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University of Texas at El PasoDigitalCommons@UTEP
Open Access Theses & Dissertations
2016-01-01
Los Nueve ReinosGiannina Mariana DezaUniversity of Texas at El Paso, [email protected]
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Recommended CitationDeza, Giannina Mariana, "Los Nueve Reinos" (2016). Open Access Theses & Dissertations. 834.https://digitalcommons.utep.edu/open_etd/834
LOS NUEVE REINOS
GIANNINA MARIANA DEZA MELGAR
Master’s Program in Creative Writing
APPROVED:
José de Piérola, Ph.D., Chair
Luis Arturo Ramos
Pedro Pérez del Solar, Ph.D.
Charles Ambler, Ph.D.
Dean of the Graduate School
Copyright ©
by
Giannina Mariana Deza Melgar
2016
LOS NUEVE REINOS
by
GIANNINA MARIANA DEZA MELGAR, B.A
THESIS
Presented to the Faculty of the Graduate School of
The University of Texas at El Paso
in Partial Fulfillment
of the Requirements
for the Degree of
MASTER IN FINE ARTS
Bilingual Creative Writing
THE UNIVERSITY OF TEXAS AT EL PASO
May 2016
iv
Table of Contents
Capítulo 1 .........................................................................................................................................1
Capítulo 2 .......................................................................................................................................14
Capítulo 3 ………………………………………………………………………………………..23
Capítulo 4 .......................................................................................................................................30
Capítulo 5 .......................................................................................................................................38
Capítulo 6 .......................................................................................................................................48
Capítulo 7 .......................................................................................................................................57
Capítulo 8 ......................................................................................................................................67
Capítulo 9 .......................................................................................................................................75
Capítulo 10 .....................................................................................................................................86
Capítulo 11 ...................................................................................................................................106
Capítulo 12 ...................................................................................................................................120
Capítulo 13 ...................................................................................................................................130
Capítulo 14 ...................................................................................................................................141
Capítulo 15 ...................................................................................................................................150
Capítulo 16 ...................................................................................................................................162
Capítulo 17 ...................................................................................................................................171
Vita ………………… ..................................................................................................................177
1
Capítulo 1
A lo lejos aulló un lobo.
Nova dejó de martillear el alero del techo del establo y aguzó el oído. Desde los días de la
guerra que no recordaba haber escuchado un aullido tan cercano. Lobos aullando furiosos, como
si alertaran una erupción volcánica... la llegada de los hijos de la noche no había sido muy
distinta. Días después de que los hijos de la noche aparecieran, una manada de lobos había
invadido Etrai buscando restos de carne entre las cenizas de las casas y el templo del dios del
Maíz. La manada de animales, huesudos y sarnosos, había arrastrado lejos del pueblo los cuerpos
quemados, y las rondas de buscadores nunca dieron con ellos.
Con el viento en su espalda, Nova se abrazó a sí misma, encorvada sobre el tejado. Había
una niña de cinco años cuando el fuego de los magos de las sombras se erigió como un tornado
ardiente en los Nueve Reinos por última vez, pero esa sensación de que el piso se hundía bajo
sus pies nunca se iba del todo. Tal vez se debiera a que sus primeros y borrosos años de vida
coincidían con el eco de las espadas y el humo, los gritos y luego el viento helado que dejaban
los enfrentamientos entre los hijos de la noche y los hijos del trueno. El amanecer de su vida
estaba arraigado en la muerte… tal vez por eso, el aullido de un lobo resonaba como una
sentencia final.
Probablemente siempre sería así. La guerra había convertido a los lobos en un presagio
de terror. De estar aún con ellas, Khalil le hubiera aconsejado que no se dejara llevar por las
creencias del pueblo. Si seguía los rumores sobre los lobos —que llevaban aullando y rondando
Etrai desde milenios, antes de que Etrai tuviera un nombre—, empezaría a creer que el acero de
Kriyak era capaz de cortar espíritus, que la mansola permitía comunicarse con los muertos o que
en las noches, los magos de las sombras flotaban como hojas de otoño en las alturas de las torres.
“Padre, también habrías dicho que las historias de los hijos de la noche rondando los
Nueve Reinos son cuentos de viejas”.
2
Pero su padre había muerto en una de las últimas batallas del último año de la guerra, y
de él le quedaban recuerdos borrosos como imágenes en pintura derramada: su rostro de pómulos
salientes, ojos grises como los suyos, el cabello castaño, largo hasta los hombros según usanza de
los hijos del rayo. Khalil había sido uno de los hijos del trueno guerreros más poderosos de la
guerra; podía neutralizar el poder de los hijos de las sombras, y sus visiones, muchas veces,
habían alertado a la ciudad de un ataque que de otro modo los hubiera tomado por sorpresa. En la
batalla de Etrai, dos de los Siete Usurpadores habían liderado las fuerzas sombrías, y Khalil
había caído, herido por una daga de acero de Kriyak, que ni siquiera Haily, con todas sus
pociones y ungüentos, había podido curar. Sin embargo, Khalil había herido de muerte a Morgan
y Telur, y tras la desaparición de dos de sus mayores líderes, el resto se vio pronto reducido en
batallas, y sus fuerzas se fueron diezmando en semanas.
Los hijos de la noche habían desaparecido tras la guerra, pero su huella parecía persistir
en los Nueve Reinos. Nova lo sentía cada vez que sus ojos se posaban en Etrai: diez años antes,
el pequeño pueblo a cuyas afueras vivía había sido una ciudad, y los restos de sus muros y
edificios aún se alzaban en la planicie como islas en un mar de tierra. Podían encontrarse
vestigios de la ciudad hasta los límites de la torre de Etrai, al este, y hasta los inicios del bosque
de Regur, al oeste.
Sonrió con tristeza. Una de sus muchas fallas de carácter era una curiosidad imparable, y
la frustraba que la guerra hubiese destruido una ciudad floreciente que le hubiese brindado una
vida más interesante. Por supuesto, jamás decirle algo así a Haily. La guerra había despojado a
su madre de más que una vida interesante, y un comentario sobre ello no llevaría a nada bueno…
El frío de la tarde convertía el aliento de Nova en bruma. En pocas semanas, la nieve
enterraría la entrada de la torre. Nova había pasado la mañana reparando el techo del granero: la
cornisa se estaba despegando del techo y pronto abriría un hueco por el que la nieve podía
penetrar. Había bajado y subido cubos de heno mojado con una masa que Haily había traído de
Etrai; era pesada como ladrillo molido y su apariencia era antiestética, pero parecía pegarse a la
cornisa con facilidad, y hacia su trabajo más fácil.
3
Nova se asomó por la buhardilla y comprobó que Haily ya había amontonado sacos de
heno, maíz, arroz y patatas en todo el perímetro del granero. Pesadilla, con su pelaje, crines y
cola oscuros, era invisible en las sombras.
El lobo volvió a aullar. Apoyada en la chimenea, notó que en realidad, el aullido del lobo
era el eco de un aullido, resonando en las montañas y perdido en los cientos de tonalidades del
verde del bosque: el verde profundo, casi negro, del musgo en las sombras de los robles; el verde
vivo y cambiante de las hojas externas de las plantas; el verde amarillento del pasto requemado
en el exterior, que tornaba a verde húmedo a la sombra de los árboles; el verde de las montañas,
el primero que en invierno cambiaba de verde a tierra y luego, un día, abruptamente a blanco. El
aullido resonaba entre los miles de verdes, alejándose, hasta que por fin se fue apagando,
lentamente, en un gemido profundo, un lamento que parecía hundirse en las profundidades de las
sombras de los árboles.
Pero no podía ver mucho más lejos, pues como siempre, la torre de Etrai obstaculizaba el
paisaje. A Nova nunca le había gustado esa torre que ensombrecía su casa, la torre este, desde el
mediodía hasta el atardecer. Lejana y fría, la torre de Etrai se erigía en la planicie como una
aguja saliendo de un pañuelo, y su larga sombra en los campos se asemejaba a una serpiente de
ónix. Aunque era antigua (tan antigua que hasta las historias de los bardos le habían perdido el
rastro) para Nova sólo evocaba la guerra, los ataque s que regresaban como la marea para
conquistar ese bastión inalcanzable, ahora abandonado y cuya entrada estaba prohibida. Su
pétrea estructura, de un gris descolorido, estaba salpicada de nidos y vegetación, ancha como un
lago y tan alta que en los días nublados su cúspide se perdía en las alturas, silenciosa y brumosa
como un fantasma. Algunas zonas de los muros se encontraban tan absolutamente fuera del
alcance humano que no habían sido limpiadas por cientos de años.
Aseguró el último bloque de paja endurecida sobre la cornisa con un clavo y una piedra.
De acuerdo, podía ser mejor: el techo era una masa amorfa y endurecida, pero resistiría hasta el
final del invierno. Cuando llegara la primavera debía recordarle a Haily que se ocupara de ello en
su siguiente viaje a Monte de Cobre: allí vendían bloques ya hechos para los tejados.
4
Al entrar a la torre escuchó a su madre. Haily hablaba con Ursik en la sala. Vaya, no la
había visto en semanas. La vieja tendera había partido hacia Fuerte Viejo para buscar una pieza
para su carreta, y cuando regresaba, siempre traía algo de regalo. Nova saltó del tejado y se
acercó a las dos mujeres.
—¡Ursik! ¿Cuándo regresaste?—dijo Nova.
Como cada vez que regresaba a Etrai después de meses, la tendera le tendió los brazos al
cuello, pero Nova sintió que Ursik temblaba de nervios.
—Niña, estaba contándole a tu mamá de los caminos. No vuelvo a salir de Etrai en mi
vida.
—¿Qué pasó?—dijo Nova sentándose junto a la tendera.
—En el último periodo ha habido doce asaltos en el camino a Monte Cobre—dijo
Haily—. Tres personas murieron, y se llevaron a dos doncellas de Sagulo.
Nova se llevó la mano a la boca. Aunque había escuchado rumores de peligro, era la
primera vez que tocaba un pueblo tan cercano como Sagulo.
Habían pasado diez años desde el fin de la guerra—Nova tenía entonces cinco años—,
pero aun hoy, los Nueve Reinos Unificados seguían atravesando un penoso proceso de
reconstrucción. En los pocos viajes que Nova había realizado con Haily, había visto los restos de
antigua Kripty en los cimientos de los pueblos nacientes: en el pueblo de Hogot había una
muralla de piedras pulidas, alta como una iglesia, que protegía al pueblo parcialmente de las
inundaciones de verano; la ciudad de Lecho de Piedras estaba circundada por un camino ancho,
cimentado por piedras anchas y pulidas, testigos de que atrás, ese camino había sido un río
navegable; en Mina Dorada, la catedral aun exhibía una cúpula decorada con oro, a pesar de la
miseria del pueblo teñido por el polvo y embarrado por la lluvia. De los viejos castillos aún
quedaban algunas paredes y recámaras esparcidas en las montañas que, en las noches, daban
albergue y cierto resguardo a vagabundos y mendigos. En lugar de las altas murallas que
resguardaran la Ciudad Capital de los Peregrinos quedaban rezagos de piedras, un recordatorio
5
de la antigua sensación de seguridad, ahora perdida. Incluso la grotesca torre de Etrai le
recordaba que el pueblo, perdido en las montañas y olvidado por los
Pero eso había sido antes. Diez años de guerra, durante los cuales se habían arrasado
ciudades y quemado países, habían barrido con la poblacion mágica de los Nueve Reinos. El
inquietante brillo de la magia sombría parecía extinto desde hacía tiempo, y la magia del trueno
le seguiría pronto. Su madre, a pesar de su juventud, se encontraba entre los últimos rezagados.
Si, como algunos creían, los Siete Usurpadores hubiesen seguido vivos, habrían podido tomar la
región con mucho menos esfuerzo que el que habían necesitado en la Guerra del Índex.
—Gracias a Dios que estoy vieja y arrugada—dijo Ursik—. De haber tenido treinta años
menos me habrían tomado como ya han hecho con otras muchachas incautas que decidieron
viajar en los tiempos que corren.
—¿Te asaltaron, Ursik?
Ursik parecía a punto de llorar.
—Sí. Se llevaron a mi pobre Caminante. Es lo que más me dolió de todo esto. Era la
última vez que lo hacía viajar a la ciudad. Estaba viejo. Dios sabe qué harán con él ahora.
Nova entrelazó los brazos por el cuello marchito de Ursik. Sabía que Ursik amaba a ese
caballo y lo cuidaba más que al viejo Caf. Caminante había hecho honor a su nombre por años, y
se habría merecido un buen retiro.
Ursik se pasó la mano por los ojos húmedos.
—Disculpen, muchachas. Drama de vieja. Seguro estará bien. Nadie comería a un caballo
como ese. Su carne no serviría ni como pisapapel.
—Claro que sí—dijo Haily—. Tal vez incluso lo dejen libre. ¿No decías que sólo
necesitaban un medio para huir?
—Pues sí—Ursik sonrió mostrando más agujeros que dientes—. De ese jamelgo no
podrán sacar ni medio día de camino—suspiró—. Pero tengan cuidado. Se los dice esta tortuga
experimentada.
—Tendremos cuidado.
6
—Bueno niñas, ya me tengo que ir. Sin Caminante solo nos queda Castaño, y tengo que
volver a tiempo para que coma y descanse. Caf lo necesita. Ah, antes de que me olvide—sacó
una bolsa de frutas de su canasta y se la tendió a Haily—. Por ayudarme con mi artritis.
Ursik subió a la carreta y se alejó de ellas con un saludo.
—¿De verdad crees que dejarán ir a Caminante?—dijo Nova.
—No lo sé, hija. Ya sabes que el comercio se dificulta más mientras más lejos está un
pueblo de la capital... En fin ¿cómo está el tejado? Si va a nevar dentro de la torre, necesito
saberlo con anticipación.
—Está listo.
—Bien. Tendremos un invierno fuerte. Este año… oh, ¿qué pasó?
Nova se miró las manos. Un corte trasversal le corría del pulgar a la muñeca.
—Es solo un corte.
Haily tomó la mano de Nova.
—Puede infectarse. Lávate la mano y aplícate pomada, que acabo de hacer más.
Nova entró a la torre. En la cocina vio varios frascos de madera con una pasta rojiza, de
consistencia densa y fuerte olor a azufre. Era una pomada casera elaborada con frutos, semillas,
aceites y minerales simples, pero también, sabía, era una rareza. Un frasco pequeño les duraba
meses; por la cantidad de frascos preparados seguro que Haily había recibido un pedido de Etrai.
Tomó el frasco de medicina y se la aplicó en la frente, en la pierna rasguñada y en las
manos. Inmediatamente sintió un intenso ardor, como un paño caliente; luego, el líquido pareció
encontrar su camino dentro de su piel, y el dolor amainó. Conocía bien el efecto, y sabía que al
día siguiente, la herida estaría cerrada. Si se aplicaba la mezcla por diez días de la manera
correcta no quedaría rastro. Era el efecto de las pócimas y pomadas de su madre en las heridas no
mágicas (el rastro violento de la magia sombría era algo muy distinto), inimitable y raro.
—La comida está lista—dijo Haily entrando en la cocina—. ¿Me ayudas con los platos?
Nova se levantó de la mesa.
—Has hecho varios frascos. ¿Piensas venderlos?
7
—Sí. Me hicieron un pedido en Etrai. Dicen que Humfer va a pasar unos meses fuera del
pueblo.
—Debí suponerlo. Seguimos siendo su última opción.
Haily se puso seria.
—Hija, deja de pelear contra lo inevitable. Antes de nosotras, nadie había visto magia del
trueno en este pueblo por décadas.
—Antes de ti, dirás—dijo Nova con amargura—. No soy como tú, pero no me consideran
como ellos.
Haily vertió vegetales de una olla de barro en un cuenco.
—No eres como ellos. Eres hija de magos y guerreros.
—Pero defectuosa. Hija de los hijos del trueno, pero sin su luz.
—Oh, hija. No creas eso. A los hijos del trueno les encanta llamarse así, pero es solo ego
y negación. La magia no te resuelve la vida. Al final, siempre te la complica. Es un imán de
desgracias, y si me preguntas a mí, estoy feliz de que hayas nacido sin esa maldición.
Nova se frotó más pomada con los dedos para ayudarla a penetrar la piel de su mejilla. El
dolor se hizo casi imperceptible.
—No entiendo cómo ser una maga curadora puede traerte desgracias.
—Y con suerte no lo entenderás nunca, linda—dijo Haily pasándose la mano por el
cabello, tan parecido al de Nova.
A Nova le gustaba parecerse a su madre, con el mismo cabello carbón, lo ojos de miel y
el mentón fuerte. Tenían también la misma constitución, con una estructura como de hierro y la
piel traslúcida. A sus quince años, Nova era más alta que Haily, quien siempre había sido
pequeña, pero su madre irradiaba una fuerza que ella no poseía, ni probablemente tendría nunca.
El rugido del trueno, de seguro.
Lo que la irritaba era la ausencia de Khalil en ella: sus ojos grises y cabello castaño eran
un recuerdo remoto, y la sonrisa que su madre siempre mencionaba, esa sonrisa ladina que atraía
problemas y que había enamorado a Haily apenas convertida en mujer, no se le había aparecido
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nunca en un espejo. No podía imaginarse estar en el lugar de sus padres hacía veinte
años. Enamorados, sí, pero también a puertas de una guerra que estalló en todos los horizontes.
—¿Crees que Ursik tiene razón?—dijo Nova.
—No—dijo Haily—. Ursik tiene buena intención, pero nunca ha vivido fuera de Etrai.
Los caminos están peligrosos porque el rey prefiere gastar los impuestos en la corte, más que en
el pueblo. No porque algo nuevo esté pasando. Es el simple avance del tiempo. Era predecible.
—Mamá, no te preocupes. No tengo pensado alejarme de Etrai. No en estos días.
—Ay, hija—dijo Haily con resignación—. Se me había olvidado. Estoy agotada…
—Vamos a ir a Etrai, ¿verdad? No nos lo podemos perder. Huber dice que este año
tenemos permiso del señor Goalt para cerrar las calles y festejar en la plaza.
—Bueno, nos lo merecemos. Igual que todo Etrai. Después de la próxima semana no
podremos quedarnos en la calle en meses. En unas semanas no podremos ni trabajar la tierra—le
dio un beso en la cabeza—. Me voy a tomar una siesta. Despiértame al atardecer, ¿quieres?
Azoth llevó a Acero por el camino más largo para llegar a la mina, y también el más
incómodo para una montura. Era un camino pedregoso y hundido, amplio y alejado de las casas,
suficientemente ancho como para dejar pasar tres carretas juntas. Un antiguo río seco, drenado
miles de lunas atrás para ser utilizado para la extracción del acero, que le daba su nombre a
Lecho de Piedras. En las preparaciones de las fiestas, con la ciudad inundándose de sidra y
multitudes, este era el camino más rápido y tranquilo. Había tomado ese camino ese camino
pocas veces en los quince periodos que llevaban en la ciudad; usualmente tomaba las avenidas
centrales, plenas de negocios, para así poder hablar con los pobladores. Vivir con Cirsus no
estaba mal, pero el herrero evitaba socializar incluso con sus clientes, y nunca le había conocido
ningún amigo.
El camino lo dejaba a pocos pasos de la entrada lateral de la mina, un portón de madera
tosca que tenía grabada, con piedra pizarra, una simpe palabra: “Tienda”, que mostraba
claramente el espíritu conciso de los murciélagos. Al pasar por el mostrador vio su reflejo y se
9
dio cuenta que, de nuevo, se había olvidado de pasar por el lavadero antes de salir: su cara
delgada tenía algunos trazos de carbón de la fragua y su camisa estaba manchada por el mismo
mineral. Asus catorce años, el trabajo en la fragua —que incluía cargar acero, aluminio y cobre
por un tercio del día, además de golpear las hojas de las armas con un martillo del tamaño de sus
muslos— había convertido sus brazos de dos cuerdas trenzadas, de brazos surcados de venas y
manos florecidas de callos tensos como bridas. Su cabello castaño, siempre oscurecido por el
carbón, estaba hecho nudos por el cabalgar y los aceites de la fragua. Bueno, así pasaría por uno
de los murciélagos.
La puerta era de metal nuevo; los murciélagos se tomaban muy en serio tanto los
negocios como la seguridad, en especial en una ciudad como Lecho de Piedras. El hombre del
mostrador lo miró con aspereza, pero no era ninguna novedad. Azoth no llevaba una bolsa
colgada al cinto.
—¡Huttert vog ametz! Ya sabía que el hogt de Cirsus te iba a mandar a ti. Que venga él
mismo. Ya me debe algunos kettart.
Azoth se acercó al tendero y le entregó una hoja de papel.
—Juger, yo solo vengo por el pedido. Solo son unos cuantos cuartos de kettart. Tenemos
varios pedidos para antes del invierno. Estas son las especificaciones para el pedido de hoy.
El hombretón tomó la hoja, pero miró a Azoth en lugar de abrirla.
—Bah, no te preocupes—dijo Azoth—. Te necesitamos. Cirsus no quiere problemas con
sus gutfat.
—Tampoco va a poder correr por mucho tiempo. Este año nos han dejado libres para los
hartsket.
—¿En serio? Son excelentes noticias. ¿Pero sabes? Me parece que Cirsus y yo tenemos
un viajecito en esos días. Ya sabes, el hierro…
—¿Qué cosa? ¿Por cuánto tiempo? Maldito jujrest!
Azoth se encogió de hombros.
10
—Unos días. Lo que duren las fiestas. Ya sabes que en Lecho de Piedras el acero se ha
encarecido.
—Es que no queda mucho. Pero nadie quiere aceptar que la ciudad se está quedando sin
minas. ¿A dónde van?
—Al norte. A la mina de los Itinolitos.
—Oh, ya sé: medio camino hacia la ciudad de los Arrasados, ¿no?
Azoth asintió.
—Pero necesitamos carbono hoy mismo. Tenemos un pedido grande pendiente.
Juger salió del mostrador. De pie, el tendero era tan grande y ancho que Azoth, quien
empezaba a crecer las piernas de Azoth dieron un paso hacia atrás.
—De acuerdo, pero que les quede claro: después de la semana de los hartsket quiero todo
mi dinero de vuelta, o se acabaron los negocios.
Azoth asintió. ¿Qué podía decirle? ¿Sabría Juger que lo que pedía era imposible? En fin,
si quería vivir en la negación, no le iba a privar del placer.
—Se lo diré —dijo.
Azoth tomó el pedid y tras revisarlo, salió de la tienda. Ya con el carbono, se entretuvo
llevando a Acero de las riendas y caminando por la ciudad. Como hijo del campo, la variedad de
voces y apariencias de Lecho de Piedras, ciudad de inmigrantes, bastaba para entretenerlo en el
camino. Como pasaba el día en el taller o en negocios para el taller, estaba ansioso por ver gente,
aun si no hablara con ellos. Los murciélagos nunca le habían interesado. Era hijos de
comerciantes y solo tenían un tema de conversación: el dinero. No les interesaban los viajes,
espadas, la comida o conversar más que de negocios. Pero era el grupo con el que Azoth se
relacionaba con mayor frecuencia.
El sol ya rozaba el horizonte. Los días se acortaban y pronto el círculo dorado se
convertiría en un fantasma del verano. Los muros de piedra que rodeaban la calle principal
ayudaban a encerrar la oscuridad.
11
En contraste con los desiertos caminos tangenciales, la plaza y la avenida principal
rebosaban. Los negocios seguían abiertos: panaderías, carnicerías, dulcerías, todo lo relacionado
con la comida. Los puestos rebosaban de mineros, probablemente recién salidos de la mina (que
cerraría a causa de las fiestas) con los rostros ya rojos y alegres de vino. Acero caminaba ansioso
y Azoth tuvo que afianzar las riendas en su mano para mantenerlo controlado.
—¡Hey, muchacho!—le llamó un obrero de la plaza—. Dile a Cirsus que prepare
material, porque vamos a necesitar espadas y valhetrts.
Azoth asintió e hizo un saludo de mano sin detener su caballo. En fiestas, la demanda de
arma blanca siempre subía porque los duelos en las calles y apuestas eran frecuentes. Eso había
pasado este último mes, pero Azoth sabía que después de las fiestas bajaría abruptamente, hasta
el inicio de la primavera.
La calle lateral olía a fogatas, pan caliente y vino nuevo. Algunos grupos dispersos de
pobladores ya se encontraban festejando en las calles, sentados en las entradas de las casas con
las puertas abiertas, de las que emanaba la luz de las velas y chimeneas. Sonrió con resignación.
Azoth sabía que solo necesitaría desmontar y acercarse al primero grupo que encontrarse para
que lo invitaran a cenar y unirse a las fiestas. Podía pasarse la noche yendo de grupo en grupo,
comiendo hasta hartase y tomando más vino del que podía resistir… pero en cambio, mantuvo a
Acero al trote. Al avanzar, las calles se sumergían lentamente en la penumbra.
A medida que Azoth se alejó del centro de la ciudad y tomó las avenidas aledañas, la
ciudad se silenciaba y oscurecía. Los cascos de Acero resonaron en los adoquines y los paseantes
se disiparon en la bruma, hasta que solo quedaron algunas parejas dispersas en busca de soledad.
Los letreros de los negocios adornaban la ciudad como dientes de un reptil gigante y se sucedían
uno tras otro, pero cerrados y oscuros. Todos, excepto uno: una sola casa iluminaba como una
estrella el fondo de la calle dormida.
Cada vez se volvía más tedioso caminar toda la calle para llegar al borde de la ciudad,
pero así lo habían decidido juntos, por su aislamiento y facilidad para desaparecer, además de
12
alejarse de la bulla en temporadas alocadas como la fiesta de invierno o la ola de asaltos que
había tomado Lecho de Piedras en el último periodo.
Azoth dejó a Acero en la pequeña caballeriza de la casa y empujó la puerta, de la cual
colgaba un letrero de madera: “Herrería”. El desorden era inusual, pero predecible. Sobre el
suelo de madera había cajas abiertas con ropa, comida, cuero y materiales como acero, carbono y
dientes de dragón. Las puertas estaban abiertas y de la fragua le llegaba un resplandor. Cirsus
estaba trabajando.
Cirsus entró en la sala apenas Azoth hubo dejado la bolsa de carbono en la mesa. Su alto
cuerpo de diecinueve años estaba inusualmente encorvado de cansancio; tenía bolsas oscuras
bajo los ojos, la barba poco crecida y los cabellos, de un castaño miel, despeinados y salvajes,
proyectando una sombra sobre sus ojos verde oliva.
—Demoraste. ¿Revisaste bien el carbono?—dijo Cirsus abriendo el paquete.
Azoth hizo una mueca de disgusto.
—Me dices que mire cada pedazo, me das una lupa, me prohíbes llevarte carbono
defectuoso, me pides provisiones para un mes… y aun así me quieres de regreso en dos horas.
—¿Trajiste todo? No veo el mercurio.
— En la botella. Ah, le dije a Juger que nos vamos de viaje.
Cirsus se tensó.
—¿Le dijiste cuánto tiempo?
—Sí, claro. Le dije, ¿sabes, Juger? Nos estamos cansando de esta ciudad. Tu carbono está
cada vez más contaminado, te debemos un dinero que no tenemos ganas de pagar y en el
invierno nos congelará hasta la fragua. Estamos en bancarrota y no tenemos ni para un carbón.
Mejor escapamos mientras los caballos pueden andar.
—Debería saberlo. Ciudades comerciantes como esta solo necesitan cuchillos y navajas
para curtir cuero o cortar pollos.
—¿En qué ciudad estás pensando?
—Metchtack.
13
—¿Crees que después de un tres años y medio nos necesiten?
—Oh, es cierto. Estuvimos allí por medio año.
—Ocho ciclos. Y no podemos volver.
Cirsus se dejó caer en la mesa.
—No hasta que cambien al idiota del gobernador. ¿Quién diría que sabía reconocer la
diferencia entre acero de extrema pureza y acero con mezcla de aluminio?
—Bueno, muchos alcaldes y gobernadores fueron soldados durante la guerra…
—No necesito lecciones de historia, Azoth. Lo que necesito es que termines de empacar
hoy. Los murciélagos vendrán por nuestra sangre antes del festival.
—Juger dijo que estarían libres para fiestas.
—¿Qué más te dijo?
—No mucho. Solo algunas advertencias sobre los pagos.
—Así que le dijiste que nos íbamos de viaje. Pero no le dijiste cuándo nos íbamos.
—Sí, le dije que antes del invierno. Vamos al norte, ¿no?
Cirsus puso los ojos en blanco.
—Tu memoria es cada vez más atroz. Te dije que al sur. Cierra todo y empaca los
materiales.
Azoth suspiró.
—Nos perderemos la fiesta.
14
Capítulo 2
Cuando Nova y Haily llegaron a la cima de la colina, las hogueras de Etrai se les habían
aparecido como una lluvia de cometas caídos sobre el pueblo. El olor de mermelada de sauco,
cerveza y carne asada les había hecho agua a la boca; al entrar en el pueblo, las voces y risas de
los pobladores mezclados con los cascos de los caballos, la música de los laúdes y el viento que
se llevaba las hojas secas les habían invitado a relajarse por primera vez en semanas.
Nova no había visitado Etrai desde el otoño pasado, quince ciclos, pero no era un pueblo
que cambiase con rapidez. En los diez años que Nova llevaba viviendo en Etrai, el pueblo no
había crecido en una sola casa: a diferencia de los magos, que solían viajar y tener hijos en las
ciudades, las familias profanas solían hacer un espacio extra cuando sus hijos se casaban, y lo
más frecuente era encontrar abuelos y nietos viviendo algo apretados, todos juntos, bajo el
mismo techo de mimbre. Los caminos rara vez eran transitados más que por locales, y nunca
habían necesitado más reparación que acomodar los ladrillos de nuevo en el suelo.
La avenida principal había estado cerrada, de modo que los caballos y carruajes
permanecían en los callejones y calles aledaños, para colocar mesas y puestos de distintas carnes
y especias. Haily bajo la cacerola de pavo con tubérculos que había horneado y lo dejó en uno de
los puestos vecinos, en medio de una fila interminable de sopas, asados de distintos tonos, frutas
en mermelada, vegetales salteados despedía una mezcla tibia de aromas que había apurado los
pasos de Nova después de un día de trabajo en el tejado. Los puestos habían estado iluminados
con el fuego de decenas de faroles, de modo que a pesar de la llegada del invierno la calle
parecía ganar una cierta tibieza. Las hojas doradas se deslizaban por la brisa y su roce se
mezclaba con las risas de los pobladores y la música de laúdes y arpas. Nova y Haily habían
ingresado a la plaza principal, comprado dos cuencos de asado con vegetales y se sentaron en
una de las pocas mesas que había desocupadas, pero poco después Nova había salido a curiosear
la feria.
15
Al volver, vio a su madre en un puesto de cueros y accesorios de caballos, algo alejada de
la multitud, hablando con Laile, una dama del pueblo que había visto a menudo en sus visitas a
Etrai. Laile trabajaba en la única posada de pueblo y cocinaba unos postres estupendos, pero era
su marido, un soldado retirado, quien manejaba el lugar. El tono de la conversación entre Laile y
su madre estaba lleno de precaución. Nova se quedó tras la pared, esperando un momento para
entrar sin interrumpir, pero pronto se dio cuenta de que la conversación era más importante de lo
que había imaginado.
—Solo digo, Haily, que debieras tener cuidado.
—¿Y nunca dijeron quiénes eran?—preguntó Haily.
Laile quedó un momento en silencio.
—Solo preguntaron por ti. Pero tenían buenas capas de piel y caballos esbeltos, no de
tiro. Y llevaban una carga de ropa.
—Mmm… ¿crees que venían de la ciudad?
—Sí, eso creo. Estaban llenos de polvo, como si hubieran cabalgado por varios días. No
venían de ningún pueblo vecino, estoy segura.
—¿Cuánto tiempo se quedaron?
—Sólo lo suficiente para dar de comer a sus caballos. Pero dejaron esto—Nova escuchó
el sonido de desdoblar un papel.
—Oh, Laile, ¿por qué no me lo dijiste antes?—dijo Haily.
—Porque quería hablar contigo primero.
Pero Haily no contestó, y Nova supuso que estaba leyendo la nota.
—¿Malas noticias?—dijo Laile.
—No. Solo incómodas. Tengo que ir a la ciudad, y no me dejan mucho tiempo.
No podía ver el rostro de su madre o de la visitante, pero el tono de Haily era de una
serenidad fría. Estaba nerviosa.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana en la mañana.
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——Sería diferente si Khalil siguiera aquí—dijo Laile—. Un mago guerrero siempre
sirvió como el mejor espanta ladrones de cualquier pueblo. ¿Recuerdas cuando tú ejercías,
querida?—dijo mirando a Haily—. Si tú…
—No es mi llamado—interrumpió Haily.
—Mamá, ¿tú ejercías como maga de ofensiva?—dijo Nova, sin poder evitarlo.
—Nova… No, lo siento, creo que me confundí—Laile parecía apenada.
Haily miró a Nova.
—Pero Laile decía…
—No es mi llamado—repitió Haily—. Lo fui por un tiempo, cuando los hijos del trueno
escaseaban.
—Hoy escasean más que nunca…
--Ya me tengo que ir—dijo Laile—. Búscame cuando estés de regreso en Etrai.
Haily se volvió a Nova.
—Ya no somos necesarios, hija—Haily parecía impaciente por acabar con la
conversación.—.Tu padre hizo un gran trabajo durante la guerra, y es gracias a hombres como él
que los Usurpadores desaparecieron de la tierra. Se sacrificó para que nosotros tuviéramos la
oportunidad de vivir en paz.
—Los caminos están peor cada año—replicó Nova—. Las cosechas están arruinadas por
falta de semillas de calidad y abonos aceptables, porque nadie se atreve a traerlas desde el otro
lado de Uburno. No es a lo que yo llamo paz.
—Nova, basta—la voz de Haily era fría como la roca en invierno.
—Mi padre no se sacrificó para que nos escondiéramos como ratas…
—¡Basta! Tú no sabes nada de tu padre, Nova. Los Usurpadores lo mataron antes de que
pudieras tener una conversación real con él, ¿y ahora quieres decirme a mí porqué se sacrificó?
Nova recordó la daga de hueso de dragón y acero de kriyak que su madre guardaba en
una caja Nunca la abría, pero Nova la había visto muchas veces. Se escabullía cada cierto tiempo
y sacaba la daga con cuidado, como si fuese una antigua pertenencia de Khalil, y el instrumento
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de su muerte. Haily había retirado la daga asesina del pecho de Khalil, y tras la muerte de su
esposo, la había guardado bajo llave. Nova siempre se había preguntado por qué su madre
guardaba la terrible reliquia.
—Es cierto—dijo Nova.
—No quiero volver a discutir el asunto, Nova. Hay mucho que no sabes de la guerra, eras
demasiado pequeña para entender. Naciste en pleno conflicto, no conociste la paz antes de la
guerra.
—Ni siquiera ahora conozco la paz.
Haily no contestó. Parecía indecisa entre decirle algo o no.
—Nova, nos vamos—dijo finalmente.
Aunque Nova sabía de la carta, de la preocupación y del viaje de Haily, el anuncio la
encontró con la guardia baja.
—¿Nos vamos de Etrai?—preguntó.
Haily asintió. A Nova empezó a disgustarle el tono de la conversación.
—¿Por cuánto tiempo?
—Por ahora, para siempre.
El tono de Haily era paciente, pero a Nova no le gustó: parecía que su madre hablaba con
una niña pequeña.
—¿Por qué?
—Necesitamos dinero. Me han ofrecido un puesto en Erran.
Erran era una minúscula villa al fondo del cañón del mismo nombre, que probablemente
debía su apelativo de ciudad a la caridad de sus visitantes o el ego de sus pobladores. Para llegar
a ella se necesitaba pasar varias villas, ninguna de las cuales aparecía en un mapa, atravesar un
bosque de pinos y finalmente, tomar un único y estrecho camino entre una docena de montañas
que desembocaban en un valle largo y angosto y de allí al cañón, de clima seco y eternamente
frío, tan profundo que solo recibía algunas horas de sol al día. Nova y su madre sabían de Erran
debido a que de vez en cuando recibían uno que otro viajero de la villa que se dirigía a la ciudad.
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El único motivo para viajar a Erran era para desaparecer de los Nueve Reinos. ¿Eso era lo que
Haily quería?
—La carta era una advertencia, no un ofrecimiento para un puesto, ¿verdad?—le soltó
Nova.
Haily saltó en su asiento. Nova se dio cuenta de que la había tomado desprevenida, pero
el placer no le duró mucho. Haily clavó sus ojos azul metálico en ella. Nova no se inquietaba
fácilmente, pero esta vez tuvo que apartar la mirada.
—Tu manía de jugar sucio me preocupa cada vez más, Nova.
Nova sintió la sangre afluir de pronto a sus mejillas.
—Está bien, Nova—dijo Haily finalmente—. No tengo ningún ofrecimiento y a carta era
una advertencia. Pero no te diré más que eso, y no puedes decírselo a nadie en Etrai, ¿entendido?
—¿No decir qué? No podría decir nada. No me has dicho nada.
Haily la miró con duda en sus ojos.
—Es una larga historia—dijo por fin—. Demasiado larga para empezar a contarte ahora,
que tenemos prisa.
—¿O sea que no me lo vas a decir? ¿Me vas a arrastrar fuera de Etrai, sin decirme por
qué?
Por un momento, Haily se vio tan desesperada que Nova se compadeció.
—Necesito unas horas—dijo—. Te lo contaré todo en el camino. Responderé todas tus
preguntas. Pero ahora no tenemos tiempo. Tenemos mucho que hacer. Solo tenemos esta noche,
porque partiremos al amanecer.
Nova sintió su preocupación y algo más, algo que Haily quería ocultar: miedo. Se veía
genuinamente asustada. Y decidida. Nova supo que no podría sacarle nada más.
—Está bien. Pero si no me lo dices todo vas a tener que huir de nuevo. De mí.
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Para Azoth, darle la espalda a la ciudad a medianoche no era cosa de broma. Antes de
que la luna se elevara sobre el cielo y les permitiera deslizarse en los caminos adyacentes, antes
de terminar de ensillar a los caballos, antes abandonar la casa que les había dado albergue y
sustento por cinco años, la ciudad ya parecía amenazarles. El silencio anormal de Lecho de
Piedras parecía el de un enorme ser vivo conteniendo el aliento. Era como si los muros y las
calles se acallaran para que la pareja de fugitivos no la oyese respirar en sus nucas, y así
sorprenderlos en pie de fuga. Azoth nunca había sido cobarde, y sabía esta sensación no era de
miedo. Era como si estuvieran haciendo algo estúpido.
¿Cuántas ciudades les quedaban en el reino para trabajar? Cirsus había pasado los últimos
cinco años de su vida viajando de ciudad en ciudad, y a este ritmo, las grandes ciudades dejarían
de ser una opción en menos de cinco.
Pero Cirsus parecía no tener tiempo para pensar a futuro. No era la primera ni la segunda
ni la séptima vez que se decidía a abandonar un pueblo, y Azoth conocía su rutina. No hablaría
de nada más que del viaje y los preparativos hasta estar bien alejados de la ciudad, y para
entonces ya no habría caso en decirle nada. Lo mejor era hacer lo mismo. Enfocarse en el viaje y
luego, ya alejados, tomar precauciones extra.
Azoth entró en el taller. Las espadas, cuchillos y navajas ya habían sido empacados, pero
aún quedaban la máquina de fundición y su enorme rueda giratoria, el corazón de la herrería.
También les quedaba un poco de buen acero—Cirsus mismo lo había fundido—; no era
demasiado, pero les serviría para la poca demanda del invierno. La vieja mesa de madera era
demasiado grande para llevársela, pero también tan necesaria que se verían obligados a adquirir
otra apenas llegaran a la ciudad. Era una pena que no pudieran vender esta mesa.
Azoth sacó el paquete y lo subió a la carreta. El taller estaba en una calle elevada, en una
colina en la periferia de la ciudad, y podía verla casi entera. La vista era impresionante: miles de
lámparas de distintos colores iluminando las calles y el cielo oscuro de Lecho de Piedras, como
un lago salpicado de luciérnagas. Las risas hacían eco en la piedra de las calles, y el olor a pan
recién horneado le hacía agua a la boca. Vaya, le hubiera gustado quedarse. Al menos hasta el fin
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de la fiesta. Azoth se encogió de hombros y regresó al taller. Cuando entró, Cirsus se estaba
colocando la capa y enfundando su propia espada en el tahalí.
—¿Ya está todo listo?—preguntó.
—Listo.
Azoth abrió la puerta, y dio un paso atrás: ante el habían tres figuras oscuras. Tres
hombres destacándose contra el cielo de la noche, iluminado por la luna llena. Los tres llevaban
capas iguales, largas y marrones. Las botas de viaje, altas y de cuero negro, estaban cubiertas de
polvo, y sus espuelas estaban manchadas de un líquido marrón rojizo. En otro momento, sino se
hubiera sentido amenazado, a Azoth le hubiera parecido gracioso que se parecieran tanto: eran
tres hombres altos y pálidos. Pero no podía ver bien sus rostros, pues llevaban la capucha echada
sobre la cabeza, echando una sombra ser ellos.
—Hojat er erestre—Azoth reconoció el saludo de la capital—. Buscamos a Cirsus, el
forjador de espadas.
Cirsus se adelantó.
—Estoy a punto de salir de viaje. Tendrán que volver en unos días.
—No podemos volver en unos días—dijo el hombre del centro.
—Entonces en unas semanas.
El hombre de la derecha se adelantó. Tenía los rasgos afilados y los dientes blancos como
lirios. Azoth pensó que había algo escondido tras ese rostro.
—¿De viaje en fiestas, señor? ¿Abandonamos la ciudad?
Cirsus se encogió de hombros.
—Nos vamos a la fiesta de la villa—dijo con el rostro imperturbable—. Si han estado allí
antes, saben que no tiene fecha de término. Por eso les recomiendo que no regresen antes de un
mes.
Su interlocutor sonrió, incrédulo.
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— Jetrke, deja de fingir—Azoth sabía que en la capital se llamaba jetrke a las personas
de poco confiar—. Veo tu taller vacío, tu carreta llena y tus cosas empacadas. Huterwe. Es
evidente que piensas grteke. La verdad, me da lo mismo. Pero tu fecha es… inconveniente.
Entre las oscuras cejas de Cirsus se formó una arruga que Azoth conocía muy bien.
—Estoy en desventaja. Ustedes saben quién soy, mientras que yo jamás los había visto en
mi vida. Primero sus nombres, y luego hablamos.
El hombre de la izquierda, que hasta entonces había permanecido callado abrió la larga
funda de terciopelo rojo que llevaba en la mano como un bastón. Era una espada tan larga que
rozaba el piso. El mango dorado era de hueso de dragón, y el acero, de un negro intenso, brillaba
como el aceite. Se podía ver las ondulaciones de la hoja, doblada cien veces sobre sí misma al
forjarse. Tenía la delicadeza y la fuerza del cristal. El filo brillaba, amenazante. Demonios, era
acero de Kriyak. Azoth no necesitó ver la inscripción en el nacimiento de la hoja para saber
quién había forjado esa espada.
—No forjo espadas con mango de colmillos de dragón desde hace cinco años, por lo
menos—dijo Cirsus—. Esa la forjé hace siete.
—Junto con estas—dijo el hombre del centro. Los otros dos hombres le mostraron sendas
espadas, ambas con mango de hueso de dragón y hoja de acero negro. El vibrante fulgor de las
hojas las hacía parecer vivas.
Cirsus se quedó mirando las espadas como si fueran amigos que no hubiera visto en años.
—¿Qué quieren?
—Necesitamos espadas—dijo el encapuchado del centro—. Cuatro espadas como estas.
En un mes.
—Mis espadas demoran cuatro meses—dijo Cirsus—. Tres, si me dedico solo a ellas. Y
el precio aumenta en una mitad extra.
—Las queremos en un mes—dijo el hombre del centro—. Ya has trabajado con nuestro
señor antes, y sabes que paga bien sus encargos, si se hacen cuando él los requiere.
