Marcelo Guerrieri - El Repartidor de Diarios

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  • 8/18/2019 Marcelo Guerrieri - El Repartidor de Diarios

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    Marcelo Guerrieri

    El repartidor de diarios

    De Árboles de tronco rojo, Editorial Muerde Muertos, Buenos Aires, 2012.

    Toma unos mates bien calientes, casi hervidos, y sale con su bicicletahacia la calle. Alza la vista. Mira el cielo. El amanecer anaranjado,con pocas nubes, anuncia un día agradable.

    Aunque se lo explicaron mil veces —que el eje de la tierra, que elverano nórdico— no termina de entender cómo puede ser que haya sola las tres de la mañana. En invierno va a ser al revés, le dijeron, todode noche; pero le cuesta imaginarlo.

    Ya el aire fresco en la cara le espanta la modorra. Entra en el senderoque atraviesa el bosque. Ese pedalear entre los árboles, el olor a pastomojado por el rocío, la luz tenue, todo eso le hace sentir que está depaseo y que todo puede ser hermoso y limpio, como había soñado aldejar Buenos Aires; un conejo blanco se espanta cuando sale delsendero hacia la calle: corre en zigzags nerviosos y desaparece tras unmatorral de flores amarillas.

    Mientras avanza despacio por las calles vacías en dirección al centrolo invade una angustia repentina porque sabe que después del trabajo,después de la siesta, la tarde se le hará interminable. Aunque está con-tento con esa ciudad preciosa y su trabajo, a pesar de que la gente allíes amable, aún no ha encontrado la forma de intimar y hacer amigos.

    Pedalea más fuerte y se da envión para cruzar el puentecito de madera.Del otro lado del río, un chico rubio que viste una remera manchadabajo las axilas lo espera de brazos cruzados.

    Después de las presentaciones caminan hacia un garaje de baldosasrojas. En silencio cargan el carrito de los diarios —el periódico localal frente, el de tirada nacional detrás— y anotan en el libro de clientes

    los cambios que llegaron en la hoja de novedades.

    —Es un buen distrito —le anuncia su compañero (primero en sueco;después, al notarle el desconcierto, en inglés)—. Con práctica loterminarás en hora y media. Todos edificios. Todos con ascensores.

    Asiente, sonriendo a su compañero, y empuja el carrito ya cargado através de la calle paralela al río. Recuerda con nostalgia su distritoanterior. Casas bajas, amplios jardines, largas caminatas silenciosas enla mañana desierta.

    —Me olvidaba —le dice el rubio—. Algunos códigos no funcionan a

    esta hora de la madrugada —y sacude un manojo de llaves que élrecibe al tiempo que comenta que prefiere no hablar en inglés y

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    practicar el idioma. El otro dice ok y marca el código en el panel de lapuerta del primer edificio.

    Durante el recorrido caminan despacio. Hablan poco. Como si algúnser diminuto le dictara al oído, su compañero va metiendo los diariosen los buzones sin consultar el libro de clientes.

    A la hora, el rubio le desea buena suerte. Se despiden con un correctoapretón de manos. Entonces comienza su deambular solitario porpasillos y escaleras.

    Frente a cada puerta, lee el apellido en la placa de metal y consulta ellibro de clientes: si el nombre coincide, mete el diario en el buzón; sino, sigue de largo.

    Pero a medida que avanza la mañana, en ese encierro gris, lo vainvadiendo el recuerdo de otro pasillo: cuadrados de mármol blanco,cuadrículas de bronce, el cementerio de la Chacarita, el nicho dondedescansan los restos de su padre... se sacude, espantado por unapresencia a su costado: un arbolito artificial dentro de una macetaenorme. Cada nuevo edificio lo recibe con su aséptico silencio, lagente dormida detrás de las puertas, los quejidos del ascensoramplificados por la quietud; subir encerrado, hasta el último piso,bajar las escaleras, atento a las placas de metal; meter un diario en laranura, una puerta abriéndose detrás —quizá alguien se hayadespertado—; el piso de abajo huele a desinfectante de hospital, elascensor chilla cuando llega a planta baja. Se mira en el espejo ylimpia el sudor de su frente. No le gusta para nada lo que ve. Laremera transpirada y sucia.

    En el siguiente edificio, cuando sale desde el ascensor hacia el pasillo,lo sorprende la puerta de un departamento abierta, la habitación aoscuras.

    Deja el diario sobre el piso. Va bajando la escalera cuando siente unportazo a sus espaldas. Se asusta, tropieza, quiere tomarse de labaranda pero tiene la mano ocupada con los diarios y todo sedesparrama sobre la escalera; la frente le pega de canto contra labaranda y lo último que oye son las hojas de los diarios sacudiéndoseen el aire.

    Después, una humedad en la mejilla, el sabor amargo en la boca. Unconejo blanco le olfatea la frente. Los dos retroceden, asustados. Elconejo se resbala y cae por el hueco de la escalera. Lo vesacudiéndose, en caída libre. Después el golpe sordo.

    Se toca la cabeza: no hay sangre pero sí un chichón y ese dolor agudo.Recoge los diarios. Baja la escalera hasta planta baja. El conejo noestá por ningún lado pero hay manchas de sangre sobre los escalonesque bajan hacia el sótano.

