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El Fungible Alcobendas XXV Premio de Relato Joven 2016 Francisco Miguel Espinosa Cristina Barba aniver sario 2 5 El Fungible

Relatos Fungible 2016 - Centro de Arte Alcobendas · cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982),

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Héctor Sánchez MinguillánNicolás Mattera

El Fungible AlcobendasVIII Premio de Novela Corta 2016

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El FungibleAlcobendasXXV Premio deRelato Joven 2016Francisco Miguel Espinosa Cristina Barba

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El FungibleAlcobendas VIII Premio de Novela Corta 2016

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El Fungible Alcobendas

XXV Premio de Relato Joven 2016

Francisco Miguel EspinosaCristina Barba

Título: El Fungible 2016, XXV Premio de Relato Joven© 2016, Ayuntamiento de AlcobendasPatronato SocioculturalPlaza Mayor, 1. Alcobendas. 28100 Madrid

Maquetación: Doin, S.A.P.I. NEISA-SUR - Nave 14 Fase IIAvda. Andalucía, km. 10,300Tel.: 91 798 15 18 Fax: 91 798 13 36www.egesa.com

Depósito Legal: M-36660-2016Impreso en España - Printed in Spain

Fotografía de cubierta: © Korionov

Primera edición: Noviembre 2016Impreso por Estudios Gráficos Europeos, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquími-co, electrónico, magnético, electroóptico, por foto-copia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Índice

Presentación ........................................................ 7

Jurado...................................................................... 11

El rey de la colina ............................................. 15Francisco Miguel Espinosa

El año sin verano .............................................. 37Cristina Barba

El Fungible Alcobendas

Presentación

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PRESENTACIÓN

Es para mí motivo de satisfacción presentar por segundo año al ganador y a la finalista del certamen de relato corto El Fungible, Francisco y Cristina, y también de celebrar con todos los lectores que este año 2016 el premio de relato jo-ven cumple veinticinco años. El Fungible Alcobendas es un clásico en nuestra ciudad, una ciudad que ama la palabra, la poesía, la música, la fotografía y todas las expresiones que hacen del ser humano un ser individual creativo y so-ñador.

Nació El Fungible con voluntad de fomentar la creación de los jóvenes y se ha mantenido fiel a su esencia, ha ido creciendo dando voz a jóvenes de España y de otros países y ha acogido entre sus páginas numerosas historias que son reflejo de veinticinco años de vida, de veinticinco años de reflexiones y de veinticinco años en los que Alcobendas se ha convertido en la Gran Ciudad que es. Cada año sus páginas en blanco se han llenado de ilusiones y de secretos confesados al oído, de palabras que hablan al corazón, al pensamiento, a los sentidos, a los sentimientos, pero siem-pre palabras de escritores que aman la literatura y su expre-sión en el relato.

Francisco Miguel Espinosa fue finalista en el año 2011 con su relato “Malos y cobardes” y en este 2016 ha vuelto a confiar en nuestro certamen y ha ganado su obra “El rey

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de la colina”, un relato que habla sobre la rebeldía de los adolescentes, la fuerza de los más jóvenes para conquistar el mundo y para enfrentarse a la vida, la injusticia y la lucha por el poder que cada día nos rodea.

Cristina Barba, la finalista, es autora de “Un año sin ve-rano”, relato lleno de sueños y decorados, como la propia realidad donde las protagonistas se enfrentan en el amor y el desamor. Comenta que escribió este relato una mañana de Año Nuevo en Nueva York y en él refleja su personalidad inquieta, su curiosidad y su conocimiento del ser humano.

Ambos relatos, tan distintos en el tono, las imágenes y la forma de escribir, vuelven a ser testimonio de la riqueza de nuestra sociedad. Dos jóvenes autores vuelven a hacernos pensar y a experimentar nuevas historias. Dos creadores, un hombre y una mujer de hoy, narran experiencias que son parte de una realidad común nada aburrida y para Al-cobendas es un placer acoger sus palabras en este vigésimo quinto premio.

Como todos los años he de agradecer a Luis Mateo Díez y Jorge Eduardo Benavides el meticuloso trabajo realizado como jurado, colaboran con Alcobendas hace ya doce años y siempre su dedicación y buen hacer han contribuido a que El Fungible siga creciendo, siga descubriendo nuevos autores que consiguen llevar sus palabras más allá, autores que unen su nombre a este premio y lo dan a conocer por el mundo.

Y por último volver a recordar que cada libro se dirige a su lector, el cual libremente interpreta el texto. Invito a leer estos relatos y a disfrutar con la lectura. El Fungible tiene tantas versiones como lectores que se asoman a sus pági-nas, y en estas palabras he querido compartir la mía.

FERNANDO MARTÍNEZ RODRÍGUEZConcejal de Educación y Cultura

El Fungible Alcobendas

Jurado

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LUIS MATEO DÍEZ

Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005), La gloria de los niños (2007), Azul serenidad o La muerte de los seres queridos (2010), Pájaro sin vuelo (2011), Fábulas del sentimiento (2013), La soledad de los perdidos (2014) y las reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993) y Los frutos de la niebla (2008). En un único volumen titulado El pasado legendario (Alfaguara, 2000), prologado por el autor, se han recogido El árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la es-pina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males menores y Días de desván. El libro El reino de Celama (2003) reúne sus tres novelas ambientadas en ese lugar imaginario y El sol de nieve (2008) incluye por primera vez las aventuras de

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los niños de Celama. En el 2015 ha publicado en Galaxia Gutenberg Los desayunos del Café Borenes.

En el 2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica por La ruina del cielo. Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia Española y Premio Castilla y León de las Letras.

JORGE EDUARDO BENAVIDES

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó dictando talleres de literatura y como periodista radiofónico. Desde 1991 has-ta 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller En-trelíneas, y en la actualidad vive en Madrid, donde imparte y dirige talleres literarios de prestigio. Ha colaborado con pres-tigiosas revistas literarias como Renacimiento y los suple-mentos culturales de El País, y Caballo Verde, de La Razón. Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos (1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí contigo (Alfaguara, 2003) Un millón de soles (Alfaguara, 2008), La paz de los vencidos (Alfaguara, 2009), Un asunto sentimental (Alfaguara, 2013) y El enigma del convento (2014).

En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores, en el 2003 fue galar-donado con el Premio Nuevo Talento FNAC y en el 2013 ob-tuvo el Premio Torrente Ballester con El enigma del convento.

Fruto de su experiencia como profesor de talleres y ase-sor de novelistas ha publicado Consignas para escritores (Casa de Cartón, 2012). En la actualidad dirige el Centro de Formación de Novelistas.

