La Promesa - Friedrich Durrenmatt

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    Título original: Das versprechenFriedrich Dürrenmatt, 1957Traducción: Xandru FernándezRetoque de cubierta: Titivillus

    Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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    DENTRO DEL RELOJ DECUCO

    Son conocidas las líneas que Orson Wellentrodujo en el guión de  El tercer hombre: «Etalia, durante treinta años bajo los Borgiauvieron guerras, terror, asesinatos

    derramamiento de sangre, pero también tuvieron

    Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y eRenacimiento. En Suiza, tuvieron amor fraternauvieron quinientos años de democracia y paz. ¿Y

    cuál fue el resultado? El reloj de cuco»[*].

    Sabemos que Friedrich Dürrenmatt compartíaal menos en parte, el diagnóstico de Welles. Agual que H., el cínico narrador de  La promesa

    Dürrenmatt parece hasta tal punto asqueado de u

    Estado tan sumamente organizado que procur

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    garantizarse a sí mismo un entorno de desordedonde pensar. La práctica totalidad de su obrdramática gira en torno al equívoco fundacional d

    una civilización presa de pulsiones de muerte voluntades de poder tan anárquicas comndispensables para el sostenimiento de l

    maquinaria estatal. A diferencia del otro gradramaturgo suizo del siglo XX, Max FrischDürrenmatt jamás se apasiona con ninguno de lodeales humanos. El origen de esta novela,  Lromesa, es un ejemplo.

    En 1957, Dürrenmatt recibió el encargo d

    escribir un relato, susceptible de convertirse epelícula, sobre un tema de interés cívico: laagresiones sexuales contra niños. Lo hizodesarrolló una trama detectivesca a partir de

    descubrimiento del cadáver de una niña y a travéde las vicisitudes de la investigación policial. Esprimer borrador de  La promesa  fue llevado a lpantalla bajo la dirección de Ladislao Vajda. L

    película, una coproducción hispano-suiza, se titul

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    l cebo (Es geschah am hellichten Tag). PerDürrenmatt no se detuvo ahí. Siguió escribiendo«Me interesa dejar claro», escribiría algún tiemp

    después, «que la película se corresponde en lesencial a mi intención», no obstante lo cual lnovela transcurre por otros derroteros: «una veacabado el guión, yo seguí trabajando en mhistoria. Retomé la fábula otra vez y me leplanteé desde otro punto de vista, ya no ta

    pedagógico. En cierto sentido, el tema dedetective fracasado se convirtió en una crítica duna de las estructuras típicas del siglo XX, lo qu

    me alejó necesariamente del propósito original da película como trabajo de equipo».

    El núcleo de la novela, al igual que el de lpelícula, lo constituye el hallazgo del cadáver d

    una niña en un bosque. Una niña vestida de rojocomo Caperucita, degollada por alguna especie dLobo Feroz que el comisario Matthäi prometencontrar y dar caza. En cierto sentido, tod

    ranscurre en medio de una atmósfera de cuento d

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    hadas sórdido y grotesco, y la propia investigaciópolicial termina plegándose a las reglas de lmaginación infantil. La lógica se tambalea bajo e

    peso de lo absurdo, y el más lógico de lohombres, el disciplinado y racionalista Matthäufre en su propia carne los dolores del sinsentido

    Matthäi experimenta algunas de las reglas quDürrenmatt explicitó en  Los físicos  compresupuestos de su obra dramática: «La conclusióógica de una historia se logra cuando lo

    acontecimientos toman el peor giro posible»; «Epeor giro posible de los acontecimientos no pued

    preverse. Se da como resultado de la casualidad»«Cuanto mayor es la precisión con que lohombres planean sus acciones, más sorprendentes el efecto de verlos afectados por l

    casualidad»; por último, la escéptica lucidez deescritor consciente de la inutilidad de su obra«Cualquier intento de una persona de resolver poí sola un problema que concierne a todos est

    condenado al fracaso».

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    Lo que había comenzado como una obrdidáctica, destinada a que la sociedad suizomara conciencia de un grave problema, derivó

    en la novela, en un ácido comentario al pie de lpágina del abúlico Estado suizo. Pero Matthäi nes, ni mucho menos, un personaje alegórico, ampoco una caricatura del funcionario ideal de l

    democracia ideal. Matthäi es un ser de carne hueso, una de esas creaciones geniales de literatura que se resisten a ser despachada

    categóricamente. «Era tan tenaz e infatigable quodo lo que hacía parecía aburrirle, hasta que s

    vio envuelto en un caso que de repente lapasionó»: así le describe H., el cínico, edegustador de albóndigas, el Virgilio dDürrenmatt en su viaje de invierno. Un hombre as

    un perseguidor tan incansable como el comisariMatthäi, pide, más bien exige una presa a su alturaun criminal de mente prodigiosa, alguien capaz desconderse bajo la forma de un «gigante de lo

    erizos»: si Matthäi no cree en la culpabilidad de

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    principal sospechoso, un torpe buhonero, es caspor motivos estéticos, y también por un elevadconcepto de sí mismo.

    En La promesa hay mucho del mejor teatro dDürrenmatt, personajes tan fascinantes como lClara Zachanassian de La visita de la vieja damadiálogos tan ágiles como los de  Los físicos digresiones tan sorprendentes como aquellas de Ematrimonio del señor Mississippi  donde locadáveres volvían a la vida para explicar apúblico la verdadera razón de que hubiesemuerto. Al mismo tiempo, es una estupenda novel

    policíaca, aunque uno de sus propósitos sea el dmofarse de la novela policíaca como tal, e inclusde la novela en general. No es exageración dprologuista, ni síndrome de Estocolmo d

    raductor. Digamos que lo prometo.

    Xandru FernándeXixón, 21 de septiembre de 200

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    LA PROMESA

    Réquiem por la novela policíaca

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    El pasado mes de marzo tuve que pronunciar, anta Sociedad Andreas-Dahinden de la ciudad d

    Chur [1]  una conferencia sobre el arte de escribnovelas policíacas. Llegué en tren, al anocheceentre nubes bajas y una deprimente nevisca. Habíhielo por todas partes. El evento se celebraba e

    el salón de la Asociación de Comerciantes. Nhabía mucho público, puesto que aquella mismarde, en el aula magna del instituto, disertab

    Emil Staiger [2]  sobre el Goethe tardío. Nadie s

    encontraba en su salsa aquella noche, ni siquiero, y la mayoría de los asistentes abandonaron ealón antes de que mi intervención hubies

    concluido. Mantuve una breve charla con algunomiembros de la junta directiva, con dos o tre

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    profesores de instituto que también habríapreferido al Goethe tardío, así como con uncaritativa señora, presidenta honorífica de l

    Asociación de Empleadas del Hogar de la SuizOriental, y luego me retiré, una vez cobrados mihonorarios y mis dietas de viaje, al hoteSteinbock, cerca de la estación, donde me habíaproporcionado alojamiento. Pero también aqudesolación.

    Aparte de una revista alemana de economía de algunos Weltwoche[3]  atrasados, no habíninguna otra lectura a mi alcance con la que evita

    el inhumano silencio del hotel y el consiguientemor de quedarme dormido y no volver

    despertarme. La noche sin tiempo, espectral. En eexterior había dejado de nevar, no había ningú

    movimiento, las farolas ya no oscilaban, ningunáfaga de viento, ningún paseante, ningún anima

    nada, sólo una vez llegó de la estación un lejanañido. Me fui al bar a tomarme un whisky. Apart

    de la anciana señora que atendía el local, habí

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    allí otro hombre que se me presentó casi sin darmiempo a tomar asiento. Se trataba del doctor H

    ex comandante de policía del cantón de Zurich, u

    hombre alto y fuerte, de modales pasados de modacon una cadena dorada de reloj cruzándole echaleco, algo difícil de ver hoy en día. A pesar du edad, todavía tenía negro el nudoso cabello

    espeso el bigote. Estaba sentado junto a la barra euno de los altos taburetes, bebiendo vino tintofumándose un Bahianos y dirigiéndose a la señordel bar por su nombre de pila. Hablaba en voz mualta y con gestos enérgicos, un hombre si

    emilgos que me atraía al mismo tiempo que mepelía. Cuando ya eran cerca de las tres y ya otro

    cuatro Johnnie Walker habían seguido al primeroe ofreció a llevarme a Zurich a la mañan

    iguiente en su Opel Kapitän. Puesto que yo sólconocía muy superficialmente la región de Chur, en general toda aquella parte de Suiza, acepté lnvitación. El doctor H. había venido al cantón d

    os Grisones[4]

      en calidad de miembro de un

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    comisión federal y, al ver retrasado su regreso poculpa del mal tiempo, había asistido a mconferencia, aunque no habló mucho de ello, sól

    en una ocasión dijo: —Su forma de hablar en público es bastantconfusa.

    A la mañana siguiente nos pusimos en marchaPara poder dormir un poco, me había tomado aamanecer dos Medomin, y estaba como paralizado

    o había mucha claridad, a pesar de que ya era ddía desde hacía varias horas. En alguna partesplandecía un trozo de cielo de color metálico

    El resto eran nubes que se arrastraban lánguidapesadas, llenas aún de nieve; el invierno parecíno querer abandonar aquella parte del país. Lciudad estaba rodeada de montañas que, si

    embargo, no tenían nada de majestuoso sino quparecían montones de tierra, como si alguiehubiese excavado una enorme tumba. TambiéChur, según parecía, estaba hecha de piedra, gri

    con grandes edificios administrativos. Se me hací

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    ncreíble que allí creciesen viñas. Intentamoentrar en el casco viejo, pero aquel voluminosautomóvil nos hacía perder el rumbo, encajándos

    en estrechos callejones sin salida y vías ddirección única, y obligándonos a hacedificultosas maniobras para salir de aquellmaraña de edificios; para colmo de males, epavimento estaba helado, así que nos alegramos adejar atrás finalmente la ciudad, a pesar de nhaber visto propiamente nada de aquella antiguede episcopal. Era como una huida. Empezaba

    adormecerme, aburrido y hecho polvo; ant

    nosotros pasó un valle nevado y sombrío, cubiertde nubes bajas, tieso de frío. No sé qué longituendría. Nos aproximábamos a una aldea grandeal vez una ciudad pequeña, a la expectativa

    cuando de pronto todo se llenó de sol, de una luan potente y cegadora que las superficies nevada

    empezaron a fundirse. Se alzaba del suelo unblanca neblina que se apelmazaba de un mod

    extraño sobre los campos nevados y que de nuev

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    me privó de ver el valle. Se esfumó como en umal sueño, como un hechizo, como si yo nhubiese nunca debido conocer aquel país n

    aquellas montañas.Volvió el cansancio, junto con el irritantcrepitar de la gravilla con que estaba cubierta lcarretera; el coche patinó un poco al cruzar upuente; después, un transporte militar; eparabrisas estaba tan sucio que el limpiaparabrisas no lograba aclararlo. H. iba al volanthuraño, hundido en sí mismo, concentrado en ldificultosa calzada. Me arrepentía de habe

    aceptado la invitación y maldecía el whisky y eMedomin. Sin embargo, la cosa fue mejorandpoco a poco. El valle se hizo de nuevo visible, adoptó también un aspecto más humanizado

    Granjas esparcidas por doquier, aquí y allpequeñas fábricas, todo limpio y miserable, lcarretera ahora sin nieve ni hielo, sólo brillante dhumedad pero más segura, así que era posible ir

    una velocidad más apropiada. Las montañas s

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    habían ensanchado, ya no eran oprimentes, y nodetuvimos en una gasolinera.