    Sale a la calle. Empuja el carrito hacia el siguiente edificio. A mitadde camino se detiene a masajearse la cabeza: el dolor va bajando, por

    suerte, se dice, mientras estudia la vidriera del negocio que tieneenfrente.

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    Al principio no le queda claro qué es lo que venden allí. Hay mueblesmás bien antiguos, largas mesas con vajilla fina; sobre un estanteespejado, una multitud de animales de porcelana.

    Los tamaños no guardan proporción y esto hace que la colección tengaalgo de monstruoso. Hay dos elefantes rojos del mismo tamaño queuna ardilla que sonríe; detrás, un caballo recostado sobre el vidriomucho más grande que una jirafa rodeada de monos; un alce de largoscuernos vidriados, peces, una foca... Pero lo que más le llama laatención es un enorme conejo blanco, erguido sobre las patas de atrás.Sobre la panza reposan las patas delanteras entre las que asoma uncuchillo sin empuñadura, más bien un escalpelo o un bisturí.

    Desde el río le llega un ruido acuoso entremezclado con un chillido,un chapoteo. Sobre la baranda del puente, reposando en las maderasbarnizadas, una paloma se picotea las alas. Frente a ella un pato aleteasobre el agua del río; alzando el cogote, alardeando de sus plumas,lanza graznidos cortos hasta que se sumerge de golpe.

    A seguir, se dice, y empuja el carro hasta el siguiente edificio.

    Entra con los diarios apilados sobre el antebrazo. Sube en ascensorhasta el último piso. Desde la ventana del pasillo mira hacia fuera: enel corazón de la manzana, rodeado de sauces, distingue un edificioantiguo con una gran cúpula vidriada. Se pregunta quién será elencargado de repartir allí, le extraña que no forme parte de surecorrido; mejor, se dice, y fantasea mientras baja la escalera: capazque ahí no leen el diario —cuatro periódicos en el tercer piso—, oes un edificio abandonado —tres en el segundo—, o de

    analfabetos —ninguno en el primero— o un edificio de ciegos; finaldel recorrido.

    Empuja el carrito vacío hasta el garaje de las baldosas rojas. Lo esta-ciona en un rincón, entre bicicletas y coches de bebé. Cuando seagacha para ajustar el candado a la reja, lo sorprende un diario sobre elpiso.

    Si de algo está seguro es de que ese diario no estaba allí cuandoempezó su recorrido. Lo recoge, maldiciendo este último encargo queno hace más que retrasarle la hora de la siesta. Lo desenrolla. Estudiala portada: Animalia dicen las letras rojas sobre la imagen de un perrolabrador. En una esquina, fotos de aves, con un titular que alcanza atraducir como: ¿Pueden los animales entender lo que decimos?

    Un trozo de papel, adosado al diario con un clip, tiene una direcciónimpresa y la palabra kallaren —subsuelo— en lugar del nombre delcliente.

    Se dirige al edificio, cargando sólo el diario. Ya dentro del ascensor,recorre con los dedos las teclas de metal; pero en el lugar del botón delsubsuelo hay una cerradura plateada. Saca el manojo de llaves. Pruebamás de la mitad hasta que da con la que calza.

    La hace girar.

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    El ascensor se sacude.

    Y desciende.

    Ha bajado tres pisos cuando la puerta se abre y sale hacia un pasilloangosto. El ascensor se cierra a sus espaldas. Todo es oscuridadmientras los ojos se van acostumbrando a la penumbra bordó quesurge desde las lucecitas de los interruptores.

    Aprieta el botón que tiene más cerca. Los focos del techo se enciendende golpe. El pasillo es larguísimo, de paredes blancas. Ya está bien, sedice; no piensa atravesar ese pasillo.

    Acaba de dejar el diario sobre el piso cuando lo sorprende el ruido delsistema de apagado automático de la luz. Es un tac-tac repetitivo yseco. La frecuencia de los golpecitos eléctricos se acelera a medidaque se acerca el momento de la oscuridad, el golpeteo resuena encontrapunto con su respiración, que se agita, mientras busca el botónpara abrir el ascensor y no está por ningún lado. Patea la puerta,intenta forzarla. El ritmo acelerado se acalla de golpe. La luz se apaga.

    Se dice que seguro al final del pasillo, la salida de emergencia... arras-tra los dedos por el piso rugoso, algo suave y caliente le toca el revésde la mano. Pega un salto, se repliega contra la puerta del ascensor; unmurmullo, algo le toca la pierna. Salta hacia el interruptor y enciendela luz de un golpe.

    Parados sobre las patas traseras, una multitud de conejos blancos lomira con ojos rojos; congelados, fruncen nerviosamente las narices, se

    rascan los bigotes. El tac-tac se calla. La luz desaparece. De pie perodetenido como un cuerpo muerto siente el refriegue en los tobillos.Aprieta el botón rojo. Entre esa masa blanca y movediza que no parade crecer sólo quedan unas pocas manchas de suelo gris. El tamborcalla de golpe. La luz vuelve a apagarse. La enciende. Conejosblancos sobre conejos blancos, se pisotean, escalan, inundan el pasillo.La luz se apaga. El aire es un cuchicheo sordo. La oscuridad amplificael murmullo algodonado.