino (protagonista del objetivismo de los 80) escribió recientemente: “El barroco no es de ideas, es de yeso” (2011). Se sostiene en todo caso la materia real y palpable.

    De marcada influencia norteamericana –sobre todo Pound (“the direct treatment of the thing”) y Stevens (“Not Ideas About the Thing but the Thing Itself”) que entran primero en la Argentina en los años 40 y 50 (debido a las traducciones de Alberto Weiss y Ro-dolfo Wilcock en el primer caso, y Alfredo Girri en el segundo)5, el

    5 Para la historia de las traducciones de Pound al castellano, ver la edición

    de Jorge Aulicino (Argentarium). Para la influencia de Wallace Stevens en Amé-rica Latina, ver la edición de Roberto Echavarren (Stevens, Los poemas de nuestro clima) donde describe especialmente la relación entre Stevens y Rodríguez Feo.

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    neo-objetivismo toma vuelo nuevamente con los poetas de la gene-ración del 90, entre ellos Fabián Casas, Martín Gambarotta, Martín Prieto, Washington Cucurto, y por medio de las pequeñas revistas que, además del Diario de poesía, sostienen su promoción: Vox, Tsé-Tsé, Plebella y las editoriales de Belleza y Felicidad, Siesta, Ediciones en Danza, Ediciones deldiego, Gog y Magog. Estos poetas no insisten directamente en la herencia norteamericana6; antes que na-da, se declaran ahijados de los poetas nacionales de los años 60, principalmente entre ellos Joaquín Giannuzzi, Leónidas Lambor-ghini y Ricardo Zelarayán.

    Tanto lo cotidiano como el relato familiar se redefinen con el resultado de desmitificar la poesía, y de acercarse a las premisas sen-soriales de la historia. Frente a la catástrofe y la ruina que definen gran parte de la literatura hoy, en la poesía se presenta –sin el riesgo de caer en el idealismo ni de postular horizontes posibles– otra ma-nera de volver inteligibles a las personas y los objetos. En este caso, se exploran aquellas zonas frágiles y fronterizas que ponen en cues-tión nuestro entendimiento de la “diferencia” o incluso aquellos tenues vínculos entre los humanos y los animales. Y si se podía decir que el neobarroco argentino resistía a la dictadura militar a partir de su trabajo con los códigos opacos incrustados en la super-ficie del poema, también se puede leer en el neo-objetivismo, con su énfasis en la cosificación del mundo, su énfasis vehemente en la materia y la ficcionalización del yo impuesta por los medios masi-vos, una juguetona protesta contra los productos del mercado neoli-beral. “Captar el instante”, quizás la bandera de todo poeta en cual-quier momento histórico, aquí representa un deseo de poner un alto al fluir del tiempo y, sin olvidar la historia (el antes y después), de dislocar la serie temporal e inventar nuevas combinatorias, siempre que se ubica al yo al centro de estas operaciones. Percibir lo perecedero, entonces, y captarlo en el poema, aunque ahora se trata de capturar el realismo sucio de la ciudad.

    Esta poesía es urbana e irreverente. Se define por su expresión de rabia y perturbación; más aún por la risa sardónica y su burla de la vida social. Por lo tanto, los poemas vinculados con el obje-

    6 Sobre la relación entre los poetas norteamericanos y los objetivistas, ver

    Porrúa (“Poéticas de la mirada objetiva”).

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    tivismo frecuentemente se mofan de la chatura de la globalización; nos hacen ver los efectos de los medios masivos y del libre merca-do, exponen el conflicto (¿y armonía?) de las razas e insisten, al mis-mo tiempo, en su fascinación por lo popular. Se trata de una poesía que pone el ojo en los grupos marginales, se explora la “transa” de la droga y la vida de barrio. Martín Prieto y D.G. Helder se refieren a la tradición “rantifusa” (114) para calificar aquella tendencia anti-lírica y coloquial que ha marcado la poesía argentina desde la época boedista de los años 20 y que aparece nuevamente en los 90.

    Efectivamente se trata de una escritura dedicada a los sonidos de la calle y las voces populares –y aquí la deuda directa de Leónidas Lamborghini y Zelarayán es unánimemente reconocida–; también enfoca los residuos de los hábitos de consumo. La velocidad de los medios masivos –el cine, la cibernética, los ritmos del nuevo rock, los programas de radio y televisión–son protagonistas de estos ver-sos7. Nos hacen palpar, oír, ver las cosas como comprobantes de nuestra presencia en el mundo. En su conjunto, están proporcio-nando otra versión de la historia y la política de su país. Será en par-te la respuesta de los poetas que ahora protestan los falsos valores, la falta de sentido común o incluso –entre los más jóvenes– la anuencia de sus parientes con el gobierno militar.

    También en la misma línea, se hace hincapié en la violencia verbal. En muchos casos se trata de una violencia gratuita donde la voz poética, en lugar de ser violentada, se ejerce sobre el otro. Un muchacho enciende un perro con nafta (el caso de Martín Rodríguez en Agua negra donde escribe: “Arrastré el cuerpo del pe-rro, lo puse/ sobre un auto/ lo rocié con el bidón/ de nafta/ y en-cendí un fósforo en el cuerpo pelado,/ no quiero sobrevivir a nin-guna muerte más”, 13); le sacan los ojos a la muñeca, tirándolos de la ventana de un noveno piso: ver los versos de Verónica Viola Fisher de su poema “Arveja negra”: “Tengo un problema:/ Arran-

    7 Ver los comentarios de Delfina Muschietti, quien convocó a muchos de

    los poetas de los 90 en su ciclo de lecturas “La voz del erizo”, cuando afirma que éstos, a pesar de las diferencias de lenguaje poético que los separan de la generación anterior, comparten con ésta “la fuerte relación entre cultura alta y cultura de masas. No hay división entre una y otra en el trabajo del poema; pierden su diferencia, su partición […] puede aparecer ‘naturalmente’ una cita de Joyce junto a la figura de Betty Boop” (citado en Carrera, Monstruos 16).