    La casa impresionaba de un modo singular, ta

    vez porque destacaba en aquel entorno tan limpio an suizo. Era siniestra, empapada de humedadarroyos descendían por sus muros. La mitad de lcasa era de piedra, la otra mitad un establo cuyaparedes de madera estaban cubiertas de carteleanunciadores a lo largo de la carreteraaparentemente desde hacía mucho tiempo, pues shabían formado estratos de carteles unos sobrotros: Burrus Tabake, también para pipa

    modernas, beba Canada Dry, Sport Mint, Vitaminechocolate con leche Lindt, etcétera. En el paneuperior había uno de tamaño gigante: neumático

    Pirelli. Los dos surtidores se hallaban delante d

    a mitad de piedra de la casa, sobre un pavimentdesigual y mal alquitranado; todo parecídesvencijado, a pesar incluso del sol, que ahorparecía lucir casi punzante, malévolo.

     —Bajemos —dijo el ex comandante, y y

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    obedecí, sin comprender qué se proponía percontento de respirar aire puro.

    Junto a la puerta abierta, sentado en un banc

    de piedra, había un viejo. No se había afeitado navado, llevaba una chaqueta de color claro, suci  remendada, y pantalones oscuros, brillantes d

    grasa, que una vez habían formado parte de umoking. Calzaba unas zapatillas viejas. S

    hallaba ensimismado, como ido, y olía desde lejoa aguardiente. Absenta. Alrededor del banco, easfalto estaba cubierto de colillas que flotaban ea nieve derretida.

     —Muy buenas —dijo el comandantúbitamente incómodo, o eso me pareció—. Lleno

    por favor. Súper. Y limpie el parabrisas. —Después se dirigió a mí—: Entremos.

    Sólo en ese momento me fijé en que, sobre lúnica ventana visible, pendía una placa de metaoja, el cartel anunciador de una posada, y sobre l

    puerta podía leerse: Casa Rosa. Atravesamos u

    ucio pasillo. Hedor de aguardiente y de cerveza

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    El comandante abría paso y abrió una puerta dmadera que evidentemente le era conocida. Eocal era miserable y oscuro, con algunas mesa

    baratas y bancos, recortes de revistas con estrellade cine pegados en las paredes; la emisora dadio austríaca transmitía un informe económicobre el Tirol, y detrás del mostrador, camperceptible, estaba de pie una esmirriada muje

    Vestía una bata, fumaba un cigarrillo y limpiabvasos.

     —Dos cafés con leche —pidió el comandanteLa mujer se puso a prepararlos, y de l

    habitación contigua salió una camarera desaliñada la que le calculé aproximadamente treinta años.

     —Tiene dieciséis —zumbó el comandante.La muchacha nos sirvió los cafés. Vestía un

    falda negra y una blusa blanca a medio abotonabajo la cual no llevaba nada; no se había lavado lcara. Sus cabellos eran rubios como una vez lhabían sido también los de la mujer del mostrado

     estaban revueltos.

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     —Gracias, Annemarie —dijo el comandante, dejó el dinero sobre la mesa. La muchacha nespondió ni devolvió el agradecimiento. Bebimo

    en silencio. El café era horrible. El comandantencendió un Bahianos. La emisora austríacnformaba ahora sobre los niveles de agua y l

    muchacha deambulaba por la habitación de aado, donde se vislumbraba algo blanquecino

    aparentemente una cama sin hacer. —Vámonos —sugirió el comandante.Una vez fuera, pagó después de echar u

    vistazo al surtidor. El viejo había puesto l

    gasolina y limpiado el parabrisas. —Hasta la próxima —dijo el comandante

    modo de despedida, y otra vez se me hizo patentu incomodidad; tampoco esta vez respondió e

    viejo, sino que se sentó de nuevo en su banco y shundió en sí mismo, alienado, vencido. Pero ecuanto llegamos junto al Open Kapitän y novolvimos de nuevo, el viejo cerró los puños, lo

    agitó y, jadeando, soltó un brusco chorro d

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    palabras, su rostro transfigurado de infinitconvicción:

     —Yo sigo esperando, yo sigo esperando, é

    vendrá, él vendrá.

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    —Para ser sincero —comenzó el doctor H. máarde, cuando nos preparábamos para entrar en e

    paso de Kerenzer [5]  (la carretera estaba heladotra vez, y por debajo de nosotros se extendía eago Walen[6], refulgente, gélido, inalcanzable

    había vuelto a instalarse en mí la plomiza fatig

    del Medomin, el recuerdo del regusto del whiskyel sentimiento de deslizarse en un sueño sin fin in sentido)—, para ser sincero, nunca me halamado mucho la atención las novelas policíaca

      lamento que tampoco usted esté familiarizadcon ellas. Una pérdida de tiempo. Fue agradablescuchar su conferencia de ayer; dado que lopolíticos han fracasado de una manera tan gratuit—y yo debo saberlo, soy uno de ellos, miembr

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    del consejo nacional, como usted sabe (yo no labía, escuchaba su voz como desde lejo

    fortificado detrás de mi modorra, y no obstant

    alerta como un animal en su madriguera)—, lgente espera que al menos la policía sepa tener emundo bajo control, mientras que yo por mi partno puedo imaginarme una esperanza máasquerosa. Por desgracia, en todas esas historiade crímenes subyace aún un fraude mayor. Y coesto ni siquiera aludo al hecho de que en ellas locriminales encuentran su castigo. Pues esohermosos cuentos han de ser moralistas a la fuerza

    Pertenecen al tipo de las mentiras necesarias parmantener el orden social, casi como un refrápiadoso: el crimen no vale la pena —mientras quólo se necesita observar la sociedad humana par

    descubrir la verdad sobre ese punto—; todo espuedo dejarlo pasar, aunque sea como un acuerdcomercial, pues todo público y todo contribuyentiene derecho a sus héroes y a sus happy end ,

    anto nosotros los policías como ustedes lo

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    escritores nos hemos comprometido proporcionárselos. No, me irrita mucho más lcuestión del argumento en sus novelas. Aquí e

    fraude es enorme y descarado. Ustedes construyeus argumentos sobre la base de la lógica, como eel ajedrez: aquí el criminal, aquí la víctima, aquel confidente, aquí el beneficiario; basta con que edetective conozca las reglas y revise la partida, a tiene cazado al criminal y ha logrado que triunfa justicia. Esa ficción me pone nervioso. Lealidad se las arregla con la lógica sólo a media

    Al mismo tiempo, lo admito, nosotros los policía

    estamos obligados a proceder de acuerdo con lógica, de un modo científico; pero los factore

    disonantes que entran en juego son tan frecuenteque muy a menudo es la pura suerte o el azar l

    que decide la partida a nuestro favor. O en contrnuestra. Sin embargo, en sus novelas el azar nuega ningún papel, y, si algo tiene la apariencia d

    azar, al final resulta ser el destino o l

    providencia; ustedes los escritores siempre acaba

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    por mandar a paseo la verdad con sus regladramáticas. Al diablo con esas reglas. Loacontecimientos no se ajustan a una regla d

    medida, puesto que no conocemos todos lofactores necesarios, sino sólo unos pocos, lmayoría de ellos secundarios. También lo azarosoo incalculable, lo inconmensurable, juegan u

    papel, y un papel demasiado grande. Nuestraeyes se basan sólo en la verosimilitud, en l

    estadística, no en la causalidad; son sólaplicables a lo general, no a lo particular. Lparticular está más allá de los cálculos. Nuestro

    ecursos criminalísticos son insuficientes, y cuantmás los ampliamos, más insuficientes se vuelveen el fondo. Pero eso les trae sin cuidado a ustedeos escritores. Nunca intentan vérselas con un

    ealidad que se nos escapa una y otra vez, sino qucrean un mundo más manejable. Ese mundo podrer perfecto, es posible, pero es una trola. Deje

    en paz la perfección si quieren avanzar hacia la

    cosas mismas, hacia la realidad, como les incumb

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    a los hombres, en lugar de quedarse sentadoentreteniéndose con inútiles ejercicios de estiloPero vamos al asunto.

    Esta mañana se ha llevado usted variaorpresas. La principal de ellas, creo yo, mdiscurso: un ex comandante de policía del cantóde Zurich debería mantener puntos de vista mámoderados, pero yo soy viejo y no me haglusiones. Sé muy bien que todos somos mu

    problemáticos, que nuestras capacidades sopequeñas, que nos equivocamos fácilmente, perambién sé que a pesar de todo debemos actua

    aun cuando corramos el riesgo de actuar de formequivocada.

