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Biopolítica y diferencia: retos de una política no humanista1

Laura Quintana Universidad de los Andes [email protected] En sus reflexiones sobre la biopolítica, Roberto Esposito y Giorgio Agamben han sugerido,

desde sus diversos caminos de interpretación, la necesidad de abandonar la separación

tradicional entre mera vida (zoē) y vida cualificada (bíos) como fundamento de la

existencia política. De esta forma intentan desarticular una biopolítica negativa que incluye

dentro de sus supuestos básicos la idea según la cual aquello que se concibe como mera

vida –como vida animal o como no propiamente humana– debe quedar sometido y

superado por la forma de vida política. Entendida en estos términos, la biopolítica implica

un ideal de humanidad, en virtud del cual se pretende dominar o excluir aquello que no se

considera humano: lo que aparece como otro, lo diverso. Se trataría de un ideal que, al

proponerse el dominio de las diferencias, impediría comprender adecuadamente el ser-en-

común de los hombres, como existencia en la alteridad. A la luz de esto, podría decirse

entonces que una biopolítica positiva, es decir, una política capaz de acoger la vida en su

singularidad y en su diferencia, como una vida en la que el vivir es inseparable del modo de

vivir, no sólo tendría que cuestionar lo que Agamben ha dado en llamar la “máquina

antropológica” o humanista, sino que –y precisamente en virtud de tal cuestionamiento–

tendría que repensar las formas tradicionales en que se ha concebido la existencia

compartida. Una biopolítica positiva tendría que poder pensar una comunidad sin sujeto –

ese sujeto unitario, idéntico y propietario de sí que va de la mano con los ideales

humanistas tradicionales– de modo que pueda acoger la pluralidad del ser singular.

En esta breve ponencia intentaré delimitar –hasta donde es posible acotar un asunto

que está aún por ser pensado y repensado– el horizonte bajo el cual podría articularse esta

renovada reflexión sobre la política. Para realizar esto, en la primera parte de esta

1 En esta ponencia recojo una serie de conclusiones que son el resultado de un proyecto de investigación alrededor del pensamiento de Hannah Arendt y que, en parte, he elaborado en otros textos. Particularmente en los artículos “Vida y política en el pensamiento de Hannah Arendt” (que será publicado próximamente en Revista de ciencia política, Vol. 29, No 1, 2009, pp. 185-200) y “Comunidad y alteridad en Hannah Arendt” (en Amistad y alteridad: homenaje a Carlos B. Gutiérrez, editado por Margarita Cepeda y Rodolfo Arango; en prensa).

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presentación me serviré de ciertas consideraciones propuestas por Agamben y Esposito, en

las cuales pueden encontrarse algunos derroteros por los que podría moverse una

biopolítica afirmativa. Luego, en la segunda parte, mostraré que en el pensamiento de

Hannah Arendt ya pueden encontrarse algunos atisbos para desbrozar el terreno por el que

podría desplegarse esa política alternativa. Arendt, como es sabido, es un referente que les

sirve de punto de partida a los dos autores mencionados, pero que ambos consideran

limitado para sugerir una biopolítica positiva. Así que, en esta segunda parte de la

presentación voy a ir más allá –o tal vez en contra– de Esposito y Agamben, al perseguir un

intento que para ambos seguramente resultaría, de entrada, fallido.

1. El horizonte por pensar Tal vez ha sido Agamben quien más ha insistido en que “el conflicto político decisivo” en

nuestra cultura es el que se da “entre la animalidad y la humanidad del hombre” (Agamben,

2005: 102). A su modo de ver, la política occidental habría concebido al hombre como la

articulación de “un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento

natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino” (Agamben, 2005: 53). En

efecto, a la base de la tradición política occidental se encontraría la definición aristotélica

del hombre como animal racional, como un ser escindido entre algo que no se considera

propiamente humano (su ser viviente, animal) y aquello que definiría su identidad, su

esencia (el logos, la racionalidad). De la mano con esto, la comunidad política se habría

concebido como el lugar en el que el mero vivir debe convertirse en bien vivir, como el

lugar en el que el hombre, definido como “animal viviente y, además, capaz de existencia

política”, debe superar o dominar aquello que lo caracteriza como mero viviente para

realizar aquello que lo definiría como humano2. Pero esto significa que la pertenencia a la

comunidad política traería consigo la exclusión de aquello que, al no poderse representar

bajo la idea de humanidad, se concibe como una vida que se encuentra en el umbral entre lo

humano y lo no humano, como una vida incluida sólo por exclusión, es decir, exceptuada de

la existencia política. Esto es una nuda vida; una vida que es el lugar en el que “las cesuras

2 Lo que está en juego en la máquina antropológica es, en palabras de Agamben, “la producción de lo humano por medio de la oposición hombre/animal, humano/inhumano, la máquina funciona de modo necesario mediante una exclusión (que es siempre también una inclusión), y una inclusión (que es siempre también una exclusión)” (Agamben, 2005: 102).

