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Blancaflor y Enrique Federico Urales LA NOVELA IDEAL

Federico Urales

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Blancaflor y Enrique

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Blancaflor y Enrique

Federico Urales

LA NOVELA IDEAL

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Blancaflor y Enrique Federico Urales

Extraído de: http://jjllsudeste-cultura.nixiweb.com/wp-content/uploads/2013/06/Blancaflor-y-Enrique.pdf Sobre esta edición. Se conserva el texto original, únicamente ha sido adaptada la acentuación y se han corregido los más obvios errores. Juan Puentes Juventudes Libertarias Elche-Vega Baja Mayo 2013

http://starm1919.blogspot.com.es/ http://elsetaproducciones.blogspot.com.es/

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¿Por qué La Novela Ideal?

-En primer lugar, por su estilo simple y didáctico, que a través de diálogos plagados de ingenio es capaz de llegar a cualquier lector y, quizás en especial, a la juventud. Sector de la sociedad al cual nos agradaría llegar con esta reedición tal como la obra original lo hizo en su época. -Por su formato de novelas breves, que posibilita un fácil acercamiento por parte del lector a pesar de lo extenso de la obra (más de 590 novelitas). -Porque a pesar de la fecha en que se editó (1925-1938), trata temas que todavía pueden considerarse de plena actualidad sin ser farragosa. Además, puede resultar útil como acercamiento a la sociedad de los años 20-30, que a pesar de parecer tan lejana en el tiempo, guarda bastantes similitudes con la sociedad de nuestros días. -Por la variedad de los temas que trata; desde temas antirreligiosos, de propaganda libertaria y amor libre hasta “la mujer moderna” o el tratar de superar los prejuicios sociales. -Por pertenecer a un género que en la actualidad escasea, novela rosa de autoría anarquista; y por ser perfecta combinación de historias de amor, emociones y sentimientos. Siendo además literatura popular innovadora y revolucionaria en su fecha de aparición. -Por ser altavoz de la moral anarquista, que tan necesaria es recuperar. Tanto en los círculos militantes como en la sociedad en general. Digno de mención es el hecho de que lo haga de forma tan discreta que incluso pasaba la censura correspondiente en tiempos de Primo de Rivera. -Por no existir reedición alguna de esta obra y, en caso contrario, correr el peligro de quedar relegada al polvo que en las pocas bibliotecas que se conservan estas novelas ya las cubre. En palabras de sus propios autores y editores: ‹‹LA NOVELA IDEAL será casi el regalo que la pujanza de LA REVISTA BLANCA ofrece a sus lectores y público, con el propósito de interesarle, por medio del sentimiento y la emoción, en las luchas para instituir una sociedad sin amos ni esclavos, sin gobernantes ni gobernados. Advertimos que para redactar novelas tal como nosotros las deseamos, interesantes y amenas, se necesita saber escribir y además, haber concebido la sociedad apuntada. No queremos novelas rojas, ni modernistas, ni eclécticas. Queremos novelas que expongan, bella y claramente, episodios de las vidas luchadoras en pos de una sociedad libertaria. No queremos divagaciones literarias que llenen páginas y nada digan. Queremos ideas y sentimientos, mezclados con actos heroicos, que eleven el espíritu y fortalezcan la acción. No queremos novelas deprimentes ni escalofriantes. Queremos novelas optimistas, que llenen de esperanza el alma; limpias y serenas, fuertes, con alguna maldición y alguna lágrima.›› “La Revista Blanca, Nº 33. 1 octubre 1924” ‹‹Recuérdese que pedíamos novelas de pasiones y de ideas; de amor y de finalidad, que interesen por la fábula y convenzan por la razón.[…] No novelas cerebrales ni literarias en el sentido de escribir frases bellas sin trama ni sentimiento. Pasión, ideas y sencillez pedimos. Sólo de esta suerte interesaremos a los lectores.››

“La Revista Blanca, Nº 36. 15 noviembre 1924”

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Blancaflor y Enrique habían dispuesto su fuga, que casi no era fuga, puesto que de su partida estaban enteradas las dos mamás, minuciosamente. Saldrían para Madrid; en la capital de España descansarían un par de días en casa de una hermana de la madre de Enrique; luego, de un tirón a Lisboa. Si en Lisboa Enrique no encontraba trabajo, embarcarían para América a los ocho o diez días lo más largo. No fuese que se acabaran las pesetas y que luego se encontraran sin colocación y con los bolsillos vacíos. Pedir trabajo, en nuestros días, es como pedir limosna, y como ahora, las dictaduras y los fascismos, han establecido un nacionalismo cerril, a la escasez de trabajo hay que añadir la dificultad de ser extranjero. El extranjero es el enemigo en todos los nacionalismos. Y si el extranjero, además de ser extranjero, es español o bien italiano, tendremos que añadir que es un individuo sospechoso de ladrón y de atracador. Enrique no pudo encontrar trabajo. Salió la parejita a buscarlo. En la fonda donde paran pidieron el Anuario, y en sus hojas buscaron los marmolistas y los escultores con taller abierto que hubiere en la capital, y después, con las señas de cada uno anotadas, recorrían los establecimientos. -¿Necesitan un oficial?- preguntaba Enrique. -No, señor; con los del país tenemos de sobras. -Es que, a veces, con ser muy buenos oficiales los del país, puede que no lo sean tanto como uno. -En Portugal tenemos también buenos oficiales. -No digo que no, pero puede haber quien sea, además de ser buen oficial, buen artista. -¡A ver si va usted a resultar tan gran talento que no cabe en España!

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-No es que no quepa en España mi talento; a veces, uno tiene en su país donde demostrar sus méritos, pero azares de la vida pueden haberle obligado a dejar la nación en que nació… Pruebe usted mi trabajo y verá. - No sabría qué darle. -En este caso, ¿a qué hablar tanto? En otro taller: -Ahora el que no tiene trabajo es porque no lo quiere. Enrique dijo animado: -Yo quiero trabajar. -Pues coja usted el martillo. -¿Cuánto he de ganar? -¿Ve usted como es un holgazán? -¿No he de saber cuánto es mi sueldo? -¿Quiere usted o no quiere trabajar? -Sí, pero he de saber cuál es mi jornal. -En estos tiempos no se pueden pedir gollerías. Basta con que uno coma, que no es poco. Total, que Enrique no pudo encontrar trabajo en Lisboa y que hubo de pensar en salir de Portugal. En la fonda donde estaban aposentados los dos novios, habían intimado con un viajante catalán, con quien hablaron de su falta de trabajo, de su estancia en Portugal, de la marcha del mundo y de que, probablemente, se tendrían que marchar a la República Argentina. El improvisado amigo les aconsejó que no se fuesen a la República Argentina, porque allí el trabajo estaba peor que en Europa; que no se fuesen a Montevideo, porque en el Uruguay la cuestión económica estaba peor que en España; que no se fuesen al Brasil, porque en el Brasil se vivía de milagro…