    También debe de haberse sorprendido cuandhace un rato me he detenido en esa gasoliner

    deplorable, y quiero confesarle por qué: eamentable despojo borracho que nos llenó e

    depósito fue una vez mi hombre más competenteDios es testigo de que algo sé de mi oficio, per

    Matthäi era un genio, y mucho mejor que ningun

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    de los detectives de sus novelas.Ocurrió hace casi nueve años —prosiguió H

    —, después de haber adelantado un camión de l

    compañía Shell. Matthäi era uno de mcomisarios, o mejor, uno de mis tenientes, pues ea policía cantonal utilizábamos terminologí

    militar para designar cada rango. Era doctor ederecho, igual que yo. Se había doctorado eBasilea, su ciudad natal, y se le apodaba, primeren ciertos círculos que se relacionaban con é«profesionalmente», pero después también entrnosotros, Matthäi Jaquemate[7]. Era un hombr

    olitario, siempre puntilloso en el vestimpersonal, formal, carente de relaciones, que n

    fumaba ni bebía, pero que dominaba su oficio dforma dura e implacable, tan odioso como exitoso

    unca llegué a entenderle del todo. Sólo a mí mcaía bien, porque me gustan los hombrenteligentes, aun cuando también a mí su falta dentido del humor me atacaba los nervios

    menudo. Su ingenio era prodigioso, pero a l

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    manera de nuestra tierra, con una estructurdemasiado sólida y sin sentimientos. Era uhombre de organización, que manejaba el aparat

    de la policía como una regla de medir. No estabcasado, nunca hablaba de su vida privada ampoco la tenía. En su cabeza no cabía otra cos

    que su trabajo, que desempeñaba como ucriminalista de manual, pero sin pasión. Era taenaz e infatigable que todo lo que hacía parecí

    aburrirle, hasta que se vio envuelto en un caso qude repente le apasionó.

    Por aquel entonces el doctor Matthäi s

    encontraba en la cima de su carrera. En edepartamento le ponían algunas pegas. El consejde gobierno tenía que decidirse sobre mubilación y, por consiguiente, también sobre quié

    ería mi sucesor. Sólo Matthäi se hallaba econdiciones de ser tenido en cuenta. Sin embargoen la decisión final pesaron objeciones que npodían pasarse por alto. No era sólo que Matthä

    no perteneciera a partido alguno, sino que tambié

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    nuestro equipo habría puesto dificultades. Pero pootro lado se planteaba la objeción de cómdesaprovechar a un funcionario tan eficiente; po

    o cual vino como caída del cielo la solicitud quel Estado jordano hizo a la Confederación parenviar a un experto a Amán con el cometido deorganizar la policía de allí: Matthäi fue lugerencia de Zurich y fue aceptada tanto po

    Berna como por Amán. Todo el mundo respiraliviado. También a él le alegró la decisión, nólo por motivos profesionales. Él era po

    entonces un cincuentón: un poco de sol de

    desierto le haría bien; estaba ilusionado con lpartida, con volar por encima de los Alpes y deMediterráneo, y pensaba en un adiós definitivopuesto que insinuaba que a su vuelta se trasladarí

    a Dinamarca con su hermana, que vivía allí trahaber enviudado. Y estaba ocupado precisamenten recoger su mesa de despacho en la sede de lpolicía cantonal, en la Kasernenstrasse[8], cuand

    onó el teléfono.

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    Sólo a duras penas logró Matthäi entender econfuso relato —siguió contando el comandante—

    Era uno de sus antiguos «clientes», un buhonerlamado Von Gunten, que llamaba desd

    Magendorf, un villorrio en los alrededores dZurich. Matthäi no sentía ninguna inclinación

    ocuparse de aquel caso en su último día en lKasernenstrasse, ya tenía el billete de avión y lpartida sería dentro de tres días. Pero yo estabausente, en una conferencia de comandantes d

    policía, y no estaba previsto que regresara dBerna antes del anochecer. Había que procedeescrupulosamente, la inexperiencia podíarruinarlo todo. Matthäi telefoneó al puesto dpolicía de Magendorf. Era hacia finales de abri

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    en la calle rugía el aguacero, el föhn[9]  habíalcanzado la ciudad, pero aún persistía edesesperante y pernicioso calor que apenas te dej

    espirar.El oficial Riesen contestó al teléfono. —¿Llueve también en Magendorf? —pregunt

    Matthäi de entrada, malhumorado, a pesar de qua respuesta era fácil de adivinar, y su semblante volvió más sombrío. Después dio instruccione

    para que custodiaran discretamente al buhonero eEl Ciervo.

    Matthäi colgó.

     —¿Ha ocurrido algo? —preguntó cocuriosidad Feller, que ayudaba a su jefe con lmudanza. Equivalía a transportar una biblioteccompleta que se hubiera acumulado poco a poco.

     —También está lloviendo en Mägendorf —espondió el comisario—. Avise al coche patrulla

     —¿Asesinato? —La lluvia es una cochinada —murmur

    Matthäi por toda respuesta, indiferente al ofendid

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    Feller.Con todo, antes de reunirse en el coche con e

    fiscal y el teniente Henzi, que le aguardaba

    mpacientes, hojeó el expediente de Von Cunten. Ehombre tenía antecedentes. Abusos sexuales contruna chica de catorce años.

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    Pero la orden de custodiar al buhonero resultó uerror que de ningún modo podía haberse previsto

    Mägendorf constituía una comunidad pequeñaCasi todos allí eran campesinos, aunque tambiéhabía algunos que trabajaban en plantandustriales, en el valle, o en la cercana fábrica d

    adrillos. Había ciertamente algunos «urbanitasque vivían allí, dos o tres arquitectos, un escultoclasicista, pero ninguno de ellos jugaba ningúpapel en la vida del pueblo. Todos se conocían,

    casi todos estaban emparentados unos con otroEl pueblo mantenía una relación conflictiva con lciudad, si bien no de forma oficial, sí de manerarvada; pues los bosques que rodeaba

    Mägendorf pertenecían a la ciudad, un hecho de

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    que ningún magendorfiano decente se daba poenterado, lo cual inquietaba a las autoridadeforestales, que durante años reivindicaron

    finalmente consiguieron que se creara eMägendorf un puesto de policía. A esto se añadía circunstancia de que cada domingo lo

    habitantes de la ciudad fluían en oleadas avillorrio, anexionándoselo, y El Ciervo atraía muchos también por la noche. Teniendo en cuentodo esto, el policía allí destinado debí

    comprender bien su oficio, que por lo demáconsistía en caerle bien a la gente. Es

    comprensión se abrió paso en seguida en la mentdel agente Wegmüller cuando le destinaron allProcedía de una familia campesina, bebía mucho ataba corto a los magendorfianos; cierto es qu

    mediante tantas concesiones que habría debido dntervenir yo personalmente, pero vi en él —u

    poco constreñido también por la falta de persona— un mal menor. A cambio de paz, dejé

    Wegmüller tranquilo. Sin embargo, cuando é

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    estaba de vacaciones, sus sustitutos lo pasabafrancamente mal. A ojos de los magendorfianos nhacían nada a derechas. Si bien el furtivismo y e

    obo de madera en las zonas forestales, así comas peleas en el pueblo, pertenecían a la leyenddesde la ya lejana coyuntura favorable, lradicional resistencia a la autoridad hervía en l

    población. Esta vez Riesen lo teníparticularmente difícil. Era un chaval sin maliciafácil de ofender y sin sentido del humor, que nestaba a la altura de las continuas bromas de lomagendorfianos y era demasiado sensible inclus

    para un lugar normal. Se había vuelto invisible pomiedo a la población, y había prescindido de locontroles y las salidas de servicio. En talecircunstancias debió de resultarle imposibl

    vigilar al buhonero sin llamar la atención. Laparición del policía en El Ciervo, un lugar que éolía evitar con recelo, equivalía de antemano a u

    gran escándalo. Riesen se comportaba además d

    un modo tan condescendiente hacia el buhoner

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    que los campesinos, intrigados, enmudecieron depente.

     —¿Café? —preguntó el dueño del hotel.

     —No —respondió el policía—, estoy dervicio.Los campesinos clavaron la vista en e

    buhonero con curiosidad. —¿Qué ha hecho? —preguntó un anciano. —No ha hecho nada.El bar era pequeño y estaba lleno de humo, un

    caverna de madera, calurosa y opresiva, y siembargo el dueño del hotel no había encendid

    ninguna luz. Los campesinos estaban sentados antuna larga mesa, unos bebiendo vino blanco, otrocerveza, reducidos a sombras recortadas en locristales plateados de las ventanas, contra lo

    cuales golpeaba la lluvia y resbalaba formandarroyuelos. En alguna parte el ruido de un futbolínEn alguna parte el tintineo y los golpes de unmáquina tragaperras.

    Von Gunten bebía aguardiente. Temblaba

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    Estaba sentado en un rincón, con el brazo derechapoyado en el asa de su canasta, y esperaba. Lparecía llevar varias horas allí. Todo era aburrid

      silencioso, pero también amenazador. En laventanas iba aclarando, la lluvia amainaba, y dpronto ya hacía sol otra vez. Sólo el vientcontinuaba aullando y sacudiendo las paredes. VoGunten se alegró cuando finalmente aparecieroos coches en el exterior.

     —Venga —dijo Riesen, levantándose. Salieroos dos. Delante del establecimiento esperaban unimusina oscura y un gran coche patrulla; le

    eguía una ambulancia. La plaza del pueblo estabbañada de una luz deslumbrante. Junto a la fuenthabía dos chicos de cinco o seis años, una niña un niño, la niña con una muñeca bajo el brazo. E

    niño con un látigo pequeño. —¡Siéntese junto al conductor, Von Gunten! —

    ordenó Matthäi desde la ventana de la limusina, después, cuando el buhonero hubo tomado asiento

    volviendo a respirar como si se encontrara

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    alvo, y Riesen hubo subido al otro vehículo—Ahora enséñenos lo que ha encontrado en ebosque.

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    Atravesaron un prado húmedo, puesto que ecamino hacia el bosque era sólo un charc

    fangoso, y al poco tiempo rodeaban el pequeñcadáver que habían encontrado entre unoarbustos, sobre la hojarasca, no muy lejos deinde del bosque. Los hombres callaban. De la

    ugientes copas de los árboles caían aún plateadagotas que brillaban como diamantes. El fiscaarrojó lejos de sí el Brissago, como si le diesvergüenza. Henzi no se atrevía a mirar. Matthä

    dijo: —Un agente de policía nunca aparta la miradaHenzi.

    Los hombres preparaban sus instrumentos. —Será difícil encontrar huellas después d

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    haber llovido tanto —dijo Matthäi.De pronto el niño y la niña estaban allí, e

    medio de los hombres, mirando, la niña aún con l

    muñeca bajo el brazo y el niño aún con su látigo. —Llévense a los niños de aquí.Un agente les cogió de la mano y los conduj

    de nuevo a la carretera. Allí se quedaron loniños, inmóviles.