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y su articulación son siempre de nuevo dis-locadas y desplazadas”, una vida “separada,

excluida de sí misma” (Agamben, 2005: 53)3. A partir de estas consideraciones, como es

sabido, Agamben obtiene una de sus tesis más radicales: si la política occidental se basa en

la idea de una “nuda vida” que es incluida por exclusión en la existencia política, ella

tendría que considerarse desde el inicio como biopolítica (cf., Agamben, 1998: 18s; 2005:

102), más exactamente, como una biopolítica negativa que apunta al dominio de la vida en

su singularidad.

Sabemos que el recorrido y los presupuestos que Esposito propone son distintos; y

no es el caso de elaborar aquí una comparación entre los planteamientos de los dos autores

italianos. Sin embargo, también Esposito encuentra que a la base del paradigma

inmunitario, que caracterizaría a la biopolítica moderna en sus diversas fases, el viviente,

entendido como forma de vida cualificada, es sacrificado a la simple supervivencia (cf.,

Esposito, 2003: 126). En efecto, la inmunidad que resultaría necesaria para proteger la vida,

al ser producida en altas dosis, llevada a cabo más allá de cierto umbral, terminaría por

negar esa vida que pretende proteger, reduciéndola a mero dato biológico, a una simple

superviviencia. De esta forma, la complejidad pluridimensional de una vida que se da

siempre como existencia, como exposición a la alteridad, quedaría negada, excluida,

oprimida (cf., Esposito, 2003: 126). Así, desde distintos planteamientos, también para

Esposito lo que está en juego es poder desarticular la definición aristotélica del hombre

como animal racional. Una definición que se asumiría tanto en los discursos humanistas,

que insisten en reinstalar el dominio de lo racional sobre el ser biológico o animal, como en

los discursos pretendidamente antihumanistas, que apuntan a reducir al hombre a mero dato

biológico. En ambos casos se supone que en el interior del hombre se encuentra un

elemento no-humano, una mera vida destinada o bien a ser dominada, o bien a

sobreponerse (cf., Esposito, 2007: 16).

Teniendo lo anterior a la vista, podría decirse que una biopolítica positiva o

afirmativa tendría que pensar de otro modo la vida: no ya como mero dato biológico, como

3 En esa medida, y aunque puede distinguirse entre un humanismo moderno (que excluye lo que aparece como todavía no humano, al aislar un animal en el propio cuerpo del hombre, al animalizar al hombre) y un humanismo antiguo (que excluye un no- hombre que se piensa como un “animal con forma humana”), en todo caso, las dos “máquinas” funcionan al instituir “una zona de indiferencia en la que debe producirse […] la articulación entre lo humano y lo animal, el hombre y el no-hombre, el hablante y el viviente”. Esa zona de indiferencia es una zona de excepción en la que se produce una nuda vida (Agamben, 2005: 53).

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“el simple hilo vertical que une el nacimiento con la muerte” (Esposito, 2003: 129), ni

como lo no-humano que debe afirmarse o ser dominado. Se trataría de pensar al hombre,

según lo ha propuesto Esposito, como “persona viviente –no separada de, o implantada en,

la vida, sino coincidente con ella como compuesto no escindible de forma y de fuerza, de

exterior e interior, de bíos y de zoē” (2007: 183s)4. Esto es, una forma-de-vida en la que el

vivir es inseparable del modo de vivir; y en la que el vivir es ya siempre una existencia

singular que se da desplegándose en la pluralidad de estratos y discontinuidades que la

atraviesan. De modo que se trata de una singularidad que está siempre deviniendo y que se

constituye y se transforma en la pluralidad que ya siempre es. Pero esto también significa,

como lo ha subrayado Agamben, dejar de pensar al hombre como un ser idéntico, como una

identidad fija que pueda coincidir plenamente en todas las corrientes que lo atraviesan (cf.,

2000: 141, 165).

En esa medida, junto al abandono de la noción aristotélica del hombre también tendría

que asumirse a fondo su desarticulación como un sujeto soberano y propietario de sí, como

una identidad que se mantiene a través del cambio y de las diversas experiencias. Un sujeto

que, al concebirse como capaz de disponer de sí y de sus actos, se comprende en oposición

a un mundo en el que se da, inmunizándose así frente a aquello que lo excede y amenaza su

identidad soberana (cf., Esposito, 2004: 54).

