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Chou Shue-jen (1881-1936), más conocido por su seudónimo Lu Xun (también escrito Lu Hsun o Lu Sin), nació en Shaoxing, en la provincia de Zhejiang, al sur del curso inferior del río Yangtsé. Desde niño tuvo contacto directo con el campesinado, que bajo condiciones de vida infrahumanas vivía sumido en la pobreza, por lo que a edad temprana comenzó a simpatizar con su causa.Se puede fechar con precisión el nacimiento de la literatura moderna en China, puesto que el movimiento teórico precedió a las obras: en 1915, a sólo cuatro años de la creación de la república, Chen Dusiu, decano de la Facultad de Letras de Pekín, fundó la revista Nueva Juventud con el propósito de divulgar un programa de renovación literaria centrado en la liberación de la lengua de las pautas retóricas tradicionales —abriendo paso a la expresión coloquial en la escritura— y en la necesidad de dar a conocer el pensamiento occidental. Se trataba de acercar la literatura al pueblo, y para ello era necesario simplificar el complejo alfabeto para poder alfabetizar a las masas, ya que únicamente era comprendido por un reducido grupo de especialistas. Pero esto sólo no bastaba, pues el lenguaje literario tradicional también era incomprensible para las masas; será precisamente Lu Xun es el primer escritor que haga uso del lenguaje popular —baihua— en sus escritos, hasta entonces despreciado por los intelectuales.

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Lu Xun(1881-1936) ..................................................................................................................................................................... 3 A las armas(1922) .............................................................................................................................................................................. 7

Prefacio del autor ....................................................................................................................................................... 7 El diario de un loco .................................................................................................................................................. 11 Kung Yi-chi .............................................................................................................................................................. 18 La medicina .............................................................................................................................................................. 22 Mañana ..................................................................................................................................................................... 28 Un pequeño incidente ............................................................................................................................................... 32 El cabello .................................................................................................................................................................. 34 Tempestad en una taza de té ..................................................................................................................................... 37 La verídica historia de A Q ...................................................................................................................................... 43

Vagar incierto(1925) ............................................................................................................................................................................ 73

El sacrificio del Año Nuevo ..................................................................................................................................... 73 En una taberna .......................................................................................................................................................... 83 Una familia feliz ....................................................................................................................................................... 89 Jabón ........................................................................................................................................................................ 94 Añoranza del pasado .............................................................................................................................................. 101 El divorcio .............................................................................................................................................................. 113

Leyendasnarradas de nuevo(1935) .......................................................................................................................................................................... 119

Restauración de la bóveda celeste .......................................................................................................................... 119 El vuelo a la Luna .................................................................................................................................................. 126 La espada azul ........................................................................................................................................................ 133

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(1881-1936)Chou Shue-jen (1881-1936), más conocido por su seudónimo Lu Xun (también escrito Lu

Hsun o Lu Sin), nació en Shaoxing, en la provincia de Zhejiang, al sur del curso inferior del río Yangtsé. Desde niño tuvo contacto directo con el campesinado, que bajo condiciones de vida infrahumanas vivía sumido en la pobreza, por lo que a edad temprana comenzó a simpatizar con su causa.

De joven se matriculó en la Academia Naval de Jiangnan (1898-99) y en la Escuela de Ferrocarriles y Minas (1899-1902) en Nanjing. En 1902 viaja a Japón con el fin de estudiar lengua y medicina en la escuela provincial de Sendai, al igual que otros chinos progresistas, que soñaban por mejorar las condiciones de vida de su pueblo. Pero en 1906, la imagen en un documental propagandístico sobre la guerra ruso-japonesa, donde se veía la decapitación por las tropas japonesas de un supuesto espía chino ante la pasividad de sus compatriotas, que contemplaban la ejecución, impactó a Lu Xun, sería el punto sin retorno que le hizo abandonar sus estudios para dedicarse enteramente a la literatura: decidió escribir en lugar de sanar porque —cómo él mismo explicó— un cuerpo vigoroso es inútil si el espíritu está enfermo.

De regresó a China en 1909, los dos siguientes años ejerció como fue profesor en Shaoxing, pasando a desempeñar después, entre 1912 y 1926, como funcionario del ministerio de la educación en Pekín También trabajó como instructor de literatura china en la Universidad Nacional de Pekín entre 1920 y 1926, e impartió clases en la Universidad de Xiamen (1926) y en la de Cantón (1927).

Se puede fechar con precisión el nacimiento de la literatura moderna en China, puesto que el movimiento teórico precedió a las obras: en 1915, a sólo cuatro años de la creación de la república, Chen Dusiu, decano de la Facultad de Letras de Pekín, fundó la revista Nueva Juventud con el propósito de divulgar un programa de renovación literaria centrado en la liberación de la lengua de las pautas retóricas tradicionales —abriendo paso a la expresión coloquial en la escritura— y en la necesidad de dar a conocer el pensamiento occidental. Se trataba de acercar la literatura al pueblo, y para ello era necesario simplificar el complejo alfabeto para poder alfabetizar a las masas, ya que únicamente era comprendido por un reducido grupo de especialistas. Pero esto sólo no bastaba, pues el lenguaje literario tradicional también era incomprensible para las masas; será precisamente Lu Xun es el primer escritor que haga uso del lenguaje popular —baihua— en sus escritos, hasta entonces despreciado por los intelectuales.

La revista de Chen publicó en 1917 Sugerencias para una reforma de la literatura, un texto del estudiante Hu Shi, que se encontraba por entonces en los Estados Unidos. Hu hacía ocho proposiciones relativas a la tarea del creador, que, a su criterio, debía escribir únicamente para comunicar un mensaje, sin imitar a los antiguos, respetando la gramática y eludiendo las palabras vanas, sin valerse de moldes ni de citas de los clásicos, apartándose de recursos acústicos empleados hasta el hastío, como las oraciones simétricas, y haciéndose eco del hablar popular. Ese fue el primer manifiesto del movimiento.

El segundo lo firmó el propio Chen un mes más tarde. Era mucho más combativo que el anterior, en forma y en contenido: tres lemas componían la «divisa del ejército de la revolución literaria»: «destruir la literatura pintarrajeada de una minoría aristocrática y crear una literatura popular, sencilla y expresiva»; «destruir la monótona literatura clásica y crear una literatura realista, plena de frescura y sinceridad»; «destruir una literatura de ermitaños, pedante y oscura, y crear una literatura social, clara e inteligible para todos».

En 1918, el programa de Chen Dusiu encontró su formulación práctica en las obras de los

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jóvenes Hu Shi y Lu Xun. El libro de Hu se titulaba Experiencias poéticas. Lu Xun se dio a conocer con un relato alegórico breve, el Diario de un loco (que tomaba deliberadamente el título de la obra homónima de Nikolás Gogol), un doloroso alegato contra la ignorancia y el atraso. El giro de Lu Xun suponía la primera narración de corte occidental en China, escrita en un estilo claro y sencillo, que huye de la narración omnisciente tradicional y la sustituye por un solo narrador a través de cuyos ojos se filtra la historia. Narra los delirios e impresiones de un hombre que se cree blanco de una conspiración de caníbales; su locura no deja de ser sino producto de la naturaleza opresiva de la tradición que convierte a la sociedad en “antropófaga”.

Las vidas de Hu Shi y Lu Xun divergieron notablemente más tarde: en el primer capítulo de La verídica historia de A Q se alude a Hu y a sus discípulos, caracterizándolos por su «notable manía por la historia y las antigüedades»: Hu ya había abandonado sus posturas iniciales y había retornado a la tradición. Lu Xun, por su parte, se convirtió en guía de los escritores más jóvenes, identificados con la revolución.

El Movimiento 4 de Mayo nació en 1919, cuando los estudiantes protestaron en Pekín contra el Tratado de Versalles —que traspasaba a manos japonesas la concesión alemana en China, una zona con derechos económicos y políticos— y exigieron independencia nacional, democracia, reforma del idioma, enseñanza de ciencias, y una ruptura con la filosofía y superstición confucionista. También denunciaba la opresión de la mujer y promovía nuevos ideales de la familia y la posición de la mujer; pedía guarderías para el cuidado de los niños y organización cooperativa de los quehaceres de la casa, con el fin de liberarla de esa carga; asimismo, apoyaba y albergaba a las mujeres que luchaban para educarse o liberarse de una situación opresiva o de un matrimonio a la fuerza.

Reflejo de estas inquietudes es el relato El sacrificio del Año Nuevo, escrito en 1924, donde Lu Xun retrata la postración de las mujeres en China. La protagonista, obligada a casarse con un niño diez años menor que ella, un matrimonio que resulta ser una farsa cruel. Cuando él muere, ella huye de la casa y consigue trabajo de criada en la familia de un hombre culto confucionista, quien la desprecia por ser viuda. Sólo se sonríe cuando está trabajando. Pero como la mujer es considerada propiedad de la familia del esposo, la familia del difunto la saca de allí y la vende a un hombre que vive en las montañas. Este también muere y ella regresa a la casa del hombre culto, donde la maltrata más hasta que por fin la echa de casa, pues la muerte del segundo marido comprueba su “mal carácter”. Termina pidiendo limosna en la calle y se muere en vísperas del año nuevo, entre el alegre alboroto de los cohetes.

La verdadera historia de A Q, escrita entre 1921 y 1922, es una sátira incisiva sobre las falsas esperanzas depositadas en la Revolución de 1911, que acabó con el imperio milenario y logró la instauración de la República China. Las primeras páginas del relato explicitan una poética, a la vez que abren paso a su desarrollo, donde se narra la biografía de un marginal de aldea, un campesino ignorante que se ve sometido a todo tipo de humillaciones pero él, bajo una visión conformista de la existencia, se da aires de superioridad, consolándose con la “victoria espiritual”. Para ganar prestigio, va a la ciudad a robar y, de regreso, se jacta de haber participado en la revolución; poco después comprobará como el magistrado local permanece en el mismo puesto, el candidato provinciano se convierte en administrador civil auxiliar, el mismo capitán dirige el ejército, e incluso el “Falso Demonio Extranjero” se suma a “la reforma”, y todos ellos prohíben a A Q sumarse a la revolución. Por último, los revolucionarios burgueses llegan al pueblo, y conchabados con los terratenientes, enjuician a A Q por robo y lo fusilan.

En Añoranza del pasado, Tsi-chün, una mujer moderna de estudios, y su novio Chüan-sheng, un intelectual, rechazan las tradiciones feudales y creen en la igualdad; por lo tanto, viven juntos sin lazos tradicionales. Sin embargo, el sistema económico y las ideas feudales dominantes perjudican su relación. Por otra parte, su filosofía no les ayuda a encontrar una salida. Aunque los dos se quieren, el cariño de Tsi-chün resulta más cumplido y auténtico. Cuando caminan juntos por la calle, las miradas despectivas avergüenzan a Chüan-sheng, pero Tsi-chün mantiene la cabeza en alto. Quiere contribuir de forma pareja a los gastos de la casa, pero no consigue trabajo, a pesar de

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sus estudios. Profundamente enamorada, se resigna a los quehaceres domésticos, pero la vida en pareja se deteriora cuando Chüan-sheng es despedido del trabajo por faltar a la moral convencional: su amor se marchita y no hallan remedio para recuperarlo. Chüan-sheng le echa la culpa a Tsi-chün: “El primer objeto de la vida de un hombre es hacerse una vida... pero si sólo se limita uno a agarrarse de los faldones del otro, a éste le será muy difícil luchar. A... pero si me iba a otro lugar, lejos, el camino de la vida estaría abierto para mí. Si soportaba los sufrimientos de esta vida deprimente se debía en gran parte a ella”. Pero para Tsi-chün, obligada a regresar al desprecio y maltrato de su familia, la ruptura la lleva a la muerte.

En su obra Cómo decidí escribir cuentos Lu Xun escribió: “Por supuesto, un escritor no puede dejar de tener su propio punto de vista. Por ejemplo, en cuanto a por qué escribo, sigo pensando como hace una docena de años, cuando pensaba que debía escribir para concienciar a mi pueblo, a la humanidad, para ayudarlos a mejorar. Odiaba la vieja costumbre de calificar la narrativa como 'diversión' y me parecía que el 'arte por el arte' era simplemente otra manera de decir pasar el tiempo. Por eso, mi tema eran los parias de esta sociedad anormal. Mi meta era mostrar la enfermedad para poder curarla”.

Una obra posterior, Ye Cao (Hierba salvaje), escrita en 1926, es una colección de poemas en prosa donde Lu Xun describe sus impresiones sobre la lucha contra el imperialismo y los señores de la guerra que asolaban y dividían el país. En sus obras insistió en denunciar ferozmente la dominación imperialista de China y a los lacayos chinos. Muchas autoridades y comerciantes extranjeros exigían tratados a su favor, pretextando que las leyes y costumbres tradicionales de China eran arcaicas. Pero al mismo tiempo apuntalaban a los conservadores contra el movimiento progresista porque querían proteger sus intereses en China.

En 1926 fue forzado por el gobierno a abandonar Fujian debido a su apoyo al movimiento patriótico de los estudiantes de Beijing. Pasó a enseñar en la universidad de Xiamen y en 1927 pasó a la universidad de Sun Yat-sen en Guangzhou, pero dimitió de su cargo. Trasladado a Shanghai, se aplica de lleno al estudio del marxismo. Durante varios años leyó todos los libros sobre marxismo que conseguía y tradujo muchos al chino. Dijo: “Leía prácticamente todo el tiempo”. Se armó con el marxismo para analizar su propio modo de pensar. Comparó sus traducciones con el mito griego de Prometeo, quien se robó el fuego para la humanidad: “Estoy robando el fuego a otro país para cocinar mi propia carne. Si así tiene mejor sabor, beneficiará a los que la comen y no se desperdiciará”.

En 1930, en medio de una gran controversia alrededor del nuevo movimiento literario, Lu Xun y otros 50 escritores fundaron la Liga de Escritores Chinos de Izquierda, una organización del frente único. La Liga atacaba al gobierno del Kuomintang, ponía en ridículo a los defensores del arte y la literatura tradicionales, criticaba a la escuela de escritores que imitaban servilmente la cultura burguesa occidental, y popularizaba literatura revolucionaria soviética y programas de la izquierda.

Por un lado, Lu Xun y otros escritores revolucionarios rechazaron lo feudal y lo arcaico de la literatura tradicional; por otro lado, buscaron elementos positivos en el legado literario nacional y descubrieron poesía de protesta, narrativa popular, teatro, baladas y cuentos folclóricos. Una antigua tradición oral difundía cuentos y narraciones dramáticas desde hacía siglos. La nueva generación de escritores revolucionarios reconoció que esas obras literarias, creadas por la gente común y corriente, les podían servir de ejemplo para crear nuevas obras revolucionarias. Siguiendo esta corriente revisionista del legado de la antigua literatura es el volumen de relatos que publicó bajo el título Leyendas narradas de nuevo (1935).

En 1933 organizó con otros compañeros la Liga en Defensa de los Derechos Civiles de China y, como miembro ejecutivo del comité directivo, logró ayudar a muchos revolucionarios encarcelados. Un dirigente de la Liga fue asesinado por un agente especial del Kuomintang, el cual buscaba también a Lu Xun, y muchos le aconsejaron esconderse. Sin embargo, asistió al entierro de su camarada y declaró desafiante en Un lamento por Yang Chuan:

Quién pensara que tendría que derramar

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estas lágrimas como lluvias del sur

por ¡otro hijo del pueblo!

Murió el 19 de octubre de 1936. Su obra fue recopilada y publicada en 1938 en veinte volúmenes y aún hoy sigue siendo extensamente leída en China. Tres colecciones recogen sus novelas cortas y sus cuentos: A las armas (1922), Vagar incierto (1925) y Leyendas narradas de nuevo (1935). Sus ensayos breves han sido recogidos en una serie de volúmenes y abarcan toda la gama temática contemporánea; constituyeron en China una nueva forma literaria que combinaba la poesía y la polémica política.

En las tres grandes ciudades donde el escritor actuó existen museos a su memoria: Shanghai, Cantón y Pekín. El de la primera es el más importante, quizá porque allí escribió la mayor parte de su obra. En ese museo se conservan las pertenencias del escritor: desde su silabario y el pupitre escolar hasta la obra Después de morir, de Gogol, que traducía cuando le sorprendió la muerte, abierto el libro y marcada con una raya roja la última frase que alcanzó a traducir. Esto simboliza la singular universalidad de Lu Xun: erudito e investigador de la antigua cultura china, fue también un gran conocedor y divulgador de la literatura occidental en su país.

No cabe duda que Lu Xun es el más grande escritor chino del siglo XX. Cuando Bernard Shaw visitó China, quiso conocer a Lu Xun, cuyas obras ya habían sido traducidas en Europa, y lo invitó a visitarlo en su hotel de Shanghai; al escritor, vestido con su gastada túnica de profesor, no lo dejaron entrar en el lujoso hotel, dada su doble condición de chino y de pobre. Tuvo que bajar Bernard Shaw para que Lu Xun pudiera subir a su departamento. El escritor japonés Kenzaburo Oe, ganador del premio Nobel de Literatura en 1994, va más lejos al afirmar que Lu Xun “el escritor asiático más grande del siglo XX”.

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A LAS ARMAS

(1922)

Prefacio del autor

En mi juventud edifiqué muchos sueños, la mayor parte de los cuales fueron olvidados más tarde sin que sienta ninguna nostalgia de ellos. Se dice que el recuerdo de los días pasados nos hace dichosos, pero a veces nos hace sentirnos muy solos. Insistir en recuerdos que enlazan todas las fibras de nuestro espíritu a viejos días de soledad, no tiene ningún sentido. Pero mi desgracia proviene precisamente de que no acierto a olvidarlo todo. Grito de Llamada nació de esos recuerdos que no conseguía olvidar.

Durante más de cuatro años fui muy a menudo, casi todos los días, a cierta casa de préstamos y a cierta farmacia. Ya no sé qué edad tenía entonces, pero era de la altura del mostrador de la farmacia y el de la casa de préstamos tenía dos veces mi alto. En este mostrador depositaba trajes y joyas, recibía el dinero que me tendían despreciativamente y me iba al mostrador de mi estatura a comprar las medicinas que mi padre, enfermó, desde largo tiempo, necesitaba. De regreso en casa, tenía mucho que hacer. El médico que lo atendía gozaba de gran renombre, razón por la cual las drogas que prescribía en sus recetas eran naturalmente muy extrañas: raíz de áloe cortada en el invierno, caña de azúcar mantenida tres años en escarcha, grillos gemelos, ardisia... cosas todas muy difíciles de hallar. Sin embargo, a pesar de todos estos remedios, la enfermedad de mi padre no hizo sino empeorar y finalmente él murió.

Creo que el que ha nacido en la abundancia y cae luego en la pobreza aprende generalmente a conocer la verdadera faz del mundo durante esta experiencia. Cuando quise ir a la escuela K, en N,1 se pensó que escogía este camino poco ortodoxo para escapar a mi medio, con la esperanza de encontrar personas de mentalidad diferente. Mi madre no podía hacer nada por mí. Me procuró ocho yuanes para el viaje y me autorizó para hacer lo que quisiera. Que llorara, era cesa natural, pues en aquella época, para llegar a ser un letrado hacían falta estudios clásicos y los que seguían estudios extranjeros eran considerados seres sin esperanza que, al no tener ante sí ningún otro camino expedito, se veían reducidos a vender su alma a los demonios extranjeros. Mi madre lloró, pues, porque pensó que me despreciarían y me insultarían, y también porque no me vería más. Pero todas estas razones no fueron obstáculo para mí; fui a la escuela K de N y allí supe que existían en el mundo ciencias llamadas historia natural, aritmética, geografía, historia, dibujo y gimnasia. No había cursos de fisiología, pero nos mostraban también libros tales como El nuevo tratado del cuerpo humano y Química e higiene. Recordando las explicaciones y dictados de los médicos que había conocido y comparándolos con lo que aprendía ahora, poco a poco me di cuenta de que el médico chino no es otra cosa que un charlatán que engaña a sabiendas o inconscientemente a sus enfermos, y sentí una inmensa piedad por los desgraciados que necesitan de ellos y por sus familias. Además, a través de libros de historia traducidos del extranjero, supe que en Japón la reforma se había iniciado, en gran parte, con la introducción de la medicina europea.

Estos conocimientos superficiales me llevaron a una facultad de medicina de provincia, en Japón. Alentaba yo hermosos sueños: una vez terminados mis estudios, volvería a mi país para aliviar los sufrimientos de los enfermos que, como mi padre, no habían recibido los cuidados que su estado exigía. En épocas de guerra, sería médico militar y reforzaría la fe de mis compatriotas

1 La Escuela Naval de Kiangnan, en Nankín.

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en la reforma. No sé qué progresos se han alcanzado en la enseñanza de la bacteriología, pero en aquella época nos mostraban el aspecto de los microbios con ayuda de proyecciones cinematográficas. Y si la clase terminaba antes de la hora señalada, el profesor empleaba el tiempo restante pasando películas de paisajes o actualidades. Eran los días de la guerra ruso-japonesa y había numerosas películas sobre ella; cada vez que se exhibía una, yo debía aplaudir y gritar de entusiasmo, a la par que mis camaradas. Un día —hacía mucho tiempo que yo no veía a un compatriota— aparecieron chinos en la pantalla. Muchos. Uno de ellos estaba amarrado y se le mantenía al centro, rodeado de los demás. Todos eran de cuerpos vigorosos, pero con un aire apático. De acuerdo con los subtítulos de la película, el que estaba amarrado era un espía al servicio de los rusos; los japoneses iban a decapitarlo para que sirviera de ejemplo a los demás chinos y los que lo rodeaban estaban allí para gozar del grandioso espectáculo de la ejecución pública. El año escolar no había terminado aún cuando ya me encontraba en Tokio, porque después de esa película, el estudio de la medicina me parecía de importancia muy secundaria. Si los ciudadanos de una nación ignorante y débil, aun tratándose de seres vigorosos y resplandecientes de salud, sólo son capaces de dejarse matar para servir de ejemplo a la multitud, o sólo sirven para ser espectadores de un espectáculo tan desprovisto de interés, bueno, dejarlos morir de enfermedad no es una gran desgracia, después de todo. Lo primero que había que hacen era cambiar el espíritu del pueblo y como en esa época yo pensaba que el mejor medio para influir en los espíritus era, por supuesto, la literatura y el arte, decidí iniciar un movimiento literario y artístico. Entre los universitarios chinos de Tokio había estudiantes de derecho, de ciencias políticas, de física, de química y aún de cuestiones policiales e industriales, pero no había uno solo que estudiara letras o bellas artes. Sin embargo, aun en ese ambiente más bien frío tuve la suerte de descubrir espíritus hermanos. Conseguimos la adhesión de unas cuantas personas que nos eran necesarias y después de deliberar, llegamos a la conclusión de que el primer paso que había que dar era la publicación de una revista. Su nombre debía significar «Vida nueva», pero como estábamos aún imbuidos del espíritu clásico, la bautizamos «Sinsheng».2

El momento de la publicación se aproximaba, pero entonces se retiraron, primero, muchos de nuestros colaboradores; luego desaparecieron los fondos y finalmente sólo quedamos tres, sin un centavo. Con la mala suerte encarnizada con nosotros desde el comienzo, es inútil decir que no tuvimos después ningún éxito. Al fin, los tres últimos colaboradores se separaron, cada uno siguió su destino y nunca más volvimos a sostener esas largas discusiones en las que tan hermosos sueños se construían para el porvenir. De este modo termina la historia de la revista Sinsheng, que no conseguimos lanzar a la circulación.

Más tarde tuve por primera vez la experiencia del tedio. En ese instante no supe de dónde provenía. Luego, reflexionando en ello, comprendí que cuando las ideas de alguien gozan de aprobación, esto estimula a progresar; si son combatidas, esto excita a la lucha; pero únicamente cuando uno se encuentra solo, gritando entre los indiferentes, que ni lo aprueban ni lo combaten, uno se siente como perdido en el medio de una árida estepa cuyos límites no se divisan, y uno no sabe qué pasos dar. A esta dolorosa impresión que sentía entonces, la llamé «aislamiento».

Ahora bien, esa sensación de aislamiento crecía en mí de día en día, como una gran serpiente venenosa, enroscándose alrededor de mi alma.

Aunque mi dolor fuera muy grande, no sentía cólera alguna. Esta experiencia me hacía volver a mí mismo, aprender a conocerme y yo sabía que no pertenecía por cierto a ese tipo de héroes a quienes les basta hacer un llamado con los brazos para reunir en torno suyo a las multitudes.

Sin embargo yo quería expulsar definitivamente esa sensación de aislamiento, porque me hacía sufrir demasiado. Empleé toda clase de medios para anestesiar mi alma, ya fuera sumergiéndome en el espíritu de la época o reviviendo el pasado. Más tarde, algunas experiencias personales o ciertos sufrimientos de los que fui testigo agravaron todavía mi tristeza y mi sensación de aislamiento. No tengo ningún deseo de volver a hablar de todo esto, prefiero que esos recuerdos me sigan a la tumba. Sin embargo mi sistema de anestesia comenzó al parecer a surtir efecto; perdí

2 Quiere decir «Vida nueva» en estilo clásico.

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la generosidad y el ardor de mi juventud.Alquilaban tres piezas en la «casa de los provincianos» de S. Se decía que la mujer que las

había ocupado se ahorcó, colgándose de una sófora del jardín. Este árbol había crecido enormemente desde entonces y ya no se alcanzaban sus ramas, pero las piezas seguían aún vacías. Las alquilé y permanecí en ellas varíes años, dedicando mi tiempo a copiar inscripciones provenientes de estelas antiguas. Tenía pocas visitas y mis inscripciones no suscitaban problemas ni ideas. Mi vida se deslizaba muy dulcemente en la sombra y mi único deseo era que continuase así. En las noches de verano, cuando había muchos mosquitos, me sentaba bajo la sófora y moviendo mi abanico de junco miraba el cielo a través de las brechas del espeso follaje. Las orugas de la sófora, que salen de noche, me caían en el cuello, frías como hielo. Únicamente uno de mis viejos amigos, Chin Sin-yi, solía venir a conversar un poco. Al llegar, depositaba su gruesa cartera de cuero en mi tambaleante mesa, se quitaba su largo abrigo y se sentaba frente a mí, el corazón saltándole del miedo que le había provocado el perro.

—¿Qué ganas copiando esto? —me preguntó una noche que hojeaba mis copias; se hubiera dicho que quería dilucidar un problema.

—Nada.—Entonces ¿con qué objeto haces estas copias?—Sin ningún objeto particular.—Creo que deberías escribir alguna cosa...Comprendí su pensamiento. Estaban ocupados en lanzar Nueva Juventud3 y aunque no habían

recibido ningún estímulo, tampoco habían encontrado oposición. Pensé: —Tal vez se sienten aislados—. No obstante, respondí:

—Es como si hubiera una enorme casa de hierro, sin ventanas y prácticamente indestructible, llena de hombres dormidos. Tú sabes que van a morir en seguida asfixiados, pero pasarán del sopor a la muerte, sin sentir el dolor de la agonía. Entonces tú te pones a gritar, despiertas a algunos, los de sueño más ligero, y esta desgraciada minoría va a sufrir las angustias de una muerte inevitable. ¿Crees que les haces un servicio obrando así?

—Desde el momento que hay hombres despiertos, tú no puedes asegurar que no existe la esperanza de destruir la casa de hierro.

Era verdad; a pesar de mi convicción personal, yo no podía matar la esperanza de que él hablaba. Los dones de la esperanza pertenecen al dominio del porvenir. Yo no podía pues, bajo la convicción de que no creía la cosa posible, refutar su esperanza de realizarla. Finalmente le prometí escribir algo y escribí la primera novela breve de este libro: El Diario de un Loco.

Una vez lanzado, me fue difícil volver atrás y para responder a las demandas de mis amigos, escribí de vez en vez historietas y al cabo de cierto tiempo tenía más de diez.

Yo no sentía en mí la necesidad de relatar, pero como no había podido olvidar todavía mi tristeza y mi aislamiento, me ocurría a veces que lanzaba grandes gritos de llamada. Este llamado quería ser un estímulo para el guerrero aislado que se lanza completamente solo adelante; le gritaba que no se dejara detener por los obstáculos. No me preocupaba de saber si esos gritos eran heroicos o dolorosos, odiables o risibles, pero puesto que eran gritos de llamada, al lanzarlos seguía las directivas de mis jefes. Por esto sucedió que me aparté algunas veces de la realidad pura. En El Remedio, sin razón plausible, hice aparecer una corona de flores en la tumba de Yu. En Mañana, no conté el hecho de que la mujer de Shan Cuarto terminó por no soñar con su hijo; todo ello porque en esa época nuestro gran jefe no quería que uno se dejara arrastrar a una actitud de aceptación pasiva. Por mi parte, yo tampoco quería trasmitir esa sensación de aislamiento, que tan dolorosa hallara, a los jóvenes llenos de los hermosos sueños que yo había construido a su edad.

Todo lo que precede es prueba bastante de que mis relatos están muy lejos de ser obras de arte. El hecho de que mis historias sean calificadas de novelas y que se me dé hoy la oportunidad de reunirlas en un volumen, es de todos modos una suerte inaudita, que me confunde. Sin embargo tengo que confesar que el pensamiento de contar temporalmente con algunos lectores me

3 La revista mensual más importante de entonces, que guiaba el movimiento revolucionario de la nueva cultura.

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proporciona un gran placer.Acabo, pues, de reunir estas historias para su reimpresión y por las razones citadas más arriba,

he decidido titular esta colección A las armas.LU XUN

Pekín, 3 de diciembre de 1922

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El diario de un loco

Intro

Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.

—Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo —dijo—. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.

Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.

2 de abril de 1918

I

Esta noche hay una luna muy hermosa.Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz.

Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?

Tengo mis razones para temer.

II

Esta noche no hay luna. Yo sé que esto va mal.Esta mañana, cuando me arriesgué a salir con precauciones, Chao Güi-weng me miró con un

fulgor extraño en los ojos: se habría dicho que me temía o que tenía deseos de matarme. Había además siete u ocho personas que hablaban de mí en voz baja, con las cabezas muy juntas: tenían miedo de que las viera. La más feroz de todas mostró los dientes al reírse mientras me miraba, lo que me hizo estremecerme de pies a cabeza, porque ahora sé que sus maquinaciones están a punto.

No obstante, continué mi camino sin miedo. Ante mí había un grupo de niños que discutían también sobre mi persona; sus miradas tenían el mismo fulgor que la de Chao Güi-weng y en sus rostros había la misma palidez de acero. Me pregunté qué clase de odio podían tener los niños contra mí para obrar también de esta manera. No pudiendo contenerme, grité: “¡Díganmelo!”, pero ellos huyeron.

He reflexionado. ¿Qué razones tienen Chao Güi-weng y los hombres de la calle para detestarme? Hace veinte años di un pisotón por error en un viejo libro de cuentas del señor Gu

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Chiu4, lo que le produjo gran contrariedad. Aunque Chao Güi-weng no conoce al señor Gu, ha debido oír hablar de este asunto y quiere sacar la cara por él; por ello se ha puesto de acuerdo contra mí con los hombres de la calle. Pero ¿por qué los niños? Cuando ocurrió este incidente ni siquiera habían nacido; entonces, ¿por qué me han mirado con ese aire extraño que revelaba miedo o deseos de matar? Todo esto me espanta, me intriga y me desconsuela.

¡Ahora comprendo! Han sabido el asunto por sus padres.

III

En la noche no consigo dormir. Para comprender las cosas, es preciso reflexionar en ellas.Estos hombres han sido engrillados por el magistrado, abofeteados por el señor del lugar, han

visto a sus mujeres apresadas por los alguaciles de la Corte de Justicia y a sus padres y madres suicidarse para escapar a los acreedores..., pero nunca mostraron rostros tan espantosos, tan feroces como los que les vi ayer.

Lo más extraño de todo fue esa mujer que le pegaba a su hijo en plena calle, gritándole: “¡Muchacho cochino! ¡Debería comerte unos cuantos pedazos para que se me pasara la rabia!” Al decir esto me miraba a mí. Me sobresalté, incapaz de dominar mi emoción, mientras la banda de rostros lívidos y colmillos aguzados estallaba en risas. El viejo Chen llegó de prisa y me condujo por la fuerza a la casa.

En casa, los miembros de la familia fingieron no reconocerme; sus miradas eran semejantes a las de la gente de la calle. Entré en el escritorio y ellos echaron el cerrojo, igual que cuando se encierra en el gallinero a una gallina o un pato. Este incidente es aun más inexplicable; verdaderamente no sé lo que pretenden.

Hace algunos días, uno de nuestros arrendatarios de la aldea de los Lobos, al venir a informar sobre la sequía que reina en el campo, contó a mi hermano mayor que los campesinos habían dado muerte a un conocido malhechor del lugar. Luego algunos hombres le arrancaron el corazón y el hígado, los frieron y se los comieron, para criar valor. Los interrumpí con una palabra y mi hermano y el labrador me lanzaron muchas miradas raras. Hoy comprendo que sus miradas eran absolutamente iguales a las de los hombres de la calle.

Sólo de pensar en ello me estremezco de la cabeza a los pies.Si comen hombres, ¿por qué no habrían de comerme a mí?Evidentemente esa mujer que “quería comerse unos cuantos pedazos”, la risa del grupo de

hombres lívidos con colmillos aguzados, y la historia del arrendatario, son índices secretos. Sus palabras están envenenadas, sus risas cortan como espadas y sus dientes son hileras de resplandeciente blancura; sí, son dientes de comedores de hombres.

Yo no creo ser un mal sujeto, pero desde que me metí con el libro de cuentas de la familia Gu, no estoy seguro de nada. Se diría que guardan algún secreto que yo no acierto a adivinar. Por otra parte, cuando están contra alguien, no tienen dificultad en declararlo malo. Recuerdo que cuando mi hermano me enseñaba a disertar, por más perfecto que fuera el hombre sobre el cual tenía yo que hablar, bastaba que expusiera algún argumento contra él para ganar un “bien”; y cuando era capaz de encontrar excusas para un hombre malo, mi hermano decía: “Además de originalidad, tienes un verdadero talento de litigante”. Entonces, ¿cómo puedo saber lo que piensan, sobre todo en el momento en que se proponen devorar al hombre?

Para comprender las cosas es preciso reflexionar en ellas. Creo que en la antigüedad era frecuente que el hombre se comiera al hombre, pero no estoy muy seguro de esta cuestión. He cogido un manual de historia para estudiar este punto, pero el libro no contenía fecha alguna; en cambio, en todas las páginas, escritas en todos sentidos, estaban las palabras “Humanitarismo”, “Justicia” y “Virtud”. Como de todas maneras me era imposible dormir, me puse a leer atentamente y en medio de la noche noté que había algo escrito entre líneas: dos palabras llenaban

4 Gu Chiu significa antigüedad. Aquí el autor alude a la larga historia de la opresión feudal en China. (N. de los T.)

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todo el libro: ¡”devorar hombres”!Los tipos del libro, las palabras de nuestros arrendatarios, todos, sonreían fríamente,

mirándome de un modo extraño. ¡Yo también soy un hombre y quieren devorarme!

IV

Esta mañana pasé un buen rato sentado tranquilamente. El viejo Chen me trajo mi comida: un plato de legumbres y otro de pescado cocido al vapor. Los ojos del pescado eran blancos y duros; tenía la boca entreabierta, igual que esa banda de comedores de hombres. Después de probar algunos bocados de esa carne viscosa, no sabía ya si estaba comiendo pescado o carne humana, de suerte que vomité con asco.

Dije:—Mi viejo Chen, anda a decirle a mi hermano que me ahogo aquí y que quisiera salir a pasear

por el jardín.El viejo Chen se alejó sin responder, pero un poco después volvió a abrirme la puerta.No me moví, preguntándome qué iban a hacer, porque sabía muy bien que no iban a dejarme

libre. Efectivamente, mi hermano se acercaba con un viejo que caminaba a pasos lentos. Ese hombre tenía una mirada terrible, pero como temía que yo me diera cuenta, bajaba la cabeza hacia el suelo y me miraba a hurtadillas, por encima de sus anteojos.

—Tienes un aspecto magnífico —me dijo mi hermano.—Sí —respondí.—Le he pedido al señor Jo que viniera a examinarte —siguió diciendo.Respondí:—¡Que lo haga! —¡pero yo sabía muy bien que ese viejo no era otro que el verdugo

disfrazado!So pretexto de tomarme el pulso quería calcular mi grado de corpulencia y seguramente iban a

darle un pedazo de mi carne en pago de sus servicios. Yo no tenía miedo; aunque no como carne humana, me creo más valiente que esos caníbales. Tendí ambos puños y esperé lo que iba a seguir. El viejo se sentó, cerró los ojos, me tomó largamente el pulso, permaneció un instante silencioso y luego, abriendo los ojos diabólicos, dijo:

—No se deje llevar por su imaginación. Algunos días de tranquilidad y reposo y se repondrá.¡No dejarse llevar por la imaginación! ¡Tranquilidad y reposo! Evidentemente, cuando yo

estuviera bien cebado, tendrían más que comer. Pero ¿qué ganaría yo? ¿Era eso lo que iba a “reponerme”? A esos caníbales les gusta comer hombres, pero obran en secreto, tratando de salvar las apariencias, y no se atreven a actuar directamente. ¡Es para morirse de la risa! No pudiendo aguantarme, me eché a reír a carcajadas, porque eso me divertía una enormidad. Yo sé que en mi risa vibraban el valor y la justicia. El viejo y mi hermano palidecieron, aplastados por el valor y la justicia de que yo hacía gala.

Pero justamente porque soy valiente, tendrán aun más ganas de devorarme, para adquirir parte de mi coraje. El viejo dejó mi habitación y apenas se habían alejado un poco, dijo a mi hermano en voz baja: “Engullirlo en seguida”. Mi hermano bajó la cabeza en señal de asentimiento. ¡Tú estás también en esto! Este extraordinario descubrimiento, aunque imprevisto, no me asombró, sin embargo, excesivamente: ¡mi hermano formaba parte de la banda de caníbales que quería devorarme!

¡Mi hermano es un comedor de hombres!¡Soy hermano de un comedor de hombres!¡Podré ser devorado por los hombres, pero no por eso dejo de ser hermano de un comedor de

hombres!

V

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Estos días he vuelto a mis reflexiones. Aunque ese viejo no fuera el verdugo disfrazado, aun si fuera verdaderamente un médico, no es por eso menos un comedor de hombres. En el libro sobre las virtudes de las hierbas, escrito por uno de sus predecesores, Li Shi-cheng, ¿no dice acaso con todas sus letras que la carne humana puede comerse frita? Entonces, ¿cómo podría rechazar el título de caníbal?

En cuanto a mi hermano, también tengo mis razones para acusarlo. Cuando me enseñaba los clásicos, yo lo oí decir con sus propios labios: “Cambiaban sus hijos para comérselos”. Otra vez que se trataba de un hombre muy malo, dijo que merecía no sólo ser muerto, sino aun que “se comieran su carne y se acostaran sobre su piel”. Yo era pequeño en esa época y al oír tal cosa mi corazón se puso a saltar muy fuerte durante largo rato. Cuando anteayer el arrendatario de la aldea de los lobos le contó que el corazón y el hígado de un hombre habían sido comidos, mi hermano no manifestó ningún asombro, limitándose a aprobar con la cabeza. Está claro que sus sentimientos no han cambiado. Si se admite que es posible “cambiar sus hijos para comérselos”, ¿qué es lo que no se podría cambiar entonces? ¿Y qué es lo que no se podría comer? Antes me había limitado a escuchar esas explicaciones sin tratar de profundizarlas, pero ahora sé que cuando me daba sus lecciones, en el borde de sus labios brillaba grasa humana y que su corazón estaba lleno de sueños caníbales.

VI

Todo está negro, no sé si es de día o de noche. De nuevo el perro de la familia Chao se ha puesto a ladrar.

Tiene la ferocidad del león, la cobardía de la liebre, la astucia del zorro...

VII

Conozco sus maniobras: no quieren ni se atreven a matarme directamente por temor de las consecuencias; por ello se las arreglan para tenderme lazos y llevarme al suicidio. A juzgar por la actitud de los hombres y mujeres de la calle el otro día, y la de mi hermano estos últimos días, la cosa es poco más o menos segura: quieren que me saque el cinturón, lo amarre a un poste y me cuelgue. Nadie los llamará asesinos y, sin embargo, verán colmados sus deseos secretos; esto los llenará de contento y les provocará una especie de risa plañidera. O bien, me dejarán morir de miedo y tristeza, y aunque este sistema hace enflaquecer, de todos modos mi muerte los dejará satisfechos.

¡Sólo comen carne muerta! He leído en algún sitio que existe una fiera de mirada horrible y aspecto espantoso llamada “hiena”. Esta bestia come carne muerta y es capaz de triturar los huesos más grandes, que se engulle después de molerlos minuciosamente. ¡De sólo pensar en esto da terror! La hiena está emparentada con el lobo, el lobo es de la familia de los perros. El hecho de que el perro de la familia Chao me haya mirado muchas veces anteayer, demuestra que han conseguido ponerlo de acuerdo con ellos y que forma parte del complot. En vano ese viejo baja su mirada hacia el suelo, yo no me dejo embaucar.

Lo más lastimoso es mi hermano. El también es un hombre; ¿no tiene miedo tal vez? ¿Por qué se ha unido a los que intentan devorarme? ¿Acaso porque esto se ha hecho siempre, encuentra que no hay ningún mal en ello? ¿O pone oídos sordos a su conciencia y hace deliberadamente algo que sabe que es malo?

Será el primero de los comedores de hombres a quienes maldeciré; será también el primero de los hombres a quienes trataré de curar del canibalismo.

VIII

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En el fondo, deberían saber esto desde hace tiempo...De pronto entró un hombre. Tenía unos veinte años y una cara muy sonriente, cuyos rasgos no

distinguí bien. Me saludó con la cabeza y vi que su sonrisa tenía un aire falso. Le pregunté:—¿Es justo comer hombres?Siempre sonriendo, respondió:—¿Por qué comer hombres, cuando no se tiene hambre?Comprendí de inmediato que formaba parte del clan de los que aman la carne humana. Esto

azuzó mi coraje e insistí neto:—¿Es justo?—¡Para qué hacer tales preguntas! Verdaderamente... a usted le gusta bromear... ¡Está muy

hermosa la noche!Estaba muy hermosa la noche, la luna estaba muy brillante, pero yo le pregunté:—¿Es justo?Tomó un aire de desaprobación y, sin embargo, respondió con voz no muy clara:—No...—¿No? Entonces, ¿por qué los comen?—Eso no puede ser...—¿No puede ser? Bueno, ¿acaso no los comen en la aldea de los Lobos? Además, está escrito

en todas partes en los libros, ¡es claro como el día!Su faz cambió de color, poniéndose pálido como un muerto. Con los ojos fuera de las órbitas,

dijo:—Tal vez tenga usted razón, esto se ha hecho siempre...—¿Es por ello justo?—No quiero discutir ese tema con usted. ¡Usted no debería hablar de esto, no tiene razón para

hacerlo!Di un salto, con ambos ojos muy abiertos, pero el hombre había desaparecido y yo estaba

completamente mojado con el sudor. Este hombre es mucho más joven que mi hermano y ya forma parte de su clan. Seguramente se debe a la educación de sus padres. Quizás ha enseñado ya esto a su hijo. Por lo cual hasta los niños pequeños me miran con odio.

IX

Quieren devorar a los otros y temen ser devorados a su vez; por esto se estudian recíprocamente con miradas cargadas de sospechas...

Si abandonaran estos pensamientos se sentirían a sus anchas en el trabajo, en el paseo, en la comida, en el sueño. Para franquear este obstáculo sólo hay que dar un paso: pero el padre y el hijo, el hermano y el hermano, el marido y la mujer, el amigo y el amigo, el profesor y el estudiante, el enemigo y el enemigo, y hasta los desconocidos, forman un clan, se aconsejan y se retienen mutuamente para que a ningún precio alguien dé este paso.

X

Temprano en la mañana fui en busca de mi hermano, que miraba el cielo desde la puerta del salón. Llegué por detrás, me situé en el alféizar de la puerta y le dije con mucha calma y cortesía:

—Hermano, tengo algo que decirte.Se volvió rápidamente y asintió con un movimiento de cabeza.—Habla.—Se trata sólo de algunas palabras, pero no sé cómo expresarlas. Hermano, es probable que en

los tiempos primitivos los salvajes hayan sido en general algo caníbales. Al evolucionar sus sentimientos, algunos dejaron de devorar hombres, pugnaban por progresar y se convirtieron en hombres, en verdaderos hombres. Sin embargo, aún quedan devoradores de hombres... Es como

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entre los insectos; algunos han evolucionado, se han transformado en peces, pájaros, monos y finalmente en hombres. Ciertos insectos no han querido progresar y hasta hoy continúan en estado de insectos. ¡Qué vergüenza para un caníbal si se compara con el hombre que no come a sus semejantes! Su vergüenza debe ser muchísimo peor que la del insecto frente al mono.

“Yi Ya5 cocinó a su hijo para dar de comer a los tiranos Chie y Chou; este hecho pertenece a la historia antigua. ¿Quién habría dicho que después de la separación del cielo y la tierra por Pan Gu6, los hombres se iban a devorar entre ellos hasta el hijo de Yi Ya, y que desde el hijo de Yi Ya hasta Sü Si-ling7 y desde Sü Si-ling hasta el malhechor arrestado en la aldea de los Lobos el hombre se comería al hombre? El año pasado, cuando se ejecutaba a los criminales en la ciudad, había un tuberculoso que iba a mojar el pan en su sangre, para lamerla8.

“Quieren comerme, y por cierto que solo no puedes nada contra ellos. Pero ¿por qué unirte a ellos? Los devoradores de hombres son capaces de todo. Si son capaces de comerme, también serán capaces de comerte. Hasta los miembros de un mismo clan se devoran entre sí. Pero basta con dar un paso, basta con querer dejar esta costumbre y todo el mundo quedará en paz. Aunque este estado de cosas dura desde siempre, tú y yo podríamos empezar desde hoy a ser buenos y decir: “Esto no es posible”. Yo creo que tú dirás que no es posible, hermano, puesto que anteayer cuando nuestro arrendatario te pidió que le rebajaras el alquiler, tú le respondiste que no era posible.

Al comienzo sonreía con frialdad, luego pasó por sus ojos un resplandor feroz y cuando puse al desnudo sus pensamientos secretos, su rostro se tornó lívido. En el exterior de la puerta que daba a la calle había un verdadero grupo; Chao Güi-weng se hallaba allí con su perro y todos estiraban el cuello para ver mejor. Yo no alcanzaba a distinguir los semblantes de algunos, pues se hubiera dicho que estaban velados; los otros tenían siempre el mismo tinte lívido y esos colmillos agudos y esos labios con una sonrisa afectada. Comprendí que pertenecían todos al mismo clan, que todos eran devoradores de hombres. Sin embargo, yo sabía también que existían sentimientos muy diferentes. Algunos pensaban que el hombre debe devorar al hombre porque así se ha hecho siempre. Otros sabían que el hombre no debe devorar al hombre, pero de todos modos lo hacían, temerosos de que sus crímenes fueran denunciados; por eso al oírme se llenaron de cólera, pero se limitaron a apretar los labios esbozando una sonrisa cínica.

En ese instante mi hermano adoptó un aspecto terrible y gritó con voz fuerte:—¡Salid todos! ¡Para qué mirar a un loco!Muy pronto comprendí su nuevo juego. No solamente se negaban a convertirse, sino que

estaban preparados de antemano para abrumarme con el epíteto de loco. De este modo, cuando me comieran, no sólo no tendrían disgustos, sino que aun les quedarían agradecidos. El arrendatario nos dijo que el hombre devorado por los campesinos era un mal hombre; es exactamente el mismo sistema. ¡Siempre el mismo estribillo!

El viejo Chen entró también, muy encolerizado; pero ¿quién podría cerrarme la boca? Tengo absoluta necesidad de hablar a esos hombres.

—¡Convertíos, convertíos desde el fondo del corazón! ¡Sabed que en el futuro no se permitirá vivir sobre la tierra a los devoradores de nombres! Si no os convertís, todos vosotros seréis devorados también. ¡Por más numerosos que sean vuestros hijos, serán exterminados por los verdaderos hombres, como los lobos son exterminados por los cazadores, como se extermina a los insectos!

5 Cocinero célebre en la Antigüedad por haber matado a su hijo para servirlo como manjar a un tirano. (N. de los T.)

6 El primer hombre, de quien se dice separó el cielo de la tierra. (N. de los T.)7 Revolucionario que, hacia fines de la dinastía Ching, asesinó al gobernador de Anjui. Fue cortado en pedazos y

su corazón y su hígado ofrecidos en holocausto al hombre que lo mató. (N. de los T.)8 Se trata de una superstición antigua existente en el pueblo: dice que la sangre humana es capaz de curar la tisis;

por esa razón se solían comprar a los verdugos panes mojados en sangre cuando éstos ejecutaban a un condenado. (N. de los T.)

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El viejo Chen hizo salir a todo el mundo y luego me rogó que volviera a mi habitación. Mi hermano había desaparecido no sé dónde. El interior del cuarto estaba completamente negro. Las vigas y maderas se pusieron a temblar sobre mi cabeza; luego al cabo de un instante crecieron y se amontonaron sobre mí.

Pesaban mucho, yo no podía moverme. Querían matarme, pero yo sabía que ese peso era ficticio. Me debatí, pues, y me liberé, el cuerpo cubierto de sudor. Sin embargo, deliberadamente repetí:

—¡Convertíos en seguida! ¡Convertíos desde el fondo del corazón! ¡Sabed que en el futuro no se permitirá que sobrevivan los devoradores de hombres!...

XI

El sol no aparece más, la puerta sólo se abre dos veces al día, cuando me traen mis comidas.Mientras tomaba los palillos, volví a pensar en mi hermano mayor; ahora yo sé que fue él el

causante de la muerte de mi hermana pequeña. Tenía cinco años y era tan linda que enternecía. Veo de nuevo a nuestra madre sollozando sin cesar y a mi hermano consolándola. Tal vez sentía arrepentimiento porque era él quien se la había comido. Si es todavía capaz de experimentar ese sentimiento.

Nuestra hermana ha sido devorada por mi hermano; no sé si mi madre llegó a darse cuenta de ello.

Pienso que mi madre lo sabía; si en medio de sus lágrimas no dijo nada, probablemente fue porque lo encontraba muy natural. Recuerdo que un día que me hallaba tomando el fresco ante la puerta del salón —en esa época tendría unos cuatro o cinco años- mi hermano me dijo que un hijo debe estar dispuesto a cortar un trozo de carne de su cuerpo, echarlo a cocer y ofrecerlo a sus padres si éstos caen enfermos, pues es así como obra un hombre honesto. Mi madre no protestó. Si es posible comer un trozo de carne humana, evidentemente es posible comerse a un hombre entero. No obstante, cuando vuelvo a pensar en sus sollozos de entonces, no puedo evitar que el corazón se me apriete. Qué extraña cosa...

XII

Ya no puedo pensar más en ello.Solamente hoy me doy cuenta de que he vivido años en medio de un pueblo que desde hace

cuatro milenios se devora a sí mismo. Nuestra hermanita murió justamente en el momento en que mi hermano se hacía cargo de la familia. ¿No habrá mezclado su carne con nuestros alimentos para que la comiéramos sin saber que lo hacíamos?

¿Acaso sin quererlo he comido carne de mi hermana? Y ahora me llega el turno...Si tengo una historia que cuenta cuatro mil años de canibalismo —al principio no me daba

cuenta de ello pero ahora lo sé-, ¡cómo podría esperar encontrar a un hombre verdadero!

XIII

Tal vez existan niños que aún no han comido carne de hombre.¡Salvad a los niños!...

Abril de 1918

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Kung Yi-chi

Las tabernas de Lu no se parecen a las de otros lugares: un gran mostrador en forma de L da a la calle, y detrás de él hay agua caliente preparada para poder templar el vino en cualquier momento. Los obreros al salir del trabajo, a mediodía o por la tarde, van a tomar una taza de vino que les cuesta cuatro monedas —esto era hace veinte años, hoy ha subido a diez monedas—; recostados en el mostrador, descansan mientras beben unos tragos calientes. Si no les importa gastarse una moneda más, pueden acompañarlos con un plato de brotes de bambú salados o de habas anisadas como aperitivo. Si se desprenden de algo más de diez monedas, pueden comer hasta un plato de carne. Sin embargo, la mayor parte de estos clientes son «trajes cortos», que no pueden permitirse grandes lujos. Sólo los «trajes largos» pasan al interior donde, tranquilamente sentados, comen y beben a sus anchas.

A partir de los doce años comencé a trabajar como mozo en la taberna Sien Jeng, a la entrada de la villa. El patrón decía que yo tenía cara de tonto y temía que no supiera atender a los clientes «trajes largos»; así que me mandó a trabajar al mostrador. Aunque los clientes de «traje corto» eran fáciles de tratar, no faltaban entre ellos los pelmazos y los impertinentes. A menudo tenían que inspeccionar con sus propios ojos cómo se sacaba el vino de la tinaja, y sólo se quedaban tranquilos cuando veían la jarra —en la que habían comprobado previamente que no había agua— puesta al baño maría con el vino dentro. Con esta tan estricta vigilancia era muy difícil añadir agua al vino, de modo que a los pocos días el patrón me dijo que no servía para aquel trabajo. Gracias a que la persona que me había recomendado tenía mucha influencia pude evitar el despido, aunque me retrogradaron a la insignificante tarea de calentar el vino.

A partir de entonces me pasaba el día entero en el mostrador, ocupado exclusivamente en mi cometido. Aunque cumplía bastante bien con mi trabajo, lo encontraba sin embargo monótono e insignificante. Además, la cara terrible de mi patrón y la poca amabilidad de la clientela no contribuían a hacerle a uno sentirse animado. Sólo podía reírme un poco cuando venía a la taberna Kung Yi-chi; por eso aún me acuerdo de él.

Kung Yi-chi era el único que aunque llevaba «traje largo» bebía de pie en el mostrador. Era alto, de tez pálida: entre las arrugas de su rostro frecuentemente se escondía alguna que otra cicatriz. Su barba entrecana era una pura maraña. Pese a llevar «traje largo», por los lamparones y agujeros del mismo parecía que no había sido remendado ni lavado en más de diez años. Siempre hablaba muy cultamente, a base de zhi, bu, zhe, ye9, de manera que no se le entendía ni la mitad de lo que decía. Como su apellido era Kung, le habían puesto de apodo Yi-chi, dos de los ideogramas que los escolares practican cuando empiezan a escribir, y que proceden de la frase de los cuadernos de caligrafía: Shang Ta Ren Kung Yi Chi, cuyo exacto significado nadie conoce. En cuanto él entraba en la taberna, todos los presentes se echaban a reír; algunos le gritaban:

—Kung Yi-chi, ¡te ha salido otra cicatriz en la cara!El no contestaba, y pedía en el mostrador:—Caliéntame un par de tazas de vino y ponme un platillo de habas anisadas.Los otros le seguían diciendo en voz alta con toda intención:—¡Seguro que has vuelto a robar a alguien!Kung Yi-chi decía entonces, los ojos muy abiertos:—¿Cómo os atrevéis, sin pruebas de ninguna clase, a acusar a una persona inocente?...—¡¿Cómo que inocente?! Ayer vi con mis propios ojos cómo te azotaban, colgado, por haber

robado unos libros a los Je.Su rostro enrojecía y las venas de las sienes parecían próximas a estallar. El se justificaba

diciendo:

9 Partículas gramaticales exclusivamente utilizadas en la lengua clásica o habla muy culta.

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—Hurtar un libro no es robar..., es cosa de intelectuales, ¡eso no es robar!Y continuaba con frases difíciles de entender:«El hombre superior (jun zi) se mantiene íntegro en la pobreza»10, y otras por el estilo, con

muchos hu, zhe, etc., que provocaban la hilaridad general; toda la taberna se inundaba entonces de una atmósfera regocijada.

Oí decir a la gente en sus comentarios a espaldas de Kung Yi-chi que éste, efectivamente, había estudiado, pero sin conseguir aprobar el examen distrital11, y que además no sabía ganarse la vida; por esta causa su pobreza había ido en aumento y ahora estaba a punto de pedir limosna.

Por suerte era un buen calígrafo y a cambio de un tazón de comida se dedicaba al trabajo de copista. Pero por desgracia, también tenía sus defectos: le gustaba beber y era holgazán. Así que, al cabo de unos días de trabajo desaparecía sin dejar rastro, llevándose libros, papeles, pinceles y tinta. Como esto se repitió en varias ocasiones, al final nadie quería ya contratarle como copista. Sin otro recurso, Kung Yi-chi no tuvo más remedio que cometer ocasionalmente algún que otro hurto. En la taberna, en cambio, se comportaba mejor que los demás, quiero decir que no dejaba nada sin pagar; cuando en ocasiones por falta de dinero dejaba algo a deber, lo apuntaba en la pizarra, y antes de un mes liquidaba su deuda y borraba su nombre de aquélla.

Después de beber media taza, el rostro enrojecido de Kung Yi-chi recobraba poco a poco su color original. Los de al lado le volvían a hacer preguntas:

—Kung Yi-chi, ¿es verdad que sabes leer?El miraba al que había hecho la pregunta con aire desdeñoso, sin dignarse contestar. Los otros

seguían diciendo:—Entonces, ¿cómo es posible que no hayas conseguido aprobar ni siquiera el examen más

elemental?Kung Yi-chi se desconcertaba y su rostro se ponía ceniciento; soltaba unas cuantas frases,

plagadas de zhi, hu, zhe, ye, totalmente incomprensibles, y en ese instante todo el mundo rompía en carcajadas: la taberna entera se inundaba de una atmósfera regocijada.

En aquellos momentos me estaba permitido reír con todos. El patrón no me regañaba. Aparte de que era el mismo patrón el que cada vez que veía a Kung Yi-chi provocaba las risas de todos preguntándole cosas por el estilo. Kung Yi-chi sabía que le era imposible charlar con ellos, así que no le quedaba más remedio que hablar con los chicos. En cierta ocasión me dijo:

—¿Has estudiado algo?Asentí levemente con la cabeza. Continuó:—Has estudiado... Te voy a hacer una pregunta. ¿Cómo se escribe el ideograma jui de la

palabra jui siang tou (habas anisadas)?Yo me dije: ¿qué clase de examen me puede hacer esta especie de mendigo? Así que le volví

la cara y no le hice caso. Al cabo de un buen rato, Kung Yi-chi me dijo con tono lleno de cordialidad:

—¿No sabes escribirlo?... Te lo voy a enseñar, ¡fíjate bien! Estos ideogramas hay que aprenderlos bien. Más tarde, cuando seas patrón, tendrás que utilizarlos al hacer las cuentas.

Yo pensé para mis adentros en la gran diferencia de categoría entre el patrón y yo, aparte de que el patrón nunca incluía en las cuentas las habas anisadas; divertido y al mismo tiempo impaciente, le contesté con indolencia:

—¡Quién necesita tus enseñanzas! Se escribe como el jui que significa volver más el radical hierba en la parte superior.

Kung Yi-chi se puso muy contento y exclamó mientras golpeaba el mostrador con sus dos largas uñas y movía la cabeza:

—¡Bien! ¡Bien!... ¿Sabías que el ideograma jui se puede escribir de cuatro maneras diferentes?Perdí completamente la paciencia y me alejé con una mueca de enfado. Kung Yi-chi, que se

10 Palabras de Confucio recogidas en Las Analectas (hun yu, V. Pei Ling gong).11 El primero y más elemental de los exámenes oficiales (ke ju) en la China imperial, que daba acceso al título de

siu tsai.

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disponía a escribir sobre el mostrador con el dedo mojado en vino, al ver mi falta de interés lanzó un suspiro; el desconsuelo afloró en su cara.

Algunas veces los chicos del barrio acudían a tomar parte en el alboroto cuando oían nuestras risas. Rodeaban a Kung Yi-chi y éste les daba habas anisadas, una a cada uno. Pero allí seguían todos después de comérsela, mirando al plato. Kung Yi-chi se ponía nervioso, tapaba el plato con los dedos extendidos de la mano mientras se inclinaba hacia adelante y les decía a los chiquillos:

—¡Ya sólo me quedan unas pocas!Se ponía de pie, volvía a mirar las habas, y decía que no con la cabeza.—¡Muy pocas! ¡Muy pocas! ¿Por ventura hay muchas? En verdad, que no hay muchas12.Y entonces era cuando la turba de chiquillos se dispersaba entre grandes risas.Kung Yi-chi era de esas personas que divierten a la gente, pero sin las cuales puede uno

pasarse exactamente igual.Cierto día, aproximadamente en vísperas de la fiesta Chung Chiu13, el patrón, que estaba

haciendo lentamente su balance, al descolgar la pizarra, exclamó de repente:—Hace mucho que no viene Kung Yi-chi. Todavía me debe 19 monedas.Al decir esto es cuando yo también me di cuenta de que, efectivamente, llevaba mucho tiempo

sin venir. Uno de los presentes dijo:—¡Cómo va a venir si le han roto las piernas en la última paliza!El patrón lanzó una exclamación de sorpresa.—Siguió robando. Pero esta vez perdió la cabeza. No se le ocurrió otra cosa que ir a robar a la

casa del señor Ting, el letrado provincial. ¡Cómo se puede ir a robar a semejante casa!—Y luego, ¿qué pasó?—¿Que qué pasó? Pues que primero tuvo que hacer una confesión por escrito, y luego le

pegaron, le pegaron durante casi toda la noche y terminaron rompiéndole las piernas.—¿Y después?—Después le rompieron las piernas.—¿Y después de romperle las piernas?—Pues..., ¿quién sabe? Seguramente habrá muerto.El patrón no volvió a preguntarle y siguió haciendo lentamente su balance.Pasó la fiesta Chung Chiu y el viento del otoño era cada vez más fresco, se notaba que estaba a

punto de llegar el invierno. Aunque me pasaba el día entero junto al fuego, necesitaba ponerme el chaquetón guateado. Una tarde en que no había ningún cliente, me encontraba sentado con los ojos cerrados, cuando oí de repente una voz que decía:

—Caliéntame una taza de vino.La voz, aunque muy queda, me resultaba familiar. Cuando miré, no vi a nadie en ningún lado.