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—También sé que si forjo las espadas en un mes, bien podrían usarlas como cuchillos de
cocina—dijo Cirsus—. Una espada no es una broma. Y son cuatro. Las tendrán en dos meses y
medio. Y el adelanto por los materiales y el tiempo es de la mitad.
Los tres hombres intercambiaron miradas, y tras asentir, el del centro se volvió a Cirsus.
—De acuerdo—dijo—. Pero necesitaré un recibo con tu sangre. Y nada de huir de Lecho
de Piedras. Te devolveremos la garantía cuando tengamos las espadas.
Azoth había vivido con Cirsus por cinco años, y sabía que su maestro no era hombre de
huir de un trabajo como ese. Eran cuatro espadas. Cuatro espadas de acero de Kriyak. Un pedido
así solo se veía en tiempos de guerra. Incluso con el ritmo de vida y la absoluta incapacidad de
ahorro de Cirsus podían vivir cómodamente por algunos años con ese dinero. Y sobre la garantía
de sangre, era lo lógico, dada la dudosa fiabilidad de Cirsus. Aunque algo turbador, era un
método usual en las familias mágicas para trazar transacciones con comerciantes poco confiables
o desconocidos. Tras la guerra la población mágica se había diezmado hasta casi la extinción en
los Nueve Reinos, pero Cirsus aún era requerido por los pocos hijos del trueno que quedaban
desperdigados por las ciudades y villas. Ay, lo mejor era ponerse a desempacar.
—De acuerdo—dijo Cirsus—. Pero tengo algunas puntualizaciones. Y quiero todo por
escrito.
El hombre del centro sonrió. ¿Por qué parecía como si ganara un juego?
—Pues pasemos a sentarnos, jetrke. Esto tomará un buen rato.
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Capítulo 3
El aire nocturno hería la nariz y secaba los labios de Nova. Era una noche
suficientemente fría para mantener a Etrai inmóvil hasta la salida del sol. Pero Nova no sentía
frío ni sueño. Había estado empacando y preparando comida para el viaje sin detenerse a pensar,
y ahora su mente giraba como un remolino de interrogantes.
La nieve flotaba ingrávida contra su ventana. Tenía algo de irreal, como si fuera una
pintura. La luna era un cristal helado que dotaba al bosque de una apariencia fantasmal y
alargaba las sombras de los árboles, hasta apoderarse del claro. Sentía como si decenas de ojos la
observaran desde las sombras. El agua del río se deslizaba como una serpiente de aceite al
asecho.
No había estado preparada para el cambio. Pero aunque los sentía extraño, de alguna
manera parecía largamente anunciado. Había estado viviendo en esa misma torre, mirando el
claro desde esa ventana por años, y de pronto, el susurro del río, el olor del bosque, iban a
desaparecer de su vida. Durante la tarde de preparativos, Nova había intentado que su madre le
diera algunos adelantos del viaje, pero Haily se había negado de redondo. Erran estaba a ocho
días de distancia, y cuando lo supiera, Nova no tendría voz si trataba de persuadir a Haily de
volver a Etrai. Eso la irritaba.
Bajo la ventana corría un arroyo débil, que la adormecía con sus susurros. Apoyó la
cabeza, pesada, en sus brazos extendidos. Oh, al parecer sí que estaba cansada…
Cuando abrió los ojos, sacudida de su sueño por un chasquido, el mundo parecía haber
llegado a su fin. La vela estaba apagada, pero su habitación brillaba por el terrible crepúsculo de
fuego que se elevaba desde la base de la torre, recortado contra la oscuridad del cielo de la
noche. Un humo espeso como la espuma invadía su habitación, y se dio cuenta de que provenía
también de su puerta entreabierta.
Descalza y en su ropa de dormir, se asomó por la ventana: enormes lenguas de fuego
lamían la base de la torre y parecían derruir su estructura. El fuego estaba consumiendo la piedra
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de una manera que solo había escuchado en historias de su niñez: su consistencia parecía líquida,
pesada, pero el fuego se agitaba furioso, como si danzara en un ritual.
Se precipitó fuera de su habitación. Aunque Haily dormía solo un piso más abajo, las
escaleras ardientes en sus pies se sintieron como flama. Apretando los dientes, abrió la puerta de
la habitación. Era como los hornos de piedra de Etrai, pero enorme y violento, descontrolado. El
fuego danzante había entrado por la ventana, y dejaba sólo un espacio por donde Nova pudo ver
que la habitación de su madre estaba vacía. Las lenguas doradas habían engullido las cortinas y
la cama de su madre, de cuyo rastro solo quedaba un reguero de sangre negra y un olor de
cabellos quemados, fue como un puñetazo en la nariz. ¿Dónde estaba su madre? Nova sabía que
el primer instinto de Haily al ver el fuego hubiera sido subir corriendo a su habitación. Ella
nunca la habría dejado sola en medio del incendio. Al menos no voluntariamente.
El fuego, con su extraña consistencia de aceite, ya se asomaba al pasillo, sus raíces
aferradas a la piedra del suelo. En el corredor quedaba una ventana que no había sido tocada por
el fuego, y contra ella se recortaba un cielo aun oscuro y frío. Al asomarse vio que fuera, muy
cerca, crecía un joven sauce de tronco delgado, pero ramas tupidas. ¿Qué más podía hacer?
Tomó impulso, cerró los ojos y saltó.
El dolor la atizó en forma de arañazos que surcaron su espalda y rostro, brazos y pecho.
Las ramas eran débiles y quebradizas, y aunque habían amortiguado su caída, cedían a su peso.
Sus manos se aferraron a las ramas. Un tirón le desgarró el brazo y allí quedó, con una pierna
atascada en una rama, arriba, y la otra colgando. Las ramas escondían la luz de la luna y llenaban
el espacio de sombras, pero aun así pudo ver que se encontraba a varios metros del gras, y que
una caída a esa distancia le quebraría una pierna.
Sus manos perdían fuerza, y el muslo le escocía por el peso. Su mano izquierda se soltó,
y el cambio de posición desgarró la pierna estancada. Su grito se perdió entre el sonido del viento
entre las hojas y los chasquidos del fuego en la torre. La humedad en sus ojos y la oscuridad de
las sombras obstaculizaban la tarea. Pero siguió bajando. Su mano alcanzó una rama gruesa, y a
pesar de la posición, logró agarrarse a ella y apoyar un pie en otra rama, que crujió con su peso.
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Midió la distancia que la separaba de la tierra: tres hombres adultos, al menos. Aún estaba
peligrosamente alto. Si caía, con suerte sólo se rompería un brazo. Empezó a otear a su alrededor
para buscar una forma de descender, y a un brazo distancia vio una rama gruesa y firme. Se
estiró para agarrarla…
—¿La tienes?
La voz, agresiva como el ladrido de un perro, llegó sus oídos desde el pie del árbol y la
hizo regresar de inmediato a la rama, aun en precaria posición. Su balanceo, disfrazado por el
vaivén de las hojas del árbol, parecía haber pasado desapercibido. El fuego, a pocos metros
abajo, empezaba a arder en su espalda; el músculo de su pierna, desgarrado, parecía aullar por
soltarse. Dios mío, el dolor era atroz. Hubiera querido tener una mano libre taparse la boca y
ahogar el gemido de dolor que luchaba por abrirse paso, pero necesitaba ambas para aferrarse a
una rama que, de todos modos, parecía estar a punto de quebrarse.
—Está detrás, en la entrada del establo. Te esperan—dijo una segunda voz, también
masculina. Su tono era más bajo, el susurro de una serpiente de cascabel.
—Entonces asegúrate de que el lugar se consuma. Solo deben quedar cenizas, ¿está
claro?
Las dos sombras se deslizaron hacia la zona trasera de la torre. ¿Para qué? Allí solo
estaban las caballerizas. Nova aferró la rama más cercana y se deslizó a trompicones cuesta
abajo. La caída le trazó nuevos rasguños sobre los brazos y la espalda, pero al llegar al suelo solo
sintió un tirón en el tobillo y perdió pie. Aun atontada de dolor, se arrastró hacia la parte trasera
del árbol, de modo que su tronco la escondiera. Solo entonces se asomó a ver lo que sucedía en
su casa.
El fuego, con su extraña consistencia sedosa, seguía consumiendo la base de la torre,
trepaba como un reptil los muros pétreos y bloqueaba su entrada. Nova se deslizó a través de las
sombras de los árboles circundantes hacia a la caballeriza. El lugar no había sido tocado por el
fuego, pero las llamas iluminaban incluso la caballeriza, y las sombras del interior bailaban,
proyectadas en el gras. No eran solo dos hombres. Eran cerca de una docena. Había algunos
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hombres afuera. Algunos estaban simplemente haciendo guardia, mientras que otros saqueaban
la torre. Todos llevaban capas pardas que ocultaban sus vestimentas, de las que surgían botas
pesadas de cuero de montar, sembradas de polvo de los caminos.
Nova se acercó a la ventana entreabierta dela caballeriza. Tal vez podría averiguar dónde
estaba Haily. Apoyó la espalda en la pared y se deslizó de lado, en la oscuridad. Avanzó a lo
largo de la pared lateral, y se detuvo antes de llegar a la parte lateral.
—El fuego va a atraer a todo el pueblo, ¿dónde está Demien?
—No dejó direcciones.
Un gruñido malhumorado salió de la caballeriza.
—Igual tengo que buscarlo.
—Date prisa, Nistrel.
Alguien iba a salir. Nova volvió la cabeza… y se encontró cara a cara con otro rostro,
blanco como la cera. El hombre —si se le podía llamar así— era increíblemente alto, más de dos
metros de estatura, y a pesar de su delgadez esquelética, irradiaba un poder y fuerza
sobrehumanos. Llevaba la misma larga capa negra con la capucha sobre la frente que el hombre
de la caballeriza, de modo que parte de su rostro quedaba en las sombras. Sus ojos eran del negro
del vacío, sin asomo de blanco, y sus pupilas, rojas y encendidas como el fuego. Ante la mirada
de esos ojos, su mente se congeló. El cuerpo entero empezó a temblarle, incontrolable y helado.
Nova sintió que se encontraba dentro de una vívida pesadilla y por primera vez en su vida, supo
lo que era el miedo. Nunca había visto de cerca a un hijo de las sombras— se les creía
desaparecidos para siempre—, pero supo de inmediato, con terrible certeza, que se encontraba
frente a uno.
Sabía que no había forma de huir, pues el sombrío se encontraba frente a ella,
impidiéndole el paso. Seguro de que su presa no iría a ninguna parte, desenfundó su espada, de
un plateado refulgente, a la altura de su corazón desbocado. Era tan filosa que solo tuvo que
rozar la tela de la camisa de Nova para cortarla. El hombre se inclinó.
—Es solo una advertencia, gatita, para que no intentes escapar.
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Su voz era como el hielo al quebrarse. Su aliento no creaba bruma en el aire helado. Nova
no se movió. Los ojos del hijo de las sombras, su voz de ultratumba, su oscura energía la
paralizaron. Estaba a su merced. Su vida, su mente ya no eran suyas. Y tal vez las perdería
pronto.
—Morgan, mira lo que me encontré—dijo el sombrío—. Un bocadillo.
Otro hijo de las sombras apareció. Su rostro, de pómulos altos y rasgos afilados, tenía la
misma palidez mortal. Era una cruel máscara de granito.
—Es la hija—dijo, y su voz fue sibilante como una serpiente de cascabel—. Me han
dicho que está seca. Una jogort.
Nova no supo lo que el comentario significaba, pero la sonora carcajada de Morgan se
sintió como un escupitajo en la cara.
—Pues lo vamos a comprobar ahora mismo.
Nova sintió que unos brazos la arrastraban. El fuego ya se había tragado la torre hasta sus
cimientos Las cenizas volaban en el aire del crepúsculo azul. Iba a ciegas, y sin oponer más
resistencia que la debilidad de sus piernas.
Pero solo la arrastraron unos pocos metros, y cuando la soltaron, el inconfundible olor de
la caballeriza la hizo levantar la cabeza. Y lo que allí vio le arrancó un grito aterrado.
Haily estaba allí. No había luz en la habitación y solo la luz de la luna, que entraba por la
ventana, iluminaba a su madre. La habían sentado en una silla, con la cabeza baja y las manos
atadas a la espalda. La sangre le bajaba de las sienes, le empapaba el vestido, le corría por las
piernas y formaba un charco en el suelo. Pero solo la pudo ver por un instante, porque en el
granero había otros magos negros, que se adelantaron cuando la vieron.
—Parece que te sobrepasaste, Telur. Debo recordar no dejarte solo con las víctimas de
nuevo. Esta ya no puede hablar.
El sombrío al que le habían hecho el reproche tenía los cabellos largos y salvajes sobre su
piel de mármol, surcada por una cicatriz. Telur sonrió, como si se tratar de un niño atrapado en
plena travesura.
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—Aún está viva—dijo—. Eso bastará.
Nova levantó la mirada. Los ojos Telur brillaban como carbones encendidos. Nova sintió
el mismo escalofrío en la médula, el mismo sentimiento de devastación, y tuvo la sensación de
estar frente a alguien que no caminaba entre los vivos.
—¿Sabes quién soy, muchacha?—dijo Telur
Nova lo miró sin parpadear. Luego vio a su alrededor: siete hombres en capas negras con
rostros de muerto y ojos de demonio que la atravesaban. Haily los llamaba “el último eslabón del
poder de las sombras”. Su respuesta salió de sus labios sin que lo hubiera pensado.
—Los Siete Usurpadores…
Telur sonrió. Su sonrisa era terrible.
—Tú eres la hija de Haily y Khalil. Poderosa sangre mágica corre por tus venas. Pero
estás seca, y se nota a simple vista. Una jogort fruto de hijos del trueno tan poderosos es muy
raro, pero posible. Para lo que vales, podrías ser la hija del zapatero.
Nova forcejeó, iracunda, tratando de alcanzar a Telur.
—Pruébame lo contrario. Quiero que pongas un escudo alrededor de tu madre. Quiero
que trates de herirme. Quiero que trates de matarme. Si lo haces, dejaremos a tu madre.
Nova luchó para librarse del agarre de Morgan. Los músculos de sus brazos escocían,
pero era igual que tratar de romper el hierro. Hasta que Morgan pareció aburrirse de sus intentos
y de un solo movimiento, con la mano en su cabeza, la empujó contra el piso. Las manos de
Nova no llegaron a amortiguar la caída y se dio de bruces en el suelo. Un latigazo de dolor
estalló en su rostro. Las carcajadas de Telur eran ensordecedoras.
—Mírala, Groko. Ni siquiera puede soltarse. No tiene poder. Está seca.
Desde el suelo, Nova vio que Haily levantó la cabeza. Cuando la miró, sus ojos eran dos
pozos de desesperación.
—Nova…
Telur sujetó a Haily del cabello y le tapó la boca con una mano blanca como un gusano
de seda.
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—Tu ineptitud es real, gatita—le dijo a Nova—. Y tus intentos son sinceros. Pero no
hemos venido a por ti.
El sombrío sacó una daga. Nova reconoció el mango dorado y la hoja negra como la
oxidiana: dientes de dragón y acero de Kriyak. La daga era exactamente igual a la que su madre
guardaba. Como la daga que había matado a su padre. El grito que surgió de su garganta fue
como un presagio y un recuerdo, y supo lo que iba a pasar.
Telur clavó la daga en el corazón de su madre y la retorció.
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Capítulo 4
Azoth enderezó la espalda y luchó por salir del sopor. ¿Cuánto tiempo había pasado? Al
menos dos horas desde que abriera la boca para algo más que bostezar. Se pasó la mano por los
ojos y miró alrededor: salvo por el círculo dorado de la vela, sobre la mesa, no podía ver la
habitación. Las ventanas y puertas estaban cerradas y las cortinas corridas.
Los ocupantes de la habitación estaban tan quietos y callados como una pintura en
claroscuro. A través de la niebla de su cansancio, los rostros de Cirsus y de los tres hombres se
veían difusos, irreales, sumidos en la penumbra. Nadie hablaba. Azoth podía escuchar los roces
de las botas en el suelo, el papiro doblándose en las manos de Cirsus, las respiraciones de los
hombres que le rodeaban; afuera, el viento aullaba como un animal herido.
¿Qué hora sería? Habían estado allí por horas. Pasaba la medianoche, seguro. A su lado,
Cirsus, inmóvil, leía el pergamino reclinado en la silla. Sus largas piernas estaban estiradas bajo
la mesa, casi tocando las de los tres hombres frente a él. Sus ojos oliváceos evidenciaban
cansancio, pero seguían atentos a la lectura. Azoth supo lo que buscaba: la ilegible y elusiva letra
chica propia de la población de los hijos del rayo. Los tres hombres empezaban a revolverse en
sus asientos, pero Cirsus no levantaba la vista. Azoth lo entendía: su sangre ya estaba en un
pequeño frasco de cristal, en la mesa, junto a una daga de plata. Sus ojos se dirigieron a la
muñeca derecha de su maestro donde una nueva cicatriz, pequeña pero profunda, le tallaba la
piel.
El pergamino que Cirsus sostenía había sido redactado por los cinco hombres. Azoth vio
su propia firma color óxido en la parte baja de pergamino, junto a un espacio vacío. En su dedo
índice derecho ardía una cicatriz como la de Cirsus; al igual que esa, no podía ser curada ni
vendada hasta la salida del sol, cuando la firma secara y el vínculo con su propia sangre se
solidificara. A la izquierda del manuscrito, en tinta negra, había tres firmas en trazos agresivos y
gruesos como el carbón, que en algunas secciones habían desgarrado el papiro. Por encima del
hombro de Cirsus, Azoth leyó algunas acotaciones: “El forjador de la espada no trabajará ni
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colaborará con terceros que tengan algún conflicto de interés con el contratado durante los meses
e la forja de las espadas.” “En caso de la muerte del forjador, la totalidad del dinero regresa al
requeridor. El taller tiene la potestad de quedarse con los materiales”. “Los firmantes no pueden
hablar absolutamente con nadie del trabajo encomendado. Este requerimiento es válido tanto
durante como después de la entrega de la encomienda”. Y más abajo: “El portador de la
encomienda no necesita recibo para solicitar la inscripción del nombre. El único requerimiento es
la espera de un año para que la espada revele su identidad. La forja se realizará en un plazo de
entre siete y catorce días que incluyan noches de luna llena”. Azoth se preguntaba cómo iban a
reclamar la forja del nombre, pues lo más probable era que, después de los dos meses y medio de
plazo para entregar la espada, Cirsus desaparecería del mapa. Una parte suya se estremecía al
pensar que para esos tres hombres, nadie parecía inhallable.
—Bien, creo que ahora estamos todos de acuerdo—dijo Cirsus.
El hombre del centro —que no había revelado su nombre—levantó la mirada.
—Solo nos tomó cuatro periodos y medio. Ahora toca tu firma. Si fueras tan amable de
pasarme tu dedo…
Cirsus alargó el brazo. Azoth sabía que la firma requería de una nueva cuota de sangre,
además de la muestra del frasco (“en caso de incumplimiento de contrato/fraude...”). El
encapuchado tomó la daga e incrustó la punta en la yema del dedo índice de Cirsus, quien tensó
la quijada. Luego, Cirsus tomó una pluma, hundió la punta en la herida y trazó su firma en el
pergamino, junto a la de Azoth.
El encapuchado del centro se levantó y tomó el manuscrito.
—Ha sido más duro de lo que esperaba, forjador.
Cirsus frunció el ceño.
—A hijos de las sombras les gusta dejarme pequeñas sorpresas.
Los ojos del encapuchado se abrieron por un instante. Era la primera vez en toda la noche
que mostraba una emoción. Pero se serenó de inmediato.
—Entonces, ¿sabías…?
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Cirsus asintió.
—Lo supe cuando me pidieron el primer encargo.
—No muchos aceptan un trabajo de los hijos de las sombras—dijo el encapuchado de la
derecha.
—No me pueden quitar gran cosa—Cirsus se encogió de hombros—. ¿Se les ofrece algo
más?
El hombre de la izquierda se levantó y sonrió.
—Sólo que te atengas a tus promesas—dijo—. No hace falta recordarte que tenemos tu
palabra. Literalmente, la tenemos. No hay nada más poderoso.
Los tres magos echaron las capuchas sobre la frente, abrieron la puerta y sin una palabra
o mirada más, se integraron a la oscuridad.
Azoth esperó a que el sonido de los cascos de los tres caballos se extinguiera antes de
voltearse hacia Cirsus. Su maestro se había tumbado en la silla y se veía tan agotado como él.
Era como si las pocas gotas de sangre que habían perdido se hubieran llevado los últimos rastros
de su energía.
—¿No sientes como si le acabaras de vender tu alma a un demonio?
—Sí—dijo Cirsus, con cierto desdén—. Pero cuando tu alma ya está vendida, un cambio
de comprador no hace mucha diferencia.
Azoth se sentó con la copia del contrato en las manos. Lo había revisado más veces de las
que recordaba. Había aportado ideas, pensado formas de protección, maneras de evitar el
desastre. Pero aún tenía la sensación de que algo se les escapaba. Sin mencionar otro detalle
importante…
—Las espadas deben ser de acero de Kriyak.
—Ajá.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos suficiente para un cuchillo? Hace meses que
me debes una daga.
Cirsus se encogió de hombros.
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—Unos tres años, creo. No me acuerdo.
Cuando Nova abrió los ojos, se sorprendió de no hallarse en su cama. Al levantar los
ojos, vio la ranura del techo de la caballeriza, por donde un débil rayo de sol se filtraba, y lo
pasado la noche anterior le regresó de súbito como el recuerdo vívido de una pesadilla. Se sentó
en el suelo. La caballeriza estaba fría y oscura como un pozo abandonado.
Su cuerpo le era extraño. El dolor se sentía de lejos, y una ira poderosa, pero dormida,
brillaba roja en el fondo de su mente. Miró sus manos. Estaban en carne viva, las uñas
destrozadas, con callos nuevos y sangrantes. Después de que los Siete Usurpadores la dejaran en
el suelo —demasiado apurados como para acabar con ella— solo había podido arrastrarse,
atontada, para cerciorarse de lo evidente: la ausencia de vida en Haily. Su madre yacía en el
suelo con el cuello en un ángulo extraño y las manos curvadas en garras rígidas. Su piel había
perdido su suavidad tibia para volverse fría; el azul de sus ojos abiertos había sido invadido por
pequeñas venas estalladas; su boca entreabierta estaba inmóvil, seca.
Al salir del establo, se había encontrado con una visión nueva de todo lo que conocía
como hogar. El sol bañaba la pradera a raudales y llenaba su vista de horror: la devastación había
tomado el lugar de la torre que le brindara techo y calor desde que tenía memoria: el gras estaba
bañado en gris y los restos de la torre formaban una pila de carbón, como un monumento a la
muerte. A lo lejos, la enorme torre de Etrai arrojaba su sombra hacia ella, como si quisiera
ocultar lo sucedido.
Como en sueños, había cavado y cavado sintiendo los dedos como hielos en la tierra.
Cuando retiró la daga del corazón de Haily, la herida abierta se le había mostrado con terrible
nitidez, y aunque apretó los ojos, la imagen de las distintas capas de piel y carne, enredadas y
cosidas con nervios blancos, con un fondo de marfil, quedaría tallada en su memoria como una
quemadura.
El cuerpo de Haily era ligero y Nova había podido depositarlo con delicadeza, envuelto
en mantas, en la tierra hambrienta. Había tapado la tumba con las manos, y luego, había tomado
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la daga y escarbado bajo las cenizas de la torre hasta que sus brazos estuvieron cubiertos de
cenizas, y en ese hueco dejó la daga: su vista dolía. Al regresar al granero, el suelo teñido de la
sangre de su madre, en círculos deformes, le había parecido un ojo enloquecido de dolor. Nova
se había acostado en ese mismo punto, con la mejilla en la tierra, y los ojos se le habían cerrado.
Ahora, las voces amortiguadas de los guardias grises la habían sacado del sopor. Parecían
decir algo sobre el fuego, rebuscar entre las cenizas, llamarse unos a otros desde lejos. Cuando
levantó la cabeza, sus ojos se encontraron con dos pequeñas luces fosforescentes que la miraban
desde la esquina en sombras del último cubículo del establo. Por un momento pensó en los hijos
de las sombras, pero luego recordó. Medianoche. El caballo había permanecido silencioso y
estático, camuflado en la oscuridad, probablemente demasiado asustado para reaccionar en toda
la noche. Al acercarse, Nova vio que sus crines estaban erizadas y que la piel de su cuello se
estremecía. La estrella blanca de su frente, única mancha de su cuerpo, estaba crispada de
nervios. Cuando ingresó al cubículo, el animal no relinchó ni intentó acercarse. Sus ollares
exhalaron vapor caliente y su cola se sacudió como un látigo.
Aunque imponente, con su brillante pelaje negro y sus increíbles diecinueve palmos de
alto, Medianoche era un animal nervioso. Cuando apoyó la frente en su cuello, el animal no se
movió. Su piel y pelaje estaban calientes, palpitantes y vivos. Familiares, reconfortantes. Nova
permaneció apoyada en él hasta que sintió que su respiración se ralentizaba.
—Shhh. Está bien, chico…
La puerta del establo se abrió de golpe. Alguien asomó la cabeza. Sin pensarlo, contuvo
la respiración y se mantuvo oculta en la oscuridad. Una voz masculina le llegó desde la puerta.
—También por dentro se ve bien. Es raro que el fuego no lo haya tocado, mira, es pura
paja y madera…
—Parece fuego controlado—dijo una segunda voz—. El perímetro del incendio es un
óvalo. Nada fuera de él nada fue quemado…
—¡No lo toques! Ya sabes que vienen en una hora. No puedes moverlo.
—Entonces vinimos por nada. Te dije que la chica no estaría. Tuvo tiempo para huir…
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La puerta se cerró y las voces se convirtieron en murmullos apagados. Nova permaneció
en la oscuridad hasta que dejó de escuchar los cascos de los caballos.
Debía huir. La pensaban una asesina. Lo que había pasado esa noche era obra de unos
seres que, para el resto del mundo, no existían desde hacía años. Nadie los culparía de la muerte
de Haily. Y nadie la vengaría.
Antes de darse cuenta, había sacado a Medianoche del establo, montado en su lomo y
espoleado sus flancos. El caballo, sin silla ni bridas, obedeció. Las crines del animal le lijaban las
heridas en carne viva. Las piernas, desnudas y rasgadas de arañazos y moretones bajo el
destrozado camisón de dormir, le temblaban de frio. Los pies descalzos se ajustaban a los
costados de Medianoche y su cabello en mechones sucios le azotaba el rostro y se enredaba en su
espalda.
Se dejó llevar por Medianoche hacia campo abierto. Frente a ellos, el sol se asomaba
entre las montañas. A su espalda el cielo se desprendía lentamente de sus últimos rezagos de añil.
Los rodeaba una planicie desértica, solo rota por la inmensa torre de Etrai, como una daga que
surgiera de una tela desgarrada, y al fondo, muy lejos, como una miniatura, el pueblo de Etrai. El
aire estaba impregnado del gris de las cenizas que flotaban en el aire y le daban un aspecto irreal,
como un dibujo en carbón. Los cascos de Medianoche rompían el susurro del viento en rítmicos
golpes. Taloneó al caballo, que había tomado un sendero de arena. En el horizonte se perfilaba el
bosque de Uburno, un mar de robles y sauces, cubierto en niebla y enmarcado por montañas. Esa
niebla y el azul sobre el bosque siempre habían fascinado a Haily cuando despertaba y se
asomaba por la ventana.
Pero hoy Haily ya no miraba el bosque. Para siempre estaría boca arriba, los ojos hacia el
cielo. Los dedos de Nova aflojaron el agarre de las crines de Medianoche, que pasó al trote. El
sol iba calentando la tierra y el mundo despertaba de nuevo. A lo lejos, un grupo de campesinos
se dirigía al campo a trabajar, después de una noche de sueño.
Llorar no le serviría de nada. No reviviría a Haily. No la haría más fuerte ni la prepararía
para la venganza. Pero ocultó la cara entre su cabello sucio y las crines del caballo, y sintió la
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hiel y el calor mojando su rostro y el pecho sacudido por sollozos inevitables. Se aferró a
Medianoche, que bajó lentamente la velocidad, hasta que un se detuvo frente a un arroyo.
Cuando se dejó caer y se asomó al agua, su aspecto la sorprendió: un rostro alargado y pálido
como un muerto, teñido de gris, salpicado de cortes y heridas; sus ojeras eran tan profundas que
se preguntó si no habían estado allí siempre. Sus ojos del color del humo habían perdido su
amabilidad, y una arruga se había instalado en su entrecejo.
Miró su cuerpo: su camisón ligero, que había sido gris, ahora era mostraba diversos tonos
de pardo y marrón. Le llegaba a las pantorrillas, pero un largo desgarro la dejaba sacar toda la
pierna: salpicaduras y manchas moradas y rojas sobre el blanco pálido. Estaba ya afuera de los
límites de Etrai, pero se dio cuenta de que cualquiera que la viera tomaría nota de su presencia,
ya fuese para salir corriendo u ofrecerle ayuda. Se sacó el camisón y metió los pies en el agua,
que se tiñó de rosado. Metió las manos y se echó agua a la cara. El barro corrió por sus mejillas,
se coló por su espalda y erizó su piel, pero solo su cuerpo se daba cuenta. La ardiente rabia
empezaba a latir en su interior y calentarle el pecho desde la médula. Se dio cuenta de que esa
misma rabia la había estado empujando antes, mientras su mente dormitaba. Supo que su rabia se
había apoderado de sus acciones. Y sobre todo, que su rabia, por sí sola, había tomado una
decisión.
Pero el odio y el deseo de satisfacción inmediata no la ayudarían. Además de un viejo
camisón y un caballo asustado, no tenía nada en este mundo. Ni siquiera los conocidos y vecinos
de Etrai que tal vez, de haber sabido la verdad, la habrían tratado de ayudar con comida, ropa y
advertencias para tratar de calmarla. Aunque no podrían haber hecho mucho, era mejor que su
ojo vigilante, su miedo, su sentido de justicia persiguiéndola.
El sol ya estaba en el cenit, lamiéndole la cabeza y los hombros. Solo le quedaban
algunos días antes de la llegada de la primera nevada. Subió al lomo de Medianoche, lo puso al
trote y volvió al sendero de arena. A lo largo del camino había algunas mujeres trabajando en el
campo y cargando niños pequeños. No era mala cosa que su estómago pareciera estar cerrado a
toda llamada natural, porque no podía arriesgarse a pedir comida tan cerca de Etrai.
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El sol se encontraba medio camino hacia el cenit cuando llegó a la encrucijada que
buscaba y detuvo a Medianoche en el centro. El camino del sur llevaba de regreso a Etrai. Más
allá encontraría el desierto abierto, plano, cuya villa más próxima estaba a varias semanas de
distancia. Si seguía el camino este encontraría villas y luego más villas, por semanas; encontraría
comida, pero también la recordarían por mucho tiempo y darían sus señas si alguien preguntaba.
Al oeste, solo montañas desérticas, valles muertos y arroyos secos. Pero al norte, después de
atravesar el bosque de Uburno y algunos pueblos, se toparía con la enorme ciudad de Lecho de
Piedras, que garantizaba el anonimato a sus habitantes, lo quisieran o no.
Nova espoleó a Medianoche y empezó a galopar con el sol a su hombro.
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Capítulo 5
Cirsus y Azoth llegaron a la villa de Tymast al atardecer. Habían tomado un sendero que
discurría junto al río, de modo que no tuvieran que cargar agua, y con los caballos haciendo un
menor esfuerzo, el viaje les había tomado un par de jornadas. Era el pueblo más grande de la
zona: albergaba unas doscientas casas y chozas regadas a ambos lados de un camino asfaltado de
ladrillo, y contaba con una plaza, una posada, un mercado, y el monasterio del Dios de la
Llamarada.
Pensaron que llegaban justo antes del atardecer, pero les había tomado un buen rato dar
con el monasterio. Cuando llegaron, ya estaba cerrado y el maestro de rezos se había retirado.
Azoth sabía que los maestros del dios de la Llamarada creían que el demonio se ocultaba en las
tinieblas, y por ello no se relacionaban con ningún visitante externo durante las horas nocturnas.
No recibiría visitas hasta el amanecer.
Así que tenían toda la noche para enfurruñarse o relajarse. Cirsus parecía haberse
decidido por la primera opción. Tras ordenar un plato de pierna de cordero y una botella de vino,
se había sentado en un rincón de la posada y se había limitado a masticar lentamente, con
grandes sorbos de su botella, emitiendo gruñidos ocasionales.
Azoth ordenó una cena frugal: pescado y vegetales al vapor, y una copa de cerveza de
maíz. Luego fue a sentarse al lado de Cirsus en el rincón de la posada. El lugar no estaba mal, y
de no ser por el apuro de conseguir el elusivo acero de Kriyak —que parecía a punto de
desparecer del reino entero— hubiera estado muy a gusto. La posada era pequeña, como debía
serlo en un pueblo alejado, pero también acogedora. La madera de sus paredes y sus suelos
estaba empezando a mostrar el impacto de las plagas de lúfura, pero el olor a vino y fuego casero
impregnaban el lugar, dándole un atractivo hogareño. Varios candelabros, además de una gran
chimenea de piedra, iluminaban y calentaban la sala. Las ventanas eran pequeñas y estaban
ubicadas en lo más alto de las paredes, dando la sensación de privacidad, algo que cualquier
viajero apreciaría. La clientela era un grupo pequeño: siete viajeros en total, incluyéndolo a él
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mismo y a Cirsus. Tres eran hombres de mediana edad, probablemente campesinos de pueblos
aledaños, que jugaban a las cartas en una de las pesadas mesas de madera envejecida; los otros
dos eran extranjeros de botas altas y camisas de lino, seguramente pobladores de la ciudad.
Estaban bebiendo vino al otro extremo de la sala, y hablaban en susurros. Probablemente
traficantes de leche de mansola o de cristal de los baltos. Vendedores o compradores ilegales, sin
duda. Pero no del tipo de los que tenían acceso al acero de Kriyak, con certeza.
—Mañana partimos a primera hora—dijo Cirsus—. Sin importar si el maestro de la
Llama tiene acero suficiente o no.
—Lo único que espero es que nos lo quiera dar—dijo Azoth.
—Puede que sea complicado, pero me debe un favor. Hace unos años…
El murmullo de quejas que corrió por el comedor no dejó a Azoth escuchar el resto.
Cirsus se volteó y frunció el ceño.
La persona que había entrado era una muchacha de unos quince años, envuelta en una
capa de viaje que le quedaba bastante grande; evidentemente, era robada. Sus pies descalzos
estaban llenos de tierra y heridas, como si hubiera recorrido una gran distancia. Su cabello debía
ser hermoso, largo hasta más allá de la cintura y de un negro uniforme, pero estaba echado a
perder, revuelto y salpicado de barro. Su rostro también tenía polvo del camino, pero bajo este se
adivinaba una piel traslúcida, poco a acostumbrada al trabajo al aire libre; sus ojos expresaban
una frialdad que contrastaba con su humilde atuendo. Caminaba con la espalda erguida, como si
no supiera hacer otra cosa, a diferencia de los trabajadores del campo, cuyos trabajos terminaban
por arruinarles la postura. Era obvio que algo le había sucedido en las últimas horas. ¿Quién
sería? Evidentemente no era de por allí. Cirsus parecía tener una teoría.
—Le doy una semana antes de que muera de hambre. Esta no sabe vérselas por sí
misma—dijo con ojo crítico.
Azoth volteó a ver la barra. El posadero estaba apoyado en la mesa de las cartas, se
divertía haciendo chistes obscenos con sus tres ocupantes, y no se daba ninguna prisa por atender
a la nueva cliente. La chica se había sentado en un rincón de la barra, y a pesar de que parecía
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estar al borde de la inanición, esperaba a que el posadero se desocupara. Una mujer sola que
evidentemente no quería llamar atención indeseada. Sin embargo, Azoth también vio que su pie
desnudo tamborileaba como un látigo el borde de la barra y que sus cejas se fruncían como
serpientes enfurecidas. Tal vez la muchacha pasaría la semana.
—Disculpa, ¿te estoy distrayendo?—dijo Cirsus. Cuando estaba de mal humor podía
ponerse muy demandante.
Azoth se dio cuenta de que había estado mirando a la recién llegada por varios segundos,
sin responder a su maestro. Cirsus odiaba eso.
—Te estoy escuchando, Cir.
Cirsus volteó la cabeza hacia la muchacha.
—No pierdas tu tiempo en aves heridas.
Típico. Cirsus que debería haber seguido su propio consejo hacía dos lunas, cuando en
medio del camino encontraron un caballo con una pata rota…
—No es una de esas. Si la volvemos a ver estará mejor alimentada y definitivamente con
mejores ropas.
—Puede que la veamos de nuevo. Con mejores ropas, sí. Pero será una falda con un
pliegue. Estará en la calle y nos costará dos peniques comprobar su ocupación—su voz tomó el
tono de un velorio—. No hay escape, Azoth. ¿Qué más puede hacer una mujer sola? Lo he visto
muchas veces. Es eso o…
Pero Azoth no escuchó a Cirsus. Un recién llegado pasó a su lado a grandes zancadas, sus
enormes botas dejando un rastro de lodo en el piso. El desconocido, un hombretón de manos
anchas y barba crecida, tomó el asiento de la muchacha y la hizo volverse con un solo
movimiento. Luego, sin más ceremonia, aferró la mano de la muchacha con la suya, tan pequeña
a comparación que la podía quebrar.
—¿Crees que no te vieron escabulléndote en mis establos, eh? —aferró la capa, bastante
grande, que la muchacha llevaba encima—¡Te llevaste mi capa! ¿Sabes lo que les pasa a las
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buterek ladronas? ¡Jagu!—dijo volteando a ver al posadero— Llama al gobernador. Esta butek
necesita aprender con sangre.
La muchacha había estado forcejeando todo ese tiempo, pero se veía al borde de sus
fuerzas. Ni siquiera trataba de defenderse; era evidente que ningún argumento convencería al
acusador. Azoth miró a Cirsus.
—Le van a cortar la mano.
Cirsus puso los ojos en blanco y miró a Azoth.
—No te voy a dar ninguna maldita daga, idiota—dijo finalmente. Se quitó la capa y
abandonó su asiento. Azoth lo siguió.
El posadero estaba ya arrastrando a la muchacha fuera de la posada cuando Cirsus se paró
en la puerta. El hombre los miró como si se hubieran materializado de pronto en la posada.
—¿Qué gocots quieres tú, extranjero?—gritó el poblador. Azoth ya se estaba
acostumbrado al lenguaje de los timateses.
—Quisiera disculparme —dijo Cirsus en un tono que no tenía nada de disculpa. Azoth
mantuvo un rostro inexpresivo y dio una mirada rápida a la muchacha: los estaba mirando con
recelo—. La señorita es mi sirvienta...
—¡Yo no sirvienta de nadie!—la voz de la muchacha tenía un timbre que parecía
imposible en su cuerpo famélico. Azoth y Cirsus se miraron sorprendidos—. ¡Ahora suélteme!
—¡Déjanos arreglar esto!—dijo Azoth
Por una vez, el posadero se veía más confundido que molesto.
—¿Es su sirvienta o no?
—¡Que yo no sirvo a nadie!—gritó la muchacha
Cirsus se interpuso entre ellos y la puerta.
—Si la sueltas ahora me olvidaré del asunto.
El hombretón se adelantó a trancos. La chica le puso la zancadilla y el posadero se dio de
bruces en el suelo. Azoth alcanzó a ver la espada de la muchacha por un instante, antes de que la
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puerta de la posada se cerrara tras ella. E inmediatamente después, pudo escuchar el golpe de los
cascos de un caballo alejándose a todo galope.
Cirsus miró a Azoth, molesto.
—Se llevó la capa.
Aunque había esperado un buen rato antes de poner a su caballo al trote, Nova aún tenía
un dilema. No podía quedarse en el pueblo, y no era posible abandonarlo.
Medianoche estaba al borde de sus fuerzas. Había cabalgado por días alimentándose de
pastos y paja, durmiendo a la intemperie. El pueblo donde se encontraban había sido el primero
en el que se habían animado a ingresar, y le sabía que no encontrarían otro hasta cinco días de
viaje después.
¿Se habrían animado a seguirla? A lo lejos escuchaba el trajín de carretas, los pasos de
los lugareños y el trote de caballos. Aún era temprano: el pueblo seguía despierto y eso le
dificultaba identificar al hombre de la posada en la multitud. Tymast no era un pueblo
especialmente pequeño, pero sí aislado, y sus pobladores seguramente se conocían entre sí de
toda la vida. Una cara nueva llamaría la atención. Si la buscaban, no sería difícil dar con ella.
Medianoche había bajado su ritmo y sus ollares despedían un vapor espeso y caliente.
Tenía que talonearlo continuamente ara mantenerlo en marcha, pero terminaría deteniéndose, y
entonces no habría forma de ponerlo a andar de nuevo. Finalmente desmontó—habían ganado
suficiente distancia para no ser vistos— y lo llevó de las riendas. El camino estaba sembrado de
casuchas y plantaciones a los lados, y decidió probar suerte. Pensó en el estofado humeante que
tuvo que dejar en su huida y maldijo que el hombre de la posada la hubiera detenido al comienzo
de su merienda. Bueno, al menos no había tenido que pagarlo.
En un pueblo pequeño como este, los cercos de madera estaban diseñados para impedir la
huida de los animales, no la entrada de personas. Solo tuvo que trepar unos pasos antes de saltar
la cerca y caer en un terreno llano, que albergaba algunas aves. Agarró una gallina del pescuezo
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y se lo retorció. El crac de sus huesos rotos fue tan fuerte en sus oídos que se preguntó por qué
los dueños de casa no salían a ver qué había pasado.
La sangre del ave ya corría por su vestido. La puso en su bolsa y cruzó la cerca de
regreso. Luego tomó un camino oscuro y abierto, alejado de las antorchas, y se cobijó bajo las
sombras.
El camino empezó a tomar una pendiente, y algunos minutos después le dio una vista
panorámica del pueblo. No era la gran cosa. Ni siquiera el lugareño más orgulloso se habría
atrevido a llamarlo llamativo. Grande, sí. Un gran espacio de tierra plana y caminos que partían y
lo atravesaban sin orden aparente, sembrado de chozas, pero también algunas casas de piedra—
esparcidas aquí y allá, casi ninguna de más de un piso de altura; sus sombras, alargadas por la
luna, se confundían con las de las montañas arenosas y algunos sauces circundantes. Aún a la luz
de la luna imperaba el tono tierra, incluso en las casas, y la vegetación, compuesta de pocos
árboles y algunos arbustos, era seca y escaza.
Al girar la calle, se encontró frente a una pequeña plaza, tal vez una especie de mirador
compuesto de tierra rodeada de piedras que le otorgaban cierta forma circular. Al otro lado de la
calle, empalado en las faldas de la montaña, había una edificación de enormes piedras y mármol
negro. No tenía más que un par de pisos, pero era ancha, oscura y pulida; destacaba como un
lunar negro en el mar de arena. La luna brillaba en sus paredes y en la pared frontal podía verse
una puerta de roble. A los costados, el bosque había dado algunos pasos hacia los caminos, y
numerosas hierbas y arbustos comenzaban a invadir el terreno. Hizo girar a Medianoche y se
dirigió a la parte trasera del edificio, que se encontraba justo en los lindes del bosque.
Había un gran invernadero allí. Amplio, largo y rectangular, taponeado con trozos de
cristal oscurecido de polvo. La enorme puerta doble de madera maciza era pesada, que gimió
bajo cuando Nova la empujó.
El aire que salía era denso, húmedo, cargado del olor del abono y las plantas. Ninguna
persona se animaría a dormir allí; la idea la tranquilizó. El lugar parecía seguro.
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Se adentró en el invernadero, con Medianoche aún de las riendas, y tanteó el pasadizo
hasta encontrar un punto donde su caballo pudiera descansar. Sin Medianoche en forma, su
medio de viaje y escape peligraba. Casi todos los cubículos estaban tomados, pero a un costado,
encontró un espacio vacío donde Medianoche podía descansar. Había agua, judías, lechugas y
calabacines. El caballo se dirigió a su rincón y se dedicó a comer y beber. Nova bebió del agua
de los regaderos —tenía un gusto amargo y estancado, pero ella estaba sedienta—. Luego tomó
montones de paja, que acumuló en una esquina, cerca de Medianoche, y se echó a buscar el
sueño. Con una sonrisa, se abrigó con la capa robada. Era algo grande, pero de piel y cuero, muy
abrigadora. Le sería muy útil en el viaje.
