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La Santa Alianza - A.J. Kazinski

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A.J. Kazinski

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LA SANTA ALIANZA

A. J. Kazinski

Traducción de Sofía Pascual

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Créditos

Título original: En Helling AllianceTraducción: Sofía PascualEdición en formato digital: octubre de2013

© A. J. Kazinski og JP/Politikens HusA/S, 2013© Ediciones B, S. A., 2014Consell de Cent, 425-42708009 Barcelona (España)

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www.edicionesb.com

Depósito legal: D.L.: 16201-2014

ISBN: 978-84-9019-887-2

Conversión a formato digital:www.elpoetaediciondigital.com

Todos los derechos reservados. Bajo lassanciones establecidas en el ordenamientojurídico, queda rigurosamente prohibida, sinautorización escrita de los titulares delcopyright, la reproducción total o parcial deesta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos la reprografíay el tratamiento informático, así como la

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distribución de ejemplares mediante alquilero préstamo públicos.

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Índice

I. La InstituciónII. El individuoIII. El castillo

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LA SANTA ALIANZA

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Introducción

«Cuando uno se encuentra en medio deuna catástrofe hay tres cosas que puedehacer: lo acertado, lo equivocado onada. Las dos primeras opcionesposiblemente te salvarán la vida. Nohacer nada sin duda te la costará.»

¿Lo había leído en alguna parte? ¿Eraalgo que había dicho algún presidente deEstados Unidos o se había topado conello en un libro sobre los supervivientesdel Titanic? En plena catástrofe, elcerebro reptiliano se hace con el mando.En su mente surgió la imagen de unanimal huyendo: un ratón corriendo en la

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casa de veraneo; huyendo de los gritosde la madre y de la escoba que blande elpadre. El ratón escapó, aunquerecordaba que, al principio, se habíaequivocado al meterse en un rincón,debajo de una cómoda que su padreretiró con suma facilidad. Dejó luegocaer la escoba sobre la alimaña. Sinembargo, el ratón sobrevivió, se encogióformando una bola capaz de soportar elgolpe y, en cuanto su padre aflojó supresa, dio un brinco y salió corriendo,esta vez en la dirección correcta, haciala cocina, de donde había salido. ¿Porqué se acordó del ratón precisamente enese momento? Porque tenía que haceralgo: lo acertado o lo equivocado, pero

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no podía quedarse de brazos cruzados,sin hacer nada. Nada era lo que hacíanlos pájaros cuando se golpeaban contralos cristales de su casa de veraneoitaliana. Recordó el mirlo que habíaquedado paralizado, con la miradaperdida, mientras trataba de encontrar lamanera de escapar de la catástrofe,cómo su corazón latía con violenciabajo las plumas.

—¿Qué hacemos? —preguntó una vozdel presente.

Quien hablaba era uno de losguardaespaldas que no había visto.

—No puede quedarse aquí tirado —intervino otro.

Él, mientras tanto, intentó balbucear

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«socorro».—Está diciendo algo.Pasos mullidos sobre la alfombra.

Abrió los ojos, lo justo para ver loszapatos negros junto a su cabeza.

—¿Decías algo?—Ayudadme.—Te ayudaremos. Saldrás de esta, ya

verás.Volvió a cerrar los ojos. No estaba

seguro de quién se había sentado a sulado. ¿Lo que estaba notando era unamano que le pasaba los dedos por elpelo? Sí, una mano cálida. Una manoque le acariciaba la cabezacariñosamente. Pensó en su madre, denuevo en la casa de veraneo, en las

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baldosas, en los pies que las pisaban,silenciosos, esmalte de uñas rojo, laamaba tanto... La mano siguiómoviéndose, del pelo a la mejilla, hastameterse en su boca. Sabor a sangre, a supropia sangre. No era una mano lo quelo acariciaba sino lo que fluía de sucabeza. Tenía que hacer algo, tenía queintentar ponerse de pie. ¿Por qué teníatan poco control sobre sí mismo? Denuevo la imagen del mirlo: el picoabierto, la mirada de terror en los ojosdesorbitados, ni un movimiento salvo eldel corazón desbocado. Al igual que élahí, en la alfombra, incapaz de conectarcon sus músculos. Lo mismo debió deexperimentar el mirlo después de

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estrellarse contra el cristal: percibíatodo lo que sucedía a su alrededor, veíaa los niños que se acercaban corriendo,a la niña que lo cogió con la mano. ¿Fuesu hermana o fue Claudia? La bellaClaudia, sí, y la pequeña criatura oyóque su madre decía que debíandevolverlo al jardín, pero a un lugardonde ni el gato ni las serpientespudieran alcanzarlo.

—Si no hacemos algo ahora mismo,morirá.

Una voz susurrante que se inmiscuyóen sus recuerdos. En la voz de suhermana insistiendo en sostener el mirloentre sus manos. Él también quisohacerlo, pero ella no se lo permitió.

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—No deben venir médicos ni policías.—Entonces, ¿qué hacemos?—La prensa está a la que salta —

intervino una tercera voz—. Es lo queesperaban para rematarnos.

¿Había alguien llorando o era él?Recordó cómo Claudia y él habíanpreparado un nido en un árbol para elmirlo. Con mucho cuidado y esmero,para que estuviera cómodo. Allí el gatono lo alcanzaría.

—No podemos hacer nada, al menosde momento.

—Entonces morirá.Y ya no dijeron nada más. Como si

estuvieran especulando acerca de sumuerte. El significado que tendría.

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Quién lo echaría de menos. Su hermana.Sus padres habían fallecido hacíamucho. Volvió a evocarlos. Díasdorados. La casa de veraneo. ElMediterráneo. Calor, paraíso, Claudia.«No, todavía no.»

—No quiero morir —musitó.—Dice algo.—Háblale.Pasos. Alguien se detuvo cerca.—¿Decías algo?—No quiero morir.—Claro que no morirás.Volvió a abrir los ojos y vio

brevemente a otro hombre que intentabaagacharse a su lado, en el suelo, peroque al final desistió o cambió de

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opinión. Miró los zapatos. Pasos que sealejaban. Le parecieronirremediablemente lejanos. No tenían lamínima intención de ayudarlo. Si almenos pudiera ponerse de pie, pedirayuda. Su hermana dejó el mirlo en elnido que él había construido, le pusieronen él semillas y agua. Claudia rezó porél.

Por fin volvía a notarse las piernas, talvez fuera lo único que hacía falta: teníaque sincronizarse con el mirlo.

—Criatura alada, haz que levante elvuelo —susurró.

No, si quería sobrevivir lo que teníaque hacer era cerrar el pico. Obligó suspiernas a moverse. Eran los

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movimientos de un bebé, arriba y abajo,como dos pequeños émbolos flexibles.Ahora lo único que le quedaba porconseguir era que los brazos loacompañaran. «Sí, así.» Empezó agatear en dirección opuesta. Si lograbasalir al pasillo, habría otros dispuestos aayudarlo. Miró hacia atrás; tenía queenjugarse la sangre que le cubría elrostro. Todavía no lo habían visto;seguramente no había llegado demasiadolejos. «Levántate, venga.»

—¿Y no podríamos llevarlo alhospital?

—¿Y qué diríamos?—Que ha sido un accidente.Estaba de pie. Por fin. Se limpió la

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sangre de los ojos. Solo tenía que llegara la puerta, situada al otro lado de lahabitación, salir al pasillo y pedirayuda. La gente lo oiría.

—Se ha levantado.—Tenemos que ayudarlo.Voces que susurraban,

superponiéndose. Cruzó la habitacióncorriendo. Se le doblaron las piernas,miró hacia atrás por encima del hombro.Alguien cerró la puerta. ¿Se habían idolos demás? ¿Estaban solos?

—Ahora no vayas a hacer ningunatontería —dijo una voz sosegada,avanzando hacia él.

Hizo caso omiso y siguió hacia lapuerta.

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—Te he dicho que no hagas tonterías.Sintió una mano que lo detenía.—¡Socorro! —gritó. Volvió a gritar—:

¡Socorro!Otra mano le tapó la boca. Los dos

estaban de pie. La sangre seguíamanándole de la cabeza, lo notaba. Elotro estaba detrás de él. Le tapaba laboca firmemente con una mano y con laotra le retorcía el brazo. Conprofesionalidad, fríamente. Intentóliberarse en vano; no podía, se sentíacomo un saco de grano, como miles degranos incapaces de coordinarse hastaque no los aplastaran en el molino yformaran un todo. Eso le pasaría enbreve: sería aplastado, molido. Rojo. El

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hombre lo arrastró por el suelo. Lapresión de la mano con que le tapaba laboca disminuyó momentáneamente.

—Ahora te quedarás aquí, ¿me hasentendido? Todo irá bien, ya verás —dijo, y lo dejó solo un instante.

Pasó a la habitación donde estaban losdemás. Cuchicheos. Oyó alguna frasesuelta:

—No podemos hacerlo, ahora no. No,nada de ambulancias.

Iba a morir. La única manera que teníade salir de aquel lugar era como uncuerpo exangüe. Ahora se daba cuenta.Con la certeza llegó la calma. Nopermitiría que se salieran con la suya,sin embargo. ¡Si al menos pudiera

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llamar a alguien! Enviar un SMS. No,tenía el móvil en el bolsillo de laamericana, apagado. No conseguiríacogerlo. Lo verían, se lo impedirían.Apenas le quedaban unos segundos, allíechado en el suelo. Había una cómodaantigua al lado de su cabeza. Miródebajo. ¿Le daba tiempo a escribir sunombre en el suelo? No, lo descubrirían.Lo borrarían. ¿Tal vez en la parteinferior de la cómoda? Pero ¿quién lovería? ¿Quién iba a mirar ahí algunavez? Tal vez algún día, al cabo demuchos años, un ebanista le diera lavuelta al mueble. Al fin y al cabo, anteso después hay que repararlo todo, enespecial lo que es digno de ser

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conservado. Y entonces el ebanista lovería. ¿Ver qué? Algo escrito por él enaquel preciso momento. Se llevó el dedoa la cabeza. Un mensaje para laposteridad. La sangre seguía manando ya su mente acudió la imagen de unacámara de bicicleta pinchada en unbarreño de agua. De nuevo la casa deveraneo de su infancia, el aroma delromero y la lavanda: su paraíso.

—¿Cómo lo sacaremos de aquí?—Déjamelo a mí —dijo el que le

había tapado la boca.Tenía que darse prisa. ¿Qué podía

escribir? ¿Su nombre? Tardaríademasiado. Debía escribir lo sucedido.La sangre se coagularía pero seguiría

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conteniendo su identidad, su ADN.Primera letra: «A.» Luego mojar lapluma en el tintero de su cabeza, mássangre. «... S... E... S... I... N... A... T...»El otro estaba a punto de llegar a sulado. Rápido, la última letra: «O.»

Alguien se agachó.—Ahora relájate —dijo el hombre que

quería acabar con su vida.—Te lo ruego.—Tranquilo, no te pasará nada —le

susurró el otro, volviendo a taparle laboca con una mano mientras con losdedos índice y pulgar de la otra lepinzaba la nariz, impidiéndole respirar—. Será cuestión de segundos.

Estaba muy cerca de su rostro.

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Todavía oía voces en algún lugar.¿Sabrían los demás lo que estabasucediendo? Daba igual, la posteridadlo sabría. Un buen día, un operario ocualquier otra persona encontraría sumensaje. De nuevo la voz en su oído:

—¡Eh, tranquilo! No queda másremedio, tiene que acabar así. Ya losabías. Esto nos sobrepasa. Nossobrepasa con creces. Siempre lo hemossabido. Si no, no estaríamos aquí. Ahorate ha tocado a ti y algún día me llegará amí la hora. Tal vez muy pronto, ¿quiénsabe? Es el precio que hay que pagar ysiempre hemos estado dispuestos apagarlo.

El hombre le oprimió la nariz y la

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boca. Tal vez dijera algo más, pero yano tenía ganas de seguir escuchándolo.En lugar de a él oyó a su hermana, devuelta en la casa de veraneo.

—¡Ha desaparecido! —gritó unamañana tras subirse al árbol. Saltó a sucama, se lanzó a sus brazos, lo despertó.Demasiado temprano—. ¿Has oído loque te he dicho? Se ha ido, ha salidovolando.

Claudia. Tan bella. El pájaro. Lahuida. Oscuridad.

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I

LA INSTITUCIÓN

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8 de abril de 2013

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Roskilde07.58

Clic. El cerrojo de la verja se abrió yEva se metió en el parque infantil.Estaba colocado en alto, para que losniños no pudieran alcanzarlo.

—¡Hola! ¡Eh, tú!Eva se volvió. La voz, que procedía

de la acera de enfrente, pertenecía a unamujer joven. ¿Estaría dirigiéndose aEva?

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—¡Sí, tú! ¿Vas a entrar en laguardería? —preguntó la mujer.

—Sí —contestó Eva.La joven tenía unos veinticinco años y

un bello rostro, aunque en ese instante,colérico o enfurruñado, por lo que Evapudo apreciar.

—¿Podrías transmitir un mensaje demi parte en cuanto entres? A Anna.

—Es mi primer día —repuso Eva.—Vaya.—Trabajaré en la cocina.—Ah, ya. ¿Inge?—Eva.—Ah, sí, es verdad. Te mencionaron

en la reunión de personal. Me llamoKamilla. Soy educadora del aula Roja.

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—Hola.—¿Podrías decirle a Anna que no

pienso entrar hasta que hayan atadoconcienzudamente el perro al gancho dela pared o se lo hayan llevado lejos dela parcela de la institución?

Eva miró al perro sentado a un lado dela entrada principal. En la calle, unamadre que acababa de llegar enbicicleta estaba quitándole el casco a suhija.

—¿El perro es peligroso, Kamilla? —preguntó la mujer.

—Es un perro de pelea —contestó laeducadora—. No pinta nada en unaguardería llena de gente.

Hablaba con autoridad, como un

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político, pensó Eva.La niña parecía estar a punto de

ahogarse con el enorme casco. Evavolvió a mirar al perro del parqueinfantil: una bestia fiera con las orejasrecortadas y la cola muy corta y extraña.Estaba estoicamente sentado frente a laentrada principal de la guardería.

—¡Inge! —Kamilla volvía a dirigirsea Eva.

—Me llamo Eva —contestó,ligeramente disgustada. Su ex suegra sellamaba Inge y no guardabaprecisamente un buen recuerdo de ella.

—Sí, disculpa, qué tonta soy. ¡Eva! Note preocupes, a partir de ahora meacordaré. Supongo que es porque tengo

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miedo. Solo dile a Anna que me hepresentado al trabajo como corresponde,pero que por razones de seguridad me hasido imposible entrar en esta institución.

—Es mi primer día —dijo Eva—.Antes tendré que...

—¡Y yo tengo que trabajar! Dile eso aAnna, nada más. No puedo quedarmeesperando. Tienen que llevarse eseperro cuanto antes, y punto.

—¿Ya vuelve a estar aquí ese chucho?—preguntó un padre, que llegó montadoen una bicicleta negra de reparto,cabeceando.

Su hijo miró el animal con curiosidad.—Eso digo yo. —Kamilla lanzó una

mirada de reproche a Eva—. Esto no

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puede ser. Vamos a tener que hablar denuevo con dirección.

Kamilla y los dos padres se pusieron acharlar, momento que Eva aprovechópara avanzar hacia la entrada principal yel perro que miraba fijamente al frente.Fuera como fuese, aquel animal nopodía estar allí de ninguna manera. Suprimer día de trabajo y ya tenía quehacer frente a un problema, pensó. Alzóla vista hacia el letrero del dintel de laentrada, «El Manzanal», escrito conletras de trazo infantil de todos loscolores imaginables. No cabía duda:había llegado al lugar correcto. Al lugaral que la habían enviado desde laoficina de empleo. Al lugar en el que

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podía empezar como ayudante decocina, treinta horas a la semana con unsueldo subvencionado por elAyuntamiento, o bien desaparecer delsistema público y hundirse hasta elfondo de la sociedad como una piedraen el agua. Pero no era momento depensar en ello. Tenía que seguiradelante, como había acordado con supsicóloga. Dejar de pensar en Martin, enla casa, en la mezquina madre de Martin.Pensar en lo que tenía por delante. Eseera el primer día del resto de su vida. Lapsicóloga, que también le pagaba elAyuntamiento, se lo había explicado deuna manera muy sencilla: «Si te hascaído en un pozo, de nada te sirve

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quedarte pensando en todo lo que tellevó a caer en él.» Se trataba de salirprimero y, una vez fuera, no antes,empezar a pensar en las razones que lehabían llevado a uno a la caída. Debíainvertir todos sus recursos en lasupervivencia. «Hacia delante.» Miróotra vez el letrero. El manzanal. Eso erair hacia delante. Lo único que debíahacer era superar al perro de pelea.

—Venga, Eva —se dijo en voz alta—.Primero un pie y luego el otro.

El animal seguía sin advertir supresencia; miraba fijamente al frente,inmóvil, como una esfinge.

«Sobre todo, no le demuestres quetienes miedo.»

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Cuando pasó por su lado, el perroemitió un gruñido, profundo pero apenasperceptible. Eva probó la puerta. Estabacerrada con llave. En el muro había unacerradura con código de seguridad. Porel cristal vio a educadores y niños en elpasillo. Echó una última ojeada a sureflejo antes de llamar a la puerta.Cuando era más joven y salía de marchasolían decirle con cierta frecuencia quese parecía a Meg Ryan. Sobre todo enlos ojos y la boca. Ya nadie se lo decía,tal vez porque también Meg Ryan habíaenvejecido y ya no se parecía a símisma; al igual que al resto de lasmujeres de Hollywood, las operacionesla habían vuelto irreconocible, la habían

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convertido en otra. ¿Debería Evahaberse hecho algo, haberse convertidoen otra? Cogió aire.

—Venga, Eva, ¡ahora! —susurró.Llevaba bastante tiempo estudiando su

aspecto, ahora que ya no podía hacernada más. El pelo estaba más o menosbien; se lo había teñido el día anterior,de castaño, y combinaba estupendamentecon sus ojos verdes, o eso pensaba ella,a pesar de que los primeros díassiempre parecía un poco demasiadoteñido, por mucho que se lo lavara hastatres veces. Además, mejor un pocooscuro que con canas. Era demasiadojoven para lucir canas: solo tenía treintay cuatro años. La gente se preguntaría:

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«¿Qué pasa con la canosa? ¿Quién es?¿Qué hace aquí? ¿Cuál es su historia?»Entonces ella respondería que eraperiodista y había trabajado en el diarioBerlingske, pero que la habíandespedido en la última tanda de recortespor culpa de la crisis financiera. Nadamás. Una versión abreviada, no del todocierta. Pero, ¿qué derecho tenían losdemás a exigirle que dijera toda laverdad? Cuando era periodistaseguramente hubiera contestado que sí,que tenían derecho a conocerla, pero yano estaba tan segura.

Eva esperó un momento antes dellamar con unos golpecitos en el cristal.Nadie advirtió su presencia. En la calle,

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los dos padres y la educadora seguíanquejándose del perro de pelea suelto.Volvió a llamar.

Una educadora abrió la puerta.—Mil doscientos sesenta y seis.—¿Mil doscientos sesenta y seis?—Sí, el código.—Me llamo Eva. Parece ser que

empiezo a trabajar en la cocina hoy.—Tienes que hablar con Anna, nuestra

subdirectora. El director, Torben, está enun cursillo. Soy Mie.

Eva entró y quiso estrecharle la manoa la mujer.

—¡Vaya! —Mie miró la mano de Evacon una sonrisa en los labios, le dio unrápido y fofo apretón y añadió—: Aquí

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no solemos ser tan formales.Eva se ruborizó; tal vez teñirse el pelo

también había sido un error, tal vez sehabía esforzado demasiado por mejorarsu aspecto. La educadora llevaba elcabello corto y alborotado, como siacabara de salir de la cama, descuidado,como las malas hierbas que brotancaprichosamente, sin concesiones a laestética. Hasta entonces Eva no habíareparado en el olor, un olor penetranteque le daba náuseas. Se limitó a respirarpor la boca. A lo mejor con tantos niñosjuntos sencillamente olía así: adeposiciones, pañales empapados deorina, cuerpos desaseados, comida,calcetines sucios, mocos, babas,

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lágrimas. También había otro olormezclado con el resto: un olor dulzón,tal vez a bollos recién horneados.

—No es por meterme donde no mellaman, pero hay una educadora ahífuera que me ha pedido que os digaque...

Eva calibró si transmitirle el mensajecon exactitud u ofrecerle una versiónabreviada. Optó por reproducirlopalabra por palabra; por lo visto todavíale quedaba algo de la periodista quehabía sido.

—Ha llegado a su hora, pero no puedeentrar en la institución por razones deseguridad.

Mie la miró como si no entendiera

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nada.—El perro de pelea —añadió Eva.—¡Ah, vale! De acuerdo. Ese animal

otra vez. Será mejor que se lo digas aAnna. Sígueme.

Eva siguió a Mie recorriendo laguardería. Pasó por delante de unahilera de pequeñas taquillas con losnombres de moda escritos en laspuertas: «Karla» y «Esther», «Storm» y«Linus».

—¿Te ha costado encontrarnos?—No, qué va.—Pues la verdad es que a la gente

suele costarle la primera vez que viene.Pasan de largo el sendero en el cruce yacaban en la rotonda.

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—Ah, ya entiendo —dijo Eva, yasintió con la cabeza, sin saber muy biena qué se estaba refiriendo Mie.

La puerta que había al final del pasillose abrió y el padre de antes entró.Estaba visiblemente enfadado. Se habíaquitado el casco y llevaba el peloaplastado y grasiento. «A lo mejor estees el aspecto de Dinamarca tan tempranopor la mañana», pensó Eva. En elperiódico, antes de que la despidieran,el personal nunca llevaba esas pintascuando entraba a trabajar, pero quizátambién habían pasado por la guarderíaantes, con el pelo revuelto, como reciénsalidos de la cama, con el aliento fétidoy en pantalones de chándal. Al fin y al

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cabo ella no podía saberlo porque nuncahabía estado en una guardería. Lo únicoque sabía era lo que en su día habíaleído en el diario, y solo lo habíahojeado, sin demasiado interés. Evarecordaba vagamente algo acerca deplazas garantizadas. Algo así como quelos padres tenían derecho a una plazauna vez que el niño hubiera cumplidolos doce meses y que, aunque pagabanparte de la mensualidad, el Estado sehacía cargo del grueso de su coste.

El hombre llevaba a su hijo en brazos.—Acabo de hablar con Kamilla. Esto

no puede ser. ¡Es una bestia peligrosa!—Te recomiendo que vayas

directamente al despacho de Anna —le

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dijo Mie, y miró a Eva.El padre le alzó la voz a Mie.—¿Has entendido lo que te acabo de

decir?—Un momento. Tranquilízate.

Precisamente estaba dándole labienvenida a nuestra nueva empleada.

—Tengo una reunión dentro de veinteminutos —dijo el padre, y se golpeó lamuñeca con dos dedos allí donde podríahaber llevado un reloj de pulsera perolucía una tira de cuero con un colganteasiático.

Eva miró a ambos interlocutores.—Tienes que subir estas escaleras y

luego doblar a la izquierda —le explicóMie en voz baja—. Ve al despacho de

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Anna. Es la subdirectora. Ella teayudará a instalarte. ¿Te parece bien?

—De acuerdo, gracias.Eva abrió la puerta y enfiló un pasillo

estrecho de techo alto. El suelo delinóleo fue sustituido por otro de maderalacada. El hedor dulzón fue reemplazadopor un olor seco a fotocopiadora,impresoras y artículos de oficina, másparecido al tipo de olores a los que Evaestaba acostumbrada. Dobló a laizquierda. La puerta estaba entreabierta.Alguien tecleaba. Por el resquicio Evavio a una mujer de mediana edadsentada de perfil escribiendo en elordenador. No miró hacia la puertacuando Eva llamó.

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—Dos segundos y estoy contigo. —Seajustó las gafas y releyó rápidamente loque acababa de escribir—. ¡Enviar! —masculló, antes de mirarla.

—¿Eres Eva?—Sí. —Sonrió.La mujer se levantó. Era más robusta

de lo que Eva esperaba.—Anna Lorentzen, la subdirectora —

se presentó, y se empujó las gafas hastael puente de la nariz.

—Eva Katz.—Bienvenida a El Manzanal, Eva

Katz. Desgraciadamente, nuestroquerido líder, como dirían en Corea,asiste hoy a un cursillo, pero nosalegramos de que estés aquí. Y créeme,

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hay unos cuantos pequeñajos en lasaulas esperando a saludarte.

—Suena bien —dijo Eva.—¿Has venido del centro de

Copenhague?—De Hareskoven.—Llevas en el paro un tiempo,

¿verdad?Eva bajó la mirada. Estaban llegando

al pasado, a todo aquello que lapsicóloga le había insistido una y otravez que ignorara. Eva sabía que teníarazón. Esa era su última oportunidad; nodebía mirar atrás, tal como el Señor ledijo a Lot: «No mires hacia atrás, ...hacia Sodoma.» Sin embargo, la esposade Lot lo hizo y se convirtió en una

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estatua de sal. Eva simplemente sehundiría, desaparecería.

—¿Eva? —Anna la miraba con unaleve sonrisa.

—Sí —contestó, y añadió—: Un año.—¿En qué trabajabas?—Soy periodista. —Se apresuró a

corregirse—: Lo era.—Periodista —repitió Anna—.

Torben no me dijo nada.Eva miró a Anna. Todo rastro de

entusiasmo protector habíadesaparecido, una mancha encarnadaafloró en su cuello. Eva bajó la mirada.

—Pero... —Anna se atascó, carraspeó—. ¿Ya no eres periodista?

Eva la miró, confundida.

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—No, ya te he dicho que estoy en elparo.

—Pero ¿te gustaría volver a serlo?—Espero volver, sí, pero hay muy

poco trabajo y, si lo que te preocupa esque me largue dentro de dos semanas,puedo asegurarte que...

—Te lo digo ya: no puedes escribirsobre El Manzanal —la interrumpió lasubdirectora—. La relación entre niños,padres e institución es confidencial. Nopuedes escribir nada acerca de lo queveas aquí.

Las palabras quedaron colgadas en elaire un instante. Eva no sabía qué decir.

—Por supuesto que no —dijofinalmente—. Jamás se me ocurriría.

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Además, ¿qué iba a escribir? Quierodecir, al fin y al cabo no es más que unaguardería. —Miró a la subdirectora y searrepintió inmediatamente de lo queacababa de decir—. No es que no seaimportante la labor que desarrolláis. Merefiero simplemente a que no hay grancosa que revelar, ya me entiendes.

Anna carraspeó.Eva se sentía incómoda.—De todos modos, no soy de esa

clase de periodistas —prosiguió sinembargo—. Escribo sobre moda ytendencias.

Sonrió mientras recordaba lo últimoen que había estado trabajando aquellanoche de hacía ya casi un año. Era un

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gran artículo sobre Helena Christensen,acerca de la vida de la supermodelo enNueva York, con fotografías exquisitas,donde revelaba cómo solía echarse en elsuelo para escuchar jazz cuandonecesitaba inspirarse.

Inspiró profundamente. En cuanto losrecuerdos se le agolpaban tenía quehacer algo, cambiar de rumbo, back tothe future, «volver al futuro», comosolía llamarlo su psicóloga. Eso debíarepetirse una y otra vez, a poder ser envoz alta y clara, tal como la habíaaleccionado la psicóloga, pero en lugarde aquello Eva se oyó a sí misma decir:

—Anna, sinceramente, no es ningúnproblema. Te lo aseguro. Tengo muchas

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ganas de meterme en la cocina.La subdirectora se la quedó mirando

un instante y bajó la mirada a suspapeles. Las manchas rojas de su cuellono habían desaparecido. Eva lo habíaexperimentado un par de veces conanterioridad. Había quienesreaccionaban negativamente cuando leshablaba de su trabajo, que secomportaban como si fueran culpablesde algo, al igual que Eva cuando oía lasirena de un coche patrulla.

—De acuerdo —dijo Anna tras unapausa incómoda—. No sé lo que le diotiempo a contarte por teléfono a nuestrodirector.

—No gran cosa, creo. Me dijo que

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trabajaría en la cocina y, bueno, pocomás.

—Ayudarás a Sally, nuestra jefa decocina.

—Muy bien.—Y, para serte sincera, tendrás más

que suficiente. Al fin y al cabo, es unacasa grande. ¿Estás acostumbrada acocinar?

—Anna, ¿tienes un segundo? —Mie sehabía asomado a la puerta—. Es lo delperro.

—¿Otra vez?—El padre ese. ¿Cómo se llama? Está

totalmente fuera de sí. Amenaza conllamar a la policía. Y Kamilla no quiereentrar a trabajar hasta que se hayan

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llevado al animal.—¡Menuda...! —Anna cabeceó.—Se ha quedado en la calle.—¿Dónde está el propietario del

perro? ¿No se llama Frank?—Está en el aula Verde.—Muy bien. —La subdirectora asintió

con la cabeza y miró a Eva—. Vamos acambiar un poco el orden yempezaremos la visita guiada por el aulaVerde. Se ve que hay alguien que seniega a seguir las reglas.

—Por supuesto. —Eva dejó que Annala precediera.

La voluminosa mujer se movíasorprendentemente rápido. La siguió, nosabía qué otra cosa hacer. Tenía que

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preguntarle algo, tratar de parecerinteresada.

—Entonces, ¿cuántos niños tenéis aquíen total?

—Hay una cosa que necesitas saberantes que nada: no los llamamos«niños».

—Ah, vale.—Los llamamos «pequeños» —dijo

Anna, y se hizo a un lado para dejarpasar a una niña que salió corriendo delaula Roja—, pero tenemos cerca deciento treinta pequeños. Hay una secciónpara los de menos edad,aproximadamente la mitad de las plazas,y otra de preescolar, para los mayores.

Eva intentó seguirla mientras pensaba

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qué más podía preguntarle. Tal vez a quéedad pasaban los niños de una sección aotra, pero no le dio tiempo porque Annaabrió la puerta del aula Verde.

—¿Frank?El joven se volvió y miró a Anna.

Llevaba el pelo rapado y tenía los ojosmuy juntos en un rostro desmejorado ybronceado artificialmente. No dijo nada.

—Buenos días, Frank. Creía que yahabíamos hablado de lo de tu perro.

Frank se levantó. Un tatuaje le reptabapor la espalda y por su cuello asomabala punta de la cola de un escorpión, delos que pican. Eva se imaginó que elresto del escorpión estaría bajo lasudadera con capucha.

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—Tu perro de pelea. Está sentadofrente a la verja.

—¿Qué problema hay? —Miró a Annaa los ojos sin pestañear.

Eva dio un pasito atrás, hacia lapuerta.

—Ya lo hemos hablado. Los perrostienen que estar atados y no pueden, deninguna de las maneras, permanecerdentro de los límites de la guardería.

—No es un perro de pelea. SeñorHansen no hace nada si no lo provocan.

—Tu perro debe estar atado y fueradel terreno de la guardería —repitióAnna, impávida, a pesar de que Frankhabía invadido su espacio de intimidad.

—¿Cuál es el problema? ¿Ha mordido

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a alguien?—Sencillamente, es así. Ya te lo he

explicado varias veces. Los pequeños seasustan. Los adultos se asustan. Yotambién le tengo miedo a tu perro,Frank.

El hombre no dijo nada. Durante unpar de segundos la miró fijamente, consemblante frío e inexpresivo. Annadesvió la mirada hacia Eva y encontrófuerzas para esbozar una sonrisa. Eva noestaba segura, pero posiblemente habíamiedo en su mirada, o al menosinseguridad.

—Quiero que te lleves el perro deinmediato. Si no...

El bufido reprobatorio de Frank la

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interrumpió. Fue el único sonido quesalió de la boca del hombre delescorpión antes de darle una palmadita asu hija en la cabeza y abandonar el aula.Mie cogió a la niña en brazos e intentóconsolarla, pero no sirvió de nada. Annatuvo que levantar la voz para que laoyeran por encima del barullo.

—Bueno, como te decía, esta es elaula Verde, y ya conoces a Mie. Y luegoestá Kasper. ¿Dónde se ha metido, porcierto? Hace rato que no lo veo.

—Acaba de salir para cambiarpañales —dijo Mie, plantando así unaterrible duda en Eva. ¿También letocaría cambiar pañales? ¿No le habíaanunciado ya Torben que tendría que

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echar una mano en las aulas?—Ahora te enseñaré la cocina —dijo

Anna, pero fue interrumpida por unportazo.

Kamilla, la que se había negado aentrar a trabajar hasta que se llevaran alperro, hizo acto de presencia. Se detuvoante la puerta del aula Verde y miró aAnna con frialdad.

—Me ha empujado, Anna —dijo.—¿Frank?—He llamado a la policía.—No, Kamilla, te has pasado.—Tú eres la delegada de prevención

de riesgos, Anna. Solo tienes que llamary decir que no hace falta que vengan, estu decisión. Pero me la apunto. Hoy uno

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de los pequeños podría haberse quedadosin cara de un mordisco. No puede haberperros sueltos en las inmediaciones dela guardería. La seguridad tiene queestar garantizada. ¿Queda claro?

Anna miró a Eva, que miró al suelo; sesentía fuera de lugar, como si un par deojos condenatorios se hubieran puesto amirarla fijamente en mitad de unconflicto que se arrastraba desde hacíatiempo.

—Pero Kamilla, ¿no crees quedeberíamos darle un poco de tiempo aFrank para ver si lo ha entendido? —preguntó Anna—. Quiero decir, lapolicía... Vamos a asustar a lospequeños.

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—Ha intentado pegarme.—¿Pegarte?—O me ha empujado. Sí, me empujó.

Me ha dado en el hombro.—¿Le habías dicho algo?—Disculpa, Anna. —Kamilla dio un

paso adelante—. ¿A qué te refieres conque si le había dicho algo? ¿Qué puedohaberle dicho yo que justifique laviolencia?

Anna pareció titubear un instante, perose rehízo enseguida. Se oyeron sirenas alo lejos.

—Parece que la policía está a puntode llegar —dijo Kamilla.

Anna reflexionó. Luego miró a Eva.—¿Qué te parece si te quedas aquí

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mientras yo hablo con la policía? —lepreguntó.

Fue embarazoso hasta que Evacomprendió que Anna acababa dedirigirse a ella.

—No te preocupes, también estaráKasper. Así lo ayudas un poco, ¿teparece bien? Y de paso aprovechas paraconocer a los pequeños.

La subdirectora miró a su alrededor.Kasper seguía sin aparecer.

—Claro que sí —respondió Eva.—Yo misma suelo echar una mano en

esta clase de situaciones.Anna se vio interrumpida por unos

gritos de júbilo procedentes del pasillo.La policía acababa de llegar y algunos

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niños se habían congregado en laventana que daba a la calle.

—Ya nos encargaremos de la cocinaun poco más tarde —dijo lasubdirectora.

—Está bien.—Ya sé que el recibimiento está

siendo un poco duro. Llámame si pasacualquier cosa. Encontrarás mi númeroen esa agenda.

Se acercó a un escritorio que había allado de la puerta. Eva la siguió.

—Aquí es donde los padres debeninscribir a los pequeños, tanto altraerlos como al recogerlos, indicandola hora. También pueden dejarnosmensajes breves. Por ejemplo, si es la

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abuela quien los recogerá hoy o si suhijo puede irse a casa con el padre deuno de los otros pequeños. Piojos,impétigo, enfermedades diversas. Aveces anotan si su hijo se fue a dormirtarde la noche anterior, para quesepamos que puede estar un poco mássusceptible de lo habitual. Esa clase decosas.

—De acuerdo —dijo Eva.—También pueden decírnoslo

directamente, por supuesto, pero es unainstitución grande y sabemos porexperiencia que, sobre todo por lamañana, puede haber cierto descontrol.Si un mismo educador recibe diecisietemensajes a la vez a las siete y media de

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la mañana, es fácil cometer fallos. Losevitamos utilizando la agenda.

Anna miró a Kamilla, que laobservaba expectante.

—Bueno, será mejor que me vaya —dijo, y se fue.

Eva se había quedado sola con quinceniños en el aula. Hasta el momento,ninguno la había mirado siquiera. Talvez lo mejor que podía hacer eraquedarse quieta, esconderse hasta que sepresentara un educador de verdad. En elpasillo, cerca de la entrada principal,vio a Anna discutiendo con Kamilla ensusurros. A saber por dónde tendríaKamilla pillada a Anna, pensó Eva.

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Algo debía de haber, de lo contrarioAnna la habría puesto en su sitio.Incluso ahora, cuando recibió a los dosagentes de policía en la puerta, Kamillamiraba a su subdirectora con los brazoscruzados y casi con desprecio. Lasubdirectora miró atrás brevemente,hacia Eva, que se apresuró a prestaratención a los niños y las mesitas demadera pintadas de rojo con las sillas ajuego. En la pared había una lámina conrecortes de la familia real. «La reinaMargarita II cumplirá setenta y tres añosel 16 de abril —habían escrito con cerasde color—. ¡Hurra!» En la mesa habíapequeños lápices de colores y papelgrueso.

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—¿Hay formación?La voz procedía de abajo. Eva miró al

suelo. Una niña tiraba de sus pantalones.—¿Formación?—Oye, ¿cómo te llamas?—Eva.—¿Cuántos años tienes?Eva la miró; no tenía ganas de hablar

de sí misma.—Treinta y cuatro —respondió, con

cierta reticencia.—¿Qué hacemos? —quiso saber una

de las niñas.—Sí, ¿qué podríamos hacer? —dijo

Eva, pensando en voz alta.¿Cuánto hacía que no pasaba un rato a

solas con un niño, que le dedicaba más

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de tres minutos a una persona de esetamaño? Si no recordaba mal, desde queella misma era una niña. Más le valíaacordarse de algo. ¿Qué le gustabaentonces?

—¿Qué os parece si dibujáis algo quehoy os haya impresionado? —propuso.A ella le había gustado dibujar hasta queaprendió a escribir; a partir de entonceshabía dedicado prácticamente todo sutiempo a leer y a escribir.

—No lo entiendo —dijo la niña, ymiró al suelo.

—A ver —le explicó Eva—, tenéisque dibujar algo que hayáis visto estamisma mañana.

Quizá no sabía hablarles debidamente.

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No tenía ni idea.—¡La policía! —gritó uno de los

niños.—Sí. Dibuja a la policía.—Mi perro —dijo la niña.—Buena idea —dijo Eva.—¿Tienes novio? —preguntó la niña.—¿Estáis dibujando? Muy buena idea.

—Un joven de barba cerrada que vestíauna camisa ligeramente arrugada entró yle estrechó la mano a Eva—. Tú debesde ser Eva. Yo soy Kasper.

Eva sonrió. Sintió cierto alivio al verque ya no estaba sola con los niños.

—Hola, Kasper.—¿Estáis dibujando a Sus

Majestades? Estamos trabajando un

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tema: el cumpleaños de la reina es lasemana que viene.

—No, solo algo que les haya pasadoesta mañana.

—Perfecto —dijo el joven, y sonrió.Eva lo miró. A causa de la barba

resultaba difícil determinar su edad.—¿Sois novios? —preguntó uno de

los pequeños.—No, yo ya tengo novio —dijo Eva

—. Y ahora, a dibujar.—¿Cómo se llama?—Martin.—¿Estáis casados? —preguntó un

niño.Eva observó al grupo de críos que

tenía delante. Casi todos se habían

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puesto a dibujar. Aquel niño tenía unamirada muy intensa, su rostro reflejabacierta insolencia.

—¿Estáis casados? —preguntó denuevo.

—No, pero... —Reparó en que letemblaba ligeramente la voz, como si depronto hubiera una especie de eco encada palabra que escapaba de su boca.No estaba preparada para que los niñoshurgaran en su pasado. Precisamentecontaba con que el trato con los niñosfuera más inmediato, centrado en el aquíy ahora.

Kasper le sonrió.—Lo preguntan todo, ya te puedes ir

acostumbrando. ¡Todo!

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—¿De veras? —preguntó Eva.—¿Qué hace tu novio? —insistió el

niño.—Ahora estamos dibujando —dijo

Kasper.—¿Folláis?Volvía a ser el mismo crío. Los demás

niños rieron, las niñas bajaron la miraday ocultaron la sonrisa.

Eva miró a Kasper, que levantó undedo y alzó la voz:

—¡Adam! No quiero volver a oírte.¿Me has entendido?

Eva se sentó al lado de una de lasniñas.

—¿Qué dibujas? Parece interesante.Eva se dio cuenta de lo forzadas que

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sonaban sus palabras.—Es mi madre. ¿Te das cuenta de lo

enfadada que está?Eva contempló el dibujo de una mujer

que parecía un emoticono de mal humor.—Sí, es posible.—Con mi padre, esta mañana —

añadió.Eva no supo qué decir.Kasper se sentó a su lado.—Lo preguntan todo —le susurró—. Y

lo cuentan todo.Eva lo miró. Tenía un agradable

aliento de café mezclado con regaliz.Descubrió a un niño sentado solo en unrincón. Se acercó a él, alejándose deAdam, que hacía demasiadas preguntas,

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y de la niña que contaba demasiadascosas.

—¿Qué has dibujado?—Nada —dijo el niño, y cubrió su

dibujo con las manos. Era un niño muymono, moreno. Tendría unos cinco años,pero su mirada le hacía parecer mayor.

—No importa. —Eva se levantó—.Está bien.

El niño apartó las manos para que Evapudiera ver lo que había dibujado: dospersonas; dos hombres; uno le clavabaalgo en la espalda al otro. Tal vez uncuchillo. ¿O lo estaba empujando? ¿Eraaquello una mano? Unas grandes gotasde sangre saltaban por el aire. Un charcode sangre llenaba la parte inferior del

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dibujo.—¿Qué es? —preguntó Eva.—Nada.—¿Un hombre que está siendo malo

con otro? —Se inclinó hacia delantepara ver mejor. La víctima era pelirroja.Detrás del asesino, el niño habíadibujado una cara, tal vez, o un animal.

El pequeño también miraba el dibujocon mucho interés.

—Es muy violento —dijo Eva—. ¿Porqué lo has dibujado?

El niño no despegó los labios, con losojos fijos en la mesa que tenía delante.

—¿Es algo que has visto en la tele?Teníais que dibujar algo que hubieraisvivido esta mañana.

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El pequeño la miró y asintió con lacabeza.

—¿Y tú has visto esto?De nuevo un pequeño gesto afirmativo

con la cabeza.—¿En la tele?El niño sacudió la cabeza.—¿En un cómic o algo así?Por fin un leve sonido escapó de la

boca del niño:—No.El teléfono de Eva vibró en su bolsillo

apenas medio segundo antes de queresonara el impetuoso tono de llamadapor toda el aula. «Papá», apareció en lapantalla. Cortó la llamada, se metió elmóvil en el bolsillo y volvió a sentarse

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con el crío, que tenía lágrimas en losojos. ¿Las había tenido todo el tiempo?No estaba segura.

—¿Es algo que has visto en unapelícula?

De pronto el llanto del niño se volviósonoro.

—¿Qué te pasa?—Tratamos de tener los teléfonos

apagados aquí dentro. —Kasper seencogió de hombros, comodisculpándose—. Será mejor que no meande con rodeos: Anna y Torben seponen...

—Claro. Disculpa.En esto el niño se levantó y salió

corriendo del aula. Llevaba el dibujo en

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la mano. Por el camino le propinó unapatada a una silla que le obstaculizabael paso.

—¡Malte! —gritó Kasper—. ¿Qué tepasa?

La puerta del aula se cerró conestruendo.

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Parque forestal deDyrehaven

08.53

¿El anciano había visto el cadáver?¿Era posible que solo hubiese oído eldisparo, visto las palomas zuritaslevantar el vuelo y decidido echar unvistazo por si había pasado algo? Encualquier caso, aunque no hubiera vistoel cadáver, aunque solo hubiese visto aMarcus, había visto demasiado. La

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policía no tardaría en presentarse en ellugar. Los vecinos serían interrogados:«¿Han visto algo?» «¿Vio a alguien en elbosque esta mañana?» Eso preguntaríanlos agentes, y al final la policía daríacon el anciano, que les contaría: «Sí. Via un hombre. Oí un disparo cuando salí aver el pájaro carpintero y la garza, y aadmirar la luz del alba. Decidíadentrarme un poco más en el bosque.Al fin y al cabo, no estamos entemporada de caza. Quería decirle alcazador que abandonara su propósitoinmediatamente, que se arriesgaba adisparar a una de las hembras quebuscan alimento para sus crías, pero noencontré a ningún cazador. En cambio,

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vi a otro hombre. Vestía traje dechaqueta negro. Parecía una especie deguardaespaldas, de esos que ves por latele. Pelo corto, en buena forma física,jersey negro de cuello alto bajo lachaqueta. Y bueno, la verdad es que mepregunté qué andaría haciendo en elbosque tan temprano y además vestidode aquella manera. Creo que llevaba unperro, aunque no vi ninguno.»

Eso diría el viejo, y entonces lapolicía estaría sobre la pista. Marcus sealejó del sendero del bosque y sedesplazó hasta un tronco caído y unzarzal. Todavía veía al viejo a lo lejos,en la cima de la loma. David estabajusto detrás de Marcus, jadeando.

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—¿Crees que nos ha visto? —preguntó.

—Sí. A mí al menos —contestóMarcus.

—Fuck. ¿Te ha dicho algo?—Yo le he dado los buenos días.—Y él, ¿qué ha dicho?—Buenos días. Y luego he llamado al

perro.—¿Al perro?—Ya sabes. Soy un tipo trajeado de

camino al despacho que antes ha salidoa pasear al perro por el bosque.

—¿Crees que se lo ha tragado?—No. Y mucho menos cuando

encuentren el cadáver.—Entonces... ¿qué?

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—Que no cunda el pánico. Lo seguiré.Tú vuelve.

—¿En qué estás pensando?—Ya se me ocurrirá algo.David cabeceó.—No es más que un anciano.—Exacto. Así que no importa

demasiado. Ya ha vivido su vida.David volvió a suspirar. Marcus lo

miró. David llevaba demasiado tiempoalejado del campo de batalla. Eso lessucedía a casi todos los soldados, anteso después. Si llevas demasiado tiempolejos del campo de batalla te cuestacada vez más aceptar la idea de laviolencia. «Porque la violencia es algoque requiere mantenimiento», pensó

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Marcus. Como todo lo demás en la vida:la forma física, el amor, la casa y lasvías públicas. Había que cuidarlo todo.Y la violencia es una condiciónfundamental del ser humano, es unhecho; todo aquel que intentaconvencerse de lo contrario es porquepretende vivir en un mundo imaginario.Así pues, si no cultivas la violencia,antes o después te hundes. Es así desencillo. Los españoles son los únicoseuropeos que lo saben, por esoconservan sus corridas de toros.

—¡David!Marcus lo agarró del brazo, con

suavidad.—¿Qué?

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—Procura que nadie te vea, ¿deacuerdo?

—Yo... —David no terminó la frase.—¿Qué querías decir?—No me siento cómodo con todo esto.—Es que la situación, ahora mismo,

no es cómoda. Hay muchas incógnitas.El viejo. Si alguien más nos ve cuandosalgamos del bosque. Demasiadostestigos. ¿Era esto en lo que estabaspensando?

—Sí.—¿Qué hacemos? ¿Nos rendimos? —

Miró a David.David sonrió fugazmente y volvió a

cabecear. Ambos sabían que Marcusestaba siguiendo el manual punto por

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punto: cuando tu compañero o tushombres son presa del pánico debesprocurar que miren hacia delante, quepiensen en lo siguiente que va a pasar yluego en lo que viene a continuación.Tienes que conseguir que se enfrenten ala situación, por desesperada queparezca.

—No te oigo, soldado —susurróMarcus, a pesar de que David no habíadicho nada.

—No. No debemos rendirnos.—Muy bien. Tú vuelve. Procura que

no te vean. Deshazte de la americana.Corre por la linde del bosque, mantentealejado de todos. ¿Tienes dinero?

—Sí.

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—Cuando salgas del bosque intentacoger un taxi. Siéntate detrás del taxista,oculta la cara, pero sin que seademasiado evidente. ¿De acuerdo?

—Sí.—Y ahora, vete.David se alejó corriendo, casi sin

hacer ruido, con el cuerpo ligeramenteechado hacia delante. «De nuevo comoun soldado», pensó Marcus. Sin dudaconseguiría que no lo viesen. Era aMarcus a quien habían visto, a quienhabía sorprendido un anciano. Miróhacia el sendero. El viejo ya estaba muylejos. ¿Andaría buscando setas? Encualquier caso, no sospechaba nada deél. Había visto a Marcus, eso sí, pero no

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podía saber nada de lo sucedido aquellamañana en el bosque. Aunque pronto losabría: se enteraría de lo del cadáver encuanto lo encontraran, al igual que todoslos demás. Y entonces hablaría, y eso loestropearía todo. Por eso el viejo era unenemigo no muy distinto de todos losenemigos de una guerra. Al fin y al cabo,no tenías nada personal contra elindividuo que casualmente se encontrabacerca del depósito de municiones quehabía que bombardear desde el aire;pero si no se lanzan bombas se pierde laguerra, y la vida, y todo lo demás por loque se lucha.

Marcus corrió tras él. El viejo habíaabandonado el sendero y se dirigía hacia

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los chalés blancos. Ahora Marcus loveía mejor. La luz del sol le daba delleno. Estaba casi calvo; apenas una finacapa de pelo canoso le cubría ensemicírculo la parte inferior de lacoronilla. Marcus esperó un poco. Eraimportante que el viejo no volviera averlo. La próxima vez que lo hicierasería en el instante inmediatamenteprevio a su muerte. Una pena. Marcusestaba convencido de que era uno de los«suyos». Lo sabía por los zapatos, porsu forma de andar, por su alianza de oroen el dedo, por el viejo Mercedesestacionado en el garaje de la casa en laque en ese mismo instante entró. Sí,incluso era posible que fuera jurista,

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alguien que conoce el precio que hayque pagar por la sociedad en la quevivimos.

Se detuvo a cierta distancia de la casa,de manera que no lo vieran desde lasventanas del chalé. ¿Había alguien másen la casa? Eso no le facilitaría lascosas, desde luego. Por un breveinstante, consideró la posibilidad dehablar con él, de explicarle la gravedadde la situación, lo que había sucedido enel bosque aquella mañana y por qué, quelo que estaba en juego era, en esencia, elmodo en que nosotros, los daneses, noshabíamos organizado. No se trataba dedinero ni de avaricia, se trataba de lamonarquía, de la misma subsistencia del

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país. El viejo lo entendería. Tal vez sí otal vez no. En cualquier caso, erademasiado lo que estaba en juego paracorrer tal riesgo.

Marcus esperó hasta que estuvo segurode que no había nadie que pudiera verle,se escurrió por un lado del Mercedesnegro y recorrió la casa pegado a losmuros. Llegó a ver dos nombres en elbuzón que daba a la calle: «EllenBlikfeldt y Hans Peter Rosenkjær.»Había una esposa en la casa. Eso no erabueno. «Pero no tienes prisa, Marcus»,se dijo para tranquilizarse. «Siempre ycuando nadie haya encontrado elcadáver en el bosque, Hans PeterRosenkjær no tendrá motivos para

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pensar, ni mucho menos para comentarlea nadie que esa misma mañana ha visto aun hombre bien vestido en el bosque.»Un hombre que lo había saludado y lehabía sonreído. Que le había dado losbuenos días y después había llamado alperro.

Vio a Hans Peter Rosenkjær dentro dela casa, en albornoz. Cruzó el salón conuna pipa en la boca y desapareció.Marcus lo oyó por una ventana abierta:se estaba duchando. Vio el vaho que sefiltraba por la ventana y ascendía haciael cielo, como una nube que ha estadoatrapada en las tuberías y por finencuentra el camino a casa. El viejocanturreaba «Everybody Loves

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Somebody». El sol brillaba, el baño eraun lugar perfecto. Hans Peter se caeríaal salir, se golpearía la cabeza, sedesangraría. Sin embargo, antes Marcustendría que asegurarse de que su esposano estuviera en casa. Se acercó a laspuertas que daban a la terraza. Echó unvistazo al interior: muebles antiguos dediseño danés, de Børge Mogensen yArne Jacobsen. Una larga mesa decomedor sobre la que se amontonabanlos libros. No se veía a nadie por ningúnlado. Probó la puerta. La que daba a laterraza estaba cerrada con llave. Utilizóun pañuelo para limpiar el pomo yeliminar las huellas dactilares; elasesinato debía ser perfecto, el

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definitivo, no como el de anoche y el deesa mañana: chapucero, repentino ydesesperado. No. Habría que hacerlobien, por el país.

Rodeó la casa hasta la puerta deservicio. La hiedra trepaba por losmuros del viejo chalé de ladrillo.Marcus probó la puerta. Estaba abierta,¿por qué no iba a estarlo? Allí, al nortede Copenhague, reinaban la paz y elorden. Cerró tras de sí y se quedó quietoen el gran lavadero, escuchando. HansPeter seguía en el baño. Marcus oía elsonido del agua cayendo desde elcalentador. Olía ligeramente a tabaco.Se quitó los zapatos con mucho cuidado.Por si acaso, echó un vistazo a su móvil:

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totalmente apagado; ya se habíaasegurado en Copenhague de que asífuera, antes de salir en el coche con elcadáver.

Volvió a aguzar el oído antes de entraren el salón. Ni rastro de Ellen Blikfeldt.A lo mejor estaba en el piso de arriba.Tenía que asegurarse antes de meterse enel baño con el viejo. Subió las escalerasde cuatro sigilosas zancadas. Ya estabaen el primer piso. Echó un vistazo aldormitorio. Había marcas de que esanoche había dormido alguien en un ladode la cama únicamente. Ellen Blikfeldtno estaba en casa. Estaban solos, nuncahabría mejor momento.

Bajaba las escaleras cuando llamaron

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a la puerta. Se detuvo. Oyó cómollamaban de nuevo.

—¡Voy! —gritó Hans Peter.Marcus volvió a subir los escalones a

toda prisa. El dormitorio daba a unbalcón. Miró hacia abajo. Un salto deunos pocos metros; nada, no lesupondría ningún problema. Oyó vocesque provenían del lavadero. El momentohabía pasado. Tenía que salir de allí.Abrió la puerta del balcón y aguzó eloído. Seguían hablando en el lavadero.Podía saltar a la terraza sin que lovieran. Sacó las piernas por el borde delbalcón, se agarró a la antigua reja deforja y se descolgó. En la caída pensó enlibrarse de todo, de las obligaciones y

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de la responsabilidad; laresponsabilidad de todo cuanto lerodeaba. A lo mejor fue el instante queestuvo colgado en el aire lo que hizo quese le ocurriera aquella estúpida einesperada idea... En cualquier caso,estuvo listo para asumir suresponsabilidad en cuanto volvió a tenerlos pies firmes en las duras baldosas dela terraza. El anciano debía morir. Noquedaba más remedio.

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Bosque de Hareskoven18.30

Eva acababa de salir de la estación yse dirigía a su casa cuando le sonó elmóvil. Era Pernille, la nueva mujer desu padre. Bueno, no tan nueva: su padrese había casado con ella cinco añosdespués de que el cáncer le arrebatara lavida a su madre. Rechazó la llamada.Sabía lo que quería Pernille: sabercómo le había ido el primer día en la

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guardería, el primer día del resto de suvida. Esa noche sería la primera quedormiría sola en casa. Llevabadurmiendo en casa de Pernille y de supadre desde que se había quedado sola.No se le daba bien estar sola, y ahoraellos querían asegurarse de que se sentíacómoda estándolo. Y de alguna manerasiempre conseguían recordarle elpasado, todo aquello a lo que no debíadedicar tiempo. Eva sabía perfectamenteque era injusto por su parte pensar deesta manera. Pernille y su padre siemprehabían sido compasivos y habían estadodispuestos a echarle una mano, perotambién formaban parte del pasado quedebía evitar. Eva había llegado a pensar

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que tal vez le conviniera marcharselejos, afincarse en Marrakech, enMarruecos, o en un pueblecito deAmérica del Sur para poder ser la damamisteriosa, la que no hablaba de supasado. Podría echarse un joven amante.Pero ¿a qué dedicaría su tiempo enArgentina o en Uruguay? Lo único quesabía hacer era escribir, y en cuanto sesentara frente al teclado el pasadoempezaría a revolotear en su cabeza. Alfin y al cabo, esa era precisamente laesencia del oficio de la escritura: loshechos pasados.

Todavía tendría que haber habido luz;era por la tarde temprano de un día delmes de abril. Eva alzó la mirada en

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busca de algo que pudiera explicar quela primavera se hubiera vistointerrumpida. Una solitaria gota delluvia, pesada y lenta, la alcanzó a modode respuesta. A esta la seguirían otras,solo era cuestión de tiempo. Le conveníaapretar el paso. Por otro lado, no debíadarse demasiada prisa en volver a casa.Había dedicado parte de la tarde a ir decompras por el centro de la ciudad,sobre todo para matar el tiempo. Sehabía probado ropa que no podía pagar,había tomado café solo en la biblioteca.Las noches eran lo más difícil desuperar. Lo había intentado con lossomníferos de su padre, pero sabía muybien que ese no era el camino adecuado,

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así que mejor con vino. Wein machtmüde, ¿no era lo que solían decir losalemanes? El vino da sueño. Habíacomprado una botella en Netto y lahabía dejado en la cinta de la caja, juntoal muesli, la leche y la fruta, esperandoque la cajera no la mirara mal. ¡Como siella supiera lo que se siente estandosola! Era la primera noche.

La lluvia arreció y apretó el paso. Losúltimos cien metros los recorrió a lacarrera. Las gotas le golpeaban la cara.Abrió la puerta y dejó el bolso en laentrada. Sonó su móvil. Lo sacó delbolsillo. Una vez más, Pernille.

—Pernille —dijo, intentando noparecer demasiado hastiada.

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—¿Qué tal te ha ido? —le preguntóesta sin un hola, sin preámbulos.

—Bien. Aunque me temo que tendréque tomarme una copita de vino pararecuperarme. ¿Te importa esperar unmomento?

—No, claro que no. Estamos muyansiosos por saber qué tal te ha idotodo.

—Pongo el altavoz. —Dejó elteléfono en la mesa y el bolso en laencimera de la cocina—. ¿Me oyes?

—Te oímos, cariño —dijo Pernille.—Un segundo. —Sacó la botella.

Había un folio en el fondo de su bolso.Lo sacó con cuidado. Era el dibujo delniño, ¿cómo se llamaba?, Malte. El

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dibujo de un hombre que le hacía daño aotro, que empujaba o pinchaba con algoa un hombre pelirrojo por la espalda.

—¡Qué extraño! —dijo en voz alta, ydejó el dibujo en la mesa mientrasbuscaba el sacacorchos.

—¿Decías algo?Eva oyó la voz de Pernille por el

móvil a pesar de que el aparato estabasobre la mesa.

—Es un dibujo que ha hecho uno delos niños. Ha acabado en mi bolso.

—¡Qué mono!—¿Ah, sí? Tal vez. ¿Qué hace en mi

bolso?Eva oía a su padre al fondo.—¿Cómo ha ido? —le oyó susurrar.

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—Bien. Uno de los niños le haregalado un dibujo.

Eva rebuscó en los cajones mediovacíos en busca del único utensilio decocina del que no podía prescindir. Allíestaba, con los cuchillos, todavía con elcorcho de la noche en que abandonó lacasa hacía ya tanto tiempo. Lo sacó contres profesionales giros de muñeca, oeso le pareció a ella, abrió la botella ydejó a un lado el sacacorchos, que cayóal suelo con un ruidodesproporcionadamente fuerte para algotan pequeño.

—¿Qué pasa? —preguntó Pernille.—¿Pernille?—¿Sí?

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—Si mañana por la noche noencuentro el sacacorchos, recuérdameque se me cayó al suelo y se me escurriódebajo de la cocina.

—Lo haré, no te preocupes.Eva se fue al salón con el dibujo, una

copa, la botella y el móvil entre la orejay el hombro.

—Ya está. Estoy sentada.—¡Cuenta!—Eran todos muy monos. Unos niños

muy monos. También los adultos —dijo,y pensó en Kamilla, la que no habíaquerido entrar a trabajar hasta que no sellevaron al perro.

—¿Papá me puede oír?—No. Ahora mismo está en la cocina.

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—Pernille... —Se atascó. Los ojos sele llenaron de lágrimas.

—¿Estás llorando, cariño?—No se lo digas. —Intentó sofocar el

sonido de su llanto.—No se lo diré.—¡Se preocupa tanto! Es solo que...—Ya lo sé. Es duro.—Mi vida es una mierda —dijo, y se

enjugó las lágrimas con la manga yahúmeda de lluvia.

—No digas eso.—Sí, cuando me siento aquí y miro el

salón, lleno de tableros de fibra ytornillos y cachivaches...

—Ya vuelve —le susurró Pernille,refiriéndose a su padre.

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—De acuerdo. —Eva se enderezó,como si este pudiera verla por elteléfono—. Dile que todo es fantástico yque esta noche salgo con una amiga.

—Eva...—Please, Pernille.Silencio en la línea. Oyó a su padre

trajinando al fondo. Pernille carraspeó:—Pues qué bien, suena fantástico —

dijo, y luego—: Pásatelo bien estanoche.

—Gracias, Pernille. Eres la mejor.—Y recuerda que el sacacorchos está

debajo de la cocina.Eva se rio en medio del llanto.—Te quiero, cariño. Tu padre también

te quiere.

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—Lo mismo digo.Dejó el teléfono de cualquier manera

en el sofá. Cerró los ojos para no tenerque ver los suelos que había que raspar,las paredes desconchadas, los panelestodavía sin montar, los cables quecolgaban del techo...

Abrió los ojos y miró la lluvia.«Lluvia tropical», pensó. En el jardín,debajo del cobertizo, había unasplanchas que había comprado su padre.No lo recordaba muy bien, pero por lovisto había que aislar la casa por fuera.Ella y su padre solían ir cada fin desemana que él tenía libre a trabajar enlas obras. Luego Eva se iba con él a

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casa, donde Pernille les tenía la cenapreparada, y se quedaba allí a dormir.El domingo volvían para seguirtrabajando todo el día. «Prontohabremos acabado», solía decirle supadre para animarla, pero Eva se dabacuenta de que estaba cansado. Les habíarepetido a él y a Pernille una y otra vezque lo más fácil era dejar que la casaacabara en subasta. Así podríadeclararse insolvente, vivir de alquiler ysalir adelante con el mínimoimprescindible. Sin embargo, cada vezque lo mencionaba su padre cabeceaba.No quería ni oír hablar de ello.«Habremos acabado antes de Navidad»,le decía, pero lo hacía todo solo, con la

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única ayuda de Eva, e ibatremendamente lento. Siempre lesfaltaba algo que Eva tenía que ir abuscar al almacén de materiales deconstrucción: brocas, material deaislamiento de Rockwool y herramientascuyo nombre nunca lograba recordar. Enun momento dado, se había puesto acalcular el tiempo que en realidadtardarían si seguían a ese ritmo, fin desemana tras fin de semana, solos ella ysu padre con martillo y clavos. Habíacontado todas las planchas y lostornillos que habían comprado y lashabía dividido entre la cantidad que supadre llegaba a utilizar en un fin desemana. El resultado había sido de

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ciento cincuenta y cuatro. Cientocincuenta y cuatro fines de semanaequivalían a tres años. Para entonces supadre sería un anciano. No le habíacomentado nada acerca de sus cálculos,pero a Pernille sí que llegó a sugerirleque la situación era insostenible, que esamaldita casa también estaba a punto dedestrozarles la vida.

Posó la mirada en el dibujo en lugarde hacerlo en el proyecto deconstrucción inacabado. Eran doshombres, no cabía duda. Uno asesinabaal otro. No era fácil adivinar cómo. ¿Deun empujón? ¿Con un cuchillo? ¿Qué eralo que había dicho Kasper acerca de lospequeños? «Lo cuentan todo, y lo

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preguntan todo.» En la parte inferior deldibujo había un charco de sangre. Maltehabía intentado dibujar algo detrás delos dos hombres. ¿Una cara, o unaespecie de animal? Un rostroextrañamente distorsionado, tétrico. Sepreguntó por qué se había llevado eldibujo a casa. No, esa no era la preguntacorrecta. La pregunta adecuada era porqué no recordaba haberlo hecho.¿Alguien le había metido el dibujo en elbolso? ¿El niño, tal vez? Pero ¿por quéiba a hacerlo? ¿Uno de los adultos,quizá? ¿Qué era lo que el niño pretendíacontarle? Desde luego, difícilmente unasesinato, pero quizás otra cosa. ¿Quealguien le había hecho daño a otra

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persona? ¿Por eso Anna habíareaccionado de una manera tan extrañaal decirle ella que era periodista?¿Estaría pasando algo turbio en lainstitución?

Intentó reconstruir el resto del día enEl Manzanal después de que Maltehubiera hecho el dibujo: la policía sehabía marchado y Anna había vuelto atener tiempo para dedicárselo. Le habíaenseñado la institución. Eva todavíallevaba el bolso a cuestas, estabasegura. ¿Y Malte? Se había quedado enel aula, tal vez en el parque infantil,pero nadie había tenido acceso a subolso. Además, Malte llevaba el dibujocuando se había levantado de la mesa y

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salido corriendo. Sí, se había echado allorar y había salido corriendo del aulacon el dibujo en la mano. Anna habíavuelto, Eva había cogido la chaqueta yel bolso para seguirla. Había mirado asu alrededor, buscando al niño. Habíaintentado prestar atención a lo que ledecía Anna, pero le había hablado demateriales sostenibles, de la política dereciclaje de El Manzanal, una institucióncon principios claros. Luego habíaestado en la cocina, y allí había colgadochaqueta y bolso. Era ahí donde iba atrabajar.

Detuvo la reproducción de su primerdía en la institución, se sirvió más vinoy miró el dibujo, la sangre, el hombre

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pelirrojo a quien clavaban algo en laespalda, cuya cabeza sangraba. ¿Estabacompletamente segura de no haberlocogido ella? Por otro lado, ¿por qué ibaa hacerlo? Sí, es cierto, hablaba consigomisma y con Martin, pero eraprecisamente para evitar volverse loca.Era muy consciente de ello. Y sí, habíavisto a Malte levantarse de la mesa ysalir corriendo con el dibujo en la mano.De acuerdo, muy bien. Pero entonces,¿cómo demonios había acabado eldibujo en su bolso?

Un nuevo trago de vino antes deretomar el repaso de losacontecimientos del día. Habíatrabajado unas horas en la cocina. Su

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jefa, Sally, era una africana que llevabadoce años en el jardín de infancia, sintomarse un solo día de baja porenfermedad. Aquella era su cocina: Evano tenía ningún inconveniente enreconocerlo y lo respetaba. Sally teníamanchas oscuras en los brazos y en lacara. Si esas mismas manchas hubierancubierto la suya, Eva habría tenido unaspecto espantoso, pero en la cara casinegra de Sally formaban un interesantedibujo, se convertían en algo que lahacía aún más bella. Además, tenía unestilo de lo más elegante. Llevaba unvestido de seda con estampado rojo,azul y violeta, todo muy salvaje. Habíaque ser africana para poder llevar algo

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así.Los niños no entraban en la cocina;

estaba terminantemente prohibido. Enella había cuchillos y hornos y fogonescalientes. Por eso estaba tan segura deque nadie se había acercado a su bolsodurante las horas que había estadoamasando y cociendo bollos yfamiliarizándose con los hornos y losutensilios. Incluso diría que habíallegado a pasar unos minutos sin pensaren Martin. ¿Era eso bueno?

«Volvamos a mi jornada laboral», sedijo. Debía averiguar por qué aqueldibujo había terminado en su bolso.Sally y ella habían servido el almuerzo:albóndigas con salsa de curry y bollos

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de trigo con cardamomo y otrasespecias. Eva se había comido unaración enorme. Sabía fenomenal,exótico. Pensaba en Madagascarmientras comía, en amplias playas dearena blanca y una vida sinpreocupaciones. «Así es como sabe unavida sin preocupaciones», pensó. Unavida llena de preocupaciones sabía acopos de avena, lechuga iceberg y vinobarato de Netto.

Luego había despejado las mesas ySally le había enseñado cómofuncionaba el lavaplatos. De pronto yaera la una, hora de irse a casa. Habíandispuesto el resto de los bollos conhigos, compota, paté y mantequilla en

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bandejas. Así los educadores se podríanencargar de la merienda. Eva habíacogido la chaqueta y el bolso. Inclusohabía sacado el móvil y lo habíaencendido, y en ese momento no habíaningún dibujo en el bolso, de eso estabacompletamente segura.

Había querido despedirse de lasubdirectora, Anna, pero no estaba en sudespacho. La había buscado en las aulasAzul y Roja. Kamilla le había sonreído.«Mañana me gustaría hablar contigo deuna cosa», le había dicho esta en vozbaja al pasar por su lado. No habíaesperado a que le respondiera. Comouna agente secreta, se lo había susurradode pasada y se había apresurado a seguir

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su camino como si nada. Finalmente Evahabía encontrado a Anna. Había vistopor la ventana que estaba fuera con losniños. Entonces sí que había dejado lachaqueta colgada del respaldo de laúnica silla para adultos del aula, la delescritorio donde dejaban la agenda en laque había que registrarse por la mañana.El bolso lo había dejado en el asiento.Todavía quedaban un par de niños en elaula. Kasper se ocupaba de su salida.¿Estaba Malte entre ellos? Luego habíasalido al parque infantil. «Hace calor»,había pensado. Anna le habíapreguntado qué tal la jornada y si Sallyno le parecía fantástica. Eva se sentíamuy cansada, a punto de desmayarse, tal

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vez por eso no lograba recordar conclaridad lo que había pasado durante esaparte del día. «Dormiré en el tren»,había pensado mientras Anna le decíaalgo más, algo sobre el día siguiente.Ella le había dicho que sí y que casi nopodía esperar a que llegara. Luego habíavuelto al aula para coger el bolso.¿Estaba en el suelo? Sí, pero entoncesno le había prestado mayor atención;simplemente lo había recogido junto conla chaqueta y se había ido. Sirebobinaba mentalmente la película, sinembargo, tal como debía hacer siempreuna periodista, ¿había alguien más en elaula? No, sin duda. Todos habían salidoa jugar al sol. Un momento. Está

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hablando con Anna en el parque infantil.La subdirectora dice algo elogiosoacerca de Sally. Un poco apartado, en laestructura con cabeza de dragón, estásentado Malte. Ahora lo recuerda.Recuerda que él la mira. La suya es unamirada cómplice, como si quisieradecirle algo, llamarla. Ella le sonríe, olo intenta, porque tal vez está demasiadocansada, vuelve a mirar a Anna ycontesta algunas preguntas.

Se habían dicho «adiós» y «hastamañana». Eva se había vuelto. Sí, Maltehabía desaparecido. «Habíadesaparecido.» Al volver al aula, élhabía salido corriendo por la puerta.Había estado en el aula, apenas unos

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segundos pero los suficientes para quele diera tiempo a coger su dibujo ymetérselo en el bolso. «Lo cuentan todo—le había dicho Kasper aquellamañana, y le había susurrado—: ¡Todo!»

¿Qué era lo que Malte quería contarlea Eva?

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Barrio de Klampenborg21.05

Marcus no había encontrado dóndecobijarse bien de la lluvia. Las hojas delos árboles todavía no se habíandesplegado, así que decidió apretarsecontra la fachada, al menos lo protegeríaun poco. Asomó la cabeza por laesquina con cuidado y miró hacia elsalón de Hans Peter Rosenkjær. Desdeque había anochecido le resultaba más

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fácil seguir la rutina del anciano. HansPeter Rosenkjær había encendido lasluces en los salones de la casa, yMarcus sabía que prácticamente podíacolocarse delante de las ventanas ymirar hacia el interior sin arriesgarse aque el viejo lo viera. Hans PeterRosenkjær era viudo. Ahora Marcus losabía, después de haber seguido sus idasy venidas de cerca. Había salido de casaa mediodía. Para suerte de Marcus,había dejado el coche y se habíaacercado a pie a la tienda decomestibles; luego había seguido,también a pie, hasta el cementerio. Unavez allí se había quedado sentado en unbanco casi dos horas, leyendo el

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periódico y fumando en pipa antes de,finalmente, volver a casa. Marcus habíavisto la lápida: «Ellen Blikfeldt. Nacidaen 1923, fallecida en 1987.» Hans Peterllevaba años viudo, estaba listo parareunirse con su esposa.

Marcus estaba preparado para esperara que se acostara. Entonces se colaría enla casa, tal vez por el sótano, cuyaspuertas había detectado que tenían losgoznes más que sueltos. Una vez dentro,se despojaría de la ropa mojada. Subiríaal salón y seguiría escaleras arriba.Encontraría a Hans Peter en eldormitorio. Una almohada con la quetaparle la cara, ni blanda ni dura, nodejaría ni una sola marca, parecería una

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parada cardíaca. Ahora mismo el viejoestaba cenando en la cocina. Sin dudapasarían unas horas hasta que decidierairse a la cama. Era mucho tiempo paraquedarse bajo la lluvia. Hacía frío, peroen cuanto hubiera superado aquel trance,los demás podrían prescindir de él unpar de días si al final resultaba que sucuerpo reaccionaba a las muchas horas ala intemperie. Pensó en David. Sepreguntó si habría llegado a casa, sialguien habría encontrado el cadáver.Debía llamar a David, pero no queríaarriesgarse a encender el móvil allí. Loprimero que haría la policía seríainvestigar los teléfonos móviles; hoy endía es posible rastrear su posición

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exacta. Una vez muerto el viejo, nodebía quedar nada que pudiera despertarsospechas. No debía quedar ni rastro deque hubiera forzado la entrada, no debíapoderse rastrear ninguna llamadaefectuada desde los alrededores de lacasa. Si quería llamar a David, tendríaque hacerlo lejos de allí.

Marcus echó otro vistazo al interior dela casa. Hans Peter estaba sentado frenteal televisor con su cena. Era un buenmomento. Salió a la calle, donde lalluvia parecía caer con mayor intensidadque en el jardín, tal vez porque las gotasgolpeaban el asfalto con mucha fuerza.Después de asegurarse de que nohubiera nadie, se alejó calle arriba.

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Cuando estuvo a quinientos metros de lacasa, se atrevió a encender el teléfono.Hizo su llamada.

—¿Sí?Era la voz de David. Parecía haber

estado durmiendo.—¿Llegaste bien a casa? —preguntó

Marcus.—Nadie me ha visto en el bosque.Marcus miró atrás, hacia la casa del

viejo.—¿Estás ahí? —le preguntó David.—Sí.—He dicho que nadie me vio.—Bien. ¿Lo han encontrado?—No han dicho nada en la tele.—¿Has comprobado nuestros canales

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de la policía?—Sí. No lo han encontrado.—Y ahora está lloviendo. Eso nos

conviene. Si alguna vez hubo huellas, aestas alturas habrán desaparecido.

—¿Dónde estás?—Cerca de su casa —contestó

Marcus.Oyó a David suspirar levemente.—¿Es necesario...?—Te necesito aquí —lo interrumpió

Marcus.—¿Ahora?—Sí, ahora. Coge el coche. Dirígete al

norte. Dentro de un rato te enviaré unSMS con la dirección.

David no contestó.

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—¿Me oyes?—No lo sé. ¿No podrías pedírselo a

Trane?—David...—Lo de ayer es una cosa. Esto ya es

otro asunto.—Esto es exactamente lo mismo,

David.Marcus echó un vistazo a la casa.

Había un coche aparcado no muy lejos.Un hombre se apeó y entró en un edificioa toda prisa, huyendo de la lluvia, sinmirar a un lado ni a otro. En ciertomodo, el aguacero era una maravillosacobertura; no había mejor camuflaje, anadie le apetecía aquel frío chaparrónprimaveral.

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—¿Entiendes lo que te digo? —preguntó Marcus, y prosiguió—: ¿Quépasará cuando encuentren el cadáver?¿Realmente crees que el viejo no diránada? Pues no, dirá que vio a unhombre. Distribuirán una descripción.Investigarán el asunto. ¿De veras fue unsuicidio? Eso es lo que se preguntarán.

—Dijiste que la policía estabacontrolada.

—Sí, siempre y cuando no se veasometida a la presión de la prensa.

—¿Cómo va a pasar tal cosa?—David, no discutamos eso ahora. Te

enviaré un SMS con la dirección.Silencio. Solo el sonido de la lluvia

contra el pavimento.

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—No pienso ir —dijo David.

Marcus había enviado el SMS aDavid, únicamente con la dirección.Nada más, sin ninguna amenazaadvirtiéndole de lo que podía pasarle sino obedecía. No quería llamar a Trane.No habría servido de nada involucrar ademasiada gente. Por mucho que Tranefuera un buen ejemplo del soldadoperfecto, solía ser muy cargante. De unamanera distinta a David, se revolvíamás.

Apagó el teléfono antes de volvercorriendo a la casa. Hans PeterRosenkjær había abandonado su sillónfrente al televisor. ¿Cuánto tiempo

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llevaba fuera? Afortunadamente, volviócon una toalla de baño en la mano.¿Pensaba ducharse otra vez? En lugar desentarse, se acercó a la puerta de laterraza y la abrió. Marcus se apartó y sepegó a la fachada. Oía al anciano que,en la terraza cubierta, murmurabamientras encendía su pipa.

—Menudo chaparrón. No pienso cogerla bicicleta —mascullaba.

Marcus miró hacia la calle. Estabademasiado cerca de Rosenkjær. Seescurrió cautelosamente a lo largo de lafachada, en dirección a la calle. En esemismo instante oyó las sirenas. Noestaban lejos y se acercaban. Si el viejomiraba hacia la calle vería a un hombre

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vestido de negro pegado a su fachada.Se apartó de la casa a toda prisa.

Pasaron dos coches patrulla y unaambulancia camino del bosque situadoal final de la calle, por donde habíallegado él aquella misma mañanapersiguiendo al viejo. Habíanencontrado el cadáver.

Enfiló la calle para alejarse un pocode la casa, por si también a Rosenkjærse le ocurría asomar la cabeza paraseguir los acontecimientos. Contemplócómo los de la ambulancia preparabanuna camilla sin ninguna prisa. El maltiempo era una bendición para Marcus yDavid. A la policía le sería imposibleasegurar las huellas en el escenario del

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crimen. Las botas pisotearían la tierra y,en un abrir y cerrar de ojos, las hojasmarchitas del suelo del bosque sehabrían convertido en un barrizal; todaslas huellas desaparecerían en un lodazalde primavera. Solo quedaba una pista,un cabo suelto: Hans Peter Rosenkjær.

Los destellos azules iluminaronbrevemente las gotas de lluvia. Prontomás vecinos desafiarían el mal tiempo yse asomarían. Los niños curiososllegarían al igual que el camión de TV2News. En menos de treinta minutos elprimer reportaje televisivo apareceríaen las pantallas. Marcus miró hacia lacasa. Pensó que la policía no tendría

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tiempo de interrogar a los vecinosaquella noche, pero que si Rosenkjærveía la tele y hablaba con un vecino ocon un hijo o una hija por teléfono... «Sí,lo he visto. También a un hombreextraño, esta misma mañana, en elbosque.» Algo así, no haría falta muchomás.

Volvió a la casa. Los primeros niñoscon chubasquero habían empezado allegar. Tenía que actuar inmediatamente.Asomó la cabeza por la esquina conmucha cautela y echó un vistazo al salón.Rosenkjær se paseaba por la habitación.Estaba a punto de morir. Marcus repasólas posibilidades. Seguía teniéndose quequitar la ropa y los zapatos, de lo

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contrario dejaría demasiadas pistas. Y¿cómo lo haría? Asfixiándolo sin usaruna almohada le quedarían marcas en elcuello. Tal vez con un objetocontundente. Luego podía arrastrar alviejo hasta el baño y golpearle la cabezauna vez más contra el suelo, dejar correrel agua de la ducha. Sería preferible, talvez, que estuviera dormido, pero no lequedaba tiempo. Tenía que actuar cuantoantes. Miró el salón una última vezmientras se preparaba mentalmente. Parasu horror, vio a Rosenkjær en el centrode la habitación con el chubasqueropuesto. Quizás estuviera a punto de saliral encuentro de la policía, solo para verlo que estaba pasando, con la misma

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curiosidad que los niños. Y hablaría,contaría lo que había visto. Por eso teníaque hacerlo inmediatamente.

Los pensamientos le martilleaban lacabeza. ¿Cómo? ¿Debía llamar a lapuerta, hacerse pasar por policía,pedirle permiso para entrar? No, esopodría degenerar rápidamente en unapelea, antes de que le diera tiempo atumbar al viejo. Podría romperse algo.Oyó que la puerta se cerraba. Miróhacia el otro lado de la fachada. El viejoestaba en el jardín de delante con elparaguas en la mano. Cerró la puerta conllave, fue hacia su coche, que estabaaparcado en el camino de acceso, loabrió, cerró el paraguas y se subió a él.

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—¿Adónde vas, viejo? —susurróMarcus cuando el coche salió delcamino marcha atrás. Durante un breveinstante, Hans Peter Rosenkjær se quedóparado en la calle, como si hubieraolvidado lo que se proponía hacer.Luego metió la primera y arrancó ensentido contrario a la ambulancia y loscoches patrulla. Marcus salió detrás deél mientras repasaba mentalmente lasdiferentes posibilidades. Iba a visitar aalguien. Los de TV2 News todavía nohabían llegado. La noticia todavía nohabía salido, el viejo seguía sin tenerninguna razón para contar que aquellamañana había visto a un hombre trajeadoen el bosque, un hombre que había

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llamado a su perro. A lo mejor al finallas cosas no irían tan mal como Marcushabía temido. Podía esconderse en lacasa y esperar a que el viejo volviera.Acabar con él de noche, con laalmohada, tal como había decididohacer en un primer momento. Todavíaveía el coche, pero también vio otracosa: la furgoneta negra. David le hizoseñas encendiendo y apagando los faros.Corrió hacia él y abrió la puerta de untirón.

—Sigue a ese coche.—¿Qué?Marcus alzó la voz, casi nunca lo

hacía:—¡Venga! No podemos perderlo.

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Bosque de Hareskoven21.10

La primera noche sola en casa. Ya erahora. ¿Ya era hora? ¿Acaso alguna vezera momento de estar sola?

Eva miró por la ventana. Erademasiado temprano para acostarse.Todo el mundo seguía levantado. Sinembargo, ella estaba allí, echada. Elvino la había vencido tal como debíahacer, la había paralizado. Sentía cómo

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la pesadez se había instalado en sucuerpo, solo sus pensamientos seresistían a calmarse. Hizo dos cosas a lavez: encendió el televisor y pensó enMartin, por mucho que lo tuvieraprohibido. A lo mejor debía retirar losúltimos vestigios: el libro de la mesillade noche, su lectura favorita, la obra deSun Tzu, un chino de la antigüedad queescribió sobre la guerra. Miró el libro,pero pensó en el cuerpo de Martin.Durante los primeros meses, después deque muriese, no pensó en sexo ni unasola vez, pero con la primavera llegó eldeseo, así que ahora pensaba en Martinmientras se procuraba placer. Se puso azapear, se saltó un par de programas de

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debate mientras se imaginaba a Martinencima de ella, detrás de ella. Evocó suolor, su sabor. Volvió a cambiar decanal, se saltó una serie policíacabritánica o dos mientras fantaseaba conel amor que habían compartido. Porejemplo, la segunda vez que tuvieronsexo; era su fantasía preferida, pero unretazo del pasado del que no debíaocuparse.

—Back to the future —susurró, perode nada le sirvió.

Había demasiadas cosas que reprimir:el pasado y su necesidad de sexo, todo ala vez. Al día siguiente se lo contaría asu psicóloga. Le contaría que necesitabasus fantasías, aunque pertenecieran al

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pasado. Siguió zapeando y acabó enTV2 News. Soltó el mando paradisponer de las dos manos. No queríafantasear con la primera vez queestuvieron juntos, porque los dosestaban demasiado borrachos para quefuera digna de recordar. Sin embargo, ala mañana siguiente, cuando despertaronen su piso, cuando notó la mano deMartin sobre su vientre... La habíamovido, le había tocado el pecho consuavidad. Con el dedo índice y el pulgarle había estrujado el pezón unossegundos, lo había soltado y habíacontinuado la exploración de su cuerpo.«Vuélvete», le había ordenado. La habíasorprendido que dijera aquello. Nada de

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«buenos días» ni de «gracias por lo deayer». Sin embargo, obedeció.Obedeció. Sus manos habían exploradosu espalda, cada centímetro de ella, lanuca, habían viajado por sus curvas, lehabían hecho cosquillas sin que ella semoviera. Entonces las manos de Martinencontraron su trasero, el arco de susnalgas, se deslizaron por sus muslos,volvieron a subir. «Abre las piernas», lehabía susurrado. «Sí», había contestadoella, y había separado las piernasligeramente. «Más», dijo él. Ellaobedeció.

Ahora ya no la tocaba. Estaba sola,echada boca abajo, con las piernasabiertas para aquel práctico

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desconocido que había encontradoapenas ocho horas antes.

«Sepáralas todo lo que puedas»,susurró Martin.

Así fueron los preámbulos hacía tresaños, cuando todo iba bien. LuegoMartin se había echado encima de ella yel resto fue menos imaginativo, más demanual. Sin embargo, Eva nunca llegabatan lejos. Se satisfacía a sí misma con elrecuerdo de sus manos, con el de lasdiez palabras que él le había susurradoal oído entonces. Todavía estaba echadaboca abajo, sola, con las noticias deTV2 puestas, que vivían su propia vida,relegadas a un segundo plano.

—Back to the future —dijo, abrió los

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ojos y contempló la pantalla.Ese era el aspecto que tenía el futuro,

pensó: ambulancias y policía en unbosque; un periodista bajo un paraguasen medio de la lluvia. Lo conocía unpoco. Iba un curso por delante de ellacuando estudiaba en la facultad deperiodismo. Ahora estaba allí, con unaspecto de lo más estiloso. Se habíateñido el pelo, tal vez incluso las cejas.Eva subió el volumen del televisor.

—«Todavía no sabemos de cuántos setrata, algunos dicen que de dos, otrasfuentes afirman que de un solo hombreencontrado muerto en el bosque estamisma noche.»

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Barrio de Klampenborg21.20

David apagó el motor. Por laventanilla vieron a Hans PeterRosenkjær abandonar el aparcamiento ycruzar la calle.

—¿Adónde va?—A los baños públicos.—¿Están abiertos a esta hora?—Para los socios, sí, todo el año

hasta medianoche, o eso creo —contestó

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Marcus.Sus ojos siguieron al viejo mientras

abría la verja de los baños, entraba yvolvía a cerrarla con llave tras de sí.Los baños habían sido construidos sobrepilotes en el agua. Cuando no llovía sesolían ver las luces de Suecia al otrolado del estrecho.

—Es de los que se bañan en invierno—dijo David.

—Quizá no sea un mal sitio.—¿A qué te refieres?—En cuanto salga de la sauna...—¿Quién dice que vaya a meterse en

la sauna?—Lo sé. Estuve allí una vez, hace

muchos años. Primero se meten en la

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sauna y luego saltan al agua. Y allíestaré yo, esperándolo.

—No quiero participar.—Lo único que tienes que hacer es

esperarme aquí.—Entonces seré cómplice.Marcus lo miró. ¿Acaso no había

entendido nada?—A estas alturas, ya lo eres.—Eso fue otra cosa muy distinta.—¿Otra cosa?Marcus estaba a punto de estallar,

pero se contuvo. Tenía que llegar aDavid por otros caminos. Le notaba enla mirada la desesperación, el miedo.Había detectado muchas veces lo mismoantes de salir a patrullar en Irak. Como

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superior, era importante explicar lamisión a los soldados. La idea, la ideaque subyacía era lo único capaz deapaciguar el miedo, de conseguir quevolvieran a creer en la misión.Carraspeó.

—Se trata de la Institución. Lo sabes,¿verdad?

David no contestó.—¿Qué es la Institución?—¿A qué te refieres?—Tú contesta. ¿Qué es la Institución y

por qué la tenemos?—Orden —repuso David. Una única

palabra, no tenía ganas de decir nadamás.

—Echa un vistazo a los baños. Venga,

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David, hablemos de ello. Esta vez ynunca más. ¿De acuerdo?

—Muy bien.—Echa un vistazo a los baños

públicos.David miró el viejo edificio de

madera pintado de azul, del color que elmar nunca tiene en Dinamarca.

—También es una institución. Algunosde los usuarios son socios, otros no.Tiene un reglamento y estatutos; lossocios cuidan del lugar, por eso solotienen llaves ellos, y los que tienen lallave asumen a su vez obligaciones.Estos baños existen desde hace muchos,muchos años, y seguirán aquí muchotiempo. ¿Por qué?

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—Ya sé lo que pretendes decir.—¿Cuál es la alternativa? Que

cualquiera pueda entrar y salir. ¿Quiéncuidaría entonces de la Institución?¿Cuánto tiempo pasaría hasta que ellugar acabara destrozado, descuidado?

—Siempre se te han dado bien laspalabras —dijo David, y bajó la mirada.

—Nosotros cuidamos de la Institución,David. Lo hacemos ahora, lo hicimos enel Ejército. Tú y yo hemos estado enmuchos países. Sabemos porexperiencia que los países que funcionanson los que tienen instituciones quefuncionan, ¿no es así?

—Tal vez.—Tal vez, no. Eso está por encima de

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un «tal vez». Es un hecho. ¿Cuánta gentemuere en un país cuyas instituciones nofuncionan? ¿Y si el organismo que debedistribuir la comida no funciona, o algotan sencillo como las vías públicas, lasinfraestructuras? Es imprescindible quelas carreteras estén en buen estado,porque si no la comida no puede a llegara su destino, los pacientes no pueden sertrasladados a los hospitales a tiempo...¡David! ¡Mírame!

David miró a Marcus.—La Institución es el entramado de la

sociedad —prosiguió este último—: Loque hicimos anoche fue apagar unincendio, un fuego que podría habercalcinado el entramado. ¿Cuántas vidas

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hemos salvado, tú y yo? ¿Te acuerdas deIrak, justo después de la guerra?

—¿Qué pasa con Irak?—¿Qué misión nos encargaron?—Defender el Parlamento.—Sí. Defender la Institución.—Esto es otra cosa —dijo David,

señalando hacia los baños públicos.—¿En qué sentido?—Él es inocente.—Déjame que recuerde. ¿Cómo fue en

Irak, o en Afganistán? Herimos ainocentes mientras intentábamosdefender sus instituciones...

—No lo puedes comparar. Estábamosen guerra.

—Todo es una guerra. El género

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humano siempre ha aceptado la pérdidade algunos inocentes para defender a lamayoría.

David resopló, cabeceando.—Sinceramente, ¿tú te crees lo que

estás diciendo?Marcus lo miró. No contestó hasta que

David se volvió hacia él.—Sí, realmente lo creo. Lo creo

porque he sido testigo de primera mano.He visto lo que sucede cuando lasinstituciones se derrumban, cuandodesaparecen. Tú también fuiste testigode ello. —Abrió la puerta y cogió aire—. Ahora voy a bajarme del coche,David. Si sigues aquí cuando vuelva,será porque estás conmigo. Si no,

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estarás fuera. ¿De acuerdo?No esperó a que su amigo respondiera.

En cuanto hubo cruzado la calle miróatrás. La furgoneta seguía aparcada.Marcus no estaba seguro de si seguiríaallí cuando hubiera cumplido su misión.Trató de orientarse. No había nadie en lapasarela ni tenía a nadie detrás.

Apoyó un pie en el tirador de la puertade la verja, la escaló y aterrizó en lapasarela. La puerta del vestuario seabrió, salieron dos mujeres. Marcusempezó a silbar, dirigiéndose hacia elvestuario de caballeros y pasó de largo.La mayor de las mujeres lo saludó conun simple gesto de cabeza desde debajo

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del paraguas. Marcus entró en elvestuario. Había alguien dentro.

—Buenas noches —saludó en voz altaal otro. No era Hans Peter Rosenkjær.

—¡Menudo tiempo de perros!—Desde luego —dijo Marcus, yendo

hacia el fondo del vestuario.El hombre estaba acabando. Se

peleaba con los botones de la camisa.No se había secado bien la espalda y latela se le pegaba a la piel. Marcus miróa su alrededor. Allí estaba la caja de losobjetos perdidos. Encontró una toalla arayas de los colores de Estados Unidos.Se desnudó, colgó la ropa del gancho yse envolvió en la toalla.

—¡Buen provecho!

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—Gracias. Buenas noches —dijoMarcus, y salió. Se quedó quieto uninstante, para adaptarse a la oscuridad.La sauna estaba a unos pasos de allí. Porel camino estuvo a punto de resbalar enel suelo mojado. Por un momento sesintió frágil, algo infrecuente en él queno le disgustó del todo. Se quedó allí depie, con los pies descalzos, sobre lostablones, bajo la lluvia, hasta que loabandonó aquella sensación. Echó unvistazo por la ventanita y pudo apreciarque la sauna estaba bastante llena. Teníados opciones: o entraba para vigilar alviejo o lo esperaba fuera, en laoscuridad. No, era demasiado peligroso.Despertaría sospechas si lo veían allí

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fuera, ocultándose detrás de la pared. Lomejor sería mimetizarse con el entornode una forma natural, decidió. Además,tenía frío.

Todos lo miraron brevemente cuandoabrió la puerta de la sauna. Eran cincomujeres y tres hombres, con pechosviejos y pesados y vientres gruesos quecolgaban. Las mujeres le sonrieron, losojos de Marcus se cruzaron con los deHans Peter, que estaba sentado en elbanco superior. No lo reconoció. ¿Porqué iba a hacerlo? El anciano lo habíavisto de lejos por la mañana, cuandollevaba traje. Se sentó en el asiento quequedaba libre, al lado de las dosmujeres de antes. Miró el termómetro:

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noventa grados. Al lado del termómetrohabía un reloj de arena que caía por elcuello en un fino chorro. Se preguntó sisería Hans Peter quien le había dado lavuelta al entrar. Pronto se agotaría eltiempo y el anciano saldría y saltaría alagua. La puerta se abrió. Entró unamujer, que se tapó los pechos con lasmanos en un gesto protector hasta que sehubo sentado.

—Menudo jaleo —dijo.Los demás la miraron.—¿No habéis visto las ambulancias y

la policía frente a Dyrehaven, justo allíarriba? —preguntó ella.

La mujer sentada a su lado carraspeó:—¿En el parque de atracciones de

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Bakken?—¿En Bakken? No, han encontrado a

alguien muerto en el bosque.Marcus miró por encima del hombro

con cautela a Hans Peter. Se lo notó alviejo, intuyó en qué estaba pensando: enel bosque, en el tipo del traje de aquellamañana.

—¿Qué ha pasado? —preguntó HansPeter.

—No sabría decirlo. Simplemente lohe visto de pasada en la tele, antes desalir de casa. Han encontrado a unhombre muerto en el bosque, asesinado.Dicen que lleva tiempo allí.

Marcus le echó otra mirada furtiva alviejo. No debía hablar. No debía decir

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que había visto a un hombre en elbosque aquella misma mañana. Eso nole convenía. Sobre todo si luego loencontraban ahogado, porque entoncesla policía interrogaría a los de la saunay la mujer diría: «Estuvimos hablandodel cadáver del bosque y Hans Peter noscomentó que había visto a un hombre, alo mejor al asesino.»

—¿Dónde lo han encontrado? —preguntó el viejo.

—Por lo que tengo entendido, enUlvedalene —dijo la mujer.

—¿En Ulvedalene? He estado allí estamañana —dijo Hans Peter.

Marcus carraspeó. Hans Peter sedisponía a volver a abrir la boca.

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—He oído decir que se trata de unjinete —se le adelantó.

—¿Un jinete?Las otras dos mujeres miraron a

Marcus, que estaba sentado de espaldasa Hans Peter.

—Sí, de un jinete que se ha caído delcaballo. Por lo visto se rompió elcuello.

—¡Oh, Dios mío!—¿Quién lo ha dicho?—Me he encontrado con mi vecino

por el camino. Por lo visto, acababa dehablar con uno de los de allí arriba.

—Pobre hombre.Marcus miró el reloj de arena. A esas

alturas, casi toda la arena se había

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escurrido. Lo único que tenía queprocurar era que el viejo mantuviera laboca cerrada unos minutos más.

—No suele haber muchos jinetes enUlvedalene —dijo Hans Peter.

Marcus no se volvió.—Eso mismo le he dicho —se limitó a

decir—. Ha salido un caballo corriendodel bosque a eso de las doce delmediodía, sin su jinete, y entonces hasido cuando han iniciado la búsqueda.

—¿Y están seguros de que estámuerto? —preguntó una de las mujeres.Marcus no vio cuál de ellas porque teníalos ojos puestos en el reloj de arena.

—He estado allí esta mañana —insistió Hans Peter.

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Marcus se levantó.—¿Os parece bien si echamos un poco

de agua?Nadie contestó. Marcus echó tres

cucharones de agua. El vapor sepropagó por la sauna mientras seguíahablando en un intento de mantenercallado al viejo:

—En Finlandia siempre mantienen lasauna a cien grados —dijo.

Uno de los hombres tomó la palabra.—A ciento diez grados —dijo.—No, eso es demasiado —dijo la

última mujer en llegar.—¿Vemos hasta dónde somos capaces

de aguantar? —preguntó Marcus, yvació otros dos cucharones de agua.

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Echó una breve ojeada al viejo, que selo quedó mirando fijamente de unamanera extraña. ¿Lo había reconocido, apesar de todo? La arena se agotó. HansPeter se levantó.

—Disculpad —dijo, y salió.Marcus lo siguió con la mirada por la

ventanita unos segundos. Vio cómo HansPeter colgaba su toalla al lado de laescalera de madera que conducía alagua. Había llegado la hora.

—Hace demasiado calor —dijo.Los oyó reírse cuando cerró la puerta

tras de sí. Hans Peter ya casi se habíametido en el agua. Marcus se acercó a laescalera y dejó la toalla al lado de ladel viejo, que se lanzó al agua. Una

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mirada rápida a la sauna. Seguían todossentados. Marcus saltó al agua. Estabahelada. Tenía a Hans Peter justo delante,de camino de vuelta a la escalera trashaber dado dos valientes brazadas.

—¿Me dejas pasar? —preguntó.Marcus no le contestó. Se limitó a

cerrarle el paso, preparándose para loque tenía que pasar.

—¿Nos hemos visto alguna vez en otrolugar? —le dio tiempo a preguntar aHans Peter antes de que Marcus leagarrara la cabeza y se la hundiera bajoel agua.

El viejo agitó los brazosdesesperadamente, luchó, arañó aMarcus, incluso intentó morderle.

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Marcus oyó risas que provenían delinterior de la sauna. Poco a poco, elanciano fue perdiendo las fuerzas.Marcus notaba cómo el vigor y lavoluntad se le agotaban. La puerta de lasauna se abrió. Hans Peter todavía noestaba muerto, pero ya apenas luchaba.

—¿Nos bañamos?Voces acercándose desde la sauna.

Estaban de camino. Sin soltarle lacabeza, arrastró al viejo por debajo dela estructura de madera de los baños alaire libre, cerca de los pilotes sobre losque descansaba todo. Hans Peter ya nose resistía en absoluto, había muerto.Con mucho cuidado, sin hacerdemasiado ruido, Marcus se fue

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desplazando de pilote en pilote con elviejo cogido del cuello. Oyó a lasmujeres saltar al agua. Oyó suschillidos. También las vio a la luz de lasauna, desde allí debajo, pero ellas nopodían verlo. Encontró una cuerda atadaentre dos pilotes. Rodeó el cadáver conella. Así había acabado su vida. Habíasaltado al agua, había sufrido uncalambre o un paro cardíaco, se habíaahogado y la corriente había arrastradohasta allí el cadáver. Nadie lo pondríaen duda ni por un instante. Ni siquiera lerealizarían la autopsia. De prontoMarcus sintió un calambre en la pierna.Se agarró al pilote y reprimió el dolor.Se arrastró lentamente hacia la pasarela,

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pilote tras pilote, hasta que llegó a laescalera. Aguzó el oído un instante. Lasvoces de las mujeres estaban lejos,posiblemente ya habían vuelto alvestuario.

Salió del agua con mucha cautela,como un animal, a gatas, prácticamentesin hacer ningún ruido. Lospensamientos no lo dejaban en paz.Pensó en la última mirada de Hans PeterRosenkjær en el agua; pensó en salir delagua tal como había hecho en su día,hacía miles de millones de años, algúnorganismo primitivo; pensó en laInstitución que habíamos creado y que lanaturaleza no nos había dado, en aquelloque hacía que nos alzáramos por encima

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de esa naturaleza y no fuéramos a lacaza los unos de los otros en la orilladel mar, como depredadores; pensó enla Institución que acababa de salvar.

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9 de abril

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Roskilde07.55

Eva respiró hondo antes de entrar enEl Manzanal.

—Día dos del resto de mi vida —dijoen voz alta. Agarró el pomo de la puertay pensó hacia delante: esa tarde teníacita con la psicóloga. Le apetecíamucho; por alguna extraña razón sehabía convertido en su punto dereferencia de la semana. El perro no

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estaba, en cambio llevaba un dibujo enel bolso, el dibujo de un asesinato.

«Los niños lo cuentan todo», le habíadicho Kasper. A Anna le salía urticariasolo de pensar que había una periodistaen su institución. ¿Tendría una cosa quever con la otra o estaba exagerando?

En la cocina, Sally estaba poniéndoseel delantal.

—Buenos días, Eva —dijo con unasonrisa de evidente alegría por volverlaa ver.

—Buenos días.—Torben está en su despacho. Me ha

dicho que subas a verlo —dijo.—¿Ahora?—Sí, eso creo.

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Eva colgó su abrigo en el pequeñoarmario ropero. Consideró si llevarse eldibujo, pero fue incapaz de decidirse ycogió el bolso. Así podría decidirlosobre la marcha.

Buscó a Malte con la mirada decamino a la escalera. Kasper estabasentado en el aula Roja, pero no vio alniño por ningún lado. Subió lasescaleras hasta el pasillo deadministración. La puerta del despachode Torben estaba cerrada. Oyó gentediscutiendo a voces tras ella.

—Parece que están en mitad de algoimportante.

Se volvió. Kamilla estaba sentada enel despacho de Anna, en la silla de

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Anna, detrás del escritorio. Parecía muycómoda.

—Pues entonces volveré más tarde —dijo Eva.

—Están a punto de acabar.—¿Te importa decirles que he estado

aquí?Kamilla ladeó la cabeza. Llevaba el

pelo recogido, mientras que el día anteslo llevaba suelto, recordó Eva. El moñoen la nuca le confería un aire másautoritario. Tenía un aspecto menossensual, pero en fin: si uno quiereprogresar debe ocultar la sensualidad.Cuando Eva echaba la vista atrás, unacosa quedaba clara: todas sus colegas,consciente o inconscientemente, habían

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tenido que elegir entre irse a la camacon los hombres o mandar sobre ellos.No podían hacer ambas cosas a la vez.Disfrutabas de sus manos sobre tucuerpo, de su lujuria incondicional, ogozabas de su respeto. Kamilla todavíano se había decidido por una de las dosopciones.

—Anna dice que eres periodista.Eva suspiró. Miró al suelo, tras la

puerta cerrada del director oyó a Anna,que decía: «Es una situación realmentecomplicada.»

—¿No existe una especie de modo deprotección o algo parecido? —lepreguntó Kamilla.

—¿Te refieres al secreto profesional

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de los periodistas?—Sí.—Eso solo es aplicable si escribo un

artículo.—¿Sabes guardar un secreto, a pesar

de todo? —le dijo Kamilla—. ¿Quieressaber de qué están discutiendo?

La puerta se abrió. Anna salió y sesorprendió al ver a Eva.

—Sally me ha dicho que subiera a vera Torben —se apresuró a decirle.

—¿Es Eva? —gritó Torben desde sudespacho—. ¡Nuestra nueva amiga de lacocina! ¡Adelante, entra!

Eva entró. Tanto Anna como Kamillala miraron. Torben se levantó enseguida.Le sacaba casi dos cabezas a Eva.

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—¡Eva!—Sí. —Sonrió y le tendió la mano.Torben enseñó una dentadura que

llevaba la palabra «fumador» escrita.Llevaba una camisa vaquera pasada demoda encima de una camiseta blancaarrugada y un colgante alrededor delcuello, probablemente el hueso de algúnanimal exótico.

—Entra y toma asiento —dijo, y cerróla puerta tras de sí.

—Gracias.Eva se sentó en la única silla que

había aparte de la de oficina delescritorio, una desvencijada pieza deldiseñador y arquitecto Arne Jacobsen.La papelera estaba pidiendo a gritos que

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la vaciaran. Había una bolsa de deporteen el suelo. Parecía que era una raquetade bádminton lo que asomaba.

—Desgraciadamente, no pude estaraquí ayer para darte la bienvenida. —Sonrió y se rascó la cabeza. Barrió conla mirada el escritorio lleno a rebosarde tazas de café, carpetas de anillas,pilas de documentos. Había también enél una botella de agua mineral con gasmedio llena. Se oía el suave zumbidodel ordenador encendido—. ElAyuntamiento —explicó— me convocóa un cursillo sobre la manera en quedebemos vigilar la presencia de alcoholen los hogares. —Cabeceó—. Pretendenque olisqueemos el aliento a los padres

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por la mañana, que nos fijemos en losojos inyectados en sangre y las naricesazuladas. —Esbozó una sonrisasarcástica y se inclinó ligeramente haciadelante. Hojeó los papeles. Por lo vistoencontró lo que buscaba. Sacó uno y loleyó por encima con los ojosentornados.

No le faltaba atractivo, pensó Eva. Sinduda, algunas mujeres sucumbirían a suaspecto juvenil, relajado y pocoautoritario, de hombre todavía capaz desacarle provecho al festival de músicade Roskilde. A ella se le ocurrían almenos un par de su círculo de amistadesque lo encontrarían interesante.

—¿Qué tal ayer? Tengo entendido que

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hubo una especie de batalla por culpadel perro. —Torben solo apartó lamirada del papel un instante.

—Bien. Eché una mano en una de lasaulas. Estuvimos dibujando. —Titubeó.¿Debía mostrarle el dibujo? En ciertomodo, era el momento adecuado parahacerlo—. Ese Malte —dijo, e intentóestablecer contacto visual con Torben.

—¿La armó ayer? A veces entra enconflicto con William.

—No. Al contrario, estuvo muycallado. Parecía un poco triste.

—Muchos no duermen todo lo quedeberían. ¿Había algo anotado en laagenda?

—No lo sé —dijo Eva, enfadada

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consigo misma por no haberla mirado—.Pero ¿está bien en su casa?

—En muchos sentidos, Malte es unniño muy privilegiado que proviene deuna familia especial. También es muysensible, sin embargo, y tiene muchaimaginación. —Por fin Torben dejó a unlado el papel—. Pero ¿todo fue bien enla cocina?

—Sí. Sally es muy amable y muysimpática.

—Es fantástica. Conozco un poco suhistoria y solo puedo decir que estáhecha de una pasta especial.

Eva sonrió y asintió con la cabeza,sobre todo porque no sabía qué decir.Bajó la mirada. El bolso con el dibujo

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dentro estaba en el suelo. ¿Era prudentesacarlo? ¿Ahora, después de lo queTorben acababa de decir acerca de lafantasía desbordada del niño? «No», ledijo una voz mental. Sin embargo, otrale dijo: «Sí, sácalo. Ahora.» Evacarraspeó.

—Por cierto, hay algo que me gustaríaenseñarte. —Fue una frase extrañamentetorpe. Ella misma se dio cuenta.Solemne y rígida.

—¿Sí?—No es más que... —Titubeó. Tal vez

porque de pronto leyó su nombre en laparte superior del papel al que Torbenacababa de echar un vistazo. Trataba deella. ¿De quién sería? ¿De su asistente

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social? ¿De la psicóloga?—¿Sí? —repitió Torben.«¿Qué pondrá sobre mí? ¿Que soy una

pobre enferma mental? ¿Mencionará mitrauma infantil, el alivio que sentícuando mi madre murió? —pensó Eva,incapaz de apartar la mirada del papel.Todo lo que le había contado a lapsicóloga. Ahora se arrepentía—. Comomínimo constará en él que los serviciossociales me pagan la psicóloga, que sino me las apaño como ayudante decocina entraré en caída libre hastaacabar en lo más bajo de la sociedad.»Llamaron a la puerta y Anna asomó lacabeza.

—¿Tienes dos minutos, Torben?

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—Sí, un momento... —Miró a Eva.—No, está bien. Puede esperar, no te

preocupes. —Trató de sonreír.Torben miró a Anna. A su espalda, en

el pasillo, vio a Kamilla con otraeducadora, una de las aulas de los máspequeños, si no recordaba mal. Miróvisiblemente inquieto a la joven queasomaba detrás de Kamilla.

—De acuerdo.El director se levantó y se llevó el

papel: el papel con su nombre. Eva sepreguntó por qué no le dejaba verlo.¿Cuánta información intercambiarían enla administración pública? ¿De dóndesacaban los datos?

—Ni un solo día de tranquilidad nunca

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—dijo Anna, y sonrió a Eva a modo deexcusa. A continuación susurró—: Aveces es casi como si estuviéramos enguerra.

Se rio y cerró la puerta tras de sí.

Guerra.Qué termino más raro. ¿Fue por eso

por lo que Eva pensó sin quererlo en lamadre de Martin? ¿Realmente solo hacíafalta que alguien pronunciara la palabra«guerra»? Le pareció una ideaaterradora y paseó la mirada por eldespacho vacío.

Inge también era, en muchos sentidos,una figura aterradora. Eva lo habíapensado ya la primera vez que ella y

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Martin habían ido de excursión al Mardel Norte, cuando ella todavía creía quenunca lo perdería, que tenían por delanteuna larga vida juntos. Había sentido queInge le hacía la guerra con sus palabras,con sus miradas, con sus sarcasmos, consus pequeñas insinuaciones amargas quesilbaban cerca de la cabeza de Evacomo balas. Era la primera vez quevisitaban a los padres de Martin. Evasería «presentada», como Martin lohabía definido con una sonrisa irónica.Y la había prevenido de antemano: sumadre podía parecer una mujer dura, pormucho que estuviera en los huesos. Laprimera vez que se saludaron y sostuvola mano seca de Inge en la suya, Eva no

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pudo evitar pensar en el cadávermomificado encontrado en Grauballe.Fueron apenas unos segundos. Unesqueleto con piel y nada de carne, decuya boca solo salían cosas muertas,frases que ponían el punto final acualquier conversación, palabras quecortaban toda comunicación. Sinembargo, Martin la amaba, como todoslos niños aman a su madre, así que Evaintentó guardarse los comentarios.Además, Inge tampoco estabaespecialmente loca por Eva. No era lobastante buena para su hijo, como daba aentender siempre. De hecho, Inge habíaplanteado un montón de dudas y críticasacerca del trabajo de Eva.

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—Martin sostiene que eres periodista—le había dicho, entre otras cosas, sindarle siquiera tiempo a Eva a contestarapropiadamente.

—Soy redactora, de Berlingske —había contestado.

—Aquí, en Jutlandia, leemos JydskeVestkysten —había sostenido Inge de unmodo que no dejaba lugar a dudas queponía punto final a la conversación.

Sin embargo, Eva insistió:—Bueno, pues entonces habrás leído

algo de lo que he escrito. JydskeVestkysten es propiedad de Berlingske.Muchos de nuestros artículos también sepublican en vuestro diario.

Martin le había lanzado una mirada de

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alarma a Eva.—Solo leo noticias de ámbito local.—¿De veras?—Por aquí no nos interesa el gran

mundo, y al gran mundo no leinteresamos nosotros. —De nuevopareció dar por terminada laconversación.

—Pues te diré una cosa, Inge —dijoEva, intentando suavizar la situación conuna sonrisa desarmante y una risita—:El año pasado publicamos toda unaserie de artículos sobre el Mar delNorte. Sobre la pesca, la lucha por lascuotas, la vida cerca del mar y lastradiciones...

—Nadie conoce el mar —la

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interrumpió la madre de Martin. Decamino a la cocina, añadió—: Hay cafépara los que quieran.

Más tarde, en la playa, cuando Martiny Eva salieron a dar un paseo,discutieron. Eva le había dicho a Martinque era un ingenuo porque se resistía adarse cuenta de qué iba la conversaciónen realidad, porque no iba deperiódicos, desde luego. Cuando Ingedecía que «aquí no nos interesa el granmundo», lo que en realidad quería decirera que «no nos interesas lo másmínimo» o que «a mí, Inge, no meinteresas, Eva». Martin se había reído yle había dicho que debería haberprestado más atención a la frase

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posterior, es decir, a que «al gran mundono le interesamos nosotros».

—¿A qué te refieres? —le habíapreguntado Eva.