El rey de la colina

Francisco Miguel Espinosa

GANADOR RELATO JOVEN

FRANCISCO MIGUEL ESPINOSA (Alicante, 1990)

De madre suiza y adoptado por Madrid, es autor de las no-velas XXI (Ediciones B), Cabeza de Ciervo (Dolmen Editorial), Infernorama (Dolmen Editorial) y Reyes del Cielo (Dolmen Edi-torial). Colaborador como periodista en El País y Zona Nega-tiva, combina su labor creativa con la escritura de videojuegos en el estudio Bytecore y la docencia en Hotel Kafka. Algunos de sus relatos cortos han sido publicados en antologías tales como Una utopía, por favor (Salto de Página), Retrofuturismos (Nevsky Prospects) o The Best of Spanish Steampunk (Nevsky Books, traducción de Marian y James Womack). Actualmente trabaja en una novela juvenil de publicación en 2017 en el sello Alfaguara de Grupo Random House Mondadori.

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“Todos, todos están duermiendo en la colina”.Spoon River Anthology, Edgar Lee Masters

Jugábamos a el rey de la colina. Nos pusimos nombres como Toro y Ludo y Alfil y Machaca y Veneno. La colina era un pequeño bulto de tierra detrás del colegio, pega-do a los árboles y no lejos del río. Se podía escuchar el correr del agua y los perros que corrían por el campo y, a veces, en temporada alta, los disparos de los cazado-res. Mi madre siempre decía que, por jugar allí, algún día recibiría un balazo. Lo llamaba “balazo” pero mi padre lo llamaba “medalla”. Era verano y teníamos calor, así que solíamos salir de casa cuando ya no pegaba el sol, vestidos con pantalones cortos. Esa era la razón por la que las rodillas sufrían casi tanto como los codos y las manos. La primera regla era cuidarse la cabeza. Lo dijo Toro, el primer día:

–La primera regla es que hay que cuidarse la cabeza. Toro sabía muchas cosas porque estaba un curso por

encima. Había repetido porque tenía déficit de atención. Nos lo explicó el profesor, el primer día del curso. Toro acabó siendo el líder, el que elegía a los miembros del

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equipo antes de jugar y el que nos defendía de los ma-tones. Incluso se rumoreaba que le había tocado las tetas a Veneno, el día de la recogida de la siembra, y el rumor llegó hasta los profesores. Pero una noche en que me quedé a dormir en su casa, Toro me contó la verdad:

–Solo nos dimos un par de besos. Nada especial. Pero no se lo cuentes a nadie.

Toro decía a menudo que es mejor que hablen mal de ti: así nadie te pide nada.

Cuando Ludo se hizo fuerte en la colina y nadie pudo bajarlo, Toro se lanzó al ataque. Ludo había derrotado a Rojo, que se había vuelto a casa. Estábamos agotados y nos habíamos abierto heridas en codos y rodillas; la ropa rota y llena de polvo. Estuvimos durante horas tratando de tirar a Ludo de la colina, pero nadie pudo. Toro for-cejeó con él y estuvo a punto de conseguirlo. La mayoría queríamos que Toro fuese el rey de la colina. Ludo era bajito y muy pálido y tenía ojos azules, que abría mucho cuando se reía, y los dientes amarillos y el pelo negro y grasiento peinado hacia un lado. Era rápido: todos pen-sábamos que jugaba sucio. Sus llaves eran precisas; Toro perdió el equilibrio y rodó colina abajo, aplastándose las costillas en el camino.

Todos queríamos ver a Ludo rodar por la colina. Al día siguiente, Ludo estaba sobre la colina con unos

cuantos chicos y chicas del barrio. Estaban Veneno y Esqueleto y Lanzador y Plata. Estaban arrodillados, un poco más abajo que Ludo, esperando a que llegásemos. Toro se quedó atrás cuando Alfil y Machaca se lanzaron. Y entonces, el sol descendió del todo y el cielo se quedó huérfano. El crepúsculo era la hora elegida.

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Veneno atacó a Machaca y consiguió que resbalase y rodase por la colina.

Ludo lanzó su orden. Alfil se enfrentaba a Lanzador: era un chaval grande y

musculoso que siempre vestía pantalones de atletismo. Medía por lo menos dos cabezas más que Alfil, pero el pequeño le hacía frente. Tenía la resistencia de la carne triturada: lanzaba golpes con el canto de los puños y no paraba de moverse. Ludo mandó a Plata para hacer fren-te a Solitaria cuando esta ascendió por la colina. Plata le lanzó una patada, que no estaba permitida cuando Rojo o Toro eran reyes de la colina. Pero los tiempos cam-bian. Ludo tenía sus propias reglas, y sus aliados.

Cuando empezamos el juego, los primeros días del verano, Toro dijo:

–El rey siempre está solo. Esa es la gracia del juego. El rey tiene que defender constantemente su supremacía.

Ludo no era un rey. No uno de verdad. Él se valía de sus amigos para perpetuar lo que Toro llamó la su-premacía. Iba en contra del espíritu del juego. Toro se mantuvo al margen, al pie de la colina, viendo cómo se desarrollaba la batalla. Yo estaba junto a él, pensando en si valía la pena lanzarse al ataque. Alfil terminó golpeán-dose la rodilla, clavándola en tierra cuando esquivaba un golpe, y se hizo una herida muy fea que empezó a san-grar. Lanzador aprovechó para agarrarlo por debajo de las axilas, lanzándolo colina abajo. Plata retrocedía ante los golpes de Solitaria, así que Esqueleto corrió en su ayuda. Era un chico pelirrojo que no se parecía en nada a un esqueleto: era algo gordo y tenía pecas por toda la cara. Mi padre decía que estaba muy lejos de su tierra.

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Signifique eso lo que signifique. Entre los dos derrota-ron a Solitaria y la hicieron rodar hasta casi mis pies. Yo corrí en su ayuda, pero ella se levantó y se frotó el codo con fuerza. La arena hacía que las heridas escociesen de verdad y se infectasen.

Toro no se movió. Clavaba su mirada en Ludo, que se había sentado en

lo alto de la colina, con las piernas y los brazos cruzados. –Parece que vengas de la guerra– dijo mi madre,

cuando volví a casa. Al día siguiente, salimos antes de la hora acordada.

Estábamos todos junto al campo, pegados a las gradas, hablando sobre lo que estaba pasando.

–Va contra las reglas– dijo Solitaria–. Ludo tiene que defenderse solo.

–Ya– dijo Alfil–, pero ¿lo vas a bajar tú?–¿Por qué le ayudan?–Les habrá prometido algo. Toro estaba apoyado en las gradas, con la mirada se-

ria. Se había puesto su camiseta amarilla, que al inicio del verano se manchó de sangre cuando Rojo chocó la cabeza contra su nariz al lanzarse los dos a la embestida. Así se ganaron sus apodos. La mancha no había desapa-recido del todo: parecía un borrón de arcilla pegado a la tela. Quizás nadie se daba cuenta, pero Toro la llevaba como si alzase una bandera y el viento la zarandease de un lado a otro.

