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El fantasma de la noche

Sherrilyn Kenyony Dianna Love

Traducción de Scheherezade Surià

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Título original: Phantom in the NightCopyright © 2008 by Sherrilyn KenyonPublished by arrangement with the original publisher,Pocket Books, a Division of Simon & Schuster, Inc.

Primera edición: marzo de 2009

© de la traducción: Scheherezade Surià© de esta edición: Libros del Atril, S.L.Marquès de l’Argentera, 17. Pral.08003 [email protected]

Impreso por Brosmac, S.L.Carretera de Villaviciosa - Móstoles, km 1Villaviciosa de Odón (Madrid)

ISBN: 978-84-92.617-11-1Depósito legal: M. 1.859-2009

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas,sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajolas sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcialde esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidosla reprografía y el tratamiento informático, y la distribuciónde ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

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Se lo dedicamos a nuestros maravillosos maridos —Ken (de Sherrilyn) y Karl (de Dianna)—

porque son unos héroes de verdad y,además, nos dieron sustento.

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Prólogo

«Un sitio extremadamente peligroso en el que quedarse sintierra.»

El hedor espantoso en ese túnel excavado a mano ahogabala respiración del sargento Nathan Drake. Odiaba las cuevas.

Sólo había una entrada… y una única salida.Levantó una mano para indicarle a su compañero de equipo,

el capitán Vic Stoner, que le seguía a unos cuatro metros, que sedetuviera. Como era habitual en esas operaciones especiales,Nathan encabezaba la expedición y Stoner le cubría las espaldas.

Esta cueva era más prometedora que cualquier otro sitioque hubieran investigado en los últimos once meses peinandola selva Chapare de Bolivia. Había multitud de cajas de armas,abiertas y sin abrir, apiladas junto a lanzamisiles de mano ygranadas suficientes para dejar una aldea hecha pedazos. Eranlos ingredientes necesarios para un cuarto de juegos para terro-ristas pero no bastaban para designarlo amenaza de Nivel 5—o arma biológica—, que era para lo que el equipo de Nathanhabía sido enviado a inspeccionar. Este alijo debía de pertenecera un grupo de rebeldes descontentos con la política sudameri-cana o bien a un narcotraficante.

En ese caso, Nathan estaba dispuesto a largarse de allí lo an-tes posible y regresar a la base. Pero había algo que le preocupaba.

¿Qué maldito cabrón de mierda había traído a mujeres a esesitio para torturarlas y asesinarlas?

Hasta el momento habían encontrado ocho esqueletos, enposturas obscenas y rodeados de charcos de sangre seca, en lostúneles oscuros y lúgubres que habían registrado.

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Todo eran callejones sin salida.Y no habían encontrado nada que relacionara estos asesina-

tos espantosos con las muertes en una pequeña aldea a unos se-senta y cinco kilómetros al este de allí. Hombres, mujeres y ni-ños; habían destruido el pueblo entero sin dejar marca deningún arma en los cadáveres. Los forenses que acudieron de va-rias naciones aliadas concluyeron que las muertes no eran resul-tado de una guerra biológica sino de un virus mortal de origendesconocido. Un virus que desaparecía sin dejar huellas residua-les, algo que parecía la definición exacta de guerra biológica.

Ese incidente sin explicación había causado incomodidadentre los departamentos de seguridad nacional de varios países.Y motivó esta operación encubierta.

Incluso ahora Nathan seguía viendo a las víctimas que ha-bían encontrado hacía tres semanas en la aldea: la piel grisáceaagrietada y sangre en los cadáveres que yacían retorcidos en laagonía previa a la muerte. La mirada atormentada de los niños,perdida en una confusión desesperada, y las marcas de las uñasclavadas en la piel.

El recuerdo de por qué juró defender y proteger a la pobla-ción.

Y por qué estaba atrapado en el fondo de esa maldita cueva.Nathan se dio la vuelta para estudiar la única ruta de salida,

teñida de verde a través de sus monóculos plegables de visiónnocturna PVS-14.

Stoner estaba listo, con la M-4 del ejército equipada con unsilenciador marca Knight Armament. Su ametralladora cortaparecía un juguete en comparación con el chaleco táctico mili-tar cargado de municiones que le cubría el musculoso torso. Se-gún decía Stoner, tres años de trabajo en una plataforma de per-foración submarina antes de alistarse habían trasformado loque hasta entonces había sido un cuerpo escuálido. Ahoramismo era de todo menos invisible, con una piel morena quecontrastaba con su sonrisa blanca de donjuán cuando hacía usode ella. Nathan y Stoner eran tan parecidos en cuanto a tamaño,que quien no les conociera no sabría distinguirlos cuando ibanvestidos de camuflaje.

Incluso en cuanto al lenguaje corporal.La postura informal de Stoner mentía descaradamente por-

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que ese hombre no estaba nada relajado cuando se hallaba enuna misión.

Nathan levantó la barbilla; un gesto que significaba: «¿Lis-tos?».

Stoner señaló la salida con la cabeza. Era su señal para:«Todo despejado: vámonos».

