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______________________________ * Traducción del italiano de Lorenzo Córdova Vianello y Paula Sofía Vázquez Sánchez. ** Profesor de Filosofía Política de la Universidad de Turín, Italia. LA DEMOCRACIA Y SUS CONDICIONES* Michelangelo BOVERO** SUMARIO: I. ¿A qué juego jugamos? II. Las reglas del juego democrático. III. Hacia la autocracia electiva. IV. Tendencias autocráticas y kakistocráticas: una sinergia. V. La “tercera ola” y la tristitia temporum. VI. Conclusión. I. ¿A QUÉ JUEGO JUGAMOS? D emocracia es una de las palabras que más han padecido una situa- ción inflacionaria en el lenguaje común, a tal grado que corre el riesgo de convertirse –si es que no lo ha hecho ya- en una palabra vacía. Corre el riesgo de perder cualquier significado compartido. Por eso es oportuno tratar de restaurar el significado de la palabra «democracia»; es decir, reconstruir el concepto de democracia, o al menos, un concepto plau- sible y aceptable, que sea acorde con los usos prevalentes de la palabra a lo largo de la historia de la cultura occidental. Sugiero proceder en esa tarea por medio de aproximaciones sucesivas. La palabra «democracia» indica, como dirían tal vez los lógicos, un «mundo social posible», es decir, una de las configuraciones que puede asumir la or- ganización de la convivencia colectiva. Con mayor precisión, «democracia» indica, sobre todo y esencialmente, una «forma de gobierno» en el sentido más amplio y tradicional de esta expresión o un «tipo de régimen», como prefieren decir hoy algunos estudiosos. Los antiguos habrían dicho: La de- mocracia es una politeía, esto es una de las constituciones de acuerdo con uno de los modos más frecuentes de traducción. Aristóteles nos enseñó a reconocer la «constitución» –la politeía de una pólis, el carácter político de una comunidad, su identidad específica, su «régimen» político –en la táxis tôn archôn, es decir en la arquitectura de los poderes públicos, a los cuales está atribuida la tarea de tomar las decisiones colectivas. Usando un lenguaje más moderno, aunque la sustancia sigue siendo la misma, diríamos que los tipos de régimen se distinguen entre sí con base 11 www.derecho.unam.mx

La Democracia y Sus Condiciones (Michelangelo Bovero)

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Democracia

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  • ______________________________* Traduccin del italiano de Lorenzo Crdova Vianello y Paula Sofa Vzquez Snchez.** Profesor de Filosofa Poltica de la Universidad de Turn, Italia.

    LA DEMOCRACIA Y SUS CONDICIONES*

    Michelangelo Bovero**

    Sumario: I. A qu juego jugamos? II. Las reglas del juego democrtico. III. Hacia la autocracia electiva. IV. Tendencias autocrticas y kakistocrticas:

    una sinergia. V. La tercera ola y la tristitia temporum. VI. Conclusin.

    i. a qu juego jugamoS?

    Democracia es una de las palabras que ms han padecido una situa-cin inflacionaria en el lenguaje comn, a tal grado que corre el riesgo de convertirse si es que no lo ha hecho ya- en una palabra vaca. Corre el riesgo de perder cualquier significado compartido. Por eso es oportuno tratar de restaurar el significado de la palabra democracia; es decir, reconstruir el concepto de democracia, o al menos, un concepto plau-sible y aceptable, que sea acorde con los usos prevalentes de la palabra a lo largo de la historia de la cultura occidental.

    Sugiero proceder en esa tarea por medio de aproximaciones sucesivas. La palabra democracia indica, como diran tal vez los lgicos, un mundo social posible, es decir, una de las configuraciones que puede asumir la or-ganizacin de la convivencia colectiva. Con mayor precisin, democracia indica, sobre todo y esencialmente, una forma de gobierno en el sentido ms amplio y tradicional de esta expresin o un tipo de rgimen, como prefieren decir hoy algunos estudiosos. Los antiguos habran dicho: La de-mocracia es una politea, esto es una de las constituciones de acuerdo con uno de los modos ms frecuentes de traduccin. Aristteles nos ense a reconocer la constitucin la politea de una plis, el carcter poltico de una comunidad, su identidad especfica, su rgimen poltico en la txis tn archn, es decir en la arquitectura de los poderes pblicos, a los cuales est atribuida la tarea de tomar las decisiones colectivas.

    Usando un lenguaje ms moderno, aunque la sustancia sigue siendo la misma, diramos que los tipos de rgimen se distinguen entre s con base

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    en las reglas constitutivas que cada uno de ellos establece para utilizar las sencillas e ilustrativas frmulas de Bobbio- el quin y el cmo de las decisiones polticas: quin, o sea cules y cuntos sujetos tienen el derecho-poder de participar en el proceso de toma de decisiones; y cmo, esto es mediante cules procedimientos debe llevarse a cabo ese proceso. Por lo tanto, el rgimen democrtico se distingue de otros regmenes por sus reglas especficas, es decir, por una clase determinada de respuestas a las preguntas relativas al quin y al cmo de las decisiones polticas. Podramos decir, utilizando una metfora comn que: la democracia es un juego, es decir, un sistema de acciones e interacciones tpicas, regido por un cierto conjunto de reglas fundamentales, a las que denominamos precisamente reglas del juego. Si no sabemos cules son las reglas, no podemos saber qu juego estamos jugando. Si no establecemos cules reglas son democrticas, no podemos juzgar si los regmenes realmente existentes a los cuales llamamos democracias merecen de verdad ese nombre.

    Pero, cmo establecer si una regla del juego poltico es democrtica o no lo es?, Cul es el criterio que debemos seguir? Aprendimos de los antiguos a llamar democracia a un rgimen en el que las decisiones colectivas, las normas vinculantes para todos, no emanan de lo alto, es decir, de un suje-to (ya sea el monarca o el tirano) o de unos pocos sujetos (los aristcratas o los oligarcas) que se erigen por encima de la colectividad, sino que son producto de un proceso de decisin que se inicia desde la base, en el cual todos tienen el derecho de participar de manera igual e igualmente libre. La democracia es el rgimen de la igualdad poltica y de la libertad poltica. Las reglas del juego democrtico estn contenidas implcitamente en los principios de igualdad y de libertad polticas, o bien, que es lo mismo, son reconocibles como democrticas aquellas reglas constitutivas constitucio-nales- que representan una consecuente expresin de los principios de igual-dad y de libertad poltica. Por eso, dichas reglas valen como las condiciones por las que un rgimen es (reconocible como) democrtico, o sea, como un rgimen de igualdad y libertad poltica. El juego poltico es democrtico si, a condicin de que, y siempre y cuando, estas reglas sean respetadas; si stas se alteran o se aplican incorrectamente, de manera no coherente con los principios democrticos, entonces se empieza a jugar otro juego. Tal vez incluso sin darnos cuenta de ello.