    Empezaba a llegar gente del pueblo, seconocía el dueño de El Ciervo por su delanta

    blanco. —Acordonen la zona —ordenó el comisario

    Unos colocaron postes. Otros exploraban lanmediaciones. En seguida titilaron las primerainternas.

     —¿Conoce usted a la niña, Riesen?

     —No, señor comisario. —¿La había visto en el pueblo? —Creo que sí, señor comisario. —¿Han fotografiado a la niña?

     —Todavía tenemos que tomar un par de foto

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    desde arriba.Matthäi esperó. —¿Alguna huella?

     —Nada. Está todo embarrado. —¿Han revisado los botones? ¿Huelladactilares?

     —Es inútil, después de semejante aguacero.Matthäi se agachó con cautela. —Con una navaja de afeitar —constató

    ecogió los dulces que estaban esparcidos por euelo y los devolvió con cuidado a la canastilla.

     —Rosquillas.

    Le dieron el aviso de que alguien del pueblquería hablarle. Matthäi se levantó. El fiscal mirhacia el linde del bosque. Allí había un hombre dpelo blanco con un paraguas colgado de s

    antebrazo izquierdo. Henzi estaba apoyado en uhaya. Estaba pálido. El buhonero se había sentadobre su canasta y protestaba en voz baja:

     —Por casualidad, pasé por aquí sólo po

    casualidad.

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     —Traigan a ese hombre.El hombre del pelo blanco atravesó lo

    arbustos y se quedó de piedra.

     —Dios mío —murmuró—. Dios mío. —¿Puedo preguntarle cómo se llama? —nquirió Matthäi.

     —Soy el profesor Luginbühl —respondió ehombre del pelo blanco en voz baja y con lmirada perdida.

     —¿Conoce a esa chica? —Es Gritli Moser. —¿Dónde viven sus padres?

     —En Moosbach. —¿Está lejos del pueblo? —A un cuarto de hora.Matthäi observaba el cadáver. Era el único qu

    osaba hacerlo. Nadie decía una palabra. —¿Cómo ha sido? —preguntó el profesor. —Una agresión sexual —respondió Matthäi—

    ¿Iba la niña a clase con usted?

     —Iba con la señorita Krumm. Estaba e

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    ercero. —¿Tienen más hijos los Moser? —Gritli era hija única.

     —Alguien tiene que decírselo a los padres.Se quedaron callados de nuevo. —¿Usted, señor profesor? —preguntó MatthäiDurante unos momentos Luginbühl no contestó —No me crea un cobarde —dijo por fin

    itubeando—, pero preferiría no hacerlo. No pued—reconoció en voz baja.

     —Entiendo —dijo Matthäi—. ¿Y el párroco? —En la ciudad.

     —Bien —respondió Matthäi, con tranquilida—. Puede irse, señor Luginbühl.

    El profesor volvió a la carretera. Alcontinuaba agrupándose cada vez más gente de

    pueblo.Matthäi miró en dirección a Henzi, qu

    continuaba apoyado en el haya. —No, por favor, comisario —dijo Henzi e

    voz baja. También el fiscal negó con la cabeza

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    Matthäi miró de nuevo al suelo y después observel vestido rojo que colgaba de los arbustos, roto empapado en sangre y agua de lluvia.

     —Entonces tendré que hacerlo yo —dijo, ecogió el canastillo con las rosquillas.

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    Moosbach estaba situado en una pequeñdepresión cenagosa cerca de Mägendorf. Matthä

    había dejado el coche oficial en el pueblo y fuandando. Quería ganar tiempo. Divisó la casdesde lejos. Se detuvo y miró alrededor. Habíoído pasos. El niño y la niña estaban allí otra vez

    con las caras enrojecidas. Debían de habeutilizado un atajo, de otro modo no se explicabque pudieran estar allí.

    Matthäi siguió su camino. La casa era baja, d

    blancas paredes con vigas oscuras y tejado dmadera. Detrás de la casa árboles frutales y, en eardín, tierra negra. Un hombre cortaba leñ

    delante de la casa. Levantó la vista y reparó en ecomisario que se le acercaba.

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     —¿Qué desea? —dijo el hombre.Matthäi dudó. Estaba indeciso. Seguidament

    e presentó y preguntó, sólo para ganar tiempo:

     —¿El señor Moser? —Soy yo, ¿qué quiere usted? —dijo el hombrotra vez. Ahora estaba más cerca y permanecía dpie delante de Matthäi, con el hacha en la manoDebía de tener casi cuarenta años. Era delgado, dostro arrugado, y sus ojos grises observabanquisitivos al comisario. En la puerta apareci

    una mujer, también ella con una falda roja. Matthäconsideró qué debía decir. Lo había estad

    considerando largamente, pero todavía no lo sabíaEntonces Moser vino en su ayuda. Había visto lcanastilla en la mano de Matthäi.

     —¿Le ha ocurrido algo a Gritli? —preguntó,

    miró otra vez a Matthäi con ojos expectantes. —¿Han enviado ustedes a Gritli a algún sitio

    —preguntó el comisario. —A casa de su abuela, en Fehren —respondi

    el campesino.

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    Matthäi reflexionó; Fehren era el pueblo mácercano.

     —¿Hacía Gritli ese camino a menudo? —

    preguntó. —Todos los miércoles y los sábados por larde —dijo el campesino, y a continuació

    preguntó, lleno de un súbito terror—: ¿Por ququiere saberlo? ¿Por qué trae usted esa canastilla?

    Matthäi dejó la canastilla sobre el tocón dondMoser partía la leña.

     —Han encontrado muerta a Gritli, en ebosque, cerca de Mägendorf —dijo.

    Moser no se movió. Tampoco lo hizo la mujeque permanecía junto a la puerta, con su falda rojaMatthäi vio cómo el sudor resbalaba sobre eostro pálido del hombre, formando arroyos. D

    buena gana habría apartado la mirada, pero estabfascinado por aquel rostro y por aquel sudor, y ase mantuvieron inmóviles y mirándose uno a otro.

     —Gritli ha sido asesinada —se oyó dec

    Matthäi, con una voz que parecía tan carente d

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    compasión que le ponía enfermo. —Pero eso no es posible —susurró Moser—

    no puede haber un demonio semejante. —L

    emblaba la mano con que empuñaba el hacha. —Lo hay, señor Moser —dijo Matthäi.El hombre le miró fijamente. —Quiero ver a mi niña —dijo, de un mod

    casi inaudible.El comisario negó con la cabeza. —Yo no lo haría, señor Moser. Sé que e

    errible lo que le estoy diciendo, pero es mejoque no vea a Gritli.

    Moser se acercó más al comisario, tanto quos dos hombres casi podían tocarse con los ojos.

     —¿Por qué es mejor? —gritó.El comisario guardó silencio.

    Moser sopesó con la mirada el hacha que teníen la mano, como queriendo golpear con ella, perdespués miró alrededor y se acercó a la mujer quno se había apartado de la puerta. Todaví

    nmóvil, todavía muda. Matthäi esperó. Nada se l

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    escapaba, y tuvo la certeza de que nunca lograríolvidar aquella escena. Moser estrechaba a smujer. Se estremecía entre sollozos inaudible

    Escondía el rostro en el hombro de su mujemientras ésta miraba al vacío. —Mañana por la tarde podrán ver a Gritli —

    prometió el comisario, desvalido—. Parecerá questuviera dormida.

    Entonces, súbitamente, habló la mujer. —¿Quién es el asesino? —preguntó con un

    voz tan tranquila e imparcial que Matthäi sobresaltó.

     —Pronto lo averiguaremos, señora Moser.La mujer contemplaba a Matthäi co

    nsistencia, apremiándole. —¿Lo promete usted?

     —Lo prometo, señora Moser —dijo ecomisario, deseoso de marcharse.

     —¿Por su salvación?El comisario se quedó perplejo.

     —Por mi salvación —dijo, finalmente. ¿Qu

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    otra cosa iba a hacer? —Entonces vaya —ordenó la mujer—. Lo h

    urado por su salvación.

    Matthäi quería añadir alguna palabra dconsuelo, pero no sabía ninguna. —Lo siento —dijo en voz baja, y se volvió

    Hizo el viaje de vuelta despacio, por el mismcamino que había tomado para venir. Ante sestaba Mägendorf con el bosque detrás. Arriba, ecielo, ahora despejado. Volvió a ver a los niñoagachados al borde de la carretera, por la qucaminaba el comisario con paso cansado, que l

    iguieron correteando. Entonces oyó un gritprocedente de la casa, a su espalda, un grito comde animal. Aceleró el paso, sin saber si era ehombre o la mujer quien lloraba de aquel modo.

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    De vuelta en Mägendorf, Matthäi se dio de brucecon la primera dificultad. El enorme coche patrull

    había llegado al pueblo y esperaba al comisarioEl lugar del crimen y sus proximidades habíaido escrupulosamente explorados y despué

    acordonados. Tres policías de paisano se había

    quedado ocultos en el bosque. Tenían la misión dobservar a los transeúntes. Tal vez diesen así coel rastro del asesino. Los demás hombres teníaque volver a la ciudad. El cielo estaba despejado

    pero la lluvia no había traído ningún alivio. Eföhn estaba otra vez sobre las gentes y lobosques, bramaba en grandes oleadas húmedas. Eantinatural calor pesaba sobre los hombrevolviéndolos huraños, irritables, impacientes. La

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    farolas estaban ya encendidas, aunque todavía erpor la tarde. Los habitantes del pueblo se habíaeunido en masa. Habían descubierto a Vo

    Gunten. Le habían tomado por el asesino; lobuhoneros son siempre sospechosos. Suponían que habían arrestado y rodeaban el coche de policía

    El buhonero permanecía dentro del vehículo, eilencio. Se encogía temblando entre los policía

    que permanecían sentados, rígidos. Lomagendorfianos se acercaban cada vez más acoche, pegando las caras a las ventanillas. Lopolicías no sabían qué hacer. En el coche oficia

    detrás del coche patrulla, se hallaba el fiscaambién él había sido inmovilizado. Ademá

    habían rodeado el coche del médico forense quhabía llegado desde Zurich, y la ambulancia con e

    pequeño cadáver, un automóvil blanco con la cruoja. Los hombres esperaban con aire amenazado

    pero silenciosos; las mujeres pegadas a las casaTambién ellas silenciosas. Los niños se había

    ubido al brocal de la fuente del pueblo. Una rabi

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    orda, sin plan alguno, mantenía agrupados a lovecinos. Querían venganza, justicia. Matthäntentó abrirse paso hacia el coche patrulla, per

    no le fue posible. Lo mejor sería buscar al alcaldePreguntó por él. Nadie le respondió. Sólo fuaudible alguna amenaza en voz baja. El comisarieflexionó un momento y fue hasta el hotel. No s

    había equivocado, en El Ciervo estaba sentado ealcalde. Era un hombrecillo corpulento, de aspectenfermo. Bebía un vaso de Veltliner tras otro espiaba tras las ventanas bajas.