Solitaria, que llevaba aparato y a veces arrastraba de-masiado las consonantes, lanzó un bufido y señaló con un dedo hacia el otro lado del campo. Veneno caminaba hacia la colina, con Ludo.

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–Esos dos se han hecho muy amigos– dijo. El comentario no llevaba maldad, pero Toro dio un

respingo. Yo sabía lo que había pasado entre él y Vene-no, pero no dije nada. No sabía qué se suponía que se debía sentir al besar a una chica, ni si eso implicaba que Veneno y Toro eran novios y ahora estaban enfrentados en bandos diferentes. Ni siquiera sabía qué gracia podía tener besarse, aunque mis padres lo hacían de vez en cuando, y mucho menos en tocarle las tetas a una chica. Aunque Veneno había sido de las primeras del barrio en tener tetas: dos protuberancias que algunos chavales encontraban hipnóticas y atractivas y yo, por mucho que me esforzaba en lo contrario, enigmáticas. Pero hubie-ra lo que hubiese allí, Toro no dijo nada. Se limitó a estirarse de la camiseta, como solía hacer, bajándola y dejándola lisa sobre su torso, y echó a andar. Los demás lo seguimos.

Era la hora acordada y Ludo ya estaba sobre la colina. Sus esbirros, abajo. Esta vez me lancé el primero. Sufría una intolerancia

crónica a quedarme quieto en aquellas situaciones, pero también un miedo desmedido a hacerme daño. Esto, combinado, me convertía en imprevisible. A mi encuen-tro llegó Esqueleto: con su sonrisa boba y su cara llena de pecas; llevando una estúpida gorra azul que se le cayó al suelo en cuanto lo golpeé en las piernas. Me tumbé sobre él y empecé a golpearlo con las palmas de las manos en los brazos. Se protegía la cara con esos enclenques brazos pálidos, pero yo golpeaba sin piedad. Unas manos me agarraron entonces y me separaron de él. Lanzador era mucho más grande que yo y casi podía

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levantarme (sin esfuerzo) yo peleé y lancé algunas pa-tadas, pero con un revés atravesé un palmo de distancia y caí rodando.

Al llegar a los pies de la colina, mi grupo ya se había separado.

No pude ver mucho porque al caer, me golpeé en la cabeza. Había olvidado la primera regla: cuidarse la cabeza. Estaba mareado e intentaba enfocar con la vis-ta hacia lo alto, pero no podía ver gran cosa. Supongo que algunos gritos y tacos me formaron la idea en mi cabeza de que la lucha estaba igualada, pero nada más lejos: Solitaria cayó rodando y lloriqueando al darse en la mano contra una piedra y rasparse toda la palma. La siguió Alfil, que se rindió y bajó voluntariamente. Yo tra-taba de incorporarme, con la idea de volver a ascender, o incluso de lanzarme a la espalda de algún despistado. Pero hay que seguir las reglas. El mareo no se me pasó cuando conseguí sentarme.

Vi a Toro pelear con Veneno. Al rato, Toro bajaba la colina siendo arrastrado por

Plata y Esqueleto. –¡El rey de la colina!– gritó Ludo, y los vencedores

aplaudieron. Aquella noche, volví a casa con Machaca. –Creo que me voy a unir a ellos, ¿sabes?–Venga ya. –Te lo digo de verdad. –Son unos mierdas.–Ya lo sé, pero van ganando.–Nosotros ganaremos. Tenemos a Toro. –Toro no va a ganar a Ludo.

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Me detuve en seco al ver que lo decía en serio. –Oye, no me vengas con eso. ¿Estás ahora con ellos?–Es que yo quiero reinar en la colina. Nunca he sido

rey. –Porque ser rey hay que ganárselo peleando. Y no

todos valen. –Ya. Pero con Ludo al menos estamos en lo alto. Aun-

que no seamos reyes. Machaca agachó la cabeza y dio una patada en el

suelo. Dijo: –Es mejor que estar abajo, ¿sabes?No respondí nada. En cierto sentido, comprendía lo

que quería decir. Machaca solo quería estar en el equipo vencedor. Eso no se le puede reprochar a nadie. Pero mi padre me decía siempre que había que tener pelotas. Y se lo dije a Machaca:

–Hay que tener pelotas. Me miró fijamente y negó con la cabeza. –Oye, no te lo tomes a mal, ¿vale? Y dile a todos que

no se lo tomen a mal. Echó a correr y se perdió en la oscuridad de la noche;

en su camino de vuelta a casa. La luna ya había salido y había echado el día a perder, así que anduve hasta casa con dolor en las nalgas y los brazos. Pensando en aque-lla maldita colina. En Ludo, rey de la colina.

Cuando Ludo venció a Rojo, la batalla ya casi ha-bía terminado. Rojo era fuerte y rápido y tenía agallas para dar y tomar. Había sido rey desde que empeza-mos el juego, cuando la colina todavía estaba desierta y, para proclamarse rey, había que alcanzar la cima y

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mantenerse en pie. Toro dijo la regla y Rojo estuvo de acuerdo. Ninguno pudo con él. Toro estuvo a punto de conseguirlo un par de veces; el juego a veces valía la pena por terminar a los pies de la colina, llenos de tierra y pequeñas heridas, viendo la lucha entre Rojo y Toro. Si alguien merecía quitarle la colina, ese era Toro. Y si alguien merecía conservarla, ese era Rojo. El día del cabezazo todos nos asustamos un montón: nos veíamos castigados, con una reunión apresurada de pa-dres en la que se prohibía jugar a el rey de la colina, pero nada de eso ocurrió: Rojo y Toro se abrazaron y bajaron juntos, cuando el sol se fue.

Y entonces, un día, Ludo llegó hasta lo alto en último lugar. Rojo ya estaba cansado de despacharnos a todos: incluso se deshizo de Toro con cierta rapidez, aprove-chando un despiste que lo hizo tropezar y caer de bruces a lo largo del montículo. Ludo se lanzó a la carrera y Rojo lo esperó; con su posición de defensa, los brazos listos para detener la fuerza del adversario, las piernas algo separadas para aguantar su peso. La mirada clavada en Ludo. Pero no contó con una cosa en la que todos habíamos caído, apenas cinco segundos antes: Ludo era pequeño. Lo suficiente como para escurrirse entre las piernas de Rojo y empujarlo desde atrás. Quizás pensó que sería una victoria así de simple, pero Rojo era un rey poderoso: detuvo su caída con una mano y giró so-bre sus talones para encarar a Ludo. No lo comenté con Toro, pero los dos nos dimos cuenta de algo: aquella primera caída hizo que Rojo se hiciera daño en la muñe-ca. Estuvo claro cuando trató de arrearle un empujón a Ludo y lanzó un grito de dolor. Su adversario aprovechó

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el momento para ponerle la zancadilla y consiguió que cayese de bruces contra el suelo. Algunos se lanzaron instintivamente hacia lo alto de la colina, ignorando las normas de Rojo: una vez se ha caído, ya no se vuelve a subir.