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-¿Pues, entonces, tendremos que pegarnos un tiro, amigo? El viajante, como dialogando consigo mismo, exclamó: -El caso es que en Cuba tampoco se está bien. Aquello anda muy revuelto. Nadie trabaja; unos, porque no quieren; otros, porque no pueden, y los demás, porque no pueden ni quieren. Los cubanos están metidos en un laberinto del que nadie sabe cómo saldrán. Si quieren adelantar en materia política y social, se encuentran con Norteamérica que les para los pies. Si se duermen un poco, Machado está otra vez en puerta. Y para eso y para lo otro, maldita la necesidad que había de hacer la revolución. Ahora tampoco había motivos de pararse en las puertas del hambre en un país como aquel… Es consecuencia de una mala administración. En fin, que yo prefiero de todas maneras el mal de Cuba al mal de la Argentina. Blancaflor y Enrique, como tenían que irse de Portugal, se fueron a Cuba, después de comunicar a sus mamás que no les escribieran hasta recibir noticias suyas; que pensaban marchar a Cuba, que estaban bien de salud y que el noviazgo les había probado la mar. ¡Vaya contrariedades las que en Cuba pasaron Enrique y Blancaflor! No les querían admitir por españoles y además por sospechosos, si es que ya no fuera sospechoso siendo español. Antes de dejarlos desembarcar fueron sometidos a interrogatorio. -¿A qué vienen ustedes a Cuba? -En busca de trabajo. -Malo. Aquí nadie trabaja; además, no hay trabajo para nadie. Es el período de la revolución y todos somos revolucionarios, soldados o políticos. Bombitas y fusiles hacen falta. -En este caso yo también hago falta, porque esculpo sepulturas. -¿Para qué las sepulturas? -Para meter en ellas a las víctimas de las bombas y de los fusiles. -Nuestras bombas no matan y tampoco los fusiles. De manera que no necesitamos sepulturas.

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Blancaflor, que era más astuta que Enrique, murmuró al oído de su amante: -Diles que venimos a establecer un taller de marmolista y no en busca de trabajo. Lo repitió Enrique en voz alta, y lo que Blancaflor había sospechado: les dejaron el paso franco, a pesar de que era español, ni fumaba ni bebía ron ni tomaba café. No obstante, en la Habana también les fue imposible encontrar trabajo. Armas encontraba Enrique por todas partes, pero no con qué ganarse la vida. No parecía sino que los norteamericanos regalaban armas a los cubanos, según la abundancia de ellas. Quizá se las regalaban para que se mataran unos a otros y encontraran luego la bella Antilla libre de enemigos. Se dice que hay naciones que envían a otras y a bajo precio, bebidas alcohólicas, para que sus habitantes se envenenen y degeneren. Se dice, también, que algunos países facilitan a otros drogas heroicas para embrutecerlos y matarlos. Y bien pudiera ocurrir que el americano, queriendo la isla para sí, y no atreviéndose a quedarse con ella por temor a la manigua, facilitaran armas a los cubanos para que ellos mismos dieran el trabajo hecho a los americanos. Trabajo no pudo encontrar Enrique en la Habana, pero ya que estaba en ella, ¿qué hacer? Pensó poner un tallercito e ir tirando lo que se pudiera. Tiró tres años, y más tiempo hubiera podido sostenerse en la capital de Cuba de no producirse una de aquellas sarracinas que, al remate, se carga a la cuenta de los españoles, a pesar de que en Cuba quedan pocos españoles. Los que han vivido en la Gran Antilla, después de haberse emancipado de la tiranía española, han pagado las culpas que habían cometido sus antepasados con los indígenas o más propiamente con los pobres negros; porque de indígenas quedan pocos en Cuba. Los bárbaros conquistadores acabaron con ellos; hoy no existen más que pequeñas tribus en el corazón de una sierra, entre las cuales vive también una colonia anarquista. Personas que han hablado con los indígenas cubanos, nos han dicho que son de un carácter hospitalario y pacíficos y que era un crimen acabar con aquella raza, mucho mejor moral y materialmente que sus perseguidores.

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Tras los conquistadores, llegaron a Cuba los mercaderes; y los mercaderes, queriendo explotar aquellas riquísimas tierras y no teniendo brazos para ello, se dedicaron a cazar negros del África Occidental y a transportarlos a Cuba, donde eran vendidos como ganado a los dueños de ingenios o a los revendedores, que los vendían cual si fueran mulos. Se negociaba con la sangre y la libertad de aquellas pobres criaturas, entre las cuales había madres, hijos, hermanos, separados de los suyos, por medio del cepo, del lazo, de la fuerza o del engaño. Así se constituyó la población negra de Cuba cuando los negociantes querían explotarla. Después se fomentó la cría de esclavos, como el granjero fomenta la cría del conejo, para sacarle mejor rendimiento. Unían machos con hembras para que se reprodujeran y después las crías se vendían con o sin padres, con o sin hijos, cual si fueran bestias de corral o de establo. Esto que parece propio de edades antiquísimas, hacían los españoles en Cuba, y con la caza del negro se fomentaron riquezas enormes, por medio de las cuales se adquirían luego títulos nobiliarios. Origen tan poco noble tiene bastante nobleza catalana. Con estos antecedentes nadie se extrañará que en Cuba se odie al Español, en general, por lo que el español de otro tiempo hacía con los negros, hoy numerosos en Cuba y mayormente en Puerto Rico. En la Gran AntiIla se han formado varias razas, de la negra y de la blanca: mulatos y mestizos, que nacen del cruzamiento de una blanca con un negro o de un negro con una blanca y luego los mestizos y los cuarterones, y otras variedades que se forman de una infinidad de mezclas, que, con el tiempo, se han desparramado por el suelo de Cuba. Al nativo de dos individuos blancos se le llama criollo. Estos sienten la independencia de Cuba con tanta o mayor fuerza que los negros y las demás mezclas, y por sentir la emancipación de Cuba, odian a cuantos se oponen a ella, y los españoles, que allí son casi todos industriales o comerciantes y más eran antes de que el negociante norteamericano desalojara de Cuba al español, se oponen también o se oponían a la independencia de Cuba por considerar a los cubanos incapaces de ser dueños de sus destinos. Además, el negro y la raza criolla, mulata, mestiza, cuarterona, etc., etc., que allí se ha formado, recuerda si es viejo, o se lo han contado si es joven, que el comerciante español, armado, cuando allí dominaba

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España, era el principal apoyo de la dominación y los que más castigaban a los hijos del país o los allí transportados como bestias de caza, cuando se levantaban contra la tiranía y la explotación de que eran víctimas. Cuando Norteamérica le quitó a España la dominación de Cuba, ya los negros no estaban obligados a trabajar por el señor, que les daba de comer; ya no eran propiedad del amo; ya estaban libertados, como se dice ahora; ya gozaban de libertad, per la libertad de que disfrutaban, era como la que goza el preso que, estando incomunicado, se le encierra en celda común y se le somete al trato general del establecimiento. Están sujetos al salario. Continúan como si estuvieran presos, porque siguen atados al jornal; continúan dependiendo de sus amos, esclavos de sus amos, que es lo que le pasa a todo asalariado. Y no terminaremos esta divagación sin decir que la guerra de España con los Estados Unidos no fue por la libertad de los cubanos. Tuvo por objeto apoderarse, Norteamérica, de la riqueza de aquel país que antes estaba en manos de España. No hay guerras para libertar a pueblos. Las guerras se establecen para quitarse unos países a otros regiones y a veces naciones enteras. Los cubanos pidieron la ayuda de Norteamérica para emanciparse del poder español, pero cayeron en las garras de otra ave de rapiña, mucho mejor preparada para la esclavitud del nuevo paria. Para dar idea del odio que sienten los norteamericanos por los pobres negros, explicaremos una anécdota. María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza fueron a dar unas cuantas funciones en uno de los más capaces y lujosos teatros de Norteamérica. Habían actuado en la Habana, y desde la Habana se les contrató para unas funciones en Nueva York. Los eminentes cómicos, como siempre, se aposentaron en un gran hotel, pero cuando ya estaban aposentados, el director de la Casa les dijo que no podían continuar en ella si no despedían a un jovencito negro que llevaban como criado. El autor conoció al negro en cuestión. Era un muchachito, muy avispado y muy simpático. Fernando contestó al dueño del hotel que María le tenía mucho cariño al negrito y que no quería desprenderse de él. Tuvieron que cambiar de hotel; mas en otro y en otro, en todos se les puso en el dilema de despedir al negrito o marcharse. María y Fernando eran españoles, eran de la raza inferior española, de esa raza que para los norteamericanos no vale la pena de ser tenida en cuenta. Aquellos