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    qué los ojos de mi muñeca/ y ya no ve. Desde el noveno piso/ lan-cé con ímpetu al patio interno/ de mi vecina un ojito, el izquierdo” (s. p.). El poema continúa con los desmembramientos del cuerpo, sólo para validar el refrán que dice: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Estamos en un espacio de humor negro, de deliberada banalidad, donde cabe la burla de los reclamos sentimentales sobre la vida cotidiana. Aunque queramos leer estos versos como una ale-goría de la historia nacional, pensando la violencia privada en térmi-nos de la violencia estatal, los poetas una y otra vez nos remiten a las pequeñas escenas de la vida cotidiana e insisten en el drama par-ticular sin recurrir a temas universalistas. Dice Fisher en el mismo poema: “Mi lágrima no sabe/ parir otros, mi problema es/ operar en el hueco/ de la mirada. No,/ caer en él”. En otros casos, se celebra el intento de matar al padre (por ejemplo, en los versos de Lola Arias en “Las gemelas rusas”: “Matar al padre./ La gemela be-sa a su hermana en la boca./ Cae la impúdica nieve sobre el beso imposible:/ ese país, ese padre” (33). Los rastros del feminismo ochentista persisten, es cierto, pero estas poetas jamás se dignan mencionarlo. A veces los poetas nos ubican en el borde que separa al ser humano de lo no humano. En la poesía de Anahi Mallol, por ejemplo, la tan discutida frontera entre lo animal y lo humano se disuelve, favoreciendo el cuerpo sensorial que ambos comparten. En Zoo, Mallol escribe: “Aplastado derrama/ las entrañas secas y suntuosas/ sobre el calor del asfalto/ impúdico el sapo/ a la hora de la muerte/ se pierde y abandona/ su ocasión de fascinar/ de repugnar/ en la humedad/ vidriosa de la piel” (13).

    El trabajo con las palabras produce una voz agria, a veces inquie-tante. A veces se oye la voz de un bebé abandonado e inocente; otras veces, los experimentos con el lenguaje terminan en el balbu-ceo, enfocando sólo el detalle menor que interrumpe la comuni-cación. En Bengala (2009), Beatriz Vignoli abre su libro enfatizando la materialidad de la letra y la coincidencia de palabra y sonido: “Lenta late, esponjosa, la distancia entre pájaros/ afelpándose, marcha la bandada en la lluvia./ Negro sobre gris claro, letras en una página/ como ésta ante tus ojos” (9). Nos obliga a escuchar las aliteraciones que sostienen el compás del poema, a ver las repeticio-nes en la página como piezas de construcción del texto. Karina Macció, en La pérdida o la perdida (2008), confía el significado de su

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    volumen a la pequeña marca diacrítica que separa una palabra de otra. De allí, señala en forma concreta la materialidad de su propia angustia. Desde el título mismo, se inicia una investigación de la palabra formada por las relaciones de contingencia en el verso. Lección de Saussure actualizada, la poesía de Macció nos enseña a leer en voz alta, buscando el sentido a través de la fricción entre las palabras: “Río/ morboso/ (me )/ evaporada/ tocando el techo/ ocurre/ la corrección/ el reacomodo de los acentos en el choque/ revoque/ cielo raso la primera/ persona/ muerta/ en la habitación/ lnombrelpronombrelhombre” (38). Como cartógrafa de la palabra, Macció busca las coordenadas de sentido en el mapa de la página: “X & Y/ un nombre imposible/ cuáles son las coordenadas (co-ordenadas, vos y yo),/ ¿sería eso? Dos letras que se coordenan, que se colaboran, ¿colaboracionistas somos? (¿de qué?)” (71). Y también estamos delante de una poética que pretende presentar las cosas y las palabras sin una profusa densidad de significados. Al respecto, escribe Laura Wittner (1967): “No es que leamos mal los signos/ Es que las cosas no son signos./ Andan solas, tan sueltas/ Que pueden deshacerse” (cit. en Carrera, Monstruos 203).

    Se ha dicho que el neo-objetivismo será una poesía sin que constara el yo, sin ninguna intensidad lírica ni la presencia de un sujeto fundante; incluso la crítica ha declarado que el “yo” poético no existe, cediendo fuerzas a las cosas y el ejercicio de percibirlas. Tamara Kamenszain en La boca del testimonio explica con respecto a la poesía de los 90 que “los objetos que antes entraban mansamente al verso a través de un operativo metafórico, violentan ahora la es-cena exigiendo, en una lengua que busca despojarse de recursos re-tóricos, más uso que contemplación. Es un esfuerzo por profanar los límites de la literatura” (12). Y Diana Bellessi, para quien el li-rismo merece su más determinada atención y aprecio, rechaza la crí-tica que se ha lanzado contra la poesía del yo: “Si al yo lírico se lo ha acusado de artificioso, de mentiroso y hasta de confesional, debería-mos recordar que el lenguaje mismo lo es. Toda representación es una ilusión. Y todo lo mirado. El objeto también, recortado por las posibilidades de nuestra percepción [...]. Podemos acosar a ese yo lírico, pero abdicar de él es abdicar al mismo tiempo del objeto que contempla [...] porque el objeto y el sujeto se modifican mutuamen-te, como quedó enunciado en el principio de incertidumbre que

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    sentó las bases de la física contemporánea a principios del siglo pasado” (cit. en Jiménez, “Viva voz”).

