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ANUARIO DE PSICOLOGÍA CLÍNICA Y DE LA SALUD ANNUARY OF CLINICAL AND HEALTH PSYCHOLOGY www.us.es/apcs 2005, VOLUMEN 1 Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos Universidad de Sevilla

ANUARIO DE PSICOLOGÍA CLÍNICA Y DE LA SALUD …institucional.us.es/apcs/doc/APCS_1_esp.pdf · Los autores del segundo trabajo invitado, Rodríguez Vega, Fernández Liria y Bayón

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ANUARIO DE PSICOLOGÍA CLÍNICA Y DE LA SALUD

ANNUARY OF CLINICAL AND HEALTH PSYCHOLOGY

www.us.es/apcs 2005, VOLUMEN 1

Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos Universidad de Sevilla

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Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology, 1 (2005)

índice Editorial: Psicopatología y terrorismo pp v-viii Artículos invitados Reacciones de estrés en la población general tras los ataques terroristas del 11S, 2001 (EE.UU.) y del 11M, 2004 (Madrid, España): Mitos y realidades. Vázquez Valverde, C. pp 9-25 Trauma, disociación y somatización. Rodríguez Vega, B., Fernández Liria, A. y Bayón Pérez, C. pp 27-38 Diez referencias destacadas acerca de: Psicopatología y terrorismo. García García, M., Torres Pérez, I. y Valdés Díaz, M. pp 39-51 Artículos regulares Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima: Un estudio con adolescentes de 14 a 17 años. Garaigordobil, M., Durá, A. y Pérez, J.I. pp 53-63 El Wisconsin Card Sorting Test en la detección de los trastornos de la personalidad. Inda Caro, M., Lemos Giráldez, S., Paíno Piñeiro, M. y Besteiro González, J.L. pp 65-71 Normas para la publicación de trabajos en Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology pp 73-76 www.us.es/apcs 2005, VOLUMEN 1 Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos

Universidad de Sevilla

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Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology, 1 (2005) v-vii

Editorial Con este primer volumen queremos materializar la presentación, en forma revista electrónica especializada, de un vehículo de transmisión, propuesta y análisis de contenidos propios de Psicología Clínica y de la Salud. Hemos escogido como tema inicial en la sección central de este volumen, en coincidencia con el primer aniversario de los atentados del 11 de marzo en Madrid, el terrorismo y la psicopatología, asunto de gran trascendencia e impacto social, político y, especialmente ahora, de investigación. Resulta claramente comprensible que la casi totalidad de los trabajos disponibles que se basan en datos clínicos empíricos relacionados con el terrorismo se focalicen en los efectos que las acciones terroristas tienen sobre las víctimas. En consecuencia, es del todo pertinente que se pretenda, habitualmente, proponer tras ello algún formato o esquema de intervención. A pesar de los asertos anteriores no deja de resultar llamativo, por coincidencia con lo trazado por los autores de los dos trabajos invitados, que todavía deban hacerse precisiones acerca de lo que llamamos estrés, desde un punto de vista clínicamente significativo, junto con la necesidad de revisión del más clásico concepto de trauma. El debate de fondo exige, indispensablemente, mayor volumen de investigación rigurosa que aclare, caracterice y diferencie lo que se consideran respuestas esperables ante ciertas situaciones y las que no, aunque tales reacciones supongan una alteración en el funcionamiento de la persona: crisis en su sentido más clásico. Por otro lado, se resaltan las deficiencias de los sistemas diagnósticos internacionales vigentes en cuanto a su bondad para captar estos fenómenos lo que, consecuentemente, incrementa los falsos positivos. El profesor Vázquez subraya la capacidad básica del ser humano para resistir a la adversidad; precisamente por ello, resulta inadecuado el tratamiento conceptual que se ha dado a las formas de estrés postraumático, sobre todo en su versión aguda. Ello requiere, en todo caso, propiciar un análisis con detenimiento de aspectos clínicos como la transitoriedad, la intensidad y la magnitud de la respuesta, así como el grado de interferencia sobre el nivel de funcionamiento de la persona. No resulta insignificante el punto al que llegamos; obsérvese que precisamente los debates más actuales en Psicopatología, y que tratan de orientar el futuro DSM-V, nos dirigen no al planteamiento de tal o cual etiología sino a una posición previa: qué es un trastorno y su separación de lo que realmente son problemas de la vida (cotidiana o no) (Wakefield y Spitzer, 2003). Esto implica que atender exclusivamente a las manifestaciones clínicas conduce a errores por coincidencia con la capacidad de reaccionar del ser humano ante ciertas situaciones (he aquí uno de los puntos débiles de asimilar el comportamiento humano al modo de los signos médicos). Por consiguiente, lo que hace que un trastorno sea considerado mental no es la etiología sino el dominio funcional, en el sentido de la inacción de una función diseñada para un fin por la evolución de la especie (Wakefield y First, 2005). Numerosas voces coinciden en señalar las inconsistencias y defectos en la clasificación actual del DSM proponiéndose, para el caso particular del Trastorno por Estrés Postraumático (pero no es el único ejemplo), que se abra un capítulo centrado en los trastornos por estrés, abarcando incluso a los trastornos adaptativos, algo que se antoja más razonable, a tenor de una concepción que en efecto persiga elementos etiológicos comunes (Phillips, Price, Greenberg y Rasmussen, 2005). Los autores del segundo trabajo invitado, Rodríguez Vega, Fernández Liria y Bayón Pérez, destacan la insuficiencia emanante de la clasificación diagnóstica más seguida en el contexto científico, por cuanto no da verdadera cuenta de los procesos que son consecuencias esperables tras sufrir sucesos traumáticos (no sólo centrados en el terrorismo): disociación, somatización y conversión. Estos fenómenos, subsíndromes en el lenguaje del DSM, muestran la dificultad para integrar y organizar la experiencia subjetiva por parte de la víctima. Aunque, como se ha dicho, el trabajo no se circunscribe de modo estricto al terrorismo y sí a las situaciones en general de violencia, realiza sugerencias terapéuticas de interés. A vueltas con el concepto de estrés postraumático, la respuesta que lo constituye implica, además de una reacción ante un suceso de importancia vital, un significado particular; no es igual sobrevivir a una inundación que a un atentado terrorista. Parece claro que una acción terrorista, por cuanto supone intervención humana en forma de violencia arbitraria y desmedida y, especialmente, con el propósito de ocasionar daño y muerte, son elementos que se

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Editorial

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relacionan de forma directa con las consecuencias psicopatológicas en las víctimas. Este aspecto ha de tenerse activamente presente a la hora de emprender una intervención con las víctimas de la violencia en general y del terrorismo en particular. El profesor Vázquez subraya que la consecuencia se traduce en la pérdida de confianza en los demás, en el ser humano. Para ilustrar este aspecto, precisamente en el año en el que se cumplen 60 del fin del Holocausto, hace mención de personas que han pasado experiencias en campos de concentración, destacando el esfuerzo por mantener la dignidad personal para sobrevivir y superar esa desconfianza. Como ha señalado recientemente Aharon Appelfeld (2005), si apenas es posible asumir la muerte de un niño, cómo llegar a entender la muerte de millones. Se sintieron traicionados por todo, por todos. En este mismo sentido, nos permitimos apostillar con la obra de Jean Améry (2001), quien expone de forma magistral cómo la tortura reduce la condición humana: “...con el primer golpe se pierde algo que podríamos denominar confianza en el mundo (...) esto hay de común con la violación” (Págs. 90-91), (...) “la tortura supone una inversión absoluta del mundo social” (Pág. 101). Destaca la dificultad de la recuperación en cuanto a la relación con los demás se trata: “estupefacción y extrañeza que ninguna comunicación humana puede compensar” (Pág. 106). Sirva este ejemplo como contrapunto de los autores habitualmente citados en este asunto como Primo Levi (2000) o Victor Frankl (1991), quienes se situaron entre la opción del perdón y la de hallar un sentido diferente a la experiencia vivida para seguir adelante, respectivamente; Améry justificó su posición vital de resentimiento toda vez que la confianza en el mundo se tambalea y desmorona. No debe ser éste un asunto ligero cuando, de los autores citados, Levi y Améry, se suicidaron. Una de las secciones que acompaña a los trabajos invitados analiza diez referencias destacadas acerca del tema escogido para este volumen. No se trata exactamente de una puesta al día, ni de un análisis bibliográfico al uso, sino un análisis de aquellas citas destacables sobre el tópico del terrorismo y la psicopatología basado, sobre todo, en trabajos empíricos de garantías y preferentemente actuales. Por razones que a nadie escapan, hay una proliferación reciente de textos desde un punto de vista periodístico, sociológico o político, sin embargo, hemos querido subrayar aportaciones en una línea claramente de investigación en Psicología Clínica1. Resulta destacable, como apuntan las autoras García García, Torres Pérez y Valdés Díaz, que apenas hay trabajos en nuestro país acerca del terrorismo y sus consecuencias psicopatológicas, pese a las décadas vividas de consecuencias onerosas ocasionadas por ETA y su entorno. Con todo, se hace mención entre estas reseñas, de una aportación española de investigación, más allá de las aproximaciones actuales de orden epidemiológico y descriptivo que se han desarrollado, fundamentalmente, con posterioridad a la fecha luctuosa del 11 de marzo de 2004. Además, y esta es la virtud de esta sección, se reúnen aportaciones sobre el terrorismo de diverso espectro, esto es, más allá del 11 de septiembre sufrido en USA, y que esperamos sea del interés de los lectores que se aproximen a esta temática por vez primera. Comenzábamos diciendo que la mayoría de los trabajos sobre terrorismo y psicopatología se han centrado en las víctimas y las consecuencias por ellas sufridas. Sin embargo, hay una ausencia clamorosa de estudios con rigor metodológico que hayan tenido como cometido analizar desde un punto de vista psicopatológico al terrorista. Desde luego son abundantes los textos que han hecho alusiones desde un punto de vista conceptual (como ejercicio académico, si se prefiere). Alonso-Fernández (2002) (quien previamente había hecho un análisis en Psicología del Terrorismo, en su segunda edición de 1994), destaca el hipernarcisismo como explicación del fenómeno del terrorismo, sea individual o de ciertos grupos (incluyendo al terrorismo institucional o de Estado). Observamos que muchos de estos textos hacen referencias a patologías francas en dirigentes políticos o personajes destacados (v.g., Fromm, 1975, calificaba de necrofilia el estado mental de Hitler; Alonso-Fernández, 2002, lo sitúa en un trastorno delirante). Sin entrar en polemizar acerca de cuál es la categoría a posteriori más acertada para este personaje histórico, incurrimos en un exceso diagnóstico si pensamos que, además de Hitler, el análisis debería abarcar a Mussolini, Stalin, Mao, Pol Pot, Milošević o, si se prefiere, a aquellos que tuvieron como misión directa las prácticas genocidas como Himmler en Alemania, Pavelić en Croacia o, más recientemente, Karadžić y Mladić en Bosnia. Es dudoso pues que tantos políticos, militares o militantes terroristas sean delirantes, ni parece razonable achacar una especie de epidemia paranoica según qué época de la historia analicemos. Más bien parece que la “sobrevaloración de ciertas ideas” (por reutilizar el concepto psicopatológico clásico), esto es, la imagen hipertrofiada del país o región (al modo de lo que sucede con la autoestima individual), la visión del enemigo en forma de otra nación (en general, los otros) y la necesidad de salir de un estado de frustración (por diversas condiciones sociales, económicas o religiosas), favorece una sensación de causa común trascendente (Beck, 2003; Echeburúa, 2000). Como señala Aaron Beck (2003), a partir de ahí es poco lo que falta para obtener permiso y matar. Resulta factible

1 Ello no resta interés para los lectores interesados en obras de otra naturaleza. Algunas de las que destacamos: Aulestia, K. (2005). Historia General del Terrorismo. Madrid: Aguilar; Blanco, A., del Águila, R. y Sabucedo, J.M. (2005). Madrid 11-M. Un Análisis del Mal y sus Consecuencias. Madrid: Trotta (entre cuyos autores participan Enrique Echeburúa, Paz de Corral, Pedro J. Amor, José Mª Ruiz-Vargas, Ana Lillo, Enrique Parada, Antonio Puerta y Fernando Muñoz, por tanto, línea no exclusivamente sociológica; Clarke, R.A. (2005). Cómo Derrotar a los Yihadistas. Un Plan de Acción. Madrid: Taurus; Ignatieff, M. (2004). El Mal Menor. Madrid: Taurus; Jordán, J. (coord.) (2004). Los Orígenes del Terror. Indagando en las Causas del Terrorismo. Madrid: Biblioteca Nueva; Reinares, F. y Elorza, A. (2004). El Nuevo Terrorismo Islamista. Del 11-S al 11-M. Madrid: Temas de Hoy.

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para este autor la equiparación entre el plano individual (v.g. los malos tratos) y el social descrito cuando el denominador común es la violencia. En suma, no creemos que resulte útil, cuando no confuso, atribuir diagnósticos a los terroristas o quienes ejerzan la violencia por muy “desquiciantes” que nos parezcan sus comportamientos. Tal vez precisemos de análisis más precisos y rigurosos, no sólo de las víctimas y su atención, como se ha dicho, sino de sus perpetradores y sus comportamientos anómalos (lo que no indica que haya un trastorno psicopatológico). Aún mejor, esperamos, como apunta Enrique Echeburúa (2000), que sea posible prevenir el terrorismo y su legado de violencia actuando, desde luego, de forma activa.

REFERENCIAS

Alonso-Fernández, F. (2002). Fanáticos Terroristas. Claves Psicológicas y Sociales del Terrorismo. Barcelona: Salvat. Améry, J. (2001). Más Allá de la Culpa o la Expiación. Tentativas de Superación de una Víctima de la Violencia. Valencia: Pre-Textos (original en alemán, 1977). Appelfeld, A. (2005). La Oscuridad Siempre Visible, El País, 28 de enero, pág. 15. Beck, A.T. (2003). Prisioneros del Odio. Las Bases de la Ira, la Hostilidad y la Violencia. Barcelona: Paidós (original en inglés, 1999). Echeburúa, E. (2000). ¿Por qué y Cómo se Llega a Ser Terrorista?. E País, 30 de noviembre, pp. 17-18. Frankl, V.E. (1991). El Hombre en Busca de Sentido. Barcelona: Herder. Fromm, E. (1975). Anatomía de la Destructividad Humana. Madrid: Siglo XXI. Levi, P. (2000). Los Hundidos y los Salvados. Barcelona: Muchnik (original en italiano, 1986) Phillips, K.A., Price, L.H., Greenberg, B.D. y Rasmussen, S.A. (2005). ¿Deberían Cambiarse las Agrupaciones Diagnósticas del DSM? En K.A. Phillips, M.B. First y H.A. Pincus, Avances en el DSM. Dilemas en el Diagnóstico Psiquiátrico (pp. 57-83). Barcelona: Masson (original en inglés, 2003). Wakefield, J.C. y First, M.B. (2005). Clarificación de la Distinción entre lo que es y no es Trastorno: Afrontamiento del Problema del Sobrediagnóstico (Falsos Positivos) en el DSM-V. En K.A. Phillips, M.B. First y H.A. Pincus, Avances en el DSM. Dilemas en el Diagnóstico Psiquiátrico (pp. 23-55). Barcelona: Masson (original en inglés, 2003). Wakefield, J.C. y Spitzer, R.L. (2003). Por qué la Significación Clínica no Resuelve el Problema de la Validez Epidemiológica y del DSM. Respuesta a Regier y Narrow. En J.E. Helzer y y J.J. Hudziak, La Definición de la Psicopatología en el Siglo XXI. Más Allá del DSM-V (pp. 33-42). Barcelona: Ars Médica (original en inglés, 2002).

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Reacciones de estrés en la población general tras los ataques terroristas del 11S, 2001 (EE.UU.) y del 11M, 2004 (Madrid, España): Mitos y

realidades

Carmelo Vázquez Valverde Facultad de Psicología

Universidad Complutense de Madrid (España)

RESUMEN En este trabajo se efectúa una revisión crítica de los estudios efectuados sobre las reacciones psicológicas de los ataques del 11S de 2001 en EE.UU. y del 11M de 2004 en Madrid. A pesar de muchas voces de alarma efectuadas por profesionales de la salud mental y por responsables de diseñar políticas públicas de salud, los efectos psicopatológicos de estos sucesos en la población general han sido relativamente escasos y además, para la inmensa mayoría de la gente, han sido transitorios. Es probable que esta discrepancia entre las expectativas y los resultados reales se deba a la prevalencia de modelos explicativos en Psicología basados más en prejuicios sobre la vulnerabilidad de los seres humanos ante la adversidad ignorando que la resiliencia es probablemente la respuesta más común. Aunque algunos estudios han hallado tasas relativamente altas de estrés inmediato tras estos sucesos en la población general, es probable que se trate de cifras sobreestimadas y sin apenas significación clínica. En este sentido, en el presente trabajo se discuten las serias limitaciones metodológicas y conceptuales en la medida y evaluación de las respuestas humanas ante situaciones traumáticas y las limitaciones conceptuales en la propia definición de los sistemas de clasificación actuales DSM y CIE. Finalmente se discuten las consecuencias de estas limitaciones en el diseño de investigaciones sobre las reacciones ante experiencias traumáticas y en la planificación de medidas de prevención e intervención ante situaciones futuras semejantes. Palabras Clave: terrorismo, 11S, 11M, trauma, estrés postraumático, vulnerabilidad, resiliencia, psicopatología

“.. la reformulación del malestar normal como una perturbación psicológica es una distorsión seria que puede

aumentar la propia percepción de las personas como víctimas pasivas en vez de sobrevivientes activos e ignorar sus propias

fortalezas y prioridades” (Derek Summerfield, 2001, p.234)

“ Aparentar fortaleza puede solo ocultar una plataforma

endeble de negación, pero ser vulnerable es ser invencible. La queja te brinda un poder-al menos el poder del chantaje

emocional, de creación de niveles de culpa social sin precedentes"

(Robert Hughes, 1993, p. 19) El 11 de Septiembre de 2001, a las 8:46 a.m.

dos aviones se estrellaron de modo sucesivo contra el World Trade Center (WTC) en Nueva York. Pocos minutos después un tercer avión impactó sobre el Pentágono en Washington, D.C. y otro avión se estrelló en Shanksville, Filadelfia. En total, se estima que 2.992 personas murieron como resultado de estos cuatro ata-

ques. Exactamente 30 meses más tarde, el 11 de Marzo de 2004, se produjo un ataque terrorista de una magnitud sin precedentes en España. A las 7:40 a.m. de ese día, una serie de bombas explotaron casi simultáneamente en tres estaciones de tren diferentes del área metropolitana de Madrid matando 191 personas e hiriendo a más de 1.500.

La importancia de estos acontecimientos para la Psicología reside, entre otras razones, en que desde los primeros días tras los ataques se lanzaron diversos estudios epidemiológicos diseñados específicamente para evaluar la magnitud del impacto psicológico inmediato en la población general. En acontecimientos semejantes anteriores como, por ejemplo, la brutal bomba en un edificio gubernamental en la ciudad de Oklahoma (EE.UU.) el 19 de Abril de 1995, en el que murieron 168 personas, la mayor parte de los datos recogidos se habían centrado en las víctimas directas o en las personas expuestas directamente al trauma (North, Nixon, Shariat et al., 1999). Sin embargo, poco se sabía de las reacciones inmediatas de la población general, la mayor parte de ella no expuesta directamente al suceso traumático. Las investigaciones epidemio-lógicas impulsadas por estos tristes acontecimientos, a pesar de las dificultades que supone su realización en circunstancias tan difíciles y de urgencia (véase North y Pfefferbaum, 2002) han abierto, de este modo, una ventana única para apreciar los efectos de situaciones

1 Dirección de contacto: Dr Carmelo Vázquez Valverde. Facultad de Psicología. Universidad Complutense de Madrid. Campus de Somosaguas 28223 Madrid (España). E-mail: [email protected]

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Vázquez Valverde, C.: Mitos acerca de las reacciones de estrés tras ataques terroristas

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potencialmente tan devastadoras material y psicoló-gicamente.

En las secciones posteriores se efectuará precisamente una revisión crítica de estos estudios e intentaremos demostrar que la evidencia disponible sobre los atentados del 11M y del 11S demuestra que los efectos psicopatológicos en la población general son pequeños y, cuando se producen, tienen una naturaleza transitoria. Ahora bien, este análisis crítico en modo alguno afecta a la importancia de tratar dignamente y con métodos eficaces a las víctimas reales de estos sucesos (Echeburúa, 2004; Lillo, Muñoz, Parada et al., 2004). El objetivo de este trabajo se centra, funda-mentalmente, en el examen de los datos empíricos existentes sobre el impacto de estos sucesos en la población general los cuales, desde nuestro punto, de vista han sido alarmistas y sobreestimados.

Antes de comenzar creemos necesario hacer una reflexión sobre los cambios habidos en la definición de “trauma” y las consecuencias de estas nuevas definiciones en las investigaciones epidemio-lógicas relacionadas con las consecuencias psicológicas de afrontar situaciones traumáticas. 1. TRAUMA Y ESTRÉS POSTRAUMÁTICO: CONCEPTOS BAJO SOSPECHA

El concepto de trauma ha estado siempre bajo sospecha y es aún un concepto sobre el que existen muchas polémicas académicas y profesionales (McNally, 2003a,b; Brewin, McNally y Taylor, 2004) desde que, en 1892, el médico alemán Hermann Oppenheim propuso el término “neurosis traumática” para referirse a los resultados de accidentes laborales traumáticos que causaban en el afectado síntomas psicológicos intensos debidos a una “conmoción cerebral”. En una revisión histórica de los avatares del concepto de trauma, Brunner (2002) ha mostrado que el interés por las reacciones traumáticas ha estado históricamente más vinculado a litigios y polémicas forenses para reivindicar derechos ante los tribunales (por ejemplo, soldados, trabajadores, accidentados en medios de transporte,..) que a un interés científico. Frente a quienes, como Oppenheim, defendían la existencia real de síndromes psicológicos traumáticos, muchos otros proponían que estos síntomas eran una impostura de soldados o trabajadores debida a deseos de recibir pensiones y beneficios.

La historia reciente refleja también esta tensión entre opuestos. En 1980 el Diagnostic and Statistical Manual introdujo, en su tercera edición (DSM-III, APA 1980), un nuevo trastorno (el trastorno de estrés postraumático, TEPT) que, con alguna modificación sustancial introducida en 1994 (DSM-IV, APA 1994), ha continuado en las nosologías actuales (APA, 2000). Es bien sabido que el TEPT se introdujo por la presión de los excombatientes de la guerra del Vietnam quienes deseaban disponer de una entidad nosológica que pudiera ajustarse a algunas de las secuelas psicológicas de la guerra y, lo que no era un asunto menor, poder acogerse a los beneficios médicos y sociales derivados de recibir el diagnóstico de un “trastorno mental” (Vázquez, 1990; Young, 1995). Como ya sucedió en el S. XIX, con el propio inicio del concepto de “neurosis traumática” también en esta ocasión las presiones de afectados, grupos de presión, etc. junto a la mala conciencia de una sociedad que había enviado a la guerra a una generación de jóvenes

(Scott, 1990) colaboró en la génesis de un nuevo trastorno en el que probablemente prevalecieron más que los argumentos sociales que los científicos para su creación. Pronto el TEPT comenzó a aplicarse no sólo a excombatientes sino a otras personas que habían sufrido experiencias de otra índole: violaciones, catástrofes naturales, enfermedades físicas con riesgo para la propia vida, etc. Así pues, no hay que olvidar el origen histórico del TEPT y la fina línea que separa la investigación clínica de los intereses legales, econó-micos, sociales u otros, que finalmente pueden acabar entretejidos y confundidos. El TEPT es un terreno abo-nado para mixtificaciones, engaños, y para quienes necesitan reconocimiento legal o social de diversos padecimientos. En este sentido, es interesante apreciar cómo en estas dos últimas décadas en EE.UU. ha habido una auténtica fiebre malsana por encontrar vestigios de abuso sexual en la infancia en la que cortes de psicólogos, abogados, y comunicadores han creado la idea de que el trauma (en este caso sexual) ha afectado a millones de ciudadanos del país (véase Brewin, McNally y Taylor, 2004). Como señala el crítico de arte Robert Hughes en una de las citas que abren este artículo, ser víctima de traumas se ha convertido socialmente en algo a menudo deseado y buscado por los ciudadanos de las sociedades modernas y, añadimos nosotros, la Psiquiatría y la Psicología puede que en cierto sentido alimenten peligrosamente esos deseos.

1.1. Definiciones cambiantes de “trauma” y “estrés postraumático”

El DSM, o la CIE, son sistemas basados simplemente en constelaciones de síntomas y los criterios diagnósticos son bastante erráticos (por ejemplo, en unos casos se señala una duración mínima de los síntomas, en otros cuadros se exige una determinada frecuencia, en otros simplemente no se indica nada), de tal modo que no se pueden calificar con propiedad de sistemas taxonómicos.

Los problemas mentales asociados a expe-riencias traumáticas son un buen ejemplo de esta falta de criterio uniforme. En efecto, la característica real-mente distintiva de estos problemas, fundamental-mente el Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) y el Trastorno de Estrés Agudo (TEA) es que son una excepción entre todos los trastornos mentales diagnos-ticados en el DSM-IV pues para su definición se utiliza un criterio etiológico (ver Criterios A1 and A2 en Tabla 1). En efecto, se define el TEPT como un trastorno desencadenado o promovido por una causa específica (i.e., un trauma) que se define como algo tangible y explícito que proviene del exterior y al que se le atribuye la responsabilidad del sufrimiento. Esta “externalización” de la causa sin duda contribuye a que, como señala Brunner (2002, p. 183): “...el discurso del trauma es siempre un discurso moral acerca de un evento que conlleva violencia y victimización”. Esto sitúa a las reacciones relacionadas con el trauma en un campo de continua tensión entre las pretensiones de objetividad científica y el reconocimiento de los derechos de los afectados y pone de manifiesto la compleja naturaleza psicosocial e histórica de este cuadro (ver también McNally, 2004).

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TRASTORNO DE ESTRÉS POSTRAUMÁTICO (TEPT) TRASTORNO DE ESTRÉS AGUDO (TEA)

Criterio A1. Expuesto a un acontecimiento traumático que implicó riesgo para la integridad y Criterio A2. Reacciones de temor, desesperanza u horror intensos. Criterio B. Reexperimentación (1 de 5 síntomas): 1. Recuerdos intrusivos 2. Sueños perturbadores 3. Revivir el acontecimiento 4. Malestar ante la exposición a estímulos relacionados 5. Reacción fisiológica ante la exposición Criterio C. Evitación persistente (3 de 7): 1. Esfuerzos para evitar pensamientos y sentimientos 2. Esfuerzos para evitar actividades que recuerden el hecho 3. Incapacidad para recordar aspectos del trauma 4. Disminución del interés por participar en la actividades 5. Sentimientos de alejamiento de los otros 6. Disminución de las muestras de afecto 7. Sensación de futuro desalentador Criterio D. Hiperactivación (1 de 5): 1. Insomnio. 2. Irritabilidad o estallidos de ira 3. Dificultad para concentrarse 4. Hipervigilancia 5. Respuestas de sobresalto exageradas Criterio E. Duración de los síntomas (B, C y D): >1 mes Criterio F: Malestar significativo o incapacidad social

Criterio A1. Expuesto a un acontecimiento traumático que implicó un riesgo para la integridad, Criterio A2. Reacciones de temor, desesperanza u horror Criterio B. Síntomas disociativos durante o después del acontecimiento (3 de 5 síntomas):

1. Sensaciones de embotamiento, desapego, o ausencia de emocionalidad

2. Reducción de la conciencia del entorno 3. Desrealización 4. Despersonalización 5. Amnesia disociativa

Criterio C. Al menos 1 síntoma de reexperimentación Criterio D. Conductas de evitación Criterio E. Síntomas notorios de ansiedad y activación aumentados Criterio F: Malestar significativo o incapacidad social Criterio G. Duración de los síntomas (B, C, D y E): entre 2 días y 4 semanas en el mes que sigue al evento traumático Criterio H. No es causado por los efectos fisiológicos de una sustancia o de un trastorno médico, y no se debe a otros trastornos mentales. Criterio B. Reexperimentación del evento (1 de 5 síntomas):

Tabla 1. Lineamientos de los criterios de diagnóstico de DSM-IV-TR para TEPT y TEA (APA, 2000).

Pero, ¿cómo se define el trauma? Ni siquiera esto es un asunto sencillo ni históricamente estable. Como hemos dicho, fue en el DSM-III (APA, 1980) donde apareció por primera vez una definición de trauma y TEPT. En esta primera versión, el trauma se definía del siguiente modo: el individuo ha vivido un acontecimiento que se encuentra fuera del marco habi-tual de las experiencias humanas y que sería marcada-mente angustiante para casi todo el mundo.

En primer lugar, se planteaba que el trauma no es una experiencia cualquiera (por ejemplo, ser despedido del trabajo) sino que constituye una expe-riencia única en la que la cuya naturaleza del suceso sería desbordante y desestabilizadora psicoló-gicamente (recordemos que los autores del DSM tenían en mente las experiencias de soldados en guerra). En segundo lugar, y aún más importante, es una definición protectora de las víctimas puesto que indica que casi todo el mundo tendría esa respuesta si se viese enfrentado a la misma. Así pues, no había que buscar elementos de vulnerabilidad psicológica, que podrían inculpar indirectamente a la víctima por determinadas debilidades, aunque fuesen psicológicas, sino que la respuesta se explicaría simplemente por la magnitud extraordinaria del suceso. Se podría decir que esta visión del trauma y sus efectos respondía a una sencilla hipótesis de una relación directa dosis-respuesta (McNally, 2004).

Sin embargo, en la década de los 80 y principios de los 90 comenzaron a efectuarse estudios epidemiológicos en población general que ponían en cuestión esta idea tan simplista como bien intencionada. Lo que se observó es que, frente a esta concepción universalista latente en el DSM-III, en realidad la inmensa mayoría de las personas que sufren experien-cias traumáticas no presentan cuadros de TEPT ni

respuestas de estrés clínicamente significativas. Por ejemplo, en un estudio a escala nacional en el que se entrevistó a más de 6000 personas sobre experiencias traumáticas, Kessler et al. (1994, 1995) demostraron que las cifras de prevalencia vital del TEPT en la población general norteamericana se sitúan en torno al 5% aunque prácticamente la mitad de los norteame-ricanos adultos parecen haber sufrido una experiencia traumática según se define en el DSM-IV (ver Tabla 2). Es decir, la probabilidad de desarrollar TEPT tras haber sufrido una experiencia traumática es mucho menor de lo que probablemente esperaban los autores del DSM-III.

Prevalencia vital (%)

Hombres Mujeres

Exposición a traumas 60.7* 51.2

Nº de traumas 1 2 3 4 o más

26.5 14.5 9.5*

10.2*

26.3 13.5 5.0 6.4

* Significativo p < 0.05

Tabla 2. Frecuencia de experiencias traumáticas en el U.S. National Comorbidity Study, según la definición de “trauma” del DSM-IV (Kessler et al., 1995).

Basado en este tipo de datos, que reflejaban una inesperada resistencia de los seres humanos ante la

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Vázquez Valverde, C.: Mitos acerca de las reacciones de estrés tras ataques terroristas

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adversidad (véase Vázquez y Pérez-Sales, 2003), los autores del DSM-IV (APA, 1996) introdujeron variaciones sustanciales en la definición de “trauma” cuyos efectos en nuestro modo de enfocar la investi-gación y producir resultados clínicos y epidemio-lógicos está aún están por evaluar. En esta nueva versión, el contexto definitorio del trauma se replantea en los siguientes términos: la persona experimentó, observó, o le han contado un suceso o sucesos que implicaron una muerte, amenaza de muerte, o una lesión grave, o una amenaza para la integridad física de uno mismo y de otros. Ante ese suceso, la persona ha respondido con temor, desesperanza u horror intensos.

Desde esta nueva perspectiva ya no se requiere haber “vivido” una experiencia límite sino que puede bastar haber sido testigo del suceso. Pero, desgraciadamente, el DSM-IV (APA, 1996) no proporciona guías claras de lo que significa “exposi-ción” al suceso traumático. Aunque ahora cabe la posi-bilidad de un diagnóstico relacionado con el trauma en base tanto a una exposición directa como indirecta, no está en modo alguno claro qué debería entenderse por exposición indirecta (¿ver los sucesos por TV? ¿haber podido “estar allí” y ser por lo tanto una víctima poten-cial?, ¿haber oído una narración de lo sucedido?,..). No sabemos aún hasta qué punto, y de qué modo, las vías indirectas de exposición que se proponen ahora en el DSM-IV o el DSM-IV-TR son eficaces para suscitar reacciones traumáticas en testigos (Pfefferbaum et al. 2002). En cierto modo, la definición DSM-IV ha abierto una caja de Pandora sobre el uso potencialmente abusivo de las etiquetas de “trastorno mental” cuyas consecuencias son aún imprevisibles.

En el caso concreto de los sucesos del 11S y del 11M, los datos de que disponemos sobre el impacto en testigos han demostrado que existe una asociación significativa entre la proximidad física a los aconteci-mientos y la probabilidad de presentar un TEPT (Galea, Ahern, Resnick et al., 2002; Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005). Pero, en línea con la definición DSM-IV, la contemplación de imágenes por TV y la gravedad de síntomas de estrés postraumático también está relacio-nada estadísticamente con la magnitud de la respuesta psicopatológica (Schlenger et al., 2002; Schuster et al., 2001; Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005). Ahora bien, estos estudios incluían tanto a gente directamente afectada como a testigos distantes. Ahern et al. (2002) han demostrado que el impacto en testigos distantes de estas tragedias puede que no sea tan indiscriminado pues ver la TV en los días de los ataques del 11S tuvo un impacto en síntomas de TEPT y de depresión casi exclusivamente en las personas que tuvieron una expe-riencia directa traumática con el suceso (por ejemplo, testigos directos del suceso o que tenían un amigo o familiar fallecido como consecuencia del suceso). Así pues, los medios de comunicación puede que tengan un efecto de reexposición y retraumatización sólo en algunos individuos, dependiendo de si estuvieron directamente expuestos o no al suceso traumático.

En conclusión, aunque las imágenes de TV puedan ser calificadas como morbosas o irrespetuosas, es poco probable que sean traumatizantes para mantener respuestas de TEPT en la población general. Si este tipo de resultados se confirma, los criterios actuales del DSM para el TEPT deberían revisarse para acotar mucho mejor el concepto de exposición indirecta y excluir el ser testigo distante de los sucesos

traumáticos vía medios de comunicación (Pfefferbaum, Pfefferbaum, North y Neas, 2002).

El segundo elemento nuevo de la definición de trauma del DSM-IV, que se suele también tomar por dado, es el tipo de reacción que necesariamente ha de sufrir la víctima. El DSM hace una propuesta de definición centrándose en la reacción subjetiva de los afectados y, en esta dirección, exige que el suceso traumático haya ocasionado una respuesta de miedo, horror, o indefensión extremas. Quizás también esta propuesta sea algo arriesgada. Aunque es verdad que la mayoría de la gente que desarrolla un TEPT tuvieron una reacción inicial intensa de esta naturaleza (véase Brewin, Andrews and Rose, 2000a), el DSM olvida mencionar que hay muchas otras reacciones típicamente asociadas a experiencias traumáticas (como los sentimientos de vergüenza, humillación, ira, culpa o tristeza) –por ejemplo, Echeburúa, de Corral y Amor (1998). En un estudio efectuado por nuestro equipo sobre el impacto del ataque terrorista del 11M en Madrid, comprobamos que reacciones como la ira o el temor de que alguien conocido hubiese sido afectado pueden ser tan intensas (ver Tabla 3) como las señaladas por el DSM-IV. Tener en cuenta estas reacciones diferentes a las señaladas por el DSM, especialmente cuando se trata de traumas inducidos por humanos, puede ser de una enorme relevancia para entender el impacto psicológico de los traumas y para poder articular intervenciones terapéuticas eficaces (Echeburúa y Corral, 2001; Pérez-Sales y Vázquez, 2003 a,b).

Reacción Inicial (escala de 0-10)

M

DT

Miedo

6.0

3.1

Horror 7.3 2.9 Desamparo 7.5 2.6 Miedo alguien conocido pueda estar afectado 7.3 2.8 Síntomas corporales 3.2 3.2 Perturbado 6.8 2.8 Ira 6.8 2.9

Duración de la reacción (horas)

1.9

1.0

Tabla 3. Reacciones iniciales ante el atentado en Madrid del 11M (N=503) –Vázquez, Pérez-Sales y Matt (2005). 1.2. Reacciones olvidadas en el DSM: Limitaciones diagnósticas

Una característica asombrosa de los sistemas diagnósticos actuales es que no efectúan ninguna distinción conceptual entre traumas inducidos por humanos (ej.: violencia, robos, asaltos, o violencia política) y el resto de los traumas (ej.: catástrofes naturales o accidentes). De hecho, muchas de las reacciones ni siquiera consideradas en el DSM, como la humillación, están presentes con mucha frecuencia en personas que confrontan una experiencia traumática causada por humanos y especialmente cuando se juzga que hay intencionalidad. Aunque hay estudios que indican que puede que el patrón de respuesta inicial sea

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Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical And Health Psychology, 1 (2005) 9-25

Estudio

Tiempo de evaluación

Muestra

Evaluación

Instrumento

Mediciones

Resultados

Schuster et al, (2001), RAND

3 a 5 días luego del 11 de septiembre 2001 (ONDA 1)

Representatividad nacional (N=560 adultos) Entrevista Telefónica

PCL (5 ítems seleccionados según Norris et al., 1999)

Estrés Sustancial

44% al menos con síntomas de Estrés Sustancial 90% al menos un síntoma de “un poco”

Stein et al, (2004), RAND

2-3 meses después 11S (ONDA2)

Seguimiento de Schuster et al, (2001) muestra (N=395 adultos)

Entrevista Telefónica

PCL (5 ítems seleccionados según Norris et al,, 1999)

Estrés Sustancial

21% aún informaron al menos de un síntoma de Estrés Sustancial

Rasinski et al, (2002), NORC

4-6 meses después 11S Muestra nacional y de la ciudad de Nueva York (N=1101 adultos)

Entrevista Telefónica

PCL (cumplimiento de los criterios de síntomas de DSM-IV)

TEPT: 15% Nueva York, 8% resto del país

Schlenger et al, (2002)

1-2 meses después 11S

Representatividad nacional (N=2.273 adultos, Nueva York y Washington con mayores muestras)

Entrevista Telefónica

PCL, adaptado a los eventos de 11S>50)

Probabilidad de TPET (p. de corte >50) Distrés no específico

Probabilidad de TPET: 11.2% en Nueva York; 2.7% en Washington, DC; 3.6% en las áreas metropolitanas más importantes, y 4.0% en el resto del país- Más del 60% de los habitantes de Nueva York con niños informaron que uno o más de los niños presentaban trastornos por el ataque.