Esa fue la segunda regla. No volver a subir. Ludo golpeó a Rojo en las costillas y lo empujó de

una patada hacia la falda de la colina. Por el camino, las pequeñas piedras rasgaron la ropa de Rojo y lo hicieron sangrar por los brazos. Ludo alzó las manos y lanzó un grito, tal vez antes de que Rojo diese con la cabeza en la base misma de la colina, pero entonces todos se de-tuvieron.

Había un nuevo rey de la colina. La tercera regla era: El rey no está solo. Y sabíamos que eso lo había cambiado todo. Las noches de verano tienen algo de pesado; de inter-

minables. Al menos, así me lo parecían, echado sobre la cama, con las sábanas arrastrando por el suelo porque tenía calor. Con la ventana abierta de par en par, dando a la calle, donde no se movía una mosca. Me preguntaba si mis amigos también estarían despiertos y si Machaca se uniría realmente a Ludo. El rey no está solo. Aquello era una estupidez: iba en contra del espíritu del juego. Me encontré a mí mismo por la noche pensando en estas cosas cuando lo que realmente me quitaba el sueño era si Toro y Veneno estarían enfadados. Y si esto significaba que Veneno podría fijarse en otros chicos.

También pensaba en qué demonios pasaba con Rojo. No lo habíamos vuelto a ver.

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Al día siguiente mi padre me miró muy serio durante el desayuno. Yo tragaba mis tostadas, sin decir nada, pensando en que vería la televisión un rato y después saldría. Tal vez a la colina. Mi padre me apuntó con un dedo y dijo:

–Si vuelves con la ropa hecha polvo como ayer, la lavas tú mismo a mano.

Asentí y terminé de desayunar. Aquel día, también terminé saliendo temprano. En la calle no había nadie: el sol todavía pegaba fuer-

te y había que refugiarse debajo de los árboles o en las tiendas del centro. Pero no había nada que mereciese la pena. Caminando por la calle, me encontré, casi de forma instintiva, frente a la colina. Allí estaba, a unos cuantos pasos de distancia, como retando a que me acercase. Haciéndome caer en la cuenta de que nunca había aspirado realmente a ser el rey. Y quizás por eso hay gente como Machaca. “Con Ludo al menos estamos en lo alto. Aunque no seamos reyes.” Hay gente que se conforma con llegar lo más lejos posible, aunque supon-ga la subordinación total. Es fácil agachar la cabeza.

Era curioso que nadie quisiera la colina cuando estaba vacía.

Allí, al otro lado de la calle, cualquiera podía subirse a la cima y coronarla. Declararse rey, por unos minutos. Nadie había salido a la calle, así que la colina estaba huérfana. Lista para ser saqueada. Indefensa. Pero nadie se subía entonces a ella; como no lo hice yo. No hay desafío en coronar algo indefenso. Empujar al rey y ha-cerlo rodar, eso era todo lo que importaba. Y Toro podía hacerlo, de no ser por Veneno. Eso era lo que lo frenaba.

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Cuidarse la cabeza. Si se cae, no se vuelve a subir. El rey no está solo. Esas eran las tres reglas. Pero quizás para Toro había

una más: una que nadie tenía que cumplir. Veneno no se toca. Eché a correr a lo largo de la calle, hacia la casa de Veneno.

Cada casa tenía la marca personal de su dueño: casi se podía adivinar a quién pertenecía cada una. En la casa de Veneno, en la última ventana del segundo piso, siem-pre sonaba música rock. Por eso, su nombre era Veneno. Atronaba con guitarras eléctricas por toda la calle. Llamé con los nudillos y le dije a su madre que quería verla.

–¡Viene un amigo a buscarte!– gritó su madre.Veneno tenía el pelo negro y el flequillo recto, cortado

a la altura de las cejas. Su melena era considerable y su piel blanquecina; llevaba siempre los ojos pintados de negro; era de las pocas que ya empezaba a maquillarse. Eso le daba un aire misterioso, un algo que no se podía describir. Su cuerpo ya empezaba a dibujar curvas con la frescura de una ópera prima.

–Hola. –Hola. Su voz era ligera; un acorde que se toca con facilidad.

Entendía porqué Toro se había besado con ella. Tenía los labios rosados y finos: el de abajo más grande que el de arriba. Como invitando a un beso, aunque yo no sabía lo que se sentía al besar a una chica. Era un tema tabú; el que lo conseguía, se convertía automáticamente en un héroe.

–¿Por qué vas con Ludo?

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–No es asunto tuyo. –¡Venga ya! Tú eres amiga de Toro, no entiendo que

te vayas ahora con él. –Lárgate. Hizo un amago de darme con la puerta en las narices.

Interpuse el pie y la puerta rebotó contra él. Dije: –¡Por lo menos podrías mantenerte neutral! –Eso no forma parte de las reglas. –¡Claro que sí! No tienes que jugar si no quieres…–Pero es que yo sí que quiero jugar. –¿Contra nosotros? ¿Y qué pasa con Toro?Se lo pensó. Formó una mueca con los labios, que la

hizo parecer más guapa de lo que ya era. –No pasa nada con Toro.Y cerró la puerta. Era la hora y Toro no aparecía. Ignoraba si Veneno

había hablado con él después de nuestra charla, ni si, de haberlo hecho, aquello significaba algo. Pero Toro no ha-bía aparecido a la hora acordada. Machaca estaba sobre la colina, con los esbirros de Ludo. Abajo estábamos yo, Alfil y Solitaria. No éramos un gran ejército. Ludo gritó:

–Lo mismo ha llegado el momento de que os rindáis. Él era el mazo y nosotros la sandía: era la piedra y

nosotros la ventana. Veneno desvió la mirada cuando le supliqué, con una mueca de niño pequeño, que se unie-se a nosotros. Machaca tampoco me miró directamente, apartando la cabeza como por casualidad. Ludo tenía a todos y nosotros no teníamos nada. Pero ahí seguíamos, aunque no sabía por cuánto tiempo. Ludo dijo:

–Si os rendís ahora y me proclamáis rey absoluto de la colina, os dejo.

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–Ni lo sueñes. –¡La colina es mía! ¡Soy el rey absoluto! –Mientras sigamos intentando echarte, no eres el rey

absoluto. Quise gritar de rabia. ¿Por qué no se daban cuenta?

Si todos nos juntábamos, Ludo no tendría nada que ha-cer. Podríamos echarlo fácilmente, hacerlo rodar por la colina, y que otro ocupase el lugar. ¿No era esa, preci-samente, la gracia del juego? ¿Que la figura del rey es frágil, y cualquier puede aspirar al trono? No compren-día cómo no lo veían. Ludo quería traicionar el juego, siendo rey absoluto. Si nadie podía aspirar a lo alto de la colina, el juego acababa.

