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EL TESORO DE FRANCHARD Robert Louis Stevenson Titulo original: The treasure of Franchard. © Littera Books, S.L. Aribau, 124, 08036- Barcelona e-mail: [email protected] ISBN: 84-95845-17-2 Depósito Legal: B-21538-03 Traducción: Virginia Martínez Ia edición: 2003 Impresión: Hurope, S.L. La reproducción total o parcial de este libro no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. Digitalización y corrección por Antiguo.

El tesoro de Franchard

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Autor: Stevenson, Robert Louis

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Page 1: El tesoro de Franchard

EL TESORO DE FRANCHARD

Robert Louis Stevenson

Titulo original: The treasure of Franchard.© Littera Books, S.L. Aribau, 124, 08036- Barcelona e-mail: [email protected]: 84-95845-17-2 Depósito Legal: B-21538-03 Traducción: Virginia MartínezIa edición: 2003Impresión: Hurope, S.L.La reproducción total o parcial de este libro no autorizada por los editores, viola derechosreservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Digitalización y corrección por Antiguo.

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1. La muerte del payaso

Aún no habían dado las seis y ya se había mandado en busca del médico de Bourron.Minutos antes de las ocho, algunos aldeanos se acercaron a preguntar por la función y seles explicó lo que había sucedido. Los aldeanos se alejaron molestos, como si el payaso,cayendo enfermo, cual las demás personas de carne y hueso, se hubiese tomado unalibertad que no le era propia. A las diez, la señora Tentaillon se alarmó seriamente y enviócalle abajo a un mensajero en busca del doctor Desprez.

Cuando llegó el mensajero, el médico estaba trabajando entre papelotes en un rincón delcomedor, mientras su esposa dormitaba en el otro extremo, cerca de la chimeneaencendida.

—¡Caramba! —exclamó el doctor—, debía usted haber venido antes. No se debe perdertiempo en casos como éste.

Y el médico siguió al mensajero, tal como estaba, en zapatillas y con el gorro de dormir.

La posada se hallaba a unos treinta metros de distancia, pero el mensajero no se detuvo enella; entró por una puerta y por otra salió al patio, y luego, condujo al doctor por unaescalera adosada al establo que ascendía hacia el desván, lugar donde yacía el payasoenfermo. Aunque el doctor Desprez viviese mil años, nunca olvidaría el momento en quellegó a aquella habitación, no solamente por lo pintoresco de la escena, sino porque eseinstante marcó una fecha importante en su existencia. La vida de cada cual empieza —yodifícilmente podría explicar el porqué— bien desde el momento de nuestra primeradesgraciada presentación en sociedad, bien desde nuestra primera humillación; realmente,no hay actor que se encuentre en escena con tantos apuros. Sin ir más lejos, cosa que sejuzgaría por demasiada curiosidad, hay muchos sucesos decisivos y conmovedores en lavida de todas las personas que lógicamente podrían considerarse como un punto de partida.Y aquí, por ejemplo, el doctor Desprez, hombre de más de cuarenta años, que habíallegado a ser lo que se llama un fracasado de la vida, que se había casado, se encontró a símismo en un nuevo punto de partida cuando abrió la puerta del desván que estaba encimade la cuadra del hotel Tentaillon.

Era una espaciosa habitación, iluminada por una sola vela que ardía en el suelo. El payasoyacía de espaldas en una cama estrecha, era un hombre grandote, de nariz quijotesca ehinchada debido al abuso del alcohol. La señora Tentaillon estaba inclinada sobre él y leponía agua caliente y cataplasmas de mostaza en los pies; en una silla al lado de la cama sehallaba sentado un muchachito de unos once años, con los pies colgando. Estas trespersonas eran las únicas que estaban en la habitación, a excepción de las sombras. Pero lassombras eran una compañía en sí mismas; la longitud de la habitación exageraba sutamaño hasta dimensiones gigantescas, y como la vela iluminaba desde el suelo, la luz lasproyectaba produciendo escorzos deformados. El perfil del payaso se reflejaba agrandadoen la pared como una caricatura, y era extraño ver cómo aquella nariz se acortaba y seestiraba mientras la llama era soplada por la corriente de aire. La sombra de la señoraTentaillon se reducía a una enorme joroba en los hombros, con un hemisferio por cabezaen determinados momentos. Las patas de la silla se prolongaban tan largas como zancos yel niño aparecía sentado encima de ellos, como una nube, en la esquina del techo.

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Lo que más llamó la atención del doctor fue el niño. Tenía el cráneo abovedado, la frente ylas manos de músico y un par de ojos escrutadores. Estos ojos no eran simplementegrandes, o de mirada firme de suavísimo color pardo. Había una expresión en ellos,además, que conmovió al doctor y que al mismo tiempo le hizo sentirse incómodo. Estabaseguro de haber visto antes una mirada semejante y, sin embargo, no podía recordar nicuándo ni dónde. Era como si este niño, que le era totalmente extraño, tuviera los ojos deun antiguo amigo o de un antiguo enemigo. Le inquietaba el muchacho, aunque ésteparecía completamente indiferente a lo que estaba sucediendo, o más bien permanecíaabsorto en contemplaciones superiores: golpeando suavemente con los pies las varillas dela silla y sujetando sus manos juntas sobre el regazo. Mas a pesar de todo, sus ojoscontinuaron siguiendo al doctor por la habitación con una mirada fija, pensativa. Desprezno podía afirmar si era él quien fascinaba al muchacho o éste quien le fascinaba a él.Examinó al enfermo: le hizo varias preguntas, le tomó el pulso, bromeó con él, hizo que seenfadara un poco y hasta le echó una maldición, y, siempre que miraba alrededor, allíestaban fijos en él aquellos ojos pardos incitándolo a hablar con su mirada interrogadora ymelancólica.

Por fin, el doctor halló de repente la clave del enigma. Recordó la mirada. El muchacho,aunque estaba recto como una flecha, tenía la mirada que es propia de un jorobado; paranada estaba deformado, pero, a pesar de todo, parecía que una persona deformada le estabamirando por debajo de sus cejas. El doctor respiró profundamente, se sentía aliviado porhaber encontrado una teoría (le gustaban las teorías) que explicase su interés por el niño.

A causa de todo eso despachó al inválido con inusual prisa, y, todavía apoyado con unarodilla en el suelo, se giró un poquito y miró al niño que allí descansaba ocioso. Elmuchacho no se turbó lo más mínimo, sino que le devolvió la mirada tranquilamente.

—¿Es tu padre? —preguntó el médico.

—¡Oh, no! —replicó el niño—, es mi patrón.

—¿Estás encariñado con él? —continuó el doctor.

—No, señor —dijo el niño.

La señora Tentaillon y el médico intercambiaron expresivas miradas.

—Eso es malo, muchacho —sentenció este último, con una sombra de austeridad—. Todosdeberíamos estar encariñados con los moribundos, ocultar nuestros sentimientos. Tu patrónse está muriendo. Si yo hubiera visto hace un ratito a un pájaro robando mis cerezas,tendría un sentimiento de decepción cuando alzara el vuelo sobre el muro de mi jardín y leviera perderse en el bosque y desaparecer. ¡Durante cuánto tiempo más hemos de sentir ladesaparición de una criatura como ésta, tan hábil, tan astuta, tan fuerte! Cuando piensoque, dentro de algunas horas, ya no hablará, se le extinguirá la respiración e incluso lasombra de su cuerpo desaparecerá de esa pared, yo mismo, que nunca le he vistoanteriormente, y esta señora, que solamente le conoce como huésped, nos sentiremosembargados por el afecto.

El niño estuvo callado durante un rato, pareciendo reflexionar.

—Usted no le conocía —contestó finalmente—. Era un hombre malo.

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—Es un pequeño pagano —dijo la patrona—. Para el caso, son todos iguales, estosmalabaristas, titiriteros, artistas y demás. No tienen alma.

Pero el doctor seguía examinando al pequeño pagano, frunciendo el ceño.

—¿Cómo te llamas?—preguntó.

—Jean-Marie —respondió el muchacho.

Desprez se le acercó súbitamente en uno de sus repentinos arranques de excitación y lepalpó la cabeza, examinándola con la fruición del etnólogo.

—¡Céltico, céltico! —dijo.

—¡Céltico! —gritó la señora Tentaillon, que tal vez había confundido dicha palabra conotra— ¡Pobre muchacho! ¿Y eso es muy peligroso?.

—Depende —contestó el doctor ásperamente. Y entonces, una vez más, se dirigió denuevo al niño:

—¿Y qué haces para ganarte la vida, Jean-Marie?

—Soy saltimbanqui.

—¿Así que saltimbanqui? —repitió Desprez—. Probablemente es un trabajo saludable.Seguramente, señora Tentaillon, podemos suponer que dar volteretas es una forma sana deganarse la vida. ¿Y, aparte de saltimbanqui, has trabajado de alguna otra cosa para ganartela vida?

—Antes de aprender eso, solía robar — testó Jean-Marie muy serio.

—¡Habrase visto! —exclamó el médico— Eres un hombrecito simpático para tu edad.Señora, cuando llegue mi colega de Bourron, le comunicará usted mi opinión desfavorable.Dejo este caso en sus manos; pero, por supuesto, si se manifiesta algún síntoma alarmante—sobre todo si se reanima bruscamente—, no vacile en llamarme. Aunque, gracias a Dios,ya no ejerzo, he sido médico. Buenas noches, señora. Que duermas bien, Jean-Marie.

2. Plática matutina

El doctor Desprez solía levantarse temprano. Antes de que se elevase hacia el cielo elhumo de las chimeneas, antes de que por el puente se oyese el rechinar de alguna carretaque se dirigiera a sus faenas cotidianas del campo, se le podía ver paseando por su jardín.Ya se entretenía en arrancar algún racimo de uvas; ya se deleitaba comiendo una gran perabajo el enrejado; ya trazaba caprichosos dibujos en la arena del sendero con la contera delbastón; ya se dirigía al río a contemplar el perpetuo correr de las aguas, frente aldesembarcadero de madera, donde tenía amarrada la canoa. Solía afirmar que no habíahoras más apropiadas para elucubrar teorías que las primeras de la mañana.

—Me levanto más temprano que nadie en el pueblo —se jactaba en cierta ocasión—, yésta es la razón de que yo sepa más que los demás y también de que desee aprovechar misconocimientos menos que nadie.

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Nuestro médico era lo que se dice un verdadero experto en salidas de sol; por eso era muyde su agrado ver anunciado el nuevo día con un buen efecto pictórico en el horizonte.Tenía su teoría acerca del rocío, por medio del cual podía pronosticar el tiempo.Indudablemente, la mayoría de cosas le servían con esa finalidad: el sonido de lascampanas de los pueblos vecinos, el aroma del bosque, la visita y el comportamiento deambos, pájaros y peces, el observar las plantas de su propio jardín, la posición de lasnubes, el color de la luz, y, por último, pero no de menor importancia, el arsenal deinstrumentos meteorológicos que guardaba en una cabana cubierta de diversos tejadillos,situada en el prado. Desde que se había instalado en Gretz, había ido aprendiendo más ymás de la meteorología local, convirtiéndose en el desinteresado campeón del clima de laregión. Primero juzgó que aquél era el lugar más saludable de los alrededores. Al finalizarel segundo año, aseguraba que no había sitio más sano en toda aquella región. Y pocoantes de haberse encontrado a Jean-Marie, se preparaba para desafiar por entero a todaFrancia y a Europa, contra cualquier rival que se enfrentase a su lugar escogido.

—La palabra médico —afirmaba— es una palabra tonta. No debería ser empleada porseñoras. Implica enfermedad. Me parece, y lo señalo como un defecto de nuestracivilización, que no tenemos el debido horror a la enfermedad. Ahora bien, yo en esto melavo las manos; renuncié a obtener mi título académico; no soy un doctor; sólo le rindoculto a la verdadera diosa Higía. ¡Ah!, creedme, ¡ella es quien tiene la panacea de lafelicidad y de la salud! Y aquí, en esta mísera aldea, ha instalado su templo: aquí reside yderrama sus dones; por aquí paseo a su vera por la mañana temprano, y ella me muestraqué fuertes ha forjado a los campesinos, qué fructíferos ha hecho los campos, qué altos ybien formados se yerguen los árboles bajo su mirada, y qué ágiles y limpios aparecen lospeces del río en su presencia. —¡Reumatismo! —exclamaba, si alguien le interrumpía conaudacia—, ¡oh! sí, creo que hay algo de reumatismo por aquí. Eso difícilmente se puededesterrar, usted sabe, cerca de un río. Y por supuesto el lugar está un tanto bajo; y losprados están pantanosos, sin duda. Pero, querido señor ¡mire Bourron! Bourron estásituado en un lugar más alto. Bourron está cerca del bosque; abunda el ozono allí, diráusted. Pues bien, comparado con Gretz, Bourron es un perfecto matadero.

A la mañana siguiente de haber acudido a visitar al payaso moribundo, el doctor fue avisitar el desembarcadero situado en la parte baja del jardín y durante largo rato seentretuvo contemplando el correr de las aguas. Él decía que ésa era su oración matinal,pero nunca se supo si dirigía sus oraciones a la diosa Higía o a otra deidad más ortodoxa,porque de vez en cuando sentenciaba oráculos un tanto dudosos: a veces declaraba que losríos representaban la salud corporal; otras los comparaba con los grandes predicadoresmorales que continuamente guían al hombre de espíritu atormentado a la paz, a laperseverancia y al fervor. Después de haber contemplado aproximadamente un kilómetrode agua cristalina deslizándose ante sus ojos, haber visto llegar a la superficie a uno o dospeces luciendo su brillo metálico, y después de haber admirado las largas sombras de losárboles que caían en la mitad del río desde la orilla opuesta, permitiendo entrever losreflejos cambiantes de la luz solar, paseó nuevamente por el jardín y, atravesando su casa,salió a la calle, sintiéndose fresco y renovado.

El resonar de sus pasos sobre el pavimento fue el comienzo de las tareas de aquel día, parala aldea era todavía un sonido dormido. El campanario de la iglesia se elevaba etéreo a laluz del amanecer; unos pájaros que revoloteaban alrededor de la torre parecían nadar en

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una atmósfera inusualmente enrarecida; y el doctor, andando por entre alargadas ytransparentes sombras, respiraba a pleno pulmón y se sintió muy contento con la mañana.

En uno de los postes de la entrada para carruajes divisó una pequeña y oscura figura enactitud meditativa e inmediatamente reconoció a Jean-Marie.

—¡Ah! —dijo deteniéndose alegremente ante el muchacho y dándole una suave palmadaen el hombro—. Así que los dos nos levantamos temprano por la mañana; somosmadrugadores, ¿verdad? Me parece que ambos padecemos todos los vicios del filósofo.

El niño se levantó y saludó muy serio.

—¿Y cómo sigue nuestro paciente? —preguntó Desprez.

Se enteró de que el enfermo continuaba en el mismo estado.

—¿Y por qué te levantas tan temprano por la mañana? —continuó.

Jean-Marie, después de un largo silencio, manifestó que no lo sabía con certeza.

—¿No lo sabes? —repitió el doctor—. Verdaderamente nada sabemos con certeza,amiguito, hasta que nos ponemos a aprenderlo. Pregunta a tu conciencia. Ven aquí, voy asometerte a un interrogatorio.

»¿Te gusta levantarte temprano?»

—Sí —contestó el niño lentamente—, sí, me gusta.

—¿Y por qué te gusta? (ahora seguimos el método socrático) ¿Por qué te gusta?

—Todo está tranquilo —contestó Jean-Marie—; además, a esta hora no tengo nada quehacer y me siento como si fuera bueno.

El doctor Desprez se sentó en el poste, en el lado contrario. Empezó a interesarle laconversación, pues el niño reflexionaba antes de responder y trataba de decir la verdad.

—Parece que te gusta sentirte bueno —dijo el doctor—. Ahora sí que me confundes enextremo, antes me dijiste que eras un ladrón y ambas cosas son incompatibles.

—¿Es muy malo robar? —preguntó Jean-Marie.

—Ésa es la opinión general, pequeño —contestó el doctor.

—No; quiero decir que cuando robaba —explicó el otro— no podía hacer otra cosa. Creoque todos tenemos derecho a comer pan; se debe tener ese derecho, pues se sienteimperiosamente la necesidad de comer. Y además me pegaban brutalmente si volvía conlas manos vacías —añadió—. Yo no ignoraba lo que era bueno y lo que era malo, puesantes me había instruido un pastor que siempre fue muy amable conmigo (al oír la palabra«pastor», el doctor hizo una mueca desagradable). Pero creía que era muy diferente cuandono se tiene nada que comer y encima a uno le pegan; era un asunto diferente. Yo nohubiera robado para comprar pasteles, creo, pero cualquiera robaría para comprar pan.