Al levantarme y mirar hacia afuera descubrí a Kung Yi-chi sentado al pie del mostrador, de cara a la puerta. Su rostro, oscuro y enflaquecido, estaba desfigurado; vestía una chaqueta rota y se sentaba, las piernas cruzadas, sobre un saco atado a sus hombros con una cuerda. Al verme repitió:

—Caliéntame una taza de vino.El patrón asomó la cabeza.—Kung Yi-chi. Me debes todavía 19 monedas.Kung Yi-chi levantó la cabeza y dijo desconsolado:—Este... La próxima vez le liquidaré la cuenta. Hoy tengo dinero contante, y que sea buen

vino.El patrón siguiendo su vieja costumbre, le dijo riendo:—Kung Yi-chi, ¡has vuelto a robar!

12 Palabras también de Confucio, si bien fuera de todo contexto. V. Lun yu, Zi han13 Fiesta del «Medio Otoño», que se celebra el día 15 del octavo mes del calendario lunar. También conocida como

Fiesta de la Luna, por considerarse que esa noche la luna es la más llena de todo el año. Durante ellas las familias se reúnen, ya que el plenilunio es símbolo de la unidad familiar; es la época en que se comen los yue bing (tortas de la luna).

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Pero esta vez Kung Yi-chi no discutió vigorosamente, y se limitó a replicar:—¡No bromee!—¿Bromear? Si no hubieras robado, ¿te iban a romper las piernas a palos?Kung Yi-chi dijo en voz baja:—Me las rompí en una caída; fue al caerme, en una caída...Su mirada parecía suplicar al patrón que no lo volviera a mencionar. Para entonces ya se

habían congregado unas cuantas personas que reían con el patrón. Calenté el vino y se lo llevé a la puerta. Me puso en la mano cuatro monedas grandes que se sacó del bolsillo de su chaqueta rota. Al ver su mano llena de barro me di cuenta de que había venido arrastrándose sobre las manos. Al poco rato, después de beberse el vino, se marchó lentamente, sentado, ayudándose con las manos, en medio de las voces y las risas de los presentes.

Desde aquella vez, durante mucho tiempo no se le volvió a ver a Kung Yi-chi. Cuando llegó el balance de fin de año, el patrón al descolgar la pizarra dijo:

—Kung Yi-chí todavía me debe 19 monedas.Y lo mismo volvió a decir al año siguiente cuando llegó la fiesta de Tuan Wu14. Luego, por la

fiesta de Chung Chiu ya no lo dijo. A finales de aquel año todavía seguía sin aparecer.Nunca le volví a ver —seguramente Kung Yi-chi ha muerto.

Marzo de 1919

14 Fiesta que se celebra el día 5 del quinto mes del calendario lunar, también conocida como Fiesta del Dragón, en la que se conmemora el suicidio del poeta Qu Yuan (Chü Yuan, de la época de los Estados Combatientes, 403-221 a.n.e.), arrojándose con una piedra al cuello a las aguas del río Po luo. Durante esta fiesta son típicas las regatas de largas barcas en forma de dragón.

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La medicina

I

La noche otoñal estaba ya muy avanzada. La luna se había metido y el sol tardaría en salir; sólo quedaba el gran lienzo azul oscuro del cielo. Excepto los seres que vagan por la noche, todo lo demás dormía. Viejo Shuan se incorporó de repente en la cama, frotó una cerilla y encendió una sucia lámpara de aceite. Las dos piezas de la casa de t¿ se inundaron de una luz blanquecina.

—¿Te vas ya, padre de Pequeño Shuan? —Era la voz de una mujer anciana. En el cuartito interior se oyó una tos.

—¡Hum! —respondió Viejo Shuan, mientras escuchaba y se abrochaba la ropa. Tendió la mano y dijo: —Dame.

Madre Jua tanteó y tanteó debajo de la almohada; al final sacó una bolsa con monedas de plata que entregó a Viejo Shuan. Este la recogió e introdujo en su bolsillo con mano temblorosa.; luego la palpó dos veces desde fuera. Encendió un farol portátil y, después de apagar la lámpara, entró en el cuarto interior. En él se oía un sordo rumor; luego, un golpe de tos. Viejo Shuan esperó a que pasara la tos y dijo en voz baja:

—Pequeño Shuan... no tienes que levantarte... ¿La tienda? Tu madre se encargará.Al observar que su hijo callaba, Viejo Shuan supuso que se había quedado tranquilamente

dormido. Salió y caminó hasta la calle. Esta, en completa oscuridad, estaba desierta. Sólo se distinguía la línea gris del camino. La luz del farol iluminaba sus dos pies alternándose en el caminar. De vez en cuando se cruzaba con algún perro que otro, pero ni uno sólo ladró. La temperatura era muy inferior a la del cuarto, pero Viejo Shuan la encontraba agradable, como si en un momento hubiera rejuvenecido, como si hubiera adquirido el don divino de conceder la vida a los hombres; caminaba a pasos largos y seguros. El camino se distinguía cada vez mejor y cada vez era también mayor la claridad del cielo.

Viejo Shuan caminaba absorto en sus pensamientos. De pronto tuvo un sobresalto: había visto a lo lejos la calle transversal en la que desembocaba el camino y que lo cortaba claramente como una barrera. Retrocedió algunos pasos hasta encontrar una tienda, con las puertas cerradas, en cuyo soportal se situó de pie junto a la puerta. Al cabo de un momento empezó a sentir frío.

—¡Eh! ¡Un viejo!—¡Seguro que hasta va a disfrutar...!Viejo Shuan tuvo un nuevo sobresalto. Al abrir bien los ojos vio pasar ante él a varias

personas. Una de ellas incluso volvió la cabeza y le miró. Su aspecto no se distinguía bien, pero se asemejaba enormemente al del hambriento que ve comida: en sus ojos brillaba un fulgor de rapiña. Viejo Shuan miró su farol; se había apagado. Se palpó el bolsillo; allí seguía aquella cosa dura. Levantó la cabeza y miró a ambos lados. Vio entonces mucha gente extraña que daba vueltas por la calle en pequeños grupos, como almas en pena; volvió a mirar con mayor atención pero no llegó a ver ninguna otra cosa extraordinaria.

Al poco tiempo vio aparecer varios soldados. Desde lejos se divisaba el gran círculo blanco que llevaban en la parte anterior y posterior de su uniforme, cuyo ribeteado granate se hizo visible al pasar por delante de Viejo Shuan. Los pequeños grupos de personas se fundieron de repente en un solo montón, que avanzó veloz, como un desbordamiento. Poco antes del cruce en T se detuvieron en seco y se distribuyeron en semicírculo.

Viejo Shuan miraba en aquella dirección, pero sólo conseguía ver un muro de espaldas; todos estiraban el cuello, parecían un montón de patos a los que una mano invisible hubiera agarrado por la cabeza y tirara hacia arriba. Hubo un momento de silencio, luego pareció oírse un ligero sonido y todos empezaron a agitarse de nuevo. Finalmente, la gente retrocedió en medio de un gran

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alboroto. Se dispersaron y al llegar al lugar donde se encontraba Viejo Shuan, el gentío estuvo a punto de derribarle.

—¡Eh! ¡El dinero a cambio de la mercancía!Un hombre enteramente vestido de negro estaba ante Viejo Shuan; el brillo de sus ojos cortaba

como un cuchillo y ante él, Viejo Shuan se sintió empequeñecido. El hombre le tendía una mano grande mientras en la otra sostenía un man tou enrojecido; la sustancia roja todavía goteaba.

Viejo Shuan sacó el dinero del bolsillo. Aunque vacilante, pensaba entregárselo, pero al, mismo tiempo no se atrevía a recoger aquella cosa. El hombre se impacientó:

—¿De qué tiene miedo? ¿Por qué no lo coge? —dijo con voz fuerte.Viejo Shuan vacilaba. El hombre de negro le arrebató entonces el farol, arrancó el papel que

servía de pantalla, envolvió en él el man tou y le obligó a tomarlo con las manos. Cogió el dinero, lo sopesó, dio media vuelta y se fue, después de murmurar:

«Valiente vejestorio... »—¿A quién se lo va a dar de medicina? —le pareció a Viejo Shuan que alguien le preguntaba.

Pero él no contestó. Ahora su espíritu estaba concentrado en aquel envoltorio, como si llevara en brazos a un niño vástago de diez generaciones de hijos únicos. Todo lo demás no existía para él en aquel momento. El iba ahora a transplantar a su familia la vida nueva contenida en aquel paquete, para obtener así una cosecha de felicidad. El sol también había salido; delante de él brillaba un amplio camino, recto hasta su casa; a sus espaldas, los rayos del sol iluminaban, en el extremo de la calle, cuatro ideogramas descoloridos en un viejo rótulo: «Entrada al pabellón del antiguo...»

II

Cuando Viejo Shuan llegó a su casa, la tienda estaba ya limpia y ordenada; con las mesas relucientes bien alineadas. No había ningún cliente; tan solo Pequeño Shuan desayunaba en una de las mesas del fondo. Gruesas gotas de sudor resbalaban desde su frente; la chaqueta se le había pegado a la espalda y sus dos omoplatos, que sobresalían enormemente, formaban como el relieve de una uve invertida. Al ver el aspecto de su hijo, Viejo Shuan frunció instintivamente las cejas. Su mujer salió precipitadamente de la cocina; le miró con ojos muy abiertos y un temblor ligero en los labios.

—¿Ya lo tienes?—Ya lo tengo.Entraron juntos en la cocina y deliberaron un instante. Luego Madre Jua salió y volvió en

seguida con una hoja grande de loto que extendió sobre la mesa. Viejo Shuan desenvolvió el papel de farol, sacó el man tou rojo y lo envolvió en la hoja de loto. Como Pequeño Shuan había terminado ya de desayunar, su madre se apresuró a decirle:

—¡Quédate sentado donde estás, Pequeño Shuan! ¡No vengas para acá!Mientras atizaba el fuego, Viejo Shuan introdujo en el interior del horno el paquete verde jade

y el farol blanco y rojo, todo roto. Se elevó una llamarada rojinegra y en seguida se extendió por toda la casa un extraño y agradable olor.

—¡Qué bien huele! ¿Qué clase de bollo están comiendo?Era Quinto Señorito, el Jorobado, que acababa de entrar. Se pasaba el dia entero en la casa de

té, donde era el primero en llegar y el último en salir. Después de tropezar con el borde de una mesa instalada en un rincón que daba a la calle, se sentó en ella mientras hacía la pregunta. Nadie le contestó.

—¿Están haciendo sopa de arroz tostado? —insistió.Tampoco obtuvo respuesta. El Viejo Shuan salió precipitadamente a servirle el té.—¡Ven acá, Pequeño Shuan! —llamó a su hijo Madre Jua desde la pieza interior. Le hizo

sentar en un banco que había colocado en medio de la habitación, trajo un plato en el que se veía una cosa redonda negra, y dijo a Pequeño Shuan:

—¡Cómetelo; te pondrás bien!

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Pequeño Shuan cogió aquella cosa negra y la examinó un instante. Experimentó una sensación extraña; era como si sostuviera su propia vida entre las manos. Partió la cosa con extremada precaución. De la corteza quemada se desprendió un vapor blanco; cuando se hubo disipado, Pequeño Shuan descubrió que lo que allí tenía eran dos mitades de man tou. En un abrir y cerrar de ojos el man tou pasó al estómago de Pequeño Shuan, su sabor fue olvidado y sólo quedó el plato vacío. El padre se hallaba a un lado del muchacho, su madre al otro. Sus miradas parecían querer verter algo en el cuerpo del hijo y también sacar algo de él. Al advertirlo, el muchacho sintió que su corazón palpitaba con mayor rapidez y quiso oprimirlo con sus manos; se puso de nuevo a toser.

—Duerme un poco y te repondrás.Pequeño Shuan obedeció a su madre y se acostó sin dejar de toser. Madre Jua esperó a que su

respiración se calmara y luego lo cubrió cuidadosamente con una colcha forrada llena de remiendos.

III

La casa de té estaba llena de gente. Viejo Shuan no paraba ún momento; llevando en la mano una gran jarra de cobre, vertía una y otra vez el agua hirviendo en las tazas con té de los clientes; sus ojos dejaban ver grandes ojeras.

—Viejo Shuan, ¿te, encuentras mal?, ¿estás enfermo? —le dijo un hombre de barba gris.—No.—¿No? Aunque pensándolo bien, una persona tan sonriente, verdaderamente no parece... —se

rectificó a sí mismo el hombre de la barba gris.—Lo que pásale a Viejo Shuan es que está muy ocupado. Si su hijo... —No había terminado

de hablar Quinto Señorito el Jorobado cuando irrumpió en la casa de té un hombre de rostro brutal, vestido con una blusa negra, desabrochada, ceñida en su cintura por una ancha faja negra atada con descuido. Nada más entrar, le dijo a Viejo Shuan en alta voz:

—¿Se lo ha comido? ¿Está bien ya? Ha tenido usted suerte, Viejo Shuan, ha tenido suerte, porque de no ser por la rapidez de mi información...

Viejo Shuan le escuchaba sonriendo; en una mano tenía la jarra, mientras la otra colgaba respetuosamente. Todos los clientes, sentados en sus mesas, escuchaban también respetuosamente. Madre Jua con las mismas ojeras que su marido trajo sonriente una taza con hojas de té, a las que había añadido una aceituna dulce; Viejo Shuan se apresuró a verter el agua.

—¡No puede fallar! Es algo fuera de lo corriente. Piénselo, se cogió bien caliente, y bien caliente se lo comió —seguía diciendo a grandes voces el hombre de cara brutal.

—¡Claro que sí! De no haber sido por la ayuda de Tío Kang, ¿cómo íbamos a haber podido...?—Madre Jua le dio las gracias muy conmovida.—La curación está garantizada, ¡garantizada! Habiéndoselo comido bien caliente como lo ha

hecho, ¡un man tou empapado en sangre humana garantiza la curación de cualquier tuberculosis!Al oír la palabra «tuberculosis» a Madre Jua se le cambió la cara, como si un cierto enfado se

hubiera apoderado de ella; pero en seguida volvió a forzar una sonrisa y se retiró avergonzada. El llamado Tío Kang no se apercibió de ello y siguió dando voces con el cuello bien alto; sus voces despertaron a Pequeño Shuan que dormía en el cuarto interior y la tos del muchacho acabó mezclándose con las voces de Tío Kang.

—Verdaderamente vuestro hijo, Pequeño Shuan, ha tenido una gran suerte. Su enfermedad naturalmente se curará del todo; no hay, pues, que extrañarse de que Viejo Shuan no abandone su sonrisa en todo el día. —Mientras esto decía, el de la barba gris se acercó a Tío Kang y le preguntó en voz baja y respetuosa:

—Tío Kang, he oído decir que el condenado que ha sido ejecutado hoy era hijo de uno de los Sia; ¿de quién era hijo?, ¿qué es lo que había hecho?

—¿Que de quién era hijo? De quién iba a ser si no de la Cuarta Señora Sia. ¡Vaya un tipo que estaba hecho! —al ver Tío Kang que todo el mundo le escuchaba con los oídos aguzados, no cabía

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en sí de satisfacción, su rostro brutal se hinchó y dijo, alzando aún más la voz-; ese desgraciado no tenía ningún apego a la vida; no quería vivir, eso es todo. En cambio, yo esta vez no he tenido ningún beneficio; hasta la ropa que le quitaron, se la llevó A Yi Ojos' Rojos, el carcelero. Los únicos que se han aprovechado han sido, en primer lugar, nuestro Tío Shuan que ha tenido una gran suerte, y luego el Tercer Señor Sia, que ha cobrado una recompensa de 25 liang de reluciente plata; todo ha caído en su bolsillo y no se ha gastado ni un ochavo.

Pequeño Shuan salió lentamente de su cuarto, las dos manos sobre el pecho, tosiendo sin poder contenerse; caminó hasta la cocina, se sirvió un tazón de arroz frío sobre el que luego vertió agua caliente, se sentó y se puso a comer. Madre Jua, que le había acompañado, le preguntó suavemente: Pequeño Shuan, ¿estás mejor?, ¿sigues con hambre?...

—La curación está garantizada, ¡garantizada! —Tío Kang lanzó una mirada a Pequeño Shuan, volvió la cabeza y siguió diciendo al auditorio:

—El Tercer Señor Sia sabe girar hacia donde sopla el viento; de no haber hecho la declaración previa, toda su familia hubiese sido ejecutada y confiscados sus bienes. Y ahora, ¿qué? ¡Encima, dinero! ¡El desgraciado ése verdaderamente no valía nada! Aun en la cárcel tenía que intentar convencer al carcelero para que se rebelara.

—¡Ay! ¿Cómo es posible? —exclamó indignado un joven de unos veintitantos años, sentado en una mesa al fondo.

—Debes saber que A Yi Ojos Rojos le fue a sonsacar la verdad y sostuvo con él una charla. Le dijo A Yi que el Imperio Ching es de todos nosotros

Piénsalo bien: ¿puede un hombre hablar así? El Ojos Rojos sabía que en casa sólo tenía a su madre, pero nunca imaginó que fuera tan pobre como para no poder sacarle ni un céntimo; así que se puso muy furioso y como encima se atrevió a «rascar la cabeza al tigre», ¡le soltó dos bofetadas!

—Hermano Yi es un buen boxeador; seguro que esas dos le hicieron ver laS estrellas —dijo repentinamente regocijado El Jorobado desde su rincón.

—Ese pellejo no temía los golpes, hasta le llegó a decir que qué lástima.El hombre de la barba gris intervino:—¿Qué lástima se puede tener por pegar a un tipejo como él?Tío Kang adoptó un aire despectivo y le dijo sonriendo fríamente:—No me han entendido; dijo que A Yi le daba lástima a él. ¡Fijaos qué fuera de serie!Las miradas de los oyentes se helaron; cesaron las conversaciones. Pequeño Shuan había

terminado de comer, su cuerpo entero temblaba empapado en sudor y de su cabeza se desprendía un cierto vaho.

—Que A Yi dé lástima, eso es de locos; sencillamente se volvió loco —dijo la barba gris como si hubiera comprendido de repente.

—Se volvió loco —dijo el joven de veintitantos años comprendiendo de pronto.De nuevo surgió entre los clientes de la casa de té una atmósfera animada; se reanudaron las

conversaciones y las risas. Pequeño Shuan aprovechó el alboroto para toser con toda su alma. Tío Kang se adelantó y le dio unas palmadas en el hombro mientras le decía:

—¡La curación está garantizada! ¡No tosas así, Pequeño Shuan! ¡La curación está garantizada!—Se volvió loco —decía moviendo la cabeza Quinto Señorito el Jorobado.

IV

El terreno junto a la muralla de la ciudad, por fuera de la Puerta Oeste, era propiedad del Estado. En medio, un sendero estrecho e irregular, formado por los pasos de los interesados en acortar camino, se había convertido en límite natural; a la izquierda se sepultaba a los criminales ajusticiados o muertos en la cárcel; a la derecha se hallaba el enterramiento de los pobres. Ambos terrenos estaban llenos de tumbas amontonadas las unas sobre las otras como los man tou en las casas ricas los días de cumpleaños.

Aquel año el Día de los Difuntos hacía un frío fuera de lo común. Los brotes de los sauces

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todavía no eran mayores que la mitad de un grano de arroz. Apenas el día se había levantado cuando ya Madre Jua había colocado cuatro platos y un tazón de arroz ante una tumba reciente, situada en el terreno de la derecha. Lloró, quemó el papel-dinero de los difuntos, luego permaneció como atontada, sentada en el suelo como si esperase algo, aunque no supiera decir qué era lo que esperaba. Se levantó un ligero viento, que agitó sus cabellos cortos, mucho más blancos que un año atrás.

Otra mujer de cabellos grises avanzaba por el sendero. Su chaqueta y su faldón estaban andrajosos. Llevaba una vieja cesta redonda, pintada de laca roja, de la que pendía una ristra de papel-dinero de los difuntos. Detenía su marcha a menudo para descansar. De pronto, al ver a Madre Jua sentada en el suelo que la miraba, vaciló y su rostro empalidecido por el dolor se coloreó de vergüenza. Sin embargo, hizo acopio de valor y se dirigió hacia el terreno de la izquierda para depositar su cesta ante una de las tumbas.

Esta tumba se encontraba justamente en la misma línea que la de Pequeño Shuan; sólo las separaba el sendero. Madre Jua la vio colocar cuatro platos y un tazón de arroz, llorar de pie un momento y luego quemar el papel-dinero; dijo para sí:

—Es también la tumba de su hijo.La anciana paseó su mirada alrededor, y sus manos y pies se pusieron a temblar; dio, vacilante,

algunos pasos atrás, fija la mirada, estupefacta. Al ver esto, Madre Jua temió que la pena le hubiera hecho perder la razón. Sin poder contenerse se levantó, atravesó el sendero y le dijo en voz baja:

—No tenga pena, abuela... Mejor será que regresemos.La anciana asintió con la cabeza, pero sus ojos permanecieron fijos; balbuceó con voz

igualmente baja:—Mire… ¿qué es eso?Madre Jua miró siguiendo el dedo de la anciana y su mirada se detuvo en la tumba ante la cual

se hallaban. Aún no estaba completamente cubierta de hierba; en algunos puntos se veían manchas de tierra amarilla, lo que afeaba su aspecto. Al mirar, con atención, más arriba también ella se sobrecogió: una corona de flores blancas y rojas circundaba la cima redondeada del montículo que formaba la tumba. Aunque la vista de ambas mujeres hacía años que no era buena, podían, sin embargo, distinguirla con claridad. No había muchas flores, pero formaban una corona; no parecían muy vistosas pero estaban bien arregladas. Madre Jua se apresuró a mirar la tumba de su hijo y otras tumbas, pero sólo se veían algunas florecillas blancas ralas, que habían desafiado al frío; esto le provocó una repentina sensación de vacío, de insatisfacción, en cuyo significado no quiso profundizar. La anciana se había acercado a la tumba, y la examinó atentamente, mientras se hablaba a sí misma:

—No tiene raíz; no han brotado por sí solas. ¿Quién ha podido venir aquí? Los niños no vienen a jugar a este sitio. Ninguno de nuestros parientes viene. ¿Qué ha podido ser?

Reflexionó largo rato y luego, en medio de sus lágrimas, dijo en voz alta:—Mi pequeño Yu, cometieron una injusticia contigo y no puedes olvidarlo ni calmar tu dolor.

¿Es ésta una señal con la que me das a conocer tu pena?Mirando en todas direcciones sólo vio un cuervo posado en un árbol sin hojas.—Ya lo sé, mi hijito Yu —continuó-, desgraciadamente ellos te asesinaron, pero algún día

serán castigados. El Cielo lo sabe todo. Duerme en paz. Si verdaderamente estás aquí, si oyes lo que te estoy diciendo, haz que ese cuervo vuele hasta la cima de tu tumba; dame esa señal.

La brisa había caído desde hacía rato, la hierba seca se erguía, recta como alambres de cobre. Un ligerísimo temblor vibró en el aire, cada vez más tenue hasta desvanecerse; luego reinó en derredor un silencio de muerte. De pie, en medio de la hierba seca, las dos mujeres miraban fijamente al cuervo, posado sobre su rama rígida; tenía la cabeza recogida en el cuello y permanecía inmóvil como una figura de bronce.

Pasó un largo rato. Llegaron otras gentes a arreglar las tumbas, entre las que viejos y niños aparecían y desaparecían.

—Mejor será que regresemos.

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La anciana suspiró, recogió los platos y el arroz con aire de abatimiento, vaciló un instante y finalmente empezó a caminar con paso lento, mientras murmuraba:

—¿Qué puede haber pasado. ~.?No habían caminado treinta pasos cuando oyeron de repente un graznido detrás de ellas.

Volvieron la cabeza sobresaltadas y vieron al cuervo que, desplegadas las alas, se lanzaba como una flecha hacia el horizonte lejano.

Abril de 1919

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Mañana

—No se oye absolutamente nada... ¿Qué le pasará al chico?Con un tazón de vino amarillo en la mano, —«Nariz colorada» Kung volvió la cabeza hacia la

casa del lado. «Piel azul» A-wu puso su propio tazón en la mesa y golpeó a Kung en la espalda.—¡Bah!... — gruñó con voz espesa— ¡Otra vez te estás poniendo sentimental!...Por hallarse en una región tan apartada, Luchen estaba bastante pasado de moda. La gente

cerraba sus puertas y se iba a la cama muy temprano. Hacia la medianoche había sólo dos lugares despiertos: la taberna La Prosperidad, donde unos pocos borrachos bebían alegremente junto al mostrador, y la casa del lado, donde vivía la mujer de Shan Cuarto. Viuda desde dos años atrás, su trabajo de hilar algodón era el único recurso para mantenerse y mantener a su hijo de tres años. Por eso se acostaba tarde.

Sin embargo, era un hecho que por espacio de varios días no se había escuchado ruido alguno de hilado. Pero, dado que había sólo dos casas despiertas a medianoche, Kung y los otros eran naturalmente los únicos que podían saber si se oía algún ruido en la casa de la mujer de Shan Cuarto y los únicos que podían saber si no se oía.

Después de recibir la palmada, el viejo Kung pareció aliviado, bebió un largo trago de su vino y entonó una melodía popular.

Entretanto la mujer de Shan Cuarto se hallaba sentada en el borde de su cama, con Pao-er —su tesoro— entre los brazos; en el suelo, silencioso, veíase el telar. La luz mortecina de la lámpara al caer sobre la carita de Pao-er, mostraba la lividez que se extendía bajo el color encendido provocado por la fiebre.

Me he prosternado tanto ante al altar —pensaba—. He hecho una manda a los dioses para que me lo sanen. Y si no se mejora ¿qué puedo hacer ya? Lo llevaré a que lo vea el doctor Je Siao-sien. Pero tal vez Pao-er sólo esté enfermo esta noche. Cuando mañana salga el sol, pueda ser que no tenga fiebre. Y que de nuevo respire mejor. Hay muchas enfermedades así.

La esposa de Shan Cuarto era una mujer sencilla, que no sabía lo terrible de la palabra «pero». Gracias a este «pero» muchas cosas malas se vuelven buenas, muchas cosas buenas se vuelven malas. Una noche de verano no es larga. Poco después de que el viejo Kung y los otros cesaron de cantar, el cielo mostró claridades hacia el oriente y ya a través de las rendijas de la ventana se filtró la luz plateada del amanecer.

La espera del amanecer no era para la mujer de Shan Cuarto algo tan simple como para los demás. El tiempo pasaba con terrible lentitud: entre una respiración de Pao-er y la siguiente parecía transcurrir por lo menos un año. Pero ahora por fin estaba amaneciendo. La clara luz del día hacía desaparecer la luz de la lámpara. Las ventanillas de la nariz de Pao-er temblaron cuando el niño jadeó tratando de respirar.

La mujer de Shan Cuarto ahogó un grito porque sabía que aquello era de mal agüero. ¿Pero qué hacer?, se preguntó. La única esperanza era llevarlo donde el doctor Je. Ella podía ser una mujer sencilla, pero tenía su voluntad propia. Se puso de pie, fue hasta el aparador y sacó sus ahorros, trece pequeños yinyuanes15 y ciento ocho monedas de cobre, en total. Guardó el dinero en su bolsillo, echó el cerrojo a la puerta y llevando a Pao-er en brazos se dirigió rápidamente hacia la casa del doctor Je.

A pesar de la hora temprana, había ya cuatro pacientes aguardando en sus sillas. Tuvo que desprenderse de cuarenta centavos de plata para registrarse y Pao-er fue el quinto enfermo examinado aquella mañana. El doctor Je tomó con dos dedos el pulso del niño. Sus uñas tenían bien sus cuatro pulgadas de largo; la mujer de Shan Cuarto, maravillada en su fuero interno, pensó: Es seguro que mi Pao-er está predestinado a vivir. Pero no podía dejar de sentirse angustiada al

15 Yinyuán, moneda de plata que se usaba en la vieja China.

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mismo tiempo y preguntó nerviosamente:—¿Qué tiene mi Pao-er, doctor?—Una obstrucción en el sistema digestivo.—¿Es grave? Va a...—Para empezar, tome estas dos recetas.—No puede respirar... Las ventanillas de la nariz le tiemblan.—El elemento fuego se sobrepone al elemento metal16...Dejando la frase sin concluir, el doctor Je cerró los ojos y la mujer de Shan Cuarto no quiso

hablar más. Frente al médico estaba sentado un hombre de más de treinta años que terminaba de escribir la receta.

—Estas son píldoras para la preservación infantil —dijo a la madre, escribiendo unos jeroglíficos en una esquina del papel—. Puede comprarlas en la botica La Salvación, de la familia Chia.

La esposa de Shan Cuarto tomó el papel y salió mientras pensaba que ella podía ser una mujer sencilla, pero sabía que la casa del doctor Je, la botica La Salvación y su propia casa formaban un triángulo; por lo tanto era fácil comprar la medicina antes de volver a su hogar. Echó a andar con rapidez hacia la botica. El encargado, que también tenía uñas largas, las levantó mientras leía lentamente la receta; luego envolvió despacio la medicina. Con Pao-er en sus brazos, la mujer de Shan Cuarto esperaba. De pronto Pao-er extendió su manito y trató de deshacer el copete de su pelo. Nunca había hecho eso antes y su madre se sintió aterrorizada.

El sol estaba bastante alto. Con la criatura en brazos y llevando el paquete de remedios, mientras más avanzaba, más pesada sentía su carga. El niño, además, seguía forcejeando, lo que hacía que el camino pareciera aún más largo. Tuvo que sentarse en los escalones de la puerta de una gran casa para descansar un momento; las ropas viscosas se le pegaban a la piel, por lo cual se dio cuenta de que estaba sudando. Pero Pao-er parecía profundamente dormido. Cuando se levantó para continuar su camino, esta vez más lentamente, sintió aún demasiado pesado a su hijo. Una voz detrás de ella dijo:

—Déjeme que lo lleve yo —La voz sonaba como la de «Piel azul» A-wu.Miró. Claro que era A-wu, quien la iba siguiendo con sus ojos todavía pesados de sueño.Aunque para la mujer de Shan Cuarto aquello equivalía a que un ángel acudiera a socorrerla,

ella no quería que A-wu se convirtiera en su protector. Pero la actitud de A-wu no dejaba de ser galante, al insistir perentoriamente en ayudarla. Al fin, después de muchas negativas, se lo entregó. Cuando él deslizó su brazo entre el pecho de ella y el niño y lo bajó para coger a Pao-er, ella sintió que una oleada de calor invadía el seno y se sonrojó hasta las orejas.

Caminaron al lado, pero separados un medio metro. A-wu hizo algunas observaciones, la mayoría de las cuales quedaron sin respuesta. A poco caminar, él le devolvió al niño, diciendo que el día anterior había arreglado una cita a esa hora con un amigo para conseguir algunos alimentos. La mujer de Shan Cuarto tomó a Pao-er. Felizmente no estaban muy lejos, porque vio a la Novena Tía Wang sentada al lado de la calle, que la llamaba:

—¿Cómo está el niño?... ¿Consiguió ver al doctor?—Lo vimos... Novena Tía Wang, usted es anciana y ha visto mucho. ¿Quiere mirarlo y

decirme lo que piensa?...—Mmm...—¿Sí?...—Mmm...Después de examinar a Pao-er, la Novena Tía Wang afirmó con la cabeza dos veces, luego la

movió otras dos en sentido negativo.

16 Los antiguos chinos creían en la existencia de cinco elementos: fuego, metal, madera, tierra y agua. El fuego podía vencer al metal. Los médicos chinos tradicionales consideraban también que el corazón, los pulmones, el hígado, el bazo y los riñones correspondían a los cinco elementos. En este caso el doctor Je quiere decir que la enfermedad del corazón ha afectado a los pulmones.

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Cuando Pao-er tomó la medicina era ya más de mediodía. La mujer de Shan Cuarto lo vigilaba de cerca y el niño parecía mucho más tranquilo. En la tarde, repentinamente abrió los ojos y llamó: —¡Mamá!—. Luego volvió a cerrar los ojos y se durmió. No había dormido mucho rato cuando la frente y la punta de la nariz se le llenaron de sudor; su madre lo tocó y los dedos se le pegaron como si hubiera sido goma. Muerta de terror, llevó la mano al pecho del niño y estalló en sollozos.

Cuando se calmó, la respiración del niño había desaparecido totalmente. Después de sollozar, ella comenzó a llorar. Pronto se le juntaron grupos de gentes: dentro del cuarto, la Novena Tía Wang, «Piel azul» A-wu y otros semejantes; fuera, algunos como el propietario de la taberna La Prosperidad y «Nariz Colorada» Kung. La Novena Tía Wang decretó que había que quemar una hilera de monedas de papel; después, tomando como garantía dos taburetes y cinco prendas de vestir, pidió prestados dos yinyuanes para la mujer de Shan Cuarto a fin de preparar comida para todos los que estaban ayudando.

El primer problema era el ataúd. La mujer de Shan Cuarto conservaba aún un par de aretes de plata y un alfiler para el cabello, enchapado en oro, que entregó al propietario de la taberna La Prosperidad; saliendo garante por ella, podría comprar el ataúd, la mitad al contado, la mitad a plazos. «Piel azul» A-wu levantó la mano para ofrecer su ayuda voluntaria, pero la Novena Tía Wang no quiso ni oír hablar de ello. Todo lo que se le permitiría sería traer el ataúd al día siguiente. «Vieja perra», maldijo y se quedó allí gruñendo con los labios fruncidos. El propietario salió, volviendo en la tarde a informar que el ataúd sería confeccionado especialmente y no estaría listo hasta la mañana siguiente.

A la hora en que el propietario regresó, las otras personas que ayudaban ya habían terminado de comer. Y como Luchen era un lugar pasado de moda, se fueron temprano a sus casas para acostarse. Solamente A-wu se dedicó a beber en la taberna La Prosperidad, mientras el viejo Kung berreaba una canción.

La mujer de Shan Cuarto lloraba sentada en el borde del catre, Pao-er yacía en la cama, el telar seguía silencioso en el suelo. Después de largas horas, cuando la mujer de Shan Cuarto no tuvo ya lágrimas que derramar, abrió muy grandes sus ojos y miró a su alrededor con aturdimiento. ¡Todo eso era imposible! — No es nada más que un sueño —, pensó. — No es nada más que un sueño. Mañana al despertar estaré muy cómoda en mi cama y Pao-er estará plácidamente dormido a mi lado. Cuando se despierte me llamará: “¡Mamá!” y saltará de la cama como un cachorro de tigre para ponerse a jugar.

Hacía mucho que el viejo Kung había dejado de cantar y la taberna La Prosperidad estaba a oscuras. La mujer de Shan Cuarto permanecía sentada, mirando fijamente, sin poder creer lo que ocurría. Un gallo cantó, el cielo empezó a aclarar en el oriente y por las rendijas de la ventana se filtró la plateada luz del amanecer.

Poco a poco, la plateada luz del amanecer se tornó cobriza y el sol brilló en la azotea. La mujer de Shan Cuarto seguía sentada mirando fijamente, cuando alguien golpeó la puerta; experimentó un sobresalto y corrió a abrir. Era un desconocido que llevaba algo a su espalda y detrás de él estaba la Novena Tía Wang.

¡El ataúd era lo que traían!Sólo en la tarde pudieron cerrar la urna, porque la mujer de Shan Cuarto seguía llorando cada

vez que echaba una mirada a su niño y se le hacía insoportable la idea de colocar la tapa. Felizmente la Novena Tía Wang, cansada de esperar, se abalanzó hacia ella y la hizo a un lado, lo que los otros aprovecharon para cerrar rápidamente el ataúd.

En realidad la mujer de Shan Cuarto había hecho todo lo que podía por su Pao-er, sin olvidar nada. El día anterior quemó una sarta de monedas de papel; esa mañana los cuarenta y nueve libros del Conjuro de la Misericordia Suprema17 y antes de ponerlo en el ataúd, lo había vestido con sus ropas más nuevas; colocó también junto a la almohada en que reposaba la cabecita, los juguetes que él más quería, una figurilla de arcilla, dos tacitas de madera y dos frasquitos de vidrio. Aunque la Novena Tía Wang hizo el recuento con sus dedos, muy cuidadosamente, llegó a la conclusión de

17 Canto budista que, se creía, ayudaba a las almas de los muertos a alcanzar el cielo.

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que no había olvidado nada.Como «Piel azul» A-wu no había aparecido en todo el día, el propietario de la taberna La

Prosperidad contrató por cuenta de la mujer de Shan Cuarto, a dos cargadores, a doscientas diez monedas grandes de cobre cada uno, los que llevaron el ataúd hasta el cementerio público y cavaron una fosa. La Novena Tía Wang ayudó a la madre a preparar una comida a la cual se invitó a todo el que había movido un dedo o abierto la boca en relación con la muerte de Pao-er. Pronto el sol les indicó claramente que estaba a punto de ponerse y los distraídos visitantes vieron también con claridad que había llegado la hora de marcharse a casa. Salieron todos.

Al principio la mujer de Shan Cuarto se sintió aturdida, pero después de descansar un poco, se calmó. Ya había pensado que las cosas eran bastante extrañas. Algo que jamás antes le había sucedido y que ella creía que nunca le podría suceder, había ocurrido. Mientras más pensaba, más sorprendida se sentía; otra cosa que le chocaba como algo bastante extraño era que súbitamente la habitación se hubiera quedado tan silenciosa.

Se levantó y encendió la lámpara y el cuarto pareció más callado aún. A tientas fue a cerrar la puerta, volvió y se sentó en el lecho, mientras el telar seguía silencioso en el suelo. Recobró la calma y miró en torno de sí, sintiéndose incapaz aún de sentarse o levantarse. El cuarto no sólo estaba demasiado silencioso, era asimismo demasiado grande y los muebles estaban demasiado lejos de llenarlo. Este cuarto demasiado grande la oprimía y el vacío a su alrededor la penetraba con dureza hasta el extremo de hacerle difícil respirar.

Ahora se daba cuenta de que realmente Pao-er había muerto y deseosa de no ver ese cuarto, apagó la luz y se abandonó al llanto y a sus pensamientos. Recordó que un día mientras ella trabajaba en el telar, Pao-er se sentó a su lado, comiendo arvejas sazonadas con granos de anís. La miró fijamente con sus pequeños ojos negros y reflexivos, « ¡Mamá!» —dijo de pronto— «Papá vendía hundun18; cuando sea grande venderé también hundun y haré montones y montones de dinero y todo te lo daré.»

Entonces cada pulgada de hilado parecía dotada de animación, viva. ¿Y ahora qué? La mujer de Shan Cuarto no había considerado el presente en absoluto —como ya he dicho, era sólo una mujer sencilla—. ¿En qué solución pensar? Lo único que sabía era que aquel cuarto parecía tan callado, tan grande y tan vacío.

Pero aunque la esposa de Shan Cuarto era sólo una mujer sencilla, sabía que los muertos no pueden volver a la vida y que nunca más vería a Pao-er. Suspiró y dijo: — Pao-er, todavía debes estar aquí. Déjame verte en mis sueños —. Luego cerró los ojos, esperando dormirse de inmediato, así podría ver a Pao-er. Oyó su propia y fuerte respiración claramente a través del silencio, la vastedad y el vacío.

Al fin la mujer de Shan Cuarto empezó a dormitar y toda la pieza cayó en la quietud. La canción popular de «Nariz Colorada» Kung había terminado hacía mucho y ahora hacía eses fuera de la taberna La Prosperidad mientras cantaba con voz de falsete:

Tengo piedad de ti —querida— tan sola...

«Piel azul» A-wu se agarraba del hombro del viejo Kung, riendo con risa de borracho; ambos se alejaron juntos, a trastabillones.

La mujer de Shan Cuarto dormía, el viejo Kung y los otros se habían alejado, la puerta de la taberna La Prosperidad estaba cerrada y Luchen sumido en un silencio completo. Sólo la noche, deseosa de transformarse en mañana, recorría su trayecto en el silencio; y escondidos en las sombras, unos cuantos perros ladraban.

Junio de 1920

18 Budín relleno de carne picada y cocido en sopa.

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Un pequeño incidente

Hace ya seis años que dejé mi aldea para venir a Pekín. En este lapso he visto y oído no pocas cosas en relación con lo que llaman «los negocios de Estado», pero todo esto no ha dejado ninguna huella en mi espíritu. Si me preguntaran qué influencia tuvo todo aquello en mí, respondería que lo único que logró fue agravar mi mal carácter. Sinceramente, mientras más conozco estas cosas... más desprecio siento por los hombres.

Sin embargo me tocó ser testigo de un incidente que me pareció que tenía algún sentido. Este hecho mínimo me ha sacado de muy mal humor y no consigo olvidarlo.

Ocurrió durante el invierno de 1917. El viento del norte soplaba rabiosamente, pero como yo necesitaba trabajar para vivir, muy de mañana estaba ya en la calle, huera no había casi nadie y me costó muchísimo' encontrar un rickshaw para trasladarme a la puerta S. Poco después el viento del norte se calmó un tanto; había despejado de polvo el camino, que se extendía muy limpio y blanco. El tirador del rickshaw corría rápidamente. Nos aproximábamos a la puerta S cuando alguien se enganchó de pronto en las varas del rickshaw y se deslizó suavemente al suelo.

Era una mujer de cabellos grises y ropas harapientas. Bruscamente había abandonado la acera lanzándose derecho sobre el rickshaw. El tirador se había desviado para dejarla pasar, pero el viejo chaleco guateado de la mujer, que iba sin abotonar, levantado por el viento se prendió a la vara. Felizmente el tirador había disminuido la velocidad, de otro modo ella habría podido ser derribada y herida quizás de gravedad.

Como la mujer no se levantaba, el tirador del rickshaw se detuvo. Yo estaba seguro de que la vieja no había recibido herida alguna, y como no había testigos, deseé que mi conductor no se mezclara en el asunto: ¡iba a acarrearse disgustos y a atrasarme!

—Le dije, pues:—¡No tiene nada; continúe su camino!El tirador no presto atención a mis palabras o tal vez no las oyó. Posando las varas en el suelo,

ayudó a la anciana a levantarse, muy suavemente, y sosteniéndola por el brazo, le preguntó:—¿Cómo se siente?—Me he hecho mucho daño.Pensé: Te he visto caer con gran suavidad, ¿cómo podías causarte tanto daño? ¡Estás

fingiendo, es odioso! Y tú, tirador de rickshaw, no tenías para qué meterte en este lío; si más tarde tienes molestias, te las habrás buscado. ¡Ahora, arréglatelas como puedas!

Al oír las palabras de la anciana, el tirador no vaciló: dándole el brazo, la condujo a pasos lentos. Asombrado, miré al sitio a donde se dirigían y vi que había un cuartel de policía. A causa del viento, no había nadie en la entrada. El tirador del rickshaw, sosteniendo siempre a la anciana, se dirigió a la gran puerta del cuartel.

En ese instante sentí de súbito una impresión extraña; la imagen de la espalda llena de polvo del tirador del rickshaw empezó a crecer repentinamente; mientras más se alejaba, más crecía su imagen, aun cuando pronto me fue preciso levantar la cabeza para verlo. Además ejercía sobre mí una especie de presión amenazante que aplastaba poco a poco al pequeño «yo» escondido en su vestido de piel.

Como que mi vida se hubiera detenido. Permanecí sentado, inmóvil, sin pensamiento; sólo cuando vi salir a un policía del cuartel, descendí del rickshaw.

Este se aproximó:—Busque otro rickshaw; éste no podrá llevarlo.Sin reflexionar, saqué un buen puñado de monedas del bolsillo de mi abrigo y se las entregué

al policía, diciéndole:—Hágame el favor de darle esto.El viento se había calmado por completo y la calle estaba silenciosa. Mientras seguía mi

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camino, reflexionaba, pero casi tenía miedo de pensar en mí mismo. Dejando de lado los acontecimientos precedentes, me preguntaba qué significación había querido dar a ese buen puñado de monedas. ¿Era una recompensa? ¿Era yo digno de juzgar a ese tirador de rickshaw? No acertaba a darme a mí mismo una respuesta satisfactoria.

A menudo vuelvo a pensar en este incidente. Me da el valor necesario para hacer frecuentes retornos a mí mismo, aunque estos exámenes me dejen experiencias dolorosas. De las cuestiones políticas y militares de estos últimos años me acuerdo tan poco corno de los clásicos que estudié en mi infancia; pero este pequeño incidente pasa y vuelve a pasar ante mis ojos. Lo veo con mayor claridad que en el propio momento en que ocurrió y me enseña a tener vergüenza de mí mismo, me empuja a enmendar rumbos y hace crecer en mí el valor y la esperanza.

Julio de 1920

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El cabello

Un domingo por la mañana, al arrancar la hoja del calendario y echar una mirada a la siguiente, exclamé:

—¡Ah! Estamos a día 10 del décimo mes, así que hoy es la Fiesta del Doble Diez19. ¡Y en este calendario ni se menciona!

N, un señor mayor que yo, venía en aquel momento a mi casa para charlar un rato; al oír mis palabras me dijo muy enojado:

—¡Han hecho bien! No se han acordado, ¿qué les vas a hacer?; tú sí te has acordado, ¿y qué?Este señor N tenía un carácter más bien raro; a menudo se enfadaba sin venir a cuento, y solía

decir cosas intempestivas. En esos momentos, yo le dejaba hablar todo cuanto le apetecía sin contradecirle una sola vez; cuando acababa su perorata, el asunto se terminaba sin más.

Siguió diciendo:—Yo lo que más admiro es cómo se celebra la Fiesta del Doble Diez en Pekín. Por la mañana

llega la policía a la puerta, y ordena: ¡Cuelguen la bandera! Eso es, ¡la bandera! De las casas sale, casi siempre perezosamente, un ciudadano que iza un trozo de tela tipo extranjero llena de colorines20. Así hasta por la noche, entonces se recogen las banderas y se cierran las puertas. En algunas casas ni se acuerdan y dejan colgando la bandera hasta la mañana siguiente.

Ellos se han olvidado de la conmemoración, pero ¡también la conmemoración se ha olvidado de ellos!

Yo también soy uno de los que han olvidado la conmemoración. Si me pongo a conmemorar, todos los acontecimientos alrededor de aquel primer Doble Diez acuden a mi mente y me llenan de desazón.

Muchos rostros de personas ya fallecidas sur-gen ante mis ojos Tantos jóvenes que después de esforzarse durante más de diez años, acabaron alcanzados por una bala desconocida; tantos otros que aunque no sucumbieron, padecieron crueles torturas en prisión durante más de un mes; tantos jóvenes que abrigaban nobles aspiraciones, súbitamente desaparecidos sin dejar rastro, de los que ni siquiera el cadáver se sabe dónde fue a parar.

Sus vidas transcurrieron entre desprecio e insultos, perseguidos y maltratados; hoy, sus tumbas, desmoronadas, poco a poco han acabado por desaparecer en medio del olvido.

No puedo conmemorar aquellos acontecimientos.Recordemos mejor algunos hechos felices en nuestra conversación de hoy.De pronto, una sonrisa afloró en el rostro de N; alargó una mano para palparse la cabeza y dijo

en alta voz:—Mi mayor felicidad comenzó a partir del primer Doble Diez; ya podía caminar por la calle

sin que la gente se riera de mí o me insultara.Tú sabes muy bien, amigo mío, que el cabello ha sido el tesoro y al mismo tiempo el enemigo

principal de nosotros, los chinos. ¡Cuántos hombres, durante siglos, han padecido inútilmente a causa de su cabello!

Los más antiguos de nuestros antepasados no daban tanta importancia al cabello. Desde el punto de vista penal, lo más importante es, por supuesto, la cabeza; por eso la pena máxima ha venido siendo la decapitación. En segundo lugar vienen los órganos genitales, de ahí que la castración, tanto masculina como femenina, haya sido un terrible castigo. En cuanto al castigo del corte de pelo al cero era el más leve de todos; sin embargo, puestos a pensarlo, no sé a cuántos hombres el lucir la piel de su cabeza no les costó el desprecio social de por vida.

Cuando tratamos de la Revolución, siempre se habla de los diez días de Yang Chou, de la

19 Conmemorativa de la Revolución de 1911.20 Desde 1911 hasta 1927 la bandera nacional china era de cinco colores: roja, amarilla, azul, blanca y negra.

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matanza de Chia ting, y en realidad, aquello no fue más que un simple recurso. Sinceramente, en aquel tiempo la resistencia de los chinos no estuvo en absoluto motivada por el peligro de que la nación china desapareciera, sino únicamente por la cuestión de la coleta.

Los rebeldes fueron exterminados, los súbditos leales desaparecieron con el paso de los años, la coleta terminó por convertirse en norma, hasta que Jung y Yang iniciaron nuevos desórdenes. En aquellos años, me decía la abuela, al pueblo llano se le hacía muy difícil sobrevivir: si se dejaba crecer todo el cabello, los soldados imperiales le ejecutaban; y si conservaba la coleta, ¡eran los melenudos los que acababan con él!

No sabría decir cuántos chinos, sólo por causa del insignificante cabello, sufrieron, padecieron y hasta perecieron.

N tenía sus ojos puestos en el techo, parecía recordar algo; continuó diciendo:Quién me iba a decir que incluso a mí me tocó padecer por culpa del cabello.Cuando marché a estudiar al extranjero, me corté la coleta; no hubo ninguna secreta intención

por mi parte al hacerlo, sino pura cuestión de comodidad. Nunca pude imaginar que aquello me granjeara la animadversión de mis varios condiscípulos, que se enrollaban la coleta en lo alto de la cabeza. También nuestro tutor se enfadó muchísimo, y me dijo que me iban a anular la beca y devolverme a China.

A los pocos días, este mismo tutor escapó después que le cortaran la coleta. Entre los que se la cortaron estaba Tsou Rung, autor de «El Ejército Revolucionario»; éste, al no serle posible seguir estudiando en el Japón, regresó a Shanghai y, posteriormente, murió en la Prisión del Oeste. Tú también te has olvidado, ¿no?

Con el paso de los años mi situación familiar empeoró drásticamente; el hambre me amenazaba si no conseguía encontrar algún trabajo, así que no me quedó más remedio que retornar a China. En cuanto llegué a Shanghai me compré una coleta postiza ~n aquel entonces costaban dos yuan- y con ella puesta volví a mi casa. Mi madre, a pesar de todo no dijo nada, pero los demás, en cuanto me vieron, lo primero fue examinar la coleta, y al des-cubrir que era postiza su reacción inmediata fue una risa despectiva: mi delito era juzgado por ellos merecedor de la pena de muerte. Un pariente incluso se propuso denunciarme, y sólo renunció a ello por miedo a que pudiera triunfar la sublevación del Partido Revolucionario.

Pensé que lo postizo no podía ser tan directamente agradable como lo auténtico, de manera que eliminé de un golpe la coleta postiza y salí a la calle con un traje occidental.

En todo el camino no cesaron las risas y los denuestos; algunos hasta me perseguían con sus insultos: « ¡Vaya un demonio irresponsable! ¡Falso diablo extranjero! »

Entonces cambié el traje extranjero por una túnica: los insultos arreciaron.Ante esta situación desesperada, mi mano se armó de un bastón con el que largué unos cuantos

golpes con toda mi alma; poco a poco desaparecieron los insultos, que sólo se reproducían cuando me adentraba en lugares aún no batidos por mi bastón.

Este asunto me produjo una gran tristeza; todavía hoy lo sigo recordando. En mi época de estudiante en el Japón leí en un diario la historia del doctor Honsa durante un viaje por China y los mares del Sur. Este doctor no entendía ni el chino ni el malayo; alguien le preguntó cómo podía andar por la calle sin entender la lengua. El contestó mostrando un bastón: «Esta es su lengua, ¡todos la entienden! » Después de leer aquella historia, pasé varios días profundamente enojado, ¡quién me iba a decir que yo también, de forma espontánea, iba a hacer lo mismo y que además todos me iban también a entender!

Los primeros años del período Súan tung trabajé como profesor en el Instituto de la localidad; mis colegas me evitaban como la peste, y los funcionarios me controlaban muy estrictamente. Me pasaba el día entero como sentado en una cueva de hielo, como si me encontrara junto a un patíbulo. ¡En realidad la causa no era otra sino que me faltaba la coleta!

Un día vinieron de improviso varios estudiantes a mi cuarto, y me dijeron: «Profesor, queremos cortarnos la coleta». Yo les dije: «No puede ser». «¿Qué es mejor, llevar o no llevar coleta?» «Es mejor no llevar coleta...» «Entonces, ¿por qué dice que no puede ser?» «No vale la

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pena, os será más útil el no cortárosla, esperad un poco». Sin decir más salieron del cuarto con gesto malhumorado; pero, al final, se la cortaron.

¡Ah! ¡Qué cosa más terrible! No se hablaba más que de ello; yo me limité a fingir no saberlo, y les dejé con sus cabezas mondas entrar en mi clase junto con las coletas, que eran mayoría.

A pesar de todo, la enfermedad del corte de coleta se contagió rápidamente; al tercer día, seis alumnos de la Escuela Normal se cortaron la coleta: por la tarde, los seis eran expulsados. No podían ahora ni seguir en la Escuela ni volver a sus hogares; en esta situación aguantaron hasta pasado un mes después de la primera Fiesta del Doble Diez, sólo entonces perdieron la condición de criminales que, como una marca a fuego, les señalaba.

¿Y yo? Lo mismo. Sólo en el invierno del año primero de la República, cuando vine a Pekín, aunque todavía fui insultado por algunos —que luego perdieron su coleta a manos de la policía-, dejé de soportar insultos por la calle; ahora bien, no llegué a ir a los pueblos.

N reflejaba en su rostro una gran satisfacción; de pronto, nuevamente, se ensombreció:—Ahora vosotros, los idealistas, os ponéis nuevamente a gritar que las mujeres deben cortarse

el pelo; ¡otra vez queréis que mucha gente sufra amargamente sin sacar nada en limpio!¿No sabéis que ahora las mujeres que se han cortado el pelo no pueden, por ese motivo,

aprobar el ingreso en las escuelas o son expulsadas de las mismas? Mucho hablar de reformas, pero ¿dónde están las armas para hacerlas? Mucho hablar del sistema de «mitad trabajo-mitad estudio», pero ¿dónde están las fábricas?

Que se dejen crecer el pelo, y que se casen y vayan a vivir a casa de sus suegros, como siempre ha sido. Que se olviden de todo y serán felices; porque como sigan acordándose de todas esas frases sobre la libertad y la igualdad, ¡se amargarán su existencia entera!

Os voy a preguntar en palabras de Artzybachev: «Vosotros prometéis una edad de oro para los descendientes de estos hombres, pero ¿qué le dais ahora a estos hombres mismos?»

¡Ah! Mientras el látigo del Hacedor no alcance el lomo de China. China siempre será la misma China, ¡nunca consentirá en cambiar por sí misma ni un solo pelo!

Si en vuestra boca no hay ningún colmillo venenoso, ¿por qué tenéis que mostrar escrita en vuestras frentes la palabra «víbora», con lo que hacéis que los mendigos acudan a mataros.

A medida que hablaba, el discurso de N se iba haciendo cada vez más extraño; pero en cuanto vio que yo no parecía muy entusiasmado con sus palabras, cerró inmediatamente la boca y se levantó para recoger el sombrero.

—¿Se marcha ya? —le dije.—Sí, se va a poner a llover —respondió él.Le acompañé, en silencio, hasta la puerta.Mientras se colocaba el sombrero, me dijo:—¡Hasta la vista! Te ruego me perdones por haberte molestado; menos mal que mañana no es

la Fiesta del Doble Diez y podremos olvidarnos completamente de ella.

Octubre de 1920

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Tempestad en una taza de té

Los rayos de oro del sol poniente se iban retirando poco a poco de la zona que se extendía ante el río. Los árboles del sebo21 secos, que crecían a lo largo de la corriente de agua, comenzaban a recobrar alientos y algunos mosquitos de patas listadas que se hallaban en sus ramas se dedicaron a zumbar mientras revoloteaban. Por encima de las casas de los campesinos, que miraban al río, el humo de las chimeneas de las cocinas iba gradualmente disminuyendo: mujeres y niños rociaban con agua las entradas de sus puertas y sacaban las mesas bajas y los taburetes, todo lo cual indicaba que había llegado la hora de la cena.

Los hombres y los ancianos, sentados en sus bancos, conversaban moviendo sus grandes abanicos de hojas de palmera. Los niños pasaban corriendo o jugaban con piedras, en cuclillas bajo los árboles del sebo. Las mujeres acarreaban platos de legumbres secas, de color negro, cocidas al vapor, y arroz amarillo, caliente y humeante. Algunos letrados que pasaron en un bote de paseo, exclamaron llenos de lirismo:

—¡Qué tranquilidad! ¡He ahí la verdadera felicidad de la vida campesina!Pero estas palabras de los letrados no respondían por completo a la realidad; ellos no habían

escuchado lo que la anciana Nueve-Libras decía.. En ese instante la vieja señora Nueve-Libras era presa de la cólera. Golpeando con su abanico de palmera desgarrado las patas de su banco, decía:

—Tengo setenta y nueve años, he vivido bastante y no quiero ver la ruina de la familia... es preferible morir antes. ¡Es la hora de cenar y tú estás comiendo habas asadas! ¡Te propones arruinar a la familia!

Su biznieta Seis-Libras acababa de llegar junto a ella, corriendo, con un puñado de habas en la mano, pero al darse cuenta de la situación, corrió derecho hacia el río y se escondió tras un árbol del sebo; desde allí sacó la cabeza, peinada con un moñito detrás de cada oreja, y gritó:

—¡La vieja que no se quiere morir!La anciana señora Nueve-Libras, aunque de avanzada edad tenía aún el oído bastante fino,

pero esta vez no alcanzó a escuchar las palabras de la niña y continuó con su monólogo:—¡Verdaderamente, cada generación es peor que la anterior!Los habitantes de esta aldea tenían una costumbre bastante extraña: cada niño era pesado al

nacer y su peso le servía de nombre. El carácter de la anciana señora Nueve-Libras había empeorado a partir de su quincuagésimo cumpleaños: repetía sin cesar que en su juventud no hacía tanto calor en verano y que las habas no eran tan duras como ahora: en una palabra, el mundo actual degeneraba. Además, Seis-Libras había pesado tres libras menos que su bisabuelo y una libra menos que su padre. Siete-Libras: he ahí una prueba irrefutable. De este modo, repitió enérgicamente:

—¡Cada generación es peor que la anterior!La mujer de su nieto, la cuñada Siete-Libras llegó con el canasto del arroz; lo colocó con

brusquedad sobre la mesa y dijo con voz desagradable:—¡Abuela, otra vez está diciendo esas cosas! ¿Acaso cuando Seis-Libras nació, no pesaba seis

libras y cinco onzas? Usted tiene en su casa balanzas especiales, con libras de dieciocho onzas; si Seis-Libras hubiera sido pesada en una balanza de dieciséis onzas la libra, habría pesado más de siete libras. Y se me ocurre que nuestro abuelo y nuestro padre no pesaron tal vez exactamente nueve y ocho libras; quizás se usaron balanzas de catorce onzas la libra...

—¡Cada generación es peor que la anterior!La cuñada Siete-Libras iba a responder cuando notó que Siete-Libras desembocaba por el

callejón; cambiando entonces de frente, le gritó:

21 Árbol del sebo (sapíum sebiferum). De los granos que se encuentran en sus frutos se extrae un sebo vegetal que sirve para hacer jabón y velas.

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—Cadáver ambulante, ¿dónde has estado que no te han muerto por volver tan tarde? ¡No te importa un pepino hacer esperar a todo el mundo para sentarse a la mesa!

Aunque Siete-Libras era un aldeano, hacía ya mucho tiempo que acariciaba la ambición de elevarse por sobre su medio. Desde tres generaciones, desde su abuelo hasta él, ningún hombre había tocado un mango de pala: como ellos, él era barquero y una vez al día hacía la carrera entre la villa de los Lu y la ciudad. Partía temprano en la mañana y volvía hacia el anochecer. De este modo estaba muy al corriente de las noticias. Sabía, por ejemplo, deciros en qué sitio el dios del trueno acababa de matar a un espíritu de escolopendra y en qué distrito una virgen había dado a luz un demonio. En la aldea gozaba por cierto de gran consideración, pero como la costumbre del lugar establecía que en el verano había eme cenar sin encender la lámpara, regresar demasiado tarde era un hecho que justificaba ampliamente los reproches de su mujer.

Con su pipa de bambú moteado en la mano —una pipa de seis pies con boquilla de marfil y hornalla de cobre blanco— la cabeza baja, Siete-Libras llegó sin apresurarse y se sentó en un taburete. Seis-Libras aprovechó para reaparecer; saludó y fue a sentarse al lado de su padre, pero éste no le contestó.

—¡Cada generación es peor que la anterior! —dijo la anciana señora Nueve-Libras.Siete-Libras levantó despaciosamente la cabeza, suspiró y dijo:—El emperador ha vuelto al trono.Su mujer, después de un momento de estupefacción, presa de una súbita inspiración, dijo:—¡Todo va muy bien, va a venir una amnistía general! Siete-Libras suspiró de nuevo.—No tengo trenza...—¿Acaso el emperador quiere que se tenga trenza?—Sí.—¿Cómo lo sabes? —preguntó la cuñada Siete-Libras que comenzaba a sentir inquietud.—Todo el mundo dice en la taberna Sienjeng que el emperador quiere que se tenga trenza.La cuñada Siete-Libras comprendió instintivamente que las cosas iban mal, pues la taberna

Sienjeng era un sitio donde se estaba muy al corriente de las noticias. Echando una mirada a los cabellos cortos de Siete-Libras no pudo contener su ira: ¡era su propia culpa! Lo culpaba, lo detestaba y se recriminaba. Luego, presa de la desesperación, le sirvió un tazón de arroz que puso ante él diciendo:

—¡Bueno, acaba de comer! ¡El llanto no te va a hacer crecer la trenza!

Los últimos rayos del sol habían desaparecido. La superficie del río, que se oscurecía poco a poco, empezaba a desprender algún frescor. En el aire sólo se oía un ruido de tazones y de palillos que se entrechocaban y los hombres que comían tenían las espaldas empapadas de sudor. La cuñada Siete-Libras, que había dado fin a sus tres tazones de arroz, levantó casualmente los ojos y su corazón se puso a latir a grandes saltos: a través de las hojas de los árboles del sebo acababa de ver al rechoncho y grueso señor Chao-el-séptimo que avanzaba por el tablón que servía de puente, vestido con su traje de tela azul zafiro.

