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1 RAYMOND CHANDLER GAS DE NEVADA I Hugo Candless estaba en medio de la pista de squash. Sostenía delicadamente la pequeña pelota negra entre el pulgar y el índice izquierdos, y entonces dobló la cintura, dejó caer la pelota cerca de la línea de servicio y la golpeó con la raqueta de largo mango. La pelota negra dio contra la pared de enfrente, más o menos a media altura, flotó hacia atrás en una curva elevada y lenta, estuvo a punto de rozar el blando techo y las luces protegidas por el enrejado de alambre y se deslizó con languidez por la pared trasera, sin tocarla con la fuerza suficiente para rebotar. George Dial intentó alcanzarla con indolencia' y golpeó el extremo de su raqueta contra la pared de cemento. La pelota cayó al suelo. No tengo nada que hacer, jefe: veintiuno a catorce dijo a su contrincante. Eres demasiado bueno para mí. George Dial era alto, moreno, guapo como un actor de Hollywood, delgado y de aspecto deportivo. Todo en él era duro salvo los labios carnosos y suaves y los grandes ojos benévolos. Sí, siempre he sido demasiado bueno para ti dijo Hugo Candless con una risotada. Se echó hacia atrás, doblándose por la gruesa cintura, y rió a mandíbula batiente. El sudor le brillaba en el pecho y el vientre. Iba desnudo de medio cuerpo para arriba; tan sólo llevaba pantalones cortos de color azul, calcetines blancos de lana y zapatillas de suela de crep. Tenía el cabello gris y una cara redonda y ancha, la nariz y la boca pequeñas y ojos vivaces y penetrantes. ¿Quieres otra paliza? preguntó. No, a menos que me obligues. Hugo Candless frunció el ceño. Está bien dijo escuetamente. Se puso la raqueta bajo el brazo, sacó una bolsa impermeable del bolsillo de los pantalones y extrajo de ella un cigarrillo y cerillas. Encendió el cigarrillo con gesto ampuloso y tiró la cerilla en medio de la pista, de donde alguien tendría que recogerla. Abrió con fuerza la puerta de la pista de squash y recorrió el pasillo que conducía al vestuario con el pecho hacia fuera. Dial le seguía en silencio como un gato de patas suaves, con elegante agilidad. Se dirigieron a las duchas. Candless canto en la ducha, se cubrió el corpulento cuerpo de espuma jabonosa y tomó con fruición una ducha fría después de la caliente. Se secó con mucha calma, cogió otra toalla y salió gritando al empleado que le llevara unos cubitos de hielo y gaseosa de jengibre. Un negro que vestía una rígida chaqueta blanca acudió presuroso con una bandeja. Candless firmó la cuenta, abrió su gran armario doble y plantó una botella de Johnny Walker sobre la mesa verde y redonda que había en el pasillo, frente a los armarios. El empleado preparó las dos bebidas cuidadosamente. Servido, señor Candless dijo, cogiendo al vuelo una moneda de veinticinco centavos. George Dial, ya completamente vestido con un elegante traje de franela gris, dobló con calma el recodo del pasillo y levantó uno de los vasos. ¿Damos el día por terminado, jefe? pregunto, mirando hacia la luz del techo a través de su vaso, con los ojos entornados. Supongo que sí repuso Candless vagamente. Supongo que iré a casa y le daré una sorpresa a mi mujercita y miró de reojo a Dial con sus ojos pequeños. ¿Te importa que no te acompañe? preguntó Dial sin darle importancia. A mí no, pero a Naomi no le hará gracia contestó Candless en un tono desagradable.

Gas de Nevada

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Raymond Chandler Gas de Nevada

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RAYMOND CHANDLER GAS DE NEVADA I

Hugo Candless estaba en medio de la pista de squash. Sostenía

delicadamente la pequeña pelota negra entre el pulgar y el índice izquierdos, y entonces dobló la cintura, dejó caer la pelota cerca de la línea de servicio y la golpeó con la raqueta de largo mango.

La pelota negra dio contra la pared de enfrente, más o menos a media altura, flotó hacia atrás en una curva elevada y lenta, estuvo a punto de rozar el blando techo y las luces protegidas por el enrejado de alambre y se deslizó con languidez por la pared trasera, sin tocarla con la fuerza suficiente para rebotar.

George Dial intentó alcanzarla con indolencia' y golpeó el extremo de su raqueta contra la pared de cemento. La pelota cayó al suelo.

— No tengo nada que hacer, jefe: veintiuno a catorce —dijo a su contrincante—. Eres demasiado bueno para mí.

George Dial era alto, moreno, guapo como un actor de Hollywood, delgado y de aspecto deportivo. Todo en él era duro salvo los labios carnosos y suaves y los grandes ojos benévolos.

— Sí, siempre he sido demasiado bueno para ti —dijo Hugo Candless con una risotada.

Se echó hacia atrás, doblándose por la gruesa cintura, y rió a mandíbula batiente. El sudor le brillaba en el pecho y el vientre. Iba desnudo de medio cuerpo para arriba; tan sólo llevaba pantalones cortos de color azul, calcetines blancos de lana y zapatillas de suela de crep. Tenía el cabello gris y una cara redonda y ancha, la nariz y la boca pequeñas y ojos vivaces y penetrantes.

— ¿Quieres otra paliza? —preguntó. — No, a menos que me obligues. Hugo Candless frunció el ceño.

—Está bien —dijo escuetamente. Se puso la raqueta bajo el brazo, sacó una bolsa impermeable del bolsillo de los pantalones y extrajo de ella un cigarrillo y cerillas. Encendió el cigarrillo con gesto ampuloso y tiró la cerilla en medio de la pista, de donde alguien tendría que recogerla.

Abrió con fuerza la puerta de la pista de squash y recorrió el pasillo que conducía al vestuario con el pecho hacia fuera. Dial le seguía en silencio como un gato de patas suaves, con elegante agilidad. Se dirigieron a las duchas.

Candless canto en la ducha, se cubrió el corpulento cuerpo de espuma jabonosa y tomó con fruición una ducha fría después de la caliente. Se secó con mucha calma, cogió otra toalla y salió gritando al empleado que le llevara unos cubitos de hielo y gaseosa de jengibre.

Un negro que vestía una rígida chaqueta blanca acudió presuroso con una bandeja. Candless firmó la cuenta, abrió su gran armario doble y plantó una botella de Johnny Walker sobre la mesa verde y redonda que había en el pasillo, frente a los armarios.

El empleado preparó las dos bebidas cuidadosamente. —Servido, señor Candless —dijo, cogiendo al vuelo una

moneda de veinticinco centavos. George Dial, ya completamente vestido con un elegante

traje de franela gris, dobló con calma el recodo del pasillo y levantó uno de los vasos.

— ¿Damos el día por terminado, jefe? —pregunto, mirando hacia la luz del techo a través de su vaso, con los ojos entornados.

—Supongo que sí —repuso Candless vagamente—. Supongo que iré a casa y le daré una sorpresa a mi mujercita —y miró de reojo a Dial con sus ojos pequeños.

— ¿Te importa que no te acompañe? —preguntó Dial sin darle importancia.

—A mí no, pero a Naomi no le hará gracia —contestó Candless en un tono desagradable.

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Dial hizo un extraño sonido con los labios, se encogió de hombros y dijo:

—Te gusta enfurecer a la gente, ¿verdad, jefe? Candless no contestó ni lo miró. Dial sorbió su whisky en

silencio y observó al hombre corpulento mientras se ponía ropa interior de satén, con iniciales bordadas, calcetines morados con rayas grises, camisa de seda con iniciales y un traje de pata de gallo blanco y negro que le engordaba muchísimo.

Cuando llegó a la corbata morada, empezó a dar voces al negro para que viniera a prepararle otro trago.

Dial rechazó el segundo whisky, saludó con la cabeza y se alejó entre las hileras de armarios con paso silencioso.

Candless terminó de vestirse, bebió su segundo trago y guardó la botella, cerró el armario y se puso en la boca un grueso cigarro. Ordenó al negro que se lo encendiese y se marchó pavoneándose y despidiéndose de la gente a grito pelado.

Al marcharse, todo pareció quedar en silencio. Sólo se oyeron algunas risitas.

Llovía frente al Delmar Club. El portero con librea ayudó a

Hugo Candless a ponerse el impermeable blanco y fue a buscar su coche. Una vez aparcado ante el toldo, acompañó a Hugo con un paraguas hasta el coche, que era una limusina Lincoln azul con rayas amarillas. La matricula era 5Aó. El chófer, que llevaba un impermeable negro con el cuello levantado hasta las orejas, no volvió la cabeza. El portero abrió la portezuela y Hugo Candless subió y se aposentó pesadamente en el asiento trasero.

— Buenas noches, Sam. Dile que vamos a casa. El portero se tocó la gorra, cerró la puerta y transmitió la

orden al chófer, que asintió sin mirar hacia atrás. El coche se puso en marcha bajo la lluvia.

La lluvia caía inclinada y, en los cruces de las calles, barrida por súbitas ráfagas de aire, golpeaba con fuerza el limpiaparabrisas

de la limusina. Todas las esquinas estaban atestadas de gente que pretendía cruzar la calle Sunset sin sufrir salpicaduras. Hugo Candless les sonrió, compadecido.

El coche dejó Sunset, giró hacia Sherman y luego se dirigió hacia las colinas. Empezó a rodar a gran velocidad, pues en esta avenida no había apenas tráfico.

Hacía mucho calor dentro del coche. Todas las ventanillas estaban cerradas, al igual que el tabique de cristal que separaba los asientos delanteros de los traseros. El humo del cigarro de Hugo enrarecía mucho el aire del interior del coche.

Candless frunció el cerio y alargó la mano para abrir una ventanilla. La manivela no giraba. Probó la del otro lado, pero ésta tampoco funcionaba. Hugo empezó a enfurecerse y alargó la mano para coger el teléfono y reprender al chófer. Pero no había teléfono.

El coche giró repentinamente y empezó a subir por una ladera larga y recta entre eucaliptos, sin ninguna casa.

Candless sintió un escalofrío en la espalda. Se inclinó y aporreó el cristal con el puño. El chófer no volvió la cabeza. El coche subía muy de prisa por la oscura carretera de la colina. Hugo Candless fue a agarrar con furia la manivela de la puerta. Ninguna de las dos puertas tenía manivela. En la cara de pan de Hugo se dibujó una sonrisa incrédula.

El chófer alargó la mano hacia la derecha y apretó un botón con su mano enguantada. Se oyó un repentino y agudo silbido. Hugo Candless empezó a notar un olor de almendras.

Muy débil al principio, muy débil y bastante agradable. El silbido continuaba. El olor de almendras se volvió amargo, penetrante y letal. Hugo Candless dejó caer el cigarro y golpeó con todas sus fuerzas el cristal de la ventanilla más próxima. El cristal no se rompió.

El coche estaba ahora en la cima de la colina, más allá de las últimas y escasas farolas de los barrios residenciales.

Candless se recostó en el asiento y levantó el pie para patear el tabique de cristal, pero el pie no llegó a tocarlo. Los ojos

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de Hugo ya no veían nada. Su rostro se contrajo en una mueca y su cabeza cayó sobre el respaldo, hundiéndose entre los fornidos hombros. El sombrero de fieltro se ladeaba, informe, sobre el gran cráneo cuadrado.

El chófer miró rápidamente hacia atrás, mostrando por un leve instante un rostro flaco, de halcón. Luego alargó la mano y el silbido se interrumpió.

Detuvo el coche al borde de la desierta carretera y apagó todos los faros. La lluvia golpeaba sordamente en el techo.

El chófer se apeó bajo la lluvia y abrió la puerta trasera del coche: en seguida retrocedió, tapándose la nariz.

Permaneció un poco apartado unos momentos, mirando a uno y otro lado de la carretera.

En el asiento trasero de la limusina, Hugo Candless no se movía.

II

Francine Ley estaba sentada en una silla baja, de color rojo, junto a una mesita sobre la que había un jarrón de alabastro. El humo del cigarrillo que acababa de tirar dentro del jarrón describía círculos en el aire inmóvil. Tenía las manos cruzadas detrás de la nuca y sus ojos azul claro eran perezosos e incitantes. Sus cabellos castaños con reflejos rojizos estaban peinados en ondas poco marcadas. Había sombras azuladas en el fondo de estas ondas.

George Dial se inclinó y la besó con fuerza en los labios. Sus propios labios estaban calientes cuando la besó. Se estremeció un poco. La chica no se inmutó, solo sonrió perezosamente cuando el volvió a incorporarse.

Con voz ronca y entrecortada, Dial dijo: —Escucha, Francy. ¿Cuándo vas a deshacerte de ese

jugador y dejar que sea yo quien me encargue de ti? Francine Ley se encogió de hombros, sin apartar las manos

de la nuca.

—Es un jugador honrado, George —contestó—. Eso ya es bastante en los tiempos que corren, y además tú no tienes suficiente dinero.