Nathan pasó por su lado en silencio, atento a cualquier cam-bio en ese estrecho pasaje que podía abarcar de lado a lado consólo extender los brazos. La oscuridad afinaba sus sentidos.Como objetivo, proteger a los miembros de su equipo estabapor encima de todo. Más que un trabajo, consideraba que desdesu posición en el ejército podía influir y, al mismo tiempo, ayu-dar a su madre y a su hermano enviando dinero. No necesitabamucho para vivir; le bastaba con lo que llevara en la mochiladurante una misión. Su familia, en casa, y el equipo con el queluchaba eran lo único que le importaba.

«La avaricia es tu peor enemigo, hijo. Centra tus energíasen lo que importa de verdad, en la gente que quieres». Su padrele había dejado ese legado antes de morir, cuando Nathan ape-nas tenía ocho años. Igual que su progenitor, creía firmementeen eso.

Dio con el pie contra algo que hizo un clic.«Mierda». Nathan se quedó inmóvil y contuvo la respira-

ción. Ya habían examinado el suelo en busca de cables. No debe-rían haber pasado éste por alto. La sangre se agolpaba en susoídos. Los atroces segundos pasaban lentamente mientras espe-raba salir volando en pedazos. Se quedó de pie, firme. Resistiríalo más fuerte de la explosión si así podía salvar a Stoner.

El sudor se le deslizaba por debajo de la gorra de camuflajehacia la espalda…

No pasó nada. Si hubiera accionado una bomba trampa,ahora mismo ya estaría muerto. Tragó saliva, cogió aire, viciadopor el hedor de la carne putrefacta, y bajó la vista hacia el suelo.No había tropezado con un cable, sino con los huesos podridosde un pie que conectaba con una pierna a su derecha.

En la oscuridad vio los retales de piel seca adheridos a un es-queleto tumbado sobre un montón medio desmoronado. Comolos otros cadáveres que encontraron en la cueva. ¿Un asesino enserie? Eran adultos jóvenes con una delicada estructura ósea y

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parcialmente vestidos… si es que llevaban ropa. Había algunosvestidos hechos jirones desperdigados por ahí, algunos se usa-ban como trapos.

Eran muchachas. Todas con el pelo largo y negro, como sumadre solía llevarlo hacía mucho tiempo. Había perdido el hilocuando un rayo láser verde bailó sobre la pierna fracturada delesqueleto.

Levantó la vista. Stoner le miró con el ojo que no le cubríael monóculo y se llevó dos dedos a los ojos para decirle que sóloestaban allí para observar.

Nathan no había olvidado esa directriz. Al equipo de cuatrohombres le habían dado unas órdenes específicas. Esta era unamisión de reconocimiento y de recogida de información, nadamás. ¿El objetivo? Determinar la validez de los informes quehablaban de maniobras terroristas en la zona.

Bajo ninguna circunstancia debían entrar en conflicto.En otras palabras: «No matéis a nadie. No dejéis ADN.

Completad la tarea sin ser detectados. Mover el culo hasta casay llegad intactos». Mensaje recibido.

Asintió a Stoner y, con cuidado, se dirigió hasta la cámaradel alijo de armas que había entre donde se encontraban ellos yel punto de salida de la gruta. Cuando llegaron a un espacioabierto, Stoner se adelantó y dejó el arma colgando de la cuerdasujeta a su chaleco para dejar libres las manos. Extrajo una cá-mara en forma de bolígrafo, que también llevaba integrado uncartucho de tinta, y empezó a fotografiarlo todo.

Cubriendo las espaldas de Stoner, Nathan estudió ese espa-cio y aguzó el oído por si alguien se acercaba. Pulaski y Duranestaban fuera vigilando la entrada, pero permanecían escondi-dos y sólo actuarían en caso de que fuera necesario.

Nathan examinó cada centímetro de la galería, de unosnueve metros de diámetro y de casi dos metros de altura, ya quepodía estar de pie sin miedo a golpearse la cabeza. Había una cajagrande a un lado de la sala con unas cuerdas clavadas en las dosesquinas, que estaban tiradas despreocupadamente en el suelosucio.

Sintió una sensación de peligro que le puso tenso el cuello.Con todas esas armas ahí almacenadas, ¿dónde estaba el vigi-lante? Nadie dejaría este arsenal sin vigilancia.

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A menos que fuera alguien extremadamente engreído omuy estúpido.

Miró hacia la izquierda, donde el cuerpo menos putrefactoestaba apoyado de una forma obscena en una pared: era unamuerte reciente. Tenía las piernas muy separadas, un brazo do-blado en un ángulo antinatural y le quedaba la piel suficientepara ver lo grotesco de su tortura.

Su ira fue en aumento y esa visión le puso enfermo. Agarróel arma con más fuerza. ¿Es que todos estos cadáveres no eranmás que mujeres desafortunadas en el lugar equivocado en elmomento más inoportuno? ¿Prostitutas? Daba lo mismo. Eranlas hermanas, esposas e incluso madres de alguien; ningunamujer merecía que la violaran, torturaran y asesinaran. Quien-quiera que hubiera hecho esto merecía un buen castigo.