El señor Chao-el-séptimo era el propietario de la taberna Maoyuan de la aldea vecina. Era el único personaje importante y sabio en treinta li a la redonda. A causa de su sabiduría se desprendía de él cierto hedor de un pasado desvanecido. Poseía una decena de volúmenes de la Novela de los Tres Reinos, con anotaciones de Chin Sheng-tan22. A menudo se le veía sentado leyendo sus libros, jeroglífico por jeroglífico. No sólo conocía los nombres y apellidos de los cinco «generales tigres»23 sino que era capaz aún de decir que Juang Chung era conocido también por el nombre de Juang Jan-sheng y Ma Chao por el de Ma Meng-chi. Después de la revolución adoptó el peinado taoísta, enrollándose la trenza en lo alto del cráneo. Suspiraba a menudo repitiendo que si Chao Yun estuviera en este mundo, el imperio no habría caído en semejante situación. La cuñada Siete-

22 Comentador literario (1609-1661).23 En el período de los Tres Reinos, había cinco célebres generales en el Reino de Shu (221-2C3): Kuan Yu, Chang

Fei, Chao Yun, Juang Chung y Ma Chao.

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Libras, que tenía excelente vista, se había ciado cuenta en seguida de que el señor Chao no< estaba peinado ese día a la manera taoísta; su frente estaba bien afeitada y el círculo de cabellos del cual descendía su trenza era negro y reluciente. A la vista de esto, ella comprendió de inmediato que el emperador había vuelto al trono, que era necesario tener trenza y que Siete-Libras corría grave peligro. Porque el señor Chao no se ponía ese traje sin una razón especial; en tres años, sólo lo había usado dos veces: la primera cuando A-cuatro-picado-deviruelas, que había disputado con él, cayó enfermo, y la otra a la muerte del señor Lu, que un día había hecho estropicios en su taberna. Era, pues, la tercera vez que se ponía ese traje, lo que seguramente quería decir eme estaba celebrando la desgracia de uno de sus enemigos.

La cuñada Siete-Libras recordó entonces que dos años antes, un día que Siete-Libras estaba borracho, había tratado de «bastardo» al señor Chao, y su instinto le advirtió en el acto que su marido se hallaba en peligro, por lo cual su corazón se puso a saltar con fuerza.

Los hombres sentados a la mesa se levantaban al paso del señor Chao-el-séptimo y mostrando con los palillos sus tazones de arroz, decían:

—Señor-séptimo, denos el placer de compartir nuestra comida.Pero él les daba las gracias con un movimiento de cabeza, diciendo:—No se molesten —y continuaba su camino, derecho hacia la mesa de la familia Siete-Libras.Siete-Libras y compañía se apresuraron a saludarlo, pero el señor-sépitmo les dijo sonriendo:—No se molesten —y luego se puso a examinar atentamente lo que comían—. Legumbres

secas, ¡qué buenas son! ¿Ya han escuchado la novedad?El señor-séptimo se hallaba de pie detrás de Siete-Libras, de frente a la mujer de éste.—El emperador ha vuelto al trono —replicó Siete-Libras.La cuñada Siete-Libras, mirando a la cara al señor-séptimo, dijo con risa forzada:—El emperador ha vuelto al trono... ¿Cuándo se dictará la amnistía?—¿La amnistía? Bueno, probablemente habrá una amnistía a su debido tiempo.Después de decir esto, el señor-séptimo adoptó una expresión severa:—¿Pero dónde tiene su trenza. Siete-Libras? Su trenza, eso es lo importante. Usted sabe que

durante la época de los «pelos largos»24 los que guardaban la trenza perdían su cabeza y los que querían conservar la cabeza no podían conservar sus cabellos...

Siete-Libras y su mujer, que no habían aprendido a leer, no comprendieron el sentido misterioso de esta cita antigua; pero al oir hablar así al sabio señor-séptimo sintieron que el problema era grave, irrevocable, y, del mismo modo que si hubieran escuchado la lectura de su sentencia de muerte, sus oídos comenzaron a zumbar y ninguno de ambos pudo articular la menor palabra.

—Cada generación es peor que la anterior...La anciana señora Nueve-Libras, que con razón estaba disgustada, aprovechó la oportunidad

para decir al señor séptimo:—Los «pelos largos» de hoy se contentan con cortar trenzas, lo que hace que los hombres no

se peinen ni como bonzos ni como taoístas. Los «pelos largos» de antaño no eran así. Tengo setenta y nueve años y he vivido bastante. Los «pelos largos» de antes se envolvían la cabeza en piezas enteras de satén rojo, que descendían en largos pliegues hasta los talones... El príncipe usaba satén amarillo que le caía también en largos pliegues. Satén amarillo... satén rojo... satén amarillo... he vivido bastante, tengo setenta y nueve años...

La cuñada Siete-Libras se levantó y dijo hablando para sí misma:—¿Qué hacer? Hay viejos y niños en la familia y es él quien los sustenta a todos...El señor Chao-el-séptimo sacudió la cabeza:—No hay nada que hacer; los castigos para los que no tienen trenza están claramente

establecidos en los libros, uno a uno. La situación de sus familias no se toma en consideración.Al oír que aquello estaba escrito en los libros, la cuñada Siete-Libras perdió toda esperanza. En

su angustia, sintió que odiaba a su marido y apuntando con sus palillos a la nariz de Siete-Libras,

24 La revolución de los Taiping (1851-1804).

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dijo:—¡Cadáver ambulante, te lo has ganado por tu propio gusto! En el momento de la revuelta te

dije muy clara mente que harías mejor en no salir con la barca, en no ir a la ciudad. Pero tú, claro, tenías que ir, te precipitaste a la ciudad y te cortaron la trenza. Tenías una hermosa trenza, negra y brillante, y ahora no te pareces a un bonzo ni a un taoísta. ¡Desalmado!... Si te castigan, te lo tienes bien merecido, ¿pero por qué tenías que meternos a nosotros en el lío?... Malvado, cadáver viviente...

Al ver llegar al señor Chao-el-séptimo, los campesinos se habían apresurado a despachar su cena para venir a formar coro al rededor de la mesa de la familia Siete-Libras.

Siete-Libras, que se sabía un personaje importante, juzgó que dejarse insultar por su mujer y en público era ultrajante para su dignidad; levantó pues la cabeza y elijo recalcando sus palabras:

–Hoy hablas así, pero en aquel momento, tú...—¡Cadáver viviente, malvado!...De todos los espectadores, la cuñada Ocho-Libras-Una-Onza era la que tenía mejor corazón.

Con su hijo de dos años, nacido después de la muerte de su marido, en brazos, había ido a colocarse junto a la cuñada Siete-Libras para gozar del espectáculo, pero al ver que ésta iba más allá de lo prudente, se apresuró a tratar de calmarla:

—Vamos, cuñada Siete-Libras, no le tengas rencor. Los hombres no son dioses; ¿quién puede saber de antemano lo que va a ocurrir en el futuro? En aquel momento, dijiste que un hombre no era más feo sin trenza. Además, el gran mandarín del yamen25 no ha dicho aún absolutamente nada...

Roja hasta las orejas, la cuñada Siete-Libras volvió de inmediato sus palillos hacia la nariz de la cuñada Ocho-Libras-Una-Onza y sin dejarla terminar, exclamó:

—¿Qué estás hablando? Por lo menos soy una persona sensata. ¿Cómo podría haber dicho jamás una estupidez semejante? Cuando se cortó la trenza, estuve llorando tres días enteros, todo el mundo lo ha visto, hasta la pequeña Seis-Libras, que ha llorado también... Seis-Libras acababa de dar cuenta de un gran tazón de arroz y tendiendo el tazón vacío pidió en voz alta que se lo llenaran de nuevo. La madre, que lo único eme quería era un pretexto para dejar estallar su ira, le pegó con los palillos en la cabeza, mientras gritaba:

—¡Te callas, pequeña viuda desvergonzada!...El tazón vacío de Seis-Libras, ¡paf! se le deslizó de las manos y al caer sobre la punta de un

ladrillo, se abrió en una larga rajadura. Siete-Libras dio un salto, recogió el tazón, trató de ajustar el pedazo roto y luego lanzando una sonora exclamación, de una cachetada tiró a su hija al suelo. Seis-Libras, caída en tierra, se puso a llorar; la anciana señora Nueve-Libras le cogió la mano, la ayudó a levantarse y la arrastró diciendo:

—¡Cada generación es peor que la anterior!La cuñada Ocho-Libras-Una-Onza sintió también que la cólera la poseía y dijo en voz alta:—Cuñada Siete-Libras, has descargado tu mal humor sobre un inocente...El señor Chao había asistido a la escena sin perder la sonrisa, pero cuando oyó decir a la

cuñada Ocho-Libras-Una-Onza: «el gran mandarín del yamen no ha dicho absolutamente nada», se sintió muy descontento. En ese instante se alejaba ya de la mesa, pero regresó:

—¿A qué conduce descargar el mal humor sobre un inocente? Las tropas imperiales van a llegar muy pronto. ¿Sabían ustedes que el mariscal Chang es quien comanda la guardia del emperador? El mariscal Chang es descendiente de Chang Fei del período de los Tres Reinos, maneja una lanza de dieciocho pies de largo y es capaz de hacer retroceder y huir a diez mil valientes. ¿Quién puede compararse con él?

Sus manos parecieron cerrarse sobre una lanza invisible y avanzando precipitadamente hacia la cuñada Ocho-Libras-Una-Onza, dijo:

—¿Se siente usted capaz de luchar con él?La cuñada Ocho-Libras-Una-Onza, con su niño en los brazos, temblaba entera de cólera, pero

25 Residencia oficial del mandarín.

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al ver al señor Chao-el-séptimo precipitarse hacia ella, los ojos fijos, el rostro sudoroso y húmedo, fue presa del espanto y se alejó. El señor Chao se retiró inmediatamente después. Los asistentes, censurando a la cuñada Ocho-Libras-Una-Onza por meterse en lo que no le concernía, se apartaron para dejar pasar al señor Chao. Algunos campesinos que se habían cortado la trenza y que estaban dejándosela crecer, se escondieron precipitadamente detrás de los demás para no ser vistos, pero el señor-séptimo no se dedicó a inspeccionar; pasó en medio de la multitud, tomó la curva que llevaba bajo los árboles del sebo, repitió una vez más «¿Se siente usted capaz de luchar con él?» y luego, subiendo al tablón que servía de puente, se alejó.

Los campesinos se quedaron clavados en sus sitios y después de larga reflexión, cada uno se dijo que en realidad no era capaz de afrontar a un Chang Fei, de lo cual todo el mundo infirió que Siete-Libras era hombre muerto. Siete-Libras había desobedecido las órdenes del emperador y no habría debido tampoco, cuando contaba las noticias escuchadas en la ciudad, adoptar ese aire orgulloso, mientras fumaba su larga pipa. Al repasar en sus pensamientos esas actitudes, los campesinos experimentaron cierto' placer al decirse que Siete-Libras había cometido un delito contra la ley. No les habría des-agradado hacer algunos comentarios a este respecto, pero no hallaron qué decir. Una legión de mosquitos pasó sobre sus torsos desnudos y, zumbando siempre, siguió viaje hacia los árboles del sebo. Los campesinos se dispersaron entonces, cada cual volvió a su casa, cerró su puerta y se metió en la cama. La cuñada Siete-Libras, sin dejar de refunfuñar, recogió la vajilla, entró la mesa y los taburetes y después de cerrar la puerta se acostó.

Siete-Libras llevó el tazón roto a la casa y sentándose en la puerta se puso a fumar. Estaba tan triste que se olvidaba de chupar la pipa con boquilla de marfil; en la hornada de cobre blanco de la pipa de bambú moteado de seis pies de largo, el tabaco encendido se apagó muy suavemente. En su fuero interno la situación le parecía muy inquietante; pensó que debería trazar planes, buscar algún medio para zafarse, pero todo se volvía vago en su espíritu y no conseguía poner orden en sus pensamientos.

«La trenza, ¿dónde está la trenza? Una lanza de dieciocho pies. ¡Cada generación es peor que la anterior! El emperador ha vuelto al trono. Hay que llevar a la ciudad el tazón roto para que lo arreglen. ¿Quién es capaz de luchar contra él? Están escritos uno a uno en los libros. ¡Basta!...»

A la mañana siguiente, Siete-Libras se dirigió sin embargo a la villa de los Lu desde donde partió para la ciudad. Volvió a la villa al atardecer y en la noche regresaba a la aldea, llevando en las manos su larga pipa de bambú moteado y un tazón. Durante la cena dijo a la anciana señora Nueve-Libras que había hecho arreglar el tazón en la ciudad; hubo cjue ponerle dieciséis grapas, tan grande era la rajadura. Corno cada grapa costaba tres sapecas, la compostura había salido por cuarenta y ocho sapecas.

La anciana señora Nueve-Libras elijo con mucho descontento:—Cada generación es peor que la anterior. He vivido bastante. ¡Tres sapecas una grapa!

¿Costaban las grapas tres sapecas antes? Las grapas de antaño... He vivido setenta y nueve años...Siete-Libras continuaba yendo todos los días a la ciudad, igual eme antes, pero ahora una

sombra se cernía sobre la familia. Los campesinos lo evitaban y no iban a preguntarle las novedades de la ciudad. Su mujer siempre estaba enojada y muy a menudo lo llamaba «malvado».

Diez días más tarde, al volver a su casa, Siete-Libras encontró a su mujer de muy buen humor. Ella le preguntó:

—¿Qué te han contado en la ciudad?—Nada de nuevo.—¿Ha vuelto el emperador al trono?—No he oído decir nada.—¿Los hombres de la taberna Sienjeng no han dicho nada?—No han dicho nada.—Estoy segura de que el emperador no ha vuelto al trono. Hoy pasé ante la taberna del señor

Chao-el-séptimo. Lo vi sentado leyendo sus libros, la trenza enrollada en el cráneo y no llevaba su

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traje largo.—¿No crees que el emperador no ha vuelto al trono?—Lo creo, el emperador no ha debido volver al trono.

Siete-Libras ha vuelto a ser un hombre respetado y bien tratado por su mujer y por todos los habitantes de la aldea. En el verano, cena con su familia en el espacio que se halla ante su casa y todos cuantos lo ven lo saludan sonriendo.

La anciana señora Nueve-Libras celebró hace tiempo sus ochenta años; siempre está de mal humor, pero más resplandeciente de salud que antes.

Los dos pequeños moños de Seis-Libras se han tras-formado en una magnífica trenza y aunque le vendaron los pies hace poco, ayuda a su madre en el trabajo y, en la mano el tazón de las dieciséis grapas, va y viene cojeando por el espacio que se halla entre su casa y los árboles del sebo.

Octubre de 1920

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La verídica historia de A Q

I.Introducción

Durante años abrigué el propósito de escribir la verídica historia de A Q, pero cada vez que me disponía a poner manos a la obra, me detenía, vacilante, mostrando a las claras mi temor a no estar a la altura del personaje. Porque siempre se ha necesitado una pluma inmortal para registrar las hazañas de un hombre inmortal; así el hombre es conocido por la posteridad a través del escrito, y el escrito es conocido por la posteridad a través del hombre, hasta que finalmente es difícil determinar cuál de los dos depende mas del otro por lo que hace a su renombre. Pero al final siempre volvía a la idea de escribir la historia de A Q, como si un demonio me indujera a ello.

Y no obstante, cuando me decidí a escribir este relato, destinado al pronto olvido, apenas hube tomado la pluma en mis manos, me di cuenta de las insuperables dificultades que me aguardaban. Primero fue el problema de como titular la obra. Confucio dice: «Si el titulo no es correcto, las palabras parecerán inverosímiles »; y este axioma debe ser observado meticulosamente. Hay muchos tipos de biografías: biografías oficiales, autobiografías, leyendas, biografías no autorizadas, biografías suplementarias, historias de familias, breves historias... pero, desgraciadamente, ninguna de estas se avenía a mi propósito. ¿«Biografía oficial»? Seguramente este relato no será clasificado junto con los que tratan de gente eminente en una historia autentica. ¿«Autobiografía»? No hay duda de que yo no soy A Q. Si la llamo «biografía no autorizada», ¿dónde queda entonces lo de «biografía auténtica»? Emplear «leyenda» tampoco es posible, porque A Q no era un ser legendario. ¿«Biografía suplementaria»? No, porque ocurre que ningún Presidente ha ordenado jamás a la Academia de Historia Nacional que escriba la «biografía original» de A Q. Es verdad que, aunque no haya «vidas de jugadores» en la auténtica historia de Inglaterra, el famoso Conan Doyle escribió Biografías suplementarias de jugadores26. Pero eso se le permite a un escritor famoso; en cambio, está prohibido a los de mi clase. Luego esta la «historia familiar»; pero yo no sé si pertenezco o no a la familia de A Q, ni tampoco he recibido encargo de escribirla por parte de sus hijos o sus nietos. Si la denominara «breve historia», se me podría objetar que de A Q no existe «crónica completa». En suma, esta es, pues, una «biografía original», pero, puesto que escribo en estilo vulgar, empleando el lenguaje de los cocheros y buhoneros, no me atrevo a presumir con un título tan altisonante; de modo que me apoyo en la frase hecha de los novelistas menos respetables, los que no pertenecen a los Tres Cultos ni a las Nueve Escuelas27: «Después de esta digresión, volvamos a nuestra verídica historia», y tomo las dos últimas palabras para mi título. Y si de ello resulta una confusión literal con la Verídica Historia de la Caligrafía28

los antiguos, no conozco el remedio.En segundo lugar, según la acostumbrada convención, la frase inicial de una biografía debería

decir poco mas o menos: Fulano de Tal, cuyo nombre fue también Tal y Tal, nació en tal y tal lugar»; pero no tengo seguridad acerca del apellido de A Q. Parece ser que una vez tuvo el apellido de Chao, pero al día siguiente había vuelto a reinar la confusión al respecto. Esto ocurrió cuando el hijo del señor Chao rindió los exámenes oficiales de bachillerato y resonantes batintines anunciaron su triunfo al pueblo. A Q acababa de beberse dos tazones de vino amarillo y dijo, dándose aires, que el acontecimiento era también para él un gran honor, puesto que pertenecía al mismo clan que el señor Chao, y que sacando las cuentas exactas, su parentesco con el bachiller se

26 Ese es el título de la versión china de Rodney Stone.27 Los Tres Cultos eran el confucianismo, el budismo y el taoísmo, Las Nueve Escuelas incluyen la de Confucio, la

taoísta, la legalista y otras. Los novelistas que no pertenecían a ninguna de ellas no eran considerados respetables.28 Libro de Feng Wu, de la dinastía Ching (1644-1911).

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remontaba a tres generaciones. En aquel momento, varios de sus oyentes comenzaron a sentir cierto respeto por él. Pero quién iba a decir que al día siguiente se presentaría el alcalde ante A Q, citándole a casa del señor Chao. Apenas el viejo le vio, se puso rojo de rabia y empezó a vociferar:

—¡A Q, miserable pícaro! ¿Dijiste que yo pertenecía a tu mismo clan?A Q no respondió.Mientras más lo miraba, más se enfurecía el señor Chao; aproximándosde unos pasos, le dijo:—¿Cómo te atreves a decir esas tonterías? ¿Cómo iba yo a tener parientes como tú? ¿Es que tu

apellido es Chao, por ventura?A Q no respondió, porque su idea era retirarse; pero el señor Chao se precipitó sobre él y le

golpeó en la cara.—¿Cómo vas tú a llamarte Chao? ¿Te crees digno del apellido Chao?A Q no hizo amago alguno de defender su derecho al apellido Chao, sino que, sobándose la

mejilla izquierda, salió, acompañado por el alcalde; y una vez fuera, tras un torrente de reprensiones de parte de este último, le dio las gracias y le pagó un soborno de doscientas sapecas. Todos los que se enteraron dijeron que A Q era demasiado extravagante al buscarse una guantada como ésa; su apellido no era, seguramente, Chao. Pero aunque lo hubiera sido, debía haberlo pensado dos veces antes de decirlo, puesto que sabía que en el pueblo vivía un verdadero señor Chao. Después de aquello, no volvió a mencionarse el linaje a A Q, de modo que hasta hoy no sé cuál era su apellido verdadero.

En tercer lugar, ni siquiera sé cómo ha de escribirse el nombre de A Q. Durante su vida, todo el mundo lo llamó según la pronunciación A Quei, pero después de su muerte, nadie volvió a mencionar este nombre. Porque no se trataba de uno de aquellos individuos cuyo nombre «se guarda en tablillas de bambú y seda»29. Y si se trata de preservar su nombre el presente relato debe de ser el primer intento, por lo que tengo que afrontar esta dificultad desde el comienzo. Reflexioné cuidadosamente: A Quei ¿sería la palabra «Quei» que significa casia, o la palabra «Quei» que significa nobleza? Si su otro nombre hubiera sido Yueting, que significa «pabellón lunar», o si hubiera celebrado su cumpleaños en la Fiesta Lunar, entonces seguramente se habría tratado de la palabra «Quei» que significa casia30. Pero como no tuvo otro nombre —y si lo tuvo, nadie lo supo— y como nunca envió invitaciones en su cumpleaños para asegurarse versos de felicitación, escribir A Quei (casia) sería demasiado arbitrario. Además, si hubiera tenido un hermano mayor o menor llamado A Fu (prosperidad), se hubiera llamado A Quei (nobleza); pero era completamente solo: el modo de escribir A Quei (nobleza), sería hacer suposiciones que no podrían ser corroboradas. Los demás signos del sonido Quei sirven aún menos. Una vez presenté el problema al hijo del señor Chao, el bachiller; pero ni él, que era tan sabio, pudo resolverlo. Sin embargo, según él, como Chen Dusiu31 había publicado la revista Nueva Juventud, que abogaba por el empleo del alfabeto latino, la cultura nacional se iba al diablo y por tanto este problema no podía ser investigado. Por último, pedí a alguien de mi tierra que fuera a revisar los documentos legales que registran el proceso de A Q, pero al cabo de ocho meses me envió una carta diciendo que no existía ningún nombre cuyo sonido se aproximara al de A Quei en esos documentos. Aunque yo no estaba seguro de que eso fuera cierto, ni de que mi amigo se hubiera preocupado siquiera de ello, después de tal fracaso, no me quedaba otro camino que proseguir con lo que tenía. Como temo que el nuevo sistema fonético no se haya popularizado, no me queda otro recurso que emplear el alfabeto occidental, escribiendo el nombre de acuerdo con la ortografía corriente inglesa y abreviándolo A Q. Ello me lleva a seguir ciegamente a la revista Nueva Juventud y me siento

29 Frase usada por primera vez durante el siglo III antes de Cristo. El bambú y la seda eran materiales donde se escribía en la China antigua.

30 La casia florece durante el mes de la Fiesta Lunar. De acuerdo con el folklore chino, se cree que las sombras que se ven en la luna son las de un árbol de casia.

31 Chen Dusiu (1880-1942). Por algún tiempo profesor de la Universidad de Pekín. Uno de los fundadores del Partido Comunista de China. Después adoptó la posición reaccionaria trotskista y formó un pequeño grupo antipartido. En consecuencia, fue expulsado del Partido en noviembre de 1927.

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absolutamente avergonzado de mí mismo, pero, puesto que el bachiller no pudo resolver mi problema, ¿qué otra cosa puedo hacer yo?

En cuarto lugar, está el problema del lugar de nacimiento de A Q. Suponiendo que su apellido fuese Chao, de acuerdo con la vieja costumbre de clasificar a la gente por su distrito de origen, uno debe remitirse al libro Apellidos Diversos32, donde encontrará: «natural de Tianshui, al oeste de la provincia de Gansu»; pero, desgraciadamente, este apellido no es seguro y, por tanto, el lugar de su nacimiento sigue siendo también impreciso. Aunque vivió la mayor parte de su vida en Weichuang, muchas veces estuvo en otros sitios, de modo que sería erróneo llamarlo natural de Weichuang; llamarlo así seria romper con los cánones históricos.

Lo que me consuela un poco es el hecho de que el signo A sea absolutamente correcto. Decididamente, no es el resultado de una falsa analogía y puede soportar la prueba de la sabiduría crítica. En cuanto a los otros problemas, no son tales que personas poco instruidas como yo puedan resolverlos, y sólo me resta esperar que los discípulos del Sr. Hu Shi, que muestran una tan notable «manía por la historia y las antigüedades»33, puedan, quizás, en el futuro, echar luz sobre ellos; temo, sin embargo, que, para entonces, mi Verídica Historia de A Q haya caído en el olvido.

Lo dicho puede ser considerado como una introducción.

32 Obra de carácter escolar en que los apellidos venían escritos en verso.33 Esta frase era usada a menudo en sus autoalabanzas por Ju Shi, el conocido escritor y político reaccionario.

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II.Breve recuento de las victorias de A Q

No sólo son inciertos el apellido de A Q, su nombre y su lugar de origen; aún mayor es la oscuridad que reina en relación con sus antecedentes. Ello es debido a que la gente de Weichuang sólo empleaba sus servicios personales, o le tomaba como hazmerreír, sin prestar la menor atención a sus antecedentes. El propio A Q jamás dijo nada sobre el particular; sólo cuando discutía con alguien decía a veces, lanzando una mirada furiosa:

—Nuestra situación era mucho mejor que la tuya. ¿Qué te crees?A Q no tenía familia y vivía en el Templo de los Dioses Tutelares de Weichuang. Tampoco

tenía empleo fijo; hacía trabajos ocasionales para otros: si había trigo que segar, lo fiaba; si era necesario moler arroz, ahí estaba A Q para hacerlo; si se precisaba un botero, él remaba. Si el trabajo duraba un tiempo considerable, vivía en casa de su patrón, pero se marchaba en cuanto terminaba su tarea. Siempre que había algún trabajo por hacer, la gente pensaba en A Q, pero recordaba sus servicios y no sus antecedentes, y cuando el trabajo estaba terminado, hasta el propio A Q caía en el olvido; y nada digamos de sus antecedentes. Solamente una vez un anciano le elogió diciendo: «¡Qué buen trabajador es A Q!» En aquel momento A Q, con el torso desnudo, indiferente y flaco, estaba de pie ante él y los demás no sabían si la observación había sido hecha en serio o como burla; pero A Q quedó transido de alegría.

A Q, por su parte, tenía muy buena opinión de sí mismo; consideraba a todos los habitantes de Weichuang inferiores a él, incluso a los dos «jóvenes letrados», a quienes estimaba indignos de una sonrisa. Los letrados jóvenes podían llegar a ser bachilleres. El señor Chao y el señor Chian eran tenidos en alta estima por los aldeanos, precisamente porque, aparte de ser ricos, eran también padres de jóvenes letrados, y tan sólo A Q no mostraba signo de especial deferencia hacia ellos, pensando para sí: «Mis hijos pueden llegar mucho más alto».

Además, cuando A Q hubo ido a la ciudad unas cuantas veces, naturalmente, se volvió mucho más vanidoso y empezó a despreciar a los habitantes de la urbe. Por ejemplo, los habitantes de Weichuang llamaban «banco largo» a una tabla de tres pies por tres pulgadas, y él también la llamaba «banco largo», pero la gente de la ciudad decía «banco luengo»; él pensaba: «Están equivocados. ¡Qué ridículo!» Y como, cuando freían pescados cabezones en aceite, los aldeanos de Weichuang los condimentaban con pedazos de chalote de un centímetro de largo, en tanto que la gente de la ciudad ponía el chalote picado muy fino, él se decía: «También en esto se equivocan. ¡Qué ridículo» ¡Pero los aldeanos de Weichuang eran realmente unos rústicos ignorantes que jamás habían conocido el pescado frito de la ciudad!

A Q, que «había tenido mucho mejor situación», que era hombre de mundo y un «buen trabajador», hubiera estado al borde de ser un «hombre perfecto», de no mediar unos cuantos fallos físicos. El más molesto de todos lo constituían unas cicatrices circulares de sarna que habían aparecido en fecha indeterminada en su cuero cabelludo. Aunque estaban en su propia cabeza, A Q parecía no considerarlas del todo honorables, porque evitaba usar la palabra «sarna» u otras de pronunciación semejante, y llegó a perfeccionar este criterio, desterrando las palabras «brillo» y «luz»; y aun las palabras «lámpara» y «vela» fueron consideradas tabú por él. Cuando la prohibición no era respetada, intencionalmente o no, A Q sufría un ataque de rabia y las cicatrices de la cabeza se le ponían rojas. Echaba una mirada al ofensor y, si éste era corto de ingenio, empezaba a insultarlo; si era más débil que él, lo golpeaba. Y sin embargo, cosa curiosa, casi siempre era A Q quien cosechaba la peor parte en estos encuentros, hasta que se vio obligado a adoptar una nueva táctica de acuerdo con la cual se contentaba con mirar furiosamente a su rival.

Pero sucedió que cuando A Q dio en emplear esta mirada furiosa, los holgazanes de Weichuang se dedicaron a hacer aún más bromas a sus expensas. Apenas le veían, fingían sobresaltarse y decían:

—¡Bah! Hay mucha más luz.

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A Q se indignaba, como era de rigor, y miraba furiosamente.—¡Pareciera haber una lámpara de petróleo! —continuaban, sin intimidarse en lo más mínimo.A Q no podía hacer nada, pero rebuscaba en su cerebro una respuesta con que vengarse: —Ni

siquiera mereces...— En ese momento, hasta las cicatrices de sarna de su cuero cabelludo daban la impresión de ser algo noble, honorable, y no vulgares cicatrices de sarna. Sin embargo, como dijimos más arriba A Q era hombre de mundo y se daba cuenta de que había estado a punto de violar el tabú, de modo que se abstenía de decir nada más.

Pero los holgazanes no quedaban satisfechos y continuaban molestándole; finalmente, llegaban a golpes. Sólo cuando A Q estaba derrotado a todas luces, cuando le habían tirado de la coleta de color amarillento y le habían golpeado la cabeza contra la muralla cuatro o cinco veces, se iban los holgazanes, satisfechos de su victoria. A Q se quedaba allí un momento, diciéndose a sí mismo: «Es como si me hubiera pegado mi propio hijo. ¡A lo que ha llegado mundo!». Después de lo cual también se iba, satisfecho de haber obtenido la victoria.

A Q solía contar a los demás todo lo que pensaba, de manera que quienes se burlaban de él conocían estas victorias psicológicas y entonces, el que le tiraba de la coleta o se la retorcía, le decía:

—A Q, ésta no es la paliza de un hijo a su padre, sino la de un hombre a una bestia. Di: ¡un hombre golpea a una bestia!

Y entonces A Q, sujetándose la base de su trenza con ambas manos con la cabeza ladeada, decía:

—Pegándole a un animal... ¿Qué te parece? Yo soy un animal. ¿No me dejas aún?No obstante ser un animal, los holgazanes no le permitían marcharse sino después de haberle

golpeado la cabeza cinco o seis veces contra cualquier cosa que hubiera a mano; después de lo cual se iban felices de haber obtenido la victoria y confiados en que esta vez A Q estuviese liquidado. Pero a los diez segundos, también A Q se iba, satisfecho de haber obtenido la victoria, pensando que era «el primer denigrado de sí mismo» y que después de quitar «denigrador de sí mismo», quedaba «el primero». ¿Acate el primero de los graduados en el examen imperial no era «el primero»? ¿Qué te imaginas? —decía.

Después de emplear tales astucias para quedar a la altura de sus enemigos, A Q corría feliz a la taberna a beber unos cuantos tazones de vino, a bromear con los demás otra vez, a amar broncas de nuevo, obtener la victoria nuevamente, para regresar al Templo de los Dioses Tutelares con el alma henchida de gozo y quedarse dormido apenas se acostaba.

Si tenía dinero, se iba a jugar. Un grupo de individuos se acomodaba en el suelo y A Q se instalaba allí, con el rostro empapado en sudor, gritando más fuerte que nadie:

—¡Cuatrocientos al dragón azul!—¡Eh, abre aquí! —decía el de la banca, también con la cara bañada en transpiración,

abriendo la caja y cantando—. Puertas Celestiales... ¡Nada para el Cuerno...! La Popularidad y el Pasaje no se detienen en ellos... ¡Venga el dinero de A Q!

—Cien al Pasaje... ¡Ciento cincuenta!Al son de esta música, el dinero de A Q iba pasando a los bolsillos de los otros, cuyos rostros

estaban empapados en transpiración: Finalmente, se veía obligado a salir de allí abriéndose paso a codazos y se quedaba en la retaguardia, mirando el juego con preocupación por la suerte ajena, hasta que terminaba; entonces regresaba de mala gana al Templo Tutelar. Y al día siguiente iba a su trabajo con los ojos hinchados.

Sin embargo, la verdad del proverbio «La desgracia puede ser una bendición disfrazada» quedó en evidencia cuando A Q tuvo la desgracia de ganar una vez en el juego, para sufrir al final una cruel derrota.

Fue en la tarde del Festival de los Dioses en Weichuang. De acuerdo con la costumbre, se representaba una obra teatral; y cerca del escenario, también de acuerdo con la costumbre, había numerosas mesas de juego. Los tambores y batintines del teatro resonaban a tres millas del que llevaba la banca. Jugó una y otra vez con éxito: sus sapecas de cobre se transformaron en monedas

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de diez, sus monedas de diez en yinyuanes, y sus yinyuanes formaron montones. En su excitación gritaba:

—¡Dos yinyuanes a las Puertas Celestiales!Nunca supo quién había comenzado la pelea, ni por qué razón. El ruido de las maldiciones, los

golpes y las pisadas se mezclaban confusamente en su cabeza y, cuando se puso de pie, las mesas de juego habían desaparecido, igual que los jugadores. Varias zonas del cuerpo le dolían como si hubiera sido golpeado y pateado, y algunas personas le observaban con asombro. Sintiendo que algo iba mal, se marchó al Templo Tutelar y, cuando recuperó la calma, se dio cuenta de que su montón de yinyuanes había desaparecido. Y, como la mayoría de los tahúres del Festival no eran de Weichuang, ¿dónde iba a buscar a los culpables?

¡Un montón tan blanco y refulgente de dinero! Todo había sido suyo... Pero ahora había desaparecido. Considerar esto como equivalente a ser robado por su propio hijo, no era consuelo para él; tomarse por un animal, tampoco le consolaba; de modo que esta vez sí que sintió alguna amargura de derrota.

Pero pronto transformó su derrota en triunfo. Alzando su mano derecha, se golpeó el rostro dos veces, hasta que enrojeció de dolor. Su corazón se sintió más liviano, porque creía que quien había dado los golpes era él mismo, en tanto que el castigado era el otro yo, y no tardó en tener la sensación de haberle pegado a otra persona, pese a que el rostro todavía le dolía. Se acostó satisfecho de haber obtenido la victoria.

Se durmió enseguida.

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III.Noticias más amplias sobre las victorias de A Q

Si bien A Q siempre obtenía victorias de esa clase, sólo se hizo famoso cuando el señor Chao le favoreció con una bofetada en plena cara.

Una vez hubo pagado al alcalde un soborno de doscientas sapecas, se tendió en el suelo, enfadado. Después pensó: «Qué mundo el de hoy, en que el hijo golpea a su padre...»

De pronto recordó el prestigio del señor Chao y cómo ahora era nada menos que su hijo, lo cual le sentirse satisfecho; se levantó y se fue a la tasa, cantando La joven viuda en la tumba de su esposo. En ese momento reconoció que verdaderamente el señor Chao pertenecía a una clase superior a mucha gente.

Tras este incidente, aunque resulte sorprendente, todo el mundo pareció rendirle desusado respeto. Probablemente A Q lo atribuyera al hecho de ser el padre del señor Chao, pero en realidad no era ese el caso. Por lo general, en Weichuang, el que Fulano séptimo golpeara a Fulano octavo, o el que el cuarto Li golpeara al tercer Chang, no era cosa que se tomara en cuenta. Para que los aldeanos consideraran una paliza digna de sus comentarios, tenía que estar relacionada con algún personaje importante como el señor Chao; pero si la clasificación era de primer orden, si el que pegaba era famoso, el que recibía los golpes gozaba también de los ecos de su fama. En cuanto a que la culpa fuese de A Q, se daba por descontado. Ello era debido a que el señor Chao no podía dejar de tener razón. Pero si A Q no tenía ni un adarme de razón, ¿por qué todo el mundo parecía tratarlo con tan inusitado respeto? Esto es difícil de explicar. Podemos adelantar la hipótesis de que tal vez se debiera al hecho de que A Q había dicho pertenecer a la misma familia que el señor Chao, de modo que, aunque hubiese sido castigado, la gente todavía presumiese que debía de haber alguna verdad en lo que había dicho y entonces era más seguro tratarlo con cierto respeto. O bien, el caso podía ser como el del buey del sacrificio en el templo de Confucio: es decir que, aunque el buey estaba en la misma categoría que el cerdo y la oveja del sacrificio —puesto que todos eran animales—, ya que el sabio lo había probado, los confucianos no se atrevían, naturalmente, a tocarlo.

Después de aquello A Q vivió varios años de triunfal satisfacción.Una vez, en primavera, caminando, ebrio, vioBigotes Wang sentado, desnudo hasta la cintura, despiojándose al pie de una muralla, a pleno

sol, y ante el espectáculo comenzó a sentir comezón en el cuerpo. El tal Bigotes Wang tenía costras de sarna en el cuerpo y patillas en la cara y todo el mundo le llamaba «Sarnoso Bigotes Wang». A Q omitía la palabra «sarnoso», pero sentía el más profundo desprecio por él. A Q pensaba que, si bien las costras no eran nada excepcional, las patillas eran realmente extraordinarias y la gente no podía sino despreciar a un tipo así. De modo que A Q se sentó a su lado. Si hubiera sido cualquier otro holgazán, A Q jamás se hubiera atrevido a sentarse con tal despreocupación; pero, ¿qué podía temer de Bigotes Wang? A decir verdad, el que él deseara sentarse allí era un honor para Wang.

A Q se quitó la ruinosa chaqueta forrada y la volvió del revés, pero, fuese porque acababa de lavarla, o porque fue demasiado torpe en su búsqueda, hurgó largo rato y sólo encontró tres o cuatro piojos. Por otra parte, vio a Bigotes Wang pescar uno tras otro, en rápida sucesión, y echárselos a la boca produciendo un estallido.

Al principio, A Q se sintió desesperado; luego, resentido: el despreciable Bigotes Wang pescaba tantos, y él había encontrado tan pocos; ¡qué pérdida de prestigio! Estaba ansioso por pillar uno o dos grandes, pero no había ninguno y sólo tras considerables dificultades pudo coger uno mediano, que se echó con energía a su gruesa boca y que mordisqueo con toda su fuerza, sin producir más que un pequeño estallido, inferior en mucho a los ruidos que Bigotes Wang hacía en aquel momento.

Todas sus cicatrices de sarna se pusieron escarlata. Arrojó la chaqueta al suelo, escupió y dijo:

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—¡Gusano!—Perro sarnoso, ¿a quién insultas? —preguntó Bigotes Wang, mirándolo con desprecio.Aunque en los últimos tiempos A Q gozaba de relativamente mayor respeto y se había vuelto,

por tanto, mucho más engreído, cuando se enfrentaba con gente acostumbrada a pelear, se sentía tímido; pero en aquella ocasión se mostró excepcionalmente combativo. ¿Cómo se atrevía a decir impertinencias un tipo con las mejillas peludas?

Al que le caiga el sayo, que se lo ponga —dijo A Q, poniéndose de pie, con las manos en las caderas.

—¿Te pican los huesos? —preguntó Bigotes Wang, levantándose a su vez y poniéndose la chaqueta.

A Q creyó que intentaba huir, de modo que dio un paso adelante y trató de golpearlo con el puño.

Pero antes de que su mano tocara a Bigotes Wang, éste se la había cogido, tirando de ella con tanta violencia que le hizo caer tambaleando contra él. Bigotes Wang le cogió de la trenza y comenzó a arrastrarlo hacia la muralla, para golpearle la cabeza a la manera tradicional.

—«¡Un caballero emplea su lengua, pero no las manos!» —protestó A Q, ladeando la cabeza.Al parecer Bigotes Wang no era un caballero, porque sin prestar la menor atención a lo que A

Q decía, le golpeó la cabeza contra la muralla cinco veces seguidas y luego le propinó un empujón que lo envió trastabillando a dos metros de distancia. Solamente entonces Bigotes Wang se sintió satisfecho y se marchó.

Hasta donde era capaz de recordar, aquélla era la primera humillación de su vida, porque él siempre había despreciado a Bigotes Wang a causa de sus mejillas peludas, pero nunca había sido despreciado por éste ni mucho menos golpeado. Y ahora, en contra de todo lo que cabría esperar, Bigotes Wang le había pegado. Tal vez lo que decían en el mercado fuese verdad: «El emperador ha abolido los exámenes oficiales, de modo que los letrados que los han rendido ya no son necesarios». De resultas de ello, la familia Chao debe de haber perdido prestigio. ¿Sería por eso que la gente la trataba con desprecio?

Allí estaba A Q, irresoluto.A lo lejos, se veía venir a un hombre, que resultó ser otro de los enemigos de A Q. Era una de

las personas de las que éste más abominaba: el hijo mayor del señor Chian. Había ido a la ciudad a estudiar en un colegio extranjero y después se había arreglado de alguna forma para viajar al Japón. Cuando regresó a casa, medio año después, tenía las piernas rectas34 y su coleta había desaparecido. Su madre lloró amargamente una docena de veces, su mujer trató de arrojarse al pozo tres veces. Más tarde la madre dijo a todo el mundo: «Un bribón le cortó la trenza cuando estaba borracho. Pudo ser funcionario, pero ahora tiene que esperar hasta que le vuelva a crecer».

Sin embargo, A Q no creía en aquella historia e insistía en llamarlo «Falso Demonio Extranjero» y «traidor a sueldo extranjero». Tan pronto como lo vio, comenzó a insultarlo por lo bajo.

Lo que más despreciaba y detestaba en él era su coleta falsa. Cuando un hombre llegaba a tener una trenza artificial casi no se le podía considerar un ser humano; y el hecho de que su mujer no se hubiera lanzado a la noria por cuarta vez demostraba que tampoco ella era una mujer buena.

El «Falso Demonio Extranjero» venía aproximándose —¡Calvo! Burro…—. Antes A Q había insultado sólo como para sí, sin palabras audibles; pero en esta ocasión, debido a su mal humor y debido también a que deseaba expresar su necesidad de venganza, las palabras se deslizaron de su boca, queda e involuntariamente.

Por desgracia el «calvo» llevaba en las manos un pulido garrote de color amarillo que A Q llamaba «el bastón del duelo» y se le acercó a grandes pasos. A Q supo de inmediato que había una paliza en perspectiva y se preparó, contrayendo los músculos y encogiendo los hombros; y, en efecto, se oyó un sonoro golpe que pareció aterrizar sobre su cabeza.

—¡Lo decía por él! —explicó A Q señalando a un niño que andaba por ahí.

34 Esta frase era usada a menudo en sus autoalabanzas por Ju Shi, el conocido escritor y político reaccionario.

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¡Paf'! ¡paf! ¡paf!Por lo que A Q podía recordar, probablemente ésta fuese la segunda humillación de su vida.

Felizmente, cuando el ruido de la paliza cesó, le pareció que el asunto estaba liquidado y en cierto modo se sintió aliviado. Además, su preciosa «capacidad de olvido», legada por sus antepasados, produjo efecto. Se fue caminando lentamente y, antes de llegar a la puerta de la taberna, se sintió algo más feliz.

Pero en dirección contraria venia una pequeña monja del Convento del Sereno Recogimiento. En tiempos normales, A Q se habría puesto a maldecir; ¿qué esperar entonces después de sus humillaciones? Inmediatamente se acordó de lo que le había sucedido y se enfureció de nuevo.

—No sabía a qué debía mi mala suerte de hoy, pero, pensándolo bien, debe de ser porque tenía que verte a ti —se dijo.

Se acercó a ella, escupió ruidosamente y dijo:—¡Ufl ¡Pu!La monjita no le prestó la menor atención y siguió caminando con la cabeza baja. A Q

continuó junto a ella, estiró de repente la mano, le sobó la cabeza recién afeitada y, riendo estúpidamente, le dijo:

—¡Pelada! Vuelve pronto, que tu bonzo te está esperando...—¿Por qué me pones la mano encima...? —dijo la monja, enrojeciendo, tratando de alejarse

rápidamente.Los hombres que había en la taberna se rieron a carcajadas. A Q, al ver que su hazaña era

apreciada, empezó a sentirse estimulado.—Si el bonzo te puede tocar, ¿por qué no voy a tocarte yo? —dijo, pellizcándole la mejilla.Los de la taberna volvieron a reír a carcajadas. A Q se sintió aún más complacido y, con el

objeto de dar satisfacción a los espectadores, volvió a pellizcarla con fuerza antes de permitirle marchar.

Tras ese encuentro, A Q olvidó a Bigotes Wang y al Falso Demonio Extranjero, como si se hubiera desquitado de toda la mala suerte de aquel día, y, cosa extraña, sentíase mucho mejor que después de la paliza, ágil y ligero como si fuera a flotar en el aire.

—¡Ojalá el maldito A Q muera sin descendencia! —se oyó sollozar a la distancia a la pequeña monja.

—¡Ja, ja, ja! —rió A Q completamente satisfecho.—¡Ja, ja, ja! —rió la gente en la taberna, también sumamente complacida, aunque no tanto

como A Q.

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IV.Tragedia de amor

Hay quien dice que hay vencedores que no encuentran ningún placer en la victoria si el contrario no es tan fuerte como un tigre o un águila; y si sus rivales son tímidos como ovejas o gallinas, sienten que el triunfo es vacío. Por otra parte, hay vencedores que, después de conquistarlo todo, muerto o rendido el enemigo, dicen la frase clásica: «Vuestro súbdito, temeroso y temblando, se presenta ante vos para que le perdonéis el crimen que merece la pena de muerte». Se dan cuenta de que ya no tienen enemigo, ni rival, ni amigo, desolados y aislados. Y entonces sienten que la victoria es algo trágico. Pero nuestro héroe no era de esa clase: él siempre se sentía optimista. Tal vez ésta sea la prueba de la supremacía moral de China sobre el resto del mundo.

¡Ved a A Q ágil y ligero como si fuera a flotar!Pero aquella victoria no estuvo exenta de raras consecuencias. Durante largo rato pareció flotar

y se fue como volando al Templo de los Dioses Tutelares, donde normalmente se habría puesto a roncar apenas se hubiera acostado. Sin embargo le fue muy difícil cerrar los ojos esa noche, porque sentía que algo extraño le sucedía en el pulgar y el índice, que parecían más suaves y resbaladizos que de costumbre. Es imposible decir si había una sustancia suave y oleosa en la mejilla de la monja, que se hubiese adherido a sus dedos, o si éstos se habían puesto resbaladizos al frotar la piel de ella...

—¡Ojalá el maldito A Q muera sin descendencia!Las palabras resonaron en los oídos de A Q que pensó: «Tiene razón: yo debería tener una

mujer; porque si un hombre muere sin hijos, no tiene a nadie que haga un sacrificio con un plato de arroz para su alma... Debería tener una mujer». Se dice: «Hay tres formas de conducta poco filial, la peor de las cuales es no tener descendientes»35 y es también una gran pesadumbre, pues «las almas sin descendientes viven hambrientas»36. De modo que su pensamiento estaba en perfecto acuerdo con las enseñanzas de los santos y los sabios; pero era una lástima que después tuviera que vagar sin rumbo, incapaz de detenerse. «¡Mujer, mujer!...», pensó.

«El bonzo puede tocar... ¡Mujer, mujer... mujer!», volvió a pensar.Nunca sabremos cuándo comenzó a roncar A Q aquella noche. Es probable, sin embargo, que

a partir de entonces sintiera siempre suaves y resbaladizos los dedos y ligero el corazón.«¡Mujer...!», seguía pensando.Por esta sola razón puede verse que la mujer es cosa dañina para la humanidad.La mayor parte de los varones chinos podrían llegar a ser santos y sabios si no fuera por el

hecho infortunado de que son arruinados por las mujeres. La dinastía Shang fue destruida por Da Chi, la dinastía Chou fue debilitada por Bao Si; en cuanto a la dinastía Chin... aunque no existe evidencia histórica que lo pruebe, si pensamos que cayó por causa de alguna mujer, no andaremos muy descaminados. Y es un hecho que la muerte de Dong Chuo fue causada por Diao Chan37.

Empecemos por decir que también A Q había sido un hombre de moral estricta. Aunque no sabemos si fue guiado por las enseñanzas de algún buen maestro, siempre se había mostrado muy escrupuloso en la observación de la «estricta separación de los sexos» y era lo suficientemente recto para denunciar a herejes como la pequeña monja y Falso Demonio Extranjero. Su tesis era: «Todas las monjas mantienen sin duda relaciones clandestinas con los monjes. Cuando una mujer camina sola por la calle, sin duda tiene la pretensión de seducir a los hombres malos. Cuando un hombre y una mujer hablan a solas, sin duda están planeando una cita». Con el objeto de castigar sus desviaciones de la moral, A Q los miraba con furia o hacía unas cuantas observaciones

35 Cita de Mencio (372-289 A. C.).36 Cita del antiguo clásico Tsuo Chuan.37 Ta Chi (siglo XII A. C.) fue concubina del último rey de la dinastía Shang; Pao Si (siglo VIII A. C.) fue

concubina del último rey de la dinastía Chou Occidental; Tiao Chan fue concubina de Tung Chuo, poderoso ministro del siglo III.

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punzantes en voz alta; o bien, si el sitio estaba desierto, lanzaba disimuladamente una piedrecita.¡Quién iba a decir que, cerca de los treinta años, que es cuando un hombre debe «tener los pies

firmemente en la tierra»38, perdería la cabeza de aquel modo por una monjita! Aquel sentimiento de ligereza, de acuerdo con los cánones clásicos, no debería haber existido; es cierto que las mujeres son criaturas odiosas. Porque, de no haber sido suave y resbaladiza la cara de la monjita, A Q no hubiese sido hechizado por ella; tampoco si el rostro de la monja hubiera estado cubierto por un velo. Cinco o seis años atrás, en medio del público de una representación teatral al aire libre, había pellizcado el muslo a una mujer; pero como el muslo estaba aislado por la tela del pantalón, no se sintió después presa de esa sensación de ligereza. Pero la monjita no se había cubierto el rostro y ésta era otra prueba de la malignidad de aquella hereje.

«Mujer...», pensaba A Q.El mantenía bajo estrecha vigilancia a aquellas mujeres que él creía que «ciertamente deseaban

seducir a los hombres malos», pero ellas no le sonreían. Escuchaba con toda atención a las mujeres que conversaban con él, pero ninguna decía una palabra que pudiera llevar a un trato. ¡Ah!, aquél era otro ejemplo de la malignidad femenina: todas asumían un aire de «falsa honestidad».

Un día en que A Q estaba descascarando arroz en la casa del señor Chao, se sentó en la cocina a fumar una pipa después de cenar. De haberse tratado de cualquier otra casa, se hubiera vuelto inmediatamente después de la cena, pero en la de la familia Chao se acostumbraba a cenar temprano. Aunque era regla no encender la lámpara, sino irse directamente a la cama después de cenar, había excepciones: primero, antes de que el hijo del señor Chao rindiera los exámenes de bachillerato, se le permitía encender la lámpara para estudiar sus textos; segundo, si A Q venía a hacer trabajos ocasionales, se le permitía encender una lámpara cuando tenía que descascarar arroz. A causa de esta última excepción a la regla, A Q estaba todavía sentado en la cocina, fumando, antes de continuar la molienda.

Ama Wu, la única sirvienta de la casa de Chao, después de lavar los platos, se sentó también en el largo banco y se puso a charlar con A Q.

—La señora no come desde hace dos días, porque el señor quiere comprar una concubina...«Mujer... Ama Wu... esta viudita...», pensó A Q.—Y la joven nuera va a tener un hijo en agosto...«Mujer...», pensó A Q.Dejó la pipa y se levantó.—La joven nuera... —continuó Ama Wu locuaz.—¡Acuéstate conmigo, acuéstate conmigo! —A Q se precipitó hacia ella y se arrodilló.Hubo un momento de absoluto silencio.—¡Ay, ya! —Ama Wu, turbada por un instante, de pronto se echó a temblar, salió corriendo y

empezó a gritar. Los gritos se convirtieron en llanto.A Q, arrodillado ante la pared, estaba también perplejo, de modo que se aferró al banco vacío

con ambas manos y se puso de pie despacio, vagamente consciente de que algo andaba mal. En realidad por entonces se encontraba ya en deplorable estado nervioso. Con toda premura metió su pipa en el cinturón y concluyó que debía volver a descascarar arroz. ¡Bang!, su cabeza resonó con un golpe tremendo y, al volverse rápidamente, vio ante sí al bachiller que blandía un gran garrote de bambú.

—¡Cómo te atreves... Tú!...El gran garrote de bambú descendió otra vez sobre él. A Q levantó ambos brazos para proteger

su cabeza y el garrotazo le dio en los nudillos, causándole bastante dolor. Mientras escapaba por la puerta de la cocina, le pareció que también su espalda recibía un golpe.

—¡Huevo de tortuga! —dijo el bachiller, insultándolo en idioma mandarín, a sus espaldas.A Q huyó hacia el patio donde se hallaba el mortero; allí se quedó solo, sintiendo aún el dolor

en los nudillos y recordando todavía lo de «huevo de tortuga», porque esta expresión jamás era

38 Confucio dijo que a los treinta años tenía los pies firmemente en la tierra. La frase fue empleada más tarde para indicar que un hombre tiene treinta años.

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empleada por los aldeanos de Weichuang, sino solamente por los ricos que habían visto algo del mundo oficial. De modo que estaba especialmente asustado y tremendamente impresionado. Sin embargo, la obsesión de «Mujer...» se había disipado. Después de los insultos y los palos, algo parecía haberse extinguido, y aún se sentía muy ligero de corazón cuando fue a reiniciar su tarea. Después de descascarar arroz un rato, comenzó a sentir calor y se detuvo para quitarse la chaqueta.

Estaba haciendo esto cuando oyó un tumulto afuera y, como a A Q le gustaba presenciar un tumulto, salió a averiguar la causa del ruido. Este lo llevó directamente al patio interior de la casa del señor Chao. Aunque ya estaba oscuro pudo distinguir a varias personas; toda la familia Chao estaba allí, incluso la señora que hacía dos días que no comía. Estaban, además, la vecina Séptima Cuñada Zou y los verdaderos parientes Chao Bai-yan y Chao Si-chen.

La joven nuera conducía a Ama Wu fuera el recinto de los sirvientes y le decía:—Ven fuera... No te quedes ahí encerrada, pensando en eso...—Todos saben que eres una buena mujer —dijo la Séptima Cuñada Zou—, no debes pensar

en suicidarte.Ama Wu sólo atinaba a reiterar sus lamentos, sin que fuera posible entender por completo lo

que decía.—¡Je! esto está interesante —pensó A Q—. ¿Qué estará tramando la viudita?Con el deseo de informarse, se dirigió a Chao Si-chen, pero de pronto vio al hijo del señor

Chao que venía hacia él con el maldito palo de bambú en la mano. A la vista del palo recordó súbitamente que había sido golpeado con él y vio que, según todas las apariencias, su persona estaba relacionada con la excitación reinante. Dio media vuelta y echó a correr, con la esperanza de escapar hacia el patio, pero sin prever que el gran garrote de bambú podía cortarle la retirada; por lo tanto, volvió a girar y corrió en dirección opuesta, escapando sin mayores consecuencias por la puerta trasera. Y en muy corto tiempo estuvo de regreso en el Templo de los Dioses Tutelares.

Tras permanecer un rato sentado, su piel comenzó a ponerse como la de las gallinas y sintió frío, porque aunque era primavera, las noches estaban todavía bastante frescas y no eran apropiadas para espaldas desnudas. Entonces recordó que había dejado su chaqueta en casa de la familia Chao, pero temía que, si regresaba a buscarla, le hicieran probar otra dosis del gran palo de bambú del bachiller.

Entonces entró el alcalde.—¡A Q, hijo de perra! —dijo. Así es que llegas a injuriar hasta a la sirvienta de la familia

Chao. Tú eres simplemente un rebelde. Me has echado a perder el descanso de esta noche. ¡Hijo de perra!...

Luego le cayó un torrente de lecciones y naturalmente A Q nada tuvo que decir. Finalmente, pues ya era tarde, A Q tuvo que doblar el soborno y dar al alcalde cuatrocientas sapecas; pero como en aquel momento no tenía dinero contante, dio su sombrero de fieltro como garantía y suscribió los siguientes cinco puntos:

1. A la mañana siguiente debía llevar un par de velas de color rojo, de una libra, y un atado de varillas de incienso a la familia Chao, para pedir perdón por su falta.

2. A Q debía pagar a los monjes taoístas que la familia Chao había llamado para exorcizar a los espíritus infernales ahorcados.

3. A Q no debía jamás volver a poner los pies en el umbral de la casa de Chao.4. Si cualquier desgracia le ocurría a Ama Wu en el futuro, A Q sería considerado responsable.5. A Q no debía ir a reclamar ni su salario ni su chaqueta.Desde luego, A Q se mostró de acuerdo en todo, sólo que desgraciadamente no tenía dinero en

ese momento. Por fortuna, ya había llegado la primavera, de manera que bien podía pasárselas sin la manta guateada; de modo que la empeñó por dos mil sapecas para ajustarse a las estipulaciones del convenio. Después de arrodillarse y tocar el suelo con la frente, desnudo el busto, aún le quedaban algunas sapecas y, en lugar de ir a recuperar su sombrero de manos del alcalde, las gastó todas en vino.

Pero la familia Chao no quemó incienso ni encendió las velas, porque todo ello podía usarse

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cuando la señora rindiera adoración a Buda; de modo que los apartaron con ese propósito. La chaqueta fue casi enteramente convertida en pañales para el bebé que tuvo la joven nuera en agosto, en tanto los jirones restantes los empleaba Ama Wu como suela para sus zapatos.

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V.El problema de la subsistencia

Una vez A Q hubo terminado aquella ceremonia, regresó como siempre al Templo de los Dioses Tutelares. El sol se había ocultado y A Q fue cayendo en pensar que algo raro ocurría en el mundo. Reflexionó meticulosamente y llegó a la conclusión de que probablemente ello fuese así porque tenía la espalda desnuda. Recordó que tenía aún la vieja chaqueta forrada, se la puso y se acostó, y cuando abrió los ojos el sol brillaba de nuevo en lo alto de la muralla occidental. Se incorporó murmurando: —Hijo de perra...

Se levantó y fue a vagar por las calles como de costumbre y de nuevo le vino el pensamiento de que algo raro ocurría en el mundo, aunque algo diferente del frío que le hería el pellejo, ya que iba con la espalda desnuda. Al parecer, desde aquel día todas las mujeres de Weichuang se avergonzaban ante él, al punto que, cuando veían a A Q, todas se refugiaban dentro de las casas. Y hasta la propia Séptima Cuñada Zou, que tenía casi cincuenta años, se retiraba precipitadamente con las demás, llamando a su hija de once años. Esto le pareció sumamente extraño a A Q y pensó: «Estas criaturas se han puesto tímidas como señoritas. ¡Putas!»

Varios días después, sin embargo, volvió a sentir, aún con mayor fuerza, que el mundo funcionaba de un modo raro. En primer lugar, le negaron el crédito en la taberna; en segundo lugar, el viejo encargado del Templo de los Dioses Tutelares hizo algunas observaciones impertinentes como para significar que A Q debía irse; en tercer lugar, aunque no podía recordar el número exacto de días, transcurrieron muchos sin que nadie viniera a contratarlo para trabajo alguno. Sin el crédito de la taberna podía pasarse; si el viejo seguía urgiéndole a que se marchara, podía hacer caso omiso de su verbosidad; pero como nadie vino a darle trabajo, tuvo que pasar hambre. Y esto sí que era una situación de «hijo de perra».

Cuando A Q no pudo aguantar más, se fue a casa de sus antiguos patrones para averiguar qué pasaba —sólo le estaba prohibido cruzar el umbral de la casa del señor Chao—, pero se encontró con algo muy extraño: sólo apareció un hombre de pésimo humor que agitaba el puño como tratando de alejar a un mendigo, diciendo:

—¡No hay nada, nada! ¡Vete!Aquello le resultaba a A Q cada vez más raro. Pensó: «Esta gente nunca pudo arreglárselas sin

ayuda y no puede ser que ahora, de repente, no haya nada que hacer. Debe de haber gato encerrado en alguna parte». Pero después de cuidadosas averiguaciones descubrió que los trabajos ocasionales se los daban a Pequeño Don. Este pequeño D era un mozo pobre, flaco y débil, aún inferior a Bigotes Wang ante los ojos de A Q. ¿Quién iba a pensar, pues, que aquel tipo miserable podía robarle sus medios de subsistencia? De modo que la indignación de A Q fue aún mayor que en ocasiones ordinarias y, mientras caminaba echando chispas, alzó de repente el brazo y comenzó a cantar un verso de ópera popular: —Te aplastaré con mi maza de acero...39

Días más tarde se encontró con el propio Pequeño D ante el muro frente a la casa del señor Chian. «Cuando dos enemigos se encuentran, sus ojos arrojan fuego.» A Q se fue derecho hacia él y Pequeño D permaneció inmóvil.

—¡Maldita bestia! —dijo A Q, fulminándolo con la mirada y echando espuma por la boca.—Soy un animal; ¿basta con eso?... —respondió Pequeño D.Esta modestia enfureció a A Q más que nada, pero como no tenía una maza de acero en sus

manos, todo lo que hizo fue echarse encima del Pequeño D y estirar el brazo para cogerle la coleta. Pequeño D trataba de proteger su trenza con una mano y de coger con la otra la coleta de A Q, por lo cual A Q también empleaba una mano para proteger su propia trenza. En el pasado, A Q jamás había considerado a Pequeño D digno de ser tomado en serio, pero como últimamente había

39 Verso de La batalla del dragón y el tigre, ópera muy popular en Shaosing. Cuenta cómo Chao Kuang-yin, el primer emperador de la dinastía Sung, luchó con otro general.

