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Evelio Traba - MCA Business & Postgraduate School · 2019-02-07 · El camino de la desobediencia 7 Santiago de Cuba, abril de 1909 Felipe González Ferrer Ex combatiente del Ejército

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Evelio Traba

MCAEDIT O R I A L

R E D W O O D

El camino de la desobedienciaUna novela sobre Carlos Manuel de Céspedes, el hombre que desafió

al Imperio Español en 1868

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3.ª edición: mayo de 2018

© Evelio Traba, 2018

Editorial: MCA Redwood Books

Reservados todos los derechos de esta edición paraMCA Business & Postgraduate School

Florida WPB. 33415United States of America

ISBN: 978-84-9074-418-5

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, dis-tribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

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SINOPSIS

Carlos Manuel de Céspedes, (1819-1874) considerado el Padre de la Patria en Cuba, es el protagonista de esta apasionante novela. Enfrentado desde su adolescencia a los intereses familiares y de la clase aristocrática a la cual per-tenecía, Carlos Manuel de Céspedes convirtió la independencia de Cuba en su mayor anhelo. En esta obra aparece como un hombre de acción, pero también dueño de una refinada cultura que le permitió comprender la compleja rela-ción colonia–metrópoli que se estableció entre su patria y una España deca-dente. Tras un largo período de maduración, se alzó en su ingenio Demajagua contra el poder de la Corona el 10 de octubre de 1868, desatando una guerra encarnizada que se prolongaría durante una década. En estas páginas, Evelio Traba, a quien muchos han dado el llamar “el nuevo Carpentier”, nos entrega la imagen de un hombre deslumbrado ante la belleza femenina, sensible, con una valentía personal a toda prueba y una inteligencia política excepcional frente a las limitaciones de su tiempo. La complejidad de sus atributos psicoló-gicos, magistralmente retratada en este juego narrativo, lo convierten en uno de los grandes personajes de la novelística cubana de todos los tiempos. Su drama personal, descrito desde múltiples perspectivas, lo muestra enfrentado al enemigo extranjero y a rivales de su propio bando, acaso más enconados y letales que los primeros. Devorado por grandes desengaños y fulgurantes es-peranzas, el gran independista cubano aparece frente al lector en una dimen-sión íntima y sincera, profundamente humano, despojado de las fanfarrias del heroísmo y los equívocos que casi siempre entraña la versión oficial de la Historia. Esta novela, por lo vertiginoso de su ritmo, el rigor histórico sobre el cual se asienta, y su notable capacidad para conmover, es una obra maestra casi inconcebible en un escritor tan joven como Evelio Traba.

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A la memoria de mi abuela Ana Justina, que ahora lee estas páginas con otros ojos.

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Escribo un libro, y necesito saber qué cargos principales pueden hacerse a Céspedes, qué razones pueden darse en su defensa ―que puesto que escri-bo, es para defender. ―Las glorias no se deben enterrar sino sacar a luz.

JOSÉ MARTÍ, CARTA A MÁXIMO GÓMEZ, GUATEMALA, 1877.

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Santiago de Cuba, abril de 1909

Felipe González Ferrer Ex combatiente del Ejército Español en la Guerra de los Diez Años

En todo Santiago de Cuba, mucha gente me conoce como «el gallego que mató a Carlos Manuel de Céspedes», el Padre de la Patria.Esa es una fama que me persigue. Y me persigue porque yo mismo me la di, emborrachándome en cantinas y prostíbulos de a medio real, vociferando que era yo quien le había dado el tiro al hijo de su madre que había desatado la guerra.En esa gracia me gané aplausos y rondas de aguardiente por parte de una turba que en verdad no sabía por qué aplaudía ni por qué invitaba a empinar el codo. A veces uno en la juventud, está más decrépito de lo que pudiera llegar a estarlo en la vejez.

Con los años pasó aquel envalentonamiento del que ya no volví a alardear, porque entendí a tiempo que fama y maldición, son mugre de una misma uña. Incluso hoy estoy convencido de que haberle atra-vesado el corazón a ese infeliz, me costó perder más adelante lo más preciado de mi vida, y de una forma que mucho tiene de castigo por más que mi mujer se empeñe en hacerme entender lo contrario. A principios del año 73, yo era un soldado raso de un regimiento en San Luis. Como el resto de la tropa, me gastaba la paga en putas, tabaco, gallos y apuestas de naipes. Y como todos ellos, de vez en cuan-do, soñaba que me ascendían a teniente o a capitán, pero al despertar era no más la misma plasta uniformada, el mismo perro a quien daba lo mismo cebarlo a pellejo, o entregarlo a la fiesta de los gusanos en el traspatio del cuartel. Dos o tres escaramuzas por los alrededores en que derribé al me-nos a un par de insurrectos, me valieron una subida a sargento de ter-cera, con aumento de paga y otras consideraciones que no tardaron en levantar sus ronchas entre los que decían ser amigos míos a todas.

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Y es que la gente prefiere cargar con alguien, darle su pan si es necesa-rio, antes que verle abrirse paso por sí solo.

Viendo lo que sucedía a mi alrededor, me di cuenta que debía ser menos fanfarrón y más reservado, que había llegado el momento de hacer valer la separación de casa, el riesgo constante de que me destrozaran en cualquier trecho de manigua. De los vicios, el único que me quedó fue el del tabaco. Podía pasar horas enteras sin dirigirle la palabra al más pintado, y cuando un hombre está demasiado a solas con sus ideas es que algo está pronto a joderse. Aprender a esperar es más importante que aprender a cazar. Cualquiera caza y mata, pero aprender a esperar es cosa de brujo sabio.

Entonces llegó la oportunidad del combate del Naranjo a co-mienzos del 74.

A pesar de que el general Gómez desató una verdadera carni-cería, nuestros hombres resistieron a puras bolas, resistieron inclu-so más de lo que podían soportar. Aunque yo solo recibí rasguños de gato, sí es bien cierto que José Maya, un buen compañero de armas, fue quien me salvó de que un machetazo me arrancara la cabeza en el repliegue de Mojacasabe. Pocos días después me transfirieron al Batallón de Cazadores de San Quintín, pero ya con un nombramiento para sargento de segunda. Ahora estaba bajo las órdenes del Comandante Don José López y López, un lobo viejo que había perdido un ojo en Marruecos y no se le conocía ningún amigo a pesar de no ser malagente. Recuerdo que a fines de febrero tenía yo a medias una carta para mi madre cuando a todos nos mandaron a formar en la plazoleta del cuartel. El Comandante Don José López y el Capitán Francisco Flores explicaron que se trataba de una operación secreta en que los resul-tados dependían de nuestro valor y patriotismo y que en la marcha serían esclarecidos todos los detalles de importancia. Como pude ter-miné la carta y le pedí a alguien de confianza que la embarcarse por correo si yo no regresaba del monte. Al amanecer, sobre la cubierta del cañonero Alarma, se nos dijo a todos el propósito de la incursión: en los altos de San Lorenzo, plena serranía, se hallaba la Cámara de la