Solitaria se lanzó al ataque, gritando. Yo apreté los pu-ños. Si lo íbamos a hacer, lo haríamos juntos. Alfil corrió detrás de mí y se enzarzó en una lucha con Machaca y Esqueleto. Tenía más agallas que nadie, aunque eso le costase más heridas que a nadie. Veneno me cortaba el paso. Solitaria me echó a un lado de un empujón y se lanzó contra ella; la agarró del brazo y trató de hacerle una llave y tirarla al suelo, pero Veneno estaba prepara-da y se agarró a su vez a la pierna de Solitaria y ambas cayeron rodando colina abajo. Miré a mi alrededor: Lan-zador venía corriendo, con la cabeza un poco inclinada, imitando el ataque propio de Toro. Me hice a un lado y aproveché la fuerza de su ataque para asestarle un gol-pe en la espalda y que se tambalease. Lanzador era más grande que yo y más fiero: le llamábamos así porque podía levantar casi a cualquiera y lanzarlo colina abajo con un solo movimiento. Pero todos sabíamos que la ra-pidez era su punto débil. Me escabullí bajo sus piernas y

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volvió a tambalearse: asestaba golpes con los puños ce-rrados, hacia todos lados. Intenté calcular mentalmente cuánto tiempo me quedaría hasta que Alfil cayese y los que quedaran en pie se lanzasen contra mí. Tenía que asestar un golpe rápido.

Y, en lugar de eso, lo encajé. El puño de Lanzador me aplastó la cara. El golpe me hizo tambalear: sabía que estaba a punto

de caer; rodaría por la colina y ya solo quedaría Al-fil contra ellos tres. Ninguna posibilidad, hoy tampoco. Lanzador se disponía a darme el último golpe: me agarró por el torso y se dispuso a levantarme y hacer lo que mejor se le daba: lanzar. Así que me retorcí y culebreé bajo sus piernas una vez más y lancé una patada a su enorme culo. Lanzador cayó de bruces contra el suelo y se deslizó colina abajo como un trineo movido por la vergüenza. No tuve tiempo de celebrarlo: me giré y fui a por Ludo.

Pese a ser bajito y delgado, Ludo no estaba cansado. Esa era la perfección de su reinado: cuando cualquie-ra llegaba a desafiarlo, ya estaba agotado y herido por culpa de sus esbirros. Creí que aquella sería la batalla épica en la que me proclamaría nuevo rey de la colina. Pero ni por asomo: después de un par de empujones y agarrones infructuosos, Ludo aprovechó mi cansancio para lanzarse de pleno contra mí y derribarme de una sola embestida. Caí dando vueltas sobre mí mismo y me hice daño en el cuello. Al pie de la colina ya estaba Alfil, machacado por la pelea, y Solitaria, con su expresión ceñuda clavándole la mirada a Veneno.

Otra tarde más en que el rey seguía imbatible.

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–¿Dónde has estado?–He ido a hablar con Rojo. Aquello me pilló desprevenido. Había estado pensan-

do en un montón de insultos para la cobardía de Toro cuando me enfrentase con sus excusas, pero no me es-peraba que hubiese ido a ver a Rojo.

–¿Qué se cuenta?–Dice que es culpa suya que Ludo sea el rey. –Bueno, un poco sí. –No fastidies. Toro estaba cabreado: en parte, por eso le iba tan bien

el apodo. Cuando estaba cabreado, fruncía el ceño y apretaba la mandíbula, ya de normal cuadrada y llena de ángulos, que le confería el aspecto de un toro bufando y preparándose para embestir.

–No pude con Ludo. –No pasa nada. –Creí que lo iba a vencer. Tendría que haberlo hecho.–Es que llegamos cansados a la cima– dijo Toro–. Por

eso lo hace. Por eso aguanta.–Tenemos que pensar un plan. –Machaca está con ellos. –Ya. Le dije que no… pero no me hizo caso. –No pasa nada. Caminamos hasta los árboles, solo para encontrarnos

que Ludo ya estaba en lo alto, con todos desperdigados a las faldas de la colina. Veneno era la única que no sonreía y se hacía crujir los nudillos cuando llegamos: Toro el primero, con su cara de enfado, bufando sono-ramente; Solitaria, con heridas aún visibles en brazos

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y piernas y Alfil, que encogía el cuello hasta meter la cabeza entre los hombros, pero apretaba los puños con fuerza. Éramos unos idealistas: un puñado de guerreros buscando la gloria frente a un ejército. Igual que aque-llos héroes griegos de los que más tarde se componían canciones: a todos se les olvidaba la ironía de que los protagonistas de esas canciones hubiesen muerto para que fueran compuestas. Ludo se sentó en la colina, con las piernas cruzadas, como solía hacer. Era de los más pequeños del grupo; un rey malcriado que había echado a perder el juego.

–¡A por ellos! Toro echó a correr hacia la colina y comenzó su as-

censo. Esta vez, teníamos un plan. Solitaria le siguió y Alfil y yo nos quedamos en la retaguardia. Además de fuerte, Toro era rápido. Al ser más alto que la mayoría, sus piernas eran más largas y sus zancadas poderosas: corrió hasta ascender la mitad de la colina y después giró, sorprendiendo a Machaca, que ya había salido a su encuentro. Toro rodeó la colina, corriendo sin parar, atrayendo hacia sí a Machaca y Lanzador. Solitaria corrió entonces en línea recta, al encuentro de ellos. Veneno se lanzó a por ella y Alfil le cortó el paso. Se empujaron y golpearon, pero el pequeño Alfil siguió en pie. Soli-taria eliminó a Machaca de un empujón, que trastabilló con sus propios pies y descendió rodando por la coli-na. Ese era mi momento: eché a correr, lo más deprisa que pude. Todavía quedaba Plata, que descendió dando saltitos hasta mí. El encuentro fue breve: me lanzó un golpe que esquivé agachándome y aproveché para ba-rrerle los pies de una patada. Plata, con su melena negra

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azabache, se dio en las costillas y lanzó un grito que enseguida se convirtió en llanto. Eché a correr hacia la cima. Toro peleaba con Lanzador, y las fuerzas parecían estar casi igualadas.

Alfil gritó al caer de espaldas. Cayó por la colina, arañándose de nuevo los codos. Veneno corrió hacia mí. Solitaria se encontraba a bue-

na distancia, tratando de continuar con la formación que habíamos predispuesto. El dibujo en la arena, claro como el cristal. Realizarlo ya era más complicado.