—Que teme no caerte bien, que lajuzgues, que no te intereses por ella.

—No lo creo.—Pero yo lo sé —había dicho Martin,

y había añadido—: Cuando mañanacojamos el coche para irnos, no dejarápasar ni diez minutos antes de llamarmepara preguntarme si te ha caído bien, oincluso menos diría yo.

Tal vez Martin tuviera razón aquel díaen el Mar del Norte, pero por mucho queEva fingiera interesarse por sus padres,una cosa tenía por cierta: para Inge,

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aquello era una lucha por Martin; unaguerra por quién amaba más a Martin, endefinitiva por a quién le debía estelealtad, si a Eva o a Inge. Inge la ganó, aEva le había quedado dolorosamenteclaro. A juzgar por todos los parámetrosmedibles, Eva había perdido. Estabasola, desprotegida, era todo lo quesiempre había temido ser. Si alguna vezse le ocurría ponerlo en duda, no teníamás que preguntárselo a su psicóloga ovolver a casa con su vino blanco baratoy su destartalado hogar de Hareskoven,sin conexión a Internet y con una pésimacertificación técnica.

—¡Toc-toc! —dijo Anna, y asomó lacabeza. Eva alzó la mirada.

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—Torben me ha pedido que te digaque ya acabaréis el papeleo más tarde yque sorry.

Después de una hora y media detrabajo en la cocina, a Sally le parecióque Eva debía tomarse un descanso.

—¿Y tú, qué?—Ya voy. Tú sal y disfruta un poco

del sol —dijo.Eva echó una mirada al parque

infantil. Buscaba a Malte. «¿Dóndeestá?», pensó. Eran demasiados, no veíaal niño por ningún lado. A lo mejortodavía no había bajado al parqueinfantil, pero tenía que estar en algunaparte.

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El sol la cegó. Se arrepentía de nohaberse puesto las gafas de sol y estabasudando, pero no le gustaba quitarse eljersey de lana, porque encontraba el topque llevaba debajo demasiado ceñido yprovocador. De pronto vio a Malte.Estaba sentado en el balancín, de lado,removiendo la arena con los piesdesasosegadamente, trazando pequeñoscírculos, como si estuviera esperandoque se acercara alguien paracolumpiarse con él. «Ahora o nunca»,pensó Eva, y cruzó el parque infantil.

—¿Tienes un momento?Eva se volvió. Kamilla estaba detrás

de ella.—Sí. Solo dos minutos —dijo,

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mirando a Malte, que en ese mismoinstante también la miró.

—Me gustaría hablar contigo.—¿Ahora? No sé...—Solo será un minuto. ¿Nos sentamos

al sol? —le preguntó Kamilla, e hizoalgo muy sorprendente: la cogió de lamano. El primer impulso de Eva fueapartarla, pero no se atrevió. A lo mejorera lo que se solía hacer en unaguardería, tanto con los pequeños comocon los adultos: agarrarse, desplazarsecogidos de la mano. Kamilla la volvió asoltar cuando se sentaron en el bancoque había pegado al muro sur. Se inclinóhacia delante y la miró.

—Lo que ahora te voy a decir es algo

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que los demás educadores de laguardería no saben, solo los del grupode los pequeños.

—Kamilla, no soy más que unaayudante de cocina. Estoy en elprograma de reincorporación almercado laboral.

—Estudiaste periodismo.—De eso hace muchos años.—Lo dices como si tuvieras setenta.

Me gustaría que me dieras una opiniónprofesional de lo que ahora piensocontarte.

—¿Estás hablando de...?—Sí, Eva —la interrumpió Kamilla

—. Hablo del secreto.Eva cogió aire. Malte seguía allí

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sentado, solo.Kamilla se lanzó.—Escúchame. La semana pasada los

del grupo de los más pequeños fueron deexcursión al bosque. En el camino devuelta a la guardería, los educadores sedieron cuenta de que se habían dejado aun niño.

—¡Es terrible! —exclamó Eva, detodo corazón. Se enderezó. Tal vezdespués de todo valiera la penaescuchar la historia de Kamilla—. ¿FueMalte?

—¿Malte? Pero si está con losmayores. —Kamilla miró a Eva como sifuera una completa idiota—. Se trata deun niño de las aulas de los pequeños, de

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veintidós meses. Bueno, el caso es quevolvieron atrás y lo encontraron. Habíaestado llorando, pero por lo demásestaba bien.

—¿Cuánto tiempo estuvo solo?—Apenas una hora y media. Cuando

volvieron a la guardería tomaron unadecisión... conjuntamente con Torben —se apresuró a añadir Kamilla.

—No decir nada —dijo Eva.—Exacto. Ni a los padres ni al resto

del personal.—Entonces, ¿cómo es que lo sabes?

¿Estuviste allí?—¿Allí?—¿En el bosque?—Soy educadora. Lo sé porque mi

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amiga me lo contó. Ella sí que estuvo.Desde entonces la pobre está de baja.

—Lo más importante es que no pasónada —dijo Eva.

—No. Lo más importante es que novuelva a suceder —dijo Kamilla consolemnidad.

—Sí, claro. Pero ¿no crees que habránaprendido la lección después de esto?

—O sea, ¿que a ti no decir nada teparece bien?

—No lo sé. Si lo contaran, no cabeduda de que a muchos padres lescostaría dejar aquí a sus niños.Significaría el fin de la institución.Además, los padres del niño... No séqué decirte, Kamilla. Sí y no. Al fin y al

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cabo, no soy una experta en estos temas.—Pero sabes algo: cuándo hay que

callar y cuándo hay que hablar.Eva reflexionó. ¿De verdad lo sabía?—Una carretera bordea el bosque y

hay un lago profundo a menos decuarenta metros. Es un milagro que nopasara nada.

—Eso parece.—¿Y qué pasará si el niño empieza a

dar muestras de sufrir un trauma, si depronto tiene ataques de ansiedad ypesadillas?

Eva pensó en el miedo y en lostraumas, en la sangre del dibujo y en elniño que habían olvidado en el bosque.No conseguía que encajara.

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—¿No sería preferible que los padressupieran a qué se deben? —preguntóKamilla.

—Sí, desde luego. Pero...Eva no sabía qué decir. ¿Era mejor

que supieran la terrible verdad o, paraque la vida les resultara más fácil, erapreferible mentir un poco? Una sombratapó el sol. Eva levantó la mirada. EraAnna. También Torben había salido alsol. Intentaba organizar un partido defútbol con dos niños poco entusiastas.

—Vaya. De modo que aquí estáis,sentadas y charlando —dijo lasubdirectora.

—Pues sí. ¿Es algo malo, Anna? —Eltono de voz de Kamilla era duro y

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retador.Eva se levantó.—Bueno, yo ya me iba —dijo, y dejó

a las dos mujeres para acercarse aMalte, que seguía solo en el balancín.

»Hola, Malte —lo saludó, sonriente.El niño no dijo nada.—¿Qué tal va todo?El pequeño hundió el dedo índice en

la arena y lo arrastró lentamente,trazando un sinuoso dibujo.

—¿Estás dibujando un sol?—No.—Entonces, ¿qué es?—Nada.—¿Nada? —Eva se inclinó hacia la

arena—. Hola, nada. ¿Qué tal estás?

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El niño esbozó una sonrisa, paravolver a adoptar de inmediato unaactitud distante.

—¿Te gusta dibujar?—Un poco.—¿Te acuerdas del dibujo que hiciste

ayer?—Mmm.—¿Lo metiste en mi bolso?Malte miró hacia otro lado.—¿Lo recuerdas?Alguien se rio a lo lejos.—¿Recuerdas el dibujo, Malte? ¿Por

qué lo metiste en mi bolso?Ningún contacto visual. Eva miró su

mano bronceada, delicada, con unpequeño lunar en un nudillo. Posó la

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suya sobre la del niño y la mantuvo allíun instante, hasta que consiguió por finque volviera la cabeza.

—Malte. —Eva acercó su cara a ladel pequeño—. ¿Qué te pasa? ¿Tienesmiedo? Si quieres, podemos echar unvistazo al dibujo juntos...

El niño se puso de pie. Por un instante,Eva creyó que le echaría los brazos alcuello y se pondría a llorar, pero sevolvió y miró a una mujer que en esemomento se abría paso entre lachiquillería para llegar hasta Torben. Surostro estaba casi completamente ocultotras unas grandes gafas de sol negras.

—Es mi madre —dijo Malte.—¿Tu madre? ¿Tan pronto?

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Malte corrió hacia la mujer, que locogió en brazos. El niño se apretó contrasu cuerpo mientras ella hablaba en vozbaja con Torben. Era una conversaciónseria, de eso Eva no tenía ninguna duda.Torben, con la cabeza levementeladeada, estuvo escuchando muy atento ala mujer hasta que los dos se apartaronun poco para seguir hablando sin sermolestados. ¿Qué se estarían diciendo?,se preguntó Eva, y se levantó. Se acercólentamente con la esperanza de captaraunque fueran unas pocas palabras, peroel alboroto generalizado ahogaba susvoces. Observó a la mujer. Llevaba elpelo rubio recogido en una larga trenzaprieta que le llegaba hasta la mitad de la

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espalda. Su piel, delicada y blanca, conun poco de maquillaje en los pómulos,le recordó a Eva la porcelana. ¿Dóndela había visto? ¿En la facultad deperiodismo? Vestía ropa de diseño cara.Fue incapaz de determinar la marca dela túnica de seda roja, pero desde luegono era barata. Sin embargo, lo máselegante eran sus movimientos. Inclusocon el semblante desencajado yevidentes muestras de haber llorado,había una sutil arrogancia en la maneraen que levantó al niño del suelo, en elmovimiento con el que posó su manosobre el hombro de Torben y la dejó allíun instante, y, sobre todo, en su forma deandar cuando, poco después, salió de la

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guardería con su hijo de la mano.Una niña pelirroja tiró de la mano de

Eva.—¿Por qué ha tenido que irse a casa

Malte?—No lo sé —contestó Eva.—¿Está enfermo?—Puede ser.Mie se acercó a Eva. La curiosidad

brillaba en sus ojos mientras observabaa Torben, que estaba hablando con Anna.

—¿Te has fijado en que la madre deMalte había llorado? ¿Qué estápasando?

—Eso me pregunto yo —dijo Eva.—¿Tiene algo que ver con Malte?Eva se encogió de hombros mientras

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observaba a Torben y a Anna, que sehabían apartado un poco.

—Tiene que haber pasado algo —dijoMie—. Si no, ellos no... Bueno, prontolo sabremos.

Anna se les acercó. Seguramente soloquería hablar con Mie, pero Eva estabaallí y Anna también la miró a ellacuando anunció que habría una reuniónde urgencia en el despacho de Torbendespués del almuerzo, y que se tratabade Malte.

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Centro de la ciudad10.40

«Lobbies», pensó Marcus. Unapalabra que afortunadamente provocabael bostezo de la mayoría de las mujeres(lo que implicaba que al menos la mitadde la población pasaba del tema). Poreso casi nadie escribía sobre ellos.¿Qué diario se arriesgaría a escribirsobre temas que llevaban a las mujeres adesconectar? Grupos de presión;

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decisiones susurradas en el vestíbulo deun hotel; legislación sobre la que seintenta influir en los pasillos delParlamento; presión que se ejerce en lasantesalas de los despachos donde seconcentra el poder. Así se podíadescribir el trabajo de Marcus. Así lodescribía él.

Acababa de sentarse en un banco. Nosolía hacerlo nunca; no recordabacuándo se había sentado por última vezen el centro de una ciudad, en el meollo,en plena jornada laboral. Estabaorgulloso del lobby para el quetrabajaba; estaba más que orgulloso.¿Ebrio? No. Prefería llamarlo«espiritualmente embriagado». Otros

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pertenecían a lobbies de verdaderasmierdas, como el tabaco, las armas, elpetróleo, las cuotas de CO2 y losparaísos fiscales. Marcus defendía unproducto sin el cual no podríamos vivir:la Institución.

Un sentimiento que más bien hubiesedefinido como de amor a la humanidadle recorrió cuando estiró las piernas ymiró a su alrededor para contemplar laInstitución. La gente salía del metro; losautobuses recorrían las calles; luz roja,los coches se detenían; luz de peatonesverde, los ciudadanos cruzaban; nadie sequejaba; los aviones sobrevolaban laciudad y nos trasladaban de un lugarpacífico a otro lugar pacífico de Europa,

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donde las cosas también funcionaban.También nos trasladaban a otros paísesdonde las cosas no funcionaban. Porejemplo, a Estados Unidos, un país quehabía empezado a inmolarse desdedentro, un país en el que unas cuarentamil personas perdían la vida anualmenteen fortuitos y arbitrarios tiroteos, por nohablar del gran número de heridos queestos dejaban. Estaban en guerra consigomismos, una guerra civil en toda regla...¿Por qué pensaba en ello ahora?¿Porque tenía mala conciencia o porquesabía que acababa de salvarlos a todos?Había salvado a la Institución, a cuantoslo rodeaban, a la madre con la niñasentadas a su lado en el banco. Un

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pequeño paso en falso y su seguridad sehabría visto comprometida. Las callesse habrían vuelto inseguras como enGrecia y en Estados Unidos, donde nohabía manera de que el ciudadano de apie supiera lo que le deparaba elmañana: ¿Sobrevivirían a un nuevo díaen la escuela? ¿Tendrían comida? Lamadre y su hijita se levantaron. La mujersonrió a Marcus.

Marcus se levantó, cruzó la calle yreparó con fuerzas renovadas en lo quele rodeaba, como si la larga noche ytodo el día anterior le hubieran abiertolos ojos y aguzado los demás sentidos.Había hecho algo por defender laInstitución, había derramado sangre para

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salvarla. Sí, era cierto, había dormidomal, sobre todo por culpa del viejo. Alfin y al cabo era inocente, tal comohabía dicho David, pero estabadispuesto a pagar ese precio de buengrado. Podía soportar el peso de haberlequitado la vida a un inocente con tal dedefender la perfección. Echó la vistaatrás por última vez y vio a losjardineros que podaban los árboles paraque las ramas no colgaran sobre la calle,para que los autobuses o los camionesno chocaran con ellas y se rompieran ycayeran sobre el paso de peatones.Perfección. Estética y funcionalidad. Asaber si alguien sospechaba siquiera loque exigía obtenerla.

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Así fue como Marcus dio porterminados sus pensamientos íntimosaquella mañana, antes de llegar a laentrada principal, situada en una callelateral de la plaza de Kongens Nytorv.Los letreros de latón del porteroautomático estaban recién lustrados.«Systems Group», un rótulo discreto conlogo dorado: dos flechas entrecruzadas;ningún arco, ningún arma, solo las doselegantes flechas con emplumado, laúnica munición estéticamente bella quehabía creado la humanidad. Balas,bombas, proyectiles y minas terrestres,¿quién querría que aparecieran en sulogo? En cambio las flechas estabancargadas de espiritualidad.

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Pulsó el timbre. La puerta se abrió.Una vez dentro oyó la voz de Davidantes incluso de verlo:

—¿Lo has visto?Marcus se volvió. David que se le

acercaba.—¿Me has oído?—Te he oído.—¿Has visto las noticias?—He estado durmiendo —dijo

Marcus, incapaz de ocultar su irritación.Los muchos sentimientos que percibía enla voz de David estaban fuera de lugar.

El otro insistió en sus preocupaciones:—Lo han publicado en los periódicos.

Han encontrado a un hombre en elbosque.

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—¿Quién lleva el caso?—¿A qué te refieres?—En la policía.—Un tal Jens Juncker, de la policía de

Copenhague.—¿Estás seguro? ¿No le corresponde

a la policía del norte de Selandia?—No. ¿Por qué?¿Por qué estaría la policía de

Copenhague implicada en el asunto?Normalmente, la policía del norte deSelandia era perfectamente capaz demanejar un sencillo suicidio. ElDepartamento de Homicidios de laJefatura de Policía solo se incorporabaa la investigación si...

—¿Es para preocuparse que no lleve

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el caso la policía del norte de Selandia?—preguntó David.

—Investiga lo que tengamos sobreJens Juncker. Lo hablaremos después dela reunión en mi despacho.

—También se ha difundido la noticiasobre el anciano.

El ordenador arrancó con lentitud,porque tenía que cargar el softwareantipirateo antes de que algo tan sencillocomo Google pudiera siquiera apareceren la pantalla. Entró en las noticias. Lovio enseguida: «Muerte accidental porahogamiento en Klampenborg. Unhombre de setenta y ocho años se ahogaen los baños públicos.» Leyó porencima el resto del artículo: ni una sola

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palabra sobre asesinato. Alguiencomentaba que debería haber vigilanciapermanente en los baños. Un políticolocal ya se estaba haciendo el listo acosta de la vida de Hans PeterRosenkjær.

Los lectores podían escribir suscomentarios al artículo en el blog dedebajo. «Pobre hombre», había escritoun idiota. Marcus se enderezó yescribió: «Terrible accidente que podríahaberse evitado si el Estado y elAyuntamiento hubieran asumido suresponsabilidad como es debido. Haydemasiados muertos en el agua cadaaño.»

Sonrió. Así los políticos locales

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estarían entretenidos durante el resto dela mañana debatiendo acerca de lamuerte del viejo.

Tres golpes en la puerta.—Adelante.David, Trane y Jensen entraron en el

despacho. Trane cerró la puerta.Tomaron asiento. Marcus los miró. Apartir de ahora él sería su jefe. Lasprimeras palabras desde su nuevaposición debían ser acertadas. Miró porla ventana mientras los demás seacomodaban alrededor de la mesa.

—A partir de hoy las cosas cambiarán.Miradas curiosas.—Y desgraciadamente por motivos un

tanto enojosos —añadió Marcus, y

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decidió continuar rápidamente—: Estanoche Christian Brix se ha suicidado. Esuna noticia triste, soy consciente de ello.

Les concedió unos segundos para quedigirieran el dato. Tanto Trane comoDavid eran antiguos soldados, ningunode los dos tenía por qué mortificarse conla muerte, no les era tan ajena. Jensentampoco parecía estar a punto dederrumbarse.

Trane fue el primero en abrir la boca.—¿Cómo?—Con su rifle de caza. En el bosque.

Antes envió un SMS a su hermana.Aparecerá en las noticias más tarde.

—¿Por qué? —le tocó decir a Jensen.—Su divorcio, una depresión, ¿quién

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sabe? Sea como fuere, ha elegido unamanera honorable de hacerlo. A veceshay que seguir adelante. Las cosas sonasí, ni más ni menos. —Oportuna pausateatral—. Y nosotros debemos hacer lomismo. De momento, nuestros socioseuropeos han decidido que yo asuma elmando de este tinglado. —Marcusestudió sus miradas. Sobre todo la deTrane, pues sabía perfectamente que nole caía bien y que con mucho gustohabría vestido el maillot de líder—.Vamos a tener que tratar con la prensa ymanejarla. Es posible que surja ciertointerés por la persona de Brix: quién eray para quién trabajaba, esa clase decosas. Eso los conducirá hasta nosotros.

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¿Qué es Systems Group?, sepreguntarán. Deberemos atenernos a loque solemos contestar en estos casos,tranquilamente: que somos un centro deestudios, un think tank —empresadedicada al lobbysm como tantas otras.Tenemos oficinas en ocho países.Trabajamos por la paz y la seguridad enEuropa. Tenemos clientes cuyosintereses representamos, tanto aquícomo en...

—Los periodistas preguntarán quiénnos paga —lo interrumpió Trane.

—¿Quiénes son los contribuyentes delPartido Liberal Venstre? —preguntóMarcus retóricamente—. ¿De dóndeprocede el dinero de la Protectora de

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Gatos? —Se levantó; se le habíanpegado hasta cierto punto muchas de lasmaneras y de las expresiones de Brix—:Es evidente que cualquier organizaciónno gubernamental protege a susinversores. Hay mucha gente interesadaen influir en el desarrollo del mundo,pero son pocos los que necesitan laatención de los medios. Por eso existenorganizaciones como la nuestra.

Silencio.Trane carraspeó.—Pues yo no le había notado nada —

dijo. A juzgar por la expresión de surostro, Jensen estaba de acuerdo con él.

—Nosotros somos así. La procesiónva por dentro. ¿No es cierto?

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Un solitario gesto de aprobación deJensen. Trane se mostraba algo másporfiado. Marcus percibía cómo seagolpaban las preguntas en su cabeza.Tenía que despachar aquella reunióncuanto antes.

—¿Trane?—Sí.—Tú te encargarás de la prensa. Yo

me encargaré de los aspectos oficiales...Trane volvió a interrumpirlo.—He recibido una petición esta

mañana. No creo que tenga nada que ver.—¿De quién?—De un periodista alemán muy

agresivo. Preguntaba por nuestrosclientes. Está escribiendo un artículo

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sobre los lobbies europeos.—¿Para quién lo escribe?—Es lo que estoy intentando

averiguar.—La última vez que alguien se

molestó en contar el número de lobbiesen Bruselas, hace quince años, llegó acasi dieciséis mil antes de rendirse. Yodiría que desde entonces el número seha doblado.

—Como mínimo —dijo Trane.—Entonces pongamos que son treinta

mil. Cinco mil organizaciones deintereses, más o menos el mismo númeroen cada uno de los países del continente.Se podría poblar un país europeo detamaño mediano exclusivamente con sus

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miembros. ¿Por qué se ha interesadoprecisamente por nosotros?

—No lo sé.—De acuerdo. Infórmame en cuanto

tengas algunas respuestas. ¿Algo más?Había mucho más, se notaba en sus

miradas y en sus cuerpos inquietos. ¿Porqué se había quitado la vida?¿Realmente lo había hecho por culpa deldivorcio? ¿Qué había ocurrido entrebastidores? ¿Qué sabía Marcus queellos no supieran?

—Reunámonos al final de la jornada—dijo Marcus. Las sillas fueronretiradas de la mesa con sincronía casimilitar.

—David, ¿puedes quedarte un

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momento?La puerta se cerró. Estaban solos.—¿No podrías poner otra cara? —le

preguntó Marcus—. Pareces muypreocupado. Es inevitable que losdemás se den cuenta.

—Dos asesinatos, una misma zona.¿No crees que la policía...?

—Un suicidio y una muerte porahogamiento —lo interrumpió Marcus—. Entierran a unas ciento cincuentapersonas al día en Dinamarca, unatercera parte en el área metropolitana unmartes cualquiera. El hombre de laguadaña está muy ocupado, David. Lapolicía también. ¿Cómo van a relacionarlas dos muertes? ¿Qué tal si dejas de

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tener miedo durante un par de minutos eintentas pensar con claridad? Tenecesito. Necesito al verdadero David.¿Qué has averiguado con respecto aJuncker?

David le pasó un folio: Juncker erapadre de tres hijos, todos empleados enel sector público, antiguo jefe delDepartamento contra el Fraude.

—Está complicado —dijo Marcus.—¿En qué habías pensado?—Conozco a uno de los jefes de

policía. Se llama Hartvig.—¿Lo conoces bien?—Lo suficiente para intentarlo. Estuvo

en Irak. Formó a policías iraquíes. Unbuen hombre. He coincidido con él un

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par de veces.—¿Y por qué iba a ayudarnos?—Porque representamos a la familia,

y porque la familia sufre y no desea unalarga autopsia, sino que quiere que se leentregue el cuerpo cuanto antes parapoder celebrar el funeral y seguiradelante con su vida. Solo la prensapodría sacar provecho del tiempo deespera.

—¿Y qué me dices de su hermana? Merefiero a la hermana de Brix, claro.

Marcus bajó la mirada. Sí, ¿quépasaba con la hermana?

—Es nuestro único elemento deincertidumbre —dijo David.

Marcus pensó: por primera vez en

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mucho tiempo David había dicho locorrecto. Hans Peter Rosenkjær nuncahablaría. La hermana del difunto era elúnico eslabón débil.

—¿Estás pensando o qué?—Tendremos que vigilarla durante el

próximo par de días —dijo Marcus—,para asegurarnos de que no se derrumba,de que no se va de la lengua.

—¿Y si se niega?—No lo hará. Tendrás que averiguar

cómo está el ambiente, si suanimadversión por nosotros crece o siacepta el estado de las cosas. ¿Deacuerdo?

—Sí.—Bien. Ahora vete.

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David obedeció. Iba hacia la puertacuando Marcus lo llamó.

—¿David?David se volvió.—Estuviste bien ayer. Ha sido un

honor servir a tu lado, soldado.El otro esbozó una sonrisa, una sonrisa

de oreja a oreja, y cerró la puerta tras desí. Marcus se quedó sentado un instantecon los ojos cerrados. Tal vez porquesabía que no dormiría bien hasta que eldifunto hubiera sido incinerado. No se lepracticaría ninguna autopsia, pensó. No.Hasta que Brix hubiera pasado por elhorno crematorio la Institución novolvería a estar segura. Luego ya notendrían por qué temer que se

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reprodujeran la situación griega, el caosy la inseguridad. Abrió los ojos.Escribió «Hartvig» y «policía» en elbuscador Google. Apareció unafotografía. Parecía mayor de comoMarcus lo recordaba. Pronto sejubilaría. ¿Era probable que allí hubiesealgo? A los policías se les dabafrancamente mal asumir que tenían quejubilarse. Se deprimían. El trabajo deproteger a la ciudadanía les causaba talsubidón que les costaba mucho sentarseen una tumbona a contemplar cómocrecían las malas hierbas. Para ellos erapreferible tener algo que hacer, un pocode trabajo extra de la clase que Marcusy Systems Group podían ofrecerles.

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Guardería El Manzanal13.30

Eran catorce en el pequeño despachode Torben, y la mayoría tuvo quequedarse de pie. Eva seguía sin saber sila habían convocado o no, pero puestoque nadie dijo nada se colocó entre losdemás. Se instaló un extraño silencioentre los presentes, solemne yexpectante. Por lo visto no pasaba todoslos días que se convocara una reunión

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de urgencia en el despacho del jefe. Latemperatura en la sala era de pocomenos de veinticinco grados y el solprimaveral se filtraba por las finascortinillas. Anna intentó distender elambiente y desbloquear la situación conuna sonrisa, pero sus brazos cruzados ylas mandíbulas tensas la hacían parecertodo menos relajada. Como un fielescudero, se había situado justo al ladode Torben. Kamilla se había sentado enla silla del despacho, justo delante deTorben.

—¿Serías tan amable de abrir laventana? —Torben miró a uno de loseducadores de más edad—. Si no, creoque en pocos minutos habremos muerto.

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—Se secó el sudor de la frente y tomóun sorbito de agua de un vaso.

—¿Deberíamos salir? —preguntóMie.

Torben no le hizo caso y miróapesadumbrado al grupo.

—No es que se vaya a prolongardemasiado la reunión —dijo, y alzó unpoco la voz—. Pero me pareció quedebía convocaros para...

Se vio interrumpido por el ruido de lapuerta que en ese mismo instante abríala joven educadora del grupo de lospequeños, la misma a quien Eva habíavisto hablando con Torben, Anna yKamilla aquella mañana. La mujeresbozó una sonrisa de disculpa y se

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colocó al lado de Eva. Fue entoncescuando esta pudo verla bien por primeravez. Tendría unos treinta y pocos años, ylos labios finos y pálidos hacían quepareciese ligeramente malhumorada.

—¿Habéis empezado? —susurró.Eva se limitó a encogerse de hombros

y notó cómo el aroma del perfume de laeducadora se propagaba por lahabitación lentamente y se mezclaba conel olor a sudor. Gucci Guilty. Reconocióla fragancia de inmediato. Su antiguajefa en Berlingske lo utilizaba. Tambiénlo llevaba el día que despidió a Eva.

—Bien —dijo Torben, ahora en untono impaciente—. Empecemos. A ver,como seguramente todos sabréis se trata

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de Malte.Eva casi lo sintió físicamente cuando

el nombre del niño fue pronunciado envoz alta.

—Sin duda visteis que la madre deMalte pasó a recogerlo esta mañana. Lohizo porque ha habido una tragedia en lafamilia. Parece ser que su tío materno seha suicidado. —Hizo una pausa teatralde muy mal gusto, cogió aire y soltó unsonoro suspiro dramático, como si lapalabra «suicidio» requiriera unmomento de silencio.

—¡Es horrible! —exclamó Miefinalmente.

—Sí —dijo Torben, y toqueteó elborde de su vaso de agua vacío.

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—¿Cuántos años tenía? —preguntóGitte—. El que se quitó la vida.

—No lo sé. —Cabeceó. A lo mejor leparecía que la edad era irrelevante dadala magnitud de la tragedia.

—Pero ¿se sabe por qué? —insistióGitte—. ¿Tenía hijos?

Anna carraspeó.—Solo sabemos lo que Torben os

acaba de contar, que el tío de Malte seha suicidado —dijo— y que la familiaestá profundamente afligida. Por esopensamos... —Se atascó, como si depronto fuera consciente de que estaba apunto de decir lo que se suponía queTorben debía contarles.

El director volvió a tomar la palabra.

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—El Ayuntamiento ha elaborado unprotocolo que debemos seguir comoinstitución a la hora de manejar elfallecimiento de un familiar cercano. Noes que pretenda leéroslo en voz alta aquíy ahora, tranquilos, pero cabe subrayarque deberéis prestarle especial atencióna Malte durante una temporada. Tienenecesidades específicas. Si intuís que...

—Laura perdió a su padre el añopasado —lo interrumpió Kamilla—.Laura, la del aula Roja.

—A su padrastro —la corrigió Mie—.Era arquitecto.

—Pero llevaban viviendo bajo elmismo techo casi toda su vida —dijoKamilla—. Laura lo consideraba su

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padre.—Exactamente —dijo Torben—. Estas

cosas nos pueden pasar a todos.Enfermedades, accidentes... Por esonosotros, como institución...

—Entonces no celebramos una reunióncomo esta —volvió a interrumpirloKamilla—. Entonces nos enviasteis uncorreo electrónico a todos y luego,bueno, pues eso, nada más.

—¿Qué pretendes decir? —preguntóAnna.

—Pues eso. ¿Acaso cabe hacerdistinciones, pregunto yo?

Agitación. Eva la notó enseguida. Nola oyó, porque nadie dijo nada, peroalgo le llamó la atención: todos

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parecieron aprovechar el momento paracambiar de postura, para meterse lasmanos en los bolsillos o poner losbrazos en jarras, o para cambiar el pesode una pierna a otra.

—No se trata de eso —dijo Torben, atodas luces irritado—. Y la verdad esque creía que ya lo habíamos discutidoayer, cuando insinuaste algo parecido, sibien en otro contexto, pero aun así...

—Al fin y al cabo era de nuestracomisión de arte. La diferencia de tratopuede tener muchos rostros y ninguno deellos resulta especialmente bonito. —Kamilla dio un paso adelante y logróparecer aún más amenazadora—. Paraserte sincera, si quieres mi opinión, todo

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esto huele a que la madre de Maltetrabaja para la princesa consorte y, porlo tanto, es más importante que los otrospadres.

Torben se enfureció visiblemente.Luchaba por reprimir el enfado, pero lasmanchas rojas en el cuello y sudificultad para mantener las manosquietas lo delataban.

«La princesa consorte», pensó Eva.Tal vez por eso tenía la sensación dehaber visto antes a la madre de Malte,en una revista o quizás en la televisión,al lado de la princesa consorte.

—Escúchame bien, Kamilla —dijoTorben, aunque se arrepintió deinmediato—. No, escuchad todos,

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porque es importantísimo para mí queentendáis lo que os voy a decir. EstasNavidades hará doce años que soydirector de esta guardería. Llevotrabajando con niños en institucionestoda mi vida adulta...

Kamilla lo interrumpió:—Con pequeños.—Sí, sorry —dijo Torben irritado, y

prosiguió—: En lo más profundo de miADN, en lo más íntimo de los genes deesta institución, subyace una verdadindiscutible: nosotros o, mejor dicho, yono hago distinciones entre los pequeños.Todos son iguales para mí, todos debentener las mismas oportunidades, todosdeben recibir nuestra ayuda cuando

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tienen problemas.—Muy bien. Entonces no entiendo por

qué no nos esmeramos más en el caso deLaura. —Kamilla se encogió resignadade hombros y miró al grupo. Estableciócontacto visual con uno de los presentes,incluso cosechó un gesto de aprobación.

Torben hizo caso omiso y retomó sudiscurso.

—No estoy diciendo que seamosinfalibles —prosiguió—. No soy capaz,así, a bote pronto, de determinar sihemos actuado correctamente ensituaciones similares que hayan podidodarse en el pasado, pero en el caso deMalte estamos hablando de un tío suyoque, según la madre, estaba muy unido al

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niño, y por eso...—¿Y no crees que Laura también

estaba muy unida a su padre? Pregunto,vamos.

—Y por eso —insistió Torben, y alzóla voz un poco más sin mirar a Kamilla— es importante para mí quecelebremos esta reunión y queacordemos prestar especial atención aMalte, a su estado de ánimo,comprometiéndonos a fijarnos en laspequeñas señales, a ayudarlo lo mejorque podamos.

La mayoría asintió con la cabeza.También Kamilla.

—Por supuesto que sí —dijo—. Sinduda. Solo quería asegurarme de que

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estamos de acuerdo en que la gente no esmás importante solo porque trabaje dedama de compañía de la Casa Real.

Anna asintió con la cabeza, norespondiendo a Kamilla sino más bienpara dar a entender que la reuniónestaba a punto de concluir.

—Bueno, pues entonces creo que yahemos acabado —remachó lasubdirectora—. ¿Alguna pregunta antesde terminar?

Eva titubeó. ¿Había llegado elmomento de mostrarles el dibujo?¿Debía advertirlos de la extrañacircunstancia de que el niño hubierametido un dibujo tan inquietante en subolso el día antes del suicidio de su tío?

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La puerta se abrió y los primerosempezaron a abandonar la sala. Kamillase quedó esperando mientras Torbenconsultaba su iPhone.

—¿Sí? —dijo este, y la miró«No», pensó Eva, y salió con los

demás. Lo último que oyó fue el sonidode un teléfono. ¿La dama de compañía,tal vez? Dama de compañía, princesaconsorte. Eva volvió a evocar elalarmante dibujo, la sangre que fluía delhombre pelirrojo y formaba un charco.Torben lo había llamado suicidio, peroen el dibujo de Malte era evidente quese trataba de un asesinato.

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Hauser Plads15.50

Eva lo vio antes de que la viera.Llevaba demasiada ropa para laestación, y sin embargo parecía tenerfrío. En cualquier caso, temblaba.¿Cuántos años debía de tener? Tal veztreinta y pocos. El pelo negro ygrasiento le colgaba en mechones hastalos hombros. Llevaba gafas redondas.¿Lo había visto antes, allí, frente a la

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consulta? Dio un respingo y miró a Evaa los ojos. Ella apartó la mirada, seacercó a toda prisa a la consulta y llamóa la puerta. «Centro de Psicología»,rezaba el letrero. Reflejado en el cristalde la puerta vio que el hombre selevantaba, le miraba la espalda yavanzaba hacia ella. Eva volvió a llamara la puerta. El hombre se disponía acruzar la calle. Un coche se interpusoentre ambos. La puerta se abrió y seapresuró a cerrarla tras de sí.

Empezaba a estar muy familiarizadacon la sala de espera. «Tal vez estahabitación sea la que mejor conozco,con mayor detalle, de todas las

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habitaciones en las que he estado.» Esofue lo que pensó. Llevaba casi medioaño sentándose allí una vez por semana,y siempre llegaba un poco antes, pormiedo a retrasarse, por miedo aperderse algo, quizás unos minutos de sutiempo en compañía de HenrietteMøller. Se sentaba allí a esperar junto aotros hombres y mujeres, casi todos unpoco entrados en años. Solo en unaocasión había visto a una mujer deveintitantos, y solo una vez a un niño alque acompañaban tanto su madre comosu padre. Por lo demás, todos tenían almenos treinta, y la mayoría eran mujeresmayores de cincuenta. «¿Es posible quea la psique le pase lo mismo que a los

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coches y a todo lo demás?», se preguntó.La compleja maquinaria, los muchos ypequeños engranajes que movían nuestramaquinaria discursiva se oxidaban y segastaban y, de pronto, ya no podían más.«Los tornillos se sueltan —sonrió alpensarlo—; sí, los tornillos estánsueltos, las ruedas se atascan, nosdeprimimos y parecemos tristes, al igualque todo lo que se estropea.»

Eva repasó su plan. ¿Debía contarle aHenriette Møller cómo le había ido en laguardería? ¿Debía hablarle de Malte,del dibujo, del asesinato, del suicidio?¿O mejor debía decirle que casi habíaconseguido mirar hacia delante, peroque aún tenía fantasías eróticas en las

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que Martin aparecía?Miró la pila de revistas de la mesa.

Billedbladet, Kig Ind, Se og Hør, Alt fordamerne, Femina, Woman y,tremendamente fuera de lugar en aquelcontexto, Bådmagasinet, la revistadedicada a embarcaciones de recreo. Sila madre de Malte era la niñera o ladama de compañía de la princesaconsorte, cabía la posibilidad de queapareciera en las revistas, ¿no? Cogió laprimera del montón. Un númeronavideño de Billedbladet. Había en élmucho acerca del rey sueco, de supresunta relación con los bajos fondosserbios, con prostitutas. En las páginasinteriores encontró unas fotografías de la

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princesa consorte entrando en unaiglesia. El príncipe heredero le lanzauna mirada cariñosa; ella mira al frente.Ninguna imagen de la madre de Malte.Otra revista, esta más sobada, tal vezporque se trataba de un número especialdedicado a la boda del príncipeheredero. El rey Constantino de Greciasaludando a la princesa consorte. Eva sesorprendió. ¿En Grecia todavía teníanrey? Desde los años setenta, o eso creíarecordar, no. ¿Se puede ser rey y reinasin reino? El pueblo griego habíamanifestado claramente que no losquería. Eva cogió una revista másreciente, de verano. Bodas reales enLuxemburgo, un vestido de novia con

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bordados de hilo de plata con cristales ycincuenta mil perlas. Una boda de casicuatro millones de coronas, leyó, pagadapor los contribuyentes. También en estasfotografías el príncipe heredero mirabaa su esposa enamorado, más que alrevés. ¿Era posible que en esa clase desituaciones tuviera más energía y fueramás capaz de relajarse que su esposa?Otra revista del verano. Fotografías delpríncipe Jorge Federico de Prusia,tataranieto del emperador Guillermo II,heredero histórico de la coronaprusiana. ¿Prusia? Eva se sentíaestúpida. ¿Dónde estaba Prusia? ¿Noformaba actualmente parte de Alemania?Alemania era una república. Entonces,

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¿cómo podía haber un príncipe?También aparecía un primerísimo planodel príncipe Joaquín de Dinamarca. «Esinjusto fotografiar a alguien tan decerca», pensó Eva. Se le veían los porosde la piel, los capilares rotos, lasimpurezas que todos tenemos. ¿Bebía?

Pensó en todos los rumores que habíaoído en Berlingske. Nadie como losperiodistas para los chismes, y la CasaReal era uno de sus mayoresproveedores. Uno de los más recurrentesera que Joaquín tenía problemas con elalcohol y que había pegado a su mujer,Alexandra, que por eso se habíandivorciado. También se decía que ella lohabía encontrado en la cama con un

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joven oficial o un húsar de la guardiareal. Se rumoreaba que el príncipeconsorte disponía de un piso en laciudad donde se encontraba con susamantes masculinos. Lo más remarcablede este rumor era que solo la historiadel piso era falsa. Ningún danés poníaen duda que al esposo de la reina lefueran los hombres. Lo característico detodos los rumores: nunca eran deprimera mano, siempre de alguien queconocía a alguien. Todos los danesesconocen a alguien que se ha reunido, hahablado o cenado con algún miembro dela Casa Real, pero nunca es alguien quepueda considerarse una auténtica fuente.Así pues, podían sospecharse muchas

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cosas, pero no creer nada.Allí: en una de las últimas páginas de

un número de otoño de Billedbladet. Lamadre de Malte aparecía andando detrásde la princesa consorte, con los niños dela mano. Leyó el texto: «Mary sedivierte en el Tívoli con su dama decompañía.» El pie de foto explicaba:«El viernes por la tarde, la princesaconsorte Mary y su dama de compañía,Helena Brix Lehfeldt, tuvieron tiempopara divertirse en el Tívoli.» Eva volvióa mirar la foto. Helena era si cabe aúnmás guapa que la princesa consorte,parecía una auténtica reina. Llevaba untraje sastre crema y un par de discretoszapatos de tacón de aguja. En todos los

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sentidos era una mujer más joven que laque había visto Eva hacía apenas unashoras en la guardería, aunque había quetener en cuenta que estabaconmocionada, se recordó Eva. Por unsuicidio en la familia más cercana, el desu propio hermano.

Eva alzó la mirada y vio a la mujerque en ese instante entraba en la sala deespera. La había visto antes, se llamabaMerete. Lo sabía porque los psicólogossiempre llamaban por su nombre a lospacientes al abrir la puerta. Meretellevaba una melena corta y recta, teñidade oscuro. Las canas solían acecharjunto al cuero cabelludo, pero aquel díano. Aquel día se acababa de teñir y se

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había perfilado las cejas y pintado lasuñas además. «Debe de estar mejor»,pensó, con una punzada de envidia.

—Hola.—Hola —susurró Eva, y volvió a

bajar la mirada a la revista. Siguientepágina: más fotos, esta vez de un actobenéfico en la Ópera, al que la princesaconsorte asistía con sus hijos. La madrede Malte siempre estaba en segundoplano, lista para hacerse cargo delpequeño Christian y de su hermana. Evahabía olvidado el nombre de la niña. Sehabían producido muchos nacimientosreales en los últimos años y ese nuncahabía sido su ámbito periodístico. No esque tuviera nada en contra de la Casa

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Real, sencillamente solo se mantenía aldía en lo que a su propia sección serefería. En la fotografía, la madre deMalte, Helena, hablaba con un hombreque estaba a su lado, de su misma edad,que apoyaba una mano en su hombro.¿Su hermano? ¿El que había muerto?

—¿Merete?Uno de los otros psicólogos había

abierto la puerta. Eran tres los quecompartían consulta. Merete se levantó yse arregló la falda al entrar. Elpsicólogo cerró la puerta y Eva volvió aquedarse sola. La irritaba ser incapaz derecordar el nombre del segundo vástagodel matrimonio real, ya no digamos eldel tercero y el cuarto.

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—¿Eva?Alzó la mirada. La psicóloga Henriette

Møller la miró extrañada.—¿He dicho algo?—No, pero es la tercera vez que te

llamo.—¡Dios mío, perdona! Estaba

totalmente distraída.Henriette Møller sonrió.Eva se levantó y pensó en Merete, que

estaba sentada en la habitación de allado, en cómo se había arreglado lafalda por detrás para no llevar arrugasen el trasero. Ella llevaba tejanos y nose acomodó nada al sentarse en el sofá.Henriette Møller cerró la puerta. Sequedó de pie frente a su mesa, anotando

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algo en un trozo de papel. Siempre lohacía cuando Eva llegaba y cuando semarchaba. ¿Seguramente anotaba algoacerca de su psique? Tenía ganas depreguntarle a la psicóloga qué escribíasobre ella. Tal vez algo de lo que Torbenhabía leído, de lo que tenía negro sobreblanco acerca de Eva.

—¿En qué estabas pensando? —lepreguntó la psicóloga sin volverse.

—¿Ahora mismo?—Sí. Dices que estabas

completamente distraída.Eva se dio cuenta de que se había

ruborizado.—No era capaz de recordar el nombre

del segundo hijo de Mary. El nombre de

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la niña.—¿Y era en eso en lo que estabas

pensando? ¿En los hijos de la princesaconsorte?

Eva asintió con la cabeza:—Sí.—¿Por qué? —preguntó Henriette

Møller, y se sentó frente a ella.Eva consideró por un instante si debía

contárselo.—Un niño de la guardería hizo un

dibujo de un hombre siendo asesinadopor otro. Y hoy... —Miró a la psicóloga.

—¿Sí?—Resulta que hoy su tío se ha

suicidado.Henriette sonrió y juntó las manos.

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—¿Por eso pensabas en los hijos de laprincesa consorte?—preguntó.

—Ese niño es hijo de su dama decompañía, de la dama de compañía de laprincesa consorte.

Un segundo de silencio. ¿Por qué lapsicóloga la miraba con cara depreocupación?

—¿Y qué piensas de ello?—No pienso nada —contestó Eva con

cierta aspereza—. Sencillamente, meparece curioso.

—¿Por qué curioso?—Bueno, pues eso, que hiciera un

dibujo y al día siguiente encontraran a sutío muerto... —Recogió el bolso del

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suelo, lo abrió y sacó el dibujo—. Aquíestá.

—¿Te lo has llevado a casa?—No. Él me lo metió en el bolso —se

apresuró a contestar Eva, comojustificándose.

Henriette la miró a los ojos.—Ahora cuéntame cómo te sientes al

haber vuelto a empezar —dijo.Eva miró el dibujo. Se sentía

rechazada. Henriette Møller siemprecambiaba de rumbo cuando pensaba queEva no iba bien.

—No lo sé. Lo de Malte ha ocupadobuena parte de mi atención.

—¿Malte?—El niño que ha hecho el dibujo.

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—Cuando los servicios socialesquisieron obligarte a volver a trabajar—dijo Henriette, y le sostuvo la miradaantes de proseguir—, te dieron variasopciones, ¿verdad?

—Sí. Jardinería y cosas así.—¿Cosas así?—Toda clase de trabajos.—Pero escogiste una guardería.—Sí.—¿Te has planteado por qué?Eva se encogió de hombros. ¿Lo había

hecho?—¿Recuerdas lo primero que me

contaste?—Sí.—¿Qué fue?

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—Que mis padres me perdieron unavez en Roma.

—Así es. Tenías seis años, ¿verdad?—Cinco.—Cinco. ¿Recuerdas lo que me

contaste?—Que quise ir por unas monedas. Lo

único que quería era volver al coche ycoger unas monedas, porque mi madreno había querido darme ninguna. Fue enla Fontana di Trevi.

—Sí. ¿Y qué más?Eva trató de encontrar la respuesta en

los ojos de Henriette, que a menudopretendía conducir a Eva hacia un lugarconcreto, hacia la conclusión a la que lapsicóloga ya había llegado.

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—¿Qué más sucedió?—No encontré el coche. Entonces

intenté regresar sobre mis pasos, perono encontré a mis padres. Me habíaperdido.

—¿Te habías perdido?—Habían desaparecido... No sé qué

intentas sonsacarme.—Lo que me contaste entonces. La

policía te recogió. Te llevaron a unhogar infantil.

—Sí. Fue por la tarde, o por la noche.Creo que se hizo de día. Hasta que laembajada abrió y todo se arregló.

—Estuviste sola mucho tiempo.—Sí.—¿Toda una noche?

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—Sí.—Con cinco años, sola en un país

extranjero toda una noche. ¿Habíaalguien que hablara danés?

—No.—Entonces no pudiste hablar con

nadie.—No, pero...—¿Sí?—Fueron muy cariñosas. Recuerdo

sus manos.—¿Sus manos?—Las manos de las mujeres adultas,

las monjas. Unas manos cálidas,bronceadas por el sol. Me abrazaron.Me acariciaron la mejilla.

—¿Te consolaron?

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—Sí.—¿Y qué pensaste?—No lo recuerdo.—¿No? ¿Estás segura?—Sí. Tenía cinco años.—Pues fue lo primero que me

contaste, y estuve a punto de nocreérmelo. Era un pensamientodemasiado elaborado para una niña decinco años.

—¿Qué fue?Henriette contempló a Eva como se

suele mirar a una niña adorable perodifícil.

—De acuerdo. Cierra los ojos uninstante. No hay nada que estimule tantola memoria como un poco de oscuridad.

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Eva obedeció, cerró los ojos y sehundió un poco más en el sofá.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó lapsicóloga.

—Así, un poco... Ya sabes.—¿Incómoda?—Nunca me ha gustado tener los ojos

cerrados si alguien puede verme —contestó Eva.

—Como durmiendo en un avión.—Del todo imposible —dijo Eva.—Entonces haré girar mi silla —dijo

Henriette.Eva oyó que la silla giraba, y cuando

Henriette volvió a hablar fue como si suvoz le llegara de muy lejos.

—¿Mejor así?

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—Sí.—Entonces volvamos a aquella noche.

Trata de describir el hogar infantil deRoma.

—Es difícil. Supongo que entremezcloimágenes de lo que he visto.

—¿Que has visto?—Hace un par de años lo busqué en

Google, para pasar el rato. Está cerrado.—Muy bien. ¿Qué recuerdas?—Que estaba en un dormitorio con un

montón de niños.—¿Niñas y niños?—Solo niñas.—¿Pudiste dormir?—No.—¿Estabas triste?

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Eva intentó recordar sus sentimientosde entonces. No le vino nada a la mente.Fue como si se diera de bruces contra unmuro.

—¿Eva? Vamos a intentar otra cosa.—De acuerdo. Ahora no lo recuerdo.—No te preocupes por eso. Sigue con

los ojos cerrados. Demos un enormesalto en el tiempo, hacia delante, hastala muerte de tu madre.

—¿Por qué? —Eva se dio cuenta deltono de irritación de su voz. No teníaganas de hablar de aquello—. Quierodecir... ¿No podríamos hablar deMartin? Al fin y al cabo es por su culpaque he estado mal.

—De hecho, es más fácil superar el

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dolor de lo que solemos creer.—Por lo visto, en mi caso no.—A no ser que se trate de otra cosa,

Eva. Ahora me gustaría que te centrarasen el día en que tu madre falleció. Ya mehas hablado de ese día otras veces.

—Entonces esperemos que lorecuerde.

—¿Cómo son las últimas horas de tumadre?

—Está preocupada.—¿Por la muerte?—No. Por mí. Por cómo me irán las

cosas. No para de hablar.—¿Qué dice?—Ya sabes, lo típico que dicen las

madres. Las cosas con las que tengo que

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andar con cuidado.—¿Siempre era así?—Desde lo de Roma, sí.—¿Sufrió un trauma con lo de Roma

porque creyó haberte perdido parasiempre?

—No sé si yo lo diría así.Simplemente, no quería perderme devista nunca.

—Así pues, tu madre te vigilaba.—Cuidaba de mí.—¿Hasta qué punto?—Me llamaba cada día, varias veces

al día.—¿Y qué te decía?—Quería saber si estaba todo bien.—Y la noche que murió... ¿Qué

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sentiste?Eva notó que se le llenaban los ojos

de lágrimas. Abrió la boca, tratando dehablar. Eso sí que lo recordaba.

—¿Eva? Dilo sin más, aunque tengasque llorar.

Y eso fue lo que hizo, contarlomientras luchaba contra el llanto.

—Me sentí aliviada. ¡Tan aliviada...!Me sentí libre y, al mismo tiempo, fatalpor sentir lo que sentía.

—De acuerdo. Trata de detenerte aquí.Eva inspiró hondo. Se enjugó las

lágrimas con dos rápidos manotazos,como si el llanto fuera un grifo que sepuede abrir y cerrar sin más.

—Ahora volvamos al hogar infantil. A

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algo que sentiste entonces, estando sola,quizá. Fue fabuloso lo que me contaste.

—Sentí que...Eva se vio interrumpida por un enorme

estruendo que se había producido en laescalera. La psicóloga se levantó. Denuevo otro estampido, como si alguienintentara entrar.

—¿Qué está pasando? —preguntóEva.

—Es un antiguo cliente de uno de miscolegas.

—Creo que lo he visto en la calle.Moreno, totalmente destrozado.

—Es él. Tranquila. No pasa nada.La psicóloga cogió el teléfono móvil

que había dejado en la mesa y salió de

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la consulta. Dejó la puerta abierta. Losotros dos psicólogos también habíanabandonado sus despachos. Eva los oyóhablar en voz baja de la policía y de queno podían seguir así. Uno dijo: «¡Por elamor de Dios, esto no es un dispensariode urgencias psiquiátricas!» Otro cerróla puerta principal con llave y HenrietteMøller la de la sala de espera sin mirara Eva.

Eva se levantó. Todavía podía oírlos.Henriette dijo que lo mejor sería dejarloentrar y hablar con él hasta que llegarala policía. Si no, se pondría aún másagresivo. Eva se alejó de la puerta. Nole concernía a ella. No tenía miedo. Suhistorial estaba sobre la mesa. ¿Podía

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echarle un vistazo o estaba prohibido?De pronto oyó una nueva voz en la salade espera, de un hombre que hablabaalto, muy disgustado.

—¡Solo quiero hablar con vosotros,maldita sea!

La psicóloga contestó que no podíairrumpir de esa manera en la consulta.Eva abrió la carpeta. Si Torben podíaleer y compartir su contenido con todos,entonces ella también tenía derecho ahacerlo. Su nombre aparecía en la partesuperior, junto a su fecha de nacimiento.La primera página parecía más que nadaun resumen de su vida: la muerte de sumadre; esa vez que, a los cinco años,había estado perdida toda una noche en

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Roma; la compra de la casa; Martin; eldespido; la depresión. La siguientecontenía sobre todo anotaciones sueltas,la mayoría ilegibles salvo paraHenriette.

—¡Solo quiero hablar, joder! —volvióa gritar el hombre en la sala de espera.

Eva miró por la ventana. Dos cochespatrulla se detuvieron frente al edificio.Siguió leyendo: «Ojo con la percepciónde la realidad de Eva. Posible psicosisaguda provocada por un traumainfantil.»

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Jefatura Superior de Policía15.55

Marcus apagó el motor. A partir deeste momento solo habría tiempo deespera. Todo se andaría, se dijo. Semostrarían comprensivos con supetición. El jefe superior era un hombreque ponía la calma y la seguridad porencima de todo, precisamente lo quehabía irradiado la última vez que sevieron. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Siete

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años? ¿Un poco menos? No lorecordaba. En cambio recordaba quehabía sido en el vestíbulo de un hotel deBagdad con sofás de terciopelo rojo. Unoficial británico se comportaba como unidiota. La gente no entendía lo quedecían los demás. Recordaba lo quepensó entonces: que aquel era un hombreen quien se podía confiar, un hombre quecomprendía que el caos y lainestabilidad eran la madre de todos losmales. ¿Había sido acaso por esecarisma que le había costado tan pocopasar de jefe de formación de policías ajefe superior de la policía deCopenhague? Hartvig era lapersonificación de un agente del orden.

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De despertarlo alguien en plena noche,lo primero que diría sería«tranquilícense».

Y eso hizo Marcus, tomárselo concalma. Pensó en... el amor. ¿Por quépensaba, precisamente en aquelmomento, en el amor? Seguramente sedebía a que era primavera. Con lossonidos del Tívoli al fondo, comprobóen su teléfono el flujo constante denoticias, por si ya había alguien quehubiera escrito sobre Brix. Nada. Encambio, una zorra política de izquierdashabía escrito una crónica en la queabogaba por la supresión de la CasaReal. Marcus la leyó por encimamientras vigilaba la Jefatura Superior de

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Policía. No, no estaba de acuerdo con larabia que sentía aquella mujer contra laCasa Real, por supuesto que no. ¿Acasono comprendía que la monarquía protegea su pueblo de los peligros externos? Acambio, los ciudadanos honran a su rey.Ese era el acuerdo. ¿Acaso no fueChristian X quien se paseó a caballoentre sus súbditos cuando Hitler ocupóel país? Sí, y los ataques no habíanterminado. Ahora eran distintos y amenudo había que repelerlos lejos deDinamarca. También fuera de Dinamarcahabía coincidido Marcus con la reina,cuando esta visitó la base militar deCamp Bastion, en Afganistán. Bueno,quizá fuera un poco exagerado decir que

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habían coincidido. Más bien fue allídonde la vio por primera vez. Y habíapensado: «Estoy aquí por ella. Porella.» Todo cuanto hicieron enAfganistán, aquella defensa encarnizadapor la seguridad de Dinamarca, Marcusjamás lo hubiera hecho por un político,por algún cacique socialdemócrata o porun granjero gordo del Partido Liberalque se hubiera abierto camino a travésde reuniones sindicales y viajes denegocios con la patronal Dansk Industri,que se hubiera abierto paso lentamenteen cenas y cócteles hasta ocupar unpuesto en las altas esferas del sistemapolítico. Sí, esta clase de gente tambiénhabía visitado a las tropas en la árida y

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polvorienta meseta de la provincia deHelmand. Como, por ejemplo, elministro de Defensa: Marcus jamássacrificaría su vida por un ministrocualquiera. En el caso de la reina eradistinto. Era una cuestión de titularidad,de asumir la titularidad. En el fondo esoera lo que habían hecho reyes y reinas:asumir la titularidad de sus países. Y unpropietario defiende su propiedad, sihace falta se sacrifica por ella. La reinahabía dedicado su vida a la defensa deDinamarca. ¿Quién hacía eso sino ella?¿Los políticos? ¿La izquierdosa quehabía escrito la crónica? En cuanto susposibilidades de hacer carrera seagotaban, se largaban de buen grado

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para ocupar un alto cargo en elextranjero. Para ellos solo se trataba depoder. Nada más. Ninguno de ellosactuaba por amor a la patria. Ninguno deellos asumía la titularidad. Marcuscabeceó. Periodistas. Políticos. ComoChurchill dijo en su día: «El mejorargumento contra la democracia es unaconversación de cinco minutos con unelector medio.» No, Marcus no teníaduda alguna: el día menos pensado,cuando las cosas volvieran a ponersefeas, el príncipe heredero sería el últimoen abandonar el campo de batalla. Paraentonces, los políticos haría tiempo queestarían en el exilio, en algún lugar concampo de golf de dieciocho hoyos y un

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bar bien surtido. Solo tenían ojos parasu propia carrera. Sin embargo, Hartvigno era de esos. Marcus estaba seguro.Era un fiel servidor, con veinticincoaños en el cuerpo; él entendía elsignificado de las palabras «orden» y«estabilidad». Sonó su móvil.

—¿Trane?—¿Molesto? —preguntó Trane.—Desembucha.—He encontrado al periodista alemán

que pregunta por nuestro trabajo.Trabaja para Der Spiegel. Es uno de lospesos pesados.

—¿Qué quiere saber?—Para quién trabajamos.—¿Crees que podrás entretenerlo?

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—Es muy perseverante. Dice quepronto colgará un artículo en su página.Depende de nosotros, de si estamosdispuestos a colaborar o no.

—¿Tiene algo?—Nada que me haya revelado, pero

yo recomendaría que colaborásemos conél, que le diéramos algo.

—No —se opuso Marcus—. Deja queescriba lo que le dé la gana. No tienenada. De tenerlo nos habría apretadomás.

Había salido el sol. Marcus se apeódel coche, se apoyó en él, cerró los ojosy dejó que lo bronceara. Prontoaparecería Hartvig. La suya sería una

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conversación breve. Marcus la habíarepasado varias veces mentalmente.Había mantenido la conversación,palabra por palabra, conocía losdesafíos que encerraba. En estoconsistía el lobbysm clásico, encontactar con una persona y convencerlade que hiciera algo que en un principiono tenía intención de hacer. Debíapersuadir a Hartvig de que hiciese algoque no le apetecía. Hartvig reaccionaríamal, como todos solían hacer, sobretodo los que trabajaban para laAdministración: empleados del Estado,funcionarios. A diferencia del Serviciode Inteligencia, que estabaacostumbrado a operar en la zona gris,

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era casi imposible influir en la policía yen la administración de justicia. Susmiembros eran íntegros. Marcus nodisponía de gran cosa con querecompensarlo, pero tendría que utilizarlo que tenía (la promesa de algunostrabajos interesantes de consultoría queestarían esperándolo en cuanto Hartvigse jubilara) con sensatez. Siempre habíaalgún que otro contrato que cerrar enTanzania o Mali, alguna conferencia queorganizar durante un fin de semana largopor ciento cincuenta mil coronas.

Así pues, la medicina consistiría enuna mezcla de dinero y de oportunidadesde futuro, bien ligada y con sentidocomún. En esos casos contribuía mucho

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la psique humana. Una vez plantada lasemilla del dinero y la prosperidad, elcerebro era capaz de convencerse a símismo de muchas cosas. En el fondo, elser humano es una criatura racional, deeso Marcus estaba seguro. La idea deuna buena vida casi siempre vence alidealismo. Por lo tanto, el jefe superiorde policía se mostraría abierto a aceptarunos argumentos racionales,asegurándose mejores oportunidades así mismo y a sus hijos. Menos trabajo ymás tiempo libre, tiempo para las cosasque son importantes en la vida: lafamilia, el amor, los hijos. ¿Quién no lovería razonable? Por eso Marcus estabatranquilo y convencido de que Hartvig

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se mostraría comprensivo con suhumilde deseo. Si hacía falta se reuniríacon Jens Juncker y entonces aseguraríaun flanco decisivo: el cadáver deChristian Brix. No haría falta autopsia,solo que el pobre fuera enterrado,incinerado a poder ser, y el asuntocerrado cuanto antes.

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Estación de Hareskoven18.33

Eva se bajó del tren junto con losoficinistas: hombres cansinos trajeados,mujeres que seguían trabajando decamino a casa, de la clase a la que ellahabía pertenecido hacía ya muchotiempo, antes de que tuvieran que vigilarsu percepción de la realidad, antes desufrir una posible psicosis aguda, fueralo que fuese eso; en los tiempos en que

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formaba parte del motor del mundo, enque era uno de los que mantenían enfuncionamiento los engranajes de losque tanto hablaban los políticos. Ahoraera ayudante de cocina. Era la quecocinaba para los hijos de los quemantenían los engranajes enfuncionamiento. Y, en realidad, ¿quétenía eso de malo? ¿Quién era, a la horade la verdad, más imprescindible?

Se dejó llevar por el torrente depersonas que se bajaron del tren y semetieron en el túnel para cruzar al otrolado de las vías, donde estaba elaparcamiento y donde sus cónyugesesperaban en el coche. Allí deberíahaber estado Martin, en un Volvo o un

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Volkswagen, listo para llevar a Eva auna casa caldeada con pruebas de vidapor doquier: sábanas usadas, tazas decafé en el alféizar de la ventana, floresen jarrones de cristal; al lugar dondecreyó que se sentarían juntos acontemplar el jardín, la luz que caíasobre el césped, la ropa de correr deMartin en el lavadero. Eva se acercó ala parada de bus y se consoló con quehabía otros a los que tampoco recogíanadie. Algunos tomaban el autobús comoella, otros cogían la bicicleta en elaparcamiento y se marchaban al pueblo.Pensó en Malte, en el miedo quedenotaba su mirada, en el dibujo de unhombre que asesinaba a otro, y luego en

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ese mismo día, en la madre de Malte querecogía al chico por culpa de unrepentino suicidio en la familia.

Miró hacia las casas a las que yahabían llegado sus habitantes, donde yahabían encendido los televisores y habíadiscusiones con los niños que no queríanirse a la cama y a los que tampoco lesgustaba la cena. «Psicosis aguda.»Pensar que se podía reducir a un serhumano a estas dos palabras, a dospalabras de muy pocas letras. Pero esoera ella, eso era ella: «Psicosis agudaprovocada por un trauma infantil.»¿Debería investigarlo, quizá? Sí, sinduda sería muy razonable hacerlo, sedijo. Entre los derechos humanos está el

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de saber quién es uno.

En realidad podía acceder a Internetcon su teléfono, pero se tardaba mucho,la pantalla era pequeña y casi cada vezque pinchaba un enlace la enviabanhacia una página indeseada: un anunciode vacaciones o de coches o de otrascosas que en ningún caso se podíapermitir. Pensaba que el teléfono habíaempezado a mofarse de ella. Por eso sehabía sentado en la pequeña biblioteca,no muy lejos de las pistas de tenis. Porla ventana abierta oyó a un hombre quejadeaba, casi gemía, cuando se disponíaa darle a la pelotita amarilla. Elordenador tardó un rato en arrancar y

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emitió un zumbido enfermizo, no muydistinto del de un motor averiado. Sehabía acumulado una fina capa de polvoen la superficie de la pantalla, quelimpió con la manga al tiempo que secomprometía consigo misma a contratarun acceso fijo a Internet en cuantocobrara su primer sueldo. Aparte de unhombre que carraspeaba, reinaba elprofundo silencio que solo puede haberuna tarde cualquiera en una bibliotecade las afueras.

Por fin pudo conectarse y tecleó«psicosis aguda» en Google. «Repentinoestado mental que conlleva delirios yalucinaciones, caracterizado por unapercepción de la realidad desajustada.

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Incapacidad para orientarse en eltiempo, el espacio o las circunstanciaspropias —leyó en una página—. Puededeberse a experiencias vividas en lainfancia.»

Eva titubeó. ¿Realmente estaba tanmal? Delirios y alucinaciones.Incapacidad para orientarse en lascircunstancias propias. Podía traducirsepor más o menos «loca de remate». Noquiso seguir leyendo ni una palabra más.Tecleó «trauma infantil». Una oleada deofertas terapéuticas apareció en lapantalla. «El cuerpo recuerda lostraumas de la infancia», leyó Eva, y soloal llegar al final del texto comprendióque había aterrizado en la página de un

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masajista que se ofrecía para eliminarlos traumas del cuerpo de la gentemediante masajes (con té gratis en lasala de espera y descuentos por losbonos de diez sesiones).

—Avísame si puedo ayudarte en algo.El bibliotecario sonrió tímidamente y

se recolocó un flequillo un pocodemasiado largo.

—Gracias, pero no hace falta —repuso sorprendida. En la puerta habíaleído que ese día la biblioteca estaríadesatendida, pero por lo visto había unbibliotecario trabajando.

Ya podía levantarse y volver a casa, yde hecho estuvo a punto de hacerlo.Podía volver a casa, al vino y el sonido

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de sus pasos resonando en el salónvacío o dedicar tiempo a...

Facebook. Llevaba siglos sin entrar.¿Tendría la dama de compañía un perfil?¿Podría acercarla ese perfil a larespuesta que estaba buscando? ¿Quiénera el difunto tío? ¿Qué circunstanciashabían rodeado su muerte? Antes Evatendría que superar su propio perfil y laconmoción de ver su foto. En ellaparecía tan joven y alegre y llena de...vida. Mejillas rechonchas, energía, ojosbrillantes, el pelo ligeramente revuelto.Todavía recordaba el momento en que sehabía hecho la foto, en el dormitorio desu antiguo piso del barrio de Vesterbro.De eso haría unos seis meses, a lo sumo.

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Acababa de hacer el amor con Martin y,de pronto, él se había puesto a sacarlefotos mientras todavía iba desnuda. Sehabían reído. La situación era cómicapero también un poco picante y, poralguna extraña razón, una de lasfotografías había acabado en Facebook,probablemente porque le había parecidodivertido tenerla como su pequeñosecreto, sabiendo que de hecho la fotode su perfil era un desnudo aunque no seviera.

Había toneladas de mensajes deantiguas amigas que, en la mayoría delos casos, habían ido desapareciendo desu vida poco a poco. Rikke le habíaescrito que esperaba que Eva la llamara

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pronto. Eva miró la fecha. El mensajeera de hacía más de cuatro meses y tuvoque hacer memoria para acordarse deque Rikke era una chica con la que habíaestudiado en la facultad de periodismo yque había dejado la carrera pocos mesesdespués de empezarla. «¿Deberíaescribirle un mensaje a Martin?» Al finy al cabo, seguía siendo un «amigo». ¿Odebía «rechazarlo» como tal?

Back to the future, pensó, a pesar delo cual le escribió el mensaje. «¡Cómote echo de menos, cabrón!» Luego sequedó sentada un rato sin hacer nada,pensando en su psicosis aguda. ¿Quéquería decir eso? ¿Que se lo habíainventado todo, incluido lo de Malte?

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Sacó el dibujo del bolso. Era real. Porel momento, todo bien. ¿Y el tío delchico? ¿Tendría un perfil en Facebook?Escribió el nombre de la madre deMalte en el buscador: «Helena BrixLehfeldt.» La fotografía de Helena queapareció en la pantalla no era buena,sino un tanto borrosa y fortuita, perosimpática, pensó Eva. La mayoría de lagente hacía todo lo que estaba en susmanos para embellecerse en Facebook,para presentarse y presentar su vidacomo un rotundo éxito de principio a fin.Y allí, de pronto, había una persona másbella que la mayoría que no teníanecesidad de exhibir su belleza. Era unperfil cerrado, con muy poca

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información. «Casada con AdamLehfeldt, vive en Copenhague, estudió elbachillerato en Herlufsholm, se graduóen 1998.» Nada más. Nada acerca de lacantidad de amigos que tenía. Nadaacerca del número de hijos. Ningunaotra fotografía, aparte de la del perfil,que podían haberle sacado en cualquierlugar. Ni una sola palabra sobre unhermano, el tío fallecido de Malte.

Eva tecleó «dama de compañía» y«suicidio». Nada. Tecleó «Helena BrixLehfeldt» y «Herlufsholm». Aparecieronun par de artículos. Un breve retratosuperficial del Jyllands Posten conmotivo de su treinta cumpleaños hacíaunos años. Nada acerca de su hermano.

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Aparecía su marido, sin embargo: AdamLehfeldt, empresario. «Empresario»,pensó Eva. Esa definición,oportunamente vaga, podía significarcualquier cosa. A lo mejor sería unabuena idea volver a jugar a serperiodista. El tiempo pasaba másrápido, aunque de hecho no fuera másque una simple ayudante de cocina ynunca se hubiera dedicado alperiodismo de investigación. Se acordóde cuando los había visitado en lafacultad un viejo y curtido periodistaque les había impartido un curso deperiodismo de investigación. Eva norecordaba su nombre, pero por lo vistoera una especie de celebridad en los

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círculos periodísticos. No le habíacaído demasiado bien. Era descuidado ydesaliñado, y se había pasado dos horassin parar gritando a los estudiantes; sinembargo, su mensaje había sido muyclaro: no había que escatimar ningúnmedio para llegar a la verdad. Habíaque mentir, robar, hacer cualquier cosa,y estar dispuesto a ir a prisión porproteger las fuentes si hacía falta. ¿Quémás había dicho? Ah, sí, que al finalcasi todos los delitos de cuello blancode Dinamarca tenían que ver con lacompraventa de inmuebles.

Eva volvió a Facebook. Buscó«Herlufsholm». Se metió en el perfil.Había un montón de información acerca

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del instituto de bachillerato. Datosprácticos, la historia de la escuela, unsinfín de actualizaciones. Antiguosalumnos habían escrito sobre susexperiencias en la escuela. Nada que lesirviera. Desde algunos de los campospara comentarios la remitían a otraspáginas oficiosas de Herlufsholm:«Herlufianos de sangre», «Los maestrosdel tiro al pichón». Eva miró el reloj depared. ¿Debía volver a casa ya?

Una pareja de mediana edad habíaentrado en la biblioteca. Oyó sus voces,el trato sorprendentemente descortés quea menudo los matrimonios de largaduración se brindan. ¿O tal vez llevabantodo el tiempo allí? No estaba segura.

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La mujer parecía muy interesada en laestantería de novela negra que habíajusto al lado de Eva. Entró en una páginade Facebook para alumnos deHerlufsholm con antiguas fotografías declase y, allí, sentada en primera fila, conuna pierna cruzaba sobre la otra un pocodesaliñadamente y la gorra de bachillerligeramente ladeada, estaba Helena BrixLehfeldt.

«Está igual», fue lo primero que pensóEva.

Los años no habían hecho mella en surostro. Eva echó un vistazo a las demásfotos, pero a primera vista no encontró aningún hermano. ¿Era posible que nohubiese asistido a Herlufsholm?

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—¿Puedo preguntar una cosa?Pasaron unos segundos hasta que Eva

comprendió que la pregunta iba dirigidaa ella.

El matrimonio estaba justo a susespaldas.

—¿Eres tú quien vive en el númerodoce?

—Sí.—Nosotros vivimos en el diecinueve,

casi enfrente. Solo queríamos saludarte.—El marido le tendió la mano a Eva—.Tom.

—Eva.—Yo soy Lone —dijo la mujer, que se

limitó a saludar con un gesto de cabezaporque iba cargada de novelas negras.

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—Bienvenida a Hareskoven —dijoTom—. Ya verás. Te gustará vivir aquí.Seguimos la mudanza desde la ventanade la cocina. ¡Vaya si cargaste cosas!

Tom se rio.—Sí, la verdad es que sí, tenía mucho

que trasladar. —Volvió a mirar el relojde pared. Posiblemente el matrimonionotó su impaciencia, en cualquier casose despidió. La pareja se disponía amarcharse cuando de pronto Tom, elmarido, pareció cambiar de idea.

—Por cierto.—Sí. —Eva se volvió una vez más.—No es que pretenda meterme donde

no me llaman, pero según las normas dela comunidad de propietarios la acera

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debe estar despejada. Todavía hay enella un montón de grava, y la verdad esque deberíamos poder transitar sinobstáculos.

—De acuerdo —dijo Eva—. Lorecordaré.

El hombre asintió con la cabeza ysonrió. Luego se dirigió hacia la puertadonde lo esperaba su mujer.

«Mierda», pensó Eva, y le entraronunas ganas terribles de volver a casa,abrir una botella de vino, olvidar que yale había dado tiempo a hacerseimpopular en el barrio. ¡Ese montoncitode grava ridículo! Poco más de unacarretilla. ¿Suponía realmente unproblema tan grande? Fabian Brix. El

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nombre aparecía en un campo paracomentarios, debajo de unaactualización del año anterior referentea una fiesta de antiguos alumnos. Brix.Solo podía tratarse de un hermano deHelena, tal vez del que había muerto.Eva examinó la foto. Un retrato deperfil, con gafas de esquí en la frente,tomada en una escapada a la nieve. Elsol brillaba en las montañas cubiertas denieve. A juzgar por la fotografía, la edadcoincidía más o menos, se dijo. No.Tenía que ser mayor que Helena, unoscinco o seis años. ¿Se parecían?Posiblemente. Fabian tenía el cabelloalgo más oscuro, pero quizás ella se lotiñese. Su nariz era más ancha, su

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mentón más afilado: no, no se parecían.Además, él no era demasiado guapo. Sinembargo, los ojos... Había algo enaquellos ojos. Volvió al perfil de Helenaen Facebook y comparó ambasimágenes. Sí, Eva estaba casi segura.Tenían la misma expresión de seguridad.Podían perfectamente ser hermanos.

«Fabian Brix», buscó en Google.Obtuvo un montón de resultados. Ya enuno de los primeros artículos encontróalgo: una fotografía de Fabian Brix consu hermana Helena, tomada un par deaños antes con motivo de algún proyectode comercio justo en Namibia. Por lovisto, Fabian era jefe de desarrollo enDanida, la agencia danesa para el

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desarrollo internacional. Estaba junto aun hombre africano de sonrisa ampliaque le pasaba un brazo por los hombros.Eva entró en el Quién es Quién de Kraky encontró a Fabian Brix. Vivía enSnekkersten y solo aparecía de él elnúmero de un teléfono móvil. Marcó esenúmero. A juzgar por el tono de llamada,parecía que Eva estuviera llamando alextranjero. Al cabo de un instante, oyóuna refinada y débil voz masculina en lalínea.

—Aquí Fabian.—¿Hola? —Eva sentía cierta

decepción. En cualquier caso, no eraFabian Brix quien había muerto.

—Disculpe, ¿con quién hablo? —

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preguntó el hombre.—¿Eres Fabian?Eva había vuelto a la página de

Facebook con las fotos de las antiguasclases de Herlufsholm.

—Sí.—Soy Monika. Monika Bjerring.Eva vio en la foto que Monika

Bjerring, de la última fila, era tan altacomo los chicos de la clase. Guapa,estilosa, una de las chicas más atractivasdel curso de Helena.

—¿Sí? —Fabian parecía impaciente.Se oían voces al fondo—. Estoy enTanzania, a punto de embarcar. ¿De quése trata?

Eva se arriesgó:

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—De tu hermano.—Christian. —Algo en su voz cambió,

su tono se volvió más grave—. Esterrible lo que ha sucedido. Todavía noconsigo entenderlo.

—Por eso llamo. Para darte elpésame.

—¿Monika? —Por el tono de vozparecía haberla reconocido, Eva se diocuenta enseguida—. Me acuerdo de ti.Estabas en la clase de Helena.

—En el mismo curso, pero no en lamisma clase. Sí, hace mucho tiempo deeso —dijo Eva, y cruzó los dedosporque al hombre no le extrañara su voz.No, no tenía ningún motivo parapreocuparse, podían haber pasado

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muchos años desde la última vez quehabían hablado los dos, eso si seconocían personalmente. A lo mejorFabian y Monika solo sabían de laexistencia del otro.

—No sabía que veías a Christian.—Solíamos hablar de vez en cuando

—dijo Eva, y se apresuró a añadir—:Pero nunca presentí nada, ya sabes...

Silencio en el otro extremo de la línea.Eva escribió en el buscador: «ChristianBrix.» Casi no apareció nada. Algorelacionado con Bruselas, por lo quepudo deducir. ¿Miembro de un lobby,Systems Group?

—¿Te refieres a una depresión? —lepreguntó Fabian Brix.

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—Sí.—Para mí también ha sido un terrible

golpe. Estoy completamente destrozado.La voz se le quebró. «Rápido, Google:

“Systems Group.”» Aparecieron variosresultados. Un fabricante de software deGinebra y de nuevo algo de Bruselas.Ninguna página web, solo referencias deotros. «Systems Group+Brix.» Evapinchó en «Imágenes». Aparecieronvarias fotografías en la pantalla. En unatomada frente a Herlufsholm, Brix sebajaba de un coche y era recibido por unhombre con traje de etiqueta. Eva semiró la mano con la que manejaba elratón. Le temblaba levemente. Recordóel dibujo de Malte del hombre

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asesinado, con el pelo rabiosamenterojo. En la foto, Christian Brix tenía elmismo color de pelo, como unallamarada.

Fabian Brix carraspeó.—¿Cómo lo has sabido? ¿Quién te lo

ha contado?¿Había desconfianza en su voz? Algo

había cambiado. De pronto parecíareceloso. Eva decidió hacerse la tonta.

—Todavía estoy conmocionada —dijo—. Me he pasado todo el día buscandouna explicación, o al menos algo que meacercara al porqué de un acto tandrástico.

—¿Eres periodista?—¿Cómo? —dijo Eva, y se sintió

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como una niña a la que pillan mintiendo.—Contesta. ¿Eres periodista?Pasos aproximándose. De pronto Eva

vio al bibliotecario ir hacia ella.—Aquí no puedes hablar por teléfono

—le dijo, visiblemente irritado—.Tengo que pedirte que cuelgues.

Eva no le hizo caso.—No, solo quería darte el pésame y...—Tú no eres Monika. ¿De qué

publicación eres? ¿Del Ekstra Bladet,ese periódico sensacionalista? Noquiero hablar contigo.

—Escúchame...—Adiós. —Cortó la comunicación.—Está prohibido hablar por teléfono

en la biblioteca.

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—De acuerdo —convino Eva,sonriendo inocentemente al bibliotecario—. Por supuesto.

El otro se alejó. Eva volvió a evocarel dibujo, con el pelo rojo, la sangre, elcuchillo, y luego la fotografía deChristian Brix. «Qué extraño —pensó—. Un hombre que apenas existe en laRed.» Buscó en las Páginas Amarillas.Encontró una dirección de Christian yMerete Brix. ¿Su mujer? «Los delitos decuello blanco a menudo tienen que vercon la compraventa de inmuebles»,había gritado aquel curtido periodista enla facultad de periodismo. Introdujo ladirección en Google. La cadena deagencias inmobiliarias Home apareció

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inmediatamente. La casa de ChristianBrix estaba en venta. Echó un vistazo alas fotografías de una casa reciénreformada en el barrio deKartoffelrækkerne. Pinchó en «ampliarfotos». Estudió la cocina y la nevera dedoble puerta con máquina de hielo. Ladecoración del salón era minimalista,apenas había nada en las paredes, soloun cuadro antiguo, un retrato, parecíaque de Mozart.

Eva se volvió. Miró al bibliotecario yle sonrió.

—¿Se puede imprimir en labiblioteca?

—Hoy no es un buen día. Estoy solo yla impresora está en la primera planta.

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—Me hace realmente falta imprimiruna cosa.

—Pero...—Por favor. Pagaré con mucho gusto

diez coronas por página —dijo Eva,consciente de que había gastado toda sumunición: zalamería y dinero bajocuerda. Sin embargo, detectó una levesonrisa.

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Jefatura Superior de Policía19.10

Por fin Marcus vio al jefe superior depolicía abandonar la jefatura encompañía de una mujer. ¿Una secretaria?¿Una amante? El viento agitóligeramente la melena rubia de la mujeren un movimiento ondulante que llevó aMarcus a seguir mirándola, aunque soloun instante. Consideró la opción deseguirlos. No estaría mal tener algo con

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lo que apretar al jefe superior de lapolicía de Copenhague. No, lo mejorsería ir al grano cuanto antes. Salió delcoche y lo cerró de un portazo. El jefesuperior de policía seguía hablando conla mujer. Ella lo abrazó rápidamente, élaceptó el abrazo y sacó un teléfono. Lamujer desapareció.

—¿Hartvig? —dijo Marcus, antes deque le hubiera dado tiempo a hacer lallamada.

El jefe superior de policía se volvió.Miró a Marcus y trató de ubicarlo en sumemoria.

—¿Irak?—Primavera de 2005, si no me falla la

memoria —dijo Marcus, y avanzó un

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paso—. Menos mal que ya pasó.Menudo lío.

—¿Eres Marcus?—Sí.—Me gustaría charlar contigo, pero la

verdad es que tengo un poco de prisa —dijo, y levantó el teléfono.

—Solo será un segundo —dijo Marcus—. En realidad solo quería saludarte yhablar contigo de Christian Brix.

La mirada del jefe superior de policíacambió. ¿Fue por el nombre? Encualquier caso, se metió el teléfono en elbolsillo.

—¿Qué pasa con él?—Tengo entendido que el caso está en

manos de un tal Juncker. ¿Es correcto?

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Jens Juncker.Antes de que le diera tiempo a

contestar, Marcus le había ofrecido aHartvig su tarjeta de visita de SystemsGroup.

El jefe superior de policía se quedó unbuen rato mirando la tarjeta con las dosflechas doradas sin arco en ligerorelieve sobre el papel mate de la tarjeta.Se advertían con los dedos al pasarloscon cuidado por la superficie, tal comoestaba haciendo en ese momento el jefede policía.

—De Systems Group —dijo—, comoBrix. Es una especie de Blackwatereuropeo, ¿no es así?

Marcus sonrió y cabeceó, no de forma

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condescendiente, sino con amabilidad.—Blackwater es un ejército privado

al que puedes contratar para hacercualquier cosa a cambio de dinero, todoel trabajo sucio que nadie más estádispuesto a aceptar. Systems Group esmás o menos todo lo contrario.Trabajamos por la paz y la seguridad enEuropa. Somos un centro de estudios...

Hartvig lo interrumpió con una brevecarcajada.

—¿Un centro de estudios? Tal comoyo lo recuerdo, aparecéisconstantemente en la lista de empresasprivadas que compran más equipamientode vigilancia que el mismísimo Serviciode Inteligencia. Además, ¿por qué

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contratáis básicamente a antiguosmilitares como tú? ¿Para que piensen?—Hartvig volvió a reírse.

«Maldito payaso despectivo.» Unimpulso violento estuvo a punto de hacerpresa en Marcus, que no obstante acabóesbozando una sonrisa controlada.

—No creas que solo contratamos amilitares, ni mucho menos —dijo—.También nos gustaría contratar a unhombre como tú, cuando hayasterminado aquí.

—No vas a poder presionarme.—Por supuesto que no. Solo estamos

hablando.—¿De qué?—De oportunidades económicas, de

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libertad. Y en este punto es posible quela gente que yo represento pueda echarteuna mano.

Sus palabras impresionaron al jefesuperior de policía más de lo que a estele hubiera gustado.

—También hay un futuro después de lapolicía. ¿Has empezado a pensar en él?La semana pasada echamos una manocon una conferencia sobre la paz y elprogreso en los Balcanes. Contratamosal antiguo ministro de Justicia para queejerciera de moderador. Pasó unasemana en Sarajevo y cobró trescientasmil coronas. Al fin y al cabo, nadie diceque tenga que ser gratis ayudar almundo. Tú también cobras por ser

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agente de policía.Marcus esbozó una leve sonrisa.Silencio.—Muy bien —convino Hartvig,

rompiéndolo—. Un centro de estudios,un think tank. ¿En qué estáis pensando,pues?

—Pensamos en la manera de asegurarla paz y la estabilidad y...

—Pamplinas —el jefe superior depolicía se rio—. Venga, al grano.

Marcus le sostuvo la mirada lo justopara que Hartvig lo encontraradesagradable.

—Vas a tener que ayudarme. ¿De quéva esto exactamente?—inquirió Hartvig—. Como ya te he dicho, tengo prisa.

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—De Christian Brix. —Marcusextendió el brazo y cogió la tarjeta devisita, con una sonrisita. Queríarecuperar el control de la conversación.

—El caso de Christian Brix está enmanos de la policía del norte deSelandia —dijo Hartvig a la defensiva—. Solo participamos porque Brix teníafijada su residencia en Copenhague.

—Eso fue lo que pensé, y también poreso he venido a verte. Y porque somosviejos amigos.

—¿Qué más habías pensado?—Sobre todo pienso en la familia. En

lo difícil y desgraciada que es lasituación por la que están pasando.

El jefe superior de policía lo miró

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brevemente.—Sí, su hermana es dama de

compañía.—Es una terrible desgracia. He

hablado con ella —dijo Marcus, ycabeceó—. Está totalmente destrozada.

—Es comprensible.—Como ya he dicho —prosiguió

Marcus—, soy amigo de la familia, ypara nosotros es mejor cerrar el casocuanto antes. Ha sido un suicidio,desgraciadamente. No hay ningúnmotivo para realizar una autopsia. Al finy al cabo, es evidente que no se trata deun crimen. Cuanto antes sea enterradoBrix, antes dejará la prensa de ocuparsedel caso.

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Hartvig cambió el peso de una piernaa otra.

—Por desgracia no puedo controlar ala prensa. Ya sabes cómo son: cuandohuelen la sangre no cejan hasta tener elcadáver sobre la mesa.

—Pero ¿podrías quizá considerar quétrozos de carne les echas? —Esta vez susonrisa fue más generosa.

Hartvig le lanzó una mirada porfiada ysonrió. Su sonrisa era la misma quetanto había impresionado a Marcus enIrak, pero en aquel momento lo irritaba.Dio un pasito atrás. Había queconcederle espacio al jefe superior depolicía.

—Solo espero que hagas lo mejor

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para todos. Quizá podrías tener unacharla con Juncker.

—¿Sobre qué?Marcus suspiró.—Escúchame. La familia está

destrozada. Su mayor deseo es que secierre el caso inmediatamente. Quierenque la prensa haga el menor ruidoposible, y no desean que se realice unaautopsia.

—¿Me estás diciendo que representasa la familia?

—Creo que sabes perfectamente dequé va la cosa. Se trata de hacerle unfavor a un viejo amigo, es todo lo que tepido. No pretendo inmiscuirme en tutrabajo. —Marcus hizo una breve pausa

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teatral antes de recurrir a la pieza másimportante del juego: la compasión—.Hay un marido que se ha suicidado. Lafamilia está destrozada, el dolor se hainstalado para siempre en sus corazonesy me han pedido que los ayude a cerrareste capítulo cuanto antes. Por eso estoyaquí. No creo que tenga nada de malo.¿Acaso los ciudadanos ya no puedenimplorar la compasión de la policía?

—Pero si no es de eso de lo queestamos hablando.

—Entonces, ¿de qué estamoshablando?

Hartvig observó a Marcus, que se diocuenta de que quería decir algo. Se diocuenta de las vueltas que le estaba

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dando al asunto. Estaba librando unabatalla consigo mismo: las leyescombatían contra la idea de asegurarseun futuro. Llegar a una conclusión lecostó algo más de lo que Marcus estabaacostumbrado.

—Veré qué puedo hacer —dijo, y letendió la mano a modo de punto final.

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10 de abril

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En el tren a Copenhague07.20

Hacía meses que Eva no habíadormido tan bien, tal vez porque sehabía entretenido hasta tarde mirandolas fotos de la vivienda del tío fallecidoy recordando lo que les había gritadoaquel viejo periodista: que en laBrigada de Delitos Económicos andabanescasos de luces; que los delincuentesen casos de fraude relativos a bienes

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inmuebles casi siempre resultaban sermás listos que la policía; que los bienesinmuebles eran ideales para blanqueardinero, para sacar grandes sumas libresde impuestos. «Antes que nada debéisinvestigar las propiedades de la gente»,había dicho. Eso era lo que estabahaciendo Eva. La única fotografía queno había imprimido era la de la vistaexterior de la casa vista. Tenía el tiempojusto para verla en el móvil antes de queel tren llegara a la estación central,donde tenía que cambiar de línea. Entróen la página web del agenteinmobiliario. Escribió el número dereferencia en el buscador. Apareció elinmueble. Eva repasó las fotografías, las

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que había estado revisando la nocheanterior en la cama. Pero... Volvió atrás.Algo parecía haber cambiado. La fotodel dormitorio, quizá. No, la del salón.Estaba tomada desde otro ángulo. Sacólos papeles del bolso: las fotos impresasy el dibujo de Malte. La foto del salóntomada desde la cocina hacia la elegantezona de la ventana, como un cuadro... Uncuadro. Eso era lo que había cambiado,el lienzo. El antiguo retrato de Mozart ode quien fuese ya no estaba. Lo habíanquitado.

Volvió a comprobarlo. Examinó lafotografía que había imprimido el díaanterior. Sí. Allí estaba. Tal vez no fuerade Mozart, pero era de su mismo estilo,

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con la nariz afilada, la mirada picaronadel Renacimiento y una chaqueta colorverde inglés (aunque seguramente no lollamaban así entonces), con terciopelorojo. Elegancia, un imponente marcodorado. Eva miró la nueva foto delagente inmobiliario en su teléfono. Nocabía duda. Habían quitado el cuadro.Comparó las demás fotografías. Era loúnico que había cambiado.

Eva bajó en la estación central y subiólas escaleras a toda prisa.

—¡Eh, mira por dónde vas!La que le había gritado era una mujer

de la edad de Eva, que contestó con un«perdón» que sin duda la otra no oyó.

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Para llegar a Roskilde debía cambiardel tren de cercanías al regional. Saltólos últimos peldaños de las escalerasmecánicas y recorrió los metros que laseparaban de la vía cinco al trote. Eltren estaba parado en el andén. Faltabandos minutos para la salida. Subió alvagón, se sentó, reflexionó. ¿Por quéhabrían cambiado una foto? ¿Por uncuadro? Fue entonces cuando vio lapantalla. Estaban dando las noticias enTV2. La pantalla colgaba entre los doscompartimentos y Eva no oía nada, soloveía la espalda del periodista queentrevistaba a un jefe de policía frente ala Jefatura. En la parte inferior de lapantalla corría la habitual línea de texto

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con las últimas noticias: «Un empresarioencontrado muerto en Dyrehaven...» Selevantó. Abandonó el compartimento yse acercó a la pantalla.

—«Lo único que de momentopodemos decir es que la familia ha sidoinformada y que la policía del norte deSelandia se ha hecho cargo del caso» —declaró el jefe de policía Jens Juncker,cuyo nombre aparecía en un faldón,debajo de su imagen.

—«Pero ¿pueden decirnos algo acercade la naturaleza del fallecimiento?¿Sospechan que pueda tratarse de uncrimen?» —preguntó el periodista, alque Eva no veía, puesto que la cámaraúnicamente enfocaba al director de

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policía.—«No hay nada que indique que

pueda tratarse de un crimen. Lo únicoque podemos decir es que...»

Eva se quedó mirando fijamente lapantalla mientras el periodista seguíahablando. «En directo», ponía en laesquina superior izquierda. Al fondo seveía la Jefatura Superior de Policía, queestaba a la vuelta de la esquina de dondese encontraba ella en ese momento. Oyóel aviso electrónico de las puertas delvagón. Dentro de un segundo secerrarían y el tren se pondría enmovimiento y la llevaría a Roskildepara que siguiera adelante con su vida...Ni siquiera le dio tiempo a llegar al

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final de su reflexión. Era ahora o nunca.Saltó del tren.

Eva vio el coche de TV2. Los técnicosestaban recogiendo. El periodista cuyaespalda acababa de ver en la pantallahablaba por teléfono mientras tomabacafé. ¿Cuál iba a ser su entradilla? Alfin y al cabo, ella también eraperiodista. Miró en su bolso y encontróla cartera. Sí, allí seguía su carné deprensa, si bien había caducado. ¿Esoimportaba algo? Se acercó a la JefaturaSuperior de Policía a paso lento. Hacíamucho que no había estado allí. Laúltima vez fue mientras todavíaestudiaba y estaba haciendo prácticas en

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Ekstra Bladet. Muchos de suscompañeros de curso habían terminadoen diarios locales y en pequeños canalesde televisión. Sin embargo, Eva se habíatragado el orgullo y había adjuntado unafotografía suya para el redactor jefe deEkstra Bladet y escrito que leinteresaban el destino de la gente, lavida, sobre todo la íntima: el amor, elsexo, los sueños, las ambiciones, lastragedias. Eso fue lo que escribió y, unasemana más tarde, la secretaria delredactor jefe la llamó para ofrecerle unpuesto. Había empezado con uno de losperiodistas viejos y curtidos, uno de losque llevaban trabajando toda la vida ensucesos. Juntos habían visitado los

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juzgados de guardia en la JefaturaSuperior de Policía, y esa había sido laúltima vez que la había pisado. De esopronto haría diez años.

—¡Hola!El periodista de TV2 había visto a

Eva. Sonrió. Un poco más joven queella, a lo mejor habían coincidido en lafacultad y se acordaba de ella. Eva de élno.

—De Berlingske, ¿verdad?—Sí —contestó Eva, y se le acercó.—¿También es por Brix? —le tendió

la mano.—Sí, por Christian Brix —respondió,

estrechándosela.—No parecen dispuestos a decir gran

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cosa. Por lo visto se pegó un tiro.—No me digas.—Bueno, a ver, no está confirmado.—¿De dónde lo has sacado?Él respondió con una pregunta:—¿Tú sabes quién era?—Sí, alguien de Bruselas —respondió

Eva.El reportero asintió con la cabeza y se

encogió de hombros:—Es muy extraño. Resulta casi

imposible enterarse de algo sobre estehombre. —Miró a Eva a los ojos antesde proseguir—: Sin embargo, se notaque era importante.

—¿Quién dice que se trata de unsuicidio?

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El reportero sonrió, cabeceando.Poseía cierto encanto. Tenía los ojos unpoco demasiado juntos, tal vez, pero suaspecto juvenil quedaba bien ante lascámaras.

—Mis fuentes en la policía. Sedisparó con un rifle de caza de doblecañón en la boca. No debió de quedardemasiado de él.

—¡Uf! —exclamó Eva, y pensó quépregunta formularle a continuación.

El periodismo de investigación nuncahabía sido lo suyo. Era algocompletamente distinto de lo que habíahecho como redactora de tendencias enBerlingske. Había conseguido el puestode redactora apenas un par de años

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después de acabar la carrera, conscientede que muchos de sus antiguoscompañeros de estudios lo despreciabany lo llamaban periodismo de revistafemenina en formato diario. Pero a Evale daba igual. Le encantaba su sección yno pensaba enojarse por ello. Comosolía decir: «Los lectores tambiénnecesitan relajarse, conocer a unpolítico en una entrevista que no estécentrada en la política sino en la vida,en la cercanía.»

—A lo mejor tienes algo con lo quenegociar —dijo el joven periodista de latelevisión.

—¿Negociar?—Bueno, ya sabes. Yo te doy cierta

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información y tú, a cambio, me das otra.Eva miró hacia la Jefatura Superior de

Policía que, por lo que tenía entendido,era el último edificio de estiloneoclásico construido en el Norte deEuropa. ¿Qué tenía ella que pudieracompartir con el joven periodista? Alfin y al cabo, no sabía nada.

—Su casa está en venta.—Sí, se encontraba en medio de un

proceso de divorcio. Suele ser en estaclase de situaciones que a la gente se leocurre levantarse los sesos de un tiro.

—¿Sabes a qué se dedica su hermana?—preguntó.

—¿Te refieres a dama de compañía?—Sí.

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—¿Qué pasa con ella?Eva tenía que ser rápida. Se sentía

estúpida, tenía que decir algo, cualquiercosa.

—Ella ya lo sabía ayer. Recogió a suhijo en la guardería a toda prisa a eso delas once.

—Muy bien. ¿Cómo lo sabes?—Te toca a ti.El periodista soltó una carcajada.—¿Cómo? ¿Es eso todo lo que puedes

ofrecerme?—Tengo acceso directo a un miembro

del círculo más íntimo de la familia —dijo Eva, pensando en el pequeño Malte,en sus manitas bronceadas, en el lunarde su nudillo.

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—¿Y quién es?Eva contestó con una pregunta.—¿Por qué crees que se pegó un tiro?—No tengo ni idea. No soy ni policía

ni psicólogo. Lo único que sé es que loencontró ayer un corredor, enDyrehaven.

—¿Y eso quién lo dice?Eva ya se sentía más cómoda. Lo

único que debía hacer era mostrarseenigmática.

—¿Quién es tu fuente en la familia?—Tú primero.El periodista se quedó mirando a Eva.

Se inclinó hacia delante con una muecaque podía muy bien interpretarse comouna risa o como todo lo contrario.

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—¡Pero si no tienes nada, tía! Aunqueestás buena. Con eso se suele llegarlejos. A los demás no nos queda másremedio que currarnos la información.

El reportero se marchó. Eva se habíaequivocado. Su encanto aniñado soloaparecía cuando se encendía el pilotorojo de la cámara. Era duro, igual quetodos los sabuesos ávidos de noticias.

Eva se acercó al mostrador dondeestaba sentado un agente uniformado,uno de los más veteranos. A sabercuántas veces había que meter la patapara acabar encerrado en una jaula decristal, pensó. ¿Tantas como ella?«Seguramente algunas más, y no seas tan

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dura contigo misma», se dijo mientras seacercaba al agente a paso lento. ¿Quéera lo que le había dicho el jovenperiodista hacía un rato? «Estás buena...tía.» ¿Cuánto hacía que no se lo decíanadie? El agente la miró. Eva fingió quesonaba su móvil. Lo sacó del bolso.

—¿Sí? Puedo estar de vuelta en laredacción dentro de veinte minutos —dijo, y miró al agente con una sonrisa,que él le devolvió.

¿Y ahora qué?, se preguntó. Tenía queconseguir hablar con el jefe de policíaal que acababa de ver por la tele, el talJuncker, a poder ser de manera un pocoinformal, por ejemplo, como si se loencontrara casualmente por los pasillos,

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y después conseguir que le contaraalguna cosita que en el fondo él notuviera ganas de contarle. Pero ¿cómo?¿Cómo sortear al vigilante? Si llamaba aJuncker le dirían que previamente debíaconcertar una cita y en tal caso éldispondría de tiempo para preparar laentrevista y estaría a la defensiva.

—Venga —susurró. Devolvió elteléfono al bolso y se acercó al agentesin tener ni idea de lo que le diría. Elpolicía abrió la ventanilla de cristal.

—¿Qué decías?—He dicho buenos días. —Eva le

sonrió.—Buenos días —dijo él, con una

sonrisa torcida.

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Sacó el dibujo de Malte del bolso.—Le he prometido a Jens Juncker que

me pasaría por su despacho para dejarleesto en cuanto acabáramos.

El agente miró el dibujo. No entendíanada.

—Es un dibujo infantil de sudespacho. Lo utilizamos en el reportaje—dijo Eva, y señaló el coche de TV2.El agente seguía mirando el dibujo delterrible asesinato, la sangre...—. ¿No telo ha dicho?

—No.—Le prometí que me pasaría en

cuanto acabáramos —insistió Eva.—De acuerdo.—También te lo puedo dejar a ti.

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Tienes que prometerme que se lollevarás enseguida.

—¿Sabes dónde está su despacho?—Por supuesto.El agente apretó el botón y la puerta se

abrió. Eva entró con paso firme ydecidido, o eso le pareció a ella, comoalguien que sabía dónde ir. Abrió laprimera puerta que encontró.

—¡Eh!Eva se volvió. El agente salió de su

jaula.—Llegarás antes si cruzas el patio y

luego subes por la escalera de laizquierda.

«El de la Jefatura Superior de Policía

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es un trabajo muy tranquilo», pensó Evamientras avanzaba por los pasillosabovedados y echaba un vistazo alinterior de un par de despachos en losque había hombres callados y serios,inclinados sobre sus ordenadores; unohablaba por teléfono. Eva pensó uninstante en El Manzanal. Llegaría tarde.¿Qué diría? Se sacudió de encima laspreocupaciones y se dirigió a un tipojoven que en ese momento salía de unode los despachos.

—Perdón...El joven levantó la vista.—Me temo que me he perdido. ¿Jens

Juncker?—El despacho del final del pasillo.

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—Gracias.Más que un pasillo era una nave. Eva

se sentía pequeña, como si se encontraraen un templo o una iglesia. Reinaba lamisma atmósfera sombría. Se detuvofrente al despacho de Juncker. Estabacon una señora de cierta edad, ¿unasecretaria, tal vez? Eva decidió esperar.Sería mejor que lo pillara cuandosaliera. ¿Eso también era algo que elairado docente les había enseñado en lafacultad? ¡Ojalá hubiese podidorecordar su nombre! Lo que sí recordabaera que había llegado tarde a varias desus clases y que él había levantado lacabeza cada vez y había cabeceado. Enun par de ocasiones había dicho algo así

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como que ahí tenían a una estudiante quellegaba tarde a las únicas clasesimportantes que jamás recibiría en lafacultad de periodismo. Los demás sehabían reído, convencidos de que setrataba de una broma, pero una solamirada al hombre le había dejado bienclaro que lo decía muy en serio. Evahabía decidido en el acto que el tipo eraun payaso amargado.

Tomó asiento en una de las sillas,frente al despacho de Juncker. ¿Quédiría al llegar a la guardería? ¿Quehabía ido al médico? ¿Debía llamar ydecir que estaba enferma? Cogió elteléfono, pero en lugar de llamar a laguardería buscó a Jens Juncker en

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Google. Encontró un montón deentradas. Jens Juncker aparecía amenudo en los medios de comunicación.A causa de un caso de sus tiempos en laBrigada de Delitos Económicos habíasido blanco de la prensa. Estudió laspáginas. La policía había sido muycriticada. En un editorial del Børsenincluso habían tachado a Juncker de«completo incompetente». Jens Junckerse había defendido, y a Eva no le diotiempo a leer más, porque en ese mismoinstante salió de su despacho. No la vioy enfiló el pastillo. Eva corrió tras él.

—¡Hola, Jens!Se volvió y la miró, intentando

recordar de qué la conocía.

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—Acabo de estar con tu jefe —dijoEva, sin darle tiempo a abrir la boca.

—¿Ah, sí? No sé quién...—Hemos estado hablando de Brix —

lo interrumpió Eva—, el pobre hombreque se ha pegado un tiro.

—Disculpa, ¿nos conocemos?—Era uno de esos tipos de Bruselas

—dijo Eva, buscando una reacción deJuncker—. Aparentemente todo le ibabien. Tenía dinero en la cuenta, losamigos adecuados... ¿No te parece unpoco prematuro descartar la posibilidadde que su muerte sea fruto de un actocriminal? Hay una gran casa en ventaque vale muchos millones.

Jens Juncker la miró sin responder,

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gélidamente.—¿Y tú eres...?Eva sacó su carné de prensa. Se lo

tendió en un movimiento rápido yprofesional.

Él leyó el nombre.—De acuerdo, Eva. Te voy a decir dos

cosas. En primer lugar, que tu carné deprensa caducó hace tres meses y, ensegundo lugar, que puedes llamar a misecretaria para que te informe de que notengo ganas de hablar contigo.

—No escribiré nada —dijo Eva.—Me da exactamente igual lo que

escribas.—No escribiré nada hasta que me

hayas dado tu conformidad. Pero a lo

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mejor tengo una información que podríainteresarte.

—Si me disculpas.Dio media vuelta y se alejó.Eva lo alcanzó.—Espero que esto no acabe como el

caso de la Brigada de Investigación deDelitos Económicos, porque entoncestendremos que volver a revisar losdocumentos.

Jens Juncker se detuvo. Le dirigió unamirada fría.

—¿Me estás amenazando?—Estoy intentando ayudarte, Jens —

repuso Eva—. Y de paso ayudarme a mímisma. Si no quieres cooperar y resultaque te equivocas, lo escribiré. Debo

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hacerlo, es mi obligación.—¿Que me equivoco? Yo no he dicho

nada.—Pues a mí me parece que ya has

dicho que no hay nada que rascar.—Y es que no lo hay. Claro que fue un

suicidio. Incluso envió un SMS antes dematarse.

—¿Envió un SMS?—Sí.—¿A su hermana?—Y a su hermano. Además, el caso

está en manos de la policía del norte deSelandia. Has venido al lugarequivocado.

—No me digas que no es un pococurioso. —Eva sintió que el cerebro se

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le había ido calentando. Era unasensación de lo más agradable y que noexperimentaba desde hacía tiempo.

—¿Qué?—Que me digas que el caso está en

manos de la policía del norte deSelandia, pero que por lo visto seas túquien responde a las preguntas. ¿Cómoha acabado el caso sobre tu mesa? ¿Enqué momento alguien dijo: «Tendrá queser la jefatura central quien tome unadecisión respecto a este suicidio,nosotros no nos atrevemos a tocarlo»?Bruselas, la hermana es la dama decompañía de la princesa consorte..., unmontón de implicaciones. Así que lepasan el marrón a Jens Juncker, para que

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él comparezca ante la prensa y declareque todo está perfectamente.

Jens Juncker seguía contemplando aEva fríamente, respirando por la narizcomo un toro enfurecido. Y entonces sefue.

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Roskilde09.47

Un SMS de suicidio. Eva pensó en elconcepto al tiempo que aceleraba elpaso hasta echar a correr. Para ella teníamucho sentido. ¿Por qué malgastar losúltimos momentos de la vida en redactarlargas y rebuscadas cartas de suicidiocon las que los familiares no podíanhacer otra cosa que llorar y guardarlasen una polvorienta cajonera? Las

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larguísimas explicaciones a nadieservían. Un SMS era otra cosa. Erabreve, claro, preciso. «Siempre teamaré.» «No es culpa tuya.» «Sigueadelante con tu vida.» Sin embargo, ¿porqué el dibujo de un asesinato? ¿Por quécambiar en una fotografía la disposiciónrealizada por un agente inmobiliario?

Eva se dio aún más prisa cuando viola guardería. Quería estar un pocosofocada al llegar, para que los demásvieran que no le daba igual llegar tarde.Afortunadamente tenía vía libre, salvopor un padre que en ese momento salía.

—Hola —se limitó a decir Eva, yrecibió un gruñido a modo de respuesta.

Se apresuró a subir a la cocina.

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¿Cuánto retraso llevaba? Lo comprobóconsultando su teléfono móvil. Poco másde hora y media. La puerta de la cocinaestaba abierta. Sally se encontraba deespaldas a ella.

—Buenos días —dijo Eva.—¡Ah, aquí estás! Pensaba que

estabas enferma.Sally le echó un rápido vistazo. Tenía

las manos llenas de masa de pan.—¿Ha preguntado Anna por mí?—Sí, un par de veces. Me parece que

está un poco... ya sabes.—¿Enfadada? —propuso Eva.La cocinera se encogió de hombros.—Un poco.—¿Tú también lo estás?

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—¿Yo? Yo soy de África.Eva sonrió.—Lo siento —dijo, y se puso el

delantal. Se quedó un momentoconsiderando sus posibilidades—.Sally, será mejor que baje y le diga aAnna que he llegado.

Sally sonrió, como si ya hubieraolvidado que Eva había llegado tarde.«¿Realmente los africanos dejan atrássus problemas, preocupaciones yenfados tan rápido?», pensó Eva. Ojalápudiera aprender de ella. Así no habríatenido que pasar muchos meses de suvida viviendo en una oscuridadconstante. Así habría olvidado su doloral día siguiente, como Sally.

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Dejó la cocina, atravesó la guardería atoda prisa y dejó atrás las pequeñastaquillas con zapatos, guantes ychaquetas en miniatura. La puerta delpasillo estaba cerrada. La abrió yencendió la luz. Torben y Anna estabanjusto delante de ella.

—Hola —dijo, sorprendida. ¿Por quéno habían encendido la luz? ¿Acasoestaban...? No, Eva se quitó la idea de lacabeza o al menos lo intentó, aunque nolo consiguió del todo. Estaban muycerca cuando había encendido la luz.Parecía una situación muy íntima. A lomejor se equivocaba; en cualquier caso,no era su problema.

—Buenos días —dijo Anna sin que

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Eva fuera capaz de decidir si consarcasmo.

—Hola, Eva —dijo Torben, y volvió amirar a Anna—. Llegará dentro de unmomento.

—Pero ¿no dijo que vendría a lasdiez?

—Son casi las diez.Torben desapareció escaleras abajo y

Eva se quedó sola frente a frente conAnna en el estrecho pasillo.

—Solo quería decirte...Bueno, hablemos en el despacho —

dijo la subdirectora.Eva la siguió y se sentó en el pequeño

sofá rinconero.Anna agitó un termo, pero por lo visto

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estaba vacío.—Tendremos que contentarnos con

soñar con el café —dijo.—Solo quería disculparme por

haberme dormido —dijo Eva—. Nosuelo hacer estas cosas. —Se sentíamolesta por la situación, por tener quesentarse ahí y dejarse humillar como unacolegiala cualquiera que ha llegadotarde a clase.

—También tiene que haber sido unenorme cambio para ti —dijo Anna, queseguía sin sentarse, lo que contribuyó aque la situación resultara extrañamenteincómoda—. Lo entiendo.

—¿Un cambio?—Sí, en tu vida. De pronto vuelves a

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trabajar, tienes que llegar a una horadeterminada, comprometerte.

—Eso no supone ningún problemapara mí.

Se vio interrumpida por unas vocesque provenían del pasillo, de un hombrey una mujer. La puerta no estaba cerraday vislumbró a Torben con una mujer decabellera rubia que llevaba zapatos detacón, tal vez unos Louboutin. EraHelena, la dama de compañía. Eva seinclinó levemente hacia delante para vermejor. Helena llevaba un bolso en lamano. Miró hacia el despacho de Anna yprimero vio a esta y luego a Eva. Susojos parecían cansados, llorosos; no erade extrañar, su hermano había muerto el

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día antes, o hacía dos, y ella habíarecibido un SMS de suicidio. ¿Llevaríaencima el teléfono?, pensó, y se diocuenta al instante de que una idea estabatomando forma en su cabeza, un plan.Claro que la dama de compañía llevabael teléfono encima. A lo mejor podría...

—Supongo que también debe de sermuy distinto de lo que estásacostumbrada a hacer —dijo Anna—.Quiero decir, en Politiken...

—Berlingske.—Ah, sí, es verdad, Berlingske —se

corrigió Anna—. También me gustaríahablar de eso contigo. No sé lo que tehabrá podido contar Kamilla. —Lasubdirectora carraspeó.

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—Escúchame —dijo Eva—. Eso notiene nada que ver conmigo. Además, noes algo sobre lo que suelan escribir losdiarios.

—O sea, que ha hablado contigo.—No lo sé. Yo estoy aquí para

trabajar en la cocina y reincorporarmeal mercado laboral, ¿de acuerdo?Vuestros conflictos no tienen nada quever conmigo.

Anna la miró. Cruzó los brazos uninstante, pero se arrepintió y los dejócaer.

—Muy bien, pero tienes quecomprender que en una institución comoesta son todo rutinas. Hay un guion queseguimos religiosamente de principio a

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fin, que con muy pocas y programadasexcepciones es el mismo un día trasotro. Por eso llegamos a nuestra hora,porque así los pequeños se sientenseguros, porque es así como funcionamejor la institución. Al fin y al cabo, noeres la única parada en reinserción quehemos recibido. De hecho suelo decirlesunas palabras el primer día, pero resultaque tú eres periodista y lo consideréinnecesario. Pero ahí van, a pesar detodo: no todo el mundo está hecho paratrabajar en una guardería. No puedes sertú misma, ir y venir como te dé la gana.Y eso es aplicable tanto a nosotros comoa los pequeños. Ellos también tienen sushorarios fijos: para dormir, para

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almorzar, para las actividades en grupo.Todos vamos de la mano, nos acoplamoslos unos a los otros, estamos juntos enesta comunidad.

Se oyó a un niño llorar, pero a lolejos. El discurso de Anna habíaconcluido.

—Por supuesto —dijo Eva—. Teprometo que no volverá a suceder.

—Está bien, Eva —dijo lasubdirectora, y asintió con la cabeza—.Entonces cuento contigo.