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República Cubana, su titulado Presidente, o bien ambos. Al mediodía, con la máquina en baja, desembarcamos en la playa de Sevilla, guia-dos por un práctico negro que nos llevaría hasta el lugar exacto donde tendría lugar el asalto. Se trataba de un sujeto de muy mala pinta que el Comandante López había mantenido oculto en la bodega de la embarcación hasta que estuvimos a un golpe de remo de tocar tierra. Era un pobre diablo desdentado y con una marca de hierro candente a la altura de un pó-mulo. Un lucumí que había que ponerle oído bien fino porque no hacía más que chapurrear el castellano. Apenas nos internamos en el monte, intercambiamos algunos tiros con una cuadrilla maltrecha que no tenía de otra que huir rom-piendo manigua. Cipriano Escudero fue quien derribó a uno de los insurrectos, que se desangró al pie de un almácigo sin que pudiésemos arrancarle la menor confesión. Un aguacero torrencial nos hizo acam-par al pie del muerto. Al anochecer, ya la lluvia le había dejado la ropa limpia de sangre. Al Comandante López le habían sorprendido unas cagaleras de mentar madre y santos, y por eso nos mantuvimos en el mismo punto hasta el mediodía del próximo. De eso nos enteramos por José Delgado, el médico de la tropa que de vez en cuando entraba en confianzas con algún que otro miembro del batallón. Atravesando monte destruimos un rancho que hallamos al paso. Vivían en él una vieja que no estaba ya en sus cabales y al parecer su hija, una cuarentona que armó un escándalo de mil demonios al reco-nocer al práctico. A pesar de que el Capitán Flores había ordenado darle un tron-cho de tocino y unas galletas, la situación se caldeó tanto que hubo que ahorcarlas a las dos con una misma soga. Aguas van y aguas vienen. Al cielo se le había reventado la pla-centa. Los enjambres de mosquitos lo levantaban a uno en peso. Ya estábamos empezando a sospechar que se trataba de una encerrona suicida, de esas que tanto abundaban, cuando avistamos entre dos lu-ces el campamento de San Lorenzo, que no era más que cuatro o cinco bohíos aislados en aquel picacho de monte. Al amanecer, todos nos cagábamos en el corazón y la madre de aquel negro, porque nadie pensaba que aquella sería una operación de importancia. Hasta el propio Comandante se veía medio arrepen-

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tido cada vez que bajaba los binoculares y se pasaba la mano por la cara como diciendo entre dientes: ¡Quién mierda nos habrá manda-do!. Cuatro exploradores se acercaron lo más que pudieron al terreno, alcanzando a ver tres o cuatro hombres mal armados y a un viejo que en las afueras de su rancho se afeitaba a la americana, con pantalón oscuro y camisa arremangada. El práctico, apenas oyó el reporte dijo: «Ese tiene que ser el Presidente». Ahí el Comandante mandó un vo-cero para que fuese secreteando a toda la tropa que al viejo medio calvo de camisa blanca y pantalón oscuro había que prenderlo vivo. Entraron y salieron al menos tres hombres del rancho. El Comandante aun no daba la orden tal vez porque quería cerciorarse de que no fuera una trampa. Al ser sobre las once y media, lo vimos que salió, vesti-do como si fuera para una fiesta, mudó a unos metros un caballo que pastaba al pie y luego atravesó un ramblazo de unos pocos metros en dirección a un bohío donde se veían trajinando a unas mujeres. Se estuvo sobre una media hora y luego pasó a otro bohío que estaba a unas pocas varas. Cuando hubo plena seguridad de que no se trataba de una embos-cada y que aquel caserío miserable no estaba en condición de ripostar el fuego, el Comandante escogió una escuadra y el Capitán Flores otra.Yo en verdad debía quedarme en la retaguardia, pero Rufo Durán, el gigante pelirrojo de Valencia, se torció un pie de un resbalón. Me dio un escalofrío extraño cuando el Capitán Flores me ordenó: «Ven tú en su lugar, González…» Íbamos a abrir fuego sobre el rancho, cuando Andrés Alonso dio la orden de esperar a su señal: una chiquilla andrajosa iba entrando a toda carrera al casucho de yaguas. En menos de dos minutos salió el viejo revólver en mano, y en ese punto sí abrimos la ofensiva, tirando solo a intimidar, porque la orden era agarrarlo vivo. Unos se lanzaron sobre el bohío y otros emprendimos la carrera tras el viejo, que pare-cía más desorientado que seguro respondiendo a nuestros disparos y a nuestras voces de alto. Sin darse cuenta había ganado cercanía a una palizada al pie de un barranco. El Comandante ordenó prenderlo de inmediato, y a esa voz, Andrés Alonso, cinco infantes y yo, nos acerca-mos lo más que pudimos. En esa fracción de segundo me convencí de que la captura de aquel trofeo tenía que ser solo mía. De pronto, al oír los gritos del Co-

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mandante de «¡Date prisionero!», yo creí que el viejo iba a rendirse, pero de pronto nos disparó como si no pudiese vernos entre el humo de las detonaciones. Y como yo me di cuenta de que tenía ventaja, me cegué y le fui encima olvidando la orden de prenderlo vivo al precio que fuera: fue un solo tiro a quema ropa sobre el corazón. Me miró fijo durante una centésima de segundo y cayó de espaldas al barranco. Cuando Don José vio que yo había metido la pata, me sacudió por la solapa de la guerrera, gritándome cuanta atrocidad le vino en gana. Eso me lo contaron otros, porque yo solo recuerdo que me aga-rró y me dio un empujón, pero no logré retener ni una palabra de su reprimenda. Durante algunos minutos se me fue el habla, estaba apampanado como si aquel fuera el primer hombre a quien yo asestara un disparo fulminante. Cuando di en sí, ya al desgraciado lo estaban subiendo con una soga amarrado de ambos pies. Ahí mismo, entre Roque Do-mínguez, Manuel Fernández, y Julián Fuentes le quitaron unos bor-ceguíes cocidos con alambre, una sortija, una cadena con una efigie de la Virgen del Cobre y un reloj de leontina, todas piezas de oro bueno. Lo arrastraron hasta el rancho de donde se le vio salir, y en el trayec-to una mujer joven, de buenas carnes, gritó como si la despellejaran viva: «Ese es el Presidente, han muerto al Presidente!» Al resto de las montunas y los mocosos se les mantuvo bajo control, salvando todos el pellejo gracias a que colaboraron como era debido en ese tipo de si-tuaciones. En breve cesó el tiroteo con los que parecían querer resca-tar el cadáver desde los alrededores. El Comandante salió del rancho en lo que el difunto recibía escupitajos y toda clase de humillaciones. Y como era hombre de pocas palabras, solo tuvo que mirar de reojo a la turba para que frenaran de inmediato el ensañamiento. Entonces se nos dijo a todos que el caído era al parecer Carlos Manuel de Céspedes, el hacendado que en el año 68 había lanzado la revolución contra España, pero que a juzgar a la ligera por documen-tos hallados entre sus pertenencias, aquel insurrecto había dejado de ser Presidente de la titulada República desde fines del año anterior. Uno de sus ayudantes estaba detrás de él con una mochila ates-tada de Dios sabía qué cosas, y todos nos matábamos por saber con qué se había quedado Don José y la gente cercana de su comparsa. Luego de que regresara una escuadra de exploradores y dieran fe de

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que se podía marchar sin mayores peligros, se dio orden de prender fuego a la ranchería y acampar en una hondonada que nos brindaba mucha más seguridad que aquel sitio por si a los posibles rescatadores les daba por atreverse. Yo y otros más queríamos llevarnos algún re-cuerdo de aquella operación, así que entramos al rancho antes de que lo redujeran a cenizas a ver qué había quedado para nosotros luego de que el Comandante pasara un peine. Yo me quedé con una cartilla de buena madera, unas camisas, y unos binoculares americanos de los que se usaron en la guerra civil, cosas que todavía hoy conservo; Cipriano Escudero con un Lefacheaux de los antiguos, un machete alemán, una lupa y una brújula. Unos días después, por chismes que corrían en el cuartel, supimos que el Comandante se había embolsi-llado una escribanía de plata, dos libretas de anotaciones personales y un juego de ajedrez de puro ébano y marfil. Eso fue todo lo que pasó en aquel picacho de monte en menos de tres horas: el cuerpo junto con los prisioneros del asalto, fue tras-ladado a lomo de burro hasta el sitio donde la cañonera llevaba casi dos días esperándonos. Al práctico se le dio una alforja con galletas y chorizo, dejándosele en libertad en la misma playa donde habíamos desembarcado tal y como se le había prometido. Me llamó la atención el hecho de que este negro iba cabizbajo y medio tristón. En plena travesía, de regreso a la Capitanía del Puerto de Santia-go, se nos averió la maquina principal y tuvimos que pedir ayuda a un vapor correo que iba de Manzanillo a Baracoa, cuestión que hizo más demorada la vuelta. Aún me parece ver al malagueño José Delgado virando de espal-das el cadáver y poniéndole varias inyecciones. Cuando le pregunté para qué eran aquellos pinchazos, me dijo: «Es que el Comandante dio orden de conservarlo lo mejor posible, porque sin muerto a la vista no hay escarmiento». Y en efecto. Cuando desembarcamos, ya había una turba de cu-riosos en el muelle. De qué forma había llegado la noticia primero que nosotros, es algo que aún no logro explicarme, pero cierto es que era un hecho. Por aquella sala del Hospital Civil desfiló medio Santiago. Podían verse lo mismo lavanderas, aguateros, rapaces vagabundos, que gente de la más encopetada alcurnia. Unas horas antes de anoche-