—Puedo conseguirlo. — ¿Cómo? —Su voz era ronca y queda; a George Dial le

embargaba como si oyera un violonchelo. —De Candless. Se muchas cosas de ese pájaro. — ¿Por ejemplo? —sugirió Francine Ley, perezosa. Dial sonrió y abrió mucho los ojos para simular una

expresión inocente. Francine Ley pensó que el blanco de sus ojos estaba teñido muy tenuemente de un color que no era blanco Dial agitó un cigarro aún sin encender.

—Muchas. Como que le hizo una jugarreta a un tipo duro de Reno el año pasado. El hermanastro de ese tipo estaba aquí en chirona bajo una acusación de homicidio; Candless le sacó al de Reno veinticinco de los grandes para conseguir que lo soltaran. Hizo un trato con el fiscal del distrito a propósito de otro caso y permitió que sentenciaran al hermano del tipo. — ¿Y cómo reaccionó éste? —preguntó Francine Ley con voz suave.

— Por ahora, de ninguna manera. Supongo que creyó que Candless hizo todo lo posible. No siempre se puede ganar.

— Pero si lo supiera, sería capaz de cualquier cosa —dijo Francine Ley—. ¿Quién era el tipo duro, Georgie? Dial bajó la voz y volvió a inclinarse hacia ella.

— Soy un idiota por decírtelo. Un hombre llamado Zapparty. No lo conozco de nada.

— Y más vale que sigas sin conocerlo, si es que todavía te queda algo de sentido común, Georgie. No, gracias, no pienso meterme en un lío semejante contigo.

Dial sonrió un poco, mostrando unos dientes regulares en su rostro moreno y liso.

— Deja eso de mi cuenta, Francy. Olvida todo este asunto y recuerda sólo que estoy loco por ti.

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— Pide algo de beber —dijo ella. La habitación era la sala de estar de un apartamento de

hotel. Era toda roja y blanca, demasiado formal, decorada muy fríamente. Las paredes blancas ostentaban dibujos en rojo, las persianas blancas estaban cubiertas por cortinas blancas también, y frente a la chimenea había una alfombra semicircular roja, con un borde blanco. Contra una de las paredes se hallaba una mesa blanca en forma de riñón, flanqueada por dos ventanas.

Dial fue hacia la mesa, vertió whisky en dos vasos, añadió hielo y agua y llevó los vasos al otro lado de la habitación, donde todavía flotaba una fina voluta de humo sobre el jarrón de alabastro.

— Deshazte de ese jugador —repitió Dial, alargándole el vaso—. Él sí que te meterá en un lío.

Ella bebió un sorbo y asintió. Dial le quitó el vaso de la mano, bebió del mismo lugar donde ella había puesto los labios, se inclinó con ambos vasos y volvió a besarla.

Había cortinas rojas en una puerta que daba a un corto pasillo. La cara de un hombre apareció entre ellas, y unos fríos ojos grises contemplaron el beso con expresión pensativa. Entonces las cortinas volvieron a cerrarse sin el menor ruido.

Al cabo de un momento se oyó cerrarse de golpe una puerta y se oyeron pasos en el pasillo. Johnny De Ruse atravesó las cortinas y entró en la habitación. En aquel momento Dial ya estaba encendiéndose el cigarrillo.

Johnny De Ruse era alto, delgado, discreto, y llevaba un traje oscuro de impecable corte. Sus fríos ojos grises tenían finas patas de gallo, sus labios estrechos eran delicados, pero no blandos, y su larga barbilla ostentaba un hoyuelo.

Dial lo miró fijamente e hizo un vago gesto con la mano. De Ruse fue derecho a la mesa, sin hablar, se sirvió whisky en un vaso y lo bebió sin diluirlo.

Estuvo un momento de espaldas a la habitación, golpeando con un dedo el borde de la mesa. Luego se volvió, sonrió un poco y

dijo: «Hola, amigos», con una voz suave y pausada, tras lo cual pasó a otra habitación.

Se encontraba en un dormitorio muy recargado que tenía camas separadas. Fue hacia un armario empotrado, sacó una maleta de piel marrón y la abrió sobre la cama más cercana. Empezó a abrir los cajones de una cómoda y a poner cosas en la maleta, ordenándolas con cuidado, sin prisa. Mientras lo hacía, silbaba por lo bajo entre dientes.

Cuando hubo hecho la maleta, la cerró y encendió un cigarrillo. Permaneció un momento en el centro de la habitación, sin moverse. Sus ojos grises miraban la pared sin verla.

Al cabo de un rato volvió a abrir el armario y sacó un pequeño revolver enfundado en una suave pistolera de piel con dos tiras cortas. Se subió la pernera izquierda del pantalón y se sujetó la pistolera a la pierna. Entonces cogió la maleta y volvió a la sala de estar.

Los ojos de Francine Ley se aguzaron vivamente cuando vio la maleta.

— ¿Vas a alguna parte? —preguntó con su voz queda y ronca.

—En efecto. ¿Dónde está Dial? —Ha tenido que irse. —Lastima —murmuró De Ruse. Dejó la maleta en el suelo y

se quedó a su lado, paseando sus fríos ojos grises por la cara de la muchacha y a lo largo de todo su esbelto cuerpo, desde los tobillos hasta el pelo castaño rojizo—. Lástima —repitió—. Me gusta verlo por aquí. Yo soy un poco aburrido para ti.

— Tal vez sí, Johnny. El hombre se agachó para coger la maleta, pero se

enderezó sin tocarla y preguntó: — ¿Te acuerdas de Mops Parisi? Lo he visto hoy en la

ciudad.

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Los ojos de Francine se abrieron mucho y después casi se cerraron. Sus dientes castañetearon un poco. La línea de su mandíbula se dibujó con mucha nitidez durante un momento.

De Ruse seguía paseando la mirada por su rostro y su cuerpo.

— ¿Qué has decidido hacer? —inquirió ella. —He pensado en salir de viaje —contestó De Ruse—. No

soy tan pendenciero como antes. — Una fuga —dijo Francine Ley—. ¿Adónde vamos? — No se trata de fugarse —corrigió De Ruse con

indolencia—; es sólo un viaje. Y no vamos nosotros. Me voy solo. Ella permaneció quieta, mirándolo, sin mover un músculo De Ruse metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó una gran cartera que se abría como un libro. Tiró un fajo de billetes a la falda de la chica y se guardó la cartera. Ella ni siquiera tocó los billetes. — Esto te durará más de lo que puedas tardar en encontrar un nuevo compañero de juegos —dijo él sin expresión—, aunque no digo que no te vaya a enviar más, si lo necesitas. Ella se levantó con lentitud y el fajo de billetes resbaló por su falda hasta el suelo. Dejó caer los brazos a los costados, con los puños tan apretados que se veían los tendones. Sus ojos parecían de pedernal. — ¿Significa esto que hemos terminado, Johnny? Él levantó la maleta. Ella dio dos pasos rápidos y se plantó delante de De Ruse. Le puso una mano en el hombro. De Ruse permaneció inmóvil, sonriendo un poco con los ojos, pero no con los labios. El perfume Shalimar producía picazón en la nariz. — ¿Sabes lo que eres, Johnny? —Su voz ronca era casi un susurro. Él esperó—. Un gallina, Johnny. Eso es lo que eres, un gallina. El asintió con la cabeza.

—Exacto. He denunciado a Mops Parisi. No me gustan los secuestros, muñeca. Los denunciaría siempre. Hasta podría salir

malparado tratando de impedirlos. Además, eso es agua pasada. ¿Algo más?

—Has denunciado a Mops Parisi y crees que él no lo sabe, pero quizá te equivocas. Y ahora huyes de él y me abandonas a mí.

—A lo mejor es que ya estoy harto de ti, muñeca. Ella echó la cabeza hacia atrás y rió con estridencia, casi con una nota salvaje. De Ruse no se inmutó.

—Tú no eres un tipo duro, Johnny. Eres débil. George Dial es más duro que tú ¡Dios mío, y que débil eres, Johnny!

Retrocedió, mirando el rostro de De Ruse. Una chispa de emoción casi insoportable aparecía y desaparecía en sus ojos.

—Eres un cachorro tan guapo, Johnny. Dios mío, qué guapo eres. Lástima que seas tan débil.

De Ruse dijo en voz baja, sin moverse: —No soy débil muñeca, solo un poco sentimental. Me gusta

apostar a los caballos, jugar a cartas y echar unos cubos rojos con puntos blancos. Me gustan los juegos de azar, incluyendo a las mujeres. Pero cuando pierdo, no me desespero ni hago trampas. Paso a la mesa siguiente. Hasta la vista.

Se agachó, cogió la maleta y rodeó a la chica. Cruzó la habitación y traspasó las cortinas sin volverse.

Francine Ley se quedó con la mirada clavada en el suelo.

III

De pie bajo el festoneado toldo de cristal de la entrada lateral del Chatterton, De Ruse miraba a uno y otro lado de la calle Irolo, hacia las luces cegadoras de Wilshire y el oscuro y sosegado extremo de la calle transversal.

La lluvia caía con suavidad, inclinada. Una gota de lluvia se introdujo bajo el toldo y mojó la punta encendida del cigarrillo de De Ruse, quien cogió la maleta y caminó por Irolo hacia su coche, aparcado en la esquina. Era un Packard negro y reluciente, con algún discreto cromado aquí y allá.

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Se detuvo, abrió la portezuela y una pistola surgió rápidamente de dentro del coche. El arma apuntaba a su pecho, mientras una voz ordenaba con brusquedad:

— ¡No te muevas y levanta las manos, corazón! De Ruse vio vagamente al hombre dentro del coche. Una cara delgada, de halcón, sobre la que se reflejaba una luz que no bastaba para revelar del todo sus facciones. La pistola se hundía dolorosamente en su caja torácica. Detrás de él se acercaron unos pasos y otra pistola se clavó en su espalda.

— ¿Satisfecho? —inquirió otro. De Ruse dejó caer la maleta, levantó las manos y las apoyó contra el techo del coche. — Está bien—dijo con voz cansada—. ¿Qué es esto, un atraco? El hombre del coche soltó una risotada burlona. Una mano cacheaba las caderas de De Ruse. — ¡Retrocede! ¡Despacio! De Ruse retrocedió, levantando las manos todo lo que podía. — No tan alto, estúpido —dijo el hombre que tenía a su espalda—, sólo hasta el hombro. De Ruse las bajó. El hombre del coche se apeó, desperezándose. Volvió a poner la pistola contra el pecho de De Ruse y con la mano libre le desabrochó la chaqueta. De Ruse se inclinó hacia atrás. Una mano exploró sus bolsillos y sus sobacos. Una pistola de 9 mm dejó de pesarle bajo el brazo. — Ya he encontrado una, Chuck. ¿Y tú? — Nada en la cadera. El hombre que estaba delante recogió la maleta. — En marcha, corazón. Iremos en nuestro trasto. Caminaron por Irolo. Apareció una enorme limusina Lincoln de color azul, con una raya de color más claro. El hombre con cara de halcón abrió la portezuela trasera. — Adentro.

De Ruse entró con apatía, escupiendo la colilla a la húmeda oscuridad mientras se agachaba para subir al coche. Un leve olor le asaltó el olfato, un olor que podía ser de melocotones demasiado maduros, o quizá de almendras. Se sentó. — Siéntate a su lado, Chuck. — Escucha, vamos todos delante. Yo me encargaré... — No. A su lado, Chuck —ordenó el hombre con cara de halcón. Chuck gruñó y se sentó junto a De Ruse. El otro hombre cerró la puerta de un golpe. Su rostro flaco se veía, a través del cristal, contraído en una sonrisa sarcástica. Luego se sentó detrás del volante, puso en marcha el coche y lo apartó de la acera. De Ruse arrugó la nariz por el desagradable olor. Doblaron la esquina velozmente, fueron hacia el este por la Octava, en dirección a Normandie, que tomaron hacia el norte cruzando Wilshire, cruzaron otras calles, subieron una escarpada colina y bajaron por el otro lado hacia Melrose. El enorme Lincoln se deslizaba bajo la lluvia sin un susurro. Chuck estaba sentado en el rincón, con la pistola sobre la rodilla y una mueca de disgusto. Las farolas iluminaban un rostro cuadrado, arrogante y colorado, un rostro que reflejaba inquietud. La cabeza del conductor estaba inmóvil tras el tabique de cristal. Pasaron Sunset y Hollywood, giraron al este en Franklin, luego al norte hacia Los Feliz, y por la calle Los Feliz hacia el río. Los coches que subían por la colina lanzaban breves fulgores de luz blanca hacia el interior del Lincoln. De Ruse, tenso, esperaba. Cuando el siguiente par de faros enfocó directamente al coche, se agachó con rapidez y se levantó la pernera izquierda del pantalón. Pero volvió a recostarse en el respaldo antes de que la cegadora luz se hubiera extinguido. Chuck no se había movido ni había notado el movimiento.