     —¿Qué debo hacer, comisario? —preguntó—

    La gente es terca. Ellos creen que con la policía nes suficiente. Quieren hacer justicia por sí mismo—Después suspiró—. Gritli era una buena chicaTodos la queríamos.

    El alcalde tenía lágrimas en los ojos. —El buhonero es inocente —dijo Matthäi. —Si así fuese no le habrían arrestado. —No está arrestado. Le necesitamos com

    estigo.

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    El alcalde observó a Matthäi con mirada torva —Lo único que quieren es escapar —dijo—

    Sabemos bien a qué atenernos.

     —Como alcalde tiene usted que preocuparsante todo por que podamos partir libremente.El otro vació su tercer vaso. Bebió sin dec

    una palabra. —¿Y bien? —preguntó Matthäi, enojado.El alcalde seguía en sus trece. —El buhonero va a pagarlo con su cuello —

    ezongó.El comisario habló con claridad.

     —¿Va a empezar una pelea, alcalde? —¿Pelearía usted por un asesino? —Sea culpable o no, la ley es la ley.El alcalde, airado, paseó por la baja estanci

    de un lado a otro. Como nadie le atendía, se sirviél mismo otro vino en la barra. Bebió taatropelladamente que grandes franjas oscuras lecorrieron la camisa. La muchedumbre continuab

    fuera, en silencio. Pero cuando el conducto

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    ntentó poner en marcha el coche patrulla, el cerce estrechó todavía más.

    Entonces también el fiscal entró en el hotel. S

    había abierto paso con dificultad entre lomagendorfianos. Sus ropas estaban en desorden. Ealcalde se asustó. La presencia de un fiscal lesultaba desagradable. Como a todo hombr

    normal, no le parecía una profesión libre dospechas.

     —Señor alcalde —dijo el fiscal—, suconciudadanos parecen estar a punto de cometer uinchamiento. No veo más salida que ped

    efuerzos. Así entrarán en razón. —Intentemos hablarles una vez más —le

    propuso Matthäi.El fiscal golpeó con el índice de la man

    derecha en el pecho del alcalde. —Si no hace usted que nos escuchen —gruñ

    —, va a saber lo que es bueno.Fuera empezó a repicar la campana de l

    glesia. Por todas partes llegaban magendorfiano

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    ncluso llegaron los bomberos y tomaroposiciones frente a la policía. Cayeron loprimeros insultos. Estridentes, aislados.

     —¡Cabrones! ¡Cobardes!Los policías se prepararon. Esperaban eataque de la multitud que se mostraba cada vemás inquieta, aunque estaban tan indefensos comos magendorfianos. Estaban acostumbrados

    mantener el orden y a hacer frente a accionendividuales; aquí se enfrentaban con alg

    desconocido. Sin embargo, los vecinos volvieroa quedarse parados, se tranquilizaron. El fisca

    había salido de El Ciervo en compañía del alcald  de Matthäi. Ante la puerta de El Ciervo habí

    una escalinata de piedra con barandillas de hierro —Vecinos —anunció el alcalde—, os pido qu

    por favor escuchéis al señor fiscal Burkhard. No hubo reacción visible de la multitud. Lo

    campesinos y los obreros continuaron comestaban, silenciosos, amenazadores, inmóvile

    bajo el cielo que comenzaba a cubrirse con e

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    primer resplandor de la noche; las farolaemblaban sobre la plaza como lunas pálidas. Lo

    magendorfianos estaban decididos a apoderars

    del hombre al que tomaban por el asesino. Locoches de policía permanecían en medio de lmarea humana como grandes bestias oscurantentaban zafarse una y otra vez, los motore

    bramaban y de nuevo eran refrenados, sin alientoo tenía sentido. Todo estaba lleno de una pesad

    mpotencia ante lo ocurrido aquel día, lofrontones oscuros del pueblo, la plaza, lmuchedumbre, como si el asesinato hubies

    envenenado el mundo. —Señoras y señores —comenzó el fisca

    nseguro y con voz débil, aunque se le escuchabpalabra por palabra—, vecinos de Mägendor

    estamos conmocionados por este crimen atrozGritli Moser ha sido asesinada. No sabemos quiéha cometido el crimen…

    El fiscal no pudo continuar.

     —¡Fuera!

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    Levantaban los puños y le silbaban.Matthäi observaba a la muchedumbre co

    fascinación.

     —Rápido, Matthäi —ordenó el fiscal—, use eeléfono. Pida refuerzos. —¡Von Gunten es el asesino! —gritó u

    campesino largo y escuálido, con el rostrquemado por el sol, que llevaba días sin afeitars—. ¡Lo he visto, no había nadie más en el valle!

    Era un campesino cuyas tierras estaban eaquella parte del valle.

    Matthäi se adelantó.

     —Señoras y señores —dijo—, soy ecomisario Matthäi. Estamos dispuestos entregaros al buhonero.

    Tan grande fue la sorpresa que se hizo u

    ilencio de muerte. —¿Se ha vuelto usted loco? —le susurró e

    fiscal al comisario, con los nervios de punta. —Desde tiempos remotos, en nuestro país lo

    criminales han sido juzgados por un tribuna

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    cuando eran culpables, y para hablar claramenteambién cuando eran inocentes —prosigui

    Matthäi—. Ahora vosotros habéis acordad

    constituiros en tribunal. Puesto que tenéis esderecho y habéis decidido hacer uso de énosotros no tenemos nada más que investigar aquí

    Matthäi hablaba de forma clara e inteligibleCampesinos y obreros escuchaban con atenciónEstaban pendientes de sus palabras. Puesto quMatthäi les había tomado en serio, también ellodebían tomarle en serio a él.

     —No obstante —prosiguió Matthäi—, ha

    algo que he de exigiros, igual que a cualquier otrribunal: justicia. Pues resulta evidente que sól

    podríamos entregaros al buhonero si estuviésemoconvencidos de que queréis justicia.

     —¡Queremos justicia! —gritó uno. —Vuestro tribunal ha de cumplir un requisit

    i quiere ser un tribunal legítimo. Ese requisitconsiste en evitar a todo trance la injusticia

    También vosotros habéis de someteros a es

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    equisito. —¡Aceptado! —gritó un trabajador de l

    fábrica de ladrillos.

     —Por lo tanto, debéis averiguar si se hprocedido justa o injustamente con Von Gunten anculparle del asesinato. ¿Por qué se le h

    considerado sospechoso? —Ya le acusaron en otra ocasión —gritó u

    campesino. —Eso refuerza la sospecha de que Von Gunte

    podría ser el asesino —explicó Matthäi—, pero nes ninguna prueba de que realmente lo sea.

     —Yo le vi en el valle —volvió a decir ecampesino de rostro hirsuto y quemado por el sol

     —Suba aquí —le conminó el comisario.El campesino vaciló.

     —Ve, Heiri —gritó uno—, no seas gallina.El campesino miró a su alrededor. Inseguro. E

    alcalde y el fiscal habían retrocedido hasta lpuerta de El Ciervo, así que sólo Matthäi y e

    campesino se encontraban sobre la plataforma.

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     —¿Qué quiere usted de mí? —preguntó ecampesino—. Soy Heiri Benz.

    Los magendorfianos, tensos, miraban a los do

    hombres. Los policías habían enfundado laporras. También ellos observaban sin aliento efenómeno. Los más jóvenes del pueblo se habíaencaramado a la escalera del coche de bomberoque estaba a medio levantar.

     —Usted vio al buhonero en el valle, señoBenz —comenzó el comisario—. ¿Estaba él solo?

     —Solo. —¿Qué hacía usted allí, señor Benz?

     —Estaba con mi familia plantando patatas. —¿Cuánto tiempo llevaban allí? —Desde las diez. Habíamos comido al

    mismo, en el campo —dijo el campesino.

     —¿Y no vio usted a nadie más que abuhonero?

     —A nadie, puedo jurárselo —afirmó ecampesino, solemne.

     —¡Eso es una tontería, Benz! —exclamó u

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    rabajador—. ¡A las dos pasé yo junto a tu huerto!Otros dos trabajadores se unieron al último

    También ellos habían pasado por el valle, e

    bicicleta, a eso de las dos. —Y yo pasé por el valle con mi carro, ceporr—gritó un campesino—. Pero tú siempre estárabajando como un maniático, pedazo de tacaño,

    haces currar a tu familia hasta que a todos se leuerce el espinazo. Podría pasar por delante de

    un ciento de tías desnudas y no te darías ni cuentaRisas. —Según esto, el buhonero no era el único qu

    estaba en el valle —hizo constar Matthäi—. Perigamos buscando. Paralela al bosque va un

    carretera que se dirige a la ciudad. ¿Pasó alguiepor allí?

     —Fritz Gerber —exclamó alguien. —Yo pasé por allí —reconoció un campesin

    desmañado que estaba sentado en la boca de rieg—. En carro.

     —¿Cuándo?

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     —Hacia las dos. —De esa carretera parte un camino e

    dirección al bosque que pasa por el lugar de

    crimen —afirmó el comisario—. ¿Vio usted alguien por allí, señor Gerber? —No —gruñó el campesino. —¿Observó tal vez algún automóvil aparcadoEl campesino titubeó. —Me parece que sí —dijo, inseguro. —¿Lo sabe a ciencia cierta? —Había uno allí. —¿Puede que fuera un Mercedes de colo

    ojo? —Es posible. —¿O tal vez un Volkswagen gris? —También es posible.

     —Sus respuestas son muy poco precisas —dijo Matthäi.

     —Me quedé medio dormido en el carro —confesó el campesino—. Todo el mundo lo hac

    con este calor.

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     —Entonces tengo que advertirle mueriamente de que no se debe dormir en una ví

    pública —le regañó Matthäi.