—Supongo —dijo el doctor, con una creciente mofa—, pero también supongo que pediríasperdón a Dios y le explicarías tu situación.

—¿Por qué, señor? —preguntó Jean-Marie—. No veo el motivo.

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—Pues, seguramente, tu pastor lo vería —replicó el doctor.

—¿Lo vería? —repitió el chiquillo, confundido por primera vez—. Yo creía que Dios losabía todo.

—¿Eh? —gruñó el doctor.

—Yo había pensado que Dios me comprendía —replicó el niño—. Pero usted no lo cree,ya lo veo. Entonces, fue Dios quien me hizo pensar así, ¿verdad?

—Amiguito, amiguito, ya te he dicho que me parecía que tenías los vicios de un filósofo;si también manifiestas las virtudes, debo irme. Soy un estudioso de las benditas leyes de lasalud, un mero observador de la naturaleza sencilla dentro de sus límites comunes, y nopuedo preservar mi ecuanimidad en presencia de un monstruo. ¿Me entiendes?

—No, señor —contestó el muchacho con franqueza.

—Te explicaré lo que quiero decir —contestó el doctor—. Mira allá al horizonte, primero,en el cielo, donde hay tanta claridad, y después, hacia arriba y más arriba, echando tubarbilla hacia atrás, justo hasta la cima del firmamento, donde ya está tan azul como amediodía. ¿No es ése un bonito color? ¿No te alegra el corazón? Lo llevamos viendo todanuestra vida, hasta ha crecido junto con nuestros pensamientos familiares. Ahora bien—cambiando de tono—, suponte que el cielo de repente cobra la vida de un ardienteámbar, como el color del carbón incandescente, y va creciendo hacia lo alto, yo no digoque dejara de ser bonito; pero ¿te gustaría tanto?

—Supongo que no —respondió Jean-Marie.

—Ni a mí tampoco me gustaría. Odio a la gente extraña, y tú eres el chiquillo más singularde todo el mundo.

Jean-Marie pareció reflexionar durante un rato, pero entonces levantó la cabeza de nuevo ymiró al doctor con aire cándido pero inquisitivo.

—Pero ¿no es usted también un caballero bastante singular?

El médico arrojó su bastón, se inclinó bruscamente hacia el muchacho, lo apretó contra supecho y le besó en ambas mejillas.

—¡Admirable! ¡Admirable! —gritó— ¡Qué mañana, qué instante para un teorizantecuarentón! No —continuó increpando al cielo—, yo no sabía que semejantes niñosexistieran; ignoraba que los hubieran hecho así; siempre había dudado de mi raza ¡y ahora!esto parece —añadió recogiendo su bastón— el encuentro de dos enamorados. Heestropeado mi objeto favorito en un momento de entusiasmo. De todos modos el daño noes grave.

Sorprendió al chico mirándole con evidente preocupación, desconcertado y alarmado.

—¡Hola! —le dijo—, ¿por qué me miras así? ¡Oh!, al parecer este muchacho medesprecia. ¿Me desprecias, muchacho?

—Oh, no —replicó muy serio Jean-Marie—; sólo que no le entiendo.

—Debe excusarme, señor —subrayó el doctor con marcada gravedad—, soy demasiado

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joven aún.

«Que se vaya al diablo», exclamó para sus adentros. Se sentó nuevamente y observó almuchacho con sarcasmo. «Ha estropeado la calma de mi mañana», pensó el doctor.«Seguramente estaré nervioso todo el día y tendré fiebre durante la digestión. ¡Tengo quesosegarme!» Y pensando de esta manera hizo un gran esfuerzo de voluntad, desechó suspreocupaciones, ejercicio que había practicado habitualmente, y dejó que su alma vagasepor fuera en la contemplación de la mañana. Inhalaba el aire, saboreándolo como elcatador paladea el vino, prolongando la expiración con salubre entusiasmo. Contaba lasnubecillas que había por el cielo. Seguía el movimiento de los pájaros alrededor de la torrede la iglesia que iban describiendo largas curvas, deteniéndose en el aire o dandocaprichosos saltos mortales mientras parecía que golpeaban el viento con las alas. Y deesta manera recobró la paz mental y la compostura animal, consciente de sus miembros,consciente de que tenía una buena vista, consciente de que el aire tenía un sabor fresco,como de fruta en la boca de la garganta; y finalmente, completamente abstraído, empezó acantar. El doctor cantó al aire: «Mambrú se fue a la guerra...»; incluso en eso conservabasu educación, y sus explosiones musicales estaban siempre reservadas a momentos en queestaba solo y completamente feliz.

Tuvo que volver a la realidad bruscamente a causa de una expresión de dolor en la cara delniño.

—¿Qué te parece mi canto? —preguntó, deteniéndose en mitad de una nota. Entonces,después de haber esperado un poco y al no obtener respuesta repitió imperativamente:

—¿Qué te parece mi canto?

—No me gusta —susurró Jean-Marie.

—¡Oh, ven! —gritó el doctor— ¿Eres posiblemente un artista?

—Yo canto mejor que eso —replicó el chico.

El doctor le miró estupefacto durante unos segundos. Se dio cuenta de que estabaenfadado, por lo que se sonrojó, enfadándose más todavía.

—¡Si así es como hablas a tu patrón...! —dijo finalmente, encogiéndose de hombros.

—No le hablo para nada —contestó el niño—. No me gusta.

—Entonces, ¿yo te gusto? —preguntó bruscamente el doctor Desprez con una ansiedadinusual.

—No lo sé —contestó Jean-Marie.

El doctor se levantó.

—Que tengas un buen día. Eres demasiado para mí. Tal vez tengas sangre en tus venas,quizá licor celestial, o quizá circule algo tan sutil como el aire que respiramos; pero de unacosa sí estoy seguro: tú no eres un ser humano. No, muchacho —agitando el bastón haciaél—, no eres un ser humano. Grábalo, grábalo muy bien en tu memoria: «Yo no soy un serhumano —no pretendo ser un ser humano— soy un jeroglífico, un sueño, un ángel, unailusión, ¡qué sé yo!, ¡lo que te plazca!, pero no un ser humano». Y por lo tanto acepta mis

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humildes saludos y ¡adiós!

Y, con eso, el doctor se alejó calle abajo, un tanto emocionado, mientras el niño sequedaba, profundamente asombrado, donde le había dejado.

3. La adopción

La señora Desprez, que respondía al nombre cristiano de Anastasie, era una mujeragradable; su aspecto era excesivamente sano, de piel morena, de frescas y suaves mejillas,de ojos oscuros y mirada firme, y manos que ni el arte ni la naturaleza podían superar. Erael tipo de persona sobre la que las adversidades pasan como una nube de verano; podía, enlas peores situaciones, fruncir el ceño durante un instante, pero al momento ya se habíarelajado. Tenía mucho de la placidez de una monja, pero poco de su piedad. Anastasie erade una naturaleza mundana aficionada a las ostras, al vino añejo y a las bromas atrevidas,era devota de su marido mas por su propio beneficio que por el de él. Eraimperturbablemente buena por naturaleza, pero no tenía ni idea del autosacrificio. Vivir ensu placentera casa antigua, con un verde jardín detrás y vistosas flores bajo las ventanas,comer y beber de lo mejor, charlar cotidianamente un cuarto de hora con la vecina, nuncallevar corsé o vestido excepto cuando iba a Fountainebleau, de compras, seguir con elcontinuo abastecimiento de novelas picarescas y estar casada con el doctor Desprez sintener motivos de celos, llenaba la copa de su naturaleza hasta el borde. Las personas quehabían conocido al médico en sus días de soltero, cuando éste pregonaba y hacía gala demúltiples teorías, atribuyeron su presente filosofía al estudio de Anastasie. Racionalizabasus burdos placeres y tal vez vanamente los imitaba.

La señora Desprez era una verdadera artista en la cocina. Preparaba el café a la perfección.Su monomanía era la limpieza, y de ella contagió al doctor; en su casa todo estaba enorden, todo objeto relucía y el polvo era algo desterrado de su imperio. Aliñe, la únicasirvienta del matrimonio, no tenía otra misión que limpiar y fregar. Así que el doctorDesprez vivía en su casa como un ternero bien alimentado, calentito y mimado hasta estarrebosante de alegría.

La comida del mediodía siempre era excelente. Había melón maduro, pescado del ríoservido en una memorable salsa bearnesa, pollo asado y un plato de espárragos seguido porun poco de fruta. El doctor tomaba media botella más un vaso, y la señora media botellamenos la misma cantidad, que era un privilegio matrimonial, de un excelente Cóte-Rotiede siete años. Luego se servía el café y una copita de Chartreuse para la señora, pues eldoctor despreciaba y desconfiaba de semejante mezcla; y entonces Aliñe dejaba a la felizpareja entregada a los placeres de los recuerdos y de la digestión.

—Es realmente providencial, querida mía —observó el doctor—, este café es excelente, esrealmente providencial, Anastasie. Te ruego que no te tomes hoy este veneno, sólo por undía, y me apuesto mi reputación a que te sentirás mejor.

—¿Pero qué es lo verdaderamente providencial, amigo mío? —preguntó Anastasie,desatendiendo sus protestas, que eran de una recurrencia diaria.

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—Que no tengamos hijos, encanto —repuso el doctor—. Conforme van pasando los añospienso cada vez más en ello y le doy gracias al poder que reparte dichas cargas. Porque,querida, tu salud, la quietud de mi estudio, nuestros pequeños placeres culinarios, ¡cuántohabrían sufrido, cómo los hubiéramos tenido que sacrificar! ¿Y para qué? Los hijos son laúltima expresión de la imperfección humana. Antes de llegar, la salud huye del hogar.Lloran, querida, son preguntones, exigen que se les alimente, que se les lave, que se leseduque, que se les limpie la nariz; y luego, llegado el momento, rompen nuestroscorazones como yo puedo romper este terrón de azúcar. Un par de manifiestos egoístascomo tú y como yo debería evitar tener descendencia como si se tratara de una infidelidad.

—¡Indudablemente! —dijo ella, y se rió—. Eso es muy propio de ti, sacar partido de loque no tiene remedio.

—Pero, querida —añadió el médico, solemnemente—, hubiéramos podido adoptar unniño.

¡Nunca! —gritó la señora—. Nunca, doctor, con mi consentimiento. Si el niño fuera demi propia sangre y carne, nunca diría que no. Mi querido amigo, tengo demasiado sentidocomún para cargar con la indiscreción de otra persona sobre mis hombros.

—Precisamente —replicó el doctor—. Ambos tenemos sentido común. Y yo soy quienmás se complace de nuestra prudencia, porque... —y miró gravemente a su esposa.

—¿Porque qué? —preguntó Anastasie presintiendo algún peligro.

—Pues que he encontrado a la persona adecuada —dijo el doctor firmemente—, y deboadoptarle esta tarde.

Anastasie le miraba como a través de la niebla.

—Has perdido la razón —dijo ella; y había un tono en su voz que amenazaba conproblemas.

—No, querida —contestó él—. Conservo mi sano juicio, la prueba es que en vez depretender encubrir mi inconsecuencia, la he convertido, preparándote, en un fuerte alivio.Podrás, creo, reconocer al verdadero filósofo que se extasía llamándote su mujer. Enrealidad he pasado mi vida sin contratiempos. Nunca pensé en encontrar a un niño al quesintiera como mío. Ahora bien, anoche encontré a uno. Pero no te alarmesinnecesariamente, querida, porque no tiene ni una sola gota de mi sangre, que yo sepa. Essu mente, querida, su mente la que me llama padre.

—¡Su mente! —repitió ella, con una risa entre desdeñosa e histérica—. ¡Su mente,naturalmente! ¿Y qué pasa con mi mente, Henri? ¿Se trata de una broma o estás loco? ¡Sumente! ¿Y qué pasa con mi mente?

—Es cierto —contestó el marido encogiéndose de hombros—, has puesto el dedo en lallaga. Él será sumamente antipático con mi hermosa Anastasie. Ella nunca le llegará acomprender. Él nunca la comprenderá a ella. Te casaste con la parte animal de minaturaleza, querida, y es en mi parte espiritual en la que encuentro mi afinidad con Jean-Marie. Tanta, que, para serte completamente franco, yo mismo me siento aterrado.Fácilmente podrás percibir que te estoy anunciando una calamidad. No dejes —y aquí sutono fue realmente implorante—, no dejes que las lágrimas te dominen después de comer,

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Anastasie. Ciertamente, te daría un corte de digestión.

Anastasie se dominó.

—Sabes lo dispuesta que estoy siempre a complacerte —dijo ella—, en todo lo razonable.Pero en este punto...

—Amor mío —interrumpió el doctor, deseoso de evitar una negativa—, ¿quién quiso queabandonásemos París? ¿Quién me obligó a renunciar a los naipes, a la ópera, a losbulevares, a mis relaciones sociales y a todo lo que era mi vida antes de conocerte? ¿No tehe sido fiel? ¿No he sido obediente? ¿No he soportado mi condena con alegría? Con todahonestidad, Anastasie, ¿no tengo derecho a ninguna compensación? Lo tengo, y tú losabes. La compensación es mi hijo.

Anastasie se dio cuenta de su derrota. Cambió de color instantáneamente.

—Romperás mi corazón —observó ella.

—De ninguna manera —dijo él—. Sentirás cierto desagrado el primer mes, lo mismo queme ocurrió a mí cuando me trajiste a esta infame aldea, pero luego tu buen sentido y tuexcelente carácter prevalecerán, y ya te veo tan contenta como siempre, haciendo de tumarido el más feliz de los hombres.

—Sabes que no te puedo negar nada —dijo ella, con un último golpe de resistencia— querealmente te haga feliz. Pero, ¿será esto? ¿Estás seguro, esposo mío? Dices que loencontraste anoche. Puede ser el peor de los embusteros.

—No lo creo. Pero no me creas tan ingenuo como para adoptarlo inmediatamente. Yo soy,me halago a mí mismo, el hombre más precavido del mundo. He previsto todas lasposibilidades, mi plan las contempla todas. Tomaré al muchacho como mozo de cuadra. Siroba, si se queja, si desea cambiar, veré que me he equivocado; no le reconoceré como ami hijo y le enviaré a vagabundear.

—Llegado el caso jamás lo harías —afirmó la esposa—; conozco tu buen corazón.

Acercó su mano a la de él, con un suspiro; el doctor sonrió y le cogió la mano y se la llevóa los labios. Había ganado la partida más fácilmente de lo que se había imaginado, siendotal vez la vigésima vez que había probado la eficacia de su mejor argumento, su Excalibur,la insinuación de volver a París. Seis meses en la capital, para un hombre de losantecedentes y relaciones del doctor Desprez, significaban una calamidad equivalente a laruina absoluta. Anastasie salvó el resto de la fortuna manteniéndose estrictamente en elpueblo. Por eso la sacaba de quicio sólo el oír mencionar París, y permitiría a su maridotener una colección de animales en el jardín trasero o adoptar a un mozo de cuadra antes depermitir la cuestión del retorno.

Hacia las cuatro de la tarde el payaso dio su último suspiro; no había vuelto en sí desde elataque. El doctor Desprez estuvo en su último trance y dio la farsa por terminada. Luegotomó a Jean-Marie por los hombros y le condujo al jardín del hotel donde había un bancoal lado del río. Allí se sentó e hizo que el chico se situara a su izquierda.

—Jean-Marie —dijo con mucha gravedad—, este mundo es excesivamente vasto, eincluso Francia, que sólo es un rincón de él, es un magnífico lugar para un muchacho como

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tú. Desafortunadamente, está atestado de personas impacientes e inquietas y haydemasiado pocas panaderías para tantos comensales. Tu patrón ha muerto. No eres capazde ganarte la vida con tus propios medios. ¿No desearás robar? No. Tu situación no esmuy halagüeña; es, por el momento, crítica. Por otro lado, aquí tienes en mí a un hombreni muy viejo ni muy joven que todavía disfruta de la juventud del corazón y de lainteligencia; un hombre instruido, de posición holgada en este mundo de negocios, quemantiene una buena mesa. Un hombre que no es despreciable ni como amigo ni comoanfitrión. Te ofrezco comida y ropa, y te enseñaré lecciones por la noche que seránmejores para un muchacho como tú que las dictadas por todos los maestros de Europa. Note propongo un salario, pero si alguna vez quisieras abandonarme, la puerta de mi casaestará abierta, y te daré cien francos para que puedas enfrentarte a la vida. Si te quedas,tengo un caballo viejo y una calesa que rápidamente aprenderás a limpiar y cuidar. No mecontestes apresuradamente, acepta o rechaza mi propuesta según lo que juzgues mejor.Sólo recuerda esto, que no soy un sentimental o una persona caritativa, sino un hombre quevive rigurosamente para sí mismo, y que si te hago esta propuesta es por mi propio bien, esporque percibo claramente las ventajas para mí. Y ahora reflexiona.