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cer se nos ordenó dispersar a los fisgones, pues algunos encopetados querían hacerse un retrato al pie del difunto, y ya el fotógrafo estaba armando sus cachivaches para la ocasión. Después de que se les cum-pliera el capricho a puertas cerradas, se dispuso que el cadáver fuera llevado al cementerio para su entierro inmediato en una fosa común, sin seña alguna que facilitara su identificación. Esa noche se nos dio permiso y adelanto de la paga de marzo para que fuéramos a divertirnos a donde nos viniese en gana. Yo me interné de conjunto con el médico José Delgado en una casa de pu-tas que en aquel entonces quedaba en lo alto de la calle de Marina. Recuerdo que al otro día por la tarde fue a sacarnos del antro el Capi-tán Flores para que no nos reportaran fuga del cuartel. Pero nosotros estábamos hechos papilla entre el cansancio acumulado y la noche de juerga. Aun así nos personamos en el alto mando lo antes posible. De conjunto con el resto de la tropa recibimos las felicitaciones por el éxito de la operación. Se nos prometieron ascensos por nuestros dis-tinguidos servicios, pero fue una palabra empeñada que cumplieron pasado el año del suceso, cuando ya en verdad nadie esperaba nada. José Delgado fue subido a Médico Mayor. Andrés Alonso de Co-mandante a Teniente Coronel; Roque Domínguez, Cipriano Escude-ro, Manuel Fernández, Julián Fuentes, y otros tantos del Batallón, re-cibieron la Cruz Sencilla del Mérito Militar. Yo, por más que reclamé, solo me ascendieron de sargento de segunda a sargento de primera. Bien recuerdo que cuando fui a presentarle mi apelación al Co-mandante, se paró de su escritorio con los puños apoyados en la ma-dera y me dijo mirándome fijo: «Por su impaciencia no lo agarramos vivo, lo mejor que hace es estar conforme, pues se le ha dado más de lo que tiene merecido». Salí de esa oficina como alma que lleva el diablo. Pero hoy agradezco ese desplante: a todos los que recibieron los ascensos los mandaron a lugares donde el machete insurrecto se cebó de sangre española, y ya hoy ninguno de ellos se cuentan en el mundo de los vivos, ni siquiera el propio López, que dicen las malas lenguas hallaron su cuerpo en los montes de Camagüey, sin ni una prenda, medio comido de auras y con una estaca de guásima metida en el culo. De toda esa tropa, yo soy el único que queda aún con vida, y lo digo con plena seguridad porque llevo años indagando quién pueda

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quedar para hacer el cuento, y de nadie se me da seña alguna.Cuando terminó la guerra en el año 78, yo decidí licenciarme como teniente de segunda y quedarme en Cuba, pues de mi familia nada más me quedaba una hermana en Pontevedra. Entonces conocí a Chana Bustamante, una empleada doméstica que trabajaba en la casa del go-bernador Don Luis Dabán y desde aquellos días ha sido mi compañera en la vida. Con mis ahorros de la paga, nos pusimos una carnicería en la ca-lle del Gallo y ese mismo año nos nacieron dos gemelos, Juan y Anto-nio, dos rapaces que eran de hecho la alegría de la casa, alegría que fue merengue a puerta de colegio: en enero del 97, ya iniciada la última guerra, se unieron nada menos que a las tropas de Gómez, arrastrados por embullos y malas ajuntamentas. En marzo, en un combate con fuerzas de Weyler en Santa Teresa de las Villas, los destrozaron como a perros jíbaros. De eso, lo que supimos fue que Antonio pudo haberse salvado, pero por ir en busca de su hermano fue macheteado por una escuadra de voluntarios. Nunca voy a entender qué mierda es la vida, ni qué carajos quiere a veces Dios con nosotros. Una vez más me asombro de pensar que en el año 73 yo combatiera contra las fuerzas de Gómez en el alto del Na-ranjo, y que casi veinticinco años después mis hijos hallaran la muerte a las órdenes del propio Gómez. Y es que muchas cosas en este mundo son de ráscate y no preguntes… Cada año que llega marzo, mi mujer y yo andamos por los corre-dores de la casa como si fuéramos almas en pena. Nos hablamos solo lo necesario. Nos tratamos como dos extraños, hasta que con los días, las aguas van tomando su nivel y otra vez la lengua nos va retoñando como rabo de lagartija. Como dice el refrán: El que a hierro mata, a hierro muere y yo estoy más convencido que nunca de esa verdad, a pesar de que mu-chas veces el que a hierro mata, no sabe que está haciéndolo, y más si se está en una guerra metido de a lleno. Y me he puesto a pensar muchas veces qué hubiera pasado si a Rufo Durán no se le hubiera torcido el tobillo, si al Capitán Flores no se le hubiera antojado decir-me a mí, justamente a mí: «Ven tú en su lugar, González…» tal vez eso hubiera impedido la tragedia que vino después. Pero dicen que todo ya está escrito de antemano y que esa es una tinta que ni se evita ni

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se borra. Por eso no hay quien me quite de la cabeza que se trata de un castigo. Me lo dicen los ojos de Carlos Manuel de Céspedes, el que ahora todos llaman el Padre de la Patria, cayendo al barranco, mirán-dome mientras yo sigo pasmado, con la culata del Remington todavía apoyada en el pecho.

No hay más misterio. Ahí está todo.

Ciudad de Guantánamo, Oriente de Cuba, fines de sep-tiembre de 1910

Juan Esteban Almaguer (Bemba) Ex celador del Cementerio de Santa Ifigenia

Yo no puedo decir que alguna vej vide al alma en pena del difunto Cárloj Manuel rondando por la puerta principal del cementerio, como decían los celadorej del otro turno, o como Lencho Ramírej, aquel mulato albañil que juraba y perjuraba verlo a cada rato rondando la tumba de Ejtrada Palma ya casi entre dos luces. La rialidad ej que yo nunca vide na´ ejtraño, a lo mejor porque en aquel entoncej yo era máj incrédulo que una piedra. Pero sí puedo dar fe de que a todoj elloj lej vide cara de sujto en ocasionej que no tengo deoj pa´ contarlaj. Cierto es que una vej no tenía ni un centén pa´ prender una breva, y como el necesitao´ se vuelve creyente de un rato pa´ otro, me acerqué a su tumba y le dije: «Mira Cárloj Manuel, tú que fuijte un alma de Dio’ con loj negroj, dame una luj pa´ ganarme aunque sea un terminal, que el brazo de la miseria me tiene apretao´ el pejcuezo a máj no poder». Pasó una semana y yo seguía en dejgracia, hajta que una maña-na de vuelta al rancho, me quedo lelo frente a una casa que ejtaban echando abajo en la calle de San Pedro. Yo no sabía ni porqué me ha-bía parado a ver caer loj ejcombros. Entre loj pedazoj de manpojtería vi una placa de bronce con un número, y ahí mijmito me dije: «Ejte ej el chance». Fui directico a donde los vendedorej, y cuando me di cuen-

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ta de que había un billete con ese mismo número, supe que el toletazo iba al seguro.