    Esta negativa con respecto a la representación poética de los ob-jetos como si estuvieran desvinculados del yo fue declarada desde hace tiempo por Henri Meschonnic, cuando escribió que la feno-menología en poesía necesariamente terminaba por esencializar la palabra sin contexto histórico (Critique du rythme 37), lo cual era sin-tomático de la decadencia de nuestro mundo actual (Politique du rythme 446). Y más todavía, decía Meschonnic, la lectura de las su-perficies develaba una notable falta de trascendencia y una pérdida de profundidad. Quizás en estas condiciones, semejante postura fe-nomenológica termine por coincidir con la época en que estamos viviendo; el desastre se vuelve banal mientras presenciamos el auge del reality show y la devaluación de la cultura letrada. Muchos que es-criben sobre la generación del 90 tienden a reincidir en esta negati-va, declarando el retorno del objetivismo como un largo y frívolo juego con las superficies de la ciudad postmoderna.

    En estas páginas, quisiera contestar estas polémicas que, a mi modo de ver, pierden de vista la notable inquietud por el yo que ha dominado a los mejores poetas del neo-objetivismo argentino8. Más aún, creo que a partir de los poetas de la generación del 90 aparecen nuevas posibilidades de hacer resaltar los efectos de las palabras y la búsqueda de la belleza. Como en el caso de los poetas identificados con el neobarroco, se vislumbra una gran ansiedad por la superficie de las cosas y la materia que las define, y como tal, una intensa búsqueda por definir los bordes entre el objeto y la sensación corporal que ése suscita en el lector.

    Se podría decir que el deseo por el “cuerpo a cuerpo” define esta poesía, no necesariamente por la ruta erótica, sino por la sed que uno declara por la materialidad de lo ajeno, subrayando la expe-riencia viva y la necesidad de un encuentro prometido. Por lo tanto, si se expresa en la poesía reciente una pérdida de confianza con res-pecto a las estéticas tradicionales y los programas universalistas,

    8 Para otra versión de la importancia del “yo” mediado por los objetos, ver el ensayo de Martín Prieto y D.G. Helder. En este ensayo, observan: “El ser no está más allá de las cosas, parecen repetir los poetas del noventa; sólo se hace tangible en ellas” (107). Ver también Anahí Mallol quien defiende el aspecto lírico de la generación del 90 (El poema y su doble).

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    también encontramos cierta fe en la epifanía posible. Los efectos de este proyecto se hacen sentir incluso entre aquellos poetas que no se sienten parte de la generación del 90. Paula Jiménez (1969), por ejemplo, en su libro La mala vida, se refiere al mundo de barrio pobre, a la compra y venta de la droga. Pero en la villa, encuentra la belleza armónica de su contacto posible con el otro. (“Una noche queríamos comprar/ merca y entré a un conventillo/… Me acom-pañaba un eco que era mezcla/ de risas, voces, cacerolas, una vida/ de esas donde nadie/ está solo. Podía imaginarme un patiecito/ con piso de baldosas, el interior roído/ de un living comedor, la tele/ prendida, una familia”, 9-10). Con respecto a los objetos que tanto atraen la atención de la generación del 90, Jiménez en otra ocasión escribe: “En poesía la imagen puede ser cualquiera, puede ser una escoba y esa escoba transformarse en mi excusa perfecta, en mi inspiración incondicional” (“La infancia…”). Este mundo de imáge-nes está en función de una propuesta muy específica –descubrir el lirismo de cierto encuentro, descubrir detrás de las cosas su escon-dido ritmo–. Por lo tanto, siempre están los objetos en función de su decidida materialidad. O, como dice Alejandro Crotto, un poeta de los últimos años e identificado con la generación del 2000, “la vida/ es material, y la materia/ es difícil, sagrada” (10).

    Si bien es cierto que la poesía argentina a partir de los poetas de los 90 da evidencia de la biblioteca abandonada y en cambio ofrece una enumeración caótica de los objetos de la cultura de masas –los juguetes, las muñecas Barbie, la música de Elvis Presley, el cine– posiblemente a manera de considerar en el poema los efectos del libre mercado, también explora los límites del intimismo y las maneras de hablar del amor. En muchos casos, entonces, nos lleva al punto que sutura la iluminación con el kitsch, la banalidad con la epifanía. De modo tal que el “evento” en literatura podrá bien ser prosaico o incluso antipoético, pero al mismo tiempo y en sus mejo-res momentos, abre paso hacia lo que Walter Benjamin buscaba al hablar del narrador: la base arcaica de contacto entre los participan-tes de la comunidad humana. El arte de contar, por lo tanto, como la bisagra entre lo cotidiano y lo noble. En sus mejores momentos, presenciamos una poesía en la cual la experiencia del consumo –descrita a través de los juguetes nombrados, los deportes y las se-ries televisivas– termina por reafirmar el contacto entre nosotros.

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    Ofrece nuevas imágenes para explicar la condición humana, para sostener la emoción. En este caso, no es que la generación del 90 se niegue al lirismo de antes; más bien, sus poetas descubren nuevas materias para filtrar las crisis del yo.

    Elijo aquí una historia mínima que la poesía contemporánea ofrece, trazando su ética del lenguaje, su materialismo y su fulgor. El experimento se logra en los puntos de reconocimiento, lo que llamo el “momento relámpago” de todo buen poema, un ad quem sostenido por los ritmos y las pulsaciones del texto, por su mucha ironía y chiste, incluso los de gusto desagradable, por el énfasis en el cuerpo y su capacidad de sentirlo todo en el momento presente, lo cual nos lleva a un estado de comprensión que es más que la suma de las palabras y apunta –mirabile dictu para nuestra edad de herejías– a una gracia de entendimiento que a veces parece sagrada. Desde la escena callejera, entonces, veloz y a veces cómica, hasta el momento de describir lentamente la belleza de una cena compartida, los pequeños acontecimientos confiesan grandes verdades. Será una lucha con la materia y el cuerpo de la poesía, con la tradición y nues-tros sueños de futuro; será una manera de concebir nuevamente nuestra presencia en términos del otro (no sólo en el espacio de la ciudad sino en el reconocimiento del yo marginado, estando al borde de los centros del poder) y en términos del quiebre de los tiempos de nuestra cultura actual. Remite a las distintas maneras de manejar la catástrofe de nuestros tiempos.