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españoles abandonaron Norteamérica, pero no al negrito, poniendo delante del interés que representaba la contrata, sus sentimientos. Bien por Fernando y por María. Ya no existen, los pobres; y el autor puede demostrar el cariño que por ellos sintió sin impurezas de ninguna clase. *** Y ahora se encuentran los cubanos, en materia de libertad, tan mal como cuando estaban sujetos a la tiranía española, o peor, porque al Presidente que no les atiza, que no les esclaviza, que no les envilece, que no les asesina, le hacen la vida imposible los ricos americanos. Y ahora los cubanos se encuentran entre los ricos españoles, que representan la tiranía pasada, y los ricos americanos, que representan la tiranía actual. Y unas veces los cubanos se vuelven contra los españoles y otras contra los americanos, dándose el caso raro, o lógico si se quiere, desde el punto de vista americano, que contra los españoles se unan cubanos y americanos, o mejor, que contra los españoles, los americanos ayudan a los nativos, porque les conviene acabar con el comerciante español. Una de estas sarracinas encontró a Blancaflor y a Enrique en la Habana, y fueron víctimas de ella. En la Habana les había nacido un hijo, y Blancaflor ofrecía señales de que en camino estaba otro. Los negocios se paralizaron casi por completo; la industria apenas si daba señales de vida y Enrique y Blancaflor decidieron liquidar lo poco que tenían de su industria y trasladarse a Norteamérica. Como tuvieron que liquidar de prisa, liquidaron con pérdidas. Enrique, trabajador y artista, cuando no tenía encargos y estaba provisto de lo más corriente, realizaba sus concepciones de arte, que, como luego no las podía vender, resultaban, a la postre, un peso muerto. Y al trasladarse a los Estados Unidos, tuvo que llevarse parte del peso muerto que para el artista representaban sus obras mejores. ¿Pero había de echarlas al mar? La que con más fe aconsejaba a Enrique que no vendiera bajo precio o a ningún precio sus obras de arte, era Blancaflor. -Aunque nos quedemos sin un céntimo, no te desprendas de tus obras.

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Algún día se venderán y se venderán bien. Mi madre ya nos mandará dinero. Pero la pobre Blancaflor no sabía lo que les estaba pasando a sus madres. Ya lo sabrán. Sigamos las vicisitudes de los dos amantes, para luego volver a España y contar las penas que han sufrido y que están sufriendo las dos desgraciadas ancianas. Cuatro esculturas bien encajonadas se llevó de la Habana la pareja. Llegaron al puerto de Nueva York, y no bien el buque había anclado, subieron a bordo unos agentes, que pidieron a Enrique su documentación. Naturalmente, la tenía como soltero. -¿Y esta señora?- preguntaron los agentes aquellos, señalando a Blancaflor. -Va conmigo. -¿Viajan juntos? -Sí; es mi señora. -Usted es soltero. -¡Y esto qué importa! -Importa mucho en nuestro país. No pueden ustedes desembarcar. -Pero, señor, si ella y yo estamos conformes y somos mayores de edad y nos queremos mucho. -No está su vida conforme a nuestra moral, y como al desembarcar han de vivir ustedes con los americanos, es preciso que vivan conforme a su moral. No pudieron desembarcar. Es peregrina la moral norteamericana: de pura fórmula. Si te casas y al día siguiente te divorcias, puedes tener tantas mujeres como te dé la gana; pero si no te casas, no puedes tener ninguna mujer. También puedes tener las mujeres y los hombres que te dé la gana, si con ninguna o con ninguno te casas. Casada o casado que estés, ten las queridas o los queridos que quieras y ten los hijos que te dé la gana; nadie se meterá en averiguar de qué padres son.

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De manera que dos almas puras, cuales eran las de Blancaflor y de Enrique, no pudieron vivir por inmorales, entre las costumbres más que licenciosas de los norteamericanos. Enrique se fue a contar el caso al capitán del buque. -Señor -le dijo-, no se me deja desembarcar. -¿Que no le dejan desembarcar? ¿Quién? -Supongo que la policía. -¿No lleva usted el dinero que marca la ley de emigración? -Sí, señor. -¿Y, pues? -A lo que se ve, mi compañera y yo no somos bastante morales. -¿No están casados? -No, señor. -Esta dificultad es la más difícil de resolver. Lo mismo le pasó a Máximo Gorki. Viajaba con una amiga joven y no le dejaron desembarcar. De manera que menos le dejarán a usted, que no es Máximo Gorki. -¿Qué me aconseja usted, pues? -Que se vuelva usted a la Habana. Para allá salen un buque por la mañana y otro por la tarde, todos los días. -¿Qué haré yo en la Habana, si me marcho de allí precisamente porque no tengo medios de vida? -Pues, continúe usted el viaje hasta Vigo, que es el primer puerto de España en que atracaremos. -¿Y esto me costará mucho dinero? Porque si me ha de costar mucho, desembarcamos y que hagan de nosotros lo que quieran. Oiga usted: ¿y si le dejara un hijo en rehenes? Porque joyas no tengo, y me parece que dinero bastante tampoco.

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El capitán sonrió y dijo: -Hable usted con el contramaestre. Le explica su situación, y luego que venga a verme. Enrique, primero se fue a contar a Blancaflor lo que le ocurría. A ver al contramaestre se fueron los dos con el nene, que Enrique tomó en brazos. ¡Qué grupo más atractivo formaban los tres con su cara simpática y tristona! -Pagando según tarifa les va a costar mucho dinero- exclamó el contramaestre, explicado que le fue el caso. -Le ruego que sea lo menos posible. Ya ve usted, quizá no tenga dinero bastante. Mi intención no era hacer un viaje tan largo. En Vigo no conocemos a nadie. Tendremos que llegar hasta Madrid, donde vive una hermana de mi madre, y pedirle que nos acoja por algunos días hasta recibir fondos de nuestras madres, que viven en Barcelona. Blancaflor añadió: -Díganos, haga usted el favor, lo mínimo que podamos darle; si no llegamos, ya le enviaremos el resto donde usted encargue. Dicho con una voz tan dulce y tan triste, que el contramaestre contestó: -Caramba, caramba. Lo que usted propone no lo podemos hacer, pero sí un arreglo. Hablaré después con el capitán. No pasen pena. -Por esta criatura- rogó Blancaflor. -Y por su estado, señora. Todo se arreglará. El contramaestre se fue a ver al capitán. ¡Suerte que eran españoles! Y hacemos esta exclamación, no por creer que los españoles sean de mejor calidad que los hijos de otros países, sino porque el español es más sensible a las desgracias ajenas, las siente más y las comparte más fácilmente que aquellos hombres que todo lo llevan a punta de lanza metidos en reglamentos o en deberes, casi siempre inhumanos. Capitán y contramaestre quedaron en que no se anotarían los nombres de aquellos dos viajeros de pasaje y que diesen lo que buenamente