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pasado hambre, estaba tan flaco y débil como su enemigo, de modo que parecían dos antagonistas absolutamente equilibrados. Cuatro manos agarraban dos cabezas; ambos luchadores, doblados por la cintura, arrojaron una sombra azul en forma de arco iris sobre la blanca muralla de la familia Chian durante cerca de media hora.

—¡Basta! ¡Basta! —exclamaban los espectadores, probablemente tratando de imponer la paz.—¡Bien, bien! —decían otros. Pero no está claro si era para imponer la paz, para aplaudir a los

combatientes o para incitarlos a nuevos ataques.Pero los dos rivales hacían oídos sordos a todo. Si A Q avanzaba tres pasos, Pequeño D

retrocedía tres pasos y allí se quedaban quietos. Si Pequeño D avanzaba tres pasos, A Q retrocedía tres pasos y allí volvían a quedarse quietos. Al cabo de casi media hora Weichuang poseía muy pocos relojes que dieran la hora, de modo que es difícil calcularlo con exactitud; tal vez fuesen veinte minutos, cuando el sudor les corría por las mejillas y la cabeza les humeaba, A Q dejó caer las manos y, en el mismo instante, cayeron también las manos de Pequeño D. Se incorporaron simultáneamente y retrocedieron simultáneamente, abriéndose paso entre la multitud.

—¡Acuérdate, hijo de perra!... —dijo A Q volviendo la cabeza.—¡Tú, hijo de perra, acuérdate!... —respondió Pequeño D, volviendo también la cabeza.Aparentemente, la «batalla del dragón y el tigre» no había terminado en victoria ni en derrota y

no se sabe si los espectadores estaban satisfechos o no, porque ninguno de ellos expresó su opinión. Pero ni siquiera así vino nadie a buscar a A Q para darle trabajo.

Un día tibio en que una suave brisa parecía anunciar el verano, A Q sintió frío; eso podía soportarlo, pero su mayor molestia era el estómago vacío. Su manta guateada, su sombrero de fieltro y su chaqueta habían desaparecido hacía mucho tiempo y al final había tenido que vender su chaqueta guateada. No le quedaba nada más que los pantalones, sin los cuales no podía quedarse de ningún modo. Tenía una chaqueta forrada destrozada, es verdad, pero como no fuera para hacer suela de zapatos no valía un comino. Hacía tiempo que esperaba recoger algún dinero, pero hasta el momento no había tenido éxito; también había tenido esperanza de encontrar un poco de dinero en su destartalada habitación y había buscado, inquieto, por todos los rincones, pero la habitación estaba absoluta y enteramente vacía. Por lo tanto se decidió a salir en busca de alimento.

Iba por el camino «en busca de alimento», cuando divisó la taberna familiar y el familiar mantón40, pero pasó de largo, no sólo sin detenerse ni un segundo, sino aun sin sentir el más mínimo deseo. No era aquello lo que buscaba, aunque él mismo no sabía qué era lo que buscaba.

Weichuang no era un lugar grande y pronto lo dejó atrás. La mayor parte de la región, fuera de la aldea, consistía en plantaciones de arroz anegado, verdes hasta donde la vista podía alcanzar, aquí y allá manchas de objetos redondos, negros y móviles, que eran los hombres que cultivaban los campos. Pero A Q no tenía ojos para los placeres de la vida campesina y simplemente continuaba su camino porque sabía por instinto que aquello estaba muy lejos de su senda «en busca del alimento». En un momento dado se encontró ante las murallas del Convento del Sereno Recogimiento.

El convento también estaba rodeado de campos de arroz; sus blancas murallas destacaban nítidamente contra el verde tierno y, dentro de la baja muralla trasera, de barro, estaba el huerto. A Q vaciló un momento, mirando a su alrededor. Como no había nadie a la vista, saltó sobre la baja muralla, cogiéndose a una mata de polígala. El barro se deshizo con ruido de deslizamiento y las piernas de A Q temblaron de miedo; pero logró asirse a una morera y desde allí dio un salto al interior. Había una profusión de plantas, pero ni rastros de vino amarillo o pan o comestibles. Junto a la muralla occidental había un macizo de bambú y muchos brotes, pero desgraciadamente éstos no estaban cocinados. También había plantas de colza, pero ya habían dado semilla. La mostaza estaba a punto de florecer y la col estaba muy dura.

A Q se sintió tan desilusionado como un escolar fracasado en los exámenes e iba caminando lentamente hacia la puerta del jardín cuando de súbito dio un salto de alegría, porque allí, delante de sus ojos, ¿qué había sino un plantío de rábanos? Se puso en cuclillas y comenzó a arrancarlos,

40 Pan chino cocido al vapor.

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cuando de pronto una cabeza redonda asomó por la puerta y desapareció al instante; se trataba nada menos que de la monjita. A Q siempre había sentido el más olímpico desprecio por seres como las monjitas, pero las cosas del mundo exigen «un paso atrás para la reflexión», de modo que rápidamente arrancó cuatro rábanos, les quitó las hojas y los metió en los bolsillos de su chaqueta. Pero en ese momento había aparecido ya una monja vieja.

—¡Que Buda nos proteja, A Q! ¿Qué es lo que te impulsó a entrar en nuestro jardín y robarnos nuestros rábanos?... ¡Oh, Dios mío, qué pecado! ¡Oh, Dios mío, Buda nos proteja!

—¿Cuándo entré a tu jardín a robar rábanos? —contestó A Q, mirándola y emprendiendo la retirada.

—¡Ahora!... ¿Y ésos? —dijo la monja vieja, señalando los que abultaban en la chaqueta.—¿Son tuyos? ¿Puedes hacer que contesten a tu llamada?Tú...Sin terminar la frase, A Q echó a correr a toda velocidad, seguido por un perro negro,

prodigiosamente gordo. Aquel perro estaba en la puerta principal y es un misterio cómo había llegado al huerto trasero. El perro corría gruñendo y estaba a punto de morder la pierna de A Q, cuando, muy oportunamente, cayó un rábano de los que éste llevaba y el perro, cogido por sorpresa, se detuvo durante un segundo. A Q saltó la muralla de barro y cayó, con rábanos y todo, fuera del convento. Dejó al perro negro ladrando todavía y a la anciana monja rezando sus oraciones.

Temiendo que la monja dejara salir al perro, A Q juntó sus rábanos y echó a correr, recogiendo de paso unas cuantas piedrezuelas; pero el perro negro no volvió a aparecer. A Q tiró las piedras y siguió su camino, mascando y pensando:

—No hay nada que hacer aquí; mejor me voy a la ciudad...Cuando se hubo comido el tercer rábano, tenía decidido marcharse a la ciudad.

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VI.De la rehabilitación a la decadencia.

Weichuang no volvió a ver a A Q hasta después de la Fiesta Lunar de ese año. Todos se sorprendieron al saber la noticia de su regreso y haciendo memoria se preguntaron dónde habría pasado aquellos días. Las pocas veces que habría ido a la ciudad, A Q siempre lo había anunciado con anticipación y gran entusiasmo; pero como esta vez no lo había hecho, nadie se dio cuenta de su viaje. Tal vez se lo hubiera dicho al viejo que cuidaba el Templo de los Dioses Tutelares, pero, según la costumbre de Weichuang, sólo se consideraba importante el viaje a la ciudad del señor Chao, del señor Chian o del bachiller. Ni siquiera se comentaba el viaje de Falso Demonio Extranjero; mucho menos el de A Q. Esto puede explicar por qué el viejo no había hecho circular la noticia, de lo que resultó que la sociedad de Weichuang no tuvo medios de saberlo.

Pero el regreso de A Q fue aquella vez muy diferente de las anteriores y, en realidad, digno de causar verdadero asombro. Estaba obscureciendo cuando apareció, pestañeando, soñoliento, ante la puerta de la taberna. Caminó hasta el mostrador, sacó un puñado de monedas de plata y cobre de su cinto y las desparramó diciendo:

—Al contado; ¡trae vino!Llevaba una chaqueta nueva forrada y, evidentemente, una alforja pendía de su cinto, puesto

que el peso curvaba el cinturón en un ángulo agudo. Según la costumbre de Weichuang, cuando parecía haber algo desacostumbrado en alguien, más valía tratarlo con respeto que con desprecio; y ahora, aunque sabían muy bien que se trataba de A Q, éste parecía diferente del A Q de la chaqueta rota. Los antiguos dicen: «Se encontrará un nuevo motivo de admiración en el hombre a quien no se ve desde hace tres días»; de modo que el mozo, el tabernero, los parroquianos y los transeúntes, todos expresaron una natural sorpresa con mezcla de respeto. El tabernero fue el primero en saludar con la cabeza y decir:

—Hola, A Q, ¿de modo que has vuelto? —Si., he vuelto.—¡Has ganado dinero!... ¿Dónde? —Estuve en la ciudad.Al día siguiente la noticia se había difundido en Weichuang. Todo el mundo quería conocer la

historia de la rehabilitación de A Q, el hombre del dinero contante y de la nueva chaqueta forrada. En la taberna, en la casa de té, bajo el portal del templo, los aldeanos se fueron enterando poco a poco de la noticia. Resultó que comenzaron a mostrar nueva deferencia por A Q.

Según contaba A Q, había estado sirviendo en casa de un licenciado del examen provincial. Todos los que oían esa parte de la historia se quedaban boquiabiertos. Este licenciado del examen provincial se llamaba Bai, pero como era el único licenciado en toda la ciudad, no era necesario usar su apellido; y cuando se hablaba del licenciado del examen provincial, todos sabían que se trataba de él. Esto ocurría no sólo en Weichuang, sino en todas partes en cincuenta kilómetros a la redonda, y así casi todo el mundo creía que su nombre era Señor Licenciado del Examen Provincial. Haber trabajado en una casa como la de este ciudadano, naturalmente, infundía respeto; pero según posteriores declaraciones de A Q, éste no había querido seguir trabajando allí porque este licenciado de examen provincial era en realidad un «hijo de perra» superlativo. Todos los que oían esa parte de la historia suspiraban, pero al mismo tiempo se sentían contentos porque demostraba que A Q realmente no era apto para trabajar en la casa del licenciado del examen provincial; pero no trabajar allí era una lástima.

De acuerdo con A Q, su regreso se debía también a que no estaba contento con la gente de la ciudad, porque a un banco largo lo llamaban banco luengo y usaban chalote picado para el pescado frito; agréguese a esto el defecto, que él había descubierto recientemente, de que las mujeres no se meneaban de manera satisfactoria al caminar. Sin embargo la ciudad tenía también algunas buenas cosas que él admiraba francamente: por ejemplo, en tanto que los aldeanos de Weichuang jugaban con 32 palos y sólo Falso Demonio Extranjero era capaz de jugar al mayong, en la ciudad, hasta los pilluelos de la calle eran campeones en el juego. Si Falso Demonio Extranjero caía en manos de

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estos jóvenes bribones, se convertiría inmediatamente en un «pequeño demonio delante del rey de los infiernos». Esta parte de la historia hacía enrojecer a todos.

—¿Han visto ustedes una decapitación? —preguntaba A Q—. ¡Ah, es un hermoso espectáculo!... ¡Cuando ejecutan a los revolucionarios!... ¡Ah, es un hermoso, hermoso espectáculo!...

Sacudió la cabeza y lanzó un salivazo sobre la cara de Chao Si-chen, que estaba al frente. Esta parte de la historia hacía temblar a todos. Pero A Q, mirando alrededor, súbitamente alzó la mano derecha y la dejó caer sobre el cuello de Bigotes Wang, quien con la cabeza hacia adelante, escuchaba en éxtasis y gritó:

—¡Mata!Bigotes Wang dio un respingo, sorprendido, al tiempo que retiraba su cabeza tan rápido como

el rayo o la chispa del pedernal, mientras el auditorio se estremecía de agradable aprensión. Después de esto Bigotes Wang anduvo estupefacto durante varios días y no se atrevió a acercarse a A Q; y lo mismo les pasaba a los demás.

Aunque no podemos decir que la situación de A Q fuera entonces superior a la del señor Chao ante los habitantes de Weichuang, podemos sin embargo admitir que era casi la misma, sin temor a equivocación.

La fama de A Q no tardó en alcanzar también a los círculos femeninos de Weichuang, aunque las dos únicas familias de ciertas pretensiones eran las de Chian y Chao, y los nueve décimos del resto eran pobres; sin embargo las habitantes femeninas eran las habitantes femeninas y la propagación de la fama de A Q en ellas fue cosa de milagro. Cuando las mujeres se encontraban se decían: —La Séptima Cuñada Zou compró una falda de seda azul a A Q, y si bien era usada, sólo le costó noventa centavos; y la madre de Chao Bai-yan (esto debe ser verificado porque algunos dicen que se trataba de la madre de Chao Si-chen) también compró un traje de calicó importado, para niño, de color rojo, poco gastado, por sólo trescientas sapecas, menos el ocho por ciento de descuento—. Y entonces querían ver a A Q con impaciencia: las que no tenían falda de seda y querían comprarle una y las que necesitaban traje de calicó extranjero; de modo que no sólo dejaron de evitar a A Q, sino que a veces cuando éste pasaba de largo, lo seguían, llamándolo y preguntándole: —¿Tienes alguna otra falda de seda? ¿No? También necesitamos un traje de calicó, ¿te queda?

Luego, estas noticias se difundieron de los hogares pobres a los más ricos, porque la Séptima Cuñada Zou estaba tan contenta con su falda de seda que se la llevó a la señora Chao para que ésta le diera su visto bueno y la señora Chao se lo contó al señor Chao con palabras muy entusiastas.

El señor Chao discutió el asunto esa tarde, a la hora de la comida, con su hijo el bachiller, sugiriendo que realmente ocurría algo extraño en relación a A Q y que debían tener más cuidado con sus puertas y ventanas. Pero no sabían si a A Q le quedaba alguna mercadería y pensaron que tal vez tuviese algo bueno en reserva. Agréguese a ello el hecho de que la señora Chao necesitaba en aquel momento un chaleco de piel, bueno y barato. Por tanto en consejo de familia se decidió que la Séptima Cuñada Zou buscara inmediatamente a A Q y lo trajera a casa; y en esto se hizo una tercera excepción a la regla, permitiendo que se encendiera la lámpara esa tarde.

La lámpara había consumido una buena cantidad de petróleo, y A Q no aparecía. Toda la familia Chao bostezaba en su impaciencia, algunos muy enojados por los modales de vagabundo de A Q, otros quejosos con la Séptima Cuñada Zou por no haber cumplido bien con el encargo. La señora Chao temía que A Q no se atreviera a volver a causa de lo resuelto en la primavera anterior, pero el señor Chao creía que no valía la pena preocuparse por eso, porque, como él decía, «ahora soy yo quien lo manda a buscar». Y en verdad el señor Chao demostró poseer bastante poder, pues A Q llegó finalmente, acompañado de la Séptima Cuñada Zou.

—Dice que no le queda nada y cuando le dije que viniera a decírselo a usted, seguía repitiendo lo mismo. Y yo le dije... —decía la Séptima Cuñada Zou, jadeante al entrar.

—¡Señor! —dijo A Q, esbozando una sonrisa y deteniéndose bajo el alero.—He oído decir que te has convertido en un hombre rico en otros lugares —dijo el señor

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Chao, aproximándose a él y examinándolo cuidadosamente—. Eso está muy bien, muy bien. Ahora... me han contado que tienes algunas cosas viejas... Tráelas todas para que las veamos... Esto es, porque simplemente deseo...

—Ya le dije a la Séptima Cuñada Zou que no me queda nada.—¿No te queda nada? —el señor Chao no pudo evitar mostrarse desilusionado—. ¿Cómo

pudiste venderlo todo tan pronto?—Eran de un amigo y no eran muchas. La gente compró...—Pero debe de quedar algo.—Sólo me queda una cortina.—Entonces trae esa cortina para que la veamos —dijo la señora Chao apresuradamente.—Bueno, tráela mañana —dijo el señor Chao sin mucho entusiasmo—. Más adelante, cuando

tengas algo que vender, debes traérnoslo a nosotros antes que a nadie, para que lo examinemos...—Por cierto que no pagaremos menos que otros —dijo el bachiller. Su esposa miró

apresuradamente el rostro de A Q para ver si éste se emocionaba. —Necesito un chaleco de piel —agregó la señora Chao.

Aunque A Q dijo que estaba bien, se retiró con tal indiferencia que nadie pudo decir si tomaba su compromiso en serio o no. El señor Chao se sintió tan desilusionado, enfadado y preocupado que hasta dejó de bostezar. El bachiller también estaba muy lejos de sentirse satisfecho con la actitud de A Q y dijo:

—Habría que ponerse en guardia contra este huevo de tortuga. Quizás fuese mejor ordenar al alcalde que no le permitiera vivir en Weichuang.

Pero el señor Chao no se mostró de acuerdo y dijo que eso podía acarrear resentimientos, agregando que, en negocios como los de A Q, «el águila no hace presa en lo que tiene en su propio nido»; de modo que su propia aldea no tenía de qué preocuparse y que bastaba con mantener mayor vigilancia por la noche. El bachiller se impresionó mucho con la «lección paterna» e inmediatamente retiró su sugerencia de expulsar a A Q, advirtiendo a la Séptima Cuñada Zou que no repitiera sus palabras a nadie.

Sin embargo, al día siguiente, la Séptima Cuñada Zou llevó su falda azul a que la tiñeran de negro y difundió sospechas sobre A Q, si bien no mencionó las palabras del bachiller en el sentido de expulsarlo de la aldea. Pero aun así, causó mucho daño a A Q. En primer lugar, el alcalde se presentó en su casa y se llevó la cortina y, aunque A Q alegó que la señora Chao quería examinarla, el alcalde se negó a devolverla y hasta exigió un pago mensual en dinero para guardar silencio. En segundo lugar, se perdió súbitamente el respeto de los aldeanos hacia su persona y, aunque no se atrevían todavía a tomarse libertades con él, lo evitaban lo más posible; y esta actitud era muy diferente del anterior pánico ante el grito de «iMata!», y más bien se parecía a la actitud de los antiguos hacia los espíritus: «mantener una respetuosa distancia».

Pero algunos holgazanes querían ir al fondo del asunto y comenzaron a interrogar a A Q sobre los detalles. Y éste no trató de ocultar nada, sino que les reveló orgullosamente sus experiencias. Supieron así que A Q no había sido más que un insignificante personaje, no sólo incapaz de escalar una muralla, sino también de penetrar por las aberturas, quedándose simplemente afuera para recibir las cosas robadas.

Una noche, había recibido un paquete mientras el jefe volvía a penetrar en el interior, cuando se oyó un gran tumulto, y A Q movió las piernas tan rápido como pudo. Huyó de la ciudad aquella misma noche, escapando hacia Weichuang; y después de eso no se había atrevido a volver a su negocio. Sin embargo, esta historia probó ser aún más dañina para A Q porque los aldeanos habían «mantenido una respetuosa distancia» para no incurrir en su enemistad; pero ¿quién iba a imaginarse que se trataba de un simple ratero que no se atrevía a volver a robar? Por lo tanto, era «demasiado ruin para inspirar temor».

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VII.La revolución.

El decimocuarto día del noveno mes lunar del tercer año del reinado del Emperador Süantong41

—el día en que A Q vendió su alforja a Chao Bai-yan—, a medianoche, después del cuarto toque de la tercera ronda, una gran embarcación con una tienda negra sobre la cubierta llegó al muelle de la familia Chao. El barco flotaba en la oscuridad, mientras los aldeanos dormían profundamente, de modo que no sabían nada de aquello, pero como se fue al amanecer, un buen número de personas pudo verlo. Una impertinente investigación reveló que el barco pertenecía al señor licenciado del examen provincial.

Ello causó gran inquietud en Weichuang y, hacia el mediodía, el corazón de los aldeanos latía aceleradamente. La familia Chao guardó completo silencio en cuanto a la misión del barco, pero se murmuraba en la casa de té y en la taberna que los revolucionarios iban a penetrar en la ciudad y el señor licenciado del examen provincial había venido a buscar refugio en aquella aldea. Únicamente la Séptima Cuñada Zou pensaba de otro modo, diciendo que el señor licenciado del examen provincial sólo quería desembarcar unos cuantos baúles destrozados, pero que el señor Chao se había opuesto. En realidad, el licenciado del examen provincial y el bachiller de la familia Chao no estaban en buenas relaciones, de modo que era lógicamente improbable que demostraran amistad «en la adversidad»; además la Séptima Cuñada Zou era vecina de la familia Chao y sabía mejor lo que ocurría. Por consiguiente, ella debía de tener razón.

Sin embargo, se difundió el rumor de que, si bien el señor licenciado del examen provincial no había venido personalmente, había enviado en cambio una larga carta estableciendo un «parentesco sinuoso» con la familia Chao; que el señor Chao, después de pensarlo, había decidido que en ello no debía haber ningún mal para él, de modo que recibió los baúles que ahora estaban guardados debajo de la cama de su mujer. Por lo que se refiere a los revolucionarios, algunos decían que ya habían entrado en la ciudad esa misma noche, con casco y armadura blancos: el traje de luto por Chongchen, el último emperador de la dinastía Ming.42

Hacía mucho que A Q había oído hablar de los revolucionarios y ese año había visto con sus propios ojos decapitar a uno. Pero se le ocurrió, no se sabe cómo, que éstos empuñaban la bandera de la rebelión y que una rebelión haría difíciles las cosas para él, de manera que siempre «los había detestado profundamente». ¿Quién iba a decir que podían aterrorizar a un licenciado de examen provincial, conocido en cincuenta kilómetros a la redonda? En consecuencia A Q no pudo evitar sentirse un poco «fascinado», al mismo tiempo que le llenaba de regocijo el terror de todos los malditos habitantes de Weichuang.

—No es mala cosa una revolución —pensó A Q—. Terminará con todos estos hijos de perra... ¡Todos son odiosos, detestables en sumo grado!... Hasta yo quiero pasarme a los revolucionarios.

A Q estaba últimamente en la cuarta pregunta y es probable que se sintiera insatisfecho; agréguese a ello el hecho de haber bebido dos tazones a mediodía, teniendo el estómago vacío, por lo que se emborrachó con mayor rapidez. Mientras caminaba, se sentía flotar en el aire. De pronto, curiosamente, sintió como si los revolucionarios fueran él mismo, y todos los habitantes de Weichuang fuesen prisioneros suyos. Incapaz de contener su alegría, empezó a gritar a voz en cuello:

—¡Rebelión! ¡Rebelión!Los habitantes de Weichuang lo miraban consternados. Nunca había visto A Q expresiones tan

41 E1 día en que Shaosing, ciudad natal de Lu Sin, fue liberada, en la revolución de 1911. (El 4 de noviembre de 1911)

42 Ultimo emperador de la dinastía Ming (1368-1644), que fue derribada y sustituida por la dinastía Ching, Los levantamientos campesinos posteriores solían dirigirse a las masas con la consigna de «derrocar a Ching, restaurar a Ming». Por eso cuando los revolucionarios se sublevaron al final del reinado de la dinastía Ching, algunos lo tomaron todavía como una venganza por el emperador Chungchen.

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lamentables y esa visión le hizo sentir tan bien como si hubiera bebido un vaso de agua helada en pleno verano. De modo que continuó aún más feliz gritando:

—Muy bien... Tomaré lo que quiera. Tendré amistad con quien me plazca.

¡De de, chiang chiang!

Lamento haber matado por equivocación a mi querido amigo Cheng en mi borrachera.

Lamento haber matado... ¡Ya, ya, ya!

¡De de, chiang chiang, chiang-ling-chiang!

Te aplastaré con mi maza de acero...

El señor Chao y su hijo estaban en ese instante parados en su puerta discutiendo la revolución con sus dos parientes verdaderos. Pero A Q no los vio cuando pasaba cantando, cara al cielo:

—¡De, de!...—¡Eh, viejo Q! —dijo el señor Chao, tímidamente, en voz baja.—¡Chiang chiang! —cantaba A Q, incapaz de imaginar que su nombre pudiese ser asociado

con el tratamiento de «viejo», pensando haber oído mal y que eso no tenía nada que ver con él. De modo que continuó cantando «¡De, chiang, chiang-ling-chiang, chiang!»

—¡Viejo Q!—Lamento...—¡A Q!—. El bachiller no halló otra cosa mejor que llamarle por su nombre.Sólo entonces se detuvo A Q.—¿Qué? —preguntó con la cabeza ladeada.—Viejo Q... ahora... —Pero de nuevo el señorChao encontró dificultades con las palabras—. Ahora... ¿eres rico?—¿Rico? Claro que sí. Tomo lo que quiero...—A... hermano A Q, tus pobres amigos, como nosotros, no tienen ninguna importancia... —

dijo Chao Bai-yan con aprensión como si tratara de tirar de la lengua a los revolucionarios.—¿Pobres amigos? Está claro que usted es más rico que yo —dijo A Q y se fue.Allí se quedaron los otros, desilusionados, sin habla. Entonces el señor Chao y su hijo se

metieron en casa y esa tarde discutieron el problema hasta que llegó la hora de encender las lámparas. Cuando Chao Bai-yan regresó a su hogar, sacó la alforja del dinero que llevaba colgada a la cintura y se la entregó a su mujer para que la escondiera en el fondo del cofre.

Durante un rato, A Q creyó caminar en el aire, pero al llegar al Templo de los Dioses Tutelares la borrachera se le había pasado por completo. Esa noche, el viejo encargado del Templo estaba inusitadamente amistoso y le ofreció té; entonces A Q le pidió dos tortillas y, después de comérselas, le pidió una vela de cuatro onzas, usada, y un candelabro. Encendió la candela y se acostó a solas en su pequeño cuarto. Se sentía inefablemente ligero y feliz, mientras la luz de la vela saltaba y pestañeaba como en la Fiesta de la Linterna y su imaginación también parecía retozar.

«¿Revolución? Sería divertido... Vendría un grupo de revolucionarios, todos con cascos y armaduras blancos, con navajas planas, mazas de acero, bombas, fusiles extranjeros, cuchillos de doble filo de tres puntas y lanzas con ganchos. Pasarían por el Templo de los Dioses Tutelares y dirían: —A Q, ven con nosotros, ven con nosotros—. Entonces yo me iría con ellos...

»Y todos los malditos aldeanos de Weichuang me darían risa; y se arrodillarían y mendigarían: —A Q, perdónanos la vida—. ¡Pero quién los oiría! Los primeros en morir serían Pequeño D y el señor Chao y luego el bachiller y Falso Demonio Extranjero... aunque tal vez perdonara a algunos. Al principio, hubiese perdonado a Bigotes Wang, pero ahora ni siquiera a éste quiero perdonar...

»Y los objetos... Entraría y abriría los cofres: lingotes de oro, monedas de plata, blusas de calicó importado... Primero trasladaría la cama de Ningbo de la esposa del bachiller al Templo, y también trasladaría las mesas y las sillas de la familia Chian... o si no, usaría las de la familia Chao.

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Yo no movería un dedo, ordenaría a Pequeño D que me trasladara las cosas y que lo hiciera rápidamente, si no quería recibir una bofetada en la cara...

»La hermana menor de Chao Si-chen es muy fea. Dentro de pocos años valdrá la pena tomar en cuenta a la hija de la Séptima Cuñada Zou. La mujer de Falso Demonio Extranjero se acuesta con un hombre sin coleta, ¡uf! ¡Ésta no puede ser una mujer buena! La mujer del bachiller tiene cicatrices en los párpados... Hace mucho que no veo a Ama Wu y no sé dónde está... ¡Qué lástima que tenga los pies tan grandes!»

Antes que A Q llegara a una conclusión satisfactoria, se oyeron ronquidos. La vela de cuatro onzas sólo había ardido media pulgada y su vacilante luz roja iluminaba la boca abierta de A Q.

—¡Jo, jo! —gritó A Q de repente, levantando la cabeza y mirando, despavorido, a su alrededor; pero cuando vio la vela de cuatro onzas, volvió a acostarse y a dormirse.

A la mañana siguiente se levantó muy tarde y, cuando salió a la calle, todo seguía igual. Sentía hambre todavía, pero aunque se estrujó los sesos no pudo encontrar recursos; de pronto se le ocurrió una idea y se fue andando lentamente, hasta que, con o sin intención, llegó al Convento del Sereno Recogimiento.

El convento seguía tan pacífico como en la última primavera, con sus murallas blancas y su refulgente puerta negra. Reflexionó un momento y luego fue a golpear a la puerta; comenzó a ladrar un perro dentro. Se apresuró a recoger varios trozos de ladrillos y volvió a llamar, con mayor énfasis, hasta que los golpes dejaron picada en varias partes la pintura negra. Por fin se oyó a alguien que venía a abrir la puerta.

A Q se dispuso inmediatamente a emplear los ladrillos y se quedó con las piernas abiertas, listo para entrar en batalla con el perro negro. Pero la puerta del convento sólo se abrió un palmo y el perro negro no se lanzó desde ella; todo lo que pudo ver fue a la anciana monja.

—¿Qué estás haciendo aquí otra vez? —preguntó, sobresaltada.—Hay una revolución... ¿Sabía usted? —dijo A Q con vaguedad.—Revolución, revolución... Ya ha habido una. ¿Qué va a ser de nosotras con todas esas

revoluciones? —dijo la anciana monja, mientras sus ojos se ponían rojos.—¿Qué? —preguntó A Q, asombrado.—¿No lo sabías? Los revolucionarios ya estuvieron aquí.—¿Quién? —preguntó A Q aún más asombrado.—El bachiller y Demonio Extranjero.La sorpresa de A Q fue tan grande que se quedó estupefacto. La anciana monja, viendo que

había perdido su agresividad, cerró la puerta rápidamente, de modo que cuando A Q quiso empujarla, no la movió ni un milímetro, y, cuando volvió a golpear no obtuvo respuesta.

Había sucedido durante la mañana. El bachiller de la familia Chao conoció las noticias temprano y, apenas se enteró de que los revolucionarios habían entrado por la noche a la ciudad, se enroscó la coleta sobre el cráneo y se fue, muy temprano, a visitar a Demonio Extranjero de la familia Chian, con quien nunca había estado en buenas relaciones. Se trataba ahora de «unirse todos para hacer reformas», de modo que tuvieron una agradable conversación y al instante se convirtieron en íntimos camaradas y acordaron allí mismo hacerse revolucionarios.

Tras devorarse los sesos durante largo rato, recordaron que en el Convento del Sereno Recogimiento había una tableta imperial que rezaba «Viva el emperador...», que había que hacer desaparecer inmediatamente. Sin perder tiempo, se fueron al convento para poner en práctica sus proyectos revolucionarios. Como la anciana monja tratara de detenerlos y de expresar alguna opinión, la consideraron como al gobierno manchú y le dieron varios garrotazos en la cabeza y unos cuantos golpes con los nudillos. Cuando se hubieron marchado, la monja se repuso e hizo una inspección. Por supuesto que la tableta imperial estaba hecha polvo en el suelo, pero también había desaparecido un valioso incensario Süande43 que estaba ante el altar de la Señora Guanyin44.

43 Estos incensarios de bronce, de alto valor decorativo, fueron hechos durante el período Süante (1426-1435) de la dinastía Ming.

44 Diosa venerada por los budistas.

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A Q se enteró de esto sólo más tarde. Lamentó muchísimo haberse quedado dormido y les reprochó violentamente que no hubieran ido a buscarlo. Pero después consideró el asunto con mayor amplitud y se dijo:

—¡Acaso no sepan que yo me he pasado a los revolucionarios!

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VIII.Excluido de la revolución

La gente de Weichuang se fue tranquilizando a medida que pasaron los días. Había noticias de que, si bien los revolucionarios habían entrado a la ciudad, su llegada no había producido grandes cambios. El magistrado seguía en su antigua función, sólo que ahora su título era otro; y el señor licenciado del examen provincial también tenía un puesto (los aldeanos de Weichuang no sabían decir los títulos), una especie de cargo oficial; en tanto que el jefe de los militares era el mismo antiguo capitán. La única causa de alarma era los malos revolucionarios que alteraban el orden, pues habían comenzado a cortar las coletas del pueblo al día siguiente de su llegada. Se decía que Batelero-Siete-Libras, de la aldea vecina, había caído en sus manos y que ya no se veía presentable. Pero este terror no era grande, porque los aldeanos de Weichuang rara vez iban a la ciudad y si alguien había tenido la intención de hacerlo, cambió de idea para evitar los riesgos. A Q había estado pensando en ir a la ciudad a visitar a sus antiguas amistades, pero cuando oyó las noticias abandonó resignadamente su plan.

Sería erróneo, sin embargo, decir que no hubo reformas en Weichuang. En los días siguientes fue en aumento el número de personas que se enrollaban la coleta sobre la cabeza y —como ya se dijo— el primero en hacerlo fue, naturalmente, el bachiller; los siguientes fueron Chao Si-chen y Chao Bai-yan, y después A Q. Si hubiese sido verano, no habría parecido raro que todo el mundo se enrollara la coleta sobre la cabeza o se hiciera un nudo en la trenza; pero se estaba a finales del otoño, de modo que esa práctica otoñal de una costumbre de verano puede considerarse como una decisión heroica. Por tanto, en lo que se refiere a Weichuang, es imposible decir que haya ignorado las reformas.

Cuando Chao Si-chen apareció con la nuca desnuda, la gente dijo:—¡Ah! Aquí viene un revolucionario.Cuando A Q oyó aquello sintió envidia. Aunque hacía bastante tiempo que había oído decir

que el bachiller se enrollaba la trenza sobre la cabeza, nunca se le había ocurrido que él pudiera hacer lo mismo; pero al ver que Chao Si-chen seguía el ejemplo, decidió copiarlos. Empleó un palillo de bambú para enrollar su trenza y, tras algunas vacilaciones, logró reunir valor suficiente para salir.

Al caminar por la calle, la gente lo miraba, pero nadie decía nada. Al comienzo, A Q estuvo disgustado y, al final, muy resentido. En los últimos días se irritaba con mucha facilidad. Aunque en realidad su vida no era más difícil que antes de la revolución y la gente lo trataba con cortesía y los comerciantes ya no le exigían el pago al contado, A Q aún se sentía frustrado. Puesto que había estallado la revolución, debería significar más que esto. Y entonces vio a Pequeño D y su visión hizo hervir la caldera de su cólera.

Pequeño D también se había enrollado la coleta sobre la cabeza y, lo que es más, también había empleado un palillo de bambú para sujetársela. A Q jamás hubiera imaginado que Pequeño D tuviera tal coraje. ¡Por cierto que no lo toleraría! ¿Quién era Pequeño D? Se sintió tentado de agarrarlo, quebrarle el palillo de bambú, soltarle la trenza y darle varias bofetadas para castigarlo por haber olvidado su lugar y tener la osadía de presumir de revolucionario. Pero, al fin, lo absolvió; sólo lo miró furiosa y fijamente, escupió y dijo:

—¡Puah!El único que había ido a la ciudad recientemente era Falso Demonio Extranjero. El bachiller

de la familia Chao había pensado emplear los baúles en depósito como pretexto para ir a visitar al señor licenciado del examen provincial, pero debido al temor a que le cortaran la trenza, había desistido. Había escrito una carta sumamente formal y pedido a Falso Demonio Extranjero que la llevara a la ciudad; también le había pedido que lo presentara en el Partido de la Libertad. Cuando Falso Demonio Extranjero regresó, le pidió cuatro monedas de plata al bachiller, tras lo cual éste empezó a llevar una insignia con un melocotón de plata en el pecho. Los habitantes de Weichuang

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se quedaron boquiabiertos y dijeron que ése era el símbolo del Partido del Aceite de Caqui45, equivalente al rango hanlin46. Como resultado de todo ello, el prestigio del señor Chao aumentó súbitamente, mucho más que cuando su hijo rindió los exámenes oficiales de bachillerato; en consecuencia, comenzó a mirar en menos a todo el mundo y, cuando vio a A Q, quiso ignorarlo.

A Q estaba muy descontento y solía sentirse tratado con menosprecio, pero en cuanto oyó lo del melocotón de plata, comprendió inmediatamente por qué había quedado a la intemperie. Decir simplemente que se había pasado a los revolucionarios no significaba tomar parte en la revolución; tampoco era suficiente enrollarse la trenza en la coronilla; lo más importante era ponerse en contacto con el partido revolucionario. En toda su vida sólo había conocido a dos revolucionarios, uno de los cuales ya había perdido la cabeza en la ciudad; quedaba sólo Falso Demonio Extranjero. No podía hacer otra cosa que ir a hablar con éste.

El portón delantero de la casa de los Chian estaba abierto y A Q se deslizó dentro tímidamente. Una vez en el interior, se sobresaltó, porque allí estaba Falso Demonio Extranjero, en medio del patio, completamente vestido de negro —sin duda un traje extranjero— y también con un melocotón de plata. Tenía en la mano el palo que A Q ya conocía a su pesar, y el pie, o más, de cabello que se había destrenzado caía sobre sus hombros, desmadejado como el del Santo Liu Hai47. De pie a su lado, estaban Chao Bai-yan y otros tres, escuchando con máxima deferencia lo que decía.

A Q se acercó de puntillas y se detuvo detrás de Chao Bai-yan, con la intención de saludar, pero sin saber qué decir. Era obvio que no podía llamarlo Falso Demonio Extranjero, ni «Extranjero», ni «Revolucionario»; tal vez lo mejor fuera llamarlo «Señor Extranjero».

Pero el Señor Extranjero no lo había visto, porque estaba hablando con los ojos al cielo, en forma muy animada:

—Yo soy una persona impulsiva, de modo que cuando nos encontramos, continué diciendo: «Hermano Hong, pongamos manos a la obra». Pero él contestaba siempre «¡Nein!» (Esta es una palabra extranjera que ustedes no conocen.) Si no, hace mucho tiempo que habríamos triunfado. Sin embargo, éste es un ejemplo de lo prudente que es. Me pidió repetidas veces que fuera a la provincia de Jubei; yo no quise. ¿Quién va a querer trabajar en esa cabeza de distrito tan insignificante?...

—Oh... Hem... —A Q esperó a que hiciera una pausa y reunió todo su valor para hablar; pero, por una u otra razón, no lo llamó Señor Extranjero.

Los cuatro hombres que habían estado escuchando al señor Chian se sobresaltaron y se volvieron para mirar a A Q. El Señor Extranjero lo vio también entonces por primera vez.

—¿Qué?—Yo...—¡Fuera!—Quiero unirme...—¡Fuera! —dijo el Señor Extranjero alzando el «bastón de duelo».Chao Bai-yan y los otros gritaron al unísono:—El señor Chian te dice que salgas, ¿no lo oyes?A Q levantó las manos para proteger su cabeza y huyó sin pensárselo dos veces; y esta vez el

Señor Extranjero no le dio caza. Después de correr más de sesenta pasos, comenzó a reducir la velocidad y entonces se sintió muy descorazonado porque, si el Señor Extranjero no le permitía hacerse revolucionario, no había salida para él. En el futuro no podía esperar que nadie con casco y armadura blancos fuera a buscarlo. Su aspiración, su objetivo, su esperanza y su futuro habían sido aplastados de un solo golpe. El hecho de que la noticia de su desgracia se divulgara y se convirtiera en el hazmerreír de prójimos como Pequeño D y Bigotes Wang era de importancia secundaria.

45 El nombre del Partido de la Libertad se pronunciaba en chino Ziyou Dang. Los campesinos, al no entender la palabra Libertad, cambiaban Ziyou por Shiyou, que significa aceite de caqui.

46 El más alto grado literario en la dinastía Ching (1644-1911).47 Ser inmortal de las leyendas folklóricas chinas, a quien se representa siempre con los cabellos flotantes.

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Creía no haberse sentido nunca tan apático. Aun el haberse enrollado la trenza en la coronilla le parecía sin sentido y hasta ridículo. A manera de venganza estuvo tentado de dejarse colgar la trenza de nuevo, pero no lo hizo. Anduvo vagando hasta el anochecer y, después de ordenar dos tazones de vino a crédito y bebérselos, comenzó a sentirse mejor y ante sus ojos aparecieron visiones fragmentarias de cascos y armaduras blancos.

Erró todo el día, como era su costumbre, hasta tarde en la noche. Tan sólo cuando la taberna estaba a punto de cerrar, inició el regreso al Templo de los Dioses Tutelares.

—¡Bang!... ¡Pafff!Un ruido desusado llegó a sus oídos; no podía ser de petardos. Siempre le había gustado la

excitación y meter la nariz en asuntos ajenos, de modo que comenzó a buscar la causa del ruido en la oscuridad. Le pareció oír pasos delante y se puso a escuchar. De súbito un hombre corrió en dirección contraria a la suya. En cuanto A Q lo vio se volvió y empezó a seguirlo tan rápido como podía. Cuando el hombre volvía una esquina, A Q también hacía lo mismo, y cuando el desconocido se detuvo, A Q se detuvo igualmente. No había nadie más detrás; aquel hombre era Pequeño D.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó A Q, resentido.—Chao... la familia Chao ha sido saqueada —jadeó Pequeño D.El corazón de A Q dio un brinco. Después de decir lo anterior, Pequeño D se alejó. A Q siguió

corriendo, deteniéndose dos o tres veces. Pero como él también había pertenecido al oficio, se sintió extraordinariamente valiente y se atrevió a abandonar el refugio de una esquina y allí se puso a escuchar con detenimiento. Le pareció oír gritos. Miró también con toda atención y creyó ver a un grupo de hombres con casco y armadura blancos, llevando cofres, muebles; llevándose hasta el lecho de Ningbo de la mujer del bachiller; no pudo sin embargo verlo todo con mucha claridad. Quiso aproximarse, pero sus pies habían echado raíces en el suelo.

No había luna aquella noche y Weichuang estaba silencioso y quieto en medio de una oscuridad completa, tan quieto como en los apacibles días del antiguo Emperador Fusi. A Q estuvo allí hasta que perdió el interés al notar que todo parecía igual que antes. A la distancia había gentes moviéndose de allá para acá, llevando cofres, muebles y hasta la cama de Ningbo de la mujer del bachiller... trasportando y trasportando hasta hacerlo dudar de sus propios ojos. Pero A Q decidió no acercarse y regresó a su Templo.

Estaba aún más oscuro en el Templo de los Dioses Tutelares. Después de cerrar la gran puerta, entró a tientas en su cuarto, y sólo cuando hubo descansado un buen rato encontró la calma suficiente para pensar en las consecuencias que tendría para él todo aquel asunto. Indudablemente, habían llegado los hombres de casco y armadura blancos, pero no habían venido a visitarlo; habían sacado muchas cosas, pero a él no le había tocado su parte... Esto era culpa de Falso Demonio Extranjero, que lo había dejado fuera de la rebelión. De otro modo, ¿cómo no iba a tener participación?

Mientras más pensaba, más furioso se ponía, hasta llegar al paroxismo de la ira; moviendo maliciosamente la cabeza, exclamó:

—¡De modo que no hay rebelión conmigo!, ¿eh? Todo para ti, ¿eh? Tú, hijo de perra, Falso Demonio Extranjero... Está bien: ¡quédate con tu rebelión! El castigo de los rebeldes es la decapitación. Tendré que convertirme en delator para ver cómo te llevan a la ciudad, para cortarte la cabeza... a ti y a toda tu familia... ¡Mata, mata!

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IX.El gran final

Tras el saqueo a la familia Chao, la mayoría de la gente de Weichuang se sintió complacida, aunque temerosa, y A Q no fue una excepción. Pero cuatro días más tarde, A Q fue arrastrado a la ciudad sin previo aviso, en medio de la noche. Era una noche oscura cuando un escuadrón de soldados, un escuadrón de la milicia, un escuadrón de la policía y cinco hombres del servicio secreto entraron calladamente en Weichuang y, al amparo de la oscuridad, rodearon el Templo de los Dioses Tutelares, instalando una ametralladora frente a la entrada. Mas A Q no se lanzó fuera. Durante largo rato, nada se movió en el templo. El capitán se impacientó y ofreció una recompensa de veinte mil sapecas. Sólo entonces dos hombres de la milicia se atrevieron a correr el riesgo, saltaron la muralla y penetraron en el interior. Y entre todos arrastraron a A Q. Pero no comenzó a despejarse sino cuando lo sacaron del templo y lo llevaron hasta cerca de la ametralladora.

Era ya mediodía cuando llegaron a la ciudad y A Q se vio arrastrado a un destartalado yamen; después de doblar cuatro o cinco veces por las galerías, fue obligado a entrar a una pequeña habitación. Apenas había traspasado el umbral a los tumbos, cuando la puerta enrejada de madera, hecha de troncos enteros, se cerró rechinando a sus talones. El resto de la habitación consistía en tres muros. Miró con atención a su alrededor y pudo ver a otros dos individuos en un rincón.

Si bien A Q se sentía algo inquieto, no se hallaba muy deprimido, porque el dormitorio que tenía en el Templo de los Dioses Tutelares no era mejor que aquél. Los otros dos también parecían ser aldeanos. Poco a poco se pusieron a conversar y uno de ellos le contó que el señor licenciado del examen provincial quería procesarlo por el arriendo que le debía su abuelo; el otro no sabía por qué estaba allí. Cuando interrogaron a A Q, contestó con toda franqueza:

—Porque quería la rebelión.Aquella tarde le hicieron salir por la puerta enrejada y le llevaron ante un gran estrado, sobre el

cual estaba sentado un anciano con la cabeza completamente afeitada. A Q se preguntaba si no sería un monje, pero cuando vio que abajo había una fila de soldados de pie y unos diez hombres de largas togas a ambos lados del anciano, algunos con la cabeza completamente afeitada como este último, y otros con el cabello de un pie de largo colgándole sobre los hombros, igual que Falso Demonio Extranjero, pero todos fulminándolo con la mirada, con los rostros fieros, se dio cuenta de que aquel hombre debía de ser un personaje importante. Al punto se le aflojaron las rodillas y cayó de hinojos.

—¡Ponte de pie para hablar! ¡No de rodillas! —gritaron a coro los hombres de togas largas.Aunque A Q pareció comprender, no se sentía capaz de ponerse de pie; involuntariamente se

puso en cuatro patas y lo mejor que pudo hacer finalmente fue arrodillarse de nuevo.—¡Espíritu de esclavos!... exclamaron los hombres de toga con desprecio, si bien no

insistieron en que se pusiera de pie.—Di la verdad y tu pena será menos dura dijo el anciano de la cabeza rapada, en voz serena y

clara, fijando sus ojos en A Q—. Lo sé todo. Cuando hayas confesado, te dejaré libre.—¡Confiesa! —repitieron en voz alta los de la toga.—En realidad yo quería... venir... —murmuró A Q desarticuladamente, después de una

confusa reflexión.—En ese caso, ¿por qué no viniste? —preguntó el anciano gentilmente.—Falso Demonio Extranjero no me dejó.—¡Disparates! Es demasiado tarde para hablar de eso ahora. ¿Dónde están tus cómplices?—¿Qué?...—Los que aquella noche robaron a la familia Chao.—No vinieron a buscarme. Ellos mismos se llevaron las cosas —el recuerdo indignó a A Q.—¿Dónde fueron? Cuando me lo hayas dicho, te dejaré ir —dijo el anciano aún más

gentilmente.

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—No lo sé... No vinieron a buscarme...Entonces, a un guiño del anciano, A Q fue llevado de nuevo a la prisión, de donde no volvió a

salir hasta la mañana siguiente.Todo seguía igual en el estrado. El anciano con la cabeza afeitada seguía sentado arriba y A Q

volvió a arrodillarse.—¿Tienes algo más que decir? —preguntó el anciano suavemente.A Q pensó y no encontró nada que decir, de modo que contestó:—Nada.Entonces, un hombre de larga levita trajo una hoja de papel y pasó un pincel a A Q. A Q

estaba tan espantado que casi se le cayó el alma, porque aquella era la primera vez en su vida que su mano tocaba un pincel para escribir. Estaba devanándose los sesos para encontrar la manera de cogerlo cuando el hombre señaló un sitio en el papel y le dijo que pusiera su nombre.

—Yo... yo... no sé escribir —dijo A Q, consternado y avergonzado, tomando el pincel.—En ese caso, te será más fácil hacer un círculo.A Q trató de dibujar un círculo, pero la mano que sostenía el pincel temblaba tanto que el

hombre le puso el papel en el suelo. A Q se inclinó y trazó un círculo con tanto fervor como si en ello le fuera la vida. Temía que se rieran de él y decidió hacerlo redondo; pero el maldito pincel no sólo era muy pesado, sino que no quería obedecer, serpenteando en uno y otro sentido; cuando la línea iba ya a juntarse, volvió a torcerse, haciendo una figura en forma de semilla de melón.

Dejando a A Q con la vergüenza de no haber sido capaz de dibujar un círculo redondo, aquel individuo se había llevado el papel y el pincel sin hacer comentarios; entonces unas cuantas personas lo llevaron de regreso al cuarto de la puerta enrejada.

Esa vez no se sintió particularmente irritado al pasar la puerta. Suponía que en este mundo el destino de cada uno consistía en ser llevado a prisión y sacado de ella y en dibujar círculos sobre papel; sólo porque el círculo no había sido del todo redondo sentía que en su reputación había una mancha. Pero pronto recuperó la compostura diciéndose: —Sólo los idiotas pueden dibujar círculos redondos —y con este pensamiento se quedó dormido.

Pero aquella noche el señor licenciado del examen provincial no pudo dormir porque había reñido con el capitán. El licenciado del examen provincial insistía en que lo más importante era recuperar las cosas robadas, en tanto que el capitán sostenía que primero debía hacerse un escarmiento público. En los últimos días, el capitán había llegado a tratar al licenciado del examen provincial en forma muy desdeñosa; y así, golpeando la mesa con el puño, había declarado: «¡Castiguemos a algunos para escarmentar a ciento! Ahora bien, soy miembro del partido revolucionario desde hace menos de veinte días y ya ha habido más de diez robos, ninguno de los cuales ha sido declarado; y ya pueden ver lo mal que eso cae a mi prestigio. Y ahora que se ha aclarado uno, viene usted a argumentar como un pedante. ¡No señor! Este es asunto mío».

El señor licenciado del examen provincial se había molestado mucho, pero insistió, alegando que si los bienes robados no se recuperaban, dimitiría inmediatamente de su puesto de administrador civil adjunto.

—¡Como usted guste! —dijo el capitán.En consecuencia, el señor licenciado del examen provincial no durmió aquella noche, pero,

felizmente, tampoco presentó su dimisión al otro día.A Q fue sacado de la prisión por tercera vez en la mañana que siguió a la noche en que el señor

licenciado del examen provincial no había podido dormir. Cuando llegó al gran estrado, el anciano de la cabeza rapada seguía sentado, como de costumbre, y A Q se arrodilló, como de acostumbre.

Con mucha suavidad, el anciano le preguntó:—¿Tienes algo más que decir?A Q reflexionó y llegó a la conclusión de que no había nada que decir, de modo que respondió:—Nada.Unos hombres de largas túnicas y chaquetas cortas le pusieron de repente un chaleco blanco de

tela fina, con unos jeroglíficos negros pintados encima. A Q se sintió considerablemente

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disgustado y vejado, porque aquello se parecía mucho a un traje de luto y usar luto era de mal agüero. Al mismo tiempo le amarraron las manos a la espalda y le sacaron del recinto del tribunal.

A Q fue subido a una carreta descubierta y varios hombres con chaquetas cortas se sentaron junto a él. La carreta partió en seguida. Adelante iba un grupo de soldados y hombres de la milicia que llevaban sobre los hombros rifles extranjeros, y a ambos lados una multitud de boquiabiertos espectadores; lo que había detrás, A Q no podía verlo. Pero de pronto se le ocurrió: «¿No irán a cortarme la cabeza?» Se sintió terriblemente alarmado y todo se volvió negro ante sus ojos, al mismo tiempo que sentía un zumbido en los oídos, como si se hubiera desmayado. Pero en realidad no se desmayó del todo. Aunque se sentía intranquilo a ratos, permanecía en calma; le parecía que en este mundo, probablemente, era el destino de todos que alguna vez les cortaran la cabeza.

Reconoció el camino y sintió cierta sorpresa: ¿Por qué no iban al patíbulo? A Q no sabía que era paseado por las calles para escarmiento público. Pero, de haberlo sabido, hubiese sido lo mismo; sólo habría pensado que en este mundo era el destino de todos servir alguna vez de escarmiento público.

Entonces se dio cuenta de que estaban dando un rodeo para llegar al patíbulo, de modo que él iba seguramente a que le cortaran la cabeza. Miró perplejo a la multitud, que, como hormigas, se arrastraba a ambos lados e inesperadamente, entre el gentío de la calle, divisó a Ama Wu. De modo que era por eso que no la había visto durante tanto tiempo: estaba trabajando en la ciudad.

A Q se sintió súbitamente avergonzado por su falta de valor, porque no había cantado ningún verso de ópera. Sus pensamientos le daban vueltas en la cabeza como un torbellino: La joven viuda en la tumba de su esposo no era bastante heroica. Las palabras de «Lamento haber matado...», de La batalla del dragón y el tigre, eran demasiado pobres. «Te aplastaré con mi maza de acero» era hasta ahora lo más adecuado. Pero cuando quiso levantar las manos, recordó que las tenía atadas; de modo que tampoco cantó «Te aplastaré».

«Dentro de veinte años seré otro...»48 —A Q, en su agitación, dijo la mitad de un proverbio que le vino a la mente aunque no lo había aprendido, ni pronunciado nunca antes.

—¡Bravo! —aulló la multitud, con un rugido semejante al del lobo.La carreta avanzaba sin cesar. En medio de la aclamación, los ojos de A Q giraron buscando a

Ama Wu, pero ella, mirando sencillamente absorta los rifles extranjeros que llevaban los soldados, no parecía haberlo visto.

Entonces A Q lanzó otra mirada sobre la multitud que lo aclamaba.En aquel instante sus pensamientos volvieron a girar en su cabeza como un torbellino. Cuatro

años antes, al pie de la montaña, había encontrado a un lobo hambriento que lo había seguido a una distancia fija, con evidentes intenciones de comérselo. Había estado a punto de morir de miedo, pero, afortunadamente, en aquel momento tenía un machete en la mano, lo que le dio valor para volver a Weichuang. Nunca había olvidado los ojos del lobo, fieros y cobardes, que brillaban como dos fuegos fatuos, perforando su piel a la distancia. Pero ahora los veía más terribles que nunca, obtusos y afilados; parecían haber devorado sus palabras, y aún seguían ansiosos de devorar algo más que su carne y su sangre. Y aquellos ojos le seguían siempre a una distancia fija.

Pareció como si los ojos se hubieran reunido en uno solo, que mordía el alma.—¡Socorro, socorro!...Pero A Q no logró pronunciar esas palabras. Todo se volvió negro ante sus ojos, sintió un

zumbido en los oídos como si todo su cuerpo se desintegrara cual ligero polvo.En cuanto a las consecuencias ulteriores del robo, el más afectado fue el señor licenciado del

examen provincial, porque los bienes robados nunca fueron recuperados. Toda su familia se lamentaba amargamente. Luego venía la casa de Chao, porque cuando el bachiller fue a la ciudad a dar cuenta del robo, no sólo le cortaron la trenza los malos revolucionarios, sino que tuvo que

48 «Dentro de veinte años seré otro fornido varón» era una frase usada muy a menudo por los criminales antes de la ejecución, Para mostrar su desprecio por la muerte. Como creían en la transmigración de las almas, pensaban que después de la muerte sus almas se introducían en otros cuerpos.

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pagar veinte mil sapecas. De modo que también la familia Chao en su conjunto se lamentaba amargamente. Aquel día adoptaron el típico aire de sobrevivientes de una dinastía derrocada.

En cuanto a la dilucidación de los acontecimientos por parte de la opinión pública, no hubo objeciones en Weichuang, porque naturalmente todos dijeron que A Q debía de ser un mal hombre y la prueba de que era malo era que había sido fusilado; porque si no hubiera sido malo, ¿cómo lo iban a fusilar?

La verídica historia de A QPero la opinión en la ciudad era desfavorable; muchos estaban insatisfechos porque estimaban

que el fusilamiento era mucho menos espectacular que la decapitación. Y qué condenado más ridículo, además; había pasado por tantas calles sin cantar un solo verso de ópera. Lo habían seguido para nada.

Diciembre de 1921

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VAGAR INCIERTO

(1925)

El sacrificio del Año Nuevo

La víspera de Año Nuevo del viejo calendario49 se parece más que la actual a una verdadera víspera de Año Nuevo; porque por no decir nada de las aldeas y ciudades, hasta en el aire se siente que ya llega el Año Nuevo.

De las nubes bajas y pálidas del atardecer parten súbitos relámpagos acompañados por el rumoroso sonido de las bombas de estruendo que celebran la partida del Dios del hogar; mientras aquí no más las bombas de estruendo explotan aún más violentamente y antes de que acaben de retumbar los cielos ya está el aire lleno de un tenue olor a pólvora.

Fue en una noche como ésta que volví a mi solar nativo, a Luchen. Aunque yo lo llame mi solar nativo, durante un largo tiempo no tuve casa allí, de modo que tenía que alojarme provisoriamente en casa de un cierto señor Lu, que era el cuarto hijo de su familia. Es miembro de nuestro clan y pertenece a la generación anterior a la mía, de modo que yo debiera llamarlo “Cuarto Tío”.

Es un viejo erudito que ha estudiado el neoconfucianismo, y lo encontré muy poco cambiado en todo sentido, simplemente un poco más viejo, pero sin bigotes todavía. Cuando nos encontramos, después de unas frases banales, dijo que yo estaba más gordo e inmediatamente después de decir que yo estaba más gordo lanzó un violento ataque contra los revolucionarios.

Yo sabía que no se trataba de una cuestión personal, porque el objeto de su ataque era en verdad Kang Yu-wei. Sin embargo, la conversación resultó ser difícil entre nosotros, por lo que casi en seguida me encontré solo en el estudio.

Al día siguiente me levanté muy tarde, y después de almorzar salí a visitar algunos parientes y amigos. Al otro día hice lo mismo. Ninguno de ellos estaba muy cambiado, solamente un poco más viejos; pero todas las familias estaban muy atareadas preparándose para “el sacrificio”.

Esta es la gran ceremonia de fin de año en Luchen, en la que la gente da reverentemente la bienvenida al Dios de la Fortuna y le implora buena suerte para el año próximo. Matan pollos y patos y compran cerdos, y limpian y friegan hasta que los brazos de las mujeres se ponen rojos de frío en el agua.

Después que se ha cocinado la carne se arrojan algunas presas al azar, y esto es lo que se llama el “ofertorio”.

Se hace a la madrugada, cuando se enciende el incienso y entonces invitan reverentemente al Dios de la Fortuna a que venga y se sirva de sus alimentos.

Sólo los hombres participan en la ceremonia, y después del sacrificio hacen estallar petardos y cohetes como antes. Esto ocurre todos los años en todas las familias, basta con que puedan comprar el ofertorio y los petardos; así es que este año naturalmente seguían con la misma costumbre.

El día se puso muy nublado y por la tarde empezó a nevar, los copos más grandes parecían pétalos de cerezos, y revoloteaban por el cielo, y esto, combinado con el humo y el rumor de la actividad, hacía que Luchen pareciera estar fermentando. Cuando volví al estudio de mi tío, el tejado ya estaba blanco de nieve, el cuarto parecía más brillante, lo que hacía iluminar y destacarse muy claramente la gran piedra roja con el símbolo de la longevidad que colgaba de la pared, escrita

49 Se refiere al calendario lunar chino. (N. de T.)

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por el santo taoísta Chen Tuan.Uno de los pergaminos había caído y yacía enrollado bajo la mesa larga, pero el otro seguía

colgado allí, con las palabras: “Con comprensión y sereno espíritu”.Sin nada que hacer me puse a revolver los libros que estaban sobre la mesa junto a la ventana,

pero lo único que pude encontrar fue una pila de lo que parecía ser un juego incompleto del Diccionario de Kang Hsi, un volumen de los escritos filosóficos de Chiang Yung, y un volumen de Comentarios sobre los Cuatro Libros50.

De todas maneras, me decidí a partir al día siguiente, Porque el solo pensar en mi encuentro con la mujer de Hsiang Lin el día anterior me hacía sentir muy incómodo. Había ocurrido por la tarde. Yo había estado visitando a un amigo en el barrio oriental de la ciudad y cuando salía la encontré cerca del río; y al notar cómo me miraba fijamente me di cuenta que intentaría acercarse a mí.

De toda la gente que yo había visto esta vez en Luchen nadie había cambiado tanto como ella: su cabello que cinco atrás tenía hebras grises ahora estaba completamente blanco, y no parecía la cabellera de una mujer de cuarenta años. Su rostro, consumido y enjuto, había perdido su anterior expresión de tristeza y ahora parecía tallado en madera. Sólo el ocasional brillo de sus ojos mostraba que era una criatura viviente. En una mano llevaba una canasta, con un plato roto, vacío; y en la otra, un bastón de bambú más alto que ella, roto en una punta: era evidente que se había convertido en una pordiosera.

Yo me detuve esperando que viniera a pedirme dinero.—¿Ha vuelto? —me preguntó primero.—Sí.—Ha hecho muy bien. Usted es un intelectual, y ha viajado mucho y ha visto mucho. Yo

quiero preguntarle algo —sus ojos apagados brillaron de pronto.No me hubiera imaginado nunca que me hablaría de ese modo, así es que el asombro me

impidió contestarle.—Se trata de esto —se acercó otros dos pasos, bajó la voz y susurró en tono confidencial—:

Después que una persona muere, ¿se convierte en fantasma o no?A mí me asustó un poco al ver cómo fijaba en mí sus ojos, y sentí que un escalofrío me

recorría la espalda. Su pregunta me había puesto más nervioso que esas que inesperadamente suelen formularle a uno o en un examen. Personalmente yo nunca me había preocupado por la cuestión de la existencia de los fantasmas, pero ahora, ¿qué podía contestarle a ella?

Después de un minuto de vacilación pensé: “La gente de aquí cree tradicionalmente en los fantasmas; sin embargo, parece que ella es escéptica, aunque quizá fuera mejor decir que tiene esperanzas: ella espera que exista la inmortalidad, y al mismo tiempo espera que no. ¿Por qué aumentar el sufrimiento de esta desgraciada? Para darle algo en qué creer será mejor decirle que sí”.