A nadie dije ni ejta boca ej mía.

Al otro día, a Juan Ejteban Almaguer había que decijle ujté…ha-jta loj blancoj querían ejtar en mi pellejo. Pero como la invidia ej peor que majá rajtrero, le dije a mi negrona: «Vámonoj de aquí, que to´ el mundo sabe que tememoj doj pesetaj, y entre tanto muertoéhambre ejtar jarto ej un problema».

Eso fue en el año ochentiuno, cosa que no se me dejpinta. Antoncej fue idea de ella que viniéramoj a vivir a Guantánamo, donde todavía le quedaba una hermana liberta. Y como llegamoj sin alboroto, naiden noj echó el ojo, porque si de algo goza el desgraciao´ ej de tranquilidad. Y nosotroj llegamos sutilitoj, porque si abríamoj el pico ahí mijmito noj freían en manteca é coco. Como al año noj pusimoj una sajtrería y dijpué una bodega, laj doj en una calle donde abundaban loj buenoj comercioj y onde nunca faltaban loj clientej regalonej. Dejde antoncej hajta hoy, como buen negro agradecío´ no he dejao´ de llevar florej ni velaj a la tumba de Cárloj Manuel cada 27 de febrero. Me quito el sombrero y le doy un poco é conversa, porque eso de ejtar tan solo entre tanto ñámpiti, tiene la cara fea. Loj muchachoj que todavía quedan trabajando en Santi Ifigenia, cuando me ven aparecerme, namáj se rien entre elloj:«Ahí viene el Bemba a ponejle florej a su santico». Y yo lej digo: « ¡Eso mijmito debrían hacer ujtedej, negroj ingratoj!, porque ejte fue el pri-mer blanco que noj hizo gente a tooj´.»

Y yo me digo, que mientraj laj canillaj me sojtengan, aunque sea cojo, tuerto o manco, voy a dajle una vuelta al padrecito de tooj’nojo-troj.

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New York, alrededores de Central Park, junio de 1897

Manuel Yero AbadAbogado, antiguo condiscípulo de Carlos Manuel de Céspedes

A veces uno no guarda simpatías por alguien, pero en vista de su ca-dáver, llega a sentir una punzada rara que no es compasión ni pena. Y eso me ocurrió cuando a principios de marzo del año 74, vi expuesto a la contemplación pública, el cuerpo inerte de Carlos Manuel de Cés-pedes, quien fuera mi coterráneo y condiscípulo en los claustros de los frailes en Bayamo. No habíamos tenido lo que se dice una relación cordial, sino todo lo contrario. Pero al darme por enterado del siniestro, salí del bufete que por entonces mi familia poseía en Enramadas, y pasé, como tan-tos, a ver los restos mortales de quien había conseguido que la Isla se convirtiese en un desierto, en un auténtico valle de lágrimas. Entre todos los presentes, tal vez nadie lo conocía mejor que yo, que desde mi niñez había hecho frente a su ego desmedido y a su ambición de notoriedad al precio que fuese. Por segundos miraba sus ojos aterra-doramente abiertos, su cráneo en franca calvicie, magullado posible-mente por las culatas de sus captores, el orificio de bala donde cabía un meñique adulto, la boca levemente entreabierta, y regresaban a mi recuerdo desteñidas escenas de nuestros días en la escuelita de prime-ras letras de Doña Isabelica, de nuestras travesuras en los claustros de Santo Domingo y San Francisco, peroratas en latín y toda suerte de al-tercados infantiles donde Céspedes siempre terminaba saliéndose con la suya, dando evidentes indicios del monstruo megalómano que sería en su juventud y ya más tarde en su edad madura. En aquel cadáver ya no quedaba rastro alguno de la imagen dis-tinguida y narcisista que le caracterizaba. La última vez que le había visto con vida, fue saliendo de una función del Teatro de Manzanillo allá por el año 65: bastón en mano, chaqué del mejor corte inglés, sombrero de copa, barba cuidada, corbata de terciopelo y esa mirada desafiante que le era tan propia; pero esa tarde del 74, con su cadáver en frente, era imposible conciliar ambas imágenes. Yo tenía delante de mí literalmente a un anciano desgastado. A un hombre a quien la

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rusticidad de sus últimos años nómadas le había convertido en una horrenda caricatura de lo que en sus años mozos había sido. Lejos de satisfacción alguna, sentí una honda pena, pena de que un hombre realmente capaz, cosa que siempre he sabido reconocer, terminara de un modo tan horrendo por no haber sabido fijarle a la proa de sus ambiciones un rumbo alejado del ansia desmedida de gloria, por no saber apostarle al caballo indicado en el momento preciso. Hoy sé que fue víctima de aquellos que decían sus ser compañeros de armas, que murió abandonado y posiblemente entregado de forma secreta al ene-migo. A uno de los oficiales a cargo del velatorio, comenté el grado en que le conocía a aquel individuo, y cuando ya me disponía a aban-donar el sitio, me invitó a formar parte de una comitiva de personas principales que habían dispuesto hacerse retratar junto al cuerpo in-animado, a razón de que la historicidad de aquel momento no podía pasar por alto. Frente al lente del daguerrotipista, sobre las cuatro, estábamos algunos notables, acérrimos contrarios a la insurrección. Entre ellos figuraba el Comandante José López, el gobernador Don Luis Dabán y algunos oficiales que habían tenido parte en el asalto a San Lorenzo. Al salir de aquella sala me invadió por instantes una leve náusea y confusión por el acto en que acababa de hacer presencia. Al interior de mi cerebro se agitaban enjambres de pensamientos lo mismo angustiosos que de conciliación. Con el paso de las semanas y los meses fue quedando relegado aquel recuerdo perturbador, hasta que pasados algunos años, Amé-rico Cañizares, el fotógrafo de aquella ocasión, puso en venta su es-tudio y su archivo. Me enteré por casualidad con uno de mis clientes, y de inmediato me personé donde el andaluz a fin de adquirir el da-guerrotipo de aquel 1ro de Marzo del año 74. En la caja fuerte de mi despacho permaneció durante años. Luego, a mediados del 91, por razones privadísimas, vine a vivir a Nueva York. Me limitaré a decir que por razones de incondicional fidelidad a la causa de España. Como a dos meses de llegado, por obra del azar o el destino, co-nocí a Doña Ana de Quesada, viuda de Céspedes, en casa de unas dis-tinguidas amistades, que bajo otras apariencias, cumplían el mismo encargo patriótico que yo. Platicamos de modo cordial en varias oca-siones, sin que yo llegara a revelarle jamás la mutua repulsión que su

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difunto esposo y yo nos profesamos durante toda una vida. En cierta conversación, próxima a un aniversario del trágico suceso, y tratándo-se en el salón de la aristocrática y regia figura de Céspedes, manifestó que como tenía tan escasos detalles sobre la muerte de su esposo, no sabía cómo lucía el mismo en los días en que le sorprendió la tropa española en las rancherías de San Lorenzo. Entonces me venció un mórbido deseo de poner en sus manos la nefasta reliquia que tan re-servadamente yo atesoraba. La única vía que hallé fue haciendo un envío anónimo a su residencia de Glanton Street. Una de las razones principales de por qué me animé a aquel gesto, era porque tenía plena convicción de que no sería reconocido en la escena: la calvicie y la obe-sidad habían destruido cualquier vínculo posible con mi apariencia de aquellos años.

Creo que ni un perito experto me hubiese reconocido.

