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C. G. Bernabé La ilustradora de Lena Gladir

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C. G. Bernabé

La ilustradora de Lena Gladir

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La ilustradora de Lena Gladir© César González Bernabéwww.cgbernabe.com

ISBN: 978-84-9948-148-7Depósito legal: 798-2010

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/Decano n.º 4 – 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

e-mail: [email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, n.º 25 – 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Para Mateo, que comenzó a crecer junto a estas historias.Para Begoña, que también soñó con peces en el cielo y

siempre cree en mí.Para Arturo, por dejarme sin palabras al querer expresarle

toda mi gratitud y cariño.

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PRÓLOGOde Claudia Codari

Cuando C. G. Bernabé me pidió que escribiera el prólogo de su libro creí que se trataba de una broma, pero después comprendí que su intención no era otra que explicar de primera mano una idea que ha de tenerse presente antes de comenzar esta historia.

Es importante que comprendas que todos los aconte-cimientos que se narran en La ilustradora de Lena Gladir ocurrieron de acuerdo a una cronología exacta y a un or-den que debe ser tenido en cuenta. Todavía no sabemos cuál es la relación con los acontecimientos que tendrán lu-gar en el futuro y que, como puede que sepas, comenzaron a recopilarse en El biógrafo de Nora Dalmet. Lo único que sí comprendemos es que esta historia contiene información importante acerca de lo que debemos conocer para hacer frente a la profecía. Es posible que no todo sea preciso, o que tal vez olvidara contarle algo a C. G. Bernabé. Sin embargo, estoy totalmente convencida de que todos los de-talles importantes han sido plasmados en las páginas de esta novela.

Por último, quiero recordarte que al final del libro puedes encontrar algunas de las ilustraciones que realicé durante mi aventura. Son sólo ejemplos entre la enorme cantidad de dibujos que todavía guardo en mi cuaderno, pero sin duda son los más significativos.

Sin nada más que decir, sólo me queda desearte que disfrutes con la historia y que, sobre todo, encuentres las claves que se esconden entre sus palabras.

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1La joven del espejo

«Y así, junto a su más profunda conciencia, Andrés terminó su obra en el mismo lugar en el que había comenzado. Nada sabía aún de que ese mismo día daría con la editorial que se encargaría de publicar su obra, ni de que pronto ésta llegaría a las manos de miles de lectores. Sin embargo, lo que menos esperaba era que jamás llegaría a ver esto último, pues Andrés, tal y como Godon le había dicho al despedirse, volvería a su casa. Kaleidas le esperaba tanto como él a ella. Bastaba con conseguir una barca y seguir el rumbo que dictaba su propio corazón. La dirección no era lo que importaba, sino creer en el destino, ya que, al igual que Andrés, Kaleidas estaba hecha de sueños y esperanzas y sólo soñando se llegaba a ella».

Así terminaba El biógrafo de Nora Dalmet, el libro que reposaba sobre la mesita de noche de Claudia Codari, y que narraba la aventura de un escritor a través de una misteriosa isla llena de magos, criaturas fantásticas y ocultos mensajes.

Claudia vivía con sus padres, Roberto y Giulia, en un lujoso apartamento del centro de Milán. La joven tenía en aquel momento veintiún años, pero sólo cinco días después, el 15 de marzo, un año más se añadiría a su tranquila y rutinaria vida llena de comodidades. Cursaba su tercer y último año de Lengua y Literatura Extranjera en la Universidad de Milán. Hablaba dos idiomas —aparte del italiano, claro—: inglés y español. Le encantaba escuchar música, ir al cine y leer todo tipo de libros (especialmente

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aquellos en los que alguien se encontraba solo ante una situación insostenible). Sin embargo, lo que de verdad le gustaba a Claudia era dibujar, plasmar en una hoja de papel una fantasía y transformarla en una inmortal imagen de colores.