Silver et al, (2002)

9-23 días después 11S ONDA1; 2 meses después 11S (ONDA2); 6 meses después 11S (ONDA3)

Panel de Red, Representatividad nacional adultos: (ONDA1: N=2.729) (ONDA2: N= 933, individuos que no residen en Nueva York) (ONDA3: N=787)

Autoevaluación

Cuestionario de Reacción de Estrés Agudo de Stanford (SASRQ)-ONDA1 Impacto de eventos Escala -R, adaptado a los eventos de 11S (ONDA2 y ONDA3)

Síntomas de TEA (ONDA1) Síntomas de TEPT (ONDA2 y ONDA3)

TEA: 12.4% Síntomas de TEPT (ONDA2): 17% Síntomas de TEPT (ONDA3): 5.8%

Galea et al, (2002; 2003)

5-9 semanas después 11S (ONDA1); 4-5 meses después 11S (ONDA2); 6-9 meses después 11S (ONDA3)

Adultos residentes que recibieron llama- das telefónicas en Maniatan con mayo- muestras de los que vivían al sur de la calle 110: ONDA1: N=998 adultos; ONDA2: N=2.001 adultos; ONDA3: N=1.570 adultos

Entrevista Telefónica

DIS, adaptados a los acontecimientos de 11S

TEPT (DSM-IV criterios)

TEPT (ONDA1): 7.5% (Manhattan) ; 20% si vivían al sur de la calle Canal. (p.ej. del área del World Trade Ctr.) TEPT (ONDA2): 1.7% TEPT (ONDA3): 0.6%

Murphy et al, (2003) 2-3 días después 11S Afro-Americanos sin título universitario, St, Louis, NO (N=219)

Autoevaluación PCL-C Probabilidad de TPET (p. de corte >50)

Probabilidad de TEPT : 5%

Blanchard et al, (2004)

6-10 semanas después 11S

Sin título universitario (Albany, NY =507; Augusta, GA =336; Fargo, ND= 526)

Autoevaluación

TEPT (PCL, 11S-adaptado) Estrés Agudo (TEA) a las 2 semanas después 11S

Probabilidad de TPET (p. de corte >40) Probabilidad de TEA

Probabilidad de TEPT : 11.3% en Albany, 7.4% en Augusta y 3.4% en Fargo Probabilidad de TEA: 28% en Albany, 19% en Augusta y 9.7% en Fargo.

Matt y Vázquez (2005)

6-10 semanas después 11S

2000-2002 grupos múltiples de estudiantes no graduados de San Diego (Total N= 2.411)

Autoevaluación

PCL-C

Estrés Sustancial Probabilidad de TPET (p. de corte >50)

Estrés Sustancial: 38% Probabilidad de TEPT : 8.4% (Primavera 2000, N=771), 9.8% (Primavera 2002, N=694), 6.7% (Otoño 2002, N=946)

Muñoz et al, (2004) 2-3 semanas después 11 Marzo 2004

Muestra general de la población de Madrid (N= 1.179)

Autoevaluación Escala de Trastornos de Estrés Agudo (TEAS)

Síntomas de TEA 47% síntomas relacionados con TEA.

Vázquez, Pérez-Sales y Matt (2005)

3-4 semanas después 11M (N=503)

Muestra general de la población de Madrid

Autoevaluación

PCL-C e ítems que corresponden a los criterios de TEPT DSM-IV

Estrés Sustancial Probabilidad de TPET con criterios múltiples: 1) punto de corte>44 2) punto de corte >50 3) DSM-IV criterios

Estrés Sustancial: 59.2% Probabilidad de TEPT : 1) 13.3 % punto de corte >50 2) 3.4 % punto de corte>44 3) 1.9 % criterios de DSM-IV

TEA: Trastorno Estrés Agudo; PCL-C: Trastorno de Estrés Postraumático, Lista de Verificación para Civiles; TEPT: Trastorno de Estrés Postraumático “Estrés Sustancial” se define cuando los participantes informan un nivel de severidad de 4 (bastante) o 5 (extremadamente) ante cualquiera de los 5 ítems seleccionados del PCL-C (ver el texto).

Tabla 4. Estudios sobre el impacto psicopatológico, en respuestas relacionadas con el estrés (TEA y TEPT), en la población general de los atentados de 11 septiembre, 2001 (EE.UU.) y 11 marzo, 2004 (Madrid, España)

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Vázquez Valverde, C.: Mitos acerca de las reacciones de estrés tras ataques terroristas

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muy semejante en ambos tipos de traumas (Burkle, 1996), los efectos de los traumas inducidos por humanos parecen ser mucho más prolongados en el tiempo que, por ejemplo, los que se deben a catástrofes naturales, e incluso puede que nunca se retorne a nive-les de funcionamiento “normal” (Green y Lindy, 1994).

Así pues, es probable que los traumas inducidos por humanos tengan consecuencias más incisivas que los debidos a catástrofes naturales incluso aunque no haya intencionalidad. En uno de los estudios de seguimiento más largo disponibles, llevado a cabo tras el derrumbamiento de la presa de Buffalo Creek en EE.UU., Grace et al. (1993) demostraron que al cabo de 14 años los supervivientes tenían muchos menos síntomas, como era esperable, pero aún el 28% de los que continuaron en el estudio mostraban síntomas compatibles con un diagnóstico de TEPT (Grace et al, 1993). Algo parecido se ha observado tras el escape de la central nuclear de Three Mile Island en EE.UU.. Al cabo de 5 años, los habitantes de la zona aún presen-taban síntomas físicos y psicológicos apreciables (Davidson, Fleming y Baum, 1986).

Así pues, los desastres inducidos por humanos (por ejemplo, acciones terroristas) pueden tener efectos más duraderos y devastadores que otros sucesos, especialmente si se juzga que ha habido una intención malévola en los mismos (Echeburúa et al., 1998). Nada de esto, desgraciadamente, se señala en los sistemas diagnósticos que con tanta devoción se utilizan en la actualidad (véase de nuevo la Tabla 1). Es muy proba-ble que, al menos en parte, estos efectos más intensos, prolongados, y que afectan a un espectro de elementos psicológicos de más alcance que los síntomas descritos en la definición de TEPT, estén relacionados con la pérdida de confianza en los demás, la pérdida de valores, o sentimientos de desesperanza sobre el género humano o la justicia (Janoff-Bulman, 1992). Si estas creencias se deterioran (por ejemplo, hay afectados que después de un suceso traumático abandonan creencias políticas o religiosas que para ellos eran esenciales anteriormente) se socava un elemento de difícil reparación psicológica (Blanco y Díaz, 2004; Pérez-Sales y Vázquez, 2003 a,b). Los textos imprescindibles de autores como Primo Levi (1988, 2000) o Semprún (1995) subrayan justamente cómo la preservación de la dignidad personal, incluso en condiciones diseñadas para destruirla, es funda-mental para la supervivencia.

La inmensa mayoría de los estudios sobre las consecuencias del 11S y del 11M se han centrado en aspectos relacionados con los típicos síntomas y las respuestas descritas en el DSM-IV y no se ha prestado atención a en qué medida estos acontecimientos han afectado las concepciones nucleares que la gente tiene sobre el mundo (Smith, Rasinski and Toce, 2001; Rasinski, Berktold, Smith y Albertson, 2002). Dada la insuficiencia de datos sobre esos otros aspectos psicoló- gicamente esenciales, los resultados que discutiremos en este trabajo se centrarán, por lo tanto, en esta perspectiva más clínica. 2. REACCIONES PSICOLÓGICAS TRAS EL 11S Y EL 11M

Como decíamos al comienzo de este trabajo, los estudios del 11S iniciaron en cierto sentido una nueva vía de análisis al incidir sobre las reacciones inmediatas del trauma en la población general. Los estudios puestos en marcha más rápidamente se condu-

jeron a los 2-3 días después del incidente (Murphy, Wismar y Freeman, 2003; Schuster et al., 2001) y algo parecido se efectuó en Madrid (Muñoz et al., 2004; Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005). Aunque, como puede verse en la Tabla 4, algunos estudios se han centrado en las respuestas más extremas, como el desarrollo de un trastorno de estrés postraumático completo (por ejemplo, Galea et al., 2002), la mayoría ha utilizado una aproximación más dimensional incluyendo escalas de síntomas que reflejan diferentes grados de reacción (por ejemplo, Schuster et al., 2001; Schlenger et al., 2002; Silver et al., 2002; Murphy et al., 2003; Blanchard et al., 2004; Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005).

Los estudios sobre los efectos inmediatos de estos atentados terroristas en la población han arrojado resultados interesantes y muchos de ellos inesperados. En primer lugar, el impacto psicológico de los atentados en las primeras semanas o meses fue en algunos casos intenso pero ni muchos menos del alcance que las autoridades sanitarias, y a veces los propios autores de los trabajos, preveían. En segundo lugar, como intentaré mostrar más adelante, estas reacciones pudieron ser de cierta importancia en las horas, días o semanas posteriores al suceso pero desaparecieron de un modo relativamente rápido y espontáneo. En tercer lugar, y esto es de una gran importancia metodológica y conceptual, el tipo y magnitud de reacción depende estrechamente de los métodos de medida utilizados y de los criterios más o menos estrictos que se utilicen. La lectura de las cifras epidemiológicas ha de ser muy cuidadosa y crítica con la definición del objeto a medir y los métodos para hacerlo y es muy común que los autores de los trabajos no presten la atención debida a estos asuntos cruciales.

En general, cuando se evalúan síntomas de estrés en vez de categorías diagnósticas, se corre el riesgo de sobreestimar los casos probables de trastorno mental en la población (ver Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005). Este posible sesgo afecta a todos los estudios efectuados sobre reacciones postraumáticas y hay que tenerlo muy en cuenta para poder explicar la gran variabilidad en los resultados. Aunque ha habido una gran cantidad de estudios en los que se describen casos de TEPT tras catástrofes, los porcentajes de pre-valencia han sido tan variados que oscilan entre el 0% y 100%. Esta variabilidad se puede atribuir a la clase de trauma, la selección de las muestras, y el uso de distintas herramientas de evaluación que van, gene-ralmente, de las entrevistas clínicas a los instrumentos de medición estandarizados, y mediciones de autoe-valuaciones (Bryant y Harvey, 2000; Norris, Byrne, Diaz y Kaniasty, 2001).

2.1. Respuestas psicológicas inmediatas: ¿Estrés sustancial?

Un mes después de los ataques de 11 de Septiembre, 2001, la Universidad de Michigan dio a conocer los resultados de un estudio llevado a cabo por su prestigioso Institute for Social Research (Institute for Social Research, 2001). Aunque el estudio tiene más un carácter anecdótico porque no se utilizaron instrumen-tos validados clínicamente, sus resultados probable-mente reflejan algunas ideas estereotipadas sobre cómo reacciona la gente ante acontecimientos de esta natu-raleza. En este estudio se demostró que el 66% de la muestra representativa nacional de 668 adultos nortea-

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Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical And Health Psychology, 1 (2005) 9-25

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mericanos entrevistados entre el 15 de septiembre y el 7 de octubre de 2001, manifestaban al menos, problemas de concentración, el 52% dijo que se sentían deprimi-dos y casi el 62% manifestó padecer de trastornos de sueño al menos, durante algunos momentos de las semanas posteriores a los incidentes. Sólo el 21% manifestó que tenían, a menudo, esperanzas sobre el futuro, en comparación con el porcentaje de 68% que respondió a la misma pregunta en una encuesta nacional en 1990. (Institute for Social Research, 2001).

Un estudio semejante, pero más ligado al concepto de TEPT y científicamente más sólido, fue llevado a cabo por científicos de la RAND Corporation midiendo entre 3 y 5 días después del ataque al World Trade Centre las reacciones psicológicas en una muestra representativa de la nación (ver Tabla 4). Este trabajo se publicó el 15 de Noviembre de 2001 en The New England Journal of Medicine, una de las revistas con un mayor índice de impacto en Medicina (Schuster et al., 2001). El estudio, que tuvo una gran repercusión, señalaba que el 90% de los entrevistados experimen-taron al menos niveles moderados de síntomas de estrés y el 44% de la muestra total (aunque en diferentes porcentajes dependiendo de lo cerca que se viviese de Nueva York) informó haber experimentado al menos un síntoma de “estrés sustancial” de una lista de cinco síntomas relacionados con el TEPT. En una segunda parte del mismo estudio, efectuada dos meses después del ataque aunque publicada algunos años después (Stein, Elliot, Jaycox et al., 2004) hallaron que el 16% de los que habían tenido un nivel de estrés sustancial en Septiembre de 2001 tenían todavía esa reacción en Noviembre de ese mismo año. Pero este resultado, así como los restantes que vamos a comentar (ver Figura 1), exige un análisis crítico.

0

10

20

30

40

50

60

70

Madrid11M

<100millasWTC

100-1000millasWTC

>1000millasWTC

Madrid (Vázquez, Pérez-Salesy Matt, 2005)

NY (Schuster et al., 2002)

Figura 1. Reacciones de “Estrés Sustancial” en la población general, en Madrid y en una muestra representativa de EE.UU., a diferentes distancias del WTC, evaluadas con ítems seleccionados del PCL-C (véase texto).

Las conclusiones de estos estudios eran ciertamente alarmantes y sugerían la necesidad de intervenir psicológicamente lo más rápido posible dado que “al intervenir tan pronto como aparecen los síntomas, los médicos, los psicólogos y otros profesionales podrán ayudar a las personas para que identifiquen las reacciones normales y tomen las medidas para afrontarlas adecuadamente” (Schuster et al., 2001, p. 1511). Asimismo, predecían que “es im-probable que los efectos psicológicos del terrorismo reciente desaparezcan pronto”.

Pero ¿qué es padecer “Estrés Sustancial”? De acuerdo a la definición de los autores, lo padecería cualquier entrevistado que señala en al menos uno de cinco ítem de un cuestionario de síntomas, todos recogidos en el DSM-IV, con una gravedad de 4 (“algo”) o 5 (“extremadamente”) en una escala de 1 a 5. Estos cinco ítem fueron seleccionados de entre aquellos informados por un 50% o más de los supervivientes del atentado con bombas en Oklahoma City (North, Nixon, Shariat et al., 1999)1. Así pues, cualquier entrevistado que entre el 13-16 de Septiembre 2001 se sintiese “algo” trastornados cuando recordaban los ataques que tuvieron lugar el 11 de Septiembre, sería calificado como una persona con “estrés sustancial”. En el caso del estudio de Madrid (Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005), efectuado entre 2 y 3 semanas después del atentado del 11M 2004, un 59.2% mostraba un “ nivel de Estrés Sustancial”. Esta cifra es muy semejante a la submuestra de ciudadanos de Estados Unidos que vivían cerca del WTC del estudio de Schuster et al. (2001) quienes mostraron unas tasas de estrés sustancial del 61% (Figura 1).

Sin embargo, es poco probable que este tipo de datos que reflejan reacciones de estrés despro-porcionadas, a pesar de que tengan una repercusión inmediata en los medios de comunicación e incluso en revistas científicas, tengan alguna significación clínica o epidemiológica. Estar desanimado o tener “estrés sustancial” no implica tener un trastorno clínico (Wessely, 2004). Los estudios que intentan identificar los niveles inferiores al umbral de las respuestas traumáticas, como los estudios de Schuster et al. (2001) o de Stein et al., (2004) basados en definiciones simples de estrés (por ejemplo, “estrés sustancial”) pueden provocar alarma y confusión en el público (Southwick y Charney, 2004; Shalev, 2004).

2.2. Trastorno de Estrés Agudo: Confundiendo la normalidad y la patología

Algo parecido, aunque con una relevancia diagnóstica mayor sucede con el denominado Trastorno de Estrés Agudo (TEA). Esta es una nueva categoría muy controvertida que se introdujo por primera vez en el DSM-IV (APA, 1996) (véase la crítica sistemática de Marshall, Spitzer y Liebowitz, 1999).

El DSM-III (APA, 1980) creó la categoría TEPT, y el DSM-III-R (APA, 1987) introdujo el requi-sito de que los síntomas estuviesen presentes al menos 30 días. La inclusión en 1987 de este criterio temporal era muy importante pues se trataba de reducir los falsos positivos diagnósticos que se podían producir utilizando los criterios del DSM-III (APA, 1980) pues no exigían una duración mínima de los síntomas y, sin embargo, se había observado que en muchas víctimas esos síntomas se disipaban en pocos días o semanas (Riggs et al., 1995). Pero, al introducir esta exigencia temporal se creaba un problema contrario: había gente que podía tener una reacción aguda de estrés patológica que necesitase ayuda o al menos monitorización clínica. De

1 Estos ítem son: 1) ¿Se siente desanimado cuando algo le recuerda lo sucedido?; 2) ¿ tiene recuerdos, pensamientos o sueños repetitivos y perturbadores acerca de lo ocurrido?; 3) ¿tiene dificultades para concentrarse?; 4) ¿Tiene problemas para dormir o permanecer despierto?; 5) ¿ Se siente irritable o tiene reacciones de enfado?

Porc

enta

je

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Vázquez Valverde, C.: Mitos acerca de las reacciones de estrés tras ataques terroristas

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ese modo, en el DSM-IV (APA, 1996) se creó la nueva categoría del TEA (Blank, 1993).

Sin embargo, el TEA es un trastorno de definición imprecisa y un tanto confusa. Aunque se creó como una categoría semejante al TEPT y comparte muchos de sus síntomas, como puede verse en la Tabla 1, exige que aparezcan una serie de síntomas disocia-tivos (Criterio B) que, por otro lado, la literatura cien-tífica no ha demostrado que sean más importantes predictores del TEPT que otras características (por ejemplo, neuroticismo, rasgos de personalidad, historia de trastornos mentales previos, etc.) – Cardeña et al., 1996; Vázquez y Pérez-Sales, 2003. Este peso proba-blemente excesivo en los síntomas disociativos, descui-dando por otro lado la precisión diagnóstica sobre sín-tomas de evitación y de hiperarousal (puede compro-barse en la Tabla 1 que los requisitos son menos exi-gentes que para el TEPT), crea situaciones diagnósticas complicadas. Por ejemplo, como indican Marshall et al. (1999), muchas personas con una elevada reacción de estrés inicial ante sucesos altamente traumáticos no pueden recibir ni un diagnóstico de TEA, porque no presentan los 3 síntomas disociativos que exige el DSM-IV, ni tampoco un diagnóstico de TEPT por no haber transcurrido aún 30 días desde la experiencia traumática. Además, la propia categoría TEA ha sido duramente criticada pues abre un camino de patologizar en categorías psiquiátricas lo que en la mayoría de los casos no son sino reacciones humanas normales de ca-rácter casi siempre transitorio y sin mayores implicacio-nes psicopatológicas (McNally, Bryant y Ehlers, 2003).

Dar importancia diagnóstica al TEA puede ser equívoco dado que si bien es cierto que un porcentaje elevado de las personas que manifiestan TEA acaban desarrollando un TEPT -véase, por ejemplo, el trabajo de Harvey and Bryant (1998) con supervivientes de accidentes de moto-, lo contrario no es cierto. En un análisis de los 12 estudios prospectivos publicados que han evaluado si el TEA es predictor de TEPT, McNally, Bryant y Ehlers (2003) han demostrado que un porcentaje relativamente elevado de la gente que presenta TEA desarrolla un TEPT (65.7%) pero el porcentaje de personas con un TEPT que ha presentado previamente un TEA es bastante menor (45.8%). Así pues, el TEA es un relativamente buen predictor de TEPT pero hay muchas personas en quienes el TEPT no está precedido por un TEA.

Todavía son pocos los estudios que han analizado el TEA tras sucesos traumáticos y sus resultados varían bastante en función de las herramien-tas de medida. La tasa de TEA varía desde el 7% en una muestra de supervivientes de tifones (Stabb et al, 1996) hasta un 33% in personas cercanas a un mass shooting (Classen et al, 1998) y, quizás debido a la exigencia de síntomas disociativos adicionales, la prevalencia de TEA es sorprendentemente más baja que las tasas de TEPT de las que se ha informado en las fases más agudas del trauma (New South Wales Institute of Psychiatry, 2000).

Debido a que se trata de una categoría más nueva y más controvertida, el TEA no ha sido tan estudiado como el TEPT en el contexto de los sucesos traumáticos del 11S y del 11M. Silver y sus colegas (2002) en una muestra nacional representativa, hallaron que el 12.4% de los participantes en la onda 1 (de 9 a 23 días después del 11 de septiembre) presentados tenían altos niveles de síntomas que sugieren un pro-

bable Trastorno de Estrés Agudo2. En el estudio también efectuado en Madrid 2-3 semanas después del atentado, Muñoz et al. (2004) hallaron en una muestra representativa de la población general que el 47% de los entrevistados mostraban “síntomas significativos de estrés agudo” (aturdimiento, distanciamiento emocio-nal, pesadillas o imágenes invasivas, evitación de situaciones o lugares que lo recuerdan, irritabilidad, nerviosismo…). Sin embargo, ninguno de estos dos estudios utilizó estrategias diagnósticas para evaluar la existencia de un TEA siguiendo criterios diagnósticos DSM-IV (APA, 1996).

Hasta donde sabemos, sólo el estudio de Blanchard et al. (2004) ha evaluado la presencia de probables casos de TEA, aunque basándose sólo en puntuaciones en un cuestionario (ver Tabla 4). En este estudio, en el que participaron tres muestras de estudiantes universitarios tras el 11S en diferentes zonas de EE.UU., los resultados mostraron que los estu-diantes de Albany (Estado de Nueva York) tenían una mayor frecuencia de casos probables de TEA (28.0%) que los más alejados geográficamente viviendo en Fargo (North Dakota) – 9.7%. Sin embargo, en nuestra opinión, parece una cifra muy sobreestimada que cerca de una tercera parte de una muestra universitaria de estudiantes viviendo en Albany (a unos cientos de millas de Manhattan) pudieran ser casos con un trastorno mental diagnosticable (i.e., TEA).

En suma, todos estos datos sobre “estrés sustancial” o sobre “síntomas de estrés agudo”, en su conjunto, indican que las reacciones inmediatas en la población general pueden ser elevadas, aunque desde luego no de modo generalizado. Pero, sobre todo, parecen indicar una sobreestimación de casos clínicos. No parece que estas cifras, por elevadas que sean, se correspondan en absoluto ni con una necesidad de atención psicológica ni con problemas clínicos signi-ficativos, especialmente cuando se trata de estudios en los que se emplean umbrales diagnósticos extraor-dinariamente bajos y se basan simplemente en instru-mentos de autoinforme (North and Pfefferbaum, 2002). 2.3. TEPT: Prevalencia y estrategias diagnósticas

La reacción más extrema ante un estresor queda definida por el concepto de TEPT. Los estudios sobre el 11S y el 11M han empleado diferentes estrategias para valorar la presencia de casos de TEPT y los resultados difieren sustancialmente según el muestreo utilizado (por ejemplo, personas expuestas directamente o no), los métodos empleados (por ejemplo, entrevistas estructuradas o instrumentos de autoinforme), e incluso las estrategias utilizadas para llevar acabo el diagnóstico (por ejemplo, empleo de diferentes puntos de corte) –ver Tabla 4.

Como era de esperar, sólo una minoría de la población general presenta problemas que sugieran la presencia de un TEPT. Pero incluso así resultan llamativas las cifras relativamente bajas encontradas cuando se emplean criterios diagnósticos tipo DSM. Quizás los estudios de Galea y su grupo sean un paradigma en este sentido pues, empleado entrevistas estructuradas telefónicas ligadas a criterios DSM-IV

2 El estudio de Silver et al. (2002) sólo evaluó síntomas pertenecientes a la categoría TEA del DSM-IV pero no el resto de los criterios diagnósticos, por lo que no puede decirse con precisión si se trataban de casos probables de TEA.

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(APA, 1996), en una muestra de ciudadanos de Manhattan, hallaron que a las 5-9 semanas del 11 de Septiembre sólo el 7.5% de quienes habían tenido una exposición directa presentaba un probable estado de TEPT y entre quienes no habían estado directamente expuestos sólo el 4.2% presentaba TEPT. En cualquier caso la tasa de prevalencia de TEPT en la ciudad de Nueva York, en su conjunto, fue del 7.5% una cifra que, a pesar de ser el doble que la presente en la población norteamericana antes del 11 de Septiembre (i.e., 3.6%; Blazer, Kessler, McGonagle et al., 1994), no parece extraordinariamente elevada dada la magni-tud del suceso.

Además del uso de criterios diagnósticos utilizando entrevistas estructuradas, muchas investi-gaciones se han efectuado utilizando cuestionarios de síntomas y empleando puntos de corte para valorar la presencia de un Probabilidad de TEPT (Figura 2). En concreto, en términos de diagnósticos probables de TEPT basados en puntajes de PCL-C (Weathers et al., 1993), Schlenger et al. (2002) usando el material adaptado para los acontecimientos del 11 de septiem-bre, en una muestra representativa nacional, encontra-ron que entre 2.273 adultos, entrevistados entre 1 y 2 meses luego del 11 de septiembre, los porcentajes generales de TEPT probable usando el punto de corte de 50 fueron de 11.2 en Nueva York, 2.7% en Washington, D.C. y 3.6% en las áreas metropolitanas más importantes, y 4% en el resto del país. Usando un punto de corte de 40 en el PCL-C, Blanchard et al. encontraron que la prevalencia de la probabilidad de manifestar TEPT para las muestras de Albany, Augusta y North Dakota eran, respectivamente de 11.3%, 7.4% y 3.4%. Una vez más, todos estos porcentajes deben compararse con los porcentajes de prevalencia en la población general (3.6% en los Estados Unidos). Figura 2. Prevalencia de TEPT (DSM-IV/DIS) en residentes de Manhattan en tres momentos sucesivos a partir del 11S (Galea et al., 2003).

Los datos resultantes del empleo de estas estrategias en diferentes muestras de población general indican que en buena medida los resultados dependen de la propia estrategia que utilizan los investigadores. Para poner de manifiesto esta limitación, Vázquez, Pérez-Sales y Matt (2005) han utilizado el PCL-C (quizás el instrumento más utilizado en investigación sobre el 11S) en una muestra de ciudadanos de Madrid empleando diferentes puntos de corte que se han utilizado previamente en publicaciones sobre los efec-tos del 11S (ver Tabla 4). El uso de un punto de corte más restrictivo, como el sugerido por Ruggiero, Del Ben, Scotti y Rabalais (2004), frente a los puntos de

corte más bajos empleados por Blanchard et al. (2004), Matt y Vázquez (2005) o Schlenger et al. (2002) puede hacer disminuir en 4 veces la probabilidad de presentar un TEPT (3.4% vs. 13.3%). Si además incluimos alguna restricción adicional para confirmar que no sólo hay síntomas elevados (Criterios B, C y D del DSM-IV), sino un nivel elevado de respuesta subjetiva inicial (Criterio A2) y problemas significativos en el funcionamiento cotidiano (Criterio F), las cifras de Probabilidad de TEPT pueden bajar hasta un 1.9% (siete veces menos que si se utiliza el ampliamente empleado punto de corte de 40 en el PCL) –véase la Figura 3. Figura 3. Diagnóstico probable de TEPT empleando diferentes estrategias y puntos de corte en el cuestionario de síntomas PCL-C (Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005).

Así pues, las estimaciones epidemiológicas han de ser examinadas con sumo cuidado y siendo muy conscientes de que variaciones, a veces poco aparentes, en puntos de corte y estrategias diagnósticas pueden tener efectos muy importantes en las estimaciones resultantes. Los investigadores y los responsables de la formulación de políticas deben prestar atención a estas variaciones en los porcentajes de prevalencia probables, que dependen del uso de distintos umbrales y criterios de diagnóstico (North y Pfefferbaum, 2002), para una planificación adecuada y sensata de los servicios de salud (Southwick y Charney, 2004).

Una vía más indirecta del impacto epide-miológico del 11S, y esperemos que podamos contar con datos semejantes relativos a Madrid en investi-gaciones futuras, hace relación al consumo de fármacos y a las cifras de incidencia (i.e., nuevos casos de TEPT) diagnosticados en relación al 11S en los servicios de asistencia sanitaria. Este tipo de datos indirectos es muy interesante pues no dependen tanto de sesgos de respuesta o de los sesgos introducidos directamente por ideas previas de los investigadores. Los datos existentes apuntan a que, en efecto, este suceso no tuvo conse-cuencias epidémicas para la población de EE.UU. ni siquiera para la ciudad de New York. Los datos obtenidos de grandes organizaciones de la salud del comportamiento han mostrado un patrón de increpen-tos poco sustanciales en la prescripción de medica-ciones psicotrópicas entre Septiembre de 2001 y Enero de 2002 (McCarter y Goldman, 2002). Además, las estadísticas hospitalarias de casos tratados o diagnos-ticados desde Septiembre 2001, han demostrado que, inesperadamente, no ha habido incrementos significa-tivos en la incidencia de TEPT u otros trastornos men-

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PCL > 44 PCL > 50 PCL-C y DSM-IV

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Vázquez Valverde, C.: Mitos acerca de las reacciones de estrés tras ataques terroristas

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tales en la red de Hospitales de Veteranos de Nueva York ni en el resto del país (Boscarino, Galea, Ahern, Resnick y Vlahov, 2002; Rosenheck y Fontana, 2003).

2.4. Transitoriedad de las respuestas

El curso temporal de las reacciones ante el estrés es uno de los elementos más importantes y controvertidos en el diagnóstico de trastornos como el TEA o el TEPT. Como dijimos anteriormente, desde el DSM-III al DSM-IV-TR se han producido cambios notables en cómo abordar el problema de la duración de los síntomas. Este es un asunto crucial pues si no se ponen límites temporales, se podría llegar fácilmente a categorizar como patológico lo que no son sino reacciones normales transitorias. Pero el problema no está bien resuelto pues aún no conocemos cuál es el curso normal o historia natural de las reacciones humanas ante el estrés. Por ejemplo, el DSM-IV considera que más de 30 días de síntomas postrau-máticos son la barrera límite que nos indica si esas respuestas de estrés iniciales son normales o consti-tuyen un trastorno. Sin embargo, la Psicología clínica y experimental aún no ha determinado si lo que se consideran “síntomas” (por ejemplo, flashbacks) no son sino respuestas normales de un proceso de recuperación normal (Jones et al., 2003) ni si estas respuestas deben tener necesariamente una resolución rápida inferior a 30 días (véase Pérez-Sales y Vázquez, 2003a). Es posible que muchas reacciones psicológicas que denominamos de modo simplista “síntomas”, siguiendo listados de clasificaciones diagnósticas, son en realidad elementos de recuperación y resistencia cuyo significado adapta-tivo y curso temporal aún no conocemos bien.

Dejando de lado esta reflexión más conceptual, no hay muchos estudios longitudinales sobre el curso temporal de los síntomas pero merece la pena analizar los principales datos existentes. Riggs, Rothbaum y Foa (1995), en un estudio prospectivo de 84 víctimas de ataques criminales, informaron que el 71% de las mujeres y el 50% de los hombres que habían sido atacados tenían un diagnóstico de TEPT tras una media de 19 días después del trauma. Sin embargo, 4 meses después, la tasa de TEPT había bajado al 21% para las mujeres y al 0% para los hombres. De modo semejante, Rothbaum, Foa, Riggs, Murdock y Walsh (1992) informaron que el 94% de las víctimas de violación entrevistadas una media de 2 semanas después del trauma cumplían los criterios de TEPT, un 64% de la muestra los cumplía a las 3 semanas y un 47% los cumplía a las 11 semanas. Es decir, simplemente teniendo en cuenta el curso temporal, manteniendo siempre el resto de los criterios diagnósticos, las cifras de TEPT son la mitad a los 3 meses de la violación. En un estudio de víctimas de accidentes de circulación, Blanchard, Hickling, Barton et al. (1996) observaron que las cifras de participantes con TEPT se habían reducido a la mitad a los 6 meses y sólo un tercio se mantenían con TEPT al cabo de 12 meses (New South Wales Institute of Psychiatry, 2000). En el National Comorbidity Study (que es hasta ahora el estudio epidemiológico más amplio en población general que incluye datos longitudinales, aunque de naturaleza retrospectiva) se halló que la tasa de TEPT declina a una tasa relativamente constante en los 12 primeros meses, con una disminución luego más gradual en los 6 años siguientes (Kessler et al., 1995).

Cuando uno observa los criterios DSM-IV de TEPT resulta bastante sorprendente que se califique como de “curso crónico” el mantenimiento del cuadro durante más de 3 meses. Esto parece sin duda un exceso diagnóstico puesto que, como hemos visto, los datos existentes sobre el curso del trastorno parece indicar una disminución significativa de modo bastante espon-táneo de los síntomas iniciales, aunque seguramente con diferencias muy idiosincrásicas que aún no cono-cemos bien –véase Avia y Vázquez, 1998.

Con relación al caso concreto de los atentados terroristas de Septiembre 2001, aunque los síntomas iniciales hayan podido ser elevados en un porcentaje de la población y aún habiendo un incremento (en ningún caso desmedido de trastornos como el TEPT), no hay dudas de que, en general, se ha tratado de problemas transitorios para la mayoría3. Schlenger et al. (2002) hallaron que 2 meses después del 11 de Septiembre de 2001, el distrés general en los Estados Unidos estaba dentro de los parámetros normales incluyendo la Ciudad de Nueva York y Washington, D.C. Por otro lado, Silver et al., (2002) encontraron que el 17% de la muestra nacional de adultos residentes fuera del área de la Ciudad de Nueva York manifestaron síntomas de estrés postraumático a los dos meses pero sólo el 6% manifestaron dichos síntomas a los seis meses.

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Schlenger etal. (2002)

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Schlenger etal. (2002)

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Blanchard etal. (2004)

Albany, NY

Vázquez et al.(2004)

Nota: Schlenger et al. (2002), JAMA (PCL>50); Blanchard et al. (2004). Behav. Res. Therapy (PCL>40); Vázquez, Pérez-Sales, Matt (2005) (PCL>44) Figura 4. Diagnóstico probable de TEPT, en muestras de po-blación general, tras los atentados del 11S y del 11M, según diferentes puntos de corte en el cuestionario de síntomas PCL-C.

Pero probablemente el argumento más contundente sobre la transitoriedad de las respuestas e incluso de los trastornos que podrían haber requerido ayuda proviene del estudio de Galea, Vlahov, Resnick et al. (2003) que ya hemos comentado (Figura 4). Estos autores analizaron la prevalencia de TEPT en la población general de la ciudad de Nueva York en tres entrevistas telefónicas conducidas al mes, a los cuatro meses, y a los seis meses después de 11 de Septiembre, 2001 (ver características técnicas en la Tabla 4).

3 Obviamente hay personas directamente afectadas, con síndromes o trastornos de estrés postraumático u otros trastornos derivados de estas experiencias traumáticas, pero esto no es el objetivo de este trabajo, el cual se dirige más al análisis de los efectos en la población general.

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Siguiendo criterios DSM-IV, la prevalencia de Probabilidad de TEPT relacionado específicamente a los ataques disminuyó de 7.5% a 0.6% seis meses después del incidente. Como puede verse de nuevo en la Figura 3, aunque las diferencias entre los expuestos directos y los no directos era relativamente grande en el mes posterior a los ataques del 11S, a los 3 meses las tasas de prevalencia eran muy parecidas y menores incluso que la tasa del 3.6% observadas en los estudios en población general norteamericana antes del 11S y siguiendo los mismos criterios diagnósticos (Kessler et al., 1995).

En definitiva, si bien la gente que haya estado expuesta puede presentar altos porcentajes de trastornos psicológicos (North et al., 1999) existe una evidencia creciente indicando que las respuestas agudas al trauma en la población general están limitadas en su rango y retornan rápidamente a los niveles normales. De esta manera las reacciones de estrés agudo luego del trauma en las horas, días, o semanas después del evento traumático, debe tenerse en cuenta cuando se inter-pretan cifras sobre las reacciones inmediatas suscitadas por un suceso estresante (North and Pfefferbaum, 2002; Kilpatrick, Resnick, Freedy et al., 1998). La naturaleza transitoria de las respuestas de estrés traumático encontradas en la mayoría de la población general sugieren que el distrés emocional agudo no debe confundirse con indicadores directos de TEPT. Como McNally, Bryant y Ehlers (2003) y Silver et al. (2002) han demostrado, estas respuestas emocionales iniciales, pueden ser parte de la recuperación natural, mejorando sin la asistencia de ayuda profesional en la presencia de ambientes favorables. La recuperación natural usando los recursos de apoyo existentes en las redes personales y comunitarias son generalmente suficientes para afrontar con éxito la tragedia (Silver et al., 2002).

