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TEXTOS Texto 1. ¿Qué es el alma? A. -¿Qué diremos entonces? ¿Es el alma humana una naturaleza simple y libre de toda composición, o habrá que pensar que resulta de la unión de algunas partes? M. –Lo primero lo sostengo firmemente, es decir, que el alma humana es simple y carece de toda unión de partes, y rechazo absolutamente lo segundo, e decir, que admita composición de partes distintas entre sí. Pues está toda ella en sí misma, toda en todo. En efecto, toda ella es vida, toda entendimiento, toda razón, toda sentido, toda memoria, toda vivifica el cuerpo, lo nutre, lo contiene, lo hace crecer; toda siente en todos los sentidos las especies de las cosas sensibles; toda ella considera, discierne, une y juzga, más allá de todo sentido corporal, la naturaleza y manera de ser de las cosas mismas; toda se mueve en torno a su Creador con movimiento inteligible y eterno, fuera y sobre toda creatura, y aún de sí misma, ya que ella también es creatura, cuando se purifica de todos los vicios e imaginaciones y, subsistiendo así naturalmente simple, recoge en sí la multitud de sus diferencias inteligibles y sustanciales como las divisiones de un todo en sus partes según el número de sus movimientos. Por eso se la llama con muchos nombres. Así, cuando se alza a considerar la esencia divina, se llama mens, animus e intellectus; cuando se pone a considerar las naturalezas y causas de las cosas corporales, recibe el nombre de razón; cuando recibe las especies de las cosas sensibles por medio de los sentidos corporales, se llama sentido; en cuanto realiza en el cuerpo los movimientos inconscientes a la manera de las almas irracionales, nutriéndolo y haciéndolo crecer, se le suele llamar propiamente movimiento vital. Pero está toda ella en cada una de esas funciones. Escoto Eriúgena, Periphyseon (PL 122, 754 C) en Clemente Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, 1.422, Vol. II, Madrid, BAC, 1979, p.42

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TEXTOS

Texto 1.

¿Qué es el alma?

A. -¿Qué diremos entonces? ¿Es el alma humana una naturaleza simple y

libre de toda composición, o habrá que pensar que resulta de la unión de

algunas partes?

M. –Lo primero lo sostengo firmemente, es decir, que el alma humana es

simple y carece de toda unión de partes, y rechazo absolutamente lo

segundo, e decir, que admita composición de partes distintas entre sí.

Pues está toda ella en sí misma, toda en todo. En efecto, toda ella es vida,

toda entendimiento, toda razón, toda sentido, toda memoria, toda vivifica

el cuerpo, lo nutre, lo contiene, lo hace crecer; toda siente en todos los

sentidos las especies de las cosas sensibles; toda ella considera, discierne,

une y juzga, más allá de todo sentido corporal, la naturaleza y manera de

ser de las cosas mismas; toda se mueve en torno a su Creador con

movimiento inteligible y eterno, fuera y sobre toda creatura, y aún de sí

misma, ya que ella también es creatura, cuando se purifica de todos los

vicios e imaginaciones y, subsistiendo así naturalmente simple, recoge en

sí la multitud de sus diferencias inteligibles y sustanciales como las

divisiones de un todo en sus partes según el número de sus movimientos.

Por eso se la llama con muchos nombres. Así, cuando se alza a considerar

la esencia divina, se llama mens, animus e intellectus; cuando se pone a

considerar las naturalezas y causas de las cosas corporales, recibe el

nombre de razón; cuando recibe las especies de las cosas sensibles por

medio de los sentidos corporales, se llama sentido; en cuanto realiza en el

cuerpo los movimientos inconscientes a la manera de las almas

irracionales, nutriéndolo y haciéndolo crecer, se le suele llamar

propiamente movimiento vital. Pero está toda ella en cada una de esas

funciones.

Escoto Eriúgena, Periphyseon (PL 122, 754 C) en Clemente Fernández, Los

filósofos medievales. Selección de textos, 1.422, Vol. II, Madrid, BAC,

1979, p.42

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Texto 2.

Búsqueda de Dios en el interior del alma.

¡Oh hombre, lleno de miseria y debilidad!, sal un momento de tus

ocupaciones habituales; ensimísmate un instante en ti mismo, lejos del

tumulto de tus pensamientos; arroja lejos de ti las preocupaciones

agobiadoras, aparta de ti tus trabajosas inquietudes. Busca a Dios un

momento, sí, descansa siquiera un momento en su seno. Entra en el

santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede

ayudarte a alcanzarle; búscale en el silencio de tu soledad.

San Anselmo, Proslogio, capítulo I, Exhortación a la contemplación de Dios

en Clemente Fernández (1.452), op. cit. p. 67.

Texto 3.

Argumento ontológico.

Así pues, ¡oh Señor!, tú que das la inteligencia de la fe, concédeme, en

cuanto este conocimiento me puede ser útil, el comprender que tú existes,

como lo creemos, y que eres lo que creemos. Creemos que encima de ti no

se puede concebir nada por el pensamiento. Se trata, por consiguiente, de

saber si tal Ser existe, porque el insensato ha dicho en su corazón: No hay

Dios. Pero cuando me oye decir que hay un ser por encima del cual no se

puede imaginar nada mayor, este mismo insensato comprende lo que digo;

el pensamiento está en su inteligencia, aunque no crea que existe el

objeto de este pensamiento. Porque una cosa es tener la idea de un objeto

cualquiera y otra creer en su existencia. Porque cuando el pintor piensa de

antemano en el cuadro que va a hacer, lo posee ciertamente en su

inteligencia, pero sabe que no existe aún, ya que todavía no lo ha

ejecutado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo

tiene en el espíritu, pero sabe también que lo ha hecho. El insensato tiene

que convenir en que tiene en el espíritu la idea de un ser por encima del

cual no se puede imaginar ninguna otra cosa mayor, porque cuando oye

enunciar este pensamiento, lo comprende, y todo lo que se comprende

está en la inteligencia: y sin duda ninguna este objeto por encima del cual

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no se puede concebir nada mayor, no existe en la inteligencia solamente,

porque, si así fuera, se podría

suponer, por lo menos, que existe también en la realidad, nueva condición

que haría a un ser mayor que aquel que no tiene existencia más que en el

puro y simple pensamiento. Por consiguiente, si este objeto por encima

del cual no hay nada mayor estuviese solamente en la inteligencia, sería,

sin embargo, tal que habría algo por encima de él, conclusión que no sería

legítima. Existe, por consiguiente, de un modo cierto, un ser por encima

del cual no se puede imaginar nada, ni en el pensamiento ni en la realidad

(Dios).

San Anselmo, Proslogio, capítulo II, Que Dios existe verdaderamente,

aunque el insensato haya dicho en su corazón: Dios no existe, en Clemente

Fernández (1.458), op. cit. pp. 70-72.

Texto 4.

Imagen y semejanza.

“Aunque en todas las criaturas hay alguna semejanza de Dios, sólo en la

criatura racional se encuentra la semejanza de Dios como imagen, como

dijimos (a.2), y en las demás se encuentra sólo como vestigio. Pero la

criatura racional es superior a las otras por el entendimiento o mente. De

ahí que tampoco en la criatura racional se encuentra la imagen de Dios a

no ser según la mente. En las demás partes de la criatura racional se

encuentra la semejanza de vestigio, como en las demás cosas a las cuales

se asemeja por tales partes.