En realidad, podría contar muchas cosas de Claudia. Podría seguir explicando sus defectos, sus ilusiones y sus temores. Incluso estaría dispuesto a describirte sus más enrevesadas manías. No obstante, de nada serviría cuando terminara, pues seguiría resultándote alguien totalmente corriente, alguien con una vida y unas ambiciones que bien podrían ser las tuyas, las de tu primo o tu mejor amigo.

Sin embargo, había algo que la diferenciaba por completo del resto, un destello apenas perceptible que la rodeaba, un matiz que la transformaba en alguien especial. Nadie sabía lo que era, pero bastaba con que entrara en algún lugar para que todos se giraran hacia ella y se quedaran contemplándola como embobados, casi conmocionados por aquella extraña criatura que acababa de eclipsar cualquier otra imagen.

Lo curioso era que Claudia jamás le prestó atención a aquel extraño fenómeno. Tal vez estuviera demasiado acostumbrada a que sucediera, o quizá creyera que eso era lo que normalmente le ocurría a todo el mundo. Lo único cierto era que esto le pasaba desde que tenía uso de razón.

Ya desde pequeña, los niños y niñas de su clase la observaban fijamente y atendían a todas sus peticiones como hipnotizados. Algunos incluso la perseguían allá donde iba con la única intención de atender a cualquier necesidad que pudiera surgirle a la chica. Otros la observaban tímidamente de soslayo, tratando de contener un impulso que todavía no habían llegado a comprender. Sin embargo, la mayoría se limitaba simplemente a tartamudear cuando hablaban con ella y a reprimir los temblores que les azotaban cuando la joven les miraba.

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Puede que si la vieses en una foto te extrañaras de esto que acabo de contarte. Ya te he dicho que Claudia no era muy diferente a cualquier otra chica corriente, al menos, no hasta que te acercabas lo suficiente a ella.

Tenía el pelo negro como el azabache, largo hasta la cintura y liso y suave como la seda. Sus grandes ojos, oscuros como la noche más cerrada, contrastaban con su piel pálida y tersa. No era demasiado alta, pero su delgada figura le concedía un aspecto esbelto y elegante. Siempre vestía con colores oscuros y telas vaporosas, y su gran bolso de piel marrón, que siempre llevaba cruzado, le acompañaba allá donde fuera transportando sus más imprescindibles herramientas: el libro que estuviera leyendo, un paquete de pañuelos de papel, un extraño monedero que sus padres le trajeron de su viaje a Marruecos, las llaves de su casa, su teléfono móvil (casi siempre apagado), una caja de lapiceros de siete colores, un par de bolígrafos y su inseparable cuaderno de dibujo de gruesas tapas color rojo, sobre las que una inscripción de su puño y letra rezaba:

No hay labor más desafiante que la hermosa tarea de ilustrar el libro de una vida con las imágenes de los sueños.

En su casa, las cosas iban bastante bien. Sus padres, ambos dentistas, tenían su propia clínica muy bien situada en la ciudad y contaban con una amplia clientela. Los dos se mostraban muy cariñosos con su hija y rara vez discutían, aunque, bien es cierto, apenas la veían debido al trabajo.

Tanto Roberto como Giulia se habían acostumbrado con el tiempo a la peculiar cualidad de su hija. Sin embargo, hubo un tiempo en el que ambos trataron de buscar una solución, sobre todo cuando la chica llegó a la pubertad y se encontraban con permanentes grupitos de chicos

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esperándola a la entrada del edificio. Sorprendentemente, ella siempre se mostró indiferente ante este tipo de situaciones, y lo único que contestaba cuando sus padres trataban de indagar en el tema era que los chicos eran así de cansinos por naturaleza.

Por supuesto, sus padres sabían que algo más debía de suceder, pues, además de aquella avalancha de pretendientes, algunos «cazatalentos» les habían parado por la calle en varias ocasiones para ofrecerle una oportunidad a la chica como modelo e incluso como actriz. Además, en el colegio, todos los profesores habían hablado con ellos acerca de ese «algo» que le ocurría a su hija y que impedía que los demás alumnos se concentraran en clase. Incluso llegó a suceder lo peor cuando, en dos ocasiones, Claudia fue rescatada de las manos de un pervertido que había estado siguiéndola durante días.