Estas cifras obviamente van en contra de las voces de alarma que previamente se habían ofrecido so-bre el alcance potencial de la catástrofe en términos de salud mental (Herman, Felton and Susser, 2002). Naturalmente es posible que las reacciones limitadas del 11S y del 11M en la población se deban, entre otras circunstancias, a que se trata de acontecimientos en so-ciedades ricas en las que el impacto de estas catástrofes no se traduce en una cadena de estresores (despla-zamientos, pérdidas económicas irrecuperables, etc.) pero, en cualquier caso, las cifras resultantes claramente indican una ausencia de impacto generalizado.

2.5. Magnitud de las respuestas postraumáticas: Un asunto ignorado

Aunque un cierto porcentaje de personas puedan cumplir determinados criterios de respuesta de estrés elevada (por ejemplo, tener uno o más síntomas que sobrepasen un determinado umbral de gravedad), si evaluamos la magnitud absoluta de las respuestas de estrés observables, el panorama ofrece una visión ines-perada y a la que los autores de los trabajos sorpren-dentemente suelen no prestar atención. De hecho, en muchos casos ni siquiera proporcionan cifras para poder analizar sus resultados valorando la magnitud de la respuesta.

Por ejemplo, en el estudio de Blanchard et al. (2004) con estudiantes universitarios norteamericanos la media global de gravedad de los ítems del PCL-C (recordemos que se trata de un inventario que evalúa en una escala de 1 a 5 la gravedad de los 17 síntomas que

cubren los criterios B, C y D del DSM-IV) fue de 1.68. En una escala de 1 a 5 quiere decir que, como media, los síntomas globalmente ni siquiera llegaron al nivel de gravedad 2 (i.e., “Un poco”) y las puntuaciones incluso fueron menores para otras dos muestras de estudiantes de lugares distantes a New York4. En una muestra de estudiantes afroamericanos de Louisiana (Nueva Orleans), Murphy et al. (2003) hallaron que la media en el PCL-C fue de 1.75. También en estudiantes universitarios, esta vez de San Diego (California), Matt y Vázquez (2005) hallaron que la magnitud media de la respuesta en testigos distantes del 11S, medida con este mismo instrumento, era muy baja (1.96). Por último, en población general de Madrid, a las 2-3 semanas siguientes al 11M 2004, el valor medio de la respuesta en el PCL-C fue también muy bajo como promedio (1.88). Esta baja intensidad o gravedad de la respuesta media también ha sido informada en un estudio de DeLisi y sus colegas (2003) en una muestra de ciudadanos de New York. Usando una escala semejante al PCL-C, (la Davidson Trauma Scale, una escala de 17 ítem de síntomas en la que la gravedad de cada ítem se evalúa de 0 a 4), los ítems con una puntuación más elevada fueron ‘Recuerdos dolorosos’ y ‘Recordatorios de recuerdos dolorosos’ con un valor medio de 1.0. La Figura 4 refleja bien la escasa magnitud de la respuesta global media de estrés postraumático, lo que contrasta con los discursos catastrofistas y victimizador de muchos medios de comunicación y responsables políticos tras estas tragedias (Herman, Felton y Susser, 2002; Sampedro, 2004). El hecho de que, por término medio, en una escala que oscila desde “Nada en absoluto” hasta “Extremadamente”, la puntuación media global ni siquiera alcanza en ningún estudio el umbral de molestia de “un poco”, debería ser un ele-mento de reflexión sobre el impacto limitado de las supuestas traumatizaciones colectivas en situaciones como las vividas en el 11M y el 11S.

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Murphy et al.(2003)

Blanchard et al.(2004) Albany,

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Matt yVázquez(2005)*

Vázquez,Pérez-Sales yMatt (2005)

*Nota: Sólo se empleó la escala de 5 síntomas del PCL-C (ver Schuster et al., 2001): 5, extremadamente; 4, bastante; 3, moderadamente; 2, un poco; 1, para nada.

Figura 5. Intensidad media general de los síntomas de TEPT, evaluados con el PCL-C, en diferentes muestras de población general en los días o semanas inmediatas posteriores al 11S-2001 y el 11M-2004.

4 Promedios basados en los porcentajes totales proporcionados por Blanchard et al. (2004, Tabla 1).

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Vázquez Valverde, C.: Mitos acerca de las reacciones de estrés tras ataques terroristas

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3. EPIDEMIOLOGÍA Y EPISTEMOLOGÍA DE LA PSICOPATOLOGÍA: A PROPÓSITO DEL TEPT

La expansividad creciente del DSM, cada vez con más categorías diagnósticas (Vázquez, 2000) y la proliferación de cifras epidemiológicas alarmantes so-bre la prevalencia de los trastornos mentales (Mechanic, 2003) puede que se explique, al menos en parte, en la existencia de serios problemas conceptuales sobre lo que es un trastorno mental”. Evidentemente este no es un debate sencillo ni acabado (Wakefield, 1992) y es muy probable que haya un cierto entreguismo acrítico ante este frente medicalizador tan activo (Vázquez, 2000). La inmensa mayoría de los estudios sobre psico-patología, y en concreto sobre TEPT, se basan en lista-dos de síntomas y en criterios diagnósticos en los que se presta muy poca atención al funcionamiento psicosocial de la gente. En último término, uno de los criterios fundamentales para saber si una condición mental es un trastorno o no es si afecta realmente la vida de la gente y esto es algo que raramente se evalúa en los estudios epidemiológicos. No sólo basta con presentar una serie de síntomas, como bien señalan los criterios DSM, aunque apenas se preste atención a esto, sino que se requiere un malestar claramente significativo y/o un funcionamiento inadecuado. Un ejemplo muy relevante de las implicaciones de centrarse no sólo en los síntomas proviene del estudio de Narrow y sus colegas (2002) quienes han demostrado que las cifras epidemio-lógicas de los clásicos estudios ECA o NCA (que han tratado de evaluar epidemiología de trastornos mentales en la población norteamericana) se reducen un 17 y un 32% simplemente si se consideran aquellos casos en los que además de los síntomas el respondiente indica haber “utilizado medicación” o haberle “contado a un profesional el problema”. Aunque esta perspectiva sea también criticable (Wakefield y Spitzer, 2002) sin duda abre el debate sobre la inflación diagnóstica y epidemiológica de trastornos mentales que estamos viviendo en los últimos tiempos. Los datos de los estudios de Silver et al. (2002) tras el 11S y de Muñoz et al. (2004) tras el 11M son interesantes en este sentido. Por ejemplo, en el estudio de Muñoz et al. (2004), los autores señalan que aunque el 47% de los entrevistados tiene síntomas agudos significativos de estrés en las primeras semanas tras el atentado, la cifra se reducía al 15% cuando se requería que los síntomas hubiesen afectado el funcionamiento cotidiano durante al menos dos días. Resultados semejantes se han obser-vado también en otro estudio efectuado en la población de Madrid (Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005), lo que indica la necesidad de tomar en cuenta seriamente el impacto en el funcionamiento además de la gravedad de los síntomas propiamente dichos. 4. TRAUMA, VULNERABILIDAD Y RESILIEN-CIA

Asumir que las poblaciones humanas son básicamente frágiles ante la adversidad y el trauma no sólo es científicamente incorrecto sino que puede tener serias repercusiones al guiar equivocadamente los programas de prevención e intervención. En este sen-tido, Summerfield (1999a,b, 2001) ha efectuado críticas muy duras a los programas de ayuda humanitaria de agencias oficiales y no gubernamentales, que se basan en asunciones equivocadas (y a veces interesadas) sobre la una visión psicopatologizadora de las poblaciones a

quienes esos programas van dirigidos. Una visión de la patología basada en listados de síntomas y descuidando aspectos más relacionados con el funcionamiento o la integridad psicológica, puede erróneamente llevar a la conclusión de que el ser humano requiere ayuda ante casi cualquier dificultad (ver también una crítica de esta idea en Blanco y Díez, 2004) y, además, como bien observaba Derek Summerfield en la cita que abre este trabajo, esta visión tan patologizadora puede victimizar aún más a los afectados al considerarlos sujetos pasivos y decididamente frágiles.

Los datos sobre el impacto limitado y transitorio de los atentados terroristas del 11S y del 11M pueden comprenderse mejor desde la perspectiva de la resiliencia ante la adversidad. Los estudios de la población general indican que si bien los “eventos trau-máticos”, según se define en el DSM-IV pueden afectar a más del 50% de la población general en el transcurso de sus vidas (Breslau, Davis y Andreski, 1995), sólo el 1-3% (5-15%, si se incluyen las formas menos severas) pueden presentar TEPT −Kessler, (2000). Es evidente que la investigación le presta mucha más atención a los mecanismos que impiden a la mayoría de la población expuesta a eventos traumáticos para desarrollar respues-tas al trauma significativas para la clínica.

Los efectos de los atentados del 11S y del 11M, paralelos en muchos sentidos, han tenido un efecto menor en la población del esperado. ¿Por qué hay una expectativa de daño extendido en la población? Es probable que la idea errónea de que los seres humanos son vulnerables ante la adversidad (Seligman, 1998; Bonnano, 2004) esté en el origen de este prejui-cio. Como hemos analizado extensamente en otros lu-gares (Avia y Vázquez, 1998; Vázquez y Pérez-Sales, 2003; Pérez-Sales y Vázquez, 2003 a,b; Vázquez, Cervellón, Pérez-Sales et al. 2005) los seres humanos son básicamente resilientes ante la adversidad, lo que se consigue a través de una red compleja de procesos mo-tivacionales y cognitivos mediacionales (Lyubomirsky, 2001). Uno de los factores implicados es la presencia de emociones positivas durante y después del trauma, las cuales pueden tener un efecto de amortiguación del impacto del trauma (Wortman y Silver, 1989; Linley, 2003). Por ejemplo, en un estudio reciente hemos comprobado que las emociones y cogniciones positivas son muy frecuentes en una muestra de refugiados en albergues tras un terremoto de El Salvador de 2001 (Vázquez, Cervellón, Pérez-Sales et al., 2005). De modo semejante, en el 11S se ha observado que mucha gente experimentó emociones positivas (por ejemplo, sensación de solidaridad, cohesión comunitaria, etc.) y es posible que gracias a esto estos sucesos traumáticos no hayan afectado significativamente las creencias básicas señaladas por Janoff-Bulman (1992).En el caso de los eventos del 11 de Septiembre, una seria de encuestas de la Organización Nacional para la Investigación de la Universidad de Chicago (NORC) halló evidencias sustanciales de que la gente en la ciudad de Nueva York y en otras partes del país se sintió profundamente conectada, de todas formas tenían una visión positiva de la naturaleza de los seres humanos y también mostraron un aumento significativo del sentimiento de orgullo acerca de la nación (Smith, Rasinski y Toce, 2001).

Es posible que esta mezcla compleja de emociones positivas y negativas sirvan como una amortiguación positiva ante el desarrollo de TEPT y

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otros trastornos en la población en general. Como Brewin, Andrews y Valentine (2000) lo hallaron en el metaanálisis de los factores de riesgo de TEPT, los eventos vitales adversos posteriores así como la falta de apoyo social posterior al trauma son los elementos de predicción más importantes para el desarrollo de este trastorno. De esta manera, la experiencia común de compartir recuerdos de esos días dramáticos puede ser también otro factor de amortiguación importante. Como demostraron Zech et al. (en prensa), la capacidad de usar conexiones interpersonales adecuadas es funda-mental para regular efectivamente la afectividad de las personas en la secuela de los eventos catastróficos. Parece que todas estas condiciones sociales estaban presentes, desde el comienzo de la catástrofe den el escenario traumático de los ataques del 11 de septiem-bre en el suelo americano y posteriormente en los eventos del 11 M en Madrid. Según Zech y sus colegas “la participación social puede brindar ayuda al satisfacer dos necesidades humanas fundamentales: pertenencia y consenso social ....[llevando a ]… la restauración parcial de la creencia en un mundo justo, y en la disminución de la soledad”.

En el caso del ataque de Madrid, una cantidad de circunstancias políticas únicas creó un complejo es-cenario social donde las emociones positivas y nega-tivas se mezclaron de una manera muy particular durante los primeros días posteriores a la tragedia. Uno de los próximos pasos de nuestro equipo de investigación será analizar el papel de estas emociones, que, según nuestra investigación previa (por ejemplo, Fredrickson, Tugade, Waugh y Larkin, 2003; Vázquez y Pérez-Sales, 2005), podrán tener un rol importante en el desarrollo y/o mantenimiento de los síntomas pos-traumáticos. 5. CONCLUSIONES

En Octubre de 2001, la Oficina del Estado de Nueva York del Departamento de Epidemiología de la Mailman School of Public Health de la Universidad de Columbia desarrolló una rápida evaluación de la naturaleza y magnitud de las necesidades de la salud mental en el estado como resultado de los ataques terroristas del 11 de Septiembre en el World Trade Center. Este esfuerzo fue llevado a cabo durante un período de gran agitación e incertidumbre ya que los neoyorquinos respondieron a estos sucesos traumáticos de este desastre sin precedentes. Usando la cantidad de datos limitada disponible en el momento, estimamos que más de 520.000 personas en Nueva York y sus áreas aledañas podrían sufrir de trastornos de estrés postraumático como resultado de la exposición a los ataques, y que más de 129.000 buscarían tratamiento para estos trastornos durante el 2002. De esta manera, los planificadores de las políticas de salud pronos-ticaron un crisis grave de salud mental entre los ciudadanos de Nueva York esperando un incremento sustancial de casos de TEPT (Herman, Felton y Susser, 2002; Stephenson, 2001). Una situación similar se predijo en Madrid por las autoridades gubernamentales (Sampedro, 2004). Aun así, los estudios epidemio-lógicos subsiguientes conducidos en la ciudad de Nueva York (por ejemplo, Galea et al., 2002, 2003) y en otras ciudades de los Estados Unidos (Schlenger et al., 2002) demostró, de hecho, que las tasas de prevalencia de los trastornos de TEPT en la población en general no eran desproporcionados en relación con los porcentajes

anteriores a los ataques del 11 de Septiembre y dismi-nuyeron significativamente luego de los primeros meses después de la tragedia.

Con estas predicciones catastróficas se diseñó el Project Liberty, destinado a proveer de counseling gratuito a los ciudadanos de Nueva York (Kadet, 2000). A pesar de la gran respuesta que tuvo el programa, esto supuso la cuarta parte del número esperado por los autores del proyecto y de los $131 millones presu-puestados para terapias dirigidas a los neoyorquinos, quedaban aún 90 millones de dólares por gastar (véase McNally, Bryant y Ehlers, 2003). Una de las lecciones de lo que sucedió tras los ataques del 11 de Septiembre en suelo americano es que los recursos han de situarse probablemente en sujetos seleccionados (fundamental-mente gente directamente afectada) empleando además procedimientos validados. Aunque es cierto que se re-quiere una mejor formación y una respuesta rápida des-de los profesionales de la salud mental (Hamaoka, Shigemura, Hall y Ursano, 2004), es igualmente nece-sario que no se creen respuestas de alarma innecesarias que bien sean bienintencionadas o bien obedezcan a es-trategias de intereses gremiales y profesionales, antici-pen problemas que no se van a presentar y desvíen los esfuerzos que pueden efectuarse en otras direcciones.

Lo aprendido en estas catástrofes tiene tam-bién implicaciones conceptuales y metodológicas. Por un lado parece quedar claro que la resiliencia es la norma general en la población general (incluso entre las personas expuestas directamente) y, además, es poco probable que los testigos no presenciales de un trauma desarrollen reacciones postraumáticas clínicamente significativas que, en cualquier caso, son transitorias para la mayoría de los supuestamente afectados. Parece claro que el concepto amplio de “trauma” reflejado en el DSM-IV necesita revisión y refinamiento conceptual. Otra lección importante tiene que ver con la medida del trauma y las reacciones de estrés relacionadas. El uso de instrumentos o de puntos de corte con un umbral muy bajo de detección de psicopatología puede resultar inadecuado para detectar reacciones clínicamente significativas en la población general. Aunque su uso está extraordinariamente extendido, parece claro que generan cifras desproporcionadamente altas de personas afectadas lo que crea una atmósfera psicopatologi-zadora y una alarma social innecesarias.

Otra lección derivada de estas tragedias nacionales es que la evaluación de los efectos de los ataques terroristas en la población general deben centrarse no sólo en los síntomas (por ejemplo, Schuster et al., 2001; Stein et al., 2004; Blanchard et al., 2004) sino que también en el impacto en el funcio-namiento (ver North y Pfefferbaum, 2002) ya que podría ser uno de los criterios más relevantes para buscar ayuda para las víctimas del trauma (Shalev, 2004). De hecho, los resultados de algunos de nuestros estudios sobre los efectos de los ataques del 11 M en Madrid (Vázquez, Pérez-Sales y Matt, 2005) apoyan la idea de que tanto la presencia de comportamientos aversivos y un déficit de funcionamiento psicosocial son críticos para la disminución de las estimaciones de la prevalencia de TEPT (ver también Brewin, Andrews y Rose, 2000).

La responsabilidad de los científicos debería ser generar conocimiento basándose en las evidencias disponibles y procurar ser, en la medida de lo posible, testigos fieles de la realidad, algo que por lo que hemos

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Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology, 1 (2005) 27-38

Trauma, disociación y somatización

Beatriz Rodríguez Vega Psiquiatra. Hospital Universitario La Paz. Universidad Autónoma de Madrid (España)

Alberto Fernández Liria1

Psiquiatra. Coordinador de Salud Mental del Área 3 de Madrid. Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Universidad de Alcalá (España)

Carmen Bayón Pérez

Psiquiatra. Centro de Salud Mental de Alcobendas (España) RESUMEN En este trabajo se describe un modo de contemplar la experiencia traumática, sus efectos sobre el individuo que la sufre y los modos de ayudar a su asimilación con una referencia especial a la somatización. Se contrapone al modelo médico vigente, organizado en base a las categorías nosológicas descritas en las clasificaciones como el DSM o la CIE, un modelo dinámico que las pone en relación con el sujeto que las sufre y los procesos por los que tanto el sujeto como la experiencia han llegado a ser lo que son. Se describe un modelo de desarrollo del sí mismo- en- relación que nos parece que permite dar cuenta del carácter y de la extensión del efecto de la experiencia a través de diversos sistemas de significado. Palabras clave: trauma, disociación, conversión, somatización, terapia

INTRODUCCIÓN

En este trabajo se intenta una comprensión teórica más allá de la referencia a las entidades nosológicas en las que habitualmente se intentan remitir, de las intervenciones que, desde la clínica, venimos realizando con personas que han sido víctimas de experiencias traumáticas. Se asume que estas entidades nosológicas representan, frecuentemente, más un obstáculo epistemológico para la compresión de la experiencia y su asimilación por quien la ha vivido, que un instrumento útil para guiar la actuación terapéutica.

En las últimas décadas ha resurgido el interés por la disociación como mecanismo fundamental para la comprensión de las reacciones humanas, individuales y colectivas, ante el trauma. Las publicaciones derivadas de la neurobiología, han contribuido sin duda a ello.

En 1896 Freud (Laplanche y Pontalis, 1968),

renunció a la etiología traumática como marco para la comprensión de los síntomas conversivos. Propuso entonces, una etiología para estos síntomas, más basada en el conflicto intrapsíquico ante impulsos inaceptables para la persona. Este cambio de pensamiento, influyó en que fuera decayendo el interés por la investigación sobre los antecedentes traumáticos en la infancia de los pacientes, mientras los terapeutas se volcaban en el estudio del mundo fantasmático del sujeto sintomático.

La llegada de las clasificaciones del sistema DSM, vino a acentuar la separación existente entre lo que se consideraba ahora, trastornos disociativos, frente a aquellos originados por estrés o a los llamados trastornos somatomorfos. Las nuevas clasificaciones no ayudaron a que se establecieran líneas de investigación que conectaran trastornos que se clasificaban en campos nosológicos diferentes.

La somatización se refiere a la tendencia a experimentar el estrés en forma de síntomas físicos, preocupaciones corporales y/o experimentarse a sí mismo en términos físicos predominantemente. Los aspectos psicológicos y físicos de una experiencia no son integrados. En este sentido la somatización también supone una alteración del sentido del self.

1 Dirección de contacto: Dr Alberto Fernández Liria Hospital Universitario Príncipe de Asturias (Servicio de Psiquiatría). Carretera de Meco s/n. 28805 Alcalá de Henares (Madrid). E-mail: [email protected]

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La creencia de que la somatización puede relacionarse tanto con el trauma como con el mecanismo de defensa de la disociación no es nueva. Janet (1920) hipotetizaba que los recuerdos de las experiencias traumáticas que se almacenan fuera del campo de la conciencia pueden contribuir a la disociación y a la somatización en la forma de histeria. Freud hablaba del mecanismo de la conversión (Rodin, Groot y Spivak, 1998).

Actualmente, los nuevos desarrollos desde la neurobiología vienen a dar apoyo teórico a las hipótesis que señalaban la íntima conexión entre trauma, disociación y somatización.

Y así, en el DSM IV actual Van der Kolk et al. (1994; Van der Kolk, Pelcovitz, Roth, Mandel, McFarlane y Herman, 1996) señalan que los síntomas disociativos se distribuyen no solo en la categoría de Trastorno de estrés postraumático, sino también en el de Estrés Agudo, Trastorno por somatización y trastornos disociativos. Van der Kolk (1994) apoya la consideración de la disociación, somatización y otros trastornos de la regulación afectiva como expresiones tardías del trauma, incluso aunque no existan criterios para el diagnóstico de trastorno de estrés postraumático. Con esta postura se muestra de acuerdo con Nemiah (1998), quien plantea que el diagnóstico de trastorno de estrés postraumático, el trastorno conversivo y la disociación están conectados por el proceso mismo de la disociación y que su emplazamiento en diferentes categorías del DSM IV, dificulta la investigación de la psicodinámica del trauma. (Scaer, 2001 a,b).

La conexión entre somatización, trauma y disociación es apoyada por datos empíricos provenientes de la literatura (Rodin et al., 1998) como: – La asociación entre trastornos somatoformos (hipocondría, trastorno dismórfofóbico corporal, dolor, somatización, conversión) con una historia previa de trauma y síntomas disociativos. Pribor, Yutzy, Dean y colaboradores (1993) encontraron que el 90% de las mujeres con trastorno por somatización refieren historia de abuso físico, emocional o sexual y el 80% algún tipo de abuso sexual. – La asociación entre trauma sexual y trastornos somáticos funcionales. – No se ha demostrado que el trauma o la disociación se asocien con más frecuencia a los trastornos somatoformos que a otros trastornos psiquiátricos. – De los trastornos de la alimentación se ha señalado con frecuencia una disminución de la conciencia emocional (alexitimia). – La asociación entre disociación y trastornos de la alimentación. También existe un aumento de prevalencia de trastornos de la personalidad múltiple. También se han citado cifras altas de abuso sexual (aunque para algunos no más frecuente que la de la población general). – Estos hallazgos sugieren que el trauma y el abuso sexual más que ligarse a un trastorno específico, sean un marcador de riesgo no específico de morbilidad psiquiátrica. – En los trastornos facticios se ha señalado que la enfermedad física podría ser una forma de concretar y validar una experiencia subjetiva de sufrimiento y necesidad de ayuda. La impostura médica puede aumentar el sentido de realidad, ya que los síntomas físicos se experimentan como más válidos y reales que

la experiencia emocional, incluso cuando se producen induciéndolos falsamente. Los mecanismos disociativos podrían contribuir a la fabricación de la impostura.

Todos estos datos dan apoyo empírico a la posible relación entre trauma, disociación y soma-tización. Es posible que todos ellos se relacionen porque todos están asociados con o representan trastornos en la naturaleza y procesamiento de la experiencia emocional. La literatura de la disociación tiende a fijarse sobre todo en el gran trauma, pero igualmente importante parece ser la capacidad premórbida y subsecuente, para experimentar, tolerar, confiar la experiencia emocional, así como la disponibilidad de los otros significativos para determinar los efectos del trauma.

Como clínicos, los autores de este texto hemos confluido en este tema desde diferentes expe-riencias. Ya sea desde la atención a las víctimas de situaciones traumáticas en catástrofes o desde el tratamiento de pacientes con dolor crónico o enfermedades oncológicas o desde la clínica de pacientes que manifestaban graves trastornos de la personalidad, nuestro interés se centró en la exploración de la disociación como mecanismo común a todos ellos. Tanto la somatización como la disociación reflejan dificultades en la organización e integración de la experiencia subjetiva.

También desde la clínica, surgía la obser-vación de que los tratamientos psicoterapéuticos tradicionales, los basados en el presupuesto de que el “hablar cura”, no resultaban, con frecuencia, suficientes para el caso de las reacciones traumáticas y tampoco para el de la somatización en particular.

Es decir, parece necesario un marco comprensivo basado en la disociación y un marco psicoterapéutico basado en la integración de la experiencia emocional en el conjunto de la narrativa vital. Los tratamientos psicoterapéuticos habrían de dirigirse a lo emocional directamente cuando el “hablar simplemente, no cura” (Griffith y Griffith, 1996).

La idea de que los síntomas disociativos tienen que ver con experiencias traumáticas, está hoy generalmente aceptada (Nemiah, 1998; Rodin et al., 1998) y, en este texto, la somatización va a ser considerada como una modalidad de respuesta disociativa ante una situación traumática.

1. TRAUMA E IDENTIDAD

Partimos de la consideración del “trauma” como aquella experiencia que tiene las características de ser inasumible con los esquemas cognitivos y emocionales habituales de la persona. Es inasumible porque cuestiona el mundo relacional del sujeto. Porque cuestiona la identidad del sí mismo-en-relación.

Los seres humanos desarrollamos nuestro sentido de ser únicos, nuestro sentido de sí mismo a través de la construcción de una identidad narrativa única. Una identidad narrativa que, aunque vivida como única, incluye la idea de cambio y permanencia. Sin la experiencia de cambio, la persona no podría pensarse proyectada en un futuro sintiéndose, al mismo tiempo, como la misma. No podría ni siquiera concebir un futuro donde todo permanecería inmutable. Aunque tampoco podría reconocerse como persona distinta en el

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pasado. Sin la experiencia de permanencia, no podríamos reconocernos como las personas que fuimos en el pasado, pero tampoco sentirnos como la misma persona proyectada en el futuro. Sin el sentido de ser “el otro y el mismo”, a la vez, el presente estaría compuesto de instantes aislados, sin conexión con el pasado ni con el futuro (Fernández Liria y Rodríguez Vega, 2001).

Autores como Edelman y Tononi (2002) señalan que una de las propiedades que todos los estados conscientes tienen que ver con la integración o unidad. El sujeto de la experiencia no puede dividir un estado consciente en una serie de componentes independientes. Otra de las propiedades que estos autores señalan tiene que ver con la informatividad o dicho con otras palabras, con el extraordinario grado de diferenciación que le permite al organismo elegir uno entre los múltiples estados de conciencia posible en fracciones de segundo. Es decir, también desde un punto de vista neurobiológico se apoya la idea de que “la unicidad encierra la complejidad” o que “el cerebro tienen que enfrentar la sobreabundancia (de información) sin perder la unicidad o coherencia”. Para Edelman y Tononi (2002) aquellos aspectos comunes a todas las experiencias conscientes tienen que ver con la privacidad, la unicidad y la coherencia. Citando a William James, afirma: “El hecho consciente universal, no es “los sentimientos y los pensamientos existen”, sino “yo pienso” y “yo siento”.

Ricoeur (1991) ha desarrollado el concepto de identidad narrativa como propuesta para resolver el problema de la identidad personal. En palabras de Miró (en prensa): “Si el problema es el de dar cuenta del sentido de unicidad y continuidad temporal de cada cual, entonces, la narrativa ofrece un modelo que permite integrar la diversidad, la inestabilidad y/o la discontinuidad en la permanencia en el tiempo. El relato logra esta unidad temporal y de sentido por medio de la construcción de la trama, dentro de la cual podemos entender cómo A se transforma en B” (pág 107).

El acontecimiento es lo que hace avanzar la trama y es en ese sentido, concordante con ella, pero también es lo que cuestiona el argumento previo, discordantemente con la trama existente hasta entonces (Ricoeur, 1991). Incorporar el acontecimiento requiere darle sentido (Miró, en prensa). Es en esa dialéctica entre concordancia y discordancia donde el yo construye el significado del acontecimiento siempre en el marco de su experiencia intersubjetiva.

Los acontecimientos que aquí nos ocupan son los acontecimientos traumáticos y, por tales, entendemos no solo acontecimientos grandes y discretos, sino también daños emocionales micros-cópicos y repetitivos. Traumas sutiles, especialmente los que tienen que ver con el fracaso de los padres para atender y responder a las demandas y necesidades emocionales de sus hijos. Esta falta de respuesta puede tener efectos en la capacidad del niño para organizar afectos y percepciones. La comprensión y la respuesta de los padres o cuidadores principales, a la experiencia emocional del niño, como más adelante se señala, es de vital importancia para la adecuada integración emocional del niño.

Durante la disociación traumática ocurre una fragmentación de la experiencia que desafía direc-tamente ese sentido de unicidad del sí mismo y hace

imposible la integración de dicha experiencia en una narrativa vital única.

Desde una perspectiva neurobiológica, la unidad de la experiencia consciente, que más arriba señalábamos como una de sus propiedades fundamentales, se encuentra estrechamente asociada a la coherencia de los eventos percibidos. Los ejemplos de la figura del Jarrón de Rubin o la joven mujer/madrastra, son algunos ejemplos de cómo no podemos ser conscientes de dos escenas u objetos mutuamente incoherentes al mismo tiempo porque nuestros estados conscientes están unificados y son internamente coherentes de modo que un determinado estado consciente impide la presencia simultánea de otro incoherente con el primero (Edelman y Tononi, 2002). La necesidad de construir una escena coherente a partir de elementos aparentemente dispares se aprecia en todos los niveles y modalidades de la conciencia. En otras palabras, la capacidad limitada y la sucesión seriada de estados conscientes constituyen el precio que hemos de pagar por la integración, por el hecho de que no sean reducibles a una simple suma de componentes independientes. Gracias a que la experiencia consciente se mantiene unida, sin soluciones de continuidad, la persona puede reconocer escenas con un significado y hacer planes y tomar decisiones. De hecho bajo situaciones de estrés neurológico, como señala Edelman y Tononi (op.cit.), y aquí apuntamos que también bajo estrés emocional en una situación traumática, la conciencia puede “doblarse”, “encogerse” o incluso “dividirse”, pero lo que no soporta es que se rompa su coherencia. Al parecer el impulso hacia la integración es tan fuerte que, tras la experiencia traumática, lo que queda después de la fragmentación, tiende a unirse en un nuevo todo coherente, aún a costa de no percibir un vacío, allí donde existe. En palabras de Edelman y Tononi (2002) “la sensación de una ausencia es mucho menos tolerable que la ausencia de una sensación” (pág 41).

Las personas necesitamos recomponer nuestra narrativa, aún a costa de encogerla, reducirla o dividirla. La construcción de esa autonarrativa, de esa representación personal acerca de quienes somos se desarrolla en el marco de un proceso dialéctico relacional. Desde el nacimiento, la autonarrativa se desarrolla en construcción conjunta y recíproca con una figura de apego. Surge así la idea de las relaciones de apego como constructoras y reguladoras de la identidad.

2. LA RELACIÓN VINCULAR, MEMORIA Y TRAUMA

El sí mismo se configura entorno al eje conexión/desconexión emocional. Dice Humprey (1995) “lo más interesante ocurre siempre en los bordes”. Todo lo que resulta interesante en la naturaleza tiene lugar en los bordes: la superficie de la Tierra, la membrana de una célula, el momento de una catástrofe, el comienzo y el fin de una vida. Las páginas de un libro más difícil de escribir son la primera y la última” (pág 25).

Los límites son las zonas de separación o diferenciación, pero también de conexión del sí mismo con los otros y con el mundo. Los límites se configuran entorno a la experiencia de vinculación. En estas zonas de conexión tiene lugar el intercambio, la nutrición,

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biológica y emocional, necesarias para conformar la mente y la experiencia de sí mismo.

La experiencia de vinculación, en esa zona de conexión y diferenciación con los otros y con el mundo es la gran reguladora de la emoción. El ser humano necesita de la experiencia de vinculación como regu-ladora de su sistema emocional para un desarrollo armonioso del sí mismo (Bowlby, 1977; 1985; 1986; 1988; 1990 a,b; 1991).

La regulación afectiva implica tolerancia, conciencia, expresión y control de los aspectos fisio-lógicos, conductuales o emocionales de una experiencia afectiva. Cuando el afecto está subcontrolado, pueden surgir conductas de externalización y de estar fuera de control, cuando está hipercontrolado la persona puede manifestar conductas más internalizadas o constreñidas. La regulación del afecto incluye la regulación interna (self regulación o autoregulación) y externa (a través de la regulación social). Es decir que la regulación afectiva implica un proceso relacional que es co-construido inicialmente con los cuidadores como parte del proceso de vinculación (Keiley, 2002).

Se puede entender entonces, porqué el desarrollo de la capacidad y de la integración afectiva depende, al menos en parte, del grado en el cual los cuidadores han atendido y respondido a la experiencia subjetiva del niño. Los cuidadores, en condiciones óptimas, ayudan al niño a identificar y verbalizar los afectos que inicialmente se experimentan predomi-nantemente en términos somáticos. De esta forma el niño aprende a distinguir la experiencia somática de la psicológica y empieza a comprender que afectos intensos y contradictorios pueden provenir de un mismo self (de un sí mismo único). A través de esta integración de la experiencia afectiva en la consciencia, se facilita la articulación progresiva de la experiencia de sí mismo.

El sistema de apego, como sistema regulador de la emoción, factor clave, a su vez, para la construcción de la identidad, se activa bajo situaciones estresantes. Esta activación bajo condiciones de tensión, tiene como objetivo reducir el estado de alerta y reinstaurar el sentimiento de seguridad (Bowlby, 1977; 1985; 1986; 1988; 1990 a,b; 1991).

El niño aprende, a través del proceso de vinculación, estrategias de regulación afectiva, para mantener la proximidad del cuidador, especialmente en situaciones estresantes.

Pero cuando los estados afectivos no son reconocidos por los cuidadores o se perciben como amenazantes, pueden ser defensivamente expulsados de la conciencia y/ o experimentados como no válidos o pobremente diferenciados.

Esta tendencia a excluir o a negar estados afectivos interfiere inevitablemente, con el desarrollo psicológico porque, como señalamos antes, los afectos son centrales para la organización de la experiencia de sí mismo y porque el compartir mutualmente los estados afectivos ayuda a establecer un sentido interno de relación emocional (Stern, 1985).

Cuando el niño depende emocionalmente de un cuidador que no está disponible cuando lo necesita o que reacciona con rechazo ante sus manifestaciones emocionales, o que resulta inconsistente en sus respuestas, el niño o niña pude ir desarrollando un estilo de apego inseguro o evitador o desorganizado, a través del cual se minimiza la importancia de la relación

vincular o se bloquea la comunicación de rabia o de malestar (Keiley, 2002).

A través de esa interacción repetida con las figuras de apego, se van conformando patrones de vinculación que son “recordados” en las diferentes modalidades de memoria y que van a influir no solo en aquello que el niño recuerda, sino en la forma en la que el proceso representacional se desarrolla. Aunque la memoria autobiográfica del niño, es explícita en torno a los tres años, la conducta, la emoción, las percepciones y sensaciones, los modelos de los otros, se van conformando a través de experiencias que ocurren antes de que esta modalidad de memoria esté disponible. Son elementos de memoria implícita que influirán en el desarrollo de la narrativa autobiográfica (Bremner y Marmar, 1998; Bremner, Scott, Delaney, Southwick, Mason, Jonson, Innis, McCarthy y Charney, 1993; Bremner, Southwick, Brett, Fontana, Rosinheck y Charney, 1992; Siegel, 1999).

El fracaso en el establecimiento de una relación de reciprocidad en las respuestas emocionales entre el niño y sus figuras de apego puede contribuir a la tendencia del niño a ser emocionalmente inconsciente o a expulsar de la conciencia ciertos contenidos emocionales. Esta es la característica central de la disociación. Es posible que, en estas situaciones, la disociación actúe como un mecanismo que defiende al individuo para no sentirse desbordado ante ciertos sentimientos molestos y pobremente diferenciados (Siegel, 1999).

Lo dicho hasta ahora nos puede ayudar a entender por qué el sujeto que ha vivido experiencias de privación afectiva o de abusos de otro tipo en la infancia puede ser más vulnerable para la presentación de sintomatología disociativa en general. Son personas que no han podido construir un sentido de sí -mismo -en -conexión o en relación segura con otro.

Pero a esa situación de cuestionamiento del “sí mismo en relación”, se llega también a través de otras situaciones que cuestionan ese ser-en relación. Recordemos que más a arriba, hemos definido el Trauma como aquella experiencia que cuestiona el sí mismo-en relación con el mundo. En ese sentido, el trauma tendría la capacidad conformadora de la identidad personal al mismo nivel que las experiencias de vinculación en la infancia.

Es decir, el trauma en la vida infantil o adulta se describe como aquella experiencia o experiencias que van a atentar directamente contra la construcción o el sentido del sí mismo-en- relación.

Observemos si no, cómo la experiencia traumática se describe como una vivencia fragmentada, congelada en el tiempo y en aislamiento. Con frecuencia los pacientes describen su experiencia en forma de fragmentos aislados, por ejemplo de diferentes percepciones sensoriales (el olor, un destello, la presión), que reaparecen con sensación de inmediatez, sin fluir en el tiempo (los flashback, las reviviscencias) y que dejan al sujeto aislado de los demás, a solas con su experiencia (no hay lenguaje narrativo a través del cual se conecte con los otros). Miró (en prensa) señala que en la en “la narración sintomática el sí mismo no es puesto en trama, como si no hubiera nadie que recogiera la queja”.