—Sí.Eva consideró si levantarse, pero

Anna seguía allí de pie, como si nohubiera terminado. Seguían oyendollorar al niño, tal vez gritar.

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—¿Tú y Sally os lleváis bien? —preguntó—. ¿Hay química entrevosotras?

Eva asintió con la cabeza.—Sí, es muy simpática y buena a la

hora de enseñarme cómo hay que hacerlas cosas. Buena para...

La puerta se abrió. Era Torben,absolutamente fuera de sí. Helena estabajusto detrás de él. El llanto del niño seintensificó, ahora gritaba.

—Ha sido un accidente —dijo Torben.—¿Un accidente?Anna salió al pasillo, dejando a Eva

en el despacho.—Creo que se trata de Esther. Está

sangrando. ¿Coges el botiquín de

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primeros auxilios?Anna echó una mirada rápida a Eva

antes de salir corriendo detrás deTorben.

Eva se quedó sentada un instante,dejando que la abandonara lapreocupación instintiva por la niña,sustituida por una sensación egoísta dealivio. Al menos no la habíandespedido. Seguía teniendo un empleo.Oyó cómo Anna y Torben desaparecíanpasillo abajo y vio que Helena se ibadetrás de ellos, sin el abrigo y sin elbolso. Esther había dejado de gritar.Oyó el sonido de unas tuberías oxidadasdebajo del techo, un ligero zumbido,voces infantiles procedentes de las

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aulas. La puerta del despacho de Torbenestaba cerrada. ¿Con llave también? Evaagarró el pomo. La puerta se abrió conelegancia, silenciosamente, confacilidad, casi como si estuvierainvitando a Eva a entrar. El bolso deHelena estaba sobre una silla. Era unBirkin de piel de serpiente. Solo habíavisto uno igual una vez en su vida,cuando entrevistó a Janni Spies pocassemanas después de haber empezado atrabajar en Berlingske. Si era auténtico,podía fácilmente costar más de cien milcoronas. Eva lo abrió. ¿Estaba elteléfono dentro? No. Sintió la decepcióncomo algo físico. Y entonces escuchóalgo. ¿Qué diría si la descubrían? Buscó

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rápidamente una explicación quepudiera justificar el hecho de queestuviera en el despacho de Torbenhurgando en un bolso que no era suyo,pero no encontró ninguna. Bueno, sí, talvez una: que se lo merecía. Después detodo lo que había tenido que soportar, lacaída que había experimentado en losúltimos meses la había llevado hastaallí, hasta ese bolso que valía más decien mil coronas. Era una oportunidad yhacía mucho que la vida no le brindabauna, maldita sea. ¿Una oportunidad?¿Para hacer qué? Miró por la ventana,hacia el parque infantil. Había revuelo.Un par de pequeños vertían lágrimas.Centró de nuevo la atención en el bolso.

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Sí, era una oportunidad, concluyó, en elsentido más amplio de la palabra: laoportunidad de averiguar lo que le habíasucedido al tío de Malte antes de que semetiera un rifle de caza en la boca y sepegara un tiro; la oportunidad de que ladespidieran; la oportunidad de dar conuna historia. Se fijó en el compartimentolateral del bolso. Abrió la cremallera.Allí estaba el móvil. Eva cogió el nuevoiPhone de acero frío. «Introduzca clavede acceso.»

—Fuck —susurró, y luego pensó:«Evidentemente está bloqueado, comosuelen estar la mayoría de los teléfonosde la gente y, sin duda, los quepertenecen a damas de compañía y

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tienen los números privados de SusAltezas en la memoria.» ¿Qué demoniosse había imaginado? «Introduzca clavede acceso.» Eva volvió a ver lasirritantes palabras. Oyó voces en lasescaleras, las de Torben y Anna. Semetió el teléfono en el bolsillo y seapresuró a salir y cerrar la puerta. Fueen el último momento.

—¿Cuánto han dicho que tardarían? —preguntó Torben, fuera de sí.

—Llamaron hace tres minutos, debende estar al caer —contestó Anna.

—¿Y quién la acompañará?—Mie.Entraron en el despacho de Torben.Eva bajó las escaleras y Helena pasó

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por su lado en sentido contrario, decamino al despacho de Torben. «Ahoralo descubrirá —pensó Eva—. Muypronto descubrirá que he estadohurgando en su bolso y que le he robadoel teléfono.

Sirenas, altas e inquietantes. Oyócómo se acercaban. Luego sedetuvieron. Por la ventana de lasescaleras Eva vio que la ambulancia sedetenía frente a la guardería y a doscamilleros saliendo de ella. Torbenhabía vuelto. Bajó las escalerascorriendo con Anna pisándole lostalones y adelantaron a Eva, que lossiguió hasta el parque infantil, donde unaniña lloraba sentada en el regazo de

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Mie, que la consolaba. Un hilillo desangre le caía por la frente y le bajabapor la cara. Eva no pudo determinar sitambién se había roto los dientes o si erala sangre de la frente que se le metía enla boca.

—Ayúdanos a alejar un poco a losniños —dijo Anna.

—Por supuesto. —Eva se puso aarrear a los niños para que se alejarande los camilleros—. Venid aquí —lesgritó, pero solo unos pocos le prestaronatención.

Kamilla le echó una mano.—Hacedles sitio a los señores

amarillos —gritó.La niña subió a la ambulancia por su

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propio pie. Mie la tenía cogida de lamano. No pusieron las sirenas cuando semarcharon.

—¡Madre mía! —dijo Kamilla, y soltóuna carcajada de alivio—. Menudodrama, casi he llegado a creer que...

—¿Se ha muerto Esther? —preguntóun niño, y se echó a llorar.

—No —dijo Kamilla, y lo cogió enbrazos—. Solo se ha caído del columpioy se ha hecho daño en la cabeza. Todoirá bien, ya verás. Ven, entremos.

Eva acompañó a Kamilla y a los niñoshasta el aula. Un par de ellos seguíanllorando, pero la mayoría encontrabanaquello muy emocionante. Kamillavolvió a pedirles que se calmaran; no

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había terminado de tranquilizarloscuando Torben y Helena entraron en elaula. Torben se colocó en la puerta,como si fuera a encargarsepersonalmente de que nadie se escapara.Eva supo enseguida de qué se trataba ynotó que se le ruborizaban las mejillas yel cuello.

—Tenemos un nuevo problemilla —anunció el director con los brazos enjarras.

—¿Ah, sí? —dijo Kamilla.—Por lo visto, el iPhone de uno de los

padres ha desaparecido.Torben miró a Helena, que asintió con

la cabeza. Eva se sorprendió por sumanera torpe de expresarse. ¿Por qué no

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decía de una vez por todas de quién setrataba?

—¿Puede haber sido uno de los críos?—preguntó Kasper. ¿Había estado allítodo el tiempo?—. A lo mejor creen queel teléfono es un juguete.

—Estaba en mi bolso —dijo Helena,con una voz más profunda de lo que Evaesperaba. Se dio cuenta de que era laprimera vez que oía hablar a la dama decompañía.

—¿Y dónde estaba el bolso? —quisosaber Kamilla.

Torben no contestó. Era evidente paraEva que Torben solo la miraba a ella.Las cosas no harían más que empeorar sibajaba la mirada. Resultaría más

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sospechoso si cabe. Notaba el teléfonoen el bolsillo. Sentía que todo el mundopodía verlo, como si fuera una extrañaexcrecencia que de pronto crecía en sucuerpo. Un cuerpo extraño. Entonces sedespertó dentro de Eva una especie decabezonería. Ese maldito hijo de puta noiba a juzgarla sin pruebas.

—¿Dónde estaba tu bolso cuandodesapareció el teléfono?

Por lo visto Kamilla había renunciadoa recibir una respuesta de Torben y sehabía dirigido directamente a Helena.

—En el despacho de Torben.—¿Y cuánto tiempo has estado fuera?

—dijo, y volvió a mirar al director.—A lo sumo diez minutos. Durante ese

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tiempo alguien ha debido de entrar y selo ha llevado.

Eva lo miró a los ojos. Se mantuvofría como un témpano, absolutamenteconvencida en ese momento de queaquello no tenía nada que ver con ella,de que Torben estaba a punto de cometeruna injusticia.

—También puede ser que alguien hayaconfundido dos teléfonos —propusoKasper—. Al fin y al cabo, esos iPhonesse parecen todos.

Torben no le hizo caso, sin apartar losojos de Eva.

—Tú estabas allí arriba —dijoHelena.

Eva hizo ver durante unos segundos

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que no creía que estuvieran hablando deella, pero al final le resultó imposible.

—Yo no he...—¿Tienes tu bolso? —le preguntó

Torben.—Sí. Lo dejé en la cocina.—¿Puedo verlo?—¿Qué?—¿Puedo ver tu bolso?Eva no sabía qué decir.—¿Has sido tú quien lo ha cogido? —

preguntó Torben.—No.—Entonces, ¿por qué no puedo ver tu

bolso?—Ya basta. —Kamilla se colocó

delante de Eva, como un escudo humano

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—. ¿Qué está pasando aquí, Torben? —Lo miró con desprecio.

—¿Que qué está pasando? Pues queintento esclarecer un robo.

—¿Y qué? No puedes pretenderregistrar el bolso de otra persona a lafuerza. Es propiedad privada y tú noeres policía.

—Pero, si ha robado un teléfono, meimagino que tendrá... —Torben seatascó. La voz empañada lo delató.Había ido demasiado lejos y lo sabía—.Disculpa —dijo, mirando a Eva—. Nopretendía culparte de nada. Supongo quesimplemente... Primero lo de Esther yahora un robo...

—Está bien —dijo Eva quedamente.

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—No, no está bien, ¡joder! —protestóKamilla—. ¿Cuántos días llevas aquí?¿Dos? ¿Tres? Y de pronto aparece eljefe y te acusa de haber robado sin tenersiquiera una mísera prueba. No esprecisamente un clima en el quepodamos trabajar a gusto.

—Pero era la única que estaba allíarriba —dijo Helena.

—¿Y qué? Puede que hubiera tambiénniños en el piso de arriba. ¿Te acuerdas,Torben? —dijo Kamilla, y su voz, llenade indignación, subió de tono cuandoprosiguió—: Del año pasado, cuando depronto desapareció Jonas y loencontramos debajo del sofá de la salade personal, allí donde los niños no

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deberían tener acceso. ¡No! —añadió, ehizo algo que los sorprendió a todos, ytal vez también a ella. Dio una patada enel suelo con el pie derecho, no fuerte,más bien discreta, una patada suave quesin embargo tuvo el efecto deseado: fuecomo si pusiera punto final a lasituación, una especie de tope quedetuvo la locura, una raya dibujada en laarena que nadie debía siquiera intentarcruzar.

Torben se limitó a asentir con lacabeza y miró a Helena a tientas, comointentando recabar su comprensión porel repentino repliegue. Pero Helenamiraba a Eva. Incluso cuando Eva no lamiraba a ella sentía su mirada.

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—De acuerdo —dijo Torbenfinalmente—. Tengo que subir a llamaral hospital para interesarme por Esther.Helena, creo que deberíamos... —Sevolvió y miró a la dama de compañía—.Creo que deberíamos tomarnos un pocode tiempo y ver si el teléfono aparece.Si no, tendremos que seguir elprocedimiento habitual en caso de robo.Es decir, denunciarlo a la policía y,bueno, ya sabes, todo lo demás.

Helena no dijo nada. De nuevo esamirada clavada en Eva. Y de nuevo Evala sintió como un hormigueo en la piel.Luego la dama de compañía abandonó elaula.

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Eva cerró la puerta del baño delpersonal cuidadosamente y sacó supropio teléfono. Sabía quién podíaayudarle con el iPhone bloqueado de ladama de compañía. Al menos tenía unbuen candidato para hacerlo. La cuestiónera si accedería. Rico Jacobsen era unviejo amigo. No, un amigo no, secorrigió. Sin duda era más acertadodecir que un conocido. Habíanpertenecido a la misma pandilla en lafacultad, él probablemente un poco en laperiferia; habían asistido a las mismasfiestas, frecuentado los mismos bares,hablado entre ellos. Tenía un par deaños más que ella y fama de ser uno delos perros más duros de la prensa

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sensacionalista. Había escrito muchoacerca de las bandas de motoristas y porlo visto había vivido bajo protecciónpolicial. Era más inteligente que lamayoría, a veces divertido, a vecesdesagradable, para ser sincera, bastanteatractivo. Había mucha gente a quiencaía mal, pero no parecía importarledemasiado, o eso daba a entender. Encualquier caso, no hacía ningún esfuerzopor ser popular. Encontró rápidamenteun número de teléfono de Ekstra Bladet.Preguntó por Rico Jacobsen. Una jovencasi le susurró al teléfono y Evaconsideró por un instante recordarle queno era la telefonista de un burdel. Luegoesperó apenas un segundo, hasta que

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Rico contestó.—Rico —dijo, en un tono de voz que

no era ni amable ni lo contrario.Primer impulso: colgar. Detenerse

antes de llegar a aguas más profundasdonde ya no pudiera hacer pie.

—Soy Eva Katz —dijo sin embargo—: Compartimos una asignatura en lafacultad de periodismo.

—¿Eva?Eva presintió dos cosas en su voz:

asombro y reconocimiento. Esto últimofacilitó las cosas considerablemente y ledio ánimos para seguir adelante.

—¿Te acuerdas de mí?—¿Y por qué no iba a acordarme de

ti?

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—¿Podrías echarme una mano con unacosa?

—¿Con qué?Voces al otro lado de la puerta. Torben

estaba poniendo a Anna al día.—No tendrá secuelas permanentes,

pero probablemente haya sufrido unaconmoción cerebral.

—¿Están los padres con ella?Las voces se apagaron.—¿Con qué tengo que ayudarte?Rico no era de los que gustaban de las

pausas largas.—No te lo puedo decir ahora —dijo

Eva—. ¿Podríamos vernos?Rico profirió un ruido irritante. Eva

sintió unas ganas tremendas de colgar.

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—De acuerdo —dijo de pronto él—.Nos encontraremos donde losperiodistas de verdad suelen reunirse.¿Entiendes lo que te digo? A las sietemenos cuarto.

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Systems Group12.30

Marcus posó la mano en el antiguoradiador barnizado de negro. Todavíaestaba caliente. Tal vez el largo día bajola lluvia y los minutos pasados en el fríomar se habían asentado en su cuerpo.Temblaba. Se puso el abrigo. A vecessolo necesitaba echarse una siesta yvolvía a estar bien. Se sentó de espaldascontra el radiador. Cerró los ojos.

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Sonó el teléfono. ¿Había dormido?Quizá. David... Dejó de sonar. Se sentíaindispuesto. La siesta no le habíaservido de nada, seguía sintiendo aquelfrío en los huesos. Cerró los ojos un ratomás, hasta que volvió a sonar elteléfono.

—¿David?—Tenemos un problema.—¿Y?—Le han robado el teléfono.—¿A quién?—A la dama de compañía, la hermana

de Brix.—¿Dónde?—En una guardería.Marcus se incorporó.

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—¿En la guardería de su hijo?—Sí.—¿Está segura?—Eso dice. Completamente segura.—¿Tú la crees?—Sí, está consternada. Dice que sabe

quién lo ha cogido.—¿Quién? No, espera un momento.

¿Hay algo de interés en el teléfono?—Están los SMS.—¿Entre?—Entre ella y sus hermanos, y el SMS

de despedida.—¿Algún contenido peligroso?—No lo podemos descartar.—De acuerdo. ¿Quién cree que se lo

ha robado?

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—Una ayudante de cocina reciéncontratada.

—Eso suena bastante posible.—La he investigado.—¿Y?—Es periodista.Marcus se levantó, tal vez un poco

demasiado rápido; sintió cómo la sangrele abandonaba la cabeza y apoyó unamano en la mesa.

—¿Para quién escribe? ¿Qué hace enuna guardería?

—No lo sé.—¿Dónde estás ahora?—He llevado a la dama de compañía

a casa.—¿Estás en Roskilde?

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—En las afueras.—¿Y la periodista?—Sigue en la guardería.—David, debemos recuperar el

teléfono. ¿Tiene clave de acceso?—Sí.—Estupendo. Eso nos da un par de

horas.—A no ser que la periodista haya

adivinado el código.—¿Cómo?—La dama de compañía no recuerda

si lo utilizó en el despacho. Laperiodista puede haber visto el código.

—¿El despacho?—Estuvo reunida con el director de la

institución para valorar cómo debían

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tratar al niño después de la muerte de sutío. El director salió del despacho. Ellaenvió un SMS. Volvió a meter elteléfono en el bolso. Salió al parqueinfantil. Cuando volvió, el teléfonohabía desaparecido. Solo el teléfono, niel monedero ni otra cosa.

—¿Tiene idea del porqué?—¿Qué?Marcus pensó si no sería una

casualidad. También podía tratarse de unrobo común, pero en ese caso el ladróntambién se habría llevado el dinero.

—Vuelve a la guardería. Encuéntrala.¿Tienes su nombre?

—Eva Katz.Los dedos de Marcus deletrearon

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furiosos el nombre de Eva en el teclado.Apareció una foto en Facebook de unamujer atractiva. «Son las peores —pensó Marcus—. Las guapas siemprehan sido las más ambiciosas. Podríanrelajarse un poco estando bendecidascon un físico privilegiado.» No lograbadejar de mirarla. Ella lo mirabafijamente a los ojos, como si loconociera. Tenía algo..., pero ¿qué era?Marcus renunció a comprender suspropios sentimientos para concentrarseen la misión. La periodista era unpequeño obstáculo en el camino, nadamás: una enemiga. Una que acababa dedeclararle la guerra.

—¿David?

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—Te escucho.—Voy de camino.Marcus colgó, puso el altavoz y pulsó

el número tres.—Trane —dijo una voz grave por el

pequeño altavoz, tal como le gustaba aMarcus: breve, serio, alerta.

—Ha aparecido una lucecita en elradar.

—¿Qué puedo hacer?—Eva Katz —dijo Marcus, y oyó los

dedos de Trane tecleando.En ese preciso instante Marcus se

arrepintió. Nunca salía gratis involucrara Trane. Se metería donde no lollamaban. Cuestionaría las decisiones.Ya era demasiado tarde, sin embargo.

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—La tengo —dijo Trane—. Eva Katz.No está mal del todo.

—Debemos seguirla en todo lo quehaga.

—¿Escucha telefónica?—Sí. Y averigua para quién está

trabajando.Marcus se quedó un momento mirando

por la ventana hacia Kongens Nytorv,que se había convertido en unagigantesca obra, pensando en lasituación. Ahora Trane estabaimplicado. Trane, que se consideraba así mismo el número dos de la jerarquía,el que algún día asumiría el mando.Estaba bien, pero por ello evaluaba aMarcus constantemente, calibrando si

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sería capaz de hacerlo mejor que él.Marcus era consciente de ello a cadamomento. Por tanto, Trane no podíaenterarse de lo sucedido el día anterior.Habría que limitarlo a Eva Katz, a unteléfono que le habían robado a la damade compañía.

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Universidad de Copenhague14.47

Eva estuvo a punto de chocar con dosviajeros de Interrail italianos en lasalida del metro. Uno se estabacomiendo un bocadillo, el otro se habíasentado encima de la mochila, quellevaba una enorme bandera italianacosida. Primero sonrió a Eva, luego selevantó y soltó un silbido a su paso. Ellase volvió. Ahora los dos estaban de pie,

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el descarado con los brazos abiertos,invitándola. Eva sacudió la cabeza ysiguió adelante en dirección a launiversidad. ¿Por qué eran los italianoslos únicos hombres en Europa quetodavía no habían entendido nada? Lasmujeres no se dejan engañar por lagalantería callejera. No se vuelven y seechan en brazos de los hombres, talcomo el joven viajero esperaba. El amorde las mujeres se reparte de acuerdo conun sistema basado en los méritos, elestatus y otras mil cosas más de unhombre, en cualquier caso demasiadocomplejas para dirimirlas en unosbreves segundos en la calle, con unsilbido y una sonrisa. Echó un último

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vistazo atrás. El joven viajero la mirabaabatido. Subió los hombros hasta lasorejas con los brazos todavía abiertos,como un jugador de fútbol que harecibido injustamente una tarjeta roja.

—Disculpa. —Eva sonrió a la señorade mediana edad que en ese momentosalía.

—¿Sí?—¿El Instituto de Ciencias del Arte y

la Cultura?El término «instituto» tal vez les

quedaba grande a los pequeñosdespachos y aulas de aquel edificio dehormigón. Eva sacó la página impresadel bolso, con la fotografía del sitio webdel agente inmobiliario, la fotografía de

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un salón de Kartoffelrækkerne, un lugaren el que había que ser feliz. No bastabacon eso para serlo, sin embargo.Christian y Merete Brix se hallaban enmedio de un proceso de divorcio cuandoél había muerto.

La puerta de uno de los despachosestaba abierta. Había un hombre sentadode espaldas a ella con un teléfonoapretado contra la oreja y las piernassobre la mesa, encima de dos montonesde papeles. Un rótulo ponía: «D. A.Weyland.» Eva llamó a la puerta.

—Disculpa. ¿Estás hablando porteléfono?

El hombre se volvió.—Te volveré a llamar, cariño —dijo

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al teléfono.Eva sintió un pinchazo de dolor. Esa

palabra... Era a ella a quien debíanllamar cariño en una tarde de primaveracualquiera; ella tendría que haber estadopensando solo en compras y otrastrivialidades. De pronto se desanimó, elproyecto le pareció absurdo.

—¿Puedo ayudarte en algo?Eva volvió a la realidad.—¿Eres historiador del arte?—Me parece que la última vez que le

eché un vistazo a la nómina ponía algopor el estilo. Estás en tercero, ¿verdad?

Eva dejó el papel delante de él, que lomiró.

—Menudas vistas. ¿Me lo quieres

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vender? No creo que me lo puedapermitir.

—El cuadro de la pared.—¡Ah! Ya estamos.—¿Qué es?—¿Forma esto parte del nuevo test de

calidad de ministerio? —dijo elhistoriador del arte, que por lo visto eraun graciosillo.

—Soy periodista. Solo quería saberqué es este cuadro.

Weyland miró a Eva y luego el cuadro.—Evidentemente es un retrato. Puede

ser de cualquiera. Se hicieron muchosretratos en el siglo XIX.

—Entonces, ¿crees que fue pintado enel siglo XIX?

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Weyland examinó el cuadrodetenidamente.

—Sí, creo que sí. Tal vez de finalesdel siglo XVIII.

—¿No puedes decirme nada más?—Es un óleo.—¿Puede ser robado? ¿Una

falsificación? ¿Quién es el hombre delcuadro?

—No tengo ni idea.Eva suspiró. El hombre la miraba

fijamente.—¿Sabes con quién deberías hablar?—No.—Estás en el departamento

equivocado —dijo, y salió del despachocon el papel en la mano.

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Eva lo siguió por los pasillosdesiertos, pasando por aulas que hacíatiempo que los estudiantes habíanabandonado.

—¿Para quién escribes? —preguntó, yaminoró el paso una pizca para que Evase pusiera a su altura.

—Para Berlingske.—¿Sobre cultura?—Negocios —se apresuró a decir

Eva.—No lo comprendo.—Estoy investigando un caso de

estafa.—¡Ah! —La miró con renovado

interés—. Oigamos qué tienen que decirlos empollones de la facultad de

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historia.Se detuvo frente a una puerta idéntica

a las demás. Prestó atención unmomento. Se oían voces al otro lado.

—Creo que se trata de una reuniónoficial. —Posiblemente se trataba deuna especie de chiste.

Tres golpecitos y abrió. Eva contódieciséis rostros serios que lo miraban.Uno de ellos estaba al lado de lapizarra, con un rotulador en la mano.

—Espero molestar —dijo Weyland.—Un poco.—Bien, os he traído a una periodista

de Berlingske.Eva sonrió, intentando poner una cara

que se adecuara a las suyas.

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—Brevemente: se trata de un caso deestafa —dijo Weyland, y entró en la sala—. Es un retrato del siglo XVIII o XIX.La historia del arte se rinde.

Eva se quedó en la puerta mientrasWeyland dejaba el papel sobre la mesa,delante del historiador sentado máscerca de la puerta. La interrupción erainoportuna. La sala rezumabadescontento académico.

—¿Es Lord Nelson? —preguntóWeyland, que consiguió así captar laatención del reacio historiador.

—No, no lo es —repuso este.El compañero que tenía al lado estiró

el cuello y miró el cuadro, más o menosde la misma manera que se suele mirar a

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la gente que realmente no le cae bien auno.

—Parece alemán —dijo el colega.Se pasaron el papel de mano en mano.

Uno se levantó para echarle un vistazocon más detenimiento. Weyland sevolvió y le guiñó el ojo a Eva.

—Berlingske os promete un año derosquillas si les echáis una mano.

Eva se rio.—Creo que es Fernando.—Desde luego que no —dijo una

historiadora, cabeceando.Por lo visto era la palabra clave, la

que hacía falta para despertar sunecesidad de tener la razón. Varios sepusieron en pie. La competición había

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empezado. Murmuraron nombres,mencionaron al emperadoraustrohúngaro y a un compositor del queEva jamás había oído hablar, pero muyvacilantes. Nadie se atrevía a definirseclaramente.

—Clemente Venceslao Lotario deMetternich, príncipe de Metternich-Winneburg-Beilstein —sentenciófinalmente una voz autoritaria.

Los demás miraron al poseedor deaquella voz. El hombre se levantó. Eraalto, tenía el pelo blanco y unos ojosazules que posó en Eva.

—También conocido como príncipeMetternich —dijo, y le devolvió elpapel.

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Weyland sonrió a Eva.—Pues tocan rosquillas —dijo.

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Centro de la ciudad16.12

Marcus aparcó el coche justo en elmomento en que Trane lo llamaba.

—¿Trane?—¿Molesto?—Nunca.—He conseguido pinchar su teléfono.

Por lo que he podido averiguar, no tieneInternet en casa.

—¿Qué has podido averiguar por su

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teléfono?—Ha buscado en Google a Juncker, a

Brix y la vivienda de este.—¿Algo más?—Sí.—Cuéntame.—Ha buscado a Metternich.—¿De veras?—Sí.Marcus pensó que era rápida,

competente, aunque seguramente habíaempezado sus pesquisas antes de lamuerte de Brix. Nadie era capaz deaveriguar tanto en tan poco tiempo.Apagó el motor del coche. Vio a Daviden la acera de enfrente. Se disponía acruzar la calle, puntual como siempre.

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—¿Estás ahí, jefe? —preguntó Trane.—¿Dónde está ahora la chica?—Acaba de meterse en el metro. Va

hacia el centro.—Tenme al corriente de adónde.—Por supuesto. Te enviaré un

LiveLink. Así podrás seguir susmovimientos a través de tu teléfono.

—Gracias.Marcus colgó. David abrió la puerta

del coche, dejando entrar el ruido y elpolvo de la calle. Marcus sintióirritación y desasosiego.

—¿Ha aparecido el teléfono de ladama de compañía? —preguntó.

—No.—¿Sigue convencida de que se lo han

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robado?—Absolutamente convencida. ¿Ahora

qué hacemos?—Lo recuperamos, David. O eso o...—¿Qué?—Pues será cuestión de salir

corriendo y alistarnos en la LegiónExtranjera —dijo Marcus, y sonrió.

David cabeceó.—Menos mal que eres capaz de verle

el lado cómico.—¿Estás listo, soldado?—Sí.—Haremos esto juntos. Juntos somos

más rápidos y fuertes que la Legión, ¿noes así?

David sonrió y asintió con la cabeza.

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El teléfono de Marcus dio señales devida. Pulsó la pantalla una sola vez yapareció en ella un plano de un sector deCopenhague: Kongens Nytorv. Unpuntito rojo que se movía lenta yplácidamente por él, como la presa queni siquiera sospecha, que vive y pasta alfinal de la trayectoria que el cazador hadeterminado para el proyectil.

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Klareboderne18.45

El bar Bo-bi a Eva nunca le habíagustado, por mucho que fuera el másantiguo de la capital. Ni aunque hubierasido el bar más antiguo del mundo.Humo, cerveza embotellada y lo únicoque podías comer eran huevos duros.Sus colegas de los tiempos en quetrabajaba en Sværtegade tenían una ideade lo más romántica del lugar. Decían

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que acudías a él si eras un periodista deverdad. Allí te juntabas con poetas yescritores, artistas y gente que pretendíacambiar la sociedad. Lo único que Evaveía era gente que disfrazaba sualcoholismo de romanticismo beodo, dealgo así como que vivir al límite, fumary beber favorecía la creatividad.

El camarero interrumpió susavinagrados pensamientos.

—¿Qué puedo hacer por ti?—¿Podrías ponerme una ensalada de

queso de cabra con piñones y una copade Chardonnay? —dijo Eva con unsemblante de lo más serio.

Por un instante, el camarero la mirócon desconfianza y acto seguido rompió

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a reír a mandíbula batiente, enseñandouna lengua casi negra. «Teñida decerveza negra y una mezcla de tabaco demascar y cigarrillos», pensó Eva, y serindió con una sonrisa.

—No, ahora en serio. ¿Habéisevolucionado lo suficiente como paraque se os pueda pedir una copa de vinoblanco o es demasiado gay?

—Una copa de vino para la dama —dijo él.

Eva buscó a Rico con la mirada.Aunque hacía muchos años, estabaconvencida de que le sería fácilreconocerlo por la seguridad en símismo que reflejaban sus ojos, por lamirada que irradiaba «yo-contra-el-

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resto-del-mundo». Eva había estado apunto de acostarse con él cuandoestudiaban, y él había insistido. ¿Fue poreso que ella se había echado atrás?

Había dos hombres sentados a unamesita, justo al lado de la puerta. ¿Porqué se fijó en ellos? ¿Porque uno habíalevantado la vista y la había mirado alentrar? No. Eso era lo que la mayoría dehombres del bar hacían, mirarlafurtivamente. Se había fijado en ellosdebido a su aspecto: el peloextremadamente corto, la piel sana ycuidada, los cuerpos entrenados.Parecían soldados. No tenían aspecto defrecuentar el Bo-bi, o a lo mejor laclientela había cambiado desde la

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última vez que había estado allí. Elcamarero dejó la copa de vino en labarra.

—Gracias —dijo Eva.Sacó el teléfono. Ningún mensaje de

Weyland. Le había prometido queaveriguaría algo acerca del cuadro y quela llamaría o le escribiría para contarlesi era robado, si valía mucho dinero.¿Se trataba de una verdadera obra dearte? Todo el mundo sabía la grancantidad de dinero que algo así podíavaler. En el divorcio, ¿quién se llevabael dinero del arte colgado en lasparedes? Eva se lo podía imaginar, lasdesavenencias, todo el lío. Sonrió,cabeceando. ¿Realmente podía ser algo

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tan sencillo? Tomó un sorbo de vinoblanco y se puso a leer acerca deMetternich en el móvil, del hombreretratado en el cuadro que habíandescolgado en casa de Christian Brix.Se trataba de un estadista austriaco delsiglo XIX, ministro de AsuntosExteriores, en muchos sentidos elhombre que entonces gobernaba elImperio Austriaco. «El creador de laSanta Alianza», leyó.

—Ahora te reconozco.La voz provenía de atrás. Eva se

volvió. Allí estaba Rico y estaba igual:pelo corto y grueso, ojos intensos trasunas gafas a lo John Lennon, barba detres días, chaqueta deportiva azul de una

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marca cara que lo distinguía y locolocaba por encima de la clientelahabitual del Bo-bi.

—¡Rico! Gracias por molestarte ydedicarme tu tiempo —dijo Eva, y selevantó. Le dio un abrazo. Supuso que lamano él le había rozado el culo porcasualidad.

—Creía que te habías convertido enuna periodista de verdad al aceptar quenos reuniéramos en el Bo-bi —dijoRico, y se sentó con una sonrisa en loslabios—, pero el vino blanco te delata.

—Supongo que nunca llegaré a serperiodista tal y como tú lo entiendes.

El camarero los interrumpió.—¿Rico?

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—Lo de siempre, y dos huevos duros.—Yes, sir.Rico seguía sentado con su bolsa en el

regazo. Había envejecido desde los díasque ambos frecuentaban la facultad deperiodismo. Pero seguía teniendo losmismos ojos oscuros y ligeramentehundidos. Eran unos ojos que al tiempola habían atraído y asustado. Por un ladoeran voraces, ávidos, no solo de Evasino de todo: sabiduría, poder,influencia y mujeres menores decuarenta. Por otra parte su miradaposeía otra cualidad, de algo antiguo; notenías ganas de que te calaran aquellosojos viejos. Tal vez por eso le habíafaltado la valentía entonces.

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—¿Qué puedo hacer por ti, Eva?—¿Podrías desbloquear un teléfono?—¿De qué estamos hablando?—Se trata de un iPhone. Ella le ha

puesto una clave de acceso.—¿Ella? ¿De qué estamos hablando?

¿De qué se trata?—¿Eso importa? Te pagaré, no te

preocupes.Rico se la quedó mirando unos

segundos y luego bajó la mirada.Había dicho algo que a él no le había

gustado, se dio cuenta enseguida. «Lo depagarle», pensó. Seguramente nosignificaba gran cosa en su universo.

—¿Rico?Rico alzó la mirada.

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—Perdón. ¿Podemos volver aempezar?

—Sí, empecemos con un brindis —dijo—. Llevo un día entero sin ingeriralcohol, algo que, te lo creas o no, es unrécord en estos tiempos.

Rico sonrió. El camarero le dejódelante una cerveza Hof con un chupito.Los dos huevos duros estaban envueltosen una servilleta con su correspondienteplatillo de sal gruesa al lado. Rico leofreció uno a Eva. Ella lo aceptó, leechó sal y le dio un mordisco. «A lomejor no está tan mal a pesar de todo»,pensó. Tenía buen sabor, y no habíacomido nada desde la hora delalmuerzo.

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—Salud. Por los viejos tiempos —dijo.

—Salud —respondió él.Eva le preguntó por su vida. Estaba

divorciado y tenía un hijo de tres años alque veía cada dos fines de semana; lamadre también era periodista, trabajabapara un sindicato y, de hecho, como dijocon algo que tal vez podía interpretarsecomo una sonrisa, también le habíaparecido muy maja la noche que seacostaron, aunque luego resultara serabsolutamente neurótica. Eva le contóque la habían despedido de Berlingske.

—¡No eres la única, joder! —dijoRico, y enumeró la gran cantidad deperiodistas que estaban sin trabajo. Eva

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no estaba orgullosa de reconocerlo, perola charla sobre las desgracias de suscolegas tuvo un efecto ligeramentealentador sobre ella: no era la única enreinserción.

—Bueno, ahora háblame de tu iPhone—dijo él, de pronto impaciente.

—No es mío.—Eso lo supongo.—¿Confidencialidad?—Al ciento por ciento. La

confidencialidad es la única herramientade trabajo que tenemos.

—Es de la dama de compañía de laprincesa consorte.

Rico reflexionó un par de segundos.—Vas a tener que echarme una mano.

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No soy un gran lector de revistas delcorazón.

—Su hermano, Christian Brix, acabade suicidarse.

—¿Tiene algo que ver con Bruselas?—Exacto. Fue tan considerado como

para escribirle un SMS a su hermanaantes de volarse la cabeza.

—Conmovedor.—No me creo lo del suicidio.—¿Por qué no?Eva se lo pensó. ¿Podía confiar en él?Rico se le adelantó.—Si pretendes que te ayude con algo

tan jodido, tengo que estar convencidode que al final redundará en beneficio dela sociedad. Es posible que a ti te suene

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a mamarrachada, pero así es comopienso yo.

Eva asintió con la cabeza. Así era.Desobediencia civil, quebrantar y eludirla ley, los periodistas podían hacerlosiempre y cuando fuera al servicio de lajusticia. No por ello se libraban delcastigo. El castigo era el mismo quepara los demás. Pero a diferencia de losdelincuentes habituales, como periodistate ganabas el respeto de la gente cuantomás lejos llegabas a la hora dedescubrir la verdad. El Watergate, elcaso de los refugiados de Sri Lanka, elcaso de corrupción en el Ayuntamientode Farum. El patrón era el mismo:alguien se había desplazado por la zona

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gris.—La guardería en la que trabajo...—¿Qué pasa con ella?—Helena... ¿Te había contado que se

llama así? Me refiero a la dama decompañía de la princesa consorte. Suhijo va a la guardería. Se llama Malte.Dice que su tío fue asesinado.

Rico sacudió la cabeza, y Eva seapresuró a seguir:

—Ya sé que no parece gran cosa, perole creo. Sabía que su tío estaba muertoantes que nadie, antes de que su madrelo recogiera...

—¿Y qué gano yo con todo esto? —lainterrumpió Rico.

—¿A qué te refieres?

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—Supongo que querrás quedarte conla historia si resulta tener sustancia. Loque, ya que estamos, yo no creo. Asípues, ¿qué gano yo?

—¿Por los viejos tiempos?Rico volvió a sacudir la cabeza. Se

quedó un rato pensativo. Eva se diocuenta de que le estaba pasando algo. Lesucedía algo interiormente. «¿Qué?», ledio tiempo a pensar antes de que élpreguntara de repente:

—¿Recuerdas nuestras salidas? —Suvoz también había cambiado. Habíaaparecido en ella la ira, cierta amargura.

—Århus by night? —dijo Eva, en unintento de quitar hierro al asunto.

—Eras una calientapollas. ¿Lo

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recuerdas?Eva tragó saliva. Rico le lanzó una fea

mirada , herido y furibundo.—Flirteabas con todo el mundo.

También conmigo.—Pero Rico...—Te escurriste a través de la carrera

gracias a tu físico —la interrumpió,insistente—. Conseguiste esa jugosaplaza en prácticas gracias a tu habilidadpara flirtear. ¿Quieres que te cuente loque haces? Utilizas el coño como cebo.

—¡Rico!—Puedes irte si no quieres escuchar

lo que te digo.Eva tendría que haberse ido en lugar

de quedarse sentada con la cabeza

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gacha.—Le he dado muchas vueltas. ¿Qué os

pasa a las mujeres bonitas?—¡Yo no soy bonita, joder!Rico negó en silencio.—Y lo he averiguado.Pausa teatral.—¿Piensas contármelo?—El problema es que ya desde niñas,

desde que sois así de pequeñas. —Ricole mostró con las manos lo pequeñas queeran separándolas apenas unoscentímetros antes de proseguir—: Desdeniñas os dicen lo guapas y maravillosasy monísimas que sois. La gentereacciona de manera distinta convosotras.

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—Basta ya, Rico.—Me importa una mierda lo que

digas. Es así. A los demás no nos quedamás remedio que hincar los codos siqueremos sacar buenas notas, siqueremos crear contactos, escribir algoque valga la pena todos los días, todaslas semanas, todo el año. Mientras quetú conseguiste un puesto de redactora en,¿cuánto tiempo? ¿Un año? ¿Se puedesaber por qué méritos? ¡Ninguno! Detodos nosotros eras la de menos talento,y, sin embargo, la que llegaste más lejosdurante el primer año.

Eva sintió que las lágrimas se leagolpaban en los ojos. Miró la copa.

—Y ahora tu pequeño mundo se ha

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derrumbado y todos tenemos que ayudara la pobre Eva que ni siquiera sabecómo se escribe un artículo como Diosmanda. ¿Tengo razón? Pero, ¿sabes qué?¡Ni hablar!

—Rico, escúchame...—¿Y qué demonios estabas pensando

con todo el rollo ese del soldado?—¿Cómo?—Ya me has oído. El soldado. Con tu

soldado, tu oficial o lo que sea quefuera.

Eva estuvo a punto de desmayarse. Depronto todo a su alrededor se volvióborroso.

—¿A qué te refieres? —se oyó decir.—¿Cómo se llamaba? Martin. Pero

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¿es que no lo ves? Una periodista que secasa con un oficial del Ejército es casicomo si se casara con un político. Laguerra es política con armas. ¿Cómopensaste alguna vez...?

—No estábamos casados. No nos diotiempo.

—No, porque fue y se murió. Fuetriste, naturalmente, sobre todo para él,pero eso te pasa cuando andascorreteando por Afganistán, haciéndoteel Rambo con tus compinchesdescerebrados. De eso te mueres.

—Martin no era así —dijo Eva, ydescubrió que estaba gritando—. Queríahacer las cosas de otra manera.

—¡Y una mierda! ¿Cuántas veces lo

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hemos oído? Tipos que andan por ahícon una pistola en la mano en algúndesierto del mundo, anunciando a vocesque ellos son los buenos mientrasdisparan a diestro y siniestro. No doy niuna mierda por ellos, ni doy una mierdapor una periodista que se junta con unidiota como ese. ¿Cómo demonios creesque algún día podrás mantener unaactitud crítica ante lo que sucede?

—Cuidaba de mí —susurró Eva. Sehabía levantado. Las lágrimas... Hacíaya un rato que había renunciado acontenerlas. Su intención era decir algomás, gritarle algo a la cara, pero laspalabras se negaban a salir. En estesentido Rico no parecía tener problema

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alguno.—¡Que te jodan! —dijo. Arrojó un

billete de cien coronas sobre la barra yse fue.

Eva lo alcanzó en la calle peatonal. Élno se detuvo, se limitó a mirarlabrevemente y siguió andando endirección a la estación. Ella caminaba asu lado. A esas alturas ya casi teníacontroladas las lágrimas, pero seguíatemblando.

—¿Rico?Él siguió andando.—Rico. El teléfono.—¿Qué?—Necesito que alguien lo desbloquee.Rico se detuvo. Estaban frente a

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frente.—¿Y qué saco yo haciéndolo?Eva tuvo que buscar las palabras.—Me has llamado calientapollas.

Hace un momento, en el...Eva se daba cuenta de que no era

capaz de expresarse, tal vez porque nosabía qué decir, pero Rico sí que losabía.

—¿Y ahora quieres ponerle remedio?Eva asintió con la cabeza.—¿Ofreciéndome el género auténtico?Eva no contestó. Pensó en Martin,

muerto en el féretro, en las flores de laiglesia, en el uniforme de gala en elarmario de casa, en su vida destrozada.Todo aquello que había reprimido con

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tanta habilidad, el back to the fuckingfuture y toda aquella mierda que lehabía dicho la psicóloga, Rico lo habíadestrozado en treinta segundos.

—¿Lo dices en serio? ¿Me estásofreciendo tu coño?

Rico se rio, cabeceando.Eva asintió, y pensó: «Jamás»,

esperando que no se le notaba.—Entonces, ¿en qué quedamos?—En que tú me desbloqueas el

teléfono y yo me acuesto contigo.—Estás fatal. ¿Lo sabes?—Más de lo que tú crees.Rico seguía mirándola a los ojos.

Sacudió la cabeza levemente.—Escúchame. Ahora vas a meter la

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mano en el bolso y vas a sacar elteléfono. Mientras tanto, tú y yoseguiremos hablando y tú me miras a mí.Luego me abrazas. Cuando te toque elculo, dejas caer el teléfono en elbolsillo de mi chaqueta. ¿Lo hasentendido?

—¿Nos están siguiendo?—Nunca se sabe. Ha habido mucho

revuelo con el caso de la banda demotoristas. Lo mejor es andarse concuidado. Que un periodista le dé unteléfono a otro es sospechoso. Venga,dame un buen abrazo.

Eva sacó el teléfono y abrazó a Rico.Sintió que tal vez era víctima de algoque no comprendía.

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—Aprieta el pecho contra mí, paraque sepa que vas en serio.

—Rico...—Considéralo un aperitivo.Eva se resistía, pero de pronto él la

atrajo hacia sí con fuerza, hasta que sussenos tocaron el cuerpo de Rico,separados por la ropa y, sin embargo,más cerca de otra persona de lo quehabía estado desde la mañana en queMartin se había marchado para novolver jamás.

—Es una buena sensación —dijo él, ycon la mano izquierda le recorrió laespalda y le rozó delicadamente unanalga. Fue un gesto sorprendentementetierno, no libidinoso como había

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esperado.—Ahora —le susurró Rico al oído.Eva dejó caer el teléfono en su

bolsillo.

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Estación central19.53

Eva saltó al tren todavía pensando enRico, en cómo su mano le había rozadola nalga, en lo que había dicho acerca deMartin. Las lágrimas amenazaban convolver, pero luchó por reprimirlas.¡Maldito cerdo! «¿Qué demonios sabe élde Martin?», pensó, al tiempo queencontraba un asiento libre en elcompartimento del tren de cercanías.

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¡Claro que su novio no era un idiotaloco por disparar! Martin era un oficial,un hombre de elevada moralidad, querealmente creía que el mundo podía sermejor si se hacía algo para que asífuera, si se actuaba. Creía en la justicia,en que por desesperada que pudieraparecer una situación siempre había unaluz al final del túnel. Si no, uno mismotenía que encenderla. Eso le habíaescrito en la última carta que le habíamandado. Al día siguiente lo mató unamina. No, ojalá eso hubiera sido cierto.Al día siguiente su vehículo blindadopisó una mina. Martin murió dieciochohoras más tarde en una mesa deoperaciones. ¿Por qué? ¿A qué precio?,

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preguntaba Eva, aunque sabía muy bienla respuesta: por un millón doscientassetenta y nueve mil coronas. Ese precioacordaron en Defensa, en la GuardiaReal. Había sido el precio por Martin,la indemnización. ¿Cómo se llega a esacantidad? ¿Cómo se calcula que este esel precio de un soldado muerto?

—¿Eva?Había estado sumida en sus

pensamientos, al igual que ahora, cuandoél la llamó. Estaba sentada en Kastellet,en Copenhague. Sí, ahora lo recordabatodo, por mucho que susurrara «back tofuture», Rico había abierto las esclusasy había dejado fluir todo aquello en loque no debía pensar: en el millón

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doscientas setenta y nueve mil coronas;en una tarde de hacía mucho tiempo; encómo había levantado la vista cuandoentró el militar. Contaba con que iría deuniforme, que todos irían vestidos deverde oscuro con medallas y estrellasbrillantes en los hombros. Sin embargo,llevaba tejanos y una chaqueta deportivaazul con una camisa blanca.

—Hablamos por teléfono, ¿verdad?Me llamo Asger Christensen.

—Sí —dijo Eva, aliviada de volver aoír su propia voz. Recordaba queaquella mañana no había dicho ni unasola palabra a nadie. Era la una. Unsolitario «sí» en las siete horas quellevaba despierta.

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—Adelante. ¿Café?Lo había seguido hasta el despacho.

En realidad había creído que lasinstalaciones parecerían más antiguas,que los suelos crujirían de vejez y queharía frío tras los gruesos muros.

Al cruzar el foso por la pasarela yentrar en Kastellet donde Defensa teníasus cuarteles, pensó en la guerra, en loanticuada que es, en lo increíble yespantoso que resulta que sigamoslanzándonos de cabeza a ella. Lafortaleza había sido construida hacíavarios siglos, con fosos y cañones, yparecía un vestigio de un pasado lejano.Sin embargo, nada había cambiado. Elcampo de batalla había sido trasladado

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de Copenhague al desierto de un paíslejano; el foso había sido sustituido poruna alambrada; los enemigos ya no eranlos suecos sino unas tribus. Por lodemás, todo era lo mismo. El centinela,los cañones, la prisión, los desfiles, loshonores y «a sus órdenes».

—No he oído si querías café o no —ledijo Asger Christensen.

—Solo si tú quieres también.Él la había mirado brevemente y le

había sonreído.—Dos minutos. Ahora mismo vuelvo.Eva había mirado las fotografías de la

reina y el príncipe consorte Enrique.Estaban separados, cada uno en suretrato. Eran fotografías antiguas. El

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príncipe llevaba un uniforme repleto demedallas. ¿Habría servido alguna vez enel Ejército, como sus hijos? Habíamirado a su alrededor. Todo estabarecién restaurado y recordaba más undespacho moderno que un vetusto altomando militar. Debían de habersegastado mucho dinero, recordó quehabía pensado. Tal vez por eso habíanllegado a la cifra de un millóndoscientas setenta y nueve mil coronas.Seguramente era lo que se podíanpermitir pagar. La suma aumentaba si elsoldado tenía hijos, pero Martin no lostenía. Tendría que haberlos tenido.Querían tener hijos.

Cuando Asger Christensen volvió,

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dejó una bandeja frente a Eva.—Normalmente trabajamos en otros

locales, pero como ya estaba en laciudad y de todos modos teníamos quecerrar este asunto... —dijo.

—¿Has hablado con los padres deMartin?

Él se había sentado. Sirvió cafécaliente en las dos tazas antes decontestar.

—Sí, he estado en contacto con ellos.—¿Qué dicen?—Están impacientes. Les gustaría

pasar página.—¿Pasar página? —Eva cabeceó—.

Solo hace medio año que Martin fueasesinado.

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Asger carraspeó.—Que murió.—¿Cuál es la diferencia?—Es grande. Hay una gran diferencia

entre «asesinado» y «muerto».«Asesinado» implica que alguienconcreto ha atentado contra tu vida.«Muerto» quiere decir, en el caso deMartin, que has fallecido por una causa.

—¿Una causa? —dijo Eva, con larabia a flor de piel, y volvió a mirar a lareina.

—Eva, comprendemos tu ira.—¡No! No la comprendes —dijo en

voz alta, más alta de lo que habíapretendido.

Él la miró, sorprendido.

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—No puedes entender cómo mesiento. Nadie que no haya perdido a unser querido puede entenderlo. —Él sesonrojó pero ella no apartó la mirada—:Escúchame. Lo he perdido todo. Heperdido a mi marido.

—A tu novio —se apresuró acorregirla Asger Christensen. El colorde sus mejillas estaba disminuyendo.

—¡Nos compramos una casa, malditasea!

—Lo sé. Y solo con que os hubieraisido a vivir juntos...

Ella lo interrumpió.—Había que arreglarla. ¿Cuál es el

problema?—¿Comprendes por qué las reglas son

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como son? La indemnización se abona alcónyuge, a la pareja de hecho o a losfamiliares más cercanos. Tú no eres nilo uno ni lo otro.

—Habíamos comprado una casajuntos. Habíamos rescindido nuestroscontratos de alquiler.

—Eva... —Asger Christensen suspiró.Se reclinó en la silla—. Imagínate quecualquier mujer pudiera venir areclamar cuando un soldado muere enacto de servicio.

—No. —Calló y se miró los puñosapretados, listos para el combate—.Habíamos comprado una casa —siguió,más o menos serena—. Yo no soycualquier mujer. Los dos firmamos el

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contrato de compraventa. Encontramosla casa tres días antes de que él se fuera.¡Era la casa de nuestros sueños, malditasea!

—Ojalá os hubierais casado.

El tren de cercanías entró en el túnel yEva atrapó su propio reflejo en laventana. ¿Qué vio? Una mujer airada. Sí,eso fue lo que vio. Una mujer herida,pero que al mismo tiempo irradiabadeterminación y fuerza de voluntad.¿Qué más había dicho Rico? Que erabonita pero carecía de talento. «¡Que lejodan! Joder...»

Alzó la mirada y los vio enseguida.Los mismos dos hombres que había

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visto en Bo-bi, los soldados o lo quefueran. No subieron al tren sin más y sesentaron, como cualquier otro pasajero.No, recorrieron los vagones casi vacíosy, en cuanto vieron a Eva, seapresuraron a apartar los ojos y tomaronasiento no muy lejos de ella. Eran losmismos, estaba segura, ¿o acasoimaginaba que había alguien que laseguía, tal como había escrito supsicóloga? «Psicosis aguda provocadapor un trauma infantil.» Dolor,depresión, estrés postraumático, todoeso. Era del todo normal, del todonormal de una manera anormal.

Estación de Østerport. Eva se levantó.Aún faltaban muchas paradas para que

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tuviera que bajarse. Se colocó frente ala puerta. Uno de los hombres alzó lavista, miró a Eva y a los demáspasajeros. Iba casi completamenterapado, al igual que su compañero ocolega. Conocía a estos tipos. Eranmilitares. Los había visto un sinfín deveces en los últimos años, cuandovisitaba a Martin en el cuartel. Laspuertas se abrieron. Eva se bajó. Siguiómirándolos. Ellos no la miraron. Tal vezfuera una casualidad. En cualquier caso,no la siguieron a la estación, ni tampocoestaban en el siguiente tren cuandofinalmente llegó.

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Hareskoven20.35

—¿Disculpa?Acababa de introducir la llave en la

cerradura cuando oyó la voz queprovenía de algún punto detrás de ella.Un hombre de pelo canoso y entrado enaños se había parado en la acera.Llevaba un perro salchicha de la correa.

—Me parece que nunca nos habíamospresentado —dijo con un acento

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elegante, un poco afectado,perteneciente a una época en que lascosas estaban perfectamente en orden.

—No. —Eva dejó el bolso en elsuelo.

El hombre hacía tiempo que estabajubilado, pero era atractivo, estaba enforma; lo estaban todos en la zona,pensó Eva. Así se había imaginado lavida con Martin, como una vidaordenada, sana, bella.

—Jørgen Lauritsen —dijo el hombre—. Vivo en el número dieciséis. Soy elde todos esos rododendros.

—¡Ah, sí! —dijo Eva, y se presentó.—¿Ya te has aclimatado? —le

preguntó él, y la miró con sincera

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curiosidad.—Bueno, más o menos. Hay muchas

cosas que hacer. —Eva miró hacia lacasa—. No sé qué más decir. Haymuchas cosas.

—¿Hay algo en lo que te puedaayudar? Solo tienes que decírmelo.

—Es muy amable por tu parte, pero nopuedo...

—¡Sí, sí! Por favor. Podría... —Parecía no saber muy bien qué, pero fuesolo unos segundos—. Si quieres —lepropuso finalmente—, podría retirar lagrava de la acera, cuidarte el jardín.Seguro que estás muy ocupada.Recuerdo cómo era mi vida cuando teníatu edad. No paras ni un momento,

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intentando conciliar la vida familiar conla carrera. ¿No es cierto?

—Tal vez —se limitó a decir Eva.—Lo he pensado a menudo. Es que

Dios lo ha organizado todo mal. —Elhombre soltó una carcajada.

La suya fue una risa falsa. De prontoestaba nervioso, se había dado cuenta deque Eva lo había calado. No se tratabade prestarle ayuda, se trataba de que susvecinos no soportaban que su casaestuviera hecha un asco.

—Dios debería haberlo organizado demanera que no pudieras tener hijos hastaque tu carrera estuviera bienencarrilada. ¿No te parece?

—Tendrás que disculparme. Ha sido

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un día muy largo.—Bueno, pues quedamos así —dijo el

hombre, y lo intentó con una nuevasonrisa.

Eva abrió la puerta, dejó el bolso enla entrada y respiró hondo.

—No encajo aquí, Martin —dijo—.No estando sola, no sin ti. Juntos tal vezpodríamos habernos reído, pero...

Calló, de pronto consciente de queestaba hablando en voz alta, como unavieja chalada. «Este lugar me vuelveloca.» Haberlo reconocido fue tal vez loque la impulsó a bajar directamente alsótano, porque tenía que salir de allí,tenía que volver a sacar las cajas de la

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mudanza, sacarlas a la calle, llamar auna compañía de mudanzas o, mejortodavía, prender fuego a toda esamierda. «En esta casa no hay más quedesgracia y dolor —pensó—. Voy adejar que las malas hierbas y los dientesde león me releven. Las flores y lahierba no conocen el dolor ni lasoledad.»

Encendió la luz de las escaleras.Había polvo en el aire. Sus cajas conlibros y ropa de invierno estabanamontonadas. ¿Qué estaba haciendoallí? No había bajado para mudarse, nipara darle algún tijeretazo más aluniforme de gala de Martin, como habíahecho una noche que estaba realmente

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furiosa, semanas después de su muerte(lo tenía colgado de una percha,totalmente destrozado). No. No habíabajado al sótano para echarle un vistazoal uniforme. Lo había hecho por algoque tenía que ver con la Facultad dePeriodismo, con algo que habíanaprendido entonces, algo que Rico sabíahacer muy bien. Recordaba que a él lehabía encantado aquel curtido y airadoperiodista, el mismo al que Eva habíadetestado desde el primer día, a pesarde lo cual había tomado apuntes. De esoestaba segura. Primera caja: vestidos deverano. Segunda caja: ropa de invierno.Patines, pantalones de esquí y recuerdosde los Alpes, crepes y chocolate

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caliente. Allí estaba: una caja, solo una;por lo visto cuatro años de carrera nodaban para más. La abrió y encontró susviejos libros de texto: Retóricaaplicada, Escribe para ser escuchado,Teoría social. No era lo que estababuscando. Tres carpetas de apuntes.Pasó las páginas hasta que lo encontró.«Periodismo de investigación», habíaescrito en la parte superior de la hoja.Eva leyó:

Nunca seré una periodista como tú.Eres un hombre amargado, irascible yviejo. Sentiste necesidad dehumillarme cuando entré en el aula.Me sonrojé, tú lo viste, seguistedándome caña. «La hermosa chica»,me llamaste, la que no necesita

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aprender bien la profesión. Eres unmierda, un malvado, un acomplejado.Descargas tu cólera sobre los demás.Se trata de «cargarse a los cerdos»,dices. Has dividido tu mundo enbuenos y malos, y en este mundo túeres el único bueno y los demás son, obien ignorantes que solo piensan enbarrer para casa, o bien malos, malos,MALOS, de los que también estándispuestos a mentir y robar parallevárselo todo, incluso más que losignorantes.

Por una de las ventanas del sótano vioa Lauritsen. Estaba metido de lleno en eltrabajo de quitar la grava. Oía elchirrido estridente de la pala al recogerlas piedrecitas que iba amontonando enuna carretilla. El perro estaba atado a un

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brazo de la carretilla y esperabapacientemente sentado. Luego Lauritsense fue hacia su casa empujando lacarretilla. Fuera había oscurecido. Elrocío se había posado en la hierba. Evasiguió leyendo:

Ahora estás frente a la pizarra,alardeando de tus hazañas. No tengoganas de escucharte. Te diré de quéquiero escribir yo: quiero escribirsobre gente normal. No me apeteceesconderme detrás de un arbusto conuna cámara, tal como por lo visto hashecho tú. No me apetece examinar labasura de la gente, como dices haberhecho tú, ni hurgar en la cesta de laropa sucia, tal como acabas de contarque hiciste, para que se ría toda laclase. ¡Madre mía, qué vanidoso que

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eres! El único y último periodista enDinamarca, el resto no son más queestrellas de un reality, dices,periodistas que viven en el país delperiodismo. Que te jodan a ti y quejodan tu patético rollo sobre elescándalo Watergate, sobre elperiodismo de investigación. No esmás que un maldito tópico. Quieroescribir sobre personas de verdad ysobre la suerte que corren, y eso notiene nada de malo. Quiero escribirsobre cómo consigues que la vidafuncione, no sobre todo lo que nofunciona; sobre cómo una familia semantiene unida; sobre cómo no acabarsolo en el mundo.

¿De verdad había escrito aquello enlugar de anotar algo de lo que había

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dicho el profesor? Entonces tenía quehaberse sentido verdaderamenterechazada y ridiculizada. A lo mejorincluso era la razón inconsciente por laque había tomado el caminodiametralmente opuesto, porque le habíadado un susto de por vida. Eva le dio lavuelta al folio. Ni siquiera habíaanotado su nombre.

Lauritsen seguía dando vueltas allífuera. «Qué raro», pensó. ¿Habíavuelto? Tal vez para podarle los rosalesque había justo delante de la ventana.No, todavía no tocaba, o... Eva miróhacia arriba, hacia las botas; unas botasmilitares, las reconoció enseguida.Había dos pares, por lo tanto no era

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Lauritsen. Lauritsen llevaba sandalias.Primero se quedó completamente quieta,oyendo cómo cuchicheaban. No fuecapaz de oír lo que decían. ¿Quiéneseran? ¿Los vecinos? Seguíancuchicheando. Lo único que captó fue:«... la parte posterior.»

¿La parte posterior? ¿Qué significabaeso? La parte posterior de la casa, claro.Por fin se puso de pie y subió lasescaleras. No vio a nadie por la ventanade la cocina. Abrió la puerta que daba ala calle. Nadie.

—¿Hay alguien? —gritó.La oscuridad le contestó, vacía, muda.Volvió a cerrar. Puso la cadena, por si

acaso. Si llamaba a su padre, estaría allí

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en cinco minutos. Tal vez fuera unabuena idea.

«No, Eva —se dijo—: Ahora haz elfavor de controlar tu psicosis agudaprovocada por un trauma infantil y porhaberte quedado sola con esta jodidacasa y una deuda gigantesca y...»

Fue entonces cuando los vio. Estabanen su salón, a apenas unos metros deella, como si vivieran allí, como sipertenecieran al lugar. Vivían en susalón, con máscaras negras cubriéndolesla cara. Eva reaccionó. Como en unsueño, sus piernas corrieron demasiadolento, como si no pudiera moverlas losuficientemente rápido. Corrió hacia lapuerta principal. Uno la alcanzó cuando

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ya tenía la mano en el pomo.—¡Socorro! —gritó, y sintió una mano

que le tapaba la boca. La apretaba confuerza. Eva se mordió la lengua cuandointentó zafarse. Había abierto una de lascerraduras; la segunda, la de la cadena,se le resistía. El otro hombre la alcanzóy consiguió arrancarle los dedos de lacadena. Eva gritó, gritó tras la enormemano y el sonido se ahogó, sintió cómoel otro la agarraba de las piernas, comosi no pesara nada, como si no fuera másque un animalito indefenso, un pollo oun cabrito a punto de ser sacrificado,algo tan pequeño y ligero que era lógicoque alguien pudiera decidir sobre él. Ladejaron en el suelo, en medio del salón.

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Eva seguía gritando tras la mano, perono lo suficientemente fuerte para quealguien pudiera oírla. ¿Se reuniría conMartin? ¿Iba a morir? ¿Por qué? ¿Quéhabía hecho, robar un teléfono? El rostrode uno de los hombres, el que le tapabala boca, estaba muy cerca del suyo. Depronto, cuando renunció a seguirgritando, olió su aliento. Olía aalbaricoque. ¿Podía ser? ¿O solo olía aalcohol? No, tal vez a alcohol mezcladocon otra cosa, con menta. A lo mejor sehabía tomado una par de copas paraconfortarse y había intentadodisimularlo con un caramelo. De repentelo sintió. Era casi peor que morir... Elotro le desabrochó el primer botón de

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los tejanos. No. Lucharía. En lugar deintentar gritar cerró las mandíbulas y losdientes sobre su mano. Lo mordió, lomordió como una fiera, atravesando elfino guante. Sabor a sangre en la boca.El hombre no gritó. Se limitó a gruñirantes de golpearse el pecho con la otramano. Una vez. Dos veces. Eva abrió laboca para respirar, él apartó la mano.Volvió a gritar, el otro le agarró lamandíbula y se la apretó. Sus labios sejuntaron hasta cerrarse, le pinzó la narizcon el dedo pulgar y el índice y le cortóla respiración. Le bajaron los tejanoshasta debajo de las rodillas. Allí sequedaron. Luego la pusieron de lado,tranquilamente, con mucha

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profesionalidad, y le ataron las manoscon una brida de plástico. El hombreapartó la mano de su boca un instante.No tuvo tiempo de gritar. De pronto lecubrieron la parte inferior de la cara conuna ancha tira de cinta adhesiva. Leenvolvieron la cabeza con ella, como sifuera un paquete que hubiera que sellar.Muy apretada, la cinta le tiraba del pelo.La brida de plástico se le clavaba en lasmuñecas.

No se dio cuenta de que le habíanatado los pies hasta que intentómoverlos. Estaba echada de lado, peroseguía viendo desde el suelo. Vio cómose relajaban: para ellos había pasado lopeor, parecía. Uno se sacó un cordel

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fino del bolsillo. Lo ató a las bridas quele rodeaban las manos y los pies, llevóel cordel hasta su cabeza y se lo enrollóal cuello con movimientos rápidos,como si lo hubiera hecho cientos deveces. Una vuelta, dos vueltas... Leapretaba. Eva tuvo que echar los brazoshacia atrás todo lo que pudo, a pesar detenerlos atados a la espalda, para noahogarse. Eran profesionales. Sabían loque hacían, cómo atar a un ser humanode pies y manos de manera que le fueraimposible moverse, para que tuviera queemplear todas sus fuerzas en quedarsequieto, en evitar los calambres, en notensar el fino cordel alrededor de sucuello. El tipo al que había mordido se

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quitó el guante. Le sangraba la mano,mucho. El otro se la vendó con cintaadhesiva, rápidamente, estabaacostumbrado a detener hemorragias. Lamiraron. Cortó un nuevo pedazo de cintaadhesiva y le tapó los ojos. Duranteunos instantes, el pánico se apoderócompletamente de ella. Surgió unpensamiento en su cabeza: si hubieranquerido matarla, lo habrían hecho hacíaya tiempo. Eva prestó atención y oyócómo vaciaban el contenido de su bolsosobre la mesa. Repasaron sus efectospersonales tranquilamente. Luego uno sepuso a registrar el salón, oyó un par depies que se paseaban. ¿Dónde estaba elotro? A lo mejor había subido al piso de

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arriba, a su dormitorio. A lo mejor eransimples ladrones o estaban buscandoalgo en concreto. A lo mejor solopretendían robar un poco antes deviolarla, como los mercenarios en losviejos tiempos. Salvo que Eva no teníaenemigos, que nadie quería iniciar unaguerra contra ella, que nunca le habíahecho daño a nadie. Únicamente a ladama de compañía.

El otro volvió. Eva intentó girar lacabeza para oírle mejor.¿Cuchicheaban? ¿Realmente oyó unquedo «no» antes de que retomaran labúsqueda? Estaban buscando algo enconcreto, no solo dinero, de eso estabasegura. Pasó un coche por la calle. El

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ruido los llevó a detenerse unossegundos. El salón estaba sumido en unprofundo silencio. Luego oyó cómo unode ellos abría y cerraba los armarios dela cocina tranquilamente. El que sehabía quedado en el salón se le acercó.Percibía su presencia. ¿Había llegado lahora de que la violaran? Y luego lamatarían. Subiría hasta el lugar dondeestaba Martin, aunque no creía en esascosas. El hombre se arrodilló y dejóalgo en la mesita de centro, algo pesado,tal vez un arma. Le bajó los pantalonesun poco más. Palpó los bolsillos, tantolos de delante como los de detrás, denuevo con movimientos pausados, sinningún pánico. Tampoco allí encontró lo

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que andaba buscando. Seguía sentado asu lado. Eva notó que la miraba. Luegolo sintió a él. Primero le acariciólevemente la frente con el dedo corazón,después le recorrió el muslo con lamano. Estaba a punto de suceder. Se leaceleró la respiración, se echó a llorar,quiso liberarse, pero cada vez que semovía un poco el cordel le apretaba elcuello. Seguía sintiendo su mano en elmuslo. La mano le rozó las braguitas,cerca de la entrepierna, con un solodedo dibujó un par de círculos. Seinclinó sobre ella, acercó el rostro alsuyo. Eva podía olerlo. ¿Ahora, qué? Elhombre se había apartado. Se levantó.Se alejó. Estaban buscando algo en

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concreto. Algo que no habíanencontrado, ya no tenía ninguna duda.Presintió su descontento cuandovolvieron al salón. Pasaron por su ladoy desaparecieron. Silencio. ¿Estabasola? Se quedó unos minutosescuchando, casi deseando quevolvieran. ¿Se iba a quedar sola echadaen el suelo? No podía moverse. ¿Cuándovendría alguien? Calculó. Al díasiguiente por la mañana no acudiría a laguardería pero no llamarían, selimitarían a tachar su nombre, creeríanque estaba enferma o que, sencillamente,se había quedado en casa sin más, queera una de las que simplemente sehunden. Su padre o Pernille llamarían a

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lo largo del día, tal vez bien entrada latarde. Sí. Se quedaría allí echada casiveinticuatro horas. ¿Y qué pasaríacuando su padre no pudiera hablar conella? Porque no iría a su casa hasta talvez al día siguiente. ¿Podría soportarlotanto tiempo? ¿Sería capaz de sobrevivirdos días con sus noches sin moverse ysolo con un poco de aire que aspirabapor la nariz? Sin agua, sin...

Intentó volverse, pero le dolía la pieldel cuello. Estaba echada sobre elcostado izquierdo. ¿Sería capaz devolverse sobre el derecho sin que leapretara demasiado? ¿Por qué iba a sermejor el costado derecho? «¡Piensa,Eva, piensa!» Lo intentó. Pensó en la

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muerte, en los niños de El Manzanal, enMalte, en el dibujo tal vez de unasesinato. ¿Qué le importaba a ella? Alo mejor el tío se lo merecía. No. Evacreía en el sistema judicial. Nadiemerece ser asesinado. Bueno, sí, tal vez,pero en cualquier caso era mejor nohacerlo, era preferible castigar conpenas de prisión, y tal vez el tío deMalte no se lo merecía. Aspiró por lanariz, profundamente. Los mocos ledificultaban la respiración. Hizo algoque celebraba que nadie pudiera ver:sopló. El moco le colgaba de la nariz,pero así le resultaba más fácil respirar.Tenía los muslos empapados, no sehabía dado cuenta hasta entonces. Se

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había orinado de miedo. «De acuerdo,Eva. Aquí estás, empapada de orina ycasi muerta. ¿Y ahora qué? ¿Quéquieres? Quiero vivir.» No acabaríancon ella. Aquello no se había terminado,no aquella noche. Lo primero seríacortar la cuerda que le unía los pies alcuello. Necesitaba algo afilado, algocontra lo que frotar los pies, algo contralo que pasar la cuerda hasta que cedieray se cortara. ¿La pata de una mesa?Tardaría un siglo. Empezó a avanzar aempellones. Podía hacerlo, centímetro acentímetro, como un caracol. ¿En lacocina, tal vez? Sí, pero no conseguiríalevantarse, era imposible, y tenía lasmanos atadas. Tenía que cortar la

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cuerda; si no, no podría hacer nada.Cogió aire. Necesitaba algo afilado a

ras de suelo. Se puso a repasarmentalmente la distribución de la casa.A lo mejor había una astilla en algúnlado, un tablón del suelo con un bordecortante. O... ¿Había sido anteayercuando se le cayó el sacacorchos? Sí,mientras hablaba con Pernille. Habíaabierto una botella, se le había caído elsacacorchos, le había dado perezarecogerlo y se había dejado caer en elsofá con el Cabernet Sauvignon. ¿Qué lehabía dicho por teléfono a Pernille? «Sino encuentro el sacacorchos mañana porla noche, recuérdame que se me ha caídoal suelo, debajo de la cocina.» ¿Bastaría

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para cortar el cordel? ¿Lo alcanzaría?Eva inició el largo viaje arrastrándosepor el suelo sucio y polvoriento.Estornudó; fue un sonido inocente en unahabitación oscura que albergaba dolor yuna terrible atrocidad. Dejó atrás elsofá, con la punta de los dedos tocó suspatas, las patas del sofá del piso deMartin. Pausa. No, tenía que seguir.«Plantéatelo como un ejercicio, como siestuvieras practicando un fantásticoprograma de entrenamiento.» Se imaginóa cientos de mujeres echadas como ellaen el suelo de un gimnasio, con lasmanos a la espalda, una venda en losojos, arrastrándose por el suelo comorenacuajos varados mientras un

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entrenador les gritaba palabras deánimo.

Casi había llegado a la cocina. Teníaque conseguir cruzarla. Le dolería, lecortaría la respiración durante tal vez unminuto.

Eva se volvió y empujó las piernashacia la derecha. El cordel le apretabamás de lo que había esperado. Se quedósin aire, le ardía la piel. Por un segundoconsideró abandonar su propósito yvolverse sobre el lado izquierdo. «¡No,venga ya, joder!» Dejó caer las piernas.Se quedó unos instantes recuperando elaliento. Algo le corría por el cuello:sangre. El cordel le había cortado lapiel. ¿Sangraba mucho? ¿Se

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desangraría? Había llegado a la cocina.Apretó el cuerpo contra el frío acero. Elsacacorchos estaba allí debajo. Intentóalcanzarlo, tocó el corcho con la puntade los dedos. Lo acercó. Lo tenía en lamano. ¿Y ahora qué? Tenía una pequeñacuchilla. Martin solía utilizarla paracortar el capuchón de estaño del cuellode la botella. Tardó un tiempo en sacarlocon las uñas. Se le cayó el sacacorchosdos veces y tuvo que hacer un verdaderoesfuerzo para recuperarlo. ¿Qué horaera? ¿Cuánto tiempo llevaba echada enel suelo? Daba igual. Notó algo mojadoen el suelo. Por un instante creyó que eraagua, pero era demasiado pegajoso.¿Acaso el cordel se estaba abriendo

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paso lentamente hasta su aorta? Sequedó inmóvil varios minutos, pero lasangre seguía manando de su cuello. Lanotaba corriendo despacio por su piel.Tenía que trabajar más rápido. Agarró elsacacorchos, palpó la hoja del cuchillitocon el pulgar para verificar queestuviera vuelta del lado correcto yempezó a cortar el cordel. Se resistía,posiblemente era de nailon, correoso ysólido. La hoja se le escapó variasveces. Por fin cedió. Se llevó un susto.El cordel se soltó de su cuello y pudoestirar las piernas. Se las llevó al pecho,como un bebé, y pasó las manos pordebajo de los pies. Ya no tenía losbrazos a la espalda. Se quitó la cinta

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adhesiva de la boca y los ojos, respiróhondo, se palpó el cuello. La sangre nole salía a borbotones. Con esa certeza,sacó un cuchillo más grande del cajóncon el que primero se desató los pies yque luego colocó entre sus rodillas.Apretó con fuerza las muñecas contra élpara cortar la brida de plástico.

—Ha desaparecido.La voz susurrante que provenía del

salón la dejó sin aliento. Habían vuelto,Eva volvió a sentir un miedo que lavenció. Era incapaz de pensar, lo únicoque quería era gritar con todas susfuerzas. «No, ahora no. Piensa. Tienesun cuchillo en las manos. Estás mejorpreparada que antes.» Los oía

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cuchichear.—Tenemos que irnos.—Está en la casa.—Es demasiado arriesgado.—Un minuto.Eva oyó sus pasos. ¿Por qué habían

vuelto? ¿Se habían olvidado de algo?Los pasos se acercaban.

—¡He llamado a la policía! —gritóEva de repente—. Estoy en la cocina, ¡yahora voy armada! Estoy preparada paramorir, pero no sin antes llevarme pordelante a uno de vosotros. Os lo juro,alcanzaré a uno u otro. ¿Me habéis oídomalditos cerdos? La policía viene haciaaquí.

El salón estaba en silencio. Quizá sí

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que oyó pasos, no estaba del todosegura. Se quedó inmóvil durante lo quele pareció mucho tiempo, pegada a lapared de la cocina, sujetando con fuerzael cuchillo. Tenía miedo de moverse. Alo mejor se habían largado, no estabasegura. ¿Por qué habían vuelto?¿Quiénes eran esos hombres? Sopesósus posibilidades. Podía quedarse allí ointentar llegar hasta la puerta principal.Esto último la delataría. Entonces solole quedaba una posibilidad: subir laescalera a toda prisa hasta el primerpiso, meterse en el dormitorio y cerrarla puerta con llave. ¿Y luego qué?Podrían abrirla como si nada, de unapatada. Pero... la ventana estaba abierta.

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Podía correr hasta ella y saltar fuera.¿Qué había al pie de la ventana?Césped, quizás algunos arbustos. Así loharía. Planificó mentalmente la ruta: irde dos saltos hasta la escalera, subir,abrir la puerta sin mirar atrás y saltarpor la ventana. Una vez fuera, podríapedir ayuda a gritos.

Cogió aire. Entonces Eva sesorprendió de sí misma. Simplemente lohizo. Ni siquiera tuvo miedo cuandofinalmente puso un pie delante del otro.Soltó un grito de ataque en cuanto pisóel primer escalón, subió la escalera endos zancadas, cerró la puerta deldormitorio tras de sí de golpe y sequedó parada, con los dos pies en el

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alféizar de la ventana, lista para saltar.No oyó nada a sus espaldas, nadieparecía perseguirla. En cambio vio queuna furgoneta oscura se ponía en marchaal final de la calle, se apartaba delbordillo a toda prisa y desaparecía.

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Autopista de Helsingør21.46

—A lo mejor seguimos a la personaequivocada —dijo David. Iba al volantecomo de costumbre, una rutina con laque se habían sentido cómodos desde laépoca pasada en Irak.

—Era ella —contestó Marcus, y seacordó de la mano. No había vuelto apensar en el mordisco desde que habíansalido de la casa. Había pensado en

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ella, en la periodista, en los libros quehabía visto en el sótano. Periodismo deinvestigación. Pensó en su sexo, en quele había palpado la entrepierna. Nuncaantes había hecho algo así. Nunca.Aquella mujer tenía algo, algo que él nocomprendía. Se quitó el guante. Estabaempapado de sangre. Se lo teníamerecido, pensó. No por haberla atado;incluso podría haberle quitado la vidasin por ello sentirse tan mal como sesentía por lo de su sexo, por haberletocado la entrepierna caliente con eldedo. ¿Por qué? Porque era pocoprofesional. Levantó la cinta adhesivacon cuidado. La sangre empezó a correr.Por un instante fue como si la sangre de

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ella saliera de su mano, sangreprocedente de su interior, como si ellaestuviera dentro de él. Todavía eracapaz de evocar el aroma de su piel.

—No parece que la cinta americanavaya a parar la hemorragia —dijoDavid.

—Iremos a tu casa. Tú me coserás laherida.

—No soy muy bueno cosiendo. ¿Quéme dices de ir a urgencias?

—Da igual. Ya lo haré yo. Ahora novamos a ir al hospital.

—No es más que la mordedura de unperro, ¿no?

—David, me temo que todavía no loentiendes. Si tú hubieras acabado

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mortalmente herido en la casa, si ella tehubiera atravesado el pulmón con uncuchillo y ahora mismo estuvierasechado en la parte de atrás y solo tequedaran tres minutos de vida, seguiríasin querer ir a urgencias. ¿Lo entiendes?Todos somos prescindibles. Nadie estápor encima del motivo de nuestra lucha.

David cabeceó imperceptiblemente.Miraba al frente, hacia la calzada.Marcus volvió a taparse la herida con lacinta. Muy pocas mujeres lo hubieranmordido. Esta tenía algo especial, algoque Marcus solo había visto en quienesno tenían nada que perder: soldados quehabían perdido el alma; gente que habíaperdido a su familia, esa clase de

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temerarios. Marcus miró fijamente porla ventanilla, tal como llevaba haciendodesde que se habían marchado deHareskoven.

—El hombre al que abrazó.—El del bar.—¿Pudo darle el teléfono a él?—O haberlo dejado en la guardería.—Tal vez.—O no ser siquiera quien lo robó.—¡David! —gritó Marcus, algo que

hacía muy pocas veces—. ¿Cuándo vasa despertar?

—¿A qué te refieres?—¡Es la guerra! ¿Lo has entendido?

Nos encontramos en mitad de unaguerra. Estamos tú y yo, nadie más.

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¿Quieres dejarlo? ¿Es eso?David no contestó.—Párate aquí —le ordenó Marcus.

David obedeció, puso el intermitente yse metió en el arcén.

—Nos han abandonado detrás de laslíneas enemigas, ¿lo comprendes?Estamos tú y yo y lo que tú y yocompartimos. Eso es lo único, soldado,lo único que nos sacará de esta situacióncon vida. Y estamos aquí. Tenemos lasmanos manchadas de sangre. Hagamoslo que hagamos, solo saldremos de estaluchando. Si nos rendimos, si nossentamos en el arcén o nos vamos acasa, el enemigo nos encontrará.

David parecía a punto de decir algo,

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pero desistió.—¿Y quién es el enemigo? Ahora

mismo es ella. Si ella le ha dado elteléfono a alguien ya tenemos dos. Sihan conseguido desbloquearlo y se lohan mostrado a alguien más, ya tenemosvarios. ¡David! Mírame.

David obedeció.—¿A cuántos enemigos estás dispuesto

a enfrentarte por sobrevivir?—No lo sé.—¿Y de la supervivencia de qué

estamos hablando?—De la Institución.—De la Institución y de la nuestra.

Nosotros y ella. ¿A cuántos enemigos?Solo dímelo, para que yo lo sepa. ¿A

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ninguno? ¿A uno, dos, cinco?David hizo un gesto de desaliento.—¿Incluimos a los dos primeros?—Sí, inclúyelos. ¿De cuántos

enemigos estás dispuesto a deshacertepara sobrevivir? Tengo que saberlo.

Silencio en el coche. Marcus podía oírsu propia respiración.

—Sal del coche —le ordenó a David.Contempló a su viejo amigo. Sabía quehabía llegado al punto en que preferíaperder la vida que quitársela a otro.Marcus lo había observado antes, en eldesierto, en soldados que se hundíanbajo el peso de la responsabilidad, de laresponsabilidad por la vida y la muerteque uno ha asumido, literalmente, a fin

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de cambiar el mundo. Posó una mano enel hombro de David.

—Lo digo en serio. Sal del coche,soldado.

—No, puedo hacerlo.—No lo creo.—Sí. Puedo hacerlo —insistió David,

y miró la mano de Marcus—. Venga,tenemos que cosértela.

Volvió a poner el coche en marcha.Marcus sabía que David estaba roto, queya casi no podía más. En circunstanciasnormales habría enviado a un hombreasí de vuelta a casa, pero no tenía anadie más y no le apetecía quedarsesolo. Marcus sintió un temblor en elcuerpo, un repentino miedo a la soledad,

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como si algo se hubiera abierto en suinterior. ¿De dónde provenía? ¿De laperiodista? Marcus se lo quitó de lacabeza. Llevaba toda la vida solo,también en las relaciones que habíamantenido. No había compartido susinterioridades con una mujer, no erapropio de él, él no era de esos. Sabíacómo soportar el dolor, se le daba bienmanejarlo, deshacerse de él y mirarhacia delante. A menudo solo se tratabade conseguir distanciarse de losproblemas. Solía bastar con una solanoche. Casi todo parecía más sencillo ala mañana siguiente; era lo que siempreles había dicho a sus hombres. Eso eralo que debía hacer ahora. Solo

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necesitaba dormir una noche entera, algoque no había conseguido desde la nocheen que mató a Christian Brix.

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Hareskoven23.12

Uno de los agentes, el mayor, habíasalido para asegurar las pistas en eljardín. ¿Había más técnicos de camino?Eva no lo sabía, no hacía más quemirarse las manos temblorosas y luegomirar al joven agente que tenía delante yque la contemplaba con auténticaconmiseración. Estaban sentados en elsalón. Eva en el sofá, con las piernas

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recogidas y una manta de punto encima.—¿Estás segura de que no quieres

llamar a nadie? —dijo.—Totalmente segura.—Creo que estás conmocionada.—Sin duda —dijo Eva, y lo miró.

¿Eran de la misma edad? Tal vez éltuviera un par de años más.

—¿Eva?—¿Sí?—¿Recuerdas cómo me llamo?—¿Me lo has dicho?—Dos veces.—¡Ah, sí! Peter.Él sonrió.—No, Søren. ¿De acuerdo?—Søren. El agente Søren. Es fácil de

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recordar —dijo Eva con una sonrisaforzada.

Él se la devolvió antes deincorporarse en la silla, que crujió.

—Cuéntamelo todo desde el principio.—¿Desde el principio?—Estás sentada en el sótano. Has

bajado para buscar algo.—¿De veras?—Eso me has dicho.—Ah, sí, ahora lo recuerdo. Unos

viejos apuntes.—¿Y entonces has oído voces en el

exterior?—Sí. He subido las escaleras y ellos

estaban en el salón, justo delante de mí,como salidos de la nada. Me han

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atacado, me han atado y han registradola casa.

—¿Los oías hablar?—No. Sí. Cuchicheaban.—¿Pudiste oír lo que decían?—Sí, al final.—¿Cuándo han vuelto?—Sí, hablaban en voz baja de si yo

seguía aquí o me había escapado.—¿Tenían acento?—No.—¿Estás segura?—Sí. Eran daneses.El agente de mayor edad volvió a

entrar.—Hay marcas en la puerta del jardín

—dijo—. La madera es muy porosa. Es

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una casa vieja...Eva asintió con la cabeza. No sabía

con certeza si esto último había sido unapregunta velada. Le sorprendió que elagente hubiera utilizado la palabra«porosa».

—No lo sé —dijo—. Es de 1978.Tiene casi mi misma edad. Entonces yotambién soy vieja.

—Todos lo somos —dijo el agentemayor, y los dos se rieron. Volvió aponerse serio—. Es una puerta de jardínvieja, solo pretendía decir eso. Lamadera está ligeramente podrida. Esfácil entrar a robar.

—¿Vives sola? —intervino Søren, elmás joven.

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—Sí. Mi marido murió.—Lo siento mucho. Hoy no es tu día,

¿verdad?Eva se rio. Con una risa demasiado

sonora y prolongada, lo sabía, pero asíes la conmoción, llega un momento enque no te queda otra que reír para nollorar. Y no tenía ninguna necesidad dellorar, llevaba haciéndolo demasiadosmeses.

—¿Tienes algún...? —El agente mayortitubeó. Luego decidió plantear lapregunta tal cual—. ¿Tienes algúnenemigo?

—No.—Entonces, ¿por qué dices que

estaban buscando algo en concreto?

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—No lo sé. Solo sé que en ciertomodo todo me pareció tan... profesional.

—Los ladrones suelen serlo —dijoSøren—. Los asaltadores de casas vivende ello. Vigilan casas de parejasancianas o mujeres solteras y a veces lasque están un poco apartadas. El añopasado... —Miró a su colega—. El añopasado hubo cinco asaltos a casas enHareskoven.

—¿Cinco? —dijo Eva, sin saber muybien si eran muchos o pocos.

—¿Dices que crees que volvieronporque habían olvidado algo?

—Sí. Uno dejó algo en la mesita decentro. Algo pesado.

Los dos agentes miraron la mesita.

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—Tal vez una linterna —propuso Eva.—¿Y crees que volvieron por ella?—Sí.Los agentes volvieron a mirarse. Eva

se maldijo a sí misma. ¿Por qué habíadicho que parecían buscar algo enconcreto? Søren carraspeó. De prontoparecía cansado.

—Eva...—Sí.—Creo que se trata de un simple robo.—Sí.—Pero también creo que hay algo que

no me quieres contar.Miró a Eva a los ojos, preocupado,

como un amigo, como alguien que queríaayudarla. Luego miró al otro agente.

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Silencio. Eva miró por la ventana.—¿Qué hora es? —preguntó, aunque

ya sabía la respuesta—. No falta muchopara que tenga que ir a trabajar.

—Claro que no tienes que ir a trabajar—dijo Søren—. ¡Después de todo loque has tenido que pasar!

Eva cabeceó. «Ni hablar», pensó, perono le quedaban fuerzas para decirlo,para explicarles que el asalto habíatenido el efecto opuesto en ella. Lospsicópatas que habían irrumpido en sucasa, esos asquerosos cerdos que lahabían manoseado, no iban a asustarla.

Se miró las manos. Le temblaban unabarbaridad; ojalá dejaran de hacerloantes de que tuviera que trabajar en la

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cocina. No podía cortar los pepinos ylas zanahorias para los pequeños si nocontrolaba las manos.

—¿Eva?—¿Sí?Volvía a ser el agente joven.—Vamos a tener que enviar a los

técnicos aquí y, es mejor que te loadvierta, abultan un montón con todo suequipo. Luego vendré a recogerte.Tenemos que levantar acta, pero a lomejor te gustaría echarte un rato antes.¿Quieres que un médico le eche unvistazo a tu cuello? Sí, lo mejor serállevarte al hospital para que teexaminen. También podemos ofrecerteayuda psicológica.

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—No, no. Estoy bien, de veras —dijoEva, y pensó en Martin, en el día que fueasesinado, en sus compañeros, en elsoldado que iba sentado al lado deMartin en el carro blindado y al que laexplosión partió la columna vertebralpor la mitad, pero que habíasobrevivido y estaba sentado en algunaresidencia sin poder mover nada másque los músculos faciales. Ella estababien. En comparación con ellos, estababien. Atrapó la mirada de Søren y se lasostuvo.

—Decías que tienes que levantar acta.Pregunta lo que quieras.

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11 de abril

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En el tren a Roskilde07.32

Eva Katz estaba sentada en el vagónhojeando un diario gratuito y casi seolvidó de cambiar de tren. El pañuelode seda que llevaba alrededor del cuelloestuvo a punto de quedárseleenganchado en la puerta cuando saltó alandén. ¡Qué bonito si el pañuelo que sehabía puesto para ocultar las marcas delcuello le hubiera causado la muerte! Se

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echó a reír: primero casi asfixiada,luego colgada de un tren regional condestino a Næstved, arrastrada del cuellocomo un perro por las vías de tren. Evareía y la gente que pasaba por su ladodebía de pensar que no estaba en suscabales. Un hombre le sonrió. Su risadesenfrenada no tenía visos de parar.Sacó el teléfono entre hipos y se loacercó a la oreja. Así parecía que seestaba riendo de algo que alguien lehabía dicho. Enseguida empezó a recibirmiradas más comprensivas. «Si ellossupieran.» Estaba realmente loca. Losabía. Era capaz de verse a sí mismadesde fuera, tal como le pasa a la genteque ha sufrido un accidente de tráfico:

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hay tres personas destrozadas en elcoche y la superviviente anda a gataspor el asfalto con sangre en la cara y sinparar de decir: «No encuentro elpasador del pelo.» Sufría esta clase delocura, de conmoción, de colapso.Muchos nombres para una misma cosa.

Cuando Eva atravesó la guardería endirección a la sala de personal, volvió apensar en un accidente. Había sucedidoalgo terrible y todos corrían de un ladopara otro, sumidos en su propiaconfusión, tal como se sentía ella.

—¿Eva?Se volvió. Era Kamilla, con una

mirada triunfante.

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—Sí. Quiero decir, hola —dijo Eva.Kamilla cerró la puerta de la sala.

Estaban solas.—He decidido que no puedo vivir con

ello.—¿Con qué?—Con la decisión de mantener la boca

cerrada.—¿Acerca del niño en el bosque?—Sí. Tanto acerca de eso como de lo

tuyo de ayer, la manera en que teacusaron. Le he dicho a Torben quesubiremos a hablar con él.

—¿Subiremos?—Sí, tú y yo.—Preferiría no hacerlo —dijo Eva, y

se aclaró la garganta—. No creo que lo

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del bosque tenga nada que ver conmigo,y lo del teléfono de ayer...

—¡Claro que no puedes vivir con ello!—la interrumpió Kamilla—. Si no terebelas, pensaremos que fuiste tú quienlo cogió, y no fuiste tú, ¿verdad?

—No, por supuesto que no.—Exacto. ¿Y por qué crees que Anna

está de baja por enfermedad hoy?—¿Porque no se encuentra bien?—Porque no se quiere pegar

demasiado a Torben en este asunto.Torben se ha aislado. Ocultar lo delbosque estuvo mal. No podemos vivircon ello.

—¿Quiénes?—Nosotros, en la guardería —dijo

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Kamilla—. Los empleados. No podemosvivir con ello.

A Torben no le gustaba la situación.No parecía capaz de tener las manosquietas. Además, estaba lo de susonrisa. «Demasiado ancha y forzada»,pensó Eva. Kamilla no sonreía.Simplemente se sentó al lado de Eva ymiró expectante a Torben, que echó lasilla de oficina ligeramente hacia atrás,tal vez para crear más distancia con lasdos mujeres que tenía enfrente. Un parde manchas de sudor se extendían en susaxilas.

—Bueno, teníamos que hacer unseguimiento del episodio de ayer —dijo,

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y fijó la mirada en un punto entre ambas—. Fue un día algo turbulento, creo queestaremos de acuerdo en eso.

—¿Ha aparecido el monedero? —preguntó Kamilla.

—El teléfono —la corrigió Torben—.No, que yo sepa, no. Creo que piensadenunciarlo a la policía.

—Pero ¿está segura de que fue aquídonde desapareció? —dijo Kamilla—.A lo mejor ya lo había perdido cuandollegó.

—Lo rechaza de lleno. Dice que sabeque lo tenía cuando entró en laguardería. Pero es posible que seequivoque, claro, y también es por esoque me gustaría disculparme.

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Torben miró a Eva. Por un instantedejó que sus dedos toquetearan elcolgante que llevaba alrededor delcuello, el diente de un animal marino,pensaba Eva.

—Por haber sospechado de ti de esamanera... —Se interrumpió a sí mismo—. Pero supongo que estaba un pocoestresado.

Eva lo miró. Intentó concentrarse en lasituación. Todavía le daba vueltas en lacabeza la imagen de sí misma llegando ala estación de Næstved arrastrada por unpañuelo de seda. También le pareció quesu voz sonaba extraña cuando finalmentedijo algo, aunque los demás no lonotaran.

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—¿Cómo está la niña?—Teniendo en cuenta las

circunstancias, Esther está bien —dijoTorben, a todas luces encantado depoder hablar de otra cosa que no fuerael teléfono desaparecido—. Esta nocheha estado en observación en el hospital,pero ya ha vuelto a casa. Es posible quevenga mañana. Sus padres vendrán hoypara celebrar una reunión...

—Sencillamente no entiendo cómopudo suceder —lo interrumpió Kamilla.Su tono de voz era ligeramente acusador,una impresión que reforzó su mirada,que no le otorgaba ni la más mínimaoportunidad a Torben de zafarse.

—Al fin y al cabo son muchos niños

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en un lugar muy pequeño —dijo este—.Y donde hay gente suceden losaccidentes.

—Pero es que no se trata solo de laseguridad de los niños. También es muyviolento para los empleados. Si leocurre algo a uno de los pequeños quese podría haber evitado...

—Kamilla. Esto no hay quien loaguante. —Torben se inclinó ligeramentesobre la mesa en un intento deacrecentar su autoridad. Eva no estabasegura de que lo hubiera logrado—. Sémuy bien que últimamente me tienesojeriza, pero escúchame: hemos tenidoun accidente. De acuerdo, estas cosaspasan, la niña volverá pronto, no hay

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razón alguna para dar a las cosas másimportancia de la estrictamentenecesaria. Al contrario, creo quedeberíamos olvidar el asunto cuantoantes y seguir adelante, por el bien detodos.

—Pero podría haber muerto. Al igualque... Bueno, ya sabes de lo que estoyhablando. Hay decisiones con las que nopodemos vivir.

Silencio. Torben miró por la ventana.Eva notó la vibración de su teléfono enel bolsillo. Lo sacó, lo mantuvo ocultobajo la mesa. Era Rico. La habíallamado dos veces.

—¿Os parece bien si respondo?Nadie contestó. Kamilla miró a

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Torben, que seguía mirando por laventana. Parecía un jugador de ajedrezcuyo contrincante acabara de anunciarjaque mate.

Cuando Eva salió, oyó que Kamilladecía en un tono de voz imperioso queno podía ser, que la decisión eracatastrófica para todos. Mientras bajabalas escaleras en dirección a los baños,Eva pensó que tal vez Kamilla estabaequivocada, que la decisión era la mejorpara la mayoría, pero que Torben habíadado un arma cargada a sus adversarios.Recordaba las luchas por el poder en laredacción. Se le había dado bastantebien manejarse en ellas, aunque no tanbien como se le daba a Kamilla.

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—Ya estamos dentro —dijo Rico conteatralidad.

«Dentro.» A Eva le sorprendió laexpresión. Parecía de película deacción. Consideró contarle lo del asaltoque había sufrido.

—¿Estás ahí?—Sí.—Por lo visto, el último SMS que

envió fue un mensaje de despedida.¿Quieres oírlo?

Eva titubeó un instante, como situviera que vencer una barrera moralantes de acceder. Se reclinó, apoyandola espalda en las frescas baldosas.Atrapó su propia mirada en el espejo ypensó lo significativo que resultaba que

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las conversaciones con Rico tuvieranlugar a escondidas en los baños delpersonal. Rico no tenía ganas de esperara que le diera su consentimiento yempezó a leer sin más:

—«Estimada Helena, hermanita. Nopuedo más. No quiero seguir. Te quiero.Para siempre.»

Había leído el mensaje con unaindolencia pasmosa, pero tal vezprecisamente por eso las palabrasimpactaron a Eva con tanta dureza. Todoera tan sobrio, tan frío... Pensó enMartin, en la muerte. Así era la muerte,lo sabía: breve, precisa, sencilla. Lanoche que recibió la llamadaanunciándole la muerte de Martin fue

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igualmente sencillo.—Y ¡bang! —dijo Rico—. Se metió

el fusil en la boca y disparó. Sin másflorituras. Lo envió a las 08.52.

—¿Y de eso estás completamenteseguro? ¿Se envió el SMS el 8 de abril,a las 08.52?

—Absolutamente.—Pero... De acuerdo, gracias. ¿Algo

más?—Tal vez. Incluso algo muy grande.—¿Qué?—¿Qué me dices del pago?—¿Qué es eso tan grande?—Tendrás que venir esta noche a mi

casa.—Rico, ¿así es como quieres que sean

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las cosas?—Escúchame bien, guapa —dijo

Rico, en un tono de pronto amenazador—. No sé si eres consciente de ello,pero esto no es fácil para mí, ni estáexento de riesgo. Tengo un contacto queutilizo, un...

—¿Un contacto? —lo interrumpióEva.

—También puedes llamarlo unayudante devoto. Y mi devoto ayudantetampoco es gratis. Nada es gratis, ysabes muy bien a qué me refiero, ¿Sabeslo que Henrik Nordbrandt dijo en unaocasión?

—Henrik...—El poeta. Dijo, y cito de memoria:

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«He tenido a muchas calientapollas enmi vida, y me gustaría tener más.» ¿Porqué crees que siempre pienso en esafrase cuando oigo tu voz?

Eva reflexionó un instante. Necesitabala información. Era lo único quesignificaba algo para ella.

—¿Dónde vives?—No por teléfono, Eva.—¿Qué quieres decir?—Ya te lo dije la última vez. Nunca se

es demasiado prudente. Motoristas,delincuencia de bandas, todo a lo que yome dedico... Disponen de equiposmucho más sofisticados de lo quesuponemos, créeme, contactos por todoslados. En el mismo lugar que la última

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vez.—¿En el bar?—No por teléfono. Recuerdas muy

bien dónde estuvimos. Empezaremos porahí. Misma hora, mismo lugar, yentonces ya te diré dónde iremos. —Serio—. ¿Decías que te quedarías desnudaen mi salón o lo he soñado? —Ricocolgó sin despedirse.

«A las 08.52 —dijo Eva para sí—. Elmomento en que un suicida envía unúltimo saludo a su hermana antes devolarse la cabeza.» Pero había algo queno encajaba, o esa era la sensación quetenía, como cuando sientes que hasolvidado algo, pero no recuerdas qué.

Se metió en el aula Verde, donde

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estaba la agenda. Encontró la libretaforrada en la que los padres registrabana sus hijos cuando llegaban por lamañana. Hojeó el libro. Buscó algosobre Malte, algo sobre...

Faltaba una página: la del lunes. Elprimer día de Eva. El día en que Maltehabía hecho el dibujo. El borde estabaligeramente deshilachado. Alguien lahabía arrancado. ¿Por qué? Eva volviólas hojas hacia atrás. Era la única quefaltaba. ¿Por qué habían arrancadoprecisamente aquella página? ¿Para quenadie supiera cuándo había entradoMalte aquella mañana? Pero ¿por quéera eso tan importante?

«A las 08.52», volvió a oír la voz de

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Rico, la hora en que fue enviado elúltimo mensaje, las últimas palabras deBrix en esta vida. Pero ¿cuándo hizoMalte el dibujo? ¿Cuándo detectó Eva elmiedo en su mirada? ¿Cómo encajaba...?

La llamada de su padre. De pronto lorecordaba. Eva se apresuró a consultarlas llamadas perdidas de su teléfono. Supadre la había llamado y le había dejadoun mensaje justo después de que el niñohubiera hecho el dibujo. Eva seacordaba. Se acordaba de que no habíacogido el teléfono. Se acordaba de queKasper le había recordado que no podíatener el teléfono encendido en las aulas.Las 08.46; el momento en que la habíallamado su padre; el momento en que el

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dibujo estuvo terminado: el dibujo quemostraba al muerto, al tío pelirrojo.

—¿Eva?Una niña pequeña con pecas se acercó

a Eva y tiró de su manga.Tal vez la niña también dijo algo más,

pero Eva no lo oyó. En cambio, oía suspropios pensamientos. ¿Cómo podía elniño conocer la muerte de su tío si estehabía enviado su SMS seis minutos mástarde, tras lo cual se había pegado untiro?

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Systems Group14.30

—¡Adelante!La voz de Marcus sonaba ronca, no le

quedaba mucho volumen con el quecompensar la afonía. Por la mañana, lamujer de la cafetería le había preguntadosi no prefería una manzanilla. Marcus lehabía dicho que no. La manzanilla erauna pequeña señal de debilidad, al igualque lo eran la sémola de trigo, el kéfir,

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la espelta y cuatrocientos productos másque Marcus y los suyos nunca debíaningerir, cosas propias de un campamentoen una isla para madres solteras o decafeterías ecológicas del barrio deØsterbro. Allí no.

Volvieron a llamar a la puerta.—Adelante, he dicho.Trane abrió.—No te había oído.—¿Qué querías?—Sé para quién trabaja.—¿Y?—Esta mañana recibió una llamada de

Ekstra Bladet.—Claro —dijo Marcus, y sacudió la

cabeza—. ¿Con quién habló?

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—Era un número fijo de la redacción.La llamaron a ella.

—¿Sabes quién?—No.—¿Tienes el número?—Sí.—¿Has intentado llamar?—Antes quería comentártelo.—¿Cuál es el número?Trane consultó los papeles. Marcus

puso el altavoz y tecleó el número queTrane le leyó. Se miraron cuando elteléfono empezó a sonar.

—Jacobsen —dijo una voz en el otroextremo de la línea.

Marcus cogió el auricular.—Perdón. ¿Con quién hablo?

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—Tú primero —dijo el otro.Un momento de silencio y Marcus

colgó.—¿Jacobsen? —dijo, para que Trane

pudiera oír tanto la pregunta como laorden solapada de averiguar quién eraese tal Jacobsen. Por eso Trane tardódoce segundos en encontrar la respuesta.Marcus lo cronometró con su viejo relojde submarinista.

—Jacobsen, Rico —dijo Trane, yprosiguió—: Premio Cavling por sutrabajo con la delincuencia de bandas.Dirección secreta. Han atentado contraél. Los motoristas...

Marcus acercó su silla.—¿Hay una foto?

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Trane le dio la vuelta a la pantalla.Rico Jacobsen aparecía sonriente en lafotografía. El día antes, al abrazar a Evafrente a la estación de Nørreport, nosonreía. «Hay algo extraño en esteabrazo», había pensado Marcus mirandoa los dos jóvenes de lejos.

—¿Ha llegado David?—No. ¿Quieres que lo llamemos?—Ya lo haré yo. Buen trabajo, Trane.

Empezaré por ahí.

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Bar Bo-bi18.50

«Aire fresco», pensó Eva, antes decoger aire y llenarse los pulmonesdurante unos largos y gozosos segundos.Luego empujó la puerta y entró en el barlleno de humo. Eva se sentó a la barra,como la última vez. Nueva camarera.Louise, oyó que la llamaba uno de losclientes habituales.

—¿Qué decías?

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—Vino blanco, gracias.Eva intentó tranquilizarse, relajarse,

pero su mirada se negaba a obedecer yseguía buscando rostros, buscando otrasmiradas, gente que la mirara. ¿Alguienla perseguía? ¿Alguien la vigilaba?«No», pensó. No se veía a ningúnsoldado por ningún lado. Estaba casisegura. ¿Y Rico? ¿Qué había sido de él?Había llegado un poco tarde apropósito, precisamente para evitarparecer una soltera desesperada. ¿Quéhabían acordado, en realidad? ¿Que severían o que le dejaría un recado? Evaesperó hasta que la camarera pasó porsu lado.

—Disculpa.

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La camarera la miró.—¿Alguien me ha dejado un recado?—No.—¿Estás segura? Para Eva.—Segurísima. Sorry.Pensó en la promesa que le había

hecho a Rico: que se acostaría con él.Eso le había exigido y, además, queríaparte de su exclusiva o algo así. Unaexclusiva. Entonces, algo había. No erasolo que Eva padeciera una psicosisaguda. ¡Maldita psicóloga! No pensabavolver a su consulta jamás. ¡Uf!, lospensamientos le daban vueltas en lacabeza, ¿por qué no llegaba Rico?

—¿Puedo sentarme aquí un rato?Miró al joven. Tenía la piel muy

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blanca, el pelo negro y fino, como unvampiro.

Eva se levantó, se colgó la chaquetadel hombro y fue hacia la salida. Nosoportaba estar allí. Alguien se rio a susespaldas.

Una vez fuera, sacó su teléfono yllamó a Ekstra Bladet. Preguntó porRico, pero no estaba, le explicó unasecretaria de redacción.

—¿Y dónde dices que vive? —preguntó Eva.

—No te lo puedo decir —fue larespuesta.

—Venga. Soy una vieja amiga. Trabajoen Berlingske. Eva Katz. Puedesbuscarme en Google.

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—Lo siento, Eva.—De acuerdo, gracias —dijo, y colgó.

Luego se preguntó si se había rendidocon demasiada facilidad. «No», pensó.Tenía que haber otra manera de dar conél. Cruzó la calle, se alejó del bar.Seguía sintiendo la mirada del vampiro,triste y hambrienta. Buscó en suteléfono, aunque apenas le quedababatería. La dirección de Rico noaparecía en el callejero de Krak. Buscósu perfil en Facebook, pero no aparecíasu dirección. Dio unos pasos hacia unlado, porque una rejilla había soltado unpoco de vapor. A lo mejor fue el metrobajo sus pies lo que la indujo a pensaren Nueva York y en Tim. Tim, que era

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medio estadounidense y que tambiénhabía estado matriculado en la facultadde periodismo, uno de los pocos a losque Rico había respetado realmente.¿Seguirían en contacto? Fue fácilencontrar a Tim en la Red, asociado ados números de teléfono. Eva marcó elprimero y esperó.

—Aquí Tim —oyó decir a un hombreque no había dedicado los años adeshacerse del acento estadounidense.

—Hola, Tim —dijo Eva, esperandopoder evitar demasiada cháchara—. SoyEva Katz. ¿Te acuerdas de mí?

—¿Eva?—Fuimos juntos a la universidad.—¡Ah, esa Eva!

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—Eso es. Esa Eva. Eras amigo deRico. ¿No tendrás por casualidad sudirección?

El inmueble de la plaza deGråbrødretorv estaba siendo restauradoy apenas era visible tras los andamios.

Solo aparecía su apellido en elportero automático. Eva llamó al timbrey esperó. A lo mejor no funcionaba. Depronto dudó. ¿Habían quedado otro día,tal vez al día siguiente?

—¿Vas a entrar? —Una joven abrió lapuerta desde dentro—. ¿Qué tal llevas eldesorden? —preguntó.

Eva sonrió.—Gracias —dijo, y dejó que saliera.

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—Vamos a hacer una cosa —dijo lachica, y quitó el seguro de la puerta—.Solo voy al quiosco, ya la cerraré luego.—Se fue sin mirar a Eva.

Bártulos de pintor y cubos, unacarretilla apoyada contra la pared,partes del suelo y de las escalerascubiertas de plástico, olor a masilla ypintura, productos de limpieza, revoquey polvo suspendido en el aire. Lo notabaen los ojos y en los pulmones.

Cuarta planta. Los andamios tapabanlas ventanas y dejaban fuera la luz delatardecer. No había ningún nombre en lapuerta, pero puesto que vivía una mujeral lado, Eva aplicó el método deeliminación y llamó a ella. Nada. Posó

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la mano en el picaporte y lo bajó. Lapuerta se abrió.

—¿Rico?¿Oyó algún ruido en el interior?

¿Estaría echado en la cama esperando?¿Formaba eso parte de su juego, de suvenganza por lo calientapollas quesegún él había sido? ¿O pasaba algo?«No. Ahora no te vuelvas paranoica», sedijo.

—Rico —volvió a decir. Ya sonabamejor, más relajada.

Sobre la mesa del comedor habíapequeños montones de papelesordenados. «Privado», leyó Eva en lacarpeta de encima. Un MacBook abierto,tazas de café, vasos de agua, carpetas de

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anillas, una botella de vino tinto abiertasin acabar.

—¿Rico?Tal vez debiera esperar allí a que

volviera. Dejó su bolso. Intentóimaginar cómo sería acostarse con él.¿Debía sorprenderlo? Quitarse la ropa,tal como él deseaba que hiciera, yquedarse desnuda esperándolo.¿Realmente era lo que quería? ¿Y si sellevaba un susto y se arrepentía? «No,gracias, creía que tenía ganas de ti, peroahora ya te he visto sin ropa...» ¡Seríamuy humillante! Entró en el dormitorio.La cama estaba sin hacer, con el edredóntirado en el suelo. Miró las sábanas.Algo la empujaba a echarse, a sentir sus

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sábanas contra la piel desnuda. Se dioasco.

—No —dijo, y miró a su alrededor.Un armario ropero, una mesita de noche,un par de zapatos, un libro con el lomohacia arriba, una servilleta que hacía lasveces de punto, seguramente del Bo-bi.Además podía oler su loción paradespués del afeitado. ¿Era eso lo que laanimaba a sentir algo que hacía tiempoque no sentía? El sentimiento seguía allícuando cogió un vaso de agua en lacocina y se miró en el espejo del baño.¡Qué extraño, olía a vómito!

Se quitó la chaqueta en el salón. Sequedó unos minutos sentada en una silla.Tenía ganas como mínimo de seguir

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quitándose la ropa, de esperarlo en lacama como alguien a quien se lo hanordenado. Un intercambio de favores.Una cosa a cambio de la otra. Sí, sirealmente quería follarla cuandovolviera a casa, al menos tenía quesaber que era una puta, porque eso erarealmente lo que era. A lo mejor noimportaba. El amor era algo que habíaperdido. Estaba por los suelos, como ungran valor interior, algo que sin dudaestuvo allí, pero que se había roto.Entonces, ¿por qué no un poco de sexo?Al menos podría dar placer a los demás.Se quitó los pantalones y la blusa.Apenas alcanzaba a comprender queestuviera de pie en el suelo recién

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pulido de Rico, en bragas y sujetador.Se sentía ligeramente enferma, quizá conun poco de náuseas, un poco asqueadade sí misma, de no entenderse a símisma.

—Todo... —susurró, y se acordó de unlibro que había leído sobre una mujerfrancesa a la que ataban y azotaban, yque lo disfrutaba. Eva se sentía como sila sangre hubiera abandonado su cabeza;estaba mareada cuando se agachó paraquitarse las bragas. Había dejado que elvello de su pubis creciera. No se habíapreparado. Ya era demasiado tarde paralamentarlo. Se quitó el sujetador. Yaestaba lista.

—¿Era así como lo querías?

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Se acercó a la ventana, echó un vistazoa la plaza. No veía a Rico por ningúnlado. Entonces notó que el cristalinferior de la ventana estaba roto. Habíapequeñas manchas de sangre en elalféizar. Eva pasó el dedo por ella. Erasangre fresca. Rico se había cortado. Alo mejor estaba en Urgencias. Fue lo quepensó por unos segundos. Luego locomprendió, la certeza la golpeó delleno. Habían estado allí. Ellos. Miró alsuelo. También había manchas de lasangre de Rico. Lo habían acarreado porel salón, como habían hecho con ella.Siguió el rastro de las manchas desangre. Acababan en el dormitorio, bajoel edredón del suelo.

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—¡Dios mío! —musitó. Avanzó dospasos, agarró el edredón y tiró de él.

El sonido de un cubo volcado. Loregistró sin entender que había sido ellaquien lo había volcado. Las escalerasbajo sus pies estaban vivas, dientes deun depredador que la había elegidocomo presa. Comprendió que estaba enel rellano de la escalera. De algunamanera había conseguido vestirse.Seguía sin ver otra cosa que los ojos deRico, muertos, la entrada de la bala ensu frente, como un tercer ojo. Seprecipitó escaleras abajo, lejos, lejos dela sangre en el suelo y el ojo entre susojos. Llegó a la calle principal de

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Strøget sin detenerse.—Para, Eva —dijo en voz alta—.

¿Qué estás haciendo?El teléfono, el iPhone de Helena,

¿estaba sobre la mesa? Eva cerró losojos e intentó reconstruir el escenario,pero lo único que vio fue a Rico echadoen el suelo, la sangre debajo de sucabeza, el ojo. Debía volver cuantoantes y buscar el teléfono. Eso era loque tenía que hacer. Dar con el teléfono,examinarlo, encontrar lo que Ricopensaba que era importante que viera.Volver.