     —Ya ponen atención los caballos —dijo ecampesino.Todos rieron. —Ahora empezáis a ver la dificultad que se o

    presenta como jueces —prosiguió Matthäi—. Ecrimen no se cometió en completa soledad. A taólo cincuenta metros había una familia trabajand

    en el campo. Si hubiesen estado atentos, no habríocurrido esta fatalidad. Pero no estaban atento

    porque ni siquiera se les pasaba por lmaginación la posibilidad de un crimeemejante. No vieron pasar a la niña, ni vieron

    ninguno de los que pasaban por el camino. Le

    lamó la atención el buhonero, eso es todo. Perampoco el señor Gerber, que dormitaba en s

    carro, puede hacer ninguna declaración importantcon la precisión necesaria. Así están las cosa

    ¿Se demuestra así la culpabilidad del buhonero

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    Debéis haceros esa pregunta. Además, juega en sfavor el hecho de que fue él quien avisó a lpolicía. Yo no sé cómo queréis proceder vosotro

    en vuestra condición de jueces, pero me gustarídeciros cómo procederíamos nosotros, lopolicías.

    El comisario hizo una pausa. De nuevo sencontraba solo ante los magendorfianos. Benzdesconcertado, había vuelto a reunirse con lmuchedumbre.

     —Todo sospechoso sería sometido a unnvestigación lo más escrupulosa posible sin tene

    en cuenta su posición social, siguiendo todas lapistas imaginables, y no sólo esto: se llamaría a lpolicía de otros países, si fuese necesario. Veique vuestro tribunal cuenta con pocos recurso

    mientras que nosotros poseemos un aparatgigantesco para descubrir la verdad. Ahoradecidid qué debe hacerse.

    Silencio. Los magendorfianos se había

    quedado ensimismados.

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     —¿De verdad nos entregaría al buhonero? —preguntó el obrero.

     —Tenéis mi palabra —respondió Matthäi—

    Si decidís que eso es lo que hay que hacer.Los magendorfianos estaban confusos. Lapalabras del comisario les habían impresionadoEl fiscal estaba nervioso. La cosa le parecípreocupante. Pero soltó un suspiro.

     —Llévenselo —había gritado un campesino.Los magendorfianos, en silencio, abrieron u

    pasillo. El fiscal, aliviado, se encendió uBrissago.

     —Se ha arriesgado mucho, Matthäi —coment—. Imagínese que hubiese tenido que mantener spalabra.

     —Sabía que eso no ocurriría nunca —

    espondió tranquilamente el comisario. —Espero que no haga usted nunca una promes

    que deba mantener —dijo el fiscal, y acercó ufósforo al Brissago por segunda vez, saludó a

    alcalde y se dirigió al coche recién liberado.

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    Matthäi no acompañó al fiscal en su regreso. Fue eunirse con el buhonero. Los agentes le hiciero

    itio. Hacía calor dentro del enorme vehículo. Ne atrevían todavía a bajar las ventanillas. Si bieos magendorfianos les habían dejado pasar, aúeguían allí. Von Gunten se agachó detrás de

    conductor, y Matthäi se sentó junto a él. —Soy inocente —protestó Von Gunten en vobaja.

     —Por supuesto —dijo Matthäi.

     —Nadie me cree —murmuró Von Gunten—ampoco los policías.El comisario sacudió la cabeza. —Eso son sólo figuraciones suyas.El buhonero no se dejaba tranquilizar.

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     —Usted tampoco me cree, comisario.El automóvil se puso en marcha. Los policía

    guardaron silencio. Fuera se había hecho de noche

    Las farolas arrojaban luces doradas sobre loostros rígidos. Matthäi percibía la desconfianzque todos abrigaban hacia el buhonero, lospecha que iba en aumento. Sintió lástima por é

     —Yo le creo, Von Gunten —dijo, sintiendo quni siquiera lograba persuadirse del todo a smismo—, sé que es usted inocente.

    Se acercaban las primeras casas de la ciudad. —Tendrá usted que declarar aún ante e

    comandante, Von Gunten —dijo el comisario—. Eusted nuestro testigo más importante.

     —Entiendo —murmuró el buhonero, y continuación rezongó—: Tampoco usted me cree.

     —Tonterías.El buhonero seguía en sus trece. «Lo sé», dij

    en voz baja, casi inaudible, y contempló loanuncios luminosos rojos y verdes qu

    esplandecían como constelaciones espectrale

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    obre el automóvil.

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    Esos fueron los hechos de los que se me informen la Kasernenstrasse a mi regreso de Berna en e

    expreso de las siete y media. Era la tercercriatura asesinada de aquel modo. Dos años antehabía sido en el cantón de Schwyz, y cinco añoantes en Sankt-Gallen, los dos con una navaja d

    afeitar, sin rastro alguno del asesino. Me trajeroal buhonero. Era un hombre de cuarenta y ochaños, pequeño, aceitoso, de mala salud, perocuaz y desvergonzado, pese a estar asustado. E

    odo momento fue muy preciso. Se había detenidunto al linde del bosque, se había descalzadohabía colocado su canasta sobre la hierba. Shabía propuesto visitar Mägendorf y vender allí smercancía, cepillos, tirantes, hojas de afeita

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    cordones, etcétera, pero de camino se enteró por ecartero de que Wegmüller estaba de vacaciones Riesen le sustituía. Así que no había sabido qu

    hacer y se había tumbado en la hierba; él conocía as autoridades y sabía que nuestros policíaóvenes experimentan muy a menudo arrebatos d

    celo profesional. Se fue quedando dormido. Epequeño valle en sombras, la carreteratravesando el bosque. No demasiado lejos, unfamilia de campesinos trabajando, con un perrdando vueltas alrededor. La comida en El Oso dFehren había sido opulenta: Bernerplatte[10] 

    Twanner [11]; le gustaba comer opíparamente, enía los medios para ello, puesto que, a pesar dr tan descuidado, desaseado y harapiento, s

    aspecto engañaba, pues él era uno de eso

    buhoneros que ganan dinero y terna algo ahorradoDespués vinieron cuatro cervezas y, cuando sumbó en la hierba, dos tabletas de chocolate. Lormenta y las rachas de viento le había

    adormecido por completo. Pero un poco más tard

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    e sobresaltó un grito, el grito nervioso de una niñpequeña, y le había parecido, cuando miramodorrado a su alrededor, como si la familia d

    campesinos se hubiese sorprendido un momentoprestando atención a algo; pero después, mientrael perro seguía dando vueltas a su alrededovolvieron a sus posturas encorvadas. Algúpájaro, eso fue lo que se le pasó por la cabeza, ubúho pequeño tal vez, qué sabía él. Pero lexplicación le tranquilizó. Se quedó adormecidotra vez, pero entonces le llamó la atención eepentino silencio de muerte de la naturaleza,

    observó de pronto el cielo, ahora siniestronmediatamente se deslizó dentro de los zapatos ecogió la canasta, incómodo y receloso,

    entonces el grito del misterioso pájaro llegó d

    nuevo a sus oídos. Entonces decidió que serímejor no tentar a Riesen, dejar a Mägendorf lo quera de Mägendorf. Era un nido nada rentableHabía querido volver a continuación a la ciudad

    había tomado el sendero del bosque para ataja

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    hasta la estación de SBB[12], y fue allí donde squedó clavado ante el cuerpo de la niña asesinadaDespués había ido a El Ciervo y había informad

    a Matthäi; no les había dicho nada a locampesinos, por miedo a convertirse eospechoso.

    Ésa fue su declaración. Dejé que el hombre sdesahogara, pero no le permití marcharse. Tal veno fue lo correcto. El fiscal no había dictadprisión preventiva, pero no había tiempo parandarse con remilgos. Su relato me parecía fiel a verdad, pero estaba aún por demostrar,

    además Von Gunten tenía antecedentes. Yo estabde mal humor. Aquel caso no me daba buenespina: todo se iba a ir a la mierda de algún modono sabía cómo; simplemente era así como l

    entía. Me acerqué a la boutique, como yo llamaba, un cuartucho lleno de humo al lado de m

    despacho oficial. Me había agenciado una botellde Châteauneuf-du-Pape en un restaurante cerca d

    Sihlbrücke, y me tomé unos cuantos vaso

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    Reinaba siempre un terrible desorden en aquecuarto, no voy a negarlo; libros y expedienteamontonados unos sobre otros, a propósito

    naturalmente, pues soy de la opinión de que en estEstado tan sumamente organizado todo el mundiene la obligación de procurarse pequeñas isla

    de desorden, aunque sea a escondidas. Despuéhice que me trajesen las fotografías. Eran terribleA continuación estudié el mapa. El lugar decrimen no habría podido ser elegido de manermás pérfida. No era posible deducir a priori si easesino provenía de Mägendorf, de los pueblo

    cercanos o de la ciudad, y tampoco si habílegado andando o en tren. Todo era posible. Lleg

    Matthäi. —Lamento mucho —le dije— que haya tenid

    que ocuparse de un asunto tan triste en su últimdía con nosotros.

     —Es nuestro trabajo, comandante. —Cada vez que miro estas fotografías, me da

    ganas de mandar ese trabajo al infierno —

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    espondí, y volví a guardar las fotografías en eobre.

    Estaba enfadado, y tal vez no atinaba

    dominar del todo mis sentimientos. Matthäi era mmejor comisario —ya ve usted que insisto elamarle así, dándole un rango que, aunque no es e

    correcto, me resulta más simpático—, en esmomento detestaba profundamente que tuviera qumarcharse.

    Fue como si adivinara mis pensamientos. —Creo que lo mejor sería que le diese el cas

    a Henzi —dijo.

    Dudé. Habría considerado la propuesta si ne tratara de una agresión sexual. Con cualquie

    otro delito es mucho más fácil. Sólo es precisconsiderar los motivos, necesidad de dinero

    arrebato pasional, y el círculo se estrechalrededor del sospechoso. Pero con una agresióexual ese método no tiene sentido. Puede ser qu

    uno vea a una niña, o a un niño, durante un viaje d

    negocios, le haga subir a su automóvil: ningú

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    estigo, ningún observador, y esa noche está otrvez sentado en su casa, tal vez en Lausana, tal veen Basilea, donde sea, y nosotros aquí, sin punto

    de apoyo. No subestimaba a Henzi, era un agentmuy capaz, pero no me parecía lo suficientementexperimentado.