Cuando el sujeto vive una experiencia traumática, imposible de integrar por el sí mismo con sus esquemas emocionales y cognitivos habituales,

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aparece la disociación como mecanismo de defensa que facilita al sujeto poder seguir viviendo con sus esquemas anteriores pero a costa de expulsar de la conciencia una parte dolorosa de la experiencia (Kolb, 1987; Van der Kolk, 1994).

Sin embargo, estar fuera de la conciencia del sujeto no implica no tener influencia en su vida psíquica. De hecho, la experiencia traumática tiene una importante repercusión sobre diferentes aspectos del sí mismo. Uno de ellos es la repercusión que tiene sobre el recuerdo, sobre la memoria. Los fenómenos traumáticos relacionados con la memoria con frecuencia implican la memoria declarativa (explícita, semántica) en la forma de recuerdo verbal e imaginativo del trauma de una fiabilidad variable. La memoria declarativa es la forma de la memoria que relaciona los hechos y los acontecimientos. Desde el punto de vista neurobiológico, implica vías corticales prefrontales e hipocampo y juega un papel muy importante en el recuerdo consciente de los acontecimientos relacionados con el trauma. Es notablemente insegura y sujeta a declive. La otra modalidad de memoria es la memoria procedimental. Tiene que ver con la adquisición de hábitos y habilidades motoras, con el desarrollo de recuerdos emocionales y asociaciones y con el almacenamientos de respuestas sensoriomotoras condicionadas (Scaer, 2001 a,b).

Autores como Scaer (op.cit.) proponen que los síntomas y signos neurológicos atípicos que caracterizan la conversión constituyen alteraciones perceptivas basadas en traumas previos y representan la misma escisión de la conciencia que produce los trastornos de la percepción del tiempo, espacio, realidad y sí mismo que caracterizan a otros síntomas disociativos. De esta forma la conversión podría pertenecer al mismo espectro de fenómenos del trastorno de estrés postraumático y de otros síntomas disociativos, como la analgesia/dolor o parálisis/crisis.

3. LA SOMATIZACIÓN COMO EXPRESIÓN DE LA EXPERIENCIA CORPORAL DEL TRAUMA

El concepto de somatización es confuso (Scaer, 2001 a,b). En las clasificaciones actuales, dentro de esta categoría se incluirían tanto los síntomas de somatización, como los llamados conversivos, histéricos, psicológicos o psicosomáticos dentro de un contexto patológico somático.

La somatización como la disociación podrían estar asociados con una tendencia a sentirse desbordados por estados afectivos intensos y pobremente diferenciados. Los síntomas somáticos pueden representar un intento de organizar y hacer concretos estados afectivos internos caóticos (Goodsitt, 1983) o apoyarse en experiencias corporales que se consideran más reales o más auténticas.

La somatización puede entenderse desde el paradigma mente-cuerpo. Como en el título de un artículo de Scaer (2001b), es el cuerpo el que soporta la carga de una experiencia emocional que no ha sido adecuadamente descargada, o procesada o integrada en una narrativa vital. Por ello, para intentar la comprensión de la somatización, se hace necesario entender cómo opera el mundo interno y su conexión con el mundo externo. Para Scaer (2001 a,b) el cerebro es el principal organizador de esa conexión. Según este

autor cerebro está interpuesto entre ambos mundos y su tarea principal es la de mediar entre ellos. Para entender entonces cómo se produce la experiencia subjetiva de la somatización hemos de comprender los mecanismos de regulación del medio interno en relación con el medio externo.

Scaer propone una definición somática de la disociación (2001 a,b). Este autor plantea un modelo de alteración de la función cerebral precipitada por un acontecimiento traumático cuya resolución ha sido truncada o abortada por no haberse resuelto espontáneamente una respuesta de inmovilización / congelación, un fenómeno cercano al estado psicológico clínico de la disociación. Este estado se asocia con un conjunto de síntomas somáticos caracterizados por una alteración de la regulación autonómica cíclica y un estado de dominancia vagal. El trastorno de regulación simpática incluye sobre todo vasoconstricción con cambios regionales distróficos e isquémicos, especialmente en regiones del cuerpo que han sido objeto de disociación, debido a la representación residual de mensajes sensoriales de amenaza almacenados en la memoria procedimental. El modelo experimental del kindling sería el responsable de la autoperpetuación de este proceso patológico, dirigido por pistas internas derivadas de recuerdos procedimentales de amenaza no resueltos. La liberación endorfínica inherente tanto a la respuesta inicial de amenaza como a la respuesta de inmovilización / congelación va a potenciar todo el proceso. En este contexto se han postulado una gran cantidad de enfermedades crónicas que supondrían una expresión somática tardía del trauma (Toomey, Hernández, Gittelman y Hulka, 1993; Waylonis y Perkins, 1994). Esas enfermedades son variadas en su expresión clínica, pero con un factor común de inestabilidad autonómica cíclica, signos isquémicos y vasoconstrictivos sutiles y con frecuencia dolor.

Después de una experiencia de trauma único o de relación de apego desorganizado, que cumpliría las funciones igualmente de trauma, la toma de decisiones, el proceso por el que se selecciona una conducta puede adquirir especial importancia y, después de todo lo que llevamos dicho, estar más intensamente dirigido por “pistas” provenientes de la memoria procedimental, por tanto no conscientes, por tanto alojadas en el terreno somático del sujeto.

Damasio (1996) propone la hipótesis del marcador somático como método del organismo para hacer elecciones rápidas, basándose en todo lo que este conoce. La cuestión es que el organismo no conoce todo lo que sabe, es decir, no todo lo que sabe, sabe que lo sabe, y sus elecciones buscan acercar a la persona a situaciones gratificantes y a alejarla de estímulos peligrosos o aversivos. La hipótesis tradicional basada en que la conducta humana decide y selecciona sus conductas en base a la “razón elevada”, dejando fuera lo emocional, parece imposible. En palabras de Damasio: “...la fría estrategia por la que Kant entre otros, abogaba, tiene más que ver con la manera en que deciden los pacientes con lesión prefrontal que con la operación usual en las personas normales” (op.cit., pág. 165).

Damassio se refiere al marcador somático como a un sentimiento corporal que aumenta probablemente la precisión y la eficiencia en el proceso de elegir. Funciona como una alarma que permite

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decidir en base a un número menor de alternativas y rechazar inmediatamente el peligro o servir como una guía de incentivo cuando se trata de estímulos considerados gratificantes. Según Damassio “…los marcadores somáticos son un caso especial de sentimientos generados a partir de emociones secundarias. Estas emociones y sentimientos han sido conectadas, mediante aprendizaje a resultados futuros predecibles de determinados supuestos” (op.cit., pág. 166).

A veces los marcadores somáticos pueden funcionar fuera de la conciencia y también utilizar un bucle “como si”. De esta forma, el pensamiento o la imagen del acontecimiento, sin que esté sucediendo en el mundo exterior en ese momento, puede disparar el mismo estado somático corporal. Este mecanismo abre una vía explicativa para el fenómeno de la somatización.

La mayoría de los marcadores se crearon probablemente en el cerebro durante el proceso de educación (a través de la experiencia de vinculación) y socialización, pero el proceso de aprendizaje es continuo a lo largo de toda la vida. Los marcadores somáticos conectan determinados eventos con un estado corporal determinado. “El elemento decisivo es el tipo de estado somático que se produce en un individuo determinado en un punto determinado de su historia, en una situación dada” (Damassio op. cit., pág. 171).

Si hablamos de estímulos traumáticos el marcador somático restituiría el estado corporal doloroso y funcionaría como un recuerdo automático de las consecuencias negativas que se seguirían.

La zona neural más importante para el aprendizaje de marcadores somáticos es la corteza prefrontal, que, como se sabe, en primer lugar, recibe señales procedentes de todas las zonas sensoriales, incluidas las cortezas somatosensoriales en las que se representan continuamente los estados corporales actuales y pasados. Ya sea que las señales surjan a partir de percepciones del mundo exterior o a partir de pensamientos acerca del mundo exterior o de nuestro cuerpo, las señales se reciben en las cortezas prefrontales. En segundo lugar, las cortezas prefrontales reciben señales desde varios sectores biorreguladores del cerebro humano (tallo cerebral, prosencéfalo, amígdala, cingulado anterior e hipocampo).

En tercer lugar las cortezas prefrontales están implicadas en las categorizaciones de las experiencias, es decir, las categorizaciones de las contingencias únicas de nuestra experiencia vital. Las cortezas prefrontales, envían a su vez, señales al sistema nervioso autónomo y promueven respuestas químicas asociadas a la emoción. Como señala Damassio, de esta forma: “el piso de arriba y el sótano se unen armoniosamente” (op cit., 174).

Expresándolo en otras palabras, podríamos hacer nuestra la afirmación que dice: “El corazón tiene razones, que la razón ignora”.

4. IMPLICACIONES PARA EL TRATAMIENTO DE LA SOMATIZACIÓN

En un lenguaje cercano al cuerpo, algunos autores han querido reflejar la repercusión neurobiológica de los tratamientos psicoterapéuticos refiriéndose al objetivo de estos como el de “ampliar la

esfera de influencia del lóbulo frontal” (Solms y Turnbull, 2002).

Los todavía pocos estudios de imagen funcional en psicoterapia señalan que hay un cambio en la actividad funcional cerebral y que los cambios específicos se localizan esencialmente en lóbulos prefrontales (Solms y Turnbull, op.cit.). Para revisar los tratamientos utilizados en las situaciones de respuestas a trauma recomendamos consultar la magnífica recopilación de Foa (Keane y Friedman, 2003).

Parece pues, lógico que los tratamientos psi-coterapéuticos cuando son exitosos y provocan o facilitan cambios en el plano psicológico y social, estos se reflejen también en el plano neurobiológico.

Sin embargo, no se ha tenido en cuenta esta íntima conexión en el diseño de muchos de los programas psicoterapéuticos, de forma que las terapias que buscan curar a través de la palabra, no han incluido, con frecuencia, la conversación “con el cuerpo”. El propio cuerpo, se ha tenido en cuenta solo para “conversar sobre él” y no “con él”.

Los tratamientos han de integrar entonces, la conversación con el cuerpo para no seguir despreciando la parte de la experiencia corporal de la vivencia traumática.

Surgen técnicas terapéuticas novedosas, algunas poco conocidas como las que buscan la regulación cerebral a través del neurofeedback y la regulación autonómica a través del control de la variabilidad cardíaca (HRV, Heart Regulation Variability) que pueden llegar a tener importantes implicaciones (Scaer, 2001 a,b). Sin embargo cualquiera de estas técnicas tendrá que incluirse en un programa de tratamiento más amplio.

En el proceso de recuperación de lo que Janet llamó una “enfermedad de la síntesis”, las memorias traumáticas necesitan ser integradas y pertenecer a un único estado mental (Van der Kolk, 1994; Van der Kolk et al., 1996). Pero ya sea que hablemos de síntomas disociativos que se manifiestan como somatización o síntomas disociativos que se manifiestan como fragmentación de la conciencia de sí mismo (desrealización, despersonalización, trastornos de la identidad), la afirmación anterior puede ser válida.

Muchos autores señalan también la conveniencia de que los tratamientos estén orientados por fases (Horowitz, 2003; Pérez Sales, 2004; Van der Kolk, 1994; Van der Kolk et al., 1996).

Van der Kolk (1994; Van der Kolk et al., 1996) señala las siguientes: 1. Fase de Estabilización y reducción de síntomas 2. Fase de Tratamiento de las memorias traumáticas 3. Fase de Reintegración y rehabilitación.

Las metas del tratamiento psicoterapéutico, tal como las describe Horowitz (2003) serían: 1. Ayudar a la persona a recuperar un equilibrio emocional 2. Procesar el significado del evento traumático 3. Reestructurar su identidad y sus relaciones. Incluyendo la ayuda para recuperar un sentido de sí mismo estable, coherente y valioso.

Horowitz (op.cit.) diferencia los síntomas centrados en la negación: el embotamiento afectivo y la conducta inhibida; de los síntomas intrusivos: la hipervigilancia, o los trastornos del sueño y pesadillas, las exacerbaciones indeseadas de sentimientos, imágenes y pensamientos intrusivos.

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Sugerimos que cualquier abordaje terapéutico se diseñe en fases e incluya de forma específica para el caso concreto la evaluación de qué tipo de síntomas son dominantes: ya sea aquellos basados en la negación e inhibición o aquellos basados en la hiperalerta y la reviviscencia de la experiencia. Es probable que esta diferenciación sea la base para incluir dentro del programa terapéutico amplio: técnicas más abreactivas desde el punto de vista emocional o de mayor soporte, respectivamente.

La vivencia de congelación e inmovilidad que supone el trauma requiere de descarga emocional para completar la experiencia, pero cuando la angustia y el miedo del paciente es muy intenso, el terapeuta ha de estar seguro de haber construido, a través de la alianza terapéutica, un lugar suficientemente seguro, donde la persona pueda volver cuando la tormenta emocional sea muy fuerte.

El tratamiento ha de centrarse en conseguir o recuperar la autorregulación y en la reconstrucción. La terapia ha de procurar reestablecer un sentido de seguridad y predictibilidad. Es por eso que habrá que cuidar que no se produzca una abreacción emocional temprana que desborde al paciente cuando no se haya establecido aún la capacidad de reestabilización. Una situación así puede tener resultados adversos como la retraumatización del paciente.

5. FASES DE LA INTERVENCIÓN PSICOTERAPÉUTICA EN LAS REACCIONES AL TRAUMA

A continuación describimos el proceso psicoterapéutico a través de sus fases: de indicación, iniciales, intermedias y de terminación. Como el desarrollo del proceso psicoterapéutico en general lo hemos descrito en otros lugares, remitimos al lector interesado a esos trabajos anteriores (Fernández Liria y Rodríguez Vega, 2001). En el texto actual nos limitaremos a señalar los aspectos más relevantes de cada una de las fases cuando nos referimos a las Intervenciones psicoterapéuticas en las reacciones al trauma. Aunque nuestro interés más específico es el de la somatización, el trabajo con esta sintomatología tienen que estar integrado en la intervención psicoterapéutica más amplia.

5.1 Fases Iniciales

En el caso de la experiencia traumática, el establecimiento de la alianza terapéutica puede tener que anteponerse a cualquier otra tarea exploratoria típica de esta fase.

Si entendemos la alianza terapéutica como una relación vincular, el establecimiento de esta relación puede tener características especiales en el caso de víctimas de experiencias traumáticas. Por ejemplo, será diferente en un adulto que fue abusado sexualmente de niño durante mucho tiempo, que en una persona que sufrió un robo con violencia en el metro. En ambos casos hay un desafío a la experiencia de seguridad, pero es probable que en el primero será más difícil el establecimiento de una alianza de trabajo desde el principio.

Paralelamente, la relación terapéutica cumplirá en la situación de estrés traumático un papel fundamental por su dimensión de experiencia

emocional reconstructiva. La relación vincular tera-péutica se convertirá en un instrumento poderoso de ayuda en la regulación emocional de modo que la persona experimente de novo o vuelva a hacerlo, la vivencia de alineamiento emocional con otro (la terapeuta) que puede ser receptivo y responder a sus necesidades.

Las fases iniciales terminan cuando terapeuta y paciente están en condiciones de establecer un contrato que incluya la formulación del problema que el paciente trae a terapia, las condiciones del encuadre en el que van a trabajar y el foco sobre el que versará el trabajo terapéutico. Para todo ello, el terapeuta se implica con el paciente en la construcción de la pauta-problema que, en el caso de la experiencia traumática viene, con frecuencia, más claramente delimitado que en otras intervenciones terapéuticas.

5.2 Fases Intermedias. La construcción de la pauta problema

Aunque parte del trabajo que aquí se incluye dentro de las fases intermedias se ha iniciado ya en las fases iniciales, hemos preferido hacer la descripción del proceso dentro de las fases intermedias por entender que el trabajo sobre la pauta problema se lleva a cabo preferentemente en esta fase de la terapia

Se trata en definitiva de conocer lo que ocurrió, lo que implica: 1) A quién le ocurrió. A qué persona o personas dentro de qué marco relacional o social determinado, 2) Qué significa para esa o esas personas y para su contexto relacional o cultural el incidente traumático y, por fin, 3) Cómo se afrontó el hecho traumático y sus consecuencias.

Según Guidano (1991), citado también por Miró (en prensa), la clave para entrar en el significado personal del paciente, consiste en delimitar bien la interfaz entre la acción (lo que ha sentido, la experiencia inmediata) y el personaje (la explicación, el tipo de persona que se ha sentido ser). A. La re-visión del acontecimiento traumático

Cuando se aborda esta tarea, el terapeuta ha de estar muy pendiente de explorar las tres esferas: cognitiva, emocional y conductual. Cuando ocurrió “aquello” la persona pensó, sintió o actuó de una forma determinada. Muchas veces los pensamientos intrusivos que se pueden suceder más tarde, están escondiendo algunas emociones conflictivas que surgen en este momento. Por ejemplo, una mujer víctima de maltrato por parte de su pareja, vivió un terremoto durante el que perdió la vida su marido. Ella había deseado que eso ocurriera. Fueron unos instantes en los que a esta mujer se le había pasado por la cabeza que su vida cambiaría si el marido moría. Después de la catástrofe, la mujer entró en una fase depresiva muy severa, durante la cual, se presentaba intrusiva y obsesivamente, el pensamiento “tenía que haberle ayudado”.

La revisión biográfica, individual y relacional pretende: – Facilitar a la persona un marco en el que poder expresar y compartir emociones. Reconocer los sentimientos es siempre una tarea de ayuda más o menos dolorosa o más o menos reconfortante, pero el hacerlo con otra persona, ayuda a ponerlo en perspectiva y puede ser más eficaz a la hora de producir un desahogo emocional.

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– Facilita a la persona la experiencia de aceptación y la validación como víctima de algo. Se trata de buscar la propia aceptación y la del otro. Una y otra están íntimamente conectadas. – La narración del hecho traumático, junto con la experiencia cognitiva, emocional y conductual de la persona, puede ser el primer paso hacia la facilitación de una verdadera re-visión, en la que los hechos y las propias reacciones y las de los demás, son vistos con ojos distintos. Cuando se narra una experiencia, la persona se coloca en el lugar del narrador y gana en perspectiva con respecto a su papel de protagonista durante el hecho traumático. Es una experiencia muy común, que cuando se gana en perspectiva, se aprecian elementos que no se habían tenido en cuenta, cerrada como estaba la persona a una única explicación de los hechos.

La revisión biográfica ayuda: – A la recuperación, o mejor a la evolución, de la identidad de la persona. – Al inicio de la exploración de los significados – A la facilitación de secuencias de vida “sentidas” – A explorar el impacto sobre el mundo relacional del paciente – A detectar en lo individual y en lo relacional, fuerzas y debilidades a trabajar durante nuestras intervenciones B. La exploración de la cultura familiar y social en la que ocurrió el incidente traumático

Los profesionales son agentes de ayuda importante cuando el estrés es alto, pero no pueden suplantar la red de relaciones significativa del paciente, usualmente la familia.

Las intervenciones deben de tener en cuenta el nivel familiar o relacional. Animar a la familia a que comparta sus sentimientos, sus recuerdos y experiencias, mejor que a evitarlos, a estar disponible para el miembro que más lo necesite, a que reasuman sus funciones de modo que la situación de duelo familiar no lleve a hacer más daño a la red familiar, que en ese momento también ha de estar disponible para el apoyo emocional y práctico.

Cuando en desastres que afectan a una colectividad, quedan destruidas las redes sociales naturales habituales, el duelo es un proceso colectivo y el sistema de ayuda tendrá que prever la forma de facilitar rituales colectivos para ayudar a esa sociedad en la elaboración del duelo.

Cuando el trabajo conjunto de terapeuta y paciente ha permitido llevar a cabo todas las tareas anteriores, será posible la enunciación de una pauta-problema. El problema no puede enunciarse como “Ocurrió un terremoto” “sufrí una agresión” (esas experiencias, son, sin duda, una desgracia).

Tras la conversación en una, dos o tres sesiones, dentro de las fases iniciales y de forma más elaborada en las intermedias, la terapeuta y la paciente podrían ser capaces de construir un discurso como el que ejemplificamos más abajo y que contiene la pauta-problema: “Yo que tenía aquella vida… (conclusión de la exploración biográfica), cuando ocurrió… (acontecimiento traumático), …(hice, pensé, me comporté)… y, desde entonces,…(siento, pienso, actúo)… De forma que… (influencia sobre la persona y

su contexto significativo, en cuanto a pensar, sentir y actuar)”.

En el caso de víctimas infantiles, cuando el incidente traumático ocurre antes de que se conforme un recuerdo o una experiencia de vida anterior, la misma frase tendría que adaptarse para poder servir a las víctimas más pequeñas: “Yo que hubiera tenido aquella vida… (conclusión de la exploración biográfica)., cuando ocurrió… (acontecimiento traumático)… (hice, pensé, me comporté)… y, desde entonces… (siento, pienso, actúo)… De forma que… (influencia sobre la persona y su contexto significativo, en cuanto a pensar, sentir y actuar). C. Elementos claves y recursos técnicos especiales:

La congelación experiencial que se produce tras el trauma genera respuestas psicobiológicas características, como son las reviviscencias, los recuerdos, las pesadillas y otros, que sugerimos abordar con técnicas específicas.

En general, como señala Apellaniz en su excelente revisión (Pérez Sales, 2004) la exposición, en sus diferentes variantes parece ser un ingrediente fundamental en cualquier tratamiento. Esta autora revisa técnicas de exposición con prevención de respuesta inundación, inoculación o de desensibiliza-ción al trauma.

Más recientemente se ha hecho hincapié en la facilitación durante la terapia de experiencias emocio-nales sentidas, que el sujeto recupera durante el proceso terapéutico reconstruyéndolas e integrándolas dentro de su narrativa vital (Rodin et al., 1998).

De especial importancia se hace este trabajo cuando lo que aparecen son síntomas de somatización, donde las tradicionales intervenciones centradas en la interpretación no se han mostrado muy útiles.

Algunos autores plantean la necesidad de focalizar durante las sesiones en fragmentos concretos de la experiencia emocional. Rodin et al. (1998) señalan que es más útil focalizar sobre momentos concretos de la experiencia del paciente que sobre la experiencia global.

Con pacientes que tienden a somatizar y a permanecer desvinculados del afecto hay que prestar atención especial a sentir la experiencia y el sentido de realidad, evitando que la terapia se reduzca a un ejercicio intelectual. Utilizar un lenguaje de experiencia corporal profundamente sentida sería el camino para trabajar con las emociones. Como terapeutas, esto nos coloca en la necesidad de entrenar un lenguaje evocador de emociones, un lenguaje que atienda a todos los canales sensoriales de la experiencia, los canales de percepción del mundo externo: vista, oído, gusto, olfato, tacto y los canales de percepción del mundo interno: información kinestésica y propioceptiva, quizás resumida en el marcador somático de Damassio. Sugerimos que los programas de formación de terapeutas incluyan ejercicios y técnicas dirigidas a entrenar estas capacidades (Fernández Liria y Rodríguez Vega, 2002).

La elaboración progresiva y repetida de la experiencia emocional puede ayudar a los pacientes a aumentar su capacidad para experimentarse a sí mismos en términos psicológicos, distinguir en las experiencias, los aspectos físicos de los emocionales y tolerar e integrar los diferentes estados emocionales.

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Técnicas como la hipnosis y el EMDR (Eye Movement Desensitization Reprocessing traducido al castellano, Reprocesamiento y desensibilización a través del movimiento ocular rápido de los ojos) persiguen la integración emocional y cognitiva de la experiencia y pueden resultar útiles. Las técnicas se describen más minuciosamente en otros lugares (Ironson, Freund, Strauss y Williams, 2002; Manfield, 1998; Maxfield, 1999; Pérez Sales, 2004; Shapiro, 2001; 2002). Lo que nos interesa destacar es que son técnicas fácilmente integrables dentro del proceso terapéutico que aquí se describe.

En palabras de Shapiro (2002), el modelo EMDR o de proceso de información adaptativo, facilita al clínico un procedimiento para identificar los acontecimientos pasados que contribuyen al problema, los acontecimientos actuales que la desencadenan y las habilidades y recursos internos que necesitan ser incorporados para una vida plena y saludable.

Se han comunicado muy buenos resultados utilizando EMDR con personas víctimas de un único acontecimiento traumático (Maxfield, 1999; Rubin, 2003). Shapiro recoge cifras entre el 85 y el 100% (Ironson et al., 2002) de tratamientos exitosos en estudios controlados con tres sesiones de 90 minutos. Sin embargo, los mismos autores afirman que cuando se trata con personas que han sido víctimas de repetidos abusos en la infancia, que han influido profundamente en la configuración de la personalidad, el tratamiento es más largo y complicado (Manfield, 1998). La explicación es que las emociones y sensaciones infan-tiles pueden ser desencadenadas por multitud de circunstancias en la vida cotidiana. No obstante, una de las afirmaciones del paradigma del proceso de información es que los constructos de la personalidad cambian cuando las memorias son adecuadamente procesadas (Shapiro, 2002).

Fundamentalmente, el EMDR considera que el acontecimiento etiológico es codificado de modo disfuncional en el sistema de memoria de la persona. Utilizando EMDR se facilita, a través del procedimiento estructurado propuesto por los autores, el procesamiento de esa información. Muy brevemente, al paciente se le pide que se centre en un foco elegido por él, que represente la experiencia traumática. Al mismo tiempo se le pide una cognición negativa, junto con las emociones acompañantes de la experiencia y una cognición positiva hacia donde terapeuta y paciente puedan trabajar. Se utilizan diferentes modalidades de estimulación bilateral: movimiento de los ojos, estímulos auditivos o pequeños golpecitos en ambos lados del cuerpo del paciente mientras se le pide al paciente que se centre en el foco prefijado y comience a dejar llegar las emociones, imágenes, pensamientos etc… que libremente vaya asociando. El terapeuta actúa como facilitador y guía de la experiencia, pero el proceso es del paciente. Durante el proceso, el paciente realiza conexiones y asociaciones que tienen como consecuencia el cambio de las percepciones disfuncionales en otras más adaptativas y saludables (Van der Kolk et al., 1996). Los nuevos aprendizajes requieren que se hayan hecho conexiones, dentro de las redes de memoria asociativa, entre las experiencias del presente y las del pasado. El núcleo del trabajo con EMDR consiste en potenciar las conexiones a través de esos canales asociativos de la memoria.

El EMDR se centra en la experiencia corporal del afecto, ya que considera que la expresión verbal del mismo está limitada por el propio lenguaje. Esta característica, junto con la integración progresiva de lo emocional dentro de la nueva experiencia que vaya surgiendo durante la terapia, la construcción de la narrativa emergente, lo puede hacer especialmente útil en pacientes somatizadores.

Con respecto a la otra técnica mencionada más arriba, la hipnosis, es una técnica que puede facilitar la recolección del evento traumático e integrarse coherentemente en diferentes modelos terapéuticos. La hipnosis facilita al paciente técnicas para apaciguar y controlar la intensidad y el estrés de la memoria traumática. Y puede facilitar el acceso a memorias relacionadas con el trauma, y que han permanecido encerradas en esa experiencia si la persona sufre en ese momento un estado disociativo (Cardeña, Maldonado, Van der Hart y Spiegel, 2003; Erickson, 2003; Grinder y Bandler, 1997; Maldonado y Spiegel, 1998; Putnam y Carlson, 1998; Yapko, 1999; Zeig, 1992).

La hipnosis facilitaría la reestructuración simbólica de la experiencia traumática, un acceso controlado a las experiencias disociadas o a los recuerdos reprimidos y ayudaría al paciente a reestructurar sus recuerdos (Bremner y Marmar, 1998; Maldonado y Spiegel, 1998). Algunos autores han considerado la hipnosis como una forma controlada de disociación, que por un lado, facilita la recuperación de recuerdos, mientras que por otro permite que algunos de ellos permanezcan disociados de lo cognitivo hasta que el paciente esté preparado para trabajar con ellos.

Maldonado y Spiegel (1998) consideran que la hipnosis estaría indicada durante las diferentes fases del proceso terapéuticos. Así: Durante las fases iniciales: La hipnosis ayudaría a establecer la relación terapéutica y el marco, facilitar alivio a corto plazo, hacer más manejables los síntomas y mejorar las habilidades de afrontamiento La hipnosis puede ayudar induciendo relajación, haciendo sugerencias para síntomas específicos, ansiedad, dolor etc…, estableciendo un lugar seguro o usando procedimientos de fortalecimiento del yo. El terapeuta puede entrenar al paciente en técnicas de autohipnosis, de modo que este las pueda poner en práctica cuando las necesite sin requerir la presencia del terapeuta. Durante las fases intermedias: la hipnosis estaría indicada como método de elaborar e integrar los acontecimientos traumáticos. Después de conseguir una sólida alianza terapéutica, la meta más importante es la integración de las memorias traumáticas y no solo su abreacción. Es probable que mediante la hipnosis puedan surgir nuevos recuerdos o recuperar más detalles dentro de los recuerdos ya conscientes. También serviría de ayuda para profundizar en la integración y desarrollo relacional y del self. Después de la recuperación de los recuerdos traumáticos, la persona necesita llevar a cabo una reestructuración de la experiencia y una incorporación de ésta en el contexto de su biografía. Conseguir la integración de la memoria traumática dentro de un sentido adaptativo del self y del mundo potenciando el desarrollo relacional y personal.

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Durante las fases de terminación: El entrenamiento en técnicas de autohipnosis puede ayudar al paciente a conseguir un afrontamiento personal de situaciones futuras potencialmente ansiógenas sin la ayuda directa del terapeuta.

En la mayoría de las ocasiones tras el trabajo terapéutico la persona puede llegar a admitir que “hizo todo lo que pudo” bajo aquellas circunstancias. Durante las técnicas de “imaginación hipnótica”, el terapeuta puede animar a la “persona de ahora”, con sus recursos y capacidades a reunirse, a abrazar o a confortar a la “persona de entonces” que estaba siendo abusada o traumatizada. Con la aceptación del “sí mismo victimizado”, la persona puede empezar también a reconocerse un “sí mismo superviviente” que realizó activos esfuerzos por controlar la experiencia, seguir adelante y llegar a ser la que ahora es.

En esta fase la hipnosis es de ayuda al facilitar formas de afrontamiento, como es la autohipnosis u otras técnicas como la progresión en la edad, que ayuda a romper la desesperanza en el futuro y facilitar una meta de futuro personal, realista y que ofrezca más posibilidades de desarrollo para la persona.

5.3 Fases de Terminación

Durante esta fase, el terapeuta tendrá que estar atento a los temas relacionados con la elaboración del duelo por la finalización del tratamiento.

La longitud e intensidad del tratamiento variará en función de muchos factores como son la naturaleza del trauma, la existencia de comorbilidad con otros trastornos y el tiempo de inicio del tratamiento, entre otros.

El tratamiento de los síntomas somáticos, entendidos como síntomas disociativos tras experiencias traumáticas, tendría como objetivo com-pletar el circuito abortado de congelación / inmovilidad permitiendo la descarga de la energía necesaria que está bloqueada generando síntomas corporales.

Las emociones, las cotidianas y las extraordinarias, tienen una vía de expresión preferida, que es la no verbal, la corporal. Es sorprendente cómo hasta hace poco tiempo y en contadas excepciones, la mayoría de propuestas terapéuticas han minimizado la experiencia somática o corporal del trauma, en aras de terapias verbales que en muchos casos solo acceden a los recuerdos de la memoria declarativa.

La terapia tiene que incluir estilos y técnicas terapéuticas que integren la experiencia cognitiva cons-truida por recuerdos incluidos en la memoria declarativa, junto con la experiencia emocional somatosensorial, construida por recuerdos, en forma de marcadores somáticos incluidos en la memoria procedimental.

Lejos de plantear una terapia que se centre exclusivamente en la experiencia corporal, planteamos un modelo terapéutico que tenga en cuenta la experiencia psicocorporal del sí mismo-en relación. El objetivo terapéutico es la elaboración, en el marco de la relación constructiva terapéutica, de una narrativa emergente en la que sea posible la integración de la experiencia traumática.

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DIEZ REFERENCIAS DESTACADAS ACERCA DE:

Psicopatología y terrorismo

Mónica García García Inmaculada Torres Pérez

María Valdés Díaz1 Departamento Personalidad, Evaluación y Tratamiento

Psicológicos. Universidad de Sevilla (España).

INTRODUCCIÓN

El conocimiento sobre las repercusiones psicológicas en víctimas de ataques terroristas ha suscitado el interés de los investigadores desde hace décadas, pero se ha reavivado después de dos fechas que, sin duda, ya son históricas: 11-S en EE.UU. y 11-M en España.

El volumen de trabajos que versan sobre víctimas del terrorismo es elevado, pero éste aumenta significativamente cuando se añade el descriptor 11 de septiembre. Cabe resaltar el esfuerzo que los investiga-dores americanos han realizado a la hora de llevar a cabo estudios de campo, aunque también, hemos de mencionar que todos están subvencionados en mayor o menor medida por algún tipo de organización, ya sea estatal o privada. En España, por el contrario, llama la atención, la escasez de estudios sólidos sobre el impacto psicológico del terrorismo ligado a ETA, si tenemos en cuenta, que es un país que está siendo azotado por este tipo de acontecimientos desde hace más de 30 años. Del mismo modo, la productividad científica en relación con los sucesos del 11-M no ha sido tan elevada, si la comparamos por ejemplo, con la que se ha podido generar en los Estados Unidos en cuanto al 11-S, si bien, es cierto

que el período de tiempo transcurrido desde los hechos de Madrid es aún breve. Por otro lado, destaca que gran parte del material al que se ha podido acceder con relación a las consecuencias psicológicas del terrorismo dentro de nuestras fronteras, tenga un carácter divulgativo y de autoayuda, más que científico. Sin embargo, resalta el esfuerzo significativo desarrollado por los equipos de investigación de J. J. Miguel-Tobal, M. Muñoz y C. Vázquez, todos ellos pertenecientes a la Universidad Complutense de Madrid, que nos están permitiendo aproximarnos a las secuelas que acontecimientos, tan desconcertantes como los del 11-M, han dejado en la salud mental de quienes se han visto afectados directa e incluso indirectamente.

Todos los aspectos reseñados hasta ahora, han contribuido a que haya resultado bastante compleja la labor de seleccionar los 10 trabajos más representativos. Para ello, hemos establecido una serie de “requisitos”, aún a sabiendas de que pueden no ser los más acertados. Por un lado, se han incluido estudios provenientes de autores americanos y europeos (aunque la proporción entre unos y otros no es homogénea) e incluso, se ha considerado uno de procedencia israelita; intentando así, que quedaran re-cogidos casi todos los acontecimientos terroristas de mayor significación a escala mundial. Además, se ha procurado que los objetivos de los estudios fueran diversos y sobre distintos tipos de poblaciones, si bien hemos hallado, en algunos casos, la colaboración de los mismos autores en distintos trabajos, aunque dando respuestas a hipótesis diferentes en cada uno. Cabe destacar, que tal y como era previsible, la mayoría de las investigaciones escogidas han tomado el Trastorno por

1 Dirección de contacto: Dra María Valdés Díaz Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos. c/ Camilo José Cela s/n 41018 Sevilla (España) E-mail: [email protected]

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Estrés Postraumático como manifestación psicopatológica central sobre la cual basarse; no obstante, pueden encontrarse referencias que también aluden a la sinto-matología afectiva, las estrategias de afrontamiento, entre otras. Por último, ha de señalarse que todos tienen en común estar publicados en revistas fácilmente accesibles; en este sentido, hemos de enfatizar que existen otros trabajos igualmente atractivos y que se adecuan bastante al tema que nos ocupa, pero que resultan de acceso más difícil.

El orden con que se presentan los trabajos responde a varios motivos. En primer lugar, se exponen aquellos de tipo teórico, con objeto de situar al lector dentro de la temática en cuestión. Posteriormente, se recogen publicaciones que contemplan diferentes eventos terroristas ocurridos en el mundo, para, finalmente, centrarnos en una serie de artículos que versan sobre los atentados del 11-S. Este último grupo, a su vez, se expone en función del año de publicación y de los objetivos de estudio. Antes de comenzar con la exposición, se quiere resaltar, que los comentarios expresados pretenden poner de relieve el valor de la aportación de cada trabajo, así como, reparar en sus aspectos menos acertados. North, C. S. y Pferfferbaum, B. (2002). Research on the mental health effects of terrorism. JAMA, 288, 633-636.

Podría decirse que este artículo es de obligatoria lectura para todos aquellos investigadores que pretendan adentrarse en el estudio de los efectos que situaciones traumáticas, como los ataques terroristas, pueden tener sobre la salud mental de las personas. Los comentarios vertidos en él, proporcionan directrices sobre los aspectos relevantes a tener en cuenta para el diseño de inves-tigaciones encaminadas a obtener datos sólidos sobre esta temática; por lo tanto, resulta de incalculable valor, si consideramos la dificultad que entraña llevar a cabo un estudio dentro del contexto de caos y crisis que suele crearse con posterioridad a la ocurrencia de este tipo de sucesos.

Los diferentes aspectos abordados por North y Pfefferbaum, hacen referencia al período temporal que abarcan los estudios, a la selección de una muestra y de grupos de comparación adecuados, a la elección de los instrumentos de evaluación, a la interpretación cautelosa de los datos obtenidos, y por último, de manera muy breve, se señalan los desafíos a los que se enfrenta el ámbito de la investigación que se preocupa por los efectos que situaciones traumáticas puedan tener sobre la salud mental de las personas. Todos ellos, elementos que pueden ayudar en los diferentes procesos de toma de decisiones que implica el diseño de un trabajo de investigación.