—Tres tangos se dirigen a la cueva —oyó Nathan por el au-ricular.

El grito desgarrado de una mujer le llegó a los oídos antesde que el ruido de las botas sobre la gravilla hiciera eco en la en-trada de la cueva.

Stoner llevaba unos auriculares idénticos. En un instante secolocó junto a Nathan, con la cámara guardada y el arma en ris-tre. Ya no había nada informal en su postura.

Nathan le hizo una seña a Stoner que quería decir: «Mué-vete hacia la izquierda del túnel, cerca del túnel sin salida y yoiré a la derecha». Se fundieron en la cavidad oscura y desapare-cieron de la vista. La piel le hormigueaba en señal de peligro.

Los cabrones se les acercaron caminando despreocupada-mente; desde luego, desconocían el concepto de sigilo. Unas es-cuetas voces masculinas discutían chapurreando en español.

Nathan entendió lo suficiente para saber que discutían so-bre a quién le tocaba primero y que no querían que muriera an-tes de que los dos tuvieran su oportunidad. Los lastimeros so-llozos de la mujer se intercalaban con súplicas de piedad. Lacueva se llenó de un terror inmundo cuando los hombres entra-ron a la zona destinada al almacenamiento de armas.

Nathan sujetó la suya más fuerte aún. Tuvo que contenerlas ganas de poner a esos dos en órbita.

«Solamente observa. No te entrometas.» Con el dedo acari-ció el gatillo.

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Roñosos y de piel oscura, los dos hombres emergieron de laabertura con botas de agua y chalecos tácticos. El primero no lellegaba a Nathan al hombro. Farfullaba insultos entre caladas eiluminó el camino con su linterna para que su secuaz pudieraver. El más alto de los dos llevaba un rifle Galil automático yapuntaba a la mujer —tango número tres— que arrastraba porel pelo. Tenía que ser el líder de esa pareja de desviados pero éstetenía el músculo suficiente para que enzarzarse en una peleavaliera la pena.

Las piedrecitas salían volando por las patadas que daba lamuchacha. No debía de tener veinte años siquiera. Era her-mosa, salvo por los feos moratones que tenía en el rostro y losbrazos. Le sangraban el labio y la nariz. Luchaba contra aquelgorila con todas las fuerzas que le permitía su pequeño cuerpo.

Nathan se subió el monóculo hasta la frente y miró a Sto-ner, que también había levantado el suyo y movió un dedo paradecirle que estaban en sintonía. Esa confianza ciega era algo queNathan sólo había compartido con su hermano hasta que cono-ció a Stoner.

La mujer chillaba con tanta fuerza que hacía temblar a losmuertos de miedo y, de nuevo, atrajo la atención de Nathan ha-cia ella. Se le hizo un nudo en el estómago.

Con el arma a un lado, el matón principal tumbó a la chicaen el suelo y le ató los brazos sobre la cabeza con las cuerdasclavadas en la caja. El bajito había tirado el cigarrillo e intentabasujetarle las piernas que ella movía sin cesar.

Tenían que hacer algo en silencio. Nathan dejó que le col-gara el arma del mosquetón en el chaleco, pero a poca distanciapara poder usarla si era menester.

—Date prisa. ¡No voy a estar toda la vida esperando! —lefarfulló gritando el pequeñajo al líder. Le apartó una pierna conla bota y se metió la mano dentro de los pantalones, empezandola tortura sin esperar a su secuaz.

El líder cayó de rodillas entre las extremidades arañadas yensangrentadas de la mujer. Le apartó tanto las piernas que ellase sacudía y gritaba de dolor. Sus plegarias desgarraban el silen-cio, suplicando una intervención divina. Su atacante se bajó lospantalones todo lo que dieron de sí y se agarró el pene, sacu-diéndoselo en la cara.

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—Ahora sabrás lo que es un hombre de verdad —se jactó, yluego se sacó un cuchillo afilado de una funda de piel que col-gaba del cinturón—. Pero primero tendrás que suplicarme.

Nathan se movió tan silenciosamente como una sombramortal.

La mujer gemía tan fuerte que los dos hombres no hubieranoído acercarse ni a un batallón entero. Sin ser visto, se les acercópor la espalda, le tapó la boca al bajito y le partió el cuello de unmovimiento, luego dejó en el suelo el cuerpo inmóvil. Se dejóllevar por sus inmensas ganas de castigarlos, le cubrió la boca allíder y le echó la cabeza atrás con fuerza.

—Quéee… —Por un acto reflejo, el tango sacó el cuchillo.Nathan lo agarró por la muñeca. El horror de lo que le iba a

suceder al violador se reflejó en su cara de cerdo un segundoantes de que le clavara la afilada hoja en el pulmón. El líquidocaliente le chorreó por la mano y el aire se llenó de ese olor me-tálico a sangre fresca. Los gritos histéricos de la muchacha me-dio desnuda se mezclaron con la imagen de los cadáveres endescomposición, esparcidos por la cueva como si fueran basura,y su rabia aumentó. Ese maldito cabrón no merecía morir tanfácilmente. Nathan retorció el cuchillo y notó el metal rozandosus costillas.