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Cirsus se hubiera burlado de Azoth de buena gana si hubieran podido tomar distancia
suficiente para disfrutar del lado cómico de la situación. Lo sabía en el fondo de su cabeza, pero
en este momento, lo único que importaba era poner tierra de por medio entre ellos y el pueblo.
No le gustaba quedarse en un sitio por mucho tiempo, y menos aun cuando el tiempo era
tan valioso. Tenían el tiempo justo para encontrar acero de Kriyak, y el contrato de sangre
empezaba a ponerlo nervioso. Bueno, ¿qué más podía hacer? De no haber tomado el trabajo, no
solo el, Cirsus hubiese tenido que vagar por los Nueve Reinos en busca de un trabajo
medianamente decente, que no significara la pérdida de su nombre y reputación. No. Azoth
hubiese tenido que andar con él, quien sabe por cuantas semanas, con caballos y sus inútiles
instrumentos de metal en la carreta. Las posibilidades indicaban que, tarde o temprano, habrían
tenido que dormir bajo un puente y comer el pasto de los caminos. No había tenido opción.
Ahora, además, temía haberse convertido en un centro de atención. Tras la querella de la
noche pasada, Cirsus sabía que solo era cuestión de tiempo para que algún otro campesino
llegara a buscarlo, y luego otro y otro. Detestaba esos duelos sin sentido y el hecho de que
Injusticia, con los años, se hubiera convertido en una esponja de energía. Esa era la única
desventaja del acero de Kriyak. Muchos espadachines, especialmente los novatos, no lo sentían;
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sin embargo Cirsus odiaba la sensación de torpe brutalidad y resentimiento que la espada
emanaba por días, a veces semanas, después de un duelo con un simplón como el posadero ese.
Al mirar a Injusticia notó que la punta de su hoja estaba teñida de óxido. Cirsus tomó un
extremo de su capa, limpió la hoja afilada y la envainó. Se volvió a Azoth. El muchacho se
encontraba sentado frente a la ventana, mirando la calle con gesto ceñudo.
—Buena la hicimos. Ahora dime qué hacemos hasta el amanecer, aquí encerrados como
perros.
Azoth dejó la ventana y se sentó frente a él.
—¿Crees que habrá consecuencias?
Cirsus no tenía ganas de hablar. Sonrió con burla: su arma usual para evitar las
preocupaciones.
—¿Consecuencias? ¿Qué consecuencias? ¿Una cicatriz en el pecho? ¿Una camisa rota?
Como si alguien como él tuviera camisas buenas…
Azoth seguía serio.
—Me refiero a Injusticia.
Cirsus tomó aire y se sacudió la sonrisa de la cara. Al mirar a Azoth vio que sus ojos eran
dos pozos de preocupación.
—No lo sé—admitió—. Fue sólo la punta, y el corte fue superficial.
—Pero fue justo por encima del corazón.
Cirsus asintió.
—Tenía que pasar, tarde o temprano…
Azoth asintió.
—Lo sé. Injusticia lo tenía almacenado desde hacía meses. Quería herir, y no ibas a poder
detenerla. Me sorprende que la retuvieras por tanto tiempo…
Cirsus sopesó la espada. El mango, de cuero y marfil, parecía palpitar en su mano. La
espada había probado una gota de sangre por primera vez en meses, y la energía que aun
circulaba por su hoja era salvaje, sedienta.
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—No puedes luchar así—dijo Azoth.
Cirsus tomó un pañuelo. Con movimientos circulares, frotó la punta de la espada.
—Puedo controlarla—dijo—. Además, solo faltan unas horas para el amanecer.
Dejaremos la posada antes de que salga el sol y con suerte, estaremos en el siguiente pueblo a
tiempo para almorzar.
Azoth se quitó las botas, se recostó en su cama y acomodó la almohada bajo su cabeza.
Cirsus seguía sentado frente a la mesa, y su cama estaba intacta.
—¿En qué otra parte de los Reinos podríamos encontrar acero de Kriyak?
—En ciudadelas religiosas—dijo Cirsus—. No en todas, claro. Pero podríamos buscar en
las que jugaron un rol clave en la Guerra de los Usurpadores.
—Cuáles son esas.
—No lo sé con certeza—Cirsus sacó un mapa de su bolsa y lo extendió sobre la mesa.
Azoth se levantó de la cama para mirar por encima del hombro de su maestro. Cirsus señaló un
punto en el mapa—. Aquí estamos ahora. Al sur de los Reinos, a pocos días de Lecho de Piedras.
En el fin del mundo. No hay ninguna otra ciudad al sur, hasta el límite de los Reinos.
—Pero marcaste este punto—Azoh señaló un punto el mapa, al suroeste, a varios días
del pueblo donde se hallaban.
—Es Tolión. No posee ninguna mina, pero sí un sitio en ruinas.
—He escuchado de él.
—Sí. Fue un enorme bastión mágico durante tiempos de guerra. Cuando los Usurpadores
lo tomaron, no dieron tiempo a los hijos del rayo de evacuar todas sus pertenencias. Y los
sombríos no se caracterizan por su afición a la forja. Son compradores, como tú mismo has visto
hace pocos días. Y ya sabes que el acero de Kriyak requiere transporte especial. Algo debe
quedar en los rincones del bastión.
—¿La ciudadela cuya entrada está prohibida?
Cirsus lo miró con sorna.
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—¿Qué clase de riesgo prefieres, mi estúpido pupilo? ¿Ser perseguido por los guardias de
Tolión, o las consecuencias de firmar un contrato con los magos de las sombras?
—Mmm, ¿a cuántos días está ese sitio?
Cirsus se inclinó sobre el mapa y trazó una línea con los dedos.
—Dos, cuatro… doce o trece días a más tardar. Luego podemos bajar un poco y
dirigirnos a la Montaña del Retiro. Creo que podremos encontrar algo de material en su
monasterio. Además—dijo sosteniendo su espada— Injusticia necesita un baño purificador.
Azoth pasó el dedo por el brillo inquietante de la hoja de la espada. Parecía viva, como si
una sangre helada y calculadora circulara por su filo.
—Injusticia es especialmente propensa a absorber la energía agresiva—dijo Azoth.
—Bueno, ¿qué otro tipo de energía irradia un tipo que trata de matarme?
—No te hagas el tonto. Sabes que no resulta, después de tantos años. ¿Quién me enseñó
que entre las cualidades del acero de Kriyak está la de acoplarse a su dueño? Es cierto que
absorbe la energía del resto, pero eres tú quien elige los contrincantes. Y siempre son personas
que van a matar.
—Bueno, a este no lo elegí yo. En todo caso, fue la idiota de la muchacha con quien te
quisiste pasar de galante. Eligió la peor capa. A estas alturas estaría mendigando con la mano
izquierda, de no ser porque tuvimos la insensatez de ayudarla.
Azoth abrió la boca, pero no dijo nada.
—Ya tengo sueño—dijo finalmente—. Además, me vas a despertar antes del amanecer.
Así que me voy a dormir.
Azoth se cubrió con la cobija, y unos minutos después, se quedó inmóvil en la
cama. Cirsus apoyó la espalda en la silla, sacó a Injusticia de su funda y le pasó una tela por el
mango, pensativo.
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Capítulo 6
El sendero enfrente de Nova era un surco negro rodeado de un verde oscuro. El cielo, de
un azul añil, estaba salpicado de chispas plateadas. El aire era helado, pero inmóvil. El invierno
la estaba tomando por sorpresa: debía empezar a cuidarse de la intemperie. Sin embargo, lo
primero era alejarse de ese pueblo. Siguió el sendero por varios cientos de pasos, hasta que el
camino se hizo tan estrecho que debió adentrarse en la maleza a través del verde esmeralda de
sus arbustos y árboles.
Cuando salió, se encontraba en un lado del pueblo que no había visto: decenas de casas
de piedra, no de madera y paja. El polvo del camino era de grano grueso y pesado, y tenía un
tinte rojizo. Las casas eran de piedra, no de paja. Definitivamente, esta zona del pueblo tenía
mejor aspecto.
Probablemente por lo tardío de la hora, el pueblo se encontraba desierto. No encontró ni
un solo aldeano; probablemente había aviso de helada. Al doblar una esquina, se encontró con
algunas torres de piedra, de una construcción parecida a Etrai, circular y cónica. El viento le dio
en la cara, frio y duro como un cristal.
Entonces lo vio en la torre más lejana, a varias rectas de distancia, detrás de varias torres
y árboles: fuego líquido, plateado y luminoso. El humo era gris iridiscente. La visión fue como el
mordisco de una víbora en el estómago.
Los Siete Usurpadores.
Se lanzó a la carrera. El verde era un laberinto de pintura derramada. A veces perdía de
vista el brillo del fuego y debía seguir avanzando en la oscuridad. ¿Cómo era posible que un
fuego como ese se perdiera de vista? Pero siguió avanzando, aunque las piernas, por el esfuerzo,
le ardían furiosas.
No supo cómo llegó a la torre. El fuego la rodeaba en un amplio círculo, tras lo cual se
abría en una extraña línea que la llevaba a la yarda trasera. Cuando llegó a la puerta del establo
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vio una persona dentro. Caminó más despacio, pero sabía que los magos podían irse en cualquier
momento: el fuego llama demasiado la atención.
Entonces una mano la tomó del brazo y la volteó. Y Nova se encontró de nuevo con esos
ojos negros como dos pozos, la cara de muerto, la larga cicatriz con esa luz sobrenatural y es frio
que irradiaba como un hielo.
—¿De nuevo aquí, pequeña seca? De acuerdo, tienes otra oportunidad—Telur se volteó y
tras él, Haily sangraba, atada a un poste, los ojos abiertos mirándola fijo, las pupilas llenando el
blanco de los ojos.
—¡Mamá!
—Mátanos a todos—dijo el mago—. Tú puedes. Hazlo ahora y tu madre vive. Pero luego
te quedas con nosotros. ¿Qué dices?
Nova no contestó; quería despedirse de verdad esta vez. Haily se veía desesperada, pero
había algo más: evitaba mirar a Nova a la cara. Nova trató de pasar, empujó al mago, y de
pronto, Haily cayó en el suelo, el rostro vacío y muerto.
—¡Mamá!
Su propio grito la arrancó del sueño y vio su mejilla enterrada en paja. Su hombro se
apretaba contra el suelo, y su brazo era una masa inerte que poco después empezó a doler y
pinchar. Se levantó y miró alrededor. Los rayos de sol se derramaban sobre el techo del
invernadero. Un rectángulo de hierro y paja, tan familiar y nuevo, imbuido de luz. Medianoche
estaba quieto, su sombra protectora sobre ella, sus ojos dos pozos de agua calma.
Se sentó en el suelo. Sus cabellos estaban pegados en sus sienes y sus pantorrillas estaban
agarrotadas. Estaba exhausta. El sueño no le había devuelto sus fuerzas, las había fermentado. Se
encontraba más débil que la noche anterior, y terriblemente cansada. Pero no tenía una cama a la
que volver.
Sabía que la visión de Haily regresaría como la marea, pero no podía lidiar con eso ahora.
Mejor sentirse una muerta en vida que recordar de nuevo. Recordó que en su niñez, Haily le
había contado historias de hijos de las sombras antiguos, cuyo poder superaba al de cualquier
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sombrío de hoy, capaces de tomar cuerpos de víctimas heridas o mentalmente inestables, hasta el
punto de que el ansia de muerte se adueñaba de ellas. Muchas de las personas poseídas habían
declarado sentir que una voz les hablaba desde la sangre y que casi podían sentir su espíritu
pujando por huir del cuerpo. Decían que, en sueños, esa voz les impulsaba a golpearse. Ahora
entendía la historia.
Sabía que, de poder hablar con ella una vez más, Haily le rogaría que se mantuviese
alejada de los Usurpadores. Telur, Morgan, Demien, Groko, Kritze, Iturit y Nistrel habían
desatado una guerra contra los hijos del rayo y los Nueve Reinos, y habían sobrevivido para
atacar una vez más. ¿Qué oportunidades tenía una profana como ella de acabar con ellos?
Tumbada sobre la tierra seca, se sintió como una brisa en medio de una tormenta.
Minúscula e impotente. No tenía más oportunidades que cualquier profano contra los
Usurpadores. Su mejor oportunidad de sobrevivencia era cavar un hueco y enterrarse en él,
establecerse en el pueblo más recóndito de los Nueve Reinos, alejada de los recuerdos de la
guerra, de los hijos del trueno, incluso de los hijos del rayo. Tal vez empezar un negocio de venta
de carnes, casarse con un granjero honrado, tener ocho o nueve hijos, como hacían los profanos,
y pasar el resto de su vida sabiendo exactamente lo que cada día depararía.
Pero la idea le quemaba la boca del estómago como si albergase una piedra ardiendo por
el sol del verano. Dejar a Haily enterrada y olvidada, a los Usurpadores vagando libres por el
reino, el recuerdo de su madre encarnando sus pesadillas, iba a convertir su vida en un arrastrarse
hacia la muerte. No era posible que hubiese una manera de destruir a los Usurpadores, y sin
embargo, era la única opción para ella. Así que a eso se resumía su futuro.
Se puso en pie. Había asuntos más urgentes que tratar. El hambre era desesperante y para
salir a explorar debía dejar a su caballo en algún lugar, lejos del invernadero, donde era muy
posible que lo vieran. Tomó a Medianoche de las riendas y lo guio hasta las profundidades de un
bosquecillo de juncos. Acumuló pasto y gras en torno a un árbol y lo ató alrededor de su tronco.
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Atravesar el bosquecillo no era la parte difícil, sino reingresar al pueblo, ya despierto, los
campos poblados y los negocios abiertos. Compuso su mejor rostro sereno, se envolvió en la
capa, irguió la espalda y salió del bosquecillo para mezclarse en la multitud.
Aunque el aire era frío, la primera nevada no había golpeado el pueblo aun, por lo que
había mucha actividad; probablemente estaban acumulando la mayor cantidad de comestibles
hasta el último momento, con las ganancias del día. La calle principal, asfaltada de piedra y
arcilla, estaba poblada de negocios abiertos y vendedores ambulantes en puestos de madera y
junquillo, en los que se extendían telas de seda y lino, panes de distintos tonos, olores y texturas,
dulces de frutas y leche olorosa; había carnes de diversas formas y colores, desde el blanco
pálido al rojo intenso, pasando por el marrón achocolatado. Y luego, en la entrada de un
pasadizo, vio una pequeña puerta vierta, con un letrero, “LIBROS”.
El pasaje olía a agua estancada y carbón, y se dejó llevar por una luz hasta una pequeña
habitación. Las paredes de piedra exhalaban humedad, posiblemente por la filtración de las
numerosas noches de lluvias que habían soportado, y los libros olían a moho. El aire estaba
enrarecido por el humo, el agua y la tierra del suelo. Si la vejez tenía un olor, era ese.
—¿Dujuan diju taitz? —dijo una voz a su espalda.
Nova se volvió con un gesto. Frente a ella estaba un muchacho de unos trece años,
vestido con pantalones de lino y una camisa crema. En sus brazos llevaba una pila de libros y en
su rostro, una mirada de desconfianza.
—Nutu di Eget…—explicó Nova, con las pocas palabras que sabía de la lengua del
noreste.
—Oh, no es de aquí. ¿Entonces, vas a comprar algo o…?
—Un mapa—dijo Nova.
El muchacho se dirigió a las repisas.
—Plegable, ¿verdad? ¿Con puestos de comida, postas, señalamientos y horas de peligro
para damas?
—Sí. Necesito el mapa y ropa.
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El muchacho se dirigió a los estantes y trepó por una escalerilla. De ella sacó un
pergamino doblado que le alargó.
—Son ocho hujers…cobres. Nueve puestos abajo hay un puesto de ropa usada. Es ropa
barata y podrá componerse con ella por un tiempo.
—¿Hay algún puesto de comida por aquí?
El muchacho la miró con curiosidad.
—No hay muchos después de las fiestas.
Nova le extendió el dinero, se ciñó la capa al cuerpo y se bajó la capucha antes de
abandonar el lugar.
Azoth no había dormido más que unas pocas horas cuando Cirsus lo despertó.
—¡Vamos! Tenemos que estar en la capilla al amanecer.
Por un momento, pensó en aventarle la almohada a Cirsus; después de todo, no pasaría
nada si dormían unas horas más. Pero luego pensó en su sangre en ese contrato, en las escazas
posibilidades de encontrar el acero de Kriyak en los Nueve Reinos, y en la pelea que estuvieran a
punto de desatar por una desconocida. De acuerdo, el sueño podía esperar.
Cuando bajó al comedor, Cirsus ya estaba allí. Tenía los ojos semicerrados y vidriosos.
Comieron en silencio y con rapidez el desayuno de leche agria y pan frío, y tras montar sus
caballos, se dirigieron a la capilla, aun en la oscuridad.
El edificio era simple, hecho de rocas lisas superpuestas, pero majestuoso debido a su
altura y las montañas que lo rodeaban. A Azoth siempre le había gustado el monasterio del Dios
de la Llamarada, cuya la antorcha principal estaba permanentemente encendida en la entrada al
otro lado del puente. La niebla de las montañas envolvía el edificio, otorgándole un aspecto casi
irreal.
Cirsus desmontó a Impetuoso y lo llevó de las riendas por el puente. Azoth lo siguió con
Acero.
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El puente, largo y elaborado con tablones de madera superpuestos, crujía y chirriaba bajo
el peso de los jinetes y sus caballos. Cirsus y Azoth avanzaron midiendo sus pasos hasta llegar a
un portón con rejas de hierro. Cirsus se adelantó y aporreó con el puño. En el silencio del
amanecer, sus golpes resonaron por el puente y la montaña, pero el monasterio permaneció
silencioso, aparentemente sordo a la vida y ruido exterior.
Luego, muy despacio, la puerta empezó a abrirse hasta quedar entornada. A Azoth, por
un momento, le pareció que se había abierto sola: detrás de la puerta solo había oscuridad. Pero
luego notó un rostro pálido encapuchado, y una larga toga negra.
—Benditos los que apareen bajo el fuego del día. La entrada a la capilla es por la puerta
de atrás. Si desean usar la biblioteca…
—No es una visita turística, señor—dijo Cirsus—. Necesito ver al maestro Riager. Dígale
que Cirsus, de Lecho de Piedras, está aquí.
El encapuchado, un hombre de unos veinticinco años, de grande ojos negros y nariz
aguileña, miró a Cirsus y luego asintió.
—Trasmitiré su mensaje—abrió la puerta, que soltó un chirrido—. Pero aquí hace frío.
Por favor síganme.
Cirsus y Azoth ataron sus caballos al poste allí dispuesto e ingresaron al monasterio, cuya
entrada era un estrecho túnel de piedra. Las paredes, de roca oscura, estaban iluminadas por
cientos de antorchas enclavadas en sus fisuras, que a su vez formaban miles de sombras y le
daban un relieve que, a pesar de su belleza, resultaba inquietante.
El túnel desembocaba en un amplio patio, también de piedra y a su vez iluminado por
cientos de antorchas —el Dios de la Llamarada no permitía la presencia de oscuridad en toda la
torre—. En su centro había una gran fuente de agua y en el centro de la fuente, tallado en piedra,
la estatua del Dios de la Llamarada: un hombre de cuerpo delgado y musculoso, el rostro
inclinado y la mirada distante, con una llama en una mano y una jarra en la otra; simbolizaba la
sabiduría para segregar el fuego y la impetuosidad.
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El sirviente no intentó hacer de guía y siguió de largo hasta una sala, siempre de piedra,
pero con muebles de madera y lino. En su centro había una mesita con jarras llenas de líquidos
de distintos colores y a lo alto, un enorme candelabro colgante con un extraño fuego líquido
ardiendo y bullendo como lava.
—Iré a darle su recado al maestro.
Cirsus se sentó y sirvió una copa de un líquido rojo oscuro que bebió a lentos sorbos.
—Ya me decía yo que Cirsus solo podía darse el trabajo de venir hasta aquí para pedirme
algo.
Azoth se levantó. Friager le llevaba media cabeza a Cirsus, que en general destacaba
entre las multitudes, y sus tupidas cejas negras le daban un aire vigoroso y altivo a la vez. En su
cabello negro solo destacaban algunas canas rebeles. Sobre su pantalón de tela gruesa y camisa
de lino llevaba una túnica abierta, de cuero envejecido, que le daba un aire bélico. No era lo que
Azoth había imaginado. Cirsus se acercó al maestro y se inclinó.
—Riager, vengo en circunstancias apremiantes, pero ahora recuerdo el gusto de verlo.
Riager sonrió a Cirsus y se sentó frente a él.
—Siempre es un gusto verte Cirsus. Más aún si es en un momento en que puedo serte de
ayuda y pagar mi deuda. A ti y a tu joven amigo.
—Este bicho ha aceptado trabajar para mí con un sueldo irrisorio, no se mete demasiado
en mis asuntos y es razonablemente soportable para convivir. Así que lo contraté como asistente.
Raegen sonrió a Azoth.
—No te quedes demasiado tiempo, o le terminarás debiendo más de lo que te paga—se
sentó al lado de Cirsus—. Infortunadamente, como no sabía que tendría el placer de su visita,
tengo algunos compromisos antes del desayuno. Si no es urgente, pueden descansar y comer. En
la tarde...
—Me temo es que urgente.
—Entonces mejor dime lo que necesitas—dijo Riaget mientras les servía vino.
—Tengo un contrato para hacer tres espadas de acero de Kriyak.
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Riager abrió los ojos de sorpresa.
—¿Tres? No sabía que había necesidad de espadas, aunque es cierto que la violencia en
los caminos se ha incrementado...
—Tú sabes que solo me dedico a lo mío y no hago preguntas. En mi oficio es la ley.
Especialmente desde aquella vez...
—Oh sí. Pero era la guerra, Cir. Eras un chiquillo.
Azoth sabía de los negocios que Cirsus había tenido en la guerra. Había elaborado
espadas para el bando real y para los soldados sombríos. Ninguno de los soldados era mago, sino
mortales, y pensó que con ello estaba seguro. No contó con que los magos guerreros del rey
sitiarían la ciudad...
—Aprendí mi lección, Riager. Lo que suceda con las espadas después de entregadas no
es mi responsabilidad. Pero lo son hasta la fecha de entrega. Dime, ¿puedes ayudarme?
Riagen negó con la cabeza.
—En este monasterio no almacenamos metales de guerra.
Cirsus se frotó los ojos cerrados.
—Pero sí sé dónde pueden encontrar suficiente para tu encargo. Quizá incluso más.
—¿Dónde?
—En las ruinas de la ciudad de Higoj.
—Pero… ¡si ha sido saqueada cien veces desde la guerra!—dijo Azoth.
—Sí, pero solo lo que se puede mover. Sus edificios permanecen intactos, al menos en lo
que a sus muros y techos se refiere. La catedral de Higoj está elaborada completamente base de
acero de Kriyak. Van a tener que descender a sus catacumbas y cavar un poco para poder verlo.
—Parece suficiente para tres espadas—dijo Azoth, esperanzado.
—Es suficiente para tres ejércitos, muchacho—dijo Riagen sonriendo—. El problema
será romperlo.
Cirsus se puso en pie.
—Veremos eso cuando lo encontremos. Gracias, amigo mío.
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—Por supuesto, Cir. ¿Te quedarás a cenar?
—Ojala pudiera. Tengo un contrato de sangre a mi espalda y el tiempo se agota. La cena
tendrá que esperar.
Riager se puso en pie.
—Entonces no los detengo. Escríbeme si te queda acero de Kriyak. No me haría mal
comprar otra espada.
—Hasta luego, Riager.
Al abrir las puertas del monasterio, Azoth vio que el sol era aún una luna amarillenta, sin
calor, suspendida sobre Timasto. Azoth montó a Acero con pesadez y trotó junto a Cirsus, que
iba sobre un desganado Impetuoso.
—Esta ruta no está tan mal—dijo Cirsus—. Sólo debemos seguir el río por trece días, nos
adentramos dos días en el desierto, y llegaremos a Higot.
—¿Cuántos recipientes de agua tenemos?
—Seis bolsas de cuero. Si las racionamos, nos puede durar todo el viaje—tiró de las
bridas de Impetuoso—. Mejor apura a Acero. Tenemos prisa.
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Capítulo 7
Cuando Nova salió de la tienda, las calles aun albergaban movimiento y murmullos, pero
el viento había aumentado hasta sacar un filo frío. Las sombras se habían alargado y las paredes
de las calles, de barro y arcilla, se teñían de negro. Al otro lado del cielo se asomaba un azul
violáceo y una única estrella se perfilaba en lo más bajo del horizonte. Pronto anochecería. En
tierras montañosas como aquella, la noche se cerraba sobre ellos como un manto de granizo.
Se abrió paso entre la multitud y pasó por delante de varias mesas apiladas, llenas de
cuencos y vasos de cerámica, un portón de cuyo enorme agujero surgían voces y aclamaciones:
un bar ya abierto, recogiendo los últimos bebedores antes de que el frío los mandase a sus casas.
Pasó por un puesto ya casi vacío, cuyo dueño ya había empezado a recolectar los
alimentos, y compró un pedazo de pan espeso, lleno de frutas y fibra. En la esquina, un gran
puesto abarrotado de telas y piezas de ropa cuyos remiendos y color, algo desusados, dejaba de
ver que eran de segunda mano. La dueña, una mujer anodina y encorvada, se entretenía
hablando con las clientas y ayudándolas a encontrar el mejor vestido.
Se detuvo en el puesto y empezó a ojear la ropa: camisas campesinas de lana y algodón,
botas que le bailarían en los pies y pantalones de piel que necesitarían ser atadas a su cintura para
no caérsele. Se miró en el espejo: un rostro anguloso, de grandes ojos negros, largo pelo
enmarañado y una piel marfileña que anunciaba a gritos que no trabajaba en los campos; sus
manos eran pequeñas, torpes, sin pecas. Los callos eran nuevos, abiertos después de días a la
espalda de Medianoche, y su pequeño talle denunciaba que no estaba hecha para el trabajo de
campo en un pueblo rodeado por sembríos y cultivos, caballerizas y establos.
Buscó entre a ropa de muchacho y encontró una capa de cuero y piel que aunque algo
ancha, le sentaba mejor que la capa del hombre de la taberna. También había un par de botas.
Los pantalones y la camisa eran masculinos, pero pequeños, y los podría ocultar bajo la capa. Y
cuando pensó que no encontraría nada más, vio en un rincón, bajo varios vestidos holgados, uno
bastante viejo, pero estrecho y de tela gruesa, que además costaba un par de cobres. Antes de irse
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se acordó de que no tenía dónde meter su ropa nueva ni ninguna de sus escasas posesiones, y
encontró una bolsa de cuero envejecido que cruzaba su torso y llegaba a sus caderas.
Al salir, con la capa a sus hombros y los pantalones bajo el vestido, el viento parecía
soplar más suave. El pan de su bolsa estaba aún tibio y escuchaba el tintinear de algunas
monedas en su bolso, suficientes para comer por unos días. Se encontraba en un extremo del
pueblo, cara al camino norte, que llevaba directamente a Lecho de Piedras. Nunca había estado
allí —en realidad, nunca se había alejado más de un día a caballo de Etrai—, pero las historias de
su madre la distinguían en su mente: un enorme masa de ladrillo y barro junto a un hondo
camino de rocas y piedras blancas y redondas, talladas por el antiguo paso del agua, que
circundaba la ciudad como una enorme serpiente. En las noches de festival, multitudes como
hormigas bajo mil antorchas fulgurantes, rostros enmascarados y el olor del estofado y vino
nuevo. Una ciudad de monasterios, iglesias, bibliotecas y posadas en los que incluso una mujer
joven podía trabajar por un tiempo, hasta al menos la llegada de la primavera…
Dio media vuelta y se dirigió hacia la plaza para recoger a Medianoche. Las calles más
allá de la avenida principal perdían su luz, probablemente por la necesidad de acostarse para
trabajar hasta el último día posible. Algunas antorchas brindaban cierta luz a la calle, pero Nova
se encontraba con frecuencia en la oscuridad antes de alcanzar la siguiente. El viento había
dejado de soplar, y las voces de los comerciantes que quedaban en las calles se alejaban más y
más.
La calle desembocó en la plaza, que estaba a oscuras: ni siquiera la luna se había
asomado aun. Las ventanas de las casas estaban corridas, pero tal vez eso fuera mejor. Ya se
había quedado demasiado en ese pueblo, y la suerte nunca había sido un aliado fiel para ella.
Caminó sin hacer ruido hacia la construcción que escondía el bosque y se abrió paso entre los
arbustos. Pensó en Medianoche y su pelaje macizo como roca fundida, y se preguntó si podría
perderse. Pero el sendero seguía allí y cuando se acabó abruptamente pudo escuchar los relinchos
impacientes de su caballo.
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Al escuchar los pasos de su dueña, el equino pateó el suelo con los cascos y sacudió las
crines.
—Shhhhh, hola muchacho…
Nova se acercó a Medianoche y acarició sus crines, pero el caballo estaba aún muy
nervioso. Los músculos de su cuello temblaban bajo su mano y no dejaba de patear.
—Shhh, chico, tranquilo….
Una garra de hierro se cerró en torno a su cuello y la levantó en el aire. Nova forcejeó
para abrir el candado de su cuello y sintió unos dedos gruesos y fuertes como madera vieja.
—Ahora sí te tengo, pequeña puta —dijo una voz ronca en su oído—. Pensaste que me
había olvidado de ti, ¿verdad?
La mano la empujó contra el tronco del árbol en el que atara a Medianoche. El dolor en
su espalda se sintió como un azote con una gran hoja de barro.
—Muserta, la encontraste —dijo una segunda voz.
La mano que aferraba su cuello abrió su agarre, y Nova pudo respirar un hilo de aire. A
pesar de ello, la fuerza del agarre de Muserta no aflojó. Las manos de Nova trataban de abrir las
de su agresor, pero era como tratar de romper el hierro.
—Quédate quieta, estúpida, o te rompo el cuello—dijo el posadero—. Vamos a
divertirnos un poco por aquí. Encontraste un lugar perfecto para que nadie nos moleste.
El otro hombre, alto como una puerta, se había apoyado en la puerta y parecía satisfecho
como testigo, al menos de momento.
Muserta tomó la bolsa de Nova, revolvió sus cosas y sacó una amplia capa de cuero
marrón.
—Vas a pagar esta capa con sangre, puta. Y con todo lo que tienes. Proko, revísalo—le
lanzó la bolsa a su cómplice y las monedas de Nova, las que le darían aun algunos días de
comida, cayeron a las manos del hombre.
—Esta puta no tiene nada, Muserta. Migajas y peniques, eso es todo…
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—Tiene algo más—dijo Muserta. Se acercó a Nova. En su cuello rojizo, húmedo de
sudor y tierra, palpitaba una vena. Su piel olía a óxido y barro y en su aliento, justo por encima
de su nariz, se despedían vestigios de leche de mansola. Podía clavarle las unas en la cara o
morderle los dedos, y Muserta no lo sentiría más que el manotazo de un bebé. Su estómago se
volvió un nido de serpientes. Medianoche relinchaba y golpeaba el suelo con los cascos,
frenético.
Muserta apretó el agarre en su cuello y la tiró en el suelo de un solo movimiento, sin
soltarla. El suelo golpeó sus pulmones y el aire la abandonó bruscamente. Empezó a jadear en el
suelo, en un intento desesperado de respirar.
—Ahora pequeña idiota, vas a quedarte muy quieta —escuchó que Muserta le decía. En
la oscuridad, los ojos del hombre tenían un brillo aceitoso. Vellos negros y largos se escapaban
de su camisa de lana vieja, sobre su pecho. Nova trató de patear, pero Muserta estaba ya entre
sus piernas y le volteó la cara de un manotazo.
—Te dije que te quedaras quieta. Si resistes va a ser peor. Te voy a romper cada parte que
trate de luchar, ¿entiendes? Ya estás advertida. Relájate —agregó con una sonrisa burlona—.
Vas a ver que te va a gustar.
—Hey Muserta —dijo su compañero, un hombre bajo y flaco como un sauce— ¿Te vas a
quedar hablando o te vas a apurar? Recuerda que luego viene mi turno.
Muserta levantó el vestido de Nova de un solo movimiento. Nova sintió un cuerpo sobre
ella, un peso abrupto y doloroso en las caderas, los músculos de las ingles forzados. En la
oscuridad, el sonido de la tela desgarrándose era ensordecedor. Aunque Muserta ya no sujetaba
su cuello, sentía que se ahogaba. Unas manos le desgarraron la tela. La mano de Nova se dirigió
al cuello de Muserta y logró rozarlo. Sintió como si un hilo se soltara y rompiera en la piel de su
atacante...
Un líquido tibio y oscuro empezó a gotear sobre su rostro y pecho. El agarre de Muserta
se aflojó. Frente a ella, el rostro que hacía un instante reflejara rabia y lujuria se había tornado
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lívido, y sus ojos negros la miraron por un instante con furioso asombro, antes de perder la
mirada y quedar vacíos.
Muserta cayó sobre Nova y su cuerpo empezó a retorcerse, ansioso por aire y vida. Su
peso la ahogaba y la sangre —que ya manaba como el vino de una botella— le mojaba la cara.
—¿Muserta…?—su cómplice se acercó con cautela. Nova trató desesperadamente de
zafarse del cuerpo, aun en convulsiones, de su agresor. Muserta se ahogaba en su propia sangre y
se llevó las manos al cuello. Sus últimos intentos eran débiles y de su boca salía sólo un sonido
ahogado, el atisbo de una respiración.
—¿Muserta?—la voz del otro hombre ya sonaba inquieta. Nova se sacudió el cuerpo de
Muserta, que cayó boca arriba a su lado, ya casi sin movimiento, y se quedó en el suelo, boca
arriba, jadeando desesperada. Arriba, distante y fría en el oscuro cielo añil, se asomaba por fin la
luna: un cuarto creciente rojizo, como una sonrisa sangrienta.
Se incorporó. Frente a ella, el hombre que quedaba con vida se acercaba a ver lo que
pasaba con Muserta. Pero Nova no se movió. Podía escuchar la respiración agitada del hombre
en el bosque, silencioso excepto por el roce de las ultimas hojas del otoño y acallados ya los
relinchos de Medianoche, estático en un rincón. Aunque aún quedaba un atacante, se sentía
extraña, desconectada de todo sentimiento y sensación: no tenía frío, ni dolor, ni sentía
culpabilidad… ni miedo.
La luz de la luna iluminaba el cuerpo, ya inerte, de Muserta. Su rostro tenía una mueca de
sorpresa y odio. El hombre miró a Nova sin gritar, y Nova lo observó con atención: las cicatrices
en el rostro, una nariz torcida a la izquierda, labios tan finos que casi se borraban en su boca, ojos
pequeños y negros… dominados por el terror.
—Ahora ¿Vas a reclamar tu turno?
El hombre retrocedió con la boca abierta: parecía que estaba a punto de gritar, pero nada
salió de su boca. Sus ojos eran dos pozos de terror. Cuando llegó al límite del claro desapareció
entre los arbustos y Nova pudo escuchar sus pasos frenéticos alejándose cada vez más, a
trompicones, hasta que se el ruido desapareció.
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Se incorporó apoyándose en un árbol y volteó a mirar el cuerpo de su atacante: Muserta
estaba en el suelo, su cuello manaba sangre de una herida larga, precisa; su enorme cuerpo
flácido inerte e inmóvil, sus ojos invadidos de telarañas rojas y la boca abierta, como si aún
buscara aire. Su cuello y pecho estaban empapados y bajo su cuerpo había un charco negro.
Nova se llevó la mano a la boca y al hacerlo, vio que estaba húmeda. Bajó la vista a su vestido:
su pecho estaba empapado de un líquido caliente, oscuro, que goteaba por sus muslos.
Sus piernas empezaron a correr. Lo arbustos arañaban sus brazos y rostro. A lo lejos, muy
atrás, escuchaba los cascos de Medianoche. El suelo parecía succionar sus pasos, enterrando
piedras través de la suela de sus botas. El dolor punzante en sus pantorrillas y muslos se sentía
lejos y su respiración parecía haberse trasladado a sus tímpanos.
El bosque a su alrededor se entremezcló como pintura derramada, y luego se oscureció.
El dolor la volvió a tomar y la arrancó de la oscuridad con un grito.
—No intentes incorporarte aún —dijo una voz grave y lejana, pero familiar. Nova se
llevó una mano a la frente.
—Esto arde un poco, pero es mejor que lo soportes y no te levantes. La infección sigue
en tu organismo y la fiebre aún no cede.
—¿Cirsus?— movida por la sorpresa, Nova trató de incorporarse, pero el joven la tomó
de los hombros y la obligó a mantenerse echada.
—Ahora sí reaccionó— dijo una segunda voz.
A la luz de la penumbra, vio que frente a ella estaban los dos muchachos que conociera
en la posada: el rostro grave, adusto de Cirsus, y bajo sus cabellos, siempre despeinados, unos
intensos ojos oliváceos. Conformaba un contraste sutil con su ayudante, de rostro siempre
amable, piel clara y ojos grandes y oscuros, que le brindaban una belleza más abierta, pero
también más evidente. Luego miró a su alrededor: se encontraba en una habitación pequeña, de
paredes oscuras, cuya única y pequeña ventana, insuficiente para iluminarla por completo, estaba
tapada con cortinas.
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—Si quieres hablar, no me opongo, aunque tampoco estoy loco de impaciencia por
escucharte —dijo Cirsus—. Pero quiero que te quedes quieta mientras te limpio las heridas. Y
permanecerás en la cama hasta que yo lo diga.
Cirsus se arrodilló junto a la cabecera de la cama con un ungüento de aspecto pastoso en
las manos.
—¿Cómo te sientes? — dijo Azoth.
—Bien, pero ¿qué hacen ustedes aquí? Tú...—estuvo a punto de incorporarse
nuevamente, pero Cirsus le lanzó una mirada que la hizo pensar que, o estaba decidido a curarla,
o en todo caso a matarla allí mismo.
—Estas en nuestra casa, en Lecho de Piedras. Te encontramos en el camino y te trajimos
aquí. Llevas tres días en cama, ardiendo en fiebre. Ya empezabas a preocuparnos.
Nova miró a Cirsus; el joven limpiaba su rostro mecánicamente con paños fríos. Su rostro
era sereno, incluso ceñudo, y por algún motivo, no se lo pudo imaginar mordiéndose las uñas de
preocupación.
—Bueno, me siento mucho mejor—sin proponérselo, su voz había tenido un tono de
suficiencia ¿por qué se sentía molesta?
—Tu cuerpo ya se está limpiando —dijo Cirsus—. Sufriste una crisis, ayudada por tus
heridas y la falta de alimentos, Pero aunque la peor parte ya pasó, todavía no te recuperas. Toma,
bebe esto. Te va a limpiar la sangre.
Cirsus le alcanzó un cuenco. El líquido sabía amargo y la distrajo por un momento, pero
no lo suficiente para no captar la mirada que Cirsus y Azoth intercambiaron. ¿Había algo que no
le decían?
—¿Qué pasó entonces?
Cirsus la miró muy serio.
—Azoth, trae un poco de comida.
Azoth salió con rapidez, casi tropezándose con la silla. Cirsus jaló una banca junto a la
cabecera de la cama y se sentó muy cerca. Cuando habló, lo hizo en voz baja.
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—El hombre al que robaste la capa te encontró. Muserta.
Nova se sintió tomada por sorpresa. Pero ¿había algo más estúpido que negarlo?
—Sí, me encontró en las afueras del pueblo. Con otro hombre.
Cirsus la miró a la cara: sus ojos estaban terriblemente serios.
—Intentaron violarte.
La frase era demasiado directa. Pero Cirsus no parecía interesado en su respuesta.
—Proko, el hombre que iba con él, era parte de los guardianes grises, y no es la primera
vez que lo intentan—siguió—. Es usual que las muchachas que cometen cualquier falta menor
queden a sus expensas, pero lo que no es normal es que sean ellas quienes terminen victimando a
sus agresores.
—¿Victimando?
Cirsus asintió.
—Pero cometiste un error, el peor error que puede permitirse un fugitivo. Dejaste a Proko
vivo.
Nova respondió en un impulso.
—No soy una asesina.
—Oh, eso es evidente. Al menos no una con experiencia. No habrías dejado testigos si lo
fueras. Sin embargo la escena que dejaste fue limpia, como si hubieras actuado con conocimiento
y rapidez, o eso dicen. Rasgos de un asesino innato.
Era como si hablasen de una extraña. Nova sacudió la cabeza con frustración.
—No sé qué pasó. Ni siquiera estoy segura de cómo escapé.
Cirsus reflexionó un instante.
—Te voy a decir lo que sé, y necesito que me digas si tus recuerdos coinciden.
—De acuerdo.
Él se acomodó en la banca, pero sin alejarse de Nova.
—El hombre que quedó vivo se llama Proko, y además de compañero de Muserta, era su
cómplice. No conozco a Proko, pero tengo entendido que lleva más de veinte años en la guardia.
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Se le ha acusado de torturar a los prisioneros y por supuesto, de violar a las cautivas, pero no se
han hallado pruebas y en realidad, nadie se ha molestado en investigar demasiado
—Él es que me sujetaba: escuché que el otro hombre lo llamaba así.
—Y ahora es el que te acusa. Dice que ellos te estaban tomando uno por cada brazo para
llevarte ante la justicia, y que de pronto, de alguna manera, mataste Muserta…
Nova sintió que el aire se congelaba a su alrededor No había pensado en ello
directamente, pues hasta entonces había desplazado el recuerdo como una pesadilla. Sin
embargo, al evocar el momento, era terriblemente real, tan real como el dolor en sus piernas y el
ardor en su frente.
—¿Me están buscando? —dijo en voz baja.
—En este pueblo, y el siguiente, y en todo el valle.
—Me estaba defendiendo.
—Todo el mundo sabe que Muserta y Proko son dos parásitos del pueblo, y créeme, a
nadie le importaría dejar de ver para siempre a cualquiera de ellos—dijo Cirsus suavemente—.
Pero esto ya no se trata sólo de la muerte de idiota en el pueblo. Nadie puede entender cómo es
que una chica sola pudo atacar a dos guardias armados, matar a uno y escapar sin que el otro
pudiera impedírselo. La herida parece hecha con una navaja, y Proko dice que tenías una, pero
yo lo dudo: estaba demasiado asustado, y el corte es demasiado limpio para ser hecho por
alguien con tu fuerza—dijo Cirsus. Pero no se molestó en preguntarle qué había pasado —.
Además, nuestra ayuda empeoró tu imagen: Azoth y yo logramos evitar los caminos y traerte al
pueblo sin que nadie lo notara.
—¿Qué dicen entonces?
—Piensan que eres peligrosa. Te tienen miedo. Además, quedaron muchos testigos del
robo de la capa, no sólo guardias grises.
Nova se mordió el labio.
—Ese guardia gris, Proko… ¿viene a menudo por aquí?
—A menudo, no. A lo más, cada quince periodos.
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—Entonces lo mejor sería irme de una vez, antes de que regrese.
Cirsus sacudió la cabeza.
—No es mala idea, pero una muchacha sobre un caballo como el tuyo…
Nova se incorporó de pronto.
—¡Medianoche! ¿Qué pasó con él?
—Está en la caballeriza. Está bien. Está descansando.
Nova se echó de nuevo en la cama, mareada.
—No tardará mucho en poder andar de nuevo. No te preocupes, me iré lo antes posible.
Cirsus le restó importancia al comentario con un gesto de mano.
—Ahora escucha. Azoth y yo tenemos que salir de viaje en estos días. Estoy trabajando
en una espada y apenas la mezcla esté lista para descansar, nos vamos. Tenemos una carreta en la
que te escondimos, podemos usarla otra vez. Podemos teñir las crines y cola de tu caballo, y
puede ir con nosotros. En unos días estarías fuera del alcance el pueblo.
—¿Por qué me ayudas? ¿Qué quieres de mí?