—Yo creo que puede haber —dije entonces con voz trémula.—Entonces también habrá un infierno.—¿Qué? ¿Un infierno? —grandemente desconcertado, sólo atiné a eludir la pregunta—. ¿Un

infierno? Según la razón, debiera haber uno, pero no es seguro. De todos modos, ¿qué importancia tiene?

—Entonces, ¿la gente de una misma familia que ha muerto se volverá a encontrar?—Bueno, si se volverán a encontrar o no…Comprendí ahora que estaba haciendo un papel de estúpido; con todas mis vacilaciones y mi

cuidadosa reflexión había sido incapaz de aguantar tres preguntas. De inmediato perdí toda seguridad, y quise decir exactamente lo contrario de lo que le había dicho antes.

—En este asunto, para serle franco, no estoy muy seguro. En verdad, tampoco estoy seguro en lo que se refiere a los fantasmas.

Para evitar más preguntas me alejé rápidamente y me refugié en la casa de mi tío, sintiéndome

50 Estos son escritos clásicos del confucianismo. (N. de T.)

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muy perturbado. Pensé para mí: “¿Puede ser peligrosa para ella mi respuesta? Quizá lo que ocurre es que cuando otra gente está con ánimo de fiesta ella se siente sola. ¿Pero no habrá otra razón? ¿No será que tiene un presentimiento? Si hubiera alguna otra razón, y algo llegara a ocurrir, entonces se me podía responsabilizar a mí por esa respuesta, hasta cierto punto”.

Acabé, sin embargo, por reírme de mí mismo, pensando que ese encuentro casual no podía tener ninguna significación y yo lo estaba tomando tan a pecho. No era de extrañarse que alguna vez un maestro hubiera dicho que yo era un caso neurótico.

Además, yo había dicho bien claramente: “No estoy seguro”, contradiciendo mi respuesta anterior, de modo que si algo llegara a ocurrir, yo no tendría la culpa.

“No estoy seguro”, es una frase sumamente útil.Los jóvenes inexperimentados y torpes a menudo echan sobre si el resolver los problemas de

las gentes o elegir los médicos, y si por casualidad las cosas salen mal, probablemente se los haga responsables; pero simplemente con utilizar esta frase: “No estoy seguro” uno puede librarse de toda responsabilidad. En esta ocasión sentía aún con más fuerza la necesidad de esa frase, dado que al hablar con una pordiosera no había manera de prescindir de ella.

Sin embargo, seguí sintiéndome incómodo. Y aún después de dormir toda la noche seguía pensando en eso, como si tuviera el presentimiento de que fuera a ocurrir alguna desgracia. En ese tiempo nevoso, en el sombrío estudio, esta incomodidad mía no hacía más que aumentar. Sería mejor que me fuera: al día siguiente volvería a la ciudad.

En el restaurante de Fu Hsing solían cobrar un dólar por una gran fuente de aletas de tiburón hervidas; era un plato barato y delicioso y me pregunté si habría aumentado su precio.

Aunque los amigos que solían acompañarme a comerlo en otros días ya no estaban, las aletas de tiburón eran algo que había que enfrentar aunque fuera solo. De todas maneras me decidí a partir al día siguiente.

A causa de que a menudo había tenido la experiencia de que cosas que yo esperaba que no ocurrieran y que no quería que ocurrieran, ocurrían invariablemente, temía con desesperación que éste resultara otra vez uno de esos casos.

Y en verdad empezaron a ocurrir cosas extrañas. Hacia el atardecer escuché gente conversando en el otro cuarto como si discutieran por algo; de un momento cesó la conversación, y sólo escuché que mi tío decía en alta voz al salir: “Ni más temprano ni más tarde, justo ahora, ése es un signo seguro de una mala persona”.

Al principio me asombré, después me sentí molesto pensando que esas palabras pudieran referirse a mí. Miré al otro cuarto pero no vi a nadie. Me contuve con dificultad hasta que entró su sirviente antes de la cena para preparar un poco de té, y sólo entonces tuve oportunidad de averiguar algo.

—¿Con quién estaba enojado el señor Lu hace un rato? —le pregunté.—Con la esposa de Hsiang Lin —me contestó brevemente el servidor.—¿La esposa de Hsiang Lin? ¿Qué pasó? —volví a preguntar.—Muerta.—¿Muerta? —mi corazón dio un salto y probablemente mi rostro cambió de color. Pero como

él no levantó la vista no se debe haber dado cuenta. Después pude controlarme y seguir preguntando—: ¿Cuándo murió?

—¿Cuándo? Anoche o esta mañana, no estoy muy seguro.—¿Cómo murió?—¿Cómo murió? Pues, de miseria, por supuesto.Me contestó plácidamente y siempre sin levantar la cabeza para mirarme, y salió del cuarto.Sin embargo, mi agitación duró poco, porque ahora que algo que yo sabía inminente ya había

ocurrido, no tenía necesidad de refugiarme en mi “No estoy seguro”, o en la expresión del sirviente “Murió de miseria”, para consolarme.

Mi corazón se sintió más aliviado. Sólo de tanto en tanto parecía sentir algún peso. Yo quería la cena y mi tío me acompañó con solemnidad. Yo quería preguntarle acerca de la esposa de

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Hsiang Lin, pero sabía que aunque había leído Los Duendes y los Espíritus Son Propiedad de la Naturaleza, había retenido muchas supersticiones y en la víspera de este sacrificio estaba fuera de la cuestión mencionar algo como la muerte o la enfermedad. En caso de necesidad se podían usar alusiones veladas pero infortunadamente yo no sabía cómo hacerlo de modo que aunque las preguntas me llegaba a la punta de la lengua no podía hacer más que morderlas.

Por su solemne expresión sospeché súbitamente que me contemplaba pensando que había elegido no más temprano ni más tarde sino exactamente ese momento para venir a molestarlo, y que también yo era una mala persona, de modo que para tranquilizarle le dije que pensaba partir de Luchen al día siguiente y volver a la ciudad. El no insistió mucho en que me quedara. Así es que terminamos tranquilamente la comida.

En invierno los días son cortos y ahora que nevaba la oscuridad ya cubría la ciudad. Todos estaban muy atareados dentro de las casas, pero fuera reinaba la mayor tranquilidad. Gruesos copos de nieve caían sobre las calles y lo hacían a uno sentirse más solitario todavía.

Yo me senté solo bajo la lámpara de aceite vegetal y pensé:“Esta pobre mujer abandonada por la gente en el polvo como un juguete fatigoso y gastado,

una vez dejó su propia impronta en el polvo; y esos que gozan de la vida se deben haber maravillado de que ella quisiera prolongar su existencia; pero ahora la ha barrido la eternidad. Yo no sé si los fantasmas existen o no; pero en este mundo cuando acaba una existencia sin sentido, para que alguien que cansa a la gente ver no se vea más; eso es bueno tanto para el individuo afectado como para los otros.”

Escuché con atención para ver si podía oír la nieve cayendo en la calle, y seguí pensando en esto hasta que gradualmente me fui sintiendo menos incómodo.

Pero fragmentos de su vida que había visto u oído hacía mucho tiempo se combinaban ahora ante mí para formar un todo.

No era de Luchen. Cierto año al comienzo del invierno, cuando la familia de mi tío quiso cambiar de doncella, la vieja señora Wei que actuó como introductora, la trajo. Su cabello estaba ceñido con vinchas blancas, llevaba una pollera negra, una chaqueta azul y una blusa blanca, tenía unos veintiséis años y un rostro pálido aunque sus mejillas eran rosadas. La vieja señora Wei la presentó como la esposa de Hsiang Lin, y dijo que era una vecina de la familia de su madre, y que desde la muerte de su esposo había trabajado fuera.

Mi tío frunció el ceño; mi tía comprendió de inmediato que a él le disgustaba porque se trataba de una viuda. Sin embargo, cuando la tía vio cuán respetable era, con sus grandes y fuertes brazos y piernas, y su expresión mansa, con todo el aspecto de ser modesta y trabajadora, no le prestó atención al ceño de mi tío, y la tomó. Durante el período de prueba trabajó desde la mañana hasta la noche, como si se aburriera cuando no hacía nada; y era tan fuerte que podía hacer el trabajo de un hombre; por eso al tercer día arregló todo y se le fijó un salario de quinientas monedas por mes.

Todos la llamaban la esposa de Hsiang Lin. No le preguntaban su propio nombre, pero como fue presentada por alguien de la aldea Wei, que dijo que era una vecina, era presumible que su nombre también fuera Wei. No era muy locuaz, sólo contestaba cuando se le hablaba, y aun entonces sus respuestas eran breves. Ya había pasado casi un mes en casa cuando supimos poco a poco que ella tenía una suegra muy severa en su casa, y un cuñado más joven que era tallista. Su esposo, que también había sido tallista, había muerto en la primavera última, Era diez años más joven que ella, y esto era todo lo que se logró saber de su vida anterior.

Los días pasaban uno tras otro, pero ella seguía trabajando como siempre; comía cualquier cosa y no se mezquinaba en las más duras labores. Todos decían que la doncella que trabajaba en casa del señor Lu realizaba más trabajo que un hombre. Al final del año barría, limpiaba los pisos, mataba los pollos y los gansos y se sentaba a cocinar la carne del sacrificio, completamente sola, de modo que la familia no tenía que contratar servicio extra. Ella por su parte también estaba satisfecha; gradualmente la huella de una sonrisa empezó a aparecer en la comisura de sus labios y su rostro se tomó más blanco y más relleno. Apenas acababa de pasar un año y medio cuando volvió de lavar arroz en el río completamente pálida diciendo que había visto desde lejos a un

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hombre en la orilla opuesta que se parecía mucho a su cuñado y que probablemente había venido a buscarla. Mi tía, muy alarmada, hizo una minuciosa investigación, pero no pudo obtener más informaciones.

Cuando mi tío se enteró, frunció el ceño y dijo: “Esto es malo. Se debe haber escapado de la familia de su marido.” No pasó mucho tiempo sin que esta sabia deducción se viera confirmada.

Dos semanas después cuando todos empezaban a olvidar lo ocurrido, la vieja Wei llegó de pronto trayendo consigo una mujer de treinta y tantos años que dijo ser la suegra de la doncella. Aunque la mujer parecía una aldeana, actuaba con mucha desenvoltura. Después de los habituales saludos y frases de cortesía, se disculpó y dijo que el objeto de su viaje era llevarse a su casa a su nuera, porque había mucho trabajo al comienzo de la primavera, y sólo tenían viejos y niños en la casa, de modo que la necesitaba.

—Si es su suegra la que la busca, ¿qué puede objetarse? —dijo mi tío.Entonces, se le ajustaron las cuentas. Se le adeudaban mil setecientas cincuenta monedas,

porque nunca había tocado un centavo de su sueldo; y ahora mi tía le dio todo el importe a su suegra. Esta también tomó las ropas, agradeció al señor y la señora Lu y se fue. Ya era cerca del mediodía.

—¡Oh, el arroz! ¿No fue la esposa de Hsiang Lin a lavar el arroz al río? —exclamó súbitamente mi tía. Probablemente sentía hambre, y por eso se acordó del arroz.

Entonces todos se pusieron a buscar la canasta de arroz. Mi tía fue primero a la cocina, después al zaguán, después al dormitorio; pero no se la encontraba por ninguna parte. Mi tío fue afuera y tampoco la pudo encontrar; sólo cuando fue directamente a la orilla del río pudo verla, estaba sobre la orilla con un manojo de verdura al lado.

Algunos dijeron que un barco con una vela blanca había anclado allí por la mañana, pero como el barco estaba totalmente cubierto por la vela, no sabían quién estaba adentro, y por otra parte nadie le había prestado la menor atención. Pero cuando la esposa de Hsiang Lin llegó a lavar el arroz y acababa de arrodillarse junto al agua, dos hombres de aspecto campesino saltaron súbitamente a tierra, se apoderaron de ella y la subieron a bordo. La esposa de Hsiang Lin gritó un instante, pero después calló, probablemente porque la habían amordazado. Entonces bajaron dos mujeres, una era forastera y la otra la vieja señora Wei. Cuando esta gente trató de espiar lo que había en el bote, no pudieron ver bien, pero parecía que ella estaba atada en la cubierta.

—¡Es una vergüenza! Pero... —dijo mi tío.Ese día mi tía tuvo que preparar sola el almuerzo y mi prima Ah Niu encendió el fuego.Después del almuerzo volvió la señora Wei.—¡Es una vergüenza! —le dijo mi tío.—¿Qué significa esto? ¿Cómo se atreve usted a venir aquí? —mi tía, que estaba lavando los

platos, empezó a reprenderla apenas la vio—, usted misma la recomendó y después conspiró para llevársela, provocando todos estos trastornos. ¿Qué va a pensar de usted la gente? ¿Está usted tratando de convertirnos en el hazmerreír del pueblo?

—¡Ay de mí, ay de mí! Yo fui vilmente engañada, y ahora he venido a tratar de arreglar las cosas. Cuando ella vino y me pidió que le buscara trabajo, ¿cómo podía adivinar que lo hacía sin el consentimiento de su suegra? Lo siento muchísimo, señor y señora Lu. Por ser tan vieja y estúpida y descuidada he ofendido a mis protectores. Sin embargo, es una suerte para mí que su familia sea siempre tan generosa y buena. Esta vez estoy segura de encontrarle a alguien que sea realmente buena para compensar mis errores.

—Sí, pero... —dijo mi tío.Y así terminó el episodio de la esposa de Hsiang Lin, y antes de mucho tiempo fue

completamente olvidado.Sólo mi tía, debido a que las doncellas que se tomaron después eran haraganas o ladronas sin

que una sola de ellas valiera nada, hablaba todavía de la esposa de Hsiang Lin. En tales ocasiones solía decirse: “¿Qué se habrá hecho de ella?” Cuando lo que quería decirse era que le gustaría tenerla de vuelta. Pero al Año Nuevo siguiente también ella perdió toda esperanza.

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La festividad del Año Nuevo casi había terminado cuando a vieja señora Wei vino a presentar sus saludos, y dijo que era porque había estado en la aldea Wei para visitar a la familia de su madre y se había quedado allí unos días, que llegaba tarde. En el curso de la conversación se llegó naturalmente a hablar de la esposa de Hsiang Lin.

—¿Esa? —dijo alegremente la señora Wei—. Tiene suerte ahora. Cuando la suegra se la llevó a su casa ya la había prometido al sexto hijo de la familia Ho, de la aldea Ho; poco después de llegar a la casa la pusieron en el palanquín de novia y la despacharon

—¡Dios mío! ¡Qué suegra! —exclamó mi tía asombrada.—Usted, señora, habla como una gran dama. Nosotros, la gente de campo, no nos

impresionamos por eso. Ella todavía tenía un cuñado más joven que se tenía que casar, y si no le encontraban un marido a ella, ¿de dónde sacarían el dinero para casarlo a él? Pero su suegra es una mujer muy inteligente y capaz, que sabe cómo hacer negocios, así es que la casó a una familia de las montañas. Si la hubiera casado con alguien de la misma aldea no le hubieran dado mucho dinero; pero pocas mujeres están dispuestas a casarse con alguien que viva en medio de las montañas. Por eso es que le dieron ochenta mil monedas. Ahora se ha casado el segundo hijo, y sólo le costó cincuenta mil, y con todos los gastos del casamiento todavía se quedó con diez mil monedas. ¿Dígame si no es una mujer capaz?...

—Pero, ¿y la esposa de Hsiang Lin quería casarse?—Nadie le preguntó si quería o no. Es claro que cualquiera habría protestado, pero la ataron

con una soga, la metieron en el palanquín de novia, la llevaron hasta la casa del marido, efectuaron la ceremonia en el zaguán y los encerraron en su cuarto. y eso fue todo. Pero la esposa de Hsiang Lin tiene un temperamento muy fuerte. Supe que peleó fuerte, y todos dicen que seguramente porque había trabajado en la casa de un intelectual era distinta de los demás. Usted y yo, señora, hemos visto mucho. Cuando las viudas se vuelven a casar, algunas lloran y gritan, otras amenazan con suicidarse. Otras, cuando han sido llevadas hasta la casa del novio, se niegan a casarse, y algunas hasta llegan a romper las velas. Pero la esposa de Hsiang Liii era distinta de las demás. Dicen que gritó y maldijo todo el camino, de modo que cuando llegó a la aldea estaba completamente afónica. Cuando la sacaron de la silla, aunque los dos portadores y su joven cuñado usaron toda su fuerza, no la pudieron hacer quedarse quieta durante la ceremonia. Apenas se descuidaron y la aflojaron un poco (¡bendito sea Buda!) se tiró contra una esquina de la mesa y se abrió un agujero en la cabeza. Empezó a correr la sangre y aunque usaron dos puñados de cenizas de incienso y la vendaron con dos trozos de paño rojo no pudieron detener la hemorragia. Por fin tuvieron que agarrarla entre todos para poder encerrarla con su marido en la cámara nupcial, y desde allí los siguió maldiciendo. ¡Dios mío, fue algo realmente terrible! —sacudió la cabeza, bajó los ojos y no dijo más.

—Y después, ¿qué pasó? —preguntó mi tía.—Dicen que al día siguiente no se quiso levantar —dijo la señora Wei levantando la vista.—¿Y después?—¿Después? Después se levantó. Al fin de año tuvo un bebé, un niño, que cumplió dos años

este Año Nuevo. En estos días, cuando estuve en casa, algunos vecinos habían ido hasta la aldea Ho, y cuando volvieron dijeron que la habían visto a ella y a su hijo, y que los dos estaban gordos. Allí, no hay suegra que la mande, el hombre es un tipo fornido que gana bien, y la casa es propia. Ya ve, ha tenido suerte.

Después de esto, mi tía dejó de hablar de la esposa de Hsiang Lin.Pero en un otoño, unos dos años después que llegaran estas noticias de la fortuna de la esposa

de Hsiang Lin, fue ella misma la que apareció en el umbral de la casa de mis tíos. Sobre la mesa depositó una canasta redonda y en la mano traía un pequeño rollo de mantas. Todavía llevaba el cabello sujeto con vinchas blancas, y vestía una pollera negra, una chaqueta azul y una blusa blanca. Pero su rostro era enjuto y sus mejillas habían perdido los colores. Tenía los ojos bajos, y éstos habían perdido el brillo de antaño. Como la vez anterior, fue la vieja señora Wei la que la trajo y la que le explicó a mi tío:

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—Realmente fue como un trueno en un cielo sereno. Su esposo era tan fuerte que nadie se hubiese imaginado que moriría de fiebre tifoidea. Al principio pareció mejorar, pero después comió un plato de arroz frío y le volvió la enfermedad. Por suerte ella tenía el niño; puede trabajar, ya sea talando madera, recolectando té o alimentando los gusanos de seda; de modo que al principio pudo seguir adelante. Pero ¿quién se iba a imaginar que al niño se lo iba a llevar un lobo? Aunque era al final de la primavera llegó un lobo a la aldea, ¿quién iba a imaginarse eso? Ahora está sola. Su cuñado vino a hacerse cargo de la casa y la echó, de modo que no le quedó más remedio que venir a pedir ayuda a su antigua ama. Afortunadamente, esta vez no hay nadie que pueda venir a llevársela, y por suerte usted en este momento necesita una doncella, entonces la traje; pienso que alguien que ya esté acostumbrado a trabajar con usted sería mejor que una muchacha enteramente nueva...

—Fui muy estúpida, verdaderamente muy estúpida... —la esposa de Hsiang Lin alzó sus ojos inquietos y empezó a hablar—. Yo sólo sabía que en invierno cuando nieva, las bestias salvajes no tienen qué comer en sus madrigueras y tienen que bajar a las aldeas. No sabía que también vienen en la primavera. Me levanté al alba y abrí la puerta, llené una canasta con habas y llamé a mi Ha Mao, para que viniera y se sentara en el umbral y pelara las habas. Era muy obediente y siempre hacía lo que yo le decía. Después corté madera en la parte de atrás de la casa y lavé el arroz. Cuando el arroz estuvo en la sartén y quise hervir las habas, llamé a Ha Mao, pero no hubo respuesta; y cuando salí a mirar, sólo encontré las habas diseminadas por el suelo, pero Ha Mao no estaba. Nunca iba a jugar a las otras casas y en todos los lugares donde fui a preguntar nadie la había visto. Me desesperé y envié gente a buscarlo. Sólo por la tarde, en uno de los riscos vieron uno de sus zapatitos atrapados en una mata. “Eso es un mal signo”, dijeron. “lo debe haber llevado un lobo”. Y así fue. Cuando llegaron a la madriguera, allí estaba, yaciendo en la cueva, con todas sus entrañas ya devoradas y su manita aferrada todavía a la canastita de las habas —al llegar aquí rompió a llorar y no pudo seguir hablando.

Mi tía estuvo indecisa al principio, pero después de oír esta historia sus ojos estaban enrojecidos. Después de pensarlo un instante le dijo que tomara su canasta y sus mantas y fuera a la habitación de servicio. La vieja señora Wei, como si se hubiera librado de una pesada carga, suspiró; la esposa de Hsiang Lin parecía un poco más civilizada que la primera vez que vino, y sin que se le enseñara el camino mansamente

Y todos seguían llamándola la esposa de Hsiang Lin.Pero había cambiado mucho. No habían transcurrido tres días cuando su amo y su ama

comprendieron que ya no se movía tan de prisa como antes, le flaqueaba la memoria, y en su rostro impasible no se dibujaba nunca una sonrisa; por eso mi tía expresó que distaba mucho de estar satisfecha de tenerla a su servicio.

Cuando recién llegó la mujer, aunque mi tío frunció el ceño como siempre a causa de las dificultades en el servicio, no objetó con mucha fuerza, pero en secreto previno a mi tía que aunque esa gente parezca digna de compasión, son una mala influencia moral; así, aunque se le podía utilizar para el trabajo ordinario no debía participar en los preparativos del sacrificio, y ellas —mi tía y mi prima— tendrían que preparar solas toda la comida, porque de otro modo ésta sería impura, y los antepasados no la aceptarían.

El acontecimiento más importante en la casa de mi tío era el sacrificio de la víspera de fin de año y antiguamente ésta había sido la época de más trabajo para la esposa de Hsiang Lin; pero ahora no tenía nada que hacer. Cuando se puso la mesa en el centro de la sala y se corrieron las cortinas ella recordaba todavía cómo se hacía y quiso poner los vasos y distribuir las presas.

—¡Esposa de Hsiang Lin, deja eso! ¡Lo haré yo! —dijo apresuradamente mi tía.Ella retiró prestamente sus manos y fue a buscar los candelabros.—¡Esposa de Hsiang Lin, deja eso! Ya los traeré yo —volvió a decir mi tía.Después de dar varias vueltas sin encontrar nada que hacer, sólo atinó a irse con paso inseguro,

lo único que hizo ese día fue estar sentada junto a la chimenea y avivar el fuego.La gente del pueblo seguía llamándola “la esposa de Hsiang Lin”, pero en un tono distinto al

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que usaban antes; y aunque todavía hablaban con ella, sus modos eran mucho más fríos. A ella no le molestaba esto en absoluto, y mirando al frente con expresión inmóvil, contaba a todo el mundo su historia, esa historia que ocupaba día y noche su pobre cabeza.

—Fui muy estúpida, verdaderamente muy estúpida... —solía decir—. Yo sólo sabía que en invierno, cuando nieva, las bestias salvajes no tiene qué comer y tienen que bajar a las aldeas. No sabía que también vienen en la primavera. Me levanté al alba y abrí la puerta, llené una canasta con habas y llamé a mi Ha Mao, para que viniera y se sentara en el umbral y pelara las habas. Era muy obediente y siempre hacía lo que yo le decía. Después corté madera en la parte de atrás de la casa y lavé el arroz. Cuando el arroz estuvo en la sartén y quise hervir las habas, llamé a Ha Mao, pero no hubo respuesta; y cuando salí a mirar, sólo encontré las habas diseminadas por el suelo, pero Ha Mao no estaba. Nunca iba a jugar a las otras casas, y en todos los lugares donde fui a preguntar nadie lo había visto. Me desesperé y envié gente a buscarlo Sólo por la tarde, después de buscar por todas partes, en uno de los riscos vieron uno de sus zapatitos atrapado en una mata. “Eso es un mal signo”, dijeron, “lo debe haber llevado un lobo”. Y así fue. Cuando llegaron a la madriguera, allí estaba, yacente en la cueva, con todas sus entrañas ya devoradas y su manita aferrada todavía a la canastita de las habas... —Al llegar a este punto rompía a llorar y no podía seguir hablando.

Su historia era bastante eficaz, y cuando los hombres la escuchaban solían dejar de sonreír y se alejaban desconcertados, mientras que las mujeres no sólo parecían perdonarla sino que sus rostros inmediatamente perdían su mirada despectiva y terminaban por unir sus lágrimas a las de ella. Había algunas viejas que no la habían oído hablar en la calle, y que iban especialmente a buscarla para oír su triste historia. Cuando su voz desfallecía y rompía a llorar, entonces ellas se le unían, derramando las lágrimas que se habían juntado en sus ojos. Después suspiraban y se iban satisfechas, intercambiando comentarios.

Ella por su parte, no pedía más que la dejaran relatar su historia una y otra vez a menudo reunía tres o cuatro personas para que la escucharan. Pero no pasó mucho tiempo hasta que todo el pueblo ya la sabía de memoria, hasta que incluso en los ojos de las señoras más bondadosas y más temerosas de Buda no se veía ni el rastro de una lágrima. Más tarde, ya todos en el mercado, podían recitar su historia a la par de ella, y los cansaba, y los exasperaba oírla.

—Fui muy estúpida —verdederamente muy estúpida, —solía comenzar.—Sí, usted sólo sabía que cuando nevaba las bestias salvajes no tenían qué comer y bajaban a

las aldeas —le interrumpían el relato y se iban.Ella se quedaba parada con la boca abierta mirándolos con una expresión asombrada y después

se iba lentamente, completamente desconcertada. Pero ella seguía con su tema, y siempre, de cualquier tema relacionado, tal como el de las canastas, las habas, y los niños, pasaba a su propia historia e intentaba referirla. Si veía un niño de unos dos o tres años, decía: “Ah, señor, si mi Ha Mao estuviera vivo, sería así de alto...” Los niños, al ver la mirada de sus ojos se asustaban y buscaban refugio detrás de las polleras de sus madres. Entonces volvía a quedarse sola y otra vez se iba desconcertada Más tarde, todos ya conocían su tema, y bastaba que hubiera un niño cerca para que alguien le preguntara con una sonrisa sarcástica: “Esposa de Hsiang Lin, si tu Ha Mao estuviera vivo, ¿no sería así de alto?”

Ella, probablemente no llegaba a comprender que su relato, después de haber sido escuchado y degustado por los vecinos durante tanto tiempo, ahora les sabía mal, y sólo excitaba en ellos disgustos y desprecio; pero del modo como la gente le sonreía ella parecía saber que eran fríos y sarcásticos, y que no necesitaba decirles nada más. Simplemente los miraba y no les decía una palabra.

En Luchen la gente celebra el Año Nuevo a lo grande: desde el vigésimo día del duodécimo mes en adelante la gente empieza a prepararse para la fiesta. Esta vez en casa de mi tío consideraron necesario tomar una sirvienta para la temporada, pero todavía quedaba mucho que hacer, así que llamaron otra sirvienta, Liu Ma, para ayudarla. Había que matar pollos y gansos, pero Liu Ma era una mujer devota que no probaba la carne, que no mataba seres vivos y que se limitaba a lavar la vajilla del sacrificio. La esposa de Hsiang Lin, aparte de encender el fuego, no

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tenía otra cosa qué hacer, y descansaba, sentada mirando cómo Liu Ma lavaba la vajilla. Empezó a nevar.

—¡Dios mío!, yo fui verdaderamente estúpida... —dijo la esposa de Hsiang Lin como si hablara consigo misma, mirando al cielo y suspirando.

—¡Esposa de Hsiang Lin, ya empiezas de nuevo! —dijo Liu Ma, mirándola con impaciencia—. Quiero preguntarte: esa herida que tienes en la frente, ¿te la hiciste entonces?

—Sí, sí —contestó con vaguedad.—Quiero hacerte otra presunta: ¿qué hizo que consintieras después de todo?—¿Que consintiera yo...?—Sí. Lo que pienso es que debes haber consentido; porque si no...—¡Dios mío!, es que no tienes idea de lo fuerte que era.—No te creo. No creo que haya sido tan fuerte que verdaderamente no se lo hayas podido

impedir. Debes haber consentido, sólo que prefieres achacarlo a su fuerza.—¡Dios mío, sí, sí! Tú puedes hablar... Trata por ti misma y verás —se sonrió.La cara arrugada de Liu Ma se quebró también en una sonrisa; sus ojillos recorrieron la frente

de la esposa de Hsiang Lin y se fijaron en sus ojos. La esposa de Hsiang Lin, como si se sintiera incómoda, dejó de sonreír, desvió la vista y miró los copos de nieve.

—¡Esposa de Hsiang Lin, ése sí que fue un mal negocio! —dijo Liu Ma en tono misterioso—. Si hubieras aguantado un poco más, o te hubiera matado a golpes habría sido mejor. Pero como están las cosas, después de vivir con tu segundo esposo menos de dos años, eres culpable de un gran crimen. Piénsalo; cuando en el futuro vayas al otro mundo, los espectros de esos dos hombres se pelearán por ti. ¿Con cuál irás? El rey de los infiernos no tendrá más recurso que partiste en dos y dividirte entre ellos, verdaderamente...

Entonces, en su rostro se dibujó el terror. Esto era algo que no había oído nunca en las montañas.

—Creo que será mejor que tomes tus precauciones de antemano. Debes ir al Templo de los Dioses Tutelares y comprar un umbral para que te sustituya, de modo que miles de personas puedan pisarlo y arrodillarse allí para compensar tus pecados en esta vida y evitar el tormento en la otra.

En ese momento la esposa de Hsiang Lin no dijo nada, pero esto la impresionó profundamente porque a la mañana siguiente cuando se levantó, grandes círculos violetas enmarcaban sus ojos. Después del desayuno fue al Templo de los Dioses Tutelares en el extremo occidental de la aldea y pidió comprar un umbral. Los sacerdotes del templo no quisieron al principio y sólo cuando la vieron derramar amargas lágrimas consintieron de mala gana. El precio fijado fue de doce mil monedas.

Hacía va mucho que había dejado de hablar con la gente a causa de que la historia de Ha Mao había sido recibida con tanto desprecio; pero la noticia de su conversación con Liu Ma aquel día se desparramó por la ciudad y mucha gente volvió a interesarse por ella y otra vez la paraban en la calle para hacerla hablar. En cuanto al tema, lógicamente había cambiado y ahora se trataba de su herida en la frente.

—¡Esposa de Hsiang Lin, quiero hacerte una pregunta!, ¿por qué consentiste después de eso? —le gritaban.

—¡Oh, qué lástima! Haberte dado semejante golpe, y total, para nada —solía decir otro, mirando significativamente su cicatriz.

Probablemente ella comprendía por sus sonrisas y el tono de su voz que se estaban burlando de ella, de modo que los miraba fijamente sin decir palabra, y al final ya no volvía la cabeza. Todo el día andaba con los labios apretados, llevando en la frente la cicatriz que todos consideraban una marca de vergüenza, deslizándose silenciosamente por la calle, barriendo el piso, lavando la galería, preparando el arroz.

Sólo después de un año de trabajo recibió de mi tía su salario y lo cambió por doce dólares de plata, y con ellos fue al extremo occidental de la ciudad, pero en menos tiempo del que se necesita

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para un almuerzo estuvo de vuelta. Parecía mucho más consolada y en sus ojos brillaba una nueva luz; le contó a mi tía que ya había comprado un umbral en el Templo de los Dioses Tutelares.

Cuando llegó la época del sacrificio de invierno, trabajó con más fuerza que nunca y al ver a mi tía sacar los utensilios del sacrificio y llevar la mesa con Ha Niu al medio de la sala fue a buscar las copas y los palillos.

—¡Deja eso, esposa de Hsiang Lin! —le gritó mi tía.Ella retiró la mano como si se hubiera quemado, y al mismo tiempo su cara tomó un color de

ceniza, y en lugar de irse a buscar los candelabros se quedó de pie en medio de la sala, completamente perdida. Sólo cuando vino mi tío a quemar el incienso y le dijo que saliera, se fue.

Esta vez el cambio en ella fue muy grande, porque al día siguiente no sólo tenía los ojos hundidos sino que su espíritu parecía definitivamente roto. Es más, se tornó muy tímida, no sólo tenía miedo a la oscuridad, sino también a las sombras, de modo que a la vista de cualquiera, hasta de sus propios amos, parecía tan asustada como un ratoncito que hubiera salido de su cueva durante el día. Por lo demás, estaba sentada en una actitud estúpida, como una estatua de madera. En menos de medio año, su cabello empezó a encanecer, y su memoria fue empeorando hasta el punto de que se olvidaba continuamente de ir a preparar el arroz.

—¿Qué le ha pasado a la esposa de Hsiang Lin? Habría sido mejor no retenerla la última vez —a veces mi tía hablaba así delante de ella, como si la estuviera amenazando.

Pero ella siguió así, y ya no hubo esperanzas de que mejorara. Después, decidieron librarse de ella y le dijeron que se fuera a casa de la vieja señora Wei. Mientras yo estuve en Luchen sólo hablaban de eso como un proyecto; pero a juzgar por lo que ocurrió después, es lo que deben haber hecho.

Pero si ella se convirtió en pordiosera después de salir de la casa de mi tía o si primero estuvo en casa de la vieja señora Wei y después se convirtió en pordiosera, es lo que no sé.

Refiero todo esto porque me desperté al oír los petardos que explotaban junto a mi ventana. Vi el resplandor de las linternas amarillas del tamaño de habichuelas y oí el chisporroteo de los fuegos artificiales, mientras en la casa de mi tío se celebraba el sacrificio. Sabía que ya estaba cerca el alba. Me sentí aturdido, oyendo como en un sueño el sonido continuo y distante de los petardos que parecen formar una densa nube de ruido en el cielo y que se unían con los copos de nieve para formar una capa que envolvía la ciudad.

Envuelto en todo este bullicio, descansado y tranquilo, la duda que me había torturado desde el alba hasta el anochecer fue barrida por esta atmósfera de fiesta y sólo sentí que los santos del cielo y de la tierra habían aceptado el sacrificio y el incienso y todos andaban borrachos de alegría por el cielo, preparándose a dotar a las buenas gentes de Luchen de una inconmensurable buena suerte.

7 de febrero de 1924

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En una taberna

Como mi viaje seguía la dirección norte-sudeste, tuve que hacer un rodeo para dirigirme a la aldea de mis antepasados y desembarqué en S. Esta ciudad, donde yo había hecho clases durante un año, se halla a quince kilómetros de mi lugar natal: cuestión de algunas horas en sampán. Era pleno invierno, la nieve había caído poco antes; el paisaje era frío y triste. La nostalgia del pasado y cierto decaimiento me impulsaron a detenerme: tomé pues, una pieza en el hotel Luo Si, que antes no existía.

La ciudad no es muy grande; en poco tiempo terminé las visitas que me había propuesto hacer a algunos antiguos colegas: todos habían abandonado la ciudad hacía largo tiempo; nadie sabía nada de ellos. Pasé ante mi antiguo liceo, que había cambiado de nombre y de aspecto. Me sentía desconcertado; en menos de dos horas había perdido todo interés por la ciudad y me arrepentí de haberme detenido.

Mi hotel sólo ciaba alojamiento, no comidas; tuve que hacer traer arroz y algunos guisos de un restaurante vecino, pero lo que me sirvieron tenía un marcado gusto a tierra. La ventana de mi habitación daba a un muro manchado y cubierto de musgo seco. El cielo estaba opaco, de un gris de piorno. Algunos copos de nieve comenzaron a flotar. Como había almorzado mal y no tenía nada que hacer para matar el tiempo, me vino a la memoria el recuerdo de una taberna llamada «La casa del viejo barril». Conocía muy bien ese establecimiento, no estaba muy lejos de mi hotel. Cerré, pues, mi pieza con llave, y menos por deseos de beber que por escapar al hastío de un cuarto de hotel, me dirigí ala taberna. «La casa del viejo barril» estaba allí mismo, con su fachada estrecha, húmeda y sombría y su letrero descascarado; pero dentro, desde el cajero hasta los mozos, todos eran desconocidos: hasta para «La casa, del viejo barril» me había convertido en un perfecto extraño. A pesar de eso subí la escala, tan familiar, que partía de un rincón de la sala de entrada y conducía al segundo piso Allí estaban las mismas cinco mesitas de madera; sólo habían reemplazado la rejilla de madera de la ventana del fondo, por vidrios; era el único cambio.

—Un litro de vino amarillo de Shaosing... ¿Para comer?... Sí, diez croquetas de soja con mucha salsa picante.

Al hacer mi pedido al mozo que me había seguido, me dirigí hacia la ventana del fondo y me senté a la mesa eme había delante de ella. Aproveché eme la pieza estaba vacía por completo para escoger el mejor lugar, que miraba hacia el jardín abandonado. Probablemente ese jardín no pertenecía al establecimiento; lo había mirado tantas veces en los viejos tiempos y también bajo la nieve, pero aquel día mis ojos estaban habituados a los paisajes del norte y lo que vi allí me llenó de asombro: algunos viejos ciruelos, desafiando la nieve, se habían cubierto de flores; se habría dicho eme se reían del frío del invierno. Junto al pabellón en ruinas había una mata de camelias; en su espeso follaje sombrío se destacaban unas diez flores rojas, brillantes como el fuego, en medio de la nieve; se erguían allí arrogantes, coléricas, corno despreciando al viajero despreocupado que venía de tan lejos a admirarlas. Recordé de pronto lo húmeda que era. la nieve en el sur y cómo se agarraba al sitio donde caía, y brillaba como el cristal, mientras que los copos del norte son secos como el polvo y se levantan en torbellinos cuando el gran viento se pone a soplar...

—Su vino, señor... —dijo con indolencia el mozo. Dejó sobre la mesa el vaso, los palillos, el plato y el jarro del vino. Me volví, instalé el cubierto ante mí y llené mi vaso. Claro que yo no era del norte, pero he ahí que de regreso en el sur me sentía extranjero. Que la nieve seca del norte baile como el polvo o que la nieve dulce del sur se arraigue en el sitio en que cae, ambos fenómenos me parecían igualmente extraños. Un poco melancólico, torné un buen trago de vino. Era un vino de marca, las croquetas de soja estaban excelentes, pero por desgracia la salsa picante no estaba bien pimentada: a los sureños nunca les ha gustado el pimiento.

Tal vez por la hora, el comienzo de la tarde, esta taberna no tenía ninguna atmósfera de tal. Me había bebido ya tres vasos de vino y seguía siendo el único cliente: las cuatro mesas vecinas

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permanecían vacías. Miré hacia abajo, al jardín, y me invadió una sensación de soledad; y sin embargo no me habría gustado que llegaran otras personas. Experimentaba, pues, cierto ligero descontento cada vez que oía pasos en la escalera y cada vez me sentía aliviado al ver que se trataba del mozo. En ese estado de ánimo me bebí dos vasos más de vino.

«Ahora es un cliente», me dije al oír pasos mucho más reposados que los del mozo. Cuando pensé que había llegado al último peldaño de la escalera, levanté temerosamente la cabeza para mirar a este compañero no deseado, pero de inmediato me estremecí de sorpresa y me levanté para recibirlo. No había pensado que en aquel sitio iba a encontrarme con un amigo, si él me permite que le dé tal nombre. El recién llegado era un antiguo compañero de curso y un colega de los tiempos en que fui profesor. Aunque su rostro había cambiado mucho, lo reconocí de inmediato; sus movimientos muy reposados no se parecían en nada a los del dinámico Lü Wei-fu de antaño.

—¡Ah, Wei-fu, eres tú!... ¡Nunca me hubiera imaginado que iba a encontrarte aquí!—¡Ah, pero eres tú!... Te aseguro que yo tampoco... Lo invité a sentarse a mi mesa: él vaciló

un instante, pero terminó por hacerlo. No dejó de parecerme extraña esta actitud y hasta me sentí afectado por ella, Al examinarlo, noté que tenía como antes los cabellos desordenados y la cara larga y pálida, ahora enflaquecida y cansada. Estaba silencioso, tal vez descorazonado. Bajo sus grandes cejas negras, sus ojos habían perdido la antigua vivacidad. Sin embargo, cuando después de haber dado una mirada en redondo al cuarto se fijaron en el jardín de abajo, vi pasar por ellos el mismo resplandor que brillaba en nuestros tiempos de estudiantes.

—¡Hacía por lo menos diez años que no nos veíamos! —dije con tono jovial pero algo afectado—. Hace tiempo oí decir que estabas en Chinan, pero soy tan flojo que nunca te escribí...

—¡Y yo igual! Pero abandoné Chinan y me fui a Taiyuán, hace ya más de diez años: mi madre vive conmigo. Precisamente cuando regresaba de irla a buscar me enteré de tu partida. Según parece, has liquidado todo aquí...

—¿Y qué haces en Taiyuán? —pregunté.—Doy clases en casa de un hombre de mi provincia.—¿Y antes de eso?—¿Antes de eso? —Sacó un cigarrillo del bolsillo, lo encendió y mirando el humo que salía de

su boca, dijo con aire pensativo—: Cosas sin interés, como quien dice no hacía nada...Me preguntó a su vez lo que había sido de mí desde que nos dejamos de ver y mientras le

hacía un ligero esquema de mi vida, ordené que le trajeran palillos y un vaso, que llené con mi vino. Pedí dos litros más de Shaosing y nos hicimos traer algunos platos. Antes no habríamos gastado cumplido alguno por tan poco, pero ahora se produjo tal intercambio de cortesías que al final nadie sabía qué platos habían sido pedidos ni por quién. Finalmente nos pusimos de acuerdo en cuatro platos que sugirió el mozo: habas perfumadas con granos de hinojo, cerdo en gelatina, croquetas de soja y pescado seco.

—Desde que volví aquí, me siento ridículo —sonreía forzadamente y hablaba mientras sostenía con una mano su cigarrillo y con la otra su vaso colocado sobre la mesa—. Cuando era joven, me gustaba observar las moscas y las abejas; cuando algo las molesta, dejan rápidamente el lugar en que estaban paradas, pero después de volar un poco, invariablemente vuelven al sitio que acaban de abandonar. Yo las encontraba ridículas y sin embargo dignas de compasión. Nunca pensé que un día haría lo mismo que ellas, que volvería aquí después de dar una pequeña vuelta. Tampoco pensé que tú también volverías. ¿No pudo llevarte más lejos tu vuelo?

—Es difícil de decir. Es probable que no haya hecho otra cosa que volar en redondo —respondí con risa forzada—. ¿Pero cómo se explica que tu vuelo te haya traído aquí?

—Oh, un asunto sin importancia —vació su vaso, dio algunas chupadas a su cigarrillo y sus ojos se ensancharon—. Sin interés, pero voy a contártelo.

El mozo trajo el vino y los platos y los distribuyó en la mesa. Recalentada por el humo de los cigarrillos y el vaho que se desprendía de las croquetas de soja, la atmósfera de esa pieza del segundo piso me pareció un poco más alegre; afuera la nieve caía en copos más y más apretados.

—Tal vez te enteraste, antes, de que yo tenía un hermano pequeño... Murió a los tres años y

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fue enterrado aquí en el campo. No recuerdo bien su cara, pero mi madre dice que era un niño muy hermoso y que me quería mucho. Aún ahora, cada vez que habla de él se le llenan los ojos de lágrimas. Un primo nos escribió en la primavera que el río roía poco a poco el terreno en que mi hermanito está enterrado y que pronto su tumba quedaría cubierta por el agua; nos pedía que cuanto antes tomáramos una resolución. Mi madre se puso muy nerviosa con esta noticia y durante varias noches no durmió. Había visto la carta por sí misma, porque sabe leer. ¿Pero qué podía hacer yo? No tenía tiempo ni recursos para ocuparme de esta cuestión y, por el momento, dejé el asunto de lado. Sólo ahora, aprovechando las vacaciones ole Año Nuevo, he podido venir al sur para hacer cambiar de sitio la tumba.

Vació un segundo vaso de vino y miró por la ventana—En el norte no se ven estas cosas, flores que se abren entre la nieve, flores que no se hielan

con la nieve... Anteayer compré un pequeño ataúd en la ciudad, pues pensé eme el que se hallaba en la tierra, por tanto tiempo, debía estar podrido. Contraté a cuatro sepultureros y llevando los colchones de algodón me fui al campo. De pronto me sentí poseído de una gran felicidad: estaba impaciente por abrir esa tumba, por volver a ver el cuerpo de ese hermanito que me había querido tanto; todo era para mí una experiencia nueva. Cuando llegamos al cementerio vi que efectivamente el río había ido devorando el terreno: el agua estaba sólo a dos pies de la tumba. El montoncito de tierra que nadie arreglaba desde hacía dos años, estaba casi plano. De pie en la nieve, lo señalé con gesto enérgico a los sepultureros y ordené: —¡Abran esa tumba!— Soy un hombre completamente normal, pero en ese instante me pareció que mi voz tenía un sonido extraño y que acababa de dalla orden más tremenda de toda mi vida. Pero los sepultureros no manifestaron impresión alguna y se pusieron inmediatamente a la faena. Cuando hubieron abierto la fosa, me aproximé y vi que en realidad el ataúd había desaparecido casi por completo; no quedaba sino un montón de maderas carcomidas. Con el corazón saltándome, aparté suavemente esos fragmentos para ver a mi hermanito. Pero, cosa inesperada, no había absolutamente nada: ni la cubierta guateada, ni ropa, ni esqueleto. Me dije: »—Todo se ha disgregado, pero he oído decir que los cabellos se conservan mucho más tiempo que el resto; tal vez encuentre algunos cabellos—. Me incliné sobre el sitio donde debió hallarse el almohadón que sostenía su cabeza y aunque removí la tierra no encontré nada. ¡No había ni el más mínimo rastro de lo que había sido mí hermanito!

Noté que de pronto los ojos se le enrojecieron, pero pensé que era efecto del vino. Apenas tocaba la comida, pero bebía sin parar. Después de beberse más de medio litro, recuperó la animación, sus movimientos se volvieron más vivos y comenzó a parecerse al Lü Wei-fu que yo había conocido en otro tiempo. Ordené al mozo otros dos litros y volviéndome, lo miré a la cara, vaso en mano, para escucharlo en silencio.

—En realidad no había nada que trasladar de una tumba a otra. Debería haber ordenado que aplanaran el montículo y vender el ataúd recién comprado, y asunto terminado. En realidad volver a vender el ataúd no habría sido una cosa muy corriente, pero si lo hubiera ofrecido a bajo precio, seguramente su dueño anterior lo habría comprado y yo habría tenido unos cuantos centavos más para beber. Pero no hice tal cosa. Extendí la cubierta que llevaba, cogí un poco de tierra de la tumba y la envolví en el algodón, puse éste dentro de la cubierta y metí todo en el ataúd, que hice trasladar y sepultar junto a la tumba de mi padre; como ordené tapiar la tumba, ayer pasé casi todo el día vigilando los trabajos. Por lo menos dejé en orden este asunto. Así podré tranquilizar a mi madre ocultándole la verdad... Pero, ¿por qué me miras así? ¿Encuentras que he cambiado mucho? Es verdad, ahora me acuerdo de que íbamos juntos al templo del dios tutelar de la ciudad para arrancarles las barbas a los budas; pasábamos los días discutiendo sobre los mejores medios para hacer la revolución en China y a veces hasta nos fuimos a las manos... Pero ya ves, me he convertido en esto: un hombre que quiere salvar las apariencias y que entra en toda clase de compromisos. A veces me digo: —Si mis amigos de antaño me vieran, renegarían de mí, sin duda—. Pero eso es lo que soy ahora...

Sacó un segundo cigarrillo, se lo llevó a los labios y lo encendió.

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—A juzgar por tu mirada, parece que todavía esperas algo de mí. Aunque no tenga antenas como antes, hay cosas que siento igual. Te agradezco tu confianza, pero al mismo tiempo me avergüenzo de ella, porque me hace profundamente desgraciado la idea de tener que decepcionar a un antiguo amigo que aún tiene esperanzas en mí, a pesar de mi estado actual...

Se interrumpió de súbito, sacó algunas bocanadas de humo de su cigarrillo y continuó sin prisa:

—Hoy, justo antes de venir a «La casa del viejo barril», realicé otra acción sin interés y sin embargo la cumplí también por mi propia voluntad. Cuando vivíamos en S, al oriente de nuestra casa vivía un barquero llamado Larga-Fortuna. Tenía una hija, Dócil; tal vez la hayas visto cuando ibas a mi casa, pero seguramente no te fijaste en ella, porque entonces era muy pequeña. Aún de mayor no era muy hermosa: tenía una cara ovalada muy corriente y muy delgada y pálida. Sólo sus ojos llamaban la atención: muy grandes, sombreados por largas pestañas y con un blanco tan límpido como una noche sin nubes. Hablo del cielo del norte, de ese cielo sin nubes que se ve cuando no hay viento... Aquí el cielo no tiene trasparencia. Dócil era muy hacendosa. Había perdido a su madre cuando sólo tenía diez años y ella crió a su hermano y a su hermana menor y cuidó a su padre; desempeñaba muy bien estas tareas. Como era muy económica, el bienestar penetró en su casa. Casi todos los vecinos la elogiaban; hasta su padre lo hacía, expresándole a veces su gratitud. Esta vez, en el momento de partir para el sur, mi madre la recordó las personas de edad tienen recuerdos tenaces. Me contó que una vez, después de ver a alguien que llevaba una flor de terciopelo rojo en los cabellos, Dócil quiso tener una flor como ésa, pero como no pudo procurársela, por la noche lloró varias horas. Su padre le pegó y se la vio durante dos o tres días con los ojos colorados. Esas flores de terciopelo se confeccionan en las provincias del norte y no se venden en S, de modo que ella no tenía esperanzas de llegar a poseer una. Mi madre me dijo que puesto que yo volvía al sur aprovechara la oportunidad para llevarle a Dócil un par de flores de terciopelo.

Lejos de molestarme, este encargo me causó gran placer; me sentía muy feliz de poder hacer cualquier cosa por Dócil. Cuando volví a recoger a mi madre, hace un par de años, encontré un día a Larga-Fortuna en su casa y no recuerdo a propósito de qué, trabamos una conversación. Me invitó a merendar y dijo que iba a hacer que me prepararan harina de trigo malteada. Con azúcar blanca, me explicó. Te das cuenta, una familia de barqueros que come azúcar blanca no es una familia en la indigencia: evidentemente no se paraban en gastos para la alimentación. Me urgió de tal manera que tuve que aceptar la invitación, pero pedí que me dieran una ración muy pequeña. Larga-Fortuna era extraordinariamente cortés y recomendó a Dócil: Los intelectuales no tienen mucho apetito, dale un tazón pequeño, pero ponle bastante azúcar. Sin embargo, cuando ella me trajo mi ración lista, me sobresalté: ese inmenso tazón tenía con qué alimentarme durante un día entero. Es claro que comparado con el de Larga-Fortuna era pequeño. Era la primera vez que probaba la papilla de trigo y la encontré detestable, a pesar de que estaba muy azucarada. Después de comer lentamente un poco, pensé dejar el resto, pero vi por casualidad a Dócil, que se hallaba lejos, de pie en un rincón de la pieza, y esta visión me quitó todo el coraje de dejar el tazón y los palillos. Su expresión reflejaba una mezcla de temor y esperanza, temor de no haber preparado bien el manjar, probablemente, y esperanza de que lo encontráramos de todo nuestro gusto. Entonces pensé que si dejaba mi tazón casi lleno, ella se sentiría decepcionada y humillada. En un instante tomé la decisión de comérmelo todo y me lancé a la tarea. Comía casi tan rápidamente como Larga-Fortuna. Me di cuenta de lo penoso que es comer por la fuerza. Recuerdo que cuando era niño tuve una vez la misma dificultad para tomar un polvo vermífugo mezclado con azúcar. Pero no lamento lo que hice, pues la sonrisa de satisfacción que Dócil trataba de reprimir cuando fue a quitar la mesa recompensó ampliamente mi esfuerzo. Esa misma noche, a pesar de que la mala digestión me provocó muchas pesadillas y me hizo pasar horas muy agitadas, hice votos por su felicidad y deseé un mundo mejor en que la vida le fuera más dulce, Pero estos pensamientos no eran sino un vestigio de mis sueños de los viejos días. Un instante después me reía de ellos y más tarde los olvidé por completo.

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Ignoraba que le hubieran pegado a causa de una flor de terciopelo; cuando mi madre me contó aquello, recordé de inmediato el incidente del tazón de harina de trigo y desplegué mucha diligencia en los almacenes. Mis búsquedas no dieron resultado en Taiyuán y sólo cuando estuve en Chinan...

Un ruido que venía del jardín nos hizo mirar por la ventana: una pesada acumulación de nieve que curvaba una rama de camelia acababa de caer al suelo. La rama se enderezó, desplegando su espeso follaje, sombrío y reluciente, y sus flores rojas como la sangre. El gris de plomo del cielo estaba aún sombrío. Los pájaros pequeños se dieron a gorjear, probablemente porque la noche se aproximaba y no pudiendo encontrar alimentos en la nieve, se metían en sus guaridas más temprano que de costumbre.

—Sólo en Chinan... —después de mirar un momento por la ventana, se volvió, vació su vaso, dio unas cuantas chupadas a su cigarrillo y retomó el hilo del relato—...encontré flores de terciopelo. No sé si su padre le había pegado por una flor parecida a aquéllas; de todos modos eran flores de terciopelo. Tampoco sabía si habría preferido una de color claro o una oscura, de modo que compré dos: una rosada y una roja y las traje aquí.

He prolongado mi permanencia en un día, nada más que para cumplir este encargo. Estuve en casa de Larga-Fortuna después del almuerzo. La casa estaba allí mismo, pero ahora tenía un aspecto triste; o quizás esto sólo fuera efecto de mi imaginación. El hijo y la niña menor, Luz, se hallaban en la puerta; los dos han crecido mucho. Luz no se parece a su hermana, es fea como el demonio. Cuando vio que me acercaba a la puerta, entró precipitadamente. Interrogué al muchacho y supe que Larga-Fortuna había salido.

—¿Tu hermana mayor está en casa? —pregunté.—¿Qué es lo que desea?—me respondió en mal tono.Creí que se iba a lanzar sobre mí para morderme. Respondí evasivamente y me retiré. Esto es

lo que he llegado a ser: por encima de todo, no quiero complicaciones...No tienes idea de lo que me cuesta hacer visitas, mucho más que antes, desde luego. Me doy

perfecta cuenta de que soy un tipo que aburre; si soy una carga hasta para mí mismo, ¿por qué causar molestias a otros? Sin embargo, en esta oportunidad era necesario salir del encargo y después de reflexionar volví sobre mis pasos y me dirigí al puesto donde venden leña, situado casi frente a la casa de Larga-Fortuna. Tuve la suerte de encontrar a la madre del patrón, la abuela Fa, que me reconoció y me invitó a sentarme dentro. Después de algunos intercambios de frases corteses, le expliqué la razón de mi regreso y por qué quería visitar a Larga-Fortuna. Me sorprendió oírle decir, mientras suspiraba: ¡Qué lástima! Dócil ya no podrá ponerse esas flores... Me contó entonces la historia con muchos detalles. Hacia la primavera del año anterior, Dócil comenzó a enflaquecer y a palidecer. Más tarde se la veía a menudo llorar, pero cuando le preguntaban la causa de sus lágrimas, no respondía. A veces lloraba noches enteras, aunque Larga-Fortuna, dejándose llevar de la cólera, la insultaba diciéndole que toda su locura provenía de su tardanza en casarse. En el otoño sufrió un resfrío: al cabo de cierto tiempo tuvo que echarse a la cama y nunca más se levantó. Sólo algunos días antes de su muerte confesó a su padre que desde mucho tiempo antes estaba atacada por la misma enfermedad que se había llevado a su madre, que a menudo escupía sangre y por la noche su cuerpo se bañaba en sudor frío. No había dicho una palabra antes para no inquietarlo. Una noche que su tío Larga-Vida fue a pedir dinero —lo que ocurría a menudo— como ella rehusara dárselo, él le dijo con risa desdeñosa: —No te pongas tan orgullosa porque tu futuro marido es peor que yo—. A partir de ese momento ella comenzó a inquietarse; pero como tenía vergüenza de hacer preguntas, se calló y lloró. Al saber esto, Larga-Fortuna se apresuró a enumerarle las cualidades de su futuro marido pero ya era demasiado farde. Por otra parte, ella no le creyó y elijo—: De todos modos, en el estado en que estoy, esto no tiene ninguna importancia.

La anciana agregó: —Si verdaderamente su novio hubiera sido peor que Larga-Vida, ello habría sido terrible. ¡Peorque un ladrón de gallinas! ¡Qué clase de hombre podía ser! Pero yo lo vi con mis propios ojos el día de los funerales: sus ropas eran muy correctas y lucía bien. Tenía

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lágrimas en los ojos al decir que había pasado la mitad de su vida trabajando en su barca y juntando dinero para su matrimonio y he aquí que la novia había muerto. Esto demuestra que es un buen muchacho y que Larga-Vida mintió. Es una desgracia que Dócil haya creído las mentiras de ese pícaro; ha muerto por nada. Sin embargo no acuso a nadie de su muerte; el destino de Dócil no quería que ella fuera feliz.

Ahí tienes, pues, que mi tarea estaba terminada. ¿Pero qué hacer con las flores de terciopelo que llevaba conmigo? Le pedí a la abuela Fa que se las mandara a Luz. Luz se había escapado al verme: se hubiera dicho que me tomaba por un lobo o algo aproximado y en consecuencia yo realmente no tenía deseos de darle las flores: a pesar de eso se las mandé y le diré a mi madre que Dócil quedó encantada con ellas. ¿Qué importa? Todas estas naderías no tienen, ningún interés. Hay que mirarlas con absoluta indiferencia. Voy a pasar, pues, las fiestas del Año Nuevo indiferentemente y luego volveré a mis cursos de clásicos chinos.

—¡Cómo! ¿Enseñas los viejos clásicos chinos? — le pregunté muy asombrado.—¡Seguro! ¿O te imaginas que doy clases de inglés? Al comienzo tenía dos alumnos. Uno

estudiaba el Libro de las Odas y el otro Mencio. Últimamente mi clase ha aumentado con la presencia de una muchacha. Estudia El libro de la joven. No les enseño ni siquiera matemáticas; no es que me niegue a hacerlo, pero los padres no quieren...

—Realmente, no habría creído jamás que te dedicaras a enseñar libros semejantes...—Sus padres lo exigen; yo no soy otra cosa que un extranjero y todo me es igual. ¿Qué

importa? Todo esto no tiene ningún interés; hay que tomar las cosas como vienen.Su rostro se había puesto colorado, se habría dicho que había bebido demasiado; pero la llama

que un momento brillara en sus ojos estaba ya extinguida. Suspiré muy quedo y durante un rato no hallé qué decir. Hubo un gran ruido en la escalera y unos cuantos clientes desembocaron en el descansillo; el que iba delante era rechoncho y tenía cara redonda e hinchada; el segundo era de alta estatura y lo primero que llamaba la atención en su rostro era su nariz colorada. Los otros venían detrás y sus pasos hacían temblar el piso donde nos hallábamos.

Miré a Lü Wei-fu que justamente clavaba sus ojos en mí. Pedí la cuenta.—¿Te alcanza lo que ganas? —le pregunté preparándome para salir.—Me anda un poco corto; gano veinte yinyuanes al mes.—¿Y qué piensas hacer más tarde?—¿Más tarde? No sé. Tú ves que ninguno de nuestros proyectos de antes ha podido realizarse.

Ahora ya no estoy seguro de nada, no sé lo que haré mañana, ni siquiera sé lo que haré dentro de un minuto...

El mozo trajo la cuenta y me la pasó. Lü Wei-fu no insistió en las cortesías del principio; me lanzó una mirada y siguió fumando, dejándome pagar tranquilamente.

Salimos juntos de la taberna, pero como su hotel y el mío se hallaban en direcciones opuestas, nos despedimos en la puerta. Yo caminé solo hacia mi hotel; el viento glacial me arrojaba la nieve en plena cara, pero me sentía realmente reconfortado. Mirados a esa hora crepuscular, el cielo, las casas y las calles parecían bordados en el tul blanco y vacilante de la nieve que caía en apretados copos.

16 de febrero de 1924

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Una familia feliz

A LA MANERA DE SÜ CHIN-WEN51

“Escribir sólo cuando uno se siente inspirado. Eso es de veras hacer obra de arte, una obra que, como la luz del sol, irradie de una fuente infinita de claridad y no simplemente la chispa que brota del roce de la piedra con el hierro; sólo entonces el autor es un verdadero artista. Mientras que yo... ¡escribir como lo he hecho!...”

Cuando llegó a este punto de sus reflexiones saltó de la cama. Hacía tiempo que venía diciéndose que era absolutamente necesario escribir algo a fin de obtener un poco de dinero para la casa; aun más, había decidido por anticipado enviar su manuscrito a La Felicidad, revista mensual, porque pagaba mejor que otras publicaciones. Pero tenía que encontrar un tema conveniente, de otro modo podrían rechazar su trabajo. Bueno, iba a encontrar uno... “¿Cuáles son los problemas que inquietan a los jóvenes en la actualidad?... Son muchos, sin duda, pero tal vez la mayor parte de ellos se refiere al amor, al matrimonio, a la familia... Sí, hay muchos jóvenes que viven preocupados de estas cuestiones y las discuten todos los días. Bueno, vamos entonces con la familia. Pero ¿cómo presentarla?... Porque hay que hacer las cosas de modo que esta novela breve no sea rechazada. Pero ¿para qué estar prediciendo desgracias? Sin embargo...”

Saltó del lecho y de cuatro o cinco brincos se aproximó al escritorio; se sentó, sacó del cajón una hoja de papel con cuadrículas verdes y, aunque con cierta sensación de humillación, escribió sin vacilar el título: Una familia feliz.