Ahora bien, al acoger de este modo la vida, una biopolítica positiva evidentemente

tendría que pensar de otro modo el vínculo entre bíos y política. A la luz de lo dicho, esta

última no podría concebirse ya como una tarea, como un fin en el que estaría en juego la

realización del hombre, ni como una forma de someter o dominar la vida. En contraste con

esto, la política tal vez podría pensarse como el modo de ser, la forma en que se despliega

la vida misma. En efecto, una vida que se da sólo como forma de vida, como existencia en

devenir, es una vida que se da siempre como co-existencia, al existir entre otros. Sin

embargo, esa existencia compartida no se refiere a la idea de pertenencia, a la participación

en lo que se asume como propio, ni a una comunión de todo lo múltiple, en la que por fin

pudieran reducirse las diferencias en una unidad más plena; pero tampoco se trata de un

rasgo o cualidad que les pertenezca a todos los sujetos (una razón, ciertos sentimientos

4 Desde otro ángulo Agamben se refiere a esto cuando considera a la forma de vida como un bíos que es sólo su zoé, como “una vida que, en su modo de vivir, se juega el vivir mismo y a la que, en su vivir, le va sobre todo su modo de vivir” (2001: 13)

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comunes, o principios compartidos del lenguaje) y que posibilitaría su vinculación. Se trata,

al contrario, de algo que excede a los sujetos y los arroja fuera de sí, de una falla que los

atraviesa. Desde esta expropiación de la subjetividad, la comunidad es exilio: una apertura,

un estar fuera de lo propio, una impropiedad que es constitutiva de lo propio e incluso lo

único propio5. Así, con esto se intenta reconocer algo que ha permanecido en los márgenes

del reconocimiento; a saber, que “nosotros somos junto a los otros no como puntos que en

determinado momento se agregan, ni tampoco como un conjunto subdividido, sino desde

siempre los-unos-con-los-otros y los unos-de-los-otros” (Esposito, 2003: 158s ).

2. Arendt y la biopolítica Ciertamente no es evidente que en el pensamiento de Arendt puedan encontrarse elementos

conducentes a pensar la política en la dirección apenas esbozada, a pesar de que, como lo

reconocen tanto Esposito como Agamben, se trata de un punto de partida fundamental para

la reflexión sobre la biopolítica.

En efecto, de los textos de esta autora podría emerger una noción negativa de

biopolítica de acuerdo con la cual ésta pretende reducir a los hombres a grupos de

población que se comportan de manera predecible, a mero dato biológico controlable y

administrable. Como lo destaca Esposito, Arendt desde un principio habría captado la raíz

moderna de este fenómeno, al enfatizar que en la modernidad la categoría de ‘vida’ se

vuelve el fin de la política. Para la autora, esto traería consigo una progresiva

despolitización y una consecuente pérdida del mundo en común, toda vez que, desde su

punto de vista, la actividad política resultaría completamente heterogénea con respecto a la

vida (cf., Esposito, 2004: 163s). No obstante, precisamente al plantear el asunto en estos

términos, según Esposito, ya podría ponerse de manifiesto la limitación de esta perspectiva;

pues, a la luz de lo dicho, emergería claramente que el discurso arendtiano se encontraría

atravesado por la fractura entre vida y política, por la tajante separación entre mera vida y

vida cualificada, naturaleza y mundaneidad, animal y hombre, viviente y existente. En esa

medida, como lo ha planteado Agamben, Arendt no habría dejado de suponer la separación

tradicional entre mera vida (zoē) y existencia cualificada (bíos), de modo que permanecería

5 Ver al respecto Nancy, “La existencia exiliada”. En: Revista de Estudios sociales, Universidad de los Andes, No 8, enero de 2001, pp. 116-118.

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atrapada en la definición aristotélica del hombre como animal racional y, con ello, en una

biopolítica negativa que pretende dominar o excluir aquello que se define como inhumano

o como no plenamente humano.

Además, no sólo la perspectiva arendtiana sería incapaz de pensar una vida en la

que el vivir es inseparable del modo de vivir, sino que no habría logrado concebir ese modo

de vivir como una existencia desprovista de sujetos y arrojada a la alteridad.

Concretamente, según Esposito, Arendt interpretaría la pluralidad en términos de una

multiplicidad de sujetos inconexos, y su problema sería pensar cómo puede darse la

interrelación entre esas individualidades aisladas o qué vínculos intersubjetivos podrían

establecerse entre éstas. De suerte que en lugar de cuestionar la subjetividad no haría más

que multiplicarla (cf., Esposito, 1999: 104). En último término, a la luz de estas

consideraciones, podría decirse que Arendt no habría llegado a comprender la vida en su

complejidad, en la pluralidad de estratos que la atraviesan y, por esto, su punto de vista

resultaría limitado para pensar una biopolítica afirmativa.