—Bueno, digamos que me debes un favor —dijo Cirsus—. Algún día te pediré que me lo
devuelvas.
Aquello no sonaba del todo bien. Deberle un favor a un desconocido, un favor grande, a
quien le salvara la vida, la incomodaba. Pero aunque hubiera tenido opción, ¿qué le hubiera
quedado? ¿Quedarse en el bosque desangrándose o ser apresada por el pueblo?
—Me parece justo.
Cirsus se levantó.
—Ahora lo mejor es que duermas y comas todo lo posible—dijo—. Voy a mandar a
Azoth con algo caliente. Luego descansa. Tienes que recuperarte para estar fuerte para viajar.
Ah, y no abras la puerta a nadie.
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Capítulo 8
En Lecho de Piedras medianoche no podía nunca considerarse noche cerrada. En Etrai y
sus alrededores, las calles se paralizaban a la puesta de sol, pero en la ciudad, siempre había
cierto movimiento: los comerciantes utilizaban las horas nocturnas para trasladar mercancías o
acomodar sus negocios. Cirsus le había dicho a Nova que para ellos era una ventaja que les
permitiría andar a sus anchas a cualquier hora. Que había cosas más importantes para los
guardias azules que perseguir adictos de la mansola, cuya piel de subtono púrpura era demasiado
evidente en horas diurnas. “Cuando los sombríos se encaraman en las esquinas, lo mejor es
escondernos nosotros también”.
Los muchachos iban en una carreta tirada por Acero e Impetuoso, con Nova al lado sobre
Medianoche. En la carreta llevaban toda clase de utensilios que, según explicaron, servirían para
separar el acero de Kriyak de la base donde se encontraba.
El cielo era una masa de humo mortecino sobre un manto de marfil mal tendido, con
débiles dunas y praderas apáticas, recortado, de vez en cuando, por algún árbol escuálido. Nova
había esperado un viaje emocionante, pero se llevó una decepción. Tras unas horas de camino,
Cirsus había encontrado el río que en otros tiempos llegaba a Lecho de Piedras, y una vez allí,
mantuvo los caballos en su margen derecha, en dirección noreste. Higot, la ciudad abandonada a
la que se dirigían, se encontraba a nueve días a caballo río arriba. La carreta no tenía la agilidad o
velocidad de los caballos, por lo que Nova debía constantemente de tirar las riendas de
Medianoche, que una vez recuperado, espumeaba de impaciencia y sacudía las crines, deseoso de
lanzarse a la carrera.
En la primera noche, tras dejar los caballos en un claro junto al río, los tres se sentaron
junto al fuego y cocinaron dos piezas de carne de cordero que los herreros habían llevado.
Durarían dos días, y luego comerían papas, zanahorias y pan, que duraban más a la intemperie.
Se sentaron frente al fuego y Nova, aun algo débil por la enfermedad, tomó su carne de cordero;
al morderla, los jugos que inundaron su boca le parecieron un manjar del mismo cielo. Suspiró
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de placer: era la primera vez en semanas que tenía alimento seguro y que se sentía lo
suficientemente a salvo como para dormir sin sobresaltos. Aunque al principio la idea de confiar
en aquellos dos desconocidos la había incomodado, debía aceptar que la compañía humana y un
fuego chispeante no estaban tan mal.
—Mañana partimos al amanecer—Cirsus abrió el mapa—. Una vez en la ciudad, tenemos
medio día para romper el acero, y de allí volvemos a casa. Nos quedan diecisiete días para
empezar a forjar las espadas, ni una noche más.
—¿Que sucede si no tienes las espadas a tiempo?—dijo Nova.
Cirsus y Azoth intercambiaron una mirada nerviosa. No era del estilo de Cirsus, y el
detalle inquietó a Nova.
—Son clientes importantes—dijo Azoth—. Poderosos. No nos vendría bien quedar mal
frente a ellos.
—Pero, ¿quiénes son?
—Soldados veteranos, podríamos decir—dijo Cirsus con la vista en el fuego—. Hablando
de eso, mejor me pongo a practicar. ¿Vienes, Az?
—Oh, no. No voy a gastar un paso de energía más de lo necesario. No hasta el final del
viaje. —Azoth se volteó a mirar a Nova— ¿Qué tal si practicas con la fugitiva?
—¿Qué?—Nova casi se cae de espaldas.
—Vamos, Nova. Así lo entretienes mientras yo duermo—Azoth se volteó y se tapó con la
manta, de la cual salió una voz de ultratumba—. Buenas noches.
—No es mala idea—dijo Cirsus—. Si sigues de viaje sola, no es imposible que te vuelvan
a atacar. Deberías saber defenderte.
—¿Con qué, con mis uñas?
—Podemos pensar en una solución más adelante—dijo Cirsus--. En el taller tengo
espadas de sobra y tú no tienes un objetivo claro a donde ir, ¿verdad? Ahora levántate— le lanzó
su propia espada, Injusticia—. Quiero saber tu grado de incompetencia lo antes posible.
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Nova ignoró el último comentario y se situó frente a Cirsus. De cerca, le sorprendieron
las bolsas oscuras bajo los ojos oliváceos del herrero: la noche anterior, Cirsus se había quedado
despierto hasta tarde preparando los caballos y la carreta para el viaje. Sin embargo, estaba
erguido en toda su alta estatura; así, aunque Nova siempre se había sentido alta para su edad,
tuvo que levantar los ojos para verlo a la cara.
—Esta situación no será poco común para ti —dijo Cirsus—. No sólo que todos tus
contrincantes te saquen más de una cabeza y peso, sino que tendrán mayor experiencia que tú. Tu
mayor ventaja será la impredictibilidad.
—O sea, aprovechar el hecho de que me subestimen.
—Sí. Si el oponente te subestima, y si es un esgrimista con cierta experiencia, no te
rematará de inmediato. No se considera cortés sacar provecho de la debilidad del otro. El
espadachín medio prolongará la pelea al menos por veinte movimientos, que son el espacio que
tienes para llevarlo a pensar lo que tú deseas y decidir el encuentro a tu favor. E incluso, si es un
esgrimista con mayor dominio, se contentará con mutilarte —por lo general te sacará un ojo o te
cortará una mano—, el lugar de matarte, para establecer su superioridad.
—Oh, qué alivio.
Cirsus desechó el comentario con la mano.
—La idea es que no llegues a ese punto. Deberás aprender a reconocer las señales de la
resolución de la pelea. En ese caso, aprovecharemos tu ligereza para facilitarte una huida poco
honorable, pero muy eficiente.
—Bueno.
—Empecemos entonces. Hay cuatro posiciones básicas de ataque—Cirsus trazó un
círculo a su alrededor, cuyo eje vertical era su cuerpo erguido—. Primera y cuarta son estos dos
cuadrantes en la vanguardia, por debajo y arriba de mi cintura, mientras que segunda y tercera se
encuentran en la retaguardia. Hoy nos enfocaremos en los ataques de primera y cuarta.
Cirsus tomó una espada de la carreta y apuntó hacia Nova. No era la primera vez que
Nova sostenía una espada, pero la sintió aún incómoda, como un guante demasiado pequeño,
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pesada como un martillo, muy diferente a la sensación de años atrás, cuando practicaba con
Khalil.
—En guardia— dijo Cirsus.
Cirsus levanto el pie y mantuvo la espada horizontal. “Oh, un ataque en marcha. ¿Tan
poca cosa me crees?”. Nova lo detuvo con facilidad, dio un salto atrás y contraatacó con un
ataque de fondo. Como un destello, vio la chispa de la sorpresa en los ojos de Cirsus. Sin
embargo, él no tardó en reaccionar: giró su arma en primera y antes de que Nova retrocediese, la
punta de su espada rozó el pecho de Nova. Cirsus volvió a atacar. Nova giró su espada, forzando
a la mano derecha de Cirsus a realizar un movimiento horario. Sin embargo, sólo dio medio giro
antes de que la espada de su instructor detuviera el ataque y le bajara el arma a tierra, cerrando el
espacio entre ambos. La respiración de Cirsus era tibia en su frente.
—No me habías dicho que supieras manejar la espada. Sabes lo que es un ataque en
marcha y la respuesta más práctica.
—No estaba segura de que recordara algo. Mi padre me ensenó cuando era una niña. Ha
pasado tiempo.
—Sería evidente para cualquiera, más aún para mí. Lo que haré ahora es una respuesta
clásica del esgrimista medio.
Cirsus retrocedió un paso con el pie izquierdo, estiró la pierna derecha y avanzó con un
breve salto. En lugar de tratar de contrarrestar la fuerza de Cirsus, Nova do un salto atrás y con el
mismo pie, se impulsó hacia adelante para lanzar un ataque de fondo a cuarta. De inmediato,
Cirsus giró su espada a contrarreloj —era la segunda vez en pocos minutos, a Cirsus debía
gustarle esa respuesta—- y lanzó una estocada doble: un ataque de fondo y un ataque en diagonal
en primera… ¿Cómo se llamaba? Oh bueno, lo recordaría luego…. Aferró el mango de su
espada y la logró deslizar por el filo del arma enemiga, pero no tuvo la soltura suficiente para
levantarla y su espada cayó al suelo.
—No estuvo mal—dijo Cirsus—. Sin embargo, ese error me dice que debemos trabajar la
fuerza de tus brazos. No hemos medido directamente nuestras fuerzas, sólo has tenido que parar
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un contraataque indirecto, por lo tanto, la espada te queda un poco pesada. Necesitas una espada
propia.
Nova sopesó a Injusticia en su mano. Su hoja negra era un espejo que le devolvía su
propio rostro, pero lleno de sombras bajo los ojos, bajo la frente y en la boca. Su gemela
malvada.
—Por ahora, debemos potencializar tu efectividad. Tu contrincante se interesará por ti si
sabes hacer un buen amago, no sólo una floritura, y así aprovecharas para rematarlo de sorpresa,
que es tu mejor opción. —Cirsus la miró a los ojos, sus labios una línea horizontal—. Si tienes
algún problema con esa estrategia, dímelo ahora.
Nova entendió a lo que se refería. Ataque sorpresa.
—No veo otra opción. Pero no es la única estrategia a la que apuntaré, Cirsus. Necesito
un abanico de opciones.
—Eso llevará tiempo. Por ahora, tienes que saber que una vez que encontraste el instante
adecuado, no tienes tiempo para pensarlo dos veces. Recuerda que sólo tienes veinte
movimientos. Tres si tu contrincante se ve alterado, apurado o loco por el ansia de sangre. Y de
esos últimos hay más de los que crees. Y no será fácil, porque la mayoría de tus contrincantes te
sacará al menos una cabeza. Trataremos de anular esa ventaja después. De nuevo.
Nova tomó su espada y la balanceó varias veces en su mano. Injusticia parecía haber
encontrado un punto de apoyo.
—En guardia.
Nova realizó una falsa marcha en cuarta, pero Cirsus no era fácil de engañar. El herrero
se adelantó cuando Nova saltó para atrás, e inmediatamente, lanzó un ataque frontal, uno a fondo
y un paso resbalado, que Nova a duras penas pudo repeler uno tras otro. Cuando Cirsus se
defendió de su ataque, Nova adelantó la pierna junto con la espada para crear una palanca detrás
del pie del muchacho, y hacerle perder el equilibrio. Por un momento, pareció que Cirsus había
caído. Pero sintió el pie de él tras su talón y de inmediato, era ella quien se encontraba en el
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pasto, de espaldas, con las manos en tierra, la punta helada de una espada en el cuello. Frente a
ella, erguido, Cirsus sonreía, los ojos dos cristales rotos, la boca malvada.
—Demasiado predecible.
El río se debilitaba por trayectos, pero nunca los abandonaba del todo. El cansancio
empezaba a asentarse en el cuerpo de Nova como lodo, encorvada sobre los lomos de
Medianoche. Los árboles se habían empequeñecido y debilitado durante días, y luego habían
muerto del todo. Ya no encontraban sombras ni refugios para descansar, por lo que durante las
dos últimas noches habían dormido en sus mantas, sobre la arena dura, y al menos Nova,
dominada por una opresiva sensación de vulnerabilidad.
En las noches, antes de dormir, Cirsus la llamaba a practicar. La noche anterior, cuando
después de cenar Cirsus se había quedado conversando con Azoth sobre la ruta, Nova se
sorprendió al sentirse decepcionada, pero algo en su orgullo le impidió preguntar si por hoy las
lecciones estaban canceladas. Luego, Cirsus se había vuelto hacia ella:
—¿Lista?
Nova había asentido, se había levantado de un salto y tomado a Injusticia en la mano. Ya
sabía que, por algún motivo, a Cirsus no le gustaba usar su propia espada contra ella.
—Hoy practicaremos el uso de puñales—dijo Cirsus.
—¿Qué…?
Cirsus le puso una mano en el hombro.
—Tienes que ser práctica, Nova. Aprendes rápido y tienes instinto, pero vamos, eso no
cubre la ventaja de años de aprendizaje que otros han tenido, además de su mayor fuerza y
alcance.
Nova no disimuló su enojo.
—Es decir, que quieres que aprenda a clavar un puñal por la espada.
—O de frente; en el corazón, en la cabeza, en la garganta. No tengo un punto definido.
—¡De acuerdo! ¿Qué tengo que hacer?
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Cirsus colocó el puñal en su manga.
—Lo primero es que un atacante no sepa que tienes un puñal. Mantenlo escondido en tu
ropa.
—Esto pinta cada vez peor.
—Cuando tu atacante quiera matarte, tendrá que acercarse. Asegúrate de tener el puñal al
alcance de tu mano derecha.
Cirsus puso las manos sobre el cuello de Nova, que se tensó por el contacto. Cirsus olía a
madera y hierbas, junto con una leve capa de sudor fresco que no la incomodaba, aunque era en
cierta forma inquietante…
—Cuando lo tengas así, tu primer instinto será pelear por sacar sus manos de tu cuello o
atacarlo con las manos o los pies—Nova recordó a Muserta tratando de rasgar su vestido, poco
interesado en sofocarla—. Cuando estás desesperada, no piensas. Por eso quiero que te
acostumbres a esta posición y a sacar el puñal de diferentes partes de tu ropa. Vamos a practicar
con palos, así te sentirás más libre para moverte.
Las manos de Cirsus dejaron el cuello de Nova, y el muchacho sacó un par de palos de la
carreta.
—Has pensado en todo.
—Cirsus y yo practicamos siempre con distintos instrumentos—dijo Azoth, entrando en
el claro—-. Aun siendo herrero, no puedes estar seguro de que contarás con una espada en cada
ocasión.
—No soy experto en el uso de palos o puñales—agregó Cirsus—. Pero pienso que no está
demás tener una o dos armas escondidas, siempre, a dondequiera que vayas.
—No te he visto sacar o esconder un puñal.
Por toda respuesta, Cirsus se abrió el chaleco de cuero. En el cinto, llevaba un puñal de
mango grueso de marfil.
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Cuando la ciudad de Higot se alzó ante ellos a la luz de la mañana, era evidente que
estaba abandonada. Las murallas externas parecían haber sido mordidas por un gigantesco
dragón, y la tierra de sus alrededores no era más verde o cuidada que el desierto circundante.
Únicamente en los márgenes del río crecía una hierba salvaje, alta y salpicada de huecos,
espolvoreada de polvo y tierra.
Por entre los huecos de los muros se asomaban torres y tejados grises, pintados bajo
varias capas de tierra y suciedad acumuladas por una década, a causa de la guerra. En ese
entonces el riachuelo había sido un río tumultuoso que alimentaba a la ciudad entera. Haily le
había contado que, cuando los hijos de las sombras tomaron Higot, los hijos del trueno subieron
a las montañas y causaron una explosión que creo un derrumbe, y detuvo la mayor parte del
cauce del río. Dos periodos después, los magos de las sombras habían tenido que abandonar
Higot, pero el río nunca se pudo recuperar…
—Tenemos el resto del día para cortar el acero de Kriyak y luego, podemos pasar la
noche en la ciudad—dijo Cirsus—. Pero no más que eso. Partimos mañana temprano.
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Capítulo 9
Lo primero que Nova notó al atravesar las murallas fue que Higot parecía haber sido
construida sobre plataformas. Sabía que la ciudad había sido un importante núcleo de los hijos
del rayo, cuyo estatus usualmente les garantizaba una torre o un pequeño castillo, pero el aspecto
de Higot la impresionó: las torres cortaban el cielo en distintas formas, desde techos al agua
hasta chimeneas y plataformas planas. Sin embargo, hasta la más humilde de las casas contaba
con al menos cuatro pisos. Higot parecía un bosque de ladrillos y arena.
Sin embargo, y a pesar de estar prevenida, también quedó impresionada por la presencia
de vida en la ciudad: era un crisol de vida salvaje, crujidos, silbidos, resoplidos que le llegaban
de rincones invadidos por la hierba. Las casas no tenían puertas, probablemente a consecuencia
de los ataques de los hijos de las sombras, años atrás.
—¿Qué tal si entramos en una de las casas?—dijo Azoth—. Va a llover…
Nova miró el cielo encapotado, las nubes negras y bajas de Higot.
—¿Qué tal aquella?—dijo señalando una torre que, aunque delgada y achaparrada, tenía
la misma base a ladrillo y puertas de madera pesada que su torre, en Etrai.
—De acuerdo—dijo Cirsus— pero no nos quedaremos. Necesitamos encontrar el
monasterio hoy mismo.
—Qué pena que no podamos pedir direcciones—dijo Azoth desmontando a Acero.
Entre el entrenamiento y la cena, Cirsus empezó a dar los últimos toques a las tres
espadas. Era un proceso tedioso y lento, que requería más espera que acción. Sin embargo,
incluso para Nova el cambio en esas cuatro hojas de acero negro era evidente con cada día que
pasaba: en las noches, cuando se sentaba junto al fuego, el único lugar caliente de la casa,
notaba que cada día, se les veía más filosas: el brillo aceitoso parecía hundirse en las espadas,
como si penetrara en cada capa de las hojas, cada vez eran más compactas, más cerradas sobre sí
mismas: las ondulaciones de las hojas se compactaban una sobre otra, dando la impresión de una
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decena de espadas, una envolviendo a la otra. Aún faltaban varios pasos, incluyendo la inserción
del mango de hueso de dragón, en los últimos quince periodos. Y justo a tiempo. Las espadas
serían recogidas en siete días.
A la hora de la cena, Azoth llevó una botella de cerveza de azura a la mesa. Nova y
Cirsus terminaron de alimentar a los caballos, recogieron la cena y se sentaron a comer. De la
ventana del comedor —si así le podía llamar a la habitación lateral, de pisos de madera
rechinante, amoblado solo con una mesa temblorosa y tres sillas— bajaba los debilitados rayos
del sol del atardecer que alumbraban el guiso de cordero con gachas y manzanas asadas. Aunque
no visitaban las posadas de la ciudad, había una a unos pasos del taller que les vendía guiso
caliente hecho de restos de la cena del mediodía, por precios módicos. Era un excelente trato, si
tenían en cuanta que no habían comido nada en todo el día, y así sería la rutina por otros veinte
periodos: la forja tenía prioridad.
—Algo raro pasó cuando estaba limpiando a Injusticia—dijo Azoth durante la cena—. Es
más cortante— el muchacho mostró su dedo índice: tenía una pequeña cicatriz que aun
sangraba—. Al rozar la hoja, me cortó.
Cirsus tomó a Injusticia de su funda y la puso bajo la ventana, de modo que los últimos
rayos del sol dieran sobre ella. Nova no vio de inmediato lo que Azoth se refería, pero al mirarla
dos veces notó que el filo daba la impresión de que, si dejaban caer una pluma sobre ella, la
cortaría.
—¿No le estás echando la culpa por tus errores? —dijo Cirsus sonriente.
—No—dijo Azoth, picado—. No sé cómo te atreves a reprochármelo, si llevo años
limpiando su filo. Conozco bien esta espada. Hoy, su energía es más agresiva.
—¿A qué te refieres con la energía de Injusticia?—dijo Nova.
—Las espadas de acero de Kriyak tienen un aura—respondió Cirsus—. Algunos maestros
la llaman “alma”: una cualidad de amoldarse a sus dueños con el pasar del tiempo. Todo
esgrimista que posea una espada de acero de Kriyak sabe que pelea mejor con su propia espada,
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porque se conocen mutuamente. Injusticia tiene su propia personalidad, incluso cierta actitud que
la hace distinta a cualquier espada.
—No sabía que las espadas tuvieran carácter—dijo Nova.
—Injusticia es muy agresiva —dijo Azoth—. Tiene un impulso de atacar, impaciencia.
No es de las espadas que aguardan para responder en contraataque. Para ella, atacar es lo
primero.
—¿Y dices que es así por su dueño?—dijo Nova mirando a Cirsus—. Sería una teoría
interesante.
—Las espadas parecen responder acoplándose al carácter de su dueño, pero mantienen el
propio—dijo Cirsus—. Muchas veces le otorgan una calma que no posee con otras espadas. Así,
la espada complementa al dueño. Le da balance. A veces el dueño puede tardar años en entender
por qué su espada actúa de la forma en que lo hace.
—En el caso de Injusticia, las personalidades parecen resonar una con la otra —dijo
Azoth—. El fuego aviva el fuego.
—Injusticia no te frena —dijo Cirsus—. Te impulsa hacia adelante.
Nova recordó la sensación de tener la espada de Cirsus en sus manos. Primero, cierta
incomodidad, como cuando robaba comida o ropa. La sensación de llevar cosas que no eran
suyas. Había pensado que sólo era una idea, pero lo extraño fue que, poco después, pareció que
la espada se acoplaba a sus manos; luego se sintió ligera, con la espada adaptándose a sus
movimientos. No había tenido tiempo de preguntarse qué pasaba.
—Y ahora Injusticia parece haber absorbido una energía nueva—dijo Azoth.
—¿Qué crees que pasó?
—La usaste—dijo Cirsus—. La tomaste en tus manos más que para limpiar su hoja o
apreciar su belleza.
—La usé para entrenar. Nada más. Era una práctica.
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—Aparentemente no —Cirsus pasó el dedo por el lado de la hoja de Injusticia, sin tocar
el filo—. Cuando practicas, llega un momento en que te olvidas de lo que estás haciendo. Puedes
estar luchando por tu vida, por lo que a tu energía concierne.
—Tiene un nuevo filo —dijo Azoth—. Que la espada se acople a tu energía no quiere
decir que la afiles. ¿De qué acero estaba forjada la espada que usabas, Cirsus?
—El también usaba una espada de acero de Kriyak—dijo Nova—. Una espada nueva.
—Aun sin curtirse por la muerte— dijo Cirsus—. Cuando una espada prueba sangre es lo
mismo que una persona. La afecta, y poco a poco, se acostumbra. Cada espada reacciona de
manera distinta frente a la muerte, pero nunca he encontrado un caso de una espada sin reacción.
—Incluso existen algunas espadas que, tras un tiempo, se vuelven adictas a la sangre—
dijo Azoth—. Por supuesto, solo aparecen cuando su dueño es un asesino, un soldado veterano,
un mago guerrero… y poco a poco pueden alterar el carácter de su dueño.
—Puede convertirse en un círculo vicioso—agregó Cirsus—. La espada desea sangre, el
dueño se ve impulsado a matar, y así la espada cobra más fuerza…
—Pero sea como sea, la muerte curte al esgrimista—dijo Azoth.
La idea de la muerte como la modeladora sembró un nido de avispas en el estómago de
Nova, sin que pudiera saber exactamente por qué. No era el hecho de matar en sí, aunque el
concepto era inquietante. El impulso de sobrevivir cuando uno se encuentra al borde de la
muerte, la sangre que pierde energía al dejar un cuerpo caliente, ese momento en que la hoja
helada de la espada contra la piel provoca escalofríos en la nuca… Parecía relacionarse
íntimamente con el asesinato que ella misma había perpetrado pocos periodos atrás. Había tenido
el mismo impulso salvaje, sintió que el tiempo se aceleraba a su alrededor, como una burbuja.
Sus dedos se habían sentido como navajas, y en efecto, al rozar el cuello Muserta, lo habían
cortado con tanta precisión, tanta delicadeza, que el tajo había sido invisible por un instante, y
luego su cuello se había abierto como una puerta. De alguna manera, ambos filos habían
despertado la misma sensación en ella. Un ansia por más. La tentación de lo irretractable.
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Recordó cómo su reflejo la había mirado en el filo de Injusticia: los ojos dos charcos de agua, las
arrugas de su entrecejo como cicatrices. Había sido embriagador.
—Tal vez fuera la otra espada —Cirsus se volvió a Nova—. En las siguientes prácticas,
quiero que prestes atención a Injusticia, a su energía, a su filo, a su brillo. Pero sobre todo su
energía. La forma en que se desenvuelve cuando la llevas. Ahora comamos. Nos quedan siete
días de trabajo duro. Después de entregar las espadas podremos dejar Lecho de Piedras.
—Nova, ¿sigues pensando en el pueblo del Hierro?—dijo Azoth.
—Sí. Según mi madre, en ese pueblo vivieron magos curadores. Su número llamó la
atención de los magos de las sombras, y por eso en la guerra fue escenario de muchas batallas.
Mi madre nunca creyó que todos los magos murieran en los combates. Demasiado perfecto.
—Eso no quiere decir que sigan allí—acotó Azoth.
—Puede ser —dijo Nova—. El pueblo era pequeño y muy poblado en ese entonces. Era
uno de los pueblos más densos del reino. Si voy a buscar testigos de la magia de los magos de las
sombras, es un buen lugar para empezar.
—Un pueblo minero, en un valle en medio de las montañas de Fuego—dijo Cirsus—.
Los caminos son estrechos y se llega a ellos tras subir y bajar una cadena de montañas. Su
población no emigra fácilmente —se volvió hacia Azoth—. Solía producir acero de Kriyak, hace
décadas.
—¿Crees que podamos encontrar un poco?
—No creo que encontremos acero de Kriyak puro, pero podríamos buscar armas. El
acero de Kriyak pierde su filo con el pasar de las décadas y requiere mantenimiento especial,
pero una vez pasado este paso revive con facilidad. El filo solo se esconde, nunca se pierde.
—El pueblo albergaba magos guerreros—dijo Nova—. Buscaban contrarrestar a los hijos
de las sombras, impedir que embebieran las espadas con su propia sangre, pues sabían que ni
siquiera un mago curandero podría curar esas heridas.
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—Es arriesgado, por decir lo menos—dijo Cirsus—. Las espadas de acero de Kriyak
absorben no solo la energía de su dueño, sino la de las personas que hieren. La sangre de un
mago negro afecta el carácter de tu espada.
—¿Y dices que las espadas del pueblo de Hierro se usaron para combatir a esos magos?
—dijo Azoth.
—Ese sería el riesgo—dijo Cirsus—. Si encontramos acero de Kriyak, sería en espadas
teñidas de sangre.
—¿Y qué sucede si son tus manos las que se tiñen de sangre de magos de las sombras?—
preguntó Azoth.
Los tres se miraron, sin respuesta.
Nova se sentó frente al fuego del taller, la única luz de la habitación, y se miró en el
espejo de la pared. Tal vez fuera la abundancia de navajas, espadas y cuchillos regados en mesas,
paredes y estantes, como escamas de un dragón de aluminio en la oscuridad, pero sea como
fuere, su rostro se asemejaba a esos metales fríos: donde antes era sonrosado y redondeado,
ahora se había afilado en los pómulos y el mentón, y exhibía una palidez que los anteriores
inviernos no le habían dado: un blanco azulado, despuntado de pequeñas venas, afilado en los
ángulos, tal vez debido a los mangos de marfil o las hojas de acero que brillaban como vidrio
pulido. Sus labios parecían haber perdido su contorno y se habían convertido en dos líneas
dibujadas en un solo trazo. Miró su cuerpo en el espejo: su clavícula destacaba por encima del
vestido, al menos dos tallas grande. La fiebre que había asaltado su cuerpo semanas atrás la había
hecho bajar espectacularmente de peso. Los huesos se marcaban como filos de plata. El gris de
sus ojos hundidos parecía negro y se confundía con sus ojeras; sus brazos desnudos se perdían
entre los pliegues terrosos de la tela del vestido. Se acercó al espejo: era como ver el rostro de un
familiar desconocido.
“Ya no parezco la hija de Haily”.
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Recordó la última vez que había estado enferma, realmente enferma, cuatro años atrás.
Haily había estado fuera del pueblo por tres días cuando, después de la cena, había sentido una
sensación extraña en el estómago, como si se le estuviera retorciendo y luchando por digerir. Al
principio pensó que se debía al guiso que ella misma había preparado, pero era una receta simple,
con solo algunas hierbas, carnes y calabacines que tenían en la despensa. El dolor había sido tan
manejable que no recordaba cómo había comenzado; sin embargo, en la noche se encontró a sí
misma caminando encorvada, incapaz de erguirse por el dolor, y decidió irse a la cama temprano.
A mitad de la noche se había despertado temblando de frío, empapada en un sudor
pegajoso. Nova pasó el día en cama, entrando y saliendo de un sueño agitado, con los dientes
castañeándole violentamente, sin fuerzas para levantarse.
Durante los dos siguientes días se había esforzado en levantarse y comer, lo que le dio
fuerzas que rápidamente parecían quemarse con la fiebre. Tenía pesadillas, estaba mareada,
devolvía buena parte de lo que comía y le costaba cada vez más levantarse de la cama.
Al volver, Haily la había encontrado retorciéndose de dolor, blanca y temblando a pesar
de las varias capas de cobijas sobre ella. Inmediatamente, su madre la sacó de la cama y la
sumergió en agua caliente. El contacto la había hecho contraerse de dolor; sin embargo, su madre
la retuvo, calentando el agua una y otra vez, por horas, mientras le preguntaba cuándo había sido
la última vez que sangrara, si su orina había cambiado de color, si había tenido pesadillas o si
había devuelto la cena mezclada con espuma blanca. Cuando su temperatura corporal finalmente
subió, Haily la había sacado de la bañera, llevado a la cama y prendido un fuego en la chimenea
de la sala mientras preparaba una poción. Más tarde volvió con una pócima rojiza, espesa, que
olía a tierra y cuando Nova la probó, tenía un regusto ácido. A pesar de su sabor, el cuerpo de
Nova le había dado la bienvenida desde el primer sorbo, de la misma manera en que lo hacía
cuando no comían carne en semanas y un buen día podían permitirse de nuevo un trozo de carne
bien sazonada, jugosa y caliente. Al recuperarse, Haily le habría explicado que se había
envenenado con raíces intoxicadas con engeno, que probablemente se habían colado de entre los
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alimentos de los caballos (que eran inmunes a esta toxina) y que, de no recibir un remedio, su
temperatura corporal habría seguido subiendo hasta freírle el cerebro.
Nova suspiró. Sabía que su estado actual no le causaría la muerte, pero los años de
experiencia con su madre le habían enseñado que un cambio en la piel o el peso, en especial si
era tan evidente, tenían una causa. Haily habría sabido ponerle remedio.
Si se dejase ver por los caminos de las afueras de Lecho de Piedras, con sus cabellos de
bruja y una piel que parecía helarse, no le cabía duda de que la detendrían. Ya no parecía una
mujer, sino ser andrógino, salido de una cueva.
—¿Nova, qué haces aquí sola?—Azoth estaba detrás de ella.
—Hey—Nova se volvió a mirar al muchacho. A Nova le recordaba a los cervatillos que
rondaban los bosques periféricos del taller, precavidos por naturaleza, pero aun incorruptos de
dolor. Inteligentes para saber mantener la distancia, pero incapaces de creer que algo o alguien
les haría daño a propósito. Se veía cansado, por supuesto —Cirsus y Azoth habían estado
trabajando por cuatro días en los mangos de las espadas—, pero de la forma en que un muchacho
se cansa. Con los párpados y los hombros, el caminar y los pies. El cansancio no se tragaba el
fondo de su voz ni se quedaba con su mirada a diario; se la devolvía por algunas horas todas las
mañanas, y lentamente la cubría de vidrio durante el día. Pero Azoth mantenía la boca amigable,
la sonrisa pronta. Su piel mostraba cicatrices superficiales, de esas que se pasan en pocas
semanas, y el cansancio parecía solo zumbar en sus párpados.
—Azoth, ¿estoy exagerando cuando me veo y pienso que parezco salida de una tumba?
Azoth arrastró una silla y se sentó a su lado. Junto a ella, la imagen de ese muchacho de
trece años, de cabellos arena y ojos acaramelados resultaba chocante y destacaba aún más su piel
inhumana.
—Bueno, te ves como una princesa si te comparas con la primera vez que te trajimos. No
te preocupes, unos días al aire libre te harán bien. Y por aquí tu aspecto no es tan inusual, se ve
mucho en los mineros. Cuando los veas entenderás lo que te digo.
—¿Has estado en las minas?
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—Solo por negocios, para comprar metal para Cirsus. Ya tenemos cuatro años aquí.
—¿Cómo llegaste a trabajar con Cirsus?
—Mis padres murieron durante la guerra—dijo Azoth con una sonrisa triste—.Ya sabes
que la guerra dejó ejércitos de viudas y huérfanos. Yo fui uno de ellos.
Nova se preguntó si últimamente había conocido a alguien que no vinera de una familia
rota por la guerra. No pudo recodar a nadie.
—Tenemos mucha compañía—dijo Nova.
—Sí. Cirsus es otro. Tuvo menos suerte que yo. Perdió a sus padres a los cinco años, en
el primer año de la guerra, pero fue recogido por un herrero y descubrió que se le daba bien.
Demasiado bien. El herrero lo mantuvo como esclavo durante nueve años.
Nova, que había estado mirando la ventana, distraída, volvió de pronto la cabeza.
—¿Cirsus fue esclavo?
Azoth asintió con naturalidad.
—Durante de la guerra, muchos lo fueron.
—¿Tú lo fuiste?
—No. Mis padres eran campesinos, no soldados. Murieron después de la guerra, cuando
yo tenía diez años, y fue allí cuando conocí a Cirsus. Él tenía dieciséis años, pero ya se había
hecho un nombre como una promesa en la forjadura de espadas.
—No sabía que era tan conocido.
—Oh, sí. Sus mismos clientes dicen que nunca han encontrado un mejor herrero. Incluso
los magos guerreros viajan a Lecho de Piedras a encargar sus espadas. Los pocos magos
veteranos que quedan dicen que ni siquiera en las herrerías reales pueden encontrarse espadas
como las de Cirsus.
—No sabía eso.
—Para decirte la verdad, es algo que nos intriga a Cirsus y a mí. El recuerda poco de sus
padres, y lo que sabe no es útil. Sólo tiene recuerdos de sus padres son imágenes, momentos.
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Sabe que murieron durante la guerra y lo más probable es que hayan sido soldados o guerreros,
pero no podemos saberlo con certeza.
—¿No tiene familia?
—No lo sabemos. Tras la muerte de sus padres en la guerra, fue recogido por agentes del
pueblo. Nada extraordinario. Se escapó del albergue a las pocas semanas. Ya sabes, pocos niños
resisten el trato de esos lugares. Ni siquiera sabe en qué pueblo vivía o los nombres completos de
sus padres. En el camino lo recogió el herrero.
—Un herrero no dejaría ir a alguien con el talento que dices que Cirsus tiene.
—Y no lo hizo. Cirsus lo mató.
Nova casi se cae de la silla.
—¿Qué?
—Todos aquí somos hijos de la guerra, Nova. Cirsus y yo hemos pasado cosas parecidas
a las que tú viviste, aunque no las quieras decir. Los Usurpadores pueden haber desaparecido,
pero su legado es más profundo que el arte o la muerte. Cuando la guerra acaba, no importa
dónde estábamos antes. Todos terminamos manchados por ella.
Nova asintió despacio. A las pocas semanas de haber perdido su hogar, había matado.
Quiso preguntar qué había pasado con Cirsus, pero supo que Azoth no se lo diría.
—¿Qué sabes de los Siete Usurpadores?
—Solo lo que todo el mundo sabe. Que de alguna manera se volvieron más poderosos
que los magos de las sombras y empezaron a conspirar para tener la libertad que ningún mago
oscuro tenía antes. Decían que la muerte era una dimensión, y que al enviar a un mortal a esa
dimensión retenían su poder. Mientras más asesinaban, más peligrosos se volvían. Hasta que se
convirtieron en el último pináculo de la pirámide de los magos de las sombras. La mente y
organización de sus fuerzas. La guerra nació y murió con ellos. Y ha estado muerta por nueve
años—bostezó—. Bueno, ya tengo hambre. ¿Vienes a cenar?
—Sí, en un momento.
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Nova vio la figura cansada de Azoth abandonar la habitación y pensó en Morgan, Telur y
los Usurpadores. Llevaba solo unas semanas en el taller, conviviendo con Azoth y Cirsus, y sabía
que les debía un favor. Pero contarles lo que sabía no contaba como un pago, ni mucho menos.
Hasta donde se sabía, los Siete Usurpadores se seguían considerando largamente muertos. Sí, lo
mejor que podía hacer era dejar a los herreros de lado y que siguiesen con sus vidas. Para ella era
diferente.
“Y me veo diferente”.
Años atrás un minero se había caído a un pozo y roto una pierna. Como no tenía dinero lo
habían llevado con Haily. A Nova la había impresionado su color, que le recordaba a los peces
del río de Etrai, blanco y fríos. Había escuchado lo que les pasaba. Intoxicación por getano,
inhalación de gases residuales, falta de calor y de vitaminas por la vida bajo los suelos. El getano
les estrechaba los pulmones, el frio les secaba los huesos, la falta del sol les restaba lentamente la
resistencia a la luz, y con el tiempo, los incapacitaba para trabajar en los campos o al aire libre,
es decir, prácticamente cualquier otro trabajo.
Pero nada de eso les pasaba a las mujeres. Su presencia en las minas se consideraba de
mala suerte; los ponía en cuarentena como la vista de sangre en la tos, y sus fuerzas eran
consideradas inútiles para el trabajo de hombres, a pesar de que muchos niños de diez o doce
años ya trabajaban en las minas.
Nova tomó su cabello, que aun atado en una coleta le llegaba hasta las caderas, y una
navaja de la mesa. De un solo tajo el acero de Kriyak la liberó del peso y de buena parte de su
sexo. Se miró al espejo. Su delgadez había endurecido sus formas femeninas, sus pómulos eran
dos dunas de sal, y su cabello terminaba bruscamente en los lóbulos de sus oídos. Tomó
mechones de su cabello y les dio diferentes largos, en capas descuidadas, como había visto hacer
a los hombres de su pueblo. Al levantar la vista se encontró con una imagen andrógina e incluso
común en los alrededores. Ya no parecía una bruja posesa, de ojos muertos y labios de reptil,
sino un joven minero, enfermo de cal, en lenta agonía. Entornó los ojos y tras darse una segunda
mirada, su reflejo le devolvió una sonrisa cómplice.
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Capítulo 10
Los días de Nova ya se estaban empezando a replicar, uno tras otro, sin que ella misma lo
notara. Despertaba siempre al amanecer, cuando Cirsus abría su puerta (sin un “con permiso”)
para anunciarle que era hora de entrenar. Tenía sólo unos momentos para echarse agua fría en la
cara, vestirse (pantalones de lana, camisa de arpilla, capa de piel y botas de cuero), mojar un
pedazo de pan en leche y encontrar a Cirsus en el taller. Cuando lo alcanzaba, Cirsus le permitía
elegir su propia espada, e incluso, durante los entrenamientos, le señalaba las fortalezas del arma
elegida.
Había nevado la noche anterior, pero el blanco ya había empezado a perder su dureza
sobre el lodo resbaloso. Era como si el frío que la acompañara desde la noche en que dejó la torre
Este empezara a recogerse bajo su piel, no totalmente ausente, pero dispuesto a dejar que los
vientos verdes, le diera un descanso. Aunque sabía que llegaría el día en que buscaría a Morgan
y los Siete Usurpadores, el invierno le había enseñado a retraerse.
Nova decidió cambiar su usual espada de mango de marfil y hoja ligera por una más
larga, de forma ligeramente circular. No era un tipo de arma muy común en Etrai, pero su peso la
pareció una buena transición entre la espada que había estado usando y otra de mango negro,
muy hermosa, de aspecto peligroso y pesado que había llamado su atención durante los últimos
días. Sin embargo, durante el entrenamiento, se dio cuenta de que tenía dificultades
posicionándola contra Cirsus.
—Con esta espada me siento lenta—comentó Nova.
—El sable te está pidiendo un caballo—dijo Cirsus—. Su forma está pensada para cortar
a profundidad, sin estancarse, en pleno combate. Si utilizaras a Medianoche, sentirías la ventaja.
No es mala idea que te vayas familiarizando con él, de todos modos.
Como Cirsus no había tenido nuevos viajes, habían practicado todos los días. Ese día,
Nova había terminado quitándose la capa, húmeda de sudor. Tenía una nueva guarnición de
callos en la base de los dedos y estaba famélica, pero se sentía vigorizada por el nuevo
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entendimiento de lo que una espada, su forma, su peso, su diseño podían hacer: una espada de
hoja corta era ideal para viajes largos, puesto que ningún esgrimista que se preciara se separaría
de su espada en los caminos; una espada de hoja larga y pesada era por supuesto la más
poderosa, si el dueño era grande o fuerte, pero se tornaba en una enorme desventaja para jóvenes
poco instruidos o caballeros de poco peso; una espada de doble filo era siempre conveniente, y
en un esgrimista hábil y rápido, era un arma letal; una espada de hoja delgada era mejor para un
espadachín de poca fuerza, pues no debía ejercer demasiada presión para dar el corte. Para ella,
Nova, una espada de ligera, de doble filo y de ligera curvatura parecía la mejor opción, pero
Cirsus volvió a recalcar: “No te olvides del puñal escondido”.
Eso habría hecho Nova de contar con varias dagas, o con una sola. Pero estaba en
bancarrota. Desde la muerte de su madre y su huida de la torre Este de Etrai, sin más posesiones
que Medianoche y una bata de dormir, no se había hecho con más que un cuchillo, un único par
de botas, una capa de piel y dos juegos de camisas y pantalones. Cuando pensaba en hacerse con
más, le llegaba a la mente en el momento en el que inevitablemente dejaría Lecho de Piedras,
con solo el lomo de Medianoche para llevarla.
—Ese corte de pelo te ayuda mucho—dijo Cirsus al terminar de entrenar—. Si engrosas
un poco la voz, pasas por un muchacho. ¿Por qué no intentas salir al pueblo? Ganaras confianza.
Además, se nos está acabando la comida.
Nova no había salido más allá del perímetro del taller en semanas y la idea la hizo
sentirse de pronto emocionada.
—No se me ocurre qué podría salir mal.
—Pan, carne, carbón, queso—le alargó unas monedas—. Si queda algo, traes más
comida. Y no sería mala idea que te llevaras una espada.
Nova sólo tuvo que poner a Medianoche a medio galope por algunos bloques de casas y
talleres para llegar a un sendero que desembocaba en el mercado. El taller-casa de Cirsus y
Azoth se encontraba en la periferia de la ciudad, en los lindes de los bosques, pero cerca de uno
de los mercados más grandes. Calle abajo, las casas de adobe no se diferenciaban mucho de los
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diferentes talleres que salpicaban la calle —herrerías, carpinterías, sastres, zapateros— excepto
en el hecho de tener un cartel o una puerta siempre abierta. El rastro de las últimas nevadas se
había derretido casi por completo; solo algunos parches de diamante adornaban los caminos y los
dotaban de un brillo cristalino.
Las calles parecían renacer con la llegada de la primavera. Al principio fueron solo
grupos apartados de personas, en carreta, caballo o a pie: familias disfrutando del clima, o
campesinos en busca de ofertas de semillas que plantarían en las siguientes semanas. Pero
conforme se acercaba al mercado, la multitud creció hasta tal punto que prefirió desmontar y
llevar a Medianoche de las riendas. El caballo se mantuvo dócil y siguió a su dueña, pero con
cierto nerviosismo, la piel de su cuello crispándose y temblando cuando la gente pasaba a su
lado, las patas escarbando de cuando en cuando la tierra.