Estaba claro que todo aquello no era normal, pero, como la joven no parecía afectada, acabaron por olvidarse del tema y tomarlo como una extraña peculiaridad que les acompañaría de por vida. Al fin y al cabo: ¿qué tenía de malo destacar entre los demás si todos te admiraban?

Sin embargo, esta admiración jamás significó para Claudia la posibilidad de reunir a un gran número de amigos. Al contrario, la joven sólo contaba con sus dos inseparables compañeros: Livio y Marina. Ambos habían traspasado el umbral de la admiración ciega y las nerviosas palpitaciones, y habían conseguido ver a Claudia como lo que realmente era: una chica normal y corriente dispuesta a encontrar verdaderos amigos. Ellos siempre bromeaban con ella por el efecto que causaba en los demás, y se burlaban de todos aquellos que la perseguían como desesperados buscando una sonrisa o un saludo de la joven. Sin embargo, siempre la instigaban a aprovecharse de la situación cuando algún chico que les agradaba se acercaba a ella. Pero Claudia, por sorprendente que pueda parecerte, jamás se atrevía a demostrar sus sentimientos

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o a aceptar una cita, pues igual de fuerte era el interés que despertaba como lo era su incontenible timidez.

Tal vez ésta fuera la única forma en la que su peculiar cualidad había afectado a su carácter. Afortunadamente, la manera en la que lo había hecho no la había transformado en una engreída insoportable con aires de superioridad, sino que había terminado de crear a una criatura sensible y modesta capaz de conmover al más duro de los corazones.

El despertador sonó como de costumbre a las ocho. Aquel lunes, Claudia tenía examen de español a las nueve en el aulario situado en Via Mercalli, así que disponía de una hora para vestirse, desayunar y coger el metro para llegar a clase.

Cuando apagó la alarma, todavía seguía viva en su mente la extraña imagen de su último sueño: unos hermosos peces plateados que nadaban en el cielo. Abrió los ojos y se topó de frente con el lomo de El biógrafo de Nora Dalmet.

—Claudia, cariño, ya son las ocho —dijo su madre, irrumpiendo en la habitación con estridencia.

—Ya voy —respondió Claudia con dificultad.—Te he preparado algo de almuerzo. Yo me marcho

ya o llegaré tarde a la primera consulta. Nos vemos esta noche, cielo.

—Vale… Ciao… Los pasos de su madre se perdieron por el pasillo hasta

que un portazo dejó la casa en completo silencio.Claudia se levantó lentamente y se dirigió con torpeza

hacia la cocina, arrastrando los pies como si las piernas todavía siguieran durmiendo. Cuando llegó, se sentó a la mesa y comenzó a devorar unos bizcochos rellenos de chocolate y una taza de café con leche que reposaba humeante sobre una nota:

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Te ha llamado un tal Alessandro. Me ha dicho que lo llames o que, al menos, cojas el móvil cuando te llama. No me ha gustado su tono.

P.S.: Te he dejado el almuerzo sobre el mueble de la entrada.

Claudia arrugó la nota y se preguntó cuál de todos esos números desconocidos que llamaban a su móvil correspondería a ese chico. En cualquier caso, estaba decidida a seguir ignorando las llamadas y a descolgar sólo si aparecía un nombre registrado en su agenda. Aunque, por supuesto, eso no incluía impedir que Livio aceptara alguna que otra llamada e imitara su voz para quitarse de encima a unos cuantos. Aquello era demasiado divertido como para dejar de hacerlo.

Desde la mesa de la cocina, Claudia observaba cómo unas finas gotas de lluvia golpeaban en las ventanas. La luz grisácea de la mañana se filtraba por el patio, anunciando otro de aquellos días nublados que tanto detestaba la joven. Sin embargo, en aquel momento, la muchacha percibía una extraña sensación de euforia, un sutil sentimiento de bienestar que le llevaba a apreciar su entorno de una forma casi mágica.

