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Radiestesia

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Cuento original e inédito de Joserra Ortiz (SLP, 1981), el autor de Los días con Mona (FETA, 2011) y codirector del Cuaderno rojo estelar.

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RADIESTESIA Joserra Ortiz

© José Ramón Ortiz Castillo Providence, RI, USA. Abril de 2012

Edición gratuita del autor.

It is all the more tragic in that they were young. But, had they lived very, very long lives, they could not have expected nor would they have wished to see as much of the mad and macabre as they were to see that day. Tobe Hooper, The Texas Chain Saw Massacre radiestesia. (De radio- y el gr. αἴσθησις, sensibilidad). 1. f. Sensibilidad especial para captar ciertas radiaciones, utilizada por los zahoríes para descubrir manantiales subterráneos, venas metalíferas, etc. Diccionario de la lengua española

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Radiestesia

A unos doce pies delante nuestro, el zahorí paró en seco su búsqueda y levantando la horquilla gritó: “¡Aquí está! Puedo sentirla sobre el agua... un río... puedo sentir su energía bajo nosotros”. Estábamos demasiado cansados y los pies nos ardían, pero Sonia se dejó llevar por la esperanza y, sin importarle nuestro escepticismo, corrió hacia el punto que McKusick nos señalaba.

Era el mes de abril y sufríamos del calor texano y de su indómita resolana. Merodeábamos el desierto con palas, picos y péndulos hechos con cristales catalíticos, a medio camino entre la ciudad de Austin y el pueblo cervecero de Shinner. Yo moría por una cerveza, preso de ese sol extraordinario que se come las estepas apenas habitadas por centros comerciales. A aquellas alturas de la expedición, poco me importaba si verdaderamente habíamos dado con el río subterráneo que Rupert McKusick juraba sentir bajo nosotros. El río que tanto nos había prometido durante los últimos cuatro días.

Además de desesperados, estábamos terriblemente deshidratados y sobre todo muy ansiosos. Por eso nadie entendió de dónde sacó Sonia la fuerza suficiente para correr hacia el zahorí, abalanzándose sobre el con evidentes signos de alegría y agitando el cristal catalítico con el que llevaba horas dibujando una improbable orografía oculta bajo el polvo. “Esta mujer está loca”, murmuré y le indiqué al resto del grupo que debíamos seguirla.

No perderíamos a nadie más.

Caminamos lentamente a su encuentro. Íbamos incrédulos, pensando que éste supuesto descubrimiento de nuestro guía sería como todos los anteriores: una mentira disfrazada de “espejismo extrasensorial”. Moe inclusive imitaba sarcásticamente los gestos y las expresiones de júbilo del viejo que levantaba su horquilla. Lo

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ridiculizaba exagerando el tono chillón de su voz y diciendo: “¡Vengan, vengan a mí malditos crédulos! ¡Cayeron, cayeron!”.

El día anterior, mientras bebíamos en el bar del Motel 6 donde nos hospedábamos, rodeados de traileros y parejas en fuga, Sonia había defendido a McKusick, aludiendo a que el viejo no estaba muy familiarizado con el desierto texano.

“Ustedes saben que es de Arizona y que ha trabajado ahí toda su vida. No podemos obligarlo a encontrar lo que buscamos tan rápidamente”.

“¡Lo que buscamos!”, gritó Kyle con tono indignado, flexionando repetidamente los dedos índice y cordial de cada mano, a modo de comillas. “¡Déjate de eufemismos idiotas! Ok? Ya estuvo bueno, maldita zorra”. Azotó la mano contra la mesa, echándose para atrás en su silla.

“Kyle, por favor, sin insultos”, le pedí.

“Voy a fumarme un cigarrillo, no puedo seguir escuchando tantas estupideces... ¡Lo que buscamos!”, dijo repitiendo el gesto de los incrédulos. “¡Dios mío! Maldita imbécil”.

“No vayas… no salgas… eso fue lo último que hizo Sarah, ¡Kyle!, ¡Kyle! ¡Por favor!”.

Lo que buscábamos era el cadáver de Sarah, a quien ya no pretendíamos encontrar con vida desde que, cuatro días antes, habíamos recogido su blusa de Kitty Kat ensangrentada sobre la carretera.

“¿No nos dijo el yerno del viejo que han trabajado en muchos lugares, que incluso han dictado cursos universitarios y ayudado a la policía de su condado? Lo mejor será que esperemos un poco más antes de adelantar cualquier jucio”.