Enfiló Klosterstræde. Volvió a laplaza. Le sorprendió que el portalestuviera abierto, pero entonces recordó

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que la chica le había quitado el seguro ala puerta. Entró. No vio a nadie. Subiólas escaleras a toda prisa y volvió alpiso. Voces en el hueco de la escalera.Más que oírlas las intuyó y se apresuró acerrar la puerta. Se adentró en elsilencio. Ahora podía oler la sangre, ¿oera simplemente que sabía lo que habíaen el dormitorio? Entró en el salón.«¿Dónde está?», se preguntó. No estabaen la mesa. Bueno, tal vez debajo... No,nada. ¿En la estantería? Tampoco. ¿Lohabía escondido en algún lugar? ¿En uncajón? En algún cajón del dormitorio,por ejemplo. Entró rápidamente en eldormitorio y se quedó un instantemirando el cadáver de Rico. Había

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conseguido que lo asesinaran. ¿Alguienhabía dicho calientapollas? Pobrehombre. Se sentó en el borde de lacama. Menos mal que había vuelto.Había imágenes e impresiones tanterribles que no podías soportar verlas otenerlas una sola vez. Una paradoja. Hayque mirar fijamente, hay que llegar a unacuerdo con el horror, el odio y elmiedo. Mirarlo, asimilarlo del todo, yluego darle la vuelta. Lo sentía dentro desí: la muerte de Rico la endurecía, leexigía algo.

—Venga a Rico —masculló. Él nodijo nada, simplemente miraba al techo.Consideró cerrarle los ojos, le hubieragustado hacer algo por él. Lo mejor

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sería no dejar rastro de su presencia.Secó el vaso del que había bebido.Recorrió el piso, intentó recordar dóndehabía estado, qué había tocado. No esque importara demasiado; ya puestos,podría haber visitado a Rico la semanaanterior. ¿Y la mujer que la había vistode pasada, cuando entraba? Podría decirque había estado allí, pero que Rico nole había abierto la puerta. Nadiesospecharía de ella. No tenía ningúnmóvil.

Revolvió los cajones. Miró debajo dela cama. Nada. A lo mejor se habíanllevado el teléfono los que habíanasesinado a Rico. Lo habíansorprendido en su casa y él se había

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resistido. Tal vez había escapado a lacocina, donde habían llegado a lasmanos, y Rico había conseguido zafarsey huido al baño, o lo habían arrastradohasta allí, y allí era donde le habíandisparado a quemarropa. El asesinohabía huido, pero antes había corridohasta el salón, donde estaba el teléfono,encima de la mesa, y se lo habíallevado. ¿Era una posibilidad realista?Reflexionó. Sí, era probable. «Sal deuna vez.»

Voces en el rellano. Oyó que la puertadel piso se abría mientras corría haciala cocina. Una voz susurró:

—Hay alguien dentro.Otra contestó, pero para entonces Eva

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ya había abierto la puerta de la escalerade servicio y estaba bajando. Laescalera estaba desvencijada. No habíaluz y Eva tuvo que abrirse paso aoscuras. Oyó ruidos a su espalda. ¿Laperseguían los hombres? Tal vez. ¡Sigue!Los últimos escalones y estaría fuera.Aire.

Miró a su alrededor. El patio estaba enpenumbra. Había varias salidas. Corrióhacia la más próxima. Sintió un instantede pánico al pensar que tal vez loshombres la esperaban, pero no habíanadie. Salió del patio. Se hallaba en unacalle cuyo nombre desconocía. Doblóuna esquina, siguió recto y, pocodespués, salió a Købmagergade. Una

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escalinata.«¿Qué hago ahora?» La frase daba

vueltas en su cabeza. «¿Qué hagoahora?» No se atrevía a volver a casa,hasta allí atinaba a pensar. Seguramentevolverían por ella. Pero ¿dónde podía iry quiénes eran ellos? Los que habíanasesinado al tío de Malte. Los quehabían atado y casi matado a Eva. Losque habían asesinado a Rico. Y todoeso, ¿por qué?

Centro de la ciudad, una nochecualquiera. No había mucha gente. ¿Quéhora era? Eva se compró un café en un7-Eleven, solo por hacer algo.

—¿Estás bien? —le dijo el joven que

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había detrás del mostrador.—Estoy perfectamente.—¿Seguro?Se le notaba. Naturalmente que se le

notaba el miedo que tenía. Cruzó laRådhuspladsen. Consideró meterse en untaxi. ¿Para ir adónde? «¿Qué hago?»

Se sentó en un banco e intentó pensar.Miró su teléfono. No le quedaba bateríay, además, ¿para qué lo quería? No laiba a ayudar. No surgían ideas de él, almenos nada que le sirviera a nadie.Tenía solo preguntas, muchas preguntas:¿Debía acudir a la policía? Entonces,¿qué diría con respecto al robo delteléfono? «¿Irán por mí los asesinos?¡Yo qué sé! Sé que Malte lo sabía, con

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toda seguridad. Sabía que su tío estabamuerto antes de que este le enviara suúltimo SMS a su hermana. Es decir, queno fue el tío quien envió el SMS. Que nose pegó un tiro, como tampoco lo habíahecho Rico.» ¿Qué más sabía? Todogiraba en torno a Brix. ¿Podía siquieraestar segura de ello? ¿Y quién era Brixen realidad?

Se levantó, reunió fuerzas y se obligóa pensar en distintas posibilidades hastael final, mientras se limitaba a andar sinrumbo.

«No —se dijo—. Piensa conclaridad.» ¿Qué pasaría si acudía a lapolicía? Si simplemente lo contaba todotal como era: que le había robado el

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teléfono a Helena y luego habíaintentado desbloquearlo, y que cuandofue a casa de su ayudante se lo encontrócon una bala en la frente debajo de unedredón. En muchos sentidos sería sinduda lo más correcto. Poner las cartassobre la mesa. Por otro lado, ¿cómo setomarían en su nuevo puesto de trabajoel robo? Una pregunta carente desentido, puesto que ya conocía larespuesta: la despedirían. Por supuesto.En una guardería no se puede tenerpersonal que roba a los padres.¿También la condenarían por ello? ¿Lepondrían una multa? No tenía ni idea,pero sabía que lo último que necesitabaeran antecedentes penales para

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acompañar el perfil, ya de por sícargado, que había hecho la psicólogade ella. Psicosis aguda. Ladrona. ¿Cómoiba a conseguir alguna vez un trabajo?

Paseó por la orilla de los lagos, doblóa la izquierda y cruzó el puente deDronning Louise, sin rumbo, sin otroobjetivo que el de evitar volver a casa.Nørrebrogade. Más taxis. Un borrachocantando en mitad de la calle. Empezabaa notar el frío. Entró en un bar. Pidió unacerveza y se sentó a una mesa. Laconfortó un poco. Tenía quedesaparecer. Era la idea que tenía máspresente en su cabeza. Sabían dóndevivía. Volverían. Por eso se quedaríaunas horas más sentada donde estaba.

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Esperaría a que amaneciera. Entoncescogería el primer tren de cercanías aHareskoven. Volvería a casa, haría lamaleta y se iría a toda prisa. Lejos. Eseera el plan. ¿Y luego? ¿Qué haría luego?¿Cómo podría avanzar? ¿Qué tenía?

—Malte.Se sorprendió al oír su propia voz.

Pero la voz había hablado y había dichola verdad: Malte, un niño de solo cincoaños, era lo único que tenía. Sus ojostoparon con un reloj de pared. Era muytarde, o muy temprano, según se mirara.Tenía que ir a trabajar. Al lugar dondeestaba Malte. No podía llegardemasiado tarde, no podía permitirseperder el puesto de trabajo que era su

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único acceso a las respuestas quebuscaba.

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12 de abril

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Nørrebro05.40

El proyectil. Marcus lo lavó bajo elgrifo de agua caliente. Oía a David en elsalón contiguo. Respiraba pesadamente,como un toro malherido antes de que elmatador entre a matar y le clave elestoque en el hoyo de las agujas. Davidno sobreviviría a aquello, pensóMarcus. Tal vez físicamente sí, pero sualma estaba dañada. Marcus llevaba

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horas únicamente dedicado atranquilizar a su amigo. Se miró en elespejo. ¿Sentía algo? Hacía casi diezhoras que había sujetado la cabeza delperiodista contra el suelo, con unaalmohada debajo, y lo había ejecutado.David había vomitado en el baño.Durante unos minutos todo había sido unterrible caos, pero luego habíanencontrado el teléfono móvil y Davidhabía vuelto a vislumbrar la luz. A lomejor salían de esta indemnes. Marcusmiró el proyectil. Había atravesado elhueso frontal del periodista, su masaencefálica y había salido por el huesooccipital; la almohada habíaamortiguado su velocidad y había

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acabado en el suelo de madera. No esque se notara en la forma, estaba casiintacto. Los fabricantes eran capaces dehacerlos increíblemente sólidos: eranbombas que atravesaban el hormigón yel metal, el desierto y la piedra,proyectiles capaces de traspasar acuatro hombres adultos como si fueranbidimensionales, meras dianas decartón.

David estaba en el salón, inclinadosobre su flor del desierto, que acababade regar. Había gotas de agua en elalféizar. Marcus había estado presente eldía en que David se había hecho con unpedacito de la flora de Helmand. Lachica de la aldea la había arrancado de

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raíz. Avanzó hacia ellos. Marcus quitó elseguro del arma automática. A lostalibanes les daba igual sacrificar a unacría de cinco años, envolverla conexplosivos y enviarla contra soldadosoccidentales con una flor o un poco depan, algo inocente, una trampa de miel.Luego detonaban la bomba a distancia.Daban gritos de júbilo desde la lomadonde se habían escondido y desdedonde podían ver a todos los soldadosmuertos con unos prismáticos, como sifuera un videojuego. Marcus habíaadvertido del peligro a David cuandoeste fue al encuentro de la niña. Pero aDavid le dio igual. Aceptó la flor. Ellalo abrazó. Hablaron sin entenderse.

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Nadie saltó por los aires. No hasta eldía después, cuando pereció un grupo desoldados ingleses, y la niña.

Marcus se sentó frente a David. Dejóel proyectil sobre la mesa de cristal. Labala rodó tranquilamente por lasuperficie hacia David. Marcus cerrólos ojos y escuchó el tintineo inocente.Metal contra cristal; podría habersetratado de una moneda, de una de cincocoronas que pasaba de mano en mano.Durante un instante pensó en helados ychucherías, en cosas que se podíancomprar con cinco coronas cuando eraniño. Luego abrió los ojos y miró aDavid.

—No hay nada que nos señale a

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nosotros. Hemos asegurado el lugar. Fueun buen trabajo —dijo.

David sacudió la cabeza.—Trabajo —repitió.—Tal vez deberías tomarte un par de

días de vacaciones. Darte de baja porenfermedad.

—¿Y ella qué? Eva Katz.Marcus lo miró. Sabía muy bien lo que

quería oír: que no era necesario queperdiera la vida, que ya podían dejar deasesinar. Sonrió a su viejo amigo.

—Veo en ti que te resulta difícil.Ahora mismo solo eres capaz de ver loque hicimos ayer. La última mirada delperiodista. No fue nada divertido, desdeluego.

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—Nunca había visto a nadie quetuviera tanto miedo de morir. ¿Y tú?

—Un par de veces. Y ayer evitastemuchas muertes, evitaste que muchosjóvenes pierdan la vida antes de tiempo.¿Me oyes?

David se enderezó. Se apretó lospárpados como si pudiera devolver laslágrimas al lugar de donde venían. Sinembargo, se deslizaron por debajo desus manos y aterrizaron en el cristal dela mesa.

Marcus se levantó, se sentó a su lado,posó una mano sobre su hombro.

—Ahora te voy a decir un par decosas, ¿de acuerdo? Te parecerántópicas, ¿qué le vamos a hacer? Es lo

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que pasa con las verdades cuando serepiten como hacemos nosotros. Porquenos toca encargarnos de la parte difícil.Porque soportamos mucho peso sobrenuestros hombros, mucho más quecualquier otro en el reino de Dinamarca.¿David? ¿Me estás escuchando?

—Sí.—Los dos periodistas dirigieron sus

cañones contra nosotros y punto. Así desencillo. Nos habrían alcanzado.

—No hace falta que...Marcus lo interrumpió:—Sí, sí que hace falta. Vamos a hablar

de ello como hemos hecho siempre alvolver de un reconocimiento. Damosparte cuando hemos tenido una

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experiencia desagradable, cuando hemosrecibido una cicatriz en el alma.Entonces nos sentamos en la tienda decampaña, tras la alambrada, mientrassopla el viento del desierto, y lohablamos. Es lo que hacemos ahora.Estamos en la tienda, ha sido una malanoche. Porque sabemos lo que está bienhemos actuado sin perder la cabeza,hemos asegurado la situación yconseguido lo que fuimos a buscar.Hemos protegido la Institución.¿Soldado?

—Sí.—Mira Grecia, manifestantes muertos

en las calles. Mira Egipto, Siria, unsinfín de muertes. Pueblos divididos que

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vuelven a enfrentarse. Eso es lo que túhas evitado. Hay quien diría que eso eshipotético. Pero ¿lo es?

—No lo sé.—¿Es hipotético?—¿Y qué me dices de ella?—Te he hecho una pregunta.—Lo sé, jefe.Marcus se levantó. Apartó la mano del

hombro de David, que alzó la vista.—¿Qué pasa con ella?—No tienes que pensar en eso.

Procura dormir un poco. Tómate unosdías de permiso.

—¿Qué pasará con ella?—No pienses en ello —contestó

Marcus. Ya lo hacía él, constantemente,

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no sabía muy bien por qué.

Marcus celebró poder irse, salir delsalón de David. Se dirigió hacia sucoche mientras le daba vueltas a lo detener la valentía suficiente para pensarlo que la población no osa pensar. Nitiene por qué hacerlo. Lo único en loque debe pensar es en cómo ser feliz.No existe una nación feliz sobre la fazde la tierra en la que la poblacióncomún tenga que cavilar sobre lasdecisiones desagradables. Al fin y alcabo, hay muchos lugares donde la gentevive así: se levanta y piensa si tendráque matar para sobrevivir, tal vez ir a laguerra, robar, huir o rendirse. Aquí no.

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Nunca. Aquí solo unos pocos piensan enestas cosas. La familia, Marcus y sushombres, un par de generales y dos otres políticos, nadie más. El resto notiene por qué pensar en Eva, tal comohacía Marcus en aquel momento.Pensaba en sus pómulos y en sus cejas, yen la manera en que lo había miradomientras estaba echada en el suelo, justoantes de que le taparan los ojos. Sí, eranunos ojos llenos de temor, pero tambiénde algo que quizá solo había visto enIrak, en los niños, un cierto abandonoque le daba ganas de proteger, deabrazar. No, debía apartar esepensamiento de su cabeza. Debíaolvidarla, por difícil que le resultara.

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No, no era a ella a quien tenía queproteger, era al reino, se dijo. Y ellasería la última. Así recuperarían latranquilidad. Era inútil hacer lo queDavid se imaginaba que podían hacer:dejarla escapar. Siempre vuelven si nose hacen bien las cosas. Como los hijosde los guerreros talibanes muertos. Simatas al padre debes matar también alhijo, aunque solo tenga cinco años o setrate de un bebé. Así era, así es larealidad de la que un ciudadano de a pienunca debería tener que ocuparse. Larealidad de Marcus. En unos días habríadesaparecido, Marcus podía soportarperfectamente esa carga sobre sushombros. La policía lo achacaría a los

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motoristas y a que se acostaba con Rico,que ambos hechos estaban relacionadosentre sí.

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Hareskoven05.50

Eva había vigilado la casa desde lalinde del bosque durante casi una hora.No había ninguna furgoneta oscura en lacalle, pero podían perfectamente seguiren la casa. Solo había una manera deaveriguarlo: entrando.

Optó por el sendero que discurría porla orilla del lago y que la condujo hastala parte trasera de la casa. La cancela

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estaba abierta. No recordaba haberlaabierto. No pasaba demasiado tiempo enel jardín. Los jardines no eran cosa demujeres solteras. Los jardines eran algoque Dios había reservado para lafamilia, y para lo que viene justo antesde la familia: los amantes, los novios.Apretó las manos contra el cristal y miróal interior del salón. No había nadie. Lapuerta estaba cerrada. Pensó: «Puedomirar en todas las habitaciones de laprimera planta salvo en el dormitorio.»Se deslizó a lo largo de la casa y mirópor la ventana de la cocina. Por la delsótano vio sus cajas de la mudanza y susviejos apuntes, que seguían abiertos pordonde había escrito mal de ese viejo

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periodista. Él también le había habladomal a ella. Seguía sin recordar sunombre. ¿Bergstrøm? No, no era ese,pensó, y miró por la ventana de lafachada. Hacia el interior del monstruo.«Las casas son monstruos —pensó—.Sí. Nos enjaulamos con todas lasesperanzas que tenemos puestas en lavida, con nuestras ideas fijas de cómodeben ser las cosas, y allí nosquedamos.» Tal vez ese pensamiento laimpulsó a meter la llave en la cerradura,la cerradura del monstruo. A saber enqué se habrían convertido ella y Martinallí dentro. Seguramente habrían tenidohijos, tal como habían acordado. ¿Quéles habrían dado Martin y Eva? Una

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mezcla de la firme visión del mundo deMartin y el constante miedo de Eva.¡Habría tenido tanto miedo de que lespasara algo a los niños! El mismo quehabía tenido su madre y que no hizo másque empeorar después de que Eva seperdiera cerca de la Fontana di Trevi, enRoma. ¿Por qué pensaba en eso ahoraque había introducido la llave en lacerradura?

La llave en la cerradura.Todas las moneditas en el agua.Hay que arrojarlas al agua si deseas

volver a Roma, según el folclore, y suspadres se lo habían explicado allí, juntoa la fuente celestial. Eva se habíasoltado de la mano de su madre, que no

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quería lanzar más monedas en la fuente.Ella quería lanzar mucho dinero, queríaasegurarse de que volvería.

Volvió la espalda a la puerta.Había vuelto por donde habían venido.

Así lo recordaba ella, con solo cincoaños y el montón de personas que letapaban la vista. No encontraba elcoche, no recordaba dónde estabaaparcado, pero sí que tenía unasmoneditas en el asiento de atrás. Así quesiguió adelante. ¿Tal vez por aquellabocacalle?

Eva miró por encima del hombro. Lallave seguía en la cerradura. Por uninstante se sintió como la niña pequeñaque se había perdido en Roma y a la que

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nunca encontraron.—¿Qué puedo perder? —se preguntó

antes de girar la llave.

Al principio se quedó quieta en elvestíbulo, escuchando. Así sonabaHareskoven a las seis de la mañana: untren lejano que viajaba a través delbosque; un ciclista que se acercabatraqueteando desde algún lugar; el cantode los pájaros, y su propia respiración,cada vez más fuerte a medida que subíalas escaleras. Iba desarmada. Siresultaba que estaban en la casa, uncuchillo de cocina no supondría ningunadiferencia, ahora lo sabía. El dormitorioestaba vacío. Estaba sola. Volvió sobre

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sus pasos, al vestíbulo, cerró la puerta.Dos paracetamoles. Eva los encontró

en un cajón del cuarto de baño y se lostragó con un vaso de agua y un poco devino blanco.

«Siéntate un momento, solo unmomento.» Se acomodó en el sofá ybebió a traguitos rápidos. La débil luzdel alba. Tenderse. Solo un momento.Echarse en el sofá. Únicamente cerrarlos ojos.

Se despertó cuando sonó el timbre. Acontinuación una mano golpeó la puerta.¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo llevabadurmiendo? Las siete y media. Llegaríatarde. Notaba el sabor a alcohol en laboca, podía oler su propio sudor. ¿Quién

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podía buscarla a esas horas de lamañana? ¿Podría ser...?

—¿Quién es? —gritó.—Policía. ¡Abra!Esa voz... La reconoció. ¿Dónde la

había...?—¡Abra!Eva obedeció. Abrió la puerta de un

tirón y se encontró con el semblanteairado de Jens Juncker, el policía al quehabía ido a ver en la Jefatura Superiorde Policía. ¿Inspector de policía, talvez? No recordaba su rango exacto, perosí la animadversión entre los dos, sumanifiesta antipatía por la manera enque ella lo había abordado. Con el pelohúmedo y peinado hacia atrás en un

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rostro fornido y cuadrado, parecíacansado. A su izquierda había otroagente, un joven uniformado de ojos muyjuntos. El agente tampoco se presentó.

—¿Qué pasa? —dijo Eva, y miróexpectante a Juncker.

—No hace falta que preguntes nada.Solo debes concentrarte en responder.¿Podemos entrar?

Una pregunta retórica, concluyó Evacuando pasaron sin que ella hubieradicho nada.

Luego, un sentimiento sorprendente: seavergonzaba de su casa, de todo elmaterial de construcción, del caos.

—Estamos reformándola —dijo, yañadió—: Un segundo, solo quiero

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quitar esto.Cogió la manta que había en el sofá y

la arrojó sobre una silla. Nadie se sentó.—Anoche Rico Jacobsen fue

encontrado muerto —dijo Juncker, yexaminó el rostro de Eva, su reacción—.No pareces sorprendida.

—¿Quién lo encontró?—¿Que quién lo encontró? ¿Qué clase

de pregunta es esa?—No lo sé.—La pregunta debería haber sido

quién lo hizo. —Juncker la miró,vigilante—. ¿Eva?

—¿Sí?—¿Quién lo hizo?—No lo sé.

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—¿Estuviste con Rico ayer?Eva pensó un buen rato, demasiado.

¿Qué sabían?, se preguntaba.—Solo hablamos —dijo finalmente.—No has contestado a mi pregunta.Perdería su trabajo si lo decía todo. A

lo mejor podía limitarse a contar partede lo que sabía, pero ¿qué? ¿Qué debíadecir y qué callar?

—Sabemos que estuviste en su pisoayer. Tenemos un testigo y lainformación de las antenas repetidorasde telefonía móvil te sitúan allí.

—De acuerdo —lo interrumpió Eva—. Ahora mismo... —Alzó las manos enun gesto de rendición, tal vez para ganartiempo. Tenía que dejar que las últimas

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ideas se ordenaran en su cabeza—. Heestado en contacto con Rico Jacobsen.Es una historia muy larga, pero ante todoquiero decir que yo no lo maté. Nisiquiera... —Estuvo a punto de decir«entiendo de estas cosas», pero se diocuenta a tiempo de lo estúpido quesonaba.

—Adelante, cuéntanoslo todo.—Voy a sentarme, entonces —dijo

Eva, y retiró una silla de la mesa decomedor—. Ahora trabajo en unaguardería, El Manzanal, en Roskilde. Undía un niño hizo un dibujo.

—¿Un dibujo? —dijo Juncker,impaciente.

—Sí, un dibujo de un hombre que

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estaba siendo asesinado. La víctima erael tío del niño, que se suicidó pocosminutos después de que el niño dibujarael asesinato. ¿No les parece una extrañacoincidencia?

—¿Christian Brix? —preguntóJuncker.

—Exacto. Casi fue como si el niñohubiera predicho la muerte de su tío. Yentonces...

—Clarividencia —la interrumpióJuncker con sarcasmo.

Eva lo ignoró.—Tú me contaste que Brix había

enviado un SMS a su hermana pocoantes de pegarse un tiro —continuó—. Yun día... —Titubeó una última vez, pero

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de pronto una voz interior le dijo:«sigue»—. Y un día tuve la ocasión decoger el teléfono al que había sidoenviado ese SMS.

—¿El teléfono de Helena Brix?—Sí. Estuvo en la guardería y tuve

acceso a su bolso.—¿Lo robaste? —dijo Juncker con

brusquedad.—Coraje cívico —dijo Eva.—Las palabras estrambóticas no te

servirán de nada.—¿Como «clarividencia»?Juncker hizo un gesto de impaciencia.

Parecía tener ganas de pegar. Eva loignoró.

—No pude desbloquearlo —prosiguió

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—, así que me puse en contacto con unviejo amigo de la facultad deperiodismo, que tal vez podría echarmeuna mano.

—Rico.—Y, en efecto, me podía ayudar. Le di

el teléfono, lo desbloqueó y se puso encontacto conmigo.

—¿Y luego fue asesinado?Por un instante, Juncker pareció

reflexionar, como si tuviera que digerirlas palabras de Eva antes derechazarlas.

—Fueron los mismos que entraron enmi casa a la fuerza. Tuvo que ser eso loque pasó. Se trata de Brix, delmisterioso Brix del que no hay manera

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de saber nada...—¿A qué hora estuviste en el piso de

Rico? —la interrumpió Juncker.—No lo sé. Supongo que sabrás

deducirlo por los repetidores detelefonía móvil. ¿Por qué me lopreguntas?

—Porque apagaste el teléfono alentrar.

—¡No! —Eva negó con la cabeza,sacó el teléfono y de pronto vislumbróuna escapatoria—. Mira. Está muerto.No tiene batería.

—¿Qué viste?—Llamé a la puerta. Nadie me abrió.—Un testigo habla de dos hombres

que fueron vistos en la escalera. ¿Tú los

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viste?—¿Quizá los mismos que me atacaron

a mí? ¿O es que tú no ves ningunarelación entre un suceso y otro?

—Rico Jacobsen tenía una vidapeligrosa. ¿Has seguido sus artículossobre la delincuencia organizada y laguerra de bandas?

—Sí —mintió Eva.—Rico Jacobsen recibía amenazas de

muerte cada semana, amenazas que sepueden relacionar directamente con sutrabajo. Hace menos de un mes recibiódos cartuchos por correo, enviados a laredacción. En los círculos pandilleroseso significa que ya puedes empezar abuscarte una lápida para tu tumba. Tal

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como veo yo la situación, una de estasamenazas al final ha acabadomaterializándose.

—Pero, ¿qué me dices entonces delteléfono y del dibujo?

—Eva —Juncker volvió a suspirar—,¿no te das cuenta?

—¿De qué?—De que me estás hablando de

dibujos infantiles y teléfonos. —Junckermiró al otro agente antes de seguir, comosi se preguntara si aquello era más de loque sus jóvenes oídos podrían soportaroír—: ¿Sabes lo que creo?

—Sí. Que fueron los motoristas.—Esta mañana he estado leyendo un

poco tu expediente.

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—Retiró una silla un par de centímetrosde la mesa. Se arrepintió y siguió de pie—. Tu marido... —Volvió a atascarse.

—Mi marido ha muerto. Sí. Miprometido. Eso no tiene nada que vercon nada.

—Yo creo que sí.—Se trata de Brix y de su hermana, la

dama de compañía.—Eva había alzado la voz.

—Sí. En tu mundo es lo que parece,pero solo en el tuyo. He estado leyendotu historial.

Eva se levantó. Tenía ganas de gritar.Antes de que llegara tan lejos, Junckerretomó su discurso con imperiosaseguridad en sí mismo.

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—Pero detengámonos un momento másen Rico —dijo—. Dices que teencontraste con él. ¿Dónde?

Eva vaciló.—En el Bo-bi.—¿Qué impresión te dio? ¿Parecía

asustado? ¿Se sentía perseguido o estabaexcitado? ¿Tienes la sensación de quealguien lo seguía?

—No lo creo.—¿Te dijo algo? ¿Te mencionó a

alguien que...?—Se trata del teléfono.Eva se dio cuenta de que había vuelto

a levantar la voz cuando el agente lepidió que se calmara.

—Ahora, tranquila —dijo, y parecía

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querer ponerle las esposas en el acto.—El dibujo. El SMS. El teléfono.

Alguien que allana mi casa. Alguien queasesina a Rico. ¿No te das cuenta de quees imposible que no esté relacionado?

—Me parece que no nos estamosentendiendo, Eva. Eso es lo único de loque me doy cuenta.

Jens Juncker miró a su alrededor: eltaladro, aislante Rockwool, maderos.

—Ahora tengo que ir a trabajar —dijoEva.

—Volveremos a hablar.—Ya te lo he contado todo. —Sintió

que las lágrimas se le agolpaban en losojos.

—Ya, pero a veces nos gusta que nos

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repitan las cosas —dijo el jefe depolicía—. Podríamos considerarlo unaenfermedad profesional. Yo,personalmente, prefiero considerarlominuciosidad. Ven. —Esto último ibadirigido al joven agente, que pasó pordelante de Eva sin mirarla—. Y, porfavor, llámame si se te ocurre algo queno nos hayas contado —fueron susúltimas palabras.

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Guardería El Manzanal08.27

¿Habría hablado Juncker con ladirección de la guardería? ¿Habríallamado para hablarles de Eva, y habríaintercambiado información con ellos?De ser así, la despediríaninmediatamente. Eso significaba quetenía que dar con Malte antes que nada.Tal vez fuera su última oportunidad dehacerlo. Necesitaba un testigo si quería

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avanzar, si pretendía encontrar alasesino de Rico. Miró el reloj. Las ochoy media. Sally la esperaba en la cocina,llegaba tarde, pero era el momento dehacerlo. Echó un vistazo al aula Verde.No vio al niño por ningún lado.

—¿Lo has oído?Eva se volvió. Kasper estaba detrás

de ella, expectante.—¿Si he oído qué, Kasper?—Han convocado una reunión para

dentro de diez minutos —dijo.—¿Una reunión? ¿Sobre qué?—Creo que alguien está a punto de

dejarnos.Kasper no fue capaz de reprimir una

sonrisita. ¿Dejarlos? ¿Sería ella?

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¿Pretendían celebrar una reunión ycontarle a todo el mundo que estaba malde la cabeza y que había robado elteléfono?

Aquella mañana, la tensión semascaba en toda la guardería, elpersonal cuchicheaba y nadie miraba aEva. Evitaban su mirada. Era ella quiense iría. Qué repugnante celebrar unareunión con todos presentes. Al menosen Berlingske se la habían llevadoaparte. Aquí pretendían que los niños lavieran llorar, irse de allí humillada.Estaba en la sala de personal,considerando si marcharse corriendoinmediatamente, registrar sus chaquetas

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y carteras enseguida y robarles todo loque pudiera. Si de todos modos laconsideraban una ladrona, ¿por qué nollevárselo todo y desaparecer? Por elcristal de la puerta vio que Kamillaestaba a punto de entrar.

—¿Eva? —Cerró la puerta tras de sí.Estaban solas en la sala del personal.

—Ya sé lo que vas a decirme —dijoEva.

—¿Has hablado con Anna?—No. Pero...Eva titubeó. ¡Ojalá le diera tiempo a

hablar con Malte a solas antes de que laecharan!

Kamilla la contempló con aire depreocupación.

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—¿Estás bien?—No lo sé.—¿Qué te pasa?—Es por todo en general —contestó

Eva.—Sí, han sido unos días bastante

turbulentos, pero ahora las cosasmejorarán.

Eva la miró.—Eva... —Kamilla dio un paso

adelante y bajó la voz—. Lo que te contéel otro día... Supongo que puedo confiaren ti.

—Sí, por supuesto.—Les he dicho a Torben y a Anna que

no puedo vivir con la decisión que setomó en su día. Que o bien lo cuento, o

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bien cambian las cosas.—¿Contar qué?—Que han mantenido en secreto que

se dejaron al niño. Que su vida corriópeligro. Torben sería despedido. Tal veztambién Anna.

—Vale.—Así que Torben finalmente ha

decidido hacer algo sensato —dijoKamilla, segura de sí misma.

Eso significaba que, a pesar de todo,Eva no sería despedida. Era lo único enlo que era capaz de pensar mientrasKamilla le seguía hablando de loimportante que era que los padresconfiaran en la institución.

—Tal vez debería ir a la cocina. Sally

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está sola con todo —dijo Eva a modo derespuesta.

—Ya le diré yo a Sally que teníamosalgo de lo que hablar. Además, creo queen el futuro seré yo la encargada deestos asuntos.

—¿De qué asuntos, Kamilla?—De los problemas del personal. Hoy

mismo me nombrarán subdirectorainterina. Eres la primera a quien se locuento.

—¿Y Anna?—Será nombrada directora de El

Manzanal. Y Torben... —dijo Kamilla, yladeó la cabeza ligeramente—. Lollamamos estrés. De este modo lebrindamos la oportunidad de que se

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vaya sin que se monte un jaleo. Laverdad es que creo que es la mejorsolución.

—¿A qué?—A lo que sucedió aquel día en el

bosque, lo del niño que se dejaron, y sudecisión equivocada al insistir enmantenerlo en secreto.

—¿De eso trata la reunión que hanconvocado?

—Sí.—Entonces, ¿se lo diréis a todo el

mundo en la reunión?—¿Decir qué?—Lo del niño que se dejaron en el

bosque.—¡No! —Kamilla miró a Eva casi con

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enojo—. Es precisamente lo que teacabo de decir. Partimos de cero. No sevolverán a repetir esta clase deincidentes en la guardería: nada de niñosolvidados, nada de ocultaciones.

—Nada de ocultaciones —repitióEva, todavía insegura de si habíaentendido la lógica de todo aquello.

—Entonces nos vemos en la reunión.Confío en ti.

—Gracias.Kamilla salió y dejó a Eva con un

montón de incógnitas, pero sobre todoaliviada porque no iban a despedirla, almenos todavía no. Luego pensó que deesa manera el sistema se autoprotegía.Sí, es posible que haya jefes que toman

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decisiones tan equivocadas que llegan aponer en tela de juicio el propiosistema. ¿Realmente es razonabletrasladar la responsabilidad de unosniños pequeños a desconocidos, a unsistema? Todos los sistemas tienenfallos, antes o después, cualquierinstitución se olvida de alguien, peroalgunas verdades son tan embarazosasque no podemos vivir con ellas.Entonces es mejor deshacernos delsíntoma, del líder, y dejar que subsistala raíz del problema, junto con nuestra feciega. Cabeceó, pensando en Rico. ¿Élqué hubiera dicho?

El comienzo de la gran reunión se

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retrasaba. Era complicado meter a tantosniños y adultos en el aula común.Algunos auxiliares se habían quedado enlas aulas con los más pequeños: eran losobjetores de conciencia, los queocupaban el escalafón inferior de laguardería. Así era: si no quieresdefender a tu país, tendrás que cuidarbebés. Como si eso fuera un castigo.Luego podías dejarte a los niños en unbosque.

Hacía calor, el olor que tanto le habíacostado soportar a Eva el primer díahabía vuelto, el olor a muchos niñosjuntos. ¿Por qué participaban los niños?,se preguntó Eva mientras buscaba aMalte con la mirada. Kasper estaba

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sentado con los críos del aula Verde. Alo mejor podía colarse entre ellos. Annase colocó frente a los demás. Kamilla sequedó en segundo plano, todavía no enel centro.

—¡Hola a todos! —gritó Anna. Se lequebró la voz, parecía estar igual queEva por dentro: nerviosa, como alguienque ha perdido algo—. Escuchadme. Loharé lo más breve que pueda para quepodáis aprovechar el buen tiempo y salira jugar. En realidad se trata de algo quemás bien va dirigido a los adultos.

Kamilla sonrió. Eva se puso al lado deMalte. «Va muy elegante hoy», pensó.Con camisa, pantalones reciénplanchados y raya a un lado, parecía un

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principito.—¿Puedo sentarme aquí? —le susurró

al niño.Él no contestó. Miró a Anna.—Desgraciadamente, se trata de una

noticia un poco triste —continuó Anna—. Torben ha optado por... —Miró aKamilla—. Bueno, sufre una especie deestrés y estará de baja por enfermedadpor tiempo indefinido.

—¿Se va a morir? —dijo uno de lospequeños.

—No. Torben no se va a morir.Algunos de los adultos se rieron.

Varios de los pequeños tenían preguntasque hacer. Anna se tomó su tiempo paracontestarlas, por lo visto era importante

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que los niños también se enterasen.—Malte... —volvió a susurrar Eva a

Malte—. ¿Me oyes? Tenemos quehablar.

Kasper la miró displicente. ¿Habíaoído sus cuchicheos? No, era porqueAnna había llegado al punto másimportante del orden del día. Kamilla sehabía colocado a su lado.

—Por lo tanto, yo asumiré el puesto dedirectora interina —dijo Anna—, yKamilla ocupará el mío de subdirectora.Así que ya sabéis a quién debéisdirigiros.

Anna sonrió. Dos de los educadoresaplaudieron, los niños parecíanaburrirse.

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Eva cogió al niño del brazo.—Tenemos que hablar, Malte. Es

importante —dijo.El pequeño hizo un movimiento como

si quisiera soltarse, pero el gesto noparecía del todo sincero. Eva necesitabaquedarse a solas con él unos segundos.Tenía que ser inmediatamente, nodispondría de mejor ocasión queaquella. Casi todos los adultos se habíanreunido en un grupo. Kamilla estabahablando sobre la seguridad, sobre loque ella defendería como subdirectora,sobre los valores por los que lucharía.

Eva se levantó. Cogió a Malte de lamano.

—Malte tiene que ir al baño —le

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susurró a Kasper sin que Malte lo oyera.Se lo llevó—. Ven conmigo.

—¿Adónde vamos?Eva no contestó. Malte no parecía

querer acompañarla.—Me haces daño.—Date prisa.—¿Adónde vamos?—Al parque infantil. Ven. Antes

tenemos que ponernos los zapatos.Eva no se detuvo hasta que llegó al

guardarropa, sentó a Malte en el banco yse arrodilló frente a él. Seguía oyendo lavoz de Kamilla en el aula común.Aplaudían. ¿Por qué aplaudían? ¿PorqueTorben estaba fuera? El rey ha muerto.Porque quebró las reglas del sistema.

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Viva la nueva reina.—¿Malte?—Sí.—Aquella noche... tu tío Christian.

¿Sabes de qué te estoy hablando?El niño no contestó.—¿Te ha dicho alguien que no debías

hablar de ello? ¿Alguien te ha dichoeso?

Malte bajó la mirada. Eva le cogió lacara, suavemente, con las dos manos.

—Ahora tienes que escucharme bien.Si tu madre o tu padre o cualquier otrapersona te ha dicho que lo mantengas ensecreto, me refiero a lo de que tu tío fueasesinado, es que miente. —Eva hablabaen voz baja, se dio cuenta de que había

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conseguido atraer su atención. Fue lapalabra «miente» la que puso algo enmarcha—. Miente. ¿Lo has entendido?Además, ya lo sabes, ¿verdad?

Al fin el niño dijo algo, en voz baja,casi para sí mismo.

—Tengo que irme.—No te irás hasta que me cuentes lo

que viste aquella noche...—Lo van a enterrar —la interrumpió

Malte.—Es lo que se hace con todo el mundo

cuando se muere.—No quiero ir.—¿No quieres ir? ¿Hoy? ¿Hoy lo

entierran?—¿Y si viene?

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—¿Quién? Malte. Mírame. Es muyimportante que me digas la verdad. Sino, no podré ayudarte.

Una voz desde atrás:—¿Malte?Eva alzó la vista. Helena la miró, con

una mirada fría que hacía juego con elvestido negro y elegante, las gafas de soloscuras. «Sí —pensó Eva—. Va vestidapara un funeral.»

—Ven aquí, Malte.Malte se puso de pie.—Me parece que vosotros dos os

habéis hecho buenos amigos —dijoHelena.

—Malte estaba un poco triste porquehoy entierran a su tío.

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Helena dio unos pasos calmados más yse acercó a Eva. Era la primera vez quela veía tan de cerca, su fina piel, loslabios que, a pesar de todo, tal vez nofueran del todo naturales, la sombra deojos azul oscuro. Era condenadamenteguapa.

—No quiero que te acerques a mi hijo.¿Lo has entendido? —Le dio la espalday se fue.

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Roskilde10.17

Eva salió, se colocó detrás del seto yvio a Malte subirse al Mercedes oscuro.¿Qué había querido decir con «y siviene»? ¿Quién? ¿El que habíadisparado a Brix? Probablemente. Elque había entrado en su casa por lafuerza, uno de los cerdos que la habíanmaniatado en su casa, que la habíanmaltratado, humillado. ¿Por qué iba a

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aparecer en el funeral de Brix? Porquelo conocía. Sí, posiblemente. El asesinodebía de conocer a Brix, y a Helena. Eralo único que tenía sentido. Si no, ¿porqué remover cielo y tierra pararecuperar un teléfono? Por fuerza ladama de compañía tenía que estarinvolucrada y, por alguna extraña razón,haber accedido a callar el verdaderomotivo de la muerte de su hermano.«Piensa rápido. ¿Qué hago?» Dentro deun instante se habrían ido. Esa era laoportunidad de Eva para identificar alasesino. ¿Cómo? Solo lo había visto aél, o a ellos, con la máscara puesta. Porla mordedura. Eva le había atravesadoel guante con los dientes, lo había

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mordido con fuerza, había saboreado susangre. El asesino de Brix y de Ricollevaría algún tipo de vendaje.

Helena seguía de pie junto al coche,fumando un cigarrillo medio a disgustomientras hablaba por teléfono. Noparecía fumadora. Tenía una pielperfecta, sin una sola arruga. A lo mejorfumaba de joven y había vuelto ahacerlo después de la muerte de suhermano. Pilló a Eva mirándola y lesostuvo la mirada mientras hablaba porteléfono. ¿Estaría hablando de ella? Talvez con el que había asesinado a Rico,el que la había manoseado en la casa.¿Qué decía Helena por teléfono? ¿Quela tipeja de la guardería seguía

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husmeando? ¿Que había que acabar conella?

Nunca tendría una oportunidad mejorque aquella. Una mano con un vendaje.Tenía que averiguar dónde se celebrabael funeral. Por las esquelas, ¿o le dabatiempo a seguir el coche? En la sala delpersonal, Eva encontró su bolso y setopó con la mirada extrañada de Mie.

—¿Te vas, Eva? —dijo, sorprendida.—Solo será un momento.No tenía tiempo para explicaciones.

Tampoco sabía qué decir. Cogió lachaqueta y se apresuró a salir. Volvió abajar las escaleras y salió al patio,donde casi se dio de bruces con Anna.

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—¿Qué pasa?—Es que...Eva miró hacia el coche. Helena

apagó el cigarrillo y se metió en elasiento de atrás con Malte. ¿Cristalestintados?

—Mi padre. Está...—¿Tu padre?—Sí, me acaban de llamar. Lo han

atropellado.—¡Dios mío, es terrible! —exclamó

Anna—. ¿Le ha pasado algo?—Él... —Eva tartamudeó, sintió las

lágrimas y luego asombro por ellas.¿Era la idea de su padre herido,atropellado, lo que la entristecía, o quele resultara tan fácil mentir?—. No

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conozco la gravedad —dijo, y se enjugólas mejillas.

—¿Cómo piensas llegar?—Yo...—Usa mi coche —la interrumpió

Anna—. Faltaría más. —Rebuscó en losbolsillos pero no encontró la llave y sefue corriendo hacia la sala de personal.

Eva miró el Mercedes oscuro. Helenahabía cerrado la puerta, Malte bajó laventanilla.

—¿Eva? Es el Mazda rojo que estáallí —dijo Anna, señalando con el dedo—. Me temo que está un pocodesordenado, pero no te preocupes poreso.

—Mil gracias —dijo Eva—. Te

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prometo que volveré antes de...—Conduce con prudencia, para que no

acabe herida más gente.Eva cruzó la verja. El Mercedes

oscuro rodaba calle abajo. Desapareciótras la esquina.

—¡Venga, joder! —dijo Eva en vozalta, mientras se peleaba con lacerradura. Por fin se abrió. Apartó unabotella de cola medio vacía del asientodel conductor y se acomodó. Puso lallave en el contacto. Pasó un momento,suficiente para que a Eva le dieratiempo a dudar si el coche se pondría enmarcha alguna vez.

El sol entraba directamente por el

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parabrisas, un muro de luz y calor.Abrió la guantera y encontró lo quebuscaba: un par de gafas de sol. ¿Dóndeestaba ese jodido coche? ¿Lo habíaadelantado? Miró por el retrovisor, porlos espejos laterales. Allí. Ahora loveía, en el otro carril. Lo vislumbró unbreve instante antes de que una furgonetablanca se interpusiera. El tráfico eralento. Obras. Ese día se movía despaciohacia el centro de Roskilde.

—¡Venga, joder! —masculló Eva.La furgoneta seguía circulando entre

Eva y el Mercedes oscuro. «Cátering»,rezaba en un costado de la misma. Talvez por eso a Eva la invadió un hambrerepentina. ¿Cuándo había comido por

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última vez? Sin embargo, ya no estabacansada. La adrenalina había vencido ala falta de sueño. La furgoneta cogió undesvío y dejó a Eva completamente aldescubierto. Apenas la separaban unosmetros del Mercedes y se sintiódesprotegida. Si Helena se volvía en eseinstante, si lo hacía Malte,probablemente la verían.

Eva se disponía a detenerse en elarcén para darles un poco más deventaja cuando el coche que iba delantedecidió tomar una variante. Eva vio lasdos torres, la casi icónica imagen de lacatedral de Roskilde. Avanzaronparalelamente a la calle peatonal yacabaron en un pequeño mercado. La

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gente se arremolinaba en los puestecitosque vendían pescado, especias, libros,ropa de segunda mano. Había un museoa mano derecha. Volvieron a doblar a laderecha. Los adoquines sustituyeron elasfalto y el coche empezó a vibrarlevemente. Casas amarillas de muroscon vigas cruzadas contribuían aacentuar la impresión que tenía Eva deviajar hacia atrás en el tiempo, atiempos pretéritos en que el rey erasoberano, cuando Dios y monarca eranuno. ¿Cuántos años tenía la catedral deRoskilde? Eva no estaba segura, pero leparecía recordar haber oído que hacíamás de un milenio que había allí unaiglesia. Había reyes y reinas enterradas

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en ella, hasta ahí llegaban susconocimientos. El más antiguo de todosera el rey vikingo Haroldo Diente Azul,cuyos restos mortales descansaban en eltemplo. Parecía ser que también los deSvend Tveskæg y casi toda la lista demonarcas daneses hasta los tiemposmodernos, incluido Federico IX.¿También enterrarían a la reinaMargarita allí? «Probablemente», pensóEva.

La bandera de la iglesia, a media asta,colgaba flácida a lo largo del mástil.Había coches aparcados en una largacola. Eva contó más de veinticinco,todos ellos de gama alta, casi iguales,indistinguibles, como en una cumbre de

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política internacional. Detuvo el Mazdaa cierta distancia. Empezó a bajar gentede los coches. Hombres vestidos conamericanas negras la recibían. Todos sinexcepción lucían esa mirada afligida quesolo se ve en los funerales, en los quenadie parece mirar a los demás, en losque la mirada siempre busca el suelo.¿También había sido así en el funeral deMartin? Seguramente. Pero ella no sehabía dado cuenta. Se había sentidovacía, como si solo su cuerpo estuvierapresente, el resto descansaba en elataúd, junto a Martin. Miró las manos delos hombres. Buscaba un vendaje que noencontró.

Helena y Malte esperaban frente a la

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iglesia. Helena tenía a Malte cogido dela mano. ¿Quién era el hombre que habíaal otro lado del niño? Probablemente elpadre de Malte. Con el pelo negro ypeinado hacia atrás, alto, erguido yaristocrático, tampoco él llevaba lamano vendada. A lo mejor seequivocaba. A lo mejor la herida yahabía cicatrizado. En ese caso tendríaque buscar a un hombre con una marcaen la mano. No, cualquiera ocultaría unamordedura hasta que hubieracicatrizado. Otra delegación se habíacongregado cerca de una de las torres.¿Delegación? Un grupo de pensionistascon tarjetas de identificación con susnombres enganchadas a la ropa. Eva no

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encajaría demasiado bien entre ellos.Varios llevaban una cámara colgada alcuello y formaban un círculo alrededorde un hombre que vestía una camisablanca y arrugada. ¿Una visita guiada ala iglesia? ¿Era eso posible mientras secelebraba un funeral? Tal vez. La iglesiaera enorme. Además, era su únicaposibilidad. Si podía mezclarse con losde la visita y de ese modo colarse sinser vista en la iglesia... Bajó del cochejusto cuando el guía decía algo y losviejos se ponían en marcha. ¿Qué leshabía dicho? Sin duda que no disponíande demasiado tiempo, que tenían quehaber salido cuando empezara el funeralo algo así. Eva cogió aire. Esperaba que

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las gafas de sol le taparan buena partede la cara. Ahora. La puerta del pórticoestaba abierta. Eva se coló entre lospensionistas. Por algunos fragmentos delas conversaciones, entendió que lavisita guiada llevaba meses programada,pero que la muerte no respetaba nada nia nadie. Unos cuantos ancianos rieron;los demás parecían tristes por la idea deuna muerte irrespetuosa. Eva procurómantener la mirada fija en losdesgastados adoquines que tenía delante.«Evita el contacto visual —murmuró unavoz en su cabeza—. Baja la mirada.»

La catedral de Roskilde narraba lahistoria mejor que la mayoría de lasiglesias: que Dios es grande, más grande

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que todos nosotros, y sobre todo que esdanés. No cabía ninguna duda, pormucho que el estilo arquitectónico fueragótico, los ladrillos eraninequívocamente nacionales, rojos, delmismo tipo que se utilizaba paraconstruir chalés. Eva miró al hijo deDios en la cruz: rubio, alto, danés, talvez sueco, pero nada más exótico queeso.

El cortejo fúnebre estaba ocupandosus asientos en los bancos de maderaornamentales. El ataúd estaba en elpasillo central, cerca del altar. Evareparó en las losas del suelo. Lápidas.Había obispos, nobles, ricos de unpasado lejano, era un gran cementerio.

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Eva miró a los congregados, intentandoverles las manos, interpretar sus rostros.¿Quién era esa gente? Rostrosextranjeros, con rasgos típicamente de laEuropa meridional. Oyó hablar en variaslenguas, entre susurros, y sin embargo elsonido era transportado por aquellaenorme nave. ¿Uno de ellos habíaasesinado a Brix? Eva, detrás de losviejos y el guía, estaba demasiado lejospara verles bien las manos. Trató defingir que pertenecía al grupo y prestóatención.

—Nada menos que veintiún reyes ydieciocho reinas están enterrados aquí,en la catedral de Roskilde, que es laiglesia donde más monarcas descansan

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de todo el mundo —afirmó el guía, ysiguió caminando mientras Eva searrimaba a ellos, un pasito por detrásdel grupo—: Antes que nada echaremosun vistazo a la famosa capilla situada apocos metros de aquí y que, entre otrascosas, contiene los restos mortales deChristian IV y de Federico III.

Eva miró hacia los miembros delcortejo fúnebre. Helena, su marido yMalte estaban sentados en la primerafila, al lado de una mujer vestida denegro de unos cuarenta años, que tal vezfuera la mujer de la que Brix se estabadivorciando. Todos vestían bien, olían adinero, a riqueza discreta, pero noreconoció realmente a nadie, bueno, sí, a

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un analista de un banco, no recordabacuál, un hombre elegante que a menudoera invitado a la televisión cuando habíaque comentar las cuentas anuales de lasgrandes empresas.

—Solo disponemos de cinco minutosmás —dijo el guía.

«Tengo que acercarme.» Eva vio unasiento vacío, se alejó un poco de losancianos y se dirigió rápidamente hacialos bancos. Tomó asiento en la sextafila, casi en línea recta detrás de Helenay en medio de un grupo de hombres queparecían no haber hecho otra cosa en suvida que tomar decisiones importantesen despachos de dirección con vistas alpuerto. Les miró las manos, cuidadas, de

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uñas perfectas. Ninguna marca dedientes ni ningún vendaje. Más adelante.No podía apartar la mirada de unhombre en particular. Llevaba el pelomuy corto y estaba sentado de espaldasa Eva. Tenía la nuca ancha y fuerte, conun pliegue justo encima del cuello de lacamisa. Era recio y musculoso de unamanera profesional, no de los que llevanaños sudando en un gimnasio paraconseguir un cuerpo atractivo. Evaesbozó una sonrisa de disculpa cuandovolvió a levantarse y avanzó por elpasillo de la iglesia, mirando con avidezlas manos de los presentes. Allí. Unoque ocultaba la mano izquierda en elbolsillo. Lo miró. ¿Era demasiado

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mayor? Se sentó a su lado. Él le hizositio, pero sin sacarse la mano delbolsillo. En cambio, no mostró ni con elmás mínimo gesto que la hubierareconocido. ¿Había lágrimas en susojos?

De repente, Helena se volvió y lamiró, como si lo supiera, como sisupiera que estaría allí sentada. Evasintió una especie de hormigueo en elcuerpo y se agachó levemente, comopara rezar, pero ya era demasiado tarde.La dama de compañía se reclinó en elasiento y le dijo algo a un hombresentado detrás de ella. El hombre selevantó y se dirigió inmediatamentehacia Eva, con discreta eficacia, como

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un camarero de restaurante caro, y ledijo en un tono de voz impersonal:

—No te quieren aquí.—Pero...Eva no sabía qué decir. Le miró la

mano, fuerte, sin ninguna marca. Por uninstante lamentó no haber previsto quepodría darse una situación comoaquella. Tal vez debería haber tenido unplan preconcebido, haber consideradoqué decir en un caso así. Ya erademasiado tarde.

—Tengo que pedirte que te vayas —dijo el individuo en el mismo tonoimpersonal.

«Como un robot programado», pensóEva. Un robot que solo era capaz de

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repetir una frase, una y otra vez: «Tengoque pedirte que te vayas.»

Eva vaciló tanto rato que el robot sevio obligado a ampliar su vocabulario.

—Es un funeral privado y los extrañosno son bienvenidos.

—Pero todo el mundo puede... —Evamiró al hombre que estaba sentado a sulado, y él a ella antes de apartarse unpoco—. Por supuesto —dijo finalmente.

Se levantó. Notaba que el hombre laseguía con la mirada. Bajó por el pasillocentral y dobló entre las hileras desillas, cerca del púlpito, en dirección alpórtico por donde había entrado. En esemomento los viejos estaban saliendo.Eva miró una sola vez por encima del

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hombro, ya nadie la vigilaba.«No.» Dio media vuelta, ciento

ochenta grados y enfiló el pasillo lateralhasta el otro extremo de la iglesia, hacialos ancianos, buscando un lugar dondeesconderse, un lugar desde dondepudiera observar a todos los dolientes ala vez. Se movió al amparo de lascolumnas góticas hasta que llegó a unasamplias y gastadas escaleras. El guíahablaba de la princesa Dagmar mientrasEva buscaba el lugar adecuado dondecolocarse para poder ver cuanto másmejor sin ser vista. La voz del guía eraun eco, algo lejano, como venido delpasado, que narraba cómo la hija deChristian IX, la princesa Dagmar, había

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estado enterrada allí hasta septiembre de2006, cuando su féretro emprendió unviaje que en un primer momento realizóen un coche fúnebre tirado por caballoshasta Copenhague y Langelinie.

Eva subió las escaleras,tranquilamente y siguiendo la cadenciade la voz del guía, que contaba cómoDagmar había sido luego trasladada aSan Petersburgo en barco y enterrada allado de su esposo, el zar Alejandro III.Concluyó la visita. La puerta se cerró.Prohibida la entrada a toda personaajena. Cuando empezó a sonar el órgano,Eva echó a correr escaleras arriba.Llegó al final de la escalera y se sentóun rato mientras el coro acababa de

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cantar el primer himno.—«Aunque solo avance en los

momentos de dolor...»Eva aprovechó para echar un furtivo

vistazo por la barandilla de la escalerahacia el cortejo. Primero vio a Malte.Miraba al frente, con la mirada vacía.¿Quién era el que estaba sentado máscerca de la salida? ¿Llevaba allí todo eltiempo?

—«... y la dura piedra sea mi únicolecho...»

Eva lo miró. El hombre observaba loque sucedía a su alrededor, con lamirada atenta, como un guardaespaldas.

—«... el sueño me lleva a ti, máscerca, Oh, Dios, de ti...»

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De pronto miró su teléfono. Helenaatrajo a Malte hacia sí.

—«... más cerca de ti.»Una especie de saliente discurría a lo

largo de la pared de la iglesia a unosquince metros del suelo. Su mirada seposó en un punto, unos metros másadelante: si seguía el arco que describíael saliente llegaría al otro lado, y conello conseguiría un ángulo de visión quele permitiría observarlos a todos. Sibien la distancia no sería ideal, les veríamejor las manos. «Prohibido el acceso ala pasarela.» Miró el rótulo y luego lapasarela. Dio un paso adelante y echó acorrer mientras el órgano y el coroalcanzaban un crescendo, al menos en

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cuanto a volumen. Por fin había llegadoal otro lado. Corrió pegada a la paredpara que no pudieran verla desde abajo,siguiendo el arco hasta que llegó alpunto escogido. Se arriesgó a lanzar unrápido vistazo a los asistentes al funeral.Ya no veía al de la nuca de toro porningún lado. A lo mejor se había ido.No, no se abandona un funeral. Elprimer himno había finalizado. Laiglesia se había sumido en un profundosilencio cuando, de pronto, algunos delos hombres se levantaron. Eva viocómo salían al pasillo central y secolocaban en fila. ¿Qué era lo quesujetaban en la mano? ¿Palos? Se sentópara ver mejor cómo los ocho hombres,

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vestidos casi igual, casi de la mismaedad, se acercaban al féretro y, uno trasotro, depositaban los dos palos sobre latapa del féretro. Vio que Malte lesusurraba algo a su madre. A lo mejor leestaba diciendo: «¿Qué demonios estápasando?» Exactamente lo mismo quepensaba Eva. La manera en que andaban,uno detrás de otro, tenía cierto aireritual. De pronto vio lo que depositabansobre la tapa. ¿Dos flechas? De las quese disparan con un arco. El penúltimodepositó sus dos flechas y la antiguamunición retumbó contra la oscura tapadel féretro. Al igual que los demás,dirigió un discreto gesto con la cabeza aHelena y a la familia sentada en la

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primera fila, un gesto de respeto.Respeto por el difunto. ¿Era una especiede homenaje? ¿Qué significaba? ¿Erancompañeros de algún club de tiro?Ridículo. Ninguno parecía uncompañero de nadie. Todos parecían serhombres de los que ya han superado elpunto en que se necesitan loscompañeros y los amigos, de los que handecidido soportar el peso del mundo ysu futuro sobre sus hombros. El últimodepositó sus flechas. Helena apartó lamirada cuando se inclinó ante la familia,como si no estuviera dispuesta a aceptarsus respetos, como si los rechazara. Yentonces Eva le vio la mano, envuelta enun sencillo vendaje blanco. ¿Por qué no

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apartó la mirada? ¿Por qué se lo quedómirando fijamente? Incluso cuando elhombre alzó la vista y la miró a los ojos.

Eva se apartó y se sentó tras labarandilla. Pensó: «Tengo que salir deaquí. Ahora.» El organista se pusomanos a la obra, el extraño espectáculohabía terminado, y debajo de ella volvíaa celebrarse un funeral danés normal ycorriente. No lo veía por ningún lado.Un ruido a su espalda. «Está ahí arriba.»Un rápido vistazo a su alrededor. Elpánico se le extendió como un virus deun lugar del cuerpo al resto. Lo vio subirlas escaleras y echó a correr. Nadiepodía oír sus pasos, tanto el órganocomo el coro se ocupaban del sonido.

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Podría haber gritado y nadie la hubieraoído. Hacia el otro lado. Pero ¿pordónde? La puerta de la esquina. Debajodel reloj, apenas le dio tiempo a ver lafigura de un hombre matando a undragón, había una puerta estrecha demadera pintada de negro. Miró atrás altiempo que la abría de un tirón. Estaba aescasos metros de ella. Cerró la puerta.La mano de él la agarró por el borde,ella tenía dos manos, él solo las puntasde los dedos en la puerta, y sin embargoconsiguió abrirla. Eva la soltó y quisoseguir corriendo, pero él la agarró de unpie. Intentó arrastrarla hacia fuera.

—¡Suéltame, cerdo! —gritó Eva, y sevolvió.

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Miró la mano que la sujetaba por eltobillo. Vio el pequeño vendaje allídonde ella lo había mordido. Levantó elpie y lo lanzó con todas sus fuerzascontra su cara. Le dio en algún sitio. Encualquier caso el hombre encogió elbrazo y la soltó. Volvió a ponerse en piey echó a correr sin saber hacia dónde.Subió unas escaleras. A lo mejor seencontraba en una de las torres. Otrapuerta que abrió con dificultad. «¿Dóndeestoy?» En un desván. En lo alto de laiglesia. Una luz débil entraba por laspequeñas ventanas. Suelos de maderaclara sin cepillar. Vigas que se cruzabanen el techo. ¿Todavía la perseguía? Notenía tiempo para detenerse a

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averiguarlo. Tenía que seguir adelante.Cruzó otra puerta más. Estaba abierta,una nueva habitación, esta vez ungigantesco desván, una laberíntica telade araña de pasarelas. Una escaleraconducía al tejado, al chapitel. Siguióavanzando por una pasarela, por encimade las bóvedas de la iglesia. «Porencima del cielo», pensó. Un estrechopasillo discurría a lo largo de una telametálica de la altura de un hombre, alotro lado de la cual había palomas. Lacontemplaron curiosas cuando pasócorriendo. Entonces lo oyó: pasos. Casisin preaviso se plantó delante de ella,pero al otro lado de la tela metálica. Sedetuvo. Ella miró atrás. ¿Qué dirección

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debía tomar?—Espera un poco —dijo él.Eva tenía náuseas, sabía que las

piernas le fallarían si aquel hombre se leacercaba. Pero estaban separados por latela metálica. Los ojos de Evaexaminaron coléricos la red que losseparaba, instalada para impedir el pasoa las palomas. Dos listones discurríanhorizontalmente, a un metro de altura. Latela metálica estaba unida a ellos conclavos. Había un hueco, tal vezsuficiente para introducir un brazo perono todo el cuerpo. No la podía alcanzar.La cuestión era dónde ir.

—Eva. —El hombre vaciló. La miró—: Ojalá pudieras dejarlo correr. No

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tiene nada que ver contigo.—Tú...Las palabras se le atragantaron. Le

temblaban las manos, sintió cómo letemblaba la mandíbula. Él miró al sueloy cabeceó, condescendiente. Eva siguiósu mirada. Vio la orina. Fue entoncescuando reparó en el calor húmedo que lerecorría la pierna izquierda.

Finalmente el hombre abrió la boca:—Ya veo que no te encuentras

demasiado bien.—No demasiado bien —masculló

Eva. Quiso decir algo más, pero nopudo. Volvió a intentarlo. Cogió aire—.¿Quién eres?

—Lo importante es quién eres tú —

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dijo él, e incluso consiguió esbozar unaleve sonrisa—. Tú eres Eva, y noquieres saber nada de todo esto. Hasaterrizado un poco por casualidad enmedio de una historia y no estás en elreparto. ¿Lo comprendes?

—Yo...Eva bajó la mirada. Seguían sin salirle

las palabras. Quería decir algo acercade Rico.

—Hay otras historias de las quepuedes ser la protagonista. Mejoreshistorias que esta. Confía en mí —dijo,y añadió—: Esto es una tragedia. Eresdemasiado guapa para esto. Si lo dejascorrer, a partir de este momento...Mírame, así verás que lo digo en serio.

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Eva buscó sus ojos, los ojos quehabían presenciado la muerte de Rico.La del hombre que estaba debajo deellos, en la iglesia, también la habíanpresenciado. ¿Por qué eran tan bellos?¿Por qué transmitían tanta... confianza?

—Sí —dijo él—. Ya lo ves. Solotienes que dejarlo correr. Darle laespalda. No contiene grandesrevelaciones, solo cosas feas, acabarámal. Olvidémonos. Lo digo en serio.¿No lo ves? ¿Eva? Contéstame. ¿No loves?

Eva lo miró. Se relajó un poco más.¿Tendría razón? ¿No era mejor quesaliera de la iglesia y lo olvidara todo?En ese mismo instante la agarró de la

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muñeca a través del hueco.Eva gritó. Él la arrastró hacia sí, solo

los separaban los dos listones y la redmetálica. Intentaba agarrarla del cuellocon la otra mano.

—¡Sí, te digo que lo olvidemos! —gritó Eva. Lo miró a los ojos, la habíanengañado, nunca había tenido intenciónde dejarla escapar. Profirió un grito altiempo que le golpeaba la cara con eldorso de la mano, apartó el brazo, serasgó la piel en la tela metálica y cayóhacia atrás cuando él la soltó. El hombreno perdió ni un segundo. Empezó a darpatadas a la tela metálica, que cediólentamente. En pie. Tenía que seguir.Oyó sus patadas agresivas y rítmicas

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contra la valla. Pronto la habríaatravesado. ¿Por qué le faltaba tanto elaire? Respiraba como un paciente conenfermedad pulmonar terminal. Por uninstante tuvo ganas de rendirse, echarseal suelo y esperar la muerte. Él nunca serendiría. Allí. Una puerta ¿Daba a otrodesván? Tal vez a una habitación desdela que podría volver a bajar, o a un lugardonde esconderse. El pequeño pestilloobedeció enseguida. Y...

Aire en el rostro. El sol que la cegó.Vistas sobre toda la ciudad de Roskilde.Una salida al tejado. Una escalera quebajaba verticalmente. Tal vez había unosveinte metros hasta el siguiente tramodel tejado. ¿Debía...?

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Ya había traspasado la tela metálica.Eva lo podía oír.

Acero frío contra sus manos. Estaba enel tejado. La escalera estaba sujeta almuro exterior mediante unos grandespernos oxidados. Hacía mucho viento.Eva se concentró en no mirar haciaabajo, en no pensar en las consecuenciassi el pie le resbalaba y se caía.

«Sigue —le susurró una voz interior—. Paso a paso.» Tendría que saltar elúltimo metro hasta el tejado inclinado dedebajo. Desde allí había otra escalera,una especie de pasarela, a la que sepodría agarrar, apenas a un par demetros de una abertura en el tejado, nomuy diferente de aquella por la que

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acababa de salir. Ahora oía sus pasos enla escalera. Estaba bajando paraatraparla. Si resultaba que la puertaestaba cerrada, estaría acabada. Notendría escapatoria. Empujó la puerta.Se abrió. Dio unos pasos al interiorenvuelta en la penumbra. «¡No, piensa,joder!» Dio media vuelta y encontró loque andaba buscando: un pestillo. Locorrió. Se quedó inmóvil un par desegundos, oyendo cómo tiraba de lapuerta. Eva golpeó la madera con lamano, sintió las lágrimas contra susmejillas, de pronto valiente, valienteporque él no podía alcanzarla.

—No olvidaremos. ¡Cerdo! —gritó,pensando en toda la mierda que le había

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soltado hacía un momento sobre elreparto—. Yo tengo el jodido papelprotagonista en la que será tu tragediapersonal.

Eva volvió a golpear la puerta. Sintióla ira, sintió el placer que suponía la iraen comparación con la desesperación.Aguzó el oído. Había desaparecido.Seguramente no había oído ni una solapalabra de lo que le había gritado.Estaba volviendo sobre sus pasos, porla escalera. Como la máquina que era,no pensaba rendirse.

Eva corrió en la oscuridad. Descubrióla sangre en su brazo. Salió a un pasillode comunicación, con cajas polvorientasy láminas apoyadas en la pared. Otra

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puerta más. Esta daba a unas escalerasde piedra de caracol que bajaban por latorre, y que Eva bajó lo más rápido quepudo sin caerse. Abajo, ¡lejos de allí!Llegó al pórtico justo cuando lascampanas empezaban a tañer y losasistentes al funeral se disponían a salirde la iglesia. Ya estaba fuera. Aire, solcontra el adoquinado, el azul sobre sucabeza. Echó a correr hacia el coche.

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Catedral de Roskilde11.30

Estaban sacando el féretro. Marcus losvio desde el aparcamiento mientrashacía una llamada.

—¿Jefe? —respondió la voz de Trane.—Eva.Marcus se dio cuenta de que se había

quedado sin aliento. La manga de suamericana se había rasgado por lacostura. Casi podía saborear sus

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lágrimas, su orina, su ira.—¿Estás bien?—No veo dónde está —dijo Marcus,

intentando parecer sereno.—Un momento.Marcus contempló el cortejo. Estaban

metiendo el féretro en el coche fúnebre.«Idiota», pensó, y sintió una punzada derabia. En aquel momento hubiera podidovolver a matar a Brix. De no haber sidopor su decisión fatal aquella noche, nohabría estado allí.

—¿Jefe?—Dime.—Ha apagado el teléfono.—¿Estás seguro? Se fue de aquí en un

Mazda.

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—¿Tienes la matrícula?—Un Mazda viejo. Rojo.—Complicado. Llevará su tiempo.—De acuerdo. Pero en cuanto

encienda el teléfono...Trane lo interrumpió:—Entonces me tendrás al teléfono al

segundo. Por cierto...—¿Sí?—Ese periodista.—¿Quién?—Rico, el de las bandas de

motoristas.—¿Sí?—Lo han asesinado.—¿Quién lo ha hecho?—Bueno, ese es el asunto. ¿Tiene algo

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que ver con nosotros?—No colaboramos con los motoristas,

si te refieres a eso —dijo Marcus en untono cortante.

—No, no. Es solo que...—¿Algo más?—No.Marcus colgó. Se sentía tranquilo. Ya

volvería a encender el teléfono.Entonces todo habría acabado. «Tieneque acabar esta misma noche», pensó,solo un poco preocupado por Trane. Talvez había llegado la hora de iniciarlo.

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La autopista12.33

Eva solo se metió en el centro deCopenhague porque no sabía dónde ir sino. Podría perfectamente haber hecho locontrario: haberse ido al campo,encontrado un desierto puebluchocualquiera con una posada solitaria ouna destartalada casa de cultura, habertomado café con la mirada perdida, omirado el cielo, soñándose lejos, en otra

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realidad, una realidad en la que nadiequerría matarla, en la que nadie laasaltaría en su propia casa, la maniataríay manosearía. En lugar de eso optó porCopenhague, por el gentío, los coches,las tiendas, el bullicio; sería la ciudadque la protegería, que la ocultaría de unenemigo que ahora sabía que la queríamatar.

Barrio de Valby. Eva no recordabahaber tomado el desvío. Tampoco sabíapor qué, pero aparcó en la plaza. Sequedó sentada con el motor en marcha,mirando a su alrededor. ¿La seguíaalguien? Terrazas, gente que paseabadespreocupada o se sentaba a una mesapara disfrutar de la primavera mientras

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se tomaba un café con leche y un zumode naranja recién exprimido, chicas desu misma edad que tenían a sus hijos enel regazo, cochecitos, novios y amigas yunas vidas absolutamente normales. Unavida normal, la clase de vida de la queEva tendría que haber sido protagonista,tal como había dicho su enemigo justoantes de intentar asesinarla. Bajó delcoche. Fue el olor de su propio pis loque la sacó a la calle. Ya no era tanevidente, sus pantalones estaban casisecos. Se sentó en la silla de una terraza.Ahí no intentarían asesinarla.

—Disculpa —dijo Eva. La mujer sevolvió—. ¿Puedo pedirte un cigarrillo?

—Sí. Por supuesto, aquí tienes.

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Un rostro amable. Eva se podría haberquedado mirándolo todo el día.Encendió el cigarrillo. Eva no habíafumado desde que conoció a Martin. Eraun fanático no fumador. Pero, ahora, depronto, ¡era fantástico!

Pidió una copa de vino que no sepodía permitir. «De acuerdo —se dijo así misma mientras sentía cómo elalcohol y la nicotina ejercían su efectocalmante sobre sus nervios—. ¿Quéhago? Hago lo que ahora mismo es mássensato. Hago lo único que importa. Memantengo con vida. Me mantengo convida.»

Miró a su alrededor, los rostros dequienes la rodeaban. ¿Podía alguno de

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ellos estar compinchado con susperseguidores? El joven que estabasentado casi enfrente de ella y que dabasorbitos a un café mientras enviabamensajes electrónicos al mundo. ¿Quédecir de la mujer de unos treinta añosque llevaba las gafas de sol caladas enla frente y tenía un bebé en brazos? ¿Elbebé como camuflaje? ¿No estaría enrealidad vigilándola? Tal vez. Eva selevantó y se disponía a irse cuando oyóuna voz interior que le decía: «No.»Volvió a sentarse. No debía permitir quela paranoia pudiera con ella. «Si lohaces, te volverás loca —le susurró lavoz—. En su lugar debes luchar contraella, y ganar el combate.» Hizo acopio

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de fuerzas y miró a la mujer a los ojos,con toda la naturalidad ydespreocupación que pudo fingir.Ninguna reacción. No eran más que dospersonas cuyas miradas se habíancruzado casualmente, como suelesuceder millones de veces cada día encualquier ciudad del mundo. «OjaláMartin estuviera aquí», pensó, y por uninstante tuvo ganas de echarse a llorar.O al menos Rico. Alguien con quienpoder hablar. Vació la copa y volvió alevantarse. De pronto sintió el cansancioen su cuerpo, una extraña rigidez en losbrazos, las piernas pesadas, los ojoshinchados. ¿Y ahora qué? Sí, tenía quevolver a El Manzanal. La esperaban.

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¿Quiénes? ¿Los niños o su asesino? Talvez ambos. No podía volver. La certezatardó un rato en arraigar en ella. Asídebía de ser siempre cuando de prontocaía en la cuenta de algo. Elreconocimiento llega de repente, peronecesita su tiempo para sedimentarse.«No puedo volver.» No podía volver aEl Manzanal, no podía volver a la casade Hareskoven. No podía volver a lavida de la que tenía que haber sidoprotagonista, una vida que tendría quehaber vivido como la mayoría de lagente, una vida de seguridad ycomplicidades, de rododendros, footingy paseos por la linde del bosque.

Eva estaba en la barra, esperando.

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—¿Disculpa?—¿Sí?—¿Tenéis una puerta de servicio?La camarera, rubia, de rasgos

clásicos, con las cejas arqueadas, unaEva más joven, la miró sorprendida. Elasombro que se reflejaba en sus ojos setransformó en comprensión, lacomprensión que se establece entre dosmujeres bellas que saben lo que quieredecir que te persigan los hombres.

—Por supuesto —dijo—. Sígueme.La siguió a través de la cocina. La

camarera le sostuvo la puerta.—Gracias —dijo Eva, que de pronto

se encontró entre cubos de basura yapoyada contra el muro. Esperó un

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momento. Nadie la siguió. Tampococuando salió del callejón y se quedóobservando unos minutos losalrededores, el tráfico y la gente desdeun pequeño parque. «Ahora mismo nome siguen —pensó—. Soy libre. Y nopuedo volver.» Al abandonar el lugar,casi llegó a sentir por un instante queuna fuerza sobrehumana recorría sucuerpo, una fuerza que surgía de la nada.Un punto muerto, una zona cero interior:ninguna familia, ningún marido, ningúntrabajo, y al día siguiente le retirarían larenta básica y pondrían su casa asubasta. Respiró hondo. Qué extraño, leresultaba liberador. Enfiló la calleprincipal: sí, el miedo proviene del

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miedo a perder y ella ya no tenía nadaque perder. En ese momento se hallabaabsolutamente fuera de la sociedad, ynunca podría volver a la institución,fuera como fuese que se denominara a símisma.

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II

EL INDIVIDUO

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Estación Central19.00

Aunque se esté fuera de la sociedad,se sigue, no obstante, metido de lleno enella. Eva se encontraba en medio delgentío de la Estación Centralconsiderando sus posibilidades.Desgraciadamente, la euforia provocadapor la falta de posesiones habíadisminuido considerablemente a lo largode la tarde para ser sustituida poco apoco por el vacío, como si su cerebrofuera incapaz de engendrar un solopensamiento coherente, y cuandofinalmente le llegaron los pensamientos

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fue con una fuerza y una velocidad quecasi la tumbó, como un bombardeo: lacasa, Martin, el hombre al que habíamordido, el que quería acabar con suvida, que le había quitado la vida aRico. Más pensamientos. Mudarse.Escapar. Las Islas Feroe. Marruecos.No, Marruecos no, un lugar con alcohol.

Compró un café en el McDonald’s ysalió del vestíbulo de la estación. Salióal sol, al bullicio y a los gritos queprovenían del parque de atracciones delTívoli, al hedor de los alcohólicos queestaban sentados en las escaleras frentea la estación con las miradas clavadascomo zombis en sus cervezas degraduación alta y sus cartones de vino.

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Ya no lloraba, las lágrimas habían sidosustituidas por la ira, un sentimientoirracional y claustrofóbico de estarencerrada aun encontrándose en elcentro de Copenhague y pudiendo hacerexactamente lo que le diera la gana,siempre y cuando, claro, no le costaranada ni exigiera la participación dealguien más.

De pronto recordó algo que le habíadicho Martin una noche en queestuvieron hablando de las operacionesmilitares en Afganistán: «Hay queconocer al enemigo.» Sun Tzu, ungeneral chino que había escrito untratado hacía dos mil quinientos años.La Biblia de Martin. Siempre estaba

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sobre su mesita de noche, a temporadasera lo único que leía. «Hay que conoceral enemigo», escribió Sun Tzu. Quésabía Eva del suyo: que lo más probableera que hubiera asesinado a Brix, quesin lugar a dudas había asesinado aRico, y que también iba por Eva.También sabía que tenía una mordeduraen la mano izquierda que ella misma lehabía infligido, y a partir de aquel díatambién conocía su aspecto. ¡Tenía queidentificarlo, que conocerlo!

—¡Mierda! —exclamó en voz alta, ysacudió la cabeza.

Un hombre la miró con severidad,como un maestro de escuela; tal vezhabía hablado en voz demasiado alta,

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pero él no sabía que acababa de caer enla cuenta de algo: que lo primero seríavolver a casa. Su euforia había estalladodemasiado pronto, como las yemas deuna vid en el mes de abril que se abrencon deleite al sol de la tarde solo paramorir con las heladas de mayo. Todavíano era libre. Tenía que volver a casa.Tal vez su asesino estuvieraesperándola. Sin embargo, le faltaban elpasaporte, el cargador, la tarjetaMasterCard que su padre había insistidoen que tuviera. La tarjeta cuyo titular eraél, no ella, no Eva. Eva Katz era unnombre que hacía que cualquier cajeroautomático se fuera a negro y que dabaescalofríos a cualquier banquero.

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Hareskoven19.01

Tenía que acabar ya. Había llegadodemasiado lejos. Marcus miró el suelodel coche: el barro de la noche en elbosque se había endurecido. Cuandopisaba los pequeños terrones seconvertían en polvo, en lo mismo quesería de él algún día, lo mismo en lo quepronto tendría que convertirse Eva.«Todos acabaremos así.» ¿Por qué la

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gente le daba tanta importancia alcuándo? Marcus nunca lo habíaentendido. Echó un vistazo calle abajo,hacia la casa de Eva. Tendría que habercomido antes. A lo mejor encontrabaalgo en su nevera que podría coger. No,sería un acto profano vaciar su nevera yluego vaciarla a ella de vida. Sonó suteléfono.

—¿Trane? —dijo.—Tengo cierta información para ti,

sobre sus antecedentes —dijo Trane.—Cuéntame.—Tuvo una relación con uno de los

nuestros.Marcus miró la casa mientras Trane

seguía contando:

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—Era oficial. Martin SeliniusAndersen. ¿Has oído hablar de él?

—No. ¿Cuándo sirvió?—Hasta el año pasado. Es decir, que

era más joven que nosotros. Murió enacto de servicio.

—¿En Afganistán?—Una mina.—Vaya. Qué desgracia.—Pues sí, también para nuestra nueva

amiga. Compraron una casa juntos, perono se casaron.

—Un clásico —dijo Marcus, y cogióaire. Había un númerosorprendentemente grande de soldadosdestacados que no se habían molestadoen arreglar los requisitos formales en

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caso de que tuvieran que realizar elviaje de vuelta a casa en un féretro. Apesar de que Defensa predicaba loimportante que era. Pero eracomprensible. Los jóvenes nosoportaban tener que planear su propiamuerte, mostrarse previsores, teníanmiedo de que eso les provocara elpánico en el campo de batalla.

—¿Estás ahí?—Te escucho —dijo Marcus.—Bien. Ahora llega lo bueno: no le

conceden ningún tipo de indemnización.Todo va a la suegra. Ella inicia accioneslegales contra el Ministerio de Defensa.He estado haciendo algunas llamadas.Realmente llegó a escribir cosas muy

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feas.—¿A qué te refieres?—Rezuman verdadero odio, son cartas

en las que acusaba al Ministerio de serel culpable de la muerte del soldado.Enloqueció. Montó un espectáculo en sufuneral.

—¿Cómo?—Gritó a los generales. Fue un

escándalo, estaba totalmente fuera de sí.Marcus cerró los ojos y los mantuvo

cerrados, sin realmente saber quéencontraría en aquella oscuridad, tal vezalgo que tuviera más sentido que la vidade Eva.

—Hay más.—Adelante.

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—Acabó cortando las coronas de suuniforme de gala y enviándoselas a lacomandante en jefe.

—¿A qué te refieres?—El soldado, Martin, pertenecía a la

Guardia de la Reina.—¿Y?—¿Sabes el símbolo real que llevan

en el hombro?—Sí.—Pues lo cortó. Lo envió a las

Fuerzas Armadas, a la atención de lacomandante en jefe.

—¿Por qué?—Eso, ¿por qué?—Muy bien. Tenemos que encontrarla.

¿Alguna noticia del teléfono? ¿Lo está

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utilizando para que la podamos rastrear?—No. No está conectada. Sigue

teniéndolo apagado.—Gracias, Trane —dijo Marcus, y

colgó.Se quedó pensando un rato. Se

sorprendió a sí mismo sacudiendo lacabeza. El Estado había actuado mal,pensó. En eso se fundamenta todaguerra: aunque hayas ganado a tuadversario debes dejar abierto unpequeño flanco para que el vencidotenga la posibilidad de retirarse. No lehabían dejado esa posibilidad a Eva.Defensa debería haberla ayudado con lacasa. Eran demasiado estrechos demiras, y por esa misma razón Marcus se

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había apartado en su día, precisamenteporque les faltaba una visión global.Habían empujado a Eva al abismo, yahora se había convertido en elproblema de otro. Primero hubierantenido que mantenerla, era un problemaeconómico. Ahora habría que acabarcon su vida. Luego tendrían queinvestigar el caso. Nunca se llegaría aesclarecer el asesinato, pero costaríamuchos miles de coronas, tal vezmillones. Habría sido más baratopagarle esa maldita casa.

—Mierda —se oyó mascullar. Y lodijo en serio.

Marcus se puso unos guantes finos y

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utilizó la misma entrada que la últimavez: la puerta del jardín. La cerraduraestaba tremendamente gastada; el viejochalé casi parecía un museo de los añossetenta y ochenta, cuando tambiénMarcus era niño. Metió el destornilladorentre la puerta y el marco. Durantecuarenta años había servido para dejar alos niños en el jardín. Niños comohabían sido Marcus y Eva, tenían lamisma edad, podrían haber jugadojuntos, jugado a la guerra y a losmédicos, haber entrado y salido porpuertas de jardín como aquella, haberseenamorado.

Cerró la puerta. Ya estaba en el salón.Se dio cuenta de lo cansado que estaba.

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No encendió la luz. Se sentaría allí y laesperaría. Aquello tenía que acabar deuna vez. Sería un solo disparo. Nada dehacer que pareciera un accidente o unsuicidio, no le quedaban fuerzas paraello. Se abriría una investigaciónpolicial, incluso sería escrupulosa. Lapolicía relacionaría a Rico con Eva. Lamisma arma. Aun así seguiría culpandoa la delincuencia organizada. Además:¿qué podían hacer? Incluso si Marcusdejaba algún rastro, cosa que no creía,incluso si realmente lo hacía, lainvestigación nunca conduciría a él.

Voces en la calle. Niños que pasabancorriendo, una mujer que los llamaba,que les pedía que bajaran el ritmo, que

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no corrieran por la calle. Advertencias.Cuán necesitados estamos de ellas, ojaláhubiera podido hablar con esa mujer,Eva, antes de que se llevara un teléfonoque no era suyo.

Se fue a la cocina. Abrió la nevera.Fruta y yogur pasados. Volvió a cerrarla.Salió, subió las escaleras. Entró en sudormitorio. Un edredón. Dos mesitas denoche. Marcus se sentó en el ladodesnudo de la cama, en el que no habíaedredón, donde tenía que haberseechado el soldado. Sobre la mesita denoche del soldado había un ejemplar deEl arte de la guerra, de Sun Tzu. Québien conocía Marcus esta pequeña obra,un antiguo best seller. «Conoce a tu

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enemigo», esa clase de lugares comunes.Cosas que Marcus ya había dejado atrás.Sun Tzu enseña a la gente cómo ganaruna guerra, pero no cómo ganar la paz,cómo dirigir y proteger un país. Por esoMarcus había abandonado el Ejército.Era lo que tenía que haber hecho elsoldado cuando todavía estaba a tiempo.Ahora Marcus estaba sentado en sucama, recordando el momento en quehabía tocado a Eva entre las piernasaquella noche. No podía comprenderque fuera un acto que había realizado él,que realmente lo hubiera hecho; veía suacción como se ve la escena de unapelícula.

Dejó el libro en su sitio. «Conoce a tu

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enemigo.» Marcus no estaba tan seguro.Por cada detalle añadido a la enemigaque él llamaba Eva le resultaba másdifícil tener que sacrificarla.

Bajó las escaleras. Una vez en elsótano se quedó un rato mirando lascajas apiladas a la luz del atardecer; elsol bajo atravesaba la ventana a laperfección, casi parecía un cuadro.Abrió un armario. Allí estaba eluniforme de gala del soldado, casi igualque el que Marcus tenía colgado encasa. Trane tenía razón: Eva lo habíacortado, le había quitado las coronas.¿Había perdido la chaveta? ¿Era eseodio no resuelto lo que la impulsaba? Ladama de compañía. ¿Realmente podía

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ser tan sencillo, que fuera la dama decompañía quien había despertado elodio latente en Eva, su sensación de quela reina le había quitado algo? Marcusmiró las carpetas abiertas que había enel suelo. Leyó:

Sentiste necesidad de humillarmecuando entré en el aula. Me sonrojé, túlo viste, seguiste dándome caña. «Lahermosa chica», me llamaste, la queno necesita aprender bien la profesión.Eres un mierda, un malvado, unacomplejado. Descargas tu cólerasobre los demás. Se trata de «cargarsea los cerdos», dices. Has dividido tumundo en buenos y malos, y en estemundo tú eres el único bueno y losdemás son, o bien ignorantes que solopiensan en barrer para casa, o bien

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malos, malos, MALOS, de los quetambién están dispuestos a mentir yrobar para llevárselo todo, incluso másque los ignorantes.

Pasó un coche por la calle, Marcusalzó la mirada. Sintió algo. Que seríacomo poco difícil, más que difícil,quitarle la vida. Dejó los papeles a unlado. Había puesto un pie en el peldañoinferior cuando oyó que se abría lapuerta de la entrada principal. Seabotonó la americana, sacó el arma y, alamparo de la puerta principal que secerraba, le quitó el seguro. Un clicmetálico: ahora nueve milímetros demuerte aguardaban en la recámara paraponer fin a la historia.

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—¿Eva?Una voz que llamaba en la planta

superior. De hombre, no de Eva. Marcusse apartó de las escaleras y miróinstantáneamente hacia la ventana delsótano. ¿Se abriría?

—¿Eva? —Él de nuevo. Una mujerhabló—. ¿Crees que estará en casa? Voya echar un vistazo en el sótano.

Marcus ponderó sus posibilidades:intentar salir de allí o incluir al hombrey a la mujer en la cuenta que había idoengordando paulatinamente.

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Estación Central19.30

Había dos extranjeros haciendo coladetrás de ella, gitanos, por lo que pudodeducir de su aspecto y su forma dehablar. Dos hombres impacientes.Querían acceder al teléfono paratarjetas. Eva volvió a llamar. Hacía dosminutos estaba esperando el tren aHareskoven, pero sus piernas se negarona subir. Sin embargo, necesitaba dinero.

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El hombre que lo tenía finalmentecontestó:

—¿Eva?—Papá.—¡Eva! ¿Por qué no has llamado?—No tengo mucho tiempo. Es

importante que me escuches. ¿Estamos?—¿Ha pasado algo?—He estado trabajando en un caso.—¿Un caso?—Periodístico. Es un poco peligroso.

No puedo volver a casa ahora mismo.—Estamos en tu casa.—Papá, ¿quiénes sois vosotros

para...?—La puerta del jardín no estaba bien

cerrada —la interrumpió su padre.

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Eva reflexionó. ¿Había olvidadocerrar la puerta del jardín? No. Habíanestado allí dentro, esperándola. Oyógritar a Pernille al fondo.

—También ha olvidado apagar la luz.—¡Papá! Tenéis que salir de ahí ahora

mismo.—Un momento, cariño. No os oigo si

habláis al mismo tiempo.—¡Papá! —Un teléfono que hacía

ruido. Eva gritó—: ¡Papá!Los gitanos impacientes retrocedieron

dos pasos. Se hizo el silencio duranteunos segundos, el tiempo suficiente paraque Eva se imaginara lo peor: a su padrey a Pernille muertos.

—¿Eva?

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—¡Sí, papá!—Ahora estamos en el jardín.

¡También has dejado la ventana delsótano abierta de par en par! ¿En quéestabas pensando, cariñito?

Eva sintió cómo se le agolpaban laslágrimas en los ojos.

—Papá. Escúchame. Tenéis que salirde ahí. Estáis en peligro.

—¿De qué me estás hablando?¿Peligro? ¿Qué está pasando?

—Tenéis que alejaros de la casa.—No entiendo nada.—No puedo decirte gran cosa. Tiene

que ver con el trabajo. Es importante.—¿Estás bien, cariño?—Sí, estoy estupendamente —dijo

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Eva, y vio su propio reflejo en el cristal—. Te prometo que volveré a llamarmuy pronto y te contaré un poco más.Estoy bien. Vuelvo a tener trabajo deperiodista. —Eva se dio cuenta de lofalsa que sonaba. Silencio que ellamisma rompió—: No te preocupes, tellamaré pronto.

—Hazlo. Estamos muertos depreocupación.

—¿Podrías hacerme una transferencia?—¿No tienes mi MasterCard? Puedes

sacar lo que quieras.—Está en la casa, y allí no puedo

sacar dinero.—¿Por qué? Tendrás que

explicarnos...

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—Papá. Por favor. Lo único que tepido es que hagas una transferencia. No,escucha, espera un poco. Asegúrate deque no haya nadie en la casa, y luegoentras y coges la tarjeta y mi pasaporte.Están en el cajón de la cocina. Losrecogeré mañana en tu trabajo. Déjalotodo en la recepción.

—¿Eva?—Te dejo. Un beso.Clic.

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Biblioteca real19.45

Eva no recordaba la última vez quehabía estado allí; tampoco sabía lo quepensaba de sí misma, pero en esemomento sentía que era el lugaradecuado en el que estar. Había gente yhabía paz para poder pensar, y ademásse sentía más o menos segura. Tambiénle gustaba el nombre. El DiamanteNegro. Sonaba como el título de uno de

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los miles de cómics que había leído deniña echada en la hamaca de la casa deveraneo de su abuela paterna, en otrostiempos, unos tiempos en los que todoseguía siendo posible. Eva era incapazde comprender a la gente que siempredecía que no cambiaría nada si tuvierala oportunidad de volver a empezar. Lavida no era más que un esbozo, algoinacabado. Sí, Eva lo habría cambiadotodo. No se habría prometido con unsoldado. No habría comprado la jodidacasa de Hareskoven. De estar endisposición de volver a empezar,¿seguiría siendo periodista? Tal vez,pero habría escuchado lo que tenía quedecir aquel irritante profesor de la

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facultad de periodismo.Miró a la gente que tenía alrededor.

Estudiantes despreocupados, curiosos,que lo leían todo con gran interés, nohabía un tema que les fuera ajeno, lavida todavía podía llevarlos en mildirecciones, a Sierra Leona o a Áfricacentral: dos de los títulos que teníansobre la mesa dos mujeres que debatíanen voz baja pero vivamente. Y luego,todo lo contrario, personas andrajosasque se sentaban en el pasillo, entre lavieja y la nueva biblioteca, personascuya presencia y vestimenta noencajaban precisamente en el diseñovanguardista de El Diamante. Gente sinconexión a Internet. En muy pocos años,

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sin conexión a Internet se habíaconvertido en sinónimo de indigente,alcohólico, sometido a la sociedad.Desgraciados enfermos mentales. Genteque ha sucumbido a los recortes y paraquien El Diamante Negro constituía unaposibilidad de encontrar cobijo, accesogratuito a un baño, un lavabo y unordenador. Tal vez también acceso a unpoco de dignidad. En cualquier caso,Eva se imaginaba que debía de resultarmenos degradante estar allí queacostado sobre una rejilla del metro,esperando el cálido vapor del sistemade ventilación.

¿Me estoy convirtiendo en uno deellos? Olía como ellos, a pesar de que

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había tratado de limpiar los pantalonescon agua y jabón de mano en el servicio.Casi lo había empeorado. Daba igual.Tomó asiento frente a un ordenador queestaba libre. Se conectó. Pensó en elhombre con la marca de sus dientes en lamano. Evocó su rostro. Mirada cálida yembelesadora que invitaba a laconfianza. Sus ojos irradiaban esperanzay voluntad cuando le dijo que no estabaen el reparto, que podía dar mediavuelta y abandonar la tragedia sin más.Y acto seguido intentó asesinarla.

—De acuerdo, hijo de puta. Ahoraquiero saber quién eres.

Buscó a Christian Brix en Google. Siel hombre había asistido al funeral de

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Brix tenían que conocerse. A lo mejoreran compañeros de trabajo. ¿Viejosamigos? En algún lugar aparecería unafotografía, algo que pudiera ayudarla aavanzar. Una vez más, sin embargo,constató que en general Brix brillabapor su ausencia en Google. De prontoEva recordó algo que había leído en unaocasión: que una de las cosas que habíapuesto a los estadounidenses sobre lapista de Osama bin Laden fue que ellíder terrorista vivía en un barrioacomodado pakistaní sin conexióntelefónica ni a Internet. Fueprecisamente su capacidad paraocultarse lo que había conducido a sudetección. Como dijo alguien en el

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artículo: «A veces puede llegar a sersospechoso no estar presente.» ¿Por quéun hombre como Christian Brix noexistía en el ciberespacio? Sí, ahíestaba, en el borrador de una directivade la Unión Europea de 2009. No podíaver de qué trataba la directiva, y cuandolo pinchó con el ratón, el archivo noquiso abrirse. También encontró a Brixen un par más de sitios. En una cita deun informe en el que por lo vistoargumentaba en contra de una propuestadel comisario estonio Siim Kallas sobreuna ulterior apertura del sistema de laUnión Europea. De nuevo el tal SystemsGroup. Un lobby. Eva cerró los ojos. LaUnión Europea nunca le había

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interesado. Se cansaba al leer sobreella, la simple palabra «Bruselas»desviaba en el acto su atención. Ladescarrilaba. Con los ojos cerrados seimaginó dinamita bajo las traviesas dela vía férrea, la explosión y el tren quevolcaba de costado y caía por elbarranco. Así eran Bruselas y la UniónEuropea: dinamita bajo su capacidad deconcentración.

—Muy bien. ¿Qué más hay, Eva? —masculló, por lo visto no lo bastantebajo, porque uno de los otros la miródisgustado.

Resumió la escasa informaciónconcreta de la que disponía: Brix; unSMS enviado después de su supuesto

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suicidio, algo que no podía probar. ¿Quémás tenía? ¡Ah, sí!, el cuadrodesaparecido. ¿Cómo se llamaba elretratado? ¿Matternik? Lo tecleó y elbuscador la corrigió: «Metternich,príncipe austriaco.» ¿Qué demoniostenía él que ver en todo aquello? Seacordó del historiador del arte, deWeyland. Le había prometido darle másdetalles acerca del cuadro. Tal vez ya lehubiera dejado un mensaje. Eva habíaolvidado cargar el teléfono y hacíatiempo que se había quedado sin batería.Volvió a leer acerca de Metternich. Eltípico aristócrata: nariz prominente,mirada despierta e inteligente, dealguien que lo había visto y

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comprendido casi todo, y que, sinembargo, acumulaba su excedente desabiduría en una sonrisa discreta. Pasólas páginas sobre la Santa Alianza. Elzar Alejandro se inspiró en una dama dela nobleza, una belleza, Barbara vonKrüdener, para crear una alianza entrelas monarquías. Una alianza que lucharíacontra la democracia y la sociedadimpía. Eva contempló el único retratoque encontró de Barbara: una Afrodita,muy especial, con un vestido blanco queintentaba tapar un cuerpo exuberante,rizos rubios y frívolos, una sonrisamelancólica, ojos muy oscuros,atractiva, con una mirada que escondíaun secreto.

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—Una pura maniobra de distracción—dijo para sí, y de nuevo se encontrócon una mirada de descontento.

—¿Vas a tardar mucho? —le preguntóun hombre que hacía cola.

—No —repuso, y volvió a la página.Sí, Barbara von Krüdener era unamaniobra de distracción, una místicamuerta hacía tiempo que había atrapadoa un pobre zar con su mezcla desensualidad exacerbada y depensamiento esotérico. «¿Quién nopreferiría leer sobre ella que sobre lamaldita Unión Europea?», pensó Eva, apunto de salir de la página con unsencillo clic. Al principio apenascomprendió lo que había encontrado en

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la parte inferior del cuadro, en la manode Barbara, en la mano izquierda,ligeramente cerrada, casi condespreocupación, alrededor de dosflechas. Dos flechas como las que loscompañeros anónimos de Brix habíandepositado sobre su féretro. Eva trató decomprenderlo. Tal vez fuera unacasualidad, tenía que serlo. Barbaramurió el día de Navidad de 1825. ¿Quésignificaban las dos flechas? En elcuadro, el hijo de Barbara posaba a sulado sosteniendo un arco, como unpequeño Cupido. Eva volvió a Google yprimero escribió «arco y flechassignificado». Al ver que apenasaparecía nada, escribió «arrows

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meaning». Su significado bíblico,concluyó, eran la verdad y la sabiduría.El arco simbolizaba la verdad y lasflechas eran misiles sagrados cargadosde sabiduría y conocimientoespirituales, algo que lanzar y con lo quealcanzar a otros. ¿Tenía sentido? Evatecleó en el buscador «ChristianBrix+Barbara von Krüdener». Noencontró nada que realmente losconectara. Leyó sobre Barbara,concretamente sobre la baronesaBarbara Juliane von Krüdener, nacida enRiga en 1764, cuyo padre luchó en lasguerras de Catalina la Grande. Una cosale quedó clara a Eva a medida que leía:el destino era algo que habíamos

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suprimido de nuestra realidadsocialdemócrata. Menudas vidas teníanentonces. Eva deseó haber vividoentonces, junto a Barbara, a la quecasaron con un hombre al que no amaba.Su marido fue destacado en...

Eva se detuvo y lo releyó con mayordetenimiento. Se obligó a leer cadapalabra: su marido había sido nombradoembajador en Copenhague.¡Copenhague! Es decir, que Barbarahabía estado allí, había paseado por lamisma calle donde ahora mismo estabasentada Eva. Aunque no por muchotiempo. Su salud la obligó a trasladarseal sur, donde se enamoró de un capitánde caballería...

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—Cuidado con los soldados —lesusurró Eva a Barbara—. Se mueren.

Siguió leyendo. De vuelta aCopenhague y a Barbara. Ya casi podíatocar a la bella Barbe-Julie, como lallamaban, que quería divorciarse perocuyo marido no parecía estar por lalabor. Vuelve a la corte prusiana dondesu padre es embajador. Cuando el zarruso es asesinado, las cosas secomplican y Barbara escapa a París.

—Sí, llévame contigo —susurró Eva—. Sácame de esta tediosa sociedad delbienestar, devuélveme a un tiempo en elque podía suceder cualquier cosa ysucedía de todo.

Leyó cómo Barbara había conocido

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entonces a Chateaubriand y cómoprovocó su conversión religiosa unhombre que cayó muerto a sus pies. Loúltimo que ve son los fantásticos ojos dela baronesa. Barbe-Julie empieza areflexionar sobre la vida, visita a uncampesino con facultades proféticas,realiza viajes que la llevan a visitartodo el continente en busca del sentidode Dios, y lo encuentra. Un buen día,cuando el zar Alejandro, el hombre máspoderoso de Europa, está inclinadosobre la Biblia, sumido en las mismascavilaciones que ocupan al resto delcontinente, aparece la baronesa y lepresenta su visión durante unaconversación privada de tres horas de

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duración. El zar no deja de llorardurante toda la sesión; solloza derodillas, como se suele hacer cuando laverdad le alcanza a uno. Y cuando viajaa París se lleva a su nuevo oráculo.Instalan a Barbara en la habitacióncontigua a la del zar, con acceso directoal hombre poderoso, y toda la eliteintelectual hace cola. Todos quierenoírla, verla. En aquella casa nace laSanta Alianza. La Santa Alianza deBarbara, una idea sobre la paz universalentre naciones, sobre la condicióndivina de los monarcas, eso no puedeser muy complicado. Dios ha puesto asus monarcas en la tierra para queinstauren la paz. Sanseacabó. El 26 de

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septiembre de 1815 los soberanos dePrusia, Rusia y Austria-Hungría firmanel tratado. La Santa Alianza es unarealidad.

Pausa. «Tendría que haber estadoallí», pensó Eva. Tal vez ahora su vidaera más como la de Barbara. Al fin y alcabo, Martin había volado por los airesy ella estaba huyendo. Se habíaarrancado a sí misma de la sombra delestado del bienestar. Ahora solo lefaltaba un poco de grandeza, un poco deParís y algunos atractivos poetas.

Siguió leyendo. Durante un tiempo,Barbara es la mujer vestida de sol quenos salvará a todos según elApocalipsis. Sin embargo, todo poder es

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pasajero, y el príncipe Metternich deAustria, el verdadero líder del vastoImperio austrohúngaro, toma las riendasde la Alianza.

Cogió aire. Muy bien. Místicosreligiosos y alianzas muertas. ¿Qué teníaeso que ver con Brix? De vuelta a larealidad socialdemócrata. Eva intentóde nuevo encontrar algo sobre el casiinexistente Brix y Systems Group. Talvez un artículo en Der Spiegel...

«Traducir, Google, gracias.» Laspalabras ordenadas de cualquier maneray seguramente no del todo bien elegidas.Sin embargo, Eva pudo leer que elperiodista alemán estaba tan irritadocomo ella por la falta de información

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acerca de Systems Group. Teníanoficinas en muchos países y eranaparentemente inmensamente ricos, peronadie acaba de descubrir de qué y paraquién realizaban su trabajo los dellobby. Sin embargo, el mensaje delartículo había sobrevivido incluso a latraducción de Google: ¡Mástransparencia ya!

En la página cinco de los resultadosde la búsqueda encontró finalmente unartículo danés en el que aparecía Brix.Uno que todavía no había leído. Barbarano aparecía por ningún lado. Casi notenía fuerzas para más Unión Europea.

—¡Ponte las pilas! —susurró, y seenderezó.

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Trató de encontrar sentido a losfragmentos de texto que acompañaban elnombre de Brix: uno sobre un grupo depresuntos watchdogs, periodistas deinvestigación, como el holandésCorporate Europe Observatory y laasociación Alliance for LobbyingTransparency and Ethics Regulation.Brix se declaraba crítico con estasfuerzas que luchaban por una mayortransparencia en el sistema. La citaprocedía de un artículo, del cual Evapudo leer las primeras frases. Era unartículo de Information y había quepagar para leerlo. Sin embargo, tenía elnombre del periodista: Jan Lagerkvist.Se reclinó en la silla, soltó el ratón,

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pensó un momento en Jan Lagerkvist.¿Dónde había oído ese nombre? Yentonces lo recordó. Lagerkvist le habíagritado al entrar en el aula que ahíestaba la chica guapa, la que nonecesitaba llegar a la hora del únicocurso importante al que los estudiantesde periodismo asistirían alguna vez, queEva sería igual que todos los demásimbéciles faltos de talento, que haríaunas cuantas llamadas a cambio dealguna que otra declaración hecha a todaprisa, eso en un día bueno, porque losdemás seguramente se limitaría a citarde otros medios de comunicación,parafraseando a la agencia de noticiasRitzau, y se apresuraría a acabar cuanto

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antes para poder salir y tomarse un cafécon leche con las chicas en Café Victor.Eva lo buscó en Google y encontró unafoto. Sí. Era él. Nacido en 1948. Segúnla revista especializada Journalisten,«el enfant terrible del periodismodanés». En otro sitio lo llamaban «elperiodista más temido del país». Evaentró en Krak y buscó su número deteléfono.

Le pidió prestado el teléfono a uno delos empleados de la cafetería de labiblioteca y llamó. Solo había un JanLagerkvist en Selandia y vivía en la islade Møn. Eva estaba dispuesta a dar conél aunque viviera en el Polo Sur.

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Necesitaba ayuda. «Está bien pedirayuda», se dijo. El solo hecho de tenerque marcar su número puso a Evaextrañamente nerviosa. «Su inteligenciaintimida», había leído en un titular en laRed y, por un instante, en el instante enque una débil voz femenina se presentócomo Anne-Louise Lagerkvist, Evaestuvo a punto de echarse atrás.

—¿Sí? —dijo la voz, al ver que Evatitubeaba demasiado.

—Disculpa que llame tan tarde. Mellamo Eva Katz. Soy periodista, y megustaría hablar con tu marido.

Silencio.—Jan está enfermo.—Vaya, lo siento mucho. ¿Puedo

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volver a llamar mañana?—No creo que sea una buena idea. —

Por mucho que la mujer hubierapronunciado las palabras sin el másmínimo temblor, Eva presintió el llantocuando prosiguió—. ¿Sabes? Mi maridoestá gravemente enfermo. No estoysegura de que sea lo más apropiadoque...

—No me alargaré —le prometió Eva—. Solo se trata de una pregunta. ¿Creesque podría hacérsela? ¿Dónde podríaencontrarlo? Es extremadamenteimportante —dijo Eva.

La mujer cogió aire antes de susurrarlas palabras:

—Jan está agonizando. Está ingresado

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en el hospicio de Hellerup.

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El puerto20.53

La muerte. Últimamente la perseguía,pensó Eva al salir de la biblioteca. Sedemoró un poco, se acercó al borde delmuelle y asomó la cabeza, como cuandoalguien inhala el aroma de una olla. Elolor del agua de la dársena del puertovino a su encuentro. Alzó la mirada.Había anochecido. Las ventanas del otrolado daban vida al agua. Vivir y morir.

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Lagerkvist tenía sesenta y cinco años, ypronto se habría acabado todo para él.¿Cuándo se habría terminado todo paraella? Esa misma noche, o mañana si nose andaba con cuidado. Pero ¿adóndepodía ir? No podía volver a casa, esoestaba descartado. Tendría que encontrarotro lugar donde pasar la noche.

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Barrio de Vesterbro21.30

La fuerte y dura luz de la recepcióndel hotel dañó a los ojos de Eva. Depronto se dio cuenta de que la nocheanterior no había dormido. Tenía lasensación de que los ojos se le habíansecado, apenas era capaz de seguirparpadeando, como si estuviera fueradel mundo que la rodeaba y lopercibiera todo una fracción de segundo

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demasiado tarde. Se puso a esperar en larecepción. La recepcionista, una chica eldoble de joven que Eva, tenía queacabar una conversación privada porteléfono. Atrapó el reflejo de su propiorostro en el espejo situado detrás delmostrador. No se reconocía. Estabapálida, como si no le corriera sangre porlas venas, parecía atemorizada yenfadada.

—Sebastian —dijo la recepcionista entono de advertencia, como una maestra asu alumno. Todavía no le había hechocaso a Eva—. Estoy trabajando. —Luego soltó una risotada.

Eva emitió un sonido adecuado en estaclase de situaciones, breve e impaciente,

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un gruñido.—Ahora voy —dijo la recepcionista.

Concluyó la conversación.—Quiero una habitación.—¿Cuántas noches?—Solo esta.—Muy bien. Tienes que rellenar este

impreso y pagar por adelantado. ¿Tienesalgún tipo de documentación?

—No la llevo encima.—¿No tienes el carné de conducir o...?—Me han robado la cartera esta

misma tarde, en Strøget.La recepcionista la miró un instante

mientras Eva escribía. «Un momentoabsurdo», pensó Eva, porque la chicasabía que mentía, y sabía que Eva lo

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sabía. Pero le daba igual, claro que ledaba igual. Tenía un trabajo deestudiante en un hotel barato deVesterbro, le quedaban unas diez o docehoras de guardia y en lo único quepensaba era en volver a casa y follarseal tío con el que acababa de hablar.

—Hay muchos carteristas allí —dijoEva, en un intento de romper aquellaextraña atmósfera.

—Sí —le dio tiempo a decir a la chicaantes de que su móvil volviera a sonar yle entraran las prisas—. Habitación 32,tercera planta. ¿De acuerdo? —Depositóuna llave sobre el mostrador.

Eva pagó quinientas treinta coronaspor una noche de sueño. Daba igual, en

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aquel momento habría pagado un millón.—Verás que el ascensor está un poco

oxidado, pero no suele pararse.—Gracias —dijo Eva, y se metió la

llave en el bolsillo—. Creo que subirépor las escaleras.

La chica ya tenía el teléfono en lamano.

—Haz el favor de no llamar todo eltiempo —oyó Eva que decía antesincluso de llegar a la escalera e iniciarel ascenso. Apenas había subido unospeldaños cuando se arrepintió y volvióal mostrador.

—¿Sí?La chica tapó el auricular con una

mano, incapaz de disimular su irritación.

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—Disculpa un segundo que te moleste—dijo Eva—. Es muy importante lo quete voy a decir ahora mismo, ¿deacuerdo?

—Sí. ¿Qué?—Si aparece alguien preguntando por

mí o por mi habitación, no dejes quesuba. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí.—Le dices que no estoy aquí, que

nunca he estado aquí, que no sabes quiénsoy. Nada de visitas, por nada delmundo.

—De acuerdo.—Y si pasa alguien por el mostrador,

es decir, alguien que no esté alojado enel hotel y que no sepas qué hace aquí,

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me llamas inmediatamente. ¿Lo hasentendido?

La chica no dijo nada. Su únicareacción fue un leve cabeceo. Sinembargo, Eva detectó la curiosidad ensus ojos. Vio que la chica pensaba:«¿Quién eres?»

—Bien —dijo Eva, y esbozó unabreve sonrisa—. Entonces estamos deacuerdo. Por cierto, ¿me prestas esto unmomento?

—¿Qué? ¿Mi iPhone?—El cargador —dijo Eva, y señaló—:

¿Lo necesitas ahora mismo?—No, pero...—¿A qué horas sales?—A las nueve de la mañana.

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—Perfecto —dijo Eva, y pensó quesería una noche muy larga. La muchachaya parecía muerta de cansancio—. Teprometo que bajaré antes de las nueve.¿Te parece bien?

—Muy bien —dijo la chica, y seapresuró a retomar la charla porteléfono.

Eva volvió a subir las escaleras:moqueta verde y raída; marcas de chicley colillas; arpillera marrón en lasparedes que llevó a Eva a pensar enEuropa del Este y en el antiguo piso desu abuela paterna en Jutlandia; un ligerohedor a cigarrillos y vómito. Alguiendiscutía a grito limpio tras una de laspuertas. Eva llegó al final de la

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escalera. Tercera planta. Más arpillera.Parecía que las paredes succionaran laya de por sí escasa luz. La habitaciónnúmero treinta y dos se encontraba alfinal del pasillo y la puerta se abriósilenciosamente.

—Home sweet home —dijo Eva,totalmente en serio, porque en aquellahabitación triste y modesta estaba todolo que ella necesitaba en aquelmomento: una cama que parecía más omenos confortable; una mesita de nochecon una lámpara que no funcionaba.

Fue al baño y encendió la luz. Era deltamaño de un armario, tan pequeño quela puerta se abría hacia fuera. Se pusoen marcha un ventilador con un sonido

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profundo y absorbente que Eva asocióinmediatamente con las profundidadesde la tierra. Había una ancha grietahorizontal en el espejo. Al mirarse en élparecía que le hubieran cortado elcuello.

Eva conectó el teléfono al cargador yesperó un poco mientras aspiraba vida.Lo encendió e introdujo su PIN, elcumpleaños de su madre: 1409. 14 deseptiembre. Utilizaba a su madre paratodas sus contraseñas. Si requería quefuera más larga y contuviera tantonúmeros como letras solía usarSuzanne1409. En cierto modo, era comoacudir al cementerio; según Eva, una

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manera de recordar a su madre. Estabaobligada a vivir con las secuelas: elsentimiento de mala conciencia por elalivio que sintió cuando su madre murió.

Un SMS anunció su entrada einterrumpió el momento complicado deEva con su difunta madre.

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Systems Group22.45

El cuadro de Metternich estaba en elsuelo, solo había que colgarlo. FueMarcus quien le pidió a Trane que lollevara al despacho. Era mejor serprudentes y eliminar cualquier rastro.Además, Brix nunca debería haberlocolgado en su salón.