Una vez abajo, en la falda de la colina, en el cruce de Riverside Drive, toda una masa de vehículos se lanzó hacia ellos cuando cambió el semáforo. De Ruse esperó y calculó la duración

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del deslumbramiento de los faros; entonces agachó un momento el cuerpo y bajó la mano para coger el pequeño revólver de la pistolera junto a su pierna. Se recostó una vez más, con el revólver pegado a su muslo izquierdo, oculto a la vista de Chuck. El Lincoln siguió a toda velocidad hacia Riverside y atravesó la entrada de Griffith Park.

— ¿Adónde vamos, patán? —inquirió De Ruse sin interés. —Cierra la boca —rugió Chuck—. Ya te enterarás. —No es un atraco, ¿verdad? —Cierra la boca —repitió Chuck. —Muchachos de Mops Parisi, ¿eh? —preguntó lentamente

De Ruse. El pistolero de cara colorada dio un respingo y levantó la

pistola de su rodilla. —iTe he dicho que te calles! —Lo siento, matón de mierda —dijo De Ruse. Pasó el revólver por encima del muslo, apuntó velozmente y

apretó el gatillo con la mano izquierda. El revólver hizo un ruido sordo, un ruido casi insignificante.

Chuck dio un alarido y agitó la mano con fuerza. Dejó caer la pistola al suelo del coche. Su mano izquierda hizo ademán de ir a cogerse el hombro derecho.

De Ruse cambió el pequeño Mauser a su mano derecha y lo apretó contra el costado de Chuck.

—Quieto, muchacho, quieto. No muevas las manos. Ahora, envíame ese cañón de un puntapié, ivamos, rápido!

Chuck empujó con el pie la pistola automática. De Ruse se agachó y la cogió rápidamente. El conductor miró hacia atrás y el coche hizo un viraje brusco, pero en seguida se enderezó.

De Ruse sopesó la pistola. El Mauser era demasiado ligero para utilizarlo como porra. Golpeó a Chuck en la sien, y el pistolero gimió y cayó hacia delante.

— ¡El gas! —gimió—. ¡El gas! ¡Abrirá el gas!

De Ruse volvió a golpearlo, esta vez con más fuerza. Chuck se convirtió en un bulto en el suelo del coche.

El Lincoln dejó Riverside, pasó por un pequeño puente y un camino de carros, y bajó velozmente por un sendero que atravesaba un campo de golf y se adentraba en la oscuridad, por entre los árboles. El coche iba a toda velocidad y se tambaleaba, Como si esa fuera la intención del conductor.

De Ruse recobró el equilibrio y buscó la manivela de la puerta. No había ninguna. Apretó los labios y asestó un fuerte golpe a la ventanilla con la pistola. El grueso cristal era como una pared de piedra.

El hombre con cara de halcón se agachó y en seguida se oyó un silbido. Después aumentó fuertemente la intensidad del olor a almendras. De Ruse sacó un pañuelo del bolsillo y se lo apretó contra la nariz. El conductor ya había vuelto a enderezarse y conducía el coche un poco agachado, tratando de mantener la cabeza baja. De Ruse puso el cañón de la pistola cerca del tabique de cristal y detrás de la cabeza del conductor, que se agachó hacia un lado. De Ruse disparó cuatro veces rápidamente, cerrando los ojos y apartando la cabeza como una mujer nerviosa. No saltó ningún trozo de cristal. Cuando miró otra vez, vio un agujero redondo en el cristal y en el parabrisas, pero este último sólo estaba astillado, no roto.

Golpeó con la pistola los bordes del agujero y logró desprender un trozo de cristal. Ahora empezaba a respirar el gas a través del pañuelo. Tenía la cabeza como un bombo y la vista se le nublaba. El conductor con cara de halcón se agachó, abrió la portezuela de su lado, giró el volante hacia el lado opuesto y saltó. El coche voló sobre un pequeño terraplén, saltó un poco y chocó de lado contra un árbol. La carrocería se retorció lo suficiente para que se abriera una de las puertas traseras.

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De Ruse salió despedido de cabeza, fue a parar sobre tierra blanda y quedó un poco aturdido. Entonces sus pulmones recibieron aire puro. Rodó hasta ponerse boca abajo, agachó la cabeza y puso en alto la mano con la pistola. El hombre con cara de halcón estaba de rodillas a unos diez metros de distancia. De Ruse le vio sacar una pistola del bolsillo y levantarla. La pistola de Chuck se disparó una y otra vez en la mano de De Ruse hasta que estuvo descargada. El hombre con cara de halcón se dobló lentamente y su cuerpo se mezcló con las sombras oscuras y la tierra mojada. En la distancia se veían pasar los coches por Riverside Drive. De las ramas de los árboles caían gotas de lluvia. El faro de Griffith Park giraba en el cielo encapotado; el resto era oscuridad y silencio. De Ruse respiró hondo y se levantó. Tiró la pistola vacía, sacó una pequeña linterna del bolsillo de su chaqueta y se subió el cuello para taparse la boca y la nariz, apretando después con fuerza la gruesa tela contra su cara. Se acercó al coche, apagó los faros e iluminó con la linterna el espacio del conductor. Alargó rápidamente la mano y giró la llave de un cilindro de cobre que parecía un extintor. El silbido del gas se interrumpió.

Fue hacia el hombre con cara de halcón. Estaba muerto. Tenía algunas monedas en los bolsillos, cigarrillos, un sobre de cerillas del Club Egypt, ninguna cartera, un par de cargadores de cartuchos y la 9 mm de De Ruse. Éste se la guardó en su lugar y se apartó del cuerpo inerte tumbado en el suelo.

Miró a través de la oscuridad de la cuenca fluvial de Los Ángeles hacia las luces de Glendale. A media distancia un letrero verde de neón alejado de todas las otras luces se encendía con intermitencia: el Club Egypt.

De Ruse sonrió y volvió al Lincoln. Sacó a rastras el cuerpo de Chuck, cuyo rostro colorado se había tornado azul bajo el haz de luz de la pequeña linterna. Sus ojos abiertos tenían la mirada

perdida. Su pecho no se movía. De Ruse dejó la linterna en el suelo y rebuscó en los bolsillos. Encontró las cosas que un hombre suele llevar, entre ellas una cartera con un carnet de conducir a nombre de Charles Le Grand, Hotel Metropole, Los Ángeles. Encontró más cerillas del Club Egypt y una llave de hotel marcada con el número 809 del Hotel Metropole.

Se metió la llave en el bolsillo, entró en el Lincoln, cerró de un portazo y se sentó al volante. El motor se puso en marcha. Dio marcha atrás para apartarse del árbol, oyó el ruido metálico del parachoques al romperse contra el tronco, giró lentamente sobre la tierra blanda y volvió a la carretera.

Cuando llegó a Riverside encendió los faros y regresó a Hollywood. Dejó el coche bajo un grupo de molles frente a un gran edificio de apartamentos de Kenmore, media manzana al norte del Boulevard Hollywood, bloqueó el volante y sacó su maleta.

La luz de la entrada del edificio iluminó la placa de la matricula trasera cuando se alejaba. Se preguntó por qué los pistoleros habían usado un coche con la matricula 5A6, que era casi un número para personas privilegiadas.

En una farmacia telefoneó para pedir un taxi. El taxi lo llevó de nuevo al Chatterton.

IV

El apartamento estaba vacío. El perfume de Shalimar y el humo de cigarrillos flotaban aún en el aire cálido, como si alguien hubiese estado allí hacía muy poco rato. De Ruse empujó la puerta del dormitorio, miró la ropa de dos armarios y las prendas de una cómoda, volvió a la sala de estar roja y blanca y se preparó un whisky con muy poca agua.

Corrió el pestillo de la puerta exterior y se llevó el vaso al dormitorio, se despojó de su ropa sucia de barro y se puso otro

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traje de tela oscura, pero de corte sofisticado. Sorbió su whisky mientras se ajustaba una larga corbata de nudo corredizo sobre la camisa de suave lino.

Sacó el cañón del pequeño Mauser, lo volvió a montar y añadió una bala al pequeño cargador, tras lo cual devolvió el arma a la pistolera de la pierna. Entonces se lavó las manos y se llevó el vaso al teléfono.

La primera llamada la hizo al Chronicle. Preguntó por el redactor Werner.

Una voz pausada dijo por la línea: — Yo soy Werner. Adelante, tómeme el pelo. — Soy John De Ruse, Claude. Búscame en tu lista al

propietario del coche con matrícula de California 5A6. — Debe de ser de algún maldito político —observó la voz

pausada. De Ruse esperó sin moverse, mirando una columna blanca

estriada que había en un rincón. En el extremo superior ostentaba un jarrón blanco y rojo con rosas artificiales blancas y rojas. Arrugó la nariz con desagrado.

La voz de Werner volvió a sonar por el aparato. — Limusina Lincoln de 1930, registrada a nombre de Hugo

Candless, apartamentos Casa de Oro, calle Clearwater, 2942, Hollywood Oeste.

De Ruse preguntó en un tono que no significaba nada: — Ése es el pico de oro, ¿no? — Sí, la voz elocuente. El señor Interrogue al Testigo. —La

voz de Werner bajó de tono—. Entre tú y yo, Johnny, y no para que lo cuentes..., una sarta de intestinos retorcidos que no es ni siquiera listo; solo ha estado por ahí el tiempo suficiente para saber quién esta en venta... ¿Tienes algo interesante sobre él?

—Diablos, no —repuso De Ruse—. Es que me ha dado un topetazo de refilón sin detenerse.

Colgó, terminó el whisky y se levantó para prepararse otro. Entonces puso una guía telefónica encima de la mesa blanca y

buscó el número de la Casa de Oro. Lo marcó; una telefonista le dijo que el señor Hugo Candless se había marchado de la ciudad.

—Póngame con su apartamento —dijo De Ruse. Una fría voz femenina contestó al teléfono. —Diga. Soy la señora de Hugo Candless. Diga, por favor. De Ruse contestó: —Soy cliente del señor Candless y me urge mucho hablar

con él. ¿Puede ponerme con él? —Lo siento mucho —dijo la voz fría y casi perezosa—. Mi

marido ha tenido que salir de la ciudad inesperadamente. Ni siquiera sé adónde ha ido, pero espero tener noticias suyas esta noche. Salió de su club...

— ¿Qué club es el suyo? —preguntó De Ruse. —El Delmar. Le decía que salió de allí sin pasar por casa. Si

quiere que le transmita algún mensaje... —Gracias, señora Candless —se despidió De Ruse—.

Quizá la vuelva a llamar más tarde. Colgó, sonrió lenta y sombríamente, sorbió un poco de

whisky y buscó el número del Hotel Metropole. Llamó y preguntó por el señor Charles Le Grand, habitación 809.

—Seis cero nueve —repitió mecánicamente la telefonista—. Enseguida le pongo —y un momento después añadió—: No contestan.

De Ruse le dio las gracias, se sacó del bolsillo la llave del hotel y miró el número. Era el 809.

V

Sam, el portero del Delmar Club, se apoyó contra la piedra

pulimentada de la entrada y observó el tráfico del Sunset Boulevard. Los faros le hacían daño en los ojos. Estaba cansado y sentía grandes deseos de marcharse a casa. Necesitaba un cigarrillo y un buen trago de ginebra. Deseaba que dejase de llover, porque el club estaba desierto cuando llovía.

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Se apartó de la pared y recorrió dos veces la distancia que había entre uno y otro poste del toldo, haciendo chocar sus grandes manos negras enguantadas en blanco. Intentó silbar Skaters Waltz, no consiguió entonarla ni por aproximación, y silbó en su lugar Low Down Lady, que no requería un gran virtuosismo.

De Ruse se acercó desde la esquina de Hudson Street y se detuvo junto a él cerca de la pared.

— ¿Está dentro Hugo Candless? —preguntó, sin mirar a Sam. Sam hizo rechinar los dientes con gesto de desaprobación.

— No está. — ¿Ha estado aquí hoy? — Pregunte en recepción, señor. De Ruse sacó las manos enguantadas de los bolsillos y

empezó a enrollar un billete de cinco dólares alrededor del índice izquierdo.

— ¿Qué saben en recepción que no sepa usted? Sam esbozó una sonrisa y contempló el billete que sostenía

el dedo enguantado. — Nada, jefe. Sí... ha estado aquí. Viene casi todos los días. — ¿A qué hora se ha marchado? — Pues, hacia las seis y media, más o menos. — ¿Iba en su limusina Lincoln? — Claro. Pero no lo conducía él. ¿Por qué lo pregunta? — Estaba lloviendo entonces —dijo De Ruse con calma—.

Y lloviendo bastante. Tal vez no era el Lincoln azul. — Ya lo creo que lo era —protestó Sam—. ¿Acaso no lo he

acompañado hasta la puerta? Nunca viene en otro coche. — Matrícula 5A6 —insistió De Ruse.

— Exacto —asintió Sam—. Un número que parece de concejal, ¿verdad?