El porqué de esto resulta evidente considerando cómo representa el

vestigio y la imagen. Esta representa en semejanza específica, como

dijimos (a. 2: A Dios se asemejan las cosas, en primer lugar, y de un modo

muy común, en cuanto que existen; en segundo lugar, en cuanto que

viven; finalmente, en cuanto que saben o entienden. Estas, en expresión

de Agustín en el libro Octoginta trium quaest. Están tan cerca de Dios por

la semejanza, que entre las criaturas no hay ninguna más próxima. Es

evidente que sólo las criaturas intelectuales son, propiamente hablando, a

imagen de Dios), mientras que el vestigio representa como efecto que

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imita a su causa sin llegar a la semejanza específica. Ejemplo: Las huellas

que dejan los animales en sus movimientos se llaman vestigios; la ceniza

es vestigio del fuego; la desolación de la tierra es vestigio de un ejército

enemigo.”

Tomás de Aquino, Suma de Teología, I parte, cuestión 93, a. 6

Texto 5.

La duda metódica.

“¿Quién dudará que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y

juzga? puesto que si duda, vive; si duda, recuerda su duda; si duda,

entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda,

sabe que no sabe; y si duda, juzga que no conviene asentir

temerariamente. Y aunque dude de todas las demás cosas, de estas jamás

debe dudar; porque, si no existiesen, sería imposible la duda.”

San Agustín, De Trinitate, X, X, 14.

“Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es

falso, era necesario que yo, que lo pensaba fuese alguna cosa; y

observando que esta verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y

segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son

capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el

primer principio de la filosofía que andaba buscando.”

René Descartes, Discurso del Método, Carta parte.

Texto 6.

Todo ser humano es conocido a través del amor.

“A fin de reconocer, fuera de mí, una vida subjetiva idéntica e igual a

la mía, es preciso que, por un acto de voluntad implícita, sitúe bajo los

signos sensibles y bajo las obras aparentes la invisible presencia de otra

voluntad. He aquí, por qué, el amor ávido y menesteroso es un órgano de

conocimiento. Porque si todo sujeto es, en su fondo, reflexión, razón,

libertad, no puede ser conocido verdaderamente más que como tal; y no lo

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es, en efecto, más que en la medida en que es querido. La única manera

de comprenderle, es amarle”.

Citado en: Begoña Arrieta Heras, Filosofía y Ética en Maurice Blondel,

Bilbao, Universidad de Deusto, 1993, p.126 (M. Blondel, L´Action, París,

Alcan, Vol. I, 1936 y Vol. II, 1937.

Texto 7.

Anhelo o amor del bien.

“«Amar no es otra cosa que anhelar algo por sí mismo», escribe san

Agustín, y más adelante añade que «el amor es un tipo de anhelo» (De div.

quaest. 83, 35, 1 y 2). El anhelo (appetitus) está ligado a un objeto

determinado, y toma a este objeto por el desencadenante del propio

anhelo, al cual provee de meta. El anhelo está determinado por la cosa

precisa que busca, igual que el movimiento se despliega por el fin hacia el

que se mueve. Pues, como dice san Agustín, el amor es «un tipo de

movimiento, y todo movimiento va hacia algo» (Ibid. 1). Lo que determina

el movimiento del deseo, siempre está dado de antemano. Nuestro anhelo

se dirige a un mundo que conocemos, y no descubre en él nada nuevo. La

cosa que conocemos y deseamos es un «bien» (bonum); no la buscaríamos

por sí misma si no lo fuese. Todos los bienes que deseamos en nuestra

búsqueda de amor son objetos independientes, desligados de otros

objetos. Cada uno de ellos no representa más que su bondad aislada. El

rasgo distintivo de este bien que deseamos es que no lo tenemos. Una vez

que tenemos el objeto, nuestro deseo cesa, a no ser que estemos

amenazados por su pérdida. En este caso, el deseo de tener (appetitus

habendi) se torna temor de perder (metus amittendi). Como búsqueda de

un bien en particular antes que de cosas cualesquiera, el deseo es una

combinación de un «apuntar a» y un «remitir retrospectivo». Remite

retrospectivamente al ser humano que conoce el bien y el mal del mundo y

que busca vivir feliz (beate vivere). Porque conocemos la felicidad es por

lo que queremos ser felices, y dado que nada hay más cierto que nuestro

querer ser felices (beatum esse velle), nuestra noción de felicidad nos guía

en la determinación de los bienes que a ella corresponden, que se

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convierten entonces en objetos de nuestros deseos. El anhelo, o amor, es

la posibilidad del ser humano de tomar posesión del bien que le hará feliz,

o sea, de tomar posesión de aquello que es lo más propio suyo”.

Hannah Arendt, El concepto de amor en san Agustín, Madrid, Ediciones

Encuentro, 2001, pp. 25 y 26.

Texto 7.

ANTROPOLOGÍA TEÍSTA: SAN AGUSTÍN.

ANTROPOLOGÍA ATEA: JEAN-PAUL SARTRE.

Antropología de Sartre . Captación de la contingencia: La Náusea

Tanto san Agustín como Sartre parten de una misma y profunda intuición

metafísica: la de la contingencia del mundo y por supuesto la del hombre que

forma parte de aquél. El análisis metafísico del ser del hombre no puede, en

modo alguno, sustraerse a la contingencia que lo acompaña como su

inseparable compañero. Y esta contingencia inicial aboca a la persona que

filosofa a intentar superarla a través de una apertura a la trascendencia o

bien aceptarla de una forma irremediable, en el sentido de que marca para

siempre la falta de significación de la existencia humana. Se trata de los dos

puntos de vista de nuestros filósofos. Agustín capta al hombre como valor

insustituible, desde la atalaya de Dios, y Sartre lo hace como realidad única

desde la sola perspectiva posible para un ateo, la meramente horizontal. El

hombre solo, la humanidad como lo único existente.

Sartre, en su primera novela, nos muestra la aparición de la contingencia a

través de un sentimiento psicológico que calificó de Náusea: “Ahora veo;

recuerdo mejor lo que sentí el otro día, a la orilla del mar, cuando tenía el

guijarro. Era una especie de repugnancia dulzona. ¡Qué desagradable era!, y

procedía del guijarro, estoy seguro; pasaba del guijarro a mis manos. Si es

eso, una especie de náusea en las manos”1.

1 Sartre, J.P., La Náusea, Buenos Aires, Losada, 1970, p. 23. Cfr., Ediciones más recientes: La Náusea, Madrid, Alianza 1995; Buenos Aires, Losada, 2006. En el original, París, Éditions Gallimard, La Nausee, La diable et le bon Dieu, L´être et le néant, L´existencialisme est un humanisme et Les Mouches. Reeves, D.L., Reflections on the Form of Nausea: Social Space and Time and the Phenomenology of Grammar, in Glynn, S. (ed.), Sartre: An Investigation of Some Mayor Themes, Aldershot, England-Brookfield, VT, Avebury, Gower, 1987, pp. 104-126.

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Pero el punto crítico en su descripción de la náusea como captación de lo

contingente, de lo absurdo de los existentes, tiene lugar en la famosa y harto

conocida escena del jardín público. En primer lugar, Sartre hace un

descubrimiento de la “existencia” debajo de las perdidas significaciones de

las cosas: “Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín público. La raíz del

castaño se hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya no

recordaba qué era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la

significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los

hombres

han trazado en su superficie… y entonces tuve esa iluminación. Me cortó el

aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería

decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del

mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel

punto blanco allá arriba, es una gaviota”, pero no sentía que aquello existía,

que la gaviota era una gaviota- existente”2.