Marcus estaba tendido en el diván, unpoco demasiado corto, del pequeño

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dormitorio que formaba parte de laoficina. No podía dormir, y eso lo teníacontrariado. Era una señal de debilidad.Marcus siempre había consideradoimportante poseer la capacidad dequedarse dormido en cualquier lugar yen cualquier momento, sobre todo paraun soldado. Tan importante como poderandar, correr y matar. ¿Qué valor teníaun soldado agotado en una situación decombate? Se habían realizado muchosestudios al respecto, y la conclusión nodejaba lugar a dudas: ninguno. Apartedel miedo, la falta de sueño era el mayorenemigo de cualquier soldado. Marcuspensó en las veces que había estadodestacado en Irak y Afganistán. Pensó en

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el tópico según el cual un soldado deverdad solo duerme con un ojo cerrado.¡Qué equivocada andaba la gente! Eratodo lo contrario. Tu sueño es pesado yprofundo hasta que recibes la orden dedespertarte y estar fresco. Duermescuando hay tiempo para hacerlo.

Se le revolvió el estómago.¿Nerviosismo? No, ira. Ira porque lascosas hubieran tomado por aquellosderroteros. Ira consigo mismo por nohaber finiquitado el caso hacía tiempo.Eva Katz. En otras circunstancias, enotro mundo, podrían haber estado juntos.Evocó su imagen, de pie en el desván dela catedral. Bella, vulnerable. Teníaalgo. Se había orinado. Marcus había

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intentado agarrarla. Había inhalado suolor a sudor y orina, que, sin embargo,había removido algo en él. La diferenciaentre matar y amar apenas existía. Losdos fenómenos estaban conectados entresí. Marcus lo había advertido muchasveces en situaciones de guerra. Pareceque estás listo para apretar el gatillo,para vaciar el cargador sobre un grupode hombres y mujeres con vestiduraslargas y burkas y a lo mejor conexplosivos fijados a la cintura. Depronto el intérprete grita algo y resultaque los hombres son aliados, y alinstante siguiente los abrazas, te ríes conellos, compartes una botella de agua,intercambias saliva y, como si de besos

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se tratara, sientes cierta complicidadcon ellos. Así se sentía con Eva. Norecordaba la última vez que se le habíapuesto tan dura. Solo con pensar en ella,en su orina, ni mucho menos repulsiva,sino dulce y desvalida. Ojalá elintérprete le gritara algo, ojalá todo serelajara, ojalá pudieran compartir unabotella de agua. Ojalá pudiera besarla.Si ella era capaz de amar a un soldado,¿por qué no iba a poder amarlo a él?

Marcus se subió los pantalones al oírpasos; sabía que era Trane. Conocía susandares ligeramente pesados, sus pasosagresivos como si pateara la tierra, muydistintos de la manera que tenía David

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de moverse, sensible y casi sumisa.¿Realmente preferiría que fuera Davidquien ahora mismo estuviera al otro ladode la puerta? David era su amigo; Traneera su compañero de trabajo, susubordinado. Dado el rumbo que habíantomado las cosas, sin embargo, tal vezeste último fuera preferible. Trane eracomplicado, pero no le temblaba elpulso en los momentos decisivos, no lehacía falta una baja por enfermedadcuando la situación estaba al rojo vivo.Cuando la noche anterior había puesto aTrane al día de la gravedad del asuntode la periodista, de lo importante queera que la encontraran, de que las cosaspodían ponerse muy feas, de que la

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supervivencia de la Institución estaba enjuego, de que se trataba de una mujerdispuesta a prenderle fuego a lacivilización, no había planteado ningunapregunta ni reaccionado lo más mínimo.Bueno, sí, había asentido brevementecon la cabeza, con decisión. Traneestaba listo para solucionar el problema,eso decían sus ojos. Estaba dispuesto ahacer lo que hiciera falta. «Pero tambiénsiento un afecto indescriptible porDavid», pensó Marcus, y se preguntó sihabría dormido, teniendo en cuenta losentimental que se había puesto derepente. No, solo habría dormitadobrevemente.

—¿Marcus? —Por fin Trane abrió la

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puerta sin llamar y pasó. La luz entró araudales y apareció una silueta en elvano de la puerta—. ¿Estás despierto?

Marcus sacó las piernas por el bordedel diván y se levantó.

—La periodista —dijo Trane, y sequedó en la puerta—. Sabemos dóndeestá.

—¿Seguro? —dijo Marcus, sobre todopor ganar un segundo que le permitieralibrarse de la rigidez que le atenazaba elcuerpo. El diván era jodidamenteincómodo.

—Hace dos minutos apareció en mipantalla.

Marcus estuvo a punto de preguntarlepor qué entonces no había venido antes.

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Dos minutos eran mucho tiempo. Ledaban tiempo a Eva a escapar.

Marcus entró en el pequeño despacho,escasamente iluminado por una lámparade mesa y los monitores de la pared, ypor la luz azulada del portátil de Trane.

—Aquí —dijo Trane, y señaló unpunto en la pantalla—. La tenemoscontrolada a través de LiveLink ypodemos seguir todos sus pasos,siempre y cuando tenga encendido elmóvil. Se ha registrado en un hotel. Elhotel El León. ¿Lo conoces?

Marcus cabeceó y sacudió la cabeza.Pasó por alto las palabras de Tranecuando este dijo:

—Probablemente un lugar en el que

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pillas una enfermedad venérea solo conpisar la recepción.

—Vámonos —dijo, y se aseguró deque lo llevaba todo: teléfono, pistola,llaves del coche.

Cuando, tres minutos más tarde, saliópor la puerta, no solo había alegría en elcuerpo de Marcus, había algo más. Talvez dolor.

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Vesterbro23.00

Había leído el SMS tres veces:«Estimada Eva. El retrato de Metternichestá seguro en el Museo de Historia delArte de Viena. Espero que esto te sirvapara tu investigación. Saludos,WEYLAND.»

¿Le servía? Eva cerró los ojos. Ahoramismo no era capaz de valorarlo. Sí,puesto que significaba que el asesinato

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de Brix no tenía nada que ver con unaobra de arte; puesto que era evidenteque se trataba de una copia. Entonces,¿por qué habían descolgado el cuadro?¿Se trataba de una falsificación o teníaque ver con Barbara y las dos flechas,con la Santa Alianza? Por lo que habíaleído, hacía tiempo que la Alianzaestaba muerta y enterrada. ¿Era posibleque, a pesar de todo, siguiera viva? Noaparecía gran cosa sobre ella, perohabía leído que la Santa Alianza sehabía convertido en un grupo de cincomonarquías en lugar de tres o cuatro,con la misma misión: preservar la pazen Europa con los soberanos en elpoder, los elegidos de Dios, y luchar

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contra la democracia y la sociedadimpía.

Ahora todo eso daba igual. Ahoratenía que dormir, por primera vez enmuchos días. Luego pediría ayuda.

Sin embargo, el sueño no llegaba. «Setrata de soltar amarras —pensó—, dedejar de resistirse.» Se incorporó en lacama. Sentía cómo se libraba una batallaen su interior: el cansancio contra elmiedo a que alguien apareciera mientrasdormía. Una puerta se cerró de golpe enel pasillo, por lo demás reinaba elsilencio en el hotel.

Se levantó, se acercó a la ventana.Descorrió las cortinas, miró afuera,decidió abrir la ventana. Entró aire

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fresco y no tardó en tener un poco defrío. No había balcón, solo una cornisaque discurría a lo largo de la fachadadel hotel. Miró hacia la oscuridad y tuvola sensación de que se ceñíaespecialmente alrededor del hotel.¿Protectora? ¿Amenazadora?

Volvió a cerrar la ventana y se echó enla cama mullida. Estuvo un buen ratoluchando con la idea de que nuncavolvería a abrir los ojos.

—No quiero morir —se oyó decir.

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Calle Viktoria23.45

El taxista árabe de la esquina tenía uncigarrillo en la boca. ¿Los estabamirando? No, Marcus lo descartó. Loúnico que hacían era estar aparcados enuna bocacalle anónima a un par decientos de metros del hotel. ¿Qué podíatener eso de sospechoso? Además, eltaxista no podía ver el portátil quedescansaba sobre las rodillas de Trane.

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El hombre arrojó al suelo la colilla,volvió a meterse en el taxi y se fue.Marcus cogió un receptor inalámbrico.

—¿Te lo has colocado bien para queel sonido llegue lo mejor posible? —lepreguntó Trane.

Marcus lo comprobó. Sí, el micrófonoestaba bien colocado en su oído. Sequitó la americana y sacó la sobaquerade la parte trasera del coche. Se lacolocó. Era donde prefería llevar lapistola, cerca del corazón. Volvió aponerse la americana. Trane lo miró.

—¿Recuerdas lo que te dije? Se tratade la supervivencia de la Institución —le insistió a Trane.

—No temas por mí —repuso este, y

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añadió—: Dispondrás de muy pocotiempo a partir de que corte la corriente.

—Concédeme unos minutos —dijoMarcus tras un instante de silencio.

—Por supuesto. La mayor parte de loshoteles disponen de un generador deemergencia.

Marcus bajó del coche.Era la primera lección del manual:

dejar las calles desiertas, cortar la luz,crear una confusión generalizada. Losciudadanos estarían ocupados llamandoa la policía, asustados; el más mínimocontratiempo en el mundo que dan porsentado desencadena una oleada dealarma social.

—Voy a cortar la corriente —dijo

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Trane en el oído de Marcus.—Sí.Pasaron unos minutos. Se apagó la luz

en la zona que rodeaba el hotel,momento en que empezó a parpadear unaalarma en la compañía Energinet. Ya sehabían puesto en marcha dos técnicos,habían subido a una furgoneta de lacompañía y se mantenían en contactopermanente con el director deoperaciones. La red energética danesaes una de las más fiables del mundo, lamayoría de las averías se solucionan enapenas minutos. El sabotaje de Trane dela distribución local tardaría comomucho treinta minutos en ser subsanado,seguramente solo un cuarto de hora. Sin

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embargo, Marcus esperó. Antes deentrar en acción tenía que dar tiempo alpánico a extenderse. «Habría querecordar a los ciudadanos más a menudoque no pueden dar el paraíso porsentado —pensó—, que todo puedevolatilizarse en cuestión de segundos,que en muy pocos días las tiendaspueden quedarse sin comida, laelectricidad no fluir, los hospitalescerrar, y todo el mundo verse obligado avivir como en África, como en elpasado, en una sociedad violenta, en unpaís donde la supervivencia se convierteen una lucha individual. En aquelmomento estaban experimentando unpequeño adelanto. Las mujeres

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despertarían a sus maridos. «Se ha idola luz», dirían. ¿Y ahora qué? ¿Quépasaría con la comida de la nevera y lasprovisiones del congelador, con losordenadores que nadie encendía? Depronto se hacían una pequeña idea decómo era en realidad el mundo tal comolo había descrito Darwin: brutal,despiadado.

—¿Estás ahí, jefe?—Esperaré un minuto más —contestó

Marcus.—De acuerdo.Marcus miró hacia la calle. En una

ventana alguien había encendido un parde velas. Muy pronto la gente empezaríaa llamar a la policía. Deseó que el corte

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de luz se prolongara durante un par desemanas, para que a la gente le dieratiempo a reflexionar, y a notar, sobretodo, que este mundo es una bella yperfecta construcción, una estructura tanrefinada y compleja que está más quejustificado defenderlo tal y como sedisponía a hacer el propio Marcus. Si seles recordaba eso a los ciudadanos,seguramente no se mostrarían tanhipócritas al oír hablar de transportessupuestamente ilegales, de Guantánamo,de tortura y ataques con drones, desoldados y generales, de Marcus yTrane. Alguien tenía que matar a losenemigos. Y sí, a menudo pagaban justospor pecadores, pero ese era el precio.

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El precio por esta sociedad. Eraimposible defenderla sin pagarlo. Losenemigos ya no llegaban vistiendouniforme o en formación, sino quedescansaban en una habitación de hotel,eran, por ejemplo, una periodistadispuesta a incendiar el mundo, arenunciar a la seguridad de millones depersonas normales y corrientes por unidiota como Brix.

—Adelante, soldado —murmuróMarcus para sí.

—¿Decías algo, jefe?—No.—Date prisa —le dijo Trane en el

oído.—Voy a entrar.

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«Discreción» era la palabra clave.Marcus se quedó en la acera de enfrenteen un primer momento y pasó pordelante del hotel. Registró todo lo quepudo desde la distancia, en la penumbra,con solo la luna y los faros de algún queotro coche como fuente de luz. Laentrada tenía un aspecto más bieninsignificante, sin ningún rótulopretencioso dando la bienvenida a losclientes, sin ningún intento de irradiarconfianza y amabilidad. Una puertacorredera de cristal rodeada de fachadagris y anónima dejaba bien a las clarasque la mejor cualidad del hotel era elprecio por noche. ¿Había cámaras? Encaso de apagón, recurrían a una batería,

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y si era necesario funcionaban a oscuras.Marcus se permitió detenerse un instantepara echar un rápido vistazo a laentrada. No vio ninguna, pero lascámaras de vigilancia tenían que estaren la recepción. Salió a la calzada. Elaire era fresco, parecía contener undébil rastro de los últimos estertores delinvierno. Se oyó una sirena en algúnlado. El pánico se estaba desatando, másde uno aprovecharía la oportunidadpara, al amparo de las sombras, romperel escaparate de una tienda y llevarse untelevisor o un ordenador. La última vezque había habido un apagón nocturno enla capital, el número de robos sedisparó. Marcus pensó en Eva, en su

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piel clara, en sus ojos; no debía hacerlo,tenía que concentrarse en lo importante.Nueva Orleans, 2005: el huracánalcanza la zona. Veinticuatro horas mástarde, la ciudad estaba sumida en laanarquía, los ciudadanos en guerracontra otros ciudadanos... Lacivilización no es más que una cáscarade huevo, una delgada capa de barniz...

Trane al oído:—¿Marcus?—Sí —susurró.—La comunicación es perfecta. Solo

quería verificarlo.—Estoy buscando la mejor manera de

entrar. No puedo utilizar la entradaprincipal.

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—Tiene que haber otra.—Esa puerta de ahí —dijo Marcus, y

se acercó a ella. ¿La entrada depersonal, tal vez?

—Un momento.Marcus oyó el sonido de los dedos de

Trane al pulsar las teclas.—Sí, es un aparcamiento. Detrás del

hotel también hay una escalera.Marcus fue hacia allí. No vio ninguna

cámara cerca de la puerta, solo el tenuebrillo de la luna reflejado en esta. Bien.La oscuridad facilitaba las cosas. Cruzóel umbral, pasó entre dos coches y,efectivamente, llegó al patio trasero delhotel.

—Se encuentra a unos veinte metros

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de altura —dijo Trane—. ¿A quécorresponderá? ¿A un tercer piso? ¿A uncuarto?

Marcus echó un vistazo.—Solo hay tres pisos.—De acuerdo. ¿Ves las escaleras?—Sí —susurró Marcus—. Conducen

al sótano, y creo que también a lacocina. Las bajaré ahora mismo. Volveréa conectarme cuando esté dentro.

—Oído.A paso rápido, enfiló un estrecho y

sucio pasillo de cemento que discurría alo largo de la parte posterior del hotel.Marcus miró por la ventana. La débil luzroja de un rótulo anunciaba: «Salida deemergencia.» Cacharros de cocina,

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cuchillos en la pared, unos fogones deltamaño de una mesa de billar. Se acercóa la puerta, tiró del pomo. Estabacerrada, naturalmente, y parecía nueva ysólida. Un poco más adelante, otraventana, casi oculta, pues la luz nollegaba hasta ella. Estaba a un metro ymedio del suelo, tal vez a un poco más,y Marcus pasó el dedo por el marco.Viejo y podrido, con un único cristal.

Solo les había alcanzado elpresupuesto para cambiar las puertas,pensó Marcus antes de considerar elruido que podría llegar a hacer cuandolo atravesara con el codo y retirara laaldabilla. Había un viejo pedazo de telatirado en el suelo. Marcus lo apoyó en la

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ventana con la esperanza de queabsorbiera parte del estrépito.

Antes de romper el cristal pensó enuna fecha concreta, el 19 de enero de2010, y en un suceso concreto: elasesinato del líder palestino Mahmoudal-Mabhouh, llevado a cabo por losservicios secretos israelíes, el Mossad.Pensó en ese asesinato porque loadmiraba, porque era una obra de arte,una genialidad técnica y logísticarealizada a la perfección. Los agentesdel Mossad llegaron a Dubái conpasaportes de la Unión Europea robadosa unos israelíes ignorantes con doblenacionalidad. Iban disfrazados detenistas cuando entraron en el hotel. Se

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parecían al resto de los huéspedes,turistas acaudalados y decadentes deOriente Próximo y Europa que seencontraban en Dubái para jugar al golfy al tenis y disfrutar del buen tiempo. Yentonces atacaron.

Eso fue lo que hizo Marcus. Rompió elcristal de un codazo seco y rápido.Constató que apenas había hecho ruido,metió dentro la mano y retiró laaldabilla. Levantó sin problemas susnoventa kilos de peso y los pasó por elestrecho hueco de la ventana. Se metióen la cocina. Permaneció quieto uninstante, acostumbrándose a la oscuridadpara poderse guiar con la escasa luzroja. Olía a comida rancia, a beicon y a

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algo más. Cruzó la cocina hasta unaescalera de subida. ¿Hacia dónde?Marcus subió los escalones en treszancadas y abrió cautelosamente lapuerta que daba al restaurante desierto.Las sillas y las mesas eran vagos bultosgrises.

—¿Marcus? —le preguntó Trane porel auricular.

—Estoy dentro.Cruzó el restaurante a toda prisa y

salió a un pequeño pasillo donde habíauna puerta entreabierta que daba a larecepción. Le echó un vistazo y vio lasilueta de una joven sentada hablandopor teléfono, iluminada por la luz de unavela encendida sobre el mostrador.

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Mantenía conversación privada por suiPhone y no paraba de reír,completamente absorta. En la pared,detrás de ella, estaba el teléfono paralos huéspedes del hotel, una antigualla.Las escaleras se encontraban justodelante de la chica. Era imposible queMarcus llegara hasta ellas sin que loviera. Sin embargo... Aunque levantarala cabeza y mirara hacia él, gran partede su campo de visión estaría bloqueadopor la columna de mármol que constituíael centro de la recepción.

Marcus retrocedió y volvió a meterseen el restaurante.

—¿Trane? —susurró.—Sí.

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—¿Hay línea telefónica?—Sí, no tiene que ver con la red

eléctrica.—Entonces llama al hotel. En el

vestíbulo hay un antiguo teléfono paralos huéspedes.

—¿Ahora?—Sí, no necesito más de veinte

segundos. Di cualquier cosa.—De acuerdo.Marcus volvió al pasillo. Esperó. Al

cabo de un instante sonó el teléfono, másfuerte de lo que había esperado. Inclusola recepcionista pareció sorprendersecuando dejó en espera su conversaciónprivada y se apresuró a levantar elauricular.

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—¿Diga?Marcus fue rápido. Ella le dio la

espalda apenas unos segundos, pero lossuficientes para que Marcus pudierallegar a las escaleras y desaparecer.Cuando llegó a la tercera planta y salióa otro pasillo, la voz de Trane volvió asonar en su oído.

—Pregunté si tenían una habitaciónlibre en Nochebuena —dijo, no sincierto orgullo—. Respondió que creíaque sí.

—Ahora estoy en el pasillo —susurróMarcus.

—Lo veo todo desde aquí. Tienes queseguir por ese pasillo, pero ve despaciopara que pueda seguirte. Estás cerca.

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Marcus asintió con la cabeza para sí.Estaba cerca.

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13 de abril

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Vesterbro00.12

Eva se incorporó en la cama. Buscó atientas el interruptor de la luz. No seencendió. Cogió su móvil. ¿Qué horaera? ¿Dónde estaba? Poco más de lasdoce, le informó la pantalla. ¿Por qué sehabía despertado? ¿Qué pasaba con laluz? Se levantó, utilizando el teléfonocomo fuente de iluminación. Miró a lacalle. El alumbrado público no

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funcionaba. Solo los coches que pasabanahuyentaban la oscuridad. Luego unamujer en el edificio de enfrente pusovelas encendidas en la ventana. Alguiengritaba en la calle. Se oían sirenas.

—Un apagón —susurró, y decidióseguir durmiendo en cuanto volviera delbaño. Se abrió paso a tientas en laoscuridad, empujó la puerta, se sentó,utilizó la débil luz del móvil para buscarel papel higiénico, hizo pis y tiró de lacadena. La cisterna hizo un ruidoensordecedor. ¿Algo más se sumaba alestruendo? Alguien le había dado unapatada a la pared de al lado o llamaba auna puerta o... No, seguramente no eramás que...

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La cerradura. Eva la encontró en laoscuridad, antes de que su cerebrohubiera entendido lo que acababa desuceder. Alguien tiraba del pomo de lapuerta del baño, la pateaba. El primerpensamiento de Eva fue tirarse al suelo.A lo mejor decidía disparar a través dela puerta.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Socorro!Por un instante reinó el silencio. Luego

volvió a empezar. Patadas duras ysólidas, como en la catedral. La puertase abría hacia fuera, no era fácil abrirlaa patadas. El marco cedió. ¿Alguien laoiría si seguía gritando? Tenía ganas demorir, de acabar de una vez por todas.Aquello nunca se terminaría. No hasta

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que él estuviera satisfecho. La sola ideala llevó a ponerse en pie.

—¡Hijo de puta! —gritó—. ¿Quéquieres de mí?

Iluminó el baño con el móvil. Nohabía manera de salir de allí, la ventanaera demasiado pequeña. ¿Por el techo?Una rejilla cuadrada de metal cubría elpequeño hueco entre las placas de yesoy tal vez podría alcanzarla si se subía alváter, apoyaba un pie en el lavabo y loutilizaba para darse impulso. Ya estabade pie sobre la tapa del váter,iluminando el techo con el móvil. Viodos tornillos. Ojalá hubiese tenido unamoneda a mano, pero solo tenía una uñay un dedo que consiguió introducir por

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debajo de la rejilla.—¡Socorro!Gritó con tal fuerza que sintió que se

le desgarraba la garganta.Los tornillos estaban muy duros y el

espejo cayó sonoramente contra ellavabo. Debía de haberle dado unapatada. El ruido ahogó por un instante eldel hombre que luchaba por destrozar lapuerta, y ahora Eva tenía un pedazo deespejo roto en la mano. Lo iluminó. Lointrodujo en la hendidura del tornillo ylo utilizó como destornillador; lo giróuna y otra vez. La sangre brotó de lasyemas de sus dedos, pero el tornillo sesoltó y pronto pudo sacarlo y dedicarseal otro, el último, que estaba más duro,

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que se negaba a soltarse, que más biense había fundido con el yeso, que... Lapuerta estaba a punto de ceder. Seprodujeron unas breves pausas entre losgolpes. ¿Estaba tomando impulso paralanzarse contra ella? Tiró de la rejilla,la forzó hacia un lado hasta que el metaldoblado se rindió, de la misma maneraque el loco que había al otro lado de lapuerta pretendía que ella se rindiera. Larejilla cayó al suelo con un sonido sordoy desagradable, un sonido inconcluso.«Esto no acaba aquí, te perseguirá...»Tal vez ese sonido indujo al hombre adetenerse un instante, a dejar de darpatadas. ¿A abandonar?

Eva consiguió auparse y reptar por el

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conducto.Revoque, polvo y oscuridad.

Telarañas. Tuvo que cerrar los ojos,avanzar a tientas por el estrechoconducto. Oyó que la puerta por fincedía en el cuarto de baño. Eva searrastraba hacia delante lo mejor quepodía. Era un proceso lento. ¿Estaríajusto detrás de ella? ¿Se le podía ocurrirdisparar al interior del conducto? ¿Seríaasí como acabaría su vida, atrapada enun pequeño y claustrofóbico tubo, en eltecho de un hotel de mierda del barriode Vesterbro, como una rata, unaalimaña a la que se extermina sin más?¿Había oído un ruido detrás de ella? Lehabía quitado el seguro a su arma. Se

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quedó completamente quieta. Lo únicoque tenía que hacer era disparar lapistola dentro del conducto metálico yestaría muerta, su sangre correría por elconducto, se filtraría a las habitacionesdel hotel, gotearía sobre los huéspedes,habría un poco de Eva sobre todos ellos.Oyó su respiración y, de pronto, lepareció que había desaparecido.

Llegó al final del conducto. ¿Otrarejilla? La golpeó con todas sus fuerzas.Intentó empujarla, pero no cedía. Oyó unestruendo en algún lugar. ¿El loco estabaen su baño? ¿Se disponía a meter lapistola en el conducto y a disparar?Volvió a golpear la rejilla, esta vez conmás fuerza. Un último golpe. Volvió a

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oír el mismo estruendo por segunda vez:el sonido de una rejilla metálica quedaba contra el suelo en algún lugar. Enotro mundo. Un mundo situado al otrolado del infierno en que se hallaba, alotro lado de...

Cayó cabeza abajo, tal vez dos metros.Le dolía el hombro derecho. El dolor sele extendió hasta la nuca y el resto delbrazo. Se levantó. Se encontraba en undescansillo. ¿Dónde? En el hotel, o...Vio unas escaleras delante de ella.Había estado a punto de caer escalerasabajo en la oscuridad. El dolor en elhombro se intensificó. Pisó algo, abrióuna puerta, entró en un despacho. La luzde la luna entraba por la ventana. No

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mucha, pero la suficiente para quepudiera ver que se encontraba en unaoficina abierta, con elegante suelo demadera, paredes de cristal, pantallas deordenador. ¿Una agencia de publicidad?¿Una compañía de seguros? Echó acorrer sin más, de pronto consciente deque iba en braguitas y top corto de colorblanco. Una puerta, una salida. Agarróel pomo. Estaba cerrada, como era deesperar. Tiró de ella, pero no consiguióabrirla. Había una silla de oficina allado. La levantó y la lanzó contra lapuerta de cristal. No obtuvo el efectoesperado; no se rompió, aunque se rajó yse disparó una alarma. La luz habíavuelto. El pitido le atravesó el cerebro y

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amenazó con desgarrarle la cabezadesde dentro. Un nuevo golpe, esta vezcon una papelera metálica. Puso todassus fuerzas en él, lanzándola una y otravez contra el cristal, y por fin loatravesó. Cristales lloviendo en todaslas direcciones, fragmentos de luz quevolaban y aterrizaban, la alarma pitaba,Eva se abrió paso a través del hueco,salió a la calle. ¿Dónde? ¿Dónde?

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Lille Colbjørnsensgade00.35

Marcus oía a Trane en su oído cuandosalió corriendo por donde había llegado.

—¿Por qué no la has cogido? —Tranevolvió a preguntar—: ¿Por qué no lasacaste de allí?

Marcus le hubiera contestado, pero nopodía.

—¿Dónde está? —dijo.—Ha salido corriendo, tal vez en

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dirección a Istedgade. ¿Quieres que lacoja?

—¡No!Marcus se sorprendió por su propio

tono de voz. Estaba en la calle. Vio aEva un breve instante, iluminada por untaxi que pasaba por allí en ese momento.

—La tengo —dijo, y salió corriendodetrás de ella.

¿Qué había pasado?Marcus se hizo esa misma pregunta

mientras acortaba poco a pocodistancias con la mujer. ¿Por qué no lehabía puesto fin cuando la tuvoencerrada en el conducto de ventilación?Nunca volvería a tenerlo tan fácil. Nisiquiera hubiese tenido que apuntar. Sin

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embargo, su dedo en el gatillo se habíanegado a obedecer. Había abandonadoel baño un instante. Se había quedadoinmóvil en medio de la humildehabitación de hotel, había dejado lapistola sobre la cama. Había juntado lasmanos, como si fuera la rigidezprovocada por el frío lo que le habíaimpedido mandar sobre su dedo índicederecho.

—¿Jefe?—Voy detrás de ella —contestó

Marcus.Cruzó la calle. La veía, no estaba

lejos. A lo mejor esta vez le resultaríamás fácil. Era un blanco móvil, unenemigo en la noche, no una pobre mujer

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atrapada en un tubo de aluminio. Alzó lapistola, la apoyó sobre la manoizquierda y apuntó.

—Venga —murmuró.—¿Decías algo, jefe?—No puedo.Oyó que Trane había puesto el coche

en marcha, ¿o era un sonido queprovenía de la calle? Miró atrás. Nada.Eva se había alejado demasiado paraque pudiera alcanzarla. ¿Qué le estabapasando? Se miró la mano, le temblaba.Echó a correr. Le sentó bien. A lo mejorpodía dejarla sin aliento, puesto queaquel maldito dedo índice se negaba aobedecer. Aceleró la marcha. Cruzó lacalle. ¿Algo en el oído? Un breve

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chirrido. ¿Era Trane que le decía algo?El coche, se volvió. Le dio tiempo a verdos faros y oír un sonido. Entonces loatropelló. Tenía sensación deingravidez, de flotar cómodamente en elaire. Era una sensación agradable. Llególa oscuridad.

En plena noche, una mujer en braguitasy top blanco corría por la fría ciudad deCopenhague. Llovía, pesadas gotasgolpeaban el asfalto, le mojaban la cara.Había visto cómo el coche loatropellaba y lo lanzaba en el aire comoun muñeco. Se había detenido uninstante; había considerado volver,acabar con él, con su enemigo, pero le

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había dado la espalda y había seguidocorriendo. Alguien le gritó algo. CorrióVesterbrogade abajo, a lo largo de losmuros de las casas, no pensaba conclaridad. A lo mejor había corrido encírculos. Se había centrado únicamenteen la supervivencia, pero empezaba atener frío ahora que estaba calada por lalluvia, que el frío de la noche laabrazaba. Ropa. Una lona. Algo quepudiera repeler el frío. Pero ¿dónde? Notenía dinero, no tenía nada. Todo eraoscuridad, todo estaba cerrado yapagado. Una tienda de ropa de segundamano. ¿De la Cruz Roja? Sí, a menudohabía sacos llenos de ropa en la puerta.Ropa para los pobres, para los que no

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tenían nada. Eva no tenía nada. La ideasurgió del frío y arraigó en ellarápidamente, como una cuerda desalvamento a la que se aferrabadesesperadamente; lo único que tenía, suúnico objetivo: la tienda de Cruz Rojaen Istedgade. Dobló a la izquierda,corrió en dirección a Istedgade, casichocó con un tipo que le gritó algo sobresu trasero, Eva no se volvió. A laizquierda de nuevo, ¿dónde estaba latienda exactamente? Allí, un poco másadelante. Al otro lado de la calle. Porfin había llegado. Efectivamente, habíaun par de sacos de plástico en la puerta.Se oía el repiqueteo de la lluvia enellos, un sonido agradable, como cuando

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cae sobre una tienda de campaña.Arrastró los sacos debajo de un tejadilloy volcó el contenido en el suelo. La granmayoría era ropa de niño, pero habíaunos tejanos que tal vez le irían bien. Selos puso. Le iban un poco demasiadoceñidos, pero tenían un pase. También sepuso un jersey de un extraño rojo mateque ella nunca habría escogido y unachaqueta demasiado gruesa para laépoca del año, pero que ahora le ibaperfecta porque estaba temblando defrío, no conseguía que las manos dejarande sacudírsele, las tenía prácticamenteen descomposición, como si llevarandemasiado tiempo sumergidas en agua.Buscó unos zapatos, pero no había. ¿En

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el otro saco tal vez? Sí, allí había un parde deportivas Nike, caras. Es increíblelo que la gente tira hoy en día, o dona.Le iban más o menos bien, tal vez medionúmero demasiado grandes. Todavíatemblaba. Era una personita máspequeña que los pequeños de laguardería, más desvalida que el niñoque habían abandonado en el bosque,pero su enemigo había... ¿qué? ¿Habíamuerto? Tal vez. Tenía más de uno, sinembargo. Habían ido dos a su casa.Seguramente eran más. Aquello no habíaterminado. Nunca se terminaría.

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Hospicio de Sankt Lukas08.20

La noche era lo único, en muchotiempo, que se había comportadoamablemente con ella y la había tratadocon cierta solicitud. Eva había dormidoen un banco, preguntándose si esa seríasu cama a partir de entonces. Habíadonde escoger. Miró el reloj de laiglesia. Eran casi las ocho y media.¿Podía permitirse hacerle una visita tan

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temprano? Había conciliado el sueño allado de dos indigentes, cerca del canal ydel palacio de Christiansborg; le habíaparecido un buen cobijo. Los indigentes,dos hombres, la habían mirado. Se habíaechado a unos metros de ellos, sobre elbanco. No había dicho nada y ellostampoco habían sentido la necesidad dedecirle nada. Seguían durmiendo cuandoEva se levantó. Corrió hasta la estaciónpara entrar en calor. Se había sentidoligera mientras esperaba el tren aHellerup. Había creído que ya no lequedaba nada por perder, después dehaberse quedado sin la casa y sin eltrabajo, pero había algo más: sudignidad.

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—¿Te espera? —preguntó laenfermera, una joven con el pelorecogido en un moño. Miró a Eva dearriba abajo, no de maneracondenatoria, solo para hacerse una ideade quién era.

—Sí —dijo Eva.—¿Y te llamas?—Eva.—¿Eva?—Él sabe quién soy. Su mujer lo ha

avisado de que venía.—De acuerdo, Eva. Toma asiento un

momento. Veré si está despierto y tieneganas de recibir visita.

Eva se sentó en una de las tres sillasadosadas a la pared. Contempló las

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flores de las mesas, los carteles de lapared de enfrente: «Familiares:participad en la reunión informativa delos martes.» Martes. Martin habíamuerto un martes. ¿Era preferible morirallí, en el hospicio, tranquilamente, quevolar por los aires hecho pedazos enalgún lejano desierto?

Eva se sentía más o menos despejada.Tenía el cuerpo dolorido, pero ya noparecía sentir el cansancio. Era como sise hubiera convertido en un estadopermanente, una condición básica, comorespirar. ¿O era la adrenalina lo que lamantenía despierta? Una especie deganas de luchar, el instinto desupervivencia.

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—¿Eva?Seguramente la enfermera había dicho

su nombre unas cuantas veces.—Sí.—No está seguro de quién eres, pero

está despierto y le parece bien recibiruna visita.

Eva se levantó y siguió a la enfermerapasillo abajo. No pudo resistirse a miraral interior de las habitaciones donde losmoribundos esperaban a que todoacabara definitivamente.

—Ya puedes entrar —dijo la mujer—.Pero no te quedes mucho rato, ¿deacuerdo? Jan está muy cansado.

Sin embargo, Eva llamó a la puertados veces con suavidad, como si un

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ruido inesperado pudiera quitarle lavida al periodista moribundo, antes deabrir. Jan Lagerkvist estaba sentado enla cama y la miraba. Estaba viejo, pensóEva. Parecía mucho mayor de lo que enrealidad era. La quimioterapia lo habíadejado sin pelo y sin cejas, con los ojoscansados y hundidos.

—¿Quién eres?Eva entró, cerró la puerta tras de sí y

se acercó. Era evidente que intentabaubicarla, que intentaba hacer memoria.

—¿No sé si te acordarás de mí?Lagerkvist la miró, de la misma

manera que se contempla una obra dearte moderna un domingo por la mañana:con recelo, desapasionadamente. Tal vez

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solo fuera por su vestimenta.—¿Debería?—Me diste clase en la facultad de

periodismo, hace ya unos años.—He tenido tantos alumnos... —dijo

sin apartar los ojos de ella.—Solía llegar tarde a las clases —

dijo Eva, y esbozó una leve sonrisa.Ninguna reacción en su rostro. Eva

paseó la mirada por la habitación: unamesa para el televisor; una estanteríacon un par de libros; la mesita de nochecon una fotografía de una mujer,probablemente su mujer, con quien Evahabía hablado por teléfono.

—¿Por qué estás aquí? —dijoLagerkvist—. Me estoy muriendo. ¿Qué

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quieres de mí?Eva bajó la mirada. «Sin duda ha sido

un error venir», pensó. El pobre hombrese merecía algo mejor que tener quesoportarla a ella.

—Lo siento —dijo.—Tú también te morirás algún día. La

gente le da mucha importancia almomento de la muerte, a si será hoy omañana, o dentro de veinte años.

—Mi prometido fue asesinado, enAfganistán —dijo Eva, sin saber muybien por qué.

—¿Era soldado?—Sí —se apresuró a contestar—. Una

mina.Lagerkvist cabeceó.

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—Muy triste —dijo—. E inútil.—No sabría qué decirte.—¿Qué es lo que no sabes?—Hay gente allí que ahora está mejor

que antes.—¿De veras? ¿Has estado?—No, pero lo he leído.—¿Qué has leído?—Bueno, pues eso, que ahora la gente

está mejor en Afganistán. Ahora losniños van al colegio y las mujeres...

Lagerkvist esbozó una sonrisacondescendiente.

—Ahora escúchame, ¿Erika?—Eva.—Pues Eva. Escucha: no están mejor.

Créeme. El país ha sido devuelto a la

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Edad de Piedra a bombazos. No es quefuera una maravilla antes, pero no haynada que haya mejoradosustancialmente. Señores de la guerra,mafiosos, talibanes. Lo dirigen todo. ¿Ypor qué? Porque estábamos dispuestos aenviarles a nuestros soldados y nuestrasangre, pero no quisimos darles laquincalla militar que hace falta paraluchar contra los barones de la droga ylos islamistas a los que llenan de oro losricos saudíes. El Ejército gubernamentalse mueve en... —Cerró los ojos uninstante y Eva consideró si levantarsepara correr la cortina y protegerlo delsol. Sin embargo, él continuó—: Lasmujeres y los niños estaban mejor

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cuando la Unión Soviética dirigíaKabul. Piénsalo. Ya llevamos doce añosde caos total. La gente que diga otracosa miente. Desplázate apenas unoscientos de metros de las zonas másaseguradas y descubrirás que losúltimos doce años han sido inútiles. Laaventura afgana en su totalidad nos hacostado una suma comparable al PlanMarshall. Cantidades astronómicas dedinero. Siento decirlo, de veras, perotanto la muerte de tu marido como la míacarecen de sentido. Él murió como unsoldado, intentando ayudar a una genteque no quiere ser ayudada, no pornosotros. Yo... —Tosió brevemente ymiró por la ventana. Reflexionó—.

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Abandono un mundo que se ha vueltoincomprensiblemente más estúpido quecuando fui puesto en él hace ya muchosaños. A lo largo de toda mi jodida vidahe luchado por lo contrario, por lainformación, por la veracidad. En estesentido no temo tener que constatar quemi vida ha sido un fracaso, que morirécomo un hombre desgraciado. La luchaha sido en vano; los poderes contra losque me he tenido que enfrentar, muysuperiores. Los poderes... —repitió, yañadió—: El embrutecimiento.

La enfermera asomó la cabeza por lapuerta, sonriente.

—¿Os apetece tomar algo? ¿Café?¿Tal vez algo dulce?

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Eva y Lagerkvist contestaron a la vez.Ella dijo «sí» y él dijo «no».

—Me lo tomaré como un sí —dijo laenfermera, y se fue.

Lagerkvist volvió a mirar por laventana, hacia el mundo que se habíaembrutecido tanto desde que formabaparte de él.

—Dennis Potter, ¿lo conoces? El autorde El detective cantante. Un dramaturgobritánico, uno de los grandes. Hace unosaños lo entrevistaron en Channel 4, pocoantes de morir. Estaba sentado con uncóctel de morfina en la mano y cáncer entodo el cuerpo. ¿Sabes cómo llamaba asu tumor cancerígeno?

Eva no dijo nada.

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—Rupert, por Rupert Murdoch. —Lagerkvist profirió un ruido que tal vezfuera una carcajada—. Potter vio, antesque nadie, que el mundo de los mediosde comunicación había degenerado porcompleto hasta convertirse en unachapuza. Y en su mundo, Murdoch era elsímbolo de la muerte del periodismo. Yosimplemente no consigo encontrarle unnombre a mi tumor. ¿Tienes algunapropuesta?

Eva no dijo nada.—Está justo aquí. —Se golpeó un

punto del pecho—. Aquí empezó, en elpáncreas, sea lo que sea eso, y luego sepropagó, claro, como la estupidez, comoun incendio forestal o... —De pronto se

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acordó de Eva—. ¿Por qué estás aquí?¿Es esto una entrevista? Pues olvídate.

Eva titubeó. ¿Había ido allí paraobtener la formación que habíadescuidado tantos años atrás porque sehabía enfadado, porque se había sentidodenigrada?

—Estoy aquí por un dibujo.—¿Un dibujo?—De un asesinato —dijo, y se lo

explicó. Le habló de la dama decompañía, del dibujo de Malte, de lahora que no encajaba, de Malte que teníaconocimiento del asesinato de su tío, elhombre pelirrojo, antes de que muriera.Eva le enseñó el cuello, allí donde elcordel le había cortado la piel, y le

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habló del asesinato de Rico.—¿Rico? —la interrumpió Lagerkvist.—Sí.—Creía que habían sido las bandas de

motoristas.—No. Todo gira en torno a Christian

Brix. ¿Lo conocías? Escribiste sobre él.Una breve pausa. A lo mejor estaba

pensando. A lo mejor no había oído loúltimo que le había dicho. Entoncesasintió con la cabeza.

—Me temo que fue hace muchotiempo. Creo que coincidí con él enBruselas en una ocasión. ¿Puede ser?

—Sí. Lo citaste. Era miembro de unaespecie de lobby, de Systems Group.

—¿Systems Group?

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—Sí.—Eso puede significar cualquier cosa.

Bruselas, ¡menudo lugar! —Lagerkvistquiso reír, pero tuvo un acceso de tos.Carraspeó, parecía mareado—. Ahoraescucha: Unión Europea. ¿Me sigues?

—No soy una completa idiota.—Ya, pero ahora escúchame: 25 de

marzo de 1957. Los fundadores de laUnión Europea, Jean Monnet, Schuman ydemás pesos pesados, han luchadodesde la Primera Guerra Mundial porfundar los Estados Unidos de Europa.Cada vez que airean su idea, lapoblación europea se vuelvecompletamente loca. La sola idea deunión, solidaridad y paz saca lo peor de

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nosotros. Así que los pesos pesadosdecidieron envolver el paquete de unamanera un poco distinta, vino viejo enbotellas nuevas, ¿me sigues?

—Sí.—En 1957, seis países europeos

firmaron el Tratado de la Comunidad delCarbón y el Acero. A nadie se le fue laolla por eso. ¿Verdad?

—No —dijo Eva.—Pero durante la firma en Roma,

Monnet se vuelve hacia Schuman y lesusurra: «Esto no es la Comunidad delCarbón. Es el nacimiento de los EstadosUnidos de Europa.» ¿De acuerdo?

—Sí.—Lo que te estoy contando ahora son

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hechos, ¡maldita sea! Pero puesto quesaben que no nos pueden vender elinvento a los locos europeos, comonacionalistas que somos, durante losúltimos setenta años se han dedicado aembaucar a la población. ¿Cuántoseuropeos lo saben? ¿Cuántos saben quesomos tan sanguinarios y odiamos a lasotras naciones con tal intensidad que hayque colar la paz por la puerta de atrás deeste continente?

—¿Muy pocos?—¿Y cuánto se habla de la Unión

Europea en las noticias?—No mucho.—¿No mucho? Si fuera

proporcionalmente a lo que la Unión

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Europea influye sobre nuestras vidasdebería ocupar dos terceras partes delos diarios y toda la franja deinformativos de la televisión,exceptuando el tiempo. Pero ¿de quéhablamos en Dinamarca? De un niñatode Marruecos que no está contento consus padres adoptivos. ¿Qué más? De untonto del pueblo que ha dicho cosas feasdel islam. ¿Es eso relevante para la vidaque vivimos? No, desde luego que no, ysin embargo nos obligan a oír hablar deello durante semanas, hasta queencuentran carne de caballo en la lasañaprecocinada.

Hizo otra pausa y Eva dejó que elsilencio quedara suspendido en el aire

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deliberadamente. A menudo, el silenciosaca lo mejor de la gente.

—Ahora mismo, ¿de qué pruebasdispones? —preguntó Lagerkvist.

—¿Pruebas?—De que la muerte de Brix no fue un

suicidio.—El teléfono que Rico consiguió

desbloquear. El SMS que Brix envió asu hermana, fue enviado después de queMalte dibujara la muerte de su tío.

—¿Tienes el teléfono?—No. Se lo quitaron a Rico.—Así pues, ¿no tienes pruebas? ¿Nada

que se pueda publicar en un diario?—No.—Supongo que de haberlas tenido no

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estarías aquí.—Hay algo muy extraño —dijo Eva, y

se atascó. No sabía si mencionar lo delcuadro con las dos flechas, tal vez fuerademasiado estúpido.

—¿Qué?—No sé si tendrá algo que ver.—Nunca se sabe.—Había un cuadro colgado en una de

las paredes de la casa de Brix.—¿Cómo lo sabes?—La casa está en venta. Se puede ver

en la página web del agente inmobiliario—contestó Eva.

Los ojos de Lagerkvist se iluminaron,se enderezó:

—¿Y?

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—Un día el cuadro estaba colgado enla pared y al siguiente habían sustituidola fotografía por otra.

—¿Qué piensas? ¿Que se trata de algorelacionado con el arte?

—Pensé que se trataba de un robo,pero resulta que el cuadro no esauténtico.

—Aunque así sea, puede tener que vercon arte, con falsificaciones.

—Tal vez, pero...Eva volvió a titubear.—¿Pero?—Era un retrato de Metternich —dijo

Eva.—Un príncipe austriaco.—Sí, ese. Y en el funeral de Brix

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algunos de los asistentes depositarondos flechas sobre su féretro.

—¿Flechas?—Ya sabes. El arco y flechas. Si has

leído acerca de Metternich, sabrás quefue quien estaba detrás de la SantaAlianza.

—Efectivamente.—Salvo por una cosa.—¿Qué?—Que fue otra persona quien tuvo la

idea de la Santa Alianza, una dama de lanobleza de la que el zar ruso estabaprendado. El único retrato que existe deella es uno en el que sostiene dosflechas en la mano.

Lagerkvist miró por la ventana.

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¿Sacudía ligeramente la cabeza?—Supongo que está cogido con

alfileres —se apresuró a decir Eva.Luego añadió—: No tiene pies nicabeza.

—No estés tan segura. Los ciudadanosde a pie ni siquiera sospechan que elmundo está dirigido por grupos depoderosos que prefieren celebrar susreuniones lejos de gente como nosotros.¿Has oído hablar del Grupo Bilderberg?

—Sí.—Las personas más poderosas del

mundo que se reúnen una vez al año.Políticos y empresarios. Ningún acta,ningún periodista, ningún comentario. EnDinamarca están los grupos VL,

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formados por empresarios. No tienesmás que buscarlo en la Red y verquiénes conforman el primero de losgrupos, te prometo que se te helará lasangre. Caballerizos mayores, directoresde los grandes grupos mediáticos, altosejecutivos del mundo empresarial ysubsecretarios de Estado en un mismojodido grupo. La Casa Real, losdirectores de prensa, altos funcionariosy lo más alto del empresariado danésindisolublemente unidos en una logia, ymientras tanto nosotros vamos por ahícreyendo que tenemos una democracia yque el teatro que nos presentan en lapantalla cada noche tiene algo que vercon la realidad.

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—¿Y ahora qué debo hacer?—Lo contrario a lo que llevas

haciendo hasta ahora. Lo has hecho todomal. Todo —repitió.

Eva cogió aire, volvía a reconocer sutono despectivo.

—La manera en que te dirigiste aJuncker... ¡Madre mía, casi tendría queidear un nuevo baremo para poderponerte una nota que se ajustara a lamanera más chapucera de abordarperiodísticamente un caso que he vistoen mi vida. —Eva bajó la mirada,Lagerkvist la miró sin compasión;retomó su discurso—: No puedes acudira la gente hasta que, en principio, sepastodo lo que hay que saber. Nunca antes.

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En este tipo de periodismo, el deinvestigación, la gente nunca debe tenerla impresión de que está siendoentrevistada. ¿Lo entiendes?

—No.—Cuando acudes a alguien, siempre

es para contarle lo que tú ya sabes. Nodebe quedarle la sensación de quepretendes sonsacarle algo.Sencillamente, tienes la amabilidad decontarle la historia que el diario llevaráen primera plana la semana siguiente, yentonces pones todas las cartas sobre lamesa. Y entonces es cuando hablará,cualquiera, sin excepción.

—Pero...—Pero ¿entonces cómo averiguas algo

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si no puedes coger el teléfono y llamar ala gente para preguntarle por lasposibles correlaciones? ¿Es eso lo quequerías preguntarme? Muy bien, hijamía, te lo diré: para empezar teolvidarás de Internet. De todas manerasahí no encontrarás nada. Todos esosidiotas sin talento que componen lasredacciones creen que pueden encontrarlas historias en la Red y olvidan que laRed está llena de errores. ConfundenWikipedia con el mundo que hay al otrolado de su ventana. Por esta mismarazón, todos los medios cubren lasmismas noticias. Además, te puedenrastrear. Todo lo que haces quedaregistrado, por Google, por la empresa

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para la que trabajas... Dejamos pisadasdigitales de elefante por todos lados.

—De acuerdo. Nada de Internet.—Sobre todo debes pensar en ti

misma como en un submarino.Eva lo miró. ¿Lo decía en serio?—Debes desaparecer. Desaparecer

por completo del campo visual. Todo elmundo tiene que olvidarse de ti, nadiedebe creer que corretea por ahí unaperiodista haciendo toda clase depreguntas. ¿Lo has entendido?

—Un submarino, sí.—Invisible. A continuación, deberás

empezar por el principio. Por reglageneral, en el Archivo Nacional. Tienesque revisar todas las escrituras que

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pueda haber firmado Brix a lo largo delos años, las compraventas. Todas estascosas están disponibles para los que semolestan en hacer el trabajo. Luegopagarás por la realización de unabúsqueda en el registro civil. ¿Existenhijos de anteriores matrimonios? ¿Tieneel padre hijos ilegítimos? ¿Tíos y tías?¿Con quién estudió Brix? ¿Quiénes eranantes sus vecinos? ¿Recuerdas losantiguos listines de teléfono en los quela gente aparece clasificada por calles yportales?

—No.—Consíguelos. Son imprescindibles.

Allí encontrarás los nombres y apellidosde todo un portal o una calle

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determinada. Si hay algún nombre que serepite en las escrituras que hasexaminado, tienes que preguntarte porqué. Consultarás los obituarios y losregistros matrimoniales, los archivos dela comisión encargada del control de losalquileres.

Se calló y miró a Eva.—¿Qué? —le preguntó ella.—¿Por qué no tomas notas?Eva se sonrojó. Miró a su alrededor,

se levantó y fue hasta la recepción,donde le prestaron una libreta y unbolígrafo. Un minuto más tarde volvió asentarse al lado de Lagerkvist, que habíacerrado los ojos. Los mantuvo asícuando continuó:

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—¿Lo tienes todo?—Sí —dijo Eva, y fue anotando lo

más rápido que pudo mientrasLagerkvist le regalaba su experiencia, leexplicaba cómo debía acercarselentamente desde la periferia a suvíctima, habiendo hablado ya con losantiguos vecinos, con los compañeros dela escuela, con los antiguos compañerosde trabajo, seguidamente con las exesposas o novias, todo ello con muchacautela. Jamás debía recurrir ainvestigadores, tal como hacían muchosperiodistas hoy en día.

—Se trata de musicalidad. Consideraa tu víctima como un instrumento quedebes aprender a tocar. ¿Entiendes lo

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que te quiero decir?—Sí.—De la misma manera que no

podemos darle una guitarra a otrapersona y decirle «aprende a tocarla pormí, hazme el favor», tampoco podemospedirle a alguien que haga el trabajo deinvestigación por nosotros. A menudo, lamás insignificante de las pistas seconvierte en el resquicio por el quecolarte, algo que cualquiera habríapasado por alto, algo que solo tú puedessaber qué significa porque la semanapasada hablaste con un antiguo vecino.

La puerta se abrió y la enfermera entrócon una bandeja y una sonrisa queiluminó la habitación por entero.

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—Café para nuestra invitada —dijo, ydepositó una taza frente a Eva—, y unacosita para el goloso. —Dejó un platitocon un par de onzas de chocolate en lamesa—. ¿Cómo estás, Jan? —lepreguntó, y recibió un gruñido a modode respuesta—. Ya no os molesto más.

—Gracias —dijo Eva, y le sonrió.La puerta se cerró sin hacer ruido. Eva

oyó unas voces débiles que proveníande la habitación contigua.

—Nuestro trabajo se asemeja, enmuchos sentidos, a lo que hace lapolicía, o a lo que debería hacer —prosiguió Lagerkvist—. Con una grandiferencia: nosotros debemos escribir,ellos arrestar. Ten siempre el texto

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presente. Empieza cuanto antes con untitular. ¿Qué historia estás escribiendo?

¿Era una pregunta retórica? Eva no eracapaz de determinarlo por su semblante.

—¡Venga! ¡Me estoy muriendo,maldita sea!

—¿A qué tengo que responder?—¿Qué clase de historia es?—¿La historia de un asesinato?—¿Cuál es el titular?—Es demasiado pronto. No lo sé.—Tienes razón. Es demasiado pronto.

Pero aun así tienes que ser capaz devisualizar el contorno de tu historia todoel tiempo. Debes formarte una idea deltitular, del estilo, imaginártela. ¿Mesigues?

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—Sí.—Los periodistas son perezosos. Mira

en tu interior. Descubre si eres perezosao no. Si prefieres volver a casa a lascinco y cocinar para los críos.

—No hay nada. No tengo nada.—Es un buen punto de partida. La

pereza es el mayor enemigo delperiodismo. A lo mejor tienes unahistoria que te exige revisar el censo deCopenhague de cabo a rabo paraencontrar a un Jensen en particular. A lomejor te ves obligada a llamarlos atodos, a invertir cinco días enteros enello, a hacer ochocientas llamadas envano, pero sigue adelante. Séperseverante. Tienes que entender que lo

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que andas buscando es la célebre agujaen el pajar. Lo insólito en medio de todolo común. En el caso Christian Brix, yoempezaría por el informe de la autopsia.Consíguelo. ¿Sabes si le han hecho laautopsia? En caso afirmativo, ¿quién?¿Hay alguien con quien puedas hablar deeso? ¿Hay algo fuera de lo común?¿Algo que te ha sorprendido? ¿Quién loconoce bien? ¿Quién lo vio con vida porúltima vez? ¿Dónde estaba? ¿Con quiénhabló? ¿A quién llamó? ¿Tenía algunacuenta pendiente con alguien?Economía, amor, sexo, negocios.Investiga sus propiedades inmobiliarias.

—¿Te refieres a dónde vive?—¿Alquila inmuebles? ¿Le ha vendido

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alguna vivienda a alguien? ¿A quién leha comprado una? Cuando hay quemover grandes sumas de dinero de unlugar a otro siempre hay algún agenteinmobiliario involucrado. Tan segurocomo que dos y dos son cuatro, casi todala delincuencia financiera de Dinamarcatiene su origen en el sector inmobiliario.¿Por qué? Porque hay mucho dinero queganar y porque nadie se asombra cuandoalguien compra algo demasiado caro.No es ilegal ser estúpido o llevar a cabomalas inversiones. El mercadoinmobiliario es básicamente anárquico,y la policía no dispone, ni mucho menos,de recursos para investigar quién lecompra qué a quién, quién le alquila qué

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a quién. Todo eso. Además, los de laBrigada de Investigación de DelitosEconómicos son más estúpidos que losdelincuentes.

Respiró pesadamente. Cuatro o cincoveces, rápidamente, una detrás de otra.

—¿Has dicho que su hermana eradama de compañía?

—Sí.—Espero que la Casa Real no esté

involucrada. Entonces lo mejor quepuedes hacer es tirarte desde la azoteadel hotel SAS.

—¿Por qué?—Porque nadie querrá escribir sobre

ello.—¿Y si consigo las pruebas?

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Lagerkvist cabeceó y cerró los ojos.—A grandes rasgos, tenemos la misma

relación con la reina que losmusulmanes con Mahoma. Sí, sí, esverdad. Soportamos un mínimo desátira, a algún actor gay ataviado con unvestido que da saltitos y hace el tontopor el escenario, a un bufón de la corte,de los que siempre hemos tenido. Deeste modo se suelta un poco la presión.Pero hasta ahí, no más. Nadie hace unaverdadera crítica. El mundo empresarialdanés y la Casa Real: intercambio dedinero y servicios —dijo, y volvió acabecear—. Lo que en Italia llaman«Cosa Nostra», la mafia, y en el restodel mundo «corrupción», en Dinamarca

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lo llamamos «Casa Real». —Cerró losojos—. Estoy cansado —dijo.

Silencio. Eva ojeó sus notas y miró aLagerkvist, que, con la boca abierta,respiraba profundamente. ¿Estabadormido? Se levantó.

—Gracias por tu ayuda —susurró. Nohubo respuesta. Se dirigió hacia lapuerta de puntillas.

—Es curioso —dijo él.Eva se volvió. Todavía tenía los ojos

cerrados.—Estaba esperando que alguien

viniera a verme.—¿Alguien?—Cualquiera. Una esperanza. He

leído los periódicos cada día, tal vez

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una nueva voz. He estado mirando lacaja tonta —dijo, y señaló hacia eltelevisor, todavía con los ojos cerrados—. He estado esperando a alguien.

—Y entonces llegué yo —dijo Eva, ybajó la mirada. Consideró disculparse.Disculparse porque no era la esperanzaque él había esperado—. Gracias, encualquier caso —dijo. Se disponía asalir cuando él la llamo.

—¿Eva?—Sí.Ahora la miraba.—Llámame si pasa algo.

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Hogar para mujeres10.30

El submarino. Eva lo visualizó, ungigantesco monstruo de hierro. Vio cómose deslizaba lentamente por debajo de lasuperficie hacia las profundidades, hastaque solo asomaba el periscopio, unaúltima señal de vida, una última miradacuriosa al mundo, para finalmentedesaparecer en lo desconocido.

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El submarino de Eva estaba un pocoapartado, oculto tras unos pequeñosarbustos y una cerca baja.

Era un edificio grande y anónimo quecon sus discretos tonos pardos no atraíademasiado la atención. De hecho lecostó encontrarlo, y eso le pareció unabuena señal. Unas baldosas con malashierbas en las grietas conducían a lasescaleras y a una puerta cerrada conllave. Titubeó un instante. Pensó en quédiría. Era un hogar para mujeresmaltratadas. ¿Acaso no la habíanmaltratado? Sí, pero sin duda tendríaque modificar un poco la historia,tendría que inventarse algo. ¿Debía darsu nombre? Llevaba el pasaporte en el

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bolso, ¿le exigirían algún tipo deidentificación? No tenía ni idea. Por elcamino había pasado por la oficina desu padre. Había estado vigilando eledificio donde trabajaba media horaantes de entrar. Su padre había dejadoun sobre con el pasaporte y la tarjetaMasterCard en el mostrador, y un smileyseguido de unas cuantas preocupacionesy advertencias escritas a mano en lasque le pedía que no se olvidara dellamar. Ya tenía pasaporte. En ciertomodo, Eva sentía que representaba unpaso adelante en una nueva dirección.Además, se había comprado ropa y unbolsito para acumular cosas. No sedejaría hundir; se trataba de no perder

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nada más sino al contrario, dereconstruirse. Empezaría por allí, en elhogar para mujeres. Eva era una mujer ycarecía de hogar. Por lo tanto, llamó alportero automático con cierto derecho ahacerlo, esperando que su planfuncionara. Tenía que funcionar. Teníaque ser su submarino, el lugar donde nola podrían encontrar.

—Recepción.—Hola —dijo Eva—. ¿Puedo entrar?—¿De visita?—No, me gustaría vivir una temporada

aquí.—Un momento.Y pasó un momento, a lo sumo cinco

segundos, hasta que una mujer alta y

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esbelta, en la cuarentena, de rasgosduros en un rostro por lo demás amable,le abrió la puerta.

—Adelante —dijo, y le tendió la manoa Eva—. Me llamo Liv y soy ladirectora, o la administradora si quieres,pero a mí me suena un poco anticuado.¿Es tu único equipaje? —Miró el bolsode Eva.

—Sí.Entraron en un pequeño distribuidor,

con cajas de fruta y conservasamontonadas hasta el techo. Olía amanzana.

—Tenemos un acuerdo con lossupermercados para que nos surtan decomida. Ya sabes, artículos que no

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pueden vender porque están a punto decaducar. Por aquí —dijo Liv, y abrióotra puerta.

Eva la siguió por un estrecho pasillosin moqueta, con puertas a ambos lados,muy cerca una de la otra, como en unaresidencia estudiantil. Una joven árabede poco más de veinte años se cruzó conellas con un bebé en brazos.

—Hola, Bashira —la saludó Liv—.¿Qué tal?

—Bien —dijo la joven.—¿Y el pequeño?—Está... —La mujer sonrió,

renunciando a encontrar las palabrasadecuadas.

—Ya hablaremos más tarde —dijo

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Liv, y sonrió a Bashira antes de abriruna puerta y mirar a Eva—. Aquípodremos charlar un poco. Siéntate.

Eva tomó asiento a la mesa cuadrada,de espaldas a la ventana. Intentóarrellanarse en la incómoda silla demadera. Consideró si cruzar las piernas,pero le pareció una postura demasiadoindolente, así que optó por lo contrario:acercó la silla todo lo que pudo a lamesa y apoyó los codos en ella comouna colegiala aplicada y atenta.

—Bueno —dijo Liv, y dejó una tazade café institucional frente a Eva antesde apartar una silla de la mesa ysentarse—. ¿Quieres decirme cómo tellamas?

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—Eva.—¿Solo Eva?—Si puede ser.—De acuerdo, Eva. Verás. Aquí nadie

puede hacerte daño. Tenemos vigilanteslas veinticuatro horas del día.Videovigilancia, línea caliente con lapolicía, alarmas instaladas en todas lasventanas. La ayuda llega en un abrir ycerrar de ojos. —Posó la mano sobre lade Eva, solo brevemente. Tenía unamano agradablemente cálida—. ¿Loentiendes?

—Sí.—¿De dónde vienes?Eva pensó en la mentira. Una mujer

maltratada, ¿con qué tipo de hombre

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podía convivir? Con el tipo que habíaentrado a la fuerza en su casa. Unpsicópata con el magnetismo de unpsicópata.

—¿Eva?—Del piso de mi novio —dijo Eva, y

pensó en él, en sus ojos.—¿Vivís juntos?—No tengo donde vivir, así que he

dormido en su casa los últimos dosmeses, en su piso.

—¿Dónde?—En el barrio de Nørrebro.—¿Y él dónde está ahora?—No lo sé. A veces está fuera —dijo,

lo que al fin y al cabo era cierto.De pronto había aparecido en su salón.

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La había maniatado y habíadesaparecido. Cualquier día volvería.

—¿Fuera? ¿Trabajando?—No tiene trabajo —dijo Eva—. Se

va con sus amigos. Desaparece sin más.—¿Y tú te has escapado?—¿Estás segura de que no me

encontrará aquí? Que no dará conmigoy...

—Eva, entiendo que tengas miedo,pero debes saber que nadie puede entraraquí, nadie que quiera hacerte daño.

—¿Me podrías enseñar la casa?—¿Quieres ver con tus propios ojos si

la seguridad es suficiente?—Sí, si puede ser, sí. Gracias.—Si eso te hace sentir mejor, adelante

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—dijo Liv, y se puso en pie.

—Este es Tom. Es quien cuida denosotros hoy.

Eva saludó con la cabeza a un tipocorpulento y casi completamente calvoque estaba leyendo un periódico en unasilla cercana a la entrada.

—Hola —dijo el guardia.—Precisamente estaba asegurándole a

Eva que no tiene nada que temermientras esté aquí. —Volvió a mirar aEva y sonrió—. Como ya te he dichoantes, también disponemos de una líneacaliente con la policía. Eso significaque, si pasa algo, están aquí en apenasunos minutos.

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—¿Decías algo acerca de unasalarmas?

—Mira —dijo Liv, y se acercó a laventana. Señaló un cuadradito negro conun piloto rojo intermitente—. Hayalarmas instaladas en todas las ventanas.Es imposible entrar sin que se disparen.Y ¿ves allí arriba? —Volvió a señalar—. Videovigilancia. Eva... —Liv se leacercó, la cogió del brazo—. Créeme,estás en las mejores manos.

—¿Qué me dices del sótano? —preguntó Eva, y pensó que Liv noconocía a su nuevo novio, el que leacariciaba la entrepierna cuando nointentaba quitarle la vida.

—Acompáñame.

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Enfilaron un largo y estrecho pasillohasta llegar a una puerta.

—¿Te he hablado de nuestra políticade puertas cerradas?

—No —dijo Eva.—Es una política que hemos

instaurado y que significa que se leentregan dos llaves a cada una de lasresidentes, una de su habitación y otradel pasillo en el que vive. La llave delpasillo solo sirve para la planta en laque vive. Es decir, que no se puedeacceder con ella a las demás. Esoimplica mayor seguridad, también conrespecto a los robos.

Liv abrió la puerta con su llave.—A lo mejor podrías contarme un

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poco más mientras te enseño el resto.—Sí.Bajaron unas escaleras. La barandilla

estaba recién pintada.—¿No estaba en casa cuando te fuiste?—No.—¿Por qué decidiste irte precisamente

hoy?—Tuve miedo.—Tenemos que entrar en este ascensor

—dijo Liv, y señaló con el dedo—. Solose puede bajar al sótano en el ascensor.

—De acuerdo —dijo Eva al entrar.Liv volvió a mirar a Eva, el ascensor

tembló levemente.—No se puede decir que sea el último

modelo en ascensores —dijo con una

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sonrisa—, pero suele funcionar. ¿De quétenías miedo?

—De la idea de que pudiera volver encualquier momento —dijo Eva.

—¿Porque te pega?—Sí.—¿Lo ha hecho muchas veces o solo

una?—Muchas veces.—¿Dónde suele pegarte?—En el cuerpo —dijo Eva—, y en la

cara. Sobre todo en el cuerpo. Hace unpar de días intentó estrangularme.

Eva se bajó el cuello del jersey y echóatrás la cabeza. El ascensor se detuvocon estruendo.

—¿Me dejas ver? —Liv se le acercó

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un poco más y examinó la marca quehabía dejado la cuerda. Sus dedosrozaron el cuello de Eva—. ¡Uf! —susurró—. ¿Con el cordón de unazapatilla o qué?

—Un trozo de cuerda —le explicóEva—. Me la ató alrededor del cuello yla tensó.

—¿Cómo te liberaste?—Estuve a punto de desmayarme, y

me resistí y... entonces me soltó.De pronto Eva sintió cómo las

lágrimas se le agolpaban en los ojos. Elrecuerdo de la terrible noche en lacasa... Liv posó una mano en su hombrocuando salieron del ascensor.

—¿Por qué te lo hace?

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—Dice que miro a otros hombres.Dice que ya no puede confiar en mí. Nolo hago. No miro a nadie.

—¿Y la policía? ¿Has estado encontacto con ella?

Eva negó con la cabeza.—No puedo hacerlo.—¿Por qué no? ¿Qué pasaría?—Me mataría.La directora del centro asintió

serenamente.—Bueno, verás, Eva, no puede hacerte

esto. Es punible.Eva no dijo nada. Liv se había

detenido. Se encontraban en un sótano enpenumbra.

—De hecho hay un par de ventanas

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aquí abajo, pero aunque alguienconsiguiera entrar por ellas no podríaacceder al hogar. La única manera desubir es usando el ascensor, y senecesita una llave para utilizarlo.

—De acuerdo —dijo Eva, aunque nosabía si se sentía segura.

—Entiendo que tengas miedo. Lamayoría de las mujeres que viven aquílo tienen, y yo también lo tendría. Porcierto, ¿tienes hambre? ¿Cuándo comistepor última vez?

—No, estoy bien.—¿Estás segura?Eva asintió con la cabeza.—Tenemos que pasar por Urgencias,

Eva. Necesitamos que te examine un

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médico. Podrías tener alguna lesión queno se ve a primera vista y que requierealgún tipo de tratamiento. ¿De acuerdo?

Eva volvió a asentir.—Bien, cogeremos un taxi.

La había calmado un poco ver lasmedidas de seguridad, constató Evacuando salieron a la puerta para esperarel taxi. Ahora se sentía un poco mássegura. Pensó en lo fácil que le resultabamentir, tal vez porque no parecía unamentira de verdad, tal vez porque encierto modo era verdad lo que habíacontado. Un hombre peligroso iba trasella. Le haría daño si la encontraba.Realmente tenía miedo.

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El teléfono de Liv sonó en sudespacho. Le hizo una seña paraindicarle que volvería enseguida y alsegundo siguiente apareció otra mujerjunto a Eva.

—Hola —dijo, y sonrió.«Bonita piel», pensó Eva antes de

devolverle el saludo, color café conleche, casi dorada. El pelo de la mujerera ensortijado, negro e indomable.Apenas chapurreaba el danés, pero suvoz estaba llena de sentimiento.

—Yo también esperé taxi aquí primerdía —dijo—. Tres meses hace ahora,pero... —Se atascó, rio y sacudió lacabeza, como si pudiera sacar laspalabras danesas a sacudidas, como los

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cocos de una palmera. Pareció servirleun poco—: Siento hace tiempo.

—Ya tengo ganas de que llegue elmomento en que sentiré que todo estoestá muy lejos —dijo Eva.

Se miraron. La otra era mayor queEva. No mucho, tal vez unos cinco años.¿De dónde era? ¿Del norte de África?¿Por eso había pensado en cocos?

—Alicia —se presentó.—Eva.Liv salió del despacho.—El taxi nos espera fuera. ¿Estás

lista?

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Hospital del Reino11.58

Le había ocurrido antes, hacía tiempo,en Irak, que una explosión lo lanzaravarios metros hacia atrás, que lo dejarainconsciente. Entonces, igual que ahora,había dedicado sus primeros segundosdespierto a constatar que no habíamuerto y que estaba ingresado en unhospital. Había una sola enfermerafuera. Le dolía la cabeza cada vez que

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intentaba volverla.Marcus comprobó los dedos de sus

pies. Se movían. Los brazos, los dedosde las manos; sí, los teníacondenadamente sensibles, pero parecíaque todo le funcionaba, a pesar de todo.

—¿Estás despierto?Marcus quiso volver la cabeza de

nuevo. La voz provenía de su izquierda.—¿Quién habla?—¿Puedes moverte?—Me duele un poco.—Los médicos dicen que te pondrás

bien —dijo Trane. Se levantó, se inclinósobre Marcus.

—¿Trane?—Sí.

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—¿Qué pasó?—¿No lo recuerdas?—No. Sí. ¿Un coche?—Eso es.—¿Quién era?—Hit and run —dijo Trane.—¿Hit and run?—Saltaste delante de un coche. Fue un

accidente. ¡Joder, casi me pareció que lohacías aposta!

—¿Disteis con él?Trane negó con la cabeza, y Marcus

recordó cómo había corrido tras Eva,por... ¿por Istedgade? Había mirado porencima del hombro. Había visto dosfaros. ¿Quién iba en el asiento delconductor?

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—Y tú, ¿dónde estabas? —preguntóMarcus.

—Esperando en el coche. No le desmás vueltas.

—¿Por qué estoy aquí?—¿Dónde si no?Trane miró a Marcus de arriba abajo y

asintió con la cabeza, como si estuvierade acuerdo, ¿de acuerdo en qué? No sehabía producido una discusión. Tal vezestaba de acuerdo en el debate que enaquel momento Trane mantenía consigomismo sobre qué hacer con Marcus. Asaber cuál sería la conclusión.

—Volveré mañana.—Espera. —Marcus intentó agarrar a

Trane—. La mujer. Eva.

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—Deja de preocuparte por ella. Apartir de ahora me ocuparé yo.

—¿Cómo?—Me han puesto al corriente. Un

asunto feo —dijo Trane, y añadiósecamente—: Tal vez no haya sidomanejado como era debido desde unprincipio.

La nuca de Marcus protestó cuandointentó incorporarse. No podía quedarseechado en la cama, de esta manera nopodía recuperar su autoridad. Antes deque le hubiera dado tiempo a apoyarseen el codo, Trane llegó a la puerta, apunto de salir.

—¿Trane?Se volvió. Marcus no tenía gran cosa

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con lo que compensar, era consciente deello. Habían puesto a Trane «alcorriente», y todo lo que había hechoMarcus hasta entonces estaba mal.

—Supongo que tienes razón —dijo, altiempo que buscaba las palabrascapaces de imponer su voluntad. Pero¿cuál era su voluntad? ¿Recuperar suempleo? Porque de eso era, en realidad,de lo que se trataba, de que Marcusestaba fuera y Trane había asumido elmando o...

—¿En qué estás pensando?—Supongo que he ido demasiado

lejos con la mujer.—¿Demasiado lejos?—No hace falta dejarla fuera de

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combate. Con una charla bastará.Trane sonrió.—Estás realmente desquiciado, ¿eh,

jefe?—No, esa es mi valoración

profesional.—Tomo nota —dijo Trane. Se fue y

cerró la puerta. Marcus vio queintercambiaba unas palabras con elmédico al otro lado del cristal y queluego desaparecía.

Tenía que levantarse, que salir de allí.¿Por qué? ¿Qué tenía que hacer? Sucabeza no estaba del todo despejada,pero sabía que había algo que debíahacer. Matarla. O salvarla. Miró sumano. El dedo que se había tomado

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ciertas libertades aquella noche en sucasa. El mismo dedo que se habíanegado a apretar el gatillo. Se levantó.Los dolores en su espalda eran atroces.No eran más que dolores musculares, sedijo, magulladuras; no tenía fracturas,ninguna bala que le hubiera atravesadotejido y órganos. Estuvo a punto decaerse de camino a la ventana. Se agarróal postigo y aterrizó de rodillas. Detrásde él se cayó el gotero y la aguja saliódisparada de su brazo. La sangreempezó a manar. Intentó incorporarse.Le dolía la cabeza. Miró afuera. Era dedía. La gente iba y venía del hospital. Untaxi se detuvo en la puerta. Bajaron dosmujeres. Una de ellas se parecía a Eva.

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—¿Qué hace fuera de la cama?La enfermera corrió hacia él. Marcus

quiso protestar, decir algo.—¿Alguien puede echarme una mano

aquí dentro? —gritó ella, y acudierondos enfermeras rápidamente.

—Tengo que salir —murmuró Marcusjusto antes de desplomarse. Algo lodetuvo, tal vez el suelo, si no hubieraseguido en caída libre. Había perdidoalgo, o lo había encontrado.

Oscuridad. Eva.

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Hospital del Reino12.05

Liv había cogido a Eva de la mano decamino al Hospital del Reino. Habíanguardado silencio durante el trayecto,apenas había tráfico, se oía una canciónpop en la radio.

—Y suelen ser muy amables connosotras —le había dicho Liv cuando sebajaron del coche y entraron en elhospital—. Seguramente nos atenderán

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enseguida.

El hospital era un mundo en blanco. Elsol entraba por los amplios ventanales,pasillos luminosos, batas incoloras.

—Nos toca —dijo Liv, y se levantó—.¿Puedes?

—Sí —dijo Eva.El médico estaba un poco distraído, no

parecía médico, le pareció a Eva. Nosabía qué aspecto debían tener losmédicos, pero desde luego este no loparecía, con aquel cuerpo de culturista,nuca de toro, nariz de antiguo boxeador.Boris, rezaba la placa de su bata. Liv seocupó de ponerlo al día, Eva solo tuvoque añadir un par de gestos afirmativos

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con la cabeza y un breve comentarioaquí y allá. Luego la examinó.

—Tengo que pedirte que te desnudes,¿de acuerdo?

—¿También la ropa interior?—¿Has sufrido algún tipo de agresión

sexual?—No.—Entonces no hace falta. ¿Podrías

sentarte aquí?Eva se desnudó y tomó asiento. Le

resultaba sorprendentemente pocodesagradable estar sentada en el bordede una fría camilla, esperando a que laexaminaran. La hacía sentirse segura,por mucho frío que tuviera, segura porestar rodeada de personas amables en

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bata con voces serenas.—¿Hay algún sitio que te duela

especialmente?Eva se encogió de hombros.—¿No sospechas que te hayas roto

nada? ¿Las manos, los dedos, lostobillos?

—No creo.La auscultaron, la tocaron, le

examinaron la garganta. El doctor seconcentró sobre todo en su cuello y sugarganta, y en los ojos. Se los examinócon una linterna y la cabeza muy cercade la suya. Eva pudo oler su aliento yverle los labios agrietados. Luegosuspiró, cabeceó para sí y le pidió quese vistiera.

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—Bueno —dijo, y miró a Eva—.Primero la parte buena. No tienesninguna fractura. Ni en la nunca, ni enlas cervicales, ni en ninguna otra partedel cuerpo. El hombro también estábien.

—Y eso...—Pero es un caso muy grave. —Ahora

miraba a Liv, como si quisiera protegera Eva de la terrible realidad—. Podíahaberte matado. Unos segundos más y tucerebro habría sufrido dañospermanentes. En el peor de los casospodrías haber muerto estrangulada. Lasmarcas de tu cuello... —dijo, con unsemblante de profundo abatimiento—.Te ha costado respirar, ¿verdad?

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—Así es.—Realmente el tipo no vale la pena

—dijo Boris. Parecía con ganas de darleuna paliza al agresor.

Eva miró a Liv. Por alguna extrañarazón, sonreía. Tal vez porque estabafeliz de que las cosas no hubieran idotodo lo mal que podrían haber ido. Asíera el trabajo de Liv, pensó Eva cuandose fueron de allí: hurgar en el fondo dela sociedad junto con mujeres infelices yencontrar fuerzas en que, a pesar detodo, podría haber sido peor, no muchopeor, pero sí un poco. Podrían haberestrangulado a Eva, podría habermuerto.

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Hogar para mujeres12.55

—Aquí tienes un baño.Liv abrió una puerta y encendió la luz.—Perfecto —dijo Eva, y examinó el

baño: baldosas blancas, una pequeñaducha, un espejo no demasiado grande;no había motivo para preocuparsedemasiado por el aspecto físico, ahorano, no en este momento de la vida.

—Y luego hay una cocina común

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abajo, donde suelen reunirse unas cincoo seis mujeres para cenar cada noche.Saludaste a Alicia, ¿verdad?

—Sí. Es muy guapa.—Sí. Suele cenar allí. Prepara unos

platos muy interesantes para las demásinternas.

Eva asintió con la cabeza e intentóesbozar una sonrisa. Hacía tiempo queno comía algo decente.

—Pero claro, depende de ti. Tambiénhay una nevera aquí, si prefieres comersola. Y tenemos una sala de televisióndonde serás bienvenida, naturalmente.¿Está todo bien?

Eva asintió con la cabeza.—Bien. Te dejo en paz un rato.

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—Dormiré un poco. ¡Estoy tancansada!

—La llave, por supuesto —dijo Liv, yla dejó sobre la mesa—. Dos. Una parala habitación y otra para el pasillo. Lapolítica de puertas cerradas. Me pareceque ya te puse al día antes.

—Política de puertas cerradas —repitió Eva.

Cuando Liv se fue, Eva se acercó a laventana y miró a la calle. «Este es misubmarino», pensó cuando la puerta secerró y el silencio pareció brotar de lasparedes. Se volvió y miró a sualrededor. La habitación medía unosdoce o catorce metros cuadrados, tal vezincluso menos. Había una cama fijada en

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la pared, para que no ocuparademasiado espacio, una mesa, una silla,una lámpara, una nevera, una estanteríade obra justo debajo del techo porquehabía que aprovechar el espacioreducido. En el mejor de los casospodía considerarse una habitaciónalquilada en un piso barato; en el peor,una celda. Se sentó en el borde de lacama y sintió cómo de pronto su cuerpose rendía al cansancio. Llevaba días ynoches sin dormir, sin descansar. Semetió en el baño. Todavía estaba unpoco aturdida cuando se desvistió yabrió el agua de la ducha. Habíachampú. Se enjabonó. Olía a productosquímicos. Cerró los ojos bajo el agua.

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«Ahora estoy a bordo de un submarino—pensó—, pero ¿cuál será el siguientepaso?» Pensó en Jan Lagerkvist. ¿Quéera lo que le había dicho el periodistamoribundo? Que debía conseguir elinforme de la autopsia, verlo todo consus propios ojos, y que debía sermeticulosa, buscar todas las pequeñasgrietas, todas las rarezas. Forzar todaslas puertas. Listines de teléfono, la guíaKrak, contratos de compraventa. ¡No!Tenía que empezar por el principio.

Muy bien, ¿qué sabía?, se preguntó,sentada desnuda en la cama. La roparecién comprada estaba al lado: tejanos,camiseta, calcetines, ropa interior. Sí,sabía que al parecer Christian Brix se

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había pegado un tiro. Al menos esa erala explicación oficial. Sabía que Malteestaba al tanto de la muerte de su tíoantes de que el tío enviara el SMS.Sabía que había algo que no encajaba.¿Qué podía ayudar a Eva a avanzar?«Ayudar.» La palabra se quedó colgadaun instante en su cabeza. Rico habíamencionado a un ayudante. ¿Qué lehabía dicho? «Un ayudante devoto.»¿Qué significaba eso? ¿Alguien que lehabía facilitado información del teléfonode la dama de compañía? ¿Alguien quelo había ayudado a sacar informaciónacerca del tráfico en el teléfono deBrix? Si eso era posible. ¿Alguien quehabía descubierto algo? ¿Qué? En

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cualquier caso, era importante. Se lohabía notado a Rico cuando la llamópoco antes de que lo asesinaran.

Sacó sus apuntes del bolso y elbolígrafo que había cogido en elhospicio. Le dio la vuelta al papel yescribió: «Lugar del crimen. El ayudantede Rico: ¿el que sabe lo que había en elteléfono? Malte: ¿testigo del crimen?»

Antes que nada había un lugar quedebía visitar. «Tienes que verlo todocon tus propios ojos.»

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Hospital del Reino13.07

Se despertó, tal vez llevaba un ratodespierto. Había examinado su dedoíndice, lo había movido hacia delante yhacia atrás, lo necesario para apretar elgatillo y desencadenar la explosión en larecámara que dispararía el proyectil. Sequedó así un buen rato, contemplando elmovimiento que, en muchos sentidos,constituía la esencia del trabajo de un

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soldado. Estaba un poco aturdido.Intentó encontrar otras profesiones quepudieran reducirse a un movimiento tanpequeño. No encontró ninguna. Tampocoera soldado. Ya no. Pertenecía a unlobby. Trabajaba para la Institución. No.Eso tampoco. ¿Ahora qué era? Estabasolo.

La mujer.Eva.La primera mujer. Tonterías. Sus

sentimientos lo traicionaban. Habíatenido a demasiadas mujeres, a menudopor las que había pagado estandodestacado. ¿Por qué era ella distinta? Elamor no tenía un gran valor para él,como lo tenía para otros. Reconocía la

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existencia del amor, había sentidomucho por todas las mujeres con las quehabía estado, instinto de protección, quequería proteger un mundo en el que elmayor número posible de personaspudiera experimentar el amor, pudieradedicarle tiempo en lugar de a la guerray el caos. Eso condujo sus pensamientosde vuelta a la Institución: Marcus habíasido expulsado de la Institución. Habíaido demasiado lejos en su defensa delsistema en el que creía. Esa era laparadoja. El sistema solo puedesobrevivir si de vez en cuando hayalguien dispuesto a ir demasiado lejos.Si un funcionario está dispuesto amentir, a destruir documentos, a borrar

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un correo electrónico; si los políticosestán dispuestos a engañar a losvotantes; si la policía y los colegas deMarcus estaban dispuestos de vez encuando a quebrantar la ley que constituíael fundamento de la Institución y conello salvaguardar el sistema, aunque acosta de su propia vida, física oprofesional. Eso era lo que había hechoMarcus. De no haberlo hecho, laInstitución se habría desmoronado. Yahora estaba fuera. Ya no les servía.También porque se había equivocado. Ala hora de la verdad, en el momento másimportante, había fallado. Había sidoincapaz de apretar el gatillo. Ahora lecorrespondía a Trane defender a la

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institución. ¿En qué situación locolocaba a él? ¿Era libre? Había dejadode ser el hombre del sistema. Susobligaciones estaban en otro sitio.¿Dónde?

Tenía que salir de allí. Lo perseguíauna imagen: la de la mujer que se habíabajado de un taxi frente al hospital.¿Había sido un espejismo? ¿Era queveía a Eva por todos lados? Como losniños pequeños que ven a las pocaspersonas que conocen por todos lados,que de pronto exclaman durante unasvacaciones en Tailandia: «¡Allí está latía!» Señalan a una mujer que no separece, ni por asomo, a su tía.Seguramente los médicos también lo

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habían hinchado de analgésicos y teníael cerebro algo ofuscado. Justo antes decaerse la había visto entrar en elhospital. Sí. Quizá no, no lo sabía.Probablemente fuera una alucinación, undeseo no expresado. ¡Ojalá estuvieraallí! Pero no: Marcus había sido heridoanteriormente, lo habían hinchado amedicinas y, sin embargo, habíaanalizado la situación correctamente.Por lo tanto, quizá sí que era ella, Eva,que había acudido al hospital para quele examinaran las horrorosas heridasque Marcus le había infligido. ¿Quiénera la mujer que la acompañaba? Si lahabían examinado... habría una historiaclínica en formato digital. Era la única

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pista que Marcus tendría que seguir.Visión de conjunto. Marcus repasó lo

que sabía: que Trane había tomadoposesión de su puesto; que si no le poníaremedio, Eva pronto estaría muerta yenterrada; qué él había cambiado debando y quería salvarla. ¿Qué más? Queel grupo ya no confiaba en él. Hasta quese recuperara, hasta que el asunto deEva hubiera concluido, lo tendríancontrolado. En su situación, Marcushabría hecho lo mismo. Pero no era unode ellos, ya no. Ya no formaba parte denada. Estaba solo.

Fue cuando sacó su ropa del armarioque cayó en la cuenta de lo duro quehabía sido el golpe que había recibido.

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Los pantalones estaban desgarrados dearriba abajo, la camisa embadurnada desangre; la mitad del tacón de su zapatoizquierdo había desaparecido.Hubiérase dicho que alguien lo habíaatropellado con la intención de matarlo.Evocó el momento. Había mirado porencima del hombro. Eva estaba delantede él, en el semáforo, y había corridoalgunos metros más antes de cruzar lacalzada. Una vez en ella había vuelto amirar atrás y oído el coche. ¿Por eso sevolvió? Apenas le dio tiempo a ver nadamás que los faros. ¿Quién iba alvolante? Tenía a Trane en el auricular.Lo había oído gritar.

Marcus sacudió la cabeza. Ahora

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mismo era un pésimo testigo de cargopara su propia memoria. Le hubieragustado situar a Trane al volante, lohubiera simplificado todo, las ganas devenganza, pero no estaba seguro. Pero¿casi? Las sensaciones, el miedo, lasalucinaciones y los recuerdos siemprese mezclan en esta clase de colisiones.«Lo sabía», pensó. Pensó en Trane.¿Qué sabía Trane? ¿Realmente era elconductor del coche? ¿Era él quienhabía intentado asesinarlo? ¿Qué habíadicho Trane? Que en aquel momento Evavolaba por debajo del radar, pero que laencontrarían. Marcus no disponía demucho tiempo si quería salvarla. Pormucho que Eva hubiera ido mejorando

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sus habilidades día a día, no tenía nadaque hacer contra ellos. Era cuestión dehoras. Eva habría dejado sus huellasdigitales en algún lugar, y la única pistaque tenía Marcus era la mujer que quizáfuese Eva y a la que habían examinadoen ese mismo hospital.

A lo mejor ya estaba muerta.—¿Estás levantado? ¿Otra vez?La enfermera estaba en la puerta.—Estoy bien.—Tienes que guardar cama.—Tengo que ir al baño.—Tienes que utilizar el timbre para

llamarnos.—Deja de decirme lo que tengo que

hacer, ¿estamos?

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Una mirada de sorpresa que fuesustituida por la ira:

—¡Eh, tú!—¿Sabes quién soy?—Sé lo fuerte que te han golpeado...—Quiero hablar con tu jefe —le

ordenó Marcus—. No tengo ganas dediscutir contigo. Búscame por minúmero de identificación personal.Averigua quién soy. ¡Ahora! Si no lohaces, te habrás quedado sin trabajo encuatro minutos.

La enfermera giró airada sobre sustalones y se alejó por el pasillo. Marcusla siguió con la mirada. La observódesde lejos cuando entró en su despachoy se sentó al ordenador e introdujo el

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número de identificación personal deMarcus, tal como él le había ordenado.Desde aquel ordenador tenía acceso a lahistoria clínica de los pacientes, pensó,a la historia clínica de Eva. ¿Tal veztambién una o dos palabras sobre suparadero actual? ¿Alguna prescripciónmédica a su nombre que hubiera querecoger en la farmacia? Cualquier cosaserviría. Sin duda hacía falta una clavede acceso para consultar las historiasclínicas. Vio que la enfermera hablabacon el médico airadamente. Marcusvolvió a su habitación a tiempo, antes deque apareciera el médico con laenfermera detrás.

—¿Qué problema hay aquí? —le

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preguntó el facultativo.—¿Estoy detenido? —preguntó

Marcus.—¿Detenido? Has estado involucrado

en un grave accidente de tráfico.—Me han atropellado. Te he hecho

una pregunta. ¿Estoy detenido?—En teoría, no. Pero si pensamos que

supones un peligro para ti mismo y losque te rodean estamos en nuestroderecho de salvarte de tus propios actos.—Sonrió. Tenía más energía que laenfermera—. ¿Por qué no te echas y lohablamos. Venga.

El médico cogió a Marcus por debajodel brazo.

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Dyrehaven14.10

No era paranoia. Era un hecho. Evahabía descubierto la cámara al subir alautobús. Se había apresurado a sentarsemaldiciéndose a sí misma. Debía sermás cuidadosa. ¿La vigilaban? Tal vez...No podía estar segura. Tal vez con unapeluca oscura y gafas... ¿Le serviría dealgo? Eva había seguido a una ancianaen el autobús, había hablado con ella, se

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había sentado junto a ella y había tratadotodo el tiempo de pensar como laspersonas que se sientan tras laspantallas, en algún lugar, y nos vigilan.Había pensado: «Buscan a una mujersola.» Allí había una mujer queacompaña a su abuela. Aunque Eva teníaque seguir hasta Dyrehaven, se habíabajado con la anciana en Nørrebro paradesempeñar su papel, para que no laencontraran. Había echado un vistazo ala cámara del autobús cuando este sealejaba. La cámara: como un cieloinvertido, con la parte cóncava vueltahacia abajo y que nos observa.

Tardó lo suyo en encontrar la tienda depostizos. Muy poco en encontrar la

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peluca oscura, lisa, con flequillo. Nohabía vuelto a ponerse peluca desde larepresentación del Cuento de Navidadde Dickens, en la escuela primaria. Secontempló en el espejo. Parecía unamujer de negocios del sur de Europa,una de esas elegantes mujeres francesasque se ven en las calles de París.

Compró las gafas en una gasolinerapor 39,95 coronas. Luego retomó elviaje.

Eva se bajó del autobús en el área dedescanso y miró a su alrededor. Habíauna solitaria mesa de madera atornilladaal asfalto cuya superficie estaba cubiertade líquenes verdigrises. Un mapa delbosque descansaba sobre dos barras de

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hierro oxidadas. Christian Brix habíallegado allí el lunes por la mañana, aeso de las siete. Poco después, se habíapegado un tiro.

Pasaron unos coches, uno aminoró lamarcha y la conductora de un viejocoche japonés la miró. ¿La seguía? No.Eva se acercó al mapa del bosque,ilegible debido a los estragos deltiempo, casi blanco. Pasó el dorso de lamano por la lámina descolorida paraquitarle el polvo. Buscó Ulvedalene.

Siguió el sendero del bosque, que seextendía hasta donde le alcanzaba lavista. Christian Brix había entrado porallí. ¿Realmente había estado en eselugar con un rifle de caza en la mano,

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completamente fuera de sí, temblando demiedo ante el panorama de lo que habíaplanificado? O sereno y firme, tal vez.Pero les había enviado un SMS a sushermanos varios minutos después de queMalte supiera que había muerto. Eso eraun hecho, una de las pocas cosas deaquel caso de las que estabacompletamente segura, y una de lasrazones por las que ahora ponía un piedelante del otro. Se alejó del asfalto porel sendero, blando y anegado por lalluvia. Una corredora con el pelo largo ydorado apareció un poco más abajo.

—Hola —dijo la mujer, y sonrió alcruzarse con Eva.

—Hola.

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La mujer siguió corriendo. Eva sevolvió y la llamó:

—¡Disculpa!La mujer se detuvo.—¿Puedes ayudarme?—¿Con qué?—¿Ulvedalene?La mujer volvió a su lado. Examinó su

rostro un instante y Eva el suyo. Era unamujer de cuarenta y pocos, en buenaforma, guapa, con una alianza elegante,bellos pendientes, la clase de mujersobre la que Eva había escrito artículoshacía pocos meses, cuando el mundo eradistinto, cuando le parecía justificadoser ni más ni menos que una lectoradespreocupada la mañana de un sábado

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cualquiera tomando una taza de café enel porche.

—Fue terrible —dijo la mujer—. Lovi por la tele. ¿Lo conocías?

—No.—¿Eres de la policía?—Soy periodista.La palabra provocó inmediatamente

una reacción hostil en cadena en algúnlugar de la mujer. Eva lo vio en sus ojos.Los periodistas sirven comoentretenimiento, también cuandodesenmascaran a los demás, pero nadielos quiere correteando en su patiotrasero.

—¿Ulvedalene? —preguntó Eva.La mujer titubeó un instante.

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—Tienes que adentrarte más. Llegarása un claro del bosque, a mano izquierda.Es una zona muy grande.

—Gracias.Eva quiso darle la espalda, pero la

mujer se quedó donde estaba. Como siquisiera algo de ella, como si tuvieraalgo que decirle.

—Conozco al hombre que lo encontró.—¿Ah, sí? No tuvo que ser muy

agradable.—Recibió ayuda psicológica

posteriormente.—¿Vio a... alguien más?—¿A qué te refieres? ¿No fue un

suicidio?—Eso es al menos lo que dice la

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policía.—¿Eres de Ekstra Bladet?—Has dado en el clavo —se apresuró

a decir Eva.—Ese diario no es que me vuelva

loca.—A mí tampoco —dijo Eva, y sonrió,

se acercó unos centímetros más a lamujer y le susurró—: Pero de vez encuando dice alguna verdad, algo que losdemás no quieren escribir.

La mujer se encogió de hombros.—¿Sabes si la policía interrogó a la

gente de por aquí? ¿Alguno de vosotrosfrecuenta el bosque a diario?Corredores y gente así. ¿Fueron a tucasa?

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La mujer negó con la cabeza.—Por lo que tengo entendido, solo en

casa de Mikkelsen.—¿Mikkelsen?—Mi vecino, el que lo encontró.—¿Dónde vive Mikkelsen?La mujer volvió a titubear. No le

entusiasmaba la idea de echarles unaperiodista encima a sus vecinos.

—Está bien —dijo Eva—. No hacefalta que contestes. No estás hablandocon la policía.

—La verdad es que estoy pensando enmudarme de barrio.

—Conozco la sensación —dijo Eva.—Sí, es horrible. Pienso en ello cada

vez que me meto en el bosque. ¿Lo

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entiendes? Es como si el bosque...,como si de pronto fuera otro bosque muydistinto.

—Te entiendo demasiado bien —dijoEva, y sonrió—. Gracias por tu ayuda.

Eva se volvió y siguió adelante. Sedio cuenta de que la guapa mujer seguíamirándola. Parecía seguir considerandosi debía mudarse, si la tragedia delbosque había mancillado para siempreel pedacito de aquel paraíso por el quehabía luchado tan duro por formar parte.

Todavía había restos del cordónpolicial en el suelo del bosque. Lahierba estaba aplastada; por allí habíanpasado muchos coches y muchas

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personas. Durante unas horas, aquelclaro había sido el centro del mundopara un ejército de agentes de policía.Allí había sucedido todo. Precisamenteallí. Eva sintió un leve escalofrío. ¿Lacercanía de la muerte? Pensó en laversión de la policía: que una mañanatemprano Christian Brix se habíasentado allí, fuera de sí o entero, oambas cosas a la vez; que había escritoy enviado un SMS a su hermanasegundos antes de meterse el cañón delrifle de caza en la boca, acomodar laboca del arma contra el paladar, apretarel gatillo y lanzar una ráfaga deperdigones a través de su cabeza.

Se sentó al lado del árbol sobre el que

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se había sentado Brix. Las hojas estabanpisoteadas, ya no quedaba ni rastro desangre, aquella misma noche habíallovido. Un ruido a su espalda. Pasos.Eva se levantó y se escondió detrás delárbol. Miró al frente, rápidamente, y vioa tres de ellos, a bastante distancia dedonde se encontraba. Sintió los latidosde su corazón.

—Nada de pánico —murmuró, pero yaera demasiado tarde. Oyó que hablabanen voz baja, que se acercaban. ¿Laestaban buscando? La última vez habíansido dos, ¿por qué no tres? Había untronco caído a un par de metros, unroble hendido o que el viento habíatumbado. ¡Ojalá pudiera llegar hasta el

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árbol! «¿Y entonces qué, Eva?», sepreguntó. De esta manera los veríamejor, podría esconderse o seguiradelante, cualquier cosa menos quedarsepegada a ese tronco de árbol, esperandoa que dieran con ella y...

Miró al frente, los tres estabaninclinados sobre algo que no podía ver.Ahora o nunca. Corrió a paso ligerohacia la raíz del árbol caído. Allí sequedó un rato, escuchando. Seguíansusurrando; podía oírlos a pesar de queestaban a cierta distancia. Ya solo debíaprocurar salir de allí, agachar la cabeza,deslizarse a lo largo del tronco,escabullirse entre la maleza y marcharsede aquel bosque. Echó a andar, pero

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algo la indujo a detenerse. Sus voces.Uno de ellos se rio. Alzó la cabeza paraechar un rápido vistazo y los vio.Estaban más cerca que antes. Eranniños, no hombres; no iban rapados; noeran más que unos niños que jugaban.

—He encontrado uno —dijo uno.—Yo lo he visto primero —dijo otro.Eva los vio buscando algo en el suelo

del bosque, como pájaros picoteandoentre la tierra. ¿Qué andaban buscando?

—Aquí hay uno —dijo el más jovende los tres, un chico de pelo rubio encuya camiseta ponía «CemTech».Seguramente era la empresa de su padre.Hijos de familias acaudaladas. ¿Eranhermanos? No, tal vez el mayor y el

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menor, pero el del medio tenía rasgosmeridionales y la piel oscura. Eva seacercó un poco, para verlos y oírlosmejor.

—Es el más grande de los que hemosencontrado —dijo el que parecía tenermás edad, tal vez el hermano mayor.

—¿Qué quieres a cambio?—No quiero hacer un trueque.¿Un trueque? ¿Qué era lo que habían

encontrado en el suelo del bosque? Leconvenía hablar con ellos; todo aquelque ha estado cerca del lugar de uncrimen es un testigo potencial. Dio unpaso adelante.

—Hola, chicos —los saludó.Los chicos se miraron.

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—¿Qué hacéis?—Nada —dijo el mayor. Ahora Eva

podía verlo mejor. Hablaba consemblante seguro: valía más que ella,sin duda algo que su padre le habíainculcado, el director de CemTech, fueralo que fuese eso.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Eva.

—¿A ti qué te importa?Eva lo miró. Los dos más jóvenes

retrocedieron un par de pasos. Cada unode ellos estrujaba una bolsita quecontenía algo que Eva no atinaba adeterminar.

—¿Habéis oído hablar del tipo que sepegó un tiro? Hará una semana escasa

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—preguntó.—Pues no —contestó el chaval.—Tenéis que haber oído hablar de él.

Lo hizo aquí, justo al lado de este árbol.El mayor miró a los otros. Se encogió

de hombros.—¿Y qué?—A lo mejor habéis oído algo.—¿Oído algo? ¿Qué quieres decir?—De cómo se pegó un tiro.—Pues no.—¿Por eso recogéis cosas del suelo?

¿Qué hay en las bolsas?—Nada.—¿Son perdigones o algo parecido?—No.—¿Puedo verlo?

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Dio un paso hacia ellos. El más jovenfue el primero en salir corriendo, losotros dos lo siguieron al segundo.

—¡Eh!Eva los llamó, pero no le sirvió de

nada. Se quedó un instante mirándolos yluego salió corriendo detrás de ellos.No estaba en el mejor estado de forma,porque llevaba sin salir a correr desdeque ella y Martin lo estuvieron haciendodurante una breve temporada, y nisiquiera entonces era la mejor corredoradel mundo. Martin tuvo que introducirvarios sprints en su carrera, adelante yatrás, a lo largo del lago, para sacarlealgún provecho, mientras Eva corríasiguiendo a su propio ritmo pausado.

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Los chicos eran rápidos. Vislumbródónde acababa el bosque y empezabanlos grandes chalés. Tenía quealcanzarlos antes de que llegaran a casa.

—Venga, Martin —dijo. Apretó losdientes y apretó el paso. Saltó porencima de un tronco de pino tirado en elsuelo del bosque, como si simplementese estuviera echando una siesta, cansadode estar en pie, tal como llevaba ellasintiéndose desde la muerte de Martin.Ahora él corría a su lado, llamándola,bromeando con ella. «¡Venga, tú puedesmás que eso!», le gritaba. Eva estiró elbrazo para agarrar al niño y consiguiópillarlo del cuello de la chaqueta.

—¡Suéltame!

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Eva lo sujetó.—¡Párate!—¡Suéltame! —le gritó de nuevo el

niño a la cara. Era un crío desagradable,tenía saliva en las comisuras de loslabios, los ojos pequeños.

—¿Por qué corres?—¿A ti qué te importa?—¿Eres consciente de con quién estás

hablando? ¿Quieres que te lleve acomisaría? ¡Así tus padres podrán venira recogerte allí!

El niño la miró fijamente. Por primeravez vio un atisbo de respeto en sus ojos.Si por los padres o porque había dichoque era policía, era imposible saberlo.

—¿Por qué has salido corriendo?

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—Por nada.—¿Dónde están tus amigos?El chico se encogió de hombros.—Estabais buscando algo. Os he visto

—insistió Eva.—¡No es verdad!—Buscabais algo en el suelo del

bosque. ¿Qué era?El chico no contestó. Eva miró la

bolsa de plástico que sostenía en lamano. Una bolsa de congelación quehabía cogido de un cajón de la cocina desu madre.

—¿Qué es esto?—Nada.Eva arqueó las cejas.—¿Cuántos años tienes?

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—Doce y medio.—¿Y cómo te llamas?Se negó a contestar. Se miró los

zapatos. Caros, unos Lloyds.—Muy bien. Pues vámonos a la

comisaría —dijo Eva, y lo agarró delcuello.

—¡Rune! ¿De acuerdo?—De acuerdo, Rune. Ahora

escúchame bien. Cuando te pregunto quéllevas en la mano eres demasiado mayorpara decir «nada». Tú no eres un bebé,¿verdad?

—No.—Así, pues, ¿qué llevas en la mano?El chico alzó la bolsa para que Eva lo

pudiera ver. Pedacitos de algo blanco,

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tal vez de tiza.—¿Qué es?El chico se encogió de hombros. Eva

abrió la bolsa. Sacó uno de losterroncitos blancos, no mucho másgrande que una antigua moneda de cincocéntimos.

—¿Es tiza?El chico cabeceó. Eva sacó un pedazo

más grande, era blanco y... ¿rojizo? Fueel pelo rojizo pegado a uno de lospedazos que por fin llevó a Eva acomprender lo que tenía en la mano.

Cuando los otros dos chicos los vierona ella y a Rune acercarse, no hicieronademán de escapar. Rune era el líder, el

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juego se había terminado, se habíanresignado. Eva vio que los dos sosteníansus bolsitas en la mano. Rune le habíacontado que su plan era recoger todoslos pedazos; llevaban días peinando elsuelo del bosque. Una vez recogidos, sesentarían en casa y juntarían el cráneo,como si fuera una maqueta, conpegamento y movimientos cautelosos. ¡Yel resultado tendría más valor que lamaqueta de avión más molona delmundo! El resultado sería escalofriantey les granjearía el respeto de los demáschavales de la calle: el cráneo de unhombre muerto.

—Bueno, chicos. No vamos bien —dijo Eva.

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—No hemos hecho nada malo —dijoRune. Llevaba diciendo lo mismo unbuen rato.

—Son pruebas —sostuvo Eva.Los chavales la miraron, pero Eva no

estaba segura de que entendieran lo queles acababa de decir.

—Dádmelas. Los dos —les ordenó.El más pequeño fue el primero en

reaccionar. Le dio la bolsa. Al final elchico de piel oscura se rindió y le dio lasuya.

—Ya os podéis ir.—¿Podemos ver tu placa?—¿Mi placa?—Tu placa de policía.—Claro que no. ¡Largaos ahora

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mismo!Los chicos se alejaron cabizbajos

hacia un chalé blanco de lustrosas tejasbarnizadas. Eva abrió una de las bolsas.Sangre coagulada, el pelo rojo de Brixtodavía pegado a un par de fragmentosde su cráneo, los que habían salidodisparados por el bosque una mañanatemprano bajo la lluvia, el mismo díaque Eva había empezado en su nuevoempleo. Activación laboral al serviciodel Estado. Activación. ¿Y qué más?

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Hospital del Reino14.21

Marcus estaba en el pasillo. Habíaestado esperando un buen rato a que lascosas se calmaran antes de abandonar suhabitación. Echó un vistazo al despachodonde estaba el ordenador, tentándolocon la promesa de una respuesta alparadero de Eva Katz. Lo habíanrecorrido muchos sentimientos durantelos escasos minutos que había esperado.

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Impotencia. La sensación de haberloperdido todo. Pero no era cierto. Todoestaba en perfecto orden, el sistemafuncionaba debidamente. Siempre habíasabido que llegaría un día en que seríael sacrificado. Era lo que le habíaexplicado a Brix aquella fatal noche,solo que Marcus no creía entonces quefuera a ser tan inmediato.

La enfermera salió del despacho endirección a Marcus, que volvió ameterse en la habitación. Ella pasó delargo. Él salió. La parte posterior delmuslo derecho casi no queríaobedecerlo. Se metió en el despachorenqueando, apoyándose en la pared. Sesentó frente al ordenador. Le dio a una

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única tecla y la pantalla se iluminó.«Contraseña.» Miró a su alrededor. Nohabía una contraseña sobre la mesa, nicolgada en el tablero de las postales.Entonces, ¿qué? Debía observar a unempleado introduciendo su contraseña.El abecé del espía. No podía esconderseen el despacho, era demasiado pequeño;se pusiera donde se pusiera, lo verían.Oyó zuecos contra el suelo de linóleo.La enfermera estaba volviendo.«Piensa». «Rápido». Estaba a pocospasos del despacho.

—Un espejo —murmuró. Ningúnespejo. Marcos. ¿Un cristal? Descolgóuno de los cuadros, un Renoir. Lo dejósobre la mesa, contra la pared. Echó un

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vistazo al pasillo. La mujer estabacharlando con un paciente, todavía lequedaban unos segundos. Se sentó en lasilla frente a la mesa, la silla de lospacientes, y verificó el ángulo; no estababien del todo, faltaba luz. Corrigió laposición de la lámpara de mesa,dirigiéndola hacia el teclado.

—¿A quién tenemos aquí?Marcus se volvió. Era el médico.—La lámpara. Me estaba cegando.—Es normal —dijo el médico

secamente—. Dolor de cabeza tras elgolpe, fotosensibilidad.

Se sentó.—Disculpa que estuviera tan

enfadado. Estoy confuso —dijo Marcus.

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—No pienses más en ello, pero tienesque volver a la cama —dijo. Lanzó unamirada de asombro hacia el cuadro queestaba sobre la mesa.

—Hay algo muy importante que tengoque consultarte.

—¿Sí?—Tengo intolerancia a ciertos

analgésicos y a la penicilina —dijoMarcus.

—Estoy seguro de que estamos alcorriente.

—Mi médico de cabecera lo haanotado en mi historia clínica.

—Seguramente...Marcus lo interrumpió:—No podré dormir si antes no

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confirmamos que no me los habéisadministrado. La última vez estuve apunto de morirme. Sufrí unos doloresterribles.

El médico lo observó brevemente,sacudió la cabeza.

—¿Tu número de identificaciónpersonal?

Marcus puso toda su atención en elRenoir. Vio los dedos del médicoflotando sobre el teclado. Con unopresionó la tecla de las mayúsculasmientras con el índice izquierdotecleaba: «R», «I», «G». Soltó la teclade las mayúsculas y escribió tresnúmeros muy rápido, pero Marcusestaba casi seguro: 363. RIG363.

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—¿Tu número de identificaciónpersonal? —repitió. Atrapó a Marcusmirando fijamente el Renoir. El médicogiró la cabeza, también contempló laobra de arte durante un instante—. Sí.¿Qué demonios hace aquí?

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Instituto Anatómico Forense16.02

No hay acceso a los expedientes. Asíde simple sonó el mensaje de la policía.Fuera Eva o cualquier otro medio decomunicación quien lo preguntara, larespuesta era la misma: los expedientesde la policía no son públicos; el cuartopoder estatal no tiene derecho a vernada de nada. Por eso ahora Eva sehallaba frente al Instituto Anatómico

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Forense, con el parque de Fælledparkenjusto detrás de ella. El sol primaveralhabía arrancado a unas madres demirada cansada con cochecitos de niñosde sus pisos, a pacientes del hospital yhabía jubilados sentados en los bancos.Dos camilleros estaban fumando en lasescaleras del Instituto AnatómicoForense. ¿Qué era lo que había dichoLagerkvist? Que solo se te brinda unaoportunidad para interrogar a la gente.Si no tienes los hechos claros, si esevidente que lo único que pretendes essacarles información sin antes habertepuesto al día, no abren el pico. Y que laoportunidad no vuelve a darse.

—Hola, chicos —dijo Eva a los

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camilleros. Obreros en extinción,cervezas por la mañana, primero demayo y solidaridad. Todo eso. Lamiraron. Ella sonrió—. ¿Por fin se haacabado la jornada?

—Hola, guapa —dijo el mayor de losdos—. ¿Disfrutando del buen tiempo?

Eva dio unos pasos hacia él y subiólas escaleras.

—¿No sería mejor que me lo pidierasdirectamente? —Volvía a ser el mayor—. No tienes por qué avergonzarte deser demasiado pobre para comprarte unpaquete de cigarrillos.

Eva se rio, aceptó un cigarrillo y él selo encendió. Por un instante se sintióeufórica. El sabor era fantástico, motivo

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por el que había empezado a fumar en sudía, cuando tenía dieciséis años ynecesitaba estimulantes para soportar elpaso por un instituto de bachillerato deprovincias de ladrillo amarillo.

—Gracias —dijo Eva.—Sienta bien, ¿verdad? Así que ¿qué

más da que llegues a parecerte a los quellevamos nosotros en el coche?

—¿Se les nota? —preguntó Eva, y sepreguntó cómo pasar del comadreo a suverdadero cometido.

—¿Si son fumadores?—Sí.—¿Estás loca? Claro que sí.—¿Tú participas en las autopsias?El hombre negó con la cabeza. Miró a

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su compañero que contestó:—Solo los transportamos.—Pero ¿eso no os disuade?—¿Si llegaré o no a ser un cadáver

bello? —Se encogió de hombros.Eva dio otra calada al cigarrillo, cerró

los ojos y dejó que el sol la calentara.No había ninguna transición ideal. Almenos ella no la supo encontrar. Tuvoque aceptar un cambio de tema duro ypoco elegante:

—¿Os acordáis del tipo que se voló latapa de los sesos?

Los dos hombres se miraron.—Hará una semana, quizás un poco

menos —insistió Eva.—¿El del bosque? —contestó el

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mayor de los dos.—Sí, ese.—La verdad es que no quedaba mucho

de él. ¡Joder!Ahora había llegado el momento en

que debía infundirles confianza con susconocimientos, los pocos que tenía.

—Se metió el cañón en la boca y¡pum!

—Yo lo metí en la sala —dijo el másjoven.

—¿La sala?—La sala de autopsias.—¿Quién fue el doctor que realizó la

autopsia?Por primera vez comprendieron que no

se trataba de una charla casual. Eva

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tenía una misión. El más joven apagó elcigarrillo y se metió por la puerta sindecir nada. El mayor se la quedómirando sorprendido, tal vez conescepticismo.

—La policía la ha cagado. Ha echadoa perder la investigación —dijo Eva.

—¿Eres periodista?Eva se encogió de hombros.—Solo porque el tipo conocía a unas

cuantas celebridades, no ha habidoinvestigación.