— ¿Ha reconocido al conductor? — Claro... —empezó Sam, y se interrumpió de repente. Se

pasó un dedo grande como un plátano por la negra mandíbula—. ¡Qué tonto soy!; ya no me acordaba de que pensé: «Ha vuelto a

cambiar de chófer». Estoy completamente seguro de que era un chófer nuevo.

De Ruse plantó el billete enrollado en la gran palma blanca de Sam, que cerró el puño mientras sus grandes ojos expresaban suspicacia.

—Oiga, ¿por qué me hace todas estas preguntas, amigo? —Le he pagado, ¿no? —replica De Ruse. Caminó hasta Hudson y subió a su Packard negro. Fue a

Sunset y de allí al oeste hasta llegar casi a Beverly Hills, giró hacia las colinas y empezó a observar los nombres de las calles. La calle Clearwater ceñía la ladera de una colina que dominaba toda la ciudad. La Casa de Oro, en la esquina de Parkinson, era un bloque de lujosos apartamentos estilo bungalow, rodeado de un muro de adobe rematado por ladrillos rojos. Tenía un vestíbulo en un edificio separado y un gran garaje en la calle Parkinson, frente a un lado del muro.

De Ruse aparcó enfrente del garaje y se quedó mirando por la ventanilla una oficina acristalada, donde un empleado vestido con un inmaculado mono blanco se hallaba sentado con los pies sobre la mesa, leyendo una revista y escupiendo por encima del hombro a una escupidera invisible.

De Ruse se apeó del Packard, cruzó la calle un poco más arriba, volvió y entró en el garaje sin que lo viera el empleado.

Los coches estaban en cuatro hileras. Dos de ellas las formaban los coches aparcados contra las paredes blancas, y las otras dos se hallaban en el centro, con los coches enfrentados. Había bastantes aparcamientos desocupados, pero muchos coches ya pasarían la noche aquí. Eran en su mayoría modelos grandes y caros, y dos o tres de ellos eran descapotables ostentosos.

Solo había una limusina. La matricula era 5A6. Se trataba de un coche bien cuidado, muy brillante, azul con

rayas amarillas. De Ruse se quitó un guante y puso la mano sobre el radiador. Estaba frío. Tocó los neumáticos y se miró los dedos.

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Tenía un polvo fino y seco adherido a la piel. No había fango en los neumáticos, solo ese polvo seco.

Volvió entre las hileras de coches y se apoyó en la ventanilla de la pequeña oficina. Al cabo de un momento el empleado levanta la vista, casi con sobresalto.

—¿Ha visto por aquí al chófer de Candless? —le pregunta De Ruse.

El hombre negó con la cabeza y escupió con destreza en dirección a una escupidera de cobre.

— Desde que he venido, no. Eran las tres. — ¿No habrá ido a buscar al viejo a su club? — No, no lo creo. El coche no se ha movido de ahí, y

siempre va en él. — ¿Dónde vive? — ¿Quién? ¿Mattick? Tienen habitaciones de servicio al

final del jardín. Pero creo que le oí decir que vive en un hotel. Déjeme pensar... —El empleado frunció el ceño.

— ¿En el Hotel Metropole? —sugirió De Ruse. El empleado del garaje reflexionó mientras De Ruse miraba

fijamente la punta de su barbilla. — Sí, creo que es ése, pero no estoy del todo seguro.

Mattick no abre mucho el pico. De Ruse le dio las gracias, cruzó la calle y volvió a subir al

Packard. Se dirigió hacia el centro de la ciudad. Eran las nueve y veinticinco cuando llegó a la esquina de la

Séptima con Spring, donde estaba el Metropole. Era un hotel antiguo que en otro tiempo había sido muy

selecto y ahora navegaba precariamente entre la bancarrota y una reputación pésima en Jefatura. Tenía demasiada madera oscura y barnizada, y demasiados espejos picados con marco dorado. Demasiado humo flotaba bajo el techo del vestíbulo, con vigas a la vista, y demasiados tramposos se sentaban en sus gastadas mecedoras de piel.

La rubia encargada del amplio mostrador en forma de herradura, donde se vendía tabaco, ya no era muy joven, y en sus ojos tenía la mirada cínica que le había deparado el rechazar demasiadas citas baratas. De Ruse se apoyó en el cristal y empujó hacia atrás su sombrero sobre los rizados cabellos negros.

— Camel, preciosa —dijo con su voz queda de jugador. La chica puso la cajetilla delante de él, marcó quince

centavos en la caja registradora y dejó el cambio junto al codo de De Ruse con una ligera sonrisa. Su mirada delataba que le gustaba. Se inclinó hacia él y acercó la cabeza lo suficiente para que pudiera oler el perfume de sus cabellos.

— Dime una cosa —dijo De Ruse. — ¿Qué? —preguntó ella con voz dulce. — Averigua quién vive en la ocho cero nueve sin decir nada

a nadie. La rubia pareció desilusionada. — ¿Por qué no lo averigua usted mismo, señor? —Soy demasiado tímido —repuso De Ruse. —iYa lo veo! Fue hacia el teléfono y habló con pegajosa languidez. Volvió

al mostrador. —Se llama Mattick. ¿Lo conoce? —Creo que no —contestó De Ruse—. Muchas gracias. ¿Le

gusta trabajar en este bonito hotel? —¿Quién dice que sea bonito? De Ruse sonrió, se tocó el sombrero y se alejó. Los ojos de

la recepcionista lo siguieron con tristeza. Apoyó los huesudos codos en el mostrador y la barbilla sobre las manos para contemplarlo.

De Ruse cruzó el vestíbulo, subió tres peldaños y entró en un ascensor de rejas que se puso en movimiento con una sacudida.

— Octavo —dijo, y se apoyó en la reja con las manos en los bolsillos.

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El octavo era el último piso del Metropole. De Ruse recorrió un largo pasillo que olía a barniz. Justo frente al recodo estaba el número 809. Llamó a la puerta de madera oscura. Nadie contestó. Se agachó, miró por la cerradura y volvió a llamar.

Entonces sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta y entró. Las ventanas de las dos paredes estaban cerradas. El aire

apestaba a whisky. Estaban encendidas las luces del techo. Había una ancha cama de metal, un escritorio de color oscuro, un par de mecedoras de piel marrón y una mesa sobre la que se veía una botella de Four Roses13 casi vacía, sin tapón. De Ruse la olfateó y, apoyando las caderas contra el borde de la mesa, paseó la mirada por la habitación.

Escrutó atentamente desde el oscuro escritorio a la cama, y desde la pared donde había una puerta hasta otra puerta tras la cual se veía luz. Se acercó a ella y la abrió.

El hombre yacía de bruces sobre el entarimado marrón del cuarto de baño. La sangre que había en el suelo parecía pegajosa y negra. Dos manchas húmedas en la nuca del hombre eran los puntos de donde habían brotado los hilillos de sangre roja que le recorrían el cuello hasta llegar al suelo. La sangre había dejado de manar hacía bastante tiempo.

De Ruse se quitó un guante y se agachó para poner dos dedos en el lugar donde debía latir una arteria. Negó con la cabeza y volvió a enguantar su mano.

Salió del cuarto de baño, cerró la puerta y fue a abrir una de las ventanas. Se apoyó en el alféizar y respiró el aire limpio y húmedo de la lluvia, mirando hacia el canal oscuro de una callejuela, sobre la que caía inclinada la lluvia fina.

Al cabo de unos momentos volvió a cerrar la ventana, apagó la luz del cuarto de baño, sacó un letrero de NO MOLESTEN del cajón superior del escritorio, apagó la luz del techo y salió. Colgó el letrero en el pomo de la puerta y fue por el pasillo hasta los ascensores, bajó y abandonó inmediatamente el Hotel Metropole.

VI

Francine Ley tarareaba en voz muy baja mientras avanzaba por el silencioso pasillo del Chatterton. Tarareaba sin orden ni concierto y sin saber de qué melodía se trataba; con la mano izquierda, que lucía uñas pintadas de un rojo cereza, sujetaba la capa de terciopelo verde para que no le resbalara por los hombros. Bajo el otro brazo llevaba una botella envuelta en papel.

Abrió la puerta con la llave, la empujó y se detuvo, frunciendo el ceño. Permaneció quieta recordando..., tratando de recordar. Estaba todavía un poco borracha.

Había dejado las luces encendidas, eso era. Y ahora estaban apagadas. Claro que podía haberlas apagado la camarera. Entró y apartó las cortinas rojas para pasar a la sala de estar.

El resplandor de la estufa temblaba sobre la alfombra roja y blanca, y bañaba unas cosas negras y brillantes en un fulgor rojizo. Las cosas negras y brillantes eran zapatos, y no se movían. Francine Ley exclamó:

— ¡Oh, oh! —con voz asustada. La mano que sostenía la capa estuvo a punto de arañarle el cuello con sus largas y bien moldeadas uñas. Se oyó un «clic» y se encendió la lámpara que había junto a un sillón. De Ruse ocupaba este sillón, y la miraba con ojos inexpresivos. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero. Tenía los ojos velados, reflexivos, y parecían muy distantes.

— ¿Has salido, Francy? Ella se sentó lentamente en el borde de un sofá semicircular

y dejó la botella a su lado. — Me he emborrachado un poco —explicó—, y, como creía

que era mejor comer, he comido y he vuelto a emborracharme. Acarició la botella. — Me parece que han raptado al jefe de tu amigo Dial —dijo

De Ruse en tono despreocupado, como si no tuviera la menor importancia para él.

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Francine Ley abrió lentamente la boca y, al hacerlo, su rostro perdió toda su belleza, convirtiéndose en una máscara inexpresiva y cansada en la que el colorete ardía violentamente. Su boca daba la impresión de estar a punto de proferir un grito. Al cabo de un momento volvió a cerrarla y su rostro volvió a recuperar la belleza. Con voz remota preguntó:

— ¿Serviría de algo decirte que no sé de qué me hablas? El rostro de De Ruse permaneció inexpresivo. — Cuando bajé a la calle, unos matones se me echaron

encima. Uno de ellos esperaba dentro del coche. Naturalmente, es posible que me hayan visto en algún otro lugar..., y que me hayan seguido hasta aquí.

— Seguro que ha sido eso —dijo Francine Ley sin aliento—, Johnny, te habrán seguido.

De Ruse movió un poco su larga barbilla. — Me metieron en un gran Lincoln, una limusina de aspecto

imponente. Tenía cristales que no se rompían con facilidad y ni una sola manivela para bajarlos, ni tiradores en las puertas, y todo estaba cerrado. En el asiento delantero llevaba un depósito de gas de Nevada, cianuro, que el conductor podía conectar a la parte trasera sin tener que respirarlo él. Me llevaron a la avenida del Griffith Park, hacia el Club Egypt, que es un antro cercano al aeropuerto. —Hizo una pausa, se frotó una ceja y continuó—: Se olvidaron de cachearme la pierna, donde llevaba el Mauser. El conductor chocó contra un árbol y yo pude largarme.

Extendió las manos y se las miró. Una sonrisa metálica se dibujó en las comisuras de sus labios. Francine Ley dijo:

— Yo no he tenido nada que ver con esto, Johnny. Su voz estaba tan muerta como el verano del año anterior. — El tipo que hizo el viaje en este coche antes que yo —

prosiguió De Ruse— no debía de llevar armas. Era Hugo Candless. El coche era idéntico al suyo: el mismo modelo, la misma pintura, la misma matrícula, pero no era su coche. Alguien se ha tomado muchas molestias. Candless salió del Delmar Club y subió al coche

falso alrededor de las seis y media. Su esposa dice que está fuera de la ciudad; hace media hora que he hablado con ella. Su coche no ha salido del garaje desde el mediodía... Puede que ahora ya sepa que lo han raptado.

Las uñas de Francine Ley estaban clavadas en su falda, y los labios le temblaban. De Ruse continuó con calma e indiferencia:

— Alguien ha matado a tiros al chófer de Candless en un hotel del centro esta tarde o esta noche. La policía aún no lo ha encontrado. Alguien se ha tomado muchas molestias, Francy. Supongo que no tendrás nada que ver en un asunto como éste, ¿verdad, preciosa?

Francine Ley inclinó la cabeza y miró hacia el suelo. Dijo con voz espesa:

— Necesito un trago. Se ha pasado el efecto del último y me siento fatal.

De Ruse se levantó y fue hacia la mesa blanca. Vació una botella en un vaso y se acercó a ella. Se quedó frente a la chica, con el vaso fuera de su alcance.

— Sólo me pongo duro de vez en cuando, muñeca, pero cuando lo hago ya no hay quien me pare. Si sabes algo de este asunto, más vale que lo digas ahora.

Le alargó el vaso. Ella bebió un buen trago de whisky y sus ojos azules se iluminaron un poco. Dijo con lentitud:

— No sé nada, Johnny. Al menos, no lo que tú te imaginas. Pero George Dial me propuso esta noche mantenerme y me dijo que podía sacarle dinero a Candless amenazándolo con divulgar una jugada muy sucia que Candless le hizo a un tipo duro de Reno.