3. La pluralidad de la condición humana Evidentemente, Arendt está lejos de ser una pensadora sin contradicciones y tensiones. Al

contrario, sus reflexiones están surcadas por pliegues y silencios que dejan abierto un

innegable espacio de ambigüedad. Aunque en otros lugares he insistido en algunas de esas

ambigüedades y en las posibilidades de interpretación que ellas abren6, aquí, por razones de

tiempo, no voy hacer tanto énfasis en ellas. Más bien, y tal vez corriendo el riesgo de

reducir algunas tensiones presentes en el pensamiento de Arendt, voy a plantear de manera

un tanto escueta algunos elementos que éste puede ofrecernos para pensar una política en la

dirección anteriormente indicada.

En primer lugar, resulta claro que Arendt se opone a sustancializar al ser humano, a

entenderlo como una esencia permanente o como una naturaleza universal (cf., Arendt,

1958: 9ss). Desde su punto de vista, el yo no es una cosa disponible, el contenedor de

ciertas cualidades, o una sustancia que pre-exista a toda forma de relación; es más bien un

ser “en el mundo y del mundo” (Arendt, 1978: 20). De ahí que, al aludir al hombre, la

autora evite la idea de naturaleza humana, para insistir en la de condición humana. De esta 6 Ver por ejemplo, Quintana (2007) y (2009).

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forma subraya que se trata de un ser que siempre se halla en un horizonte de sentidos y de

condiciones que lo atraviesan, y que exceden su capacidad de dominio, aunque tampoco lo

determinan completamente; un ser arrojado en un mundo que siempre se da como contexto

de relaciones, como un mundo compartido en el que puede aparecer. Esto mismo es lo que

Arendt sugiere cuando señala que “no el Hombre sino hombres habitan este planeta. La

pluralidad es la ley de la tierra” (Arendt, 1978: 19). Con esta idea pretende distanciarse de

una visión que, como la aristotélica, toma al hombre en singular, como naturaleza dada, y

que concibe la política como algo que le sería esencial7. Para la autora, la política es un

espacio compartido, una forma de relación; es el en-medio-de constituido por la pluralidad

humana, el modo de ser-junto-a-otros que se instituye en la acción y el discurso.

Esto puede indicar que, al sugerir que ‘política’ y ‘vida’ son nociones antitéticas,

Arendt no está asumiendo simplemente la separación tradicional, de corte aristotélico, entre

zoē y bíos. Por esto mismo, sus conocidas distinciones entre público-privado, mundo-vida

(vida mundana y vida natural), libertad-necesidad, no tendrían por qué apuntar a la

dicotomía clásica que está a la base de lo que Agamben llama la “máquina humanista”,

aunque algunas formulaciones de la autora puedan dar pie para ello. En efecto, al

abandonar la definición del hombre como animal racional, Arendt puede sugerir que el

modo de ser del hombre no debe pensarse en términos de una articulación entre lo humano

y lo animal ni del dominio o coacción de lo uno sobre lo otro, sino que debe encontrarse en

otra dirección. Una dirección que excluye la idea misma de dominio, y que tendría que

empezar por reconocer la singularidad de cada hombre, su no soberanía, y la alteridad que

reside en cada quien.

De hecho, podría pensarse que, al explorar las diversas actividades que caracterizan

a la condición humana, la autora está reconociendo distintas facetas de la existencia de los

hombres, de esa pluralidad que atraviesa a la vida misma. En esa medida, desde el punto de

vista de la autora, la pluralidad no sería meramente una condición exterior que divida y

separe a los individuos, sino algo que los penetra y los atraviesa. Como singularidades

somos siempre desde ya plurales, y la identidad que alcanzamos al exponernos ante otros es

siempre una unidad dinámica en la multiplicidad de puntos de vista, capacidades, límites y

7 En palabras de Arendt: “el hombre es a-político. La política nace en el-en-medio-de los hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre. De suerte que no hay una sustancia propiamente política” (Arendt, 1997: 46).

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disposiciones que nos constituyen: somos vivientes, dotados con la capacidad de comenzar

y podemos también tomar distancia de lo hecho para reflexionar sobre ello; todo esto hace

parte de nuestra existencia. En este sentido, Arendt insiste en que al actuar y al pensar no

podemos separarnos de nuestro ser viviente, pero enfatiza también en que acción y

pensamiento no deben reducirse a un comportamiento biológico dado. Por esto mismo, la

autora se opone a que nuestro ser viviente y nuestra capacidad de actuar se subordinen al

pensar, o que a la inversa la acción sea la actividad privilegiada (cf., Arendt, 1958: 17). De

lo que se trataría más bien es de alcanzar la mutua convivencia de cada una de estas

actividades; que cada una pudiera dejar ser a la otra, respetando las fronteras que marcan su

alteridad.