—¿Qué quieres decir?—Quiero decir lo que digo. Porque

estaba a partir un piñón con los de larealeza, la policía decidió renunciar ainvestigar el caso.

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—¿Quieres decir que no se pegó untiro, sin más?

Eva negó con la cabeza.El viejo camillero se encogió de

hombros, dio una última calada alcigarrillo y dejó que el humoabandonara su boca acompañado de trespalabras: Hans Jørgen Hansen.

—¿Hans Jørgen Hansen? —repitióEva.

—Me has preguntado el nombre delmédico que realizó la autopsia.

La mujer pelirroja de la recepción noalzó la mirada cuando Eva se dirigió aella.

—Tengo algo para Hans Jørgen.

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—Puedes dejarlo aquí —dijo la mujer.—Tengo que dárselo personalmente.Por fin alzó la vista.—Hoy no está.—¿Tienes su dirección?—¿De qué se trata?—Es un asunto urgente.La mujer negó con la cabeza.—No damos información acerca de

nuestros empleados —dijo, y cogió elteléfono que había empezado a sonar.

En Internet había un montón de cosassobre el médico forense Hans JørgenHansen: que había asistidorecientemente a una conferencia enWashington D. C., organizada por elFBI; que se le consideraba uno de los

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expertos más importantes en heridas debala; que conocía los métodos máspunteros en el campo del escaneo láser ydel análisis post mórtem del iris.Encontró un mar de artículos en elsemanario para médicos, pero ningunadirección. En cambio, en las PáginasAmarillas descubrió que había quinceque se llamaban Hans Jørgen Hansen enSelandia, dos de ellos en el barrio deNørrebro, a los que Eva descartórápidamente considerando que unprestigioso médico forense ganaba losuficiente para poder permitirse algomejor. Luego pensó en Lagerkvist, en losviejos listines telefónicos y los registrospúblicos, en todo lo que tendría que

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haber sabido pero que ignoraba porcompleto. Había tres Hans JørgenHansen en el norte de Selandia, dos deellos con número secreto. Eva encontróuna solitaria cabina de teléfonos en elbarrio de Østerbro y llamó al que no loera. Resultó ser un maestro jubilado.Luego buscó los vecinos de los dos connúmero secreto. Sí, buenos días, ¿suvecino no será por casualidad el doctorHans Jørgen Hansen? ¿De dónde diceque llama? ¿De Interflora? ¿Con unramo, dice? Sí, efectivamente, el vecinoera médico en el Hospital del Reino. Ungilipollas arrogante, añadió el vecino, yno, de ninguna de las maneras podíaInterflora dejar un ramo de flores en su

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casa hasta que Hans Jørgen volviera a lasuya. Acto seguido, el vecino colgó.

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Club de tenis de Hellerup17.05

No sin cierto orgullo, Eva se bajó delautobús y recorrió los últimosquinientos metros hasta las pistas detenis. Por mucho que perteneciera a lasección de menudencias y por muchoque no hubiera conseguido una exclusivaperiodística, había triunfado. No sehabía sentado al teléfono, tal como lehabía dicho Lagerkvist que no había que

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hacer jamás. Había estado allí, habíaencontrado algo que la policía no habíaencontrado y había dado con el médicoforense: estaba en las pistas de tenis,eso era lo que le había dicho su hijacuando Eva se presentó en su domicilio.Además le había contado que conducíaun Mercedes Coupé plateado. Lolocalizó rápidamente en el aparcamientoy decidió esperar allí a Hans Jørgen enlugar de ir en su busca en mitad deltercer set.

Esperó un buen rato sentada en elbordillo, al sol primaveral, escuchandoel sonido un poco enervantecaracterístico de la pelota de teniscontra la raqueta. Martin apareció

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inmediatamente en sus pensamientos.Siempre le pasaba cuando se quedabasentada sin hacer nada. Tenía quemantenerse en movimiento, pensó, teníaque estar en constante movimiento. «Hayque alejar la pena por medio del deportey el trabajo.»

—Pásatelo bien, Hans Jørgen.—Nos vemos, viejo.Eva alzó la mirada. Hans Jørgen le dio

un rápido abrazo a su viejo amigo antesde lanzar la bolsa de deporte en elportamaletas. Eva se puso de pie. Teníaque alcanzarlo antes de que se subiera alcoche, pensó. Un coche era un baluarte,un lugar desde el que subir la ventanilla,una especie de puente levadizo sobre el

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foso cuando ya no querías seguirhablando.

—¿Hans Jørgen Hansen?El hombre miró atrás. Tenía la puerta

abierta, listo para subirse al coche.—¿Te conozco? —preguntó, en tono

autoritario. Llevaba el pelo, canoso ycorto, todavía húmedo de la ducha.

—Tu hija me ha dicho que teencontraría aquí.

Eva se dio cuenta de que elcompañero de tenis de Hans Jørgen losmiraba con curiosidad, preguntándosequién sería la joven dama.

—¿De qué se trata?—¿Tienes cinco minutos?—¿Para qué?

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—Para una charla sobre ChristianBrix.

Por un instante, Hans Jørgen pareciódesorientado; necesitaba un momentopara resituarse y rehacerse.

—¿Quién eres? ¿Periodista?Eva miró atrás. El compañero de tenis

no hacía nada por ocultar su curiosidad.—¿Hay algún sitio donde podamos

hablar? —dijo Eva.—Antes tendrás que presentarte.—Soy Eva. Y sí, soy periodista —

dijo.—Me parece fuera de lugar

presentarse aquí para hablar de algo quetiene que ver con el trabajo —dijo eldoctor en un tono cortante—. Mi tiempo

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de ocio es sagrado. Puedes dirigirte alInstituto Anatómico Forense dentro delhorario de atención al público.

Se disponía a meterse en el cochecuando Eva lo cogió del brazo.

—Brix no se suicidó —dijo.Él la miró fijamente.—¿Va todo bien, Hans Jørgen? —lo

llamó su amigo.Primero le respondió con un gesto de

la mano, luego con una sonrisa yfinalmente con palabras.

—¡Perfecto! Nos vemos el jueves.Hans Jørgen Hansen miró a Eva. Era

ahora o nunca. Tenía que ganárselo conlo que sabía. «Solo dispones de unaoportunidad.»

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—Murió antes de enviar el SMS.—No entiendo.—Unos minutos antes de que se pegara

un tiro, el sobrino de Christian contabaque su tío había sido asesinado.

Hans Jørgen Hansen la miró. Iba adecir algo, pero cambió de idea.

—¿Cómo demonios lo sabes? —lepreguntó.

Eva sopesó si debía decirle la verdado mentir y decir que había hablado conun educador. Su boca tomó la decisiónpor ella.

—Porque trabajaba en la guardería ala que va el sobrino de Brix. Tengo lacarrera de periodismo, fui redactora deBerlingske hasta que una mina mató a mi

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prometido en Afganistán.—Lo siento mucho.Eva no le hizo caso.—Así que estuve hundida unos meses,

por decirlo suavemente —prosiguió—.Encima me tocó la crisis financiera,perdí el trabajo y acabé en el programade reinserción laboral. Así es la vida,no he venido aquí a hablar de eso. Solodel hecho de que Malte, el sobrino deChristian Brix, conocía el asesinatoantes de que Brix, o quien fuera, enviaraun SMS. —Dejó de hablar. Tenía máscosas guardadas en el arsenal, perodebía concederle la oportunidad dehacer sus preguntas.

—¿Qué quieres de mí?

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—¿Te enviaron su cadáver aquellamañana?

—Sí. ¿Para quién estoy hablando?—Me hablas a mí, Eva.

Extraoficialmente.—De forma absolutamente anónima;

nada de citas, en ningún lugar.—Tienes mi palabra.Hans Jørgen Hansen titubeó. Se la

quedó mirando. Sopesó si le bastaba consu palabra.

—Casi no me dieron tiempo.—¿A qué te refieres?—Al poco tiempo de que lo trajeran

apareció su hermana con alguien.—¿Es eso habitual? Que los familiares

se personen sin más en el Instituto

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Anatómico Forense.—La verdad es que no.—¿Con qué frecuencia sucede?—Más o menos nunca.—Entonces, ¿qué sucedió?—La policía también se presentó.—¿En... en la sala de autopsias?—La llamamos sala de disección. No.

Me reuní con ellos en el despacho. Lapolicía dijo que era un caso cerrado.

—¿Quién de la policía?Se encogió de hombros.—¿Juncker? —dijo Eva—. ¿Jens

Juncker?—Sí, ese era su nombre.—Entonces, ¿qué sucedió? ¿Qué dijo?—Querían que les entregásemos el

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cuerpo cuanto antes. Era el deseo de lafamilia. Pero hice mi trabajo. No me loimpidieron, pero...

—¿Pero?Hans Jørgen Hansen reflexionó.—Pero es posible que hubiera cierta

presión subyacente. Y luego sonó suteléfono, por cierto.

—¿El de Juncker?—Sí, mientras estábamos hablando.

Después parecía un perro apaleado. Depronto era más importante todavía paraél que le entregáramos el cadáver. No esque me influyera. Hicimos nuestrotrabajo como es debido. Calculamos elángulo del disparo, tomamos muestrasde sangre, esa clase de cosas. Como

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solemos hacer siempre.—¿Podríais haber hecho algo más?—Sí, si la policía hubiera tenido

sospechas fundadas. Obviamente, dehaber sido así, habríamos podidopasarnos semanas indagando yremoviendo el cadáver. Pero lasautopsias son caras y, a no ser que noslo pidan, no vamos hasta el fin delmundo.

—¿Te sorprendió? Que no te lopidieran.

Reflexionó, al final soltó la puerta delcoche.

—¿Cuál habría sido el procedimientohabitual? —le preguntó Eva.

—¿Si se sospecha que se trata de un

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asesinato?—Así es.—Siempre hay que pasar por la mesa

de operaciones. Una operación de caboa rabo. Análisis de sangre, de tejido,rastreo de tóxicos, posibles fracturasóseas, marcas en la piel producidas porgolpes, arañazos, daños en el cerebro.En resumidas cuentas, todo lo que puedaponer en duda la causa de la muerte.

—Pero esta vez no.—No.Eva cogió aire con solemnidad.—Mi colega de Ekstra Bladet, Rico

Jacobsen, me echó una mano alprincipio de este caso. Hice algo que nose debe hacer. Robé el teléfono de la

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hermana de Brix. Quería echarle unvistazo al SMS que supuestamente envióBrix justo antes de su muerte, pero elteléfono estaba bloqueado. Así que Ricoaccedió a desbloquearlo. Lo tenía en supiso. Poco después...

—Murió —dijo el médico forenseentrado en años.

—¿Has oído hablar de ello?—Me tocó a mí. La policía dijo que se

trataba de un asesinato cometido por lasbandas organizadas. Por alguien quepretendía vengarse por algo que habíaescrito.

—Es posible. El caso de Rico sobrelas bandas de motoristas se remonta avarios años. Ya sabes lo que se dice.

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—Enlighten me, ilumíname —dijocon un acento inglés de clase alta.

—¿Qué es lo más probable? ¿QueRico muriera porque escribía sobre losmotoristas o porque intentó desbloquearel teléfono de la dama de compañía? Lamisma noche que le di el teléfono, doshombres irrumpieron en mi casa y mehicieron esto.

Eva se apartó el pañuelo del cuello.Sin mover la cabeza ni un solocentímetro, el médico paseó la miradapor las marcas.

—Me maniataron —dijo Eva—.Registraron la casa.

El médico forense se le acercó.—Tal vez no deberíamos hablar aquí.

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¿Has venido en coche?

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Club Náutico de Hellerup17.35

Eva se bajó del autobús en la primeraparada de Strandvejen, tal como habíanacordado. Era preferible no ir juntos,había dicho él. «Si es verdad lo quedices no estará de más que seamoscautelosos.» Vio su Mercedes plateadodetenido frente a la cafetería, tal comohabía dicho que haría. El hombre sedirigió hacia el puerto. Ella lo siguió,

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cruzó la carretera, enfiló el sendero. Laasaltó un pensamiento repentino: era unode ellos. Por un breve instante la solaidea le alteró la respiración. ¿Eraposible que estuviera a punto de caer enuna trampa? El hombre aparcó en elpuerto recreativo. Eva titubeó. Habíanquedado en que se verían en su barco.Eva se imaginó cómo la golpearían hastadejarla inconsciente para luego atarla aalgo pesado, un ancla, y hundirla en elagua turbia. Al fin y al cabo, ¿qué sabíaen realidad de Hans Jørgen Hansen?Que era el médico forense que estaba deguardia la mañana en que trasladaron elcadáver de Brix. ¿Algo más? No. Laverdad era que no sabía nada de su

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enemigo.—Conoce a tu enemigo —dijo para sí.Como le había explicado Martin, si no

entendías quién era el enemigo perdíasla guerra, y Eva no sabía nada de suenemigo.

Él ya se había apeado del coche y lehacía señas discretamente. «¡Sígueme!—decía el pequeño gesto—. Aquí, en mibarco, estamos a salvo.» Eva miró porencima del hombro. Por lo que pudoapreciar, nadie la había seguido. Sinembargo, al meterse en el coche, justodespués de que hubieran acordado queella tomaría el autobús, había echadomano de su teléfono. ¿A quién habíallamado? Debería haberlo investigado

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más a fondo antes de darse a conocer.En eso Lagerkvist le habría dado larazón. «¿Quién es tu adversario? ¿Dequé logias y consejos de administraciónes miembro? ¿Qué pasado tiene, elEjército?»

Volvió a mirar por encima del hombromientras lo seguía por la pasarela.¿Había alguien detrás de ella, tal vez enel barco? ¿La estaban esperando?

—Bienvenida a bordo —dijo HansJørgen. Estaba en la cubierta y le tendíala mano.

—¿A quién llamabas?—¿Qué quieres decir?—Cuando has subido al coche.La miró con frialdad, irritado.

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—Tengo que estar segura —dijo—.He estado muy cerca de ellos.

—¿Crees que formo parte de todoesto?

Un sonido despectivo escapó de sunariz.

—No sé qué creer.—¿Por qué me buscaste si...?—¿A quién llamaste? —lo interrumpió

Eva.—A mi hija. ¡Pero si has sido tú quien

se ha puesto en contacto conmigo!—¿Puedo ver tu teléfono?Él la miró, lo sopesó y acabó

esbozando una sonrisa que sorprendió aEva antes de sacarse la Blackberry delbolsillo. Dos llamadas perdidas. Última

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llamada saliente: Katrine.—¿Satisfecha?

Ella lo miró a los ojos. Estaban en elcamarote. Por primera vez desde que loconocía vio algo infantil en él, unaalegría especial. Eva miró a sualrededor y comprendió por qué: sehallaba en el lugar más sagrado, en elmundo que mejor lo representaba.Cartas náuticas enmarcadas, tal vezantiguas, sueños aventureros de dar lavuelta al mundo en velero, bellosmuebles empotrados de la mismamadera de caoba que la cubierta.

—Menuda nave —dijo Eva, antes decorregirse—: Barco, barco quería decir

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barco.Él asintió con la cabeza.—Toma asiento. ¿Quieres una

cerveza?—Sí, gracias.Abrió la nevera, y Eva abrió el bolso.

Dejó las tres bolsitas en la mesa. Élabrió los botellines de espaldas a ella,se volvió y primero miró a Eva y luegolas bolsas.

—Pedazos de cráneo —dijo Eva.Él dejó los dos botellines de cerveza

en la mesa. Eva no detectó señal desorpresa alguna en su rostro.

—¿Has...?—Me encontré con tres niños en el

bosque donde murió Brix. Los estaban

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reuniendo como si fueran piezas deLego.

—¿Y estás segura?Eva asintió.—No hace falta ser médico forense

para determinarlo.—¿Cuántos hay?—No lo sé. No los he tocado. ¿En

cuántos pedazos se te rompe el cráneo site pegas un tiro en la cabeza?

Él se encogió de hombros y toqueteóla etiqueta de su cerveza.

—Imposible determinarlo. Trespedazos. Diez. Tal vez cien. Depende demuchas cosas.

—¿Y si se trata de una escopeta decaza?

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—De todos modos, desde esadistancia no da tiempo a que losperdigones se dispersen. Imagina que sete cae un bol de, pongamos por caso,cristal. Algunas veces se rompe en dos,otras veces casi se pulveriza. Esto es lomismo.

—¿Podrías examinarlos por mí? Ver sipuede haber algo que...

—¿Puedo preguntarte una cosa? —lainterrumpió.

Eva lo miró. Había algo en su miradaque no le gustaba.

—¿Por qué haces esto? —preguntó.—Porque hay algo que no encaja.—Pero ¿por qué lo haces

precisamente tú? Al fin y al cabo, no los

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conoces. No conocías a Christian Brix.Para ti no es más que un fallecimientosospechoso. De esos hay muchos.

La sensación de malestar aumentó.Eva no sabía qué decir.

—Como ya te dije antes, perdí a miprometido en Afganistán. Lo perdí todo.Mi casa, mi economía, mi amor, mi...todo.

—Y ahora te parece que luchas por,¿por qué? ¿Por vengarle?

Eva se encogió de hombros. De prontocayó en la cuenta de que estaba a bordode un barco. No tenía tierra firme bajolos pies. Tenía ganas de salir. Teníaganas de decir algo, de darle unaexplicación. De decirle algo así como

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que sentía que luchaba contra los quehabían asesinado a Martin. No contralos talibanes. Al fin y al cabo, no eranmás que guerreros primitivos queluchaban contra una potencia deocupación, era comprensible, sinocontra algo más grande, un sistema.Contra los que habían destinado aMartin. Eva luchaba contra ellos. Contralos que habían embaucado a Martin paraque creyera que luchaba por una buenacausa, por todo lo que ellosrepresentaban. La retórica ampulosasobre una verdad superior. Que estabaen el bando correcto. Dios, Rey, Patria,todo eso, codo con codo conmaravillosas fuerzas en busca perpetua

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de la libertad. Allí estaba Martin cuandovoló por los aires. Allí estaba, en mediodel desierto, destrozado hasta loirreconocible. Allí, mano a mano con laDinamarca oficial y todo lo que sesuponía que representaba la seguridad,la verdad y la igualdad. Le hubieragustado decir todo eso, pero no dijonada, ni una sola palabra.

—¿Por qué lo haces tú? —preguntópor fin—. Tú tampoco conoces a los quetienes sobre tu mesa un día sí y otrotambién.

—¿Sinceramente?—A poder ser.—Fue una casualidad. Mi padre era

médico, yo me hice médico. Sabía que

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no quería dedicarme a la medicinageneral, ser médico en ejercicio.

—¿Mejor los muertos que los vivos?—Al menos no se quejan —dijo, y

cogió una de las bolsas, como si sehubiera hartado de la conversación. Laexaminó un momento—. Es increíbleque hayan andado por ahí recogiendopedazos de cráneo. Es un juego un tantomacabro.

—A lo mejor se esconde un futuromédico forense en uno de ellos

Él se rio sonoramente y dejó elbotellín sobre la mesa. Abrió una bolsay vació su contenido. Se quedó un ratocon algún pedazo del cráneo en la mano,con familiaridad.

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—¿Cómo doy contigo? —dijo por fin.

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Hospital del Reino19.12

Se despertó. Estiró el brazo paraagarrar a alguien, pero se encontró conuna almohada y un gotero. ¿Qué horaera? Era de noche, todavía no había luzfuera. Lo habían anestesiado con algo.Era incapaz de pensar con claridad. Erapor la mentira de todo lo que notoleraba: los medicamentos y lapenicilina. El médico había llegado a la

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conclusión de que estaba confuso, deque había que calmarlo para darledescanso al cuerpo. Sí, lo habíaacompañado hasta la habitación. Lehabía dicho que estaba aturdido por elgolpe en la cabeza. Marcus se habíaechado en la cama mientras repetía lacontraseña una y otra vez para susadentros. Luego había cerrado los ojosbrevemente. ¿Se había dormido? Elmédico debió de inyectar algo en elgotero. Como el tío de Hamlet, quehabía echado veneno en la oreja de suhermano, el rey, mientras este dormía. Sino, Marcus no habría estado tan...trastornado.

Eva.

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¿Por qué Eva?Daba igual. Faltaba la lógica. Pero le

pasaba algo cuando respiraba, como siella fuera el aire. Aparecieron tres letrasy tres números. RIG363.

—Venga, soldado —susurró. Estabacerca. Era el mejor espía de todos.Mejor que el resto de la sección, pensó,e intentó encontrar el equilibrio sobresus pies mientras se convencía a símismo de su propia grandeza. Losdemás... no hacían más que mirarpantallas. Vigilancia. Trane. Capullo. Yalo pondría en su sitio. Ya vería lo quevale un pelo. Si Marcus no asesinaba aEva, no lo haría nadie. No, tenía quesalvarla. Era lo que quería. Quería

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salvar a Eva Katz. ¿Era por venganza?¿Quería vengarse de Trane? ¿Por esoestaba Eva en el aire, en sus pulmones?

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Barrio de Vesterbro20.30

No era un cibercafé, sino más bien unasalón de juegos, pero a esas horastendría que contentarse con lo que había.Además era barato. Una sonrisa alhombre de aspecto indio sentado tras elmostrador había bastado, eso le habíaasegurado él, y además le habíaprometido una taza de café.

Estaba inclinada sobre el ordenador

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del rincón, explorando incesantemente lasala en busca de potenciales amenazas,sobre todo la puerta. ¿Quién entraba?¿Tipos de aspecto militar? ¿Alguien quepudiera amenazarla? Lo único que viofueron niños y adolescentes jugando avideojuegos y bebiendo colas.

Una cuestión no dejaba deatormentarla. ¿Había dejado algúnrastro? No, estaba casi segura, pero nose atrevía a comprar otro teléfonomóvil, aunque no se registrara en ningúnsitio. En cuanto llamara a alguien, a supadre, al médico forense, a cualquiera,se volvería vulnerable. A lo mejortenían pinchados todos los números alos que podría ocurrírsele llamar. En

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cualquier caso, eso temía. Si así erarastrearían su número y a ella tal comohabían hecho la última vez que introdujoel cargador de su teléfono móvil en elenchufe del hotel. Ellos. Quienesquieraque fueran. No, se mantendría alejada delos móviles. Nada de rastroselectrónicos que pudieran conducir aella. Pero tenía que saber más acerca desus enemigos. ¿Cuántos eran? ¿Dos omás? ¿Qué fuerza tenían? A lo mejor leconvenía asomar la patita, obligarlos asalir. ¿Y luego qué?

—¿Un poco de leche y azúcar? —preguntó el indio, y alzó una taza deplástico.

—Sí, gracias —dijo Eva.

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El local estaba prácticamente aoscuras. Eva miró la pantalla fijamente ytrató de concentrarse.

—Muy bien —dijo para sí—. Elayudante de Rico.

¿Qué había dicho Rico? Que habíadescubierto algo muy grande. Y algomás: que tenía un ayudante devoto. Evarecordaba la palabra porque le habíasonado rara en boca de Rico, anticuada.¿Quién era ese ayudante? ¿Qué era esotan grande? ¿Sabría el devoto ayudantealgo acerca del enemigo de Eva?

Facebook: una fuente inagotable dedatos personales. Quién eres. Quién tegustaría ser. Dónde estás. A quiénconoces. Hacienda utilizaba Facebook.

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La policía también y las autoridades queperseguían a la gente que hacía trampacon el subsidio por desempleo.Facebook constituía una ayudainestimable también para losperiodistas. Ahora, todo aquello a loque antes los periodistas se veíanobligados a dedicar tres días lodescubrían en pocos minutos, por muchoque Lagerkvist pensara lo contrario.

Eva entró en el perfil de Rico enFacebook. Cuatrocientos cincuenta ycinco amigos. Había estudiadoperiodismo en Århus. Sorpresa, pensóEva, y retomó la búsqueda. Trabajaba enEkstra Bladet desde 2005. «Legustaban» un montón de cosas, entre

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otras Bruce Springsteen, el LiverpoolFootball Club, el sindicato deperiodistas Dansk Journalistforbund, larevista Ræson, el Club Enológico deCopenhague, James Ellroy, John Fante,la editorial Ekstra Bladets Forlag y Savethe Children. Había muy pocas fotos.Eva las examinó. En una Rico aparecíaen una playa exótica de Chetumal, asaber dónde estaría eso. ¿Tal vez enMéxico? Un par de fotografías del clubde enología donde se lo veía bebiendovino sentado a una larga mesa junto conotras seis personas.

«Muy bien», pensó, y cliqueó sobre lalista de cuatrocientos cincuenta y cincoamigos. ¿Sería el ayudante de Rico uno

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de ellos? Tal vez. Probablemente. Evacontempló la lista con tantísimosnombres. ¿Podía descartar alguno? Noestaba segura, pero acabóconvenciéndose de que era poco factibleque su ayudante se hallara entre losamigos de más de sesenta años.Probablemente tampoco entre losmenores de veinticinco. No teníaninguna pista para el resto. Sí, «devoto».Un ayudante devoto. Se trataba de unamujer. Eva estaba segura. Era más queuna ayudante. De no ser así, nuncahabría utilizado esa palabra. ¿Unaamante? ¿Una novia? Un sencillorecuento le indicó que trescientos docede los amigos de Rico eran hombres.

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Este filtro redujo la listaconsiderablemente. Pudo descartar amás de una tercera parte de los restantesdebido a su edad. Rico no tendría unaamante de más de cincuenta. No lo creía.Unas veinticinco eran demasiadojóvenes. ¿Cuántas quedaban? Evaexaminó sus rostros. Tenía vistas avarias. Eran periodistas conocidas delos diarios y la televisión. Tambiéndescartó a las que arruinaría su carrerasi las pillaban realizando algún actocriminal. ¿Qué más tenía? Sí, su aspecto.Algunas eran sencillamente demasiadopoco atractivas para Rico, decidió.Otras no eran de la clase de mujerdispuesta a mantener una relación con

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él. Quedaban dieciséis. Eva estudió susfotos, entró en sus perfiles, intentóimaginárselas con Rico. Otros dosdescartes. Quedaban catorce. ¿Dóndevivían? Tres en Århus, una en Ålborg,dos en ciudades menores de la isla deFionia y de Jutlandia. ¿Mantendría Ricouna relación con una chica de Ålborg?No, era demasiado complicado.Quedaban ocho. Eva sintió la tensión enel cuerpo. Se estaba acercando.Realmente confiaba en su método.Naturalmente podía haberse equivocadoen un sinfín de puntos, pero no lo creía.Ocho mujeres de edades comprendidasentre los veinticuatro y los cuarenta ysiete años. Todas del área metropolitana

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de Copenhague, todas con un físico y unperfil que hacían que Eva pudieraimaginárselas como amantes de Rico.Eva anotó los ocho nombres por ordenalfabético. Abelone la primera, Vibekela última.

Las buscó en Google. Abelone Ørum.Solo había una con ese nombre enCopenhague, cocinera en un restaurantede pescado del barrio de Frederiksberg.No era el perfil más evidente de unaexperta en telefonía. La siguiente: AnnaBrink. Jurista. Trabajaba en laUniversidad Técnica de Dinamarca. Talvez. Siguiente: Beatrice Bendixen.Nada. Erika...

Eva vaciló. Beatrice Bendixen. El

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nombre se resistía a desaparecer de sucabeza. ¿Era alguien a quien conocía?¿De la facultad? Beatrice Bendixen. No,nada. Estaba casi segura.

El club del vino. ¿Por qué se acordabade eso ahora? En las fotografías del clubdel vino al que Rico pertenecía... Volvióa entrar en su perfil de Facebook, miróotra vez las fotos. Encontró la de losseis amantes del vino alrededor de unamesa. Pasó el cursor por la fotografíapara que los nombres de losparticipantes aparecieran uno detrás deotro. Beatrice Bendixen. Allí estaba.¿Había visto su nombre la última vezque había entrado? Tal vez. Eva no lorecordaba. Pero seguramente se había

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fijado en él inconscientemente. ¿Porqué? Miró la fotografía apenas uninstante y supo la respuesta: porque semiraban en la foto. Rico y Beatrice.Contacto visual. No una miradacualquiera. Allí había algo.¿Enamoramiento? ¿Atracción? No podíadescartarlo. Sobre todo en ella, por susojos, por la manera en que ladeaba lacabeza levemente. Sentía admiración.Era guapa: melena larga y negra,pómulos altos, piel lisa y fina que lahacía parecer más joven de lo que era.Eva la encontró en Facebook.Bachillerato en el Instituto deChristianshavn, graduada en 1990.Domicilio en el centro de la ciudad.

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Casada con Jørn Albæk. Nada acerca desu trabajo. Nada que pudiera justificarque sabía algo sobre telefonía.«¡Mierda!», pensó. Nada. Nada más alláde un físico atractivo y... Jørn Albæk. Lobuscó en Google. Contratista. Unaentrevista para una revista de empresados años atrás. Archivo PDF. Eva ojeóla entrevista. Iba sobre conciliar la vidafamiliar con doscientos días al año enMalasia y Singapur. «Se trata deconfianza y respeto», rezaba el titular.Doscientos días, pensó Eva. Más de lamitad del año lejos de su bella mujerque pasaba algunas noches en un club deenología con Rico.

Eva lo presentía. Ahí había algo. El

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último rastro de duda se esfumó cuandoencontró a Beatrice en LinkedIn.«Trabaja en la compañía de telefoníaTDC.»

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Hospital del Reino22.30

Marcus se detuvo un instante, serestregó la cara. Se sentía aturdido, enun mundo desdibujado lleno demedicamentos, de las sustancias que lehabían inyectado y lo obnubilaban. Lesangraba la mano, allí donde habíallevado el gotero antes de arrancárselo.

—RIG363 —murmuró. Sabía lo quetenía que hacer: llegar a la puerta y

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abrirla, empujándola, no con el pie, quele dolía, sino con el hombro; sentarsefrente al ordenador. Encontrarla.

—¿No deberías estar en la cama?¿De dónde había salido? De pronto

estaba allí. Sonriente, amable, pero conuna mirada que le exigía una respuesta.

—Solo quería...—Ahora te ayudo a volver a tu

habitación —dijo la enfermera, y seacercó a él.

—Ya puedo yo. Solo quería estirar laspiernas.

—Ahora tienes que dormir —insistióla enfermera—. ¿En qué habitaciónestás?

—Allí, allí —respondió, e hizo un

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gesto con la cabeza pasillo abajo—.Justo allí.

—¿Y crees que podrás?—Sí.—Bien. Pues entonces buenas noches

—dijo la enfermera, y lo siguió con lamirada unos largos segundos en los queMarcus se concentró en andar de laforma más normal posible, sin mostrarninguna señal de dolor ni de confusión,pensando que tenía que irse, que debíadesaparecer cuanto antes.

Marcus oyó sus pasos. Se fueronapagando lentamente. No se volvió,siguió avanzando hacia la rendija de luz.

Una puerta entreabierta. Un cambio deescenario. La abrió, entró, se quedó un

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instante sin saber muy bien por quéestaba allí. Pensó: «RIG363.» Volvió apensarlo una y otra vez, luego se acercóal ordenador encendido; tal vez fuera laúnica luz que había allí dentro, unapantalla, una ventana, un sitio por dondemirar, para ver, ver dónde estaba paraencontrarla y salvarla. Se sentó delantede la pantalla. «Contraseña.» Escribió:«RIG363.» Pulsó «intro» y entonces...nada. ¿Por qué? ¿Qué faltaba? Un login.¿Cuál? De cuatro letras. Lo veía. Lascuatro casillas vacías que parpadeaban,un corazón que latía. ¿El suyo? Lo oía.Veía las casillas vacías. Letras quefaltaban, o números. No, letras, ¿tal veziniciales? No, no había solo dos, sino

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cuatro. Miró a su alrededor. Nada. Saliódel despacho. Echó un rápido vistazo ala puerta. «Jefe médico JohannesFrausing», ponía. Marcus volvió a entraren el despacho. Johannes Frausing.Marcus pensó en las contraseñas y loscódigos ID que todos los soldados delEjército tenían. Siempre estabancompuestos por las dos primeras letrasdel nombre y del apellido. EscribióJOFR en las cuatro casillas vacíasdebajo de la contraseña, le dio a la tecla«intro» y esperó. Y ante sus ojos seabrió un mundo nuevo. Uno más, pensó.Pacientes, sus expedientes. Solo faltabaun clic y estaría dentro.

«Número de identificación personal.»

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«Nombre.» No sabía su número deidentificación. Tendría que bastar con elnombre, poco habitual. Lo tecleó y enese momento le pareció que nunca habíaoído un nombre más bello que aquel:Eva Katz.

Una breve historia clínica, lacónica.Le habían realizado una revisiónginecológica preventiva para descartarcambios celulares en algún momento enla década de los noventa. La píldoraanticonceptiva. Daba igual, no tenía queescribir su biografía. Pasando alpresente. Marcas de estrangulamiento enel cuello. Lesiones por golpes o patadasen varias zonas del cuerpo. Violencia.Más abajo: tratada por Boris Munck. El

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médico que la había ayudado, el médicoque había visto con quién había estado,a la mujer que la escondía. ¿La mujer lahabía acogido en su casa? Sí. Eraprobable. Y era a quien debía encontrar.Pero antes tendría que encontrar a BorisMunck, hablar con él, conseguir quehablara.

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Barrio de Amager23.07

Era arriesgado pero necesario.Avanzaba a tientas: tenía que conseguirsacarlos de su madriguera. Ese era suplan. Saber lo cerca que estaban. Lofuertes que eran, a cuántos se enfrentaba.Conoce a tu enemigo. Todo aquello de loque le había hablado Martin. El cajeroautomático estaba en la esquina deAmagerbrogade con Amager Boulevard

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y había sido elegido escrupulosamente,sería su instrumento para testar el podery los conocimientos del enemigo. Sabíaque eran capaces de rastrear teléfonos.Pero hoy en día había mucha gente quepodía. Lagerkvist había hablado delmagnate mediático australiano RupertMurdoch. Los periodistas de los diariosde Murdoch habían realizado escuchastelefónicas, incluso habían intervenidolos teléfonos de la Casa Real británica.Eran puras menudencias. Hasta allíllegaba. ¿Sus enemigos tenían acceso aalgo más? ¿A las cámaras de vigilanciade la calle? ¿A los datos de las tarjetasde crédito? Cosas así.

Pasó por delante de Christianshavns

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Vold. Vio las siluetas de los oscurosárboles, la superficie oleaginosa dellago. Era su lugar. Era allí donde teníapensado apostarse, en un punto entre losárboles con vistas a Amager Boulevard,oculta en la oscuridad. Llegarían desdeel centro de la ciudad, supuso. Si es quevenían.

Una chica rubia estaba sacando dinerodel cajero. Eva no quería arriesgarse aque se viera involucrada en algo, así queesperó pacientemente hasta quedesapareció del todo de su campo devisión para quitarse la peluca eintroducir la tarjeta en la máquina. Seoyó un pequeño chasquido cuando elcajero se la tragó. Eva sacó doscientas

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coronas y se las metió en el bolsillo.Procuró colocarse justo delante delcajero, a la luz de una farola, ladeandola cabeza levemente en dirección a lacámara de vigilancia. Se quedó así unosdiez segundos, con el rostro vuelto haciala cámara, mientras se tomaba su tiempopara meterse el dinero y la MasterCarden el bolsillo. «Muy bien», pensó.Tendría que bastar. Si podían hacerlo yala habrían visto. Había llegado la horade hacer otra cosa: salir de allí cuantoantes.

Echó a correr por donde había venido,en dirección a la fortificación. Solotardó un par de minutos. Se metió entrelos árboles. Allí se quedó esperando,

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jadeante. Advirtió casi enseguida queera un mal lugar, y peligroso. Sipretendía asegurarse unas buenas vistassobre la calle corría el riesgo de quedaral descubierto. Una escena terroríficacruzó por su mente: la perseguían por elparque, la alcanzaban en algún lugar, enla oscuridad, no había nadie que pudieraoír sus gritos. Un disparo en la cabeza,su cuerpo hundiéndose en las aguascenagosas del lago. Desaparecida.

Otra posibilidad se elevaba hacia elcielo. Enfrente estaba el hotel SAS, unode los edificios más altos deCopenhague. ¿Por qué no lo habíapensado antes? El bar de la últimaplanta. Había estado allí antes. En otra

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vida. Sí, esa sería su atalaya. Su puestode vigilancia.

Cruzó la calle y luego el aparcamientoen dirección a la entrada del hotel. Elpresidente chino había estadohospedado allí recientemente. Por lovisto había dispuesto de toda una plantapara él solo. Eva no necesitaba unaplanta entera, solo un descubridero.Entró en el vestíbulo entre jadeos. Unmundo de espejos, cristal y acero. Todoslos recepcionistas se parecían ysonreían mecánicamente cuando semetió en el ascensor y pulsó el botón dela planta veinticinco. Pocos segundosmás tarde entró en The Dining Room, laversión de Copenhague de Windows on

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the World del World Trade Center antesde que ese se viniera abajo. Gente guapaa su alrededor. Ropa cara, botox en loslabios, manos cuidadas y una mezcla demuchos perfumes. Se acercó a laventana, miró afuera. Un camarero queestaba despejando la mesa que tenía allado le preguntó si quería tomar algo.

—Ahora mismo —dijo Eva— soloquiero disfrutar de las vistas unmomento.

—Por supuesto.La versión viva de Google Earth se

extendía ante sus ojos. Solo le faltaba lafunción de zoom. El cielo estabacompletamente despejado. La lunaestaba muy baja, el cielo no acababa de

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decidir si quería ser azul oscuro onegro. Miró hacia la calle buscando asus enemigos, si es que todavía seguíanallí, los coches que pasaban por AmagerBoulevard. No había gran cosa que ver.Los había sobrevalorado. Mejor eso quelo contrario, se dijo. Claro que no teníanacceso a esas cosas. Solo lo tenía lapolicía. Eso fue lo que le dio tiempo apensar antes de ver unos cristalestintados. A pesar de la gran distancia notuvo ninguna duda. Negro, amenazador,el coche pareció deslizarse furtivamentepor el puente de Langebro. Le recordó aEva un reptil o la sombra de un tiburónque nadaba justo por debajo de lasuperficie, con rumbo fijo hacia su

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presa. Al instante siguiente aparecióotro a gran velocidad, adelantandocoches, en sentido contrario. Aparcaronfrente al banco. Eva los vio bajarse delos coches. La imagen era borrosa perolo bastante nítida como para saber queeran ellos. Eran tres, tres sombras, tresen cada coche. A lo mejor estabandiscutiendo. «¿Qué ha sido de ella? Sivosotros cogéis por Amagerbrogade,nosotros nos dirigiremos hacia elcentro.» Sí, volvieron a subirse a loscoches. Volvieron sobre sus pasos endirección a... ¿ella? ¿Sabían dóndeestaba? Eva miró hacia el ascensor.¿Cómo podía bajar? ¿Había escaleras osolo tenía la opción del ascensor? «No,

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tranquila», pensó, y volvió a repasarmentalmente la llegada al hotel. ¿Losrecepcionistas? ¿Formaban parte de esetinglado? No, imposible. ¿Alguien másla podía haber visto? ¿Las cámaras?

Sin embargo, los coches pasaron delargo. Cruzaron Langebro en direcciónal centro. Mientras bajaba en elascensor volvió a pensar en tiburones.Ahora sabía que estaban allí, justodebajo de la superficie. Se trataba de noechar más sangre al agua.

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Hogar para mujeres23.59

Había alguien en la habitación. Lonotó aún dormida, apartó el edredón ybuscó a tientas el interruptor. Encendióla luz. Estaba sola.

Qué extraño. Hubiera jurado queestaba inclinado sobre ella. El de losbellos ojos, ese al que tanto le hubieragustado poder creer cuando le dijo quele esperaban otros papeles mejores, el

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papel protagonista de una vida bella.Se incorporó. Escuchó. El hogar para

mujeres estaba saturado de ruidos por lanoche, había que acostumbrarse a ello.Algunas mujeres lloraban cuando seapagaban las luces, naturalmente que sí.Su situación era desesperada. Huían deunos hombres que querían matarlas.«Debería ser al revés —pensó—.Debería haber hogares para hombres,casas enormes, gigantescas, llenas demiles de hombres huyendo de unasmujeres que querían matarlos a ellos.»Eva encendió un cigarrillo y abrió laventana. Dio una profunda calada, si nopor otro motivo al menos para acortar sumiserable vida. Recordó, volvió a

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pensar en su perseguidor. En la noche enque fue atropellado por un coche. Lanoche en que podía haberle disparadofácilmente. ¿Por qué no lo hizo? Ellacorría por la calzada. Había miradoatrás, había visto su semblante en elmismo instante en que supo que loatropellaría el coche. La había miradodesvalido, como un niño. A lo mejorhabía muerto. Pero había otros, Eva losabía: el hombre de la iglesia que lehabía pedido que se fuera, el otro quehabía estado en su casa. Los tiburones.

Arrojó el cigarrillo por la ventana.Sacó el papel. Leyó: «Lugar del crimen.El ayudante de Rico: ¿el que sabía loque escondía el teléfono? Malte: ¿testigo

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del crimen?»Añadió: «Cuadro. ¿Metternich?

¿Barbara von Krüdener? Las dosflechas. ¿Qué significa?» Una idea levino de pronto a la cabeza. ¿Por qué nole solicitaba al agente inmobiliario unavisita a la casa de Brix, tal comoanimaba a hacer en la parte inferior desu oferta? ¡Claro! Saltaba a la vista. Alfin y al cabo había que vender la casa,tendrían que haberlo hecho incluso antesde la muerte de Brix, y ahora era aúnmás urgente.

El destartalado ordenador en elcomedor del hogar para mujeres olía alágrimas, a sal. Allí se habían sentado

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mujeres a llorar año tras año mientrasleían sus correos electrónicos oexaminaban sus cuentas bancarias paraconcluir que sus vidas eran una mierda.Primero las habían golpeado susmaridos y, tras la huida, los hombresseguían su interminable campaña,persiguiéndolas físicamente,digitalmente, escribiéndoles correoselectrónicos llenos de odio, retirando eldinero de las cuentas, difundiendomentiras.

La Red. La página web del agenteinmobiliario. Eva dejó que el cursorplaneara sobre «solicitar visita» unossegundos, nervioso, trémulo; no seapreciaba, pero miles de impulsos

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recorrían la mano de Eva y sepropagaban al ratón. ¿Estarían vigilandoquién solicitaba una visita? No. Era unalocura. «No te vuelvas paranoica pormucho que te persigan.»

Clic. «Cita concertada para eldomingo a las 17 horas.» ¿Al díasiguiente? Sí, 14 de abril. Casilla nueva.«Nombre.» «Dirección.» Eva se hizopasar por una tal Birgitte que vivía enNørrebrogade, y apretó «enviar».

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14 de abril

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Centro de la ciudad09.30

La cabina telefónica olía a orina. Evallamó al médico forense mientrascontemplaba el portal del edificio dondevivía Beatrice Bendixen, la devotaayudante de Rico.

—Hans Jørgen —dijo el médicoforense con impaciencia. La muerte nose hace esperar, parecía decir su tono devoz.

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—Soy yo —dijo Eva, y se apresuró aañadir—: No utilicemos nombres porteléfono.

—Un segundo —dijo él.Eva oyó que dejaba el teléfono sobre

la mesa y cerraba una puerta en algúnlugar.

—Ya estoy aquí.—¿Has descubierto algo?—Sí. ¿Podemos vernos?Eva vaciló. ¿Estaba compinchado con

ellos? ¿Podía fiarse de él?—Sí.—Acabaré a eso de las once y media.—¿Mismo lugar que la última vez?—No. Tendrá que ser en el Instituto

Anatómico Forense.

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—¿Por qué?—¿Por qué? —Hans Jørgen Hansen se

rio, y su risa tuvo un efectotranquilizador en ella—. Porque miinstrumental está aquí, maldita sea —gruñó.

—De acuerdo —dijo Eva, y colgó.Eva hizo acopio de valor. Cruzó la

calle y se acercó al número veintidós.Leyó los nombres en el porteroautomático. Tercer piso. Pensó quetambién podía quedarse donde estaba,esperando a que Beatrice saliera a tomarel sol primaveral.

—¿Hola?La voz de un niño en el portero

automático. ¿Cuándo había tomado Eva

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la decisión de llamar?—Sí, hola. ¿Está Beatrice en casa?No hubo respuesta, solo el sonido de

la cerradura de la puerta deslizándosecon un pequeño suspiro electrónico.

Antes de subir las escaleras pensó:«No puedo dejar rastro por el camino;ahora soy un submarino, sumergido,invisible.»

—Buenos días.Eva bajó la mirada al cruzarse con un

alegre vecino.—Buenos días —masculló.Un piso más. La puerta estaba abierta.

Sonidos histéricos de dibujos animadosen el interior del piso. BeatriceBendixen apareció en la umbral con

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semblante asustado. Miró a Eva.—¿Beatrice?—¿Te conozco?—Se trata de Rico —le dio tiempo a

decir a Eva antes de que apareciera unaniña al lado de su madre.

—¿Quién es? —preguntó la niña.—Vete un momento al salón, por favor,

cariño. Dos minutos.Al irse, la niña la miró por encima del

hombro con manifiesta curiosidad.Beatrice intentó aparentar desconcierto,confusión, pero era una pésima actriz.

—¿Rico? ¿Qué Rico?—Déjalo, Beatrice. No estoy aquí

para destrozarte la vida, pero tenemosque hablar.

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Beatrice miró a Eva de arriba abajo yluego hacia la puerta del salón.

—¿Quieres que hablemos fuera? —ledijo Eva con discreción, casisusurrando.

Eva esperó en la acera, frente aledificio. Se subió el cuello de lachaqueta. Había demasiados coches,demasiada gente que podía verla. Alpoco tiempo apareció Beatrice.

—Solo dispongo de cinco minutos —dijo, y añadió—: Los niños están solos.

—Iremos a la catedral —dijo Eva—.Sígueme, pero no demasiado de cerca.

Cruzaron la calle. La catedral estaba aunos cien metros calle abajo, frente a laiglesia de Sankt Petri. ¿Por qué habían

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construido dos iglesias tan cerca la unade la otra?, le dio tiempo a pensar a Evaantes de bajar la cabeza y entrar. Elorganista estaba calentando. El cultodivino empezaría al cabo de media hora.Apareció Beatrice. Eva se retiró alpasillo lateral, donde se hallaban lasgrandes estatuas de los apóstoles. Desdeallí podía controlar quién entraba ysalía.

—¿De qué va todo esto?Beatrice estaba enfadada, o

manifiestamente aterrorizada.—¿Sabes que Rico ha muerto? —dijo

Eva finalmente.—¿Y? Apenas lo conocía.

Simplemente estábamos en el mismo

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club de vinos.—Hace un momento ni siquiera lo

conocías.—¿Eres periodista?—Sí.Beatrice cogió aire.—Aquel día le diste cierta

información, justo antes de que loasesinaran —dijo Eva.

—No. No sé de qué me estáshablando.

—Beatrice, esa información provocósu muerte.

Beatrice cabeceó.—De verdad, no sé de qué me hablas.—No se trata de vuestra aventura

amorosa —la interrumpió Eva, y pensó

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en Lagerkvist, en su doctrina sobre lasabiduría: «la gente solo se presta ahablar con un periodista si este ya tienetoda la información de antemano»—. Nose trata ni del club del vino ni de tumarido que está de viaje doscientos díasal año. No se trata de todas las solitariasnoches que pasas en casa echando demenos una vida normal, una vida con unmarido que no esté siempre fuera. —Evavio lágrimas en los ojos de Beatrice, talvez por eso le cogió la mano y le dio unleve apretón antes de hundir el cuchillohasta el mango—: Cualquiera se puedeenamorar, Beatrice, sobre todo si estásola con dos hijos. Lo comprendoperfectamente. Y Rico era sin duda un

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hombre atractivo.Beatrice bajó la mirada. Eva todavía

sostenía su mano entre las suyas. Unalágrima dio contra el suelo de la iglesia,allí donde Eva oficiaba de sacerdote esedía, escuchando la confesión de unamujer.

—Mírame.Beatrice la miró con los ojos llenos de

lágrimas.—No pretendo destrozar nada —dijo

Eva—. ¿Lo comprendes?Beatrice asintió con la cabeza.—Pero tengo que saber qué

información le diste a Rico antes de quelo asesinaran.

Beatrice se enjugó las lágrimas con la

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mano que tenía libre, miró al techo, unsolitario «joder» escapó de sus labiosantes de rehacerse.

—¿Mi vida corre peligro?—Si estaban dispuestos a matar a

Rico debemos suponer que estándispuestos a cualquier cosa.

Beatrice reflexionó largamente antesde decir:

—¿Cómo lo descubriste?—Rico me lo contó antes de que lo

asesinaran.—¿Te habló de mí?—Sí. No mencionó tu nombre, pero lo

deduje.—¿Cómo?Eva la miró.

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De pronto sonó el teléfono deBeatrice. Consultó la pantalla.

—Es mi marido —dijo con tristeza,como si en breve todo fuera a acabar—.Tal vez debería acudir a la policía enlugar de hablar contigo.

—Si pueden ayudarte... —dijo Eva.—¿Qué quieres decir?—Acudí a ellos. Les conté lo que

pienso: que Brix fue asesinado, igualque Rico. Que Rico fue asesinadoporque estaba investigando la muerte deBrix. No me creyeron.

—Creía que era un asunto de bandas.—Eso es lo que dice la policía.

Beatrice, escúchame, tengo que saberqué le contaste a Rico. Es nuestra única

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esperanza. La única posibilidad de queesto se resuelva. De que sean castigadoslos culpables.

Beatrice volvió a titubear.—Rico quería información del

teléfono de Brix —dijo por fin.—¿De Brix? No lo entiendo.—Había desbloqueado el teléfono de

su hermana, ¿no es así?—Sí.—Había un mensaje de él. Rico vio su

número de teléfono. Se puso en contactoconmigo.

—¿Por qué?—Porque trabajo en la compañía de

telefonía de la cual Brix era abonado.—¡Qué suerte! —dijo Eva, y se dio

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cuenta al instante de que había metido lapata. Rico yacía en una cámararefrigerada con un agujero en la frente.

—No seamos ingenuas —dijoBeatrice, herida.

—¿A qué te refieres?—No importa la compañía de

telefonía que hubiera sido. Rico siemprehabría conocido a alguien de dentro. Élera así. Por eso me buscó. Me utilizó, yyo lo utilicé a él. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.—Pero es ilegal. ¿Lo entiendes?—Pero tú ya le habías echado una

mano otras veces —dijo Eva conaplomo, y de pronto vio cómo sedesarrollaba una pequeña historia ante

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sus ojos: una historia sobre una mujerinsegura y bella que estaba sola y que sehabía dejado utilizar por Rico; unamujer que le daba información mientrasél, a cambio, le arrojaba un poco depolvo de estrellas desde la redacción yle concedía algunos momentos decercanía, momentos en que ella no sesentía sola en el mundo.

—Le dije que no quería hacerlo.—Por supuesto.—Que era la última vez —dijo

Beatrice en voz alta, al tiempo que elorganista soltaba las teclas. La repentinasuspensión de la música hizo que suspalabras se alzaran por encima de losruidos en la iglesia, como si fuera la

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última frase de una prédica.Una mujer mayor se volvió y las miró

a ambas.Eva bajó la voz.—¿Qué era lo que quería saber Rico?—Las llamadas entrantes y salientes

de la línea de teléfono de Brix.—Con quién estuvo en contacto.—Así es. Todo lo que pude encontrar

de la noche en que murió.—¿Qué encontraste?—No tenía acceso a sus SMS. Para

eso tenía que pasar por mis jefes, estánmuy protegidos.

—Pero ¿entonces qué?—La única información a la que

tenemos acceso en nuestro departamento

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son los números a los que llamó. Son losdatos que utilizamos cuando los clientessostienen que sus facturas estánequivocadas. Resulta muy cómodopoder probar que la gente ha llamado alíneas calientes que salen muy caras side pronto les falla la memoria. Tambiénpodemos consultar las coordenadasGPS.

—¿Cómo?—Ayudamos a localizar los teléfonos

robados o extraviados. Esa clase decosas.

—¿Y qué descubriste?—Que según las coordenadas, Brix

apagó su teléfono en un lugardeterminado de Copenhague y que no lo

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volvió a encender hasta que llegó albosque, aproximadamente ocho horasdespués.

—¿Eso es todo?—¿Con qué frecuencia apagas tu

teléfono?—No lo sé.—¿Cuando te subes a un avión?—Sí.—¿Brix se subió a un avión?—No, estuvo...Eva se atascó. Las preguntas y los

pensamientos se agolpaban en su cabeza.¿Qué era lo que le había llamado tantola atención a Rico? Por qué era tanimportante para él que Eva lo supiera.Un teléfono apagado, que sigue apagado

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durante muchas horas. Un hombre querecibe un disparo en la cabeza.

—¿Recuerdas las coordenadas?Beatrice escudriñó el rostro de Eva.—Venga, Beatrice. Rico ha sido

asesinado. Es importante.Beatrice sacó su teléfono del bolsillo.—Se las envié por mail. ¿Tienes algo

con qué apuntar?Eva rebuscó en su bolso

desmañadamente; encontró el bolígrafo,pero seguía sintiéndose como unaaficionada.

—Sí.Beatrice apuntó las coordenadas.—¿Dónde es eso?La puerta se abrió a su espalda.

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—No tengo ni idea. Los niños estánsolos —dijo Beatrice.

Eva asintió con la cabeza. Por uninstante tuvo ganas de abrazarla, deconsolarla, de decirle que todo volveríaa estar bien.

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Calle de Fredericia11.45

«¡Todo es tan complicado!», pensóEva cuando llegó a Fredericiagade, elpunto geográfico correspondiente a lascoordenadas que le había dado BeatriceBendixen, no muy lejos de un café, elCafé Óscar. ¿Había dado cuenta de suúltima comida allí, de su última copa devino? ¿Había salido del restaurante,echado la cabeza hacia atrás y

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disfrutado de los últimos rayos de soldel día?

Eva volvió a comprobar los números:sí, estaba en el lugar correcto. ¿Por quéRico se había mostrado tan eufórico?Eva echó un vistazo a las tiendas dealrededor. Casas de alfombras.Anticuarios. Muebles antiguos. Unajoyería. Nada que pudiera relacionarcon Brix. «Pero, ¿por qué precisamenteaquí? —se preguntó Eva—. ¿Por quédecidió Christian Brix cortar laconexión con el mundo exteriorprecisamente en este lugar?»

Cruzó la calle. Se metió en losportales para verificar las placas de laspuertas. ¿Una editorial de literatura

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infantil? Poco probable. ¿Una agenciade modelos? Tal vez. Las mujeres bellasy las muertes repentinas siempre habíanencajado bien. ¿Un bufete de abogados?Podía ser. Sí, era una posibilidad. Miróel letrero de latón que hacía todo lo quepodía por transmitir que se trataba deuna empresa tanto con solera como conmúsculo: «Bufete de abogados ClassensApS.» Sin duda Brix era un hombre quea menudo necesitaba abogados. Losenemigos siempre siguen la estela de laopulencia y el poder. Alguien a quienhemos pisoteado, alguien que se hasentido engañado, alguien que va detrásde nosotros. «Sí, en el fondo losabogados fueron puestos en el mundo

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precisamente con este objetivo», pensóEva. Para ayudar a la gente acomodadaa mantener los problemas a raya. Pero¿por qué apagó el móvil antes dereunirse con su abogado? Durante tantashoras. ¿Y por qué se reunió con suabogado a esas horas de la noche? No.Eva volvió al café y observó a loshombres que entraban y salían. Trajescaros, barrigones, bellas mujeres quesobre todo estaban de florero. A lomejor un camarero había visto algo,había presenciado una discusión, unaconversación telefónica subida de tono.Si Lagerkvist hubiera estado allí en esemomento, le habría dicho a Eva queverificara todos los nombres y

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establecimientos, los cotejara con viejosamigos, compañeros de estudios yamantes de Brix. La sola idea le resultódescorazonadora. Entró en el café y notuvo más que pronunciar el nombre deChristian Brix para que el camarero seapresurara a sacudir la cabezaenérgicamente.

—Estuvo aquí hace un par de días —dijo Eva, y quiso enseñarle una foto deBrix en su teléfono.

—¿Ha reservado mesa? —preguntó elcamarero.

—No, pero...Eva se distrajo con el sonido de

tambores, flautas y botas contra elasfalto. Se volvió y miró hacia la calle.

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Subían desde la plaza de KongensNytorv. Era el desfile de los soldadosde la Guardia Real, con sus gorros depiel de oso, sus botas lustradas y susinstrumentos musicales.

Salió a la calle. Contempló elenjambre de turistas que lo seguían, alos niños que luchaban por subirse a loshombros de sus padres. Eva fue alencuentro de la muchedumbre. Miróatrás. Fredericiagade. «Llega hasta allíen coche. Aparca, apaga el teléfono.» Lapomposa marcha militar se acercaba.Eva tomó por Bredgade. Siguió a laGuardia Real cuando esta dobló a laizquierda al llegar a Frederiksgade,entró en la plaza del castillo hacia la

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estatua de Federico V, entre los cuatropalacios. La Iglesia de Mármol estaba asu espalda; al otro lado de las aguas delcanal se erguía la Ópera. Poder. Sí. Brixhabía aparcado en Fredericiagade, unamodesta callejuela, pero una de lasposibilidades más cercanas paraencontrar aparcamiento si lo quepretendía era entrar en palacio.

—Apagó el teléfono después deaparcar el coche —dijo Eva en voz altapara sí, a sabiendas de que la músicaahogaría sus palabras—. Y entoncesentró en el palacio. Unas horas mástarde estaba muerto.

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Hospital del Reino12.07

Sus efectos personales se reducían auna cartera y un iPhone que estaban en elcajón de la mesita de noche. La ropa,que probablemente pertenecía a otropaciente, la encontró en la habitación deal lado. No era demasiado elegante,pero le quedaba más o menos bien, y almenos no estaba llena de sangre nidesgarrada. El dolor le dificultaba la

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tarea. Sobre todo tuvo problemas conlos pantalones. Le costaba doblar lapierna izquierda, a lo mejor el coche lohabía golpeado por este lado, ¿o fuesobre el que aterrizó cuando el vehículolo lanzó por los aires? Pero no teníanada roto, se consoló, y si se sentaba enel borde de la cama y se apoyaba en elcabecero y pensaba en algo bueno, enuna imagen de su infancia, en el día quele compraron su primer uniforme deexplorador color azul oscuro con elpañuelo, en los ojos de su padre; sipensaba en ello conseguiría apartar eldolor y levantarse. Ahora. Arriba. Devuelta al pasillo. Tocaba buscar a BorisMunck, estuviera donde estuviera. La

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única persona que podía ayudarle. BorisMunck.

Se metió en el ascensor y apretó unbotón al azar. Apenas recorrió unosmetros; se bajó en la planta de abajo ola de arriba, daba igual, no importaba aqué pasillo saliera. El Hospital delReino estaba lleno de pasillos y todosdaban lo mismo; solo había dos cosasimportantes, no solo una: tenía queencontrar a Eva y salvarla. Pero antestendría que encontrar al médico que lahabía tratado, que lo conduciría hasta...

El camillero venía hacia él. Era untipo fornido de barba cerrada.

—¿No conocerás por casualidad a unmédico que se llama Boris Munck? —le

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preguntó Marcus.—¿Aquí, en el Departamento de

Neurología y Anestesia?—Es médico.—Me temo que tenemos unos cuantos.

Tal vez deberías probar en recepción.Tenía que volver sobre sus pasos. El

ascensor lo llevaría hasta allídirectamente.

Había dos hombres sentados tras elmostrador. Uno hablaba por teléfono, alfondo; el otro, un tipo joven,sencillamente parecía cansado.

—¿En qué le puedo ayudar? —dijo eljoven, e intentó sonreír.

—Busco a un empleado del hospital.

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Boris Munck.—¿Y está trabajando ahora mismo?—En Urgencias.—No lo creo, no tenemos Urgencias

aquí. Tenemos un centro detraumatología, pero es para heridosgraves, accidentes de tráfico y cosas así.Si tienen que ponerte una tirita tienesque acudir a los hospitales de Hvidovreo de Frederiksberg, o llamar al médicode guardia.

—Tenemos una cita. Tiene queexaminarme.

Se volvió hacia la pantalla y tecleóalgo.

—¿Ha dicho Munck?—Boris.

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—Un momento.—Sí. ¿Está?—Un momento, he dicho. Sí, aquí lo

tenemos. Estaba casi en lo cierto. Dehecho es médico del centro detraumatología. Sección 3193.

—Gracias —dijo Marcus, y volvióhacia el ascensor.

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Fælledparken12.45

Eva dobló la esquina de Blegdamsvejy siguió en dirección al InstitutoAnatómico Forense. No dejaba de mirarpor encima del hombro. ¿La estabasiguiendo alguien? ¿La vigilaba alguiendesde los coches aparcados a lo largodel bordillo? No, nadie.

—Calma —susurró.Desde Fælledparken llegaba el olor a

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hierba y a primavera, el sonido de niñosjugando a la pelota. El edificio parecíasurgir de la nada, no era precisamenteuna visión alentadora: el ataúd másgrande del país, una caja gris llena decadáveres, un portal por el que, antes odespués, tendrían que pasar casi todoslos habitantes de Copenhague de caminoa la eternidad o a la nada.

El médico forense la estabaesperando. La recibió con un rápidoapretón de manos.

—Hoy utilizaremos excepcionalmentela puerta de atrás —dijo—. Nossaltaremos un par de alarmas. Tengoalgo que debes ver.

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—Eso me dijiste.Avanzaron en silencio. El sonido de

suelas de goma contra el piso de piedray los pequeños pitidos cada vez que elmédico forense alzaba la tarjeta y seabría paso hacia lo más íntimo, hacia elcorazón del instituto. Tuvo que detenerseun par veces para introducir un código.

—¡Lo han convertido en un nuevo FortKnox! —murmuró. Se detuvo y pulsó elbotón del ascensor—. ¿Juegas al tenis?

—¿Qué? No.—Es muy duro para las rodillas. Así

que evito las escaleras.—¿Qué es lo que me quieres enseñar?—Por aquí.Un nuevo pasillo. Despachos a ambos

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lados. Suelos de linóleo. Nada en lasparedes. El médico forense saludó a uncolega con el que se cruzaron.

—Aquí, en este rincón, tengo misdependencias —dijo, y señaló.

La puerta estaba entreabierta. ¿Lehabían tendido una trampa?

—Incluso es posible que con un pocode magia consiga un par de cafés. ¿Teapetece?

El forense abrió la puerta y entraronen el despacho.

Eva paseó la mirada por la granhabitación, casi cuadrada. A un lado, unescritorio; al otro, un tresillo.Estanterías con carpetas de anillas ylibros.

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—¿Estaremos seguros aquí? —preguntó Eva.

—¿A qué te refieres?—A todo un poco. —Eva se encogió

de hombros y se acercó a la ventana.Miró hacia la calle. ¿Había algún cochesospechoso allí abajo? ¿Algo que noestuviera como debería estar?

—Ahora te enseñaré una cosa —dijoHans Jørgen, y encendió un aparato quehabía sobre la mesa. Una luz iluminódesde abajo algo que había sobre unaplaca de cristal. Eva no pudo evitarpensar en el retroproyector de su antiguocolegio de primaria.

—¿Qué es?Eva se acercó. Ahora lo veía: los

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pedazos de cráneo estaban dispuestosuno al lado del otro, como piezas de unrompecabezas.

—Ha sido un arduo trabajo deensamblaje. Pero lo niños se emplearona fondo, hay que decirlo, no falta nada—dijo el forense—. ¿Te acuerdas de labomba de Lockerbie?

—¿La bomba del avión?—Creo que fue en 1988. Un Boeing

voló en mil pedazos a una altura de casidiez kilómetros. Y luego los técnicosconsiguieron volver a juntar el avión.Como parte de la investigación. Por loque se dice, tardaron varios años. —Lamiró con un semblante ligeramenteceremonioso—. Ese es nuestro trabajo.

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Se tarda fracciones de segundo endesatar el infierno y un númeroinsospechado de horas en volver aponerlo todo en su sitio, en recoger lasmuestras.

—Aprecio tu trabajo —se apresuró adecir Eva.

—Hemos estado trabajando dospersonas en ello. Primero lo juntamostodo a mano.

Recogió uno de los pedacitos decráneo, con tal ligereza y desenfado queparecía que se tratara de un objetocotidiano cualquiera. Y lo era, al menospara él.

—Luego escaneamos cada uno de lospedazos. Los volvimos a juntar en el

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ordenador.—Suena complicado.El médico miró la pantalla de un

ordenador y Eva se acercó aún más.Contempló la imagen rugosa, con zonasblancas y zonas oscuras. Ocupaba casitoda la pantalla.

—Parece la Luna —dijo Eva.—¿Ves las manchas oscuras? —El

forense se las señaló.Eva estaba tan cerca de él que podía

olerlo. Sudor, el cuerpo de un hombremayor, rastro de desodorante de un día.

—Hay indentaciones en el cráneo —prosiguió—. Parece que haya recibidoun golpe. Aquí ves una más, un pocomás pequeña pero más profunda.

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—¿Indentaciones?—Eso es. Y aunque hay pequeñas

irregularidades que pueden ser innatas,estas marcas son inconfundibles. Legolpearon la cabeza con algo. Algopesado.

—Pero si recibió un disparo —objetóEva.

El médico forense no le hizo caso.—Podría ser una herramienta, un

arma, o a lo mejor chocó con algo. Dehecho creo que se trata de esto último.—El médico forense amplió la imagen ymiró la pantalla fijamente—. Yo diríaque se cayó sobre algo. Estoy pensandoen el ángulo. Si fue atacado con unobjeto, este le golpeó de abajo arriba.

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Eso no lo haría nadie. No. Se cayó sobrealgo. Se cayó o lo empujaron.

—¿Y esta conclusión se sostendríaante un tribunal?

—Desde luego. Algo le golpeó conmucha fuerza la parte posterior de lacabeza.

—¿Fue mortal?—No puedo afirmarlo con certeza.

Pero fue un objeto el que causó lasmarcas profundas en su cráneo. Encualquier caso, podemos realizar unaimpresión 3D de una parte del huesocraneal, y tal vez nos pueda decir quécausó estas marcas.

—Vas a tener que explicármelo.—De cada uno de los pedazos del

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cráneo, los que muestran indentaciones,el ordenador nos puede decir laprofundidad exacta de las marcas. Nosolo puede calcular la profundidad,también es capaz de determinar elángulo exacto. Una impresora 3D escomo una impresora normal. Se basa enel mismo principio, solo que másrefinada e imprime en tres dimensiones,tal como indica su nombre. Puedescolocar, por ejemplo, una taza sobre laplaca, y en un pispás la impresora creauna nueva taza de plástico duro. Elúnico límite es la imaginación. Claroque en Estados Unidos ya hay quien haempezado a imprimir armas de fuego.Armas que funcionan, que conste.

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—O sea, que podrías...—Hacer una impresión de la parte del

cráneo donde aparece la marca delgolpe. Mira —dijo, y señaló en lapantalla la hendidura del hueso—. Miprimera sospecha fue un pie de cabra.Pero no hay dos marcas sino tres, yalgunas estrías en la zona exterior.

—Sí. ¿Qué es?—¿Lo ves? Un triángulo. Casi.Eva miró las tres manchas oscuras en

la pantalla, el hundimiento, un cráterlunar.

—Son ángulos de más de noventagrados —dijo el forense, y retiró la sillaun poquito de la mesa—. Escúchame. Aestas alturas no estoy del todo seguro de

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lo que te voy a decir. No al ciento porciento. Pero considera lo siguientecomo, llamémoslo así, una hipótesiscualificada.

—¿De qué?—Me imagino que nuestro amigo se ha

golpeado contra un objeto capaz dedejar una marca como esta. Puedehaberse caído o pueden haberleempujado, imposible determinarlo. —Elforense señaló la marca y volvió a mirara Eva—. No podemos descartar quehaya muerto a causa del golpe, aunque lomás probable es que solo lo haya dejadoinconsciente. Y luego...

Eva acabó la frase:—¿Le disparan?

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—Atravesándole la cabeza, sí. Elcañón en la boca. Pum.

—Pero ¿por qué?El médico forense se encogió de

hombros. Eva volvió a examinar lapequeña marca triangular del cráneo.

—Las líneas de fractura relativamentelargas podrían sugerir un golpe de ciertacontundencia.

—Pero no crees que sea la causa de lamuerte.

—No necesariamente. Las lesiones enel cráneo no son mortales en sí. Lo sonlas hemorragias internas que conllevan.Una hemorragia producida por untraumatismo por debajo de laduramadre.

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—¿Qué más puedes decirme?—Cuesta impresionarte —dijo el

forense, y sonrió—. Una vez más: debestomarte todo lo que te diga con ciertareserva, pero tal como lo veo yo, sedisparó a sí mismo con...

—O pudo dispararle otra persona —lointerrumpió Eva—. Me refiero alcadáver.

—U otra persona, sí. Que tal vez ledisparó cuando estaba mortalmenteherido o ya muerto. En cualquier caso,alguien le metió el rifle de caza en laboca y apretó el gatillo. Utilizaronpostas como munición, así que no seandaban con chiquitas. Municiónprohibida, según recuerdo. Pero hemos

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tenido suerte o, mejor dicho, tus chicosdel bosque tuvieron suerte.

—¿Cómo?—Al utilizar postas, el cráneo se

partió en trozos relativamente grandes.Podría haberse roto en miles depedazos.

—¿Qué otra munición se sueleutilizar?

—Perdigones. Son mucho máspequeños.

—De acuerdo —dijo Eva, y se quedóun rato pensativa—. Es decir, quepodemos deducir que a nuestro buenamigo aquí presente lo empujaroncontra...

—No.

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—¿No?—No puedes llegar directamente a la

conclusión que más te conviene —dijoel forense—. Limítate a los hechos. Nopodemos afirmar que lo empujaran.

—Muy bien. Entonces, ¿podemosestablecer que se cayó o que loempujaron?

—Mejor.—Contra algo que produjo unas

marcas en su cráneo y le causóhemorragias mortales en el cerebro. Yluego alguien le atravesó la cabeza de undisparo con un rifle de caza. ¿Con el finde camuflar lo primero?

—Especulaciones.—Si tú tuvieras que formularlo —dijo

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Eva—. Sin especular.Inspiración profunda. El forense

carraspeó como si estuviera sentadoante el juez.

—El difunto sufrió un golpepotencialmente mortal en el cráneo yposteriormente un disparo, realizado adieciocho centímetros de la parteposterior del cráneo, que le causó unamuerte instantánea.

—Muy bien. Perfecto. Solo hechos.Pero ¿cómo?

—Eso es cosa de la policía.—Esta vez la policía no está de

nuestra parte, Hans Jørgen —dijo Eva—. Así que especulemos juntos, ¿deacuerdo? Se cayó y luego ellos... No —

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se corrigió Eva—. Primero lo llevaronal bosque, y una vez allí le pegaron untiro en la cabeza para que pareciera unsuicidio.

Silencio. Al médico forense no legustaba demasiado especular.

—¿Existen otras posibles opciones?—preguntó Eva.

—Que él... No.—Que primero lo golpearon y luego,

tal vez para librarse del dolor, se pegóun tiro en la cabeza.

Hans Jørgen negó con la cabeza:—Pero ¿cómo se supone que llegó al

bosque con un golpe así?—Se dirigió al bosque con la

intención de suicidarse, pero una vez

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allí se cae y se golpea la cabeza. Luegolleva a cabo el suicidio con el rifle decaza.

—Es poco probable, teniendo encuenta el fuerte golpe que recibió en lacabeza.

—Entonces, ¿estamos hablando de unasesinato camuflado como suicidio?

—No —dijo el médico forense.—¿No?—Las cosas no van así.—¿Qué?—Avanzas demasiado rápido —dijo,

ligeramente irritado—. No puedes hacerconjeturas de esta manera a partir de lafractura de cráneo.

—¿Pudo deberse a un accidente?

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—Exactamente. No lo sabemos. Másallá de que antes recibiera un golpe enla cabeza, pudo haberse caído.

—Primero recibió un golpe. Tal vezresbaló en una piel de plátano. Quizá loempujaron, quizá se cayó en el baño. Nolo sabemos. Pero luego alguien le pegóun tiro en la cabeza, ¿o qué?

El forense profirió un sonido con elque dio a entender que estaba deacuerdo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Eva.—En circunstancias normales

intentaríamos encontrar el objeto con elque se golpeó la cabeza.

—Sí.—Y hay bastantes posibilidades de

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que lo descubramos.—¿Por qué?—Como ya he dicho antes, recibió el

golpe de abajo arriba. Es decir, quecayó sobre algo. Seguramente algoestacionario. ¿Una mesa? ¿El alféizar deuna ventana? Puede ser cualquier cosa,pero no algo de lo que resulte tan fácildesprenderse como un pie de cabra o unbate. Y con un modelo 3D del cráneo esprobable que se pueda encontrar elobjeto que encaja con las marcas delgolpe. —El forense juntó los dedos parailustrar cómo podían encajar dos cosas—. La única duda es si sabes dóndebuscar.

—Sí que lo sé. Desgraciadamente.

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—Voy a poner en marcha la impresora—dijo Hans Jørgen.

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Barrio de Østerbro13.30

La Casa Real. Pensó en ella al salirdel Instituto Anatómico Forense. En lopoco que sabía de ella. De lo paradójicoque resultaba que en líneas generales nosupiera nada de ella aunque la familiareal fuera con creces la familia másfamosa y expuesta del país. ¿Qué sabía,en realidad? Sabía cómo se llamabansus miembros y el aspecto que tenían.

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Sabía que vivían en Amalienborg yque...

No, Eva interrumpió sus pensamientosy achicó los ojos un instante paraprotegérselos del fuerte sol. ¿Realmentevivían en Amalienborg? La parejasoberana sí, desde luego, cuando no sehospedaba en el palacio deMarselisborg, en Aarhus, o en la fincavinícola en Francia, pero ¿y lospríncipes y sus respectivas familias? Elpríncipe Joaquín y Marie debían devivir en Møgeltønder. ¿Y Federico yMary? Sí, sabía que ellos vivían enAmalienborg. En su día, Berlingskepublicó una serie de artículos sobre losartistas que habían decorado su piso en

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uno de los palacetes. Pero a lo mejortambién tenían pisos en otros lugares. ¿Ylas hermanas de la reina, Benedikte yAnne-Marie, dónde vivían? ¿Y quéhacían los miembros de la Casa Real ensu vida cotidiana? Cuando no asistían alas cenas de gala con las demás familiasreales ni cortaban bandas eninauguraciones ni daban la vuelta almundo en compañía de representantesdel empresariado, ¿qué hacían? Eva notenía ni idea. ¿Cómo era su vida?¿Estaban contentos o tristes?¿Satisfechos o insatisfechos?¿Trabajaban mucho o poco? ¿Quiéndecidía su jornada laboral? ¿A quiénfrecuentaban? ¿Cómo eran sus finanzas?

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¿Tenía el príncipe heredero una cuentanormal en el Danske Bank? ¿Quiéndecidía cómo debía vestir?

Eva cruzó la calle y se detuvo en unquiosco. Permaneció un instante mirandola portada de la revista Billedbladet enque la princesa consorte esbozaba susonrisa bella y un poco fría. «Enresumidas cuentas —concluyó Eva—,creemos saber un montón acerca deellos; las revistas nos hacen creer que,de hecho, lo sabemos todo, pero nadamás lejos de la verdad. No sabemosnada de la realeza. Prueba de ello sonlos rumores que permanentemente correnacerca de ella. El rumor surgeprecisamente cuando hay falta de

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transparencia. Cuando nadie, o solounos pocos, realmente saben algo.»Dejando aparte por un instante lasimágenes propias de Walt Disney de losvestidos y los peinados que salían en lasrevistas, cabía más bien concluir que laCasa Real era terreno inexplorado, queel público en general conocía mejor lasuperficie de Marte que lo que sucedíaen ella. Y a este terreno inexplorado,con Amalienborg como centro absoluto,llegó Brix la noche previa a su muerte.Era allí donde había pasado sus últimashoras. ¿Qué había sucedido aquellanoche en palacio? ¿Quién había estadopresente? Y luego pensó: «¿Por qué noconsiderar la Casa Real como una

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especie de Vaticano danés? Un Estadodentro del Estado.» Todo encajaba: elbarniz pomposo, la historia, la falta deinformación.

El ser humano iba camino deconvertirse en algo superfluo, pensó Evaal entrar en la biblioteca de IslandsBrygge. Autoservicio de los domingos,ni la sombra de un bibliotecario a lavista. Y apenas nada de público. Saludóa un caballero de pelo canoso queestaba hojeando un diario. Una jovenmadre y su hijo pequeño leían librosinfantiles en un sofá. Por lo demás,estaba sola. Una rápida búsqueda en elordenador le indicó que encontraría las

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biografías de los miembros de la CasaReal en el grupo 99.4 y que los librossobre historia de Dinamarca estaban enel grupo 96.

Primero las biografías. Las había detodo tipo: de políticos insípidos,jugadores de fútbol, jefes de bandas demotoristas. Por lo visto, no había temainsignificante. Y desde luego losbiógrafos de la Casa Real tampoco sereprimían. Había biografías de cualquierpersona que a lo largo de la historiahubiera ostentado algo que pudieraparecerse remotamente a un títulonobiliario. Reyes, reinas, príncipes yprincesas. Duques y duquesas, condes,condesas, barones y baronesas. Eva

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escogió una biografía de la reinaMargarita, otra del príncipe Enrique yun libro de entrevistas con el príncipeheredero que llevaba por títuloFederico, príncipe heredero deDinamarca.

Se puso en cuclillas y los hojeó.Encontró un capítulo dedicado a lasjoyas y los vestidos de la reina. Otro ala decoración de Amalienborg. Constatórápidamente que la mayor parte de lopublicado era mera publicidad.

Notó que se le dormían las piernas yse incorporó. Se paseó un poco para quela sangre fluyera antes de encontrar susiguiente objetivo: los libros sobre laCasa Real desde una perspectiva

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histórica. Pasó los dedos por los lomos.Tenían polvo. No se tratabaprecisamente de unos libros por los quehubiera que hacer cola. Escogió un parde los que parecían menos aburridos.Sonreía al caballero del pelo cano queen ese momento pasaba por su ladocuando su mirada cayó sobre dosvolúmenes que estaban en la mesacontigua. Por sus títulos estaba claro quese trataba de libros críticos con la CasaReal. Hojeó uno de ellos. Para quénecesita Dinamarca una Casa Real,ponía en el lomo. El otro trataba dedinero. El título del primer capítulo era«¿Cuánto le cuesta realmente la CasaReal a la sociedad danesa?»

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Eva se sentó en la sección infantil yempezó a hojear un par de libros dehistoria. El pequeño todavía escuchabaa su madre leerle en voz alta, peroparecía a punto de dormirse. Eva leyóaquí y allá. Sobre cómo las islasOrcadas y las Shetland pertenecerían enla actualidad a Dinamarca de no habersido por Christian I, que en 1468 y 1469empeñó las islas a modo de pago por ladote con motivo de los esponsales de suhija. Sobre cómo la reina Luisa y la hijade Christian IX, la princesa Thyra,tuvieron un hijo ilegítimo con un oficial,y cómo, poco después, el rey le ordenóal oficial que se quitara la vida.

Había más anécdotas, un montón de

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escándalos directamente vinculados conla Casa Real danesa; historias queconocía muy poca gente y que, como unoscuro hilo, discurrían paralelamente ala versión de la Casa Real centrada enlos bellos vestidos y las ampliassonrisas. «El lado oscuro de la CasaReal», pensó Eva. ¿Por qué a la gente nole interesaba? ¿Cuántos sabían queChristian IX, que era alemán, habíaestado a un milímetro de venderDinamarca a la ConfederaciónGermánica o que un sinfín de orateshabían ocupado el trono de Dinamarca alo largo de la historia?

Todo el mundo había oído hablar de laenfermedad mental de Christian VII.

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Pero ¿todo el mundo sabía que FedericoVII era alcohólico y un mentirosopatológico, que a lo largo de toda suvida había estado de gira permanentecon embustes acerca de sus propiashazañas? ¿Quién sabía que Federico Vera un sádico de tomo y lomo, que, entreotras cosas, solía flagelar a sus amanteshasta hacerlas sangrar? Por no hablar dela mentira acerca de que la Casa Realiba ininterrumpidamente desde losvikingos hasta la actualidad. Porejemplo, en el caso de Federico VII, queno tuvo hijos, hubo por lo tanto quedesenterrar a un pariente lejano deAlemania y nombrarlo rey deDinamarca.

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Eva se levantó y se volvió. Laacechaba un ligero dolor de cabeza.Llevaba leyendo más de una hora. Elniño se había ido a casa y había sidosustituido por una niña de más o menosla misma edad. Estaba montando unrompecabezas con su padre. Eva semetió en el baño y bebió agua del grifoantes de volver. Pensó en la Casa Realcomo institución. En la historia. Unamonarquía milenaria. Despotismo. ¿Cuálera la diferencia? Ejecución de críticos,encarcelamiento de adversarios,destierros, detractores que eransilenciados de las maneras más salvajes,corrupción. La Casa Real había dejadoun auténtico reguero de sangre a su paso

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por la historia, y a nadie parecíapreocuparle. Eva pensó en la manera enque habían sobrevivido a todos losescándalos. Su primera explicación fueque en su día no habían salido a la luz.Antes no había medios de comunicaciónpara cubrir los hechos, no habíatransparencia, no había Internet. Pero no.Incluso ahora, cuando el mundo seestaba ahogando en medios que tenían elcometido de llenar veinticuatro horas deanécdotas y escándalos, la Casa Real, agrandes rasgos, se libraba.

Libro viejo, cubiertas ajadas. Eva leyóacerca de las casas reales europeas, delas conexiones entre ellas. De cómo labritánica, al igual que la danesa, en

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realidad era alemana. De cómo lasgrandes familias europeas se repartíanlos países: cuando Grecia se quedó sinrey, en 1862, las demás grandespotencias decidieron instituir a unpríncipe alemán. Se convirtió en rey deun país en el que prácticamente no habíapuesto un pie. Y cuando en Dinamarcase quedaron sin heredero para la corona,el zar ruso decidió que había quenombrar a otro príncipe alemán, el quese convertiría en Christian IX. Eva leyólas páginas por encima. Confundía losnombres, ¡había tantos! La casa deWettin...

—Nunca había oído hablar de ella —susurró para sí, aunque acabó

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concluyendo que esa Casa europeagobernó en Bulgaria, Polonia, GranBretaña y Bélgica, y que hacía muchossiglos se había emparentado con la CasaReal danesa, la española y la francesa.Leyó que cualquier europeo con sangreazul en las venas podía encontrar aveinte reyes o reinas entre susantepasados. Todos los miembros de lascasas reales estaban unidos, sinexcepción, por lazos de sangre.Formaban un gran linaje que seremontaba varios milenios.

Era imposible leerlo todo. Tardaríaaños. Eva hojeó el libro. Alguien habíasubrayado ciertas partes con bolígraforojo hacía tiempo, tal vez veinte años,

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porque era un ejemplar viejo y gastado.Eva se limitó a leer las palabrassubrayadas. «Casa Real.» «Trata deesclavos.» «Peter von Scholten.» Solopor los subrayados rojos se le hizorápidamente evidente lo que habíainteresado al lector mucho antes que aEva: la participación de la Casa Realdanesa en el tráfico de esclavos.También en eso se había manchado lasmanos de sangre. Tal vez por eso lossubrayados estaban hechos en rojo. Losreyes daneses se habían lucrado durantesiglos con el comercio de personascazadas en África. Un sinnúmero deafricanos murieron durante los viajesdesde la Costa de Oro hasta las Indias

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Occidentales Danesas. Nadie sabecuántos, pero lo que sí se sabe es quetodo estaba organizado por el rey. Elnegocio en sí tomó forma gracias a unaCarta Real de Privilegios de 1671. Y nohay más que contar, todavía se puedeadmirar la firma del rey en el documentoque dio el pistoletazo al capítulo másnegro de la historia de la humanidad. ¿Yel cuento de que Dinamarca fue elprimer país que abolió la esclavitud?Pamplinas. La esclavitud aumentódespués de que se aprobara una ley quepretendía prohibir la esclavitud en elfuturo. El rey y sus consejeros ofrecíanuna cara al exterior con la que se intentósatisfacer las numerosas voces en

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Europa que exigían la abolición de laesclavitud al tiempo que aumentaba eltráfico de seres humanos. La esclavitudllegó a su fin cuando un hombre serebeló contra el rey: Peter von Scholten.Fue castigado por ello.

Eva se reclinó en la silla. Respiróhondo. Cogió otro libro, uno de loscríticos. Le dio la vuelta, examinó lafotografía de la autora, Tine Pihl,periodista, escritora y conferenciante.Eva la había visto en la televisión y enlas revistas. Era una de las detractorasmás combativas de la Casa Real delpaís, una mujer mordaz que no estabadispuesta a pasar nada por alto, pormucho que se escudara tras una sonrisa

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aparentemente ingenua. Eva hojeó ellibro. Apenas trescientas páginas que,según el subtítulo, prometían «unamirada inusitadamente desgarrada de losentresijos de la familia más poderosadel país». Retórica ampulosa, perofuncionaba. Eva estaba fascinada. Leyópor encima algunas páginas, se saltóotras, pero leyó las restantesprofundamente concentrada. Por lovisto, la crisis económica internacionalno había llegado a la Casa Real. El libroexponía un ejemplo detrás de otro de larelación extremadamente negligente dela familia real con el dinero. «La reinaes veintiséis veces más cara que elpresidente irlandés», rezaba uno de los

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titulares. En un párrafo decía que,cuando la reina Margarita asistió en2011 a una boda en Berleburg, llegórodeada de gran boato y solo el viaje enhelicóptero costó cuatrocientas sesentamil coronas a los contribuyentesdaneses. En otro ponía que «a la reina legusta visitar el museo de Skagen paraadmirar los cuadros de Krøyer, ytambién tiene por costumbre dejarsetransportar hasta allí en helicóptero. Esdecir, que solo el transporte hasta ydesde el museo asciende a más detrescientas mil coronas».

Y así sucesivamente, una página detrásde otra, capítulo tras capítulo, siemprela misma historia sobre una familia

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derrochadora que permitía de buenagana que lo más granado del mundoempresarial danés pagara a cambio deinvitarlos al círculo más íntimo, a laselegantes fiestas en Amalienborg, a losbuenos vinos, la comida cara, por elespaldarazo que suponía tanto para laidentidad como para el valor de lasacciones y por la atención de los mediosde comunicación al estar en compañíadel príncipe heredero y su esposasonriendo a Billedbladet cuando laspuertas de la cena de gala en palacio seabrían. La palabra «corrupción» noaparecía por ningún lado, a lo mejor laautora temía ser demandada, aunque sísubyacía como una sombra entre líneas.

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Lagerkvist había insinuado lo mismo. Aél no le había dado miedo pronunciar lapalabra, y cuando Eva dejó el libro lecostó no darle la razón. ¿Cómo si nocabía llamar a la circunstancia de quelos ricos pagaran grandes sumas a laspersonas más poderosas del país con elpropósito de obtener mayor influencia?

Sin embargo, el libro no solo versabasobre economía. También habíacapítulos dedicados a asuntos judiciales.Al hecho de que los miembros de laCasa Real están por encima de las leyesy el orden y que no pueden serenjuiciados. Que en la práctica puedenhacer lo que les dé la gana, y que lohacen. Recogía incontables ejemplos de

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abuso de poder y de la imagenidealizada que la Casa Real gustaba deconstruir a su alrededor. Entre otrasanécdotas, el libro contaba que en variasocasiones la pareja principesca habíaincidido en que no dejarían a sus hijosal cuidado de terceros. No, ellosmismos se harían cargo de su educacióndiaria, querían ser una familia modernaque se espabilaba sola. Entonces, ¿cómose explicaban las veintiséis personasempleadas para encargarse del gobiernode la casa?, preguntaba el libro. Entreellas, un ejército de niñeras.

Eva volvió a mirar la fotografía de laautora. «Tine Pihl frecuentó duranteaños los círculos más íntimos de la Casa

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Real —decía el texto—. Algunas de lasfuentes desean permanecer en elanonimato, pero la autora ha habladopersonalmente con todas ellas.» Eva selevantó, con el cuerpo entumecido porhaber permanecido sentada tanto tiempo.Una mujer se disponía a marcharse, porlo demás la biblioteca estaba desierta.«Frecuentó a diario los círculos másíntimos —pensó Eva—. Entonces, a lomejor también habló con Brix.»

Antes de marcharse de la biblioteca,Eva echó un vistazo a las dos pilas delibros. Una te prometía que, fuera cualfuera el brutal capítulo de la historia deDinamarca que consultaras, encontraríasa un rey o a una reina responsable de él.

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Eran viles asesinos, ni un ápice mejorque los dictadores de la actualidad,personas codiciosas y sedientas depoder con un único objetivo: acapararbienes. Luego estaba la otra, que ofrecíaun relato algo más agradable sobre reyespopulares barrigones y que amaban a lapoblación. Por alguna extraña razón, nohabía libros que recogieran el espectrointermedio. Lo malo o lo bueno. Escogetú mismo.

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Hospital del Reino13.45

Marcus se quedó inmóvil un instanteescuchando la puerta cerrarse a susespaldas. Había médicos y enfermeras:algunos parecían no tener ninguna prisa,otros corrían. Avanzó. Pasos pesados.Consideró gritar con todas sus fuerzas:«¿Quién es Boris Munck?», pero en vezde eso abrió una puerta, una puertacualquiera, y entró en un despacho.

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Vacío. Siguió avanzando por el pasillo,siguiente puerta. Estaba abierta a undespacho un poco más grande. Voces,tazas tintineando, una mesa oval, dosmujeres y dos hombres, miradas graves.

Marcus se disponía a entrar cuandoalgo lo indujo a detenerse, un nombre:Boris. En el despacho una voz de mujery un hombre que decía algo. «Boris»,pensó Marcus. Estaba allí dentro. Peroel secreto profesional... El médico noquerría hablar con él, por supuesto queno. ¡Claro que no le daría el nombre deun paciente! Ni de un familiar, yapuestos. Menos aún a un extraño. Pero alo mejor no debía pensar tanto. A lomejor debía entrar en el despacho sin

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más, poner al médico contra la pared yamenazarlo para que le dijera con quiénhabía venido. Amenazarlo para que leproporcionara los documentosnecesarios. No, llamarían a la policía.Marcus sería detenido. Ellosencontrarían. Trane. Entonces, ¿quiénsalvaría a Eva? Tendría que buscar otrasolución.

Sonó un teléfono en algún lado, solobrevemente, pero lo suficiente para quea Marcus se le ocurriera una idea.Volvió atrás diez pasos y entró en eldespacho, que todavía estaba vacío.Sacó su teléfono destrozado. Unaenorme grieta atravesaba la pantalla ensu totalidad. No podía recibir llamadas.

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Pero a lo mejor el micrófono seguíafuncionando. Encontró la funciónsencilla de grabar, la activó.

—Hola —dijo. Lo dejó sobre la mesa.Se apartó un poco—. ¿Se me oye? —preguntó retóricamente, nadie contestó.No hasta que detuvo la grabación y lareprodujo. Sí, se le oía.

Volvió al pasillo, se dirigió hacia eldespacho grande cuya puerta ahoraestaba cerrada. Llamó y entró.

—¿Buscas a alguien?—Sí —dijo Marcus, y trató de

determinar quién le había hablado.La mujer de las gafas oscuras. Parecía

eficiente, justo lo que necesitaba.—Tengo que hablar con Boris Munck.

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La mujer volvió la cabeza levemente.Un hombre alzó la mirada. Era másjoven que muchos otros médicos.Irradiaba una arrogancia y unaobstinación que no casaban con suagradable voz.

—Estoy aquí —dijo, y miró a Marcusa los ojos con frialdad—. Me temo quevoy a tener que pedirte que te vayas. Noes lugar para familiares o pacientes.

—¿Podríamos hablar un momento? —dijo Marcus, y acabó de entrar en eldespacho. Se colocó al lado de laventana.

Boris se levantó. El tipo estaba enforma.

—Ahora mismo te vas, colega.

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El teléfono ya estaba en el alféizar dela ventana, oculto tras la cortina.

—Se trata de Eva. —dijo Marcus—.De Eva Katz.

—¿Quién?—Una mujer a la que has atendido.

Acudió al hospital con otra mujer, haceun par de días. Como ya te he dicho, sellama Eva Katz. Guapa, esbelta, melenahasta los hombros. Tenía marcas en elcuello, como si alguien hubieraintentado estrangularla...

—¿Has oído lo que te he dicho? —lointerrumpió Boris, y se volvió hacia unode los presentes—. Llama al guardia deseguridad.

Una vez en el pasillo, Marcus empezó

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a sudar como si la reacción se produjeraahora. Marcus no estaba contento con suplan. Tenía demasiados puntos débiles,demasiados aspectos que no podíacontrolar. Se dirigió al extremo opuestodel pasillo y se quedó allí un par deminutos. Ojalá abandonaran eldespacho, pero no lo hicieron. Así quevolvió, no le quedaba más remedio.Llamó a la puerta, esta vez con máseducación, casi con humildad.

—Me he dejado una cosa —dijo, yentró.

Nadie dijo nada. Miradas de asombro,de enfado en el caso de Boris Munck.Una mirada que le decía a Marcus queestaba a un segundo de llamar al guardia

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de seguridad y a la policía. Marcuscogió el teléfono y se lo metió en elbolsillo. Salió a toda prisa.

—Ha cogido algo —dijo una mujer asus espaldas.

—¿Qué?Pero Marcus había desaparecido.

Corrió pasillo abajo, se metió en elascensor, bajó. No sacó el teléfono hastaque estuvo en la calle. Se quedó al solescuchando, mientras miraba haciaarriba, donde un avión partía el cielo endos. No lo oyó todo, era como si sucerebro seleccionara por él y solopermitiera que destacaran losfragmentos importantes.

La voz de la mujer se oía nítidamente:

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«¿Quién era?»Boris: «Yo diría que el marido

violento.»Voz de mujer: «Le pediré a Lene que

llame a la policía. ¿Por quiénpreguntaba?»

Boris: «Por Eva Katz. Vas a tener quebuscarla en el sistema, la traté ayer.Pobre chica. El hombre intentóestrangularla.»

No pudo oír mucho más. La puerta seabrió, chirrido de sillas por el suelo, laacústica ahogaba la inteligibilidad.

Marcus se alejó del hospital a pasolento. Cuando llegó la ambulancia conlas sirenas puestas se dio cuentafinalmente de que le pasaba algo en los

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oídos. Seguía oyendo la grabación,seguía sonando en su cabeza. Escuchólas palabras, rebuscando en ella,buscando algo. «Marido violento.» Esoera lo que había dicho el médico. Pero¿por qué? ¿Por qué sospechaba elmédico que él era el marido violento?¿Acaso Eva Katz tenía uno? No, tenía unprometido muerto; ni siquiera estabancasados, no tenía nada. Pero, entonces,¿por qué? ¿Por qué era lo primero quese le había ocurrido a Munck? ¿Seríapor algo que le había dicho Eva?Marcus ya había llegado a la calle. Eltráfico sonaba normal en sus oídos, elsonido había vuelto. Y pensó: «¿Paraqué podía servirle una mentira como

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esta? ¿Qué...?»No, tendría que empezar por otro lado.

Ponerse en su situación, tratar deentender cómo pensaba. «De acuerdo.»¿Qué necesitaba Eva? ¿Cuál era suobjetivo? ¿Esconderse? Eso entre otrascosas. Sí, ahora mismo eso era lo másimportante para ella. Esconderse enalgún sitio donde pudiera estar en paz.Los pensamientos llovían sobre él:«Pobre. Huida. ¿De quién? Maridos.Violentos. Mujeres. Hombres. Huida.Hogar. Hogar para mujeres.»

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Havneholmen15.40

El edificio triangular de espejos quealbergaba la sede principal del grupoAller encajaba bien en el paisajeligeramente futurista de Havneholmen.Eva no tenía ninguna cita con Tine Pihl,solo un acuerdo consigo misma de queno iba a rendirse. Y por eso estabaahora allí sentada, esperando,confiando. El hijo adolescente aquejado

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de una terrible resaca se lo habíaexplicado por teléfono: su madre estabatrabajando.

Eva se levantó y miró a través de lapuerta acristalada. Se fijó en un reloj depared. Todavía le sobraba tiempo parareunirse con el agente inmobiliariofrente a la casa de Brix. Echó un vistazoa las revistas de papel cuché dispuestasen la sala de espera. Billedbladet.Familie Journalen. Tidens Kvinder. KigInd. Se og Hør. Un sinnúmero derevistas más. Se sentó en un banco yesperó. Pensó que los empleados de lacasa producían la única lectura demuchas personas. Un taxi se detuvofrente al edificio y un hombre

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elegantemente vestido desapareció en elinterior. Salió una joven. Subió a uncoche, desapareció. Era sorprendente lacantidad de gente que trabajaba endomingo. O tal vez no fuera tansorprendente. El cargo que ocupabaactualmente en la empresa era deredactora de una web, y las ganas de loslectores de noticias, chismorreos oconsejos para adelgazar no disminuíansolo porque fuera domingo. Alcontrario. Los domingos tenían tiempo.Eva contempló las vistas sobre las aguasdel puerto, y cuando volvió a mirarhacia el edificio, Tine Pihl se estabayendo en compañía de una amiga o unacolega. En cualquier caso salieron

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juntas, con un café en la mano, uncigarrillo. Se acercaban a Eva. Decidióquedarse sentada hasta que hubieranpasado de largo, y luego... Sí, ¿luegoqué? ¿Qué le diría? ¿Era preferibleesperar a que Tine se quedara sola?Captó una frase suelta de suconversación y reconoció la voz de Tinede la televisión: «Pero no por esopodemos estar seguras de que lo diga enserio.»

Eva se levantó y las siguió. Estabanpaseando y charlando. Se mantuvo aunos diez metros de distancia, esperandoel momento adecuado y reflexionandosobre qué decirle. Cruzaron unaparcamiento, se detuvieron frente a un

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Passat rojo flamante. Querían acabar decharlar. Grandes abrazos y besos en lamejilla, y la amiga se metió en el cochey se fue. Eva aprovechó.

—¿Tine Pihl? —dijo, y se concentróen parecer amable.

—¿Quién eres?—¿Podemos hablar un momento?—¿Quién eres?—Me llamo Eva —dijo Eva, y le

tendió la mano.Tine la miró.—De acuerdo, Eva. ¿De qué se trata?

Tengo un poco de prisa.Echó a andar, Eva iba a su lado, de

vuelta hacia la entrada.—De Christian Brix —dijo Eva—.

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¿Lo conocías?—Yo no conozco a nadie hasta que me

hayas contado quién eres y por quéestamos hablando.

—Soy periodista, igual que tú.—¿Eva qué?—Katz. Trabajé en Berlingske.—¿Trabajaste? Es decir, que estás en

el paro y buscas una historia quedevuelva tu nombre a la lista de lospocos periodistas que alguien estádispuesto a contratar.

Eva se paró. Tine siguió unos pasosantes de que Eva decidiera continuar.Estaban a unos metros la una de la otra.

—Tine. Brix estuvo en Amalienborgjusto antes de morir.

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—¿Cómo lo sabes?—Por llamémoslo un testigo de

primera mano. ¿Conocías a Brix?Esta vez fue Tine quien dio unos pasos

hacia Eva.—No personalmente —dijo.—Pero ¿has coincidido con él?—En varias ocasiones, sí. Pero eso

fue antes de que me pusieran encuarentena.

—Te pusieron en cuarentena. ¿Porqué?

—Disculpa, ¿de qué se trata? ¿Por quéestamos hablando tú y yo?

—Se trata de Brix. ¿A qué te refierescuando dices en cuarentena?

Tine Pihl no estaba satisfecha con la

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respuesta de Eva. Se lo notó en la vozcuando dijo:

—Ya no soy bienvenida en la altasociedad. Es por eso que ya no estoy enBilledbladet. Ahora me dedico a losconsejos en la Red. —Miró brevementea Eva—. No podría decirlo más claro.

—¿Por qué no?—Si ya lo sabes —dijo Tine Pihl,

irritada—. ¿Realmente es necesario quevengas a buscarme aquí por algo que yasabes? Algo que puedes encontrar encualquiera de los libros que he escrito.Doce en total, desde que comprobé laliquidación de las bibliotecas por últimavez.

—Christian Brix no se suicidó, y las

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últimas personas con las que estuvoantes de morir eran gente deAmalienborg. Fue la noche anterior.

—¿Estás diciendo que la reina asesinóa Brix? —Soltó una risa ronca quehablaba a gritos de cigarrillos y de unavida poco saludable—. Me parece queno estás demasiado bien de la cabeza,querida.

Tine le dio la espalda y echó a andar.Eva la siguió. Metió la mano en el bolsoen busca de la reproducción.

—Tine. ¿Qué es esto? ¡Échale unvistazo!

Una mirada rápida a lo que Evasostenía en la mano.

—Es del Instituto Anatómico Forense

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—le explicó esta—. Es unareproducción de una parte del cráneo deBrix. Los pedazos que fueronreconstruidos después de que se pegaraun tiro en la cabeza.

De nuevo los pasos de Tine seralentizaron. Eva se paró. Era como unballet, pensó, repulsión y atracción,adelante y atrás. Ahora adelante. Tine seacercó a Eva.

—¿De dónde lo has sacado? ¿Cómo séque no estás loca de remate?

—¿Te parezco una loca?—¿Quieres que te conteste?—Si quieres, podemos ir juntas al

Instituto Anatómico Forense. Así elforense te podrá contar cómo le

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arrancaron prácticamente el cadáver deBrix de las manos. No había queinvestigar nada.

—Entonces, ¿cómo lo descubrió?—Mediante los fragmentos del cráneo,

unidos como en un puzle. Eso que vesaquí —dijo Eva, y señaló el cráneo, lasindentaciones—. Aquí fue dondeChristian Brix recibió un golpe.

Tine miró fijamente la reproducción.Pasó los dedos por las indentaciones,asegurándose.

—Necesito ponerme en contacto conalguien de dentro —dijo Eva.

—¿De palacio?—Sí.—No habrá nadie dispuesto a

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ayudarte.—Pero está toda la gente que frecuenta

el lugar a diario. Como tú antes. Tieneque haber una manera de acceder a ella.

—Empiezo a creer que realmente nohas entendido nada. —Tine cabeceó ysacó un cigarrillo del paquete mientrasconsideraba algo. Lo encendió y tomó elchute que necesitaba, tal vez por esodijo—: El palacio es un pedazo de laEdad Media en pleno Copenhague.Todos aquellos que crean que la reina notiene poder son tan condenadamenteingenuos que merecen una muertedolorosa por su ignorancia.

Eva miró a Tine y vio dolor en susemblante cuando continuó.

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—Sí, sí, la reina no dicta las leyes, selimita a firmarlas. Así pues, la gentesuele decir que no tiene poder, que nopuede influir en nada. Como si lo únicoque le interesara fueran la escuela, laagricultura y los límites de velocidad. Alos reyes les interesan dos cosas: elpoder y el dinero, no las necesidades dela población. ¿Entiendes lo que te estoydiciendo?

—Sí.—¿Y cómo consiguen el poder?—Cuéntamelo.—La reina posee el poder social, que

es el más importante. Fíjate en laestructura de poder de Dinamarca. No esdifícil, cualquier idiota puede sentarse y

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ver quién decide qué. La elite delempresariado, la elite política, entre ellaalgunos subsecretarios de Estado. Luegoestán los creadores de opinión, elredactor jefe de Politiken, por ejemplo.¿Dirías que estas tres cajas contienenmás o menos el poder del país?

—¿Los sindicatos?—¡Venga, por favor!—El empresariado, la elite política y

los creadores de opinión. Te sigo.—Es una estructura de poder

tremendamente antigua, tremendamentearraigada en el tejido que llamamosDinamarca. En cuanto estás a punto dellegar a ser alguien, te invitan a entrar.Puede ser a una fiesta en casa de tu jefe,

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a algún evento al que asistirá uno de losmiembros de la realeza. Es tu examen deingreso. Dura unos años. Que lo superesdepende de tu grado de lealtad.Empiezas a subir peldaños lentamente.Es un proceso natural, cuanto más altollegas en la sociedad, más integradoestás en el circuito del poder. A travésde él adquieres mayor influencia graciasa los contactos que haces. Tu lealtad alsistema viene sola. Y en tu camino deascenso ni siquiera te planteas ¿esto estábien? ¿Es así como debe ser? Entonces,¿cómo vamos a cambiar alguna vez elsistema? Y las decisiones que se toman,¿se toman teniendo en cuenta también ala población? ¿Son para el bien común?

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—Pero ¿tú lo hiciste?—¿Hice qué?—Te planteaste la pregunta. Cuando

trabajabas en Billedbladet y tenías unpie dentro.

—Al principio no. No. No lo haces.Estás seducida. Cuando acabas deasistir a tu primera velada de verdadcon la reina y el príncipe heredero estásvendida. Incluso los jefes de redacción ylos artistas, gente normalmente muycapaz de alzar el grito al cielo, se echanal suelo como perros sumisos. Yo hicelo mismo. De pronto estás sentada conun heredero de Mærsk a un lado y con unsubsecretario de Estado que le acaba deestrechar la mano a Obama el día antes

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al otro.—¿Pero?—Pero entonces conocí a un hombre.

Estuve viviendo en Estados Unidos unosaños. Estuve distanciada un tiempo. Y ladistancia te influye. Empecé a pensar talcomo debe hacer un periodista pero nohace nadie.

—¿Qué pensaste?—Que Dinamarca es más una

monarquía que una democracia.Contrariamente a lo que la poblaciónsuele andar por ahí creyendo.

—Pero la legislación... —dijo Eva,antes de que Tine la interrumpierasacudiendo la cabeza.

—Escucha, guapa. Si pudiera, la reina

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se limpiaría el culo con las leyes quefirma. Como ya te dije antes: cuotas depesca y reformas municipales. ¿A quiénle importa? —Se acercó un poco más aEva antes de continuar—: El podersocial. Quién llega a ser alguien en estepaís. A quién se le permite. El poder porel poder. Para permanecer en el trono.Riqueza, estatus social. Lo custodian.Todos sin excepción. Es como unacolmena. Con la reina en el centro. Ytodos los demás solo piensan enayudarla y en protegerla; cuanto mejor laprotejas más alto llegas. ¿Crees que unredactor jefe vuelve a casa y escribe unartículo crítico después de haber tenidoa la princesa consorte en su regazo en

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una fiesta y de haber acordado suspróximas vacaciones con los herederosde Lego? Piénsalo. Destino RepúblicaMauricio en su jet privado, y de caminotenéis que recoger a Tony Blair. ¿No loentiendes? Resulta tan... —Tine parecióbuscar la palabra adecuada—:Embriagador. Realmente sientes queestás cerca de lo que pasa, y no solo enDinamarca. La mitad de la gente que sereúne para una velada de bridge con lareina acaba de aterrizar en un jodidoLearjet después de haber celebrado unareunión con los demás que gobiernan elmundo. Es la droga más potente detodas. Te vuelves adicta. Del todo. Estáscolocada. Lo notas hasta en el bajo

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vientre, lo ves en los rostros, en lasfiestas, la gente se pone cachonda. —Dio una rápida calada al cigarrillo—.Solo tienes que pensar en ello como enuna logia. Y si detectan la más mínimaseñal de traición, estás fuera. Del todo.Todo el mundo saca algún provecho.Recibes ayuda para ascender. Eso traeconsigo estatus y dinero. Y tú devuelvesel favor mediante tu lealtad. Lealtadincondicional.

—¿Y tú estás fuera?—Absolutamente. Tengo suerte por

tener un trabajo. Conté las cosas talcomo eran. Me pareció que ya era horade que los ciudadanos recibieran unpoco de información sobre el destino de

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su dinero y de cómo la monarquíafunciona, de cómo no funciona lademocracia. Pero nunca debería haberlohecho. En el momento en que se publicómi libro estuve en bad standing. Mireputación estaba por los suelos y nadiequería oír la verdad.

—Bad standing —dijo Eva.—Pongamos, por ejemplo, a nuestra

querida reina. ¿Cuántos daneses sabenque es una yonqui enganchada a losmedicamentos? ¿Quién escribe sobreello? Nadie. ¿Quién dice la verdad talcomo es: que cada día ceban a la reinacon medicamentos contra los doloresreumáticos y tranquilizantes en un cóctelque resulta tan aturdidor como el opio

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puro.—No lo sabía —dijo Eva.—¡No! ¡Claro que no! Porque nadie lo

escribe; porque nadie soportareflexionar sobre la realidad en quevivimos.

—¿Y qué es?—Que tenemos a una regente que la

mayor parte del tiempo va tan drogadaque es incapaz de reaccionar como supadre, a ratos alcoholizado, o comoChristian VII, que estaba loco de atar.¿Y quién reacciona entonces? Quiéndecide qué jefes de Estado hay queinvitar a una cena de gala, quéempresarios deben incluirse en laescolta real en su viaje a China. Si no es

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la reina, será alguien de su gabinete.Altos funcionarios. Gente a la que noconocemos. Gente que ni ha sido elegidani pertenece a la realeza. Los que enrealidad dirigen el cotarro. El poder enel poder. ¿Y quién escribe sobre ello?Nadie nos cuenta nada. Ni la másmínima insinuación de que tal vez seríauna buena idea una baja por enfermedad.¿Y por qué? Porque nadie se atreve adecir la verdad. Yo lo he intentado,muchas veces, pero nadie parece quererescuchar. No, antes prefieren escuchar ala princesa consorte. ¿Sabes lo que dicede mí?

—No.—En varias ocasiones ha declarado

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que está decepcionada conmigo. —Tinevolvió a soltar su risa malsana—.Imagínate: una muchacha absolutamentedesconocida e insulsa del otro lado delglobo es traída a Dinamarca, y de un díapara otro la sobredoran más allá de todocriterio. Estamos hablando de millones ymillones de coronas, y todo el mundo laaclama y le aplaude y piensa que esadorable, la criatura más fantástica quejamás haya puesto sus pies sobre latierra. Y luego va y está tan, tan, tandecepcionada conmigo, una antiguaperiodista de Billedbladet a la que detodas formas nadie quiere escuchar, soloporque me he permitido ser un pococrítica. ¡Casi me resulta conmovedor,

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joder! ¿Y sabes lo que demuestra?—No.—Demuestra que lo mejor que puedes

hacer es rendirte. Nadie escribe nadanegativo sobre la Casa Real. Nadiequiere conocer la verdadera historia.

—¿Y cuál es?—Una historia negra como el carbón

sobre milenios de déspotas que hanreprimido todo intento de oposición, quehan encarcelado y ejecutado a susadversarios, que nunca han cedido ni unmísero céntimo voluntariamente.¿Cuánto hace que la reina danesa visitóal rey de Bahrein y le concedió la GranCruz de Dannebrog? ¿Dos años? Ydeclaró que era un rey muy preocupado

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por sus súbditos o alguna mierda por elestilo. —Tine tenía saliva en lascomisuras de los labios. Eva bajó lamirada mientras ella seguía adelante consu diatriba—: Estamos hablando de undictador que tiraniza y asesinasistemáticamente a la población.Herman Göring, la mano derecha deHitler, recibió la misma condecoraciónde un rey danés. La lista de tiranos quecondecoran a otros tiranos es infinita. Ycuando la reina recorre la ciudad en sucarroza y nosotros nos quedamosmirando desde la acera, agitandonuestras banderitas con los niñossubidos a los hombros, festejamos a unafamilia que lleva milenios

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enriqueciéndose a costa de los demás,una familia que ha enviado a lapoblación a un sinfín de guerrasimposibles con el solo fin deenriquecerse aún más. El hombre de apie ha tenido que luchar por todos ycada uno de los derechos y los bienesadquiridos. La corona danesa es unsímbolo de la represión. Ni más nimenos. El hecho de que los ciudadanosdaneses consideren la corona unsímbolo de algo bueno no dista muchode cuando la gente se pone de rodillaspara rezar a una piedra negra o a unafigura de mármol y grita que Dios esgrande. No son más que purasinvenciones, una concepción

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absolutamente distorsionada de larealidad. Y yo creí que podría...

Enmudeció. Eva se dio cuentaenseguida. Había estado a punto de irsede la lengua.

—¿Creíste que podrías qué? —dijoEva.

—Derrumbar toda esa mierda.—¿Cómo?—Porque sé algo. Pero si lo digo y

quiero que parezca auténtico tendré querevelar mis fuentes, descubrir a los quehan pertenecido al círculo más íntimo...

Eva la interrumpió:—¿Entonces sí que hay gente que está

dispuesta a hablar?—Sí. Es posible. Antiguas niñeras.

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Ayudas de cámara. Amigos expulsados.Pero, ¿sabes?, nadie quiere oírlo.