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    ii. LaS regLaS deL juego democrtico

    El moderno renacimiento del ideal democrtico y el proceso gradual de democratizacin de los sistemas polticos existentes tiene algunos siglos de vida. Una vida, por otra parte, tormentosa y contrastada. Pero slo tar-damente, a mediados del siglo xx, la reflexin terica logr elaborar una concepcin de la democracia exenta de muchos errores: la as llamada con-cepcin procedimental, que pone en el centro de atencin, precisamente, las reglas del juego. La teora de Bobbio es generalmente considerada como la versin ms puntual y madura de la concepcin procedimental de la de-mocracia. En los ltimos cinco aos he vuelto a reflexionar en torno a este ncleo central del pensamiento poltico bobbiano. He buscado reconstruirla, desarrollarla hacia la construccin de una teora de las condiciones de la democracia, y aplicar esta teora a la que podramos definir neo-bobbiana- a la realidad de nuestro tiempo, utilizndola como instrumento de anlisis y parmetro de juicio de los regmenes contemporneos que habitualmente llamamos democracias. En las pginas siguientes buscar presentar, en una sntesis extrema, dentro de los lmites temporales y espaciales de una con-ferencia, los resultados de esta ltima etapa de mis investigaciones. Ofrezco este texto como un homenaje por el centsimo aniversario del nacimiento de mi maestro.

    Pretendo sostener tres tesis: a) en todo el mundo, la democracia est en camino a una degeneracin autocrtica; b) en muchos lugares, las tendencias autocrticas sirven para alimentar a, y son sostenidas por, formas de go-bierno de los peores, es decir, favorecen y son favorecidas por el deterioro progresivo de la calidad de las clases dirigentes; c) la llamada tercera ola del proceso de democratizacin que se expandi durante el ltimo cuarto del siglo xx, produciendo la cada de regmenes autoritarios y totalitarios, en realidad disemin por el mundo una mirada de democracias aparentes. Sugiero tomar en consideracin, de nueva cuenta, como punto de partida, el elenco de las reglas del juego democrtico que se encuentra en la Teora General de la Poltica de Bobbio1. Recuerdo que las seis reglas en las que se articula ese elenco son llamadas por Bobbio universales procedimentales: expresin abreviada, que debe entenderse en el sentido de que dichas reglas contienen los principios inspiradores de las normas de competencia y de procedimiento concernientes al quin y al cmo de las decisiones polticas- sobre las cuales deben fundarse todos los (esto es: el universo de

    1 BoBBio, N. Teoria Generale della Politica, edicin de M. Bovero, Turn, Einaudi, 1999, pp. 370-83; el catlogo de reglas se encuentra en la pgina 381. En adelante, esta obra ser citada como TGP.

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    los) regmenes democrticos, dado que corresponden a las caractersticas indispensables del concepto de (o bien: del universal) democracia.

    Las reglas del elenco bobbiano son muy simples en apariencia: en rea-lidad, cada una de ellas tiene que ver un abanico de problemas bastante complejos. La primera regla establece una condicin de igualdad entendida como inclusin: todos los ciudadanos pasivos, sometidos a la obligacin poltica de obedecer las normas de la colectividad, deben ser ciudadanos activos (en el sentido jurdico de esta expresin), es decir, titulares del de-recho-poder de participar, ante todo con el voto electoral, en el proceso de formacin de las decisiones colectivas y, por lo tanto, de las mismas normas que estarn obligados a respetar, sin algn tipo de discriminacin. La segun-da regla impone una condicin de igualdad como equivalencia: los votos de todos los ciudadanos deben tener un peso igual, ninguno debe contar ms o menos que otro. La tercera regla establece una condicin de libertad subjetiva: la opinin poltica de cada uno debe poderse formar libremente, y por lo tanto estar protegida frente a interferencias distorsionadoras y es-tar basada en un correcto conocimiento de los hechos; lo que exige, por lo menos, que est garantizado el pluralismo de los (y en los) medios de infor-macin y de persuasin. La cuarta regla plantea una condicin de libertad objetiva: los ciudadanos deben poder escoger entre propuestas y programas polticos efectivamente diferentes entre si, dentro de una gama de alternati-vas lo suficientemente amplia para permitir a cada uno el poder identificarse con alguna orientacin precisa, lo que exige que al menos est asegurado el pluralismo de partidos, asociaciones y movimientos polticos. La quinta regla plantea una condicin de eficiencia para el entero proceso de decisin colectiva, desde el momento electoral hasta la deliberacin en los rganos representativos: las decisiones deben ser tomadas con base en el principio de mayora, que es simplemente (para Bobbio) una regla tcnica, idnea para superar la heterogeneidad, el contraste o el conflicto de las opiniones particulares.

    La sexta y ltima regla del elenco bobbiano tiene un carcter especial: no es propiamente un universal procedimental, no se refiere al quin o al cmo, o sea a la forma, sino al qu cosa, es decir al contenido, a la sustancia de las decisiones polticas, que no puede contradecir los principios