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pudieran. Ellos pondrían lo que faltase. -Bueno, mire usted, den lo que puedan y si no pueden dar nada, pues nada -les dijo el contramaestre-, pero a nadie se lo digan, porque podrían causarnos un disgusto. Viajan en tercera, ¿verdad? -Sí, señor. -Pues vengan, que les voy a dar un camarote para ustedes solitos. Son de los que nosotros facilitamos a la gente amiga o recomendada de amigos. Y a la hora de la comida, se presentan todos al comedor, como si tal cosa. Se hizo el traslado, y Enrique emocionado y enternecido, pidió al contramaestre permiso para abrir uno de sus equipajes. Se buscó y se encontró, porque estaba entre los paquetes frágiles. Era una caja de embalaje. Dentro había una obra de arte, un magnífico busto en mármol, que valía muchísimo más que el pasaje, pero en casos así el valor está en la acción y no en el dinero. Era el busto de un niño mestizo de unos tres años de edad. ¡Más gracioso y picaruelo! El contramaestre no lo quería, pero no tuvo más remedio que aceptarlo, porque Enrique amenazó con tirar al mar su bella obra. Del niño criollo en mármol, se hizo cargo el contramaestre, quien encargó a un marinero que le siguiese con la piedra labrada a cuestas. Al pasar por el salón de los que viajaban en primera, la obra de Enrique llamó la atención de un viajero entendido en obras escultóricas, quien dijo al contramaestre: -¡Qué cosa más bonita! -¿Verdad que sí? -Una maravilla. Y quizá para darse importancia, el contramaestre añadió: -Acabo de comprarla en mil dólares. -¿Quiere usted, mil doscientos? -Iremos a preguntárselo a su autor. Y se fueron en busca de Enrique.

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-¿Quiere usted vender su obra en mil doscientos dólares? Se lo preguntó el contramaestre delante del viajero. El artista se quedó viendo visiones, y después de pensar un momento, contestó: -Haga usted lo que le parezca. La obra es de usted. -Vendida está, pues. El contramaestre, satisfecho, el marino cargadito y el americano orgulloso, se fueron al camarote del último; uno dejó el busto, otro cogió el papel-moneda y el contramaestre, seguido del marinero, se fueron a entregar a Enrique Y a Blancaflor mil doscientos dólares. El artista ni se atrevía a coger tanta riqueza. -¿Es para mí? -preguntaba- ¿es para mí? -Para usted, sí, para usted- contestaba el contramaestre. -Pero, si yo se lo había regalado. -Yo lo he vendido y ahora le regalo su importe. Fue Blancaflor la que cogió el dinero. Enrique no salía de su asombro. Tan azorado estaba, que ni dio propina al marinero ni preguntó cuánto valía el pasaje. Hubo de recordárselo Blancaflor. Se fueron los tres a ver al contramaestre, Enrique llevando en brazos a su nene. Al verlos acercar, el contramaestre se sonrió, adivinando a lo que iban. -Dispense usted -dijo el artista-. Tan loco estaba, que ni me acordé de pagar el viaje ni que el marinero había de sacar algo de la loca fortuna. ¿Cuánto he de darle? -Lo que dice la tarifa. Deme usted cien dólares. -¿Y el camarote? No, no; vale más. Le daré ciento cincuenta dólares. -Bueno, pero conste que está muy bien pagado. -Y nosotros nos alegramos- repuso Blancaflor. Enrique dijo, dando un dólar al contramaestre:

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-Para el marinero. De usted y del capitán me acordaré. Blancaflor y Enrique se separaron del contramaestre para meterse otra vez en su camarote. Forjáronse mil ilusiones y proyectos. Enrique ya creía otra vez en su talento artístico. ¡Cuántas veces cree y no cree en sí el hombre de genio! Si valgo, si no valgo. Si viviré engañado con respecto a mis méritos. Hoy pierde toda esperanza y mañana la recobra de nuevo, para perderla otra vez y otra vez recobrarla, hasta que, definitivamente, pueda decir sin temor a dudas: ‹‹Soy algo en este mundo››. ¿Y el capitán? No habían dado las gracias al capitán. Vaya un olvido. ¡Con qué satisfacción fueron! Parecían otros. Con serlo mucho, hasta parecían más guapos en aquel momento. Y lo eran, porque la felicidad embellece. Dando las gracias al capitán estaban, cuando se les acercó de nuevo el contramaestre, acompañado de varios viajeros y viajeras, todos gente que viajaba en primera. Querían saber si el gran artista poseía más bustos de aquellos. Enrique contestó que tres más, debidamente encajonados, llevaba. El contramaestre pidió el resguardo a Enrique y todos se fueron en busca de las otras obras de arte. No tardaron mucho en encontrarlas. Los marineros las subieron a cubierta, y el carpintero de a bordo, con cuidado, desencajonó las figuras. Eran mucho más notables que la primera y, desde luego, de más valor artístico en opinión del autor y del viajero entendido en arte. Enrique, prudente, se calló. No había de decir que al contramaestre, en pago de su fineza, le había regalado la obra de menos precio, a pesar de que lo era en mayor grado que el importe del pasaje. Los norteamericanos, por poco se pelean para adquirir una obra de aquellas. No había para todos ni aun para la mitad. A ninguna de sus obras quiso Enrique poner precio, tanto porque el verdadero artista es así de generoso, cuanto porque, en realidad, no sabía qué valor tenían. Los artistas nunca saben el mérito de sus creaciones.

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Se lo da el gusto del público. A veces hasta se lo da la moda, a pesar de que las verdaderas obras de arte resisten todas las modas, y las resisten eternamente. El contramaestre y Blancaflor lo arreglaron todo. Enrique se retiró con lágrimas de felicidad en los ojos. Que sacaran de sus obras lo que quisieran. No le importaba. Le importaba únicamente la confirmación de que era un gran artista. Arreglado el trato, Blancaflor fue en busca de su amado. Lo encontró con su hijo en brazos. Dominador y sereno contemplaba el horizonte. ¡Con qué dominio y con qué arrogancia mira el hombre hacia el horizonte sobre la cubierta do un buque o sobre la cumbre de las más altas montañas! Fija la vista en la lejanía, piensa: Mundo bravo, soy digno de ti. -Ven -le dijo Blancaflor-. Tienes que firmar los recibos y hacerte cargo de los cheques. -¿Los cheques? -Sí, los cheques, los cheques. No iban a viajar aquellos señores cargados de plata. Además, quieren un autógrafo tuyo. -Si yo no soy nadie. -Lo que te digo, Enrique: que te quiero mucho, que vamos a ser la mar de felices y que puedes disponer de 10.000 dólares que, según el contramaestre, son más de 70.000 pesetas. Conque, calcula tú cómo estaré yo de satisfecha y de contenta. *** Durante el viaje de Nueva York a Vigo, Enrique fue objeto de curiosidades, atenciones y cuidados por parte del pasaje y de los marineros del buque. El artista, no se daba importancia. Blancaflor era la más ufana. Aquel buen mozo, objeto de tantos honores, era su compañero. Hasta casi sentía no estar casada con él para estimado más suyo y más seguro. Como no se habían unido por creer que en amor toda fórmula sobraba, sino para poder escapar del peligro que corrían, no se consideraban tan seguros, sobre todo ella, como si estuvieran casados. Por esto Blancaflor