En segundo lugar, Sartre descubre la naturaleza y cualidades de dicha

existencia. La primera característica común a todos los existentes: gaviotas,

mar, yo mismo, es el no tener “razón de estar allí”, o como dice

textualmente: “De más: fue la única relación que pude establecer entre los

árboles, las verjas, los guijarros… De más el castaño, allá, frente a mí, un

poco a la izquierda. De más la Véleda…y yo…también yo estaba de más… Pero

mi misma muerte habría estado de más. De más mi cadáver…”3. La segunda

cualidad que descubre Sartre en lo existente es su absurdidad: “Y sin formular

nada claramente, comprendí que había encontrado la clave de la existencia,

la clave de mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad, todo lo que pude

comprender después se reduce a este absurdo fundamental: Absurdo”4. Y la

tercera cualidad que aparece derivada o, mejor dicho, causa del estar de más

y de la absurdidad de lo existente, es la contingencia, lo contrario a ser

necesario, que descubre Sartre como núcleo fundamental del ser: “Lo esencial

es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la

2 Sartre, J.P., op. cit., p. 144. 3 Sartre, J.P. op. cit., pp. 145-146. 4 Ibid.

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necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se

dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo que hay quines han

comprendido esto. Sólo que han intentando superar esta contingencia

inventando un ser necesario y causa de sí (teístas)”5.

Efectivamente, en este punto crucial, se bifurca el camino en una doble

posibilidad: o bien, al captar lo contingente y absurdo del existir desnudo,

aceptamos y buscamos a un Ser Necesario que justifique la insuficiencia del

existir. O bien aceptamos la contingencia como lo absoluto y el absurdo, como

lo definitivo, optando así por un ateísmo. En la primera encrucijada

encontraríamos a san Agustín y, en la segunda, a Sartre, tal y como él mismo

lo afirma: “Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la

contingencia no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo

absoluto, en consecuencia la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín,

esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el

estómago y todo empieza a flotar, como la otra noche en el Rendez-Vous des

Cheminots; eso es la Náusea”6.

Por último, y con estas palabras, termina el episodio del jardín público: “Me

levanté, salí. Al llegar a la verja, me volví. Entonces el jardín me sonrió. Me

apoyé en la verja y miré largo rato. La sonrisa de los árboles, del macizo de

laurel quería decir algo: aquél era el verdadero secreto de la existencia”7.

El hombre es existencia

Es precisamente, de la contingencia de los existentes, de la que hemos de

partir para intentar entender la antropología de Sartre.

La existencia es una categoría común a los seres del mundo, pero para Sartre,

el existente por antonomasia es el hombre, tal y como aparece en su obra: “El

existencialismo es un humanismo”. Como punto de partida afirma: “Lo que

tienen en común (los existencialistas) es simplemente que consideran que la

5 Ibid., p. 149. 6 Ibid.; Cfr.: Sartre, J.P., Los caminos de la libertad, tomo II, La prórroga, Madrid, Alianza- Editorial, 1983, p. 352 “Lo absoluto para siempre; lo absoluto sin causa, sin razón, sin fin, sin otro pasado ni otro porvenir que la permanencia, gratuito, fortuito, magnífico”. 7 Sartre, J.P., La Naúsea, op. cit., p. 153.

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existencia precede a la esencia (en el hombre) o, si se prefiere, que hay que

partir de la subjetividad”8.

La clave es la subjetividad, identificada con la existencia. El sujeto humano

es, ante todo y sobre todo, existencia. Esta afirmación es fundamental en la

perspectiva atea en la que se coloca Sartre. Si no fuera así, si en el hombre la

esencia o naturaleza precediera a su existencia, tendríamos que aceptar a un

Dios que hubiera pensado nuestra esencia antes de ponerla en la existencia.

Tendríamos que pensar en un Ser que nos hubiera creado, siguiendo las pautas

de un artesano cualquiera, tal y como lo explica en la obra mencionada9.

Esto es, precisamente, lo que Sartre critica del ateísmo imperante en el siglo

XVIII, el cual suprime la noción de Dios pero no la de esencia o naturaleza

humana.

Sartre está convencido de que su ateísmo es mucho más coherente al negar,

no sólo la existencia de Dios, sino la existencia de la esencia o naturaleza

humana. No es capaz de pensar que aunque Dios diera una esencia al hombre,

habría muchas maneras diferentes de realizarla, respetando incluso unos

valores objetivos y que no supondría el fin de la libertad humana tal como

Sartre lo cree: “Si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la

existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido

por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la

realidad humana”10. Y como colofón, añade: “Así, pues, no hay naturaleza

humana, porque no hay Dios para concebirla”11.

Duras palabras que traen consigo importantes consecuencias. La principal de

ellas y, principio del Existencialismo ateo, es la afirmación de que el hombre

no es otra cosa que lo que él se hace. Es un proyecto abierto que se vive

subjetivamente y no una piedra, un musgo o podredumbre12.

¿Qué implica esta última afirmación?

8 Sartre, J.P., El Existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, Ediciones del 80, 1985, p. 14: “Hay dos escuelas existencialistas”. Cfr.: El Existencialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa, 2007. 9 Cfr. Sartre, J.P., op. cit., p. 14, “Visión técnica del mundo”. 10 Sartre, J.P. op. cit., pp. 15 y 16, “El existencialismo ateo”. 11 Ibid., p. 16, “La concepción existencialista del hombre”. 12 Ibid., p. 16, “El hombre es lo que él se hace”.

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En primer lugar, la entera responsabilidad de sus acciones, de su existencia:

“El hombre es responsable de lo que es”13. Y es una responsabilidad que se

hace extensiva a toda la humanidad, pues al elegir y elegirse, elige a todos los

hombres. Para Sartre, cada uno de nuestros actos proyecta al hombre que

queremos ser, al hombre como creemos que debe ser, apunta al ideal de

humanidad: “Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de

lo que elegimos, porque nunca podemos elegir el mal; lo que elegimos es

siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos...

Así nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer,

porque compromete a la humanidad entera”14. Para Sartre el hombre cuando

elige, crea el valor y lo hace para todos. Aquí, en cierto modo, resuenan los

ecos del imperativo categórico kantiano, entendido como legislación

universal. Cuando el hombre descubre esta universalidad de sus actos y la

libertad entendida como carga y responsabilidad15, empieza a sentir angustia

ante su tarea. El Existencialismo suele decir que el hombre es angustia16. Ese

es el sentimiento del protagonista de Los Caminos de la libertad, Mathieu,

cuando descubre su libertad: “El autobús se detuvo con un brusco frenazo.

Mathieu se incorporó y miró la espalda del conductor con angustia: toda su

libertad acaba de refluir sobre él”17. Para Sartre esta angustia es la que llamó

Kierkegaard, “angustia de Abraham”18. Efectivamente, el hombre, al elegir

una posibilidad, la convierte inmediatamente en valor, dado que al rechazar

la existencia de Dios, también rechaza la existencia de valores objetivos en

un cielo inteligible. No hay para Sartre, bien escrito y, esto hace que el

hombre, como dice Heidegger se encuentre en una situación de desamparo19,

13 Ibid., p. 17 “El hombre es plenamente responsable”; Cfr., Sartre, J.P., Los caminos de la libertad, tomo I, La edad de la razón, Madrid, Alianza-Losada, 1983, p. 153: “Pero, ¿para que sirve la libertad si no es para comprometerse? (Brunet le dice a Mathiew)”. 14 Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, op. cit., p. 17, “La elección”, “El hombre se elige eligiendo a todos los hombres” 15 Cfr., Polo, L., La libertad posible, en Nuestro Tiempo, 234 (1973), pp. 54-70, p. 56: “Algunos existencialistas piensan que estamos condenados a ser libres, y que no tenemos más remedio que cargar con nuestro propio existir en el sentido de tenerlo que hacer (que es lo que significaría la libertad en su propio concepto). El hombre se tiene a sí mismo como tarea y por tanto tiene que cargar con su propio ser. Y ese cargar con su propio ser, asumiendo su propio ser en una dirección u otra, es la libertad”. 16 Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, op. cit., p. 18, «La angustia ». 17 Sartre, J.P., Los caminos de la libertad, tomo I, op. cit., p. 315. 18 Cfr., Sartre, J.P., El Existencialismo es un humanismo, op. cit., p. 19, “Kierkegaard y la angustia”; Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, Madrid, Alianza Editorial, 2007. 19 Cfr.: Sartre, El Existencialismo es un humanismo, op. cit., p. 20; El Ser y la Nada, Madrid, Alianza-Losada, 1984, pp. 73,74: “Al contrario, el valor no puede desvelarse sino a una libertad activa que lo hace

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de la que muchas veces quiere huir, refugiándose en la “mala fe”. Conducta

que Sartre explica diciendo, que actuamos de mala fe, cuando declinamos

nuestra responsabilidad y nos atenemos a valores venidos de fuera, hechos y

no fundados por nosotros mismos; todo hombre que se refugia detrás de la

excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un

hombre de mala fe. La mala fe es evidentemente una mentira, porque

disimula la total libertad del compromiso”20.