Hecho esto, su pincel se inmovilizó. Levantó los ojos al cielo raso, pensando en el sitio en que colocaría a esta familia feliz. ¿Pekín? No, un lugar demasiado muerto, hasta el aire que se respira parece muerto. Y aunque esta familia viviera en una casa rodeada de altas murallas, el aire de Pekín no dejaría de llegarle. ¡No, imposible! En Chiangsú y en Chechiang se prevé una guerra de un día a otro. En Fuchián, ni hablar. ¿Sechuán? ¿Guangdong? Están en plena guerra civil52. ¿Tal vez Shangdong o Jonán?... De ninguna manera, uno de mis personajes podría ser secuestrado y si cualquiera de ambos esposos es apresado por los bandoleros, la familia se convertiría en una familia desgraciada. Por otra parte, las casas situadas dentro de las concesiones de Shanghai o Tientsín cobran alquileres demasiado subidos... ¿Y si los pusiera en el extranjero? No, sería completamente ridículo. No sé tampoco en qué situación están Yunnán y Guichou, pero las comunicaciones son tan difíciles...

Después de haber reflexionado largamente y al no encontrar un solo sitio apropiado, decidió inventar una ciudad que llamaría A. Pero de pronto le asaltó otra idea: “Existen no pocas personas que están contra el empleo de letras del alfabeto europeo; dicen que reemplazar el nombre de una persona o de un sitio por una inicial, disminuye el interés del lector. Más seguro será que en esta novela me abstenga de hacerlo... Pero ¿qué lugar será mejor, entonces? En Junán hay guerra, en Dalian los alojamientos son muy caros... En Chahar, en Chilin, en Jeilongchiang..., bueno, he oído decir que hay muchos bandidos; no, tampoco sirve esto...”

Volvió a dedicar largos minutos a la reflexión, pero fue inútil; no pudo encontrar un sitio conveniente para su relato. Finalmente decidió que esta familia feliz viviría hipotéticamente en una ciudad llamada A.

“En definitiva, esta familia tiene que vivir en A; se acabó la discusión. La familia se compone naturalmente del marido y la mujer, el señor y la señora, que se han casado por amor. Su contrato de matrimonio comprende una cuarentena de cláusulas muy detalladas, que aseguran a los esposos

51 Sü Chin-Wen, escritor coetáneo a Lu Xun. Dice Lu Xun que este cuento fue escrito al estilo de “Un marido ideal”, de ese autor. (N. de los T.)

52 En aquel período había guerra civil entre los caudillos militares en muchos lugares de China. (N. de los T.)

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una igualdad perfecta y una gran libertad. Ambos son muy cultos, pertenecen a la élite intelectual... Haber estudiado en Japón es cosa pasada de moda... Es mejor que hayan estudiado en algún país de Occidente. El se viste siempre a la europea, con cuello almidonado e impecable. Ella tiene siempre los rizos en la frente, suaves y vaporosos, peinados al estilo de un nido de gorriones. Luce siempre dientes nacarados, pero lleva el vestido chino...”

—No, no, eso no... ¡Veinticinco libras!Al oír una voz de hombre que venía de bajo la ventana, instintivamente se volvió en esa

dirección. Pero las cortinas estaban descorridas y el sol brillaba tan fuerte que la reverberación le causó dolor en los ojos. Pronto oyó ruido de trozos de leña que caían al suelo. “No tengo nada que ver con eso”, pensó volviéndose para continuar en sus reflexiones. “¿Veinticinco libras de qué?... Pertenecen a la élite intelectual, aman la literatura y el arte. Pero como han sido criados en el seno de familias felices, no gustan de las novelas rusas... La mayor parte de las novelas rusas muestran a gente del bajo pueblo y por lo tanto no son adecuadas para esta familia.

“¿Veinticinco libras? No pensemos en esto. ¿Qué leen entonces? ¿Los poemas de Byron, los de Keats? No, eso no, no es seguro... Ah, ya lo tengo, están maravillados con el libro Un marido ideal. Bueno, la verdad es que todavía no he leído ese libro, pero si los profesores de la Universidad lo elogian tanto, supongo que a este matrimonio le encantará. Ambos lo leen, cada uno tiene su ejemplar; hay dos ejemplares de Un marido ideal en el seno de esta familia...”

Experimentó una sensación de vacío en el estómago y, dejando el pincel, se agarró la cabeza con ambas manos, lo que le dio la posición de un globo suspendido de dos columnas. “...Están almorzando”, piensa. “Sobre la mesa hay un mantel de blancura nívea; el cocinero trae los platos, platos chinos. ¿Veinticinco libras de qué? No hay que pensar en esto. ¿Por qué platos chinos? Los occidentales dicen que la cocina china está a la cabeza del progreso, es la más sabrosa, la más sana; es la razón por la cual esta pareja prefiere los platos chinos. El cocinero trae el primer plato. Pero ¿qué puede ser el primer plato?”

—Leña para la lumbre...Se sobresalta, vuelve la cabeza y ve a la dueña de su propia casa, de pie a su izquierda. Lo

mira con ojos sombríos y tristes.—¿Qué pasa? —pregunta él, descontento de que haya venido a trastornar su creación.—Hemos agotado la leña para la lumbre y acabo de comprar más. La última vez las diez libras

costaban veinticuatro sapecas y hoy cuestan veintiséis. Me propongo darle veinticinco por las diez libras, ¿qué piensas tú?

—Bien, bien, vaya por las veinticinco.—No nos ha hecho un buen peso. Insiste en que hay veinticinco libras y media y yo pienso

insistir en que hay veintitrés libras y media... ¿Qué crees tú?—Bueno, vaya por las veintitrés libras y media.—En ese caso, cinco veces cinco, veinticinco; tres veces cinco, quince...¡Oh!... Cinco veces cinco, veinticinco; tres veces cinco, quince..., tampoco pudo terminar la

multiplicación. Después de una pausa, de súbito cogió con brusquedad el pincel y en la hoja de cuadrículas verdes en que había escrito Una familia feliz, se puso a hacer el cálculo. Después de largos minutos levantó la cabeza y dijo:

—Cincuenta y ocho sapecas.—Entonces no me alcanza; me faltan ocho o nueve sapecas.Abrió el cajón de la mesa, sacó todas las monedas que había, cerca de treinta, y las puso sobre

la mano tendida de ella. La miró partir y volvió a su escritorio. Su cabeza estaba pesada, como si fuera a estallar, llena de atados de leña. Cinco veces cinco, veinticinco. El cerebro parecía tener números arábigos impresos en todas direcciones. Aspiró profundamente, luego hizo una forzada espiración como si con ese recurso fuera a desocupar su mente de la leña para la lumbre, las cinco veces cinco, veinticinco y los números arábigos. Y, efectivamente, después de ese ejercicio de respiración, se sintió más relajado. Volvió a sus reflexiones, que eran un poco vagas:

“¿Qué platos? No hay nada que impida que esos platos sean extraordinarios. Lomo frito,

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holoturias con camarones son platos bastante comunes. Estoy empeñado en hacerlos comer 'duelo entre tigre y dragón'. Pero ¿en qué consiste este plato? Algunos dicen que es un plato cantonés muy rebuscado que sólo se sirve en banquetes importantes y que lo preparan con gato y serpiente. Pero yo vi este plato en el menú de un restaurante en Chiangsú. En Chiangsú no comen a lo mejor gatos ni serpientes. Quizás, como me dijo otro, este plato se hace con ranas y anguilas. Bueno, entonces, ¿de qué provincia tendrían que ser ambos esposos? Tanto peor, dejemos eso de lado. En todo caso, de cualquiera provincia que sean, pueden muy bien comer una mezcla de gato con serpiente o de ranas y anguilas sin que la felicidad de la familia se vea afectada en absoluto, bueno, quedamos en que el primer plato que se les sirve es 'duelo entre tigre y dragón'. No hay más que hablar sobre esto.

“Ahora que el plato 'duelo entre tigre y dragón' se halla al centro de la mesa, los esposos levantan los palillos al mismo tiempo y señalando el plato se miran sonriendo:

“—My dear, please.“—Please, you eat first, my dear.“—Oh, no, please you!“Y ambos, con sus palillos, sacan al mismo tiempo un trozo de serpiente... No, no, no está

bien; la carne de serpiente es demasiado ordinaria; es mejor decir que sacan un trozo de anguila. En tal caso, el 'duelo entre tigre y dragón' tiene que componerse de ranas y anguilas. Ambos sacan simultáneamente un pedazo de anguila de igual tamaño. Cinco veces cinco, veinticinco, tres veces cinco... Dejemos eso. Se llevan los trozos a la boca al mismo tiempo...”

Tuvo deseos irreprimibles de volverse para ver lo que ocurría a sus espaldas, porque sentía gran animación, que alguien iba y venía varias veces; pero se contuvo y continuó pensando distraídamente:

“Esto parece un poco sensiblero; no se es tan sentimental en la vida de familia. ¿Por qué tengo todo tan confuso en la cabeza? Temo que no voy a llegar a dar fin a esta historia, a pesar de que tiene un título tan bonito...

“Tampoco es absolutamente necesario que hayan estudiado en el extranjero; pueden haber estudiado en una universidad china, pero ambos tienen diploma universitario y pertenecen a la élite intelectual, a la élite... El marido es escritor, la mujer también escribe, o por lo menos es apasionada por la literatura. O bien ella es poetisa y el marido un apasionado por la poesía; él es feminista. O mejor...”

No resistiendo más, volvió la cabeza.Junto al estante de libros que se hallaba a sus espaldas se levantaba un montículo de coles: tres

abajo, dos al centro y una encima, formando una A gigantesca.“¡Oh!”, lanzó un suspiro de asombro; el calor le subió a las mejillas y sintió una picazón

corriéndole por la espalda. “Pues...” Respiró profundamente como para desembarazarse de la picazón que tenía junto a la columna vertebral y luego continuó:

“...Es necesario que esta casa feliz tenga muchas habitaciones. Hay una despensa donde se pueden meter los repollos y otros elementos por el estilo. El dueño de casa tiene un despacho personal, con estanterías para libros que cubren todos los muros y junto a las cuales no hay coles, naturalmente. Estas estanterías están colmadas de libros, libros chinos, libros extranjeros, entre los que no falta Un marido ideal..., dos ejemplares. El dormitorio es una habitación separada, con un catre de cobre, o bien una cama más corriente; una cama de madera de olmo como las que fabrican los presos de la cárcel número uno no estaría mal; debajo de la cama hay mucha limpieza...” Echó una mirada al suelo debajo de su propia cama; la provisión de leña para la lumbre se había acabado y no se veía sino un trozo de paja trenzada, estirado en el suelo como el cadáver de una serpiente.

“Veintitrés libras y media...” Tuvo el presentimiento de que la leña para la lumbre iba a llegar —cargas y más cargas— y comenzó a dolerle la cabeza. Se levantó precipitadamente de la silla y fue a cerrar la puerta; pero cuando sus manos iban a tocar la perilla pensó que obrar de esa manera equivaldría en realidad a mostrar muy mal humor; en consecuencia, en vez de cerrar la puerta se limitó a bajar la cortina llena de polvo. Se dijo que esta medida, menos extrema que la de

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encerrarse, le evitaría también los inconvenientes de una puerta abierta; había alcanzado el justo término medio recomendado por los antiguos.

“La puerta del despacho del dueño de casa está, por lo tanto, siempre cerrada”, pensó mientras volvía a sentarse. “Si alguien necesita verlo, golpea la puerta y sólo entra cuando él lo autoriza. Este sistema es muy razonable. Cuando el marido está en su despacho y la mujer quiere ir a hablar de literatura con él, también golpea la puerta... Pero el marido no tiene nada que temer, ni mucho menos que ella vaya a llevarle un montón de coles.

“—Come in, please, my dear.“Pero, ¿qué se puede hacer cuando el marido no tiene tiempo para hablar de literatura? ¿La

deja llamar discretamente a la puerta sin responderle? No, no es posible. A lo mejor este caso está descrito en Un marido ideal..., de veras debe ser una buena novela. Si me pagan por mi narración, tendré que comprar este libro...”

¡Pam!Su espalda se enderezó, porque sabía por experiencia que ese “¡pam!” era el ruido que hacía la

mano de su mujer al caer sobre la cabeza de la hija pequeña, de tres años.“En esta familia feliz...”, pensó con la espalda tiesa, oyendo llorar a la niña, “los hijos llegan

tarde, más tarde. O bien no llegan, lo cual es mucho más simple para dos personas. Pueden vivir en un cuarto de hotel, en una pensión con todo el servicio comprendido. Por otra parte, sería más simple que no hubiera sino una persona sola...”

Como los llantos de la niña redoblaban en intensidad, se levantó y cruzó la cortina pensando:“Karl Marx escribió Das Kapital entre el ruido del llanto de sus hijos, lo que demuestra que

era un gran hombre...”Atravesó la habitación junto a la suya y abrió la puerta exterior; un fuerte olor a petróleo lo

asaltó. La niña estaba tendida de boca, a la derecha de la puerta; al ver a su padre lloró aún con más ganas.

—Vamos, vamos, no llorar así, no llorar así, mi hijita buena... —Se inclinó para levantarla. Cuando la tenía en sus brazos se volvió y vio a su mujer, de pie al otro lado de la puerta. También ella tenía la espalda tiesa y parecía muy enojada, las manos en las caderas, como si estuviera preparándose para hacer ejercicios gimnásticos.

—¡Tú también vienes a fastidiarme! En vez de ayudarme, lo echas todo a perder. Claro, tenías que dar vuelta la lámpara de petróleo... ¿Cómo vamos a alumbrarnos esta noche?

—Vamos, vamos, hijita, no llores más —poniendo oídos sordos a las enérgicas palabras de su mujer, llevó a la niña a su habitación, sin dejar de acariciarle la cabeza—. Tú eres mi hijita buena —dijo poniéndola en el suelo. Se sentó, instaló a la pequeña entre sus rodillas, y levantando la mano, añadió—: No llores, hijita buena. Papá va a imitar al minino cuando se lava la cara. Mira.

Alargando el cuello, sacó la lengua, hizo como que se humedecía la palma de la mano y luego se la pasó por la cara, dibujando círculos en el aire.

—¡Ah, ja, ja, es la gata “Florecilla”! —dijo la niña riendo.—¡Eso es, eso es, “Florecilla”! —Se pasó aún varias veces más la mano en círculos junto a la

cara; la niña lo miraba sonriendo a través de sus lágrimas. De pronto se dio cuenta del parecido que existía entre esa linda carita de niña inocente y la de su mujer, cinco años antes. Los labios muy rojos eran exactamente los mismos, sólo que más pequeños. Había sido en un día de invierno soleado; al oírlo decir que estaba dispuesto a vencer todos los obstáculos y a hacer todos los sacrificios necesarios por ella, ella lo había mirado así, sonriendo a pesar de las lágrimas que nublaban sus ojos. Melancólicamente sentado en su silla, él daba la impresión de un hombre algo borracho.

“Ah, los hermosos labios...”, pensó.De súbito se levantó la cortina y la leña para la lumbre hizo su entrada.Recuperó su propio dominio y notó que la niña, aún con lágrimas en los ojos, lo miraba, los

labios rojos entreabiertos. “Labios...” Echó una mirada de soslayo, vio que la leña llegaba por brazadas. “...Tal vez bastará que cuente cinco veces cinco, veinticinco, y nueve veces nueve,

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ochenta y uno, en el futuro, para que sus ojos se vuelvan sombríos y tristes...” Pensando en ello, cogió bruscamente la hoja de las cuadrículas verdes en la que había escrito un título y una serie de cifras, la arrugó y luego la estiró de nuevo y la aprovechó para enjugar los ojos y la nariz de la niña.

—Pórtate bien, anda a jugar sola.La empujó hacia la puerta y lanzó con violencia la bola de papel arrugado al cesto de los

papeles.Se arrepintió en seguida de la brusquedad con la niña, y se volvió para mirarla alejarse solita.

El ruido de la leña que arrojaban bajo la cama lo aturdió. Quiso concentrarse de nuevo y, sentándose a la mesa de trabajo, cerró los ojos, desterró los pensamientos que lo perturbaban y permaneció apaciblemente inmóvil.

La imagen de una flor negra, redonda y plana, con un corazón de color naranja, surgió bajo sus pupilas; pasó flotando del rabillo del ojo izquierdo al ojo derecho y luego desapareció. En seguida fue una flor de un verde vivo con un corazón verde oscuro; finalmente un montículo formado por seis coles, que se alzó ante él con el aspecto de una A gigantesca.

18 de marzo de 1924

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Jabón

Con la espalda vuelta hacia la ventana del norte, por la cual penetraba oblicuamente la luz del sol, la mujer de Si-ming recortaba monedas de papel para los muertos, con Siu-er, su hija de ocho años, cuando oyó los lentos y pesados pasos de alguien calzado con zapatos de tela. Su marido regresaba. No prestó mucha atención a este hecho, volviendo a sus monedas de papel. Pero las pisadas de los zapatos de tela se acercaban más y más hasta que finalmente se detuvieron junto a ella. Entonces no pudo ignorar a Si-ming, ante sí, doblando la espalda y agachándose para buscar desesperadamente algo bajo su chaqueta, en el bolsillo interior de la larga túnica.

Después de muchas vueltas y revueltas logró sacar la mano con un pequeño paquete oblongo que entregó a su mujer. Al tocarlo ella sintió un indefinible aroma con cierta vaga reminiscencia de olivo. En la envoltura de papel verde había un brillante sello dorado con una red de dibujos de estaño. Siu-er saltó para apoderarse de él, pero su madre la hizo rápidamente a un lado.

—¿De compras?... —preguntó mirando el paquete.—Este... sí —puso el paquete en la mano de ella.El papel verde de la envoltura fue abierto. Dentro había una capa de papel muy delgado,

también de un verde girasol y cuando fue totalmente desenvuelto, el objeto apareció, brillante, duro y además de color verde-girasol, con otra cadena de finos dibujos. El indefinible aroma con vaga reminiscencia de olivo se hizo más perceptible.

—¡Oh, es realmente un buen jabón!Se llevó el jabón a la nariz, con cautela, como una chiquilla, y olfateó mientras pronunciaba

esas palabras.—Este... sí. En adelante usarás esta clase de jabón.Mientras hablaba, ella lo observó. Miraba al cuello de su mujer y ella sintió que sus mejillas se

ponían del color de la grana. Algunas veces, cuando se restregaba el cuello, especialmente detrás de las orejas, sus dedos palpaban una aspereza; y desde luego ella sabía que se trataba de la mugre acumulada a través de largos años, pero nunca le había dado demasiada importancia. Ahora, bajo la escrutadora mirada de su marido, no pudo evitar el bochorno mientras clavaba los ojos en ese jabón verde, de procedencia extranjera, de raro olor, y su sonrojo se extendió hasta la punta de sus orejas. Mentalmente se propuso darse una lavada perfecta con ese jabón después de la cena.

—Hay partes que uno no puede lavarse bien con resina de cápsula de algarrobo53 —murmuró para sí misma.

—Mamá ¿puedo guardar esto? —Mientras Siu-er se apoderaba del papel verde-girasol, Chao-er, la hija menor, que había estado jugando afuera, entró a todo correr. La señora Si-ming rápidamente las hizo a un lado, dobló el papel delgado, envolvió todo en el papel verde, como estaba antes, y luego lo colocó en lo más alto de la repisa del cuarto de baño. Después de echarle una última mirada, volvió a sus monedas de papel.

—¡Süe-cheng! —Si-ming pareció recordar algo. Dio un prolongado grito y se sentó en una silla de respaldo alto, frente a su mujer.

—¡Süe-cheng! —le ayudó ella.Cesó de recortar papeles, para escuchar, pero no oyó absolutamente nada. Cuando vio a su

marido con la cabeza levantada, esperando con impaciencia, adoptó una actitud de culpabilidad.—¡Süe-cheng! —llamó con voz estridente y muy alta.Este grito resultó efectivo, porque oyeron las pisadas de dos zapatos de cuero que se acercaban

y Süe-cheng se detuvo ante ella. Estaba en mangas cortas y su cara redonda y regordeta brillaba de sudor.

53 En muchos lugares de China la resina de la cápsula de algarrobo era usada para lavarse. Era más barata que el jabón, pero eficaz.

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—¿Qué estabas haciendo? —preguntó ella con tono de desaprobación—. ¿Por qué no escuchas cuando te llama tu padre?

—Estaba practicando boxeo... —se volvió hacia su padre y se irguió, mirándolo como si le preguntara qué se le ofrecía.

—Süe-cheng, quiero que me digas el significado de O-du-fu.54

—¿O-du-fu?... ¿No es una mujer terrible?—¡Qué insensatez! ¡Qué idea!... —Si-ming se sintió repentinamente poseído de furia—. ¿Soy

yo mujer, acaso?Süe-cheng retrocedió dos pasos y se irguió como antes. Realmente las actitudes de su padre le

hacían recordar el estilo de los ancianos en la ópera de Pekín; nunca había considerado a Si-ming una mujer. Su respuesta, ahora lo veía claro, había sido una gran equivocación.

—¡Como si yo no supiera que O-du-fu significa una mujer muy terrible! ¿Te iba a preguntar eso a ti? Lo que te pregunto no es chino, sino un idioma de demonios extranjeros ¿oyes?, ¿sabes qué significa?

—No... No sé —Süe-cheng se sintió aún más incómodo.—¡Bah! No veo por qué tengo que gastar mi dinero en mandarte a un colegio si ni siquiera

eres capaz de entender algo tan simple... Tu colegio se jacta de dar igual importancia a la conversación que a la comprensión, de lo cual pareces no haberte percatado. Los hablan ese idioma de demonios son muchachos de catorce o quince años, menores que tú; en el hecho cualquiera más pequeño que tú puede hablarlo hasta por los codos, mientras tú no eres capaz de decirme el significado de esa palabra. Y no tienes vergüenza de contestarme «No sé». ¡Anda a averiguarlo de una vez!

—Sí —respondió Süe-cheng con voz muy baja y salió respetuosamente.—No sé a dónde van los estudiantes de hoy —declaró Sin-ming muy impresionado, después

de una pausa—. Para que sepas, en la época de Kuangsü55, me declaré partidario de que se abrieran escuelas, pero nunca me imaginé el infierno que iba a ser. ¿Qué «emancipación» y qué «Libertad» se ha sacado con todo eso? No se aprende nada verdaderamente, nada sino cosas absurdas. He gastado un lote de dinero en Süe-cheng y todo ha sido inútil. No fue nada fácil matricularlo en esa escuela mitad china, mitad occidental, donde se jactan de dar la misma importancia a «hablar inglés y a entenderlo».56 Uno pensaría que todo iba a andar magníficamente. Pero ¡bah! después de un año entero de estudio, no es capaz de saber lo que significa O-du-ju. Debe estar estudiando todavía libros muertos. ¿Para qué sirve una escuela así? Lo que yo digo es: ¡hay que cerrarlas todas!

—Sí, realmente, sería mejor cerrarlas todas —convino su mujer, adhiriendo, mientras continuaba con el recorte de las monedas de papel.

—No es necesario que Siu-er y su hermana vayan a escuela alguna. ¿Para qué van a estudiar las niñas, como dijo el Noveno abuelo? Cuando él se oponía a las escuelas de niñas lo ataqué por tal opinión. Pero ahora veo que después de todo, los viejos tenían razón. Piensa que es ya de bastante mal gusto que la mujer ande vagando para arriba y para abajo por las calles; pero ahora quieren también cortarse el pelo. ¡No hay nada que me moleste más que esas estudiantes con los cabellos cortos! Lo que yo digo es lo siguiente: Puede haber excusas para los soldados y los bandidos, pero esas muchachas lo vuelven todo patas arriba. Debieran ser tratadas con gran severidad, verdaderamente...

—Sí, como si no fuera bastante que los hombres parezcan monjes, las mujeres se dedican a imitar a las monjas.57

54 En chino significa «mujer viciosa».55 1875-190856 El inglés se enseñaba en casi todas las nuevas escuelas en esa época y aprender a hablarlo se consideraba tan

importante como aprender a entenderlo.57 Los monjes y monjas chinos se afeitaban la cabeza. De aquí que, a fines de la dinastía Ching y después, los

elementos tradicionalistas se burlaran de los hombres que se cortaban la trenza, diciendo que parecían monjes.

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—¡Süe-cheng!Süe-cheng corrió llevando un pequeño y abultado diccionario de canto dorado, que entregó a

su padre.—Se parece a esto —dijo apuntando hacia una línea—. Aquí... —Si-ming tomó el libro y

miró. Sabía que era un diccionario, pero el tipo era muy pequeño y además las palabras estaban impresas horizontalmente. Con las cejas fruncidas se volvió hacia la ventana y torció los ojos para leer el pasaje que Süe-cheng le había señalado.

—«Sociedad de socorros mutuos fundada en el siglo XVIII». No, no puede ser. ¿Cómo se pronuncia esto? —señaló la palabra de demonios con un dedo.

—Odd fellows.—No, no, no es esto —Si-ming volvió a perder la serenidad—. Te dije que era una maldición,

una blasfemia... ¡Semejante blasfemia para insultar a personas como yo! ¿Comprendes? Vete y sigue buscándola.

Süe-cheng miró varias veces a su padre, pero no se movió.—Es demasiado complicado. ¿Cómo puede hallarle pies y cabeza a algo semejante? Deberías

explicarle las cosas claramente primero, para que pueda buscarlas con resultado —al ver a Süe-cheng en tal aprieto, su madre había acudido en su ayuda, interviniendo no poco in-dignada.

—Fue cuando estaba comprando el jabón en Kuang Yun Siang, en la calle principal —suspiró Si-ming volviéndose a ella —. Había tres estudiantes que también estaban comprando. Seguro que me han tomado por un tipo melindroso. Miré cinco o seis clases de jabón, todos de más de cuarenta centavos y los dejé. Luego miré algunos de diez centavos el pan, pero eran muy ordinarios, sin ningún olor. Pensé que era mejor decidirse por un justo término medio y escogí este jabón verde, a veinticuatro centavos el pan. El vendedor era uno de esos jovencitos arrogantes con los ojos en la punta de la cabeza, y claro, me puso cara de perro. En eso, los descarados estudiantes empezaron a hacerse guiños entre ellos y a hablar en un idioma de demonios. Entonces quise desenvolver el jabón y mirarlo antes de pagar, porque envuelto en todos esos papeles extranjeros, ¿cómo podía saber si era bueno o malo? Pero el arrogante jovencito no sólo no me lo permitió sino que se portó de manera poco razonable y deslizó algunas alusiones ofensivas que hicieron reír a esos mequetrefes. El más joven de todos, mirándome a la cara, fue el que dijo eso y los demás se echaron a reír. Tiene que haberse tratado de una mala palabra—se volvió hacia Süe-cheng—: ¡Búscala en la sección titulada Maldiciones!

—Sí —respondió Süe-cheng con voz muy baja y salió respetuosamente.—¡Y todavía cacarean su Nueva Cultura! ¡Nueva Cultura! ¡En qué estado está el mundo! ¿No

es ya bastante malo todo? —mirando las vigas del techo continuó—: Los estudiantes no tienen moral alguna, la sociedad no tiene moral alguna. A menos que se descubra una panacea, China realmente va a terminar... Fue tan triste lo que vi...

—¿Qué? —preguntó su mujer con indiferencia, sin verdadera curiosidad.—Una hija filial... —sus ojos se agrandaron para mirarla, mientras hablaba con un respeto

especial en su voz—. Había dos pordioseras en la calle principal. Una era una muchacha de unos dieciocho o diecinueve años. No es propio mendigar a su edad, pero ella lo hacía. Estaba con una anciana de más o menos setenta, ciega y con los cabellos blancos. Pedían limosna bajo la marquesina de esa tienda de ropas y todo el mundo hablaba de la actitud filial de la muchacha. La anciana era su abuela. Cualquiera menudencia que recibía, la entregaba a su abuela, prefiriendo aguantar ella el hambre. ¿Pero crees tú que la gente daba limosnas a una hija con tanto amor filial como ésa?

La miró fijamente, como si estuviera comprobando su inteligencia. Ella no respondió, pero le clavó a él sus ojos, como esperando que él resolviera el problema.

—¡Bah... no! al fin se resolvió a contestar él mismo su pregunta—: Esperé un buen rato y vi sólo a una persona que le dio una moneda de cobre. Se había juntado mucha gente alrededor, pero sólo para burlarse de ellas. Había dos tipos bastante viles, uno de los cuales tuvo la desfachatez de decir: «A-fa, ¡no hay que juzgarla por la mugre que tiene! Si compras dos panes de jabón y le das a

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ella una buena fregada, el resultado no será tan malo.» ¡Fíjate qué manera de hablar!Ella resopló e inclinó la cabeza. Después de un momento preguntó sin mucho interés:—¿Le diste tú una moneda?—¿Yo?... No. Me habría dado vergüenza tirarle una o dos monedas... Ella no era una mendiga

común y corriente ¿te das cuenta?...—Mmm... —sin esperar que él terminara la frase, ella se levantó despaciosamente y se dirigió

a la cocina. El atardecer llegaba y era hora de cenar.Si-ming se levantó también y caminó hacia el patio. Estaba más claro fuera que dentro de la

casa. En un rincón, junto al muro, Süe-cheng seguía practicando boxeo. Esto constituía su «educación en el hogar» y él la aprovechaba como un medio económico de emplear ese período que corre entre el día y la noche. Süe-cheng llevaba boxeando así su buen medio año. Si-ming movió ligeramente la cabeza de arriba a abajo, en un gesto de aprobación, y comenzó a caminar por el patio, con las manos a la espalda. Muy pronto la sombra se apoderó de las anchas hojas de la planta perenne, la única planta en maceta que tenían, y las estrellas parpadearon entre las nubes blancas, que parecían algodones desgarrados. La noche había caído. Si-ming no podía contener su creciente indignación. Invocaba las grandes hazañas, para declarar la guerra a todos los malos estudiantes de esta sociedad inicua. Gradualmente se iba sintiendo más y más audaz, sus pasos se volvían más y más largos y el ruido de sus zapatos de tela se oía más y más recio, semejante al que hacían la gallina y sus pollitos en el gallinero, porque se hallaban asustados.

En el vestíbulo apareció una luz, señal de que la cena estaba lista y la familia entera se sentó al rededor de la mesa emplazada en el centro. La lámpara fue colocada en el extremo de la mesa, mientras Si-ming se sentó solo en la cabecera. Su redonda y rolliza cara era parecida a la de Süe-cheng, con el agregado de unas patillas desparramadas. Mirado a través del vapor caliente que se desprendía de la sopa de legumbres, parecía el dios de la Fortuna que suele encontrarse en los templos. A su izquierda se sentaban la señora Si-ming y Chao-er, a su derecha Süe-cheng y Siu-er. Sobre los tazones las polillas repiqueteaban como la lluvia. A pesar de que nadie decía una palabra era sin lugar a dudas una mesa muy animada.

Chao-er volcó su tazón, dejando caer la sopa sobre la mesa. Si-ming abrió sus angostos ojos todo lo que pudo.

Sólo cuando se dio cuenta de que ella iba a llorar dejó de mirarla con fijeza y alargó los palillos hacia un tierno pedazo de repollo que mentalmente había elegido. Pero el tierno pedazo había desaparecido. Miró a derecha e izquierda y descubrió a Süe-cheng que estaba a punto de metérselo en la boca, abierta todo lo que daba. Desconcertado, tuvo que limitarse a unas cuantas hojas amarillentas.

—Süe-cheng —miró a su hijo—. ¿Encontraste esa frase o no?—¿Qué frase?... No, todavía no.—Bah... ¡Estás lucido! Mal estudiante y sin ningún criterio... ¡Para lo único que vales es para

comer! Debías aprender de esa hija con tanto amor filial: siendo sólo una pordiosera, trata a su abuela con todo respeto, aunque eso le signifique pasar hambre. ¿Pero qué saben ustedes de estas cosas, estudiantes descarados? Ustedes serán como esos tipos viles...

—He estado pensando en una posibilidad, pero no estoy seguro de que sea exactamente... Creo que puede tratarse de O-du-fu-la58.

—¡Eso es! ¡Exactamente eso! Ese era el sonido preciso: O-du-fu-la. ¿Qué significa? Tú perteneces al mismo grupo y debes saberlo.

—¿Lo que significa? No estoy bien seguro de lo que significa...—¡Disparate! No trates de engañarme. Todos ustedes son una banda de gente mala...—Ni siquiera los truenos acometen a la gente en la mesa —explotó de pronto la señora Si-

ming—. ¿Por qué has perdido la serenidad hoy? Siquiera en la cena podrías dejar de picotear como la gallina al perro. ¿Qué pueden entender los niños de ahora?

—¿Qué? —Si-ming iba a replicar cuando notó un temblor de cólera en las mejillas hundidas

58 Representación en chino de la expresión inglesa old fool, viejo idiota.

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de ella; su color había cambiado y un reflejo terrible apuntaba en sus ojos triangulares. Rápidamente cambió el tono—. No he perdido mi serenidad. Lo único que hacía era decir a Süe-cheng que tiene que aprender a ser más sensato.

—¿Cómo puede entender él lo que guardas en tu mente? —lo miró más enojada aún—. Si tuviera un poco de sensatez hace rato que habría encendido un farol o una antorcha para ir en busca de esa hija filial. Tú ya le compraste un pan de jabón; todo lo que tienes que hacer es comprarle otro...

—¡Disparates! Esto es justamente lo que dijo aquel tipo despreciable.—No estoy tan segura. Si compras otro pan de jabón y le das una buena refregada, podrás

rendirle pleitesía y todo el mundo quedará en paz.—¿Cómo puedes decir algo semejante? ¿Qué tiene que ver con esto? Porque recordé que tú no

tenías jabón...—Tiene mucho que ver. Lo compraste especialmente para la hija filial; bueno, anda entonces a

darle una buena lavada. Yo no lo merezco. Ni lo deseo tampoco. ¡No quiero compartir su gloria!—¡De veras, no me explico cómo puedes hablar así! —refunfuñó Si-ming—. Ustedes las

mujeres... —su cara traspiraba como la de Süe-cheng después del boxeo, debido probablemente a que la comida estaba muy caliente.

—¿Qué pasa con nosotras las mujeres? Nosotras las mujeres somos mucho mejores que ustedes los hombres. Cuando ustedes no están renegando de las muchachas estudiantes de dieciocho o diecinueve años, están alabando a las mendigas de dieciocho o diecinueve. ¡Qué mentes depravadas tienen ustedes! ¡Una buena refregada, claro! ¡Es simplemente asqueroso!

—¿Pero que no me oíste? Lo que pasó fue que uno de esos cochinos tipos... ¿Tao-tung? ¡Ya voy!...

Si-ming se dio cuenta de que era Je Tao-tung, famoso por su poderosa voz, y gritó feliz como el condenado a muerte cuya ejecución acaba de aplazarse.

—¡Süe-cheng, corre y enciende la lámpara y lleva al tío Je a la biblioteca!Süe-cheng encendió una vela e introdujo a Tao-tung en la habitación de la derecha. Pu Wei-

yuan los siguió.—Lamento mucho no haberle dado la bienvenida. Excúseme —con la boca todavía llena de

arroz, Si-ming se inclinó y saludó con las manos a sus visitantes—. ¿No quieren ustedes acompañarnos en nuestra modesta cena?...

—Acabamos de comer —Wei-yuan avanzó hacia él y lo saludó—. Hemos venido con tanta prisa y a estas horas de la noche a causa de la polémica sobre el décimo octavo ensayo y poema de la Liga literaria de recuperación moral. ¿Mañana no estaremos a diecisiete?

—¡Cómo! ¿Hoy es dieciséis? —preguntó sorprendido Si-ming.—¡Caramba! Usted anda con la mente perdida —estalló Tao-tung.—Bueno, tenemos que mandar algo esta noche a la redacción del periódico para estar seguros

de que lo publicarán mañana.—Tengo ya un borrador del título del ensayo. A ver si les gusta —mientras hablaba, Tao-tung

sacó un papel que tenía envuelto en su pañuelo y lo entregó a Si-ming. Si-ming levantó la vela, desplegó el papel y lo leyó, palabra por palabra: «Modestamente sugerimos que en nombre de toda la nación se formule una petición al Presidente para que extienda una orden honrando las obras clásicas confucianas y el culto de la madre de Mencio59, con el objeto de dar nueva vida a este mundo agonizante y preservar nuestro carácter nacional.» Muy bien, muy bien. ¿No es un poquito largo, sin embargo?

—Eso no importa —respondió Tao-tung ruidosamente—. Lo he calculado y no costará más que un anuncio. ¿Pero qué hay con el título del poema?

—¿El título para el poema? —Si-ming pareció inflarse—. He pensado en uno. ¿Qué tal andaría, «La hija filial»? Es una historia verídica y merece ser elogiada. Hoy día, en la calle

59 Mujer famosa por su virtud. Según la tradición, se cambió de casa tres veces para evitarle malas compañías a su hijo.

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principal...—Oh, no, eso no puede ser —atajó Wei-yuan precipitadamente, levantando las manos para

detener a Si-ming—. Yo también la vi. Ella no es de aquí y no pude entender el dialecto que habla, ni ella el mío. No sé de dónde es. Todo el mundo sabe que es filial; pero cuando le pregunté si era capaz de escribir poemas, sacudió la cabeza. Si pudiera hacerlo, sería magnífico.60

—Pero, puesto que la piedad filial y la lealtad son tan importantes, no importa que no pueda escribir poemas...

—No, no, no. Al contrario —Wei-yuan levantó las manos y se precipitó hacia Si-ming, a quien sacudió y empujó—. Sería interesante sólo si fuera capaz de escribir poemas.

—Usemos este título —Si-ming lo empujó a un lado—. Se agrega una explicación y se imprime. En primer lugar servirá para exaltar a la muchacha; en segundo lugar, es un pretexto para criticar a la sociedad. ¿A dónde va el mundo, caminando a la buena de Dios? Estuve observándole un buen rato y no vi a nadie darle un solo centavo. Todo el mundo parece estar totalmente desprovisto de piedad...

—Auy, Si-ming —Wei-yuan acometió de nuevo—. Usted está blasfemando ante un monje. Yo no le di absolutamente nada, porque no llevaba ni un cobre encima.

—No sea tan susceptible, Wei-yuan —Si-ming volvió a hacerlo a un lado—. Claro que usted es una excepción. Déjeme terminar. Se juntó una multitud alrededor de ellas, que por cierto no las miraba con respeto, sino burlándose. Había un par de malvados, mucho más impertinentes que los otros. Uno de ellos dijo: «A-fa. Si compras dos panes de jabón y les das una buena refregada, el resultado no será del todo malo». Piensas que...

—¡Ah, ja! Dos panes de jabón —de pronto Tao-tung se echó a reír sonoramente, hasta casi romper los tímpanos de los otros—. ¡Comprar jabón!... ¡Ja, ja, ja!...

—¡Tao-tung, Tao-tung! ¡No haga tanto escándalo! — Si-ming comenzó a sentirse agobiado.—¡Una buena refregada!... ¡Ja, ja, ja!...—Tao-tung —Si-ming lo miró severamente—. Estamos discutiendo un asunto serio. ¿Qué

consigue con tanto ruido, como no sea dejar sordos a los demás? Escuche: usaremos los dos títulos y los mandaremos directamente a la redacción del periódico para que puedan publicarse sin falta mañana. Quiero pedirles que se tomen la molestia de llevarlos.

—Muy bien, muy bien. Claro que sí —aprobó Wei-yuan con presteza.—¡Ja, ja, ja!... ¡Una buena refregada!... ¡Ja, ja, ja!...—¡Tao-tung! —gritó Si-ming furioso.Este grito hizo que Tao-tung dejara de reír. Después que redactaron la explicación, Wei-yuan

la copió en un papel y salió en dirección al periódico, acompañado de Tao-tung. Si-ming levantó la vela para alumbrarlos, luego regresó hacia la puerta del vestíbulo, presa de una gran inquietud. Después de algunas vacilaciones, cruzó el umbral. Mientras avanzaba, sus ojos cayeron sobre el paquete de jabón, pequeño, verde y oblongo, que se hallaba en el centro de la mesa, los caracteres dorados brillantes a la luz de la lámpara, con finos dibujos al rededor.

Siu-er y Chao-er jugaban en el suelo, en el extremo de la mesa, mientras Süe-cheng, instalado en el lado derecho, buscaba una palabra en el diccionario. Finalmente, sentada en la silla de respaldo alto, en la sombra, lejos de la lámpara, Si-ming descubrió a su mujer. Su impasible rostro no mostraba alegría ni molestia, mirando fijamente hacia un punto indeterminado.

—¡Una buena fregada, claro! ¡Chocante! —Si-ming oyó débilmente la voz de Siu-er detrás de él. Se volvió, pero ella no se había movido. Chao-er se había cubierto la cara con ambas manos como avergonzada de alguien.

No era un lugar apropiado para él. Apagó la vela y se dirigió al patio donde echó a caminar de un lado a otro, lo cual determinó que la gallina y los pollitos se pusieran a piar otra vez. Al instante su paso se hizo más liviano y recorrió una distancia más larga. Después de un largo rato, la lámpara fue trasladada del vestíbulo al dormitorio. La luz de la luna sobre el suelo era como un

60 En la vieja China se consideraba muy romántico que las mujeres cambiaran ideas con los hombres por medio de poemas. Las más notables cortesanas escribían poesía.

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cendal inmaculado y la luna llena parecía un disco de jade entre las nubes iluminadas.Se sintió deprimido, como si él, al igual que la hija filial, hubiese estado «completamente solo

y abandonado». Esa noche se acostó muy tarde.A la mañana siguiente, a pesar de todo, el jabón estaba siendo objeto de uso. Al levantarse más

tarde que de costumbre, vio a su mujer inclinada sobre el lavatorio, lavándose el cuello, llena de burbujas como las que producen los grandes cangrejos, que le cubrían las orejas. La diferencia entre esas burbujas y las de la resina de cápsula de algarrobo, blancas y pequeñitas, era como del cielo a la tierra. Después del lavado, una fragancia indefinible, con vagas reminiscencias de olivo, se desprendió de la señora Si-ming. Cerca de medio año más tarde, este aroma cambió de pronto, dejando su lugar a otro que el olfato de cualquiera habría identificado como de madera de sándalo.

22 de marzo de 1924

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Añoranza del pasado

MANUSCRITO DE CHÜAN-SHENG

Si fuera capaz de hacerlo, me gustaría escribir mis remordimientos y mis penas, como homenaje a la memoria de Tsi-chün y también para mi propio alivio.

Es tan triste y tan vacía esta pieza de la «Casa de los provincianos», desvencijada y olvidada en la soledad. Desde que nació mi amor por Tsi-chün y gracias a ella huí de este lugar melancólico y vacío, el tiempo ha pasado rápido; de esto hace ya un año. Las circunstancias fueron tan desventuradas que cuando volví a esta casa sólo estaba libre la misma habitación. Todo igual; esta misma ventana con los vidrios quebrados; y delante de esta ventana la misma acacia medio seca y esa vieja glicina; detrás de la ventana, esta misma mesa cuadrada, estos mismos muros agrietados y apoyada contra ellos, esta misma cama de tablas. Solo, tarde en la noche, tendido en esta cama, me parece que todo vuelve a los días en que aún no vivía con Tsi-chün; este lapso de un año se desvanece, nunca ha existido, nunca he abandonado esta pieza ruinosa para crear en la callejuela del Buen Presagio una pequeña familia llena de esperanzas.

Pero es peor todavía. La melancolía y el vacío de esta pieza no eran iguales el año pasado, porque el aire estaba impregnado de un espíritu de espera: la espera de Tsi-chün. Cuando en medio de la nerviosidad provocada por la larga espera oía el claro ruido de los tacones altos pisando en el camino de baldosas, el entusiasmo me llenaba por entero. Pronto veía su cara llena, pálida, sonriendo con sus hoyuelos junto a la boca, sus brazos igualmente blancos y finos, su blusa de algodón a rayas y su falda negra. Traía consigo las tiernas hojas de esa acacia medio seca que hay ante mi ventana; me las ponía bajo los ojos con esos ramos de flores de glicina que colgaban del viejo tronco, sólido como el hierro.

Ahora todas las semejanzas que quedan son la tristeza y el vacío; Tsi-chün no volverá más, nunca más, nunca más...

Cuando Tsi-chün estaba ausente de mi destartalada pieza, yo no veía nada de cuanto me rodeaba. En medio del tremendo abatimiento que nada era capaz de disipar, me refugiaba en un libro cogido al azar: ciencia o literatura me daba lo mismo; en cualquier caso, todo me era igual. Leía, leía y de repente me daba cuenta de que había pasado más de diez páginas sin retener una sola palabra. Sólo mis oídos estaban al acecho; escuchaba el ruido de los zapatos de cuantos cruzaban la puerta de entrada; distinguía el de los de Tsi-chün, cuyo taconeo se aproximaba... pero que a menudo se hacía más y más indistinto hasta perderse finalmente en el ruido de otros pasos. Odiaba el ruido de los zapatos de tela del hijo del conserje, que por cierto no se parecía en nada al de los de Tsi-chün. Odiaba igualmente el que producían los zapatos nuevos de cuero que calzaba un joven que vivía en el palio vecino y que se echaba crema de belleza en la cara; ese ruido se parecía demasiado al de los zapatos de Tsi-chün.

¿No habría volcado el rickshaw en que venía? ¿No estaría herida, si éste había chocado con un tranvía?...

Cogía entonces el sombrero, dispuesto a ir a verla a su casa. ¡Pero su tío paterno me había insultado tantas veces en mi propia cara!

De repente el ruido de sus zapatos empezaba, por fin, a hacerse más y más sonoro. Corría a su encuentro: ella estaba ya más acá de las ramas de glicina, con su rostro sonriente, con sus hoyitos. Eso quería decir que no había tenido disgustos con su tío, en casa, y mi corazón se tranquilizaba. Nos mirábamos silenciosamente durante un breve instante: la pieza destartalada se llenaba entonces con mis discursos: hablaba de la tiranía de la familia, de acabar con las rutinas anticuadas, de la igualdad entre hombre y mujer, hablaba de Ibsen, de Tagore, de Shelley...

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Ella me escuchaba con la cabeza inclinada, sonriendo, con sus ojos iluminados por una curiosidad infantil. Había en la pared, clavada con dos chinches, una lámina que mostraba el busto de Shelley; era un retrato recortado de una revista, su más hermoso retrato. Yo se lo señalaba con el dedo; ella le echaba una mirada fugitiva y luego bajaba la vista, como avergonzada. Tal vez en esta materia Tsi-chün no se había librado por completo cié las ideas añejas. Después pensé que era mejor reemplazar ese busto por el retrato conmemorativo de Shelley, el que lo muestra ahogado en el mar, o por un retrato de Ibsen, Finalmente no lo cambié nunca y ahora no tengo la menor idea de qué se hizo.

«No me pertenezco sino a mí misma y ellos no tienen derecho de intervenir en mis asuntos.»Es una frase que ella pronunció un día, cuando llevábamos seis meses de relaciones amistosas.

Hablábamos ese día, por enésima vez, de su tío, con quien vivía, y de su padre, que se había quedado en la aldea natal. Se ensimismó por un instante, luego formuló aquella declaración clara, resuelta y tranquilamente. Antes, yo le había dado a conocer todas mis opiniones, le había hablado de mi vida y de mi familia y le había confesado mis defectos, sin ocultarle casi nacía; así me había comprendido de un modo perfecto. Esas palabras sacudieron intensamente mi alma; mucho tiempo después resonaban aún en mis oídos, dándome una alegría loca, indecible. Había llegado yo a la conclusión de que la mujer china no era en absoluto un ser sin esperanza, como afirmaban los pesimistas, y me parecía claro que en un porvenir muy próximo una radiante aurora iba a nacer.

Cuando la acompañaba, después, hasta la puerta de entrada, según nuestra costumbre guardábamos entre nosotros una distancia de diez pasos; y como siempre, la cara del viejo con bigotes de siluro se pegaba al marco sucio de la ventana, de tal modo que la punta de su nariz se aplastaba contra el vidrio; llegados al patio delantero, como de costumbre también, tras los cristales de la ventana que brillaban, veíamos aparecer la cara del joven elegante bajo una espesa capa de crema de belleza. Mirando recto, con actitud de desafío, Tsi-chün se marchaba; no había visto nada de todo eso. Por mi parte, yo regresaba también orgullosamente a mi pieza.

«No me pertenezco sino a mí misma y ellos no tienen derecho a intervenir en mis asuntos.» Este pensamiento estaba arraigado en su cerebro, mucho más cabal y firmemente que en el mío. ¿Qué valor podía tener para ella la inedia caja de crema de belleza y el vidrio cuadrado con la nariz aplastada?

No recuerdo ya muy bien en (qué forma le mostré por aquellos días la pureza y el ardor de mi amor. No sólo ahora, sino inmediatamente después que ello ocurrió, el recuerdo se desvaneció de inmediato; sin embargo la misma noche, cuando traté de fijarlo en mi memoria, ya no quedaban más que algunos fragmentos, y uno o dos meses después que comenzara nuestra vida común, aún esos fragmentos se habían perdido, desvanecidos como un sueño. Recuerdo sólo que durante los quince días que precedieron a mi declaración, estudié minuciosamente la actitud que iba a tomar, el orden de las palabras que iba a decir y hasta la manera de comportarme sí me rechazaba. Sin embargo, llegado el momento, todo fue inútil y a pesar mío, me declaré a Tsi-chün como había visto hacerlo en el cine.

Más tarde, al recordar esta escena, me sentía avergonzado y sin embargo era esta escena la que mi memoria conservaba con mayor fidelidad. Desde este punto de vista, la escena permanece hasta hoy como la única luz en una cámara oscura y bajo esa luz me vuelvo a ver oprimiendo la mano de Tsi-chün, con lágrimas en los ojos y doblando una pierna para ponerme de rodillas ante ella...

En aquel instante no sólo no sabía lo que bacía, sino que aún era incapaz de prestar atención a las palabras y los gestos de Tsi-chün. Lo único que había comprendido era que accedía a mi amor. Recuerdo vagamente, sin embargo, que su cara palideció, luego enrojeció hasta ponerse como la grana. Era un color que nunca le había visto antes y que jamás volví a verle más tarde. En sus ojos inocentes como los de un niño había una expresión de sufrimiento y alegría, pero su mirada, mezcla de duela y asombro, trataba de evitar la mía, y, desamparada, parecía querer huir por la ventana.

Tuve conciencia de que ella consentía, pero no supe de qué manera me lo dijo y ni siquiera si me lo elijo.

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En cambio, ella se acordaba de todas mis palabras, como si las hubiese aprendido de memoria y las recitaba inagotablemente. Parecía como si tuviera ante sus ojos una pantalla, invisible para mí, en la que se proyectaban todas mis acciones y gestos, que ella describía de un modo muy vivo, con muchos detalles, sin olvidar la pueril instantánea cinematográfica en la que me negaba absolutamente a volver a pensar. En mitad de la noche, cuando el rumor humano cede su lugar al silencio, el uno frente al otro, llegaba el momento de la repetición; yo era sometido a constantes interrogatorios y exámenes y se me ordenaba, además, repetir las palabras ya pronunciadas: siempre tenía que completarlas ella, o rectificarlas, como si yo hubiera sido un alumno de cuarto orden.

Poco a poco se espaciaron las repeticiones. Pero cuando la veía con los ojos fijos en el vacío, el espíritu concentrado, su expresión más y más dulce y sus hoyuelos más y más marcados, sabía que estaba repasando su lección. Me daba terror que evocara en su pensamiento mi escena de película cómica, pero me hacía cargo también de que infaliblemente ella la volvería a ver, eme quería, con toda su voluntad, volver a verla.

Ella no la encontraba ridícula en absoluto; aunque yo la juzgara risible, hasta vituperable, Tsi-chün no la consideraba así. Esto lo sabía muy bien, porque ella me amaba con ardor y pureza.

El fin de la primavera del año último fue el período más feliz y al mismo tiempo el más ocupado. Mi corazón se había calmado, pero otras zonas de mí mismo cobraron un movimiento acelerado en mi cuerpo. Fue en ese tiempo cuando empezamos a salir juntos a la calle y a ir a menudo al parque; pero la mayor parte de las horas las ocupábamos buscando casa. Mientras caminábamos, muchas veces sentí pesar sobre nosotros miradas inquisidoras, burlonas, con expresión sucia y despreciativa. Un instante de debilidad y sentía contraerse mi cuerpo; tenía que apelar a todo mi orgullo y a mi espíritu de rebeldía para sostenerme. Pero ella, con gran valentía, caminaba tranquila como si nada existiera alrededor, sin prestar la más mínima atención a esas cosas.

Encontrar una vivienda no era tarea fácil y la mayor parte de las veces nos las rehusaban bajo cualquier pretexto; otras veces éramos nosotros quienes las rechazábamos porque no nos convenían. Al principio nos habíamos mostrado muy exigentes, no porque fuéramos personas excesivamente difíciles, sino porque esas casas en realidad no parecían lugares para vivir en una atmósfera serena. A medida que nos ciábamos cuenta del problema fuimos reduciendo nuestras pretensiones, dispuestos a aceptar cualquier casa que se avinieran a alquilarnos. Después de visitar más de veinte lugares, logramos algo que provisoriamente podía servirnos. Eran dos piezas en el lado sur de una pequeña casa en la calle del Buen Presagio. El propietario, un pequeño mandarín bastante razonable, conservaba para sí la parle principal de la casa y sus dos alas. Sólo tenía una mujer y una hijita menor de un año. Una campesina trabajaba como criada para todo el servicio. Bastaba que la niña no llorara para que la casa cayera en una calma perfecta.

Nuestro mobiliario, de una gran simplicidad, nos había costado sin embargo más de la mitad de lo que yo había alcanzado a juntar. Tsi-chün, por su parte, vendió su único anillo y sus aretes. Hice todo lo posible por impedírselo, pero ella se mostró firme; no insistí más, convencido de que nunca se sentiría a sus anchas en nuestro hogar si no había aportado su contribución.

Hacía tiempo que había peleado abiertamente con su tío, quien renegó de ella como sobrina. Por mi parte, yo rompí, uno tras otro, con los pocos amigos que me daban, llamémoslos así, buenos consejos, pero que en el fondo temían por mí o simplemente estaban celosos. Todo ello nos proporcionaba mayor tranquilidad. Cada día, después de mi trabajo, aunque fuera ya casi el crepúsculo y el tirador de rickshaw avanzara tan lentamente, podíamos tener ese momento para nosotros solos. Empezábamos entonces a mirarnos en silencio, luego nos poníamos a hablar de corazón a corazón, con intimidad; después caíamos en profundas reflexiones, pero en el fondo no pensábamos en nada. Poco a poco, despiertos los sentidos, había podido leer como un libro todo su cuerpo y también su alma. En menos de tres semanas me parecía comprenderla ya profundamente y haber suprimido muchas de las barreras cuya existencia no había imaginado pero que eran en

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realidad verdaderas barreras.De día en día Tsi-chün se volvía más viva y más activa. No le gustaban las flores, por ejemplo;

yo había comprado en la feria del templo dos macetas con plantas de jardín; por falta de riego, al cabo de cuatro días murieron de sed en un rincón del muro; no había tenido tiempo de ocuparme de ellas. En cambio adoraba a los animales, contagiada probablemente por la mujer del mandarín.

En menos de un mes la familia había aumentado: cuatro pollitos corrían en el patio, en compañía de docenas más que pertenecían a la propietaria; ambas reconocían perfectamente a sus pollitos; había además un perrito pekinés blanco con manchas negras, comprado también en la feria del templo. Aunque tenía ya nombre cuando lo compró, Tsi-chün le dio otro: A-sui (el seguidor). Yo lo llamaba pues A-sui, aunque no me gustara tal nombre.

Es verdad: el amor necesita renovación, desarrollo e inventiva. Había hablado de eso con Tsi-chün y ella inclinaba la cabeza, comprensiva.

¡Ah, qué serena y feliz era la noche!

La paz y la felicidad necesitan consolidarse para conservarse siempre y nosotros fuimos entonces tranquilos y felices. Cuando vivíamos aún en la «Casa de los provincianos» tuvimos a veces choques en nuestras opiniones y malentendidos en nuestros pensamientos. Pero desde que nos cambiamos a la casa de la calle del Buen Presagio nada de esto existía ya. Sentados frente a frente bajo la luz de la lámpara, nos complacíamos en volver a disfrutar en el recuerdo de la alegría de la reconciliación, parecida a un renacer, después de las disputas.

Tsi-chün hasta había engordado y su color era más vivo y más rosado. Lo único sensible es que estuviera tan ocupada siempre y que los cuidados de la casa no le dejaran tiempo para conversar y mucho menos para estuchar o pasear. Siempre estábamos diciendo que era necesario buscar una sirvienta.

Cuando volvía, por la noche, al notar su sentimiento de malestar contenido, yo me sentía igualmente molesto. Y lo que más me apenaba era verla forzarse para presentar ante mí una cara risueña. Felizmente había podido descubrir que esto provenía de una sorda querella con la mujer del pequeño mandarín y que la mecha conductora de la explosión no era otra que los políticos de ambas familias. ¿Pero por qué no decírmelo? Hay que tener casa independiente, siempre; aquélla no nos convenía.

El camino de mi vida estaba trazado; durante seis días de la semana no variaba mi ruta entre la oficina y la casa. En la oficina copiaba y volvía a copiar documentos oficiales y cartas, y en casa nos sentábamos el uno frente al olio, o sí no la ayudaba a encender el horno blanco de tierra cocida, a hacer hervir el arroz, a cocer al vapor los panchos redondos. En esa época aprendí a cocinar. Por cierto que comía mejor que en la «Casa de los provincianos». El arte culinario no era el fuerte de Tsi-chün pero ponía toda su alma en ello. Al verla tan preocupada día y noche, yo no podía hacer otra cosa que preocuparme con ella, lo cual es un modo de compartir lo grato, sufriendo juntos las amarguras. Todo el día tenía el rostro cubierto de sudor, los cabellos cortos pegados a la frente: sus manos no eran las finas manos de antes.

Tenía que darle de comer a A-sui, dar de comer a los pollitos; en todos esos trabajos era indispensable.

Con gran fervor la exhortaba a que descansara, diciéndole que prefería no comer a verla fatigarse de ese modo. Ella simplemente me ciaba una mirada, sin pronunciar palabra, pero su expresión se volvía triste y ya no me atrevía a decir nada más. Al fin de cuentas, seguía siempre trabajando hasta la fatiga.

Un día se produjo la desgracia que ya presentía. Era la víspera de la fiesta del doble diez61 y me hallaba sentado en un rincón, semi dormido, mientras Tsi-chün lavaba los platos, cuando

61 El 10 de octubre era, hasta la fundación ele la República Popular China, la fiesta nacional, conmemorativa del aniversario del comienzo de la Revolución de 1911.

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golpearon a la puerta. Fui a abrir: era el mensajero de la oficina, quien me alcanzó un pliego impreso a roneo. Aunque adiviné al punto de qué se trataba, fui a leerlo a la luz de la lámpara. Traía escritas sólo estas palabras:

Por orden del director, se destituye a Shi Chüan-sheng de sus funciones,

9 de octubre

Estaba previendo este golpe desde mucho antes, desde los tiempos en que vivía en la «Casa de los provincianos». «Crema de belleza» era compañero de juegos del hijo del director e infaliblemente debió condimentar bastante la historia de mis relaciones con Tsi-chün para informar a su amigo. Lo asombroso era que el golpe no hubiera llegado más pronto y además en el fondo yo no podía considerarlo un choque, puesto que desde mucho tiempo antes había resuelto hacerme copista en algún sitio, dar clases o aún, aunque esto exigía mayores esfuerzos, dedicarme a la traducción de libros extranjeros, tomando en cuenta mis relaciones con el redactor jefe de la revista Los Amigos de la Libertad, a quien había encontrado varias veces y a quien había escrito dos meses antes. A pesar de todo, mi corazón se puso a saltar y hasta la valerosa Tsi-chün cambió de color, lo que me causó más daño. Se la Veía más débil en los últimos tiempos.

—Bueno, ¡qué más da! Quiere decir que haremos otra cosa. Nosotros... —dijo.No terminó su frase y yo no supe por qué ni cómo su voz sonó a hueco en mis oídos, mientras

la luz de la lámpara palidecía también.El hombre es un animal ridículo, que se deja abatir por cosas insignificantes. Nos miramos

primero en silencio, luego nos pusimos a discutir el asunto y finalmente llegamos a la conclusión de que viviríamos con la mayor economía posible con lo que nos quedaba. En seguida pondríamos pequeños anuncios en los diarios para conseguir copias y clases y por otra parte escribiría al redactor jefe de Los Amigos de la Libertad para exponerle mi situación actual y pedirle que me ayudara en este momento crítico publicando mi traducción.

—¡Dicho y hecho! ¡Vamos a labrarnos un nuevo camino!Me senté en seguida a la mesa, aparté la botella de aceite vegetal y el plato de vinagre,

mientras Tsi-chün me traía la lámpara. Redacté primero el pequeño anuncio, luego hice una elección entre los buenos libros que podía traducir. Desde la mudanza no había tocado esos volúmenes, que estaban cubiertos de polvo. Para terminar, escribí la carta.

Me vi frente a no pocas vacilaciones, porque no sabía cómo componer las frases. Con el pincel entre los dedos, concentraba mi pensamiento mientras echaba una mirada al semblante de Tsi-chün: bajo la luz lánguida de la lámpara, ella parecía tan triste. Nunca me había imaginado que un asunto tan insignificante pudiera transformar de un modo tan visible a la enérgica y valerosa Tsi-chün. En realidad se había vuelto muy débil en los últimos tiempos, mucho antes de aquella noche. Mi corazón se turbó todavía más cuando de súbito se presentó ante mis ojos la imagen de la vida tranquila, en el silencio y la calma, de la destartalada pieza de la «Casa de los provincianos». Con los ojos fijos, habría querido verla mejor, pero se interpuso entre la visión y yo la luz lánguida de la lámpara.

Terminé la carta mucho después; era una misiva muy larga y me dejó fatigado, por lo cual me pareció que yo también me había vuelto más débil. Decidimos enviar al día siguiente los anuncios y la carta. Luego, sin ponernos de acuerdo, nos levantamos simultáneamente, y sin hablarnos siquiera, nos pareció reconocer, el uno en el otro, el mismo espíritu de resistencia y de lucha y ver germinar también una esperanza nueva.