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    democrticos de igualdad y libertad. sta regla plantea una condicin com-pleja2 de salvaguardia o supervivencia de la democracia: en resumen, nin-guna decisin asumida por medio de las reglas del juego democrtico debe desnaturalizar u obstaculizar al juego mismo. sta regla puede articularse en cinco imperativos. En primer lugar, prohbe cualquier decisin que est orientada a alterar o abolir las otras reglas del juego, y por ello a las con-diciones de la democracia, aun cuando una decisin de este tipo haya sido formalmente tomada de acuerdo con las mismas: por ejemplo, prohbe que un parlamento elegido por sufragio universal introduzca el sufragio restrin-gido. En segundo lugar, prohbe volver vanas es decir, vacas e intiles, a las otras reglas limitando, o peor an, aboliendo los derechos fundamen-tales de libertad individual (la libertad personal, de opinin, de reunin, de asociacin), que constituyen las precondiciones liberales de la democracia. En tercer lugar, impone la obligacin de volver efectivo el goce universal de estas mismas libertades, al garantizar algunos derechos fundamentales ulte-riores, que representan las precondiciones sociales de las precondiciones li-berales de la democracia: si bien es cierto que las (primeras cinco) reglas del juego democrtico seran vanas si no estuvieran garantizados los derechos a la libre manifestacin de las ideas, a la libertad de reunin y asociacin, tambin lo es qu estos derechos estaran vacos, o reducidos de facto a ser meros privilegios de algunos si no estuvieran garantizados para todos, por ejemplo, el derecho social a la educacin pblica y gratuita y el derecho a la subsistencia, es decir, a gozar de condiciones materiales que vuelvan a los individuos como tales, a todos los individuos, capaces de ser libres, y no los obliguen a alienar su propia libertad al mejor postor. En cuarto lugar, la ltima regla del juego prohbe violar las precondiciones en sentido es-tricto- constitucionales de la democracia, especficamente los principios de separacin y de equilibro de poderes del Estado, o bien impone el asegurar las tcnicas jurdicas idneas para prevenir el despotismo, incluso el de la mayora. En quinto lugar, prohbe toda forma de concentracin de aquellos que Bobbio llama los tres poderes sociales: el poder poltico, fundado en ltima instancia en el control de los medios de coaccin; el poder econmi-

    2 En el catlogo que estamos examinando, esta regla est expresada en una frmula reducida, que slo se refiere explcitamente a los derechos de las minoras. Para entender su extensin real, mucho ms amplia, es necesario remitirnos al comentario donde se exponen todas las implicaciones relativas a stas reglas que encontramos en otro ensayo bobbiano: estas reglas establecen como se debe llegar a las decisiones polticas, no qu es lo que debe decidirse. Desde la perspectiva del que cosa el conjunto de las reglas del juego democrtico no prescriben nada, salvo la exclusin de decisiones que podran en algn modo contribuir a hacer intiles una o ms reglas del juego. (Democrazia, en Dizionario di poltica, edicin de N. Bobbio y N. Matteucci, Turn, Utet, 1976, las cursivas son mas).

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    co, basado en el control de los bienes y de los recursos materiales y el poder ideolgico, que se funda en el control de las ideas y de las conciencias, es decir, de los medios de informacin y de persuasin.

    Los cinco imperativos que se pueden considerar implcitos en la sexta regla del juego con la cual se cierra el elenco de Bobbio corresponden a otras tantas condiciones de la democracia, ya no de tipo formal como las primeras cinco, sino sustanciales: no son normas de competencia (quin), ni de procedimiento (cmo), sino normas de conducta poltica, en la me-dida en la que limitan y/o vinculan con obligaciones positivas y negativas el comportamiento y en consecuencia el contenido de los actos (qu cosa)- de los sujetos autorizados para tomar las decisiones polticas. De esta manera, se delinea un declogo de condiciones de la democracia, for-males y sustanciales. Sin embargo, a continuacin veremos cmo resulta necesario asumir una onceava condicin, a la que llamaremos institucional.

    iii. Hacia La autocracia eLectiva

    El problema, de acuerdo con Bobbio, es que las reglas del juego re-sultan muy sencillas de enumerar, pero todo menos fciles de aplicar correctamente3. Por ello, en el anlisis de los casos concretos, esto es de las llamadas democracias reales, se debe tomar en cuenta el posible abis-mo entre la enunciacin de su contenido [de las reglas] y la manera en la que stas son aplicadas4. Y dado que ningn rgimen histrico ha jams observado por completo los dictados de todas estas reglas, es justificado hablar de regmenes ms o menos democrticos5.

    En mi opinin, el problema se presenta hoy en trminos mucho ms se-rios. Considerando la historia reciente de las democracias reales, debemos preguntarnos si estos regmenes (unos ms, otros menos) no se hayan acer-cado peligrosamente a una frontera crtica, y si incluso, en algunos casos, no se haya ya cruzado la lnea de demarcacin entre la democracia y la autocra-cia, es decir, entre un rgimen que asegura todava algn grado apreciable de igualdad y de libertad poltica, y que por ello permite una cierta forma de autodeterminacin colectiva, y un rgimen en el cual las decisiones caen, generalmente, de lo alto. El proceso de democratizacin que ha caracteri-zado, aunque de manera discontinua y heterognea, a los ltimos dos siglos consisti en el acercamiento de muchos sistemas polticos reales al paradig-

    3 TGP, p. 381.4 En la Voz Democrazia, del Dizionario di politica, op. cit.5 Idem.

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    ma de una correcta aplicacin de las reglas del juego: una ampliacin de los derechos de participacin poltica hasta llegar al sufragio universal, mejores garantas de libertad, y as sucesivamente. Pero, si un anlisis desprejuicia-do de la realidad contempornea nos llevara a constatar que los regmenes que hoy comnmente son llamados democracias han invertido la ruta, ale-jndose de este paradigma, no deberamos entonces hablar de una degene-racin de la democracia y de una decadencia progresiva hacia la autocracia?

    En 1984, Bobbio expresaba una opinin completamente diferente. En el clebre ensayo El futuro de la democracia, an habiendo considerado con un realismo desencantado las caractersticas y las tendencias de las demo-cracias reales de la posguerra, afirmaba sin dudarlo que: no obstante todas las transformaciones que los nobles ideales democrticos han sufrido, con-taminndose con la poco noble realidad de la poltica prctica, no se puede hablar propiamente de degeneracin de la democracia6; an la [demo-cracia real] ms alejada del modelo, es decir el paradigma de una correcta aplicacin de las reglas del juego, no puede ser confundido de ninguna manera con un Estado autocrtico7.

    Eso es todava cierto hoy en da?, Estamos dispuestos a reconocer to-dava como vlida, despus de un cuarto de siglo, esta afirmacin? Si man-tenemos la prospectiva de Bobbio, que asuma como trmino de parangn a los totalitarismos del siglo XX, probablemente s. Pero preguntmonos: despus del anlisis de Bobbio, cules son las transformaciones ulterio-res que ha sufrido la democracia?, Ha disminuido o se ha incrementado la distancia del modelo ideal que determina las caractersticas esenciales, las condiciones de la democracia, en un paradigma de reglas correctamente aplicadas?