¿Y qué era una imagen horrorosa más en este surtido de pe-sadillas?

Un ruido gutural salió de los pulmones del hombre antes dedar una sacudida y luego dejó de forcejear. Con el últimoaliento expelió sus fluidos corporales. Nathan se deshizo del ca-dáver, tiró del cuchillo y lo usó para cortar las cuerdas que ata-ban a la chica.

Había aplacado al fin su sentido de la justicia. Era una pe-queña victoria; ninguna otra mujer sufriría y moriría por la su-cia lujuria de ese hombre.

Debía irse ahora mientras ella seguía en pleno estado deconmoción.

Pero no podía dejarla así igual que no podía dejar que la vio-laran y asesinaran.

Stoner apareció a su lado.Nathan le habló a la muchacha en español, haciéndola callar

con tacto y diciéndole que estaba a salvo, que podía irse a casa.

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Al final se calló y se le quedó mirando como si fuera a la vezángel y demonio.

—No se lo contaremos a nadie —le dijo.Sus ojos asustados asimilaban todo lo que la rodeaba y

luego le miró a la cara, que seguía pintada con pintura de camu-flaje. Su mirada aterrada se posó en la mano que le chorreaba desangre. Empezó a sacudir la cabeza, gimoteando y echándosehacia atrás.

—Vete. No digas nada. No vayas a ningún sitio sola.—Cuando le tendió la mano para ayudarla, ella retrocedió y sepuso de pie con dificultad. Stoner encendió la linterna incorpo-rada en su arma y le iluminó el camino para salir de la cueva.

No necesitó que le dijeran nada más. Nathan la siguió haciafuera pero había desaparecido entre el espeso follaje más rápidoque un conejo al ver un lobo hambriento.

Cuando Pulanski y Duran salieron de sus posiciones ocul-tas, Nathan se pasó el pulgar por el cuello para contarles a losotros dos lo que les había pasado a los tangos. Entonces les in-dicó en silencio a los demás que le siguieran y tomó la delanterade nuevo. Stoner tenía ya un buen montón de fotos y quedarsemás tiempo por ahí a esas alturas sería una mala idea. La excur-sión había sido una pifia, salvo por haber liberado a esa mujer.

La luz de la luna se derramaba a través de los árboles y lesiluminaba la vuelta al campamento. Nathan tragó bocanadasenteras de aire fresco para limpiar los residuos de muerte de lospulmones; estaba tremendamente aliviado por salir de ese se-pulcro impío. Marcó el ritmo durante los cinco kilómetros si-guientes. Los del equipo le seguían tan callados como fantasmashasta alcanzar su base temporal, que estaba escondida.

Pensar qué hubiera pasado de haber tomado y ejecutadouna decisión diferente era desperdiciar energía. Lo que estabahecho, hecho estaba. Pero a Nathan le costaba acallar esa voz ensu interior que le acusaba de poner en peligro la seguridad de suequipo por una sola persona. De buena gana los hubiera en-viado de vuelta al campamento para ocuparse de los tangos solode haber existido otra manera de hacerlo.

¡Como si Stoner y los otros dos le hubieran escuchado!—Por mí, lo que ha sucedido está bien —dijo Stoner en

cuento entraron al claro.

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Nathan se dio la vuelta y miró a sus tres compañeros. Despuésde todo este tiempo, el apoyo incondicional de Stoner seguía sor-prendiéndole y haciéndole sentir humilde, pero ¿y los demás? Es-peró que condenaran sus actos, dispuesto a aceptar su deber.

—Sips —dijo Duran con su ronca voz tejana—. En casa hu-biéramos cortado en filetes a ese cabronazo, empezando por laspelotas y terminando por los cojones.

Pulaski hizo una mueca.—Oye, D, odio tener que decírtelo, pero son lo mismo. —No, de la manera como lo hacemos nosotros no. Mira, co-

ges la parrilla…—No más historias de parrillas —dijeron Stoner y Nathan

a la vez.Nathan nunca había estado en Tejas y, viendo las cosas ho-

rrorosas que Duran decía que asaban, tampoco tenía ganas de ir.Las comidas que había oído le recordaban demasiado al estofadode carne que su abuela cocinaba en vida.

La regla número uno era: nunca preguntar a la abuela loque le había echado al estofado. Sobre todo antes de comerlo.

Se dio cuenta de que los compañeros le estaban dando elvisto bueno a lo que había ocurrido y ninguno diría nada de losasesinatos cuando se marcharan. Les debía esa unión que le ma-nifestaban y deseó saber decirles lo mucho que significaba suapoyo. Pero en cuestión de hablar de sentimientos, era un hom-bre simple.

—Gracias.Duran se dirigió a Pulaski y Stoner.—Yo me voy. —Lo que significaba que iba a conectar los ca-

bles y alambres de disparo y asegurar su sección alrededor delcampamento—. Podríamos dejar que Drake se ocupara de laslabores de cocina hoy. —Sonrió y se alejó.