    Aquí tomo en consideración a Fabián Casas (1965). Con una obra ya celebrada en poesía y con varios libros de ficción (su poesía reunida, Horla City y otros, fue recibida con laudes y alabanzas en el año 2010 y la edición se agotó en seguida), su poesía señala un trabajo con el cuerpo y la materia, que pone de manifiesto la belleza de una poesía basada en “los objetos” y presenta una mirada sobre los rituales del habla que aclaran una humilde belleza. Más allá de las miradas generacionales o las agrupaciones en torno a las estéticas distintas (y aquí habrá que reconocer a Fabián Casas como uno de los fundadores del objetivismo de los 90), lo que observamos es una concentrada resolución por afirmar la vida sensorial de los objetos que envuelven y sostienen al yo.

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    II Cuando le preguntan a Fabián Casas en qué consiste la tarea del

    poeta, responde escuetamente: “Hacer que el lenguaje brille” (Ber-mami et. al.). Su poética deriva de los usos coloquiales del lenguaje, del guiño irónico que ofrece el poema sobre las contra-dicciones de la vida real, de un concepto de la vida diaria que abarca tanto su banalidad como en algunos casos su sorprendente belleza. Pero también nos ofrece un momento de descanso, una pausa para la reflexión, un breve instante para explorar los límites del yo en contacto con su entorno. Inclinándose hacia los ya citados Giannu-zzi y Zelarayán, también elige como fundamento de sus textos a los maestros de Europa y Estados Unidos. Casas nos obliga a pensar en la deuda que le confiere Pound –por su énfasis en las “cosas”– y el impacto de Montale y Pavese –por el relato humilde que éstos alientan y sostienen en el poema–. Para construir su poética, Casas también tantea los efectos de la globalización, el impacto de los medios masivos, la deformación manifiesta en la cultura de la serie y sus infinitas copias. Pero en los momentos de intenso lirismo, su poesía es una vuelta a los orígenes y una mirada al presente vacío. Se nota desde sus primeros libros (El salmón, 1996, señala desde el título el viaje que recorrerá el pez para llegar a su fuente, un viaje a la infancia y a la fe redentora en la familia) hasta sus libros recientes en los cuales destaca el terror urbano que nos absorbe a todos. Estamos, en este caso, delante del Spleen de Boedo (2003) o los horrores de Horla City (2010) –ambos incluidos en su obra reunida de 20109–. Aquí, Casas evoca deliberadamente a las figuras canó-nicas del siglo XIX francés, citando el urbanismo de Baudelaire y los escenarios horrorosos que pueblan la metrópoli de Maupassant (e.g., Le horla de 1887), no sin subrayar el barrio de Boedo, recu-perando así el hilo de poesía social de los 20 e insistiendo en la vigencia de la cultura popular. Habría que decir que el tema de la monstruosidad urbana no es nuevo para este poeta. Más bien, la

    9 Todas las citas pertenecen a este volumen. En el prefacio a Spleen de Boedo,

    Casas expresa su deuda de gratitud: “Le debo a Ricardo Zelarayán haber cono-cido su nombre: El Horla. Mi scrum con esta fuerza destructora me hizo –entre otras cosas… dejar de escribir” (131).

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    imagen de “Horla City” ya está inscrita en algunos de sus poemas anteriores (en “El Horla”, un poema del libro Oda, 2003, Casas escribe: “Hay toque de queda, pero no queda nada” (99); y en “Welcome to The Horla City”, también del 2003, evoca a González Tuñón para señalar el horror urbano: “Más allá cercas electrifi-cadas./ Y más lejos aún, donde la oscuridad gotea/ los ladrones de Tuñón/ se convierten en ‘viejitas’/ con permiso para matar” 117). Estos antecedentes literarios contribuyen a montar el espectáculo de terror que circunda la ciudad moderna10. Casas así insiste en los efectos de la violencia urbana y su impacto en el cuerpo; al mismo tiempo y recordando a Maupassant, estipula la necesidad de la metáfora sensual y la elaboración de lo intuitivo. El sensualismo que define el neobarroco –su contacto con la materia: los sonidos, los olores, la vista– entra aquí a través de las vidas sencillas que ocupan el escenario del poema; sin embargo, y a pesar del énfasis objetivista asignado a sus versos, pone en duda la capacidad humana de percibir el mundo de manera objetiva. Más aún y debido al paso tentativo, se destaca en sus poemas un leve giro romántico y, en sus mejores momentos, un lirismo excepcional.

    Empecemos entonces por partes. El ambiente poético de Fabián Casas está estructurado sobre la base de referencias al whisky, los diarios leídos (o no leídos) y los edificios que nos encierran en la metrópolis; desde el barrio, éstos determinan nuestro horizonte de expectativas y subrayan la cotidianidad local frente a los efectos de la globalización. Estas referencias ofrecen distintas maneras de armar la realidad: los efectos del alcohol distorsionan nuestra expe-riencia de lo real; los diarios ofrecen una realidad mediatizada y dis-tante, por no hablar de la prosa banal que constituye su discurso; los edificios delimitan nuestra mirada del espacio urbano y, aún más importante, los escenarios de construcción –desde los palacios en obras con su “ruido ensordecedor” hasta la “madera, hierro [y] con-creto” que son los cimientos de lo nuevo– funcionan como el telón de fondo para hablar de la escritura del poema. En este sentido,

    10 Ver también las novelas de Casas, entre ellas Los lemmings ubicada en el

    barrio Boedo, donde pone al descubierto la violencia de la ciudad. Para un in-teresante análisis de la ficción de Casas en el contexto del populismo, ver San-dra Contreras.