***

Los golpes provenientes del exterior son en el fondo un estímulo para formarnos un espíritu nuevo. La vida de los burócratas es como la del pájaro en la jaula del pajarero. La cantidad de mijo que se les da es la justa para mantenerlo vivo, pero no lo hace engordar. Cuando este género de

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vida se prolonga, las alas paralizadas, ya no sabrán volar, aún si el pájaro sale de su jaula. -Al liberarme de mi jaula, aprovechando que todavía no había olvidado cómo usar las alas, me disponía a volar raudamente en el vasto cielo que de nuevo se abría para mí.

El pequeño anuncio no podía dar resultado en un tiempo demasiado breve, pero traducir no era tampoco cosa fácil. En los libros que había leído y que creía comprender, surgieron dudas y dificultades por centenares cuando me puse a la tarea. Avanzaba muy lentamente, aunque estaba decidido a poner en ello todo lo que podía. En el canto de un diccionario casi nuevo quedó una mancha negra que dejaron mis dedos a fuerza de hojearlo, lo cual muestra que yo hacía mi trabajo a conciencia. El redactor jefe de Los Amigos de la Libertad había dicho que su revista no dejaría nunca en la sombra los buenos manuscritos literarios.

Era muy sensible que yo no dispusiera de una pieza adecuada para trabajar y más aún porque Tsi-chün no mostraba ya su calma de antes ni sus pequeñas atenciones para mí. Los platos estaban tirados en desorden en la pieza y la atmósfera, llena de humo de carbón; era imposible trabajar con calma. Como es natural, yo era el único responsable de no poder disponer de un cuarto de trabajo. Además A-sui y los pollitos agravaban la situación. Los pollitos habían crecido y eran motivo de disgustos cada vez más frecuentes entre ambas familias.

Existía además el problema de la comida, que se renueva como el agua de los ríos. Todos los esfuerzos de Tsi-chün se concentraban en la cuestión de la comida. Conseguir dinero después de comer, ocuparse de la comida después de haber conseguido el dinero necesario, además dar de comer a A-sui y de picotear a los pollitos. Fuera de esto, parecía haber olvidado por completo todo lo que sabía antes y no se daba cuenta de que sus premiosos llamados a la hora de comida interrumpían a menudo el curso de mis pensamientos. En vano en la mesa mostraba yo un aspecto de enojo; esto no cambiaba sus costumbres y continuaba, insensible, comiendo con gran apetito.

Me demoré cinco semanas en hacerle comprender que era imposible para mí respetar las horas fijadas para la comida, cuando estaba trabajando. Posiblemente no le pareció nada bien la idea, cuando la comprendió, pero no dijo irada. Desde entonces mi trabajo anduvo más rápido; en poco tiempo tenía traducidas cincuenta mil palabras. Unas cuantas correcciones y podría enviarlas a Los Amigos de la Libertad, con dos breves artículos que había escrito. Todo esto no impedía que la cuestión de la comida siguiera dándome dolores de cabeza. A mí me da lo mismo comer platos fríos, pero a veces sucedía que no había bastante y aún que no había ni siquiera arroz, lo cual era grave pese a que mi apetito había disminuido mucho a causa de que me pasaba todo el día sentado en casa, estrujándome el cerebro en el trabajo. Lo que ocurría era que había dado de comer a A-sui antes que a mí, y aún a veces le daba la carne de cordero que tan raras apariciones hacía en nuestra mesa. Decía que A-sui estaba muy flaco, hasta el punto de que la propietaria se burlaba de nosotros, cosa que ella realmente no podía soportar.

Sólo quedaban los pollitos para compartir mis restos. Me vine a dar cuenta de esta situación mucho tiempo después, pero tenía una vaga conciencia de que mi «lugar en el universo» (como dice Huxley) estaba sólo entre el perro pekinés y los pollitos.

Después de muchas protestas e insistentes argumentos, los pollitos, convertidos ya en gallinas, llegaron sucesivamente a la mesa en suculentos platos; durante quince días comimos, nosotros y A-sui, excelente carne. Pero hay que confesar que los pollos estaban bien flacos, porque desde muchas semanas apenas si probaban unos cuantos granos de sorgo cada día. A partir de ese acontecimiento hubo mucha más tranquilidad en casa. Pero Tsi-chün estaba muy abatida y parecía abrumada* de tristeza y fastidio, hasta el extremo de no abrir la boca. ¡Qué rápidos son nuestros cambios!, pensé.

Llegó el momento en que nos fue igualmente imposible conservar a A-sui. Ya no teníamos esperanza de recibir alguna carta salvadora y Tsi-chün desde largo tiempo no tenía tampoco ni la más mínima golosina para incitarlo a hacer monerías o a saludar estirando la patita. El invierno, por su parte, se acercaba con una rapidez pasmosa, la instalación de la estufa para calentarnos era un gran problema y A-sui con su enorme apetito era ya una carga cuyo peso veníamos sintiendo

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desde mucho antes. No podíamos conservarlo más.Si lo llevábamos a la feria del templo con un pedacito de paja picada en el collar para

significar que estaba en venta, era posible sacarle algún dinero; pero nosotros no podíamos ni queríamos obrar así. Finalmente le cubrí la cabeza con un saco y lo llevé más allá de la puerta del Oeste para dejarlo abandonado en cualquier parte. Corno siempre me seguía, lo eché en un hoyo poco profundo.

Cuando volví, la casa me pareció más apacible, pero me sobrecogió la expresión trágica de Tsi-chün. No le conocía esa expresión, de la cual A-sui era, claro está, la causa. ¿Pero era necesario dramatizar tanto las cosas? ¡Y eso que no le había dicho todavía lo del hoyo!

Al caer la noche, algo glacial se agregó a lo trágico de su expresión.—¡Es raro! Tsi-chün ¿qué te pasa? —le pregunté sin poder contenerme.—¿Qué? —respondió sin siquiera mirarme.—Bueno, tienes un aspecto...—No es nada... No tengo nada.Igualmente acababa de comprender que me tomaba por un ser sin corazón. En el fondo, quizás

me fuera más fácil vivir solo. Por orgullo había descuidado las relaciones sociales que provenían de mis lazos familiares y desde que nos mudáramos me había alejado también de todos mis antiguos amigos, pero si me iba a otro lugar, lejos, el camino de la vida estaría abierto para mí. Si soportaba los sufrimientos de esta vida deprimente se debía en gran parte a ella. ¿No había sido motivado pollo mismo el abandono de A-sui? Pero la visión de Tsi-chün era tan limitada, que no parecía reparar en nada de esto.

Busqué una oportunidad para hacerle entender mis razones; ella inclinó la cabeza, como si hubiera comprendido. Pero observándola después, me di cuenta de que no había entendido nada en absoluto o de que no me había creído.

El frío de la temperatura y el frío de su rostro no me dejaban permanecer en casa. ¿Pero dónde ir? ¿A la calle, al parque? Allí al menos no encontraría esa fisonomía glacial, pero el viento frío clavaba agujas en la piel, hasta romperla. Finalmente encontré mi paraíso en la biblioteca popular.

No era preciso pagar la entrada y en la sala de lectura había dos estufas de hierro colado. Aunque en ellas sólo hubiera un fuego mortecino, con el hecho de verlas allí uno se sentía mentalmente más caliente. En cuanto a los libros, no había nada que leer: los viejos, estaban pasados de moda y los nuevos, muy escasamente representados.

Por suerte yo no iba allí a leer. Aparte de mí, había unos cuantos visitantes diarios, unos diez o doce, vestidos exactamente corno yo, con trajes ligeros y delgados; cada uno de nosotros leía un libro que servía de pretexto para gozar de la calefacción. Esta situación era particular-, mente conveniente para mí. En la calle me exponía a encontrarme con conocidos que me mirarían con desdén, mientras que allí, ningún peligro, porque estaban fuera, alrededor de otros fuegos o de las estufas de tierra blanca en sus casas.

Si el lugar no podía proveerme de libros, por lo menos me proporcionaba cierta paz que me permitía pensar, Cuando me quedaba solo, sentado, inmóvil, volvía a pensar en mi pasado, meditando en que desde hacía más de seis meses había vivido exclusivamente para el amor, para un amor ciego, con rechazo total del verdadero sentido de la vida. Antes que nada hay que vivir, es sólo en la vida donde el amor puede apoyarse. Existe en este mundo un camino abierto para los que luchan, y no he olvidado aún el uso de mis alas, por más que me sienta mucho más abatido que antes...

Poco a poco la sala y los lectores se desvanecían; entonces veía a los pescadores sobre las embravecidas olas, a los soldados en las trincheras, a los aristócratas en sus automóviles, a los especuladores en la bolsa, a los héroes en los bosques y las montañas, a los profesores en sus cátedras, a los deportistas entrenándose al atardecer, a-los ladrones deslizándose en el corazón de la noche...: Tsi-chün... no estaba junto a mí. Había perdido todo su valor entregándose al resentimiento por lo de A-sui o a la eterna preparación de la comida. Lo asombroso es que no

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había adelgazado mucho...De pronto sentí que el frío me embargaba; los escasos trozos de carbón que mantenían el fuego

medio vivo, medio muerto, de la estufa, se habían consumido y era ya la, hora de cerrar. Tenía que volver de nuevo a la calle del Buen Presagio a deleitarme en el rostro de expresión glacial. Tengo que decir que desde un tiempo antes a veces notaba en él manifestaciones de dulzura o de ternura, lo cual sólo aumentaba mi sufrimiento. Recuerdo que una noche volví a ver en los ojos de Tsi-chün ese cándido reflejo de antaño, mientras me hablaba riendo de la época en que estábamos en la «Casa de los provincianos», pero al mismo tiempo mostraba por momentos una expresión de espanto. Yo sabía muy bien que mi actitud hacia ella en esos días sobrepasaba a la suya en frialdad y que le inspiraba ya inquietud. En esa ocasión hice lo posible por reír y conversar un poco para reconfortarla. Mi risa y mis palabras cayeron por desgracia muy pronto en el vacío y ese vacío, resonando como un eco en mis oídos, se parecía más a una burla insoportable.

Tsi-chün pareció empezar a notarlo, porque perdió su calma y su insensibilidad habituales. Aunque procuraba esconderlas, su ansiedad y su sospecha aparecían a menudo. Sin embargo ahora era más tierna.

Yo quería tener con ella una explicación franca, pero nunca me atrevía a hacerlo, pues en el momento en que me resolvía a hablarle, volvía a encontrar su mirada de niño inocente y esto me hacía fingir una sonrisa. Inmediatamente yo me recriminaba con burlesca crueldad y perdía mi calma glacial.

Desde entonces ella se dedicó a repasar las cosas del pasado y a someterme a nuevos exámenes, obligándome a poner en mis respuestas ternura e hipocresía. Porque al demostrarle ternura, en mi corazón quedaba impresa la huella de la hipocresía. Poco a poco invadió de tal modo mi corazón, que sufría al respirar. En mi extremo dolor pensaba a menudo que para decir la verdad hace falta un gran valor; pero carecer de valor y dejarse llevar cobardemente por la hipocresía es ser un hombre incapaz de labrarse un camino nuevo. Y para decirlo todo, es no ser ya un hombre.

Una mañana muy fría Tsi-chün pareció tener nuevos resentimientos. Yo no le conocía esa expresión o era tal vez mi imaginación que me la hacía ver de esa manera. Me enfurecía en frío y me reía dentro de mí. El ideal que ella se había forjado y todos sus propósitos de clarividencia y de valor iban a parar a la nada y ella no se daba cuenta de esa nada. Hacía largo tiempo que no leía; olvidaba que el primer objeto de la vida de un hombre es hacerse una vida y que en la búsqueda de este camino de la vida tienen que ir dos, tomados de la mano, o bien tiene que aventurarse uno atrevidamente solo. Pero si sólo se limita uno a agarrarse de los faldones del otro, a éste le será muy difícil luchar, aunque sea un bravo combatiente; ambos perecerán juntos.

Sentí que cualquiera esperanza nueva tenía que basarse en nuestra separación. Ella debía partir sin vacilar. Bruscamente había pensado también en su muerte, pero enseguida me lo reproché y me arrepentí. Por suerte era en la mañana y me quedaba bastante tiempo para darle a conocer mi verdad. El que tuviéramos un nuevo camino o no, dependía de aquella tentativa.

Mientras hablábamos, con tocia intención llevé la conversación hacia el tema de nuestro pasado. Hablé de literatura, de autores extranjeros, de sus obras, de Nora y La mujer del mar, de mi admiración por las enérgicas decisiones de Nora; le decía lo mismo que le había hablado tantas veces el año anterior en la pieza destartalada de la «Casa de los provincianos». Pero estas palabras se habían convertido en cosas inútiles que salían de mi boca y entraban por mis oídos; no me pudo abandonar la sensación de que un niño malvado repetía cuanto yo decía, con malicia y maldad, para burlarse de mí.

Ella me escuchaba con atención, inclinando la cabeza como de costumbre, y por mi parte, terminé con frases incoherentes y al fin hasta el sonido de mi voz se desvaneció en el vacío.

—Sí —dijo y después de un silencio continuó—: Chüan-sheng, me parece que has cambiado desde hace un tiempo. ¿Es verdad?... Dímelo francamente.

Fue como si me hubieran golpeado en la cabeza. Pero rápidamente recuperé mi equilibrio, le

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expuse mi punto de vista y terminé por hacerle una proposición: el labrarnos un nuevo camino y reconstruir una nueva vida, para librarnos ambos de la ruina segura. Y terminé diciendo con gran firmeza:

—De hoy en adelante puedes seguir tu propio camino sin escrúpulo alguno. Quieres que te hable francamente; es cierto, no debemos ser hipócritas. Te digo la verdad: es que... que ya no te amo... ¿Acaso eso no es mejor para ti, pues podrás trabajar, sin ningún remordimiento?...

Contrariamente a lo que yo había previsto, una escena de lágrimas, no hubo nada más que silencio. Su rostro palideció de pronto, se volvió amarillo como el de un muerto, pero después recuperó sus colores. En sus ojos so reflejó una luz centelleante de candor. Su mirada pareció registrarlo todo, como la del niño hambriento que busca a su compasiva madre, pero sólo buscaba en el vacío, evitando mis ojos con pavor.

No pude soportar más esa situación y como por suerte era en la mañana, corrí a la biblioteca popular, desafiando el viento glacial que soplaba fuera.

Allí pude ver en Los Amigos de la Libertad que todos los artículos que les había enviado habían sido publicados. Fue una excelente sorpresa para mí, que vagamente me comunicó nuevas fuerzas. Pensé que mi arco tenía muchas cuerdas para afrontar la vicia, fiero eso no bastaba para hacer frente a mi situación de ese instante.

Empecé a visitar a conocidos a quienes había dejado de ver por mucho tiempo. Pero no fui sino una o dos veces. Sus habitaciones bien calefaccionadas me hacían sentir después mayormente el frío, que se me metía hasta la médula de los huesos. Y por la noche me acurrucaba en mi pieza, más fría que el hielo.

Una aguja de hielo parecía perforar mi alma y me hacía sufrir constantemente de una dolorosa inercia. Ante mí se abren innumerables caminos y aún no he olvidado cómo se usan las alas, pensaba. Luego, de modo espontáneo llegaba a mi pensamiento la idea de su muerte; inmediatamente me recriminaba y me arrepentía. A menudo veía, en la biblioteca, en un relámpago de claridad, la nueva ruta que me esperaba: veía a Tsi-chün comprendiendo las cosas valerosa y enérgicamente y dejando esta casa glacial sin añorarla. Y yo, liviano como una nube llevada por el viento, flotaba en el aire, sin nada hacia arriba sino el cielo azul, y hacia abajo las elevadas montañas, el mar inmenso, los edificios, los campos de batalla, automóviles, bolsas de comercio internacional, ricas residencias, animados mercados bajo un bello sol, la noche negra... Y presentía realmente que esta nueva etapa de la vida iba a llegar.

Como pudimos, pasamos ese invierno insoportable, ese invierno de Pekín. Pero, como libélulas cazadas por granujas crueles, estábamos atados a ciertas cuerdas y jugaban con nosotros y nos torturaban sin cesar; si no habíamos muerto aún, yacíamos en tierra y la muerte iba a llegar tarde o temprano.

Después de tres cartas enviadas al redactor jefe de Los Amigos de la Libertad, recibí ¡por fin! una respuesta. El sobre contenía sólo dos bonos que permitían comprar libros: uno de veinte y otro de treinta centavos. Sólo las cartas apurándolo para que me enviara el pago de mis artículos me habían costado nueve centavos y un día de ayuno; todo por nada.

Sin embargo el acontecimiento que presentía terminó por llegar.

La primavera empezaba a reemplazar al invierno y el viento no era ya tan frío; ahora pasaba más tiempo fuera y cuando volvía, era ya de noche. Una de esas noches calmas, regresaba corno de costumbre y al acercarme a la puerta de la casa me sentí súbitamente inquieto y disminuí la rapidez de mis pasos. Entré, cíe todos modos, en mi pieza; no había luz y al prender un fósforo para encender la lámpara se produjeron un silencio y un vacío extraordinarios.

No acababa de salir de mi asombro cuando la mujer del mandarín me llamó por la ventana pidiéndome que saliera a conversar con ella.

—El padre de Tsi-chün vino hoy y se la llevó a su casa —dijo simplemente.De este modo, cuando llegó el momento de su realización, la cosa fue para mí como si no la

hubiera esperado; permanecí allí sin decir nada, con la sensación de haber recibido un mazazo en

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el cráneo.—¿De modo que se fue? —fue todo lo que pude preguntar un buen rato más tarde.—Sí, se fue.—Pero... ¿dijo algo?—No dijo nada... Lo único que hizo fue encargarme que le advirtiera que se había ido.No quería creerlo, pero en la pieza reinaban un vacío y un silencio extraordinarios. Miré por

todas partes con la esperanza de que iba a aparecer Tsi-chün, pero lo único que vi fueron muebles viejos y descoloridos, tan espaciados que no era posible esconder entre ellos a alguien o algo. Creí que iba a encontrar una carta o siquiera algún papel, pero no había nada tampoco. La sal, los pimientos secos, la harina, media col, algunos centavos. Eran los elementos de vida para nosotros dos; ella los dejaba solemnemente para mí, para prolongar un poco más mi existencia.

Oprimido por todo lo que me rodeaba, corrí al patio, que estaba negro de sombra. El papel de la ventana de la pieza principal del frente estaba iluminado y dejaba ver, en sombras chinescas, los gestos de la niña, a quien sus padres acariciaban. Mi corazón se calmó poco a poco y comencé a entrever los caminos por los cuales podría huir de esta opresión que tanto me pesaba: altas montañas, el gran océano, bolsas de comercio internacional, festines alumbrados por lámparas eléctricas, trincheras, la noche más negra, una puñalada penetrante, pasos silenciosos...

En un momento mi corazón se alivianó, se relajó. Pensé en los gastos de viaje y respiré.

Cuando estuve en cama, las escenas de mi vida futura, imaginada de antemano, que veía pasar ante mis ojos, se agotaron antes de la medianoche. En la oscuridad veía un montón de comida y luego la cara pálida y amarillenta de Tsi-chün mirándome con sus ojos cándidos de niña, grandes, abiertos, suplicantes. Pero cuando me concentraba, todas estas imágenes desaparecían.

Sentí de nuevo un gran peso en mi corazón. ¿Por qué no había tenido paciencia unos pocos días más, por qué apresurarme tanto a decirle la verdad? Ahora ella sabe que en lo sucesivo sólo tendrá la austera severidad de su padre —el acreedor de sus hijos— castigándola como el sol que quema, y la mirada sin piedad de su gente, más fría que el hielo. Y aparte de eso, la nada.

¡Qué espantoso es arrastrarse por el camino de la vida, cargando un fardo de vacío, bajo miradas heladas, llenas de rigor sin piedad! Y más aún si al final de ese camino no hay otra cosa que la tumba, una tumba sin siquiera una piedra recordatoria.

No debí haberle dicho la verdad a Tsi-chün. Nos habíamos amado y le debía una mentira eterna. Si la verdad es un tesoro, ¡cómo entonces podía constituir una pesada carga de vacío para Tsi-chün! La mentira, claro, es otro vacío, pero al final de cuentas no hubiera pesado tanto en su vida.

Pensé que diciéndole la verdad, ella sería la primera en partir, sin ningún escrúpulo, con energía y decisión, en la misma forma en que había venido a vivir conmigo. Pero ahora veo que me equivoqué. Su valor y su intrepidez de entonces provenían del amor.

Yo no tenía valor para soportar un pesado fardo de hipocresía, pero he cargado sobre ella un fardo más pesado aún, un fardo de verdad. Después de amarme, pues, Tsi-chün iba cargada con este lardo, arrastrándose en e] camino de la vida, bajo miradas de hielo llenas de rigor sin piedad.

Hasta había pensado en su muerte...Yo no era, pues, otra cosa que un ser cobarde destinado a ser rechazado por los fuertes,

sinceros o hipócritas. Mientras que ella, por el contrario, esperaba hasta lo último que yo pudiera seguir viviendo un poco más...

Decidí abandonar la calle del Buen Presagio, donde no había más que silencio y ese vacío tan grande. Pensé que bastaría partir para recuperar la presencia de Tsi-chün. Me imaginaba que se hallaba aún en la ciudad y que un día cualquiera me vendría a visitar como en los tiempos de la «Casa de los provincianos».

Todos los pasos ciados y tocias mis cartas no habían arrojado resultado alguno. Sólo me quedaba ir a ver a un amigo de familia de la generación anterior, a quien había dejado de tratar

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desde tiempo atrás. Era un camarada de estudios de mi tío, un letrado con título, conocido por su adhesión a las normas sociales corrientes, que vivía en Pekín por largos años y contaba con grandes relaciones mundanas.

Desde la entrada sentí el desprecio del portero, probablemente por mi ropa andrajosa y tuve que insistir bastante antes de que me recibiera. El amigo de mi tío me reconoció de inmediato, pero me trató con marcada frialdad. Estaba al tanto por cierto de tocia nuestra historia.

—Naturalmente no puedes quedarte aquí —dijo con tono impasible, después de oír mi petición de que me ayudara a buscar un trabajo fuera—. ¿Pero dónde?... No es fácil... Y tú... cómo decir... llamémosla tu amiga, Tsi-chün... ¿no lo sabías?, ha muerto.

Golpeado por la sorpresa no supe qué decir.—¿Realmente? —terminé por balbucear sin saber cómo. Dijo con burla:—¡Seguro que es cierto! Da familia de nuestro criado Wang Cheng vive en la misma aldea que

ella.—Pero... ¿cómo ha muerto?—¡Cómo voy a saberlo yo! Ha muerto y eso es todo.No recuerdo cómo me despedí ni tampoco cómo llegué a mí casa.Estaba seguro de que no había mentido y de que Tsi-chün no volvería ya, como el año anterior.

Aunque se hubiera resignado a seguir lo que llaman el camino de la vida, cargada con su pesado fardo de vacío, bajo las miradas de hielo de los unos y el rigor sin piedad de los otros, era más de lo que ella podía soportar. Da verdad que yo le había dado a conocer —el mundo sin amor— había cortado su destino, aniquilándola.

Era claro que yo no podía quedarme, pero «¿dónde ir?» En todas partes encontraría el vacío infinito, más el silencio de la muerte. Das tinieblas que flotan ante los ojos de los que mueren sin amor son visibles para mí y hasta me parece oír el estertor de su agonía, de su dolor y de su desesperación.

A pesar de todas estas novedades, aún esperaba algo, algo sin nombre, algo inesperado. Pero los días pasaban y sólo había el silencio de la muerte.

Ya no salía a menudo, como antes. Me revolcaba hasta" la saciedad en el vacío infinito y dejaba que ese silencie de muerte siguiera corroyendo mi alma. Pero ocurre que aún el silencio de la muerte tiene sobresaltos y estremecimientos y que hay instantes en que se retira y se esconde. En esos intervalos se desliza entonces como un resplandor algo inesperado y sin nombre: una nueva esperanza.

Fue una mañana sombría, en que el sol, luchando valerosamente, no lograba perforar las nubes que cubrían el cielo. Hasta el aire parecía extenuado. De pronto llegó a mis oídos un ruido de pasos menudos, precipitados, y una respiración anhelante. Abrí muy grandes los ojos. Primero no vi a mi alrededor más que el vacío de siempre, pero al volver casualmente las miradas a tierra distinguí a un pequeño animal flaco, agotado, que daba vueltas, lleno de tierra...

Lo miré más atentamente y de pronto mi corazón pareció detenerse. Me levanté de un salto: era A-sui que volvía.

Lo que me decidió a abandonar la casa de la calle del Buen Presagio no fue sólo la forma despectiva en que me miraban los propietarios y su criada, sino en gran parte la presencia de A-sui. ¿Pero dónde ir? Los nuevos caminos de la vida eran ciertamente muchos aún, yo los conocía en forma vaga, los distinguía a veces entre la niebla, sabía que estaban ante mí. Pero ignoraba aún cómo dar el primer paso en dirección de ellos.

Después de mucho pensar y comparar, llegué a la conclusión de que el sitio que mejor me acogería sería la «Casa de los provincianos». Era la misma habitación destartalada de siempre, la misma cama de tablas, la misma acacia medio seca y la planta de glicina; pero lo que me impulsaba a esperar, a sentir la alegría en el corazón, a amar y a vivir, se había marchado para siempre dejándome solamente un vacío, el vacío que había recibido a cambio de la verdad.

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Los nuevos caminos de la vida son muchos aún; lo que tengo que hacer perentoriamente es seguirlos, puesto que estoy vivo. Pero sigo sin saber cómo dar el primer paso, A veces veo un camino semejante a una larga serpiente grisácea que repta rápidamente hacia mí; yo lo espero, lo espero hasta que se acerca, pero de pronto se desvanece en la oscuridad.

¡Son tan largas siempre las noches de comienzos de la primavera! Sentado como el tronco de un árbol muerto, recuerdo un cortejo fúnebre que vi esta mañana en la calle. Delante había figuras de hombres y caballos de papel recortado, detrás iban los plañideros, cuyos sollozos parecían canciones. Ahora comprendo la inteligencia de esas gentes al obrar con tanta soltura y sencillez.

En ese instante surgió ante mis ojos el funeral de Tsi-chün. Ella avanzaba completamente sola por un largo camino grisáceo, cargada con su pesado fardo de vacío, pero pronto desapareció, atrapada por los que la rodeaban con sus miradas despectivas y su tiranía sin piedad.

Me gustaría que de veras hubiera manes, que realmente hubiera infierno para partir, entre los aullidos de las furias y los huracanes diabólicos, en busca de Tsi-chün; le pediría perdón, confesándole todos mis remordimientos y mis penas. ¡De otro modo el fuego infernal me aprisionará entre sus llamas y me consumirá con todos mis remordimientos y mis penas en su brasero ardiente! Entre el huracán diabólico y las venenosas llamas, rodearía con mis brazos a Tsi-chün suplicándole su perdón o tratando de hacerla feliz...

¡Esto es aún más vacío que el nuevo camino de la vida! Todo lo que tengo ahora es sólo la noche de comienzos de primavera, que se alarga y se alarga tanto. Puesto que estoy vivo, tengo que buscar el nuevo camino de la vida y el primer paso no es otro que este manuscrito en el que dejo mis remordimientos y mis penas, por la memoria de Tsi-chün y por mí .mismo.

En el fondo, este paso equivale a un llanto parecido a canción que ofrezco en el funeral de Tsi-chün, un funeral en el olvido.

Quiero olvidar, no pensar sino en mí mismo, quiero olvidar hasta esta ofrenda de olvido en el funeral de Tsi-chün.

Voy a dar mi primer paso en el nuevo camino de la vida, voy a ocultar la verdad en el fondo de mi corazón herido y avanzaré silenciosamente tomando corno guía al olvido y a la mentira...

Terminado el 21 de octubre de 1925

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El divorcio

—¡Ah, tío Mu... ¡Feliz año nuevo y buena suerte!—¿Cómo estás, Pa-san? ¡Feliz año nuevo!...—¡Feliz año nuevo! Ai-ku, tú aquí...—¡Buen encuentro, abuelito Mu!...No bien Chuang Mu-san y su hija Ai-ku hubieron embarcado en el bote, en el muelle del

Puente Magnolia, un zumbido de voces surgió a bordo. Algunos de los pasajeros los saludaron con las manos, y cuatro lugares se desocuparon de inmediato en los bancos de la cabina. Distribuyendo saludos, Chuang Mu-san ocupó un asiento, e inclinó su larga pipa contra la pared de la embarcación. Ai-ku se sentó a su izquierda, frente a Pa-san, con sus pies en forma de guadaña desplegados como una letra V.

—¿En viaje a la ciudad, abuelito Mu? —preguntó un hombre de rostro rubicundo, como la concha de un cangrejo.

—No a la ciudad —El abuelito Mu parecía muy descorazonado. Su cara de un rojo oscuro no se veía, en todo caso, más arrugada que de ordinario—. Vamos en viaje a la aldea Pang.

A bordo todos dejaron de hablar para clavar los ojos en ellos.—¿Se trata de nuevo del asunto de Ai-ku? —preguntó Pa-san al fin.—Se trata... Este asunto será mi muerte. Se arrastra ya por espacio de tres años, en que

venimos querellándonos y arreglando las cosas de tiempo en tiempo; pero aún el asunto no está solucionado...

—¿Van de nuevo a casa del señor Wei?—Eso es. No es ésta la primera vez que actúa como mediador, pero nunca he estado de

acuerdo con sus proposiciones. No importa. Su familia celebra ahora su reunión de año nuevo. Estará allí hasta Séptimo Maestro, que ha venido de la ciudad...

—¿Séptimo Maestro? —Pa-san abrió los ojos con asombro —. De modo que estará allí para dar su opinión también... Bueno… En realidad, desde que destruimos su cocina, el año pasado, nos hemos vengado más o menos. Además, realmente, no veo la necesidad de que Ai-ku vuelva allá... —volvió a bajar los ojos.

—¡No me atrae volver allá, hermano Pa-san! —Ai-ku levantó indignada sus ojos—. Lo hago para molestarlos. ¡Imagínese! «Bestia Joven» siguió con esa pequeña viuda y decidió que no me quería a mí. ¡Pero las cosas no son tan sencillas! «Bestia Vieja» defendió sólo a su hijo y trató de zafarse de mí también, como si todo fuera tan fácil. ¿Qué pasa con Séptimo Maestro? ¿El hecho de tratarse de tú con el magistrado quiere decir que habla un lenguaje diferente del nuestro? No puede ser como el cabeza dura del señor Wei, que no sabe otra cosa que decir: «Que se separen, es mejor que se separen». ¡Voy a contarle todo lo que he tenido que resistir estos años y veremos a quien le da la razón!

Pa-san estaba convencido y no abrió la boca.La barca navegaba muy tranquila, sin otro ruido que el del golpe del agua contra la proa.

Chuang Mu-san tomó su pipa y la llenó.Un hombre corpulento que se sentaba al frente, al lado de Pa-san, escudriñó en su faja y sacó

un encendedor, que aplicó a la pipa de Chuang Mu-san.—Gracias, gracias — dijo éste moviendo la cabeza de arriba a abajo.—A pesar de que es la primera vez que nos encontrarnos —dijo el hombre corpulento,

respetuosamente— había oído hablar de usted desde hace mucho tiempo. Sí, no hay nadie en las dieciocho aldeas de la costa que no conozca al tío Mu. También hemos conocido desde hace tiempo a ese joven Shi que andaba con la viudita. Cuando usted llevó a sus seis hijos para demoler su cocina el año pasado, todo el mundo les dio la razón. Todas las puertas están abiertas para usted, que tiene mucho prestigio... ¿Por qué tener miedo de ellos?...

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—Este tío62 es verdaderamente un hombre que sabe discernir —dijo Ai-ku en tono de aprobación —. Y sin embargo no sé ni quién es...

—Me llamo Wang Te-kui —replicó con prontitud el hombre corpulento.—¡No pueden echarme a un lado así nada más! No me importa que se trate de Séptimo

Maestro o de Octavo. ¡Seguiré creándoles dificultades hasta que su familia se arruine, hasta que todos estén muertos! El señor Wei ha estado cuatro veces conmigo, ¿o no? Papá ha vacilado ante el dinero que le han ofrecido...

Chuang Mu-san maldijo débilmente para sí mismo.—Pero, abuelo Mu, he oído decir que la familia Shi ofreció al señor Wei un fastuoso banquete

a fines del año; pasado —dijo Cara de cangrejo.—Eso no importa —dijo Wang Te-kui—. Un banquete no puede cegar por completo a un

hombre. Si es así ¿qué ocurriría si usted le ofrece un banquete extranjero? Esos letrados que conocen la verdad, siempre salen a la defensa de la justicia. Si alguien es amenazado por otro, por ejemplo, ellos hablan por la víctima sin que les importe si hay obsequios o no. A fines del año pasado, el señor Yung, de nuestra humilde aldea, volvió de Pekín. Es uno de los que han visto el gran mundo, no como nosotros los aldeanos. Él le dijo a la señora Kuang allí, cuál es el mejor...

—¡El malecón de Wang! —gritó el barquero, preparándose para atracar—. ¿Ningún pasajero para Wang?

—¡Aquí, yo! —Corpulento cogió su pipa y se precipitó fuera de la cabina, saltando a tierra en el momento mismo en que la barca atracaba.

—¡Perdónenme! —gritó volviéndose a los pasajeros, mientras hacía un saludo con la cabeza.La barca siguió navegando en el fresco silencio, roto sólo por el golpe del agua. Pa-san

comenzó a dormitar frente a los zapatos en forma de guadaña de Ai-ku y su boca se iba abriendo gradualmente. Dos ancianas en la cabina, al frente, entonaron con suavidad algunos cánticos budistas y luego rezaron el rosario. Clavaban los ojos en Ai-ku y cambiaban miradas significativas, moviendo los labios y afirmando con la cabeza.

Ai-ku miraba con fijeza a la toldilla, sobre ella, considerando probablemente lo magnífico que sería promover molestias tales que la familia de «Bestia Vieja» se arruinase y él y «Bestia Joven» no encontraran la forma de cambiar las cosas. No temía al señor Wei. Lo había visto dos veces y no era más que un rechoncho de cabeza de bola. ¡Había muchos como él en su propia aldea, quizás un poco más morenos!

Chuang Mu-san agotó su tabaco y el aceite chisporroteó en su pipa, pero él seguía chupándola. Sabía que la parada siguiente al malecón de Wang era la aldea de Pang. En efecto, ya se podía ver el Pabellón de la Estrella Literaria a la entrada de la aldea. Había estado allí tan a menudo que no valía la pena hablar de eso, aparte de lo dicho por el señor Wei. Recordaba cuando su hija había llegado llorando a la casa, lo mal que su marido y su suegro procedieran y como ellos lo habían derrotado. El pasado se desplegaba de nuevo ante sus ojos. Por lo general, cuando recordaba la forma en que había castigado a los agentes del demonio, esbozaba una sonrisa fría; pero esta vez no. La opulencia de Séptimo Maestro, de un modo u otro, había intervenido, y estrujaba sus pensamientos sin ninguna apariencia de orden.

La barca seguía en silencio. Sólo el tono de las oraciones budistas aumentaba. Todos los pasajeros parecían sumidos en sus pensamientos, igual que Ai-ku y su padre.

—Aquí baja usted, tío Mu: la aldea Pang.Los despabiló la voz del barquero; ante sí tenían el Pabellón de la Estrella Literaria.Chuang saltó a tierra y Ai-ku lo siguió. Más allá del Pabellón, encaminaron sus pasos hacia la

casa del señor Wei. Después de dejar atrás treinta casas en camino hacia el sur, volvieron una esquina y llegaron a su destino. Cuatro botes con toldos negros se hallaban amarrados en hilera a la puerta.

Cuando subían la escala de la gran entrada, pintada a la laca negra, los llamaron desde la casa

62 En China es corriente que los niños y jóvenes llamen tíos a todas las personas mayores, conocidas o desconocidas.

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del portero. Estaba llena de boteros y mozos de labranza, sentados alrededor de las mesas. Ai-ku no se atrevió a mirarlos con mucho detenimiento, sino que se limitó a echar un rápido vistazo, lo suficiente para darse cuenta de que no había señal alguna de «Bestia Vieja» ni de «Bestia Joven».

Luego una criada trajo sopa en la que flotaban panecillos dulces de año nuevo y Ai-ku, sin saber por qué, se sintió más incómoda e inquieta. ¿Sólo el hecho de que se trata de tú con el magistrado significa que no puede hablar nuestro lenguaje?, pensó. Estos letrados que conocen la verdad siempre salen en defensa de la justicia. Voy a contarle toda la historia a Séptimo Maestro, comenzando por los días en que me casé, a los quince años...

Al terminar la sopa, comprendió que se acercaba el momento. Se sintió bastante segura cuando un poco más tarde se encontró siguiendo a uno de los mozos de labranza que los guiaba, a ella y a su padre, a través del gran vestíbulo y después de volver una esquina, al salón de recepción.

El recinto estaba tan atestado de cosas que no le fue posible abarcar todo su contenido. Había también muchísimos invitados, cuyas chaquetas cortas de satén rojo o azul producían reflejos alrededor de ella. Y en el centro, un hombre de quien no le cupo duda alguna que era Séptimo Maestro. Aunque tenía cabeza redonda y cara redonda también, era bastante más alto que el señor Wei y los demás. En su enorme cara circular los ojos eran como dos angostos tajos y llevaba un áspero bigote negro; era calvo y su cabeza y su rostro lucían un color rubicundo, resplandeciente. Por un momento Ai-ku se sintió intrigada, luego llegó a la conclusión de que seguramente se frotaba la piel con manteca de cerdo.

—Este es un obstructor anal63, de aquellos que los antiguos usaban en los ritos funerarios.Séptimo Maestro levantaba algo parecido a una piedra desgastada, con la cual se frotó dos

veces la nariz mientras hablaba. —Por desgracia proviene de una excavación reciente, pero aún así es de considerable valor: no puede ser posterior a Jan64. Miren esta «mancha de mercurio65»...

La «mancha de mercurio» fue rodeada de inmediato por no pocas cabezas, una de las cuales era por cierto la del señor Wei; estaban asimismo varios hijos de la casa en los que Ai-ku aún no había reparado; tan atemorizados se sentían en presencia de Séptimo Maestro que parecían chinches aplastadas.

Ai-ku no entendió ni una palabra de lo que él había estado diciendo; no le interesaba la «mancha de mercurio» ni trataría tampoco de averiguar nada. Se arriesgó a echar una mirada fugitiva al rededor y vio que detrás de ella, hacia la pared, junto a la puerta, se hallaban «Bestia Vieja» y «Bestia Joven». Le bastó una mirada para notar que parecían más viejos que cuando los había encontrado, casualmente, seis meses atrás.

Todo el mundo abandonó la «mancha de mercurio». El señor Wei tomó el obstructor anal, se sentó y comenzó a frotarlo, volviéndose para preguntar a Chuang Mu-san:

—¿Vinieron sólo los dos?—Sólo los dos.—¿Por qué no vino ninguno de sus hijos?—No tenían tiempo.—No lo habríamos molestado haciéndolo venir en año nuevo si no se tratara de negocios... Sé

muy bien que usted ha tenido ya bastantes molestias... Hace más de dos años que empezó ¿no es así? Es mejor eliminar las enemistades que conservarlas, digo yo. Puesto que el marido de Ai-ku dejó de vivir en paz con ella y los padres de él no la quieren... es mejor seguir el consejo que le di anteriormente y dejar que se separen. Por lo visto aún no he logrado convencerlo de esto. Pero Séptimo Maestro, usted lo sabe muy bien, es un campeón de la justicia y su punto de vista es idéntico al mío. Sin embargo, él estima que ambos lados deben hacer algunas concesiones y le ha pedido a la familia Shi que agregue otros diez al arreglo, lo que hace noventa yinyuanes.

63 Era costumbre insertar pequeños trozos de jade en los orificios de los muertos. Se creía que con ello era posible impedir la descomposición de los cadáveres.

64 La dinastía Jan (206 A.C-220 A.D.)65 El jade y los objetos metálicos hallados en las tumbas a menudo están manchados con el mercurio que se ponía

en los cadáveres para evitar una descomposición demasiado rápida.

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—¡Noventa yinyuanes! Si usted se decide a llevar el caso directamente al emperador, por cierto que no logrará condiciones tan favorables. ¡Nadie que no sea Séptimo Maestro podría hacer una oferta tan magnífica!

Los ojos de Séptimo Maestro se dilataron para aprobar, mientras miraba a Chuang Mu-san.Ai-ku captó que la situación era crítica y se asombró de que su padre, a quien reverenciaban

todas las familias de la costa, no dijera nada por sí mismo. Pensó que aquello era completamente inmerecido. Aún cuando no había podido seguir todo lo que decía Séptimo Maestro, por alguna razón le pareció que era un espíritu amable, muy lejos de ese ser espantoso que ella había imaginado.

—Séptimo Maestro es un letrado que conoce la verdad —dijo audazmente—. No es como nosotros las gentes del campo... No tengo nadie ante quien quejarme de todo lo que me han hecho. Pero ahora se lo diré a Séptimo Maestro. Durante todo el tiempo que estuve casada, procuré ser una buena esposa... Inclinaba la cabeza cada vez que salía o entraba y creo no haber fallado en ninguno de mis deberes conyugales. Pero ellos siempre estaban buscándome querella, como verdaderos perros de presa. Aquel año una comadreja mató al gallo grande... ¿Cómo podían culparme a mí de no cerrar el gallinero? Fue ese perro roñoso, ese maldito, el que empujó la puerta del gallinero para meterse a husmear algunos granos de arroz de los que se quedan mezclados con los hollejos. Pero «Bestia Joven» es incapaz de distinguir lo blanco de lo negro y me dio una bofetada en plena cara...

Séptimo Maestro la miró.—Comprendí que debía haber alguna razón para esto. Es algo de lo cual Séptimo Maestro

tiene que estar informado, porque los letrados que conocen la verdad lo conocen todo. ¡«Bestia Joven» estaba embrujado por la perra y quería hacerme a un lado! Me casé con él conforme a todas las ceremonias —tres lotes de té y seis regalos— y fui conducida a su casa en un palanquín nupcial. ¿Iba a ser tan fácil para él echarme a un lado?... Quiero demostrarles que no tengo ningún reparo en llevar el asunto a la corte. Si no se le encuentra arreglo en la corte del distrito, iremos a la prefectura...

—Séptimo Maestro está al corriente de todo esto —• dijo el señor Wei mirando hacia arriba —. Si usted continúa en esa actitud, Ai-ku, será en perjuicio suyo. Usted no ha variado en lo más mínimo. En cambio su padre ¡qué sensible es! Es una lástima que usted y sus hermanos no sean como él. Suponga que lleva este asunto a conocimiento del prefecto... ¿Usted cree que él no va a consultar a Séptimo Maestro? Pero en ese caso, la causa se ventilará con publicidad y los sentimientos quedarán expuestos a la curiosidad... Siendo así...

—¡Pondré mi vida en esto, aunque signifique la ruina de ambas familias!—No es necesario adoptar actitudes desesperadas —dijo despacio Séptimo Maestro—. Usted

es joven todavía. Conservaremos todos la paz. «La paz engendra la fortuna» ¿no es verdad? He agregado diez yinyuanes: esto es más que generoso. En consideración a esto, si su suegro y su suegra le dicen “Vete”, usted debe marcharse. No hable de la prefectura; sería igual en Shanghai, en Pekín o en cualquier otro lugar. ¡Si no me cree a mí, pregúnteselo a él! Acaba de regresar y viene de la escuela extranjera de Pekín —se volvió hacia uno de los hijos de la casa, que llevaba barba en punta—. ¿No es así? —preguntó.

—Abso-lu-ta-mente —Barba en punta se enderezó de un salto y contestó con tono legalista y respetuoso.

Ai-ku se sintió completamente aislada. Su padre se negaba a intervenir, sus hermanos no se habían atrevido a venir, el señor Wei había estado siempre de parte de ellos y ahora le fallaba Séptimo Maestro, en tanto ese joven de barbita, con su voz flexible y su aire de cucaracha aplastada, simplemente decía lo que se esperaba que dijera. Pero, confundida como estaba, resolvió hacer una última embestida.

—Si hasta Séptimo Maestro... —sus ojos mostraron sorpresa e intranquilidad—. Sí... Ya lo sé, nosotros, las gentes rústicas, somos ignorantes. Mi padre es responsable por no saber ya cómo entenderse con la gente; ha perdido por completo sus antiguas cualidades. Dejó que «Bestia Vieja»

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y «Bestia Joven» hicieran todo lo que se les daba la gana. Ellos acuden a cualquier medio, aunque sea sucio, para adular a los que están por encima de ellos...

—¡Mírela, Séptimo Maestro! —«Bestia Joven» que había permanecido en silencio detrás de ella, se decidía de pronto a hablar —. ¡Se atreve a portarse así aún en presencia de Séptimo Maestro! En el hogar simplemente no nos dio paz en absoluto. Llamaba a mi padre «Bestia Vieja» y a mí «Bestia Joven» o Bastardo.

—¿Quién diablos te está llamando bastardo? —Ai-ku se volvió violentamente hacia él, y luego se dirigió a Séptimo Maestro—. Tengo algo más que quiero decir en público. Siempre fue desconsiderado conmigo. Para él, yo era siempre «sucia» y «perra». Después que empezó a ocuparse de esa ramera, a menudo maldijo a mis antepasados. Juzgue usted entre nosotros dos, Séptimo Maestro...

Tuvo un sobresalto y las palabras murieron en sus labios. De pronto Séptimo Maestro hizo girar los ojos y levantó su cara redonda. De su boca enmarcada por el áspero bigote surgió un grito estridente y arrastrado:

—¡Ven aquí!El corazón, que había dejado de latir en su pecho, de repente empezó a saltar. La batalla estaba

perdida, la suerte había cambiado al parecer. Había dado un paso en falso y caído al agua y sabía que ella era la única culpable.

Un hombre vestido con túnica azul y chaqueta negra entró rápidamente y se instaló, con sus brazos a los lados, tieso como un palo, frente a Séptimo Maestro.

Se produjo un silencio absoluto en la sala. Séptimo Maestro movió los labios, pero nadie pudo oír lo que estaba diciendo. Sólo su criado oyó y la fuerza de la orden le penetró hasta los tuétanos, pues dos veces se crispó, como sobreponiéndose al terror. Respondió:

—Muy bien, señor...Retrocedió algunos pasos, se volvió y salió.Ai-ku comprendió que algo inesperado, completamente imprevisto, estaba a punto de ocurrir,

algo que ella era impotente para detener; sólo en este momento se daba cuenta de todo el poder de Séptimo Maestro. Antes había estado equivocada, comportándose demasiado temeraria y descortés. Se arrepintió amargamente y de pronto se halló diciendo:

—Siempre quise decir que acepto la decisión de Séptimo Maestro...No hubo ni la sombra de un rumor en la sala. Aunque sus palabras hubieran sido tan suaves

como hilos de seda, igualmente habrían sonado como el estallido de un trueno en los oídos del señor Wei.

—¡Bien! —exclamó con tono de aprobación, muy animadamente—. Séptimo Maestro es realmente justo y Ai-ku es realmente razonable. En tal caso, Mu-san, usted no puede oponer objeción alguna, puesto que su hija accede por su propia voluntad. Estoy seguro de que usted ha traído el certificado de matrimonio, como se lo pedí. Así pues, que ambas partes se pongan de acuerdo ahora mismo...

Ai-ku vio a su padre buscar algo a tientas en su faja. El criado tieso como un palo volvió y entregó a Séptimo Maestro un objeto pequeño, plano, negro como el azabache, de forma de tortuga. Ai-ku tuvo miedo de que algo espantoso fuera a suceder. Echó una mirada a su padre: estaba abriendo un paquete azul sobre la mesa y sacando de él yinyuanes.

Séptimo Maestro movió la cabeza de la tortuga, vació algo que había en el cuerpo de ella en la palma de su mano y luego devolvió el objeto plano al criado de palo. Restregó un dedo en la palma, luego se lo llevó a cada una de las ventanillas de la nariz impregnándose éstas y también los labios de una sustancia de color amarillo claro. Luego arrugó la nariz, como a punto de estornudar.

Chuang Mu-san seguía contando yinyuanes. El señor Wei sacó del montón algunos que aún no habían sido contados y se los entregó a «Bestia Vieja». Después cambió la posición de los certificados rojo y verde, devolviéndolos a sus primitivos dueños.

—Guárdelos bien —dijo —. Usted debe comprobar si el total es correcto, Mu-san. No es broma todo este dinero...

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—¡Ah... Tchiú!...Ai-ku tuvo que convencerse de que sólo se trataba de un estornudo de Séptimo Maestro y no

pudo resistirse a mirarlo. Tenía la beca muy abierta y la nariz contraída. Continuaba sosteniendo entre dos dedos el pequeño objeto «usado por los antiguos en los funerales». Y, verdaderamente, estaba frotándose con él un lado de la nariz.

Con cierta dificultad, Chuang Mu-san terminó de contar las monedas y ambas partes depositaron los certificados rojo y verde. Luego ambas partes se los extendieron mutuamente y las expresiones tensas se relajaron. Prevalecía una armonía perfecta...

—¡Bien! Este asunto ha sido resuelto satisfactoriamente —dijo el señor Wei. Notando que ellos consideraban que había llegado el momento de partir, exhaló un suspiro de alivio—. Bien, ahora no hay nada más que hacer. ¡Felicitaciones por haber desenredado este lío! ¿Pero tienen ustedes que marcharse? ¿No quieren participar en nuestra fiesta de año nuevo? Es una ocasión que rara vez se presenta...

—No podemos quedarnos —dijo Ai-ku—. Vendremos a brindar con ustedes el próximo año.—No, gracias, señor Wei. Tenemos otras cosas que hacer... —Chuang Mu-san, «Bestia Vieja»

y «Bestia Joven» se separaron respetuosamente.—¡Cómo! ¿Ni siquiera un traguito antes de partir?... El señor Wei miraba a Ai-ku que cubría

la retaguardia.—Realmente no podemos. Gracias, señor Wei.

6 de noviembre de 1925

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LEYENDAS

NARRADAS DE NUEVO

(1935)

Restauración de la bóveda celeste66

I

Nü-wa67 se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.

Se frota los ojos.En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el

horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.

La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.

—¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes

de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.

Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre sus dedos.

—¡Ah! ¡Ah!Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada

en el suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue

su obra de modelado, mezclando a ella su sudor...—¡Nga! ¡Nga!Los pequeños seres se ponen a gritar.—¡Oh!Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se

cubre de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan

66 Este cuento se basa principalmente en la antigua leyenda china sobre la fundición de las piedras por Nü-wa para restaurar la bóveda celeste. (N. de los T.)

67 Emperatriz legendaria china. Según una leyenda china acerca del origen de la humanidad, Nü-wa creó al primer hombre con tierra amarilla. (N. de los T.)

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también.Algunos comienzan a parlotear:—¡Akon! ¡Agon!—¡Ah, tesoros míos!Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros

blancos y gordos.—¡Uva! ¡Ahahá!Ríen.Es la primera vez que oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder

cerrar los labios.Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su

alrededor alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos confusos que la ensordecen.

Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.

Por fin, con las piernas y los ríñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.

Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.

Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.

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II

Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.68

Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.

Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.

La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.

Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.

Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.

—¡Oh! —exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.—¡Diosa Suprema, salvadnos!...— dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte

inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita—: ¡Salvadnos!... Vuestros humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... os hemos encontrado, Diosa Soberana!... Os rogamos que nos salvéis de la muerte... y nos deis el remedio que... que procura la inmortalidad...

Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento perpetuo.—¿Cómo? —pregunta ella sin comprender.Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: “¡Diosa

Soberana! ¡Diosa Soberana!”; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:

—Llevadme esto a un sitio más tranquilo.Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha

hecho un ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del

68 Trata de la leyenda acerca del golpe asestado sobre el Monte Hendido por el enfurecido Kung Kung. En Juainantsi se dice: “En tiempos muy antiguos, Kung Kung, enfurecido, dio un golpe al Monte Hendido por haber guerreado con Chuan Sü por el trono, lo que ocasionó el rompimiento del pilar celeste y la ruptura de un rincón de la tierra. El cielo se inclinó hacia el noroeste y los astros cambiaron de lugar; la tierra se hundió en el sureste, hacia donde fluyeron las aguas y la polvareda”. Según se dice, Chuan Sü fue nieto del Emperador Amarillo y uno de los cinco emperadores en la historia antigua de China. Kung Kung, llamado también Kang Jui, fue duque en aquella época. (N. de los T.)

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agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.

Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.

—¿Qué te ha ocurrido? —le pregunta en tono indiferente.—¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo —responde con voz triste y lamentable—.

Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...

—¿Cómo?Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.—Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte

Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!

—¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro

orgulloso y alegre.—¿Qué ha pasado?Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso

quisiera conseguir una respuesta comprensible.—El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de

cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.

—¿Cómo?Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.—El espíritu humano rompe con la antigüedad...—¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con

dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los ríñones con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.

Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá informarla.

—¿Qué ha pasado? —pregunta.—¿Qué ha pasado? —repite él levantando ligeramente la cabeza.—¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...—¿El accidente que acaba de producirse?Ella arriesga una suposición:—¿Es la guerra?—¿La guerra?A su vez, él va repitiendo las preguntas.Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta

una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se dedica a arrancar

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cañas: ha decidido “reparar antes que nada la bóveda celeste”.Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento

aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el corazón.

Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.

—¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! —dice, perdiendo el aliento.Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en sus manos.En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte

Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo del pie.

Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.

El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.

—¿Qué es eso? —pregunta con curiosidad.El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien

aprendida:—Al ir completamente desnuda, os entregáis al libertinaje, ofendéis la virtud, despreciáis los

ritos y quebrantáis las conveniencias; tal conducta es la de un animal.La ley del Estado está firmemente establecida: eso está prohibido.Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa

pregunta. Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de cañas.

De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos “nga, nga” que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.

Enciende el fuego en varios puntos.Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin

embargo. Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.

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El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.

La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.

“Ya veré, cuando haya descansado...”, piensa.Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la

deja caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.

—¡Oh!...Exhala un último suspiro.En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de

oro, gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se detiene.

De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.

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III

En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.

Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en “Entrañas de Nü-wa”.

El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.

El mago no encontró nada.El emperador murió.Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la

búsqueda, sin obtener resultado alguno.Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su

aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.

Noviembre de 1922

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El vuelo a la Luna

I

Las bestias inteligentes saben lo que el hombre está pensando; cuando notó que su casa se aproximaba, el caballo aflojó el paso, inclinó la cabeza al mismo tiempo que su amo y empezó a cabecear acompasadamente, como un triturador de arroz.

La mansión parecía suspendida entre la bruma del atardecer y un humo negro y delgado brotaba de todas las chimeneas de los vecinos, porque era la hora de la cena. Al oír los cascos del caballo, algunos asistentes habían acudido a dale la bienvenida y se mantenían rígidos con sus armas al costado, frente a la puerta. Yi desmontó lentamente junto al basurero. Los criados cogieron las bridas y la fusta: cuando puso el pie en el umbral del gran portón, dio una mirada al carcaj lleno de flameantes flechas que colgaba de su cintura; a los tres cuervos y al gorrión destrozado, en su bolsa; entonces tuvo los más terribles presentimientos. Pero entró a grandes trancos, enfrentando las cosas con cara cínica, indiferente al ruido de sus flechas al golpear el carcaj.

Al llegar al patio interior vio a Chang E mirando hacia afuera por la ventana redonda. Tenía una expresión tan agria, que era seguro que había visto ya los cuervos. Se detuvo repentinamente... pero no tenía más remedio que entrar. Las doncellas de servicio acudieron a saludarlo y desataron su arco y sus flechas y lo libraron también de su bolsa de caza. Notó que sonreían nerviosamente.

—¡Señora!... —llamó mientras avanzaba hacia el cuarto de su mujer, después de lavarse la cara y las manos.

Chang E había estado contemplando el crepúsculo desde la ventana redonda. Se volvió con lentitud y le dirigió una mirada distraída, pero no le habló.

Llevaba algún tiempo conduciéndose de ese modo; un año por lo menos. Mas, como de costumbre, él entró y se sentó en la vieja y gastada piel de leopardo sobre el canapé de madera, frente a ella. Rascándose la cabeza, dijo entre dientes:

—Otra vez tuve mala suerte; no encontré sino cuervos...—¡Puah!...Alzando sus onduladas cejas, Chang E se levantó de pronto y empezó a recorrer el cuarto

mientras se lamentaba:—¡Otra vez tallarines con salsa de cuervo! ¡Otra vez tallarines con salsa de cuervo! ¡Me

gustaría saber si hay alguien más en el mundo que en todo un año no come otra cosa que tallarines con salsa de cuervo! ¡Qué desgraciada soy, haberme casado con vos y comer sólo tallarines con salsa de cuervo todo el año!

—¡Señora! —Yi saltó de su asiento y la siguió—. No obstante no fue todo tan mal hoy —continuó con suavidad—. Cacé también un gorrión, que podéis hacer cocinar para vos. ¡Nu-sin! —llamó a la criada—. Trae ese gorrión y muéstraselo a tu ama.

La bolsa de caza había sido llevada a la cocina, pero Nu-sin corrió y volvió, sosteniendo el gorrión con ambas manos, para presentarlo a Chang E.

—¡Oh! —ella lo miró y lo apretó suavemente con dos dedos—. ¡Es chocante! —dijo con enojo—. Está completamente destrozado. ¡No tiene nada que comer!

—Sí, está hecho pedazos —Yi repuso consternado—. Mi arco es demasiado fuerte y mis flechas demasiado grandes.

—¿No podéis usar flechas más pequeñas?—No tengo ninguna. Desde que maté al jabalí gigante y a la tremenda pitón...—¿Es esto un jabalí gigante o una tremenda pitón? —Se volvió a Nu-sin y ordenó—: Sírveme

un tazón de sopa —Luego volvió a su cuarto.

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Perplejo, solo en el vestíbulo, Yi se sentó con la espalda hacia la pared y oyó cómo crujía la leña en la cocina. Recordó lo enorme que era aquel jabalí; al asomar en la distancia parecía una pequeña loma. Si no lo hubiera matado entonces, si lo hubiera dejado sostenerse hasta hoy, habría carne para medio año, librándose de todas estas molestias cotidianas por el asunto de la comida. En cuanto a la tremenda pitón, se podría haber hecho una sopa...

Nu-yi entró y encendió la lámpara; sus débiles rayos alumbraron el arco y las flechas rojos, el arco y las flechas negros, la ballesta, la espada y la daga colgando en el muro opuesto. Después de echarles una mirada, Yi movió amenazadoramente la cabeza y suspiró. Nu-sin trajo la cena y la depositó en la mesa del centro: cinco grandes tazones de tallarines a la izquierda y uno de sopa a la derecha; en el medio, un gran tazón de salsa de carne de cuervo.

Mientras comía, Yi advirtió para su interior, que los tallarines no eran un manjar muy apetitoso y echó una furtiva mirada a Chang E. Fingiendo no ver la salsa, había impregnado de sopa sus tallarines comiéndose medio tazón. Su rostro sorprendió al marido: estaba más pálido y más delgado. Pensó que debía estar enferma.

Después pareció en mejor disposición de ánimo y se sentó silenciosamente en el borde de la cama a beber agua. Yi se instaló en el canapé de madera, cerca de ella, acariciando la vieja piel de leopardo que estaba perdiendo el pelo.

—¡Ah! —dijo en tono conciliatorio—. Cacé este leopardo manchado en las colinas del Oeste, antes de nuestro matrimonio. Un paisaje encantador... siempre dorado y brillante.

Esto le recordó su comida en aquellos días. Comían sólo las cuatro patas de los osos y la joroba de los camellos; todo lo demás se lo daban a los sirvientes y ordenanzas. Cuando la gran cacería terminaba, comían jabalí salvaje, liebres y faisanes; como era un buen tirador, estaba en condiciones de matar cuanto le daba la gana.

Se le escapó un suspiro.—La cuestión es que tiro demasiado bien —dijo—. Por eso el lugar entero está limpio de caza.

¡Quién podía suponer que no íbamos a dejar sino unos cuantos cuervos!...Chang E esbozó una débil sonrisa.—Hoy puede considerarse como un día de suerte. —Yi estaba más animado—. Por lo menos

cacé un gorrión. Tuve que caminar diez millas más que de ordinario para encontrarlo.—Podríais ir un poco más lejos aún...—Sí señora. Eso es lo que quiero decir que haré. Saldré temprano mañana. Si despertáis

temprano, llamadme. Me propongo ir veinte millas más lejos para ver si logro encontrar algunos corzos o liebres... no será fácil, sin embargo. Cuando maté al jabalí gigante y a la tremenda pitón, había mucha caza. ¿Recordáis la cantidad de osos negros que pasaban ante la puerta de mi suegra y que ella me pidió varias veces que matara?...

—¿Sí? —Chang E pareció recordar.—¡Quién podía imaginar que iban a desaparecer de este modo! Cuando me pongo a pensar en

ello, realmente no sé cómo vamos a arreglarnos en el futuro. Yo estoy muy bien. No tengo más que beber el elixir que me dio el taoísta y puedo volar hasta el cielo. Pero debo pensar primero en vos... por lo cual, he decidido internarme un poco más lejos mañana...

—Mmm...Chang E había terminado el agua. Se tendió suavemente y cerró los ojos.La luz mortecina iluminó los descuidados afeites de su rostro. Una parte de los polvos se le

había desprendido, la piel bajo sus ojos se veía obscura y la pintura de sus cejas no parecía muy pareja; pero todavía su boca era roja como el fuego y aunque no estuviera sonriendo se marcaban los tenues hoyuelos de sus mejillas.

—¡Ah! ¿Cómo a una mujer como ésta puede dársele sólo tallarines con salsa de cuervo todo el año?

Yi se sentía avergonzado al pensar en ello. Le ardieron las mejillas y las orejas.

II

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La noche pasó y surgió el nuevo día.Cuando Yi abrió los ojos y vio un rayo de sol inclinado oblicuamente en el muro del oeste, se

dio cuenta de que no era muy temprano. Miró a Chang E, que yacía con los brazos extendidos, profundamente dormida. Se vistió sin hacer ruido, se deslizó del canapé cubierto con la piel de leopardo, caminó hacia el vestíbulo en punta de pies y, mientras se lavaba la cara, le dijo a Nu-keng que ordenara a Wang Sheng ensillar su caballo.