— Muy agudos, esos sinvergüenzas —observó De Ruse—. Yo soy de Reno, muñeca. Conozco a todos los tipos duros de Reno. ¿Quién era?

— Alguien llamado Zapparty. De Ruse dijo con voz muy suave: — Zapparty es el nombre del tipo que dirige el Club Egypt.

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Francine Ley se puso en pie de repente y le agarró del brazo.

— ¡No te metas en esto, Johnny! ¡Por el amor de Dios, mantente apartado de este asunto!

De Ruse negó con la cabeza y le sonrió delicada y reposadamente. Entonces retiró la mano de Francine de su brazo y dio un paso atrás.

— He hecho un viaje en ese coche con gas, muñeca, y no me ha gustado. He olido su gas de Nevada y he dejado mi plomo en el cuerpo de un pistolero. Esto me obliga a aclararlo todo si no quiero problemas con la ley. Pero si hay alguien secuestrado y yo aviso a la policía, habrá otro cadáver. Zapparty es un tipo duro de Reno y esto podría coincidir con lo que te dijo Dial, y si Mops Parisi está jugando con Zapparty, yo tengo una razón para inmiscuirme; Parisi me detesta.

— No tienes por qué convertirte en toda una brigada criminal tú solo, Johnny —argumentó Francine Ley, desesperada.

Él continuó sonriendo, con los labios apretados y los ojos solemnes.

— Seremos dos, muñeca. Ponte el abrigo, cielo. Todavía está lloviendo.

Ella lo miró de hito en hito. Separó rígidamente los dedos de su mano extendida, la que había cogido el brazo de De Ruse, y los arqueó con fuerza. Su voz era cavernosa a causa del miedo.

— ¿Yo, Johnny? Oh, por favor, no... De Ruse dijo con suavidad: — Ve a buscar ese abrigo, cielo. Ponte guapa. Puede que

sea la última vez que salgamos juntos. Francine pasó por su lado, tambaleándose. Él le rozó el

brazo, lo sujetó un momento y le preguntó casi en un susurro: — No me habrás acusado tú, ¿verdad, Francy? Ella se volvió a mirar el dolor que reflejaban los ojos de De

Ruse, profirió un sonido ronco, se desasió y entró de prisa en el dormitorio.

A los pocos segundos el dolor desapareció de sus ojos y la sonrisa metálica volvió a las comisuras de sus labios.

VII

De Ruse entornó los ojos y observó los dedos del croupier

mientras se deslizaban por la mesa y descansaban en el borde. Eran dedos redondos, regordetes, inquietos y ágiles. De Ruse levantó la cabeza y miró la cara del croupier. No tenía ni un solo pelo en la cabeza, ni uno solo.

De Ruse volvió a mirarle las manos. La derecha estaba un poco vuelta en el borde de la mesa. Los botones de la manga de la chaqueta de terciopelo marrón, cortada como un smoking, descansaban sobre el borde de la mesa. De Ruse esbozó su sonrisa metálica.

Había puesto tres fichas azules en el rojo. Aquella vuelta la bola se detuvo en el 2 negro. El croupier pagó a dos de los otros cuatro jugadores. De Ruse adelantó cinco fichas azules y las puso sobre el rombo rojo. Entonces volvió la cabeza hacia la izquierda y observó a un joven rubio de complexión robusta que ponía tres fichas rojas en el cero.

De Ruse se lamió los labios y volvió un poco más la cabeza para ver el otro lado de la pequeña sala. Francine Ley estaba sentada en un sofá apoyado en la pared, contra la que ella apoyaba a su vez la cabeza.

— Creo que ya lo tengo, muñeca —le dijo De Ruse—. Creo que ya lo tengo.

Francine Ley parpadeó y apartó la cabeza de la pared. Alargó la mano para coger un vaso que tenía delante de ella sobre una mesita redonda. Bebió un sorbo, miró el suelo y no contestó.

De Ruse miró de nuevo al joven rubio. Los otros tres hombres ya habían hecho sus apuestas. El croupier parecía impaciente y, al mismo tiempo, vigilante.

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— ¿Cómo es que usted apuesta siempre al cero cuando yo apuesto al rojo, y al doble cero cuando apuesto al negro?

El joven rubio sonrió, se encogió de hombros y no dijo nada. De Ruse puso una mano sobre la mesa y profirió en voz

baja: — Le he hecho una pregunta, amigo. —Quizá soy Jesse Livermore —gruñó el joven rubio—. Me gusta tomar precauciones. — ¿Qué es esto... cámara lenta? —preguntó uno de los

otros jugadores. — Hagan juego, caballeros, por favor —dijo el croupier. De

Ruse lo miró y dijo: — Adelante. El croupier hizo girar la ruleta con la mano izquierda y

empujó la bola con la misma mano en dirección contraria. Su mano derecha continuaba en el borde de la mesa.

La bola se detuvo en el 28 negro, al lado del cero. El joven rubio se echó a reír.

— Cerca —dijo—, muy cerca. De Ruse reunió sus fichas y las amontonó con cuidado. — Pierdo seis de los grandes —dijo—. Es demasiado, pero

creo que hay dinero de por medio. ¿Quién dirige este antro de ladrones?

El croupier sonrió lentamente y miró con fijeza a los ojos de De Ruse. Preguntó en voz baja:

— ¿Ha dicho «antro de ladrones»? De Ruse asintió, sin molestarse en contestar. — Ya me parecía que había dicho antro de ladrones —

repitió el croupier, y movió un pie para pisar algo. Tres de los jugadores recogieron sus fichas con

precipitación y fueron hacia un pequeño bar que había en un extremo. Pidieron una copa y apoyaron la espalda contra el bar para poder observar a De Ruse y al croupier. El joven rubio no se movió y sonrió con sarcasmo a De Ruse.

— Eh, eh —murmuró—. Cuide sus modales. Francine Ley apuró su vaso y volvió a apoyar la cabeza

contra la pared. Bajó los ojos y miró furtivamente a De Ruse bajo sus largas pestañas.

Una puerta disimulada en la pared se abrió al cabo de un momento y entró por ella un hombre muy corpulento de bigotes negros y cejas negras muy espesas. El croupier lo miró y luego miró a De Ruse, señalándolo con la mirada.

— Sí, ya me parecía a mí que había dicho usted antro de ladrones —repitió con voz apagada.

El hombre corpulento se detuvo junto a De Ruse y lo tocó con el codo.

— Fuera —dijo, impasible. El joven rubio sonrió y se metió las manos en los bolsillos de

su traje gris oscuro. El hombre corpulento no lo miró. De Ruse se volvió hacia el croupier y dijo:

— Me llevaré mis seis mil y me iré. — Fuera —repitió el hombre corpulento monótonamente,

propinándole a De Ruse un codazo en el costado. El croupier calvo sonrió cortésmente. — Oye tú —añadió el hombre corpulento, dirigiéndose a De

Ruse—, no te irás a poner terco, ¿eh? De Ruse lo miró con despectiva sorpresa. — Vaya, vaya con el fanfarrón. Ocúpate de él, Nicky. El joven rubio sacó la mano derecha del bolsillo. La porra

osciló negra y brillante bajo las potentes luces. Golpeó la nuca del hombre corpulento con un ruido sordo, y, a pesar de ello, el matón se abalanzó sobre De Ruse, que retrocedió muy de prisa y sacó una pistola de debajo del brazo. El hombre corpulento se agarró al borde de la mesa de la ruleta y cayó pesadamente al suelo.

Francine Ley se levantó y profirió un grito ahogado. El hombre rubio corrió hacia un lado, se revolvió y miró al

camarero del bar. Éste puso ambas manos sobre la barra. Los tres

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hombres que habían jugado antes miraban con gran interés, pero no se movieron.

— El botón de en medio de su manga derecha, Nicky —indicó De Ruse—. Creo que es de cobre.

— Sí. El joven rubio rodeó la mesa mientras se metía la porra en

el bolsillo. Se acercó al croupier, agarró el botón de en medio de los tres que tenía el puño derecho y tiró de él con fuerza. Al segundo tirón se desprendió, descubriendo un alambre fino que salía de la manga.

— Correcto —dijo el hombre rubio sin alterarse, soltando el brazo del croupier.

— Ahora me llevaré mis seis mil —dijo De Ruse—, y luego iremos a hablar con su jefe.

El croupier asintió lentamente y alargó la mano hacia la hilera de fichas que había junto a la ruleta.

El hombre corpulento no se movió del suelo. El joven rubio puso la mano derecha detrás de su cadera y sacó una pistola automática de 10 mm que llevaba metida en la cintura.

La mantuvo en la mano, sonriendo amablemente a todos los ocupantes de la habitación.

VIII

Caminaron por un balcón que daba al comedor y a la pista

de baile. El murmullo de un jazz rápido les llegaba desde los cuerpos ágiles y cimbreantes de los miembros de una orquesta. Con el murmullo del jazz llegaba el olor de la comida, del humo de tabaco y del sudor. El balcón era alto y la escena de abajo parecía preparada como para ser rodada desde arriba.

El croupier calvo abrió una puerta del extremo del balcón y la franqueó sin mirar atrás. El hombre rubio, a quien De Ruse había llamado Nicky, lo siguió. Después entraron De Ruse y Francine Ley.

Había un pequeño vestíbulo con una lámpara de cristal mate en el techo. Al final se veía una puerta que parecía de metal pintado. El croupier pulsó con su dedo regordete un botón que había al lado; se oyó un zumbido, como el de una puerta eléctrica al abrirse. El croupier la empujó por el borde y la abrió.

Dentro había una habitación alegre, mitad sala de juegos, mitad oficina. Tenía una gran chimenea y un sofá de piel verde perpendicular a ella, enfrente de la puerta. En el sofá se arrellanaba un hombre que dejó el periódico que estaba leyendo, levantó la cabeza y se puso lívido. Era un hombre bajo de cabeza compacta y redonda. Sus ojos pequeños y negros parecían botones de azabache mate.

En el centro de la habitación había una gran mesa y, ante ella, un hombre muy alto mezclaba algo en una coctelera. Volvió despacio la cabeza y miró a los cuatro intrusos, mientras continuaba agitando la coctelera a ritmo lento. Tenía una cara cavernosa de ojos hundidos, piel grisácea y cabellos rojizos sin ningún brillo, muy cortos y sin raya. Su mejilla izquierda estaba atravesada por una delgada cicatriz en forma de cruz.

El hombre alto dejó la coctelera, se dio la vuelta y miró de hito en hito al croupier. El hombre del sofá no se movió. Había una extraña tensión en su inmovilidad.

El hombre rubio sonrió alegremente y sacó su pistola de 10 mm del bolsillo. La sostuvo apuntando hacia el suelo.

— Creo que se trata de un atraco —dijo el croupier —, pero no he podido evitarlo. Han pegado con la porra a Big George.

— Se cree que es un atraco —dijo—. ¿No es como para desternillarse?

De Ruse cerró la pesada puerta. Francine Ley se apartó de él y fue hacia la parte de la habitación que estaba al otro lado del hogar. Él no la miró. El hombre del sofá miró a Francine y a todos los demás. De Ruse dijo en voz más bien baja:

— El alto es Zapparty. El bajo es Mops Parisi.

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El hombre rubio se hizo a un lado, dejando al croupier solo en medio de la estancia. Con su pistola apuntaba al hombre del sofá.

— Claro, soy Zapparty —dijo el hombre alto, y miró un momento a De Ruse con curiosidad.

Después le dio la espalda, cogió la coctelera, la destapó y llenó un vaso bajo. Apuró el vaso, se secó los labios con un fino pañuelo de hilo y lo guardó con mucho cuidado en el bolsillo delantero de la chaqueta, procurando que sobresalieran tres picos.

De Ruse mostró su sonrisa metálica y tocó un extremo de su ceja izquierda con el índice. La mano derecha la tenía en el bolsillo de la chaqueta.

— Nicky y yo hemos representado una pequeña escena —explicó— para que los muchachos de ahí fuera tuviesen algo de qué hablar en caso de que se armara camorra cuando viniéramos a verlo.

— Parece interesante —convino Zapparty—. ¿Para qué querían verme?

— Para hablar del coche provisto de gas en el que lleva de paseo a la gente —contestó De Ruse.

El hombre del sofá hizo un movimiento muy brusco y su mano se tanteó la pierna como si algún insecto le hubiera picado. El hombre rubio dijo:

— No... o sí, si lo prefiere, señor Parisi. Es una cuestión de gusto.

Parisi se quedó quieto de nuevo. Puso de nuevo la mano sobre el muslo corto y rechoncho.

Zapparty abrió un poco más sus ojos hundidos. — ¿Un coche provisto de gas? —dijo, en tono de asombro. De Ruse se acercó al centro de la habitación y se plantó allí

junto al croupier. Sus ojos grises tenían un brillo apagado, pero su rostro parecía desencajado y exhausto, no joven.