En cuanto al alcance temporal de los estudios, se destaca la conveniencia de iniciarlos lo más pronto posible, una vez que el suceso traumático haya tenido lugar, para poder detectar las reacciones tempranas asociadas al mismo. Igualmente, se resalta la relevancia del seguimiento longitudinal de la población en estudio, de manera que se conozca la evolución que han seguido las manifestaciones de malestar psicológico y/o los síntomas psiquiátricos detectados inicialmente. Además,

hay que tener en cuenta que si nuestro interés gira en torno a categorías diagnósticas como el Trastornos por Estrés Post-traumático, es conveniente retrasar la recogida de información, al menos un mes, para poder establecer un diagnóstico preciso de dicho trastorno.

Por otro lado, en relación con la selección de la muestra y de los grupos de comparación, se resalta lo inapropiado de la generalización de los resultados obtenidos respecto a un tipo de evento o población, a otro diferente. En este sentido, Echeburúa, Corral y Amor (1998) han observado que incluso dentro del ámbito del terrorismo, se pueden detectar diferencias en cuanto perfiles psicopatológicos, predominando unos u otros síntomas en función del tipo específico de suceso experimentado (atentado, secuestro). Asimismo, parece esencial distinguir entre las personas pertenecientes a la población general y aquellas que se han visto afectadas directamente por el evento traumático, en aras a la evaluación de la salud mental.

Uno de los aspectos de mayor importancia tratado por los autores, se refiere a la selección de los instrumentos de evaluación y al modo en que serán aplicados. Se destacan las ventajas e inconvenientes de adoptar un enfoque de tipo categorial o dimensional, resaltando que, si bien el empleo de autoinformes breves reduce el número de recursos que se necesitan (sobre todo, cuando se trata de estudios que intentan abarcar una gran muestra de participantes), no permiten, sin embargo, establecer diagnósticos psiquiátricos. Por lo tanto, se impone la cautela de los investigadores a la hora de describir los hallazgos obtenidos por medio de instrumentos de autoinformes en términos de trastornos.

Por otro lado, North y Pfefferbaum destacan que reconocer determinados síntomas, como los problemas de concentración o perturbaciones del sueño, no implica, ne-cesariamente, el padecimiento de psicopatologías; pro-ponen denominarlos reacciones, que tendrían un carácter normativo dentro del contexto de eventos tan abruma-doramente desconcertantes. En este sentido, plantean la necesidad de evaluar estas manifestaciones de malestar psicológico significativo, que no alcanzan la categoría de trastorno, ya que, normalmente, requieren procesos de intervención específicos y diferentes al tratamiento psiquiátrico. De igual manera, las autoras recogen el vacío que existe en la actualidad con relación a qué se entiende por exposición indirecta al evento traumático y, más específicamente, cómo considerar el malestar psicológico detectado en personas expuestas a tales sucesos sólo a través de las imágenes de televisión. En torno a este aspecto, sugieren la adopción de una postura circunspecta, que implica considerar los síntomas y reacciones mos-trados por este grupo de sujetos como secuelas psi-cológicas, pero no como trastorno; contribuyendo, en cierto modo, y en espera de nuevas aportaciones, a solventar ciertas cuestiones críticas que se pudieran plantear.

Este trabajo también pone énfasis en el cuidado que ha de tener el investigador a la hora de interpretar los resultados obtenidos, específicamente, las asociaciones entre variables, señalando que dichas asociaciones no deben interpretarse, necesariamente, en términos de

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causa-efecto y que podrían estar implicando relaciones de tipo espúreo.

En suma, este documento puede considerarse un material excelente como primera toma de contacto con el ámbito del diseño de investigaciones sobre los efectos psicológicos que pueden tener, en la población general, eventos tan perturbadores como los ataques terroristas. Las autoras proporcionan al investigador líneas generales de actuación en relación con aspectos metodológicos críticos, relevantes para el desarrollo de estudios de naturaleza empírica en este terreno, resultando especialmente útiles, los comentarios sobre trabajos recientemente publicados en los que se aborda este tema. Finalmente, cabe añadir, que la mayor parte de los elementos psicopatológicos tratados, se ciñen, al Trastorno por Estrés Post-Traumático o a los síntomas relativos a éste, dejando fuera del debate otros tipos posibles de consecuencias para la salud mental. Miller, A. M. y Heldring, M. (2004). Mental health and primary care in a time of terrorism: psychological impact of terrorism attacks. Families Systems & Health, 22, 7-30.

Este trabajo se puede considerar ineludible para aquellos investigadores que se interesen por el estudio de las consecuencias que los actos terroristas pueden tener en la salud mental y, particularmente los atentados del 11-S. Se trata de un artículo de revisión muy reciente, exhaustivo y riguroso que permite al lector realizar una primera aproximación al tema de investigación que nos ocupa.

Los autores partieron del objetivo de revisar las investigaciones realizadas relativas al impacto psicológico que los acontecimientos del 11 de septiembre tuvieron, tanto en adultos como en niños, e identificar directrices para futuras investigaciones que permitan guiar el desarrollo de recursos para los cuidadores. Miller y Heldring organizaron los artículos por áreas temáticas en: (1) prevalencia de la sintomatología psicológica y somática inmediatamente después del 11-S; (2) tendencias en la prevalencia a lo largo del tiempo; y (3) correlatos o predictores de malestar psicológico y resiliencia. Presentaron los hallazgos de las investigaciones revisadas y las contrastaron con los de otros estudios sobre desastres naturales y otros ataques terroristas tanto en EE.UU. como en otras naciones.

El método empleado para la selección de los artículos fue mediante la búsqueda de los descriptores terrorism, terrorist attacks y September 11 en las bases de datos MEDLINE, PsycINFO y CINAHL. Limitaron dicha búsqueda al período de septiembre de 2001 hasta agosto de 2003. Finalmente, incluyeron 31 estudios publicados en inglés y realizados en EEUU dentro del primer año después de los ataques. Se podría considerar que el criterio utilizado por los investigadores de revisar sólo los estudios realizados en los 12 meses después de los atentados, constituye una importante limitación, ya que quedan excluidos estudios longitudinales que hubieran permitido tener una visión más completa del impacto psicológico del 11-S.

Respecto a los resultados, los autores recogieron en sendas tablas las principales características de cada uno

de los estudios revisados. Entre ellas destacaron: la región donde se realizó, el intervalo temporal transcurrido desde el 11-S, los instrumentos empleados para la recogida de la información, el método de selección de la muestra, la población estudiada (adultos, adolescentes, niños, fami-lias, colectivos especiales-inmigrantes, refugiados, pa-cientes con diagnósticos psiquiátricos o médicos, etc.) y el número de personas que componían la muestra estudiada. Al mismo tiempo, describieron brevemente el malestar psicológico que presentaban (sintomatología depresiva, del TEP, de estrés, de ansiedad, miedo, tristeza, abuso de alcohol y drogas), las variables de resiliencia detectadas (empatía, estrategias de afrontamiento, emociones positivas, encontrar un significado positivo) y, por último, la prevalencia de la sintomatología encontrada junto a los correlatos de la severidad de los síntomas. En definitiva, cualquier profano en la materia después de revisar estas tablas, en poco tiempo, puede tener una visión descriptiva y pormenorizada de cuál es el estado de la situación de las investigaciones realizadas sobre el impacto psicológico que tuvieron los atentados del 11-S. Podemos destacar, en este sentido, la labor encomiable de síntesis realizada por los autores, especialmente, porque con este trabajo se facilita a los investigadores el acceso a una revisión rápida y detallada de la literatura, aunque esté limitada a un año.

Miller y Heldring encontraron que los hallazgos globales en el 11-S, en cuanto a tasas de prevalencia para el TEP y para el malestar general, eran consistentes con estimaciones previas realizadas sobre el impacto de desastres naturales y otros actos terroristas producidos antes del 11-S. Las cifras de prevalencia de TEP oscilaron, dependiendo de la proximidad al World Trade Center, entre el 7.5% y el 40%; de sintomatología depresiva hasta el 60%; y de sintomatología no específica de estrés hasta el 90%.

Por otra parte, los autores no incluyeron en su revisión investigaciones sobre el impacto psicológico en los equipos de rescate y profesionales de la salud. Sin embargo, aportaron datos de otros estudios, indicando que no había diferencias en cuanto a los predictores para el desarrollo del TEP entre los profesionales de la salud y las víctimas. Si bien, otros estudios hallaron menores reacciones en los médicos que en las enfermeras, directores y auxiliares, los datos no son concluyentes. Asimismo, resaltaron los hallazgos relativos a que la población infantil fue la de mayor riesgo para manifestar reacciones de estrés.

En cuanto a la evolución de los síntomas, los estudios revisados informaron de una disminución de la prevalencia con el transcurso del tiempo, al contrario de lo que ocurría con la sintomatología de somatización. Asimismo, los hallazgos sobre los correlatos y predictores de severidad de la sintomatología, estaban en la línea de las consecuencias de otros atentados y desastres naturales. Es decir, los factores de riesgo demográficos para el desarrollo de problemas psicopatológicos incluyeron: ser mujer (entre 40 y 60 años), estar casada y tener padres, ser miembro de una minoría étnica y tener un bajo nivel socioeconómico. Otros correlatos fueron: tener una historia previa de trastornos mentales, la proximidad al suceso, la severidad de la exposición en términos de

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heridas, tener pánico durante el suceso, la soledad, la pérdida de propiedades y el desplazamiento.

Por último, en vista de los resultados de los 31 trabajos revisados, los autores aportan recomendaciones de interés para investigaciones futuras, entre las que caben destacar: el estudio sistemático de sintomatología somática, ya que en el pasado se identificaron consis-tentemente como importantes correlatos o indicadores de depresión, ansiedad y otros problemas mentales; analizar en las familias el impacto de las relaciones sobre el ajuste; investigar cuáles son los factores que promocionan la resiliencia y las estrategias de afrontamiento. Del mismo modo, resaltaron las implicaciones que se derivan de todos estos estudios, por ejemplo, para el diseño de material educativo y de intervención y, por otra parte, para sensibilizar de la necesidad de implantar programas de prevención de carácter psicoeducativo en las familias y en los sectores más vulnerables de la comunidad. Baca, E., Cabanas, M. L., Pérez-Rodríguez, M. M. y Baca-García, E. (2004). Trastornos mentales en las víctimas de los atentados terroristas y sus familiares. Medicina Clínica, 122, 681-685.

Entre las aportaciones más recientes dentro del tema que nos ocupa, podemos seleccionar el último trabajo de Baca et al. cuyas contribuciones se centran en la realidad vivida por la sociedad española. El interés por los efectos psicológicos de los atentados se ha reavivado tras lo ocurrido el 11-S en EE.UU. y, más recientemente, el 11-M en la capital de España. No hay precedentes de actos terroristas de tales dimensiones que hayan causado un impacto semejante en la población española como el referido 11-M. Sin embargo, en nuestro contexto llevamos sufriendo las consecuencias del terrorismo desde hace décadas, un tipo de actos terroristas menos colectivo y extraordinario, más personalizado con el empleo de armas de fuego –tiro a bocajarro-, pero a la vez indiscriminado con el empleo de explosivos -frecuentemente colocados en coches bomba-. De hecho, de forma constante y durante décadas, el terrorismo de ETA ha ocupado los primeros lugares entre los tópicos analizados en encuestas acerca de lo que preocupa al ciudadano español.

En este trabajo, se pone de manifiesto las consecuencias que los atentados terroristas pueden tener sobre la salud mental de los ciudadanos españoles, por lo que podríamos considerarlo de consulta obligada para los interesados en esta área de investigación cada vez más relevante. El punto de partida de los autores se centra en conocer las secuelas psicopatológicas que pueden causar el tipo de terrorismo más frecuente en España. Cabe señalar, según muestra la bibliografía disponible sobre este tema, que se trata no sólo de uno de los pocos trabajos realizados en nuestra población, sino que además abarca a toda la geografía española, y contempla una evaluación de la psicopatología general: los trastornos del estado de ánimo, los trastornos de ansiedad, los trastornos somatomorfos, así como los trastornos relacionados con el alcohol. Por lo tanto, no se limita al trastorno por estrés postraumático (TEP), tan ampliamente estudiado, y con mayor profusión, tras los atentados del 11-S.

En concreto, los autores analizaron si realmente las personas objetivo de ataques terroristas y sus familiares suponen un colectivo vulnerable a presentar alteraciones psicopatológicas con una mayor probabilidad que las personas que buscan ayuda médica en general; además, consideraron variables como la proximidad del parentesco y la percepción de apoyo familiar. Con este objetivo, Baca et al. entrevistaron, en el domicilio familiar y en un periodo de 5 años (de 1997 a 2001), a 544 familias (víctimas directas supervivientes y familiares) objetivo de 426 atentados terroristas. De ellas excluyeron a los menores y a las personas con otro tipo de relación con el atentado o con otros familiares afectados. Las clasificaron en función del grado de implicación o afectación en (1) víctimas directas (las que sufren el atentado en persona, n = 230 personas), (2) familiares de víctimas (familiares de primer grado de las víctimas directas, n =140) y, (3) víctimas directas y familiares de víctimas (reúnen las dos condiciones anteriores, es decir, tanto ellas como sus familiares de primer grado habían sufrido personalmente el atentado, n = 706).

Para recabar la información utilizaron el PRIME-MD (Saiz et al., 1999), un procedimiento para el diagnóstico de los trastornos mentales, basado en los criterios diagnósticos del DSM-IV (APA, 1994). Este instrumento, ampliamente utilizado en población nortea-mericana, ha sido recientemente validado en nuestro país (Saiz et al., op. cit.), aunque su uso es todavía limitado. No obstante, resulta muy útil en el ámbito médico y, más concretamente en Atención Primaria, como cribado con el fin de detectar alteraciones psicopatológicas en los pacientes y, en consecuencia, derivarlos a los especialistas de Salud Mental. Para cubrir los objetivos de este trabajo, los autores sólo han tenido en cuenta las cuatro áreas referidas anteriormente, de las cinco que contempla esta prueba (excluyéndose la relativa a los trastornos de la conducta alimentaria).

Aplicaron pruebas de asociación lineal para comprobar la relación entre el grado de afectación de la víctima y la presencia de un trastorno del estado del ánimo, de ansiedad, somatomorfos y por alcohol. En segundo lugar, realizaron análisis de regresión logística para ver en qué medida el grado de afectación, tipo de atentado, soporte social, psicopatología previa y antecedentes familiares suponían factores de riesgo para la existencia o no de alteraciones psicopatológicas.

Entre los resultados que obtuvieron podemos destacar, que la presencia de trastornos del estado del ánimo, así como de los trastornos de ansiedad y de trastornos somatomorfos, era superior en las víctimas y en sus familiares que en los pacientes de atención primaria utilizados como grupo de comparación y, además, creciente según el grado de afectación (mayor en las víctimas directas, seguidas de la víctima directa y familiar de víctima y, por último, del familiar de la víctima). Sin embargo, la presencia de abuso de alcohol era semejante a la población general, salvo en las víctimas directas que mostraron una mayor prevalencia. Ante estos datos, los autores confirmaron que el grado de afectación del atentado terrorista condicionaba la presencia de trastornos mentales (en el estudio, por ejemplo, el 62.4% de las víctimas presentó algún trastorno del estado del ánimo).

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Asimismo, podemos destacar el hallazgo de que la prevalencia de trastornos de ansiedad se duplicaba en esta muestra con respecto a la población general. Además, en las personas estudiadas observaron un gradiente en el sentido de que a mayor afectación mayor prevalencia de, al menos uno, de los trastornos mencionados. Por otra parte, encontraron que los atentados con explosivos se relacionaron claramente con un mayor riesgo de presentar cuadros ansiosos-depresivos. Por último, observaron que el riesgo de presentar la psicopatología estudiada aumentaba si existían antecedentes psiquiátricos, ya fueran familiares o personales; si el atentado era indiscriminado (con explosivos) y si la víctima percibía un bajo apoyo social en el entorno inmediato en el que habitaba.

Las principales limitaciones de este estudio, como los propios autores refieren, se debían a las características del instrumento de medida utilizado, ya que presenta una sensibilidad y una especificidad alta, lo que puede hacer que haya una elevada tasa de falsos positivos. No obstante, los autores reconocieron que, aún consi-derando este posible sobre-diagnóstico, las cifras de prevalencia en las víctimas fueron muy superiores a las de atención primaria (que presentaron valores de salud mental inferiores a la población general).

En definitiva, en la literatura especializada encontramos numerosas investigaciones dedicadas al estudio de TEP, sin embargo, pocas se centran en otras posibles alteraciones psicopatológicas. Por tanto, podríamos resaltar de este trabajo el haber considerado el análisis de otras manifestaciones psicopatológicas de las víctimas y, además, ponerlas en relación con poblaciones que no habían experimentado acontecimientos vitales “desastrosos” y que no iban a presentar TEP. Es intere-sante destacar que Baca et al. consideraron la relación que se establece entre los trastornos psicopatológicos aquí estudiados y el TEP, ya sea como una sintomatología frecuentemente asociada al TEP o como consecuencia tardía de la patología postraumática y del deterioro que ésta produce en la vida de los individuos víctimas de atentados. North, C.S., Nixon, S. J., Shariat, S., Mallonce, S., McMillen, J.C., Spitznagel, E.L. y Smith, E. (1999). Psychiatric Disorders among survivors of the Oklahoma city bombing. JAMA, 282, 755-762.

Los desastres intencionados de extrema magnitud (con repercusiones nacionales e internacionales) han suscitado, en reiteradas ocasiones, el interés de los investigadores por estudiar las repercusiones psicológicas sobre la población afectada. El acontecimiento que desen-cadena el motivo de este estudio es la bomba en la ciudad de Oklahoma en el año 1995.

A partir de este acontecimiento se pretende, al igual que en otros trabajos, medir el impacto sobre la salud mental en los supervivientes que estuvieron direc-tamente expuestos a la explosión, examinar especial-mente el trastorno de estrés postraumático (TEP), comorbilidad diagnóstica, daño funcional e identificar los predictores de psicopatología tras el ataque que sirvan de guía en los trabajos de intervención en salud mental en futuros desastres.

Los 255 sobrevivientes, mayores de 18 años, que participaron en este estudio fueron seleccionados a partir de un registro confidencial del Departamento de Salud Mental en la ciudad de Oklahoma. Uno de los requisitos más importantes para formar parte de la muestra era haber estado expuesto directamente a la explosión (entre 46 y 184 m. del punto de detonación). De 255 personas, permanecieron en el estudio 182 (71%) debido a diversos motivos: imposibilidad de establecer contacto, 32; rechazo a la participación con justificación, 35; no querer cumplimentar la entrevista sin motivo justificado, 6. Para dar respuesta a los objetivos planteados North et al. utilizan la Diagnostic Interview Schedule (DIS)/ Disaster Suplement, la cual está basada en los criterios diagnósticos del DSM-III-R (APA, 1987) y que aplican sistemáticamente a lo largo de 6 meses (entre agosto y diciembre) después del desastre. El empleo de este instrumento resulta muy acertado puesto que aporta información sobre 8 trastornos psiquiátricos: trastorno de estrés postraumático, depresión mayor, trastorno de pánico, ansiedad generalizada, trastornos somatomorfos, trastornos relacionados con el alcohol, trastornos por sustancias y trastorno de personalidad antisocial. La entrevista también proporciona datos sociodemográficos, sobre el nivel de funcionamiento y el tratamiento recibido. El Disaster Supplement propicia el relato de experiencias vividas en el ataque, tales como el grado de exposición al acontecimiento, cómo ha afectado a la familia y amigos y daño físico sufrido. Aunque estas entrevistas no han sido aplicadas exactamente del mismo modo a todas las personas objeto de estudio, en la mayoría de los casos se han realizado íntegramente en una situación cara-a-cara- (63%), en otras y por motivos que no quedan explícitos en el trabajo, se realizan por teléfono (25%) o incluso se inician en persona y se completan telefónicamente (12%). Aparentemente, este procedimien-to no repercute en los resultados, tal vez por ello, los propios autores no sobrevaloran este hecho y en ningún caso lo consideran un impedimento.

El análisis de los resultados arroja valores llamativos e incluso alarmantes, puesto que el 45% presenta trastorno psiquiátrico tras el desastre y el 34.5% TEP, máxime cuando los síntomas de dichos trastornos interfieren en la actividad diaria, las tareas laborales y sufren cambios negativos en sus relaciones inter-personales. Las variables que predicen con mayor peso estas repercusiones psicológicas en la población son la exposición directa a la explosión, el sexo (mujer), y los antecedentes de trastorno psiquiátrico. Los autores también han hallado que alrededor del 40% necesita medicación para afrontar la situación y son numerosas las personas que están bajo tratamiento en salud mental (69%), y más específicamente, en tratamiento psiquiátrico (16%). Además, es importante reseñar que del grupo que presenta TEP (criterios DSM-III-R) los síntomas que aparecen con mayor frecuencia pertenecen al grupo B (reexperimentación intrusiva) y al grupo D (aumento de la activación). North et al. aportan una representación gráfica donde se visualiza claramente el incremento en estos indicadores diagnósticos, así como se puede apreciar que los síntomas del grupo C (evitación y embotamiento de la reactividad general) son sensiblemente menores en

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contraste con los referidos anteriormente. Sin embargo, dichos síntomas de evitación y embotamiento de la reactividad general están significativamente asociados a los antecedentes psicopatológicos y a la comorbilidad tras el desastre, así como estar recibiendo tratamiento de salud mental, relación que no se manifiesta en los criterios del grupo B y D. Para clarificar estos productos, los autores también presentan los resultados a través de diagramas de barras, y aportan los hallazgos obtenidos en otras investigaciones donde se contemplan desastres similares; esto les sirve para demostrar la trascendencia clínica que tienen estos trastornos y como respaldo de los datos obtenidos.

En definitiva, los resultados de este trabajo que hemos seleccionado, sugieren que los síntomas de evitación y embotamiento pueden servir como un procedimiento efectivo en el cribado de TEP y pueden identificar de forma precoz más casos clínicos en el periodo agudo tras el desastre. La comorbilidad psiquiátrica puede ayudar a identificar aquellos casos de daño funcional y necesidad de tratamiento. Sin embargo, la presencia de estos síntomas, pertenecientes al grupo C, no alcanza niveles patológicos, de tal manera, que su tratamiento no se llevará a cabo con intervenciones médicas, sino con programas de educación para la salud, apoyo social y estado de bienestar. Verger, P., Dab, W., Lamping, D. L., Loze, J. Y. Deschaseaux-Voinet et al. (2004). The psychological impact of terorirsm: an epidemiological study of Postraumatic Stress Disorder and associated factors in victims of the 1995-1996 bombings in France. American Journal of Psychiatry, 161, 1384-1389. Los hechos terroristas origen de este trabajo se refieren a la oleada de bombas que tuvo lugar en Francia durante el período de tiempo comprendido desde julio de 1995 y diciembre de 1996, que dejó un saldo de 12 muertos. Concretamente, explosionaron siete artefactos, la mayoría de ellos en la ciudad de París, en estaciones de metro. La autoría de los atentados se atribuyó a una red fundamentalista islámica. Con la mirada puesta en estos acontecimientos, en el año 1998, Verger et al. llevaron a cabo una investigación, de carácter retrospectivo y utilizando un diseño transversal, para conocer la prevalencia del Trastorno por Estrés Postraumático y los factores que predecían su desarrollo en personas que resultaron víctimas directas de estos sucesos.

El reclutamiento de la muestra se llevó a cabo contando con la colaboración de la ONG SOS Attentats. Los miembros de dicha Organización contactaron con los 228 ciudadanos que habían solicitado indemnizaciones al Fondo de Garantía Francés para las Víctimas del Terrorismo, y que además, se habían sometido a un pro-eso de evaluación por parte de expertos independientes, confirmándose su condición de víctima directa de los atentados terroristas2. Cabe destacar, que este trabajo contrasta con otros desarrollados dentro de este ámbito (Galea et al., 2002; Schlenger et al., 2002), en los cuales las definiciones que permiten determinar si un sujeto ha sufrido exposición directa o no al evento traumático, se establece por el propio grupo de investigadores. Al mismo tiempo, hay que señalar que en este documento no se

recogen, quizás por falta de accesibilidad, cuáles han sido los criterios manejados por el grupo de expertos durante los reconocimientos que llevaron a cabo. Finalmente, la muestra quedó formada por 196 adultos (de los 228 de partida), civiles y franco parlantes, que mostraron su consentimiento para participar en la investigación.

La recogida de información se efectuó a través de entrevistas telefónicas en las que intervinieron 20 entrevistadores. La evaluación del TEP se desarrolló a partir de un instrumento estandarizado de 22 ítem y basado en los criterios DSM-IV (APA, 1994); según los autores, dichos criterios se descompusieron en varios ítem para hacerlos más comprensibles; se preguntó sobre síntomas relativos al suceso, la duración de los mismos, y su repercusión en la vida social y laboral de los sujetos. Además, cada uno de ellos se debía puntuar en una escala de intensidad de 5 puntos. Cabe añadir, que las adecuadas propiedades psicométricas (fiabilidad, especificidad, sensibilidad y validez concurrente) del instrumento habían sido puestas de manifiesto en momentos anteriores.

El formato de cuestionario también se utilizó para conocer aspectos relativos a las características sociodemográficas, los factores de riesgo y las consecuencias para la salud física. Se obtuvo un índice de gravedad de los daños físicos sufridos y se recopiló información sobre la percepción de amenaza (2 ítem), el padecimiento de problemas de audición (4 ítem), los antecedentes psiquiátricos (3 ítem) e incluso, sobre los cambios en la apariencia física. En este último caso, los 4 ítem utilizados procedían de Burn-Specific Health Scale (Munster, Horowitz y Tudahl, 1987). El procesamiento estadístico de los datos se basó fundamentalmente en análisis de regresión (logística univariada y logística múltiple).

En lo que respecta a los resultados obtenidos, hay que destacar que el intervalo medio de tiempo transcurrido entre el evento traumático y el momento en que se llevó a cabo la evaluación fue de 2.6 años (d.t. = 0.6). Por su parte, la prevalencia del TEP fue de 31.1 %, siendo ésta mayor entre quienes habían sufrido consecuencias graves para la salud física, en comparación con los demás participantes, cuyas secuelas físicas fueron leves o moderadas.

Por otro lado, los análisis de regresión mostraron que los factores que predicen la ocurrencia del TEP son: la edad (rango entre 35 y 54 años), el sexo (mujer), haber experimentado lesiones físicas graves o cambios en la apariencia física como consecuencia de los sucesos, y por último, haberse sentido amenazado durante los mismos. Asimismo, no se halló asociación entre la prevalencia del TEP y la historia psiquiátrica previa, el lugar en que se sufrieron los ataques o el número de años transcurridos desde los mismos.

Como se ha comentado, este estudio aborda la prevalencia del TEP y los factores predictores del mismo

2 El Fondo de Garantía Francés para las Víctimas del Terrorismo, solicitó a todos aquellos ciudadanos que tramitaron una indemnización por estos atentados que se sometieran a este tipo de reconocimientos, en este caso, de los 450 solicitantes iniciales, sólo 288 decidieron continuar con los exámenes que se requirieron.

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en personas víctimas directas de los atentados que tuvieron lugar en Francia. Los datos aportados constituyen una fuente de apoyo para poder identificar a quienes se encuentran en situación de alto riesgo para el desarrollo de psicopatología con posterioridad a un acontecimiento de este tipo. Igualmente, destaca que se haya contemplado la variable cambios en la apariencia física, demostrando su valor como predictora del TEP, lo que sugiere la necesidad de incluir dicha variable en trabajos futuros que se desarrollen dentro de este ámbito. Sin embargo, parece relevante tener en cuenta algunas consideraciones. En primer lugar, han quedado excluidos de la muestra todos aquellos sujetos que pudieron ser víctimas indirectas de estos sucesos en los cuales también es posible encontrar sintomatología asociada al TEP. En segundo lugar, tampoco se incluyen datos sobre las reacciones iniciales de los participantes ante los sucesos de interés, por lo que no se puede conocer la evolución de la prevalencia del TEP en este grupo de sujetos, ni tampoco los factores asociados a su persistencia en el tiempo. En tercer lugar, si partimos del hecho de que las mediciones se realizaron 2,6 años después de la ocurrencia del suceso, es posible que en ese período los participantes hayan podido experimentar otros eventos traumáticos diferentes, aspecto que no ha sido controlado y que podrían afectar (inflando) la prevalencia detectada. Aunque, en este sentido hay que señalar, que en la evaluación del TEP se incluyeron preguntas sobre síntomas relativos a los atentados.

Bleich, A., Gelkopf, M. y Solomon, Z. (2003). Exposure to terrorism, stress-related mental health symptoms, and coping behaviours among a nationally representative sample in Israel. JAMA, 290, 612-620.

La investigación de Bleich et al. es de las primeras realizadas en el ámbito de ataques terroristas continuados (no puntuales), concretamente, los provocados por la intifada Al-Aqsa en Israel desde finales de Septiembre de 2000. Como consecuencia de 560 ataques terroristas (con armas blancas y de fuego, tiroteos, intrusiones en las casas y autoinmolación con bombas), un año y medio después, en abril del año 2002, habían muerto 472 personas y 3.856 resultaron heridas. Los autores examinaron las repercusiones emocionales y cognitivas que los actos terroristas continuados provocaron en la población de Israel durante ese tiempo. En concreto, sus objetivos fueron determinar el nivel de exposición a los ataques terroristas y la prevalencia de síntomas de estrés relativos al trauma, síntomas del trastorno por estrés postraumático (TEP), la sensación de seguridad y, por último, identificar los correlatos de las secuelas psicológicas y las estrategias de afrontamiento utilizadas ante la amenaza continuada y el terrorismo.

La selección de la muestra se llevó a cabo mediante muestreo aleatorio estratificado, partiendo de una base de datos en la que se recogían los datos sociodemográficos de los propietarios de líneas telefó-nicas. El propio sistema informático elegía aleatoriamente los números de teléfonos de los posibles participantes dentro de cada estrato, identificados por las variables: edad, residencia en ciudades o en comunidades, ser inmigrantes nuevos de origen europeo, asiático o africano. De 742 personas telefoneadas aceptaron participar en el

estudio 512 (mayores de 18 años), todas ellas, mani-festaron verbalmente su consentimiento informado. Con este cuidadoso método de selección de la muestra, los autores refieren un error máximo de representatividad de la población de Israel del 4.5%, cifra no significativa. Es preciso señalar que tratar de conseguir una muestra representativa en un país tan heterogéneo como Israel es un objetivo meritorio y difícil de lograr. A pesar de todos los esfuerzos realizados por el equipo de Bleich, se ha de tener mucha cautela a la hora de generalizar los resultados obtenidos, especialmente en las subpoblaciones que no tenían teléfono, las que no estuvieron expuestas a las amenazas objetivas del terrorismo, y las personas menores de 18 años que, por otra parte, presentarían probablemente un mayor riesgo de desarrollar sintomatología en general o el TEP en particular.

Podemos destacar de esta investigación la rigurosidad con la que los autores han tratado de llevarla a cabo desde su planificación. Así, partieron de definiciones operativas de ataque terrorista y de la amenaza objetiva. Dividieron a la muestra en función del lugar donde habitaban (ciudades con una mayor incidencia de ataques suicidas y colonias conflictivas, respecto al resto de ciudades). Asimismo, controlaron el grado de exposición al ataque dividiendo a los participantes en seis grupos (1) no-exposición, (2) exposición de un familiar/amigo, no herido; (3) exposición de un familiar/amigo, herido o muerto; (4) sólo exposición personal, (5) exposición personal, de un familiar/amigo, sin heridos; (5) exposición personal, de un familiar/amigo, con heridos y/o muerte de un pariente o amigo.

La recogida de información la efectuaron a través de entrevistas telefónicas utilizando una batería de instrumentos estandarizados, modificados por los autores según los resultados de un estudio piloto previo realizado con 50 personas. Pretendieron que los ítem fueran más comprensibles por teléfono, así como, garantizar el mantenimiento de las propiedades psicométricas adecuadas. Sin embargo es criticable el método de recogida de información empleado y las adaptaciones que los autores realizaron de los instrumentos (sin validar en una población más amplia). En concreto, los instrumentos aplicados fueron el Stanford Acute Stress Reaction Question (SASRQ) de Cardena, Koopman, Classen, Waelde y Spiegel (2000), le añadieron una pregunta simple para considerar la posible depresión y tristeza; una versión modificada del COPE (Carver, Séller y Weintraub, 1989), a la que añadieron preguntas relativas a las estrategias que utilizaban en el momento en que ocurrían los ataques, sobre la comprobación de la seguridad de sus parientes y amigos; si buscaban información en las noticias de la radio o TV, o si las evitaban; y si buscaban ayuda en los parientes y amigos. También aplicaron la Children’s Future Orientation Scale (Saigh, 1997) modificada por ellos, con la que evaluaron la orientación de futuro. Además, elaboraron preguntas específicas para recoger información sobre la sensación de seguridad de ellos mismos y sus parientes, autoeficacia y conductas de búsqueda de ayuda.

Con respecto a los resultados obtenidos, se desprende que los ataques terroristas continuados tienen un impacto importante en la salud mental de los

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ciudadanos, en mayor medida en las mujeres que en los hombres. En la muestra estudiada el 76.7% manifestaron síntomas relativos al trauma, el 37.4% tuvieron sintomatología de TEP durante al menos un mes (el promedio fue de 4 síntomas por persona) y un 9.4% cumplieron los criterios diagnósticos para el TEP; el 58.6% se sintieron deprimidos o tristes. No obstante, estos hallazgos parecen mostrar un impacto moderado en comparación con la virulencia y frecuencia de los ataques terroristas experimentados, los propios autores consideraron que fue menor al que esperaban encontrar en ese ámbito.

Por otra parte, la mayoría de la población israelí estudiada afrontaba constructivamente y con flexibilidad los ataques terroristas, en concreto utilizaban estrategias de afrontamiento asociadas con la salud emocional, entre ellas, búsqueda activa de información, recibir y dar apoyo emocional e instrumental. La mayoría de los participantes demandaron poca o ninguna ayuda profesional, expre-saron optimismo sobre su futuro personal y el de Israel y presentaron autoeficacia ante los ataques terroristas. Probablemente la explicación más acertada para estos hallazgos sea la ofrecida por los propios autores motivada por el efecto de acomodación, es decir, el estrés y malestar causado en un principio por acontecimientos traumáticos tiende a disminuir cuando éstos vuelven a ocurrir. Resultados similares se han encontrado en otras situaciones de ataques continuados como la Segunda Guerra Mundial, la Guerra del Golfo, etc.

Por último, no hallaron asociación entre el nivel de exposición (aún resultando la persona herida) y la intensidad de los síntomas del TEP u otros indicadores de malestar. Este hallazgo, puesto de manifiesto en otras investigaciones, reflejaría el hecho, según diferentes autores, de que el impacto psicológico de un trauma nacional no se limita sólo a aquellos que lo experimentan directamente. En definitiva, hemos seleccionado esta investigación, en contraposición a las numerosas realizadas sobre el puntual 11-S, por sus aportaciones novedosas en cuanto al impacto psicopatológico que los atentados continuados y/o amenazas terroristas tienen sobre los ciudadanos que los sufren. De hecho resulta interesante comprobar, aún teniendo en cuenta todas las limitaciones y críticas del estudio, que la respuesta psicológica (cognitiva y emocional) del ser humano en situaciones tan amenazantes y adversas es adaptativa y emplea estrategias de afrontamiento saludables. Por tanto, tras la lectura de este trabajo se deja el campo abonado para investigar la resiliencia, área de estudio de incipiente interés a escala nacional e internacional. Cohen, R., Alison, E., McIntosh, D., Poulin, M. y Gil-Rivas, V. (2002). Nationwide Longitudinal Study of Psychological Responses to September 11. JAMA, 288, 1235-1244.

En este trabajo se pretende dar a conocer el alcance de las respuestas psicológicas tras un acon-tecimiento traumático de índole nacional. Concretamente los objetivos se centran en identificar las variables predictoras en el padecimiento de síntomas de estrés postraumático, la ansiedad sobre riesgos futuros y el

estrés global como consecuencia del ataque del 11 de septiembre. Los autores, además de circunscribirse a las repercusiones psicológicas, tienen en cuenta el análisis de las estrategias de afrontamiento que han utilizado las personas después del ataque terrorista y su posible relación en la aparición y/o mantenimiento de los síntomas estresantes. Asimismo, se controlan las variables sociodemográficas y el tiempo de exposición al trauma tanto de forma directa como indirecta. También, se han tenido en cuenta otras variables previas al ataque tales como los antecedentes del estado de salud física y mental y si han sido expuestos a acontecimientos vitales negativos, en cuyo caso se sondea sobre la edad en que ocurrió y el tiempo de duración. A la vista de estas consideraciones, resulta bastante loable el que los autores hayan considerado tanto variables retrospectivas (pese a las dificultades que esto entraña) como prospectivas.

La metodología empleada para la recogida de la muestra es de tipo mecanizado a partir del censo de personas que poseen línea de teléfono y acceso a Internet; si bien se trata de un sistema bastante habitual en EE.UU., que facilita la aleatorización de la muestra en cuanto al control de las variables sociodemográficas (junto con el hecho de que prácticamente la totalidad de la población tiene ambos medios de comunicación en su domicilio), dentro de nuestras fronteras, resulta un sistema un tanto novedoso, y sobre todo, escasamente utilizado. No obstante, entre las ventajas de este procedimiento podemos destacar el volumen de la muestra alcanzado y la economía de esfuerzo y tiempo que supone.