    Mi (primera) tesis es la siguiente: al observar en retrospectiva las ltimas dos o tres dcadas de vida de las democracias reales, es claramente reco-nocible un proceso de degeneracin, que aunque se diferencie fenomni-camente de lugar en lugar, es sustancialmente homogneo, an en marcha, que tiende a hacer que la democracia asuma gradualmente caractersticas de una forma de gobierno distinta, a la que propongo llamar autocracia electiva. Obviamente se trata de un oxmoro, el adjetivo rie con el sus-tantivo: clsicamente, el autcrata dispone de s y de los dems a su propio arbitrio, se pone a s mismo como el principio del poder, se impone y no se propone a los ciudadanos. Pero a mi juicio, la realidad poltica de nuestro tiempo es precisamente a la vez un oxmoro y una paradoja. O al menos as se nos presenta, porque nuestros esquemas mentales, las categoras a travs

    6 BoBBio, N., Il Futuro della Democrazia, Turn, Einaudi, p. VIII.7 Il Futuro della Democrazia, cit., p.26.

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    de las cuales estamos acostumbrados a pensar el mundo poltico, se revelan cada vez con ms frecuencia inadecuadas. Algunas oposiciones conceptua-les, aquellas que Bobbio llamaba grandes dicotomas parecen debilitarse: como derecha e izquierda, o democracia y dictadura (recientemente Sartori ha utilizado la expresin dictador democrtico); otras se radicalizan en formas belicosas, como universalismo y particularismo. Trminos que pa-recan estar estrechamente unidos se divorcian: precisamente, como demo-cracia y elecciones.

    Aunque resulta inevitable forzar de alguna manera las cosas, pero no por ello sin una buena aproximacin, no me parece difcil individuar en la histo-ria reciente de las democracias reales un verdadero primer golpe de timn, al menos en la cultura poltica, a partir del cual se ha comenzado a pros-pectar la posibilidad de jugar el juego poltico de modo no democrtico, o menos democrtico: es decir, aplicando incorrectamente o alterando sta o aquella regla del juego, o sea, las condiciones de la democracia, y atacando o erosionando sus presupuestos, o sea, las precondiciones de la democracia. Como fecha simblica de esta inversin de ruta, se puede sealar el ao de 1975, cuando se public el famoso Reporte sobre la gobernabilidad de las democracias de Crozier, Huntington y Watanuki8. Desde entonces, la retri-ca de la gobernabilidad se difundi rpidamente en muchos ambientes, y no slo entre los estudiosos, hasta convertirse en una especie de lugar comn. Para ese trabajo, el diagnstico era en el fondo simple: la democracia fun-ciona mal o poco, no es eficiente en el cumplimiento de la funcin poltica esencial, que es la de producir decisiones colectivas. Y funciona mal porque es un rgimen difcil, demasiado exigente. Por lo tanto tambin la te-rapia aconsejada era clara- para hacerla funcionar mejor, de una manera ms eficiente, deben disminuirse sus pretensiones. En caso de necesidad, la democracia debe convertirse en un rgimen menos inclusivo, en con-traste con la regla 1: pinsese en el problema de la inmigracin que se ha agudizado en los ltimos tiempos, especialmente en Europa, donde masas crecientes de individuos son tratados como nuevos metecos, excluidos de los derechos de ciudadana, si no es que reducidos incluso a condiciones semiserviles o directamente criminalizados. En la medida en la que es til al decision-making, se puede alterar el peso de los votos individuales, en franca violacin a la segunda regla: me refiero a las (ms o menos) sofisti-cadas manipulaciones ingenieriles de los sistemas electorales en nombre de

    8 Cfr. Michel J. Crozier, Samuel P. Huntington, Joji Watanuki, The Crisis of Democracy. Report on the governability of democracies to the trilateral commission, Nueva York, New York University Press, 1975. Trad. It. La crisi della democrazia. Rapporto sulla governabilit delle democrazie alla Commissione Trilaterale, pref. Di Giovanni Agnelli.

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    la gobernabilidad. Debido a que las lgicas objetivas del mercado global, ante las que debemos arrodillarnos como si fuesen leyes divinas, inducen grandes concentraciones, incluso monopolios, de los medios de comuni-cacin, es inevitable sostienen los emperadores de las comunicaciones- infringir tambin la tercera regla, que exigira, al contrario, el pluralismo informativo como limitante, tal vez insuficiente pero ciertamente necesario, contra la manipulacin de la opinin pblica. No slo razones de eficiencia, sino incluso (pretendidas y presuntas) razones ideales son invocadas para promover una drstica simplificacin del pluralismo poltico, es ms, para reducirlo de hecho a un dualismo (pinsese en los duelos televisivos): provocando de este modo, en contra de la letra y el espritu de la cuarta regla, la desafeccin hacia la democracia de todos aquellos que no se reco-nozcan en alguna de las alternativas disponibles. Por ltimo, para asegurar eficazmente la gobernabilidad, se tiende a concebir, a ingeniar y a practicar el juego poltico como si ste fuese un juego de suma cero, en el cual es atribuido todo el poder al ganador, a travs de la absolutizacin indebida de la regla cinco, es decir del principio de mayora.

    El exorbitante alcance que ha venido a asumir el principio mayoritario al grado de llevar a los estudiosos a aislar como una subespecie del rgimen democrtico la as llamada democracia mayoritaria o de la alternancia, ambas frmulas utilizadas en un sentido ms apologtico con un escaso ri-gor critico- acompaa y favorece la que considero la degeneracin ultima, el paso final hacia el umbral que divide la democracia de la autocracia: la institucin de las elecciones es interpretada de manera unilateral, reductiva y distorsionada como un mtodo para la investidura personal de un jefe supremo. La eleccin en verdad decisiva, o que es percibida como tal, es decir, como la que determina el rumbo poltico de una colectividad, es ms, la que marca el destino, al menos hasta la siguiente consulta popular, consis-te y/o se resuelve en la designacin del jefe del ejecutivo, al que le es con-fierido de facto el papel de gua (dux: en latn) del Estado. La investidura de un duce constituye una franca violacin de la que invito a reconocer como una condicin ulterior de la democracia, la onceava, que se refiere no a la forma o a la sustancia de las decisiones, sino al diseo y al funcio-namiento de las instituciones, y que por ello llamo condicin institucional: el rgano al cual le corresponde en ltima instancia el poder de tomar de-cisiones colectivas vinculantes erga omnes debe ser, en una democracia, un rgano colegiado, representativo de la entera colectividad respecto de su pluralidad y variedad de las orientaciones polticas presentes. La ltima condicin de la democracia de los modernos es, por lo tanto, una condicin de representatividad. Una sociedad pluralista, en la que conviven muchas tendencias polticas diversas, puede ser representada en sentido democrti-

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    co solamente por un rgano plural como es el parlamento. Viceversa, ningn rgano monocrtico puede ser un rgano representativo en el significado propiamente democrtico de la nocin de representacin. Para decirlo con Kelsen: cuando frente al pueblo de los electores, que cuenta con millones de individuos, no hay ms que un nico individuo como elegido, la idea de la representacin del pueblo pierde necesariamente la ltima apariencia de fundamento9. En suma: una democracia representativa, para ser verdade-ramente una democracia, debe ser de verdad representativa; y no lo es, si el poder decisivo, preponderante por la calidad y cantidad de atribuciones y prerrogativas, est conferido a un rgano monocrtico.