—Estaré encantado. No veo qué otra cosa podría hacer. Se lo agradezco mucho, señor, ytrataré de serle útil —respondió el muchacho.

—Gracias —dijo el doctor afectuosamente, levantándose al mismo tiempo que se secaba lafrente, puesto que había pasado una verdadera agonía mientras el asunto estaba en vilo.Una negativa, después de la escena del mediodía, le hubiera colocado en una situaciónridícula ante Anastasie.

—¡Qué calor hace y qué pesada se ha puesto la tarde! Siempre he tenido el antojo de ser unpez en verano, Jean-Marie, aquí en el Loing, cerca de Gretz. Me tendería bajo un nenúfar yescucharía las campanas que, sin duda, suenan mejor bajo el agua. Eso sí que sería vida,¿verdad?

—Sí —dijo Jean-Marie.

—¡Gracias a Dios que tienes imaginación! —exclamó el doctor, abrazando al muchachocon su habitual efusión, aunque este procedimiento pareció desconcertar a su víctima casitanto como si éste hubiera sido un escolar inglés de su misma edad.

Y ahora —añadió— te presentaré a mi esposa.

La señora Desprez se sentó en el comedor con una bata fresca. Todas las persianas estabanbajadas y las baldosas del suelo habían sido recientemente rociadas con agua; sus ojosestaban entrecerrados, pero simulaba estar leyendo una novela cuando entraron. Aunqueera una mujer animada, disfrutaba de momentos de reposo y tenía un desatado apetito paradormir.

El doctor utilizó una solemne forma de introducción, añadiendo, en beneficio de ambaspartes:

—Deberíais tratar de gustaros mutuamente para complacerme.

—Es muy guapo —dijo Anastasie—. ¿Quieres darme un beso, mi pequeño muchacho?

El doctor se puso furioso y la condujo al pasillo.

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—¿Estás loca Anastasie? —preguntó— ¿Qué es todo eso que oigo acerca del tacto de lasmujeres? El cielo sabe que no me he encontrado con él en toda mi vida. Te diriges a mipequeño filósofo como si fuera un niño. Debes hablarle con más respeto, te lo pido; nodebe ser besado ni tratado como un chico ordinario.

—Sólo lo hice por complacerte, estáte seguro—contestó Anastasie—, pero intentaréhacerlo mejor.

El doctor se disculpó por su brusquedad.

—Pero sí que deseo —continuó— que se sienta como en casa con nosotros. Y realmente tuconducta fue tan idiota, querida mía, y tan completamente fuera de lugar, que hasta a unsanto se le podría perdonar un poco de vehemencia en su desaprobación.

«Hazlo, venga, inténtalo, si es posible que una mujer entienda a los jóvenes, pero, porsupuesto, no lo es y malgasto mi respiración. Por lo menos sujeta tu lengua lo más posibley observa de cerca mi conducta, te servirá de modelo.»

Anastasie hizo lo que le ordenó y observó el comportamiento del doctor. Notó que ésteabrazó al niño tres veces en el curso de la tarde y que se las arregló lo suficiente como paraconfundir y avergonzar al muchachito, que perdió el habla y el apetito. Pero Anastasietenía el verdadero heroísmo de la mujer para los pequeños asuntos. No sólo se abstuvo devengarse fácilmente, dejándole entrever al doctor sus propios errores, sino que hizo lo quepudo para anular su efecto negativo sobre Jean-Marie. Cuando Desprez salió para tomar elaire antes de acostarse, ella se acercó al chico y le tomó de la mano.

—No te sorprendas ni te asustes por el modo de ser de mi marido —le dijo—. Es el másbondadoso de los hombres, pero es tan inteligente que a veces resulta difícil de entender.Pronto crecerás acostumbrándote a él, y entonces le querrás, nadie puede evitarlo. Encuanto a mí, estáte seguro, intentaré hacerte feliz y no te molestaré. Creo que seremosexcelentes amigos, tú y yo. No soy inteligente pero tengo buen carácter. ¿Quieres darmeun beso?

El niño levantó el rostro y ella le acogió en sus brazos y entonces rompió a llorar. La mujerhabía hablado por pura educación, pero se enterneció con sus propias palabras. El doctor,al entrar, los encontró abrazados. Concluyó que su mujer era la culpable y empezó a decircon una voz espantosa:

—Anastasie...

En ese momento ella le miró, sonriendo, con un dedo levantado; él se calmó, asombrado,mientras ella guiaba al chico hacia el ático.

4. La educación de un filósofo

El acomodo del adoptado mozo de cuadra fue realizado felizmente, y las ruedas de la vidacontinuaron girando con tranquilidad en casa del doctor. Jean-Marie cumplía susobligaciones de cuidar y limpiar el caballo y la calesa por las mañanas; a veces ayudaba enlos quehaceres domésticos; otras veces, salía con el médico y bebía la sabiduría de su

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propia fuente; y, por la noche, era introducido en las ciencias y las lenguas muertas. Elniño seguía siendo apacible en su idiosincrasia y en sus modales, raras veces cometíafaltas, pero sólo consiguió hacer un muy parcial progreso en sus estudios y se mantuvocomo un extraño en la familia.

El doctor era el paradigma de la regularidad. Todas las mañanas trabajaba en su obra:«Farmacopea comparada o diccionario histórico de todos los medicamentos», trabajo quehasta el momento consistía en trozos de papel y pernos. Una vez terminada, esta obrallenaría muchos volúmenes, que combinarían el interés histórico con la utilidadprofesional. Pero el doctor era un estudioso de las finuras literarias y de lo pintoresco; unaanécdota, una pincelada costumbrista, un juicio moral o un epíteto sonoro, estaba segurode que era preferido a una obra científica; un poquito más y hubiera escrito la«Farmacopea comparada» en verso. Era extremadamente extensa y entretenida, escrita concuriosidad y colorido, exacta, erudita, un artículo literario, pero que difícilmente reportaríabeneficios a un médico de hoy. El buen gusto femenino de su mujer le había conducido aconsiderar este punto con una sinceridad imparcial. Le leía el diccionario en voz alta, entresueños y paseos, como procedía a un proyecto cuya finalización estaba tan infinitamentedistante, y como el doctor era un poco sensible a todo lo referente al libro a veces seresentía de alguna alusión con aspereza.

Después de almorzar, y durante el período de la digestión, paseaba, a veces solo y otrasacompañado por Jean-Marie, ya que Anastasie habría preferido cualquier cosa antes quepasear.

Ella era, como ya he dicho, una persona muy activa, completamente preocupada por lacomodidad material, y siempre dispuesta a quedarse dormida sobre una novela en elmomento en que desconectaba. Eso era lo más reprochable; ya que nunca roncaba niaparecía descompuesta mientras dormía. Por el contrario, parecía el retrato de lacomodidad lujosa y apetitosa, y se despertaba sin sobresaltos en plena posesión de susfacultades. Me temo que era un animal, pero era un animal agradable de tener al lado. Encuanto a eso, tenía poco que hacer con Jean-Marie, pero la simpatía que se habíaestablecido entre ellos la primera noche permaneció inquebrantable. Mantuvieronconversaciones ocasionales, casi siempre acerca de asuntos domésticos, hasta el extremode decepcionar al doctor. Ocasionalmente salían juntos a ese templo de desagradablesuperstición, la iglesia del pueblo; la señora y él, ambos en sus trajes de domingo,conducían dos veces al mes a Fontainebleau y volvían con compras; y aunque el doctortodavía continuara viendo su relación como irreconciliablemente antipática, era íntima,amistosa y confidencial, tanto como sus naturalezas se lo permitían.

Temo, de cualquier manera, que en su corazón de corazones, Anastasie despreciaba ycompadecía al muchacho. No sentía ninguna admiración por sus virtudes; le gustaban losmuchachos inteligentes, educados, desenvueltos, traviesos, corteses, ligeros y de miradafranca; le gustaba la verbosidad, la simpatía y que fueran un tanto viciosos: la promesa deun segundo doctor Desprez. Y era indefendible su creencia de que Jean-Marie era tonto.

—¡Pobre querido muchachito —había dicho una vez—, qué triste es ser tan necio!

Nunca repitió ese comentario, pues el doctor rabió como un toro salvaje denunciando labrutal grosería de su mujer, quejándose de su propia suerte de estar casado con una burra,

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y, lo que le tocó más de cerca a Anastasie, poniendo en peligro la mesita china con la furiade sus manotazos. Pero se adhirió silenciosamente a su opinión, y cuando Jean-Marieestaba sentado, impasible y sin interés, inclinado sobre sus interminables ejerciciosescolares, aprovechaba la ausencia de su marido para acercarse a él, ponerle los brazosalrededor del cuello, colocar su mejilla junto a la suya y expresarle su comprensión a causade sus dificultades.

—No te preocupes —le decía ella—, yo tampoco soy muy lista, y puedo asegurarte queeso no tiene tanta importancia en la vida.

Naturalmente, el doctor tenía un punto de vista diferente. El caballero nunca se habíapreocupado por el sonido de su propia voz, que era, a decir verdad, bastante agradable deoír. Ahora tenía un oyente que no era tan cínicamente indiferente como Anastasie; oyenteque a veces le ponía en su sitio con las más relevantes observaciones. Además, ¿no estabaeducando al muchacho? Y la educación, los filósofos están de acuerdo, es el más filosóficode los deberes. ¿Qué puede haber más celestial para un pobre ser humano que el ver que losembrado como entretenimiento crece en bien del Estado? En ese caso, el vivir seconvierte en algo placentero. Nunca el doctor había tenido una razón para estar tancontento de sus dotes. La filosofía fluía a torrentes de sus labios. Era tan hábil en ladialéctica que podía convertir un sinsentido, cuando era desafiado, en un arriesgadosentido, y demostrarlo convirtiendo en realidad su falsa proposición. Se libraba de lasobjeciones deslizándose como un pez y dejando a su discípulo maravillado de laprofundidad y sagacidad de su maestro.

Además, en el fondo de su corazón, el doctor estaba desilusionado debido a los escasosprogresos en su educación. Un niño, elegido a causa de sus aptitudes por un observador tanperspicaz, y guiado a lo largo del sendero del saber por un instructor tan filosófico, deberíaadelantar más deprisa y asimilar con mayor seguridad sus enseñanzas. Sin embargo, Jean-Marie era lento en todo y algunas cosas le resultaban impenetrables; y su poder de olvidarera tan alto como su poder de aprendizaje. Por eso el doctor cuidaba de alternar suslecturas, a las que el chico atendía, con las que parecía disfrutar y de las que habitualmentesacaba provecho.

Muchas fueron las charlas que tuvieron juntos; y la salud y la moderación eran los temasde las divagaciones del doctor. A esos temas volvía encantado.

—Te guío —dijo— por los verdes pastos. Mi sistema, mis creencias, mis medicinas estánresumidas en una frase: rechazar el exceso. La bendecida naturaleza, saludable, templadanaturaleza, aborrece y extermina el exceso. La ley natural, en esta materia, dicta suspreceptos a la ley humana; y nosotros debemos reforzarla para complementar los esfuerzosde la ley natural. Sí, muchacho, debemos ser una ley para nosotros mismos y para nuestrosvecinos —lex armara—, armada, enfática y tirana ley. Si vieras a un ruin crapuloso robar,arrójalo desde donde esté. El juez, aunque implique la existencia del mal, es menosofensivo para mí que un doctor o un sacerdote. El aire puro, cargado de la resina de lospinos del bosque vecino, el vino no adulterado y las reflexiones de un espíritu nosofisticado en la presencia de las obras de la naturaleza, ésas, mi muchacho, son lasmejores medicinas y los mejores consuelos religiosos. Dedícate a esto. ¡Escucha! Son lascampanas de Bourron (el viento sopla del Norte y tendremos buen tiempo). ¡Qué claro yetéreo es su sonido! Los nervios se armonizan y se sosiegan, la mente se calma con el

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silencio y observa qué fácil y regularmente late el corazón. Un médico vulgar no veríanada en estas sensaciones, y sin embargo tú mismo te das cuenta de que constituyen unaparte de la salud.

«¿Recuerdas tu quina de esta mañana? Bien. La quina es también una obra de lanaturaleza; es después, de todo, la corteza de un árbol que tal vez nos gustaría coger paranosotros si viviéramos en la localidad.

»¡Qué mundo éste! Aunque soy un ateo manifiesto, es un placer para mí dar a conocer mitestimonio al mundo. ¡Mira los remedios gratuitos y los placeres que rodean nuestroscaminos! El río corre por la parte baja del jardín, sirviéndonos de piscina, de vivero depeces, de sistema natural de desagüe. Hay un pozo en el patio que nos proporciona aguaburbujeante desde las mismas entrañas de la tierra, limpia, fresca y con un poco de vino, esde lo más saludable. La comarca es conocida por ser saludable; el reumatismo es casidesconocido y yo mismo nunca lo he padecido. Te aseguro —y mi opinión se basa en losmás frescos y claros procesos de la razón— que si tú o yo deseáramos abandonar esta casade placeres, sería la obligación, sería el privilegio de nuestro mejor amigo, prevenirnos conuna pistola en la mano para disuadirnos.»

Un hermoso día de junio se sentaron en lo alto de una colina, a las afueras del pueblo. Elrío, tan azul como el cielo, brillaba aquí y allá entre el follaje. Los infatigables pájarosdaban vueltas revoloteando alrededor del campanario de la iglesia de Gretz. Un vientosaludable soplaba del bosque, y en el ambiente, el sonido de cientos de copas de árboles eincalculables millones y millones de hojas verdes vibraban en el aire y llenaban los oídoscon un sonido entre el susurro y el canto. Diríase que cada brizna de hierba cobijaba unacigarra, y que los campos, al resonar alegremente su música, sacudiesen por doquier loscascabeles de la reina de las hadas. Desde el sitio donde estaba el cerro, la mirada abarcabala llanura poblada de álamos por un lado, las onduladas cimas del bosque por el otro, y lamisma Gretz en el centro, un puñado de tejados. Bajo la bóveda del cielo, el lugar seachicaba hasta parecer de juguete. Parecía increíble que la gente pudiese vivir y pudieraencontrar sitio para moverse y aire para respirar en semejante rincón del mundo. Esta idease le ocurrió al niño, acaso por vez primera, y la puso en palabras.

—¡Qué pequeño parece! —suspiró.

—¡Ah! —contestó el doctor—, suficientemente pequeño, ahora. Sin embargo, antaño fueuna ciudad amurallada, próspera, atestada de gente burguesa y de hombres armados, conaltas agujas, por lo que sé, y corpulentas torres a lo largo de las almenas. Mil chimeneasdejaban de echar humo al toque de queda. En los portones había horcas tan gruesas comoespantapájaros. En tiempos de guerra se asaltaban las ciudades con escalas y catapultas; lasflechas caían como hojas, los defensores salían por los puentes levadizos, y cada bandoprofería su grito, al tiempo que hacían chocar sus espadas. ¿No sabes que las murallas seextendían hasta las comandancias? Así lo cuenta la tradición. ¡Ay! Cuánto tiempo hapasado desde toda esa confusión —no queda nada más que las silenciosas palabrasnarradas en tu oído— ¡y la ciudad se encogió ella misma en la aldea que está debajo denosotros! Luego vino la guerra con los ingleses —habrás oído hablar de los ingleses, deesa gente tan tonta que a veces hace el bien por equivocación— y Gretz fue tomada,saqueada e incendiada. Es la historia de muchas ciudades, pero Gretz nunca volvió alevantarse, nunca fue reedificada, sus ruinas acrecentaban la arrogancia de los rivales y las

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piedras de Gretz sirvieron de adoquines para las calles de Nemours. Me satisface decirteque nuestra casa fue la primera que se edificó después de aquella calamidad; cuando laciudad llegaba a su fin, nuestra casa inauguró la aldea.

—Yo también estoy contento de eso —dijo Jean-Marie.

—Debería de ser el templo de las virtudes humildes —respondió el doctor, con verdaderasatisfacción—. Tal vez una de las razones por las que amo tanto nuestra aldea como lohago, es porque tenemos una historia muy parecida ella y yo. ¿Te he contado que en otrostiempos fui rico?

—No, me parece que no —contestó Jean-Marie—. No creo que lo hubiera olvidado. Sientoque haya perdido usted su fortuna.