—¿Oír qué?—Estoy hablando de violencia,

psíquica y física. Al fin y al cabo, lospríncipes lo han reconocido. Su padretambién. En mi mundo no hay ningunaduda. Esos niños se han criado con undéspota violento. Incluso hay gente quehabla de agresiones sexuales.

Eva la miró.—¿Dirigidas a quién?Tine miró a Eva. Había dicho más de

lo que tenía ganas de decir. Pero¿mentía? Eva no era capaz dedeterminarlo. Parecía decir la verdad.Tenía mala fama, pero a lo mejor la

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mala fama formaba parte de unaconspiración contra ella. Contra los queno hacían reverencias y aplaudían a losmiembros de la Casa Real. Contra losque escribían lo que nadie queríaescuchar.

—Ahora tengo que irme —dijo Tine, ehizo un rápido movimiento con el brazoy se liberó.

Eva la siguió con una repentina ira queno podía reprimir.

—Escúchame bien. Para mí es unacuestión de vida o muerte. Intentanasesinarme. Lo intentan con taltenacidad que he tenido que esconderme.Ahora te contaré dónde vivo, nadie máslo sabe, Tine.

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—Entonces no lo hagas.—No. Cuando vuelvas a casa esta

noche, y pienses que el asesinato es otracosa. A lo mejor lo que hace falta esprecisamente un asesinato para quealguien escuche.

—No cuentes con ello.—Pero si esta noche te pones a

pensar... —dijo Eva, y agarró a Tine delbrazo con fuerza.

—¿Qué coño haces?—Yo soy mujer. Tú eres mujer. Yo soy

periodista, tú eres periodista; yo quieroque salga la verdad a la luz, tú quieresque salga la verdad a la luz; a mí mepersigue alguien vinculado a la CasaReal, a ti también. ¿Por qué me ves

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como a una enemiga, como alguien conquien apenas te dignas hablar?

Tine apartó la mano de Eva.—¿Tienes un bolígrafo? ¿Algo con qué

escribir? —le preguntó esta.—¿Por qué?Las dos mujeres se miraron. Un

instante de silencio. Finalmente, Tineabrió su bolso con gesto decidido y leofreció un bolígrafo.

—Y el paquete de cigarrillos.Tina lo sacó. Era un paquete de

Prince.Eva anotó la dirección en el cartón

duro, justo debajo del símbolo de lacorona.

—Es aquí donde vivo. Un hogar para

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mujeres maltratadas. Por si se te ocurrealguien. Tiene que haber alguien quepueda ayudarme. Tiene que haberalguien allí afuera. Como dijiste túmisma: una antigua dama de compañía,un chófer al que hayan despedido. Quésé yo. Lo único que sé es que tengo quecontactar con alguien que puedaayudarme. Alguien de dentro.

Tine Pihl no dijo nada. Trató de hacerver que no oía lo que le decía Eva. PeroEva lo vio en sus ojos: escuchaba. Y laspalabras la impresionaron.

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Jens Juels Gade16.50

Pensó en Lagerkvist cuando miró porencima del hombro, pensó si todavíaseguía con vida. Al menos sus palabrasvivían en ella. «Acércate a tu presadesde los márgenes. Como undepredador. No inicies un ataquedirecto, habla con sus viejos amigos,con antiguas novias y vecinos.» Bajópor Jens Juels Gade en dirección a la

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casa de Brix. ¿La estarían vigilando?Pasó por delante de la casa con lacabeza gacha. No había más que unhombre que estaba lavando su coche unpoco más abajo. Y estaba demasiadogordo. No tenían su aspecto, eran máscomo Martin. Todavía quedaba tiempopara su cita con el agente inmobiliario.Aquel día Eva no se llamaba Eva, sinoBirgitte. Aquel día era una mujer normalcon intereses normales, que asistiría auna jornada de puertas abiertas en unaradiante tarde de domingo con otraspersonas igualmente normales. Casillegó a creérselo mientras avanzabacalle abajo y olvidó mirar atrás, vigilara su enemigo.

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No había señales de que el propietariode la casa hubiera sufrido una muerteatroz hacía apenas unos días. Ningúncordón policial, solo los quehacerestípicos de un domingo por la tarde enKartoffelrækkerne. Alguien habíapegado un cartel en la ventana: «Sevende.»

El vecino seguía limpiando su coche, afondo, con movimientos enérgicos ycirculares.

—Hola —dijo Eva, y se acercó.El hombre le dio un repaso que a su

mujer no le habría gustado.—¿Puedo preguntarte algo?—Adelante.—¿Christian Brix?

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El hombre dejó la bayeta sobre elcapó y asintió con la cabeza.

—Lo vi en la tele.—¿No lo conocías?—Solo nos habíamos saludado alguna

vez, hace poco que me mudé aquí.—Pero ¿no viste nada fuera de lo

normal?—¿A qué te refieres?—A algo que hubiera en la casa, algún

ruido, algún escándalo. Algo así.—¿Por qué me lo preguntas?—¿Nada? ¿No oíste nada?—¿Eres periodista?—Sí.Un breve instante de desconfianza en

su mirada. «Riesgos laborales», pensó

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Eva. Debería reportarle una prima.—No, nada —dijo el hombre—. Me

parece que acababa de divorciarse.Por un instante pareció avergonzado,

como si fuera consciente de que aquelúltimo dato no era más que unchismorreo.

—Muy bien —dijo Eva, y sonrió—.Hasta luego.

Se apartó un poco y se quedó uninstante contemplando la casa. No sabíagran cosa del barrio deKartoffelrækkerne, más allá de lo obvio:que era para gente con buenos ingresos,gente que elegía vivir en el centro enlugar de mudarse al norte de la ciudad.¿De qué estaba cerca? ¿Del aeropuerto?

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Relativamente. ¿De Amalienborg?Cayó en la cuenta de que había dado al

traste con la concentración del vecino.Seguía con la bayeta pegada al coche,pero era incapaz de apartar los ojos deella. También cuando subió las escalerasde la casa de al lado y llamó al timbre.Al cabo de un instante la puerta se abrióy Eva se encontró con una mirada a lavez apática y suspicaz de un adolescenteque llevaba un monopatín bajo el brazoy al cual era evidente que la vida leparecía dura.

—Hola —dijo Eva—. ¿Están en casatu madre o tu padre?

—Mi padre está de viaje y mi madreestá trabajando.

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—De acuerdo, pero... —dijo Eva,titubeante—. No importa, adiós.

Oyó que el chico también salía de lacasa, pero no le dijo nada más. Sedirigió a la casa del otro vecino y llamóal timbre. No funcionaba, así que golpeóla puerta y esperó.

A la señora que abrió le parecióemocionante que Eva le preguntara porBrix. No podía disimularlo. Los ojos lebrillaban de curiosidad y hablaba en vozun poco demasiado alta.

—No, no he visto nada directamentesospechoso —dijo—. Pero...

Tenía muchas ganas de aportar algo,era evidente, cualquier cosa queconvenciera a Eva para quedarse un rato

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más. En ningún momento le preguntóquién era ni por qué andaba llamando alas puertas, y Eva se dio cuenta de queestaba considerando si mentir, siinventarse algo que aportara un poco deemoción a la vida trivial de un ama decasa en Kartoffelrækkerne.

—A lo mejor se te ocurre algo mástarde —dijo Eva, y se fue.

—Sí, y entonces te llamo, te loprometo.

«No, no lo harás —pensó Eva—.Porque no tienes ni idea de quién soy nitienes mi número.»

El vecino de Brix había desaparecido,solo quedaba el lustroso Opel azul y elcubo con agua jabonosa. En ese

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momento, el adolescente pasó pordelante de ella subido a su monopatín.Se detuvo y la miró.

—¿Qué? —dijo Eva.—No eres de la policía —dijo.—¿No parezco de la policía?—Siempre vienen dos. Entonces, ¿qué

eres?—Soy periodista —dijo Eva, y volvió

a parecerle que la palabra se amoldababien a su boca.

—No te he visto en la tele.—Escribo. Para un diario.—¿De qué?—De todo un poco.—¿Del muerto? —dijo el chaval, y

lanzó una mirada a la casa.

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—¿Sabes algo de él?—Quizá.—¿Qué?—¿Me pagarás por...?—¿Qué sabes? —lo interrumpió Eva.—¿Qué me darás?—¿A cambio de qué?—A cambio de que te cuente lo que sé.—Tú me lo cuentas y luego yo te digo

lo que vale.El chaval arrugó la nariz.—Pero entonces ya te lo habré

contado.—Si vale algo te pago. ¿Qué es?—Aquella noche estuve jugando.—¿Jugando?—En el ordenador. Pero mis padres no

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pueden saberlo. No me dejan jugar porla noche.

—Es comprensible —dijo Eva.—Se detuvo un coche.—¿De quién era? ¿De Brix?—No lo sé. La verdad es que no le di

demasiadas vueltas.—¿Pero?—Pero entonces me enteré de que se

había volado la cabeza. Y entonces síque le di unas cuantas vueltas.

—Pero no se lo podías decir a nadieporque entonces se habría descubiertoque te pasas las noches frente alordenador.

El chico se encogió de hombros.—De acuerdo —dijo Eva—. Apareció

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un coche. ¿Qué más?—No mucho más. Entró un hombre y

poco después volvió a salir con un riflede caza en la mano.

—¿Estás seguro? ¿No será algo que teestés inventando porque lo leíste en losdiarios?

—Bastante seguro. Pero no creo quefuera él.

—¿Él?—El que vivía en la casa. Era un tipo

algo flaco.—Muy bien. ¿Qué aspecto tenía,

entonces?—Ancho. Era más fuerte, o así.Eva lo miró. No estaba segura de si se

lo inventaba o no. Su mirada destilaba

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cierta insolencia.—Cien coronas —dijo de repente, y

tendió la mano.Eva lo miró con una sonrisa

incipiente.—Lárgate, chaval.El chico se rio, lanzó su monopatín al

suelo, puso un pie sobre la tabla, otra enel asfalto, y se puso en marcha a golpessecos. Hacía un terrible ruido, muchomás que el coche eléctrico con el queestuvo a punto de chocar al doblar laesquina.

Eva esperaba a un hombre, encualquier caso no a una chica tan jovencomo la que se bajó del Polo rojo y fue

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al encuentro de Eva con una sonrisa. Sellamaba Lisa, la agente inmobiliaria, yparecía alguien que tendría que haberestado estudiando todavía. Pelo rubio derusa, chaqueta deportiva azul y unlenguaje corporal al límite de serexcesivo.

—¿Llevas mucho tiempo esperando?—le preguntó la agente, y añadió—:¿Esperamos a las demás parejas?

Eva se sorprendió. ¿Las demásparejas? ¿Quiénes eran la primerapareja? ¿Eva y Lisa? La idea de queviviría allí con esa joven la persiguiómientras avanzaba en dirección a lacasa, detrás de Lisa. Afortunadamenteaparecieron las demás parejas e

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interrumpieron sus absurdospensamientos. No hubo apretones demanos. Todos se miraban desconfiados,como rivales en una competicióndeportiva.

—Ahora ya solo falta el último —dijoLisa—. A lo mejor es el que viene porahí.

Eva miró atrás, hacia el hombre que seacercaba con una amplia sonrisa en loslabios.

—¿Es la visita? —preguntó. Mantuvola sonrisa al mirar a Eva, que por uninstante perdió toda su energía. En unafracción de segundo el miedo sepropagó por todo su cuerpo como untemblor. No estaba segura de quién era,

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pero estaba casi segura de que era unode ellos. Ellos. Se parecía a ellos. Elpelo al cepillo, los ojos... ¿Cómo lahabían encontrado? ¿Sabían dóndevivía?

—Bueno, ¿y si entras tú primero? —dijo la agente, y le dio un empujoncitopara que entrara en el vestíbulo.

¿Qué haría?, pensó Eva. No podíaasesinarla allí, delante de tres mujeres ydos hombres. Una ocurrencia repentina:¿y si resultaba que todos estabanimplicados? Se detuvo en el vestíbulo,los demás entraban detrás de ella.Estaba atrapada. No podía salir.

—Tiene tres plantas —dijo la agente.Los de las dos parejas hablaban entre

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sí, susurrando. Una mujer reprendió a sumarido. No, no estaban en el ajo, elhombre estaba solo. ¿Por qué? Miró aEva, que avanzó hacia el salón mientrasintentaba calmarse. Sus manos... ¿Quéiba a hacer? ¿Salir corriendo ahora quelos demás habían entrado?

Voces, conversaciones dispersas.—¿Podemos subir?—Es un barrio muy tranquilo —dijo

Lisa—. Cuesta creer que estemos en elcorazón de Copenhague.

—¿Dónde está el salón?—Arriba. Pero antes tendrías que ver

la terraza. Es increíble, tiene un encantoespecial. —Lisa cruzó la habitación ydescorrió una puerta—. ¿Qué me decís?

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Eva seguía en la cocina. El rapado lesiguió un poco la corriente y miró haciala terraza. Y luego miró a Eva.

—¿Qué me dices? —dijo la agente.Parecía sinceramente entusiasmada—.Por mucho que sople el viento no llegaaquí. Y casi está orientada al sur, así queda el sol cuando vuelves a casa deltrabajo.

—¡Fantástico! —dijo una de lasmujeres.

—¿Vives en la zona?Eva se dio cuenta de que Lisa le

estaba hablando.—En Nørrebrogade —dijo Eva. El

rapado sonrió y miró al suelo.—¿Podemos subir? —dijo uno de los

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hombres.—Por supuesto.Lisa iba delante. Eva la siguió. ¿Qué

plan tenía el hombre? ¿Asesinarla encuanto saliera? Miró a su alrededor.«Tal vez debería largarme ahora mismo.No.» ¿Por qué allí? ¿De qué teníanmiedo, de que fuera a encontrar algo?Lisa hablaba como suelen hacerlo losagentes inmobiliarios.

—Las casas de Kartoffelrækkernetienen muchas escaleras. Tienen más decien años, también forma parte de suencanto. En su día fueron viviendas paraobreros y ahora es un buen barrio.Acomodado. Elegante. Este es el salón.Mucha luz. Y los suelos fueron pulidos

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el año pasado.Eva paseó la mirada por el salón

vacío. El único rastro de que alguna vezhabía habido un cuadro colgado en lapared era un halo amarillento en elpapel pintado blanco.

—Y le cambiaron el tejado a la casaen 2011 —dijo Lisa, y buscó el contactovisual con Eva—. ¿Te pasa algo?

Eva se dio cuenta de que se habíaacercado a la pared y pasaba la manopor la superficie rugosa.

—Es solo que... Había un cuadrocolgado aquí. Un lienzo.

Lisa sonrió porque no sabía qué decir.Eva miró al hombre del pelo corto. Élya no sonreía.

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—¿Por qué lo quitaron?—No entiendo.—En el anuncio de la Red —dijo Eva

—. Entré para ver las fotografías de lacasa, y al día siguiente la foto con elcuadro había sido sustituida por unatomada prácticamente desde el mismoángulo, esta vez sin el cuadro. ¿Sabespor qué? Solo es por curiosidad —seapresuró a añadir Eva.

Lisa se encogió de hombros.—¿Has venido para ver arte o para

comprar una vivienda?Los demás se rieron. El hombre se

acercó a Eva, ahora que los demás sealejaban.

—¿Venís? —Lisa los miró, agitó la

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mano un poco impaciente.Esta vez fue Eva quien se adelantó

escaleras arriba hasta la planta superior.Fue la primera en entrar en el estudio.Había un escritorio en el centro de lahabitación: bello, antiguo, oscuro.

—Lo utiliza como su despacho encasa. Pero también puede ser unafantástica habitación infantil —dijo laagente, y miró el vientre de Eva solo uninstante, una rápida comprobación, porsi había algún indicio, por pequeño quefuera—. ¿Tienes hijos?

—No —dijo Eva, sorprendida de quela agente se hubiera referido a Brix enpresente. A lo mejor no sabía que estabamuerto. A lo mejor era para evitar

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cualquier asociación con la muerte enmedio de una informal y simpáticavisita. Eva se colocó detrás delescritorio de Brix. Él la vigilaba.También cuando examinó la papelera.No estaba vacía. ¿Era una tarjeta deembarque lo que había?

Eva abandonó la casa junto con laúltima pareja. Los demás se habían ido.No era para ellos, le había dicho elhombre en voz baja a la agente de lainmobiliaria. Ahora solo quedaba ella,sola con él.

—Me he olvidado una cosa —dijoEva, justo cuando la agente se disponíaa cerrar la puerta con llave—. Ya voy

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yo.Eva fue rápida. Subió las escaleras.

Oyó a Lisa a sus espaldas hablando porteléfono. Entró en el despacho de Brix.Sobre la mesa, la carta de una compañíade seguros. Un escrito del banco sobreuna próxima reunión. El orden del día deuna junta general de la comunidad devecinos. Cajón superior: un bloc denotas, un par de plumas caras, unarevista: Caza & Armas. Papelera: unatarjeta de embarque. Eva la sacó y laexaminó. SAS. «¿Cuándo murió?», sepreguntó, y se metió la tarjeta en elbolsillo. Hacía una semana. Es decir,que acababa de volver cuando sucedió.Llevaba pocas horas en casa. Siguiente

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cajón: las actas de una reunión delconsejo de administración de unaempresa de la que Eva nunca había oídohablar. Una fotografía de Brix junto aHelena, cogidos del brazo en una fiesta.Ella parecía borracha, alegre; en esafoto el parecido entre los dos hermanosera evidente.

El teléfono: descolgó el auricular. Unbotón de rellamada, la última llamadarealizada desde el teléfono o recibida.Lo pulsó. El número apareció en lapantalla. Era un número del extranjero,con un código de país: 0039.

Eva se inclinó un poco hacia delante ymiró por la ventana. La agenteinmobiliaria seguía hablando por

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teléfono. Él también seguía allí. Al otrolado de la calle, la esperaba. Paso unlargo rato en el que Eva estuvo a puntode interrumpir la llamada cuando depronto se oyó un breve silbido seguidode una voz electrónica que decía algoen... ¿español? ¿En italiano? Un voz demujer.

—English?—Yes, madam. Who am I talking to?Eva vaciló. De pronto no sabía qué

decir.—¿A quién he llamado? —dijo

finalmente en inglés.—Al hotel Villa Maria.—¿Que está dónde?—Disculpe. ¿De qué se trata? ¿Desea

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reservar una habitación?—¿Dónde está el hotel?—En San Menaio.—¿Italia?—Sí.—¿El aeropuerto más cercano?—Madam, that would be Rome.¿Un hotel cercano a Roma? Una

llamada que Brix había realizado pocoantes de morir. Eva oyó a Lisa. Estabaentrando a buscarla.

—Hace una semana —dijo Eva,apretó el auricular contra su oreja,pensó rápidamente mientras luchaba porno perder la cuenta de los días— u ochodías. Un hombre llamó desdeDinamarca. ¿Le suena? A lo mejor

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estuvo hospedado en su hotel. ChristianBrix.

—No. No. We can’t... information.Sorry.

—Please.Pasos en las escaleras. Eva tenía la

tarjeta de embarque en la mano cuandola agente inmobiliaria entró en elvestíbulo. Roma. Fiumicino. Lo teníaallí, negro sobre blanco. Brix habíavuelto de Roma el día antes de sumuerte. Y se había encontrado conalguien allí. ¿Había vuelto a casa y sehabía apresurado a llamar al hotel VillaMaria? ¿A quién? ¿A quién llamas a unhotel en Italia? ¿A una amante? ¿Aalguien que tenía algo que ver con su

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muerte? Tal vez.Lisa estaba delante de ella. Eva colgó.—¿Eres de esas tías raras? —dijo,

enojada.Eva miró por la ventana. El hombre

había desaparecido. Ya no estaba al otrolado de la calle.

—¿Una de esas a las que les gustarevolver las casas de los demás? ¿Nosvamos ya?

Lisa iba detrás de ella. Cerróescrupulosamente la puerta con llave.Eva se quedó sola frente a la casa. No loveía por ningún lado. ¿Seríanimaginaciones suyas? El hombrerapado... ¿Paranoia?

Allí. Una parada de autobús. Un

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autobús que estaba llegando. Paranoia ono, tenía que estar entre otras personas.Gente a modo de escudo. Cruzó la calleen el último instante, justo cuando elautobús pasaba. Luego miró por encimadel hombro. Se metió en el autobús; notenía billete, al conductor le daba igual.Eva aprovechó el tiempo hastaRådhuspladsen para odiarse a sí misma.Era la última vez que quebrantaba lasrecomendaciones de Lagerkvist. ¿Acasono le había dicho que no utilizara laRed?

«Para empezar, vas a prescindir deInternet», le había dicho. A partir deahora seguiría la ley de Lagerkvist.«Eva, eres una idiota.» Para gente con el

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equipo adecuado resulta tan sencilloseguir un rastro electrónico como unaspisadas en la nieve. Y tenían el equipoadecuado, lo había ido comprendiendopoco a poco. «Sí, ya lo he aprendido.Solo te pido que me ayudes a superar eldía de hoy, Lagerkvist.»

Eva se bajó del autobús. Cogió untren. Se subió y se bajó, metro, taxi.Entrada la noche se atrevió a volver acasa, al submarino, y sumergirse.

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H. C. Andersen Boulevard20.30

Marcus miró hacia la entrada delhogar para mujeres. El más famoso detodos, el hogar Grevinde Danner paramujeres necesitadas. Vio entrar a dos ysalir a una. Pero parecían trabajar allí,no necesitadas, fuera cual fuese elaspecto que estas tuvieran.

Eva era más lista de lo que Marcushabía pensado. Lo de ingresar en un

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hogar para mujeres maltratadas erasencillamente una genialidad. Ningúnhombre puede poner los pies en un hogarpara mujeres. Todos los hombresestaban bajo sospecha, todos loshombres eran cerdos en potencia. Aligual que Marcus. Marcus, que habíaatado de pies y manos a una mujer, quele había tocado la entrepierna. Se miróel dedo. Por un instante imaginó que suíndice derecho, el que había sentido sucalor, se había contagiado de algo. Algoque le había impedido apretar el gatillo.Si hubiera puesto fin a la historia de Evacuando la tenía en el conducto deventilación... Pues sí, no habría estadodonde estaba, con los pulmones llenos

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de ella cada vez que respiraba. Volvió lamirada hacia el hogar de mujeres:cerradura en la puerta, guardia, muro,alarmas en las ventanas. Tampocopretendía entrar a la fuerza. Entonces,¿qué debía hacer? Tenía que advertirla.Tenía que contarle que era la únicapersona que podía salvarla. Tenía quealertarla contra Trane, que la andababuscando y quería matarla. ¿Por qué ibaa creerle? Porque no le había disparado.Porque lo habían atropellado. Porque sehabía sacrificado por ella.

Cruzó la calle. Sintió un terrible doloren la pierna derecha donde el coche lohabía alcanzado. Un conductor usó elclaxon. Miró airado a Marcus. Al llegar

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al portero automático, titubeó. Habíamás de un hogar para mujeres, o centropara mujeres, en la capital. ¿Por qué ibaa estar allí? Porque estaba desesperada.Tenía que actuar con rapidez. Al igualque Marcus, en una situación cualquieraelegiría el primero que se le ocurriera.Danner, el más conocido. Cercano alhospital. Sí, tenía que estar allí. Llamó ala puerta.

—Hola.Una voz de mujer, hostil. Una cámara

sobre la puerta vigilaba a Marcus.—Yo...—¿En qué puedo ayudarte?—Hay una mujer que vive aquí. Está

en peligro —dijo Marcus, y se dio

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cuenta enseguida de cómo había sonadoaquello.

—Tengo que pedirte que te alejes denuestra entrada. Si no, llamaremos a lapolicía.

—Escúchame, por favor. Yo no soyuno de ellos —dijo, y se trabó. No loera. No era uno de esos hombres queagreden a las mujeres, incapaces deamar porque sus madres y sus padres noles han querido. No, había atado a Evaporque la Institución era más importanteque ella. Porque estaba dispuesta aprenderle fuego a todo aquello querepresentaba la paz y el amor.

—Ya hemos llamado a la policía.—Un momento. Solo quiero saber si

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vive con vosotras una mujer que sellama Eva. Es muy guapa. Pelo castaño,ojos verdes. Debe de tener, comomucho, treinta años. Dile que van porella. Que yo soy el único capaz deprotegerla. Que no ha entendido lopoderosos que son. Dile que la espero...—Marcus se atascó. ¿Dónde podíaesperarla?—. Dile que la espero en elbar donde nos vimos por primera vez.Que quiero ayudarla. ¿Hola?

El interfono fue interrumpido. Marcusvolvió a llamar. La mujer no contestó.Sirenas a lo lejos. Tal vez venían por él.Tal vez no. Alzó la mirada hacia eledificio. Se sentía aturdido. Se dirigió alparque para esconderse. En su día

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formaba parte del foso que entoncesrodeaba la ciudad de Copenhague. Erauna parte de lo que se suponía queprotegería el reino. Tal como habíahecho Marcus. Ahora dejaría de hacerlo.La salvaría a ella. Todavía no tenía muyclaro el porqué. ¿Sencillamente porqueno tenía a nadie más a quien proteger?Toda su vida, desde que protegió a suhermana pequeña acosada por su madre,todo lo que había hecho en el Ejército,siempre había tenido que proteger algo oa alguien. Y ya no quedaba nadie. Soloella.

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15 de abril

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Metro al aeropuerto05.30

Cuando Eva se dirigió al aeropuertono sabía los vuelos que había a Roma,no tenía manera de averiguarlo si noentraba en la Red. Pensó en la vez quearrojó monedas a la Fontana di Trevi yluego quiso volver al coche porquequería más monedas para poderlasarrojar a la fuente. Tenía cinco años.Quería estar segura de que volvería a

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Roma. Y entonces se perdió. Pasómuchas horas vagando por las calles deRoma antes de cansarse. Y entonces seechó a llorar. Y llamaron a la policía,aún recordaba algo. Partes de losrecuerdos que guardaba sin duda erancosas que su padre le había contadosiendo adulta. Su madre no soportabahablar de ello. Y Eva no había vuelto aRoma, a pesar de las monedas arrojadasa la fuente. Hasta ahora, por orden deLagerkvist. «Sigue la pista, no dejes debuscar aunque tengas que llamar a todoslos que se apelliden Jensen.» O viajar aRoma, la ciudad en la que se habíaperdido. Sin embargo, había algo que sírecordaba. El hogar infantil al que la

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policía la llevó. Donde había pasadouna noche entera esperando a suspadres. Nadie sabía hablar danés. Hubomucho consuelo y cuidados; manos,manos cálidas en sus mejillas. Llegó ahacerse de día antes de que la policía,sus padres y la embajada danesa atasencabos. Entonces pasaron muchas cosas.Se torcieron muchas cosas. Serompieron muchas cosas para siempre.

—¿Puedo ayudarla?Eva alzó la mirada. El hombre parecía

cansado. Un empleo matutino en elmostrador de venta de pasajes delaeropuerto.

—¿Roma?—Roma —dijo él, y lo repitió con un

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acento italiano aún más cantarín—.Roma, Roma. —Mientras sus dedosbailaban por el teclado. Miró el reloj—.Primer vuelo de la mañana dentro detreinta minutos. Tiene que darse prisa.Puerta de embarque B12.

Procuró ser la primera en subir alavión, la primera en tomar asiento.Desde allí podía vigilar a cada uno delos pasajeros que agachaban la cabeza yentraban, sobre todo hombres y mujeresde negocios que aquella mañana teníanque asistir a una reunión en Roma. No lovio entre ellos. Tal vez a uno que teníacierto parecido, pero iba acompañadode otros dos, y Eva los oyó hablar de

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leonas romanas y Vespas, una inocentecharla matutina, y además vio laexpectación en sus ojos. Sí, él y suscolegas se dirigían a Roma para venderalgún producto, quizá para comprartomate triturado o diez millones detoneladas de pasta para la cadena Netto,y Eva la veía en sus ojos la alegría porestar lejos de casa, lejos de los niños,las fiambreras y la mujer. Una noche enTrastevere.

Se sentaron detrás de Eva. Uno deellos se agarró con fuerza a su respaldocuando se dejó caer en el asiento.

—¿Cuánto tiempo tendremos enRoma? —preguntó el hombre.

—Solo disponemos de veinte minutos

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hasta el siguiente vuelo —contestó elotro, y luego pasaron a discutir cómollegar a Tirana si no les daba tiempo atomar el avión.

Eva sacudió la cabeza. Nada de sacarconclusiones sin hechos, pensó. Talcomo le había enseñado el médicoforense, solo porque se hubieran subidotres hombres al avión a Roma no queríadecir que ese fuera su destino final. Y,por mucho que Brix hubiera voladodesde Roma el día antes de su muerte,no tenía por qué haber estado en Italia.También cabía la posibilidad de quehubiera hecho escala, al igual que loshombres que estaban sentados detrás deella, que seguían viaje a Albania. Pero

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de lo que no cabía duda era de que habíaaterrizado en Copenhague, en un vueloprocedente de Roma. Había vuelto acasa y había tirado la tarjeta deembarque en la papelera. Y habíallamado a Villa Maria, en San Menaio.

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Roma09.20

Roma Termini. Estación central deRoma. El nombre llevó a Eva a pensaren Lagerkvist. Termini. Terminal. Algoque acaba. Pero mientras bajaba lasescaleras mecánicas le dio tiempo a leerde dónde venía el nombre. La láminacolgaba sobre la entrada a los andenes,con un dibujo completo de los bañosromanos. Thermae. Uno de los

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emperadores romanos había construidolas termas en la zona donde hora estabala estación central. El lugar al quellevaban todos los caminos, a no ser queel tópico hubiera despojado el viejorefrán de toda verdad. En cualquiercaso, Eva estaba allí. Y no paraba decorrer de un lado a otro.

—Excuse me?Un hombre de negocios trajeado con

medio panini en la mano.—Sì?—Track nine?El hombre se encogió de hombros,

disculpándose.Eva siguió corriendo. ¿Por qué tenía

que ser tan complicado? Miró el reloj.

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Faltaban cinco minutos para la salidadel tren a Foggia. Desde allí, en autobúso taxi. Un revisor.

—Track nine? —dijo Eva, y le enseñóel billete.

—Sì. Come! Come!Como si hubiera leído la

desesperación en su rostro, el revisor lacogió del brazo y la condujo de vuelta,escaleras mecánicas arriba. Por fin, allíestaban los andenes, los veía.

—Thank you!—Prego.Eva estaba empapada de sudor cuando

finalmente encontró el asiento númerocincuenta y tres, ventanilla. Y sofocada.La mujer que sería su vecina durante el

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próximo par de horas la mirócontrariada. Se sintió torpe cuando sedejó caer en el asiento. Ni de lejoscomo las pequeñas leonas romanas quela rodeaban. Perfectas, bien vestidas,guapas, impecables. Examinó a lasmujeres al tiempo que el tren se ponía enmovimiento. Uñas largas, pintadas,maquillaje que debía llevarles una horacada mañana, peinados que necesitabancuidados profesionales cada semana. Yla ropa...

—Oh my God! —susurró, y cabeceó—. In your dreams, Eva.

Ahora mismo era una mujer maltratadaque se había quedado descolgada delsistema. Una fracasada. Estaba muy

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lejos de sus hermanas que ocupaban losdemás asientos. Sin embargo, una deellas le lanzó una sonrisa.

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San Menaio13.30

Solo con ver el Adriático por laventanilla del tren Eva recobró todas susfuerzas. El taxista la había dejado en unpueblecito al lado del mar y le habíainsistido en que recorriera los últimoskilómetros en el tren de cercanías.Nunca entendió por qué, por mucho queel hombre se lo hubiera explicado detres maneras diferentes, eso sí, las tres

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en italiano. Era temporada baja y nohabía turistas, solo un mar de un azulprofundo y un suave calor mediterráneo.En la playa, un bulldozer daba vueltasempujando montones de arena; se podíanseguir los trabajos de limpieza desde eltren. Eva se fijó en el Hotel Sole y en unpar más que se veían desde la vía férreaque discurría a lo largo de la costa, perono vio ningún Villa Maria por ningúnlado.

Se bajó. No llevaba equipaje, iba conlo puesto. En ese mismo instante cayó enla cuenta de que era precisamente con unlugar así con el que había estadosoñando durante meses después de lamuerte de Martin. Debería haberse

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instalado en un lugar como ese y haberseconvertido en una dama un pocomisteriosa a la que, tal vez, si uno seafanaba, podría follarse; aunquerealmente no quería a ningún hombrecerca. Su corazón se había endurecido,se había convertido en cuarzo, en algoque ninguna anémona, ningunaprimavera, ningún hombre ni ningún diospodrían derretir. Sin embargo, loshabitantes del pueblo empezarían arespetar poco a poco a la dama un pocochalada del norte. Con el tiempo, subelleza se marchitaría, sería como unárbol que se va secando lentamente.Entonces parecería cada vez más unachiflada, con el pelo alborotado, una

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loca que bebía Campari en la plaza a lahora del almuerzo, que siempre estababorracha pero que nunca rechazaba unacopa que pudiera posarse como unapelícula alrededor de su corazón depiedra. Sí. Este era el lugar. Allí debíaencontrar una casa para vivir. Entró enla primera tienda que encontró, unafarmacia, y preguntó cómo llegar alVilla Maria.

—Due minuti —le aseguró elfarmacéutico, y señaló hacia un callejón.

—Grazie.No había muchos, constató Eva cuando

volvió a salir, solo la polvorienta calleprincipal que subía serpenteante laderaarriba y el callejón sin salida. Frente al

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Villa Maria. Era rosa, como en lasfotografías, solo que más bello, másromántico, un lugar construido para lanoche de bodas de alguien, no la de Eva,que, sin embargo, entró en la recepción.

Estaba desierta pero limpia, con floresfrescas en dos jarrones colocados aambos lados del espejo. Vio a dosmujeres en el restaurante, disponiendo lacubertería en las pocas mesas que había.

—Excuse me.Las dos levantaron la mirada. La más

joven con una sonrisa, la mayor sin.—English? —preguntó Eva.—Yes, of course —dijo la más joven.¿Cómo se lo podía explicar? Pensó en

el periodista moribundo. En lo que él

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habría hecho. No le sirvió de nada.—Can we help you?Eva empezó en inglés, lentamente.—Estoy aquí porque alguien asesinó a

un hombre en Dinamarca. Dead.Understand?

—No.La joven miró a la mayor.—Han asesinado a un hombre en

Dinamarca —volvió a explicar Eva—.Lo último que hizo antes de morir fuellamar a este hotel.

La joven tradujo. La mayor cabeceó yse encogió de hombros al mismo tiempo,todo un popurrí del rechazo.

—Understand?—No!

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Eva decidió empezar de nuevo, perode un modo un poco distinto. Avanzóhacia ellas y les tendió la mano. Primeroa la mayor, que se secó las manos en eldelantal y habló con la joven.Discutieron. Tuvo que abandonar elproyecto de la mano tendida. La joven leexplicó en su inglés limitado:

—No sabemos nada de un asesinato.Nada. Te has equivocado de personas.Wrong people! Wrong —repitió.

La mayor hizo ademán de irse y dijoalgo que reavivó la discusión. Eva noentendía nada, aunque comprendió queno llegaría a ninguna parte con aquellasdos y volvió a la recepción. Se quedó unmomento esperando, pensando si debía

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tocar el timbre. Apareció una mujer enla puerta del despacho. Elegante, decuarenta y pocos, con curvas, una MadreTierra, con una placa identificativa justoencima de su gran pecho: «Claudia.Gerente.»

La discusión encendida se propagóhasta la recepción en cuanto irrumpieronlos dos gallos de pelea. Era un auténticodrama italiano en el que todos hablabanal mismo tiempo. La mayor explicaba ygesticulaba sobre Eva y hacia Eva; lajoven la suplía y Claudia, la gerente, lasmiraba alternativamente. Al final miró aEva.

—Lagerkvist —susurró esta para sí,como un recordatorio de todo lo que

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debía y no debía hacer. Tenía queexplicárselo tal como era. Era lo que élle había dicho: «No acudes a ellos paraque te expliquen la historia. Acudes paracontarles tú la historia.» Sí, eso era loque él le había advertido—.Escuchadme —dijo.

Las mujeres la miraron. Eva lesexplicó la situación. Les habló deChristian Brix. De su muerte. De quehabía estado allí, que había llamado.

No le dio tiempo a más.—Please. Leave! Go! —la

interrumpió Claudia, la gerente.—Te lo ruego —insistió Eva una vez

más en inglés—. Solo estoy intentandoaveriguar...

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—¡No! —la cortó. Sus ojos coléricos,su voz agresiva no encajaban con suapariencia calmada. Agitó las manoscomo si Eva fuera una mosca irritanteque revoloteaba alrededor de su comida—. Out!

Eva se retiró hacia la salida,impulsada por las palabras, las miradasy la gesticulación de las empleadas queno le deseaban una larga y feliz vidaprecisamente. Se volvió al llegar a lapuerta. Su mirada se cruzó con la deClaudia. Muy brevemente. Claudiaquería decirle algo con su mirada, algoque no podía decirle de otra manera,palabras que no podían serpronunciadas.

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Eva se quedó en la calle. Solo uninstante. Confusa. ¿La mujer queríahablar con ella o no? Cuando la habíamirado al pronunciar ella el nombre deBrix, había sido como si dos impulsoscontradictorios se enfrentaran en lo másprofundo de la mujer. Callar o hablar.

Eva echó a andar por la calle. Luegodio media vuelta y se dirigió hacia elhotel.

—¿Y ahora qué, Lagerkvist? —dijo envoz alta. Un coche se acercaba ensentido contrario. Iba a toda velocidad.¿La iban a atropellar? Se echó a un ladoy pisó la hierba alta. El viejo Fiat frenóbruscamente. La mujer del hotel,Claudia, la miró airada. Se había

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quitado el letrero con su nombre. Habíaun bolso en el asiento.

—Entrare! —dijo, enfadada. Y luegoañadió en inglés—: ¡Ahora!

Eva se subió. La mujer miró porencima del hombro antes de dar mediavuelta y dirigirse de nuevo hacia elhotel. Pasó de largo por delante y siguiócarretera arriba. En lugar de por laancha calle principal tomó por uncamino sinuoso, no lo bastante anchopara el tráfico en los dos sentidos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Eva.—¿De dónde has venido?—De Roma.—Entonces iremos a Roma.—Yo no... —Eva se atascó. Hizo de

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tripas corazón—: Para el coche.—¿Con quién has hablado?Eva la miró. Su ira parecía a punto de

llevarla al colapso.—¡Contesta! —gritó Claudia—. Pones

mi vida en peligro. Pones la tuya enpeligro viniendo aquí y haciendopreguntas. ¿Con quién has hablado?

—Con vosotras. En el hotel.—¿Con quién más?—Con nadie.—¿Estás segura? Con nadie. ¿Y en el

camino hasta aquí?—Con el taxista de Foggia. No

hablamos de nada.—¿Nadie más? No one? ¿De camino

al hotel?

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—Le he pedido indicaciones alfarmacéutico.

—¿Le has contado por qué queríasllegar al hotel?

—No.—Piénsalo bien. Think!—¿Fue a ti a quien llamó Christian?

Aquella noche. Antes de morir.—¿Qué quieres? —la interrumpió

Claudia, de pronto con dureza—. ¿Porqué has venido a Italia? ¿Para hablarconmigo?

—Porque quiero saber quién asesinó aChristian Brix y por qué.

—Se suicidó. ¿Es que no lees losdiarios?

—Sabes muy bien que no es verdad.

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Fue a ti a quien llamó. ¿Qué erais?¿Amantes?

Claudia sacudió la cabeza, golpeó elvolante con rabia o impotencia, fue lapalabra «amantes» la que provocóaquella reacción. Frenó bruscamente yse llevó la mano derecha a la boca, soloun instante, y se la mordió. Eva vio lasangre brotar.

—No! —Agarró la mano de Claudia,que todavía tenía los dientes hincados enella—. ¡Para ya!

Por fin lo dejó, tal vez fuera la palabraen danés la que obró el milagro. Por finbrotaron las lágrimas que habíacontenido. En silencio, completamenteen silencio. Eva intentó abrazarla, pero

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resultaba difícil en un coche tanpequeño. Violento.

—¿Nos sigue alguien? —preguntóClaudia, dificultada por las lágrimas,pensando por un instante en lasupervivencia en medio de laimpotencia. Eva sabía exactamentecómo se sentía. Experimentaba unprofundo deseo de morir mezclado conel instinto de conservación que siempreacababa imponiéndose.

Eva se volvió. Miró por la lunatrasera hacia una polvorienta carreterade montaña con olivos a ambos lados.

—No. Nadie nos sigue.Silencio. De la clase que hace ruido.

Eva le cedió la palabra al llanto, durante

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unos segundos no hubo espacio paranada más.

Pausa. Aire en los pulmones. Claudiala miró.

—¿Quién eres? ¿Eres periodista? Nodeberías haber venido. Supongo queeres consciente de lo peligroso que es.

Se miró la mano, las escasas gotas desangre, como si fueran un aviso de todala sangre que se derramaría antes de quela tragedia hubiera llegado a su fin.

—¿Estar aquí?—Que te vean en mi compañía.—Lo es igualmente dejarse ver

conmigo. Han intentado asesinarme. —Eva se bajó el pañuelo de seda. Claudiale miró el cuello—. Estamos juntas en

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esto.—No. —Claudia soltó una risa falsa

—. No estamos juntas en esto. Yo heperdido.

—Yo también he perdido. Mi novio hamuerto. Han asesinado a uno de misviejos amigos. ¿Qué erais, Brix y tú?

Claudia vaciló.—Nos conocíamos desde niños. Su

familia tenía una casa aquí. Solíamosjugar juntos.

—¿Novios de la infancia?—Sí. Amore. Siempre hemos formado

parte de la vida del otro.—Amore? ¿Por eso quería

divorciarse?Claudia asintió con la cabeza.

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—¿Y fue a ti a quien visitó antes demorir?

—Sí.—¿Para qué te llamó?—Para decirme que me amaba, pero

que tenía miedo.—¿De? —Silencio. Eva lo intentó por

otra vía—: ¿Trabajas en el hotel?—Es mío, pero están allí

constantemente. Y mi casa está bajovigilancia las veinticuatro horas del día.Mi teléfono está pinchado. Controlancualquier rastro electrónico que dejo.

—¿Quiénes son ellos? ¿Los queasesinaron a Brix? ¿Los conoces?

Eva podría haber seguidopreguntando, tenía cientos de preguntas y

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tenía ganas de hacérselas todas a la vez.Claudia puso el coche en marcha.—Ahora iremos a Roma. No puedes

quedarte aquí. Por el caminohablaremos. Pero, antes que nada, dime,¿quién eres?

Claudia y Eva cruzaron los Apeninosen dirección a Roma mientras Eva seexplicaba. Le contó lo del dibujo, elSMS, las horas que no cuadraban. Laitaliana no pareció sorprenderse ni unasola vez. Al contrario, Eva tuvo lasensación de estarle contando unapelícula a alguien que ya la había visto.

—De acuerdo —dijo Claudia cuandose produjo una nueva pausa—. Sabes

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mucho.—Ellos lo asesinaron. Encontré la

prueba. ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué?—Debes preguntarme quién era él —

dijo Claudia—. Brix.—Muy bien. ¿Quién era?Claudia sonrió, con una sonrisa

repentina que sorprendió a Eva.—Es un hombre magnífico —dijo

Claudia. Volvía a estar vivo en surecuerdo, en aquel mimo momento. Evalo vio en sus ojos. Así es comomantenemos con vida a los muertos,recordando una caricia, una palabra quefue pronunciada, tal como había hechoEva con Martin—. Pero nació con uncompromiso —continuó Claudia—. Sus

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padres conocían a la familia real.—¿A la danesa?—Y a otras casas reales extranjeras.

Formaba parte de todo ese circo.—¿Tú también?—¿Yo? —Claudia se rio—. Soy la

propietaria de un hotel en una provinciaitaliana de la que pocos han oído hablar.Soy su novia de la infancia. Era surecuerdo de otra vida. Y él era mirecuerdo del amor. Jugábamos juntos yéramos algo del todo especial el unopara el otro. Algo que ambos queríamosrecuperar: la inocencia.

—¿A qué te refieres cuando dices«todo ese circo»?

Claudia cabeceó, pero Eva la

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presionó.—Tú misma lo dijiste. Están por todas

partes. Tendrás que abrir la boca. Es loúnico que podrá protegerte. A ti. Anosotras. Cuanta más gente oiga hablarde ello, más protegidas estaremos. Esoles dificulta las cosas. ¿No lo ves?

Claudia negó con la cabeza.—¿Estás hablando de escribirlo?—Es el único escudo que tenemos,

que todo el mundo lo pueda leer.—Nadie está dispuesto a publicarlo.—Por supuesto que hay quien sí.—Me temo que no has entendido nada

—dijo Claudia.—Entonces explícamelo. Cuéntame

todo lo que sepas. Hazlo también por

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Brix.—Son muy poderosos —dijo Claudia

antes de meterse en la autopista y echarun último vistazo por el retrovisor.

—¿La familia real?—Es una gran familia. Las siete

grandes monarquías que quedan enEuropa están emparentadas entre sí.Todos son hermanos y primos, cualquiermonarca europeo actual tiene un padre oun abuelo o una madre o una abuela quefue rey o príncipe en una de las otrascasas reales. ¿Lo comprendes? Estánunidos por lazos de sangre. No debespensar en ellos como en la Casa Realdanesa, la noruega o la española. Debespensar en ellos como un todo. Una casa.

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Una familia. Una familia cuyosmiembros llevan milenios combatiendoentre sí, pero que también se hanayudado. Se han casado entre ellos. —Claudia soltó el volante un segundo yjuntó las manos para ilustrar lo unidosque estaban—. Así que ahora tienes alos jefes de Estado de Gran Bretaña,Escandinavia, Holanda, Bélgica,España. Una gran familia, ¿no te parece?—dijo, y enseñó sus dedos entrelazados.

—Te sigo. Ahora solo te pido quevuelvas a coger el volante.

—No, no me sigues. Aquí está lafamilia. Un milenio de antigüedad.Saben que solo con que uno falle, solocon que la población de un país ponga a

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una rama de la familia de patitas en lacalle, se producirá un efecto dominó.Las historias negativas empezarán asalir a raudales, arrastrarán a los demáscomo un virus que se propaga. Tal vezno en una semana, pero de forma segurae inexorable.

—¿Así fue como te lo contó Christian?—Ya sabían tras la Revolución

Francesa que la democracia y lasociedad impía suponían una amenazapara la monarquía. Crearon una alianza.

—La Santa Alianza —dijo Eva.—El zar de Rusia, el rey de Prusia y

el Imperio austrohúngaro. El objetivoera mantener a raya la sociedad impía yla democracia. En 1815. El pacto en sí

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solo duró oficialmente unos pocos años,pero en realidad nunca se derogó.

Eva miró a Claudia. Era Brix quienhablaba a través de ella. La explicaciónque le había dado eran sus palabras,como cuando un adolescente habla depolítica y se oyen las opiniones de suspadres salir de su boca. Aquella era unavoz de ultratumba. Una voz que daba aentender que la Santa Alianza enrealidad supuso el nacimiento de laUnión Europea: una coalición de estadossoberanos europeos unidos por el deseocomún de preservar la paz.

—La Santa Alianza nunca se rompió—dijo Claudia—. Al contrario. Lafamilia europea se mantiene unida.

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Después de la Santa Alianza cambiaronel nombre por el del cuarteto y elquinteto. El éxito tiene muchos nombres.Y Christian era una especie de lobbystde ese tinglado.

—¿Te lo explicó con esas palabras?Claudia vaciló.—Necesito oírlo tal como te lo

explicó —dijo Eva.—Se consideraba a sí mismo un

Metternich moderno.—¿El príncipe Metternich? —dijo

Eva, y pensó en el cuadro de casa deBrix que alguien había descolgado.

—Metternich fue el padrino de laSanta Alianza. Estaba en contra de lademocracia y el nacionalismo, a favor

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de Dios y de la monarquía. Era un buenhombre que deseaba la estabilidad, elprogreso y la paz, y que consideraba almonarca como alguien a quien Dioshabía puesto en la Tierra —dijo Claudiamientras sus ojos controlaban el tráficopor el retrovisor.

—¿Y si Dios ha puesto a los monarcasen la Tierra estos tienen la obligación deinstaurar el reino sobre la Tierra? —dijo Eva.

—Estás muy puesta en el asunto. Asíse ven los monarcas. Lo hacían entoncesy lo hacen hoy. Por la gracia de Dios.

—Y así se veía Christian a sí mismo.—Sí.—¿Trabajaba como lobbyst para la

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monarquía danesa? ¿Es así como deboentenderlo?

—Eres como todos los demás. Creesque se trata de un país en concreto. Deprincesas de color de rosa y ridículosdesfiles cuando un príncipe británico ouna princesa danesa se casan.

—Entonces explícamelo.—Imagínate las familias más

poderosas del mundo. Siete grandesmonarquías más unas cuantas menores.Llevan un milenio o más en el poder. Enprincipio, son una gran familia. ¿De quécrees que hablan cuando se reúnen? Y sereúnen a menudo.

—De... No lo sé —dijo Eva, y searrepintió al instante. Sonaba como si

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fuera incapaz de pensar, y aunque sedaba cuenta de adónde quería llegarClaudia, prefería oírlo de su boca enlugar de tener que hacer conjeturas.

—¿Hablan de vestidos y de grandesbailes? ¿De cómo hay que posar ante losfotógrafos en la próxima fiesta?

—Cuéntamelo, Claudia. Cuéntame loque sabes. Tal como te lo explicóChristian.

—Hablan de la manera de conservarel poder, y de cómo rehabilitar aantiguos monarcas en los tronosvacantes. Deja que te dé un ejemplo.Hace pocos años, en 2004, en el palaciode La Zarzuela, los dos rivales que sedisputan el trono italiano llegaron a las

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manos. Si quieres puedes leerlo en losdiarios de entonces, no es ningúnsecreto. Vittorio Emanuele, el hijo delrey italiano depuesto, y el príncipeAmedeo se pelearon por cuál de los dosera el heredero legítimo del trono deItalia.

—Pero si sois una república.—También lo era España hasta

mediados de los setenta.—¿Y los italianos quieren que vuelva

el rey?—Al rey nunca lo habrían derrocado

si no hubiera apoyado a Mussolini.—Pero lo hizo. Y lo echaron,

¿verdad?—Desde entonces tenemos la

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democracia más inestable de Europa.Cada vez hay un mayor número deitalianos que se muestran favorables a laidea de reinstaurar la monarquía.¿Realmente crees que los dos riquísimospríncipes se pelearon por nada en lasescaleras del palacio de La Zarzuela?¿Y sabes quién agarró al príncipevencido?

—No.—La reina Ana Maria de Grecia.—¿La hermana de la reina danesa?—Exactamente. Derrocada en algún

momento de los años setenta, pese a loque sin embargo todo el mundo siguellamando a su esposo rey de Grecia y aella reina de Grecia. Incluso vuestra

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reina nunca ha aceptado la democraciagriega. Siempre le da el trato de reina deGrecia a su hermana Ana Maria. Y elGobierno griego tiene el mismo miedocerval que el italiano. Hace muy pocosaños que dejaron entrar a VittorioEmanuele en Italia, en 2002. El herederoal trono llevaba más de cincuenta añossin poner los pies en suelo italiano. ElGobierno italiano no quería, bajo ningúnconcepto, dejar entrar al príncipeheredero en el país. Pero ¿quién creesque, a la postre, echó una mano aVittorio Emanuele?

—¿Brix?—La Unión Europea —dijo Claudia,

triunfante. Y continuó tras una pausa

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teatral—: El Tribunal Europeo deDerechos Humanos se oponefrontalmente a los deseos del Gobiernoitaliano. Estamos hablando de unhombre que es nieto del rey quecolaboró con Mussolini. Estamoshablando de un hombre que en 1969 seproclamó rey de Italia in absentia, aquien le importa un pepino lademocracia. Pues a este hombre lo dejaentrar la Unión Europea. ¿Y a quién lehace la primera visita? —Claudia miróa Eva, esperando una conjetura que, sinembargo, no llegó—. Al Papa, enaudiencia privada. Bendecido por elPapa en el Vaticano.

—¿Y los italianos no podrían haberle

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negado la entrada?—No hay nada que hacer ante el

Tribunal de Derechos Humanos. Y elGobierno italiano solo lo dejó entrardespués de que firmara la Constituciónitaliana y hubiera renunciado a cualquierderecho sobre bienes inmuebles, títulos,poder o privilegios en Italia. En esemomento, el hijo del hermano del últimorey, el príncipe Amedeo, se convirtió enheredero oficial del trono. Por eso lapelea en casa del rey español.

—¿Y las dos flechas?—Sí. Las dos flechas. Barbara von

Krüdener. La mujer que sedujo al zar.—Con ideas sobre el derecho divino a

los tronos...

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—Christian me contó que aparece envuestra Constitución que es reina por lagracia de Dios. Es decir, que Dios estáindirectamente implicado en lacondición de reina de vuestra reina.¿Sabías que es profunda, peroprofundamente religiosa?

—No. Bueno, sí, quizás.—También lo ha declarado en varias

entrevistas. Durante largos períodosestuvo yendo a la iglesia diariamente.En un momento dado, su marido estuvo apunto de enloquecer. Está realmenteconvencida de que Dios la ha puesto enel trono. En este sentido no haydiferencia entre Dinamarca e Irán.Ambos países están presididos, en

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última instancia, por un fanáticoreligioso que cree haber recibido sumandato del Todopoderoso. Luego esposible que haya un Primer Ministro yun Parlamento. Pero todo el mundo queasciende...

—Todo el mundo que asciende —lainterrumpió Eva— lo hace mediante laestructura de poder.

—Exacto. Y la reina tiene a Dios de suparte cuando decide quién asciende y aquién hay que excluir.

Eva reflexionó mientras respirabahondo, como si se hubiera contenidohasta entonces.

—¿Qué más te dijo?—En 2005 se publicó un libro en

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Rusia. Al principio solo se editarontrescientos ejemplares. Era una ediciónbellamente encuadernada, dedistribución limitada entre los rusos másinfluyentes y los mandamases delsistema de la Unión Europea. El libroversa sobre la manera de fortalecerRusia, de restituir a los zares y decontener la democracia. Más tarde ellibro fue publicado por una graneditorial y se convirtió en un éxito deventas en Rusia.

—¿Quién lo escribió?—Es una obra anónima. El año pasado

un rico oligarca asumió laresponsabilidad de su publicación, peroes una obra a la que han contribuido

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muchas manos. Existen libros similaressobre Grecia e Italia, y sobre losBalcanes, Albania, Bulgaria, Rumanía.Y así podría seguir. Los reyes y loszares de estos países nunca se hanrendido y nunca se rendirán. Varios deellos están más cerca de ser restituidosque nunca. ¿Cómo? Por la presiónexterior. Un trabajo constante. Librosque se distribuyen en secreto. Todo elloorquestado por...

Claudia miró a Eva.—¿Christian?Claudia asintió con la cabeza.—Por la familia. La Santa Alianza.—Es absolutamente demencial.—Y ahora hazme el favor de no

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tomarme la palabra. Vuelve a casa y haztus deberes. Todo está puesto porescrito, solo hay que buscarlo.

—¿Y cómo es que nadie lo hace?—Ningún político ni ningún periodista

mira más allá de las fronteras de supropio país, pero en realidad es bastantelógico. Solo hay que pensarlo unmomento: la familia más poderosa delmundo. Sus amigos más íntimos ocupanlos puestos más influyentes del mundo.Gobernadores de bancos, presidentes,primeros ministros, ricachones. ¿Creesque esta familia tiene la intención derecostarse tranquilamente mientrascontempla cómo el resto de su poder sedeshace entre sus dedos? ¿No es más

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razonable pensar que esta gente,inteligente, todos ellos con estudiossuperiores, alumnos de los mejorescolegios de Europa y Estados Unidos,con una historia milenaria en la mochila,lucharán por conservar el poder? —Miró a Eva y prosiguió—: En algunospaíses han llegado muy lejos abriendo elcamino para que los reyes puedanvolver. En Serbia y en Albania y enMontenegro. Hace apenas unos años sedieron los primeros pasos oficiales enRusia. La familia del zar fue enterradaconcienzudamente. Creo recordar quehubo una zarina de origen danés.

—Dagmar —dijo Eva, y pensó en lacatedral de Roskilde.

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—Madre del último zar. Su tumba fuetrasladada a la catedral de SanPetersburgo; volvieron a enterrarla.

—Sí, lo recuerdo.—Y la familia del zar recuperó

mediante ley sus derechos sobre susantiguas propiedades en Rusia. Lacabeza de familia, Maria Vladimirovna,vive actualmente en España. Ademásparticipó en la célebre cena en que lospríncipes llegaron a las manos en sudisputa por el trono italiano. MariaVladimirovna libra su propia batallacontra una parte de la familia Románovpor decidir quién será el próximo zar.¿Empiezas a ver cómo se perfila unaimagen?

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—Sí —contestó Eva, y contempló elperfil de Claudia. Era fácil adivinar loque había enamorado a Brix. La tezdorada y su pelo negro, en forma y colorcomo el verano. Casi era lapersonificación de la idea de otra vida.Una vida fuera del mundo, una vidacomo la de una revista de interiorismo,con bellas vistas, buena comida y muchoamor. Nada de alta política, nada deestrés, nada de perseguir la riqueza y lafama. Solo vida, la vida en su esenciamás pura. Sentada al lado de Claudia,Eva casi podía saborear la necesidad demandarlo todo a tomar por culo, dedarle la espalda a toda esta complejamaquinaria que llamamos civilización.

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Un pescado del mar. Un tomate delhuerto. Uvas de una parra. Besos deClaudia.

—¿Me estás escuchando? —preguntó—. Si no, con mucho gusto te lo acabaréde perfilar. En Francia, parte de la Casade Borbón lucha en los tribunalesfranceses por resolver quién es elheredero legítimo. Luis XX recibe eltratamiento de Alteza Real, sus hijos sonbendecidos personalmente por el Papa,el movimiento monárquico estácreciendo a marchas forzadas enFrancia. El heredero al trono alemán, elpríncipe Jorge Federico, declarórecientemente a Vanity Fair: «El puebloalemán debería considerar la

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reinstauración de la monarquía. Estoyconvencido de que así será.» Estácasado con una princesa alemana, ambospertenecen a familias riquísimas, susantepasados se remontan tan atrás en laestructura de poder europea que una casillega a convencerse de que realmentetienen derecho a gobernar el mundo.

—¿Es esa tu postura?Claudia ignoró la pregunta y continuó.—Si te molestaras en echar un vistazo

a la gente que asiste a una boda comoesta te quedarías boquiabierta. Estamoshablando de reyes derrocados yherederos de Portugal, del Imperioaustrohúngaro, de Albania, de laprincesa rusa, estamos hablando de

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condes y barones alemanes de todos ycada uno de los Länder de la antiguaPrusia. De gente a la que hace tiempoque echaron a la calle en sus respectivospaíses. Y fíjate en los puestos queocupan todos ellos en la actualidad.Figuras decorativas en la administraciónde la Unión Europea, en el sectorfinanciero, el Banco Mundial, el FondoMonetario Internacional y puestos en losdiferentes departamentos ministerialesde sus respectivos países. El únicotrabajo que nunca aceptan, ¿cuál es?

—¿Cuál?—Echa la cuenta. ¿Sabrías decírmelo?—No.—La política. ¿Y por qué?

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—¿Sería lo mismo que aceptar lademocracia?

—Exactamente. Si quisieran, lesresultaría muy fácil conseguir escañosen los diferentes Parlamentos europeos.Pero no lo hacen. La Alianza ha tomadouna decisión unánime que consiste en nobuscar ejercer la influencia directa através de un cargo político. Ha habidouno que sí que lo ha hecho, el antiguorey de Bulgaria. Ya no pertenece a laalta sociedad.

—¿Por qué?—Porque un monarca no puede caer

tan bajo. Está con Dios. La democraciaestá con el pueblo. Por esta misma razónvuestro rey danés no quiso vivir en

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Christiansborg cuando finalizó sureconstrucción tras el incendio de 1794.¿No es así?

Eva no dijo nada.—La idea era que el rey viviera en el

mismo palacio que albergaba alParlamento.

—¿Pero?—Pero él se negó. Sabía que

supondría el final de la monarquía. Obien tienes una estructura jerárquica, obien una estructura horizontal.

—Si eso es cierto, ¿por qué ibaalguien a ayudarlos?

—¿Ayudarlos?—A reyes y príncipes, a reinas y

princesas. ¿Por qué iba alguien a

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ayudarlos?—Porque en una monarquía el

monarca le puede ofrecer a tu familiaacceso al poder. Hacer que tus hijos sesienten a la gran mesa. Y tus nietostambién. ¿Qué auténtica democraciapuede prometerte algo así?

Eva reflexionó mientras miraba lacarretera. El mar Adriático asomabaaquí y allá entre las colinas y las videsque todavía no habían brotado ysobresalían como tristes palos del suelodesnudo. ¿Era eso cierto? ¿Era cierto loque decía, eso de que un monarca podíaofrecer a tu familia prosperidad pormuchos años? Tal vez. Cuando pensabaen las fotografías, en las revistas, en lo

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que había leído... Sí, era exactamente loque podía hacer la monarquía. Tal vezno podía garantizarla, pero al menospodía abrirles puertas a tus hijos paraque entraran a formar parte de la fiesta,para que tuvieran acceso al club detodos los que son alguien en este mundoy que siguen siéndolo gracias al apoyomutuo con el monarca como garante.

Claudia interrumpió sus pensamientos.—¿Eres consciente de que el antiguo

rey griego se niega a adoptar un apellidopor mucho que el Gobierno griego loexige?

—¿Por qué?—¿Por qué? Los reyes no tienen

apellidos. Se niega a renunciar. En

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cambio, el Gobierno danés le haconcedido un pasaporte diplomático.¿Quién crees que gestiona estos temas?

—¿Brix?—Él y toda una plantilla de gente que

trabaja para la Alianza. Pero aquellanoche quiso retirarse.

—¿La noche en palacio? ¿La últimanoche?

Claudia asintió con la cabeza.—¿Retirarse de qué? ¿De su trabajo

para la Alianza? ¿Es eso lo que quieresdecir?

—Sí. Grecia le daba miedo.—¿Por qué?—Un país arrojado a un siglo de

miseria.

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—No creo que se le pueda achacar aél.

—Pero la Alianza tampoco haayudado precisamente. Al contrario, haestado ejerciendo presión. Hapresionado para que se aplicaran fuertessanciones, para que los sueldos fueranprecarios. Todo lo que pueda contribuira la causa de la Alianza. Y lo haconseguido.

—¿Cómo? Sigue sin haber un reygriego.

—Durante muchos años ha estadoprohibido por ley presentarse alParlamento griego con un programapromonárquico. Esa ley fue derogadadurante la crisis. El camino se ha

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allanado para que el rey pueda volver.Podríamos decir que, cuanta menosestabilidad, mayor es la posibilidad dereinstaurar la monarquía. Por eso laAlianza no deseaba ayudar a Grecia asalir de su fangal económico.

—Aquella noche, cuando él te llamó...—¿Sí?—¿Qué te dijo?—Que tenía que hablar con ellos,

comunicarles que su trabajo habíaconcluido. No quería seguir.

—¿Tenía miedo?—Lo que más temía era que

amenazaran a su familia. A su hermana.—¿Amenazarla, cómo?—Que su familia fuera a perder sus

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privilegios.—¿Temía que lo asesinaran?—No. Jamás. —Claudia miró a Eva

—. De hecho...—¿Qué?—La verdad es que creí que había

sido un suicidio. Durante el primer parde días. Tal vez porque sus sentimientosestaban muy divididos, pensé. Recuerdaque él también creía en la causa. Creíasinceramente que los monarcas eran lomejor para el mundo. Siempre decía quelos alemanes eligieron a Hitlerdemocráticamente. Que ni la Primera nila Segunda Guerra Mundial habríanestallado si los reyes hubieran estado enel poder.

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—¿Y tú?—¿Yo?—¿Tú qué crees?—Da igual lo que yo crea. Él lo creía.

A ratos. A ratos dudaba.—Estoy en condiciones de decirte que

no se suicidó, pero no sé exactamente loque sucedió aquella noche. ¿Te contócon quién iba a reunirse?

—Iba a cenar en palacio y luegohablaría con los demás.

—¿Con los miembros de la CasaReal?

—No. Nunca están directamenteinvolucrados. Tienen secretarios, genteen la corte.

—¿Te dio algún nombre?

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Claudia la miró, tal vez asintió con lacabeza, pero sobre todo miró a Eva,como una persona adulta mira a un niño.

—Si yo fuera tú... No estoy segura desi querría saber todo esto.

—¿Por qué?—Porque creo que las cosas son al

revés de lo que tú dices. Hablas deconocimientos y verdades como sifueran un escudo. Yo hablo de todo locontrario: de conocimientos que teconvierten en el enemigo. Christian sehabía convertido en su enemigo. En elmomento en que les dejó claro quequería retirarse, divorciarse, irse a vivirconmigo, empezar una nueva vida.

Eva miró por el parabrisas. Todavía

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quedaba un buen trecho para llegar aRoma.

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Nørrebro16.10

Estaba sentado en el edificio deoficinas abandonado mirando hacia lafinca de enfrente. Al piso de David. Elviejo asbesto colgaba sobre su cabeza.Iban a demoler el edificio. Hastaentonces era un lugar ideal para Marcusdesde el que vigilar la calle. No había nirastro de los hombres de Trane. ¿DeTrane? Eran «sus» hombres. No. No era

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así. Nadie posee la Institución. Formasparte de ella, y mientras seas útil todova bien. Cuando dejas de serlo estásfuera.

Pasó un coche. No era uno de lossuyos, nunca usaban coches viejos. Lesorprendía que Trane no vigilara el piso,todos eran conocedores de la amistadque unía a Marcus y a David. Eraevidente que Marcus se pondría encontacto con David. ¿Adónde iría si no?Coche nuevo. Era David, estabaaparcando, una maniobra complicada,no había muchas plazas frente alcomplejo de pisos. Marcus se levantó.Llevaba horas esperándolo. Le dolía laespalda. Hubo un tiempo en que era

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mejor. Hubo un tiempo en que leresultaba mucho más fácil reprimir elhambre, el dolor. Pero ya no, se habíavuelto débil. Y la debilidad habíallegado después de que se hubierasentado en una silla de oficina hacía unpar de años, con un trabajo queprimordialmente consistía en mirar unapantalla.

Había pasado la noche en el parquecon los parias. Con los que no teníansitio en ningún lado. Había dedicado lamañana a recoger información sobre loshogares para mujeres de Copenhague.Había al menos cinco, el resto seubicaban en las afueras. El Nido, enVesterbro, un centro en Frederiksberg,

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otro en Østerbro, un cuarto en Nørrebro,el Danner. Cada barrio de la ciudaddisponía de una herramienta de urgencialas veinticuatro horas del día. ¡Habíatantos hombres que querían pegar yhacer daño a las mujeres! Además,había un hogar secreto en algún lugar delpaís. Un centro de acogida tan secretoque solo los empleados conocían suubicación. Lo sabía porque una de lasintérpretes que el Ejército utilizó enHelmand fue trasladada allí. Su vidaestaba amenazada porque había ayudadoa las tropas danesas, y eso no bastó paraconcederle asilo en Dinamarca. Habíasimpatizantes de los talibanes tambiéndentro de las fronteras danesas. Por eso

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la habían trasladado al lugardefinitivamente más protegido del reino.Marcus no creía que Eva estuviera allí,sin embargo. Seguía necesitando poderir y venir.

David había salido del coche. Parecíacansado. Abrió la puerta del portal consu llave. Antes de abandonar el edificiocontaminado echó un vistazo a la calleuna última vez.

Esperó en el patio, cerca del cobertizode las bicicletas. A lo mejor Traneestaba observando la calle desde unlugar que Marcus no había visto. Sehabía colado en el patio con una familiade cinco miembros. Había mantenido la

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cabeza baja y había hablado con ellos enun intento de parecer un ciudadanonormal y corriente con quehaceres de lomás banales. Lo habían miradoextrañados, pero no habían dicho nada.Ahora estaba esperando a que alguiensaliera por la escalera de servicio. Quebajara la basura o que tuviera que sacara uno de los niños. Por fin. Dos chicas.La puerta se estaba cerrando a suespalda.

—¿Me da tiempo a entrar convosotras?

Lo miraron. Una de las chicas agarróla puerta antes de que se cerrara.

—Gracias.Subió las escaleras de servicio a toda

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prisa. Había cajas de cerveza conbotellas vacías, bidones de agua y todolo que está prohibido dejar en una salidade emergencia, la clase de cosas sobrelas que hay establecidas normas,sistemas, algo que existe para todo elmundo. Marcus se quedó un instantefrente a la puerta del piso de David,escuchando. Nada. Llamó a la puerta.Pasos. Una silla arrastrada por el suelo.

—¿Quién es? —dijo una voz apagadadesde el interior.

—Soy yo. Ábreme.David obedeció. Abrió la puerta.

Cayó revoque del techo, solo un poco,como la primera nieve del año.

—Estás hecho una mierda.

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—He sufrido un accidente.—¿Por qué te has escapado del

hospital?—¿Puedo entrar?David vaciló. Abrió la puerta. Volvió

a cerrarla detrás de Marcus.—Hace tiempo que no como nada.

¿Tienes algo?—¿Raviolis de lata?—Perfecto.Marcus entró en el salón. Miró a su

alrededor. ¿Qué se había imaginado, queTrane estaría esperándolo? Sonrió al verla flor del desierto de David en elalféizar de la ventana. David era blando.Demasiado blando. Debió de darsecuenta entonces, en la tienda de campaña

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donde dedicó horas a esa jodida flor.—Estoy calentándolos —dijo David.Se miraron brevemente.—¿Qué es lo que fue mal?—Tengo que encontrarla. A Eva Katz.—Trane ha puesto a varios hombres a

buscarla. No te preocupes, acabarán eltrabajo.

Marcus inspiró hondo.—Me malinterpretas —dijo—. Tengo

que ayudarla. Ahora mismo no te lopuedo explicar, pero esto está mal.

—¿Mal? ¿Y me lo dices ahora? Ya tedije que estaba mal lo del viejo en losbaños públicos. Lo del periodista.

Marcus oyó cómo hervía la salsa detomate en la cocina.

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—Estuvo bien en su caso, y está bienque estés contra mí ahora. Yo estoyfuera, David.

—No eres dueño de ti mismo.—No. Es cierto. No soy dueño de mí

mismo. Estoy fuera. Tú estás dentro.Sigues teniendo que defenderte contragente como yo. Soy incapaz de pensar enotra cosa que no sea ella. Ahora estoy enmi derecho. ¿Comprendes? Quierosalvarla.

—Comprendo que te has golpeado lacabeza.

—Por los viejos tiempos. ¿Tienenalguna pista? ¿Sabes dónde está?

David negó con la cabeza.—¿No quieres decírmelo o no lo

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saben?—No podemos hablar de ello.—¿Tú y yo?—¿Tú hablarías conmigo si la

situación fuera a la inversa?—No te diría ni una sola palabra. Te

sacrificaría inmediatamente. Informaría.Te denunciaría. Probablemente temataría.

David bajó la mirada, herido. Nohabía sido la intención de Marcus. Dioun paso adelante y abrazó a su viejoamigo. Los brazos de David colgabanlaxos.

—Hazme un pequeño favor —lesusurró Marcus al oído.

David quiso apartarse, pero Marcus lo

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sujetó, siguió susurrando, nunca se sabíaquién estaría escuchando.

—Cuando la hayan encontrado,avísame. Retira la flor del desierto quetienes en el alféizar de la ventana. Esaserá la señal.

David se apartó, miró la planta.Comprendió lo que Marcus quería quehiciera: darle una señal. Una señal muysencilla, primer punto del manual delespía, algo que nadie pudiera rastrear.Marcus podía pasar inadvertido,comprobarlo. Cuando Trane hubieraencontrado a Eva, la plantadesaparecería, y entonces Marcustendría mucha prisa o bien todo habríaacabado.

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—Please —susurró Marcus.Un gesto afirmativo apenas

perceptible de David. Un gesto querevelaba mucho más de lo que Davidhabía imaginado: que no la habíanencontrado. Que probablemente nosabían dónde estaba Eva. En ese mismoinstante afloró un sentimiento inesperadoen Marcus. Soledad. ¿Sería porque él yDavid ya no pertenecían al mismo bandoo simplemente porque necesitaba ayuda?No podía vigilar tantos hogares paramujeres a la vez. No tenía ni la másmínima posibilidad. Ella tampoco.

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Via Bartolomea Capitanio17.30

Eva estaba sentada en un taxi. Llevabametida en un coche prácticamente desdela mañana. Apenas hacía veinte minutosque Claudia la había dejado. Se habíanabrazado, Eva había inspirado el aromaa infancia e inocencia que Brix habíaencontrado lo bastante prometedor comopara jugárselo todo a cara o cruz. Y Evale daba la razón. Si alguna vez hubo una

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mujer que se lo mereció, en este casodesde luego la había encontrado.Aunque demasiado tarde. Eva habíaprometido que no volvería a llamar aClaudia, que no arrastraría el rastro demuerte y desgracia hacia ella. Llegó aprometérselo tres veces antes de queClaudia accediera a soltarla. ¿Claudiatampoco querría conocer el final de lahistoria si Eva descubría cómo habíamuerto Brix? No. Estaba muerto. Sipretendía sacarle aunque solo fuera unpoco de la vida que le quedaba tendríaque olvidarlo, olvidarlo todo. Y animó aEva a hacer lo mismo.

—Via Bartolomea —dijo el taxista, ymiró el taxímetro—. Chiuso! Sì?

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¿Era allí? Un montón de gravabloqueaba la calle.

—Sì? —dijo el taxista, y repitió—:¡Via Bartolomea!

—Sì.Eva sacó veinte euros.El taxista miró el billete como si

estuviera lejos de bastar. El taxímetroindicaba dieciocho con cincuenta.

—Return, return —dijo el taxista, ydio paso a una larga serenata italianasegún la cual también tendría que volvery que, por lo tanto, costaba el doble.Eva cerró la puerta de golpe y lo ignoró.Seguía gritándole cuando pasó porencima del montón de grava. ¿Realmenteera allí? A lo mejor su padre lo

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recordaba mal. Lo habían hablado unassemanas después de la muerte de sumadre. Habían hablado de la noche de laque nunca habían podido hablar mientrassu madre todavía vivía. La noche que sehabía instalado como un trauma, no soloen Eva, sino en toda la familia, la nocheen que Eva se perdió, con apenas cincoaños, en un país extraño. A lo mejoraquella noche también había convertidoa Eva en hija única. En cualquier caso,esa era la opinión de su padre: que apartir de entonces su madre se habíarefugiado en sí misma; que se habíaquedado paralizada de miedo y depérdida en las horas en las que Evaestuvo desaparecida; que desde entonces

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nunca volvió a ser la misma. Habíagritado y llorado, le contó su padre.Estaba convencida de que habíansecuestrado a Eva y de que nuncavolvería a ver a su hija. Cuandovolvieron a Dinamarca, apenas perdía aEva de vista unos minutos y se ledisparaba el corazón de angustia. Nuncavolvieron a insinuar siquiera laposibilidad de tener otro hijo. La madrede Eva había tenido más que suficientevigilando a la única hija que tenía, a esaniña rubia para quien el mundo erademasiado peligroso.

Eva siguió avanzando por el borde delos campos. Pinos y cigarras. Se leocurrió una idea: también se podía vivir

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allí, a las afueras de Roma, muy lejos detodo y de todos a los que había conocidohasta entonces, pero envuelta en lacalidez y la sensación bamboleante de laAntigüedad, como ese camino, ese lugarque inducía a pensar en los movimientosdel tiempo, en el César que habíapasado por allí a lomos de un caballo yacompañado por una legión hacía variosmilenios, en grandiosos ejércitosromanos que marchaban precisamenteenvueltos en ese aire polvoriento. Por lanoche podría beber vino fresco y pensaren los primeros cristianos de Roma, enla historia, en todo lo que habíasucedido antes de nosotros, las guerras,los esclavos, los muertos en el campo de

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batalla. Otros antes que ella habíansostenido una dura y descabellada luchay habían tenido todas las de perder. Ycuando estas cosas suceden hay quereconocer lo poco que puede abarcaruno, cuán pequeño es, y confiar en quelos próximos mil años solucionarán elproblema.

El perro había visto a Eva antes deque ella lo viera a él. Había dejado elcamino y ahora le gruñía escondidoentre los arbustos.

—¡Lárgate!Le enseñó los dientes a Eva. Gastados

como los dientes de un lobo. A lo mejorera un lobo. Eva se agachó a coger unapiedra, la mínima defensa que tenía. El

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movimiento bastó para que la bestiasaliera corriendo. Estaba acostumbradaa ello; los niños llevaban una eternidadlanzándole piedras. Se quedó un ratitoestrujando su defensa en la mano antesde seguir adelante. No soltó la piedrahasta que vio el edificio, como si por finse hubiera liberado de la angustia quehabía apresado su corazón durante tantotiempo. Ya había llegado. Sí. Ese era ellugar, las ruinas del hogar infantil a laque la habían llevado de niña. No cabíaduda. Aunque no quedaba ni un solocristal en las ventanas, todavía dabaaquella sensación de castillo que habíaadmirado entonces, cuando tuvo lasensación de haber llegado a un palacio.

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Los agentes de policía la habían sacadodel coche. Una monja la había recibidoen las escaleras. Las manos, tan cálidascontra sus mejillas. Abrazos. Muchasmanos y muchas mujeres vestidas igual,todas se parecían.

Eva pasó por encima de un montón demadera vieja y restos de un sofá. Unaparra se había hecho fuerte, se habíametido por la ventana; la vanguardia dela naturaleza se preparaba para asumirla dirección, para borrar las huellas delser humano y de todas las desgraciasque hemos acometido. Desgracias,huérfanos, Eva todavía recordaba atodas las niñas. Varias de ellas estabandespiertas cuando la llevaron al

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dormitorio. La miraron. Una le susurróalgo, pero Eva no entendió lo que ledecía. La monja les chistó. Se quedó unrato acariciándole la mejilla, le dijoalgo sin duda cariñoso y tranquilizador,y luego se fue. Un poco después, Eva sehabía incorporado en la cama. Habíavuelto a llorar. No podía dormir.Todavía no. La otra niña le habíasonreído, o algo parecido, así era comoEva lo recordaba. ¿Qué era lo que lehabía dicho a la psicóloga, muchos añosdespués, la primera vez que la visitó,meses después de la muerte de Martin?Algo que a la psicóloga le habíaparecido fantástico. Algo que Eva habíapensado, en su pequeña versión de sí

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misma, a los cinco años, estando echadaen una de las camas del dormitorio,junto a las demás niñas.

Eva no estaba segura. Se encontrabaen una habitación oval, con ventanasredondas, grafiti en las paredes, podíaser el dormitorio donde se habíaincorporado en plena noche. Dondehabía mirado a las demás niñas. Dondehabía pensado que nunca más volvería aver a su madre, que estaba sola. Eso eralo que había pensado. Estaba sola comolas otras niñas. Y luego había pensadootra cosa que también le había contado ala psicóloga, ¿por qué le costaba tantorecordarlo? Al fin y al cabo, habíapensado que, si todas las niñas en el

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dormitorio podían soportarlo, ellatambién podría. Todo se arreglaría. Eracapaz de estar sola. Le parecía bien.

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Sydhavnen18.30

La tienda seguía abierta y no parecíagran cosa. Pero tal vez fuera una buenaseñal, pensó Marcus. Era tranquilizadorque una tienda que vendía alarmas ycámaras de vigilancia fuera discreta yanónima. Había un letrero en elescaparate: «Vuelvo enseguida.» Marcusaprovechó la espera para recorrer losescasos metros que le separaban del

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puerto, del puerto de Copenhague y elagua negra como su alma. Colgabanalgunas redes en un par de barcos. Untipo que disfrutaba claramente de sutiempo libre saludó a Marcus con ungesto aislado de la cabeza y luegodedicó toda su atención a su bote. Habíaque rascar los bajos y pintarlo. Marcussonrió. Desde luego no había planeadoaquello. Una bella noche, un bello lugar.Si algún día Marcus tenía que abandonarel mundo, y si las cosas tenían que ir unpoco deprisa, ese podría ser el lugardonde desaparecer. Una red con algopesado dentro alrededor de la pierna yal mar de la ciudad, al fondo, con losdemás soldados que habían acabado sus

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vidas en estas aguas. Los que lucharonen la Batalla Naval de Copenhague, losque atravesaron el hielo cuando llegaronmarchando los suecos. Sí, era un buenlugar para los que ya no estaban.

Marcus entró en la tiendaaparentemente anodina. El hombre quehabía tras el mostrador encajaba en ellaa la perfección. Ropa amplia, estaturamedia, pelo rubio castaño, un rostrofalto de todo carácter.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó el dependiente con una voz queinsinuaba que estaba a punto de pillar uncatarro.

—Necesito cinco cámaras de

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vigilancia.—¿Cinco? No es moco de pavo. —

Una sonrisita que desapareciórápidamente.

—A pilas —dijo Marcus—. Y conposibilidad de conexión a un iPhone.

—¿Interiores o exteriores?—Exteriores. Deben poder grabar día

y noche.—Por supuesto. ¿De qué distancia

estamos hablando? ¿Son para colgarlasjusto encima de una puerta o...?

Marcus reflexionó. ¿Cuánto podríaacercarse? Sin duda los hogares paramujeres estarían vigilados, así que nopodría acercarse demasiado.

—Un momento. —El dependiente

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carraspeó impaciente y se fijó en unapantalla de ordenador—. Mira —dijo.

Marcus se disponía a rodear elmostrador, pero el otro giró la pantallaligeramente para que pudieran verla losdos—. ¿Cuándo las necesitarás?

—Hoy. Ahora mismo.—Muy bien. Entonces esta no —

murmuró para sí—. En cambio creo quetenemos esta en stock. La AB335. Unacámara de red Dome. Impermeable.Apropiada para uso exterior. Soportatemperaturas de hasta diez grados bajocero. Fácil de montar. Clavijas ytornillos, todo va incluido. Además pesamuy poco, solo setecientos gramos.Buena resolución de quinientas cuarenta

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líneas. Capaz de grabar a veinticincometros de distancia, y puede conseguirun ángulo de hasta ciento cuarentagrados. Al fin y al cabo, no soloqueremos ver a los ladrones. Todo elmundo quiere vigilar a todo el mundo. Ala mujer, a la novia, al vecino; queremossaber lo que hacen.

—¿Y tienes cinco es stock?—Sí, señor.—¿Y puedo seguirlas a través de mi

iPhone?—Bueno, lo siento, eso era lo que me

has pedido, es cierto. —El dependienteesbozó una sonrisa de disculpa—. No,entonces más bien tendremos que irnos aesto —dijo, y pulsó un par de veces con

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el ratón—. Una cámara Abus IP. Esdigital, imágenes espléndidas, y ademáspuedes estar sentado en el trabajo o enel coche, siguiendo por el teléfono a tuseñora echada en la cama haciendo...Bueno, no hablemos de eso. —Se rio unpoco demasiado alto y tal vez se diocuenta, porque volvió a ponerse seriorápidamente—. ¿Por dónde íbamos?Estamos hablando de una cámara en redDome HD 2,9 MPx con ángulo de visiónde setenta y un grados. Vigilanciaimpecable sin zonas muertas, con zoomdigital, magnífica compresión de imageny obturador electrónico. No es muyadecuada para temperaturas bajo cero,pero tampoco creo que sea el caso ahora

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mismo. —El dependiente sonrió—.Recapitulemos. Las palabras clave sonfácil de manejo, claridad e instalaciónrápida y sencilla.

—¿Y qué me dices de la conexión conel iPhone?

—No problem. Solo tienes que entraren algo que se llama KWeye, buscar elapp adecuado e introducir una direcciónIP.

Marcus lo miró y asintió con lacabeza. Dejó su iPhone delante deldependiente.

—Si lo haces por mí, me llevo cincounidades.

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Forum Romanum19.10

El teléfono móvil rosa era más baratoque la tarjeta de prepago. El vendedor lehabía asegurado a Eva que podía llamaral extranjero con ella perfectamente, quetreinta euros eran más que suficientespara realizar una llamada a Dinamarca.Eva se dirigió al Foro Romano. Pasópor debajo de un arco de triunfo,escuchó un rato lo que decía un guía a un

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grupo de turistas sudorosos sobre loscambistas en la Roma de la Antigüedad.

Miró hacia atrás, hacia el Coliseo.Cerró los ojos un instante. No, tenía quesentarse. Notaba en los muslos que ibacuesta arriba. Seguramente hacia una delas siete colinas de Roma, ¿no era así?Y desde esa colina se gobernaba elmundo. En tiempos pasados.

Tecleó el número, y junto con el tonode llamada le vino un pensamiento a lacabeza: «¿Ahora podrán rastrearme?¿Desde un móvil extranjero?» Tal vez,no podía descartarlo. Si vigilaban todaslas llamadas a Lagerkvist verían que lehabían llamado desde un númeroitaliano. Decidió deshacerse del

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teléfono en cuanto hubiera terminado.Solo tenía que utilizar ese teléfono unaúnica vez. El clásico sonido de cuandollamas desde el extranjero, comprimido,un poco más emocionante que los demássonidos de un teléfono, en cierto modolleno de expectación y leyenda, «comouna postal; sí, si una postal tuvierasonido sería este», fue interrumpido porla voz de una mujer que dijo ser Lis.Eva se disculpó por la hora y pidióhablar con Lagerkvist, diciendo que eraimportante.

—No sé si estará durmiendo. ¿Quiénpuedo decir que le llama?

—Eva.—¿Eva? Un momento, Eva.

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Pasos que se alejaban. Eva se sentó enun bloque de mármol. Le dio tiempo apensar que seguramente estabaprohibido antes de oír a Lagerkvisttosiendo en el otro extremo de la línea.

—¿Eva?Eva carraspeó. De pronto sintió cómo

las lágrimas se le agolpaban en los ojos;llegaron inesperadamente, al igual quesus primeras palabras.

—Me viene demasiado grande. No melas apaño sola.

Oyó que Lagerkvist respiraba condificultad; era el sonido de un hombre alborde de la muerte. Por fin rompió elsilencio.

—¿Dónde estás?

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—Estoy en Roma.—¿Qué ha pasado?Eva consideró por dónde empezar.—Me viene demasiado grande. No

puedo.—Siempre es más grande cuando

empiezas —dijo Lagerkvist—. Siempre.Mucho más grande de lo que imaginabasal principio.

Eva no sabía si contárselo todo.—Entonces, ¿qué quieres hacer?

¿Rendirte?Su voz era cortante, Eva volvía a

reconocerla de cuando le gritó en lafacultad, cuando todo estaba bien,cuando Martin todavía vivía.

—No te oigo.

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—No.—¿En qué estás pensando?—Pensaba en la vez que me gritaste en

la facultad de periodismo, en que todoera mejor entonces. Martin vivía. Rico...

—Estás diciendo que es mejorpermanecer en la ignorancia —lainterrumpió Lagerkvist—. No compro.¿Un idiota feliz? Lo único que pasa esque has llegado a comprender lo pocoque sabemos. Felicidades. Lo mismohizo Sócrates. Era lo único que sabía:sabía lo poco que sabemos. —Pausa. Surespiración entrecortada en el oído—.Cuéntame lo que no sabemos —lesusurró Lagerkvist.

—No sabemos cómo está relacionado

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todo —empezó Eva, y pasó a hablarlede Brix. Le contó que formaba parte dela Alianza, de la familia más antigua deEuropa, una que todavía mantenía a ochosoberanos en el trono que no pensabanquedarse de brazos cruzados esperandoa que alguien los empujara de allí unodetrás de otro. Hablaba rápido, temíaque los treinta euros se le acabaran oque Lagerkvist se muriera antes de quele hubiera dado tiempo a contárselotodo. Le habló del nacimiento de laUnión Europea, una idea botada muchoantes de lo que la mayoría sospechabapor una mística de nombre Barbara. Lehabló de la idea de alcanzar la paz en elcontinente mediante una gran alianza con

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los monarcas presidiendo la mesa. Lademocracia nunca lo lograría. Al finalrepitió su entradilla:

—Me viene demasiado grande.—Bueno. —Así, apenas una palabra

contemplativa en el otro extremo de lalínea—. No es demasiado grande, soloes lógico —añadió Lagerkvist.

—¿Lógico?—Como tú misma has dicho, se trata

de una de las familias más ricas delmundo, la familia más antigua ypoderosa del mundo. —Vaciló unmomento—. Recibí una visita de unaantigua alumna, Tine Pihl. Ha escritobastante sobre la Casa Real. Me contóque te habías puesto en contacto con

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ella. Me dio una dirección. Una quetenía que darte si volvía a hablarcontigo. La impresionaste.

—Muy bien.—¿Tienes algo con lo que anotar?—Creo que seré capaz de memorizar

una dirección. Si no, la grabaré enmármol.

—Número ciento doce deHavneforeningen, en Amager Strandvej.

—De acuerdo. ¿Qué encontraré allí?—No lo sé. Simplemente me la dio y

me pidió que te la diera si hablabacontigo.

Eva reflexionó. ¿Una casita en unazona de huertecitos urbanos de Amager?¿Quién? ¿Qué?

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—¿Estás sola? —le preguntóLagerkvist.

—¿Por qué?—A veces es preferible ser dos.—Me siento cómoda estando sola.—Aun así —dijo, y suspiró—. A

veces es mejor tener a un sparring,alguien con quien contrastar ideas.

—Y lo tengo. Está justo aquí, a milado, en esta misma colina de Roma.

—¿Un periodista? ¿Quién estácontigo?

—Tú.Silencio. Canto de pájaros, la

respiración de Eva.—¿Eva?—Sí.

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—Cuéntame cómo son las vistas.—¿Quieres un sólido reportaje

periodístico desde el Foro en Roma?—Solo dime cómo son.—No sé cómo se llaman los edificios

y todo eso.—Venga. Me estoy muriendo. Necesito

ver algo que no sea la jodida cárcel enla que me han metido.

—¿Lagerkvist?—¿Sí?—¡Es todo tan bello! El sol irrumpe a

través de los arcos más altos delColiseo. Estoy sentada sobre un antiguobloque de mármol. Oí decir a uno de losguías que los bloques de mármol eranlas mesas de los cambistas y de los

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banqueros, o sus chiringuitos, comoprefieras, en el Foro Romano, y que losrompían si el cambista quebraba.Partidos por la mitad, como cuandoBruce Lee partía un ladrillo por la mitadcon la mano.

—¿De veras?—De veras.—Esos sí que sabían, los antiguos

romanos —dijo Lagerkvist, y añadió—:Hoy en día, cuando los bancos quiebranse les da más dinero. El dinero de losciudadanos, sin preguntarles antes.

—A mi espalda se eleva la colinahacia el Senado.

—El Senado —dijo Lagerkvist,melancólico.

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—Y el templo de Vesta centellea al solvespertino.

—Estás sentada donde empezó labatalla, no lo olvides.

—¿La batalla?—¿Qué preferimos? ¿Un tirano o una

democracia? Disfrutaron de variossiglos de democracia hasta que Césarentró a lomos de un caballo y se hizocon el poder. ¿Sabías que el nombre deCésar se convirtió en «Káiser»?

—No.—Pues sí. En latín la «C» se

pronuncia como la «K». Pruébalo.—Keser —dijo Eva, y se rio. Él era el

maestro, por siempre el maestro, eldocente, el llamado a despertar al

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mundo.—Fue aquí donde todo empezó —dijo

Eva, y se enderezó. Los últimos turistasestaban abandonando el Foro.

—La democracia exige mucho de lagente —dijo Lagerkvist.

—Se rinden y les entran ganas de quevenga un tirano y les solucione losproblemas —dijo Eva.

—Si no nos andamos con cuidado, sí.Y es ahí donde entramos nosotros.Información. La verdad. Siempre.

—Siempre —repitió Eva, y buscó laspalabras, aunque solo fuera una.

Él se le adelantó, carraspeó.—¿Recuerdas lo que te dije la última

vez? —le preguntó.

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—Dijiste muchas cosas —contestóEva, y miró el sol que estabadesapareciendo de la antigua arena.

—Te conté que había estadoesperando a alguien antes de morirme.

—Sí.—Y llegó.Silencio, solicitud europea, del sur al

norte y de vuelta. Solo su respiraciónpesada, el fuelle de Europa en su oído.

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III

EL CASTILLO

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16 de abril

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Kastrup11.30

Aquella mañana, las bombas quehabían estallado en Boston ocupaban lostitulares de las noticias. Junto con elcumpleaños de la reina. Eva vio lasbanderas desde el avión, la bandera másantigua del mundo, y todas ellas en usoel día que se conmemoraba que una niñahubiera llegado al mundo setenta y tresaños atrás. Solo tenía que haber sido

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princesa. Dinamarca necesita un rey, esoera lo que decía la Constitución. Sinembargo, la engorrosa verdad era que elpríncipe Ingolf sencillamente erademasiado feo para el trono. Así que seeliminó a un rey y hubo que conformarsecon una reina a la que se agasajabaaquel día. Una persona a la queconocían todos los habitantes del país. Yque nadie conocía.

Malte era el único testigo, y esa era laúnica posibilidad que tenía de volverloa ver. Eso fue lo que pensó Eva cuandocogió el metro desde el aeropuertodirectamente hacia Kongens Nytorv.Sabía que todos los niños de El

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Manzanal estarían reunidos frente alcastillo. Era una de las primeras cosasque le dijeron el día que empezó atrabajar en la guardería. Para Eva eracomo si hubieran pasado años desdeentonces. ¿Qué quería sonsacarle aMalte? Exactamente lo que habíasucedido con Brix aquella noche. Dóndeestaba cuando murió. Lo que había visto.Qué era lo que había tratado de dibujar.

Los niños estarían allí, con otros milesde niños y adultos. Cogió las escalerasmecánicas, cruzó la calle, pasó pordelante del Teatro Real al trote, se metióen Bredgade. Casi no le quedaba alientocuando llegó a la plaza del palacio. Erauna religión, pensó Eva, al ver a la

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multitud que se había congregado en laplaza, con la misma fuerza de atraccióny el mismo magnetismo que la Kaaba enLa Meca: un peregrinaje que cualquierniño debía realizar al menos una vez enla vida. La oleada de gente la llevó entrelos cuatro palacios, donde por finencontró su objetivo, el centro delpoder. Era imposible avanzar oretroceder. Los turistas insistían enfilmarlo todo para llevárselo a Tokio oMadrid. Los niños llevaban la banderade Dinamarca pintada en las mejillas,como si aquello fuera un partido de laselección de fútbol. Muchos llevabanbanderas en la mano. Un coche de TV2estaba estacionado frente a la entrada de

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uno de los palacios, junto a un puñadode coches patrulla. Unos técnicosestaban desenrollando cables ycolocando cámaras. En lo alto, sobre laplaza, un helicóptero daba vueltas comoun ave de presa rabiosa, y aunque lamultitud la ocultaba, Eva sintió unapunzada de pánico. «¿Pueden vermeentre la muchedumbre? No —setranquilizó—. Si finalmente resulta queestán aquí tendrán otras cosas de las queocuparse.» Terroristas, alborotadores,activistas, gente que quería hacer daño ala reina. No, no era cierto. La única quequería hacerle daño a la reina, o quesencillamente quería sacar la verdad ala luz, era Eva. Los demás querían

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protegerla. Como en la leyenda del reydanés que recibe a un zar o a unemperador en el muelle de Copenhague.El monarca extranjero no entiende dóndeestá la Guardia Real:

«¿Quién te protege?», pregunta,asombrado. «¡Todo el mundo! El pueblome protege», contesta el rey, haciendoun gesto hacia sus súbditos.

«Sí, todos», pensó Eva. Todo elmundo a su alrededor protegería a lareina. Harían oídos sordos si alguien lesdecía la verdad. Se taparían los ojos sialguien intentaba mostrársela.

La estatua ecuestre del centro de laplaza parecía ejercer una fuerteatracción sobre la multitud. Todos se

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dirigían hacia la reproducción de broncede Federico V a caballo. El artistafrancés había tardado veinte años enacabarla y había costado quinientos miltáleros de la época, un regalo del puebloal rey, o eso decían. Pero no era cierto,ahora Eva lo sabía. Al igual que todoslos demás supuestos regalos del pueblo,eran unos pocos ricos los que habíancontribuido con dinero para la realeza,pues a cambio se les concedía una sillaa la mesa de los poderosos.Empresarios dispuestos a pagar porobtener algún beneficio, por sentarse ala mesa con algún ministro de Comerciochino. La compañía Lego, por ejemplo,ponía su avión a disposición de la

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familia real. Y eso era impagable. Loshijos de los príncipes herederos teníanuna pieza de Lego entre las manos encualquier situación imaginable. ¿Qué eralo que había dicho Lagerkvist? Lo queen Italia llaman «mafia», lo que en elresto del mundo llaman «corrupción»,nosotros, en Dinamarca, lo llamamos«Casa Real». «No —pensó Eva—. EnDinamarca a la corrupción la llamamos“regalos del pueblo”.»

Echó un vistazo a la plaza. Era comosi todas las guarderías del país hubieranacudido al cumpleaños, pero Eva noveía a Malte por ningún lado. Intentóavanzar. El redoble de tambores semezclaba con sus pasos. Había agentes

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de policía redirigiendo a parte de lamuchedumbre hacia un lado, a turistasque no querían o no podían entender loque debían hacer. En algún lugar, detrásde Eva, había unos niños que chillaban,y en otro, cerca del palacio, a laizquierda de Eva, un comandanteempezó a dar voces. Más música, ahoraproveniente de otro sitio. Un jovenintentaba subirse a la estatua ecuestrepara hacerse una foto, pero enseguida loobligó a bajar un agente de policía. Allí.Allí estaba Kamilla, al otro lado de laestatua. Tenía a uno de los niños de laguardería agarrado de la mano. «Unpequeño», se dijo Eva, como habíainsistido Anna en que los llamara. Y

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pronto saldrían al balcón los grandes.Personas pequeñas y grandes. Eva vio aun niño cerca de Kamilla que a lo mejorera Malte. Estaba de espaldas. La alturacoincidía, y el pelo también, peroalguien le tapaba la vista. Eva dio mediavuelta e intentó llegar por detrás,rodeando la estatua, pero eracomplicado porque se movía acontracorriente. No quería enfrentarse alos adultos de El Manzanal. Seextrañarían. «¿Por qué desapareciste?¿Fuiste tú quien robó el coche de Anna?¿La que no volvió con él? ¿La que estápirada?» «Sí. Fui yo. La que robó elteléfono, la que os mintió, la queabandonó un coche en el centro de

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Copenhague y la que se largó. Pero nofui yo quien se dejó a un niño en elbosque. No fui yo quien le pegó un tiroen la cabeza a un hombre. No fui yoquien encubrió la verdad.»

—Disculpe —dijo Eva,interrumpiendo así sus propiospensamientos—. Excuse me.

Malte. Sí, era él. Se había apartado unpoco de los demás. Sostenía unabandera en la mano. Parecía triste. Evaesperaría a que la familia saliera albalcón. Entonces todas las miradasestarían puestas en ellos y no en ella.

Se abrió camino en los últimos metrosa empellones. Kamilla se volvió. Evabajó la mirada. Se apartó. ¿La habían

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descubierto? De pronto un gritosofocado, como el sonido de unapsicosis colectiva, recorrió lamuchedumbre y todos miraron hacia elbalcón. La reina y el príncipe consortesalieron, seguidos por el príncipeheredero, la princesa consorte y sushijos. Una postal viviente. Una señora allado de Eva parecía a punto dedesmayarse. La multitud que la rodeabaestaba tan apretujada que apenas podíamoverse. La reina alzó la mano y saludó.Un grupo de niños delante de Eva ledevolvieron el saludo y gritaron. Nuncaencontraría mejor momento. Tendría quetocarlo para que se volviera.

—¿Malte?

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El niño se volvió. ¿La habíareconocido? «Sí», pensó Eva. Inclusoera posible que sonriera.

—¿Recuerdas el dibujo que me diste?—le dijo, y temió haber procedidodemasiado rápido—. Dibujaste a tu tío.

El niño no contestó.—¡El dibujo! —gritó Eva, y más bien

obligó a Malte a que la mirara—. ¿Lorecuerdas? El de tu tío.

No estaba segura de que el niño lahubiera oído. Había mucho ruido,resultaba desagradable. Todos mirabanfijamente hacia el balcón salvo Malte.Él miraba en otra dirección, noventagrados hacia la derecha.

«Quiere advertirme de algo —pensó

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Eva—. ¿Hay alguien?» Se volvió.—¿Qué pasa, Malte? ¿Qué es lo que

me quieres mostrar? ¿A quién estásmirando?

Solo vislumbró un rostro, justo cuandola música volvió a sonar. No vio nadamás, pero fue suficiente, porque lamiraba directamente a ella. Llevabaunos auriculares, como elguardaespaldas de un presidente. ¿Porqué la miraba de aquella manera?Estaba a unos quince metros de ella, talvez a un poco más. Vio que estabahablando con alguien por el micrófono.Giró la cabeza un par de veces, miró porencima del hombro, volvió a mirar aEva. ¿Con quién estaría hablando? Pasó

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un segundo y de pronto el hombredesapareció de su campo de visión.«Última oportunidad», pensó Eva, ycogió a Malte de la manga.

—Malte... ¿Dónde le hicieron daño atu tío? ¿Fue ahí dentro?

La mirada del niño seguía fija en lamisma dirección, lejos de la multitud.Señaló con el dedo apenas un instante.

—¿Qué es lo que me señalas?Eva miró. ¿Qué o a quién estaba

mirando? Revuelo entre lamuchedumbre. Hombres con auriculares.Se dirigían hacia ella, pero les costabaavanzar entre la multitud. ¿Eran dos otres? «Me han encontrado.» Rostrosasustados de niños, la música de la

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Guardia Real, los gorros de piel de oso,los turistas con sus cámaras, la reina quesaludaba, la claustrofobia, Kamilla quese había subido a uno de los niños a loshombros, los adoquines bajo sus pies, elrostro apocado de Malte. «Nada depánico», trató de convencerse a símisma, pero...

Hizo cuanto pudo por marcharse.Empujó a una joven madre y sopesó lasdos posibilidades que tenía: intentaralejarse de allí o adentrarse aún más enla muchedumbre, apostar porque laprotegiera. Optó por esto último. Sisalía corriendo quedaría totalmente aldescubierto. No, debía confundirse conla multitud, perderse entre la gente.

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Agacharse. ¿La perseguían? No lo sabía.Era imposible determinarlo. Eva buscóconscientemente los puntos donde lagente estaba más apretada, dondeliteralmente no podía ver más allá de unpalmo de su nariz.

—Perdón —iba diciendo, abriéndosepaso a codazos—. Cuidado.

Aire a su alrededor. Por fin era capazde moverse. Aunque conocía el riesgode no estar al abrigo de la multitud,sintió un gran alivio en el cuerpo. Ahorapodía volverse. Allí. Uno de ellos, congafas oscuras, casi calvo, estaba a unosveinte o treinta metros de ella. A lomejor la habían perdido de vista. A lomejor ni siquiera iban detrás de ella. A

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lo mejor no era más que una loca quevejaba a un niño y robaba teléfonos ycoches y que no servía para nada.

Apretó el paso, salió de la multitud, semetió a toda prisa en el parqueAmaliehaven, dejó atrás la fuente ysiguió en dirección al puerto. No sevolvió. Simplemente siguió corriendo.Sintió cómo soplaba la brisa cerca delmar, que el aire sabía a sal. Un autobúsacuático estaba a punto de zarpar. Lospasajeros subían a bordo. Eva no sabíasi sería una jugada inteligente cogerlo,pero aun así lo hizo, entre jadeos. Lagente la miraba, le daba igual. No vio anadie en el muelle. Se veían el castillo ylos cuatro palacios. Eva luchó por

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recuperar el aliento. Pensó en Malte, ensu mirada, que se había desviado en otradirección que la del resto de lamuchedumbre, en su manita con el lunar.Hacia dónde señalaba. ¿Hacia elhombre? ¿Hacia quién? «No, no haciaquién —pensó—, hacia qué. Se sentó enun asiento, miró el agua y dejó que laidea arraigara en ella. Sí. Hacia dónde.Eso era lo que había querido decirle: encuál de los cuatro palacios había sidotestigo de algo que ya nunca podríaolvidar.

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Vesterbro14.30

Marcus siempre había sentido ciertadebilidad por la cinta americana. Talvez le viniera de sus tiempos de soldadodestacado en continentes polvorientos,lejos de mecánicos y reparadores:funcionaba con casi todo: una reja sueltadel faro de un transporte blindado depersonal; una culata rajada; un agujeroen la cabeza; el fondo de una mochila.

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¿Por qué no con las cámaras devigilancia? Era más fácil y más rápidousar cinta que tornillos y clavijas.Además: solo debía resistir unas horas,a lo sumo un par de días. Para entoncesTrane la habría encontrado, si Marcusno se le adelantaba.

Primera cámara: estaba enColbjørnsensgade. No era un lugar quefrecuentara normalmente. Demasiadoruido, demasiado sucio, demasiadagente de vidas truncadas. Un par de ellasdiscutían frente al centro de crisisReden. Dos mujeres andrajosas,probablemente drogadictas, con la pielamarillenta y cuerpos como juncos que

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se quiebran al viento. Tops mini, faldascortas de plástico rojo, mediasagujereadas, ojos sin vida. Marcussintió al instante una profunda einstintiva compasión por ellas. ¿Por quétenía que ser así? ¿Por qué tenía quehaber mujeres que se escurrían hasta talpunto entre la malla de la red social?Mujeres que habían tocado un fondo quela mayoría de la gente ni siquierasospechaba que existiera. No era justo.Era algo en lo que todo el mundodebería trabajar, toda la sociedad: losciudadanos, los políticos, los quetomaban las decisiones. Había quezurcir la red un poco más para que nadiese escurriera. Procurar que todos

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disfrutaran de una vida de sosiego y paz.—¡Eh, tú! —gritó una de las mujeres

mirando a Marcus, en un tono agresivo,el tono gélido de la calle.

—¿Sí?—¿Tienes un cigarrillo para mí?Marcus se acercó y le dio un billete de

cincuenta coronas, evitando tocarla.—Así te los puedes comprar tú misma

—dijo.Cruzó al otro lado de la calle. Se

quedó un momento buscando dos cosas:el lugar adecuado para montar la cámaray alguna señal de que Trane y los demásestaban cerca. No encontró esto último.Ningún coche que pudiera relacionarcon Systems Group. Ninguna persona

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con un comportamiento sospechoso.Volvió a la entrada del centro y miróhacia arriba. Hacia las ventanas deenfrente. Los pisos. ¿Se habría instaladoTrane en uno de ellos? ¿Estaría sentadoallí arriba, tras las cortinas, vigilando aEva? ¿Quién iba y venía? Tal vez, nopodía descartarlo. Pero no, Marcus nolo creía. Sería muy engorroso. Obteneracceso a un piso requería tiempo. ¿Otrasseñales? No, Marcus no vio ninguna.Además, tampoco era seguro que Tranesupiera todavía lo que sabía Marcus,que Eva vivía en uno de esos hogares.

Prestó atención a lo que en esemomento le parecía lo más importante:encontrar el emplazamiento adecuado

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para la cámara. ¿La farola? No, nopodía subirse a ella sin llamar laatención. ¿La señal de aparcamiento?No, parecería extraño. Las mujeresecharon a andar y se metieron en unatienda, charlando y entre risas, de nuevoamigas. Había otra señal más abajo,pero estaba demasiado lejos. El bar deenfrente sería mejor. Por encima del bar.En la parte superior de la reja. Un buenángulo, la distancia adecuada, y podíasubirse al tragaluz para instalarla. ¿Lovería alguien? Sí, tal vez. ¿Reaccionaríaalguien? No. Nadie reaccionaba antealgo así, y era una señal de salud, o esole parecía. Solo se podía considerarpositivo que los ciudadanos confiaran en

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las autoridades, que confiaran en que lasautoridades les prestaban la protecciónnecesaria. Bajo esta premisaaceptábamos de buenas a primerascierto grado de vigilancia. Porquesabíamos que era por nuestro bien. Paraprotegernos, para que los delitos seresolvieran, para que pudiéramossentirnos seguros por las calles. Por esola estampa de un hombre de pelo corto ybien vestido encaramado a un tragaluz,trasteando con un aparato electrónico enuna callejuela cualquiera deCopenhague, no provocaría ni una solaprotesta. ¿Por qué preocuparse?Seguramente era el propietario del barque quería tener su propiedad vigilada,

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o tal vez un agente de policía de paisanoque estaba ajustando una de las miles decámaras que había instaladas por toda laciudad.

—¡Gracias de nuevo, amigo! —gritóla mujer desde la otra acera, con uncigarrillo en la boca y una cerveza degraduación alta en la mano. La otra serio y saludó.

Marcus se limitó a saludarlas con lamano mientras las veía desaparecer enel interior de Reden. Algo en losmovimientos de la mujer, sus caderas, otal vez solo fuera su pelo, le recordó aEva. ¡Pensar que era por ella que estabahaciendo lo que hacía! Para salvarla.¿No lo hacía también por él mismo,

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porque esperaba poder encontrarse conella, encontrarse con ella de verdad,conocerla? Se quedó un instantebuscando la respuesta, pero no laencontró.

Se subió al tragaluz de un salto. Tratóde desconectar sus pensamientos yconcentrarse en la misión. Las últimascámaras estaban en una bolsa, pronto lashabría montado. Sacó su teléfono. Entróen la aplicación que el dependiente lehabía indicado. Apenas había pasado unsegundo cuando vio una imagen en lapantalla. Vigilancia. Hubo un tiempo enque le correspondía al Estado, ahora lecorrespondía a todo el mundo. Por unpar de miles de coronas y una batería se

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podía vigilar a la esposa o a los niñosdía y noche, aunque sin sonido. Lascámaras se podían hacer perfectamentecon audio, solo era una cuestión dedemanda. La gente quería ver lo quehacían su mujer o su marido o sus hijos,pero no querían saber lo que decían.

No disponía de mucho tiempo, teníaque montar las cámaras cuanto antes.Una en cada hogar. Pensó en eldependiente mientras estaba depuntillas, fijando la cámara a la reja concinta americana, en el hombre que lehabía vendido la cámara, en suspalabras acerca de lo sencillo que eramontarla. Y tenía razón, era fácil. Tardótal vez unos cinco minutos en acabar de

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fijarla adecuadamente, en el ánguloperfecto, sin haber sudado lo másmínimo. Saltó del tragaluz y se concediómedio minuto para admirar su obra.Discreta, una informe masa negra de laque nadie se preocuparía. Funcionaba.Ya solo le faltaban las otras cuatro.

—Con un poco de suerte... —susurrópara sí.

Con un poco de suerte, Marcus sería elprimero en encontrarla. Y en salvarla.

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Amager14.45

Eva se detuvo y echó un último vistazoa la playa de Amager y el puente queunía Dinamarca con Suecia antes deabrir la verja. Bajó los escalones hastaun sendero de grava. Pensó: «¿Qué hagoaquí? ¿Con quién voy a reunirme?»Buscó el número ciento doce, ladirección que Tine Pihl le habíafacilitado a través de Lagerkvist.

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Seguramente allí se estaba muy bien enverano, pensó Eva, pero ahora mismo,bajo el sol primaveral, era como sialguien hubiera encendido las luces a lastres de la mañana en una discoteca.

—¿Disculpe? —dijo Eva.—¿Sí? —Una amplia sonrisa, como si

nadie le hubiera hablado a la mujer enlos últimos veinte años.

—¿El número ciento doce?—Todo recto.—Gracias.Eva siguió recto y no tardó en

encontrarse frente a una pequeña ydeteriorada cabaña que tal vez en elpasado había sido azul celeste. Miróatrás. ¿Sería una trampa? ¿Quién la oiría

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gritar allí? Sin embargo, dio los últimospasos hasta la casa. Leyó el nombre dela puerta. «Rigmor», habían escrito conuna caligrafía pulcra directamente sobrela madera. Cogió aire y llamó tresveces. Pasos en el interior. La puerta seabrió. Una vieja fumadora la abrió.Tenía la piel gris y el pelo a juego.¿Rigmor? Eva la podía oler a pesar deque estaba a un metro de la puerta.Cigarrillos, alcohol, algo acre. Seestudiaron un instante. Eva vio a unapersona cansada, que quizás en su díahabía sido agraciada, hacía muchosaños. La anciana se volvió sin cerrar lapuerta. ¿A lo mejor era así como se ledaba la bienvenida a una visita por allí?

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Eva entró. Se quedó inmóvil un instanteantes de cerrar la puerta. Dejó loszapatos al lado de los tres paresidénticos de botas de agua. Tal vez lamujer no fuera la única habitante de lacasa.