Mientras más avanzaba, más se adentraba en la tarde de mercado: de las esquinas de las
calles surgían grupos más numerosos de personas que hablaban en voz tan alta que casi gritaban
por encima de las multitudes. Nova, que había vivido toda su vida en las afueras el pequeño
pueblo de Etrai, empezó a sentirse incómoda. Al girar la cabeza vio un hombre solitario y
encapuchado, caminando justo a sus espaldas. Su capa era larga y oscura, muy parecida a las que
los Usurpadores y sus magos llevaban la noche en que atacaron la torre Este, como alas de
murciélagos rasgando el aire. Sin darse cuenta, Nova había inclinado la cabeza. Cuando el
hombre volteo, mostro un rostro de facciones anchas y abiertas, rojo por el sol.
Vamos, tenía que controlarse. La visión de hombres encapuchados le sembraba un nido
de avispas en el estómago. En cada rostro oculto veía los ojos púrpuras y la piel incolora de los
Usurpadores. En cada capa veía oculta una daga de acero negro. Dios, así no iba a enfrentar a
nadie.
Sin pensarlo, se había dirigido a una pareja de muchachos que caminaba cerca de ella.
—¿Hay una biblioteca en la ciudad?
—Mmm, me parece que hay una en el monasterio.
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Nova hizo dar la vuelta a su caballo. El monasterio del Dios de los Ríos, que regía Lecho
de Piedras y otra mano de ciudades y pueblos del noreste de los Nueve Reinos, se encontraba en
el centro de la ciudad.
Cuando Cirsus sacó de la fragua la última hoja de acero de Kriyak, negra y brillante
como petróleo hirviente, casi se dejó traicionar por un suspiro. Estaba lista. Dios, sabía que el
acero de Kriyak era escaso, pero la búsqueda le había mostrado que solo quedaba acero para
unos años más de trabajo, diez como máximo, y luego, a menos que se descubriesen nuevas
minas, solo quedaría el acero de las armas ya forjadas. Era pronto. No se lo esperaba.
Había sido un error estúpido firmar un documento con su sangre sin estar seguro de los
materiales. Habían pasado un par de años desde que tuviera que hacerse con este acero en
especial —las espadas de acero de Kriyak eran nueve veces más caras que espadas elaboradas
con acero de alta calidad— y no se había percatado de la escasez. ¡Qué idiota! ¿Qué forjador de
espadas no estaba al tanto del mercado del acero?
—¿Ya está lista?—dijo Azoth, que acababa de entrar a revisar el fuego.
—La acabo de sacar. En unos minutos más nos mostrará su brillo.
—Déjame verla—Azoth se acercó a la espada, que descansaba sobre una plancha de
metal sobre hielo—. Guau. Preciosa.
—La espada más cara que hecho en todos mis años de herrero.
Azoth soltó una risa forzada.
—Vamos. Hemos tenido malos días y dormido a la intemperie, pero pudo haber sido
peor.
—Mucho peor.
—¿A qué te refieres?
—Ambos firmamos un documento con nuestra sangre. Pudo habernos privado del
dominio de nuestro cuerpo, de nuestra libertad, del equilibrio de nuestra mente… ¿Sabes lo que
les pasa a quienes traicionan a los magos de las sombras?
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Azoth se tapó la boca con la mano.
—No.
—Azoth, eres tan estúpido como leal. Si no cumples, ellos tienen tu esencia. Pueden
torturarte, incapacitarte, dañar tu mente. Es como poseer una pequeña muestra de tu cuerpo.
—De acuerdo. No necesito más detalles, gracias. Pero ya tenemos las espadas. No hay
nada de qué preocuparnos.
—No, claro que no —dijo Cirsus. Pero una rara tensión invadió labios cuando sonrió—.
De acuerdo, vamos a darle una mirada.
Azoth sacó la espada de la lámina de metal y se la dio a Cirsus, quien la empuñó contra la
luz de la ventana. Los rayos del sol juguetearon en su hoja. Se sentía maciza, fuerte, y era una
buena señal. En el forjamiento del núcleo de las espadas —una aleación de diamante, oro, platino
y por supuesto, acero de Kriyak— no habían desperdiciado más insumos de los estrictamente
necesarios, y gracias a ello se había logrado un uso total del escaso acero de Kriyak que entre él
y Azoth habían conseguido. La hoja, antes inerte, parecía despertar y desplegar sus bordes con
un filo tan agudo que Cirsus casi podía escucharlo sisear.
—Tiene mucho poder—dijo Azoth en voz baja.
Cirsus asintió. La espada reposaba en sus manos, pero su energía bailaba exultante desde
el núcleo y a lo largo de su filo.
—Nos saliste belicosa, belleza. No puedes esperar a probar sangre, ¿verdad?
El brillo afilado de la espada le devolvió su reflejo.
Nova tiró de las riendas de Medianoche y dudó en bajar de su lomo. ¿Sería este el lugar?
No parecía un monasterio. Era un edificio alto, pero carecía de la imponencia que había visto en
el monasterio de Etrai: de varios pisos de alto, anchos muros de piedra viva, portales de roble
viejo y rejas oxidadas en sus partes más altas. Esta construcción, aunque hecha de roca, tenía
solo dos pisos y una entrada baja, pero ancha, de madera. Los jardines a su alrededor estaban
requemados por el frio y la nieve, y carecían del aire de reclusión y aislamiento del monasterio
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de Etrai. Acercó a Medianoche al portal y leyó en la entrada: “El río fluye en las aguas
profundas, incluso cuando nieva”. Y el ícono del Dios del Río, un tritón de dos cabezas.
Después de dejar a Medianoche en los establos del monasterio, abrió la puerta del
edificio. El recinto era un amplio pasaje esculpido en roca viva, sin más iluminación que algunos
candelabros empotrados en las paredes, embebido de un olor a polvo, tierra e incienso. Dos
jóvenes monjes, de túnicas rojizas y largos cabellos en cola, caminaban lado a lado con un libro
abierto en las manos. Tomaron una escalera lateral que descendía a un piso bajo tierra y Nova
les siguió a corta distancia.
La escalera llegaba a un piso bajo, amplio como una cueva, abierto y mucho más grande
de lo que el edificio de la superficie daba a entender. Eso era. El monasterio sí tenía la
imponencia del monasterio de Etrai, pero como el río, su mayor volumen se encontraba bajo su
superficie. Y claramente, la biblioteca era uno de los recintos más importantes. Estaba amoblada
con altísimos estantes, escaleras de mano, largas mesas de trabajo, sillas de madera maciza e
incluso sillones de cuero añejado. La biblioteca estaba ocupada mayormente por monjes, pero
Nova también se fijó en que había al menos un par de personas externas: dos hombres de
mediana edad y aspecto próspero, de cabellos largos y entrecanos, pañalones de mezclilla y botas
de cuero de calidad. La miraban, y seguro con motivo. ¿Por qué un muchacho del pueblo se
metería en la biblioteca? Supuestamente ni siquiera sabía leer. Pero ya estaba allí, y no iba a
irse.
Se paseó por los estantes. ¿Qué tenía que buscar? ¿Un libro sobre cómo matar a los hijos
de las sombras? ¿La historia de los Usurpadores? Probablemente tendría que empezar con algo
más básico, y partir de allí.
Solo para tener un punto de inicio se acercó al primer pasillo después de la escalera. El
estante rezaba “Geografía de Lecho de Piedras”. El siguiente pasillo decía “Filosofía de la
Región Nor-Noreste”. Llegó a “Historia de los Nueve Reinos” y se detuvo. ¿Contaría la historia
las primeras visiones de los sombríos?
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Se paseó por los estantes leyendo títulos. “El Reinado de Gruti, el Guerrero de los
Bosques”; “La Corte en el Segundo Reino”; “Los Sacerdotes del Dios de la Muerte”; “Mitos y
Leyendas de los Nueve Reinos”. Tomó el libro y se apoyó en el estante para hojearlo. Entre las
historias encontró una que llamo la atención “Orígenes de la Magia en los Nueve Reinos”.
“Los magos de la luz, quienes se llaman a sí mismos “los hijos del trueno”, también son
mortales, pero sus cuerpos poseen una energía diferente a la de la población corriente. La magia
tiene orígenes oscuros, pues surgió de la necesidad de apropiarse del poder de la forma más
rápida y efectiva, el asesinato. Aunque actualmente la magia de la luz es la única permitida, ésta
nació de la magia oscura. Su poder es más controlado, purificado, pero también menos
intenso. La magia original es visceral y subconsciente, proviene de la ambición y afán de poder,
pero también de la desesperación y se alimenta del terror.
“Las crónicas cuentan que las primeras actividades mágicas surgieron en la población
aledaña a Montaña de Cal, durante sus enfrentamientos con la comunidad del valle de las
Montañas de Arena, en el año 10 del rey de la dinastía Segunda; es decir, cerca de novecientos
años antes del reinado de nuestro regente, Hutron IV, El Reconstructor.
“Los enfrentamientos entre las dos poblaciones comenzaron cuando los pobladores del
valle de Arena descubrieron una mina virgen de Acero de Kriyak en las tierras límites entre
ambas poblaciones. Aunque esta zona era políticamente parte de Cal, geográficamente era más
accesible por los pobladores de las Arenas, a solo dos días a caballo a través de una planicie, por
lo que los arenienses la atravesaban libremente.
“Con los años, el crecimiento de Arenas llamó la atención de los calenses, quienes no
tardaron en encontrar a causa de la bonanza. Enfurecido, el regidor de Cal intentó cercar la mina
colocando soldados en las afueras, pero estos fueron ahuyentados pocos días después por las
fuerzas arenienses. El regidor areniense, como venganza, rodeó las minas con setenta soldados y
dispersó otros treinta por los caminos, declarando el territorio como propio.
“La situación y posesión de las minas no cambió por años. Mientras tanto, Cal se
empobrecía debido a la fuga de sus hombres más fuertes, quienes no tardaron en unirse a las
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minas de Arenas. Las mujeres calenses fueron ser perseguidas por la población de Arenas,
incapacitadas de trabajar en los campos solas o de dejar el pueblo sin la compañía de un hombre.
Las jóvenes eran incluso secuestradas y llevadas a Arenas para ser convertidas en esclavas.
Mientras tanto, Arenas crecía y los negocios relacionados con el Acero de Kriyak se
multiplicaron y atrajeron nuevas inversiones. En esos años, la población de Arenas creció de
cuatrocientos a mil trescientos habitantes.
“Pero no todos los calenses huyeron o fueron secuestrados; hubo incluso algunas mujeres
que lograron escapar de Arenas. Muchos calenses permanecieron en el pueblo y empezaron a
planear la forma de recuperar lo que se les había robado. La única forma de hacerlo era
deshaciéndose de las fuerzas arenienses, que los superaban en un promedio de cuatro hombres a
uno, y que además contaban con espadas, lanzas y escudos, mientras que los caleneses sólo
tenían picas y palas. Sin embargo, la solución llegó cuando Cal atravesaba su momento más
crítico.
“Cal se encontraba junto a un cruce de caminos que conectaban dos grandes regiones de
los nueve reinos, y aunque no muchos viajeros permanecían en Cal, a causa de la aridez de sus
tierras, este pueblo se caracterizaba por la presencia ancestral de diversas castas extranjeras. Una
de ellas era la raza cañí. El pueblo cañí había sido nómada por cientos de años, y sus tradiciones
se pasaban de padres a hijos. Los cañí, hombres y mujeres de piel aceitunada y ojos profundos
tenían una historia de secretos y recetas para curar heridas, enamorar a los hombres y llamar a la
diosa de la fertilidad. Sin embargo, también tenían maneras de vengarse de las traiciones, llamar
a las enfermedades y castigar las mentes y cuerpos de sus enemigos con solo unas gotas de su
sangre, cabello o saliva. Los cañís habían mantenido un inmenso secretismo en lo concerniente a
sus conocimientos mágicos, y lo habrían seguido haciendo, de no ser por un evento que las
obligó a hablar.
“Kara era la mujer más hermosa de la región. Su madre era cañí y su padre calense, y
había heredado los labios bulbosos, el cabello brillante como el lodo y la piel aceitunada de su
madre, junto con la energía y ojos verdes de su padre. Su padre la había prometido al hijo del
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mayor terrateniente de la ciudad-puerto de Migerte, y la unión estaba planeada para cuando Kara
cumpliera los quince años, a comienzos de la primavera.
“Sin embargo, a finales del otoño, solo unos meses antes de celebrare la unión, los
arenienses atacaron a la familia de Kara cuando se dirigían a comprar los ajuares de la novia en
el pueblo vecino. El padre de Kara fue muerto con una lanza en la cabeza y su madre torturada y
violada hasta perder la consciencia. Kara fue llevada a Arenas, y esa misma noche se le obligó a
contraer nupcias con el regidor del pueblo, quien la violó inmediatamente después de la boda.
“Sin embargo, la madre de Kara sobrevivió y logró regresar a Cal. Una vez allí se reunió
con los cañí y tras horas de discusión, logró convencerlos de que la única manera de vencer a
Arenas, cobrar venganza y recuperar la seguridad era compartir sus conocimientos y enseñar sus
habilidades a los pobladores de Cal.
“Aunque los métodos utilizados por los cañís permanecen en secreto, se sabe que
instruyeron a noventa y nueve mujeres y hombres lo suficiente jóvenes y fuertes para llevar la
carga emocional y mental que el entendimiento de esta sabiduría suponía. Las reuniones se
realizaban incluso a espaldas del regidor de Cal, en diferentes casas del pueblo, siempre en horas
de la noche. Durante estas reuniones, que se realizaron a lo largo de meses, los pobladores de Cal
fueron instruidos en el arte de la muerte, la delicadeza del cuerpo humano, la complejidad de la
mente y la premisa de que la venganza era sinónimo de justicia. Las crónicas calenses dicen que
este grupo de hombres y mujeres aprendieron a preparar pociones, desvanecerse entre las
sombras, manejar sangre, manipular la mente enemiga, e hicieron un voto de no revelar nunca
los secretos de los cañí a nadie más que a sus hijas e hijos. Así la tradición se mantendría.
“Al iniciarse la temporada de tormentas, los calenses se dirigieron a Arenas. Las crónicas
del pueblo dicen que aunque el viaje debía durar doce días, atravesando las montañas, sus nuevas
habilidades les permitieron atravesar la cadena montañosa en cuatro días, y llegaron a Arenas
antes de que luna cambiase de perfil. Al llegar a Arenas, se dividieron en grupos, rodearon el
pueblo y se introdujeron en las casas de los guerreros durmientes. Al amanecer, se reunieron
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nuevamente en las afueras del pueblo, sin una sola pérdida, sin que en el pueblo se hubiese
escuchado un solo grito ni prendido un solo fuego.
“A la mañana siguiente, los soldados de Arena fueron encontrados muertos en sus camas
sin que nadie, ni siquiera sus esposas, pudiesen explicar lo que les había pasado. Incluso los
antiguos pobladores calenses, tanto mineros como soldados, habían dejado de existir. La mayoría
de ellos habían sido degollados, sus pechos heridos por tajos hondos y limpios como cañones,
pero hubo algunos casos en los que sus corazones parecían haber sido arrancados de sus pechos,
abiertos como cráteres activos, por una fuerza sobrehumana. Y un tercer grupo, más reducido y
misterioso, había muerto sin causas aparentes, sin heridas, sin marcas de asfixia, como si sus
cuerpos hubiesen simplemente dejado de funcionar; su piel azulada invadida por un frio inusual,
profundo, como si sus dueños hubiesen pasado la noche en la nieve de las montañas; como si el
fuego de sus vidas hubiese sido de pronto extinto por una mano de hielo.
“Solo los guerreros que estaban de guardia en la mina sobrevivieron a lo que los
arenienses llamaron “la noche lívida”. Sin embargo, durante las noches siguientes, muchos de los
guardias siguieron la misma suerte: tras dirigirse a sus casas y dormir con sus esposas, los
soldados no volvían a ver la luz del día. Sus gargantas amanecían rajadas, sus corazones
arrancados, su piel azulada y cristalina como diamantes congelados. Los últimos soldados vivos
estaban tan aterrorizados ante la idea de irse a dormir que huyeron de Arenas, y nunca se supo
qué fue de ellos.
“A la séptima noche después de la noche lívida, las minas de Arenas fueron tomadas por
un grupo de hombres y mujeres calenses, quienes no encontraron guardianes ni soldados en sus
entradas. En pocas semanas, las minas regresaron a propiedad de Cal, y en el transcurso de un
año, los negocios y la población calenese se recuperaron. Por su parte, Arenas nunca trató de
recuperar las minas y se hundió en la crisis que significaba carecer de fuerzas para cultivar los
campos ni poblacion masculina suficiente para asegurar la sobrevivencia del pueblo. Durante las
décadas siguientes, Arenas fue perdiendo presencia y actividad, hasta que finalmente se convirtió
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en un pueblo abandonado, una parada para viajeros en busca de techo, olvidada y perdida en un
rincón de los Nueve Reinos.
“Sin embargo, a Cal no le fue tan bien como esperaba. Las mujeres y hombres cañí que
habían violado el código sagrado de su casta y compartido sus secretos con los calenses
encontraron la muerte durante los años siguientes, tanto por enfermedad como por accidentes,
con lo que en pocas décadas, la poblacion cañí de Cal se diezmó. Al notar un patrón, los cañí
abandonaron Cal y empezaron un deambular por los Nueve Reinos. Los calenses que habían sido
instruidos en las artes cañí los siguieron poco después, pues a pesar de la riqueza de las minas,
habían encontrado algo más importante: la habilidad para manipular su destino y el de sus
enemigos. Estos calenses se dispersaron en los Nueve Reinos, se convirtieron en guerreros y
líderes, reyes y sacerdotes, tuvieron hijos y dispersaron el conocimiento a través de su sangre.
“Cal se mantuvo vivo por varios siglos más, hasta que la actividad minera empezó a
decaer lentamente y con los años, este pueblo también fue abandonado y enterrado bajo capas de
tierra. Así, existen varios puntos donde se cree que reposan para siempre Cal y Arenas, si bien
nunca se ha podido comprobar”.
Nova hojeó el libro buscando más información. Nada. El resto del libro trataba de los
orígenes de otras etnias, si bien los cañí no volvían a ser mencionados. Se trataba básicamente de
una antología de leyendas y mitos recolectados en diversos rincones de los Reinos. No era una
fuente especialmente confiable, pero era un comienzo.
Cuando salió de la biblioteca, las únicas luces en la calle eran las que le llegaban a través
de las ventanas de algunas casas, pero por lo demás, las calles estaban sumergidas en la noche.
Del establo del monasterio, un edificio amplio —albergaba tanto los caballos del monasterio
como los de los visitantes— le llegaban de cuando en cuando voces distorsionadas, retazos de
conversaciones, risas lejanas. Estaba doblando una esquina cuando vio que a varios pasos de
distancia caminaban varios hombres encapuchados en su dirección. Antes de saber por qué, las
avispas en su estómago la hicieron dar media vuelta, de modo que la calle la ocultase, y correr
hacia la otra esquina, detrás de un árbol.
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Al asomarse, la vista del grupo de hombres le erizó los vellos de la nuca. Eran tres, no
siente, y no eran los Usurpadores, pero si de algo estaba segura, era que no eran personas
normales. No eran campesinos, carpinteros o comerciantes. Eran hijos de las sombras. Nova lo
supo con solo poner sus ojos en ellos. Lo supo por la manera en que caminaban, su aura de
poder—como el aura de un felino—, impregnada en su piel, casi como la vibración de un
temblor. Lo supo por la manera en que trataban de cubrirse para pasar por gente común, por la
autoridad de sus voces susurrantes. Para un ciudadano de Lecho de Piedras, podrían haber
pasado por nobles, sacerdotes o guerreros. Pero para una hija de magos, acostumbrada al poder
de su presencia, su inquietante energía desbordaba como vapor hirviente, e igual de peligrosa.
Los sombríos se detuvieron frente al monasterio e ingresaron en silencio. Nova tomó
tierra del suelo y se la echó en la cara y el pelo corto, que pasó a despeinar sobre sus ojos. Se
cubrió el cuerpo con la capa, como un viajero cansado y con frío, y regresó al monasterio, detrás
de los magos.
Al entrar, vio sus sombras a pocos pasos delante de ella. Caminaban en silencio. Pasaron
el recibidor y bajaron a la biblioteca. Así que buscaban información. ¿Sobre qué? Nova sintió el
nudo del miedo ajustándole el estómago, pero sintió también una cierta emoción que la empujaba
a avanzar: la euforia.
La biblioteca estaba desierta a excepción de un puñado de monjes que leían en los
estantes de ayuda, probablemente demasiado encapsulados en su lectura como para interesarse
en lo que pasaba. Pero los sombríos no se quedaron en el primer piso. Tomaron una escalera que
Nova no había visto, pequeña y en las sombras de un rincón, y descendieron por ella. Nova se
acercó a ella y se asomó. Solo le llegaron oscuridad y resonar de botas contra el suelo de madera
desde la oscuridad.
En el siguiente nivel, el aire estaba más cargado. Olía a polvo y a guardado, como una
caja de madera abierta después de años. Se quedó quieta hasta que escuchó las voces de los
magos, que seguían su camino y salían de la habitación. Al seguirlos se encontró con un pasillo
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en sombras que daba a varias habitaciones más pequeñas, iluminadas por antorchas débiles y
dispersas.
El corazón se agitaba en su pecho como un tigre enjaulado. Estaba sola, en la oscuridad,
siguiendo a tres hechiceros del arte de la muerte. En los pasillos ya no había nadie, y no le
llegaba ningún sonido externo. Era como si el mundo solo la albergase a ella y a tres asesinos. Ni
siquiera podía hacerse con una vela.
Los hijos de las sombras se detuvieron frente a una habitación cerrada. Uno de ellos sacó
una navaja y forzó la puerta hasta que se abrió con un sonoro crac. Ingresaron a una habitación y
cerraron la puerta. Nova se detuvo y al notar que el sonido llegaba por el resquicio, se sentó a
escuchar.
—¿Dónde dices que está?—dijo una voz masculina.
—Estante vigésimo primero, penúltimo desde abajo—contestó otro hombre.
—Mmmm, sí. Aquí.
—Galaker diz! Ese libro tiene ciento ochenta y dos años—dijo una tercera voz.
—Prende una vela entonces. No veo la mesa.
—Por aquí.
—¡Cuidado, kreketz! ¿Quieres que te escuchen?
—No les interesa. La guerra ha acabado, por lo que a ellos concierne. La magia que
queda en los Nueve Reinos es legal. Limitada, manipulada.
—Exacto. Nadie que maneje magia legal leería este libro.
—Los estudiosos sí.
—¿Para que querría nadie estudiar un hechizo como este?
—Si te das prisa en copiarlo, no necesitaremos pensar en una excusa.
—¿Quieres robar el libro, idiota? ¿Quieres que te pase lo mismo que a Nubi?
—Detente—la voz del mago siseaba.
—No, detente tú. Y deja de distraerme.
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—¡Haegetz siz temet! —exclamó el tercer sombrío—. Me aburren sus disputas
resentidas. Tienen el poder de controla mentes y cuerpos, y aun así, discuten como dos
adolescentes por una muchacha. Basta.
—Acércame más la vela—dijo la primera voz, tras breve silencio.
—¿Ya está?
—Ya casi. Esta palabra está borrosa… listo.
Nova se levantó y retrocedió. En la oscuridad, el roce de sus botas era ensordecedor.
¿Cómo no la oían? Lo que era peor, tenía que esconderse, ya. Giró la cabeza y vio varias puertas.
Tanteó en la oscuridad. Cerrada. Las voces de los magos se hicieron más fuertes. Otra puerta.
Empujó y chirrió. Maldición. La siguiente puerta estaba entreabierta. Se deslizó en el resquicio y
se ocultó detrás, justo a tiempo para escuchar otra puerta abrirse.
En la oscuridad, el sonido de botas resonó sobre la madera como golpes de martillo. Las
respiraciones de los sombríos se sentían en el aire y se preguntó si podrían escuchar la suya.
Mantuvo el aliento y se pegó contra la pared, tratando de ser una con ella. Los pasos se acercaron
y pasaron, se alejaron en el pasillo. Nova acercó la cabeza a la puerta para escucharlos subir las
escaleras. Pasos en los peldaños, apresúrate y esconde ese papel. ¿A qué hora debemos
encontrar...? Cuidado con el viejo, es mejor que nos vea en el primer piso. No se te ocurra
matarlo aquí adentro…
Nova asomó la cabeza siguiendo el sonido, pero no vio nada. Las voces alcanzaron el
piso superior. Sus pasos en el pasillo hicieron eco contra el recóndito muro. Subió la escalera
como si estuviese hecha de arcilla. El brillo de una vela, suave como luz de luciérnaga, le
indicaba el camino arriba. Asomó la cabeza en el primer piso. La habitación estaba vacía y solo
quedaba na antorcha encendida. Al pasar por los estantes vio que los puestos de los monjes y
bibliotecarios se encontraban desiertos.
Al asomarse afuera, el viento soplaba entre las hojas de los árboles y contra las ventanas,
agudo como el aullido de los lobos. Maldición, habría tormenta. ¿Qué hacer? La lluvia y los
truenos no ayudarían a seguirles el rastro.
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La puerta de la habitación donde habían estado los sombríos permanecería
invitadoramente abierta. Pronto su cerradura sería arreglada y quedaría fuera de su alcance.
Estante vigésimo primero, penúltimo desde abajo. Antes de pensarlo ya había rehecho su camino
al piso subterráneo y encontrado la puerta rota sin problemas. La habitación era amplia, alargada
y abovedada. Una amplia ventana daba una gran vista a la naciente tormenta, y le brindaba cierta
luz. Contó los estantes, llego al vigésimo primero y se arrodilló. Había al menos treinta libros
allí, y los títulos eran inquietantes. “La magia negra primitiva”; “Los rituales de la muerte”; “Los
poderes de la sangre viva”; “Potencializando hechizos en la noche”; “La locura como disolvente
del enemigo” Tuvo que sentarse. Dios mío, qué conjunto de ideas.
Pero ninguno mencionaba hechizos. Sus manos se dirigieron al estante y recogieron un
libro delgado, de páginas apergaminadas y apolilladas. “Manipulación: del cuerpo a la mente”.
Era un comienzo tan bueno como cualquiera. No había índice.
“En sus inicios, la magia oscura fue un instrumento de venganza. En las etnias nómadas
del sur de los Reinos, la mente era considerada el catalizador de muchas enfermedades
nerviosas”.
El texto profundizaba en los síntomas de las enfermedades y en la manera en que una
mente enferma podía magnificarlas. Hablaba del miedo, la tristeza y el vacío que tomaban la
fuerza del cuerpo lo convertían en caldo de cultivo para otras enfermedades. Nova sabía algo de
estas ideas debido a su madre, quien no solo calmaba su cuerpo cuando estaba enferma, sino que
solía ocuparse de los miedos y ansiedades de sus pacientes mientras trataba su enfermedad.
Devolvió el texto al estante y retiró otro. “El dolor como conductor de las sombras”.
Trataba de la hipersensibilidad de los cuerpos en agonía y cómo su energía irradiaba de ellos,
hacia su asesino, con mayor facilidad y rapidez. Pero no había hechizos. Al menos podía acelerar
el proceso de lectura.
Los siguientes libros cruzaban mucha información. Algunas historias ancestrales de la
magia negra. Historias aparentemente verídicas sobre hechizos, pero sin los pormenores de cómo
fueron realizados. Tratados el cuerpo humano y su relación con el ambiente. Gráficas y
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diagramas de cámaras subterráneas, pensadas para maximizar la energía de las sombras.
Demonios. Empezaba a aburrirse. Estaba cansada y hambrienta, y se le hacía difícil leer a la luz
de la luna y de los eventuales relámpagos que ingresaba por la ventana. Pero nunca tendría otra
oportunidad semejante para indagar en los secretos de los magos de las sombras.
El siguiente libro era pequeño, pero grueso. Viejo como los demás, pero el título captó su
atención. “Consecuencias de los hechizos en la mente del mago”. Hechizos.
“La magia, de la luz o de las sombras, se cataliza a través de la consciencia y requiere una
importante cantidad de energía del mago. Por ello, antes de formular un hechizo, se recomienda
contar con albergue, comida y la posibilidad de descansar. Los hechizos que requieran de una
mayor cantidad de energía —ya sea porque el impacto en la persona u objeto debe ser
contundente o duradero— requerirán un periodo de descanso que puede durar entre varias horas
y varios días, dependiendo del hechizo y del mago”.
La escalera crujió bajo el sonido de pasos. Nova devolvió el libro al estante y se asomó.
Un hombre bajaba las escaleras. Se internó en la habitación, entre los estantes, y se escondió en
la zona más alejada de la ventana, entre dos de las decenas de estantes. Maldición, ¿ahora qué?
—Alguien rompió la cerradura—aunque la voz masculina era desconocida, Nova pudo
sentir la inflexión de la ansiedad en ella. ¿Eran acaso tan importantes esos libros?
—¿No estaba así?
—Claro que no.
El ruido de pasos cesó. La lluvia afuera parecía tomar más fuerza.
—¿Cuándo?
—Hoy, por supuesto.
—Llama al maestro de llaves.
—Voy—la voz del segundo hombre se alejaba—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Asegurarme de que las otras cerraduras no han sido violentadas. Y voy a llamar a los
guardias. Hay que cerrar este piso.
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Nova se hizo un ovillo en el rincón formado entre dos paredes. Luego escuchó pasos salir
de la habitación. ¿Qué hacer? No podía salir al pasillo. No se quedaría solo de nuevo. Y luego
empezarían a registrar todas las habitaciones.
Miró a su alrededor. No había otras puertas. La lluvia se traslucía a través del cristal de la
ventana. La ventana. ¿Podía ser? La habitación seguía vacía. Probablemente los guardias estaban
revisando el pasillo y las otras estancias.
En la habitación, además de los altos y largos estantes que contenían los libros, había
algunas mesas de madera. Nova cerró la puerta y empujó la mesa más cercana contra ella. Era
pesada, maciza. El ruido de la lluvia y los truenos amortiguaba el del roce de la mesa contra el
suelo robusto.
La segunda mesa se encontraba a varios pasos de distancia, y era un poco más pesada.
Aunque se apoyó contra la mesa y enterró los pies en el suelo, la mesa apenas y se movió.
Maldición.
La lluvia y el viento encubrían los ruidos del pasillo. “Espero que tus espadas sean tan
buenas como dices, Cirsus”. Nova sacó la espada. No era su favorita, de mango fuerte, negro, y
hoja liviana. No estaba elaborada con acero de Kriyak, pero la hoja era fina y plateada, una
aleación de acero y platino que según Azoth, era muy cortante. El filo destellaba contra la
ventana. Se subió a un estante sujetándose con una mano, mientras que con la otra sostenía la
espada. Luego estrelló el mango contra el cristal. La tormenta no amortiguó el estruendo. Golpes
aporreando la puerta.
—¡Abra la puerta!
Maldita sea.
Los golpes resonaban contra los estantes como un tambor de piel. La mesa empezó a
temblar contra la puerta. Se asomó por la ventana. Era tan alta como dos hombres. Dios, se iba a
quebrar una pierna. Nova se bajó la capucha sobre el rostro, apartó la cara lo más posible de la
ventana y estrelló el mango de la espada contra los restos de cristal, que saltaron a la noche.
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Aún quedaban trozos de cristal estancados en la ventana, pero la mesa ya dejaba ver un
resquicio y dos rostros a oscuras. Era ahora. Sacó medio cuerpo y cuando se apoyó en la venta un
dolor punzante se clavó en la planta de su pie, perforando la bota. Mierda. Al aferrarse al marco
sintió otra punzada de dolor en la mano. Maldita sea, maldita sea.
Aferrándose con ambas manos —lo que provocó una nueva puñalada de dolor en sus
palmas— se colgó de la ventana. Se dejó caer. Al dar contra el piso las piernas le fallaron y calló
de rodillas. Aunque sus tobillos estaban bien, el dolor causado por los cristales la clavaba al piso.
Estaba en una de las calles laterales del monasterio. Sobre su cabeza, el cielo aullaba. El
negro y el púrpura se mezclaban, líquidos y ardientes, iluminados por estallidos plateados. La
lluvia helada le empapó la cabeza y la capa, las piernas y botas. Sólo contaba con el tiempo que
los guardias tomarían para salir del monasterio y dar la vuelta a la calle. Se paró sobre la pierna
sana y apoyándose contra el muro con las manos, medio arrastrándose, medio saltando con un
pie, avanzó hacia la esquina que daba a la parte trasera del edificio. El pie recibía descargas de
dolor, punzadas agudas como agujas, y un líquido tibio empezaba a empaparle la bota.
Voces y pasos apresurados le llegaron desde el monasterio. Se quitó la capa y la escondió
tras unos arbustos. La camisa, que le llegaba a las caderas, de tela ligera y clara, se le empapó y
pegó al cuerpo. Se quitó las botas y las tiró con la capa. Descalza, caminó sin cojear,
mordiéndose los labios de dolor y con la cabeza gacha, hacia la entrada del monasterio.
Al doblar la esquina, se dio contra un hombre y cayó al piso, sobre las nalgas, torpe y
pesada.
—¡Cuidado, chico!
Nova levantó la cabeza y se puso en pie. Frente a ella tenía al menos una docena de
hombres en uniformes índigo, el color del dios del río.
—No soy un chico.
—Ya lo veo— dijo un tercer hombre con los ojos clavados en su pecho. Nova miró hacia
abajo. Sus pezones, erguidos por el frío, se perfilaban y destacaban por debajo de la delgada tela
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de la camisa como dos gotas de miel. Levantó los ojos. El guardia sonrió. No era una sonrisa
agradable.
—¿Has visto a un hombre huir por la ventana? —dijo el primer guardia—. Contesta.
Nova cruzó los brazos sobre su pecho.
—No vi a nadie salir de la ventana, pero sí vi a un hombre corriendo hacia la calle de
atrás.
—¿Cómo era? ¿Su cara? ¿Su estatura?
—¿No saben ni a quién están persiguiendo?
El hombre que le había hablado se acercó y la abofeteó con la parte externa de la mano.
Nova, que apenas podía mantenerse en pie, volvió a caer sobre el suelo, en un charco de agua.
—Te he dicho que me contestes, insignificancia.
Levantó la cara y se fijó en su rostro. Mofletes como bollos de pan, pequeños ojos
porcinos. Labios rebosantes. “Ya verás, trotorest”.
—Era alto, al menos tres cabezas más alto que ustedes. Había dos hombres
encapuchados esperándolo en una esquina. Tenían caballos.
—¿Hacia dónde fue?
Nova señaló la periferia de la ciudad, hacia donde había visto dirigirse a los magos de las
sombras. Sabía que las oportunidades de que los encontraran eran escazas, pero al menos habría
dado la alarma. Era lo mejor que podía hacer.
—¡Vamos!—dijo el guardia, y sus hombres le siguieron.
Nova se levantó mientras los guardias pasaban a su lado sin mirarla y doblaban la esquina
para seguir a los magos negros. No los encontrarían, lo sabía. A caballo o sin él, los magos de las
sombras eran expertos en encubrirse.
Una garra de hierro la agarró del brazo y la hizo voltearse. El guardia que le había mirado
los pechos estaba frente a ella, su cara a pocos centímetros de la de ella.
—Por esta vez tienes suerte, chiquilla—. Sus dedos rozaron levemente su cara. Nova se
apartó.
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—Me toca de nuevo y ya ver.
—¿Crees que tu hueco esta hecho de oro, puta? Ya verás que después de mí nadie lo
querrá.
Nova aferró su espada por los pliegues del vestido.
—Voy a gritar.
—A nadie le interesa, si es que alguien escucha. Pero tengo cosas que hacer —le guiñó el
ojo—. Ya me ocuparé de ti luego.
Y se fue detrás de sus compañeros.
Nova los vio montar sus caballos y dirigirse a las afueras de la ciudad. No era probable
que alcanzaran a los magos de las sombras, y en el caso de que sucediera, les esperaba una buena
pelea de la que no creía que salieran ganando. Maldita sea, incluso era posible que los hubiera
enviado a la muerte. En fin…
Las nubes del cielo serpenteaban como olas agitadas y seguían salpicando agua helada.
Con un encogimiento de hombros que la sorprendió a ella misma, recogió su capa, empapada, y
sus botas húmedas y se dirigió a los establos a recoger a Medianoche. Lo que pasara entre los
guardias índigo y los hijos de las sombras ya no era su problema.
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Capítulo 11
Las calles del centro de la ciudad se encontraban a oscuras. La tormenta había apagado
los ojos de las farolas. Algunas ventanas derramaban luz en la noche azul, pero Lecho de
Piedras, al ser una ciudad de comercio, moría tempranamente en las calles residenciales. En la
calle solo escuchaba los cascos de Medianoche resonando como tambores en la piedra de las
veredas. En la periferia de la ciudad, donde se encontraba el taller de Cirsus, la luz sobrevivía por
más tiempo: herreros, zapateros, sastres y comerciantes en general acomodando la mercancía
para el día siguiente, descarando carretas, moviendo caballos y ganado, cargando cuero y
madera. El taller de Cirsus no era la excepción. La ventana de la herrería era un rectángulo
ámbar, encuadrada por el fuego del caldero y las antorchas de las paredes. Los muchachos
seguían despiertos.
Nova tiró de las riendas de Medianoche, que resoplaba de cansancio, y lo llevó al establo
con la suavidad que se lleva a un cordero. El animal se encontraba fuera de forma. Tenía que
empezar a hacerlo galopar. Abrió la puerta de la casa, que se encontraba a oscuras, y dejó la
capa, aun húmeda de lluvia, en la entrada. El taller, aunque visible desde afuera, se encontraba al
otro lado de la casa, atravesando un jardín pequeño que servía de transición entre la vida
hogareña y el trabajo, y que aislaba en cierta medida el olor a hierro y carbón, y el sonido del
martillo contra las hojas recién forjadas. No había mucho en ese jardín, solo un par de árboles
escuálidos y un gras pelado por la nieve. Al fondo estaba el taller, una construcción amplia, baja,
con una puerta interior que daba al jardín y otra hacia la calle, dos amplias ventanas y una gran
chimenea de piedra que exhalaba continuamente un pesado aliento de sulfato. Después de correr,
escabullirse y esconderse por horas tenía una nueva apreciación de la sensación de regresar a un
lugar propio y quitarse la máscara del muchacho herido, del obrero ignorante o la chica
pueblerina. Se encontró a sí misma sonriendo, feliz mientras se limpiaba el pie y la mano
heridos. No era tan malo. La herida del pie era larga, pero no profunda, y la de la mano era
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pequeña y ya había dejado de sangrar. Envolvió un paño tibio en su pie y calentó en el fuego un
caldo de res con verduras que Azoth le había dejado.
Los hijos de las sombras habían estado en Lecho de Piedras. ¿Se encontrarían aún en la
ciudad? ¿Qué hacían aquí? Los libros no le habían revelado gran cosa, y si lo pensaba bien,
dejarlos ir había sido un error. Seguirlos le hubiese dado un mejor entendimiento de lo que
buscaban o lo que hacían en la ciudad. ¿Por qué, después de diez años de desaparición, se
encontraban tan activos? ¿Qué querían? De seguro no era la primera vez que visitaban la ciudad.
Quizá Cirsus tuviera a los guardias índigo como clientes y supiera algo. Atravesó el jardín y se
acercó al taller, del que salían voces. Abrió la puerta… y su estómago se convirtió en piedra.
En el taller estaban Cirsus y Azoth, pero también tres hijos de las sombras. Los cinco
estaban sentados alrededor de la mesa. No eran los que había visto en la biblioteca, aunque los
reconoció. El primero de ellos parecía el líder; era casi tan alto como los Usurpadores, de piel
pálida de serpiente y ojos negros y vacíos. El segundo tenía cabellos grises. Su rostro era
alargado y demacrado, como si hubiese dejado de producir carne, de ojos también grises como el
granizo. El tercero era oscuro, difuso en cierto modo. No era fácil ver su rostro en sombras bajo
la capucha, pero reconoció su voz ronca, como si esta también buscase esconderse. Eran tres de
los sombríos que habían acompañado a los Siete Usurpadores la noche en que incendiaron la
torre Este. La noche en que mataron a su madre.
Los hijos de las sombras tenían las tres espadas que Cirsus había estado forjando por los
últimos dos meses. También había papeles desparramados en la mesa y copas con agua y licores.
Estaban comprando las espadas. O habían estado comprándolas, porque ya no miraban la mesa,
las copas o los papeles. Ni siquiera miraban a Cirsus, estático, los papeles en su mano, con una
mirada inquisitoria, incluso molesta, o a Azoth, que se veía… horrorizado.
——¡Haegetz siz tartz! ¿Qué hace ella aquí?— dijo uno de los sombríos, como si hubiera
visto un escorpión.
—¿Ella?—dijo Cirsus sin mirarla—Es mi nueva ayudante. ¿Por qué?
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Nova sintió el impulso de matar a alguien, aunque el odio le quemaba tanto que no podía
decidir si eran los sombríos o el mismo Cirsus. Maldito traidor.
—Esos hijos de puta mataron a mi madre—dijo entre dientes. El líder de los sombríos se
levantó de su silla.
—Es la hija de Haily y Khalil. Matamos a Haily hace cuatro lunas.
Cirsus se encogió de hombros.
—Ya sabes que no me meto en los negocios de los magos. Se complican la vida por
idioteces. ¿Ahora, quieren las espadas o no?
—Queremos a la chica. Luego podemos pasar a cerrar el negocio, forjador.
—La pudieron tener cuatro lunas atrás—dijo Azoth—. ¿Por qué la quieren ahora?
—La situación ha cambiado—dijo uno de los sombríos—. Lleva la sangre de Haily y
Khalil. Puede sernos de utilidad.
Nova lo entendió. Hechizos. Acababa de leer recetas de hechizos que se fortalecían con
presencia de sangre mágica. Antes de que pudiera reaccionar —ya fuese para atacar o correr—
dos de los sombríos la habían sujetado de los brazos. Cirsus estaba tenso como la cuerda de un
laúd.
—Violaste el contrato, forjador.
—¿Cómo dices? —dijo Azoth—¿En qué parte del contrato se estipula que no podemos
tener una hija de magos como ayudante?
El tercer hijo de las sombras, de capa negra y ojos grises, tomó un pergamino de la mesa
y leyó:
—“El forjador de las espadas no trabajará ni colaborará con terceros que tengan algún
conflicto de interés con el contratado durante los meses de la forja de las espadas”. ¿Reconoces
esta cláusula? Entenderás que conflictos de interés incluye enemigos mortales.
Cirsus se había parado de su asiento. Nova se sintió desmoronar cuando se sentó de
nuevo.
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—Si hubiera sabido que tenían enemigos bajo cada roca de Lecho de Piedras, hubiese
pedido una lista.
—Ya es tarde para eso—dijo el líder—. Toca pagar la deuda.
Cirsus le arrancó el contrato de las manos. Azoth se puso detrás de el para leer sobre su
hombro. Las manos de los sombríos sobre Nova parecían colmillos de piedra, y no pudo intentar
escapar.
—Así que básicamente queda entre dejar el contrato en sus manos o trabajar para
ustedes—dijo Cirsus.
—La próxima vez piénsalo antes de albergar a una hija de traidores.
—¿Traidores? Fueron ustedes quienes empezaron la guerra del Índex. Los que mataron a
los hijos del rayo…—dijo Nova.
El sombrío de los ojos negros la miró con burla.
—No sabes nada de la guerra, ¿verdad, jogort? No tienes idea de lo que pasó en la guerra
o lo que tus padres hicieron…
—Tú no conociste a mis padres, brujo.
—Oh, estás muy segura, seca. ¿Acaso tú los conociste? ¿Tu padre murió cuando tú tenías
cuántos años? ¿Cinco, seis?
“Cuatro”.
—No sabes nada de mi padre.
—¿Khalil? Era un mago guerrero, seca. He visto más de sus poderes en una batalla de lo
que tú has sabido nunca. Tus infantiles retazos de recuerdos de un brujo doble cara jugando a ser
padre no te dicen nada—se dirigió a los dos sombríos que la tomaban por los brazos—. Nos
vamos.
—¿A dónde van? —dijo Cirsus, apretando los puños.
—Ya lo verás, herrero—dijo el sombrío de los cabellos grises—. Porque vienes con
nosotros.
Cirsus se veía derrotado.
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—Haz lo que dicen—le dijo a Azoth—. Empaca nuestras las cosas.