    Considero que la expresin democracia de investidura que algunos es-tudiosos han adoptado para designar una forma de gobierno caracterizada por la preeminencia del jefe del ejecutivo y para distinguirla de la democra-cia de mandato (di indirizzo) es una contradiccin de trminos. Es como una democracia plebiscitaria. En mi opinin, esto debera ser obvio: la eleccin de un duce es antidemocrtica, en s y por sus consecuencias. La experiencia histrica pasada y reciente nos muestra (ad abundantiam en el caso italiano, pero no slo en l) que el electo, investido con un plus-poder personal, tiende a subordinar, cuando no a subyugar, a los rganos representativos, reduciendo al parlamento a una funcin poco ms que co-reogrfica; y luego tambin neutralizando a las instituciones de control y de garanta. De este modo, se perfila una clamorosa regresin histrica hacia el paradigma del gobierno de los hombres, o mejor dicho (aunque resulta peor) del hombre: el paradigma opuesto al del constitucionalismo, que est fundado sobre el ideal del gobierno de las leyes. Y en efecto, han sido prac-ticados, y en tiempos recientes incluso justificados, verdaderos y propios abusos de poder; decisiones, actos y prcticas anticonstitucionales, que po-nen en riesgo todas las condiciones y las precondiciones de la democracia, comenzando por las limitaciones de los derechos de libertad, incluso de la libertad personal (despus del 11 de septiembre).

    En suma, un verdadero proceso de degeneracin, y tendencialmente de transformacin de la democracia en otro juego, con otras reglas. A lo largo de esta tendencia, la vida poltica de las democracias reales se va aseme-jando cada vez ms a una competencia, con pocas reglas y cada vez menos democrticas, entre pocos personajes llamados leaders, para ser investidos de un poder que, a su vez, se asemeja cada vez ms al de un autcrata: un poder personal, que pretende ser la encarnacin de la voluntad popular y, al mismo tiempo, un poder arbitrario, refractario a todo lmite y vnculo, y

    9 Kelsen, H. La democrazia, Bolonia, Il Mulino, 1984, p.123.

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    que tiende al abuso. Otro juego, otra forma de rgimen. Precisamente, una autocracia electiva.

    iv. tendenciaS autocrticaS y kakiStocrticaS: una Sinergia

    Quisiera ahora llamar la atencin sobre aqul aspecto del proceso degene-rativo de las democracias reales que he presentado como violacin de la dcima condicin de la democracia, es decir, de la prohibicin de concen-tracin y confusin de los poderes sociales. Y no slo me refiero slo al desafortunado caso del bello pas (Italia), en donde en las ms recientes estaciones polticas este fenmeno ha asumido proporciones anormales y caractersticas grotescas. Su difusin es, en realidad, planetaria. Basta pen-sar, por un lado, en la incidencia sobre la vida de todas las democracias reales (en mayor o en menor medida) de la conjuncin obscena entre el dinero y la poltica y, por el otro, en la potencia desbordada de los medios de comunicacin, sobre todo de la televisin, para obnubilar cada vez ms la capacidad de juicio poltico de aquellos a los que Bobbio llamaba los ciudadanos no educados.

    Que la participacin en el juego poltico podra transformarse en s en un instrumento eficaz de educacin de los ciudadanos era una conviccin, o una esperanza, de algunos escritores democrticos en los siglos xix y xx. Sin embargo, bien pronto sta idea se revel como una ilusin; no slo, de acuerdo con el clebre anlisis de Bobbio de 1984, se trata de una de las ms importantes promesas no mantenidas de la democracia. Hoy la situa-cin se nos presenta en trminos mucho peores: nos encontramos frente a la proliferacin de ciudadanos mal-educados. El ciudadano mal-educado es un sujeto distinto al ciudadano no educado al que se refera Bobbio, de la misma manera en la que la mal-educacin es algo ms perverso que la no educacin. La no educacin es una condicin pasiva, un resultado negativo, una ausencia: es una (auto-) educacin faltante, no lograda. En cambio, la mal-educacin es sobre todo (el resultado de) un proceso activo: existen ciudadanos mal-educados porque existen los mal-educadores. Arquitectos, obreros y trabajadores de la mala fe. Los vemos todos los das dedicadamen-te empeados en su trabajo profesional: en los medios de comunicacin, en las distintas industrias de la persuasin interesada. Bobbio sealaba como figuras tpicas de los ciudadanos no educados al ciudadano aptico, aqul que carece de inters en la poltica, y al ciudadano cliente, adicto al voto de intercambio. Una tipologa del ciudadano mal-educado hara emerger hoy a figuras mucho ms despreciables. El ciudadano corrupto y soberbio, que ha asumido como modelo de vida la afirmacin personal a cualquier costo

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    y por cualquier medio, lcito o ilcito, y que ha aprendido a llamar libertad a la transgresin de toda regla de convivencia y de respeto a los dems. El ciudadano aparente, es decir aquel que no tiene ms impulso vital que el de aparecer, para el que no hay otra razn de ser que el ser percibido, es ms mirado, ms an observado; para quien la nica realidad es la apariencia, la nica reality es el show. El siervo contento, que en tiempos de abundancia est bendecido por los mitos dominantes del consumo; y que en tiempos de crisis est menos contento y poco satisfecho, pero siempre temeroso de per-der el acceso a aquellos que Tocqueville llamaba los pequeos y vulgares placeres de los cuales puede gozar el sbdito de un despotismo tenue. El esclavo depravado, que ha crecido desde pequeo con dosis consistentes de telehormonas sexuales, esclavizado por su propia naturaleza animal, por su propia bestialidad (tto auto, ms dbil de si mismo habra dicho Platn), y lleno de admiracin por la desfachatez del depravado poderoso. El esclavo fantico, racista y xenfobo, presto a obedecer a los jefes y a los jefecillos igualmente fanticos, o bien cnicos, que le ordenan reprimir y expulsar, golpear y torturar. Personajes de pesadilla. Pero son todos suje-tos reales: los encontramos continuamente, todos los das. Agrego, de paso, que la multiplicacin de estas figuras entre los conciudadanos no puede no llevarnos hacia la ruptura del pacto de convivencia, del contrato social. Las constituciones son contratos sociales en forma escrita en los que se estable-cen las reglas para la solucin pacfica de los conflictos entre los que convi-ven en un territorio. Pero ciertos conflictos, cierta extraeza, nos inducen a revocar la voluntad de convivir. Fracturan la comunidad.