Toro estaba a punto de caer: Lanzador lo había gol-peado en la oreja con el canto de un puño y eso le había hecho perder el equilibrio. Solitaria no llegaría a tiempo. Yo, si Veneno me alcanzaba antes, tampoco. A Lanzador solo le hacía falta un golpe de gracia para dar al traste con Toro y con nuestro plan. Todo sucedía como a cá-mara lenta: como si fuese uno de esos sueños en los que te persiguen y corres y te das cuenta que tu cuerpo pesa una tonelada y no puedes casi moverlo; levantas un pie y ellos ya han dado mil pasos hasta ti. Toro iba a caer y, otra tarde más, Ludo seguiría siendo rey de la colina.

Entonces, Veneno se paró en seco. No tardé demasiado en reaccionar. Corrí hasta Lanzador y lo empujé con todas mis fuer-

zas: golpeé en su espalda con mi hombro y los dos rodamos colina abajo, enzarzados en vueltas y vueltas, con las pequeñas piedras golpeándonos en todas partes y las extremidades doloridas. Caí boca arriba, con el azul pardusco del cielo de la tarde dándome la enhorabuena. “Por un trabajo bien hecho, camarada”, como decía mi padre a veces. Y me giré y pude ver que Toro ascendía,

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sin que Veneno lo detuviese. Ludo fue a su encuentro, fresco por no haberse movido aún. La pelea no era justa. Veneno se sentó en el suelo, cabizbaja. Toro trató de embestir, pero fue inútil. Ludo era pequeño y rápido. Solitaria corrió hasta ellos, pero estaba muy lejos. Toro estaba cansado: lanzaba golpes sin fuerza, sin punte-ría. Ludo mantenía esa estúpida sonrisa llena de dientes torcidos y amarillentos. Toro estaba perdido. Esa era la clave del reinado de Ludo: El rey no está solo.

Pero Toro tampoco lo estaba. Cuando el puño de Ludo iba a caer sobre la cabeza

de Toro, una mano lo detuvo. Rojo había ascendido la colina a toda prisa, sin que nadie lo viese. Allí estaba: grande y fuerte como el que más. El rey justo que nunca debió caer. Solitaria se detuvo junto a Veneno, con una ligera sonrisa en la cara. Ludo miró por encima del hom-bro, el puño sujeto en lo alto por una tenaza. Y Toro lo golpeó en el estómago con una patada. Ludo pareció un muñeco que se deshincha: perdió la fuerza y cayó al suelo, con las manos agarrándose la tripa. Rojo, sereno y con la mirada fija en el rey que lo derrocó, estiró la pierna y le dio un suave golpe que hizo rodar a Ludo colina abajo.

Alguien empezó a aplaudir, y todos los seguimos. Rojo le dio la mano a Toro, y bajó la colina, dejándole

en lo alto. Toro, el rey de la colina. Aquella noche, dormí mejor. Aunque mis padres pu-

sieron el grito en el cielo al ver en qué estado había llegado mi ropa a casa. Aseguré que yo mismo la lavaría a mano, en la pila, como otras veces. Pero ni siquiera

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la bronca de mis padres hizo que la sonrisa de mi boca desapareciese. Todos volvimos a casa riendo y cantando: habíamos vencido a Ludo. E incluso los que se aliaron con él cantaron con nosotros y recorrieron la calle, que aquella tarde se convirtió en un paseo de la victoria. Toro le dijo algo al oído a Veneno y esta sonrió. Los dos caminaban juntos; yo al lado de Solitaria, que, cuando llegamos hasta mi casa y me separé del grupo, me dio un beso en la mejilla y me dijo:

–Bien hecho, Trocador.Y me despedí de todos con un gesto de victoria. En lo alto del cielo, la luna comenzaba a asomar: blan-

ca, redonda y orgullosa. El verano seguía.

El año sin verano

Cristina Barba

FINALISTA RELATO JOVEN

CRISTINA BARBA (O Barco de Valdeorras, 1981)

Es licenciada en Ciencias Políticas y Máster en Escritura Creativa. Trabaja como profesora de Filosofía y ha participado en distintos proyectos editoriales relacionados con su activi-dad como docente. Por otra parte, ha participado en distintos talleres de relato y nouvelle con Eloy Tizón y Elvira Navarro. En la actualidad está a punto de incluir un texto en la obra Antología de relatos incómodos de la editorial Relee.

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Nos conocimos en el día internacional del oso polar. Lo sé porque entonces trabajaba en la sección de pasa-tiempos del centro comercial y a esa gente le encantan las efemérides. Yo llevaba colgada una tarjeta sobre el pecho izquierdo, más o menos a la altura del corazón, en la que podía leerse “Entretenimiento”. Mi trabajo de entonces consistía en disfrazarme de Bella Durmiente y encajar mi culo robusto de recién licenciada en un ataúd de metacrilato para emular un estado comatoso ocho horas al día. Amenazándome como una guillotina, por encima de mi cabeza, oscilaba una pancarta que decía: «¿Quieres ser el príncipe de esta historia?».

El vestido estaba fabricado con esa tela barata de co-lores planos que solo existen en los cuentos para niños y me picaban todos los bordados y las costuras. El supli-cio se intensificaba porque debía permanecer tan inerte como fuera posible, las largas pestañas postizas sellando mis párpados, la sonrisa leve de los desahuciados por la medicina, a merced de todos los desconocidos que se acercaban para besarme y probar suerte.

En esos días el centro comercial se había volcado con el rodaje de tu película. Toda la ciudad estaba patas arriba

Para Ofelia.

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por lo de tu película y era difícil encontrar a alguien que no se hubiera presentado a un casting para figurante. Las cartas de los restaurantes se habían inundado de platos-homenaje; los policías acordonaban las calles en las que rodabais con la mismísima cinta amarilla de los crímenes y los corredores nocturnos se detenían por un instante, sin dejar de dar saltitos, tratando de ver algo con el cuello muy estirado y la barbilla muy empinada, aunque fuese algo pequeño y alejado.

Lo que hacíamos en el centro comercial era rifar un viaje por el sur de Francia, y se había decidido que el ganador sería aquel que, con un beso, consiguiese ha-cerme abrir los ojos. Con esa finalidad me contrataron y me introdujeron un dispositivo en la oreja, camuflado con mucha cautela entre los tirabuzones dorados que caían en cascada de la peluca. A través de él me comu-nicarían cuidadosamente la orden llegado el momento. Mientras tanto, yo languidecía en mi ataúd con los pies tumefactos dentro de los zapatitos de damisela en apu-ros, soñando con el chico guapo y solitario con aire a Cary Grant que me subiese al interior de su descapota-ble azul y me llevase lejos, con él, al sur de Francia.