“¡Es un fraude! Debiste haberme creído desde el principio, Sonia y no dejar que nos exprimiera los ahorros como lo ha hecho hasta ahora”, le espetó Moe mientras se dirigía a la barra a pedir una ronda más de cervezas Pabst Blue Ribbon y otros cuantos shots

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de Jack Daniels. Al volver, puso los vasos sobre la mesa y susurró fijando su mirada en los ojos acuosos de Sonia: “El Spring Break ya terminó, necesitamos volver a la escuela y olvidar este maldito viaje. La policía se encargará. Nosotros debemos seguir con nuestras vidas”.

Sentados en una mesa céntrica de la cafetería, Moe y Kyle discuten con Shavonne sobre nuestro próximo viaje por carretera hasta Austin. Nos entusiasma la idea de viajar juntos por primera vez y olvidarnos un poco del semestre escolar que ha sido realmente una pesadilla por culpa de la nieve.

“Austin es una ciudad increíble, ya lo verán”, cuenta Moe. “Hay demasiada música y, además, ya saben lo que dicen de Texas”, busca la mirada cómplice de Kyle y se lleva las manos al pecho, simulando que sostiene un par de enormes senos de aire: “¡Todo es más grande en Texas!”.

“¡Puercos!”, grita Shavonne, fingiendo asco mientras que ondea la mano en el aire para saludar a Sarah.

“Chicos”, nos dice cantarina la recién llegada mientras coloca su charola con un sándwich de pavo y una manzana sobre la mesa, “ya está todo arreglado, mi tío nos prestará su caravana para el viaje, ¿no es eso genial?”.

Todos gritamos emocionados y al unísono. Sonia me toma de la mano para besarme, contenta de que finalmente se haga realidad este viaje que hemos planeado desde antes de la navidad.

“Saldremos el próximo jueves por la mañana”, les recuerdo.“Hoy por la noche los espero en el dormitorio para finalizar los últimos planes”.

Oscurece. Las chicas se presentan a las ocho en punto, mientras nosotros nos encontramos enfrascados en una partida de Halo. Sonia deja caer las pizzas sobre el escritorio, entre los libros abiertos y mi portátil con un ensayo a medio escribir sobre el

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calentamiento global y los tigres asiáticos.

“Dejen de pedir comida a mi habitación, la próxima vez no voy a pagarla”. Sarah desconecta la consola, muy teatralmente, y saca de su bolso una botella de plástico con los restos del vodka de la semana pasada. “¡Fieeesta!”, exclama. “No sé cómo pueden vivir en esta pocilga. ¿No se aburren de los videojuegos? ¡Es viernes, por el amor de Dios! ¡Estamos en la universidad! ¡Fieeesta!”.

Shavonne nos sirve el vodka con Diet Coke en unos vasos rojos que encuentra sobre el televisor encendido y a cuya luminosidad azul estamos acostumbrados. Jalo a Sonia para que se siente junto a mí, sobre la cama, y entre risas les digo que antes de salir de fiesta debemos ultimar los detalles del viaje. Quedamos en esto: Sarah recogerá la caravana el miércoles por la noche, Shavonne y Sonia irán al supermercado, Moe se encargará de los mapas y de detallar el itinerario. Kyle y yo compraremos lo necesario en la licorería, con nuestras identificaciones falsas.

“No se preocupen, tengo todo planeado”, dice Moe, “he señalado todas las ferias y parques de atracciones en el camino hasta Austin, podremos detenernos en los que ustedes quieran”.

“No empieces con tus ñoñerías, Moe, ya estamos grandecitos para eso, además es Spring Break... no nos detendremos a verte subir a una montaña rusa”.

“¡Fieeesta! Eso significa Spring Break, espero que comprendas”.

“Como ustedes quieran”, contesta un poco resentido. “Sólo pensé que sería divertido”.

Cuando terminamos el vodka y las pizzas salimos a la noche del viernes. La decisión de qué hacer es difícil. En el dormitorio contiguo hay una fiesta latina, con mucho reggaetón y tragos a un dólar, pero en una de las fraternidades dan una fiesta de togas, aunque ahí las bebidas están a dos dólares. Todos sabemos que la universidad se trata de ver la mayor cantidad posible de tetas, así que buscamos en la lavandería de nuestro

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dormitorio algunas sábanas olvidadas con las cuales confeccionarnos las togas.