    Cuntos son, si los juntamos, los ciudadanos no educados y los ciudada-nos mal-educados? Siendo benvolo, son cerca de la mitad de los electores en casi todas las democracias reales. Y cuando logran prevalecer, provocan el fenmeno de la seleccin a la inversa: eligen a los peores. Son mal-educa-dos hasta convertirse en presas fciles de la demagogia, y elegir a las peores opciones. Por lo dems, no es raro en la historia que el pueblo elija a un Barrabs en lugar de Jess.

    Pero se podra objetar que el fenmeno de la seleccin a la inversa de la clase poltica y el consiguiente advenimiento del gobierno de los peores para indicarlo, hace algunos aos invent un neologismo: kakistocracia- no prueba de por s que la democracia le ha cedido el puesto a una forma de gobierno distinta. Slo prueba el hecho de que estamos frente a una de-mocracia defectuosa, no que el sistema democrtico se haya transformado en un sistema autocrtico. Desde el punto de vista lgico y metodolgico, acepto la precisin. No debemos confundir el problema de la identidad de un rgimen con el de su calidad. La identidad es el resultado de la estruc-tura constitucional, es decir, de las reglas constitutivas de una determinada

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    forma de gobierno. Las reglas del juego o mejor dicho: el grado de su efectividad y correcta aplicacin nos permiten reconocer si las decisiones polticas descienden de lo alto o si al contrario, emergen desde abajo: o sea, adoptando la teora de Kelsen y de Bobbio, si aquella forma del juego poltico se encuadra en el tipo de la autocracia o en el de la democracia. Por el contrario, la calidad de un determinado rgimen depende en ltima instancia de las dotes, capacidades o virtudes (?) de los gobernantes (pero ah en donde estos son elegidos depende a su vez, de las virtudes, y sobre todo de la capacidades de juicio de los gobernados): si la clase poltica ele-gida a travs de las reglas del juego empodera a los mejores jugadores en griego, aristoi- tendremos entonces una aristocracia electiva; si en cambio selecciona a los peores -en griego, kakistoi (por ejemplo, si el pueblo elige a Barrabs en lugar de Jess)- entonces tendremos una kakistocracia.10

    Creo que es difcil sustraerse de la impresin de que muchas de las demo-cracias reales contemporneas son (algunas ms, otras menos) kakistocr-ticas. Me parece evidente lo inadecuado que resultan las clases dirigentes frente a los agudos problemas de la convivencia entre los pueblos, la emer-gencia ambiental, la injusticia social global; y ese carcter inadecuado es re-flejada por un difundido analfabetismo poltico de los ciudadanos-electores, cada vez ms desamparados frente a los empresarios del consenso. En los casos ms desafortunados, la kakistocracia, el gobierno de los peores, refleja y se refleja en la duolopoliteia, la repblica de los siervos (otro neologismo de mi invencin, un oxmoro fuerte ya que, de acuerdo con Aristteles, para los duoloi no hay polis; pero nuestras poleis son oxmoricas in re). Otro pro-blema completamente diferente es el de determinar si los regmenes reales que llamamos democracias lo son todava en realidad malas democracias: democracias kakistocrticas- o si no estn entrando en un proceso de mu-tacin que las hace deslizarse hacia el tipo de la autocracia. Un problema que resultara idntico tambin sera el caso de que, para plantear una mera hiptesis, estuviramos convencidos de que las clases polticas de las de-mocracias reales sean aristocracias gobernantes, compuestas por sujetos de elevada calidad y capacidad poltica.

    En suma, es cierto: la identidad y la calidad de un rgimen son dos varia-bles lgicamente independientes. Sin embargo, si observamos la realidad

    10 Estoy consciente de que los trminos que he inventado, o reformulado, pueden generar equvocos:kakistocracia es una cracia, como autocracia y democracia, aunque textualmente parece indicar otro tipo de rgimen. De igual manera, aristocracia es el nombre de una de las seis formas de gobierno de la tipologa clsica. Pero en el uso que le doy aqu, estos trminos son tomados en su significado valorativo ms evidente (mejores y peores) y por ello se refieren no ya a la identidad de un rgimen sino a la calidad de las clases polticas.

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    emprica de los regmenes de nuestro tiempo, mi (segunda) tesis es que las mismas tendencias que producen la degeneracin de las democracias reales y su deslizamiento hacia la autocracia, tambin favorecen un empeoramien-to conjunto en la calidad de los sujetos (gobernantes y gobernados, ciudada-nos y clases polticas); y, recprocamente, las tendencias kakistocratizantes favorecen a las tendencias autocratizantes en una especie de sinergia nefas-ta.

    Es muy fcil que la kakistocracia crezca dentro de las vestiduras apoli-lladas y laceradas de una democracia que se encuentre en vas de mutacin. Una de las manifestaciones ms visibles e inquietantes de este crecimiento es la difusin de ciertas formas demaggicas y neo-populistas de estrate-gia poltica, y tambin electoral, que algunos estudiosos han rebautizado antipoltica11. Aunque el concepto es todava nebuloso y el fenmeno es proteiforme, algunas de las caractersticas distintivas de los sujetos y de los comportamientos polticos antipolticos son evidentes: a) la contraposi-cin de la verdadera voluntad del pueblo, que pretende estar encarnada por personajes pseudo-carismticos, a la voluntad expresada por las insti-tuciones de representacin y por las culturas polticas fundadas en los sis-temas tradicionales de partidos; b) la hostilidad hacia el orden consolidado en las arquitecturas institucionales, el descrdito de las constituciones, en general el desprecio por las reglas y la ausencia de una cultura de la legali-dad; c) en particular, lo insoportable que resulta el equilibrio de los poderes y por cualquier tipo de vnculos o controles; d) el rechazo de la confronta-cin poltica equitativa entre posiciones distintas, del debate civil que no est orientado al enfrentamiento, de las mediaciones en general. En Europa muchos movimientos y partidos de derecha, ligados de varias maneras con el chauvinismo del bienestar, han obtenido un notable xito poltico ha-ciendo uso de mtodos antipoliticos, que en algunos casos incluso les han permitido llegar al gobierno12. En Amrica Latina son sobre todo algunos sujetos (presuntos y sedicentes) de izquierda, que se dirigen a las vctimas de la globalizacin, para asumir los esquemas de la llamada antipoltica.