En segundo lugar, la afirmación de que el hombre no es otra cosa que lo que

él se hace, implica que el hombre es libertad. Pero, ¿qué clase de libertad es

la propia del hombre para Sartre?

Para definir la libertad del hombre, vuelve a partir del ateísmo, citando la

famosa frase de Dostoievski: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”21;

esto quiere decir que la libertad del hombre es total, absoluta: “Si por otra

parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que

legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros,

en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos

sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser

libre. Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro

lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que

hace”22.

Y, es precisamente, la afirmación de una libertad ilimitada la que le lleva a

hablar de una incompatibilidad entre la existencia de Dios y la libertad del

hombre, a contraponer ambas realidades, sin posibilidad de conciliación, en

obras tan conocidas como “El Diablo y Dios” y “Las Moscas”, ambas obras de

teatro.

existir como valor por el solo hecho de reconocerlo como tal. Se sigue de ello que mi libertad es el único fundamento de los valores y que nada, absolutamente nada me justifica en mi adopción de tal o cual escala de valores. En tanto que ser por el cual los valores existen, soy injustificable. Y mi libertad se angustia de ser el fundamento sin fundamento de los valores”. Cfr.: El Ser y la Nada, nuevas ediciones: Madrid, Alianza, 1999; Buenos Aires, Losada, 1998. 20 Cfr.: Sartre, J.P., El Ser y la Nada, op. cit., p. 647: “Al dar a los valores un carácter de datos trascendentes, independientes de la subjetividad humana y transferir el carácter de deseable de la estructura ontológica de las cosas a su simple constitución material –dice Sartre- estamos ya en el plano de la moral, pero al mismo tiempo, en el de la “mala fe”, pues es una moral que se avergüenza de sí misma y no osa decir su nombre: ha oscurecido todos sus objetivos para librarse de las angustias”. 21 Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, op. cit., p. 21:”Dostoievski y el Existencialismo”. 22 Sartre, J.P., op. cit., p. 21; Cfr.: Los caminos de la libertad , tomo I, op. cit., p. 316: “(Mathiew) Él estaba solo en medio de un monstruoso silencio, libre y solo, sin ayuda y sin excusa, condenado a decidir, sin posible apelación, condenado para siempre a ser libre”.

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En la primera de ellas, por boca del personaje Gotees, afirma: “El silencio es

Dios. La ausencia es Dios. Dios es la soledad de los hombres. Estaba solo; yo

solo decidí el Mal; solo inventé yo el Bien. Fui yo quien hizo trampa, yo quien

hizo milagros, yo quien me acuso hoy, solo yo puede absolverme; yo el

hombre. Si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe...¿Adónde

vas?”23.

Lo primero que deducimos de este texto, es la contraposición, sin posibles

vías de solución, entre Dios y el hombre. O bien es Dios el que crea los valores

y entonces el hombre es nada, o bien, si el hombre crea el Bien y el Mal y se

justifica, a sí mismo, lo es todo. Y en esta última posibilidad, no hay sitio para

Dios. En Sartre, no sólo hay una negación de Dios, sino que siguiendo la propia

trayectoria de Nietzsche, ve dicha negación, como una liberación para el

hombre. Lo que dijo Nietzsche en la Gaya Ciencia, en el episodio del hombre

loco, es reiterado por Sartre por medio de su personaje Goetz que le dice a su

interlocutor:” Heinrich, voy a darte a conocer una importante travesura: Dios

no existe. (Heinrich se arroja sobre él y le pega. Goetz ríe y grita bajo los

golpes). Dios no existe. ¡Alegría, lágrimas de alegría! ¡Aleluya! ¡Loco! No

pegues; te estoy libertando, y libertándome. Ni cielo; ni infierno; sólo la

tierra”24 Heinrich, responde: “’Ah! ¡Que me condenen cien veces, mil veces,

pero que exista! Goetz, los hombres nos han llamado traidores y bastardos; y

nos han condenado. Si Dios no existe, no hay manera ya de escapar a los

hombres.¡Dios mío, este hombre ha blasfemado; pero yo creo en ti, yo creo!

23 Sartre, J.P., El diablo y Dios, Madrid, Alianza-Losada, 1986, p. 229 24 Sartre, J.P., El diablo y Dios, op. cit., p.230; Cfr.: Nietzsche, F., La Gaya Ciencia, Barcelona, El Barquero, 2003, párrafo 125, (El loco), p. 126, “El loco se encaró con ellos y, clavándoles la mirada, exclamó: “¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero, ¿Cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿adónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oís el rumor de los sepultureros que entierran a Dios?... ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte! ¿Cómo consolarnos, nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo? ¿Quién borrará esa mancha de sangre?... ¿Tendremos que convertirnos en dioses o al menos que parecer dignos de los dioses? Jamás hubo acción más grandiosa, y los que nazcan después de nosotros pertenecerán, a causa de ella, a una historia más elevada que lo fue nunca historia alguna”. Al llegar a este punto, calló el loco, y volvió a mirar a sus oyentes; también ellos callaron, mirándoles con asombro”.

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Padre Nuestro que estás en los Cielos, prefiero ser juzgado por un ser infinito

y no por mis iguales”25.

Es el mismo planteamiento de Nietzsche, matar a Dios para que el hombre se

libere, el gran acontecimiento del que habla el loco en la Gaya Ciencia. La

idea de Dios pasa a ser considerada como una construcción como una creación

del hombre. Freud, Marx, Nietzsche y Sartre, estaban convencidos de la

explicación de Feuerbach acerca de la aparición de la idea de Dios como

representación de la esencia humana. Marx hizo de ella la causa principal de

la alienación humana que le impedía al ser humano realizar todas sus

potencialidades.

En Las Moscas, símbolos del remordimiento, Sartre plantea la problemática de

la incompatibilidad entre Dios y la libertad del hombre, haciendo hincapié de

un modo especial en el poder de esta última, una vez que los hombres se han

hecho conscientes de ella: “-Júpiter: Mírame. -Egisto: No tengo secreto. –

Júpiter: Sí. El mismo que yo. El secreto doloroso de los dioses y de los reyes:

que los hombres son libres. Son libres, Egisto. Tú lo sabes, y ellos no. –Egisto:

Diablos, si lo supieran pegarían fuego a las cuatro esquinas de mi palacio.

Hace quince años que represento una comedia para ocultarles su poder... –

Júpiter: Orestes sabe que es libre. –Egisto: Sabe que es libre. Entonces no

bastará cargarlo de cadenas. Un hombre libre en una ciudad es como una

oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi reino y arruinará mi obra.

Dios todopoderoso, ¿qué esperas para fulminarlo?... –Júpiter: Una vez que ha

estallado la libertad en el alma de un hombre, los dioses ya no pueden nada

contra ese hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hombres –sólo

a ellos- les corresponde dejarlo correr o estrangularlo”26.