Para lograr los objetivos, Cohen et al., emplean un diseño longitudinal (1, 2 y 6 meses), aunque como era de esperar y pese a la recompensa económica ofrecida, el número de participantes descendió paulatinamente. La primera muestra se obtuvo entre el 20-septiembre y 4-octubre (n = 2.729) representando el 78% de los 3.496 sujetos que conformaban el panel inicial del censo. Los datos de la segunda muestra se recogieron entre 10-noviembre y 3-diciembre (n = 933) y el tercer grupo muestral lo conformaron aquellas personas con las que se contactó entre el 16-marzo y el 11-abril de 2002 (n = 787). Todos los participantes son mayores de 18 años.

Los instrumentos para obtener la información fueron: la versión abreviada del Stanford Acute Stress Reaction Question (SASRQ) de Cardena et al. (2000) que es una medida específica del trastorno de estrés agudo, de manera que sólo se aplicó a la muestra recogida durante el primer mes. A las otras dos muestras, en cambio, se les administró la Impact of Events Scale-revised que reúne, con una validez y fiabilidad demostradas (Weiss y Marmar, 1997), algunos de los síntomas de estrés postraumático, según criterios del DSM-IV (APA, 1994). La correlación entre ambas medidas (estrés agudo y síntomas de estrés postraumático) fue significativa (r = 0,55, p 0,001). Para la evaluación del estrés global se utilizó la Hopkins Symptom Checklist (HSCL) de Derogatis, Lipman, Rickels, Uhlenhut y Covi (1974) y la Brief Sympton Inventory (BSI-18) de Derogatis (2001). En ambos instrumentos se obtienen datos sobre el grado con el que cada persona responde con síntomas de estrés, depresión, ansiedad y somatización.

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Para el estudio de las estrategias de afrontamiento se aplicó la Brief COPE de Carver (1997) que mide la frecuencia con que se emplean dichas estrategias, las cuales aparecen listadas en el instrumento. Dicha escala se aplicó sólo a la primera muestra, es decir, en el momento más cercano tras el ataque; cabe destacar en este sentido, que los autores no han considerado adecuadamente la estabilidad temporal en las respuestas de afrontamiento.

Del análisis de los resultados se desprende que el 70% de la población estudiada presentaba síntomas de estrés postraumático al cabo de los dos meses, porcentaje que, aunque declina significativamente a los seis meses (5.8%), todavía no ha desaparecido por completo. A partir de este porcentaje se dividió a la muestra de dos formas (modelo 1, que incluye los datos significativos de antecedentes de salud previo al 11-S y severidad de la exposición al ataque y modelo 2, donde se incluye además de los datos significativos del modelo 1, las estrategias de afrontamiento asociadas significativamente con los síntomas de estrés postraumático) para determinar qué variables predicen con mayor peso la presencia de dichos síntomas. Los hallazgos indican que los niveles más elevados de síntomas de estrés postraumático están asociados a: género femenino, personas separadas, antecedentes psicopatológicos previos al 11-S (ansiedad o depresión), el padecimiento de trastorno físico antes del ataque, el grado de exposición directa que se ha tenido en el atentado y la rapidez y esfuerzo en el empleo de estrategias de afrontamiento tras el ataque. Asimismo, el estrés global está relacionado con la severidad de la pérdida debida al ataque y a las estrategias de afrontamiento empleadas. En este sentido, cabe señalar que la evaluación de las estrategias de afrontamiento inmediatamente después del ataque se convierte en un excelente predictor de los síntomas de estrés postraumático así como del estrés global. Además, los resultados coinciden con otros estudios acerca del papel importante como amortiguador de la ansiedad y el estrés que desempeña el empleo de determinadas estrategias de afrontamiento tradicionalmente clasificadas como positivas o de afrontamiento activo (planear, búsqueda de apoyo, aceptación), mientras que las conductas de evitación (darse por vencido, negación, sentimiento de culpa, etc.) suelen identificarse como negativas y desembocan en un incremento del estrés global (Carver, Pozo y Harris, 1993; Perczek, Burke, Carver, Krongrad y Terris, 2002).

A pesar de la relevancia de estos hallazgos, los autores señalan que los efectos de un evento de esta naturaleza no están limitados a aquellas personas directamente afectadas por él y el tipo de respuesta no se puede predecir, simplemente, a través de medidas objetivas de exposición o pérdida como consecuencia del trauma; esto determina que la aparición o no de sintomatología a lo largo del tiempo dependa del uso de estrategias de afrontamiento específicas inmediatamente después del evento. En particular, desentenderse y no esforzarse por enfrentarse a la situación constituye, con mucha probabilidad, un fuerte riesgo de tener dificultades psicológicas al cabo de seis meses después del acontecimiento traumático.

Galea, S., Vlahov, D., Resnick, H., Ahern, J., Susser E. et al. (2003). Trends on probable Post-Traumatic Stress Disorder in New York city after the September 11 terrorist atacks. American Journal of Epidemiology, 158, 514-524. Este trabajo, al igual que muchos otros desarrollados dentro del ámbito de los efectos que los atentados del 11 de septiembre han tenido sobre la salud mental de las personas, se centra en la estimación de la prevalencia del Trastorno por Estrés postraumático (TEP), y del TEP subumbral, en adultos residentes en el área metropolitana de Nueva York. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los otros estudios, se preocupa por determinar los cambios que, a lo largo del tiempo, pueden tener lugar en dichas estimaciones. Al mismo tiempo, los autores se proponen analizar la relación que puede existir entre las características sociodemográficas y el grado de exposición a los eventos y la persistencia del TEP. Para alcanzar estos objetivos, Galea et al. llevaron a cabo tres estudios diferentes, transcurridos 1, 4 y 6 meses desde los ataques. En los tres casos, se utilizaron técnicas de marcado aleatorio de números para acceder a las personas y solicitar su participación. Las muestras seleccionadas fueron bastante extensas, con 998, 2.001 y 1.570 participantes, respectivamente. Además, las áreas de la ciudad de las cuales se seleccionaron a los participantes fueron ampliándose; es decir, en el primer caso, la muestra estaba constituida sólo por personas que residían al sur de la calle 110, en Manhattan; en el segundo, por habitantes de la ciudad de Nueva York, aunque estaban sobre-representados los sujetos pertenecientes a la condición anterior (residir al sur de la calle 110); y en el tercero, se incluyeron además, adultos residentes del área metropolitana de Nueva York, estando sobre-representados quienes pertenecían a las dos condiciones anteriores.

La recogida de información se llevó a cabo a través de un cuestionario estructurado que se administró telefónicamente estando disponible en tres idiomas, lo que indica que se tuvo en cuenta la heterogeneidad de la población neoyorquina. Cabe añadir, que las medidas fueron las mismas en los tres estudios para poder establecer comparaciones. Los autores obtuvieron datos relativos a las características sociodemográficas de los participantes y controlaron la ocurrencia de eventos traumáticos en los 12 meses previos a los ataques y en el período de tiempo transcurrido con posterioridad a éstos, así como la proximidad al lugar de los hechos. Además, establecieron categorías para clasificar a los sujetos afectados directamente por la catástrofe, aunque no se tuvieron en cuenta medidas de exposición indirecta al evento traumático.

Si nos centramos en las manifestaciones psicopatológicas consideradas, hay que destacar que este es uno de los escasos trabajos, dentro de esta temática, que ha utilizado entrevistas estructuradas ligadas a criterios DSM-IV (APA, 1994), concretamente, emplearon el módulo para medir el TEP del Estudio Nacional de Mujeres. En las tres evaluaciones se midió la presencia actual de TEP y TEP subumbral, y sólo en las dos últimas, se tuvo en cuenta también, la persistencia de dicho trastorno desde el 11 de septiembre. Al mismo

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tiempo, para medir la ocurrencia de ataques de pánico en las primeras horas posteriores a los atentados se empleó una versión modificada de la entrevista diagnóstica del Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades (Centers for Disease Control and Prevention, 1989).

A pesar de la relevancia de los aspectos reseñados, no parece que los autores recogieran información relativa a los antecedentes psicopatológicos, previos al 11 de septiembre, en ninguna de las tres evaluaciones. No obstante, destaca que en la evaluación del TEP se tuviera en cuenta que el contenido de los síntomas aludiera a los hechos terroristas de interés, y que en el caso de los ataques de pánico, se contabilizara la sintomatología ocurrida durante las primeras horas consecutivas a dichos eventos.

En cuanto a los resultados obtenidos, parece relevante destacar la cautela de los investigadores al comparar las características sociodemográficas de los tres grupos de entrevistados con las estimaciones de dichas características extraídas de un censo poblacional del año 2000. Estos análisis no arrojaron diferencias signi-ficativas, por lo tanto, se concluye que las muestras de participantes son demográficamente comparables con la población general. En segundo lugar, los datos documentan un rápido descenso en la prevalencia, tanto del TEP, como del TEP subumbral, en la población general a los 6 meses del atentado; específicamente, en quienes residían más cercanamente al lugar de los hechos (sur de la calle 110, en Manhattan), la prevalencia de TEP era de 7.5% un mes después del evento, mientras que a los 6 meses, se situaba ya en 0.6%. Al mismo tiempo, se pudo observar cómo dichas estimaciones de prevalencia del TEP y del TEP subumbral se mostraron consistentemente mayores, a lo largo de las tres evaluaciones, en las personas afectadas directamente por el suceso, que en las que no lo fueron. No obstante, resulta interesante resaltar, en relación con este último grupo de participantes, que transcurridos 6 meses de los ataques terroristas, constituían un tercio de los que cumplían los criterios para el TEP. Por lo tanto, parece que eventos de estas características pueden tener efectos psicológicos a gran escala, que incluyen principalmente, a quienes los sufren de modo directo, pero también a la población general.

Por otro lado, las variables que predijeron la ocurrencia del TEP con posterioridad a los ataques fueron: el estado civil (pertenecer a una pareja de hecho), el apoyo social (bajo), el número de eventos traumáticos sufridos a lo largo de la vida (4 o más), el número de estresores en los últimos doce meses (2 o más) y haber experimentado eventos estresantes con posterioridad al 11 de septiembre. Por su parte, las categorías relativas a la exposición al evento traumático significativamente asociadas con el desarrollo de TEP después de los ataques aluden a: vivir al sur de la calle 14 en Manhattan, haber presenciado los ataques en persona, haber estado en el World Trade Center en el momento en que tuvieron lugar los hechos, haber sido herido durante los mismos, haber temido resultar herido o muerto, haber sufrido la muerte de un pariente o amigo, haber participado en las labores de rescate, y por último, haber perdido el trabajo como consecuencia de los atentados. Cabe añadir, que de los participantes que cumplían los criterios para el TEP desde

el 11 de septiembre, un 19.7% continuaba cumpliéndolos 6 meses después de los atentados. En este sentido, el único predictor significativo fue haber perdido el trabajo como consecuencia de estos sucesos.

En general, podemos decir que este trabajo constituye uno de los pocos que se ha aventurado a estudiar la prevalencia del TEP y del TEP subumbral en los momentos posteriores a la ocurrencia de los atentados del 11 de septiembre y sus variaciones a lo largo de un período temporal de seis meses, lo que nos permite tener una imagen más completa de los efectos que, situaciones de este calibre, pueden tener en las personas en los primeros momentos y de la evolución futura de estas reacciones iniciales. Sin embargo, no se puede perder de vista, que se recogen estudios de diseño transversal y que, para el conocimiento definitivo del curso de una sintomatología, es más conveniente un diseño de tipo longitudinal o prospectivo. Por otro lado, posee el valor añadido de ofrecernos un detallado análisis sobre los predictores de ocurrencia del TEP después de sucesos terroristas, así como de predictores de la persistencia del TEP a lo largo de seis meses. Todos estos datos, resultan especialmente relevantes al objeto de orientar y priorizar las intervenciones según las necesidades, en el escenario de dificultad y desconcierto que normalmente acompaña a este tipo de sucesos. Vlahov, D., Galea, S., Resnick, H., Ahern, J., Boscarino, J.A., Bucuvalas, M., Gold, J. y Kilpatrick, D. (2002). Increase use of cigarettes, alcohol, and marijuana among Manhattan, New York, residentes after the september 11th terrorist attacks. American Journal of Epidemiology, 155, 988-996.

Resultan muy escasos los trabajos que se dedican a estudiar el incremento de sustancias como la marihuana, el alcohol o el tabaco, tras atentados terroristas de gran alcance y, precisamente éste ha sido uno de los motivos para incluirlo en esta sección y acompañarlo de un breve comentario. Es evidente, tras hacer un recorrido por la literatura científica sobre el tema que nos ocupa, que las variables que centran el interés de los investigadores se refieren básicamente a trastornos psicopatológicos y muy especialmente al padecimiento de estrés postraumático. Hemos puesto de manifiesto la trascendencia de estos problemas para la salud mental, pero también es cierto que es necesario considerar el importante papel que puede desempeñar el control de los impulsos para no abocar en una adicción.

Los autores parten de tres hipótesis: 1) se produce un incremento en el consumo de tabaco, alcohol y marihuana después del ataque, 2) el incremento de sustancias está asociado al incremento de Trastorno de Estrés postraumático y depresión después del desastre y 3) existe relación entre el tipo de exposición y el incremento de sustancias.

Para dar respuesta a estas hipótesis, la recogida de los datos se ha llevado a cabo entre la 5ª y la 8ª semana después de la fatídica fecha del 11 de septiembre. La muestra la conforman 988 personas, mayores de 17 años, que vivían al sur de la calle 110 de Manhattan dado que se trata de un área cercana al World Trade Center (WTC). Para contactar con los participantes utilizaron la técnica

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de marcado aleatorio de números de teléfono, a través del cual se llevaba a cabo también la recogida de la información.

Entre los instrumentos utilizados se encuentra un cuestionario estructurado en dos versiones (español e inglés) que se administró telefónicamente, donde se preguntaba primero si alguna vez había consumido tabaco, alcohol y/o marihuana y si la respuesta era afirmativa se indagaba sobre la frecuencia de dicho consumo tanto antes como después del atentado. Cabe señalar que también se recogieron las variables sociodemográficas de los participantes. Igualmente, se utilizó un listado de acontecimientos vitales estresantes para determinar si habían experimentado alguno de ellos durante el año previo al ataque.

El trastorno de estrés postraumático se evaluó con una versión modificada de la Diagnosis Interview Schedule y para determinar la presencia de depresión se empleó la versión modificada y validada de Structured Clinical Interview, ambas basadas en los criterios del DSM-IV (APA, 1994).

Para el análisis de los resultados la muestra se agrupó en función de cuatro categorías según la zona geográfica en la que habitaban en relación con la proxi-midad o distancia con el WTC. De dicho análisis se desprende que el 28.8% de los supervivientes afectados habían incrementado significativamente el consumo de al-guna de las tres sustancias en el periodo posterior al ata-que; el refugio en el alcohol es el más frecuente (24.6%) seguido del tabaco (9.7%) y más escasamente la Mari-huana (3.2%). Así pues, este hallazgo confirma la prime-ra hipótesis y sugiere que el incremento en el consumo de “drogas” después de un desastre puede convertirse en un problema relevante. Por otra parte, las personas que habían incrementado significativamente el consumo de tabaco y marihuana estaban diagnosticadas de ambos trastornos: TEP y depresión. Mientras que el aumento del consumo de alcohol se produce solamente entre aquellas personas diagnosticadas de depresión. Estos resultados, además de dar respuesta a la segunda hipótesis, ponen de manifiesto que el uso e incremento de diferentes sus-tancias está asociado con la presencia de distintas condiciones de comorbilidad psiquiátrica. El trastorno del estado de ánimo constituye aquí uno de los factores de riesgo y que más afecta al consumo de alcohol. De todas formas entre cinco y ocho semanas tal vez sea muy pronto para que se pueda hablar de dependencia o abuso de sustancias; quizá si este estudio se hubiera prolongado unos meses en el tiempo, los resultados podrían haber sido más concluyentes en este sentido.

En relación con la tercera hipótesis los hallazgos apuntan hacia un incremento significativo del tabaco en aquellas personas que han tenido una exposición más cercana del ataque. A pesar de la relevancia que puedan tener estos resultados, los autores recomiendan prudencia puesto que el periodo de tiempo durante el que se entrevistó a los participantes, la ciudad de Nueva York estaba en un estado de alerta elevado por miedo a futuros ataques; a esto habría que añadir como factor estresante los problemas económicos en los que se vio involucrada la ciudad (recordemos incluso su efecto en el mercado de valores). Es arriesgado, por tanto, la generalización de los

datos puesto que han podido estar influyendo otras variables concomitantes.

Hemos comentado aquí los resultados más rele-vantes, pero cabe señalar que en este trabajo, Vlahov et al. tienen en cuenta metodológicamente un gran cúmulo de variables que si bien no arrojan resultados significativos, han suscitado que el diseño se complique, hecho que resulta cuanto menos meritorio y digno de mención. Henry, D. B., Tolan, P. y Gorman-Smith, D. (2004). Have there been effects associated with the September 11, 2001, terrorist attacks among inner-city parents and children?. Professional Psychology: Research and Practice, 3, 542-547. Este trabajo es muy novedoso, a pesar de analizar, como muchos otros, los efectos que los atentados del 11-S han tenido sobre la salud mental de los ciudadanos. La mayoría de los estudios realizados hasta el momento carecen de una línea base de datos previos a los ataques que podría determinar el papel de los estresores preexistentes en las reacciones postraumáticas a los ataques. En este sentido, hemos seleccionado este trabajo por ser de los pocos que analizaron medidas pre-11-S y medidas post-11-S de diferentes variables psicológicas, y por el apoyo que ello pudiera suponer en los resultados. Por tanto, nos ofrece la posibilidad de conocer hasta qué punto los síntomas de estrés realmente se debieron al impacto psicológico sufrido como consecuencia de los atentados, o si por el contrario, esas posibles alteraciones ya estaban presentes antes de los mismos.

El estudio lo realizaron en el contexto de una amplia investigación longitudinal de prevención (School and families educating children: SAFEChildren) que Henry y su equipo ya estaban desarrollando. Su objetivo principal era el análisis de predictores de riesgo para la delincuencia y la drogadicción en niños afro-americanos y latinos de Chicago. Por tanto, los autores planificaron la investigación con independencia de los atentados del 11-S, en ese momento ya habían realizado seis evaluaciones previas a las analizadas en este trabajo. Por la naturaleza de la investigación los instrumentos que administraron no fueron seleccionados para la valoración de los efectos directos de los ataques. No obstante, tuvieron la oportuni-dad de valorar las posibles consecuencias con medidas del bienestar psicológico, sentimientos de seguridad y prác-ticas educativas, tanto en los padres como en los hijos.

En este trabajo, los autores estudiaron compa-rativamente los resultados de dos evaluaciones, realizadas 100 días antes y 100 días después de los atentados, con respecto a los resultados de las seis valoraciones que ya habían llevado a cabo. Cabe señalar que carece de una descripción pormenorizada de la selección de la muestra, no obstante, queda recogida en trabajos previos realizados por los autores a los cuales nos remiten. Respecto a su composición, se advierte la reducción que tuvo en las últimas evaluaciones (de 281 participantes en las seis primeras evaluaciones pasaron a 53 en la última o post 11-S), a pesar de la recompensa económica que se les ofrecía.

La recogida de información se efectuó a través de entrevistas individuales con los padres (o los cuidadores) y los hijos por profesionales cualificados y entrenados asignados aleatoriamente a cada familia. Se

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emplearon instrumentos estandarizados y con propiedades psicométricas adecuadas en concreto: la Parent Observations of Classroom Adaptation-Revised Scale (POCA-R, Kellam, Brown, Rubin y Ensminger, 1983), la Sense of Safety Scale (Henry, 2000) el BDI (Beck, Emery, Rush y Shaw, 1979), la Fear of Harm Scale (Richters y Martinez, 1993), la subescala Family Beliefs de la Family Relationships Scales (FRS; Tolan, Gorman-Smith, Huesmann y Zelli, 1997), y la subescala Supervision and Rules del cuestionario Parenting Practices (Gorman-Smith, Tolan, Zelli y Huesmann, 1996).

Las variables estudiadas fueron: miedo al daño producido por la violencia en los padres, conductas de timidez, sensación de seguridad en los niños, ansiedad, depresión, creencias de los padres sobre la familia y, supervisión y reglas tanto en los padres como en los ni-ños. Asimismo, consideraron el posible efecto que pudiera tener la estación (verano/otoño) en la que obtuvieron la información en las características estudiadas.

En cuanto a los resultados, tras la aplicación de la prueba estadística t-test y el procedimiento de Welch para compensar la desigualdad de varianzas, los autores no encontraron incrementos de sintomatología depresiva o ansiosa ni en los padres ni en los niños tras los ataques. Sin embargo, al contrario de lo esperado, hallaron un efecto significativo en las medidas del miedo al daño producido por la violencia siendo más bajas las obtenidas en el post que las del pre-11-S. Los autores explicaron este resultado motivado por el descenso (desde el año 2000) de crímenes violentos en la ciudad de Chicago. Las medidas de las creencias familiares sí aumentaron en el post, posiblemente asociado a los acontecimientos históricos del 11-S. Pero los efectos más destacados fueron los producidos en las medidas de supervisión y reglas tanto en los padres como en los niños, con puntuaciones más altas en ambos casos, es decir, se mostraron más estrictos tras los atentados (cuando aumentó la preocupación por futuros atentados) tanto en el horario de salidas como en el cumplimiento de las reglas. En general, Henry et al. atribuyeron las diferencias entre sus hallazgos y los de otros estudios principalmente a la referencia explícita de las consecuencias de los atentados tanto en las entrevistas realizadas, como en los medios de comunicación y en el contexto social inmediato.

En definitiva, según los autores, los acontecimientos históricos acaecidos el 11-S, conforme a los resultados obtenidos y en contraposición a las predicciones realizadas por numerosos psicólogos, no parecen tener efectos duraderos sobre los padres y los hijos (no afectados directamente), en cuanto a sintomatología depresiva, ansiosa o a la sensación de seguridad se refieren. Sin embargo, a pesar de la relevancia de todos los aspectos reseñados, se podrían hacer varias consideraciones: en primer lugar, la inves-tigación se realizó en una población con unos índices elevados de criminalidad y dentro de un programa de prevención de delincuencia. En segundo lugar, las familias estudiadas pertenecieron a las zonas econó-micamente más desfavorecidas de la ciudad. En tercer lugar, las personas estudiadas no fueron víctimas directas ni indirectas de los atentados y, en cuarto lugar, no se

controló el efecto del tiempo transcurrido (concretamente de los 100 días) desde los ataques hasta la recogida de la información. Por último, habría que resaltar, como los propios autores señalan, que las personas que están habituadas al crimen y la violencia diaria en el barrio en el que viven, es posible que presenten cierta tendencia a la inoculación al estrés en relación con los efectos psicológicos que pueden producir los actos terroristas.

Para finalizar, se quiere hacer mención de otras publicaciones, que aunque no se encuentran entre las diez anteriores, constituyen aportaciones significativas dentro de la temática abordada. En este sentido, destaca la revista Psychiatric Annals, orientada a la formación psiquiátrica continuada, en la cual se dedicaron dos números seguidos del año 2004 (volumen 34, nº 8 de agosto, y vol. 34, nº 9 de septiembre) al estudio de los efectos psiquiátricos relacionados con los desastres y la actividad terrorista. En la primera parte (numero 8), se describen las reacciones normales ante los desastres, la evaluación de las necesidades de salud mental con posterioridad a los desastres, los efectos de los mismos y el terrorismo en la cultura (trauma colectivo), la resiliencia psicológica, y los efectos psicológicos de la manipulación de restos humanos (la importancia de la salud mental de las fuerzas de seguridad y sanitarios que intervienen tras un atentado). Ilustran este número con los detalles de las consecuencias psiquiátricas que siguieron al bombardeo, en 1998, de la embajada norteamericana en Kenia. En la segunda parte, se describen los efectos de las “armas de destrucción masiva”, se identifican los métodos para ma-nejar las respuestas conductuales al posible terrorismo, se discuten los efectos de este tipo de eventos y de los desas-tres en los niños y sus familias, y se ofrecen los ante-cedentes y propuestas para responder a las repercusiones psicológicas del agroterrorismo o de la ruptura de la ca-dena alimenticia. También se ha de resaltar que la revista Families, Systems & Health en su número 1 del volumen 22 correspondiente al año 2004, incluye una sección especial en la que se exponen trabajos que orientan sobre cómo llevar a cabo investigaciones después de los ataques del 11-S, teniendo en cuenta los cambios y resultados, y otros, relativos a cómo viven los adolescentes y jóvenes adultos en este tiempo de ataques terroristas frecuentes. Asimismo, en esta revista se subraya que el congreso americano debe reconocer la necesidad de investigar la resiliencia psicológica y dedican un artículo a la promo-ción de la salud y resiliencia. Por otro lado, y más centrado en la intervención con personas que han sido expuestas a eventos traumáticos, resalta el libro de recien-te publicación Superar un trauma: el tratamiento de las víctimas de sucesos violentos, en el cual, su autor (E. Echeburúa), trata, entre otros temas, los procesos de evaluación y la terapia con personas que han sufrido daño psicológico a consecuencia de un trauma. Al mismo tiem-po, Echeburúa ha analizado, esta vez, en las páginas de opinión del diario EL PAÍS (30 de noviembre de 2000) y en relación con el terrorismo ligado a ETA, los compo-nentes psicopatológicos de los sujetos fanáticos a una ideología política, los factores de riesgo y mantenedores que contribuyen a una persona llegue a ser terrorista y conserve esa línea de acción, así como, los frentes a través

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de los cuales se debe actuar para prevenir este tipo de fenómeno social. En el ámbito español, también destacan, las aportaciones de Urra, Navarrete, entre otros, los cuales han examinado diversos aspectos psicológicos de las víctimas del terrorismo en alguna de sus publicaciones.

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Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology, 1 (2005) 53-63

Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima: Un estudio con adolescentes de 14 a 17 años

Maite Garaigordobil

Ainhoa Durá José Ignacio Pérez

Dpto. de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos. Facultad de Psicología. Universidad del País Vasco (España)

RESUMEN El estudio tiene 3 objetivos: 1) analizar la existencia de diferencias de género en el autoconcepto-autoestima, 2) estudiar las relaciones de concomitancia entre síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoestima-autoconcepto, e 3) identificar variables predictoras de alto autoconcepto y autoestima. La muestra está constituida por 322 adolescentes de 14 a 17 años (53.4 % varones, 45.3 % mujeres). El estudio utiliza una metodología correlacional. Para medir los síntomas psicopatológicos (somatización, obsesión-compulsión, sensibilidad interpersonal, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fóbica, ideación paranoide, psicoticismo, depresión melancólica), problemas de conducta (escolares, conducta antisocial, timidez-retraimiento, psicopatológicos, ansiedad, psicosomáticos, adaptación social), y autoconcepto-autoestima se aplica: el cuestionario SCL-90-R, la escala de problemas de conducta EPC, la escala de autoconcepto AF-5 y la escala de Rosenberg de autoestima. Los ANOVAs muestran puntuaciones superiores de los varones en autoestima, sin embargo, no se encuentran diferencias de género en autoconcepto global. Los coeficientes de Pearson sugieren que los adolescentes con alto autoconcepto y alta autoestima tienen bajo nivel de síntomas psicopatológicos y de problemas de conducta. El análisis de regresión múltiple permite identificar como variables predictoras de alto autoconcepto-autoestima: pocos síntomas de depresión, pocos problemas escolares y pocos síntomas de sensibilidad interpersonal. La discusión plantea el papel que pueden tener los programas de intervención que fomentan el autoconcepto y la autoestima en la prevención de problemas psicopatológicos y de conducta. Palabras Clave: síntomas psicopatológicos, problemas de conducta, autoconcepto, autoestima, adolescencia

INTRODUCCIÓN

En los últimos años la investigación del autoconcepto y la autoestima está cobrando gran rele-vancia dentro del contexto de la identificación de factores protectores de problemas psicopatológicos. Para prevenir problemas psicopatológicos durante la adolescencia es necesario identificar variables objeto de intervención con las que configurar programas para ser aplicados durante la infancia y la adolescencia. Con esa perspectiva, este estudio se propone identificar factores que desempeñen un papel preventivo de la psicopato-logía y de los problemas de conducta durante la adoles-

cencia. El trabajo analiza las relaciones entre un componente clave en el estudio de la personalidad, el autoconcepto-autoestima con síntomas psicopatológicos (somatización, obsesión-compulsión, sensibilidad inter-personal, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fó-bica, ideación paranoide, psicoticismo, depresión me-lancólica), y con problemas de conducta (problemas escolares, conducta antisocial, problemas de timidez-retraimiento, problemas psicopatológicos, problemas de ansiedad, problemas psicosomáticos, adaptación so-cial). Definición de autoconcepto-autoestima y diferencias de género

A pesar de que son muchos los trabajos de investigación que han surgido, como consecuencia del interés despertado por el autoconcepto, se observa cierta confusión conceptual, ya que utilizan de un modo intercambiable las denominaciones autoconcepto, auto-imagen, autoestima, autoaceptación... Aunque los tér-minos más utilizados son autoconcepto y autoestima, en un intento por distinguir estos conceptos algunos autores asocian el término autoconcepto a los aspectos cognitivos del conocimiento de uno mismo, y utilizan la

Maite Garaigordobil y José Ignacio Pérez son profesores del Departamento de Personalidad, Evaluación y TratamientosPsicológicos de la Universidad del País Vasco. Ainoa Durá es becariapredoctoral y miembro del equipo investigador. El estudio que seexpone ha sido financiado por el Vicerrectorado de Investigación de laUniversidad del País Vasco (1/UPV 00006.231-H-15910/2004). Dirección de contacto: Dra Maite Garaigordobil. Departamento de Personalidad, Evaluación yTratamientos Psicológicos. Facultad de Psicología. Universidad delPaís Vasco. Avda. de Tolosa 70. 20018 Donostia-San Sebastián (España). E-mail: [email protected] http://www.sc.ehu.es/garaigordobil

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Garaigordobil, M., Durá, A. y Pérez, J.I.: Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima

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denominación de autoestima para los aspectos evaluativo-afectivos.

En esta dirección Fierro (1990) considera que el “concepto de sí mismo” equivale a autoconocimien-to, entrando en éste toda clase de actividades y de con-tenidos cognitivos (no sólo conceptos, sino también perceptos, imágenes, juicios, razonamientos, esquemas mnésicos...). Los juicios acerca de uno mismo constituyen probablemente la organización cardinal de todo ese sistema de autoconocimiento. En ellos cabe diferenciar cuanto menos, dos clases de juicios: descriptivos y evaluativos. Los descriptivos se refieren a cómo somos de hecho, tomando en consideración nuestra edad, sexo, profesión, características físicas, modos de comportamiento... Los juicios evaluativos conciernen al aprecio o valoración que nos merece cada una de nuestras características. La autoestima cons-tituye la porción valorativa del autoconcepto, del autoconocimiento.

La relación entre autoconcepto (descriptivo) y autoestima (valorativa) es de naturaleza jerárquica, la autodescripción sirve a la autoevaluación positiva y ésta, a su vez, cumple funciones de protección del sistema de la persona. No obstante, seguramente todos los juicios autodescriptivos van siempre acompañados de juicios evaluativos, puesto que todos los enunciados relativos a nosotros mismos implican en mayor o menor medida connotaciones de valor. En este sentido, ya que las dimensiones cognitiva y afectiva no son fácilmente separables, por regla general se acepta el término autoconcepto en un sentido amplio que abarca ambas dimensiones. Recientemente, Cardenal y Fierro (2003) definen el autoconcepto como un conjunto de juicios tanto descriptivos como evaluativos acerca de uno mismo, consideran que el autoconcepto expresa el modo en que la persona se representa, conoce y valora a ella misma, matizando que aunque a menudo se usan de manera equivalente autoconcepto y autoestima, ésta en rigor constituye el elemento valorativo dentro del autoconcepto y del autoconocimiento.

Los resultados de los estudios que han analizado las diferencias de género en el autoconcepto y la autoestima muestran resultados discrepantes. Algunas investigaciones encuentran diferencias entre sexos, observando en las mujeres peor autoconcepto global (Amezcua y Pichardo, 2000; Wilgenbush y Merrel, 1999), peor autoconcepto físico y académico (Nelson, 1996), así como mejor autoconcepto social y familiar (Amezcua y Pichardo, 2000). Sin embargo, otros trabajos no han encontrado diferencias significativas ni en el autoconcepto (Garaigordobil, Cruz y Pérez, 2003) ni en la autoestima (Lameiras y Rodríguez, 2003). Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima

Los estudios que han analizado las conexiones del autoconcepto-autoestima con síntomas psicopatológicos y con problemas de conducta muestran relaciones inversas entre ambas variables. El estudio de Watson (1998) pone de relieve que la baja autoestima se muestra como un fuerte predictor de trastornos de personalidad y de síntomas psicopatoló-gicos (Erol, Toprak y Yazici, 2002). Además, otros estudios evidencian una relación positiva entre autoestima personal, social y salud mental (Montt y Chavez, 1996). Complementariamente, Fan y Fu (2001)

han encontrado correlaciones positivas entre autocon-cepto y salud mental. Tomando como referencia las escalas psicopatológicas del SCL-90-R, así como los problemas de conducta de la EPC, se han analizado los estudios que han explorado las conexiones de estas variables con el autoconcepto y la autoestima, cuyos resultados se exponen a continuación.

Problemas psicosomáticos: El estudio de Varni, Rapoff, Waldron y Gragg (1996) mostró que los sujetos con más elevada percepción de la intensidad del dolor, presentaban más síntomas ansioso-depresivos, baja autoestima y mayor cantidad de problemas de conducta. También el trabajo de Garrick, Ostrov y Offer (1988) sugiere que los sujetos con autoconcepto normal estaban significativamente libres de síntomas físicos, y Dowd (2002), encuentra en los adolescentes una relación inversa entre autoconcepto y síntomas somáticos.

Obsesión-Compulsión: Biby (1998) relaciona la baja autoestima con altas tendencias obsesivo-compulsivas. La imagen corporal o estima del cuerpo, correlacionó negativamente con síntomas obsesivo-compulsivos en el estudio realizado por Bohne, Keuthen, Wilhelm, Deckersback y Jenike (2002). En la misma dirección Watson (1998) encontró que la baja autoestima era un fuerte predictor de trastornos de personalidad obsesivo-compulsivos.

Sensibilidad interpersonal: Kim (2003) o Fan y Fu (2001) han hallado una relación negativa entre autoestima y sensibilidad interpersonal, igual que Jackson y Cochran (1991) para los que sensibilidad interpersonal equivale a baja autoestima.

Depresión: Diferentes estudios encuentran correlaciones negativas entre autoconcepto-autoestima y depresión (Alfeld y Sigelman, 1998; Fan y Fu, 2001; Hoffmann, Baldwin y Cerbone, 2003; Kim, 2003; Valentine, 2001). Otros estudios, demuestran que la alta autoestima es un factor protector de síntomas depre-sivos (Takakura y Sakihara, 2001), y un factor predic-tivo de depresión (Dowd, 2002) y de ideación del suicidio (Jin y Zhang, 1998). El autoconcepto físico también ha correlacionado negativamente con depre-sión en algunos estudios (Bohne et al., 2002; Erkolahti, Ilonen, Saarijarvi y Terho, 2003).

Ansiedad: Algunos estudios confirman relaciones inversas entre autoestima y ansiedad, sugi-riendo que los adolescentes con alta autoestima mues-tran bajos niveles de ansiedad estado-rasgo (Fickova, 1999; Garaigordobil et al., 2003; Newbegin y Owens, 1996; Yang, 2002). La ansiedad ha sido considerada como un factor predictor de bajo autoconcepto (Dowd, 2002) y Bohne et al., (2002) encontraron una corre-lación inversa entre estima del cuerpo y ansiedad.

Ideación paranoide: Ellett, Lopes y Chadwick (2003) hallaron una relación entre ideación paranoide y baja autoestima, al igual que se observa en el estudio de Martín y Penn (2001).

Neuroticismo-Psicoticismo: Se han encontra-do correlaciones negativas del autoconcepto con neuro-ticismo (García Torres, 1983) y con psicoticismo (Fan y Fu, 2001; Fierro y Cardenal, 1996; Heaven, 1991).

Problemas académicos: Los estudios que han analizado las relaciones entre problemas académicos y autoconcepto encuentran resultados discrepantes, ya que mientras algunos concluyen que bajo autoconcepto académico se asocia con bajo rendimiento académico (García-Bacete y Musitu, 1993; González, Tourno e

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Iriarte, 1994), y que baja autoestima se asocia con inadaptación escolar (Aunola, Stattin y Nurmi, 2000), otros estudios no observan relaciones directas entre rendimiento académico y autoestima (Leondari y Giamalas, 2000).

Conducta antisocial: Los resultados de los es-tudios evidencian correlaciones inversas de la conducta antisocial con autoconcepto positivo y autoconcepto-autoestima. Los datos sugieren que los adolescentes con alto autoconcepto positivo y alto autoconcepto-autoes-tima manifiestan pocas conductas antisociales (Calvo, González y Martorell, 2001). Así mismo, se ha puesto de manifiesto que los adolescentes con baja autoestima tienen más conductas amenazantes e intimidatorias hacia otros (O’Moore y Kirkham, 2001; Rigby y Slee, 1993) y presentan mayores niveles de conducta delictiva (Weist, Paskewitz, Jackson y Jones, 1998). En relación con la conducta agresiva, Marsh, Parada, Yeung y Healey (2001) estudian las características de sujetos agresivos (considerados problemáticos, protago-nistas de peleas, habitualmente castigados por este motivo) confirmando que tienen bajo autoconcepto.