Aquel recibo debió derrumbar a la viuda de Céspedes. En tres días no se portó por el salón al que éramos asiduos visitantes. Cada vez que preguntaba por ella, se me decía: «Sigue indispuesta». Y esto para todos era un enigma. Solo yo sabía la probable causa de su dis-tanciamiento. Debo admitir que en más de una ocasión me arrepentí de haber puesto aquel retrato en sus manos. Hoy Céspedes es un ídolo para muchos. En varias casas he visto retratos suyos muy similares a esa última imagen que de él conservo saliendo del Teatro de Manzanillo, y es porque la Historia es una sacerdotisa casquivana que sitúa en un pedestal a grandes simuladores, a grandes hipnotizadores como él, y sume en plena oscuridad a los que podríamos derrumbar ese circo de grandeza ficticia y poses grandilocuentes. Yo me purgo de todos esos equívocos y malos recuerdos laborando por la causa de España, tal y como me inculcara mi padre, para que Cuba siga siendo española a pesar de la ingratitud de sus bastardos. Y hoy digo «¡Viva su Majestad Don Alfonso!», como en mi juven-tud dije: «¡Viva Doña Isabel Segunda, faro de España y América!» Ningún propagandista barato, ningún apóstol de la independencia va a convencerme de lo contrario. La verdadera gloria no tiene estatuas ni efemérides que le celebren.

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San José de Costa Rica, febrero de 1910

Manuel Viñas (testigo ocasional)

Uno se pasa años lejos de Cuba, con el corazón dividido entre lo que dejó atrás y lo que se está por vivir, pero las cosas notables, y hasta extrañas que uno allá vivió, lo marcan para siempre… Uno de los recuerdos más vivos que guardo de esa etapa, está asociado a Carlos Manuel de Céspedes, el Bolívar de Cuba aunque hoy mucha gente, por rencillas mezquinas o enanismo mental, se dé a la tarea de negarlo. Tenía yo a la sazón como doce años de edad. Bajaba descuidado y juguetón por la calle de la Marina, y en la esquina de la calle del Gallo, llamó mi atención la premura con que de todas las direccio-nes salían grupos de gente silenciosa y pendenciera que se dirigían al Muelle Real. Me incorporé también a uno de dichos cortejos, pues por el momento no había otra cosa más importante qué hacer. Pregunté a varios hombres que ocurría, pero nadie me contestó, no sé si debido a mi figura de Gavroche o por lo serio del caso. Los grupos se detuvieron en el mencionado muelle y yo me coloqué como pude en primera fila. A poco oí decir a un hombre de color: «Ahí traen a Carlos Ma-nuel, que lo mataron en el monte.» Ignoraba yo entonces quién era Carlos Manuel ni lo que representaba. Minutos después llegó un bote grande tripulado por marinos españoles y otros hombres que parecían oficiales de la Armada. La embarcación atracó en la entonces Capitanía del Puerto, y entre varios hombres de mar sacaron de él una camilla con un cuerpo inerte, al cual cubrían con pencas de guano verdes. Se llenó aquel re-cinto de autoridades y polizontes, que cuchicheaban a su antojo cosas que yo no oía. Media hora más tarde y en hombros de cuatro hombres de color, sacaron la camilla custodiada, tomando tan triste cortejo la calle de la Marina, doblando por Hospital, hasta la de Santa Lucía, la cual tomaron para evadir la loma de piedras hasta llegar al Hospital Civil, que así se llamaba entonces. Cubrían la entrada unos diez efec-tivos pertenecientes a una compañía de ingenieros cubanos. Por su-puesto, que no permitían la entrada, pero yo, que ni conocía el peligro,

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ni podía medir el alcance político del momento, logré introducirme para satisfacer mi curiosidad de ver al muerto al precio que fuese. Uno de los ingenieros que estaban de centinelas, amagó a darme un cula-tazo con su mohosa carabina. Y como no me tomé a pecho ese rasgo de barbarie, en la primera oportunidad me colé en medio del grupo de curiosos. Al entrar en el Hospital, al lado izquierdo, y como a unos tres pies fuera del cobertizo quedaba a una especie de patio; vi nueva-mente la camilla, pero ya despojada de las pencas de guano que antes la cubrían, permitiendo ver con libertad el cuerpo inanimado de aquel hombre que yacía allí, sin unas manos piadosas que le retocaran, ni unos ojos de amor que le lloraran. Luego lo pasaron a una sala grande del interior para que pudiese desfilar la gente. El cadáver tendido era el de un hombre de pequeña estatura, en-trado en carnes y bien parecido; de cabeza francamente calva, aunque no parecía en edad para aquella calvicie. Resultaba llamativo el hecho de que tuviese los ojos abiertos, como si estuviese contemplando todo lo que a su alrededor acontecía. Estaba afeitado a la americana, al pa-recer como del día anterior. No tenía más vestimenta que unos panta-lones de dril crudo, pero sin planchar, y que seguramente eran de un niño, pues ni cerraban la cintura ni cubrían los tobillos, permitiendo ver unos pies notablemente pequeños, resguardados con unas medias que lucían estas iniciales bordadas: C M de C. Su cuerpo era completamente blanco, con una blancura de mu-jer limpia. Ostentaba una herida de bala sobre la tetilla izquierda. La calvicie y la blancura del casco permitían ver que aquel cráneo había sido lastimado, pues las ampollas sanguinolentas eran visibles en toda la parte que el cabello no cubría. Cerca de las cuatro llegaron unos señorones del ayuntamiento y sacaron a todos los pendencieros de la sala. Entró entonces Américo Cañizares, un renombrado fotógrafo de novios y difuntos. Desde afuera nada más se oían los fogonazos de magnesio. Yo estaba entre un barullo por los alrededores, pendiente de cuándo sacaban el cuerpo para el entierro, pero los soldados ya habían dado la voz de que se iban a prender a aquellos que intentaran seguir merodeando por las afueras del Hospital. Ya avanzada la tarde entraron en aquel lugar unos hombres de color y sacaron al difunto en una caja de pino común y sin tapa con-duciéndolo a su última morada en un carro negro que el pueblo lla-

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maba La Lechuza. Yo no podía resistir la curiosidad de seguir de lejos aquella marcha, y tomando uno que otro atajo, lo hice sin ser visto. Recuerdo que nada más se veía a la gente por las hendijas de las ven-tanas y con las puertas entrejuntas, pero sin atreverse nadie a saludar el cortejo. Una vez que llegaron al cementerio se tomaron un descanso, prendieron un tabaco que se lo pasaron casi entre todos y luego bro-mearon con que si el muerto les iba a halar de los pies por la noche. Acto seguido, ya entre dos luces, sacaron el ataúd y lo llevaron al pie de una fosa común que ya los sepultureros tenían abierta. Yo, que co-nocía del barrio al celador Juan Esteban Almaguer, le pedí que me dejara entrar. Y no sé cómo aquel negro bonachón me hizo un gui-ño de discreción y me dejó pasar bordeando sutilito una guardarraya cercana a las tapias. Me escondí detrás de un panteón y pude verlo todo: se pasaron una caneca que traían escondida y luego lanzaron el cuerpo al fondo de la fosa como si fuera un saco de basura. Solo uno de ellos se resistió a mear encima del cadáver, pero los demás se dieron gusto en aquella escena, sin manifestar el menor respeto por la persona ni el lugar en que se hallaban. Luego de que desaparecieron, fue hasta la tumba abierta un sepulturero de color y comenzó a lanzar palas de tierra en el hueco hasta dejarlo sellado. En eso Juan Esteban Almaguer fue a sacarme de mi escondite diciéndome: «Arrea pa´ la casa que esto no ej cosa de muchachoj, vamoj, piérdete y cuidaíto con abrir el jocico». Dos años después me mudé con mis padres para San José de Costa Rica, pero aquellos primeros en Cuba no se me despin-tan así tan fáciles. Todo esto que acabo de contar es como si estuviese sucediendo a medida que lo cuento. Cuando ya fui un hombrecito, le referí a mi padre todo lo que había visto ese día, y él me explicó quién había sido en verdad Carlos Manuel de Céspedes, me habló del alzamiento en Demajagua en el año 68 y del hijo que le habían fusilado los españoles en Camagüey a principios de la guerra… Entonces entendí de golpe, que sin querer, yo había sido de los últimos en verlo antes de que se lo tragara la tierra. Y ahora me pregunto, ¿de esos soldados que le mearon encima, quién se acuerda? Sin embargo, Padre de la Patria habrá mientras haya Cuba en el mapa.