Se trata de un texto que esclarece muy bien el pensamiento de Sartre. Dios

aparece minimizado ante la libertad que ha hecho explosión en el hombre. Su

poder decrece e irá desapareciendo al igual que su propia existencia. Si el

hombre se conciencia de su libertad y la entiende como absoluta, sin límites,

la convierte entonces en omnipotente. El sitio que ocupaba Dios pasan a

ocuparlo los hombres, liberados y conscientes de su infinito poder. Late ya

25 Ibid. 26 Sartre, J.P., Las Moscas, Madrid, Alianza-Losada, 1987, p. 83 y ss. Cfr.: Nuevas ediciones. Las Moscas, Madrid, Alianza, 1996; Buenos Aires, Losada, 2005.

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aquí una paradoja que se le ha escapado a Sartre, ¿cómo un ser finito puede

ser portador de una libertad ilimitada?

El descubrimiento de esta libertad absoluta y sin límites aparece en el diálogo

que sostienen (metafóricamente) Orestes y Electra: “-Orestes: Soy libre,

Electra: la libertad ha caído sobre mí como el rayo... ¿Qué nos importan las

moscas? –Electra: Son las erinias, Orestes, las diosas del remordimiento...-

Orestes:.. Pero qué me importa: soy libre. Más allá de la angustia y los

recuerdos. Libre. Y de acuerdo conmigo mismo. No debes odiarte, Electra.

Dame la mano: no te abandonaré”27.

Pero quizás el episodio más importante de toda esta obra, sea el diálogo que

sostienen Júpiter (Dios) y Orestes (el hombre liberado). Es una clara muestra

del enfrentamiento hombre-Dios que desemboca en la afirmación de la nada

de Dios, en el ateísmo y, por contraposición, en el encumbramiento del

hombre que por fin ha osado romper sus cadenas y plantar cara a su falso

Creador: “-Orestes: ¡Que se desmorone! Que las rocas me condenen y las

plantas se marchiten a mi paso: todo tu universo no bastará para probarme

que estoy equivocado. Eres el rey de los dioses, Júpiter, el rey de las piedras

y de las estrellas, el rey de las olas del mar. Pero no eres el rey de los

hombres. –Júpiter: No soy tu rey, larva desvergonzada. Entonces, ¡Quién te ha

creado? –Orestes: Tú. Pero no debías haberme creado libre28. Es evidente, en

esta escena, que la libertad humana no puede, para Sartre, ir pareja a la

existencia de un creador: “-Júpiter: Te he dado la libertad para que me

sirvas. –Orestes: Es posible, pero se ha vuelto contra ti y nada podemos

ninguno de los dos”29.

La libertad en Sartre se antropocéntrica, es decir, gira exclusivamente en

torno al hombre. No puede existir para él, una libertad humana teocéntrica,

que tenga como referente a Dios. El hombre, dice por boca de Orestes, es su

libertad: “-Orestes: No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad!

Apenas me creaste, dejé de pertenecerte”30.

27 Sartre, J.P., op. cit., pp. 91 ,92 y 100. 28 Sartre, J.P., op. cit., pp. 108 y 109. 29 Sartre, J.P., op. cit., p. 109. 30 Ibid.

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Esta afirmación trae graves consecuencias, ya señaladas en su obra “El

Existencialismo es un humanismo”. Si Dios no existe, el hombre no tiene ya

excusas, asideros y se encuentra solo, sin que nada ni nadie le diga lo que

debe hacer: “-Orestes: ...Todavía ayer eras (Dios) un velo sobre mis ojos, un

tapón de cera sobre mis oídos; ayer tenía yo una excusa; era mi excusa de

existir porque me habías puesto en el mundo para servir tus designios, y el

mundo era una vieja alcahueta que me hablaba sin cesar de ti. Y luego me

abandonaste”31. Dios era el sentido de la existencia del hombre, el que le

mostraba las rutas a seguir y los rumbos que debía tomar. Pero, al

encontrarse el hombre con su ilimitada y absoluta libertad, sin ninguna

naturaleza, se encuentra también con su absoluta soledad. Él solo es su juez,

legislador y orientador, en un mundo en el que sólo existen los hombres: “–

Orestes: ...Mi juventud, obediente a tus órdenes, se había levantado,

permanecía frente a mis ojos, suplicante como una novia a punto de ser

abandonada: veía mi juventud por última vez. Pero de pronto la libertad cayó

sobre mí y me traspasó, la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad y

me sentí completamente solo, en medio de tu mundo benigno, como quien ha

perdido su sombra; y ya no hubo nada en el cielo, ni Bien, ni Mal, nadie que

me diera órdenes. –Júpiter: ¿Y qué? ¿Debo admirar a la oveja a la que la sarna

aparta del rebaño, o al leproso encerrado en el lazareto? Recuerda Orestes:

has formado parte de mi rebaño, pacías la hierba de mis campos en medio de

mis ovejas. Tu libertad sólo es un sarna que te pica, sólo es un exilio. –

Orestes: Dices la verdad: un exilio. –Júpiter: El mal no es tan profundo: data

de ayer. Vuelve con nosotros. Vuelve: mira que solo te quedas, tu propia

hermana (Electra) te abandona. Estás pálido y la angustia dilata tus ojos.

¿Esperas vivir? Te roe un mal inhumano, extraño a mi naturaleza; extraño a ti

mismo. Vuelve: spy el olvido, el reposo. –Orestes: “Extraño a mí mismo, lo sé.

Fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que

en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra ley que la

mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti,

pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada

hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y tú,

31 Sartre, J.P. op. cit., p. 110.

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soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres... Tú eres un Dios

y yo soy libre; estamos igualmente solos y nuestra angustia es semejante”32.

Tremendas palabras que afirman la necesidad del hombre de construirse a sí

mismo, sin ningún punto de referencia o apoyo. Y es, precisamente aquí,

donde Orestes, al igual que el hombre loco de Nietzsche, anuncia el

crepúsculo definitivo de Dios en el mundo, la liquidación final del mundo

suprasensible que por primera vez asentó racionalmente el sabio Platón: “-

Júpiter: Bueno, Orestes, todo estaba previsto. Un hombre debía venir a

anunciar mi crepúsculo. ¿Eres tú? ¿Quién lo hubiera creído, ayer, viendo tu

rostro femenino?33. Es evidente, que desde el punto de vista natural, todo

crepúsculo es hermoso, sobre todo en ciertas latitudes de la tierra. Pero lo

que este crepúsculo trae, es la cruda oscuridad, la noche, la total

desorientación que inevitablemente acecha al hombre ateo que ha renunciado

consciente y racionalmente a Dios.

Sin embargo, a pesar de la creciente marea de ateísmo, que erosiona las

costas del teísmo, nos encontramos metidos en una lucha en la que no ha

podido ganar de modo absoluto el ateísmo. Como dice el mismo Júpiter:

“Adiós Orestes. En cuanto a ti, Electra, piensa en esto: mi reino no ha llegado

todavía al fin, ni mucho menos, y no quiero abandonar la lucha. Mira si estás

conmigo o contra mí. Adiós”34.

Texto 8.

Antropología agustiniana.

El hombre como imagen de la divinidad en la tradición griega y cristiana.

32 Sartre, J.P., op. cit., pp. 110 y 111; Cfr.: De Lubac, H., El drama del humanismo ateo, Madrid, Encuentro, 1997. Cfr.: Dolby Múgica, C.: La libertad en San Agustín y en Jean Paul Sartre, en Actes del Simposi Internacional de Filosofia de l´ Edat Mitjana, Vic-Gerona, 11-16 d´abril de 1993, Patronat d´Estudis Osonencs, 1996, pp. 252-256. 33 Sartre J.P., Las Moscas, op. cit., p. 112. 34 Sartre, J.P., op. cit., p. 113.