—¿Que lo sientes? —gritó el doctor—. Entonces veo que después de todo mi esfuerzo ymi trabajo, todavía no ha empezado tu educación. ¡Escúchame! ¿Qué te gustaría más, viviren el antiguo Gretz o en el nuevo, libre de los temores de la guerra, rodeado de verdespraderas a tu puerta, sin ruidos, sin trabas, sin necesidad de servicio militar, sin oír el toquede queda que en otros tiempos nos enviaba a la cama al ponerse el sol?

—Supongo que debería preferir el nuevo —contestó el niño.

—Precisamente —contestó el doctor—, y yo también. Y del mismo modo prefiero miactual modesta fortuna a la riqueza anterior. ¡Dorada mediocridad! exclamaban lossabios antiguos, y yo subrayo su entusiasmo. ¿Acaso no tengo buen vino, buena comida,buen aire, los campos y los bosques para pasear, una casa, una mujer admirable y unmuchacho a quien quiero como si fuera un hijo? Ahora, si yo fuera todavía rico,indudablemente tendría mi residencia en París —tú sabes, París—. París y el paraíso sontérminos transformables. Imagínate este agradable murmullo del viento deslizándose entreel follaje, trocado por la confusión de la calle que recuerda la de Babel, y los suavescolores verde y gris cambiados por el insulso yeso, los nervios se destrozan, se corta ladigestión —¡el retrato de la caída!—. Ya puedes imaginarte también cuáles son lasconsecuencias: la mente sobresaltada, el corazón late a un ritmo distinto y el hombre dejade ser uno mismo. Me he estudiado con fruición a mí mismo —ésta es la verdaderaocupación del filósofo—. Conozco mi carácter como el músico conoce los matices de suflauta. Si tuviera que volver a vivir en París, pronto me arruinaría jugando, más aún, meiría lejos y rompería el corazón de mi Anastasie con mis infidelidades.

Esto fue demasiado para Jean-Marie. Que una ciudad tuviera la virtud de transformar almás excelente de los hombres, superaba su comprensión. Protestó diciendo que París eraun lugar muy agradable para vivir.

—Cuando viví en esa ciudad no sentí tanta diferencia —intercedió.

—¿Cómo? —exclamó el doctor—. ¿No robabas cuando vivías allí?

Pero el muchacho nunca llegó a convencerse de que estaba haciendo algo malo cuandorobaba. Indudablemente, tampoco el médico lo creía, pero el caballero no era demasiadoescrupuloso cuando quería replicar.

—Y ahora —dijo para terminar—, ¿lo empiezas a entender? Mis únicos amigos fueron losque me arruinaron. Gretz ha sido mi academia, mi sanatorio, mi paraíso de inocentes

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placeres. Si me ofrecieran millones, los rechazaría: ¡Atrás, Satanás! Sigue mi ejemplo;desdeña las riquezas, evita la devastadora influencia de las ciudades. Vida sana y fortunamodesta: éste debe ser tu lema durante toda tu vida.

La vida sana que el doctor predicaba coincidía con sus gustos y el cuadro que le pintaba dela vida perfecta era una descripción fiel de la que el muchacho llevaba entonces. Pero esfácil convencer a un niño a quien tú facilitas todos los hechos para la discusión. Además,había algo de admirable en su filosofía y era el entusiasmo del filósofo. Nunca iba aencontrarse a otra persona más enérgicamente determinada a sentirse satisfecha; y si bienno era un gran lógico, y por lo tanto no tenía derecho a convencer a su intelecto, tenía ensu alma algo de poeta y poseía cierta fascinación para seducir corazones. Lo que no podíalograr cuando estaba alegre y sentía una radiante admiración por sí mismo y por suscircunstancias, lo conseguía a veces con una apropiada melancolía.

—Muchacho —le explicaba—, no te me acerques hoy. Si fuera supersticioso incluso terogaría que me encomendases en tus oraciones. Hoy me siento atacado por un extraño mal:el diabólico espíritu del rey Saúl, el embrujo del mercader Abudah, el demonio queatormentaba al monje medieval, está en mí, ¡está dentro de mí! —decía, golpeándose en elpecho.

»Los vicios de mi naturaleza no se pueden dominar; en vano intentarán seducirme losplaceres inocentes; ansio París, revolearme en sus vicios.

»Mira —continuaba él, entregándole unas monedas de plata—, me despojo de mi capital,no se debe confiar en mí si tengo el dinero para un pasaje. Tómalo, guárdamelo, derróchaloen dulces, arrójalo a lo más profundo del río, alabaré tu acción. Sálvame de ese otro yo delque no soy dueño. Si me ves cavilar, no lo dudes. Si fuera necesario, ¡haz descarrilar eltren! Por supuesto, estoy exagerando. Cualquier extremo sería mejor para mí que llegarvivo a París.»

Sin duda, el doctor disfrutaba de esas pequeñas escenas como una variación en su vida;representaban el elemento byroniano en la poesía algo artificiosa de su existencia, peropara el niño, aunque era consciente de su teatralidad, representaban algo más. El doctor talvez hacía demasiado poco caso, y el muchacho tal vez demasiado caso de la realidad y dela gravedad de estas tentaciones.

Un día, Jean-Marie tuvo una inspiración.

—¿No pueden emplearse las riquezas de una manera útil? —preguntó.

—En teoría, sí —respondió el doctor—. Pero la experiencia ha demostrado que nadie lohace. Cada cual se imagina que será excepcional cuando llegue a ser rico; la posesión deriquezas es devastadora, repentinamente aparecen nuevos deseos, y el necio gusto por laostentación se come el corazón del placer.

—¿Entonces, cuanto menos tenga, mejor? —preguntó el chico.

—En realidad, no es así —replicó el médico con voz vacilante.

—¿Por qué? —rebatió con despiadada inocencia.

El doctor Desprez vio todos los colores del arco iris por un instante; el estable universo

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parecía que se le desplomaba encima.

—Porque —dijo, pareciendo deliberar tras una evidente pausa— porque ya he delineadomi vida según mi presente. No es bueno para los hombres de mi edad ser violentamentedesterrados de sus hábitos.

Aquello era una embestida muy dura. El doctor respiró hondo y permaneció taciturnodurante toda la tarde. El niño, en cambio, quedó encantado con la manera en que se lehabían resuelto las dudas; incluso le extrañó que no hubiera dado él mismo con esasolución tan clara y sencilla, Su fe en el médico era inconmovible.

Desprez se inclinaba por salir a tomar el aire después de cenar, especialmente después delron, su debilidad favorita. En esos momentos comentaba la intensidad de sus sentimientoshacia Anastasie, y con las mejillas sonrojadas y una relajada y aturdida sonrisa discutíasobre todo tipo de cosas, y era irresoluto e indiscretamente ingenioso, pero el mozo decuadra no se permitiría una duda que pudiera interpretarse como una ingratitud. Es bienverdad que un hombre puede ser un segundo padre para ti y, sin embargo, beberdemasiado; pero hasta las mejores naturalezas son lentas para aceptar tales verdades.

Verdaderamente, el doctor poseía su corazón, pero tal vez había exagerado la influenciaque ejercía en la mente de su pupilo. Cierto que Jean-Marie había adoptado algunasopiniones de su maestro; sin embargo, aún está por ver si el chico llegó alguna vez arechazar alguna de sus propias ideas. Existían en él convicciones por derecho divino; eraninocentes, nunca escritas, la firmeza en estado puro. Realmente, él podía adquirir otras,pero no podía esconder las suyas, nadie se preocupó de si esas convicciones armonizabanentre sí, y sus placeres espirituales no consistían precisamente en darles la vuelta, ojustificarlas con palabras. Las palabras eran para él sólo actos, como el bailar. Cuandoestaba consigo mismo, sus placeres eran casi vegetativos. Dormía en los bosques delcamino a Achéres y se sentaba en la boca de una cueva, entre grises abedules. Su alma seasomaba al exterior por los ojos; no se movía ni pensaba; la luz del sol, las delgadassombras moviéndose con la brisa, las cimas de los abetos contra el cielo, ocupaban yrodeaban sus facultades. Era pura unidad, un espíritu totalmente abstracto. Un determinadohumor le llenaba y todos los objetos sensibles se fundían, como los colores de un espectrose mezclan y desaparecen en la blanca luz.

Así que mientras el doctor se embriagaba en un mar de palabras, el adoptado mozo decuadra se regocijaba con el silencio de la naturaleza.

5. El hallazgo del tesoro

El carruaje del doctor era una calesa de dos ruedas con un toldo; la especie de vehículopreferido por los médicos. ¡En cuántas calles puede uno verlos, en caminos vecinales! ¡Encuántas calles de aldea, atados a los postes! Este tipo de coche es afectado—particularmente en el trote— por un violento movimiento de vaivén. El toldo describeun considerable arco contra el paisaje, con un solemne efecto absurdo para loscontemplativos caminantes. Montar en semejante coche no puede ser nombrado entre lascosas que se acercan a la gloria, pero no dudo de que puede ser útil para los enfermos del

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hígado. Explicación, tal vez, para la gran popularidad que goza entre los médicos.

Una mañana temprano, Jean-Marie enganchó la calesa de su amo, abrió el portón y saltó alasiento del conductor. El doctor le siguió, vestido de los pies a la cabeza de inmaculadolino, llevando una enorme sombrilla roja y una caja de botánica; y el carruaje se alejórodando ágilmente, como una provocación. Se dirigían a Franchard, a recoger plantas, conun ojo puesto en la «Farmacopea comparada».

Después de trotar durante un buen rato por caminos despejados, llegaron a los bordes delbosque y se internaron en una senda poco frecuentada; la calesa se deslizaba blandamentesobre la arena, haciendo crujir, a su paso, las ramas secas del camino. En lo alto había unafantástica, verde y blanda nube de tupido follaje, que murmuraba. En las arcadas delbosque el aire retenía la frescura de la noche. La textura atlética de los árboles, cada unosoportando su montaña de hojas, recreaba la mente como la contemplación de muchasestatuas; y las líneas de los troncos atraían las miradas admirablemente hacia las cimas, allídonde las últimas hojas relucían sobre un pedazo de cielo. Las ardillas saltaban por el aire.Era el lugar más apropiado para un adorador de la diosa Higía.

—¿Has estado alguna vez en Franchard, Jean-Marie? —preguntó el doctor— Creo que no.

—Nunca —contestó el muchacho.

—Son unas ruinas que se hallan en un desfiladero —continuó Desprez, adoptando un tonode voz expositivo—. Las ruinas de una ermita y una capilla. La historia nos cuenta muchode Franchard; cómo el ermitaño fue asaltado a menudo por bandidos; cómo vivía con unadieta insuficiente; cómo se esperaba que pasara sus días de oración. Se ha conservado unacarta dirigida a uno de estos ermitaños, escrita por el superior de su orden y llena deadmirables consejos higiénicos. Le recomendaba alternar la lectura con la oración y volverde nuevo, para variar, y le decía que cuando se cansara de ambas cosas, saliera a pasear porel jardín y contemplara las abejas. Hasta este día es mi propio sistema. Habrás notado quecon frecuencia dejo mi «Farmacopea» —a veces incluso en medio de una frase— paraacercarme al sol y al aire. Admiro de todo corazón al autor de esa carta; era un hombre quepensaba en los temas fundamentales. Pero, indudablemente, si yo hubiera vivido en laEdad Media (aunque, sinceramente, me alegro de que no sea así), habría sido unermitaño... de no haber sido bufón. Éstas eran, debemos decir, las únicas vías filosóficastodavía abiertas: risa u oración; mofas o lágrimas. Hasta que comenzó a brillar el sol delpositivismo, el sabio solamente podía elegir entre esas dos formas de vida.

—Yo, sin duda, hubiese sido bufón —comentó Jean-Marie.

—No puedo imaginarte sobresaliendo esa tu profesión —dijo el doctor, admirando laseriedad del muchacho—. ¿Te ríes alguna vez?

—¡Oh, sí! —replicó el otro— Me río a menudo, pues me gustan mucho los chistes.

—¡Qué ser tan extraño! —dijo Desprez— Pero estoy divagando. (Percibo de cien manerasdistintas que me hago viejo.) Franchard quedó destruido durante la guerra con los ingleses, lamisma que arrasó Gretz. Pero aquí, en este punto, los ermitaños (porque para entonces yahabía mas de uno) habían previsto el peligro y ocultaban cuidadosamente los cálices delsacrificio. Los cálices eran de un valor monstruoso, Jean-Marie —un valor inapreciable,deberíamos decir—, exquisitamente trabajados, de fino material. Y ahora, escúchame bien,

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hasta la fecha no han sido hallados. En el reinado de Luis XIV, unos individuos excavaronafanosamente entre las ruinas. De repente —¡tac!— una pala chocó contra un obstáculo.Imagínate a los hombres mirándose unos a otros; imagínate cómo latían sus corazones, cómopalidecían y recobraban el color. ¡Era un cofre, y encontrado en Franchard, en el lugarseñalado como el del tesoro oculto! Lo rompieron como fieras hambrientas para abrirlo, y¡ay!, no era el tesoro, solamente algunas vestiduras sacerdotales que, al contacto con el aire,se deshicieron, convirtiéndose instantáneamente en polvo. El sudor de esos buenos mozos seconvirtió en un sudor frío, Jean-Marie. Me apuesto mi reputación a que, si hubiera existidoalgo parecido a un viento cortante, uno u otro habría tenido una neumonía por la perturbaciónque les causó.

—Me hubiera gustado verles convirtiéndose en polvo —dijo Jean-Marie—. Si hubierasucedido de otra manera no me habría importado tanto.

—¡Tú careces de imaginación! —exclamó el doctor—. Imagínate la escena. Un magníficotesoro yace bajo la tierra durante siglos: el material para una existencia vertiginosa, copiosa yopulenta sin trabajo; vestidos y cuadros magníficos sin contemplar; los caballos más velocessin correr, detenidos como por un hechizo; mujeres con la hermosa facultad de sonreír, sinsonreír; naipes, dados, óperas, orquestas, castillos, hermosos parques y jardines, grandesbalandros, todo, todo yaciendo oculto en un cofre, y los estúpidos árboles creciendo porencima bajo la luz del sol, año tras año. Ese pensamiento vuelve frenético a cualquiera.

—Es sólo dinero —replicó Jean-Marie—. Haría daño.

—¡Oh! ¡Venga ya! —exclamó Desprez. Eso es filosofía, todo eso está muy bien, pero no enesta ocasión. Y, además, no es «sólo dinero» como dices; son obras de arte: los cálices estáncincelados. Hablas como niño. Me fastidia sobremanera que repitas mis palabras, sin unaconexión lógica, como un papagayo.

—De cualquier modo, no tenemos nada que hacer —repuso el niño sumisamente.

En aquel momento entraron en la carretera de Ronde y el repentino cambio de carretera,combinado con la irritación del doctor, los mantuvo en silencio. La calesa avanzaba dandotumbos, los árboles pasaban de largo, mirando silenciosamente, como si tuvieran algo en susmentes. Pasaron la villa de Quarilateral y entonces llegaron a Franchard. En una posadasolitaria dejaron el caballo y salieron a pasear sin rumbo fijo. El desfiladero estabacompletamente teñido de brezo, las rocas y los abedules se levantaban luminosos bajo el sol.Un intenso zumbido de abejas que revoloteaban entre las flores dispusieron a Jean-Marie adormir, y se sentó cerca de un montón de brezo, en tanto que el doctor iba de un lado a otro,dando rápidas vueltas, recogiendo sus ejemplares.

La cabeza del muchacho se había inclinado un poco hacia adelante. Tenía los ojos levementecerrados y las manos, relajadas sobre las rodillas, cuando un grito repentino le hizo ponerse enpie. Fue un sonido extraño, agudo y breve; el grito se ahogó, y el silencio volvió como sinunca hubiera sido interrumpido. No había reconocido la voz del doctor, pero, como no habíanadie más en el valle, tenía que ser el doctor quien había proferido el grito. Miró a derecha eizquierda y allí estaba Desprez, de pie sobre un nicho que estaba entre dos grandes rocasredondas, buscando a su hijo adoptivo con el semblante blanco como el papel.

—¡Una víbora! —gritó Jean-Marie, echando a correr hacia él— ¡Una víbora! ¡Le ha mordido!

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El doctor bajó pesadamente de la grieta y avanzó en silencio al encuentro del muchacho, aquien cogió fuertemente por los hombros.

—¡Acabo de encontrarlo! —dijo con voz entrecortada.

—¿Una planta? —preguntó Jean-Marie.

Desprez lanzó un grito de afectada alegría, que las rocas elevaron e imitaron.

—Una planta —repitió desdeñosamente—. Bueno, sí, una planta y aquí —añadió de repente,mostrando su mano derecha, que había estado escondiendo detrás de la espalda—, aquí estáuno de sus bulbos.