Cuando terminó de desayunar, mucho más despejada, recogió un poco la mesa y se dirigió velozmente hacia el aseo. Ya sólo le quedaban cuarenta minutos, así que debía darse prisa si quería llegar a tiempo a clase. Entró en el aseo, abrió el grifo, metió las manos bajo el chorro de agua y, entonces, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

El espejo que tenía enfrente le devolvía el reflejo equivocado. Había bastado una fugaz mirada para darse cuenta de que aquélla no era ella. ¿O tal vez sí? En cualquier caso, aquellos ojos no eran los suyos.

Claudia se quedó petrificada mientras el agua seguía vertiéndose sobre sus temblorosas manos. Después de un tiempo cerró el grifo, se acercó cautelosamente al espejo,

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y contempló con asombro el nuevo color de sus ojos, que brillaban con la misma intensidad que el oro.

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2Una nueva mirada

¿Qué les había sucedido a sus ojos? ¿Cómo era posible que hubieran cambiado de color en una noche? ¿Les estaría ocurriendo algo malo?

Con el corazón latiéndole frenéticamente en el pecho, Claudia los observó cuidadosamente y trató de comprobar si había perdido visión enfocando a diferentes distancias y tapándose los ojos alternativamente. Sin embargo, todo parecía estar bien. ¿Qué significaba entonces aquel color dorado?

Sin duda, debía ir a un especialista para que la exami-nara, pero, por muy preocupada que estuviera, primero tenía que hacer el examen. Se jugaba mucho con esa prue-ba. Además, sólo duraba una hora, después iría directa-mente al oftalmólogo sin perder más tiempo.

Con un nudo en la garganta y a toda velocidad, terminó de lavarse y vestirse, cogió su bolso de piel marrón y el almuerzo que le había preparado su madre, se colocó unas viejas gafas de sol especialmente oscuras, y salió atropelladamente a la escalera del edificio cerrando la puerta con un fuerte golpe que resonó en las paredes de mármol.

—¿Todo bien, señorita Claudia? —le preguntó la portera cuando pasó a toda prisa por su lado.

—Sí, no se preocupe, María —chilló Claudia ya en la calle.

La parada de Palestro se encontraba a unos pocos metros de su casa, muy cerca del Museo de Historia Natural. La calle, un tanto resbaladiza por la lluvia, ya

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albergaba a sus habituales transeúntes y vecinos. En la cafetería, el camarero que atendía a las mesas le lanzó su sonrisa de rigor a Claudia que, en esta ocasión, no se la devolvió. Unas puertas más adelante, el charcutero, apoyado en el marco de la entrada y mostrando toda la envergadura de su barriga, volvía a saludarla con su recurrente: «¡Santa Madonna, se te ha caído un ángel del cielo!». Y finalmente, ya en la esquina que desembocaba en la gran avenida Corso Venezia, el cartero le preguntaba por segunda vez en una semana si era cierto que no tenía novio.

Claudia ni siquiera había reparado en ellos. Por su cabeza sólo rondaba la imagen de aquellos ojos dorados que escondía bajo las gafas de sol. Así que, cuando por fin entró en el vagón del metro, le costó creer que ya había recorrido las escaleras y túneles subterráneos de la estación.

La máquina se puso en marcha y Claudia se agarró con fuerza a una de las barras para no caer. El vagón estaba a rebosar, y un extraño olor a ceniza lo inundaba todo, enmascarando los perfumes y el sudor de los pasajeros. La joven tenía a dos hombres con gabardina y maletín a cada lado que no paraban de mirarla de reojo. Un par de personas más allá, un viejo desaliñado le sonreía nerviosamente mientras trataba de abrirse paso hacia ella. Claudia agachó la cabeza, y el cabello le tapó parcialmente la cara.

—«San Babila. Parada en San Babila» —anunció poco después una voz femenina por los altavoces.

El tren se detuvo, y otra decena de personas subió, cargando todavía más el ya viciado ambiente.

—¡Claudia! ¡Qué casualidad! —gritó una voz entre el tumulto.