Precisamente, podría pensarse que, al insistir en la distinción entre vida y política,

labor y acción, naturaleza y mundo lo que Arendt intenta es desligarse de una biopolítica

negativa que deja de reconocer esta complejidad de la condición humana y pretende

reducirla a mero dato biológico, al “simple hilo vertical que une el nacimiento con la

muerte”. De modo que con esas distinciones no pretendería tanto excluir la mera existencia

no cualificada de la política, sino oponerse a su “zoeficación”, y a que la vida en su

pluralidad se reduzca a mera vida. En efecto, a su modo de ver, una naturalización de la

política no sólo negaría la pluralidad humana y haría impensable la libertad política, al

instalar por doquier la ley de lo necesario y de lo homogéneo, sino que también pondría en

peligro a la vida misma. Pues en ese caso la vida individual se vería simplemente como una

fuerza que alimenta ese proceso más amplio que estaría dado con la conservación y el

crecimiento de la vida de la sociedad. Por consiguiente, aparecería subordinada, sometida a

ese proceso general; e incluso se consideraría como algo sacrificable en nombre del

bienestar de una población, como se puso en evidencia, de manera extrema, en el fenómeno

totalitario.

Como es sabido, para Arendt, la experiencia totalitaria representa la tentativa radical

de reducir a los individuos a un haz de reacciones, a seres que meramente se comportan y,

por ende, a seres homogéneos separados de su pluralidad. El totalitarismo muestra hasta

qué punto puede lograrse una completa administración y control de la vida; y cómo un

sistema dedicado al cuidado de la vida puede convertirse en “tanatopolítica”, cuando decide

eliminar a los miembros que considera nocivos para la salud del cuerpo social. Pero

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además, nótese que, al lanzar su mirada a los campos de concentración y exterminio, lo que

Arendt destaca es cómo en esos laboratorios de la muerte se intenta crear precisamente una

zoē separada de su bíos, un mero viviente privado de mundo, de contexto, y de toda

posibilidad de comunicación, una mera supervivencia; cómo en ellos, en último término, se

intenta negar aquello que nos es dado con nuestra condición humana8.

De la mano con todo lo anterior, no hay que perder de vista que con la idea de

condición humana la autora también se refiere a aquello que nos es meramente dado, como

seres cuya existencia es inseparable de su ser viviente: nos es dado tener necesidades

vitales, existir en un cuerpo que demanda de nosotros ciertas cosas; pero también nos es

dado estar sujetos a un mundo en el que aparecer9, llegar a este mundo como extraños,

nacer como un nuevo comienzo. Todo esto, esta extrañeza, singularidad y potencialidad de

la vida, es lo que pone en riesgo el campo de concentración y de extermino, al pretender

reducir a los hombres a mera vida.

4. Un bíos inseparable de su zoē La inseparabilidad entre bíos y zoē es justamente lo que Arendt puede sugerir con la idea de

natalidad10. Con cada nacimiento alguien nuevo, único y extraño llega al mundo. Cada

nacimiento es también un nuevo comienzo, implica la llegada inesperada de alguien que, a

la vez, es capaz de comenzar algo imprevisible. La noción arendtiana de la natalidad,

central en su pensamiento político, alude a ambas cosas: al hecho de que el hombre mismo

es “un comienzo, un inicio, ya que no existe desde siempre sino que viene al mundo al

nacer” (Arendt, 1997: 77); y a la unicidad y alteridad que emerge con el nacimiento de cada

individuo, al “constante flujo de recién llegados que nacen en este mundo como extraños”

(Arendt, 1958: 9). Al llegar a este mundo como extranjero cada ser humano se sitúa

originariamente en una diferencia irreducible con respecto a los demás. Asimismo, porque

8 Véase al respecto el capítulo 12, sección 3 de Los orígenes del totalitarismo. 9 En La vida de la mente Arendt alude a esto como una condición de los seres vivos, de animales y hombres. En sus palabras: “los seres vivos, hombres y animales, no están sólo en el mundo, sino que son del mundo, y esto se debe precisamente a que son sujetos y objetos –perciben y son percibidos– al mismo tiempo (Arendt, 1978: 20). 10 Como lo señalo en mi artículo “Vida y política en el pensamiento de Hannah Arendt” esto ha sido explorado, con distintos énfasis, por Miguel Vatter (2006) y Peg Birmingham (2006).