    Matthäi no compartía mis preocupaciones. —Lleva tres años trabajando a mis órdenes —

    dijo—, yo le he enseñado el oficio, y no puedmaginarme un sucesor más capacitado. Cumpliru cometido igual que lo haría yo. Y además yodavía puedo estar aquí mañana —concedió.

    Hice venir a Henzi y le ordené que organizarcon el brigadier Treuler una sección de homicidioestringida. Le alegró; era su primer «cas

    autónomo».

     —Agradézcaselo a Matthäi —gruñí, y lpregunté por el estado de ánimo de los hombreAndábamos a ciegas, no teníamos puntos de apoyni resultados, y era importante que los hombres n

    e percatasen de nuestra inseguridad.

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     —Están convencidos de que ya tenemos aasesino —hizo notar Henzi.

     —¿El buhonero?

     —El sospechoso no está descartado del todoVon Cunten ya cometió una vez un delito dabusos.

     —Con una de catorce —objetó Matthäi—Esto es muy distinto.

     —Deberíamos someterle a un interrogatorio —propuso Henzi.

     —Hay tiempo para eso —resolví—. No creque ese hombre tenga nada que ver con e

    asesinato. Es simplemente antipático, y eso aquequivale a sospechoso. Pero ése es un principiubjetivo, señores, no científico, y no podemo

    abandonarnos a él sin poner más de nuestra parte.

    Con eso me despedí de ellos sin que mi humohubiera mejorado.

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    Movilizamos a todos los hombres disponibleAquella misma noche y durante el día siguient

    ndagamos en los garajes por si se habíaencontrado manchas de sangre en algún coche, más tarde hicimos lo mismo en las lavanderíaDespués comprobamos las coartadas de todo

    aquellos que alguna vez habían tenido contacto cociertos artículos del código penal. Nuestrohombres, equipados con perros e incluso con udetector de minas, penetraron en el bosque d

    Magendorf donde se había cometido el crimenEscudriñaron cada árbol en busca de huellaesperando ante todo encontrar el arma del crimenAnalizaron sistemáticamente cada metro cuadradodescendieron por la quebrada, inspeccionaron e

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    arroyo. Reunieron los objetos encontrados peinaron el bosque hasta Magendorf.

    Yo mismo tomé parte en la búsqueda, aunqu

    no era mi estilo. También Matthäi parecía inquietoEra una agradable mañana de primavera, suavein viento, pero seguíamos de un humor lúgubre

    Henzi interrogaba a los campesinos y a los obrerode la fábrica en El Ciervo, y nosotros noencaminamos a la escuela. Acortamos caminatravesando un prado con árboles frutaleAlgunos ya estaban llenos de llores. Procedente da escuela, se oía cantar «Toma mi mano

    guíame»[13]. La plaza delante de la escuela estabvacía. Llamé a la puerta del aula de la que salía ecanto, y entramos.

    Quienes cantaban eran niños y niñas, de entr

    eis y ocho años. Las tres clases inferiores. Lmaestra, que dirigía el coro, dejó caer las manos nos miró con desconfianza. Los niños dejaron dcantar.

     —¿Señorita Krumm?

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     —¿Sí? —¿La maestra de Gritli Moser? —¿Qué quieren de mí?

    La señorita Krumm andaba cerca de locuarenta, era flaca, con grandes ojos agriados.Me presenté y después me dirigí a los niños. —¡Buenos días, niños!Los niños me miraban con curiosidad. —¡Buenos días! —dijeron. —Estabais cantando una bonita canción. —Estamos ensayando el coro para el funera

    de Gritli —explicó la maestra.

    En el cajón de arena habían construido la islde Robinsón. En las paredes colgaban dibujonfantiles.

     —¿Qué tipo de niña era Gritli? —pregunt

    vacilante. —Todos la queríamos —dijo la maestra. —¿Era inteligente? —Era una niña con una fantasía extraordinaria

    Volví a vacilar.

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     —Tengo que hacerles algunas preguntas a loniños.

     —Adelante.

    Caminé entre la clase. La mayoría de las niñalevaba todavía trenzas y delantales de colores. —Habréis oído —dije— lo que le ha pasado

    Gritli Moser. Yo soy de la policía, el comandantealgo así como el jefe de unos soldados, y mrabajo es buscar al hombre que ha matado

    Gritli. No voy a hablaros como a niños, sino coma adultos. El hombre al que buscamos estenfermo. Todos los hombres que hacen algo a

    están enfermos. Y como está enfermo, intentatraer a los niños a un escondite para hacerledaño, puede ser en un bosque o en una cuevaiempre en un sitio oculto, y eso ocurre muy

    menudo: en el cantón tenemos más de doscientocasos al año. Y muchas veces ocurre incluso quese hombre hace tanto daño a un niño que lo matacomo le ocurrió a Gritli. Por eso tenemos qu

    encerrar a esos hombres. Son demasiad

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    peligrosos para dejarles vivir en libertad. Opreguntaréis ahora por qué no encerramos antes ese hombre, antes de que ocurriese una desgraci

    como la de Gritli. Pues porque no hay ningunmanera de reconocer a esos hombres enfermoEstán enfermos por dentro, no por fuera.

    Los niños escuchaban conteniendo lespiración.

     —Tenéis que ayudarme —proseguí—Tenemos que encontrar al hombre que mató a GritMoser, o de lo contrario matará a otra niña.

    Yo estaba ahora en medio de la clase.

     —¿Dijo Gritli si algún extraño había habladcon ella?

    Los niños callaban. —¿Hay algo de Gritli que os haya llamad

    últimamente la atención?Los niños no sabían nada. —¿Tenía Gritli últimamente alguna cosa qu

    no tuviese antes?

    Los niños no respondían.

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     —¿Quién era la mejor amiga de Gritli? —Yo —musitó una niña.Era una cosita diminuta con el pelo y los ojo

    castaños. —¿Cómo te llamas? —le pregunté. —Ursula Fehlmann. —Entonces tú eras amiga de Gritli, Ursula. —Nos sentábamos juntas.La niña hablaba en voz tan baja que tuve qu

    agacharme. —¿Y a ti tampoco hubo nada que te llamara l

    atención?

     —No. —¿No se encontró Gritli con nadie? —Sí, se encontró con alguien —respondió l

    niña.

     —¿Con quién? —No era un hombre —dijo la niña.La respuesta me sorprendió. —¿Qué quieres decir, Ursula?

     —Se encontró con un gigante —dijo la niña e

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    voz baja. —¿Un gigante? —Sí —dijo la niña.

     —¿Quieres decir que se tropezó con uhombre muy grande? —No, mi padre es un hombre muy grande, per

    no es un gigante. —¿Cómo de grande era entonces? —pregunté —Como una montaña —respondió la niña—

    negro del todo. —Y ese… gigante… ¿le regaló algo a Gritli

    —pregunté.

     —Sí —dijo la niña. —¿Qué? —Un erizo. —¿Un erizo? ¿Qué quieres decir, Ursula? —

    pregunté, confuso. —El gigante tenía erizos pequeños por toda

    partes —aseguró la niña. —Eso no tiene sentido, Ursula —le objeté—

    un gigante no tiene erizos!

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     —Este era un gigante con erizos.La niña no cedió un ápice. Volví junto al atr

    de la maestra.

     —Tenía usted razón —dije—, parece quGritli tenía realmente mucha fantasía, señoritKrumm.

     —Era una niña muy creativa —respondió lmaestra y clavó sus ojos tristes en algún punto eel vacío—. Ahora tengo que seguir ensayando coel coro. Para el funeral de mañana. Los niñoodavía no están listos.

    Comenzó a dar el tono.

    Los niños volvieron a cantar «Toma mi mano guíame».

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    Tampoco el interrogatorio de los magendorfianoen El Ciervo —donde relevamos a Henzi—

    produjo nada nuevo, y por la tarde volvimos Zurich tan faltos de resultados como habíamolegado. Silenciosos. Yo había fumado mucho y m

    había tomado un tinto de la región. Ya conoc

    usted ese vino traidor. Matthäi iba sentado junto mí en el asiento de atrás del coche, igual dfúnebre que yo, y sólo cuando empezamos descender hacia el Römerhof empezó a hablar.

     —No creo —dijo— que el asesino sea dMägendorf. Debe tratarse del mismo criminal quen el cantón de Sankt-Gallen y el cantón dSchwyz: el asesinato se ha producido de la mismmanera. Me parece muy plausible que el sujet

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    opere desde Zurich. —Es posible —contesté yo. —Será algún conductor, posiblemente algú

    viajante. El campesino Gerber vio un cochaparcado en el bosque. —Hoy he interrogado yo personalmente

    Gerber —expliqué—. Ha admitido que dormídemasiado profundamente para poder darse cuentde nada.

     Nos quedamos callados de nuevo. —Me sabe mal dejarle en mitad de un caso si

    esolver —comenzó él entonces, con voz alg

    nsegura—, pero tengo que cumplir el contrato coel gobierno de Jordania.

     —¿Parte usted mañana? —le pregunté. —A las tres de la tarde —respondió—, ví

    Atenas. —Le envidio, Matthäi —dije, y hablaba e

    erio—. También a mí me gustaría más ser jefe dpolicía entre los árabes que aquí en Zurich.

    Después le dejé junto al Hotel Urban, dond

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    vivía desde hacía años, y me dirigí al Kronenhalledonde comí debajo del cuadro de Miró. Siemprme siento ahí y como hasta reventar.

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    Cuando volví a la Kasernenstrasse a eso de ladiez, al pasar delante del hasta entonces despach

    de Matthäi, me encontré con Henzi en el pasilloYa había abandonado Mägendorf al mediodía, eso me había sorprendido, pero como le habípuesto al frente del caso, no me pareció apropiad

    cuestionar sus actos. Henzi era de Bernaambicioso, pero apreciado por los hombres. Shabía casado con una Hottinger [14], se habípasado del partido socialista a los liberales

    levaba camino de hacer carrera. Esto lo mencionólo de pasada; ahora está con los independientes —El tipo todavía no ha confesado —dijo. —¿Quién? —le pregunté, sorprendido

    deteniéndome frente a él—. ¿Quién no h

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    confesado? —Von Gunten.Vacilé.

     —¿Cuánto tiempo llevan de interrogatorio? —Toda la tarde —dijo Henzi— y nopasaremos toda la noche si es preciso. Ahora estTreuler con él. Yo sólo he salido a tomar un pocel aire.

     —Me gustaría estar presente —respondí, cocierta curiosidad, y entré en el hasta entoncedespacho de Matthäi.