No sé por qué abrí los ojos sin haber recibido la or-den. Supongo que simplemente me quedé dormida de verdad a pesar del sarcófago y los pies acristalados, y me desperté con el beso. Pegué un respingo cuando lo que vi fueron tus labios, delgados como los de Au-drey Hepburn, y luego tu cara alrededor de tus labios, tan perpleja como la mía pero sonriente. El aire viciado por el microclima del cristal a nuestro alrededor se lle-nó de exclamaciones y aplausos que ascendieron sobre

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la música enlatada de cuento de hadas y el ronroneo del aire acondicionado. Sin embargo al encargado no le hizo ninguna gracia la situación y después de reunir-se con el comité de las personas importantes concluyó que ese desenlace no era apropiado para la publicidad de un espacio de ocio familiar. Pero por otra parte les preocupaba una posible denuncia del lobby gay o de las feministas. Me convertí en el objeto de su cólera así que tú acabaste por declarar entre risas ahogadas y ante no-tario que renunciabas al premio con tal de zanjar aquella situación tan absurda. Después me ayudaste a sustraer de la sección de devoluciones y taras, que era el espacio que se había habilitado para que me disfrazase cada día, todos los objetos que nos permitieron los quince minu-tos que tardó en redactarse la rescisión de mi contrato. Sin embargo, tú ya estabas decidida a cumplir tu recién adquirido sueño-de-antes-de-morir que era pasar un ve-rano entero viajando por el sur de Francia y yo, ahora que me habían despedido, tenía el resto de mi vida libre.

Me llevaste primero a aquel lugar que tú y los de tu película habíais llenado de decorados. Nos bajamos del coche y caminamos entre los paneles gigantes de cartón piedra, adentrándonos por los falsos pinares coronados por los Alpes marítimos, y sobre aquella roca, dorada por un atardecer ficticio con los barcos estáticos al fon-do, ante una recreación del pequeño puerto de Saint Tropez, me contaste la historia del Año sin verano. Siem-pre contabas cosas que no se sabía en qué porcentaje eran ciertas. Y se las contabas a tantas personas distintas que enseguida olvidabas qué y a quién. Por eso quiero hacer el remake de nuestra historia para ti, con todos los

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detalles que sin duda habrás olvidado con el paso del tiempo.

El Año sin verano también era conocido como el Año de la pobreza, El verano que nunca fue, El año que no tuvo verano, y Mil ochocientos y helados a muerte. Me explicaste que en ese tiempo se produjeron graves anor-malidades en el clima que culminaron con una caída en picado de la temperatura mundial. La anomalía fue causada a su vez, por la erupción de un volcán en In-donesia, que hizo que la bóveda celeste se cubriese y la tierra ya no recibiera más la luz del sol. Ni un minúsculo rayo perforando las nubes con esfuerzo como en las pin-turas del Barroco. Solo cúmulos enroscados en un cielo convertido en un lienzo húmedo y opaco.

Regresamos hacia el centro de la ciudad ya de noche, con las ventanillas bajadas, la música en ascenso hasta remontar los sonidos de la carretera que rebotaban en las paredes del túnel, las luces de los otros coches refle-jándose en el retrovisor, atravesando la oscuridad como un punto aislado, veloz e inorgánico, rodando sobre una flecha blanca en la que se notaba que recientemente los operarios habían pintado la palabra Salida.

–¿La M30 a esta hora de la noche no te recuerda un poco a esas carreteras de la costa del sur de Francia?

Yo, que entonces apenas había salido de la ciudad, me reí mientras asentía. Las farolas del alumbrado público desfilaban a toda velocidad por tu ventanilla iluminando y oscureciendo tu cara como si se abriese y se cerrase un telón. Entonces supe que podíamos llevar a cabo nues-tro plan: podíamos hacer un viaje por el sur de Francia y no necesitábamos cambiar de ciudad para hacerlo.

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Escogimos un hotel decadente de esos con manchas en la moqueta que podrían ser de sangre. El hotel per-fecto para terminar algo o para terminar mal, y tú te empeñaste en decir que frente a la puerta había muer-to Isadora Duncan, la bailarina de ballet, estrangulada con su propio pañuelo, para darle un halo de miste-rio. Yo me reía de tus ocurrencias y te decía «No sé de dónde sacas todas esas historias», como si realmente te conociera desde hacía mucho tiempo. Me gustaba decir que éramos amigas íntimas aunque casi me doblabas la edad, porque eso me hacía sentir sofisticada y mayor. Justo el tipo de persona que viaja por el sur de Francia durante un verano. Lo elegimos por eso y porque las cortinas siempre echadas lo delataban como un nido de delincuentes donde no nos pedirían la documentación al llegar, el lugar perfecto para dos forajidas en caza y captura como nosotras.

Era muy extraño, pero cuando me tumbaba contigo a la orilla del río, bajo aquellos arbolitos escuálidos y agostados, las piernas blancas sobre nuestras toallas ro-badas, sentía que estaba realmente en el sur de Francia y que lo que tenía delante era una de esas refinadas playas de guijarros y el mar de color turquesa que nos lamía las orejas cuando nos hacíamos las muertas. Sentía que es-taba conectada a ti con la fuerza que solo podrían sentir las dos únicas personas en el mundo que padecen una de esas clasificadas como enfermedades raras.

Te conté que cuando era una niña siempre soñaba con una ciudad a la que podía llegar caminando si quería. Recorría sus calles retorcidas y desembocaba en una pla-za y al hacerlo sentía mucha calma y felicidad. Aunque

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lo curioso no era el sueño en sí sino que no recordaba haberme despertado. Como si de alguna forma la maña-na siguiente hubiera sido la salida de aquellas calles y todo lo que había ocurrido después tan solo fuese una siniestra prolongación del sueño. Lo que de verdad me angustiaba era la idea de que aún existía la posibilidad de que un día despertara realmente y volviese a tener ocho años.

–Cuando yo era pequeña me chupaba los brazos hasta hacerme moretones –me dijiste siguiendo con la mirada la trayectoria de una hormiga sobre la marca de cal en un árbol. Yo comprendí en ese instante, a pesar de mi incompetencia en todos los aspectos de la vida, por qué no te gustaba nadar hasta lo profundo.

El año sin verano las cosechas se malograron, la lluvia se triplicó en algunas zonas del mundo, como en los polos y nevó copiosamente en lugares cercanos al ecua-dor, como el sur de México y Guatemala. La escarcha quemó la mayoría de las cosechas, y las temperaturas pasaban, en cuestión de horas, de las normales en ve-rano, hasta estar próximas al punto de congelación. Las ovejas se apelmazaron en los campos devastados y los pájaros se congelaron sobre las ramas que los sostenían y luego sus cadáveres petrificados empezaron a caer de los árboles como extrañas frutas que maduraban en in-vierno. Pero el año sin verano tuvo también inesperadas consecuencias, concluiste con una mirada triunfal. Por ejemplo, se cree que los espectaculares atardeceres de las pinturas de Turner se debieron a los altos niveles de ceniza que había en la atmósfera. Yo asentía con los ojos mayúsculos de los que no se atreven nunca a preguntar

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nada. Se inventó la bicicleta porque no hubo cosecha de avena con la que alimentar a los caballos. Y fue en el año sin verano cuando varios escritores e intelectuales que veraneaban en la Villa Diodati, una mansión cerca de Ginebra, aburridos y hastiados por el mal tiempo y la lluvia incesante que les impedía salir de excursión, idearon entretenerse contándose historias de terror. En-tre estos escritores estaban Lord Byron y Mary Shelley, quien años más tarde, con las notas que tomó en aque-llos días ociosos, escribió la novela de Frankenstein.