Conductas de retraimiento social: Con rela-ción a las conductas de retraimiento social, de aisla-miento con los demás y de timidez, otro grupo de estudios (Lawrence y Bennett, 1992; Neto, 1992) constata relaciones negativas con autoconcepto-autoestima que ponen de relieve que los adolescentes con alto autoconcepto-autoestima muestran pocas conductas de retraimiento, de aislamiento y de timidez en las relaciones sociales. También un bajo nivel de conductas de ansiedad-timidez y de retraimiento, resultan variables predictoras del autoconcepto global (Garaigordobil et al., 2003), en tanto que en este mismo estudio, muchas conductas sociales de ansiedad-timidez y muchas conductas de retraimiento predicen un alto autoconcepto negativo.

Adaptación social: En líneas generales, los resultados de los estudios sugieren que los sujetos con alto autoconcepto tienen buena adaptación social, realizando muchas conductas prosociales, de ayuda y de respeto social. Las investigaciones evidencian que los adolescentes que tienen muchas conductas prosociales tienen bajo autoconcepto negativo, alto autoconcepto positivo y alto autoconcepto-autoestima (Calvo et al., 2001), alto autoconcepto académico, social y familiar (Gutiérrez y Clemente, 1993), y alta autoestima (Rigby y Slee, 1993). Los adolescentes que muestran conside-ración con los demás tienen alto autoconcepto social, y los que realizan muchas conductas altruistas tienen alto autoconcepto social, académico y global (Garaigordobil et al., 2003). Así mismo, se han encontrado relaciones significativas entre alto autoconcepto y mayor nivel de conductas de defensa a una víctima agredida (Salmivalli, 1998), y más conductas de respeto social (Yelsman y Yelsman, 1998).

Objetivos e hipótesis del estudio

El trabajo tiene por objetivos: 1) explorar diferencias en el autoconcepto-autoestima en función del género; 2) analizar las relaciones entre el autocon-cepto (académico, social, familiar, emocional, físico y global) y la autoestima con síntomas psicopatológicos (somatización, obsesión-compulsión, sensibilidad inter-personal, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fóbi-ca, ideación paranoide, psicoticismo, depresión melan-cólica), y con problemas de conducta (problemas esco-

lares, conducta antisocial, problemas de timidez-retraimiento, problemas psicopatológicos, problemas de ansiedad, problemas psicosomáticos, adaptación so-cial); así como 3) identificar variables predictoras de alto autoconcepto-autoestima. Tomando como referen-cia los trabajos citados previamente, en este estudio se proponen 4 hipótesis: 1) Existen diferencias significa-tivas en el autoconcepto-autoestima en función del sexo; 2) El autoconcepto global y la autoestima tienen correlaciones negativas con síntomas psicopatológicos y con problemas de conducta; 3) El autoconcepto global y la autoestima tienen correlaciones positivas con adaptación social; y 4) Bajo nivel de síntomas psicopa-tológicos y problemas de conducta serán predictores de un alto autoconcepto-autoestima. MÉTODO Participantes

La muestra está constituida por 322 adolescentes de 14 a 17 años. El 42.8 % tienen 14 años (138 sujetos), el 32.9 % (106 sujetos) 15 años, el 14.6 % (47 sujetos) 16 años y el 4% (13 sujetos) 17 años. La media de edad de la muestra es de 14.7 años. El total de los sujetos se distribuye en 16 grupos, inscritos en 4 centros escolares de la provincia de Guipúzcoa. Del conjunto de la muestra 9 grupos (193 sujetos) son del tercer curso de Educación Secundaria Obligatoria y otros 7 grupos (129 sujetos) de cuarto curso. El 53.4 % son varones (172) y el 45.3 % (146) mujeres. La mayoría (83.2 %) vive con sus padres, mientras que el resto de la muestra (11.7 %) vive en otra situación y el 5.1 % no informó con quién vivía.

En la muestra estudiada, 110 sujetos (34.2 %) cursan estudios en un centro educativo público, mientras que 212 (65.8 %) en centros educativos privados. En lo que al nivel socio-económico y cultural se refiere, se les preguntó el nivel de estudios tanto del padre como de la madre. Casi una cuarta parte de la muestra indica que el padre ha estudiado hasta los 14 años (23 %) o son licenciados (23.9 %), mientras casi una cuarta parte de las madres (23.9 %) son diplomadas o licenciadas (20.5 %). La mayoría de los padres (90.4 %) y de las madres (80.4 %) trabaja. Entre los padres son pocos los que están en paro (1.2 %) o jubilados (0.9 %) y entre las madres el 1.6 % está en paro, el 0.6 % jubiladas, el 0.3 % buscando su primer trabajo y el 11.5 % es ama de casa. A todos los participantes se les informó de los objetivos del trabajo así como de la voluntariedad para participar en el mismo, y se les solicitó el consentimiento informado. Diseño y procedimiento

El estudio utiliza una metodología correlacional, buscando establecer relaciones de concomitancia entre síntomas psicopatológicos (somatización, obsesiones-compulsiones, sensibilidad interpersonal, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fóbica, ideación paranoide, psicoticismo, depresión melancólica), problemas de conducta (problemas escolares, conducta antisocial, problemas de timidez-retraimiento, problemas de ansiedad, problemas psicosomáticos, adaptación social) y autoestima-autoconcepto. Con esta finalidad se administraron 4 instrumentos de evaluación. Las técnicas de evaluación se aplicaron a los adolescentes durante los meses de Febrero y Marzo de 2004, en 2 sesiones de evaluación.

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Garaigordobil, M., Durá, A. y Pérez, J.I.: Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima

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Además, los padres recibieron un cuestionario para cumplimentar con el que se explora diversos problemas de conducta (EPC). La inclusión de los padres en la recogida de datos tuvo como función ser un contraste para la evaluación de variables que también fueron medidas mediante autoinformes.

Materiales y/o instrumentos

Se utilizan 4 instrumentos para explorar las siguientes variables: autoconcepto, autoestima, sínto-mas psicopatológicos y problemas de conducta.

SCL-90-R. Cuestionario de 90 síntomas revi-sado (Derogatis, 1983/2002). Este autoinforme está compuesto por 90 ítem que se distribuyen en 10 escalas que informan de alteraciones psicopatológicas: somatización (12 síntomas relacionados con vivencias de disfunción corporal, con alteraciones neurovegetati-vas de los sistemas cardiovascular, respiratorio, gastro-intestinal y muscular), obsesión-compulsión (10 sín-tomas que describen conductas, pensamientos e impul-sos que el sujeto considera absurdos e indeseados, que generan intensa angustia y que son difíciles de resistir, evitar o eliminar), sensibilidad interpersonal (9 sínto-mas que recogen sentimientos de timidez y vergüenza, tendencia a sentirse inferior a los demás, hipersen-sibilidad a las opiniones y actitudes ajenas y, en gene-ral, incomodidad e inhibición en las relaciones interper-sonales), depresión (13 síntomas que recogen signos y síntomas clínicos de los trastornos depresivos, incluye vivencias disfóricas, anhedonia, desesperanza, impoten-cia y falta de energía, así como ideas autodestructivas y otras manifestaciones cognitivas y somáticas caracte-rísticas de los estados depresivos), ansiedad (10 sínto-mas referidos a las manifestaciones clínicas de la an-siedad, tanto generalizada como aguda o “pánico”, incluye signos generales de tensión emocional y sus manifestaciones psicosomáticas), hostilidad (6 síntomas que aluden a pensamientos, sentimientos y conductas propios de estados de agresividad, ira, irritabilidad, rabia y resentimiento), ansiedad fóbica (7 síntomas que valoran distintas variantes de la experiencia fóbica, entendida como un miedo persistente, irracional y desproporcionado a un animal o persona, lugar, objeto o situación, generalmente complicado por conductas de evitación o de huida, con un mayor peso en la escala de los síntomas de agorafobia y fobia social que los de la fobia simple), ideación paranoide (6 síntomas de la conducta paranoide, considerada fundamentalmente como la respuesta a un trastorno de la ideación que incluye suspicacia, centralismo autorreferencial e ideación delirante, hostilidad, grandiosidad, miedo a la pérdida de autonomía y necesidad de control), psicoticismo (10 síntomas que configuran un espectro psicótico que se extiende desde la esquizoidia leve hasta la psicosis florida, y que en la población general se relaciona más con sentimientos de alienación social que con psicosis clínicamente manifiesta), y escala adicional (7 síntomas misceláneos que constituyen un claro referente de depresión melancólica). Además la prueba permite calcular el Índice Sintomático General (GSI), medida generalizada e indiscriminada de la intensidad del sufrimiento psíquico y psicosomático global, el Total de Síntomas Positivos (PST), número de síntomas presentes, y el Índice de Distrés de Síntomas Positivos (PSDI), que relaciona el sufrimiento o “distrés” global con el número de síntomas. Resultados de estudios llevados a cabo con muestra española

(González de Rivera et al., 2002) muestran buena fiabilidad de la prueba, siendo coherentes con los realizados por el autor (Derogatis, 1983). Los valores de los coeficientes alpha oscilan entre 0.81 y 0.90. Los coeficientes de consistencia interna indican que la homogeneidad de los ítem que conforman cada dimensión es muy alta, con elevada correlación entre ellos. La estabilidad temporal (0.78 y 0.90) con un intervalo test-retest de una semana muestra estabilidad de las puntuaciones a lo largo del tiempo. Otros estudios que han reforzado la validez, son los que muestran la relación entre el perfil de las dimensiones sintomáticas y el grupo diagnóstico al que pertenece la muestra clínica. Así por ejemplo, las puntuaciones son significativamente mayores en las muestras psiquiá-tricas que en las no clínicas (De las Cuevas, 1991; González de Rivera et al., 1999). Los estudios origi-nales americanos del autor, evidencian la validez de constructo (Derogatis y Cleary, 1977) y convergente dadas las altas correlaciones de las dimensiones sintomáticas con el MMPI en pacientes psiquiátricos (Derogatis, Rickels y Rock, 1976), y validez de criterio o empírica (Derogatis, 1983).

EPC. Escala de problemas de conducta (Navarro, Peiró, Llácer y Silva, 1993). Constituye una escala con 99 ítem, cumplimentada por los padres para evaluar problemas de conducta. Los ítem se agrupan en 7 escalas: problemas académicos (relacionados con bajo rendimiento en el colegio), conducta antisocial (comportamientos que pueden clasificarse como agresivos, y otros que no siéndolo pueden dificultar las relaciones sociales), timidez-retraimiento (tendencia a la soledad y susceptibilidad en las relaciones sociales), problemas psicopatológicos (problemas de gravedad que en su mayor parte tienen un componente depresivo), problemas de ansiedad (comportamientos que expresan miedo y/o ansiedad de forma gene-ralizada), problemas psicosomáticos (trastornos físicos sin causa médica conocida), y una escala positiva de adaptación social (adecuación con normas sociales). La tarea consiste en informar si el hijo/a realiza o no esas conductas. Con respecto a la fiabilidad de la escala, se ha obtenido información sobre consistencia interna de la EPC en conjunto (alpha= 0.88) . Así mismo, se aplicó la EPC en dos ocasiones con un intervalo temporal de 9 meses, resultando un coeficiente alpha entre 0.71 y 0.88 en las diferentes escalas. Para un estudio de la validez criterial se aplicó la EPC a diferentes muestras de niños y adolescentes (remitidos al psicólogo escolar por problemas escolares, remitidos al psicólogo clínico, e internos en centros de reforma por problemas de delincuencia) y los análisis de regresión múltiple mos-traron que la pertenencia a distintos grupos criteriales fue la variable que presentó relaciones de mayor cuantía con las puntuaciones en la EPC.

AF-5 Autoconcepto Forma 5. (García y Musitu, 1999). Consta de 30 afirmaciones a los cuales hay que asignarles un valor de 1 a 99 según el grado de acuerdo con el contenido de cada frase. Mide 5 dimensiones del autoconcepto: autoconcepto académi-co-laboral (percepción que el sujeto tiene de la calidad del desempeño de su rol, como estudiante y como trabajador), autoconcepto social (percepción de su desempeño en las relaciones sociales), autoconcepto emocional (percepción del sujeto de su estado emocional y de sus respuestas a situaciones específicas, con cierto grado de compromiso e implicación en su

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vida cotidiana, percepción general de su estado emocional y en situaciones específicas), autoconcepto familiar (percepción que tiene el sujeto de su implicación participación e integración en el medio familiar), autoconcepto físico (percepción que tiene el sujeto de su aspecto físico y de su condición física). La estructura factorial confirma satisfactoriamente las dimensiones teóricas, los componentes explican el 51% de la varianza total y el coeficiente alpha de consistencia interna es de 0.81. Las 5 dimensiones tienen intercorrelaciones entre 0.00 y 0.32. Para estimar la consistencia temporal, se aplicó el AF-5 a 478 sujetos de la muestra con un intervalo temporal de seis meses. Se calculó la correlación de Pearson entre las puntuaciones de cada una de las dimensiones. La mayor puntuación se obtiene en el componente académico (0.70), seguido por el físico (0.66), el familiar (0.56), el social (0.53) y el emocional (0.52). La elección de los 6 ítem que componen cada una de las cinco dimensiones se ha realizado partiendo de la base de que cada ítem sea representativo de la dimensión que tiene que evaluar (validez convergente) y que no esté relacionado con las otras dimensiones (validez discriminante). No obstante, tratándose en todos los casos de ítem que evalúan el autoconcepto, parece razonable suponer que existirá cierta relación entre ellos. Para seleccionar los ítem que configuran el AF-5 se utilizó el procedimiento

del juicio de expertos, a partir de un total de 335 ítem construidos con las definiciones de sí mismo aportadas por 315 sujetos. Para contrastar empíricamente la validez teórica de los cinco componentes, se aplicó el análisis factorial.

EA. Escala de autoestima (Rosenberg, 1965). Esta escala evalúa la autoestima general con 10 afirmaciones que aluden a sentimientos globales de autovaloración (en general estoy satisfecho conmigo mismo), 5 de los cuales están redactados en sentido positivo y 5 en sentido negativo. El sujeto debe leer las afirmaciones e informar en qué medida pueden ser aplicadas a él mismo, haciendo la valoración sobre una escala de tipo Likert con 4 categorías de respuesta (desde muy de acuerdo, a muy en desacuerdo). La fiabilidad de la prueba ha sido ampliamente documentada en la literatura. McCarthy y Hoge (1982) han informado de coeficientes de consistencia (alpha de Cronbach) que se sitúan entre 0.74 y 0.77, y de fiabilidad test-retest de 0.63 (intervalo de 7 meses) y de 0.85 (intervalo de 2 semanas). La validez de la escala como medida unidimensional de la autoestima ha sido también comprobada en varios estudios (Rosenberg, 1965; Silber y Tippett, 1965).

Varones

(n = 172) Mujeres (n = 146)

Anova F (1. 316)

EA Autoestima Rosenberg AF-5 Autoconcepto académico AF-5 Autoconcepto social AF-5 Autoconcepto emocional AF-5 Autoconcepto familiar AF-5 Autoconcepto físico AF-5 Autoconcepto global

M

31.65 5.42 7.35 6.39 7.82 5.41 32.43

DT

4.64 2.14 1.45 1.75 2.03 1.95 6.02

M

28.21 6.09 7.49 5.57 8.28 4.45 31.97

DT

5.47 2.13 1.38 1.74 1.92 1.88 6.02

35.86*** 7.27**

0.71 16.80***

4.01* 18.75***

0.42 * p < .05 ** p < .01 *** p < .001

Tabla 1. Medias, desviaciones típicas y resultados del análisis de varianza en autoestima y autoconcepto en función del sexo.

RESULTADOS Diferencias de género en autoestima y autoconcepto.

En primer lugar, se comprobó mediante un ANOVA si existían diferencias significativas en la autoestima y el autoconcepto en función del sexo (ver Tabla 1), encontrándose diferencias en la autoestima, F (1. 316) = 35.86, p < .001, en el autoconcepto acadé-mico, F (1. 316) = 7.27, p < .01, emocional, F (1. 316 ) = 16.80, p < .001, familiar, F (1. 316) = 4.01, p < .05, y físico, F (1. 316) = 18.75, p < .001. Los resultados ponen de relieve la existencia de diferencias en la autoestima y en algunas dimensiones del autoconcepto. Los varones presentan mayor autoestima, autoconcepto emocional y físico, mientras que las mujeres tienen superiores puntuaciones en autocon-cepto académico y familiar. Sin embargo, en el auto-concepto global aunque los varones tienen mayor puntuación media que las mujeres no se encuentran diferencias entre ambos, ni tampoco en el autoconcepto social donde tienen puntuaciones similares. Debido a estos resultados, los análisis correlacionales dirigidos a explorar las relaciones de la autoestima y el autocon-cepto con síntomas psicopatológicos y problemas de conducta se llevan a cabo de forma diferenciada.

Relaciones entre síntomas psicopatológicos y autoconcepto-autoestima

Para explorar las relaciones entre síntomas psicopatológicos y autoconcepto-autoestima se reali-zaron coeficientes de correlación de Pearson con las puntuaciones obtenidas en el SCL-90-R, el AF-5 y la EA, cuyos resultados pueden observarse en las Tablas 2 y 3.

Como se puede observar en la Tabla 2, se encuentran correlaciones significativas inversas del autoconcepto académico y del autoconcepto familiar con todas las variables psicopatológicas. El autocon-cepto social en varones también tiene correlaciones ne-gativas con todas las variables pero en mujeres no se encuentran correlaciones con somatización, sensibilidad interpersonal, hostilidad, depresión melancólica (adicio-nal) y con el índice de distrés por síntomas positivos. El autoconcepto emocional en mujeres también tiene correlaciones negativas con todas las variables pero en varones no se encuentran correlaciones con hostilidad e ideación paranoide. Y en el autoconcepto físico se en-cuentran correlaciones con todos los síntomas psicopa-tológicos, excepto con ansiedad fóbica en las mujeres.

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Garaigordobil, M., Durá, A. y Pérez, J.I.: Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima

AF Académico AF Social AF Emocional AF Familiar AF Físico AF Global

V M V M V M V M V M V M

Somatización Obsesión-compulsión Sensibilidad interpersonal Depresión Ansiedad Hostilidad Ansiedad fóbica Ideación paranoide Psicoticismo Adicional GSI PST PSDI

-0.26*** -0.23** -0.36*** -0.35*** -0.26*** -0.22** -0.20* -0.23** -0.24** -0.30*** -0.35*** -0.31*** -0.24**

-0.26** -0.48*** -0.36*** -0.49*** -0.30*** -0.36*** -0.26** -0.20* -0.35*** -0.32*** -0.45*** -0.38*** -0.44***

-0.25** -0.22** -0.46*** -0.36*** -0.25** -0.26*** -0.28*** -0.26*** -0.30*** -0.24** -0.34*** -0.37*** -0.19*

-0.05 -0.16* -0.33 -0.20* -0.24** -0.14 -0.26** -0.20* -0.19* -0.12 -0.25** -0.27*** -0.11

-0.15* -0.27*** -0.19* -0.20** -0.18* -0.14 -0.17* -0.14 -0.18* -0.21** -0.23** -0.24** -0.22**

-0.36*** -0.42*** -0.43*** -0.42*** -0.53*** -0.32*** -0.45*** -0.36*** -0.31*** -0.33*** -0.49*** -0.53*** -0.34***

-0.33*** -0.23** -0.40*** -0.41*** -0.35*** -0.40*** -0.20* -0.33*** -0.35*** -0.32*** -0.41*** -0.39*** -0.30***

-0.21** -0.36*** -0.34*** -0.47*** -0.28*** -0.40*** -0.29*** -0.32*** -0.37*** -0.39*** -0.45*** -0.41*** -0.37***

-0.20* -0.21** -0.35*** -0.27*** -0.24** -0.22** -0.19* -0.23** -0.24** -0.24** -0.28*** -0.26*** -0.22**

-0.29*** -0.34*** -0.28*** -0.37*** -0.22** -0.32*** -0.09 -0.19* -0.19* -0.29*** -0.33*** -0.28*** -0.34***

-0.38*** -0.37*** -0.57*** -0.52*** -0.41*** -0.40*** -0.32*** -0.38*** -0.42*** -0.43*** -0.52*** -0.51*** -0.38***

-0.37*** -0.56*** -0.53*** -0.62*** -0.49*** -0.48*** -0.41*** -0.39*** -0.45*** -0.45*** -0.62*** -0.57*** -0.52***

* p < .05 ** p < .01 *** p < .001 Tabla 2. Coeficientes de correlación de Pearson entre síntomas psicopatológicos y autoconcepto académico, social, emocional, familiar, físico y global)

* p < .05 ** p < .01 *** p < .001 Tabla 3. Coeficientes de correlación de Pearson entre síntomas psicopatológicos y autoestima

* p < .05 ** p < .01 *** p < .001 Tabla 4. Coeficientes de correlación de Pearson entre problemas de conducta y autoconcepto académico, social, emocional, familiar, físico y global

EA Varones

EA Mujeres

Somatización Obsesión-compulsión Sensibilidad interpersonal Depresión Ansiedad Hostilidad Ansiedad fóbica Ideación paranoide Psicoticismo Adicional GSI PST PSDI

-0.23** -0.39*** -0.55*** -0.54*** -0.40*** -0.42***

-0.17* -0.36*** -0.35*** -0.43*** -0.48*** -0.49*** -0.32***

-0.23** -0.44*** -0.56*** -0.62*** -0.39*** -0.41*** -0.39*** -0.43*** -0.50*** -0.46*** -0.55*** -0.46*** -0.57***

AF Académico AF Social AF Emocional AF Familiar AF Físico AF Global

V M V M V M V M V M V M

Problemas escolares Conducta antisocial Timidez-retraimiento Psicopatológicos Ansiedad Psicosomáticos Adaptación social

-0.54*** -0.28** -0.24* -0.35*** -0.21* -0.35*** 0.29**

-0.76*** -0.40*** -0.09 -0.16 -0.02 -0.29** 0.54***

-0.19 -0.19 -0.17 -0.18 0.09 -0.22* 0.27*

-0.01 -0.10 -0.45*** -0.26** -0.30** -0.20* 0.06

-0.24* -0.01 -0.19 -0.25* -0.20 -0.30** 0.05

-0.01 -0.10 -0.27** -0.25** -0.33*** -0.27** 0.02

-0.26* -0.33*** -0.27* -0.28** -0.09 -0.37 0.40

-0.38*** -0.47*** -0.19 -0.15 -0.08 -0.26** 0.38***

-0.30** -0.18 -0.12 -0.28** -0.23* -0.37*** 0.36***

-0.47*** -0.16 -0.24* -0.18 -0.18 -0.21* 0.31**

-0.48*** -0.30** -0.32** -0.41*** -0.22* -0.49*** 0.40***

-0.55*** -0.39*** -0.34*** -0.27** -0.24* -0.37*** 0.43***

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En relación con el autoconcepto global (ver Tabla 2) los resultados muestran correlaciones signifi-cativas negativas con todos los síntomas psicopatoló-gicos en ambos sexos. En varones se encuentran rela-ciones del autoconcepto global con somatización, r (157) = -0.38, p < .001, obsesión-compulsión, r (159) = -0.37, p < .001, sensibilidad interpersonal, r (159) = -0.57, p < .001, depresión, r (156) = -0.52, p < .001, ansiedad, r (157) = -0.41, p < .001, hostilidad, r (158) = -0.40, p < .001, ansiedad fóbica, r (159) = -0.32, p < .001, ideación paranoide, r (158) = -0.38, p < .001, psicoticismo, r (159) = -0.42, p < .001, en la escala adicional de depresión melancólica, r (158) = -0.43, p < .001, con el índice sintomático general, r (150) = -0.52, p < .001, con el total de los síntomas positivos, r (159) = -0.51, p < .001, y con el distrés global, r (149) = -0.38, p < .001. En mujeres, las correlaciones también son significativas y negativas con somatización, r (144) = -0.37, p < .001, obsesión-compulsión, r (144) = -0.56, p < .001, sensibilidad interpersonal, r (143) = -0.53, p < .001, depresión, r (140) = -0.62, p < .001, ansiedad, r (143) = -0.49, p < .001, hostilidad, r (143) = -0.48, p < .001, ansiedad fóbica, r (144) = -0.41, p < .001, idea-ción paranoide, r (142) = -0.39, p < .001, psicoticismo, r (143) = -0.45, p < .001, depresión melancólica (escala adicional), r (144) = -0.45, p < .001, con el índice sinto-mático general, r (138) = -0.62, p < .001, con el total de los síntomas positivos, r (142) = -0.57, p < .001, y con el distrés global, r (138) = -0.52, p < .001.

En lo que se refiere a la autoestima (ver Tabla 3) se han encontrado correlaciones significativas y ne-gativas en varones y mujeres con: somatización (varo-nes, r (157) = -0.23, p < .01; mujeres, r (144) = -0.23, p < .01), obsesión-compulsión (varones, r (159) = -0.39, p < .001; r (144) = -0.44, p < .001), sensibilidad interpersonal (varones, r (159) = -0.55, p < .001; muje-res, r (143) = -0.56, p < .001), depresión (varones, r (156) = -0.54, p < .001; mujeres, r (140) = -0.62, p < .001), ansiedad (varones, r (157) = -0.40, p < .001; mu-jeres, r (143) = -0.39, p < .001), hostilidad (varones, r (158) = -0.42, p < .001; mujeres, r (143) = -0.41, p < .001), ansiedad fóbica (varones, r (159) = -0.17, p < .05; mujeres, r (144) = -0.39, p < .001), ideación paranoide (varones, r (158) = -0.36, p < .001; mujeres, r (142) = -0.43, p < .001), psicoticismo (varones, r (159) = -0.35, p < .001; mujeres, r (143) = -0.50, p < .001), depresión melancólica (escala adicional) (varones, r (158) = -0.43, p < .001; mujeres, r (144) = -0.46, p < .001). Así mismo se encuentran correlaciones negativas con el índice sin-tomático general (varones, r (150) = -0.48, p < .001; mujeres, r (138) = -0.55, p < .001), con el total de los síntomas positivos (varones, r (155) = -0.49, p < .001; mujeres, r (142) = -0.46, p < .001), y con el distrés glo-bal (varones, r (149) = -0.32, p < .001; mujeres, r (138) = -0.57, p < .001).

Estos resultados ponen de relieve que los ado-lescentes de ambos sexos que muestran alto auto-concepto global y alta autoestima tienen menos sín-tomas psicopatológicos en todas las escalas psicopato-lógicas disponiendo de mejor salud mental. Relaciones entre problemas de conducta y autoconcepto-autoestima

Los coeficientes de Pearson obtenidos al ana-lizar las relaciones entre problemas de conducta y auto-concepto-autoestima se presentan en las Tablas 4 y 5. Como se puede observar en la Tabla 4, se encuentran

algunas variaciones en las correlaciones que existen entre las distintas dimensiones del autoconcepto y los diversos problemas en función del género. No obstante, cuando se explora el autoconcepto global, se observan en ambos géneros correlaciones significativas negativas con todos los problemas de conducta: problemas esco-lares (varones, r (90) = -0.48, p < .001; mujeres, r (102) = -0.55, p < .001), conducta antisocial (varones, r (91) = -0.30, p < .01; mujeres, r (103) = -0.39, p < .001), timi-dez-retraimiento (varones, r (88) = -0.32, p < .01; mujeres, r (101) = -0.34, p < .001), trastornos psico-patológicos (varones, r (90) = -0.41, p < .001; mujeres, r (98) = -0.27, p < .01), problemas de ansiedad (varo-nes, r (91) = -0.22, p < .05; mujeres, r (102) = -0.24, p < .05) y problemas psicosomáticos (varones, r (92) = -0.49, p < .001; mujeres, r (102) = -0.37, p < .001). Sin embargo, se encuentran relaciones positivas con adapta-ción social (varones, r (87) = 0.40, p < .001; mujeres, r (98) = 0.43, p < .001). Estos datos sugieren que los adolescentes de ambos sexos con alto autoconcepto glo-bal muestran desde la observación de sus padres pocos problemas escolares, de conducta antisocial, de timidez-retraimiento, psicopatológicos, de ansiedad, y psicoso-máticos, teniendo una buena adaptación social.

EA

Varones EA

Mujeres

Problemas escolares Conducta antisocial Timidez-retraimiento Psicopatológicos Ansiedad Psicosomáticos Adaptación social

-0.23* -0.19 -0.25* -0.23* -0.15 -0.21* 0.27**

-0.36*** -0.25** -0.27** -0.30**

-0.13 -0.18 0.16

* p < .05 ** p < .01 *** p < .001 Tabla 5. Coeficientes de correlación de Pearson entre proble-mas de conducta y autoestima De las relaciones entre autoestima y problemas de conducta (ver Tabla 5), se confirma la existencia de correlaciones negativas con problemas escolares (varones, r (90) = -0.23, p < .05; mujeres, r (102) = -0.36, p < .001), conducta antisocial (mujeres, r (103) = -0.25 p < .01), timidez-retraimiento (varones, r (88) = -0.25 p < .05; mujeres, r (101) = -0.27 p < .01), psicopatológicos (varones, r (90) = -0.23, p < .05; muje-res, r (98) = -0.30 p < .01), psicosomáticos (varones, r (92) = -0.21, p < .05), y correlaciones positivas con buena adaptación social (varones, r (87) = 0.27, p < .01). Estos datos sugieren que los adolescentes de am-bos sexos con alta autoestima manifiestan desde la opi-nión de sus padres menos problemas escolares, de timi-dez-retraimiento y psicopatológicos. Pero sólo los varo-nes tienen menos problemas psicosomáticos y mayor a-daptación social, y únicamente las mujeres muestran menos conducta antisocial. No se encuentran relaciones entre autoestima y problemas de ansiedad con el sexo. Variables predictoras del autoconcepto-autoestima

Con el objetivo de explorar las variables que predicen una buena autoestima y un buen autoconcepto global, es decir, una alta puntuación en estas variables criterio, se realizó un análisis de regresión lineal múlti-ple, paso a paso, cuyos resultados se presentan en la Tabla6.

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Garaigordobil, M., Durá, A. y Pérez, J.I.: Síntomas psicopatológicos, problemas de conducta y autoconcepto-autoestima

60

R R2 R2

corregida Error Típico

B Error Típico

Constante Beta t

Autoestima SCL-90-R Depresión Autoconcepto global SCL-90-R Depresión EPC Problemas escolares SCL-90-R Sensibilidad interpersonal

0.65

0.57 0.64 0.67

0.42

0.32 0.42 0.45

0.42

0.32 0.41 0.44

4.16

4.83 4.49 4.38

-0.37

0.12 -0.31 -0.30

0.03

0.07 0.05 0.10

33.67

36.34 37.87 38.72

-0.654

-0.211 -0.337 -0.331

-10.72 ***

-1.83 + -5.33 *** -2.93 **

+ p < .06 * p < .05 ** p < .01 *** p < .001 Tabla 6. Análisis de regresión múltiple lineal para variables predictoras de autoestima y el autococoncepto

Como se puede observar en la Tabla 6, del conjunto de las variables predictoras de la autoestima, una resultó estadísticamente significativa: los síntomas de depresión (Beta = -0.654). El coeficiente de regresión estandarizado Beta indica que la variable tiene cierto peso sobre la variable criterio. De acuerdo con esta afirmación, el porcentaje de varianza explicada (coeficientes de determinación ajustados) por la variable predictora fue de magnitud media (42.4 %). Pocos síntomas psicopatológicos de depresión (sínto-mas que incluyen vivencias disfóricas, anhedonia, desesperanza, impotencia y falta de energía, así como ideas autodestructivas y otras manifestaciones cognitivas y somáticas características de los estados depresivos), resultó ser la variable predictora de la variable criterio autoestima, siendo su poder explicativo medio, ya que esta variable predictora explica el 42.4 % de la varianza. Del conjunto de las variables predictoras del autoconcepto global (ver Tabla 6), tres resultaron estadísticamente significativas: los síntomas de depresión (Beta = -0.211), los problemas escolares (Beta = -0.337), y la sensibilidad interpersonal (Beta = -0.331). Los coeficientes de regresión estandarizados Beta indican que todas las variables tienen cierto peso sobre la variable criterio. De acuerdo con esta afirmación, los porcentajes de varianza explicada (coeficientes de determinación ajustados) por cada una de tales variables predictoras fueron de magnitud media para las tres variables (32.1 %, 41.2 %, y 44.1 %, respectivamente). Pocos síntomas psicopatológicos de depresión, pocos problemas escolares y bajo nivel de síntomas de sensibilidad interpersonal, resultaron variables predictoras de la variable criterio autoconcep-to global, siendo su poder explicativo medio, ya que estas variables predictoras explican el 44.1 % de la varianza. DISCUSIÓN

Los resultados ponen de relieve, en primer lugar, la existencia de diferencias de género en algunas dimensiones del autoconcepto y en la autoestima en los rangos de edad en los que se ha realizado este estudio, es decir, en adolescentes de 14 a 17 años. Los varones presentan mayor autoestima, autoconcepto emocional y físico, mientras que las mujeres tienen superiores puntuaciones en autoconcepto académico y familiar. Sin embargo, en el autoconcepto global, aunque los varones muestran mayor puntuación media que las mujeres no se encuentran diferencias estadísticamente significativas entre ambos, ni tampoco en el autoconcepto social, donde varones y mujeres tienen

puntuaciones similares. Así, se confirma la hipótesis 1 parcialmente, ya que si bien se encuentran diferencias de género en la autoestima, sin embargo, no se dan en el autoconcepto global. Estos resultados apuntan en la misma dirección que los estudios que han encontrado que las mujeres tienen peor autoconcepto físico (Nelson, 1996) y mejor autoconcepto familiar (Amezcua y Pichardo, 2000), y también con trabajos que no han encontrado diferencias de género significa-tivas en el autoconcepto global (Garaigordobil et al., 2003). Sin embargo, nuestros resultados se contradicen con los de otros estudios donde las mujeres muestran inferiores puntuaciones en el autoconcepto global (Amezcua y Pichardo, 2000; Wilgenbush y Merrel, 1999) y en el autoconcepto académico (Nelson, 1996) y superiores en el autoconcepto social (Amezcua y Pichardo, 2000) o con estudios que no han encontrado diferencias en la autoestima (Lameiras y Rodríguez, 2003). Quizás los instrumentos de evaluación empleados en los distintos estudios pueden explicar estas diferencias.

En segundo lugar, los resultados del estudio permiten observar que los adolescentes de ambos sexos que muestran alto autoconcepto global y alta autoestima tienen menos síntomas psicopatológicos en todas las escalas (somatización, obsesión-compulsión, sensibili-dad interpersonal, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fóbica, ideación paranoide, psicoticismo, adi-cional), evidenciando mejor salud mental. Completen-tariamente, se ha encontrado que los adolescentes de ambos sexos con alto autoconcepto global también tienen menos problemas de conducta según sus padres (problemas escolares, de conducta antisocial, problemas de timidez-retraimiento, psicopatológicos, de ansiedad y psicosomáticos). En el caso de la autoestima, los adolescentes de ambos sexos con alta autoestima tienen desde la opinión de sus padres menos problemas escolares, de timidez-retraimiento y psicopatológicos; sin embargo, en conducta antisocial sólo muestran menos conductas de estas características las mujeres, y en problemas psicosomáticos únicamente se dan menos problemas en los varones, no encontrando relaciones entre autoestima y problemas de ansiedad en ningún sexo. Estos resultados permiten ratificar parcialmente la hipótesis 2, confirmando que los adolescentes de ambos sexos que tienen alto autoconcepto global presentan menos síntomas psicopatológicos y menos problemas de conducta según sus padres. Los sujetos con alta autoestima también evidencian menos síntomas psico-patológicos, y tendencialmente tienen menos proble-mas de conducta (escolares, timidez-retraimiento, psi-copatológicos). Estos datos son coherentes con lo obse-

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rvado en trabajos previos que evidencian relaciones in-versas del autoconcepto-autoestima con distintos sín-tomas psicopatológicos (Bohne et al., 2002; Dowd, 2002; Ellet et al., 2002; Fan y Fu, 2001; Hoffmann et al., 2003; Kim, 2003; Valentine, 2001) y con problemas de conducta tales como problemas escolares (Aunola et al., 2000; García-Bacete y Musitu, 1993; González et al., 1994) o conductas de timidez-retraimiento (Lawrence y Bennett, 1992; Neto, 1992). En este sen-tido, a pesar de que las relaciones entre autoconcepto y todos los problemas de conducta analizados en este estudio son coherentes con los resultados observados en la literatura previa, nuestros resultados no confirman relaciones inversas significativas entre autoestima y problemas de ansiedad (comportamientos que expresan miedo y/o ansiedad de forma generalizada) y sólo se evidencian relaciones de estos problemas en uno de los sexos, como en el caso de las conductas antisociales (mujeres) y los problemas psicosomáticos (varones).

Por otra parte, los resultados obtenidos sugieren que los adolescentes de ambos sexos con alto autoconcepto global y los varones con alta autoestima muestran desde la observación de sus padres una buena adaptación social. Estos resultados confirman práctica-mente en su totalidad la hipótesis 3, ya que únicamente no se ratifica la relación entre autoestima y adaptación social en las mujeres. Estos datos apuntan en la dirección de otros estudios que han encontrado que los adolescentes con alto autoconcepto-autoestima tienen buena adaptación social manifestando muchas conduc-tas prosociales, de ayuda y de respeto social (Calvo et al., 2001; Garaigordobil et al., 2003; Gutiérrez y Clemente, 1993; Rigby y Slee, 1993; Salvimalli, 1998; Yelsman y Yelsman, 1998).