—No tenemos tiempo, muchacho —dijo el sombrío de ojos grises—. Tenemos que salir
de la ciudad. Alguien dio la alarma de que algunos de nosotros estuvieron en el monasterio. Al
amanecer los caminos estarán cerrados. Nos vamos ya.
La noche seguía aullando cuando el grupo salió del taller y se dirigió a los lindes del
bosque que se asomaba por la zona norte de Lecho de Piedras. Nova, a lomos de Medianoche,
con las manos atadas al caballo del líder de los sombríos, se sacudía violentamente espasmos de
frío. No había podido cambiarse el vestido o puesto botas secas y el frío atizaba las puñaladas de
dolor en las manos y pies, cuando fue herida en la biblioteca del monasterio. Solo había podido
agarrar su capa cuando la llevaban, medio a rastras, medio a tirones, afuera del taller. Tampoco
había comido más que algunos sorbos de aquella sopa que Azoth le había dejado. Si hubiese
sabido que esta sería su última comida en libertad la hubiese saboreado más. Ahora se
preguntaba si alguna vez en su vida volvería a comer lo que quisiera, a la hora que eligiese.
A la luz de la luna, Nova veía los contornos esqueléticos, aunque inhumanamente
poderosos, de los hijos de las sombras que lideraban la marcha. Sus caballos eran grises como el
mar en otoño, calmados y sincronizados mecánicamente con sus amos, como si fuesen coches de
ruedas en lugar de animales con aliento. Los sombríos no habían volteado a cerciorarse de que su
presa seguía atada a sus caballos. De seguro pensaban que una simple mortal, inexperta y
exhausta, no tenía oportunidad de escapar. Y después de horas de desesperadas reflexiones, Nova
tuvo que darles la razón.
Pero si los jinetes que la precedían eran inquietantes, los que la seguían la preocupaban
más. A sus espaldas sólo le llegaba el roce de los cascos de Acero e Impetuoso, pero por lo
demás, los caballos podrían haber estado llevando a un par de fantasmas. Los herreros no habían
intercambiado palabra, ni entre ellos ni con los hijos de las sombras, desde que salieran del taller.
Nova había pensado que estaban siendo cuidadosos —después de todo una comitiva de seis
personas, incluyendo un muchacho andrógino amarrado a un caballo, debía llamar la atención—,
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pero incluso tras dejar Lecho de Piedras e internarse en los caminos el silencio había persistido,
más pesado que antes. Cirsus y Azoth se limitaban a seguir a los sombríos, a la cabeza del grupo,
sin hablar entre ellos y mucho menos dirigirle a la palabra. El desaliento llegó a instalarse en su
cuerpo y lo sentía, físico y pesado como una barra de hierro en su pecho.
El calor y olor de los lomos de Medianoche le brindaba cierto alivio, pero los ojos se le
empezaban a cerrar y la cabeza se le inclinaba sobre el pecho. Entraba y salía de un sueño
inquieto. ¿Habían sido sólo unas horas desde que siguiera a los hijos de las sombras en la
biblioteca? Debían serlo. La noche seguía oscura, el color del horizonte estático. Las montañas
se desdibujaban como brumas a su alrededor, el cauce del río había adquirido un murmullo ronco
y el viento se había convertido en un susurro moribundo. No veía nada más que diferentes
tonalidades de oscuridad y flashes en sus párpados cuando cerraba los ojos. Dios mío, estaba
exhausta.
Cuando el amanecer tiñó de rosado el horizonte, Nova volvió la cabeza hacia Cirsus y
Azoth. Estaba furiosa, por supuesto, pero incuso entre los rojos hilos del odio los herreros le
daban lástima. Los ojos de Cirsus habían adquirido un contorno vidrioso, y su mirada flotaba
entre su rostro y el cuello de su caballo, incapaz de alcanzar el horizonte. Azoth parecía
concentrar las fuerzas en no caer de su caballo. Su expresión era contenida, como si hubiera
perdido una apuesta y no quisiera darle al ganador la satisfacción de ver su decepción. No la
miraban. Era como si el aire montara a Medianoche. ¿Se estarían alejando de ella para salvarse?
A fin de cuentas era la presencia de Nova lo que había roto el contrato con los hijos de las
sombras… un contrato que, por cierto, nunca habían mencionado. Una vez más, los sombríos la
habían forzado a dejar el lugar donde vivía, sin que pudiera hacer nada al respecto. Estaba tan
falta de armas como meses atrás, y su situación era peor.
El odio actuaba como el mejor estimulante que había probado. Ni siquiera las pociones
de su madre la hubiesen podido mantener despierta como el odio, que le quemaba el estómago
como una herida abierta. Volvió la cabeza una vez más y los miró con insistencia. Ninguno
levantó la vista. Perfecto, lo entendía. Estaba sola en esto. Muéranse. No iba a esperar a que se
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movieran, no la iban a ayudar. No iba a esperar su ayuda; eso la hundiría más. Escaparía por sus
propios medios, sola, y si podía desaparecer a un par de magos en el proceso, mejor.
—Nos detendremos aquí—dijo el mago de piel de serpiente.
Habían salido del bosque y se encontraban en un claro. A pocos pasos, había una cueva
pequeña y oscura.
—Aten los caballos a ese árbol—dijo el mago de los cabellos grises señalando un pino
solitario, afuera de la cueva. La chica dormirá en la cueva. Nosotros nos quedamos en la parte
externa. Herrero, tú y tu ayudante pueden elegir el lugar que quieran, siempre y cuando estén
aquí al amanecer, listos para partir.
La sonrisa del brujo de los cabellos grises era elocuente. Inquietante. Nova entendió que
los hijos de las sombras no necesitaban controlar físicamente a Cirsus y Azoth, pues el contrato
firmado con la sangre de ambos herreros constituía un vínculo que no se podía quebrar con la
ausencia física. Dejar tu sangre bajo contrato con un mago negro era una apuesta estúpida. Por
Dios, Cirsus era un idiota ambicioso.
Antes de que Nova bajase de Medianoche, los magos ya estaban cercándola.
—Te metes en la cueva y no quiero escuchar ni una palabra hasta que te llamemos.
¿Escuchaste, jogort?
Nova le dio la espalda y caminó hacia a la cueva.
La cueva no era más que una hendidura en la pared de piedra que le brindaba cierta
cobertura, pero nada más. La herida mordía la planta de su pie como un perro furioso. Sus pies
descalzos se sumergieron pesados en la arena mojada, probablemente debido a la humedad
condensaba que goteaba desde en el techo de la cueva. Era la única a la que habían aislado,
debido a que los herreros no tenían posibilidades de escapar. Cirsus y Azoth estaban malditos,
pero se lo merecían. Aunque nunca los había considerado amigos, habían sido sus aliados, y
nunca le habían informado que hacían negocios con los asesinos de su madre. Perfecto. Por lo
que a ella concernía, Cirsus Y Azoth estaban tan malditos como los hijos de las sombras.
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Su cuerpo y su mente estaban exhaustos. Sus ojos dejaron de ver a lo lejos. En el
cambiante espacio, sus únicas constantes eran las espaldas de los magos, siempre en silencio
sepulcral —excepto para ordenarles detenerse o avanzar—, los cascos de los caballos de Cirsus y
Azoth, a su espalda —siempre en silencio, como dos cadáver—, y Medianoche. El tiempo se
distorsionó a su alrededor. El día pareció pasar en sentido contrario; a veces paraban al amanecer
y dormían hasta que esa luna diurna llegaba al cenit; otras veces, cabalgaban entre las sombras
hasta que el día palidecía. Nova perdía el norte y confundía la vigilia, con sus horizontes azules y
cielos brumosos, con el sueño. A su alrededor el viento, la llovizna y los cascos de los caballos
eran una música monótona e incesante. Más allá de ellos, los colores cambiaban: eran manchas
borrosas en tonos verdosos y ocres que a través del día se oscurecían lentamente hasta llega a un
negro nebuloso, como una pintura derretida. Luego, se apagaban por unas cuantas horas, para
volver a deslizarse en sus ojos, de nuevo borrosos, de nuevo distantes.
Pocas veces veían poblados, y cuando lo hacían, nadie preguntaba por qué ese grupo de
hombres llevaba a un muchacho atado de manos en un caballo. Sus pies descalzos y los grumos
de tierra en su pelo probablemente les daban a entender que se trataba de un ladrón en camino a
convertirse en esclavo. Había tratado de pedir ayuda una vez. Los magos la habían dejado sola
por unos instantes, afuera de un local de venta de comida de caballos. Cirsus y Azoth se habían
perdido de vista, probablemente ansiosos de encontrar comida caliente. Un grupo de campesinos
de aspecto macizo y sano había pasado enfrente de Nova, atada a Medianoche. Nova se había
movido para llamar la atención y había susurrado que la tenían secuestrada. Había sido evidente
que la escucharon, porque se dieron la vuelta y se alejaron tan de prisa como podían hacerlo sin
correr.
Pero aunque ningún poblado les hacía frente —de seguro porque era evidente que
llevaban armas— los sombríos nunca pasaban la noche entre extraños. Se detenían para comer
en una posada, ubicar el pueblo en el mapa y seguían adelante. Evitaban hablar más que para dar
indicaciones o en el caso de Nova, órdenes. Los lomos suaves de Medianoche se convirtieron en
su punto de referencia en el mundo. Aunque no sabía a dónde iba, sólo llegaría a lomos de su
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caballo. Su ritmo pausado y calmo, su olor a heno y humedad, la textura de sus crines era lo
único constante para ella. Cada noche dormía cerca de él, a veces acurrucándose en su vientre
lustroso, y cuando no lo hacía, despertaba en medio de la noche para cerciorarse de que su
caballo, una sombra proyectando otra sombra, seguía allí.
Paraban tres veces al día, comían pan seco y bebían agua. Mejor, así se acostumbraba a la
idea de ser una prisionera. No habían vuelto a encontrar una cueva desde la primera mañana del
viaje, y desde entonces, durante los descansos, ataban a Nova a un árbol y la separaban de los
herreros. Medianoche no se alejaba de Nova cuando desmontaba, y a los sombríos parecía darles
igual.
Sabía con una seguridad abrumadora que no podía escapar. Lo mismo hubiera dado que
la atasen de manos y pies, la amordazasen y la enterrasen en un hueco bajo la tierra. Estaba tan
cansada, tan absolutamente falta de esperanza que hasta sus pensamientos la cansaban. Y si tenía
alguna esperanza de ayuda, le bastaba echar una ojeada a Cirsus para deshacerse de ella. Su
maestro de esgrima cabalgaba como un desposeído en lomos de su caballo. Su espalda se
encorvaba como una garra, sus puños estaban sueltos en las riendas. Parecía despojado de esa luz
arrogante que unas semanas atrás parecía un carbón ardiendo desde el interior de su pecho.
Cirsus había sido vital como un potro salvaje cuando le enseñaba a manejar la espada; ahora se
daba cuenta de que el herrero había llevado esa arrogancia como un escudo. Tal vez la realidad le
había golpeado más fuerte a él que a ella. Miró a Azoth: sus cabellos castaños como la arena
mojada le tapaban la cara y temblaba de frío bajo la capa húmeda, embarrada de lodo de los
caminos. Cuando lo veía comer era como mirar un anciano: lento, tembloroso, deseoso de pasar
desapercibido. Parecía haber interiorizado su energía para utilizarla en solo lo básico: comer,
mantenerse en el caballo, beber agua, respirar. Los dos herreros parecían sumidos en el mismo
trance.
Pasaron al lado de un río, detuvieron los caballos e hicieron una pausa, siempre siguiendo
las indicaciones de los hijos de las sombras. Nova se inclinó sobre el agua y vio su reflejo por
primera vez en días. Su rostro había perdido toda vitalidad. Pero no como una enfermedad o
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como cuando se deja de comer. Era como si su alma se hubiese refugiado y desconectado de su
piel. ¿No era extraño? Era lo mismo que veía en Cirsus y en Azoth: animales disecados,
desprovistos de toda vida.
La revelación llegó tan de repente que tuvo que taparse la boca. El mago oscuro. El tercer
hijo de las sombras, cuyo rostro, siempre bajo la capucha, nunca había visto. Era un mago
parásito. Eran muy raros, pero su voz ronca, su figura esquiva, la dificultad con que Nova podía
recordarlo a pesar de tenerlo a diario a pocos pasos de distancia eran pruebas innegables. El
mago tomaba su energía de la energía de otros y para que no opusieran resistencia, se escondía
en las sombras. De pronto la desesperanza que la había poseído tan completamente y que ganaba
fuerza como el sueño acumulado tuvo sentido.
Se sentó junto al río a beber agua, y a través de sus cabellos cortos y la capucha de su
capa buscó al mago parásito. Estaba bajo un árbol grande y frondoso, escondido bajo sus
sombras. Nova apenas y pudo ver parte de su capa oscura detrás del tronco. Los otros dos magos
estaban más cerca, erguidos; le daban la espalda y eran difíciles de mirar, poderosos e
inhumanos, pero no tenían la misma cualidad elusiva, como un chacal en la madrugada, que el
mago energético poseía.
De acuerdo, ahora sabía algo que ellos no y tenía la ventaja de que no lo esperaban.
Había recuperado cierta energía —la consciencia de ser víctima de un mago parásito actuaba
como un escudo parcial contra su magia— pero seguía sintiéndose desesperadamente atrapada.
Trató de recordar lo que sabía de los magos parásito, lo que su madre le había enseñado. Haily
nunca se había enfrentado a un mago de esa especie durante la guerra, pero había escuchado
historias del cerco de la ciudad de Oregosa. Nova había escuchado la historia de labios de su
madre sólo una vez, hacía años. Se encontraban en medio de un invierno especialmente crudo.
Una tormenta de diez días había enterrado todo el primer piso de la torre bajo nieve, y aunque a
las pocas horas se las habían arreglado para forzar la puerta a abrirse, los caminos seguían bajo
tanta nieve que una persona podía quedar sumergida por completo. Como resultado, Nova y su
madre habían quedado aisladas de Etrai, comiendo lo mínimo y sin poder alejare por mucho
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tiempo del fuego. El color cristalino de los días, el frío que les impedía salir, el precoz atardecer
grisáceo las hicieron sentirse prisioneras por semanas. Muchas veces, Nova había tenido que
luchar para salir de la cama y mantenerse activa, limpiando la torre, cocinando o avivando el
fuego. Después de eso, no había habido mucho más que hacer.
—Pareciera que tenemos un mago parásito en la torre— había comentado Haily.
Nova no había escuchado más que nombrar a estos magos, pero por ese entonces tenía
doce años y no le gustaba aceptar que había cosas en el mundo que ignoraba.
—¿Alguna vez viste a uno?— preguntó, tratando de sonar casual.
—No, por suerte. Los efectos de un mago parásito pueden ser demoledores si no se les
detecta en pocos meses. Muchas veces no hay vuelta atrás.
—¿Conociste a alguien que sufriera sus efectos?
—Sí. Conocía a alguien que estuvo en el Sitio de Oregosa.
Ni por ese entonces, el nombre no había sido del todo desconocido para Nova.
—¿Durante la guerra del Índex?
—Sí. El único hecho de la historia que ha puesto a los magos energéticos, como se
llamaba a sí mismos, a la luz. Estos magos prefieren ser ignorados e incluso desconocidos,
porque para ellos, la mayor vulnerabilidad de sus víctimas es la ignorancia de su presencia.
—¿No son magos guerreros?
—Oh, no. Nunca se encuentran en el frente de batalla. Por eso son tan difíciles de
detectar.
—Ejly dice que los magos parásito toman la forma de cosas, como casas y carretas,
incluso caballos, para quedarse con tu corazón.
Haily había sonreído.
—Ejly tiene que dejar de escuchar las historias de su nana. No. Se instalaban siempre en
la periferia de los pueblos, rodeaban las ciudades, dominaban las poblaciones desde las alturas de
las montañas circundantes, y actuaban desde la oscuridad. No es posible encontrar magos
parásito viviendo en aislamiento; necesitan energía externa para vivir.
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—¿Y pueden hacer lo mismo con los hijos del trueno?
—Sí, incluso muchos a la vez. Durante la guerra se movían en grupos para formar un
núcleo de poder capaz de invalidar ejércitos. Un solo mago parásito podía absorber energía de
varias decenas de hombres, y como toda magia negra, mientras más magia luminosa absorbía,
eliminaba o mantenía bajo su poder, más poderosa se volvía.
—Eso pasó en Oregosa—dijo Nova.
—Sí. Ni siquiera ahora, después de la guerra, Oregosa aceptó unirse a los Nueve Reinos.
El aislamiento que el mar le da le da seguridad, y nunca ha mostrado el menor deseo de unirse a
la monarquía. Sin embargo, durante la guerra, la amenaza de los hijos de las sombras la disuadió
a permitir que las fuerzas reales, incluidas varias decenas de magos de la luz, utilizaran su punto
de partida para atacar un baluarte de los hijos de las sombras, ubicado a cinco días por mar de
Oregosa.
“Tal vez fuera la fuerte presencia de los hijos del trueno en una ciudad aislada y
vulnerable, que actuaba como un farol para una polilla, pero pocas semanas después de que las
fuerzas reales llegasen a Oregosa, una epidemia arrasó con la ciudad. Extrañamente, empezó con
los hijos del trueno, quienes por naturaleza cuentan con un cuerpo mucho más sano y resistente
que el de los mortales; siguió con los guerreros, los soldados y los nobles. Los últimos en caer,
sorpresivamente, fueron los niños pequeños, ancianos y enfermos de la ciudad.
“Los síntomas de la enfermedad eran difíciles de detectar en el principio: falta de energía,
inapetencia, desesperanza; con los días, los hijos del trueno afirmaron sentir como que “estaban
atrapados” e incluso sentían miedo de salir en medio de multitudes. El sol les hacía doler los ojos
hasta el extremo de que el mediodía era una verdadera tortura; poco a poco, su visión se acortó
hasta que sólo pudieron ver lo equivalente a una habitación pequeña; más allá, afirmaron, sólo
distinguían brumas y figuras borrosas.
“Los primeros afectados, como ya dije, fueron los hijos del trueno, quienes en cuestión de
pocas semanas se vieron incapacitados para realizar viajes de un castillo a otro, practicar esgrima
o cualquier actividad que les demandase un gasto de energía importante; esto incluía, por
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supuesto, la preparación de pociones. Simplemente, caían desmayados. “Siento que me apago
como una vela”, dijo un mago especializado en pociones que despertaban el sexto sentido.
Luego, dijo que el cuerpo empezó a dolerle. A pesar de la falta de fiebre, le dolía la cabeza, las
articulaciones y la espada, y pronto necesitó ayuda de sus sirvientes para levantarse de la cama.
“Los hijos del trueno describieron la sensación como “un vórtice que extraía sus
energías” y “una boca fantasmal que los absorbía”, pero al comienzo pensaron que era el clima o
alimentos de Oregosa lo que los había afectado. No sospecharon de la intrusión de los sombríos
hasta semanas después, cuando el los guerreros, soldados, nobles y resto de la poblacion empezó
a mostrar síntomas y se hizo evidente que había una fuerza mágica succionando la energía de la
ciudad. “Nos vimos faltos de toda energía. Eso te quita la capacidad de salir de tu mente y
pensar”, dijo Orcru, uno de los magos de mayor experiencia, líder del grupo de magos videntes.
“Ni siquiera la visión mágica te permite ver lo que sucede, pues está apagada”.
“Los hijos del trueno no se habían dado cuenta de lo evidente: una fuerza sobrenatural
estaba removiendo su energía. Cuando lo hicieron, no les fue difícil inferir lo demás. Oregosa se
encontraba a orillas de un mar salpicado de islas, muchas de las cuales albergan bosques ideales
para encubrir la presencia de forasteros.
—¿Estás hablando de la masacre…?—llevada por la sorpresa, Nova había interrumpido a
Haily.
—Tristemente sí. Me temo que no fue el momento más orgulloso de los hijos del trueno.
Nova recordó las fiestas que se celebraban en torno a ese día en Etrai. En la escuela solo
le habían ensenado que un contingente de cientos de hijos de las sombras y magos energéticos se
encontraban en las islas del mar de Oregosa, y que una noche un ejército de magos guerreros,
provenientes de distintas partes de los Nueve Reinos, atacaron estas islas en simultáneo. Los
magos energéticos no hacen grandes guerreros, y aun así, la mayor parte fueron muertos sin
oportunidad de tomar una espada, mientras dormían.
—Muchos de ellos fueron torturados y desmembrados—le había dicho Haily—. Pero la
peor parte fue que las islas de Oregosa albergaban también oregoreses, quienes a pesar de sus
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ruegos, su idioma y su evidente apariencia oregoresa fueron victimados por los magos de la luz,
a veces bajo la excusa de ser cómplices. Otros hijos del trueno se dieron menos trabajo y
decidieron que todos los cautivos eran magos parásitos. Entre los oreoreses y magos habían
mujeres, tanto hijas del trueno como oregoresas, quienes fueron violadas y esclavizadas.
Nova miró la espalda del mago parásito: era como una percha de la que colgaba una
negra capa, y su columna destacaba como dientes. Era increíble que después de ¿días, semanas?,
no recordara el rostro o la voz del tercer mago. Su rosto se confundía a la luz de la mañana,
evasivo y difuso como si se encontrase en medio de una multitud. Seguían siendo tres contra una,
si bien en sus cabezas eran tres contra cero intentos de escape. No la vigilarían estrechamente.
Tres halcones no perderían su tiempo con una mosca. Suspiró. Tal vez tenían razón.
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Capítulo 12
Al anochecer, Cirsus detuvo su caballo detrás del de los magos de las sombras y se dejó
caer a la tierra sedienta para dormir. Desmontó, sintiéndose un viejo de cien años, e hizo un
supremo esfuerzo por no arrastrase y llegar a un árbol de junco. Antes de caer en un sueño
pesado escuchó, de lejos y amortiguada, la voz de uno de los magos.
—Herrero, aquí está tu pan.
No llegó a levantarse o a contestar. E inmediatamente, un pie brusco en su costado le
abrió los ojos, que se cerraron de inmediato al percibir la luz del día. Maldición. ¿Cómo una
noche podía durar un parpadeo? Había estado sumergido en un sueño pesado y amplio como el
hierro, sin sueños ni movimiento. Y sin embargo, seguía agotado. La tierra tibia tiraba de sus
piernas de lodo, que se desmoronaban.
—Arriba, herrero—repitió el mago, y Cirsus se levantó. Azoth también había despertado.
Estaba comiendo su pedazo de pan mientras preparaba los caballos. Cirsus tomó su pan, un
cuenco de agua y se acercó a su ayudante.
—¿Esta noche?—dijo Azoth.
—Sí. No podemos esperar más. Anoche, los magos mencionaron que mañana empiezan a
preparar la visita de los “Altos” la ciudadela. Debemos estar a punto de llegar. No queda tiempo.
Come todo lo que puedas y bebe suficiente agua, que es lo único que tenemos.
—Nova debiera saberlo.
Cirsus negó con la cabeza.
—No. No podemos decirle sin estar seguros de que nos escucharán. Ella no cabalga a
nuestro costado. Tendrá que decidir de inmediato.
—Mírala, Cir. Está tan cansada como nosotros.
Cirsus volteó y echó un rápido vistazo a la muchacha. Tenía los hombros caídos, como si
llevase a la espalda una canasta de piedras, y los párpados hinchados, como si hubiese llorado
aquella noche. Sí, no se veía bien.
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—Mejor. Así no sospecharán de ella. ¿Tienes la piedra?
—Bajo el asiento de Acero. Cirsus le echó una mirada a su caballo. Acero, ya ensillado,
estaba escuálido. Mascaba el poco gras verde que lo rodeaba en busca de agua y energía, pero no
era mucho lo que esa zona reseca y desértica, salpicada de árboles pelados, podía hacer por él.
—¿Está afilada?
—Todo lo que es posible afilar una piedra contra otra en silencio.
Cirsus volteó a ver a los magos. Uno de ellos se encontraba alejado, caminando entre los
árboles. Los otros dos, siempre de pie, hablaban en voz baja. El líder, el hombre alto de ojos de
carbón, era quien llevaba a Injusticia consigo. Cirsus había visto su mango blanco cremoso
asomar por entre las bolsas de cuero del caballo del mago como un ojo sin pupilas, a la espera de
despertar. “No te preocupes, querida, ya voy por ti”.
—¿Cómo vamos a tomar entre los dos a tres magos guerreros?—dijo Azoth
—Le cortamos la garganta al líder. Con eso ya tendríamos una espada. Dos, si
encontramos a Injusticia.
Pero no estaba seguro de poder matar a un sombrío sin que los otros despertasen. Dados
los sentidos hipersensibles de los magos, debía matar al primero sin emitir un sonido más intenso
que un susurro, o distinto al que un ser humano en pleno sueño emitiría. Tenían dos ventajas:
mágica y numérica.
—Nunca vamos a estar suficientemente preparados—dijo Cirsus. No había forma de
estarlo, no con el tiempo y la energía que les quedaba—. Pero ingresar a una fortaleza de los hjos
de las sombras bajo un contrato de sangre…
Azoth cerró los ojos y apretó los párpados.
—Sí. Podríamos ir escribiendo nuestra última voluntad.
—Una vez adentro de esa fortaleza quién sabe lo que…
—¡De acuerdo!—interrumpió Azoth—. De acuerdo, vamos a hacerlo. Hoy. No más
postergaciones.
—Nunca vamos a tener más que un par de rocas afiladas.
122
—Dos rocas afiladas contra espadas de acero de Kriyak—Azoth se dejó ganar por una
carcajada baja e histérica—. Es una situación que nunca previste, ¿verdad, maestro herrero?
Cirsus se encogió de hombros.
—Si nuestras piedras les ganan a sus espadas, esta vez estaré seguro de ser el mejor
esgrimista de los Nueve Reinos.
La noche no tenía luna, y Azoth nunca había aprendido a ubicarse por las estrellas. Todas
se parecían y su orden siempre le había parecido aleatorio. Otro tanto le pasaba a Cirsus. Su
maestro siempre decía que era mejor un mapa que doscientas constelaciones. No habían sacado
un mapa y en caso de haberlo tenido, no hubiera servido mucho, cuando no tenían idea de dónde
estaban. Sólo sabían que se encontraban en el norte de los Reinos (noroeste, noreste) a varias
semanas de Lecho de Piedras, en algún lugar del inmenso Bosque de Litius, que nacía muy al
oeste, en el mar Inhóspito, y moría en las Montañas Muertas. Iban a huir sin un mapa o un guía,
y era posible que entre ellos y el pueblo más cercano hubiese semanas o incluso meses de bosque
o desierto.
Azoth se había echado en el pasto, al lado de Cirsus. Se encontraban al lado del camino
de tierra, pero a excepción de este, el terreno era de un verde inconmovible y sembrado de
árboles espesos, de troncos torcidos y raíces salientes, inmerso en el susurro de miles de cigarras,
como una marea de vidrios rotos.
Los hijos de las sombras nunca dormían al mismo tiempo: tenían la ventaja de que sus
cuerpos necesitaban pocas horas de sueño, y siempre había uno o dos de ellos de centinela. Esta
noche el mago de rostro de sombras deambulaba entre los árboles con la espada al cinto; de vez
en cuando aparecía y paseaba los ojos en el campamento. Nova, como siempre, se encontraba
apartada del grupo, atada de manos y recostada en los flancos de Medianoche, tendido en la
tierra. Los dos magos restantes estaban recostados en el suelo, con sus capas negras abiertas
como alas de murciélagos.
123
Le echó una mirada Cirsus, recostado a su lado, con la cabeza apoyada en las raíces de un
roble; parecía dormir, aunque Azoth sabía que esa noche permanecerían despiertos. Con una
mirada rápida vio la roca que habían estado afilando por semanas en el suelo, al alcance de la
mano de Cirsus. La suya estaba cubierta de polvo, también a su alcance. Se turnarían para vigilar
al mago vigía y cuando llegase el momento, actuarían.
El mago vigía caminaba alrededor del campamento. A veces surgía de entre los árboles,
largo y silencioso como un pino, para hundirse de nuevo en el verde.
—Está realizando círculos concéntricos—dijo Azoth.
—Sí. Y al terminar cada círculo, traza una diagonal para empezar de nuevo. Esperemos a
que se aleje lo más posible del campamento, así tendremos tiempo para buscar una buena
ubicación.
Azoth giró sobre sí mismo en el suelo. Más allá estaban los arboles circundantes. El
mago no tenía prisa de irse a ningún lado. Se apoyó en un árbol. Parecía que había escuchado
algo. ¡Justo ahora! ¿Qué le pasaba? A su lado, Cirsus siseó algo no muy caballeresco referente a
la madre del brujo. Y entonces, el mago cayó al suelo.
—¡Cir! Cirsus se volteó, miró a mago y luego miró la piedra afilada en el suelo.
—¿Qué… qué?
Azoth tuvo que hacer esfuerzos para ver entre las sombras. Detrás del mago caído había
una figura menuda. Solo la vio por un parpadeo, pero estaba seguro de quién era. Para confirmar,
buscó al otro lado del campamento. Nova no estaba en su rincón, y su caballo había
desaparecido.
Pero no tuvo tiempo de levantarse. Cirsus había tenido razón con respecto a los sombríos.
Habían trazado un vínculo, y de inmediato, los otros dos magos estaban de pie, espadas en mano.
Maldita sea.
—La muchacha no está—dijo el líder.
—El vínculo energético…
—Lo rompió. Está recuperando su energía.
124
Azoth no entendió, pero sintió que era verdad. Lo supo de inmediato. El sueño lo había
abandonado en un parpadeo.
Los ollares de Medianoche resoplaban vapor como una olla de cocción. Sus patas,
después de semanas sin galopar, se movían con más brío, libres de la vorágine hambrienta del
mago parásito. Los músculos de su cuello estaban tensos como un saco a rebalsar de arena.
Mejor. No tenía mucho tiempo. Tal vez los hijos de las sombras la estuviesen siguiendo en este
momento.
Medianoche se internaba en la marea de árboles altos como iglesias, anchos como
carruajes, a veces tan juntos que debían ralentizar el paso y deslizarse entre ellos. Las ramas le
arañaron la cara y los brazos y rasgaron su capa. Los resoplidos de su caballo gritaban en el
bosque sibilante.
Todo había salido como lo planeado, incluyendo el hecho de extraviarse después de huir.
Lo sabía, pero vivirlo era distinto. Detuvo su caballo y trepó a un árbol especialmente ancho y
frondoso que encontró, llegó a su parte más alta y miró el horizonte. Hacia donde dirigiera la
cabeza, solo veía árboles sembrados en colinas que bajaban y subían como olas, tras los cuales se
abrían nuevos bosques ondulantes. Un mar verde que la mareaba y exigía concentración. Sobre
su cabeza, la noche era la boca de un monstruo colosal que había cerrado su único ojo de plata, y
el viento era su aliento de hielo. Estaba atrapada en ella.
Entonces lo escuchó: cascos de caballos. Maldita sea. Giró la cabeza buscando el origen,
pero con los árboles encapotando el terreno era improbable que viera algo. No estaban lejos.
¿Estarían ya sobre ella? Tenía que correr. Los magos tenían una mayor energía que ella, pero
ahora eran solo dos. Bajó a trompicones, montó a Medianoche y lo hizo avanzar. Las piernas le
quemaban por espolear al caballo y los cascos del equino, que en medio de la noche y en un
horizonte cortado a medias por una red por los árboles resonaban como en un campo abierto,
resonarían por kilómetros. Lo peor era que, hasta donde sabía, podía estarse acercando a los
sombríos. Maldita sea. ¿Qué hacer? Tiró de las riendas del caballo y se detuvo a escuchar. El
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viento era débil y entre sus hilos le pareció escuchar algo, aunque no podía precisar si se trataba
de un sonido real o imaginario. Medianoche pateó el suelo con los cascos y trató de encabritarse,
nervioso, pero Nova tiró de las riendas.
—Shhh, ¡quieto!
De lejos le volvió a llegar ese sonido. Podían ser cascos de caballos, o podía ser el aire
entre los árboles. Contuvo el aliento. El viento dejó de soplar y escuchó, esta vez con claridad,
un relincho que golpeó su pecho como un puño. ¡Maldición, maldición! Espoleó a Medianoche y
se alejó a trote de donde creyó que le llegaban los relinchos. Guio al caballo a tierras mullidas
para amortiguar sus cascos, se internó en los arboles más frondosos y tupidos, y no se detuvo de
nuevo a tratar de escuchar. Salió del bosque y al llegar a un claro vio un arroyo. Al fin un poco
de suerte. Llevó a Medianoche a la corriente e internó sus patas en el agua para evitar todo rastro.
Además, la corriente acallaría el sonido de sus cascos. El lecho lodoso del río absorbió el sonido,
aunque también parte de la energía de su caballo, que ralentizó su marcha. Nova lo espoleó. El
caballo, extenuado, aceleró. Sin embargo, a los pocos minutos bajó el ritmo y aunque lo volvió a
espolear, Medianoche se negó a acelerar. Pronto se negaría a avanzar. No le quedaba más
alternativa que detenerse y permitir a su caballo un descanso y alimento. Tiró de las riendas, se
deslizó de su lomo y lo guio al agua. Medianoche sumergió el hocico en el agua y bebió con
sonidos de alivio.
Mientras sumergía las manos y se llevaba agua a la boca seca, Nova se aferró a la idea de
que, de seguro, los caballos de los magos se encontraban en las mismas condiciones. Habían
compartido el mismo itinerario por semanas. No podrían correr por mucho más tiempo.
La línea del horizonte adquirió un tono liliáceo que luego se tornó del color del interior
de las conchas marinas. El bosque empezó a emitir miles de voces desde los huecos de los
árboles, las ramas, el aire y el agua. Como Medianoche estaba al borde de sus fuerzas, Nova lo
llevó de las riendas. El caballo apenas y avanzaba. “Sé lo que sientes, chico. Lo siento”. Quería
pensar que pronto se detendrían, que existía una línea tras la cual estarían a salvo. Pero no había
nada parecido a eso en este desierto verde.
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Y entonces los volvió a escuchar. ¡No podía ser! ¿Cómo podían seguirle la pista? Volteó
a ver a Medianoche. El caballo tenía la cabeza gacha. Arrastraba las patas y aparecía a punto de
tumbarse en el suelo.
—De acuerdo, chico. Que no te agarren a ti.
Tomó las riendas y la silla del caballo y los escondió en un arbusto. Luego, le dio una
palmada a Medianoche en los cuartos traseros.
—¡Vete!
El caballo, nervioso, se encabritó, le dio la espalda y se alejó. Nova vio su figura oscura
perderse en la espesura de los árboles, sabiendo que quizá no volvería a sentir la suavidad de su
pelaje, el último remanente tangible de sus padres. Aun exhausta y sintiendo a los hijos de las
sombras allí, en algún lugar, supo que pronto una nueva clase de soledad la estaría esperando
apenas tuviese fuerzas para sentirla. Se arrastró al arbusto más grande que encontró y se envolvió
en un ovillo bajo la capa. Sí, no le quedaba más que esconderse como una chiquilla.
Despertó sobresaltada y se asomó. No había rastro de Medianoche. El sol era una roca
gris a medio camino del cenit. El pasto estaba regado de cristales de lluvia. Tenía la piel de hielo
y las entrañas revueltas. Pero no la habían encontrado. Había pasado horas sin moverse, y no
escuchaba ningún sonido de cascos. El alivio le desató una bola de hielo que se había alojado en
la boca de su estómago desde el planeamiento de su fuga. ¿Realmente había funcionado? Cuando
lo recordaba, se daba cuenta de que lo había hecho porque debía intentarlo, no porque pensara
que sería libre. Enfrentarse directamente a un mago parásito, es decir, a un mago de las sombras,
había sido una locura. Y sin embargo, el hecho estaba allí. El mago había caído, y de inmediato,
como quien enciende una hoguera, su energía se había diseminado en su interior.
Recordó la espada del mago contra el árbol, su columna sobresaliendo de la capa como la
de esqueleto a la luz de la luna fantasmal. ¿Cómo lograr que un mago te dejara acercarte a él?
Pues… un mago era un hombre, después de todo.
“¿Qué puedo hacer para que me protejas?” El mago había apretado los labios y había
paseado la mirada por su cuerpo, como si examinara un caballo.
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Había ciertos momentos en que bajaría la guardia, en especial si subestimaba a su
víctima. Nova se miró las manos. Tenían aun rastros de tierra entre los dedos, lo mismo que,
adivinaba, su rostro y su cuerpo debajo de la ropa. Un dolor palpitante le taladraba los pechos y
notaba rasguños que ningún árbol podría haber trazado en su piel. “Hacer que tu enemigo baje
sus escudos puede convertirse en tu mejor ataque”. ¡Maldita sea! ¿Así iba a vencer a los
Usurpadores? ¿Así vengaría a sus padres? Sin darse cuenta, su puño había estallado en el pasto.
Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba de rodillas. El fuego en su boca le impidió sentir
la sangre en sus nudillos. Había matado un hombre y dejado inconsciente a otro, y solo lo había
logrado porque ambos habían estado muy ocupados con su cuerpo.
Se echó sobre un costado, apretándose la barriga, y sintió las lágrimas salir de sus ojos
como de una compresa fracturada. Una risa histérica sacudió su cuerpo. El dolor en las ingles era
un recordatorio de lo que había pasado era real. ¡Había sido tan fácil! El mago le había subido la
falda y se había bajado los pantalones sin mayor ceremonia. Era un trámite como el del taller. La
había arrinconado contra el árbol, tumbado al piso y forcejeado entre sus piernas. Nova no lo
había asimilado porque su mano buscaba a tientas, en el suelo, la roca que había dejado caer
segundos atrás. La roca estalló contra la sien del mago, la cara del mago, el cráneo del mago,
quien cayó sin hacer un sonido. Perfecto. Nova, sin saber si el mago respiraba o no, se había
precipitado a la huida.
El bosque parecía respirar en su nuca, acorralarla con su presencia infinita. Tenía que
seguir. Se puso en pie, siguió el sonido del cauce del río y se abrió paso hasta sus aguas. Su boca
de arena lo recibió como una explosión. Dios, estaba débil. Se lavó el rostro tiznado de sangre,
lluvia y tierra, se empapó los brazos y se lavó el cuerpo. Tras haber sido esclavizada por un
parásito energético, amarrada a un caballo y llevada a la fuerza por los sombríos, esto era lo
mejor que se había sentido en semanas. Se sentó y sacudió sus cabellos. El sol tibio era una
caricia en sus brazos, pero la mano en su hombro fue como la mordida de una serpiente.
Antes de que pudiera volverse dos manos la habían asido de los brazos.
—No te muevas— era la voz de Cirsus.
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Nova se sacudió, histérica.
—¡Traidor! ¡Suéltame!
—¡Nova, quédate callada!—era la voz de Azoth.
Nova tomó aliento y volteó a mirar a los dos herreros.
—La encontraste, herrero.
Azoth dio un brinco.
Cirsus volteó, aun asiendo a Nova. Detrás de él estaban los tres hijos de las sombras.
—Sí, señor. Aquí está—dijo Cirsus—. Le dije que la encontraríamos hoy.
—Bien—la voz del mago energético, con un moretón enorme y rojo como una
mordedura en la sien, destilaba veneno—. No te van a alcanzar mil vidas para arrepentirte de lo
que hiciste, seca.
—Tienes suerte de que necesitemos tu sangre, jogort—dijo el mago de piel de
serpiente—. Hugriel te quería para sí y fue muy difícil calmarlo.
—-Amárrala a su caballo y síguenos—dijo el mago de ojos grises. Los magos voltearon y
regresaron a sus caballos.
—Camina—dijo Cirsus.
—Trabajas para ellos— Nova habría querido abofetear a su antiguo maestro, pero Cirsus
ya se había volteado y la arrastraba a su caballo.
—Sí, trabajo para ellos, por supuesto. ¿Acaso eres estúpida? ¿Quién si no compraría tres
espadas de acero de Kriyak?
—Amárrala bien—dijo el mago de cabellos grises—. Este jueguito ya fue demasiado
lejos.
Cirsus apretó la soga en las muñecas de Nova hasta que sus manos tomaron el color de un
pez muerto.
—La chica dejó ir a su caballo. No está por ningún lado.
—Entonces irá contigo.
Cirsus se encogió de hombros.
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—Sube—dijo dirigiéndose a Nova.
—No puedo subir así, idiota. Necesito mis manos. Desátame.
Cirsus la tomó de la cintura y la subió a Impetuoso. Nova no tuvo tiempo de protestar.
Después de salir del bosque al atardecer (Nova llegó a la conclusión de que se trataba del
bosque de Lutius, a algunos cientos de kilómetros al noroeste de Lecho Piedras) llegaron a una
meseta de piedras del tamaño de uñas y de allí a una enorme sabana de rocas bañadas por un mar
gris y débil, cuya oscilación le provocaba una sensación incómoda si se le quedaba mirando.
Siguiendo el mapa en su cabeza, Nova llegó a la conclusión de que se encontraban en el Mar
Inhóspito.
—Felicitaciones, Cirsus—dijo Nova, destilando veneno—. Tus socios nos han traído a la
región más aislada de los Nueve Reinos. Nadie vive aquí, y nadie se interna en esta región. Nadie
te va a ayudar.
—Cuidado, chiquilla. O los amigos de tus padres te escuch…
—Cir…—dijo Azoth como si hubiese visto un muerto.
—¿Qué…?—Cirsus se detuvo. Su pecho estaba apoyado en la espalda de Nova, quien
sintió cómo el herrero perdió el aire.
Nova levantó la vista. En el horizonte se perfilaba una ciudadela, grotesca como una
tarántula, enclavada al pie de una montaña de piedra. El gris de sus murallas se confundía con las
arenas y la bruma de las montañas en las que estaba empotrada. Se encontraba aún muy lejos,
pero era tan grande que Nova pudo ver sus ventanas como ojos huecos, las puertas de hierro,
amenazantes como bocas con colmillos y el puente colgante de la entrada como una lengua
sedienta.
—Bienvenido a tu nueva vida, herrero—dijo el sombrío líder.
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Capítulo 13
La celda donde Nova estaba encerrada estaba enteramente tallada en piedra, iluminada
por la luz del sol que entraba como agua por las ventanas. No había muebles, y por eso no podía
asomarse a las ventanas, mucho más altas que ella, a constatar lo evidente: su habitación se
encontraba en un piso elevado, y no podía escapar por otro medio que la puerta, lo que la
obligaba, en caso de encontrar un medio de huida, a enfrentarse con todo hijo de las sombras que
encontrase.
No había cama, por supuesto. Estaba tirada de lado en el suelo con las rodillas en el
pecho y los brazos abrazando sus piernas, y sentía cada pequeña piedrita hiriendo su costado. Le
daban agua y lo que adivinaba eran restos de la comida que los hijos de las sombras dejaban.
Una fortaleza como aquella debía albergar a varias decenas de sombríos, además de sirvientes,
cocineros, pajes… y carceleros. El suyo era un hombre pequeño y rollizo, de apariencia maciza
como un toro, ojos negros de cucaracha y un gran pliegue de piel grasosa en su cuello. Por lo que
a Nova concernía, el hombre sólo conocía una palabra: “apártate”.
Al comienzo había pensado en negarse a comer. La muerte por inanición le atraía más
que por desangramiento, y aunque los sombríos lo notasen, el ayuno disminuiría la cantidad de
sangre en sus venas, y la energía que la magia oscura podría tomar de ella.
Pero al desechar la primera comida por la ventana había contemplado la muerte, su
muerte, la muerte real por primera vez. No, la muerte no era para ella. No por ahora. Había
demasiado que hacer. Se dio cuenta de que su corazón había tomado una decisión por ella, tan
fácil y simple como cuando probaba olivas y sabía que no le gustaban. De acuerdo, no quería
morir, pero sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida. Aunque los magos de las sombras no
le decían los pormenores de la preparación de los rituales de desangramiento, tampoco se
preocupaban en guardar el secreto.
La habían sangrado desde el primer día. Dos magos habían ingresado a su celda. El poder
irradiaba desde sus cuerpos como vapor, y tras haber pasado semanas en compañía de magos de
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las sombras, una perturbadora sensibilidad a su poder preocupaba a Nova. La energía inhumana
de sus cuerpos se había vuelto insoportable, como tener a alguien gritando en su oído. La
presencia de los dos sombríos la había hecho retroceder sin saber si taparse los ojos, los oídos o
hacerse un ovillo en el rincón más alejado de la celda.