–Imagina que no hubiese año sin verano –me dijiste encogiéndote de hombros.

El cartel de la Riviera y su decadencia fluorescente atravesando tu pelo de partículas doradas y al fondo los edificios de ladrillo desvaneciéndose y dejando en su lugar un paseo con hoteles art decó donde la aristocra-cia rusa paseaba sus inviernos ociosos. En la foto que nos hicimos sobre el puente, pintarrajeaste, por encima del edificio marrón colonizado de esos toldos verdes tan típicos en la ciudad, la fachada blanca impecable coro-nada por la cúpula rojiza del Hotel Negresco, con sus tres palmeras al frente. Y Niza en lugar de Madrid, al fondo, desplegada horizontalmente a lo largo de la costa como una princesa en coma, punteada de bancos de madera blanca recortados por los miradores azul me-dianoche donde los paseantes nocturnos echaban sus monedas para ver las estrellas, y nosotras nos sentába-mos a tomar copas de pastís y a charlar observando las luces del puerto.

Recorríamos el paseo cada día y veíamos cómo el avance del verano iba transformando las pintadas de los

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muros: el «¿Dónde está el color?» de principios de julio, sobre aquel implacable gris hormigón fue sustituido por «Las obras de arte son respuestas a sus propias pregun-tas». Y pensamos en la suerte que suponía leer algo tan elegante como colofón a nuestro viaje.

–¡Claro! Como estamos veraneando en el sur de Fran-cia… –dijimos al mismo tiempo.

Te gustaba desayunar en el café Lyon porque decías que el camarero ecuatoriano se parecía al Patrone del cuento de Hemingway, siempre tan solícito, con aquel chaleco que le quedaba grande y su cabeza rotunda y digna, sombreada de pelo negro rasurado. Nos traía pas-telitos a la mesa cuando el encargado no miraba.

–Para las dos señoritas guapas –y las camareras, detrás de la barra, se mofaban de él y entornaban los ojos extre-madamente maquillados como las malas de los cuentos.

Con la boca llena de pasteles recordaste la historia de una prima tuya que, a raíz de un desengaño amoroso, comenzó a conversar con el fantasma de Hemingway. Era espantoso. El escritor se le aparecía con el rifle aún humeante entre las manos y chorreaba sangre por la frente. Yo quería ir directa a los detalles escabrosos pero tú meneabas la cabeza con los ojos cerrados. La compa-decías.

–¿Por qué? ¿Estaba muy sola? ¿Qué pasó con ella al final?

–Pues nada. Que se volvió a enamorar y ahora vive en un chalet en Fuenlabrada.

Yo respiré con alivio. Seguro que en las ciudades dor-mitorio Hemingway no se atrevía a manifestarse. Pero tú zanjaste el asunto enarcando las cejas con displicencia:

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–Qué manera más tonta tiene la gente de perder todo su encanto. Así es la vida moderna de los extrarradios. Sin ni siquiera fantasmas.

Y entonces me enojé sin saberlo porque en realidad, yo, lo que quería era tener una casa de ladrillo visto de esas de los extrarradios y un Volvo aparcado en la puer-ta. Y esperar con un crucigrama a medio hacer a que llegases a casa cada noche. Llevar una vida moderna y mediocre sin encanto ninguno.

En aquellos días se nos quedó atascado el mando del aire acondicionado de nuestra habitación de hotel y fue imposible localizar el botón de encendido en el aparato o el enchufe en el laberinto de cables de aquella pared; y ninguno de los lúgubres individuos que se alternaron tras el mostrador del hotel en los días siguientes consi-guieron desentrañar el misterio, así que acabé agarrando un buen constipado de verano, que son los peores. Pero tú, para entonces, ya no tenías tiempo para vasos de le-che caliente antes de dormir y solo pensabas en irte a la ciudad siguiente. Seguro.

El día en que usé por primera vez la expresión «cargar las tintas» te dije cosas horribles porque estaba muerta de miedo ante la idea de que te fueses. Te dije que te dedicabas a montar decorados de películas porque necesitabas crear puestas en escena, pero que eso no era la realidad. Lo que tú haces, te dije, solo sirve para ser observado, para crear situaciones, no sirve para ser habitado. Te dije que eras un enjambre de miedos bajo tu apariencia de forajida-de-la-carretera y que lo que necesitabas era evadirte de la trama, por eso le dabas más importancia al escenario que a la acción. Lo que

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tú haces, recalqué, puede ser verosímil pero verosímil no quiere decir real. Lo que tú haces es unir trozos in-conexos como si lo que estuviéramos viendo fuera la vida misma, aunque en la práctica sólo son imágenes fragmentarias, planos unidos por el montaje.

–¡Montajista! –te solté.–¿Y tú qué? –replicaste con una rabia inédita –Cuando

te conocí ibas con los ojos cerrados.Me preguntaste, el último día bajo la lluvia de Persei-

das, si no tenía ningún deseo, y yo te dije que no, pero mientras tanto me comía la rabia.

–Como en la canción de Billy Bragg, seguro que pido un deseo y resulta que es un satélite.

Entonces apretaste mis manos, y yo cerré los párpados hasta que me dolieron como cuando pasaba los días ten-dida en el sarcófago, para no ver cómo te tenías que ir. Y de una sentada, dándote la espalda, con los antebrazos apoyados en la balaustrada desde la que mirábamos el cielo, te grité para que vieses que yo también tenía mis propias historias. Te grité que en Pekín retransmiten el ocaso en paneles gigantes colocados en las calles a cau-sa de la contaminación. Que los delfines son los únicos animales que se suicidan, simplemente dejan de respirar cuando creen que sus vidas indignas de zoológico ya no valen la pena. Te grité sin apenas aire en los pulmones que las palomas son capaces de reconocer su propia imagen en un espejo, cosa que los bebés de un año no hacen y que Baudelaire tomó el título de su libro Los pa-raísos artificiales del letrero de una floristería. Que hay un acorde que activa las mismas zonas del cerebro que el llanto y que Bécquer murió durante un eclipse de sol.

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–¿Parcial? –me interrumpiste mientras te empezabas a confundir con las sombras del final de la calle.

Y yo, despacio, cuando ya ni siguiera podías oírme, desde el filo resbaladizo de mi última bocanada de aire, susurré como si tuviese que defenderme de una provo-cación:

–Total. Era un eclipse total.