Pulaski gruñó y se fue en dirección contraria.Stoner no se movió.—¿Qué te preocupa?Nathan se quitó los auriculares y se rascó la cabeza.—Mi obligación es no poneros en peligro.—¿En peligro? ¡Joder! Pero si nos alistamos voluntaria-

mente. —Stoner sonrió—. ¿Sabes? Esto me recuerda aquellavez en Manila…

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—Dejemos Manila en Manila… —Su tono era algo hosco;las pesadillas debían permanecer en la oscuridad.

Stoner asintió.—Bien, como quieras. Pero si la gente supiera a lo que tene-

mos que hacer frente y lo que has tenido que hacer en estasoperaciones, tendrías el pecho lleno de medallas.

Como si las insignias significaran algo para él. No vestiríanni darían de comer a su familia.

—No quiero medallas. Quiero…Nathan dudó. ¿Qué quería? ¿Que le devolvieran los papeles

del realistamiento? Ni siquiera eso. Quería quedarse en el ejér-cito, con quien se había comprometido hasta que se terminarael servicio. Pero ahora esa decisión se le antojaba egoísta porquesu compromiso con el ejército significaba estar lejos de casa unpar de años más mientras su madre le necesitaba más quenunca.

Maldita sea.—Ya lo arreglaremos. —Los tranquilos ojos marrones de

Stoner reflejaban empatía. Él estuvo a su lado cuando llegó esallamada de Nueva Orleans unas pocas horas antes de que elavión despegara.

Recogió un montón de ramas de palmera y las dejó a unlado, maldiciéndose a sí mismo por milésima vez. Pensó queeste plan era seguro, la mejor manera de ayudar a su madre y asu hermano. Terminar otro periodo de servicio para que su her-mano entrara en una buena universidad mientras él utilizabasu certificado del ejército para estudiar. De esa manera, ambospodrían ocuparse de mamá.

Fue demasiado ambicioso al querer ser más que un simplemecánico toda la vida. Al querer un futuro donde poder cuidara una esposa y tener familia y no estar obligado a vivir de nó-mina a nómina. Esa vida había sido buena para su padre…

Pero Nathan quería más para las personas a las que amaba.Su madre merecía seguridad y tranquilidad, una vida más fácil.Y él siempre soñó con ayudar a Jamie a entrar en la universidad.

Ahora mismo le daría vueltas a la llave inglesa de buenagana con tal de estar en casa un solo día.

Si todo fuera tan sencillo. Había jurado lealtad a su equipoy sería responsable de esos hombres aunque pudieran arreglár-

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selas sin él. También eran sus hermanos. Juró cubrirles las es-paldas; el mismo juramento que compartía con su hermano.

—No sé qué decirte para que te sientas mejor. —Stoner nose había movido de su lado; era más tozudo que una mula. Sutono sosegado no se quebrantaba casi nunca. Nathan envidiabaque le corriera freón por las venas incluso en las peores situa-ciones y se preguntó de dónde lo sacaba… seguro que podríadescongelar la tundra ártica—. Es una jodienda que no te ente-raras de que tu madre estaba enferma hasta después de realis-tarte. Mi tía tuvo cáncer de ovarios y le ganó la batalla. Siguevivita y coleando.

Nathan le escuchó, pero su madre era su madre, y no la tíade otra persona. Era una gran diferencia. Le prometió a su padreel día que lo enterraron que cuidaría de ella. Ahora su madre lenecesitaba y ni siquiera estaba en el mismo país.

Con un nudo en el estómago, empezó a descubrir el equipode campamento que habían escondido bajo unas ramas que ha-bían cortado y amontonado previamente. ¿Cómo diantres iba apasar los próximos dos años y no estar en Nueva Orleans paraayudar a su madre a luchar por su vida?

Stoner carraspeó, tan tenaz como impertérrito. —Ejem… No estará sola, Nathan. Tu hermano…—…es un imbécil de cuidado, a pesar de su coeficiente inte-

lectual. —Nathan lanzó un montón de hojas de palmera—.¿Cómo puede alguien tan brillante tener tan poco sentido co-mún?

—De acuerdo, es una especie de profesor despistado…—El despiste no te mete en problemas. —Levantó una mano

para que Stoner no siguiera defendiendo a su hermano—. No loentiendes. Jamie era introvertido en el instituto y le costaba ha-cer amigos, sobre todo con los chicos que pensaban que era unsabelotodo porque sobresalía en las clases. Así que cuando dosgilipollas acudieron a él para que les arreglara un coche, pensóque se lo estaban pidiendo como amigos. Él nunca se preguntóporqué la bobina de encendido estaba manipulada; estaba con-tento porque podría demostrar que era más que un lumbrera.

Nathan levantó las hamacas y las dejó a un lado; luego em-pezó a desempaquetar las comidas preparadas mientras seguíahablando.

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—Le arrestaron por ayudar y ser cómplice de ladrones decoches. Mamá y yo tardamos tres días en poder sacarle.