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En el frontispicio del templo de Delfos se lee: “Conócete a ti mismo”35,

aforismo profundo que cautivó y captó la atención de un hombre que, en toda

su vida, no hizo otra cosa que indagar en la naturaleza humana: Sócrates.

Con anterioridad Heráclito, había pronunciado una preciosa frase que tenemos

recogida en uno de los fragmentos de su obra que conservamos: “También

dice (Heráclito): Los límites del alma no los hallarás andando, cualquier

camino que recorras; tan profundo es su fundamento (su logos)”36, frase que

tuvo acogida en la búsqueda de aquello que hacía del alma algo tan

importante y profundo, y que consistía en ser imagen de lo divino. En el fondo

del alma se encuentra el reflejo de la divinidad37. Es precisamente este

reflejo, el que la convierte en un ser especial, único y la hace destacar de

todo lo existente. Y en esto estriba el “Conócete a ti mismo” griego. Es lo que

hoy se llamaría introspección, pero no de índole psicológica sino metafísica. Y

esto quiere decir que más que buscar los íntimos anhelos, deseos y obsesiones

del ser humano, se busca su última estructura, aquello que le da el sello

especialísimo a la naturaleza humana.

San Agustín recoge esta tradición griega del “Conócete a ti mismo” y de la

imagen divina reflejada en los seres del mundo, y la funde con la frase

bíblica: “El hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios”38, haciendo de

esta fusión, el núcleo y la raíz de toda su filosofía y, por consiguiente de toda

su antropología. El hombre es contemplado, en la filosofía agustiniana, desde

la atalaya de lo trascendente. No se encuentra sin más, inserto en el mundo,

sino que ocupa en él una alta cima. Tiene una estructura ontológica abierta,

no sólo es un, “ser en el mundo” utilizando la terminología de Heidegger, sino

un ser que va más allá del mundo, es decir, proyectado a la trascendencia, a

lo Absoluto que se encuentra fuera del mundo. En el ser humano, el mundo es

35 Para un estudio de esta temática, Cfr.: Courcelle, P., Connais-toi toi-même, De Socrate a Saint Bernard, Études Augustiniennes, París, t. I, 1974, especialmente : Première partie : Histoire du précepte delphique, cap. I, De Socrate à Cicéron, cap. VIII, Ambroise et Augustin. 36 Heráclito, en Los filósofos presocráticos, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1994, p.373, V. El alma y la vida humana, b. El alma y su índole. 37 Courcelle, P., op. cit., p. 15: “Se connaître n´est pas connître son corps ni l ´ensemble de l´âme et du corps, amis l´âme seule, qui commande au corps… l´homme au sens propre c´est l´âme ou mieux, la partie supérieur de l´âme, c´est-â-dire la raison, miroir qui réflexit la divinité en nous, tel est le fondement de l´être que le précepte delphique invite a connaître (Alciabiades, Platón, I, a32) ». 38 Génesis, I, 27.

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su anclaje, pero el espíritu sobrevuela hacia los espacios infinitos. Este es el

punto de partida de la antropología agustiniana.

La búsqueda de la felicidad y la dignidad del hombre

Es oportuno, introducir esta temática con las palabras del propio san Agustín:

“Luego, si nuestra naturaleza procediera de nosotros, es indudable que

hubiéramos sido también nosotros el origen de nuestra sabiduría, y no

procuraríamos percibirla por la doctrina, es decir, aprendiendo de un

maestro, Y nuestro amor, originado de nosotros y por nosotros y referido a

nosotros, bastaría para vivir felizmente, y no necesitaríamos otro bien del que

gozáramos. Sin embargo, como nuestra naturaleza para existir tiene a Dios

como Autor, para sentir lo verdadero debemos tenerle a Él por Doctor, y a Él

mismo, para ser felices, por Dador de la suavidad íntima”39.

A través de estas palabras podemos ver cómo Agustín fue consciente de que el

hombre no es su propio fundamento y, por lo tanto, captó su propia

contingencia. Pero este descubrimiento no le llevó, como a Sartre, a afirmar

el absurdo como categoría de la existencia. Todo lo contrario. Las ansias

metafísicas del hombre de Verdad, Bien y Felicidad, al no poderles dar

cumplimiento en este mundo, manifiestan la necesidad de ser satisfechas por

un ser superior al hombre que es, a la vez, su fundamento ontológico. La

contingencia le conduce a Dios, y no al ateísmo como ocurre con Sartre. Es

celebre aquella frase de su obra, “De Civitate Dei”, en la que afirma: “Porque

la única causa que lleva al hombre a filosofar, es el ser feliz”40.

Efectivamente, Agustín. Heredero de la tradición filosófica griega, defiende el

aspecto eudemonista de la Filosofía. El ser humano no sólo busca la Verdad y

el Bien, si lo hace es porque está convencido de que de esa búsqueda,

depende el sentido de su vida y, sobre todo, su felicidad, el bien subjetivo

más importante de todos.

San Agustín, movido desde joven por aquella exhortación ciceroniana de

búsqueda de la Sabiduría41, logró darle alcance y elaborar toda una extensa y

39 De civ, Dei, XI, XXV. 40 Ibid., XIX, I, 3. 41 Cfr.: Conf., III, IV, 7 y 8; Dolby, C., La influencia del diálogo Hortensio de Cicerón en san Agustín, en Anuario Filosófico, 34 (2001), pp. 555-564

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profunda filosofía desde ella: “A ti invoco, Dios Verdad, principio, origen y

fuente de la verdad de todas las cosas verdaderas. Dios, Sabiduría, autor y

fuente de la sabiduría de todos los que saben”42. En primer lugar, identifica la

Verdad y la Sabiduría con Dios y, por consiguiente, la persona sabia será

precisamente aquella que conozca a Dios y sea bienaventurada. No se trata

aquí de una sabiduría científica o histórica, sino de aquella Sabiduría que da

sentido a la vida de los hombres y que los trasciende. Así define al hombre

sabio: “-Si puede hallarse un sabio cual lo exige la razón, puedo decir de él

que conoce la sabiduría. -Luego la razón, le dije yo,(a Alipio) te representa un

tipo de sabio que no ignora la sabiduría”43, “Pero nadie es sabio sin ser

bienaventurado”44, “Luego, es feliz el que posee a Dios”45.

Estos textos manifiestan de modo claro, la estrecha relación existente en la

filosofía agustiniana, entre Sabiduría y felicidad. Dios es la Verdad, y la

relación de nuestro entendimiento con Ella, da lugar a la sabiduría humana,

mientras que la relación de nuestra voluntad con la Verdad, genera la

felicidad. Se trata de las dos caras de una misma moneda: “Dijo Trigecio;

Ciertamente, bienaventurados queremos ser; y si podemos serlo sin la verdad,

podemos también dispensarnos de buscarla... -¿Y qué os parece esto mismo?

añadí yo. ¿Creéis que podemos ser dichosos sin hallar la Verdad?... ¿qué

piensas, dije yo, que es vivir felizmente, sino vivir conforme a lo mejor que

hay en el hombre?... ¿Te parece que sin hallar la verdad, con sólo buscarla,

puede uno vivir dichosamente? –Mantengo mi sentencia, dijo él, de ningún

modo me parece”46.

La Filosofía para san Agustín, no consistía en un mero juego de palabras o en

algo propio de eruditos, sino que en ella se jugaba el sentido de la existencia

humana. De ahí su carácter dramático y último. Dios aparece como el objeto

principal de la Filosofía, el complemento imprescindible del hombre, el Ser

que lo plenifica y lo hace feliz: “Si, pues, indigencia es la estulticia, la

42 Solil., I, I, 3. 43 C. Acad., III, IV, 9. 44 De beata vita, II, 14. 45 De beta vita, II, 11. 46 C. Acad., I, II, 5 y 6; Cfr.: Holte, R., Béatitude et Sagesse. Saint Augustin et le problème de la fin de l´homme dans la philosphie ancienne, París, Études Augustiniennes, 1962, p. 19; Molina, M., Felicidad y Sabiduría. Agustín en noviembre del 386, en Augustinus, 18 (1973), pp. 355-372.