Al pacífico y mecánico movimiento de las bombas petroleras, lo interrumpe de pronto la velocidad con la que la caravana atraviesa el paisaje desértico. Desde la estación de servicio, el yerno de Rupert McKusick adivina el murmullo que se acerca. Una vez que el rumor lo alcanza, convirtiéndolo en el centro observador del efecto Doppler, se distingue fácilmente una canción de The Ramones y varios, indistintos, gritos de júbilo.

Sonríe y su mirada arisca de pronto parece abarcarlo todo.

En la esquina inferior del horizonte aparecen las palabras Viernes 15 de abril, Austin, Texas.

Moe conduce y observa en el reflejo del retrovisor los ojos cerrados de Shavonne y su boca sonriente cantando “now I wanna sniff some glue, now I wanna have somethin' to do, all the kids wanna sniff some glue, all the kids wanna have something to do”. Aparta la mirada un tanto adolorido cuando los labios de Kyle cierran los de la mulata increíble sobre la que a él también le gustaría montarse.

“¡Cuidado!”, grita Sarah, pero es demasiado tarde: a pesar del enfrenón que deja una estela negruzca y zigzagueante sobre el pavimento, la caravana golpea una vaca que cruzaba la carretera sin cuidado.

“Demonios”.

“¿Están todos bien?”

“Sí wey, qué diablos pasó.”

“No sé, creo que le pegué a algo”, responde Moe con los ojos abiertos, asustado y con las manos aferrándose duramente al volante del vehículo.

Abandonamos la caravana a toda velocidad y Sonia, detrás

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de mí, les pide a todos que se calmen y se queden donde están porque nosotros dos iremos a ver qué está pasando. En medio de la oscuridad, su melena pelirroja resplandece como vela de cumpleaños. Quiero pedir un deseo.

No hay nada sobre la carretera, pero en una inspección rápida descubrimos a la vaca hecha un bulto entre la maleza.

“Está viva”, dice mi novia.

“No creo que sobreviva, qué hacemos”.

El sonido de un disparo interrumpe nuestra consternación. Es Sarah con el ceño fruncido.

“No podíamos hacer nada, lo mejor era liberarla de su sufrimiento”.

Voltea hacia el resto del grupo. Parece que irradia luz desde su cuerpo sensual y su cabello sedoso, pero son los faros los que marcan deliciosamente su figura entallada en los cortísimos Daisy-Dukes y la playerita de Kitty Kat. Se ve doblemente sexy con la pistola en la mano.

“Está todo bien, maricas, no le pasó nada a la caravana… lo mejor es irnos de aquí lo antes posible”.

“De dónde demonios sacaste la pistola”.

“Siempre tengo una pistola conmigo”.

“¡¿Qué?! De qué diablos hablas”.

“Mira wey, en este mundo las mujeres llevamos las de perder. Lo mejor es estar prevenidas. Es más, tú deberías hacer lo mismo”.

“Yo no me puedo subir a un auto con alguien que tiene una maldita pistola”.

“Ay, cállate Sonia, no seas hipócrita... además, no es un auto, es una puta caravana”. Se rie con delicia.

“Las pistolas son peligrosas”.

“Los violadores locos lo son todavía más, por favor... anda,

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súbete y cállate, lo mejor es que nos alejemos de aquí lo más rápido que podamos”.

Moe acelera y baja el volumen de la música. No decimos nada hasta que llegamos al Motel 6 donde decidimos hospedarnos cuando menos esa noche. La caravana es cómoda, pero no hay espacio suficiente para que durmamos tranquilamente los seis.

“¿No vamos a hablar al respecto?”, dice Sonia cuando entramos a la habitación que comparten Kyle y Shavonne, cargando una caja de cervezas Shinner. “¡Matamos a un animal!”.

“Tú lo has dicho: un a-ni-mal... no es un gran problema”.

“Pero... pero...”.

“Pero nada, lo mejor es olvidarlo y disfrutar... ¡ya estamos en Austin! ¡Fieeesta!”.

Moe conecta su iPod a las bocinas y lo enciende. Sube mucho el volumen cuando Rob Zombie comienza a cantar su versión de Boogie Man. Enciende un cigarrillo, cierra los ojos y baila.

“¿No tienen hambre?”, pregunta Kyle desde la ventana, “puedo cruzar a ese Popeye's por una cubeta de pollo frito y papas”.