— A lo mejor no tiene nada que ver con usted, Zapparty, pero no lo creo —observó—. Estoy hablando del Lincoln azul,

matrícula 5A6, que lleva el depósito de gas de Nevada en la parte delantera. Ya sabe, Zapparty, el veneno con que matan a los homicidas en nuestro Estado.

Zapparty tragó saliva y su gran nuez se movió arriba y abajo. Movió los labios hacia afuera, volvió a meterlos entre los dientes y los sacó de nuevo.

El hombre del sofá se echó a reír, al parecer muy divertido. Una voz que no procedía de ningún ocupante de la habitación dijo bruscamente:

— Tira ese arma, rubito. Y el resto, manos arriba. De Ruse miró hacia un panel abierto en la pared detrás de

la mesa. Una pistola y una mano asomaban por la abertura pero no se veía cuerpo ni cabeza algunos. La luz iluminaba la mano y la pistola.

Esta última parecía apuntar directamente a Francine Ley. — Está bien —dijo De Ruse en seguida, y levantó las manos vacías.

— Debe de ser Big George —opinó el hombre rubio—, que ya ha descansado y tiene ganas de pelea. —Abrió la mano y dejó caer al suelo su pistola.

Parisi se levantó muy de prisa del sofá y empuñó la pistola que llevaba bajo el brazo. Zapparty sacó un revólver de un cajón de la mesa y lo alzó. Habló en dirección al panel:

— Sal y espera afuera. El panel se cerró. Zapparty movió la cabeza hacia el

croupier calvo, que no había movido un músculo desde que entrara en la habitación.

— Vuelve a tu trabajo, Louis. Y levanta esos ánimos. El croupier asintió y salió de la habitación, cerrando

cuidadosamente la puerta tras de sí. Francine Ley profirió una risita nerviosa. Levantó la mano y

se tapó mejor con el cuello de la capa, como si tuviera frío. Pero no había ventanas y el fuego caldeaba mucho el ambiente.

Parisi emitió un silbido con labios y dientes y se acercó de prisa a De Ruse. Puso la pistola contra su cara y le empujó la

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cabeza hacia atrás. Buscó en los bolsillos de De Ruse con la mano izquierda, cogió el Colt, le cacheó bajo los brazos, dio una vuelta a su alrededor, le cacheó las caderas y volvió a ponerse delante de él.

Retrocedió un poco y golpeó a De Ruse en la cara con la pistola. De Ruse se mantuvo inmóvil por completo, aunque la cabeza se ladeó ligeramente cuando el duro metal le golpeó la cara.

Parisi le volvió a golpear en el mismo sitio. La sangre empezó a resbalar despacio por la mejilla de De Ruse. Bajó un poco la cabeza y las rodillas le fallaron. Fue cayendo lentamente hasta que se apoyó en el suelo con la mano izquierda, sacudiendo la cabeza. Su cuerpo estaba acurrucado y las piernas dobladas debajo de él. La mano derecha colgaba inerte junto al pie izquierdo. Zapparty ordenó:

— Ya está bien, Mops. No te vuelvas sanguinario. Necesitamos que esta gente hable.

Francine Ley volvió a reír bastante tontamente. Se tambaleó a lo largo de la pared, apoyándose en ella con una mano.

Parisi respiró hondo y se alejó de De Ruse con una sonrisa feliz en su cara atezada y redonda.

— He esperado esto durante mucho tiempo —dijo. Cuando estaba a unos dos metros de De Ruse, algo

pequeño y brillante pareció deslizarse de la pernera izquierda del pantalón de De Ruse, y fue a parar a su mano. Se produjo una breve y sorda explosión, y sobre el suelo centelleó un instante una diminuta llama de color verde anaranjado.

La cabeza de Parisi cayó hacia atrás. Un agujero redondo apareció bajo su mentón, y casi instantáneamente se ensanchó y adquirió un color rojo intenso. Sus manos se abrieron y dejaron caer las dos pistolas. Su cuerpo se tambaleó y en seguida cayó pesadamente.

— ¡Dios santo! —gritó Zapparty, y levantó su revólver.

Francine Ley lanzó un grito y se abalanzó sobre él; lo arañaba y pateaba, sin dejar de gritar.

El revólver se disparó dos veces con gran estrépito. Dos balas se introdujeron en la pared y cayeron trozos de yeso.

Francine Ley se deslizó hasta el suelo y quedó a gatas. Una esbelta pierna se estiró y apareció de debajo del vestido.

El hombre rubio, que estaba de rodillas empuñando de nuevo su pistola de 10 mm, exclamó:

— ¡Le ha quitado el arma a ese bastardo! Zapparty estaba en pie con las manos vacías y una terrible

expresión en la cara. Tenía un arañazo largo y rojo en el dorso de la mano derecha. Su revólver yacía en el suelo junto a Francine Ley, y los ojos aterrados de Zapparty lo miraban incrédulamente.

Parisi tosió una vez en el suelo y después se hizo el silencio.

De Ruse se levantó. El pequeño Mauser parecía un juguete en su mano y su voz sonó muy distante cuando dijo:

— Vigila ese panel, Nicky... No había ningún ruido fuera de la habitación, ningún ruido

en ninguna parte. Zapparty permanecía junto a la mesa, inmóvil, lívido.

De Ruse se agachó y tocó el hombro de Francine Ley. — ¿Estás bien, muñeca? Ella juntó las piernas, se levantó y se quedó mirando a

Parisi. A Francine le temblaba el cuerpo nerviosamente. — Lo siento, nena —le dijo De Ruse, a su lado—. Me había

equivocado respecto a ti. Se sacó un pañuelo del bolsillo, lo humedeció con los labios

y luego se frotó ligeramente la mejilla izquierda y miró la sangre del pañuelo. Nicky observó:

— Creo que Big George ha vuelto a dormirse. He sido un idiota al no liquidarlo.

De Ruse asintió y repuso:

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— Sí. La escenita nos ha quedado de pena. ¿Dónde está su abrigo y su sombrero, señor Zapparty? Nos gustaría llevarlo a dar un paseo.

IX

Bajo las sombras proyectadas por los molles, De Ruse

indicó: — Ahí está, Nicky. Nadie lo ha tocado. Será mejor que

demos un vistazo por los alrededores. El hombre rubio, que iba al volante del Packard, se apeó y

caminó hacia los árboles. Permaneció unos momentos en el mismo lado de la calle que el coche, y luego se dirigió hacia el lugar donde estaba aparcado el enorme Lincoln, enfrente del edificio de apartamentos de North Kenmore.

De Ruse se volvió hacia el asiento trasero del coche y pellizcó la mejilla de Francine Ley.

— Ahora te irás a casa, muñeca.., en este coche. Hasta luego.

— Johnny... —ella le agarró por el brazo—, ¿qué vas a hacer? Por Dios, ¿no te has divertido ya bastante por esta noche?

— Todavía no, muñeca. El señor Zapparty quiere decirnos algo. Me imagino que un corto paseo en el coche del gas lo animará a hacerlo. De todos modos, lo necesito como prueba.

Miró de soslayo a Zapparty, sentado en el rincón del asiento trasero. Zapparty profirió un sonido ronco y continuó mirando delante de sí con el rostro en las sombras.

Nicky volvió a cruzar la calle y apoyó un pie en el estribo. — No hay llaves —dijo—. ¿Las tienes tú? — Claro —contestó De Ruse, sacando las llaves del bolsillo

y alargándoselas a Nicky. Éste fue al otro lado del coche y le abrió la puerta a Zapparty.

— Fuera, caballero.

Con el cuerpo rígido, Zapparty se apeó y se quedó mascullando bajo la suave lluvia inclinada. De Ruse se apeó después de él.

— Llévate el coche, muñeca. Francine Ley se sentó al volante del Packard y giró la llave

de contacto. El motor se puso en marcha con un ligero zumbido. — Hasta luego, nena —dijo De Ruse con voz suave—.

Caliéntame las zapatillas. Y hazme un gran favor, cariño. No telefonees a nadie.

El Packard se alejó por la oscura calle, bajo los grandes molles. De Ruse la vio doblar la esquina. Entonces dio un fuerte codazo a Zapparty.

— Vámonos. Ahora darás un paseo en el asiento trasero de tu coche provisto de gas. No podremos ofrecerte mucho gas debido al agujero del cristal, pero te gustará su olor. Iremos al campo. Tenemos toda la noche para jugar contigo.

— Supongo que saben que esto es un secuestro —replicó Zapparty.

— Me encanta pensarlo —contestó De Ruse. Tres hombres caminando sin mucha prisa cruzaron la calle.

Nicky abrió la puerta trasera todavía intacta del Lincoln y Zapparty subió. Nicky cerró la puerta con estrépito, se sentó al volante y metió la llave de contacto. De Ruse se sentó a su lado, con una pierna a cada lado del depósito de gas.

El interior del coche olía aún a gas. Nicky puso el coche en marcha, giró a mitad de la manzana

y fue hacia el norte de Franklin, volviendo luego por Los Feliz hacia Glendale. Al cabo de un rato, Zapparty se inclinó hacia delante y golpeó el cristal con los nudillos. De Ruse aplicó la oreja al agujero del cristal, detrás de la nuca de Nicky.

La voz ronca de Zapparty dijo: — Una casa de piedra... Castle Road... en el área de

inundación La Crescenta.

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— Vaya, sí que se ha ablandado —gruñó Nicky, mirando hacia la carretera.

De Ruse asintió y dijo con expresión pensativa: — Esto no es todo. Con Parisi muerto, cerraría el pico si no

creyese que tiene una escapatoria. — Yo preferiría una paliza a cantar —opinó Nicky—.

Enciéndeme un pito, Johnny. De Ruse encendió dos cigarrillos y alargó uno al hombre

rubio. Miró hacia atrás para vigilar el largo cuerpo de Zapparty en el rincón del coche. Una luz iluminó momentáneamente su rostro contraído y alargó mucho las sombras que lo oscurecían.

El enorme coche se deslizó sin ruido a través de Glendale y subió la pendiente hacia Montrose. Luego pasó Montrose y la autopista Sunland, y se adentró en el área de inundación, casi desierta, de La Crescenta.

Encontraron Castle Road y siguieron esta carretera hasta las montañas. Al cabo de pocos minutos llegaron a la casa de piedra.

Se levantaba a cierta distancia de la carretera, al fondo de una gran extensión que en otra época estuvo cubierta de césped, pero que ahora era tierra dura, con algo de arenilla y unos pocos cantos rodados. La carretera giraba en redondo para terminar en un borde de cemento que había sido barrido por la inundación de Año Nuevo de 1934.

Más allá de este reborde se hallaba el verdadero cauce de la crecida; estaba poblado por arbustos y había algunas piedras de gran tamaño. En el mismo borde crecía un árbol con la mitad de sus raíces en el aire, tres metros por encima del lecho.

Nicky detuvo el coche, apagó los faros y sacó una gran linterna niquelada de la bolsa portaobjetos de la portezuela, que entregó a De Ruse. Éste se apeó y permaneció un momento con la mano en la puerta abierta, sosteniendo la linterna. Sacó una pistola del bolsillo del abrigo y bajó la mano que la empuñaba.

— Parece un establo —observó—. Por aquí no se ve un alma.

Echó una ojeada a Zapparty, sonrió bruscamente y caminó hacia la casa a través de las ondas de arena. La puerta estaba entreabierta, inmovilizada en su lugar por la arena. Se dirigió a una esquina de la casa, manteniéndose fuera de la línea visual de la puerta. Recorrió el costado del edificio, mirando las ventanas atrancadas tras las que no se veía ni rastro de luz.

Detrás de la casa había lo que en otro tiempo fue un gallinero. Un trozo de carrocería oxidada era todo lo que quedaba del coche familiar. La puerta trasera estaba atrancada como las ventanas. De Ruse permaneció silencioso bajo la lluvia, preguntándose por qué estaría abierta la puerta principal. Entonces recordó que había habido otra inundación hacía pocos meses, aunque no tan devastadora. Tal vez el agua había forzado la puerta por el lado de las montañas.

Dos casas estucadas, ambas abandonadas, presidían los solares contiguos. Más allá del aluvión, en un promontorio del terreno, había una ventana iluminada. Era la única luz que De Ruse alcanzaba a ver.

Volvió a la fachada de la casa, se deslizó por la puerta y aguzó el oído. Al cabo de mucho rato encendió la linterna.

La casa no olía como la mayoría de las casas. Olía a intemperie. En las habitaciones de delante sólo había arena, algunos muebles destrozados y manchas en las paredes, sobre la oscura línea del nivel de la inundación, rastro de los cuadros que en ella habían colgado.

De Ruse cruzó un pequeño vestíbulo y entró en una cocina que tenía un agujero en el suelo, donde había estado el fregadero, y en su lugar se encontraba una herrumbrosa cocina de gas. De la cocina pasó a un dormitorio. Hasta ahora no había oído ningún rumor en la casa.