En medio del río de cabezas, un brazo cubierto de pulseras multicolor se agitaba en el aire. Unos segundos después, su amiga Marina aparecía justo a tiempo,

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situándose delante de aquel viejo que ya había conseguido llegar hasta ella.

—¿Cuánto tiempo hace que no coincidíamos en el metro para ir a clase? ¿Desde primero? —comentó su amiga alegremente.

Marina era una chica bajita y rechoncha de tez blan-quecina. Su cara, cubierta de simpáticas pecas, mostraba una hermosa sonrisa contagiosa y unos luminosos ojos azules. Tenía el pelo castaño, largo y rizado, recogido en un complicado moño en el que había clavado un par de pa-lillos chinos. Vestía con colores chillones y unos extraños complementos que parecían de juguete: desde una mochi-la con forma de oso, hasta collares y pulseras de plástico. Sin embargo, todo en ella parecía contener una misteriosa armonía.

—¡Hola, Marina! —la saludó Claudia sorprendida.—¿Y esas gafas?—Pues... —Claudia retrocedió un poco—, es que me

he levantado con los ojos muy sensibles y me molesta muchísimo la luz.

No había razón para mentir a su amiga, pero prefería esperar a salir a la calle y evitar las miradas curiosas de los apiñados pasajeros del metro.

—«Duomo. Parada en Duomo» —indicaron esta vez los altavoces.

Claudia y Marina siguieron la avalancha de personas que descendían del vagón y corrieron hacia las escaleras que les conducían a la línea amarilla.

—¿Estás preparada para el examen? —preguntó Claudia mientras ascendían.

—La verdad es que no he tenido mucho tiempo para estudiar. Ayer le dieron el alta a mi madre.

—¡Es cierto! Se me había olvidado —reconoció la joven, al tiempo que se apeaban en el andén—. ¿Cómo se encuentra?

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—Está un poco más tranquila que la última vez, pero ya sabes cómo son estas cosas.

El tren rugió con fuerza mientras se detenía frente a las chicas. Las puertas se abrieron, y el fluir del metro siguió su curso.

—¡Oye! ¡Este sábado es tu cumpleaños! Haremos algo para celebrarlo, ¿no? —inquirió Marina mientras el tren se ponía en marcha y las impulsaba suavemente hacia atrás.

—Sí, supongo que sí, aunque la verdad es que no me lo había planteado —musitó Claudia, recordando de nuevo la inquietante imagen de sus ojos dorados.

—Bueno, pues ya va siendo hora de plantearse una gran fiesta, ¿no crees?

Dos paradas después, Claudia y Marina salían por fin al exterior, donde el cielo se había cubierto de unas oscuras nubes que anunciaban tormenta.

—Marina, hay algo que necesito que veas —dijo Claudia de pronto, interrumpiendo su interesante conversación sobre los tiempos verbales en español.

La joven se detuvo, atrajo a su amiga hacia un escondido portal cercano al aulario, y se quitó las gafas de sol.

—¡Qué pasada de lentillas! —exclamó Marina, dando un respingo—. ¿Dónde las has comprado?

—Ése es precisamente el problema: que no son lentillas.

—¿Cómo? —se extrañó su amiga, esbozando una cara casi cómica—. ¿Pretendes decirme que tus ojos han cambiado de color por arte de magia?

—No sé lo que ha pasado. Cuando me he levantado esta mañana ya estaban así.

—Pero eso es imposible…—Lo sé, pero así ha sido.—¿Y tus padres qué han dicho?—Todavía no los han visto, y no quiero decirles nada

hasta saber de qué se trata. He pensado en ir al médico después del examen.

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—¿Estás segura de que quieres esperar una hora? —le preguntó Marina, maravillada con los reflejos dorados de su nuevo iris.