“A mí tráeme una orden de arroz con frijoles y un Big Red extra grande, sin hielo”.

“Detente, creo que veo algo”.

Sobre la carretera 45, rumbo a San Antonio, Sonia descubre la playera ensangrentada de Sarah.

“Dios mío... Dios mío...”. No puede decir otra cosa. Tiembla presa de un shock de pánico.

“Demonios”, dice Kyle. “Qué hacemos”.

“Lo mejor será que llamemos a la policía, préstame tu

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celular... diablos, diablos, diablos, diablos... no tengo señal, ¡no puedo llamar! ¿Alguno de ustedes tiene señal?”.

Bajo de la caravana con una linterna. Doy medias vueltas, apuntando la luz hacia todos lados. La oscuridad es muy densa, el reflejo de mi luz apenas si alcanza a estrellarse contra las bombas petroleras más cercanas. “Lo mejor será volver”, les digo, “buscar a la policía”.

“¡No nos vamos de aquí!, tenemos que encontrarla, quizá todavía no es demasiado tarde”.

“Sonia, piensa en lo que estás diciendo... no estamos en condiciones de encontrarla, la policía hará mejor el trabajo”.

En ese momento me encandilan los faros de un carro viejo que viene a toda velocidad hacia nosotros. Hago señales con la linterna, esperando que nos vea para que siga su camino y así evitar un accidente, pero el vehículo, un Ford Charger blanco, se detiene en seco.

“¿Está todo bien, chicos?”.

Sonia corre hacia el desconocido. “Mi amiga... nuestra amiga... esta es su playera de Kitty Kat... mi amiga... señor”. Rompe en llanto sobre el hombro del desconocido que la consuela por breves segundos. Luego la aparta y pone la cara de los iluminados. “Siento algo... algo que no está bien. Mi cristal catalítico distingue una energía extraña”.

La estación de policía se parece a todas las otras estaciones de policía del país, con la única diferencia que ésta está más vacía de lo que muestran siempre las películas.

“Déjenme ver si entendí. Su amiga salió hace dos días del bar del motel para fumarse un cigarrillo y no volvieron a saber nada de ella hasta ahora que descubrieron su playera ensangrentada sobre la carretera, ¿cierto?”.

“Sí, eso es”.

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“Y por qué no la buscaron antes”.

“No sé, no sé”, llora Sonia. “Primero pensamos que se había ido de fiesta, o que se había ido a pasear, o algo, ya sabe”.

“¿Sola? No lo entiendo”.

“Sí... no sé... estaba muy enfadada conmigo por lo de la pistola”.

“¿Pistola?, qué pistola... díganmelo todo, por favor”.

“Sarah... nuestra amiga... nuestra amiga tenía una pistola, nosotros no lo sabíamos, pero hace dos días la usó para matar una vaca a la que habíamos atropellado. Yo le reclamé, yo le dije que eso estaba mal... me enojé. ¡Oh, Dios mío! Todo esto es mi culpa”.

“Señorita... por favor cálmese, no es su culpa. Seguramente fue raptada, pero eso no es culpa suya, no es culpa de nadie, ni de ella. ¿Tenía un permiso para portar la pistola?”.

“¡Y cómo quiere que lo sepa! ¡Eso qué importancia puede tener! ¡Demonios!”

“Cálmate Sonia, el oficial sólo está haciendo su trabajo”.

El policía, muy joven y amodorrado, me dio la razón con una mirada mientras mordía una dona rellena de mermelada de fresa. Luego se concentró en Sonia.

“Lo mejor será avisar a sus padres”.

“No he hablado con mis padres”.

“No me refiero a los suyos, aunque también... hablaba de los de su amiga... la señorita... la señorita McGowan”.

“Sarah, se llama Sarah”.

“Sí, de Sarah. Ustedes retírense a dormir, nosotros nos encargamos. Si descubrimos algo, les llamamos a su hotel... procuren no inquietarse mucho, todo esto puede ser un malentendido, puede ser sólo que la hayan atropellado y que esté en algún hospital de la zona donde no pudieron identificarla”.

“Disculpe, oficial”, dijo Moe desde atrás mío, “¿podemos

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dejar la ciudad? Esto no estaba en nuestros planes, creo que lo mejor es que nos regresemos a la universidad”.

“No se lo recomiendo, joven. Se pueden pensar ciertas cosas, ustedes saben”.