El dormitorio era cuadrado y oscuro. Una alfombra, rígida por el barro seco que la recubría, estaba pegada al suelo. Había

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una cama de metal con un somier oxidado, y, cubriéndolo en parte, un colchón manchado.

Unos pies sobresalían por debajo de la cama. Eran pies grandes embutidos en unos zapatos toscos de

color marrón, de los que sobresalían unos calcetines morados. Sobre los calcetines había pantalones a cuadros blancos y negros.

De Ruse se paró en seco y enfocó los pies con la linterna. Hizo un ruido de succión con los labios y permaneció quieto durante dos minutos, sin hacer el menor movimiento. Entonces dejó la linterna en el suelo, en posición vertical, de modo que la luz proyectada hacia el techo se reflejara débilmente en toda la habitación.

Agarró el colchón y lo sacó de la cama. Se agachó y tocó una de las manos del hombre que estaba debajo de la cama. La mano estaba fría como el hielo. Cogió los tobillos y estiró, pero el hombre era grueso y pesaba mucho.

Era más fácil mover la cama que lo ocultaba.

X

Zapparty apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y volvió un poco la cabeza. Tenía los ojos bien cerrados e intentó volver la cabeza lo suficiente para que la luz de la enorme linterna de Nicky no le deslumbrase a través de los párpados.

Nicky sostenía la linterna cerca de su cara y la encendía y apagaba una y otra vez, monótonamente, con una especie de ritmo.

De Ruse estaba con un pie en el estribo, junto a la puerta abierta, contemplando la lluvia. Al borde del borroso horizonte centelleaban las luces de un avión.

Nicky comentó: —Nunca se sabe que hará cantar a un tipo. Una vez vi a

uno que se derrumbe porque un policía le puso la uña contra el hoyuelo del mentón.

De Ruse soltó una risita ahogada. —Este es más duro —dijo—. Tendrás que pensar en algo

mejor que una linterna. Nicky siguió apagándola y encendiéndola. —Ya se me ha ocurrido —contestó—, pero no quiero

ensuciarme las manos. Al cabo de un rato Zapparty se puso las manos delante de la

cara, las retiró lentamente y empezó a hablar. Hablaba con una voz monótona, manteniendo los ojos cerrados frente a la linterna.

—Parisi planeó el secuestro. Yo no supe nada hasta que se hubo llevado a cabo. Parisi apareció por aquí hará cosa de un mes, acompañado de un par de tipos duros. Había descubierto que Candless me sacó, veinticinco de los grandes para defender a mi hermanastro en un juicio por asesinato, y que luego se olvidó de él. Yo no se lo conté a Parisi e ignoraba que él lo sabía hasta esta noche. Fue al club hacia las siete o un poco más tarde y me dijo: «Tenemos a un amigo tuyo: Hugo Candless. Es un trabajo de cien mil dólares, un negocio fácil. Todo lo que tienes que hacer es ayudar a distribuir las ganancias entre las mesas, mezclarlas con el otro dinero. Tienes que hacerlo porque te pagamos una parte, y porque tú te encargarás de facilitar nuestra huida si algo va mal». Y esto es todo. Entonces Parisi se sentó a esperar a sus muchachos mordiéndose las uñas. Se puso muy nervioso al ver que no aparecían y se fue a una cervecería a hacer una llamada telefónica.

De Ruse chupó el cigarrillo que sostenía dentro de la mano ahuecada.

—¿A quién se le ocurrió el trabajo y cómo sabías que Candless estaba aquí?

—Mops me lo dijo —contestó Zapparty—. Pero yo ignoraba que estaba muerto.

Nicky se echó a reír y encendió varias veces la linterna. —Mantenla quieta un momento —le dijo De Ruse.

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Nicky mantuvo la linterna enfocada sobre la cara blanca de Zapparty, que se mordió los labios y abrió una vez los ojos. Eran ojos ciegos, como los de un pescado.

— Aquí hace mucho frío —dijo Nicky—. ¿Qué hacemos con éste?

— Vamos a meterlo en la casa y lo atamos a Candless —dispuso De Ruse—. Así se calentarán mutuamente. Volveremos por la mañana a ver si se te ha refrescado la memoria.

Zapparty se estremeció. Algo que debía ser una lágrima apareció en uno de sus ojos. Tras un momento de silencio, dijo:

— Está bien. Yo planeé toda la operación. El coche del gas fue idea mía. No quería el dinero, quería a Candless, y lo quería muerto. Mi hermanastro murió en la horca en San Quintín el viernes pasado.

Hubo un breve silencio. Nicky murmuró algo; De Ruse no se movió ni pronunció una sola palabra. Zapparty continuó:

— Mattick, el conductor de Candless, estaba de acuerdo; detestaba a Candless. Él conduciría el coche preparado para que todo pareciera normal y luego pondría los pies en polvorosa. Pero empinó mucho el codo mientras se preparaba para el trabajo y Parisi se hartó de él y lo hizo liquidar. Otro muchacho condujo el coche; fue una suerte que estuviera lloviendo.

— Eso está mejor —dijo De Ruse—, pero todavía no es todo, Zapparty.

Zapparty se encogió de hombros rápidamente, abrió un poco los ojos ante la linterna y casi sonrió.

— ¿Qué diablos quiere? ¿Mermelada por los dos lados? — Quiero saber el nombre del pájaro que me mandó

secuestrar... —contestó De Ruse—. Bueno, es igual. Lo averiguaré yo mismo.

Quitó el pie del estribo y tiró la colilla en la oscuridad. Cerró de golpe la puerta del coche y se sentó delante. Nicky guardó la linterna, se sentó al volante y puso el coche en marcha.

— Vamos a un sitio donde pueda pedir un taxi por teléfono, Nicky. Luego lo paseas durante una hora más y telefoneas a Francy. Ella te dará un mensaje mío.

El hombre rubio movió la cabeza de un lado a otro. — Eres un buen amigo, Johnny, y me gustas. Pero esto ya

ha durado bastante. Me lo llevo a Jefatura. No olvides que en casa tengo una licencia de detective privado entre mis camisas viejas.

— Dame una hora, Nicky —pidió De Ruse—. Sólo una hora. El coche bajó por la colina, cruzó la autopista Sunland y

empezó a bajar por otra colina en dirección a Montrose. Al cabo de un rato, Nicky dijo:

— Vale.

XI

Era la una y veinte minutos en el reloj del vestíbulo de la Casa de Oro. El vestíbulo estaba decorado al estilo español antiguo, con alfombras indias negras y rojas, sillas con asiento de piel claveteada y cojín de piel con borlas en las esquinas; las puertas de madera de olivo color gris verdoso tenían pesados goznes de hierro forjado.

Un empleado flaco y bien trajeado, con bigote rubio engominado y peinado con copete, estaba apoyado en el mostrador. Miró el reloj y bostezó, golpeándose los dientes con la parte superior de sus brillantes uñas.

La puerta de la calle se abrió y entró De Ruse, que se quitó el sombrero y lo sacudió, volvió a ponérselo y se bajó el ala. Sus ojos recorrieron lentamente el desierto vestíbulo. Luego De Ruse se acercó al mostrador y puso sobre él una mano enguantada.

— ¿Qué número tiene el bungalow de Hugo Candless? —preguntó.

El empleado pareció molesto. Echó una ojeada al reloj, otra a la cara de De Ruse y una más al reloj. Sonrió con gesto arrogante y habló con un ligero acento:

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— Doce C. ¿Quiere que le anuncie, a esta hora? — No —contestó De Ruse. Se alejó del mostrador y fue hacia una puerta muy grande

adornada con un diamante de cristal. Parecía la puerta de un lavabo elegante.

Cuando iba a poner la mano en la puerta, una campanilla sonó de repente a sus espaldas.

De Ruse volvió la vista, se dio media vuelta y se dirigió de nuevo al mostrador. El empleado apartó rápidamente la mano de la campanilla.

Su voz tenía un tono frio, sarcástico e insolente al decir: —No es esa clase de apartamentos, si no le importa. En las mejillas de De Ruse aparecieron dos manchas rojas.

Se apoyó en el mostrador, agarró al empleado por las solapas engalanadas de la chaqueta y lo arrimó violentamente al borde del mostrador.

— ¿Qué has dicho, mariconazo? El empleado palideció pero consiguió agitar una vez más la

campanilla con mano desesperada. Un hombre gordinflón vestido con un traje muy ancho y que

lucía un tupe de color castaño claro, se acercó al mostrador, enarboló un dedo regordete y dijo:

— ¡Eh! De Ruse soltó al empleado y miró sin expresión la ceniza de

cigarro amontonada en un doblez de la chaqueta del hombre gordinflón.

Este se presentó: —Soy el vigilante de la casa. Ha de tratar conmigo si

pretende ponerse duro de verdad. —Usted habla mi idioma —dijo De Ruse—. Vamos a ese

rincón. Fueron al rincón y se sentaron junto a una palmerita. El

hombre gordinflón bostezó amistosamente, levantó el borde de su tupe y se rascó por debajo.

—Me llamo Kuvalick —declaró—. A veces también yo abofetearía a ese suizo. ¿De qué va todo esto?

—¿Es usted un tipo de los que saben mantener la boca cerrada? —inquirió De Ruse.

—No, me gusta hablar. Es toda la diversión que puedo encontrar en este asqueroso rancho. —Kuvalick se sacó un cigarrillo del bolsillo y se quemó la nariz al encenderlo.

De Ruse le dijo: —Esta vez tendrá que cerrar el pico. Metió la mano dentro de la chaqueta, sacó la cartera y

extrajo de ella dos billetes de diez dólares. Los enrolló en torno al dedo índice, les dio forma de cilindro y hundió el cilindro en el bolsillo exterior del hombre gordinflón.

Kuvalick parpadeó, pero no dijo nada. —Oiga, en el apartamento de Candless hay un hombre

llamado George Dial. Su coche esta fuera, y ahí es donde debería encontrarse el. Quiero verlo, pero no quiero anunciarme. Usted puede llevarme hasta allí y quedarse conmigo.

El hombre gordinflón dijo con cautela: —Es un poco tarde. Quizás esté en la cama. —En tal caso, estaría en una cama que no es la suya —dijo

De Ruse—, y tendría que levantarse. El hombre gordinflón se puso en pie. —No me gusta lo que estoy pensando, pero me gustan sus

billetes de diez —declaró—. Iré a ver si están levantados. Usted, quédese aquí.

De Ruse asintió. Kuvalick se fue rozando la pared y desapareció por una puerta del rincón. El torpe bulto cuadrado de una pistolera de cintura se advertía con facilidad bajo la chaqueta cuando caminaba. El empleado lo miró irse, y luego dirigió una mirada despectiva a De Ruse y sacó una lima de uñas.

Pasaron diez minutos, quince. Kuvalick no volvía. De Ruse se levantó de repente, frunció el cerio y fue hacia la puerta del

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rincón. El empleado del mostrador se puso rígido y su mirada voló hacia el teléfono que tenía muy cerca, pero no lo tocó.

De Ruse cruzó el umbral y se encontró en una galería cubierta. La lluvia goteaba suavemente desde las tejas inclinadas del tejado. Cruzó un patio en cuyo centro había una piscina ovalada y rodeada por un pavimento de alegres azulejos multicolores. Al fondo se veían otros patios, y, en el extremo de uno de ellos, a la izquierda, una ventana iluminada. Se dirigió allí, al azar, y cuando estuvo cerca pudo distinguir el número 12C sobre la puerta.

Subió dos peldaños y pulsó un timbre que resonó en la distancia. Nadie contestó. Al poco rato volvió a llamar, y luego intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Le pareció oír un golpe sordo en el interior de la habitación.

Permaneció bajo la lluvia un momento y después rodeó el bungalow por una senda estrecha y muy mojada. Trató de abrir la puerta de servicio de la parte trasera; también estaba cerrada con llave. De Ruse musitó una maldición, sacó la pistola de debajo del brazo, apretó el sombrero contra el panel de vidrio de la puerta de servicio y rompió el cristal con la culata. Trozos de vidrio cayeron dentro, tintineando débilmente.

Se guardó el arma, se ajustó el sombrero sobre la cabeza y metió la mano por el cristal roto para abrir la puerta.

La cocina era grande y alegre, embaldosada en negro y amarillo; daba la impresión de utilizarse casi únicamente para hacer combinados. Dos botellas de Haig and Haig, una de Hennessy y tres o cuatro clases de licor estaban alineadas sobre un escurridero revestido de azulejos. Un pequeño vestíbulo con una puerta cerrada conducía a la sala de estar, en uno de cuyos rincones había un piano de cola con una lámpara encendida junto a él. Otra lámpara ocupaba una mesa baja sobre la que había además botellas y vasos. En la chimenea agonizaba un rescoldo de troncos.