Jean-Marie vio un plato sucio, cubierto de tierra.

—¿Eso? —dijo— ¡Es un plato!

—Es un coche con caballos —vociferó el doctor—. Muchacho —continuó acaloradamente—,arranqué una gran capa de musgo de entre esas dos piedras y descubrí una hendidura, y almirar hacia adentro ¿qué crees que vi? Vi una casa en París rodeada de un gran jardín; vi a mimujer brillando con diamantes; me vi a mí mismo elegido diputado; te vi a ti —bien, yo—, yovi tu futuro —concluyó más bien débilmente—, acabo de descubrir América —añadió. «

—Pero ¿qué es? —preguntó el muchacho.

—¡El tesoro de Franchard! —gritó el doctor, y, arrojando su sombrero de paja al suelo, gritócomo un indio salvaje y se abalanzó sobre Jean-Marie a quien cubrió de abrazos y lágrimas.Entonces, se dejó caer entre los helechos y una vez más se rió de tal manera que resonó portodo el valle.

Pero el muchacho tenía ahora un interés propio, el interés de un muchacho. Tan pronto seliberó del doctor, corrió hasta la abertura, saltó dentro del nicho, e, introduciendo la manodentro de la grieta, fue retirando uno detrás de otro, incrustados en la tierra, las banderas, loscandelabros y evidencias de la herencia de Franchard. Un cofre salió por último,herméticamente cerrado y muy pesado.

—¡Oh! ¡Qué divertido! —exclamó, pero cuando volvió la vista al doctor, quien le habíaseguido de cerca por detrás y le estaba observando silenciosamente, las palabras murieron ensus labios. Desprez estaba una vez más del color de las cenizas, su labio temblaba, unaespecie de bestial avaricia le poseía.

—Esto es infantil —dijo—. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Regresa a la posada,engancha el caballo y trae la calesa a aquella loma. Corre, por tu vida, y recuerda: ¡ni unapalabra a nadie! Yo me quedo aquí para vigilar.

Jean-Marie cumplió la orden, pero no sin sentirse sorprendido. El coche fue traído al lugarindicado y los dos gradualmente fueron transportando el tesoro desde su escondite al maleterode debajo del asiento del conductor. Una vez estuvo todo guardado, el doctor recuperó sualegría.

—Le estoy muy agradecido al genio de este vallecito —señaló—. Le ofrezco —le dijo— unabrasa de carbón, una vaca viva y una jarra de vino del país. Estoy preparado para el sacrificioy a beber en su honor. Bien, ¿y por qué no? Estamos en Franchard. Debe tomarse la cerveza

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clara inglesa —no es la clásica, realmente, pero es excelente—. Muchacho, debemos bebercerveza.

—Pero yo pensaba que era nociva para la salud —dijo Jean-Marie— y muy cara, además.

—¡Va, va, va! —exclamó alegremente el doctor— ¡A la posada!

Y saltó al carro, sacudiendo la cabeza, con un aire ágil y juvenil. Dieron la vuelta con elcaballo y en pocos segundos se pararon al lado de la valla del jardín interior.

—Aquí —dijo Desprez—, aquí cerca de la mesa, así podremos echarle un vistazo a las cosas.

Ataron el caballo y entraron en el jardín, el doctor cantando, bien en fantásticas notas altas,bien produciendo profundas resonancias desde el pecho. Cogió una silla, palmoteoruidosamente en la mesa, saludó al mozo con chistes y, cuando finalmente la botella de Bassapareció, cargada con mucho más gas que el más delirante champán, llenó un vaso conabundante espuma y lo empujó hacia Jean-Marie.

—Bebe —dijo—, bébetelo hasta el final.

—Preferiría no hacerlo —balbuceó el muchacho, fiel a su educación.

—¿Qué? —gritó ensordecedoramente el doctor.

—Le tengo miedo —dijo Jean-Marie—. Mi estómago...

—Tómala o déjala —interrumpió Desprez furiosamente—; pero has de saber que no hay nadamás despreciable que una persona escrupulosa.

¡He aquí una nueva lección! El muchacho se sentó pensativo, mirando el vaso pero sinprobarlo, mientras el doctor vaciaba y rellenaba el suyo, en un primer momento con la mentenublada, pero después rindiéndose gradualmente ante el sol, ante la embriagadora yefervescente bebida y ante su propia predisposición para ser feliz.

—De vez en cuando —dijo finalmente, como si fuera una concesión ante la rigurosa actituddel muchacho—, de vez en cuando, y en circunstancias tan críticas como las actuales, estacerveza es un verdadero néctar de los dioses. El hábito, sin embargo, es degradante; el vino, elzumo de las uvas, es la verdadera bebida de los franceses, como he podido comprobarfrecuentemente, y no sé si te puedo culpar por rechazar este estrafalario estimulante. Puedestomar un poco de vino y pastas. ¿Está vacía la botella? Bien, no nos sentiremos orgullosos,tendremos que apiadarnos de tu vaso.

Habiéndose terminado la cerveza, el doctor apresuraba irritantemente a Jean-Marie, mientrasterminaba sus pastas.

—No veo la hora de que nos vayamos —dijo, mirando su reloj—. ¡Dios santo! ¡Qué despaciocomes!

Y, sin embargo, el comer despacio era una de sus recetas particulares, ¡el principal secretopara la longevidad!

El martirio, de cualquier manera, llegó a su fin; la pareja recuperó sus puestos en la calesa yDesprez, recostándose cómodamente, anunció su intención de continuar hasta Fontainebleau.

—¿A Fontainebleau? —repitió Jean-Marie.

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—Siempre mido mis palabras —dijo el doctor—. ¡Adelante!

El doctor era transportado por las alegrías del paraíso; el aire, la luz, el brillo de las hojas, losmovimientos del vehículo, parecían caer armónicamente en sus doradas meditaciones; con lacabeza inclinada hacia atrás, soñó una serie de visiones luminosas, con la cerveza y el placerdanzando en sus venas. Finalmente, dijo:

—Debo telegrafiar a Casimir —dijo—. ¡El bueno de Casimir! Un tipo en lo más bajo de laescala de inteligencia, Jean-Marie, claramente nada creativo, nada poético; pero, sin embargo,pagará tus estudios; su fortuna es vasta, se debe completamente a sus propios esfuerzos. Es eltipo que necesitamos para que nos ayude a vender nuestras baratijas, a encontrar una casaconveniente en París y a encargarse de los detalles de nuestra instalación. Admirable Casimir,¡uno de mis más viejos camaradas! Me aconsejó, tengo que añadir, invertir mi pequeñafortuna en unos bonos turcos; cuando hayamos añadido estos restos de la iglesia medieval anuestro inversión en el imperio mahometano, pequeño muchacho, ¡seguramente nadaremos endoblones, vaya si nadaremos!

«¡Hermoso bosque! —exclamó—, ¡adiós! Aunque sea llamado a otros lugares, nunca teolvidaré. Tu nombre permanecerá grabado en mi corazón. Bajo la influencia de la prosperidadme vuelvo muy apasionado, Jean-Marie. Así es el impulso de un alma natural; tal como era laconstitución del hombre primitivo. Y yo —bien, no lo he de negar— he conservado mijuventud como una virginidad; otro, que hubiera llevado esta existencia somnolienta influidapor el campo durante estos años, otro se habría ido oxidando, convirtiéndose en unestereotipo; pero yo, yo alabo mi feliz constitución, conservo la primavera intacta. Por esoeste futuro cambio, Jean-Marie, probablemente te ha escandalizado. Dime ahora, ¿no teparece una inconsecuencia? Confiesa. Es inútil disimular. ¿Te ha dolido?»

—Sí —dijo el muchacho.

—Ves —prosiguió el doctor con sublime soberbia—, ¡leo tus pensamientos! Eres para mícomo un libro abierto. Pero no estoy sorprendido. Tu educación todavía no se ha completado,los deberes más altos de los hombres todavía no se te han presentado completamente. Unconsejo —hasta que tengamos tiempo libre— te debe ser suficiente. Ahora que estoy, una vezmás, en posesión de una modesta fortuna, ahora que he estado preparándome durante tantotiempo en silenciosa meditación, se convierte en mi deber superior seguir hasta París.

»Mi entrenamiento científico y mi indudable dominio del lenguaje me colocan en situación deservir a mi patria. La modestia en este caso es un engaño. Si el pecado fuera una expresiónfilosófica, la debería llamar pecadora. Un hombre no debería negar sus manifiestashabilidades, puesto que eso sería evadir sus obligaciones. Debo ponerme en marcha. No deboesconderme de las batallas de la vida.»

El doctor continuó hablando, engrasando abundantemente la mezcla de inconsecuencias conpalabras; mientras, el muchacho escuchaba silenciosamente, con la mirada fija en el caballo yla mente en ebullición. Todo era en vano; ni un batallón de palabras podía perturbar unacreencia de Jean-Marie; y condujo hasta Fontainebleau, lleno de compasión, horror,indignación y desespero.

En la ciudad, Jean-Marie no se movió del asiento del conductor para guardar el tesoro;mientras, el doctor, con una singular sensación de estar flotando, entraba y salía de los cafés,

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1 Que sea así para los fines de mi cuento (N. del A.)

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donde intercambiaba apretones de manos con los oficiales de guarnición y donde mezcló unaabsenta con el agradable recuerdo de antiguas experiencias; entraba y salía de las tiendas, delas que regresaba cargado de frutas caras, de verdadera tortuga; una magnífica pieza de sedapara su mujer, un bastón ridículo para sí mismo y un gorro de última moda para el muchacho;entraba y salía de la oficina de telégrafos, donde puso un telegrama y donde, tres horasdespués, recibió una respuesta en la que se le prometía una visita a la mañana siguiente; eimpregnó Fontainebleau totalmente con el fino aroma de su divino buen humor.

El sol estaba muy bajo cuando siguieron adelante de nuevo; las sombras de los árboles delbosque se extendían a través de la blanca y amplia carretera que les guiaba a casa; elpenetrante olor del bosque por la noche ya se había levantado, como una nube de incienso,hacia las copas de los árboles; e incluso en las calles de la ciudad, donde el aire había sidocaldeado durante todo el día entre paredes blancas, llegaba a ráfagas como una músicadistante. A medio camino de casa, el último rayo de sol dorado se desvaneció a través de ungran roble situado, a la izquierda; y cuando siguieron hacia delante, más allá de los límites delbosque, la llanura ya estaba sumergida en un grisáceo nacarado, y una luna grande y claraapareció balanceándose a través de las ramas de los álamos.

El doctor cantó, silbó y charló. Habló de los bosques, de las guerras y del rocío de la mañana;se expresó con palabras altisonantes acerca de las glorias de la escena política. Todo debía decambiar. Al desvanecerse el día, se llevaba consigo los vestigios de una cansada existencia, yel sol de mañana iba a inaugurar una nueva.

—¡Ya he sufrido bastante —lloró— esta vida de confinamiento!

Su mujer (todavía hermosa, o él así la consideraba, tristemente equivocado) no debía seguirenterrada; ahora tenía que brillar ante la sociedad. Jean-Marie se encontraría con el mundo asus pies; las calles abiertas al éxito, a la riqueza, al honor y al renombre postumo.

—Oh, a propósito —dijo—, por Dios, ¡manten la boca cerrada! —Tú eres, por supuesto, untipo muy callado; es una cualidad que gustosamente reconozco en ti. ¡Silencio, doradosilencio! Ésta es una cuestión importante. No debemos decir ni una palabra; ninguna, aunquepodamos confiar en el bueno de Casimir; probablemente podremos vender los cálices enInglaterra.

—¡Pero si ni siquiera son nuestros! —dijo el muchacho, casi sollozando. Fue el únicomomento en que habló.

—Son nuestros, en el sentido de que no son de ninguna otra persona —aclaró el doctor—.Pero el Estado tendría derecho de reclamárnoslos. Si nos fueran robados, por ejemplo, nopodríamos reclamar la indemnización; no tenemos ningún título sobre ellos; incluso tampocopodríamos comunicárselo a la policía. Así es la monstruosa condición de la ley1. Esto es sóloun ejemplo de lo que queda por hacer, de las injusticias que hay que subsanar y que puedencorregirse mediante un diputado activo, fogoso y filósofo.

Jean-Marie concentró sus esperanzas en la señora Desprez; y mientras conducían hacia abajopor Bourron, entre medio de los álamos susurrantes, rezaba entre dientes y fustigaba al caballopara alcanzar una velocidad inusual. Seguramente, tan pronto como llegaran, la señora haría

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valer su carácter y llevaría esta pesadilla a su fin.

Su entrada en Gretz fue anunciada y acompañada por los más furiosos ladridos; todos losperros de la aldea parecían oler el tesoro dentro de la calesa. Pero no había nadie en la calle,salvo tres ociosos pintores ingleses a la puerta del hotel Tentaillon. Jean-Marie abrió el verdeportón y guió adentro al caballo y la calesa; casi en el mismo momento, la señora Desprezsalió al umbral de la cocina llevando un candil encendido, pues la luna todavía no era tan altacomo para iluminar las paredes del jardín.

—¡Cierra el portón, Jean-Marie! —gritó el doctor, apeándose algo bamboleante del caballo—.Anastasie, ¿dónde está Aliñe?

—Ha ido a Montereau a visitar a sus padres —dijo la señora.

—¡Tanto mejor! —exclamó el doctor apasionadamente— Aquí, rápido, venid cerca de mí. Noquiero hablar demasiado alto —continuó—. Querida, ¡somos ricos!

—¿Ricos? —repitió la esposa.

—He encontrado el tesoro de Franchard —contestó su marido—. Mira, aquí están losprimeros frutos: una pina, un vestido para mi siempre hermosa esposa —te favorecerá—,confía en el buen gusto de tu marido, de tu amante... ¡Abrázame, querida! Este mugrientoepisodio terminó; la mariposa multicolor despliega sus alas. Mañana vendrá Casimir; dentrode una semana deberíamos de estar en París, ¡felices finalmente! Deberías tener diamantes.Jean-Marie, sácalo del coche, con sumo cuidado, y tráelo pieza por pieza al comedor.¡Deberíamos poner la mesa! Querida, date prisa y prepara esta tortuga; será estimulante, seráun aliciente a nuestra pobre y ordinaria mesa. Yo mismo iré a la bodega. Nos deberíamostomar una botella de ese pequeño Beaujoláis que tanto te gusta, y terminaremos el Hermitage;todavía quedan tres botellas. Loable vino para loable momento.

—Pero, querido esposo, me estás confundiendo. No entiendo nada.

—¡La tortuga, mujercita, la tortuga! —exclamó el doctor mientras la empujaba hacia lacocina, con candil y todo.

Jean-Marie se había quedado pasmado. Se había figurado una escena bien distinta —unaprotesta inmediata—, y su esperanza empezó a menguar en el acto.

El doctor estaba en todas partes, se le tambaleaban las piernas y de vez en cuando se apoyabacon el hombro en las paredes, ya que hacía mucho tiempo que no había vuelto a probar laabsenta, e incluso en ese momento estaba reconociendo que tomar absenta había sido unaequivocación. No es que lamentase haberse excedido en un día tan glorioso, pero tomó buenanota para tener más cuidado; no debía, por segunda vez, convertirse en víctima de un hábitotan pernicioso. En un abrir y cerrar de ojos sacó el vino de la bodega; preparó los cálicessagrados, algunos sobre el mantel blanco, otros en el aparador todavía con incrustaciones detierra histórica» Entraba y salía de la cocina, ofreciéndole vermut a Anastasie, ilusionándolade cara al futuro, apreciando su nueva riqueza de enormes cifras; y antes de sentarse a cenar,la virtud de la señora se había derretido a fuego de su entusiasmo, su timidez habíadesaparecido; ella, también, había empezado a hablar despreciativamente de la vida en Gretz;y mientras se sentaba en su sitio y se tomaba la sopa, sus ojos relucían con el brillo de losdiamantes que tenía en perspectiva.

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Durante le cena, ella y el doctor hicieron innumerables planes. Bailaban, se hacían reverenciasy promesas el uno al otro. Las caras se les deshacían en sonrisas; sus ojos despedían chispasmientras proyectaban los honores políticos del doctor y la admiración que recibiría el salón dela señora.

—¡No serás un revolucionario!

—Ya sabes que soy con toda mi alma un moderado.

—La señora Gastein nos presentará, ya que nos habrán olvidado por completo —observóAnastasie.

—No nos habrán olvidado —protestó el doctor—. La belleza y el talento siempre dejanhuella.

—Seguramente, he olvidado cómo debo vestirme —suspiró ella.

—Querida, consigues avergonzarme —exclamó él—. ¡El tuyo ha sido un matrimonio trágico!