Como estaba tan ocupado, desde hacía tiempo había eliminado el desayuno. Yu-yi puso cinco panes cocidos, cinco puerros y un paquete de salsa de pimentón en su bolsa de caza, que ató firmemente en la cintura de su amo, junto al arco y las flechas. Yi se apretó el cinturón, salió del vestíbulo con sus largos y livianos pasos y dijo a Nu-keng, que entraba:

—Me propongo ir más lejos en busca de caza y es posible que regrese un poco más tarde. Cuando tu ama despierte, haya desayunado y parezca estar en buena disposición de ánimo, dile que lo lamento mucho, pero que le ruego me espere para que cenemos juntos. ¡No lo olvides! Dile que lo lamento mucho.

Salió rápidamente, se balanceó en el estribo y pasó como un relámpago entre los ordenanzas armados a cada lado. Muy pronto estaba galopando fuera de la aldea. Frente a él se extendían los campos de sorgo por los cuales cruzaba cada día. No les prestó atención, pues había oído mucho tiempo antes, que allí no había caza. Con dos azotes de su fusta, el caballo cubrió cerca de veinte millas sin detenerse. Ante él había un espeso bosque. Como el caballo resollaba jadeante y estaba cubierto de sudor, disminuyó la velocidad. Después de tres o cuatro millas más llegaron al bosque, donde Yi no vio sino avispas, mariposas, hormigas y saltamontes, pero ni rastro alguno de caza. Había esperado que en su nuevo lugar de operaciones hallaría a primera vista cantidades de zorros o cuando menos liebres; pero ahora se daba cuenta de que eso era sólo un sueño quimérico. Volvió sobre sus pasos y vio otra extensión de campos de verde sorgo, con una o dos hozas de barro a la distancia. La brisa era fragante y el sol brillaba, pero no se oía ni un sólo pájaro.

—¡Maldita sea! —Con un rugido expresó lo que sentía.Después de avanzar unos pocos pasos más, sin embargo, su corazón empezó a brincar; en el

terreno llano, junto al barro de una choza lejana, se veía un ave. Picoteando en la tierra a cada paso que daba, parecía una enorme codorniz. Cogió el arco y colocó en él una flecha, estiró la cuerda todo lo que pudo y la lanzó; la flecha cortó el aire como una estrella fugaz.

Yi nunca erraba el tiro, ésa era una cuestión fuera de duda. Todo lo que tenía que hacer era espolear su caballo en dirección a la flecha y recoger la pieza. Pero cuando se acercaba a ella, una anciana levantó la enorme codorniz atravesada por la saeta y corrió vociferando hacia él.

—¿Quién sois? ¿Por qué habéis matado la mejor de mis gallinas ponedoras negras? ¿Quizá no tenéis otra cosa que hacer?

El corazón de Yi dio un salto, mientras refrenaba su caballo.—¿Qué? ¿Una gallina? —preguntó nerviosamente—. Creí que era una codorniz.—¿Estáis ciego?... ¡Y vos debéis tener más de cuarenta años!—Sí señora. Cumplí cuarenta y cinco el año pasado.—¡Tan viejo y portándoos como un tonto! ¡Así cualquier día confundiréis una gallina

ponedora con un cuclillo! ¿Quién sois, en todo caso?—Soy Yi yi. —Mientras decía su nombre se dio cuenta de que su flecha había atravesado el

corazón de la gallina, la que por supuesto, estaba muerta. De aquí su voz se arrastrara lentamente mientras desmontaba.

—¿Yi yi?... Primera vez que oigo ese nombre. —En su cara había una expresión desconfiada.—Hay algunos que me conocen. En los tiempos del buen rey Yao, maté a varios jabalíes

salvajes y pitones...—¡Oh, mentiroso! Su Excelencia Feng Meng —arquero chino considerado discípulo de Yi—

acompañado de otros mató a esos animales. Tal vez sois uno de sus compañeros.¡Pero cómo podéis jactaros de haberlo hecho solo! ¡Es una vergüenza!—¡Realmente señora! Ese amigo Feng Meng ha estado visitándome en los últimos años, pero

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nunca hemos trabajado juntos. El no tiene nada que ver con esto.—¡Mentira! Todos dicen lo mismo. Escucho esa historia cuatro o cinco veces al mes.—Muy bien. Hablemos de negocios. ¿Qué pasa con esta gallina?—¡Tenéis que indemnizarme! Era mi mejor gallina ponedora; ponía un huevo al día. Tenéis

que darme dos azadones y tres husos.—¿Por quién me habéis tomado, señora? No soy hacendado ni hilandero. ¿De dónde voy a

sacar azadones y husos? Tampoco llevo dinero encima, sólo cinco panes cocidos, pero de la mejor harina. Os los daré como también cinco puerros y un paquete de salsa de pimentón, a cambio de vuestra gallina. ¿Qué me decís?

Mientras con una mano sacaba los panes cocidos de su bolsa, con la otra recogió la gallina.La anciana no se mostró reacia a aceptar los panes, pero insistió en que tenían que ser quince.

Después de regatear algún tiempo, acordaron que fueran diez y Yi accedió a llevar el resto al mediodía siguiente o al subsiguiente, dejando una flecha como garantía. Sólo entonces se sintió tranquilo. Metió la gallina en su bolsa, montó de un brinco y partió de regreso. A pesar del hambre, se sentía feliz. Hacía más de un año que en casa no probaban la sopa de gallina.

Atardecía cuando salió del bosque y empezó a fustigar a su caballo en dirección a la casa. La bestia estaba exhausta, y sólo al crepúsculo llegó a los familiares campos de sorgo. Una figura sombría apareció a la vista, a cierta distancia del camino y una flecha silbó al cortar el aire.

Sin refrenar su caballo, antes bien estimulándolo a seguir, Yi colocó una flecha en su arco y disparó. Se oyó el choque de las dos flechas que se encontraban y una chispa brilló en el aire; entonces ambas saetas, metida una en la otra formaron algo como una V invertida, se vinieron abajo y cayeron en tierra. Apenas las dos flechas se habían encontrado, ambos hombres dispararon las segundas, que igualmente chocaron en pleno aire. En esa forma dispararon nueve, hasta que la provisión de flechas de Yi se agotó; entonces pudo ver a Feng Meng, muy regocijado, al otro lado, con otra saeta en la cuerda tensa dirigida a su garganta.

“¡Aja! —pensó Yi—. Me imagino que ha ido a la costa a pescar, pero ha estado rondando todo este tiempo con trucos como éste. No me sorprende, pues, lo que la anciana dijo...”

Rápido como el rayo, el arco del otro, curvo como una luna llena, lanzó silbando a través del aire la flecha dirigida a la garganta de Yi. Tal vez hubo un defecto en la puntería, porque lo hirió en plena boca. Se derrumbó, traspasado, y cayó. Su caballo permaneció inmóvil.

Al ver que Yi había muerto, Feng Meng avanzó lentamente a grandes trancos. Sonriendo, como si brindara por su propia victoria, miró con fijeza el rostro del cadáver.

Estaba en esa tarea, contemplándolo con profunda atención, severa y prolongadamente, cuando Yi abrió los ojos y se incorporó con viveza.

—Has hecho viaje inútil cien veces o más. —Escupió la flecha y se echó a reír—. ¡No conoces la habilidad que me gasto para “tragar la flecha”! Tus trucos no sirven para nada. No puedes matar a tu maestro de boxeo con golpes que has aprendido de él. Debes buscar de tu propia cosecha.

—Te estoy pagando con tu propia moneda... —masculló el vencedor.Yi se puso de pie, con un rugido de risa.—Tú estás siempre citando algún proverbio. Pero ahora no consigues con eso sino impresionar

a las ancianas. Tú no puedes imponerte sobre mí. Yo siempre he sido un cazador y no voy a entregarme al bandolerismo como tú...

Miró la gallina en el saco; quería convencerse de que ésta no había sido aplastada. Subió al caballo y partió.

—¡Maldito seas! —Los juramentos lo siguieron.—Nunca pensé que iba a descender a esto. ¡Un muchacho tan joven, capaz de maldecir en esa

forma! No es extraño que la anciana haya sido embaucada.Yi movió tristemente la cabeza y siguió su camino.

III

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Antes de llegar a los campos de sorgo había caído la noche. Los astros parpadeaban en el cielo y la estrella de la tarde lucía con brillo extraordinario en el occidente. El caballo seguía su camino a lo largo de las blancas colmas, entre los campos, marchando al paso, porque estaba fatigado. Afortunadamente, la luna en el horizonte empezaba a derramar su luz de plata.

—¡Caramba! —al oír el ruido de sus propias tripas, Yi perdió la paciencia—. ¡Mientras más empeño pongo en mejorar la subsistencia, más cosas irritantes me pasan, sin tomar en cuenta el tiempo que malgasto! —Apretó las rodillas a los flancos de su caballo para acelerar la marcha; pero el animal se limitó a sacudir las nalgas y siguió caminando al mismo tranco lento.

“Seguro que Chang E estará muerta de hambre, con lo tarde que es —pensó—. Es posible que esté de mal humor, pero gracias a Dios llevo esta gallina para hacerla feliz. Le diré: Señora, anduve más de sesenta millas en total para traeros esto... No, no es una frase buena, suena demasiado jactanciosa.”

En medio de su alegría, al ver luces ante sí se detuvo inquieto. Pero el caballo, sin que nadie lo apurara, empezó a galopar. Una luna redonda, blanca como la nieve, alumbró el camino y una brisa fresca acarició su rostro... ¡Era mejor que volver al hogar después de una gran cacería!

El caballo se detuvo instintivamente junto al basurero. Yi se sorprendió al ver que reinaba una gran confusión; sólo Chao Fu fue a reunirse con él.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está Wang Sheng? —preguntó sorprendido.—Wang Sheng ha ido a casa de la familia Yao en busca de la señora.—¿Qué? ¿Ha ido vuestra ama a casa de la familia Yao? —Yi saltó estúpidamente en su

montura.—Sí, señor. —Mientras contestaba, Chao tomó las riendas y el látigo.Yi desmontó y cruzó el umbral. Después de pensar un instante se volvió para preguntar:—¿Estás seguro de que, cansada de esperar, no ha ido al restaurante?—No, señor, no ha ido. He preguntado en los tres restaurantes. No está allí.Yi inclinó pensativo la cabeza mientras caminaba hacia el interior. Las tres criadas estaban

juntas, esperando nerviosamente frente al vestíbulo. Asombrado, Yi preguntó con voz tonante:—¿Qué? ¿Estáis todas aquí? ¡Vuestra ama no va nunca sola a casa de la familia Yao!Lo miraron en silencio, mientras se quitaba el arco, el carcaj y la bolsa con la gallina. De

repente Yi empezó a sentir pánico. ¿No se habría suicidado Chang E, presa de la cólera? Envió a Nu-ken a llamar a Chao Fu, a quien le ordenó que buscara en el estanque del patio trasero y en los árboles. Tan pronto como entró en la casa, sin embargo, se dio cuenta de que sus conjeturas eran equivocadas. La pieza estaba en gran desorden, el guardarropa abierto, y apenas miró al otro lado del lecho notó que el cofre de las joyas había desaparecido. Sintió como si le hubiera caído encima una ducha de agua fría. El oro y las perlas no significaban nada, por cierto: pero el elixir que le había dado el taoísta estaba guardado en ese cofre de joyas.

Después de dar dos vueltas en círculo a la pieza, Yi se dio cuenta de que Wang Sheng estaba en la puerta.

—Señor —informó éste-, nuestra ama no está donde la familia Yao. No han jugado majong hoy día.

Yi lo miró y no dijo nada. Wang Sheng se retiró.—¿Me llamáis, señor?... —dijo Chao Fu entrando.Yi sacudió la cabeza y lo despidió con un movimiento de la mano.Continuó describiendo círculos en la habitación, luego caminó hasta el final del vestíbulo y se

sentó. En la pared opuesta vio el arco y las flechas rojos, el arco y las flechas negros, la ballesta, la espada y la daga. Después de meditar algún tiempo, preguntó a las criadas, que seguían allí, de pie como troncos:

—¿A qué hora desapareció vuestra señora?—No estaba aquí cuando traje la lámpara —dijo Nu-yi—. Pero nadie la vio salir.—¿La vio alguna de vosotras tomar una medicina que había en el cofre de las joyas?—No, señor. Pero ella me pidió en la tarde que le trajera agua para beber.

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Yi se puso de pie consternado. ¡Sospechaba que lo habían dejado solo en la tierra!—¿Visteis a alguien volando hacia el cielo?—¡Oh! —exclamó Nu-sin de repente, después de pensar unos instantes—. Cuando salí al

patio, una vez encendida la lámpara, vi una sombra negra volando en esa dirección, pero nunca me imaginé que pudiera ser nuestra ama... —Su rostro palideció.

—¡Debe haber sido! —Yi se golpeó una rodilla y de pronto se levantó de un salto. Mientras salía, se volvió para preguntar a Nu-sin—. ¿Qué camino seguía?

Nu-sin señaló con un dedo y todo lo que él pudo ver cuando miró en esa dirección fue el disco redondo, blanco como la nieve, de la luna, suspendido en el cielo, con su vago pabellón y sus árboles. Cuando niño, su abuela le contaba que el palacio de la luna era encantador; aún tenía un vago recuerdo de la descripción de la anciana. Al contemplar la luna flotando en un mar de zafiro se sintió, como pocas veces, consciente de su propio peso.

De pronto se volvió iracundo y su cólera se tradujo en una perentoria necesidad de matar. Con los ojos dilatados, gritó a las criadas:

—¡Traedme el arco con que disparé al sol! ¡Y tres flechas!Nu-yi y Nu-keng trajeron un inmenso arco del centro del vestíbulo, le quitaron el polvo y se lo

dieron a Yi, con tres largas flechas.Levantando el arco con una mano, apretó con la otra las tres flechas, encajó las tres en la

cuerda, estiró el arco al máximo y apuntó hacia la luna. Se mantenía firme como una roca y llenos de relámpagos los ojos. Sus cabellos, flotando al viento, parecían fuego negro. Por un instante volvió a lucir como el héroe, que largo tiempo atrás había disparado contra el sol.

Se oyó un silbido —uno solo- y tres saetas surgieron de la cuerda, una después de otra, tan rápidas que ningún ojo pudo verlas, ningún oído oírlas. Las tres flechas debían dar al unísono en la misma zona de la luna porque iban una en pos de la otra a una distancia no mayor que la que existe entre dos cabellos. Pero para estar seguro de no errar, había variado levemente la puntería, así las flechas tocaría tres sitios diferentes y causarían tres heridas.

Las criadas lanzaron un grito. Vieron la luna que temblaba y pensaron que con seguridad iba a caer... pero aún continuaba suspendida apaciblemente, esparciendo una luz tranquila y brillante, incólume.

Yi echó hacia atrás la cabeza y lanzó un juramento hacia el cielo, mientras observaba y esperaba. Pero la luna no hizo caso. Avanzó tres pasos y la luna retrocedió tres pasos. A su vez dio tres pasos atrás y la luna los dio hacia el frente.

Se miraron el uno al otro en silencio.Con indiferencia, Yi apoyó su arco contra la puerta del vestíbulo y entró. Las tres criadas lo

siguieron.Se sentó y exhaló un suspiro.—Bueno, vuestra ama será feliz sólo por sus propios medios a partir de hoy y para siempre.

¿Cómo tuvo corazón para abandonarme y volar allí sola? ¿Acaso me encontraba demasiado viejo? Pero si sólo hace un mes me dijo: “No sois viejo. Es un error de vuestra parte pensar que estáis viejo”...

—Esa no puede haber sido la razón —dijo Nu-yi—. Algunas gentes os caracterizan como un guerrero, señor.

—Algunas veces, en verdad, parecéis un artista —agregó Nu-sin.—¡Qué insensatez! Pero la verdad que esa salsa de cuervo es realmente incomible. No puedo

condenarla porque no era capaz de digerirla...—Voy a cortar un trozo de pierna de aquella piel de la pared, para remendar la piel de

leopardo en el sitio en que está gastada... Se ve bastante fea. —Nu-sin dio unos pasos hacia el interior.

—Espérate un segundo —dijo Yi reflexionando—. Eso no corre prisa. Estoy hambriento. Despabílate y prepárame un plato de gallina con pimentón y echa al horno cinco libras de panecillos. Luego me iré a la cama. Mañana voy a ir en busca de ese taoísta para pedirle un poco

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más de elixir, así podré seguirla. ¡Di a Wang Sheng y a Nu-keng que le den cuatro pintas de alubias a mi caballo!

December 1926

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La espada azul

I

Apenas Mei Chien-chi se había metido a la cama con su madre, las ratas salieron de sus agujeros para ir a roer la tapa de madera de la olla. Esos ruidos lo ponían nervioso; gruñó ligeramente. Esto, que al principio tuvo alguna eficacia, más tarde no preocupó en absoluto a las ratas, que continuaron royendo de lo lindo. No se atrevía a gritar más fuerte por temor de despertar a su madre, quien, después de un día de trabajo abrumador, se había dormido tan pronto se acostó. Un poco más tarde, la calma se restableció; pensó que por fin iba a poder dormir, cuando un ruido de caída lo sobresaltó, obligándolo a abrir los ojos. Al mismo tiempo se oyó un rechinar, algo como si una garra raspara la pared de una tinaja de terracota.

—¡Qué bueno!... ¡Miserables! —pensó muy contento, sentándose lentamente en la cama.Primero puso un pie en el suelo, luego bajó de la cama y guiado por la luz de la luna, fue hasta

detrás de la puerta y tanteando encontró el punzón; lo frotó en un trozo de madera y consiguió encender una pequeña antorcha de resina; a su luz miró el interior de la tinaja: una gran rata había caído en ella. En el fondo quedaba un poco de agua y el animal, tratando en vano de escapar, arañaba dando vueltas al rededor de la pared. «Muy bien hecho», se dijo Mei Chien-chi con alivio, pensando que los bichos que no lo dejaban dormir de noche con sus golpes y sus actividades de roer los muebles, eran seres de esa naturaleza. Metió la antorcha en un pequeño agujero que había en el muro de tierra y empezó a gozar del espectáculo. Pero los diminutos ojos redondos, abiertos como platos, le produjeron un sentimiento tan violento de repulsión y desagrado, que alargó el brazo y de un montón sacó una caña con la cual echó a la rata al fondo del agua. La mantuvo así durante un momento, luego aflojó la presión y la rata subió a la superficie y dando vueltas en la tinaja empezó a arañar las paredes. Pero ahora lo hacía con menos fuerza; sus ojos permanecían bajo el agua, sólo se veía su nariz roja y puntiaguda, que resoplaba silbando con angustia.

Mei Chien-chi no quería a los seres de nariz roja desde un tiempo atrás, pero esta vez sintió de pronto que lo tocaba la piedad al ver esa pequeña nariz roja y puntiaguda y puso la caña bajo el vientre del animal; éste se agarró a ella, descansó un instante para reponer sus fuerzas y luego se subió al bastón. En el momento en que lo vio de cuerpo entero, cubierto de pelos negros que goteaban agua, con su vientre hinchado y su cola parecida a una lombriz, Mei Chien-chi lo encontró otra vez detestable y repugnante. Bruscamente agitó la caña y ¡bum! la rata volvió a caer al agua; la golpeó en la cabeza para que se fuera más rápidamente a fondo. Cuando la antorcha hubo sido cambiada por sexta vez, la rata ya no se movía; lo único que hacía era flotar y bajar al fondo del agua; de vez en cuando un sobresalto la hacía volver a la superficie.

De nuevo Mei Chien-chi tuvo piedad; cortó la caña en dos para hacer unas pinzas y con ellas apretó al animal; después de grandes trabajos logró sacarlo del agua y lo depositó en el suelo. Completamente inmóvil al comienzo, poco a poco la rata recobró la respiración y, bastante después, pataleó con sus cuatro patas y dando un brinco, intentó ponerse en posición para huir. Mei Chien-chi sintió entonces un miedo atroz y levantando el pie izquierdo aplastó al animal. Oyó un grito muy débil y se inclinó para examinar a su víctima de más cerca; de la comisura del pequeño hocico manaba un poco de sangre fresca; verosímilmente estaba muerta.

En ese instante experimentó de nuevo una lástima sorda y con la sensación de haber cometido un gran crimen, se sintió muy desgraciado. Se quedó allí, en cuclillas, contemplándola como atontado, incapaz de levantarse.

—Chi, niño, ¿qué haces ahí? —preguntó la madre, repentinamente despierta, desde la cama.—Una rata... —respondió él lacónicamente, levantándose con rapidez y volviéndose hacia su

madre.

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—Sí, una rata, ya lo sé. ¿Pero qué haces tú ahí? ¿Matarla o salvarla?No respondió. La antorcha se había consumido por completo y él permanecía de pie en la

oscuridad, sin decir nada, mientras sus ojos se acostumbraban poco a poco a la luz pálida de la luna.

—Ay —suspiró la madre— justo a medianoche cumplirás dieciséis años, pero tu carácter, ni ardiente ni frío, no ha cambiado nada; parece que nadie vengará jamás la memoria de tu padre.

Vio que su madre, sentada en la penumbra grisácea del claro de luna, temblaba, estremecido todo su cuerpo; en su voz débil y baja había una dolorosa tristeza, una tristeza sin límites que le dio frío hasta producirle carne de gallina; luego sintió que una oleada de sangre caliente corría por todo su ser.

—¿Vengar a mi padre? ¿Entonces necesita que lo venguen? —dijo sorprendida y precipitadamente, avanzando varios pasos hacia su madre.

—Sí, vengarlo de terribles injusticias; a ti te corresponde hacerlo. Hace tiempo que quería hablarte de esto, pero como eras aún muy niño no lo había hecho. Ahora ya eres un hombre, pero tienes siempre el mismo carácter. ¿Qué puedo hacer con un carácter como el tuyo?... ¿Eres capaz de una acción verdaderamente grande?

—Soy capaz... Habla, mamá. Quiero corregirme...—Bueno, naturalmente no puedo hacer otra cosa que hablarte. Pero es necesario que cambies,

absolutamente necesario... Bueno, acércate.Se aproximó a su madre que, sentada muy derecha en la cama, mostraba en la penumbra

grisácea del claro de luna, fulgores en sus ojos.—Escucha —dijo solemnemente—. Tu padre era célebre por las espadas que hacía, el primer

forjador del mundo. Hace ya mucho tiempo que vendí sus herramientas para hacer frente a las necesidades; ahora no hay ni rastros de nada. Pero era el más célebre forjador de espadas, sin rival en el mundo. Hace de esto veinte años, la favorita real dio a luz un trozo de hierro. Se dijo que había quedado encinta después de abrazar a un pilar de hierro y el trozo de metal que ella dio a luz era hierro de un azul puro y transparente. El gran rey que sabía que aquello era un tesoro extraordinario, decidió hacerse forjar una espada para defender el reino, atacar al enemigo y proteger su propia persona. Por desgracia escogió a tu padre como forjador. Este tomó el trozo de hierro y volvió con él a casa. Trabajó día y noche y al cabo de tres años de concienzuda tarea, había forjado dos espadas.

»¡Qué espectáculo terrible, cuando abrió el horno por última vez! Como una tromba, un gran chorro de vapor blanco se elevó al cielo y hasta la tierra pareció temblar. Cuando llegó a cierta altura, el vapor se transformó en una nube blanca que cubrió este sitio y los alrededores; luego se volvió poco a poco de un rojo escarlata arrojando sobre todas las cosas un reflejo rosado. En el negro horno de nuestra casa había dos espadas rojas tendidas. Tu padre tomó agua pura de pozo y las roció, gota a gota. Las espadas rugieron y su color se transformó lentamente en azul. Tratadas de esta manera durante siete días y siete noches, las espadas desaparecieron a la vista, pero si se miraba con mayor atención, se las veía siempre en el fondo del horno, de un azul puro, trasparentes como dos láminas de hielo.

»En los ojos de tu padre brillaba una alegría inmensa. Sacó las espadas, las frotó para limpiarlas y las volvió a frotar. Luego, entre sus cejas se pintaron arrugas sombrías y en los extremos de su boca se marcó un rictus trágico. Tomó las espadas y las colocó cada una en una caja.

»—Si piensas en el maravilloso aspecto del cielo en estos últimos días —me dijo en voz baja— podrás comprender que cualquiera sabe que las espadas ya están forjadas. Mañana tendré que ir a entregarlas al rey. Pero el día en que lo haga será también mi último día. Temo mucho que tengamos que separarnos para siempre.

»—¡Pero!... —protesté asustada, mas sin llegar aún al fondo de su pensamiento y sin saber qué decir —, con el hermoso trabajo que acabas de realizar...

—¡Eso es! No puedes comprenderlo —dijo—. El gran rey es desconfiado y cruel por

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naturaleza. Le he forjado dos espadas que no tienen igual en el mundo y seguramente me matará para impedirme que haga para otra persona alguna que pudiera igualarlas o sobrepasarlas.

»Me deshice en lágrimas.»—No tengas pena. Es inevitable y las lágrimas nada pueden contra la mala suerte. He tomado

ya mis precauciones.»Sus ojos parecían lanzar relámpagos. Puso sobre mis rodillas una de las cajas con la espada

dentro.»—Esta es la espada-macho —dijo—. Guárdala. La que le entregaré mañana es la hembra. Si

no vuelvo, es que ya no estoy en este mundo. ¿No estás encinta de cinco o seis meses? No tengas penas, entonces. Cuando el niño nazca, cuídalo bien. Cuando se convierta en un hombre, dale esta espada-macho y que vaya con ella a cortarle el cuello al gran rey para vengar mi muerte.»

—¿Y mi padre no volvió ese día? —preguntó Mei Chien-chi con precipitación.—No volvió —dijo ella calmadamente—. Fui a todas partes a pedir noticias suyas, pero no

saqué nada. Más tarde oí decir que el primero que mojó con su sangre la espada forjada por tu padre, fue tu propio padre. Para que sus manes no le acarrearan maleficios, el rey ordenó enterrar separadamente su cabeza y su cuerpo, la cabeza a la entrada del palacio y el cuerpo detrás del parque real.

Mei Chien-chi sintió de pronto que todo su ser era un brasero incandescente y que saltaban chispas de sus cabellos y de todos los pelos de su cuerpo. Apretó los puños hasta el extremo de que se oyó el crujido de los huesos en la oscuridad.

La madre se puso de pie y levantó una tabla situada en la cabecera de la cama. Luego encendió una antorcha de resina, fue a buscar un azadón tras la puerta y lo tendió a Mei Chien-chi diciéndole:

—¡Cava!El corazón de Mei Chien-chi saltaba, pero con mucha calma, golpe a golpe, cavó con grandes

precauciones. Primero sólo salió tierra amarilla; luego, a una profundidad de cerca de cinco pies, el color de la tierra cambió un poco como si se hubiera mezclado a ella madera podrida.

—¡Cuidado! ¡Mira bien! —dijo la madre.Mei Chien-chi se tendió junto al hoyo que acababa de hacer, metió el brazo y con mucha

tranquilidad apartó la madera agusanada; de pronto sintió en la punta de los dedos un frío como si hubiera tocado hielo; entonces apareció la espada de un azul puro y trasparente. Vio la empuñadura, la asió y la sacó del hoyo.

La luna y las estrellas al otro lado de la ventana, así como la antorcha de resina en el interior de la habitación, parecían haber perdido todo resplandor; era como si esa luz azul llenara el universo entero. La espada parecía haberse disuelto en esa luz azul, en la que a primera vista era imposible distinguir nada. Mei Chien-chi se concentró para observar minuciosamente y entonces la vio, con sus cinco pies de largo. No parecía muy afilada; el filo estaba aparentemente redondeado como la hoja del puerro.

—A partir de hoy tienes que cambiar tu naturaleza blanda e ir a vengar a tu padre con esta espada —dijo la madre.

—Ya he cambiado mi naturaleza blanda e iré a vengar a mi padre con esta espada.—Que así sea. Te pondrás un traje azul y llevarás la espada a tu espalda. Como las ropas y la

espada serán del mismo color, nadie notará nada. Ahí están las ropas, ya las he cosido. Mañana — agregó mostrando un viejo cofre que había detrás de la cama — partirás. No tengas ninguna inquietud por mí.

Mei Chien-chi sacó el traje nuevo y se lo probó: le quedaba justo. Lo dobló con cuidado, envolvió la espada que colocó junto a su almohada y luego se acostó con toda calma. Tenía la conciencia de haber cambiado su naturaleza blanda; resolvió dormirse rápidamente, como si nada hubiera sucedido y al despuntar el día, sin cambiar su actitud normal, partir con paso vivo en busca de su mortal enemigo.

Sin embargo permaneció despierto. Se volvió varias veces en la cama con intención de

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incorporarse, pero no lo hizo. Oyó largos suspiros de desesperación que su madre daba discretamente. Oyó también el primer canto del gallo. Comprendió entonces que la medianoche acababa de pasar y que tenía ya dieciséis años.

II

Aún no se veía salir el sol en el oriente, cuando Mei Chien-chi, con los ojos hinchados, abandonaba su casa sin volver siquiera la vista. Vestido con su traje azul, llevando a la espalda la espada del mismo color, marchó a grandes pasos en dirección a la ciudad. En las puntas de las hojas de los pinos colgaban perlas de rocío conservando aún en su corazón un poco del éter nocturno. Cuando llegó al otro extremo del bosque, las perlas de rocío se llenaron de toda clase de reflejos y poco a poco adquirieron los colores de la mañana. A lo lejos, ante él, vio en el aire vaporoso las murallas negruzcas de la ciudad y sus almenas.

Entró en la ciudad y se mezcló a los cargadores que llevaban legumbres y a los mercaderes ambulantes. A esas horas las calles estaban ya muy animadas. Los hombres formaban colas y permanecían en ellas como atontados; las mujeres, inquietas, asomaban de vez en cuando por las puertas mostrando sus cabellos desgreñados, sus ojos hinchados y el rostro amarillo, pues aún no habían tenido tiempo de acicalarse.

Mei Chien-chi presentía que un gran acontecimiento iba a producirse y que todos estaban allí esperándolo, ávidamente pero con paciencia.

A pesar de todo continuó avanzando hasta que un niño que venía a la carrera casi se golpeó contra la punta de la espada que él llevaba a la espalda; llegó a transpirar de miedo. Se volvió hacia el lado norte y se encontró cerca del palacio real. Allí había una gran cantidad de personas, apretadas unas contra otras, mirando hacia el camino. Entre la multitud, algunas mujeres gritaban, algunos niños lloraban. Temeroso de que su espada invisible fuese a herir a alguien, no se atrevía a mezclarse a la multitud; pero en el tumulto no pocos se apretaban contra su espalda. Tuvo que salir retrocediendo en zigzag hasta que sólo vio las espaldas de las gentes que estiraban el cuello llenas de curiosidad.

De pronto los que estaban en primera fila se arrodillaron. A lo lejos se vio avanzar a dos caballos que galopaban lado a lado. Los seguían guerreros enarbolando cañas, alabardas, sables, arcos y estandartes; levantaban una nube de polvo amarillo que cubría todo el camino. Luego llegó un carro tirado por cuatro caballos que conducía a un conjunto de artistas: unos tocaban campanas y tambores, otros soplaban extraños instrumentos musicales. Después venían otros carros con cortesanos de brillantes vestidos, ancianos, bufones enanos, gentes acaudaladas de rostros grasosos y relucientes. Más atrás, una tropa de soldados a caballo, armados de sables, picas, espadas y alabardas. Los que estaban arrodillados se prosternaron. En ese momento, Mei Chien-chi vio llegar al galope una gran carroza con dosel amarillo, en el centro de la cual se hallaba sentado un hombre gordo con un traje lleno de bordados. Tenía barba gris y en su cintura se veía vagamente una espada azul semejante a la que Mei Chien-chi llevaba a la espalda.

Se estremeció entero, pero casi en seguida se sintió arder como un brasero. Pasando el brazo por encima de su hombro para empuñar su espada avanzó por los espacios libres que dejaban los cuellos de los prosternados. Apenas había dado cinco o seis pasos, cayó de bruces, doblándose hacia adelante como un puerro mal sembrado: alguien le había hecho una zancadilla. Cayó sobre el cuerpo de un joven de rostro flacuchento.

Temiendo que la punta de su espada lo hubiera herido, se levantó asustado sin darse cuenta aún de lo ocurrido, cuando recibió dos fuertes puñetazos en las costillas. No se dio por enterado y continuó mirando al camino, pero la carroza de dosel amarillo se hallaba lejos ya y también se habían alejado los guardias a caballo que la escoltaban.

Los prosternados a la orilla del camino se levantaron. El joven del rostro flacuchento cogió a Mei Chien-chi por el cuello y a ningún precio se resolvía a soltarlo, pretendiendo que le había aplastado muy fuerte el vientre y que tenía que garantizarle que tal golpe no le causaría la muerte,

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sino que viviría hasta los ochenta años. De otro modo, debía pagarle su vida. Los papanatas los rodearon de inmediato, mirando estúpidamente, aunque nadie abrió la boca. Luego algunos dijeron bromas que tendían a favorecer al joven de la cara flacuchenta. Ante enemigos semejantes, Mei Chien-chi no sabía si reírse o enojarse; sin duda se trataba de un malentendido completamente idiota, pero del cual no podía librarse. Esta situación duró el tiempo necesario para cocer una olla de mijo, hasta que Mei Chien-chi se impacientó de tal manera que sintió arder todo su cuerpo; pero no por eso los papanatas disminuían ni el espectáculo dejaba de fascinarlos.

Finalmente el círculo de gentes se rompió y un hombre negro penetró abriéndose paso a codazos. Tenía ojos y barba negros y era delgado como un bastón de hierro. Sin decir palabra, rió con frialdad mirando a Mei Chien-chi, luego cogió ligeramente por el mentón al joven de la cara flacuchenta y lo miró con fijeza. Durante un momento, éste sostuvo la mirada, pero muy pronto, como a su pesar, soltó a Mei Chien-chi y se eclipsó. El hombre negro hizo otro tanto y como ya el espectáculo no ofrecía mayor interés, los boquiabiertos se dispersaron. Algunos se acercaron a Mei Chien-chi a preguntarle su edad, su dirección y si tenía en casa hermanas mayores. Mei Chien-chi ni siquiera los miró.

Marchó en dirección al sur, pensando que la ciudad estaba tan animada que corría peligro de herir a cualquiera por accidente, y que para vengar a su padre, lo mejor era esperar el regreso del rey fuera de la puerta del sur. El sitio era amplio y poco frecuentado y servía admirablemente a sus propósitos.

En toda la ciudad, la gente hablaba de la excursión real a las montañas, del desfile, de la austeridad real, del honor personal que significaba haber visto al rey y decían que el grado de prosternación debía ser tomado como ejemplo nacional... El rumor de las voces semejaba un bordoneo de abejas. El joven sólo recobró la tranquilidad cuando llegó a la puerta del sur.

Una vez fuera de la ciudad, se sentó bajo una morera y sacó del bolsillo dos panes para calmar su hambre. Mientras comía pensó en su madre y sintió en los ojos y en la nariz una comezón ácida, pero nada más. A su alrededor todo se hallaba tan calmado que hasta podía escuchar claramente su propia respiración. A medida que la oscuridad se volvía más espesa, su impaciencia aumentaba. Miraba ante sí hasta dolerle los ojos, pero no se notaba la menor señal de regreso del rey. Los campesinos que habían ido a la ciudad a vender sus legumbres volvían con los canastos vacíos.

Cuando los últimos campesinos hubieron desaparecido, el hombre negro llegó de pronto, surgiendo del interior de la ciudad.

—¡Ven, Mei Chien-chi! ¡El rey anda buscándote para apresarte! —dijo con una voz que recordaba el graznido del búho.

Mei Chien-chi tembló y, subyugado, siguió al hombre de inmediato y luego echó a correr tras él. Sólo después de detenerse un buen rato para tomar alientos, se dio cuenta de que habían llegado a los bordes del bosque de pinos. En el fondo, a lo lejos, brillaban rayos plateados; era la luna que ascendía detrás de los árboles; y ante él, como dos fuegos fatuos, los ojos del hombre negro.

—¿Cómo me conoces? — preguntó perplejo y aterrorizado a más no poder.—¡Ah, ah!. . . Te he conocido siempre — dijo la voz del hombre —. Sé que llevas a tu espalda

la espada-macho y que quieres vengar a tu padre. Pero sé también que no lo conseguirás. Peor que eso, ya has sido denunciado. Tu enemigo ha entrado en el palacio por la puerta oriental y ha dado orden de arrestarte.

Mei Chien-chi se sintió muy triste.—¡Vamos! Entonces mi madre tenía razón al suspirar —dijo en voz baja.—Ella sólo sabe una parte de las cosas, porque ignora que yo quiero vengarlo en tu lugar.—¿Tú?... ¿Tú quieres encargarte de esta venganza, caballero heroico?—Oh, no me insultes injustamente con adjetivos irónicos.—¿Obras por simpatía a la viuda y al huérfano?—¡Oh, hijo, no vuelvas a decir nunca estas palabras mancilladas! —dijo fría y severamente—.

Amor a la justicia, simpatía y todas esas cosas del mismo género fueron puras en el pasado, pero hoy no son más que capital para usureros diabólicos. No existen en mi corazón. Yo sólo quiero

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encargarme de tu venganza.—Bueno, ¿pero cómo harás para vengarme?—Sólo querría que me dieras dos cosas —dijo la voz bajo los fuegos fatuos—. ¿Cuáles?

Escucha: la primera es tu espada, la segunda tu cabeza.Mei Chien-chi encontró extraña la proposición y se quedó algo perplejo, pero no experimentó

miedo alguno. Sin embargo, por unos instantes no pudo abrir la boca.—Espero que no sospecharás que esto es un truco para robarte tu vida y tu espada —dijo seca

y duramente la voz en la oscuridad—. Todo depende sólo de ti. Si crees en mí, voy; si no, me quedo.

—¿Pero por qué quieres vengar a mi padre en mi lugar? ¿Conociste, pues, a mi padre?—He conocido siempre a tu padre, como te conozco a ti desde siempre. Pero esa no es la

razón. Niño inteligente, voy a decírtela. ¿No comprendes, no puedes comprender lo bueno que soy para la venganza? Tu venganza es la mía y lo que concierne a tu padre, me concierne a mí. El y yo somos uno. ¡Guardo en mi alma tantas heridas causadas por los otros y por mí, que he llegado a odiarme a mí mismo!

En la oscuridad, apenas la voz se detuvo, por sobre su hombro, Mei Chien-chi cogió la espada azul y en un solo movimiento, al lanzarla hacia adelante, se cortó el cuello en el nacimiento del cráneo. La cabeza rodó a tierra, sobre el musgo verde, al mismo tiempo que la espada fue puesta en manos del hombre negro.

—¡Ah, ah! —Con una mano asió la espada y con la otra levantó, cogiéndola por los cabellos, la cabeza de Mei Chien-chi. Dos veces besó los labios muertos todavía calientes y luego con gran frialdad estalló en una risa agria.

El sonido de su risa se extendió por el bosque de pinos, en sus profundidades, donde brillaba una cantidad de miradas refulgentes como fuegos fatuos. En un segundo éstas se aproximaron y se oyó la respiración anhelante de los lobos famélicos. A la primera dentellada desgarraron el traje azul de Mei Chien-chi y luego hicieron desaparecer todo su cuerpo. En un cerrar de ojos, hasta los rastros de sangre fueron convenientemente lamidos y entonces no se oyó más que el ruido de los huesos al crujir entre las mandíbulas.

Un gran lobo, el que parecía el jefe de la manada, saltó sobre el hombre de negro. Este le dio un solo golpe con la espada azul y la cabeza del animal rodó sobre el verde musgo. Los otros se abalanzaron sobre el cuerpo de su jefe y a la primera dentellada desgarraron su pellejo, luego hicieron desaparecer todo el cadáver. En un instante las huellas de sangre fueron convenientemente lamidas y no se oyó más que el ruido de los huesos al crujir entre las mandíbulas.

El hombre de negro había recogido el vestido azul en el cual envolvió la cabeza de Mei Chien-chi; se echó el bulto a la espalda, junto con la espada. Luego, dando media vuelta se dirigió entre la oscuridad hacia la ciudad real.

Los lobos, clavados en su sitio, los hombros levantados, la lengua colgando, jadeantes, los ojos llenos de fugitivas luces verdes, lo miraron alejarse a grandes pasos.

Entre la sombra marchaba a grandes trancos hacia la ciudad real mientras cantaba con voz estridente:

¡El amor, el amor, el amor!Por amor a la espada azul ha muerto un adversario.Hay tantos tiranos en el mundo que forman legionesY el tirano no es el único que ama la espada azul.Una cabeza por otra cabeza, dos adversarios se matan,Y el tirano también perece, ¡oh, qué suerte!¡Ay de mí, ay de mí, ay de mí!

III

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La excursión por las montañas no había logrado distraer al rey. Informado secretamente, por otra parte, de que un conspirador se había emboscado en el camino dispuesto a atentar contra su vida, se apresuró a volver al palacio, muy disgustado. Estaba de muy mal humor esa noche, porque la cabellera de su novena concubina no tenía, como la víspera, ese hermoso brillo de laca negra. Felizmente ésta había sabido mostrarse zalamera: sentada en las rodillas reales, a fuerza de cimbrar el cuerpo más de setenta veces, consiguió borrar poco a poco las arrugas aparecidas entre las cejas del dragón imperial.

No bien se levantó, al mediodía siguiente, el rey dejó ver que el mal humor continuaba y después de comer, éste se transformó en cólera.

—¡Ay, ay, cómo me disgusta todo! —declaró en voz alta, después de bostezar ruidosamente.Desde la reina hasta los bufones, el barullo fue general ante esta manifestación. Hacía mucho

tiempo que el rey estaba hastiado de las disertaciones doctorales de los viejos cortesanos de barba blanca y de las bromas de sus enanos gordos. En cuanto a los maravillosos juegos de los bailarines en la cuerda, barristas, juglares, acróbatas, traga-sables, come-fuegos, también se le habían vuelto intolerables, después de verlos tantas veces. Cuando le venían los accesos de cólera, que eran muy frecuentes, empuñaba habitualmente su espada azul y buscaba camorra a la gente para tener pretexto de matar a algunos.

Dos jóvenes eunucos, aprovechando un momento de ocio se habían permitido hacer una escapada fuera del palacio. A su regreso, notando la consternación general que reinaba en la corte, comprendieron que el malhumor habitual ponía en peligro sus cabezas. Uno de ellos, de puro miedo se volvió color de ceniza, mientras el otro, por el contrario, pareció conservar la serenidad. Sin manifestar la menor turbación, se adelantó hacia el rey y prosternándose, le dijo:

—Vuestro humilde esclavo acaba de encontrar a un hombre extraordinario; parece guardar en su saco algunas cosas notables que podrían distraer a Vuestra Majestad. Por eso me he apresurado a venir a comunicároslo.

—¿Qué? —dijo el rey que siempre era muy parco en palabras.—Es un hombre negro y flaco, una especie de mendigo con un traje azul, que lleva a la

espalda un bulto redondo envuelto en tela azul. Canta canciones improvisadas, en versos libres. Interrogado, ha dicho que es experto en el arte de la prestidigitación y que es el primero y será el último, que ejecuta un truco maravilloso, sin igual en el mundo, algo jamás visto. Y este espectáculo tiene tales virtudes que hace desaparecer todo hastío, disipa toda tristeza y trae la paz al mundo. Pero cuando la multitud le pidió que lo ejecutara, se negó a hacerlo, diciendo que para ello necesitaba: primero un dragón dorado, segundo un caldero de oro...

—Dragón dorado, yo mismo lo soy. Caldero de oro, tengo...—Por eso vuestro esclavo ha pensado...—Hazlo entrar.Antes de que el sonido de la voz real se hubiera disipado por completo, cuatro guardias

armados se habían precipitado fuera, detrás del joven eunuco. Desde la reina hasta los bufones en la corte todos los rostros brillaban de alegría, esperando que el espectáculo hiciera desaparecer el disgusto, disipara la tristeza y trajera la paz al mundo. Pero aun si no tenía éxito, siempre quedaría esa especie de mendigo, el hombre negro y flaco, para que el rey descargara su cólera sobre él. Lo único que había que hacer era, pues, esperar la llegada del buen hombre y todo saldría bien.

Este no tardó mucho; los cortesanos vieron avanzar hacia las gradas doradas del trono a seis personas con el eunuco a la cabeza y los cuatro guardias atrás, enmarcando a un hombre negro. Cuando el grupo estuvo más cerca pudieron distinguir que el hombre vestía de azul, pero sus cabellos, sus cejas y su barba eran negrísimos. Su flacura era tal que los huesos de los pómulos, de las órbitas y de las cejas sobresalían notablemente. Se arrodilló con gran respeto y se prosternó. Llevaba, en efecto, a la espalda un pequeño paquete redondo envuelto en una tela azul decorada con dibujos en rojo oscuro.

—¡Habla! —le ordenó el rey brutalmente, decepcionado al ver sólo accesorios tan sencillos y pensando que no era tan claro que semejante hombre pudiera ejecutar juegos extraordinarios.

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—Vuestro súbdito se llama Yen Chi Ao Che y ha nacido en la aldea de Wenwen. Sin profesión en mi juventud, más tarde encontré a un maestro eminente, que enseñó a vuestro súbdito un juego con una cabeza de niño. No puedo ejecutar este juego solo, necesito que se coloque un caldero de oro ante un dragón de oro, que se le llene de agua clara y calentada con carbón de huesos de animales. Lanzada al agua, la cabeza del niño descenderá al fondo, luego volverá a la superficie siguiendo la corriente del agua hirviente; hará mil danzas y con su voz maravillosa cantará alegremente. El que vea este espectáculo sentirá que se disipa su tristeza y desaparece su hastío; visto por todo el pueblo, este espectáculo dará la paz al mundo.

—¡Adelante! —decretó el rey en alta voz.En pocos minutos, uno de esos enormes calderos de oro en los que se puede cocer un buey

para el sacrificio ritual, fue instalado en la audiencia del trono. Se le llenó de agua y se encendió fuego con carbón animal. El hombre negro, que permanecía junto al caldero, deshizo su paquete; cuando vio que el brasero enrojecía, abrió el envoltorio y con sus dos manos sacó la cabeza de niño y la levantó bien alto. La cabeza tenía las cejas bien dibujadas, los ojos almendrados, los dientes blancos y los labios rojos conservando una sonrisa; los cabellos rizados parecían un penacho de humo negro. Presentando la cabeza a los cuatro puntos cardinales, el hombre negro dio una vuelta por la sala y luego la sostuvo sobre el caldero. Se vio entonces que sus labios murmuraban algo, tal vez algunas palabras mágicas. Luego, la soltó, y ¡bum! la cabeza cayó al agua levantando un chorro de más de cinco pies de altura; pero un instante después todo se calmó.

Pasaron varios minutos sin que se produjera nada. El rey fue el primero en empezar a dar muestras de impaciencia; la reina, las concubinas, los cortesanos, los eunucos, todos se pusieron nerviosos, mientras los gordos enanos comenzaron a burlarse. Al ver esto, el rey se sintió engañado y se volvió para mirar a los guardias, con la intención de darles la orden de que echaran a hervir en el caldero a aquel sujeto que osaba burlarse de su rey.

En ese preciso instante se oyó el ruido del agua que hervía en el caldero. El fuego del brasero de carbón, más activo, lanzó sobre el hombre negro reflejos granates que le dieron el aspecto de una estatua de hierro calentado al rojo. Cuando el rey lo miró, el hombre levantaba ya los brazos hacia el cielo; luego, mirando al vacío, se puso a danzar y de pronto rompió a cantar con voz estridente:

¡El amor, el amor, el amor!¿Quién desconoce la fuerza del amor y la sangre?El pueblo marcha a tientas, el rey ríe a carcajadas.¡Necesita cien, mil, diez mil cabezas!Yo que tengo una sola, eliminaré a diez mil tiranos.¡Cómo no amar entonces esta cabeza y esta sangre!¡Y la sangre va a correr,Ay de mí, ay de mí, ay de mí!

Siguiendo la cadencia de la canción, el agua se levantó como un cono sobre el caldero, adoptando la forma de una pequeña colina. Desde la cumbre de esta columna de agua hasta el fondo del caldero se produjo una corriente incesante y la cabeza del niño subía y bajaba, llevada por la corriente, rodeaba el borde del caldero y dando vueltas sobre sí misma hacía mil volteretas. Aún era posible notar una expresión alegre en el rostro, como si gozara con sus propios juegos. Algunos instantes después cambió de dirección y flotó contra la corriente, haciendo piruetas e imitando los movimientos de un barco. El agua enfrentada de este modo saltaba en penachos y caía en todo el recinto como una lluvia caliente. Un enano no pudo resistir un grito de dolor al sentir su nariz quemada por el agua y empezó a frotársela activamente.

Cuando el hombre negro dejó de cantar, la cabeza se quedó inmóvil en el centro de la columna de agua y volviéndose hacia el trono adoptó una expresión seria y majestuosa.

Permaneció así algunos minutos, luego lentamente empezó a agitarse con un movimiento de arriba a abajo. El temblor se hizo más rápido, hasta convertirse en algo que evocaba la natación; se

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sumergía y volvía a la superficie con mucha gracia, con cierta lentitud. Nadando así dio tres vueltas a la columna de agua; de pronto abrió enormemente los ojos mostrando unas pupilas negras de un brillo extraordinario y se puso a cantar:

La generosidad del rey es ancha como el mar.Vencido el enemigo, cuan poderoso es.Morirá el universo más no Su Majestad.Pero aquí estoy con la luz azul de mi espada.Luz azul, jamás te deberé olvidar,Separada solemnemente la cabeza del cuerpo.¡Oh magnificencia, oh solemnidad!Vuelve, vuelve en la luz azul de mi espada.

La cabeza subió de repente a la cúspide de la columna de agua, donde se detuvo. Después hizo nuevas volteretas, volvió a ejecutar los movimientos de ascenso y descenso, miró a izquierda y derecha con ojos que rebosaban gracia y continuó su canto:

¡Ay de mí, ay de mí, ay de mí!¡Quién ignora la fuerza del amor!Con una sola cabeza, a diez mil tiranosBorraré de la faz de la tierra.Mientras él sacrifica cien y mil cabezas...

La cabeza cantó esta última frase justo en el momento de sumergirse, pero ya no subió más a la superficie y las palabras de la canción se volvieron confusas. A medida que la voz se debilitaba, la columna de agua desaparecía poco a poco, como la marea que desciende, hasta que estuvo más baja que el borde del caldero y de lejos ya no se vio nada más.

—¿Qué más? —dijo impaciente el rey después de esperar un instante.—Oh, gran rey —respondió el hombre negro hincando una rodilla en tierra—, ahora está

haciendo una ronda maravillosa en el fondo del caldero. Sólo se la puede ver de cerca. Ya vuestro súbdito no tiene poder para hacerla subir a la superficie. Esta ronda tiene que bailarse en el fondo del caldero.

El rey se levantó, descendió las gradas doradas del trono y desafiando el calor, se aproximó al caldero, sobre el cual se inclinó lleno de curiosidad. El agua estaba tranquila como un espejo; la cabeza permanecía en el fondo mirándolo de frente. Cuando sintió la mirada del rey, se puso a sonreír con una sonrisa que hizo pensar al rey que ya la había conocido en alguna parte, pero sin recordar por el momento quién era. Aprovechando este instante de asombro, el hombre negro desenvainó la espada azul que llevaba a la espalda y rápido como el relámpago, dio un golpe en el cuello del rey, en el nacimiento del cráneo. ¡Bum!, la real testa cayó en el caldero.

Cuando ambos enemigos volvieron a encontrarse se reconocieron del modo más natural, a la primera mirada, con más razón si se piensa que se hallaban en un espacio tan reducido. No bien la cabeza del rey había tocado la superficie del agua, la de Mei Chien-chi le salió al encuentro y la mordió despiadadamente en el lóbulo de la oreja. El agua hervía en el caldero con un ruido de olas, mientras ambas cabezas se trababan en un combate sin piedad. Después de una veintena de choques, la cabeza del rey había recibido cinco heridas y la de Mei Chien-chi, siete. El rey, que era más pérfido, procuraba deslizarse detrás de su adversario; de pronto, aprovechando un segundo de descuido de Mei Chien-chi, le clavó los dientes en la nuca, impidiéndole todo movimiento. Esta vez la cabeza del rey estaba decidida a no soltar presa y roía y roía como un gusano de seda. Aún fuera del caldero se pudo oír un grito de dolor que lanzaba el niño. Desde la reina hasta los bufones, todos los cortesanos, que se habían quedado petrificados, se sintieron sacudidos por ese grito y volvieron a la realidad. Experimentaban una gran tristeza como si el sol, al desaparecer entre las tinieblas, produjera un frío capaz de ponerles carne de gallina. Pero en el fondo de sus corazones había también una secreta alegría. Con los ojos dilatados, parecían esperar algo. El hombre negro semejaba estar también desorientado, pero la calma no abandonó su rostro. Con gran

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soltura, levantó su brazo delgado como una rama seca, en el cual sostenía la espada azul invisible y luego estiró el cuello, como si quisiera mirar desde más cerca lo que pasaba en el interior del caldero. De pronto dobló el brazo y la espada azul cayó rápidamente sobre su propia nuca. Al contacto del acero, la cabeza, ¡bum! cayó de inmediato en el caldero y un penacho de flores de agua, blancas como la nieve, subió en un chorro al cielo, donde se deshizo.

Una vez en el agua, la cabeza se dirigió directamente hacia la cabeza real y le mordió la nariz hasta desprendérsela. El rey no pudo reprimir un grito de dolor. Como abrió la boca, la cabeza de Mei Chien-chi aprovechó para librarse y dando media vuelta se lanzó de un salto a morder el mentón del rey. Ni él ni el hombre negro volvieron a soltar presa y ambos se dedicaron a desgarrar sin tregua la cabeza real por arriba y por abajo, hasta que ella no pudo volver a cerrar la boca. Luego, como gallos hambrientos, la picotearon en tal forma que la nariz real se hundió y los reales ojos quedaron colgando. La cabeza del rey terminó por tener tantas heridas como escamas de un pez. Al principio daba vueltas en todos sentidos, luego se tendió en el fondo, gimiendo, y finalmente se quedó silenciosa después de lanzar el último suspiro.

Poco a poco la cabeza del hombre negro y la de Mei Chien-chi dejaron de morder, abandonando la testa real y siguiendo el borde del caldero, fueron a ver si estaba realmente muerta. Seguros ya de su fin, se miraron, esbozaron una sonrisa y cerrando los ojos, cara al cielo, se dejaron ir al fondo.

IV

El humo se desvaneció, el fuego se apagó y el agua dejó de hervir. El silencio absoluto pareció despertar a los cortesanos. Uno de ellos gritó y muy pronto todos gritaban a más y mejor. Otro avanzó a grandes pasos hacia el caldero de oro y los demás lo siguieron, aterrorizados de quedarse atrás. Los últimos apenas podían mirar por los espacios que dejaban los cuellos alargados.

El calor les quemaba todavía la cara, pero el agua estaba tranquila como un espejo. Una capa de grasa flotaba en la superficie, en la cual se reflejaban los rostros, el de la reina, los de las concubinas, los guardias, los cortesanos, los enanos, los eunucos...

—¡Cielos! ... La cabeza de nuestro rey está todavía allí —aulló de pronto como una loca la sexta concubina estallando al punto en sollozos.

Desde la reina hasta los bufones, todos los cortesanos tuvieron de pronto conciencia de la desgracia y se retiraron alocadamente. En medio de su pánico, daban vueltas y más vueltas dentro de la sala. Un viejo cortesano, más sereno, regresó solo al caldero, alargó la mano para palpar el borde, pero la retiró rápidamente, con estremecimientos en todo su cuerpo y soplándose los dedos.

Cuando poco a poco el equilibrio volvió a sus mentes, comenzaron a cambiar ideas sobre la forma de sacar la cabeza. Después de reflexionar aproximadamente el tiempo necesario para cocer tres ollas de mijo, llegaron a la siguiente conclusión: traer de la cocina real todos los coladores y espumaderas y ordenar a los guardias que se dedicaran a la tarea.

Pronto los utensilios estuvieron listos: espumaderas, coladores, platos de oro y trapos, todo junto al caldero. Los guardias se remangaron sus vestidos y algunos con los coladores, otros con las espumaderas, iniciaron solemnemente la tarea de recobrar la cabeza. Se oyó el ruido de los utensilios que se entrechocaban y raspaban la pared del caldero. El agua agitada por las espumaderas se movía como en un temporal. Pasó un largo rato; de pronto el rostro de uno de los guardias tomó un aspecto grave; con grandes precauciones y empleando ambas manos levantó lentamente su instrumento; el agua se escurrió a torrentes y al fondo de la espumadera apareció un cráneo blanco como la nieve. Entre los gritos alarmados de los cortesanos, el guardia depositó el cráneo sobre un plato de oro.

—¡Oh, mi gran rey! —La reina, las concubinas reales, los viejos cortesanos así como los eunucos, sollozaron. Pero de pronto dejaron de llorar, porque otro guardia acababa de sacar un segundo cráneo semejante en todo al primero.

Con los ojos llenos de lágrimas, miraron sin convicción a los guardias, que con sus caras

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brillantes de grasa y sudor, seguían pescando. Sacaron del caldero, en una mezcolanza, bolas de cabellos negros y blancos, luego pelos más cortos que debían provenir de barbas blancas y barbas negras. Después apareció otro cráneo y finalmente tres horquillas de las que se usan para sujetar el cabello.

No se detuvieron hasta que en el caldero sólo quedó agua. Los artículos pescados fueron colocados en tres platos de oro: uno contenía los cráneos, otro los cabellos y barbas y el tercero las horquillas.

—Nuestro gran rey sólo tenía una cabeza... ¿Cuál de las tres es la suya? —preguntó la novena concubina, al borde de la histeria.

—¡Es verdad! —Los viejos cortesanos se miraron consternados.—No habría sido difícil distinguirla si la piel y la carne no se hubieran disuelto por la cocción

—hizo notar un enano que se había puesto de rodillas.Fue preciso hacer un llamado a la calma, esforzarse en recobrar el equilibrio necesario para

examinar minuciosamente los cráneos. Pero su grado de blancura y su tamaño eran aproximadamente iguales; ni siquiera era posible identificar la cabeza del niño. La reina dijo que Su Majestad tenía una cicatriz en la sien derecha, proveniente de una caída que había sufrido cuando era príncipe heredero y que tal vez en el hueso había trazas de ella. En efecto, un bufón descubrió una en uno de los cráneos, pero cuando ya la alegría era general, otro enano reveló que existía una marca semejante en el hueso temporal derecho de otro cráneo, un poco más amarillo.

—Creo que tengo otra forma de saberlo —dijo la tercera concubina real con alegre precipitación—; la nariz de nuestro gran rey surgía de su frente misma.

Los eunucos se pusieron a examinar rápidamente los huesos nasales; había uno un poco más prominente que los otros, pero de todos modos la diferencia era mínima; además por desgracia tal cráneo no tenía señales de la caída en el temporal derecho.

—Por otra parte — objetaron los viejos cortesanos encarando a los eunucos —el occipucio del rey parece que no era tan sobresaliente.

—Nosotros, simples esclavos, ¿cómo íbamos a mirar alguna vez el occipucio del rey?...La reina y las concubinas reales rebuscaban en su memoria; unas dijeron que era sobresaliente,

otras que era más plano. Y cuando se interrogó al eunuco que peinaba al rey, éste se negó a pronunciar palabra.

En la misma noche se reunió la asamblea de príncipes reales y grandes ministros para decidir cuál de los tres cráneos debía ser considerado como el del rey, pero el resultado no fue mejor que el del día. Además se presentó un problema referente a los cabellos y las barbas. Los cabellos blancos provenían naturalmente del rey, pero como éste los tenía solamente grises, era difícil tomar una determinación sobre los cabellos negros. Discutieron la cuestión casi hasta la medianoche y decidieron sacar del montón sólo los pocos pelos rojos. Pero la novena concubina protestó, diciendo que a ella le constaba que el rey tenía bastantes pelos amarillos en su barba. ¿Qué se diría si no se encontraba entre todos ellos ni uno de ese color? Tuvieron pues que volver al montón los pelos rojos y dejar el caso sin resolución.

Pasó la medianoche y la asamblea, sin llegar a nada, continuaba reunida, aunque todos bostezaban ya. Los gallos cantaban por segunda vez cuando se resolvió por fin adoptar la medida más prudente y segura: poner en el ataúd de oro las tres cabezas con el cuerpo del rey y tomar las medidas para el funeral.

Los funerales se realizaron siete días más tarde y pusieron en movimiento a teda la ciudad. Los habitantes de la capital y de las provincias lejanas vinieron en cantidad para admirar las grandiosas exequias reales. Desde la madrugada la gran avenida se vio llena de una multitud de espectadores, hombres y mujeres, entre los cuales se habían instalado muchas mesas con ofrendas. A media mañana, para abrir paso al cortejo, avanzaron algunos hombres a caballo, que vigilaban las calles. Todavía hubo que esperar mucho: por fin se vio venir el cortejo real: estandartes, báculos, alabardas, picas, arcos y hachas amarillas... luego cuatro grandes carrozas llenas de músicos. Más atrás, el dosel amarillo ondulando al compás de los altibajos del camino, se iba acercando y se vio

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al final aparecer la carroza mortuoria sobre la cual descansaba el ataúd de oro con el cuerpo y las tres cabezas. Todo el pueblo se arrodilló; las hileras de mesas con ofrendas se vieron entonces mucho más claramente. Algunos súbditos leales, muy emocionados, se tragaban las lágrimas temiendo que los manes de los dos regicidas, bandoleros rebeldes, compartieran esa ceremonia de sacrificio con los manes del rey. ¿Pero qué hacer?

Seguían las carrozas de la reina y de las numerosas concubinas reales. El pueblo las miró y ellas miraron también al pueblo, sin dejar de llorar. Luego les tocó el turno a los cortesanos, a los eunucos y los enanos, que marchaban con aire afligido. Pero el pueblo no les prestaba ya ninguna atención y su cortejo se desintegró y se perdió bajo la presión de la multitud.

Octubre de 1926.