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    habría que decir que su poesía, aunque enfocada en la vida de los barrios humildes, carece de énfasis populista. Mejor dicho, la poesía de Casas se detiene en el momento de transacción delicada que defi-ne lo cotidiano, sin interés en levantar bandera en torno a las causas de los sectores populares. Las cosas y las personas evocadas en sus poemas caminan por otra ruta que termina por celebrar el acto de escribir poesía.

    En otra ocasión (2003) hice referencia a la importancia del deta-lle mínimo en la poesía de Juan L. Ortiz y Hugo Padeletti; los helechos, la flora silvestre, el pequeño rayo de luz que cae sobre un plato de frutas se ofrece como la base minimalista de su poesía. Sirven como punto de partida para entablar un punto de contacto entre el yo y el mundo, invitando a repensar la premisa ética que subyace a todo poema. En la poesía de Casas, en cambio, el detalle mínimo se desprende de los pormenores de la ciudad, de la cancha de fútbol o del televisor, de la máquina de vender Coca-Cola, del audífono que emite un chillido intenso y asusta a los oyentes. Estos encuentros son los puntos de arranque de la memoria, pertenecen a les lieux de memoires tan famosamente señalados por Pierre Nora para indicar la importancia de las ruinas en el imaginario cultural de nuestros días. Son los residuos de la vida urbana que toman un lugar al lado de los objetos descartables y la basura de la metrópolis. Por un lado, ensucian la ciudad y, por el otro, dan forma a los elementos básicos que son la voz de la poesía. Estos objetos sostienen la luz, el ruido y la materia que son la base de la poesía de Casas; trascienden el ambiente moderno y aquí dan paso a las premisas de un lenguaje poético en formación. Es decir, luz, ruido y materia nos llevan a contemplar los efectos del urbanismo, promoviendo también una reflexión sobre las combinatorias estéticas posibles; invitan a trazar los orígenes del sonido y la forma, a puntualizar las materias básicas que descubran una poesía moderna en la ciudad globalizada. Es un trabajo con un antes y después coordinado por el yo poético; una manera de desordenar el fluir de la historia para producir un evento nuevo concentrado en el momento actual.

    La estrategia se pone en evidencia desde sus primeros poemas. En Tuca (1998), Casas escribe:

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    Primero fue un terreno baldío. Después vinieron los obreros y en dos días armaron la piecita, pavimentaron todo, pintaron las paredes. (Pero antes era un baldío donde nos reuníamos a fumar y mirar revistas pornográficas). Ahora le pusieron entre medio de los coches una heladera roja de Coca-Cola que tiene luz propia durante la noche. (Durante la noche la oscuridad resplandece contra la heladera roja de Coca-Cola. A veces algún chico le pone una moneda y espera su botella prometida) (“Una heladera en la noche”, Horla City 23). Será el pequeño relato que aquí organiza el pasado y presente, un

    antes y un después. Pero es la luz de la heladera roja que al final en-gendra una meditación sobre la belleza posible y nuestras esperan-zas para el futuro. La iluminación poética no dependerá en este caso de las fuentes decimonónicas tradicionales; más bien, proviene de un dispensador automático que sirve para publicitar un producto y despertar el apetito del público consumidor. Bajo los efectos de la electricidad, “la oscuridad resplandece”; promete un efecto estético mientras señala los circuitos posibles de deseo y fantasía. Más allá de una crítica directa de la sociedad de consumo, estamos atestiguando la posibilidad momentánea de la dicha y esperanza.

    En otros casos, la referencia a la luz eléctrica es puro efecto sen-sorial: “Como una resistencia eléctrica/ cuyos filamentos se apagan lentamente/ la tarde roja vira al negro” (143). La luz artificial señala-da en este poema de Casas se ofrece como telón de fondo para re-pensar, quizás lúdicamente, las crisis de la percepción que, desde el siglo XVIII, ha perseguido a los filósofos. Cómo atrapar la expe-riencia estética y describir sus efectos, cómo detener la percepción del mundo exterior en términos palpables. Casas va a tientas, cap-tando el momento mágico de la iluminación, trasformando definiti-vamente, y no sin cierta paradoja, la tradición de los iluminados. A-

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    quí no podemos hablar ni de Kant ni de Condillac, sino de las ma-neras nuevas de tocar la materia y sentirla por medio del cuerpo11.

    Siguiendo con la imagen de la luz, Casas insiste en el cuadrán-gulo iluminado –mecánico o natural– para distinguir a las personas cuando está muy avanzada la noche. Se trata de una escenificación del presente (“la madre y la niña… se quedan en el rectángulo de luz”, 184; “Las pertenencias de Juan / caben en el perímetro de luz. Salvo eso, todo el edificio está a oscuras”, 171; “abro la heladera:/ un poco de luz desde las cosas/ que se mantienen frías”, 43). Qui-zás recordando aquel “paralelograma de luz” que aparecía repetidas veces en Los siete locos, el claroscuro de los poemas de Casas será otra manera de hacer poesía a partir de lo cotidiano, de descubrir los efectos de la belleza y, con la plasticidad visual enfocada por la luz, de señalar el paisaje sencillo que rodea al sujeto popular, deteniendo así el tiempo.