    Cualquiera puede ver, en primer lugar, cmo la antipoltica kakistrocr-tica encuentra un terreno frtil en la tendencia autocratizante que lleva a concebir a las elecciones como un mtodo para la investidura de un solo individuo, al cual le corresponde la gua suprema del pas; en segundo

    11 Cfr. SHedLer A. (ed.), The End of Politics? Explorations into Modern Antipolitics, Nueva York, St. Martins Press, 1997. Pero cfr. sobretodo: Mastropaolo, A., La mucca pazza della democrazia, Turn, Bollati Boringhieri, 2005.

    12 Cfr. mny, Y. e Y. SureL, Par le peuple, pour le peuple. Le populisme et les dmocraties, Pars, Seuil, 2000.

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    lugar, cmo esta misma tendencia sea favorecida y acentuada en aquellas realidades polticas donde est en vigor una forma de gobierno (en sentido tcnico) presidencial. Sin embargo, la difusin del proceso autocratizante permea tambin en pases en los cuales est formalmente en vigor un rgi-men parlamentario, como, por ejemplo, en Gran Bretaa o en Italia, en don-de asistimos a fenmenos de presidencializacin, de manera ms o menos abierta o disimulada, de la forma de gobierno13, y en cada caso a intentos de potenciacin del poder ejecutivo ms all de todo lmite de compatibilidad con la supervivencia de un papel significativo de los parlamentos. Ralph Dahrendorf haba sostenido ya hace algunos aos que en Inglaterra el cele-brado modelo Westminster, arquetipo del parlamentarismo, haba termi-nado por transformarse en una dictadura electoral del primer ministro14. Se trata de una deformacin patolgica que ataca no slo a las instituciones centrales del Estado, sino tambin a las perifricas, desplazando en todos lados el epicentro del poder de la asamblea de representantes a los rga-nos (as llamados) ejecutivos. A este fenmeno, yo lo llamo macrocefalia institucional: a todos los niveles y en todas las dependencias, una cabeza hipertrfica, y por lo general poco inteligente, aplasta a cuerpos representa-tivos frgiles y debilitados. Obviamente, la macrocefalia institucional y la personalizacin pseudo-carismtica de la vida poltica se alimentan entre s. En un contexto similar, las elecciones tienden a transformarse en un rito de identificacin personal de la masa en el leader, nacional o local, y a trans-formarse en un mandato a los poderes monocrticos. Los titulares de estos cargos se sienten investidos del poder de decisin final, y con frecuencia interpretan su propio papel con actitudes claramente autocrticas.

    v. La tercera oLa y La tristitia temporum

    Antes de encaminarme a las conclusiones, quisiera tomar en consideracin otra objecin ms radical que la anterior. En efecto, cualquiera podra con-siderar que mis tesis son por lo menos extravagantes. No es tal vez cierto, podra preguntarse, que en el ltimo cuarto del siglo xx presenciamos un gran proceso de democratizacin de escala planetaria que culmin en 1989 con la cada del comunismo?

    13 Cfr. Poguntke, Th. y P. WeBB (eds.), The presidentialization of politics: a comparative study of modern democracies, Oxford University Press & European Consortium for Political Research, 2005.

    14 Cfr. daHrendorf, R. Dopo la democrazia, Roma-Bari, Laterza, 2001.

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    La frmula de la tercera ola15, acuada por Samuel Huntington en 1991, se ha convertido en una expresin de uso corriente en los estudios polticos. Se recurre a ella para indicar el conjunto, vasto y heterogneo, de las transiciones a la democracia, a veces lentas y complicadas, a veces fciles y veloces, que tuvieron lugar en diversas partes del mundo a partir de la mitad de los aos 70: en Europa occidental, con el fin del rgimen de los coroneles en Grecia y la salida de los vetero-fascismos que sobrevivieron en Portugal y en Espaa; en Europa oriental, con la emancipacin de una mirada de repblicas ex soviticas y de Estados ex satelitales del imperio del socialismo real; en Amrica Latina, con el restablecimiento de institu-ciones representativas y de competencias electorales pluralistas en aquellos pases oprimidos por tiempos ms o menos largos por dictaduras militares o paramilitares y/o por gobiernos autoritarios. Aparentemente, se trata de un fenmeno opuesto al que yo he referido como un proceso difundido de degeneracin de la democracia y de tendencial deslizamiento hacia nuevas formas de autocracia. Y no slo es opuesto, sino tambin, paradjicamente, contemporneo: tambin el proceso degenerativo que he tratado de recons-truir tuvo sus inicios, o al menos su etapa de preparacin, hacia mediados de los aos setenta. Pues bien, se trata de dos representaciones de la historia reciente incompatibles entre s? A tal grado de que, si asumimos que la reconstruccin de Huntington es aceptable, entonces la que yo he delineado debe ser rechazada, o viceversa? No es as.

    En muchos lugares la transicin a la democracia de ninguna manera ha evitado el padecer, desde sus orgenes, la influencia de las tendencias neo-autocrticas y kakistocraticas. Esto es particularmente evidente en los pa-ses de Europa oriental (aunque no es exclusiva de stos). Desde la as llama-da revolucin democrtica y (casi) pacfica de 1989-91 nacieron regmenes que en la mayora de los casos son impresentables, y que de la democracia solo exhiben las apariencias exteriores ms vistosas. Se celebran elecciones y se le confieren poderes (nominales) a los rganos representativos, pero dentro de las vestimentas electorales de la democracia viven la corrupcin y el autoritarismo, favorecidos por anormales concentraciones de poder en el vrtice del sistema institucional y social, por presidencialismos sper per-sonalizados y por oligopolios cercanos a las mafias. Obviamente no puede decirse lo mismo en el caso de otros pases. Hacer una generalizacin sera arbitrario y engaoso. Pero tampoco creo que nos alejemos demasiado de la verdad al sostener que el fenmeno de la tercera ola de transiciones

    15 Huntington, Samuel P., The Third Wave. Democratization in the Late Twentieth Century, Norman, University of Oklahoma Press, 1991. Trad. it. La terza ondata. I processi di democratizzazione alla fine del XX secolo, Bolonia, il Mulino, 1995.