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Santiago de Cuba/ marzo 1° de 1874

El que suscribe, Dr. José Delgado, Ayudante de Médico Mayor, Ldo. en Medicina y Cirugía por la Universidad Central de Madrid, CERTI-FICA:

I. Que el día 27 de febrero del año en curso, el Batallón de Caza-dores de San Quintín dio muerte y captura en la serranía de San Lo-renzo al titulado presidente de la república cubana Don Carlos Manuel de Céspedes, y que a primera hora de éste, llegó su cadáver por mar a la Capitanía del Puerto, donde fue identificado por personas que le trataron íntimamente, coincidiendo todos los actos de reconocimiento en que se trataba en efecto del mismo jefe insurrecto que había lanza-do la revolución contra España en octubre de 1868. Por lo tanto pro-cedió a observarse lo siguiente:

II. Que contaría a la sazón con poco más de sesenta años de edad.

III. Que por la documentación incautada en su rancho, desde el año anterior no gozaba del cargo que había suscitado su búsqueda por parte de nuestras tropas.

IV. Que el mismo era de raza buena, estaba regularmente nutri-do y mostraba una constitución normal para su peso y talla y que és-tas eran las señas particulares que lo identificaban: estatura más bien pequeña, pelo cano y poco abundante, calvicie pronunciada desde el nacimiento de las sienes, cejas poco pobladas e igualmente salpicadas de canas, ojos grises aquejados de carnosidad múltiple, nariz aguileña, orejas chicas, labio inferior levemente más abultado que el superior, afeitado a la americana, dentadura impecable con excepción del pri-mer premolar izquierdo, quebrado a ras de la encía, al parecer por contusión.

V. Que no hay cicatrices visibles en su cuerpo, salvo una de an-taño en mitad del muslo derecho, que por su diámetro y probable profundidad parece ser de arma blanca.

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8 Archivo General Militar de Madrid, Legajo 4251, Caja 5819, expediente N° 27.

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VI. Que presenta una herida mortal sobre la tetilla izquierda, practicada según se advierte, a corta distancia por un fúsil Remington, a juzgar por el orificio de entrada.

VII. Que el orificio de salida se localiza en el tercer espacio inter-costal izquierdo, a tres pulgadas de la columna vertebral.

DE TODO LO EXPUESTO SE DEDUCE LO SIGUIENTE:

1°- Que entre el individuo cuyo cadáver se halla ante mí tendido, y la persona de Don Carlos Manuel de Céspedes, existe completa confor-midad de acuerdo a los datos suministrados por quienes reconocieron el cuerpo.

2°- Que ninguna persona caracterizada a tales efectos, se ha presenta-do a reclamar su cadáver, y que por tanto el mismo será inhumado en la sección de indigentes de la necrópolis de Santa Ifigenia en horas que el alto mando convenientemente disponga.

Es todo cuanto me es dado exponer y para que conste donde fue-re necesario, expido la presente en Santiago de Cuba, a marzo 1° de 1874.

Fdo. Doctor José Delgado Rodríguez. *Se observa un cuño de la comandancia del Ejército Español en San-tiago de Cuba.

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Parte I (La memoria amenazada)

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Ingenio Ðmajagua & enero 19 de 1867 .

A Carmen le ha hecho bien esta temporada frente al mar. El alien-to del Golfo parece a momentos haberle impregnado alguna leve

esperanza, alguna complicidad demasiado transitoria con las fuerzas de la vida. Su salud, cual flor disecada, retoma al menos un pálido simula-cro de sus colores de antaño, pero no han de llamarme a ilusión tan confusos progresos.No he logrado acostumbrarme, en la última década, a que su voz otro-ra melodiosa, llegue distorsionada por el filtro de un pañuelo o un cu-brebocas. Tan propenso a complicaciones repentinas es su actual esta-do que Don Antonio Botello le ha prescrito hablar lo menos posible. ¿Qué ha sido de aquel Ave María celestial de su garganta? ¿Acaso comparten el piano del salón y su voz, una idéntica desolación? Para salvar esta barricada, ha habilitado un cuadernillo y a través de él me habla sin volverse de su balancín, mirando obstinadamente el mar, envidiándole acaso un fragmento de permanencia. Sin apenas sospecharlo ella, la sola idea de su inminente desapa-rición me ha animado a escribir estas memorias, para que todo cuanto del ayer merece reposar a buen resguardo, no quede sepultado como un caracol derruido en la infinitud demencial de la arena; no descien-da al abismo de la desmemoria que constante amenaza engullir nues-tros más caros afectos. En otro tiempo no hubiese tolerado la curiosidad de reclinarse sobre mi espalda a fin de saber qué tramaba yo a base de palabras, qué móviles me mantenían por tantas horas retraído de su cariño y sus constantes mimos. Ahora sostiene para conmigo la natural indife-rencia de una desconocida y no me queda otro remedio que aceptar el origen invariable de sus reacciones. Su letra ha comenzado a morir, sus trazos le aventajan en avidez por desaparecer. Ignacia le devuelve el cuadernillo con mi escueta apun-tación a lápiz. Ignacia entiende la seña y espera. «No traspasaré esta fecha del próximo, lo sabes bien», me recalca. Ignacia le reacomoda los almohadones, le dice niña Carmela y vuelve a consentirla como antes, con visible terror a que repita la tos.

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9 Se trata de unas memorias redactadas por Carlos Manuel de Céspedes un año antes del estallido de la insurrec-ción armada contra España en su ingenio Demajagua. El manuscrito fue depositado en la Notaría Pública de Don Nicolás Lasso en la ciudad de Manzanillo, el 18 de abril de 1868, acompañado de un poder legal que autorizaba a los hijos de Céspedes a reclamar la tenencia de dichas memorias en caso de que se presentase para su autor un desenlace fatal asociado a sus actividades conspirativas. Su albacea cumplió con celo el encargo, pero una requisa ordenada por las autoridades españolas en mayo de 1871, provocó que fuesen incautadas, entre otros documentos de alto valor confidencial, las memorias de Carlos Manuel de Céspedes. De inmediato fueron consideradas botín de guerra y enviadas a Madrid, donde un grupo de expertos decidió no publicarlas a razón de que su contenido podría servir para afianzar con creces la imagen pública de su autor. Una vez terminada la Guerra de los Diez Años (1868- 1878) fueron olvidadas en el Archivo Militar de Madrid. La transcripción que hoy se presenta es copia fiel del original.

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Hace dos noches entré a su alcoba.

En medio del diluvio lunar la observé dormida y pude ver cómo la muerte abría y cerraba las garras sobre su pecho a ritmo de respira-ción. «Extranjera en la patria de su antigua belleza», pensé, advirtien-do, varada entre sus canas, una peineta de carey cual ardua reminis-cencia salvada del naufragio de sus años mozos. La luna mostraba un relumbre inusual. De su cómoda tomé el cuadernillo de cubiertas óseas. Mi mano temblorosa lo sostuvo cual si fuese una lápida en miniatura.

Tuve valor de hojearlo.