—Cometió un error, Nate.—Ya lo sé. —Se arrepintió de gruñirle a Stoner en cuanto le

salieron las palabras. Se secó el sudor sucio del bigote y deseóque fuera tan fácil limpiar también ese recuerdo que le hacía es-tar tan pendiente de su hermano para protegerle—. Tras sacarlede la cárcel estuvo meses sin hablar. Nadie le hizo daño allí den-tro, pero se encerró en sí mismo. Incluso pasó de mí un tiempo.Cuando conseguí que se abriera un poco, era una persona dife-rente. Había cambiado. Estaba decidido a demostrar que no eratonto. Verle intentar ser alguien distinto es mucho peor que an-tes. Cada vez que me doy la vuelta, le han enredado en algúnplan de esos para hacerse rico rápidamente que se va a pique alos dos días. El fracaso le saca de sus casillas. Y yo le digo quebusque un trabajo decente, que pronto conseguiremos que en-tre en la universidad.

—Hará lo que es debido para ayudar a tu madre.—Sí… no. —Sacudió la cabeza—. Ese es el problema. Creo

que se lleva algo entre manos y me lo está ocultando.—¿Algo como qué?—Ojalá lo supiera. Sólo tengo la sensación de que quiere

demostrar que puede arreglárselas sin mí. No sé… Quizá es untrabajo nuevo y no quiere decírmelo hasta que funcione, peromamá no podrá mejorar si también tiene que preocuparse de él.

—Quizá te sorprenda y sienta la cabeza ahora que ella lenecesita.

Nathan tiró del pañuelo que llevaba en el cuello y se secó lafrente con él. Se metió la tela empapada dentro de la cinturillade los pantalones y miró a Stoner.

—Jamie es un hombre decente, pero no tiene ni idea delmundo real. Si no hubiera sido tan cabezón cuando me llamó laúltima vez, hubiera averiguado lo que le sucedía y hubiera po-dido hacer algún plan para los dos. Pero en su lugar, me enfadécomo un idiota y le grité por dejar que la aseguradora le dijeraque algunas de las medicinas de mamá no las cubría el seguro.—Mamá le había asegurado a Nathan que estaba bien y tratóde parecer convincente, pero sabía que estaba aterrada.

¿Cuándo iba a aprender a no dejar que su rabia hablara por él?

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—Date un respiro, hombre. Recibiste esa llamada mientrashacías las maletas para este operativo. No tuviste muchotiempo para reaccionar.

—No es excusa para una falta de disciplina. —Las palabrasde su padre le resonaban en la cabeza. Había esperado más de suhijo mayor—. No soy civil. No debería estallar. Tendría que ha-berme calmado y hablado con Jamie cuando tuve la oportuni-dad, antes de terminar en algún lugar desde donde no puedallamarle. Es mi trabajo asegurarme de que ambos estarán bienmientras yo estoy fuera… o si muero.

—Sí, claro —resopló Stoner—. O eres demasiado malvadopara matar o esa maldita moneda tuya tiene magia negra. Noolvides que me prometiste que será mía cuando estires la pata.Te juro que tienes más vidas que un gato y una de ellas ya te lasalvó ese pedazo de metal. Es una lástima que vaya contra lasnormas llevar esa cosa contigo. Podríamos usar algo de magiade vez en cuando.

Stoner intentaba ayudarle porque era el oficial de grado su-perior y un buen hombre. No pretendía echarle una palada deculpabilidad encima cuando le mencionó esa moneda. Era deltamaño de un dólar de plata, estaba hecha de latón y llevabagrabado el logotipo de la Tropa de Asalto. Y tenía una abolla-dura donde una bala pasó rozando la pieza de metal que le salvóla vida. No tenía valor monetario; era un recordatorio de la pro-mesa que le había hecho a su padre.

La mayoría de las personas llevaba fotos encima. Él llevabauna moneda.

—Como ya te dije, es tuya el día que me vaya al otromundo. —Nathan quería cambiar el tema de su familia y de élmismo. No podía hacer nada acerca de Jamie y mamá hasta queregresara a la base y diera parte. Para eso aún quedaban comomínimo diez días—. Terminaré de deshacer los petates y dejarélistas las hamacas.

Stoner cambió de lado el arma y suspiró.—Ya se te ocurrirá qué hacer. Nunca te he visto derrotado

por nada o por nadie. —Luego miró el reloj y añadió—: Ya te-nemos bastante con confirmar que no pasa nada por aquí salvosadismo. Llamaré para la extracción de mañana. —Y desapare-ció en la selva.

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Nathan preparó el austero campamento antes de sacar el te-léfono por satélite de su escondrijo debajo de un tronco en elsuelo. Se apoyó en un árbol, lo encendió y comprobó los men-sajes recibidos. Dos de la base y uno marcado como reenviado.Sonrió. El trato que había hecho con su colega de comunicacio-nes le era muy útil ahora. En su última mano de póquer, Na-than había ganado más de lo que su amigo en el departamentode comunicaciones podía pagarle, así que hicieron un trato: re-enviarle un mensaje desde su casa cada vez que recibiera uno,sin importar en qué parte del planeta estuviera en ese mo-mento.

Dejó que el arma le colgara sobre el pecho y con una manoaccedió al mensaje mientras se rascaba la cabeza con la otra. Elpelo lleno de arena se le quedó de punta; lo llevaba más largo delo permitido en el ejército aunque era aceptable para los equiposclandestinos de inteligencia, que sólo respondían ante las Fuer-zas Especiales de la sede. No eran meramente unos equipos en-trenados; eran los más preparados del ejército.