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hubiera querido estarlo. No fuese que aquel gallardo mozo se enamorase de otra mujer o que otra mujer se enamorase de él y rompiera las tenues ligaduras de amor sin sanción ni obligación que ahora les unían. No obstante, Enrique, nunca había pensado en tal cosa y, seguramente, que de estar ligado a Blancaflor con el lazo del matrimonio, hubiera sentido la presión de la ligadura. Es lo que piensan todas las personas, en particular las mujeres, que no tienen segura la vida, ni se sienten con suficiente personalidad ni con voluntad bastante para creer en sus méritos personales, y que donde uno se va, otro llega. Pero, lo que le hacía temer a Blancaflor, era su propia modestia. Físicamente, valía tanto como Enrique. Moralmente también, y si no valía lo mismo intelectualmente, era porque se daba más valor al arte que a la buena disposición y a la bondad. Claro que Enrique también era bueno, pero Blancaflor, como mujer, era más bella que Enrique como hombre, siendo también guapo. La muchacha quería tanto a Enrique, que al verlo feliz, ella feliz se sentía. El niño dormía. Sus padres se paseaban por sobre cubierta. Era, aquel atardecer, de últimos de mayo. La mar llanísima. La temperatura suave. ¡Qué tirana es la popularidad! De no ser objeto de tantas miradas, Blancaflor hubiera acercado más su cuerpo al de Enrique y le hubiera estrechado más su brazo contra el suyo. Hasta quizá le hubiera dado un beso. ¡Qué ganas tenía de besar su boca en aquel momento! Ya le besaba a menudo, ya le había besado la noche pasada; pero en aquel momento, el deseo de dar y de recibir besos era más fuerte que en otras ocasiones. Quizá la brisa suave, quizá la satisfacción fascinadora, quizá la felicidad, quizá la gloria. Seguramente eran la felicidad y la gloria lo que criaban aquellas ganas de besar. Andaban apoyados uno al otro. De esta suerte Enrique planeaba proyectos. ¡Qué pródiga es la imaginación cuando se siente satisfecha de sí misma, cuando se siente con medios o con ánimos para realizar lo que es capaz de concebir! Proyectaba grandes monumentos, uno que simbolizase la revolución de las masas, coronado por Espartaco

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rompiendo las cadenas a Prometeo. Veía ya el monumento acabado y se lo explicaba a Blancaflor con todos sus detalles. Acabado y explicado a Blancaflor el monumento a la rebelión de las masas, Enrique concibió y explicó otro, también con todos sus detalles. Haría un monumento a la paz del mundo, no a la paz patriótica, que fuera una paz particular y menguada. Un monumento en honor a la paz del mundo, a la paz de todas las razas, de todos los pueblos, de todos los hombres, coronado, el monumento, por el amor: jóvenes hermosas, con palomas en los hombros y flores en las manos. ¡Qué cosas tan grandes proyecta el hombre de imaginación y de empresa capaz de realizarlas todas! *** Al llegar a Vigo, los marineros se disputaron la satisfacción de bajar a tierra el modesto equipaje del artista, y los pasajeros acuciados acuciados por la actitud del capitán, desde el puente y por la del contramaestre, desde la escalera por donde descendían los que en Vigo acababan el viaje, blandían sus blancos pañuelos. La gente que esperaba la llegada del buque, se preguntaba: -¿A quién despedirán tan afectuosamente? ¿Se trata de un general? ¿Se trata de un político? ¿Se trata de un presidente americano? ¿Acaso de un torero? Caso raro. No se trataba más que de un simpático muchacho que durante el viaje se había revelado como un gran escultor, o que los pasajeros del buque lo habían descubierto. Blancaflor y Enrique correspondían a los saludos de que eran objeto, echando besos de babor a estribor. -He aquí -dijo Enrique a Blancaflor, cuando ya no estaban a la vista de aquella sencilla apoteosis-, he aquí que hemos salido del puerto de Nueva York por caridad y llegamos al de Vigo alegres y ricos. ¿Quién sabe dónde tiene uno la suerte? ¿Quién sabe qué noticias son las malas y cuales las buenas? No hay que desesperar nunca. Tomaron un coche y se fueron a una fonda. Hubieran podido salir de Vigo a las dos horas de haber llegado; pero como no tenían prisa,

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resolvieron pasar un par de días en la población de la hermosa bahía. A lo menos ellos creían que no tenían prisa, pero la hubieran tenido de conocer la situación de los autores de sus días. En Vigo se compraron algunas cosillas, las más indispensables. Dejaron para Madrid las de mayor cuantía. En Madrid se fueron, también, a una fonda. No quisieron molestar más a su tía. No había necesidad. Irían a verla con un regalito. Cuando se hubieron comprado unos vestidos y estuvieron bien apañaditos, se dirigieron a casa de su tía. No bien los vio doña Ricarda, les dijo: -Ya podéis marcharos en seguida a Barcelona. -¿Qué pasa?- preguntaron a un tiempo Blancaflor y Enrique. Por toda contestación la tía leyó a los sobrinos la siguiente carta: ‹‹Señora doña Ricarda Niubó. Madrid. Querida hermana: Te escribo para decirte que la última vez que recibimos carta de Enrique, desde la Habana, nos decía que, probablemente, se marcharían de Cuba, pero no decían cuándo ni dónde pensaban marcharse y como no sabemos si continúan en Cuba o si han vuelto a España, por si estuviera de regreso o por si tú supieras dónde están, te envío copia de la carta que nosotros hemos escrito a Cuba. Queridos Enrique y Blancaflor: Dondequiera que os encontréis, y como quiera que os halléis, os rogamos acudáis en nuestro socorro. Vivimos casi de limosna los tres. El padre de Blancaflor, lejos de dar la mitad del capital a su madre, hizo donación a Blas de todos sus bienes, y Blas, luego que los tuvo en su poder, trató tan mal a su padre, que éste tuvo que marcharse de su casa. Ahora vivimos los tres, los padres de Blancaflor y la madre de Enrique, en un mal cuartucho, porque Adrián, no sabiendo dónde ir, a no ser a algún refugio oficial, nos pidió perdón por lo que había hecho y lo tenemos en casa las dos madres, que tampoco teníamos qué comer. Hemos vivido hasta ahora de las buenas almas, pero ya no podemos más. Por no causaros penas, hemos callado los pesares nuestros, mas como Blancaflor ya es mayor de edad y su padre no se opone a su casamiento con Enrique, os rogamos de rodillas que corráis en nuestro auxilio. Vuestras madres, Marta y Ramona.››

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Al terminar la lectura de esta carta, a Blancaflor se le caían las lágrimas. -No llores -le dijo Enrique-, por suerte podemos auxiliarles. Anda, vente conmigo. Por giro telegráfico les mandaremos mil pesetas. Dentro de dos horas estarán en su poder las mil pesetas y nosotros a Barcelona hoy mismo. -Mira tú qué pena la nuestra -dijo Blancaflor- si no hubiéramos podido ayudarlos. -Pero como podemos, antes que pena, alegría hemos de sentir. Con qué placer ayudan a sus padres los buenos hijos, y con qué placer Enrique y Blancaflor se desprendieron de los doscientos duros. En auto se fueron al palacio de comunicaciones a girar las mil pesetas. Durante el trayecto, Blancaflor no hacía más que repetir: -¡Pobres padres nuestros, pobres padres nuestros; pobres de nuestras madres! Después de enviarles las mil pesetas, les pusieron un telefonema que decía: ‹‹Recibida ahora mismo la carta mandada a nuestra tía: Les enviamos mil pesetas. Mañana rápido salimos para esa. Ánimo, que no faltará cariño ni apoyo. Blancaflor y Enrique.›› Cuando la tía del muchacho comprendió que su sobrino había regresado con dinero de América, le hizo saber que en varias ocasiones había enviado hasta trescientas pesetas a su madre. Y cuando hubo cobrado las trescientas pesetas, dijo a Enrique que los negocios de su yerno, que era el cabeza de familia, iban muy mal y que para rehacerse de los quebrantos necesitaban diez mil pesetas. Enrique les dio quinientas como interés por las trescientas prestadas, y les dijo que no tenía capital para prestar dos mil duros. En realidad, los negocios del yerno de la tía de Enrique no iban muy bien, como no iba bien ningún negocio; pero la petición era de pedigüeña y de mujer que sabe aprovechar la ocasión. Así lo comprendieron Blancaflor y Enrique.