Reclamos, furias, desfallecimientos, demasiadas versiones de todo cuanto encona y desgarra. «¡Bendita la rosa que prospera en mi pulmón! ¡Salve su espina!», había escrito por los días en que mandó a retirar el retrato que sus padres le encargaran al florentino di Brec-chio. Me hiere su estoicismo. Desde aquí la contemplo y veo que ha retomado ahora su novela de Balzac, pero vacila en su lectura y busca de pronto entre las olas, una flota de galeones invisibles. ¿Para qué o para quién escribo estos anales? Lo ignoro del mis-mo modo que la pluma no sabe de la mano que la empuña. Yo pudiera para este inaplazable encargo, sumirme entre las paredes de mi despa-cho, revestido de tratados inútiles de jurisprudencia, administración de negocios y muchas obras de valor que atesoro, pero he sacado la escribanía para esta mesilla de corredor desde donde también puedo verte, Carmela mía, y de paso recibir las tripulaciones que también hago desembarcar en el muelle blanqueado de gaviotas y pelícanos. Todos los caminos que hasta aquí nos han traído, como una alfom-bra persa, parten de una misma hebra solitaria, que es en fin, por sí sola, su propio juego calidoscópico. A veces me cuesta creer que ha sucedido tanto desde aquel verano en Macaca. Nuestros destinos fue-ron desde siempre, semillas ocultas en el seno de mismo pájaro que nos depositó en un idéntico sitio para que fomentásemos el menudo bosque de Carlitos, Amado Oscar, Carmita y Francisquita, ese ángel

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que con tanta premura Dios requirió a su diestra. Así transmigraron también los nuestros hacia nosotros, en un tropel de linajes y adargas quebradas. Pero se aproxima el tiempo en que la sangre se derramará como tinta en el renglón brutal de las lidias guerreras. Los tiranos nos crucificarán en las palmas, pero nosotros les tornaremos buitres sus palomas de alcaldía. No me agencies, Gran Arquitecto del Universo, sabedor y artífice de todas las secretas escrituras, ni un sólo resquicio del mañana. Es menester que yo deba merecerlo como es ley. Mientras tanto, comienzo ahora la excavación, la búsqueda de la primera hebra, aquí, con una tinta demasiado joven para los rigores del tiempo que hemos dejado atrás como una huella de volanta en un camino de pri-mavera. Éramos, los Céspedes y los Castillo, prestidigitadores, malaba-ristas de la felicidad. Entre todos orquestábamos una grave farsa, un fresco que iba de la misa al carnaval, una turbulencia de sangres y destinos trenzados, herederos todos de viento en popa y naufragios. Alucinábamos entre palmas y almenas, entre búhos de monasterio y tocororos de serranía. La mujer que a pocos pasos de mí lee a Balzac mientras contempla obstinadamente el mar, como yo, es fruto de ese trueque de misterios. Ahora yo elijo encogerme, retroceder al ámbito en que todo era embrión no germinado, argamasa de sombras leves que no eran todavía la luz, una franja de tiempo en que los aconteci-mientos contenían sólo un frágil amago de certidumbre. Los recuerdos de entonces se atropellan, borrosos unos, relu-cientes otros como juegos de azogue tornasolado. Son tal vez una gale-ría secreta de maravilla y desconcierto. Entre esa variada gama busco el suceso más antiguo del que guardo memoria y ahora convengo es éste: una mañana desbordada de sol, de la mano de mi madre en la puerta de la casa donde vine al mundo. Doña Francisca se había aso-mado a ver pasar a su esposo Don Chucho marchando a la cabeza de una procesión militar, que redoblando tambores daba vivas al Rey y mueras a los conjurados. Ambos lo vimos, estupefacto yo, orgullosa ella, mientras lucía su uniforme azul marino y las insignias reales en hombros y puños de camisa. Entre la algarabía lo contemplamos alejarse a paso marcial hacia la Plaza de Santo Domingo. A pesar de que años más tarde yo repudiaría esas galas de regimiento con todas mis fuerzas, es uno de los recuerdos más hermosos que conservo de mi

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padre. Un par de lustros después, supe por boca del entonces Subte-niente de Milicias Blancas, que aquella marcha irrumpió en Bayamo al saberse que en el Príncipe, habían recibido garrote vil «los facciosos Agüero y Sánchez». Ahora recuerdo en varias ocasiones haber escu-chado la mención rencorosa a los infortunados, durante esas tertulias en que él y sus socios incineraban decenas de tabacos y vaciaban las mejores cosechas traídas del Reino. «¡Hijos de la cachondísima y santa madre!», eran esas las expresiones de mi padre en situaciones semejantes. Su condición cristiana palidecía con creces ante su con-dición monárquica. Aquellos eran hombres cuyas conciencias yacían asfixiadas bajo la escombrera de los intereses creados. Y ellos estaban satisfechos de que así fuese. Crecí entonces saturado de cargamentos de melaza, rentas de te-jares, envíos de corambres y cortes de madera. De esos albores de la inocencia, recuerdo mi predilección por un ob-jeto que usurpaba en mis jugarretas: el bastón de mi padre fue mi pri-mer caballo, una especie de bestia briosa a cuya doma consagraba las energías inacabables de esos tiernos años. Tal vez lo que me fascinaba era la dureza y el grosor del nogal, su empuñadura de plata replicando la testa de un macho cabrío. Don Chucho supo conservarlo hasta que la enfermedad no le permitió sostenerlo con la firmeza de sus tiempos de juventud. Durante una velada, tres toques seguidos indicaban a los presentes que ya era hora de marchar a sus aposentos para que el anfi-trión se encargase de sus negocios a primera hora. Luego de esa señal, el silencio de mi padre era grave y adusto como un tintero cerrado. Ahora rescatar el vigor de esas imágenes, es semejante a salvar un galeón del lecho profundo y devolverlo al astillero donde aún le espera un destino. Para que Don Chucho expirara en mis brazos aferrado tenaz-mente a la vida, tenía que llevarme tantas veces cargado en los suyos hasta el mosquitero de tul, abducido por el sueño. Para que Doña Francisca abandonara este mundo encargándome a su Virgen de la Caridad, tenía muchos años atrás, que implorarle me salvara de una letal infección causada por mariscos. Semejante consecución escapa al alcance de nuestros sentidos, atrapados en las peripecias intrascen-dentes del día a día. No sé cuán reconfortante o torturador, puede ser

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comenzar la resurrección de un mundo cuyas delicias y penas parecen haber desaparecido bajo el bregar de los astros. Es hora entonces de desenterrar el tiempo en los espejos, la memoria de aquellos que fue-ron caros a nuestro afecto, es tiempo de amueblar la mesa para que otra vez resurjan las celebraciones familiares, las liturgias en días de santos, las chiquilladas, romances y penitencias. Urge ya sacar de su madriguera al relámpago… Aunque ahora entiendo que al acto de nacer lo determina en rea-lidad una legítima elección, debo hablar de mi nacimiento espontá-neo, de aquel que en lejanos días inauguró mi presencia en el mundo como una criatura, no más que los reptiles, los peces, los pájaros y los árboles. Fui el primogénito de seis hermanos, el primero en recibir la bendición del cáliz materno.