—Sí. Y ahora vamos o llegaremos tarde al examen.En el aula, situada en el sótano de un enorme y viejo

edificio, las mesas ya se repartían en filas individuales y distantes unas de otras. La mayoría de alumnos ya había tomado asiento, pero la profesora todavía no había llegado. En la parte más alta de las paredes, las pequeñas ventanas que iluminaban la sala comenzaban a oscurecerse tras las cortinas de agua. Fuera ya había comenzado a llover con fuerza, y unos potentes truenos retumbaban en los pasillos como si cientos de soldados hubieran comenzado la marcha hacia la batalla.

—¿Dónde está Livio? ¿Todavía no ha llegado? —preguntó Marina, echando una ojeada entre las mesas.

—Acaba de hacerlo, pero apenas se tiene en pie, nenas —dijo una voz a sus espaldas.

Livio se agarraba con dramatismo al picaporte de la puerta y las contemplaba con expresión dolorida, fingiendo estar a punto de caer desfallecido.

Era un joven alto y delgado, de afiladas facciones y piel oscura. Sus ojos, de un intenso color verde, brillaban bajo unas gafas de pasta negra que combinaban perfectamente con el resto de su bruna y elegante indumentaria. Tenía el pelo negro y rizado, minuciosamente moldeado con gel fijador; y sus manos, tan cuidadas como el resto de su cuerpo, lucían todo tipo de anillos de plata.

—¿Otro fin de semana de los tuyos? —le preguntó Claudia sonriente.

—Sí, pero esta vez ha sido el último. Voy a hacer un descanso en mi agitada vida de juerguista —contestó el joven, dirigiéndose junto a sus amigas hacia las mesas del fondo.

—Eso lo dices todos los lunes, Livio. Ya verás como el viernes cambias de idea —le espetó Marina, lanzando una

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carcajada—. Además, este fin de semana es el cumpleaños de Claudia.

—¡Vaya! Si es que aunque quiera no puedo eludir lo inevitable…

Claudia se detuvo en mitad del aula. Un par de chicos se habían levantado rápidamente al verla y la avasallaban a preguntas. Poco después, cuando se hubo librado de ellos, se reunió con sus compañeros en las últimas mesas de la clase.

—Por cierto, ¿se puede saber a qué viene ese repentino interés por las gafas de sol? ¿No piensas quitártelas ni en clase? —le preguntó Livio mientras Claudia tomaba por fin asiento.

—Verás, es que hay algo que prefiero ocultar de momento.

Claudia recorrió la sala con la mirada para asegurarse de que nadie les observaba. Luego tomó aire, se quitó lentamente las gafas, y dejó al descubierto sus dorados ojos, que brillaban como el fuego en la penumbra.

—¡Santa Madonna! —exclamó Livio, dando una palmada.

—¡Shhh…! —susurraron al unísono las dos amigas.—Pero ¿qué lentillas son ésas? ¿Te has vuelto loca?

Siempre dices que no te gusta llamar la atención, y ahora te pones dos euros en los ojos. ¡Aclárate, nena!

—¡No son lentillas! —exclamó Claudia, conteniendo al mismo tiempo una carcajada y un profundo sentimiento de ira—. Esta mañana me he levantado y estaban así. No he hecho nada.

—Pero eso es…—Siento mucho el retraso, chicos —dijo de pronto la

profesora, entrando a grandes zancadas en la clase—. Guardad los apuntes. Comenzamos el examen.

—Después vamos a ir a un especialista para que la examine —le susurró Marina a Livio mientras sacaba un par de bolígrafos de su bolso con forma de oso.

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—¿Vamos? —se extrañó Claudia.—Claro. ¿No pensarías que te iba a dejar ir sola?—Pues yo me apunto —comentó Livio casi eufórico—.

Como ya sabéis, los fenómenos paranormales siempre me han interesado.

Durante el examen, Claudia permaneció sin las gafas para evitar problemas con la profesora, pero se aseguró de mantener siempre la cabeza agachada sobre el papel. Por ahora prefería que nadie más la viera hasta asegurarse de que no les ocurría nada malo a sus ojos.

Cuando el examen hubo terminado, volvió a colocarse las gafas y salió de la clase junto a sus amigos rumbo a la clínica, situada a un par de manzanas del aulario. Los padres de Claudia eran amigos del médico, así que la chica estaba segura de que, al tratarse de una emergencia, la atendería de inmediato.