De regreso en el Motel 6, Sonia decide que ella hará su propia investigación. El desconocido que se había parado en la carretera nos contó que él y su suegro se encargan de distinguir energías ayudados por sus cristales catalíticos biomagnéticos, generalmente para encontrar agua o metales, pero también para curar y, en algunos casos, para encontrar personas y cadáveres perdidos. Decía haber ayudado a la policía en más de una investigación y que los descubrimientos y métodos de su suegro, un tal Rupert McKusick, quien llegaría al día siguiente a la ciudad para dictar un cursillo en la Universidad de Texas en Austin, eran infalibles. No podían trabajar gratuitamente, porque su ciencia era un poco cara, pero con tal de beneficiarnos abaratarían sus costos al mínimo posible.

Durante la mañana del domingo esperamos a que el viejo McKusick vuelva de la Universidad para contarle nuestro caso. Su camioneta tiene placas de Arizona y en el bar del motel nos refiere lo mismo que su yerno nos contó antes. Utiliza casi las mismas palabras y Sonia, crédula por la desesperación de no encontrar a su mejor amiga, a la única compañera de habitación que ha tenido desde que se matriculó en la universidad, acepta todas las condiciones del anciano zahorí.

Moe hace cuentas mentales. Sabe que el Sr. McKusick deberá encontrar el cadáver de Sarah en menos de cinco días. De lo contrario habremos perdido todos nuestros ahorros en vano.

La primera búsqueda comienza en el sitio donde encontramos la camiseta. Lo reconocemos porque hay un letrero que anuncia las millas que nos separan de Houston y avisa de la proximidad de una estación de servicio donde, además, hay un

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McDonald’s y un Subway. Saca de su morral una horquilla de cerámica que imita una rama de árbol, como las que utilizan los zahoríes tradicionales. Nos da a todos unos colguijes del mismo material, pero Moe desecha el suyo, incrédulo y enojado por haber desperdiciado su Spring Break de esa manera. Cuando Shavonne se cuelga el péndulo regalado por el Sr. McKusick, el cristal catalítico se pierde entre las profundidades del espacio entre sus senos.

Domingo, lunes y martes pasan sin descubrimientos de ninguna índole. Robert McKusick nos dice que ha sentido la energía de Sarah y que ha visto su aura o su energía flotando sobre un cuerpo de agua.

Debemos llegar hasta ese río subterráneo, si queremos encontrar a nuestra amiga.

En cada sitio señalado por el viejo radiestesista, Sonia nos obliga a todos a cavar profundidades de hasta tres o cuatro yardas para encontrar el río subterráneo que le promete cada vez el Sr. McKusick. El zahorí dice casi siempre las mismas frases, como “aquí el reflejo de la magnetorrecepción es muy fuerte”, o “desconfíen de cualquier movimiento ideomotor que produzcan sus manos... el cristal catalítico resonará la energía de Sarah, sólo concéntrense, caven en esa dirección”.

“Deberíamos irnos al demonio, dejar aquí a la loca de tu novia con el viejo ese”.

“Cállate Moe, no hemos recibido noticias de la policía y nadie estará tranquilo hasta encontrar a Sarah… yo… yo no estaré tranquilo”.

“Yo estoy tranquilo”, me contesta y le pasa la pipa con mota a Shavonne, quien da una larga jalada, sin sonreír. No es tan linda cuando la tristeza y el polvo le inundan los ojos, piensa Kyle.

Finalmente, el miércoles, Robert McKunsick nos conduce hasta el

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sitio donde originalmente atropellamos a la vaca.

“Supongo que ustedes no han escuchado nunca de un antiguo sabio que se llamaba William Price, el padre de la radiestesia moderna. El Sr. Price escribió un tratado en 1778 llamado Mineralogía Cornubiensis... ¿Estudian latín en la universidad? Ars longa, vita brevis”.

Sonia lo escucha atenta, pendiente de cada palabra y cada paso de ese viejo que dice haber mejorado el zahorismo hace unas cuatro décadas, cuando inventó los cristales de cerámica catalítica con los que lleva a cabo sus investigaciones y sus curaciones. Mientras habla de tratados antiguos y de la veracidad de su ciencia, Shavonne recibe una llamada del policía con quien nos habíamos entrevistado días antes. Le cuenta que aunque siguen sin encontrar nada, los papás de Sarah están en la ciudad y es preciso que nos presentemos en la comandancia.