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sabiduría será la plenitud”47. Es una concepción contraria a la atea que ve en

Dios una mera proyección fantasiosa del hombre48, de la que es preciso

liberarse para alcanzar la plenitud y la libertad absoluta, tal y como lo

plantea Sartre.

El punto de partida agustiniano para poder afirmar que sólo en la orientación

a Dios, puede el ser humano alcanzar la plenitud y ser feliz, es el haber

reconocido tanto la contingencia del mundo como la del propio hombre.

Sartre también captó la contingencia, pero orientó su pensamiento en una

dirección diametralmente opuesta a la de san Agustín. Éste vio que la

contingencia, la limitación ontológica del ser humano no se sostiene por sí

misma, y que está necesita de un Ser que la sustente. Es cierto que la base

del pensamiento agustiniano es filosófico-teológica y su visión de la limitación

humana, de su contingencia, a nivel filosófico, la completa a nivel teológico

con el principio cristiano de la Creación ex nihilo por parte de Dios, de todas y

cada una de las criaturas que existen: “La doctrina católica nos manda creer

que esta Trinidad es un solo Dios, y que Él creó y formó, en cuanto son, todas

las cosas que existen, de tal modo que toda criatura, ya sea intelectual, ya

corporal, o por decirlo más brevemente según las palabras de la divina

escritura, visible o invisible, no fue formada de la naturaleza de Dios, sino

hecha de la nada por Dios”49.

La visión agustiniana es la total inversión del ateísmo. Dios, no sólo no es visto

como un Ser del que hay que librarse para alcanzar la plenitud humana, sino

que es considerado como el único Ser que de verdad puede transformar al

hombre en plenamente hombre, valga la redundancia. Para lograr la

perfección humana, es preciso acercarse, cada vez más, a Dios hasta lograr la

unión perfecta con Él, inalcanzable en esta vida. Esto provocará una dinámica

de proyección trascendente en la actividad humana, entendida como praxis

en el sentido en el que la concebían los griegos, y no en la concepción del

ateísmo moderno, como el de Marx. Sólo desde esta comprensión teológica y

teleológica del hombre, diría el propio Agustín, podemos tener una verdadera

47 De beata vita, IV, 31. 48 “La esencia del hombre: He aquí el ser supremo. El giro decisivo de la Historia será el momento en que el hombre adquiera conciencia de que el único Dios del hombre es el hombre mismo. Homo homini Deus”, Feuerbach, L., La esencia del Cristianismo, Salamanca, Sígueme, 1975, p. 300. 49 De Gen. ad litt. Imp, liber, I, 2.

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antropología y el principio de una posible solución de muchos de los

problemas humanos porque esta alta visión conlleva el respeto a hombres y

mujeres por igual y el trato adecuado a la Naturaleza.

El mundo debe ser cuidado por ser la única fuente de subsistencia para la

humanidad, y por llevar en su seno la huella de Dios, al ser su hechura. He

aquí el aspecto ontológico del problema ecológico. Es la famosa tríada de la

medida, número y peso que yace en lo creado como reflejo de la misma

Trinidad”50. En definitiva, el mundo es para san Agustín, un regalo con el que

el hombre se encuentra, y no puede vilipendiar, por respeto a su Hacedor y a

sus propios intereses. De todo ello se va cobrando conciencia, aunque con

esfuerzos y detenciones.

Con respecto a la dignidad del hombre, viene precisamente avalada, por ser

imagen de Dios en aquello que tiene más elevado, su mente o espíritu:

“Asimismo se llama espíritu a la misma mente racional, en donde reside como

el ojo del alma, a quien concierne la imagen y el conocimiento de Dios”51, “En

tu alma se halla la imagen de Dios. La mente del hombre la contiene”52.

Las consecuencias de este planteamiento son muy importantes. En primer

lugar, el hecho de que todos lo hombres tengamos espíritu y éste sea imagen

de Dios, implica que hombres y mujeres, negros y blancos, chinos e hindúes,

seamos metafísicamente iguales. La aceptación de este presupuesto,

contribuye a luchar contra la justificación del racismo o de una consideración

peyorativa del sexo femenino: “Igualmente en aquella primera creación del

hombre y conforme a aquello por lo que la mujer era también hombre (ser

humano), ella misma fue hecha a imagen de Dios, pues tenía mente propia y

del mismo modo racional”53. Queda así sentada una buena base para un

diálogo entre culturas y sexos, la de la igualdad ontológica de la humanidad.

Si se aceptara, de verdad, este presupuesto, no tendría lugar la

discriminación. Es cierto, que en sociedades de raigambre cristiana, mejor

dicho, que han entendido mal los principios cristianos, han tenido lugar

crueles racismos, como el efectuado contra los negros y también un

50 Cfr., De Gen. ad litt., IV, III, 7. 51 De Gen. ad litt., XII, VII, 18. 52 Enarr. , XXXII, In Ps., Sermo II, 16. 53 De Gen. ad litt., III, XXII, 34.

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rebajamiento de la capacidad y funciones de la mujer, llegándose, en ambos

casos, a cotas intolerables. Recuérdese el caso de los indios americanos, en el

que se llegó incluso a plantear que éstos no tuvieran alma y, por tanto, no

tuvieran la imagen de Dios, con el consiguiente peligro que podía suponer su

indefensión ante la avalancha conquistadora. No obstante, en la conquista

española, surgieron voces como la de Fray Bartolomé de las Casas, que

supieron defender a los indios al considerarlos portadores de un espíritu,

hechos a imagen de Dios y por tanto personas a las que no se podía ni debía

masacrar54 .

En segundo lugar, la afirmación de la espiritualidad del hombre, en contra de

toda suerte de materialismos que ya habían empezado a surgir en la

Antigüedad, desde los atomistas a Epicuro y que hoy tanta fuerza han

alcanzado.

Para san Agustín, el hombre es cuerpo y alma, siendo lo más elevado el alma,

en concreto, la cumbre de ésta: el espíritu o mente: “Tú eres hombre, y

tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres

hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible”55,

“En tu alma se halla la imagen de Dios. La mente del hombre la contiene”56,

“Lo que se dice que el hombre fue hecho a imagen de Dios se entiende del

hombre interior donde reside la razón y la inteligencia, por las que domina a

los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los animales y fieras, y a

toda la tierra y a todos los reptiles que sobre la tierra se arrastran; porque

cuando hubo dicho hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, a

continuación añadió: y domine a los peces del mar y a las aves del cielo, etc.,

para que entendiéramos no haber dicho que el hombre fue hecho a imagen de

Dios por el cuerpo, sino por aquel poder por el cual somete a las bestias. Pues

todos los demás animales están sujetos al hombre, no por causa del cuerpo,

sino por el entendimiento que nosotros tenemos y del que carecen ellos”57.

Los textos son abundantes y esta visión del hombre hace que tenga la

supremacía sobre las demás criaturas por su espíritu, tal y como lo ha puesto

54 Cfr.: Anabitarte, H., Bartolomé De Las Casas (Biblioteca histórica: grandes personajes), Madrid-Buenos Aires, Urbión e Hyspamérica, 1985. 55 In Ioan. ev., (Tractatus) XXVI, 13. Cfr.: De mor. eccl. cath., I, IV, 6. 56 Enarr., XXXII, In Ps., Sermo II, 16 Cfr.: De lib. arb., I, VIII, 18. 57 De Gen. c. Man., I, XVII, 28.