Cuando apareció el mensaje, se le encogió el estómago demiedo:

«Nate: Mamá empieza la quimio esta semana. De momento todo vabien. Cuídate. Laissez les bons temps rouler. J.»

Laissez les bons temps rouler. Dejad que los buenos mo-mentos duren.

Nathan se quedó helado al releer esa frase, con el corazónpalpitando con fuerza al entender el verdadero significado de-trás del código de la infancia entre Jamie y él.

El día que Nathan se enfrentó a cuatro chicos de una bandaque trataban de partirle la cara a su hermano, Jamie empezó agritarles que no sobrevivirían a la paliza. Nathan le dijo tran-quilamente que se apartara. Cuando los cuatro chicos se acerca-ron, Nathan sonrió y les dijo: «Laissez les bons temps rouler».Les dio una buena paliza y los envió a casa con mamá, llorandocomo una nena a la que le han roto una muñeca. Después, esafrase se convirtió en un código entre ambos cuando Jamie sehabía metido en un buen apuro.

Nathan buscó una unidad de encriptado de contrabando que

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había obtenido de una empresa en Bahrain y la enchufó a unpuerto del teléfono por satélite. Siendo realista, la Agencia deSeguridad Nacional podía escuchar la llamada, pero la probabi-lidad era remota puesto que este equipo no estaba fabricado enEstados Unidos. Marcó el número de móvil de Jamie y recibiócontestación al segundo tono.

—¿Hola? —La voz baja y asustada de su hermano le advir-tió que iba a escuchar malas noticias.

—Soy yo.—Nate, tengo un problema. Un problema muy gordo.Nathan empezó a regañarle pero se contuvo antes de soltar

toda la rabia. ¿Cuánto dinero haría falta para arreglarlo estavez? ¿Acaso Jamie no se daba cuenta de que necesitaban cadapenique que pudieran ahorrar para su madre?

—¿Qué has hecho? —preguntó él con la voz tensa. Un tonomás relajado era demasiado esperar.

—Nada, te lo juro. Me tendieron una trampa. Los de Mar-seaux me metieron en una redada, pero yo no tenía nada quever. Te lo juro, yo…

—¡Jamie! —No podía ser Marseaux, el jefe del clan crimi-nal más importante de Nueva Orleans. Apoyó la cabeza en eltronco del árbol, puso la mano sobre el arma y cerró los ojos porprimera vez en dos días—. ¿Qué cojones…?

—Acudí a uno de esos prestamistas usureros pero no sabíaque pertenecían a la red de Marseaux. Necesitábamos dinero. Viun anuncio y pensé en pedir un préstamo hasta que pudiéra-mos encontrar una solución mejor. Lo siento, Nate, pero tú noestabas. Intentaba arreglarlo. Quería que mamá y tú os sintie-rais orgullosos.

—¿Y qué sucedió?—Terminé en medio de una redada. Antes de tener la opor-

tunidad de hablar con un abogado, la gente de Marseaux ya es-taba haciendo tratos y señalándome con el dedo.

Esto no podía estar pasando.— ¡Esto es increíble, joder! ¿Y cómo pinta el tema?—Ahora mismo estamos en juicio porque el cabrón del fis-

cal del distrito lo ha tramitado por la vía rápida. Me han asig-nado un abogado de oficio que no puede ser más inútil. Me diceque no puedo ganar, que me van a condenar pase lo que pase.

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—La voz de Jamie se apagó con sus últimas palabras—. Yo sólofui a buscar dinero para mamá.

—No le eches la culpa al cáncer de mamá. Si usaras la ca-beza de vez en cuando y no confiaras en cualquiera que teofrece dinero rápido, no te joderían vivo. Cada mes envío bas-tante dinero para los dos. —Nathan se levantó de un salto ygolpeó el suelo—. Podría haber enviado más.

—No lo entiendes, Nate —gritó su hermano—. No estásaquí. El ayuntamiento ha declarado esta zona en ruina y tenemosque mudarnos. Van a derribar las casas. Mamá recibió algo de di-nero del Estado pero no lo suficiente para encontrar un lugar de-cente. Supuse que si consiguiera más dinero, podríamos mudar-nos y establecernos en algún sitio antes de que empezara aempeorar. Nunca sé cuándo vamos a tener noticias tuyas, joder.

Nathan no se lo podía creer. Había estado guardando dineroen caso de que hubiera alguna emergencia en casa y ya se lo ha-bría enviado de no ser porque temía que Jamie despilfarrara susahorros en algún chanchullo.

Esto era una emergencia de todas todas, pero dudaba de queel dinero que tenía le salvara el culo a Jamie. Cada latido del co-razón era como un toque de difuntos; un aviso de las conse-cuencias directas que le esperaban a su familia. ¿Qué carajo ibaa hacer para mantenerlos a salvo ahora?

¿Quién estaría con su madre mientras pasaba por ese in-fierno?

—Me van a enchironar, Nate. Puede que sean dos años—susurró—. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué haremos con mamá?