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    a la democracia y el de la tendencial degeneracin neo-autocrtica y ka-kistocratica de las democracias reales estn en gran medida sobrepuestos. Esta es mi (tercera) tesis. Entendmonos: no quiero disminuir en absoluto el alcance y la importancia de estos procesos de transicin. Sin embargo, sugiero que el enorme progreso poltico obtenido en aquellos lugares donde se han superado regmenes autoritarios, dictatoriales y totalitarios, ha tenido lugar en circunstancias histricas, sociales y culturales desfavorables para el nacimiento y el crecimiento de una democracia sana. Por ello, muchas democracias nuevas, o renovadas, han nacido, o renacido, con el virus de la kakistocracia y de la autocracia electiva. En definitiva, como democracias aparentes.

    Por ahora nicamente me limitar a subrayar dos desafortunadas coinci-dencias. Ante todo, en la mayor parte de los casos recientes, el restableci-miento de contiendas electorales plurales ha sucedido en la misma poca del triunfo del videopoder, como lo ha llamado Giovanni Sartori16. Ello le ha dado a las formas tradicionales de personalismo poltico, enraizadas en la historia de muchas regiones, nueva linfa y un original aspecto posmoderno, permitiendo a veces el ascenso e incluso el suceso de candidatos descono-cidos o peor an (tele) inventados. En algunas situaciones, hay quien ha hablado incluso de ilusionismo poltico. Naturalmente entre las estrategias ilusionistas perseguidas con medios postmodernos tambin pueden entrar tambin los llamados a tradiciones histricas ms o menos recientes o re-motas. Por ejemplo, ciertos personajes dotados de un carisma grotesco se disfrazan con mitos revolucionarios del pasado.

    Pero sobre todo, muchos procesos de abandono de regmenes antidemo-crticos han coincidido con una coyuntura poltico-econmica dominada por las teoras y las prcticas neoliberales, por la difusin y/o imposicin del Consenso de Washington, que ha vuelto difcil afrontar el inmenso problema de las precondiciones sociales de la democracia. Como resultado, el propio apoyo popular a los procesos de democratizacin ha resultado daado. Para muchos, la esperanza en la democracia converga y se confunda con la esperanza en la emancipacin social y en el mejoramiento de las condicio-nes de vida. Cuando las dos esperanzas se presentaron como divergentes, o incluso contradictorias, lo que ha seguido es el desengao. As, la atmsfera de descontento termin por favorecer el surgimiento de los demagogos y de los aprendices de brujo.

    A veces, estos personajes gozan de un consenso insospechado. Dicho sea con extrema nitidez: entendido como suceso popular, el consenso vuelto efectivo y certificado por el computo de los votos expresados formalmen-

    16 Cfr. Sartori, G. Homo videns, Roma-Bari, Laterza, 1997.

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    te, o bien presumido con base en manifestaciones ms o menos ocenicas de adhesin, o peor an por medio de sondeos ms o menos hbilmente orientados- no es de por s un indicador suficiente y, en ocasiones, ni si-quiera significativo, de democracia. Los regmenes antidemocrticos bajo cualquier punto de vista han gozado en muchas circunstancias histricas de un amplio favor popular. Espero que el punto resulte intuitivo: no todo consenso popular es un consenso democrtico. Es falaz sostener que todo lo que le agrada a la mayora (una decisin, un gobierno, un lder, etctera) es (sensatamente definible como) democrtico. La identificacin acrtica entre el consenso popular y la democracia impide ver incluso aquello que debera ser evidente, es decir, que la adhesin del pueblo (demo) al poder (crazia) de un autcrata no instituye de ninguna manera una demo-crazia, un poder del pueblo, en algn sentido plausible, incluso cuando esta ad-hesin llegara a manifestarse como un (paradjico) plebiscito cotidiano. Insisto: la mal llamada democracia plebiscitaria es en realidad una forma de servidumbre voluntaria.

    vi. concLuSin

    He hablado de condiciones de la democracia en un sentido lgico. Pero el anlisis que realizado nos lleva a interrogarnos sobre sus condiciones en sentido clnico. A mi juicio, son condiciones crticas, muy graves, presentes un poco en todos lados. Como sucede cuando se expande una pandemia. La patologa infectiva que ha agredido a la democracia est en pleno desarrollo, y no da muestras de ceder. Esto no significa que no exista algn remedio. A menos que esta metfora clnica sea insuficiente para dar a entender la gravedad del problema. Si furamos inducidos a reconocer que se trata no ya de una infeccin o de la invasin de parsitos voraces que consumen al organismo democrtico desde dentro sino de una mutacin gentica como he advertido y como temo que est ocurriendo- las perspectivas sern des-esperanzadoras: una mutacin es difcilmente reversible. Pero me resisto a creerlo as.

    Tambin por esa razn, prefiero abandonar las metforas orgnicas para adoptar ahora una metfora artstica. La democracia es un artificio hu-mano. Una obra de arte, una arquitectura. Quiz la mejor obra de arte de la convivencia que el gnero humano haya proyectado, y realizado (bien o mal), y que ahora parece estar decidida a desfigurar. Hoy, en el mundo, la democracia se encuentra seriamente daada: en las arquitecturas insti-tucionales de los regmenes que seguimos llamando democrticos y en los registros mentales de los ciudadanos que vivimos en ellos. Es necesario res-

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    taurarla, tal como una obra de arte que ha sido vandalizada. En primer lugar, es necesario tratar de encerrar a los vndalos. Y se necesita combatir la mala educacin de los ciudadanos que no se reconocen como tales. Si la democra-cia puede ser restaurada, la tarea de restituirle la dignidad del proyecto ideal debe ser perseguida ante todo ofreciendo a los ciudadanos, en especial a los ms jvenes, como deca Kant y como nos ha recordado Bobbio en mlti-ples ocasiones, conceptos justos acompaados de buena voluntad. Los primeros son necesarios para reconocer con claridad la gravedad del dao que ha sufrido la democracia, sin indulgencias o autoengaos que nos con-suelen, la segunda, para ponerle un remedio.

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