Según supe después, por conversaciones de mis mayores, nací bajo la artillería celeste de los truenos primaverales, un domingo 18 de abril de 1819, faltando dos horas para la media noche. Ingenios y barcos comenzaban a usar la fuerza del vapor. España y la Nación del Norte deslindaban sus territorios en oblicuas mesas de negociación. El General Cienfuegos traspasaba a Cajigal la banda de la Capitanía de La Habana. Bolívar era ya el nombre endemoniado de las Antillas y de semejante amenaza derivó el hecho de que mi padre fuese llamado constantemente a prestar servicios en la milicia lista para defender Manzanillo de un ataque corsario. Eran tiempos en que fue preciso trasladar la familia a Santa Rosa, la más segura de nuestras haciendas dadas al fomento de ganado y la fabricación de azúcar. Mi madre, una joven a quien tempranamente lla-maban «Doña», ocupó buena parte de esa víspera entregada a mis cui-dados y aumentando su colección de edredones bordados a la francesa. Por los años en que el aprendizaje del latín fue mi gran predilección, me aficioné también a indagar acerca de una serie de episodios su-cedidos en mi familia antes de mi nacimiento o por los años en que nada podía registrar mi memoria de párvulo mimado. Fue así como supe que las raíces de mi apellido paterno estaban fuertemente ligadas a la noble villa de Osuna y que sus portadores habían sido hidalgos

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distinguidos en oficios de capitanes, regidores, alcaldes y clérigos, y cuyo linaje mi padre se esforzó en restaurar. La raigambre materna se había asentado a inicios del siglo diecisiete en Puerto Príncipe, e igualmente descendía de ilustres súbditos de la Monarquía. Durante una que otra cena, oía hablar a mi padre de sus mayores, víctimas de ciertas fiebres que inauguraron este siglo en la villa. De Don Manuel Hilario conservaba un mosquete con que siendo Teniente Gobernador de Holguín, defendió La Habana del asedio inglés. De Doña Antonia Luque atesoraba un simpático retrato en miniatura que a todas horas llevaba consigo y una docena de mantas que semejaban un gran cali-doscopio por lo variopinto de sus hebras. De este modo fui el benjamín en quien confluyó toda esa mezcla de sangre castiza, tal y como sería atestiguado mucho después en un expediente donde se aseguraba que mi ascendencia no estaba sujeta a «impureza alguna de raza negra, mora, judía o penados por la Inquisición». En los vaivenes de Santa Rosa a Bayamo nacieron mis hermanos Francisco Javier y Ladislao. Como un daguerrotipo contaminado por demasiada luz, recuerdo a Ignacia, mi nodriza, arrullándolos en sus cestas floridas de encajes y lazos, pero esas visiones se han tornado en mí tan frágiles como alas de mariposas decoloradas por el efecto arrasador de los años. Ahora que hago esta remembranza, a poco me-nos de medio siglo, me percato ha desaparecido casi por completo el mundo que mis antecesores se esmeraron en hacer perdurable. Tal vez se haya cumplido la profecía de Don Chucho al descubrir a mis veinti-tantos, en mi anular, la sortija masónica. «Usted con sus marranerías liberales, va a ser la ruina de esta familia», aún sus palabras y su golpe de bastón estremecen el sótano recóndito de mi conciencia. A mi padre lo suaviza ahora para mí su Stradivarius, las notas lánguidas y hermosas en que pasaba de su habitual rudeza de carácter a las mieles de una tolerancia que nos sorprendía a todos.

Era una especie de tregua.

De esas largas estancias en Santa Rosa, perduran en mí los sa-bores del zapote, la guayaba, el níspero, la papaya y otras frutas de encomiable generosidad. Allí Ignacia, entonaba canciones infantiles heredadas de sus ancestros africanos, pero esto sólo ocurría en ausen-

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cia del «amo», pues delante de Don Chucho se veía obligada a fingir en sus cántigas, seguidillas y villancicos castellanos. Hoy, en cada uno de esos caserones silba el viento de lo que fui-mos, de lo que soñamos ser, y corre incluso la brisa oscura de aquello que nos fue impedido. Pienso en esos años de turbia luminosidad y el paladar de mi memoria redescubre otra vez las ambrosías de lo perdi-do. A veces me detengo a ver el amanecer en el mar, y pensando en la pureza esotérica de aquellos tiempos, se me juntan dos eternidades, dos misterios en constante acción y retorno. Para entender lo que hemos sido es preciso volver a serlo, reins-talarse en las horas de otra edad, perderse en el aroma de jazmines, de hierbas recién pisadas por cascos de caballos, extraviar el rumbo de lo ordinario tras el canto de un pájaro en la maraña del bosque o la ruptura cristalina del agua contra una piedra ornada de musgo. En mi recuento, Santa Rosa vuelve a ser un caserón de mam-postería y teja donde no supe si se horneaban pasteles o eran crepús-culos lo que se doraba a fuego lento. Por esos años iniciales, como se me dijo después, una de mis mayores dichas era saborear aquellos ladrilluelos de harina y mecerme en columpio siempre al cuidado de mi nana. Hasta mí llegó el relato de que una de esas tardes pronuncié incompleto el nombre de Ignacia y ese fue el atisbo de mi primera articulación vocal. El hecho enceló a mi padre, pero no tardó en estar pronto de buenas. De esa época en que aún Luis Daguerre proba-blemente ensayaba con vapores de mercurio y yodo, data el primer óleo familiar. Don Chucho lo había encargado a un artista italiano por entonces establecido en Bayamo, ligado con Cratilia, una morena que acaba de liquidar su manumisión a mi abuelo materno y que devino la gran pasión de su vida. Giovanni di Brecchio, tal y como lo conocí después, era un florentino de gesticulaciones graciosas y abundantes. En su carácter rebosaba la inteligencia de la bondad y a su vez todas las bondades de la inteligencia. Uno de esos días en que todos afirmaban que Sucre o el mismísimo Bolívar lucirían sus ponchos en la plaza de Manzanillo, una volanta llevó al artista hasta los confines de Santa Rosa. Largas horas posamos para el pintor y este es el sumario de lo que tal vez fue mi primera fa-tiga. En el lienzo aparecía Don Chucho con una pose marcial un tanto

Page 33: Evelio Traba - MCA Business & Postgraduate School · 2019-02-07 · El camino de la desobediencia 7 Santiago de Cuba, abril de 1909 Felipe González Ferrer Ex combatiente del Ejército

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exagerada. A su diestra resplandecía mi madre, visiblemente encinta, en ese tiempo de Francisco Javier. De su regazo asaltaban mis ojillos preguntones y un gesto que sugería una leve torsión de manos al cen-tro de la escena. De fondo se enseñoreaba la penumbra de un come-dor espacioso asaeteado por un rayo de sol. Desde este sitio contemplo ahora el tesoro familiar que conservo aún luego de la hecatombe de persecuciones y destierros. De pronto la amenaza de una posible invasión bolivariana cesó de un modo paulatino y discreto, lentamente se fue convirtiendo en el tema de todos los salones a que nadie daba real importancia, aunque las milicias de criollos y peninsulares aseguraban al monarca la pose-sión indeclinable de una de las más preciadas provincias del Reino. Varios escarmientos pusieron coto al estado de alarma, y esa relativa tranquilidad fue aprovechada por mis padres para llevarme de regreso a la villa. Don Chucho no podía permanecer aislado de sus negocios ni del roce con otros potentados de la comarca. Recuerdo el traslado al callejón de La Burruchaga en dos volantas, una para la familia y otra para los bártulos y la servidumbre. Durante el trayecto tuvo lugar un altercado que pudo haber arrojado un desenlace fatal. Salteadores de caminos detuvieron el primer carruaje a fin de ultimar el saqueo, pero la destreza en armas de mi padre condujo a buen término el per-cance. Perito en el manejo de mosquete y sable, dueño además de su intuición y carácter, logró herir de muerte al cabecilla de los cuatreros, recibiendo sólo un rasguño en una pierna y dispersando a los secua-ces que huyeron despavoridos. De tal incidente no guardo más que el relincho de los caballos y el grito de las mujeres. Me contaba mi madre que yo permanecí, en un momento de descuido suyo, con los ojos abiertos y fijos en el semblante agónico del malhechor, pero esa escena se ha perdido definitivamente tras bastidores de la memoria. A pesar del esfuerzo ingente hecho por mi padre en pos de entregar vivo al cabecilla, murió en las cercanías de la Barranca de la Luz. Don Chucho fue recibido como un héroe de capa y espada, pero el deseado ascenso demoraría algunos años. Mis abuelos maternos Don Francisco del Castillo y Doña Isabel Ramírez se habían encargado de ofrecernos un banquete de recibi-miento en su casa de la barriada de San Francisco, mientras la nuestra del Callejón de la Burruchaga era reacondicionada por los sirvientes.