“¿En serio no se comunicaron con ustedes? Los padres, quiero decir”.

“No, oficial, iremos para allá en cuanto terminemos de hacer lo que estamos haciendo”.

“Eso espero”.

Sonia y el Sr. McKunsick se nos adelantan rápidamente, él sobre todo, pues su horquilla frenética ha apuntado a la dirección que, ahora sí, el último día que podemos pagarle, señala el lugar donde se encuentra Sarah, o el cadáver de Sarah.

“Aquí está, puedo sentirla sobre el agua... un río... puedo sentir su energía bajo nosotros”.

Sonia corre hacia él y en la exitación deja caer su péndulo. Shavonne lo recoge, se lo cuelga y vuelve a perderse entre la empolvada pero brillante rotundidad de sus senos.

“¡Vengan a mí, malditos crédulos! Demonios. Que se chingue el viejo este”, dice Moe.

“No podremos cavar”, le digo al zahorí. “Estamos parados sobre una roca”.

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“No se trata de cavar, imbécil”, me responde y me abofetea. Caigo de espaldas sobre Kyle que se va al suelo conmigo.

“Qué le pasa, viejo imbécil”, grita Moe, y se lanza sobre él con una furia que es interrumpida por un balazo que le atraviesa el hombro derecho.

“Es hora de que paguen por mi maldita vaca, universitarios de mierda”.

Shavonne grita.

Kyle grita.

Yo, extrañado, susurro adolorido. “Qué demonios”.

El yerno del Sr. McKunsick nos golpea a los hombres por la espalda. Mientras me desmayo, veo como yerno y suegro levantan la roca y nos empujan a todos hacia el pozo negro y profundo que la ciencia antigua del zahorí ha abierto bajo nuestros pies.

No mintió con respecto del agua. Siento la frescura del charco rozándome la cara mientras despierto.

“Todos ustedes chicos Ivy League son tan crédulos”, dice el yerno mientras se viste un overol de cuero gastado y manchado de sangre. “Y eso debemos agradecérselos, ¿verdad apá?”.

El viejo McKusick ríe. Él también lleva un overol en las mismas condiciones. Sostiene en su mano un machete inmenso que escurre sangre y cabellos. Con la otra sostiene lo que parece una alita de pollo, pero la salsa se ve más espesa de lo usual y de un rojo más brillante.

Quiero moverme pero unas pesadas cadenas me imposibilitan de hacerlo. Noto que estoy suspendido boca abajo. Miro a mi alrededor. Las paredes de la cueva están cubiertas de machetes largos y horquillas de cristal catalítico. Del techo

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cuelgan cientos de péndulos que brillan al detectar los estímulos magnéticos que produce mi miedo. Boca abajo, como reses abiertas en canal, adivino los restos de Sarah, de Kyle y de Moe.

Sobre una mesa, inmóvil, Sonia me mira fijamente con sus ojos muertos, bien abiertos.

“Todo esto es tu culpa”, le digo con un susurro adolorido. “Yo no quería esto para el Spring Break”.

El viejo zahorí se acerca hacia mí sosteniendo un mazo y una hoz oxidada.

“Vamos a continuar con el show, dejé al más lindo para el final”, me dice riendo.

Sólo entonces noto que algunos de sus dientes son piezas del cristal catalítico que tanto presume.

Brillan.

Dice que va cortarme un poco antes de asestarme el golpe mortal. Entonces a McKusick lo distrae el timbre del teléfono de Shavonne, aferrado a los dedos de su preciosa mano desmembrada. En la pantalla titilante puedo leer “Llamada entrante. Comisaría”.

Es demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde.

Se aleja de mí dejando mis heridas expuestas.

Lo miro levantar el mazo.

Todos los cristales catalíticos en la cueva titilan y tiemblan cuando grito aterrado.

Cierro los ojos.

Todo se vuelve negro.

Summer of love / what a waste now / Earth magic strikes out / a million dollar monster mind / in search of the devil's garden / Make them die / Make them die / Make them die / Make them die.

[Doblaje de Televicentro S.A. para Videocine]

Joserra Ortiz (San Luis Potosí, 1981), es autor del libro Los días con Mona (FETA, 2011), a la venta en librerías. Su blog de crítica literaria es Ritual habitual.

Esta edición de Radiestesia fue pensada por el autor como regalo para celebrar el

Día Internacional del Libro 2012 El cuento no había sido publicado antes en ningún medio.