Finalmente, los resultados sugieren que del conjunto de las variables predictoras de la autoestima, una resultó estadísticamente significativa: los síntomas de depresión. En lo referente a las variables predictoras del autoconcepto global, tres resultaron ser signifi-cativas: los síntomas de depresión, los problemas escolares y los síntomas de sensibilidad interpersonal. Así, pocos síntomas psicopatológicos de depresión (síntomas de los trastornos depresivos que incluyen vivencias disfóricas, anhedonia, desesperanza, impo-tencia y falta de energía, ideas autodestructivas y otras manifestaciones cognitivas y somáticas características de los estados depresivos), pocos problemas escolares (relacionados con bajo rendimiento académico), y bajo nivel de síntomas de sensibilidad interpersonal (sínto-mas que recogen sentimientos de timidez y vergüenza, tendencia a sentirse inferior a los demás, hipersen-sibilidad a las opiniones y actitudes ajenas y, en gene-ral, incomodidad e inhibición en las relaciones inter-personales), resultaron ser variables predictoras de la variable criterio autoconcepto global. Estos resultados confirman la hipótesis 4 del estudio.

Los resultados del estudio tienen implicaciones en el contexto de la prevención y sugie-ren que los programas de intervención que fomenten el autoconcepto y la autoestima pueden prevenir el de-sarrollo de problemas psicopatológicos asociados a la depresión y a la sensibilidad interpersonal, así como incidir positivamente sobre el rendimiento académico de los adolescentes. En este sentido, de acuerdo con Amezcua y Pichardo (2000), consideramos conveniente dirigir la intervención a facetas específicas del autoconcepto-autoestima (académicas, sociales, emo-

cionales, familiares, físicas), puesto que a través de ellas conseguiremos incidir en el constructo a nivel global, y así prevenir el desarrollo de problemas psico-patológicos y problemas de conducta.

Evidentemente, son muchos los factores (biológicos, psicológicos, familiares, interpersonales...) a ser tomados en consideración en la prevención y tratamiento de este tipo de problemas en los adoles-centes; sin embargo, nuestro estudio respalda la eviden-cia de que un elevado autoconcepto-autoestima puede modular favorablemente el impacto negativo de muchas de esas variables. Complementariamente cabe resaltar el importante rol que el apego y la regulación afectiva pueden desempeñar en el tratamiento de adolescentes con problemas de conducta. Desde esta perspectiva, Keiley (2002) concluye que enseñar a padres e hijos a resolver conflictos, a dirigir adecuadamente sus senti-mientos y a reconectarse unos con otros son estrategias de intervención eficaces, lo que enfatiza el relevante papel de la familia en el tratamiento de estos desór-denes conductuales. Como limitación del estudio se puede destacar que siendo los datos de naturaleza corre-lacional, poco aportan sobre la relación causal que pue-de existir entre dichas variables, por lo que se sugiere el análisis de este constructo con una metodología de investigación cuasi-experimental. REFERENCIAS

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El Wisconsin Card Sorting Test en la detección de los trastornos de la personalidad

Mercedes Inda Caro

Serafín Lemos Giráldez Mercedes Paíno Piñeiro

José Luis Besteiro González Facultad de Psicología. Universidad de Oviedo (España)

José Luis Alonso Rionda

Servicio de Salud. Principado de Asturias (España)

RESUMEN Las categorías oficiales de los trastornos de la personalidad vienen siendo muy controvertidas desde hacia varias décadas, y en la investigación se han utilizado indicadores de validez para las categorías propuestas. Entre las medidas empleadas se encuentra el Test de Clasificación de Cartas de Wisconsin (WCST), instrumento empleado principalmente en la validación del trastorno de la personalidad esquizotípica. En este trabajo se somete a prueba la utilidad de este instrumento para determinar la existencia de algún trastorno de la personalidad. Los resultados revelan que sólo los errores de perseveración son sensibles a la presencia o la ausencia de un trastorno de la personalidad, si bien existen dudas respecto a su especificidad. Las medidas del WCST, en cambio, no han permitido diferenciar significativamente entre las diversas categorías de los trastornos de la personalidad. Palabras Clave: trastornos de personalidad, WCST, evaluación, psicopatología

INTRODUCCIÓN

Han sido numerosos los intentos de describir las bases biológicas tanto de la personalidad normal como de los trastornos de la personalidad (Cloninger, 1986; Eysenck, 1967, 1986; Gray, 1970; Zuckerman, 1999). Eysenck (1967; 1986) propuso que las diferencias entre las personas introvertidas y las extravertidas resultaban de su impulso innato de compensación de la sobreactivación o la infractivación de las vías retículo-talámico-corticales, mientras que Gray (1970; 1972) sugirió que los extravertidos tienen un nivel de activación del “sistema de inhibición conductual” más bajo que los introvertidos; un sistema que incluye el SARA, el lóbulo frontal, regiones septales y el hipocampo. De acuerdo con estos modelos, las personas introvertidas supuestamente muestran una actividad cortical más elevada que las extravertidas, sobre todo en áreas de los lóbulos frontales. Recientes técnicas en neuroimagen han permitido observar la actividad del flujo sanguíneo cerebral durante la ejecu-

ción de actividades cognitivas y han apoyado dichas diferencias en la actividad cerebral. La relación entre la dimensión de extraversión, medida con el NEO-PI-R (Costa y McCrae, 1992) y la actividad cerebral, observada mediante la tomografia de emisión de positrones (PET) y la técnica de resonancia magnética nuclear, fue también examinada por Johnson y colaboradores, quienes no encontraron correlaciones significativas entre la dimensión extraversión / intro-versión y la cantidad de flujo sanguíneo cerebral en su conjunto, aunque en el análisis por zonas encontraron que el córtex prefrontal, el área de Broca, el córtex insular, el córtex temporal derecho y el núcleo anterior del tálamo correlacionaron con la introversión; mientras que otras regiones corticales correlacionaron con extraversión. Entre estas regiones se encontraron el surco cingular anterior, el cortex insular derecho, los lóbulos temporales derechos y el núcleo pulvinar del tálamo (Johnson, Wiebe, Gold, Andreasen, Hichwa, Watkins y Ponto, 1999). En consecuencia, estos autores concluyeron que sí existe un aumento del flujo sanguíneo en el lóbulo frontal en las personas que se caracterizan por la introversión. Estos hallazgos apoyan las teorías biológicas de Eysenck y de Gray.

Otros marcadores que han venido siendo empleados tradicionalmente en el estudio de la

1 Dirección de contacto: Dra Mercedes Inda Caro. Facultad de Psicología Universidad de Oviedo. Plaza Feijoo, s/n 33003 Oviedo (España). E-mail: [email protected]

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Inda Caro, M. et al.: El Wisconsin Card Sorting Test en la detección de los trastornos de la personalidad

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personalidad y sus trastornos han sido medidas cognitivas. La utilización de marcadores de tipo cognitivo pueden ser empleados para identificar endofenotipos y proporcionar índices superiores de la semejanza genotípica de los trastornos de la personalidad. Concretamente, con los trastornos de la personalidad esquizotípica, esquizoide y paranoide, así como en la identificación de personas de alto riesgo de psicosis, se han llevado a cabo gran cantidad de estudios, utilizando potenciales evocados, concretamente las ondas P50 y P300 y estudios de seguimiento ocular (Kwapil, Hegley, Chapman y Chapman, 1990; Myles-Worsley, 2004; Posner, Terrence, Reiman, Pardo y Dhawan, 1988). En el trastorno esquizotípico de la personalidad no sólo se ha encontrado el mayor número de disfunciones neuropsicológicas, en comparación con otras personalidades anormales, sino que también se han descrito anomalías cerebrales morfológicas, como son el aumento del volumen del ventrículo lateral y la disminución del volumen cerebral (Frazier et al., 1996; Siever et al., 2002), especialmente cuando está presente sintomatología negativa. Estas características han mostrado correlación significativa con una peor adaptación premórbida y más alteraciones sociales y cognitivas en personas con esquizofrenia. La amplitud de la onda P300 también se ha visto que es menor en personas con trastorno esquizotípico de la personalidad, sobre todo en el lóbulo temporal izquierdo (Salisbury, Voglmaier, Seidman y McCarley, 1996). La atención sostenida ha sido otra variable cognitiva utilizada como un posible indicador de un trastorno de la personalidad. De entre las categorías clínicas de los trastornos de la personalidad, el trastorno de la personalidad esquizotípica es la que mayor número de alteraciones presenta en el componente atencional; mientras que el rendimiento en tareas como el CPT (Continuous Performance Test) de personas con otros trastornos de la personalidad, como el límite, el histriónico y el obsesivo-compulsivo, parece no diferir significativamente del mostrado por personas normales (Cornblatt y Keilp, 1994).

Otra variable cognitiva que ha sido evaluada en personas con trastornos de la personalidad ha sido la capacidad cognitiva para aprender conceptos y el grado de flexibilidad en el cambio de dirección de la respuesta. El trastorno esquizotípico de la personalidad también ha sido el más estudiado al respecto, en el que se observó una ejecución peor en comparación con personas que presentan otros trastornos de la personalidad. Las personas con esquizotipia tienden a dar más respuestas de perseveración y a cometer más errores de omisión. Estas diferencias se observan en pruebas de ejecución motora como el Trail Making Test, si bien la prueba por excelencia empleada para valorar el funcionamiento del lóbulo frontal en la esquizotipia y la esquizofrenia ha sido el WCST (Wisconsin Card Sorting Test).

A partir de la ejecución de esta tarea por personas con lesiones en el lóbulo frontal se pudo observar el papel de esta zona en la inhibición de las respuestas y en la flexibilidad del comportamiento. Rendimientos comparativamente más pobres que los observados en personas normales o diagnosticadas de algún trastorno de la personalidad se han encontrado también en esquizotípicos y esquizofrénicos; así como en sus parientes sanos (Franke, Maier, Hain y Klingler,

1992; Hendren et al., 1995). Por ello, este test se incluye entre las pruebas neuropsicológicas utilizadas para el estudio de los marcadores de vulnerabilidad a los trastornos del espectro esquizofrénico.

El objetivo de este trabajo fue explorar la utilidad del WCST para diferenciar a las personas que manifiestan un trastorno de la personalidad de las que no presentan trastorno clínico alguno y, en particular, el valor de este instrumento para predecir la existencia de un trastorno de la personalidad. Teniendo en cuenta que las funciones ejecutivas frontales determinan el razonamiento, la capacidad de planificación y el auto-control de la conducta, estando en la base de características estables de la personalidad, el propósito de este estudio es comprobar si existen diferencias apreciables en estas funciones en las diversas personalidades anormales.

Planteado en otros términos, el estudio pretende indagar si es posible hallar algún indicador cognitivo que permita hacer una validación externa de los trastornos de la personalidad, o si la existencia de un trastorno de la personalidad se asocia a determinados correlatos cognitivos.

MÉTODO

Participantes Los participantes en este estudio han

procedido de dos fuentes; por un lado, 37 pacientes diagnosticados de algún trastorno de la personalidad en los Servicios de Salud Mental del Principado de Asturias (Tabla 1) y, por otro, 17 personas sin psicopatología de la población general (aunque, como se expondrá en el apartado de resultados, hubo que descartar dos sujetos de este grupo). Estos dos grupos formaban el grupo experimental y el grupo control, respectivamente. La diferencia en el tamaño de las muestras fue debido a la mayor dificultad en contar con la colaboración voluntaria, sin gratificación alguna, de adultos, la mayoría profesionales de los servicios sanitarios y universitarios, y estudiantes.

Los criterios de exclusión para el grupo experimental fueron una edad inferior a 17 años, la presencia de abuso crónico de substancias o la existencia de algún trastorno orgánico cerebral. Por otra parte, todos los sujetos estaban libres de medicación psicotrópica durante el periodo de estudio.

Respecto al grupo control, la media de la edad fue de 29.06 (D.T.=7.45), con 29.4% de varones y 70.6% de mujeres; el 88.2% estaban solteros y el 11.8%, casados; un 41.2% tenían un nivel académico de bachillerato, seguido por un 35.3% con estudios universitarios, un 17.6% con formación profesional y un 5.9% con graduado escolar; el 64.7% trabajaba regularmente fuera del hogar, el 29.4% eran estudiantes y el 5.9% estaban parados.

En el grupo experimental la media de edad fue de 34.16 (D.T.=10.29), siendo el 39.5% varones y el 60.5% mujeres; con un 65.8% de solteros o separados y un 34.2% de casados; un 36.8% no tenían estudios o habían conseguido el graduado escolar, un 55.3% tenían un nivel de bachillerato y un 7.9% tenían estudios universitarios. Respecto a la ocupación laboral; el 57.9% trabajaban fuera de casa, el 13.2% eran amas de casa, 13.2% estudiantes y el 15.8 % eran personas en paro o jubilados.

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Trastornos de la personalidad

n (%) Cluster A: Paranoide Esquizoide Esquizotípica Cluster B: Límite Antisocial Histriónica Narcisista Cluster C: Obsesivo-compulsiva Dependiente Evitativa Otros (Pasivo-agresiva, no especificada)

8 (21.62) 0 (0)

7(18.92) 1 (2.7)

13 (35.13)

5 (13.2) 1 (2.6) 5 (13.2) 2 (5.40)

13 (35.13) 4 (10.81) 6 (16.22) 3 (8.11) 3 (8.11)

Muestra total: 37

Tabla 1: Diagnósticos clínicos (DSM-IV) del grupo experimental

Respecto al nivel de escolarización, se

encontraron diferencias estadísticamente significativas (χ2 =9.54; p<.01). En el grupo control, los sujetos se agruparon en los niveles superiores de escolarización (bachillerato y estudios universitarios) mientras que en el grupo con trastorno de la personalidad se centraron en el nivel de graduado escolar y bachillerato.

Instrumentos 1. Inventario Clínico Multiaxial de Millon II

(MCMI-II), (Millon, 1997), cuestionario que abarca la totalidad de los trastornos de la personalidad recogidos en el DSM-III-R. Consta de 175 ítem con dos opciones de respuesta (V y F), que se integran en dos grupos de escalas: Escalas Básicas y Síndromes Clínicos de gravedad moderada.

2. El Test de Clasificación de Cartas de Wisconsin (WCST) (Grant y Berg, 1948; Heaton, 1981), diseñado para evaluar la función cognitiva abstracta, y que requiere clasificar cartas utilizando tres criterios que inicialmente se desconocen (color, forma y número). La prueba constó de 6 categorías, cada una con 10 respuestas correctas y no se cambió el criterio de clasificación hasta obtener 10 respuestas correctas. Se empleó la versión informatizada del WCST, incluida en el paquete STIM (NeuroScan, 1995), en donde la persona recibía feedback auditivo y visual para indicarle si su respuesta era correcta o incorrecta, a modo de aprendizaje para una próxima decisión. Esta versión informatizada proporciona tres tipos de resultados globales: el número de respuestas correctas, el número de errores y el número de categorías que se han sido completadas. Los errores de perseveración fueron obtenidos por cálculo manual siguiendo las indicaciones del manual de WCST publicado por TEA (Heaton, Chelune, Talley, Kay y Curtiss, 2001).

Procedimiento El estudio se llevó a cabo en dos centros,

según el momento de la investigación. La primera fase se llevó a cabo en un Centro de Salud Mental, en donde se tuvo el primer contacto con los pacientes. En colaboración con el clínico responsable del caso, y con

la anuencia del Jefe de Servicio, se citó a cada paciente y a un familiar para realizar una primera valoración sobre su diagnóstico. La segunda fase se realizó con cada uno de los participantes en el estudio en los laboratorios de la Facultad de Psicología de la Universidad de Oviedo, mediante cita concertada individualmente. En una cabina bien iluminada y con control de ruido ambiental, se administraron diversas pruebas neuropsicológicas, de las que formaba parte el WCST.

Con el grupo control se siguió el mismo orden en la aplicación de las pruebas, con la excepción de que no fueron proporcionadas medidas por los familiares. La muestra profesional para este grupo fue reclutada entre el personal laboral o funcionario de los Servicios de Salud Mental y de la Facultad de Psicología. Se les informó del objetivo de la investigación y se descartó mediante entrevista la presencia de trastornos psicológicos.

Ambos grupos realizaron todas las pruebas que conformaron el estudio en presencia del primer autor de este trabajo (M.I.C.); profesional con experiencia en investigación.

RESULTADOS

Previo a la presentación de los resultados, hay que indicar que del grupo control fueron eliminados dos individuos, debido a las puntuaciones extremas obtenidas en la prueba WCST, los resultados en estas dos personas fueron definidos como puntuaciones outliers. En primer lugar, se exploró la distribución de las variables con el test de Kolmogorov-Smirnov y se encontró que la edad, el número de errores totales y el número de errores de perseveración cometidos en el WCST mostraban una distribución normal; mientras que el número de categorías completadas y las respuestas correctas en el WCST no tenían una distribución normal (p<.001). Dado este resultado y debido a la diferencia de número de sujetos en los dos grupos, se consideró más oportuno emplear pruebas no paramétricas para los análisis.

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Categorías completadas

Errores totales

Errores de perseveración

Respuestas correctas .99 -.80 -.59

Categorías completadas -.79 -.56

Errores totales .83

Tabla 2: Correlaciones de Spearman entre las medidas del WCST

Un primer paso fue observar las tendencias de los resultados y para ello se realizó una correlación de Spearman con todos los datos del WCST. Como se puede ver observar en la Tabla 2, existe una relación inversa entre los resultados positivos (respuestas correctas y número de categorías completadas) y los resultados negativos (errores totales en la prueba y errores de perseveración). A su vez, entre los errores totales y los errores de perseveración se hallaron correlaciones positivas (rs= .83; p<.001).

En la comparación de las variables por grupos, se puede advertir que únicamente se encontraron diferencias estadísticamente significativas entre las personas con un trastorno de la personalidad y personas sin diagnóstico clínico en los errores totales (U=179.5; p=.05); y en los errores de perseveración (U=174.5, p<.05) (Tabla 3). Sin embargo, con criterios más estrictos aplicando la corrección de Bonferroni, dichas diferencias dejan de ser estadísticamente significativas en las cuatro comparaciones realizadas.

Grupos de pertenencia

Grupo sin trastorno de la personalidad (n = 15)

Grupo con trastorno de la personalidad (n = 37)

Prueba de contraste

WCST Media D. Típica Media D. Típica U Nivel de significación

Respuestas correctas 59.20 2.11 56.19 6.33 210 .09

Categorías completadas 5.67 1.05 5.43 .83 219.5 .14

Errores totales 35.93 18.44 48.11 20.03 179.5 .05 Errores de perseveración 10.47 7.42 18.32 12.37 174.5 .03

Tabla 3: Diferencias intergrupos en las medidas del WCST; nivel de significación inicial = 0.05;

corrección de Bonferroni (0.05/4) = 0.0125.

En tercer lugar, se llevo a cabo un análisis comparativo para explorar si existían diferencias estadísticamente significativas entre las personas examinadas, tomando como variable de agrupación el diagnóstico obtenido en el cuestionario MCMI-II e ignorando el grupo clínico de procedencia. Para ello, se tomó como diagnóstico psicométrico de trastorno de la personalidad la obtención de una Tasa Base mayor de 85 en cualquiera de las escalas básicas de esta prueba. Utilizando la prueba no paramétrica de Kruskall-Wallis, se comprobó que tampoco existían diferencias estadís-ticamente significativas entre los distintos trastornos de la personalidad. A pesar de esto, se observaron tendencias destacables en la media de los errores de perseveración inter-diagnósticos que pueden tener interés clínico. Así, el número de errores de perseveración podría reflejar el grado de control, a nivel cognitivo o conductual, correspondiente a cada escala patológica del MCMI-II, con el siguiente orden:

personalidad paranoide (media=24), personalidad dependiente (media=20), personalidad obsesivo-compulsiva (media=19.40) y personalidad narcisista (media=17).

Finalmente, se realizó un análisis de regresión logística para determinar el valor del WCST en la predicción de un trastorno de la personalidad; tomando como predictores las cuatro medidas del WCST y como variable dependiente la existencia o no de un trastorno de la personalidad. Los resultados obtenidos indican que los errores de perseveración son la única medida de esta prueba que sirvió para clasificar correctamente a los sujetos (Tabla 4).

DISCUSIÓN

Teniendo en cuenta los análisis precedentes, se puede afirmar que los errores de perseveración de la prueba WCST son el único indicador que diferencia

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entre las personas que han recibido trastorno de la personalidad de los controles normales. Este hallazgo revela que los errores de perseveración podrían ser un indicador sensible a la presencia de algún trastorno de la personalidad. Otra cosa, sin embargo, es si dicho indicador cognitivo constituye un marcador específico de estos trastornos o bien refleja una patología más

amplia. Los resultados, a la vez que muestran cierta sensibilidad de esta medida, evidentemente no garantizan su especificidad. Para valorar este extremo, hubiera sido necesario ampliar el estudio a otras categorías clínicas.

Variables

Pesos

S.E.

Wald

g.l.

Sig

R

Exp(B)

Errores de perseveración

.08

.04

4.62

1

.03

.2

1.09

Constante

-.28

.57

.24

1

.62

Tabla 4: Regresión logística para determinar el poder predictivo del WCST respecto a la existencia o no de un trastorno de la

personalidad

Otra conclusión que se deriva del estudio es que la comparación entre los diagnósticos basados en las escalas del MCMI-II no ofrece diferencias significativas en las medidas del WCST; lo cual cuestiona, posiblemente, la validez de constructo de las categorías de los trastornos de la personalidad; aspecto, por otra parte, en la actualidad muy criticado por numerosos clínicos e investigadores. Widiger (1993), por ejemplo, considera que la falta de validez de constructo de los actuales trastornos de la personalidad del DSM (American Psychiatric Association, 1995) puede deberse, en parte, a la ausencia de un modelo teórico que sirva de fundamento a los mismos; de modo que el resultado de la taxomonía actual es su pobre validez discriminante y la baja fiabilidad test-retest observada en la evaluación de dichas categorías clínicas; la alta comorbilidad encontrada; una dicotomía artificial de rasgos que son de naturaleza continua en términos de criterios diagnósticos presentes o ausentes; y la dudosa consistencia de los tres conglomerados propuestos por el DSM-IV (Blais y Norman, 1997; Westen, 1997; Zimmerman, 1994). De hecho, el eje II del DSM-IV es un híbrido derivado de observaciones clínicas y de la investigación, en donde se manejan simultáneamente criterios diagnósticos relativos a las cogniciones, a la afectividad, al funcionamiento interpersonal o al control de los impulsos; pero sin un modelo teórico subyacente (O'Connor y Dyce, 1998; Tyrer, 1995).

Aunque sin diferencias significativas, sin embargo, los resultados apuntan la tendencia a mostrar más errores de perseveración en el WCST las personas que puntúan más alto en las escalas del MCMI-II que parecen representar un componente mayor de rasgos obsesivos y de mayor control en sus pensamientos o en sus conductas. Así, la escala relativa al trastorno de la personalidad paranoide fue el que asoció a mayor número de errores de perseveración, seguido del dependiente y del obsesivo-compulsivo, con diferencias muy pequeñas entre los dos últimos. Respecto a esta escala del trastorno de la personalidad paranoide hay que decir que los pensamientos descritos en estas personas (“alberga rencores durante mucho tiempo, por ejemplo, no olvida los insultos, injurias o desprecios; sospecha repetida e injustificadamente que su cónyuge o su pareja le es infiel, etc.”) se describen como ideas obsesivas y persistentes. Esta característica guarda una estrecha relación con el propio trastorno de

personalidad obsesivo-compulsivo. Diversos investigadores interesados en la estructura factorial de los trastornos de la personalidad encontraron un factor obsesivo o “anancástico” (Mulder y Joyce, 1997; Parker, 1998; Parker y Barret, 2000; Parker et al., 1998; Tyrer y Alexander, 1979), caracterizado por rasgos de rigidez y escrupulosidad, que está presente en ambos trastornos de la personalidad.

Por otro lado, los participantes con características de personalidad límite y antisocial en el MCMI-II fueron los que menor número de errores de perseveración cometieron, como corresponde teóricamente a una mayor impulsividad e inestabilidad cognitiva y emocional. Este resultado a pesar de ser ante todo un dato intuitivo y exploratorio se presenta como una futura hipótesis de trabajo: considerar los errores de perseveración como un indicador más para describir el rasgo de control de cogniciones, emociones y conductas que presentan algunos trastornos de la personalidad, junto con el componente de persistencia en mantener la misma respuesta ante diferentes situaciones. Como se ha señalado con anterioridad, la mayoría de las investigaciones que se han hecho con WCST se concentran en el trastorno de la personalidad esquizotípica. Battaglia y colaboradores concluyen que este instrumento es útil como un indicador del estado psicológico de la persona, pero no se puede considerar como un marcador de vulnerabilidad para desarrollar un trastorno del espectro esquizofrénico (Battaglia, Abbruzzese, Ferri, Scarone, Bellodi y Smeraldi, 1994). No obstante, parece más consistente la relación entre la sintomatología negativa del trastorno esquizotípico con una peor ejecución en el WCST (Diforio, Walker y Kestler, 2000; Gooding, Tallent y Hegyi, 2001; Lemos-Giráldez, Inda-Caro, López-Rodrigo, Paíno-Piñeiro y Besteiro-González, 2000). Adolescentes que presentan principalmente los rasgos de anhedonia social, ausencia de emociones y aislamiento suelen cometer mayor número de errores en esta prueba; mientras que con los síntomas positivos de este trastorno guarda una relación estadísticamente significativa. Los errores de perseveración también parecen ser más frecuentes en parientes de primer grado de pacientes con esquizofrenia, que se caracterizan por presentar rasgos de anhedonia social (Franke, Maier, Hardt y Hain, 1993; Laurent et al., 2001).

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A partir de estos hallazgos, el WCST es un instrumento que ha servido para explorar las funciones del lóbulo prefrontal y su relación con la vulnerabilidad a los trastornos del espectro esquizofrénico. Raine y colaboradores encontraron un menor volumen de masa gris en el lóbulo prefrontal y peor ejecución en el WCST y un CPT (Continuous Performance Test) en personas con un diagnóstico de trastorno de la personalidad esquizotípico o de trastorno de la personalidad paranoide (Raine, Lencz, Yaralian, Bihrle, LaCasse, Ventura y Colletti, 2002). Para terminar, es pertinente señalar que esta investigación tiene varias limitaciones, una de ellas es la diferencia de tamaño entre el grupo control y el experimental; así como el limitado número de sujetos con diagnóstico de trastorno de la personalidad, que impidió realizar comparaciones consistentes entre las diferentes categorías. Sin embargo el objetivo del trabajo era determinar si se podía establecer diferencias entre personalidades sanas y personalidades patológicas a través de un indicador neuropsicológico como es el WCST; evaluando la personalidad desde una óptica puramente psicométrica. Otro objetivo pendiente será el reagrupar los trastornos según el modelo de Millon, en el cual describe personalidades básicas y personalidades graves. Derivado de esta limitación, también hay que resaltar que dentro del grupo con trastornos de la personalidad se encontraron personas con picos combinados en el resultado del test de Millon, considerando este punto un aspecto crítico que se suma a la propia validez de la clasificación de los trastornos de la personalidad; los autores consideraron un único diagnóstico, para lo cual se tomó como información adicional el diagnóstico realizado por el clínico en consultas previas. No obstante, los resultados obtenidos se suman a las voces críticas respecto a la validez de constructo de los criterios diagnósticos actualmente utilizados.

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Normas de publicación

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Normas para la publicación de trabajos en Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and

Health Psychology

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editada por el Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos de la Universidad de Sevilla e intenta recoger todas aquellas aportaciones científicas que desde la Psicología Clínica y de la Salud puedan ser de interés para los profesionales y científicos dedicados al estudio del comportamiento humano. Por tanto, es deseo de la revista admitir y publicar trabajos empíricos sobre cualquier aspecto relevante del área de conocimiento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos, así como las aportaciones teóricas, casos clínicos, comentarios de trabajos de investigación, revisiones de libros o cualquier otro tipo de trabajo considerado relevante y/o de gran aportación y repercusión para el campo científico que nos ocupa.

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En la cuarta página se volverá a poner el título del artículo, sin el nombre de los autores, y se desarrollará el texto del trabajo. La estructura o apartados que deben contener los trabajos se encuentran expuestos en las normas

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específicas de cada tipo de publicación: empírica (ver punto 14), teórica (ver puntos 15 a 17) o casos clínicos (ver puntos 18 a 21).

Los trabajos que incluyan tablas e ilustraciones (gráficos, figuras, etc.) deberán presentarlas separadas del texto, cada una en hojas aparte, numeradas correlativamente, y acompañadas de encabezado con el número de la misma y título que permita identificar claramente su contenido. En el texto se indicará el lugar deseado y aproximado para situar las tablas y/o ilustraciones. Las tablas deben ser simples según las normas y estilo de la APA y no deben incluir líneas verticales.

Todas las citas que aparezcan en el trabajo deben estar presentes en la lista de referencias y todas las referencias deben ser citadas en el texto. Las citas se insertarán en el texto (nunca a pie de página). Los apellidos de los autores deben escribirse en minúsculas excepto la primera letra. No se especificarán las iniciales de los nombres, a menos que sean necesarias para distinguir dos autores con un mismo apellido (Ejemplo: J.M. Zarit y Zarit, 1982).

Si el apellido del autor forma parte de la narrativa se incluirá solamente el año de publicación del artículo entre paréntesis (p.ej.: Según Olesen (1991), podemos distinguir tres tipos de aferencias sensoriales en las cefaleas...). Si el apellido y fecha de publicación no forman parte de la narrativa del texto se incluirán entre paréntesis ambos elementos separados por una coma (p.ej.: Podemos distinguir tres tipos de aferencias sensoriales en las cefaleas (Olesen, 1991)...).

Si un trabajo tiene dos autores se citarán los dos apellidos cada vez que la referencia aparezca en el texto (p.ej.: Folkman y Moskowitz (2004) revisaron la situación de la investigación de las estrategias de afrontamiento...). Si un trabajo tiene tres, cuatro o cinco autores se citarán todos la primera vez que aparezca la referencia en el texto; en las citas subsiguientes del mismo trabajo se escribirá solamente el apellido del primer autor seguido de la frase "et al." y el año de publicación (p.ej.: Rodríguez, Terol, López y Pastor (1992) adaptaron el cuestionario….Como mencionamos anteriormente, Rodríguez et al. (1992) adaptaron el cuestionario….). Si un trabajo se compone de seis o más autores se citará solamente el apellido del primer autor seguido por la frase "et al." y el año de publicación desde la primera vez que aparece en el texto.

Si se citan dos o más obras por diferentes autores en una misma referencia se escribirán, ordenados alfabéticamente, los apellidos y respectivos años de publicación separados por un punto y coma dentro del mismo paréntesis (p.ej.: …es absurdo disociar las estrategias de afrontamiento de la personalidad de quien las utiliza (Bouchard, 2003; Bouchard, Guillemette y Landry-Léger, 2004; David y Suls, 1999; Ferguson, 2001; Vollrath y Torgersen, 2000)…). Si existen varias citas del mismo autor se indicará el apellido y los años de los diferentes trabajos separados por comas y acompañados de una letra en el caso de que sean de un mismo año (p.ej....como afirma McAdams (1995, 1997a, 1997b, 1997c)...).

La lista de referencias bibliográficas aparecerá en página nueva, al final del trabajo, en orden alfabético por apellido del autor y las iniciales de su nombre de pila. Deberá sangrarse la segunda línea de cada entrada en la lista a cinco espacios (una sangría). Los títulos de revistas o de libros se escribirán en letra itálica; en el caso de revistas, la letra itálica comprenderá desde el título de la revista hasta el número del volumen (incluidas las comas antes y después del número del volumen). Se dejará un solo espacio después de cada signo de puntuación. Por ejemplo: Aspinwall, L. G., y Taylor, S. E. (1997). A stitch in time: self-regulation and proactive coping. Psicológica

Bulletin, 121, 417-436. Lazarus, R. S. (2000). Estrés y emoción. Manejo e implicaciones en nuestra salud. Bilbao: Descleé de Brower.

(Orig., 1996).

El formato de las publicaciones periódicas deberá ser el siguiente: Autor, A. A. (año). Título del artículo. Título de la revista, volumen, número, páginas. Por ejemplo: Amirkhan, J. H. (1990). A factor analytically derived measure of coping: the Coping Strategy Indicator. Journal of

Personality and Social Psychology, 59 (5), 1066-1074.

El formato de las publicaciones no periódicas será: Autor, A. A. (año). Título de la obra. Lugar de publicación: Editorial. Por ejemplo: Miró, J. (2003). Dolor crónico. Procedimientos de evaluación e intervención psicológica. Bilbao: Desclée de

Brouwer.

En el caso de capítulos de libros el formato deberá ser: Autor, A. A. (año). Título del trabajo citado. En Directores, Editores, Compiladores o Coordinadores (Dir., Ed., Comp. o Coord.), Título del libro (páginas). Lugar de publicación: Editorial. Por ejemplo:

Sánchez-Cánovas, J. (1991). Evaluación de las estrategias de afrontamiento. En G. Buela-Casal y V. E. Caballo

(Eds.), Manual de Psicología Clínica Aplicada (pp 247-270). Madrid: Siglo XXI.

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Normas de publicación

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Las comunicaciones a congresos seguirán el formato: Autor/es seguido del Año y el Mes entre paréntesis, el

título de la comunicación en cursiva, el nombre del congreso y la ciudad donde se celebró. Por ejemplo, Beixo, A. (2003, mayo). Personalidad y afrontamiento de enfermedades crónicas. Comunicación presentada en el III

Congreso Internacional de Psicología de la Salud, Sevilla, España.

Las referencias a recursos electrónicos deberán proveer al menos, el título del recurso, fecha de publicación o fecha de acceso, y la dirección (URL) del recurso en el Web. En la medida que sea posible, debe aparecer el autor del recurso. El formato básico será: Autor de la página. (Fecha de publicación o revisión de la página, si está disponible). Título de la página o lugar. Recuperado (Fecha de acceso), de (URL-dirección). Por ejemplo, Sanzol. J. (2001). Soledad en el anciano. Recuperado el 12 de mayo de 2004, de http://www.personal.uv.es/sanzol.

En caso de duda sobre otras normas de publicación no recogidas anteriormente, se deberán seguir los criterios establecidos en la quinta edición del Publication Manual of the American Psychological Association (2001).

Normas específicas para los trabajos de carácter empírico:

Los artículos de esta sección serán aportaciones relevantes en el ámbito de la Psicología Clínica y de la

Salud. Seguirán un orden lógico, una presentación clara y estructurada que seguirá el siguiente orden: Introducción y justificación del trabajo Objetivos e hipótesis Método: participantes; diseño, variables y condiciones de control; materiales y/o instrumentos y procedimiento Resultados Discusión Conclusiones Referencias

Normas específicas para los trabajos de carácter teórico:

La revista Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology recoge

artículos teóricos desde diferentes perspectivas (cognitiva, dinámica, conductual, sistémica, etc.) que representen aportaciones destacadas acerca de los diferentes contenidos que aborda.

Los artículos de esta sección llevarán, al igual que todos los demás, un orden coherente y una presentación clara y estructurada. Expresarán una justificación de la relevancia del tema a tratar (en la introducción del trabajo) y una aportación expresa de carácter práctico para que el profesional obtenga una referencia de naturaleza aplicada (con independencia de la línea teórica de la que proceda) del tema a tratar (en la discusión del mismo).

La extensión máxima de todo el trabajo será de 10 páginas y la estructura a seguir será la siguiente: Introducción y tesis (aspecto que se quiere exponer o defender) Discusión Conclusiones (breves y delimitadas de forma clara). Referencias (hasta un máximo de 20).

Normas específicas para la exposición de casos clínicos:

En esta sección se recogerá la descripción de uno o más casos clínicos que, por sus peculiaridades,

supongan una aportación y/o repercusión importante al conocimiento del proceso analizado.

Los artículos de esta sección además de llevar un orden coherente y una presentación clara, podrán seguir las siguientes estructuras:

Encuadre teórico O bien: a) Introducción Participantes b) Descripción del/os caso/s clínico/s Procedimientos de evaluación c) Discusión

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Tratamiento d) Referencias Resultados Referencias

La extensión máxima de todo el trabajo será de 5-20 páginas y las referencias bibliográficas no excederán de 20.

En la descripción de los casos nunca se utilizarán ni los nombres ni las iniciales reales de los pacientes sobre los que se ha realizado el estudio motivo de publicación.

Revisión y Publicación de los trabajos:

Los trabajos que cumplan las normas expuestas anteriormente, serán revisados anónimamente por expertos

en el tema tratado, quienes informarán a la dirección de la revista de la valoración y posibles modificaciones a realizar en el mismo. Dicha valoración será remitida por la dirección al autor en un plazo máximo de tres meses.

Una vez valorado, modificado (si es el caso), revisado y aceptado definitivamente el artículo, se determinará por parte de la dirección la publicación del artículo y se comunicará al autor principal, la fecha y el número de la revista en que será publicado el trabajo. En cualquier caso, la decisión final de publicar o no un artículo, corresponde en última instancia, a la dirección de la revista.

Los artículos que no aparezcan en el último número de la revista, pero se encuentren aceptados, serán publicados en las próximas ediciones, mientras tanto engrosarán el listado de artículos aceptados y pendientes de publicación.

Los artículos que no cumplan las normas establecidas o que no sean aceptados para su publicación no serán sometidos a revisión ni serán devueltos a los autores, aunque sí se notificarán los motivos de exclusión. En cualquier caso, la revista se reserva el derecho a introducir las modificaciones que considere oportunas para el cumplimiento de las normas establecidas.

El envío de un artículo a la revista Anuario de Psicología Clínica y de la Salud / Annuary of Clinical and Health Psychology supondrá la aceptación de todas las normas anteriores por parte de los autores del trabajo original presentado.