—Pero tu éxito, ver tu apreciado y honroso nombre en todos los periódicos, eso será más que,un placer, ¡será el cielo! —gritó ella.

—Y una vez por semana —dijo el doctor enfatizando sus palabras detenidamente—, una vezpor semana, una pequeña pero buena partida de bacará.

—Pero solamente una vez por semana, ¿eh? —le instó, amenazándole con un dedo.

—Te lo juro por mi honor político —gritó él, exultante.

—Te mimo demasiado —dijo ella, y le tendió la mano, que él cubrió de besos.

Jean-Marie se refugió en la noche. La luna se columpiaba ya muy alta sobre Gretz. Se dirigióal fondo del jardín y se sentó en el embarcadero. El río corría haciendo remolinos de aguasplateadas, que producían una suave y monótona canción. En la orilla opuesta avanzaba entrelos álamos una tenue niebla. Los junquillos se balanceaban suavemente. Centenares de vecesse había sentado allí el muchacho, en noches semejantes, y contemplaba el fluir del río condespreocupada imaginación. Y tal vez ésta fuera la última. Tendría que abandonar esepueblecito tan familiar, la campiña verde y alegre, el riachuelo tranquilo y silencioso; tendríaque trasladarse a una gran ciudad; su ama, a quien tanto quería, viviría retenida en los salones;su bueno, locuaz y bien intencionado maestro se convertiría en un diputado discutidor; y Jean-Marie les perdería a los dos, y ellos a sí mismos. Él conocía sus propios defectos; supo que sehundiría en una cada vez menor consideración debido al torbellino de la vida en la ciudad; sevio hundiéndose más y más, de muchacho a sirviente. Y empezó a creer confusamente en lasprofecías del doctor sobre el diablo. Podía ver un cambio en ambos. Su generosa incredulidadle engañó esa vez; el muchacho percibió que la botella de Hermitage concluía lo que las copasde absenta habían comenzado. Si ése era el primer día, ¿cómo serían los demás? «Si fueranecesario, haz descarrilar el tren», pensó Jean-Marie, recordando la parábola del doctor. Miróa su alrededor el idílico escenario; respiró profundamente el aroma hechizado de la noche,saturado de heno. «Si fuera necesario, haz descarrilar el tren», repitió para sus adentros. Y selevantó y volvió a la casa.

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6. Una investigación criminal en dos partes

A la mañana siguiente había un inusual alboroto en la casa del médico. Lo último que habíahecho el doctor antes de irse a la cama había sido poner a buen recaudo los objetos valiosos enel aparador; y observó, cuando se levantó de nuevo, alrededor de las cuatro de la mañana, queel aparador había sido forzado y que los objetos de valor habían desaparecido. Llamóenseguida a su señora y a Jean-Marie, quienes acudieron apresuradamente a medio vestir.Encontraron al dueño de la casa furioso, poniendo al cielo por testigo de que se iba a vengarde tal delito, cruzando descalzo el comedor, mientras el faldón de su camisón se agitaba al darla vuelta.

—¡Ha desaparecido! —exclamaba— ¡Las cosas han desaparecido, la fortuna, desaparecida!Somos pobres de nuevo. ¡Muchacho! ¿Qué sabes de esto? Habla, señor, habla. ¿Sabes algo?¿Dónde están? —le tenía cogido por el hombro, sacudiéndole como si fuera un saco, y laspalabras del muchacho, si decía algunas, eran pronunciadas mediante entrecortadosmurmullos. El doctor, rechazando su propia violencia, lo sentó de nuevo. Se dio cuenta de queAnastasie estaba llorando.

—Anastasie —dijo, con la voz cambiada y calmada—, recomponte, domina tus sentimientos.No me gustaría verte delirando apasionadamente como los seres vulgares. Tenemos queolvidar este minúsculo incidente. Jean-Marie, tráeme el botiquín, para estos casos un laxantesuave es lo más indicado.

Y lo administró a toda la familia, dando ejemplo él mismo al tomarse una dosis doble. Ladesdichada Anastasie, que nunca había estado enferma a lo largo de toda su existencia, cuyaalma sentía repugnancia por los remedios, lloraba a mares mientras tomaba el laxante asorbos, se estremecía y protestaba; con gritos y amenazas, se lo acabó. Jean-Marie se tomó suparte con estoicismo.

—Le di una cantidad menor—explicó el doctor—, su juventud le protege contra lasemociones. Y ahora que hemos prevenido cualquier consecuencia mórbida, razonemos.

—Tengo tanto frío —se lamentó Anastasie.

—¡Frío! —gritó el doctor— Le doy gracias a Dios de que estoy hecho de un material másardiente. Porque, querida, un suceso como éste haría transpirar hasta a una rana. Si tienes frío,puedes retirarte; y, a propósito, haz el favor de alcanzarme los pantalones. Tengo frío en laspiernas.

—¡Oh, no! —protestó Anastasie— quedaré contigo.

—No, querida, no debes sufrir por la lealtad que me tienes —dijo el doctor—. Yo mismo teiré a buscar un chal. Y el doctor se fue escaleras arriba y volvió con varios vestidos y cargadocon prendas de abrigo para la temblorosa Anastasie.

—Y ahora —reanudó la conversación—, vamos a investigar este delito. Procedamos porinducción. Anastasie, ¿sabes de algo que pueda ayudarnos?

Anastasie no sabía nada.

—¿Y tú, Jean-Marie?

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—Yo tampoco —respondió el muchacho decididamente.

—Bien —prosiguió el doctor—. Ahora deberíamos centrar nuestra atención en las evidenciasmateriales. (Nací para detective; soy perspicaz y tengo el espíritu metódico.) Primero, hahabido violencia. La puerta ha sido forzada; y, a propósito, se puede ver que el precio quepagué por la cerradura no corresponde a su seguridad: tendremos que hablar de este asuntocon el señor Goguelat. Segundo, aquí está el instrumento empleado, uno de nuestros propioscuchillos de mesa, uno de los mejores, querida, lo que no parece indicar preparación algunapor parte de la banda, si es que era una banda. Tercero, observo que no nos han quitado nadaexcepto los platos de Franchard y el cofre; nuestra propia cubertería de plata ha sidominuciosamente respetada. Eso es astuto, demuestra inteligencia, conocimiento de las leyes,deseo de evitar consecuencias legales. Por este hecho sostengo que pertenecen a la bandapersonas respetables, de fuera, por supuesto, y solamente de fuera, como lo demuestra el robo.Pero sostengo que debemos haber sido espiados en Franchard por algún observador oculto,que nos ha seguido los pasos durante todo el día con una habilidad y paciencia que me atrevoa calificar de consumadas. Ningún hombre vulgar, ningún delincuente novato, habría sidocapaz de todo esto. Tenemos en nuestro vecindario, no es nada improbable, un bandidoretirado dotado de la más alta inteligencia.

—¡Cielos! —gritó Anastasie horrorizada— Henri, ¿cómo puedes decir eso?

—Querida mía, esto es un proceso de inducción —aseveró el doctor—. Si alguno de mispasos son en falso, corrígeme. ¿No dices nada? Entonces, te lo suplico, no seas tanilógicamente vulgar como para rebelarte contra mi conclusión. Hemos llegado —reanudó— atener una idea de quiénes componen la banda (y me inclino por la hipótesis de que hay más deuno), y ahora vamos a dejar esta habitación, que no nos dejará ver nada más, y centremosnuestra atención en el patio y el jardín. Jean-Marie, confío en que estés siguiendo atentamentemis pasos, pues éste es un suceso excelente para tu educación; Venid conmigo a la puerta. Nohay pisadas en el patio; desafortunadamente, nuestro patio está pavimentado. ¡De quéinsignificantes detalles depende el destino de estas delicadas investigaciones! ¡Eh! ¿Quétenemos aquí? Os he traído al lugar exacto —exclamó adoptando una postura majestuosa yseñalando el portón verde—. Ha tenido lugar, como podéis ver por vosotros mismos, unescalo.

Sin duda alguna, la pintura aparecía arañada y desprendida en diversos lugares, y hasta uno delos tablones conservaba la huella de un zapato claveteado. De cualquier manera, el pie habíaresbalado y era difícil calcular la medida del zapato e imposible de distinguir la marca de losclavos.

—Todo el robo —concluyó el doctor—, paso a paso, ha sido reconstruido. La cienciainductiva no puede llegar más lejos.

—Es maravilloso —dijo su esposa—. Sin duda deberías haber sido detective, Henri. No teníaidea de tu talento.

—Querida —contestó el doctor condescendientemente—, un hombre con imaginacióncientífica sabe combinar otras facultades menores; es detective, tal como puede ser publicistao general; de todas maneras, éstas son aplicaciones locales de su talento especial. Pero ahora—continuó— ¿me dejarías ir más lejos? ¿Me dejarías señalar con el dedo a los culpables?, omás bien, ya que materialmente no puedo hacerlo, ¿quieres que te señale la casa donde se

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reúnen? Puede ser una satisfacción, por lo menos es lo único que podemos hacer, ya quetenemos denegada la ayuda de la ley. Llego a esa conclusión de este modo: para podercompletar el perfil del robo, requiero a un hombre que le guste estar en el bosque, requiero aun hombre educado, requiero a un hombre superior en cuanto a las consideraciones morales.Los tres requerimientos, centrados en los alrededores del hotel Tentaillon. Por consiguiente,hay pintores que están continuamente holgazaneando por el bosque. Por consiguiente, haypintores que es posible que tengan alguna educación. Por último, por ser pintores,probablemente sean inmorales. Y esto puedo probarlo de dos maneras. Primero, pintar es unarte que se dirige simplemente a la vista, no ejercita particularmente el sentido moral. Ysegundo, pintar, como todas las demás artes, implica las peligrosas propiedades de laimaginación. Un hombre con imaginación nunca será virtuoso; ¡se eleva por encima de todoslos convencionalismos y trabas morales para complacerse con las consideraciones personalesde la ley!

—Pero tú siempre dices, o por lo menos así lo he entendido —dijo la señora—, que losartistas carecen de imaginación.

—Querida mía, poseen imaginación, y además en grado sumo —contestó el doctor—, cuandoellos abrazan su empobrecida profesión. Además, y éste es un argumento que encajaexactamente con tu nivel intelectual, muchos de ellos son ingleses o norteamericanos. ¿En quéotro lugar podríamos esperar encontrarnos con un ladrón? Y ahora, lo mejor sería que tetomaras tu café, porque aunque hayamos perdido nuestro tesoro no hay razón para morirnosde hambre. Por mi parte, desayunaré con un vaso de vino blanco. Me sientoinexplicablemente caluroso y sediento hoy. Sólo puedo atribuirlo a la conmoción deldescubrimiento. Y es más, tendrás que corroborar que he soportado noblemente la emoción.

El doctor había recobrado su excelente humor; se sentó en el cenador y lentamente se bebióun gran vaso de vino blanco; cogió un poco de pan y queso con poco apetito y, si una terceraparte de sus meditaciones se centraban en el tesoro robado, las otras dos terceras partesestaban más placenteramente ocupadas en la recreación de su talento detectivesco.

Alrededor de las once llegó Casimir; había tomado un tren que salía temprano haciaFontainebleau y después había alquilado un cabriolé para ganar tiempo; el cabriolé estabaesperándole en el hotel Tentaillon y, comentó, estudiando el reloj, tal vez debería esperar unahora y media. Era un hombre de negocios que hablaba con decisión y que fruncía el entrecejoen actitud intelectual. Era el hermano de nacimiento de Anastasia, y no hacía grandesdemostraciones sentimentales con ella: le dio un beso familiar a la inglesa y le pidió comer sinretrasos.

—Puedes contarme la historia mientras comemos —observó—. ¿Has hecho algo especial,Anastasie?

Le prometieron algo bueno. El trío se sentó a la mesa del cenador, Jean-Marie esperando altiempo que comía, y el doctor atendía la mesa mientras hacía lo propio. El doctor relató losucedido con todo lujo de detalles. Casimir le escuchaba lanzando algunas carcajadasexplosivas.

—¡Qué suerte has tenido, mi buen hermano! —observó una vez terminado el relato— Si tehubieras ido a París a jugar, te habrías gastado el tesoro en tres meses. Después habríasrecurrido a tu escasa fortuna y después hubieras venido a mí en procesión, como la última vez.

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Pero te lo aviso —Stasie ya puede llorar y Henri, razonar—, no funcionará dos veces. Vuestropróximo fracaso será fatal. Creía que ya te lo había dicho, Stasie. ¿Eh? ¿No es cierto?.

El doctor se echó hacia atrás y miró furtivamente a Jean-Marie, pero el muchacho parecíaapático.

—Y de verdad —prosiguió Casimir—, sois unos chiquillos, ¡viciosos chiquillos! ¿Cómopodéis saber el valor de esa basura? Puede que no tuviera ningún valor o casi ninguno.

—Perdona —intervino el doctor—. Tienes el mismo buen humor de siempre. Percibo en tiuna menor deliberación de lo habitual. No soy un completo ignorante en estas cuestiones.

—No soy un completo ignorante de nada de lo que haya oído hablar —le interrumpióCasimir, inclinándose y levantando su copa con cierta cortesía fingida.

—Por lo menos —reanudó el doctor— lo pensé detenidamente, de eso puedes estar seguro» ycalculé que nuestro capital se duplicaría.

Y describió la naturaleza de su hallazgo.

—La calidad, mi querido Casimir, era... —El doctor, a falta de palabras, se besó la punta delos dedos.

—No te tomaría la palabra, mi buen amigo —replicó el hombre de negocios—. Tú todo lo vesde color de rosa. Pero este robo —continuó—, este robo es algo muy extraño. Por supuesto,pasaré por alto esa hipótesis disparatada acerca de bandas y de pintores paisajistas. Para mítodo eso es un sueño. ¿Quién se encontraba en la casa anoche?

—Nadie, fuera de nosotros —respondió el doctor.

—¿Y ese joven caballero? —preguntó Casimir señalando a Jean-Marie con un movimiento decabeza.

—Él también —asintió el doctor.

—Bien; y, si es una pregunta pertinente, ¿quién es? —insistió el cuñado.

—Jean-Marie —contestó el doctor—. Combina las funciones de hijo y de mozo de cuadra.Empezó como mozo, pero enseguida ascendió rápidamente a la más honorable consideración.El es, como yo digo, el mayor orgullo en nuestras vidas.

—¡Ja! —dijo Casimir— ¿Y antes de convertirse en vuestro hijo?

—Jean-Marie ha vivido una existencia excepcional; su experiencia ha sido eminentementeformativa —contestó Desprez—. Si yo hubiera tenido que elegir una educación para mi hijo,no habría escogido otra. Comenzó su vida entre payasos y ladrones, más adelante ingresó enla sociedad y empezó a tener la amistad de los filósofos, se puede decir que él ha conocido laesencia de la vida humana.

—¿Ladrones? —repitió Casimir, con aire meditativo.

El doctor habría debido morderse la lengua. Previo lo que iba a suceder y se preparó para unavigorosa defensa.

—¿Y tú has robado alguna vez? —preguntó Casimir, girándose repentinamente hacia Jean-

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Marie, mirándole fijamente por primera vez a través de su monóculo.

—Sí, señor —respondió Jean-Marie, ruborizándose intensamente.

Casimir se volvió hacia los otros dos, con los labios apretados, moviendo la cabezasignificativamente.

—¿Eh? ¿Y cómo es eso?.

—Jean-Marie siempre dice la verdad —afirmó el doctor enderezándose.

—Nunca ha dicho una mentira —añadió la señora—. Es el mejor de los muchachos.

—¿Nunca dijo una mentira, verdad que no? —reflexionó Casimir—. Extraño, es muy extraño.Escúchame, mi buen amigo —continuó—. ¿Conocías la existencia del tesoro?

—El me ayudó a traerlo a casa —interrumpió el doctor.

—Desprez, tan sólo te pido que contengas tu lengua —replicó Casimir—. Quiero interrogar atu mozo de cuadra, y si estás tan convencido de su inocencia tienes que permitirle queconteste por sí mismo. Así pues —reanudó, dirigiéndose directamente a Jean-Marie—. ¿Túsabías que ese tesoro se podía robar impunemente? ¿Sabías que no podrías ser acusado?¡Vamos! ¿Lo sabías o no lo sabías?

—Lo sabía —contestó Jean-Marie, con un abatido susurro. Se sentó allí, cambiando de colorcomo la luz rotatoria de un faro, retorciendo sus dedos histéricamente, tragando aire, siendo elvivo retrato de la culpabilidad.

—¿Sabías dónde fue guardado? —reanudó el inquisidor.

—Sí —contestó Jean-Marie.