Eso le había pasado esta vez, cuando ambos la inutilizaron al agarrarla de los brazos. Se
habían dado instrucciones uno al otro mientras Nova pateaba y luchaba. Cuando sintió el corte en
su brazo y algo tibio derramándose en un cuenco se contentó con desear que acabasen ya.
La habían dejado tranquila por el resto del día, y en la noche volvieron. Nova había
permanecido quieta, en pie a pocos pasos de la puerta y cuando el sombrío tomó su brazo, le
clavó los dientes en el brazo y trató de huir. Pero el mago la había jalado de los caballos con
tanta fuerza que cayó de espaldas. El golpe la atontó, y pronto se encontró inmovilizada. Cuando
los magos la dejaron, la debilidad le impidió levantarse por horas.
Sabía que el tiempo se le acababa. Los rituales como este se preparaban en dos o tres
días. La luz rosácea que ingresaba por su ventana y se proyectaba en la roca de la pared indicaba
la llegada del atardecer. Podía ser la última vez que viera la luz del día. Volvió a intentar trepar
al marco de la ventana, pero se encontraba a al menos tres cabezas por encima de ella.
El cuadrado de cielo que podía ver se había oscurecido y algunas nubes se habían
aglomerado. No había escuchado voces o pasos en horas. No, no podía ser. Estaban reunidos en
alguna otra habitación. Un ritual. Pronto requerirían sangre. Trató de nuevo de escalar la pared y
llegar a la ventana, arañó las paredes y se hirió las rodillas. Se acercó a la puerta y miró por la
cerradura. Era un orificio pequeño, que no ofrecía mayor visión que un punto en la pared. Se
agachó y trató de ver por el resquicio de abajo. Nada. Movió la manija, como lo había hecho
otras veces. Estaba asegurada. Los pasos que resonaron en el suelo retumbaron en su estómago.
Alguien se acercaba.
La puerta rechinó antes de abrirse. El sombrío de los ojos negros y piel de serpiente
apareció en el marco de la puerta; a Nova se le retorció el estómago sin saber si era su propio
miedo o la desbordante energía vengativa del mago.
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—Ven conmigo, jogort. Ellos llegan en unas horas.
Nova sintió que el suelo cerraba garras de hielo en sus tobillos. El mago la miraba como
se ve a una silla.
—¿Quiénes son “ellos”?
El mago la miró una sonrisa cruel.
—Te quieren. Has ofendido a los Altos Sombríos. Muévete.
Nova retrocedió hasta dar con la pared.
—¿Los Altos? ¿Quiénes son ellos?
—Ustedes los conocen por otros nombres, pero su número no varía.
Las palabras del mago fueron un puñetazo en el estómago de Nova.
—Los Usurpadores están en camino…
—Exacto. Ahora muévete.
Nova negó con la cabeza.
—No, lo siento. Morgan y los otros van a tener que venir a verme aquí.
El mago siseo, furioso.
—¿Qué demonios te crees que haces, hiztest? ¿Vas a venir caminando o te tengo que
arrastrar de los pelos?
—Supongo que vas a tener que arrastrarme de los pelos, porque yo no me muevo.
El mago azotó la puerta y avanzó a zancadas hacia ella. Nova no se movió.
—Te has vuelto loca, ¿verdad, puta? —dijo agarrándola por las muñecas—¿Por haber
herido a Inger crees que puedes con los hijos de las sombras?
—¡Suéltame!
El mago la arrojó al suelo y empezó a abofetearla.
—Esta noche vas a pagar tu atrevimiento—le sujetó la cabeza contra el suelo—. Vas a
desear haber venido tranquila y morir rápido. ¡Pero no! ¡Tenías que creerte igual a nosotros!
¿Crees que con herir a un hijo de las sombras puedes con el resto de nosotros?
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Nova sintió las manos del mago como nudos estrujando su cuello. Empezó a luchar por
aire. Su mano trataba de alejar al mago. Trato de hundir los dedos en sus ojos, pero estaban
demasiado lejos; trato de abrir los dedos del mago, pero parecían tallados en mármol; le arañó el
rostro, y aunque el mago la soltó un instante, fue sólo para abofetearla y de inmediato cerró el
aire para ella. El rostro del mago empezó a perderse en la oscuridad. Su mano aferró lo primero
que encontró, y de pronto el aire volvió a ella. El grito del mago en su oído, un solo grito, seco y
ahogado, duró solo un instante. Los dedos de Nova se afirmaron en torno a un algo húmedo, un
poco más grande que su puño, que se dilataba en su mano. Lo apretó hasta estrujarlo y hacerlo
desbordar, y al retirar la mano, húmeda y tibia, sintió que cortaba las cuerdas de un laúd. El
mago yacía sobre ella, inerte.
Nova empujó el peso muerto a un costado. El cadáver tenía los ojos abiertos como
cristales y su boca era un orificio en cartón. Pero lo más horrible era el cráter desbordante de lava
de su pecho. Al mirar su propia mano vio en ella un corazón palpitante. Se levantó a tropezones
y cayó al piso de nuevo, junto al rostro abierto del mago. Como en una pesadilla, abandonó la
celda y se asomó a la ventana del corredor, luchando por aire. Las arcadas retorcieron su
estómago y no pudo evitar vomitar. Cuando su cuerpo quedó drenado, apoyó el rostro en la
ventana.
Al volverse vio que se encontraba en un corredor que albergaba varias celdas, tal vez
decenas de ellas. El pasillo estaba desierto. Parecía que los magos se habían reunido en alguna
parte del castillo para empezar el ritual. Solo quería correr y huir, pero se obligó a entrar en la
celda, tomar al mago por los pies y arrastrarlo, penosamente, a una celda contigua. No podía
hacer nada por la alfombra de sangre, pero podía esperar que pensaran que la sangre era suya.
El eco resonaba en el corredor y los pabellones. Se asomó a una de las ventanas del
corredor y vio que esa ala de la ciudadela se levantaba lisa sobre un acantilado que daba al mar
agitado. El mareo que se apoderó de ella le confirmó que se trataba del mar Inhóspito. Al fondo
había un corredor que daba a unas escaleras encaracoladas. Mientras descendía por ellas vio sus
manos tenidas de un tinte rojizo como el óxido.
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Las escaleras la llevaron a varios pisos debajo del de las celdas. Cuando dejó la escalera
vio la puerta que daba al patio principal. Sin embargo, también escuchó voces provenientes de
las puertas abiertas en el salón. Ordenes de llevar ciertos artefactos al salón del sótano. Que
dejaran las flores silvestres en las puertas. Que los cuchillos estuviesen afilados. Que los caballos
permanecieran afuera de la fortaleza…
Pasos resonaron atrás. Maldita sea, otro mago negro. Mejor aventurarse a la oscuridad
que ser encontrada por ellos. Tomó aliento…
—No hagas ruido, Nova—era la voz de Cirsus. El herrero prendió una vela.
—¿Qué demonios haces acá?
—Te he dicho que te calles—dijo Cirsus—. ¿Vas a escucharme por una vez? Ellos se
acercan. Están entrando por la puerta principal.
Cirsus tomó a Nova por el brazo y la arrastró, más que condujo, a lo largo del pasillo en
sombras. Nova iba a trompicones, apoyándose en parte en los muros de piedra, y en parte por el
empuje de su guía. Cirsus avanzaba en silencio, lo que le venía a perlas. A pesar de los días que
habían pasado, Nova aún no había podido asimilar la idea de encontrar a su instructor trabajando
para los magos de las sombras. ¿Por qué había confiado en él? Interiormente, maldijo el día en
que conoció a Cirsus, cuando la ayudó a esconderse de los guardias grises.
Pero Cirsus seguía adelante en la oscuridad. Después de esquivar sin mayor problema su
puñetazo, el joven se había limitado a advertirle que hiciera silencio, y luego, sencillamente se
apoderó de su brazo para conducirla, muda por la sorpresa, por la fortaleza a oscuras. Llevaban
avanzando ya varios minutos, subiendo y bajando escaleras, abriendo y cerrando puertas,
superando corredores y atravesando salas y salones. La luna era un enorme zafiro cuya luz
bañaba de añil los muros carcomidos. Cuando salieron al patio de entrada de la fortaleza, más
negra que el cielo de la noche, y tan alta que resultaba grotesca, Cirsus se detuvo.
—Sólo puedo llevarte hasta este punto—dijo finalmente Cirsus—. A partir del muro mi
presencia es detectable. Sólo tienes que atravesar el patio hasta el portón de entrada. Está
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abierto—le puso una daga en sus manos, y Nova tuvo que resistir la tentación de clavársela en el
pecho—. Toma. Es de acero de Kriyak.
Nova lo encaró, colérica.
—Yo no te pedí ayuda, Cirsus. Y la verdad, no entiendo por qué te molestas en sacarme
de aquí, si acabas de venderme a los magos de las sombras. ¿Es que quieres venderme a alguien
más? ¿Te dieron muy poco?
—Chiquilla, no tengo tiempo para tus berrinches, así que te sugiero que aproveches que
tienes salida franca, porque no seré yo, sino los magos de las sombras quienes te busquen apenas
noten que no estás. Ya sabes que se ponen de los nervios cuando juegas a la niña malcriada.
Nova se irguió y lo miró de frente.
—De acuerdo, Cirsus, pero te aclaro no te debo nada. Sigues siendo un mentiroso, un
traidor y un pedante.
Los ojos de Cirsus la taladraron. Luego, el joven se acercó a ella, y sin darle tiempo para
reaccionar, alargó un brazo, la acercó a él y presionó sus labios contra los de ella. Nova se quedó
paralizada de asombro por unos instantes, en los que Cirsus se apoderó de su boca y la apretó
contra él. Cuando ella reaccionó y quiso apartarse, se dio cuenta de las manos de Cirsus
aprisionaban su nuca y le impedían toda retirara. La boca de Cirsus estaba en llamas, y sus labios
eran suaves y tibios. Se dejó saborear y explorar por un momento, pero pronto el deseo
acumulado venció a todo lo demás y la arrastró hacia esos labios que la invadían. Nova se lanzó
a la boca de Cirsus, que soltó un gemido de sorpresa. Se quedó muy quieto un momento, y luego
cambió el ángulo para profundizar el beso; primero con suavidad, pero pronto su delicadeza se
transformó en urgencia. El calor se extendió por el cuerpo de Nova, desde su boca hasta las
yemas de sus dedos, enterrados en los cabellos de él. Y de pronto, se dio cuenta de que Cirsus la
tenía aprisionada entre sus brazos, y más sorprendente aún, que ella se había estirado en punta de
pies y entrelazado los brazos alrededor de su cuello para apretarse contra él. El pecho de Cirsus
era fuerte, pero acogedor, y el olor de su cuerpo, a sudor fresco, resina y metal, la hacía sentirse
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viva. Y supo que una parte de ella se quedaría para siempre en esos brazos que la aislaban del
mundo.
Cirsus fue suavizando el beso mientras aflojaba la presión en su cintura, y al fin se retiró
de su boca; sus dedos demoraron un momento en la mejilla y los cabellos de Nova. Ella todavía
demoró en abrir los ojos y regresar a la realidad, y cuando lo hizo, se encontró con que los
intensos ojos de Cirsus volvían a atravesarla. Su expresión seguía siendo severa, pero su boca
brillaba, entreabierta.
—Ahora sí que no me debes nada—dijo en voz baja.
Nova sacudió la cabeza.
—Eres un mentiroso, Cirsus, y siempre serás un engreído. Esto no cambia nada.
Cirsus asintió, satisfecho, sin suavizar el ceño.
—-No aceptaría otra respuesta.
Nova dio media vuelta y con la espalda erguida, caminó hacia la sombra que ennegrecía
el ángulo formado por la unión del patio y la muralla. Pero cuando llegó a la oscuridad, tuvo que
apoyarse en las paredes, porque se dio cuenta de que sus rodillas temblaban y estaban a punto de
fallarle.
Cuando Cirsus entró al taller, lo encontró en un silencio reconfortante. Los magos se
encontraban en el sótano de la ciudadela. Azoth estaba al fondo de la habitación y volteó al
escuchar la puerta.
—¿Cómo te fue?
—Bien. Sin incidentes.
Azoth mostró sus dientes blanquísimos.
—Qué alivio, Cir. Por ambos. ¿Nadie los vio?
Cirsus se dejó caer en la silla.
—No, estoy seguro de eso. Solo había unos pocos magos y sirvientes en ese piso.
—Bueno, ya uno de nosotros esta fuera.
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—El menos complicado.
Azoth se asomó a la ventana. El cielo parecía un reflejo del mar embravecido, agrietado
por destellos de luz plateada.
—¿Tienes idea de dónde vamos a empezar a buscar ese contrato? Este lugar es inmenso.
Cirsus negó con la cabeza. La idea de buscar un pequeño contrato, que podía estar bajo
mil llaves, en un lugar tan monstruosamente grande, lo hacía sentirse diminuto. Detestaba esa
sensación.
—¿Sabes que los contratos de sangre no son conocidos más que por sus firmantes?
Cirsus asintió.
—¿Y qué con eso?
—Los otros magos nos saben por qué estamos aquí. Somos herreros y se nos paga bien.
El contrato debe estar en poder de nuestros amigos.
—Si eso es cierto…
Las zancadas que resonaron en el corredor no dejaron a Cirsus pensar en la respuesta. La
puerta del taller se abrió de golpe y tres guardias ingresaron a la celda.
—Kilnar llama a todos los habitantes de la ciudadela al patio principal.
Cirsus y Azoth salieron de inmediato, y aun así, el patio ya estaba florecido de rostros en
claroscuro bajo la luz de decenas de antorchas laterales. Cuando Cirsus y Azoth llegaron el aire
estaba cargado de murmullos, como un viento ronco contra los troncos de los árboles. Los
rostros de los magos exhibían una furia contenida. Las voces susurraban como olas y Azoth
escuchó una palabra repetirse: jizkitak.
—¿Qué significa?—pregunto Azoth.
—Significa asesino—tradujo Cirsus—. Están diciendo que ha habido una traición dentro
de la ciudadela…
—¡Silencio!—Nalur, el mago líder de la defensa de la fortaleza, hablaba desde el balcón
del ala este, que daba al patio. Junto a él había otros nueve magos que Cirsus reconoció como sus
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segundos al mando, capitanes que se encargaban de resguardar las diferentes secciones de la
fortaleza.
Lentamente, de mala gana, los magos guardaron silencio.
—Me disculpo con ustedes por interrumpir el día del ritual—comenzó Nalur en voz
alta—. Como saben, las festividades iban en buen curso. Sin embargo ha habido un imprevisto y
hemos tenido que detener la fiesta para encargarnos de otros asuntos más urgentes.
—Escuché que hubo un ataque—dijo un mago joven a una maga de cabellos largos y
negros, que se encontraban al lado de Cirsus.
—Suena imposible—dijo la maga—. Este sitio es impenetrable. Matar a un mago de las
sombras…
—Les diré lo que sabemos—la voz de Nalur, aunque baja, era imperiosa—. Uno de los
nuestros ha sido asesinado. Se le encontró el cuerpo de Restre en el corredor de los calabozos. El
corazón le había sido arrancado de su pecho.
Un murmuro de asombro e incredulidad recorrió el patio como una ola. Azoth volvió a
escuchar la palabra de labios de los magos del sur: jizkitak.
—Silencio—repitió Nalur—. Es indudable que se trata de magia de las sombras.
Tenemos algunas hipótesis, pero nada definitivo. Hay algunos factores importantes aquí. Uno es
que es posible que hubiese una testigo.
Los gritos y reclamos se intensificaron. ¿Qué estaban haciendo por encontrar a los
testigos? ¿Por qué perdían el tiempo en reuniones inútiles?
Un segundo mago se acercó al balcón. Cirsus reconoció a Torth, el mago guardián de los
sótanos de la fortaleza.
—Hasta hace unas horas, una de las celdas estaba ocupada por una muchacha mortal. La
chica es hija de guerreros que pertenecieron al bando real. Creemos que el asesino contó con la
ayuda de la chica. Por ese motivo la habría ayudado a escapar.
Azoth miró a Cirsus, quien negó imperceptiblemente con la cabeza.
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—Hemos cerrado el portón y levantado el puente. Hasta no dar con una explicación a lo
que ocurrió, nadie sale de la ciudadela. Se están tomando medidas para encontrar a la chica,
aunque puede que tome un poco más de tiempo del que inicialmente creíamos. Uno de nuestros
caballos ha desaparecido.
—Eso no debiera causarnos demasiados problemas—prosiguió Torth—. La chica va sola
en un desierto en el que nunca había estado antes, y que nuestros guardias conocen palmo a
palmo. Creemos que es cuestión de horas antes de que la encontremos.
Azoth miró a Cirsus.
—¿Crees que puedan…?
Cirsus negó con la cabeza. Si la atrapaban, no caería sola. Irremisiblemente, ellos
también estarían atrapados.
—Hay otras medidas que tomaremos—dijo Nalur—. Nadie caminará solo en la ciudadela
a menos que sea trayectos cortos y transitados.
Esta vez, el murmullo que se elevó en el patio fue de indignación.
—Se declara toque de queda después de la puesta del sol —dijo Nalur—Nadie abandona
sus habitaciones, a menos que posea un permiso especial.
—No se había declarado toque de queda desde la guerra—dijo un mago detrás de Azoth.
—¿Te sorprendes? —dijo un mago de mediana edad, su lado— Hay una muerte y magia
negra, pero no es tan fácil. Ni siquiera un mago negro puede matar a otro mago negro con tanta
facilidad.
Cirsus congeló sus facciones, pero inclinó la cabeza para escuchar la conversación. ¿Sería
una coincidencia que la misma noche en que Nova escapó hubiese un mago negro asesino en la
ciudadela? No lo parecía.
—Finalmente—dijo Nalur—, todos los residentes deberán poner sus armas a disposición,
y solo se les permitirá tenerlas en exploraciones u ocasiones que lo ameriten. Pueden irse.
Los murmullos se fueron esparciendo en el patio como una ola.
140
—Solo han hablado de lo que íbamos a saber tarde o temprano—dijo Cirsus mientras
caminaban de vuelta al taller.
—Sí—dijo Azoth—. Era imposible ocultarlo. ¿Cuántas personas viven aquí? ¿Cien?
¿Ciento cincuenta, tal vez?
—Están ganando tiempo.
—¿Contra quién?
—Contra los Usurpadores. Deben estar furiosos. Acaba de llegar…
Azoth abrió los ojos como un cervatillo.
—Están asustados…
—Sería de idiotas no estarlo. Hay una amenaza en la fortaleza. Se infiltró sin que nadie la
viera hasta que alguien murió. Los magos de las sombras no están acostumbrados a sentirse
amenazados. Y sucede en el peor momento posible. ¿Piensas que los Usurpadores van a ser
compasivos?
—Mira—dijo Azoth señalando el patio.
Se encontraban en el segundo nivel de la fortaleza. Estaban solos, y sus voces resonaban
en el fondo del corredor. Cirsus se asomó a la venta. Daba al patio principal, y a la luz de los
antorchas, podía ver a los magos guardianes en lo alto de las murallas de la fortaleza. La mayoría
de los guardias estaban apostados con vistas al muro principal y los patios laterales de la
fortaleza, no sus alrededores. Por supuesto. No les interesaba lo que pasaba en ese desierto
inhóspito que protegía la ciudad del exterior. La arena y el frío eran suficientes.
Azoth se paró a su lado. Frente a ellos, los muros ensombrecían el patio. En lo alto de las
paredes de piedra podía ver sombras estáticas como manchas.
—Por el otro lado, habrá menos magos vigilándonos cuando busquemos ese contrato, ¿no
crees?
—Sin mencionar que uno de los firmantes del contrato está muerto. Uno menos.
141
Capítulo 14
Nova había estado caminando toda la noche y solo se había detenido cuando el cielo
tomó un tomo un tono azulado, brillante como el agua, y decidiera tomar un descanso del
impulso que la había llevado a caminar sin parar tres días para alargar la distancia que la
separaba de la ciudadela. No quería pensar en cómo los recientes hechos la habían cambiado,
aunque se resistiera, y en su lugar solo quería alejarse de ellos. Como si dejar de ver la fortaleza
pudiese cambiar lo que estaba ocurriendo en su cuerpo en ese mismo instante.
Había estado caminando casi sin beber agua —solo había encontrado un pequeño arroyo
al anochecer del día anterior— y sin comer más que hormigas y escarabajos. Y sin embargo, sus
piernas fluían enérgicas y ansiosas por movimiento, como si en vez de sangre, circulara en ellas
aceite ardiente. Nada de dolor, entumecimiento o cansancio. Lo detestaba.
Recordó la sensación que la había embargado, como un maremoto, cuando su mano
extrajo el corazón del sombrío. Éxtasis. Como si cayese de un acantilado al agua fría en el
verano. Liberador. El asco que le subió desde el estómago hasta la boca tenía el sabor de la hiel.
No sabía cuántos hijos de las sombras quedaban los Nueve Reinos, pero por la lejanía de
la ciudadela y los lugares de posible emplazamiento, calculaba que no demasiados. En la
fortaleza había visto cerca de cincuenta. No había muchas fortalezas como aquella, tal vez una o
dos, cada una con capacidad de albergar otra media centena. Y luego estaban los Usurpadores.
Había aprendido que los hijos de las sombras, estuviesen o no involucrados en la guerra,
amenazarían al reino. Era solo cuestión de tiempo.
Se puso en pie y se sacudió el vestido. Si no se apresuraba los tendría a la vista pronto.
Hacia el norte había una montaña que descendía hacia el mar. Giró al norte y empezó a caminar.
La puerta del salón de ceremonias se cerró, y Morgan se volvió a los doce magos que
quedaban en él. Estaban sentados en la mesa que horas antes se utilizó para el ritual, y aún
quedaban algunos restos de las festividades: el olor a carne asada impregnaba el salón, los
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espejos empañados de humedad y las antorchas en el reflejo prestaba extra luz. Morgan mandó
cerrar la puerta y se sentó en la mesa, inicialmente destinada al banquete, junto a los magos
líderes de las diferentes secciones de la ciudadela.
Era doblemente insultante que el mismo día de su llegada, tanto la ciudadela como los
magos de las sombras hubiesen sido burlados. Y mientras tanto, Torth parecía satisfecho con
organizar esa inútil fachada en el patio, y otra más privada en el salón. Telur ya había salido en
búsqueda de la muchacha, pero no esperaba sacar nada de ella…
—Bienvenido, Morgan. Lo estábamos esperando.
Morgan se sentó a la mesa.
—Como todos sabemos—empezó Ratherg, quien se había sentado a la derecha de
Morgan— la fortaleza ha sufrido un ataque sin precedentes. Aunque no hemos dado aun con
pruebas o rastros, hemos elaborado una lista de quienes tenían motivos para desear que Rodath
desapareciera de su vista.
—Lo que puedo decirles del asesinato —dijo Tones, guardián de la puerta y el patio
principal— es que fue perpetrado por un mago negro. Uno poderoso.
—¿Qué tanto?—dijo Morgan.
—Suficiente para dominar a un mago experimentado —dijo Tones.
—Eso nos permite borrar ciertos nombres de nuestra lista—dijo Morgan—. ¿Qué hay de
la chica? ¿Han encontrado un vínculo entre su escape y la muerte de Rodath?
—Las horas coinciden —dijo Torth—. Así como el lugar. Yo no dejaría de lado la idea
de que ambos sucesos están relacionados. Además, es evidente que la chica tuvo ayuda para
escapar.
—Tenemos un traidor entre nosotros—dijo Ratherg.
—¿Podría haber sido el herrero?—preguntó Tones.
—No—dijo Morgan—. El herrero posee una habilidad única, incluso podría llamarla
sobrenatural. Nunca he visto espadas como las suyas. Pero no se relaciona con la magia negra.
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—Aun así, vivía con la chica al momento de atraparla—dijo Tones—. Yo no descartaría
al herrero tan rápidamente.
—Tiene razón—dijo Ratherg—. No creo que el herrero haya matado a Rodath, pero
podría saber algo. Deberíamos mantenerlo vigilado.
—De acuerdo—dijo Morgan—. El herrero pasa a vigilancia estrecha. Hay que prestar
especial atención a con quien se relaciona, además de su pupilo. ¿Quién más?
—Tenemos varios nombres en la lista—dijo Torth—. Mular; no es secreto que él deseaba
el título de guardián de las celdas y nunca aceptó que Rodath lo eligiera primero
Nalur sabía que era cierto; la predilección de Ratherg por Rodath había sido evidente
desde antes de la temporada de designaciones; un error del que Ratherg parecía haber aprendido
pero que aún lo perseguía. Si Ratherg no hubiese estado en el banquete toda la noche también
sería sospechoso.
—Friege, Fistan-Shashan, Hubiert—dijo Ratherg.
—¿Crees que los capitanes llegarían a esos extremos para hacerse con el puesto de su
líder?—dijo Tones.
—Ninguno de ellos posee una coartada infalible—dijo Torth.
—Es posible—Morgan se volvió a Torth—. Anota esos nombres. ¿Quién más?
—Tara—dijo Ratherg.
Maldición. Morgan sabía que no debía asombrarse de que el nombre de una mujer como
Tara fuese nombrado entre los sospechosos—pasarla por alto era difícil, dado lo llamativo de su
apariencia y su temperamento—, pero no había esperado que fuese tan rápido.
—Tara no había presentado quejas sobre Rodarth en meses—dijo Morgan.
Torth y Ratherg intercambiaron una mirada.
—Iba a ser enviada a Fontiene—dijo Torth—. Ya no habrá necesidad.
Al fin una buena noticia. Era cierto. Ya no estaba obligado a enviarla. Podía cancelar la
orden y salvar las apariencias al mismo tiempo. Sin embargo, ¿tendría ella algo que ver?
144
Después de la pelea de aquella noche no había visto a Tara hasta horas después de que
encontraron a Rodarth en el pabellón de las celdas. Era posible.
—La investigaremos—dijo Ratherg.
—¿Quién más?—dijo Morgan.
—En realidad, cualquier mago sombrío de categoría magistral debiera ser sospechoso—
dijo Ratherg—, a menos que tengan una coartada firme.
—Lo que eleva el número de sospechosos a cerca de veinte magos—dijo Torth.
—En otras palabras, los únicos magos de categoría magistral eximidos de culpa son los
presentes—dijo Morgan.
—Exacto—dijo Ratherg—. Pero confío en que las investigaciones estrecharán el círculo.
Despertar era probablemente el peor momento del día. Encontrarse con ese techo
agrietado, bajar la vista y ver los barrotes en la ventana, y confirmar, otra vez, que no estaba
soñando.
Se les había despojado de toda privacidad. Se encontraban en una habitación con otras
trece camas, cuyos ocupantes —cocineros, limpiadores, carpinteros y demás sirvientes de la
ciudadela—debían apagar las velas al sonido de una campana. La puerta era asegurada y nadie
podía salir hasta el amanecer. Azoth odiaba el confinamiento. La enormidad de la ciudadela solo
servía para albergar más carceleros, con los que se cruzaba apenas salía de la habitación.
Habían mudado a todos los sirvientes al mismo pabellón, de modo que solo se requería de
tres guardias —uno al pie de la escalera, otro en medio del pasillo y uno al final del corredor—
para vigilar todas las puertas. Por eso, al abrir la puerta de su habitación se encontraba
invariablemente con una estatua viviente: un guardia con espada y en el mismo puesto, que
estaría allí mismo cuando regresase de trabajar.
Al abandonar la habitación, sintió un cosquilleo en la nuca; no era la primera vez. Sabía
que lo sentiría al salir al patio bajo cielo abierto, proveniente de las ventanas y puestos en las
murallas; que la sensación lo seguiría al ingresar al corredor alfombrado, cuando caminase por el
145
recibidor del ala norte, y que los magos voltearían la cabeza cuando pasase a su lado. Al pasar
frente del salón principal, una pareja de magos —una maga de piel agrietada de pergamino y
ojos amarillentos, de largo vestido azul, que hablaba con un mago de mediana edad, enfundado
en botas de cuero y apoyado en un bastón— callaron y murmuraron algo que no pudo oír. Pasó
de largo y atravesó el portón que daba a un segundo patio, más amplio, pero también más
sombrío: servía de puente entre el ala norte, la más amplia de la ciudadela, y la torre, por lo que
estaba circundado por altas paredes de piedra tosca. En los puestos de vigilancia podía ver
guardianes erguidos, con lanzas a los costados. El tedio era desesperante. Atravesó a toda prisa el
patio e ingresó finalmente al ala norte, que hospedaba los talleres y puestos de servicio. El taller
se encontraba en la primera habitación del corredor, y no tenía puerta, o mejor dicho, ya no tenía
puerta. Había sido removida desde sus goznes un día después de que se encontrase el cuerpo sin
vida de Rodath. Otro aditivo era el guardia en el corredor, por supuesto.
Cirsus prendió fuego a la forja cuando lo vio entrar. La rueda empezó a moverse y la
habitación se inundó de un olor a sulfato y un sonido rechinante.
—Lo logré. Forina nos espera en la biblioteca a la hora de la comida—susurró Cirsus.
—De acuerdo—Azoth tomó el martillo de bola y una lanza que había dejado inacabada la
noche anterior y se sentó a trabajar.
Siempre era una buena noticia que la biblioteca estuviese desierta en horas de la comida.
A pesar del inevitable guardia en la puerta, el lugar tenía un aire de calma que Azoth no había
respirado en semanas. Los únicos habitantes de la biblioteca eran libros: libros alineados en
anaqueles, amontonados en rincones, apilados en sobre mesas, como un bosque de papel
encerrado en muros de piedra.
Forina se encontraba al fondo de la sala de mapas de la biblioteca, sentada en una mesa,
leyendo un libro. Era la única persona jogort, sin contar a los herreros, a quien se permitía servir
en un puesto especializado. Por supuesto, el precio había sido el mismo que el que ellos habían
pagado: un contrato de sangre, que al igual que ellos, había perdido. Azoth sólo sabía que Forina
146
había perdido a su hermana debido a una enfermedad durante los primeros meses de la guerra, a
pesar del dinero provisto por los magos, y que no había podido pagarles la deuda. Había sido
llevada a la fortaleza cuanto no era más que una adolescente, y no había salido de ella desde
entonces. Ahora era una mujer de mediana edad, ojos grises y labios delgados, a la que los
magos parecían haberse acostumbrado a pasar por alto, seguros de que sólo dejaría la fortaleza
en un ataúd.
Cuando se acercaron, cerró el libro sin levantar la vista.
—Tomen asiento—su acento del este era marcado, a pesar de sus años en la fortaleza.
—Gracias por recibirnos, Forina—dijo Cirsus—. Hukro nos habló de lo que haces. Tu
ayuda puede significar la diferencia entre quedarnos aquí para siempre o ser libres de nuevo.
—Lo sé, forjador. Pero lo que me pides no es fácil. Eres un prisionero tan valioso como
peligroso. Te vigilan estrechamente, no como al resto de nosotros.
—¿Qué tiene Cirsus de especial?—preguntó Azoth.
—La chica que ayudaste a escapar desapareció la noche en que Rodarth murió—Forina
bajó la voz hasta que fue casi inaudible—. No solo murió en el pabellón de las celdas, sino que
fue herido por una magia sombría muy poderosa. Piensan que hay un espía en la ciudadela.
—Y ese espía, ¿podría ser yo?
—Sí. Aunque no eres un mago, las espadas que fabricas pueden intimidar a un mago de
alto nivel. La mejor explicación, hasta ahora, es que obligaste a un mago a asesinar a Rodarth, y
luego libertaste a la chica.
—Suena complicado—dijo Azoth.
—Sin mencionar que me tomo demasiadas molestias por una chica—dijo Cirsus.
Forina lo encaró, curiosa.
—Discúlpame, forjador. No fui yo quien insinuó que tienes un corazón. Es simplemente
la hipótesis más creíble, de momento.
—No tuve nada que ver con el asesinato de Rodarth—dijo Cirsus.
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—Me confundes con una maga mental, muchacho—dijo Forinea—. Nunca sé cuándo la
gente me miente y a decir verdad, no me importa si tuviste algo que ver con la muerte del mago;
él nunca me gustó. Era mentiroso y mezquino. Le dijo a Turetra que yo me había robado mapas
del sótano. Me azotaron a mí, a pesar de que sabían que Rodarth los tenía.
—Lo siento—dijo Azoth.
—Más lo sentirá Turetra cuando llegue el momento—la voz de Forinea era un río en
creciente de rencor—. Pero deben tener cuidado. Los vigilan. Hay pocos lugares en donde no
son escuchados. Este es uno de ellos, siempre y cuando mantengan la voz baja y no vengan muy
seguido.
—Dinos dónde está el contrato y podemos irnos.
Forinea miraba la ventana como si la respuesta pudiera llegar volando del aire.
—Tengo una condición—dijo finalmente.
—¿Quieres que te llevemos con nosotros?—dijo Cirsus—. Sabes que no…
—No. Necesito que busquen a una persona y le entreguen una carta.
—¿Quién?
—Se llama Haily de Etrai. Es una hija del trueno que conocí antes de la guerra del Index.
Jurarán por todo lo sagrado que la encontrarán, que le entregarán la carta y que no leerán su
contenido. Aceptan, y les ayudo a desaparecer ese contrato y a escapar de la fortaleza.
—¿Forina, te molesta si hablo un momento con Cirsus?—dijo Azoth.
Forina se levantó y abandonó la sala.
—¿Estás seguro de que no estamos cambiado un contrato por otro?—susurró Azoth.
—Al menos has aprendido una lección, muchacho —murmuró—. La última vez el
peligro era evidente y no te vi quejándote.
—No quiero buscar a una mujer en el fin del mundo y darle una carta que tal vez
contenga instrucciones de hervirnos vivos.
—¿Prefieres quedarte aquí, enterrado vivo?
148
—No—Azoth se daba cuenta de que empezaba a sonar como un niño pequeño—. Pero de
verdad, Cirsus, podríamos hacer algo más…
—Bueno, la opción es tener un par de ojos perforándonos la nuca cuando caminemos por
la fortaleza, compartir la habitación con veinte personas y tener un guardia afuera de cada cuarto
que ocupemos, por el resto de nuestras vidas, al menos hasta que Nalur decida que ya no le
somos útiles.
—Podríamos hacer un nuevo acuerdo…
—No—dijo Cirsus—. ¿No has visto a los sirvientes? Todos son no mágicos, como
nosotros. Los magos sombríos no tienen nada que ganar a cambio de un nuevo acuerdo. Poseen
nuestra sangre. Es todo. Allí se acaba el contrato. No podemos darles nada más.
Azoth bajó la cabeza, apabullado. Dios mío, era verdad. No habría negociación. No
habría segunda oportunidad. Nadie podría hacer nada por ellos, ni siquiera el tiempo. Tendrían
que encontrar ese contrato en medio de las decenas de pasillos, cientos de habitaciones, en torres
y sótanos, tras puertas cerradas con llave. Era difícil aun sin contar vigilancia. Forina tenía idea
de dónde podría estar y de cómo encontrarla minimizando el riego, según había dicho. Sin ella,
podían pasar la vida buscando.
—¿No hay alternativa?
—Solo morir y dejarlos sin espadas. ¿Forina?
La mujer atravesó la puerta y se los quedó mirando.
—Estoy de acuerdo—dijo Cirsus.
Forina levantó la cabeza del mapa que había estado estudiando.
—¿Qué hay de ti, muchacho?
—Al salir de aquí, lo primero que haremos es encontrar a esa persona y darle la carta.
Será prioridad.
Forina asintió.
—Tengo su palabra, entonces. Siéntense.
—¿Cómo puedes ayudarnos?—dijo Cirsus acomodándose en su silla.
149
—Cuando llegué aquí había muchos más sirvientes no mágicos de los que hay ahora.
Conozco la fortaleza como ningún mago de las sombras. Incluso sus pasajes ocultos, los que los
magos han olvidado hace generaciones y que han quedado en la memoria de sus sirvientes.
Muchos nacieron aquí y heredaron el conocimiento de sus padres y abuelos.
—¿Tienes un mapa de todos los pasajes de la fortaleza?—pregunto Cirsus.
—Sí. Decenas de ellos. Detallados y precisos, y a salvo de los magos.
—¿Los pasajes nos pueden sacar de nuestra habitación?—preguntó Azoth.
—Sí. Sólo tienen que esperar a que sus compañeros de habitación duerman. Hay un
pasaje en los lavados, detrás de una de las columnas principales. La ventilación no es muy buena,
y probablemente esté infestado de alimañas, pero los sacará de allí. Y entonces tendremos que
empezar a buscar habitación por habitación, y crear una ruta de los pasajes para llegar allí—
levantó los ojos grises para mirar a Cirsus—. Puede tomar un tiempo, herrero.
—Entonces lo mejor será empezar esta noche.
Forina asintió.
—Iré a buscar la carta y los mapas.
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Capítulo 15
Si no se miraba con atención, la puerta de entrada al pasaje pasaba como cualquier
juntura de las piedras, e incluso entonces, especialmente con el polvo y el desgaste, parecía una
sección de piedras organizada de una manera inusualmente vertical, nada más. Nada indicaba
que allí había una puerta. En las semanas que llevaban en la ciudadela, a Azoth no se le había
ocurrido que esas murallas pesadas e inmortales guardaran puertas móviles a su interior.
Cirsus se puso de cuclillas y tanteó en la oscuridad. Ambos estaban vestidos de negro,
con botas de cuero para abrigar los pies y gruesas capas de lana sobre los hombros. Debajo de su
capa, insertados en un largo arco de cuero, Cirsus llevaba media docena de dagas y puñales de
distintos tamaños. Al abrir la capa daba la impresión de la mandíbula de un animal salvaje.
—Az, muévete.
Azoth acercó la antorcha y Cirsus encontró palanca, que se accionó con un crac. La
puerta se sumergió en la pared de piedra y dejó pasó a un pasadizo ennegrecido y largo como la
sombra de una serpiente.
Azoth siguió a Cirsus al interior del pasadizo. El cambio fue inmediato. El pasadizo lo
asfixió con su hálito de polvo de ultratumba. La luz de la antorcha parecía penetrar un manto
líquido, pues solo extendía su brillo por unos cuantos pasos, y más adelante, la oscuridad la
tragaba.
—¿Tienes el mapa?
—Sí—Azoth abrió un pergamino. Lo hubiese querido abrir más, pero el pasadizo era tan
estrecho que apenas y permitía que un solo hombre caminase por él.
—¿Nos ves?
—Aquí—Azoth dejó el mapa en el suelo y Cirsus acercó la antorcha—. Estamos en este
punto—. Azoth señaló un punto entre diversas intersecciones de líneas y curvas. El pasadizo
donde se encontraban era estrecho, y por un trecho, corría paralelo al ala oeste.
—Empecemos a buscar.
151
Azoth siguió a Cirus por el laberinto de sederos subterráneos, sintiendo que caminaban en
el mausoleo de un gigante. Los senderos lo abrumaban, y le costaba mantener la concentración
en el mapa con sus cientos de trazos entrecruzados.
—Respira, Az—dijo Cirsus sin voltear a verlo—. Yo también detesto los espacios
estrechos.
Era cierto. Cirsus no soportaba cualquier tipo de confinamiento, ya fuese físico o mental.
Azoth sabía que se debía a sus años de esclavo. Se preguntó qué otros rasgos de su personalidad
se habían forjado con sus cadenas, y si ese ansia de riesgo que los había llevado a firmar ese
maldito contrato era en verdad una reacción por haber sido privado de una vida real y poder de
decisión por años.
Pero Cirsus lideraba el camino sin voltear. La antorcha fulguraba contra la oscuridad
opresiva y su estela avanzaba delante de Azoth como la cola de un león en alerta.
—¿Te parece una salida?—dijo Cirsus.
Se había detenido frente a la pared. Eso era todo. Azoth no vio ninguna señal que indicara
que allí había una salida.
—No.
—Fíjate bien—Cirsus señaló el muro—. Allí. Las junturas de las rocas están organizadas
verticalmente.
Era verdad. Las junturas coincidían y terminaban en la misma línea.
—Parece una puerta.
—¿La primera que pasamos?
—¿Cómo lo voy a saber? Hasta hace un instante no parecía una salida para mí.
Cirsus sacó un pedazo de carbón de su bolsillo y marcó una cruz con trazos gruesos.
—Me parece bastante visible ahora—Azoth abrió el mapa—. Una menos, faltan
cincuenta y tres.
—Presta atención, es difícil de notar.
—¿Y esa curva?—dijo Cirsus—. Debiera de venir después de dos puertas.
152
Azoth se detuvo. Era verdad. El pasadizo en el que se encontraban describía ahora una
sabe curvatura que aparecía en el mapa, pero Forinea había destacado las tres puertas que debían
pasar de largo antes de llegar a ella.
—Hemos pasado de largo dos puertas—Cirsus parecía hablar de brujos asesinos, y no de
piedras superpuestas.
—Pero estamos en camino…
—¿Cómo sabremos cuando encontramos la salida? Podríamos salir una entrada después,
en el pasadizo que da a la sala general. Los magos se preguntaran qué hacemos saliendo de una
pared…
Azoth se detuvo.
—Oh.
—Tenemos que estar seguros de que salimos por la puerta correcta.
—Mira—Azoth abrió el mapa—. Estamos aquí—señaló el lugar en el que el pasadizo
empezaba a forma una curva.
—Sí, pero hay una puerta a pocos pasos de la curva, y no la veo. Debe estar por acá—
Cirsus levantó la antorcha y la acercó al muro—. Nada… nada…
—Tal vez unos pasos más adelante…
—No. Es aquí. Antes de retomarla línea recta. Mira.
Azoth avanzó unos pasos. Era verdad. El camino volvía a tomar su forma recta.
—Debe estar aquí—Cirsus retrocedió varios pasos y acerco la antorcha hasta negrear la
piedra.
—Aquí—Azoth contuvo el aliento como si el muro pudiese oírlo—. Mira.
Cirsus acercó la antorcha y Azoth lo vio con claridad. Una línea vertical de piedras
acumuladas una sobre otra, las junturas perfectas, aunque llenas de polvo y tierra. Cirsus recorrió
las junturas con la antorcha hasta encontrar el borroso rectángulo de una puerta que parecía no
haber sido abierta en siglos. Sacó el carbón de su bolsillo y marcó una segunda cruz negra, de
trazos toscos.
153
—Sigamos.
Hatcher la guiaba hasta la ciudadela y le mostraba a su madre. Estaba herida, pero viva y
feliz, junto a su padre. Khalil le había sonreído mostrando unos dientes amarillentos, su piel dura
y rugosa como la corteza de un árbol, sus ojos rojos como hierro sobre fuego.
“Fui yo, Nova”.
Su madre le había sonreído, feliz, pero sus ojos lloraban sangre.
Y entonces había gritado.
O eso pensó Nova cuando abrió los ojos en la oscuridad. Estaba tendida en la parte baja
de una duna y sobre su cabeza solo estaba el cielo infinito, salpicado de plata.
Solo había sido una pesadilla. No era cierto. El hecho de que Hatcher hubiese
querido jugar con ella no significaba nada. Era un mago de las sombras. Era lo que sabía hacer.
Los magos de las sombras herían tu cuerpo, y si no podían, jugaban con tu mente. Siempre lo
había sabido.
Pero no podía dejar de pensar en ello. Hatcher no le había dado pruebas. Ni siquiera
testigos. No encajaba, ni tenía sentido. Y sin embargo, algo la molestaba.
La magia de las sombras había sido parte de ella sin que la tuviese que tomar de un mago
negro. Le era innata, y solo había dos maneras de nacer como maga de las sombras. La primera
era ser hija de un mago sombrío. La segunda era ser hija de un mago que cometiera numerosos
crímenes, de tal modo que su esencia se trastocara.
Las dos opciones eran terribles.
Lo único que quedaba de Hatcher en el mundo era un bulto de tierra floja en el patio
trasero. Las sombras de los árboles en flor camuflaban la tierra, que en pocos días se inundaría
en una laguna verde.