Fuera, la tormenta había amainado considerablemente, pero la lluvia seguía cayendo con fuerza sobre la ajetreada ciudad. Las calles se habían teñido de un gris metálico que reflejaba las retorcidas siluetas de los peatones; y el tráfico, que parecía haberse multiplicado con el aguacero, emitía sin descanso su irritante coro de bocinas, que retumbaba con fuerza en las sólidas paredes de los edificios.

Cuando finalmente llegaron y una enfermera les condujo a una pequeña sala de espera, Claudia fue realmente consciente del miedo que tenía.

—No te preocupes —trataba de tranquilizarla Marina—. Si no has notado cambios en la visión, probablemente no haya ningún problema.

Sin embargo, Claudia no estaba tan segura de ello.Un par de minutos después, la enfermera regresó y

la guió hasta una habitación situada al final de un largo pasillo. Marina y Livio se quedaron en el recibidor.

Tardaron algo más de media hora, pero, cuando por fin terminaron, la chica regresó con cara de alivio.

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Renato, que así se llamaba el médico, le había hecho todo tipo de pruebas y exámenes a la joven, pero ninguno parecía mostrar que hubiera algún problema en su visión. Sin embargo, no podía explicarse aquel extraño cambio en el iris y la aparición de ese color en concreto. Según le dijo, debía de ser la primera persona en el mundo que había experimentado algo parecido, y, por supuesto, la única en la historia con los ojos dorados. No estaba seguro de si, con el tiempo, se presentaría algún problema como consecuencia del cambio, pero por el momento no había motivo para preocuparse. En cualquier caso, acordaron que lo mejor sería mantenerlos controlados, así que quedaron para verse en un par de semanas.

Mucho más tranquilos, lo tres amigos regresaron al aulario para asistir a la última clase del día. En esta ocasión, Claudia prefirió enfrentarse a lo inevitable y mostrar sus nuevos ojos al mundo. Por supuesto, en la clase se armó el revuelo esperado, pero a la hora de dar explicaciones, Claudia optó por contar la historia de las lentillas, pues sabía que nadie la creería si decía la verdad.

A las dos en punto, después de despedirse cariñosamente de sus amigos y soportar un largo trayecto cargado de miradas curiosas, Claudia llegó a su casa con el pelo y la ropa calados y una pesada sensación de cansancio. Comió algo ligero y se tumbó en el sofá del salón, dejándose caer lentamente. Estaba totalmente exhausta, y la cabeza parecía a punto de estallarle. Necesitaba un segundo de silencio, un segundo de tranquilidad en el que solamente pudiera sentir el latido de su corazón. Así que cerró los ojos y dejó que el agotamiento la guiara con suavidad hacia el mundo de los sueños.

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3Peces en el cielo

Un enorme banco de peces plateados componía una hermosa danza llena de remolinos y piruetas sobre un fondo azulado. Con cada giro, los destellos que desprendían parecían imitar figuras de metal en movimiento. Claudia observaba el espectáculo tumbada sobre un mullido lecho cubierto con sábanas de algodón. Eran los peces más hermosos que jamás había visto, y nadaban como uno solo guiados por una fuerza invisible que los unía conformando un enorme ser cambiante, un enorme pez de vibrantes escamas de plata. La joven permanecía atenta, degustando cada segundo de aquella estampa de reflejos, pero había algo que la inquietaba, algo que todavía no llegaba a comprender y que ya había visto en otra ocasión: aquellos peces nadaban por el cielo.

Despertó sobresaltada. El salón de su casa se había teñido de un brillante escarlata bajo los tímidos rayos de sol que entraban por las ventanas. El cielo parecía haberse despejado, y el atardecer resplandecía con fuerza en el cielo de Milán.