    En un poema de Horla City, describe el corte de la luz como momento de interrupción estética y la posible recuperación del lenguaje: “me senté con/ mi familia para ver un recital de Elvis Presley. Era/ de noche […]. Lento se movía en blanco y negro./ Mi vieja tarareaba las canciones. Hasta que se/ cortó la luz. Cuando volvió/ la luz, el concierto había terminado. […] Al otro día los chicos del barrio/ hablaban de la Media Hora de Elvis Presley. […] El lenguaje tiene que haber surgido así”, 155). La conversación barrial, la familia mirando televisión, la evocación del gran Elvis Presley, la acumulación de distintos tiempos pasados que ahora convergen en el presente; todos están en función de una sola pro-puesta, ofrecida en el verso final, que nos invita a reflexionar sobre el origen del lenguaje y de elevar lo cotidiano al plano filosófico.

    Si la luz se materializa como analogía de la reflexión filosófica, de igual manera, los objetos fabricados en serie sirven para despertar los sentidos de quien los mire. Le tocará al poeta captar este instante a través de la disposición de la ciudad y los medios masivos que lo persiguen. Más importante aún, la cultura pop y urbana le sirve a Casas para registrar las pulsiones del entorno y

    11 Al hablar de Condillac en la poesía contemporánea argentina, resulta im-

    posible no pensar en la obra de Arturo Carrera, Tratado de las sensaciones, un libro de poemas que subraya a Condillac para explorar la esfera de los sentidos.

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    armar un prolongado cuestionamiento sobre el lenguaje y el arte de escribir. La ciudad es el equivalente de la poesía en potencia:

    Los que llegan en avión se sorprenden por lo que ha crecido año tras año la ciudad: el cordón industrial, el cordón policial, el cordón umbilical, la alquimia del verso (“Desde el aire”, Horla City 170). La ciudad le ofrece varios motivos al poeta: por un lado, la

    poesía está anidada en el trasfondo del conurbano; por el otro, los trabajos de construcción que constituirán el nuevo centro permiten explorar el nacimiento de distintos sonidos y lenguajes. Construir y habitar, pidiendo prestadas las metáforas de Heidegger respecto de la poesía moderna, serán las coordenadas de estos textos. “Sólo si somos capaces de habitar, podemos construir“, nos dijo Heidegger en su conocido ensayo (160); también parece guiar los poemas de Fabián Casas.

    Más allá de una colección de objetos arbitrarios provenientes de la cultura urbana, la poesía de Casas se mueve hacia la deseada construcción de un habitus, y a partir de ella, una manera de instalarse en el presente, apropiándose del instante del poema. Casas supera así la condición de los “muertos vivos” aludidos en uno de sus textos, yendo en busca de un momento de belleza y las maneras de construirla. Por lo tanto, en Horla City dominan los poemas dedicados a los albañiles y los edificios en vías de construcción.

    Desde las primeras horas de la mañana el ruido es ensordecedor, tiemblan los muebles, se sacude el polvo. Seis pisos en la mente de un arquitecto: Madera, hierro, concreto. […] Martillo en mano áspera Y un idioma extraño que gana terreno Sobre el humo y el polvo Del esqueleto de hormigón.

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    […] Duro de reparar, años de uso. El hombre de overol Mueve sus herramientas Hundido en el foso del taller mecánico. No hay caso, dice, el poema no arranca, El matrimonio no arranca, El día no arranca (“Están construyendo un edificio”, 165-167). Aquí presenciamos una escena de construcción que produce su

    propio lenguaje: “madera, hierro concreto” son los elementos bási-cos que engendran los sonidos del poema, aunque en este caso se trata de un ruido ensordecedor. Esta bulla urbana lo persigue en otros poemas: “Ruido de serruchos/ y martillos trabajando en la alta noche. El volumen de la tele a todo lo que da” (“Mientras pensamos en la posteridad literaria”, 169); “El gigante torpe que vive hacia el fondo de la calle/ dejó caer la cuchara/ y el ruido sonó como un cañonazo/ e hizo saltar a las palomas” (“El edificio”, 171). A Casas le interesa el ruido artificial, el sonido mediado por las máquinas; subraya la discordia acústica perteneciente al medio urba-no a la vez que propone la afonía como aquella materia básica que precede la composición del poema.

    En un poema que inicia un relato sobre un banquete para conde-corados, Casas pinta un evento de indudable comicidad. Se destaca un audífono que cae al piso del salón, desatando una serie de ruidos espantosos que resultan en el caos: “Su audífono acopla y un chilli-do ensordecedor/ hace que toda la concurrencia se tape los oídos/ o se tire al suelo como si estuviera/ bajo fuego enemigo./ Yo tomé la precaución de llevar tapones. Desde el silencio de una pecera tropical/ los miro atropellarse, volcar la comida/ empujar a los mozos./ El chirrido es poderoso y frío como un cuchillo,/ el soni-do y la furia de los condecorados” (“Los condecorados”, Horla City 172). Faulkner aparte, la escena recuerda la ópera bufa, apoyada por un movimiento cinético que pertenece –no sin cierta paradoja– al ritmo del cine mudo. De la disonancia del sonido mecánico, llega-mos a los elementos básicos que conforman la poesía. Es más porque Casas nos presenta en este poema las materias previas a la

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    palabra: chirrido, afonía, graznido, además de un audífono quebrado que recuerda el fracaso del oído absoluto.

    Casas cruza la cultura popular con la tradición letrada, cruza los referentes de la sociedad de consumo con el momento sublime del decir poético. Cita a Dante, cita a Pound, evoca algunos versos de Vallejo, avanza con una aguda percepción de la biblioteca dismi-nuida, pero al mismo tiempo reconoce los nuevos objetos de con-sumo como mediadores de nuestra cultura actual. Del detalle míni-mo, a veces vulgar y grosero, Casas nos lleva a pensar en nuestra herencia poética.