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de relieve la antropología contemporánea, y una apertura a la trascendencia

que trae consigo muchas implicaciones éticas en las que se encuentra

imbricada la libertad. Temática esta última que tanto entusiasmo a Agustín,

al igual que, con posterioridad, a Sartre.

No obstante, la grandeza del hombre dada por ser imagen de Dios, se

encuentra rebajada para san Agustín, en palabras suyas “deteriorada” por el

pecado original, que afecta también a la libertad: “Aquí primeramente les

diremos que yerran sobremanera los que después del pecado ponen los ojos

en el hombre, cuando precisamente por pecar fue condenado a la mortalidad

de esta vida, y perdió entonces aquella perfección por la cual fue creado a

imagen y semejanza de Dios”58.

Sin embargo, no hay que entender esta pérdida como algo irremediable, tal y

como lo vio el protestantismo al hablar de la corrupción total de la naturaleza

humana y su versión laica, el existencialismo. Éste recogió la tradición

protestante en forma de un hombre roto y en perpetua crisis. Para san

Agustín, queda aún un rescoldo de imagen que servirá como punto de partida

para emprender la renovación de nuestra imagen dañada y transformarnos,

poco a poco, en semejantes a Dios: “Amigo, esclavo, del señor. Esto es

absolutamente imposible, si no nos trasformamos en su imagen, la cual nos

dio a guardar como algo de mucho valor y estimadísimo, cuando nos entregó

nuestro ser a nosotros mismos y al que nada se le puede preferir fuera de El

mismo. Pero nada me parece más dificultoso que este trabajo y nada más

propenso a la interrupción. Con todo, el alma no puede emprenderla, si no le

ayuda él mismo a quien se entrega. De donde resulta que el hombre ha de ser

reformado por la clemencia de aquél que le crió con su poder y bondad”59. De

este texto se desprende que la restauración de la imagen debe hacerse a la

par, han de aportar tanto el hombre como Dios. La libre voluntad humana

cobra su pleno significado no en una acción anónima y solitaria del hombre

sino en la estrecha colaboración de éste con Dios, a través de la ayuda que le

presta la gracia divina: “Nuestra cuestión versa sobre la naturaleza humana

viciada y sobre la gracia de Dios, con que sana por mediación de Cristo

médico, de quien no tendría ninguna necesidad si estuviera sano el hombre, a 58 De mor. eccl. cath., II, IV, 6. Cfr.: De Ge. ad, litt., III, XXXIV, 37. 59 De quant. anim., XVIII, 55.

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quien Pelagio describe fuerte, dotado de suficiente energía moral para poder

no pecar… Mas ¿quién ignora que para lograr esta pureza con la renovación del

hombre interior es indispensable la gracia de Dios por medio de Nuestro señor

Jesucristo?”60.

Es evidente que se trata de una filosofía en estrecha relación con la fe o

teología cristiana. En san Agustín la filosofía está tan íntimamente ligada a la

teología, que no se las puede separar. Agustín no es un hombre al que se le

pueda cortar en dos. Para él no hay más que una verdad, y esta verdad la

toma y la abraza con toda su alma. La considera emanada directamente de

Dios y la convierte en la ley de su ser y de su actuar61.

En esta vida, dirá san Agustín, el trabajo de reforma de la imagen de Dios de

la que somos portadores, nos permitirá conocer a Dios como en un espejo, a

través de las trinidades de la mente humana que dibujan en cierta manera la

Trinidad divina: “Yo mismo al discurrir sobre esas cosas, veo en mí cuando

amo, tres elementos: yo, lo que amo y el amor”62. La mente, su noticia y el

amor con que se ama a sí misma el alma, constituyen una cierta trinidad

humana, a imagen de Dios, en el interior del hombre63.

Pero, para poder contemplar a Dios, cara a cara, se requiere que exista una

vida en el más allá y que el alma sea inmortal. La inmortalidad del alma la

intenta demostrar basándose en la filosófica platónica: “A.- Quisiera

persuadirme de la inmortalidad. R.- Fuera todo lamento. Inmortal es el alma

humana. A.-Pero, ¿cómo lo demuestras? R.-Con las premisas que tú me has

concedido muy cautamente…Si lo que pertenece a un sujeto permanece

siempre, necesariamente ha de permanecer el sujeto en que se halla. Es así

que toda disciplina está en el alma como en un sujeto. Luego es necesario que

subsista siempre el alma, si de be subsistir la disciplina. Mas la disciplina es la

verdad; y la verdad, según se demostró al principio de este libro, es inmortal.

Luego siempre ha de permanecer el alma, ni puede hallarse

60 De nat. et gratia, LXIV, 76 y 77. Cfr.: Ep. CLVII Augustinus Hilario, II, 8 y 10; Capánaga, V., Agustín de Hipona. Maestro de la conversión cristiana, Madrid, BAC, 1974, p. 78: El libre albedrío; p. 100: En defensa de la gracia. 61 Cfr.: Portalié, E., en Vacant A. et Mangenot, Dictionnaire de Théologie Catholique, París, Letouzey et Ané, 1903, p. 2322. 62 De Trin., IX, II, 2. 63 Cfr.: Rodríguez Rosado, J.J., Estructura del conocimiento en Anuario Filosófico 15 (1982), p. 134; de Trin. IX; Dolby Múgica, C., El hombre es imagen de Dios. Visión antropológica de San Agustín, Pamplona, Eunsa, 2002.

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mortal”64.Aludiendo a sus primeros escritos podríamos decir, que la felicidad

encarnada en la visión y posesión de Dios, exige la inmortalidad: “Si la vida

perenne no fuera patrimonio del hombre, en vano buscaría la bienandanza:

sin inmortalidad no existe ventura”65.

Para concluir se puede afirmar, que la plenitud de la imagen, la

contemplación directa de Dios, la alcanzaremos en la vida eterna. Aquí,

mientras tanto, nos renovaremos continuamente por el conocimiento y amor

de Dios, a la luz de la filosofía y de la fe. En la vida perdurable, nuestra

imagen de Dios será totalmente renovada hasta alcanzar la perfecta

semejanza con la Trinidad. El hombre, desde esta perspectiva, es concebido

desde lo Absoluto tanto estática como dinámicamente, en una progresiva y

continua deificación66.

En contraposición al ateísmo, en este caso el de Sartre, san Agustín ve la

realización del hombre en la trascendencia. Sólo desde ella puede para él,

descifrarse su auténtico y verdadero significado: “La gracia divina es

necesaria para adquirir no una filosofía cualquiera, sino la auténtica y

verdadera”67, “Ni persigue otro fin la verdadera y auténtica filosofía sino

enseñar el principio sin principio de todas las cosas y la grandeza de la

Sabiduría que en El resplandece, y los bienes que sin detrimento suyo han

derivado para nuestra salvación de allí”68.

María del Carmen Dolby Múgica, Antropología teísta: San Agustín. Antropología

atea: Jean-Paul Sartre, en Pensamiento, Vol. 49 (1993), Núm. 193, pp. 99-

115.

64 Sol., II, XIII, 24. Cfr.: De ii. anim., XXVII, 53. 65 De Trin., XIII, VII, 10. 66 Ocáriz, F., Hijos de Dios en Cristo, Pamplona, Eunsa, 1972, cap. III, Lo sobrenatural: dioses por participación, d) La deificación como semejanza participada, p. 75 y ss. “En el hombre pueden considerarse tres niveles de semejanza con Dios. En primer lugar, el que proviene de la creación, es decir, de la participación universal del ser, que es común a todos los hombres; en segundo lugar, el que proviene de la recreación (divinización: participación sobrenatural), y por último, la plena realización del segundo en la gloria”. 67 De civ. Dei, XXII, XXII, 4. 68 De ord., II, V, 16.