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*** Una hora antes de llegar el tren al apeadero de Gracia, ya lo estaban esperando don Adrián, doña María y la madre de Enrique. ¡Qué desmejorados estaban los pobres! ¡Cuánto habían envejecido los tres! Sobre todo don Adrián y doña María, porque a los disgustos de la miseria económica se habían unido los que les producía su hijo Blas con su mala sangre. A los tres llenaron de besos, Blancaflor, su hijito y Enrique. Los jóvenes habían mejorado mucho. Estaban en la flor de la juventud. Habían mejorado desde la salida de Nueva York hasta su llegada a Barcelona. Los padres de Blancaflor tenían un gran dolor en el alma. ¡Aquel hijo tan malo! ¡Y si a lo menos los dejara tranquilos ahora que podrían ser felices los seis! -Ni una palabra a tu padre que pueda ser una censura por las debilidades que ha tenido con tu hermano- le dijo Enrique a Blancaflor. -Te iba a rogar lo mismo. -Pues no hay necesidad. Como si hubiesen sido pobres toda la vida y hubieran vivido de nuestro apoyo. -¡Qué bueno eres, Enrique mío! -Porque soy bueno, soy gran artista. -¿Y todos los artistas son buenos? -Los grandes artistas todos han de ser buenos, porque el arte es bueno por ser arte y por su bondad. -Algunas veces me has dicho, hablando de estas cosas, que la belleza, sólo por ser belleza, es buena. -Sí; pero, como en el alma humana, se realiza la unidad de lo bueno con lo bello; aquello que no da sensación de equilibrio, de justicia, de armonía, no da una sensación de belleza. Por esto no es bello para el público, aunque lo sea para el autor, lo repulsivo, lo inarmónico, lo desequilibrado.

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Apareció en la habitación don Adrián. Tenía un gran peso en el alma que quería desahogar; de no poderlo desahogar, no tendría el ánimo tranquilo. Aquel joven que había tenido su oposición como novio de Blancaflor, y que como marido de Blancaflor lo amparaba, bien merecía una explicación y una satisfacción. -Deseo hablar contigo- dijo el padre de Blancaflor a Enrique. -Conmigo puede usted hablar cuando guste, pero si es para darme las gracias, se las puede usted ahorrar, porque no hacen falta para que yo comprenda cuanto ha pasado por su ánimo. -Blas me engañó. -Para ser, al remate, él el engañado. -Cuando pienso que, sin ti, María y yo nos hubiéramos muerto de hambre... -Fuiste un tonto -le dijo su mujer apareciendo, porque tenía ganas de decirle cuatro verdades a su marido-. Lo que tenías que haber hecho cuando yo pedí la parte que me correspondía del negocio, era hipotecarlo por la mitad de su valor, si no lo tenían en metálico, y luego dar el negocio a Blas en arrendamiento y no en donación. -¿No viste cómo se puso? Además, Blas se hubiera arruinado. -Más arruinado que está... En cambio, tú hubieras sostenido el negocio, hubieras pagado la hipoteca, yo me hubiera ido a vivir con éstos y siempre te quedaba un refugio. -Lo que no comprendo -dijo Enrique- son dos etremos de este asunto: por qué Blas se arruinó tan pronto y por qué le echó a usted de casa. -Se arruinó -repuso el abuelo- por culpa de su mujer y por su culpa... -Y luego dirán que las mujeres no servimos para nada- interrumpió doña María. -La mujer de Blas es una coqueta, una manirrota y algo peor, que gasta en vestidos y en joyas, en una semana, más que Blas podía ganar en un año, y mi hijo no sabe dirigir el trabajo, a pesar de que desde muy joven ya quería hacerlo.

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-¿Por qué le dejaste? -Porque me engañó... Toda la culpa es de su mujer. Yo creía que en cualquier momento, y cuando bien lo tuviera, podría recuperar la dirección y la propiedad del negocio. El así lo dijo. Sería como una prueba. ¿Que no resultaba? Nada se había perdido. Mas cuando vi venir el desastre, y pedí de nuevo el mando, no pude conseguirlo por no sé qué enredo que me había tramado. -Si a lo menos -observó Enrique- hubiese usted puesto la condición de que había de pasarle un sueldo para su sostenimiento. -Esto ya se puso... Cualquiera aguanta en aquella casa. -¿Por qué no se marchaba a otra con la subvención? -No me la hubiera dado. -Se recurre... -Me hubiera pegado un tiro. -Esto sí -interrumpió doña María-. Mata a su padre. Blas es tan desgraciado como eso. Por el interés, es capaz de matar a su propio padre y hasta a su madre hubiera sido capaz de matar. Lo comprendí una noche que vino a casa al saber que había pedido la mitad del negocio o la parte que de él me tocaba. Aquel día nació la madre de mi desgraciado hijo. Es muy avaro. El dinero lo ciega. -Pero permite -adujo Blancaflor- que su mujer derroche un dinero que no es suyo y que nada hizo por tenerlo. Don Adrián, bajando la voz, añadió: -Vosotros no sabéis aún lo más grave. Se me echó de casa, no para ahorrarse lo que yo podía gastar, sino para que no viera lo que podía ver y lo que vi sin querer. La nuera ha resultado una pícara de marca. Blas estaba ciego o es tonto. Aquella mujer debe haber sido mala y puerca toda la vida. No contenta con gastarse el capital de su marido, se lo daba a sus amantes y continuaría dándoselo si pudiera. La noche de un día en que Blas, como hacía a menudo, saliera de caza con unos amigos, sentí yo deseos de ir al retrete, y, estando en él, oí la voz de un hombre que hablaba, bajito, con una mujer. De momento supuse que había regresado