    Como en la gran tradición lírica, la memoria está condicionada por los detalles de un amor que ya no existe. En “Dora Markus”, cuyo título se inspira en un poema de Montale, Casas escribe:

    Tus guantes de lana, mis lentes, el ratoncito que usabas de amuleto, la bata blanca, el ruido del motor de nuestro matrimonio, mis botas verdes, el preservativo negro, tu diccionario francés-español, el olor de los días del sexo; cosas que pegan en el paladar del inodoro y después se van (Spleen de Boedo 132). El amor (y el recuerdo) son elementos destinados a desaparecer

    al igual que las cosas que “pegan en el paladar del inodoro y después se van”, lavando la memoria con el tiempo. ¿Una glosa de los versos de Jorge Manrique? ¿Una alusión a las escamas que indicaron la belleza verbal en el poema de Montale (“tus palabras se irisaban como las escamas del salmonete moribundo”)? Quizás. Aquí el ruido, los colores, el tejido de los objetos y el olor agrietan la con-ciencia de quien las observa para que pensemos en el ubi sunt. Tocan los cinco sentidos y al mismo tiempo despiertan la nostalgia por lo perdido. Se trata de aferrarse a lo efímero, de atrapar la velocidad del tiempo, de detenerse en el reino de los afectos. También de acercarse a la experiencia poética, a la lucha entre palabra e imagen. De manera parecida, el detalle mínimo, casi invisible, deja su marca

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    en la poética de Casas; se habla del “ruido de fondo de la muerte” (Spleen 137); de “las palabras [que] son migas” (Spleen 140); de “El vapor en el aire” (Spleen 141) como aquella experiencia que sentimos sin poder alcanzar. En el centro, está la promesa de armar la frase: “Y así como entre los edificios abandonados/ a veces surge una soga con ropa;/ crecen las voces” (Spleen 134). La soga como el vínculo con el otro; la ropa como los residuos verbales que prometen conectarnos el uno con el otro. De los escombros, sale la voz, el instante sublime del poema.

    A veces este instante sublime sale en condiciones banales, por ejemplo, el beso que la pareja se da entre la cortina plástico del baño (“Abrí la puerta y te estabas bañando,/[…] Me llamaste, acercaste al cara/ y nos besamos a través del plástico/ transparente, fue un instante” (“Un plástico transparente”, El Salmón 51). La cercanía y la distancia se cancelan en el momento del beso que indudablemente recuerda un clip del cine contemporáneo; del ruido de agua, del vi-drio empañado del baño –imágenes concretas, específicas que ape-lan al oído y la vista–, Casas nos lleva a otra acepción del agua –la que sirve para marcar el tiempo– y las maneras de conquistarlo. Por lo tanto, se alude a la inmortalidad prometida por el amor (“de a poco,/ le fuimos ganando terreno al río;/ días interminables en los que el caos/ tomaba tu forma para envolverme mejor”, 51). De la materialidad en extremo, se abre paso al lirismo.

    En términos generales, los residuos de la cultura de masas son la base de su ars poeticae. Las canciones de Roberto Carlos, la muñeca de la Princesa Leia y los juguetes de Lucas Skywalker ocupan un lugar de prestigio en las páginas de sus libros. Son el punto de partida para pensar en la poesía. Respiramos falsedad, parecen decirnos los figurines, pero aprendemos, a través de estos muñecos de plástico, a reanudar nuestros contactos humanos y establecer las bases afectivas que nos guíen. En este sentido, los juguetes de Casas recuerdan la obra visual de Liliana Porter, artista argentina residente en Nueva York, que ha organizado muchas de sus telas (sobre todo en los años 90) con técnicas de grabado y foto-collage. Su materia de trabajo son las imágenes de la cultura de masas: el pato Donald en conversación con Mickey; una foto del Che Guevara al lado de una imagen de un santo popular; los figurines de cerámica encon-tradas en los mercados de pulgas. Estos objetos son de doble exis-

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    tencia, explica Porter. Por un lado, son imágenes ornamentales; por el otro, dependen del observador para que les dé vida y sentido, atribuyéndoles maldad o inocencia, heroísmo o actitud de derrota. “Estas viñetas se construyen como comentarios visuales que hablan de la condición humana”, nos dice12. Siempre recordándonos su función como kitsch, los juguetes incluidos en las telas de Porter tantean con la distancia entre intimismo y banalidad.

    De manera parecida, Casas evoca los juguetes de la cultura de masas para edificar un relato. Pero en este caso, nos ofrece un co-mentario sobre la vida pedestre o la pobreza espiritual que nos guía. En “Cangrejos” que forma parte de Horla City, Casas escribe:

    María y Luisa se fueron a vivir juntas. Alquilaron un depto bonsái en una calle fluvial. Sobre los estantes de la biblioteca improvisada Pusieron los juguetes: La Princesa Leyla, Luke Skywalker, Snoopy, Astroboy. Tienen un pisapapeles transparente donde vive una familia de aldeanos que saluda desde la puerta de su casita roja. Si lo das vuelta, cuando lo parás de nuevo la nieve cae sobre ellos. La nieve cae desde hace mucho sobre la tumba de Michael Furey, sobre la noche ártica sobre el puto trineo del pequeño Orson sobre los vivos y los muertos. … Somos los muertos vivos, somos los muertos vivos, alineados de a uno vivimos en una zona mental de un distrito alejado (159-160). Estamos en la ciudad de la repetición masiva donde el refrán

    –“somos los muertos vivos”– suena como la marcha zombi pisando sobre las alusiones a “Los muertos” de Joyce y a la película “Citizen