Los días empezaban a alargarse y las hojas a perder su color. Había perdido medio año, y
no tenía idea de dónde estarían los Siete Usurpadores. No los había visto ni sabido de sus planes.
154
Porque tan cierto como que habían matado a su madre y a su padre era que tenían planes, que un
día, más pronto que tarde, el mundo sabría de su presencia.
Ya no podía dormir. Una hora la había revigorizado y estaba lista para caminar de nuevo.
Malditos magos de las sombras, ¿cómo se las ingeniaban para enfrentar al mundo así? Extrañaba
dormir, desconectarse de sus problemas por un tercio del día. Tal vez por eso los magos de las
sombras parecían todos dementes y asesinos, por esa falta de descanso mental que incluso los
hijos del trueno lograban. Genial, iba a empezar volverse loca.
El amanecer debía estar cerca. Azoth lo sintió en las tripas, si no en la luz. Aquí no la
habría jamás. El frío tampoco se iría. Bajó la vista al mapa: habían marcado diecisiete puertas,
de forma bastante esporádica por cierto, y habían hecho varios rodeos que, por lo que a él
respectaba, podían haberlos perdido por completo dentro del laberinto de piedra que había
resultado ser este circuito de pasadizos.
—Cirsus, tenemos que volver ya.
—Aun no. Creo que estamos cerca.
—Van a notar nuestra falta.
—Solo unos pasos más. Unos minutos más. Va a hacer un giro abrupto a la derecha, y
dos puertas más allá encontraremos la sala de Nalur.
Azoth tomó aire antes de contestar.
—De acuerdo.
El color terroso que manchaba el otrora plomo de las piedras lo mareaba. Como un
enorme pantano congelado. Diablos. Definitivamente congelado. Su aliento se dibujaba de
bruma en el aire.
—Ya debemos estar cerca—en la voz de Cirsus se notaba la emoción. El pasadizo
parecía terminar unos pasos más adelante.
—¡Apresúrate!
155
Azoth corrió tras Cirsus. Parecía que era cierto. Podía ver la pared cerrando el paso.
Azoth casi se dio de bruces con la pared.
El pasadizo se abría en dos direcciones. Dos caminos.
—Azoth, el mapa.
Azoth abrió el pergamino. Muchos pasadizos se abrían en dos direcciones, pero ninguno
en la ruta que habían planeado. Sintió un nido de serpientes en el estómago cuando se dio cuenta
de que no tenía idea de dónde estaban.
—Hay un pasadizo de dos caminos a tres puertas de la sala de Nalur—dijo Cirsus—. Tal
vez tengamos suerte…
Azoth dio un paso atrás.
—¿Cómo sabes que es pasadizo correcto? Podría ser la puerta después de este pasaje, que
desemboca en el patio. Nos verían de inmediato.
—Podía ser—Cirsus endureció la quijada en un gesto de terquedad que Azoth conocía
bien. Maldita sea—. Pero si no comprobamos ahora, habremos perdido toda la noche.
—Pues la perderemos. Prefiero perder toda la noche que ser atrapado saliendo de una
pared que ni los magos conocían. ¿Crees que nos creerán si les decimos que estábamos haciendo
mantenimiento de tuberías?
—Tenemos una excelente oportunidad de encontrar ese contrato aquí y ahora, Azoth—
dijo Cirsus bajando la voz.
—Pues tómala tú. Yo me voy.
Dio media vuelta y se alejó de Cirus.
—El mapa—dijo Cirsus a su espada.
Azoth se dio la vuelta.
—Estás bromeando, ¿verdad?
—Sabes que no. El mapa, Azoth.
—¿Qué te hace creer que tienes más derecho a él que yo?
156
Cirsus dio dos pasos hacia él. Azoth levantó la cara para mirarlo. Cirsus le llevaba una
cabeza. Tenía una contextura más musculosa, pero su trabajo era más pesado, y se le notaba
exhausto.
—Dame el maldito mapa.
—¿Para que te lo quiten en cinco respiros, cuando te arresten? Me temo que...
Un puñetazo en la quijada lo interrumpió, seguido del estallido del piso contra su
cabeza. Las manos de Cirsus arrancaron el mapa doblado de las suyas.
—Si quieres quedarte de mascota de los sombríos, no es mi problema. Pero no te quedas
con mi mapa—dijo alejándose.
Azoth se levantó y se lanzó contra la espada de Cirsus, dándole contra la pared. El mapa
cayó a un lado y antes de que Azoth pudiera tomarlo, Cirsus lo lanzó con el brazo al pie de la
puerta de piedra cerrada. Aun sobre Cirsus, Azoth le tiró un puñetazo en la cara.
—Me voy—dijo tomando el mapa.
—No, no te vas—Cirsus alargó el brazo y accionó la palanca de la puerta, que se abrió
con un gemido.
Las piernas de Azoth se helaron, y tuvo que volverse a ver.
Afuera solo había oscuridad. Aún era noche cerrada. Cirsus salió del pasadizo y tras unos
instantes de duda, Azoth decidió salir.
Lo primero que notó era que se trataba de una habitación pequeña, con estantes y
muebles elegantes. Había vinos y libros pesados, alfombras lustrosas y ventanas de cristal.
—Son los aposentos de Nalur—dijo Cirsus—. Mira—señaló un mapa que colgaba de la
pared, que mostraba la organización del ala norte.
—Nalur se levanta temprano, así que es mejor que empecemos a buscar ese mapa—dijo
Azoth.
—Tú busca en los cajones. Yo miro los estantes—dijo Cirsus.
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Azoth abrió los cajones uno a uno. No era fácil. Estaban rebosantes de papeles y
pergaminos, acumulados unos sobre otros. Maldición. Nalur era el mago más desordenado que
había visto en la fortaleza.
—Nada en este estante—dijo Cirsus.
—Nada en estos dos cajones, pero aún faltan cuatro más—Azoth miró por la ventana,
cuyo rectángulo empezaba a destacar, azulado, contra las piedras de la habitación—. ¿Cuánto
tiempo demora Nalur en hacer la formación?
—No mucho. Después de formar debe revisar armas, pero solo para cerciorarse de que
están todas.
Azoth revolvió en el tercer cajón.
—Nada. ¿Cómo vas tú?
—No veo contratos de ninguna clase. No lo puedo creer. Nalur debe tenerlos. ¿Quién si
no?
—Mira—dijo Cirsus señalando una pared desnuda.
Azoth se volvió y no vio nada.
—Es una pared, Cirsus.
Un cuadrado borroso incrustado en la piedra. Azoth se acercó: una puerta secreta,
pequeña y prácticamente invisible. La palanca era un montículo que bien podía pasar por una
deformación en la roca, nada inusual. Cirsus accionó la palanca y la puerta se abrió con un
gemido ronco.
La bóveda era pequeña, y ocultaba una segunda puerta que tenía cerrojo. Un candado de
hierro colgaba como una piedra. Cirsus sacó su daga, la insertó en el aro del cerrojo y lo quebró
con un sonoro crac. La segunda puerta de la bóveda se abrió. Tras ella había una carpeta de la
que rebosaban pergaminos. Cirsus le dio la antorcha a Azoth y empezó a pasar las hojas una a
una.
—Son contratos. Todos de sangre. Dios, ¿de cuántos esclavos se han hecho por medio de
esta trampa?
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—Habrán dos menos esta noche.
—Así es. Aquí está el nuestro—dio Cirsus.
Azoth lo tomó de sus manos. Era verdad. El contrato estipulaba la forja de las espadas y
su firma tierra adornaba la parte baja del papel.
—Hola, vieja amiga—dijo Cirsus sonriendo.
Azoth vio de lo que se trataba. Injusticia. La espada brillaba al fondo de la bóveda oscura
como una sonrisa de plata. Cirsus la tomó con una delicadeza que no había mostrado hacia
ningún ser humano. Luego tomó el fajo de papeles. Entre ellos sacó un pergamino que Azoth
reconoció con terror y alivio.
—¿Solo debemos destruirlo?
—Sí—dijo Cirsus. Con eso bastará. Pero no será lo único que hagamos—Cirsus tomó el
fajo de contratos y los quemó con la antorcha. Luego paso l fuego pro el fajo de papeles—.
Vamos a complicarles la vida de lo lindo.
—¡Qué haces! ¡Se dará cuenta de que estuvimos aquí!—dijo Azoth.
—Se dará cuenta de todas maneras cuando nuestro contrato desaparezca. Sin mencionar a
Injusticia y a nosotros. Piensa en los demás. En Forinea, en toda la poblacion no mágica de la
ciudadela.
—¡De acuerdo! ¡Pero vámonos ya!
Cirsus cerró la bóveda.
—Revisemos la habitación. Huellas, suciedad, lo que sea. Que se den cuenta lo más tarde
posible.
Azoth bajó la antorcha. Había algunas cenizas en el suelo que se dispersaron cuando pasó
la mano. Cirsus buscó en los rincones de la habitación.
—Nada más. ¡Vámonos!—dijo Azoth.
La puerta se abrió.
Nalur entró a la habitación. Cuando lo vio, Azoth se dio cuenta de que el mago no había
planeado tener compañía. Se detuvo un instante con una expresión más de sorpresa que de
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miedo, pero pronto pasó al estupor cuando Cirsus le clavó a Injusticia por la espada, a la altura
del corazón. Azoth dejó caer la antorcha, que cayó al suelo, frente al rostro agónico de Nalur. Su
boca abierta proyectó una larga sombra que se confundió con la sangre que brotaba, como una
cueva desfigurada.
—No me digas que ahora me tengo que sentir culpable, idiota—dijo Cirsus inclinándose
hacia el mago—. Dar golpes por la espalda es muy de tu estilo.
Azoth sintió una mano que lo sacudía.
—¡Te he dicho que te muevas! ¿Qué demonios te pasa?
Era Cirsus. Tenía la antorcha en la mano. En el suelo, Nalur yacía con los ojos como
lunas de sangre. Su boca parecía a punto de gritar. No lo iba a hacer. Nalur iba a estar a punto de
gritar por el resto de la eternidad.
Cirsus le dio la antorcha y abrió el mapa.
—Estamos en el despacho de Nalur—dijo siguiendo la ruta con los dedos—las puertas
marcadas son este, esta, doblamos a la derecha, giramos hacia la… ¿Estás bien?
Azoth sacudió la cabeza, incrédulo.
—Lo matase, sin más. Nunca te había visto hacer algo así.
Cirsus dobló el mapa y lo guardó en su pechera. .
—Az, sabes lo que iba a pasar. Pensé en pelear con él y matarlo con más honor, pero no
teníamos tiempo ni podíamos hacer ruido. ¿Lo entiendes?
Azoth asintió con la cabeza baja.
—Vámonos—Cirsus le sonrió—. No quiero más discusiones contigo—se llevó la mano a
la cabeza—. Te estás volviendo endemoniadamente fuerte.
—Creo que no podemos perder más tiempo.
—Eso dije…
—Me refiero al laberinto. Nadie sabe que quemamos el contrato. Nadie sabe que Nalur
está muerto. Lo acaban de ver, y no debe presentarse hasta el mediodía. Dos puertas más allá
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tenemos una salida a la sala del ala norte. Estará despejada y a esta hora nadie sospechará al
vernos. La salida por el laberinto toma varias curvas y posibles fallos. Ganaremos varias horas.
Cirsus examinó el pergamino.
—¿Desde cuándo te gusta tomar riesgos?
—Hasta ahora ha resultado. Excepto por usar mi sangre por negocios. No vuelvo a firmar
nada para ti.
—Sabía que tu faceta de héroe no duraría—Cirsus pasó el dedo por la pared de piedra—.
Un rectángulo perfecto. Faltan dos.
El pasadizo no ofrecía ningún punto de ubicación, ni se le hacía más familiar ahora que lo
cruzaban de regreso; sin embargo, la antorcha iluminaba con más claridad y la frialdad de las
piedras se había entibiado.
—Esta es—Cirsus señaló un punto marcado con una cruz en el mapa.
Cirsus abrió la puerta. Al salir se encontraron en una amplia habitación de ventanas altas,
alfombrada y adornada con antorchas y muebles de piel.
—Parece que lo logramos…
Cirsus abrió el portón de madera que daba al patio, a pocos pasos del taller.
—Huyamos antes de que encuentren a Nalur.
—Espera. ¡Mira!—Azoth señaló el patio.
Un grupo de personas se acercaban. Cirsus retrocedió y Azoth lo siguió hasta la sala.
—Vienen para acá.
Cirsus ingresó al pasadizo, que aún no habían cerrado, y accionó la palanca. Azoth tomó
a Injusticia del cinto de Cirsus y la puso en el suelo, entre la puerta de piedra y su marco. La
espada dejó un resquicio abierto.
—¿Qué haces?
—Sabes que el acero de Kriyak resiste esto y más—dijo Azoth—. Quiero saber si
encontraron a Nalur.
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Los cinco hombres ingresaron a la sala. Por el resquicio, Azoth vio que efectivamente se
trataba de magos: Raterg, Torth, Gustef y Manaeth, y un sirviente mortal.
—No están en sus dormitorios—dijo Torth.
—¿Cómo escaparon? Había guardias apostados afuera de sus dormitorios y a cada lado
del corredor.
—Solo la magia pudo haberlos ayudado—dijo Torth—. ¿Me crees ahora que fueron ellos
quienes asesinaron a Rodath?
—No—dijo Ratherg—. Pero ahora creo que son los suficientemente fuertes como para
dominar a un mago de las sombras y obligarlo a atacar a uno de los suyos. Se volvió a
Manaeth—.Recuenten a la poblacion del a ciudadela. Quiero saber si alguien falta. Busquen a
Nalur. Necesitamos ese contrato y deshacernos de ellos hoy mismo.
Azoth sintió que la sangre abandonaba su cara. Tuvo frío.
—Az, muévete. Tenemos que irnos ya.
Cirsus tomó a Injusticia y la arrastró suavemente dentro del pasillo. La puerta se cerró sin
ruido.
—Tenemos que ser extra cuidadosos con este mapa—dijo Cirsus abriendo el
pergamino—. No podemos volvernos a perder. De acuerdo, empecemos. Veintisiete puertas.
A la luz de la antorcha, Azoth vio los surcos negros bajo los ojos de Cirsus.
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Capítulo 16
El mundo era una sábana de arena extendida hasta el infinito. La ciudadela se había
escondido en el horizonte hacía tiempo. Anteayer, o antes de ese día, había pisado una piedra
apenas asomada en la arena con los pies descalzos; su filo la había hecho caer al piso apretando
los dientes, y desde entonces caminaba con los ojos bajos, fijos en el suelo, dejando un fino
reguero de vino en la arena enjuta.
El sol era un clavel marchito arrastrándose en una bóveda de metal fundido. El taller de
Cirsus podría haber funcionado perfectamente en este desierto eterno. El aliento del sol había
besado con tanto afán la piel de Nova que le había abierto una telaraña de venas en la piel, ya
antes curtida por el viento, el suelo y la roca. Si tuviera un espejo probablemente su reflejo les
mostraría algo más acorde con los hijos de la noche y cada vez más lejos de Haily.
Habían pasado pocos periodos desde la última vez que comiera o bebiera. Sus venas eran
anguilas frenéticas. Una energía que nunca había sentido la invadía como un maremoto. Aun así,
la sed empezaba a rasguñarle la garganta.
La daga que Cirsus le había dado se había calentado por el aire del desierto y le quemaba
el muslo como si su propio maestro de espadas le mordiera la piel. Dolía, pero no apartaba la
daga de su cuerpo. El beso de Cirus también había sido así: punzante, quemante, pero adictivo.
Suspiró y al pasarse la mano por la frente, la empapó de sudor tibio. Probablemente los
muchachos estarían fundiendo el acero con oro y platino, martilleando la hoja de las espadas
hasta que perdiera casi todo su grosor; al final, las espadas de Cirsus parecían tener una fila de
dientes escondidos dentro de ellas. Por eso trabajaban horas en una sola hoja de espada. Al dejar
el taller, ya tarde en la noche, se les abriría la puerta a los comedores y se les daría
probablemente el mismo asado de res con zanahorias y guiso, tan frío que se podía ver gruesas
gotas de aceite condensadas en el caldo. Pero llenaba el estómago y la carne era masticable. El
vino parecía sacado del último jugo de las uvas, un agua rosácea que no había visto jamás en
Etrai, pero calmaba la sed. Al salir del comedor se les permitiría ir a sus dormitorios y dormir en
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camas estrechas y duras, pero al menos tenían paja en el colchón, a diferencia del suelo de piedra
que le había servido de cama en la celda de la ciudadela.
Al principio le pareció un espejismo. Podía esa línea del cielo sobre el horizonte que a
veces tomaba un color más azulado. Pero aunque sutil, la diferencia de colores estaba allí. Un
río. No estaba muy lejos, tal vez a varias horas de camino. Si no se detenía, podía llegar a él hoy
mismo.
Al caer, sus dedos desnudos se enterraban en la arena, insensibilizados a su ardor. Al
subir las dunas los músculos le quemaban como leche caliente. Al bajar, se rendían al cansancio
y debía frenar el deseo de dejare caer desde la altura. El viento candente hacía volar la arena en
espirales a su alrededor. Se le pegaba a la cara y metía en los ojos, pegajosa como huevos de
larvas.
El sol siguió su lánguido camino hacia la arena occidental hasta que el cielo se convirtió
en el interior de una enorme concha de mar, y las dunas en corales. A lo lejos escuchó un siseo.
Podía ser el viento arrullando la arena, pero su ritmo constante era diferente de los vientos del
desierto abierto. ¡El río! La llamaba como un hechizo. Nova trató de correr, azuzada por el ardor
y la sed, pero a los pocos pasos sintió una punzada en el pecho y tuvo que caminar. Sus pies
parecían succionados con cada paso por la boca de la arena, pero ya estaba cerca: podía escuchar
el agua cantando con burbujas de frescura en el aire tibio.
Apresuró sus pasos. ¿Moriría antes de que el agua tocara sus labios? No, sería demasiado
absurdo. Frente a ella las dunas se convertían lentamente en colinas, y más adelante se alzaban
las montañas. Debía trepar más que antes. Los pies se le anclaban en la arena, rebeldes, pero
había algo debajo de su piel, quizás sus huesos, que la impulsaba adelante. Quizá el odio.
El río apareció al llegar a la cúspide de la duna. Corría muy abajo, en el valle formado
por las primeras colinas del desierto, y marcaba el inicio de su fin. A partir de la otra orilla
aparecían motas de paja, suelos de roca gris y oscilaciones formadas por montañas pedregosas. Y
más allá, lejana como una alucinación, una ciudad amurallada. Las luces de sus casas se
desplegaban como un mar de luceros, hasta perderse en el horizonte.
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Nova tropezó, más que bajó por la duna. Aunque trataba de hundir los pies, la arena no
ofrecía soporte. Sus piernas eran carne hervida; sus huesos, ramas secas. Las rodillas se le
doblaron por el esfuerzo y resbaló. Cayó, medio rodando por la duna, la arena como lija en la
piel, hasta que el suelo la detuvo con un golpe.
Fue como si tocara tierra húmeda por primera vez en su vida. El lodo estaba fresco y su
olor le hizo recordar a Medianoche. Se arrastró a la orilla del río y sumergió la cabeza en la
corriente. El agua llenó su boca con una explosión de placer, hasta hacerla jadear de emoción. Se
tumbó en el suelo y le sonrió al cielo abierto. Era libre, el desierto se había terminado. Había
esperanza.
Y entonces una voz de ultratumba la hizo saltar de terror.
—Me equivoqué contigo, gatita.
—Veintiséis.
—No, veinticinco.
—¿Seguro? ¿Qué me dices de la puerta que acabamos de marcar?
—Esa es la veinticinco.
—Lo que sea—dijo Cirsus apoyándose en la pared fría—. Ya casi prefiero que nos
encuentren los sombríos a seguir aquí una hora más. Me muero de sed.
Azoth asintió. Tenía la garganta hecha un pozo de arena.
—Ya casi llegamos. ¡Mira! Veintiséis. La siguiente debe dar al patio trasero.
—Y de allí al desierto. No olvides sacar comida de los establos. No tendremos nada más
en días.
Cirsus sacó el carbón de su bolsillo y marcó la puerta. Azoth se apoyó en la pared, y las
piernas no le dieron para más.
—Camina, Az.
Azoth sacudió la cabeza.
—Sólo un momento. No me puedo mover, Cir.
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Cirsus levantó a Azoth de las axilas y pasó el brazo por sus hombros, dándole un apoyo
para avanzar.
—Camina. No pienses. Solo camina.
—Dime de nuevo por qué firmamos ese contrato.
—Por absolutamente nada, Az. Camina.
Azoth apoyó el brazo en la espalda de Cirsus.
—¡Mira! Allí está—Cirsus se detuvo.
Tenía razón. Un perfecto, aunque borroso, rectángulo de piedra empotrado en la pared.
Azoth abrió el pergamino.
—Debemos estar acá—Azoth señaló con el dedo un punto en un largo pasadizo—. Unos
pasos más allá debiera haber una intersección.
—Quédate aquí—dijo Cirsus—. Regreso pronto.
Azoth se sentó apoyándose contra la pared. Aun en la oscuridad, el pasadizo empezó a
darle vueltas. Se puso las manos en los oídos y apretó los párpados. El peso de su espalda
aumentó; se deslizó hasta el suelo y apoyó la cabeza en el suelo frío.
Las manos de Cirsus, en sus hombros, parecieron salir de la nada.
—Despierta, Az. Encontré la puerta.
Azoth abrió los ojos. Cirsus sonreía.
—¿Estás seguro?
—Sí. Abrí la puerta y salí a dar un vistazo—dijo Cirsus echándose el brazo de Azoth por
los hombros—. El patio está vacío y es de noche aun. Vamos, son solo unos pasos más.
Azoth se levantó apoyando las manos en sus rodillas y siguió a Cirsus. A ojos vistas, su
maestro estaba cansado. Eran solo unos pasos, pero después de pasar horas en la oscuridad, el
frio, el hambre y la sed, cada movimiento era un esfuerzo. Al voltear en la curva Cirsus se
detuvo, apoyándose en la pared, para tomar aliento.
—Llegamos.
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La pared enfrente de ellos lucía una enorme X negra, de trazos gruesos y toscos. La
puerta se destacaba con mayor claridad, probablemente porque había sido recientemente abierta.
—¿Listo?
Azoth asintió.
—Larguémonos de aquí.
La puerta se abrió con un chirrido. El patio trasero era una pequeña planicie de pasto seco
y pisoteado por los caballos, una transición a la inmensa planicie de arena que le seguía y que se
perdía en el horizonte. Al lado estaban las inmensas caballerizas, y en la entrada, un pozo de
agua.
Azoth tomo un cubo, le amarró una soga y lo tiró al fondo del pozo. Cuando regresó,
cargado de agua, sumergió el rostro en él. El agua en su boca se sintió como una explosión de
vida.
—Toma, Cir.
Mientras Cirsus bebía, Azoth entró al establo. Era una montaña de heno, pero buscando
en lo rincones encontró frutas —manzanas y peras en su mayoría, aunque también unas cuantas
naranjas y arándanos— algo blandas que servían para complementar la dieta de los caballos.
Tomó una bolsa y la llenó de frutas.
—¿Estás listo?—dijo Cirsus. Tenía dos caballos de las bridas.
—Desde ayer—dijo Azoth tomando una bocanada de aire frío. El aire fresco en sus
pulmones se sintió, por sí solo, como una recompensa a las horas pasadas en el pasadizo
comprimido.
—Esperen.
Azoth volteó, y por un momento pensó debía estar en una pesadilla. A pocos pasos detrás
de él estaban cuatro magos, tres hombres y una mujer. Sus espadas desenvainadas brillaban a la
luz de la antorcha como colmillos. Dos de ellos se acercaron y apuntaron a Cirsus y Azoth con
sus espadas. El hecho de que fuesen espadas de acero de Kriyak, forjados por Cirsus, era una
cruel ironía.
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—Herrero, necesitamos que vengas con nosotros—dijo Tyreth. Azoth sólo lo había visto
un par de veces, pues Tyreth era el encargado de la vigilancia externa, y pocas veces se le
encontraba dentro de la ciudadela si no fuera para dormir.
Cirsus llevó su mano al costado pero Yguwa, un mago guerrero miembro de la guardia, le
puso la espada en la garganta. Fsutier, también guardián, hizo lo propio con Azoth.
—Se te acabó el milagro, herrero—dijo Tyreth—. No fuiste útil por algún tiempo, pero
ahora eres un estorbo mayor que tu utilidad. Debiste agradecer a los sombríos que te mantuvieran
con vida y sin cadenas.
—Tenía cadenas—dijo Cirsus—. Ese maldito contrato.
—Ese contrato te mantuvo con vida hasta que decidiste rebelarte contra los magos de las
sombras—dijo Fsutier—. Y asesinar a uno de los nuestros. Ahora rogarás que te demos un fin
rápido. Tara—dijo mirando a la maga que se había quedado atrás con Tyreth—. Toma sus armas.
Tara de Ruel se acercó a Cirsus. Era una hechicera con quienes se habían cruzado algunas
veces, pero con quien nunca habían hecho negocios. Su pelo, abundante y negro, le caía en rizos
hasta a las nalgas. Azoth había escuchado su nombre de boca de algunos magos con una mezcla
de deseo y rencor.
Tara tomó a Injusticia del fundo de Cirsus… y aferró a Yguwa de la garganta, que cortó
de un tajo. El mago cayó al suelo convulsionando en su sangre.
—¡Tara, que estás haciendo!—gritó Tyreth.
Azoth agarró su daga y la clavó en la pierna de Fsutier, que cayó al piso con un gemido.
Tara se acercó a él, sacó una daga de su cinto y cortó su garganta. Cirsus apuntó a Tyreth con
Injusticia.
—Saca tu espada—dijo Cirsus—. No quiero matar a un mago más por la espalda, como
hice con Nalur. Así que da lo mejor de ti, Tyreth.
Tyreth desenfundó su espada. Cirsus hizo lo propio. Azoth no pudo pensar en nada que
decir para intervenir. Su maestro se veía exhausto, pero concentrado e incluso exhibía un brillo
fanático en la mirada.
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—Siempre supe que eras un traidor, Cirsus—dijo Tyreth—. No te mataré. No mereces
liberarte. Te quedaras aquí por el resto de tu vida, trabajando para nosotros con una cadena a tu
cuello, como un perro. Lo mismo tus cómplices. Y para asegurarme de que ninguno pueda huir,
les cortaré las piernas.
Cirsus saludó a Tyreth y el mago lanzó un ataque frontal en primera, que el herrero
desvió. Tyreth se tambaleó y Cirsus lo empujó con su hombro. Tyreth lanzó un ataque de fono en
cuarta. Cirsus, sin mover las piernas, trazo un círculo en cuarta con su espada y bajó el arma del
mago. Tyreth vaciló, pero no cayó al suelo. Cuando se volvió, había asombro en su rostro.
—¿Quién te enseñó esgrima?
—No hablo con muertos—dijo Cirsus—. Ni siquiera la magia de las sombras puede
compararse a una espada de acero de Kriyak. Y por cierto, tu técnica de esgrima es deprimente.
Si fueras a vivir, te recomendaría lecciones urgentes.
Tyreth se lanzó al ataque de nuevo: un salto adelante en primera. Cirsus desvió el ataque
con facilidad y antes de que volteara, clavó a Injusticia en su corazón. El mago cayó al suelo,
temblando, con los ojos fijos en Cirsus.
—No tenemos tiempo para esperar a que mueras—Cirsus pasó a Injusticia por le
garganta de Tyreth, quien convulsionó una última vez en el suelo y se dejó ir en un charco negro,
bajo la muralla.
Cirsus se volvió a Tara. La maga, lejos de asustarse, se adelantó como una pantera.
—¿Por qué nos ayudaste?
—Conveniencia—dijo con un acento suave del norte—. Su libertad puede beneficiarme.
Pero necesito hablar con ustedes.
Cirsus enfundó su espada.
—Se rápida.
—Es sobre la chica—dijo Tara—. Tiene algo.
—¿Qué quieres decir?—dijo Azoth.
—Mató a Rodath.
169
—¿Estabas allí cuando pasó?—dijo Cirsus.
—No. Ojalá me hubiera quedado. Lo acompañé a la celda y me fui. No había nadie más,
tuvo que ser ella. ¿Cómo? No tengo idea—se acercó y bajó la voz—. Escuchen. Nadie aquí
sospecha que la chica es la asesina, pero si piensan que está implicada. Pero se les están
acabando las opciones. Puede que lleguen a la misma conclusión que yo.
—¿Qué quieres?—dijo Azoth.
—Quiero saber cómo encontraron los contratos de sangre.
—No podemos decirte eso—dijo Cirsus.
—¿Destruyeron todos?—por primera vez, Tara parecía ansiosa.
—Sí—dijo Cirsus.
Tara cerró los ojos. Parecía enormemente aliviada.
—¿Cómo mataron a Nalur?
—Entre los contratos estaba mi espada—Cirsus apartó la capa, bajo la cual brillaba
Injusticia.
—Si te vuelves a cruzar con la chica dile que Morgan empieza sospechar de ella. Tiene
que cuidarse. Los Usurpadores no son como los magos negros. Tiene escudos que ella no
imagina. Tienen ojos en los rincones más desolados de los Nueve Reinos. Si quiere saber más de
los Usurpadores, que me busque. Con Rodath y Nalur muertos ya nadie me retiene. Abandonaré
esta fortaleza y me iré a Ciudad de Rit.
—Eres una maga de las sombras. ¿Por qué le daría un mensaje enemigo?
—No puedo convencerte. Mi raza ha hecho cosas terribles, pero al menos en el inicio fue
en defensa propia. Para mantener lo que los hijos del trueno quieren quitarnos.
—¿Dices que los magos de la luz empezaron la guerra?—preguntó Azoth.
—No, esa es nuestra responsabilidad. Pero la hicieron inevitable. Si Nova quiere saber
más de esto puede buscarme. Tú también eres bienvenido, Cirsus. Tu habilidad como esgrimista
y herrero va más allá de la magia, oscura o no. Eres una herramienta útil.
—Si vuelvo a ver a la chica le daré tu mensaje—dijo Cirsus—. Aunque lo dudo.
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—Entonces no pierdo más tiempo. Mejor vete ya—señaló la fortaleza—. Ellos pueden
venir en cualquier momento. Pero ten en cuenta que a partir de hoy estás en la lista negra de los
magos de las sombras. Aléjate de ellos o de cualquier punto donde puedan estar. Lo mismo para
ti, muchacho—le dijo a Azoth.
Tara se dio la vuelta y se alejó de ellos.
—Vámonos ya—dijo Cirsus—. Este aire empieza a enfermarme.
Cirsus y Azoth se echaron las capuchas sobre el rostro y montaron sus caballos.
Afuera, el cielo se despojaba lentamente del añil, pasando al púrpura-rosado, y
finalmente un naranja líquido; parecía que el viento arrastraba la bóveda celeste, de este a oeste,
a través de un paño manchado de pintura.
—Cómo extrañaba ver un cielo sin murallas…—dijo Azoth.
—Tal vez este cielo termine siendo nuestra tumba... Que lo sea, si la alternativa es eso—
dijo mirando la ciudadela negra; el enorme edificio se alzaba grotesco contra el cielo añil como
un gigante embalsamado.
Espoleó su caballo y lo hizo galopar. Azoth espoleó el suyo y lo siguió. La planicie
infinita abría sus brazos hacia ellos. El viento corría en su capa. No había nada más que arena
estéril con sus llanuras, colinas y dunas, pero Azoth nunca sintió el desierto más invitador.
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Capítulo 17
—Me equivoqué contigo, gatita.
Nova se volvió. Una pesadilla estaba frente a ella, terrible como un demonio.
Era Telur. Su rostro blanco como la espuma de mar contrastaba contra la calidez del
cielo del atardecer, pero sus pupilas rojas de sus ojos de ónix, sin asomo de blanco, parecían un
segundo sol ardiente. La cicatriz que atravesaba su ojo brillaba como tendones abiertos, y el
viento azotaba su cabello contra su rostro de mármol frío. Estaba sentado en una piedra,
tranquilo, como si hubieran pactado una reunión que a ella se le había olvidado.
—La primera vez que te vimos—dijo Telur, sumergiendo los dedos en el agua—. Te
dejamos viva porque no nos gusta derramar sangre innecesariamente. Los magos somos criaturas
de energía, y lo que hacemos permanece en el círculo energético hasta que regresa a nosotros—
levantó sus extraños ojos, helados y ardientes, hacia ella—. Y ahora regresaste.
Nova tuvo que enterrar los pies descalzos en la arena para resistir la tentación de lanzarse
contra Telur. Se sentía como una hormiga frente a un halcón. Telur era inhumanamente alto,
irresistiblemente poderoso. En medio del desierto, enfundado en su capa negra, no sudaba. El
frio emanaba de su piel como de un hielo quebrado, y parecía absorber el calor del aire… y de
ella misma. Los huesos de Nova se sacudieron en espasmos, como la primera vez que lo vio.
Había pensado que había sido el horror y el frio de aquella noche. Pero aquí estaba, meses
después, en el atardecer del desierto, con el sudor aun húmedo en su frente, y Nova aun temblaba
de frío… y de terror.
—Tenemos un problema. ¿No lo crees?—dijo Telur.
—¿Qué quieres?
Telur se puso lentamente en pie y se acercó a Nova con la suavidad de una serpiente.
—Ofrecerte un trato. En la ciudadela aun tratan de averiguar lo que sucedió, porque la
realidad los asusta.
—¿Quiere decir que ustedes no tienen nada que ver con… migo?
172
—Debo confesar que ni aun deseándolo podríamos crear a alguien con tu potencial. Y sin
embargo—el carbón ardiente de los ojos de Telur se dilató—. Podría apostar a que eres una hija
de la guerra.
—Aun no me dices qué quieres.
—Te quiero con nosotros, pequeña. Te quiero de regreso en la ciudadela, como mi
pupila.
Nova saltó, más que retrocedió, alejándose de Telur.
—¿Es esto una broma?
—No— la voz de Telur era como el susurro que surgía de las profundidades de la tierra
antes de un terremoto. —. Es una orden.
Lo entendió. Para Nova, la decisión era entre seguir a los Usurpadores o morir. Pero se
encontró a sí misma sacudiendo la cabeza con odio.
—Vas a tener que dejarme en paz, Telur. Deberías apresurarte y huir. No voy a ir
contigo, y si te acercas más, vas a morir hoy. Pensaba matarte más tarde.
Telur sacó un puñal de su cinto y lo dejó a un lado.
—Muchacha, no estás siendo inteligente. ¿Sabes quienes fueron tus padres? ¿Sabes cuál
fue su rol durante la guerra? Si vienes conmigo lo sabrás.
—¿Qué quieres decir? —los pies de Nova habían dado un paso hacia Telur.
—Tus padres no son los héroes que te hicieron creer. ¿Por qué una hechicera del
renombre de tu madre elegiría vivir en un pueblo como Etrai para pasar el resto de su vida?
Nova no supo qué decir.
—¿Haily te dijo que no le gusta el reconocimiento, verdad? Pero yo la conocía mejor—
las palabras de Telur se sentían como ecos de sus propias ideas pasadas.
—¿Conociste a mi madre?
Telur asintió.
173
—Antes de la guerra, los hijos de las sombras teníamos un lugar en los Nueve Reinos;
éramos el brazo armado, la más poderosa rama militar entre los hijos del trueno —los dedos de
Telur Pero no podíamos tener un cargo público. ¿Lo sabías?
—Mi madre me dijo que los hijos de las sombras solían colaborar con el rey a cambio del
perdón de sus crímenes.
—Lo que no te dijo es que cometimos esos crímenes bajo órdenes de los hijos del
trueno—dijo Telur—. Cuando los hijos de las sombras nos negamos a seguir haciendo el trabajo
sucio de los hijos del trueno, cuando pedimos un lugar en el reino, empezó la guerra.
—Mi madre dijo que ustedes querían impunidad por los crímenes que cometieron durante
las rebeliones de los comerciantes de Erran, inclusive para las muertes civiles.
—¿Quieres hablar de impunidad? ¿Sabes que tus padres coqueteaban con la magia de las
sombras? Durante la guerra, tus padres conformaron la perfecta máquina de matar: tu madre
ungía la espada de tu padre con un veneno ultra potente, uno de los pocos que podían matar a los
hijos de las sombras más allá de toda curación. Pero hacia más que eso: buscaba sembrar el terror
entre los hijos de las sombras, y lo hizo. Yo vi a muchos de los sombríos heridos rogarme que
acabase con sus vidas. El veneno los carcomía desde la medula y el cerebro. Nunca vi hombres
adultos gritar de esa manera.
—Mi madre era curandera.
—Tu madre era una hija del trueno, y su poder se extendía a través de las pociones, no de
los remedios. Tu madre convirtió a Khalil en el asesino más eficiente de los magos expertos en el
arte de la muerte. Por eso tuve que deshacerme de él. Irónico, ¿verdad? La daga estaba imbuida
en el veneno que Haily creó, y tu madre no pudo curarlo.
Nova sintió que el cielo giraba sobre su cabeza como una rueda colosal.
—Mereces saber la verdad sobre los hijos de las sombras y los hijos del rayo—dijo
Telur—. Tus padres lucharon con el bando que el pueblo apoyaba. Los hijos de las sombras
estábamos en desventaja, pero uno de nosotros vale diez de los hijos del rayo—fijó sus ojos
como pozos en ella. Tú también.
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Nova retrocedió y sus piernas se tensaron. ¿Qué alternativa le quedaba, sino correr?
Telur se puso en pie, tan alto que su cabeza parecía rozar el cielo coral, estático y pálido
en el atardecer de cobre líquido. Con sus dedos, el Usurpador trazó un rápido movimiento de
látigo, y Nova cayó en la arena, presa de una puñalada de dolor en el muslo. Al retirar la mano,
vio que en él se había abierto un tajo que ya manchaba su vestido.
—No te muevas, gatita, o me forzarás a abrir otro en tu cara.
Nova no podía moverse de todos modos. A pesar de que la herida no era profunda, el
dolor parecía llegar a sus huesos. Maldición, el corte parecía hecho por una de las espadas de
Cirsus. Nova pasó su fuerza y soporte a la pierna izquierda y trató de impulsarse para ponerse en
pie, y de inmediato, como un látigo, un tirón le desgarró el muslo y cayó de bruces.
—Sabes que no eres como tus padres, y no eres como los mortales—dijo Telur—. ¿No
quieres saber lo que eres, de lo que eres capaz? Yo quiero saberlo. Tienes un potencial inmenso.
Ni siquiera los hijos de las sombras lo entienden. Puedo ayudarte.
—Gracias por la oferta, Telur, pero lo descubriré por mí misma.
Telur puso sus dedos alrededor del cuello de Nova. Nova se dio de lleno en la espalda
contra el suelo. Telur no soltaba el agarre.
—Es una pena que pienses así—en la voz del mago resonaba un chirrido de rabia—. Tu
elección.
Las manos del mago cerraron el aire. Desesperada, Nova arañó el rostro y las manos del
mago. Telur la abofeteó una sola vez, dejándola aturdida de dolor. Antes de que se recuperase, la
levantó por el cuello. Nova clavó los dedos en las manos del usurpador, pero el agarre no cedió.
Su mano trató de penetrar el cráter del pecho de Telur, abrir el río de su cuello, pero era como
tratar de romper el acero.
—¿Crees que puedes dañarme? —dijo Telur—. Tu piel es de seda endeble. Necesitas una
vida que ya no tendrás…
La mano de Nova buscó en sus muslos hasta encontrar el acero, aun ardiente, de la daga
de Cirsus. Sacó la daga y de un solo movimiento la clavó en la nuca de Telur hasta que su punta
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salió por la garganta del mago. Los ojos de Telurla miraron con asombro, antes de que la sangre
inundara su boca como un arroyo de muerte.
Al arrastrarse por debajo del cuerpo de Telur lo sintió rígido, y cuando se levantó, su
aspecto la sorprendió: el rostro del usurpador estaba agrietado como una copa de arcilla, y sus
cabellos negros habían perdido movilidad: podrían haber sido paja negra. Sus uñas eran amarillas
como semillas de almendras, y su cuerpo carecía de la movilidad felina de hacía sólo unos
instantes. Parecía haber muerto muchas lunas atrás, y no hacía unos segundos. La hoja de la
daga, profundamente enclavada en su nuca, era invisible, y su mango brillaba a la luz de la noche
naciente como un pedazo de hueso.
Daga de acero de Kriyak con mango de hueso de dragón. Nova sonrió, cruel y eufórica.
Parecía un final apropiado para Telur.
La ciudad que Nova había visto a lo lejos era Mechtack. La conocía por sus famosas
murallas de piedra maciza, porque era inmensa, y porque una de las más antiguas de los Nueve
Reinos. Se alzaba como una larga ola en un océano de arcilla, y las sombras del amanecer,
enredadas en sus ventanas y torres, parecían bocas aullantes.
Al llegar a sus límites, se encontró con un enorme portón de madera antigua que emanaba
un penetrante olor a lodo y agua estancada; estaba infestada de insectos. Era uno de los únicos
puntos de acceso a la ciudad, rodeada por interminables muros de piedra, salpicados de nidos.
En las puertas, abiertas de par en par, no había guardias apostados. Las puertas estaban
tan hundidas en la arena que seguramente no se habían movido desde el final de la guerra. El
camino de entrada estaba asfaltado, pero al igual que los muros y el portón, parecía tener cientos
de capas de lodo sobre ella. Los ladrillos estaban abollados por el peso de las carretas y animales,
y el olor a abono y a orina le quemó la nariz. El polvo del desierto llegaba con la brisa y se
impregnaba en los tejados de las casas, en las grietas de los muros, en los faroles y en el asfalto
de la ciudad, dándole un aspecto de eterna suciedad.
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Con su vestido gris y capa de cuero desgastado, la capucha sobre la cabeza, Nova se
sumergió en el río de carretas, caballos y caminantes que formaban una corriente imparable de
movimiento, ruido y polvo. No era difícil reconocer a los nativos de los extranjeros: el desierto
norteño los había dorado de una piel opaca como leche cortada y un cabello de fideos secos. Ya
fuese en carretas, caballos o a pie, los metchs parecían llevar siempre algo que comerciar: carnes
secas, bultos de ropa, frutas, incluso vio a un hombre llevando a un cerdo que relinchaba como si
lo hubieran atropellando, al cuello, aferrando sus patas con las manos.
Rebuscó en los bolsillos de su capa: restos de pan. En su muslo, una daga de acero de
Kriyak, reluciente como granizo. Si la veían con ella, se la robarían de seguro: una daga como
esa valía por varios meses de cuarto, comida y tranquilidad.
Los puestos de comida empezaban a abrir extendidos en las calles, igual que en Lecho de
Piedras. Pero la multitud era única. Se zambulló en lo más denso del mar de personas de la calle
principal, que caminaban como rebaños sin guía. Los rostros pasaban junto a ellas como pinturas
mezcladas, y en sus cuerpos se acumulaban capas de sudor de varios días. El impulso de correr
subió por el estómago de Nova como un vómito, pero no tenía tempo de descansar. Dos puestos
adelante había una mujer con un niño, probablemente su nieto, comprando carne. Conversaba
con el vendedor como viejos amigos y su bolsa estaba abierta, probablemente porque no había
terminado de comprar. Sobre las compras había un estuche de cuero del tamaño de un puño.
Nova deslizó su mano en la bolsa, sin mirar, y tomó el estuche con la delicadeza de su madre al
curar las heridas.
Adelante, la ciudad revivía.
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Vita
Giannina Mariana Deza Melgar was born in Bolivar, Venezuela, from Peruvian parents.
In 2011 she earned a Bachelor in Arts in Journalism from the Bausate y Meza University, Peru.
She worked as an editor and writer for different companies, including CENTRUM Católica
Graduate Business School until in 2013 she was accepted in the Bilingual Creative Writing
Master in Fine Arts program in the University of Texas at El Paso, where she also worked as a
Teacher Assistant and taught Creative Writing courses for undergraduates for two years. Before
graduating from the MFA in Creative Writing she was accepted and registered in the Master in
Arts in Spanish program, also in the University of Texas at El Paso.
Contact Information: [email protected]
This thesis/dissertation was typed by Giannina Deza.