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Blas del monte y que era mi hijo el que platicaba con su esposa. A mí llegaba la conversación por una ventanilla que había al lado de la del retrete y que no daba al dormitorio de mi hijo. ¿Será una de las criadas que ha metido su novio en casa?, pensé. Luego recordé que las dos criadas se habían despedido aquel día por disputas habidas con la nuera. Siempre se peleaba con las criadas y muy a menudo quedaba sin ellas. Me puse de pie sobre las tablas del excusado y oí atento: ‹‹-¿Tienes bastante con cinco duros?- oí que decía la voz de mujer. ‹‹-Para nada tengo con cinco duros. ‹‹-Espera un momento; a ver si encuentro más en los bolsillos de mi hombre o lo que sea. Salió la mujer de la habitación; al cabo de un momento volvió. ‹‹-Toma -dijo-, que por ti soy capaz de cualquier sacrificio. ¡Si a lo menos me quisieras, tunante! -¿Que no te quiero, cuando he abandonado a mis hijos? ‹‹-Ha sido por decirte algo. Ya sé que me quieres. Luego se oyó el ruido de un beso. Estuve por gritar: ‹‹¡Ladrones!›› Si hubiese podido gritar desde el balcón, hubiera gritado. Pero temí por mi vida si lo hacía desde el interior, y callé. ‹‹-Mañana no vuelvas -dijo ella-; estará de vuelta mi marido. ‹‹No había duda, era Eugenia. Yo quería y temía que Eugenia se diera cuenta de que les había descubierto. Pensaba que si la descubría quizá no continuaría aquellas relaciones que tan perjudiciales eran para el bolsillo y para la seriedad de mi hijo y, de rechazo, perjudiciales también para mí. Mas también pensaba que, descubierta aquella mala mujer, sería para mí un enemigo de cuidado. Con la inteligencia de Blas no podía contar. Si hablaba, el perjudicado sería yo, porque Eugenia lograría convencer a mi hijo que su padre era un calumniador que la quería mal. Decidí callar, en espera de mejor ocasión para descubrir el engaño de que era víctima Blas sin descubrirme yo. ‹‹En el retrete y con la luz apagada estuve buen rato, esperando que

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aquello hubiese terminado o bien ocasión para dirigirme a mi cuarto y meterme en la cama sin ser visto. Abrí poquito a poco la puerta del retrete y escuché. Nada se oía. Salí al pasillo (el retrete está al final de un pasillo). A tientas me dirigí a mi habitación. De repente se hizo la luz y vi a mi nuera desnuda por completo despidiéndose de un señorito en el portal que daba entrada al piso. Al instante se volvió a apagar la luz, y yo me acosté. Al día siguiente, por la actitud de Eugenia, comprendí que se me había hecho imposible la vida en aquella casa. Nada me dijo y yo nada le dije, ni nada dije ni he dicho a Blas. Lo estimé inútil. La nuera empezó por reducirme la ración de pan, la de vino y la de todas las comidas. Siempre me insultaba. Para ella yo todo lo hacía mal. Tanto fue lo que contra mí dijo a Blas, que un día, que replicando a su mujer dije que nada era verdad de cuanto contra mí decía, el desgraciado me dio un bofetón.›› -Parece mentira que haya hijos tan descastados-dijo Enrique. -Y hombres tan tontos- exclamó Blancaflor. -A tu padre -arguyó la madre de Enrique- esto no le hubiera pasado. -¿Qué hubiera hecho?- preguntó don Adrián. -Cuando menos, hubiera estrangulado a la nuera y luego de un silletazo hubiera roto la cabeza al hijo. Bueno era tu padre para aguantar ciertas cosas. Doña María exclamó: -Tiene usted razón. Le ha perdido la falta de genio. -¿Qué iba a hacer contra un hijo que era capaz de matarme? Matarle a él, de ninguna manera. O tenía que pasar por todo o marcharme. Que nunca os veáis en la apurada situación en que yo me he visto. Eugenia es una fiera lujuriosa. Todos los hombres le gustan, y en cuanto ve a uno un poco guapo y distinguido, para ella ha de ser. No tiene medida ni vergüenza. Eugenia era peor de lo que decía su suegro. Era peor ella y también Blas. Uno y otro llegaron a tal depravación, que tenían organizados una especie de atracos amorosos. Blas lo consentía todo. ***

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El hermano de Blancaflor, no se sabe por qué ni cómo, supo que su hermana estaba en Barcelona y que de América, donde había vivido tres años, regresó con dinero. Enrique había establecido su estudio-taller en una torre situada en Vallcarca. Tenía dinero; no había necesidad de ganarlo a jornal. Antes que se le acabaran los dólares traídos de América, podía realizar varias obras de arte, con las cuales organizar una exposición o acudir a las nacionales y a las extranjeras de Bellas Artes. Ninguna más feliz que aquella familia. En la planta baja el recibimiento, la cocina, el comedor, el retrete, una galería de cara al jardín y éste florido todo el año, porque la temperatura en Barcelona permite que en los jardines haya flores todo el año. Luego el piso con holgadas habitaciones y otra galería cubierta y con cristales de cara al jardín también. En la azotea ocupaba la mitad de ella el estudio-taller del artista. No tenían criada. Las madres hacían todos los servicios. Blancaflor, no obstante, planchaba y zurcía. Ni un disgusto, ni un instante de mal humor hasta aquel momento. Sin embargo, una tarde se presentaron en casa de la feliz familia Eugenia y Blas. El pretexto de la visita fue que Blas quería desagraviar a su hermana y a Enrique de la oposición que un día hizo a su matrimonio. Como es de suponer, fueron recibidos con frialdad, y Enrique y los suyos mejor hubieran preferido no recibir aquellas visitas. Como un acto de galantería, Enrique invitó a sus cuñados a que vieran su taller. Allí estaba el hermoso busto de Blancaflor, ya acabado. Es lo primero que hizo Enrique así que estuvo aposentado en Barcelona. Blancaflor, en el busto, estaba sonriendo. Eugenia se deshizo en elogios. -¡Cuánto me gustaría verme esculpida por un gran artista!- dijo la mala mujer. Eugenia era bella, pero en su semblante había algo que impedía que aquella belleza fuese simpática, algo fuera del mismo cuerpo. Estaba en su mirada, en sus gestos, en su expresión. Enrique no oyó la frase de Eugenia, o Eugenia creyó que no la había oído. La repitió: -¡Cuánto me gustaría verme esculpida por un gran artista! Tampoco esta vez nadie oyó la frase de Eugenia. Todo el afán de la mujer de Blas era clavar sus ojos en los de Enrique,

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pero el artista los rehuyó siempre. La nuera de doña María andaba por el estudio pegada materialmente al cuerpo de Enrique. Blancaflor no la dejaba de vista y la seguía con la misma persistencia con que Eugenia seguía a Enrique. -Esperamos que nos visitaréis y que seremos lo que somos, familia- observó Eugenia. Y añadió con la picardía de una mujer más que mundana: -Nosotros queremos ser muy amigos de ustedes. ¿Y usted, gran escultor, no quiere ser amigo mío? Blancaflor dijo con gran aplomo: -Antes ha de ser usted amiga mía. -Me parece que ser amiga de usted es algo difícil. -¿Por qué, señora? -Porque usted, de antemano, no quiere serlo mía. Se ve, se ve. Si mi marido no fuese hermano de usted, quizá mi marido fuese más afortunado que yo. -Amigos míos lo pueden ser todos los hombres. -Yo hablo de otras amistades. -Para otras amistades, me basta Enrique. -Faltaría usted teniéndolo tan… tan… guapo. Ya está dicho. Dispensa, Blas. La verdad ante todo. Un silencio glacial fue la contestación que la frase de Eugenia obtuvo de Enrique y de su familia. Se conocía que aquel medio no era el de Eugenia. Las visitas se despidieron despechadas. Al llegar a la calle, Eugenia dijo a Blas: -¿Has visto qué groseros? -Ni nos han convidado a pastas- repuso Blas. -¿A pastas? Gracias que nos hayan convidado a sentarnos.