    12 Citado en http://lilianaporter.com/about.php?sectionId=10&section= about&about=artist%20statement.

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    Kane”. Su poema será una nostálgica alusión a los textos que ins-piran al poeta, pero –nota bene– en este caso, la biblioteca está vacía. Los estantes que antes se reservaban para los libros ahora se llenan con los juguetes de la cultura de masas: no sólo el Luke Skywalker, sino los pequeños figurines encerrados en el globo de nieve. Casas pone atención en este pisapapeles de vidrio, recordatorio de las relaciones amenas que antes idealizaban a la familia y el hogar. Ahora, parecería, la memoria de la familia feliz se desplaza –y se reduce– al espacio del globo de nieve. ¿Qué nos dice Casas con esta imagen tan solitaria y extraña? ¿Será la propuesta de una ilusión para siempre perdida? ¿O será que nuestro único referente para designar lo afectivo está ahora alejado de nuestro contacto directo y sin esperanzas de futuro? Como Joyce, como Welles, Casas parece decirnos que la realidad se sostiene mediante una doble y contradic-toria ficción en la cual nos vemos atrapados como figurines en el globo de nieve donde toda relación afectiva queda fuera de nuestro alcance. Somos, de hecho, los “muertos vivos” que, igual a los cangrejos que dan título al poema, caminamos de un costado para otro, perdiendo de nuestra vista un avance hacia el posible futuro. El poema concluye con alusión a los inmigrantes nuevos que han llegado a la Argentina (“La última migración a la Argentina trajo resultados desastrosos./ Y en los países periféricos, la gente afec-tada/ se vuelve invisible” 161) y nosotros, como ellos, pasamos a la categoría de los muertos vivos, guardando la fantasía de la felicidad depositada en un juguete de plástico, como si éste pudiera guardar nuestra imagen y proteger contra la sombra.

    Las referencias a la cultura de masas pertenecen a la generación del 90 y muy en particular a Fabián Casas. Producen la sonrisa irónica o un siniestro reconocimiento de la pobreza de nuestra cultura actual; más importante aún, el amontonamiento de nombres de diversas escalas culturales también señala una preocupación por le temps perdu y la confusión de nuestros tiempos. Pero esta acumu-lación de imágenes se explica de otra manera, menos solemne, menos ideologizada. Al respecto, Susan Stewart se refiere a la liber-tad de movimiento que ofrece el poema: “La poesía que trata el momento del encuentro se refiere a un encuentro vivido, un momento de intercambio, y así incluye la posibilidad abierta de transformación por medio del lenguaje” (165-166). Sin imponer un

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    límite al relato ni a la abundancia de las fuentes citadas, Casas se compromete con la idea de un encuentro permanente, una manera de sostener el movimiento en el poema y de conservarlo en el texto. De la multiplicidad, una imagen de convergencia, postulando la unicidad de nuestra condición humana.

    Para cerrar, quisiera referirme a un ensayo de Giorgio Agamben sobre la experiencia de lo contemporáneo, respecto a la cual se observa un gesto simultáneo de fragmentar y soldar.

    El poeta, en cuanto contemporáneo, representa [una] fractura, es lo que impide al tiempo formarse y, a la vez, es la sangre que debe suturar la ruptura. El paralelismo entre el tiempo y las vértebras de la criatura y el tiempo y las vértebras del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía.

    Es por ello que el presente que percibe la contemporaneidad tiene las vértebras rotas. En efecto, nuestro tiempo, el presente, no es solamente el más lejano: no puede de ninguna manera alcanzar-nos. Su espalda está despedazada y nosotros nos mantenemos exactamente en el punto de la fractura. A pesar de todo, por esto somos contemporáneos a él (Agamben).

    Lo contemporáneo es quizás una extraña combinatoria de luz y oscuridad, de lo arcaico y moderno, de los lugares conocidos y de aquellos lugares pertenecientes a una época pasada. Por lo tanto, explica Agamben, se destacan los espacios de movimiento y circu-lación en los discursos de la actualidad: los teléfonos, los televisores, los cables, los carros, por no hablar de las muchas citas literarias que desestabilizan la idea de un solo lugar de producción. En la obra de Casas, se insiste en este movimiento constante y también en las materias que señalan una obra de construcción (el cemento, la ma-dera, el hierro que posteriormente serán los edificios del conurba-no). Por cierto son las metáforas de la construcción de la poesía, pero también señalan la densa y variada materia que busca a su soldador. En el penúltimo poema de Horla City, Casas le dedica un poema a José Luis Mangieri (1924-2008), el fundador de tres edito-riales de poesía de magistral presencia en el horizonte cultural ar-gentino, un poeta que reunió a los poetas de su país sin exigirles una estética fija: desde Tuñón, Giannuzzi y Gelman hasta los poetas neobarrocos, sin dejar de cubrir a los poetas experimentales de la más variada inclinación, desde la generación del 80 hasta llegar a la

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    nueva promoción, incluyendo a Fabián Casas. El poema representa un homenaje a Mangieri por su labor durante una vida entera con-vocando a los poetas. Muy apropiadamente, entonces, se llama “El Soldador”. De él, Casas escribe: “Quiso ser un soldado pero fue un soldador./ Bajaba la máscara de acero/ y trabajaba durante la noche/ uniendo los destinos de personas/ que se rechazaban como órganos implantados” (Horla City 188). En sí, un aprecio elogioso y tierno extendido hacia Mangieri, pero también un comentario sobre el compromiso del poeta con su oficio, esa labor de soldador que reúne los destiempos de nuestra época y también a la comunidad humana. Enfocando esta materia que alterna entre la luz y la oscuridad, entre los fragmentos de realidad y su reconstrucción final, los poemas de Casas parten desde la inmediatez del instante hasta alcanzar el momento mágico de la comprensión, siempre afirmando un sujeto lírico en busca del otro a través de la “alquimia del verso”.

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