Nathan se cubrió los ojos con la mano, pero eso no borrabalas terribles imágenes que le pasaban por la cabeza. Su hermanoquedaría comatoso de por vida si es que sobrevivía a la cárcel,cosa que dudaba seriamente. Su madre no podría aguantar laquimio sin ayuda. Su familia era despreciable y nunca habíamovido ni un solo dedo por ella o por sus hijos. Y por parte depadre no tenían familia.

El pulso le latía con fuerza con cada nueva preocupación.Rezaba por un milagro, pero vio que tendría que crearlo élmismo o su madre y su hermano sufrirían. Una por falta de tra-tamiento y el otro por falta de sentido común.

Apoyó la cabeza en el árbol, pensando, buscando una idea

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mejor que la que se le había ocurrido inmediatamente. Pero laasquerosa verdad era que no tenía elección. Aceptó lo que teníaque hacer por su familia.

Era una mierda pero la vida era así.—Escúchame. —Respiró hondo antes de proseguir. La deci-

sión estaba tomada—. Si consigo sacarte de la cárcel, tienes queprometerme que te mantendrás alejado de cualquiera que huelasiquiera a sinvergüenza, criminal o algo por el estilo.

—El abogado dice que no puedo ganar, que…—Me importa una mierda lo que diga. Te sacaré de ésta,

pero tienes que prometerme que usarás la cabeza y buscarás untrabajo de verdad, nada de tratos o chorradas. Cuida a mamá pormí. Prométemelo.

—Juro que lo haré, ya lo sabes. Haría lo que fuera por ti ypor mamá. ¿Crees de verdad que puedes arreglarlo? —El aliviode su hermano se hizo patente al otro lado de la línea—. Sólotengo una semana antes de que el abogado diga que el juicio haterminado. Haré lo que me digas… sólo dime qué tengo quehacer, Nate.

«Encuentra la manera de volver atrás en el tiempo para quepueda enviarte el dinero antes de que acudas al prestamista deMarseaux.»

Pero recurrir a eso era como perder los nervios y nada deeso solucionaría el embrollo en el que estaba metido Jamie.

—Quédate quieto hasta que te llame mañana. No le digas anadie que has hablado conmigo, ni siquiera a mamá. ¿Deacuerdo?

—Sí, ¿pero qué vas a hacer?—Te lo diré mañana… —Se frotó los ojos, asqueado por lo

que tendría que hacer—. Ahora tengo que irme, pero haré todolo posible para evitar que vayas a la cárcel, así que será mejorque cumplas tu parte del trato ahora mismo.

—Lo haré. —Se quedó callado un momento y suspiró—.Gracias, Nate. Lo siento mucho. Sólo quería cuidar de mamá yya sabes que no tomo drogas.

Nathan suspiró profundamente.—Lo sé, tío. Saldremos de ésta. —Su hermano no tomaba

más que aspirinas o una cerveza desde aquella primera vez quebebió tanto y se pasó el día siguiente vomitando hasta la pri-

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mera papilla. Nathan terminó la llamada y se quedó mirando elcielo estrellado. Las palabras de su padre le resonaban al oídodesde que él le enseñara la moneda después de que a Jamie leapalearan en la escuela.

—Necesito que me hagas una promesa, hijo. —La voz de supadre era tensa, como si odiara pasarle esa carga a un niño.

Nathan asintió y su padre continuó:—La promesa de un hombre vale más que todo el dinero del

mundo. Nunca rompas las tuyas.Cuando Nathan volvió a asentir, su padre le enseñó la mo-

neda de sus días en las Fuerzas Especiales.—Quiero que la tengas tú, pero conlleva unas responsabili-

dades. Tu hermano nunca va a ser tan fuerte o avispado comotú, así que quiero que me prometas que siempre cuidarás de él.

—Lo haré, papá, ya lo sabes, Jamie y yo para siempre. —Na-than levantó la mano con la palma hacia arriba para aceptar lamoneda que había guardado como un tesoro. Eso fue un mesantes de que su padre, un corredor de ARCA, se matara en unaespantosa colisión. A los ocho años, Nathan nunca se imaginólo que ahora tenía que hacer para cumplir la promesa que lehizo a su padre.

Para cumplir la promesa que le hizo también a su hermano.Se levantó y se alejó del árbol, desenchufó la unidad de en-

criptado y la guardó. Entonces, pidió el punto de extracción pre-determinado para el viernes. Cuando terminó, dejó el teléfonosobre la hamaca de Stoner, en el suelo y aún doblada. Cuando Na-than dejó su macuto bien cerrado, se sacó del cinturón una bolsitaverde del tamaño de una baraja de cartas que contenía una luz es-troboscópica de emergencia. Desató la bolsita y abrió un bolsillitosecreto y extrajo la moneda que siempre llevaba encima.

La misión había terminado y su equipo saldría mañana.Nathan miró la moneda una vez más y luego la puso sobre

el petate, tal como prometió que haría cuando se fuera al otrobarrio. Stoner entendería ese mensaje tan simple.

Por lo que se refería al resto del mundo, Nathan estabamuerto.

Dio dos pasos y desapareció en la noche.

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