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-De todos modos, volveré y les pediré que me acepten una letra, prometiendo recogerla a su vencimiento. -Mejor será que lo pida dinero yo. Pero a casa no acudirá. Cítale tú a otra parte y me presentaré yo en tiempo oportuno. Ya verás cómo le saco dinero. Si le puedo meter mano, mío es. Y en último término, simulamos una cita y se le pilla in fraganti. Seguro que, para evitar el escándalo, soltará la guita. Por fuera es un hombrazo, pero por dentro un niño. *** -Cuando vuelvan este par de pájaros, juntos o por separado -había dicho el artista a su familia, al marcharse Eugenia y Blas-, no estaré en casa. -Ni yo- exclamó Blancaflor. -Esto ya es más difícil -advirtió doña María-, porque pueden venir estando tú en los bajos. -Bueno, pues si en aquel momento me encuentro en el piso, que hemos salido los dos y que no saben cuando volveremos. A casa de Enrique fueron otra vez juntos y varias veces separados la pareja aquella, y Blancaflor y Enrique nunca estaban en su domicilio. El artista tenía la costumbre de salir a paseo, unas veces solo y otras acompañado de Blancaflor. Cuando ello ocurría, se llevaban el nene. Salía hasta Pedralbes, casi siempre a pie, siguiendo todas las avenidas, desde la de Víctor Hugo hasta el antiguo convento. Cogía un periódico o un libro y a Pedralbes se iba y ante sus paredes se sentaba. Le gustaba el silencio y la soledad de aquel antiguo refugio. Pedralbes y sus alrededores dan la impresión de los tiempos medios. Las anchas escaleras de piedra, en cuyos gretazos crece la hierba; las altas paredes, musgosas y negruzcas; la construcción ojival, las celosías, la fábrica sin aberturas casi... todo recuerda la Edad media. Y en seguida acuden a la memoria del visitante las figuras históricas femeninas que han vivido y muerto al otro lado de aquellas tristes y mudas paredes. Tan solitario y silencioso es aquello, que los gorriones, de suyo desconfiados y ojoavizores, anidan en los agujeros de las viejas paredes a pocos centímetros del suelo. Blas y Eugenia debieron averiguar la costumbre que tenía Enrique de recorrer, andando, el trayecto antes indicado. Y un día, en la misma plaza

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de Sarriá, se encontró Enrique con Eugenia. Aquel día el gallardo artista iba solo. Quizá porque iba solo lo paró Eugenia. Ni caído de las nubes hubiera sido tan oportuna la presencia de Enrique. Eugenia, al verle, se fue hacia él llorando. Según dijo, esperaba que regresara de oír misa una señora que vivía en aquella plaza y que otras veces les había favorecido con su confianza. Según dijo también la mundana al compañero de Blancaflor, el juez había ordenado la detención de Blas por una estafa de tres mil pesetas. Menos aún, porque no había acudido a las citaciones del juez en causa que se le seguía por una estafa de tres mil pesetas, que no era estafa, sino un lío y un error de la curia. Como Eugenia lloraba a lágrima viva contando lo que decía haberle ocurrido, la gente se paraba para saber el porqué de tanto desconsuelo. Enrique, avergonzado, dijo: -Aquí no estamos bien; llamamos la atención del público. -Penetremos en este bar- indicó Eugenia. Y se metió en uno que allí cerca había, pero no para sentarse en las mesas de la tienda, sino para penetrar, decidida, hasta el interior, donde se veían unas habitaciones reservadas, divididas cada una por una cortina, detrás de la cual quizá había una cama. Eugenia se sentó en una silla de aquellas sin dejar de llorar ni de rogar. Enrique se sentó también. -No se desespere usted -le dijo el artista, verdaderamente emocionado ante aquel llanto tan desgarrador- ya veremos de arreglar la cosa . -No sabe usted lo que se lo agradecería. No sabe usted lo que yo soy capaz de hacer por usted si nos saca de tan grave compromiso. Enrique, que no era tan malo ni estaba tan baqueteado como para comprender que todo era un cuento para sacarle dinero, dijo: -La cosa no es para desesperarse; yo le sacaré del compromiso.

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-¡Ay, qué bueno es usted! ¡Qué bueno y qué simpático! Y Eugenia se le acercó hasta meterle la rodilla entre las piernas. -El caso es que ahora no llevo dinero. Yo nunca salgo de casa con dinero. -Pero mañana por la mañana puede usted ir al banco, ¡Ay, cuánto le agradezco este favor! De hoy en adelante puede usted hacer de mí lo que le dé la gana. Y distraídamente le daba golpecitos con la rodilla en sitio que cada vez era más duro. -Tres mil pesetas y sólo por ocho días, porque Blas ha de cobrar facturas por más de veinte mil. Ya ve usted, con tan poco dispendio evita la vergüenza de la cárcel y de la pérdida del crédito. -Sí, sí, no vale la pena -decía Enrique-; lo arreglaremos. Vaya, no llore usted, que yo no puedo ver llorar a las mujeres. -¡Pero qué bueno, qué bueno es usted! ¡Ah, si todos los hombres fuesen, como usted, tan amantes de las mujeres! ¡Cuánto me hubiera gustado tener un hombre como usted! Permita que le abra el corazón, todo el corazón, y que le considere como un amigo, más que como un amigo, como un hermano; más aún que como un hermano, como si usted fuese mi propio marido. Y distraídamente continuaba dando golpecitos con la rodilla donde cada vez se ponía más duro. A Enrique aquello no le gustaba, pero no se atrevía a separarse de Eugenia por temor al ridículo y porque no se le creyera en exceso pusilánime y timorato. Una pequeña porción de su cuerpo se endurecía, pero no su alma. Eugenia, interpretando mal la pasividad de Enrique y creyéndolo vencido por su arte de mujer mundana, se sentó sobre sus rodillas e intentó besarle en la boca. En este momento el artista se levantó bruscamente y Eugenia se cayó al suelo. Ofendida la buscona y levantándose, empezó a gritar: -¡Blas, Blas, mátale… mátale!... Apareció Blas. Enrique vio claro. Aquello ya no era un recurso de mujer

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viciosa que quiere satisfacer un capricho, como había llegado a sospechar; era un celada para robarte el dinero. -Tres mil pesetas -gritó Blas- o te mato por haberte encontrado in fraganti con mi mujer. -Mátale, que no te pasará nada- decía Eugenia, vengativa. Blas hizo ademán de sacar un arma, arma que al fin sacó, pero antes que pudiera dispararla, Enrique se le echó encima y le cogió fuertemente el cuello con ambas manos. En aquel momento sonó un tiro. Blas había logrado disparar su pistola, pero la bala no hizo más que rozar la espalda del artista. Eugenia salió pidiendo socorro. Entretanto, Enrique, defendiéndose de Blas, le apretaba, le apretaba la garganta, y tanto apretó y con tal coraje, que cuando acudió la gente Blas había muerto estrangulado. Dos guardias se llevaron preso y atado a Enrique. Hacia el Juzgado de guardia se fueron. Hubo proceso, pero como durante la formación del sumario se demostró que Enrique obró en defensa propia y que Blas y su mujer se habían dado al atraco amoroso, Enrique fue absuelto. Antes había sido ya puesto en libertad provisional mediante fianza de cinco mil pesetas. Blas acabó como merecía por su maldad y el trato que daba a sus padres. Eugenia puso punto final a sus días en un hospital, y Enrique y Blancaflor tuvieron la vida feliz que por su bondad e inteligencia merecían.

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