El ruido de golpes se intensificó. De Ruse cruzó la sala de estar, atravesó una puerta

enmarcada por cortinajes que conducía a un vestíbulo, y pasó a un

dormitorio muy bien decorado con paneles de madera en las paredes. Los golpes sordos provenían de un armario. De Ruse abrió la puerta del armario y vio a un hombre.

Estaba sentado en el suelo de espaldas a una selva de vestidos colgados. Tenía la cara envuelta en una toalla; otra le sujetaba los tobillos. Las manos estaban atadas a la espalda. Era un hombre muy calvo, tan calvo como el croupier del Club Egypt.

De Ruse lo miró con dureza, y luego sonrió de repente, se agachó y procedió a liberarlo de sus ataduras.

El hombre escupió un trapo que tenía en la boca, maldijo con profusión y se metió entre la ropa del fondo del armario. Salió con algo peludo en la mano; lo estiró y se lo colocó sobre su monda cabeza.

O sea, que se trataba de Kuvalick, el detective de la casa. Se levantó lanzando maldiciones y se apartó de De Ruse

con una mueca de alerta en su rostro gordinflón. Se llevó velozmente la mano derecha hacia la pistolera que colgaba de su cintura.

De Ruse extendió las manos, dijo «Cuénteme» y se sentó en un silloncito tapizado de cretona.

Kuvalick lo miró fijamente un segundo y apartó la mano de la pistolera.

— Hay luz —empezó—, de modo que toco el timbre. Un tipo alto y moreno abre la puerta. Lo he visto muchas veces por aquí. Es Dial. Le digo que un tipo que se niega a dar su nombre lo espera en el vestíbulo y quiere hablarle a solas.

— Ha hecho usted el idiota —comentó secamente De Ruse. — Hasta ahí no, pero no tardé mucho —sonrió Kuvalick, y

escupió un jirón de trapo—. Lo describo a usted, y eso sí que fue hacer el idiota. Sonríe de un modo extraño y me dice que pase un momento. Yo paso y él cierra la puerta y me clava una pistola en los riñones. Me pregunta: «¿Ha dicho que lleva traje oscuro?». Yo contesto: «Sí. ¿Y qué significa esta pistola?». Y él contesta: «¿Tiene los ojos grises, cabellos negros y rizados y una mandíbula

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dura?». Yo replico: «Sí, hijo de puta, y ¿qué significa la pistola?». «Esto», dice, y me da un golpe en la nuca. Yo caigo al suelo aturdido, pero no inconsciente. Entonces la fulana de Candless sale de otra habitación y entre los dos me atan y me meten en el armario. Les oigo por aquí durante un rato y luego se hace el silencio. Esto ha sido todo hasta que usted ha tocado el timbre.

De Ruse sonrió amable y perezosamente. Todo su cuerpo estaba relajado en el sillón. Su actitud era indolente y calmosa.

— Se han esfumado —observó—, y ahora están sobre aviso. No ha actuado muy inteligentemente.

— Soy un antiguo detective de Wells Fargo —explicó Kuvalick—, y estoy preparado para todo. ¿Qué se proponen?

— ¿Qué clase de mujer es la señora Candless? — Morena, atractiva. Sedienta de sexo, como dice no sé

quién. Un poco ajada y nerviosa. Cambian de chófer cada tres meses. Le gustan un par de tipos de la casa. Supongo que el que me ha golpeado es su gigoló.

De Ruse consultó su reloj, asintió y se inclinó para levantarse.

— Creo que ya es hora de que intervenga la ley. ¿Tiene usted algún amigo en la ciudad al que le gustaría regalar una información sobre un secuestro?

— Todavía no —dijo una voz. Georgie Dial entró con rapidez en la habitación y se detuvo,

empuñando una pistola automática larga y estilizada, provista de silenciador. Sus ojos brillaban mucho, casi como los de un demente, pero en cambio el dedo que estaba sobre el gatillo era muy firme.

— No nos hemos esfumado —explicó—. No estábamos del todo preparados. Pero no hubiera sido mala idea que lo hubieran hecho ustedes.

La mano regordeta de Kuvalick vole, hacia la pistolera. La pequeña automática rematada por el tubo negro hizo dos

disparos sordos.

De la chaqueta de Kuvalick saltó una nubecilla de polvo. Sus manos se agitaron bruscamente y sus ojos pequeños se abrieron mucho, como pepitas al reventar una vaina. Cayó pesadamente contra la pared y se quedó tendido sobre el costado izquierdo, con los ojos entornados y la espalda apoyada en la pared. El tupe se le echó hacia delante, con lo que presentaba un aspecto un tanto libertino.

De Ruse le dirigió una mirada fugaz y volvió a mirar a Dial. En su rostro no había ninguna emoción, ni siquiera nerviosismo.

—Es usted un pobre idiota, Dial. Esto da al traste con su última oportunidad. Podía haberlo amenazado, simplemente. Pero no ha sido su único error.

—No, ahora lo veo —dijo Dial con calma—. No debí haberle enviado a los muchachos. Lo hice solo para divertirme. Esto pasa cuando no se es un profesional.

De Ruse asintió y miró, a Dial casi con cordialidad. —Solo para divertirse... ¿y quién le advirtió de que las

cosas se habían puesto feas? —Francy..., y se lo pensó más de una vez —dijo Dial con

crueldad—. Y ahora me marcho, de modo que no podré darle las gracias durante algún tiempo.

—No se las podrá dar nunca —dijo De Ruse—, ni saldrá usted de este Estado ni tocará nunca un céntimo del viejo. Ni usted ni sus compinches, ni su amante. La policía está siendo informada del asunto en este mismo instante.

—Vamos a tomar el portante —observe Dial—. Tenemos dinero suficiente para viajar, Johnny. Hasta la vista.

El rostro de Dial se contrajo y su mano se alzó, empuñando el arma. De Ruse cerró un poco los ojos y se preparó para el impacto. Pero la pistola no se disparó. Se oyó un crujido detrás de Dial, y una mujer alta y morena, cubierta por un abrigo de piel gris, se deslizó en la habitación. Llevaba un pequeño sombrero sobre los cabellos oscuros, recogidos en un moño sobre la nuca. Era bonita, aunque demasiado flaca y demacrada. El carmín de sus labios

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parecía negro como el hollín y no había color en sus mejillas. Tenía una voz perezosa e indiferente que no concordaba con su expresión contraída.

— Quien es Francy? —preguntó fríamente. De Ruse abrió mucho los ojos y se quedó rígido en la silla,

mientras su mano derecha empezaba a resbalar hacia el pecho. — Francy es mi novia —contestó—. El señor Dial ha

intentado quitármela. Pero no importa. Es un chico guapo y no tardará en encontrar otra.

El rostro de la mujer se oscureció de repente, y expresó una furia salvaje. Agarró con fiereza el brazo de Dial, el que sostenía la pistola.

De Ruse metió la mano en la pistolera y sacó su revólver de 9 mm. Pero no fue su arma la que se disparó, y tampoco la automática con silenciador que empuñaba George Dial. Fue un enorme Colt con un cañón de veinte centímetros, cuyo disparo hizo casi tanto ruido como una bomba. Partió del suelo, de la cadera derecha de Kuvalick, donde la sostenía éste con su mano regordeta.

Disparó una sola vez. Dial fue lanzado contra la pared como por una mano gigante. Su cabeza se estrelló contra la pared y al instante el rostro agraciado se convirtió en una máscara sanguinolenta.

Resbaló por la pared, inerte, y la pequeña automática con el tubo negro cayó ante él. La mujer morena se agachó para cogerla, poniéndose a gatas frente al cuerpo de Dial.

Cogió el arma y empezó a levantarla. Se le contrajo la cara, y los labios se abrieron hasta el punto de dejar ver unos dientes lobunos y brillantes. Entonces la voz de Kuvalick dijo:

— Soy un tipo duro. Era detective de Wells Fargo. Su gran cañón volvió a dispararse. De los labios de la mujer

salió un grito estridente y su cuerpo cayó sobre el de Dial. Abría y cerraba los ojos, mientras su rostro palidecía y perdía toda expresión.

— Una herida en el hombro —dijo Kuvalick—. Está bien. Kuvalick se puso en pie, abrió su chaqueta y se dio unas

palmaditas en el pecho. — Chaleco a prueba de balas —explicó con orgullo—. Pero

pensé que era mejor quedarme un rato quieto, o me habría disparado a la cara.

XII

Francine Ley bostezó, estiró una larga pierna cubierta por el

pantalón del pijama verde y contempló la fina zapatilla verde que calzaba su pie desnudo. Volvió a bostezar, se levantó y cruzó nerviosamente la sala de estar para detenerse ante la mesa en forma de riñón. Se sirvió una bebida y la bebió de prisa, con un brusco estremecimiento nervioso. Su rostro estaba contraído y cansado, los ojos hundidos; tenía oscuras y profundas ojeras.

Miró su diminuto reloj de pulsera. Eran casi las cuatro de la madrugada. Todavía con la mano levantada, dio media vuelta al oír un ruido y se quedó de espaldas a la mesa, respirando muy de prisa, casi en un jadeo.

De Ruse pasó entre las cortinas rojas. Se detuvo y la miró sin expresión; luego se quitó el sombrero y el abrigo y los dejó caer sobre una silla. Después se despojó de la chaqueta y la pistolera y fue hacia la bandeja de las botellas.

Olió un vaso, llenó una tercera parte de whisky y lo apuró de un solo trago.

— De modo que tuviste que ponerle sobre aviso —dijo sombríamente, mirando el vaso vacío que tenía en la mano.

Francine Ley asintió: — Sí, tuve que telefonearlo. ¿Qué ha ocurrido? — Tuviste que telefonear a ese gusano —repitió De Ruse

con el mismo tono—. Sabías muy bien que estaba implicado en esto y preferiste salvarlo, aunque tuviera que liquidarme para ello.

Page 27: Gas de Nevada

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— ¿Tú estás bien, Johnny? —preguntó ella con voz suave y fatigada.

De Ruse no dijo una palabra ni la miró. Dejó lentamente el vaso, vertió en él un poco de whisky y agua, y buscó los cubitos de hielo. Al no encontrarlos, empezó a beber con los ojos fijos en la superficie blanca de la mesa.

Francine Ley intervino al fin: — No hay nadie en el mundo que no necesite algo de

ventaja sobre ti, Johnny. No le servirá de nada, pero, si yo lo conozco, tengo que dársela.

De Ruse contestó lentamente: — Estupendo. Pero no soy tan bueno. Ahora mismo estaría

tieso de no ser por un cómico detective de hotel que lleva tupé y un chaleco a prueba de balas.

Al cabo de un rato Francine Ley preguntó: — ¿Quieres que me esfume? De Ruse le dirigió una rápida mirada, que desvió en

seguida. Dejó el vaso, se apartó de la mesa y repuso: — No, mientras sigas diciéndome la verdad. Se sentó en un sillón, apoyó los brazos y ocultó la cara entre

las manos. Francine Ley lo miró un instante y luego fue a sentarse en un brazo del sillón. Le cogió con suavidad la cabeza hasta apoyarla contra el respaldo, y empezó a acariciarle los cabellos.

De Ruse cerró los ojos. Su cuerpo se aflojó y relajó. Su voz parecía soñolienta cuando dijo:

— Quizá me salvaste la vida en el Club Egypt. Supongo que eso te dio derecho a permitir que ese galán disparara contra mí.

Francine Ley siguió acariciándole el cabello en silencio. —El galán está muerto —continuó De Ruse—. El detective

le destrozó la cara de un disparo. Francine Ley detuvo la mano. Al cabo de un momento volvió

a acariciar los cabellos de De Ruse. —La parienta de Candless estaba implicada. Al parecer es

una cachonda. Quería la pasta de Hugo y también quería a todos

los hombres del mundo menos a Hugo. Menos mal que no las ha palmado. Eso sí, ha largado mucho, lo mismo que Zapparty.

—Sí, cariño —dijo Francine Ley. —Candless está muerto —añadió de Ruse bostezando—.

Estaba muerto antes de que todo empezara. Siempre quisieron matarlo. A Parisi no le importaba nada mientras le pagaran lo convenido.

—Sí, cariño —repitió Francine Ley. —El resto te lo contaré por la mañana —murmuró De Ruse

con voz espesa—. Supongo que Nicky y yo ya hemos cumplido con la ley. Vámonos a Reno y nos casamos. Estoy harto de esta vida agitada. Dame otro trago, muñeca.

Francine Ley no se movió; sólo continuó moviendo los dedos con suavidad por la frente y las sienes de De Ruse. Éste se hundió más en el sillón. Su cabeza cayó hacia un lado.

—Sí, cariño. —No me llames cariño —dijo De Ruse con voz

ininteligible—. Llámame gallina. Cuando se hubo dormido, ella se levantó del brazo del sillón

y fue a sentarse a una silla cercana. Se quedó allí mirándolo, muy quieta, con la cara entre sus largas y delicadas manos, de uñas color de cereza.