—¿Has traído una grabadora? —legritó desde la cocina.

—¿Cómo?—No quiero que grabes lo que te diga.«¿Qué es esto? —pensó Eva—. ¿Por

qué me ha enviado Tine Pihl hastaaquí?» Un par de viejas cajas de maderaque hacían las veces de estantería seapilaban en una esquina, rebosantes delibros. Libros sobre la Casa Real. Almenos el primero que sacó. Y el

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siguiente. Todos. El príncipe heredero,el príncipe consorte, el paso del año enla Casa Real, el palacio deAmalienborg, el castillo de Caix. Habíarevistas por todas partes, sobre todonúmeros de Billedbladet, cuyo papelcuché reflejaba el sol que entraba por laventana. Pilas de revistas en laestantería y en cajas a lo largo de lasparedes. El último número estaba sobrela mesa, frente a Eva, justo al lado deuna botella de jerez medio vacía y uncenicero sobrecargado. Un artículosobre el nuevo peinado de la princesaconsorte Mary. Famosos que le poníannota en una escala del uno al diez.

—No tengo ni leche ni azúcar —dijo

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Rigmor, y dejó una taza de té delante deEva—. Espero que te parezca bien.

—Gracias.—He empezado a liar los cigarrillos.

Se ahorra un poco haciéndolo. ¿Dóndeestá mi encendedor? —dijo la mujer, yrebuscó en los bolsillos. Lo encontró,encendió el cigarrillo. Eva le miró lasuñas.

El humo del tabaco no eradesagradable, y junto con el vapor del tése posó como un velo entre las dosmujeres. Eva dedicó un instante acontemplar el rostro de Rigmor, fino, unpoco anguloso, entre todo el gris todavíale quedaba un poco de pelo negro, unrecuerdo de la mujer que fue.

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—¿Te parece que le queda bien?—¿Cómo?Rigmor hizo un gesto con la cabeza en

dirección a la revista.—El pelo.—¡Ah! —dijo Eva, y echó una rápida

mirada a la revista que tenía delante—.Es muy guapa.

—La primera vez que la vi, te lo juro,estuve a punto de caerme de espaldas.Le pasó a todo el mundo. Los hombresla miraban boquiabiertos. Pero es muyfría.

Rigmor le dio una profunda calada alcigarrillo, mantuvo el humo en lospulmones durante más tiempo que lamayoría de fumadores antes de soltarlo.

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Una fumadora economizadora: se tratabade aprovechar el alquitrán al máximo.

Eva titubeó un instante mientraspaseaba la mirada a su alrededor. ¿Quéestaba haciendo allí? ¿Acaso Rigmorera una especie de experta en chismes,una entendida en la realeza queregistraba las idas y venidas de losmiembros de la Casa Real desde susatélite en los confines de Dinamarcacon todas esas revistas? Libros. Platosde adorno. En otra de las paredes habíauna fotografía enmarcada de Rigmorjunto a dos niños pequeños. A juzgar porsu peinado, con ondas suaves y raya enmedio, podía ser de los setenta.

—Pues aquí estamos —dijo.

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—Sí. —Eva lo intentó con una sonrisa—. ¿Estás jubilada?

—Supongo que podría decirse que sí.—¿En qué trabajabas?—Cuidando niños. Entre otras cosas.—¿A ellos? —Eva se levantó. Miró

las fotografías enmarcadas, centradas enla pared—. ¿Son tuyos?

Rigmor sonrió.—¿Míos? Podría decirse que sí.Eva se fijó. Eran los príncipes. Tenía

al príncipe heredero colgado del cuello.Su hermano pequeño estaba al lado, sinmirar a la cámara.

—¿Trabajaste en palacio?—No seamos tan concretas.—¿Por qué no?

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—Podemos hablar de funciones.—No acabo de entenderte.—¿Cuál es tu función?—¿Mi función?—Cariño mío, no somos más que

fichas de un gran juego, todos sinexcepción. Algo que pueden mover a suantojo. Como en un tablero de ajedrez.Peones. Alfiles. Caballos. Yo era uncaballo —dijo Rigmor, y apagó elcigarrillo en el cenicero antes decontinuar, al tiempo que encendía unonuevo—: ¿Eres la que introduce la manoen su bañera para evaluar si latemperatura del agua es la adecuada?

—¿En la bañera de quién? Me temoque hablas en clave. Bueno, bien,

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disculpa.—¿Le sacas la ropa y se la dispones

sobre la cama? ¿La planchas? ¿Cambiasla ropa de cama? Algunas veces por latarde, si alguien ha dormido la siesta. ¿Oeres tú quien carga con las maletas,quien le saca brillo a sus zapatos, quienlimpia los suelos? —Se inclinó haciadelante y susurró—: ¿O eres tú quienayuda con la boca o con la mano? —preguntó, y realizó un feo gesto con lamano izquierda, como si estuvierahaciéndole una paja a un hombre—.Eres una función.

—¿Y cuál era tu función?—Un poco de todo. Nada de limpieza.

Como ya te he dicho, era un caballo.

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Saltaba por ellos. Día y noche.—¿Y ahora estás despedida?Rigmor se encogió de hombros.—¿Y estás enfadada con ellos? ¿Con

quién?—Estoy enfadada con esa familia

porque me ha tratado como a unamierda. Y porque trata a todos susempleados como a una mierda, entreellos a mi hermana. ¿Es explicaciónsuficiente?

—¿Tu hermana? ¿Ella también trabajaallí?

La idea tomó forma inmediatamente enla cabeza de Eva. Tal vez fuera por esoque Tine Pihl la había enviado hasta allí.

—¿Puedes colarme?

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Una mirada sorprendida.—¿En palacio?—Sí.—Puedes apuntarte a una visita guiada

prácticamente cada día laboral durantetodo el año por algunos de los palacios.A cambio de una considerable suma dedinero, naturalmente.

—No me estás entendiendo. Nopueden saber que voy. Me estánbuscando.

—¿Quién?—Alguien que está vinculado con los

que viven allí.—¿Qué les has hecho?—¿Tine no te ha contado nada?—Un poco. Me gustaría oírlo de tu

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boca.—Necesito tu ayuda para entrar —dijo

Eva, desentendiéndose así de lapregunta—, o la de tu hermana. ¿Loharás por mí?

—Tendría que haber sido en los viejostiempos —dijo Rigmor, y el recuerdo delos viejos tiempos le arrancó unasonrisa.

—¿A qué te refieres?—¿Cuánto hará? Hará casi quince

años que se acabó, si es que alguna vezfue.

—Tendrás que explicarte mejor.—Era una, ¿cómo te lo diría?, una

práctica, entre algunos de losempleados. Dejar entrar a los amigos

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por la noche a cambio de dinero.Ofrecerles una pequeña visita guiada.Pero solo en los palacetes que no estánhabitados.

—¿Podríamos resucitar esta práctica?Aunque solo sea por una vez.

—¿Por qué quieres entrar allí? —preguntó Rigmor, al tiempo que luchabapor succionar la última nicotina que lequedaba al cigarrillo.

—Por la misma razón que estássentada hablando conmigo. Ha sucedidoalgo del todo injusto. ¿Acaso no es elmotivo por el que estás dispuesta aayudarme?

No hubo respuesta.—Christian Brix. ¿Lo conoces? —

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preguntó Eva.—No personalmente. Formaba parte

del círculo más íntimo. Desde que eraniño.

—Oficialmente se pegó un tiro enDyrehaven, pero yo sé que es mentira.Murió allí. No sé cómo. No lo sabréhasta que consiga entrar.

—¿Y luego qué harás? ¿Arrastrar atoda la familia a los tribunales? —Rigmor soltó una risa sonora ydesdeñosa—. No, perdóname, pero esoes demasiado ingenuo. Un momento. —Se levantó y volvió con dos copas en lamano. Sirvió jerez hasta el borde y sevolvió—. ¿Quieres saber más acerca delo que pasó aquella noche en palacio?

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—Sí.Rigmor sacó una libreta de detrás,

colocada de manera que siemprepudiera alcanzarla con un solomovimiento. Tal vez una agenda. Laabrió y pasó las páginas.

—Se celebró una cena, pero sin lapresencia de los miembros de la CasaReal. Empezó a las ocho.

—¿Cómo lo sabes? ¿Por tu hermana?Rigmor se encogió de hombros.—¿Sigues anotando lo que tiene lugar

allí dentro?Ninguna respuesta. Eva miró la

libreta. Con mucha calma, como siestuviera sentada frente a una fiera queno soportaba los movimientos bruscos,

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la volvió hacia sí. Leyó: «domingo, 7 deabril.» Figuraban todos los habitantes depalacio. Quién lo abandonaba, cuándo,quién recibía qué visitas. «Cena decarácter administrativo en Rosen», habíaescrito Rigmor. A Eva le dio tiempo ahojear el libro y certificar el verdaderoalcance de la obsesión de Rigmor. Cadauno de los actos de los miembros de laCasa Real estaba registrado en ella. Enesa casa. Rigmor le quitó la libreta.

—Sabes todo lo que hacen.—Casi.—¿Quién te cuenta todo esto? ¿Tu

hermana?—Me parece que eso no importa.—Y esa cena... ¿Qué significa «de

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carácter administrativo»?—Puede significar cualquier cosa. Un

miembro de la corte que se reúne con unmiembro de otra familia real paraorganizar una visita. Esa clase de cosas.Si quieres saberlo, puedo averiguarquién asistió a la cena.

—¿Y dónde se celebró?—Se celebró en el palacio de

Christian VII, también llamado palaciode Moltke.

—¿Qué es?—El palacio de invitados y de

representación de la reina. Pero hacumplido muchas funciones a lo largo delos años. Cuando los chicos eranpequeños se utilizó como guardería y

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escuela. Sobre todo es donde sehospedan los invitados daneses yextranjeros. Además se celebran muchasfiestas en la Sala de los Caballeros. Porejemplo, la cena de gala de Año Nuevo.Diversos banquetes. También fue desdeaquí que Federico y Mary salieron albalcón después de su boda para dejarsehomenajear.

—Un momento, creo que antes tendréque situarme —dijo Eva, y usó la revistacomo estatua ecuestre—. Aquí tenemosla estatua. La iglesia de Mármol estáaquí, la Ópera aquí. Entonces, ¿dóndeestá...?

—El palacio Moltke. Aquí —dijoRigmor, y empujó con cuidado la copa

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de jerez un par de centímetros por lamesa—. El palacio constituye el alasuroeste de Amalienborg.

Eva asintió con la cabeza y pensó enMalte. Concordaba con la dirección desu mirada.

—El palacio Moltke.—Adam Gottlob Moltke —dijo

Rigmor—. Uno de los hombres másimportantes del país en el siglo XVIII. Unconde feudal germano-danés que influyóde manera significativa en Federico V.Tuvo tanta influencia que muchos diríanque fue quien realmente gobernó el país.

—¿La reina no vive allí?—No, los monarcas residen en el

palacio de Christian IX, que está aquí.

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—Rigmor empujó la copa de jerez unoscentímetros más—. Y el príncipeheredero y su esposa ocupan el palaciode Federico VIII, que está aquí. Tengoun libro. —Rigmor sacó uno de laestantería. No tuvo que buscarlo, sabíaexactamente dónde estaba—. Mira —dijo, y señaló—. Este es el interior delpalacio Moltke. La Sala de losCaballeros. Uno de los mejoresejemplos de arte rococó del mundo.

—¿Fue aquí donde cenaron aquellanoche?

—No lo creo. Es demasiado grande.Tiene capacidad para casi doscientaspersonas. Creo que debieron de ocuparesta sala —dijo, y pasó las páginas del

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libro—, la Rosa. La llaman así porquees conocida por la exposición única devajilla de porcelana Flora Danica quealberga. Y entonces, ¿crees que fue aquídonde Brix murió?

—No lo sé —dijo Eva, y reflexionó—. No, no delante de tanta gente.

—Entonces, ¿dónde?—Es lo que tengo que averiguar. Pero

un niño lo vio, de eso estoy segura. Elhijo de la dama de compañía.

—¿Malte? —dijo Rigmor.—¿Lo conoces?—Ha estado presente muchas veces.

Es el hijo de Helena.—Pero ¿qué hacía en palacio a esas

horas de la noche? —preguntó Eva.

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—Puede haberse quedado a dormir.Lo hace de vez en cuando, con su madre,si ha estado cuidando de los príncipes yse ha hecho tarde. Entonces suelequedarse a dormir en palacio. Tambiénsi tiene que levantarse con ellos a lamañana siguiente.

—¿Todo eso lo puedes consultar en tulibretita?

Rigmor negó con la cabeza.—Solo los de sangre azul.—De acuerdo. Pero si pasó la noche

en el palacio de Moltke...—Sin duda.Eva se dio cuenta por su respiración

de que se estaba acercando.—¿En qué parte del palacio dormiría

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entonces?—En los aposentos para invitados.—¿Y dónde están con respecto a...?—¿La Sala Rosa?—Sí.—Tendría que haber hecho una

pequeña excursión a lo largo del alameridional. Entre otras cosas, tendríaque haber subido por las escalerasoscuras.

—¿Las escaleras oscuras?—Así las llaman. Las escaleras

secretas. Unas escaleras que solo utilizael personal. Los miembros de la CasaReal prefieren no ver al personal. Hayque ser invisible. Las Escaleras Oscurasrecorren los palacios y están destinadas

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al servicio, que puede entrar y salir porellas con toda discreción.

—Pero ¿por qué iba a emprender unaexcursión de este calibre en plenanoche?

—¿Tienes hijos?—No —dijo Eva.—Los niños se levantan en plena

noche si tienen que ir al baño, si nopueden dormir, si oyen algo. Puedehaber salido a explorar por su propiacuenta. Y además...

—Además ¿qué?—Como tú misma has dicho, si

realmente tuvo lugar algo turbio en elpalacio Moltke aquella noche, es pocoprobable que fuera durante la cena.

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Debió de suceder en otro lugar.—¿Dónde?Rigmor no dijo nada.—Venga —insistió Eva—. Si

discutieron durante la cena sin duda seretiraron a otra habitación.

—¿A lo mejor al Taffelsalen, el Salónde Banquetes?

—¿Qué es eso?Rigmor titubeó. Se lio un nuevo

cigarrillo, lo encendió y volvió a retenerel humo en los pulmones. Las palabrassalieron junto con el humo.

—Hubo jaleo en el Taffelsalen aquellanoche —dijo.

—¿Jaleo?—Sí.

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—¿Cómo que jaleo?—Alguien discutió, no sé nada con

exactitud.—Pero sabes que sucedió algo.

¿Cómo lo sabes?—Por mi hermana.—¿Ella lo vio?—No.—¿Puedo hablar con ella?—No conseguirás que te diga nada.—¿Odiándolos tanto las dos? ¿Por qué

no?—Así no funcionan las cosas —dijo

Rigmor, y sacudió la cabeza—. Mientrasformas parte de ello mantienes la bocacerrada. Y la gran mayoría mantiene estesilencio hasta la muerte. Es así. Porque,

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si no, no podría seguir. ¿Eres conscientedel número de empleados que tienen enpalacio? Como ya te he dicho, no sabenhacer nada solos. Estamos hablando decerca de doscientas personas. Chóferes,personal de cocina, secretariosprivados, niñeras, camareras, estilistas,peluqueros, contables, jardineros,guardaespaldas, conserjes, etcétera,etcétera. Están vigilados constantemente.Cada pequeña disputa entre ellos esescuchada por alguien. Somos testigosde los problemas entre ellos, de loscelos, los amantes, las amantes, todoeso. Sin embargo, solo una infimísimaparte traspasa los muros de la corte. Lasmás de las veces como un rumor. Los

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rumores son fáciles de rebatir comochismes malévolos, o incluso mejor, esposible ignorarlos. Esto último ha sidodurante años la mejor defensa de laCasa Real. Dejar que les resbale todoencogiéndose de hombros. Las historiassobre sus excesos, el abuso de poder,las drogas, el alcoholismo. Todo esignorado. No queremos oír nadanegativo acerca de la Casa Real. Noscuesta un ojo de la cara mantenerlos, asíque esperamos que hagan el favor deendulzar nuestras aburridísimas vidascon un poco de esplendor y glamour. —Vació la copa y se volvió a servir.Cogió aire un par de veces, como si ellargo discurso la hubiera dejado sin

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aliento.—¿El Salón de Banquetes?—O comedor pequeño. También se

encuentra en el entresuelo o primeraplanta. Fue Moltke quien le pidió alarquitecto francés Nicolas-Henri Jardinque decorara la sala. Puedes verla enestas fotos. —Rigmor señaló el libro,ahora con los ojos brillantes.

Así era ella, pensó Eva. Oraembelesada con un cuento de Disney,ora furiosa, llena de odio.

—La sala va de parte a parte delpalacio y en cada extremo hay un lavabode mármol en forma de concha. Elpríncipe Carlos ha comido aquí envarias ocasiones.

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—Imaginemos lo siguiente —dijo Eva—. Hay una fiesta en el palacio, osimplemente una cena. Se celebra en esaSala Rosa, en el palacio Moltke. Malte ysu madre están en palacio para cuidar delos hijos de los príncipes porque lapareja también asiste a la fiesta o estáocupada con otros asuntos. ApareceChristian Brix. Sé que lo hizo. Tienealgo importante que contar.

»Helena está al cargo de los niños enotra parte del palacio. Se hace tarde.Helena y los niños se van a la cama,pero Malte se despierta de noche y salea dar un paseo por su cuenta. Mientrastanto, se ha creado un ambiente tensoentre Brix y otro de los comensales en la

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Sala Rosa. Brix es llevado aparte, oelige él mismo marcharse a unahabitación contigua para seguir oconcluir la discusión. Porque una cosaes segura: es de muy mal gusto discutirdelante de los demás.

—O peor —añadió Rigmor—, discutircon los miembros de la Casa Real.

—Y entonces pasan al Salón deBanquetes —continuó Eva—. Y una vezallí, bueno, llegan a las manos.

—¿Y dónde está Malte mientras tanto?—preguntó Rigmor.

—Se ha levantado y se ha metido en elSalón de Banquetes. Allí se esconde,quizá debajo de una mesa o detrás deuna puerta. Desde su escondite lo

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presencia todo. Ve cómo su tío ChristianBrix cae o es golpeado. Pero Brix nomuere. Se resiste y se lo llevan albosque, donde recibe un disparo en lacabeza. Asesinato camuflado desuicidio. Mientras tanto, el pequeñoMalte vuelve corriendo con su madre yse lo cuenta todo, y...

—A lo mejor lo presenció todo através del vitral.

—¿A qué te refieres?—Hay un cuadro o espejo un poco

especial en la sala, al pie de lasescaleras oscuras. Tienes que subirte aun pequeño descansillo. Está pintadosobre cristal, es un espejo. Puedes mirarla sala a través de él desde el

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descansillo sin que nadie te vea a tidesde dentro, como en las películas.También funciona como una especie detrampilla, y en los viejos tiempos sesentaban allí los músicos a tocar para larealeza durante las cenas. La reina solíajugar allí de pequeña con sus hermanas.Se sentaban en el descansillo y mirabana través del espejo. Se quedabanmirando cómo sus padres celebraban suscenas. Fue así como aprendieron amanejar una corte.

—¿Te estás cachondeando de mí?—No. La reina lo ha contado ella

misma en varias ocasiones. Las tresniñas se echaban en un cuartito oscuro ydesde allí observaban al rey y la reina.

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Los niños nunca asisten a las cenas. Lospríncipes no comieron con sus padreshasta que cumplieron seis años. Y, apartir de entonces, solo una vez a lasemana.

—¿Crees que Malte estuvo allí, detrásdel cristal?

—Es posible, diría que muy probable.Al fin y al cabo, a los niños les encantajugar allí arriba.

—Pero ¿por qué su madre no acudió ala policía? Era su hermano.

—Mantienes la boca cerrada. Comoen los Ángeles del Infierno. Formasparte de un mismo club y encubres a losdemás. Si tú supieras lo que yo llegué apresenciar allí en mis tiempos.

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—¿Qué?—Nadie me creería. Podría escribir

diez crónicas y cientos de cartas aldirector, pero nadie las publicaría.¿Eres consciente de lo que tuvieron quesoportar los príncipes cuando eranpequeños? Imagínate una infancia en laque tienes que acordar una cita parapoder ver a tu padre, aunque estésentado en la habitación contiguaaburriéndose, en la que nunca comes contus padres porque para ellos no eres másque un estorbo. Agresiones físicas... Elpríncipe heredero lo ha insinuado envarias ocasiones y yo solo puedoconfirmarlo y decir: multiplica suspalabras por diez.

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—Pero ¿por qué su madre no hizonada?

—¿A quién podía acudir? ¿Tendríaque haber salido corriendo a la callecon los dos principitos en brazos?¿Tendría que haber llamado a la policía?

Eva observó a la anciana que seguíahablando de todas las cosas horriblesque había presenciado. Y pensó enMalte, en un niño pequeño que se habíallevado un susto de muerte, acurrucadoen un rincón desde donde presenció uncrimen. O de pie tras un vitral.

—Sí —oyó decir a Rigmor—. Sí —repitió, y miró a Eva.

—¿Sí qué?—Tu idea de lo que sucedió aquella

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noche es posible, pero no por ello tienepor qué ser cierta.

Eva volvió a la mesa, se sentó y miródirectamente a la mujer que teníaenfrente.

—No. Pero vosotras me ayudaréis aaveriguarlo.

La anciana había echado a Evamientras hacía una llamada. Tal vez a suhermana, en un intento de restableceruna vieja práctica palaciega, algo quecasi se había descubierto, significara loque significara ese «casi». ¿Que uno delos empleados de mayor rango habíadescubierto que algunos empleadoscobraban a sus amigos y conocidos por

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mostrarles los aposentos reales que lafamilia no ocupaba? Se había puesto fina esta práctica, pero no se habíainformado de ella a la familia real. «Nosoportamos la verdad», pensó Eva. Espreferible cambiar la práctica ydespedir a la dirección, como en el casode Torben, y confiar en que todo irábien, siempre y cuando no hablemos másde ello. Y siempre y cuando los padresno tengan que vivir con la terribleverdad: que su hijito estuvodeambulando por el bosque creyéndosesolo y abandonado, que nadie lo quería,que no tenía más valor que un papel quese echa a la papelera, algo que se puedetirar y olvidar al instante siguiente.

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¿Qué habría pensado la reina si lehubieran contado que unos completosextraños habían pagado por pasearsepor su casa de noche? ¿Que era unanimal en un zoológico? ¿Que en elfondo el pueblo no sentía más amor orespeto por ella que por el oso polar yel pelícano y el hipopótamo en susjaulas? Ella también estaba enjaulada, yla gente pagaba con mucho gusto porquedársela mirando. De haber podido,habrían pagado un poco más poracercarse del todo; por poder colocarseal lado de su cama y haberlacontemplado mientras dormía con laboca abierta; por arrimarse a lahabitación de su marido, levantar el

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edredón y contemplar cómo su enormebarrigón subía y bajaba al respirar, alroncar. «No toquen», susurraría el guía,como en un museo. Y el grupo avanzaría,no habría ni un solo detalle demasiadoíntimo, ningún límite demasiado difícilde traspasar. Secreciones que se podíanexaminar, de la misma manera que seestudian los excrementos deldromedario o el trasero rojo delbabuino...

—¿Eva?Rigmor estaba en la puerta con una

sonrisita, de esas que esbozamos cuandoalguien a quien odiamos se ha hechodaño. Rigmor casi podía saborear ladulzura de la venganza. Eva se lo

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notaba.

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Nørrebro21.30

«Toda esta fealdad», pensó Marcus.Placas de amianto descompuestas quecolgaban del techo, cables sueltos queacababan en un barullo; el polvo que locubría todo, que colgaba en el aire, quese metía por los poros de la piel, pordebajo de los párpados, que se pegabaal paladar y a la cavidad bucal como laarena de un desierto de un continente

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lejano. Marcus no sabía hacia dóndemirar. Optó por fijarse en la flor delalféizar de la ventana del piso deenfrente. La señal. Seguía allí. Todavíano la habían encontrado. Pensó enDavid. En los muchos sentimientos quehabía albergado por él, que todavíaalbergaba. Porque habían vivido muchascosas juntos. Habían luchado hombrocon hombro, habían visto las mismascosas, muerte y miseria y desdicha. Ypensó en David como en un soldadoherido al que tendría que abandonar enel campo de batalla. Alguien a quientendría que decir adiós para siempre. Yano pertenecían al mismo bando, y estababien así. Cualquier soldado conocía el

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significado de saber despedirse. De lafamilia cuando te ibas, de los amigos encasa, de los compañeros cuando uno deellos caía, o de tu propia vida. Marcussacó su iPhone. Se sentó en el alféizarde la ventana. Podía cambiar de unacámara a otra. Cuatro de ellastransmitían a la perfección, solo lasituada frente a Reden estaba un pocofuera de foco. A lo mejor se había dadodemasiada prisa a la hora de montarla.Pero le servía, todavía podía ver quiénentraba y quién salía. Una joven seacercó al centro Danner, arrastrando unamaleta por la acera. Vaciló frente a lapuerta. Se apartó un poco. ¿Por qué?Porque tenía miedo del hombre, claro.

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Todas lo tenían, todas las que huían a uncentro para mujeres maltratadas, al fin yal cabo era lo que les decían loshombres: «Si me abandonas teencontraré, aunque te vayas al fin delmundo. Y entonces te mataré.» Marcusse sintió aliviado cuando la chicafinalmente llamó a la puerta y la dejaronentrar.

—Bien por ti —murmuró.¿Qué le estaba pasando? No lo sabía,

no lo entendía. Miró la pantalla de suiPhone. ¿El hogar de mujeres deJagtvej? Nada. Todo parecía estar bien,incluso daba la sensación de agradablemansedumbre. ¿Reden? Reconoció a unade las dos prostitutas del día anterior.

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Por lo visto dedicaba su vida aapostarse frente al centro y alborotar.Parecía ebria. Una rápida mirada a laentrada de Egmontgården. No se veía aEva por ningún lado. Miró hacia el pisode David y vio que la flor habíadesaparecido. La señal. La habíanencontrado. ¿Dónde? Saltó del alféizar.Estaba en el centro de la habitación,volvió a mirar su iPhone. Pasó lasimágenes de las cinco cámaras. Teníalas manos sudadas, la pantalla estabagrasienta. ¿Dónde estaban? ¿Allí? Habíauna furgoneta oscura con los cristalestintados aparcada en una calle lateraldel centro para mujeres maltratadasDanner.

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Bredgade22.10

Todo empezó con muerte ydestrucción, con ciento ochenta personasabandonadas a las llamas, con los gritosde una terrible catástrofe, cuando elcastillo de Sophie Amalienborg ardió en1689 coincidiendo con la celebracióndel cuarenta y cuatro aniversario deChristian V. Lo que tenía que haber sidouna velada fantástica, con música y

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fiesta, acabó en pesadilla. Una lámparade aceite volcada prendió en unadecoración y el fuego se propagó a lavelocidad del rayo. Sin embargo, elaccidente también había supuesto elinicio de las obras del nuevo castillo, delos cuatro palacios que conocemos hoycomo Amalienborg, tal vez la obra dearquitectura rococó más exquisita deEuropa. No se dejó nada al azar en suconstrucción. El barrio deFrederiksstaden fue elegidoescrupulosamente por Federico V. En elcorazón de la ciudad y, sin embargo,apartado de la Copenhague pobre yoscura. Se levantó el palacio real a unadistancia prudente del populacho para

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unir a Dios, el rey, el cielo y el mar. Sepuso la estatua ecuestre en medio de laplaza. El rey llega a lomos de un caballodesde el mar, su mirada se posa en laiglesia de Mármol, situada a unoscientos de metros. En la parte superiordel templo, la pequeña cúpula conocidacomo La Linterna simboliza la aberturaal cielo y a lo divino. Sin embargo, todose construyó sobre los gritos de lamayor catástrofe civil de la historia deCopenhague.

Eva se metió las manos en losbolsillos al pasar por delante del TeatroReal, asegurándose de que tenía lo másimportante: la copia del cráneo deChristian Brix. Sentía el borde del duro

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plástico contra la piel a través de la teladel bolsillo. Ya solo le faltaba encontrarel arma homicida. La llave que encajabaen la cerradura. Hacía frío. Caminódeprisa Bredgade abajo, pasando pordelante de escaparates iluminados conmuebles antiguos y armaduras de tiendasque vendían las reliquias de los tiempospor los que Brix había luchado. Tiemposde absolutismo, con menos espacio parala expansión personal, pero también mássensatos; tiempos en que la gente noelegía a individuos como Hitler. Evareflexionó: «¿Y yo qué pienso?» Yconcluyó: «Mi opinión personal noimporta. Lo único que debo hacer escontar la verdad. Son los lectores los

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que deben posicionarse.»—¿Eva?La voz era débil y pertenecía a la

mujer que estaba esperando a unos cincoo seis metros del lugar acordado.

—Sí.—Sígueme.La mujer se subió el cuello, ocultando

su rostro. Eva la siguió a cierta distanciasin decir nada. Nada de preguntassuperfluas, le había repetido Rigmorvarias veces en su huertecito. Menudocontraste, había pensado Eva, y se habíaimaginado la vida de Rigmor. Una vidapatas arriba. Un día tu vida se desarrollaen un palacio, al siguiente te echan y tepudres en un huertecito con la única

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compañía de unos cigarrillos liados yuna botella de jerez barato. En ciertomodo, a Eva no le extrañaba que las doshermanas buscaran venganza, algo casiimposible de conseguir con esa familia,con ese poderío. Rigmor había pasadouna hora con Eva revisando los planosdel palacio Moltke, el lugar donde Brixfue visto por última vez, el únicopalacio que solo se utilizaba paraacoger invitados y cenas.

Buscó a la mujer con la mirada, se lehabía adelantado bastante. Llegaron alfinal de la calle, pasaron junto a lasoscuras ventanas en silencio, doblaronla esquina y se detuvieron. Eva laalcanzó.

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—¿Puedes ir a mi ritmo?—Sí. Disculpa.Pasaron un par de taxis; por lo demás,

las calles estaban prácticamentedesiertas. La oscuridad no tenía ningúnproblema con el esporádico alumbradopúblico.

—Es aquí —dijo la mujer, tal vez lahermana de Rigmor, Eva no estabasegura. Lo único que sabía era queestaba dispuesta a ayudarla a entrar.Luego tendría que arreglárselas sola.

Las miradas de las dos mujeres secruzaron un instante, por primera vez, yEva vio algo en aquellos ojos. ¿Quéera? ¿Humillación? ¿Una vidafracasada? Fue entonces, no antes, bajo

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una farola, que Eva pudo hacerse unaidea del aspecto de la mujer. Teníaalrededor de cincuenta años e ibaencogida, como un barco a punto dezozobrar. Intentaba eludir la mirada deEva en todo momento, como si seavergonzara. Era la misma mirada quehabía visto en la cabaña del huertecito.La mirada de una adicta, de alguiendependiente, pero que sabe que está mal.¿Cuál sería su adicción? ¿Los que vivíanen el palacio? De la misma manera quelos habitantes del palacio dependían delos de fuera, incapaces de arreglárselassin el dinero de los ciudadanos. A lomejor en eso consistía la Santa Alianza.La mujer no miró a Eva a los ojos

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cuando dijo:—¿Christian Brix?Eva asintió.—¿Sabes algo?—Solo que Malte y su madre

estuvieron aquí aquella noche, tal comote contó Rigmor. La noche antes de quemuriera Brix. Los príncipes estabanfuera, y ella tenía que cuidar de losniños, que quedarse a dormir en lashabitaciones de invitados del palacioMoltke. Y sé que sucedió algo por lanoche. Por lo que tengo entendido, aprimera hora de la noche.

—¿Algo?—Hubo alboroto, revuelo, una

discusión.

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—¿Quién discutió?—Pensaba que ya habías hablado de

todo esto con Rigmor.—Me gustaría que me lo contaras tú

con tus propias palabras. Tú has estadomás cerca. Es importante. A lo mejorhay algún detalle que...

La mujer le interrumpió:—No sé lo que te ha contado mi

hermana, pero cenaron en la Sala Rosa.Al principio todo era normal, peroentonces sucedió algo. El ambiente secargó. Brix y un par de hombres pasaronal Salón de Banquetes. Se oyeron gritosdesde allí. Y luego se le pidió alservicio que se marchara, queabandonara el palacio inmediatamente.

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—¿Había sucedido antes?—¿Que nos pidan que nos

marchemos?—Sí.—A menudo.—Pero ¿tú qué crees que sucedió

aquella noche?—A mí no me lo preguntes.—¿Por qué no?—Tenemos que entrar por aquí —dijo

la mujer, y abrió un portón.Eva se sorprendió. Estaban algo lejos

del palacio. Se adentraron en una densaoscuridad. El suelo era de adoquines.Salía vapor de una rejilla lateral. Sedetuvieron un momento, como si depronto la mujer titubeara y estuviera a

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punto de arrepentirse.—Ven conmigo —dijo. Cruzó el

portón, llegó a otra puerta y la abrió.Salieron a un pasillo cuyos suelos yparedes eran de cemento. El aire estabacargado de humedad, se oía el sonido deagua goteando en algún lugar.

Eva percibió cierta impaciencia en lamujer, no paraba de mirar por encimadel hombro, como si creyera que lasseguían.

—Aquí hay unas escaleras —dijo, yseñaló.

Doce peldaños. Por alguna razón Evalos contó, diciendo mentalmente cadanúmero. La puerta que tenía enfrenteestaba cerrada, pero la mujer tenía la

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llave. Los goznes estaban oxidados ytuvo que utilizar las dos manos paraabrirla. La humedad desapareció,sustituida por un calor seco. La mujerabrió el bolso.

—Solo tenía una —dijo, y sacó unalinterna de mano. Dirigió el haz de luzhacia arriba. Un par de tuberías quediscurrían por el techo desvelaron cuálera la fuente de calor.

—Espero que te vayan bien —dijo lamujer, iluminando dos pares de botas deagua con el haz—. Es posible que hayabastante agua allí abajo.

Eva titubeó. La otra se quitó loszapatos y se calzó las botas de agua. Evasiguió su ejemplo. Le iban un poco

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grandes.—¿Todo bien?—Sí.—Ahora hay que bajar dos peldaños,

y luego nos encontraremos con el agua.Cuidado, está bastante resbaladizo.

Eva metió el pie en el agua, de la quesolo había un par de centímetros. Noolía bien. Olía a agua salobre o acloaca.

—Y ahora tendremos que andar unpoco.

«Un poco o mucho», pensó Evacuando llevaban unos cuantos minutosavanzando en silencio. El nivel del aguahabía subido tal vez unos diezcentímetros y su nariz no daba muestras

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de haberse habituado al olor; alcontrario, a cada paso que daba era másfuerte.

—Cuidado con la cabeza. Aquí elpasillo se estrecha. ¿Puedes soportar elolor? El agua se filtra por todos lados.Frederiksstaden está construido sobre unpantano. Arenas movedizas y aguasfreáticas; es casi imposible impedir queentren.

—¿Qué es eso? —dijo Eva, y señalóalgo que se movía en el agua.

No hizo falta que la mujer contestara.De pronto la cabeza de la rata asomó enla superficie del agua antes de quesaliera pitando y desapareciera.

—¡Joder! —murmuró Eva, y tuvo más

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ganas que nunca de dar media vuelta.—No hacen nada.—Sí que lo hacen. ¿Queda mucho?La mujer contestó diciendo algo

completamente distinto:—Empezaron a construir el túnel en el

otoño de 1944.—¿Quién?—La Resistencia. Habían oído

rumores de que los alemanes tomarían alos miembros de la familia real comorehenes, que tal vez los asesinarían.

—¿Pretendían sacarlosclandestinamente?

—Al menos querían poder contar conesa posibilidad. Querían construir unasalida secreta de Amalienborg. Después

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de meses de arduo trabajo, el túnelestuvo terminado, en febrero de 1945.—La mujer pasó por encima de unapiedra sumergida en el agua—.Únicamente los miembros de mayorconfianza de la Resistencia sabían de laexistencia del túnel. Estuvierontrabajando cerca de dieciocho horas aldía y no pudieron utilizar maquinaria.

—¿Por el ruido?—Trabajaban delante de las mismas

narices de los alemanes. Sin duda, fue elmomento más peligroso de la ocupación.La policía había sido puesta fuera deservicio, los agentes enviados a loscampos de concentración. Los miembrosde la Resistencia que eran atrapados no

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tenían nada que hacer, eran enviadosdirectamente a Ryvangen, para serejecutados.

—¿Todavía se utiliza?—No. Apenas nadie sabe que existe.

Por lo que yo sé, se ha consideradoclausurarlo varias veces, pero nunca seha llegado a hacer.

El nivel del agua seguía subiendo. Alo largo de unos cinco metros tuvieronque soportar que les llegara por encimade las botas de agua. Eva sintió cómo lafría y repugnante agua le mojaba losdedos de los pies. Siguieron avanzandopor la ruta de evasión real. Tal vez lareina y sus hijos deberían haberlautilizado cuando su padre quiso

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pegarles. Siguió pensando. Todas lascasas deberían estar provistas de untúnel como aquel, para poder escapar detodo sin ser vistos y empezar de cerouna nueva vida. Tal vez fuera unproyecto para su padre cuando, al cabode tres años, acabara la casa deHareskoven.

—Ya casi hemos llegado —dijo lamujer, y señaló.

—¿Dónde?—¿Ves esas escaleras de ahí?Eva miró. La mujer iluminó con la

linterna. La mancha de luz era como unojo en medio de la oscuridad.

—Están un poco sueltas, pero sepueden utilizar.

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Se acercaron. Eva miró las oxidadasescaleras de hierro fijadas al muro conpernos, de quizás un metro y medio dealtura. La mujer se detuvo. Otro de esosmomentos en que se quedaban paradassin decir nada. ¿Estaba escuchando?

—¿Adónde conduce?—Muy bien —dijo la mujer—. Subiré

yo primero. Sostén la linterna.La mujer le pasó la linterna a Eva y se

agarró con fuerza a la escalera. Luegopuso el pie en el primer peldaño yempezó a subir. Había seis peldañoshasta una pequeña abertura. Metió losbrazos por ella, se dio impulso y seaupó.

—El suelo puede estar resbaladizo —

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oyó Eva que decía—. Pásame lalinterna.

Eva la siguió escalera arriba y por laabertura.

—No vas a poder andar erguida poraquí —le advirtió la mujer. Habíaempezado a hablar en voz baja—. No esmás que una pequeña cavidad, tenemosque seguir subiendo por aquí.

—¿Por dónde?—A partir de ahora solo hablaremos

en voz baja —dijo la mujer.—¿Dónde estamos? —susurró Eva.—Por aquí. —Dio un par de pasos y

abrió la puerta—. Tenemos que pasarpor el garaje.

Eva la siguió a través de la puerta.

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Había una luz tenue en el techo. Una luzamarillenta en medio de la oscuridad,pero suficiente para que Eva viera quetenía un Rolls-Royce negro delante yque había varios coches detrás:Mercedes, BMW, Jaguar. Pero fue alviejo Rolls-Royce el que atrajo toda suatención, incluso en la oscuridad. Por uninstante Eva se vio entre lamuchedumbre, en la plaza del castillo otal vez en Kongens Nytorv o en otropunto de Copenhague, un día de verano,con la ciudad bañada por el sol, y oyó elclamor de miles de personas quevitoreaban a la reina, sentada en aquelcoche, vio su mano saludando a sussúbditos, su sonrisa. Imágenes icónicas;

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las había visto un sinfín de veces en latelevisión. Más tarde, cuando lamuchedumbre se hubo dispersado yvolvió a estar en el oscuro garaje, pensóen Tine Pihl, en lo que le había contadosobre el efecto que tenía en la genteestar cerca de los miembros de larealeza. «La gente se pone cachonda»,esas fueron las palabras que habíautilizado.

—Venga.Eva se centró y se acercó a la mujer,

que la esperaba impaciente.—Tenemos que salir por aquí —dijo.El suelo de cemento fue sustituido por

otro de adoquines. La mujer apretó elpaso.

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—Tenemos que darnos prisa —susurró, y miró el reloj—. Es aquí.

Se detuvieron en un portal.—Allí fuera —susurró la mujer, y

señaló—, al otro lado del portón, está laplaza del castillo. Y esta puerta teconducirá al palacio Moltke. Pero tienesque darte prisa, porque el guardia haceuna ronda cada hora. Así que disponesde... —Volvió a echar un vistazo al reloj—. Tienes como máximo treinta minutos,tal vez incluso un poco menos, paraestar de vuelta.

—¿No vienes conmigo?—Entrarás sola. Todo irá bien. No te

encontrarás con nadie. Y si sucediera,solo tienes que sonreír y seguir adelante

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a toda prisa. Habrá invitados y criados.—¿Cómo saldré?—Por donde has entrado, es decir, por

esta puerta, pero no tendrás que volver aatravesar todo el túnel. Saldrás por elportón, cruzarás la plaza a toda prisa yestarás en la calle. El portón se abredesde dentro. Dámelas.

La mujer miró las botas de agua y Evase las quitó. Abrió el bolso y le dio loszapatos.

—¿Y qué me dices de las alarmas?—El lugar está protegido por todo un

regimiento de soldados armados hastalos dientes, no existe mejor alarma queesa. Pero, una vez estás dentro, no hayalarmas. Además, tienen invitados en

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palacio.—¿Dónde?—La reina celebra una cena de gala en

el palacio de Christian IX. Al fin y alcabo, hoy es su cumpleaños. Perotambién hay un banquete en el palacioMoltke. En la Sala Rosa.

—¿Qué banquete?—Una cena de trabajo del Mariscalato

Real. Nada grande.—¿La Sala Rosa está cerca del Salón

de Banquetes?—Tendría que haber pensado en eso.—¿En qué?—En coger un plano. —Un suspiro de

impaciencia. La mujer metió la mano enel bolso y sacó un bolígrafo.

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—¿Tienes papel?—No —dijo Eva.—Súbete la manga.Eva hizo lo que le ordenó.—Saca el brazo.Eva obedeció, y la mujer empezó a

dibujar en su antebrazo. Le picaba lapiel, dolía un poco, pero Eva no dijonada, se limitó a mirar a la mujer queseguía dibujando concentrada sobre subrazo.

—Espero que seas capaz dedescifrarlo. Esto es el entresuelo. Tienesque subir por las escaleras principalesque están justo al otro lado de la puerta,aquí puedes ver la línea en zigzag, ydespués tendrás que doblar a la derecha

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cuando llegues al gran espejo delvestíbulo. Después solo tendrás queseguir la flecha hasta que llegues aquí.—La mujer señaló—. Voy a sombrear elcampo. Y sigues hasta aquí.

La mujer dibujó un cuadradito yescribió: «SCH.»

—¿SCH? —dijo Eva.—El Salón Chino. Y luego sigues la

flecha en este sentido. En realidad solotienes que continuar recto hasta quellegues a la pinacoteca, la atraviesas ysigues hasta la SC.

—¿La Sala de los Caballeros?—No tiene pérdida. A final sales por

esta puerta a un pequeño pasillo y entrasaquí. Es el Salón de Banquetes. ¿De

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acuerdo?La mujer dibujó un círculo alrededor

de las letras «SB».Eva vaciló.—De acuerdo —susurró finalmente—.

¿Me prestas la linterna?—Sí, pero debes darte prisa —dijo la

mujer antes de abrir la puerta y dejarpaso a Eva—. Como ya te he dicho,dispones de menos de media hora.

«Un arma letal», pensó Eva. Era justolo que andaba buscando. Y luego pensóque la oscuridad la protegería y que lomejor sería tener la linterna apagada.Subió las escaleras principales, lasmismas escaleras que ministros y jefesde Estado subían con motivo de la

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recepción de Año Nuevo y demás cenasde gala en palacio. Eva lo había vistomuchas veces en la televisión. Habíavisto cómo los mandamases, los másimportantes creadores de opinión y laflor y nata de la elite cultural del paísllegaban a palacio con las miradasllenas de expectación y perplejidad. Lasensación de encontrarse entre loselegidos.

No se atrevía a tocar nada, como sifuera una turista en una visita guiada,una extraña descarriada. La alfombraabsorbía la mayor parte del ruido queproducían sus pasos. Al final de lasescaleras se detuvo y miró el reloj. Las22.35. La próxima ronda del guardia era

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a las once. Pasó por delante de un par deespejos de varios metros de altura yechó un vistazo a la plaza del castillo.Un solitario ciclista cruzaba inseguro eladoquinado. Los guardias estaban tanquietos que parecían estatuas. Eva aguzóel oído. ¿Oía voces? ¿Pasos? No, nada.Probó la puerta que tenía enfrente yentró. Los suelos eran de madera vieja ybarnizada; cada vez que posaba el pie seoía un pequeño chirrido. Se quitó loszapatos, los sostuvo en la mano.

La luz de la luna entraba por laventana, justo lo suficiente para quepudiera ver dónde estaba: en unaantecámara menor del Salón Chino.Había una mesa ornamentada con un par

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de sillas altas. Viejos cuadros en lasparedes. Tal vez seis u ocho metroshasta el techo. Rococó. Eva no sabíamucho de arquitectura, pero a loslectores de Berlingske les gustaba leersobre bellos hogares, interiorismo yarquitectos estrella, y en una ocasiónhabía escrito un artículo sobre el estilorococó. Si no recordaba mal, estabainspirado en el arte oriental. Formassinuosas inspiradas en la naturaleza. Evase miró el brazo, consultando el planoque la hermana de Rigmor habíadibujado. Seguía sin oírse nada. Eracomo pasearse sola por un museo enplena noche, con el débil olor de losóleos y del barniz del suelo. Por la clase

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de museo que visitas el último día de tusvacaciones en una gran ciudad, a lasafueras, medio aburrida porque has vistoel Louvre, la Gemäldegalerie y la TateModern. Había que seguir. La puertaestaba entornada, solo emitió un levesonido cuando la abrió y pasó al SalónChino. Oscuridad. Enormes cuadros enlas paredes, tal vez de mercadereschinos, de un mercado de los viejostiempos en el Lejano Oriente. Contornosde distinguidas mesas y sillas. Unaespecie de ponchera en el centro, quizásun regalo de algún emperador chino.

Eva avanzó por la habitación, sedetuvo frente a la puerta. Voces.Débiles, pero estaba casi segura. No en

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la habitación del otro lado de la puerta,sino más adentro. ¿Tal vez en la Sala delos Caballeros? ¿O acaso se oían lasvoces desde la Sala Rosa, que según elplano dibujado a mano era la habitaciónmás alejada? Eva abrió la puerta y seesforzó por hacer el mínimo ruido. Teníaganas de encender la linterna de mano,de poder orientarse, pero sabía que erademasiado arriesgado, así que decidióquedarse frente a la puerta escuchando.Sí, se oían voces, lejanas eindistinguibles como un enjambre demoscas. Oía desde lejos palabras ysonidos transportados a través del airepor manos invisibles. Una habitaciónmenor, no muy distinta de la primera en

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la que había entrado. Avanzó hasta lasiguiente puerta. Cada vez se acercabamás a las voces. Alguien reía. ¿Dónde?Eva se quedó completamente quieta.Pasos, alguien se dirigía directamentehacia donde estaba ella. El sofá, ¿debíaecharse detrás? Era el único escondite.Eva iba hacia él cuando de pronto lospasos se apagaron. Se quedó quieta,asegurándose de no tener queesconderse, intentando hacer acopio defuerzas para seguir adelante. ¿Cuántotiempo llevaba en el palacio? ¿Un cuartode hora? Entonces el guardia prontoiniciaría su ronda.

—Veamos —susurró para sí—. La rutaes: entrar en la siguiente habitación,

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seguir hasta la Sala de los Caballeros,salir al pasillo o a un pequeñodescansillo, doblar a la izquierda ypasar al Salón de Banquetes.

La siguiente habitación era la másgrande en la que había estado jamás. Lasparedes estaban cubiertas de cuadros detodos los tamaños. En un extremo, unaespecie de salón con una exposición deporcelanas en pequeñas vitrinas. Allí elsuelo era peor y hacía mucho ruido acada paso que daba, irregular, conpequeñas cavidades probablementeproducidas por tacones de aguja, pormujeres distinguidas con copas altas enlas manos. El volumen de las voces

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aumentó. Distinguía alguna frase suelta.«La última vez.» «Pero no.» «Velada.»No estaba segura, tal vez fuera sucerebro que insistía en encontrar aunquesolo fuese un poco de congruencia,algún punto de referencia en el turbiofondo sonoro que la rodeaba.

Apretó el paso, quería acabar cuantoantes. Lanzó una rápida ojeada por lasiguiente puerta. La Sala de losCaballeros. La luz de la luna que entrabapor las ventanas relucía en las arañas ylas cortinas, los espejos y los marcosdorados de los cuadros. Tenía queseguir. De pronto Eva entendió variaspalabras, oyó el sonido de cristal ycubiertos contra los platos; a lo mejor

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los comensales estaban disfrutando dealgo de comer y una copita de buencoñac. Un vistazo al pasillo que estuvo apunto de obligarla a dar media vuelta.La puerta del final del pasillo estabaentreabierta y tal vez le separaban diezmetros de ella. Había una mujer sentadade perfil tomando una copa de vino. Sise volvía, la vería. La separaban unostres o cuatro metros de la puerta queconducía a la Sala de los Caballeros.Tres o cuatro metros en los que quedaríaal descubierto, aproximadamente cincosegundos en los que solo podríaencomendarse a la suerte, esperando quela mujer no volviera la cabeza y quenadie saliera de la Sala Rosa. Fue

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rápida hacia la puerta. Por un segundotemió que estuviera cerrada con llave,pero simplemente pesaba más de lo quecreía. La abrió ayudándose con elhombro, entró, la cerró con muchocuidado. De pronto se encontraba dondesucedió todo, en el Salón de Banquetes,la habitación donde el personal habíapresenciado una discusión. Les habíanordenado que se fueran. Que semarcharan del palacio. Ocho horas mástarde Christian Brix estaba muerto en elbosque.

No se adaptaba demasiado bien a sumano. La reproducción del cráneo eraangulosa y de bordes afilados. No

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pesaba nada, era como llevar unacáscara de huevo grande. El Salón deBanquetes era más pequeño que la Salade los Caballeros. Las ventanas daban alotro lado del edificio y solo recibía laluz de la luna esporádicamente. Lequedaban, como mucho, diez minutos; nodisponía de más tiempo. Diez minutos enlos que la puerta se podía abrir encualquier momento. Diez minutos paraintentar encontrar el arma o el objetoque había matado a Brix. Eso si aquelobjeto se encontraba en aquellahabitación. A lo mejor se trataba de unaespecie de arma contundente, un armaque se llevaron inmediatamente despuésdel crimen. No, debía fiarse de lo que

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había dicho el médico forense: que Brixse había caído sobre algo. Avanzó a lolargo de una pared. No había armasexpuestas, ninguna armadura con armascontundentes en las manos. ¿El canto deuna mesa? ¿Era posible que alguienhubiera empujado a Brix, que este sehubiera caído y se hubiera golpeado lacabeza con el canto de la mesa? No, deser así solo habría una única marca en lacabeza, no tres. ¿Los rodapiés? Se habíapuesto a cuatro patas y buscaba aoscuras intentando encontrar unaesquina, un borde, una punta, algo en loque encajaran las tres hendiduras delcráneo. ¿La silla del rincón? Eva selevantó, se acercó, escuchó, ¿venía

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alguien? No era la silla, y eso que teníalas patas finamente talladas con dibujossinuosos, posiblemente de marfil; perolas marcas no encajaban en ningún sitio.¿Los armarios de la pared contraria?¿La esquina inferior del armario? No,imposible, era imposible darse en lacabeza en ese ángulo al caerse. Tendríaque haber caído de abajo arriba. Depronto oyó pasos justo al otro lado de lapuerta. ¿Sería el guardia? Se levantó,corrió hacia la puerta que había en elextremo opuesto de la sala, la abrió y lacerró en el mismo instante en que la delSalón de Banquetes se abría.

Un estrecho pasillo, absolutaoscuridad. Por primera vez se atrevió a

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encender la linterna, solo brevemente.Voces masculinas que provenían de lasala que había dejado atrás. Alguienencendió la luz, lo vio por debajo de lapuerta. ¿Sería el guardia haciendo suronda o algún comensal del banqueteque quería estirar las piernas y se habíametido en la sala contigua? De pronto sesumó a la primera una voz femenina. ¿Unmiembro del servicio o una comensal?Eva tenía que salir de allí. Si abrían lapuerta se toparían con ella. Otra puerta,la probó sin tener ni idea de dóndeconduciría. A unas escaleras. Se quedóun instante parada mientras pensaba.¿Dónde estaba? En las escalerasoscuras. Rigmor le había hablado de

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algo que llamaban las escaleras oscuras.Las escaleras secretas. ¿Serían estas?¿Qué era lo que le había dicho Rigmor?Que Malte debió de abandonar lahabitación de invitados la noche en queBrix fue asesinado, que probablementehabía subido por aquellas escaleras.Eva se lo imaginó: un niño pequeño, desolo cinco años, en plena noche. Quizállevaba un pijama con un estampado decoches o de peligrosos leones. ¿Quéhabía visto? ¿Qué había oído? Voces queprovenían del Salón de Banquetes,voces como las que en aquel momentoestaba oyendo Eva, solo que másairadas, más amenazadoras, y entonces,¿dónde había ido? ¿Se había asustado?

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Sí, por supuesto, un niño pequeño,soñoliento y confuso, que se paseabasolo por un palacio en plena nochemientras las voces exaltadas subían detono, por supuesto que tuvo miedo.Estaba aterrorizado y no entró en la sala,tenía demasiado miedo, y sin embargono pudo resistirse a mirar. ¿Cómo? Elcuadro. El cuadro especial del que lehabía hablado Rigmor, el cuadro decristal. ¿Se habría colocado allí? Ahoraveía el pequeño descansillo al final delas escaleras. Eva tenía que subir un parde escalones y luego auparse a undescansillo que estaba a un metro escasodel suelo. ¿Podía hacerlo un niño desolo cinco años? Eva apagó la linterna.

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Sí, tal vez. Se subió, no era difícil, elniño también podría haberlo hecho.Además, la reina y sus hermanas sehabían subido allí de pequeñas. Rigmorse lo había explicado todo. Ahora lasvoces eran más nítidas. Un hombre decíaalgo así como que no tardaría mucho enacostarse. La risa de una mujer. Evamiró hacia la placa de vidrio, hacia elcuadro pintado sobre un cristal. Era uncuadro de animales. Papagayos, unmono. Rigmor le había contado que sepodía abrir, que podía hacer las vecesde trampilla. A través del cristal Evavio la espalda de un hombre deesmoquin, con el pelo cano, de hombrosestrechos. Cerró los ojos un momento,

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apartó las voces a un segundo plano,pensó.

—Veamos —murmuró—. El niño queno puede dormir está sentado aquí. Sellama Malte. Su madre está durmiendoen la habitación de invitados mientras élestá sentado aquí. Tiene miedo, porqueestá presenciando una violenta discusiónque tiene lugar en la sala. Y lo ve todopor el cristal. Sí, acerca la cabeza alcuadro, mira a través del espejo, vecómo los hombres discuten, ve cómo segritan, cómo Brix es amenazado. Tieneque ver con su hermana, le dicen que sise retira su hermana también seráapartada. Han estado bebiendo, ¿quiénempuja primero? Brix cae al suelo con

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el otro hombre encima. Es un hombregrande y pesado el que aterriza sobre él,y su nuca se estrella contra...

Eva miró al hombre que estaba deespaldas en la sala, vio cómodesaparecía, cómo salía de su campo devisión. Vio lo que había detrás de él.

Entonces se apagaron las luces, lasvoces se desvanecieron.

Eva escuchó. ¿Se había cerrado lapuerta? Sí, estaba casi segura de ello.Esperó un momento, reuniendo fuerzasantes de abandonar su escondite. Se bajódel descansillo, bajó las escaleras, salióal pequeño pasillo. Se quedó quieta uninstante y volvió a prestar atención antesde abrir la puerta del Salón de

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Banquetes. Se acercó a... Sí, ¿qué era?Encendió la linterna. Dirigió el haz deluz hacia el objeto de arte que parecíauna escultura que tenía delante. ¿Era lafigura que Malte había intentado dibujar,lo que Eva había tomado por una cara?¿Era un lavamanos? Sí, un lavamanosque tenía la forma de una enormeconcha. De piedra. Tal vez de mármol.En cualquier caso, lo bastante duro paradejar unas profundas marcas en elcráneo de alguien si se caía o loempujaban contra él. ¿Era unaenredadera o algún tipo de plantatrepadora acuática lo que se suponía quesubía por la concha? Eva no estabasegura, pero encajaba con lo que sabía

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del estilo rococó. La naturalezaincorporada a la arquitectura. Se volvióy miró hacia el escondite situado detrásdel vitral. Sí, el gran número de bordesafilados y dentados casaba. Sacó lareproducción del cráneo del bolsillo.Prestó atención. Voces en la habitacióncontigua. Si la puerta se abría ladescubrirían inmediatamente. Teníaprisa. Miró las marcas del hueso, lastres indentaciones. Intentó encontrar unpunto en la concha de mármol dondeencajaran las marcas. No. Nada. El hazde luz era débil. ¡Ojalá hubiera podidoencender la luz del techo! ¡Ojalá hubierasido capaz de centrar la atención! Perolas imágenes de su cerebro se lo

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impedían. Pequeños destellos de luzestroboscópica le bombardeaban elcerebro. Veía imágenes de un niñopequeño en lo alto de las escalerasoscuras, sentado tras el vitral, quepresenciaba una discusión. Es ChristianBrix quien discute con alguien. Acabade comunicar que no quiere seguir, quequiere divorciarse e irse a vivir con suamante italiana, con el amor de su vida,empezar una nueva vida. Sus palabrasexasperan a los hombres. Llegan a lasmanos. Han bebido. Embriaguez, ira. Elniño ha estado a punto de gritar de tantomiedo que ha pasado, ha llorado ensilencio. Ha reprimido las ganas de huir,se ha obligado a mirar a su tío que se ha

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caído y se ha golpeado contra la concha,contra uno de sus bordes afilados, con elotro hombre encima. Brix estáinconsciente, tal vez herido, estásangrando, es posible que sufrahemorragia cerebral. Ha cundido elpánico. Caos. Tenemos a un moribundoen el Salón de Banquetes. ¿Quéhacemos? Eva se imaginaba a loshombres con sus caros trajes corriendode un lado para otro, susurrando,discutiendo aterrorizados. ¿Qué puedenhacer, con quién deben ponerse encontacto, a quién deben llamar? ¿A unaambulancia? ¿A la policía? Pero ¿quédirá la prensa? Meterá las narices,hurgará. ¿De qué habían discutido? Se

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les exigiría una explicación, habríainterrogatorios, los pondrían en lapicota, se les pediría transparencia, todoaquello que un lugar como Amalienborgno deseaba.

¿Y si Brix no estaba muerto? Entonces¿qué? ¿Qué le habían hecho? No recibióninguna ayuda, eso lo sabía. Nollamaron a ningún médico, ningunaambulancia. A lo mejor incluso loayudaron en el último tránsito al gransilencio. ¿Cómo? ¿Le taparon la caracon un cojín? O algo más sencillo: unamano sobre la nariz y la boca, una manofuerte que apretó con fuerza cortándoleel oxígeno por completo, dejando alhombre severamente herido sin una

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oportunidad de sobrevivir,abandonándolo a su suerte, en espera dela oscuridad. ¿Era así como habían idolas cosas? ¿Eso había visto el niño, elúnico testigo? Antes de huir escalerasabajo, fuera de control, dando bandazos,de vuelta a la habitación de invitadosdonde dormía su madre, fuera de sí,aterrorizado, para refugiarse en el sueñode nuevo, en un lugar donde todo lo quehabía presenciado no fuera más que unapesadilla. Nuevas imágenes le llegabana Eva en pequeñas oleadas. Imágenes dehombres trasladando el cadáver deChristian Brix fuera del palacio. Denoche, sin prácticamente nadie quepudiera verlo. Lo meten en un coche,

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discusiones. ¿Ahora qué? Suicidio,propone uno. Otro dice que se acaba dedivorciar. Divorcio y suicidio vanunidos como el caballo al carro. Fuerade la ciudad, uno se muestra resuelto yrecuerda que deben pasar por su casapara recoger su rifle de caza. Luego albosque. A un lugar cualquiera. No, nodel todo. Deben adentrarse en el bosque.Lluvia, agua que cae a chorros y queborrará cualquier rastro, el rifle en laboca del cadáver, apretar el gatillo,volar el cerebro de otra persona en milpedazos. Uno propone lo del SMS.¿Para quién? La hermana, naturalmente.Para disipar cualquier duda. Aquí,apoyado contra este árbol en lo más

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profundo del bosque, un hombre hadecidido ponerle fin a su vida.Despedirse de la vida de una manerarápida y brutal. ¿Quién puede dudar dealgo así? ¿Quién hay capaz de poner enduda que no haya sido precisamente así?De no haber sido porque Malte lopresenció todo y dibujó la muerte de sutío antes de que ellos enviaran el SMS...Y aunque Helena sufrió mucho, decidióseguirles el juego porque sabía lo que sejugaba: la monarquía, ella misma y todasu existencia, el futuro de los niños, elfuturo de Malte, el futuro que el palaciole había prometido que estabaasegurado. Siempre y cuando fuera leal.Helena arrancó la página de la agenda

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de la guardería. Así debió de suceder.La arrancó de manera que nadie pudieracotejar el momento en que dejó a Malteen la guardería y el niño habló de lamuerte de su tío con el momento en quefue enviado el SMS.

Eva estaba al lado de la escultura demármol. Intentó acercar el cráneo a losbordes de la concha, como una niña quebusca dos piezas de un rompecabezasque encajen. Si se había caído, a lomejor se había dado contra algo a ras desuelo, cerca del...

Oyó un clic como el de la verja de laguardería el primer día que llegó. No,solo fue en su cabeza. Un leve sonidocuando de pronto las tres hendiduras del

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cráneo encajaron con las tres puntas dela parte inferior de la concha,cómodamente, como si fueranabsorbidas por ella. Clic. Eva se echóun instante como Brix debió yacerdurante los últimos segundos, como unanimal herido e indefenso, tal comohabía yacido Martin aquel terrible díaen un lejano desierto, tal como Evahabía yacido en casa, durante demasiadotiempo, esperando que la vida volvieraa hacer presa en ella, simplementeesperando. Luego se levantó, corrióhacia la puerta y pegó la oreja a ella.Cuando le pareció que tenía vía libre, laabrió e inició su huida del palacio.

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H. C. Andersens Boulevard22.30

El hogar para mujeres de GrevindeDanner. Así pues, su primera idea habíasido acertada. Debía de estar aquí.Hasta aquí la había rastreado Trane.Marcus avanzaba por la acera opuestadel bulevar, pegado a una pareja con suestúpido perro. Nunca había entendidoqué sentido tenía un perro en la ciudad.La soledad hay que combatirla con

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compañía humana. Mejor Reikiavik,donde había que pedir permiso paratener perro, permiso para curar lasoledad con criaturas de cuatro patas.¿Por qué pensaba en ello? En lasoledad. Porque nunca la tendría.Viviría solo o moriría solo.

Desde el otro lado de la calle veía lafurgoneta oscura con los cristalestintados. Trane estaba sentado en ella,de eso Marcus estaba seguro. Debíaprocurar que no lo vieran. Se acercó unpoco más a la pareja del perro. Echó unvistazo atrás, hacia el vehículo. Lamejor coartada, con diferencia, era iracompañado de gente que no parecíapertenecer al mundo de Marcus y de

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Trane.—Vaya, qué perro tan estupendo —

dijo.—Sí, es maravilloso.—¿Es un collie?—¡No! —dijo la mujer, negando con

la cabeza como si Marcus hubiera dichoalgo absolutamente disparatado—. Es ungolden retriever.

—Vaya —dijo Marcus, y añadiócuando llegaron a la esquina—: Buenastardes.

La pareja desapareció y Marcus sesituó. ¿Habían destacado a un hombre?No a primera vista. Entonces sucedióalgo: la puerta del vehículo se abrió. Sebajaron dos hombres. Ambos vestían

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mono de trabajo. ¿Ese era el plan deTrane? ¿Introducirse en el hogar comooperarios? ¿Acceder mediante unamentira, para reparar unos supuestoscables telefónicos defectuosos o unosdesagües atascados? Examinó a los doshombres. Uno abrió la puerta trasera ysacó unos carteles mientras el otrorecorría el par de metros que losseparaban de la parada del autobús.Abrió el expositor luminoso, sacó unviejo póster de cine y lo tiró al suelo.Entre los dos fijaron el nuevo cartelpublicitario, de una mujer con un helado.

Recogieron la basura y se fueron.Marcus miró hacia el viejo hogar paramujeres. ¿Se había equivocado? Sacó el

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teléfono. ¿El hogar Reden? Todo parecíaestar en calma. ¿Y los otros tres centros?¿El de Jagtvejen? Un vistazo al centroDanner. ¿Cuánto hacía que David lohabía avisado? ¿Una hora? A lo mejorya era demasiado tarde. A lo mejor lahabían cogido mientras estaba fuera delcentro. ¿Por qué iba a estar fuera a esashoras de la noche? No. Miró otra vez lapantalla del teléfono. Tenía que salvarla.Sería su última misión. Si conseguíatener una mejor visión de conjunto, talvez si bajaba al jardín que había en laparte posterior del centro Danner...¿Desde dónde atacaría él? Seguramentedesde el jardín. Sí, escalaría el muro,entraría por las ventanas de arriba,

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donde no habría alarmas. Marcus seorientó: el edificio de enfrente,viviendas. Echó a correr. Pensaba queconseguiría las mejores vistas del centropara mujeres desde el tejado. Desde allípodría vigilar todas las entradas. ¿Yentonces qué haría? ¿Llamar a lapolicía? ¿Por qué no? Sería lo mássencillo. Él estaba solo. Ellos eranmuchos. No podría hacer nada.

—¿Hola? —dijo la voz adormilada enel portero automático. Los ojos deMarcus buscaron un nombre adecuadoentre los doce que aparecían en la placa.

Carraspeó.—Sí, perdona. Soy Michael, el que

vive en casa de Pernille, en la primera

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planta. Mi llave del portal se ha roto enla cerradura. ¿Te importaría bajar aabrirme?

Silencio.—¿Bajar? ¿Y no puedo abrirte desde

aquí?—Inténtalo.El sonido de la cerradura que se

descorría. Marcus abrió.—¿Has podido entrar?—¡Gracias!Marcus echó a correr, dejó atrás la

escalera principal. Era un edificio viejo.Tenía que usar las escaleras de servicio.Siempre conducían al desván. Desde allísaldría al tejado. Visión de conjunto.Perspectiva.

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Hogar para mujeres22.55

Más cansada que redimida y todavíaasustada. Así se sentía Eva mientras seacercaba al hogar para mujeres. ¿Lahabía seguido alguien? ¿La había vistoalguien? ¿Podía fiarse de Rigmor y de suhermana? Tal vez una cámara en elportón cuando salió del palacio Moltke.Un guardia que la había visto cuandoabrió la puerta y cruzó la plaza del

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palacio. A lo mejor alguien la habíavisto desde alguna ventana. De hecho, alvolverse había divisado una silueta enuna de las ventanas del palacio, ¿oacaso no era más que la paranoia que senegaba a abandonarla?

Una cosa sí sabía: esa noche habíaconseguido algo. Sin embargo no sesentía orgullosa. Rico había dicho deella que carecía de talento, que era unapava que había progresado gracias a sufísico y a su habilidad para utilizarlo,una persona a la que no le importaba supropia vacuidad porque no había nadie aquien le preocupara, porque a todo elmundo le daba igual siempre y cuandosiguiera sonriendo dulcemente, vistiera

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ropa ceñida y se metiera en la cama conla persona adecuada. ¿Había estado enlo cierto?

Pero ahora sabía algo, algo por lo quehabía luchado, una verdad. Tenía queescribir el artículo en el que contaríatoda la historia. Al día siguiente, cuandohubiera descansado, cuando hubierarecuperado la calma, lo haría. Locontaría todo acerca del asesinato deChristian Brix, del palacio como lugardel crimen, del abuso de poder, de lasestructuras de poder dignas de unarepública bananera, de la policía queobstruía la investigación, de la policíaque se tendía a los pies de la Familia,que obedecía hasta el más pequeño

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guiño, de los políticos y los redactoresjefe a quienes les daba igual, a los quesolo les importaba su propia carrera, supropia reputación, de una sociedad quesolo se preocupaba de la verdad cuandoesta encajaba en...

Se atascó. Rabia. Se atascó por la iraque sentía, la impotencia, la voluntad decambio, de decir a gritos todo lo que nose podía decir. Pero ¿era una verdad quealguien estaba dispuesto a oír? No, no ajuzgar por la gente con la que se habíatopado a lo largo de su viaje. Recordóla conversación mantenida en elhospicio, las palabras del periodistamoribundo sobre la estupidez que enestos años arrasaba el mundo como un

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incendio forestal. Recordó la convicciónde Claudia y Tine Pihl de que nadiequería oír la verdad sobre el modo dehacer de las monarquías europeas. Ypensó en por qué era así. ¿Por qué? Sumejor respuesta le llegó cuando abrió lapuerta del hogar para mujeres y sintiócómo el cansancio se apoderaba de ella.Era muy sencilla. Nadie estabadispuesto a oír la verdad porque eraengorrosa, porque era problemáticacomo podía ser la realidad, con todassus aristas y sus trampas y sus callejonessin salida, y por eso optábamos todospor la solución más fácil: habíamoscreado otra realidad, una realidadsencilla y maravillosa. Como en

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Facebook. Solo que aquí no había bollosde espelta y sesiones de footing sobrelos que mentir, sino la idea de unamonarquía feliz, de una sociedad que noconocía la corrupción ni el abuso depoder.

Se oía música en la cocina. Tal vezafricana, en cualquier caso étnica,ritmos de tambor y flautas. Voces,mujeres que reían. Eva solo queríadormir, descansar la cabeza, reflexionarsobre qué hacer con lo que sabía acercade un crimen cometido en el corazón dela monarquía danesa, pero alguien lallamó cuando pasó por delante de lacocina, una voz conocida, la de Alicia.

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—Hola, Eva —llamó, y agitó la mano.—Hola.—Tienes que probar esto.—¿Qué es? —Eva tuvo que entrar en

la cocina donde estaban sentadas cincomujeres a la mesa comiendo pasteles.

—Halwa Chabakia. No la habíaprobado desde que era niña. —Leofreció un trozo a Eva, que lo probó—.Con sésamo y miel. ¿Es demasiadodulce para ti?

—No, está bueno, pero es que estoymuy cansada.

—Pareces cansada —dijo una de lasotras. Acento del este de Europa, unrostro que había tenido que soportar unpoco de todo y que había renunciado a

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seguir ocultándolo.—Buenas noches —dijo Eva—.

Guardadme un poco de pastel paramañana.

Las mujeres se rieron, Eva todavía oíasus voces cuando desapareció pasilloabajo y abrió la puerta que daba a lasescaleras. Salió al pasillo, metió lallave en la cerradura de su habitación yentró. La puerta se cerró con un suspiro,con un sonido lleno de añoranza ysoledad. Encendió la luz. Paseó lamirada por la habitación prácticamentevacía que en aquel momento constituíasu hogar. Tal vez para siempre. ¿Algunavez cambiaría? «No, ahora no —pensó—. Esta noche estos estúpidos

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pensamientos, no.» Se acercó a laventana. Se quitó los zapatos y loscalcetines, se sentó en el alféizar talcomo había hecho tantas veces en sujuventud, en los años inmediatamenteposteriores a que abandonara la casa desus padres, en los años con novioscambiantes que solo tenían en comúnque sabía con toda seguridad que noeran el adecuado para ella y que hacíanlas veces de dique que la protegía delmiedo a estar sola, el miedo que sumadre le había inoculado. Allí se habíasentado a menudo, en el alféizar,mirando hacia la calle del centro de laciudad, en los barrios de Østerbro yNørrebro, donde fuera que había vivido

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realquilada, escuchando música, aEmmylou Harris, ¿por qué pensaba enella ahora? Y sentada allí, comoentonces, sintió cómo la calma lainundaba, la esperanza, la fe en que allíestaría segura. Un par de coches pasaronpor la calle. Ninguno se detuvo, ningúnhombre se bajó. Seguridad. Repitió lapalabra mentalmente un par de veces.Disfrutó pronunciándola tanto rápidacomo lentamente, hasta que finalmente,media hora más tarde, se bajó delalféizar, se quitó la ropa y se acostó. Sequedó echada pensando en el palacio.En todo lo que había visto, en todo loque había oído. Y tal vez fueraprecisamente porque ella misma, por

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primera vez en mucho tiempo, se sentíasegura, que pensó en lo que había oídoacerca de la violencia. Violencia contralos niños, contra los príncipes cuandoeran pequeños. Ellos no pudieron huir yesconderse en un centro; estabanencerrados, atrapados para siempre.Aprisionados por las expectativas y lasilusiones de felicidad, las esperanzas dela familia, sí, sobre todo esto último,pensó Eva. La familia admirada portodo un país. La familia en la que todoun país se miraba. ¿Y qué veríamoscuando nos miráramos en el espejo?Veríamos felicidad, veríamos sonrisasamplias, veríamos belleza y amor, niñosbonitos, armonía.

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Lo último que vio Eva antes dequedarse dormida fue a dos niñospequeños. Dos niños pequeñosencerrados en el palacio.

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H. C. Andersens Boulevard23.05

El tendedero en el desván, olor adetergente. A hogar, a madre, a la madrede cualquiera, una madre mejor que lade Marcus. Dejó atrás las sábanas y lasfundas de edredón en busca de unasalida, de un trampilla en el techo. Allí.Aún mejor, una puerta. Cerraduraantigua, pedía a gritos una llave perorecibió una patada. El marco se

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desprendió de la puerta con tal facilidadque diríase que llevaba dos siglosesperando ese momento. Marcus salió ytuvo que esperar un instante a que susojos se acostumbraran a la oscuridad.Allí arriba el aire era frío. Se movió conpasos cautelosos. El centro Dannerestaba allí abajo, desde donde estaba loveía perfectamente. El bello patio estabaparcialmente iluminado por la luz de lasventanas. ¿No había oído en algún sitioque también tenían una escuela? AMarcus le parecía recordar algo así.Una sociedad completa en miniatura. Sinhombres. No había nada que ver. NingúnTrane, ninguno de los tan temidoshombres. Miró en su teléfono las

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imágenes de vigilancia de las otrascámaras. Y entonces le ocurrió algo quenunca había experimentado. Lo habíadetectado en la mirada de los hombresque había dirigido en el combate. Habíavisto desaparecer en ellos la esperanza.La esperanza de salir vivos de allí. O laesperanza de un mundo mejor. Yentonces le sucedió a él. Su esperanzadesapareció cuando vio en el iPhone queuna de las cámaras dejaba de funcionar,la que había montado frente al centro deJagtvej. La pantalla se fue a negro.Pensó: «No voy a poder cumplir micometido. No puedo salvarla. Morirá, ysoy quien ha fallado.» A lo mejor laspilas se habían agotado. En tal caso, las

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otras no tardarían en apagarse. Tranesería el primero en llegar, Eva moriría.

Los ojos de Marcus se fijaron en laesquina inferior izquierda. «Live.23.08.» Por un instante no entendió loque estaba sucediendo. La cámarafuncionaba. Los segundos pasaban, perola pantalla estaba a oscuras. ¿Alguienhabía colocado algo delante de lacámara? ¿Un coche se había detenidodelante? Imposible, estaba demasiadoalta. Entonces ¿qué? Se volvió y miróhacia el barrio, hacia Nørrebro. Jagtvej.Vio cómo un barrio entero se quedaba aoscuras.

—Trane —dijo antes de saltar altendedero y correr hacia la salida.

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Hogar para mujeres23.50

Eva despertó. Se levantó, miró por laventana: oscuridad. Tan densa yarrolladora que era imposible en unagran ciudad. Tal vez en el campo, en elquinto pino, o en un bosque, pero no enCopenhague. Sin embargo, tardó un ratoen caer en la cuenta de que la luz sehabía ido. Las farolas, los anuncios, lossemáforos estaban apagados.

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Abrió la puerta que daba al pasillo,accionó el interruptor. Nada. Se abrióuna puerta al final del pasillo, una mujerpequeña y delicada salió y le dijo algo,quizás en inglés, Eva no la entendía.

—Yes, dark —dijo Eva—. No light.La mujer dijo algo más. Eva solo

entendió la palabra «fix».—Yes, they will fix it. Very soon, don’t

worry.Volvió a meterse en la habitación, el

cansancio la empujaba hacia la cama.Cuando ya se había acostado y estaba alborde del sueño, algo dentro de ellaatrajo su atención. Se incorporó. Elapagón. Como cuando durmió en elhotel. Justo antes de que atacaran.

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¿Podía tratarse de...? No, estabaparanoica. Decidió volver a acostarse.Su cerebro concluyó que era lo másadecuado: combatir la paranoia,rechazar el miedo; pero su cuerpo no laobedeció. Se levantó, volvió a la puerta.Se quedó escuchando. ¿El pitido habíasonado todo el tiempo? No, acababa dedispararse, tal vez se habíaintensificado, acabó en una explosiónque la llevó a taparse los oídos uninstante, pero no le sirvió de nada. Elsonido lo atravesaba todo, estabadiseñado para ello, para penetrar hastael sueño más profundo, despertar a lagente, gritarle a la cara que debíalevantarse a toda prisa, salir a la calle,

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que había un incendio.

Caos. En el pasillo, en la densaoscuridad, siluetas de mujeres, una quegritaba, frases a medias, toda clase deacentos, salidas y entradas, puertascerradas con llave, intentosdesesperados de encontrar una llave enla oscuridad, bolsos, artículos deprimera necesidad. Y en medio de todoaquello Eva pensaba que era como siuna psicosis colectiva se hubieraapoderado del hogar para mujeres, comosi de pronto hubieran retirado la tapa ytodo el miedo se hubiera derramado degolpe, como si las mujeres, en toda sufragilidad, con los nervios destrozados

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por una vida llena de angustia,estuvieran convencidas de que habíallegado su hora. Liv también lo estaba.¿Llevaba todo el tiempo allí o la habíanllamado? Su voz apenas era capaz deimponerse al barullo, pero la oyóporque estaba justo a su lado.

—Calma —gritó—. Es la alarmacontra incendios, pero el fuego está en elsótano, y si todas salimos a la escalera ybajamos tranquilamente no pasará nada.—Repitió el mensaje un par de veces—.Que no cunda el pánico. ¡Calma! Take iteasy!

Una mujer somalí con un bebé enbrazos parecía conmocionada. Eva tratóde calmarla.

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—No worry —le repitió varias veces.Al final, tal vez porque el bebé rompió allorar, la mujer salió de su estadocatatónico y siguió a las demás.

Las escaleras parecían el escenario deuna película de catástrofes.

—Smoke! —gritó una mujer.Sin embargo, Eva no vio ni olió humo

por ningún lado. Llegaron a la recepcióny de pronto apareció el humo. Un humodenso y negro. Era imposible ver dedónde provenía, tal vez del sótano, talvez subía por el hueco del ascensor o secolaba entre las grietas del viejoedificio. Liv estaba en la puerta. ¿O noera ella? A Eva le costaba ver nadadebido a la oscuridad y al humo. Le

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escocían los ojos. La mujer agitó losbrazos y gritó algo, que se calmaran yabandonaran el centro, que se reunieranen la calle, que ya habían llamado a losbomberos. Y luego gritó algo más.Preguntó si estaban todas. Tuvo quedesistir porque no lograba hacerse oíren medio de aquel caos, y el guardiatomó la palabra, con su profunda yatronadora voz de bajo que, sinembargo, no resultaba más fácil de oírque la de Liv.

—¿Queda alguien en las habitaciones?¿Hay alguien que siga durmiendo?

Algunas mujeres contestaron a gritos yal mismo tiempo. El guardia se inclinóhacia Liv y le gritó algo al oído, algo así

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como que tal vez no fueran más quebombas de humo, pero que no podíaasegurarlo con certeza. Eva oyó lassirenas a lo lejos. Se acercaban. Siguióa las demás hacia la puerta, hacia elexterior, hacia la noche, hacia la oscuracalle.

—Por aquí —dijo Liv, y gesticuló conlos brazos—. Salid por aquí.

Y allí estaba la oscuridad que llevó aEva a detenerse. ¿O fue la mismasensación que la había despertado hacíaapenas un rato? Era como un dedoinvisible que le daba golpecitos en elhombro. Ya había llegado a la puerta. Seencontraba en el pequeño pasillo con lascajas de fruta. Las mujeres,

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desesperadas, la empujaban y se abríanpaso a codazos, querían salir cuantoantes y ponerse a salvo.

El apagón repentino.Como aquella noche en el hotel.Fuego en el sótano. La calle a oscuras,

pánico y caos. De pronto lo comprendiótodo, de pronto todo encajó y seconvirtió en una larga concatenación deideas con principio, desarrollo y final:todo giraba en torno a ella. Claro, ¿porqué no se le había ocurrido antes? Elapagón, el pánico, el humo denso yoscuro, se debiera este a un incendio o auna bomba de humo, mujeres que seveían obligadas a huir al exterior, aadentrarse en una oscuridad cerrada. Se

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trataba de ella. Era su plan, su manerade hacerla salir allá donde no estaríaprotegida, ¿y qué mejor para sacar a lagente que prender fuego a su guarida?Era un truco que había sido utilizado entodas las épocas, en todas las guerras,por vikingos, caballeros, indios ysoldados modernos. Todo el mundoconocía el método: pégale fuego a surefugio y verás cómo salen. Let’s smoke‘em out. Eva dio media vuelta y corrióen dirección contraria, hacia el interiordel hogar para mujeres en llamas.

Eva no sabía dónde ir, pero optó porsubir. Simplemente subir. De este modoel humo tardaría más tiempo en

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alcanzarla, tal vez lo suficiente para quediera tiempo a apagar el fuego, y sobretodo evitaría caer en la trampa que lehabían tendido, evitaría salir corriendoa la oscuridad, caer en manos de suenemigo. Sin embargo, la oscuridad selo ponía difícil y el humo era cada vezmás denso, más negro. Le picaban losojos, la nariz, le dolían los pulmones. Alacercarse al ascensor notó undesagradable sabor a productosquímicos en el hueco de la escalera.Cuando pasó corriendo por delante vioel resplandor. No se trataba de unabomba de humo. Eran llamas.

Consiguió salir a las escaleras. Subiócorriendo. Cada paso que daba le

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resultaba un suplicio. Vio una siluetadelante, pero era de una joven confusa,asustada. Se había envuelto en una mantamojada. Se agarró a Eva.

—You have to get out of here —legritó Eva—. Fire, fire.

La mujer se apresuró a bajar lasescaleras. Eva no tardó en llegar denuevo al tercer piso. Se detuvo. Letemblaban las piernas. Se concedió unsegundo. Allí arriba había menos humopero seguía estando a oscuras, y el humoacabaría llegando. Boqueó.

—Tranquila —susurró para sí—.Tranquila.

Trató de pensar como ellos. ¿Quéesperaban que hiciera? ¿Que saliera con

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las demás? Él o ellos estaban allíafuera, entre la gente, aprovechándosede la oscuridad y la confusión. Entrebomberos, auxiliares, vecinos yempleados del centro, personas que nose conocían, que no se veían, allí estaríaél. O allí estarían ellos. Buscándola.¿Con un cuchillo en la mano? Tal vez, ocon un arma de fuego. No haría muchoruido. ¿Con silenciador? ¿Por qué no?«Cuchillo», la palabra quedósuspendida en su conciencia un instante.Un arma. ¿Por qué no había pensado eneso antes? Tenía que conseguir una.Porque pronto llegaría, dentro deescasos minutos si no estaba ya allí.Descubriría que ella no estaba en la

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calle, que su plan había fracasado, yaprovecharía la confusión para colarse,tal vez haciéndose pasar por un bomberoo un conductor de ambulancia, tal vezpor un policía, porque seguramentetambién habían llamado a la policía. Alo mejor aprovecharía sin más quecualquiera podía entrar y salir duranteesos caóticos minutos, que no habíanada que se interpusiera entre él y Eva.El plan era el siguiente, pensó: bajar ala cocina, encontrar un arma, volver asubir hasta arriba del todo, tal vez hastael tejado, si era posible, donde podríaesconderse, esperar hasta que él sehubiera rendido. Sí, así tendría que ser.No se le ocurría nada mejor.

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Las escaleras. El humo era más denso.Volvió a bajar. Oyó gritos que proveníande la calle, mujeres que lloraban, aalguien que intentaba consolarlas. Semezclaron nuevos sonidos. Un estruendoen el sótano. Cristales que se rompían,tal vez porque los bomberos estabanentrando, tal vez por culpa del calor. Undestello del fuego tras las puertas delhueco del ascensor.

De vuelta a la planta baja, humo negrogrisáceo, un intento desesperado deabrirse camino a tientas en esapesadilla. La puerta de la cocina.¿Cuchillos? ¿Dónde? ¿En qué dirección?Dio un par de pasos a la izquierda. Segolpeó la cadera contra algo duro. El

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dolor le recorrió su muslo, le envolvióla rodilla. Se había dado contra la mesa.Se agarró al borde y avanzó cogida de élhasta los cajones. Abrió el de arriba, lepareció ver algo en el fondo, unasuperficie brillante, metió la mano: uncuchillo corto, afilado. No, no erasuficientemente largo. Tenía que poderclavárselo a ese cerdo hasta laempuñadura. Encontró otro, tal vez unpoco pesado, pero fue el mejor queencontró. Volvió sobre sus pasos. Salióa la escalera. La puerta se cerró detrásde ella. Tal vez había subido diezpeldaños cuando oyó los pasos de otrapersona que se mezclaban con los suyos.Miró hacia abajo. La oscuridad le

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impidió ver más allá de una silueta, perono lo dudó: estaba en la escalera y subíahacia ella.

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17 de abril

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Jagtvej00.12

Parecía el rodaje de una película. Fuelo primero que pensó Marcus cuandollegó al hogar para mujeres. Habíamujeres llorando envueltas en mantas enla calle. Habían formado grupitos y seconsolaban mutuamente. Las luces de lasambulancias y los camiones debomberos, niños gritando, agentes depolicía, hombres uniformados,

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oscuridad.Vio las llamas en el interior, los

destellos rojos y amarillos a través delas ventanas. El humo casi se confundíacon la oscuridad, con un matiz grisáceoque le irritaba los ojos y la garganta. Yase había mezclado con la multitud.¿Dónde estaba ella? No estaba nervioso.Nadie lo conocía, todos tenían más quesuficiente encargándose de su propiasupervivencia, no era más que unhombre entre todos los demás hombres.Buscó a Trane y a los otros con lamirada. ¿Había llegado tarde? Era comosi su vida dependiera de una sola cosa:salvarla antes de que fuera demasiadotarde. Solo tardó un instante en darse

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cuenta de que no la encontraría allí. Erademasiado hábil. Era demasiado lista.Claro que sabía que habían sido elloslos que habían provocado el apagón, losque habían provocado el incendio en elhogar. Sabía que era una trampa, unintento de obligarla a salir. Tal veztambién fuera una ventaja para él, suventaja frente a Trane. Trane no sabía aquién se enfrentaba, la subestimaba, elpeor error que puede cometer unsoldado. Vietnam, Chequia, Afganistán.La historia era una sarta de ejemplos defuerzas militares superiores que habíansubestimado a sus adversarios conconsecuencias catastróficas. En cambioMarcus la conocía. En aquel mismo

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momento la tenía en la retina, la veíabuscando un escondite en el interior delcentro, un lugar donde ni el fuego ni elhumo ni Trane pudieran alcanzarla.

—¿Puedo pasar?Bomberos en las escaleras que

conducían a la entrada principal. Otros,equipados con casco y máscaraantihumo, estaban entrando por lasventanas del sótano. El sonido de uncristal que se rompía. Gritos: «¿Estamosseguros de que no hay nadie en elinterior?» Varias órdenes, una vozamplificada por un megáfono: «¡Atrás!¡Échense más atrás!»

Pero Marcus hizo lo contrario. Seacercó más. No estaba nervioso. Sabía

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que tenía el aspecto adecuado, parecíaun agente de policía, sabía que setrataba de aparentar calma, de irradiarautoridad y fuerza. De ese modo nadiesospecharía de él, todos creerían queera uno de los suyos. Saludótranquilamente a un bombero.Posiblemente parecía alguien que queríaformarse una idea general de lasituación. Oyó a otro bombero deciralgo acerca del riesgo dedesprendimientos. Más gritos por elmegáfono. Marcus entró por la puertadel hogar para mujeres y desaparecióentre la oscuridad y el humo.

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Hogar para mujeres00.14

La Eva que ella conocía desapareció,sustituida por el puro instinto, por lavoluntad de sobrevivir. Casi pudo sentircómo su cerebro desconectaba cuandosubió las escaleras corriendo en laoscuridad. Le oía con toda claridad, talvez porque la alarma había dejado desonar, tal vez porque de pronto seencontraban en una especie de vacío, un

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lugar que nada tenía que ver con el restodel mundo que los rodeaba, un mundohabitado por dos seres humanos, dospersonas en unas escaleras, un hombre yuna mujer; el hombre quiere asesinar ala mujer, la mujer huye, una huidaabsurda, pues ella sabe que él laalcanzará y él sabe que ella no tieneescapatoria, todas sus ideas de buscarrefugio en el tejado son inútiles, estádemasiado lejos, es demasiado débil.

¿Le había gritado algo? No estabasegura, no se volvió, sencillamentepermitió que el cuerpo hiciera lo que lediera la gana, poner un pie delante delotro, peldaño a peldaño, hacia arriba.

Sí, le gritaba algo, pero no pudo oír

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qué, y eso la sorprendió. Tal vez fueraun mecanismo de defensa que su cuerpohabía puesto en marcha, una función quela protegía de lo que quisiera decirle unhombre que en ese mismo momento laperseguía salvajemente, un hombre quequería matarla.

Eva abrió la puerta de la cuarta planta.El calor le golpeó la cara. Procedía delhueco. No podía avanzar más. No sabíapor dónde se salía al tejado. Se volvió.Lo vio, casi parecía haber surgido de laoscuridad. Empuñó fuertemente elcuchillo. Él estiró el brazo para cogerla.Intentó pincharlo pero la esquivó, laagarró del brazo, se lo retorció, laobligó a agacharse. Volvió a intentar

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clavarle el cuchillo. Dio contra algo, losuficiente para que la soltara. Evavolvió a ponerse en pie. Huyó haciaarriba. Dos escalones, tres. Miró atrás,no lo veía por ninguna parte. Habíadesaparecido. A lo mejor lo habíaherido. No le dio tiempo a asimilarlocuando de pronto vio su rostro a pocoscentímetros del suyo. Era otro, no el quele había hablado de encontrar un papelprotagonista en una vida mejor. Tendríaque haberlo escuchado, ahora seencontraba frente a frente con otro. Elhombre la agarró de la muñeca, se latorció y el cuchillo se le cayó de lamano. Un golpe en la cabeza, todo sevolvió negro, se desmayó. Cuando

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volvió a sentir algo fueron sus manosalrededor del cuello. ¿Era así comopensaba hacerlo? Nada de armas, nisiquiera una piedra, tal como loshombres primitivos se mataban muchoantes de que se le ocurriera a alguienutilizar un arma. Oscuridad. Estaba bien.De no haber sido por el dolor en elcuello habría sido una sensaciónbienvenida, el final. Era muy fuerte.Estaban tendidos en las escaleras. Lacabeza de Eva en el escalón superior,con la nuca empotrada contra el borde.Con las puntas de los dedos tocaba algo,probablemente la barandilla. Perdió laconciencia un instante. ¿Estaba muerta?No, oía su propia respiración, ronca y

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silbante. La había soltado. Saboreó algoque podía ser sangre, y de pronto oyóalgo nuevo, una voz que gritaba algo.Vio a los dos hombres y pensó: «¿Porqué tenían que ser dos para acabarconmigo?» El cuchillo estaba a su lado.Lo cogió. Volvió a mirar a los doshombres. ¿Estaban luchando? Unointentaba golpear al otro. Un grito o dos,uno cayó y luego fue por ella. Eva sehabía levantado. Los movimientos delhombre ahora eran lentos, trató deagarrarla con las manos. «Deja que seacerque —pensó Eva—. Acércate,venga.» Fue entonces cuando pudo versus ojos, aquellos ojos tan bonitos quele habían mentido, que le habían hecho

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creer que podría salir de esa ilesa.Incluso le sonrió. Se le congeló lasonrisa. Bajó la mirada hacia elcuchillo. Eva lo sacó. La sangre manabade su abdomen.

—Eva —dijo. Nada más. Luchaba porrecuperar el equilibrio. Miró por encimadel hombro hacia el otro hombre. Habíadesaparecido. Cuando volvió a mirar aEva, ella le clavó el cuchillo porsegunda vez. Sintió cómo la sangrecorría por su mano, como pequeñosinsectos, en gotitas. Eva retrocedióhacia la puerta de la cuarta planta. Teníaque salir de allí. Estrujaba el cuchillocon tal fuerza que si hubiera apretado unpoco más se habría convertido

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irremediablemente en parte de sucuerpo, en algo imposible de separar desu mano. Un vistazo atrás. Nadie. Desdeel extremo opuesto del pasillo una vozgritó:

—¡Tenemos a otra aquí dentro, en lasescaleras!

Eva se cayó. Alguien la abrazó; unosbrazos fuertes la alzaron en el aire.Gritó. Luchó con el cuchillo. Queríamatar a esos cerdos, a todos ellos,acuchillarlos, sacarles las malditasentrañas, pero ya no tenía el cuchillo,alguien se lo había quitado, o a lo mejorellos se lo habían quitado.

El hombre, su voz.—Tranquila, ahora cálmate —dijo un

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desconocido. Sus ojos asomaban pordebajo del casco.

Otra voz.—Sácala de aquí.Y entonces Eva voló escaleras abajo,

como un pájaro que levantaba el vuelodel nido por primera vez. Flotaba en elaire, flotaba a través de la oscuridad, lellegaban voces, voces sin sentido.Estaba muerta. Estaba casi segura deello. Era delicioso volar cogida por dosfuertes brazos. Ya estaba fuera. El aire yel frío. Era todo lo que sentía, todo loque necesitaba: el aire contra su cara, elfrío en sus mejillas. Y era una sensaciónagradable.

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Jagtvej00.40

Fue como cuando había llegado: nadiese fijó en él. ¿Por qué iban a hacerlo?Sirenas, llanto, todos tenían más quesuficiente con lo suyo. Nadie veía lasprofundas heridas en su abdomen, lasangre que manaba de sus entrañas.Nadie más que él sentía el dolor,únicamente él, que estaba herido, quepronto moriría. Pero ante todo tenía que

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salir de allí. Eso era lo más importante.Estar solo. Marcus pensó en lasprofundas heridas de arma blanca. Comouna bayoneta. Sí, así era como se loimaginaba en ese momento. Así se veíaa sí mismo. Como un soldadomortalmente herido. Durante la PrimeraGuerra Mundial, por ejemplo. Siemprehabía admirado a los soldados de laPrimera Guerra Mundial. Habíaadmirado su valentía, su muerte. Esaguerra fue algo especial. La más heroicay la más estúpida. Evocó su imagen. Lossoldados llegando a pie, cogidos de lamano, con los ojos vendados. Cegadospor los gases mostaza y los mortalesvapores de gas cloro avanzaban a

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trompicones por el campo de batalla,abriéndose paso entre los escombros deuna Europa en ruinas, el continente quese había propuesto abolir la monarquía yque de pronto vio a los pueblosaniquilándose mutuamente, que vio loscadáveres de diez millones de soldados;solo en Verdún, un cuarto de millón. Sí,ahora los veía con toda nitidez. Veíacómo caminaban camino de la trinchera,el único lugar donde estaban protegidosde las balas. Para sentarse con laespalda apoyada contra el fangosoterraplén. Sin ningún lugar adonde ir.Ojos vacíos. La sangre de sus entrañasreventadas. El estómago perforado. Eldolor. Y la perspectiva de una muerte

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lenta y dolorosa. ¿Dónde estaría sutrinchera?

Marcus ya había llegado a la calle,lejos de la muchedumbre. ¿Un banco?Dobló una esquina. Los gritos del campode batalla decrecieron. El fuego de loscañones se extinguió lentamente. Loslamentos de los heridos. Y el silenciovolvió. Absorbió todos los sonidos. Semetió en un portal. No sabía por qué,pero la puerta estaba abierta. Necesitabasentarse un momento. Como lossoldados moribundos en las trincheras.Sentarse y pensar. En ella. Sobreviviría.Él la había salvado. Había cumplido sumisión. Solo le faltaba un superior aquien dar parte. Alguien con quien

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compartirlo. Pero tendría quecontentarse consigo mismo. Ahora eldolor le llegaba en punzadas. Como lascontracciones en un parto, supuso.Nacimiento y muerte, todo estabarelacionado. Quiso gritar. Tal vez lohizo, no lo sabía. Pero la había salvado.Al menos por un tiempo. La dejaríanescapar por un tiempo, tal vez parasiempre. Porque eran listos. Porquesabían que ahora estaría en el punto demira de la policía, del público engeneral. Había llamado la atención. Sela vería. Y si había algo de lo que huíancomo de la peste era precisamente de laatención pública. Él lo sabía. Sabía esasola cosa. ¿Había algo más que valiera

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la pena saber? Lágrimas en los ojos. Erauna manera condenadamente dolorosa demorir, condenadamente errónea y, a lavez, condenadamente acertada. Estarsentado allí, esperando la muerte, teníasentido para él. Le confería sentido a suvida, a su lucha por lo que creía, a sulucha por salvar a Eva. Sin embargo,Marcus consiguió levantarse. Por culpadel dolor. No quería dejarlo en paz,quería impulsarlo a seguir adelante,obligarlo a buscar un lugar aún másapartado, como un elefante moribundo.Tenía que encontrar un cráter, o uncementerio. El lugar adecuado. Sucementerio. Y sabía exactamente dóndeestaba, en llegar a aquel destino debía

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emplear sus últimas fuerzas. La imagendel elefante volvió. Le dio fuerzas.Lejos estaba ya el soldado moribundo enel campo de batalla. Ahora pensaba ensí mismo como en un viejo paquidermo,grande, uno que había sido muy fuertetoda su vida, más fuerte que los demás,que había tenido fuerza y potencia parahacer lo necesario, defender, pero quesabía que todo había acabado y quenadie debía encontrar su cuerpoexánime. No, el lugar en el quedesaparecería sería un misterio, comoaquel al que iban los viejos elefantes. Sesubió la cremallera de la cazadora. Untaxi pasó por su lado, ignoró su manolevantada. El siguiente se detuvo. Se

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sentó en el asiento trasero, detrás delconductor.

—¿Adónde, jefe?—A Sydhavnen.Marcus cerró los ojos. Pensó en Eva.

Lo reconfortó.

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Junio

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HareskovenEva no había visto la casa desde el

mes de abril. Trató de recordar cuándoexactamente. No había estado allí desdeel ataque, desde la noche en que él lehabía bajado los pantalones y la habíatocado. Lo que son las cosas, él era elúltimo hombre que la había tocado.

—Hay que ponerle remedio —dijo envoz alta, y cruzó la calle del barrioresidencial. Estaba a pocos metros de lacasa. No había coches. Se sentía a

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salvo, una sensación que había tenidodesde aquella noche del mes de abril enque el hogar para mujeres ardió enllamas. El incidente había tenido granrepercusión en los medios. Se decía queel incendio había sido provocado, que elmarido de una de las residentes habíaentrado para matarla o para matarlas atodas, y que había sido Eva quien lohabía ahuyentado. La sangre en lasescaleras, el relato de la manera en queel hombre había conseguido entrar...Algunas residentes habían visto huir ados hombres del lugar. La policía seguíasin tener pistas, y eso a pesar de queEva lo había puesto todo por escrito.Había expuesto todas las conexiones.

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Nadie la había escuchado. Nadie quisopublicar su relato. Sin embargo, su fotosalió en los medios: la valiente mujerque se había enfrentado a dos hombres.Se había llegado a especular que habíansido unos árabes, que se trataba de uncrimen de honor fallido. Nadie especulócon que Eva había contado la verdad,sin embargo recibió una oferta paratrabajar de periodista en la sección detendencias de un diario. Estuvo tentadade aceptar, solo por volver a ganar unpoco de dinero, tener su propia viviendaen un lugar decente, pero oyó la voz deLagerkvist desde la tumba que tantosostenía que era una tía buena sin talentocomo que era la esperanza que llevaba

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tiempo aguardando. En cualquier caso,rechazó la oferta amablemente. Leparecía que Lagerkvist habría aprobadosu decisión, por mucho que no le hubieradado tiempo a volver a hablar con él.Murió el día después del incendio en elhogar para mujeres. Había estado a sulado desde entonces, sin embargo, almenos en la decisión que había tomado,en cada frase que había escrito. Haygente tan testaruda que incluso muertaconmina a los vivos. Exige quecontinúen la lucha. Lagerkvist era uno deellos. Así que Eva había elegido viviren el hogar para mujeres donde elAyuntamiento le había ofrecido unaplaza. Tras el ataque de aquella noche,

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no le había costado sostener el cuento deque un hombre la perseguía. El nuevohogar, cuya ubicación solo conocían losempleados, era de máxima seguridad, unlugar en el que sobre todo había mujeresmusulmanas que habían huido de unhorrible matrimonio y que morirían sisus maridos las encontraban. Eva habíaaprovechado el tiempo para escucharsus historias, para ponerlas por escrito,para escribir sobre crímenes de honor yfamilias y amor. Sobre mujeres a la fuga.Los diarios le habían comprado losartículos. El primero que vendió, pordos mil míseras coronas, le había dadotanta alegría y fe en la vida que, por unbreve instante, estuvo dispuesta a

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declarar que el capitalismo era el únicodios.

Se detuvo frente a la casa donde teníaque haber vivido. La visión fuesorprendente. De pronto no supo si reíro llorar, pero finalmente se decidió y seechó a reír. Había contado conencontrarse con algo muy distinto. Habíaesperado un césped de un metro,cristales tan sucios que sería imposiblemirar a través de ellos. Había esperadouna ruina y, sin embargo, se hallabadelante de una bonita casa en unestupendo barrio residencial, con loscristales limpios y un elegante jardíndelantero. El espacio del seto que dabaa la calle estaba recién plantado con

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pequeños ¿arbustos? Eva ni siquierasabía cómo se llamaban. No había nirastro de malas hierbas.

—Es fantástico —murmuró. Descubrióa su vecino tras el seto. ¿Cómo sellamaba? ¿Lauritsen? A saber si solo eragracias a él o si todo el barrio se habíaconchabado y había instaurado elsábado laboral para mantener la casa enbuen estado. «Se crean instituciones pordoquier —se recordó a sí misma—,comunidades con normas, escritas y noescritas, una institución queprácticamente tiene vida propia y escapaz de autosanarse, que repele lo queno encaja.» Fuera. Como ella. El vecinoseguía detrás del seto. Eva presentía que

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quería hablar con ella, pero que tal vezse sentía violento, que tal vez dudaba desi realmente le había hecho un favor o sise había excedido. Eva se sentía igual.Tendría que esperar detrás del seto hastaque ella se hubiera decidido. Se acercóa la puerta principal y sacó la llave delbolso. Titubeó. Tráfico a su espalda. Sevolvió. Al ver el coche se esfumó todorastro de gallardía, todo aquello queúltimamente se había dedicado aconstruir. De pronto se derrumbó, comoun edificio que se viene abajo. Habíanvuelto. Ellos. Con cristales tintados ycolores oscuros, impenetrables yocultos. El coche se detuvo junto albordillo de la acera. Eva giró la llave

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rápidamente. Si iban por ella no serendiría sin antes luchar, jamás.

—Disculpe.Abrió la puerta.De nuevo la voz a su espalda.—Disculpe. ¿Señora?Con la puerta ya abierta miró hacia

atrás. Era un chófer, uno de la viejaescuela, con gorra y terno a juego.

—¿Eva Katz?—¿Quién pregunta por mí?—Tengo una carta para usted.—¿Usted?El hombre sonrió.—¿Me permite?Se había detenido en el sendero del

jardín, las escasas baldosas que

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conducían hasta la entrada principal.Eva asintió con la cabeza. Fue a suencuentro. Ella se quedó un buen ratomirando el sobre que llevaba en lamano, con su nombre escrito a mano concaligrafía anticuada, color crema, depapel grueso.

—Es para usted —dijo el hombre, talvez harto de sostenerlo en la mano.

Eva lo cogió.—Gracias.—¿Me permite añadir algo?—¿Qué?—Tiene un jardín precioso. Se me dan

bastante bien las plantas. Sin dudapodríamos pasarnos unas cuantas horasintercambiando experiencias —dijo, y

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como broche final esbozó una sonrisa.—Seguro.—Señora —dijo, e hizo una leve

reverencia, casi imperceptible, antes degirar sobre sus talones y volver alcoche.

Eva miró la carta. La abrió. La leyó.No comprendía nada. Volvió a leerprimero el encabezamiento: «Capítulode las Órdenes de Caballería Reales deDinamarca.» Después el contenido, unasola frase: «El 13 de junio Su AltezaReal la reina otorgó a la periodista EvaKatz la Cruz de Caballero de PrimerOrden.»

Eva se sentó en las escaleras. Volvió aleer la carta. Le gustaban las palabras:

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La periodista Eva Katz. Y esa era laintención, funcionaba. «Si no puedenacabar contigo te invitan a entrar, tearropan.» Emergió un recuerdo en sucabeza, como suelen hacer los recuerdoscuando tratas de comprender y solo lasexperiencias pasadas te pueden ayudar ahacerlo. Recordó cuando de niña estabasentada en la cocina y no quería hacerlos deberes, y le gritaba a su padre queno quería hacerlos. Al final él siempreacababa diciéndole: «Entonces no loshagas, pero eso sí, tienes que obedecer.»

Leyó las hojas adjuntas, escritas amáquina. Si aceptaba la Cruz deCaballero debía enviarles uncurrículum. Sería confidencial, formaría

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parte del archivo de la reina, no tendríaacceso a él nadie más. Tenía queescribir sobre su vida y sus actos. Era loque debía hacer cualquiera que aceptarauna distinción real.

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Bar Bo-bi

—Hola, Eva.—Hola, Louise.Hacía tiempo que Louise se había

convertido en la camarera favorita deEva. Todos tenían a uno favorito,formaba parte de los pequeños códigosque había que entender para disfrutar dellugar.

—¿Mucho trabajo hoy?—No sabría qué decirte.—¿Lo de siempre?

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—Y dos huevos.—Coming up, baby.—Voy a sentarme por allí. Tengo que

escribir un par de páginas.—No te preocupes, tú escribe y yo

mientras tanto mantendré alejados a losmoscones para que te dejen en paz consus babas.

Eva se rio, dejó el bolso sobre lamesa y su abrigo fino en la sillacontigua. Valor de la señal: ocupada.Abrió su libreta de papel pautado contapas de cuero. Releyó sus notas.

—Los huevos están de camino —dijoLouise, y dejó una cerveza en la mesa.

—Gracias.Los ojos de vuelta a las páginas.

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Todas sus notas. Demasiadas. Había quereducir el supuesto currículum a dospáginas. Dentro de dos horas debíapresentarse en Christiansborg pararecibir la condecoración. Y la reinanecesitaba las dos páginas para suarchivo privado en el Capítulo. Algoque nadie podría leer. Aún no. Peroalgún día. Algún día abrirían el archivo.Y los historiadores leerían loscurrículos de varios siglos. Entre ellos,el que ahora mismo estaba escribiendo,un mensaje para la posteridad. Apenasse dio cuenta cuando Louise dejó loshuevos calientes y un platito con saldelante de ella. Estaba escribiendosobre Brix, sobre su asesinato, sobre

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aquello por lo que Rico habíasacrificado la vida. Escribió sobre laAlianza, sobre lo que saltaba a la vista yque todo el mundo podía comprender sile ponía suficientes ganas: que lasmonarquías trabajan entre bastidorespara ayudarse y ayudar a las demás avolver a ocupar los tronos ahora vacíos;que esta labor es antidemocrática,secreta. Eso fue lo que escribió, sobretodo lo escribió tal como su mentor lehabía enseñado. Le había enseñado aescribir la verdad, sin que importara elnúmero de lectores, sin que importaracómo se lo tomara el público, si se leatragantaría el café del sábado por lamañana, sin que importara si te ayudaba

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a pagar el crédito hipotecario o no, o elcolegio privado de los niños. Casi podíaoír a Lagerkvist gritándole al oídomientras escribía que era una golfa sintalento que debía ponerse las pilas yponer una palabra detrás de otra sobreel papel, como los niños pequeños quetienen que aprender a caminar, y mirarcada palabra que ponía detrás de laanterior y preguntarse, al igual que haceel bebé a cada paso: «¿Estará bien?¿Voy por el buen camino?»

Miró el reloj. ¡Vaya por Dios!—¿Louise?—¿Otra?—Tengo una reunión. ¿Me lo apuntas?

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Christiansborg14.15

Había llegado tarde. Los demás, losque también recibirían algún tipo decondecoración aquel día, ya ocupabansus asientos en los bancos, frente a ladoble puerta de roble. Le dio tiempo arecibir las últimas instrucciones, en untono aleccionador, amable perodecidido, de un caballero vestido parala ocasión, con solemnidad y rectitud.

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Eva examinó a los demás mientras lescontaba que no debían darle la espalda ala reina al salir. Que estarían solos, asolas con la reina. Que la audienciapodía prolongarse entre unos pocosminutos y un cuarto de hora, tal vez más,aunque eso solo ocurría en contadasocasiones. Eva intentó adivinar quiéneseran los otros que también estabancitados aquel día para recibir unacondecoración y una medalla al mérito.No tenía que haberse molestado: elnombre y el título de cada uno de lospresentes era anunciado más bien agritos antes de que entraran a ver a lareina. El primero era alcalde. Losiguieron un primer secretario, un

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catedrático y un par de directores ymiembros de distintos consejos deadministración. Eva pensó en lo que lehabían contado hacía tiempo: que encuanto empiezas a subir en el escalafónte dejan entrar. Poco a poco, laInstitución atrae a sus sujetos cada vezmás cerca, los críticos se convierten enaliados, así de sencillo.

—Eva Katz —dijo el caballero convoz clara y contundente.

Eva lo miró. ¿La había llamado dosveces? Parecía impaciente.

—Sí —dijo, poniéndose en pie. Searregló la falda. Fue a su encuentro. Lapuerta de la Sala de los Caballerostodavía estaba cerrada.

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—¿Ha comprendido que...?—Que debo salir reculando —lo

interrumpió Eva—, que no debo darle laespalda a la reina. Y que la reina me loindicará cuando hayamos terminado. Sí.

El caballero sonrió.—¿Ha traído guantes?—No.—¿Le gustaría que le prestáramos un

par?—Sí, gracias.Miró las manos de Eva. Evaluó la

talla que necesitaría. Sacó unos guantesblancos.

—¿Está lista?Eva respiró hondo. ¿Lo estaba?

¿Estaba lista? Esa era la entrevista

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sobre la que Lagerkvist la habíasermoneado: «Solo tendrás unaoportunidad. Tu víctima no debepercibir que se trata de una entrevista,simplemente estás allí para exponer loshechos y solo pretendes que loscomente. Atente a la verdad. Tu alianzaes con la verdad, nada más. Y essagrada.»

—¿Señora?—Estoy lista —dijo Eva.Posó la mano en el pomo de la puerta.

La abrió.—Eva Katz, periodista —anunció con

voz firme.—Y no sabes tú hasta qué punto —

masculló Eva, y entró.

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Agradecimientos

Solemos tener una larga lista deagradecimientos que incluye a todos losexpertos que ponen sus conocimientos yexperiencias a nuestro alcance. Esta veznuestra investigación ha sido másextensa que nunca, y más retadora. Sinembargo, de toda la gente con la quehemos hablado, solo unos pocos deseanver su nombre incluido en la lista deagradecimientos de un libro que alude ala estructura de poder monárquico delpaís. Así pues, en esta página noslimitaremos a dar las gracias al médicoforense Hans Peter Hougen, a losperiodistas Niels Sandøe y Pernille

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Eckhoff, al exinspector de policíaJørgen Moos, a la directora deKvindehjemmet (Casa de la Mujer) deJagtvej, Birgit Søderberg, y a ladirectora de la guardería Fasangården,Joan Kvist Olsen, aunque estamosagradecidos con todos aquellos que noshan hablado de sucesos que, encircunstancias normales, se habríanguardado para sí. Gracias.

A. J. KAZINSKI