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    13

    El buhonero estaba sentado en una silla de oficinin respaldo. Treuler había arrastrado su sill

    hasta el escritorio de Matthäi, usándolo ahora parapoyar su brazo izquierdo, y tenía las piernacruzadas y la cabeza apoyada en su manzquierda. Fumaba un cigarrillo. Feller levantab

    acta. Henzi y yo permanecíamos junto a la puertafuera de la vista del buhonero, que nos volvía lespalda.

     —Yo no lo hice, sargento —murmuraba e

    buhonero. —Tampoco he dicho que lo hicieras. Yo sólhe dicho que podrías haberlo hecho —replicTreuler—. Ya averiguaremos si tengo razón o noEmpecemos desde el principio. Te habías detenid

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    unto al linde del bosque, tan campante, ¿no eeso?

     —Sí, sargento.

     —¿Y te dormiste? —Así es, sargento. —¿Por qué? Tú querías ir a Mägendorf. —Estaba cansado, sargento. —¿Por qué interrogaste al cartero sobre l

    policía de Mägendorf? —Para informarme, sargento. —¿Qué querías saber? —No me han renovado la licencia. Por es

    quería saber cómo andaban las cosas con lpolicía de Mägendorf.

     —¿Y cómo andaban las cosas con la policía dMagendorf?

     —Me enteré de que en Magendorf había uustituto. Eso me dio miedo, sargento.

     —Yo soy también un sustituto —explicó epolicía secamente—. ¿También te doy miedo?

     —Sí, sargento.

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     —En esas circunstancias, ¿ya no querías ir apueblo?

     —Eso es, sargento.

     —Esa es una versión de los hechos no tan mal—dijo Treuler, aprobatorio—. Pero tal vez hayotra versión que tenga la ventaja de ser lverdadera.

     —He dicho la verdad, sargento. —¿No sería que estabas intentando averigua

    por el cartero si había algún policía cerca?El buhonero miró a Treuler con desconfianza. —¿Qué quiere decir con eso, sargento?

     —Bueno —respondió Treuler con tranquilida—, creo que querías cerciorarte, ante todo, de lausencia de policía en el valle, porque estabaesperando a la niña.

    El buhonero, aterrado, miró fijamente Treuler.

     —Yo no conocía a la niña, sargento —gritódesesperado—, y aunque la hubiera conocido

    nunca habría podido hacer tal cosa. No estaba y

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    olo en el valle. La familia de campesinos estaballí, en el campo. Yo no soy un asesino. ¡Tiene qucreerme!

     —Pero si te creo —le concedió Treuler—ólo es que tengo que verificar tu historia, tieneque entenderlo. Nos has contado que después domarte ese descanso te internaste en el bosqu

    para volver a Zurich. —Venía la tormenta —explicó el buhonero—

    así que quería tomar un atajo, sargento. —¿Y fue entonces cuando encontraste e

    cuerpo?

     —Sí. —¿Y no lo tocaste? —Eso es, sargento.Treuler se quedó en silencio. Aunque yo n

    podía ver la cara del buhonero, sentía toda sangustia. Me apenaba. Pero cada vez estaba máconvencido de que era culpable, aunque tal veólo fuese porque esperaba encontrar finalmente

    un culpable.

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     —Te hemos quitado la ropa, Von Gunten, y themos dado otra. ¿Puedes decirme por qué? —preguntó Treuler.

     —No lo sé, sargento. —Para efectuar una prueba con bencidina¿Sabes qué es una prueba con bencidina?

     —No, sargento —respondió sin aliento ebuhonero.

     —Una prueba química para detectar manchade sangre —explicó Treuler con una placidefantasmal—. Hemos encontrado sangre en tguardapolvo, Von Gunten. Y era de la niña.

     —Porque… porque tropecé con el cuerpoargento —sollozó Von Gunten—. Fue espantoso.

    Se tapó la cara con las manos. —¿Y eso nos lo has ocultado, naturalment

    por miedo? —Sí, sargento. —¿Y ahora tenemos que creerte otra vez? —Yo no soy el asesino, sargento —suplicó e

    buhonero, desesperado—, créame. Vaya a busca

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    al doctor Matthäi, él sabe que digo la verdad. Pofavor.

     —El doctor Matthäi ya no se ocupa de est

    caso —respondió Treuler—. Mañana se marcha ordania. —A Jordania —susurró Von Gunten—. No l

    abía.Se quedó callado, mirando al suelo. Se hizo e

    a habitación un silencio sepulcral, sólo se oía eic-tac del reloj y alguna vez un automóvil qu

    pasaba por la calle.Entonces intervino Henzi. Primero cerró l

    ventana, después se sentó tras el escritorio dMatthäi, con aire amigable y cortés, percolocando la lámpara de tal modo que la luz iba caer sobre el buhonero.

     —No se exalte, señor Von Cunten —dijo eeniente, afable—, no queremos maltratarle, sól

    nos esforzamos por averiguar la verdad. Por eshemos de recurrir a usted. Es usted el testigo má

    mportante. Tiene usted que ayudarnos.

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     —Sí, doctor —respondió el buhonero, pareció que cobraba de nuevo algo de valor. Henze preparó una pipa—. ¿Qué fuma usted, Vo

    Cunten? —Cigarrillos, doctor. —Dele uno, Treuler.El buhonero meneó la cabeza. Miró al suelo

    La luz le cegaba. —¿Le molesta la luz? —preguntó amablement

    Henzi. —Me da directamente en los ojos.Henzi volvió a regular la pantalla de l

    ámpara. —¿Mejor así? —Mejor —respondió el buhonero en voz baja

    Su voz sonaba agradecida.

     —Dígame usted, Von Cunten, ¿qué vendusted? ¿Paños de cocina? —empezó Henzi.

     —Sí, paños de cocina también.El buhonero había dudado al responder. N

    abía qué pretendía Henzi con aquella pregunta.

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     —¿Y qué más? —Cordones, doctor. Cepillos de dientes. Past

    de dientes. Crema de afeitar.

     —¿Cuchillas de afeitar? —También, doctor. —¿De qué marca? —Gillette. —¿Eso es todo, Von Gunten? —Creo que sí, doctor. —De acuerdo. Pero creo que se ha olvidad

    usted de algo —dijo Henzi mientras volvía ocuparse de su pipa—. No tira bien —comentó,

    como de pasada añadió—: Enumere usted el restde sus cosas con calma, Von Gunten. Hemonspeccionado con todo detalle su canasta.

    El buhonero no dijo nada.

     —¿Y bien? —Cuchillos de cocina, doctor —dijo e

    buhonero en voz baja y afligida. Su cuello perladde sudor. Henzi dejaba escapar una bocanada d

    humo detrás de otra, con tranquilidad, lentamente

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    un joven y amable señor lleno de benevolencia. —¿Algo más, Von Gunten, aparte de cuchillo

    de cocina?

     —Navajas de afeitar. —¿Por qué ha dudado usted en reconocerlo?El buhonero no respondió. Henzi alargó l

    mano sin intención aparente, como si fuese ocuparse de nuevo de la lámpara. Pero volvió etirar la mano cuando Von Gunten se estremeció

    El sargento miró al buhonero sin compasióalguna. Fumaba un cigarrillo tras otro. A esto sañadía el humo de la pipa de Henzi. El aire en l

    habitación era asfixiante. Me hubiera encantadabrir la ventana. Pero formaba parte del métodener la ventana cerrada.

     —La niña fue asesinada con una navaja d

    afeitar —constató Henzi, de forma discreta y compor casualidad. Silencio. El buhonero parecía que hubiese desplomado en su silla, exangüe.

     —Estimado señor Von Gunten —continu

    Henzi, mientras se reclinaba en su asiento—

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    hablemos de hombre a hombre. No necesitamoengañarnos. Yo sé que ha cometido usted ecrimen. Pero también sé que está usted ta

    horrorizado por su acción como yo, como todoFue algo que ocurrió, simplemente. De repente sconvirtió usted en una bestia, asaltó y mató a lniña sin que usted quisiera y sin poder hacer otrcosa. Algo era más fuerte que usted. Y cuandvolvió en sí, Von Gunten, se horrorizó usted lndecible. Se marchó usted a Mägendorf porqu

    quería entregarse, pero ahora ha perdido el corajeEl coraje de confesar. Tiene usted que recobra

    ese coraje, Von Gunten. Y nosotros queremoayudarle.

    Henzi guardó silencio. El buhonero se removiun poco en su silla. Parecía que se hubiera venid

    abajo. —Yo soy su amigo, Von Gunten —afirm

    Henzi—, aproveche esta oportunidad. —Estoy cansado —se quejó el buhonero.

     —Todos lo estamos —respondió Henzi—

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    Sargento Treuler, tráiganos café y cerveza parmás tarde. También para nuestro huésped VoGunten, en la policía cantonal somos hospitalarios

     —Soy inocente, comisario —musitó ebuhonero con voz ronca—, soy inocente.Sonó el teléfono; Henzi contestó, escuchó co

    atención, colgó y sonrió. —Dígame, Von Gunten, ¿qué comió usted ayer

    —preguntó con calma. —Bernerplatte. —¿Y qué más? —Queso y postre.

     —¿Emmental, Gruyere? —Tilsiter y Gorgonzola —respondió Vo

    Gunten, limpiándose el sudor de los ojos. —Comen bien, los buhoneros —replicó Henz

    —. ¿Y no comió usted nada más? —Nada. —Yo me lo pensaría mejor —le advirti

    Henzi.

     —Chocolate —recordó de pronto Von Gunten

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     —¿Lo ve usted, como había algo más? —asintió Henzi, animándole—. ¿Dónde lo comió?

     —Junto al bosque —dijo el buhonero, y miró

    Henzi con suspicacia y cansancio.El teniente apagó la lámpara.Ahora sólo la luz del escritorio iluminab

    débilmente la habitación llena de humo. —Acabo de recibir el informe del institut

    médico forense, Von Gunten —explicó Henzpesaroso—. Han diseccionado a la niña. Y haencontrado chocolate en su estómago.

    Ahora también yo estaba convencido de que e

    buhonero era culpable. Su confesión era sólcuestión de tiempo. Asentí en dirección a Henzi alí de la habitación.

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    o me había equivocado. A la mañana siguienteera sábado, Henzi me llamó a las siete. E

    buhonero había confesado. A las ocho ya estaba y