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el hombre es un comienzo, y el comienzo de algo único y singular, de él se puede esperar lo

inesperado (cf., Arendt, 1958: 178).

La natalidad se refiere entonces “al fondo oscuro de nuestras diferencias”; a la

extrañeza y singularidad que nos es dada, y a un modo de ser de espontaneidad, de

potencialidad que también hacen parte de nuestra condición. Pero esto que nos es dado es

inseparable de la existencia política. Desde el punto de vista de Arendt, la singularidad de

cada quien requiere aparecer en el mundo común, requiere poder expresarse en la acción y

el discurso público, para poder ser reconocida por otros y cobrar sentido (cf., Arendt, 1952:

302). Y, a la vez, la existencia política requiere acoger ese oscuro fondo de la diferencia

para no terminar en “una completa petrificación”, “castigada por haber olvidado que el

hombre es sólo el amo pero no el creador del mundo” (Arendt, 1952: 302). Así, al indicar

que la mera existencia de los individuos, en tanto únicos y singulares, debería poder

aparecer en el mundo público, y que la vida pública debería poder reconocer la singularidad

de los individuos, lo que Arendt está planteando es nada menos que la inseparabilidad entre

forma de vida y existencia no cualificada.

Esta misma inseparabilidad entre la existencia no cualificada de los individuos y su

forma de vida política también puede sugerirse cuando la autora sugiere que la

espontaneidad es un fenómeno prepolítico, es algo que le pertenece a la existencia no

cualificada de los individuos y, a la vez, el fundamento de la libertad política, de la

capacidad de actuar y poder comenzar algo junto a otros en el espacio de aparición. En este

sentido, la autora enfatiza que, aunque esta espontaneidad de los individuos puede

desarrollarse sin contar con las condiciones más propicias para la libertad política, en todo

caso requiere del mundo, del espacio de aparición para poderse desplegar (cf., Arendt,

1997: 77s).

A la luz de esto, parecería que, lejos de plantear la exclusión de la existencia no

cualificada, de una mera vida a ser superada por la existencia política, la autora intenta

pensar un hombre que pudiera abrirse al mundo común desde el oscuro fondo de su

diferencia, y una política que, sin renunciar a la ley de la igualdad, pudiera reconocer la

alteridad del ser singular y su capacidad para comenzar algo nuevo e imprevisible. De esta

forma, Arendt podría dejar abierta la posibilidad de una biopolítica positiva. Esto sería, a la

luz de lo dicho, una política que pueda dejar en libertad la mera existencia no cualificada de

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los individuos –la singularidad y la espontaneidad que les está dada al nacer– sin pretender

administrarla o controlarla. Una política tal sería, justamente, el revés de una biopolítica

negativa que, a través de una ideología determinista y de un sistema que apunta al control

total de los hombres y a su uniformidad, intenta hurtarle “al neonato su derecho a empezar

algo nuevo” (Arendt, 1997: 77) y la alteridad de su ser singular.

5. La existencia en la alteridad Ahora bien, si se tienen en cuenta los grandes temas y discusiones de los que Arendt se

ocupa, se puede poner de manifiesto que, al separarse del humanismo tradicional, la autora

también llega plantear una política que se basa en la expropiación del sujeto y que implica

una existencia atravesada por la alteridad.

Una política sin sujeto es lo que la autora sugiere cuando plantea que ésta no debe

pensarse en términos de fabricación o “hacer”. Como se sabe, esta última es una actividad

intencional que se caracteriza por una relación de control o dominio sobre las cosas y el

ámbito en el que se ejerce. Allí hay siempre un sujeto que tiene en la mira un objetivo de su

actividad –incluso cuando el objetivo está en la actividad misma– y que dispone de ciertos

medios para realizarlo11. Pero, según Arendt, la política no debería concebirse en términos

de control o dominio, ni como un medio para un fin, ni como ejercicio o práctica de un

sujeto, sino como un modo de existencia. Se trata de un espacio compartido, del modo de

ser-junto-a-otros que se instituye en la acción y el discurso, así como de las condiciones que

garantizan, cuidan y conservan esa forma de existencia

Al actuar, al iniciar algo junto a otros y al relacionarse con ellos discursivamente,

los hombres pueden dar lugar a lo nuevo e imprevisible, y pueden desarrollar las

posibilidades de su ser distinto, y distinguirse; pueden desplegar su característica pluralidad

(cf., Arendt, 1958: 176). En este sentido, el discurso y la acción tienen un carácter

revelador: la clase de persona que somos se muestra en nuestras palabras y actos, ellas

exponen quién es alguien, revelan activamente su “única y personalidad identidad” (Arendt,

1958: 179). Lo que se exhibe, sin embargo, no es un yo interno o una identidad

previamente formada; lo que se expone es una identidad que se constituye en el espacio de

11 (Cf., Arendt, 1958: 153-159; 220-230).