—Dices que fuiste ladrón tiempo atrás —continuó Casimir—. ¿Y cómo puedo saber yo si nolo sigues siendo todavía? ¿Te resultaría fácil escalar el portón verde?

—Sí —contestó el culpable, todavía más bajito.

—Bueno, entonces, tú eres quien robó esas cosas. Tú lo sabes y no te atrevas a negarlo.¡Mírame a la cara! ¡Levanta esos ojos de serpiente y contesta!.

Pero en vez de contestar, Jean-Marie rompió en un llanto amargo y huyó del cenador.Anastasie persiguió a la víctima para alcanzarla y tranquilizarla, no sin antes recriminarle a suhermano:

—¡Eres un bruto, Casimir!

—Hermano mío —dijo Desprez, con la mayor dignidad—, tú mismo te tomaste la libertad...

—Desprez —le interrumpió Casimir—, sé sensato, por el amor de Dios. Me telegrafías paraque deje mis negocios y para que venga aquí inmediatamente. Vengo, pregunto de qué se tratay me ruegas: «Encuéntrame al ladrón». Pues bien, te lo encuentro y te digo: «¡Aquí está!»Puede que no te guste, pero no tienes ningún derecho a ofenderte.

—Está bien —asintió el doctor—, tienes razón, incluso te agradezco tu equivocadoentusiasmo. Pero tu hipótesis es tan extravagantemente monstruosa...

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—Mira —interrumpió Casimir—, ¿fuisteis tú o Stasie?

—Por supuesto que no —contestó el doctor.

—Muy bien, entonces fue el muchacho. No se hable más —dijo el cuñado, sacando sucajetilla de puros.

—Te diré más —replicó Desprez—, si ese muchacho hubiera venido y me lo hubieraconfesado por sí mismo, no le habría creído; y si le hubiera creído, tanta confianza me inspira,que concluiría que había actuado por el bien de todos.

—Bueno, bueno —dijo Casimir indulgentemente. —¿Tienes un candil? Debo irme. Y, apropósito, me gustaría que me dejaras vender por ti tus bonos de los ferrocarriles turcos.Siempre te lo he dicho, van a la quiebra. Te lo repito de nuevo. Realmente, en parte he venidopor eso. Nunca contestas a mis cartas, un hábito imperdonable.

—Mi buen hermano —replicó el doctor suavemente—, nunca dudé de tu habilidad en losnegocios, pero puedo darme cuenta de tus limitaciones.

—Muy bien, amigo mío, te devuelvo el cumplido —observó el hombre de negocios—-. Tulimitación es ser totalmente irracional.

—Hay que ser ecuánimes —le contestó el doctor con una sonrisa—. Tu actitud es la de creerestrictamente en el juicio de una sola persona —tú mismo—. Yo soy de la misma opinión,pero críticamente, y mantengo los ojos abiertos. ¿Cuál es la actitud más irracional? Piénsalo túmismo.

—¡Oh, mi querido amigo! —exclamó Casimir—. Quédate con tus bonos, quédate con tumozo de cuadra, vete al diablo y terminemos de una vez. Pero no empieces a razonarconmigo, no puedo soportarlo. Bla, bla, bla. Me habría podido quedar donde estaba, para loútil que he sido. Despídeme de Anastasie y del malhumorado mozo de cuadra con cara depocos amigos, si insistes en ello. Yo me voy.

Y Casimir partió. El doctor, esa noche, analizó su carácter junto con Anastasie.

—Una cosa, hermosa —dijo—, ha aprendido desde que conoce a tu marido: la palabra«razonar». Brilla en su vocabulario como una joya en un montón de basura. Y todavíacontinúa sin saber usarlo. Como debes haber observado, lo usa como una especie de insulto,en el sentido de «ergotizar», insinuando, como si la tuviera — ¡pobre hombre!— una vena desofistería. Y con respecto a su crueldad con Jean-Marie, hay que perdonarle. Él no tiene laculpa, es consecuencia de la vida que lleva. Un hombre que maneja dinero es un hombreperdido.

El proceso de reconciliación con Jean-Marie fue de alguna manera lento. Al principio no se lepodía consolar, insistía en marcharse de la familia, pasó del mutismo al paroxismo de laslágrimas, y fue sólo tras encerrarse durante una hora a solas con Anastasie que ella hizoprogresos, buscó al doctor, y, con lágrimas en los ojos, informó al caballero de lo que habíapasado.

—Al principio, mi querido esposo, no quería atender a razones —dijo ella—. ¡Imagínate sinos hubiera abandonado! ¿Qué nos importaría el tesoro comparado con eso? ¡Ese malditotesoro nos ha traído todo esto! Por fin, tras haber abierto su corazón, accede a quedarse, con

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una condición: no debemos volver a mencionar este asunto, esta infame sospecha, ni siquieramencionar el robo. Sólo bajo esta condición el pobre niño consentirá en quedarse connosotros.

—Pero esta prohibición —dijo el doctor—, ¿es posible que se refiera a mí?

—A todos —le aseguró Anastasie.

—Querida —protestó Desprez—, debes de haber entendido mal. No puede referirse a mí.Habría venido a mí de manera natural.

—Henri —dijo ella—, hace referencia a ti, te lo juro que la hace.

—Esto es muy doloroso, es una situación muy dolorosa —dijo el doctor desconsolado,apartando la vista de su mujer—. No puedo disimular, Anastasie, que estoy un poco ofendido.Esto es lo que siento; lo siento, querida, intensamente.

—Sabía que te dolería —dijo ella—. Pero ¡si hubieras visto su angustia! Deberíamos tenerpaciencia, deberíamos sacrificar nuestros sentimientos.

—Confío, querida, que nunca me hayas encontrado reacio a hacer sacrificios —replicó eldoctor muy fríamente.

—Entonces, ¿me permites ir a decirle que estamos conformes? Será propio de tu noblecarácter —se alegró ella. El espíritu de Desprez saltó, gozoso por la alabanza.

—Ve, querida —dijo el doctor, noblemente—; tranquilízale. Este tema está enterrado, es más,haré un esfuerzo, he adiestrado mi voluntad a estos ejercicios, está olvidado.

Un poco después, pero todavía con los ojos hinchados y la expresión mortalmenteavergonzada, Jean-Marie reapareció y se dirigió ostentosamente a cumplir con su trabajo. Erael único miembro infeliz de la fiesta que se sentó aquella noche a cenar. Pero el doctor estabaradiante. De este modo, cantó el réquiem del tesoro:

—Éste ha sido, sin duda, el más divertido de los episodios. No somos ni un franco más pobresque antes de tenerlo. No, hemos ganado inmensamente. Nuestra filosofía ha sido puesta aprueba. Queda todavía un poco de tortuga, la más saludable de las delicias. Yo tengo mibastón; Anastasie tiene su vestido nuevo, y Jean-Marie es el orgulloso poseedor de un gorro ala última moda. Además, anoche tomamos una copa de Hermitage, esa sensación todavíasatisface a mi memoria. Estaba poniéndome categóricamente tacaño con ese Hermitage,categóricamente tacaño. Os propongo una cosa: teníamos una botella para celebrar laaparición de nuestra visionaria fortuna; tomémonos una segunda para consolarnos de sudesaparición. La tercera, la reservaré para el desayuno del día de la boda de Jean-Marie.

7. El derrumbamiento de la casa de Desprez

La casa del doctor todavía no ha recibido los cumplidos de una descripción, y ha llegado elmomento de suplir esa omisión porque, la casa en sí, es un personaje de esta historia, aunqueaparezca en escena sólo hacia el final. Dos pisos de altura, paredes de un cálido amarillo, detejas rojizas, oscuras, entreveradas de musgo y líquenes. Era espaciosa, muy ventilada y poco

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cómoda. Las amplias vigas aparecían aquí y allá grabadas con rudos dibujos y marcas; labarandilla de la escalera estaba tallada con rústicos arabescos; una robusta columna demadera, que soportaba el techo del comedor, mostraba caracteres misteriosos en el lado másoscuro, runas, según el doctor; no dejó de recordar al erudito escandinavo que los habíaprecedido, cuando repasó la legendaria historia de la casa. Pisos, puertas y vigas formabanuna gran variedad de ángulos; cada habitación tenía una particular inclinación; el aguilón sehabía ladeado hacia el jardín, como si fuera una torre inclinada, y uno de los antiguospropietarios había tenido que reforzar el edificio desde ese lado con un puntal de madera,como si fuera una torre de perforación. En conjunto, tenía muchas zonas ruinosas; era unacasa de la cual hasta las ratas desertarían, y nada, salvo su excelente luminosidad —lospulidos y resplandecientes cristales de la ventana, la pintura impecable, los objetos de latónradiantes, los pilares coronados con flores trepadoras—, nada excepto su parecido a unanciano sonriente y bien cuidado, sentado con su muleta en una esquina soleada del jardín, lamarcaba como una casa en la que viviría gente de buena condición social.

Si hubiera estado descuidada o mal cuidada, pronto habría llegado a las fases lamentables dela ruina. Sea como sea, a toda la familia le encantaba. Y el doctor nunca estaba mejorinspirado que cuando narraba su historia imaginaria y trazaba las diferentes personalidades delos sucesivos propietarios, desde el comerciante judío que reconstruyó las paredes después delsaqueo de la ciudad, sin olvidar al misterioso escritor de los caracteres rúnicos, hasta el zafioholandés de manos sucias y alargada cabeza, a quien el doctor había adquirido la propiedad aun precio ridículo. En lo referente a la seguridad, nunca se lo habían planteado. Lo que habíaperdurado durante cuatro siglos, bien podía durar un poco más.

Por otra parte, en ese invierno particular, después de encontrar y perder el tesoro, la familiaDesprez tenía una preocupación de carácter diferente, y que estaba más cerca de suscorazones. Jean-Marie claramente no era el mismo. Tenía ataques de actividad frenéticacuando hacía un esfuerzo inusual para agradar, hablaba más y más deprisa y redoblaba suatención a las lecciones. Pero esos ataques eran interrumpidos por periodos de melancolía yde un silencio triste, en los que el muchacho se comportaba de manera poco menos queinsoportable.

—El silencio —moralizó el doctor—, verás, Anastasie, lo que provoca el silencio. Si elmuchacho se hubiera desahogado adecuadamente, la pequeña decepción acerca del tesoro, lapequeña molestia por la descortesía de Casimir habría sido olvidada hace tiempo. Todo esto leacecha como una enfermedad. Pierde peso, su apetito es variable, y, en conjunto, su salud seestá perjudicando. Yo le mantengo en el régimen más estricto y le doy los tónicos máspoderosos, pero ambas cosas son en vano.

—¿No te parece que le drogas demasiado? —preguntó la señora, con un estremecimientoincontrolable.

—¿Drogarle? —gritó el doctor—, ¿drogarle, yo? ¡Anastasie, estás loca!

Pasó el tiempo, y la salud del muchacho seguía debilitándose lentamente. El doctor culpaba alclima, que era frío y borrascoso. Desprez le llamó confiere de Bourron, le otorgó capacidadesmédicas y, muy pronto, él mismo estaba bajo tratamiento también, no sin saber el motivo. Él yJean-Marie tenían medicinas que tomar en diferentes momentos del día. El doctor esperaba elmomento exacto para tomar las medicinas, reloj en mano.

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2 El día 5 de noviembre: Aniversario del complot contra el rey y el Parlamento, para vengarlas penas impuestas a los católicos.

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—No hay nada como la regularidad —le decía; medía la ración y se deleitaba hablando de lasdosis y, si bien el muchacho parecía no mejorar, el doctor no empeoraba en absoluto.

El Día de la Pólvora2, el muchacho estaba particularmente desanimado. El tiempo eraespecialmente ventoso. Enormes grupos de nubes pasaban rápidamente sobre sus cabezas;destellos de luz se filtraban por las nubes y barrían la aldea, seguidos por intervalos deoscuridad y una lluvia blanquecina y horizontal. A veces el viento alzaba la voz y bramaba.Los árboles eran azotados, y las últimas hojas volaban como el polvo.

El doctor, entre el muchacho y el tiempo, era feliz; tenía una teoría que comprobar. Estabasentado con su reloj y un barómetro delante de él, esperando los chubascos y anotando suefecto sobre el pulso humano.

—Para el verdadero filósofo —comentó encantado—, cada hecho de la naturaleza es unjuego.

Recibió una carta, pero como su llegada coincidió con la aproximación de otra ráfaga, lametió apresuradamente en el bolsillo, le dio la hora a Jean-Marie y al momento ambos seestaban tomando el pulso como si de una apuesta se tratara.

Al anochecer, el viento se levantó hasta formar una tempestad. Sitió la aldea aparentementepor todos los lados, como si fueran baterías de cañones; las casas se sacudieron y gimieron;las ascuas fueron aplastadas contra el suelo. El alboroto y el terror de la noche mantuvo a lagente despierta durante mucho tiempo, sentados, con la cara pálida, escuchando.

Eran las doce antes de que la familia Desprez se retirara. A la una y media, cuando latormenta ya había sobrepasado su punto más álgido, el doctor se despertó de un sueñointranquilo y se sentó en la cama. Un ruido aún sonaba en sus oídos, pero si era de este mundoo del mundo de los sueños no estaba seguro. Le siguió otro golpe de viento, acompañado deun movimiento enfermizo de la casa entera, y en el espacio de tiempo siguiente, Desprez pudooír las baldosas que llovían como una catarata en el desván, sobre su cabeza. Arrancó aAnastasie de un tirón de la cama.

—¡Corre! —gritó, tirándole algo de ropa— ¡La casa se está cayendo! ¡Al jardín!

No esperó a que se lo repitieran dos veces; bajó las escaleras en un instante. Ella nunca habíasospechado tener tanta energía. El doctor, mientras tanto, se dejó intimidar, procedióenseguida e hizo abandonar la casa a Jean-Marie, arrancó a Aliñe de su virginal sueñocogiéndola de la mano y se dejó caer por las escaleras hasta el jardín con la chica dandotumbos escaleras abajo detrás de él, aún medio dormida.

Los fugitivos se reunieron en el cenador regidos por un instinto común. Entonces llegó undestello de luz de luna que luchaba por salir de entre las nubes, que dejó entrever las cuatrofiguras de pie, arrimadas para protegerse del viento; había una falta considerable de luz. Anteel humillante espectáculo, Anastasie se cubrió desesperadamente con el camisón y rompió allorar con estrépito. El doctor se apresuró a consolarla, pero ella le rechazó. Ella sospechabaque todo el mundo era susceptible de ser público y pensó que la oscuridad tenía vida y ojos.

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Otro destello y otra ráfaga violenta llegaron a la vez; vieron cómo la casa se tambaleaba sobresus cimientos y, justo cuando la luz volvió a desaparecer, un estruendo que superó el bramidodel viento anunció su derrumbamiento, y durante un momento el jardín entero estuvo repletode mosaicos y trozos de ladrillo brincando de un lado a otro. Uno de estos proyectiles rozó laoreja del doctor; otro descendió hasta el descalzo pie de Aliñe que, instantáneamente,convirtió la noche en un espanto con sus chillidos.

Llegado ese momento, la aldea ya estaba alarmada, las luces iban encendiéndose en lasventanas, los gritos iban llegando hasta el grupo y el doctor contestó esforzándosegallardamente con Aliñe y la tempestad. Pero esta esperanza de ayuda sólo despertó enAnastasie un estado más vivo de terror.

—Henri, vendrá más gente —gritó al oído de su marido.

—Así lo espero —contestó él.

—No puede ser. Prefiero morir —se lamentó.

—Querida —dijo el doctor con reprobación—. Estás excitada. Yo te di alguna ropa. ¿Qué hashecho con ella?

—¡Oh, no lo sé! ¡Debo de haberla tirado! ¿Dónde está? —sollozó.

Desprez avanzó a tientas en la oscuridad.

—¡Admirable! —remarcó— ¡Mis pantalones de pana grises! Esto cubrirá tus necesidadesperfectamente.

—¡Dámelos! —gritó hecha una fiera, pero en cuanto los tuvo en sus manos se tranquilizó.Guardó silencio durante un momento y entonces le devolvió la prenda al doctorapresuradamente—. Dáselos a Aliñe, pobrecita.

—¡Tonterías! —dijo el doctor—, Aliñe no tiene ni idea de lo que le pasa. Está fuera de sí,aterrorizada; y, de cualquier manera, es una campesina. Ahora estoy realmente preocupadopor esta exhibición en una persona con tus hábitos domésticos; mi solicitud y tu fantásticopudor, ambos apuntan al mismo remedio: los pantalones. Le tendió la prenda.

—Es imposible; tú no lo entiendes —dijo ella con dignidad.