Claudia había dormido tres horas, pero se sentía incluso más cansada que cuando llegó a casa. Fue incorporándose lentamente hasta sentarse y se quedó contemplando la oscura pantalla del televisor, donde su reflejo le devolvía una brillante mirada. Había olvidado por unos segundos que ya no tenía los ojos negros, sino de un increíble color dorado. Al menos, ahora estaba más tranquila después de su visita al médico.

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La joven se levantó del sofá y fue a por su bolso, donde guardaba su cuaderno de dibujo y los lápices de colores. Necesitaba plasmar aquella imagen de su sueño, aquellos peces de plata que volaban sobre su cabeza. Cuando volvió al salón y se sentó a la gran mesa de madera, su mano comenzó a trazar de forma compulsiva el movimiento metálico que tanto le había impresionado. De alguna forma, mientras lo hacía, su imaginación componía el resto de una escena que no había contemplado en el sueño, pero que aparecía de forma misteriosa como si de un recuerdo se tratara. Dibujó ondas de colores en el cielo y el pico de una extraña torre circular que se elevaba con majestuosidad a su derecha. Sabía que era imposible, pero vivía aquel recuerdo como si realmente hubiera sucedido.

Continuó dibujando e indagando en el resto de la imagen durante toda la tarde, pero sólo concebía aquellos elementos.

A las nueve y media, cuando ya había reproducido aquella estampa unas cuatro veces, la puerta del apartamento se abrió y las voces de sus padres recorrieron el largo pasillo. Claudia se enderezó en la silla y permaneció de espaldas a la puerta.

—Hola, Claudia, ¿qué tal ha ido el examen? —preguntó alegremente su padre desde el umbral del salón.

—Creo que bien —comentó Claudia, encogiéndose de hombros.

—¿Estás dibujando? —continuó su padre cuando se acercó y la besó dulcemente en la cabeza.

Claudia cerró los ojos y respiró profundamente.—¡Qué bonitos! Cada vez dibujas mejor, ¿lo sabías?—Papá…No tuvo tiempo de continuar la frase: ya lo había mirado

fijamente.—¡Claudia! ¿Qué te ha pasado en los ojos?En ese momento, su madre apareció en escena y ambos

se quedaron mirándola, con una expresión a mitad de

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La ilustradora de Lena Gladir

camino entre la sorpresa y la aversión. Su padre, de pelo canoso y ojos castaños, parecía haberse congelado mientras sostenía uno de sus dibujos. Y su madre, con sus grandes ojos verdes abiertos como platos, se sujetaba a una de las sillas con las manos tan tensas como su rostro.

—Cuando me he despertado esta mañana ya estaban así. No sé lo que ha podido ocurrirles…

—Tenemos que ir a ver a Renato. Si llamamos ahora, puede que… —comenzó su madre nerviosamente.

—Ya he ido a verlo y no sabe de qué se trata, pero no parece haber ningún problema.

—¿Cómo no va a haber ningún problema? —le espetó su madre, encendiendo todas la luces y acercándose a su hija para examinarla con detenimiento—. ¡Se han vuelto dorados!

—Son muy bonitos, la verdad.—¡Roberto, por Dios, que puede ser algo malo! —exclamó

Giulia, lanzándole una mirada asesina a su esposo.—Ya te he dicho que Renato no ha encontrado nada.

Todo parece estar bien. No obstante, para quedarnos más tranquilos, hemos quedado en hacer otro examen dentro de unas semanas.

Sus padres continuaron observándola por unos segundos como si intentaran reconocer a una hija perdida. Claudia les sonreía con cierto júbilo. Jamás les había visto tan desconcertados.

—Pero no es posible... —titubeó su madre.—No hay que darle más vueltas —intervino Roberto—.

Si Renato ha dicho que todo está bien, no tenemos por qué preocuparnos. Aunque yo te aconsejaría que llevaras unas gafas bien oscuras, hija. Si antes teníamos problemas para mantenerte alejada de los moscones, ahora va a ser casi imposible.

Después de la cena, cargada de posibles teorías para explicar el extraño fenómeno, Claudia se retiró a su habitación para leer. Guardó El biógrafo de Nora Dalmet