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aparición que la acción y el discurso establecen12. Por ende, la forma en que aparezco ante

otros no es un mero medio para la expresión de algo interior, sino que es la manera misma

en que me doy ante otros, en que ellos pueden reconocerme como alguien, como un actor

específico en el mundo público. Por esto mismo, no se trata tampoco de identidades fijas

sino de modos de ser que se constituyen y se transforman en la exposición ante otros13. De

modo que la identidad que podamos alcanzar en la acción y el discurso debería

comprenderse como algo fluido, susceptible de transformación; como una unidad que nos

brinda coherencia y estabilidad frente a otros, pero que permanece dinámica, abierta a

nuevas experiencias y puntos de vista.

Si al aparecer, al mostrarse en palabras y actos, los hombres llegan propiamente a

existir como “quiénes”, esto significa que su singularidad presupone su ex-sistencia, su ser-

en-común en un mundo con otros14. Y, por ende, no es que yo como sujeto me encuentre

frente a otros, sino que sólo me doy junto a otros, y gracias a esta co-pertenencia puedo

constituirme como singularidad.

Este carácter intramundano de nuestro ser también trae consigo que las

consecuencias de la acción no se puedan controlar ni predecir, y que no podamos

considerarnos como los autores o productores de nuestra historia15. Además, lo actuado es

irreversible, no se puede deshacer, como se puede deshacer lo hecho, lo que depende de la

intencionalidad de una subjetividad. Esto significa que ese “quién” que somos, esa

identidad que alcanzamos al existir-entre-otros, no es completamente nuestro, escapa a

nuestro control. El quiénes somos se da “en lo abierto de la experiencia, con todos los

riesgos de imprevisibilidad y de contingencia que tal dislocación trae consigo” (Esposito,

1999: 96). Por esto mismo, lo que el actor alcanza en esta exposición no es una mayor

conciencia de sí o un mayor grado de inteligibilidad con respecto a su individualidad, sino

una apariencia que lo expone a los demás. Es la apariencia de un «quién» que se resiste a

ser caracterizado por alguna cualidad o esencia, y a ser identificado en la solidez de una 12 Palabras y actos no ponen de manifiesto un “yo, algo dentro de mí que de otro modo no aparecería”, sino que permiten hacer activamente que mi presencia sea sentida, vista u oída por otros (cf., Arendt, 1978: 29). 13 En este sentido, los hombres pueden mostrarse como únicos y singulares en su existencia compartida: “la distinción y la individuación se dan en el discurso” y en la acción (Arendt, 1958: 208). 14 En palabras de Arendt, el “carácter revelador del discurso y de la acción pasa a primer plano cuando las personas están unas con otras, no para o en contra” sino “en el puro estar juntos” (Arendt, 1958: 180). 15 “[...] las historias, el resultado de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es un autor o productor. Alguien la inició y es su sujeto en el doble sentido de la palabra, es decir, su actor y paciente, pero nadie es su autor” (Arendt, 1958: 184).

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definición (cf, Arendt, 1958: 181). Es la apariencia de un «quién» que sólo se da, que sólo

se muestra en su especificidad, al aparecer, al quedar expuesto a la alteridad de los demás.

Un «quién» que no se encuentra solamente en el mundo sino que es del mundo (cf, Arendt,

1978: 20), y que no es más que apariencia; pues, “en este mundo en el que entramos,

apareciendo de la nada, y del cual desaparecemos en la nada, ser y apariencia coinciden”

(cf., Arendt, 1978: 19).

Además, dado que al actuar no somos meros hacedores, sino partícipes de un

acontecimiento en el que compartimos el mundo con otros, al actuar, algo siempre nos

acontece16. Es por esto que la acción y de manera más general la libertad, como poder de

actuar y hablar junto a otros, suponen en el hombre su condición de no-soberanía, su

expropiación como sujeto y dueño de sí. La libertad, entendida como un modo de existencia

en la pluralidad, nos expropia y descentra, nos impide disponer de nosotros y de lo que

hacemos, nos arroja a un espacio de contingencia17.

De esta forma, al insistir en que la política no debe concebirse desde las categorías

del hacer, y al sugerir que supone una vinculación interhumana que no apunta a nada

distinto a la trama de relaciones que ella misma instaura, podría pensarse que en Arendt se

encuentra señas que anticipan lo que Nancy ha denominado una “comunidad desobrada o

inoperante” [desœuvrée]: una comunidad que no se propone como un “proyecto fusional”

(Nancy, 2000: 26-27), ni en general como una obra (opera) o como un proyecto a realizar,

sino como un vínculo que “pone en relación a los hombres en la modalidad de su

diferencia” (Cf., Esposito, 1999: 103).