En aquel momento llegó el rescate. Era impracticable entrar por la calle, porque el portónestaba bloqueado por los escombros, y los restos oscilantes aún amenazaban con másavalanchas. Pero entre el jardín del doctor y el jardín de la derecha había una construcciónmuy pintoresca: un pozo común. La puerta de al lado de los Desprez estaba abierta porcasualidad, y ahora, a través de la apertura en forma de arco, se podía ver la cara de unhombre con barba y un brazo que aguantaba un candil que iluminaba el mundo oscuro yventoso en el que Anastasie escondía sus desgracias.

La luz refulgía aquí y allí entre las ramas de los manzanos que se movían con el viento, ycentelleaba sobre la hierba; pero el candil y la cara resplandeciente se convirtieron en elcentro del mundo. Anastasie se encogió a causa de la intrusión.

—¡Por aquí! —gritó el hombre— ¿Están todos bien?

Aliñe, aún gritando, corrió hacia el recién llegado y fue rescatada por la abertura de la pared,

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saliendo con la cabeza por delante.

—Ahora, Anastasie, venga; es tu turno —dijo el marido.

—No puedo —respondió ella.

—¿Vamos a morir todos de frío, señora! —tronó el doctor Desprez.

—¡Tú puedes irte! —gritó ella— ¡Oh, vete, vete! Yo me quedo aquí. No tengo frío.

El doctor la cogió por los hombros con un juramento.

—¡Para! —gritó ella—. Me los pondré.

Cogió la detestada prenda prestada en su mano otra vez; pero su rechazo era más fuerte que suvergüenza.

—¡Nunca! —gritó ella con un estremecimiento lanzándolos lejos, a la oscuridad.

A continuación el doctor la llevó con toda rapidez al pozo. El hombre y el candil estaban allí.Anastasie cerró los ojos y le pareció que estaba a punto de morir. ¿Cómo traspasó el arco?Nunca lo supo, pero una vez al otro lado fue recibida por la mujer del vecino y fue envuelta enuna manta amistosa.

Fueron preparadas unas camas para las dos mujeres, ropa de distintas tallas para el doctor yJean-Marie; y el resto de la noche, mientras la señora dormitaba en la línea fronteriza con lahisteria, su marido se sentó al lado del hogar y habló con los vecinos, que estaban admirados.Él les demostró detenidamente las causas del accidente; durante años, explicó, elderrumbamiento había sido inminente. Una señal había seguido a otra, los ensamblamientosse habían separado, la argamasa se había partido, las viejas paredes se habían vencido haciaadentro; por último, hace menos de tres semanas, las ranuras de la puerta del sótano habíaempezado a fallar.

—¡El sótano! —dijo él severamente, moviendo la cabeza sobre una copa de vino caliente conespecias— Eso me recuerda mis pobres cosechas; por una providencia manifiesta, elHermitage estaba casi acabado. Pierdo sólo una botella de aquel incomparable vino. Habíasido separado para la boda de Jean-Marie. Tendré que almacenar más; será un aliciente en lavida. Soy, sin embargo, un hombre algo entrado en años. Mi gran trabajo está ahora enterradobajo el derrumbamiento de mi humilde techo. Nunca será completado, mi nombre habrá sidoescrito en agua. Y no obstante me encontráis tranquilo, de buen humor. ¿Puede hacer algomás vuestro sacerdote?

Con las primeras luces del día, el grupo salió resueltamente del hogar a la calle. El vientohabía amainado pero aún arrastraba un mundo de nubes turbulentas; el aire mordía como laescarcha; y el grupo, mientras estaban de pie entre las ruinas, en aquel amanecer lluvioso, segolpeaban el pecho y se soplaban las manos para calentarlas. La casa se había derrumbadocompletamente, las paredes hacia fuera, el techo hacia dentro; era solamente un montón deruinas, quedando por aquí y por allí lanzas abandonadas de una viga partida. Se colocó a unvigilante junto a las ruinas para proteger la propiedad, y el grupo se marchó al hotel deTentaillon para desayunar a expensas del doctor. La botella de vino circuló libremente y antesde que se levantaran de la mesa empezó a nevar.

Durante tres días continuó nevando, y las ruinas, que fueron tapadas con una tela alquitranada

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y vigiladas por centinelas, permanecieron intactas. Los Desprez, mientras tanto, se habíanestablecido en el hotel Tentaillon. La señora pasaba su tiempo en la cocina, confeccionandopequeñas delicias con la ayuda y admiración de la señora Tentaillon, o sentada cerca delfuego, ensimismada. El derrumbamiento de la casa la afectó asombrosamente poco; aquelgolpe había sido desviado por otro: en su mente, estaba continuamente reviviendo la batallade los pantalones. ¿Había obrado bien? ¿Había obrado mal? A veces aplaudía sudeterminación y, ruborizándose inútilmente de vergüenza, se arrepentía de la historia de lospantalones. Ninguna coyuntura en su vida le había exigido tanto. Mientras tanto, el doctorestaba enormemente contento de su situación. Dos de los inquilinos de verano se quedaron allícuando ya se habían marchado los demás, prisioneros por falta de remesas; ambos eraningleses, pero uno de ellos dominaba el francés y era, además, un hombre inteligente ydivertido con quien el doctor podía razonar hora tras hora, seguro de ser comprendido.Muchos fueron los vasos que vaciaron, muchos los temas que discutieron.

—Anastasie —dijo el médico al cabo de tres días— ¡toma ejemplo de tu marido y de Jean-Marie! La excitación ha conseguido mejores efectos en el muchacho que todas mis medicinas,cumple con su turno de guardia con mucho gusto. En cuanto a mí, ya ves. Me he hecho amigode los vecinos y mi anfitrión es, te lo juro, una compañía de lo más agradable. Tú, al estarsola, te encuentras resentida. ¿Te afliges con respecto a la casa, por unos cuantos vestidos?¿Qué son en comparación con mi Farmacopea, una labor de años que yace enterrada bajo laspiedras y escombros en esta deprimente aldea? La nieve sigue cayendo; ¡pues me la sacudo dela capa! Imítame. Nuestros ingresos se van a resentir, lo reconozco, ya que debemosreconstruir la casa, pero la moderación, la paciencia y la filosofía se reunirán de nuevoalrededor del hogar. Mientras tanto, los Tentaillon son serviciales; la mesa, con tu ayuda, estámuy bien; sólo el vino es detestable. Bien, hoy enviaré a alguien a por más. Mi anfitrión estarácomplacido de beberse una copa decente; ¡aja! y comprobaré si posee el colmo del organismo,el paladar. Si tiene paladar, es perfecto.

—Henri —dijo ella, moviendo la cabeza—, tú eres un hombre; no puedes entender missentimientos; ninguna mujer podría borrar de su memoria semejante humillación pública.

El doctor no pudo reprimir una risa disimulada.

—Perdóname, querida —dijo él—, pero para una inteligencia filosófica, el incidente sepresenta como una nimiedad. Estabas perfectamente bien...

—¡Henri! —lloró.

—Bueno, bueno, no diré nada más —contestó él—. Aunque, a decir verdad, si hubierasconsentido en ponerte... A propósito, ¿y mis pantalones? Están tirados sobre la arena. ¡Mispantalones favoritos!

Y salió precipitadamente en busca de Jean-Marie.

Dos horas después, el chico volvía a la posada con una pala bajo un brazo y con una curiosaprenda empapada bajo el otro.

El doctor la tomó entre sus manos con tristeza.

—¡Eran mis pantalones! —dijo—. Ahora pertenecen al pasado. ¡Excelentes pantalones, ya noexistís más! ¡Aguardad! Hay algo en el bolsillo. —Y extrajo un pedazo papel—. ¡Una carta!

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¡Ah, ahora me acuerdo! La recibí la misma mañana de la tempestad, cuando estaba absorto endelicadas investigaciones. Todavía puede leerse. ¡Es del querido y pobre Casimir! Menos mal—dijo riéndose entre dientes— que le he enseñado a ser paciente. ¡Pobre Casimir y sucorrespondencia, su infinitesimal, tímida y estúpida correspondencia!

Llegado ese momento ya había desdoblado cautelosamente la carta mojada, pero mientras ibadescifrando la letra, se le nublaba la frente.

—¡Caramba! —gritó sobresaltado.

Y, entonces, lanzó la carta al fuego y se colocó la gorra.

—¡Diez minutos! Puedo cogerlo, si corro —gritó—. Siempre llega tarde. Me voy a París.Debo mandar un telegrama.

—Henri! ¿Qué pasa? —gritó su mujer.

—¡Los bonos otomanos! —se oyó decir al desaparecido doctor. Anastasie y Jean-Marie sequedaron cara a cara con los pantalones mojados. Desprez se había ido a París, por segundavez en siete años; se había ido a París con un par de zapatos de madera, una chaqueta corta depunto, una camisa negra, gorro de dormir y veinte francos en el bolsillo. El derrumbamientode la casa se convertía así en algo secundario; el mundo entero podía venirse abajo y apenasdejar a su familia más petrificada.

8. El premio a la filosofía

A la mañana siguiente, el doctor, una mera sombra de sí mismo, era traído de vuelta bajo lacustodia de Casimir. Encontraron a Anastasie y al muchacho juntos al lado del fuego; yDesprez, que había cambiado sus ropas por un traje de confección rápida hecho de materialespobres, saludó con la mano, entró y se dejó caer en la silla más cercana. La señora se volviódirectamente hacia Casimir.

—¿Qué es lo que sucede? —gritó ella.

—Bueno —contestó Casimir—. ¿Qué es lo que os he estado diciendo últimamente?Finalmente ha sucedido. No se salva nada, así que tendréis que ir tirando y aceptarlo de lamejor manera posible. Veo que la casa se os ha derrumbado también, ¿eh? Mala suerte, ¡Diosmío!

—¿Estamos... estamos arruinados? —masculló ella.

El doctor le tendió los brazos a su mujer.

—Arruinados —contestó—, estás arruinada por culpa de tu siniestro marido.

Casimir observó el consiguiente abrazo a través de su monóculo; entonces se giró hacia Jean-Marie.

—¿Has oído? —dijo— Están arruinados; no hay nada más que hacer, no hay más casa, no haymás chuletas grasientas. Me parece, amigo mío, que deberías ir empaquetando; se estánacabando los últimos francos —dijo asintiendo mezquinamente con la cabeza.

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—¡Nunca! —exclamó Desprez, poniéndose en pie de un salto—. Jean-Marie, si prefieres irte,ahora que soy pobre, puedes irte; recibirás tus cien francos prometidos si es que aún mequedan. Pero si prefieres quedarte —al doctor se le saltaban las lágrimas—, Casimir meofrece un puesto como oficinista —continuó—. El sueldo es escaso, pero será suficiente paralos tres. Es demasiado para mí haber perdido ya mi fortuna ¿debo perder también a mi hijo?

Jean-Marie rompió a llorar amargamente, pero no dijo nada.

—No me gustan los chicos que lloran —señaló Casimir—. Éste siempre está llorando,¡Bueno!, déjanos solos un rato; tengo que hablar con tus señores de unos asuntos, y estossentimientos familiares podéis resolverlos cuando me haya ido. ¡Andando! —y sostuvo lapuerta abierta.

Jean-Marie se escurrió, cual ladrón descubierto.

Alrededor de las doce todos estaban en la mesa, excepto Jean-Marie.

—¿Lo ves? —dijo Casimir—. Puedes ver que se ha marchado. No hizo falta que se lorepitiéramos.

—No puedo, lo confieso —dijo Desprez—, no puedo explicarme su ausencia —aseveróDesprez—. Me decepciona profundamente, ya que esto indica carencia de buenossentimientos.

—De buenas maneras —corrigió Casimir— Corazón nunca tuvo. Porque, Desprez, para unmuchacho inteligente eres el más crédulo de los mortales. Tu ignorancia acerca de lanaturaleza y de los negocios humanos es increíble. Te engañan los paganos turcos, te engañanlos chavales vagabundos, te engañan por la derecha y por la izquierda, por todas partes. Creoque debe ser a causa de tu imaginación. Doy gracias a mis estrellas de que no tenga ni pizca.

—Perdona —replicó Desprez, todavía humildemente pero un poco más animado, pues podíahacer una distinción filosófica—. Perdona, Casimir. Tú tienes imaginación, en grado sumo,una imaginación comercial. Es precisamente la que a mí me falta, ése es mi punto flaco, queme ha conducido a estos repetidos reveses. El financiero dotado de imaginación comercialprevé el futuro de sus inversiones, se da cuenta de que la casa se derrumba...

—¡Ya! —interrumpió Casimir—, y nuestro amigo el mozo de cuadra aparece paracompartirla con nosotros.

El doctor se quedó callado; y la comida continuó y finalizó principalmente bajo el tono de lano muy consoladora conversación del cuñado. Éste ignoró completamente a los dos jóvenespintores ingleses, mirándolos a través del monóculo cuando le saludaron, y continuó con susconsideraciones como si estuviera solo en el seno de la familia; y cada dos palabras eran unpinchazo más en el globo de la vanidad de Desprez. Para cuando habían terminado el café, elpobre doctor estaba más suave que un guante.

—Vamos a ver las ruinas —propuso Casimir.

Fueron dando un paseo por la calle. El derrumbamiento de la casa, como la pérdida de undiente frontal, prácticamente había transformado el pueblo.

A través de la brecha abierta por las ruinas, la vista dominaba una gran extensión de campocubierto de nieve, y el pueblo parecía haberse achicado. Era como una habitación con la

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puerta abierta. El guardia se hallaba junto al portón verde y, aunque estaba aterido de frío ymuy rojo, tuvo frases amables para el doctor y para su rico pariente.

Casimir contempló el montón de ruinas y valoró la calidad de la lona.

—Hum —masculló—; espero que la bóveda del sótano no se haya hundido. Si así es, miquerido hermano, te compraré los vinos a buen precio.

—Mañana deben empezar las excavaciones —intervino el guardia—. No se esperan másnevadas.

—Amigo mío —dijo Casimir sentenciosamente—, es mejor que esperes a que te paguen.

El doctor se estremeció y empezó a arrastrar a su insultante cuñado hacia el hotel Tentaillon.El auditorio sería menor en la casa y, además, todos ya estaban enterados de su ruina.

—¡Hola! —exclamó Casimir— Allá va el mozo de cuadra con su equipaje; no, lo estámetiendo en el hotel.

Y era cierto, Jean-Marie estaba cruzando la calle nevada y entrando en el hotel Tentaillon,tambaleándose bajo una gran cesta. .... El doctor se paró en seco, con una repentina y alocadaesperanza.

—¿Qué puede llevar ahí? —preguntó— Vamos a verlo —y se dio prisa.

—Su equipaje, por supuesto —contestó Casimir—. Se está mudando, gracias a suimaginación comercial.

—No he visto esa cesta desde hace mucho... mucho tiempo —subrayó el doctor.

—Ni la verás durante mucho tiempo más —dijo Casimir riéndose entre dientes—, a menosque intervengamos. Y de cualquier manera, insisto en que revisemos lo que se lleva.

—No será necesario —afirmó Desprez lanzando un sollozo, y, con una mirada de triunfo aCasimir, echó a correr.

—¿Qué demonios le ocurre, me pregunto? —reflexionó Casimir; y entonces, dejándosedominar por la curiosidad, siguió el ejemplo del doctor y corrió.

La cesta era grande y pesada, y Jean-Marie por sí solo era tan pequeño y tan débil que le habíatomado bastante tiempo llevarla escaleras arriba a la habitación privada de los Desprez; yacababa de dejarla en el suelo en frente de Anastasie cuando llegó el doctor, que iba seguidode cerca por el hombre de negocios. El muchacho y la cesta estaban en un estado lastimoso; launa había pasado cuatro meses bajo tierra en cierta cueva del camino a Achéres, y el otrohabía corrido alrededor de cinco millas tan rápido como sus piernas se lo permitían, la mitadde la distancia bajo un peso que le hacía tambalearse.

—Jean-Marie —gritó el doctor con una voz que era demasiado dulce como para serhistérica—. ¿Es...? ¡Lo es! —gritó—. ¡Oh, hijo mío, hijo mío! Y se desplomó sobre la cesta yempezó a sollozar como un niño.

—No se irá ahora a París, ¿verdad? —dijo Jean-Marie tímidamente.

—Casimir —dijo Desprez, levantando su cara bañada en lágrimas—, ¿ves a este muchacho, aeste ángel? Él es el ladrón; le quitó el tesoro a un hombre incapaz de usarlo responsablemente;

Page 43: El tesoro de Franchard

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me lo devuelve ahora que me encuentro sereno y humilde. Éstos, Casimir, son los frutos de mienseñanza, y este momento es la recompensa de toda mi vida.

—¡Vaya! —dijo Casimir.

FIN