16 Esto es algo que Arendt sugiere cuando señala: “Dado que el actor siempre se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es meramente un «hacedor» sino siempre al mismo tiempo un paciente” (Arendt, 1958: 190). 17 “La inhabilidad del hombre para confiar en sí mismo o para tener fe completa en sí mismo (lo que es lo mismo) es el precio que los hombres tienen que pagar por la libertad; y la imposibilidad de permanecer como amo de lo que hacen, de conocer sus consecuencias y confiar en el futuro, es el precio que pagan por la pluralidad y la realidad, por la dicha de habitar junto con otros un mundo cuya realidad está garantizada para cada uno por la presencia de todos” (Arendt, 1958: 244). Como es sabido, la capacidad de hacer promesas y el perdón son los recursos que, según la autora, nos permiten lidiar con la imprevisibilidad y la irreversibilidad de la acción, sin tener que negar las condiciones en que ésta se da, por la postulación de un sujeto autónomo y soberano. Se trata de actitudes que no tienen sentido en aislamiento y que no suponen la mera decisión o intencionalidad de un agente. Son, más bien, disposiciones espontáneas que requieren una apertura al mundo compartido, y que muestran una preocupación por cuidar de ese en-medio-de que constituye la pluralidad humana (al respecto, véase Arendt, 1958: 236-247). Los límites de esta ponencia no me permiten, sin embargo, ahondar en estas cuestiones.

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Precisamente, porque Arendt piensa la comunidad como inseparable de la diferencia

la define como un en-medio-de que al tiempo que nos une, nos separa (cf., Arendt, 1958:

52). Y es por esto mismo que concibe el vínculo interhumano en términos de distancia y no

de proximidad, al entenderlo como una forma de respeto: “El respeto, no diferente de la

aristotélica philia politikē, es un tipo de «amistad» sin intimidad ni proximidad; es una

consideración de la persona desde la distancia que el espacio del mundo pone entre

nosotros” (Arendt, 1958: 243).

Sin embargo, esa distancia no es simplemente algo que se encuentra fuera de los

sujetos y que los aísla en su individualidad, sino que –como puede derivarse de las

consideraciones propuestas en los apartados 3 y 4 – es también un límite que se encuentra

dentro de los individuos, que los penetra, los descentra y los lleva fuera de sí18. Como ya se

dijo, el ser-en-común es, para esta autora, la condición de nuestra existencia intramundana.

No se trata entonces de que el otro aparezca frente a uno en una relación de separación que

debe ser superada sino que, en cuanto singular, el uno sólo se constituye en su apertura a

los otros. Además, como lo hemos visto antes, para Arendt, la vida humana es

pluridimensional; está penetrada y constituida por la pluralidad de fuerzas, límites y

condiciones en que se da. De modo que, existimos expuestos a la alteridad, compartiendo

un mundo limitado por nuestra finitud19 y nuestras diferencias.

Por todo esto, lo común no puede ser para Arendt lo que reúne a un conjunto de

subjetividades, “un trasfondo idéntico” o una naturaleza homogénea. Lo común es, a su

modo de ver, el espacio de aparición que se da en el cruce de nuestras diferencias; lo común

es nuestro estar arrojados en un mundo-con-otros, nuestra condición de no-soberanía; la

imprevisibilidad, fragilidad e irreversibilidad de nuestras acciones; la carencia, el límite, la

finitud que perforan nuestra existencia plural. Pero común también podría llegar a ser una

aspiración diferida: que pudiéramos movernos en la contingencia sin abandonar sus límites,

aceptar la distancia que el espacio del mundo pone entre nosotros, asumir la pluralidad

18 Con esta consideración retomo una pregunta planteada por Esposito en Communitas, y me distancio de su respuesta (cf., Esposito, 2003: 137). 19 Ciertamente Arendt no piensa esta finitud de la mano con nuestro “ser para la muerte”, sino que enfatiza en ella, al insistir en la pluralidad, la fragilidad, la imprevisibilidad, la irreversibilidad y la no-soberanía como condiciones de nuestra existencia intramundana. Por eso difiero de Esposito cuando sugiere que al omitir la herida de la muerte, esta autora pierde de vista la finitud que perfora a la subjetividad (cf., Esposito, 1999: 99).

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como lo más propio de nuestra condición, reconocer, en fin, que “lo que hace a los hombres

semejantes es el hecho de que cada uno lleva en sí la figura del Otro”20.

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